IMÁN - Hemeroteca Digital

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t IMÁN i . DE ALVEAR. — LÉON-PAUL FARGUE. B. BARILLI. — E. JOLAS. — EUGliNIO D'ORS. H. MICHAUX. — XUL SOLAR. — R. DESNOS. F. KAFKA. — L.\SCANO TEGUL — USLAR^ PIETRL — M. A. ASTURIAS. — B. FONDANE. J. DOS PASSOS. - B. PILNIAK. - HANS ARP. ' V. HUIDOBRO. - J . GIONO. - S. MARTELU. A. CARPENTIER. JAIME TORRES BODET. CONOCIMIENTO DE AMÉRICA LATINA RIBEMONT-DESSAIGNES. — M. LEIRIS ' G. BATAILLE. — N. FRANK. — R. VITRAC. i W. MEHRING. — SOUPAULT. — Z. REICH. ROBERT DESNOS. — A. KREYMBORG. © Biblioteca Nacional de España

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IMÁN

i . DE ALVEAR. — LÉON-PAUL FARGUE. B. BARILLI. — E. JOLAS. — EUGliNIO D'ORS. H. MICHAUX. — XUL SOLAR. — R. DESNOS. F. KAFKA. — L.\SCANO TEGUL — USLAR^ PIETRL — M. A. ASTURIAS. — B. FONDANE. J . DOS PASSOS. - B. PILNIAK. - HANS ARP. ' V. HUIDOBRO. - J . GIONO. - S. MARTELU. A. CARPENTIER. — JAIME TORRES BODET.

CONOCIMIENTO DE AMÉRICA LATINA RIBEMONT-DESSAIGNES. — M. LEIRIS ' G. BATAILLE. — N. FRANK. — R. VITRAC. i W. MEHRING. — SOUPAULT. — Z. REICH. ROBERT DESNOS. — A. KREYMBORG.

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D I R E C T O R A

ELVIRA DE ALVEAR

S E C R E T A R I O D E R E D A C C I Ó N

ALEJO GARPENTIER

SUSCRIPCIÓN A LA REVISTA IMÁN (cuatro núnmos al cOo).

Ejemplar en papel Alfil Mousse . Ejemplar sobre papel Lafuma. . Ejemplar sobre papel Japón An­

tiguo

Francia Argentina Otros países de Améiica España

70 fr. 10 pesos. 3,50 dólares. 85 pesetas. 350 fr. 50 pesos. 15 dólares. I20 pesetas.

700 fr. 100 pesos. 30 dólares. 240 pesetas.

Principales agencias :

Librería Viau y Zona, Buenos Aires.

Librería Española, París (Juan Vicens de la Llave) lo, Rué Gay-Lussac.

Librería Sánchez Cuesta, Madrid.

5, A V E N U E FRÉDÉRIG-LE-PLAY

PARÍS (VIP)

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I M Á N D I R E C T O R A

ELVIRA DE ALVEAR

R E V I S T A T R I M E S T R A L

N U M E R O I

ABRIL

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DE ESTE NÚMERO SE HAN IMPRESO VEINTIÚN EJEMPLARES SOBRE PAPEL JAPÓN ANTICUO, NUMERA­DOS DE I A XXI, DE LAS PAPE­LERÍAS RENAUD Y TEXIER, Y DOS­CIENTOS EJEMPLARES SOBRE PAPEL LAFUMA, NUMERADOS DE I A 200, Y DOS MIL QUINIENTOS EJEMPLARES, NUMERADOS SOBRE PAPEL ALFA MOUSSE, DE LAS PAPELERÍAS DE

NAVARRE.

EJEMPLAR NO ^ ^ 2 3

Derechos de reproducción y de traducción reservados para todos los países.

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SUMARIO

E L V I R A D E A L V E A R .

Imán.

L É O N - P A U L F A R G U E .

De una pluma a un Imán.

J E A N G I O N O .

Ese bello seno redondo es la colina.

L A S C A N O T E G U I .

Mis amigas se murieron.

X U L S O L A R .

Poema.

B R U N O B A R I L L I .

La sonrisa de los siglos.

V I C E N T E H U I D O B R O .

El paladín sin esperanza.

H E N R I M I C H A U X .

L a noche de los búlgaros.

J A I M E T O R R E S B O D E T .

L a visita.

E U G E N I O D ' O R S .

De la elipse en el misterio de lo barroco.

R O B E R T D E S N O S .

Lautréamont.

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FRANZ KAFKA.

La sentencia.

MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS.

En las tinieblas del cañaveral.

E U G É N E JOLAS.

Documento.

BENJAMÍN F O N D A N E .

Ulises.

S I X T O MARTELLI.

Umbrales.

ALEJO CARPENTIER.

Ecue-Yamba-O.

H A N S A R R

Dos poemas.

BORIS PILNIAK.

La revuelta de las mujeres.

Conocimiento de América Latina.

R I B E M O N T DESSAIGNES. WALTER MEHRING.

ROBERT DESNOS. ALFRED KREYMBORG.

GEORGES BATAILLE. ZDENKO REICH.

MICHEL LEIRIS. R O G E R VITRAC.

PHILIPPE S O U P A U L T . N I Ñ O F R A N K .

J O H N DOS-PASSOS.

¿ Qué quiere decir teatro ?

A. USLAR PIETRI.

Las lanzas coloradas.

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I M Á N

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Amigo Lector :

Imán no ha sido planeado con ideas sujetas a un dogma de capilla ni manifestará estrictamente un carácter local.

Se propone intervenir con un rápido vistazo en tendencias y movi­mientos harto para él conocidos y nivelados.

La brújula actual del mundo entero ha perdido su imanación : no sabemos a cual escuela corresponde nuestro concepto íntimo.

Es preciso para ello consultar el espíritu general contemporáneo; en esta forma encontraremos en la vida humana una solución para el lector.

Imán descubrirá la causa de nuestras inquietudes y aspiraciones. Será una revista que guardará la documentación de su época, inter­calando fotografías en algunos números y prescindiendo en otros. Hablará de poesía, psicología, crónicas de viaje, etcétera... y de la influencia considerable que va ganando la cieneia sobre la literatura

y en la necesidad aun, entre los hombres, de creación artística.

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II I M Á N

Imán será dirigido a centralizar norte y sur como lo denota su título, atraerá hacia sí todo individuo capaz de propagar energías jy hará conocer los escritores; todos los reunirá en su campo magnético.

Imán abrirá nuevos caminos comunes al pensamiento actual, entor­pecido en tradiciones jy se enterará de los acontecimientos que marquen una orientación — será un punto inicial que definirá la generación presente.

Estamos cansados de ver que los sentimientos sean reemplazados por palabras confusas y que la literatura sea considerada contraria a la vida; queremos vivir de acuerdo con los progresos y costumbres de nuestros dias.

Hay que sobreponerse a la inteligencia, pero a la que amenaza en materializarse y en retroceder la civilización en lugar de adelantarla. Queremos otras ideas seguidas de una acción.

Imán es por y para las fronteras ilimitadas — nosotros seremos panmundiales y la duración diamantina de Imán podrá ser llama­da un imanato.

* * *

Imixi guardará un acento argentino,y tiene las tres características modernas del pueblo rioplatense — crítica, moral, y viveza en la inteligencia.

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I M Á N III

* * *

El « Conocimiento de América Latina » es una encuesta formulada

por Imán a la joven literatura centralizada en Paris,y que oficial­

mente representa el movimiento más intenso artístico.

Como todo viaje, es un resultado de lirismo.

Una tentativa de evasión, de acuerdo con la intranquilidad de

cambiar constantemente de panorama : las personas hoy día no pueden

vivir estables en un mismo país.

Tienen preocupaciones y necesidades de índoles muy distintas.

Es verdad que América Latina es un continente que encierra

un enigma poético; pero en cuanto a manifostación exterior es ya

más que una esperanza. Hay que soñar en una época limitada para

las distancias, en que podamos circular libremente por todos los

países, ver un día en Buenos Aires reunidos a estos escritores que

han querido colaborar en Imán, para el « Conocimiento de América

Latina ».

ELVIRA DE ALVEAR.

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DE UNA PLUMA A UN IMÁN

La Providencia ató, por decir así, los pies de cada hombre a suelo natal con un imán invencible.

CHATEAUBRIAND.

LA casa rodando todavía, hirviendo todavía, todavía con el agita agita de las serpientes de la levadura, estriada aún sobre las parrillas tórridas, aun goteando

la miel de la muerte, mas ya con presencia a pesar de sus juegos de bolas al infinito, a pesar de sus gavetas que se van de la vista, a pesar de sus tanteos eternos, de los que no presumimos siquiera el porvenir; el Creador con los pies en la masa apercibió hacia el cuarto piso, salvo error probable de milenios, sobre los pentagramas quejumbrosos, donde los hilos del Fuego vibraban como campanas, donde los soles hasta ahí sin mandato se pegaban tal notas muy cocidas, un diamante que le guiñaba el ojo.

Con el pulgar volcánico lo salvó, sorprendido de su aspefío insólito y sin reconocerlo, pero sintiendo que allí había algo para la tierra, lo arrojó sobre el cuaternario, donde increíbles narices en trompeta triscaban y galopaban

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D'UN PORTE-PLUME A UN AIMANT

La Providence a pour ainsi diré attaché les pieds de chaqué homme au sol natal, par un aimant invin-cible.

CHATEAUBRIAND .

SA maison roulante encoré bouillante, encoré remuante des serpents de la levure, encoré striée sur ses grils tor-rides, encoré dégouttante du miel de la mort, mais qui

commengait á prendre tournure, malgré ses jeux de boules á l'infini, malgré ses tiroirs á perte de vue, malgré ses táton-nements éternels dont nous ne présumons déjá pas l'avenir, le Créateur, les pieds dans la páte, aper^ut, vers le quatriéme étage de la chose, sauf erreur probable de quelques millé-naires, sur les portees encoré geignantes oíi les cordes de feu vibraient comme des cloches, oü des soleils encoré sans man-dat collaient comme des notes trop cuites, un diamant qui lui faisait de l'oeil.

D'un pouce volcanique, il le sauva, surpris par son aspe6l insolite et ne le reconnaissant pas encoré, mais il sentit qu'il y avait la quelque chose pour la Terre et le rejeta sur le Quaternaire, oia d'incroyables nez en trompette broutaient et

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8 I M Á N

Las malas lenguas pretendían que la nariz del profesor Lidenbrock atraía las limallas de hierro. En realidad, corrige su historiógrafo, solo atraía el tabaco, y en gran cantidad, para no mentir.

La nariz es el hombre. Y cuando haya acabado de hablar vais a ver la punta

de la nuestra.

El imán alza enérgicamente los hombros que el alba de un día de invierno le pinta de rojo. Alza los hombros con el aire del que está habituado a todo, con el aire del que conoce la vida, del que sabe que eso se pasará así, que no hay nada que hacer, con el aire del hombre a quien las mujeres vienen, que no va a ellas.

Nosotros iremos, nosotros, los unos hacia los otros. Las acciones naturales se ejercerán entre los imanes y las corrien­tes. Nuestro juego de imanes conoce todos los imanes del mundo.

No olvidemos que el nombre imán es una de las formas del verbo amar.

por el jade apenas coagulado, que se coaguló bajo su mirar. Duro como el amor atrajo todas las miradas. He ahí porque el diamante como el imán, llámase adamas. He ahí porque el primer hombre se llamó Adán. No fué Eva la que tentó a este falso imbécil. Adán fué

el que atrajo a esa falsa mala.

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L É O N - P A U L F A R G U E 9

galopaient dans le jade á peine figé, qui se figea sous son regard.

Dur comme l'amour, il attirait tous les regards, Voilá pourquoi le diamant, comme l'aimant, s'appelle

Adamas. Voilá pourquoi le premier homme s'appelait Adam. Ce ne fut pas Éve qui tenta ce faux imbécile. Ce fut Adam

qui attira cette fausse rosse.

Les mauvaises langues prétendaient que le nez du pro-fesseur Lidenbrock attirait la limaille de fer. En réalité, corrige son historiographe, il n'attirait que le tabac, mais en grande quantité, pour ne pas mentir!

Le nez, c'est l'homme. Et, quand j 'aurai fini de parler, vous allez voir le bout du

nótre.

L'aimant hausse fortement ses épaules, que l'aube d'un jour d'hiver peint en rouge. II hausse les épaules d'un air habitué á tout, de l'air d'un qui connaít la vie, qui sait que 9a se passera comme ga, qu'il n'y a ríen á faire, de l'air d'un homme á qui les femmes viennent et qui ne va pas aux femmes.

Nous irons, nous, les uns vers les autres. Les aétions mu-tuelles s'exerceront entre les aimants et les courants. Car notre jeu d'aimants comprend tous les aimants du monde.

Nous n'oublierons pas que le nom d'aimant est une des formes du verbe aimer.

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El imán que os traemos es un imán artificial, artificial en el sentido aun de Baudelaire, y vosotros sabéis que los imanes artificiales son más potentes que los naturales.

Helo aquí en pie, palomar mágico donde los poetas vendrán a habitar.

Imán es un magnetómetro. Imán es un microcosmo del magnetismo terrestre. Imán, como todo ser magnetizado, leerá en el pensamiento del mundo, verá y escuchará más allá de los espacios. A través de los filones adivos o inertes, a través de las minas y de las tierras labrantías, a través de los sistemas y de las literaturas, él descubrirá la presencia de los grandes ingenios, despertará a los muertos, atraerá a los vivos.

Se han podido encontrar imanes naturales en Asia Menor o en Macedonia, en Magnesia o en Heraclea. Y o acabo de hallar en la Argentina el imán artificial más pode­roso que conozco.

El guiará América Latina a la brújula; Elvira de Alvear tiene el timón con su pequeña mano firme.

LÉON-PAUL FARGUE.

{Traducciónpor Miguel Ángel Asturias.)

El imán trae buena suerte como las herraduras.

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L É O N - P A U L F A R G U E II

L'aimant que nous vous apportons est un aimant artifi-ciel, artificiel méme au sens de Baudelaire, et vous savez que les aimants artificiéis sont plus puissants que les naturels.

Le voici debout, comme un pigeonnier magique oü les poetes viendront se fixer.

Imán est un magnétométre, Imán est un microcosme du magnétisme terrestre. Imán, comme tout étre magnétisé, lira dans la pensée du monde, verra et entendra par delá les espaces. A travers les cheminements adifs ou inertes, á tra-vers les mines et les terres meubles, á travers les systémes ct les littératures, il decelera la présence des grands bons-hommes, réveillera les morts, tirera les vivants.

O n a pu trouver les aimants naturels en Asie Mineure ou en Macédoine, á Magnésie ou á Héraclée. Je viens de trouver en Argentine le plus puissant aimant artificiel que je connaisse.

II va mener l 'Améríque latine á la boussole, avec Elvira de Alvear qui tient la barre d'une petite main ferme.

LÉON-PAUL FARGUE.

L'aimant porte bonheur, comme un fer á cheval.

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ESE BELLO SENO REDONDO

ES LA COLINA

JAMÁS veré de nuevo el verdadero rostro de mi tierra : ya perdí para siempre la mirada pura de los niños.

Cuando yo era pequeño, yo jugaba; luego tenía hambre. Mi madre cortaba entonces una rebanada de pan, la espol­

voreaba de sal, la rociaba de aceite haciendo un largo 8 húmedo con la botella inclinada; luego me decía « Come ». Esa sal me bastaba para aspirar el viento de la odisea; estaba allí, con el per­fume de la mar; ese pan, ese aceite, helos aquí todo alrededor, en estos campos de trigo verde, bajo los olivos. Así se aguzó de lai^a costumbre el hambre ardiente de mi corazón.

Nunca bastante de ese pan... Nunca bastante de esa sal, de ese aceite, madre mía.

Con mis alegrías, con mis penas, yo he mascado pedazos de mi tierra; y ahora, la línea de donde se hace la justa partida, la línea más allá de la cual yo ceso de ser yo, para devenir ola ondulada de las colinas, esa línea está escondida bajo la fronda de mis venas y mis arterias, en los ramajes de mis músculos, en la hierba de mi sangre, en esa gran sangre verde que hierve bajo el toisón de los chivares y bajo el pelo de mi pecho.

*

Ese bello seno redondo es la colina; su vieja tierra sólo carga vetéeles sombríos. En la primavera, im almendro solitario se

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alumbra súbito de un fuego blanco, luego se apaga. Desde lo alto del cielo, el viento se abalanza; la flecha de sus manos juntas corta las nubes. De un golpe de talón aplasta los árboles y toma a subir. A veces un águila roja desciende de los Alpes, pero el aire de las llanuras cercaneis no la lleva más; entonces nada a grandes ale­tazos y grita como un pájaro náufrago.

Si se abandona el camino, se entra en los olivares invadidos por las rosas. Dij érase que hubieran lanzado una piel de camero sobre los árboles. Una piel espesa que sangra. Se tiene calor allí abajo, un pesado calor de lana; la hierba suda. Para salir de esta sombra hay que destrozarse las manos. Un mes después uno se encuentra una rosa seca en los bolsillos.

Grandes taludes se calientan al mediodía, floridos de ser­pientes inmóviles. Los lagartos, gordos como brazos, duermen al sol, luego saltan, apresan, y mascan largamente las abejas con sabor a miel que lloran lágrimas de oro goteando sobre la piedra ardiente. La lagremusa es toda gris, con patas finas como hilos y una cola semejante a una sombra; pero .tiene un corazón enorme, un corazón desencadenado en su interior como un huracán y ella esta alU, palpitante. Un matrimonio de grandes moscardones gol­pea las escabiosas en su vuelo ciego. Los saltamontes se despren­den y pasan, perdidos en la violencia del salto, para abrir más allá sus alas rojas. Caravanas de hormigas, anchas como los cami­nos de los hombres, corren bajo las hojas. Una procesión de orugas adora el tronco de un pino con sus lentas espirales. Una casa con muros como cascaras de nuez, abombados y ocres, cruje dulcemente, aplastada bajo su carga de tejas, vigas y sol. La sombra transparente de los oUvos guarda en su tela de araña la siesta de una niña. Ella duerme sobre la hierba tibia. Tiene alzadas sus ropitas y, sin abrir los ojos, rasca hasta arañarse su vientre picado por las moscas. Un chivito lucha con una avispa. El olor del tomillo sube hasta la luna. Una bella nube se ha enter­rado en un brazo muerto del viento y no puede arrancar su proa del azul inmóvil; ya a ñn de fuerzas ondula lentamente de la popa.

— ¿Usted la ha visto, de noche, esta colina?

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— No, Toussaint, la noche no es de las largas noches que yo paso en los bosques. La luz cae durante ellas como una lluvia y se lave.¿Perotú?

— Yo sí. Fué en la noche que me sucedió toda esta historia. Yo había

tenido que alojar por obligación, a uno de esos errantes que tienen billetes de alojamiento de la alcaldía. El había llegado y había llamado. Sí, él había llamado, yo se lo juro por que, buena cuenta hecha, mi albergue tiene buena presencia. Yo le había dicho « Entre ». ¡Cuando vi aquello! Un gran hombre barbudo, con pelos en los brazos, y pelos por todas partes, y puede ser que todo aquello habitado. Los ojos tortuosos, falsos. La mirada, usted comprende, pasaba por dentro de usted, por el medio de usted, y uno se veía el cuerp>o dividido en dos : la cabeza arriba, las piernas y los brazos abajo. De modo que los brazos sin fuerza y sin fuerza todo el resto, y la cabeza separada, reflexionando, como en el cielo.

El vio bien el efedo que hacia y comenzó a pasearse con aire fanfarrón a lo largo de nuestra cocina y nuestro atrio. Bien, se le dio de comer. Y de beber, porque él lo pidió, y tomó a pedirlo, y tomó a pedirlo, golpeando con el puño.

Entonces yo dije a mi mujer : « Escúchame : yo me conozco, si me quedo aqxií va a suceder algo malo » — «Si, me respondió, tienes razón, Mederic, (ella me llama Mederic por que éste es mi segundo nombre y por que le gusta más) tienes razón Mederic, vé a tomar el aire, yo me encargo de este hombre ». Yo tomé mi chaqueta y salí, y lo miré bien aJ salir. El debe haber comprendido que yo salía porque tenía más buen sentido que él. Era tarde; no había ima persona en las calles; yo vine a la colina.

Los castaños del camino bajo estaban llenos de ruiseñores que se respondían; se mezclaban a las manzanas silvestres de tal manera que no se distinguían unos de otras. Se oían zambullidas en el agua de los estanques y aquello sonaba tan profundo que yo me deda : « Toussaint (yo gusto más de llamarme Toussaint, me

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parece mas propio) ese ruido dijérase que lo producen los ruise­ñores lanzándose al agua.» Y yo imaginaba toda esta asamblea de frutos y de ruiseñores, en el fondo de los estanques, en el justo entreabrirse de un rayo de luna y los ruiseñores, en mi imaginación, eran torpes en sus gestos, porque en el fondo del agua y con las plumas mojadas no se debe estar muy cómodo. Yo me imaginaba todo esto y luego, de pronto, alrededor de mí no hay ruiseñores, ni frutas, ni luna, ni viento, ni noche. No había nada más que la colina.

Se diría que esta fuese una topera y se oyese dentro el mo­verse del gran topo. Se escuchaba el sordo trabajo bajo tierra, y el gesto que rasca, y el pecho que se llena de olor de tierra, y el hocico que escarba en el lodo de las profundidades. Caían cuajarones de tierra en todas las hierbas. Las de abajo removían toda su vida no<ftuma. Yo escuché a los grandes manantiales, y comprendí que uno estaba muy disgustado porque había anudado todos sus anillos en las raices de los pinedos y de los olivos, no podía ya desembarazarse, y estaba allí, se lo juro, como una gran serpiente bien disgustada. Yo le decía : « Si, pero desen­vuélvete ». « Ah, si, » me respondía él ; « Eso es fácil de decir; tu no has sido nunca manantial, no? Pues bien, tu no sabes y no puedes saber. »

Subí. Tenía ganas de saborear el aire. Había en él un sabor de mariposas. Era la época. Yo no pensaba, pero con im poco de reflexión yo hubiera sabido. Esos errantes, esos hombres ca­bras que van, nerviosos, de una villa a la otra, tienen la misma ley que las mariposas, las hormigas, las orugas. Una orden sale del fondo de yo no se qué, y helos en marcha : las mariposas, las hormigas, las orugas, los hombres, todos mezclados. Yo había dejado al hombre. Aquí era el pleno viaje de las mari­posas. En el aire había de ese gusto; una esjjecie de polvo seco y duro a la garganta como el polvo de los graneros, de las viejas cajas olvidados en los graneros donde se mezclan viejos periódicos y nidos de ratas.

Hacían un gran ruido todas aquellas mariposas. U n ruido

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de arroyo nodumo corría a través del cielo, viniendo del sur, y las estrellas rodaban al fondo, como las piedras bajo el Durance.

Pues bien, he aquí el fondo de la cosa : los otros se imaginan que hice un disparo de revólver porque encontré al hombre y la mujer acostados juntos; suposición... ¡Yo le pregunto! En ese caso yo no sé si habría razón de disparar.

Además que los gendarmes vieron bien que yo había dispa­rado a través del vidrio de la ventzma, de dentro a fuera.

He aquí : Yo entré. Todo estaba tranquilo. No se oía ruido alguno. Miré

por todas partes. No había nada roto. La mujer debía haberlo domado.

Entonces hubo un ruidito tamborileante contra los vidrios de la ventana, como una mano que tamborilease, pero una mano enguantada.

Yo me dije : ¡Es una señal! No. Era tma mariposa, ancha como mis dos manos. Estaba allí

aplastada, batía las alas, trataba de arañar el vidrio y bebía sobre él todo el zumo de la luz. Estaba como borracha. Un gran cuerpo rojo y velludo, y las pezuñas, y ese gran succionador pun­tiagudo como una aguja que si lo plantan en la sangre os secan como un desierto.

Entonces yo me dije : « Toussaint, ellas te han seguido, están allí, junto a tus muros, vas a tenerlas a tu lado toda la vida »,

Yo tomé el revólver en la gaveta del mostrador y disparé sobre la mariposa a través del vidrio.

* * •

El Durance es en la llanura semejante a una rama de higuera. Flexible, como de madera gris, se trenza sobre los prados y los campos de labor, alrededor de las islitas blancas. Tiene el olor de la higuera : olor de leche amarga y de verdura. El ha llevado

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en sus aguas tanta tierra de hierbas, tierra de grano, Umo de árboles; ha pulverizado tantas hojas, portado tantos grandes troncos sobre su fondo sonoro, tantas ramas ha enredado en los mimbres de sus pantanos, que poco a poco ha tomádose en árbol él mismo, y alH, acostado sobre la llanura, es un árbol, con su tronco retorcido, y el Asse, y el Buech, y el Largo y tantos otros, todos separados como ramas que llevan los montes en la punta de sus retoños.

La llanura desciende, remendada de labrantíos, entre los alfalfares y, de vez en vez, los grandes dobladillos de un arroyuelo bajo los árboles. Las fincas están dispersas sobre las rocas y sobre los fimos. Los campesinos del llano saben que a través de la llanura hay un gran banco de rocas aglutinadas, abolladas, como el hierro batido y como él duras. Para los cortijos de abajo, a pesar del trabajo, y el sudor, y las blasfemias, y los ojos perdidos mirando a las cuatro esquinas del cielo, es la pobreza, y el pan duro, la vasta mesa siempre vacía, y la mujer que se seca en su reproche mudo. Para las fincas asentadas sobre el limo, como las imprecaciones en el lodo, es la grasa y los grandes potes en el armario, y los amasaderos de tapa oblicua, y la inquietud por el piso fatigado de los graneros. En aquellas las mujeres son de carnes hinchadas, como construidas con ag^a, como el agua en los odres de tela.

Ciertamente se puede beber todavía en la mirada de sus ojos, porque la raza es buena en el fondo, pero es un agua desabrida. Las niñas van a los colegios de las ciudades y preguntan : « ¿Que es eso? » señalando las hoces. Los muchachos tienen pies cazurros y cazan con fusil de lujo pobres bestias aterrorizadas. Mas en las grandes y largas noches del año, cuando la fuerza de la tierra está abajo, toda contraída a ras del hielo, la finca de los limos cruje sordamente, como ima maJa barca bajo su peso de oro seco. Y luego, esto yo lo sé por haberlo visto, los hijos de las otras tierras vienen al límite de svis campos lisos. Los hay de bellos cabellos color de hoja de apio, una piel como el albarí-coque, manos^ sanas, la boca justa y el ancho molino de viento

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de su cerebro para hacer marchar la boca. Entonces, la hija de las tierras ricas llora rasgando su edredón. La muchacha de las tierras pobres va a la villa con zapatos bajos, pero su cuerpo es nervioso como un asta de iris; su cara es más bella que las flores; llega cantando una vieja canción de pastores donde se habla de montañas y estrellas. Mirándola, el hijo de las tierras ricas se rasca el furúnculo que tiene en la comisura de los labios.

Así la llanura desciende con su carga de vida; luego, más allá, tira una espuma de árboles contra las rocas de Mirabeau, y dobla, se pierde, no se la ve más.

Más allá del Durance, la meseta de Valensole, azul y siem­pre uniforme, cierra la llanura como una barrera de bronce viejo. Es la mala compañera. Entendámonos : para mí es la amiga magnífica, pero es la mala compañera para el campesino de las llanuras. Es la lanzadora de granizos, la portadora de relámpagos, el gran artesano de las tormentas. Toda vestida de robles y de enebros, cubierta de cicatrices, vive a lo sal­vaje, con su gran provisión de flores de almendro en la prima­vera, y de sol que come seco durante el verano. Si es cortés lo es brutalmente : le pedís una flor, os lanza a la cara toda una espesura de tomillo con las raices y la mota de tierra. Lo que más inquieta es su silencio. Está inmóvil. No dice nada. Usted, por ejemplo, está allí, si es el tiempo de pilotear las carretas a golpe de muñecas, o de pasar la inspección a las viñas. Y ella siempre igual, siempre muda; sueña, pensáis, en núrar a plena cara la bella luna de día que vuela con sus dos cuernos por encima de ella. Luego, de un solo golpe, os aplasta con tres grandes rocas de nubes plenas de rayos. El granizo rompe las orejas del mulo y uno tiene que hacer todos los esfuerzos posibles para tener las bridas y volver seguro bajo techo. Durante ese tiempo el arroyo se desborda, los surcos se llenan de lodo y de hierba, — y esto no promete más que una bella recolección de grama, — o bien pisa la vendimia a medio madura.

Ella es a pesar de todo, para mí, la amiga magnifica, ¿quién

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no tiene su caráder? Pero en los bellos domingos de agosto, cuando le han rasurado su cabellera de trigo, cuando su cráneo está desnudo bajo el peso de fuego que hace crujir la arcilla desde el cielo, entonces ella sabe, con seguro conocimiento, llevaros hasta el fondo sensible de la vida, en la sombra rosada donde los árboles, las bestias, los peñascos, las hierbas y los hombres se amasan como una pasta de pan.

* * *

Así, desde lo alto de esta colina redonda y femenina, se ve todo el ancho país. Ella es la amable amiga y la nodriza; comba su línea pura hinchada por la artería de las aguas; la llanura viene a chupar sus manantiales y luego se aleja, pesada de árboles y de trigo.

Ya hemos visto el sur y un poco el oeste; miremos hacia el este y luego hacia el norte, entonces habremos dado la vuelta, y toda la comarca será alrededor nuestro como una sandía azucarada de la que nosotrc» somos las semillas.

* * •

Hacia el este el valle del Asse corta las tierras de Valen­sole, diredo hacia el sol levante. El pastor de los Valgasses me lo explicó en las últimas Pascuas. Es la época en que yo voy a bañarme allá arriba. El lo sabe y me espera cada año. Hace justo uno que no nos vemos. El escucha los p>asos en las piedras; por las flores sabe que han llegado las Pai^uas. Sin mirarme, grita : « Salud, Juan! » Allí tomamos el gran baño que forma en lo adelante parte de mi vida. El tomillo, el espliego, la salvia, la hierba dura, la retama, otra hierba mas carnosa, y el viento. Luego, el ag^a. En medio de todo esto nadamos im día y una noche sin decir palabra. Verdad que durante el invierno uno se ha

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embebido de aire malo, ha escondido la nariz bajo los abrigos, encendido la chimenea, bebido la lluvia por las ventanas de la nariz y leido libros. Bien se necesita ahora un día y una noche nadando entre las hierbas. Después, a la mañana del segundo día, al abrir los ojos, se está limpio. Los olores sé saborean separada­mente : la «limousine » de lana en la cual nos envolvemos, huele a oso. Yo no sé por qué, pero cada vez que yo he dicho :

— Tistou, esto huele a oso. — Sí, huele a oso, ha respondido Tistou. Ya el día ha llegado y aun se ven las estrellas, y en la pro­

fundidad azulada que está entre nosotros y las estrellas, pasan polvaredas y grandes globos cargados con otros hombres, con otras bestias. Se escucha el canto de todo aquello. Es el mundo que canta con su bella voz de bajo. Están cepillando una tabla en aquella estrella verde. Las virutas saltan en el alba. Una hilandera hace girar su rueca en la mancha de Venus; alguien cuece carnes en esa estrella roja. Unas ovejas pasan sobre la lima. Se está limpio. Se ha devenido todo nuevo.

— ¿Tu oyes? me dice Tistou. Yo digo « sí », pero no oigo nada; yo digo sí, de buena fé. — Ya aburrimos a esta colina, me dice Tistou. Desde siempre

la hurgamos aquí. Ella tiene bastante ya. ¿Tu has oido? Vamos, levántate, nos vamos más lejos.

Vamos más lejos. El rebaño fluye con todas sus campanillas detrás de nosotros.

Estamos solos. Yo me digo a mi mismo : — He aquí, el diluvio ha terminado justo en este instante; la

colina acaba de sahr de las aguas; los robles están aún enlodados. Y no existe nadie más que Tistou, las ovejas y yo. El arca ha naufragado. Se había calculado mal. Nosotros, Tistou, las ove­jas y yo estábamos sobre una almadía; no calculamos bien, y estamos solos.

Habitualmente, en esos momentos tomo y envío hasta lo más profrindo de mí, una gran bocanada de aire perfumado. Yo siento ese aire frío que me llena como un gran pedazo de

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hielo, mi sangre que viene a refi-escarse, y luego la carrera de esa sangre fría por toda la carne.

¡Ah! ¡Ah, Tistou, mi viejo! — Tu ves, me dice Tistou que ha soñado por su parte, tu

ves ese valle del Asse, pues bien, yo voy a decirte, es el Sol quien lo ha hecho.

Me mira. Ve mis ojos nuevos y está tranquilo. — Sí, continua, es el sol quien lo ha hecho; uno no sabe nunca

el peso de un rayo de sol. Todas las mañanas — yo hablo de tiem­pos pasados — todas las mañanas el sol salía. Frente a él estaba la meseta. Todas las mañanas el sol tiraba allá arriba su primer rayo. El no lo hacía por maldad, lo hacía por jugar. Tu no has visto nunca ese primer rayo, ¿si? Pues bien, entonces tu sabrás si esto que yo digo es verdad. Se le espera, se le prevé; él sube. Se dice : helo aquí. Y él escapa luego de golpear en cualquiera parte. Generalmente, lo que se vé después es el resto del levantarse del sol. Pero si alguien acecha tanto como he acechado yo, cierra enseguida los ojos y escucha. Entonces se oye una cosa sorda coiho el rodar de ima carreta, y que es el ruido del rayo de sol golpeando contra la tierra, o bien un rumor de aguas y es que ha caido en un mar, o bien un silbido largo, lai^o, largo, que se aleja y es que el rayo ha golpeado en pleno cielo. En ese caso, habitualmente, el rayo hace un hueco, y entonces debe esperarse que el viento llegue al mediodía. Todo esto es para expHcarte la fuerza de ese primer rayo.

Ese primer rayo golpeaba siempre en la meseta que temblaba pero seguía sólida, porque era una buena meseta, de mano maestra. Solamente que el sol llega todos los días, y todos los días con la misma fuerza; entonces, poco a poco, faé partiendo los huesos en el fondo de la carne de la tierra, y, lentamente, el valle se fué cavando a golpes de rayos de sol.

La excavación terminada, el Asse se decidió allá arriba : abandonó sus hielos y descendió. Ya que hay un camino, vale la pena aprovecharlo, se dijo.

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Por la brecha de ese valle se ve la escalera de los Alpes. Abajo, al fondo, sobre las arenas y el lodo, corre una rama del Du-rance : el Asse, y todas las ramitas de los arroyuelos y los torrentes de las colinas, por donde entre dos labios de hierba se desUza el agua de las fuentes, buena a beber, y los senderos que conducen a las fuentes y al pie de los senderos los frutos gordos de los cortijos.

Y allá dentro, a la sombra de los bosques de ciruelos, los pueble-citos. Pueblecitos que tienen su narrador de cuentos como otros tienen su guardabosques o su cartero. Durante el día es a veces un zapatero, otras un carretero, otras un simplote que parlotea dulcemente, babeandose, a la sombra, durante la siesta.

Pero en la noche... Todos se reúnen bajo el gran moral de la plaza y se sientan

sobre las piedras frías. El narrador ocupa el centro del círculo. Se ha quitado el delantal y ha dejado su martillo, o bien ha secado toda su baba con un gran revés de la mano. Llenos de noche, sus ojos hácense vastos y claros como dos puñados de avena, mientras el viento famihar riza su barba y sus cabellos.

A veces el narrador no cuenta sino que lee un übro. Entonces dos hombres están cerca de él y sostienen, alzándolas, dos velas.

De cuando en cuando el ledor se detiene y dice : — Echad sal. Los hombres lanzan unos granos de sal sobre las llamas, y

él toma a leer. Hace algún tiempo, en la época en que las cerezas estaban ma­

duras, yo me detuve una noche en uno de esos pueblos. Una mujer joven me sirvió café, luego puso delante de mí una cesta llena de frutas y me dijo : « Comed ». Y fué a su trabajo atra­vesando la sala. De tiempo en tiempo venía a la puerta por ver si algo me faltaba. Yo leía jimto a unos tiestos de flores. Ella me preguntó:

— ¿Le gusta a usted la leéhira? Respondí : — Sí.

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— ¿Qué es lo que está leyendo? Se inclinó hacia mí. Me excusé : — Está en inglés. Es Whitman. — ¿Es bello? — Escuche : Y comencé a traducirle, muy libremente, versos que estaban

tanto en mi corazón como en el libro. Ella escuchaba. Guando alcé la vista me miraba plenamente en los ojos.

Al otro lado de la carretera, un hombre que envasaba frutos nos observaba. De pronto Hmpió sus manos a todo lo largo de sus pantalones y se acercó.

Gerca, el herrero golpeaba la bigornia. El hombre de los fhitos gritó :

— Sansombre, cállate. Sansombre detuvo su martillo y se acercó también, envuelto

en su delantal de cuero. Ambos se sentaron a mi lado. Guando detenía mi leétura, ellos preguntaban :

— ¿Y luego? — ¿Y entonces? Ahora eran seis. La mujer habló ; — Dejadlo, ustedes ven bien que está fatigado. — Sí, replicaron los otros suspirando. — Es lástima que esté en inglés, agregó algmen. Yo proinetí enviar una traducción. Me respondieron inter­

rumpiéndose : — « Sobre todo no lo olvide » y « ¿Guanto cuesta? » — « No,

nosotros queremos pagarlo » — « E n fin, ya que usted es tan gentil, aceptamos » y « Delphine, da tu dirección ».

Anoté la dirección de Delphine. Hace tres meses que ellos tienen el libro. Y ahora veo al narrador alzando a Whitman a la luz de los

cirios. Escucho su voz. Y escucho su silencio cuando él acaba de decir : « Echad sal » y el silencio de aquellos que escuchan en círculo, y que están en la noche plenos de un agua más clara y más verde que el agua del Verdón.

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Luego recibí una bella carta de Sansombre. No, yo no voy a copiarla en este libro. Hay cosas que uno no tiene derecho a copiar en los libros.

* •

Del lado Norte la mirada vuela sobre la gran tempestad de las colinas. Las olas de tierra se coronan con el hervor de sus grandes espumas redondas y espesas. Arriba, en el fondo, se lanzan contra el cielo azul y tiran la espuma de un Alpe puntia­gudo y blanco. En los valles, humildes cortijos naufragan en el aceite luciente de los oUvares y los bosques de robles. A veces emerge un palomar que escupe sus palomas. Allí viven hombres que dejan crecer sus barbas y tienen los ojos claros. Que hablan poco. Yo conozco uno que sabe veinte lenguas. Tras sus pasos me llevó toda una larga tarde de julio. Con él, el silencio ¡ Uno se observa y eso basta! Subimos por Dure-Cote hasta lo más alto de Pic-Mayon. Allá él habló con un mirlo. Porque él sabe el len­guaje de los mirlos. Saludó algunas aves. Expücó una larga y complicada ruta a una colmena extraviada, y la colmena comen­zó a rodar como una estrella sobre la ruta indicada. Llamó a un zorro y el zorro le respondió desde otra colina. Sin duda no se acercó por causa mía.

Yo le pregunté : — ¿Como hace usted? El se rascó el cuello y comenzó a mascar el aire mirándome,

luego me contestó : — Mira. Y me mostró su lengua colocada contra los dientes. Yo en­

sayé : resultó un grito de bestia. Sí, pero un grito sin nombre y hubo fugas entre las hojas y entre las hierbas.

El se excusó levantando los hombros; rompió a reir y me dijo:

~ Eso viene del corazón.

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Esas colmas son tierras con mucho corazón. La vida es sana y rebosante de aire recio, pero en la tierra magra es necesario plantar penosamente el azadón y esperar poco de ella. Las cose­chas se llevan a espaldas de hombre o a espaldas de mujer, pues hay mujeres solas... pero, mejor no mezclemos.

Los pequeños oUvos producen unos cuantos puñados de acei­tunas. Arriba siembran el trigo corto que está aún en « barba de adolescente », cuando ya el pesado mar de las espigas se agita en la llanura; se rasca un poco en la colina para lograr vmas pata­tas de primavera. Las fincas están tan lejos unas de otras que sus ruidos se pierden en el ruido del viento. En esas colinas no existe otra cosa que el ruido del viento, el ruido de los árboles, la vida de las bestias, la vida del cielo, la vida de la tierra, y, a veces, el pasar de los hombres de ojos buenos. Pasaje ligero : el pie no aplasta la tierra con zapatos claveteados, sino que se posa sobre ella con suaves sandaUas de suela de fibras.

A ese paso nadie se retira : ni la hierba, ni la bestia. El cam­pesino de las colinas es un hombre que pasa jimto a los insedos sin pisarlos. Las madres, en pleno verano, visten a sus hijos con hojas. Jamás van a buscar al dodor, porque saben curar sus enfermos con la virtud de las hierbas. Los hombres venden sus tierras de volimtad a voluntad, entre ellos, con una sola mirada que vale como un ada notarial. Así han resuelto, muy simple­mente, el más grande de los problemas humanos. Sólo de la tierra han recibido consejo.

— Tu comprenderás : yo vendía mis patatas y compraba pan con el dinero. Vendía mi trigo y compraba vino o carne o patatas. Entonces me dije : « Eh, ¿donde va todo esto girando como un camero pesado.? ¿ Trigo por trigo, por qué no el mío? » Pero vas a comprender mejor aun. Ha sucedido que al morder una de mis patatas asadas en la ceniza, yo me he dicho : « Colega, estas patatas son verdaderamente patatas ». Y en efefto, este suelo de la coUna es un suelo todo nuevo, es un suelo que da poco, de acuerdo, pero ese poco lo da como un obrero que hace bien lo que hace. Dentro de aquella patata estaban todos los sabores de la tierra.

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sabores del fondo del diablo, como se dice; se derretía al calor de la lengua, como la mantequilla. Es estúpido esto que voy a decirte, pero tenía un sabor como de sombra, de tierra fresca y de aire. Entonces yo dije : « ¿Por qué no el trigo; por qué no el vino; por qué no todo? »

E hice un homo. Está allí detrás, ven a verlo. Con piedras de allá arriba lo constmí; piedras ya preparadas por la natura­leza. Lo atiborro de tomillo seco, de ramillas de olivo, de sar­mientos, de ramajes de espliego. ¡ Qué magníficos fuegos! Tu no puedes darte cuenta. Todo el horno es entonces blanco, de una nieve de fuego, y en el centro las ramas de olivo, en brasas rojas, como grandes rosas. ¡Y qué olor el de todo esto!...

Entonces, comienzo por amasar mi pasta al aire libre y todas las burbujas de la pasta se llenan de aire. Dispongo luego los panes en el homo; cierro la puerta y voy a sentarme bajo el ciprés. Dos horas tengo para mirar lo que me rodea. Y, a propósito, un día yo te hablaré de eso, de lo que veo en todo ese alrededor.

Para el vino, hice igual. Es poco : pues me limito a lo que tengo. Tengo gallinas : ellas me proporcionan huevos. Tengo dos

cabras : de aquí la leche y los cabritos. Luego ya no me muevo más. Trabajo para mí. Eso me evita el encontrarme con gentes que no me agradan nada. Y aquello que como, es lo mejor de todo.

Además tengo buenas pierníis : no hay ruta que no se finalice con buenas piemas y paciencia. Tengo brazos : no hay trabajo que no se haga con buenos brazos y paciencia. Y luego, después que hago esto, me queda tiempo para todo. Tengo los bolsillos rebosantes de tiempo. Puedo gastar todo el que quiera y en lo que quiera : ¡ no me cuesta nada! ¡ La vida es bella!

Ese país va todo en ondas para hundirse después en un her­moso valle. U n arroyuelo se ve al fondo, bajo los sauces. Es el Largo. U n Largo, ancho de tres pasos. Este arroyuelo no camina como todos los arroyos, de un deslizarse uniforme, sino que duerme en profundos huecos; luego el agua se desliza del uno al otro llevando peces; más tarde todo se detiene y se espera la

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lluvia allá abajo, sobre las mesetas. Guando uno se inclina sobre esos huecos plenos de agua, se ve primero el mundo volteado de los árboles y el cielo. Allí llegué yo a comprender por qué las muchachas se ahogan : es la puerta de un país, es una partida; bajo el agua están las nubes y los árboles, y los vuelos de los pájaros y las flores. Un poco de valor, hasta ningún valor, hace falta para dejar hacer al peso de esta carne...

¡Elena! Esta Elena de im pueblecito que sube a las rocas como un

rebaño de cabras... Yo la conocí; la bella muchacha de la cabelle­ra negra, la nariz reda y la mirada inmensa. Los domingos jugaba a los bolos con los hombres, frente al pequeño ventorrillo de los campos. Extendiendo sus bellas piernas, alzaba los brazos gordezuelos y su pequeña mano, sin crisparse, lanzaba la bola. Beppino el Piamontés se contoneaba por allá dentro con sus pantalones a lo húsar.

Por el camino pasaban los carros en un vuelo de latigazos, gritos, grupas y crines.

Beppino les gritaba : « Oh oh», a boca llena y se veían sus dientes mordedores, y el fondo de su garganta, negro como el de los perros de raza. Beppino usaba un cinturón de lana azul como los bordes del cielo, pantalones azules como lo alto del cielo, una camisa azul como las brumas matinales de mayo. Sólo sus ojos tenían el verdor del agua.

Yo vi a Elena. La habían sacado del agua dos dias antes; es­taba tendida sobre la paja, a la puerta de la casa de su madre y miraba con ojos extasiados todo su alrededor. La casa de la madre está junto a la placita de la villa : un olmo, como una gran bestia lenta, tuerce su tronco y va a derramarse en el cielo. Detrás de los muros se abre el abismo del valle.

De tiempo en tiempo Elena escupía. Su boca debía tener el sabor del limo y de los juncos. Toda ella estaba como húmeda de sombra.

Guando me acerqué dijo : — Juan...

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(Pues ella era de esas mujeres de aquí que tienen amigos hombres, una de esas puras y orgullosas que yo nombro en mi interior centauresas.)

— Juan, amigo mío, ah, siento dentro de mí como un garfio de hierro.

Yo me senté a su lado, sobre la paja, y le agarré una mano, una mano aun notante allá, en el aire, y su brazo se doblaba con el doblarse de la rama de mimbre, sin crujir. Yo dije :

— ¿Qué te ha tentado Elena? Dios me guarde si jamás yo hubiera pensado que tal cosa podría sucederte a ti. ¿Como has hecho tu cuenta? Te he observado moverte en la vida y siempre vi cosas sanas. Tu bailas como el viento dulce. Cuando bailas se tiene hambre de ti, y se es todo prisionero del juego de tus pies y el trenzarse de tus piemas. Mirándote se siente el zumbido de las avispas en los oídos, y es porque se ve algo muy bello, y es la sangre de los hombres la que zvmiba así. Tu sabes que te digo todo p>orque es la verdad y no porque yo quiera un beso de ti, o sentir tu peso en mis brazos. Sabes que yo he hecho la cruz debajo de todo eso, como me aconsejaste, y que todo se ha olvidado por la amistad. ¿Tu lo sabes, Elena? Pues bien, yo, yo te digo...

A medida que hablaba, ella apretaba mi mano; himdía sus uñas en mi mano.

— Escucha, no, me dice mirándome desde el fondo de sus ojos, — y yo vi que en aquel fondo el esplendor y la calma del fondo de las aguas había quedado, — no. Tu hablas siempre y tu no sabes, o tu casi no sabes, y entonces inventas, como siempre, como aquel primer día que yo te vi, cuando tu metías las monedas en el piano mecánico. Recuerdas, Juan, yo me acerqué, soy tan ardiente, y tu me pregimtaste : « ¿Bailamos? » Pero tu no sabes bailar. Pues bien, lo otro es igual.

— Si, pero de este asunto yo sé algo, Elena. — ¿Qjié? — ¿Si, Bepi»no? — No, yo no soy una perra del Piamonte.

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Pero sus uñas se enterraban en la palma de mi mano. Ella escucha en la casa los pasos de su madre-y me dice :

— Acércate. Tu no sabes. Ve a ese boquete de Ombrillonne de donde me sacaron, mientras José gritaba entre los narcisos; fué a causa de la forma de mis faldas que me sacaron a esta parte de nuevo. Ve a ver. Acuéstate a lo largo y mira, luego vendrás a decirme si cuando uno tiene el corazón todo traspasado de garfios de hierro, se puede resistir.

Y ella no resistió. Ya estaba mejor. Ya estaba bien. Aquel domingo bajó al café de la estación y bailó. Luego dijo : « Esp>é-renme » a sus compañeros. Ella reía corriendo al atravesar el puente, hacia la tienda donde venden bombones azucarados, pero sin entrar, dobló bajo los sauces. Joselet vio desde lejos co­mo se desnudaba y quedó inmóvil, atontado y lleno de aire, como un soplete detenido en la aspiración, cuando se lanzó desnuda en el hueco. Y esta vez ella pudo hacer el viaje.

El Largo es todo un rosario de esos huecos. Hay allí dentro bloques de sombra de donde emergen peces indolentes, chispeantes de sol, de los cuales yo supe los nombres, pero los olvidé a propó­sito, porque eso me estorbaba para mirarlos. Es mejor no saber. Vale más no saber y guardar el corazón todo nuevo para la emo­ción. El nombre de esos peces no habla de la mancha azul que tienen sobre el triángulo de la cabeza, ni de sus bocas dentadas con grandes dientes redondos, ni de ese movimiento de riñones, lascivo y preciso, que tiene prisionero como un maleficio de ser­piente; ¿entonces, para qué?

A un lado del Largo está aún nuestra colina. Del otro hay una pequeña llanura, una llanura diferente del todo a la llanura de Manosque, pero que forma parte del país redondo bajo la cobertura del cielo azul.

Lo que hace la diferencia de esos dos valles son los ríos que los habitan. El Durance ha mordido con sus aguas amargas la gran montaña de los Alpes : ha serrado los granitos, dis­gregado las rocas; ha fimdido las tierras, llevado los árboles,

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los prados, los restos de los puentes, una casa o dos con los niños en las cunas. Con todo esto ha hecho su lecho : la llanura. La ha aplastado fuertemente batiéndolo con su cola gris y la tierra tiene miedo. Sigue allí porque no puede hacer otra cosa. Y sin embargo. Yo se que a pasos silenciosos, contra todo lo que los hombres dicen, y contra las leyes de sus sabios, la tierra del Durance se adelanta dulcemente hacia las coUnas, sube sobre los enebros y los robles y se aleja. Tiene miedo allí, seca junto al agu». De vez en vez, el Durance echa la cabeza de ese lado, muerde, y la tierra recvüa.

£^ Largo ha arreglado su llanurita con todo lo que la gran meseta Devers-Lure ha querido regalarle. Es una entente que se ha hecho una larga amistad entre la montaña y el río.

Y luego, justamente, esa meseta es un brujo afable y un magni­fico poeta. Está muy lejos de los hombres y carga solo pueblos muertos. Sólo ha conservado irnos pocos habitantes, los corazones duros, los brazos bellos, los dos metros, aquellos que eran dema­siado grandes para ir a hacerse moler por la muela de las ciudades. Hay allí matrimonios de Adán y Eva, gentes que tornan a tomar, yendo a buscarlos al fondo de los aires, los primeros gestos de necesidad : el castañeteo de los dedos de la hilandera, el juego de palma de la tejedora, el nudo de puño del cestero. Todo eso sucede en aquellas tierras : esos bellos hombres caminan por allá arriba con sus sueños; los sueños fluyen de sus cabezas como sudores; la tierra está bañada en la sombra de sus pasos. Eso sería ya terrible, el peso de los sueños, sobre una tierra, pero eso no es todo aun. La meseta está plana y desnuda, pulida por el viento, marcada por el viento, recorrida por grandes sudarios de polvo que vuelan y después se abaten con ruidos de lluvia sobre las hojas. Al final, abajo, el Ventoux duerme como una tortuga azul, con la cabeza en la arena. El canto de la meseta es una voz de hierba y de aire, monótona y eterna, un ruido sordo, tocado por una mano soñadora en un tambor de hojas que no se detiene jamás, desde el alba a la noche. En el claro de las noches la rabia lenta de la canción mortifica dulcemente los cerebros. Es la

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hora en que esos bellos hombres puros y esas mujeres semejantes a Evas, salen de sus casas con gestos de bestias.

El aire de la meseta es un gran tapiz mágico suspendido de las estrellas.

Allí están ellos, por parejas, temblorosos con el temblor de los árboles, extendiendo sus brazos en cruz. Sus cuerptos son difíciles de levantar. Es primero una danza de lodo, los pies se des­pegan trabajosamente de la tierra. El tambor está en el aire que zumba siempre en su cadencia, sin apresurarse, sin tocar dos veces por una, sin cambiar nada, tong, y toung, y toung. Y los brazos extendidos son como alas, y el hombre y la mujer bailan en su lugar, frente a frente, en la noche. Los pichones salen de los palomares de las llanuras, las golondrinas despiertan a los pue­blecitos de las coHnas, un murmullo de pájaros corre en la som­bra; trotes de animales se escuchan bajo las hojas; la tierra desborda de hormigas, como de una hirviente agua negra.

El hombre y la mujer alejan dulcemente a los pájaros con las largas alas de los brazos y, bajo sus pies, la sangre verde de los insedos humea como im incienso.

Ellos bailan, se acercan, se unen, brazos y piernas mezclados, la danza se hace lenta y al fin caen como árboles, sobre la tierra.

De aquí nacen niños extraños, más bellos que el oro, que ven todo el mimdo de una vez desde el pórtico de la madre, con sus grandes ojos abiertos.

Esta tierra de las mesetas con el olor délas hormigas aplastadas, la luna y el pie del hombre, corre sobre la pendiente de los bar­rancos, vuela en nubes de polvo, y el Largo indolente la lleva en su hilo de agua que se desUza de hueco en hueco. Es de ella que está hecha esta llanura sembrada de bosques y de fincas pobres : las ramas secretas del río llegan por debajo de los prados a regar el enlazamiento de las raices y en los bajos bosques, las hierbas sudan el sudor de un agua clara y fresca.

Es allí que se encuentra en medio de las avenas ima flor con forma de abeja, que bate las alas desesperadamente en el viento.

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Es allí donde están los lagos de narcisos que unen sus superficies viscosas, inmóviles, a todas las ondulaciones de la llanura, para luego dulcemente, moviéndose en olas pesadas, venir a romper contra los apriscos desiertos. Allá, en los crepúsculos, los árboles enderezan el espinazo y hablan; el espantapájaros se libra de su cruz de mimbres, alza su pantalón y va a dar un paseo en medio de la bruma; a cada vuelta del camino un moral desnudo estalla como un puñado de serpientes y, en la punta de todos los cipreses, terrible sabiduría del más allá de las nubes, la lechuza se bambolea.

Dos pequeñas villas, viejas y pobres, están sentadas a la orílla de los malos prados. Con un millar de buenos pasos se va de una a la otra, pero sólo para encontrar las mismas arrugas, el mismo pergamino de las fachadas, la misma pobreza bajo la armazón de vigas y travesanos. Una espiecie de lepra roe las casas. Los puru­lentos escombros llenan las calles; una suciedad viscosa de sub-prefeéhira viste los cafetines bajo los plátanos. Estos dos tienen en la trastienda sus patios, pesados de mostaza agria, pimienta au­mentada de arena, carnes semi-putrefadas, ácidos de contraban­do y vino adulterado; patios en los cuales se preparan sórdidos sortilegios comerciales.

Pero más lejos, en la cuesta final de la montaña azul, más allá de las dos coUnas que mugen como toros, un gran pueblo soli­tario se asienta sobre la hierba miedosa de Lure. Lo han colocado medrosamente bajo la protección de un santo, del más débil de todos los santos; de aquel a quién Jesús reprochaba :

— Tu siempre estás chupando vainas de vainilla; eso te hace el labio más bajo de im lado que del otro; te babeas sobre el mentón; das asco a todos.

