La unidad política de España: los nacionalismos periféricos y el 'Estado de las Autonomías

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Rafael Caparrós (*) LA UNIDAD POLÍTICA DE ESPAÑALOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS Y EL 'ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS' (**) (SPANISH POLITICAL UNITY. PERIPHERICAL NATIONALISMS AND THE 'AUTONOMIES STATE' ) Resumen Tras unas consideraciones críticas preliminares sobre el nacionalismo como ideología política, se abordan los orígenes históricos de los nacionalismos periféricos en España, su posterior evolución en el contexto de la reiteradamente frustrada "revolución nacional burguesa" y el subsiguiente protago- nismo político excesivo de esas minorías nacionalistas, que se acrecienta durante y después de la transición a la democracia. Finaliza con unas propuestas de reforma del vigente modelo de Estado Autonómico y unas escépticas consideraciones teórico-políticas finales sobre el insoluble problema de la unidad política de España. Palabras clave: España, nacionalismo periférico. Abstract Afterwards some previous critical remarks on nationalism as a political ideology, an approach is taken to Peripherical nationalisms historical origins in Spain, their further evolution in the context of the repeatedly disappointed "bourgeois national revolution", and their subsequent excessive polit- ical prominence, as minorities, growing during and after transition to democracy. This paper ends to some reform proposals for the Autonomic State model in force and some theoretical and political sceptical concluding remarks on the unsolved problem of Spain Political Unity.    Keywords: Spain, peripherical nationalism. (*) Graduado Social y Licenciado en Derecho. Ha sido profesor de Derecho Político en la Universidad de Granada y en la actualidad es profesor de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Málaga. Coautor y editor de La Europa de Maastricht (Publicaciones de la Universidad de Málaga, 1994) y ha publicado varias de- cenas de artículos en libros colectivos y revistas especializadas. Consultor y Miembro-Tutor del Consejo Asesor de la Fundación Universitaria "Instituto de Desarrollo Regional" de la Universidad de Sevilla (Cfr. http://www.idr.es). Colaborador habitual de la prensa periódica, en concreto, "Sol de España", "SUR", "Granada Semanal", "Diario 16", etc. y, en la actualidad, en "Málaga hoy" y el resto de los periódicos del Grupo Joly. Miembro de diversas ONGs, como "Greenpeace", "Amnistía Internacional", "Asfema" y ATTAC. (Tlfno. 952200300). E-Mails: [email protected], [email protected] y [email protected] " (**) Texto revisado y ampliado de la conferencia pronunciada por el autor el 19-Febrero-2007 en el Paraninfo de la Universidad de Málaga, en el contexto de las sesiones del Aula de Mayores de dicha Universidad. Entelequia. Revista Interdisciplinar, nº 5, otoño 2007 Rafael Caparrós / 79

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Rafael Caparrós(*)

LA UNIDAD POLÍTICA DE ESPAÑA: LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS Y EL 'ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS'(**)

(SPANISH POLITICAL UNITY. PERIPHERICAL NATIONALISMS AND THE 'AUTONOMIES STATE')

Resumen

Tras unas consideraciones críticas preliminares sobre el nacionalismo como ideología política, se abordan los orígenes históricos de los nacionalismos periféricos en España, su posterior evolución en el contexto de la reiteradamente frustrada "revolución nacional burguesa" y el subsiguiente protago­nismo político excesivo de esas minorías nacionalistas, que se acrecienta durante y después de la transición a la democracia. Finaliza con unas propuestas de reforma del vigente modelo de Estado Autonómico y unas escépticas consideraciones teórico­políticas finales sobre el insoluble problema de la unidad política de España.

Palabras clave: España, nacionalismo periférico.

Abstract

Afterwards some previous critical remarks on nationalism as a political ideology, an approach is taken to Peripherical nationalisms historical origins in Spain, their further evolution in the context of the repeatedly disappointed "bourgeois national revolution", and their subsequent excessive polit­ical prominence, as minorities, growing during and after transition to democracy. This paper ends to some reform proposals for the Autonomic State model in force and some theoretical and political sceptical concluding remarks on the unsolved problem of Spain Political Unity.    

Keywords: Spain, peripherical nationalism.

(*) Graduado Social y Licenciado en Derecho. Ha sido profesor de Derecho Político en la Universidad de Granada y en la actualidad es profesor de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Málaga. Coautor y editor de La Europa de Maastricht (Publicaciones de la Universidad de Málaga, 1994) y ha publicado varias de-cenas de artículos en libros colectivos y revistas especializadas. Consultor y Miembro-Tutor del Consejo Asesor de la Fundación Universitaria "Instituto de Desarrollo Regional" de la Universidad de Sevilla (Cfr. http://www.idr.es). Colaborador habitual de la prensa periódica, en concreto, "Sol de España", "SUR", "Granada Semanal", "Diario 16", etc. y, en la actualidad, en "Málaga hoy" y el resto de los periódicos del Grupo Joly. Miembro de diversas ONGs, como "Greenpeace", "Amnistía Internacional", "Asfema" y ATTAC. (Tlfno. 952200300). E-Mails: [email protected], [email protected] y [email protected] "

(**)Texto revisado y ampliado de la conferencia pronunciada por el autor el 19-Febrero-2007 en el Paraninfo de la Universidad de Málaga, en el contexto de las sesiones del Aula de Mayores de dicha Universidad.

Entelequia. Revista Interdisciplinar, nº 5, otoño 2007 Rafael Caparrós / 79

Contra  el  nacionalismo como  ideolo­gía política

  “Nación en crisis, pues, y nacionalismo en auge. Situación que pudiera parecer contradic­

toria si no tiene en cuenta que la dinámica conflictiva, patente o latente, es intrínseca al 

nacionalismo. Sigue produciendo deformacio­nes y distorsiones de toda suerte. Fomenta la 

pervivencia y la creación de estereotipos adver­sativos. Es una situación que legamos al siglo XXI y cuyo desenlace no nos es dado conocer.  

Se ha exhumado el indiscreto encanto del par­ticularismo dogmático. Sólo nos cabe tratar de desmitificar en lo posible esa fuente inagotable de fanatismo y de maniqueismo. Los dos gran­des males, individuales y sobre todo colectivos,  

que nos acechan.”

Francisco Murillo Ferrol, “El nacionalismo de fin de siglo” (2002)

o es fácil  tratar rigurosamente una te­mática histórico­política como la de los nacionalismos   en  España,   siempre   tan 

teñida de aspectos emotivos e irracionales. Y tan signada, además, por la violencia, la san­gre y la muerte. El propio politólogo, ciuda­dano él mismo también al fin y al cabo, con sus inevitables filias y fobias, debe aprender a   distanciarse   críticamente   de   sus   propias ideas, creencias y/o prejuicios, a la hora de abordarlo. El problema viene doctrinalmente agravado, además, por la naturaleza misma del concepto de “nación”, que es un concep­to equívoco por polisémico, y al mismo tiem­po es un constructo mental voluntarista (en cuanto que  implícitamente predica de toda la población una absolutamente improbable homogeneidad socio­cultural),1  políticamen­

N

1 Ya lo advirtió Max Weber en 1922 al sostener que “el concepto de nación nos remite siempre al po-der político”, por lo que “la nación es un concepto que, si se considera como unívoco, nunca puede ser definido de acuerdo con las cualidades empíri-cas que le son atribuidas (…) Se trata, pues, de un concepto que pertenece a la esfera estimati-va.” (WEBER, M., Economía y Sociedad. Esbozo de una sociología comprensiva, FCE, México, 1984, Pp. 324-327 y 678-682). Y de manera más

te divisivo (en cuanto que postula que toda nación requiere su propio Estado)2 y de ne­fastas   consecuencias  histórico­políticas,   por sus elevados costes sociales y humanos. 

  Y, por otra parte, su pretendido hijo putati­vo, el nacionalismo –aunque, en realidad es al contrario, puesto que es el nacionalismo el que engendra políticamente a la nación, como más adelante veremos­, es, digámoslo claramente de entrada, una de las más omi­nosas e  inquietantes  ideologías políticas de la globalizada postmodernidad actual. Como ha escrito Murillo al respecto, 

   “Siento no poder evitar que mi considera­ción del nacionalismo y sus aledaños esté cruzada de recelos  y desconfianzas.  De­masiados  hombres  han  muerto  bendeci­dos por su retórica… Acaso, para acallar 

contundente, nos previene Sloterdijk del riesgo hipnótico que comportan esos “espacios encanta-dos que gozan de una inmunidad imaginaria y de una comunidad de esencia y de elección mágica-mente generalizada”. Por lo que afirma de la so-ciedad, un concepto bastante menos engañoso que el de nación, “quien pretenda hablar teórica-mente de ‘sociedad’ tiene que operar fuera de la obnubilación del ‘nosotros’. Si se consigue eso, se puede uno percatar de que las ‘sociedades’ o los pueblos están constituidos más fluida, híbrida, permeable y promiscuamente ellos mismos de lo que sugieren sus nombres homogéneos.” (SLO-TERDIJK, P., Esferas III. Espumas. Esferología plural, Trad. cast. de Isidoro Reguera, Siruela, Ma-drid, 2006, P. 49).

2 Como señalara García-Pelayo, excelente conoce-dor del austromarxismo, “Al Estado le es inherente la soberanía, la coerción externa; a la nación –que es un orden constituido por participación, que es una communitas y no una societas– le es inheren-te la autodeterminación. Precisamente la diferen-cia entre los nacionalistas y los socialistas está en que los primeros derivan de la personalidad de la nación la soberanía, mientras que los segundos derivan la autonomía, la cual supone siempre la articulación en una unidad superior y que implica: i) el derecho a la autodeterminación interna y ii) el derecho a la codeterminación o cogobierno del conjunto de que forma parte.” (GARCÍA-PELAYO, M., “La teoría de la nación en Otto Bauer” en Idea de la política y otros escritos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1983, Pp. 230-231).

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ciertos escrúpulos, haya que avisar contra la confusión de patriotismo con naciona­lismo. El patriotismo –de cualquier patria y de cualquier tamaño­ puede ser un sen­timiento (subrayo lo de sentimiento) na­tural   de   apego   al   terruño   donde   uno nace, se cria o vive. Entendiendo terruño tanto en el sentido físico, como social o cultural, y muy ampliamente.    Es cierto que esto lleva consigo prefe­rencia, pero no necesariamente agresivi­dad frente a lo distinto. Y es de temer que ésta sea una de las características esencia­les   del   nacionalismo.  Como   tal,   es  una ideología   que   supone   afirmar   lo   propio frente o contra lo ajeno. Quizás se trate sólo de la exageración de puntos de parti­da naturales e inevitables, de la consagra­ción exasperada de nuestros particularis­mos.   Puede  que   sea  así   y   que  estemos condenados a ello, al menos en el estadio actual de evolución de la especie. Confie­mos, sin embargo, en que no ande muy lejos la superación racional de tan graves limitaciones.”3         

Pero, por encima de todo, lo más chocan­te del nacionalismo, en mi opinión, es que eleva a ideal político –ese ámbito privilegia­do, necesariamente reservado a aquellos fi­nes y valores humanos de carácter universa­lista–   algo   tan   irracional,   particularista   y azaroso como el resultado de lo que Rawls ha llamado la lotería genética.4  Es decir, el hecho de haber nacido o crecido aquí o allá, algo que nadie puede esforzarse por mere­cer, ya que es fruto del puro azar, y que, en consecuencia, es absolutamente gratuito. 

