El instinto depredador. Lógica predatoria y formas de la violencia

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LA INVESTIGACIÓN EN POSGRADO

DIÁLOGOS EN TORNO A LOS PROCESOS DE INVESTIGACIÓN EN

CIENCIAS SOCIALES, HUMANIDADES Y ARTES. II JORNADAS DE

ESTUDIANTES Y TESISTAS

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Autoridades de la Universidad Nacional de Córdoba

Rector: Dr. Francisco Tamarit

Vice-rectora: Dra. Silvia Barei

Directora del CEA: Alicia M. Servetto

Compilación:

Fernando Peplo

Erika Decándido

Juan Reynares

Katherine Salamanca Agudelo

Facundo Boccardi

Paula Morales

Marcos Luna

Matilde Ambort

Diagramación: Víctor H. Guzmán

Cuidado de estilo: Mariú Biain

ISBN: 978-987-1751-26-6

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EL INSTINTO DEPREDADOR.

LÓGICA PREDATORIA Y FORMAS DE LA VIOLENCIA

Ariel Gómez Ponce

Doctorado en Semiótica

[email protected]

A lo largo de la historia, la pregunta por lo humano y sus límites ha llevado a las

ciencias a cuestionarse si podemos pensarnos como parte del mundo animal y qué

lógicas nos acercan y diferencian de otros seres vivos. Una posible respuesta a

estos cuestionamientos se ha buscado en la consideración del hombre como un

depredador, noción que pertenece al campo de la Ecología y está asociada a

determinados comportamientos humanos desde los comienzos culturales que la

Biología, la Etología y la Antropología han intentado fundamentar (Fromm, 1970).

No obstante, más allá de los planteos científicos, podemos reconocer esta idea del

depredador como motivo recurrente en el imaginario cultural a través de diversas

representaciones que plasman con este devenir-animal modos agonísticos del

comportamiento humano, lo que ha permitido que ciertas formas de violencia se

asocien a un “mundo salvaje”.

Este trabajo expone los primeros avances teóricos en torno a la discusión teórica

acerca de la tensión hombre / animal a partir de la categoría de depredación. A la

luz de la Semiótica de la Cultura y de la Ecosemiótica, la pregunta por el devenir-

depredador puede plantearse desde un nuevo sistema de relaciones teóricas que,

al considerar prácticas culturales y formas de comportamiento, explicaría cómo el

hombre se representa a sí mismo en sus configuraciones animalizadas y cómo los

sujetos-otros se producen y transforman discursivamente. El espacio teórico en el

cual nos ubicamos supone un campo incipiente que se encuentra abocado al diseño

de un cruce de la Semiótica clásica y las Ciencias Naturales. La Ecosemiótica se

encuentra en un proceso de formación teórica que viene desarrollándose a partir

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de la propuesta de Winfried Nöth (2013): un pensamiento complejo que tiene como

punto de partida la constitución biológica, cuyo objetivo es el estudio de las

relaciones semióticas entre la Cultura y la Naturaleza: las formas de comunicarnos

con el mundo natural, el contexto de valoración de este espacio y el carácter sígnico

de la relación de los seres en el medio ambiente. Según Kalevi Kull (1998), la

Ecosemiótica es parte de la Semiótica de la Cultura ya que la forma según la cual el

hombre interpreta la naturaleza está siempre atravesada por modelos

sociohistóricos, es decir, un proceso de culturización del espacio natural y de los

elementos e individuos que habitan en él. Mediante una perspectiva ecosemiótica,

resulta posible conectar y traducir diferentes tipos de sistemas semióticos en la

relación mundo natural / mundo cultural.