Y que respondía : — Maestro, estoy tan habituado que ya es casi un castigo

continuar. El pueblo está en el umbral de la terrible montaña. Del lado

de Lure, las casas no tienen ventanas. Hay un camino que conduce a lo alto; a aquellos que lo toman se les deja solos : « Ya

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que ustedes lo quieren » y se suspira. Si uno les quiere bien se les vuelve la espalda y se entra al café. Aqui hay aún el absintio de antes de la guerra, el verdadero. Y aquellos que han prohi­bido beberlo lo saben y no dicen nada; hay probablemente una fábrica que hace el absintio expresamente para ese gran pueblo. Y eso está bien; es necesario. Piensen : Esas gentes están ya en Lure. Ellos son los últimos habitantes de toda esta montaña de Lurc.

He aqui la villa de la inquietud. La fuente de la plaza chorrea temblando, luego, de un hipo de su garganta áspera, corta su frase de agua y queda muda; ella escucha, luego, dvilcemente, comienza a charlar. Un perro duerme al caliente sol de la calle. De pronto salta, tiende el cuello hacia el cielo y ladra su ladrido de luna. Alguien levanta una cortina, una cara aparece en el vidrio : dos ojos; la cortina torna a caer. Una mujer atraviesa la plaza con un paquete. Lo ha dejado caer; ha corrido hasta la herrería del car­retero. Ahora vuelve sobre la pimta de los pies, recoje su paquete y se aleja. Mirad este anuncio :« Café de las Artes » y observad esta pequeña cola bajo una letra que han ensayado de borrar. El pin­tor, allí sobre su andamio, pintaba lentamente las letras y miraba con el ángulo de un ojo la espalda de la montaña, que sube entre la alcaldía y la casa de Sylvie Martin. Llegado allí él vio... eso que vio; su cuerpo comenzó un gesto de miedo, y este miedo está para siempre inscrito en el cartel, en esta pequeña cola de pintura.

Una noche yo llego a la villa; no me hago más valiente de lo que soy, pero debo decir que retomaba de la montan^ Por lo pronto, aquella vez yo no llegué más que al fin del camino que se perdía bajo el toisón magro de los robles; yo traté de ir más lejos pero la tierra devenía viva bajo mis pies, im pocp más a cada paso. Retomé. Lo que me dio valor fué la rama de boj que Tistou de Valgasse me había hecho llevar; im boj largo y fino como un lápiz, pero desprovisto de corteza y tallado según la ciencia que Tistou conoce. « Si eso te agarra, tira el boj delante de tí y cierra los ojos. No los abras por im buen momento y luego retoma. » Una cosa asi da enseguida un poco más aplomo,

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pero Tistou había agregado : « Cuando vuelvas a este país, ház­melo saber. Tu no tienes necesidad de venir hasta aquí, ve al Val-gasse, pregunta por Firmin, el que me sube de comer, y dile : « Di a Tistou que Juan ha retomado ». Y cuando se está sólo en Lure es malo recordar que alguien os espera con inquietud, sobre todo si es alguien como Tistou, uno que sabe.

De modo que llego a la villa; debía haber hecho mal mi cálculo; la diligencia había salido ya. Yo supe luego que hay que acecharla como a una bestia salvaje : llega a la plaza, se esconde bajo los plátanos y queda allí un momento, sin moverse, luego se va dulcemente, sin hacerse ver, por las pequeñas calles des­viadas. Solamente cuando está ya lejos, a lo largo de los campos, comienza a galopar a bridas tendidas.

Heme allí sólo, y las calles vacias, las puertas y ventanas cer­radas, todo como un pueblo muerto. La noche venia; hacia fresco aquel atardecer. Yo conocía vagamente al notario y me dije : « Esta es la ocasión... »

El estaba, todo flacucho, en su estudio frío; una ventana alta, revolución francesa, situaba sus pequeños cristales sobre los prados y sobre un pedazo de la montaña. De pronto se estremeció toda por el agitarse de una hidra de cien brazos, y sus arañazos rechinaron sobre el vidrio. Era la gran higuera inquieta de viento que trataba de entrar.

Maestro Servane. Todo plegado sobre si mismo, como un pe­queño gato enfermo; su cuello alto de celuloide, demasiado grande, batía alrededor de su cuello haciendo tintinear los botones. A cada asalto de la higuera, Servane detenía sus gestos; miraba a la puerta y abría la boca como para gritar.

Yo estaba a pimto de decirle : « Usted no ve que este árbol tiene hambre, desconfíe, haga que le suban un hacha y déje­la cerca de su mano; es poca cosa, mirándolo bien, un vidrio, y si im día esa gran rama entrase...

Servane se levantó para encender su lámpara de petróleo. Reguló la mecha; la sombra comenzó a batir las alas en la cáma­ra. Yo tanteaba en el fondo de mi bolsillo el boj tallado de Tistou.

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36 I M Á N

De un salto el hombre fue sobre mi. Una raída hoja de papel timbrado se estremecía en su mano temblorosa. Decía :

— ¿ Usted sabe lo que es la precisión? Frente a mí, me soplaba en la nariz un agrio aUento de notario

malsano. Yo respondí : — Oh, si, en fin... yo no se... ¿qué quiere usted decir? — La precisión, responde, la precisión, lo que es preciso,

que no deja lugar a dudas, eso que hace que la cosa escrita resulte más dura que la piedra.

Suspiró. Yo no respondí mientras me himdía en el sillón como para encontrar una salida a través del espaldar; con su cuerpo él cerraba la salida de los brazos tapizados.

— La precisión. Si no se es preciso, una cosa viene, entra en el ada que es blanda como el lodo, una cosa viene, saquea un pedazo de cortijo, tira de un campo como de una sábana, roba los cameros, uno después del otro y al fin, uno se cuelga. La finca de esta tarde, para el testamento, ¿es Sainte-Marthe o Sainte-Marto? ¿ Dígame, lo sabe usted ? ¿ O bien Sante-Martho, con una hoúnh, lo sabe usted? Este país es terrible y falso como el agua. Yo pondría los tres nombres. Bueno, ¿pero por el resto? Ya he reflexionado y agregué todo al final — ahora golpeaba con el índice el papel timbrado — e iré mañana para hacerle firmar el agregado. Tome, lea :

Me lo entrega. Retoma a su burean. Había dejado el papel sobre mis rodillas; yo lo tomé y leí. El había agregado, al final del ada, con una escritura pequeña y muy clara :

« La presente ada ha sido extendida por Maestro Servane, « venido sin pasante, a la finca de Sainte-Marthe, o Sainte-« Marto, o Sante-Martho; el dicho Maestro Servane habiendo « a este efeélo elegido provisionalmente domicilio en la finca « arriba indicada en una cocina, o una pieza a uso de cocina, « orientada hacia el lado norte. »

Al firente, en su mesa, él repetía entre dientes : — Lado norte... lado norte... lado norte...

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J E A N O I O N O 37

Bajo los aletazos de la sombra su espalda se combaba, y toda su frente estaba surcada de inquietud.

Comimos abajo, en el salón comedor : Servane, su hija Julia, su esposa y yo. Hablan retirado el forro a cuatro sillas; del de la lámpara separaron una esquina por donde surgió un brazo de hierro forjado y un mechero. Lo alumbraron y la mesa comenzó a iluminarse con una luz de aire malicioso, como a escondidas.

La señora Servane era una de esas gruesas mujeres montañesas, hechas por la montaña a su imagen.

Llenaba con unos senos enormes su blusa de mangas abom­badas. Su falda provenzal de tres vueltas hacía una columna estriada hasta sus pies. Un bigote espeso se horízontalizaba en los extremos de los labios y temblaba bajo su nariz.

La señorita Julia tenia diez y seis años en esa época. Ya no la recuerdo más que evocando su ancha sortija con gran cabujón negro. Todo el resto era carne blanca y blanduzca, sin color, salvo los cgos, estanques ovalados plenos de agua brillante.

— Tu cerraste la puerta, preguntó la madre, ¿ y el postigo? — Sí, el postigo lo cerré, respondió Julia. — ¿Y la puerta? — ¿Ah, sí, la puerta? — Yo creo que la cerré, dijo Servane. — ¿Estás seguro? — Sí, yo creo. Se filé a ver si la puerta estaba bien cerrada. — Está cerrada, informó la hija. Comenzamos a comer en silencio. Servane miraba el aparador,

luego de un golpe seco, como de sorpresa, llevaba su mirada hacia el canapé, después de allí la enviaba sobre una esquina del cielo raso, luego la dejaba caer sobre un pequeño clavecín que murmuraba en un rincón con el movimiento de la casa. A ratos se quedaba con la boca llena de espinacas, sin masticar, y el jugo verde dibujaba el centro de sus labios afeitados.

La señora Servane alzó la mano : — ¿Julia, está cerrada, tu has dicho?

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— Sí, mamá. — ¿Y la cadena? Servane sale de su ensueño y mira a su hija : — ¿Si, y la cadena? — También, papá. — ¿Y el cerrojo de arriba? — Ah, no mamá; yo no miré el cerrojo de arriba. La pesada mano de la señora Servane cae sobre la mesa. — Ah, ya me parecía. Ve, hija mía. Sin el cerrojo está como

abierta. Ve a ponerlo. Hubo un momento de calma. La mirada de Servane saltaba

siempre, hop, hop, como una urraca. Un golpe de viento pone su hombro contra la casa y tm

choque estremece el muro. Estos ruidos llegaban de arriba. — El postigo, exclama la señora Servane. JuHa bajó la cabeza. Yo comprendí que tenía miedo de subir

sola por la casa vacía. Retiré mi servilleta. — Si usted quiere, yo la acompaño, señorita. Ella llevaba

la lámpara y abrigábanla abertura del cristal con su mano en concha. Yo la veía delante de mí, a contraluz. Tenía bellas caderas plenas; bajo sus ropas de verano, los muslos se movían con un ruido de olas jóvenes.

Era en el tercer piso, al final de una gran cámara vacia. Yo puse el cerrojo al postigo, pero como me incliné hacia fuera una quijada fí'ía mordió mi nuca. Me sacudí para desasirme apresuradamente. El gran cuerpo del viento comenzó a batir de derecha y de izquierda contra los muros pero no me soltaba. Yo di un salto hacia Julia.

— Si, yo estoy aquí, dijo ella. Y encontré su mano con el ancho anillo. Tenia necesidad de tocar carne humana con mis dedos.

Abracé a JuKa. Aquello hizo un ruido de metales y yo sentí contra mi costado la armadura y las bisagras de un corsé ortopédico.

Descendimos.

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J E A N O I O N O 39

* * *

He aqui el Oeste, he aquí el fin de nuestro períplo y justa­mente, en ese oeste, ved esas dos colinas semejantes a dos cor­betas petrificadas. Allí están, bamboleándose, acostadas bajo un viejo viento que, desde hace tiempo, está muerto; alli están... Aligeradas por las altas velas y el puente y los mástiles, iban rechinando bajo el peso de la carrera balanceada, cuando la cólera de los dioses las detiene en el océano de las colinas empo­trándolas hasta el fondo de las olas.

¿Qué misterioso Ulyses hablan ellas reconducido? La cala de esas colinas está llena de granos extraños. En los

mediodías de agosto, calmos y pesados como temeros, una flor con vientre de negra devora las abejas y las avispas. Esta flor emerge de un tallo resinoso; tiene labios espesos y azucarados. La avispa viene. Un hálito de pudrición la aturde; la boca vegetal se cierra sobre ella, adiós. Toda la planta se estremece hasta las raices.

A veces sobre esos barcos de piedra suenan los pasos de anti­gua tripulación. Son hombres cubiertos de pañuelos rojos con flores de oro, de grandes brazos trigueños que salen de camisas desgarradas, portando polainas de tela que les aprietan las piemas. Con ellos vienen sus mujeres, semejantes a princesas dolorosas, de bellos ojos-mariposas, siempre dispuestos a volar sacudiendo

Clavado a la mesa, Servane miraba fijamente a la sombra. La señora, los ojos redondos, escuchaba el silencio, al fin retomado. Yo di un paso en el comedor registrando en mis bolsillos, luego agarré con toda mi mano el boj tallado de Tistou, y, cerrando los ojos, lo tiré delante de mi.

Sonó al caer en el centro de la mesa, haciendo tintinear la jarra y un vaso, pero ni Servane ni su esposa hablaron. Yo escuché solamente el pequeño ruido metálico de Julia que se sen­taba, y, tranquilamente, acercaba su silla a la mesa.

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colores, con labios sangrientos arañados hasta la sangre por el flujo rocoso de los gritos y las lamentaciones.

Son los « descobridadores », los esclarecedores que el grueso de la tropa bohemia marchando hacia las Santas, destaca de su cuerpo y lanza como pavesas encendidas « a la descubierta » en el país.

Ellos acampan en la hierba, juntan tres piedras y hacen la sopa. Chiquillos desnudos como sátiros corren entre el tomillo sacudiendo sus sexos, y la carrera de esos niños tiene los ángulos y los gritos de una alegría de golondrinas. Así yo conocí a Moceo, cuando él era casi este niño chivo, yo hijo de zapatero soñador. Hicimos amistad en el gran campo de ensoñación de los piratas y las princesas, según el rito de la hoja de roble.

El desnudó mi brazo; subiendo la manga de la blusa, mojó de saHva una hoja y me la pegó en la piel; la misma cosa hizo él y, cara a cara, el brazo extendido, quedamos.

Las dos hojas cayeron al mismo tiempo. El dijo: — Ajnigos. Yo comprendí que aquello era para toda la vida. Su padre nos miraba : vai hombre leñoso y flexible, con bigotes

largos como látigos. La rueda de los años hace de la humanidad como un sol de

fuego de artificio. Yo volví a ver el año pasado, a la entrada de los pinedos, un « descobridador » cubierto con el pañuelo, que obser­vaba la llanura bajo la visera de su mano.

Moceo. Para expUcarme, aplastó el polvo con la palma de su mano,

y, los dos incHnados sobre esta página de la tierra, dibujó con el índice la barca noduma a bordo de la cual su padre había partido hacia el país de los muertos.

Y caballos libres, me dice, galopaban sobre la cal de la tumba. De aquel campamento en medio de la sombra yo me acordaré

tanto como dure mi vida. Todos los fuegos apagados, sentados en la proa de la colina, nosotros viajábamos en plena noche; nuestra

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estela de estrellas agitaba la cola en pleno cielo, y él, él me hablaba de su amistad con palabras salvajes, llenas de sangre.

Su mujer vino a sentarse a mis pies. Tomó mi mano y, abriendo su blusa, la aprisionó con sus senos.

El, él me hablaba de su amistad con palabras salvajes. El tenía su pecho como roto por su propio cuchillo; separaba la llaga y me mostraba con el dedo : « Tu ves mi corazón, tu ves mi bazo, y mi hígado, y mi vientre lleno del jugo verde de las hierbas, y esos dos pulmones repletos de aire: eso es todo para tí ». Yel pezón del seno, quemante y duro, entraba en mi mano como un clavo de la cruz.

Luego ella me separó la mano. Se levantó. Suspiró; y ella dijo aún :

— Su mano se trocó en hielo, en hielo muerto. Yo tengo ahora ese frío muerto a través de mí. El no movió los dedos. El es el amigo.

Si, pero en el camino de retomo, yo me detuve en medio de la noche y respiré largamente en mi mano el olor anisado de la mujer.

Dos ondulaciones de tierra sin historia y después, he aqvii Manosque.

Ay, madre mía. Con el aceite y la sal, con el aceite y el pan, tu me has alimen­

tado de esas colinas. Ella es mi carne, esta tierra roja de tomillos; las ramas han

roto mi piel, yo soy todo pleno de hojas, y heme aqui ahora como una lagremusa volcado por mi gran corazón tumultuoso.

Ay, demasiado dulce. Había que preparar la torta de ortigas o líis amargas valeriíuias

y hacerme mascar la madera sombría de los mimbres.

JEAN GIONO.

( Traducción de Félix Pita Rodríguez.)

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E

MIS AMIGAS. SE MURIERON...

NTRADA al libro de caja de un solterón? Hace tiempo que han dejado de estar a la moda, los

guantes blancos. Sin embargo, la última de mis amigas traía, esta tarde, un par inmaculado de guantes blancos. Durante las horas que pasamos juntos en el cuarto desmantelado del hotel de barrio, mis ojos volvían hacia algo anormal y que escapaba a la lógica y a la estética de esa cámara banal, perfumada a tabaco como el bolsillo de un sobretodo. Era el par de guantes de mi amiga, exánimes sobre la chimenea. ¡ Intachables guantes blan­cos!... Evocaban la conciencia de otra época o el romanticismo de salón y de aétitud, que desde la muerte de Becquer o desde el pistoletazo de Larra, se ha ido alejando de las grandes ciudades hacia los corazones de provincia. Ese par de guantes, era el de una novia, como podía ser también el de una tierna esposa, que los conservaba intados, para arrojarlos a la cara de su marido el día en que concibiera la primera duda, o, a la cara de su amante en cambio, el día en que la engañara.

La amiga de esta tarde — creo que se llamaba Marta — había aparecido en mi vida como aparecieron miles de enfermeras durante la guerra, y otras mil mujeres que aspiraban a conducir camiones con material sanitario. Tenía como ellas, la bondad a flor de piel y el apropósito, sobre el seno, como en las nodrizas.

Una vez, me dijo, mientras se peinaba : — Los miopes y los hombres viejos, aman siempre a vma mujer

rubia. Los ojos gastados, sólo perciben las cabelleras luminosas. • Marta peinaba sus largos cabellos rubios. La miré y sentí

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toda la verdad de la observación. Yo no era miope. Era un hombre viejo. Había preferido una rubia...

Me quedé pensativo. Una hora, después, tuve miedo de quedarme solo. Me acuerdo

que en el diálogo que tendí, de mala fé para retener a mi amiga, le dije : — Al irte ayer, no te diste vuelta a saludarme. Te vi per­derte en la calle y al llegar a la esquina, doblaste, sin hacerme una seña. Yo me había quedado en la puerta de calle...

— No dices la verdad — repuso Marta — te dije adiós, varias veces, con la mano, en el momento de doblar la esquina.

Al día siguiente, le repetí la escena : — Ayer tampoco tuviste la bondad de hacer un gesto. Vi

alejarse tu coche, y tu no cambiaste de postura. Vi tu nuca, tu sombrero en alto. No moviste el cuerpo. ¿ Por qué no diste vuelta la cara?... Eres una madame Bovary, que olvida...

Mi amiga meneó la cabeza, sonrió como las rubias sonríen entre los celajes rosas del crepúsculo.

Hoy mi amiga se despidió afeduosamente. ¿ Querría reparar la falta de los días anteriores ? No lo sé. Pero no bien se alejó el coche, vi que no reparaba el olvido y que este era un pliego coti­diano. No daba vuelta la cara. Nada se movía en la sombra obs­cura del automóvil. Estaba en lo cierto, por mis suposiciones. Marta se entretenía conmigo. Pasaba unas horas amables junto a mí, y eso era todo. Pero, no me quería.

De pronto, algo raro surgió por la portezuela. Me imaginé que echaban un paquete fuera. Pero, no. A la luz de los faroles, vi la mano de Marta. Era bien su mano enguantada de blanco. Afeduosa y tierna mano de mi amiga compasiva. Si, se había comprado un par de guantes blancos para que pudiera seguir su rastro a lo lejos y no me escaparan sus señas... Había tenido una idea encantadora... ¿Su bondad pudo preveer el daño? No lo creo. Aqui comienza este hbro de memorias. Hoy, que me siento viejo. Hoy cuando necesito que mis amigas se pongan un guante blanco para comprender que me dicen adiós a la distancia, corri­giendo con la luminosidad de su mano, la fatiga de mis ojos, que

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II

Yo creí hasta los nueve años, que los niños llegaban &bricados en cajas desde París. Un compañero de banco, me disuadió. Si me hubiera negado mi primera verdad, hubiera resistido al ataque de su impiedad. Pero mi compañero de colegio, no negó nada de lo que yo creía saber. Con im genio que muere en los literatos al cumplir los diez años, un genio oriental y legendario que engrandece la noche de los pueblos eróticos de Asia, me contó su historia y cubrió el error en que yo vivía con otra mentira, más extensa y mas honda porque tenía líneas humanas y reales. Materializó los hechos imprecisos. Colocó el drama en la vida misma y lo terminó como Dios con la muerte. Y ese drama lo instaló, como todavía ningún realista osado se ha atrevido a colo­carlo, dentro de un cajón de basuras.

Mi amigo me dijo : — ¿ Conoces a Lucinda, la hija del almacenero, de la esquina

de las calles Defensa y Estados Unidos ?... — Si... — le repuse — ¿La que iba a la escuela de la calle

Independencia, con la hermana de Benavidez?... — Esa misma... ¿Vos no sabes?... Es mi amiga. Yo me he

acostado con ella y la he embarazado. — Si... ¿Y, cómo? — ¿No has notado que tenía el vientre bastante hinchado,

debajo del delantal ? — ¡ Ah, si! — contesté para facilitarle continuar su historia. — Bueno, ¿ no sabes lo que ha pasado ?... Ha tenido seis gatítos.

como van perdiendo el azogue, tienen una sonrisa de esfuerzo atenuada que los hace mas sedudores.

Esa mano, enguantada de blanco, lleva el ansa en el entierro del solterón empedernido.

Yo dedico este übro a ese guante blanco, pasado de moda, como mi amor y como mi persona.

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I I I

Guando el mar se retira, quedan prisioneros entre los escollos de la costa, en una serie innumerable de acuariums que se forman al bajar las aguas, entre los pozos que la arena coralina tapiza y las algas esconden, peces pequeños, cangrejos menudos y lan­gostines frágiles. El ojo inocente, no los descubre a primera vista. El mimetismo de los habitantes del mar, es su mayor defensa. En la transparencia de la taza que acaba de formarse, se entreveen más tarde, tentáculos, antenzis y aletas que se mueven sin hacer ruido y que parecen dibujar en el agua, un derrotero en espiral, sin fin y vacilante. Es que ninguno de esos seres minúsculos podría quedarse quieto un instante, tan sólo. En el agua, el reposo es la muerte. Una vez que sus aletas se plegaran, una tropa encu­bierta de salteadores, todo el resto de la fauna vecina, se les echaría encima a destrozailo. Muere el pez y es servido inmediata­mente en la mesa puesta de sus contemporáneos. Es el instinto, que lo quiere así.

van hacia el varón tímido y afeminado, los otros varones. Se les echan encima. Es la primera presa, la más fácil, la menos defendida, que el instinto sexual ataca. En los patios, durante los recreos, violentos y rápidos como las gacelas y los potrillos, las cebras y los onagros, los fijturos hombres hacen oir sus cascos. Ensayan su ñierza a puñetazos, su habiUdad a zancadillas, su velocidad, en la carrera. El patio de la escuela zumba. Es un arco tendido. Hacia un centro hipotético que se desplaza, íntran-qtdlo, cargado de eledricidad positiva, CMren, van los más

— ¿Qué me quieres decir con eso? pregunté preocupado. — Si... si hubiéramos sido más grandes, hubiéramos tenido

im niño, pero como los dos no tenemos nada más que nueve años, solo hemos p>odido hacer garitos... Hoy, esta mañana, cuando pasé por su casa, vi que el padre los había muerto y que los echaba al cajón de la basura, delante de su puerta.

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audaces y los menos. Otros llegan tarde. Otros, quedan allá en la periferia, medrosos, incapaces de defenderse de los altos muros de piedra de la casa que parece protegerlos. Ellos se creen prote­gidos. Porque apenas ensayan dejar el círculo de rejwso donde cruza la sombra de los maestros, una tropa de niños se les echa encima y los arrolla. Los compañeros de clase, les acarician la cara a pesar de los esfuerzos que hacen para evitarlos. Otros les pellizcan las piemas. Otros los abrazan de sorpresa y les dejan sobre las mejillas un lamparazo de saliva, de transpiración agria.

La lucha es terrible. El instinto ensaya ciegamente sus armas. A mí me desagradaba esa situación tirante. Yo no quería, mi

naturaleza me lo aconsejaba, pertenecer a ninguno de los dos bandos. No quería atacar, ni ser atacado. Era posiblemente, el más civilizado. Había conseguido escapar por un lento trabajo de generaciones anteriores al abrazo pulposo del instinto y f>edí a mis maestros me permitieran pasar las horas de recreo en el gabinete de física y de historia natural del colegio.

Una tarde, era la hora del último recreo, golpeé en la puerta del museo. El preparador vino a abrirme. Traía una carta en la mano.

— Mira, me dijo, yo voy hasta el correo a poner esta carta en el buzón. Qiiédate en el museo, mientras tanto. Yo cerraré, por fuera y ya volveré a buscarte.

Así lo hizo. Cerró la puerta tras de mí, echó la llave y yo me quedé solo en la gran sala silenciosa y proflinda.

Por las rendijas de las cajas de vidrio, se escapaba el cuerpo invisible del ácido fénico. En la atmósfera de fenol, trepadas, encaramadas o a la sombra de follajes tropicales, se veían embal­samadas en una aétitud de bravura que explica la clasificación de salvajes que le ha dado el hombre, muchas especies mayores del arca de Noé. Tendían las garras, batían las alas, detrás del encanto de los cristales. Faltaba una máquina fonográfica con mugidos para darle el último toque de la vida. Una cabra con un letrero picado en el lomo, mostraba su vientre abierto. Expo­níanse sus entrañas como en ima bandeja queriendo ser una lección

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plástica del proceso digestivo. A pesar del desborde de sus intes­tinos, la cabra insensible a la demostración anatómica, conser­vaba una aétitud elegante. Sus órganos, barnizados, evocaban im tesoro de ágatas, de pórfidos, de cornalinas y de turquesas.

Mas allá, en una vitrina aislada, estaba la cabeza del anarquista que atentó contra la vida del zar Alejandro III. Era la pieza capi­tal de la colección, y el mejor título de embalsamador que podía aducir el conservador del museo y profesor de historia natural.

Más tarde, he visto en el teatro representarse « Salomé ». La cabeza del Bautista venía al postre sobre una bandeja. La icono­grafía de la hija de Herodiade, es vasta y monótona. Las cabezas que duermen sobre la bandeja de plata de esta iconografía, pueden compararse a la del anarquista italiano embalsamada. Barbas negras, piel amarilla, rasgos arios. U n trozo de pañuelo rojo, le había dejado la guillotina sobre el cuello. San Juan Bautista sociólogo y mal educado, como el ímarquista, tuvo el mal gusto de decir la verdad sin eufemismos, sin arte y sin estilo, hasta hacemos creer que el amor que siente Salomé por el prisionero, es un amor de bajos fondos. Amor que huele a sobacos como el de una hermana de un amigo, que se fué de la casa patricia en que naciera con el cochero y que era uno de los pocos negros que había en mi ciudad.

Yo tenía sólo nueve años, en ese entonces, y la cabeza embalsa­mada comenzó a tomar grandes dimensiones en la soledad de la colección abandonada. La noche caía y los ojos de vidrio del muerto, eran mucho más fijos reteniendo en su esfuerzo las luces aceitosas de los faroles. Luego, como si estuviera cansado de tener los ojos abiertos durante el día, pestañó y bajó los párpados.

Yo miré hacia la puerta y me eché atrás. Comencé a tener miedo. Miedo, no de los muertos, pero si de los hombres que habían cortado el cuello a imo de entre ellos y luego se habían divertido conservándolo en salmuera o en ghcerina, como el ogro conservaba los pedazos de carne de los hermanos de Pulgarcito.

Busqué la puerta, tiré el pasador, hice saltar la falleba. Salí al patío ya de noche. Todos se habían ido. Sólo los tinteros de

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He seguido una mujer que dejaba caer de sus ojos claros una dulzura de claro de luna. Tenía los ojos como las bolitas de vidrio de nuestra infancia, aquellas que mirábamos contra la luz para distinguir dentro el moaré de im tono azul que se fundía dentro

porcelana blanca se entreveían sobre los bancos mugrientos. El portero se había subido a una higuera que quedaba en el patío de tierra buscando higos y la higuera en la noche parecía embru­jada. Las hoJ£is chatas de la higuera se daban de palmadas.

Yo huí. Al día siguiente la policía selló el museo de historia natural.

El conservador había dejado una carta — la que me mostró a mí cuando dijo que iba al correo — sobre el parapeto del muelle, con su sombrero y su reloj, antes de tirarse al río.

I V

Hoy he leído el Hbro de memorias que a la misma altura en que se inicia este Ubro de recuerdos comenzó a escribir una pri­mita mía. Esto es lo que dice en la primera página :

« 25 de Abril de 1899. Tengo 11 años, hoy. Mamá me ha dado un Frasquito de per­

fume y papá un paraguas. Voy al catecismo todos los días. La comunión es el 11 de Mayo, el examen de conciencia el 27 de Abril, jueves. Tengo miedo de no ser aprobada. No se muy bien el catecismo. Tengo una hermana mayor, Margarita, y me enseña una cantidad de objetos que se tiran al suelo sin que se rompan. Me muestra una pelotita que hace un ruido del diablo. La cam­pana del cinematógrafo suena y vienen a buscar a Margarita, que puso una nueva cinta a su sombrero, A propósito de cinta la maestra me dijo que mamá me pusiera una cinta en el pelo o que si no me hiciera enrular. »

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del vidrio transparente o la nube opalina que viajaba hacia la hipótesis dentro de la esfera de cristal.

Y me atraía además en esa desconocida, una cierta juventud fatigada. Era una flor magnífica que comenzaba a ajarse. Sus ojos se perdían todavía en la infancia, pero los músculos de su rostro abandonaban la curva sideral por donde había pasado el astro de fuego y se veía ya aparecer el planeta muerto, en la pali­dez de sus manos azuladas.

Esa mujer había vivido, sufrido, sentido o amado mucho. Pero como el placer fatiga más que el dolor, sus carnes marchitas habiendo sido tan bellas, guardaban aún un encanto diabólico. Las prefería al cutis terso de las jóvenes. Una voluptuosidad inconfesa, me embargaba. Y, aquella mujer que no tenía misterio sobre la ternura de sus ojos infantiles, era más bella y más suges­tiva que la estatua de Venus. Era más bella, en ese trance despi­diéndose de la juventud, que si fíiera explendéntemente joven.

Mi edad y mi misma fatiga, mi pasado y mi experiencia las que me arrastraban hacia ese panorama de mujer hermosa y marchita, planeta que recibía la luz de sus ojos claros, semejantes en su luz celeste y lejana, a la luz que atraviesa las boütas de vidrio con que jugáramos en la infancia.

La seguí a través de la ciudad, de los ómnibus, de los hombres que nos cruzaban. La desconocida no respondía a mi deseo. Sólo al llegar a la esquina de su casa, sintiéndose fuerte, oyó mi palabra y quiso saber qué le pedía :

— Ahora, ya nada — le resjjondí — Todo cuanto, usted con­servaba de poesía, lo he tomado. No creo que su espíritu pueda darme la voluptuosidad que su belleza física, ataviada por mi imaginación, le ha dado.

Y ella que había mal comprendido mi intención y que me había vulgarizado como si íiiera un hombre más que deseara ajarla todavía, quedó anonadada por la distancia que ponía tan desenvueltamente entre los dos, desamparada.

Vizconde LASCANO TEGUI.

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POEMA

E"̂ s un Hades fluido, casi vapor, sin cielo, sin suelo, rufo, color en ojos cerrados so el sol, agitado en endotempestá,

- i vórtices, ondas y hervor. En sus grumos i espumas dismul-titú omes flotan pasivue, disdestellan, hai también solos, mayores, péjoides, i perluzen suavue.

Se tramspenvén fantasmue las casas i gente i suelo de una ciudá sólida terri, sin ningún rapor con este Hades, qes aora ló real.

Toda esta región rufa densa se montona redor gran hueco ho valle sin fondo, de aire azul gris, do floto en vientos oscuros, con polvareda gente, i otros omes solos ávoides i glóboides. Aqi se flota más upa. I siga fantasmue la ciudá sólida yu i su pópulo.

Paso luego a mejor vida, gris plata. Yi qierflotan flojue muchos grupos, procesionan o pensan reunidos. Yi bogan nubes con qioscos grises — de nácar, metal, fieltro — con pénsores circun-siéntados.

Lentue me hallo en cielo leve ciéleste. Su ánimo es de tarde verani, niebli.

Plantas de a un zigzag se biomuevan i canturrian. Xu color qiervaría de granate a róseo. Están sobrs loma floti del mismo aire mas denso, soesfúminse. Yi yuxtavuelan pájaros como huevos pintos, no con alas, sino con muchas cintas.

Otrur hai muchas columnas color, sin suelo, qe sostienen nube techo : es templo floti en qe oran muchos. Cuando se teocoexaltan se hinchan, xus auras irradian vita, talue qe alzan la nube techo i circunseparan las columnas, i todo se ferviagranda i sanluze.

Otrur hai obelisco ancho ho torre, bambolea por su base

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X U L S O L A R 51

flotífloja. Su primer piso, de libros piedra, encima libros barro, encima libros leña, encima libros rollo, la cima libros. Casi como torre naipes, erizada de cintas papel i banderolas, perivuélada de letrienjambres moscue, yuxtarodeada de qizás mangente vaga, estudi. En el poco suelo floti sueñan muchos, yi mérgidos.

Floto voi allén lejos. Hónduer en niebla plurcambicolor veo ciudá. Sas biopalacios i biochozas, de armazón i pienso. Se per-transforman, se agrandan o achican; ya son de postes i cimbras i cúpulas, ya de muros lisos en parches fosfi, ya pululan en biocú-mulos, ya tembleqean de andamios seudocristal. Se desplazan, suben^ se hunden, se interpenetran, se separan i reídem.

Casas hai qe arden, flamean upa, pero no se destruyen, se ñe construyen más. Xu fuego es vita, i a mayor incendio, más pala­cio senancha i crece. Casas hai qe contagian incendian a las vecinas qe ídem ídem, i así sextiendan los barrios. Xu yi gente también, coflamea i se coabulta : debe ser ella la causa fuegui, por pensiardor.

Casas hai qe fervihiervan hasta qe revientan como bomba ho geiser o humo; pero no se ñe destruyen, se circunreconstruyen; xas trozos fervicrecen en sucursales lejos qe alfín se crecijuntan, dismontón torre mahimás, sobre circumbaldío menoimenos.

Casas hai qe suicrecen en todo sentido, sesgue, horizue, yuso, upa, gordue; i zumban, chirrian, crujen, disparlan.

Casas hai qe se atrofian i encojen hasta no verse más, cuando xa gente muertinace a mejor vida en mejor cielo.

Casas hai de ilusión sobre cerros humo : se cambipierden. Entonces abarco el suelo desa ciuda, el qes una súnnube, qes

varios titanes vagos flotiacuéstados. Grandes mangas o tubos ñe circimsalgan a 16 vacuo : serían

cloacas o chúpores, no sé. I so esa ciudá hai otra ciudá'l revés, hosca, oscura i lenta qe

vive i crece yuso, i sa gente también. El nadir es hondo, hosco, oscuro, brumoso : qizás el manmundo, algún gran yermo.

Reveo la otra ciudá upa. Columnatas como cienpiés viajan a distrancos. Son discípulos tiesos, llevan maestros cúpulas, de

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ropaje ancho techue. A tumbos sobre chusma cieli suifeliz, qier. revuelta en bruma i cuágulos i bocetos de pienso : gelatina mentí. Van a lejos, a 16 vacuo.

Veo hai algunas mui moles pagodas de solos libros, qe se incuerpan a xus tantos lectores — qe no leen, masbién vitichupan ciencia i sofía.

Sexpandan, ondulan voceríos de todas las linguas i de muchas otras posibles. I xas enjambres letras, i marañas glifos, i disfo­néticas i copluracentos, como muchos qierhumos, se apartan o juntan, se contramueven o aqietan, en orden o no, forman, refor­man sentido i argu siempre neo.

Estrellas, sólcitos, lunas, lúnulas, luciérnagas, linternas, luces, lustres; doqier se vidienredan a la ciudá se constelan i discons­telan, se qeman, se apagan, cholucen, llueven, vuelan.

Es un perfiujo i reflujo de brisa i fluido i ráfaga i sones i humos olor; la luz percambia, en lampos color, calor, claroscuros, en ánimo.

Yo ya veicánsado me aturdo i olvido, disveo. Todo palidece, i se borra. Ya parece qentro a mayor cielo qes

otra noche, qes luego más noche, qes más, teonoche honda sólida negra, qe mantemo i mistiamo; yo me yi exdisolverío.

Pero algo vago inmenso se interponc'ntrc mi i 16 teonoche; como gas plurcolor. Se define más, i es un mandivo indefinido, cielidiámetro. Su testa tras mí, sus pies ante mi, en el contraho-rízonte, i sus manos sobre mi, ganchipuntítóqinse, son oranje; su ropaje, cambicolor indeciso en parches.

Sobre su testa florece aora flor luz blanca. Su cuore punzó irradia luz rósea, su pudenda granate's sólodeluz.

Sentó como qentro al mandivo, qe me yi arrobo. Pero ya la llamada desta Terra desde yu me oprime'l pecho

cuerpi; i vuelvo a mí mui perpenue.

XüL SOLAR.

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LA SONRISA DE LOS SIGLOS

L arte está siempre en regla con el pasado y sin embargo en j)erfe¿lo horario con el porvenir. Al alba del día, empujado

J por su arduo trabajo de exploración, está ya fuera, en la vanguardia. Detrás de él, el mundo de ayer se confunde aún en la noche, decae, se trastorna, y, maldiciendo, desaparece en los antípodas.

Siendo el arte, en su tarea afortunada de renacer y renovarse, cosa febril y destruétíva, el odio, la sospecha, la antipatía y el vituperio se atra^TCsan en su camino, y todo vale como arma ofensiva para la raza refradaria y hormigueante que se informa a ciegas, y bala en el oscuro dormitorio de moral y de salud pública.

Es cosa asaz difícil el hacer comprender a estos así llamados bien pensadores que, por ejemplo, se puede ser buen padre de familia, sin que por ello el arte dqe de ser bien distinta cosa. Si después os afanáis en hablar de ideas nuevzis, de fuerza joven, de tendencias modernas, veréis una parte, la más respetable del público, desinteresarse en un modo que no podría ser más &tal, y la otra volverse apenas a escrutaros. Tan oblicuamente como la vaca cuando huele el temerito muerto.

Entre todas las artes eternamente vidoriosas una ha quedado apartada, abandonada e infelicísima : el arte de la danza.

Vacila sobre sus labios una briosa sonrisa en la qué muere su

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últíma terrestridad, mientras ella, volviéndose apenas, se levanta insaludada, etérea. Autumnal partida, triste como el vuelo sin trinos de las golondrinas.

Así se desvanece aquel que no fué más que un efímero misterio de formas.

Poesía y juventud se confunden silenciosamente en este arte lleno de turbonadas que se disuelven, de nudos que se desatan.

No teniendo la danza, al igual que la música, una escritura convencional, sus gestos se los bebe el aire. Más frágil que ima pompa de jabón que desapareciendo deja caer una gota.

Entre la gimnasia y la danza a veces no hay más que la dife­rencia de una sonrisa.

Sonrisa fútil. Y sin embargo danza y gimnasia están opuestas y nesgan de no encontrarse jamás.

El gimnasta tiene que atravesar un mar de música si quiere apoderarse de esa sonrisa que le parece casi despreciable.

Mirando las jóvenes señoras que escuchan música, vemos aquella expresión dibujarse sin querer sobre sus bocas, como una tácita respuesta a secreta invitación. Así sonríen las bailarinas.

Como se abre una flor sacudida por el soplo del verano, sobre aquellos labios entreabiertos hay un desvarío que va del calor a la alucinación.

Ignorante perversidad, aquella sonrisa venida desde el fondo hasta la superficie, es el signo de que se ha formado el anillo: solda­dura entre el cuerpo y el espíritu. Ahora la serpiente se muerde la cola.

El sentido queda vago y suspendido, sin precipitarse, entre­tenido ambiguamente como la tentación amorosa. De esta manera, adormecida sobre el ritmo, la danza anvmcia también ser un privilegio femenil.

Criaturas absortas en símiles fervores las encontrareis en los colegios de señoritas nobles, o en la sala de urgencia de los hospi-

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tales de maternidad, donde yacen desangradas las más lamen­tables hijas de la calle : sonrisa que no perdona, siempre inocente, porque el pecado la mujer lo provoca, pero lo comete el hombre.

* * *

U n acróbata, aunque sea de principios aristocráticos y posea los gestos y el alma coreogr4fica de los pueblos primitivos, aun siendo im portento de elegancia en la barra y el .«alto, tendrá mucho que penar para enrolarse en una troupe de verdaderos bailarines. Y podrá acaso llegar a ello si es todavía jovenzuelo y de estatura pequeña y débil.

Ya dentro, nuestro ambicioso corifeo aprende a hacerse la toi­lette, y a servirse gentilmente del vaf>orizador. Frente a los grandes espejos su acerba masculinidad se endulza, se afína, fluétúa y se adormece. Un riguroso régimen profesional fomenta su idiosin­crasia de enfermo. Y, finalmente, él se admira, como Narciso en la fílente.

El acróbata desaparece cada vez más bajo el mahcioso tro­carse en danzarín. Rodeado por los perfumes de afeites y cosmé­ticos galantes, tiene el alma entre los dientes, con débil gracia, hasta que por la asidua fatiga de la autoseducción, su aspeólo adolescente se cubre a horas fijas de un deseado esplendor — cuando entorpecido en aquella atmósfera de sueño sale a escena; — allí donde cree que su triunfo se colme, mientras al contrario vacila a la orilla de un precipicio. Un presentimiento de artista le advierte que, sobre cada punto conquistado, por excelso que este sea, hay un equilibrio insostenible, se altera la simetría, decae la consonancia, y el repartir es necesario, portado por la onda que lo envuelve. Viaje interminable, anhelo continuo hacia un arte siempre más simple y puro, él debe perder sus plumas y su vana gloria, si quiere alcanzar, despojado de toda abstrusa mentira, un clima lejano.

Solitario, templado y sereno, su sonrisa emergerá desnuda del apretado asalto de la música, como sale una espada de su funda.

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LA CAMPANA DEL MEDIODÍA

Comenzar una danza equivale a tirar un puente : es necesario terminarlo y alcanzar la otra orilla.

La audacia del arco ha de culminar en una suspensión casi inesperada, pero los puntos de unión y de cadena deben tocarse apenas, de modo a hacer posible el tráfico de ida y vuelta sobre el vacío.

La danza es una « mise en mouvement » de todo aquello que

Así, homérica y muda bajo el eclipse acostumbrado, la lima, límpida, despunta.

• • *

Danza, luz del alma fatal que irradia de imaginarias regiones, embriaguez, letra muerta que el viento se lleva.

Con mudo y confiado acuerdo, tus diledísimas alumnas descienden en coro a acariciar las terrestres riberas.

Es la hora en que el trémulo concierto de las ondas que se rompen, resuena en la playa y se difunde eclesiásticamente, como las campanas de maitines en el pobre campanario del eremita.

Sumidas en el sueño, lentas, unidas, fieles, honestamente y sin tregua, imágenes descendiendo leves del mecanismo celeste, voso­tras bajáis en giratorias cadenas hasta tocar la ribera, resonante de las olas murientes. Un santo afán inunda vuestros rostros her­méticos : mansedumbre angéUca y llanto tibio del despertar. De vuestros labios se escapa, con los suspiros, el peso crudo de la vida. El pecho se inflama, el corazón se apresura y corre. Bajo la caricia del día que renace, vuestros cuerpos se abren, pulidos y vivientes como el ala del pichón.

Al fondo del horizonte la aurora os contempla y su rosado arribo traiciona los secretos infantiles y delicados que vuestrc» velos esconden en la sombra.

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el arte ha detenido y no puede decidirse a invadir su radio sin la música a la cabeza.

En pintura todos los pasajes obUgados, los estudios, las acera­ciones, las variaciones, los engaños, y las desviaciones que según el humor y la fantasía conducen poco a poco al artista, desde el primer esbozo a la composición definitiva del cuadro, es otro ejemplo de danza.

Se ve entonces la idea avanzar y los cuerpos seguirla, vplteán-dose como ligeros remolques.

*

Las montañas están inmóviles y terminan, mudas y jadeantes, en neveras.

Tacitmnos y grandes monumentos sin duda; sin embargo no se ha llegado a saber aún a quién están dedicados.

El mar por el contrario, que tiene siempre su concierto, respira extensamente, baila y se mece en su lecho, interminable.

Sobre las ondas encrespadas resuenan trémulos atabales invertidos.

A lo lejos alguien canta a toda voz. En aquella hora de lúcido sopor un esquema, un simulacro agitado y sacudido del viento, se encabrita, se redondea, se hace pesado y puede dar lugar a qmméricas figuras de danza que el ojo asombrado del bebedor sentado en la terraza, sigue y completa sin darse cuenta.

.% Todo movimiento visible e incesante tiene sonoridades

mesuradas. La lluvia, la rueda, la caballería, el tren, el proyeétíl de las

granadas y el mistral difunden y arrastran consigo sus sones hasta los límites del espacio.

Símilmente, de los sones continuos y diferentes nace la idea

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del movimiento, de su ubicación, del lugar; y del silencio nace la idea de la fijeza vertical.

A la vista de una saeta nuestros tímpanos vibran como los vidrios de una casa.

El ojo y la oreja; he aquí los dos advertidores que se alternan fielmente en el puesto avanzado. Binomio de cambio, cuerpo y sombra de los sentidos, balanza de precisión de la inteUgencia. Este movimiento de columpio hace nacer, estallando, las dos dimensiones.

Todo esto da el derecho para terminar afirmando que el sordo es una medalla sin reverso, y el danzarín privado de la música, tiene todo el aire de un « rat d'hótel » o de un pobre ladrón de gallinas.

¡Destierro a la escultura del palco escénico! El bailarín no tendrá más bandera, ni flecha, ni espada.

Se trata más bien de deshacer la escultura y de rehacerla continuamente.

Es necesíuio liberar las estatuas ansiosas, romper su camisa de fuerza, libertarlas de sus poses obhgatorias, decidirlas a interrum­pir aquel largo sueño de mármol. La trompeta está preparada para sonar el despertar a los monumentos que duermen desde siglos, ereélos sobre sus pedestales.

¡No ol\ddemos a estos prisioneros eternos! ¡Mano a las cuerdas : que las campanas suenen sin descanso!

El zumbido solemne provoca finalmente en el museo una sublevación cerrada, Hgada y laboriosa. Se diría el desatracar de las barcas en el rio.

Los bloques esculpidos se hacen adelante bamboleándose. Las figuras pétreas y las momias con máscara de oro, comienzan

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a libertarse, elevando la cabeza como serpientes encantadas por el pífano.

Alegórica movilización que ondea populosa entre las riberas sonoras.

Pero el viaje dura poco y después de un breve instante, el pesado cortejo, que parece mecerse sobre el agua, tira el ancla y se detiene, sobrecargado, maquinalmente.

Las innumerables estatuas, devenidas por un .momento vivientes, con un duro esfuerzo, fatigoso y trágico, recobran, mano sobre mano, su inmovilidad fósil y desesperada.

La naturaleza, en su viviente variedad de formas y de meta­morfosis, ofrece una contribución infinita de motivos y de expre­siones al danzarín.

Los más singulares y graciosos animales encerrados en los principescos cotos de caza^ son estudiados cuidadosamente. Mirad la fina Rubinstein : ¿su paso de pluma, elástico, afilado y silencioso no es por ventura el del airón?

Y la « soubrette » de la cabecita aplastada, que mirando al público con el ángulo del ojo, se echa hacia adelante, alzándose por detrás de su vestido inflado de plumas ¿no se bambolea tam­bién ella, la « soubrette », como el avestruz, animalucho de los boule\'ares?

Y de la real Tchemikova, que danza sin tregua, describiendo con una dignidad amplia sus plácidos arabescos ¿ no diréis : esta ha pasado todo el día mirando los cisnes del lago?

Las mudables gacelas, el camello, caminante soñoliento que os prueba que la tierra es redonda, la girafa del cuello largo y fino hasta el extremo de que su cuerpo ignora siempre que posee ima

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* * *

Ya es hora de recordar la espiritual delicadeza y la imperti­nencia señorial de aquellas rusas, criaturas de Serge Diaghileff, que aleteaban en la escena, como, en invierno, los gorriones en el frontal de la ventana.

En los grandes camerinos atrezados, helas que prueban en la barra la elasticidad y la rapidez de los tobillos, la soUdez de las piernas, la flexibilidad del busto inocente y la pose reclinada de la cabeza, saludando con una sonrisa ilusoria, la candida y dese­quilibrada imagen que se mueve fi*ente, borrosa, en el verde espejo paludoso.

Oh, languideces memorables de memorables estaciones, riente jubileo de todas las astucias femeninas, amotinamiento gentil de afanosas sflfides en «tutu ». ¿ Quien podrá seguir a las patinadoras veloces que revolotean sobre la música como sobre el hielo?

Vienen primero las más bellas, girando como trompos, errantes reclutas extraviadas de un carnaval noéhimo sobre el rio helado, y parecen runrunear a los pies de un amor inflexible : una orquesta de rayos filtra adagios de sus ojos húmedos y entreabiertos.

Oh, la casta voluptuosidad del adorador asiduo y fiel, que cree ver a la fugitiva y graciosa Nemchinova precipitarse con tanta alegria que todos abren los brazos para cerrarlos abrazándola.

cabeza, y todos los otros minuciosos campeones de la más excén­trica, y presumida infatuación zoológica, deben ser tomados en consideración.

Hasta el viaje del sol, los números del meridiano, el camino de la sombra, la marcha trepadora de los vegetales, el crecer impe­tuoso de la hierba en la sofocación de la fosa, y, finalmente, los carrillos de querubín del viento que sopla tras las nubes, son exami­nados largamente, a simple vista y con el telescopio.

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LAS TRES HERMANAS

Después de un largo y ansioso ocultarse, un día que el cielo, estupefado del arco iris, daba una tregua vaga y propicia a la tierra, salimos con circunspección de nuestro refugio y toma­mos a pie ligero el camino del campo, sin volver la cabeza, seguidos todavía débilmente, a lo lai^o de los arrabales, por el ritomello lamentoso del cavádenti y el bufar de una locomotora suburbana.

Alas en los talones llevábamos al pasar por las calles provin­ciales, entre la raza antigua y rústica de los villanos con caras alar­madoras y avaras. Sus mujeres afligidas por el fuerte sol, pero siempre de aquellas con perfil de medalla y cuello forzudo, sober­bias y enyueltaá en la orgullosa hediondez de la cebolla, estudiaban

Temerosa de ser herida, la inasible se eleva en wia vuelta capri­chosa, esquiva la presa, y retrocede ligera sobre la punta de los pies, derrumbándose de miedo en el brazo fuerte de su bailarín : sus piemas tiemblan, abiertas como las agujas de un reloj que señala la medianoche y media.

¿ Como podriamos olvidar a Vera Sabina, el pájaro mosca de la troupe moscovita, la del cuerpo avispado que vibra y se evapora en un instante, como el soplar del azufre sobre el cráter?

Rodillas suspendidas volublemente como el mudar del aire, exangües caprichos maquinales, saltos imprevistos de quintas y de odavas que se apagan al viento, — futilidad muerta de una flauta que gorjea lejana, — luego la Sabina atraviesa en un vuelo la escena, plena de silencio, como un pequeño velero disp>erso en la bahía por el huracán.

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nuestro paso con la mirada baja e inmóvil de los seres encerrados en una regla secular.

En el polvo, las bestias de carga, quietas, entre un desorden de carros y de hombres, enjaezadas, cubiertas de tábanos y asae-tadas por el sol, se enñirecían, relinchando desesperadamente, mientras más lejos, rebaños de ovejas, al rumor apresurado de nuestro paso, quedaban como clavadas de una afanosa y fija inmovilidad a la orilla de los fosos.

Hasta que poco a poco quedaron atrás ciudad, agricidtura, mugidos y balidos, y nosotros supimos, ya lejos, cuando el dia ter­minaba en un aislamiento desconcertante, que entrábamos, levan­tando los gruñidos de una piara de puercos negros, arriba, por un camino encajonado entre precipicios, que tenía crueldades y alegrías como tm paisaje de Salvatore Rosa.

* *

Ni siquiera en aquel desfiladero fresquísimo, silencioso y oscurecido de promontorios espantosos, nuestra fuga se detiene. Ruidosamente, rebotando de precipicio en precipicio, hacia abajo, hasta el fondo del último obstáculo que cierra una Uanura desolante y sin respiro.

La playa, que el calor y los vapores de las plantas hacen malsana y perniciosa, se pierde en el último crepúsculo, y aparece plena de las cuadrillas de mosquitos gigantes que se tedancean en el aire bajo.

Nada además de este dominio maldito donde ningún espacio libre y seguro se ofrece a nosotros, y emprendemos marcha velocísima a través los claros entrecortados de un parque iiunerso en el plenilunio.

Todo el horizonte corre y gira en tomo a nosotros con la len­titud vertiginosa de un mar movido por el viento; gmpos de arbustos, sobre los cuales la luz llueve como ñoj: de harina, vuelan hacia atrás, melancólicamente, y nos echan encima barreras

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altísimas entre las cuales perdemos todo sentido de orientación. Tal vez hemos traspuesto ya las columnas de Hércules vagando

entre la ceguedad cahginosa, porque nos parece ahora haber pasado los confines del mundo y se ofrecen a la vista regiones difuminadas y fantásticas, donde los dioses y las fieras mitológicas, otra vez en fiíga, desaparecen sin dejar huella delante de nuestra marcha.

*

Estamos finalmente en el hirviente reino de la melancolía» donde respiran las tres hermanas, desnudas y olvidadas en pose de beatitud teologal.

La luz vigila religiosamente sobre la Natiu-aleza, y las cosas tienen un color oscuro y tímido bajo su mirada desmayada. Un algo de terrible y de postumo, como después de la destrucción del fuego, reina aún en el aire bnmo y radioso; la tierra parece soñar dentro de un cerco de alas.

Titubeantes y encendidos, bajo el influjo extraño que posee el olor de los cuerpos humanos, al seguir ansiosamente los efluvios de aquel olor vago, terminamos por descubrir, a pocos pasos de nosotros, sumidas en un débil despertar de luz, a las tres danza­rinas, unidas frágilmente y suspendidas como en un sueño sim­bólico del árbol genealógico : reconocimiento fúnebre de ima vida anterior. Las tres gracias crucificadas sobre el Gólgota. Sacrificio misterioso; fiesta humilde y solitaria, en tomo a la cual no se aduna el vuelo consolador de los ángeles y de los cisnes.

Mas no dura nuestro ardiente lamentar, que ya un resonar tibio, centelleante y lacrimoso las llama ocultamente. Plenas de un ritmo precursor las tres hermanas responden anhelantes y salta-rinas. Helas que comienzan a oscilar, unidas y de acuerdo, como tres péndulos que sondan el aire sonoro y auscultan el espacio, recogiendo con los brazos, como corales que resalen a la superficie, las ondulaciones del respirar oceánico.

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Sus miembros caen, se sacuden y se separan de la fijeza estática con un movimiento sincrónico, emergiendo, enteramente reani­madas tras un maravilloso estupor; hasta que cercadas por la invitación pueril y modulada de una flauta, sucumben perdi­damente :

Atraídas o robadas por el ritmo principal, hinchado, terso, luciente y rápido de una onda que parece querer destrozarlas contra los escollos; a ojos cerrados, como anegadas, mezclan sus cuerpos en la música que todavía suena débil y remota y ya sus gestos repercuten y se multipUcan, como las equis en la arqui-teélura.

Sus danzas no son más que música vertida en el silencio, teorías de sonidos inseguidos que se revelan a la vista. En los movinúentos de estas tres niñas existe el peso lento y ligado de un pensamiento, la pureza rica y coloreada de la armonía y el estudio de la concertación.

Helas delante de nosotros, desordenadas y descalzas, pisadoras de uva alegres y alocadas. Ahora parecen danzar impvilsadas por vientos contrarios, como las fórmulas espirituales de la simulta­neidad contrapuntística.

Sus danzas, dibujadas y construidas en la sede más alta de la música pura, están llenas de xma conexión que respira y se tras­luce, semejantes al mar vecino, tras los ramos y las hojas, en el silencio misterioso.