Por otra parte, no parece necesario apelar al recuerdo aún vivo de las terribles masa­cres,  del   genocidio   y   las   limpiezas   étnicas 

3 MURILLO FERROL, F., “El nacionalismo de fin de siglo” en MURILLO FERROL, F., Nuevos ensa-yos sobre sociedad y política, CIS, Madrid, 2006, Pp. 50-54.

4 Cfr. RAWLS, J., A Theory of Justice, Harvard Uni-versity Press, 1971.

practicados en la ex­Yugoslavia para ratificar hasta qué punto han sido nefastas las pulsio­nes políticas separatistas y/o independentis­tas   tanto  para   los  Estados  afectados  como para los propios nacionalismos excluyentes. Cuyos ambivalentes efectos políticos de he­cho se extienden en el tiempo, desde los orí­genes del concepto “nación” en el siglo XVIII francés  (de  la  mano  de   los  Renan,  Sièyes, etc) hasta la actualidad, pues indudablemen­te es cierto también que el nacionalismo ha tenido algunas consecuencias políticas inte­gradoras en el siglo XIX, como ha recordado Hobsbawn.5  No obstante, el precio a pagar por esa eventual funcionalidad política inte­gradora   ha   sido   realmente   considerable. Como explica Murillo

   “El nacionalismo supone, por una cara, el centralismo jacobino galo, A la postre, la revolución va expresamente contra el par­ticularismo y el principio de autodetermi­nación.   Las   campañas   napoleónicas   son su mejor refrendo. Pese a que, paradójica­mente, se trata de que todos los pueblos sean `libres` y de crear la Nación en abs­tracto. La Constitución de 1793 proclama la amistad del pueblo francés con todos los  pueblos   libres.  Pero  hacia  dentro   se organiza todo sobre el principio del cen­tralismo nacional,   es  decir,   la   supresión de los particularismos o, al menos, la su­presión de su valor político. Va sacrificán­dolos   implacablemente.   Diríamos   que sustituye   el   centralismo   de   las   mo­narquías absolutas por otro aún más rígi­do: el nacional. En 1794 hay un momento en el que pareció que se iban a suprimir en nombre de la nación las seculares len­guas   que   se   hablaban   en   Francia.   Un miembro del Comité de Salvación Pública se quejó de que `el federalismo y la su­perstición hablan bretón, la emigración y el odio a la República hablan alemán; la contrarrevolución habla italiano, y el fa­

5 HOBSBAWM, E. J., Naciones y nacionalismos desde 1780, Crítica, Barcelona, 1991.

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natismo habla vasco` (Röhl, p. 230). En un pueblo libre el idioma ha de ser uno solo y el mismo para todos. Observemos de paso que no se rechaza el plurilingüis­mo sólo en nombre de la unidad, sino que se alegan razones políticas.”6        

"No   hace   falta   compartir   la   conocida  e irónica consideración del  patriotismo de Samuel Johnson –“el patriotismo es siem­pre el último refugio de los sinvergüen­zas”–, para afirmar con plena rotundidad que en un país como España, con una tan convulsa historia política moderna y con­temporánea,   al   igual   que   lo   estableció Jürgen Habermas para otro país de tor­tuosa historia política como Alemania, el único patriotismo sensato y no divisivo es el “patriotismo constitucional”. "

Al final de su excelente libro España de cerca. Reflexiones sobre veinticinco años de democracia, se lamenta Manuel Ramírez de que la idea de la unidad política de España haya llegado a ser monopolizada por la de­recha

 

   “Lo  peor  que nos  ha ocurrido histórica­mente no es únicamente que la derecha haya monopolizado esa  idea de España. Es   también que  la  izquierda,  por  una u otra razón, ha dejado que así sea.”7

La razón es evidente: los ideales políticos de la izquierda han sido siempre universalis­tas e internacionalistas. Y eso no parece que deba cambiar en el futuro, habida cuenta de que  nolens  volens  habremos  de  seguir  de­senvolviéndonos en el contexto de una cada vez más profunda y completa globalización. 

6 MURILLO FERROL, F., Loc. cit., Pp. 57-58.

7 RAMÍREZ JIMÉNEZ, M., España de cerca Refle-xiones sobre veinticinco años de democracia, Trotta, Madrid, 2003. P. 137.

Sino, más bien todo lo contrario; como ha sostenido orteguianamente el sociólogo ale­mán Ulrich Beck, “Sólo hay una respuesta a la globalización: ¡Europa!”8

Pero ocurre,   además,   que  Ramirez   con­funde España con el nacionalismo españolis­ta.  Pues   sólo   si   aceptáramos  acríticamente esa idenficación de ambos fenómenos políti­cos,9 el nombre y la cosa de España, podría­mos concluir en que tiene razón nuestro au­tor,   en   cuanto   que,   efectivamente,   ciertos mitos y símbolos políticos españoles y/o es­pañolistas (la bandera y el escudo, y espe­cialmente los preconstitucionales, la dógma­tica  y preconstitucional   idea de una  férrea unidad política  e,   incluso,  hasta  hace bien poco,  el  propio nombre  del  país)  han sido históricamente abandonados por la izquier­da española no nacionalista, por obvias razo­nes políticas, apropiándoselos indebidamen­

8 EL PAÍS, 7-Julio-2005. p. 16.

9 Una identificación claramente impertinente, como destaca Juan Aranzadi en relación con un tema similar: “El 22 de noviembre de 1985 el Rey de España inauguró en la madrileña Plaza de la Leal-tad un monumento a todos los caídos en la Guerra Civil sin distinción de bando, situado —para pro-ducir un fácil deslizamiento metonímico en su in-terpretación patriótica— junto a un monolito dedi-cado a las víctimas de los invasores franceses el 2 de Mayo de 1808. Sin embargo, cuando uno lee la placa conmemorativa que dice “Honor a todos los que dieron su vida por España”, sabiendo que se refiere a personas que en modo alguno dieron su vida por salvar a España de tropas extranjeras in-vasoras —como supuestamente hicieron los fusi-lados el 2 de Mayo por las tropas napoleónicas— sino que se mataron los unos a los otros en lucha —entre otros varios motivos— por dos ideas de España, por dos Españas que muy poco tenían en común salvo su nombre, siente inevitablemente que, por muy buena voluntad que en ello se pon-ga, se está agraviando la inteligencia y la ética de los muertos de ambos bandos, a quienes se des-posee de sus propios anhelos y razones para con-vertirles en zombis inmolados en absurdo sacrifi-cio a una común Madre-Patria, a una España complacida en “devorar su propia lechigada” cuya bandera no puede saberse si es la franquista, la republicana, la constitucional o un imposible híbri-do de las tres.” ARANZADI, J., “Historia y naciona-lismos en España hoy” en Revista Archipiélago, nº 72, 2005. http://www.archipielago-ed.com/72/aran-zadi.html

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te  una  derecha  españolista,  que  ha   sabido explotarlos   políticamente   siempre   que   ha podido. Como se ha venido mostrando hasta la  saciedad en esta  primera  legislatura del gobierno socialista que un tanto inopinada­mente accedió al poder el 14­Marzo­03. 

  Pero pasemos ya al análisis de los naciona­lismos en España, después de estas previas y un tanto airadas consideraciones antinacio­nalistas. 

La España moderna y contemporánea: de la unificación politica estatal al surgimiento histórico de los nacio­nalismos periféricos 

  A partir de los Reyes Católicos, los autores, como es sabido, de la primigenia unidad po­lítica patria, y simultáneamente con la arti­culación   interna   del   Estado   español   como uno de   los  primeros  Estados  modernos  de Europa,   los   sucesivos   monarcas   españoles van a  ir   reforzando  los   todavía  incipientes aparatos administrativos del Estado y provo­cando así una creciente centralización políti­ca, a costa de la represión de legítimas pecu­liaridades   político­culturales   y/o   religiosas de importantes minorías existentes a la sa­zón en el país (expulsión de los judíos, per­secución y guerras contra los moriscos, su­presión de organos de autogobierno de los reinos mediante los Decretos de Nueva Plan­ta de Felipe V, etc.),10 hasta tal punto que se ha dicho que España fue mucho antes Esta­do que nación.11 

10 CASTRO, A., La realidad histórica de España, Porrúa, México, 1971.

11 Como ha señalado al respecto el profesor Jimé-nez, “Confieso que me produce un enorme sonro-jo que el líder de la oposición (cargo que me pare-ce importantísimo) sepa menos historia de España que algunos alumnos a los que he suspendido. En primer lugar, confunde nación (sentimiento de identidad comunitario que tarda siglos en gestar-se) con Estado. Los alumnos de 2º de ESO se examinan de estos dos conceptos y los diferen-cian perfectamente. ¿Cómo puede decir que Es-paña es una nación de más de 500 años? Hace

   E incluso resulta muy dudoso que la Espa­ña actual sea propiamente una única nación, como   paladinamente   reconoce   la   vigente Constitución de 1978, al hablar en su art. 2º de "nacionalidades y regiones".

En mi opinión, el actual Reino de España es un Estado plurinacional, o, si se prefiere, una Nación de naciones,12  integrado(a) por tres   naciones   autonómicas   (Cataluña,   País Vasco y Galicia), doce regiones autonómicas y tres comunidades autónomas uniprovincia­les (Madrid, Ceuta y Melilla). El generaliza­do pánico político al reconocimiento del tér­mino “nación” para la autodefinición política de  Cataluña  o  de  Andalucía,  provocado  al hilo  de   las   recientes   reformas   estatutarias, 

500 años se creó una unión territorial parecida a la España actual, gracias al matrimonio entre Isa-bel de Castilla y Fernando de Aragón. Pero sólo era una unión dinástica. La Concordia de Segovia establecía que cada reino conservaba sus leyes, lenguas, costumbres, instituciones políticas, ban-deras e incluso fronteras. Dudo mucho que exis-tiera nación ninguna en un Estado con cuatro Cor-tes diferentes, fronteras interiores y multitud de culturas (cristianos, judíos, mudéjares...). Los Re-yes Católicos nunca usaron el título de "Reyes de España" por la sencilla razón de que no existía.

Dice usted que somos la nación más antigua de Europa. No sé de dónde saca esto, pero si obser-va un mapa del siglo XV podrá apreciar que ya existían Francia, Dinamarca, Suecia, Noruega, In-glaterra, Hungría y Portugal, por poner sólo algu-nos ejemplos (…) Hay que esperar hasta el siglo XVIII para encontrar la España actual, tras los De-cretos de Nueva Planta de Felipe V que eliminan los antiguos reinos de la Corona de Aragón. La bandera y el escudo actuales fueron diseñados en el reinado de Carlos III, también en el siglo XVIII. Yo quiero a mi país y me gusta su historia y su di-versidad, sin necesidad de exagerar sobre su anti-güedad.” (JIMÉNEZ JIMÉNEZ, A., “Rajoy suspen-de historia”, EL PAÍS, “Cartas al Director”, 10-Oct.-07, p. 16).

