Antología de ensayo de la Generación del 98

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Selección de Luz Gabriela Barrientos Mariscal, Sandra Inés Castrejón García y Jessica América Gómez Flores

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Selección de

Luz Gabriela Barrientos Mariscal, Sandra Inés Castrejón García y Jessica América Gómez

Flores

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Antología de ensayo: Generación del 98

Selección de textos a cargo de:

Barrientos Mariscal, Luz Gabriela

Castrejón García, Sandra Inés

Gómez Flores, Jessica América

Presentación e introducción:

Gómez Flores, Jessica América

Imagen de portada:

Barrientos Mariscal, Luz Gabriela

Mayo, 2014

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Presentación

La presente antología da muestra de algunos de los ensayos, o en defecto fragmentos de

ellos, que fueron escritos por autores de la Generación del 98. En dicha antología queremos

dar muestra de ensayos que, aunque no son tan representativos, si muestren los interesen y

preocupaciones de los escritores de dicho periodo.

Dicha antología no pretende analizar la estructura específica de cada ensayo

(temáticas predominantes, extensión de los ensayos, estilística de cada autor, etc.); el

objetivo principal de nuestra antología es dar a conocer la ensayística de los escritores de la

época, ya que algunos son mayormente conocidos por sus novelas, cuentos o poesía.

Es por ello que la elección de los textos fue por gusto particular de las

antologadoras; debido a ello, el orden de aparición de autores está más relacionado a una

clasificación generacional y no estilística.

Para la localización de textos ocupamos libros, bases de datos y sitios de internet.

La mayoría de los textos fueron transcritos de libros, físicos o electrónicos, y una pequeña

parte de los ensayos fue tomada de sitios de internet confiables.

Con dichos ensayos pretendemos que surja un gusto por la lectura de ensayos de

esta época y que de igual forma los estudios de dichos textos tengan un mayor auge.

Jessica Gómez

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Introducción

Durante el reinado de Alfonso XIII (1886-1930) hubo un gran crecimiento económico y, al

igual que en gran parte del mundo, se hizo énfasis en las ideas positivistas de orden y

progreso. No obstante, los problemas sociales seguían representando una problemática muy

fuerte para España.

No solo los acontecimiento dentro del país afectaban a la sociedad, sino que además

influyeron algunas problemáticas externas como los conflictos que enfrentaba con Estados

Unidos ante la situación de Cuba. España había dejado de ser potencia y, ante los

problemas económicos, sociales y políticos que acaecieron, la escritura de los escritores de

la época fue cambiando. La crisis por la que pasaba España trajo un periodo de conciencia,

reflexión y desengaño generalizado. El grupo que comenzó a manifestar dicha conciencia

con medio de sus escritos fue la llamada por Andrés González Blanco “La Generación del

Desastre.”

Fue hasta 1910 que José Martínez Ruiz Azorín, nombro a estos autores como la

“Generación del 96”, aunque posteriormente —debido a la reflexión de las características

en común entre los escritores— decidió renombrarla como “Generación del 98”. Los

autores de esta generación pretendían entender la historia, la ideología de su sociedad,

comprenderse a sí mismos y, con el apoyo de la filosofía y la literatura, transformar su

entorno mediante una regeneración de España y de las formas artísticas.

El ensayo en la Generación del 98

Al final del siglo, el ensayo regeneracionista se ocupó como medio de expresión en las

doctrinas que interrumpían en la vida española en torno al desastre del 98. Sin embargo, en

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esta antología se abordarán aquellos autores que aunque por lo general mostraban una

visión un tanto pesimista, y a veces incluso catastrófica, creían fehacientemente en que los

errores podían corregirse. La propuesta para mejorar era optimizar la instrucción y elevar el

nivel de vida del pueblo.

Así, notamos que en autores como Azorín, Unamuno o Ganivet el ensayo

regeneracionista se convierte, más allá de su dimensión didáctica, en un verdadero producto

literario en que los autores integran al ensayo el lirismo que mostraban en sus narrativas.

Los autores de esta generación que dedicaron tiempo al ensayo, pretendían expresar

inquietudes existenciales, muchas veces evocaban elementos del paisaje e incluso trataron

de interpretar el carácter nacional.

Jessica Gómez

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Bibliografía

Azorín, Los pueblos: la Andalucía Trágica y otros artículos (1904-1905), Castalia, 1978.

Azorín, Tiempos y cosas, prólogo de Pedro Lorenzo, Biblioteca Básica Salvat, Barcelona,

1982.

Baroja, Pío, Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 2011.

El ensayo literario contemporáneo, “Diccionario de ensayistas”, Departamento de

Humanidades de la Universitat Pompeu Fabra [en línea:

http://www.upf.edu/ensayoliterario/diccionario/]

Gullón, Ricardo, La invención del 98 y otros ensayos, Gredos, Madrid, 1969.

Herrera, Ángeles y Herrera, Arnulfo, Lengua Española, Editorial Santillana, México, 2006.

José Cela, Camilo, Cuatro figuras del 98: Unamuno, Valle –Inclán, Baroja, Azorín y otros

relatos y ensayos españoles, Editorial AEDOS, Barcelona, 1961.

Laín, Entralgo, Pedro, La generación del noventa y ocho, Espasa-Calpe, Buenos Aires,

1987.

Pedraza Jiménez, Felipe B., Rodríguez Cáceres, Milagros, Las épocas de la literatura

Española, 3° edición, Editorial Ariel, Barcelona, 2007.

Proyecto “Filosofía en Español”, Oviedo, España, [en línea:

http://www.filosofia.org/index.htm]

Ruiz García, María Teresa, Literatura Universal, Editorial Esfinge, México, mayo, 2010.

Weinberg, Liliana, Pensar el ensayo, Siglo XXI editores, México, 2006.

Weinberg, Liliana, Umbrales del ensayo, Cuadernos de los Seminarios Permanentes del

Centro Coordinador y difusor de Estudios Latinoamericanos, UNAM, 2004.

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Ángel Ganivet

(1865-1898)

Escritor y diplomático nacido el 13 de septiembre en Granada. Se le considera el

precursor de la generación del 98 gracias a sus escritos de corte filosófico.

Doctor por la Universidad de Madrid y cónsul en Finlandia durante 1895, y en Riga,

Letonia, lugar donde fallece el 29 de noviembre.

Autor de ensayo, novela y teatro, dejó obras tales como España filosóficamente

contemporánea, Cartas Finlandesas, Hombres del norte, Idearium español y

Porvenir de España.

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La vida social

I

Aunque la organización de los elementos sociales en nuestros días no permite establecer

verdadera distinción de clases, por la facilidad con que se asciende o desciende de unas a otras

y por la gran variedad a que esto mismo da lugar, no podemos menos de formar, para nuestro

estudio, ciertas agrupaciones en las cuales, ya la analogía de la educación recibida, ya la

semejanza de profesión, ya la igualdad de aspiraciones, producen notas características que las

diferencian o separan.

Empecemos por la clase obrera, que es la más numerosa. Un progreso gigantesco representa

la situación actual comparada con la que hubo de atravesar en edades pasadas: trabaja

libremente y sin los ligámenes vejatorios de los antiguos gremios; merece una consideración

social más elevada, hoy que por fortuna van cediendo ciertas preocupaciones que existieron

contra algunos trabajos manuales; satisface, en la estrechez de su jornal, necesidades que en

otros tiempos ni aun imaginar pudo; su instrucción es mayor, aunque todavía sea muy

deficiente y descuidada; sus horizontes son despejados y todo augura un mejoramiento

progresivo. Y sin embargo, la mayoría de las clases trabajadoras, quizás de una manera

inconsciente, cierra los ojos ante la realidad y se deja llevar con frecuencia del pesimismo,

emprendiendo a veces una campaña verdaderamente demoledora, cuyas manifestaciones diarias

son la predicación insensata, la huelga, la manifestación tumultuosa, a las cuales cooperan

pocos con su esfuerzo, pero muchos con su asentimiento y con su aplauso, demostrando que el

mal es más extenso de lo que a primera vista aparece.

¿Cuál es la causa de estos fenómenos, cuya existencia parece inexplicable? Creen algunos

que esto se debe a un régimen de excesiva tolerancia que ha favorecido su desarrollo; otros

afirman que el fenómeno es producido por la ignorancia; éstos lo fundan en ciertas tendencias

de la Filosofía novísima; cada uno quiere explicarlo a su modo.

No puede ser lo primero, porque si bien es cierto que la declaración irreflexiva por la

Asamblea constituyente francesa, de la libertad absoluta del trabajo que prontamente fue

aceptada por otras naciones, lanzó a la clase obrera a una vida nueva y a un régimen para el

cual no estaba preparada, con lo cual se produjo un grave malestar que todavía persiste, no lo es

menos que ese espíritu destructor de que parecía hallarse poseída no se manifiesta sólo en las

Naciones en que impera la libertad política, sino que existe en otras cuyo régimen es

autocrático, como Rusia. El Socialismo de Owen, Fourier, Enfantín y sus secuaces y el

nihilismo de Hertzen, Cernicevsky y Bakunin son una misma cosa; sólo difieren en su

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manifestación externa, que guarda armonía con el medio más o menos tolerante en que se

desarrollan.

No es posible que la causa que se investiga sea la ignorancia, porque el obrero

industrial, el de las grandes capitales, que es el más instruido, marcha a la cabeza del

movimiento, en tanto que el trabajador agrícola, mucho más ignorante, es el que se muestra

más refractario a él, y cuando lo secunda, siempre figura en segundo término.

Más fundada parece la opinión de aquellos que buscan una tendencia filosófica

determinante de las tendencias políticas, económicas y sociales que representan el socialismo y

sus varios matices y ramificaciones, porque no se concibe un sistema de moral, de derecho, de

política, que no sea derivación de un sistema de filosofía especulativa; la teoría es siempre

fundamento de la práctica. Pero se padece generalmente de un error al designar cual sea ese

sistema filosófico.

Que los autores de los diversos sistemas socialistas sean positivistas o materialistas,

que el representante más distinguido del socialismo, Proudhon, llegue al más franco ateísmo,

no es razón suficiente, a nuestro juicio, para afirmar que esas teorías que tan perturbado traen el

cerebro de la clase obrera, sean una derivación o consecuencia lógica del positivismo o del

materialismo, porque ninguno de estos propagandistas ha formulado un sistema tan radical y

absurdo como el que explana Platón en su República; Platón, el más idealista de los paganos, el

que se eleva a un concepto de Dios, no desdeñado por San Agustín.

Los sistemas filosóficos, cualquiera que sea su índole, tienen siempre al lado de una

parte negativa, otra de afirmaciones, porque nuestra inteligencia no puede satisfacerse con la

negación; únicamente el escepticismo sistemático queda excluido de este principio, y por esto

sólo él es el Punto de partida de toda tendencia puramente negativa. ¿Y qué otra cosa es el

socialismo que una negación? Sustituir la actual organización de la familia con la disolución de

la familia, piden unos; destruir el poder social para establecer la anarquía, pretende un gran

número; abolir la propiedad para organizarla de tal suerte que nadie pueda gozar de ella, es el

deseo de todos y así en lo demás.

No es posible que exista un sistema filosófico cuyas conclusiones prácticas lleguen a

tal extremo, porque si en él han de tener cabida cierto número de afirmaciones en que la

doctrina se condense, es decir, cierto número de ideas, su último término no puede ser negativo;

la idea puede llevar en sí el germen de la destrucción, pero a la vez lleva el principio de futuras

creaciones.

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En cambio el escepticismo, que nada afirma ni nada niega, que priva a la inteligencia de la

seguridad o fijeza en el conocimiento y a la voluntad de la convicción y la firmeza en sus

determinaciones, conduce como por la mano al estado que presenciamos. Cuando nuestra

inteligencia queda despojada de esas ideas madres que son como brújulas que nos guían en el

océano de la vida, entonces quedamos a merced de los instintos y de los deseos de todo linaje y

pretendemos destruir los obstáculos que se nos ofrecen, prestando oídos al absurdo y a la

utopía, que halaga nuestros instintos.

II

La clase media es el elemento más importante de las sociedades modernas, que en su

mayoría tienen una organización más práctica; es la encargada del gobierno y la

administración, de la enseñanza en sus diversos grados, de la dirección del trabajo, etc.; su

papel en la vida colectiva es análogo al que el cerebro ejerce en la vida individual. La misma

variedad de sus funciones, motiva que su estudio en conjunto sea en extremo difícil, porque en

tanto que una parte de ella se acerca a la aristocracia por el camino de las riquezas y goza de sus

méritos y defectos, otra parte muy numerosa se confunde con la clase proletaria, por su pobreza

y escasa instrucción, sin otra diferencia que el tener alguna propiedad, la cual por muy pequeña

que sea, basta para apartarla de toda corriente innovadora que pudiera privarla de ella, y para

distinguir al propietario más humilde del obrero mejor acomodado.

Dejando aparte estas fases extremas, y de igual manera la clase ilustrada, cuyos caracteres

son muy diversos, fijémonos en el núcleo más importante, en el que dirige el movimiento de la

riqueza, su producción, transformación y circulación y que por esto suele denominarse fuerza

viva de un país.

Cree la generalidad que este elemento social camina en nuestros días impulsado por el

positivismo, que no le deja ir más allá del provecho, el interés o la conveniencia. Sin embargo,

esta creencia, que corre de boca en boca como artículo de fe, es uno de tantos errores.

La doctrina positivista no es otra cosa que el desenvolvimiento de dos ideas: la evolución

como ley filosófica, y el altruismo como ley moral. ¿Qué influencia pueden haber ejercido

ambas en nuestro estado social, en el que predominan, refiriéndonos a la clase media, el

egoísmo y la apatía? El egoísmo, que no es otra cosa que el interés individual prescindiendo de

las necesidades de los demás y poniendo la Moral a los pies de la Economía, se manifiesta en

todas las relaciones sociales; pero como es natural se acentúa en las económicas. No se puede

negar, sin cometer una grave injusticia, que el obrero tiene algún fundamento para sus quejas y

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que sufre algún malestar, que es la fuerza impulsiva ocasional en la manifestación de los

extravíos de que su desacertada educación le hace víctima, el calor que hace fructificar la

semilla puesta en terreno abonado.

Y es asimismo indudable que ese malestar es debido en gran parte al egoísmo de los

tenedores del capital, de los empresarios, que sistemáticamente se niega a toda modificación

favorable al obrero, al que someten a la dura ley de la oferta y de la demanda, reguladora de las

mercancías, dejándole que se lance por las vías extremas, por el camino de la fuerza, olvidando

que el gigantesco progreso que representa la libertad del esclavo no se debió a la sublevación

de Espartaco, sino a la predicación de una grande idea.

No necesitamos de grandes esfuerzos para demostrar que la apatía existe, que es hoy

una enfermedad general y que su influencia se extiende a todas las esferas.

En el orden político, no es posible imitar el cuadro de negros colores de la realidad

en que vivimos, ni es necesario descubrir las funestas consecuencias de un incalificable

abandono sólo, sacudido de tarde en tarde, cuando se hieren los intereses particulares; en el

económico, dentro del territorio hay necesidad de recurrir a defensas artificiales; en el

pedagógico, toda iniciativa provechosa es un sueño, dándose el curioso espectáculo de que,

salvo un determinado número que se dedica a las carreras del Estado, casi todo el resto social

no tenga otra instrucción que la primaria, tan defectuosa e incompleta, sin que haga esfuerzos

notables para mejorar su condición intelectual, cual exigen las grandes prerrogativas de que

goza y el uso acertado de las mismas.

No es posible, pues, suponer que esta conducta pueda inspirarse en las corrientes

positivistas, que no son tan impetuosas como generalmente se cree, aún cuando por positivismo

entendiéramos no ya los sistemas así denominados, sino el concepto vulgar que del mismo se

tiene, el cual consiste en sustituir con el interés, con la utilidad actual y tangible si queremos

materializar la idea, el sistema de principios filosóficos y morales reguladores de las acciones

humanas, porque en realidad el móvil del interés es acaso el más eficaz para impulsar la marcha

progresiva. En Inglaterra, donde realmente la idea positivista tiene más arraigo y ha contribuido

a darla un carácter original y diferente de las demás naciones, se notan, al par que

consecuencias perniciosas de espíritu dominante, otras en extremo favorables y todas ellas

forman un conjunto bastante diverso del que resulta en nuestra patria. Además, el predominio

de las tendencias positivistas determinaría un estado religioso abiertamente hostil al

Catolicismo, y la realidad demuestra lo contrario. No se siguen las inspiraciones ni las

enseñanzas de la Iglesia, pero tampoco se rompe con ellas: el estado normal es la indiferencia,

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que a todo presta oídos sin decidirse por nada, que ni tiene fuerzas para destruir ni energía y

vitalidad para crear, que al lado de toda afirmación pone la sonrisa dolorosa del escéptico.

Indiferencia en el obrar, escepticismo en el creer, he aquí dos términos encadenados por la

lógica inflexible, en los cuales se resuelve el progreso de nuestra sociedad y que especialmente

caracterizan de un modo acabado la vida y las aspiraciones, los sentimientos y los actos del más

importante de los elementos sociales.

III

Los caracteres principales que a la clase media hemos asignado, trascienden a la aristocracia

aunque invertidos: el egoísmo es mucho menor, la apatía se eleva a la suprema potencia. Si este

elemento social en tiempos pasados mereció sus preeminencias, porque caminaba al frente del

movimiento nacional en la lucha por la fe y por la patria, en los actuales se ha hecho acreedor a

la pérdida de toda superior consideración, porque marcha detrás de todos, mejor dicho, es

llevada a remolque por los demás.

Cesó la lucha destructora y viene la lucha creadora; el campo de batalla es campo cultivable

y los mesnaderos, trabajadores; había por tanto que transformar las organizaciones antiguas,

fundadas en el valor, en otras nuevas basadas en la inteligencia y el trabajo; pero esto no se ha

hecho y la aristocracia consume sus fuerzas en el ocio, vegetando en las grandes poblaciones,

víctima de la funesta enfermedad económica que se llama el absentismo, causa principal de la

crisis agrícola, pasando el curso de su vida con gran detrimento propio y escaso provecho para

la sociedad.

Elemento tradicional por su propia naturaleza, se caracteriza además por su aislamiento de la

vida activa, por su oposición ciega y tenaz a toda innovación; mas no se crea que esta tendencia

a lo pasado está alimentada por las ideas y las creencias que en éste predominaban. Existe un

gran número de individuos (y refiriéndonos a la mujer no sólo en la aristocracia sino en esfera

más extrema) que subordinan esta conducta a un sistema de ideas que conservan del pasado

todos los elementos de vida; pero la generalidad, reforzada con la pseudoaristocracia que es

muy numerosa, no se halla en este caso, sino que en último término y de una manera paulatina,

va penetrando en el ambiente social y engrosando la corriente de escepticismo, porque no es

posible vivir en una sociedad sin recibir las influencias que en ella son imperantes. ¿Cómo se

concibe la desmoralización persistente de una clase social que profesa una creencia

determinada con fijeza y convencimiento, máxime si esa esencia y ese criterio en el obrar son la

filosofía y la moral cristiana? No es posible que una idea aceptada como verdadera sea tan laxa,

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tan escasa de energía que no imprima su sello en los actos humanos, y cuando hay

contradicción constante entre el hecho y la idea, debe resolverse a favor del primero, cuya

trascendencia mayor para la vida es garantía del acierto.

Se podrá objetar: ¿cómo se explica que una sola dirección en las ideas se traduzca

luego en la realidad en direcciones contradictorias? ¿No se advierte aquí una contradicción

notoria? De ningún modo; antes al contrario, en esa contradicción estriba el mayor argumento

de nuestras afirmaciones.

Como el escepticismo deja nuestro entendimiento trabajado por la duda y preso de

constantes vacilaciones, no ofrece una norma ideal a la que se ajusten nuestros actos, y éstos

quedan sometidos al imperio de los móviles, que siendo distintos y variables en cada individuo

o colectividad, determinan la variedad en las tendencias.

En ese estado social influido por ese principio destructor, y al impulso de los

particulares móviles, unos querrán destruir para cambiar de situación, otros modificar para

mejorar, otros resistir toda innovación, creyendo que ha de perjudicarles.

IV

Más importancia tiene para nuestro objeto el análisis de los varios elementos sociales que se

designan con la común denominación de clase ilustrada; la cuál, tanto por su propia naturaleza

cuanto por las varias relaciones que cada uno de sus núcleos o agrupaciones tienen dentro del

campo filosófico, hemos de estudiar, no en conjunto, sino separadamente.

El clero es el organismo social que presenta rasgos y tendencias más características

entre todos los que forman la clase ilustrada. Prescindiendo de aquella parte de él, más sana e

inteligente, que tiene su representación propia en otro lugar puesto que sus publicaciones

aumentan muy principalmente una de las direcciones filosóficas que en su lugar estudiaremos,

le consideramos aquí en el conjunto de sus individuos, de su vida y de sus aspiraciones.

Si a esto atendemos, nos admira la constancia y uniformidad de su pensamiento; si

contemplamos su misión en la Historia contemporánea, nos asombra la fuerza poderosa por él

desplegada para enfrenar las inteligencias y detener las corrientes innovadoras, que, como una

fiebre o delirio, circulan por las arterias sociales desde que recibieron vida y primer impulso en

la revolución francesa; y no hay un elemento social que le aventaje en defender enérgicamente

sus derechos, sus principios, sus ideales contra todo cuanto se oponga, contra todos cuantos

combatan.

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¿Será necesario indicar que esta energía y esta constancia obedecen al impulso permanente

que imprimen siempre en la unión y comunidad en la doctrina? La Iglesia se propuso continuar

la tradición enfrente de las revoluciones y las evoluciones; en esto no fue sola, pues también los

poderes políticos y la aristocracia formaron el mismo propósito, todos eran igualmente movidos

por el interés de salvar y conservar los principios o los privilegios, pero variaron en el

procedimiento. Los unos, se unieron por medio del interés y lo aceptaron como medio de

resistencia, creyendo encontrar en él un firme baluarte. Cedieron en las ideas por conservar los

privilegios y perderán las unas y los otros, porque ese vínculo era muy frágil, como lo es todo

cuanto se apoya en los intereses humanos, variables en cada momento y lugar. Los otros, es

decir, la Iglesia, buscó la unión por medio de la idea única que podía sustraer a sus miembros

de la influencia del medio social. No bastaban los principios religiosos, sino que era menester

una norma ideal más comprensiva y extensa, aplicable a todas las acciones de la vida: la

filosofía.

Con una Religión definida e interpretada igualmente para todos, con una filosofía

dogmatizada en sus puntos capitales, dispuestos al modo de corolarios de los principios de la

religión y conocidos por la generalidad, no científicamente, porque en realidad no es necesario,

sino de una manera empírica, que es de rigor en el conocimiento adquirido por la tradición, era

ya imposible toda vacilación y todo contagio. Desde el hecho más insignificante hasta la más

elevada concepción científica, todo quedaba sometido a una misma ley; una piedra de toque

sirve inalterablemente para aquilatar la pureza de las verdades, de las hipótesis, de los sistemas.

¿Hay contradicción? ¿Son falsos? ¿No existe conformidad ni antimonia? En este caso la

inteligencia queda en libertad para juzgar.

V

El núcleo más numeroso de la clase ilustrada, está constituido (es lo general) por los que

siguen las diversas carreras del Estado, notándose a primera vista una marcada diferencia entre

los que cultivan las ciencias llamadas positivas o experimentales (matemáticas, medicina,

ciencias físicas y naturales, etc.) y los que se dedican a la Filosofía, Literatura o jurisprudencia;

en aquéllos la educación filosófica es casi nula, pero su dirección es muy uniforme; en éstos

acontece lo contrario.

Reducidos los conocimientos filosóficos al límite mezquino de un especial sacerdocio, los

que dedican su actividad a otras ramas de la ciencia, que ellos llaman positiva, condenan al

desprecio, como cosa baladí, el estudio de la Filosofía, y no siendo posible, a pesar de todas las

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declaraciones, que las ciencias marchen en desacuerdo, ni tampoco que se prescinda de la

explicación de los grandes problemas de la filosofía en los cuales tienen las ciencias aplicadas

su natural base y asiento, ha sobrevenido el fenómeno curioso y a la vez natural de crearse una

filosofía al uso de las ciencias positivas, semejante a éstas en el método y las tendencias, obra

de los mismos hombres de ciencia que, viendo inmóvil la filosofía sin inclinarse a ellos,

tuvieron que ir hacia la filosofía, eligiendo entre sus diversos sistemas aquél que más cuadraba

a sus aspiraciones.

De aquí nace el ruidoso movimiento positivista, que en unión de sus derivaciones, el

materialismo, el darwinismo y la escuela más radical aún de Haecke1, hace en nuestros días

rápidos progresos, y conquista con su activa propaganda buen número de inteligencias.

El positivismo, que arranca de la filosofía baconiana y coincide con el apogeo de la

ciencia experimental, tuvo y tiene eficacia suficiente para determinar un movimiento uniforme

en la misma, para formar esa inmensa cadena de sorprendentes invenciones, y de leyes que

gobiernan la vida de la naturaleza, producido a veces todo por la observación de un hecho o por

un experimento afortunado. Natural era que, al intentar la creación de una filosofía, aceptasen

como medio inquisitivo el método de observación primero, de experimento más tarde,

resultando de aquí, por la fuerza de la necesidad, una filosofía positivista o materialista, una

especie de ampliación de la misma ciencia. Se habían invertido los términos lejos de ser la

filosofía ciencia y moral, directora de las ciencias particulares, éstas habían impuesto una nueva

dirección a aquélla, desquitándose del largo período en que vivieron confundidas en su seno y

debajo de su yugo.

Cuando se observa el contraste marcadísimo que ofrecen los hombres de ciencia,

cuyo entusiasmo y actividad nunca decae, y las clases sociales que antes bosquejábamos,

sometidas a un letargo mental, o comparamos estas mismas con el clero, compréndese la

importancia que para la vida tienen los grandes ideales y cómo éstos, cualquiera que sea su

condición, ya se encuentren en uno ya en otro de los extremos entre los que se desenvuelve la

vida del pensamiento, producen siempre resultados positivos, en tanto que la carencia de ellos

lleva fatalmente al caos de las negaciones, en el que gran parte de nuestra sociedad se halla

sumergida.

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VI

Muy distinta es la tendencia que se descubre en aquel otro elemento ilustrado que se dedica

al cultivo en que tiene cabida, aunque reducida a su mínima expresión, la enseñanza de la

filosofía.

Si la falta de unidad en la enseñanza, nacida del deseo de armonizar la intervención directa y

exclusiva del Estado con el principio de libertad, no produce gran trastorno en los estudios de

las ciencias aplicadas, de que antes hemos hablado, porque éstas dejan muy reducido campo a

lo opinable y no permiten dentro de sus organismos la existencia de sistemas contradictorios, sí

lo producen en este segundo orden, en que militan circunstancias diversas. No puede recibir el

alumno una enseñanza seria, fundada y uniforme, porque desde que avanza un poco en la

enseñanza secundaria hasta que termina la superior, cuando aún carece de rectitud y fijeza de

criterio (para adquirirlo estudia), ha de escuchar a la vez o con breve intervalo de tiempo,

explicaciones contradictorias.

El fruto natural de éstas, en la mayor parte de las inteligencias, no es otro que el

enfriamiento de los entusiasmos juveniles, que tanto convendría, estimular, y cierta propensión

a los eclecticismos sistemáticos, con que se pretende luego resolver toda clase de problemas.

El desarrollo de este germen se verifica fácil y rápidamente en el medio social, aunque

tampoco sería aventurado suponer que el mal se extiende de arriba abajo y que ese medio social

no es realmente otra cosa que un reflejo del estado intelectual de aquellos que, por sus

cualidades superiores, representan el pensamiento colectivo; es indudable que aquí tiene cierta

aplicación la ley darwiniana de la adaptación al medio y que las clases ilustradas que hemos

estudiado en último término, los literatos, los jurisconsultos, cuya representación con la

sociedad es casi absoluta, cuya intervención político-social es más activa que otra alguna, han

de identificarse con esa misma sociedad, dando con ello a los males mayor gravedad y

extensión.

VII

La expresión sintética de una sociedad, es el poder o gobierno, tan necesario en las

colectividades como el cerebro en el organismo humano. Dejando a un lado los estados

patológicos en que la sociedad se halla sumida en la anarquía o dominada por un déspota que la

aparta de sus naturales corrientes, estados por otra parte sumamente transitorios, el principio

asentado se cumple aunque legalmente así no aparezca, aunque el poder se constituya sin la

intervención del pueblo en sus diversas categorías, aunque lo haga contra la voluntad de los

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ciudadanos, siempre será la encarnación de la sociedad, porque ha de estar desempeñado por

hombres que de ella nacen o en ella viven, que han de gobernar no caprichosamente, sino

atendiendo a las condiciones que los rodean y les dominan.

Dicho se está con esto, cual sea la situación porque atraviesan en España los

organismos del poder, acerca de los cuáles vamos a decir, no obstante, algunas palabras, para

que así el estudio de la sociedad no resulte incompleto y para que se compruebe más y más

cuanto dejamos indicado, mostrando con mayor amplitud las funestas consecuencias a que

conduce por fatal encadenamiento, el menosprecio u olvido de la filosofía.

Absurdo sería suponer que un ideal filosófico-social en toda su pureza, sea capaz

para informar un sistema práctico de política o de legislación; sería éste en tal caso una utopía,

porque no es posible prescindir del coeficiente de la realidad actual y de la historia, que no en

balde transcurre; pero es así mismo absurdo que nos quedemos con estos dos términos,

olvidándonos del primero y cerremos los ojos al porvenir, que junto con el pasado es la más

exacta expresión del presente.

Cuando en una sociedad, por el contrario, subsisten debidamente enlazados y

compenetrados todos ellos, el horizonte se despeja. Caminar siempre hacia el ideal es el

estímulo de todos, y la historia, la tradición, la realidad representan unas veces la fuerza

impulsiva, que hábilmente aprovechada y dirigida contribuye a maravilla para el progreso

social, otras el obstáculo, la pesada mole, que en el camino nos detiene y que hay que destruir,

ya trabajosa y lentamente con el martillo de la evolución, ya rápidamente con el barreno

revolucionario si ha de franquearse el paso.

Cuando analizamos, pues, las organizaciones del poder en nuestra patria, en la cual

todas las instituciones aparecen selladas con la marca de la indeterminación y todos los

problemas políticos, jurídicos, económicos, resueltos en el mismo sentido con pasmosa unidad,

no fundamos la censura en el deseo de que por doquiera resplandezca un criterio de pureza

ideal incompatible con la realidad, sino el hecho a todas luces evidente de que la

indeterminación está erigida en sistema, de que se eleva a norma de corriente lo transitorio y

variable y se establece un eclecticismo tal, que lo mismo puede producir el estacionamiento que

las más diversas y encontradas direcciones.

Esto que decimos acerca del Estado en su concepto general, resulta más en sus organismos

particulares, y como sería muy prolijo y acaso impropio estudiar detalladamente cada uno de

ellos, nos fijaremos exclusivamente en el más importante, en el que mayor influencia ejerce

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sobre los demás, en el poder legislativo, que aparte de la razón apuntada solicita nuestra

atención por atravesar actualmente una crisis a la cual no somos ajenos.

Cuando en el seno de las asambleas legislativas predomina el interés particular sobre el

general, cuando las parcialidades que por necesidad y conveniencia se forman en los sistemas

representativos, están desunidas y excesivamente fraccionadas, cuando el tiempo debido al

estudio y discusión de las leyes convenientes se dedica a los torneos de la palabra y cuando

traspasa los límites que le están asignados invadiendo la esfera de otros poderes, en todos estos

casos el poder legislativo no cumple sus fines y surge un estado anormal que se llama

parlamentarismo.

¿Cuáles son las causas de esta grave enfermedad social, de este problema puesto hoy sobre

el tapete? No son otras que las productoras del mismo estado social. ¿Qué causa ha de

reconocer el egoísmo político sino es la pequeñez del espíritu, la pobreza de toda idea elevada?

Por eso el fenómeno no se presenta a ninguna nación donde predomina una tendencia, una idea

fija, ya sea el ideal más puro, ya el interés y la utilidad, como acontece principalmente en los

pueblos anglo-germanos de nuestros días. ¿Cuál es la causa del ateneísmo de los partidos? El

escepticismo. Sólo por él se explican la inconsecuencia diaria, el cambio continuo de opinión y

las perpetuas disidencias. En el fondo de estos hechos encontramos siempre la falta de una

sólida educación filosófica afirmativa; la constancia en las ideas tiene como necesario sostén a

la filosofía, que dota a la inteligencia de una fuerza poderosa, de una norma de conducta para la

vida, de una suma de ideas que se imponen a la voluntad, que la dirigen y que son en todo caso

para el hombre, un fiscal severo que le acusa de sus veleidades.

Ese cambio constante de opiniones no se verifica por desgracia en el interior sólo, sino que

muy pronto se traduce al exterior, produciendo los excesos oratorios, que son otro de los

síntomas característicos del parlamentarismo. No hay como carecer de fijeza en las ideas para

poder hablar en cada ocasión y momento sin temor a incurrir en repeticiones, que si favorecen

al hombre bajo todos conceptos, le dañan como orador.

A veces la incertidumbre que reina en las ideas extiende su dominio a los hechos, porque

rara vez la perturbación se localiza en un solo orden, sino que trasciende a los otros; entonces

sobreviene la polinomia o exceso de leyes, que se suceden rápidamente y también suelen

coexistir siendo contradictorias, aunque en gracia de la verdad haya de confesarse que el mal no

resulta tan grave como debiera, porque la misma falta de convicción en la bondad o malicia de

los propósitos, desarma la voluntad que ha de llevarlos a la práctica; siempre tendremos un mal

20

del que pueden derivar otros, como el proceder arbitrario, la ignorancia de las leyes, la

inmoralidad, etc., etc.

De esta suerte, los organismos del poder reciben de la sociedad gérmenes morbosos,

que devuelven a la misma crecidos y desarrollados; se forma un círculo vicioso en el cual es

casi imposible distinguir y señalar donde el mal comienza y acaba, y brotan enfermedades

nuevas, cuyo estudio conviene a una nueva e importantísima ciencia, la «Patología social».

21

De Hombres del norte

Hombres del Norte

Una explicación debo a los lectores de las Cartas finlandesas, cuya serie quedó interrumpida en

el examen del Kalevala. Para completarla, había pensado dedicar algunas más al estudio de la

literatura y artes contemporáneas; pero, estando muy ligado el movimiento intelectual de

Finlandia al de Suecia y en general al de todos los países escandinavos, me ha parecido

preferible tratar esta materia en algunos de estos esbozos críticos que iré describiendo cómo y

cuándo buenamente pueda. Y, ya puesto a dar explicaciones al lector, indicaré que con estos

artículos sobre los Hombres del Norte no pretendo introducir ninguna influencia nueva en las

artes españolas. Mi idea es vulgarizar entre mis paisanos lo poco que sé de estos países y

particularmente de su literatura.

Henrik Ibsen

I

Visto en sus retratos, Jonas Lie, con su cara lisa y bonachona y su redondo bonete, podría pasar

por un excelente maestro de escuela; de Björnson es sabido que tiene la mayor cantidad posible

de oso; Ibsen, con su cabeza gorda, agrandada más aún por la cabellera y patillas blancas,

encrespadas, se asemeja a un león. El símil no es sólo ocurrencia mía, pues lo han utilizado ya

muchos críticos, y alguno ha ido más lejos y ha asegurado que la semejanza es falaz, y que

Ibsen parece un león, pero no un león de verdad, sino un león con melenas postizas. Este rasgo

malévolo del crítico francés Teodor de Wyzewa lo anoto aquí en prueba de imparcialidad, para

hacerme también eco de una opinión bastante extendida: la de los que creen que en la obra de

Ibsen hay más aparato que consistencia. Tales se han puesto las cosas que ya no se puede ser ni

hombre de genio. El criticismo destructor todo lo aniquila, y quien ayer era remontado por las

nubes, hoy es arrastrado por el fango, sin que haya tenido tiempo siquiera para saborear su

momentáneo triunfo.