4> * *

El milagro brilló sin contraste aquel día, sin que la música oculta callara, y en la noche, sobrevenida rápidamente, el cielo se hizo todo tenebroso y centelleante. Las hermanas Braun, des­nudas y sometidas, parecían ahora compuestas de sombra y de miseria, echadas sobre la tierra en un montón informe, lleno de terror.

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Sobre nuestra cabeza tremolaban ya las armonías pensiles del Zodíaco, las constelaciones absolutas, crepitantes y chispeantes de analogía, se cambiaban como signos de inteUgencia sus rayos más preciosos, cuando pareciendo advertir sobre los campos celestes la presencia del genio sin máscara, se adormecieron de un sueño oportuno y dulcísimo.

BRUNO BARILLI.

{Traducción de Juan R. Brea.)

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EL PALADÍN SIN ESPERANZA

T ' ' oRBELUNO al galope qué haces desventurado hermano Aulla la montaña con dolor de universo En un vuelo sincero para el salvaje ardiente

Guando crece la espiga de las constelaciones En la mirada adivinatoria de la vieja demencia Qjae cree en los caminos goteados de silencio

Atardecer de nevazón en la mirada estupefada Aventura de luz para el abismo prisionero Gon sed de rocío y suerte voluptuosa de volcán Liberta los leones de tu espíritu como se leva el ancla de los barcos Guando el convoy de corazones galope hacia el naufragio El naufragio que es la llaga del mar en deUrio En donde sangra eternamente un ebrio abstrado Soñador de planetas de vidrio.

Signos hay en las olas de mundo en mundo El horizonte calcinado se aleja de las playas del tiempo Sin puerta en sus fronteras sin gesto de dureza Espanto sin reposo mira abrirse las murallas del cataclismo Escucha los rumores de tu pecho sepulcro de héroe Hierática serpiente devorando la esperanza En vano extiende sus manos de enfermero Lazos de s o l e d a d para el que p i e n s a

Qué hacer si la violencia alza la temperatura de los o jos Como y n a descarga en la zona del canto.

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LA SUERTE ECHADA

Ebrio de rumores abstrados goteando entrañas en la Uaga Lejanías así del corazón La esperanza rompió sus vidrios antíguo cataclismo Paisajes de tiempo estupefado en el mundo de su luz Hasta las mismas rocas puertas del mar Extiende sus olas en prisiones de palmeras En torbellino de canto sin reposo Entre las espigas de planetas hieráticos Que forman el convoy de la aventura I va por las meditaciones sin violencia de playas Hacia su suerte en quien sabe qué fironteras Marinero de horizontes ajenos De dureza salvaje El gesto calcinado de un aullido en el pecho El espanto en soledad sin murallas Sobre abismos de vuelo &itre culebras de naufragio y nudo de galope de universos Acompañado de su hambre y los signos del délo Antes del atardecer a lo lai:go de un graznido De pájaro o volcán en marcha o tal vez navio Alocado por los caminos Gido liberta tu rodo liberta la nevazón Amiga desventurada Liberta mi montaña ardiente maquinaria

Lejanía sin entrañas Respeta las palmeras con las manos abiertas Respeta la aditud de las rocas anticuadas Respeta a la noche que vuelve después de un lai^o viaje Respeta mi pecho donde las olas se pasean Y el sueño del paisaje que sale de mis ojos.

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U N RINCÓN OLVIDADO

Pañuelos y adioses para los enfermos en sanatorios de nieve. Ventajoso desierto de los reyes. En la Europa Oriental los

votos de los monjes y los dinamos son afiches de plazas populosas. Los potros del circo gídopan sobre los sentimientos indeseables.

En magnífico estado el milagro de las situaciones especiaUzadas, la tempestad cargada de echarpes como los inviernos en Suiza.

Controlad la geografía y decidme en donde está la muerte eledrizada, en donde está la Tierra Prometida.

A través de tantos jardines de ecos la ternura acumula sus programas. La temperatura cambia sus probabilidades sobre la inmensidad azul.

Panorama de flor único en el mimdo y sol reputado como los oradores de moda.

Lobos a la mejor interpretación universal persegiiidos por las noches sin clemencia como los sacudimientos sísmicos de las neu­róticas.

Cambio de palomas en el cielo. Regalos para mañana y premios de matches o carreras de

accidentes. Reparad la mandíbula para decir : te amo. La mujer que tiene su cascada de perfiímerías como la mise­

rable sentada en un pequeño jardín del aeródromo, sólo son ima instalación de trampas de sábana, una Feerie adecuada a la felicidad como colonia en viaje sobre mares de pulpos, como recuerdos en música de neblinas.

¿Vidrieras de informaciones qué me decís de la estación

En la zona voluptuosa hermana Hermana de los leones tendidos sobre el sep\ilcro Allá en sus constelaciones de silencio adivinatorio Aquí entre los lazos de la demencia En la actitud que exije nuestra temperatura

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V I C E N T E H U I D O B R O 69

VAGABUNDO

Gonvoy de mundos y lenta descarga de olas, descarga de sus olas sobre los caminos del volcán o las playas del planeta que aulla tras una aventura.

Ganto y cataclismo de flor en la montaña. Torbellino desesperado en un vuelo de palmeras sobre el

universo bostezando hacia el otro lado. Guando se abra la llaga de las puertas me alejaré de vuestro

abismo. Sepulcros agrupados de frío como constelaciones sin luz, como rocas de leones calcinados.

Ebrio voy sobre el barco de rumores bajo este rocío volup­tuoso. Prisionero de un hambre que se ahonda. Enfermero que se liberta de la suerte y de los lazos de las murallas en dehrio.'

Sin rep)oso en el pecho porque la nevazón del alma estupe-faéla vuela en espigas adivinatorias, gotea locura desde sus altas hojas.

Soy graznido galopando sobre los naufragios del horizonte que se estira y convierte el tiempo en una culebra al atardecer.

Vagabundo en gestos de silencio. Signos de temperatura la soledad de la violencia espanta al anciano en su trozo de cielo cuando las lejanías hermanas del salvaje muestran su deseo ardiente de una abstraéla esperanza.

La dureza del aire es la frontera, la última frontera hierátíca como uuti vidrio. Mas allá los paisajes de la meditación en aétítud de entrañas que aguardan.

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nevosa ? ¿ Qjié me decís de la gruta del monje en donde se oye el ruido de un pájaro que picotea el huevo para saür? I mas allá se oye el mar que picotea al cielo para alejarse de nosotros.

Vivamente extinguido el temblor, quedaron sobre el orbe los dos marineros de porcelana y sólo muerto el carcelero de Tierra Nueva tras los vidrios de un iceberg bajando lentamente al Ecuador.

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yo I M Á N

MAS ALLÁ

Aullido a la noche de todos los sepulcros como semillas que abren las ventanas de su dolor.

El aerohto ilumina la montaña al fondo del tiempo, pero no hay cataclismos de lo oscuro ni volcanes de voz de trecho en trecho. Un convoy de horizontes se lleva la vida, se aleja con la vida cubierta de árboles y de gestos ingenuos.

No pasará el vagabundo hipnotizado por la muerte sobre el camino abstrafto, ni se abrirán las puertas del naufragio. ¡Tanto miraje para engañar incautos y atar el crepúsculo con el ama­necer!

Tu me amas y este es un hecho real como el galope de cule­bras que siento en mis espaldas cuando tu me miras. Lo demás son graznidos recónditos, auUidos del abismo negro que detesta el sol y corrompe los dias que se caen en él.

Un silencio se agranda hasta tocar el cielo cuando me rozan tus manos y entonces empieza el camino que se aleja.

Cúbrete entre tus pieles y esconde la cabeza al salir fuera del tiempo.

SANGRE MÍA

Gon un gesto de sus dedos enlazaba los sonidos lejanos y formaba la cadena de imágenes inmortales que hacían su pequeño teatro interior, su espedáculo propio por el cual él era un hombre de leyendas, de pie, solo, a la entrada de la tierra.

Ataviado de evasiones de ultratumba, único cautivo glorioso enlazando la tierra al infinito como la lluvia, como el abrir los ojos sobre las tinieblas de repente y romper las aiu-eolas de silencio sobre las cabezas encantadas.

No im{x>rta cuales sean los fantasmas, ni importa que se

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V K 3 E N T E H U I D O B R O 71

IRREPARABLE, NADA ES IRREPARABLE

La muerte que no admite que la sigan, la inauguración de la tormenta, la primera sonrisa del viento, todo lo que angustia como la eternidad, todo lo que se rompe en el infinito, la firase huyamos juntos colgando del abismo y rompiendo los puentes tras de sí.

Eso es todo, eso es todo. Y luego una mirada partida en dos y un hombre entre la vida y

la muerte, porque nadie comprende, deja caer el tiempo por sus largos cabellos, sus cabellos tejidos de melancolía y de recuerdos.

Sus ojos hermosos amargos como el espacio dicen : Nada me importa, nada deseo, todo lo he visto, todo lo he vivido.

Horror. Viejos astros de las admiraciones, plantas de los encantos que

salían de su boca y perfumaban los destinos, espirales de vértigo de sus besos pesados de naufi:agios... y gritar de repente desde la últúna cumbre : A D I Ó S .

Y ent(Hices alejarse envuelto en una capa de huracanes. Huir

desvanezcan como arco iris de colas de palomas en las lluvias de la imaginación.

Una sola cosa importa : que el sueño sea fuerte y la historia nueva como un continente... La historia más duradera que los astros.

Y él era así, todo de fuerza, una usina de temblores, hinchazón dolorosa de los ojos cargados de aventiu-a y rompimiento de cables sobre el abismo.

Ojos ansiosos abiertos encima del más trágico amor. ¿ Qué remedio al fin? ¿Qué compostura para algo tan fatal e

ineludible? Era atrayente como el polo, era la palabra sangre y a veces

se veía tan hermoso como un avión a la saUda del cielo.

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del pensamiento, dejar atrás la agitación limitada de los hombres y esconderse en la guarida de los pájaros del silencio, allí donde sólo reinan los mil reflejos de la soledad.

Huir de si mismo y de las trampas que nos tienden nuestras propias alas, saltar al vacío del más avanzado promontorio de las quimeras.

Huir. Desenredarse de sus arterias y huir de sí mismo, huir de sus huesos.

En el postrer aliento queda ima palabra por nacer enterrada ya en sus ilusiones, dejando apenas una estela de suspiros y en la última lágrima hay un ángel que se ahoga sin ni siquiera pedir socorro.

No he sido avaro de mi vida, ni fui avaro de mis naves de lumbres. N o he regateado las descargas de mi corazón, ni la eledricidad de mis pupilas.

Comprendido habría sido muy otro. Pero no pudo ser, acaso no debió ser.

Mi avión aterrizó siempre sobre los arrecifes donde aguarda­ban las manos temblorosas tendidas a la angustia y puedo decir, magnífico de orgullo, que muchas veces bajé cargado de ilusiones de Pascua y vacié mis sacos de Noel en las faldas de los niños encanecidos de desaUento.

Ahora soy un fantasma de invierno parado en la puerta de los siglos y puedo volverme y gritar antes de pasar el umbral : Nin­guno de vosotros ha tenido una vida más bella, ni un cielo más hinchado de estrellas, ni tantas auroras de entusiasmo vertidas por los dioses. Ningún labio conoció más palabras divinas de fiebre, ningún oído escuchó tales temblores de delirio.

Ahora soy un fant2isma de nieve, un sembrador de escarcha. Pero volveré trayendo en la firente el sudor de las nubes. Proster­naos vosotros los que no habéis pisado jamás el horizonte.

Ahora soy el fantasma que huye vestido de grandeza y de dolor.

Pero mañana? El mañana es mío. Será mío otra vez como el destino inapelable

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DE VIDA EN VIDA

Hermoso paraíso de salud, dinamos del verano representando su descarga de música cuando el rey atraviesa el océano universal.

La neblina se acomoda como una instalación de mujer orien­tal sin sabor a Europa ni porcelana. Hace frío, es un invierno firío como una menta. Flor de caráder un poco triste, flor en peignoir de seda, más hermosa que el vestido de las tempestades, más deseable que el iniciador, que aquel que entibia con su corazón el invierno de tu piel blanca, tu piel todavía ignorante como un cordero de ojos de querubín.

Ya conocerás el sacudimiento sísmico de las arterias y los gemidos propulsados desde el fondo de las entrañas que se vuelan entre dos besos mortales... el día en que yo abra para tí la feerie de mi ciencia.

Todas las héUces del aeródromo de tu alma girarán locamente. Tu conocerás los secretos de mis jardines, la situación perfeda de la sombra agotada bajo la avenida de las pestañas. Los hermo­sos pulpos mojados nadan detrás de las lágrimas de los marineros.

Tras la vitrina de los ojos tu verás mi alma que estalla en luces desconocidas. Y verás qué pura es a pesar de lo que te digan.

El fabulista cotídiano miente por falta de imaginación.

de la luz, como el terciopelo de los besos que miden la eternidad. Y un día habrá un pañuelo entre dos estrellas y será el adiós

definitivo. Entonces dirán : llevaba en sus ojos la piedra filosofal y muchos

viajeros reconocerán otra vez las huelleis pesadas bajo el fardo de los tesoros astrales.

Y volverá a dar vueltas el anillo del caos... Cumple, cumple tus destinos y los impulsos de las leyes de atracción. Sigue la volimtad celeste y deja alejarse las mariposas y los barcos como canastos de luz hacia los faros del desastre.

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Nada importa nada, sino este cielo nuestro bautizado por tus ojos, este cielo íntimo, pequeño entre dos palomas... colonizado por dos arrullos.

Yo te haré ver tu propio sol interno y te enseñaré a llamar por su nombre tus satélites a través del panorama de ecos azules como el paraíso de los caracoles esmaltados.

Iremos por la vida con la vida a cuestas. Sentirás la angustia de la garganta cuando reparan el rebaño

de lobos en pana. Pero yo sabré protegerte bajo mi mirada más enardecida que

una bandera. I podrás reposarte ¡ al fin! a la sombra de mi canto. £1 milagro tiembla como una tela de sol. I yo digo adiós.

Adiós. Sultana especializada en el amor lento, lento como los adioses del sol.

¿A qué los laboratorios y las geografías de la pasión? Mi sangre conoce mucho más y nadie ha alcanzado aún la tempera­tura de mi mirada.

Ah ¡mi alma! Elééhíca temiu-a, acumulador de los siglos hasta el fin del hombre. Si hubieras comprendido, jamás se habría alejado.

Si hubieras visto el color de sus alas la habrías amado y nunca habrías sido hostil ni desafiante. Es tarde ya, pues el motor en marcha tiene el ritmo de la tormenta.

Yo soy el capitán de navio que busca ima isla perdida como la muerte.

V I C E N T E H U I D O B R O .

{Del libro próximo * El ciudadano del Olvido » — 1982-1926).

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LA NOCHE DE LOS BÚLGAROS

E ^ S T Á B A M O S de vuelta. Nos equivocamos de tren. Entonces, como nos encontrábamos con vma porción de búlgaros que cuchicheaban algo entre dientes, que no hacían más

que menearse todo el tiempo, preferimos terminar con ellos de una vez. Sacamos las pistolas y disparamos. Disparamos preci­pitadamente porque no nos fiábamos de ellos. Ante todo era pre­ferible ponerlos fuera de combate. Ellos, en conjunto, parecieron asombrados, pero con los búlgaros hay que andarse con cuidado.

En la próxima estación, dice el condudor del tren, sube una gran cantidad de viajeros. Arréglense con los de al lado (y señala a los muertos) con objeto de no ocupar sino un solo comparti­mento. Ahora no hay motivo alguno para que ustedes y ellos ocupen compartimentos distintos.

Y les lanza una mirada severa. ¡Ya nos arreglaremos! ¡Pues no faltaba más! ¡Claro está!

¡ Enseguida! Y con gran prontitud se colocan jxmto a los muertos, soste­

niéndolos. No es tan fácil como parece. Siete muertos y tres vivos. Nos

acuñamos entre unos cuerpos fríos, y las cabezas de estos « dur­mientes » cuelgan todo el tiempo. Caen sobre el cuello de tres muchachos. Como urnas que uno llevara sobre la espalda, estas cabezas frías. Como urnas llenas de granos, contra las mejillas, estas barbas recias que comienzan a crecer, de pronto, a toda velocidad.

Una noche que pasar. Al amanecer trataremos de ahuecar el ala. Quizás se le haya olvidado al condudor. Lo que hay que hacer

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es estarse quieto. Procurar no llamar la atención. Permanecer estrujados, como dijo él. Dar muestras de buena voluntad. Por la mañana nos iremos sin decir nada. Como de costumbre, antes de llegar a la frontera, el tren disminuye su marcha. La huida será más fácil; pasaremos un poco más lejos, por el bosque, con un guía.

Y de este modo se exhortan a la paciencia. Los muertos, en el tren, se mueven más que los vivos. La velo­

cidad los desasosiega. No pueden estarse quietos un solo instante, se incUnan cada vez más, llegan a hablarnos al estómago, no pueden más.

Hay que tratarlos sin consideración y no soltarlos un momento: hay que aplanarlos contra los asientos, uno a izquierda, otro a derecha, sentarse encima, pero entonces es su cabeza la que golpea.

Lo más importante es agarrarlos fuertemente. — ¿No pcÑiría imo de ustedes, señores, hacer un poco de sitio

a esta señora anciana ? Imposible negarse. Pluma coloca un muerto sobre sus rodillas

(aun le queda otro a derecha) y la señora se sienta a su izquierda. La anciana se ha dormido y su cabeza se inclina. Y su cabeza y la del muerto se encuentran. Pero solo la cabeza de la señora se despierta y dice que la otra está muy fría y tiene miedo.

Pero, como arrebatados, ellos dicen que hace un frío glacial. No tiene más que tocar... Y unas manos tienden hacia ella,

unas manos heladas. Qiiizás sería mejor que se fuese a un com­partimento más caliente. Se levanta. Vuelve enseguida con el inspeétor. El inspeétor quiere cerciorarse de que la calefacción funciona normalmente. La señora le dice : « Toque usted esas manos ». Pero todos gritan : « No, no; es la inmovilidad, son dedos adormecidos por la inmovilidad, no es nada. Aqui todos tenemos suficiente calor. Estamos sudando, palpe usted esa frente. En una parte del cuerjx) hay sudor, en la otra reina el frío; eso es cosa de la inmovilidad, no es más que la inmovilidad ».

— Los que tengan frío, dice Pluma, que se cubran la cabeza

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con un periódico. Eso conserva el calor. Los demás comprenden. Pronto todos los muertos quedan encapuchados con periódicos, encapuchados en blanco, ruidosos encapuchados. Eis más cómodo, se les reconoce enseguida a pesar de la oscuridad. Por otra parte, la señora no volverá a correr el riesgo de tocar una cabeza fría.

Entretanto sube una joven. Han puesto sus equipajes en el pasillo. No trata de sentarse; es una joven sumamente reservada, la modestia y el cansancio asoman en sus párpados. Nada pide. Pero habrá que hacerle sitio. Y como todos están empeñados en ello, piensan en liquidar sus muertos, en liquidarlos poco a poco. Después de todo sería mejor tratar de sacarlos inmediatamente, uno tras otro, porque qmzás podamos ocultarle lo sucedido a la señora anciana, pues si hubiera dos o tres personas extrañas ya sería más difícil.

Bajan la ventanilla con precaución y la operación comienza. Los sacan hasta la cintura, y una vez fuera los columpian. Pero tienen que doblarles las rodillas para que no se enganchen — ya que mientras quedan suspendidos su cabeza golpea sordamente contra la puerta, como si quisiera entrar.

¡Ea! ¡Animo! Pronto respiraremos de nuevo libremente. Un muerto más y habremos terminado. Pero el frío del aire que entra despierta a la señora anciana.

Y al oír el revuelo el inspedor viene una vez más — por tran-quihdad de su conciencia y afeétación de galantería — a com­probar, aunque sepa positivamente lo contrario, si no hay por casuahdad un sitio dentro para la joven que está en el pasillo.

— ¡Pues ya lo creo! ¡Ciertamente! exclaman todos. — Es extraordinario, dice el inspeélor... yo hubiera jurado... — Es extraordinario, dice igualmente la mirada de la señora

anciana, pero el sueño deja las preguntas para luego. ¡ Con tal de que la joven duerma ahora! Verdad es que resulta

más fácil explicar \m muerto que cinco. Pero más valdrá evitar todas las pregimtas, porque cuando le preguntan a uno es muy fácil armarse un lío. La contradicción y las culpas aparecen por doquiera. Siempre es preferible el no viajar con un muerto. Sobre

II

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todo cuando ha sido vídima de una bala de revolver porque tiene muy mala facha con la sangre que le ha saUdo.

Pero ya que la joven, con su extremada prudencia, no quiere dormirse antes que ellos, y que, por otro lado, la noche es aún larga y no hay ninguna estación antes de las 4 i /a, todo les tiene sin cuidado, y, cediendo al cansancio, se quedan dormidos.

Y, de repente, Pluma se dá cuenta de que son las cuatro y cuarto, despierta a B..., y de común acuerdo se quedan muy asus­tados. Y sin más preocupación que la de la próxima parada y la del día implacable que va a revelarlo todo, echan prontamente el muerto por la portezuela. Mas, no bien se han secado el sudor de la frente que el muerto aparece a sus pies.

Luego el que tiraron no era él, ¿Cómo es posible? Y sin embargo tenía la cabeza en un periódico. ¡Enfín! ¡para luego las preguntas! Agarran al muerto y lo tiran en la noche. ¡ Uf!

¡ Qué buena es la vida para los vivos! ¡ Qué alegre es este com­partimento! Despiertan a su compañero. ¡Hombre! ¿Es D...? Despiertan a las dos mujeres.

— Despierten. Ya llegamos. Pronto estaremos ahí. ¿ Qué tal les ha ido ? ¿ Un tren excelente, verdad ? ¿ Al menos han dormido bien ?

Y ayudan a bajar a la señora y a la joven. La joven los mira, callada. Ellos se quedan. No saben qué hacer. Es como si hubiesen terminado todo.

El condudor del tren aparece y dice : — ¡Ea! ¡De prisa! Bajen ustedes con sus testigos. — Pero, ¡si no tenemos testigos! — dicen ellos. — Bueno, dice el condudor del tren, puesto que quieren un

testigo cuenten conmigo. Esperen un momento del otro lado de la estación, frente a las taquillas. Vuelvo enseguida. Aquí tienen un permiso de libre tránsito. Vuelvo dentro de un momento. Espérenme.

Llegan, y cuando están ahí, huyen, huyen. ¡ Oh! vivir ahora, ¡ oh! ¡ vivk por fin!

H E N R Í M I C H A U X .

(Traducción por M. C. A.)

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LA VISITA

¿Qué dirá» cuando te visite?... Porque tú me enseñaste a ser principe y cabeza lobre tí.

JEREMÍAS, 13.

PA R A L O , no te arranques... Déjalo que respire... ¡Anda! Ahora es cuando debes picarlo, pero con fuerza...

Don Paco se había asomado, a la ventana del cuarto que le servía a la vez de despacho y de sala de juego en esa des­mantelada casona de la hacienda de los Martínez, a tíempo de sorprender la impericia de uno de los peones, ocupado en domar a Lucero, el nuevo caballo del Administrador.

Cortado hasta las rodillas por el friso de la baranda en que apoyaba una sola de sus manos de bronce, adelgazada — en el índice — por el espeso brillo de una sortija de oro, el cuerpo de Don Paco asumía una especie de pintoresca y benévola enormi­dad. Alto, robusto, de ojuelos vacilantes y densos, de aceite en agua, hablaba con toda la voz, acentuando las últimas sílabas de las frases, como suelen hacerlo los oficiales en las maniobras, para limitar con un dique perceptible al oído la obediencia de los reclutas. Una observación minuciosa hubiera comprobado hasta qué punto coincidían con aquella singularidad del lenguaje los movimientos miUtares del rostro, tendidos siempre hacia la primera fila de las facciones, en una presteza de « mausers » presentados al jefe, cada semana, para las revistas metódicas del cuartel.

En el patio, im grupo de mujeres, atraídas por los relinchos del potro, coreaba con risas los consejos irónicos de Don Paco. En

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efeéto, lejos de hincar la espuela en los ijares de su cabalgadura, lo que el jinete quería, en tales momentos, era verse desprendido de ella, arrojado por un respingo del animal a lo blando del heno que, a varios metros de su tragedia, el otoño esparcía en cojines sobre las losas.

Las cinco acababan de sonar en el reloj de la hacienda. Como un eco, las campanadas de la capilla ·repitieron aquella hora·en el crepúsculo de septiembre, tan delgado, tan intimo, que se hubiera podido cortar con las manos,. en la limpieza del aire, la gavilla de cada rumor. Más tarde, con prisas, avergonzado al parecer de su lentitud burocrática, también el reloj de la oficina de telégrafos de Encinillas sonó las cinco, a un kilómetro de dis­tancia, en el cansancio de aquella aldea que, a partir de la época porfiriana, había conservado en todas sus cosas el paralítico andar de la Diétadura, incapaz de anunciar una sola noticia­ni la del tiempo antes de que el párroco y el administrador de la hacienda lo autorizacen, con el permiso de sus campanarios unidos.

¡Las cinco! Por el semblante de Don Paco se deslizó de pronto una sombra furtiva, de pájaro en sesgo. ¿Qué podía seguir cauti­vándole en el ejercicio de sus peones? Una noche antes, el Coyote le había prevenido por telégrafo, desde Cabañas, que llegaría esa tarde a la hacienda, en el tren de las seis y cuarto. ¿ Estaría todo dispuesto para recib~rle?

Por lo pronto, importaba despejar el patio de aquellas mujeres, de aquel desorden, de aquella gritería de chicos que el espeétáculo congregaba. En la lucha, Lucero había logrado vencer al jinete. Libre del ambicioso- que parecía no haber sufrido gran daño al rodar- el potro se dirigía, con pausas, hacia la sombra de uno de los aleros, en la querencia de las caballerizas. Un rocío de fatiga le oscurecía las ancas. Entre los ojos, en una estrella, le temblaba todavía la cólera. Sobre las piedras, recién herrados, sus cascos golpeaban aún con rencor. Si la noche hubiera caído de pronto, se hubiesen visto lucir en la sombra, rítmicamente, las centellas inútiles del acero.

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¡A él sí que no se resistiría! murmuró Don Paco, entre dientes. Pensaba en el Coyote, celebrado de Torreón a Saltillo por la infalibilidad de su juicio ·en mujeres y en sementales. Pero se sintió inmediatamente angustiado por aquella reflexión impre­vista, dentro de cuya espontaneidad estaba oyendo latir aún el eco de su servidumbre. ¿Hasta cuando había de aümitir que la idea, el solo nombre de su compadre lo colocaran en subordina­ción?¿ No era ya él- desde hacía tres años- un hombre libre, libre, todo lo libre que un hombre puede ser en la tierra?

Sí. Pero ¿hasta qué punto? ¿Hasta qué punto se es libre? ¿Era libre Don Héél:or, el administrador de la hacienda, a quien los aparceros saludaban de paso, al ir al mercado, con un movimiento respetuoso de la mano derecha en· el ala del sombrero de fieltro, mientras la izquierda sujetaba las riendas a la silla de la mon­tura? ... ¿Era libre el señor Fernández, enca-rgado de los telé­grafos de Encinillas, frente al país entero que le escuchaba, a lo largo de los alambres, obediente al más simple contaél:o de su aparato conmutador? ... Don Paco no quería engañarse a sí mismo. En la duda, no podía decirse que sí. Al administrador de la hacienda, el solo lo intimidaba. El solo. Y su historia. La ausen­cia de su historia. La leyendá de rebeldía y de sangre que los peones habían forjado para sustituírla, en la charla de las veladas, junto al fuego en que se cocía para la cena la luna de las grandes tortillas amarillentas, pajiza, como durante ciertas noches de enero, en el monte, la verdadera luna del campo, cuando el frío nQ se decide por completo a nevar. Más de una vez, al cruzarse con él en la carretera, camino de Encinillas, los ojos y el caballo del Administrador se habían tenido que desviar de la ruta, bus­cando un pretexto a la prisa, pidiéndose perdón a sí propios por el deseo súbito de desaparecer.

En cuanto al señor Fernández, ¿qué libertad podía ser la suya, perforada todas las noches de avisos, roída por el tic-tac del telégrafo como por la vigilia de un pueblo de ratas, agujereada de señales, de alarmas, de puntitos ruidosos, vacíos, como la tela r'·

de un rollo de música en la pianola perpetua de su mujer?

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Las cinco y media. Ahora, el reloj de la capilla habia sido el único en sonar. Semejante a la primera estrella del crepúsculo, su campanada solitaria, trémula, habia endulzado completa­mente la tarde. ¿ Cuánto tiempo transcurriría antes de que naciese otra estrella, antes de que otra campanada sonase ? En la sombra, tranquila, el viento jugaba ya a eqmvotar los perfumes. Tejido con el de las madreselvas del patio, que la noche acariciaba de lejos, antes aun de llegar, el olor inmediato de los establos resul­taba demasiado compaéto, demasiado macizo, demasiado pre­sente, cortesía de provinciano sin elegancia que no se decide a decir adiós.

Don Paco se sorprendió al pensar sin disgusto en estos detalles, que le confirmaban en sus sospechas. En efedo, los muchachos no habían procedido al aseo de ciertos sitios con el escrúpulo que la visita del Coyote le había hecho recomendarles.

— Siempre lo mismo. Tendré que intervenir en todo. Mirarlo todo. Vivir pendiente de todo.

Lo dijo en voz alta, cuando nadie estaba allí para oírle, porque deseaba probarse a si mismo su cólera. Pero lo cierto era que aquel hedor no le repugnaba. ¡ Ojalá el Coyote tuviese oportunidad de advertirlo! | Ojalá le enterase él de la poca importancia que se concedía allí a su presencia! A Don Paco, en lo más intimo, im interlocutor invisible le sugería : — ¡ Qjie aprenda! ¡Qjie vea que no le temes. Eso. ¡Que sepa que ya no te preocupas por él!

Las recomendaciones que todavía una hora antes habia hecho a su esposa le avergonzaban. — Que preparase el guajolote más gordo para la cena. — Que tuviese bañado a Paquito, por si el compadre mostraba deseos de conocerlo. — Que fiíera a comprar a Encinillas coñac del bueno, del que a él le gustaba, « de cinco letras », como el que bebían cuando se hallaban acuartelados en Zacatecas, en la taberna del güero Márquez, fi-ente a la estación del ferrocarril.

Todo el interés que habia tomado por disponer la vivienda para aquella visita se le subía ahora a las sienes, en odio, dentro de una oleada de sangre. ¡ Si el Coyote lo hubiera visto vigilar en

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persona ciertos detalles : exigir que no le faltase ropa limpia en la cama, procinrar que hubiese candelas nuevas en las palmatorias, comprobar que las maderas de la ventana cerrasen bien! Don Paco imaginaba la risa del compadre lacónico, siempre mal adhe­rida a la boca, mascada siempre, como el cigarro que encendía al galope, con las dos manos, en mitad de la sierra, sin que se diera el caso de que el caballo lo disparase a las p>eñas, en las subidas, cuando el fósforo resistía a encenderse, tardío, entre lo inesperado del viento.

Porque nadie sabía montar como él. En el disgusto de su regreso, la reétítud de Don Paco se hacía violencias por no conce­derle en seguida esta cuahdad de centauro. Su fantasía — de mayor pereza o de mejor estilo que su memoria — no le reproducía de pronto la silueta de su compadre sino a caballo, en los trixmfos del jaripeo, con el largo lazo corrido al arzón de la silla vaquera, frente a la cantína improvisada del batallón.

O — mejor aun — entre los flancos agrestes de algún desfila­dero del Norte, costeando el insomnio de los rurales. O perseguido, a dos leguas de distancia, por un escuadrón de refresco, que no se atrevería a cazarlo, pero que no se resignaba a dejarlo ir.

Las seis menos cuarto. Tres toques breves, escapados a la campanita de la capilla, vinieron a interrumpir la meditación de Don Paco. Sólo treinta minutos faltaban para la llegada del Coyote y la estación de Las Huertas estaba a doce kilómetros de Encinillas. Habría que prescindir del auxiUo de los caballos que el asistente tenía dispuestos, desde las cuatro y media, con las sillas de lujo, de fino cuero labrado. Sería mejor aprovechar el automóvil de la hacienda, \m viejo Ford sin firenos, de resonante carrocería, pero de motor todavía juvenil.

Una vez bajo el cobertízo de lámina en que el aparato com­partía la herrumbre y el sueño temprano de las galUnas, Don Paco se sintió presa de una infinita indecisión.

¿Iría?... El proyedo de no ir era de aquellos que un espíritu como el suyo no se atrevía siquiera a formular en voz baja. Sin

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embargo, disimulándolo, su repugnancia de volver a abrazar al Coyote le insinuaba, a última hora, mil invenciones para perma­necer en el rancho. O, al menos, para dejar al compadre aguar­dándole un rato largo en la estación. Pero no. Tampoco una malicia de este linaje era de las que podian halagar ad Coyote... Don Paco lo sabía demasiado bien.

Todavía inseguro, dio una vuelta a la manivela. Dentro del cofre, el ruido de la descarga eléébica le tranquiUzó. Como todos los días, cuando echaba a andar el automóvil, creyó sentir que una relación misteriosa se establecía entre su voluntad y la má­quina, a lo largo de cuyos émbolos iba y venía su cólera, lubri­ficada por el aceite, mordida y remordida por el desgaste de la velocidad.

Ya en camino, sus ojos fueron reconociendo — de im lado y otro de la carretera — los accidentes en un paisaje menudo, sin morbideces, que la costumbre enriquecía con la famiharidad pero no ensombrecía aún con el tedio. Como tres años antes, al mirarlo por vez primera, en la inversión de los términos en que lo distri­buía la llegada, Don Paco se comprendía dichoso, lleno de con­fianza en si mismo, satisfecho.del nuevo pado que acababa de firmar con la vida.

¿ Qué proverbio le había hecho advertir, desde joven, el pare­cido de aquellos cambios de su existencia con los de la piel en el cuerpo de ciertas víboras? Su caráder, incapaz de ima renova­ción sistemática, de un endurecimiento de todos los días, insistía durante un número determinado de meses en una misma tarea. Pero, de pronto, una violencia se erguía en él. Un asco lo separaba del surco que había trazado hasta ese momento con entereza. Todo le parecía engañoso. Su dicha, sus fuerzas, sus esperanzas, habfem cambiado en una sola noche de aspedo. Se había acos­tado poderoso, con el orgullo de una labor poseída. Amanecía miserable, atravesado de voluntades estériles, con el sabor de una plenitud repugnante en la boca.

Una de estas crisis lo había desprendido de su compadre, algu­nos meses antes de resolverse a vivir en aquel lugar, a dos días

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de distancia de Zacatecas, lejos de todo lo que había tenido alguna vez un color y un dibujo precisos para su alma.

Nada hubiera podido hacerle olvidar los detalles de aquella despedida, que no supo — o no qídso — tener el alcance de una ruptura. Las tropas del Coyote acababan de regresar a Zacatecas, después de una excursión afortunada por las inmediaciones de Fresnillo, que los contrarios habían defendido sin intrepidez. El botín había prolongado el regreso. Pero ¿ quién pensaba en que­jarse del motivo de* aquella lentitud?... Era de noche, en diciembre. Para recibir a sus hombres, las soldaderas habían encendido en las plazas de Zacatecas grandes fogatas de leña, con ramas tiernas que ardían a saltos, como sus risas, tan pronto exageradas por un trago de aguardiente, como interrumpidas luego por un acceso de tos. Al Cojmte, aquellos regocijos después del triunfo le aletargaban por poco tiempo la ira. Una vez en su casa, en su alcoba, frente al retrato de los amigos que había tenido que fusilar para conservar en obediencia, el pensamiento de las semanas de inacción que le amenazaban le envilecía súbi­tamente la gloria. En esos minutos crueles, en que tocaba con todo el ser la inutiUdad sombría de su esfuerzo, hubiera ahorcado al primero que se negase a satisfacer sus caprichos. Los capitanes, que lo sabían, evitaban su trato. Y, para no irritarlo todavía más con el espedáculo de su cobardía, lo rodeaban de mujeres, de ocios, de voces blandas, de resistencias humildes, como se guarda — entre algodones — una botella de nitroghcerina.

Camino de las Huertas, Don Paco se sorprendía aún de haber elegido una de aquellas horas para expresarle el deseo de sepa­rarse de él.

Todavía entonces, a tres años de distancia de la entrevista, hubiera podido precisar sus exaélitudes más nimias. El Coyote se encontraba a caballo, sobre una silla, frente al espejo de una consola. El güero Márquez lo había invitado para ir a cele­brar la proeza con una juerga en su casa. Estaba afeitándose para ir.

Al ver a Don Paco, sus ojos se inundaron de malicia.

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— ¡Qué pronto viene a verme, compadre! — le dijo — ¿No hallaba qué hacer en su casa ? ¿ Se aburría de estar soHto ?

Cualquiera hubiese advertido la intención desdeñosa de aquel saludo, pero a Don Paco le convenía disimular.

— De veras, no me resolvía a cenar sin venir a verlo... Tengo que hablarle.

— ¿ Buenas noticias ? — Depende... El ruido de la navaja, al correr sobre la curva de una de las

mejillas vellosas, lo interrumpió. El Coyote se afeitaba con movi­mientos alegres, de diredor de orquesta, a grandes trazos del acero en el aire. La timidez de Don Paco le pareció más certera que una lisonja.

— No se ande buscando veredas para decir lo que viene a decirme. Usted no era de esos. Por eso me gustaba.

Una acogida de esta índole no podía sino inquietar a Don Paco. Su prudencia lo hizo más receloso.

— ¡ Ah, qué mi compadre tan fino! — dijo en voz blanca, sin doble fondo, como si se sintiese penetrado haista la transparencia por la astucia velada de su interlocutor. — ¿ Por qué me pregunta entonces si estoy aburrido ?

El Coyote, que había terminado de afeitarse la mejilla derecha, dejó la navaja en su sitio, sobre el mármol de la consola y se puso a humedecer en el agua tibia de un vaso el resto de su barra de jabón.

— Porque de eso tiene usted cara, desde hace tiempo... Hubo una pausa. — ¿ O me equivoco ? Sobre la mesa que le servía de escritorio, el CoyoU había espar­

cido, al entrar, una pila de periódicos atrasados en que se hablaba de sus últimos éxitos. Don Paco desplegó uno de los que creyó más a mano. Tenía miedo de las conversaciones demasiado direélas. No contestó.

Mientras tanto, el Coyote se dispuso a suavizar la hoja de la navaja sobre la tira de cuero que había suspendido a la pared.

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— No tengo prisa — dijo después de varios segundos, contados por el vaivén de su mano sobre aquel columpio de aire. — No tengo prisa. Ya me lo dirá.

De pronto, la idea de estar desaprovechando la única opor­tunidad efediva para hablar « de hombre a hombre » con su jefe vino a alterar la serenidad de Don Paco. Dentro del espejo de la consola, el semblante apoplédico del Coyote le sonreía, con medio rostro deshecho por un echpse de espuma. Afuera, en las calles, un grupo de soldados pasó cantando la Valentina. Las notas, agravadas por la ronquera de las gargantas que el tequila se había encargado ya de esmerilar, dejaron entre los dos com­padres un hueco vivo, profiíndo, encharcado de ausencias.

Don Paco dejó que el silencio se hiciese nuevamente com-paélo en torno a la grieta de la navaja, que seguía raspando la piel. Entonces, arrojando el periódico al suelo, para decidirse a las grandes violencias por medio de las otras, menos difíciles, se puso a decir todo el descontento que aquella última lucha había acumulado en su alma, todo su tedio, todo su deseo de disfirutar de una vida distinta, más cercana a la tierra, más pare­cida a la que le habían enseñado a vivir sus abuelos.

El Coyote le oía pacientemente, bajo el duchazo eléétrico de la lámpara, que le disolvía los rasgos en el espejo, como el disparo de un pulverizador. — Estas cosas debe procurar hacerlas siempre uno mismo — decía a quienes le reprochaban la ausencia de un buen barbero en el séquito de su servidumbre. Y añadía, en honor de las damas : — ¿ Cómo voy a consentir en que un macho me pasee la mano sobre la cara?... Pero lo cierto era que la idea de soportar durante un cuarto de hora, todos los días, el filo de una navaja desconocida le hacía preferible aquella esclavitud, de la que saha rejuvenecido, p>ero impaciente.

En voz grave, pausada, como si no pretendiese aún contestar el discurso de Don Paco, sino resumirlo en sí mismo y apreciar cada uno de sus argumentos, precisó :

— Con que quiere dejarme... ¿ Y para qué ? — No sé todavía... Para casarme... Para no padecer ya de

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estos reumas que me producen los aguaceros, las marchas de noche, el sueño sobre el estiércol... Para vivir como todos...

Al Coyote, una sospecha tremenda le ensombreció. ¿Y si fiíeran mentiras aquellos votos ? ¿ Y si lo que el compadre quería era traicionarlo, vender sus guaridas secretas, ganar con sus propias cartas — marcadas — el juego empezado por sus rivales ? Bajo la gruesa capa de talco que cubria ya sus facciones, la cólera hizo perceptibles la dirección y el volumen de cada músculo. Durante un espacio de fuego — lo que dura una flecha en el aire — los ojos del Coyote se poblaron de sombras, de huellas vastas, como la hierba, junto a los ríos, en los vados que acaba de estremecer un jaguar.

Don Paco adivinó el torbelUno en que estaba girando aquella conciencia. Una palabra torpe, una pregunta, una insistencia inoportuna de la voz podían dirigir contra él toda una máquina de desastres. Por un momento, no supo qué aétítud tomar. La decisión que le había hecho levantarse de la silla algunos minutos antes, para dar mayor fuerza de convencimiento a su instancia, le perjudicaba ahora gravemente, colocándolo — ante los ojos del Coyote — en un plano indebido de superioridad. Pausada­mente, como si no concediese importancia a las ventajas que abandonaba, se aproximó de nuevo a la mesa, buscó un perió­dico, volvió la espalda a su huésped, se puso a merced de su mal humor. jUna bala nace tan pronto entre dos amigos!... Sin embargo, no tuvo miedo, sino una especie de aguda, de caüente y aguda curiosidad.

El brazo que tendió hacia la silla, para sentarse, dejó descu­bierto el sitio del cinturón en que hubiera debido lucir el mango de concha de su pistola. Los ojos del Coyote adivinaron en seguida la ausencia del arma. Sus inquietudes se sintieron adormecidas. Con la confianza, la sonrisa volvió a quebrar las facciones enha­rinadas de su semblante redondo, de payaso terrible, en que la desaparición de la cólera borraba los músculos, en que la desa­parición de los músculos cavaba profundamente, junto a los labios, el pUegue seco de las mejillas.

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— Para vivir como todos... — insinuó con desprecio, conti­nuando la plática en el mismo punto en que su recelo la había interrumpido. — Para vivir como todos no se lucha dos años y medio, ni se deja uno herir cuatro veces, ni se procuran ascensos... ¡Para casarse! ¡Eso sí que estuvo mejor! Como si le importasen mucho las bendiciones de un cura. ¿ No se acuerda ya de todas las viejas que le he conocido ? ¿ De Eufrasia, la hija del Direélor de Correos de Nochistlán ? ¿ Y de Camila, la tapada que lo curó de aquellas fiebres que le dieron en Lagos ?

Era cierto. No habían sido mujeres, mujeres sumisas, mujeres heroicas, las que la vida le había negado en esos años de lucha. Pechos desnudos, de piel morena, en que el cansancio de los cami­nos dejaba caer una cabeza postrada, una cabeza sin sueños... Todavía ahora, al evocar el tiempo aquel dentro del automóvil que lo llevaba de nuevo hacia el Coyote, Don Paco no estaba muy seguro de no añorar los buenos desahogos de entonces, las entra­das a saco por los pueblitos de la frontera, la cobardía de las madres, el baile de los soldados con las muchachas, el olor del tequila, las noches en que el gemido voluptuoso de los metales, en el concierto de las bandas, ahogaba el reproche de las mujeres despojadas, rendidas, sobre el desierto de un lecho sin amor.

¡ Cómo corría el Ford por la carretera de las Huertas, ahora que el caminito empedrado de Encinillas había quedado a la izquierda, a un lado del Rastro, entre las escaramuzas de los árboles que no se decidían a tomar por sopresa la población! Don Paco ló aceleraba por el decUve de las cuestas, para ganar mejor las subidas. En lo alto, excedido, el motor latía con fre­cuencia, como si fuese a estallar. En un Fordcito semejante había saUdo de Zacatecas, disfirazado de mecánico, el día en que el Coyote le había dado permiso para retirarse, después de la noche de aquella conversación.

— Bueno — le había dicho. Vayase, si quiere. Pero pronto, antes de que me vuelva a arrepentir.

— No se disguste, compadre — le había contestado Don Paco.

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Ya sabe que el día que me necesite, me llama. Yo estaré con usted.

Pero era falso. Ahora lo comprendía mejor que nunca. Ahora, que iba a recibirlo a Las Huertas, para llevarlo a cenar a la hacienda, para hacerlo — contra toda su voluntad — ingresar en la intimidad de su casa. Los recuerdos se deslizaban tímida­mente sobre su espíritu, en sentido contrario al de la rapidez del vehículo, que aquel obstáculo invisible iba convirtiendo en lentitud. Mezclado a sus escenas robustas, el paisaje resultaba casi raquítico, empequeñecido por la distancia, demasiado bien dibujado por la ausencia misma del sol. A Don Paco, nunca le había parecido más delgado un crepúsculo. Ni tan doradas las mieses junto a las bardas. Ni tan agudo el compás con que las golondrinas medían la circunferencia del cielo. Lejos de la hacienda, la claridad del aire cobraba una transparencia y una sonoridad de cristal. En ella, cada rumor vibraba largo tiempo, largo tiempo, como el chasquido de un remo en el agua. Para mejor gozar de esa pausa — que sus sentidos pedían — Don Paco paró el automóvil. Faltaba solamente un kilómetro para llegar a Las Huertas. No eran sino las seis y cinco. Sobraba tiempo para ser puntual. Fuera del coche, el viento rizaba las copas de los álamos. Un mugido remoto, un temblor de cencerros, una nube de oro en la ruta anunciaban el regreso de los rebaños. En las chozas, los labriegos iban encendiendo las lámparas. Don Paco las reconocía — a todas — por la intensidad o la timidez de su brillo. Aquella, de párpados tenues, era la de Cristina, la hermana del Administrador, Esa otra, cobriza, oxidada por la humedad de las ramas que desbordaban sobre ella de lo alto de los tejados, era la de Matías, ¡el profesor de la Escuela Primaria. El año próximo, en febrero, Paquito iría también allí.

La idea de su muchacho sentado sobre una banca de párvulos, en la escuela, frente a las mayúsculas y a las minúsculas de que está hecha, en el fondo, la sabiduría total de los hombres, le dio un intervalo de gloria. Si a él le hubiesen proporcionado sus padres, cuando era niño, la instrucción de que habia debido proveerse

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de hombre, a sahos mortales, entre el acoso y la sed, ¡ qué vida distinta hubiera sido la suya! Todo lo malo de sus acciones pasa­das le subía de golpe a la boca, confuso, en una náusea demasiado física para convenir a la idea de un remordimiento moral.

— He sido malo — se puso a pensar en voz alta. — He sido malo... Una hoja desprendida de lo alto de los álamos que cubrían ahora su coche le acarició al caer la mano derecha, sujeta aún al volante. ¡ Qué mundo de deUcias cabe en el contado de una hoja que nos alude, que nos despierta, que disminuye y recompensa nuestra soledad!

Tenemos las cuaHdades de nuestros defedos. ¿ Cómo sabría­mos ser generosos sin derroche, ardientes sin impaciencia, tristes sin debiUdad ? A Don Paco lo que más le dolía, en ese momento, era no poder desprenderse de la grotesca imagen de su compadre, con los pantalones estrechos, de paño negro, la chaquetilla de cuero sobre los hombros y los colmillos agudos de las pistolas asomando entre las balas dentadas del cinturón. — Ahora — pensaba — regresará a exigirme que le acompañe, que abandone lo que he logrado : mi casa, Paquito, el respeto y la ternura de mi mujer...

No cabía duda. ¿ Para qué otra cosa hubiera pensado en él ? No pertenecía por cierto el Coyote a ese Unaje de hombres que nece­sitan de un amigo para compartir los placeres. Tenía egoístas el vino y la buena fortuna. No era generoso sino de sus peUgros. A Luis Gutiérrez, que le salvó la vida en Ensenada, lo había mandado fusilar por no haber querido revelarle el refugio de su padrastro, acusado de una improbable compHcidad con los ene­migos. Y a Gregorio, que se resistía a retmirse a sus tropas, des­pués de un año y medio de hcencia ¿ no le había incendiado la casa, con la mujer y los hijos, para que no tuviese siquiera el pre­texto de im nuevo deber ?

De antemano, Don Paco se consideraba vencido. Todo cuanto el Coyote le exigiese, lo entregaría. No era cobarde. Los peones de la hacienda lo habían visto, de un solo tajo del machete, cor­tarse el pulgar de la mano izquierda el día en que le picó una

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víbora de cascabel. Pero, ante la imagen del jefe, se sentía sin fuerzas, desierto y flojo, como la memoria de un enfermo frente a la mirada del hipnotízador.

No faltaban ya sino algunos minutos para la hora en que el tren debería detenerse en Las Huertas. Resignándose, Don Paco volvió a poner en marcha el vehículo. A lo lejos, se oía ya el aullido largo de la locomotora, oprimido por la garganta del túnel.

Cuanto más caminaba, más iba estrechándose el sendero de un lado y otro del coche. A los flancos verdes de la carretera, la cercanía de la ciudad había sustituido las primeras casas de los suburbios. Y ahora, en una estridencia de voces y de colores, las calles del centro aUneaban sus escaparates, sus ruidos, los anun­cios de sus cantinas, sus ventanas curiosas en que la silueta de una mujer reclinada hacía de improviso proflmda, proflmda y deseable, la intimidad presentida de alguna alcoba.

Poco a poco, al temor de ver al Coyote, Don Paco fué añadiendo el peligro y la vergüenza de volver a encontrarse a sí mismo, como era tres años antes, en esa condición que le abochornaba. ¿ Con qué ojos vería después a su esposa, a Paquito, a los compa­ñeros y a los criados de la hacienda ? La presencia del Coyote, por contraste, ¿qué diversión les devolvería? Había demasiado aire libre en el menor de sus ademanes. Las puertas más silenciosas — las más herméticas — no se sabrían cerrar sobre él. Por vez primera, el tamaño de su amo iba a ofirecerle una medida, im término de comparación con el mundo. ¿ Valdría la pena utiü-zarlo?

Obediente a la oscilación de sus reflexiones, el automóvil se detenia, se apresuraba, se detenía de nuevo, estaba a punto de enloquecer. En una calle, más estrecha que otras, sólo un rápido esguince le salvó de atropellar a un muchacho, que llevaba un bulto de ropa sucia sostenido en la espalda.

— Oiga, ¿ no me conoce ? le dijo riendo al llegar a la acera. Debía ser uno de los chicos de Don Tobías, el viejo sastre que no acababa nunca de hacerle el par de americanas de paño que le

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había encargado para el invierno. Don Paco no contestó. Dentro de su inteligencia, clavada en un solo sentido, no cabían ya puntos de contado con nadie. Ninguna tangente podía estremecer la velocidad de aquella circunferencia invisible, que se mordía y se continuaba a sí misma. La hacienda, los campos, el paisaje, el aullido de la locomotora, todo lo que había andado en un sentido contrario, tres años antes, al venir de Zacatecas, lo estaba desan­dando, como en un sueño, entre las risas de los chicos y el parpa­deo de los faroles. Una voz lúcida, que no había sonado nunca en sí mismo, le advertía que la entrevista con el Coyote no sería sino la prolongación de la plática que «acababa de recordar. Aquel hombre seguía siendo su amo. Le tenía cogido por todas las raíces de la vileza en que le había enseñado a pedir. Veía sus ojos, amarillentos, enturbiados aún por la pólvora de Fres-nillo. Veía sus manos, en el esfuerzo de suavizar la navaja sobre la tira de cuero que había colgado a la pared. Y le oía decir en voz baja, frente a un espejo : — No tengo prisa, no tengo prisa... Ya me lo dirá.

¿ Por qué basta una sola insistencia del alma para descubrir el engaño de que están hechas nuestras sensaciones ? £1 olor de la tierra, la fi-escura del aire, el parpadeo de las luces le parecían a Don Paco otras tantas frases de un idioma difícil, que sus sentidos no conseguían ya traducir al lenguaje de sus experiencias recientes. Una fuerza expresiva les daba ahora, al contrario, la concisión que habían tenido en otro lugar, en otro tiempo cuando la fres­cura del aire no significaba el retomo de las cosechas, sino el temor de la Huvia para las marchas; cuando el parpadeo de los &roles no anunciaba la noche de las ciudades pacíficas, sino el peUgro de los hombres, su angustia, el hastío y la fiebre de las aldeas en que no se puede dormir sin violar.

¿Desde cuándo había quedado atrás la estación de Las Huertas? No hubiera podido decirlo. Las calles habían dismi­nuido, se habían despoblado, comenzaban a desaparecer. La noche se hacia cada vez más espesa, la carretera más defectuosa. El automóvil no cesaba de saltar. En un recodo, ya en campo

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abierto, el brillo de los fanales dejó de impregnar la tierra porosa de la ruta. Rápidamente, su espiga se adhirió a la velocidad de unos rieles bruñidos. Era la vía del ferrocarril. El tren en que debía haber llegado el Coyote no se detenía en Las Huertas sino el tíempo preciso para entregar el correo. A esa hora, por ese sitio, estaría próximo a pasar. Don Paco sabía todo aquello per-fedamente. Por prudencia, hubiera debido detener su automóvil, sonar el claxon... No lo intentó.

El silbido de la caldera rayó la noche. Los frenos de aire com­primido sacudieron todas las vértebras de los carros. Un cuerpo duro, rígido y frágil, crujió bajo las ruedas del convoy.

Cuando los garroteros bajaron a darse cuenta de la desgracia, hallaron un automóvil deshecho. En el volante, los restos de un hombre alto, membrudo, de cuarenta años probables, con una sortija de oro en el índice de la mano derecha. Ninguno de los viajeros que la curiosidad revmía en tomo al cadáver lo supo reconocer.

Contrariado por el percance, el condudor inició la defensa del maquinista :

— No sonó el claxon. No se detuvo. Parecía que alguien venia persiguiéndolo.

Al oirle, algunos espeéladores apartaron los ojos de la vía. Luego, sin saber por qué, los apoyaron en la noche, sobre la carretera, con una mirada de interrogación.

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FALTA PAGINA

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FALTA PAGINA

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LAUTRÉAMONT

CU A N T O S siglos serán necesarios a la alegórica clepsidra del tiempo, para que los colosos de Memnon sean para siempre sepultados en el desierto!

Así mueren los ídolos. Para desaparecer, unos quieren los huracanes y las tempestades

del océano, y las salpicaduras de la Atiántida abismada. Otros qxiieren las lianas de la selva virgen; otros la antorcha

del iconoclasta; otros las arenas movedizas de plegarias de gene­raciones hiunanas, para desaparecer en sí mismos.

Aunque sólo hubieran tenido un adorador, el mero segundo de poderío que extraen de las mitologíaus, los cementerios, los museos etnográficos o las historias Uterarias, no por ello dejarían de ser ídolos auténticos, podridos en las prerrogativas certeras y deri-sorías de la divinidad.

Tengo hoy el honor de saludar el cadáver del último ídolo, que, ÉLvorecido por la más bella leyenda del mundo, nació el dia de su muerte y murió asesinado por sus adoradores. Antaño, en las vías misteriosas de ciertas regiones, el firente de los templos osten­taba ima lúgubre ley : « El iniciado matará al iniciador ».