12 Como lo denominaron, por ejemplo, Gregorio Pe-ces Barba, Manuel Fraga Iribarne y Miquel Roca Junyent, en sus discusiones como constituyentes en el seno de la Comisión Constitucional de las Cortes, durante la transición a la democracia en España. (Cfr. Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, nº 71, Sesión del 9 de Mayo de 1978). Más adelante volveremos sobre la impor-tante cuestión semántico-política que plantea esta expresión.

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es, a mi modo de ver, totalmente injustifica­do. Porque ni ese reconocimiento tiene por sí sólo consecuencias jurídicas inmediatas en el  ámbito   interno,  ni  en el   internacional  –donde hay múltiples naciones sin Estado (ar­menios, quebequeses, kurdos, etc.)­, ni polí­ticamente supone más que la consolidación jurídico­política e/o institucional de una pul­sión identitaria colectiva de carácter históri­co­cultural, más o menos mayoritaria, pero sistemáticamente fomentada (y, en la mayo­ría de los casos, creada) por sus respectivas élites  políticas  dirigentes   regionales,   y  que resulta ser en gran “imaginada”, como supo ver   acertadamente   Benedict   Anderson.13  E incluso cabría decir que puramente “imagi­naria”, en unas sociedades como las actua­les, tan condicionadas por el creciente prota­gonismo   político   de   los   mass   media,   que Bernard Manin las ha podido calificar a justo título  de   “democracias  de  audiencias”.14  Y, en este sentido, como ha sostenido Inma Tu­bella, 

   “La identidad colectiva es mucho más que un conjunto de individuos que comparten historia y espacio físico y hablan la misma lengua. Las identidades colectivas son na­rrativas culturales complejas e inconfun­dibles, historias míticas que las personas se cuentan a sí mismas. En este contexto, 

13 Cfr., ANDERSON, B., Comunidades imaginarias, FCE, México, 1993. Para Anderson el nacionalis-mo no puede considerarse como una ideología política, como lo son el liberalismo o el socialismo, sino como un conjunto de ideas o creencias com-partidas “en términos contextuales” (“in envirom-netal terms”). No cabría pensar, dice, en la Tumba al Marxista Desconocido o el Monumento a los Li-berales Caídos; las doctrinas políticas no tienen nada que ver con la inmortalidad. En la Europa occidental secularizada el nacionalismo vino a re-emplazar a la religión como vehículo que respon-día de manera imaginativa a las preocupaciones perennes de los seres humanos (le debilidad, la enfermedad, la soledad, la muerte) y, al igual que las religiones, está unido a un lenguaje sagrado y a textos fundacionales.

14 MANIN, B., Los principios del gobierno represen-tativo, Alianza, Madrid, 1998. Pp. 267 y ss.

resulta evidente el papel de los medios de comunicación de masas como instrumen­tos  para   la   creación de  una   imagen  de identidad colectiva para propios y extra­ños,   mediante   la   cual   contribuyen   a   la elaboración de la propia identidad.”15  

    A partir de la segunda mitad del siglo XIX surgen en España los nacionalismos periféri­cos.16 Primero en Cataluña; algunas décadas más tarde en el País Vasco. Ello responde a la existencia de una cierta modernización in­dustrial   capitalista   en   esas   regiones,   pero que no alcanza al resto de España. Una parte importante   de   esas   burguesías   capitalistas periféricas acabará  por hacerse nacionalista al no poder conectar con un Estado central premoderno, que política y económicamente se   identifica   con   las   élites   de   la   sociedad agraria tradicional que lo sostienen, que son la  aristocracia   terrateniente  y   la  oligarquía financiera.   Cuyos   específicos   proyectos   de crecimiento económico nada tenían que ver, por cierto, con el de aquellas otras élites in­dustriales periféricas que habían venido re­clamando sin éxito del Estado central su co­laboración en la  implementación de las  in­fraestructuras  necesarias  para  el  desarrollo industrial. Ante esa negativa del Estado cen­tral a la colaboración institucional interterri­torial, las despechadas burguesías industria­les periféricas catalana y vasca reaccionarán haciéndose “nacionalistas”, es decir, optando reactivamente   por   crear   su   propio   Estado. Es, pues, en esa falta de sintonía y de efecti­

15 TUBELLA, I., “Televisión, Internet y elaboración de la identidad” en CASTELLS, M., (ed.), La so-ciedad red: una visión global, Alianza, Madrid, 2006, p. 468. Es obvio, pues, que como ha subra-yado al respecto Ramón Máiz, “no es la nación la que genera el nacionalismo, sino el nacionalismo el que, en determinados contextos institucionales y sociales, produce políticamente la nación.” (MÁIZ, R., “Retos contemporáneos de la política : (II) Los nacionalismos” en DEL AGUILA, R. (ed.), Manual de Ciencia Política, Trotta, Ma-drid, 1987, p. 478).

16 MOYA, C., El poder económico en España, Tu-car, Madrid, 1975. Vid., asimismo al respecto, MOYA, C., Señas de Leviatán. Estado nacional y sociedad industrial: España 1936-1980, Alianza, Madrid, 1986.

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va colaboración por parte del Estado central con aquellas burguesías regionales, donde se encuentra en bastante medida el origen his­tórico­político próximo de los nacionalismos periféricos en España.     

La   reiteradamente   frustrada   revolu­ción nacional burguesa y el proble­ma del regionalismo en España  

  No obstante, los orígenes históricos profun­dos   del   problema   regional   en   España   hay que situarlos a finales del Antiguo Régimen. O mejor, en las décadas que cubren el tránsi­to desde el ocaso del absolutismo monárqui­co (a finales del siglo XVIII) hasta el adveni­miento del régimen liberal (a comienzos del XIX).  La primera Constitución liberal  espa­ñola, y una de las primeras del mundo,  la Constitución de Cádiz de 1812, es así conse­cuencia   de   factores   políticos   previamente existentes, y no mera copia de los principios político­constitucionales   de   la   Revolución francesa, como afirmara el propio Karl Marx: 

   “La Constitución de Cádiz de 1812 es ex­presión   exacta   de   las   necesidades   del pueblo español y no una aplicación mecá­nica   de   los   principios   de   la   Revolución Francesa.”17         

  El primero de esos factores es consecuencia de la acentuación del absolutismo monárqui­co que se produce en España por obra de Fe­lipe V, y que conlleva notables procesos de unificación organizativa,  territorial  y  políti­ca. Que se plasma en los siguientes aspectos:

17 MARX, K., en GRAMSCI, A., “Cuadernos de 1929, 1930 y 1931” en GRAMSCI, A., Antología, con selección y notas de Manuel Sacristán, Siglo XXI, México, 1970, p. 295.

1º) La imposición de la organización políti­co­administrativa de Castilla a los territo­rios  de  la antigua Corona de Aragón,  a través  de   llamados   “Decretos   de  Nueva Planta”. Ese mismo modelo castellano se implanta en Valencia en 1707, en Aragón en 1711, en Mallorca en 1715 y en Cata­luña en 1716. El Estado va adquiriendo así   un   modelo   uniforme.   En   adelante, sólo Vascongadas y Navarra conservarán un régimen político propio, el régimen fo­ral,  que   implica  una  autonomía  política peculiar, diferente. Aquí está la clave y el comienzo del problema regional.  

2º) La supresión de instituciones propias de los   antiguos   reinos,   desapareciendo   las Cortes de Aragón, Cataluña y Valencia, y dando  origen  a  unas  Cortes   comunes  a toda  España   concebidas   y   estructuradas al   estilo   de   las   Cortes   tradicionales   de Castilla. A estas Cortes se van incorporan­do poco a poco representantes de los ex­tintos reinos que se integran en un todo. Pero  ese  todo representativo,   las  Cortes Comunes, como es sólito en el absolutis­mo monárquico europeo,18  arrastrará  un vida lánguida, convocándose a lo largo de todo el siglo XVIII sólo en muy contadas ocasiones. 

3º)   La consiguiente decadencia de la auto­nomía municipal, tan rica y activa en los siglos anteriores, y el correspondiente in­cremento de las estructuras burocráticas de  la Administración central  del Estado. Un Estado que ha ido absorbiendo nuevas competencias y actividades de fomento. Y 

18 Baste con decir que los Estados Generales en Francia –sus Cortes generales- estuvieron más de un siglo sin ser convocados por los monarcas ab-solutos, hasta que en 1788 Luis XVI se ve obliga-do a convocarlos por el grave deterioro político del país. El caso inglés es similar, aunque allí los Es-tuardo no pudieran pasar sin el apoyo económico del Parlamento tanto tiempo como en Francia, por su inferior nivel estatal de auto-organización buro-crática para el cobro de los impuestos. (Cfr. AN-DERSON, P., El Estado Absolutista, Siglo XXI, Madrid, 1979; HOBSBAWN, E., Las Revoluciones burguesas, 2 vols., Enlace, Madrid, 1974 y BA-RRINGTON MOORE, Jr., Social Origins of Dicta-torship and Democracy, Beacon Press, 1972).

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que crea nuevos escalones funcionariales cada vez más eficientes, como las Secreta­rías de Estado y de despacho, con atribu­ciones   en   todo  el   territorio   (precedente de   los  actuales  Ministerios),   encargadas de   la   fiscalización  de   la  Administración en nombre del Rey. 19   

El terreno estaba, pues, plenamente abo­nado, aunque ese abono tendiera siempre a reforzar el absolutismo del Rey, en cuya per­sona residía la totalidad de la soberanía del Estado, que es la de un todo político unifor­memente organizado.

Por otra parte, y este es el segundo factor desencadenante de las dinámicas nacionalis­tas, va a producirse el advenimiento históri­co   del   régimen   liberal.   En   el   tránsito,   en efecto, entre ambos siglos, aparece un nuevo actor  político  en auge:   la  burguesía,  como clase que ya ostentaba el poder económico por la decadencia de los estamentos privile­giados del  Antiguo Régimen (Iglesia y No­bleza) y que ahora llama a las puertas de la esfera pública española reclamando para sí algo más y de mayor alcance: su acceso al poder político. Y lo hará, como en Francia, reclamando  algo  política   y   simbólicamente transcendental:  el  cambio  en  la   titularidad de la soberanía, que pasará entonces del Rey a la Nación.20     

Esa   ideología   liberal   acentuará   todavía más que el absolutismo político del Ancien Régime las pautas centralizadoras y unifica­doras  en  la organización del  Estado,  como denunciará   oportunamente   Tocqueville.21 Porque de hecho el liberalismo se enfrenta a una crisis jurídica provocada por la prolifera­

19 Que, según Gonzalo Anes, fueron “los funciona-rios más eficaces en la realización de la política de fomento que caracteriza al siglo de las luces.” (ANES, G., El Antiguo Régimen. Los Bor-bones, Alianza, Madrid, 1975).