En la reacción contra la literatura escandinava, particularmente contra Ibsen, personificación de

ella, la mayor parte de la culpa corresponde a los mismos literatos escandinavos, que

pretendieron presentar a Ibsen como un fenómeno nuevo en el teatro universal; poco se hubiera

hablado y escrito si lo presentaran como lo que realmente es, como un gran autor dramático,

comparable a Echegaray, a Dumas, a Hauptmann, no superior a ellos; pero hoy es difícil abrirse

camino, y se suele acudir intencionadamente a la exageración en el aplauso para provocar la

censura exagerada y despertar la atención del público indiferente.

22

Cuando Ibsen fue dado a conocer en Francia por Eduardo Rod, en el prólogo que

escribió al frente de la traducción del conde Prozor, los naturalistas, por boca de Zola, se

apresuraron a decir que Ibsen pertenecía a la vieja escuela romántica y que llegaba demasiado

tarde; y esta opinión se ha generalizado hasta el punto de que los más autorizados críticos

franceses, como Lemaître y Sarcey, han partido de ella para combatir la influencia de Ibsen, en

muchas de cuyas obras han visto un trasunto de las de Dumas y Sand, pasadas ya de moda.

Otros han notado la rápida popularidad de Ibsen en Inglaterra, y han deducido de aquí que el

dramaturgo noruego se ha formado bajo el influjo del positivismo inglés. Sin embargo, si aparte

el mérito real de las obras de Ibsen hay algo que justifique el éxito que han logrado, este algo es

la identificación de Ibsen con el estado de espíritu de la sociedad en el momento presente. La

mayor originalidad de Ibsen está en que, nacido en un período romántico, no es romántico, y en

que, sin hacer escala en el positivismo ni en el naturalismo, ha saltado a las avanzadas de la

reacción. Ibsen es en el teatro lo que Nietzsche en la Filosofía; es un defensor exaltado del

individuo contra la sociedad, y por este lado se aproxima a las soluciones del anarquismo;

luego, por no someter la acción del individuo a ninguna cortapisa, cae en las mayores

exageraciones autoritarias.

Nosotros los españoles no comprendemos bien este novísimo movimiento reaccionario,

porque en España quedan aún muchos reaccionarios a la antigua que no han querido pasar por

el arquillo de las conquistas democráticas; así, cuando alguien habla de reacción, es

inscrito ipso facto en las filas del tradicionalismo, aunque predique la reacción en nombre del

progreso. Porque lo original en los neorreaccionarios como Ibsen es que no se apoyan en las

tradiciones ni en los privilegios, antes los desprecian; se apoyan en el fuero individual, en el

derecho absoluto del individuo a luchar contra la sociedad y aun a destruirla para mejorarla.

Para reformar la sociedad hay que reformar al individuo, y a este sólo se le reforma dejándole

que luche sin consideración a los daños que pueda producir a los individuos menos aptos para

el combate. En una palabra, «la fuerza es superior al derecho», que dijo y practicó Bismarck

con excelente resultado.

Así se comprende que Ibsen, fugitivo de Noruega, no encuentre en Europa lugar más a

propósito para establecerse que la Roma de los Papas; no por simpatía, sino porque Roma era la

única ciudad donde no había libertad al estilo moderno. Y cuando las tropas italianas entraron

en Roma, Ibsen escapó sin tardanza, y escribió una carta que parecerá incomprensible a quienes

han visto en Ibsen una especie de anarquista teórico: «Han quitado Roma a los hombres para

entregarla a los políticos. ¿Dónde nos refugiaremos ahora? Roma era el único punto de Europa

23

que gozaba de verdadera libertad: la libertad de la tiranía de la libertad política...».

Probablemente, pensaría refugiarse en Rusia, cuyo régimen autocrático le entusiasmaba en

extremo.

El crítico Brandes refiere que, en una discusión con Ibsen (en la que este, como de costumbre,

ensalzaba el sistema de opresión, por el que explicaba el brillante florecimiento de la literatura

rusa), le hizo observar que en Rusia se podía aún apalear impunemente. «Usted tiene un hijo -le

preguntó-. ¿Le gustaría a usted que a su hijo le dieran latigazos?». «Que se los dieran, de

ningún modo -contestó Ibsen-; pero que los diera él, me parecería perfectamente».

Ibsen, pues, es un aristócrata; pero su aristocracia no es la de la tradición ni la del dinero: es la

de la fuerza; y la fuerza a que él rinde parias no es la material, es «la del carácter, la de la

voluntad, la del entendimiento». Los generosos apóstoles de la democracia, que cándidamente

creyeron dar la paz al mundo consignando en leyes todos «los derechos del hombre», se

quedarán ahora turulatos al ver que del seno de la justicia, de la igualdad y de la fraternidad sale

una generación de déspotas, ansiosos de utilizar todos esos derechos para desarrollar e imponer

su personalidad, aunque tengan que pisotear a los débiles. Ya hemos visto de sobra lo que

puede dar de sí la aristocracia del dinero; la de la inteligencia que ahora apunta será quizá peor,

porque pretenderá dominar en nombre de esta o aquella verdad. Al sacerdote que decía: «Cree

lo que yo creo», le sucede el genio pretencioso que dice: «Piensa lo que yo pienso». Un genio o

un tipo así es Ibsen.

La idea fundamental de Ibsen vale poco, lógicamente, como vemos; pero lo lógico tiene poco

que ver con lo dramático. Para triunfar en la escena hay que producir «un efecto» presentando

situaciones en armonía con el estado del espíritu público. Si se quiere ser aplaudido

«ruidosamente» hay que tener una gran dosis de picardía y conocer bien el terreno. Ibsen vio

con gran claridad el cansancio democrático que la sociedad padece, el deseo universal de

romper esta monotonía en que vivimos, y dio a la escena con gran oportunidad sus tipos

revolucionarios de nuevo cuño. He aquí el secreto de toda su obra.

Cuando se estrenó en París Nora, dijo Sarcey que, suprimido el final del drama, éste sería casi

perfecto. Nora es perdonada por su esposo, y el público cree que la esposa se dará por

satisfecha y la casa quedará como una balsa de aceite. Esto sería lo lógico. Pero, poco antes de

caer el telón, Nora descubre un nuevo carácter. El drama representado es un drama de

mentirijillas, en el que aparece una «casa de muñeca», como solían ser las casas antes de Ibsen:

Nora se ha visto a sí misma en aquella casa y se avergüenza de desempeñar el papel que allí

desempeña, y de repente toma la decisión de abandonarla.

24

Este inesperado desenlace es lo ibseniano de la obra; sin él, poco o nada habría que

decir. En Gengangere llega aún más lejos la audacia femenina. Fru Alving es la esposa que se

sacrifica al cumplimiento de sus deberes; muerto su marido, le quedan de él dos retoños, a cual

peor: su hijo Osvald, tan vicioso como su padre, y Regina, una hija que el señor Alving tuvo

con una criada y que sigue en la casa como criada también. Osvald y Regina son

los gengangere; es decir, las reencarnaciones o reapariciones (aparecidos, espectros, suelen

traducir) de sus padres. Osvald se encapricha con Regina, y le dice a su madre que no puede

vivir sin la muchacha: parecía lógico que una mujer que se ha sacrificado al cumplimiento del

deber inculcase a su hijo este mismo sentimiento. Fru Alving, sin embargo, «descubre otro

nuevo carácter», es decir, comprende la inutilidad de su sacrificio, se rebela contra él y quiere

que su hijo sea feliz, asintiendo a que se case con Regina, aunque sabe que son hermanos. Y se

casarían si no anduviera por medio el pastor Manders, encargado de hacer entrar en razón a la

madre sin escrúpulos.

Muchos críticos, entre otros el francés Lemaître, dudan de la realidad de estas mujeres

de Ibsen porque desconocen la sociedad del Norte. Hay que vivir aquí algún tiempo para

convencerse de que esos tipos están más bien atenuados. Las ideas de emancipación han

producido en los temperamentos fuertes esa nueva moral revolucionaria, y en los débiles algo

peor: una inmoralidad fría, reflexiva, calculadora, que descuaja al más terne. Hay tipos de

inmoralidad que pudiera llamarse metafísica. En Gengangere, la criada Regina proclama su

derecho a prostituirse; en John Gabriel Borkman, una aventurera del amor, Fru Wilson,

emprende un viaje de placer en compañía del joven calavera Erhart y lleva consigo a una

amiguita, porque sabe que el hombre es tan variable como la mujer, y que el mejor medio para

que el libertino no se le escape es tener a mano «una suplente».

Los hombres de Ibsen son, por regla general, imbéciles, cuya misión es hacer resaltar la

superioridad de las mujeres, pero en los hombres de verdad el rasgo constante es ponerlos

solos, en lucha abierta con la sociedad: son individualidades exaltadas al modo que hemos visto

en los tipos de mujer. Esto es instintivo en Ibsen. Su primera obra, el drama Catilina, era el

estudio de un carácter de un hombre aislado, representante de la antigua libertad romana, en

pugna con una sociedad corrompida por el abuso de la fuerza. Su último drama, John Gabriel

Borkman, representa asimismo a un hombre dominado por el afán de reunir mucho oro para

realizar grandes empresas en pugna con la sociedad, que se atiene al texto de las leyes, con

arreglo al cual Borkman es un banquero quebrado, un estafador. Borkman es el Conde de

Lesseps en el asunto de Panamá. El vulgo se fija sólo en que ha habido engaño; pero el que lo

25

realizó, no por interés personal, sino por dar cima a una concepción grandiosa, ¿no tiene

derecho a decir, como dice el protagonista del drama: «Yo he hecho lo que he hecho porque no

soy un cualquiera, sino que soy John Gabriel Borkman»? Entre los protagonistas de la primera

y la última obra, son numerosos los personajes en quienes se transparenta la idea capital del

teatro de Ibsen; y la figura más acabada, aunque no la mejor, es la del doctor Stockmann en En

folkefiende (Un enemigo del pueblo). En este drama ha dado Ibsen forma a su idea favorita en

la conocida paradoja con que la obra acaba: «El hombre más fuerte es el que está más solo».

Esta idea es un reflejo de la vida misma de Ibsen, puesto que él ha tenido que luchar y

expatriarse y se ha formado en la expatriación y en el aislamiento. En un volumen de

poesías (Digte), en el que el autor coleccionó varias composiciones, en general cortas y de

pocos vuelos, salvo alguna muy renombrada, como la de Terje Viger, he leído un saludo del

poeta extraviado al pueblo noruego en la fiesta del centenario, celebrada el 18 de julio de 1872,

donde el autor declara que el principal motivo de gratitud que tiene para con su pueblo es la

dureza con que este le trató y le impulsó a luchar y a ser grande, dándole en la expatriación «la

sana y amarga bebida que fortalece».

Mit folk, som skaenkte migli dybaskalerk

den sunde bittre stylkedrik, hvoraf

son digter jeg, pa randen af min grav,

tog kraft til kamp i doegnets brudte straler...

Ibsen es un dramaturgo de formación lenta y penosa; su comprensión de los tipos noruegos no

es en él espontánea, sino que parece nacer de un esfuerzo de la voluntad. Como el présbita sólo

ve bien a distancia, Ibsen comprendió a Noruega desde lejos: quizá si no hubiera salido nunca

de su país, hubiese sido un autor mediocre, tal como nos lo demuestran las obras de su

juventud.

II

Entre lo mucho que he leído estos días en la prensa con motivo de la celebración del

septuagésimo aniversario del nacimiento de Ibsen (20 de marzo de 1828), lo único que me ha

llamado la atención es el relato, publicado por un periodista de Copenhague, de una entrevista

con la suegra (!) del insigne dramaturgo. La señora Thoresen, que no es una suegra vulgar, sino

que es una escritora de nota, asegura que, cuando Ibsen entraba en su casa en calidad de novio,

26

era un sujeto insignificante. La novia, al contrario, era una joven excepcional, una «naturaleza

poética», y, a juicio de la suegra, en la transformación de Ibsen corresponde no escasa gloria a

su mujer. Para mí es indiscutible que en la vida de Ibsen hay una gran influencia femenina,

pues sólo así se comprende que el pesimismo del autor se descargue casi exclusivamente sobre

el sexo fuerte, y que, sin perjuicio de despreciar «en abstracto» a la mujer, la coloque de hecho

muy por encima del hombre. Pero lo esencial es marcar ese desdoblamiento de la personalidad

de Ibsen. Ibsen fue conocido en Europa cuando vivía lejos de su país; pero antes, cuando se

ganaba el sustento trabajosamente como mancebo de botica o rodando por los teatros como

director de escena en compañías de mala muerte, había dado a luz en forma embrionaria los

elementos con que diera forma a su obra definitiva.

Sus primeras obras, escritas casi todas en verso o en prosa y verso, corresponden a muy

diversos géneros y forman larga serie. Catilina, Fru Yuger til Ostrat, Haermaendene pa

Helgeland, Gildet pa Solhaug, Kaerlighedens Komedie, Kongs-Emnerme, Brand, Peer Gynt,

De Unges Forbund, Keyserog Galilaeer y Samfundets Stotter, precedieron a Et

Dukkebjem o Casa de muñecas, en la que por primera vez se reveló el nuevo Ibsen,

completamente formado ya. De estas obras, unas son de carácter histórico: Catilina, Kongs-

Emnerme (El pretendiente de la Corona); Emperador y Galileo, drama universal en el que el

autor quiso resumir la historia del mundo; La fiesta en Solhang, cuadro de costumbres noruegas

en el siglo XIV. El simbolismo está representado principalmente en las dos poesías

dramáticas:Brand, en quien Ibsen crea candorosamente un tipo ideal de pureza cristiana, sin

posible realidad en la vida, y Peer Gynt, que es la autobiografía del autor en sus años juveniles,

cuando vivía en la casa paterna. El teatro de tendencia lo inician la Comedia del

amor(Kaerlighedens Komedie), en la que el autor se burla del matrimonio, y la Alianza de la

juventud (De Unges Forbund), sátira contra la juventud inepta, vacía y charlatanesca de nuestro

tiempo. De todas estas obras sólo he visto representar Samfundets Stotter (Los sostenes de la

sociedad), y aseguro que es mala: Ibsen moraliza contra las clases directoras como podría

hacerlo cualquier papanatas. Las demás las he leído casi todas, y las encuentro viejas en

comparación con las posteriores de Ibsen. La personalidad del autor fluctúa entre varias

tendencias contradictorias: a ratos parece un moralista vulgar, a ratos un demoledor y a ratos un

apóstol. La única obra ejecutada con maestría es El pretendiente de la Corona, y tampoco es

realmente un drama histórico, como se titula, sino de psicología no exenta de tendencia.

En la segunda época no hay obras de carácter histórico: el drama de tesis con un sentido más

realista y el simbolismo se funden en una sola pieza y crean lo característico y personal de

27

Ibsen, la estructura wagneriana, si así puede decirse, de sus creaciones, en las cuales la unidad

no es el resultado de una disposición convencional de las diversas partes de la obra, sino que

está expresada en un concepto universal, en un leitmotiv que se extiende vagamente sobre

diversos cuadros escénicos pintados con exactitud casi naturalista. En el teatro de Ibsen, la

mitad o más del pensamiento del autor queda detrás de la escena y ha de ser comprendido por

el espectador: en el Norte esto puede pasar, porque el público va al teatro a atender y a

aprender, y lo mismo asiste a la representación de un drama que a una conferencia en que se le

habla de religión, filosofía o historia; pero en el Mediodía la gente va al teatro a divertirse, a ver

y a aprender sólo lo que le entre por los ojos: nuestro teatro es escénico, no intelectual, y

nuestro simbolismo no puede ser el simbolismo de concepto de Ibsen, sino el simbolismode

acción de La vida es sueño. Y dicho sea de paso, ¡cuánto más profundo, más bello y más

comprensible no es el simbolismo de Calderón que el de Ibsen, ante quien se pasman algunos

que no conocen nuestro teatro!

La fuerza, pues, de Ibsen está en ese simbolismo concentrado que anima a sus personajes y

sugestiona el espíritu del espectador que lo comprende. En Casa de muñecas el sentido del

drama se aclara sólo en la última escena, cuando Nora abandona a su marido y a sus hijos. «Yo

no soy la mujer que aquí hace falta... -le dice-: a ti te conviene una muñeca».

En Aparecidos hay una larga y fatigosa escena, en la que discuten Fru Alving y el pastor

Manders (los personajes de Ibsen discuten casi siempre). De repente se oye ruido entre

bastidores, una silla rueda, y la voz de la criada Regina dice: «Osvald, da. Er dugal! Slip mig!».

«¿Qué es eso?», pregunta el buen Manders. Y la madre de Osvald, que recuerda acaso otra

ocasión en que oyó las mismas palabras, aunque entonces la broma no corría entre Osvald y

Regina, sino entre el padre del señorito y la madre de la criada, deja escapar la

palabra gengangere, que nos da a entender que el asunto del drama es la famosa ley de la

herencia, y que los hijos son capaces de reproducir la escena que tiempos atrás representaron

los padres. De igual modo, en Un enemigo del pueblo el simbolismo del manantial de aguas

corrompidas, o en Vildanden la del «pato salvaje». En Rosmersholm la grandeza de la figura de

Rebekka está en que es una encarnación del Norte, así como Ellida, en Fruen fra Hafbet (La

dama del mar), es un símbolo del mar. Y algún punto de relación existe entre el amor que

Rebekka siente por Rosmer y la influencia misteriosa que ejerce en Ellida el «hombre

desconocido» que ha de venir por el mar; es decir, la realidad que ha de venir a romper el

misterio. En Bygmester Solness (El maestro de obras Solness), el sentido íntimo de la alegoría

está en que Hilde, la enamorada de Solness, no es una mujer real, sino la fuerza ideal impulsora

28

del artista. Solness no es un hombre vulgar; pero la necesidad le obliga a construir «casas para

hombres»; Hilde le incita a encaramarse en la torre de la iglesia; esto es, a remontarse a las

alturas ideales; y cuando le ve caer y estrellarse, no se entristece, sino que exclama con acento

de triunfo: «Llegó a todo, a lo alto, y yo oí arpas que sonaban en el aire. Él era el hombre que

yo había soñado». Hasta a un tipo tan prosaico como John Gabriel Borkman halla Ibsen modo

de espiritualizarlo. Borkman era hijo de mineros; en su niñez trabajó en las minas, y de este

primer oficio le quedó la idea dominante de su vida; como el minero busca el filón venturoso

que se esconde en el seno de la tierra, así Borkman vive soñando en el oro; a su afán lo sacrifica

todo, incluso el amor, y cuando llega a director de Banco y se compromete en malas

especulaciones, no se rinde a la evidencia ni se da por vencido, y muere delirando en sus

grandezas soñadas. Hay en todos los personajes de Ibsen una mezcla rara de vulgaridad y de

idealismo, algo que él mismo explica cuando en Lille Eyolf (Eyolfito) hace decir a Rita:

'Nosotros somos hijos de la tierra'». «Pero tenemos -contesta Alhmers, su marido- algo del mar

y algo del cielo».

La primera obra que publicará Ibsen, según ha anunciado, será una historia de sus

trabajos, en la que hará ver que todas sus obras obedecen a un plan preconcebido. Quizá sean

algo así como el ciclo de los Rougon-Masquart, de Zola. Sin estar en el secreto, se nota en el

teatro de Ibsen cierto ligamen, porque la idea fundamental es siempre la misma, porque parece

que cada nueva obra contesta a las objeciones suscitadas por la precedente. Así, la objeción

capital contra Nora era el abandono que hacía de sus deberes conyugales. En Gengangere, Fru

Alving huye también y busca al pastor Manders, de quien está enamorada. Este la obliga a

volver al hogar, y la convence de que en la vida es necesario el sacrificio. Pero el sacrificio es

inútil, porque no impide que Osvald sea tan vicioso como su padre, ni Regina tan perdida como

su madre. Quizá Nora llevaba razón. Enfolkefiende y Rosmersholm responden a un mismo

pensamiento. El doctor Stockmann rompe con la sociedad, y cree que al quedarse solo es más

fuerte que la sociedad entera. Rosmer es también un solitario que no hace buenas migas ni con

el rektor Kroll (la reacción) ni con Peder Mortensgard (la democracia); sus predicaciones son

inútiles, y, a pesar de la nobleza de su carácter, sólo consigue hacerse comprender de Rebekka,

porque ésta le ama.

Siendo el tipo favorito de Ibsen el hombre justo y fuerte que lucha contra la sociedad, ha tenido

que presentar al lado de Rosmer y de Stockmann las desviaciones del tipo: Borkmann, que,

llevado de su excesiva ambición, se hunde sin conseguir su intento, mientras su hijo Erhart, en

quien cifraba su orgullo, se divierte alegremente con la señora Wilson. El egoísmo del hijo

29

sobrepuja al del padre. En Lille Eyolf, el niño Eyolf muere ahogado, y su muerte es como un

castigo del proceder egoísta de sus padres. Hay, por último, en esta serie de personalidades que

aspiran a saltar por encima de la moral, de la ley o de la voluntad social, una muy interesante: la

protagonista de Hedda Gabler, la obra maestra de Ibsen, a mi juicio. Hedda Gabler es lo que

llamaba el novelista alemán Spielhagen una «naturaleza problemática», un problema sin

solución, o sea una mujer que carece de condiciones para adaptarse al medio social; no es tan

vulgar que se acomode a la vida rutinaria, ni su espíritu es tan elevado que se sobreponga a las

rutinas; no es tan buena que se conforme con vivir modesta y honradamente, ni se atreve a ser

mala por miedo al qué dirán: el autor la coloca entre un hombre de extraordinario mérito, Ejlert

Loevborg, a quien Hedda no es capaz de comprender, y un pedantesco profesor, Joergen

Tesman, con quien se casa sin estimarle. Y entre los rasgos contradictorios de figura tan

anómala, el que la embellece y la hace simpática es el amor a lo bello, el amor a una muerte

bella. Se dirá que su falta de condiciones para la existencia se traduce en la idea singular de

suicidarse en una reunión de familia, después de tocar un vals en el piano.

Como Mariana es, en mi sentir, la mejor obra de Echegaray y más duradera, Hedda Gabler es

la mejor obra de Ibsen. Porque en el teatro lo bueno y lo que dura es lo psicológico. Las

cuestiones sociales pasan, y las que hoy nos enardecen, mañana nos hacen bostezar. Y en el

teatro de Ibsen, aparte otros defectos menores, como la afectación y cierta fraseología bíblica,

que a ratos deslucen la naturalidad del diálogo, el punto flaco es la importancia excesiva que se

da a los «problemas sociales». Sobre esto, y con referencia a Dumas, ha escrito el crítico inglés

Archer una frase muy gráfica, que ahora recuerdo y cito para terminar: «Las obras que se

proponen corregir abusos o reformar instituciones sociales pierden su virtud tanto más pronto

cuanto más inmediato es el efecto que producen. Si no tienen otro principio de vitalidad más

vigoroso, se hunden bien pronto en el olvido, como balas de cañón que mueren en la misma

brecha que abrieron».

30

Pío Baroja

(1872- 1956)

El novelista de raza de su generación, escribió ensayos fuertemente idiosincrásicos

sin abandonar la «retórica de tono menor». Ésta se sustanciaba en una huida del

retoricismo por el camino del estilo conversacional (frase corta, vocabulario

popular, caracterización impresionista y despegada, tono desparpajado).

Sus primeros artículos en la prensa donostierra datan de 1890 (La Unión liberal)

pero su presencia constante en los periódicos no empezó hasta 1899. Con su ingreso

en El Globo en 1902, se afianza su vinculación al periodismo (en 1903 viajaría a

Tánger como corresponsal de guerra) al tiempo que lo hace como novelista

con Camino de perfección.

31

CIUDADES DE ITALIA

PISA

Me andaba en la imaginación la idea de que quizá encontraría aquella señora con los ojos

brillantes que había entrado en el tren conmigo en la frontera y había bajado en la ciudad de la

torre inclinada. ¡Quién sabe! Quizá la suerte se quisiera mostrar propicia. Me enteré de cuándo

salía el tren por la mañana. Si me despertaba a buena hora, me iba, y si no, me quedaba.

Me desperté temprano. Salí a la ventana. Parecía que iba a hacer un hermoso día. « ¡Hala,

vámonos!» Salí de casa, fui a la estación y tomé un billete para Pisa. A medida que avanzaba la

mañana iba viendo, con desagrado que el tiempo, que tanta confianza me había dado, se iba

empeorando. Llovía que era un gusto..., para el que tuviese algo sembrado. Al llegar a Pisa me

dije:

«Voy a pasar un rato en la fonda de la estación. Veré si pasa la lluvia.»,

Pedí un desayuno, me dispuse a tomarlo con la mayor lentitud posible, como el que no tiene

absolutante nada que hacer, y aun así, el tiempo iba más lento que lo que yo hubiese querido. El

mozo que me había servido el café con leche me dijo, un tanto sorprendido de mi cachaza:

— ¿No tiene usted nada que hacer?

— Quería ver el campo santo.

— Hoy: con esta lluvia, no abrirán.

— Pues entonces —dije— me voy a divertir.

— Puede usted hacer una cosa.

— ¿Cuál?

— Yo le puedo prestar a usted un paraguas, toma usted el tranvía aquí cerca y va, por lo

menos, a ver el Duomo. Véalo usted, porque vale la pena, y si hay un momento que pase la

lluvia, entonces aprovecha usted la cosa y se va al campo santo. Está cerca.

— Sí, me parece buena idea_le dije_. Iré a ver el Duomo. El mozo me dejó su paraguas.

— Diga usted. Le voy a hacer una pregunta que probablemente no podrá usted

contestarme.

— Diga usted. ¿Quién sería una señora joven, vestida de blanco, que vino aquí hace unas

semanas?

— No sé. Ya me lo figuraba que no lo sabría. Le expliqué sus señas. No caía en quién

podía ser. «Bueno, pues nada. Hay que olvidar », me dije. Salí de la estación. Tapándome con

el paraguas, alcancé el tranvía; lo tomé, y al poco rato lo dejé para meterme en la catedral. Vi

los altares y sus retablos, di vueltas y más vueltas por el interior del templo; pero no encontré ni

32

el más breve instante en que

cesara la lluvia.

Pisa es un pueblo cruzado por el río Arno, un poco triste, al menos con lluvia. El río

resulta bonito, encerrado en sus muelles, y pasa por en medio de la ciudad.

La famosa torre inclinada, que llaman el Campanile, está cerca del camposanto, y no parece

que se pudiera hacer así, de una manera deliberada. Probablemente, falló el terreno, se produjo

la inclinación y luego la consolidación. Creo que ésta es la tesis más admitida.

Las calles de Pisa tienen muchos nombres de santos: San Martín, San Francisco, San

Apolonia, San Lorenzo, San Lorenzo, San Silvestre, San Andrés, San Pablo, San Sebastián;

luego, nombres de la historia moderna de Italia: Garibaldi, Víctor Manuel, Mazzini, etc.

La catedral de Pisa es un edificio muy grande, cuyas obras parece que comenzaron en el

siglo XI y terminaron en el siglo XII. Vi que allí todo era mármol: las cúpulas, los muros, los

pavimentos, los arcos, las columnas; mármol sometido a los caprichos de una arquitectura de

varios tiempos, Descubrí con cuánta verdad había dicho Vasari que los pisanos, en la cima de

su grandeza, siendo dueños de Cerdeña, de Córcega y de la isla de Elba, se llevaron para su

corte, de los sitios más apartados, trofeos y despojos en abundancia.

El Duomo se construyó para agradecer a la Virgen la victoria que los naturales de la ciudad

habían obtenido sobre los sarraceno s de Cerdeña.

La basílica de Pisa presenta en su fachada cinco series de columnas formando pórticos

superpuestos. Emparejadas, sostienen arcos pequeños, componiendo un conjunto de blancos

mármoles brillantes, muy rico y decorativo. La cúpula descansa sobre una corona de finos

capiteles, y un par de columnas corintias dan guardia a la puerta principal. Anuncian, en el

exterior, la graciosa esbeltez de las cuatro hileras de columnas que dividen en cinco naves el

interior, con sus entrecruzamientos de mármoles blancos y negros.

Pocas ventanas, y las que hay, pequeñas y sin vidrieras, se abren en los los muros

grandes, lisos, que evitan distraer de la impresión que causan las columnas que custodian las

naves. Las puertas de entrada, obra de Juan de Bolonia, ofrecen un mundo de figuras animadas,

de animales, de flores y de frutos.

Me habría gustado poder moverme con libertad por el rincón pisano donde se alzan, próximos

el Duomo, el Baptisterio, la Torre inclinada y el campo santo. Es decir, recorrer la Pisa del

turista, donde reina como soberano el silencio. Toda esa parte de la población parece un

cementerio, un lugar donde la vida se ha extinguido. La lluvia no me permitió más que una

visión exterior rapidísima, pasada por agua.

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El Baptisterio, cúpula aislada, y la Torre inclinada, ambas revestidas de columnas, tienen

siluetas bien típicas.

Dicen que la torre, cuando estaba a medio construir, se torció, y que los arquitectos encontraron

más fácil acabarla torcida que enderezarla. Puede que así sea; pero como hay en Italia torres

deliberadamente construidas con inclinación, siempre queda la duda.

Estando en el Duomo, un momento que me pareció que escampaba, salí l un poco para ver si

estaba abierto el campo santo, y me puse a contemplar la Torre inclinada, el célebre campario.

Este cilindro enorme, torcido, en medio de la lluvia, daba la impresión de si uno se habría

vuelto loco. Pisa está rodeada de montes bastante altos, y el clima debe de ser húmedo y tibio,

malo para los reumáticos.

Los muelles próximos al Arno son hermosos. Pisa, con lluvia, con sus amplios muelles,

solitarios en un domingo, ¡qué melancolía! Era un tiempo de Ondárroa o de Bermeo. Pisa

me pareció un pueblo de aire noble y pomposo, algo paralelo a lo que son en España Santiago

de Compostela o Salamanca.

En el campanil, cilindro enorme, era donde trabajaba Galileo. Citando esta torre, dicen los

pisanos el campanil torto, es decir, torcido. Como seguía lloviendo, sin consideración alguna a

los turistas, esperé inútilmente algún tiempo, mirando a menudo con cara de pocos amigos al

cielo, y acabé por tomar de nuevo el tranvía y marcharme a la estación.

Seguía lloviendo. Era una lluvia espesa, de puerto de mar, de las que no dejan posibilidad de

pasearse. No era de las lluvias que cantó Verlaine:

Il pleure dans mon coeur

comme il pleut sur la ville.

Quelle est cette langueur

qui pénétre mon coeur?

Comí en la fonda, devolví, el paraguas al mozo del café, me despedí afectuosamente de él y

me volví a F1orencia. En Pisa me falló la dama de los ojos brillantes, a quien no vi, y el campo

santo que no estaba abierto.

Lo único que tuve que reconocer fue que el mozo de la cantina de la estación había estado muy

amable conmigo, dándome datos y prestándome el paraguas.

Al salir de Pisa comenzaba a despejar y a salir el sol.

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DE MADRID A TANGER

TANGER

2 enero 1903.

Es difícil formar una idea clara de Tánger; parece, a primera vista, que España es la nación que

tiene mayor influencia. Para un español, el cambio de Andalucía a Tánger apenas podría

notarse si los hombres de esta tierra no llevaran sus ropajes árabes y no hablaran árabe.

El aspecto de la población es casi idéntico al de una población agrícola española. Una gran

parte de los habitantes, los hebreos y españoles, hablan castellano; la moneda que circula es

española; los letreros de las tiendas, en español aparecen; los anuncios, en español, y el

periódico que veo en mano de los que charlan en el zoco, están escritos en castellano también.

La colonia española es numerosísima: bastantes miles de almas. Por cierto que se dijo en

Madrid que España enviaba a Tánger al Infanta Isabel para que, en caso de un levantamiento de

los indígenas, la colonia española se refugiase en el barquito de guerra. Es una idea graciosa.

Pues, a pesar de toda esta influencia española, parece que España es la que menos pito

toca en este desafinado concierto tangerino. Para un artista, claro es que este país es admirable;

los espectáculos pintorescos se presentan a cada paso. Cuando, desde el barco, llegamos a la

puerta de la ciudad, tuvimos que comparecer con nuestras maletas delante de unos moros que

estaban sentados, formando tribunal, en la entrada de Aduana.

Un viejo magnífico, que presidía, el jefe, nos miró benévolamente; le habló al oído a un

joven de cabeza afeitada y ropaje amaranto; luego se dignó echar una ojeada sobre nuestras

pobres camisas, y nos dejaron pasar sin más obstáculo. Las calles de esta ciudad ofrecen un

aspecto abigarrado y pintoresco.

Como ayer, día primero del año, por rara coincidencia, fue día de fiesta para judíos,

mahometanos y cristianos, todo el mundo se echó a la calle, y era el ir y venir de moros, árabes,

hebreos y negros, rifeños, admirables tipos de fiereza, que deben dormir con un fusil; judíos de

finísima cabeza y hopalandas oscuras, cubiertos con el fez negro o azulado; mujeres moras,

envueltas en inmensos jaiques blancos; aguadores medio desnudos, de tipo egipcio, que

proceden del Sur, en los confines meridionales del Imperio; soldados mulatos, y luego la

muchedumbre europea.

De cuando en cuanto pasan algún genthleman a caballo, alguna miss espiritada,

montada en un borrico, al que un morazo que grita «Balac! Balac!» hace correr a palos. En las

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tiendas parece que lo que está en venta es el tendero, generalmente un moro que ha engordado

con la inacción, y que ofrece al comprador un semblante rollizo y barbudo, como el de un

fraile español; otras veces, entre las mercancías amontonadas, se ve a un judío greñudo, que

mira con sus ojos tristes a la multitud abigarrada que corre por la calle.

El Zoco chico es la Puerta del Sol de Tánger; se charla, se fuma, se toma café y, sobre

todo, se miente, como en la famosa plaza madrileña.

El Zoco grande es una explanada que ahora está intransitable de fango y porquería, rodeada de

tenduchos, y en el que las freidurías ponen un olor insoportable de aceite de argán.

Al ver freír estos pastelillos y buñuelos que un moro o un judío cochinísimo manosea, se

encontrarían apetitosas las gallinejas del puente de Toledo.

En los cafés moros, concurridos desde la mañana hasta la noche, se toma café con posos

y se fuma kif, una mezcla de tabaco, cáñamo índico y salvia, bastante agradable, pero que

adormece a los moros y hace que sus cánticos sean más lánguidos. El encargado del café va y

viene con sus pies descalzos entre las tazas de café puestas en el suelo sobre una estetilla.

Los mendigos son horribles; nada tan aparatoso como algunos de estos desgraciados, de cuyo

rostro apenas queda más que los agujeros purulentos de los ojos y otra .caverna en el lugar de la

nariz. Los hay de todos colores; pero principalmente mulatos; pasan la vida acurrucados en un

rincón pidiendo limosna con voz quejumbrosa.

En algunas tiendas se ven unos moros con barbas blancas y anteojos; me dice un

indígena que son notarios, y un europeo añade, sonriendo:

—Notarios y memorialistas de portal. Esta mañana vi al célebre Harris, corresponsal

del Times, según se dice, más bien agente diplomático de Inglaterra. Parece que su retirada de

Fez se debe a que su presencia comprometía al sultán. Los moros le llaman el Diablo. Es un

hombre delgado, bajito, de barbucha roja, puntiaguda; tiene tipo de judío. Hace diez años que

vive en Tánger. Tiene una casa al otro lado de la bahía, casi ya en la cabila. Debe de ser hombre

enérgico y a propósito para la misión que desempeña. Inglaterra hace las cosas bien. Veo a

Canalejas con la plana mayor de su partido. Se pasea por las calles; yo creo que habla de

política. En España no se hacen las cosas tan bien como en Inglaterra.