Por esta razón, este marco teórico se vuelve eficaz a la hora de estudiar en los

textos de la Cultura un modo de entender el mundo que oscila en el “campo

semántico bipolar” del dominio Cultura/Naturaleza (Lotman, 1996). En esta

lógica, Thomas Sebeok ha entendido que la semiosis es la “capacidad de una

especie para producir y comprender tipos específicos de modelos que se requieren

para procesar y codificar a su manera input perceptual” (Sebeok y Danesi, 2000:

5)1. Es esta existencia de la semiosis la que les permite a los individuos modelizar

el entorno en el que habitan de diferentes formas dado que todos los seres vivos

serían capaces de generar modelos de mundo. Sebeok (2001) afirmará que co-

existen una producción sígnica zoosemiótica (lo no-verbal: cuerpo, emociones y

comportamientos) que comparten todos los organismos, y otra antroposemiótica

(verbal) que sólo posee el hombre, quien es capaz de servirse de ambos modos,

simultáneamente o por turnos. Así, acceder al ambiente y modelarlo,

interrelacionarse con otros organismos (humanos o no) e ideologizar la Naturaleza

puede lograrse entonces a través de una expresividad no-verbal, corporal o

1 La traducción es nuestra.

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etológica, dado que la primera forma de conocer el mundo es netamente biológica

y la realizamos a través del organismo y, en segundo lugar, a través del lenguaje2.

Estos postulados nos permiten entender al comportamiento de las especie como

productor de semiosis ya que es el resultado de una interacción con los restantes

seres y con el mismo entorno natural. Desde la Semiótica de la Cultura, Iuri

Lotman (1999) ha entendido que las formas de comportamiento más básicas son

conductas convencionales que se repiten en todas las especies y sostienen la

conservación de experiencias adecuadas para la supervivencia. Así,

comportamientos como la reproducción y la alimentación conllevan un “éxito”

cuya incorporación a la memoria colectiva de los individuos del grupo garantiza

su permanencia en el mundo. Son, según Lotman, comportamientos programados

(una Animalidad) que se rigen por la ley de la iteración y cuyo carácter es

ritualizado: un sistema complejo de poses y gestos que, en los animales superiores,

se corresponde con la memoria biológica. El hombre, aunque poseedor de un

comportamiento imprevisible (que rompe lo cíclico y tiende a la creación de gestos

nuevos), es un ser asimétrico y de doble naturaleza que se debate entre ambos

modos. No obstante, dado que su comportamiento es “políglota”, el hombre no

estaría totalmente sometido a este proceder programado, ya que podría suprimirlo

o hacerlo más o menos dinámico.

En nuestra investigación, sostenemos que el hombre se ha servido de este

basamento no-verbal (sistema complejo de poses o comportamiento programada,

para Lotman) para la construcción de personajes que metaforizan los bordes de lo

humano/animal: sujetos liminares que responden a un modo de apropiación del

mundo natural a través del cual pueden pensarse formas de la violencia humana

en clave animal. El comportamiento animal es apropiado (traducido, traspuesto)

en prácticas que el hombre representa en diversas textualidades. El depredador, en 2 Thomas Sebeok viene a discutir la noción de modelización primaria propuesta por la Escuela de Tartu, principalmente por su teórico central, Iuri Lotman. A diferencia de la propuesta lotmaniana, Sebeok entenderá que la primera forma de acceder al mundo no es mediante los lenguajes naturales (inglés, español, ruso, etc.), sino a través de lo biológico. En segundo lugar, nos encontraríamos con las lenguas y, luego, con las formas de arte. Cfr. Sebeok, 2001, Signs, anintroduction.

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este sentido, semiotiza aspectos de la etología de los seres rapaces para vincularlos

a fenómenos culturales donde la violencia se entiende como formas de la

animalidad. Desde su comprensión biológica y ecológica hacia un funcionamiento

cultural, el depredador como categoría cultural daría cuenta de un proceso de

sofisticación (un modelo metafórico de culturización de lo natural, diría Nöth,

2013): nos referimos a una operación cultural en la que se recurre a la metáfora

como tropo para referir a modos de relación con el Otro, según circunstancias

sociales e históricas. De este modo, se apropian complejamente comportamientos

propios del proceder predatorio (artimañas, agrupamientos, mímesis, camuflajes,

etc.) a través de una trasposición que realiza la cultura de estas formas etológicas:

un sistema comportamental que puede ser determinado bajo el funcionamiento de

un programa, aquello que Albert Scheflen (1982) ha entendido como la estructura de

las conductas significantes que se presenta a la manera de un perfil que diseña un

mapa de relaciones entre los sujetos, su contexto y su propia constitución. Con el

fin de sondear algunas proyecciones de este panorama teórico que hemos

planteado en torno a la figura del predador y su programa de comportamiento,

abordaremos algunos aspectos relativos a un caso perteneciente a nuestro corpus

de trabajo.