20 Cfr. ARTOLA, M., Los orígenes de la España con-temporánea, Alianza, Madrid, 1959.

21 Cfr, TOCQUEVILLE, A., El Antiguo Régimen y la Revolución, FCE, México, 2006.

ción de una desordenada, caótica e incluso contradictoria legislación foral, característica del orden privilegiado del Antiguo Régimen, que tratará  de solventar mediante procedi­mientos jurídicos rigurosos y principios juri­dico­políticos universalizadores y unificado­res claramente opuestos a los estamentales. La aspiración de un Código común, como re­flejo de la ley general, inspirado en el racio­nal Derecho Romano de la República y espe­cialmente del posterior Imperio, será ya una aportación definitiva a nuestra historia polí­tica y constitucional,  en cuanto que se en­frenta a los privilegios jurídicos estamentales y  suprime los   respectivos   fueros,  acabando con las limitaciones a la libertad de comercio y llegando a la abolición de los gremios que tanto la entorpecían. En suma, el nuevo or­den político liberal aparece como un orden unitario.  Que,  aunque tiene como protago­nista a una burguesía que, al ser todavía dé­bil y estar desigualmente repartida por el te­rritorio nacional, se verá incapaz de protago­nizar por sí misma el proceso político, y ha­brá de recurrir a menudo al Ejército para ha­cer valer sus demandas. Unas demandas típi­camente liberales, como de hecho liberales fueron muchos de los “pronunciamientos mi­litares” del siglo XIX español. Con la llegada del nuevo siglo, no obstante, tales “pronun­ciamientos” cambiarán de signo político y se tornarán claramente conservadores.        

Como es sabido, tampoco en los breves y escasos  paréntesis  democráticos  de nuestra historia política contemporánea pudo encon­trar solución el problema regional en Espa­ña. En efecto, tal fue lo que ocurrió con los dos ensayos republicanos: el primer intento de construcción de una España Federal, que lleva a cabo la Primera República y su Pro­yecto Constitucional  de 1873,   salió  mal.  Y acabó   con   los   tristes   acontecimientos   del cantonalismo,   de   Cartagena   sublevándose contra el Gobierno de Madrid y amenazando con hacerse americana y, en fin, con la vio­lenta entrada del caballo de Pavía en el he­miciclo,  que acaba con este primer  ensayo autonómico­federal en España. 

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Como tampoco cuajó el segundo intento de descentralización autonómica en España, el de la Segunda República, porque a la re­sistencia unánime de partidos y sindicatos a la divisíón política regional, se sumó la ma­yor parte de los intelectuales, con Unamuno a la cabeza, pero seguido de cerca por todos los demás, incluyendo el famoso “conllevar” de la España invertebrada de Ortega y Gas­set. En realidad, como ha señalado Manuel Ramirez,22  los   intelectuales   de   la   Segunda República  Española  nunca   lograron  asumir intelectualmente el alcance, para ellos des­mesurado, que llegó a adquirir el problema. Y el propio gran protagonista político de la época,   Manuel   Azaña,   se   lamentaría   años después, en sus Memorias, de la incompren­sión e insolidaridad a que llevó el tema, ha­blando del “eje Barcelona­Bilbao”. Y, por su­puesto, lo de las autonomías regionales cho­có   siempre   con   la   derecha   monárquica (ABC) y con la derecha católica de El Deba­te, por o mencionar a esa extrema derecha que   acabará   diciendo   preferir   una   España roja antes que una España rota.23    

   Los orígenes históricos del problema de la estructuración  territorial  del  poder  político en la España moderna y contemporánea se remontan, como ya hemos dicho, al propio proceso histórico de desarrollo de su pecu­liar capitalismo, sin la presencia de una clase nacional burguesa, que hubiera podido lide­rar la revolución liberal­democrática corres­pondiente,   y   a   las   complejas   interacciones políticas y económicas de su tortuosa dialéc­tica centro­periferia. 

  En efecto, para entender el dramático desa­rrollo político del siglo XIX español es clave el antagonismo entre Madrid y Barcelona –

22 RAMÍREZ JIMENEZ, M., “La Segunda República: una visión de su régimen político”, Revista Arbor, nº 426-427, Madrid, 1981. Pp 27 y ss.

23 Aunque la frase es de Calvo Sotelo, refleja perfec-tamente las posiciones al respecto del partido fas-cista español, Falange Española. (Cfr., por ejem-plo, PRIMO DE RIVERA, J.A., Obras Completas . Recopilacion de A. del Rio Cisneros y E. Conde, Madrid, 1945).

que progresivamente va desplazando la ten­sión “Madrid­Cádiz”, clave, a su vez, para la primera mitad del siglo–, los dos polos urba­nos cuya tensión funcional va a resultar de­terminante para impedir la formación a es­cala  nacional  de una  clase burguesa  cohe­rentemente organizada y capaz de impulsar el   desarrollo   capitalista.   El   conflicto   entre “proteccionismo” y “libre cambio” se monta sobre el conflicto entre la oligarquía central y  una burguesía  industrial  catalana,  dema­siado apegada   todavía a sus orígenes esta­mentales con los privilegios de Carlos III, y sin   capacidad   para   competir   limpiamente con los textiles ingleses. 

  Pero Madrid, la ciudad artificial de los Aus­trias, se ha desarrollado como la capital de un imperio postfeudal, asentada sobre el do­minio aristocrático de una estancada econo­mía agraria, cuyas bases apenas han podido ser modernizadas por las desamortizaciones liberales   de   Mendizábal   (1836)   y   Madoz (1855).24 Madrid sería así una “ciudad prin­cipesca”, por decirlo en los términos de Max Weber, tan incompatible con el desarrollo de una   burguesía   nacional   como   la   aventura imperial de los Austria lo fue con el desarro­llo  de un Estado Moderno que pusiese  las 

24 Las desamortizaciones liberales consistieron en la nacionalización de las poco productivas tierras en poder de las "manos muertas" de la Iglesia y la Nobleza, para acabar vendiéndolas finalmente a bajo precio, no a los pequeños agricultores y cam-pesinos, lo que habría garantizado la productivi-dad de su cultivo, sino a una burguesía urbana tan pudiente como escasamente interesada en la pro-ductividad de la agricultura, por lo que, en definiti-va, vino a actuar, desde la perspectiva económica, como otra nueva "mano muerta". Y ello como con-secuencia de las necesidades financieras inme-diatas de la Hacienda Pública, así como por espe-cíficas razones políticas –la conveniencia de ga-rantizar el voto burgués de los grandes núcleos urbanos- de los liberales que aseguraron el trono a Isabel II. De esta forma se cegó la fuente princi-pal del imprescindible proceso de acumulación ori-ginaria de capital, que hubiera podido ser trasva-sado más adelante a la inversión industrial. Y de este modo se cerró el paso a una "revolución agrí-cola" como la que describe Toynbee en la Inglate-rra del siglo XVIII y que precedió a la Revolución Industrial.

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bases para un desarrollo económico nacional de tipo capitalista. 

  Hasta finales del siglo XIX, y aún hasta me­diados del XX, España seguirá siendo, pues, una   sociedad   predominantemente   rural: frente a la creciente actividad comercial y a la incipiente industrialización capitalista pe­riférica, pesarán decisivamente los intereses agrarios y la capitalización financiera de sus excedentes,   posibilitada   por   el   control   del poder   político   madrileño.   Los   tempranos conflictos obreros tienen asimismo un carác­ter marcadamente local.  Todavía no puede hablarse de una “sociedad nacional de cla­ses” como fórmula aplicable a toda la socie­dad española.  

   La extrema debilidad político­administrati­va  del  Estado  Monárquico  de   la  Restaura­ción –con su incapacidad tanto para una in­dispensable   racionalización  económica,  bu­rocrática y fiscal,  como para una auténtica democratización   parlamentaria–   sólo   era viable   sobre   la   reconstrucción   sistemática del locus tradicional de una Aristocracia que llenase  ese  vacío  de  poder  público  con   su apropiación privada, de tipo cuasi estamen­tal (Weber), de los medios de poder –políti­co,  económico,  militar,  administrativo–  ne­cesarios  para  la  subsistencia de  la Corona, como aglutinante personal e instrumento de legitimación   político­institucional,   a   escala nacional, de tales élites, necesariamente vin­culadas   entre   sí   en   términos   oligárquicos. Esa era   la  única organización posible  para una Restauración que se había impuesto pre­cisamente en función de la ausencia de una clase nacional burguesa como soporte de un moderno Estado Nacional.

   Ahora bien, la crisis de 1898, al poner en cuestión toda la estructura político­económi­ca   de   la   Restauración   con   la   pérdida   del mercado colonial cubano, parece a punto de quebrar esos débiles fundamentos. En efec­to, la Asamblea de Cámaras de Comercio de Zaragoza de Noviembre de 1898 parece po­ner  en marcha de una vez  la movilización política de una auténtica clase nacional bur­

guesa.  Pero   la  ulterior  presión política  del sistema establecido haría imposible aquel co­nato de organización política burguesa a es­cala nacional: algunos de los nombres más significativos de los destacados asistentes a aquella Asamblea (Alba, Paraíso, Caralt, Az­nar,  Olano,   López  Dóriga,   Ibarra,   Ruiz  de Velasco) irían siendo incorporados por coop­tación pocos años después a las filas políti­cas   de   aquella   misma   oligarquía   dirigente cuya   “centralización   opresora”   habían   pre­tendido inicialmente combatir.

   Pero en 1917, de nuevo, la tan reiterada­mente  malograda   revolución  nacional  bur­guesa parece estar por fin a punto. Las con­diciones   prerrevolucionarias   de   aquel   año, que ha sido precedido por la unión frente al gobierno  de  Madrid  de   la   “Lliga”   catalana con los industriales vascos (1916), configu­ran de hecho, frente al viejo tinglado de la aristocratizante Restauración, un nuevo es­cenario político, en el que parece inminente el tantas veces postergado triunfo de la bur­guesía nacional. Francesc Cambó,  el funda­dor y líder de la Lliga Regionalista catalana, emprende una importante campaña política recorriendo Navarra, País Vasco, Asturias y Galicia;   se   entrevista   con  Romanones,   con Melquiades Alvarez, con Santiago Alba, con representantes de Maura; desde la Asamblea de Parlamentarios de Barcelona truena con­tra el oligárquico “turno de partidos” y pide un “gabinete de concentración, en el que tu­viesen representación todas  las   fuerzas  na­cionales”. Cuando la Asamblea se traslada a Madrid, para su entusiasta celebración en el Ateneo, la revolución burguesa parece nacio­nalizarse   definitivamente:   está   en   marcha una transformación radical que va a liquidar el   régimen   canovista   y   su   dinámica   social restauradora.  En  las   “Conclusiones  aproba­das en la segunda sesión de la Asamblea de Parlamentarios celebrada en Madrid el 30 de Octubre de 1917” se afirmaba “que la sobe­ranía reside esencialmente en el pueblo, de quien emanan todos los poderes; que era ne­cesario suprimir la designación regia de se­nadores y de grandes de España, pero dando 

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a éstos el derecho a tener senadores corpo­rativos, por elección; y se insistía en el deseo de una amplia autonomía regional”.25 