Cuando supe que había noticias de Fez y todo el mundo decía que los santones han

aconsejado a Abd-el-Aziz que llame a su hermano, el Tuerto —cosa que, entre paréntesis, me

parece que nadie cree—, fui al teléfono; era ya anochecido y llovía de una manera horrorosa.

El telégrafo inglés está fuera de la ciudad, y no hay más remedio que telegrafiar por él, porque

el español (cosa castiza) está roto hace días.

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Pues en el camino del telégrafo encontréme con rifeños atléticos, tremendos, con sus fusiles,

que pasaron tranquilamente a mi lado. No ocurre nada; pero, sin embargo, al principio, la cosa

impone. Otro espectáculo hermoso:

Un rifeño, guapo chico, de veinticinco años, y una famosa inglesa, borrachos perdidos,

haciendo eses por las calles.

— ¡Menuda ha sido la algazara que han armado los mozos!

La inglesa se agarraba al rifeño con una fuerza que demuestra su entusiasmo por el

mahometismo.

He notado que a los soldados los desprecian; dicen los moros paisanos que aquéllos venden

el fusil y las babuchas por un tarro de ginebra.

Lo cierto es que, en parte, la sublevación de los Hiata ha sido debida al desenfreno de esa

soldadesca desharrapada, que se entregó a toda clase de barbaridades cerca de Taza.

Según se dice, cambiaban los cartuchos por comida, creyendo encontrarse en terreno amigo;

pero un un día agarraron cuarenta mujeres Kabilas y no hay imaginación calenturienta que se

figure lo que allí ocurriría. Se armó una de tiros horrible, y aquello fue causa de que los Hiata

formaran en la horda de ese Roghi misterioso, del que los moros tienen una idea tremenda.

Creen que es un hombre que posee artes mágicas, que obtiene dinero por medios ocultos a

todos los mortales. Sin embargo, algunos más avisados aseguran que las armas de los

sublevados son de fabricación francesa, y que allí abundan las buenas monedas de cinco

francos.

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Antonio Machado

(1875-1939)

Poeta, dramaturgo y narrador nacido en Sevilla el 26 de julio. Figura emblemática y

la más joven de la generación del 98.

Realizó estudios en el Instituto Libre de Enseñanza. Incursionó en la adaptación

teatral y fue catedrático en las universidades de Soria y Segovia.

Ingresa a la Real Academia el 1927 y salió al exilio hacia Colliure, lugar en el cual

fallece el 22 de febrero.

En su obra destacan Soledades, Campos de Castilla, La duquesa de Benamejí y

poesías completas.

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SOBRE LA OBJETIVIDAD

Si se acepta nuestra hipótesis, la radical heterogeneidad del ser, tal como no es revelada en

nuestro mundo interior, en el fluir de nuestra conciencia surge el problema de la racionalidad,

que se nos presenta con un carácter negativo. Objetividad no es ya nada positivo, es

simplemente el reverso borroso y desteñido del ser. Sólo existen, realmente, conciencias

individuales, conciencias arias y únicas, integrales e inconmensurables entre sí. Sólo es común

a todas las conciencias el trabajo de subjetivación, la actividad homogeneizadora, creadora, de

esas dos negaciones en que las conciencias coinciden: tiempo y espacio, bases del lenguaje y

del pensamiento racional: del pensar cuantitativo.

Esto en Madrid dispuesto a tonar a Segovia. He pasado algunos días enfermo con

fiebres gástricas, con lo cual he aligerado un poco esta too solid flesh. Siempre que se pierden

peso, se gana en energía y en propósitos de porvenir.

Nunca me siento peor que cuando estoy saludable y robusto; aunque comprendo que

esta salud y robustez no pasa de apariencia1

La poesía occidental tiene en Rimbaud su extrema expresión dinámica. Después de

Rimbaud la poesía francesa entra en un periodo de desintegración.

En su retrato el parecido deber ser tal, que no tengamos que preocuparnos de él. Así,

cuando contemplamos estéticamente la naturaleza, lo hacemos con toda libertad, porque el

parecido no nos preocupa, pues no dudamos de que una cosa real se parezca a sí misma. Del

mismo modo, ante el retrato de Martínez Montañés, de Velázquez, la cuestión del parecido no

nos distrae de la contemplación estética, porque ni un momento de nos ocurre dudar de él.

CONSECUENCIA: La belleza de un retrato no estriba en el parecido, pero un retrato

sin parecido es malo.

1 Frase incluida también en una de las cartas a Unamuno.

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SOBRE LA DEFENSA Y LA DIFUSIÓN DE LA CULTURA

El poeta y el pueblo

Cuando alguien me preguntó hace ya muchos años ¿piensa usted que el poeta debe escribir para

el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil- era el tópico al uso de aquellos días-

consagrado a una actividad aristocrática, en esferas de la cultura sólo accesibles a una minoría

selecta?, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto evasivas o ingenuas:

“Escribir para el pueblo- decía mi maestro-, ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el

pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos- claro está- de lo que él sabe. Escribir para el

mundo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra

habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más,

porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria; es escribir

también para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el

pueblo es llamarse Cervantes, es España; Shakesperare, en Inglaterra; Tolstóy, en Rusia. Es el

milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo

deseado siquiera. Día llegará en que sea la más consciente y suprema aspiración del poeta. En

cuanto a mí, mero aprendiz de gaysaber, no creo haber pasado del folklorista aprendiz, a mi

modo, de saber popular”.

Mi respuesta era la de un español consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita

saber cómo en España casi todo lo grande e sobra del pueblo o para el pueblo, cómo en España

lo esencialmente aristocrático, en cierto modo, es lo popular-

En los primeros meses de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda

no había aún perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que pretenden

justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del pueblo sobre las clases

privilegiadas.

40

INTELECUALES Y OBREROS

Es probable que la inteligencia haya dirigido siempre el mundo de los negocios humanos: mas

no parece tan claro que el intelectual, el hombre consagrado a actividades diagógicas, haya

podido, a título de tal, jactarse alguna vez de formar en una casta dominadora, como el

sacerdote, el guerrero, el mercader, el bandido, el simple trepador y aún el esclavo recién

liberto. Hoy se anuncia la dictadura del proletariado, y el intelectual piensa: tampoco ahora ha

llevado la mía. Y no siempre disimula bien su despecho. El overo lo mira con justo recelo,

porque sospecha que hay en él un descontento. Además, ¡son tantos los polizontes y tantos los

maquinistas, faroleros y apagaluces honorarios y tantos los palafreneros y lacayos de vocación

en la clase que pretende el privilegio de la cultura!...

No es fácil una inteligencia de clases. Pero un verdadero intelectual y un hombre capaz

de reflexión saben muy bien que las altas actividades del espíritu son esencialmente creadoras

de libertad, y que no podrán nunca aplicarse a esclavizar las voluntades ajenas. En cambio, las

fuerzas que llevan a la dominación y el mando se condensaron siempre en largos periodos de

servidumbre. El imperio es una satisfacción que se debe preferentemente a los esclavos.

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EL MAÑANA

Triste cosa es ir para viejo y haber por ello echado la llave de nuestras simpatías- nuestra

capacidad afectica es mucho más limitada que la de nuestra comprensión- y, esto en tiempos de

tónica juvenil, cuando el mundo se esfuerza en ir para joven y e empeña en las más atrevidas

experiencias. Por todas partes las cosas parecen bruscamente cambiar, como si el árbol total de

la cultura se renovase por sus más cultas raíces. Fuerzas poderosas militan hoy contra los que

suponíamos más firmas cimientos y más altos objetivos; los postulados de la ciencia, del arte,

de la moral, aparecen opinadamente removidos por nuevas concepciones del espacio, de la

materia, de la economía, del Estado, de la familia. Transmutación de valores, para emplear la

expresión nietzschiana, camino de estimativa, que implica, ciertamente, ruina de toda una

sentimentalidad y, al par, no lo dudamos, creación de otra nueva que han de revelarnos los

poetas de mañana. Los valores de cada tiempo tienen uno de sus polos en los topos uranios de

las ideas trascendentes, y otro en el corazón del hombre.

Yo no creo en una próxima edad frígida que excluya la actividad del poeta. Que el

mundo venidero haya de ser, necesariamente, como muchos suponen, una ola de barbarie que

anegue la cultura y la arruine. No está probado que el principio de Claucius rija en lo espiritual

como en el mundo de la materia, y que una difusión de la cultura suponga una ineluctable

degradación de la misma. Difundir la cultura no es repartir un caudal limitado entre los muchos,

para que nadie lo goce por entero, sino despertar las almas dormidas y acrecentar el número de

los capaces de espiritualidad.

Por lo demás, la defensa de la cultura como privilegio de clase, implica, a mi juicio,

defensa inconsciente de lo ruinoso y muerto y, más que de valores actuales, defensa de

prestigios caducados.

Es cierto que una marcadísima apariencia nos muestra un mundo desencantado por el

súbito despertar de la razón.

Cabe pensar, sin frivolidad excesiva, que caminamos hacia una nueva iluminación,

hacia un anglarum nuevo, y que nuestro siglo milita casi todo él contra las energías ocultas de

los curiosos rincones de nuestra psique. Porque nos e nos tache de reaccionarios apenas

mentamos y menos endiosamos, como nuestros abuelos, a la razón. Pero, contra apariencias

aún más superficiales, tal vez no ha conocido la historia un hombre tan racionalizado, en todos

los sentidos de la palaba, como el hombre de nuestros días. Cabe pensar, sin demasiada inepcia,

que asistimos al triunfar del animal bueno, que en plena posesión del mundo material aún

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aspira a regirse por nomas estrictamente genéricas. Que los viejos fantasmas no huye sin

resistencias: muchos llevan el escudo al brazo y se defienden con denuedo y heroísmo, mas

parece que todos caminan en retirada. Si alguien fuera capaz de escribir la epopeya aparente de

nuestra época, nos daría el gran poema de la racionalización del mundo, nos narraría el gran

Anábasos de las sombras románticas. Sería ése un tema época tan a la altura de los tiempos

como difícil para el débil estro de nuestros bardos. Yo, no obstante, si tuviera autoridad

literaria, lo aconsejaría a los jóvenes, desaconsejándoles, al par, el superfluo manejo de

elementos átonos e inertes rebuscados en su vacía intimidad.

Cabe pensar esto porque al hombre le es dado, registrando apariencias, pensar en

muchas cosas, sin creer demasiado en ninguna de ellas. Por lo demás los periodos

revolucionarios como el nuestro, son, contra lo que generalmente se afirma, los más

insignificantes y los más equivoco de la historia, porque en ellos lo interesante ha pasado ya o

no ha llegado todavía-, desde la toma de la Bastilla hasta los últimos días del Terror, nada

aconteció en Francia que pueda compararse en importancia y trascendencia a una página de

Rousseau; y cuando el diluvio universal, señores- para usar ejemplos del mayor bulto-¿Qué

poca cosa fueron los cuarenta días con sus cuarenta noches de aguacero ante la precia decisión

del Altísimo de destruir el linaje humano o ante aquel arrepentirse la divinidad que les

subsiguió? Digo todo esto para mostrar mi escasa inclinación a sacar consecuencias inmediatas

de ciertas premisas catastróficas (guerra europea, conmociones sociales y políticas) que no son,

a mi juicio, sino fenómenos de superficie. Los alemanes, que se prometían dominar el mundo-

aspiración muy grande, en verdad cuando fueron vencidos porque el mundo prefirió ser libre.

Aspiración más grande todavía- han ejercitado su despecho, decretando el próximo

acabamiento de la cultura occidental.

No es cosa de tomar en serio el humor de estos hombres. Tipo Spengler- de indudable

ingenio, pero que nada profundo y original representa en su misma patria. Son los epígonos

aquellos jaleadores el germanismo- Gobineau, Chamberlain, cuyas ideas, moneda ya de cuño

borroso y difícil curso, se pretende hoy sobredorar.

Dejemos a un lado toda esta apresurada y tendenciosa prognosis de postguerra, nada

propicia a la lírica ni, en general, a ninguna actividad estética- y tornemos a donde antes

habíamos llegado: al fin de aquella corriente subjetivista, y a la e metafísica, más o menos

consciente o confesada, en el solus ipse, que tuvo el hombre del ochocientos, que expresó su

arte y, muy especialmente, la lírica. El poeta cantaba su soledad porque creía en ella. A través

de todo el siglo romántico resuena un tema negativo: el de la irrealidad de cuanto trasciende del

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sujeto individual. Nunca se insistirá demasiado sobre el escepticismo- o fe agnóstica, puesto

que en el fondo el alma humana sólo contiene esencias- y el solipsismo del ochocientos. Todo

el siglo fue, en lo profundo, una reacción monstruosa contra los dos temas esenciales de la

cultura occidental que son-¿ quién puede dudarlo¡- el de la dialéctica socrática, que inventa la

razón humana, la comunión mental de una pluralidad de sujetos en las ideas trascendentes, y el

de la otra más sutil dialéctica del Cristo que revela el objeto cordial y funda la fraternidad de

los hombres emancipada de los vínculos de la sangre. Sólo Platón y el Cristo supieron dialogar,

porque ellos más que nadie creyeron en la realidad espiritual de su prójimo el ochocientos, en

cambio, se mostró, en lo profundo, incapaz para el diálogo, lo que explica el carácter egolátrico

de su lírica. Su pensamiento parte siempre del yo para tornar a él. Ninguna de sus metafísicas

implica la realidad irreductible y absoluta del tú. Eso es lo que quería decir mi apócrifo Juan de

Mairena cuando afirmaba que el hombre del ochocientos no creyó seriamente en la existencia

de su vecino.

Pero del mañana, se dirá,. Del nuevo siglo, que para muchos comienza después de la

guerra y para algunos apenas si ha comenzado todavía, del mañana y de su poeta, de su

hombre, ¿quién se atreve a vaticinar? ¡Bah!, cualquiera que no padezca del miedo pueril a

equivocarse que es, en el fondo, el fatuo anhelos de sentar plaza de infalible.

El mañana, señores, bien pudiera ser un retorno- nada eternamente nuevo bajo el sol- a

la objetividad, por un lado, ya la fraternidad, por el otro. Una nueva fe- porque es en el campo

de las creencias donde se plantean los problemas esenciales del espíritu- se ha iniciado ya.

Comienza el hombre nuevo a desconfiar de aquella soledad que fue causa de su desesperanza y

motivo de su orgullo. Ya no es el mundo mi representación, como en lo más popular, la única

verdad metafísica popular del ochocientos. Se tornó a creer en lo otro y en el otro, en la

esencial heterogeneidad del ser. El yo egolátrico del ayer aparece hoy más humilde ante las

cosas. Ellas están ahí y nadie ha probado que las engendre yo cuando las veo, enfrente de mí

hay ojos que me miran y que, probablemente, me ve, y no serían ojos si no me viesen.

La poesía, para resumir mi pensamiento en pocas palabras, no ha superado aun el

momento barroco que, mutatis mutandis, se da en los periodos de honda transformación, el

momento equívoco en que el arte patina en la frontera de una época nueva, sin poder ser

clásico, sin atreverse a ser plenamente moderno. Hoy como ayer el barroco s más gesto que

acción, y como siempre, esto híbrido que dibuja una fuerza que se padece más que una fuerza

creadora que se aplica a un objeto. Literalmente es todavía ingenio y retórica, laberinto de

imágenes, maraña de conceptos, actividad estáticamente perversa, que no excluye la moral pero

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sí la naturaleza y la vida. El genio calla porque nada tiene que decir cuando el arte vuelve la

espalda a la naturaleza y a la vida.

Los ingenios invaden el estadio y se entregan a toda suerte de ejercicios superfluos.

[A lápiz] Si LA poesía renace se hablará de una restauración, de una vuelta a las

antiguas [hay tres palabras ilegibles] se parezca a nada. Y esto explica- añadía Mairena- y aún

disculpa la tradicional flojera de nuestra crítica.

El momento creador en arte, el de las grandes ficciones- todo lo contrario del discurso

íntimo. Es el momento de nuestra verdad, el momento de modestia [hay doce palabras

ilegibles].

-[A pluma] Extraño y maravilloso mundo ese de la ficción cervantina con su doble

espacio y doble tiempo, con sus [palabra ilegible] series de figuras, las realidad y las

alucinatorias, el de esas dos conciencias, esas dos mónadas de ventanas abiertas, que camina y

que dialogan. Buscadle precedentes…En cuanto al diálogo, sí; el de Sócrates en Platón y el de

Cristo en los evangelios. Contra el solus ipse de la inerrable sofística de la razón humana,

militan [seis palabras ilegibles].

[A lápiz] El Don Juan Tenorio de Zorrilla es, hasta la fecha, el más desacreditado de

todos los Don Juanes. Los doctos lo desprecian. El pueblo, en cambio, lo ha hecho suyo y lo

defiende de los ataques de los doctos y de los pedantes. Lo defienden a su manera, yendo al

teatro a verlo y admirarlo.

Yo quisiera que dejásemos a un lado la literatura, que importa mucho menos de lo que

vosotros creéis, y viéramos qué elementos estéticos contiene esta obra tan amada del pueblo y

tan despreciada pos los doctos. Porque es posible que descubriéramos tales bellezas en esa

obra, que nos pudiéramos permitir el lujo de arrojar al cesto de la basura cuando dicen los

doctos contra ella

[A pluma] Lo PRIMERO, en el orden estético es hacer las cosas bien.

Lo segundo no hacerlas.

Lo tercero y último, lo realmente abominables, es hacerlas mal.

Don Miguel de los Santos Álvarez no perdonaba al autor de un drama trágico malo en

cinco actos. ¡Es tan fácil!- decía él- no escribir un drama trágico en cinco actos!

Tan fácil como no hacer una tesis doctoral, un discurso académico, o un nuevo plan de

enseñanza.

Pero el grito de una república de trabajadores será siempre: Homo faber, antes

malhechor que holgazán.

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José Augusto Trinidad Martínez Ruiz “Azorín”

(1873-1967)

Ensayista, novelista, autor de teatro y crítico, nació en Monóvar, Alicante. Trabajó

activamente en política durante los primeros años de su carrera. Fue quien bautizó a

este grupo con el nombre de Generación del 98, como se le conoce en la

actualidad. El tema dominante de sus escritos es la eternidad y la continuidad,

simbolizadas en las costumbres ancestrales de los campesinos.

En 1924 ingresó en la Real Academia de la Lengua. En sus últimos años cultivó

asiduamente la crítica cinematográfica. Murió en 1967 en Madrid, el 2 de marzo

1967.

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CURSO ABREVIADO DE PEQUEÑA FILOSOFÍA

Yo soy un hombre que dice: « ¡Viva la bagatela!»… Cuando me despierto, por la mañana, entre

los limbos del despertar, oigo un reloj que en el piso de arriba tintinea las once; luego, en el de

al lado, pared por medio, otro timbre, más grave y más sonoro, lanza también sus once

vibraciones; después, tras un breve instante, en el piso de abajo, una tercera campanilla, más

rápida, más vivaracha, suena también apresuradamente sus once campanadas. Entonces yo

medito un momento en que es llegada la hora de levantarme, y me levanto, en efecto. Mientras

me visto no pienso en nada: ¿en qué voy a pensar? Yo no tengo nada grave en que hacer

trabajar mi pensamiento; yo soy un hombre que dice: «¡Viva la bagatela!» y si después que me

he vestido —o mientras me estoy vistiendo— veo que un rayo de sol cae y reverbera sobre las

anchas cuartillas que están sobre la mesa, entonces decido salir a dar un ligero paseo por la

carretera de San Jerónimo. A esta hora —ya cerca de la doce —, la carretera de San Jerónimo

ofrece un aspecto elegante: las pequeñas muchachas, finas, gentiles, con sus vestidos ceñidos a

las líneas, pasan de regreso de sus visitas; una dama sale de casa de Fe, llevando en su mano,

enguantada de Suecia, a la altura del redondo pecho, la viva nota gualda de un volumen

francés; frente a Lhardy tal vez nos encontramos un amigo que nos habla de Gardenia o de

Sagrario; quizá algún estimable diputado, a quien vemos todas las tardes en el buffet del

Congreso, nos dirige, desde lejos, su golpe de sombrero… La vida es fácil; el aire está tibio; el

sol ríe y baña la calle de Alcalá; el cielo se destaca azul y limpio.

Yo voy paseando por la ancha acera de las Calatravas: me siento feliz; ¿no basta para

serlo con haber descubierto que en este país todo es pequeño? Lo sabíamos todos; lo creíamos

todos; pero nadie había llegado a formar un sistema compacto en estas verdades dispersas e

inconexas. El cielo está azul; el aire es templado y confortante. Y cuando he pasado un poco,

cuando me he bañado en la viva solar, regreso a casa. Esta es la hora critica en que leo la

Prense de la mañana; los periódicos matutinos dicen lo mismo que los diarios nocherniegos del

día anterior; pero si no leemos la Prensa de la mañana, ¿cómo vamos a saber lo que dirá la

Prensa de esta noche? Yo cojo los periódicos y los voy repasando; después, ya leídos los

artículos de fondo, las crónicas, las informaciones políticas, dejo otra vez sobre la mesa las

grandes hojas; tal vez la lectura de todos estos artículos, un poco difusos, un poco

rimbombantes, un poco artificiosos, pusieron un tantico de enojo en quien tomara en serio la

vida y la suerte de sus contemporáneos; pero ya sonrío de todas estas frivolidades; yo soy un

hombre que dice:« ¡Viva la bagatela!» los periódicos yacen otra vez sobre la mesa; mi pequeño

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grito filosófico ha sido lanzado ya en esta mañana por cuarta o quinta vez; ahora llega uno de

los momentos más graves de mi vida—si es que en mi vida puede haber algo grave—.En el

bolsillo interior de mi americana reposa un lindo tarjetero de marroquin inglés; yo lo saco de

este bolsillo y lo pongo sobre las cuartillas; y luego voy extrayendo de su seno recortes de

periódicos o diminutos papeles en que aparece trazada con lápiz una frase. Se trata delas frase

más notables de mis contemporáneos que he ido recogiendo durante el día anterior, y que he de

trasladar a un voluminoso catálogo. Y he aquí algunas de las últimamente recogidas:

Espada; su definición: «Agregado de átomos ferruginosos, ordenado en forma larga y

estrecha para dislacerar los tejidos.»(Pidal, discursos en la Academia Española el día 6 de

marzo).

Literatura; cuál debemos odiar; «La deleznable literatura femenina, apocada, sin vida,

sin nervio, que nace al calor de las altas munificencias y sólo puede vivir con el sahumerio de

las adulaciones.» (Crítica, en el«Heraldo», del discurso de Morote en el Teatro Lírico del día

7).

Orador, su concepto: « ¿Qué es un orador? Es un conductor de almas hacia el ideal. »)

Burell, crónica del día 6).

Responsabilidad de los ministros; tenemos el deber de no creer en ella; «Yo no sé si su

señoría, seños Fernándiz, tiene responsabilidad en este asunto; quiero creer que no; es mi deber

creer que no.») Lerroux, en la sesión del 5).

Hecha —para la posteridad— esta trascendental recopilación, me dispongo a almorzar:

yo almuerzo prosaicamente; mi bistec es el mismo que acaso devora mi vecino —que no es

filósofo—, y el agradable rioja que bebo es el mismo que puede beber cualquier hombre vulgar.

¿Para qué esforzarnos en sacar hondas filosofías de estas cosas insignificantes, que no la

tienen? Despachado el yantar cotidiano, es preciso tomar café; yo recuerdo que Campoamor

hizo una hermosa dolora en que recomendaba el uso del café. ¿Cómo no atender las

recomendaciones que se hacen en un poema? Yo voy trasegando el café, a menudos sorbos, en

el buffet del Congreso. Tal vez a mi lado un iracundo agitador lanza terribles anatemas contra el

régimen. Entonces yo siento no ser por un momento un orador elocuentísimo; pero en mi fuero

interno digo: «No hay nada espontáneo e increado; todo depende de todo; todo se halla

engarzado en la menuda trama de los fenómenos. »

El régimen es éste porque somos así los españoles, y los españoles somos así porque el

medio, fatalmente, inexorablemente, lo determina. Y es preciso que esta idea del medio, como

factor esencialísimo de la vida, entre en nuestra política militante. Precisamente los españoles

48

somos los primeros que hemos puesto en circulación esta idea del determinismo psicológico y

social; yo, que he sido un poco erudito, años atrás, recuerdo que Baltasar Gracián atribuye, en

El Criticón, nuestra adustez y nuestra melancolía a la sequedad de nuestro suelo, y por mi

espíritu soma también, vagamente, la idea de que casi un siglo después, en 1739, nueve años

antes de que Montesquieu publicara El espíritu de las leyes, don Francisco Fernández de

Navarrete, en los Fastos de la Academia de la Historia, tomo I, asentaba que las causas del

carácter de los pueblos «se encuentran en el cuelo y cielo de un país», y estudiaba luego

detenidamente la idiosincrasia española, explicándola por la topografía, la flora y la hidrografía

de nuestra tierra… ¿De qué servirá que mudemos de instituciones y gobernantes si no nos

cambiamos a nosotros mismos, es decir, si no mudamos radicalmente las causas primarias y

hondas que nos hacen ser como somos? ¿Nos dará nuevos hábitos, nuevas tendencias, nueva

sociabilidad, nuevas inclinaciones, la simple posesión de la Gaceta por estos o aquellos

hombres, y la ingenua difusión por todos los periódicos oficiales de las provincias de estas o las

otras disposiciones legales? ¿No puede haber una iniciativa individual, a la que sería dable

obrar, independientemente del poder político, una honda labor de acción social, más eficaz, más

segura, más patriótica que la conquista de la Gaceta?

Pero al llegar aquí noto que mis ideas van tomando un derrotero trágico; no es saludable

pensar en cosas tétricas. Yo repito, para mí mismo, mi predilecto grito: « ¡Viva la bagatela!», y

me levanto para subir a la tribuna. Desde la tribuna contemplo el espectáculo de todas las tardes

y oigo los mismos discursos de ayer, de anteayer y de siempre. Mis miradas caen sobre los

persones considerables de la minoría republicana: son la esperanza del pueblo. «El afecto del

pueblo hacia los grandes es grandes es tan ciego —decía La Bruyère—, y su ocupación por sus

gestos, por sus caras, por el tono de su voz, por sus ademanes, es tan general, que si estos

grandes hombres tuvieran la precaución de ser buenos, el afecto trocaríase en idolatría.»

¿Qué hacer sino dar paseo, después de haber oído a todos estos oradores, es decir, a

todos estos conductores del alma hacia el ideal? Yo sospecho que no nos conducen a ningún

ideal, pequeño o grande; pero deambulo por las calles durante un rato. Y luego, ya de regreso

en casa, momentos antes de comer, me pongo a emborronar mis cuartillas diarias. «Esta es una

de aquellas comedias —decía Moratín, hablando de algunas de las del Fénix de los Ingenios—

que escribía Lope mientras le calentaban el almuerzo.» estos artículos, igualmente absurdos,

igualmente desaliñados, están escritos también a vuela pluma, mientras ponen la mesa. ¿Para

qué esforzarnos en escribirlos de otro modo?

49

No vale la pena. Yo soy un hombre que dice: « ¡Viva la bagatela!» ¿Por qué sentirnos

indignados ante la ineficacia de nuestras Cortes? Todos los parlamentos son lo mismo. «La

Cámara de los Comunes —dice Heriberto Jorge Wells en su famoso libro Anticipaciones—, la

Cámara de los Comunes es una arena de partidos en donde combaten fracciones compuestas de

personajes iniciados, los cuales, desde hace largo tiempo han cesado de tener la menor relación

con el proceso social corriente.» ¿Cómo vamos a extrañar, después de esto, lo que pasa en

España?

La digestión no se hace bien si no es en el teatro; la literatura dramática no puede tener

un fin distinto. Cierto que los teatros son un poco destartalados, que los actores son

ininteligentes y que las obras representadas se caen de insustanciales: pero yo —ya lo he

dicho— no me indigno por nada. ¿Hay motivo suficiente en todo esto para que nos

indignemos?

Ya ha pasado, hace horas, la medianoche; en la Redacción he charlado un rato; las

pruebas han quedado corregidas. Salgo a la calle y voy lentamente de regreso hacia casa. Ha

terminado la jornada; mi sueño es dulce, tranquilo, plácido, reparador…Yo soy un hombre que

dice: « ¡Viva la bagatela!»

Tiempos y cosas, 1904

50

UN RECUERDO

CLARÍN

¿No les atrae el misterio profundo de estos armarios de las casa campesinas en que hay mil

cosas inútiles, viejas, polvorientas? Los días son largos, interminable; los relojes, en las anchas

y sonoras cámaras, hacen sonar su tictac con un ruido solemne, grave, fuera, el sol, abrasador,

reverbera en las blandas paredes; las cigarras cantan su monótona, monorrítmica canción. Y

vosotros vagáis de una en otra sala, sumidas en la penumbra; pasáis por puertas chiquitas,

recorréis pasillos que tienen a lo lejos, en un extremo, una ventana alta que da a un tejado: os

asomáis a los graneros, oscuros, con sus largas ringlas de alhorines; levantáis la tapa de un gran

arcaz de pino que chirría, que gime; abrís un armario no abierto desde hace largo tiempo. ¿Qué

poderosa atracción tienen esos armarios que hace que nos detengamos un momento absortos

con la mano puesta en la llave que acabamos de hacer girar en la cerradura? ¿Es el espíritu de

estas cosas pasadas, muertas, que de pronto se escapa y torna a la vida libre y a la luz?

¿Es un mundo de sensaciones esfumadas ya en la lejanía de los tiempos y que en este

momento supremo vuelven a revivir en nosotros? ¿Por qué permanecemos meditativos,

soñadores, ante estas cosas vulgares, insignificantes, que han convivido acaso con nosotros en

los días remotos de la niñez o de la adolescencia? Veamos lo que en sus entrañas tiene este

armario: un espejo roto, con el alinde ennegrecido, está junto a un velón que el cardenillo

verdea a trechos; un pequeño tabaque de mimbres, repleto de cartas anodinas y de recibos de

cofradía, reposa a la par de un frasco de esencias vacío. Y hay también viejos periódicos

amarillentos con artículos de Tomás Tuero, y un folleto en que se hace la apología de un

específico —píldoras o grageas que tuvieron antaño un momento de boga— y libros: dos, tres,

cuatro o seis de estos libros extraños, abandonados, desconocidos de todos; libros que parecen

escritos e impresos para que reposen un día en estos armarios; libros de los cuales leemos dos o

tres páginas una vez junto al fuego, en invierno, u otra vez en la cama, mientras cae la lluvia en

el campo; libros que dejan en nosotros una sensación vaga y grata de vulgaridad e

incongruencia; libros que no dicen nada y lo dicen todo, puesto que es nuestro espíritu,

atosigado por la soledad y el silencio, quien habla en ellos…

Revolved, revolved sin parar el montoncillo de los volúmenes y los periódicos; el polvo

salta, vibra por el aire, llega hasta el rayo de sol que se cuela por el balcón y fulgura en

luminosa cinta; un tenue aroma de vetustez y de humedad comienza a esparcirse por el

ambiente. Y de pronto vuestras manos tropiezan, en un rincón, tal vez oculto debajo de Las

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tardes es La Granja, o del antiguo Desiderio y Electo, con un volumen cuya vista os causa una

viva emoción. ¿Cómo este libro yace aquí escondido, durmiendo un sueño perdurable, entre

todos estos otros anodinos y bonachones libros? Las cubiertas, blancas, tienen ya una ligera

tonalidad amarilla; el título rojo —que dice Doña Berta— comienza a palidecer. Y vosotros

reparáis en que todo esto no es un vulgar acaso, sino que este libro está en este armario vetusto

porque aquí debía estar, y que hay una perfecta armonía entre su espíritu y el espíritu de todas

estas cosas, teñidas ya de la honda poesía de lo melancólico, de lo vago, de lo pesado y de lo

inútil, y que las cubiertas que amarillean y el título que se destinta casan en concordancia

secreta con el olvido bienhechor, sedante, que va cayendo sobre la obra agresiva del gran

hombre desaparecido, y que hacen que sólo se columbre, iluminada con una luz suave, como el

carmín de este título, sus ideas y sus meditaciones del filósofo y de poeta.

Todo esto lo pensáis vosotros en un instante, con el libro en la mano. Y ahora sí que

vuestra adolescencia acude entera, avocada de súbito, a vuestro espíritu. Porque vosotros habéis

leído estas páginas maravillosas, llenas de misterio, saturadas de honda melancolía, en las horas

remotas de fe, de ardimiento, de entusiasmos y de esperanzas, en que estas pocas letras: Clarín,

os enardecían y conturbaban. « ¿Y cómo han pasado tan rápidamente estas horas? —os

preguntáis vosotros—. ¿De qué suerte este hombre insigne, que os ha hecho pensar y sentir

tanto, se ha perdido en el horizonte inexplorado? » Y entonces, ya llenos de una irreprimible

amargura, vosotros, durante otro minuto, veis la figura de este hombre inquieto, nervioso,

vehemente, soñador; la figura de este hombre rubio, menudo, con una barba revuelta, que se

inclina atento cobre un libro, francés, inglés, alemán, o que escribe bajo la lámpara, a la

madrugada, largos artículos que van dejando una preocupación honda por un espíritu, por una

fuerza, por un alma universal y eterna…

Y comenzáis a leer en este libro que espera en vuestras manos. Fuera, las cigarra

prosiguen en su canción monótona; los impalpables átomos de polvo bailan fulgentes en el rayo

de sol. Y las primeras líneas de este libro dicen: «Hay un lugar en el norte de España adonde no

llegaron nunca ni los romanos ni los moros…»

Y no seguís: aparecen ante vuestro ojos los prados húmedos, jugosos, de un verde

suave, que bajan henchidos, ondulados, desde las altas cimas hasta las angosturas, y las

pomaradas olorosas, bajas, anchas, y las brumas cenicientas que se van desgarrando en las

aristas peladas de las montañas, y los humillos azules, rectos, que surten de las techumbres

rojas y se esparcen por la bóveda gris.

52

Y de estas páginas saltáis a otras páginas del final del libro. Vosotros las recordáis

como si acabarais de leerlas. Se trata en ellas de un filósofo, irónico, saturado de lecturas

modernas, triste, amargado, que pasea por el mundo su tedio irremediable. Y hay en estas

páginas un tal dejo de melancolía indefinible, de esperanza, de vaguedad, de ironía suavemente

amarga y de misterio, que hacen de ellas una de las obras más intensas, más sugestionadoras de

nuestra literatura contemporánea.

¿Es algo como una confesión moral, como una confidencia de cosas íntimas y sutiles, lo

que se descubre en estas páginas? El filósofo mundano e irónico, protagonista de este libro, ¿es

el mismo Leopoldo Alas? Este filósofo escéptico, cansado, ya de los linderos de la vejez, ha

encontrado ya una de esas mujeres misteriosas que nos cautivan desde el primer instante. Y la

ha encontrado, para que la sugestión sea completa, en la vieja y destartalada fonda de una

vetusta ciudad castellana. Todo aquí está en completa armonía: las grandes salas con piso

desnivelado: los ladrillos sonoros cuando casualmente pisamos sobre ellos; los muebles

desvencijados; los quinqués venerables; las escaleras solitarias…, y la silueta esbelta,

pensativa, pálida, blanca, de esta mujer que el filósofo ama. Pero esta mujer no puede ser del

filósofo: una fuerza escondida los lleva uno hacia otro, y el azar de las cosas los separa. Los dos

se alejan por el mundo…

Pasa el tiempo. Un día, el filósofo pasea por Recoletos; delante de él camina un perro,

ligero, desenvuelto, frívolo. El filósofo observa a este can escéptico e irónico que se aleja como

cantando. « ¡Oh! Es mucho mejor filósofo que yo» piensa. Y al levantar la vista se encuentra

ante él a la mujer de antaño, pálida, fina, rubia, vestida de negro. Y un momento charlan

emocionados, y la fuerza desconocida, poderosa, torna, para siempre, a separarlos.