Isidoro Ducasse, que se llamó a sí mismo Conde de Lautréa-mont, sólo ha engendrado iniciados hasta ahora. Y detrás del carruaje barroco que lleva el pequeño ataúd en que acostaron su cuerpo inmenso, sólo avanzan, en resumen, tristes empleados de pompas fiinebres, hombres de letras melenudos, y plañideras hipócritas.

Extraviado durante algún tiempo entre los miembros de la familia, el autor de estas lineas se ha refugiado en la acera. Ahora

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contempla el paso del fúnebre cortejo. Ya se aleja. Ya desaparece con sus coronas de flores artificiales, de flores porcelana, con sus pobres ramos de siemprevivas y de rosas deshojadas.

Adiós. Descansa en paz. Dentro de un momento, sobre el mar­mol de tu sepulcro y el vacío de la sepultura, el Hterato con lengua de trompeta se exaltará con sólo pronunciar tu nombre. Buena faena será esta para el orador astuto, que sabrá mezclar considera­ciones filosóficíis sobre tu obra con ima melancólica disertación acerca del destino de las nubes, hechas para deshacerse en lluvia, y llenará así el ánfora tentadora de la tumba. A los caracoles gra­sicntos del dolor fingido, añadirá la pimienta de lo nunca dicho y de lo nunca oido — lo que no es siempre la misma cosa.

« ¿ Pero cómo ? dirá uno. Treinta años de estudiosas búsquedas hicieron de vos un sabio que seria más lógico hallar en una jesui-tería, que en las calles de una ciudad.... ¿Acaso yo no podría hablar del hombre que fué... ? »

« ¿Pero cómo? dirá aquel otro. ¿Treinta años de engaños sobre las cualidades de la amistad, de la pintura y de los objetos negros, no nos permiten hablar del hombre que fué?... »

« ¿ Pero qué ? pronunciará un tercero, en nombre del sindicato de vendedores de pantanos. ¿ Mi cobardía proverbial, y nri avari­cia no me permiten hablar del hombre que fué?... »

¿ Del hombre que fué ? No se sabe absolutamente lo que fhé Isidoro Ducasse, Cionde de

Lautréamont. Tal vez haya sido un individuo innoble, un truhán de la peor

especie, un ser despreciable. Nada autoriza a negarlo desde que sabemos que el talento y el valor moral son, por desventura, dos cosas distintas.

Acerca de Isidoro Ducasse, solo se conocen : 1 . la fecha de su nacimiento, 2 . la fecha de su muerte, 3. algunos datos sobre su famiUa y sus años de colegio, 4. los Cantos de Maldoror, 5. la& Poesías,

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6. algunas cartas, que revelan preocupaciones económicas y preocupaciones literarias.

Nada más. Sin embargo, con estos datos y en complicidad con la litera­

tura, las cartas de ese juego de azar fueron desordenadas a tal pun­to, que hoy podría casi escribirse una « vida novelesca de Isidoro Ducasse ».

Peor aun. Se ha querido ver en ese personaje, del que no diré bien ni mal, una suerte de Qpijote de la antí-literatura, sin pensar que su obra se presenta como obra de arte por antonomasia, ya que sólo ella conocemos, y apenas sabemos de su autor, — como conocemos la Iliada y la Odisea, sin saber de Homero.

Nada parece demostrar que Lautréamont haya querido legar un enigma a la posteridad. Tal voluntad, además, le favorecería bien poco, pues corroboraría la idea de que sólo fué un literato.

Por lo pronto, sabemos que escribió y se preocupó por ser edi­tado.

Y su obra constituye el solo conjunto de pruebas auténticas que tengamos sobre él. Ya no se trata de probar que esa obra sea genial.

Pero es igualmente cierto, en 1931, que bajo el peso de la admi­ración de algunos, esa obra ha perdido todo poder de influencia, toda virtud de germinación, y representa un pasado y no un por­venir.

Además de ser una suerte de prefacio del suprareaiismo, los Cantos de Maldoror son la consecuencia de toda la literatura ro­mántica, desde Sade a Eugenio Sue, desde Byron hasta Hugo. La cultura romántica de Ducasse era inmensa. Para cerciorarse de ello, basta leer Poesías, obra con la cual quema todo lo que adoró, citando, como a viejos conocidos, los nombres de los héroes de novelas filosóficas, y de los héroes negros, tenebrosos, que viven entre Justina y los Hbros de Sue, libros en que halla su seudónimo. (Latreamont (sic), novela por Eugenio Sue).

Es innegable que praéUcó la escritura automática antes que los suprarealistas. Pero el término de « escritura automática » no

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pasa de ser una expresión de farsantes para designar la inspiración del poeta, y, por ende, el delirio de la pitonisa, de la sibila, y del profeta, y el triunfo de los sentidos sobre la razón.

Ya sabemos que la importancia de Lautréamont en ese do­minio filé inmensa. Pero, en todo caso, no resultó superior a la del admirable y sorprendente Gerardo de Nerval — que se le anticipó considerablemente, — a la de Hugo, a la de Poe (a pesar del génesis del poema), a la de Byron... y muchos otros.

Si Lautréamont no hubiera existido, el suprarealismo habría nacido sin él, sin carecer de ninguno de sus elementos. Que haya servido de estandarte, ¡ muy bien! Fué y es todavía un bello estan­darte.

Nos queda la cuestión de su obra. Tenemos de é l : 1. Los Cantos de Maldoror. Poema negro. 2. Poesías—Artículo conformista, escrito en un estilo admirable

y romántico. 3. Las cartas mencionadas. Nos queda por saber : 1. Si Lautréamont hizo obra humorística en los Cantos y en

Poesías. 2. En los Cantoj solamente. 3. En Poesías solamente. 4. O si no la hizo en los Cantos ni en Poesías. Nada nos permite hacer afirmaciones en un sentido o en otro. Sin embargo, el tono de las cartas es tal que todo permite creer

que la hipótesis de un Lautréamont joven, permitiéndose liber­tades y acabando por « formalizarse », es la más verosímil. No estamos muy convencidos cuando dice — o casi—que la juventud debe apresurarse, que no es engañado por lo que escribe, ni es sincero.

Pero esa hipótesis de un Lautréamont evolucionando de acuer­do con la costumbre burguesa, de la anarquía a la reacción, no es la que más acepto, asi como tampoco creo en im Lautréamont poseso de humorismo, escribiendo Poesías con una sonrisa en los ojos cada vez que moja, como el otro, en la tinta fluida de una

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burla imperceptible la pluma de martín-pescador del lógico. No; el humorismo no se saborea en compañía. Es un vicio solitario. No concibo una reunión de humoristas. El humorista es egoísta. El humorista escucha imperturbablemente, y no se acerca al oído de su vecino para hacerlo reír. Si habla, lo hace gravemente y no se permite el empleo de palabras brillantes.

Reconozcamos una vez más que esa hipótesis es verosímil, pero en la imp>osibilidad en que estamos de responder satisfadoria-mente a esa pregunta, reconozcamos también que si el humorismo caraderiza extrañamente el enigma de Ducasse, no caraderiza forzosamente a Ducasse en sí mismo.

Entre los Cantos de Maldoror y Poesías, el espíritu de Lautréa­mont no varía, y sabemos de sobra que personas de opiniones muy distintas pueden tener exaélamente el mismo espíritu y no sorprenderse de ello. Y este humano puede, del mismo modo, mostramos su espíritu en los Cantos a expensas de lo que amamos, y medrar en Poesías, a costa de lo que despreciamos.

Pero se nos antoja la posibilidad de una tercera hipótesis (po­drían exponerse cien más).

Lautréamont, a los veinte años, escribe los Cantos de Maldoror, que son la consecuencia y el balance de todo el siglo transpuesto, que se alzó sobre las rvdnas del Castillo de Otranto, revistió la ar­madura gigantesca, y, más viejo ya que Melmoth, paseó a Don Juan desde las escenas sangrientas del boudoir de Sade, hasta las llamas de Missolonghi y del claustro de St. Merry, pasando por Bicétre y la plaza de la Revolución.

Hombre de ese siglo increíble que vio a Napoleón nacer de Juan Jacobo, y San Martín de Napoleón, siglo en que la libertad y la tiranía se engendraron mutuamente, Ducasse nace en Monte­video, en una república joven, ebria de grandes símbolos y bellas frases. Su niñez fué sin duda armllada por sonoros cantos en que la palabra libertad volvía a menudo con insistencia de estribillo. Más aun : su padre es funcionario en Montevideo, en la Legación de Francia, de una Francia ungida por el prestigio de tres revolu­ciones, de cien motines y de quince años de opresión sobre los

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pueblos vecinos; de una Francia que, a pesar de Austerlítz, de la guerra de España, y la conquista de Argel, pasaba por ser campeona de una libertad que algunos paises de América del Sur habían obtenido al precio de enormes eshierzos. La famiha de Ducasse es oriunda de Toulouse, El acento del país natal no es tan distinto del que suena a lo largo de la costa luminosa que separa y une Buenos-Aires y Montevideo.

£1 niño que la familia Ducasse envía a Francia para estudiar, no lleva solamente consigo la visión de las constelaciones australes, de los cielos cubiertos en víspera de grandes tormentas, de las llanuras, del mar y del cielo azules. Lleva consigo el ideal de 93 y de 48, revisado y exagerado en el dominio lírico por esos hombres graves, habladores y heroicos, que, bajo un sol de plomo, trastor­nan el continente, desde las altiplanicies mexicanas hasta las pampas argentinas.

Y tal vez, en la grandeza de las imágenes de Lautréamont, en el absoluto de su lirismo, nos es permitido buscar una parte de influencia racial, y un recuerdo de sus primeras impresiones de infancia.

Lautréamont tiene veinte años. Llega a Francia, henchido de admiración, de veneración, por los escritores del siglo. Cree imitar­los, y en la soledad de su habitación — rué Vivienne — escribe los Cantos (tal vez comenzados en el colegio de Toulouse, pues hay, a mi parecer, un raro parentesco entre la primera versión del primer canto y la primera versión de Ubu-Roi) que resumen toda la poesía del siglo XIX, preparando el siguiente.

Una vez pubUcado el Hbro, y transformado por la imprenta, parece que Ducasse haya querido emprender una revisión com­pleta de sus valores y de sus propiedades morales.

Debió encontrarse entonces en la situación en que se hallaron los hombres de mi edad, en 1918-1920. Se da cuenta que vive en un mundo que fínaUza, al borde de una sima... Y opta por la última solución, la única solución. Da el salto. Reniega de si mismo. Nos ofrece entonces el espeéiáculo de una crisis parecida a la que provocó el Dadaísmo.

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Donde hacía la apología del mal, hará la del bien. Donde es­cribió « negro », escribirá « blanco ».

Semejante comportamiento no debe tacharse de fútil. Es el único posible.

Si un hombre cambia de aótítud en la vida a tal punto que su segunda aétítud sea el contrario de la primera, el contrario de la segunda no podría ya ser la primera. Se vislumbra una tercera ac­titud.

La moral y la vida no son euclidianas. Lautréamont murió joven. Todavía no trataron de demostrarnos que haya sido catóU-co. Pero, a juzgar por el destino postumo de Rimbaud y el final rehgioso de todos estos grandes cadáveres, nos parece urgente proceder a una incineración en regla de éste, antes que los gusanos de la divinidad se alojen en su cerebro y en su corazón. Y tal vez sea ya demasiado tarde.

Por desgracia, una ley fatal quiere que todo lo que fiíé grande sea, después de la muerte, presa de esta podredumbre de índole peculiar.

Lautréamont ha muerto, ¡mal haya de su cadáver! Y ya que su obra está a punto de propiciar nuevas academias, arrojémosla al fuego.

Y estemos atentos, atentos para derribar todo nuevo ídolo.

R O B E R T D E S N O S .

( Traducción por Alejó Carpentier.)

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LA SENTENCIA

R A en una mañana de los más hermosos años juveniles. En la alcoba del primer piso de un sombrío edificio que se

J distinguía a lo largo del río, por su altura y color, en la hilera uniforme, Jorge Bendemann, un joven comerciante, per­manecía absorto. Acababa de terminar una carta para un amigo de su adolescencia, ausente en el extranjero desde algún tiempo. Aun sin cerrarla, sosteniéndola en un complaciente juego, se sumió en perezosa meditación a través de la ventana, sobre el río, sobre el puente, sobre lo que estaba más allá, lejos, en la otra orilla, de un tinte verde inmaturo.

Recordaba cómo este amigo, descontento de la placidez hoga­reña, había emigrado hacia Rusia. Hoy en día, explotaba un negocio en San Petersburgo, cuyos comienzos fueron excepcio­nales, pero que principiaba a languidecer, después de algún tiempo. Durante el curso de sus visitas cada vez menos frecuentes, se lamentaba de inutiüzar sus esfuerzos, de tal manera, en el extranjero. Su rostro — singular en la infancia — se había vuelto extraño, circundado de una barba abundante que ocultaba un tono amarillento enfermizo, patinado, poco a poco, hacia una coloración cobriza. Como relataba, nunca había tenido una estrecha convivencia con la colonia de sus compatriotas, ni tampoco relación amical alguna, definitiva, en la juventud.

¿ Qué escribir a hombre semejante, que a juzgar por las apa­riencias, había tomado un camino extraviado? ¿Era digno de lástima pero no de ayuda ? ¿ Aconsejarle el retorno y reanudar sus amistades de antaño, rehabiUtando su existencia ? Nada se oponía

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al apoyo de sus amigos. ¿ No sería más fácil decide — hiriendo su amor propio, mucho más, a medida que el reproche fuera menos diu-o : «tus primeras tentativas han fracasado; harías bien en renunciar a ellas y regresar definitivamente, ya que tus amigos son los únicos capaces de hacer algo por tí; ya que no eres sino un pobre niño viejo y debes obedecer a quienes han permanecido tranquilamente en casa » ? ¿ Pero, cabría la seguridad de no cau­sarle una pena inútil ? Acaso, ni siquiera se lograría hacerle venir. Pretendiendo no comprender la verdadera situación adual de su patria, contínuaría al final, a pesar de todo, en exilio, y más amargado aun y distanciado de los amigos que le hacían tales propKjsiciones. Y si, por el contrario, seguía sus consejos sin en­contrar de nuevo — no por malevolencia, sino por las circunstan­cias — las relaciones amistosas sin las cuales era imposible el triunfo; si, en verdad, ya no contaba con su patria, ni con sus amigos ¿ no era mejor que permaneciera en el extranjero ? ¿ Ca­bía la posibilidad de suponer que, al regresar, obtendría el éxito deseado ?

Así, si quería seguir en correspondencia con él, era preferible guardar silencio. Sus tres años de ausencia los justíficaba, pre­textando la incertídumbre de la situación polítíca de Rusia, la cual — según su opinión — no le habría permitído dejar, ni siquiera un momento, la marcha de su negocio, cuando millares de rusos recorrían el mundo sin ser molestados.

Durante estos tres años, muchos acontecimientos se habían producido para Jorge. La muerte de su madre y luego, el modo con que su amigo mostró sus sentímientos de condolencia, inex­plicables por su sequedad, en la lejanía de su dolor inconcebible. Desde esta época, como en las anteríores, su energía se renovaba constantemente. Mientras su madre vivió, acaso estuvo imposi­bilitado de ejercer Una aétividad personal, a causa de su padre. Más tarde, tal vez su intervención disminuyó ventajosamente o, tal vez — esto era lo más probable—, circimstancias ajenas habían contribuido al desenvolvimiento del negocio. De todas maneras, la casa tuvo un desarrollo inesperado. Se aumentó, al doble, el

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número de personal. Quintuplicadas las transacciones, nuevos pro­gresos se vislumbraban.

Sin embargo, su amigo no lo sospechaba. En una de sus últimas cartas intentó persuadirle de emigrar a Rusia, insistiendo sobre las facilidades industriales que encontraría en San Peters-biurgo. Las cifras de aquella época no eran nada, comparadas con las de ahora. Jorge había preferido ocultar su é^dto comercial, cuya noticia hubiese causado a su amigo, indudablemente, una impresión singular.

Así, Jorge se limitaba siempre a comunicarle acontecimientos sin importancia, sugeridos por la placidez dominical. Tan sólo quería conservar en la mente de su amigo la idea de su ciudad natal, imaginada en la prolongada ausencia. Había preferido, pues, enviarle noticias insubstanciales : el matrimonio de una muchacha cualquiera con un hombre cualquiera, en el transcurso de tres cartas que, contrariando la intención de Jorge, habían acabado por interesarlo sobre ese acontecimiento nimio.

Prefería participarle noticias de ese género, a confesar que se había comprometido un mes antes con la señorita Frieda Bran-denfeld, perteneciente a una pudiente familia.

Con frecuencia hablaba de su amigo a su novia, y de la cor­respondencia singular que sostenía con él. « ¿ No vendrá entonces para la fecha de nuestro casamiento? » interrogó ella, « sin embargo me creo con derecho de conocer a tus amigos. »

— No quisiera molestarlo — respondió Jorge. ¿Comprendes? Vendría desde luegcf — eso pienso al menos —, pero se sentiría wa. poco molesto fuera de su medio, y algo celoso acaso; estaría herido, descontento, incapaz de esconder su descontento por tener que regresar solo. ¡Solo! ¿Comprendes lo que esto quiere decir?

— Sí, pero ¿no se enterará de nuestro casamiento por otro conduelo ?

— No podemos impedirlo, aunque, dada su manera de vivir, esto sería bastante improbable.

=— Si tenías semejantes amigos, Jorge, no deberías haberte comprometido...

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— Sí, ambos tenemos la culpa, pero ahora no me agradaría que aconteciera de otro modo.

Y cuando ella añadió, entre uno y otro beso : « Es, sin embargo, algo hiriente para mí », Jorge comprendió que no podría evitar el escribir a su amigo.« Que me acepte tal cual soy », se dijo. « No puedo hacer de mi mismo un ser más capaz de amistad de lo que soy ».

Y en efedo, en su larga carta del domingo en la mañana, había anunciado a su amigo su reciente noviazgo, con estas pala­bras : « He dejado la mejor noticia para el final. Estoy com­prometido con la señorita Frida Brandenfeld, joven de familia pudiente, que ha venido a establecerse aquí mucho tiempo des­pués de tu partida, y que, por consiguiente, no conoces. Tendré otras oportunidades de hablarte de mi novia. Por ahora, con­téntate con saber que estoy realmente feliz, y que nada ha cam­biado entre nosotros, si no es el hecho de que en vez de tener simplemente un amigo, tienes un amigo dichoso. Además, hallarás en mi prometida, que te asegura su simpatía y que te escribirá en breve, una amiga sincera, lo que no es de poca importancia para un solterón. Sé que muchos acontecimientos te impiden visitamos, pero ¿no crees que mi boda sería un buen pretexto para dejar a un lado todas las impedimentas ? De todos modos, no quiero que tengas escrúpulos en aduar de acuerdo con tus mejores intereses ».

Jorge había permanecido largo tíempo junto a su mesa, con la carta en la mano, mirando a través de la ventana. Un amigo lo saludó desde la calle. El le respondió apenas, con ima soiuisa distraída.

Acabó por guardarse la carta en el bolsillo, abandonó la es­tancia, atravesó un pequeño corredor y entró en la habitación de su padre, donde no había puesto los pies desde hacia más de un mes. Además, no estaba obligado a ello, ya que veía.constante­mente a su padre én la oficina. Ambos almorzaban juntos en el restaurant, pero pasaban las veladas separadamente; volvían a encontrarse, por algunos instantes, en el salón, cada cual con un periódico, a menos que Jorge — como le acontecía frecuente­mente — saliera con algunos amigos o fuera a visitar su novia.

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Jorge se sorprendió al hallar tan oscura la habitación de su padre, a pesar del sol de aquella mañana. ¿Sería posible que dejara caer tanta sombra el alto muro que se alzaba ál otro lado del patio? El padre estaba sentado cerca de la ventana, en un rincón, rodeado de recuerdos de la madre difunta. Leía un periódico que sostenía inchnado para suplir ciertos defeélos de su vista. En la mesa yacían los restos del desayuno, que apenas parecía haber tocado.

— ¡Ah, Jorge! dijo el padre, acercándose a él. Su espesa bata se entreabrió con el andar, y los faldones parecieron flotar en tomo suyo.

— Mi padre es siempre un gigante, pensó Jorge. Y dijo : « Esta oscuridad es insoportable ».

— Si, hay bien poca luz, respondió el padre. — ¿ Cerraste la ventana ? — Lo prefiero así. — Pero hace bastante calor afiíera, dijo Jorge para dar una

conclusión a su frase precedente. Se sentó. El padre arregló la vajilla del desayuno, y la colocó sobre un

vargueño. — Quería decirte simplemente, continuó Jorge, siguiéndolos

gestos del anciano con mirada distraída, que he terminado por anunciar mi compromiso en San Petersburgo. (Sacó a medias la carta de su bolsillo, y volvió a guardarla.)

— ¿En San Petersburgo? — Sí, a mi amigo, dijo Jorge, buscando la mirada de su padre.

« En la oficina es hombre distinto — pensó —, aquí se sienta cómo­damente y se cruza los brazos sobre el pecho. »

— Sí, a tu amigo, repitió el padre, apoyando sobre las pala­bras.

— Tu sabes, padre, que he querido ocultarle mi compromiso, por respeto a él mismo y no por otras razones. Tu bien sabes que es hombre de caráder difícil. Yo había comenzado por pensar que se enteraría diredamen te de mi compromiso — ¿cómo impedirlo? —, pero vacilaba en hacerlo.

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— ¿Y has cambiado de parecer? preguntó el padre. Dejó su diario en el alféizar de la ventana, colocando encima sus

anteojos, que cubrió con una mano. — Sí; he reflexionado. Si es verdaderamente un amigo para

mí, mi feUcidad debe ser motivo de alegría para él. Esta es la causa de mi decisión. Pero quería hablarte de ello antes de echar la carta al correo.

— Jorge, dijo el padre abriendo su boca desdentada, escú­chame. ¿Has venido para consultarme acerca de este asunto? Tal aétítud te honra. Te honra, desde luego, pero ¿significa algo? Na­da; menos que nada, si no me confiaras ahora toda la verdad. No quiero sacar a relucir cuestiones que estarían un poco desplazadas aquí. Desde la muerte de tu querida madre se produjeron algunos acontecimientos bastante feos. Tal vez advenga pronto la hora de hablar de estas cosas, mucho antes de lo que pensamos. Dejo de enterarme de muchas cosas que ocurren en la casa. Es posible que no me las oculten — ni es esto lo que insinúo. Ya no soy fuerte; flaquea mi memoria. Para muchos asuntos no tengo ya la lucidez necesaria, primeramente porque la naturaleza sigue su curso, y luego porque la muerte de la madre me ha conmovido mucho más que a tí. Pero ya que estamos justamente en el asunto de la carta, Jorge, te lo ruego, no me engañes. Se trata de algo sin importancia, de una bagatela. Por ello mismo no debes enga­ñarme. ¿Tienra realmente un amigo en San Petersbuirgo?

Jorge permaneció confuso. Luego respondió : — Dejemos los amigos a un lado. Mil amigos no podrían

reemplazar a mi p>adre. ¿Sabes lo que me figuro? No te cuidas lo bastante. La edad reclama sus derechos. Me eres indispensable en la casa : lo sabes mejor que yó. Pero si la casa habría de afeétar tu salud, sería capaz de cerrarla sin dilación. Esto no puede con­tinuar, debes organizarte una existencia nueva, con todos los detalles necesarios. Estás aquí en la oscuridad, cuando podrías disfhítar de la luz ciará del salón. Apenas pruebas tu desayuno, cuando podrías alimentarte como es debido. Tienes cerrada la ventana, cuando el aire puro podría hacerte bien. ¡No, padre!

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Llamaré a un médico y seguiremos sus consejos. Cambiarás de habitación, tomarás la del frente, y yo me instalaré aquí. Nada variará para tí; llevaremos allá todas tus cosas. Pero tenemos tiempo. Por ahora, acuéstate. Necesitas el reposo. Ven para que te ayude a desvestirte. Verás que bien sé hacerlo. ¿O quieres ir en seguida a la habitación del frente? Podrás acostarte en mi cama. Sería lo más razonable.

Jorge estaba cerca de su padre, que inclinaba dolorosamente su cabeza poblada de cabellos grises, despeinados.

— Jorge, dijo, con voz baja, sin esbozar un gesto. Jorge se arrodilló junto a él. En su rostro cansado vio dos

pupilas inmensas y fijas que lo miraban de soslayo. — Nunca has tenido amigos en San Petersburgo. Siempre has

sido un farsante y no puedes dejar de serlo conmigo. Además, ¿ como podrías tener un amigo allá ? No puedo creerlo.

— Recuerda, padre, dijo Jorge, que viendo la debilidad de su padre se le\'antó de la butaca para quitarle la bata. Hará unos tres años que vino a verme. Todavía me acuerdo que te era poco grata su presencia. Te he dado la razón más de dos veces, mientras él estaba en la habitación contigua. Yo comprendía tu antipatía, pues mi amigo tiene sus rarezas. Después, ustedes conversaron muchas veces. ¡Cuan contento me sentía entonces, viendo que lo aprobabas, que lo escuchabas, que le hacías pregtmtas! Si piensas un poco en ello, recordarás. Contaba entonces unas historias increíbles acerca de la revolución rusa. Por ejemplo : cómo diu-ante un viaje de negocios a Kiew, había visto en un bal­cón, sobre el tumulto, a un sacerdote que arengaba las masas, después de tallarse una cruz sangrienta en la palma de la mano. Tu mismo has citado este hecho, más de una vez.

Entretanto Jorge había colocado nuevamente a su padre en el sillón. Le quitó con precaución el calzoncillo de lana y los calce­tines que se había puesto encima de sus pantalones de paño. Viendo estas ropas, que no eran limpias, se reprochó el descuido en que le dejaba vivir. S n duda tenía el deber de velar por la ropa interior de su padre. Aun no había decidido con su novia

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el modo con que organizarían, en el porvenir, la vida del anciano, pero ambos habían convenido, tácitamente, que permanecería solo en el departamento primero. Ahora estaba firmemente deci­dido a traerlo con ellos en la nueva casa. Ya parecía demasiado tarde para darle los cuidados que le eran menester.

En sus brazos, le llevó hasta la cama. Tuvo una emoción terrible viéndolo jugar con las cadenas de reloj que le colgaban del chaleco. El padre apretaba la cadena con tanto empeño que filé difícil acostarlo. Sin embargo, una vez en el lecho, se cubrió con especial cuidado, estirando las frazadas híista sus hombros. Miraba a Jorge con aire bondadoso. « ¿ No es cierto que te acuerdas de él ? » preguntó Jorge para darle ánimo.

— ¿Estoy bien cubierto? preguntó el padre, como si no pudiera ver, por sí mismo, que sus pies estaban bien cubiertos.

— ¿Te. hallas bien? preguntó Joi^e, arrebujándolo más. — ¿ Estoy bien tapado ? pregimtó de nuevo el padre, que

parecía aguardar una contestación. — Estáte tranquilo. Estás bien cubierto. — ¡No! gritó el padre. La respuesta topó con la pregimta.

Arrojó violentamente las frazadas, y se irguió sobre la cama. Apoyaba una de sus manos contra el cielo raso.

— Quisieras cubrirme, ya lo sé, querido vastago. Pero aun no lo estoy. Aunque estas sean mis últimas fuerzas, son todavía bas­tante grandes, demasiado grandes para tí. Naturalmente que conozco a tu amigo. Sería un hijo de mi corazón. Por ello es que, desde hace tantos años, lo has engañado. ¿Por qué razones? ¿ Crees que no he llorado ? Eliminas lo superfino en la oficina, para que nada te moleste. El jefe está ocupado; simplemente en enviar tus falsas cartítas a Rusia. ¡ Por suerte el padre no necesita de nadie para conocer el fondo del pensamiento de su hijo! Te has creído capaz de acabar con tu padre, de sentarte encima de él, para que ya no pueda moverse. Entonces, faena hecha, mi hijo y señor ha decidido casarse.

Jorge alzó los ojos hacia la imagen terrible de su padre. El amigo de Pctersburgo que el padre conocía de pronto, tan perfeétamente.

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le impresionaba más que nunca. Lo vio, perdido en el fondo de la lejana Rusia, a la puerta de su tienda vacía y saqueada, entre los escaparates rotos, las telas desgarradas, los mecheros torcidos. ¿ Por qué haberse marchado tan lejos ?

— Pero ¡ mírame! gritó el padre. Jorge, casi distraído, corrió hacia el lecho para oir mejor, pero se detuvo a medio camino.

— Porque ella se ha levantado las faldas, comenzó el padre con voz aflautada. Porque se ha levantado las faldas de este modo, horrible pajarraco — y para imitar el gesto, se alzó la camisa hasta mostrar la cicatriz que le habían dejado en un muslo sus años de guerra —, porque se ha levantado las faldas de este modo, y de este otro, y de este otro, te has acercado a ella, y a fin de disfru­tar de ella a tu gusto has mancillado la memoria de tu madre, traicionado a tu amigo, y metído tu padre en la cama para que ya deje de moverse... Pero tu padre puede todavía moverse, ¿no te parece?

Estaba de pie. Ubre; sus piernas se sacudían con movimientos decididos. Sus ojos brillaban de perspicacia.

Jorge estaba en un rincón, lo más lejos p>osible del anciano. Un momento antes había decidido observarlo todo con atención, a fin de no dejarse sorprender. Se acordó de esta precaución olvi­dada, y la olvidó nuevamente, como cuando se hace pasar un hilo demasiado corto por el ovillo de una aguja.

— Pero, a pesar de todo, tu amigo no ha sido traicionado, gritó el padre, agitando contínuamente su índice. ¡Yo era su re­presentante aquí!

— ¡ Comediante! le gritó Jorge sin poderse contener. (Reco­noció su torpeza, pero era demasiado tarde, y, con los ojos fijos, se mordió la lengua a punto de no poder retener un gesto de dolor).

— Si, ciertamente. He sido un comediante. ¡El término es exado! ¿ Qué otra consolación podía tener un viejo padre, viudo ? Díme — y p>or esta respuesta consiento aún en considerarte como a un hijo —, ¿qué me quedaba en la habitación del fondo, per­seguido por un personal infiel, viejo hasta la médula de los huesos?

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¿Mientras mi hijo se iba alegremente a las recepciones, cerrando los negocios que yo había preparado, saltando de alegría, y cua­drándose ante su padre con el rostro cerrado del hombre de honor? ¿Crees que yo no te habría amado, yo, que te he pro­creado?

— Va a doblegarse. Caerá para siempre, pensó Jorge. El padre se incünó hacia adelante pero no cayó. Viendo que Jorge no se acercaba, el padre se irguió nueva­

mente. — Permanece donde estás. No te necesito. ¿ Te imaginas que

eres bastante fuerte para venir hasta aquí y te contienes porque lo quieres ? ¡ No te engañes a tí mismo! Siempre soy el más fuerte. Al quedarme sólo tal vez debía haber retrocedido, pero tu madre me legó su fuerza. He reaUzado una aUanza magnífica con tu amigo, y en lo que se refiere a tu cUentela, la tengo aquí, en el bolsUlo.

— ¡Tiene bolsillos en su camisa! pensó Jorge, dándose cuenta de que, con tal observación, podía ridicuHzar a su padre ante el mundo entero. Pero sólo pensó un instante en ello, pues se olvi­daba de todo, contínuamente.

— Atrévete solamente a traerme a tu novia, colgada de tu brazo. ¡Te la destruye de un solo golpe! ¡No te lo puedes ima­ginar!

Jorge hizo xma mueca para demostrar que no creía en estas pa­labras. El padre movía continuamente la cabeza hacia Jorge para dar más p^o a sus frases.

— ¡ Cuanto me has divertído, cuando viniste a preguntarme si debías anunciar tu compromiso a tu amigo! ¡El lo sabe todo, idiota, él lo sabe todo! Le escribo, pues te has olvidado de despo­jarme de objetos con qué escribir. Hace años que no viene aquí, y es porque lo sabe todo, cien veces mejor que tú mismo. Con la mano izquierda desgarra tus cartas sin haberlas leido, y con la derecha sostíene las mías para leerlas.

Lleno de entusiasmo, blandía su brazo por encima de su cabeza:

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— Lo sabe todo jiúl veces mejor, gritó. — ¡ Diez mil veces! dijo Jorge para burlarse de su padre. Pero

al salir de su boca, estas palabras cobraron grave resonancia. — Desde hace años espero que vengas a hacerme esa pregun­

ta. ¿Crees que tengo otras preocupaciones? ¿Crees que leo los periódicos? Toma...

Y arrojó a Jorge un diario viejo que yacía sobre su cama. Era un periódico de otros tiempos, cuyo nombre era desconocido para Jorge.

— ¡Has esperado mucho tiempo para madurar tu idea! Tu madre debía morir sin haber visto ese día de alegría: el del amigo arruinándose en Rusia. Hace tres años ya, con su cutis amarillento, era un hombre acabado. Y en lo que se refiere a mí, ya ves como me encuentro. ¿ Lo ves ?

— ¿ Fuiste, entonces, mi espía ? gritó Jorge. El padre dijo con lástima : « ¿ Es esto lo que querías decir al

principio ? Ahora estas palabras están fiíera de lugar. » Y añadió en voz alta : « Ahora cobras conciencia de la vida de

los demás. Hasta hoy sólo tenías conciencia de ti mismo. Tal vez no eras más que un niño inocente, {)ero, buenas cuentas hechas, eras más bien un hombre diabólico. Por eilo, sábelo, te condeno a morir ahogado.

Jorge se sintió expulsado de la habitación. El ruido del padre al desplomarse sobre el lecho resonaba todavía en sus oídos. En la escalera, cuyos peldaños bajó como por una pista incUnada, tropezó con la sirvienta que subía a limpiar las habitaciones.

— ¡Jesús 1 gritó ella, tapándose el rostro con el delantal. Pero él había desaparecido ya. Se precipitó fiíera del pórtico, atravesó la avenida, atraído por el agua. Se asió de la balaustrada, como un hambriento se apodera de un aumento. Saltó por encima de la balaustrada con esa habilidad de gimnasta que habia poseído en sus años mozos, y que había sido el orgullo de sus padres. Sus manos, ya más débiles, lo sostenían aún. A través de los barrotes divisó un autobús, cuyo rmdo, al pasar, debía cubrir fácilmente el de su caída. Gritó con voz apagada :

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— ¡Amados padres! ¡siempre os he querido! Y se dejó caer. En ese momento, un tránsito interminable se iniciaba sobre el

puente.

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(Traducción por Arqueles Vela.)

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EN LA TINIEBLA DEL CAÑAVERAL

N'"o ha pasado el de las siete rosas? — No, y ya men cansé de esperarlo. ¿ Cómo sigue mi

nana? — Muy mal, pero muy mal: el hipo no la deja y la carne se le

está infriando... Las dos sombras que así hablaban desaparecieron en la tinie-

bla del cañaveral una tras otra. Era verano. El río corría despacio. — ¿Y qué dijo el curandero...? — Que mañana volverá al rancho. — ¿A qué? — A que uno de nosotros beba el peyotle para averiguar qtiien

tiene embrujada a mi nana y ver lo que se hace, porque el hipo, dice, no es enfermedad sino hechizo, hechizo de grillo.

— Lo beberes vos. — Sigún. Más mejor sería que lo bebiera Cahstro que es el

hermano mayor. Mesmo tal vez lo mande el curandero. — Se puede... Y si llegamos a saber quien embrujó a mi nana... — Calíate mejor...

• * *

Apenas se oían en el cañaveral las palabras de las dos sombras que hablaban al atisbo del venado de las siete rosas. A veces sólo se oía el viento. Un respirar delgado de serafín. Sobre los remansos del río en forma de nido, los follajes empollaban huevos de oro. £1 cielo era azuloso, cahente, sin dentaduras de nubes, con comba

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• «

— Es menester un fuego de árboles vivos, antes que beba Calistro el peyode, para esclarecer la cara de la noche y saber donde están las cosas de la \áda — dijo el curandero.

Cinco sombras saheron en busca de leña verde. Se oyó su lucha con los árboles. Las ramas resistían, pero la noche era la noche, las manos de los hombres eran las manos de los hombres, resistían con desmayo de mujeres amenazadas y se entregaban con las hojas húmedas de rocío.

Laá sombras volvieron del bosque con los brazos cargados de desgajamientos.

Y se encendió la hoguera que pedía el curandero, con árboles vivos. Este decía :

— Aquí esta noche. Aquí este fiíego. Aquí nosotros. Y el gallo allá con el coral, del color del coral; allá con las avispas, del color de las avispas; allá con la laguna, del color de la laguna; en la cueva de la tíerra roja, donde duerme la serpiente verde : la que

de hamaca más allá del canto de las ranas. Los tapa-caminos vola­ban aturdidos a ras del suelo : pájaros con alas de tuza, mazorcas con alas de pájaro.

— Pa mi que el curandero sería mejor que volviera esta noche, y que Calistro beba el peyotle para ansina saber luego quien embrujó a mi nana. ¡ Vos ándate a la casa y yo voy horita por él! Hay que saberlo hoy mesmo, no vamos a estar atenidos a que sane cuando matemos el venado de las siete rosas.

— Y si por un casual llegamos a saber qviien embrujó a mi nana...

— Calíate mejor... Las dos sombras se apartaron al saUr de la tíniebla del caña­

veral. Una resbaló había abajo pie con pie por la margen del río, dejaba en la arena las huellas de sus plantas como cicatrices, y más a prisa que un conejo, la otra trepó por entre dos cerritos.

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da las milpas, la que da los sueños, la que da los buenos y los malos humores, los humores hediondos, la que da la vida que nosotros vemos aquí con este fuego que nos empresta ojos, ojos de miradenoche.

\ Aquí esta noche! ¡ Aquí este fuego! Y repitiendo la oración en voz baja, hablaba como si matase

liendres con los dientes, volvió al rancho y en la sombra preparó el peyodé en un guacal, mitad de una calabaza.

— Pero antes que lo beba, que se haga otro fuego en el rancho — dijo el curandero.

Así se hizo. Cada sombra robó una rama encendida a la hoguera que en descampado azotaba el viento.

Cahstro parecía en la oscuridad un lagarto que se hubiese puesto de pies al lado de la enferma. Dos arrugas en la firente estre­cha, tres pelos en el bigote, los dientes magníficos, blancos, largos, y muchos granos en la cara.

La enferma, entre tujas y ponchos, se sacudía de arriba abajo cada vez que estiraba y soltaba el elástico del hipo.

— Hasta meter las narices en el guacal — advertía el curan­dero a Calistro.

Los hermanos seguían la escena en silencio, uno junto a otro, con ojos desconfiados.

Al concluir de beber el peyotíe, Calistro se limpió la boca con los dedos, vio a sus hermanos con miedo y se hizo a la pared de cañas. Lloraba.

Fuera se cxtínguió el fuego. El curandero corría a la puerta, alargaba los brazos hacia la noche impenetrable y volvía a pasar las manos con polvo de estrellas sobre el tapexco donde la enferma estíraba y soltaba rítmicamente el elástíco del hipo.

La risa de Calistro interrumpió el ir y venir del curandero. Le chisporroteaba entre los dientes. Pronto dejó de reírse y de quejido en quejido arrastróse como buscando dónde vomitar los ojos. Los hermanos esperaban que hablara, inclinados sobre él, que, tendido por tierra, parecía soñar, ver lo que pasa en el otro mimdo.

— ¿Calistro, quién embrujó a mi nana?

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Cañaveral de nuevo. — ¿Cuántas traes vos?

— i Calistro, dicínos, pues, quién embrujó a mi nana de em­brujo de grillo!

— ¡Calistro! ¡Calistro! Mientras tanto, la enferma estiraba y soltaba el elástico del

hipo, entre las tujas y los ponchos, fiacuchenta, atormentada, sacudiendo con ella todas las cañas del rancho.

Aquel habló a instancias del curandero : — Mi nana fué maleada por los Zacatón, y para curarla es

necesidad cortarles la cabeza a todos esos. Y dicho esto quedóse dormido. Los hermanos volvieron a ver al curandero y sin esperar otra

razón, escaparon del rancho blandiendo los machetes. Eran cinco. £1 curandero se acurrucó en la puerta del rancho, bañado por los grillos, mil pequeños hipos que respondían, fuera, al hipo de la enferma.

Por la tíniebla del cañaveral, las sombras corrían. Eran cinco, y las cinco pugnaban por abrirse campo; desaparecían y aparecían entre las cañas, para salir adelante, para ganarse una a otra el primer puesto. El río corría despacio. Era verano. Olía la noche a pinas dulces.

Por una callecita de hierba desembocaron los cinco, al salir del cañaveral, hacia un bosquecillo. Ladridos de perros vigilantes. Aullidos de perros que ven llegar la muerte. Gritos humanos. Silencio. En un santiamén cinco machetes separaron ocho cabe­zas. Las manos de las viétimas intentaban lo imposible en la sombra por desasirse de la muerte, de la pesadilla horrible que los arrastraba fuera de las camas, ya casi con la cabeza separada del tronco, sintiendo que el cuerpo se les dormía con otro sueño que el sueño en que reposaban cuando el asalto. Las hojas filudas daban en las cabezas como en cocos. Los perros fiieron reculando hacia la noche, hacia el silencio, desperdigados, aullantes...

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— Dos... Una mano ensangrentada hasta el puño levantó dos cabezas

juntas. Las caras desfiguradas por los machetazos no parecían caras humanas.

— Yo traigo la cabeza de una mujer... De dos trenzas colgaba el cráneo de una mujer joven. El que

la traía daba con ella en el suelo, arrastrándola por el cañaveral, golpeándola en las piedras.

— Yo traigo la cabeza de un anciano... Ansina debe ser porque no pesa.

De otra mano colgaba la cabeza de un niño, pequeñita y deforme como una anona, con su cofia derrapo duro y bordados ordinarios de hilo rojo.

Ya estaba amaneciendo. £1 agua corría despacio. Cuando llegaron al rancho, el curandero esperaba con los ojos

abiertos en la oscuridad, la enferma estiraba y soltaba el elástíco del hipo, y Cahstro, todavía borracho, se arrastraba de un lado a otro, riéndose y vomitando. Sobre ocho piedras, a la orilla del fiíego aUmentado por nuevas ramas, se pusieron las cabezas de los Zacatón. Las llamas se alargaron, se escurrieron de miedo, man­tuviéronse un momento en alto, luego se agazaparon como tigres dorados. Un repentino lengüetazo de oro alcanzó dos caras — el anciano y el niño —, chamuscándole a aquel las barbas, el bigote, las cejas, las pestañas, y a éste la cofia ensangrentada. De otro lado, otra llama, una llama recien nacida, chamuscó las trenzas de la mujer. Y así hasta que el día fué apagando la hoguera sin consumirla. El fuego tomó color tierno, vegetal, de flor que sale del captülo. De los rostros humanos quedaron las calaveras negruzcas como jarros ahumados.

El curandero se hizo pagar un buey por el prodigio. A la enferma se le fué el hipo — un grillo que los Zacatón le habían metido por el ombligo entre el pecho y la barriga, para matarla — al ver a sus hijos entrar con ocho cabezas humanas, desfiguradas por las heridas, que después pusieron en rueda — hasta aquí vio ella — sobre ocho piedras junto al fuego.

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* * *

— ¿No ha pasado el de las siete rosas? — No, y ya men cansé de esperarlo. ¿Cómo sigue Calistro? — Mi nana lo llevó onde el curandero. ¡Ahí está que perdió

el sentido! — Sí, y anda como loco, ya lo vide yo. — Dice que lo ven los ojos de ocho cabezas, no responde

cuando le habla mi nana y llora como si le dolieran los dientes. — ¿Y el curandero qué dijo? — Que no tiene remedio, que tal vez con el venado de las

siete rosas. Hace un mes que Calistro ronda la casa del curandero. Va

desnudo, con los cabellos en desorden y las manos crispadas. No come, no duerme. Ha enflaquecido. Ahora parece de caña. Se le cuentan los huesos. Se defiende de las moscas que lo persiguen con dificultad y le enfurece la comezón de los piojos.

* * *

— ¿No ha pasado el de las siete rosas? — ¡Cómo que no, míralo, estoy sentado en él! — ¡ Calistro mató al curandero! — ¿Qué decís? — ¡Que Calistro mató al curandero! — ¿Cómo? — No sé; de la quebrada subió con el cadáver desnudo arras­

trándolo de una pata. — No fué Cídistro... ~ ¿Cómo que no fué Calistro? — ¡Lo maté yo! — ¿Desde aquí? No. Vos matarías al venado de las siete rosas,

pero al curandero lo mató Calistro. — Así parece, pero no es así. El curandero y el venado eran

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la misma persona, yo disparé contra el venado de las siete rosas sin saberlo, y aqvií cayó éste, y allá cayó el curandero.

— Ahora me exphco... Sí, y por eso nos decía, cuando nanita estaba con el mal del grillo, que sólo la podía curar el venado de las siete rosas, es decir él.

— Pobre... Las dos sombras que así hablaban se juntaron más. Una de

ellas, tomó en brazos el venado muerto y, seguida de la otra, internóse en la tíniebla del cañaveral.

M I G U E L Á N G E L ASTURIAS.

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DOCUMENTO

EX P L O T A B A N los muclles de la ciudad baja contra la visión de Larry Edward, repórter, que acababa de dejar la atmós­fera hirviente de cólicos en que su diario estaba envuelto.

Los demonios de la ciudad me persiguen, se dijo. Cantaban los ritornelos de las larvas en las calles tenebrosas. £1 océano de las ruedas repicaba a muerte. En la existencia de las gramáticas sau-dosas buscaba él la imagen precisa.

Gritó : ¡Tarde, estío de asfalto! Las fábulas dinámicas, la brutalidad : motor-came-alquitrán-vida. ¡ Oh, cuan aislado estoy en el canto gregoriano de las ruedas! Laxitud y observación délos fenómenos. Quiero arrodillarme ante las convulsiones últímas de las estrellas.

Larry había abandonado su despacho donde se enteró del sui­cidio de otro repórter, Joe Fletcher. Aplastado bajo los vagones de im tren aéreo.

En el coma de los instintos ruedan los torrentes primarios. Pero sus horas Nínive pasan en una gran paradoja : su corazón envejece. Mis emociones están saciadas.

Larry caminaba por West Street. Después de descargar frutas de las Antillas y mercancías de Europa los camiones rugían sobre el pavimento. Un paquebot se disponía a bogar hacia las islas Bahamas. De los altos edificios salían los obreros para los ah-ede-dores de New Jersey, por el túnel, el tren subterráneo, o los ferry-boats. Atraído por el olor marino que invadía las calles, Laríy se apresm*ó. La rada aparecía fugazmente.

Se le acercó un joven. Gon el acento ronco de un judío que

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intenta hablar inglés, le pidió candela para encender una mísera colilla, que acababa de encontrar en Battery Park, donde la multi­tud en mangas de camisa estaba tendida sobre la yerba. Le contó una historia de pobreza que Larry escuchó sin gran interés. Co­nocía la lucha del emigrante durante los primeros años de su estancia en América. Al poco tíempK), este mismo emigrante será presidente de la Cosmos Waist Mamifaáuring Company.

La eterna monotonía de los destinos. La batalla contra la natu­raleza. Larry comenzó a canturrear un aire salvaje que había oído recientemente en un music-hall. Husmeaba los olores mari­nos y contemplaba la estatua de la Libertad, surgiendo de las olas como una grotesca mitología.

Contemplaba también Brooklyn, la ciudad provinciana y misteriosa. Debajo de su cerebro, la orquesta de acero de Manhat­tan sonaba enormemente. Contra él se destacaban en siluetas los puentes de Brooklyn y de Williamsburg y el negro dibujo de una fábrica.

Entonces se sintió preso de un deseo convulsivo de aventuras. Tenia la obsesión de una Ubertad iUmitada. Hubiera deseado partir. Dijo : Isla mágica, yo te veo en todos mis sueños. Me re­sulta la aparición de infinita belleza. Salvo en las vibraciones de las hambres elééhicas ya no existirá el desorden. Caerán los cuerpos astrales. Se extraviarán las estrellas sobre los rascacielos de cristal y plata. ¡ Oh, cables milagrosos, amplios horizontes de la nueva época!

El hombre lucha con la tierra. Lucha sin tregua. En las rocas de Manhattan están las fuerzas de los misterios gigantes. El hombre creará flores y árboles. Ya sentía Larry en sí el impulso de los nuevos nombres, de los nombres de nickel y de aluminio, para designar las creaciones del futuro.

SÍe siunergió en la ciudad. Se había convertído en la humani­dad misma. Millones de seres se fundían en su alma. Hubiera que­rido encontrar el camino hacia sí mismo. Los ave-marias se elevan desde todos los rincones, los momentos macizos pesan en el fondo de una crisálida, las provocaciones del viento marino atacan los

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motores nasales. En la calma sacramental, Larry observaba las lineas del asfalto. Yo soy fuerte en la soledad petrificada, se dijo. Mi cuerpo percibe los movimentos de un planeta.

En el espacio independiente del tiempo he visto mi continente completo. ¿ Quien pudiera encontrar la pista de los buitres ? En los bosques plenos de letanías, he visto las flores salvajes. Unos sones son enterrados y las sílabas se arrodillan delante de ellos. Ahora la humareda se eleva dulcemente.

Una vez encontré una caracola cerca del mar. Largamente escuché el misterioso murmullo y el réquiem submarino. Las adoraciones perpetuas se anunciaban y los peces esperaban el desenlace. Un santo llevaba una vela. La imperceptibilidad del tiempo me daba escalofrío. ¿Quién está ahí? ¿Lad^gregaciónde los momentos musicales ? Los ojos de oro entraban en mi corazón. Atención. Un poema, un hinmo, un magníficat, resonaban en el sol poniente.

Larry estaba solo en el acuarium. Buscaba el unicornio de coral. Los peces de nombres más bellos le inducían a la aventura.

Le perseguía el enigma. ¿ Quién era esa mujer de cabellos más rojos que las luces de señal de parada? Su genio malo profetizaba en la noche que se animciaba enorme en la eledricidad. Larry estaba encadenado a la fatalidad. Todos los hermosos dioses le habían abandonado en un desierto donde los cados de hierro se plegaban bajo los fantasmas de los fetos.

Nueva York mostraba a Larry las frutas mas salvajes del otoño. Las hormigas invadían las calles y tatuaban los esclavos. El marfil de los altos edificios manchaba el cielo. Larry se himdía en el herizamiento de los exploradores.

Pero, ¿ quién era esa mujer de guantes de seda y ojos de metal ? Caminaba a lo largo de la muralla. El mar, delante de él, era

hermoso como un paisaje de máquina. Los coches de los fruteros empezaban a florecer sobre el asfalto. Hombres y mujeres avan­zaban en el crepúsculo de ajenjo.

Continuaba su paseo. Callejeaba alrededor de los depósitos. Se detenía, algunas veces, en un cine para saciarse de imágenes.

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La noche refrescaba. Las lámparas voltaicas vertían una luz esclerótica sobre el pavimento que temblaba bajo los pies de los transeúntes y estallaba con flores noétumas.

Los letreros luminosos arañaban Broadway. Leyendas que caían del cielo, anuncios que gritaban consonantes y vocales. Veía convulsiones en las grutas de crisis. Las máscaras tenebroseis co­menzaban a irradiar sobre las calles. El azufre dispersaba la magia.

Larry vio una gran humareda amarilla, estancada sobre los tejados. Ella rodaba hacia las más grandes demoliciones. Ocultaba las muecas de hombres y mujeres y quemaba las metamorfosis de las sombras.

El mal de San Vito les embriagaba el secreto de la carne podrida. Se desmoronaban los mitos en el crimen. Maldiciones mecánicas envolvían las horas.

En este momento Larry vio algo horrible. Era la cabeza de Joe Fletcher, una cabeza de chacal, espantosamente cancerada, con labios llenos de espuma, con ojos vidriados como los de un sa­po. Existía entre él y Joe Fletcher un odio mortal.

Meditaba sobre esto Larry. El odio, segim había oído decir, puede existír jimto al amor, y frecuentemente confundirse con él. Pero no podía, sin asco, representarse esta repugnancia que le inspiraba su colega. Se acordaba de los encuentros en las saJas de redacción. Inmediatamente después de la llegada de Fletcher am­bos se miraban con ojos en que ardía una adversión instíntíva. Larry tenía aún los nervios sacudidos por el increíble malestar que sentía ante este hombre.

Una vez casi trof>ezaron al saUr. El otro hubiera querido hablarle. Larry no le respondió, pero le miró con ojos de rabia. Joe Fletcher se había vuelto, pero él se había marchado. Otra vez estuvieron a pimto de pegarse, cuando sus camaradas los sepa­raron.

Ahora que Fletcher estaba muerto, Larry se preguntó : Él jamás me había hecho nada, ¿por qué le he detestado tanto? No puedo comprenderlo. El espíritu de la muerte se le acercaba. Atravesaba el puente. Se enternecía.

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Larry se hundió en el heterogéneo fanatismo ciudadano. Guardó en su corazón toda la ciudad, acariciándola en todas sus heridas. A sus pies estaba el mundo inmenso y jadeante. Una mú­sica sonaba muy dulcemente.

E U G É N E J O L A S ,

Tracción por Manuel Altolaguirre.

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ULISES

Esa noche vi los árboles desrraigándose de la tierra el fuego quebraba la envoltura de los mares la aurora estaba mal distribuida sobre el fondo del lienzo que representaba la pampa un caballo relinchante corría sobre una nube asombraba los ojos azules de las palomas cansadas ¿era un sueño o era una visión? yo quería encender la lámpara la razón yo quería despertar mis músculos ocultarme tras mi grasa era este el mundo de vigilia, de maravilla lo desconocido se revolcaba sobre el vientre los carteles de fuego elogiaban la Costa de Tinta yo erraba ciego en los pasos perdidos de las estaciones preguntaba a la gente por el fin de mi viaje ¿por qué quería ir tan lejos abandonar mi cama alimentar mi fiebre con témpanos ? judío, naturalmente y sin embargo Ulises me desvivía por desollar el universo los panes paseábanse en lo alto con los ojos abiertos el espacio era incomible en tomo de un pez gordo la angustia bailaba desnuda las masas avanzaban sólidas y tercas sus grítos eran prolongados y sórdidos ellos reclamaban la muerte repentina

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en derredor de las cabezas ¿ los ruidos serían pájaros ? el trueno arrojaba puñados de palabras ¿qué buscaba yo sobre el balcón? yo pedía auxilio con voz de excepción pero aunque me quejara me lamentara una dicha desconocida me lamía los flancos gritaba por Ubertarme gozozo pero el espanto me aríojaba un sol cruel apenas maduro que se pudría al contado de mis manos ¿qué hacer? yo no podía sino reir de una risa satisfecha ¡solo! de pronto estaba solo en el mundo con mi risa estaba solo, yo buscaba donde podría estar Dios todas las gavetas estaban al fin abiertas, de par en par ¿donde podría estar? yo desgarraba el hule de la Nada ¿donde podía estar? ¿donde podía ocultarse, arrinconarse? ¿donde podía estar? ¿quién podía tan largo tiempo pesar sobre mis párpados?