  Empero, la llamada de Alfonso XIII a Cam­bó, en plena Asamblea, parece determinar el viraje conservador del político catalán: 

  “En el último momento Cambó y los regio­nalistas ofrecieron a la Monarquía –desarti­culando   todo   lo   tan   laboriosamente  hecho hasta entonces– el apoyo de que tan necesi­tada se hallaba. La opinión pública conside­ró  que los regionalistas, al entrar a formar parte del Gabinete de concentración, habían traicionado   a   la   Asamblea   y   a   sus acuerdos… La burguesía catalana se hallaba, pues,  dispuesta  a  contentarse con el  pacto secreto que, según frase de Cambó,  habían sellado Barcelona y Madrid: pacto que con­vertía a Castilla en tributaria económica de Cataluña y a Cataluña en tributaria política de  Castilla.  De esta  manera,   situados  ante una coyuntura revolucionaria,  la oligarquía terrateniente y la alta burguesía industrial se entendieron antes que dejarse rebasar por el movimiento revolucionario.”26           

  De este modo, queda roto el épico esquema de una burguesía catalana dispuesta a impo­ner  su revolución industrial  y  política  bur­guesa sobre la España agraria y postfeudal –un cliché  mítico­glorioso que desde Valentí Almirall subyace en tantos historiadores ca­talanes como una nostalgia imposible–. Jordi Solé­Tura, refiriéndose a ese gran ideólogo radical   del   catalanismo   político,   afirmará claramente su equivocación:

 “en l’apreciació de la capacitat revoluciona­ria de la classe dominant catalana. La créia una burguesía tan dinámica com l’anglo­sa­xona, peró era, en realitat, una classe tími­da,  conservadora,  profundament  vinculat  a la   Catalunya   rural,   estrechament   classista, incapac de pensar en termes universalistes… 

25 LACOMBA AVELLÁN, J., La crisis española de 1917, Ciencia Nueva, Madrid, 1970, P. 312.

26 LACOMBA AVELLÁN, J., Íbidem, Pp. 318-321.

Aspirava al poder, peró simplement per par­ticipar­hi, no per transformar­lo,”27  

  

  Cambó, en efecto, no es un Mirabeau revo­lucionario, sino el más hábil de los políticos conservadores enfrentado con la crisis de la Restauración.28 Su rol político será bien cla­ro: la racionalización político­económica de la restaurada clase dominante,  a partir del núcleo central de la aristocracia financiera. Carece de sentido histórico, pues, hablar del “viraje a la derecha” de Cambó  como final de la crisis de 1917. Pues objetivamente la crisis termina con el triunfo de la “Lliga”, in­tegrada desde ahora en el círculo central de la Oligarquía: dos ministros catalanes entran en el Gobierno de Concentración de García Prieto, que, por el momento, liquida el fan­tasma izquierdista de la Asamblea. 

Pero esa última frustración de la revolu­ción nacional  burguesa   tendrá,   entre  otras consecuencias  políticas   la  de   institucionali­zar definitivamente esa bifurcación de cami­nos hacia la modernidad capitalista en Espa­ña. De una parte, el políticamente intransita­ble   iter,  más  o  menos  democrático,  de  los enclaves industriales periféricos; de otra, el “raquítico capitalismo de pequeño empresa­rio  de  clase  media”,   como   lo   llamará   Luis Ángel  Rojo,29  de un Estado central  premo­derno,  económicamente  basado  en   las  dos élites   político­económicas   tradicionalmente 

27 SOLÉ-TURA, J., Catalanisme i revolución burgue-sa, Editions 62, Barcelona, 1967. Pp. 269, 299.

28 Como muestra claramente su discurso en el ciclo de conferencias organizadas por El Debate el 19-Abril-1920: “La Revolución Francesa destruyó toda la vida orgánica de los pueblos (…) [Frente a la crisis materialista de los valores espirituales, así inaugurada] los dos valores que han regido y han salvado a la Humanidad, y que han inspirado la Civilización que está en crisis, los únicos en que puede asentarse esa Civilización, son: un ideal re-ligioso para la vida futura y un ideal patriótico para la vida actual.” (CAMBÓ, F. en PABÓN, J., Cambó II. Parte Segunda, 1930-1947, Ed. Alpha, Barcelo-na, 1969: 181-183).

29 ROJO, L.A., en PANIKER, S., Conversaciones en Madrid, Kairós, Barcelona, 1969. Pp. 159 y 161.

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dominantes de la España comtemporánea, la aristocracia  terrateniente y la oligarquía fi­nanciera,  en  cuyas  pseudodemocráticas  es­tructuras políticas –la del tristemente célebre “turno de partidos”– resultará, como hemos visto, imposible proceder a una reestructura­ción   territorial   democráticamente   pactada del   poder   político.   Desde   una   perspectiva histórico­política, Cambó,  el  más conspicuo representante del superior crecimiento eco­nómico de la burguesía catalana y de sus rei­vindicaciones nacionalistas, encabeza y pro­tagoniza ese movimiento colectivo, mediante el que esa clase “nacionalista” se desprende de un sector gran­burgués y aristocratizante del catalanismo político para integrarse “cor­porativamente” en el Gobierno de Unión Na­cional,   presidido   por   D.   Antonio   Maura, como ministro de Fomento (1918) y como ministro de Hacienda en el siguiente y efí­mero gobierno de Maura (1921­22). A la vez que un amplio sector catalanista se va a la Esquerra,   Cambó   representa   políticamente en estas importantes funciones la reconcilia­ción de los intereses catalanes industriales y financieros  con una posible  racionalización de la economía nacional apoyada en la aris­tocracia financiera y en la maquinaria esta­tal.   Su  máxima  aportación  política   será   la históricamente trascendental Ley de Ordena­ción Bancaria de 1921, que lleva a cabo la imprescindible   racionalización   del   sector bancario bajo el férreo control del Banco de España,   concebido   ahora   como   banco   de emisión y banco de bancos. Como afirma al respecto Raymond Carr, 

  “Cambó vio las posibilidades de un ministe­rio que era único en Europa, en cuanto que daba la oportunidad de someter toda la economía a un plan racional.”30

   Así, desde el proteccionismo particularista de la Restauración se va a pasar a un intento de   racionalización “universalista”  del  desa­

30 CARR, R., España: 1808-1939, Ariel, Barcelona, 1969, Pág. 489.

rrollo económico partiendo de la acción cen­tral del Estado.

   “Soy partidario de una creciente interven­ción del Estado y de un intenso naciona­lismo económico; considero indispensable la realización de esta política, si se quiere que, acabada la guerra, España no sea un país económicamente invadido y financie­ramente despojado.”31    

  

   La corta  duración de ese gobierno,  ocho meses,   impediría   la   plena   realización   del apretado   plan   de   reformas   elaborado   por Cambó: la progresiva irracionalidad política del país iba claramente a contrapelo de toda posible racionalización económica. Paradóji­camente, pues, habría de ser la Dictadura de Primo de Rivera la que le diera cumplimien­to.      

  Como es visible, pues, el paso desde la vie­ja sociedad estamental a la moderna socie­dad industrial de clases tiene un desarrollo singularmente   traumático   en   nuestro   país. La Constitución liberal de las Cortes de Cá­diz (1812), con su valor carismático acuña­do   en   una   guerra   de   liberación   nacional frente al invasor extranjero, consagra la pa­radoja que preside toda  la historia política del   siglo  XIX  español:  un  modelo  político­constitucional liberal para una sociedad pos­testamental sin clase nacional burguesa; un sistema político “moderno” en cuanto a sus fórmulas ideológicas, institucionales y orga­nizativas   para   una   sociedad   preindustrial, premoderna   y   precapitalista.   Así,   bajo   la apariencia   constitucional   liberal   (1812),   la fórmula organizativa real del país no podía ser otra que la de “oligarquía y caciquismo”, como  denunciara   Joaquín   Costa.32  Pues   se trata, en efecto, de un país que liquida los restos de un enorme imperio colonial preca­

31 CAMBÓ en PABÓN, J., Cambó I, Ed. Alpha, Bar-celona, 1952, Pp. 615-616.

32 Cfr., COSTA, J., Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: memoria y resumen de la información, Revista de Trabajo, Madrid, 1975.

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pitalista sin haber conseguido alcanzar el ni­vel correspondiente a una potencia nacional moderna,  por   carecer  para  ello  del   instru­mento político­administrativo indispensable: un Estado nacional mínimamente moderno, dotado de una auténtica Administracion Pú­blica racional, en cuyo marco hubieran podi­do desarrollarse un mercado libre, una clase nacional   burguesa   y   una   reestructuración democrática pactada del poder político terri­torial. Como apunta al respecto Ramos Oli­veira,

   “Puede decirse ... que entre 1808 y 1879 España   careció   de   Estado.   Cuanto   se construyó en ese lapso en la política espa­ñola fue fugitivo y caedizo. El germen de la descomposición constitucional minó en todo ese tiempo, día a día, los cimientos a flor de tierra de la unidad nacional incon­clusa; y la progresiva dislocación culminó en el cantonalismo de la primera repúbli­ca.”33

          

     La Restauración se monta, pues, sobre el inestable equilibrio entre la descomposición del viejo sistema estamental y el conflictivo desarrollo hacia una sociedad industrial de clases,  potencialmente  radicalizado en fun­ción del legado revolucionario de 1868 y de las ideologías dominantes en el contexto po­lítico occidental, entre las que figuran los re­gionalismos y los federalismos, como el de Pí y Margall. Del restringido sufragio censitario de Cánovas  se va a  pasar  con Sagasta,  en 1889,  al   sufragio  universal.  Pero  así  aquel equilibrio estructural sobre el que se monta el  nuevo  Estado   sólo   resultaba   compatible con el tradicional estancamiento económico­social de un país que había podido sostener­se merced a las aportaciones económicas de las riquezas coloniales. La posterior acelera­ción del desarrollo industrial y la progresiva descomposición de la viejas relaciones post­feudales en el campo, que disparan el éxodo 

33 RAMOS OLIVEIRA, La unidad nacional y los na-cionalismos españoles, Grijalbo, México, 1969, P. 97.

rural y los correspondientes procesos de ur­banización,   acabarían   teniendo   consecuen­cias explosivas para el sistema. El indiscuti­ble “realismo político” de Cánovas y su pru­dente y manipulada apertura posterior esta­ban condenados al fracaso a medio y largo plazo. 1917 sería el primer ensayo general de crisis del sistema; la dictadura de 1923, su último recurso. 

   La viabilidad política del desarrollo econó­mico  a protagonizar  por  la Aristocracia  Fi­nanciera resultaba incompatible con la fragi­lidad estatal del régimen canovista. La implí­cita   contradicción   entre   “industrialización capitalista” y “restauración estamental”, ape­nas encubierta por el velo pseudodemocráti­co del  “turno de partidos”,  había estallado ya en 1917. La propia racionalización políti­co­financiera   de   Cambó,   capitalizando   los restos del “boom” económico capitalista pro­ducido   al   socaire   de   una   Primera   Guerra Mundial, en la que al no participar España como potencia beligerante, acabaría desem­peñando un muy rentable rol económico de potencia   suministradora  de  bienes   y   servi­cios  a  los  combatientes,  no  haría más  que acelerar   este   contradictorio   proceso   que clausuraba definitivamente la viabilidad po­lítica  de   la  Restauración,  al  mismo tiempo que hacía políticamente inevitable la Dicta­dura militar de Primo de Rivera de 1923. 