«Catalina –dice el autor— siguió su camino hacia la Cibeles. Serrano, sin saber lo que

hacía, torció a la derecha, hacia la Casa de la Moneda, como si quisiera seguir la pista del perro

canelo, que tomaba los fenómenos como lo que eran, como una… superchería.»

…Leopoldo Alas no hubiera podido encontrar una frase que resumiera mejor la ironía,

la espiritualidad, el desencanto de la última época de su vida: los fenómenos son una

superchería, y nosotros, vanos fantasmas que tal vez cruzamos por el planeta con dirección

hacia un mundo mejor…

Tiempos y cosas, 1904

53

EL ARTE NACIONAL

¿No habéis viajado por las Castillas, por la Mancha, por Toledo, por Extremadura? ¿No habéis

pasado horas y horas por estos caminos amarillentos, polvoriento, que cruzan las llanuras

rojizas o gualdas, o que serpentean por las quiebras, anfractuosidades y barrancos de las

montañas? ¿No habéis caminado en algún viejo coche destartalado, lento, o en compañía de

aluna larga recua de pacientes asnos que un cosario, hombre socarrón y agudo, lleva de un

pueblo a otro? ¿No habéis entrado , al final de la penosa jornada, en uno de estos mesones

clásicos, como el de Solana, en Salamanca —de que se habla en el Lazarillo—, o como el de

las Mulas, en Mansilla —mencionado en La pícara Justina—, o como el del Sevillano, en

Toledo —famosos por La ilustre Fregona?—. Estos mesones, lector, son el centro más castizo,

en estos días, de toda nuestra vida española. Estamos en 1610, en 1616, en 1620, ó en 1630;

entramos en una de estas posadas. El patio es ancho, empedrado con blancas piedras; corre en

todo su alrededor una barandilla de madera; sostienen esta galería columnas de tosca piedra o

recios maderos apenas devastados. Ya, antes de que nosotros hayamos podido formarnos idea

del edificio, una moza ha aparecido en una puertecilla del fondo. Nosotros hemos erguido el

busto, hemos puesto nuestra mano derecha en el puño de la espada, hemos dado con el pie un

golpe en el suelo para que suenen nuestras espuelas, acaso hemos también tosido reciamente…,

y luego hemos exclamado, refilándonos el mostacho enhiesto, engomado: “¡Linda es en verdad

esta moza!”. Ella entonces sonríe, tal vez se ruboriza un poco; quizá su mano roza ligera —con

este gesto femenino tan coquetuelo— los blondos y sedosos rizos que caen sobre su frente.

Nosotros quedamos encantados con esta visión incitadora, y decidimos sin más ni más,

aposentarnos en el mesón. Ya la moza ha cumplido con su deber. La moza de la posada —dice

fray Andrés Pérez en La pícara Justina— estará siempre en la puerta, bien compuesta y con

lindo atavíos: “que una moza a la puerta del mesón sirve de tablilla y altabaque, en espacial si

es de noche y junto a la candela”.

Por eso es preciso que nosotros, lector, pasemos más adelante. ¿Por qué no entrar en la

cocina? La cocina es espaciosa, de campana, con bajos poyos en su torno. Tal vez aquí hay

sentados dos, tres, cuatro estudiantes, con hábitos raídos; un hidalgo, dos arrieros, un ermitaño

—el clásico ermitaño de las novelas picarescas—, un arbitrista, un soldado decrépito que nos

habla de la toma de Granada, dos mozas del partido —acaso la Tolosa y la Molinera que

figuran en el Quijote—, un clérigo que lee en su breviario roñoso, un poeta que recita unas

coplas. ¿Para qué pedir más? Toda la España de estos tiempos está representada, simbolizada;

54

son éstos los días en que la decadencia y la ruina van tocando a su máximo; los campos están

desiertos, yermos; caen derruidas las casas; se cierran las sederías y pañerías de Valencia; de

Toledo, de Sevilla, de Murcia y de Segovia; pesan agobiadoras las alcabalas, pechos, gabelas e

impuestos mil sobre el labriego; roban a plenas manos los recaudadores de los tributos;

prevarica la justicia; rebosan de pretendientes los patios de Palacio y las cámaras de los

grandes; los soldados van desharrapados por las ciudades y los campos y cometen toda suerte

de fechorías; las busconas, cotorreras, cicatriceras, cantonera, llenan las calles; los maridos

granjean con la honra de sus mujeres; se socarran relapsos, herejes, judaizantes sobre montones

de leña verde; procesiones, novenas, trisagios, sermones, excitan a toda hora una devoción

sanguinaria, insensata; en las universidades se discute a gritos a propósito de sutilezas

inverosímiles; se expulsa a millares de útiles familias moriscas y judías. “¡no se ve un real de a

ocho en toda Castilla!”, exclama Baltasar Gracián en El Criticón. “Cualquiera —escribe en

1628 el economista barbón y Castañeda, citado por Sempere y Guarinos en su Biblioteca

Económica Española, tomo III— que haya conocido a Castilla la Vieja, vería en ella grande y

rica población, y en las más pobres aldeas de este reino labradores de ocho a nueve mil ducados

de hacienda, y algunos de más. De estos hombres ya no se haya ninguno en villas y ciudades; y

de aquellas ricas fábricas y edificios suntuosos, de alhajas y bien puestas casas, de contentos

suegros y alegres yernos, ya no se ven en ellas más que verdes hiedras y graznantes grajos”.

¿Comprendéis como en este ambiente, en medio de esta inmensa miseria, ya no puede haber

más que una preocupación única, suprema, imperativa, insacudible: la de no morir de hambre?

¿Y comprendéis también como todo el ingenio español, en esta edad precaria, se ha de resolver

por fuerza en tretas, artimañas, trazas y recursos de todo género, que proporcionen un poco de

comida?

Y cuando no se logra comer; cuando todo el ingenio no ha bastado para allegarnos un

mendrugo de pan, entonces todas nuestras artes, todas nuestras sutilezas, ¿no habremos de

emplearlas en aparentar que hemos comido? Recorred las páginas de las novelas picarescas;

preguntad a estas gentes que están con nosotros en la cocina. ¿No tenéis bien presentes aquellos

caballeros de que nos habla Quevedo, que, llegado el mediodía, se esparcían unas migajas por

la barba para hacer creer que habían yantado? “Algunos caballeros —dice la señora D’Aulnoy

en su Viaje por España—; algunos caballeros cogen unas patas de gallina y las dejan colgando

de tal manera que asomen por debajo de la capa, como si efectivamente llevasen esta ave”.

¡Y cuántos otros artificios de ingenio y travesura no sugiere la épica inanición nacional!

Todos los caballeros con quienes estamos sentados en estos poyos, bajo la ancha campana del

55

hogar, miran las anchas llamas distraídos y platican con nosotros sobre temas de guerra o

amoríos; pero están, en realidad, maquinando allá, en el fondo de su cerebro, algún sutil y

salvador engaño. Nicolasillo, el hijo de ventero, a quien envían los huéspedes por ocho cuartos

de vino, encuentra la manera de sisar nueve; y “era el misterio –se lee en La pícara Justina—

que vendía el jarro en un cuarto y le decía que se le había vertido el vino y quebrado el jarro”.

El ermitaño que acaba de entrar y ha saludado a la concurrencia con voz sonora y piadosa

diciendo: “Dios encamine a vuestras mercedes en su santo servicio, y los libre de pecado

mortal, de falso testimonio, de poder de traidores y malas lenguas”, bien pronto ha sacado de la

manga unos dados falsos y se dispone, so capa de pasatiempos, a limpiar a sus contrincantes

unos maravedís. Los estudiantes piensan en qué hora será la más a propósito para sacar

escondidas unas gallinas en sus gregüescos. La moza –esta linda osca que nos ha recibido a

nuestra llegada—, cuando después de comer, nos levantemos de la mesa y le ofrezcamos algo

de lo que nos ha sobrado, dirá con tono poco desdeñoso: “Déjelo ahí, señor galán, en esa mesa,

que me quiero ir a comer y de camino lo daré a un pobre”. “Palabras tan eficaces —añade un

novelista clásico— que muchos, por no ser notados de mezquinos, dejan el pan entero, el

pedazo de queso, tocino, conservas, etc.”

Y, finalmente —para no alargar esta relación—, el ventero, maestro supremo en estas

artes tendrá cuidado en serviros gato si pedís liebre, gallo si pedís capón, pato si pedía pavo,

grajo si pedís palomino, carpa si pedís lancurdia, lancurdia, si pedís trucha; dará también un

hervor a la cebada, para que llene más el celemín con que se mide (lo cual, por otra parte, es

excelente para las bestias enfermas con tolanos); colocará asimismo en la pared, bien altas, para

que nadie pueda leerlas, las tarifas de la posada, que las leyes del Reino disponen que sean en

ellas puestas; cogerá, en resumen de cuentas, del vasar un enorme pinchel cuando deseéis que

os traigan vino de la taberna, y os preguntará, dando una gran voz y levantándolo —dicen los

cronistas—, por vergüenza de ver gran jarro, y por no verse reprochados de sórdidos, envíen

por más vino del que necesitan”…

…Yo he repasado hace un instante, en un rato de aburrimiento, las paginas recientes de

una Ilustración Española. Yo he visto en ellas algo de extraordinario. Es un grabado que

reproduce un cuadro de Velázquez; pero es un cuadro desconocido, maravilloso, que no figura

en los libros que se han escrito sobre el maestro, ni ha sido divulgado por la fotografía.se trata

de cuatro efigies de castizos pícaros españoles; dos de ellos —viejos amigos nuestros— los

conocemos ya por el lienzo de Los borrachos. Los cuatro están, con los ojos encandilados, en

supremo éxtasis de bienestar, ante una mesa con viandas; detrás de ellos, colgadas en las vigas

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del techo, aparecen jamones, pollos, conejos. Y yo, contemplando, estos bribones joviales, tan

del viejo solar castellano, he recordado las migajas esparcidas sobre la barba, las patas de

gallina, los artificios de los venteros. Éste era el arte nacional.

Cuando todas las inteligencias y todas las voluntades estaban de tal modo empleadas,

encadenadas, un una realidad tan perentoria, baja e inexorable, ¿cómo sería posible que no

levantase tempestades de carcajadas el idealismo puro, exaltado, altruista, inactual, de un

Alonso Quijano el Bueno?

Este idealismo del maravilloso caballero había de ser lógicamente escarnecido. Tenedlo

bien en cuenta: nada hay que marque de una manera más exacta el nivel moral e intelectual de

un pueblo que aquellas cosas que este pueblo pone en ridículo y en las cuales halla su

esparcimiento.

Fantasías y devaneos, 1920

57

Miguel de Unamuno

(1864-1936)

Poeta, dramaturgo, novelista, filósofo y ensayista nacido en Bilbao el 29 de

septiembre. Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid, catedrático

y rector de la Universidad de Salamanca. Disidente de la monarquía y las dictaduras,

fue confinado a Fuenteovejuna y posteriormente se exilió en Francia hasta 1930.

Después retoma su cargo hasta su muerte el 31 de diciembre.

Entre su vasta producción literaria se encuentran Niebla, La tía Tula, Abel Sánchez,

Mi religión y otros ensayos, San Martín bueno, mártir y La vida de Don Quijote y

Sancho.

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MI RELIGIÓN

Me escribe un amigo desde Chile diciéndome que se ha encontrado allí con algunos que,

refiriéndose a mis escritos, le han dicho: "Y bien, en resumidas cuentas, ¿cuál es la religión de

este señor Unamuno?" Pregunta análoga se me ha dirigido aquí varias veces. Y voy a ver si

consigo no contestarla, cosa que no pretendo, sino plantear algo mejor el sentido de la tal

pregunta.

Tanto los individuos como los pueblos de espíritu perezoso —y cabe pereza espiritual

con muy fecundas actividades de orden económico y de otros órdenes análogos— propenden al

dogmatismo, sépanlo o no lo sepan, quiéranlo o no, proponiéndose o sin proponérselo. La

pereza espiritual huye de la posición crítica o escéptica.

Escéptica digo, pero tomando la voz escepticismo en su sentido etimológico y

filosófico, porque escéptico no quiere decir el que duda, sino el que investiga o rebusca, por

oposición al que afirma y cree haber hallado. Hay quien escudriña un problema y hay quien nos

da una fórmula, acertada o no, como solución de él.

En el orden de la pura especulación filosófica, es una precipitación el pedirle a uno

soluciones dadas, siempre que haya hecho adelantar el planteamiento de un problema. Cuando

se lleva mal un largo cálculo, el borrar lo hecho y empezar de nuevo significa un no pequeño

progreso. Cuando una casa amenaza ruina o se hace completamente inhabitable, lo que procede

es derribarla, y no hay que pedir se edifique otra sobre ella. Cabe, sí, edificar la nueva con

materiales de la vieja, pero es derribando antes ésta. Entretanto, puede la gente albergarse en

una barraca, si no tiene otra casa, o dormir a campo raso.

Y es preciso no perder de vista que para la práctica de nuestra vida, rara vez tenemos

que esperar a las soluciones científicas definitivas. Los hombres han vivido y viven sobre

hipótesis y explicaciones muy deleznables, y aun sin ellas. Para castigar al delincuente no se

pusieron de acuerdo sobre si éste tenía o no libre albedrío, como para estornudar no reflexiona

uno sobre el daño que puede hacerle el pequeño obstáculo en la garganta que le obliga al

estornudo.

Los hombres que sostienen que de no creer en el castigo eterno del infierno serían

malos, creo, en honor de ellos, que se equivocan. Si dejaran de creer en una sanción de

ultratumbas no por eso se harían peores, sino que entonces buscarían otra justificación ideal a

su conducta. El que siendo bueno cree en un orden trascendente, no tanto es bueno por creer en

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él cuanto que cree en él por ser bueno. Proposición ésta que habrá de parecer oscura o

enrevesada, estoy de ello cierto, a los preguntones de espíritu perezoso.

Y bien, se me dirá, "¿Cuál es tu religión?" Y yo responderé: mi religión es buscar la

verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras

viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar

con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él luchó

Jacob. No puedo transigir con aquello del Inconocible —o Incognoscible, como escriben los

pedantes— ni con aquello otro de "de aquí no pasarás". Rechazo el eterno ignorabimus. Y en

todo caso, quiero trepar a lo inaccesible.

"Sed perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto", nos dijo el Cristo,

y semejante ideal de perfección es, sin duda, inasequible. Pero nos puso lo inasequible como

meta y término de nuestros esfuerzos. Y ello ocurrió, dicen los teólogos, con la gracia. Y yo

quiero pelear mi pelea sin cuidarme de la victoria. ¿No hay ejércitos y aun pueblos que van a

una derrota segura? ¿No elogiamos a los que se dejaron matar peleando antes que rendirse?

Pues ésta es mi religión.

Ésos, los que me dirigen esa pregunta, quieren que les dé un dogma, una solución en

que pueda descansar el espíritu en su pereza. Y ni esto quieren, sino que buscan poder

encasillarme y meterme en uno de los cuadriculados en que colocan a los espíritus, diciendo de

mí: es luterano, es calvinista, es católico, es ateo, es racionalista, es místico, o cualquier otro de

estos motes, cuyo sentido claro desconocen, pero que les dispensa de pensar más. Y yo no

quiero dejarme encasillar, porque yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que

aspire a conciencia plena, soy una especie única. "No hay enfermedades, sino enfermos",

suelen decir algunos médicos, y yo digo que no hay opiniones, sino opinantes.

En el orden religioso apenas hay cosa alguna que tenga racionalmente resuelta, y como

no la tengo, no puedo comunicarla lógicamente, porque sólo es lógico y transmisible lo

racional. Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el sentimiento, una fuerte tendencia al

cristianismo sin atenerme a dogmas especiales de esta o de aquella confesión cristiana.

Considero cristiano a todo el que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo, y me

repugnan los ortodoxos, sean católicos o protestantes —éstos suelen ser tan intransigentes

como aquéllos— que niegan cristianismo a quienes no interpretan el Evangelio como ellos.

Cristiano protestante conozco que niega el que los unitarios sean cristianos.

Confieso sinceramente que las supuestas pruebas racionales —la ontológica, la

cosmológica, la ética, etcétera— de la existencia de Dios no me demuestran nada; que cuantas

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razones se quieren dar de que existe un Dios me parecen razones basadas en paralogismos y

peticiones de principio. En esto estoy con Kant. Y siento, al tratar de esto, no poder hablar a los

zapateros en términos de zapatería.

Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios, pero tampoco de

su no existencia; los razonamientos de los ateos me parecen de una superficialidad y futileza

mayores aún que los de sus contradictores. Y si creo en Dios, o, por lo menos, creo creer en Él,

es, ante todo, porque quiero que Dios exista, y después, porque se me revela, por vía cordial, en

el Evangelio y a través de Cristo y de la Historia. Es cosa de corazón.

Lo cual quiere decir que no estoy convencido de ello como lo estoy de que dos y dos

hacen cuatro.

Si se tratara de algo en que no me fuera la paz de la conciencia y el consuelo de haber

nacido, no me cuidaría acaso del problema; pero como en él me va mi vida toda interior y el

resorte de toda mi acción, no puedo aquietarme con decir: ni sé ni puedo saber. No sé, cierto es;

tal vez no pueda saber nunca, pero "quiero" saber. Lo quiero, y basta.

Y me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de penetrarlo, porque

esa lucha es mi alimento y es mi consuelo. Sí, mi consuelo. Me he acostumbrado a sacar

esperanza de la desesperación misma. Y no griten ¡Paradoja! los mentecatos y los superficiales.

No concibo a un hombre culto sin esta preocupación, y espero muy poca cosa en el

orden de la cultura —y cultura no es lo mismo que civilización— de aquellos que viven

desinteresados del problema religioso en su aspecto metafísico y sólo lo estudian en su aspecto

social o político. Espero muy poco para el enriquecimiento del tesoro espiritual del género

humano de aquellos hombres o de aquellos pueblos que por pereza mental, por superficialidad,

por cientificismo, o por lo que sea, se apartan de las grandes y eternas inquietudes del corazón.

No espero nada de los que dicen: "¡No se debe pensar en eso!"; espero menos aún de los que

creen en un cielo y un infierno como aquel en que creíamos de niños, y espero todavía menos

de los que afirman con la gravedad del necio: "Todo eso no son sino fábulas y mitos; al que se

muere lo entierran, y se acabó". Sólo espero de los que ignoran, pero no se resignan a ignorar;

de los que luchan sin descanso por la verdad y ponen su vida en la lucha misma más que en la

victoria.

Y lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos, removerles el poso del

corazón, angustiarlos, si puedo. Lo dije ya en mi Vida de Don Quijote y Sancho, que es mi más

extensa confesión a este respecto. Que busquen ellos, como yo busco; que luchen, como lucho

61

yo, y entre todos algún pelo de secreto arrancaremos a Dios, y, por lo menos, esa lucha nos hará

más hombres, hombres de más espíritu.

Para esta obra —obra religiosa— me ha sido menester, en pueblos como estos pueblos

de lengua castellana, carcomidos de pereza y de superficialidad de espíritu, adormecidos en la

rutina del dogmatismo católico o del dogmatismo librepensador o cientificista, me ha sido

preciso aparecer unas veces impúdico e indecoroso, otras duro y agresivo, no pocas enrevesado

y paradójico. En nuestra menguada literatura apenas se le oía a nadie gritar desde el fondo del

corazón, descomponerse, clamar. El grito era casi desconocido. Los escritores temían ponerse

en ridículo. Les pasaba y les pasa lo que a muchos que soportan en medio de la calle una

afrenta por temor al ridículo de verse con el sombrero por el suelo y presos por un polizonte.

Yo, no; cuando he sentido ganas de gritar, he gritado. Jamás me ha detenido el decoro. Y ésta

es una de las cosas que menos me perdonan estos mis compañeros de pluma, tan comedidos,

tan correctos, tan disciplinados hasta cuando predican la incorrección y la indisciplina. Los

anarquistas literarios se cuidan, más que de otra cosa, de la estilística y de la sintaxis. Y cuando

desentonan lo hacen entonadamente; sus desacordes tiran a ser armónicos.

Cuando he sentido un dolor, he gritado, y he gritado en público. Los salmos que figuran

en mi volumen de Poesías no son más que gritos del corazón, con los cuales he buscado hacer

vibrar las cuerdas dolorosas de los corazones de los demás. Si no tienen esas cuerdas, o si las

tienen tan rígidas que no vibran, mi grito no resonará en ellas, y declararán que eso no es

poesía, poniéndose a examinarlo acústicamente. También se puede estudiar acústicamente el

grito que lanza un hombre cuando ve caer muerto de repente a su hijo, y el que no tenga ni

corazón ni hijos, se queda en eso.

Esos salmos de mis Poesías, con otras varias composiciones que allí hay, son mi

religión, y mi religión cantada, y no expuesta lógica y razonadamente. Y la canto, mejor o peor,

con la voz y el oído que Dios me ha dado, porque no la puedo razonar. Y el que vea raciocinios

y lógica, y método y exégesis, más que vida, en esos mis versos porque no hay en ellos faunos,

dríades, silvanos, nenúfares, "absintios" (o sea ajenjos), ojos glaucos y otras garambainas más o

menos modernistas, allá se quede con lo suyo, que no voy a tocarle el corazón con arcos de

violín ni con martillo.

De lo que huyo, repito, como de la peste, es de que me clasifiquen, y quiero morirme

oyendo preguntar de mí a los holgazanes de espíritu que se paren alguna vez a oírme: "Y este

señor, ¿qué es?" Los liberales o progresistas tontos me tendrán por reaccionario y acaso por

místico, sin saber, por supuesto, lo que esto quiere decir, y los conservadores y reaccionarios

62

tontos me tendrán por una especie de anarquista espiritual, y unos y otros, por un pobre señor

afanoso de singularizarse y de pasar por original y cuya cabeza es una olla de grillos. Pero

nadie debe cuidarse de lo que piensen de él los tontos, sean progresistas o conservadores,

liberales o reaccionarios.

Y como el hombre es terco y no suele querer enterarse y acostumbra después que se le

ha sermoneado cuatro horas a volver a las andadas, los preguntones, si leen esto, volverán a

preguntarme: "Bueno; pero ¿qué soluciones traes?" Y yo, para concluir, les diré que si quieren

soluciones, acudan a la tienda de enfrente, porque en la mía no se vende semejante artículo. Mi

empeño ha sido, es y será que los que me lean, piensen y mediten en las cosas fundamentales, y

no ha sido nunca el de darles pensamientos hechos. Yo he buscado siempre agitar, y, a lo sumo,

sugerir, más que instruir. Si yo vendo pan, no es pan, sino levadura o fermento.

Hay amigos, y buenos amigos, que me aconsejan me deje de esta labor y me recoja a

hacer lo que llaman una obra objetiva, algo que sea, dicen, definitivo, algo de construcción,

algo duradero. Quieren decir algo dogmático. Me declaro incapaz de ello y reclamo mi libertad,

mi santa libertad, hasta la de contradecirme, si llega el caso. Yo no sé si algo de lo que he hecho

o de lo que haga en lo sucesivo habrá de quedar por años o por siglos después que me muera;

pero sé que si se da un golpe en el mar sin orillas las ondas en derredor van sin cesar, aunque

debilitándose. Agitar es algo. Si merced a esa agitación viene detrás otro que haga algo

duradero, en ello durará mi obra.

Es obra de misericordia suprema despertar al dormido y sacudir al parado, y es obra de

suprema piedad religiosa buscar la verdad en todo y descubrir dondequiera el dolo, la necedad

y la inepcia.

Ya sabe, pues, mi buen amigo el chileno lo que tiene que contestar a quien le pregunte

cuál es mi religión. Ahora bien; si es uno de esos mentecatos que creen que guardo ojeriza a un

pueblo o una patria cuando le he cantado las verdades a alguno de sus hijos irreflexivos, lo

mejor que puede hacer es no contestarles.

Salamanca, 6 de noviembre de 1907.

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¡Adentro!

In interiore hominis habitat veritas.

La verdad, habríame descorazonado tu carta, haciéndome temer por tu porvenir, que es todo tu

tesoro, si no creyese firmemente que esos arrechuchos de desaliento suelen ser pasajeros, y no

más que síntomas de la conciencia que de la propia nada radical se tiene, conciencia de que se

cobra nuevas fuerzas para aspirar a serlo todo. No llegará muy lejos, de seguro, quien nunca

sienta cansancio.

De esa conciencia de tu poquedad recogerás arrestos para tender a serlo todo. Arranca

como de principio de tu vida interior del reconocimiento, con pureza de intención, de tu

pobreza cardinal de espíritu, de tu miseria, y aspira a lo absoluto si en lo relativo quieres

progresar.

No temo por ti. Sé que te volverán los generosos arranques y las altas ambiciones y de

ello me felicito y te felicito.

Me felicito y te felicito por ello, sí, porque una de las cosas que peor traer nos traen - en

España sobre todo – es la sobra de codicia unida a la falta de ambición. ¡Si pusiéramos en subir

más alto el ahínco que en no caer ponemos, y en adquirir más tanto mayor cuidado que en

conservar el peculio que heramos! Por cavar en tierra y esconder en ella el solo talento que se

nos dio, temerosos del Señor que donde no sembró siega y donde no esparció recoge, se nos

quitará ese único nuestro talento, para dárselo al que recibió más y supo acrecentarlo, porque

“al que tuviere le será dado y tendrá aún más, y al que no tuviere, hasta lo que tiene le será

quitado” (Mat. XXV). No seas avaro, no dejes que la codicia ahogue a la ambición en ti; vale

más que en tu ansia por perseguir a cien pájaros que vuelan te broten alas, que no el que estés

en tierra con tu único pájaro en mano.

Pon en tu orden, muy alta tu mira, lo más alta que puedas, más alta aún donde tu vista

no alcance, donde nuestras vidas paralelas van a encontrarse: apunta a lo inasequible. Piensa

cuando escribas, ya que escribir es tu acción, en el público universal, no en el español tan sólo,

y menos en el español de hoy. Si en aquél pensasen nuestros escritores, otros serían sus

ímpetus, y por lo menos habrían de poner, hasta en cuanto al estilo, en lo íntimo de éste, en sus

entrañas y redaños, en el ritmo del pensar, en lo traductible a cualquier humano lenguaje, el

trabajo que hoy los más ponen en su cáscara y vestimenta, en lo que sólo al oído español

halaga. Son escritores de cotarro, de los que aspiran a cabezas de ratón; la codicia de gloria

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ahoga en ellos a la ambición de ella; cavan en la tierra patria y en ella esconden su único

talento. Pon tu mira muy alta, más alta aún, y sal de ahí, de esa Corte, cuanto antes. Si te

dijesen que ese es tu centro, contéstales: ¡mi centro está en mí!

Ahí te consumes y disipas sin el debido provecho, ni para ti ni para los otros,

aguantando alfilerazos que enervan a la larga. Tienes ahí que indignarte cada día por cosas que

no lo merecen. ¿Crees que puede un león defenderse de una invasión de hormigas leones? ¿Vas

a matar a zarpazos pulgas?

Sal pronto de ahí y aíslate por primera providencia; vete al campo, y en la soledad

conversa con el universo si quieres, habla a la congregación de las cosas todas. ¿Qué se pierde

tu voz? Más vale que se pierdan tus palabras en el cielo inmenso a no que resuenen entre las

cuatro paredes de un corral de vecindad, sobre la cháchara de las comadres. Vale más ser ola

pasajera en el océano, que charco muerto en la hondonada.

Hay en tu carta una cosa que no me gusta, y es ese empeño que muestras ahora por

fijarte un camino y trazarte un plan de vida. ¡Nada de plan previo, que no eres edificio! No hace

el plan a la vida, sino que ésta lo traza viviendo. No te empeñes en regular tu acción por tu

pensamiento; deja más bien que aquélla te forme, informe, deforme y transforme éste. Vas

saliendo de ti mismo, revelándote a ti propio; tu acabada personalidad está al fin y no al

principio de tu vida; sólo con la muerte se te completa y corona. El hombre de hoy no es el de

ayer ni el de mañana, y así como cambias, deja que cambie el ideal que de ti propio te forjas.

Tu vida es ante tu propia conciencia la revelación continua, en el tiempo, de tu eternidad, el

desarrollo de tu símbolo; vas descubriéndote conforme obras. Avanza, pues, en las honduras de

tu espíritu, y descubrirás cada día nuevos horizontes, tierras vírgenes, ríos de inmaculada

pureza, cielos antes no vistos, estrellas nuevas y nuevas constelaciones. Cuando la vida es

honda, es poema de ritmo continuo y ondulante. No encadenes tu fondo eterno, que en el

tiempo se desenvuelve, a fugitivos reflejos de él. Vive al día, en las olas del tiempo, pero

asentado sobre tu roca viva, dentro del mar de la eternidad; al día en la eternidad, es como

debes vivir.

Te repito, que no hace el plan a la vida, sino que ésta se lo traza a sí misma, viviendo.

¿Fijarte un camino? El espacio que recorras será tu camino; no te hagas, como planeta en su

órbita, siervo de una trayectoria. Querer fijarse de antemano la vía redúcese en rigor a hacerse

esclavo de la que nos señalen los demás, porque eso de ser hombre de meta y propósitos fijos

no es más que ser como los demás nos imaginan, sujetar nuestra realidad a su apariencia en las

ajenas mentes. No sigas, pues, los senderos que a cordel trazaron ellos; ve haciéndote el tuyo a

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campo traviesa, con tus propios pies, pisando sus sementeras si es preciso. Así es como mejor

les sirves, aunque otra cosa crean ellos. Tales caminos, hechos así a la ventura, son los hilos

cuya trama forma la vida social; si cada cual se hace el suyo, formarán con sus cruces y

trenzados rica tela, y no calabrote.

¿Orientación segura te exigen? Cualquier punto de la rosa de los vientos que de meta te

sirva te excluye a los demás. Y ¿sabes acaso lo que hay más allá del horizonte? Explóralo todo,

en todos sentidos, sin orientación fija, que si llegas a conocer tu horizonte todo, puedes

recogerte bien seguro en tu nido.

Que nunca tu pasado sea tirano de tu porvenir; no son esperanzas ajenas las que tienes

que colmar. ¿Contaban contigo? ¡Que aprendan a no contar sino consigo mismos! ¿Qué así no

vas a ninguna parte, te dicen? Adonde quiera que vayas a dar será tu todo, y no la parte que

ellos te señalen. ¿Qué no te entienden? Pues que te estudien o que te dejen; no has de rebajar tu

alma a sus entendederas. Y, sobre todo en amarnos, entendámonos o no, y no en entendernos

sin amarnos, estriba la verdadera vida. Si alguna vez les apaga la sed el agua que de tu espíritu

mana, ¿a qué ese empeño de tragarse el manantial? Si la fórmula de tu individualidad es

complicada, no vayas a simplificarla para que entre en su álgebra; más te vale ser cantidad

irracional que guarismo de su cuenta.

Tendrás que soportar mucho porque nada irrita al jacobino tanto como el que alguien se

le escape de sus casillas; acaba por cobrar odio al que no se pliega a sus clasificaciones,

disputándole de loco o de hipócrita. ¿Qué te dicen que te contradices? Sé sincero siempre, ten

en paz tu corazón y no hagas caso, que si fueses sincero y de corazón apaciguado, es que la

contradicción está en sus cabezas y no en ti.

¿Qué te hinchas? Pues que te hinches, que si nos hinchamos todos, crecerá el mundo.

¡Ambición, ambición, y no codicia!

Te repito que te prepares a soportar mucho, porque los cargos tácitos que con nuestra

conducta hacemos al prójimo son los que más en lo vivo le duelen. Te atacan por lo que

piensas; pero les hieres por lo que haces. Hiéreles por amor. Prepárate a todo, y para ello toma

al tiempo de aliado. Morir como Icaro vale más que vivir sin haber intentado volar nunca,

aunque fuese con alas de cera. Sube, pues, para que te broten alas, que deseando volar te

brotarán. Sube; pero no quieras una vez arriba arrojarte desde lo más alto del templo para

asombrar a los hombres, confiado en que los ángeles te lleven en sus manos, que no debe

tentarse a Dios. Sube sin miedo y sin temeridad. ¡Ambición, y nada de codicia!

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Y, entretanto, resignación, resignación activa, que no consiste en sufrir sin luchar, sino

en no apesadumbrarse por lo pasado, ni acongojarse por lo irremediable; en mirar al porvenir

siempre. Porque ten en cuenta que sólo el porvenir es reino de libertad; pues así que algo se

vierte al tiempo, a su ceñidor queda sujeto. Ni lo pasado puede ser más que como fue, ni cabe

que lo presente sea más que como es; el puede ser es siempre futuro. No sea tu pesar por lo que

hiciste más que propósito de futuro mejoramiento; todo otro arrepentimiento es muerte, y nada

más que muerte. Puede creerse en el pasado; fe sólo en el porvenir se tiene, sólo en la libertad.

Y la libertad es ideal y nada más que ideal, y en serlo está precisamente su fuerza toda. Es ideal

e interior, es la esencia misma de nuestro posesionamiento del mundo, al interiorizarlo. Deja a

los que creen en Apocalipsis y milenarios que aguarden que el ideal les baje de las nubes y

tome cuerpo a sus ojos y puedan palparlo. Tú, créelo verdadero ideal, siempre futuro y utópico

siempre, utópico, esto es: de ningún lugar, y espera. Espera, que sólo el que espera vive; pero

teme el día en que se te conviertan en recuerdos las esperanzas al dejar el futuro, y para

evitarlo, haz de tus recuerdos esperanzas, pues porque has vivido vivirás.

No te metas entre los que en la arena del combate luchan disparándose a guisa de

proyectiles afirmaciones redondas de lo parcial. Frente a su dogmatismo exclusivista, afírmalo

todo, aunque te digan que es una manera de todo negarlo, porque aunque así fuera, sería la

única negación fecunda, la que destruyendo crea y creando destruye. Déjales con lo que llaman

sus ideas cuando en realidad son ellos de las ideas que llaman suyas. Tú mismo eres idea viva;

no te sacrifiques a las muertas, a las que se aprenden en papeles. Y muertas son todas las

enterradas en el sarcófago de las fórmulas. Las que tengas, tenlas como los huesos, dentro, y

cubiertas y veladas con tu carne espiritual, sirviendo de palanca a los músculos de tu

pensamiento, y no fuera y al descubierto y aprisionándote como las tienen las almas-cangrejos

de los dogmáticos, abroqueladas contra la realidad que no cabe en dogmas. Tenlas dentro sin

permitir que lleguen a ellas los jacobinos que, educados en la paleontología, nos toman de

fósiles a todos, empeñándose en desarrollarnos y descuartizarnos para lograr sus clasificaciones

conforme al esqueleto.

No te creas más, ni menos, ni igual que otro cualquiera, que no somos los hombres

cantidades. Cada cual es único e insustituible; en serlo a conciencia, pon tu principal empeño.

Asoma en tu carta una queja que me parece mezquina. ¿Crees que no haces obra porque

no la señalen tus cooperativos? Si das el oro de tu alma, correrá aunque se le borre el cuño.

Mira bien si no es que llegas al alma e influyes en lo íntimo de aquellos ingenios que evitan

67

más cuidadosamente tu nombre. El silencio que en son de queja me dices que te rodea, es un

silencio solemne; sobre él resonarán más limpias tus palabras.