Perteneciente a la cadena Showtime, Dexter es una serie de televisión

norteamericana que comenzó a emitirse en el año 2006 y ha finalizado

recientemente con su temporada octava. En este seriado, Dexter Morgan es un

forense analista de patrones de sangre de la Policía Metropolitana de Miami que,

además, es un asesino serial organizado que da caza a otros asesinos. Personaje un

tanto particular, Dexter aprende (gracia a las enseñanzas de su padre adoptivo y

también policía) un código de supervivencia que le permitirá funcionar como un

“limpiador” social, canalizar sus deseos asesinos y, mientras tanto, no ser

descubierto. Dicho código contiene dos directivas fundamentales: no ser atrapado

y sólo aniquilar a otros asesinos (nunca a inocentes). Jared DeFire (2010) nos indica

que, desde la categorización que los estudios criminológicos, Dexter se

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consideraría un depredador letal: un tipo particular de asesino que, como un

depredador natural, actúa de forma eficiente y organizada. Esta tipología de

asesinos, se caracteriza por poseer un comportamiento análogo a los depredadores;

son deliberados y sus crímenes presentan un modo ritualizado (el acto predatorio:

búsqueda, acercamiento, captura y consumo). Entender a Dexter como un

predador nos lleva a la discusión de la frontera de lo humano: el protagonista, que

se considera a sí mismo un monstruo o un animal, es un personaje ambivalente

que no termina de definir cuáles son sus límites (qué proceder le permite o no

considerarse como parte de la humanidad). Hemos podido observar en otras

investigaciones (Gómez Ponce, 2013b) que Dexter Morgan, mediante

comportamientos y mecanismos análogos a los practicados por los animales

rapaces, pone en discusión hasta qué punto la figura del asesino puede entenderse

dentro de los límites de lo humano y no de lo animal.

Sin embargo, lo que nos interesa aquí es un aspecto particular de esta serie: la

concepción instintiva en el acto asesino. Noción que cobró fuerza a mediados del

siglo XX, el instinto vino a servir como alternativa para resolver un amplio número

de comportamientos (humanos y animales) cuyas causas no podían determinarse

con exactitud. Serán la sociobiología y la etología los espacios que explorarán los

aspectos vinculados a aquellos comportamientos que se han entendido como

innatos en las especies animales. En el imaginario científico y cotidiano ha

permanecido la idea de que un automatismo y una espontaneidad son rasgos que

caracterizarían a formas de comportamiento que se han pensado como una “fuerza

misteriosa” o, en términos de las ciencias naturales, como actos instintivos. En el

mundo natural, Erich Fromm (1970) nos indica que existe una amplia gama de

comportamientos que se han entendido en esta lógica: delimitación, belicosidad,

juego, curiosidad, caza, sociabilidad, temor, limpieza, reproducción, etc., suponen

esquemas y patrones comunes en el actuar de las especies. Sin embargo, estas

afirmaciones sostenidas por las ciencias naturales han derivado en una “lógica

instintiva” un tanto compleja a la hora de pensarla en el hombre. La etología

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(Lorenz, 2005) planteó que, cuando el hombre tuvo la posibilidad de comenzar a

transmitir el conocimiento y realizar avances tecnológicos, los cambios fueron tan

rápidos y radicales que la capacidad de acomodar los instintos “falló”. De este

modo, en las ciencias se ha construido la idea de una humanidad cuyo

funcionamiento es el resultado de la combinación de impulsos innatos fijados por

la biología que se oponen a la capacidad reflexiva, producto de las circunstancias

socio-culturales.