  Que será la que, en definitiva, lleve a cabo el proyecto de racionalización económica y ordenación bancaria de Cambó, como señala Raymond Carr.34 Un proyecto, que de hecho habría   de   subsistir,   por   su   extraordinaria trascendencia estructurante, no sólo a la Dic­tadura, sino a la II República y a la guerra ci­vil, para llegar a convertirse en clave decisi­va de  la  vertebración económico­financiera del Nuevo Estado Nacional de 1939, surgido tras la guerra civil. Sólo en ese marco tan se­ñaladamente  antidemocrático  del  nacional­sindicalismo   franquista   se   haría   objetiva­mente posible la nacionalización de la eco­

34 “Fue Primo de Rivera quien llevó a cabo el plan de Cambó.” (CARR, R., Op. cit., p. 490).

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nomía  española en unos  términos  políticos más   o   menos   coherentes   con   la   herencia aristocrático­financiera de Cambó.      

Sobre el permanente y excesivo prota­gonismo político de los nacionalis­mos periféricos en España  

   De lo hasta ahora expuesto conviene que retengamos ese políticamente trascendental “pacto secreto” al que alude Cambó  en sus memorias, “que convertía a Castilla en tribu­taria económica de Cataluña y a Cataluña en tributaria política de Castilla”. 

     Situados, en efecto, ante una coyuntura política revolucionaria, la oligarquía terrate­niente y la alta burguesía industrial supieron entenderse entre sí, en contra de las clases dominadas y en claro perjuicio de los intere­ses históricos colectivos del pueblo español, verificando así la importante tesis del soció­logo norteamericano de la historía, Barring­ton Moore Jr., respecto a los orígenes histó­rico­sociales  de  la dictadura y  la  democra­cia,35 e inaugurando de este modo una deci­siva y transcendental pauta de actuación po­

35 Barrington Moore Jr., Social Origins of Dicta-torship and Democracy, Beacon Press, 1972. La tesis de Barrington Moore Jr. establece una serie de condiciones sociales de fondo como requisito básico para el posterior surgimiento histórico de formas políticas democráticas, ninguna de las cuales se cumple en el caso de España: 1) Que exista un cierto equilibrio entre monarquía y aristo-cracia terrateniente; 2) Que se produzca un giro económico hacia la mercantilización, primero, y luego, hacia la industrialización; 3) Que se pro-duzca un cierto debilitamiento económico y políti-co de la aristocracia terrateniente en beneficio de otras clases sociales (burgueses, campesinos, co-merciantes, trabajadores, artesanos, etc.); y 4) Que no se produzca una coalición entre las clases dominantes (aristocracia y burguesía) contra las clases dominadas (trabajadores, campesinos), ya que ello propiciaría las soluciones autoritarias, mientras que, por el contrario, la competencia y el conflicto entre las clases dominantes favorece la integración política de las clases bajas y la apari-ción de democracias.

lítica, que veremos renacer en el tiempo. Pri­mero, en la Segunda República, donde, a di­ferencia de lo ocurrido con el País Vasco, Ca­taluña obtiene su Estatuto rápida y fácilmen­te,  merced  a   la   confianza  del  gobierno  de Azaña.  Y  más  adelante,  en   los  años  de   la pretransición política a la democracia en Es­paña, de la mano del nuevo gran partido de la burguesía catalana, Convergència i Unió, y de su importante líder político, Jordi Pujol, siempre tan preocupado, al igual que Miquel Roca Junyent, su destacado portavoz parla­mentario durante tantos años, por facilitar la llamada   “gobernabilidad”   del   Estado   espa­ñol, que en todo momento estarán dispues­tos  a  apoyarla,   tanto  durante  la   transición política a la democracia en España, como a lo largo de todo el período posterior,  aun­que, eso sí, percibiendo a cambio considera­bles   contraprestaciones,   fundamentalmente económicas.36 

   De hecho, como consecuencia de  la con­fluencia de dos factores político­instituciona­les específicos, el llamado “bipartidismo im­perfecto” de nuestro sistema de partidos, de una parte, y, de otra, la vigente Ley Electoral –que, como es sabido, establece un sistema proporcional,   corregido   por   el   método   de asignación de restos mediante el coeficiente D’Hont–, en España está  garantizada la ne­cesidad   de   colaboración   político­institucio­nal de los partidos nacionalistas periféricos, cuya   alianza   política   resulta   indispensable para gobernar en un sistema como el nues­tro  de  gobierno  parlamentario,   excepto  en 

36 Cuya cuantía real está todavía por determinar, aunque no faltan indicios reveladores. La crisis del sector bancario, por ejemplo, en la que figuraban varias importantes entidades financieras catala-nas, como Banca Catalana, el Banco Catalán de Desarrollo y la Banca Más Sardá, algunos de los cuales se encontraban en una situación técnico-jurídica de “quiebra fraudulenta”, supondría un coste de más de un billón setecientos mil millones de pesetas, que, por insólita y tajante decisión del Presidente González, acabaría sufragándose con cargo a los Presupuestos Generales del Estado, es decir, a los bolsillos de todos los españoles (La estimación del coste de la crisis bancaria en CUERVO, A., La crisis bancaria en España: 1977-1985, Ariel, Barcelona, 1987).

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los cada vez más raros supuestos de triunfos electorales por mayoría absoluta de alguno los dos partidos dominantes. Lo que define esa peculiaridad política española que Fran­cisco José Llera ha llamado el “excepciona­lismo español”. Y que se traduce en el biza­rro papel que la dimensión territorial e iden­titaria juega en la competición electoral par­tidista y, por ende, en la gobernabilidad es­pañolas. Como ha destacado Llera, 

   “No   hay   ninguna   democracia   avanzada en la que entre cinco y nueve partidos te­rritoriales   obtengan   representación   casi constante en sus parlamentos nacionales y en que éstos (o algunos de ellos: CiU, CC y PNV), con no más del 11% de los votos en su conjunto y un papel político predominante  en sus respectivos   territo­rios   (Cataluña,   Canarias   y   País   Vasco), sean la clave de la gobernabilidad nacio­nal.”37  

    Lo que, como suele ocurrir con casi todos los fenómenos políticos, tiene ventajas e in­convenientes.   La   ventaja   es   que,   por   caro que resulte al resto de la ciudadanía españo­la comprar el apoyo político catalán –ya que al tratarse de un juego de suma­cero, en el sentido de Lester Thurow,38  lo que se llevan unos lo pierden otros–, siempre será, a dife­rencia de lo que ocurre con el caso vasco, políticamente asumible; el inconveniente es que habrá que seguir pagando, con el consi­guiente deterioro  constante  de  la  cohesión social   e   interterritorial   en  España.  El   caso vasco, en cambio, es distinto. En la medida en que su nacionalismo, a diferencia de los nacionalismos   culturales   catalán  y   gallego, se   basa   en   consideraciones   fundamental­mente   étnicas,   –y   se   encuentra,   en   conse­

37 LLERA, F. J., “La dimensión territorial e identitaria en la competición partidista y la gobernabilidad españolas”, en MURILLO FERROL, F., GARCÍA DE LA SERRANA, J.L. y otros, Transformaciones políticas y sociales en la España democrática, Ti-rant Lo Blanch, Valencia, 2006, p. 240.

38 Cfr. THUROW, L., The Zero-sum society, Basic Books, New York, 1984.

cuencia, claramente instalado, por así decir­lo, en el lado oscuro de la fuerza–, es un na­cionalismo por naturaleza mucho más agre­sivo y excluyente, cuyas reivindicaciones van siempre más allá del mero “agravio compa­rativo”. Y, aunque también cobra en dinero y/o en especie, hay siempre algo de irreduc­tible en sus reivindicaciones políticas de au­togobierno. Con todo, la diferencia principal del caso vasco con los restantes nacionalis­mos periféricos viene dada claramente por la presencia ininterrumpida de la violencia po­lítica  de ETA durante  los  últimos cuarenta años. 

   El actual retorno –no sabemos todavía si más aparente que real, por su carácter previ­siblemente efímero–39 de la violencia política en Euskadi parece oscurecer de nuevo el pa­norama autonómico. Pero lo que resulta evi­dente a estas alturas es que la continuidad de la lucha armada es una vía muerta. Y ETA lo sabe.  De hecho precisamente por eso,  y por su extrema debilidad orgánica, proclamó en su momento la “tregua indefinida”. Por­que si bien es bastante improbable que el fi­nal del terrorismo etarra pueda lograrse al­guna vez en España con medidas meramente policiales, lo que es seguro es que ETA jamás podrá ganar esa guerra que desde hace más de cuarenta años viene librando contra el Es­tado español. 

   ¿Por qué continúa, entonces, ETA su lucha armada? La explicación, a mi modo de ver, reside en esa peculiar cultura política antili­beral  y  cuasi­parroquial40  tan extendida en 

39 La probada eficacia de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado en la lucha contra el terroris-mo etarra, así como la cada vez más eficiente co-operación internacional en esa lucha, han merma-do decisivamente la capacidad de hacer daño de la organización terrorista vasca. De cara al futuro, ese proceso es irreversible y marca el previsible-mente próximo final de la pesadilla etarra.

40 Según la famosa tipificación de Almond y Verba, la cultura política parroquial se caracteriza por el hecho de que sus integrantes apenas reconocen la presencia de una autoridad política especializa-da, careciendo, por tanto, de expectativas con res-pecto al sistema político, en general, o a cualquier cambio que éste pudiera generar. En este tipo de

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Euskadi, un territorio donde el fanatismo po­lítico lleva siglos cultivando con éxito deter­minados valores y pautas culturales etno­re­ligiosos, que siguen siendo hoy tan funcio­nalmente operativos como lo fueran en las guerras carlistas, cuando los tradicionalistas vascos celebraban como heroicas las muertes de sus gudaris, despanzurrados por los caño­nes liberales, mientras cargaban a la bayone­ta contra las filas enemigas en campo abier­to a los gritos de “Dios, patria, fuero y rey”.

  Así, pues, la verdadera tragedia de Euskadi, como he señalado en otro lugar, no estriba tanto en la eventual continuidad de la vio­lencia política durante un período de tiempo más o menos prolongado, algo de suyo cier­tamente lamentable, cuanto en la perviven­cia   de   esa   ancestral   cultura   política,   que hunde sus raíces en los mitos y patrañas del repertorio   más   victimista   del   irredentismo nacionalista vasco, y que hoy como ayer si­guen   siendo   irresponsablemente   cultivados desde sus ikastolas por sus nacionalistas éli­tes culturales dirigentes, y fomentando así el más obtuso fanatismo político entre sus jóve­nes generaciones, que son las que nutren  las vandálicas   actuaciones   de   la  kale   borroka, como   cantera   aparentemente   inextinguible del terrorismo etarra.41          

cultura política predominan los sentimientos afecti-vos de rechazo de cualquier organización social o política que vaya más allá del ámbito más cercano o familiar, con lo que se expresa la conciencia et-nicista de la propia identidad política. (Cfr. AL-MOND, G.A. y VERBA, S., The Civic Culture: Poli-tical Attitudes in five nations, Princeton University Press, Princeton, 1963.