Déjales que jueguen entre sí al eco y se devuelvan los saludos. Da, da, y nunca pidas,

que en cuanto más des más rico serás en dádivas.

No te importe el número de los que te rodeen, que todo verdadero beneficio que hagas a

un solo hombre, a todos se lo haces; se lo haces al Hombre. Ganará tu eficacia en intensidad lo

que en extensión pierda. Las buenas obras jamás descansan; pasan de unos espíritus a otros,

reposando un momento en cada uno de ellos para restaurarse y recobrar sus fuerzas. Haz cada

día por merecer el sueño, y que sea el descanso de tu cerebro preparación para cuando tu

corazón descanse; haz por merecer la muerte.

Busca sociedad; pero ten en cuenta que sólo lo que de la sociedad recibas será la

sociedad en ti y para ti, así como sólo lo que a ella des será tu en la sociedad y para ella. Aspira

a recibir de la sociedad todo, sin encadenarte a ella, y a darte a ella por entero. Pero ahora, por

el pronto al menos, te lo repito, sal de ese cotarro y busca a la Naturaleza, que también es

sociedad, tanto como es la sociedad Naturaleza. Tú mismo, en ti mismo, eres sociedad, como

que, de serlo cada uno, brota la que así llamamos y que camina a personalizarse, porque nadie

da lo que no tiene. Hasta carnalmente no provenimos de un solo ascendiente, sino de legión, y a

legión vamos; somos un modo de la trama de las generaciones.

Todos tus amigos son a aconsejarte: “ve por aquí”, “ve por allí”, “no te desparrames”,

“concentra tu acción”, “oriéntate”, “no te pierdas en la inconcreción”. No les hagas caso, y da

de ti lo que más les moleste, que es lo más que les conviene. Ya te lo tengo dicho: no te

aceptarán de grado lo tuyo; querrán tus ideas, que no son en realidad tuyas.

No quieras influir en eso que llaman la marcha de la cultura, ni en el ambiente social, ni

en tu pueblo, ni en tu época, ni mucho menos en el progreso de ideas, que andan solas. No en el

progreso de las ideas, no, sino en el crecimiento de las almas, en cada alma, en una sola alma y

basta. Lo uno es para vivir en la Historia; para vivir en la eternidad, lo otro. Busca antes las

bendiciones silenciosas de pobres almas esparcidas acá y allá, que veinte líneas en las historias

de los siglos. O más bien, busca aquello y se te dará esto de añadidura. No quieras influir sobre

el ambiente ni en eso que llaman señalar rumbos a la sociedad. Las necesidades de cada uno

son las más universales, porque son las de todos. Coge a cada uno, si puedes, por separado y a

solas en su camarín, e inquiétalo por dentro, porque quien no conoció la inquietud jamás

conocerá el descanso. Sé un confesor más que un predicador. Comunícate con el alma de cada

uno y no con la colectividad.

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¡Que alegría, que entrañable alegría te mecerá el espíritu cuando vayas solo, solo entre

todos, solo en tu compañía, contra el consejo de tus amigos, que quieren que hagas economía

política o psicología fisiológica o crítica literaria! La cosa es que no des tu espíritu, que lo

ahogues, porque les molestas con él. Has de darles tu inteligencia tan sólo, lo que no es tuyo,

has de darles el escarchado del ambiente social sobre ti, sin ir a hurgarles el rinconcito de la

inquietud eterna; no has de comulgar con tres o cuatro de tus hermanos, sino traspasar ideas

coherentes y lógicas a trescientos o cuatrocientos, o treinta mil o cuarenta mil que no pueden, o

no quieren o no saben afrontar el único problema. Esos consejos te señalan tu camino. Apártate

de ellos. ¡Nada de influir en la colectividad! Busca tu mayor grandeza, la más honda, la más

duradera, la menos ligada a tu país y a tu tiempo, la más universal y secular, y será como mejor

servirás a tus compatriotas coetáneos.

Busca sociedad, sí, pero ahora, por de pronto, chapúzate en Naturaleza, que hace serio

al hombre. Sé serio. Lleva seriedad, solemne seriedad a tu vida, aunque te digan los paganos

que eso es ensombrecerla, que la haces sombría y deprimente. En el seno de eso que como

lúgubres depresiones se aparecen al pagano, es donde se encuentran las más regaladas dulzuras.

Toma la vida en serio sin dejarte emborrachar por ella; sé su dueño y no su esclavo, porque tu

vida pasa y tú te quedarás. Y no hagas caso a los paganos que te digan que tú pasas y la vida

queda… ¿La vida? ¿Qué es la vida? ¿Qué es una vida que no es mía, ni tuya, ni de otro

cualquiera? ¡La vida! ¡Un ídolo pagano, al que quieren que sacrifiquemos cada uno nuestra

vida! Chapúzate en el dolor para curarte de su maleficio; sé serio. Alegre también; pero

seriamente alegre. La seriedad es la dicha de vivir tu vida asentada sobre la pena de vivirla y

con esta pena cansada. Ante la seriedad que las funde y al fundirlas las fecunda, pierden tristeza

y alegría su sentido.

Otra vez más: ahora corre al campo, y vuelve luego a sociedad para vivir en ella; pero

de ella despegado, desmundanizado. El que huye del mundo sigue del mundo esclavo, porque

lo lleva en sí; sé dueño de él, único modo de comulgar con tus hermanos en humanidad. Vive

con los demás, sin singularizarte, porque toda singularización exterior en vez de preservar,

ahoga a la interna. Vive como todos, siente como tú mismo, y así comulgarás con todos y ellos

contigo. Haz lo que todos hagan, poniendo, al hacerlo, todo tu espíritu en ello, y será cuanto

hagas original por muy común que sea.

Sólo en la sociedad te encontrarás a ti mismo; si te aíslas de ella no darás más que con

un fantasma de tu verdadero sujeto propio. Sólo en la sociedad adquieres tu sentido todo, pero

despegado de ella.

69

Me dices en tu carta que, si hasta ahora ha sido tu divisa, ¡adelante!, de hoy en más será,

¡arriba! Deja eso de adelante y atrás, arriba y abajo, a progresistas y retrógrados, ascendentes y

descendentes, que se mueven en el espacio exterior tan sólo, y busca el otro, tu ámbito interior,

el ideal, el de tu alma. Forcejea por meter en ella al universo entero, que es la mejor manera de

derramarte en él. Considera que no hay dentro de Dios más que tú y el mundo y que si formas

parte de éste porque te mantiene, forma también él parte de ti, porque en ti lo conoces. En vez

de decir, pues, ¡adelante! o ¡arriba!, di: ¡adentro! Reconcéntrate para irradiar; deja llenarte para

que rebases luego, conservando el manantial. Recógete en ti mismo para mejor darte a los

demás todo entero e indiviso. –Doy cuanto tengo – dice el generoso; - doy cuanto valgo – dice

el abnegado; - doy cuanto soy – dice el héroe; - me doy a mí mismo – dice el santo; y di tú con

él, al darte: - Doy conmigo el universo entero -. Para ello tienes que hacerte universo,

buscándolo dentro de ti. ¡Adentro!

70

A LO QUE SALGA

Siempre he creído que los escritores y los publicistas debemos ser muy sobrios en hablar de

cosas del oficio, de procedimientos o de técnica del arte de escribir para el público. Con

facilidad se olvida uno de que al público le importa muy poco cómo estén hechas las cosas, con

tal de que le sirvan para algo, y con facilidad también caemos en creernos poco menos que

aislados en el mundo. Así sucede que en las redacciones de los periódicos suele escribirse para

las otras redacciones más que para el público, y que preocupa más que la opinión de éste la de

los colegas. Y de los escritores no digamos nada, pues es cosa sabida que, si hay doscientos que

gesticulen y vociferen en el tablado de las letras, cada uno de ellos publica doscientos

ejemplares de cada una de sus obras, y, con sendas dedicatorias, se los reparten entre sí.

Conviene que los jóvenes que se dedican a las letras no se hagan demasiadas ilusiones,

persuadiéndose a tiempo de que su nombre llegará a ser mucho más conocido que sus obras.

Desde que, al leer en Bilbao un discurso de Juegos Florales, tuve la suerte de que aquello fuera

sonado y resonado y repercutiese por España toda, me han llamado a más de una población

como a mantenedor de Juegos Florales, ya de cartel, y, cuando se acerca el verano, suelo decir a

mis amigos: «Ya viene la temporada; veremos las contratas que me salen». He viajado así a

Levante, al Mediodía y al Noroeste, y no puedo quejarme de la acojida que por dondequiera he

hallado. Pero he podido también notar que era mi nombre, y no mis trabajos, lo que

generalmente se conocía, y que, respecto a mí y a mi obra, tenían, los más de los que decían

conocerme, los más disparatados prejuicios. Siete volúmenes, entre chicos y grandes, llevo

publicados, y he podido percatarme de que los que más me habían seguido en la Prensa no

conocían ninguno de ellos. No traigo aquí esto para ponerme a disertar respecto al horror al

libro que en España domina, sino para advertir a los jóvenes que a nuestro pueblo le interesan

muy poco las empresas literarias, y que, por lo tanto, el hablar de técnica literaria es hablar en

cotarro. Nuestro pueblo no quiere leer, sino que le lean o le reciten, y por eso cobra aquí

reputación y fama antes el orador que el escritor, y el único género literario que da dinero es el

dramático, pero el dramático que se representa.

Empecé a escribir todas estas consideraciones, aun siendo ellas tan vulgares y tan

conocidas, para justificar mi propósito de hablar aquí de una cuestión de mera técnica literaria,

de una de esas cuestiones que sólo a los del oficio nos interesan, y porque soy de los que

creen que, en un concierto dado al público por un pianista, no debe irle éste con

estudios, ni dificultades técnicas vencidas, ni prestidigitaciones de ninguna clase.

71

Mas, una vez que me he decidido a escribir de cosas de técnica literaria, ruego al lector

no profesional que me lo tolere, y desde ahora le aseguro que, aunque sé por dónde he

empezado este ensayo –o lo que fuere–, no sé por dónde lo he de acabar. Y de esto es

precisamente de lo que quiero escribir aquí, de esto de ponerse uno a escribir una cosa sin saber

adónde ha de ir a parar, descubriendo terreno según marcha, y cambiando de rumbo a medida

que cambian las vistas que se abren a los ojos del espíritu. Esto es caminar sin plan previo, y

dejando que el plan surja. Y es lo más orgánico, pues lo otro es mecánico; es lo más

espontáneo.

Yo he sido casi siempre escritor ovíparo, y sólo desde hace algún tiempo me ha entrado

la comezón de convertirme en escritor vivíparo. Y esto pide que explique aquí, aun cuando creo

haberlo hecho en uno de esos innumerables articulillos que he ido desparramando por diarios y

revistillas efímeras, pide que explique aquí, digo, qué entiendo por escritores ovíparos y

qué por escritores vivíparos.

Hay quien, cuando se propone publicar una obra de alguna importancia o un ensayo de

doctrina, toma notas, apuntaciones y citas, y va asentando en cuartillas cuanto se le va

ocurriendo a su propósito para irlo ordenando de cuando en cuando. Hace un esquema, plano o

minuta de su obra, y trabaja luego sobre él; es decir, pone un huevo y lo empolla. Así hice yo

cuando empecé a trabajar en mi novela Paz. en la Guerra, y lo traigo aquí por vía de ejemplo.

Escribí primero un cuento, y, apenas lo hube concluido, caí en la cuenta de que podía servir de

núcleo, o más bien de embrión de una novela, y me puse a empollarlo. Día por día, y según

estudiaba la historia de la última carlistada y de sus precedentes, iba añadiendo al cuento

detalles, episodios y nuevas escenas. Metime de hoz y de coz en la rebusca de noticias

referentes a la última guerra civil; tuve la paciencia de leer el montón de folletos carlistas que

precedieron al levantamiento de 1872, los relatos de la guerra, y muy en especial cuanto se

refería al bombardeo de mi pueblo, Bilbao –bombardeo del que, siendo casi un niño, fui

testigo– y a las acciones de Somorrostro. Con todo ello, y con observaciones respecto al paisaje

de mi Vizcaya y al carácter de mis paisanos, observaciones tomadas en mis excursiones por mi

tierra, iba aumentando el cuento. Cuando los añadidos, notas, episodios, etc., formaban una

masa mayor que el núcleo, que el cuento primitivo, vino el meterlo todo en masa, el podar, el

limar y ajustar, y de allí salió un nuevo relato, que era ya entre cuento largo y novela corta, lo

que llaman los franceses una nouvelle. Y vuelta a empezar. Y así, por una serie de expansiones

y concentraciones sucesivas, llegué hasta fraguar la novela en que el cuento primitivo iba

diseminado en una serie de escenas de costumbres vascas, y en un relato de gran parte de

72

la última guerra civil carlista, relato para cuya hechura procedí con tanta escrupulosidad como

si se tratase de escribir una historia, pues no hay en él detalle que no pueda comprobar

documentalmente. Y todo ello fue una verdadera empolladura de escritor ovíparo.

Hay otros, en cambio, que no se sirven de notas ni de apuntes, sino que lo llevan todo

en la cabeza. Cuando conciben el propósito de escribir una novela, pongo por caso, empiezan a

darle vueltas en la cabeza al argumento, lo piensan y repiensan, dormidos y despiertos, esto es,

gestan.

Y cuando sienten verdaderos dolores de parto, la necesidad apremiante de echar fuera

lo que durante tanto tiempo les ha venido obsesionando, se sientan, toman la pluma, y paren. Es

decir, que empiezan por la primera línea, y, sin volver atrás, ni rehacer ya lo hecho, lo escriben

todo en definitiva hasta la línea última. Así me ha dicho que trabajaba uno de nuestros más

celebrados novelistas, cuya pluma hace años está colgada. Estos son escritores vivíparos.

Uno y otro modo de proceder tienen sus ventajas y sus inconvenientes respectivos, dice

Gedeón, añadiendo un sinfín de perogrulladas. Yo casi siempre he producido ovíparamente;

mas, desde hace algún tiempo, he ensayado a producir vivíparamente, y así van los ensayos que

durante este año vengo publicando en diferentes revistas. En ninguno de ellos sabía a punto

fijo, al empezarlo, cómo habría de terminar, sino que he ido dejándome llevar de mi

pensamiento, como Don Quijote de Rocinante, al azar de los caminos o de los pastos.

El trabajo de empolladura tiene muy graves inconvenientes, y acaso el peor es el de que

cuesta mucho trabajo sacrificar notas, observaciones y detalles; cuesta ser sobrio. En una crítica

que Wyzewa hizo de la novela Lourdes, de Zola –novela que no conozco, pero sí a Zola como

novelista, y éste sí que era ovíparo y empollón–, hacía notar con gran tino que el célebre

novelista no pudo resistir al comezón de vaciar en su novela cuantas notas tomó en Lourdes, sin

seleccionarlas, llenándola de detalles pueriles e insignificantes. Y, en efecto, las descripciones

zolescas degeneran, con harta frecuencia, en descripciones de inventario, hechas por receta, y

de una monotonía fatigante. Raro es el libro suyo en que hay fluidez, en que se vea que ha

corrido la pluma desembarazada y libre, y sin el obstáculo de los cuadernitos de notas o la

minuta previa.

Ocurre no pocas veces que lo costoso no es la obra, sino sus preparativos, como ocurre

a las veces que cuesta más levantar el andamiaje de una torre que no la torre misma. Y luego

que el arquitecto levantó la torre, cuando conviene derribar el andamiaje y dejarla exenta y

libre, para que su gallardía resalte sobre el cielo, le da pena derribarlo, y se dice: «¿y cómo van

a conocer ahora el trabajo que me ha costado levantar esta torre?». Y deja los andamios, que

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estorban a la clara visión, para que las gentes juzguen de su esfuerzo. No otra cosa hacen los

autores que nos dan en sus obras cuatro líneas de texto y cuarenta de notas, y que llenan de

referencias los pies de las páginas. Libros son éstos a los que no resisto por molestos,

antiestéticos y pesados.

Y no es esto lo peor, sino que, por lo regular, los andamios suelen ser excesivos y se

echa en ellos mucha más madera de la que hace falta. Es de permanente actualidad lo que

Cervantes dijo de las citas en el prólogo de su Quijote, de que él se bastaba para decir por

sí mismo lo que otros con aparato de autores decían. Suele haber citas donosísimas, y no

desconfío de encontrar algún economista que traiga a colación el apoyo de dos, tres o más

autoridades para corroborar el principio de que, si hay una corriente de emigración del país A al

país B, crecerá la población en B a la vez que disminuirá en A. La mayor parte de las notas que

veo en los libros suelen ser perfectamente superfluas.

Digo, pues, que aleccionado por lo que me ha ocurrido y por lo que a otros ocurre, y

huyendo de la especial pesadez que llevan en sí las obras producidas por oviparición, me he

lanzado a ejercitarme en el procedimiento vivíparo, y me pongo a escribir, como ahora he

hecho, a lo que salga, aunque guiado ¡claro está! por una idea inicial de la que habrán de irse

desarrollando las sucesivas.

«¡Eso es falta de respeto al público!», argüirá, estoy seguro de ello, algún colega en

escribiduría; pero yo prefiero la confianza al respeto, y estoy persuadido de que, si algo nos

mantiene alejados de nuestro público, si algo hace que no ganemos su confianza, es que no le

entregamos la nuestra.

Estoy harto de observar cuán frecuente es que un hombre ingenioso, ameno y discreto

en su conversación particular resulte un orador irresistible, y cuántos hay que escriben cartas

con singular gracejo y donosura y que, puestos a escribir para el público, no producen más que

soñolientas disertaciones. Lo cual proviene de una lamentable idea del decoro y de un temor

injustificado al público; y hasta quedan quienes al dirigirse a éste lo hacen en nos, creyendo

que, no ya el abuso, sino hasta el uso, del yo es algo presuntuoso, si es que no

satánico. ¡Ridiculeces! Sujetos hay que me hacen exclamar: «Pero ese hombre ¿tiene algo

dentro?». Porque cuanto dan al público en sus escritos o en sus discursos es cosa de fuerza

puramente externa.

En cierta ocasión se lamentaba un extranjero, amigo mío, de lo raras que son en la

literatura española las memorias íntimas, las confidencias y confesiones; de que aquí, al morir

un personaje, no se publica, como en otras partes, su correspondencia, y de que apenas

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poseemos buenas biografías de nuestros hombres célebres en las distintas actividades humanas.

Decíamelo un inglés, y es sabido cuán rico caudal de biografías atesora la literatura inglesa. Y

me preguntaba en qué consiste eso. A lo cual hube de contestarle:«Depende en gran parte de

cierto ridículo pudor y de un mucho más ridículo estiramiento que nos hace velar a los ojos de

los demás nuestras cosas íntimas; pero depende en mayor parte aún de que, para escribir

memorias íntimas, es preciso tener intimidad, y aquí andamos muy faltos de ella; para hacer

confesiones es preciso tener algo que confesar, y aquí no se tiene sino los pecados vulgares y

ordinarios, que se va a depositar rutinariamente al confesionario

–y eso quien se confiese así–, y depende el no publicarse correspondencias de que apenas se

siguen éstas o son puramente pragmáticas, pues entre las innumerables fobias que de nuestra

biofobía se desprenden, es una epistolofía. Hay español que bendice al telégrafo, a ese

aborrecible telégrafo, porque le ahorra el tener que escribir cartas, aunque le cueste más caro».

La falta de intimidad es, en efecto, una de las causas que me han hecho siempre más

irrespirable el ambiente moral de nuestra sociedad, de esta sociedad en que hay tantos y tantos

sujetos que se pasan lo mejor del día en la calle, matando el tiempo en embrutecedoras

comadrerías.

Cuando alguien me echa en cara –y ha sucedido– el que hable y escriba mucho de

mí mismo, contesto siempre esto, y es que prefiero hablar en exceso de mí mismo a no hablar

de los demás, y que es mucho mejor el pasarse la vida autobiografiándose que no pasarla

murmurando del prójimo, que es como la pasan los hombres recojidos y dignos que celan con

esmero su intimidad. Hasta cuando oigo de alguno o de alguna que se pasan las horas muertas

al pie del confesor y prolongan mucho sus confesiones sacramentales, pienso al punto que están

murmurando de otros y que van allá, no a deponer sus pecados, sino a comentar, por

carambola, los del vecino.

Propende el español a vivir en la calle o en el café –mejor es en el café que no en la

calle–, entre gentes y en continua charla, y esto haría creer al observador superficial que somos

un pueblo comunicativo. Y nada hay más lejos de la verdad.

Me moriré sin haber conocido a las más de las personas con las que hablo y trato a

diario, y, si las conozco algo, es a pesar de ellas mismas y no por su voluntad. Empiezan por

estarnos cerrados, o poco menos, mutuamente los hogares, y sé de uno que estuvo jugando a

diario, durante más de un año, al tresillo con otro, e ignoraba si este otro era soltero o casado, ni

de dónde era, ni de qué vivía. Y esto es pura y sencillamente insociabilidad, y en el fondo

barbarie.

75

Todo lo cual me trae a la memoria un dramaíntimo que pude vislumbrar en el alma de

un sujeto a quien traté bastante, y sujeto que se murió sin que nadie en su pueblo se percatara

de lo que había llevado dentro durante su vida. Era un hombre atormentado por el ansia de

creer, y sin poder lograrlo; un hombre en quien la cabeza negaba con tanto ahínco como

afirmara el corazón; un hombre que, por sus estudios profesionales, se veía llevado a negar lo

que las creencias que sus padres le inculcaran afirmaban. Recuerdo una noche en que nos

quedamos él y yo, los dos solos, en un casino, hasta ya muy tarde, y en que después de

verterme su corazón, aun a su pesar, me dijo: «Y no vuelva usted a atormentarme; no vuelva a

suscitar delante de mí tales conversaciones; no se goce en martirizarme así, tomándome como

sujeto de experimentaciones psicológicas». Se le quebraba la voz al decirlo. Le perdí de vista y

supe que acabó entregado a la Iglesia y a la bebida, tragándose rosarios y copas de

coñac. ¡Pobre hombre!

Y este mi antiguo amigo, que era un hombre inteligente y bueno, ¿no se habría curado,

o aliviado siquiera de sus pesares, de haber podido verterlos al público y unir su alma al alma

de su pueblo?

Una mañana de niebla, en que salí de casa

–de esto hace cinco o seis años–, me produjo el espectáculo de la niebla matutina, con ser

.frecuente en esta ciudad de Salamanca, un efecto singular, y como nunca antes me lo había

producido, merced, sin duda, al estado en que acertara a encontrarse entonces mi alma. Y fue

que al ver los arbolillos que bordean la carretera que pasa junto a mi morada de entonces, y

verlos sumergidos en la niebla, así como los objetos todos de mi alrededor, y veladas por ella

las lontananzas, parecióme como si a aquellos arbolillos se les hubiesen rezumado o

extravasado las entrañas, y que ellos no eran más que corteza, continentes de árboles

sumergidos en sus propias entrañas, algo así como hollejos de uva dentro del mosto. Y que las

entrañas éstas de arbolillos y de las cosas todas se habían fundido unas en otras, dejando a sus

cuerpos como armaduras de un guerrero que ha muerto y se ha hecho polvo. Y recuerdo que, a

partir de semejante imaginación, continué mi camino, rumbo a la Universidad, a dar mi clase,

pensando en un remoto reino del espíritu en que se nos vacíe a todos el contenido espiritual, se

nos rezumen los sentimientos, anhelos y afectos más íntimos, y los más recónditos pensares, y

todos ellos, los de unos y los de otros, cuajen en una común niebla espiritual, en el alma común,

dentro de la que floten las cortezas de nuestras almas, estas cortezas que son hoy casi lo único

que de ellas ofrecemos a nuestros prójimos, y casi lo único que recibimos de éstos. Y

continué pensando que es poco menos que forzoso el que sean escritores u oradores neblinosos

76

cuantos se propongan verter al público, por escrito o de palabra, su espíritu, la savia de sus

sentires y de sus quereres, y no tan sólo su inteligencia, no sus pensamientos tan sólo. Cuando

alguien me da sus ideas, es decir, lo que se dice sus ideas, como se dice su dinero, aunque éste

haya corrido antes por miles de manos y venga sucio y gastado de todas ellas; cuando alguien

me da ideas, las tomo y me las guardo hasta que tenga ocasión de gastarlas, dándolas a mi vez;

pero cuando alguien me da con sus ideas algo de su espíritu, cuando en el ademán, en el aire, en

la puridad que emplee al dármelas o al recibirlas yo en mi mente, en el calor que me infunden,

noto que vienen impregnadas de su alma, entonces hago como los pordioseros que reciben un

mendrugo o una moneda de limosna, y es que la besa, y la beso con el corazón, antes de

echármela al zurrón del espíritu. Y de estas limosnas espirituales, de estas caridades íntimas,

¡Cuán pocas se reciben en el trato corriente de nuestra sociedad, en que se habla por no callar, y

en que se cambian palabras como se cambia fichas en un juego!

Decía Schopenhauer que los tontos, no teniendo ideas que cambiar, inventaron unos

cartoncitos con figuras diversas para cambiárselos en mil diversas combinaciones, y que de

aquí se originó el juego de los naipes.

77

Ramón María del Valle Inclán

(1866-1936)

Comenzó a colaborar en publicaciones locales desde 1888. En mayo de 1893

regresó a Galicia donde dará fin al primero de los libros, titulado Femeninas (1895).

Con su libro recién editado y un puesto en la Dirección General de Instrucción

Pública, se instaló en Madrid. Su puesto de trabajo era un "momio" (se cobraba el

salario sin necesidad de ir a trabajar), lo que le permitió vivir holgadamente y

dedicarse a la literatura, aunque apenas se tomó la molestia de publicar su obra.

Vivió fundamentalmente de las colaboraciones en prensa, particularmente en el

prestigioso diario madrileño El Imparcial, textos que él mismo recortaba para

ajustarlos al espacio concedido y para satisfacer la censura que ejercían las

publicaciones de la época.

El triunfo se dio en 1908, con su primer volumen de La trilogía de la Guerra Carlista,

un éxito de ventas. Es un autor reconocido, innovador teatral con proyectos como

El mirlo blanco o El cántaro roto, sin embargo apenas verá en los escenarios el

estreno de sus obras.

78

EL MILAGRO MUSICAL

Por Ramón María Del Valle Inclán.

Capítulo del ensayo La Lámpara Maravillosa. Ejercicios Espirituales.

Los monstruos clásicos: Este título lleno de promesas es el de un libro viejo que hallé al acaso

en el taller de un maestro pintor. Sus páginas, ya rancias, reproducen en estampas los

monstruos creados por la imaginación dé los antiguos. Al hojearle, yo recordaba cómo en

ningún día del mundo pudo el hombre deducir de su mente una sola forma que antes no

estuviese en sus ojos. Puso el asirio las alas del pájaro en el lomo del toro, y el heleno pobló de

Centauros los bosques mitológicos de sus islas doradas. Combinaron las formas, pero ninguno

las creó. La observación es vieja y solamente la saco a memoria para hacer más claro mi

pensamiento y llegar a decir cómo algo semejante acontece con las palabras. El poeta las

combina, las ensambla, y con elementos conocidos inventa también un linaje de monstruos: El

suyo. Logra así despertar emociones dormidas, pero crearlas, nunca. Lo que no está en nosotros

larvado o consciente, jamás nos lo darán palabras ajenas; Aquello que me hace distinto de todos

los hombres, que antes de mí no estuvo en nadie, y que después de mí ya no será en humana

forma, fatalmente ha de permanecer hermético. Yo lo sé, y, sin embargo, aspiro a exprimirlo

dando a las palabras sobre el valor que todos le conceden, y sin contradecirlo, un valor emotivo

engendrado por mí.

Las palabras son siempre una creación de multitudes:

Alumbran en la hora que se hacen necesarias como verbos de amor y comunión entre los

hombres. Así acontece que aquellas larvas de emoción recóndita, indefinible, nebulosa, que a

unas conciencias distinguen de otras, no pueden ser aprisionadas en sus círculos ideológicos.

Habría dos hombres en toda la apariencia iguales, y cada uno se sabría distinto del otro. Esta

razón de diferencia es el sentimiento de nuestra responsabilidad, el enigma que nunca puede

cifrarse en signos y en voces. El poeta ha de confiar a la evocación musical de las palabras todo

el secreto de esas ilusiones que están más allá del sentido humano apto para encarnar en el

número y en la pauta de las verdades demostradas. Las palabras son humildes cómo la vida.

Pobres ánforas de barro, contienen la experiencia derivada de los afanes cotidianos, nunca lo

inefable de las alusiones eternas. El hombre que consigue romper alguna vez la cárcel de los

sentidos, reviste las palabras de un nuevo significado como de una túnica de luz. Entonces su

lenguaje se hace sibilino. Sólo podemos comprender aquello que tiene sus larvas en nuestra

conciencia, y que va con nosotros desde que nacemos hasta que morimos. A veces la música de

79

una palabra logra despertar estas larvas, y otra las hace remover, y otra les da alas, pero jamás

aprendemos nada. Todo se halla desde siempre en nosotros, y lo único que conseguimos es

ignorarnos menos. Por eso han de ser las palabras del inspirado como las estrellas en el fondo

cenagoso de una cisterna: Un punto de luz y un halo tembloroso sobre el agua espejante,

sombría, muerta. Todos los ojos verán la estrella como una simiente de oro en el fondo de las

aguas negras pero en el halo misterioso cada mirada penetrará con una visión distinta. ¿Qué

adjetivo, que imagen, qué ensamblaje alejandrino de las palabras podrá fijar cada una de esas

visiones y mostrar el matiz de su diferencia? El secreto de las conciencias sólo puede revelarse

en el milagro musical de las palabras. ¡Así el poeta, cuanto más obscuro más divino! La

obscuridad no estará en él, pero fluirá del abismo de sus emociones que le separan del mundo.

Y el poeta ha de esperar siempre en un día lejano donde su verso enigmático sea como

diamante de luz para otras almas de cuyos sentimientos y emociones sólo ha sido precursor. El

poeta debe buscar en sí la impresión de ser mudo, de no poder decir lo que guarda en su arcano,

y luchar por decirlo, y no satisfacerse nunca.

I

Cada día de Dios hemos de abrir en nuestra alma una sima de emociones y de

intuiciones, adonde jamás haya llegado la vos humana, ni en sus ecos.

San Bernardo, predicando en la vieja lengua de oil, por tierras extrañas donde no podía

ser entendido, levantó un ejército para la Cruzada de Jerusalén. Cierto que ninguno alcanzaba

sus divinas razones, pero era tan viva la llama de aquella fe, que cegaba los caminos

cronológicos del pensamiento y llegaba a las conciencias intuitivamente, contemplativamente,

porque las palabras depuradas de toda ideología eran claras y divinas músicas. La unción con

que hablaba ponía en las almas aquel religioso latido de la piedad caballeresca que convertía las

florestas en lanzas. Fue obrado este ardiente milagro por la gracia musical de las palabras, no

por el sentido, que acaso entendidas cabalmente hubieran sido menos eficaces para mover los

corazones, porque siempre acontece que donde el intelecto discierne, arguye la soberbia de

Satanás. En la predicación de aquel santo iluminado había una devoción trágica, una divina

angustia, dolor y amor ante el recuerdo de la tierra de Palestina con el Sepulcro de Cristo en

poder de infieles, y arrasados de sangre los verdes y fragantes senderos que habían visto pasar

las sombras sagradas, y realizarse los milagros evangélicos. La triple llama que encendía el

alma del monje cisterciense, estaba como una suma mística en su voz, cuando esta voz se

alzaba sobre las colinas y por casales y siembras, para pedir el rescate del Santo Sepulcro. La

devoción trágica, la divina angustia, el amoroso desconsuelo eran la substancia de todas las

80

palabras, y en cada palabra resumen de la unidad emotiva. Cuanto pudiera alcanzarse por la

comprensión clara y sucesiva de las cláusulas, se contenía en la virtud del tono. El largo,

cronológico y ondulante camino de los pensamientos, se cerraba en un círculo, como la muerte

cierra la vida. El milagro musical realizaba el misterio de la Asunción.

II

El verbo de los poetas, como el de los santos, no requiere descifrarse por gramática para

mover las almas. Su esencia es el milagro musical.

Rafael de Urbino, el más maravilloso de los pintores, modificó siempre la línea que le

ofrecían sus modelos, pero lo hizo con tan sutil manera, que los ojos solamente pueden

discernirlo cuando se aplican a estudiarle y comparan las imágenes vivas frente a las de sus

cuadros. Entonces se advierte que ninguna de aquellas figuras pudo moverse con la gracia que

les atribuyó el pincel. Este milagro conseguido sobre las líneas, desviándolas y aprisionándolas

en un canon estético, ha de lograrlo con su verbo el poeta. Elige tus palabras siempre

equivocándote un poco, aconsejaba un día, en versos gentiles y burlones, aquel divino huésped

de hospitales, de tabernas y de burdeles que se llamó Pablo Verlaine. Pero esta equivocación ha

de ser tan sutil como lo fue el poeta al decir su consejo: Cabalmente el encanto estriba en el

misterio con que se produce. Adonde no llegan las palabras con significados, van las ondas de

sus músicas. El verso, por ser verso, es ya emotivo sin requerir juicio ni razonamiento. Al goce

de su esencia ideológica suma el goce de su esencia musical, numen de una categoría más alta.

Y este poder del verso, en la rima se aquilata y concreta: La rima es un sortilegio emocional del

que los antiguos sólo tuvieron un vagó conocimiento. Los poemas rimados de la decadencia

latina están llenos de una gracia emotiva más próxima a nuestras almas y a nuestras liras que el

amplío hexámetro retórico y perfecto. Estos poemas de la baja latinidad son hermanos; en el

sentimiento, de la imaginería gótica donde la línea humana adquirió expresión ardiente y

torturada; y fue cárcel de almas, lo que nunca había sido en la suprema armonía de los

mármoles pentélicos. No lo confesamos, porque la crítica de la literatura y de las artes clásicas

se ha inmovilizado en un falso e hiperbólico gesto. La rima junta en un verso la emoción de

otro verso con el cual concierta: Hace una suma, y si no logra anular el tiempo, lo encierra y lo

aquilata en el instante de una palabra, de una sílaba, de un sonido. El concepto sigue siendo

obra de todas las palabras, está diluido en la estrofa, pero la emoción se concita y vive en

aquellas palabras que contienen un tesoro de emociones en la simetría de sus letras. Como la

piedra y sus círculos en el agua, así las rimas en su enlace numeral y musical. La última resume

la vibración de las anteriores. Y únicamente por la gracia de su verbo se logra el extremado

81

anhelo de alumbrar y signar en voces las neblinas del pensamiento, las formas ingrávidas de la

emoción, la alegría y la melancolía difusa en la gran turquesa de la luz. ¡Toda nuestra vida

dionisíaca entrañada de intuiciones místicas!

III

Solamente cuando nos perdemos por los musicales senderos de la selva punida

podemos oír los pasos y evocar la sombra del desconocido que va con nosotros.

Soulinake es un polaco místico y visionario, que viene a sentarse bajo mi parra, por las

tardes, cuando se pone el sol. En esa hora dice su eterno monólogo al viento del mar y de los

pinos. Sobre la frente calva y dorada vuela su mano haciendo la señal de la cruz. Para Pedro

Soulinake, el nihilismo en las ciudades rusas es una larva de los espíritus afrancesados, un

círculo de turbulencias místicas donde todos muerden la manzana de París. Sentado bajo la

parra de mi huerto, el viejo Soulinake, de barbas apostólicas y claros ojos de mar, divaga. Para

Soulinake los revolucionarios rusos son niños que aman la libertad al través de un melodrama,

y la patria de los melodramas es Francia. Ningún pueblo despierta tantos ecos sentimentales.