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Las serpientes venidas en los cajones de los mares el alba sucia de los puertos con soles futuros yo cruzaba la ciudad libre extranjero extranjero adonde iré adonde vas entre residuos de naranjas, de cansancio llego para encontrarte ya vieja, América te redescubro roña rostro familiar del tacho de basuras nacimiento de la raza obrera en la mañana ya el pan no es más que vislumbre de pan el hambre otra vez engaña pero los anuncios hablan de fiestas crapulosas anuncios de films de aventuras, de ventas anuncios de huelgas sangrientas ¿soy yo realmente el esperado para la fiesta? debo mostrarles mis flancos debo gritarles a voz en cuello qué palabras son para vosotros necesarias qué estrellas prefieres ver representada no conozco la lengua que hablan ¿cómo remediarlo? no soy quiromante mis palabras mis padecimientos son los de todo el mundo no soy taumaturgo mis bolsillos vacíos de oro, mis pulmones vacíos de aire esperaba encontrar otra cosa en Baires tenía bastante con seguir la Europa de nalgas hundidas ¿no tienen otras miserias, otras crisis? la misma cosa y sin embargo

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un poco de dicha para el viajero hambriento de sombras un poco de olvido para las heridas de la vida un poco de carnes blondas para mi sed vuestras calles son duros lazos adonde voy ¿ donde están vuestras manos amigas, vuestros corazones de nieve ? nadie ha venido hacia mí con la mirada azul los muros están plenos de sopor, la ropa tendida seca ¿ qué hacéis de vuestro sol ? déjenme cortarme im trozo sangriento tengo algunos sueños maduros, repartámosnoslos tengo que pasar por las vitrinas sintiéndome solo ¿tenía alguna cosa que decirles? ¿ por qué no alegrarme por un momento más largo ? tengo tal necesidad de reír, de llorar ¿ quien quiere dar alegría a un transeúnte apenado ? ¿qué mujer me seguirá de la calle al hotel para diez segundos de caricias sórdidas ? tantos arco-iris por las espaldas flexibles esperaba un pafa de fuerzas minerales debo llevar mi nombre como una mancha de grasa ayúdenme a olvidarme de mí mismo más tarde les pagaré en imágenes en sollozos he venido hacia vosotros con las manos vacías ayúdenme a enriquecerme ayúdenme a encontrar la dicha automática.

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...y la Argentina. La pampa estaba a la izquierda esto echaba polvo sobre los hombres cada dia emprendía una calle desconocida con esperanza una cosa ardiente sólo podría calmar mi sed necesitaba arena, por arena, por arena, necesitaba un deseo de sofocación de cambiar de temperatura denme torturas nuevas, algxmos mordizcos pampa pampa donde mi deseo se arrastra yo soñaba nadar en tu mirada inmensa tocar el infinito con los dos codos ¿por qué

tanta arena, multipHcada por tanta arena? ¿qué te quería soledad? puedes no detenerte mi corazón estaba más vacío y más que tú encendido los cardos crecían, plantas de sequía los pájaros estaban plenos de sueño tocábanme las manos con sus alas cansadas ima nube tocaba mi cabeza el amor, el amor siempre vasto, siempre tonto había que entregarse de cuerpo entero había que entregarse hasta perder el aUento el fuego solo colmaba esta sed la boca necesitaba morder hasta la sangré yo quería un amor más grande que la pampa amor irrespirable

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faltaba adivinar mis facultades solares yo vuelvo mi piel hacia el sol de la piel estaUido de sol, vivir vivir por qué no has sido menos casta y mucho más libre el amor lo querías al lazo una palabra tuya para cortarme como leche en tempestad o la sombra del ombú a mediodía acaso ignorabas mi debilidad profunda soy todo en arenas movedizas uno se hunde a caballo la boca grita uno arroja algunas palabras en el aire inteligible — esto sume un poco más el silencio.

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Yo fui un gran poeta nacido para cantar el gozo pero sollozo en mi camarote los ramos de agua marina se marchitan en los vasos el sendero de mi corazón conduce al Pere-Lachaise el columbarium esta ahí colmena de cenizas la muerte yace tan limpia, Armando tu has sido incinerado aquí he aquí tu vida inmensa que hace fundir los plomos el contador es demasiado débil para tantos amperes violentos que harás de tantas llamas amasas el momento como una miga de pan malaxas los acontecimientos buscas el eje tu risa es sana y blonda me causas miedo ¿porqué este gusto por el vacío por el suicidio y estas palabras a ras de dedos como flores extrañas esas fuentes que brotan a todo instante de tí ? la mitíid de mí corazón te pertenecía, la mejor en el hospital esa blancura de angada amarilla en el parque de enfermos tu voz estaba en pie déjame cerca de tu voz espléndido jugabas con el cielo de enfrente yo quiero dormir cerca de tus manos morías en los aplausos de manos de mujeres habías besado de casi todas la boca pero de una sola el arco-iris en superimpresión en tí la vida marcha tu la habías amado y aborrecido de dejarte partir me sentía tan sucio

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amigo amigo habíamos venido de lejos juntos unidos como el aspa de unas tijeras simiente de una misma fruta el mismo sueño a repartir, el mismo pan nosotros nos habíamos amado, reñido nuestra juventud hubiera forzado los candados de la suerte y teníamos con que conquistar más que un mundo y azotado los mares rehacios tu ser hecho de agua diüce y de piedras salvajes habías marchado a mi lado en la miseria a mi lado en lo imposible nuestra miseria era salvaje pero nosotros éramos los granos de una sola espiga tus ojos tranquilos en tu cabeza, amigo oías tú el océano mientras estabas allí eres al menos tan viviente como yo eres mi risa y mi memoria estoy embarazado de tu muerte yo te llevo más alto que mi busto yo odio la muerte, yo odio la vida yo tengo grande lástima de los hombres yo me odio y yo me amo perdóname de estar vivo, de escribir poemas , yo me he desgarrado con mis manos y a pesar de ello no he muerto yo vivo con la boca amarga yo vivo hundido en el barro hasta el cuello en los desechos.

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toda la historia me sigue — ¿seré un residuo o un término? a la luz de la sangre desciendo en mi mismo todas las rutas se cruzan, todas las razas se miden yo avanzo bajo los ojos del relámpago yo hablo : he aquí los toros llevando la tierra en tralla yo hablo : he aquí el limo fecundo, la tierra gruesa yo canto : terribles volcanes, gracias por madurar las vendimias yo marcho : y mi marcha establece los intercambios, los cambios he traficado todo a lo largo de la historia he pasado bajo los caballos de las cruzadas he domesticado las tempestades he gritado Evoé cien veces he sido degollado, quemado, fusilado, ahorcado bajos las barbas de Dios yo avanzaba cuando él estaba desnudo he amado el artesano el labrador el arqvdteéto he detestado el soldado el mercenario el sacerdote en las alquerías a mediodía bebía la leche de las cabras y la mirada de las muchachas las rutas y sus espaldas lisas sobre las rocas calcinadas he sido el portador de promesas Tierra yo te he escuchado en la tempestad en el sueño mis palabras eran tenebrosas pero buenas

¿qué soy ahora sino un viejo baratillo de fortunas ? unas fuerzas malgastadas, de hombres muertos en incubación unos destinos singulares, de vidas inempleadas tantas palabras que nunca han sido pronunciadas tantas risas que nunca han reido

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B E N J A M Í N F O N D A N E 137

un tiempo de locura y de odios — sin duda

B E N J A M Í N F O N D A N E .

{Traducción de E. A.)

qué soy sino el rencor de los muertos que han perdido sus vidas la búsqueda de aquellos que han buscado en la sangre mi sangre es la sangre de las viétimas mis ojos son los ojos de los mártires todo aquel que ha sufrido quiere vivir de nuevo en mí yo soy un mensaje de vida rechazada, de venganza yo soy la trompeta de los muertos la trompeta de la injusticia

en las tinieblas de mí mismo, sin lámpara, yo reabro la marcha hay un tiempo de marchar hasta el agotamiento hay un tiempo de rezar pero otro tiempo de gritar un tiempo de rabia y de locura un tiempo de bendecir la vida y un tiempo de hacerla pedazos un tiempo de odiar a los hombres un tiempo para odiarse un tiempo de preguntar cual es el sentido del hombre y qué busca sobre esta tierra de bramidos por qué le hacen descender a las cloacas, a las minas el rostro cubierto de orines y de barro por qué lo explotan, lo desgarran por qué le escupen al rostro hay un tiempo en que el agua es fría y un tiempo en que bulle la misma fuerza que se resigna levanta la tapa y estalla hay un tiempo de morir y un tiempo de no morir de perpetua rebelión

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H

UMBRALES

A Y días en que nuestra Ciudad está abierta de par en par. Se le distinguen los latídos de sus secretos, el horario de sus vidas y de sus muertes. Desvelada de sueños, muestra

por entre las fiebres del andar y del trabajo las columnas del pro­grama de sus ambiciones.

Alguien entraría en ella con la kodak documental, extrarápi-da, sin caridad, para coleccionarla por sorpresa. Tal vez alguno sacara una radiografía de sus realidades. Otro, poniéndose sus lentes quirúrgicos de las grandes ocasiones, la operaría en vivo...

A nosotros, ingenuos y osados, — con una osadía en puntas de pie —, se nos perdió la curiosidad, la extraviamos entre los días de clara franqueza de la Ciudad. Por eso llegamos con los bolsillos vacíos de secretos. Para hallarla nos estamos inventando estos « umbrales »...

Un hombre camina en la tarde detrás de su silbido. Silba el azar de un tango. (¿Camina o tanguea?) La gente que va por la calle se vuelve a mirarle la escarapela vieja del barrio que se trajo al centro. La soledad cerrada del silbido, que ya no se usa, martillea los oídos desprevenidos. Por ahí, por ese silbo con niebla embustera de llanto, le tomzimoá el pulso lírico al arrabal, y cuando expira se nos aUvía el silencio instantáneamente.

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* * *

Esc que llena su ocio con el molinete cadencioso de los dedos pulgares, arándolos, mientras los demás, entrelazados, son como su zócalo de cordialidad, ese es el inventor del molino de viento.

Nos atropello el monóculo de aquel caballero que iba rec­tamente por la acera. Se habían enfilado, unas detrás de otras, todas sus miradas contenidas por el cristal, y no supimos desviar­nos a tiempo. Se nos echaron encima fi-ías, relucientes, laminadas, inevitables, todas las miradas en traje de calle de aquel señor tan íino, delgado de aristocracia, en su traje veraniego limón, que apoyaba sus aires y su señorío por el bastón macizo, lleno de nudos o de insignias.

Las « chicharras » de las oficinas, alegorías voladoras de la autoridad, suenan remotas, allá cerca del techo, su carraspera sin esperanza de cloratos, como pequeños fanales de ruidos traspasa­dores, monótonos, que se clavan en los oídos como alfileres oxi­dados en la voz de los jefes.

Las noches engarzadas con los grillos festivos del verano, tienen lagrmas de silencio donde caen todos los parpadeos de sueño de las estrellas.

El tirón de la campanilla, — tirón de riendas —, que le manda el guarda al motorman del tranvía para que lo detenga en punto

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muerto hasta hacerle crujir las articulaciones, es un gesto reza­gado, primitivo, de cochero.

Hacen falta timbres civilizados a los tranvías. Instalado en cada asiento, el pasajero, sin acribillar a tim­

brazos al guarda olvidadizo, mandaría ovillar la velocidad, cómo­damente, en la esquina precisa de su meta. Se economizaría, por lo menos, la eledricidad animal de los condudores.

* * *

Hemos visto detenerse unos instantes a los hombres que a las 12 corren a almorzar, y servirse, de pie, algunos sandwiches filarmónicos especiales que ofrecen a los transeúntes los almacenes de música de Florida.

Después, ya se van algo restaurados con ese lunch de tangos, de ópera, de charleston. Se les conoce en el paso hgero, más firme, más seguro, y en la cara de dicha con que prosiguen su camino.

.% La voz canosa de aquel viejo, húmeda del rocío del alba,

que nos sube a la cama el pregón de los diarios madrugadores, es el primer aífiche pegado en el firiso de la mañana.

La goma de borrar de la máquina de escribir, se gasta no contra el papel sino contra las aristas del pensamiento que « no queremos decir ».

Aquella carroza-automóvil que pasó, un poco extranjera de las calles todavía, nos da la sensación de llevar la Muerte a la moda.

Muerte del último figurín, flamante, ligera, alejándose des-

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Ya no podrán decir los que decían, orondos de filosofía, « £1 tíempo pasa y no vuelve ». Ahora el tíempo está quedo. No avanza ni retrocede. Está ahí mismo donde lo dejaron los relojes munici­pales : en la hora O.

El tíempo es ORO, ha dicho en alguna parte Don No Hay Minuto Que Perder.

¿ Cual? ¿El que se va o el que se queda? ¿Los dos? Entonces, nosotros, que conocíamos el « sentído

reverencial del dinero » , tenemos ahora ORO, que es el sentído munici(>al del tíempo.

Las máquinas de calcular han dado importancia a los núme­ros.

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pació, a fricciones suaves, neumátícas. Hay en ella un anonimato más aristocrático, más sobrio en elegancias, menos festivo y espec­tacular que en la de la carroza tirada a caballos.

Muerte con acelerador, — quién sabe para qué apremios de la otra muerte nueva de la Velocidad —; pero con frenos. Suscita en el ánimo una muerte más sofocada, menos afligida de lágrimas, más remansada de calma, menos descabezada de agobios. Muerte que rueda sobre municiones de silencio, tranquila, sin apuro, frente a otra pesada de cascos sonoros; pero las dos nos llenan de mudez el alma, enfrentada a la presencia intaéta del misterio.

.% A la hora en que las campanas de las Iglesias capitalizan en

música el cielo despintado de Buenos Aires, detrás del revuelo de . pialomas que se llevan en el pico las notas musicales, y planeando por el terciopelo del aire se dispersan unos serafines comedidos que destierran la tristeza de la Ciudad.

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14a I M Á N

Ahora debiéramos llamarlos Don Cero, Don Uno, Don Dos, Don Tres..., aun cuando todos duermen juntos, en la caja negra de sus convivencias. No tienen ya aquella libertad de perderse, de antes, de escaparse por entre los dedos, de embrollar la memoria contadora del calculista mental, de subírsele a la azotea de sus descuidos, de irse por las rendijas escogidas de su atención. Tienen ya una naturaleza más humilde, más disciplinada. Salen en fila, dóciles, con un espíritu de milicia patente en la ausencia de las fallas. Aparecen a la superficie de la vida, movidos por un juego secreto de palancas interiores, saludan, hacen su papel y se van.

Don Cero, Don Uno, Don Dos, Don Tres,.., al servicio del orden, son esclavos de su destino. £1 hombre, al servicio de su des­tino, no sabemos por qué se nos figura que un día que amanezca con unos pájaros locos de más en la cabeza, con unas infidas de apuntador de Dios, ha de inventarse una máquina de calcular la transmigración de las almas, para libertarse de la esclavitud oscura de los números.

* * *

Los nuevos niños ya nacen con su programa de osadías me­cánicas.

La audacia con que nos lanzan los bocinazos de sus automó­viles, en la vereda de sus travesuras, es la hostilidad de ser genera­ción última, resentida con nuestro calmoso andar, pedag<^co, al que ellos hacen un imprevisto viraje para salvarse — y sal­vamos — por instinto en su genial travesía.

£1 lúño nuevo entra en la vida con una valentía inédita. Pincha todos los misterios, como a sus muñecos de aserrín, sin

compunciones sentímentales. Hace « pimching-ball » con las entrañas de todos los secretos, a la luz dura, sin piedad de sus ojos.

El niño nuevo — burla y violencia — ya le anda ajustando la cuerda a los relojes de la vida.

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U N A ESQUINA CUALQUIERA

— Día. — Primavera. — Calles de Buenos Aires. — Mi curiosidad se ha quedado de pie en una esquina cual­

quiera de la ciudad. — En i m tránsito lento de formas, de armonías y de colores,

las mujeres pasan como una ilusión, hacia los cuatro puntos car­dinales de la aventura.

— Tienen la parsimonia coqueta de la paloma y a veces el paso jacarandoso del pato; algunas hacen equis y otras paréntesis con las piernas, pero todas miman el aire con su morbidez.

— Sus cuerpos casas de sorpresa, alcancías de deseos, gimna­sio de los sentidos y crisoles rosados de los celestes sueños de la esperanza del Hombre, suavizan, agitan y entibian las brisas porteñas de la ciudad.

— La boca carminada — ¡ corazón de baraja francesa! — tiene la inmóvil aditud receptiva del beso.

(Sospecho ocultas las orejas, todavía, por prudente estética, bajo la libertad de la melena o el imperio del sombrero.)

Los ojos, obsidiana y malva, mar recogida y adivinación de cielos, vértigos de dulzura y poUglotas de amor, son espejuelos , donde el mundo se reduce o amplía.

— La nariz, estihzada arquitedura del olfato, respira en el aire su varón ideal, pero no lo confiesa.

— Las mejillas, bastidores aceitunados donde un amable arti­ficio infantil pinta los croquis de su salud, son balaustradas donde el amor se asoma un minuto, temblando, detrás del biombo de carmín.

Nos detenemos en todas las vidrieras de las ferreterías para ver si descubrimos la maquinita número O, capaz de cortar al rape las púas interiores de todas las « radio » de la Ciudad.

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144 I M Á N

— Muchas veces el capricho del sol se escurre por la espalda de las mujeres y regala su desnudez a contraluz, como la de una estatua, a cuya sombra se agazapan y alucinan los malos deseos.

— Y mientras la mahcia lírica del poeta hace mas ágil al hombre en una esquina cualquiera de la ciudad, los carrillos hinchados del viento esculpen a las mujeres, como en una fuga griega, en la retina ávida de todos los hombres que pasan.

S I X T O G. M A R T E L U .

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ÉGUE-YAMBA-O

ENVUELTO en sacos cubiertos de letras azules, sudando man­teca de majá, Menegildo abrió sus ojos atontados en la oscmidad del bohío. Su cabeza respondía con latigazos

de sangre a cada latído del corazón. Jamelgo constelado de mata­duras. ¡Buen garrote tenía el haitiano!... Los grillos hmaban sus patas entre las pencas del techo. Barbarita y Tití respiraban sono­ramente. Salomé maldecía en sueños. Afuera, los campos de caña se estremecían apenéis, alzando sus güines hacia el rocío de luna.

Sed. U n triángulo en el portal : la rastra del barril. Barril hirviente de gusarapos. El jarro de hojalata. Jarro, carro, barro. El barro de la laguna en tiempos de sequía, cuando las biajacas se agarran con la mano. Pero no; estábamos en plena molienda. La laguna debía estar llena de agua clarísima. Y fresca. Sin duda alguna. Los bueyes no ignoran estas cosas. Abandonan­do la carreta, sin narigón, sin yugo, sin temor a la aguijada. Grano de Oro y Oro Fino marcaban sus pezuñas en la orilla, y hundían sus belfos entre los juncos... La mano de Menegildo se acercaba al agua. Se hacía enorme, se proyeétaba, se crispaba. Y, súbitamente, la laguna huía como un ave, ante la mano llena de zumbidos.

— ¡Ay, San Lázaro! Sostenido por sus muletas, cubierto de llagas que lamían dos

perros roñosos, San Lázaro debía velar, en imagen, detrás de la puerta de la casa, junto al panecillo destinado a alimentar el Espíritu Santo, y la tacita de aceite en que ardía una « velita de

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Santa Teresa ». ¡San Lázaro, Babayú-Ayé, que cuidíis de los dolientes! La plegaria a Babayú-Ayé debía acompañar la aplica­ción de todo remedio : el vaso movido en cruz, sobre el cráneo, para quitar la insolación; el cinturón de piel de majá, para curar mal de vientre; el tajo en tronco de almacigo, por noche de año nuevo, para matar ahogos; el tirón a la piel de las espaldas, contra empacho de mango verde. Hasta los caracoles que se arrojan al aire para saber si un enfermo sanará, eran vigilados en su trayec­toria mágica por el santo negro, a quien los blancos creían blanco... Además, ¿ quién ignoraba, en casa de Menegildo, que con todos los santos pasaba igual ? Los ojos del mozo quisieron ver las figu­ras de yeso pintado que se erguían sobre el altar doméstico de Salomé. Cristo, clavado y sediento, eres Obatalá, dios y diosa en un mismo cuerpo, que todo lo animas, que estiras palio de estrellas y llevas la nube al río, que pones pajuelas de oro en los ojos de las bestias, peines de metal en la garganta del sapo, pañue­los de seda morada en el cuello del hombre. Y tú, Santa Bárbara, Shangó de Guinea, dios del trueno, de la espada y de la corona de almenas, a quien algunos creen mujer. Y tú, Virgen de la Caridad del Cobre, suave Ochum, mad^e de nadie, esposa de Shangó, a quien Juan Odio, Juan Indio y Juan Esclavo vieron aparecer, llevada por medias lunas, sobre la barca que asaltaban las olas. Dijiste : « Los que crean en mi gran poder estarán Ubres de toda muerte repentina... no podrá morderles ningún perro rabioso u otra clase de animal malo... y aunque una mujer esté sola, no tendrá miedo a nadie, porque nunca verá visiones de ningún muerto ni cosas malas ». ¡ Las cosas malas! Menegildo las conocía. Rondaban en torno del hombre, con sus manos frías, voces sin gaznate, y miradas sin rostro. Una noche, junto a las ruinas del viejo ingenio, cuyos muros estaban acribillados por los plomos de un ataque mambí, Menegildo había sentido su presencia invisible y poderosa. Contra las persecuciones de los hombres existía la Ora­ción de la Piedra Imán — Líbrame, Señor, de mis enemigos, como libe­raste a Jonás del centro de la ballena — pero contra las cosas malas, la lucha se hacía desesperada. Sólo el sabio Beruá, cuya casa estaba

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rematada por un cuerno de chivo, era capaz de entendérselas con los fantasmas. Pero poseía los tres bastones de hierro, legados por Eshú-el-.^ricultor, una piel de gato-tigre, las conchas de jicotea, la Oración a los catorce Santos AuxiUares, y, sobre todo, los Jima­guas. ¡ Qué no p>odían esos muñecos negros y puhdos, vestidos de papel rojo, con sus ojos en cabeza de ídfiler, y la cuerda que los mancornaba por el cogote!... Cosas malas y ánimas solas eran de ima misma esencia. Y cuando una mujer celosa visitaba al brujo, para asegurarse la fidehdad del amante próximo a partir, Beruá la prescribía el empleo de aguas dotadas de secreto fluido erótico, y la recitación de una plegaría feroz, que debía decifse, a medio­día y a medianoche, encendiendo una lámpara detrás de la puerta : « Anima triste y sola, nadie te llama, yo te llamo; nadie te necesita, yo te necesito; nadie te quiere, yo te quiero. Supuesto que no puedes entrar en los cielos, estando en el infierno, montarás el caballo mejor, irás al Monte Oliva, y del árbol cortarás tres ramas y se las pasarás por las entrañas a Fulano de Tal, para que no pueda estar tranquilo, y en ninguna parte parar, ni en silla sentarse, ni en mesa comer, ni en cama dormir, y que no haya negra, ni blanca, ni mulata, ni china, que con él pueda hablar, y que corra como perro rabioso detrás de mí »...

— ¡ Ay, San Lázaro! Menegildo caía en un hoyo negro. Hacía esfiíerzos por asirse de

algo. Un clavo. Los clavos solían tener corbatas hechas con paja de maíz. Entonces eran como los que usaba Beruá en sus encan­taciones. Clavos y piedras del cielo. Y cadenas. Ante su puerta había una, de hierro. Pero el brujo había trabajado, cierta vez, una cadena de oro, con tal ciencia que se enroscaba como serpiente cuando su dueño se hallaba cerca del peÜgro. El Gallego Blanco, bandido de caminos reales, la había poseído. Y filé derribado por el mauser de un guardia rural, pocas horas después de perderla, al cruzar un río crecido... El trabajo de una cadena mágica se hacía por medio de jicaras llenas de guijarros, rosarios de abalo­rios, polvos de cantárida, y plumas de gallo negro degollado en noche de luna. Gomo cuando Beruá había sacado tres docenas de

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alfileres, varios sapos y un gato sin orejas, del pecho de Gandita la Loca, vídima de mal de ojo.

Pobre Candita la Loca, que Lucumí la mató. Ella me daba la ropa, ella me daba de tó.

Para empezar, Gandita la Loca no filé matada por Lucumí, sino por un jamaiquino, capitán de partida, a quien llamaban Samuel. Matada indireéiamente, es cierto. El negro usaba camisas azules cubiertas de diminutos tragaluces. Hablaba con el « hablao a rayo de los americanos ». Y, junto a su cama, tenía im cuadro piadoso, en que podían verse la Virgen y el Niño, adorados por los Reyes Magos. La Madre llevaba largo vestido blanco,* entallado, y escarpines pimtiagudos. Los magos lucían levitas y chisteras. Y todos los santos j)ersonajes eran negros, excepto Baltazar, trans­formado en blanquísimo seguidor de estrellas... ¡Quién ha visto eso!... Ya se sabe que Gristo, San José, las Vírgenes, San Lázaro, Santa Bárbara, y los mismos ángeles, son divinidades « de color ». Pero son blancas en su representación terrenal, porque así debe ser. Samuel regaló el cuadro a Gandita la Loca. Pero Lucumí estaba celoso, y en un día de cólera, dicen que le echó un daño. ¿ Hierbas molidas en una taza de café ? ¿ Gazuela de barro, con millo, un real de vino dulce y una pata de gallina ?... Lo cierto es que Gandita la Loca yacía entre cuatro velas, antes que Beruá hubiera podido limpiarla de maleficios... La difimta — loca había de ser y que en pá dec'canse — había llevado el maldito cuadro a un velorio de santos verdaderos, arrojando la salación sobre el altar y todos los presentes. Ella había sido la primera víétima. ¡ Ghivo que rompe tambor, con su pellejo lo paga!

— ¡ Ay, San Lázaro! Sed. El sol seguía quemando, en plena noche. ¿ No arderían los

cañaverales cercanos ? ¡ Yaguas y chispas! ¡ abanicos y lentejuelas! Mil columnas de humo para sostener techumbre de nubes caoba. ¡Mamá! ¡Mamá!...

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Tití roncaba; Barbarita tenía visiones. Salomé maldecía en sueños. El viejo temblequeaba en silencio — carcamal roído por la tralla de mayorales antiguos. ¡Aura tinosa ponte en cruz! Afuera, Palomo aullaba a muerte.

— ¡Ay, San Lázaro!

El Ford renqueaba por carretera constelada de baches. Tuerto de focos, alumbraba débilmente una doble hilera de laureles polvorientos. Detrás, a ambos lados, se alzaba la caña, apretada, uniforme, como en todas partes... La « máquina » se detuvo al pié de una coUna cubierta de maleza. El negro Antonio hizo bajar a Menegildo. Se cercioró de que el auto volvía a la ciudad, y tomó un sendero abierto entre setos de cardón. De trecho en tre­cho, un flamboyán mecía ramos de púrpura sobre sus cabezas.

Pronto alcanzaron un grupo de negros que andaban en la misma dirección :

— Enagüeriero. — Enagüeriero. Y un confuso retumbar de tambores comenzó a inquietar la

noche surcada de efluvios tibios. Una batería sorda, misteriosa, que parecía colaborar con la naturaleza, repercutiendo en el tron­co de los árboles : vago latido — imposible de locaUzar — que se cernía sobre las frondas y anclaba en los oídos... El ritmo metá­lico, inflexible, de la ciudad, se habia borrado totalmente ante la encantación humana de los atabales. La tierra parecía escuchar con todos sus poros. Las hierbas estaban en puntillas. La hojas se volvían hacia el ruido.

— Están tocando llanto, dijo alguien. Cien dedos seguísm ausciütando las sombras.

.% El pequeño batey triangular, cercado de tablas, ramas y

alambre de púas, estaba lleno de ecobios y neófitos. Se hablaba en voz bajá. En el bohío del lyamba se encontraban los altos

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dignatarios de la Potencia, haciendo sonar fúnebremente sus tam­bores, en honor de los muertos que comerían al día siguiente. Un farol de vía, colocado en el suelo, iluminaba caras graves, hacien­do crecer fantasmas de manos en las pencas del techo.

Junto al bohío, Menegildo observó una construcción cuadra­da, de madera roja, cubierta de yaguas. En la puerta cerrada, se ostentaba la firma del Juego, trazada con tiza amarilla, tal cual se la había enseñado a dibujar el negro Antonio : un círculo, coronado por tres cruces, que encerraba dos triángulos, ima palma y una culebra.

— ¡El Cuarto Fambá! exclamó Menegildo, sin poder des­prender las miradas de aquella puerta que encerraba los secretos supremos — clave de las desconcertantes leyes de equiübrio que rigen la vida de los hombres, esa vida que podía torcerse o lle­narse de ventura por la mera intervención de diez granos de maíz colocados de cierta manera.

— Dame el enkiko, dijo el negro Antonio. El padrino dejó a Menegildo en un rincón del batey, y entró

en el bohío con el gallo negro agarrado por las patas. Varias sombras entraron detrás de él, ocultando la llama del farol. Entonces callaron bruscamente los toques de llanto. En la casa se encendieron algunos quinqués. El negro Antonio reapareció, trayendo una venda y un trozo de yeso amarillo. Menegildo estaba trémulo de miedo. De buenas ganas hubiera echado a correr.

— ¡Antonio! imploró. Pero en aquel momento, el negro Antonio estaba muy lejos

de su marímbula y del Sexteto Física Popular, de su guante de pelota y de los Panteras de la Loma. No pensaba siquiera en la cálida María la O, ni en la causa pendiente por escándalo en el baile de Juana Lloviznita. La proximidad del juego esotérico le imprimía triple surco en el ceño. Hablaba con voz dura y pro­funda; el momento no era para bromas'ni « rajaduras » :

— Hay que apreparalsc pal juramento, dijo. Meneado se despojó de su camiseta rayada y de sus zapatos

de piel de cerdo. Se recogió los pantalones hasta las rodillas. Una

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medalla de San Lázaro relucía entre sus clavículas. El negro An­tonio tomó el yeso y le dibujó una cruz en la frente; ima en cada mano, dos en las espaldas, dos en el pecho, y una en cada tobillo. Luego, con gestos bruscos, vendó fuertememente al neófito. Me­negildo se sintió asido por un brazo; anduvo hasta el centro del batey. Por el rumor de pasos adivinó que otros eran conducidos como él.

— ¡Jíncate! Luego de hacerlo arrodillar, el negro Antonio lo obHgó a

apoyar los codos en el suelo. Todos los nuevos estaban como él, agazapados en círculo.

Se adelantó el portero-Famballén, sosteniendo bajo el brazo un tamborcito adornado con una cola de gallo. La voz del enkiko inmolado comenzó a sonar en la percusión aguda del empegó. (En el corazón de una palma se abrió el ojo dorado de Motoríon-go, primer gallo sacrificado por los ñañigos de allá)... Una serie de golpes secos, entrecortados de pausas bruscas. Y una voz burlona que grita :

— Nazacó, sacó, sacó, sacó, querembá, masangará... Un gorro puntiagudo, rematado por un penacho de paja,

asomó a la puerta del bohío. Se ocultó. Volvió a saür. Desapare­ció otra vez.

— Nazacó, sacó, sacó Una voz gritó, detrás de Menegildo : — Ñámalo, Arencibia, que no quiere salil... Las falanjes castigaron nuevamente el tambor. — Ñámalo má... La percusión se hizo furiosa, apremiante. Entonces un tre­

mendo cucurucho negro surgió de la casa, seguido por un cuerpo en tablero de ajedrez. Ente sin rostro, con una alta cabeza triangular, fija en los hombros, en cuyo extremo miraban sin mirar dos pupilas de cartón pintado, cosidas con hilo blanco. Sobre el pecho, la extraña cogulla se deshacía en barbas de fibra amarilla. Detrás de la cabezota cónica, colgaba un sombrero de copa chata, adornado por un triángulo y una cruz blanca...

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Cinturón de cencerros y cencerros en los tobillos. Cola de percalina enrollada al cinto. La escoba amarga en la diestra, y el Palo Macom-bo — cetro de exorcismos — en la siniestra, ¡Ireme, ireme! ¡La Potencia rompió, yamba-ó!

El Diablito se adelantó, brincando de lado como pájaro en celo, al ritmo cada vez más imperioso del tamborcito. Su danza remozaba tradiciones de grandes mascaradas tabúes y evocaba glorias de cabildos coloniales. Cayendo sin llegar a caer, proyec­tándose como saltador en cámara lenta, con repiqueteo de maru­gas y desgarres de rafia, la tarasca mágica saltó por encima del lomo tembloroso de cada neófito, pasándole el gallo tibio y babeante por los hombros, y envolviéndolo en un torbelhno de vellón negro, piojillos y plumas.

Cuando hubo purificado a todos, el DiabUto corrió hasta la entrada del batey, y arrojó el enkiko al camino. Luego se ocultó en el bohío. Calló el tamborcito invocador. Los nuevos se levan­taron. Cada uno filé conducido por su padrino hasta la entrada de la choza, donde los esperaba el Munifambá de la Potencia. El guardián de los secretos los obUgó a girar sobre sí mismos, para ha­cerles perder el sentido de la orientación. Después, se les hizo entrar en el bohío, siempre vendados. El Munifambá confió los neófitos al lyamba. Este se dirigió gravemente al fondo de la habi­tación y abrió una puerta secreta que conducía al Cuarto Fambá. Los neófitos fueron introducidos en el santuario, uno por uno, y se les hizo arrodillarse ante un altar que no verían durante mucho tiempo todavía : Mesa cubierta de papel rojo, rodeada de flores de papel y ofrendas en jicaras y latas, — todo bajo el signo de una cruz catóhca. Y en el centro, la garbosa arquiteélura del Sense-ribó, con sus cuatro plumas de avestruces, negras, relucientes, plantadas en los puntos cardenales de un copón ciego, cubierto de conchas. ¡Secreto surtidor de hebras animales! ¡Pluma ben-gué. Pluma mogobión. Pluma abacuá. Pluma manantión! Cuatro plumas, porque cuatro fueron las hojas de aquellas palmas. Y donde cimbrea la palma, vive la fuerza de Écue, que se venera cara al sol, cuando el chivo ha sido degollado entre cuatro coUnas hostiles.

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Bajo SUS vendas, los ojos de los iniciados se dilataron. Los invadía un extraño malestar. Algo raro acontecía detrás de ellos, en un rincón del santuario... RRRRRrrrrruuuuu... RRRRRrrrrr uuuuu... RRRRRrrrrruuuuu... Algo como croar de sajjo, lima que raspa cascos de mulo, siseo de culebra, queja de cuero torcido. Intermitente, neto pero inexplicable, el ruido persistía. Partía de una caja colocada al -fondo del cuarto, cubierta por un trozo de yagua, y atada con bejucos. ¿Tambor, reptil, cosa mala, queja?... ¡ El Écue! Menegildo sentía la carne de gallina subirse a sus espzd-das, como manta movida por mano invisible. ¿ No le había adver­tido el negro Antonio que aquello sí era grande? ¡El Écue!... Ya debían estar sturgiendo de la tierra, bajo las ramas de los árboles cercanos, los postes que hablan, cráneos trepadores, visceras que andan, hechiceros con cuernos, llamadores de lluvia y pieles agoreras, que habían asistido, allá en Guinea, al nacimiento del primer aparato condensador del Écue...

En aquellos tiempos los Obones eran tres, los tambores rituales eran tres, las firmas eran tres. El 4 no había revelado todavía su poder oculto. Tres Obones, ungidos ya por la divinidad, dehbera-ban misteriosamente, al pié de una palma con sombras de encaje. Pero les faltaba aún el signo divino que habría de darles fé en su misión.,. Ya los reyes y principes-brujos habían comenzado a tro­car hombres negros por tricornios charolados, tiaras de abalo­rios, libreas y entorchados de segunda mano, traídos por marinos rapaces, señores de urcas y galeotas. Los Obones deliberaban, sin saber que un Nazacó, oculto detrás de un aromo, escuchaba sus palabras. Y he aquí que Sicanecua, negra linda, esposa del hechicero, se dirige al río Yecanebión, llevando su cántaro al hombro. Por esos años el mundo era más acogedor. Gada casa de fibra y palma se abría en la sabana como vm Domingo de Ramos. Y Sicanecua cantaba la canción de las siete cebras que comieron siete hebras y siete Hrios, cuando observó que algo bramaba, entre los juncos, como un buey. ¿Buey enano, duende buey? Y Sica­necua atrapa el prodigioso ser-instrumentos, y lo encierra en su cántaro amasado con barro de calveros. Era un pez roncador

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como nmica se viera otro en la comarca. La mujer corre a mostrar el hallazgo a su marído-nazacó. Este rompe el triángulo de los Obones, y les dice*: «¡He aquí el signo esperado!» Con la piel del pez roncador se construye el primer Ecue-Uamador. Y como ninguna hembra es capaz de guardar secretos, los tres Obones y el Nazacó degüellan a Sicanecua, y la entierran, con danzas y cantos, bajo el tronco de la palma. El número 4 había surgido. Y, desde entonces, al amparo de Ecue, los Obones fueron cuatro, cuatro los tambores, cuatro los símbolos... RRRRrrrruuuu... RRRRrrrruuuu... RRRRrrrruuuu...

El lyamba alzó una cazuela, donde el DiabUto había dejado preparada la Macuba. Mojó la cabeza de cada neófito con una gárgara de líquido santo, mezcla de sangre de gaUo, jjólvora, tabaco, pimienta, ajonjolí y aguardiente de caña. El Isué, se­gundo Obón de la Potencia, preguntó entonces :

— ¿Jura usté decil la veldá? — ¡ Si señol! — ¿ Pa qué viene usté a esta Potencia ? — ¡ Pá socorrel a mi'h emmanos! El Isué declamó con voz sorda, monótona :

Endoco, etidiminoco, Aracoroko, arabé suá. Enkiko Bagarqfia Aguasiké, El Bongó Obón. lyamba.

Y los iniciados se santiguaron, salmodiando en coro : Sankantién, Manantión, dirá, Sankantión, Manantión,

yubé.

Los nuevos escobios fueron sacados del Cuarto Fambá, donde el Ecue seguía sonando con insistencia inquietante — ruido que

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obsesionaría a Menegildo dvtrante varias semanas. En la habi­tación principal del bohío, cayeron las vendas. Los iniciados se vistieron, y se les presentó a cada miembro de la Potencia. Topa­ron pedorales, ¡Ya tos debían reconocelse y ayudalse! ¡Pa eso eran emmanos!... Colgado de un testero, una imagen del Sagrado Corazón de Jesús sonreía en sordina, Menegildo identificó al lyamba de la Potencia : era e l presidente del comité reeleccio-nista de su barrio.

Afuera, la música sagrada entonó un himno de gracia : porrazos en piel de chivo, síncopas y sacudidas.

*

Eribó, ecue, ecue, Mosongoribó, Ecue, ecue...

Una marcha de ritmos primarios, resueltos, clara en temas como la Marcha de Turena, cundió en la noche. Se hubiera visto aparecer, sin sorpresa, el mariscal de plumas y terciopelos, seguido de pífanos y morteros con cargas de chocolate. Pero los cuatro tambores rituales comenzaron a desplazar acentos bajo la melodía demasiado sencilla. El estrépito de batería se fué organizando según las reglas : primer toque confiado al Bencomo; segundo, al Cosilleremá-tambor-de-orden; el Repicador irrumpió tumultuosa­mente sobre un tiempo débil, y, finalmente, golpeado en la faz y en los costados, el Boncó-Enchemülá-tambor-de-Nación hizo escu­char su bronca llamada. La voz de selvas ancestrales se filtró una vez más a través de los parches afinados con estaca.

Los miembros del Juego se colocaron en círcido, jimto a la puerta del bohío. La música sagrada tronaba. Varias botellas de aguardiente y caña santa fueron vaciadas en gaznates resecos.

Eribó, eeuéi ecue^ Mosongoribó, Ecue, ecue...

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Ahora, la percusión de los cuatro tambores era enriquecida por vibraciones de marimbula, tremolina de calabazas encajadas en embudos de mimbre, y chillar de esquilas oxidadas bajo el castigo de una varilla de metal... Salió un nuevo Diabhto. La misma cogulla. Los mismos ojos artificiales, fijes, feroces, j Cen­cerros de latón, de paja la barba, de santo el bastón!... Esta­cazos en las cuñas de los atabales ñañigos, que no podían tem­plarse al fuego, como los instrumentos profanos. Ahora el tablero blanco y negro del Ireme se había vuelto azvd sobre azul. El sombrerito redondo estaba bordado con hilo de oro. Hecho un garabato danzante, volvía hacia sus miembros las hebras puri­ficaderas de la escoba amarga.

El Diablito se arrodilló a los pies del lyamba, limpiándolo con la brocha santa. Después recorrió el círculo de iniciados, que se apretujaban codo a codo, andando sobre los pies desnudos que estos adelantaban, colmados de honor. Bailó cara al levante, invitando el sol a salir; amenazó, bendijo... Parecía capaz de hacer rodar las piedras o llamar las larvas que se retorcían entre los linos de la laguna cercana.

Efimere bongó yamba-ó Efimere bongó

yamba-ó.

Saltó otro Diablito, rosado esta vez. Y uno verde, de seda. Y uno escarlata. Bailaron tafetanes y oros, telas de saco e hilo blanco... Los tocadores, en estadb de trance, hipnotizados por el ritmo que producían sin tregua, manteniendo a brazo tendido un edificio de ruidos que a cada instante parecía presto a desplo­marse, agitaban las manos como meras baquetas de carne, inde­pendizadas de sus cuerpos. Sus voces raspaban, más roncas, más alcoholizadas. A la altura de las sienes trepidaba el arsenal de cencerros, calabazas y gangarrias. Y la sinfonía casi arborescente, sinfonía de brujos y elegidos, inventaba nuevos contrapuntos, en

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tic tic de palitos, tam-tam de atabed, tambor de cajón, y ecón con ecón.

Guando la linea clara del amanecer se alzó detrás de las coli­nas, bailaba un Diablito tuerto, cuyo último ojo, feroz y descosido, evocaba las pupilas montadas en alambre del gran cangrejo de Regla.

Efinure bongó yamba-ó Efimere bongó

yamba-ó,

*

El día echó a andar por el valle. Mil totís asomaron sus picos negros entre las hojas. Despertó el pescador noruego de un anun­cio de la Emulsión, con su heráldico bacalao a cuestas; se hizo visible el rosado fumador de cigarrillos de Virginia, plantado en campiña cubana por el imperialismo comercial de hombres del norte. Las sirenas de la ciudad, las chimeneas del puerto, elevaron sus quejas en lejanía, sin que la fiesta detuviera su ímj)etu. Los miembros del Juego seguían aullando himnos santos, sojuzgados jxjr el implacable movimiento de la liturgia. Lo único que había variado era la posición del círculo de ecobios, que, como corazón de girasol, seguía la ascensión del astro de platino, para que el Diabhto pudiera hacer sus oraciones gesticuladas con la frente vuelta hada el cetro de Eribó... El ron no había faltado. Desde el alba, Menegildo gritaba ya como los otros, aporreando parches al azar y sacudiendo maracas que comenzaban a rajarse... Hubo, sin embargo, una brusca pausa, cuando apareció el portero-Famballén trayendo ima enorme cazuela llena de cocido de gallo, con ñame, caña, maní, plátano, ajonjolí y pimienta. (Parte de ese Iriampo fué reservado para los muertos, en una vasija de barro, después de la condimentación ritual de paÜtos de tabaco y pólvora de arcabuz). Los instrumentos rodaron entre las hierbas. Cuarenta manos callosas, de palma rosada, se hundieron

ai

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en la salsa ácima. El viejo Dominguillo, — que había sido lugar­teniente de « Manita en el suelo » por los tiempos heroicos en que la Potencia « Tierra y arrastrados » pagó espuelas nuevas al Capitán General de España—, roía pechugais coriáceas, fijando en lo alto sus ojos llenos de nubes grises.

Mientras los nuevos permanecían recostados en el suelo, los antiguos comenzaron a acariciar los tambores. Había llegado el momento de entablar competencia de lengua, sosteniendo diálogos con las fórmulas ñañigas apuntadas por los abuelos en las « libretas » del Juego. Escandiendo sus frases con toques sordos, Dominguillo inició la litúrgica justa :

— Qtiitarse el sombrero, que ha llegado un sabio de la tierra Efe. Sobre bajos de repicador, el negro Antonio se acercó al an­

ciano : — Soj> como tú porque mato gallo. — ¿Después que te enseñé me quieres sacar los ojos? — Solo una vez se castra el chivo. — Mi casa es un colegio de ilustración. — Un palo solo no hace bosque. Uno de los antiguos intervino : — El sol y la luna están peleando... El muerto llora en su tumba.

Cuando me muera ¿ quien me va a cantar? El viejo Dominguillo respondió con ímpetu : — Muy desprestigiado eres, para hablar conmigo. Mata el gallo y

echa su sangre en el gran tambor. El negro Antonio se dirigió irreverentemente al viejo : — Tu madre que era mona en Guinea, pretende ser gente aqui. Fijando en él sus ojos sin vida, el anciano respondió con rapi­

dez, aplastando a su contendiente bajo el peso de cuatro fórmulas ñañigas p>erfeélas :

— Me tienen en un rincón como ñañigo viejo. Pero en Guinea soy Rey. Dios en el cielo y yo en la tierra. Efi bautizó a Efó,y Efó bautizó a Efi,

Los nuevos aplaudieron. El lyamba intervino con una frase de precaución ritual para cerrar el debate :

— Callen, imprudentes, que estamos en tierra de blancos.

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*

Al atardecer, la orquesta santa tronó nuevamente, para anun­ciar la prueba final. El Nazacó del Juego trazó un círculo con Jjólvora negra, firente al templo de las ofi"endas, en el lugar del suelo que estaba mejor apisonado por las danzas de los diablitos. En el centro del misterioso teorema — engomobasoroko de la geometría ñañiga —, fué colocada la olla que contenía el cocido destinado a los muertos. Los nuevos iniciados se arrodillaron en el borde exterior del círculo, mirando la terrible ofi-enda. El brujo dibujó siete cruces de polvera en la zona tabú... Entonces la música se hizo lenta y tajante. Su canto solemne hubiera podido acompañarse con la pedal cristiana de la escena del Graal. El sol, ya rojo y redondo como disco de ferrocarril, parecía haberse detenido sobre el velo de brumas sucias que denunciaba la lejana presencia de la ciudad.

Gara al poniente, el brujo gritó, a voz en cuello :

Ta, yo, eee. Ta, yo, eee. ra,

yo, ma, eee.

Un Diabhto, negro y rojo, surgió del templo, empuñando un enorme bastón. El Nazacó fué a agazaparse en imo de los rin­cones del batey. Gundieron nuevos ritmos de danza. Y el Diablito comenzó a brincar alrededor de la cazuela, haciendo zumbar el palo sobre las cabezas de los ecobios prosternados. ¡Amenaza fiuiosa! ¡Todos debían saber que los malos espíritus lo designaban como defensor de la bazofia necrológica!... Los músicos habían dejado de cantar. Los redobles de la batería, intermitentes, deshilva­nados, jadeantes, creaban una atmósfera de expeélación nerviosa.

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que suspendía el latido en los corazones. ¿Quien iría a dar el gran salto de la muerte ? El Diablito, tan solo, se agitaba con­vulsivamente, haciendo bailar su gualdrapa de cencerros.

Entonces el Nazacó encendió las cruces de pólvora con un tizón. Y, entre torbellinos de humo y rojos chisporroteos, se vio al Diablito de pies desnudos dar saltos locos y hacer moli­netes en el aire con su cetro... Rapidísimámente, uno de los iniciados transpuso la frontera del círculo mágico, se zambulló en el fuego sagrado, asió la oUa, y corrió hacia la entrada del batey, dando gritos. El DiabUto se lanzó en su persecución. No pudiendo alcanzarlo, regresó al Cuarto Fambá... Los iniciados se levantaron. ¡La cazuela había sido arrojada entre las rocas de una barranca cercana! ¡Ya los muertos habían recibido diezmos y primicias de vivos!

La noche invadía los campos. Solo unas nubéculas claras na­vegaban todavía en exiguo mar de azur. Los hermanos recorrie­ron el batey une vez más, en fila, cantando la marcha litúrgica :

Eribó, ecue, ecue, Mosongoribá, ecue, Ecue.

Y, sin despedirse siquiera, se hundieron en la oscuridad, por grupos, extenuados, lacios, con los nervios desquiciados por diez y ocho horas de percusión.

Sin embargo, al verse nuevamente en la ciudad, algunos tuvieron aún el ánimo de recorrer las calles del « barrio de los sapos », para admirar la procesión de la Virgen deBaraguá, cuya festividad se celebraba ese día. Erguida sobre vma suerte de plata­forma portátil, precedida por la murga de los Bomberos del Co­mercio y llevada entre dos pohcías, la sagrada imagen parecía bailar, a su vez, sobre las cabezas de la multitud. Cobres ensali­vados y clarinetes afónicos entonaban, en tiempo lento, como de epitalamio real, el aire de Mira mamá, como está José.

En el portal de la barbería Brazo y Cerebro, alzando la brocha

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enjabonada como un ostensorio, Don Dámaso sonreía a la patrona de su Villa. Con las mejillas cubiertas de nieve perfumada, un político de color lo aguardaba rezongando herejías, mientras arañaba con furia el terciopelo verde de un sillón Koken — de marca norteamericana.

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{De la novela Ecue-Yamba-ó.)

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POEMAS

To soy el gran él la lo

El riguroso regimiento

El tallo de ozono prima kúa

El anónimo uno por ciento

El pe pe tity también el pó

La zambomba sin boca ni hoyo

El gran arreo de Hércules

El pie izquierdo del cocinero derecho

To soy el largo de toda la vida

El duodécimo sentido del ovario

El todos—juntos—Agustín

En su traje luminoso de celulosa

II

El saca de su negro ataúd

De su ataúd de su ataúd de su ataúd

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H A N S H A R P 163

Uora con suporte delantera

Y se envuelve en crespón de tristeza

Medio sillón y medio ataúd de lujo

Tantea con su bastón

La verde hoja en su sombrero

Y se cae de su pescante

Se topa con el pescado del ghetto

Del caballete amoblado

Su larga media de dados rota

Dos veces en dos tres veces en tres

HANS ARP.

{Treducción de L. Vargas.)

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LA REVUELTA DE LAS MUJERES

E' SA mañana, un cuarto de hora antes de oirse insóUto silbido y de que las mujeres acabaran de trabajar y fuesen a salu-

J dar el féretro, cerca del monoHto que atajaba el Oka, el profesor Poletíka, luego de arreglar con un contramaestre una cues­tión de equipo suplementario, púsose a conversar con Sadykov.

— Yo quiero hablar con usted, Fiodor Ivanovitch, de mi nue­vo trabajo, — dijo Poletika, pensativo, dirigiendo al cielo una mirada lenta y pestañeando al sol. Sadykov y Poletika estaban en pie sobre montones de tierra, y eran generalísimos que en nada recordaban, sin embargo, el cuadro de Sierov en que se vé a Pedro el Grande recorriendo Pctersburgo a largos pasos lentos, y a sus órdenes trabajaban hombres y máquinas organizando la tierra, el granito, el hormigón y el agua. Todo lo que nosotros construi­mos en estos momentos, a decir verdad, no es nada, al lado de lo que nosotros podemos y debemos hacer; nosotros, ingenieros de aguas. Represéntese usted el globo terrestre. Nada ha quedado de la humanidad de la Atiántida : fué quemada por el sol y sumergida por líis arenas; en su lugar vense ahora el Sahara, el desierto, el calor tórrido, los arenales. De la memoria humana desapareció el recuerdo de tierras florecientes, Asiria, Babilonia, Mesopotamia, El Tigris y el Eufrates eran paraísos terrenales, im sinnúmero de jardines donde ahora sólo se ven arenas, calor tórrido, desierto. La Arabia creó' una ciencia grandiosa, una filo­sofía, la rehgión del Islam que aun vive en miles de sitios en nues­tros días; pero, la Arabia misma es víétima, a la fecha, de las arenas y de los calores tórridos y los beduinos nómadas erran de

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aqvii para allá, donde no hace mucho tíempo florecieron jardines. Y por todas partes así. Las Leyendas mongóUcas guardan recuerdo de los tiempos en que el tigre atravesaba la Mongoha sin empol­varse las patas, allí donde ahora reinan el arenal y el calor tórrido en los jardines de Alá y de Buda; el desierto se extendió del Chamo al mar de Aral. Nosotros mismos recordamos de memoria la época en que, desde este desierto, Tamerlán mandaba en toda el Asia, cuando Rusia y China formaban un solo Estado. Es de la Mongoha de donde venimos nosotros los tártaros, es de allí, de la Mongoha que venimos atravesando pueblos y pueblos sin nombre, pueblos que con el hierro y el fuego recortaron Europa. La ciencia no ha dado exphcaciones plausibles de las caiisas de la gran emi­gración de los pueblos. Un momento : me exphcaré. La última invasión de Europa fué la de los turcos. Pero la última, última, será la de los rusos si nosotros no nos oponemos, nosotros, inge­nieros de aguas. Acuérdese usted, nuestra historia lo recuerda per-fedamente; hace cuatrocientos o quinientos años, en la cuenca del Volga, se encontraba un poderoso Estado: la Horda de Oro. Un sabio árabe, el viajero Ibn Sonad, describe la capital de la Horda, una ciudad gigantesca que tenía canahzaciones, palacios, jardines, y a donde afluían comerciantes de la China, de la India, de Rusia, de Itaha, de España, de Arabia. AlU discutíase, entre letrados, de filosofía y de reUgión. Ahora, donde sabemos que se haUaba la Horda, no hay sino arenales, desierto, muerte. Yo fui y vi cerca de un atyk, vestígios de la canaUzación : un Kalmouk con dos camellos. La arena vuela allí como la nieve, entre noso-trt», en las tormentas invernales. El desierto avanza sobre el hombre. A la hora adual el desierto marcha sobre la Siberia Occi­dental y Rusia marcha sobre Europa, viniendo de los Kárpatos,* Uevando las arenas Aralo-Caspianas. No ignora usted que el desierto está ya en las tíerras del Dombass; en Dombass ya no hay agua, ya hace falta el agua. Nosotros no nos fijamos que el desierto Uega hasta las puertas de Moscou; la zona llamada de la sequedad, anuncio del desierto, sigue una curva que va de Nijni-Novgorod, por Riazan, y Orel, hacia Kiev y Rumania.

Xa

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¿Qué han hecho los hombres cuando el desierto ha avanzado sobre ellos ? ¡ Huir! Siempre, sí; siempre han huido ante el desierto. La expansión de la cultura árabe, el islamismo, se hizo a caballo; fueron los caballos de los árabes los que llevaron a los moros sobre España y a los Seldkoukes sobre los Balkanes. La MongoUa murió más lentamente. Cinco siglos empleó en huir del desierto, en China, en Corea, en Europa. Esto es lo que llaman la emigración de los pueblos. Pero estas emigraciones tienen lugar ante nuestros ojos, hoy, y es por eso que yo digo que quizás Rusia escape a su vez hacia el Occidente. Nosotros somos testigos de la manera como nacen estas grandes emigraciones. En mil ochocientos noventa y uno, cuando el hambre en el Volga, en momentos de sequía, mientras una espesa niebla soplaba del mar de Aral sobre el Volga, el hambre arrancó a la tíerra arruinada una población de siete millones y medio de hombres. En mil novecientos veintíuno, el hambre arruinó y se llevó de la tíerra a treinta millones de hombres que escaparon a través de Rusia, así como los alemanes del Bajo-Volga, atravesando la frontera, huyeron hasta la misma Alemania. Esos treinta millones de hombres, arrastrándose a través de Rusia, volvíanse caníbales y morían a lo largo de las ru­tas, muchas veces cargados de un equipaje valioso, pues el país del Volga era rico. Yo calculo que si nosotros no tomamos medidas, si un hambre parecida se produce en mil novecientos cincuenta y uno, arrancará a la tíerra y dispersará más de setenta y cinco mil­lones de hombres, y setenta y cinco millones de hombres son una masa humana de la que no dispuso Tamerlán. Estos setenta y cin­co millones de hambrientos, con sus provisiones y carretas, usted imagina eso, pueden atravesar Europa como las hordas de Atíla. Unos a otros se devorarán, ^mélicos, y si cuentan con bayonetas, será algo más espantoso que las guerras mundiales. Recordémonos del año veintíuno.

Pimene Sergueievitch Poletíka calló; dirigía al cielo miradas desapacibles, como si el sol fuera su enemigo. Fiodor Ivanovitch Sadykow calló también. Alrededor de ellos, en las praderas, miles de gentes trabajaban y construían. La caravana de taladradores y de

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dragas, instalada al nivel de la linea de agua, revolvía la tíerra para los acarreadores. Los acarreadores transportaban el lodo a mitad seco en wagonetas. Las escarbadoras ensordecían las^praderas.