41 CAPARRÓS VALDERRAMA. R.., “Socialización y violencia política”, en Málaga hoy, 9-Enero-2007, pág. 5. Vid., sobre el tema, ARANZADI, J., El es-cudo de Arquíloco: sobre mesías, mártires y terro-ristas, Madrid, Antonio Machado Libros, 2001 y, del mismo autor, Good-bye Eta (y otras pertinen-cias), San Sebastián, Hiria Liburuak, 2005.

La reforma del estado autonómico y el insoluble problema de la unidad po­lítica de España

  A pesar, no obstante, de esos negros nuba­rrones de aspecto amenazante que casi siem­pre entenebrecen el cielo vasco, o de las per­manentes tensiones y las crecientes desigual­dades interterritoriales generadas por los di­versos   victimismos   nacionalistas,   con   sus consiguientemente   negativas   secuelas   para la cohesión social del país, nuestro modelo de Estado de las autonomías ha rendido has­ta ahora excelentes servicios a la democracia y, en mi opinión,42  seguirá haciéndolo en el futuro, una vez que se haya completado la actual ronda de actualizaciones estatutarias de todas las Comunidades Autónomas y se hayan  llevado a   cabo   las   reformas  necesa­rias. Porque, en efecto, serían necesarias, si no inaplazables, al menos, las siguientes mo­dificaciones: 

  1) Habría que mejorar la dinámica política de los consensos de Estado para las cues­tiones relacionadas con la definición y ar­ticulación de  la cohesión nacional  y,  en este sentido, hay que criticar el mediocre rendimiento que ha tenido hasta el mo­mento el Consejo de Política Fiscal y Fi­nanciera. Se trata de una grave cuestión que,  en mi  opinión,  está   implícitamente relacionada con la siempre postergada re­forma del Senado, como auténtica cáma­ra de representación territorial; 

  2) Habría que mejorar tanto la cooperación intergubernamental multilateral, como la recíproca lealtad constitucional en la defi­nición plural de la nación y en la aplica­ción multi­nivel de los principios de igual­

42 Que, en este punto, se suma a la opinión mayori-taria de la ciudadanía española. Según datos del estudio nº 2.286 del CIS de 1998, dos tercios de los españoles están satisfechos con el rendimien-to del modelo autonómico y los insatisfechos son sólo una minoría que no pasa del 15%. Pero lo más importante es que ninguna Comunidad Autó-noma está por debajo del 50% de satisfacción con el modelo del Estado de las Autonomías.

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dad, diferencia y solidaridad que articu­lan nuestro modelo de autogobierno y, en este  último  aspecto,  hay  que  cuestionar algunos   aspectos   políticos   del   funciona­miento de la LOFCA y del Fondo de Com­pensación Interterritorial; 

  3) Habría que liberalizar el funcionamiento político real de las CCAA, en el sentido de evitar la creciente, antidemocrática y ge­neralmente sectaria concentración de po­der y de dominanción política, económica y cultural, que supone el control político de las Cajas de Ahorro y las televisiones autonómicas y locales, verdaderas palan­cas de poder de esas nuevas élites oligár­quicas que con excesiva frecuencia hacen y deshacen a su antojo, en los ámbitos re­gionales y locales, sin control democráti­co alguno y en claro perjuicio del interés general.   Más   de   la   mitad   de   las   CCAA cumplen ya más de 20 años de gobierno ininterrumpido del mismo partido, lo que en   sí   mismo   constituye   un   síntoma inequívoco de funcionamiento político in­suficientemente democrático. Se trata de un problema de difícil solución, que se re­laciona   con   el   estado   de   postración   de nuestra  partitocrática   cultura  política   y, por tanto, con la pobre calidad de nuestra democracia y que, en último término, re­mite al sistemático y generalizado incum­plimiento del párrafo 2º del art. 6 CE por parte  de   todos   los  partidos  políticos  de nuestro sistema.43 En otras palabras, a la fuertemente enquistada partitocracia que padecemos.  Como ha dicho Manuel  Ra­mirez,

   “Los partidos han impuesto su total hege­monía (¿cuántos de ellos practican la de­mocracia interna que les requiere la mis­ma   Constitución?),   las   listas   cerradas   y 

43 Me he referido con cierta amplitud al secuestro partitocrático del auténtico espíritu crítico de la de-mocracia en CAPARRÓS VALDERRAMA, R., “Robert Michels y las teorías elitista-competitivas de la democracia: de sus actuales limitaciones institucionales a las exigencias cívico-culturales de la democracia contemporánea”, Entelequia, Revista Interdisciplinar, nº 5, Primavera de 2008 (en prensa).

bloqueadas eliminan la ilusión del votan­te, cuya voluntad se tuerce luego por pac­tos y tránsfugas, el sistema de cuotas para elegir cargos es puro mercadeo, la férrea disciplina de voto y el imperio del grupo parlamentario   convierten   al   Parlamento en mero eco de lo previsto, los sindicatos están en todas partes mediante la figura de sus "liberados", la imagen del país a lo que más se parece es a un gran juzgado plagado   de   querellas   de   unos   contra otros,   la  mediocridad  reina  por  doquier (desde la Universidad a los medios de co­municación)   y   un   extensísimo   etcétera más que está vivo en cuantos quieran ver­lo. Y, para borrar cualquier ápice de espe­ranza,  nuestra  juventud, en su mayoría, ha abrazado con sumo cariño la ideología de   la   globalización:   compre,   consuma, compre, consuma.” (RAMIREZ JIMÉNEZ, M.,   “Recuperar   la   ilusión”,   EL   PAÍS, 29­07­2003, P. 9).    

    

4) Sería ya hora claramente de instituciona­lizar la participación de las Comunidades Autónomas   tanto  en  la   formación de   la posición   española   ante   las   instituciones europeas comunitarias, como en los pos­teriores  procesos  sectoriales  de  negocia­ción entre España y la UE; 

5) Las CCAA deberían descentralizar ya ha­cia abajo numerosas  competencias  auto­nómicas, y, sobre todo, transferir los pre­supuestos correspondientes, para posibili­tar un mayor protagonismo político de las entidades locales y provinciales, en la lí­nea postulada por el reiteradamente pos­tergado “pacto por la autonomía local” y, por último, pero de ningún modo menos importante, 

6) Habría que configurar definitivamente el Senado   como   una   auténtica   cámara   de representación   territorial   de   las   CCAA, porque su actual status institucional es in­sostenible y absurdo, como señalaba con cierta   indignación   el   senador   Solé­Tura en un interesante coloquio celebrado en 

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Junio de 2002 en la “Fundación Encuen­tro”  en  Madrid,  al  que  asistía  S.A.R.  el Príncipe de Asturias. 44        

    Sin   embargo,   hay   que   decir   claramente para concluir que, frente a las constantes la­mentaciones de los portavoces del rancio na­cionalismo españolista del PP respecto a la unidad política de España –que, como anta­ño, vuelven a quejarse lastimeramente de la España rota–, la realidad es justo la contra­ria: nunca en el pasado ha habido los nive­les, tanto en cantidad como en calidad, de vinculación institucional   interterritorial  que hoy existen en España. Y, como hemos visto, la satisfacción ciudadana con su rendimiento hasta ahora es incuestionablemente mayori­taria. 

44 “Sinceramente, es una situación que no puede continuar. El Senado actualmente no existe. (...) sobre todo en un país como el nuestro, que ha sa-bido pasar de un centralismo extraordinariamente duro a una situación en la que, se diga o no se diga, porque la palabra no figura en ningún mo-mento en la Constitución, tenemos una estructura muy parecida a un Estado federal, pero que no lo es. Por ejemplo, el problema del Senado mismo es que no tiene ninguna relación con una parte fundamental del sistema, que, además, ha ido progresando, que son las autonomías. Es una si-tuación absurda: el Congreso representa al con-junto del país, aunque no en igualdad de condicio-nes cada provincia; y el Senado, a las provincias, que a estas alturas son una parte secundaria del sistema. Las autonomías han ido superando los malos momentos y se ha llegado a una situación interesante que tiene todavía posibilidades. De modo que tenemos un sistema federal que no es federal, que no funciona como tal. En vez de intro-ducir a las comunidades autónomas en este siste-ma, seguimos con las provincias, que vienen de muy lejos y que están ahí sin saber a quién y a qué pertenecen. Estamos avanzando, integrándo-nos en una Europa que está derribando las fronte-ras, pero resulta que algo tan importante como 17 comunidades que tienen 17 gobiernos y 17 parla-mentos no están representadas en ningún sitio. No tienen ningún lugar para ejercer como tales ni dentro ni fuera de España. Esto es tremendo. Por lo tanto, en cuanto a la cuestión sobre el federalis-mo, bastaría con reconocer el sistema y convertir las autonomías en un Senado de verdad.” (SOLÉ-TURA, J., ¿Qué España en qué Europa?, Madrid, Junio-2002. http://www.fund-encuentro.org/Deba-tes/pdf/Espa-Europa.PDF )

    Por   otra   parte,   cabe   plantear   hasta  qué punto   podrían   solucionarse   los   numerosos problemas pendientes mediante la transfor­mación del actual Estado autonómico en Es­tado Federal,  como se ha propuesto desde diferentes   ámbitos  políticos,   como   algunos sectores socialistas, ciertos nacionalistas,   o IU. A mi modo de ver,  y creo coincidir en este punto con la doctrina dominante,45 aun­que pudiera tener muchos más efectos posi­tivos que negativos, no es razonable esperar que ese cambio institucional por sí sólo fuera capaz de surtir efectos taumatúrgicos sobre las  presiones  políticas  que   soporta  nuestro actual modelo autonómico, como por ejem­plo, el de la desaparición de las constantes reivindicaciones políticas de los nacionalistas periféricos. Y, habida cuenta de que el volu­men actual de transferencias competenciales desde la Administración central a las CCAA ha alcanzado ya los niveles máximos y es, en algunos casos como el del País Vasco, supe­rior incluso al de ciertos länders alemanes, es previsible que en el futuro tengan un con­tenido   fundamentalmente   económico,   aun­que   naturalmente   seguirán   expresándose bajo una cobertura política. 

  No obstante, como hemos ocasión de com­probar   en   la   presente   legislatura,   para   el rancio nacionalismo español,  como lo es el patriotismo de charanga y pandereta de im­portantes sectores del PP, ni el federalismo ni el autonomismo resuelven adecuadamen­te el problema de la unidad política de Espa­ña. 46 

45 Como advierte, por ejemplo, Elena García Gui-tián, “el problema de la integración territorial en España no puede solucionarse únicamente con fórmulas institucionales.”(GARCÍA GUITIÁN, E., “Estructura territorial del Estado” en DEL AGUILA, R., (ed.), Manual de Ciencia Política, cit., p. 171).