Francia, con las lágrimas y las efusiones de una mala literatura, ha echado a volar por el mundo

la linda balada de Amor y Libertad. Francia tiene en sus agitaciones cantos alegres, mofas de la

canalla, y por momentos una emoción estética, frenética y profunda. Esos momentos son las

teas que encienden la revolución rusa. Para Soulinake, el espíritu galo está todo en los giros de

su gramática, y el estudio de las declinaciones basta para llevar á las dormidas ciudades rusas,

el eco de las Revoluciones de Francia. Cada lengua contiene el pasado de su gente, y la lengua

francesa lleva en sí, con las notas de la Carmañola, los gritos de la agonía de un rey.

IV

El idioma de un pueblo es la lámpara de su Karma. Toda palabra encierra un oculto

poder cabalístico: es grimorio y pentáculo.

Los idiomas son hijos del arado. De los surcos de la siembra vuelan las palabras con

gracia de amanecida, como vuelan las alondras. La pampa argentina y la guazteca mexicana

crearán una lengua suya, porque desenvuelven sus labranzas en trigales y maizales de ciento de

leguas, como nunca vieran los viejos labradores del agro romano. Los idiomas son hijos del

arado y de la honda del pastor. Caín tuvo labranzas, y rebaños Abel. Labranzas y ganados

ocuparon la mente del hombre en el albor del mundo, después de la caída. ¡La mente del

hombre que ya estaba llena de la idea de Dios! Así advertimos en las más viejas lenguas una

profunda capacidad teológica, y una agreste fragancia campesina. El pensamiento toma su

forma en las palabras, como el agua en la vasija. Las palabras son en nosotros y viven por el

82

recuerdo con vida entera, cuando pensamos. La mengua de nuestra raza se advierte con dolor y

rubor al escuchar la plática de aquellos que rigen el carro y pasan coronados al son de los

himnos. Su lenguaje es una baja contaminación: francés mundano, inglés de circo y español de

jácara. El romance severo, altivo, grave, sentencioso, sonoro, no está ni en el labio ni en el

corazón de donde fluyen las leyes. Y de la baja substancia de las palabras están hechas las

acciones. La entereza y castidad mental del vasco se advierte en los sones de su lengua, y la

condición del brusco catalán asoma en su romance, que porta el olor de los pinos montañeses

con la brea de los bajeles piratas y la sal del mar. La urgencia y cordura que hubo la Vieja

Castilla en dictar fueros y ordenaciones, conforme cobraba sus villas de mano del moro, están

en el bronce templado de su castellano. Y en el latín galaico cantan como en Geórgicas las

faenas del campo con mitos y dioses, presididas por las fases de la Luna, regidora de siembras,

de ferias y de recolecciones. Tres romances son en las Españas: catalán de navegantes, Galaico

de labradores, Castellano de sojuzgadores.

Los tres pregonan lo que fueron, ninguno anuncia el porvenir. Toda mudanza

substancial en los idiomas es una mudanza en las conciencias, y el alma colectiva de los

pueblos, una creación del verbo más que de la raza. Las palabras imponen normas al

pensamiento, lo encadenan, lo guían y le muestran caminos imprevistos, al modo de la rima.

Los idiomas nos hacen, y nosotros los deshacemos. Ellos abren los ríos por donde han de ir las

emigraciones de la Humanidad. Vuelan de tierra en tierra, unas veces entre rebaños y pastores;

otras, en la púrpura sangrienta dé un emperador; otras, renovando la dorada fábula de los

Argonautas, sobre la vela de las naves, con sol y con viento del mar. En las alas con que

volaron cuando eran invasoras se mantienen muchos siglos las maternas lenguas, y declinan de

aquel vuelo originario cuando nace una nueva conciencia.

El espíritu primitivo — pastoril, guerrero o mitológico — deja de animarlas, nace otro

espíritu en ellas y abre círculos distintos. El encontrado batallar del alma humana agranda la

cárcel de los idiomas, y a veces sus combates son tan recios, que la quiebra. Y a veces los

idiomas son tan firmes en sus cercos, que nuestras pobres almas no hallan espacio para abrir las

alas, y otras almas elegidas, místicas y sutiles, dado que puedan volar, no pueden expresar su

vuelo. Los idiomas nos hacen, y nosotros hemos de deshacerlos. Triste destino el de aquellas

razas enterradas en el castillo hermético de sus viejas lenguas, como las momias de las remotas

dinastías egipcias, en la hueca sonoridad de las Pirámides. Tristes vosotros, hijos de la Loba

Latina en la ribera de tantos mares, si vuestras liras no quebrantan todas las cadenas con que os

aprisiona la tradición del Habla. ¡Y más triste el destino de vuestros nietos, si en lo por venir no

83

engendran dialectos suyos, ciclos de una nueva conciencia en la lengua de los Conquistadores!

Al final de la Edad Media, bajo el arco triunfal del Renacimiento, estaba la sombra de Platón

meditando ante el mar azul poblado de sirenas. ¿Qué sombra espera bajo los arcos del Sol al fin

de Nuestra Edad?

V

En la ética futura se guardan las normas de la futura estética. Tres lámparas alumbran el

camino: temperamento, sentimiento, conocimiento.

En la imitación del siglo que llaman de oro, nuestro romance castellano dejó de ser

como una lámpara en donde ardía y alumbraba el alma de la raza. Desde entonces, sin recibir el

más leve impulso vital, sigue nutriéndose de viejas controversias y de jactancias soldadescas.

Se sienten en sus lagunas muertas las voces desesperadas de algunas conciencias individuales,

pero no se siente la voz unánime, suma de todas y expresión de una conciencia colectiva. Ya no

somos una raza de conquistadores y de teólogos, y en el romance alienta siempre esa ficción.

Ya no es nuestro el camino de las Indias, ni son españoles los Papas, y en el romance perdura la

hipérbole barroca, imitada del viejo latín cuando era soberano del mundo. Ha desaparecido

aquella fuerza hispana donde latían, como tres corazones la fortuna en la guerra, la fe católica y

el ansia de aventuras, pero en la blanda cadena de los ecos sigue volando el engaño de su latido,

semejante a la luz de la estrella que se apagó hace mil años... Nuestra habla, en lo que más tiene

de voz y de sentimiento nacional, encarna una concepción del mundo, vieja de tres siglos. En el

romance de hogaño no alumbra una intuición colectiva, conciencia de la raza dispersa por todas

las playas del mar, poblando siempre en las viejas colonias. El habla castellana no crea de su

íntima substancia el enlace con el momento que vive el mundo. No lo crea, lo recibe de ajeno.

Poetas, degollad vuestros cisnes y en sus entrañas escrutad el destino.

La onda cordial de una nueva conciencia sólo puede brotar de las liras. Era nuestro

romance castellano, aun finalizando el siglo XV, claro y breve, familiar y muy señor. Se

entonaba armonioso, con gracia cabal, en el labio del labrador, en el del clérigo y en el del juez.

La vieja sangre romana aparecía remozada en el nuevo lenguaje de la tierra triguera y barcina.

El tempero jocundo y dionisíaco, la tradición de sementeras y de vendimias, el grave razonar de

leyes y legistas, fueron los racimos de la vid latina por aquel entonces estrujados en el ancho

lagar de Castilla, y quebrantó esta tradición campesina, jurídica y antrueja un infante aragonés

robando a una infanta castellana, para casar con ella y con ella reinar por la calumnia y la

astucia. Fernando V traía con las rachas del mar Mediterráneo un recuerdo de aventuras en

Grecia y la ambición de conquistas en Italia. Castilla tuvo entonces un gesto ampuloso viendo

84

volar sus águilas en el mismo cielo que las águilas romanas. Olvidó su ser y la sagrada y

entrañable gesta de su naciente habla, para vivir más en la imitación de una latinidad decadente

y barroca. Desde aquel día se acabó en los libros el castellano al modo del Arcipreste Juan

Ruiz. Las Españas eran la nueva Roma: El castellano quiso ser el nuevo latín, y hubo cuatro

siglos hasta hoy de literatura jactanciosa y vana. Ya nuestro gesto no es para el mundo.

Volvamos a vivir en nosotros y a crear para nosotros una expresión ardiente, sincera y cordial.

Desde hace muchos años, día a día, en aquello que me atañe, yo trabajo cavando la cueva

donde enterrar esta hueca y pomposa prosa castiza, que ya no puede ser la nuestra cuando

escribamos, si sentimos el imperio de la hora.

Aparentemente, tal manera perdura porque miramos las palabras como si fuesen

relicarios y no corazones vivos: Las amamos más, y nos parecen más bellas cuando guardan

huesos y cenizas. Las palabras son estáticas y se perenniza en ellas el sentimiento fugaz de que

nacieron, dándonos la ilusión de que no hubo mudanza en nuestra conciencia. Desterremos para

siempre aquel modo castizo, comentario de un gesto desaparecido con las conquistas y las

guerras. Amemos la tradición, pero en su esencia, y procurando descifrarla como un enigma

que guarda el secreto del Porvenir. Yo para mi ordenación tengo como precepto no ser histórico

ni actual, pero saber oír la flauta griega. Cuanto más lejana es la ascendencia hay más espacio

ganado al porvenir. La rosa se deshoja a poco de nacer, y para nuestras ilusiones el cristal no

nace ni muere. El Arte es bello porque suma en formas actuales evocaciones antiguas, y sacude

la cadena de siglos, haciendo palpitar ritmos eternos, de amor y de armonía.

VI

La belleza es la posibilidad que tienen todas las cosas para crear y ser amadas.

El tiempo desgrana eternamente sus horas, y en cada hora los sentidos del hombre

aprenden a conocer el Universo. Un día nuestros ojos y nuestros oídos destruirán las categorías,

los géneros, las enumeraciones, herencia de las viejas filosofías y de las viejas lenguas habladas

en el comienzo del mundo. Ojos y oídos, sutilizados por una educación de siglos, crearán

nuevas razones entre las cosas. Nuestro conocimiento será más cabal, y por cada grano de la

espiga, por cada hoja de la flor, por cada pájaro del nido será distinta la emoción en las almas.

Todas las cosas, lo mismo en sus diferencias que en sus semejanzas, se multiplicarán para el

goce del conocimiento, y los sentidos, aun sutilizados indefinidamente, no podrán contenerlas

jamás. El Universo, sin haber cambiado, nos dará una emoción distinta y dirá otra relación con

Dios. ¡Pero en la luz divina de este día aun seguiremos cautivos de los ritmos clásicos, y de su

tradición y de sus claras normas! Aparentemente nada tan efímero como las almas que guardan

85

su misterio fecundo en líneas, en ritmos, en números de palabras, y sin embargo, son las únicas

que vuelan sobre los siglos. Un largo pasado de amor, de quietud y de armonía, es siempre

augurio de un largo porvenir. Las prosas nacidas con el alba se deshojan cuandollega la tarde, y

sólo el cristal que cuenta mil años puede contar otros mil. La conciencia estética del pasado está

siempre en lo futuro, porque toda acción de belleza es un centro de amor que engendra los

infinitos círculos de la esfera.

El instante más pequeño de amor, es eternidad. Afanosos por conservar aquellas

normas clásicas que fueron como soles, animamos con nuevos significados el arte de los

antiguos y luchamos antes de alejarnos para siempre de su comprensión. Se ha obscurecido el

significado de los poetas griegos, y seguimos llevando en nosotros su culto con una llama de fe

y de amor al amor pasado. ¡Cuántas veces al buscar la belleza en los rudos poemas de otro

tiempo somos como tejedores de una tela inconsútil y dorada! Nuestras almas inquietas de

modernidad vierten en los ritmos viejos el tesoro de sus emociones nuevas. Los poemas

famosos y fabulosos, teologales y musicales, crisoles del alma antigua, serían como apagadas

escorias si nosotros no los vistiésemos de luz. La obra de belleza, creación de poetas y profetas,

se acerca a la creación de Dios: Ha tenido una significación en lo pasado y lleva a lo futuro otra

distinta, como el Universo. El alma demiurga está en nosotros, y el verso y el ritmo vuelven a

ser creados.

VII

Toda forma suprema de amor es una matriz cristalina y eterna. Ser bello es hacerse

centro de amor, y morar otra vez en el himen divino.

Y fueron las artes de los metales y de la piedra las primeras en definir el arquetipo de su

belleza, porque son realizadas sobre substancias duras, firmes, casi eternas, que a través de los

siglos perduran en una gracia matinal llena de evocaciones y de luz. Son las artes de los ojos de

un conocimiento fácil y placentero, y las literarias arcanas por demás. ¡Siempre alejándose,

siempre en espectros! Las hace inexpresivas la mudanza en los usos, absurdas el cambio de

religiones, intrincadas la modificación en las escrituras, opacas la corrupción prosódica de las

lenguas. Las artes literarias dan la sensación de no haberse definido aún, y de luchar por ser.

Aparecen como largos caminos por donde las almas van en la exploración de su Mundo

interior. Y las otras artes que cifran en la luz el goce de su belleza, son como rosas de la

Geometría. Por lo permanente de su emoción, por la alegría del conocimiento, por la esencia de

sus normas, tienen algo de cristales. Son las artes engendradas y definidas por el Sol. Yo gusto

de hacer clara distinción entre los dos sutiles caminos matemáticos por donde nos llegan las

86

emociones estéticas: Todas las cosas bellas y mortales que nosotros creamos, son para los ojos

o son para los oídos, alternativamente.

Su goce no pueden disfrutarlo los dos sentidos a la vez. En las creaciones del alfabeto,

la luz es un medio para el conocimiento, pero la esencia que exprimen las letras, es de la

música. Solamente en el baile se juntan los sutiles caminos de la belleza, sonido y luz, en una

suprema comprensión. La armonía del cuerpo perdura en la sucesión de movimientos por la

unidad del ritmo. El baile es la más alta expresión estética, porque es la única que transporta a

los ojos los números y las cesuras musicales. Los ojos y los oídos se juntan en un mismo goce,

y el camino craso de los números musicales se sutiliza en el éter de la luz. En la luz está la

purificación de todas las cosas. Los sonidos son más de la substancia de las horas, más

yuxtaposición de un instante con otro instante. Todo el sistema de las palabras es un sistema de

larvas, de formas embrionarias, de matrices frías que guardan yerto el conocimiento de las

ideas adquiridas bajo el ritmo del Sol.

VIII

La suprema belleza de las palabras, sólo se revela, perdido el significado con que nacen,

en el goce de su esencia musical, cuando la voz humana, por la virtud del tono, vuelve a

infundirles toda su ideología.

La edad de oro amanecía, y los griegos, divinos pastores, contemplaban aún las pálidas

estrellas. Era en el silencio de las majadas, sobre las colinas con olivos, entre los perros

vigilantes. Sus almas se revelaron con la aurora; aquellos cabreros tenían los ojos soberanos de

las águilas y todas sus intuiciones las arrancaron a la celeste entraña del Sol. Los bosques de

sagrados senderos, los arroyos claros, las grutas de donde vuelan en los ocasos los pájaros de

largas alas, la sombra de los laureles, las playas lejanas y doradas, con el mar azul, fueron los

pobladores de sus almas.

Con ojos maravillados bajo la luz, recibían todas las imágenes como especies

eucarísticas, y eran tantas y tan diversas las imágenes, que en ellas se cifraban las normas de

todo el conocimiento. El sentir de los griegos fue hijo del mar y del cielo, de las colinas con

olivares y viñedos, y de las serranías con rebaños, de los bosques con genios y de lujuria de las

formas. La varia emoción que iban devanando los ojos por los agrios caminos, dio agilidad a

los cuerpos y a las mentes. No recibían el conocimiento del mundo como una herencia fría en la

urna de las palabras, manera de entender siempre larga, obscura, cronológica y crasa. Para

aquellos pastores las ideas significaban números y formas bajo el ritmo del Sol. Cuando se

reposaban en las alturas mirando al fondo de los valles arados, verdes, intensos,

87

experimentaban la emoción mística de la suma. Aquellos pastores arcádicos gozaron el éxtasis

panida desde las crestas donde trisca el macho cabrío. Lo que habían aprendido de una manera

semoviente, era gozado en quietud. El conocer cronológico se hacía estático, y las almas se

despojaban de la memoria como de la tela del tiempo, para aprender por el divino camino del

Sol. fue después, bajo el cielo latino, cuando los poetas, guiados por el hilo de las palabras; tal

como sonaban en la pauta griega, quisieron revelar el secreto de un mundo que no sabían ver.

Nació entonces el arte bajo el remedo clásico. Pero aquellos hombres míticos, después de arar

el pardo regazo de la llanura, de conocer uno a uno sus senderos, como largos relatos, se hacían

cetro y conciencia de visión sobre las cumbres. Y cada noche estrellada, reunidos en torno de

las hogueras, sintiendo el vaho de los rebaños dormidos, era el goce de recordar las imágenes

del día, y hacerlas revivir en el relato de los más ancianos. Y fue un ciego cantor, para quién la

noche parecía eterna, quien primero en la música de las palabras hizo arder la corona del Sol.

IX

El padre Homero pudo llamar a sus versos con un nombre de flor: Helio-tropos.

Son las palabras espejos mágicos donde se evocan todas las imágenes del mundo.

Matrices cristalinas, en ellas se aprisiona el recuerdo de lo que otros vieron, y nosotros ya no

podemos ver, por nuestra limitación mortal, aun cuando todas las imágenes y todos los Verbos

sean eternidades en el seno de la luz, como explicaba el mago Apolonio de Tyana. Para el

iniciado que todas las cosas crea y ninguna recibe en herencia, la luz es numen del Verbo. Las

palabras en su boca vuelven a nacer puras como en el amanecer del primer día, y el poeta es un

taumaturgo que transporta a los círculos musicales la creación luminosa del mundo. En los

números pitagóricos aprisiona las Ideas de Platón. Pero las imágenes, eternidades en la luz, sólo

dejan en la palabra la eternidad de su sombra, un rastro cronológico de aquello que los ojos

contemplaron y aprendieron de una vez. El pensamiento humano es como el fruto sagrado del

Sol. Así en todas las lenguas madres se revela la condición expresa de un paisaje, y así la

armonía de la lengua griega es fragancia de las islas doradas. Los mitos helénicos nacen en las

cristalinas cuevas de los montes, en el Verdoso seno de las frondas, en la azul ribera del mar. Si

el eremita ama su yermo, es porque su pensamiento se reposa fuera del mundo, y para

mantenerlo en quietud huye las solicitaciones de la Naturaleza. Toda llanura es yermo

espiritual. En la llanura sólo florecen los cardos del quietismo. El criollo de las pampas debe a

la vastedad de la llanura su alma embalsamada de silencio, y si alguna emoción despiernan en

ella los ritmos paganos, es por la mirra que quema en el sol latino la lengua de España. En la

llanura las imágenes son tristes y menguadas, se suceden con medida monótona y tarda como

88

sombras arrastradas en los pasos de un lento caminar. Allí la emoción para los ojos está en lo

largo de los caminos y en lo largo del tiempo para mudar la vista de las cosas. Aquel horizonte

monótono y curvo, ante el cual los ojos se aduermen un día entero de jornada, aquieta y

aniquila las almas. Es el desierto donde la fantasía, muere de sed. Estas llanuras miliarias

recorridas de un cabo al otro cabo por los pasos del hombre, son largas como una vida, y en

ellas los ojos jamás gozan en un acto puro la emoción de ser centro, si no es mirando al cielo.

¡Ay, faltan las suaves y azules montañas que ofrecen desde sus cumbres la visión al de los

valles, el conocimiento gozoso de la suma, la mística quietud del círculo y de la unidad! ¡Qué

enorme y difusa entre dos mares la pampa argentina! Allí los poetas tienen los ojos estériles y

su sentimiento clásico sólo se nutre en el seno cristalino de las palabras, que, como divinas

ánforas, atesoran los mirajes de los países lejanos. Las imágenes verbales, a pesar de su esencia

cronológica y de representar todas las cosas en teoría, son en aquella soledad más fecundas que

las formas de la Naturaleza. Están más llenas del secreto de vida que buscaba en la forma

sensible el divino Platón. Todo el conocimiento délfico de los ojos es allí convertido en ciencia

de los oídos, y en sutil aprender de topos. Se siente el paso de las sombras clásicas, pero

ninguno puede verlas llegar. Los pueblos de la pampa, cuando hayan levantado sus pirámides, y

sepultado en ellas sus tesoros, habrán de hacerse místicos. Sus almas cerradas a la cultura

helénica oirán entonces la voz profunda de la India Sagrada.

X

Águilas y topos son las bestias que simbolizan los modos del humano conocer. Águilas

de ojos soberanos, y topos auditores. Del divino laurel del día, nace la rosa del milagro musical.

La Lámpara Maravillosa, Del Valle-Inclán Ramón María. Espasa, Argentina, 1948.

89

Manuel Machado

(1874-1947)

En 1899 se trasladó a París, donde trabajó como traductor y conoció a literatos como

Amado Nervo y Pío Baroja. Regresó a Madrid en diciembre de 1900 y se incorporó al

grupo de jóvenes literatos, formado por Valle-Inclán y Maeztu, con quienes colaboró en la

fundación de las revistas Electray Juventud.

Como continuador de la labor folclorista de su padre, fue un renovador y divulgador de los

cantes flamencos, especialmente del "cante hondo". En 1912 publica un libro con este título

y obtiene un gran éxito.

Desde 1916 colaboró con el periódico El Liberal, aportando comentarios diarios y críticas

teatrales que le convirtieron en un personaje popular.

Adquirió prestigio como articulista en la prensa española e iberoamericana y ejerció la

corresponsalía literaria del periódico parisino Le Journal.

Durante los años de la Dictadura de Primo de Rivera (1923 - 1929) escribe siete obras de

teatro, con su hermano Antonio, que gozaron de gran éxito entre el público, como La Lola

se va a los puertos (1929) yLa duquesa de Benamejí (1932).

Al ser uno de los literatos más destacados que habían quedado en territorio franquista, es

nombrado miembro de la Academia de la Lengua Española en 1938. Al finalizar la guerra

escribe artículos en contra de la represión de civiles, como El quinto (Mandamiento), no

matar o Ejercicios de Sentido Común.

90

Capítulos del ensayo La Guerra Literaria.

Leyendo.

Estoy leyendo a D’Annunzio, en un camerino tibio, donde me he procurado una luz bastante

pálida: claridad sin brillo. Del libro se desprende un aroma evocador de jardines casi marchitos,

y la imaginación se recoge como para una plegaria que no se dice.

El libro me habla sottovoccede un pasado no muy lejano. Y es más fuerte el aroma,

siempre delicado. Surge un parque en la tarde. La tierra está muy blanca; entre los arrayanes

obscuros hay un secreto, una misteriosa incubación de sombras. Es el trabajo del jardín. Es el

silencio de la noche que nace. ¡Morir un poco!... Vago deseo de algo que no está aquí. Dulce

tormento de las almas sensitivas. Meditación que empieza sobre algo, y no sabemos dónde

termina. Momento en que el ánimo se ha ido para volver, sin decirnos de dónde viene… Una

cara muy blanca y unos ojos muy tristes que miran sin ver. Tristeza de todo y de nada. Hora del

alma. Ha sonado una nota lamentosa demasiado meliflua. Vuelvo á recogerme á una tristeza

positiva, á un recuerdo determinado. Pero no lo consigo; ahora mi corazón está vacío. No siento

nada, y, sin embargo, una ternura y una amargura infinitas me invaden, me envuelven… Pero

como si no fueran más, como si estuvieran en el aire del jardín, en el aroma de este libro

tranquilo y melancólico.

* * *

Ahora no es la flauta meliflua, sino el cuerpo de caza agrio y melodiosamente salvaje.

La tierra polvorienta, cálida, recién abandonada por el sol que traspone la loma… La cigarra

calla, y los bosques empiezan a despertar y el agua a escucharse. El paisaje ha cambiado. El

campo desnudo, grande, verde y rojo. Es la tierra con sus viejos valles, sus llanuras, sus

montañas admirables; el campo, el campo de cosecha y de batalla que jardinea Dios, riega el

cielo, alumbran las estrellas y barre el huracán. La solana y la umbría, una blanca, harta de luz,

sedienta; la otra húmeda, negra, misteriosa; pero grandes, incultas, tendidas hacia el sol y la

providencia.

Estoy leyendo á saltos, brillantes páginas de Hugo el noble, el fuerte. Su verso

magnífico me da calor como el sol, y su ternura viene a refrescarme como aura de la noche…

No puedo, no puedo, mi alma inquieta de los secretillos viejos y de misterios no muy

pavorosos, amables penumbras busca.

91

Viajando.

Lo que hay de alma mora en esta Granada inquietante y fantástica está en las cosas que no

hablan ni viven, pero que parecen deciros: Ven al seno de lo inefable, de lo prometido. Son

como el sueño de algo que murió joven, y melancoliza para siempre estos parajes con su

sombra de voluptuosidad no apurada.

Es una poesía de reproche, desconsolada, amarguísima. De día está en el resol de las

torres bermejas, en los crepúsculos de la Alhambra, en el agua del Generalife que guardan

cipreses y arrayanes. De noche, en los claros de luna que riegan el Albaicín. Y siempre, en los

ojos de las granadinas, llenos de ansias y de promesas, en los ojos de estas virgencitas tristes

que serían amantes perversas.

Decididamente, los últimos árabes dejaron á esto la maldición de los deseos

incumplidos, la inquietud de las voluptuosidades no agotadas. La pena de sus suspiros

reprochadores.

Yo comprendo muy bien á un amigo mío poeta y granadino, que, visitando conmigo la

Alhambra, se metió en un rincón de la sala de Abencerrajes y se echó á llorar, á llorar, á llorar

sin saber por qué.

Triunfo de sol.

Todo se ve. Hasta el vello que cubre la corteza de los árboles. Las hojas transparentan su tejido.

La línea lejana del horizonte arde en un vapor de polvo. Las montañas se recortan

negras sobre el cielo y el verde de la explanada está inundado de luz. El río -oro y plata- como

una serpiente de metal, va lento bajo el sol implacable. No hay vaguedades ni misterios, se ve

todo; y las sombras son recortadas y negrísimas y del mismo tamaño de los objetos, como

incrustaciones ó maqueados. El paisaje parece elevado á un éxtasis que dura horas enteras. La

luz es brutal, indiscreta. Las plantas flacidecen el beso cínico del sol; por las cortezas de los

árboles rueda la resina brillante como una lágrima por la mejilla arrugada de un viejo

endurecido…

Es la tristeza infinita… La poesía no ha venido aún.

92

Horas de Oro

Acaba la siesta. La siesta roja del verano andaluz. Y yo había despertado también al primer

hálito de brisa de la tarde; despertado…, ¿y para qué? Jamás un estado más perfecto de

indolencia. Ni ocupación ni preocupaciones; deseos ausentes, la vida en suspenso, moral y

material; ni sed ni curiosidad… Y, por colmo, la imposibilidad de volverme á dormir. Nunca

me ha parecido más necesario lo imprevisto, si se ha de seguir viviendo; nunca esperé á la ola

de la casualidad más tranquilo ni más inerte. ¡Oh, no hallaría la menor resistencia!... ¿Pero

vendrá? Los minutos son eternos. Si cierro los ojos veo una red dorada rojiza. La luz traspasa

mis párpados. Y el sueño parece haber huído para siempre.

Entretanto, como si un velo vaguísimo se le cayera lentamente, el sol va deslumbrando

menos, la atmósfera gana en diafanidad y pierde en calor, la línea de fuego que ribeteaba las

cosas en plein air parece enfriarse, platear, luego palidecer, irse. Y el blanco en las blancas

fachadas de las casas aparece más inofensivo, más puro y amable, sin refracciones agresivas. Se

queda mate y tranquilo sobre el fondo celeste.

Ha empezado la tarde y estamos en el momento antes de la melancolía vulgarizada por

los poetas, amada de las románticas y propicia al amor platónico.

No sé qué hallo de repulsivo en reconciliar el sueño, y puesto que lo imprevisto no

viene á mí, iré yo en su busca, sin saber mucho con qué objeto ni por qué camino. Pero qué

esfuerzo enorme se me antoja el levantarme; con qué supersticiosa inquietud abro las maderas

de mi balcón para que entre la luz; los cristales, para que pase el aire. Y hablar… imposible; me

parece que voy á romper una armonía mágica y que la casa, el pueblo, la Naturaleza entera se

derrumbará como los palacios encantados al pronunciar el conjuro.

Sin embargo, los ruidos que muevo, sin querer, entre los chismes de mi toilette, el agua

que cae en el lavabo, y, sobre todo, un pregón de flores que oigo en la calle, me van

devolviendo fuerzas de realidad, pequeños hechos que me van sacando del nirvana de mi siesta,

enormes catástrofes para mi alma que aún se atardaba en las regiones del sueño, ó de… en fin,

de esas regiones que no sabemos.

De pronto, la caída de una porcelana por mis manos torpes sobre el mármol del tocador,

un frasco de colonia que se derrama por la mesa, me exasperan y me despiertan por completo,

brutalmente. Un ansia de vida y de ruido. Quiero ver, moverme, hablar.

Empiezo á querer… Timbres… Mi correspondencia… El ruido de un coche… ¿Qué

tenía que hacer hoy…? ¡Ah, sí! El primer criado que llega me encuentra tarareando un trozo de

93

opereta. Algo que había en mi cuarto se va por fin. El reloj da las seis. Sé que he soñado, pero

no recuerdo qué ha sido. ¿Por qué tengo un miedo terrible de encontrarme á ella, hoy más que

otro día?...

La Guerra Literaria (1898-1914), Machado, Manuel. Imprenta Hispano-Alemana,

Madrid, 1913.

94

Ramiro de Maeztu

(1874-1936)

Su exclusiva dedicación al ensayo y al periodismo lo ha relegado al papel de

comparsa de la generación del fin de siglo, pese a que fue, con Azorín y Baroja,

miembro del «Grupo de los tres».

Sus argumentos se despliegan en los controvertidos artículos de Acción Española,

reunidos en Defensa de la hispanidad (1934) y convertidos en biblia ideológica del

primer franquismo: catolicismo y nacionalismo a ultranza, condena de la

heterodoxia extranjerizante (Ilustración dieciochesca y liberalismo decimonónico, a

la manera de Menéndez Pelayo), función cohesiva e imperial del idioma y la fe, que

deben abarcar no solo las antiguas colonias sino el mundo entero.

95

La Hispanidad

«El 12 de octubre, mal titulado el Día de la Raza, deberá ser en lo sucesivo el Día de la

Hispanidad.» Con estas palabras encabezaba su extraordinario del 12 de octubre último un

modesto semanario de Buenos Aires, El Eco de España. La palabra se debe a un sacerdote

español y patriota que en la Argentina reside, D. Zacarías de Vizcarra. Si el concepto de

Cristiandad comprende y a la vez caracteriza a todos los pueblos cristianos, ¿por qué no ha de

acuñarse otra palabra, como ésta de Hispanidad, que comprenda también y caracterice a la

totalidad de los pueblos hispánicos?

Primera cuestión: ¿Se incluirán en ella Portugal y Brasil? A veces protestan los

portugueses. No creo que los más cultos. Cámoens los llama (Lusiadas, Canto I, estrof. XXXI):

«Huma gente fortissima de Espanha»

André de Resende, el humanista, decía lo mismo, con palabras que elogia doña Carolina

Michaëlis de Vasconcelos: «Hispani omnes sumus.» Almeida Garret lo decía también: «Somos

Hispanos, e devemos chamar Hispanos a quantos habitamos a peninsula hispánica.» Y D.

Ricardo Jorge ha dicho: «chamese Hispánia à peninsula, hispano ao seu habitante ondequer

que demore, hispánico ao que lhe diez respeito.» Hispánicos son, pues, todos los pueblos que

deben la civilización o el ser a los pueblos hispanos de la península. Hispanidad es el concepto

que a todos los abarca.

Veamos hasta qué punto los caracteriza. La Hispanidad, desde luego, no es una raza.

Tenía razón El Eco de España para decir que está mal puesto el nombre de Día de la Raza al

del 12 de octubre. Sólo podría aceptarse en el sentido de evidenciar que los españoles no damos

importancia a la sangre, ni al color de la piel, porque lo que llamamos raza no está constituido

por aquellas características que puedan transmitirse al través de las obscuridades

protoplásmicas, sino por aquellas otras que son luz del espíritu, como el habla y el credo. La

Hispanidad está compuesta de hombres de las razas blanca, negra, india y malaya, y sus

combinaciones, y sería absurdo buscar sus características por los métodos de la etnografía.

También por los de la geografía. Sería perderse antes de echar a andar. La Hispanidad

no habita una tierra, sino muchas y muy diversas. La variedad del territorio peninsular, con ser

tan grande, es unidad si se compara con la del que habitan los pueblos hispánicos. Magallanes,

al Sur de Chile, hace pensar en el Norte de la Escandinavia. Algo más al Norte, el Sur de la

Patagonia argentina, tiene clima siberiano. El hombre que en esas tierras se produce no puede

parecerse al de Guayaquil, Veracruz o las Antillas, ni éste al de las altiplanicies andinas, ni éste

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al de la selvas paraguaya o brasileña. Los climas de Hispanidad son los de todo el mundo. Y

esta falta de características geográficas y etnográficas, no deja de ser uno de los más decisivos

caracteres de la Hispanidad. Por lo menos es posible afirmar, desde luego, que la Hispanidad no

es ningún producto natural, y que su espíritu no es el de una tierra, ni el de una raza

determinadas.

¿Es entonces la Historia quien lo ha ido definiendo? Todos los pueblos de la Hispanidad

fueron gobernados por los mismos Monarcas desde 1580, año de la anexión de Portugal, hasta

1640, fecha de su separación, y antes y después por las dos monarquías peninsulares, desde los

años de los descubrimientos hasta la separación de los pueblos de América. Todos ellos deben

su civilización a los pueblos hispánicos. La civilización no es una aventura. Quiero decir que la

comunidad de los pueblos hispánicos no puede ser la de los viajeros de un barco que, después

de haber convivido unos días, se despiden para no volver a verse. Y no lo es, en efecto. Todos

aquellos conservan un sentimiento de unidad, que no consiste tan sólo en hablar la misma

lengua o en la comunidad del origen histórico, ni se expresa adecuadamente diciendo que es de

solidaridad, porque por solidaridad entiende el diccionario de la Academia, una adhesión

circunstancial a la causa de otros, y aquí no se trata de una adhesión circunstancial, sino

permanente.

No exageremos, sin embargo, la medida de la unidad. Pero es un hecho que un

Embajador de España no se siente tan extraño en Buenos Aires como en Río Janeiro, ni en Río

Janeiro como en Londres, ni en Londres como en Tokío. Es también un hecho que no podrá

desembarcar un pelotón de infantería de marina norteamericana en Nicaragua, sin que se

lastime el patriotismo de la Argentina y del Perú, de Méjico y de España, y aún también el de

Brasil y Portugal. No sólo esto. El mero deseo de un político norteamericano, Mr. William G.

McAdoo, de que la Gran Bretaña y Francia transfieran a los Estados Unidos, para pago de sus

deudas de guerra, sus posesiones en las Indias occidentales y las Guayanas inglesa y francesa,

basta para que dé la voz de alarma un periódico tan saturado de patriotismo argentino como La

Prensa, de Buenos Aires, que proclama (18 de noviembre, 1931), que todos los pueblos

hispanoamericanos abogan por «la independencia de Puerto Rico, el retiro de tropas de

Nicaragua y Haití, la reforma de la enmienda Platt y el desconocimiento, como doctrina, del

enunciado de Monroe».