— Yo sé como detener el avance del desierto sobre nosotros, siguió diciendo Kmene Sergueievitch. El desierto avanza porque...

Inesperado, resonó el silbido. Los acarreadores dejaron las carretillas al oir el silbido. Las mujeres se colocaron en fila. A un kilómetro, a lo largo de los diques, formaban una columna mul­ticolor.

— ¿ Qué es eso ? — preguntó Poletika. — i Yo no sé! — respondió Sadykov estupefkdo. Las mujeres iban hacia la ciudad. Caminaban esquivas, silen­

ciosas, preocupadas. Sobre líis campiñas briUaba el sol. Las nubes aborregaban el cielo. Julio desteñía el color de las praderas y que­maba con su ardor tórrido. En el preciso momento en que sonaba el silbido, sacaban de la casa de Laszlo el féretro de María Fiodo-rovna. Lo llevaban a la ciudad y de todas partes veíanse avanzar mujeres hacia el ataúd. Esa noche no«se había dormido en las ba­rracas de las mujeres, y nadie habría podido encajar en fórmulas netas las palabras que se dijeron esa noche en las barracas de las mujeres, ni tampoco la emoción que se desprendía de las pala­bras : el ingeniero Laszlo había matado, no a su mujer, sino a la compañera de todas ellas; no a un ser humano, sino a la digni­dad humana, y la había matado de tal modo, que la muerte de María simbohzaba el destino de la mujer. Por la noche, en la oscu­ridad de las barracas, apagada la luz elédrica, en el temor de esa oscuridad huérfana, se discutían la moral, la muerte, la tristeza huérfana de la muerte; las palabras esenciales habían sido estas :

— ¿ Entonces qué, hijas ? — ¿ Entonces, qué ? ¿ es eso ser mujer» ? — El la mató con sus propias manos... Setenta y una aflicciones femeninas estaban perplejas a causa de

una mujer. Pero pronto mezclóse a esta perplejidad la noción de las leyes, estudiadas por Laszlo, que transformaban a los trabajadores por cosecha en proletarios. Las barracas femeninas no durmieron

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esa noche, a causa del rumor de enjambre de las palabras. — Entonces ¿hubo la revolución o no?... — Entonces ¿ con quien debemos emprenderla ? ¿ con los tres

jornaleros o con Laszlo? — ¡Ciudadanas, ved lo que hacen con nosotras! Le hace la

corte, la requiebra en el trabajo, le hace un niño, la abandona y, después, ¡fastídiate con tu hijo! La revolución nos dio todos los derechos, y nos apoya en todo lo que tengamos que hacer. Ahora se le va a hacer un entierro, al pequeño señor, que toda la vida se recordará de su insolencia. Nosotras enterraremos a María de tal manera, que ni él mismo saldrá del ataúd.

Setenta y una aflicciones femeninas se desbordaron, llegada la mañana, en señal de protesta.

Laszlo seguía el ataúd; no veía ni el sol ni el ataúd, mas sí a las mujeres, que cada vez eran más numeroszis. A lado de él iba Daría, despreciadva y desesperada, llevando en la mano el pañuelo que no había tenido tíempo de ponerse sobre la cabeza. Las mujeres, a las espaldas de Laszlo, marchaban; éste lo sentía así, en un silen­cio de plomo, con pasos de plomo, y cuando una orílla de viento soplaba de los prados hacia la ciudad, venía de las mujeres un olor de plomo, olor de tíerra, de sudor y de manteca rancia. En cuanto a las caras de las mujeres bajo el sol, parecían de bronce. No así sus ropas que en nada se parecían a los metales. Bermel­lones, lustrados, ricos en color, los vestídos de esas mujeres de plo­mo y cara de bronce recordaban los cuadros de las procesiones rusas de la Edad Media y las fiestas antíguas de los domingos anteriores a Pentecostés — pañuelos de sirvienta en la cabeza y enaguas de obreras de cosecha convertídas en proletarias. Los pies desnudos de las mujeres martíllaban sordamente la tíerra, Edgar Ivanovich seguía el ataúd, vestído de negro, con un sombrero ne­gro de alas grandes. Detrás del ataúd las mujeres eran cada vez más numeros£is. Las calles de la ciudad comprimían la procesión, invadidas por las mujeres.

Y también el cementerio. Los minutos sobre la tumba dieron a Laszlo impresión de antíguedad. Los ojos de Edgar Ivanovitch se

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entreabrieron empavorecidos cuando la primera paletada de tierra, sordamente, en el silencio de los árboles del cementerio y del corte­jo, golpeó la tapa del ataúd. María, María deslizábase en la fosa de donde ninguno vuelve; jamás volvería, entregada, como la entregaban, a la nada. Edgar Ivanovitch vio cien rostros de pie­dra y bronce que veían más allá de él, como si él hubiera sido un lugar vacío. Así era eso, sin duda, en la antígüedad de los trizny*. Edgar Ivanovitch tuvo la impresión de que eran lúbricas esas caras de bronce y de piedra, pensamiento que pronto rechazó, no sin p>ensar después, que el sexo no solamente está hgado al naci­miento, sino también a la muerte; de nuevo rechazó este pensa­miento. No comprendía porqué estaban esas mujeres alU. Com­prendía que así como a María, a él lo iban a dejar bajo tierra, y sintióse en el sitio de María.

Laszlo recibió un golpe en el pecho. Delante de él erguíase Daría. Edgar Ivanovitch no reconoció aquella cara : estaba espan­tado. Edgar Ivanovitch comprendió que se había equivocado al pensar en la lubricidad de aquellas caras. El gesto de Daría, los gestos de las otras, expresaban el odio, el desprecio...

— ¡Arrojémoslo a él también en la fosa, y al diablo! — gritó Daría golpeando de nuevo a Laszlo en el pecho. — ¡ No necesita­remos fosa para nivelarte con la tíerra! ¡Niñas, mujeres! ¡que es esto entonces!... El es quién la mató, a saber cómo, pero... ¿ Y va a salir del agua sin mojarse, sin ensuciarse? ¿entonces qué? ¿ese es nuestro destíno?...

Daría deshecha en lágrimas olvidóse de Laszlo. Las mujer» gritaron, alharaquientas y amenazadoras, empu­

jando, con un solo movimiento compado, hacia la tumba. Sus rostros habían dejado de ser de piedra y bronce, cobrando humani­dad. Rostros humanos. Los árboles rodeaban la tumba con cerco de silencio. Los sepultureros llenaron la fosa a toda prisa. Veían con ojos espantados a la mvdtitud de mujeres. Se olvidó a la muer­ta. Daría tragábase las lágrimas.

I. Ceremonias funerarias de los esUvos primitivos-

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— ¡Camaradas! — gritó — con la voz cortada, agitando im pañuelo rojo. ¡Camaradas mujeres! Nosotras somos proletarias organizadas. Acaso un tribunal lo declare sin culpa; ¡bien! pero nosotras, nosotras las mujeres, necesitamos vivir, tenemos que construir nuestra vida, y nosotras vamos a juzgarle. ¡A nosotras vivir, a nosotras juzgar!

Laszlo sintióse un momento, como se sintiera Poltorak en la conferencia de la empresa.

Daría fué interrumpida por una vieja, a la que Laszlo no re­conoció de pronto. Recordaba haberla encontrado alguna vez en las reuniones plenarias de la célula comunista. La vieja, vestida con un largo camisón azul de puntos violados, un saco por bolso, con medias de cerda en los pies enormes, mujer vieja en el sentido ruso, — cuarenta años carcomidos por el trabajo cruel habían transfor­mado su faz arrugada, de cutis tostado de bronce — la vieja, sobre­poniéndose a sus lágrimas, tomó la palabra en tono reposado :

— ¡ Camaradas mujeres! Nosotras somos trabajadoras y comu­nistas, pero también él lo es, es comimista, y miembros del partido así no los queremos, no los queremos. Boycoteándolo, nosotras boycoteamos el libertinaje y protestamos contra nuestro destino. Él era camarada responsable y él... las gentes se ahorcan por culpa de él. Pues bien, hubo un juicio contra los tres jornaleros este año, y nosotras, mujeres, tenemos por eso todo nuestro dere­cho y defenderemos nuestra causa y la causa de la revolución... ¡No vale la pena de echarlo en la fosa! — gritó la vieja. Nosotras lo juzgaremos en la mejor forma, como le decíamos anoche, camaradas mujeres, por medio de nuestras organizaciones. Noso­tras hemos dicho, camaradas mujeres, que nosotras le demostra­ríamos que somos conscientes; pues bien, camaradas...

Un enterrador tiró a Laszlo por una manga, se inclinó a su oído — exhalaba fuerte olor de vodka—, y le dijo, entre cordial eirónico:

— ¡Lárgate! ¡Lárgate de aquí, barine] ¡yo te lo digo, lárgate! ¿ No ves que ellas mismas van a hacerse justicia ? ¿ No lo ves ? ¡ Lár­gate! Por allá atrás hay ima puerta pequeña; vete mientras ellas sueltan discursos.

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Edgar Ivanovitch no comprendía aquel minuto. Las mujeres le parecían más espantosas que la muerte de María. Caer en la fosa, al lado de María, no le parecía espantoso. El sol brillaba vio­lento antes de la lluvia. Los árboles se alzaban silenciosos. En otros tiempos, cuando era niño, Edgar iba al cementerio, a leer, a con­templar el porvenir. Todo su pasado se dibujaba ahora como sobre su mano. Los funerales se transformaban en mitin. Delante del mitin Edgar Ivanovitch tenía la impresión (si aun pudiese tener impresiones) de una ttyzna: mitin de sentimientos, pero no de ideas, mitin de instintos. En realidad las cosas no acontecían así. Una, la segunda, la séptima, la trigésima de esas mujeres de pa­ñuelos en las cabezas, de enaguas, de piernas, de senos, de vientres, de ojos, de pómulos, de sudor que hiede a goma de pegar — inex-phcable, invencible olor de oficina —; las mujeres, las mujeres, ese ser que puede tomar en sus manos el mundo, y el so>, María, Ma­ría, los cabellos de esas mujeres trascendían a manteca rancia, en tanto que los cabeUos de Lissa sentían a poUuelo tíbio. Todo aque­llo era aterrador.

— ... por lo tanto, camaradas mujeres, declaremos que noso­tras no trabajaremos con él.

— ¡ Lárgate, bañne! Los árboles flotaban sobre el cielo azul. Las nubes se habían

detenido. Detrás de los árboles apuntaba la cruz de la capilla del cementerio. Antigüedad. En cuanto a las caras de las mujeres, son lúbricas porque tienen el reflejo de un odio coleétívo, de una ofensa coleétíva, de una revuelta contra su destino.

— ¡Edgar Ivanovitch! ¡Edgar Ivanovitch, veamos! — la oreja y la nariz de Laszlo recibieron una bocanada de cebolla y de ajenjo —. Oye, Laszlo, eso es serio. Ya envié a buscar la mi-Ucia montada. Sigúeme.

Lazlo se volvió. Era el museólogo Griboiedov que le soplaba al oido, espantado, sudoroso, y serio a la vez :

— Esas bárbaras son capaces de matarlo ¿ no lo vé usted ? — ¡ Lárgate de aquí, bañne! — repitió el enterrador. Y Edgar Ivanovitch se alejó de la tumba como un ladrón, sin

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decir palabra — así convenía —, detrás del enterrador, no lejos del museólogo amigo del Cristo de madera, y pasó furtivamente de­trás del carro mortuorio. £1 caballo olía a reposo y a hierba fresca. La multitud de mujeres antojábase un furúnculo enorme, abierto sobre la tumba. £dgar Ivanovitch no se apercibió que corría hacia el fondo del cementerio con el museólogo. Los bordes de la hopalanda del museólogo se abrían en forma de murciélagos. El museólogo marchaba pálido de espanto. £1 museólogo dejóse caer sobre la tierra, detrás del cementerio. Cerca de él, cayó Laszlo.

Así fué como Edgar Ivanovitch Laszlo asistió al entierro. El corresponsal de la Komomolskaia Praoda, presente en los

funerales telegrafió a su periódico en estos términos : « ... las causas por las cuales las mujeres dejaron el trabajo

están en relación con los funerales de la mujer del ingeniero Laszlo. La protesta en masa de las mujeres debe ser considerada como el despertar de la conciencia de clase. La protesta fué moti­vada, no solamente por la muerte de la mujer de Laszlo, sino también por otra serie de incidentes, tales como el acto de sadismo de ciertos jornaleros de Penza (ahora condenados), la asiduidad inconveniente de los contramaestres y deceneros con las mujeres empleados, ciertos pases de favor acordados a sus amantes, tanto por los obreros como por los.empleados de la administración. En relación con esta protesta colectiva... »

Los trabajos en las canteras tocaban a su fin. £1 nuevo río, la lucha por el socialismo, convertíanse en realidades. Decenas de ríos y arroyos en cientos de caseríos y aldeas rusas precipitaban las aguas que habían contenido miles de diques. Se concluía el espaldón derecho del monolito. Los Dumpkar traían a la fábrica de Chtechourov, a lo largo de la cresta, las últímas toneladas de hormigón. £1 monolito hundíase en los cimientos abiertos en el

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piso removido por el aire liquido. Se alzaban a toda prisa las paraderas del dique. £1 agua avanzaba. Se cubría de cemento el fondo del tkalweg. El relleno de tierra del nuevo cauce, trans­formado en lago, y tapado con fajinas se extendía por centenares de kilómetros, hasta Bronnitsy. Los teléfonos sonaban. Sonaban los teléfonos en las canteras todo el día.

A la hora de acostarse, el ingeniero Laszlo había ido al despa­cho del ingeniero principal, vestido de luto, con polainas duras, sombrero negro de grandes alas, y su cartera bajo el brazo. Volvía de le» funerales, los ojos debiUtados para la acción. Las gentes del despacho no se iban, a pesar de que ya había termi­nado la jomada de aquel dia. £ n todos los despachos de fábricas y canteras, siempre espaciosos y lejanamente arrogantes, encon­trábase siempre la vaga evocación de la muerte, porque el ruido de las máquinas de calcular remedaba él de las osamentas y porque en las oficinas no se reglamentan trabajos, sino ideas de trabajos. Laszlo pasó por su despacho contra su voluntad, e inmediatamente despuá de llegar Laszlo, su oficina fué invadida por muchos cientos de mujeres; Se presentaban calmosas y preo­cupadas, llenando el despacho del ingeniero; viriles y severas, rompiendo con su presencia y sus vestidos multicolores la claridad espaciosa y la arrogancia del despacho. La mujer que las presidía extendió por encima de una barandilla, sin decir media palabra, una resolución tomada por ellas todas. La resolución pasó a manos de Sadykov. Estaba dicho que las mujeres boycotearían al ingeniero Laúszlo, que había saUdo de su despacho para ponerse al lado de Sadykov. Sadykov leía en voz alta.

— Pues bien, Edgar, se brindó y se bebió, ¿a fondo, no ? ¿ te acuerdas ? A mí me gusta recordar la historia de esa barcaza que naufiragó delante de Saratov... Sadykov hablaba seriamente, calmado, a media voz. Lioubov Pimenovna nos habló una vez del pescado podrido que olía a violetas. Toma, lee la resolución y hablemos del trabajo.

Las mujeres, las mujeres en silencio habían salido del des­pacho.

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* *

... La noche, la habitación vacía, el silencio, nadie, nada... « Hay que quitar esos libros! ¡ Es verdad que María se parecía

a un libro! » Silencio, nada, nadie... La casa estaba abierta por todos lados.

Los Ubros principiaban a caer de los estantes, habitaciones oscu­ras. El círculo se cerraba : ¡ qué de siglos de oro! Los antepasados de Laszlo habían partido del Volga que entonces se llamaba Ra. Laszlo había venido para rehacer las fuentes del Volga. Laszlo perecería ahora cerca de esas fuentes.

Laszlo se levantó del diván y echóse a la calle sin sombrero. A la izquierda desparecían hacia Chtechourov la cadena de las linternas del monoüto; atrás ardía el fuego de los canales de deri­vación. El fuego de las canteras se golpeaba contra el cielo negro, contra las nubes bajas. Goteaba del cielo menuda lluvia, ya oto­ñal. Sobre el prado erraba el viento. Laszlo dejó abiertas las puertas de su casa. Partió evitando los fuegos y los sitios donde podía encontrar gente, en medio de las tinieblas, bajo la lluvia, por el prado. Caminaba con andar de loco. La media noche avanzaba sobre la tierra. Los libros no daban reposo a Laszlo. De pronto oyóse una voz en la oscuridad :

— ¿Todavía tú? Levantóse delante de Laszlo el ingeniero Poltorak. Ni Laszlo

ni Poltorak se extrañaron de aquel encuentro. Poltorak volvió a tenderse sobre la tierra mojada. Cerca de él acurrucóse Laszlo. En ese momento la lluvia empezó a caer, a caer, a caer... Los dos ingenieros fumaban en silencio.

— Evguénii Evguéniévitch, por informes llegados a las cante­ras se sabe que eres un saboUur—dijo Laszlo con indiferencia.

— Así parece — respondió Poltorak en el mismo tono de completa indiferencia — y parece que esta misma noche, a la una de la mañana, vamos a hacer saltar el monolito.

Callaron los dos al mismo tiempo y siguieron fumando ciga­rrillo tras cigarrillo.

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• •

— A la tina de la mañana — había dicho el mayor de los Bezdietov.

— A la una de la mañana — había dicho Skoudrine. — Sí, a la una... Y todo lo que siguió después fué para Poltorak un dehrio en

esa noche de su p)erdición. £1 cochero arroja fuera a Kolomna y trae la casa de Skoudrine. lakov Karpovitch, surgiendo detrás de la fragata de los alcoholes, a las espaldas de los hermanos Bez­dietov, hace el loco, divaga « no hay trabajo sin cebo ». Patelina afirmaba que un canalla puede matar y que no todo canalla es un loco, y Poltorak sabía, sabía profundamente, esa noche, que era su última noche; que la muerte puede venir sin efusión de sangre, asi como no es sólo sobre la sangre que se edifican las construcciones. De casa de Skoudrine fiíese Poltorak en su dehrio, en esa una de la mañana, cercb del puente del barco inflamado por la noche y donde afirmábase la debihdad de los ojos de los Bez­dietov, pesados como los ojos de Sherwood. Los ojos veían desde el fondo del desierto de los prados, fijando su debiUdad tranquila sobre una columna de fuego que ascendía hacia el cielo, en los gritos, el horror y el auUar del agua. Poltorak arrastraba el fardo de sus amores. Sentía levantarse alrededor de él una completa falta de fiíerzas, el beso de Anatole Kourakine, la ausencia de sangre, la ausencia de hogar, la muerte, el vacío, la devastación, el espanto, la muerte imprevista de la sangre. Poltorak se prepa­raba para la una de la mañana. Poltorak no sabía a donde ir. Iba por los confines de la ciudad, por el ribazo del Moskva, delante de la torre Marina Mnichek, bajo el Kremün. £ n la torre graznaban los buhos. Poltorak desembocó en el prado. Todo se deformaba y se quebraba; el mañana recularía tan lejos como la infancia. A sus ojos ardían los fuegos de las canteras, alejando los prados en las negras tínieblas. Poltorak se apartó del fuego, yendo hada la oscuridad. £ n los prados que de aqui a pocos meses iban a ser sumergidos por el agua, cantaban las

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apacibles codornices. El viento soplaba. La lluvia seguía cayendo. — ¡Viera, Nadiejda, Lioubov! su mujer se llamaba Sofía.

¡ Viera Nadiejda, Lioubov Sofía!... Poltorak deliraba del delirio de locos que matan. Fé, Espe­

ranza, Amor, Sabiduría, nada, el delirio. Todo está fundado sobre la sangre, y he aquí, sin embargo, llegada la ausencia de la sangre. Viera murió de muerte exhausta. Nadiejda dijo que no sentía cuando era ella realmente, y que, con Poltorak, quería ser una a quien todo le fuese permitido ¿porqué?... Poltorak sólo es cabal hablando con Skoudrine. Lioubov vino a decir que ella se iba. Los lobos cercados por los estandartes de los monteadores no saben que por la floresta, en el alba oscura, extendiendo sus estandartes, detrás de los árboles, en el silencio, están apostados los cazadores para matarlos, y la muerte viene no por los mon­teadores aullantes, sino por los hombres mudos. Los rebatidores diéronse a gritar, a ulular, a chillar y la vida, la vida quedó más allá de los estandartes, más allá de los monteadores, la vida natural, la vida ordinaria. ¡Viera! ¡Nadiejda! ¡Lioubov! ¡Fél ¡Esperanza! ¡Amor! ¡Rusia! La lluvia caía. Soplaba el viento. La oscuridad cubría los horizontes. Poltorak corría por el prado. Delante de sus pasos silbaban, regañaban, gritaban, lloraban, gemían las escabadoras en el delirio de los ñjegos de las canteras. Poltorak huía a todo correr por el otro lado. Las escabadoras tartajeaban de horror. Poltorak cayó tropezando en un terrón. Sobre su cabeza aullaban, vociferaban los monteadores. Viera, Nadiejda, Lioubov, eran monteadores aullantes, pero no de muerte. Entre los aullidos aparecían ima esquina de tranvía mos­covita, un cristal blanco, las palabras : « ¡Ciudadanos, pagad, pagad vuestro lugar sin esperar a ser requeridos por el conductor, bajo pena de multa. » Era ésto lo que más se asemejaba a la muerte. Poltorak arrastraba el fardo de sus amores. Poltorak era ruso, nacionalista, mas ¿desde cuándo estaba contra todo lo que era ruso, él, él a quien Sherwood había dado las libras esterlinas inglesas para que hiciese saltar el dique construido por obreros rusos ? En su delirio surgía la conferencia de la empresa de obreros.

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« Ciudadanos, pí^ad bajo pena de multa ». « £ n lugar de cerveza llevad vuestras economías a la caja de ahorros ». Palabras de iletrados pues la frase significaba que antes se había llevado cer­veza a la caja de ahorros, en lugar de economías. En el tranvía, allá, razonaba un compañero borracho. « Antes, ved como pasaba; de un lado el tonelero Piotr Petrovitch, del otro lado el tonelero Ivan Petrovitch, yo trabajaba en casa de Ivan Petro­vitch, juntos bebíamos la copa del domingo, nos insultábamos el lunes, agarraba yo mi ración de bofetadas y el martes me largaba a trabajar en la casa de Piotr Ivanovitch, quien me recibía con los brazos abiertos, en vista de que era una mala pasada la que se le jugaba a Ivan Petrovitch; mientras que ahora, aunque yo haga escándalo en la tonelería de Vladivostok, no me querrán por eso en Minsk, y no solamente en la tonelería, hablo de cual­quiera otra mamiíactura.» Así como en el cinematógrafo, cuando el operador está apresurado, Poltorak vio los cientos de cientos y nules de avisos con los que su Rusia se defendía de él. « No bebáis ». « £1 darse la mano, está suprimido ». « Exponga su nego­cio con brevedad ». « Siéntese usted sin que se le invite a hacerlo ». « Prohibido fumar y escupir ». « Plazas de pie : lo, máximun ». « Atención a los ladrones ». « Ciudadanos, al recibir de la mihcia un recibo de multa, velad p>orque el valor de la multa se escriba sobre la matriz del talonario de multas ». Avisos morales, que, como la sal de reconcentrada salmuera, regaban la moraUdad por las caUes. Poltorak vio alargarse un brazo contra él, exten­derse a sus ojos un brazo envuelto, im vendaje soldado con la soldadura que ponían los médicos de control de Kolomna sobre las curas de los obreros, para evitar que éstos mismos se sabotasén a «condidas, en sus casas, para vivir de sus heridas. La curación controlada se le fijó en los ojos. £1 hombre, sin la menor consideración de su individuahdad, era tratado como un picaro, el hombre no merecía confianza, el hombre ya no era un ser honesto, el hombre era culpable con sólo el hecho de vivir. Era todo esto lo qué se alzaba a su paso, y todo esto era la muerte. Poltorak se volvió un lobo. Levantóse y huyó en la oscuridad, a la

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carrera. Detrás, más allá de la tíniebla del prado, ardían los fuegos de las canteras. De por ahí venía Rusia, el país que hacía una guerra sin efusión de sangre. En imágenes deUrantes llegaban a las canteras, por el prado, hombres, ciudades, fábricas, trenes de ciudades, trenes de fábricas y canteras. Rusia marchaba hacia el socialismo, a alcanzar lo inalcanzable. Los hombres caían de ceuisancio, mas pronto levantábanse y segxiían la marcha. Las ciudades llevaban stis diversas insignias rojas. Nadie quedaba en su lugar, nadie se detenía. Todo marchaba. Hasta las selvas y las aldeas marchaban, los hombres, los edificios, los camellos, las piedras, las aguas, la tíerra. La Rusia, la Rusia gris y de acero en bandas desencadenadas, en destacamentos de anuncios y de pala­bras de orden, en cuerpos de ejército de sindicatos, con la in&n-tería de los servicios públicos, la artillería y los carros de combate del partido comunista organizados como las fábricas de constru­cción. Verdaderamente era una gran fábrica la que avanzaba, la armada obrera de la Rusia coordinada, disciplinada, ligada, dirigida, adiestrada por cientos de miles de organizaciones co­munistas, sindicales, gubernamentales, rurales, obreras, locales, provinciales, \u-banas, campesinas, intelectuales, de Trabajo, de Higiene, de Instrucción Pública, de Comercio y otras, por cente­nas, organizando al hombre, organizando el trabajo, subordi­nando, coordinando. Poltorak deliraba; aquella marcha le pare­cían a la vez los funerales de María y la conferencia de la empresa. Los hombres, las ciudades, la tierra caminaban hada las canteras, atravesando estos campos de batalla en lucha por el sodalismo. Poltorak corría por el prado. Las imágenes se desbordaban, no de las canteras sino del corazón de Poltorak. El tenía que hacer saltar el monolito. Y vio que él iba con todos en ese desborda­miento de gentes, de dudades, de la tierra que iba a su paso, paso a paso con él. Se detuvo. Luego corrió, cayó en una fosa y apu­róse en salir. Delante de sus pasos se abrían traidoramente nuevas fosas, hoyos, y siempre había vm hielo viscoso. De la oscuridad vino un borracho, dirigiéndose hacia Poltorak. El okhlomone Ojogov. Detrás del okUomone se alzaba la inmovilidad de un

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cerco, masa negra que cortaba la visión del cielo casi oscuro. Daban luz, más allá de la empalizada, fuegos eléctricos azules.

— ¿Qué haces aquí dando tumbos? — preguntó el oklo-mone.

— ¿ Quién está alh? — interrogó Poltorak. — Soy Ivan Ojogov. — ¿Y en dónde estamos? — En las canteras de la ladrillera. Porque en torno a lais ladrilleras se ve la tierra revuelta y los

techos de los depósitos de ladrillo son bajos y larguiruchos, y sus empahzadas sin vida, estos sitios se antojan lugares de desolación y de misterio. El okhlomone estaba borracho y apenas se sostenía sobre sus piernas. Temblequeaba como im perro y se golpeaba el pecho con las mane».

— ¿ Que haces aquí ? — preguntó Poltorak. — Te vigilo. Yo sé bien, ¡ah!, que tú y mi hermano lachka

qideren hacer saltar el dique. Yo sé bien, ¡bah!, por eso mi hermano guarda todas las noches su ganado por aqui.

— ¡ Estás diciendo tonterías, imbécil! — ¡ Nada de tonterías! Y hubo un sólo silencio entre los dos. — ¿Tu viniste entonces? ¿Te arrojaron? — interrogó Iván. — ¿Qjié? ¿qué? — Qjie tu te pusbte, tu mismo, en la puerta de tu conciencia,

y no pudiste quedarte íiUi — dijo irónicamente Iván, añadiendo en tono más serio — ¡ Llora!

Y en lo que siguió, si Poltorak hubiera estado vivo, no habría podido saber quien de los dos deUraba, si él o Iván. En su dehrio hablaba Iván Ojogov en voz baja y temblorosa de su distrito municipal, de gentes parecidas a él, de lo que había sido, del tiempo en que era él primer presidente del ejecutivo de Kolomna, de lo que pasó en las años que van de mil novecientos diez y siete a veintiuno, de todo lo que en ellos hubo de maravilloso, y de su ruina, esos años pavorosos y justos; contó como a él, Iván Ojogov, lo había expulsado de la Revolución, de como recorría Kolomna

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para obligar a las gentes a llorar; habló de nuevo de su distrito, de su igualdad, de su fraternidad; afirmó que el comunismo es la renunciación de los bienes materiales, para im comunista de verdad lo primero es la confianza, la atención, el respeto del hombre, de los hombres. Un pequeño viejo meticuloso temblaba bajo la lluvia, levantándose con las manos flacas, temblorosas de frío, el cuello de la americana. Los corredores de la ladrillera afirmaban su desolación. Iván Karpovitch encaramóse a un cerrito. La luz que llegaba de detrás de la empalizada le bañó la cabeza y viósele entonces la cara de loco. Poltorak sabía que efectivamente Ojogov había sido presidente del ejecutivo de Ko-lomna, que enloqueció en el año veintidós, cuando fíié abolido el comunismo de guerra, y de las gentes parecidas a él que le rodeaban... Miserables, mendigos, adivinadores, sacadores de suerte, patituertos, indígenas, lisiados, profetas, santurrones, inocentes, pobres de espíntu, contorsiones de la existencia coti­diana de la Santa Rusia, como decía lakov Karpovitch, bauti­zando para la eternidad a los miserables de la Santa Rusia en el nombre de Gristo. lakov Karpovitch afirmaba que esos seres deformes eran el adorno de la existencia, la cofradía de Cristo, los intercesores por el mundo en las puertas del cielo. El ingeniero Poltorak tenía delante de sí a im mendigo miserable, a un pobre de espíritu, un inocente de la Rusia soviética que, en nombre de la justicia, conciencia secular de Kolomna, intercedía por el comunismo. Iván Ojogov recorría Kolomna de hogar en hogar, por casas de conocidos y de desconocidos, pidiéndoles que llora­sen. Decía sermones arrebatadores sobre el comunismo, discursos insensatos, y en los bazares muchos lloraban al oirle hablar. Recorría los servicios públicos y malignamente contábase que algunos jefes se frotaban cebolla en los ojos para conquistarse en la ciudad, por Iván y sus okhlomones, la indispensable popula­ridad de Kolomna. Las buenas gentes de Kolomna honraban a Iván; no en balde habia aprendido Rusia, durante siglos, a honrar a los pobres de espíritu, a esos por cuya boca habla la verdad y que en nombre de la verdad, gustosos, llegan a la muerte.

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Iván bebía para destruirse con el alcohol. En esos momentos, Iván estaba ebrio de cosas misteriosas, ocultas, de verdadera fra­ternidad, de comunismo, de sohdaridad, de igualdad. La cabeza de Iván, única en el mundo, se destacaba en lo alto, erguida, con los ojos ardiendo de ardiente locura.

— ¡Llora! — gritó Iván. Poltorak no comprendió de pronto, arrancándose con pena

de sus pensamientos. — ¡Llora! — ¿Q,ué dices? — ¡Que llores! Llora, ingeniero ¡llora! Yo no permitiré que

mates la Revolución. ¡Llora! — ¡ No vale la pena — contestó Poltorak — ya es demasiado

tarde! — ¿Qjic no vale la pena? ¿Que ya es demasiado tarde?

Entonces, largo de aquí, márchate a donde quieras, al diablo, lejos de mis ojos, antes de que yo te mate. ¡ Lárgate!

— ¿ Que es lo que has gritado ? — ¡Anda, vete, todavía es tiempo, antes de que yo te mate! El okhlomone saltó del cerrito donde estaba sobre Poltorak,

empujando a Poltorak. — Vete, anda, lárgate de mi fábrica... Poltorak retrocedió y cayó. El okhlomone le dio un pimtapié.

Poltorak arrastróse más lejos, tembloroso, mudo. Caía del cielo la lluvia sobre la tierra negra. Detrás de Poltorak pasaban las columnas en marcha de la Rusia gris de acero. La curación con­trolada borrábase de la visión del ingeniero. Brillaban siniestros los fuegos de la canteras y gemían las perforadoras. Poltorak siguió por tierra. Las hierbas de los prados estaban segadas. Los que matan pueden matar no solamente a otros sino también a ellos mismos, y los que han sido matados pueden matar también. Poltorak enterraba las uñas en la tierra hasta hacerse daño, la hierba segada le picaba la cara. Poltorak habría querido detener d tiempo.

Oyó pasos humanos y levantó la cabeza.

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— ¿ Pero eres todavía tú ? Derecho hacia Pohorak avanzó el ingeniero Laszlo.

* * *

La lluvia seguía. El viento erraba, registrando las extensiones negras y húmedas. Poltorak estaba t e n i d o por tierra y Laszlo cerca de él. Fumaban.

— Evguénii Evguenievitch — dijo Laszlo con tono indife­rente — a las canteras llegaron informes de los cuales se deduce que usted es un saboteur.

— Así parece—respondió Poltorak con hablar indiferente —, parece que es verdad, que esta misma noche a la ima de la mañana, esta misma noche vamos a hacer saltar el monohto, por más que sería mejor esperar tres semanas, para cuando el agua afluya, pues entonces el efecto resultaría bastante mejor.

Ni Laszlo ni Poltorak inquietáronse por las palabras que aca­baban de pronunciar. Bajo la lluvia los dos cigarrillos ardían mal. Los dos ingenieros guardaron silencio.

— Pero lo van a fVtsilar, Poltorak — observó Laszlo. — A usted también lo van a fusilar. Poltorak guardó un corto

silencio. Aparte de eso, yo no sé en dóndC^está usted; en cuanto a mí, ya estoy fusilado. ¡ Muy divertido! Ya estamos ñisilados sin que la sangre corra. Para nosotros el multíphcador cero. ¿T^o es verdad? En todo caso hablo por mí...

— Perfectamente justo; nosotros'estamos multiphcados por cero. Mis antepasados partieron del Volga hacia el Danubio y yo volví hacia el Volga. Usted se ha vuelto loco, Poltorak.

— No, fusilado. Me he vuelto un hisilado, un cadáver. Fusilado sin que la sangre corra. Fusilado el día de hoy por los funerales de su esposa y por la conferencia de la empresa. Tengo el honor de presentarme a usted : Evguénii Evguenievitch, cadáver, ingeniero, cadáver. Poltorak tosió y tomó una posición más có­moda en el suelo. Cero. Sin efusión de sangre. Pero lo principal es que yo ya no soy saboteur, ya no me quedan fuerzas ni para

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poner fuego a las fogatas. Y usted, Edgar Ivanovitch, si no com­prendo mal, ha dejado de ser constructor y revolucionario. Ni el uno ni el otro servimos para nada. Usted no ignora que cualqidera infamia que el hombre haya cometido y cualquiera que sea la ignominia en que esté mezclado, siempre halla modo de justificar sus aétos. ¿Sabe usted lo que es una ciuración controlada? Yo se lo expHcaré en dos palabras. Usted, pongamos, se hiere un dedo; usted trabaja en una oficina pública o en una fábrica; al ir a la enfermería, de la enfermería lo mandan al médico de con­trol, el médico de control personalmente le ata la venda y la sóida para que no pueda usted, en su casa, deshacerse los vendajes y sabotarse a sí mismo. Se llegó a eso porque muchos tardaban meses enteros en curarse ima pequeña cortadura que corriente­mente habría sido cosa de tres días; se hizo eso a causa de los autosaboteurs, pues parece que estar enfermo es un bien, por más que siempre ha sido lo contrario. No debo tener confianza en mí mismo; yo soy un individuo, pero no es conveniente que a causa del sabotaje individual las fábricas se cierren, y por eso se ha llegado a la curación controlada por el Estado. Creo que esas curaciones controladas, aplicadas, no precisamente sobre heridas, sino sobre nuestras almas son las que me han traído aquí, en este instante, a esta hora noduma, por estos prados noc­turnos. Antes vivíamos en la moral familiar, ahora vivimos en la moral coleétiva. No ignora usted, sin duda, que los cigarrillos que estamos fumando, sus botas y las mías, nuestros alojamientos, y así sucesivamente, no son sólo propiedad nuestra, sino son también del Estado, en la misma medida que el trigo sembrado por el mujik, las locomotoras, y las entrañas de la tierra. Puede ser más o menos, pero es así. Ahora queremos acaparar la mayor cantidad posible de botas, de calzones, de fábricas, de trigo, de máquinas; es por ello que ustedes construyen el monoUto. Durante los años de la guerra y de la Revolución gastamos una enorme cantidad de botas y de trigo; pero he aquí lo que yo no sabia : que mi tiempo había muerto, y era lo que probablemente ignoraba también usted antes de esta noche. Parece ser que las

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botas y el trigo son como la moral : un haber de cada imo de nosotros; no la ciencia, que vamos aprendiendo a estimar poco a poco, pero si la moral, las cuahdades morales. Y parece también que la moral puede ser desperdiciada como las botas y el trigo : así es como la Revolución hizo grandes gastos de moral. Por lo tanto precisa reconstruir los stocks de moral como los stocks de botas y como la superficie de ahulado porque la moral es un objeto de consumo simple y palpable, no rhenos indispensable que las americanas y las patatas. Cuando las reservas morales se han agotado hasta cero, entonces quedamos nosotros, y en todo caso yo. Esto se produce cuando se ha gastado la última caloría de las cuahdades morales. Pero la moral, igual que la tela, puede ser de buena o de mala cahdad, como los géneros ingleses, o mediocre como nuestros géneros. Nuestros razonadores dicen : país igno­rante, ignorancia, pueblo ignorante, esto se encuentra mancillado a causa de la ignorancia rusa, del obscurantismo ruso. Y nuestros raciocinadores se equivocan, pues se puede hacer mal o bien, d»trozar, mancillar, no sólo por ignorancia, pero también por mala moral, tm-bia, rancia, como trigo podrido, o bien p>or ausen­cia de moral — como en mi caso — pues soy un hombre muy instruido, aun en cuestiones de moral y de fUosofía. El vendaje controlado es una cuestión de orden moral, y no del orden del conocimiento o de la ignorancia, del «cdsmo modo que la mala fé en lo que respecta a las mujeres o la palabra dada, el robo, la mentira, la estafa, la falta de honradez, el arrivismo, la buro­cracia. En nuestro país se no respeta al hombre, y, como conse­cuencia, no se respeta tampoco al primer derivado humano : el trabajo humano, porque antes de resj^tar el trabajo debe respe­tarse al hombre. En nuestro país el hombre mismo, sólo porque es un hombre es tratado como un rufián, y el hombre actúa según se le trata : se hace ladrón, disipador, traidor, violento, se burla de todo lo que quiere. El hombre, considerado y tratado como un rufián, se vuelve un ser de tal naturaleza que resulta un medio y no ima finahdad; es tratado como una cosa, y no se acude a su honor. En Rusia no se debe creer en el hombre. Se admira en

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nuestro país que un hombre sea probo, cuando lo que debería admirarse es la falta de probidad humana. Me objetará usted que todo esto pertenece a la vieja Rusia, pero ¡no importa!

Poltorak se sentó, arrojó su cohlla y encendió otro cigarrillo : — Usted habrá notado como nuestra organización de Estado

resulta vuestra y no mía, y, sin embargo, se estrangula a fíierza de enredos, hipocresía, traiciones y descomposiciones morales. La organización del Estado lucha con armas de intuición y de con­trol. £1 Ciomisario del pueblo, ante la inspección Obrera y Cam­pesina, es una institución moral, así como los anuncios en las calles, en las escaleras, en los tranvías,, en las posadas, en las ofi­cinas — atención a los ladrones; prohibido escupir; no fume usted; lave el pocilio luego de haber bebido; no camine usted con pasos fiíertes. En mi casa hay en la escalera esta inscripción bajo la lámpara : « Ladrón, no te des trabajo inútil, la lámpara está soldada. » Y en los tranvías de Moscou se pegan avisos invi­tando a la delación ; « Ciudadano vigila al inspector ». Vé usted como todo un país se ha convertido en aviso morahzador. Los avisos morahzadores saheron a las caUes, porque no pudieron quedarse en eso que se llama las almas. En Rusia las personas son culpables por el solo hecho de vivir. Digo todo esto porque a toda ignominia hay que encontrarle justificación.

— ¿A quién mató usted? — pregimto Laszlo con voz indife­rente, arrojando la cohila de su cigarro mojada por la lluvia.

— A mi mismo, — respondió Poltorak con entonación expe­ditiva. Y a su vez preguntó, dándose un aire inquieto : — ¿Y usted a quién mató?

— ¿ Yo ? Ya no me acuerdo. En el firente, durante la guerra civil...

— Eso también es en efedo una suciedad, pero no por eso entra en cuenta. En esos tíempc» usted mató regando sangre y pagando con su sangre. Pero esta vez, usted mató a su mujer.

— Mi mujer se ahorcó. Yo me maté a mi mismo, como le pasó a usted.

— Eso es, yo lo oí decir, su mujer lo mató.

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Hubo un silencio. Poltorak se acurrucó delante de Laszlo. — Me persiguen mil alucinaciones; estoy verdaderamente

mal — dijo Laszlo. — Veo mi cerebro como hecho de albóndigas, de bolas de carne sangrante, y sobre él veo correr los ratones. Usted tiene razón, pero usted sabe que el prado, donde nosotros hablamos en este momento, será cubierto por el agua hasta veinte metros de altura. El agua lo sumergirá todo, y a nosotros también. Y se desbordará el molino de la vida nueva.

— En seguida nosotros vamos a hacer saltar el dique — aña­dió con.tono de hombre preocupado Poltorak, y, sacando su reloj, encendió un fósforo para ver qué hora era. — Pero..., ¿ya es la una y veinte ? ¿ Donde está Skoudrine ? ¿ Se acuerda usted de Guerra y Paz de Tolstoi ? Como lloraba yo siendo joven, como lloré la pureza hollada por los pies, leyendo la forma en que Ana-tole Kourckine besaba a Natacha!... ¿ ha leído usted \o& avisos en los tranvías ? ¿ En lugar de la cerveza, llevad a la caja de ahorros vuestras economías? ¿antes llevaban a las Cajas de Ahorros, la cerveza? Sí, es perfeélamente cierto, el agua sumergirá todo. Qviedarán las mujeres que lo enterraron a usted, y las conferencias de la empresa que me enterraron a mí.

* * *

£1 viejo avanzaba hacia los dos ingenieros, como se acercan los ciegos, las piemas sumidas en las oscuridad de la tierra. Loco que quería matar. Detrás de su espalda se dibujaba, de color verde turbio, la abertura del horizonte. El viejo sostenía el cielo.

Laszlo habló: — ¿Conocen ustedes al museólogo Griboiedov? todas las

noches bebe vodka en compañía de un Cristo de madera. Si; estos prados serán sumergidos y todos nuestros dolores. Todo lo que es nuestro es nada, pues ya pronto desparecerá.

Poltorak no tuvo tíempo de responder. Skoudrine llegaba. Skoudrine detúvose delante de Poltorak. Skoudrine lloró. Skou­drine gemía, gritaba, se lamentaba :

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— ¡Gracias, gracias, gracias! Gracias a usted, Evguénii Evguenievitch. ¡Gracias, gracias, gracias!

Ni Poltorak ni Laszlo se extrañaron. Poltorak habló : — Nos llega un cadáver más. Un viejof y no quiere morir.

Poltorak guardó silencio, luego pregfimtó con asco : — ¿ Entonces no vamos a hacer saltar el dique ? ¿ Tampoco usted ? ¿ no es usted un buen saboteur ? ¿ Ha agotado sus reservas, en usted, la concien­cia patriarcal ?

El viejo no escuchaba. El viejo gritaba, lloraba. — ¡ Gracias, gracias, gracias! — Sí, sí, — exclamó Laszlo, animándose de repente — ¿ saben

ustedes lo que son los cuartos oscuros de los hbros? Sí, nada va a suceder; dentro de poco tiempo, no podrá reconocerse este sitio, este lugar, donde nosotros nos encontramos ahora, nada va pa­sar en algunos años, y...

Poltorak sacó un browning, lo examinó, verificó el número de balas que contenía, e introduciendo una en el cañón, jugó con el arma, el dedo ya puesto en el gatillo. Hizo girar el browning alrededor de su dedo y dijo :

— ¿ Quién el primero ? Los ingenieros estaban acurrucados uno delante del otro. El

viejo estaba de pie cerca de eUos, la cabeza en el cielo, la batuta en la mano, agitándola al ritmo de « gracias » « gracias ». La lluvia caía de lado, apresuradamente, en gotas obUcuas. El tinte verde se regaba en Oriente, extendiéndose.

— Yo siempre me he pregimtado : ¿ con sangre o sin sangre ? Hubo muertes en las canteras, la de su mujer y las nuestras. En­tonces, hubo sangre.

Los ojos de Laszlo, de pronto, estuvieron prestos para aduar. — Sí, lo voy a matar, porque usted es un saboteur, y después

me mataré yo inmediatamente. El viejo arrabató el revólver de las manos de Poltorak, arro­

jando lejos de él su batuta. Skoudrine hizo fiíego —, ese viejo que había perdido la noción del tiempo y el miedo a la vida.

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La bala hirió en la cara a Poltorak. En el momento en que Laszlo vio el cañón del revólver delante de su cara, sus ojos estaban pres­tos a engendrar la acción. El alba nacía. £1 viejo gritó :

— Gracias, gracias, gracias... La cabeza grasa del viejo sostenía el délo. El viejo disparóse

en la boca. El sol sobre Rusia, sobre la Unión de las Repúblicas Soda-

listas, empleó ocho horas enteras en levantarse, pues a la hora en que en Vladivostok es media noche, son en Moscou las cuatro de la tarde, y a la hora en que es medio día en Vladivostok, sobre Moscou se pinta el alba.

BORIS PiLNIAK.

(Traducción de Miguel Ángel Asturias.)

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CONOCIMIENTO

DE AMERICA LATINA

QUEDA poco lugar libre sobre la tíerra. Todo está alquilado, como las localidades de un gran teatro cuando se representa una gran

• pieza, aunque, par^ decir la verdad, el escenario y la sala se confunden tan íntimamente, que sería a veces diíicil saber donde

se desarrolla el espedáculo. Pero se sabe que en todo establecimiento que se respeta hay sitios

privilegiados : galerías, butacas, palcos. Desde ahí se juzga bien; ahí es donde se tienen ideas netas y decorosas. Después, puede hablarse de lo que se ha visto, de lo que ha ocurrido. Así, algunas viejas civilizaciones con­templan la tierra entera con condescendencia, como viejos abonados de butaca. La historia y la geografía les pertenecen. Ninguna virtud terrestre les escapa, ya que, según su punto de vista, todo ocurre para ellas. Volvien­do a nuestra" imagen, diremos que la señora escotada del primer palco del centro olvida que cualquiera, en la sala, conoce la pieza tan bien como ella. Tampoco toma en consideración que el menor comparsa sabe más que ella sobre la obra y que el espedáculo de una sala que absorbe una pieza de teatro resulta — es lo menos que jxxiamos decir—incomparable.

Me situaba en el punto de vista de la dama escotada, cuando decía : ya no queda lugar en la tíerra. Sabemos todo lo que puede saberse del Polo Sur o del Centro de África; no hay por qué insistir sobre este punto.

Pero esto es satisfacemos a poco costo y quiere decir que si no igno­ramos cosa alguna de Honolulú o de Aden, es porque la vieja civilización escotada que juzga hace derivar todo hacia sí misma, y considera el resto del mundo como una serie de butacas desde donde pueden tenerse visiones sobre las decoraciones y los adores. En realidad las cuentas de su cocinera la preocupan más. Honolulú y Aden sólo cobran vida si se puede ins­talar en ellos. Y si, por casualidad, algún lugar del mundo se erige en sitial de una nueva civilización, se desinteresa de él completamente.

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Por ello es que si se ocupa con agrado del Hoggar o de las Islas de la Sonda, no concede mayor importancia a la América del Sur. Si ha termi­nado por descubrir los Estados Unidos, es porque el poderío de estos ha estallado como una tormenta, no desde el punto de vista moral, sino desde el punto de vista económico, lo que constituye la « realidad » en la vida de las naciones. Pero, cuando esa potencia material comienza a con­trolar la vieja civilización de modo tan amenazador que ésta se siente al­canzada hasta el esqueleto, se piensa entonces en el punto de vista moral, ampliando ese término para incorporarle todo lo que hace el comporta­miento del hombre en el seno de tal potencia material.

Ya sabíamos que la estética había hablado hace tiempo — labor que interesaba direélamente a la dama escotada del palco principal. Jazz y rascacielos y sonrisas de stars. Pero la vieja civilización, en su forma adual, envía a Duhamel después de Dubreuil, y sólo experimenta la cólera des-peétiva que conocemos porque el monumento descubierto la aplasta y la indigna, obscureciendo su sol tradicional.

De América Latina, Europa conoce los tangos. Recientemente, una orquesta cubana que ha visto y escuchado en las anualidades sonoras del cinematógrafo, le ha traído otro alimento estético. Cbnoce un poquillo, también, el arte de los antiguos indios mayas, aztecas o incas, f>ero le cuesta trabajo pensar en una superposición del indio sobre el latino. Para ella, América Latina es un conglomerado de colonias españolas que se han descarriado, y donde viven, en alguna parte, en el fondo de las selvas vírgenes, los salvajes que Cortez no degolló.

Tiene también otros conocimientos en que los faéiores económicos ave­cindan con los elementos pintorescos : caiés del Brasil, pieles de serpientes de agua con las cuales se hacen lindos zapatitos y bellas carrocerías de automóviles, grandes sombreros mexicanos, sellos de correos que, según se sabe, sirven allá para equilibrar los presupuestos indigentes, ejércitos en que todo el mundo es oficial, res condensada o carne ahumada, estan­cias, hormigueros, cigarros, cactos, guanos y fosfatos, y algunas cosas más.

¿ Qjié debe esperarse para que América Latina sea a los ojos de Europa algo más que una serie de artículos más o menos suntuarios o voluptua-rios? ¿Qué será moiester para que Europa la conozca, al fin, como debe conocérsela?

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Es necesario que Europa la padezca como ha padecido América del Norte. Es necesario que su potencia material no sea tan solo periférica sino interior, y no comience a esparcirse sino cuando haya llenado sus propios límites.

Además, debe establecerse una diferencia; hay dos Américas Latinas : la de las islas y la del continente. ¿Qué podemos decir de las islas que no se haya dicho al hablar de todas las islas? Una civilización insular solo muestra su fuerza difundiéndola a lo lejos, al exterior. Pero, por ahora, y, sin duda, por mucho tiempo aun, las AÍitillas Latinas serán presa de imperios y no serán imperios en sí mismas.

Pueden dividirse las civilizaciones en dos grupos. El uno es continental, el otro oceánico. Las civilizaciones del grupo oceánico son estéticas y sentimentales. No son creadoras, pero asimilan; su perpetuidad es asegu­rada por un continuo proceso de renovación, y este se debe a su poder de absorción de todo lo que es extranjero. Su inestabilidad está remediada, en parte, por un sentido del equilibrio formal, que no tiene su fuente en el suelo mismo, y que puede compararse al de un barco sobre el agua. Tal es la civilización g r í ^ , la inglesa, la japonesa, la italiana, y, casi en su totalidad, la francesa—a pesar de que ésta encuentra una gran fuerza en la perpetua aportación de las civilizaciones continentales vecinas, y que una parte del suelo fiancés escapa a la influencia oceánica.

Por el contrarío, las civilizaciones continentales asimilan poco, pero se crean sobre el suelo mismo, como un monumento que se alza poco a poco hacia el cielo. Firmemente construidas sobre la tierra, dan en su cumbre un aspedo de fuerza enorme que no tarda en parecer que lo dirige todo, y que además, en cierto modo, acaba por asumir esa dirección. Son de esencia m&tica. Tales las civilizaciones egipcia, asiria, china. Tal la norteamericana, la alemana, y, pronto, la rusa. Crecen, alcanzan un punto culminante, y mueren de pié, casi repentinamente, o se petrifican por una casi etánidad.

¿Puede hablarse ya de una civilización latinoamericana? El creci­miento, tanto en el plano económico como en el plano cultural, de los paises centro y sud-americanos, ha sido tan lento, que tuvo más dificul­tades que el norteamericano en transformar los elementos étnicos y cultu­rales heterogéneos en un medio homogéneo propio al nuevo continente. A pesar de todo, en el estado en que se encuentra, es innegable que per­tenece al grupo continental. Las antiguas civilizaciones autódonas, la maya y especialmente la azteca y la incaica, por poco que se las cco iozca í

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demuestran elocuentemente que en tal suelo no puede ociurir de otro mo­do. Además, es importante observar que una teoría filosófica, el positivis­mo, que en Europa sólo ha influido en las aditudes sentimentales, ha sido en América Latina la causa determinante de algunas revoluciones. La con­ciencia nacional está ya fuertemente constituida en ella, y la casi comu­nidad de idioma permite esperar que una conciencia nacional se afirmará con toda envergadura. También es interesante apuntar que la mayoría de los elementos de la población es de origen español, Y España, a pesar del desarrollo de sus fh>nteras marítimas, es de civilización continental, Al ser llevados al suelo de América, esos elementos no se veían ¡H-ecisados a cambiar de esencia, sino solamente a adaptarse a nuevas tierras, a nuevos climas, por la acumulación de las generaciones,

Merced a estos datos, para un plazo que los acontecimientos parecen anunciar bastante breve, puede esperarse el desarrollo de una mística centro y sud-americana, paralela a la mística norteamericana. En lo que se refiere a esta última, debe añadirse una explicación, a fin de disipar un equívoco posible. En los Estados Unidos se trata de un lazo indisoluble que une el funcionamiento racionalista de la vida cotidiana y de la eco­nomía social con las direétivas puritanas de la ética del Estado, El derecho no puede ser quebrantado en su esencia. Una palabra puede hacer las veces de tratado sagrado. Una linea virtual no puede ser transpuesta, {VisiblemtnU, desde luego. Si se cava un túnel para pasar esa linea, es ya otra cosa.) Por otra parte, se ha creado una mística de lo prdéHco. Y en lo que se refiere al elemento estético, es sorprendente observar que ha sido traído por los negros y desarrollado por los judíos.

Para América Latina—continente tan joven aun —, estamos reducidos a suposiciones para el porvenir, en lo que condeme su estado social. Puede hablarse, sin duda, de democracia, pero no en el sentido fiancés de la palabra : ningún individuo perdiendo el sentido de la libertad, cuando concurre al bien coleétívo, Y por esto mismo perdura la posibili­dad de bruscos camlrios revolucionarios a consecuencia de bruscas con­tracciones coleétívas y no por anarquía individualista. Además, debe te­nerse en cuenta el hecho de que las fuentes económicas son más agrícolas que industriales. La naturaleza del suelo, sus aspeétos exteriores y su cli­ma, no carecen, pues, de importancia.

En lo que se refiere al plano cultural, los indicios no faltan : la litera­tura está muy desarrollada; las revistas nuevas abundan, tanto en el Perú, como en México, Argentina o Chile. La poesía es casi im loiguaje

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natural para el latinoamericano. Las ideas expresadas son difícilmente separables del conocimiento de la naturaleza circundante. Rara vez, en la poesía de América Latina, el hombre se separa completamente de la natiualeza.

£1 desarrollo del idioma en relación con las ideas es tal que esas modificaciones vivaces y fértiles rebotan sobre la literatura española, que ha permanecido inerte, y confío en que libará a promover en la península un cambio inteleéhial que también, por vías de regreso, propiciará un renuevo de la vida, traido por las modificaciones económicas y sociales. En todo caso puede preverse el tiempo en que, lejos de ser ya colonias es­pañolas, las naciones de América Latina invadirán culturalmente a la madre España.