46 Como no se sirve a la unidad política de España es, por supuesto, con la implantación de banderas españolas kilométricas, ni con la característica in-tolerancia lingüística de la derecha (“¡Pujol, ena-no, habla castellano!), ni con la reivindicación polí-tica de recentralizar las competencias autonómi-cas, como pedía Rajoy recientemente.

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   Pero lo cierto es que la España real es plu­ral. Como lo demuestra el hecho de que en todas las elecciones celebradas en Cataluña y en Euskadi, más de la mitad de sus ciuda­danos hayan elegido invariablemente opcio­nes nacionalistas. Y, por tanto, sólo desde el reconocimiento de su pluralidad constitutiva puede abordarse realmente el problema de su unidad política. De hecho, como han se­ñalado Fossas y Requejo, el reto más impor­tante   que   afrontan   tanto   el   autonomismo como el federalismo en los inicios del siglo XXI  es   la  potencial  acomodación de varios demoi nacionales o culturales que conviven en el seno de un mismo Estado federal o au­tonómico. 47    

   Desde ciertos sectores políticos viene pro­poniéndose últimamente una fórmula políti­ca supuestamente salvífica para afrontar tan espinosa cuestión, mediante una nueva de­nominación. Ni la España uninacional de los tirios, ni la España Estado plurinacional de los   troyanos:   España,   nación   de   naciones. Ahora bien, ¿qué hay realmente tras esa de­nominación? Como ha sostenido Justo Bera­mendi, 

   “Detrás de este nombre puede haber, y de hecho hay, cosas muy diferentes, según el significado de nación que se use. Si por nación en singular (que evidentemente es España) se entiende el ente ‘político’, úni­co con poder decisorio en última instan­cia, y por naciones en plural aquellas co­munidades   ‘culturales’   e   históricas   con derechos en lo relativo a esa especificidad pero con capacidad de autogobierno sólo en la medida en que la conceda la nación en singular, estaríamos más o menos don­de estamos. 

47 Los casos más relevantes al respecto son Cana-dá, Bélgica y España. Para una visión general de esta problemática, vid., FOSSAS, F. y REQUEJO, F., Asimetría Federal y Estado Plurinacional. El debate sobre la acomodación de la diversidad en Canadá, Bélgica y España, Trotta, Madrid, 1999.

   (…) Ahora bien, si se entiende que todas las   naciones,   la   singular   y   las   plurales, son sujetos de soberanía, entonces la ex­presión   podría   significar   otra   cosa:   un pacto entre esas naciones mediante la li­bre   voluntad   mayoritaria   de   los   indivi­duos que las componen. Un pacto que ne­cesariamente habría de implicar un siste­ma de soberanía compartida y repartida. Y entonces  nación de naciones  no sería sino otro modo de nombrar a un sistema auténticamente federal en el que las par­tes que se federasen mantendrían una ca­pacidad de decisión  ‘blindada’  sobre de­terminados asuntos y cederían a la fede­ración la capacidad de decidir en el resto. Y todo ello sobre la base del imperio de la democracia y la igualdad de derechos, in­cluidos los políticos, de todos los ciudada­nos con independencia de su lugar de re­sidencia y de su adscripción nacional o et­nolingüistica.

   Si todos aceptasen esta solución compro­metíendose a respetarla en el futuro,  se resolvería la inestabilidad del actual siste­ma debida a la confrontación entre nacio­nalismos.  Es  una   solución  posible,   pero por desgracia no la creo probable, ya que implica   un   conjunto   de   requisitos   y   de cambios de actitudes y valores muy arrai­gados,   tanto  entre   los  partidarios  de   la nación española, como en los de las otras naciones, requisitos y cambios que hoy no parecen fáciles de alcanzar. Por ello me atrevo a  vaticinar  que  el   sistema actual seguirá   con   sus   problemas,   cambiando algo a trompicones cuando no haya más remedio,  a base de parches que de mo­mento salvan la situación inmediata pero retroalimentan los supuestos agravios de estos o de aquellos y reinician el ciclo de acumulación de tensiones hasta  la crisis siguiente.”48                

48 BERAMENDI, J., “Las cosas tras los nombres. Semántica y política en la cuestión nacional”, en ÁLVAREZ JUNCO, J., BERAMENDI, J.y REQUE-JO, F., El nombre de la cosa. Debate sobre el tér-mino nación y otros conceptos relacionados, Cen-tro de Estudios Constitucionales, Madrid, 2005, Pp. 100-102.

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Resulta difícil no estar de acuerdo con es­tas consideraciones de Beramendi. Por ello, me atrevería a afirmar que al problema de la unidad política de España le ocurre, en defi­nitiva, lo mismo que al de su forma de Esta­do   monárquica   o   republicana:   que   ambos son problemas de una alta explosividad polí­tica   potencial,   cuyo   más   adecuado   trata­miento   político  no   consiste   en   resolverlos, sino más bien en disolverlos. Porque, por de­cirlo en la brillante terminología acuñada a otros efectos por Rafael del Águila, son pro­blemas   cuya  propia  naturaleza  política   es­quemática dificultan o impiden, todavía en la presente coyuntura política, tanto las so­luciones impecables como las implacables.49 

   Entre los intelectuales tiene mala fama el pragmatismo de muchos políticos, al que se suele tachar de miopía intelectual, en cuanto que sólo pondera las consecuencias más in­mediatas de sus propias decisiones políticas. Pero,   en   estos   casos   concretos,   las   conse­cuencias políticas inmediatas podrían resul­tar   tan   peligrosas,   por   potencialmente   de­sencadenantes todavía de pulsiones emocio­nales políticamente destructivas, que ningún político en activo, por imprudente que fuera, debería dejar de percatarse de esos eventua­les efectos. 

   Como es sabido, Aristóteles atribuye a la virtud de la prudencia la condición de clave de arco de su teoría de  las virtudes públi­cas.50 La “phrónesis” aristotélica es la capaci­dad para hacer   lo   justo en cada momento concreto,  es decir,   la sabiduría para actuar adecuadamente en cada situación, ya sea se­cundum legem o, incluso, praeter legem. Y aunque acaso el término “prudencia”, como ha indicado Victoria Camps, no responda ya al sentido último que Aristóteles atribuyera en su día a la “phronesis”,51 la prudencia no 

49 Cfr. DEL ÁGUILA, R., La senda del mal. Política y razón de Estado, Taurus, Madrid, 2000.

50 Cfr. ARISTÓTELES, Ética nicomaquea, Gredos,

Madrid, 1985.

51 CAMPS, V., “Introducción: el concepto de virtud pública”, en CEREZO GALÁN, P. (ed.), Democra-

es en cualquier caso una virtud política ob­soleta en un mundo como el actual, cada vez más plagado de riesgos e incertidumbres de todo tipo.52 

   Para Aristóteles la estabilidad política es el primero y principal de los objetivos que debe tratar   de   conseguir   todo   régimen   político. Para el conservador Aristóteles, en efecto, el objetivo  fundamental  de   la  ciencia  política no es determinar qué régimen político sea el mejor o cuál sea el ideal de "politeia" o cómo conseguir   la   constitución   política   perfecta, sino cómo pueden existir y durar los regíme­nes políticos. La seguridad o estabilidad ("as­faleia") es, pues, el problema político por ex­celencia   para  Aristóteles.  En   consecuencia, para conseguir un régimen político estable, seguro, la mejor política consiste no en ins­taurar un régimen perfecto, sino un régimen soportable  para   todos,   llevadero,   centrista, diríamos hoy. No se olvide que, como hemos visto, la virtud preferida de Aristóteles es la "sofrosine", la prudencia, lo que conecta con su teoría del término medio ("mesotés"), que luego adoptará  Sto. Tomás de Aquino para sostener que "in iustum medium est virtum". 53  

cia y virtudes cívicas, Biblioteca Nueva, Madrid, 2005, Pág. 34.

52 Cfr., por ejemplo, BECK., U., La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad, Paidós, Bar-celona, 2006.

53 Cfr., ARISTOTELES, Política, IEP, Trad. cast. de Julián Marías, Madrid, 1970, 1267a y b, Pp. 45-46. Como le ocurre a la mayoría de los pensadores políticos, los acontecimientos políticos de su tiem-po –los constantes enfrentamientos político-milita-res entre las ciudades-Estados vecinos de la Áti-ca–, influyeron poderosamente en la formulación de la teoría política aristotélica. Un caso similar al del patriota Maquiavelo, cuya principal aspiración es la unificación política italiana, es decir, la for-mación de un Estado Moderno unitario, que aca-bara de una vez con los enfrentamientos armados entre los diversos territorios (las Repúblicas de Florencia, Venecia, el Piamonte, los Estados Pon-tificios, el Milanesado, el Reino de Sicilia, etc.) in-tegrantes de la todavía inexistente Italia de su tiempo. (Cfr., al respecto, DEL AGUILA, R., “Ma-quiavelo y la teoría política renacentista”, en VA-LLESPÍN, F. (ed.), Historia de la teoría política, Vol. 2, Alianza, Madrid, 1990, Pp. 69-170).

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  Pues bien, cualquier análisis coste­beneficio de  las  medidas políticas  necesarias  para  la solución definitiva del problema de  la uni­dad   política   de  España  debería,   en   conse­cuencia,  ponderar   cuidadosamente   los  gra­ves   riesgos   potenciales   para   la   estabilidad política general inherentes a tal empresa. Y de ahí  que pudiera resultar seriamente im­prudente la pretensión de zanjar el proble­ma “de un plumazo”  y/o de una vez para siempre.54          

  Con todo, si en un futuro próximo los espa­ñoles   fuéramos capaces  de  ir  solucionando pacífica y consensuadamente las múltiples y con frecuencia  irritantes  disfunciones origi­nadas por los nacionalismos periféricos, y de anteponer políticamente los importantes de­safíos que actualmente nos plantean tanto la globalización como  la   integración europea, llegará sin duda el momento en el que ha­bremos   sabido   solventar   adecuadamente como pueblo uno de los más enconados pro­blemas políticos de nuestra historia moderna y contemporánea.

54 Tengo para mí que algo de esto se ha producido en la opinión pública española al hilo de las re-cientes reformas estatutarias, en forma de repro-che político, mas o menos mayoritario, al presi-dente del gobierno, por “destapar” innecesaria-mente la “Caja de Pandora” de las reivindicacio-nes políticas de los nacionalismos periféricos, drásticamente clasurada desde que se alcanzara el tortuoso consenso constitucional sobre el Título VIII CE.

Otra cosa es que ese reproche esté mejor o peor fundado: es acuerdo doctrinal mayoritario que las reformas de los Estatutos de Autonomía eran ya realmente inaplazables por razones estrictamente técnico-jurídicas y de actualización o moderniza-ción del modelo de Estado autonómico. Sin perjui-cio de que en el acalorado curso del proceso polí-tico suscitado por ellas, el gobierno haya podido cometer más o menos errores políticos. Que es cuestión bien distinta.

Entelequia. Revista Interdisciplinar, nº 5, otoño 2007 Rafael Caparrós / 99

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