De otra parte, habría muchas razones para dudar de que sea muy sólida esta unidad que

llamamos hispánica. En primer término, porque carece de órgano jurídico que la pueda afirmar

con eficacia. Un ironista llamó a las Repúblicas hispanoamericanas «los Estados Desunidos del

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Sur», en contraposición a los Estados Unidos del Norte. Pero más grave que la falta del órgano

es la constante crítica y negación de las dos fuentes históricas de la comunidad de los pueblos

hispánicos, a saber: la religión católica y el régimen de la Monarquía católica española. Podrá

decirse que esta doble negación es consubstancial con la existencia misma de las repúblicas

hispanoamericanas, que forjaron su nacionalidad en lucha contra la dominación española. Pero

esta interpretación es demasiado simple. Las naciones no se forman de un modo negativo, sino

positivamente y por asociación del espíritu de sus habitantes a la tierra donde viven y mueren.

Es puro accidente que, al formarse las nacionalidades hispánicas de América, prevalecieran en

el mundo las ideas de la revolución francesa. Ocurrió que prevalecían y que han prevalecido

durante todo el siglo pasado. Los mejores espíritus están ya saliendo de ellas, tan desengañados

como Simón Bolívar, cuando dijo: «Los que hemos trabajado por la revolución hemos arado en

el mar.»

Ahora están perplejos. Ya han perdido los más perspicaces la confianza que tenían en

las doctrinas de la revolución. En su crisis actual, no quedarán muchos talentos que puedan

asegurar, como Carlos Pellegrini hace tres cuartos de siglo, que «el progreso de la República

Argentina es un hecho forzoso y fatal». La fatalidad del progreso es una de las ilusiones que

aventó la gran guerra. Todos los ingenios hispanoamericanos no tienen la ruda franqueza con

que el chileno Edwards Bello proclamó que: «el arte iberoamericano, sin raíces en las

modalidades nacionales, carece de interés en Europa.» Pero muchos sienten que las cosas no

marchan como debieran, ni mucho menos como en otro tiempo se esperaba. En lo económico,

esos pueblos, que viven al día, dependen de las grandes naciones prestamistas, antes, de

Inglaterra, ahora, de los Estados Unidos. No son pueblos de inventores, ni de grandes

emprendedores. Sus investigadores son también escasos. Padecen, agravados, los males de

España. Lo atribuye Edwards Bello, a que están divididos en tantas nacionalidades. Lo que hizo

grande, a juicio suyo, a Bolívar y a Rubén Darío, fue haber podido ser, en un momento dado, el

soldado y el poeta de todo un Continente. El hecho es que los pueblos hispánicos viven al día,

sin ideal. ¿Y no dependerá la insuficiente solidaridad de los pueblos hispánicos de que han

dejado apagarse y deslucirse sus comunes valores históricos? ¿Y no será esa también la causa

de la falta de originalidad? Lo original, ¿no es lo originario?

Ahora está el espíritu de la Hispanidad medio disuelto, pero vivo. Se manifiesta de

cuando en cuando como sentimiento de solidaridad y aún de comunidad, pero carece de

órganos con que expresarse en actos. De otra parte, hay signos de intensificación. Empieza a

hacer la crítica de la crítica que contra él se hizo y a cultivar mejor la Historia. La Historia está

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llamada a transformar nuestros panoramas espirituales y nunca ha carecido de buenos

cultivadores en nuestros países. Lo que no tuvimos, salvo el caso único e incierto de Oliveira

Martins, fue hombres cuyas ideas supieran iluminar los hechos y darles su valor y su sentido.

Hasta ahora, por ejemplo, no se sabía, a pesar de los miles de libros que sobre ello se han

escrito, cómo se había producido la separación de los países americanos. Desde el punto de

vista español parecía una catástrofe tan inexplicable como las geológicas. Pero hace tiempo que

entró en la geología la tendencia a explicarse las transformaciones por causas permanentes,

siempre actuales. ¿Y por qué no han de haber separado de su historia a los países americanos

las mismas causas que han hecho lo mismo con una parte tan numerosa del pueblo español? Si

Castelar, en el más celebrado de sus discursos ha podido decir: «No hay nada más espantoso,

más abominable, que aquel gran imperio español que era un sudario que se extendía sobre el

planeta», y ello lo había aprendido D. Emilio de otros españoles, ¿por qué no han de ser estos

intrépidos fiscales los maestros comunes de españoles e hispanoamericanos? Si todavía hay

conferenciantes españoles que propalan por América paparruchas semejantes a las que creía

Castelar, ¿por qué no hemos de suponer que, ya en el siglo XVIII, nuestros propios

funcionarios, tocados de las pasiones de la Enciclopedia, empezaron a propagarlas? Pues bien,

así fue. De España salió la separación de América. La crisis de la Hispanidad se inició en

España.

* * *

Un libro todavía reciente, Los Navíos de la Ilustración, de D. Ramón de Basterra, empezó a

transformar el panorama cultural. Basterra se encontró en Venezuela con los papeles de la

Compañía Guipuzcoana de Navegación, fundada en 1728, y vio que los barcos del conde Peña

Florida y del marqués de Valmediano, de cuya propiedad fueron después partícipes las familias

próceres de Venezuela, como los Bolívar, los Toro, Ibarra, La Madrid y Ascanio, llevaban y

traían en sus camarotes y bodegas los libros de la Enciclopedia francesa y del siglo XVIII

español. Por eso atribuyó Basterra la independencia de América al hecho de haberse criado

Bolívar en las ideas de los Amigos del País de aquel tiempo. El error no consiste sino en

suponer que acaeció solamente en Venezuela lo que ocurría al mismo tiempo en toda la

América española y portuguesa, como consecuencia del cambio de ideas que el siglo XVIII

trajo a España. Al régimen patriarcal de la Casa de Austria, abandonado en lo económico, [13]

escrupuloso en lo espiritual, sucedió bruscamente un ideal nuevo de ilustración, de negocios, de

compañías por acciones, de carreteras, de explotación de los recursos naturales. Las Indias

99

dejaron de ser el escenario donde se realizaba un intento evangélico para convertirse en

codiciable patrimonio. Pero, ¿no ocurría lo propio en España?

Un erudito inglés, Mr. Cecil Jane, ha desarrollado recientemente la tesis de que la

separación de América se debe a la extrañeza que a los criollos produjeron las novedades

introducidas en el gobierno de aquellos países por los virreyes y gobernadores del siglo XVIII.

El hecho de que los propios monarcas españoles incitaran a Jorge Juan y a Ulloa a poner en

berlina todas las instituciones, así como los usos y costumbres, en sus Noticias Secretas de

América, destruyó, a juicio de Mr. Jane, el fundamento mismo de la lealtad americana: «Desde

ese momento ganó terreno la idea de disolver la unión con España, no porque fuese odiado el

Gobierno español, sino porque parecía que el Gobierno había dejado de ser español, en todo,

salvo el nombre.» Pero antes de Jorge Juan y Ulloa, antes de la Compañía Guipuzcoana de

Navegación, cuenta D. Carlos Bosque, el historiador español (muerto hace poco en Lima para

retardo de nuestras reivindicaciones), que el marqués de Castelldosrius fue nombrado virrey del

Perú por recomendación del propio Luis XIV, por haber sido uno aristócrata catalán que abrazó

contra el Archiduque la causa de Felipe V. Castelldosrius fue a Lima con la condición de

permitir a los franceses un tráfico clandestino contrario al tradicional régimen del virreinato. Al

morir Castelldosrius y verse sustituido por el Obispo de Quito, fue éste procesado por haber

suprimido el contrabando francés, que era perjudicial para el Perú y para el Rey. El proceso

culpa al obispo de haber prohibido pagar cuentas atrasadas del virrey. Es un dato que revela el

cambio acontecido. Los virreyes empiezan a ir a América para pagar deudas antiguas. Así se

pierde un mundo.

Todos los conocedores de la historia americana saben que el hecho central y decisivo

del siglo XVIII fue la expulsión de los jesuitas. Sin ella no habría surgido, por lo menos

entonces, el movimiento de la independencia. Lo reconoce, con lealtad característica, D.

Leopoldo Lugones, poco afecto a la retórica hispanófila. La avaricia del marqués de Pombal,

que quería explotar, en sociedad con los ingleses, los territorios de las misiones jesuíticas de la

orilla izquierda del río Uruguay, y el amor propio de la marquesa de Pompadour, que no podía

perdonar a los jesuítas que se negasen a reconocerla en la Corte una posición oficial, como

querida de Luis XV, fueron los instrumentos de que se sirvieron los jansenistas y los filósofos

para tratar de acabar con los jesuítas. El conde Aranda, enérgico, pero cerrado de mollera, les

sirvió en España sin darse cuenta clara de lo que estaba haciendo. «Hay que empezar por los

jesuitas como los más valientes», escribía D'Alembert a Chatolais. Y Voltaire a Helvecio, en

1761: «Destruidos los jesuítas, venceremos a la infame.» La «infame», para Voltaire, era la

100

Iglesia. El hecho es que la expulsión de los jesuítas produjo en numerosas familias criollas un

horror a España, que al cabo de seis generaciones no se ha desvanecido todavía. Ello se

complicó con el intento del siglo XVIII de substituir los fundamentos de la aristocracia en

América. Por una de las más antiguas Leyes de Indias, fechada en Segovia el 3 de julio de

1533, se establecía que: «Por honrar las personas, hijos y descendientes legítimos de los que se

obligaren a hacer población (entiéndase tener casa en América)..., les hacemos hijosdalgos de

solar conocido...» Por eso, las informaciones americanas sobre noblezas prescindieron en los

siglos XVI y XVII, de los «abuelos de España», deteniéndose en cambio en referir con todo

lujo de detalles, como dice el genealogista Lafuente Machain, las aventuras pasadas en

América; y es que la aspiración, durante aquellos siglos, era tener sangre de Conquistador, y en

ellas se basaba la aristocracia americana. El siglo XVIII trajo la pretensión de que se fundara la

nobleza en los señoríos peninsulares, por medio de una distinción que estableció entre la

hidalguía y la nobleza, según la cual la hidalguía era un hecho natural e indeleble, obra de la

sangre, mientras la nobleza era de privilegio o nombramiento real. La aristocracia criolla se

sintió relegada a segundo término, hasta que con las luchas de la independencia surgió la

tercera nobleza de América, constituida por «los próceres», que fueron los caudillos de la

revolución.

Hubo también otros criollos que siguieron las lecciones de los españoles, y se

enamoraron de los ideales de la Enciclopedia, y su número fue creciendo tanto durante el curso

del siglo XIX, que un estadista uruguayo, D. Luis Alberto de Herrera, podía escribir en 1910,

que la América del Sur «vibra con las mismas pasiones de París, recogiendo idénticos sus

dolores, sus indagaciones y sus estallidos neurasténicos. Ninguna otra experiencia se acepta;

ningún otro testimonio de sabiduría cívica o de desinterés humano se coloca a su altura

excelsa». Ha de reconocerse que Francia tiene su parte de razón cuando recaba para sí la

primacía, como cabeza de la latinidad y principal protagonista de la revolución, diciendo a los

hijos de la América hispánica: «Vous n'êtes pas les fils de l'Espagne, vous êtes les fils de la

Révolution Francaise.» Bueno; ya no hay franceses, por lo menos entre los intelectuales

distinguidos, que se entusiasmen con su revolución. Lo que hacen los de ahora es buscar en la

música de la Marsellesa, que es himno sin Dios, entre los demás grandes himnos nacionales, la

misma letra con que le hablaban a Juana de Arco las voces de Domorémy. Y empieza a haber

no sólo españoles, sino americanos, que vislumbran que la herencia hispánica no es para

desdeñada.

101

Saturados de lecturas extranjeras, volvemos a mirar con ojos nuevos la obra de la

Hispanidad y apenas conseguimos abarcar su grandeza. Al descubrir las rutas marítimas de

Oriente y Occidente hizo la unidad física del mundo; al hacer prevalecer en Trento el dogma

que asegura a todos los hombres la posibilidad de salvación, y por tanto de progreso, constituyó

la unidad de medida necesaria para que pueda hablarse con fundamento de la unidad moral del

género humano. Por consiguiente, la Hispanidad creó la Historia Universal, y no hay obra en el

mundo, fuera del Cristianismo, comparable a la suya. A ratos nos parece que después de haber

servido nuestros pueblos un ideal absoluto, les será imposible contentarse con los ideales

relativos de riqueza, cultura, seguridad o placer con que otros se satisfacen. Y, sin embargo,

desechamos esta idea, porque un absolutismo que excluya de sus miras lo relativo y cotidiano,

será menos absoluto que el que logre incluirlos. El ideal territorial que sustituyó en los pueblos

hispánicos al católico tenía también, no sólo su necesidad, sino su justificación. Hay que hacer

responsables de la prosperidad de cada región territorial a los hombres que la habitan. Mas por

encima de la faena territorial se alza el espíritu de la Hispanidad. A veces es un gran poeta,

como Rubén, quien nos lo hace sentir. A veces es un extranjero eminente quien nos dice, como

Mr. Elihu Root, que: «Yo he tenido que aplicar en territorios de antiguo dominio español leyes

españolas y angloamericanas y he advertido lo irreductible de los términos de orientación de la

mentalidad jurídica de uno y otro país.» A veces es puramente la amenaza a la independencia

de un pueblo hispánico lo que suscita el dolor de los demás.

Entonces percibimos el espíritu de la Hispanidad como una luz de lo alto. Desunidos,

dispersos, nos damos cuenta de que la libertad no ha sido, ni puede ser, lazo de unión. Los

pueblos no se unen en libertad, sino en la comunidad. Nuestra comunidad no es geográfica,

sino espiritual. Es en el espíritu donde hallamos al mismo tiempo la comunidad y el ideal. Y es

la Historia quien nos lo descubre. En cierto sentido está sobre la Historia, porque es el

catolicismo. Y es verdad que ahora hay muchos semicultos que no pueden rezar el Padrenuestro

o el Ave María, pero si los intelectuales de Francia están volviendo a rezarlos, ¿que razón hay,

fuera de los descuidos de las apologéticas usuales, para que no los recen los de España? Hay

otra parte puramente histórica, que nos descubre las capacidades de los pueblos hispánicos

cuando el ideal los ilumina. Todo un sistema de doctrinas, de sentimientos, de leyes, de moral,

con el que fuimos grandes; todo un sistema que parecía sepultarse entre las cenizas del pretérito

y que ahora, en las ruinas del liberalismo, en el desprestigio de Rousseau, en el probado

utopismo de Marx, vuelve a alzarse ante nuestras miradas y nos hace decir que nuestro siglo

XVI, con todos sus descuidos, de reparación obligada, tenía razón y llevaba consigo el

102

porvenir. Y aunque es muy cierto que la Historia nos descubre dos Hispanidades diversas, que

Herriot días pasados ha querido distinguir, diciendo que era la una la del Greco, con su

misticismo, su ensoñación y su intelectualismo, y la otra de Goya, con su realismo y su afición

a la «canalla», y que pudieran llamarse también la España de Don Quijote y la de Sancho, la del

espíritu y la de la materia, la verdad es que las dos no son sino una, y toda la cuestión se reduce

a determinar quién debe gobernarla, si los suspiros o los eruptos. Aquí ha triunfado, por el

momento, Sancho; no me extrañará, sin embargo, que los pueblos de América acaben por

seguir a Don Quijote. En todo caso, hallarán unos y otros su esperanza en la Historia: «Ex

proeterito spes in futurum.»

103

La Hispanidad en crisis

Las dos Américas

André Siegfried, en su obra sobre Los Estados Unidos de hoy, ha pintado de un trazo los

esfuerzos de la gran República norteamericana durante la post-guerra definiéndolos como «la

reacción activa del elemento viejo-americano contra la insidiosa conquista del elemento de

sangre extranjera». El pueblo norteamericano se siente internamente en peligro y «procura su

salud buscando su fortaleza en las fuentes mismas de su vitalidad». Amenazado en lo físico,

porque las estadísticas le dicen que el antiguo elemento anglosajón no sólo disminuye

relativamente a otros, sino de un modo absoluto, por la gran proporción que no se casa, más un

13 por 100 de matrimonios estériles y un 18 que no tienen más que un hijo, hasta hace poco

tiempo podía consolarse con la esperanza de asimilar a sus ideas a las multitudes inmigrantes.

Esa esperanza se ha desvanecido. Los norteamericanos han llegado a la conclusión de que no

pueden inculcar su manera de ser sino entre los europeos nórdicos de religión protestante:

ingleses, escoceses, escandinavos, holandeses y alemanes. Y como los nórdicos católicos,

irlandeses o canadienses, los europeos mediterránicos, los españoles e hispanoamericanos, los

eslavos y los judíos se resisten a dejarse asimilar, los norteamericanos, con las nuevas leyes de

inmigración, les han cerrado el acceso a su país, a pesar de que, ya en los comienzos del siglo

XVI, el padre Vitoria consideraba atentatorio al derecho de gentes prohibir a los extranjeros

viajar por un territorio o habitarlo permanentemente.

El viejo-americano está contento consigo mismo. Se cree seguro del éxito, de la

victoria, de la libertad, de su sabiduría política, de su capacidad industrial. Se halla convencido

de que lo mejor que puede suceder a los pueblos inmigrantes es dejarse dirigir por el antiguo

elemento puritano de América. Por eso creyó antes que con un régimen de libertad y de

igualdad se los asimilaría sin esfuerzo. Pero puesto que no es así, hay que mantener a toda costa

«los derechos casi ilimitados del cuerpo social, en su defensa contra los elementos extranjeros o

los fermentos de disolución que amenazan su integridad». El norteamericano no quiere

mestizajes. Gracias a su política de desdén y exclusión respecto de los negros, se jacta de que

su patria no llegará a ser en lo futuro «un segundo Brasil». El ideal sería que prevaleciese

eternamente «el puritano de tradición inglesa, satisfecho y seguro de sus excelentes relaciones

con Dios». Con ello no dice M. Siegfried cosa nueva a los lectores informados, pero los

periódicos franceses, al ver en la guerra que el Ejército norteamericano prefirió establecer sus

104

bases en San Nazario y en Burdeos y no en los puertos del Canal de la Mancha, donde tenían

las suyas los ingleses, imaginaron que ingleses y norteamericanos se detestaban. M. Siegfried

hace bien en decirles que en los Estados Unidos hay una tradición no escrita, por cuya virtud

«la ascendencia angloescocesa es casi necesaria para ocupar los altos cargos»; lo aristocrático,

en la América del Norte, es lo de origen angloescocés, y la razón de que los Estados Unidos

entraran en la guerra «fue el mantenimiento de la hegemonía anglosajona, común a los ingleses

y norteamericanos», aunque M. Siegfried ha podido añadir que ingleses y norteamericanos se la

disputan entre sí desde hace más de un siglo.

Esta es la verdadera relación de los Estados Unidos e Inglaterra: rivalidad recíproca y

solidaridad profunda, en momentos de peligro, frente al resto del mundo. ¿Y no es ésta una

relación admirable y que debiera servir de ejemplo a los pueblos de Hispanoamérica y de

España? Sólo que éste es obviamente un modelo que no podemos imitar. Ni españoles ni

hispanoamericanos nos creemos superiores a los demás pueblos, ni nos lo creíamos jamás, ni

siquiera cuando teníamos la certidumbre de estar librando «las batallas de Dios», porque una

cosa es creer en la excelencia de nuestra causa y otra distinta envanecerse de la propia

excelencia. Nunca pensamos que Dios hubiera venido al mundo para nosotros solos, sino que

peleamos precisamente por la creencia, vieja como la Iglesia, pero olvidada, desconocida o

negada por las sectas, de que Dios quiso que todos los hombres fuesen salvos. Y aunque

también los españoles y todos los pueblos hispánicos supimos enorgullecernos de ser

campeones y defensores del Catolicismo, no por ello nos imaginamos nunca que éramos, «por

decirlo así», como escribe Menéndez y Pelayo en su estudio sobre Calderón: «el pueblo elegido

por Dios, llamado por El para ser brazo y espada suya, como lo fue el pueblo de los judíos»,

sino que preferimos pensar que éramos nosotros los que, de propia iniciativa, habíamos elegido

la defensa de la causa de Dios. En el primer caso, de habernos sentido ser pueblo elegido,

habría reinado entre los pueblos hispánicos la misma rivalidad y solidaridad que entre los

anglosajones: rivalidad por mostrar que era cada uno de nosotros el más elegido entre los

elegidos, y solidaridad frente al tumulto de los demás pueblos no favorecidos. Pero lo que

nosotros sentimos no fue la superioridad de seres escogidos, sino la de la causa que habíamos

abrazado y era lógico que al desengañarnos o resfriarnos o fatigarnos de la común empresa,

cada uno de nuestros pueblos se fuera por su lado.

Es posible que a ello haya contribuido la dispersión geográfica de los pueblos

hispánicos y que hubieran conservado mayor unidad espiritual, tanto entre sí como con la

metrópoli, de haber formado un todo contiguo, como el de los Estados Unidos, pero si las

105

condiciones geográficas pueden ser obstáculo para las relaciones económicas, no lo son para la

comunidad de la fe. Aquí hay que afirmar en absoluto la primacía de lo espiritual. El Imperio

hispánico se sostuvo más de dos siglos después de haber perdido Felipe II, en 1588, el dominio

del mar, que en lo material lo aseguraba, y se hubiera mantenido indefinidamente, aun después

de llegados a su mayoría de edad las naciones americanas y afirmado su independencia como

Estados, si se juzgaba conveniente, de haber conservado el ideal común que las unía entre sí y

con España. Porque la solidaridad racial que une a los ingleses, a sus colonos y a los

norteamericanos no se afirma sino en tiempos de bonanza, que justifican la creencia en la

propia superioridad. La solidaridad en el ideal resiste, en cambio, a la derrota, y por ello pudo

soportar, sin quebrantarse, el Imperio español las paces de Wesphalia y de los Pirineos, de

Lisboa y de Aquisgrán, y todas las otras que fueron señalando el declive de España en Europa.

En la guerra de Sucesión, durante los quince años primeros del siglo XVIII, se halló España

invadida por tropas extranjeras, sin que nadie, en América o en Filipinas, pensara en

sublevarse. Pero perdimos la unidad de la fe en el curso del siglo enciclopédico. Los mismos

funcionarios españoles lo pregonaron en los países hispanoamericanos, con lo que se la

hicieron perder a ellos. Y entonces, a la primera crisis grave, cada uno de nuestros pueblos se

fue por su camino: unos a buscar inmigrantes que los europeizaran; otros, a seguir a los

caudillos que les salieron de entre las patas de los caballos, según la frase de Vallenilla Lanz;

otros, a soñar con la teocracia; otros, a imaginarse la restauración de los incas o de los aztecas.

Y aún estamos en ello.

El desorientado siglo XIX

Lo peor no fue, sin embargo, que cada pueblo hispano-americano se fuera por su lado, sino que,

apenas se sintieron independientes, se dieran a pelear consigo mismos, con tanta falta de

sentido que, a las décadas de confusión y lucha, no se encontraba otra salida que otras décadas

de dictadura y de silencio; y como esta alternativa de tiranía y caos parece ser fatal a los

pueblos hispánicos, los escritores políticos de la América española no han cesado de

preguntarse durante un siglo si no tiene la culpa de todo ello la herencia española o la sangre

india.

Es evidente, en efecto, que los pueblos de Hispano-América no han sabido ajustar su

vida a los patrones de Montesquieu o de Rousseau. Pero en vez de preguntarse si hay algún

pueblo que lo haya conseguido y si la misma Francia debe tanto su estructura política a la

revolución del siglo XVIII como a su Monarquía milenaria, numerosos publicistas

hispanoamericanos han preferido cortarse las venas de su sangre española y olvidarse para la

106

formación de su cultura hasta de que ha existido España. Excusado es decir que el ejemplo de

nuestras guerras civiles del pasado siglo y la perplejidad e incertidumbre de nuestros Gobiernos

ante los grandes problemas del mundo, no hacían sino echar leña al fuego del antiespañolismo.

Y aunque en los últimos treinta años ha habido pensadores que, como el uruguayo Herrera o el

argentino Arrayagaray, han visto claro que el culto de la revolución francesa ha sido funesto

para sus compatriotas, todavía se mantiene en América la tradición antiespañola –las

Universidades suelen alimentar este fuego profano– y se sigue pensando, aunque no ya por los

mejores, que civilizar es desespañolizar y que la culpa de que no se viva más a menudo con

arreglo a derecho, la tienen los españoles o los indios, o entrambos combinados.

La historia, en cambio, nos dice que en América se vivió, durante siglos, en paz y en

gracia de Dios, los mismos siglos que en España, con la diferencia de que América progresaba

todo el tiempo y tan de prisa, que sus pueblos se hacían grandes y mayores, quizás antes de su

hora, mientras que a la Metrópoli no la dejaban levantar cabeza las vicisitudes de la política

europea. La razón de aquella prosperidad es que los pueblos hispánicos estaban unidos por un

ideal común universalmente acatado, como era la empresa de civilización católica que estaban

realizando con las razas indígenas, y que vivían bajo una autoridad también común y por todos

respetada, como era el rey de España. Estas fueron las dos condiciones de la prosperidad de los

pueblos hispánicos: el ideal y la autoridad comunes, y la más importante de las dos fue el ideal.

Ello se pudo ver en los quince años de la guerra de Sucesión. Faltó el Rey, pero los americanos

y los filipinos dejaron que los españoles decidieran si había de ser Carlos de Austria o Felipe de

Borbón, y siguieron obedeciendo a la idea platónica de un Rey inexistente, en cuyo nombre

gobernaban los virreyes y hacían justicia las audiencias. En 1810, en cambio, no sólo faltó el

rey, sino la unidad del ideal, y los pueblos de América creyeron llegada la hora de hacer cada

hombre lo que le viniera en ganas. Los mismos llaneros venezolanos que primero pelearon con

Boves por el rey de España y contra Bolívar, se batieron después con el mismo ardimiento por

la independencia americana a las órdenes de Páez.

Y es que la unidad del ideal se había roto. Los indios se echaron a dormir y los criollos

se dijeron: «Si no hay Dios, todo es en vano. ¿Qué queda entonces? Caprichos de poder o

caprichos de placer, y lo esencial no es tanto el objeto del capricho como satisfacerlo en el

instante.» De ahí la preferencia de la política sobre el trabajo, y de la revolución sobre la

propaganda. Los varones graves protestaban. Sarmiento y Alberdi hubieran querido que los

argentinos fuesen belgas o daneses. Alberdi pedía que se poblase artificialmente la Argentina

de europeos del Norte, porque la inmigración del Sur: españoles, italianos, eslavos, etcétera, le

107

parecía incapaz de educarse «en la libertad, en la paz y en la industria». Pero flamencos y

escandinavos son pacíficos mientras viven en sus tierras estrechas, donde la subsistencia de sus

poblaciones excesivas tienen por base el orden. Los holandeses trasplantados al África del Sur

tienen muy poco de pacíficos, y los pueblos de Australia y Nueva Zelanda no son, en conjunto,

superiores a los de Chile y la Argentina. Los varones graves de la América hispana se

desesperaban al advertir que sus países no sentían los ideales de riqueza, cultura e higiene con

la misma reverencia que la religión en otros tiempos. Pero sus pueblos, al oírles, se

preguntaban: ¿Para qué?

Al morir Simón Bolívar, exclamó: «¡Los tres más grandes majaderos de la Historia

hemos sido Jesucristo, Don Quijote... y yo!» Y comenta finamente Teófilo Ortega que ello

demuestra que Bolívar había conseguido sus fines: «Nadie pensaba que lo que perseguía

era eso. Esto no era aquello. Y aquello no llegará jamás.» Bolívar se encontró con el desengaño

inevitable a todo el que quiere lo relativo con el amor que se debe a lo absoluto. Ya lo dijo un

francés: «¡Era tan hermosa la República en tiempos del Imperio!» Hace cuarenta años tropecé

yo con un cubano a quien se le subían de pura admiración las lágrimas a los ojos cuando

hablaba de los hoteles de Nueva York y de sus ascensores, y de cómo oprimiendo un botón

entraba en el cuarto una criada con un vaso de agua helada y cómo tocando otro botón salía por

un grifo el agua hirviendo. Y desde Madrid hemos presenciado todo un cuarto de siglo el

espectáculo de un hispanoamericano de gran talento y que no creía en nada, como Gómez

Carrillo, pero que diariamente doblaba la rodilla ante los placeres, las perversidades y «El alma

encantadora de París». En todo el siglo XIX y en el comienzo del XX, menudearon en la

Hispanidad las almas que se enamoraban de minucias, con amor digno de mejor causa, los

pueblos enteros se tendían en la tierra por falta de ideal y los próceres se enfurecían con sus

pueblos y les lanzaban venablos y centellas por no entusiasmarse con sus ideales de escuela y

de despensa.

Sólo que su postrera exclamación demuestra que Bolívar, hombre de más corazón que

entendimiento, no se dio cuenta clara de que Don Quijote no es un personaje de la Historia, ni

de que Jesucristo no sintió, ni en la cruz, el desengaño de su ideal. Ello lo explicó San Pablo

cuando decía de la caridad que es paciente y benigna, no envidiosa, ni ligera, ni soberbia, ni

ambiciosa, ni aprovechada, ni mal pensada, ni iracunda: «Todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo

lo espera, todo lo soporta.» El espíritu inflamado por genuinos ideales absolutos no se

desencanta por que los otros hombres no sean santos. Sabe que está en el mundo para poner a

los demás hombres en el camino de su santificación, que es también el de su deificación, y sabe

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igualmente que para esta empresa infinita tendrá que echar mano de todos los instrumentos

aprovechables: la escuela y la despensa, los caminos, la higiene y la cultura. Todo lo relativo se

ordenará en la dirección de lo absoluto, todos los medios hallarán su justificación en función de

los fines. Pero si falta lo absoluto, lo relativo pierde su valor. Y para los pueblos que han

conocido los ideales supremos escribió Dostoiewsky su dilema: «O el valor absoluto o la nada

absoluta», que es la razón de que los próceres de América no debieran avergonzarse de sus

indios, por haber preferido la ociosidad y la miseria a la tentación de los salarios elevados,

desde el día funesto en que dejaron de oír aquella voz del Evangelio que los estaba levantando,

no sólo en lo moral, sino también en lo económico.

Pero de estas incertidumbres hispanoamericanas del siglo XIX tiene la culpa el

escepticismo español del siglo XVIII.

109

El valor de la Hispanidad

Libertad, igualdad, fraternidad

Ganivet nos dice que el «eje diamantino» de la vida española es un principio senequista:

«Mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de tí que eres un

hombre.» He leído algunos libros de Séneca, en busca del pasaje de donde pudo sacar esa

enseñanza. No lo he encontrado. Hasta se me figura que no podrá encontrarse, porque lo que

viene a decir Séneca es algo que se le parece a primera vista, pero que en el fondo es muy

distinto, y es que el sabio, el cuerdo, el prudente, el filósofo estoico se conduce de tal suerte,

sean cuales fueren las circunstancias, que se tiene que decir de él que es todo un hombre. Se

sobrentiende en Séneca, pero no en Ganivet, que los demás hombres, los que no son sabios, se

dejan, en cambio, llevar de sus pasiones o de las circunstancias.

Para los estoicos, en efecto, había dos clases de hombres: los sabios y el vulgo. Los

sabios se conducen como deben; los otros, en rigor, no se conducen, sino que son conducidos

por los sucesos. Y esta distinción explica la esterilidad del estoicismo. Los estoicos creían que

todos los hombres son hermanos, como hijos del mismo Dios, y se proclamaban ciudadanos del

mundo, pero esta ciudadanía y la conciencia de la paternidad de Dios era patrimonio exclusivo

de una aristocracia espiritual, aunque a ella perteneciera un esclavo, como Epicteto, y esta fue

la razón de que no se lanzaran a la predicación para que el común de los hombres se alzase del

polvo. Cleanthes pidió a Zeus, en su himno, que salvase a los hombres de su desgraciado

egoísmo. Y es que, a juicio de los estoicos, sólo Zeus lo puede hacer, si esa es su voluntad. La

idea de que ellos mismos lo hagan no es estoica, sino católica. Ganivet no la saca de Séneca,

sino del catecismo. El autor del Idearium español ha atribuido a los estoicos una idea que ha

recibido, sin darse cuenta de ello, de su mundo familiar y local, trabajado secularmente por las

doctrinas de la Iglesia.

Es un hecho, sin embargo, que los pueblos hispánicos tienen un sentido del hombre

común a los espíritus creyentes y a los incrédulos. Más aún. Anteriormente hemos reconocido

que los incrédulos suelen ser más hostiles que los católicos al espíritu racista de los países

protestantes. Los expedientes de limpieza de sangre, por cuya virtud no se habilitaba en

pasados siglos, para ciertas dignidades y cargos, sino a los que podían demostrar que no

descendían de moros o judíos, parecen indicar un sentido racista no muy diferente del que tan

fácilmente prevalece en los pueblos del Norte. Sólo teniendo en cuenta el espíritu misionero de

110

la Monarquía española y la relativa facilidad y frecuencia con que los judíos conversos llegaban

en España a ocupar sedes episcopales, se advertirá que la exigencia de la limpieza de sangre no

procedía del orgullo de raza, sino del deseo de asegurar en lo posible la fidelidad del servicio

mediante la pureza de la fe, en vista del gran número de conversos insinceros que había. Un

pueblo que libraba, como la España de los siglos XVI y XVII, tan general batalla contra la

infidelidad y la herejía, necesitaba asegurarse la sincera adhesión de sus agentes. Era natural, de

otra parte, que los españoles se envanecieran de su obra imperial y universal. De esta vanidad y

de la desconfianza respecto de la buena fe de los conversos surgió el lamentable menosprecio

de los «cristianos nuevos», lamentable por ser injusto, en muchos casos, pero sobre todo,

porque contradecía el propósito misionero de nuestra historia, ya que no parece muy

congruente que un pueblo se consagre a convertir infieles, empujado por un convencimiento

previo de igualdad potencial de hombres y razas, si luego ha de colocar a los conversos en

situación de inferioridad respecto de los «cristianos viejos». Lo que puede decirse en

atenuación de este yerro es: Primero, que todas las aristocracias del mundo hacen pasar antesala

a las clases sociales que desean incorporarse a ellas; segundo, que la España católica venía a

constituir una especie de gran aristocracia respecto de los judíos y moriscos; tercero, que los

hombres no tienen el don de leer en los corazones para poder distinguir a los conversos sinceros

de los insinceros; cuarto, que había necesidad de distinguirlos; quinto, que no hay ley

concebida para provecho general que no resulte injusta en algunos casos; y sexto, que el mero

hecho de que los expedientes de limpieza de sangre contradijeran, en cierto aspecto, el

fundamental propósito misionero de España, no ha de hacernos olvidar este propósito, ni la

especial repugnancia que los españoles han sentido siempre contra cualquier intento de vincular

la Divina gracia en estirpes o progenies determinadas.