Por otra parte, parece que los focos más ricos en indicios agoreros son aquellos en que las antiguas civilizaciones indígenas tuvieron raigambre, y por ello, opino que es de desearse una mayor indianizadón de la raza española. El Brasil, que parece alejado del conjunto, a causa de su prind-pal raza constituyente — la portuguesa — lo está también un poco por la abundanda del elemento negro. Si se juzga por la música popular, que es un excelente medio de informadón, el caráéter d-; la raza, predsamente a consecuenda de la aportadón negra, es mucho más alegre, mientras que las candones argentinas — tangos o vidalas — bambucos colombianos, o aires mexicanos, resultan más bien nostálgicos. Pero la unidad se realiza, no obstante, por un sentimiento de la naturaleza, peculiar en todo el con­tinente. No puede ponerse en duda que la mística sud-americana se unirá, por medio de un lazo aim desconoddo, a esa dependenda coleétiva de la naturaleza, debida particularmente a las condidones económicas y agrí­colas. »

El enigma del porvenir será tal vez aclarado (u oscureddo) por la in-tervendón oculta, cada vez más pujante, de los Estados Unidos, en lo que condeme la economía de América Latina. La acdón de una dviliza-dón continental sobre una dvilizadón continental, es evidentemente mil veces más vivaz, desde el punto de vista construétívo, que si esta liltima permanedera entregada a sí misma. La acdón de un país como Franda, estética, formalista, y por lo mismo tornadiza y disolvente, no podria colaborar en la constitudón de una cultura continental, a pesar de que, para muchas partes del mundo, parece brillar como una antorcha.

Pero si se ve que el esfuerzo construétívo de los Estados de América Latina puede ser acderado por el ejemplo y la experienda de los Esta-

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dos Unidos y el beneficio que aquellos pueden extraer de éstos, resulta claro que el mayor beneficio final parará a manos de los explotadores, por el hecho de que el período de apogeo que precederá su muerte, será prolongada enormemente por la vitalidad, más nueva, de los explotados.

Es de desearse, por lo tanto, que América Latina haga su propio experimento. En caso contrario, cuando la esclerosis y la muerte caigan sobre los Estados Unidos, morirá a su vez, por el hecho de participar del mismo cuerpo. Si conserva su juventud para sí, esperará más tiempo, tal vez, su época de grandeza. Pero puede estar segura de vivir más allá del plazo asignado al pavoroso monumento social que constituyen los Estados Unidos de América.

G. RIBEMONT-DESSAIONES.

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POR SU situación al otro lado de un océano que se creyó, durante mucho tiempo, habitado por las sirenas; por su conocimiento de un sol cálido y de constelaciones distintas a las nuestras, América Latina

resultó una presa fácil para el exotismo y las especulaciones. Al exotismo debemos cierto número de novelas propias a extraviar la imaginación, y una serie de mentiras de viajeros, no desinteresados y menos tontos de lo que podría creerse, a juzgar por la estupidez de sus decires. A la especu­lación debemos una leyenda de América Latina, sobre la cual se fundaron numerosas estafas políticas, en este joven-viejo continente, y aun en el nuevo. No hay razas autóélonas. En la historia y la prehistoria sopla un viento de invasiones y de emigraciones. En el momento en que se hace pasar a los normandos, los bretones, los alsacianos, los vascos y los auver-neses, por miembros de una hipotética raza francesa, es interesante apuntar que análogo privilegio es rehusado a las naciones de la América Latina, que algunos quieren presentamos, a la fuerza, como un conglomerado de españoles y portugueses, sin pensar que, además de las mil alianzas con razas negras e indias, el solo hecho de nacer y vivir a millares de leguas de la pseudo-madre-patria, ya constituye, por sí mismo, una transformación. ¿Los normandos de Sicilia, son mediterráneos o Vikings? ¿Latinos o nórdicos ?

El primero en sostener que la historia era un « eterno recomenzar », además de que no había visto el comienzo, tenía una rara noción de lo que se llama eternidad. Suponiendo que los brasileños emprendieran mañana una marcha hada el oeste, esa emigradón, por razones de tiempo, de lugar y de espíritu, no sería comparable con la que llevó al yankee desde las riberas del Atiántíco a las del Pacífico. No soy de los que usan la batista de sus pañuelos lamentando la deisaparidón de razas exterminadas por los conquistadores o de negros maltratados por los encomenderos. Las añoranzas históricas se clasifican entre las más despre­ciables. Tales hechos han contribuido a la creadón del aétual estado de cosas, y las razas se sobreviven siguiendo un proceso de fusión... ¿Donde están los galos de antaño?

Las últimas noticias que nos llegan de América Latina, en despecho

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de las censuras nacionales y de Wall Street, nos traen una doble enseñanza. Ante todo, nos permiten formular un juicio acerca de los métodos de evolución y de revolución, que fueron nuestros; nos hacen además vislum­brar los métodos que el mundo moderno, en lo que comprende de social-mente aétivo, se promete poner en práétíca para el futuro. Lo que se llama corrientemente « el retardo » de esa parte del mundo sobre el nuestro, es en ese dominio, un progreso instrudivo para 1950. La evolución social de todas estas repúblicas, tan impura, tan caótica, tan loca como pueda parecemos, plantea en realidad, y con evidencia, las bases de una acción nueva. En el momento en que la gravísima cuestión msa promueve en todo hombre adido a principios realmente humanos un « caso » de con­ciencia y de ciencia, el « caso América Latina »impone una atención que muchas generaciones deberán mantener para juzgar con provecho y aduar con eficacia.

La proximidad del peligro capitalista de los Estados Unidos, con todas las esperanzas revolucionarias que acarrea, no es la menor razón por la que los « técnicos » deben observar la evolución del estado social que se desarrolla desde las riberas del golfo de Méjico hasta el estrecho de Magal­lanes. Nunca pudieron hallarse — aún en Rusia — tal número de ele­mentos sociales e históricos reunidos en la misma unidad de tiempo.

Si no vivimos el tiempo suficiente para asistir a la realización total de los anhelos que habrán de nacer en esa efervescente tierra virgen y fértil, al menos tendremos, lo afirmo, la certidumbre de que ese rincón de tierra será el teatro de acontecimientos formidables, en la evolución del estado social del mundo.

Pero importa ante todo que la evolución de América Latina se lleve a cabo en un plano social. Lo que nos interesa en las conmociones de ese continente no es saber que un general ha sido fusilado por orden de otro general; que la «libertad » ha sido hallada una vez más por un partido al derribar otro partido, que, a su vez, salvará la libertad en la próxima ocasión. Lo que nos interesa es el destino del cortador de caña cubano, del sembrador de café del Brasil y de sus obreros, del peón de ganadería argentino, del minero peruano, del viticultor chileno. En cuatro pala­bras : el destino del proletariado.

Méjico ha demostrado yá, durante el transcurso de estos últimos veinte años, hasta qué punto le preocupan esas cuestiones materiales : cuestión agraria, cuestión india, cuestión obrera. No hay un problema de esta naturaleza al que no intentara aportar una solución definitiva.

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y si ciertas soluciones no han sido halladas aún, es porque tales asuntos no se resuelven en veinticuatro horas. Ha pasado la era de las revoluciones rápidas, equivalentes a un cambio de ministerio, en que la toma del poder sólo corresponde, de hecho, al mantenimiento de una orientación política.

Si pudiéramos considerar a Méjico, en este momento, como jefe de fila del continente (¿a causa de la proximidad del peligro yankee?) no debería verse en ello un argumento de jerarquía nacional. L.0 que ciertas condiciones económicas permitieron realizar en el norte, otras condi­ciones económicas permitirán, sin duda, llevarlo a cabo — y tal vez más a fondo — en el Brasil o en Colombia.

En definitiva : en la época adual, época en que todo el poder del capitalismo es debido a una larga experiencia social, a una técnica apro­piada, a planos inflexiblemente reaüzados, es importante que el proleta­riado latinoamericano no se deje vencer por esa ciencia, por el capital al servicio del cual labora, quiéralo o no.

Menos firases, menos lirismo. Si estos fadores forman parte del medio y de la vida, si son útiles y hasta necesarios durante los dias de acción, es, sin embargo, indispensable desterrarlos de los programas. Los movi­mientos futuros deben ser movimientos de clases, y no movimientos de minorías, animadas por las mejores intenciones, pero exentas de todos los sufiimientos que hacen nacer el choque entre individuos.

£1 estado futuro de las clases trabajadoras de América Latina, nos interesa más que el incendio de tal o cual palacio, el nombre de tal o cual cabecilla revolucionario, los bellos hechos de tal o cual héroe...

R O B E R T DESNOS.

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YA que el mundo se encuentra dividido en cierto número de partes, aisladas hasta ahora, todo lo que podemos esperar de las civiliza­ciones particulares deriva, sin duda, de las posibilidades de derribar

las barreras que las separan (la voluntad de conservar la fisonomía y el encanto locales aparece unido a una vanidad desesperante, a la pedantería sentimental de periodistas para solteronas de todos los paises). Si se consi­dera, pues, una parte del mundo tan vasta como lo es América Latina, no es muy importante saber si las costumbres que en ella se encuentran tienen en sí un valor humano excepcional; resultaría mucho más interesante observar cuales serían los elementos extraños susceptibles de corromper y destruir esas costumbres. Y, al propio tiempo, aparecerían como elemen­tos irreduéübles los fermentos tenaces que corrieran el peligro, recíproca­mente, de corromper las costumbres de las otras partes del mundo.

Es imposible, sin duda, investigar aquí — aunque no fuera más que de modo aproximativo — cómo ¡xxirían desarrollarse estos intercambios, pero el sentido de las observaciones que aparecen a continuación está unido al interés que presentan tales posibilidades.

Entre las influencias disolventes que podrían provenir de Occidente, debe citarse, en primer lugar, el anticlericalismo.

América Latina es ciertamente uno de los lugares del globo en que la influencia del clero y de la religión ha permanecido más fuerte. Pero sería absurdo deducir de ello conclusiones primarias. Es más fácil liberarse del imperio de una tradición cuando todavía se encuentra poderosa, que cuando está instalada en los bancos, con uniformes de portería (como pasa en los Estados Unidos). Es mucho más fácil vencer un mal cuando aun es tiempo de reaccionar con violencia. En este sentido, las repúblicas latinas de América podrián desempeñar un papel de primer orden en la destruc­ción general de cierta moral de opresión y servilismo.

Esta emancipación es tanto más necesaria en América, ya que es indis­pensable para vencer odiosas tradiciones sexuales. £1 día en que los

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latinoamericanos recuerden con vergüenza la vida que hicieron llevar a la mujer durante tanto tíempo, está probablemente algo remoto. Sin em­bargo, es indudable que el sistema anual de custodia y dominación que se ejerce estrechamente sobre la mujer está condenado a desaparecer, para despecho de las viejas señoras austeras (esa parte gangrenada de la sociedad que causa tan grandes estragos, aun en los paises de costumbres más libres). Esa evolución sería interesantísima en América Latina, ya que no podría corresponder, en modo alguno, a una suerte de alejamiento de los placeres sexuales y a una honestidad estéril. Sólo podría tener lugar, salvaguardando el impulso de los deseos que han conservado toda su brutalidad primitiva, y paralelamente a la abierta glorificación, no sólo de la virilidad, sino del caráéler humano de una adividad sexual libre — que no tiene otra finalidad, en suma, que la entrega a práéficas licen­ciosas.

Sería muy interesante, evidentemente, que razas má jóvenes y más fuertes que las nuestras llegaran, de este modo, a una corrupción de cos­tumbres, tan generalizada como la que nos caraéteriza. Y, recíproca­mente, estaría permitido esperar un renuevo de nuestra propia fíicrza, que pondría nuestros impulsos a la altura de los que agitan los pueblos de América Latina. A pesar de que no se tratara, en este caso, de organizar sistemáticamente el caos en paises donde los hombres llevan el espíritu del método a su último grado de perfección — especialmente cuando se trata de fabricar montañas de cadáveres — hoy parece inevitable un regreso a costumbres más netamente crueles y violentas en las poblaciones eu­ropeas. Es pues posible, (y aun bastante verosímil) que las costumbres de nuestra vida poh'üca se transformarán a punto de no diferir mucho de las de América Latina.

Es cierto que en Europa no acude a mente alguna la idea de que la sorprendente fraseología de los políticos burgueses pueda llevamos bmscamente hasta ciertas bravuconadas tragicómicas a lo Melgarejo. Por ejemplo : nadie imaginaría a un viejo soberano europeo, orde­nando a su ejército de atravesar el mar a nado, bajo el pretexto, si se quiere, de ir a castigar alguna tribu negra de África. Sin embargo, es posible prever circunstancias análogas, en que las cabezas blandas de los Mussolini o los Hiüer perderían rápidamente lo que les queda de apariencias normales, para satisfacer plenamente sus anhelos de payasos declamatorios.

La burguesía no vislumbra ya muchas salidas, fuera de las aventuras

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brutales, y todo lo que puede decirse es que apresura con ello el día del proletariado, único capaz de barrer los monstruos de feria mussolinianos o hitlerianos, y de liberar al mismo tíempo — con la destrucción de la sociedad burguesa incapacitada — impulsos de una amplitud y de una prodigiosa grandeza humana.

Una sencilla alusión a esto nos muestra, p>or otra parte, hasta qué punto estas observaciones resultan subsidiarias. Es indudable que, sea el país en que nos situemos, la partida que se juega solo puede definirse por el antagonismo irreduétíble de las clases aduales. Todo lo que pueda producirse a partir de las diversas civilizaciones, sólo adquiere su verda­dero sentido al relacionarse con la revulsión violenta que de ello resultará.

GEORGES BATAILLE.

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SI bien, en la gran masa de los espíritus europeos, se puede hallar una imagen de América del Norte que, a pesar de ser un tanto mendaz, está netemente definida, no ocurre lo mismo con Amé­

rica Latina. A pesar de que esté de moda la arqueología precolombiana y que México pase por ser el clásico país de las revoluciones palaciegas; a pesar de que un número — bastante reducido, además — de intelec­tuales, no ignore que Isidoro Ducasse nació en Montevideo; a pesar de que una cantidad de gente que antaño baUaba el tango fi-ecuente ahora los bailes antillanos, sólo se posee en Europa una noción muy vaga de ese continente, que se cree muy remoto y dotado de una singular aureola, cuyo resplandor fabuloso está realzado por las penitenciarias de las Guayanas, y, por otra parte, el tráfico de mujeres para Buenos Aires — fadtores estos, bien popularizados por la literatura criminal.

En lo que se refiere a mí, debo afirmar que, fuera de algunos rudi­mentos escolares, tomados en los manuales de geografía, no sé casi nada de América Latina. He conocido algunos americanos del sur que sabían ser amigos encantadores; me he tropezado con algunas latinoamericanas que eran de una magnífica belleza. Fuera de esto, he viste representar Le carrosse du Saint Sacrement de Próspero Merimee, y he leido algunos libros, como Costal VIridien — que admiraba Arthur Rimbaud — o algún relato más o menos fantasioso, como el consagrado por el aventurero yankee Up de Graff a su viaje en tierras de Los Cazadores de Cabezas del Amazonas; he visto films como El mantón resplandeciente, cuya intriga se desarrolla en época de la dominación española en las Antillas, o como ese sorprendente film documentario, consagrado a la Tierra de Fuego y a sus habitantes, que fué proyeétado hará unos tres años en el Vieux-Colombier; he oido bellísimos discos fonográficos traídos de Cuba por mi amigo Robert Desnos; me he apasionado un tanto por la hipótesis de la Atiántida y las analogías que algunos creyeron encontrar entre las pirámides del Egipto y las de Yucatán; me conozco un tío (exaélamente hermano de mi padre) que murió en Río de Janeiro siendo propietario de una tienda y progenitor de diez y siete niños — se había hecho gaucho a consecuencia de una disctisión con sus padres, que lo habían enviado a

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América, bajo el pretexto de « domarlo» ; conozco la leyenda del Eldorado y las matanzas horrorosas cometidas por los conquistadores bajo la más­cara mediocre de la religión; acabo de enterarme de que el boxeador negro All Brown (a quien estimo mucho) es oriundo de Panamá; he oido decir que en América Latina se solía gastar realmente el dinero (a punto de que muchas personas consagran su tiempo, alternativamente, a arrui­narse y a rehacerse una fortuna, y, cuando vienen a Europa, responden a quienes les hacen preguntas acerca del tiempo que permanecerán en el Viejo Continente : « vengo para gastarme 100,000pesos» —0200,000 o 300, 000, o la cifra que prefieran). Creo que con esta enumeración he revisado todo el conocimiento que tengo de América Latína.

Por lo que puedo juzgar, América Latina, en general muy católica, tendría mucho que ganar (y más especialmente que cualquier otra tierra) si adquiriera mayor independencia espiritual. Como en España, la auste­ridad de América Latina es terrible, y resulta triste que esa austeridad pese justamente sobre un continente cuyos pobladores son tan bellos... Sin em­bargo, esta noción del pecado, por el hecho mismo de estar marcada por el sello del misticismo catóHco, es menos antipática, probablemente, que el puritanismo protestante que perdura en los Estados Unidos, y que pronto acabará por inundar el mundo entero — si no se le retiene — con sus concepciones utilitarias e higiénicas. Partiendo de este dato y enfocando los fríos standards de América del Norte, resulta significativo oponerles, en cierto modo, geográficamente, la riqueza maravillosa de América Latina, donde florecía hace pocos siglos (al menos en lo que se refiere a México) el más evolucionado de los estilos barrocos. Este hecho me parece signi­ficativo. A mi modo de ver, la misión histórica de América Latina sería la de contrapesar en el mundo la influencia racionaUzadora de los Estados Unidos...

Dejándome llevar por la misma corriente, de tono más o menos profé-tica, llegaría hasta decir que América Latína — antaño tierra clásica de los sacrificios humanos— resulta feudo de elección para instaurar en eUa una civihzación, en cierto modo más violenta que la nuestra, y, sin duda, más direéla y más sana. Puede muy bien imaginarse que de una mezcla de razas en que se vieran fundidos españoles, portugueses, negros e indios; de una mezcla de religiones en que se encontraran sincretizados los sacrificios sangrientos de dioses, de hombres o de animales — desde los cometidos por los mayas hasta los que llevaron a cabo los cristianos — pasando por el culto vaudou que tiene hoy adeptos en les Antillas, y las

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corridas de toros; de un movinúento revolucionario que invirtiera los valores económicos y sociales, saldría un pueblo con capacidades prodi­giosas, una religión más adecuada que las demás para adaptarse a ciertas tendencias instintivas del hombre, y entonces tendríamos unos Estados Unidos de América Latina, hechos para desempeñar un papel decisivo en el equilibrio universal, frente a los Estados Unidos de América del Norte y de la Unión de RepubUcas Socialistas Soviéticas...

Pero veo que me hundo hasta el cuello en la más perfeda y plenaría uto­pía, ya que se trata de suposiciones enteramente gratuitas, hechas en completa ignorancia de las condiciones reales, y siguiendo un vulga­rísimo esquema... Estoy obUgado, pues, a reducirme al pequeño número de elementos que conozco o creo conocer (lo que no es tan distinto como algunos podrían imaginarlo), a saber :

que uno de los mayores peHgros existentes para las antiguas colonias españolas de América Latina es el de caer bajo la dominación del capi­tal yankee;

que el Amazonas es un gran río; que existen montañas elevadísimas en la cordillera de los Andes; que Santa Rosa de Lima es una de las figfuras piadosas más atrayentes; que cuando los habitantes de la Tierra de Fuego no hallan ropas en

los barcos encallados, llevan por toda vestimenta una piel de carnero que voltean contra la dirección de donde sopla el viento;

que las cabezíis cortadas, momificadas y reducidas, que preparan los indios Jíbaros, son encantadores objetos para adornar una chimenea;

que el Anaconda es la serpiente más larga que se conozca; y que, según mi amigo Jacques Barón, que era antaño marinero y por

ello ha viajado un poco, las más bellas casas de prostitución del mundo son las de Pemambuco.

MiCHEL Lsnus.

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SOY de los que no temen afirmar que el espedáculo ofi-ecido por Europa, adualmente, es él de una decadencia. Por mis escritos, mis palabras, mis gestos, me esfuerzo en señalar esa muerte,

por lo demás bastante ignominiosa, que merece esta península inútil, de tirarle flores y de prepararle un bello entierro. Europa agoniza suavemente, tartamudeando, babeando, fanfarroneando. Amén.

Esta certidumbre me otorga más libertad para volver las miradas hacia otros mundos. Pero Europa es una moribunda afedada por una enfermedad contagiosa. Los continentes que aceptaron, con más o menos agrado, de tocar su lepra, de tragarse el microbio llamado « civihzación europea », admirablemente caraderizado por una bur­guesía triunfante, tendrán ardua tarea que emprender si quieren verse librados de este mal. Tengo poca confianza en los Estados Unidos (a los que llaman América del Norte), que están atacados, indiscuti­blemente, por esta peste blanca, peculiarmente anglosajona. Asia trata en vano de inmunizarse contra esta dolencia. La aqueja una en­fermedad más antigua, y el mal europeo sólo puede acrecentar su malestar.

¿Escapará Rusia al contagio? En lo que se refiere a esto, nadie podría establecer un diagnóstico certero. El experimento intentado por los Soviets es interesantísimo, sin duda alguna, pero nos vemos obhgados a. aguardar con impaciencia, abrigando la esperanza de que lleven su intento a buen término.

La Oceanía está perdida, probablemente. Desaparece bajo la floración de los microbios blancos. Me temo mucho que África se en­cuentre en el mismo caso... Nos queda, por lo tanto, una sola espe­ranza : América del Sur, América Latina.

En efedo : la microbiología nos enseña que el más seguro medio de obtener la curación consiste en hacer absorber al ente sano microbios debihtados. Esta terapéutica ha sido administrada a América Latina. Por buenos o malos modos se ha exportado a ese continente nuevo un contigente de blancos pertenecientes a una raza menos contaminada que los que se instalaron en el continente norte, hombres como los que

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llamaban antaño, desdeñosamente, aventureros o « malas cabezas ». Es indiscutible que estos blancos han cometido estragos; han provo­cado una suerte de fiebre, pero este fenómeno es, por así decirlo, normal.

* * *

Este es, al menos, mi manera de razonar cuando pienso en esa parte del mundo. ¿Me equivoco? Los efluvios que atraviesan el Atlán­tico Sur, cargados de sorprendentes harmonías, de frases vastas y nuevas, de perfumes y de olores, me afirman que del otro lado de ese océano, a unos veintiún días de nuestras costas, se exalta una vida nueva y aun es posible asistir a la juventud de un mundo. No me oculto que muchas apariencias dejan suponer que esa juventud está en una desfavorable posición en el handicap mundial, que acepta con harta facilidad las miasmas que provienen de Europa; pero se me anto­ja que el clima moral y geográfico es capaz de disipar esas falsas no­ciones y esc malestar.

Una de las historias, acerca de América del Sur, que más me llama­ron la atención, es la que nos dice que allá el día de Navidad se celebra a principios de nuestro estío. Los establos, la nieve, el buey, el asno, el niño Jesús, la Virgen, resultan, a la luz resplandeciente de aquellos cielos, perfedamente artificiales.

Ese mito, como todo lo que proviene de Europa, es desnaturalizado por la atmósfera ardiente que se cierne sobre las cosas de ultra Atlán­tico. Todos los prejuicios, las teorías, las ideas preconcebidas, expiran como viejos globos desgarrados, después de la travesía del Océano. De la tierra y del cielo suben y descienden corrientes que dominan las nubes de ideas, de pensamientos y de sentimientos que Europa forma con desconcertante regularidad. He podido constatar, a pesar de mi juventud relativa, que América Latina, con un poder que crece cada día, se esfuerza por sacudir el yugo que Europa o los Estados Unidos puritanos quieren imponerle... aún bajo la forma de congresos pan­americanos. Estas dos potencias nefastas emprenden la labor con bas­tante poco tino. Han querido y quieren aún colonizar América Latina. Y bien sabemos, gracias a algunos ejemplos tangibles (India, Indo­china, y...) el sentido que para estos « civiüzadores » tiene la palabra colonización. Pero, por una vez, estos últimos hallaron interlocutores

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tenaces, y sus apetitos colonizadores han fracasado lamentablemente. Desde luego que en siglos pasados, en nombre de Cristo, blandiendo las luces de la cruz, lograron la exterminación de razas y pueblos enteros. Pero su reino ha llegado al ocaso. Tales violencias y tales hipocresías resultan ya ineficientes.

No creo equivocarme pensando que la lucha sera ardua, que aun quedan muchos combates por librar, pero sé también que de todos los rincones del mundo parten hombres pictóricos de esperanza, cuya única finalidad es la de abordar a esas riberas remotas. Pienso en to­dos los que se evadieron de Francia, de Italia, de España, de América del Norte, y que se instalaron allá, con el anhelo de librarse de esta civilización agobiante, como del aliento de un moribundo. Pienso tam­bién en los que vuelven, en los que llaman con terror, en camp>os de Francia y de otros paises, los americanos^ y que son más fuertes, más de­cididos que sus vecinos, porque saben ya, para siempre, que hay en el mundo un continente que lucha vidoriosamente contra la civihza­ción de la que huyeron un día,

* *

Lo que debe afirmarse con fuerza es que América Latina debe dejar de volverse hacia el continente europeo, que conserva ante sus ojos un prestigio incomprensible. Tiene el deber de precisar cual habrá de ser su verdadero destino; está hoy bastante segura de sí misma para exigir una completa autonomía.

Me dirijo sobre todo a los que son jóvenes de cuerpo y de espíritu, a los que comienzan a darse cuenta de que el mundo está decidida­mente, y definitivamente trastornado. La generación de América La­tina que corresponde a la nuestra, no puede ya tener miedo de encon­trarse ante un ¿lema. Se trata, para ella, y para la que le sigue, de vivir o de perecer.

Está situada ante la obhgación de dejar a un lado los valores falsos, de separar violentamente a los que aceptan el yugo de Europa,

Para todos los que enfocan el porvenir con alguna esperanza, resulta importantísimo que América Latina no sea colonizada.

Es ahora mismo que urge deducir las consecuencias, todas las consecuencias de semejante afirmación.

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«

Hace tíempo ya, mucho tíempo, unos sesenta años, si bien recuerdo, moría en París uno de los seres que pueden ser saludados con más ra­zón y certídumbre como hombre de genio, y como algo más todavía, pero falta el término adecuado para calificarlo. Venía de América Latína, donde había nacido en 1846. Su destino lo obligaba a encallar en Europa, pero nunca debía olvidar... « El final del siglo XIX — escribía— verá un poeta (sin embargo, al principio no debe comenzar por una obra maestra, sino seguir la ley de la naturaleza); nació en las riberas americanas, en la desembocadura del Plata, allí donde dos pueblos, antaño rivales, se esfuerzan por sobrepujarse en el progreso material y moral. Buenos Aires, la reina del sur, y Montevideo, la coqueta, tendiéndose una mano amiga a través de las aguas argenti­nas del gran estuario. Pero la guerra eterna ha enclavado su imperio destruétor sobre las campiñas, y siega, con alegría, vidas numero­sas...* » Isidoro Ducasse es ese hombre que nos obliga a revisar definiti­vamente nuestras aétítudes y nuestros juicios.

En él deben pensar aquellos de sus compatriotas que consideran, como yo, que el espíritu y la civilización tan radicalmente condenados por Isidoro Ducasse no puede disfrutar ya de ningún crédito ni prestigio.

A tal precio — que no es tan elevado como quisieran hacérnoslo creer —, ¿no tiene el enorme continente, que se extiende desde las fronteras de Méjico a la Tierra del Fuego, muchas oportunidades de sobrevivir?

Otros más sabios y más lúcidos, afirman que las fuerzas adver­sas maniobran arteramente. Penetran lenta e insensiblemente, como las aguas de un río que las lluvias hacen desbordarse poco a poco. Utilizan todas las armas que pusieron al servicio de su ambición.

Hay días en que espero con impaciencia las noticias del continente Sur. Y nada viene; un velo oscurece todo esc espacio. Otro día, son noticias desagradables las que llegan.

No hay razones para ser optimista, ¿será solamente lo desconocido que me impulsa a confiar? ¿Será porque desconozco esos paises que les atribuyo una misión?

I. Conde de Lautréamont: Los Cantos dt Mtüdoror, 1.

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P H I U P P E SOUPAULT.

Ninguna respuesta a estas preguntas. Nos separa un gran desierto mudo.

Pero ¿acaso debemos desesperar? No lo creo. La visión que tene­mos de esas tierras extrañas, a las que se atribuye un clima desasiado rudo, nos obliga a pensar que la violencia y la rapacidad de los blancos de Europa serán desarmadas por la naturaleza misma.

Lo que sentimos amargamente es carecer de medios de comunica­ción. Lo ignoramos casi todo, pues cada vez que nos llegan visiones de América Latina, es siempre a través de un espejo.

¿Cuando nos veremos liberados de la distancia? Todo el lirismo del mundo, todo la esperanza de un año, no pueden cosa alguna contra la barrera kilométrica de ese mismo muro marino.

Pienso en ese grand vacío del tiempo y del espacio cuando se encienden en mí estas palabras : América Latina.

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E N las grandes oficinas de compañías de viajes, donde se venden pasajes, hay carteles colgados, que muestran lugares gratos, y

J folletos de propaganda que yacen sobre las mesas, para enterar al turista, de paso por París, que toda persona bien nacida debe hacer un viaje a México — mientras que en México, se aprende a cada señor de buena cuna que es un deber para él visitar las maravillas de Paris. Esa hteratura y esa pintura presentan al viajero de lujo una tierra que co­rresponde a la imagen que de ella se ha forjado. Cook y otros trusts de viajes dividieron en categorías las sensaciones de la Naturaleza, y para la clase de lujo existen más especialidades que para las otras. Quien gusta de la comodidad, puede disponer de maravillas etnográficas : gauchos, y virtuosos del lazo, que se encuentran ya en el jardín del Palace-Hotel. A quien ame los placeres sin artificio, sirven cacerías con peripecias previstas.

Así existen, como para otras partes del mundo, muchas clases de América Latina, y la técnica moderna permite a cada viajero de bolsa repleta conocer la tierra tal como está representada en carteles y folletos de pro­paganda : pueblos que fabrican antigüedades para la industria extranjera; rutas de primer orden, con vista sobre los ventisquedos y selvas vírgenes de la Tierra de Fuego, donde labora el ranchero pobre y honrado hasta Uegar al nivel del multimillonario; expediciones del film parlante sobre las pistas de los aztecas; mercaderes de muchachas — importación para Buenos Aires, — y exportación de tabaco de la Habana. Pero, sin haber tomado parte en estas exhibiciones, se sabe de la existencia de otia América Latina, cuyas curiosidades son el Canal de Panamá, las cifras de operaciones de La American Fruit Co, y la lUtima bancarrota de los especuladores en granos. Tal es el atlas de esta parte de la tierra que estudia el viajero de lujo cuando aun se encuentra en su casa : el mapa del estado mayor general de la estrategia económica, selvais vírgenes de legajos de acciones, plantíos de bananas en que se cultiva el curso del dólar, figuras de tofemj junto a los anuncios de la Shell Oil Co. En miles de fotografías se admira la belleza casi fantástica de Rio de Janeiro, el brillo estelar de su iluminación artificial noduma; pero el obrero brasileño de

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Ford no tiene más derecho de posesión sobre todo esto que su colega de Berlín.

Y, del mismo modo, retroceden todas las caraderísticas de los pueblos con cuahdades propias, ante el avance de la estandarización. El Jazz-band, el traje a la medida, el rugby, inspirarán pronto las últimas can­ciones populares; las danzas y vestidos de los indios, serán desalojados en su casi totalidad, excepto los necesarios para animar los estudios de Hollywood, cuando estos necesiten escenas de exotismo para sus operetas románticas. Los sabios se están rompiendo la cabeza, pensando cómo fué gobernado el imperio de los incas, cómo habrá sido posible transportar las piedras de Ul la con que se edificaron las pirámides mexicanas. Hoy, cualquier mediocre diredor de cinematógrafo sabe resolver tales pro­blemas en un santiamén. La tercera conquista de América Latína resulta la más radical y menos ingeniosa. Destruye algo más que la arquitedura y las religiones, emparejando toda la superficie de la tíerra.

Me acuerdo de una peücula que se desarrollaba en el rio Amazonas : selva con pomposas flores, rielar de luna sobre los torrentes, peces de rapiña que devoraban un puerco en algunos segundos, hasta dejarle tan solo el esqueleto. Si fuera a dtar de memoria, pensaría, ante todo, en México, como ejemplo de una vida popular pictórica de color y de vio­lencias; pensaría en el pulque, que embriaga tan plenamente y cuyo sabor no conozco, y en la pintura de Diego Rivera. Si pensara en Panamá evocaría el escándalo del canal y las maniobras de una escuadra de acorazados norteamericanos. Si pensara en las Guayanas, vería la vida de los criminales que tuvieron mala suerte... De Cayena viene la pimienta famosa : esto lo sé por la palabra. En Brasil hay tanto café que lo echan al homo de las locomotoras. Y en Argentina hay tanto grano, que con su totalidad podría proveerse el mundo entero, si no suíneran con ello el comercio y la Bolsa. Umguay y Paraguay emiten bellísimos sellos de correo, cubiertos de paisajes y animales extraordinarios. De Chile viene el salitre; el lago Titicaca es tan grande como un mar, y se encuentra a unos tres mil metros de altura. En las pampas se desarroÚa la acción de muchas operetas, y en alguna parte del continente viven el armadillo y el oso hormiguero — suponiendo, desde luego, que estos ejemplares de fauna no hayan sido produdo de algún laboratorio zoológico. Es esto todo lo que puedo decir sobre una parte del planeta, en comparación de la cual Europa parece una pequeña provincia.

Cualquier latinoamericano {Xidría considerar esta enumeración como

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algo ridículo y revelador de mala educación. Pero la mayor parte de los turistas lograrían, sin duda alguna, demostrar que saben algo más que yo; por ejemplo : nombres de ríos, flores u hoteles. Sin embargo, en el fondo, esto no querría decir que estuviesen mejor orientados. América Latina está llena de maravillas, que se me antojan paradisíacas. Pero, entre sus habitantes, ¿cuántos tienen el tiempo suficiente para disfi-utar de las bellezas que los rodea ? El sueño del ranchero se estaciona menos, probablemente, en los cráteres lunares de los Andes, que en la imagen de un inmueble Ubre de hipotecas, acompañado de un aparato de radio y un pequeño automóvil. Cada país es romántico para el viajero Ubre de inquietudes acerca de dinero y pasaporte — para el viajero libre de vaga­bundear a su antojo — pero la virtud de conocerlo está solamente al alcance de aquel que ahí tiene que ganarse la vida con su trabajo. ¡ No! Yo no sé cosa alguna de América Latina.

Antes de la guerra nos mostraban, en una exhibición berünesa, dos extraños seres, con narices en forma de pico y mandíbulas en hocico, que debían representar — según nos aseguraban — los últimos aztecas. Los chicos de las escuelas fueron llevados en masa para contemplar estas figuras, porque se trataba de una curiosidad científica — es decir, de una charlatanería... ¿Cómo serán los últimos europeos? ¿No los exhibirán de la misma manera, algún día, en un museo de Montevideo?... ¿Y si la cultura de los Estados Unidos llega a vivir el tiempo que vivió la civilización incaica, nos dejará ruinas comparables ?

WALTER MEHRINO.

{Traducción de A. Junkers.)

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TEN PRELUDES

TOLEDO

A prophetic painter kolds a high town breathing in mountains that no death brings down.

CERVANTES

A universal heart sent tragic mirth on the most immortal adventure on earth.

U N A M U N O

Fierce maturity . calis back the Knight to shatter our darkness with a long lost light.

PICASSO

A darkyouth from Spain brought new Ufe to trance and novo every artist is learning the dance.

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A L F R E D K R E Y M B O R O 213

SOUTH AMERICA

Spain lost a new world, Spain lost empire, but the tongue and the soul of oíd Spain spread fire.

MÉXICO

The United StaUs are America — we claim the ñame is ours and farther south the AzJtec and the Spanish soil

flowers.

NEW MÉXICO

Conquistadores and Indians faü where tourists conquer the Santa Fe Trail.

FUNNY ERAS

Once Europe smiled at the fiñitious fool who fought the oíd world in a chivalrous vein.

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Once Europe grinned when the Genoese failed to find oíd Cathay with three ships from Spain.

Who's the new fool they're laughing at now? I hope they're not laughing at my land again?

S A N T A Y A N A

A skeptical soul in a faithful breast brings warring gods a balanced test.

V I S I O N A R Y A I R S H I P

High-sailing eyes see newyouth breathe where two ola Americas search one truth.

A L F R E D K R E Y M B O R O .

V

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L AS palabras « América Latína » evocan para mí la imagen de un palacio destartalado, de un inmenso hall, adornado con dibujos

-i geométricos. Las flores estíUzadas crecen sobre el granito, las ser­pientes-dragones escupen fuego, un monstruo, erizado de tuercas, con las garras enmohecidas, saca la lengua.

El dios sol se contempló antaño en una inmensa jarra de Trujillo. Las palabras « América Latina » cobran un sentido preciso. Las cabe­

zas momificadas de los Jíbaros están clasificadas detrás de las vitrinas de un museo. La sala está llena de argentinos, vestidos con elegancia, bien peinados. La orquesta toca un tango.

« Héroe de una canción parisiense. Las mariposas nodumas, el argentino es para mí una imagen que baila eternamente, que domina la representación que me hago de América Latina. El héroe de una canción sentimental ye vuelve el arquetipo de todo un continente. La reflexión no puede nunca variar una asociación de imágenes. »

Pero hay otra América Latína, objeto de investigaciones científicas. « Un geólogo ha tenido, cierto día, una idea genial. Recortó en un gran mapa

geográfico, que representaba el mundo entero, las siluetas de América del Sur y de África. Acercando ambas siluetas, constató que la costa oriental encajaba en la costa occidental de África, como un puño en el hueco de la mano.

« De ello extrae una gloria, defiende una gran teoría geológica {« su * teoría), efirma que los dos continentes estaban unidos en otros tiempos, que la región de Pemambuco se encontraba, en épocas prehistóricas, antes de la llegada del hombre, sobre la frontera del Camerouny de la Nigeria de hoy. El continente americano se vuelve « su América », el objeto de sus amores, corcel de su gloria. »

Los estudios etnológicos nos muestra una América Latina muy dis­tinta. Los indios viven junto a los europeos, ven el mundo de distinta manera. El mismo fenómeno se impone a los blancos y a los indígenas. Los unos lo transportan al dominio de lo abstraélo; se es llevado más bien por la certidumbre de que se trata de un acontecimiento análogo a los demás, explicado ya por la ciencia y el saber humano; los otros, los indí­genas, crean un drama que está superpuesto sobre el acontecimiento, y en el que sólo cambian los personajes.

« El sol y la luna son, para los Bakain {población que vive sobre las altipla-

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nícies brasileñas), globos cubiertos de plumas (?),que tran llevados antaño, sin nin­guna regularidad, por los gavilanes Urubú. Los hermanos gemelos, Keri y Kame los roban, y los fijan en un camino. Un jarro cubre el sol durante la noche. »

Y he aquí la representación del sol por un europeo mediano : — ¿El sol? ¡Ah, sí! El sol (después de haber reflexionado). Se trata

de algo muy conocido ¿ Me toma usted por un idiota ? Además, debe usted saber que me burlo totalmente de usted y sus soles.

He aquí América Latina : las civilizaciones de Ciolombia, del Ecua­dor, del Perú o de Méjico, fueron aniquiladas por bárbaros de espuela, llegados de ultramar. Se dice que los indios tenían la sífilis. Creían en una fiíerza sobrenatural, la « Huaca», que reside en ciertos objetos exte­riores, en un pulpo o un árbol.

Los europeos se aprovecharon de su lógica : « La piedra del trueno no lanza el rayo ya que es su prodigo. Pero, en el dominio

de la naturaleza física, la causa y el efeño son reversibles. La piedra del trueno provoca la imagen del rayo, del misma modo que el rayo provoca la imagen de la piedra del trueno.

« Esta fuerza capaz de provocar la imagen es la* Huaca >. Los habitantes de la América Precolombina habrían, sin duda alguna, sabido demostrar la exañitud científica de la * Huaca ».

« El hecho de que en el mundo existan piedras de trueno, demuestra que el rayo impon* la imagen de una piedra que la provoca. Para demostrar lo contrario, es decir, que la piedra del trueno puede provocar la imagen del rayo, basta invertir los términos de la ecuación. »

Los europeos no lo comprendieron, pero se dice que a su regreso traían la sífilis. Era una « Huaca » vestida con manto de púrpura.

La América india se hizo española, entró en el concierto mundial. Mientras los últimos indios aparecen en los circos o figuran en las

exportaciones coloniales, la nueva América exalta su propia alegría, con­centra las grandezas y las crueldades de los siglos transpuestos, eterna­mente injusta, pero presente entre los limites de una silueta que íué tra­zada por un inmenso acontecimiento ocurrido en las edades prehistóricas.

ZDENKO REICH.

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LOS PASAJEROS DEL VAINILLA XII

L A escena se desarrolla unas veces a la izquierda, otras veces a la dere­cha del Ecuador, de acuerdo con el ánimo del Capitán Sergent;

4 unas veces después de media noche, otras veces un poco antes de media noche, de acuerdo con las distracciones del oñcial de tumo. Es de noche, como en pleno día. En el zenit, una ancha luna anaranjada. En el norte la estrella Polar, en el sur la Estrella del Sur. Precediendo el Vainilla XII, una gran sombra a la que los pasajeros se han acostwnbrado desde hace tres semanas : la Carabela Fantasma de Cristóbal Colón. El puente del Vainilla XII y los pasajeros.

M o N s m u R THOUAS {cuarenta años). — Capitán Sergent, Francia está lejos. Bella está la noche, y dentro de algunos días el Vainilla XII entrará en la más hermosa bahía del mundo, ¡ La bahía de Rio de Janeiro!

EL CAPrrÁN SERGENT. — ¡San Lorenzo de Maroní y Santo Domingo lo escuchen! ¡Señor Thomas! No andamos lejos del lugar en que, cada año, a la misma fecha, la compañía marítima a la cual pertenezco pierde ima de sus unidades. A pocas millas de aquí, en el fondo de los mares, se escalonan, unos sobre otros, once vapores. Desde el Vainilla I hasta el Vainilla XI.

MoNsmtJR THOMAS. — ¡Hablemos de otra cosa! EL CAPrrÁN SERGENT {insistiendo). — Y el Océano se prepara a hacer

su décima segunda jugada. M o N s i E i m THOMAS. — ¡Maldita jugada! (pausa). Présteme el catalejo. EL OAPrrÁN SERGENT. — ¿ Qué vé usted? MoNsiEUR THOMAS. — Nada. EL CAPrrÁN SERGENT {tomando el catalejo). — ¿Me permite? MoNsiExnt. THOMAS. — Se lo ruego. ¿ Ve usted alguna cosa ? EL CAPrrAN SERGENT. — Sí, humo, una suerte de nube. Pero solo es

una ilusión, un espejismo. La verdad es más sencilla .* son cameros de espuma que mordisquean la ola.

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MoNsiEUR THOMAS. — Sin duda. ¿ Qué quisiera usted que fuera ? Ca­pitán, no sea usted imprudente. Deje colgar su cubre-nuca. Esta noche la luna es fuerte.

EL CAPITÁN SERGENT. — Tiene usted razón. Voy a abrir mi sombrilla. {Abre su sonbrilla, se sienta y comienza a soñar, murmurando una

canción). EL CAPITÁN SERGENT {soñando) :

Amis, sans trop de mots chantons Les esquimaux, les patagons, Amis, chantons sShs trop de mots. Les esquigons, les patamaux.

EL POETA ESTANISLAO PRAT {desdesu butaca, en donde mascullea). — ¿En qué piensa usted, Capitán Sergent ?

EL CAPrrÁN SERGENT. — Pienso, Señor Estanislao Prat, en la muerte del Vainilla XIL

MADEMOISELLE ALICE DELAGE {muy bella, rubia, vestida de blanco, llevando un solo diamante en el índice de la mano derecha). — Nos hace usted morir de aprensión. Capitán. Tengo miedo. Máxime.

MoNsiEUR MÁXIME. — Calle, Alicia, se lo ruego. MADEMOISELLE A U C E DELAGE. — Ya que el señor es poeta... Debería

hablar... Señor Estanislao, ¿no quiere usted hablamos de América del Sur?

EL POETA ESTANISLAO PRAT {a Monsieur Máxime). — Esta joven, Mon-sieur Máxime, cuyas manos coronan piernas sorprendentemente bril­lantes, es su esposa, su hermana, su novia, sin duda...

MONSIEUR MÁXIME. — No. Pero háblele de América del Sur. Se estará quietecita.

EL POETA ESTANISLAO PRAT. — Es raro. Hay un misterio que viaja. GUIDO, E L MISTERIOSO. — Monsieur Máxime, ¿ m e permite usted?

{Se dirige hada Alice.) Soy un as en materia de pastoreo. Ve usted : es una carroceria de gran

lujo, con un solo foco bajo la mano y labios que no lo probaron nunca. Puro Natal, sin nada de Selva, de ananás o de Cámara. Se ha dado por la mano. Con cristalerías tan blancas y modales de grandes tiendas, es materia más cabal que puro Baccará, mas ügera que un cigarrillo, y con brazos como una mina de oro.

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MoNSiEUR MÁXIME. — Calle, señor, se lo ruego. GUIDO, E L MISTERIOSO. — ¿Y usted se lleva a Alice al país de las mara­

villas? , MoNSiEUR MÁXIME. — No. Pero que alguien le hable de América del

Sur. Se estará quietecita. MoNSiEUR THOMAS. — De nada me sirve. Capitán Sergent... Acer­

qúese, niña. EL CAPITÁN SERGENT. — Desde el raz de mar de Lisboa he jurado no

hablar de viajes, ni de paises. Más aun : después de esa mala interpre­tación del Atlántico — pues estoy seguro que la frase desafortunada que había pronunciado, un mal juego de palabras, había provocado el desastre, y tomo a San Pedro Miquelón f>or testigo — me había resuelto a no na­vegar más que en aguas occidentales, en los mares de China.

MoNSiEUR THOMAS. — ¡Ah! ¡Ah! ¡Hombre! ¡hombre! ¿Y por qué? EL CAprrÁN SERGENT. — Ya no hay raz de mar, nunca hay raz de mar

de clase alguna, en esas riberas. MADEUOISELLE A U G E DELAGE. — ¿Nunca? ¿Y por qué? Dígame... EL CAPrrÁN SERGENT. —A causa del Shah de Persia' (pausa) ¡"Voto

al diablo! ¡ He hecho un juego de palabras! \ Estamos perdidos! ¡ Ha muerto el Vainilla XII\ ¡Ah, señorita! ¡Como no pensó en morderme la lengua!

Guroo, E L MISTERIOSO. — ¿No podría usted mismo morderse su pro­pia lengua? Mademoiselle Ahce Delage, le auguro que se trepará usted a otros cordajes, a las grandes hornadas, por las noches de estío, cuando las golondrinas fabrican su azúcar y el petróleo está rojo en los ojos.

MADEMCHSELLE ALICE DELAGE. — Bien dicho. Está muy bien dicho, Y es cierto; usted lo adivinó : he sido contratada por una casa de coaá-siones y exportaciones, al cuidado de Monsieur Máxime.

MoNSiEUR MÁXIME. — ¿ No habrá persona alguna, a bordo de esta pantufla, capaz de hablarle de América del Sur?

EL CAPITÁN SERGENT. — ¿Para qué? Antes de una hora nos comere­mos las ostras por la raiz.

EL POETA ESTANISLAO PRAT. — Es usted blanca, AHce. Es usted blanca y sabrá un día lo que me ha costado calificarla así, tratarla de este modo... En fin... Hablaré sobre el modo h'rico con las excusas y las reservas de rigor. Hablaré líricamente de América del Sur.

I. En estas últimas réplicas el Capitán hace juegos de palabras intraducibies : raz (de mar) y rat (rata); Sh^ (de Peisia) y chat (gato).

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¡Alicia! Mire allá, en esa agua que se estremece, y alce los ojos en la noche y observe que los astros se han dividido y la luna roja pesa sobre nosotros y alrededor de ella, como si fuera una emperatriz glorificada por una doble viéloría del cielo, aquellos astros y aquellos planetas que, en variedad inmensa, son sus guardas y sus esclavos. Pesa sobre nosotros como una emperatriz glorificada y ya los paises que elige entre la doble hilera de sus guardas y sus esclavos, se organizan, se ordenan según leyes más precisas, más perfedas que las leyes a las cuales está sometido el prisma ideal que divide, en su proceso de maduración, las doce membranas en estrella, de la naranja. Si estuviera usted ahora sobre el horizonte, con los pies brillantes posados sobre la cacatúa fantasma de la carabela, vería usted tal vez, dirigido por el hilo rojo del zenit, al cóndor de alas apasio­nadas describiendo el contomo que le propone la luna imperial y dibujar entre tres mares la forma mágica del triángulo, que es la de una América perfeéla. ¡Ah! Ningún ave de rapiña será lo bastante rápida para que lo siga desde Cartagena hasta la Tierra del Fuego y que con las Uanas del Amazonas envuelva todas las reliquias de las Guayanas, y que con los salitres de Chile haga estallar todo, sin esfuerzo. América del Norte, como un gran sombrero de plumas, con la bolsíta de perfumes de México tiembla sobre su tallo de Panamá; pero América del Sur se hunde hacia el Polo, como una hoja de puñal, que tuviera reflejo de millones de aves, se adelanta hacia las costas de las islas de Oceanía, cede a la opresión amorosa de las palmeras, mientras provoca, por la punta de Pemambuco, el descanso voluptuoso y negro del Aínca rival. ¡América Latina! ¡Amé­rica de las once mil vírgenes! Méjico, donde en cálices de oro, se culti­vaban dioses y aves, corazones arrancados y lanzados desde el tope de las pirámides sobre siglos que responden por bombardeos de asambleas y fusilamientos de generales; Guatemala, donde la microscópica cochinilla alimenta la eterna tintorería de banderas rojas; Honduras, con su escudo masónico; Nicaragua, la de cinco montañas pacíficas; Costa Rica, ama­rilla como el azufre; Colombia donde brilla la espada de esmeralda de Boh'var; Venezuela, la abundante, que permaneció neutral diurante la guerra; las tres Guayanas extranjeras, dentadura maldita por el eiuopeo, y que devora a sus propios nativos; Ecuador, que sonríe bajo el arco-iris solar e impulsa hada alta mar una flota de quina; Brasil, que ostenta una estrella diabólica, tomada al délo, y que la araña-Amazonas abraza desde los Andes hasta el mar; Bolivia, de lanas famosas; Perú, que es de oro; Chile, cuyo terreno asolaría el Asia; Argentina, cuyo nombre se

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basta a sí mismo; Paraguay, prisionero de los ríos y de las cruces; Uru­guay, finalmente, bello como el paso insensible y trémulo de la poesía, desde Isidoro Ducasse, Conde de Lautréamont, hasta el embajador Paul Claudel... Constituís ese triangulo mágico, con la base en el cielo, como una ceja de Dios, joya sin grieta, intaéta en medio de las tempestades, y cuya imagen brilla treinta veces en el índice enervado de AUce.

EL CAPrrÁN SERGENT. — ¿ Deda usted ? EL POETA ESTANISLAO PRAT. — He dicho. GtriDO, E L MISTERIOSO. — Usted no lo ha dicho todo. En Buenos Aires

existe una sorprendente máquina de treinta y cuatro tiempos. Y cada tiempo reaüza una transformación total del objeto. Imagine mil bueyes derritiéndose al sol como nieve, agrupándose como las letras del alfabeto, dejando solamente subsistir de sus vidas y sus galopes el tic-tac musical de un timbre, hadendo el viento y el sol, hablando como usted y como yo, alargándose como sombras bajo el párpado de una mujer, aplastán­dose con ruido de cohetes, y volviendo a las praderas bajo la forma de delantales y estuches para revólver. Excúseme, pero esta luna... Capitán... Un instante, ¿quiere usted prestarme la sombrilla?

MADEMOISELLE ALICE DELAGE. — En la vida hay aventuras... aven­turas... Ya no sé lo que pensaba decir.

EL POETA ESTANISLAO PRAT. — Cálmese, AJice, y continúe. MADEMOISELLE ALICE DELAGE. — Ya recuerdo. Tenía doce años,

entonces, y pocos días antes de obtener mi Certificado de Estudios — pues tengo certificado de estudios — la diredora de la escuela de la Rué de la Jussienne nos rogó que nos dejáramos vacunar contra las viruelas. Era una partera, amiga de mi madre, que trabajaba en la maternidad del hospital Beaujon, quien se hizo cargo del trabajo. Perdóneme que hable de dio, pero esta buena Antonieta se hizo mi mejor amiga. Hoy estamos alejadas. Es rica. Se ha casado con un médico de Bogotá, en Colombia, donde pasea en una vidoria cubierta de encajes, tirada por reludentes caballos negros. Y, según cuenta, en la ventana de la casa que huele a éter, hay pájaros del tamaño de una oreja y mariposas del tamaño de las dos manos. Esto es América, ¿no lo cree usted, Guido?... Otra vez me he tropezado... Pero ¿a qué hablar de ello? Era Madagascar.

MONSIEUR MÁXIME. — Ya ve usted cuan gentil es esta joven, señor Estanislao Prat... ¿Cómo no tenerle cariño?

MONSIEUR THOMAS. — ¡Ustedes sí que saben cosas! ¡Yo que no sé ni adonde voy! Pero me da igual... Capitán Sergent, ¿qué hora es?

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EL CAPITÁN SERGENT. — Mire. Cuando comienzan a salter los car­neros de mar, y la pequeña estrella del sueño pone una mancha sobre la pasarela, quiere decir que estamos cerca de la una. Présteme la cara­bina y doy en el blanco.

Guroo, EL MISTERIOSO. — No tire al blanco, Capitán. No dispare. Nadie piensa todavía en dormir. Présteme el arma... Muchas gracias. ¡Ahí tiene! (rompe la carabina sobre su rodilla).

EL CAPITÁN SERGENT. — ¡No le falta aplomo! ¡Romperme la cara­bina!

Guroo, E L MISTERIOSO. — Le ruego que me perdone. Pero ve usted : un vioh'n, un niño, una bicicleta, hubieran sido la misma cosa esta noche.

MADEMOISELLE ALICE DELAGE. — Comprendo... No está usted en sus sentidos cabales.

GUIDO, EL MISTERIOSO. — ¿ Los sentidos cabales? ¡Los rompo también! MONSIEUR THOMAS. — ¡Está bien! ¡Está bien! No insistamos. MONSIEUR MÁXIME. — Ahcia sabe cantar. ¿Quiere usted que cante? TODOS. — ¡Cante usted, señorita Alice! ¡Cante lo que prefiera! MADEMOISELLE ALICE DELAGE. — No me atrevo. Pero sé que ustedes

insistirán tanto, tanto, que me veré obligada a decidirme. Empiezo. Canción... No tiene otro título... Escuchen :

La vie est comme moi La mer est comme toi La teñe est comme nous

Aime-moi Je (carne Aimons-nous.

La pluie est pour nous plaire Le ciel est pour nous plaire Ma chambre pour nous taire

Aime-moi Je t'aime Aimons-nous.

La mort n'est pos si belle Les voyages perdus Alors n'en parlons plus

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Aime-moi Je t'aime Aimons-noits.

Le bateau qui t'emporte La mer qui le supporte Sont moins beaux que ta porte

Ouvre-moi Je t'aime Aimons-nous.

TODOS. — ¡ Bravo! ¡ Es deliciosa! ¡ Encantadora! MONSIEUR THOMAS. — Bravo. Pero la mía, la canción que yo había

olvidado es mucho más moral. Escuchen. Déjenme cantarla. Se lo suplico. No me impidan que la cante. Si, ya sé. Es estúpida. Ustedes la encon­trarán absolutamente idiota. Pero está acertada, ya lo verán. Está acertadísima.

GUIDO, EL MISTERIOSO. — ¡Oh! Déjese de bailar, y cante... ahora. MONSIEUR THOMAS. — Gracias, caballero. Gracias, señorita. Vean :

Elle habitait rué de Provence II habitait le Chili Ce qui prouve que dans Vexistence lis n'étaient pas réunis T a des hasards qui sont comme fa Et patati et patata.

Elle TU l'aimait pas Luí non plus. Qjielle drSle de chose que Vexistence! Elle ne l'aimait pas Luí non plus. lis auraíent pu faire connaissance Mais ils ne s'étaient jamáis vus.

MONSIEUR MÁXIME. — ¡ Cállese, Monsieur Thomas! ¡ No soportamos una copla más!

MONSIEUR THOJÍAS. — Me callo... Además, no recuerdo más que esos fragmentos de tan magm'fica romanza cómica..

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GUIDO, E L MISTERIOSO. — ¡Lástima! Porque la sangre comenzaba a subírseme a la cabeza, y, Monsieur Thomas, me compadecía de sus huesos. Habría tenido gusto en romperlos, como, como... como esta butaca...

{Rompe la butaca.) EL CAPITÁN SERGENT. — Espere el naufragio, se lo suplico, misterioso

personaje. Si mis previsiones son exadas, dentro de cuarenta minutos, reloj en mano, todo habrá concluido.

EL POETA ESTANISLAO PRAT. — ¿Está usted seguro. Capitán? EL CAPrrÁN SERGENT. — Tan seguro como que nunca ha tratado de

demostrarse que uno y uno sumaran dos. MADEMOISELLE ALICE DELAGE. — En tal caso, no tengo por qué

ocultar mis deseos. Lo amo, señor Estanislao Prat. ¡ Béseme! MONSIEUR MÁXIME. — No veo inconveniente. Frente a lá muerte

se esfuman los negocios. Sólo queda lugar para la poesía. ¡Sean muy fehces!

{Se arroja al mar.) U N A VOZ, E N LOS CORDAJES. — ¡Hombre al agua! EL CAPrrÁN SERGENT. — ¡ Dos hombres al agua!

{Se arroja al mar.) MoNSiETO THOMAS. — No quisiera turbar los treinta y cinco minutos

de amor que les quedan. ¿No me acompaña usted, señor Guido, miste­rioso personaje ?

GUIDO, E L MISTERIOSO. — No. ¡Hasta luego! MONSIEUR THOMAS {saltando por encima de la borda). — ¡Entonces tres

hombres al agua! ¡ Solamente! GUIDO, E L MISTERIOSO. — No se molesten por mí. Todavía tengo dos

cartas que romper y dos botellas de whisky por beberme. Además, el capitán puede haberse equivocado.

EL POETA ESTANISLAO PRAT (a Alicia). — ¡Oh! ¿Y si se hubiera equi­vocado ? ¿ Me amaría usted siempre ?

MADEMOISELLE ALICE DELAGE. — ¡ Sin duda alguna! ¿ Cómo dudarlo ? EL POETA ESTANISLAO PRAT. — El barco que te lleva... MADEMOISELLE ALICE DELAGE. — El mar que lo sostíene... EL POETA ESTAIÍISLAO PRAT. — Son menos bellos que tu puerta.

Ábreme. {Se oye un crujido espantoso. Se hunde el barco.)

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MADEMOISELLE ALICE DELAGE. — Te amo.

EL POETA ESTANISLAO PRAT. — Amémosnos. GUIDO, EL MISTERIOSO. — Permítanme, sin turbarlos, de hacerles una

confidencia importantísima, antes de morir. ¿Saben ustedes lo que iba a hacer en Río de Janeiro ?

MADEMOISELLE ALICE DELAGE Y E L POSTA ESTANISLAO PRAT (juntos). — ¡Bien poco nos importa!... ¡Déjenos tranquilos con sus misterios!

GinDO, E L MISTERIOSO (saltando por encima de la borda). — ¡Tanto peor! ¡ N o lo sabrá nadie!

(Nada algunos metros y grita.)

Yo iba a Rio... para... para... que me... (El resto de la frase se pierde en el estrépito.)

(El poeta y Alice, entrelazados, se hmden en el mar.) (Algunos instantes más tarde, una voz que cae de lo alto de la carabela

fantasmOf grita a través del Océano :

¡Tierra! ¡Tierra! (Tel telón vacila en caer.)

RooER VrrRAC.

Febrero de 1931.

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SE comienza por hablar de esa parte del mundo — la más bella (es una hipótesis) y la más misteriosa (es certidumbre) — sin conocerla sino de oidas. Por encima del Atlántico se le lanzan declaraciones de

amor al rostro. Se ensartan frases... No es necesario ser muy mal inten­cionado para creer que, en caso análogo, se habría hecho lo mismo con la China o con Estonia.

En el fondo es tonto i>ero es así : sin la menor documentación, sin conocer nada de ella, se piensa, el día en que os han pedido reflexionar acerca de esto, que esa parte del mundo es la más nueva, la más atraycnte, la más rica en posibilidad de aventuras.

¿Qué sé yo de la América Latina? Conozco a Supervíelle, Gangotcna, Huidobro, Cendrars, y otros que no son literatos; he leido vidas de Boüvar, de San Martín, de Sucre, etc.; he estado a punto de ir a Guatemala, donde mi hermano vivió diez años; he visto El Signo del J^orro en el cine­matógrafo...

Pero no; esto es nada. Hay otra cosa.

Empieza por los sellos de correo. No soy el primero en declarar que a la edad de ocho años, de diez años, conmueven como no lograrían nunca hacerlo los billetes de banco. Algunos opinan que los sellos de correo pueden propiciar un entretenimiento instruétívo. ¡Abajo la instrucción! No; los seUos resultan algo mucho más complicado.

Se debe estar podrido para apasionarse únicamente por los sellos raros — porquerías descoloridas que nos zambullen nuevamente en un siglo XIX, en que se habla de ducados italianos, estados pontifiodes, de la cabeza de la reina Vidoria y de las armas de estados alemanes.

Con los paises de América Latina, nuevos, pictóricos de color, llenos de imágenes extrañas y cabezas de héroes jóvenes, el cambio de latitud resultaba más completo. £1 Paraguay^ Panamá, Guatemala, México ¡cuantos horizontes, cuantos misterios!

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¡Ya no hay peligro de tomar a América Latina f>or un A&ica malo­grada!

.% Adviene una época en que se comienza a soñar con la Patagonia. El Cabo Hornos, el estrecho de Magallanes, la Tierra del Fuego...

¿Pigmeos, caníbales? ¿qué sé yo! En el fondo, para un latínoamerícano, oir hablar del Cabo Hornos no

debe tener mayor importancia que, para un europeo, ver pasar en la conversación el nombre de las islas Feroe. Tal vez pestañea, y se pregunta donde demonios se encuentra, exaétamente, ese lugar.

Sin embargo, para mí, durante mucho tiempo, la Patagonia fué toda la América Latína. Todos los milagros de que oía hablar : los gauchos, el guano, los terromotos, el oro; estas cosas y muchas más, sólo podían exis­tir en Patagonia.

Tal vez haya mucho Julio Veme debajo de todo ello. ¡Lástíma!

En otro momento es el tango, que se vuelve, para oidos de un mozo de once años, la palabra más evocadora y más patétíca del mundo.

Durante la guerra, en provincia, en Italia, los cafés-conciertos pre­sentaban una o dos parejas de bailarines « argentínos » en cada programa. ¿Qué relación podía tener esto con la guerra? En aquellos tiempos, que duraron varios años, yo pasaba mis veladas en el cinema-café-concierto. Nada me atraía como los danzarines « argentínos ». Ciertas complicidades con gente de la casa me permitían saludarlos en sus camerinos. Eran tan argentínos como yo.

Pero creo que no me daba cuenta de ello. Sus trajes se me antojaban más bellos que loa uniformes de los soldados de todos los paises que atra­vesaban contínuamente la región del Adriátíco.

Yo soñaba con las bailarinas, con sus tangos, con sus canciones ridi­culas :

Allá, allá, en Argentina, donde las mujeres son tan bonitas, al ritmo de frágil orquesta se baila el tango bello.

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Era lamentable y patético ... mucho más de lo que yo sería capaz de imaginar ahora.

Conocí Guatemala por fotografías, por los relatos de mi hermano, por el café que me enviaba, los terremotos y también por los sellos de correo. Es el primer país del cual estuve enamorado.

Esto me d i o deseos de documentarme sobre las otras naciones de América Central. Durante mucho tiempo, estuve convencido de que Costa Rica, Nicaragua, el Salvador, Honduras, eran una suerte de paraíso, y que sólo me hallaría a gusto en esos paises.

América del Sur sólo llegó después del día en que d nombre de Ama­zonas adquirió para mi todo su sentido sugestivo. ¡ Cuantos libros de viajes leídos y releídos! Pero Uta más aun los atias; al menos, encontraba más satisfacdón en ellos.

Y otra vez, sin saber por qué ni cómo, he descubierto — yo también — a México. La seducdón que ejerce América Latina es más profunda, pero mucho más lenta que la que ejercen otras partes del mundo. Sin<mbargo, hoy, después de reflexión, me doy cuenta que iría allá con mucho más gusto que a cualquier otro lugar. Y no es, de modo alguno, a causa del Brasil de Cendnurs, del Uruguay de Supervielle, de las Guayanas de Galmot, del Méjico de Azuda, o de la Argentina de los tangos, de la Pata­gonia de Julio Veme, de la Colombia y dd Perú de las vidas noveladas de Bolívar... No; ha pasado la época de los viajes en una butaca y sé que allá encontraré lo que busco : una vida todavía libre, fuerzas nuevas, la selva, los rios, los inseétos que asustaban a Louis Chadoume, el calor, — y, ya lo sabemos, otras cosas más : irresoludón, avidez, política, y así sucesivamente...

Pero todo esto en paises habitados por hombres que no tienen nada común con la podredumbre burguesa de Europa y de América dd Norte.

Porque, digámoslo de una vez, no creo estar hadendo un gran descubrimiento : repito lo que ya se ha dicho. América I<atina puede tener entre sus manos d porvenir del mundo, su rejuvenedmiento y su opulen­cia. Tengo escasas simpatías por d Oriente. Pero tampoco sé prostemarme

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so

ante la civilización de Mr. Hoover. África tiene muchos años de espera aun, antes de resucitar.

América Latina lo tiene todo entre sus manos : su vida es una lucha continua contra la invasión de los U. S. A... Siempre vencida (o casi), explotada, martirizada, deja ver al mundo, sin embargo, lo que puede ser su fiíerza, cuando, de tiempo en tiempo, arranca a su modorra un breve sobresalto de energía. ¿Acaso no resulta excitante pensar que existen todavía, allá lejos, regiones inexploradas, que, según se sabe, encierran riquezas prodigiosas, horizontes nuevos, bastante vida para nutrir el mundo entero? Y no se trata de oro ni de piedras preciosas, sino de tra­bajo por realizar. ¿ Hay hombres sin trabajo en América Latina ? Tal vez; pero en ese caso debemos culpar la falta de iniciativa de las organiza­ciones sociales, y, sobre todo, — estoy seguro de ello, — la hábil polí­tica de desorganización de los Estados Unidos, que tienen todo interés en mantener costumbres políticas viejas de muchos siglos... ¡Ah! ¡si Amé­rica Latina no fuese un continente ecuatorial! Sin duda el clima, esa ve­getación, esa vida aun tan sorprendentemente patriarcal, hacen que se soporte todo con una indiferencia singular, y que los hombres se vuelvan amorosamente hacia la vieja Europa de los señores Poincaré, Lloyd George y Hindenburg — y de Montmartre, del Stock Exchange, de Poirct o Lanvin, y del suprareahsmo...

Rio de Janeiro, Buenos Aires, México, Montevideo, Bogotá; ciudades que no logramos imaginar tales y como son. Sólo pensamos en New York o en Berlín. Si algún día el experimento de la U. R. S. S. llegara a ser destruido por las fuerzas de la reacción, sólo quedaría un mundo nuevo frente a la vieja civilización burguesa : América Latina.

Y no puede imo librarse de un continente así, como de una avispia.

Nmo FRANK.

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QUÉ QUIERE DECIR TEATRO?

TT T N teatro de New York es un edificio barroco, vasto y mal I decorado, que, construido con fines de especulación sobre \ ^ la propiedad, sólo se propone reunir a un público que

la pague, sentarlo en la sombra durante seis noches a la semana — más dos matinées —, y hacer'o ver adores que, moviéndose en escenario brillantemente iluminado o tenuemente azul — según la producción aspire a éxito de taquilla o de « arte » —, repiten firases estudiadas en cuartillas dadilográficas, o hacen gestos enseñados por un diredor de nervios desquiciados. Una mihcia de tramoyistas y expertos eledricístas gradúan las luces y preparan el escenario. Todos, excepto el cuerpo técnico y el auditorio, es­tán alli en lab<Mr de fíranca especidación, tratando de explotar las distintas clases de exhibicionismos tolerados, contemplar sus nombres en caraderes luminosos y ganar un millón de dólares. El autor, el diredor, los adores, el taquillero, el manager, el promo­tor que presentó el manager al « ángel » que trajo el capital, los revendedores, porteros, fanáticos del teatro, diseñadores de deco­raciones, maquilladoras de coristas, y alguna vieja con ínfiílas de cultura nueva, todos esperan que esta vez ganarán a cara o cruz, con el búffalo de la moneda, y que obtendrán fama y riquezas.

Pero detrás de todo esto hay un complejo de necesidades y un clamor que no está enteramente conedado con el símbolo del dólar. Todo el mundo quiere formar parte del grand elenco, sa­lirse de sus miserias, sentir lo que otros sienten, emborracharse de excitación sexual, de aventuras, cocktails o dólares. Aspiran a que se les contemple con admiración y envidia, por haber visto o

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escrito una pieza de éxito, por liaber ganado dinero, gastado di­nero, y así a través de innumerables acontecimientos y conflic­tos sentímentales. Los escritores, adores, decoradores y direélores tienen algo en el pecho que quisieran exteriorizar; los pobres diablos que pagan en taquilla quieren olvidarse de sí mismos y sentírse parte de la farándula — aunque no fuera más que en calidad de comparsas.

¿ Parte de qué ? En New York, comparsas de la procesión imperial americana,

camino del más dinero, mayor barniz, más Ritz, que obsesiona nuestras existencias. En Moscou, en cambio, quieren tener la noción de que participan de la marcha viéloriosa del mundo pro­letario a través de la historia.

La finalidad es muy distínta, pero el mecanismo no difiere tanto. El teatro de Moscou vale lo que se paga por sus localidades;

en New York acontece lo contrario. El teatro newyorquino es como un tinglado de feria rural, en donde el aélo presentado afuera, para atraer el público, resulta siempre superior al espec­táculo ofrecido bajo la carpa.

La mayor parte de los crítícos norteamericanos que estuvieron en Moscou opinan, muy equivocadamente, que el teatro ruso tíene poca importancia. La verdad es esta : para empezar, mien­tras está en la Union Soviétíca, el crítíco tiene miedo; le sobre­salta la idea de que el ogro pueda agarrarlo para comérselo de un momento a otro. También le desorienta la diferencia de cos­tumbres : el teatro abre sus puertas a la hora en que, ordinaria­mente, el critico está comiendo. Si no comiera estaría hambriento, y si ha comido ya, lo hizo de prisa y conúenza a producirse en él algo semejante a una indigestión. En el público nadie está ves­tído con etíqueta; el crítíco se pone a meditar acerca de si los rusos se bañarán asiduamente. El edificio en que se encuentra tíene el crudo aspeéto de las construcciones sin terminar; quizás se trata de un viejo teatro desmantelado, huérfano de adornos, pintado sencillamente de blanco gris, con sabor a granja. El crítíco se inquieta.

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Comienza la representación sin muchos formahsmos. Como siempre, la sala del teatro se apaga, y el escenario se ilumina bril­lantemente, y nerviosos refledores entran en acción, dogmátíca-mente, como la vara del maestro rural que señala ecuaciones en el encerado. Alguien trata de traducir los diálogos para el ameri­cano; pero éste no entiende el ruso ni el pésimo inglés del intér­prete. Entonces le asalta el temor de estar escuchando textos de propaganda, y de ser convertido al comunismo sin darse cuenta. La obra es larga; los intermedios son largos también; las sillas son duras. Y el crítico siente toda la falta de elegancia, de esa ele­gancia que en su país encontraría en el más ínfimo cinemató­grafo ; regresa a su hotel bostezando, cansado, temeroso de haberse llenado de piojos, y escribe una crónica, informando a sus ledores que el teatro ruso ha sido demasiado ponderado, y que solo se trata de un medio de propaganda bolcheviki.

En New York los críticos, produdores y gente de teatro leen los artículos y sienten un gran ahvio. Esto les hace entrar con más satisfacción dentro del agujero sin fondo en el cual están hundiendo su profesión. Los teatros de películas habladas dan más satisfac­ciones al público por el valor de su dinero, que el teatro pro­piamente dicho. Es evidente que para los adores teatrales norteamericanos sólo hay porvenir en Hollywood, o en la tran­quilidad de un banco en cualquier parque.

Si usted les dijera que tienen mucho que aprender en Moscou, lo creerían loco. El teatro en los Estados Unidos, como campo de negocios, ha llegado a ser un mero subsidiario de Hollywood. Cualquier teatro que pretenda continuar viviendo, tendrá que apelar a otros fines que la especulación, y a otros sentimientos que los derivados de la religión del dólar, o tal vez a la rebehón contra tales motivos.

Hasta cierto pimto resulta interesante hacer una comparación entre el teatro adual de los Estados Unidos y el de Rusia en estos momentos. Históricamente, tienen más o menos la misma edad. Las dos ramas se desprenden de la decadente estimación en que cayó el teatro europeo a fines del siglo xvm. Pero existe una

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diferencia : Rusia fué influenciada direélamente por lo que había de más viviente en los teatrq^ franceses, germanos y escandinavos, de fines del siglo xix, mientras que América del Norte tuvo las mismas influencias pero pasadas por el tamiz de las respetabiUdades puritanas, y la tradición emasculada del teatro shakespeariano de las tablas inglesas. Desde que la conmoción de la guerra rompió todas las fronteras de Europa, el teatro europeo se ha vuelto cada vez más internacional, como parece haberlo sido en el siglo xvin. Las producciones pasan de capital a capital; la mitad de las piezas vistas en New York, París o Berlín, son traducciones de « obras de éxito » de diversas procedencias. Las fuentes de mayores influencias parecen venir de los Estados Unidos (comedias musi­cales, revistas, obras poHciacas), y de Rusia (efeélos escénicos « modernos », y juegos de luces). La diferencia que se observa entre estos dos centros de influencias derivan de esto : mientras el teatro ruso prospera, el norteamericano decae rápidamente.

En Rusia como en América, los cinematógrafos son fuertes adversarios; sin embargo el teatro ruso no pierde terreno. ¿ Guales son, pues, los elementos que constituyen la fuerza del teatro ruso ?

En primer lugar, toda organización teatral posee una tra­dición permanente detrás de sí. Gada teatro ruso tiene una vida de corporación, como una Universidad, y direétívas individuales y políticas que fluélúan según los casos; el cuerpo de adores varía muy-poco, así como el repertorio; pero la institución es organismo con memoria. Ser aélor o diredor es considerado como profesiones que exigen una reputación, que requieren un entrenamiento pro­longado y eficiente.

Los adores de cualquier teatro particular son contratados por no menos de un año. Se sienten parte de la entidad. Desde la revo­lución, todo el mundo (en los teatros de izquierda al menos), tiene algo que ver con la polítíca e interviene en el nombramiento de diredores y elección de obras. Contrariamente a la impresión general, la revolución de Octubre no interrumpió la tradición que regía en la mayor parte de los teatros. Estos se han modificado en cierto modo, como se ha modificado la vida de los individuos,

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por estar sometidos a las normas de una sociedad nueva, pero no se ha pretendido romper con el pasado, como lo hacemos en New York en cada temporada, donde una nueva serie de especuladores se afana por destruir lo que ha sido hecho antes (excepto cuando Se trata de mantener tradiciones en nombre de argumentos como este : « Ben-Hur fué un triunfo »). En Moscou puede verse todavía sollozar el público del Pequeño Teatro {Maly Teatr) con las repre­sentaciones de obras de Ostrowsky, que fueron estrenadas por el año ochenta del siglo pasado. En el Segundo Teatro de Arte {M XA 7*2), se representa a menudo El grillo en la chimenea, pro­ducción que fué famosa en 1914. En el Teatro Vakhtangoíf, La princesa Turandot, pieza que ejerció gran influencia en el teatro europeo. En el Teatro de Arte de Moscou (Ai X A T i) aun se representa El pájaro azul. En las profundidades. El hombre de corazón, de Ostrowsky {Goryachyeye Serdtzye), obras que vieron la luz hace muchísimos años.

Esto equivaldría a ver representadas en New York, anual­mente. La blusa amarilla. La niña de ojos verdes. Viejo Kentucky, o un par de farsas de Hoyt.

Otro fador que asegura la vitalidad del teatro ruso es la opor­tunidad experimental ofrecida por los estudios subsidiarios que crecen a la sombra de los grandes teatros. Dichos estudios son germen de nuevos teatros y, al propio tiempo, campos de prueba para nuevos métodos e ideas. Su mantenimiento cuesta tan poco que no se ven obligados a depender del púbhco, y existen en tal cantidad que todas las ideas posibles tienen en ellos una oportu­nidad de aplicación prádica. No debe ocultarse, desde luego, que los teatros rusos están subvencionados, y siempre lo fueron, como la mayor parte de los teatros de Europa. Existe un comité central {Glavniskoostva), bajo el control del Departamento de Educación, que subvenciona teatros y concede créditos, de cuando en cuando, a los estudios y teatros-clubs ^de amateurs) que considera merece­dores de ayuda. También hay teatros como e\ M G S P S, que está subvencionado por el Consejo Central de Unión Comercial de Moscou. Antes de la revolución los teatros de estado eran

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controlados por el Gobierno; el Teatro del Arte, por un grupo de « ángeles » adinerados.

El público americano hace gestos de espanto, alza las manos y pone los ojos en el cielo a la sola mención de la palabra subven­ción. Pero ya es hora de empezar a comprender que el teatro no es un negocio (es, a lo más, un negocio pobre, del cual sólo se suele extraer dinero por medios insidiosos, de móviles mal intencio­nados). Aun en los Estados Unidos, — donde más fortunas han sido edificadas por dramaturgos, mánagers, racketeers, y parásitos, que en cualquier otro país — si la industria teatral sufriera un ba­lance total, y se comparara el capital invertido con las ganancias, dudo mucho que se encontrara en estado de solvencia. El teatro ruso, en cambio, es considerado como un gasto necesario en el Departamento de Educación.

Es indudable que, además de la censura, existen muchas des­ventajas para el teatro independiente, por el hecho de estar direc­tamente bajo el control del Gobierno, pero no creo que los teatros de otros paises revelen y expongan las dificultades con que se tropiezan los adores sinceros, en su lucha contra las exigencias y combinaciones del « ángel » especulador. El gobierno impone una misión de propaganda o bien fines educativos a los teatfos rusos, pero los deja completamente libres en lo que se refiere a la técnica de la presentación. Su situación es muy semejante a la de los pri­mitivos itahanos que pintaban para la iglesia; algunos, como el Giotto eran sinceros creyentes, y trabajaban a la leyenda cris­tiana, buscando su salvación espiritual; otros, como Signorelli, encontraban en la leyenda un pretexto para su propia investi­gación científica del color y de la forma. La imposición o análisis de un contenido no han ejercido nunca mala influencia sobre el arte del pasado, y tampoco hay razón alguna para que podamos creer que hoy sus resultados sean desastrosos.

Lo cierto es que Moscou y Leningrado nos ofrecen un pano­rama teatral más variado que ninguna otra parte del mundo. He aquí la lista de representaciones anunciadas para un martes de Noviembre : Primer Teatro de la Opera, El Principe Igor; Segundo

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Teatro de la Opera, La dama de pique de Tschaikowsky; Pequeño Teatro, El año JQI y (drama-crónica de la revolución de Odubre); Afiliado al Pequeño Teatro, Oro de Eugene O'Neill; Estudio del Pequeño Teatro, Aquel elemento bajo (farsa comedia, con cantos, semejante a las representaciones del Palais Royal de París, género nuevo que el joven direétor Kaverin está tratando de introducir). Primer Teatro de Arte de Moscou, Hombre de corazón de Ostrowsky (pieza muy popular a mediados del siglo xix); Pequeño Teatro del Primero de Arte de Moscou, La cuadratura del circulo (comedia que trata de la vida comunista en sus comienzos); Segundo Teatro de Arte de Moscou, Esperanzas perdidas de Geyermans; Teatro Kammemy, Diay noche (vieja opereta de Lecoq); Estudio Musical Nomirovich-Danchenko, Carmerwitay el soldado; Teatro Vakhtan­goíf, Punto de ruptura (crónica dramática del ataque del Palacio de Invierno por el crucero Aurora); Teatro Meyerhold, China ruge (espeéláculo de propaganda por la revolución china); El Teatro de la Revolución, El hombre de cartera (obra brillantemente pre­sentada y que muestra las dificultades con que los viejos intelec­tuales tropiezan al haUarse en la nueva sociedad comunista); Teatro M G S, Los Hunos en los rieles (cuyo asunto se desarroUa en una fábrica de locomotoras de Leningrado); Proletkult, Poder (pieza que pone en escena, de modo estupendo, la revolución de odubre); Teatro de la Sátira, Tarakanovschina (el impulso del escritor proletario)... Además de esto existen aún el Teatro Rea­lista, Teatro de Opera Experimental, Teatro Kors, que presentan, en su mayoría, traducciones del alemán; dos teatros de opereta y Estudios de menor importancia; el Teatro de Improvisación, donde los adores van construyendo los diálogos de acuerdo con el desarroUo de una acción, un gran music-haU, un Circo de prí-mera clase, y numerosos teatros de aficionados, clubs, y otras organizaciones. Los métodos de presentación varían desde el con­vencional y estético de los Ballets Rusos, el estilo de los trabajos de Tairof, en el Teatro Kammemy (antes de la guerra era este el estilo del Pequeño Teatro), hasta el expresionismo del Teatro de la Revolución y el estilo personal, nuevo e intenso, de Meyerhold.

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Qjjizás la más justa impresión que pueda darse del desenvol­vimiento del teatro ruso en los últimos treinta años, sea resumir, en pocas líneas, la carrera de Meyerhold.

Karl Emilyevitch Meyerhold, hijo de un silesiano, fabricante de cognac, establecido en Pens, al oeste de Rusia, nació en 1874. Al parecer disfrutó en su niñez de todos los cuidados prodigados a los hijos de burgueses y mercaderes ricos, con la ventaja de que su madre, Alvina Danilovna, tenia grandes inclinaciones artísticas y amaba la Hteratura y el teatro como muchas mujeres de su clase social, y por ello el interés de sus hijos por el teatro fué apoyado desde temprana edad. Cuando cumplió diez y ocho años, el nombre de Karl Meyerhold figuraba ya en los pro­gramas (sólo mucho más tarde cambió su primer nombre por el eslavo puro de Vsyevolod), figurando como asistente de direélor en una de las clásicas representaciones rusas de amateurs : La amargura de la sabiduría.

Ingresó en la Universidad, pero pronto abandonó sus estudios para entregarse a los cursos de arte dramáticos de la Filarmónica de Moscou. En la inauguración del Teatro de Arte de Moscou tuvo a su cargo el papel de Treplieff en la primera representación de La gaviota del mar. Por aquellos tiempos sus admiraciones eran Marx, Hauptmann y Chejov.

Tradujo al ruso Antes de un alba y tomó parte importante en la organización de la Cooperativa de Estudiantes de la Filarmónica. Dejó momentáneamente Moscou, y fué nombrado direétor del Teatro Municipal de Cherson, en Crimea. Más tarde viajó por Italia y regresó lleno de ideas vagas sobre el movimiento místico-decadente de Maeterlinck, d'Annunzio y Debussy. De nuevo en Moscou, trabajó en el Teatro-estudio de Stanislawsky, donde pre­sentó La muerte de Tintagiles, que era la última palabra en materia de teatro místico-estético : luces tenues, poses a lo Botícelli, gasas entre los adores y el público... Más tarde lo vemos en Tiflis, con un grupo al que había ayudado a fundar, años antes, la Compañía del nuevo drama. En 1906, le ofrecieron el puesto de diredor en Komnissarjesky, en la época del teatro elegante de San Peters-

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burgo. Allí organizó sus primeras producciones en un estílo que ya anunciaba al Meyerhold adual : La vida de un hombre, de An-dreieíFfué representada sin escenario; luego, Hermana Beatrice, de una manera plena de misticismo. Al año siguiente fíié expulsado del Komnissarjefsky porque los críticos protestaban contra el caráder renovador, radical, de su arte. Un año mas tarde fué contratado por el cuerpo diredivo de los Teatros Imperiales Marinski y Alexandrinski, en calidad de autor y diredor. Durante su permanencia ahí presentó una versión de Tristón que fué famosa y desarroUó un estilo que fué cahfícado por los críticos de « théátre echo du temps passé ». Presentó con Fokine un Orfeo de Gluck, con gran éxito (de una de est£is realizaciones surgieron los métodos del antiguo Ballet Ruso). En verano del año 1913 fué a París para dirigir la Pisanella de d'Annunzio, interpretada por Ida Rubinstein.

Llega la guerra; rudo despertar para estos endebles religiosos-sexuales, con sueños de pipas en un pasado de brocados. El pre­sente colgaba al cuello de todo el mundo un coUar hecho con bombas explosivas y cascos de metralla.

Pero los Teatros imperiales parecían seg^r sin la menor varia­ción en sus estilos. A ratos Meyerhold trabajaba para el cinema­tógrafo. Por fin, en el verano de 1917, la revolución lanzó un reto del futuro con una energía que no dejaba lugar a bromas. Meyer­hold se unió al Partido Comunista y ayudó a Kamcnew a orga­nizar el Departamento de Educación de Petrogrado. En no­viembre de 1919, estrenó en Moscou, con Mayakowsky, Misterio Bufo, constituyendo esta reahzación el primer espedáculo revo­lucionario-futurista. Durante el verano siguiente, en Novorossisk cayó en manos de los blancos y fué encarcelado. Antes de cele­brarse el juicio, Novorossisk fué tomado por el Ejército Rojo, que hberó a los prisioneros. De regreso a Moscou trabajó en el Pro­letkult con el Teatro de la Revolución, y, finalmente, en su propio teatro. Sus producciones parecen seguir dos diredivas principales. Una, revolucionaria : espedáculos agitadores, producciones de propaganda, como JZ^b^ Dybbom (adaptación de La noche de

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Martine), Amanecer de Verhaeren, China ruge (en la adualidad dirigida por Feodorof, pero bajo la supervisión de Meyerhold) y D. E. La otra tendenda es constituida por reconstrucciones de obras clásicas, siguiendo los principios desarrollados por él en Leningrado, como El inspedor de Gogol, Amargura de la sabiduría y La selva.

Es difícil dar cuenta exada de una pieza oída en un idioma que escasamente se entiende. Los detalles de acción y presentación se destacan más que cuando se está absorbido p>or el diálogo, pero, al propio tiempo, hay momentos en que se entrega todo el interés a la acción, a tal punto que se pierde el hilo del asunto. Probable­mente se deban a esto las grotescas referencias de los viajeros que regresan de Rusia. A veces el infortunado turista se llena de con­fusión a tal punto que no acierta a reconocer en la pieza que está viendo una que ya conoce. Yo solo puedo ceñirme a dar mi propia impresión, anotada cuidadosamente, durante el desarrollo de la obra.

En primer lugar, Meyerhold, en todas sus realizaciones, ha roto enteramente con « la cuarta pared » — una de las conven­ciones más arraigadas en el teatro realista. £1 mecanismo del teatro (del cual se ha suprimido, en todo lo posible, el arco del proscenio) no está más disfrazado que el mecanismo del circo. En casi todas las representadones los tramoyistas disponen las escenas a la vista del auditorio. Se hacen todos los esfuerzos posibles por romper la sensación de un límite existente entre el púbUco y la escena, de manera que los espedadores siguen la acción como si se desarrollara entre ellos, al igual que el ado de drco o el match de boxeo. Se ha intentado suplir la tensión nerviosa del teatro realista y estético, donde el auditorio espera pacientemente que le extrai­gan las emodones, por algo más inesjierado, menos hipodérmico, por algo semejante a una excitación muscular. Una vez obtenido que los espeéiadores sean participantes, ya estarán más cerca de la emoción; la agudeza del sentir y pensar, entre risas y lágrimas, será mayor. Se verá brillar, entonces, todo el espeéb-o anímico, en vez de una pequeña secdón.

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Al trabajar en la elaboración de El inspeñor, Meyerhold, según parece, redujo por primera vez una obra a sus elementos origina­rios, utihzando todos los textos posibles e insinuaciones contenidas en cartas, documentos contemporáneos, y toda la materia que pudo recoger acerca del modo con que Gogol había concebido su obra — elementos básicos. Resultó una pieza completamente nueva « eco del tiempo pasado » si se quiere, pero iluminada de modo indeleble por el refledor de HOY. En el transcurso de la acción, los hmites convencionales del teatro de Gogol son entera­mente dejados a un lado. Sobre la trama primitiva se ha creado un espedáculo-aventura en tres episodios, que satiriza la vieja buro­cracia rusa (y la nueva en lo que le toca), al mismo tíempo que ima farsa trágica reconstituye la gran parada histórica de la Rusia de otros tiempos.

Dudo que se haya logrado una producción teatral tan abun­dante en variadzis significaciones y tan perfedamente obtenida dentro de sus límites.

Toda la pieza es interpretada frente a la línea del viejo prosce­nio; donde reinaban las cortinas, hay una serie de paneles rojos, oscuros, pulidos, que se abren en cualquier sentido. Las escenas se desarrollan en el borde, frente a esas puertas que pueden ser corridas en plataformas rodantes, a través de la gran abertura central. La historia, extraordinariamente graciosa, nos muestra la burocracia de una ciudad provinciana que, presa de pánico por la Uegada de un falso inspedor, pone en prádica todos los ardides y humiUaciones para ganarse sus simpatías, y acaba por saber que ha sido vídima de una superchería, pues el verdadero inspedor está todavía en camino. La pieza cobra más importancia, con los nuevos papeles introducidos en la acción, y el desarrollo de todos los pretextos dramáticos del texto; las escenas se suceden rápida­mente, la trama se hace cada vez mas tensa, hasta que, con la con­moción de la noticia terrible — el inspedor general está solamente en camino — el funcionario más comprometido se vuelve loco. La última escena tiene más envergadura e intensidad dramática que todas las que habré podido ver en el teatro. Después de un confuso

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tumulto, en que los actores corren por el escenario, cae lenta­mente un lienzo blanco, estirado y suspendido sobre el tablado, con las últimas palabreis de la obra escritas en caráderes rojos. Y cuando la tela ha caido hasta el suelo, el escenario, en vez de estar ocupado por adores vivos, lo está por unos maniquíes de cera agrupados en el mismo orden, vestidos con los mismos trajes. En vez de vida, todo es historia. Pero se sale del teatro tamba­leando.

D. E. (Europa Pagada) es un espedáculo agitador, de caráder fantástico, conseguido por la combinación de dos historias de Wells, o algo por el estilo, que se refieren a la próxima guerra. El argumento presenta un trust norteamericano organizándose para caer sobre Europa y asolarla. El Ejército Rojo salva la civihzación, devorando el camino por un túnel abierto bajo el Atiántico y encendiendo la Revoludón Mimdial. Este escenario sirve de pre­texto para muchas sátiras ¡Kílíticas. Desde el punto de vista técnica teatral, es este espedáculo el más interesante que yo haya visto salir de manos de Meyerhold. La interpretación se realizaba a los acordes de un jazz, y el escenario estaba lleno de unos biombos montados en ruedas que se movían continuamente, de modo que varias escenas podían ser presentadas simultánea o alternativa­mente, con vertiginosa continuidad. Las escenas que se desarrol­laban en el gabinete polaco o en el británico, estaban cargadas de sátiras diabólicas y precisas, llevadas fríamente hasta el extremo. La escena del hambre en Londres, donde los Pares ingleses, con sombrero de copa y levita cruzada, se registran unos a otros, bus­cando alimentos, tenía todo el horror barroco que se desprende de ciertos movimientos.

La obra moviUzaba todas las técnicas concebibles en teatro, con absoluta y desconcertante ingenuidad : teatro chino, Kabuki, burlesque americano, vaudeville francés, melodrama del Chatelet, masas como en las producciones de Rheinhardt, sátira social a lo Shaw y a lo Ibsen, comedia musical. Como resultado, se admi­raban todas las posibilidades teatrales en una sola representadón. Yo sentía que el hilo de la historia resultaba débil para soportar

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ese prodigioso alarde de variedad; como enseñanza para los direc­tores, D, E. tiene importancia análoga a la que posee, en pintura italiana, el famoso cartón de Miguel Ángel que muestra los sol­dados bañándose. Si el teatro ha de seguir viviendo, su futuro entero descansa sobre esta realización escénica.

Si el teatro ha de seguir viviendo... Einsenstein opina que dentro de poco no existirá el teatro,

pero yo creo que subsistirá, que subsistirá en la misma América. No creo que las películas habladas darán al público esa sensación de participar en el espedáculo que le da el circo, el vaudeville, o el ballet. Y como la vida industrial se hace cada día más social, con la vida individual más arraigada dentro de su propia vida celular, como un coral-insedo, se acusa más la necesidad de la alegría en grupos de que forma parte el individuo. Para ello el radio es insuficiente; ese resultado sólo es obtenible por medio de los deportes y el teatro.

Desde la revolución, el teatro ruso rinde una labor gigantesca, produciendo distracciones que tomen el lugar de la pompa y mis­terio de la iglesia y de la vida brillante de las capitales cosmo­politas, dando al hombre mediano una educación política (si el término no les suena bien, llamen a esto propaganda), y la sensa­ción de tomar parte en la marcha dé la historia. A esta labor se debe el desenvolvimiento del periodo más extraordinario en las aétividades históricas del teatro... En los Estados Unidos el teatro sólo ha sido una de las avenidas que permiten marchar hacia mi­llones de brillante resplandor, como cualqmer salón de belleza o tienda de trajes y abrigos. En los centros teatrales europeos, donde ha sido posible adquirir lo mejor, las producciones vernáculas han sido una serie de animosos fracasos, como principio, no siendo lo bastante fuerte ninguna de ellas para unirse a las otras y constituir una tradición. Pudiera ser que los Estados Unidos sintieran la necesidad de que el teatro ceda terreno a los deportes — foot-ball intercolegial, matchs de boxeo, y base-ball de grandes Ugas. Pudiera ser que la serie de accidentes necesarios no se haya pro­ducido aún. El vigor del jazz, vaudeville burlesco, y de algimas

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comedias musicales, no basta para hacernos pensar que el teatro haya encontrado en los Estados Unidos un fondo social apropiado, apto a sostenerlo.

De todos modos, todavía puede hablarse de un teatro norte­americano.

J O H N DOS-PASSOS.

(Traducción por Carlos Enriquez.)

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H

LAS LANZAS COLORADAS

E C H A de la sombra de las montañas, del viento de los ríos, de las escamas azules del cielo, llega sobre Villa de Cura la noche lenta y quieta.

Quieta y lenta sobre la ciudad empavorecida. Por la tarde más de la mitad de la guarnición había sido destacada precipi­tadamente hacia San Juan de los Morros.

A lo largo de las calles sombrías se oían los gritos solitarios de los centinelas y bajo la noche, madura de todas las estrellas, apenas si ardía una que otra luz pequeña en el poblado y algu­nas fogatas en la sabana abierta.

Boves invadía con siete mil lanceros. Siete mil caballos ce­rreros en avalancha sobre los campos, y sobre ellos siete mil diablos feroces, y en sus manos siete mil lanzas de frío hierro mortal.

Toda la tarde estuvieron saliendo las gentes que emigraban de miedo. La sabana se llenó del disparatado movimiento de la fuga. Solos, en masa, por distintos rumbos, se iban. Angustia de los hombres por salvar su dinero. Angustia en los gestos, en las voces, en los silencios. Se iban todos. Angustia de las mujeres con el racimo de sus hijos a la espalda. Angustia de los animales. U n burrito gris cargado de niños y de muebles. En todas las carnes, en todos los ojos, en la profundidad de las almas el amarillo res­plandor del miedo.

Boves invadía. Se abandonaba todo. La tierra sembrada largos años, la vieja

casa donde era dulce estarse el tiempo ocioso. Un frío viento de

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muerte los arrastraba. Deseaban estar lejos, ser transportados milagrosamente por los aires. Se dejaba todo.

Boves invadía con siete mil lanceros. En Villa de Gura las casas están vacías, la ciudad desierta. Al

precio de los bienes, de la comodidad, los pobladores enloquecidos de terror se han hígado para salvar la vida precaria.

Sólo quedan algunos pocos miserables. Andan por los rin­cones, buscan la sombra, temen hablar en voz alta, se percatan de sí mismos con asombro y les parece que la vida se les ha ido caminando con los otros. Una mendiga al pié de un árbol masca lentamente una fruta y un niño llora desconsolado como si el mundo fiíese a ser destruido. Los hombres morirán, los campos serán talado», la ciudad toda arderá en un fuego noélurno en el que se adivinarán las sombras del baile de los diablos.

Siete mil cabaUos destrudores en avalancha sobre los campos. En el fondo de las casas.los viejos, los que han vivido largos

años y tienen las pupilas acostumbradas a la tierra, sienten que ya no podrá vivir nadie, más nunca. Sienten desesperadamente que los hombres ya no sabrán hacer otra cosa que destruirse mutuamente y temen que sus vidas sean un pecado horrendo que castiga un Dios implacable.

La tierra de Venezuela va a ser destruida y los hombres huyen, huyen con la obstinación de los locos, de los empavore­cidos, temiendo que el esqueleto se les vaya a escapar de la carne.

Los que han quedado, inváhdos, mujeres valerosas, ancianos que desean morir para descansar de los horrores, no comen, no trabajan, no viven, están esperando la muerte segundo a segundo, la sienten crecer como tma maléfica planta.

Siete mil lanzas de frío hierro mortal. Por la noche la sombra se llena de fantasmas. Duendes de

tabaco rojo rompen las tejas, pasan peisos, las galhnas alharaquean, un perro ladra como a los aparecidos. Arde la luz de sebo dentro del caserón desierto y las pocas gentes no pueden dormir. No hay luna. Ganta im gaho, se oye la voz del centinela que se va dando

3a

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tumbos por los ecos, alguien dice ; « Boves viene », y una vieja, rostro de tíerra agrietada y ojos de agua tranquila, toda estreme­cida se persigna.

El cielo se despejaba cada vez más. El sol estaba alto y su luz bañaba todas leis cosas. Los ojos convergían en la hondonada del camino de donde se esperaba que salieran los invasores. A cada segundo la expedatíva y la inquietud crecían. Bernardo contaba : uno, dos, tres... sin objeto, para distraer los nervios de aquella atención insoportable. Los hombres sentían los pulsos batíendo como campanas. Los más pequeños ruidos tomaban una signifícación monstruosa.

¡Boves invadía! Había quienes se atareaban en descubrir augurios. En el

modo como caía una hoja planeando en el aire, en la dirección que tomaba el vuelo de un pájaro, en las formas que revestía una nube en el horizonte, creían hallar avisos de que iban a morir o a ser salvados.

Sobre la sabana ancha eran im puñado de hombres entrega­dos a la muerte.

Al mediodía el sol calcinaba la tierra amarilla y hacía temblar' el trasluz de las cosas como sobre el fuego.

Comenzaba a poseerlos la modorra del calor, de la fatíga de los nervios y de la espera desesperada.

Al fin un grito, de una resonancia inhumana, los sacudió a todos.

— ¡Ahí están! ¡Ahí vienen!!! De la hondonada plena de árboles comenzaban a desbordar

^ como hormigas, como animales perseguidos, como agua inconte-' nible, jinetes innumerables en tropel. Casi desnudos y oscuros

como sus caballos, en el galope hacían una sola mancha, salvo la hoja de la lanza que el sol encendía.

Se veían venir inminentes, compados como atajo espantado, arrasadores como creciente.

Siete mil caballos en avalancha sobre los campos!

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Con ojos desorbitados, los soldaditos los veían llegar irresis­tibles, como una fuerza de las cosas.

La tropa descargó los fusiles, algunos jinetes cayeron del otro lado. Los demás pasaban sobre ellos y continuaban.

Los tiros se ahogaban en el trueno de la caballería lanzada a la carrera furiosa. Ya no se veía la hondonada, ni los árboles, ni la sabana, sino aquella mancha oscura, aquella Uuvia oscura, sobre la que las lanzzis ardían claras como llamas.

Y así como la ola llega y pasa sobre las piedras y prosigue, así la cabaUería de Boves llegó, pasó y fué a chocar contra las paredes de las casas, a lo largo de las calles, al otro extremo de la sabana.

¡ Siete mil lanzas de frío hierro mortal! Bernardo, al lado de Roso Dias, los veía Uegar, los veía llegar

devorando el camino bajo las patas de sus bestias cerreras. Bajo las patas de los caballos vio desaparecer los primeros soldados apostados tras de los árboles. Llegaban, estaban sobre ellos, arra­cimados, abruptos, adelante las lanzas. De un segundo dependía su vida.

El Coronel Dias tuvo tiempo de volverse a él : — ¡ Corra! A la Iglesia. ¡ Organice la gente! Oyó apenas, picó espuelas y se lanzó a la carrera loca. Volviendo la cabeza vio a Roso Dias, y al ohcial joven que

se arrojaban contra la masa compaéla erizada de lanzas y desa­parecían, adelante venían los mismos cabaUos veloces y los mis­mos ojos ávidos.

A la puerta de la Iglesia haUó los cuatro soldados de guardia. Tuvo el tiempo de saltar del caballo y gritarles mientras

entraba : — ¡Boves llega! ¡Cierren bien las puertas! Los hombres obedecieron. La Iglesia penumbrosa estaba Uena de gentes. Los heridos,

recién llegados, yacían sobre el suelo, y los ancianos, las mujeres, los niños, todo el resto de los habitantes, de rodillas, rodeaban al cura que desde el altar dirigía las oraciones.

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— ¡ Regina, cceli! — ¡Ora pro nobis! rugían todas las bocas angustiadas. — ¡Consolatrix afüdorum! — ¡Ora pro nobis...! — ¡ Stella matutina...! — ¡Ora pro nobis...! Independientemente del rezo en común, algunos, aislada­

mente, imploraban a Dios en oraciones improvisadas, con los brazos en cruz, y golpeándose el pecho de una manera desespe­rada.

— ¡Dios mío que estás en el cielo! ¡Sálvanc«! ¡Sálvanos, Dios mío!

Atravesando por en medio de la muchedumbre pavorida y abandonada al horror, Bernardo llegó junto al inglés que con­tinuaba echado sobre los dos bancos en el mismo rincón.

— ¡ Estamos perdidos, le gritó al verlo. Perdidos! Con el aspedo acobardado de todos contrastaba la cara tran­

quila del Capitán David. — Ya yo estoy mejor, respondió, y haciendo un esfuerzo

logró sentarse sobre el banco. De afiíera comenzaban a Uegar los gritos salvajes de los lan­

ceros. Sin articular palabra emitían alaridos roncos y pavorosos, semejantes a los que los ganaderos emplean para aturdir el ganado y atropeUarlo.

Los gritos añiera y las oraciones adentro, en la resonancia de las naves, creaban una atmósfera enloquecedora.

¡Boves invadía! Todos los que rezaban quedaron en silencio. Golpes formi­

dables resonaban en la puerta, como si abatíeran contra ella un tronco de árbol. Era un golpe monótono, repetido en tiempos iguales y seco, que levantaba un eco prolongado en las paredes gruesas.

Se sentía el choque de una gruesa viga contra los batientes. El golpe continuo resonaba en los ecos, y los viejos hierros de la cerradura crujían. Todos fijaban los ojos en aqueUa puerta que

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era su últíma defensa, en aquella puerta que iba a dar paso a la muerte.

Al fin con un fiíerte crujido la cerradura cedió y las hojas se abrieron. Un oleaje de hombres se precipitó por entre ellas, un solo grito de espanto llenó el recinto. Los invasores abatían sus armas sobre todo lo que estaba a su alcance, espaldas de mujer, blancas cabezas de viejos. La mezcla de voces resurgía indiscer­nible : la de los que morían, la de los que rezaban, la de los que aullaban de miedo. Bamboleaba una lámpara, im pedazo de puerta cayó sobre un grupo, el cuerpo de un niño rebotó sobre el altar y echó por tíerra todos los cirios y las flores.

Y de pronto, todos aqueUos demonios lanzados a destruir cesa­ron en su obra y quedaron inmóviles, viendo hacia la entrada, viendo hacia la entrada como todos los demás que llenaban el templo, y casi con los mismos ojos angustíados de todos los demás.

Un hombre cruzaba el dintel. Sobre un caballo negro, el pelo rojizo, la nariz ganchuda, los ojos claros, en el puño sólido la lanza.

Se oyó una voz que estremeció a todos : — [Boves...!!! Detrás, a pié, penetró un grupo escaso de hombres recios que

le hacían escolta. El caballo negro vino a detenerse en medio de la nave. Lo devoraban con los ojos mientras se persignaban temblando

de angustía. Aquel era Boves, el amo de la legión infernal, el hijo del Diablo, la primera lanza del Llano.

Bernardo y el inglés lo observaban a distancia. Tenia cierta gallardía.

Ahora el jinete sonreía complacido del miedo de la muche­dumbre. Parecía gozar con el sadismo del pavor. Entre los de la escolta Bernardo vio un indio alto, fiíerte, arrogante, con el ala del sombrero vuelta hacia arriba. Aquella fisonomía le recordaba algo. Estaba seguro. Era el hombre misterioso que había hablado con ellos la noche que les robaron las cabalgaduras en la posada de Magdaleno. Hasta recordaba sus fi-ases : « En la guerra no matan sino al que tíene miedo >.

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Volviéndose hacia el hombre más próximo, Boves didó una orden breve con voz áspera.

— i Despejen esto de los heridos y traigan música! Los lanceros pusieron manos a la obra. Tomaban los cada-

veres, los moribundos, los hombres que se quejaban, y haciéndolos voltear sobre sus cabezas con brazos hercúleos, los disparaban como piedra de honda, lejos, en medio de la calle. No se oía sino el golpe fofo de los cuerpos cayendo sobre la tierra.

En poco tíempo estuvo el recinto hbre. Sólo quedaron adentro las gentes en pié. Entre eUos el Capitán y Bernardo que tuvieron buen cuidado de abandonar el banco y mezclarse con los otros.

Al cabo de un rato llegaron dos hombres trayendo a un gui­tarrero y a un tocador de tambor, con los instrumentos bajo el brazo y el pavor en la cara.

— Acomódelos y que toquen, ordenó el jefe. Los colocaron en un ángulo y al instante comenzaron a pro­

ducir una música seca e intermitente de baile de negro, que se repite sobre los mismos tonos y cuya gracia la dá el movimiento de los bailarines.

— jA bailar! ¡A bailar! ¡A bzular todos! Y los que tenían miedo y las mujeres llorosas, empezaron a

balancearse los unos y los otros, con movimiento torpe y constante que traducía el dolor. Entre ellos se mezclaban Uaneros ágiles, tomaban una mujer a la fuerza y la metían en el vértigo de sus danzas furiosas.

Sobre el caballo, entre la luz penumbrosa, la sonrisa fría relam­pagueaba, por encima de todo el movimiento desatado.

Bernardo y el Capitán, junto a una columna, esperaban sin bailar.

— ¡ Que les den palo! ¡ Palo a los que no bailen! Varíos hombres penetraron entre los que habían permanecido

ajenos a la danza y a golpes con los cabos de las lanzas los obhga-ron a entrar en el ritmo monótono.

La música, cortada como hipo, parecía acabar y recomenzar en todo instante.

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El cura que estaba escondido en un confesionario fué sacado a la fuerza.

— ¡ Palo con él! ¡ Que baile! Y a golpes la sotana comenzó a inflarse entre los bailarines.

Grandes risas bárbaras celebraban el espeéláculo. Dentro del edificio religioso, entre la luz tamizada, con la

música que ref>etía siempre su solo motivo, ante el hombre sober­bio sobre el caballo negro, aquel baile tenía algo de Hturgia pri­mitiva, de glorificación a la fuerza, de humillación del miedo ante la fuerza.

Los cuerpos se desplazaban con el mismo movimiento de balanceo insistente, regido por los golpes iguales sobre el tambor, y parecía un solo gesto repetido al infinito con un propósito de martíro diabólico.

Un hombre tropezó a Bernardo y al Gapitán. — ¿ Ustedes quienes son ? No respondieron. Se les arrastró a la fuerza hasta donde estaba

Boves. Desde el caballo los contempló im rato antes de hablar. — i Aja! Gon que pescamos un catire. ¿ Usted quien es? El inglés pensó que responder con franqueza y dignidad sería

el mejor partido a tomar en aquel trance. — Yo soy un oficial inglés. — ¿Y anda sirviendo con los insurgentes? — i b a a hacerlo, señor, pero una enfermedad me lo ha impe­

dido. — ¿No quisiera regresar a su tierra? — Todavía no, señor. — Bueno, dijo Boves. La guerra se está poniendo fea. Al que

no lo matan hoy lo matan mañana. Yo los voy a sacar de penas. Y volviéndose al indio Benicio terminó : — Saque estos insurgentes y fusílelos. Su cabeza me responde. Al anuncio de la muerte los dos paüdecieron. Luego reaccio­

naron de distinto modo. £1 Inglés saludó y dijo : « Gracias ».

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Bernardo se llenó de indignación. Pasaban por su lado los bailarines como sombras. Todo, lo posible y lo impasible aca­barían para él en aquel mismo instante por una simple orden de Boves. Lo sacrificaba a él y a todo lo que estaba en él. Sueño, obra, fiíturo. La lucha, la patria, todo acababa. La guitarra y el tambor se desgranaban. El llamamiento a la vida se le concre­taba en imágenes : Caracas, su casa, los padres, el Avila, Fer­nando, todo lo que ya no veria en la realidad. No le hubiera importado morir en la guerra, morir batallando, se le hacía an­gustioso perecer firíamente, sin gloria, sin esfiíerzo, de espaldas a un muro, delante de ocho bárbaros que apuntan. El Avila, Caracas, y cabezas, ojos blancos, cráneos calvos, bocas abiertas, girando al compás monótono. Iba a decir algo. La música menuda y el ruido de los pies sobre las baldosas girando, como los ojos, los dientes, los cabellos, las siluetas mudas. Se sentía al borde del sueño.

Marchaba entre dos soldados. El movimiento idéntico, mecánico, continuaba. Continuaban

bailando como enloquecidos, como encarnizados contra ellos mismos, como buscándole una vía de salida al dolor, y cuando oyeron el ruido de la descarga del fusilamiento que desde afiíera invadía la iglesia redoblaron la velocidad de sus vueltas, queriendo caer aturdidos de vértigo.

Algunos lanceros comenzaban a precipitarse sobre las mujeres y las besaban marcándoles en los hombros blancos las huellas profundíis de los dientes.

Súbitamente calló el tambor y no continuó sino la guitarra sola, menuda, nerviosa.

— ¿ Que pasa ? Y una voz ronca explicó : — Que el del tambor tenia miedo y le tumbé la cabeza. En la penumbra, sobre el caballo negro, volvió a encenderse

la sonrisa de Boves. A R T U R O U S L A R PIETRI .

El imprtsor-girmtt : R . COULOUMA.

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T E R M I N Ó S E D E I M P R I M I R E S T E

N Ú M E R O E L T R E I N T A D E A B R I L

D E M I L N O V E C I E N T O S T R E I N T A

Y U N O , E N L A S P R E N S A S D E L

M A E S T R O I M P R E S O R C O U L O U M A

E N A R G E N T E U I L .

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