Los españoles no creyentes, por lo menos desde la conversión de los godos arrianos, se

han manifestado siempre opuestos a la aceptación de supremacías raciales. En algunos de ellos

no tiene nada de extraño, porque son «resentidos», hostiles a toda nuestra civilización, cuyos

instintos les empujan a combatir a sangre y fuego nuestras aristocracias naturales y de sangre,

no por espíritu igualitario y de justicia, sino sencillamente porque las jerarquías son el baluarte

de las sociedades. Pero hay otros incrédulos, y éstos son los interesantes, que no han perdido

con la fe la esperanza y el anhelo de que se haga justicia a todos los hombres, de que se les

infunda la confianza en sí mismos, de que se les coloque en condiciones de poder desarrollar

sus aptitudes, de que se les proteja contra cualquier intento de explotación o de opresión. De los

espíritus que así sienten puede decirse que su concepto del hombre es idéntico al de los

111

creyentes y al tradicional de España. Ello es gran fortuna, en medio de todo. Certeramente ha

dicho el Sr. Sáinz Rodríguez que la división de nuestras clases educadas es la razón permanente

de nuestras desdichas. En los Evangelios puede leerse que: «Todo reino dividido consigo

mismo será asolado» (Lucas, II, 17). Las desmembraciones e invasiones y guerras civiles que

hemos padecido, desde que surgió en el siglo XVIII la división de nuestras clases educadas en

creyentes y racionalistas, atestiguan el rigor de la sentencia. Pero creo más fácil restablecer la

unidad espiritual entre los creyentes españoles y los descreídos que entre los católicos y los

protestantes de otros pueblos. El que siga creyendo en la capacidad de los demás hombres para

enmendarse, mejorar y perfeccionarse y en su propio deber de persuadirles a que lo hagan, de

no estorbarles en la realización de ese fin y de organizar la sociedad de tal manera que les

estimule a ello, conserva, a mi juicio, más esencias de la fe verdadera que aquella pastora

evangélica, Sharon Falconer, de la novela de Sinclair Lewis Elmer Gantry, que marchaba con

la cruz en la mano por entre las llamas de su tabernáculo incendiado, en la seguridad de que el

fuego no podía alcanzarla, porque ella, en su insano orgullo, símbolo del protestantismo y del

libre examen, se creía por encima del bien y del mal y de la muerte. A poco que nuestros

incrédulos de buena voluntad mediten sobre el origen de su espíritu de justicia y de humanidad,

advertirán que sus principios proceden de los nuestros. A los otros descreídos, a los que no

manejan los conceptos de libertad y de justicia sino con fines subversivos, sería inocente tratar

de convencerles, pero a los que de buena fe se proponen con ellos dignificar y levantar al

hombre, y se imaginan que la religión es un estorbo para sus ideales, no es imposible hacerles

ver que su credo es de origen religioso, que sin la religión no puede mantenerse, y que sólo por

la inspiración religiosa podrá realizarse.

En el «eje diamantino», de Ganivet, en el sentido del hombre de los pueblos hispánicos,

podemos encontrar igualmente cuanto hay en los principios de libertad, igualdad y fraternidad,

que no se contradiga mutuamente y pueda servirnos de norma y de ideal. Para que un hombre

se conduzca de tal modo que siempre se pueda decir de él que se ha portado como un hombre,

será indispensable que sea libre, lo que implica desde luego su libertad moral o metafísica.

Pero, además, será preciso que no se le estorbe la acción exteriormente, lo que supone la

libertad política, por lo menos la libertad de hacer el bien. Para ello, habrá que construir la

sociedad de tal manera que no impida a los hombres la práctica del bien. El respeto a la libertad

metafísica nos llevará a un sistema político, en que la autoridad pueda (y acaso deba) coartar la

libertad del hombre para el mal, pero no deberá impedirle que haga el bien, porque esto es lo

que quiere Ganivet cuando prescribe que el hombre debe portarse como un hombre, pues si

112

portarse como un hombre no quisiera decir portarse bien, no nos estaría diciendo cosa alguna,

ya que es sabido que los hombres se conducen como hombres y los burros como burros, &c.

Pero en esta capacidad metafísica de que el hombre haga el bien libremente y en este deber

político de respetarle esta capacidad, todos los hombres son iguales y deben ser iguales, de lo

que se deduce el principio de igualdad, en cuanto practicable y efectivo, así como el de

fraternidad se deriva del hecho de que todos los hombres se hermanan en la capacidad de hacer

el bien y en el ideal de una sociedad en que la práctica del bien a todos los enlace y los

hermane.

Estos principios de libertad, igualdad, fraternidad, son los que proclamó la revolución

francesa y aún sigue proclamando la revolución, en general. Francia los ha esculpido en sus

edificios públicos. Es extraño que la revolución española no los haya reivindicado para sí. ¿Los

habrá sentido incompatibles con su propio espíritu? ¿Sospechará vagamente que, en cuanto

realizables y legítimos, son principios cristianos y católicos?

* * *

Mantenemos nosotros la libertad, porque el hombre está constituido de tal modo que,

por grandes que sean sus pecados, le es siempre posible convertirse, enmendarse, mejorar y

salvarse. También puede seguir pecando hasta perderse, pero lo que se dice con ello es que la

libertad es intrínseca a su ser y a su bondad. No será bueno sino cuando libremente obre o desee

el bien. Y por esta libertad metafísica, que le es inherente, le debemos respeto. Al extraviado

podremos indicarle el buen camino, pero sólo con sus propios ojos podrá cerciorarse de que es

el bueno; al hijo pródigo le abriremos las puertas de la casa paterna, pero él será quien por su

propio pie regrese a ella; al equivocado le señalaremos el error, pero el anhelo de la verdad

tendrá que surgir de su propia alma. Esto por lo que atañe a la libertad moral. La libertad

externa o política procede del reconocimiento común de esta libertad íntima o moral. Como el

hombre no puede hacer el bien si no actúa libremente, debemos respetar su libertad en todo lo

posible. Si tuviéramos que confrontarnos con el hombre natural, tal como salió de las manos del

Creador, el gobernante no necesitaría más que explicarle sus deberes. Pero como, según San

Anselmo, la persona corrompió la naturaleza, y después la naturaleza corrompida corrompió la

persona, por lo que nosotros y cuantos nos rodean somos hombres caídos y débiles, tenemos

que organizar las sociedades de tal modo que se precavan contra las pasiones y maldades de los

hombres, al mismo tiempo que los induzcan a obrar bien. El problema es, en parte, insoluble,

porque con hombres malos no podemos construir sociedades tan excelentes que premien

siempre la virtud y castiguen el vicio. Pero es un hecho, que todas las sociedades, por instinto

113

de conservación, tienen que estimular a los individuos a que las sirvan y disuadirles de que las

dañen y traicionen, y, de otra parte, también es un hecho que nuestra religión infunde a los

hombres y a las colectividades un espíritu generoso de servicio universal, en el que acaban de

limpiarse los humanos del pecado de origen. Este es el sentido de la libertad cristiana. Pero

¿hay alguna idea moderna de libertad que no se funde en el espíritu cristiano?

Bertrand Russell pasa en Inglaterra por ser «el filósofo del liberalismo». A principio de

siglo escribió un ensayo: «La adoración de un hombre libre», que terminaba con un párrafo que

causó sensación:

«Breve e impotente es la vida del hombre: el destino lento y seguro cae despiadada y

tenebrosamente sobre él y su raza. Ciega al bien y al mal, implacablemente destructora, la

materia todopoderosa rueda por su camino inexorable. Al hombre, condenado hoy a perder los

seres que más ama, mañana a cruzar el portal de las sombras, no le queda sino acariciar, antes

que el golpe caiga, los pensamientos elevados que ennoblecen su efímero día; desdeñando los

cobardes terrores del esclavo del destino, adorar en el santuario que sus propias manos han

construido; sin asustarse del imperio del azar, conservar el espíritu libre de la arbitraria tiranía

que rige su vida externa; desafiando orgulloso las fuerzas irresistibles que toleran por algún

tiempo su saber y su condenación, sostener por sí solo, Atlas cansado e inflexible, el mundo

que sus propios ideales han moldeado, a despecho de la marcha pisoteadora del poder

inconsciente.»

Dos generaciones de intelectuales ingleses de la izquierda se han aprendido de memoria

este párrafo. A despecho de ello me atreveré a decir que ningún espíritu medianamente

filosófico podrá ver en el más que retórica altisonante y cuidadosa, pero huera y contradictoria.

Porque es mucha verdad que el pensamiento del hombre, como dice en otro párrafo, es libre,

«para examinar, criticar, saber y crear imaginariamente», mientras que sus actos exteriores, una

vez ejecutados, entran en la rueda fatal de las causas y efectos. Que el hombre pueda criticar al

mundo sólo prueba que, en cierto modo, se halla fuera y encima de él, lo que no significa, en

buena lógica, sino que hay algo en el hombre que procede de algún poder consciente superior al

mundo. Pero decir que el mundo es malo, porque es poder, y que hay que desecharlo con toda

nuestra alma, y que el hombre es bueno, porque lo rechaza, y que su deber es conducirse como

Prometeo y desafiar heroica y obstinadamente al mundo hostil, aunque por otra parte, tenga uno

que resignarse a su tiranía inexorable, y que este credo de rebelión impotente haya parecido

durante treinta años la base de una filosofía y una política, es tan incomprensible como el aserto

de que la libertad del hombre no es sino el resultado de «la colocación accidental de los

114

átomos». Es absurdo decirnos que la libertad surge de la fatalidad y del azar, como es

igualmente contradictorio hacer salir nuestra conciencia de la inocencia de la naturaleza. Hay

gentes para todo. Por los años en que Mr. Bertrand Russell escribía su parrafito se suicidó el

poeta John Davison, persuadido de que, después de haber producido la danza de los átomos la

conciencia del hombre y de su propia poesía, que era la conciencia de la conciencia, no le

quedaba al universo más etapa que la de volver a la inconsciencia. Por eso se mató. Sólo que

así como los cielos declaran la gloria de Dios y la faz de la tierra, transformada por la mano del

hombre en tan inmensas extensiones, es prueba cierta de que ni siquiera para la acción externa

necesita someterse el género humano a la fatalidad, porque la subyuga y domestica con su

chispa divina.

En esa chispa, y no en ninguna clase de determinismos, está el origen de la libertad

moral del hombre. Los incrédulos no aciertan a fundarla. Tampoco la libertad política. Stuart

Mill mantenía el liberalismo para que pudieran producirse toda clase de caracteres en el mundo,

y, sobre todo, para que la verdad tenga siempre ocasión de prevalecer sobre la falsedad, y no

meramente contra la intolerancia de las autoridades, sino también contra la presión social,

porque en Inglaterra, decía: «aunque el yugo de la ley es más ligero, el de la opinión es tal vez

más pesado que en otros países de Europa.» Revolviéndose sobre toda clase de «boycots»,

escribió Stuart Mill su célebre sentencia: «Si toda la humanidad menos uno fuese de la misma

opinión, y sólo una persona de la contraria, la humanidad no tendría más derecho a silenciar a

esa persona, que esa persona, si pudiera, a silenciar a la humanidad.» Stuart Mill pensaba todo

el tiempo en los casos de Sócrates y Jesucristo, como si hubiera un Cristo o un Sócrates a la

vuelta de cada esquina, a quienes el obscurantismo de los Gobiernos o de la sociedad no

permiten difundir su idea salvadora, pero el verdadero problema lo constituía, ya entonces,

aquella fórmula que consignó poco después Netchaieff en su Catecismo del

Revolucionario, cuando decía: «Contra los cuerpos, la violencia; contra las almas, la mentira.»

No es muy probable que la intolerancia logre silenciar a un Cristo o a un Sócrates. El daño que

han de afrontar las sociedades modernas es la difusión de la mentira, de la calumnia, de la

difamación, de la pornografía, de la inmoralidad de toda índole, por agitadores y fanáticos,

pervertidos y ambiciosos que se escudan en Sócrates y en Cristo y en Stuart Mill y en todos los

mártires de la intolerancia y abogados de la libertad para pregonar sus falsedades, como los

malos artistas de estos años se amparan en la incomprensión de que en su día fueron víctimas

Eduardo Manet y Ricardo Wagner para proclamar que sus esperpentos están por encima de las

entendederas de las gentes. Vivimos bajo el régimen de la mentira. Las naciones se calumnian

115

impunemente las unas a las otras, lo que las hace vivir en permanente guerra moral, pero no se

creará, para remediarlo, un Tribunal Internacional de la Verdad, mientras no se reconozca que,

en materia de información y crítica, hay cánones objetivos de la verdad y de los engaños, de lo

lícito y de lo intolerable. En la vida interna se permite prosperar a una prensa que, en el caso

mejor, no hace justicia más que a los extraños o a los enemigos, pero que se dedica a elevar a

sus amigos o correligionarios, lo que por lo menos supone la desfiguración de las escalas de

valores. No cabe, de otra parte, verdadera competencia entre las falsedades agradables, que

halagan las pasiones populares, y las verdades desagradables, que en vano tratarán de

combatirlas. Sobre este tema se pudieran escribir muchos capítulos, pero baste afirmar que la

libertad del pensamiento tiene que conducir al triunfo de la falsedad y de la mentira.

También se defiende la libertad política con el argumento de que fomenta la diversidad

de los caracteres y contribuye, por lo tanto, a su fortalecimiento. Era la tesis de Stuart Mill, al

final de su ensayo De la libertad. Es la de Bertrand Russell, con su «Principio del

Crecimiento». Dice Russell que los impulsos y deseos de hombres y mujeres, como tengan

alguna importancia, proceden de un principio central de crecimiento, que los guía en una cierta

dirección, como los árboles buscan la luz. Cada hombre tiende instintivamente a lo que le

conviene mejor. Y hay que dejarle en libertad para ello, porque, en general, los impulsos y

deseos dañinos proceden de haberse impedido el crecimiento normal de los hombres. De ahí,

por ejemplo, la proverbial malignidad de los jorobados y de los impedidos. Los deseos no son

sino impulsos contenidos. «Cuando no es satisfecho un impulso en el momento mismo de

surgir, nace el deseo de las consecuencias esperadas de la satisfacción del impulso.» La vida ha

de regirse principalmente por impulsos. Si se gobierna por deseos se agota y cansa al hombre,

haciéndole indiferente a los mismos propósitos que había tratado de realizar. Pero los impulsos

que se debe fomentar son los que tienden a dar vida y a producir arte y ciencia, es decir, a la

creatividad en general.

Esta es la teoría. Mr. Russell no añade que se debe restringir, en cambio, los impulsos

de envidia, destrucción, suicidio, etcétera, porque así refutaría su propia doctrina. Mr. Russell

se contenta con decir que estos impulsos no proceden del principio central de crecimiento. No

lo prueba. No puede probarlo. Un árbol extiende sus raíces a la tierra de otro árbol y se apropia

sus savias. No puede demostrarse que los impulsos dañinos sean menos «centrales» que los

benéficos. Tampoco que sea perjudicial la contención de los impulsos. Hay razas humanas

desvitalizadas precisamente porque se entregan sin reserva a la satisfacción de sus impulsos

sexuales. La doctrina de Russell no es sino tentativa de justificar científicamente la afirmación

116

romántica de que el hombre es naturalmente bueno y está libre del pecado original. Pero el

romanticismo tiene ya dos siglos de experiencia histórica. Hasta se ha ensayado en países

nuevos, donde no coartaban su desarrollo los recuerdos y las tradiciones de la civilización

cristiana, fundada precisamente en el dogma del pecado original.

Las miradas del mundo, por ejemplo, están vueltas, en estos años, a los Estados Unidos

de América. Nueva York es la ciudad fascinadora. Es verdad que los Estados Unidos fueron un

tiempo puritanos y que sus costumbres, ya que no sus leyes, obligaban a sus ciudadanos a

pertenecer a una confesión religiosa determinada. Pero el puritanismo ya pasó, por lo menos en

las grandes ciudades; los neoyorquinos no están obligados a profesar religión alguna. Muchos

no profesan ninguna. Son libres. La extensión del territorio les hace más libres de lo que los

europeos pueden serlo en nuestros estrechos hogares nacionales. Y el resultado de todo ello es

un índice de criminalidad el más alto del mundo, la disolución de la vida de familia y tan

tremenda crisis económica y política que su militar de más prestigio, el general Pershing, ha

podido proclamar recientemente, en medio de la atónita atención de las gentes, que los Estados

Unidos no pueden encontrar su salvación más que en un régimen fascista y dictatorial, que

restablezca la disciplina social con mano dura.

Sólo que ya no es necesaria apelar a las autoridades extranjeras. Ello lo dijo mejor que

nadie en el Congreso, el 4 de enero de 1849, en plena revolución europea, nuestro Donoso:

«Señores, no hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior, la

religiosa y la política. Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está

subido el termómetro de la represión está bajo, y cuando el termómetro religioso está bajo, el

termómetro político, la represión política, la tiranía, está alta. Esta es una ley de la humanidad,

una ley de la historia.»

A la historia apeló Donoso Cortés para evidenciar la exactitud de su parábola. No era,

sin embargo, necesario. En el pecho de cada hombre está escrito que la práctica del bien exige

libertad, pero la del mal, cárceles y grilletes.

117

Enrique de Mesa Rosales

(1878-1929)

En la capital de España se licenció en leyes, pero no ejerció. Trabajó como oficial de

instrucción pública. En 1903 ganó un premio literario ofrecido por el periódico El Liberal de

Madrid y desde entonces se dedicó a las letras. Fue crítico teatral de El Imparcial. En su obra

se encuentran muchos ecos de don Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, de

Juan Ruiz y de la lírica cancioneril del Prerrenacimiento, de la que fue un devoto lector.

Su producción literaria más temprana aparece en 1905, El retrato de Don Quijote, ensayo

de crítica teatral, actividad a la que dedicó su última época. A partir de 1916 dio

conferencias desde la cátedra del Ateneo de Madrid. Se dedicó igualmente a estudios de

investigación histórico-poética, en un amplio y documentado ensayo sobre la poesía y los

poetas en la corte de don Juan II. En 1906 se dio a conocer con su poema Tierra y alma,

una serie corta de impresiones de la sierra del Guadarrama. En 1911 publica el Cancionero

castellano. En 1916 logra el Premio Fastenrath, de la Academia Española con Silencio de la

Cartuja, fruto de sus retiros esporádicos en la celda del archivero de la excartuja de El

Paular. Su último libro poético apareció en los primeros meses de 1929, poco antes de su

prematura muerte: La posada y el camino. En él, Mesa alcanza su plena madurez poética.

Federico de Onís lo clasifica entre los noventayochistas por su visión de Castilla y por

algunas coincidencias formales con Antonio Machado y Miguel de Unamuno. Formó parte

de la Liga de Educación Política auspiciada por José Ortega y Gasset. Sus obras en prosa

responden más a la estética modernista: Tragicomedia (1910), Flor pagana (1905).

118

EL RETRATO DE DON QUIJOTE

SEÑORAS Y SEÑORES:

Hasta la fecha, ningún artista acertara con la expresión del Ingenioso hidalgo. Maestros del

pincel y del lápiz estrelláronse ante la figura de Don Quijote. Ateniéndose á las palabras de

Cervantes, todos le representaron como hombre de complexión recia, seco de carnes y

enjuto de rostro; pero nadie supo infundirle el espíritu caballeresco y noble, que en

generoso desvarío sembrara el bien y distribuyera la justicia por las llanuras manchegas.

Pintáronle unos en el alborear de su gentil locura. En el silencio de la casa aldeana, el buen

Quijano dase á leer los libros de caballerías. Palmerines y Belianises, con sus quiméricas

aventuras, tejen la red de ensueño que ha de aprisionar el juicio del hidalgo razonador y

prudente. Por la ventana de cuarterones penetra, en raudales de luz deslumbradora, el sol de

la Mancha. Con moho de olvido y herrumbre de abandono, en un rincón yacen las viejas

armas -el espaldar y el peto, el lanzón, la espada.- Aún Sancho cultiva su pegujal y el rocín

manso se emplea en los humildes menesteres de la vida labriega.

Dibujáronle otros en los más peligrosos empeños de sus andanzas locas.

Ante los cabreros, que atónitos le escuchan, Don Quijote rememora aquellos dorados siglos

en que no había tuyo ni mío, mientras que Panza embaula tasajo y da tientos al zaque. Un

ventero, maleante y picaro, le administra la pescozada y el espaldarazo; una moza del

partido le calza la espuela, otra le ciñe la espada.

Las aspas de un molino -desaforado gigante- le derriban maltrecho. Y al vencedor

de caballeros, mozos de muía le dejan sobre el campo molido como cibera.

Don Quijote convierte en teatro de su locura la desolada y triste meseta castellana.

Abre la jaula de los leones, espera á pie firme, y los leones no salen, admirados tal vez de la

inconcebible braveza de aquel hidalgo de figura tristísima, de mal semblante y de peores

armas; ejerce la justicia y libra del peso de la cadena á los galeotes. Es á ratos legislador

admirable; á veces, filósofo profundo; poeta, siempre.

Casto en sus amores, una sola mujer ilumina su espíritu, como estrella que le marca el

rumbo en el peligroso mar de sus aventuras; en la pelea duro, no debilita la molicie su

cuerpo, ni con el miedo blandea su alma. Loco sublime, que en amparar y proteger á quien

119

creía falto de fuerzas, menesteroso y desvalido, emplea el incansable empuje de su

brazo.

Y por respeto á su valor, por miedo de su lanza, acaso por compasión de su triste

estado de locura, nadie se atreve á cruzarse en su camino ni á estorbar sus empresas.

Un descalabro, padecido por debilidad de su caballo, que no por flaqueza de su

aliento, le recluye en la aldea manchega, en el nativo solar. Sintiendo la nostalgia de

las armas brota la tristeza; medita, acaso para alivio de ella, hacerse pastor; con el

desfallecimiento la pesadumbre crece y recobra la razón para morir.

Y entonces, cercana la hora de la muerte, cuando el so- carrón bachiller

intenta en vano reanimar el abatido espíritu-del hidalgo cuerdo, trayéndole á la

memoria remembranzas de las aventuras del hidalgo loco, el buen Quijano, el

vencido Don Quijote, pronuncia sus palabras de más intensa, de más punzante y

honda melancolía.

«En los nidos de antaño, no hay pájaros ogaño.» Asqueadas de la razón, que

induce á respetar injusticias y engaños, las águilas generosas de su locura remontan

el vuelo. Quedan los nidos fríos, silentes, sin tibiezas de plumas, sin rumores de

alas. ¿Y, por ventura, donde anidaron locas, altaneras águilas, pueden anidar el ocio

vano, la pereza, la rapacidad, la hipocresía, el egoísmo, humildes pájaros del juicio

sosegado y del razonar sereno?

Tales sentimientos -aves que vuelan á ras del terruño- hallarían natural acomodo en

cerebros de hidalgos hambrientos, de monarcas devotos, de soldados crueles, de

inquisidores y de frailes; nunca en el cerebro de un caballero que, como Cervantes,

digo, como Don Quijote, saliera á los campos de la vida para combatir con armas

arrumbadas y herrumbrosas, los vicios de su época.

Al llegar á este punto me ocurre que quizá os preguntéis, extrañados, la

relación que guardan con el retrato del inmortal manchego estas sus hazañas y

aventuras. Pues oíd lo que á este propósito, en un ensayo iconológico del Caballero

de la Triste Figura, dice el original talento de Unamuno:

«La fuerza de la verdad de Don Quijote está en su alma, en su alma

castellana y humana, y la verdad de su figura en que refleje esta tal alma.» Pero

¿hemos de sacar de su alma su semblante ó de su semblante su alma?, preguntará

120

alguien, añadiendo que de los rasgos de su fisonomía y caracteres físicos podremos,

mediante su temperamento, vislumbrar algo más de la verdad de su alma. A lo cual con-

testa el mismo Don Quijote, al describir (en el capítulo primero de la segunda parte) las

facciones de Amadís, Reinaldos y Roldan, que «por las hazañas que hicieron y condiciones

que tuvieron, se pueden sacar en buena filosofía sus facciones, sus colores y estaturas».

El pintor que quiera, pues, pintar á Don Quijote en buena filosofía quijotesca, ha de

sacar de sus hazañas y condición sus facciones, su color y su estatura, sirviéndose de los

datos empíricos que Cicle Hamete nos proporciona como de comprobante álo sumo.

Para conseguirlo ha de descubrir el pintor su alma, siendo el medio el que, inspirado por

aquellas estupendas hazañas y sublime condición, desentierre de su propia alma el alma

quijotesca, y si por acaso no la llevara dentro, renuncie desde luego á la empresa guardada

para otro, teniendo en cuenta aquello que dijo el mismo Don Quijote:

«Retráteme el que quisiere, pero no me maltrate; que muchas veces suele caerse la

paciencia, cuando la cargan de injurias.»

Retratar á Don Quijote sin maltratarle es vestir su alma con cuerpo individual y

transparente, es hacer simbolismo pictórico en el grado de mayor concentración y fuer- za

en su hombre símbolo. Y para hacer esto, hace de buscar el alma del hidalgo manchego en

las eternas páginas de Cide Hamete, pero también fuera de ellas. Don Quijote vivió y vive

fuera de ellas, y el pintor español digno de retratarlo puede sorprenderle vivo en las

profundas honduras de su propio espíritu, si busca en él con amor y lo ahonda y escarba con

contemplación persistente.

Cide Hamete no hizo otra cosa que trazar la biografía de un ser vivo y real; y como

hay no pocos que viven en el error de que jamás hubo tal Don Quijote, hay que tomar el

trabajo que se tomaba él en persuadir á las gentes de que hubo caballeros andantes en el

mundo.

Hay mucho de cierto en lo que Unamuno dice. Don Quijote no es una idea abstracta; es un

hombre que vive y siente; pero se adentra en nuestros espíritus por prestigios del suyo, y ha

de ser el cuerpo á modo de transparente cárcel y diáfana envoltura. En toda empresa,

desgraciada ó próspera, en todo lance, de llanto ó de risa, asoma al rostro un gesto del alma,

que imprime sello ó deja huella.

121

Seguir á Don Quijote, paso á paso y con detalles, en los bizarros empeños de

su vida loca, sería ocioso y hasta inútil. Y, sin embargo, no puedo sustraerme al

deseo de citar un pasaje de soberana belleza.

Es el momento único en que el rostro del hidalgo, aquel rostro de media legua de

andadura, seco y amarillo, refleja el desencanto.

Al caer la tarde, Don Quijote y Sancho columbran el lugar donde habita la

Dulcinea del nombre músico y peregrino. Bajo el verdor austero de unas encinas,

que con sus rotundas copas rompen la monótona aridez del llano, amo y mozo

esperan la muerte del día. La noche llega, entre- clara, solemne. El pueblo está en

sosegado silencio, los vecinos duermen y reposan, los perros ladran. De cuando en

cuando rebuzna un jumento, gruñen cerdos, mayan gatos. Y durante la noche,

caballero y escudero van, vienen, tornan y buscan en vano, entre las viviendas

humildes de las Aldonzas que ahechan trigo, el ensoñado alcázar de la Dulcinea que

ensarta perlas. Al punto de romper el día topan con un labrador que va á la labranza.

Conduce la yunta de sus muías, que arrastran el arado, y canta un romance añejo.

¡Qué plasticidad, qué fuerza evocadora del amanecer aldeano en las palabras sobrias

de Cervantes!

Sorprendidos del sol, tornánse Don Quijote y Sancho á emboscar en la

floresta. Industriado por los encantamientos y fantasías de su señor, el buen Panza

finge un engaño. Y he aquí que la princesa su ama y dos de sus doncellas, vienen

gentiles sobre tres tacaneas, blancas como el ampo de la nieve. Sancho las ha visto.

Todas son un ascua de oro, todas mazorcas de perlas, todas son diamantes,

todas rubíes, todas telas de brocado de más de diez altos; los cabellos sueltos por las

espaldas, que son otros tantos rayos del sol que andan jugando con el viento.

-¿Véislas, señor?-, pregunta el villano. Y el caballero, que en toda ocasión tomara

por castillos las ventas, por yelmos las bacías y por cendales finísimos toscas

arpilleras, contesta:

-Yo no veo, Sancho, sino á tres labradoras sobre tres borricos.

¡Suprema ironía! Don Quijote, aporreado, maltrecho, vencido, por proclamar la sin

par hermosura de Dulcinea, la vez primera y única que ante sus ojos pasa, la ve, no

gallarda, atildada y pulida doncella, sino rústica moza, cari- redonda y chata; no con

122

fragancia suavísima de ámbar y flores, sino con cierto olorcillo villanesco de ajos crudos. Y

la ilusión, reducida al mal talle de una labriega zafia por los encantadores, sus enemigos

envidiosos, cruza y se pierde al galopar de la borrica en la tolvanera del camino. Pero ni en

el amanecer de su desvarío, ni al culminar en el meridiano su locura, ni en los linderos de la

muerte, acertaron nuestros artistas con la representación de Don Quijote. No pudieron los

trazos del pincel ni los rasgos de la pluma encerrar en la cárcel del cuerpo el alma del

manchego loco. Acaso porque vive en todas las imaginaciones, nopuede brotar de una sola.

Y es que nunca vimos asomar á humanos ojos espíritu tan alto y generoso, y jamás tales

sentimientos y anhelos de bien y de justicia vivieran hermanados haciendo latir un corazón

de hombre.

¿En qué líneas pueden encerrarse, qué pinceladas darán la expresión al rostro la gallardía al

continente?

Yo juzgo estéril y vano cuanto se haga en este sentido. Cervantes llevó á su libro un

hidalgo de carne y hueso; pero su figura, como todas las humanas figuras ensalzadas y

encumbradas por la consagración de la posteridad, ama- das en su vivir centenario por el

renovado amor de las generaciones que se suceden, se sutiliza, pierde concreción y

contorno, y se esfuma y funde en una atmósfera de idealismo, adonde no alcanzan ni el

pincel ni el lápiz.

Sírvennos las escenas pintadas del Quijote para conocer otras figuras y otros tipos,

producto de la observación de Cervantes en su existencia pobre y azarosa. El ventero,

socarrón y ventrudo, la sucia maritornes, el barbero y el cura, los galeotes y los yangüeses,

viven en los lienzos, aunque no con la intensidad y justeza que en las palabras de

Cervantes. Son almas vulgarísimas, espíritus petrificados ó movidos de groseros estímulos,

de ruindad y de bajeza. Y ¿quién no recuerda de unos ojos que trasluzcan villa- nos

egoísmos, de .un rostro que encubra deslealtades, de unos brazos que arrojen piedras contra

aquel que su libertad les proporcione?

En el curso de la vida tropezaremos con sentimientos é ideas de venteros y

maritornes, de galeotes y yangüeses; pero nunca, ni á ojos de cuerdo ni á mirar de loco,

veremos asomar el espíritu que, con pago de burlas, de pedradas y de coces, defienda á los

menesterosos y ampare á los desvalidos.

123

Al hablar de las pinturas del Quijote surge el nombre de un pintor, acaso el

único que habría podido acertar con la representación intensa y precisa de los

personajes del libro. Hubo por aquella época un alma artista, gemela del alma de

Cervantes y un pincel hermano de su pluma: el pincel y el alma de D. Diego

Velázquez.

Si los azares de la suerte -en la ironía perdurable- que hicieron de Cervantes

un alcabalero y un soldado, un caminante de todos los caminos, pasajero en ventas y

habitador de cárceles, no hubieran recluido á Velázquez entre los muros de un

palacio, á buen seguro que los tipos que en las páginas del manco glorioso viven

con acción y verbo, vivirían en los lienzos con color y línea.

Mirad el hombre que vende agua y la vieja que fríe huevos, los cuadros

pintados en su vida libre y pobre de Sevilla, en contacto con hidalgos y rufianes, en

roce con gente maleante y picara; ved, en Los Borrachos mismos, ese grupo de

hampones beodos de rostros pardos, de capas pardas, con el color que en las tierras,

en las casas y en los hombres imprime este sol bendito de Castilla, y decidme si el

pincel que tales figuras trazara no habría podido trasladar al lienzo el patio entero de

Monipodio.

Pero la protección de un Monarca, de espíritu tan generoso y amplio que le

incluyera en la nómina de sus barberos, sometió el genio vigoroso y la visión

realista del pintor sevillano á servidumbre palatina. Su pincel empleóse en copiar

inexpresivos rostros de príncipes decadentes, degeneraciones y deformidades de

bufones y enanos.

Velázquez vio á los hombres como Cervantes, definidos, concretos, en la atmósfera

que á todos nos rodea, sobre la tierra que pisamos y bajo el sol que nos curte.

Rodando por la vida, hubiera encontrado iguales modelos, dignos de los cálidos

colores de su paleta.

Este ventero que le sirve es el mismo socarrón ventero, no menos ladrón que

caco, que lleva la boca abierta por hurtar el aire, como el D. Gregorio de Guadaña

de la novela picaresca, y que á Don Quijote le iniciara en la alta orden de

caballerías; estas distraídas mozas, que con arrieros conciertan sus gustos, son de la

condición misma que la Molinera y la Tolosa, piadosas mujeres que al manchego

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sirvieron como jamás fuera servido caballero andante; aquella farándula que á la sombra de

una encina del largo viandar descansa, durante el calor de la siesta, es la misma farándula

de Ángulo el Malo, que en la octava del Corpus representaba el auto de Las Cortes de la

Muerte y recorríalos lugares recitando loas y pasos de Lope de Rueda ó de Torres Naharro.

Los hombres que entre hierros, ensartados como cuentas, arrastran por el polvo de

loscaminos sus lacerías y lacras, son galeotes prontos á pagar beneficios con pedradas; el

villano simple, de decir refranero, que va sobre su rucio como un patriarca, con sus alforjas

y su bota, es un Sancho dispuesto á enfrenar idealismos. Y acaso en el fondo de algún

caserón vetusto, en Esquivias, en Argamasilla, en La Solana, sosteniendo la vanidad ociosa

con yantar de duelos y quebrantos, ó por los rastrojales de la Mancha siguiendo un vuelo de

perdices,, topara el artista con algún hidalgo cincuentón, seco de carnes y enjuto de rostro,

gran madrugador y amigo de la caza.

Velázquez pudo retratar al buen Quijano; el espíritu de Don Quijote quizás sólo algo

lo evocan esos cetrinos caballeros del Greco, cuyos ojos traslucen el alma atormentada de

la época.-

La figura del ingenioso hidalgo es incopiable desde que su sinrazón le hace salir por

vez primera al llano de Montiel.

Antes del día, por la puerta falsa del corral, Don Quijote sale al campo. Abandona el

vagar y el reposo de su vida de hidalgüelo pobre por la dureza de su profesión de andante

caballero. Su mirada, lejana y recta, de hijo' de llanura, se pierde como un surco de la tierra

en los horizontes azules. Allá, en la planicie de la Mancha, hay gente que llora desventuras,

viudas y huérfanos que reclaman el vigoroso empuje de su brazo. Don Quijote se afirma en

los estribos, empuña la lanza, y el rocín manso trota como corcel de guerra.

En aquel instante ¡cómo brillarían los ojos del hidalgo!

Jamás artista alguno acertará á dar al rostro seco y al cuerpo flaco la expresión de aquella

su gentil locura.

HE DICHO.

125

126

Índice

Presentación………………………………….…………………………….……… 3

Introducción………………………………………………………………….…….4

Bibliografía………………………………………………………………………... 6

Ensayistas de la Generación del 98

Ángel Ganivet…………………………………………………………………… 8

La vida social…………………………………………………………………... 9

De hombres del Norte…………………………………………………….. 21

Pío Baroja…………………………………………………………………….... 30

Ciudades de Italia. Pisa…………………………………………………... 31

De Madrid a Tanger. Tanger…………………………………………… 34

Antonio Machado………………………………………………………….. 37

Sobre la objetividad…………………………………………………….... 38

Sobre la defensa y la difusión de la cultura……………………… 49

Intelectuales y obreros………………………………………………..… 40

El mañana……………………………………………………………..……. 41

José María Ruiz “Azorín”……………………………………………. 45

Curso abreviado de pequeña filosofía………………………….… 46

127

Un recuerdo. El Clarín…………………………………………….……. 50

El arte nacional…………………………………………………….….….. 53

Miguel de Unamuno……………………………………………………… 57

Mi religión……………………………………………………………….… 58

¡Adentro!.............................................................................. 63

A lo que salga…………………………………………………..………….. 70

Ramón María del Valle-Inclán……………………………………….. 77

El milagro musical………………………………….…….…………….. 78

Manuel Machado……………………………………….…….………..…… 89

La guerra literaria (fragmentos)……………….…….…………..... 90

Ramiro de Maeztu……………………………………..….……………….. 94

La Hispanidad……………………………………………………………... 95

La Hispanidad en crisis……………………………………………….. 103

El valor de la Hispanidad…………………………………………..…. 109

Enrique de Mesa Rosales………………………………………….…… 117

El retrato de Don Quijote……………………………………………… 118

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