En esta propuesta, numerosos estudios han afirmado la presencia del instinto

depredador que moviliza a los animales rapaces a perseguir, capturar y

alimentarse de sus presas. En Dexter, la idea de un impulso innato es clara: un

Pasajero Oscuro, una suerte de desdoblamiento, de voz interna que lo impulsa a

realizar los asesinatos. Una vez cometido el crimen, la voz se silencia y queda

satisfecha. Pero, por momentos, el personaje se desdobla y transita por espacios

temporales dominados por el Oscuro Pasajero. Si en los asesinos “tradicionales”

existe una motivación explícita, en Dexter los actos criminales parecen realizarse

simplemente para satisfacción del Pasajero Oscuro. La serie expresa que este Yo

interior surge a partir de hechos traumáticos de su infancia (presenciar el asesinato

de su madre) y comienza a tomar fuerza a lo largo de su adolescencia. En los

momentos de mayor crisis e inestabilidad, el Pasajero Oscuro “toma las riendas” y

actúa por cuenta propia. En numerosas ocasiones a lo largo de la serie, Dexter se

cuestiona a sí mismo sobre los fundamentos de esta voz interna:

Dexter: I'm Dexter and I'm not sure what I am (…) I just know there's

something dark in me… and I hide it. I certainly don't talk about it, but it's

there… always… this Dark Passenger. And when he's driving, I feel… alive,

half sick with the thrill of complete wrongness. I don't fight him, I don't want

to. He's all I've got… (An Inconveniente Lie, 3.2)

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No obstante, como mecanismo inhibidor de esta voz interna, existe en Dexter un

régimen moral que limita su accionar y le permite mantener control de su

comportamiento: el Código de Harry, una forma metódica de canalizar e inhibir

los impulsos asesinos que, además, le permite ir un paso delante de sus potenciales

captores, borrando los rastros de sus crímenes o sorteando posibles obstáculos.

Desde la adolescencia, es aplicada por Harry, padre adoptivo de Dexter (y de ahí el

nombre del código) y funciona como dispositivo de control tanto en el personaje

como en la sociedad misma, ya que determina como selección primera a otros

asesinos que no pueden ser capturados y que se escapan de los límites de la ley:

así, Dexter no sólo permanecería dentro de lo moralmente aceptado sino que,

además, funciona como un “limpiador” social.

Para leer esta tensión entre un instinto depredatorio y un código inhibitorio del

mismo, hemos debido recurrir a ciertas ideas planteadas por Michel Foucault

(1981, 2008), quien señala que, en el siglo XX, el psicoanálisis construye (naturaliza)

una idea de instinto que deja de lado todos los aspectos sociales: deja de ser un

“dato natural” para convertirse en una elaboración compleja de los mecanismos de

control social. En este sentido, Dexter presenta un manejo particular de los

instintos y, por extensión, del entendimiento del criminal, dado que, en esta lógica,

el delincuente “está ligado a su delito por todo un haz de hilos complejos

(instintos, impulsos, tendencias, carácter)” (2008:292). Los comportamientos

importan dado que se propone observarlos, vigilarlos y registrarlos: un análisis

clínico del delincuente donde se consideran las “circunstancias atenuantes”.

Foucault piensa, de esta forma, al instinto como una de las razones que ha

propuesto el sistema penal para la generación de acciones delictivas. Así, casos

como Dexter nos llevan a pensar en la constitución de un instinto criminal que

mueve al sujeto: un comportamiento particular potenciado por entidades que

entran en tensión con las propias convicciones del sujeto, es decir, la determinación

de su padre y del sistema legal mismo.

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Sin embargo, hay en esta serie algo particular: los instintos asesinos (predatorios)

del protagonista son reutilizados, estimulados y controlados para la caza de otros

criminales como él. El personaje se vuelve, de este modo, un instrumento del

sistema. Es un claro ejemplo de la reutilización del criminal, dado que Dexter se

pone a disposición bajo un principio de corrección cuya función es su

transformación en, podríamos decir, una extensión del dispositivo de control.

Como le indica su padre en la adolescencia,

we can do something... to channel it. Use it for good (…) there are people out

there who do really bad things. Terrible people. And the police can't catch

them all (...) You can't help what happened to you but you can make the best

of it (Pilot, 1.1).

Se presenta entonces una particular configuración de relaciones cuando el acto

predatorio es “conducido” por los mecanismos de poder, dado que es operado

mediante una política de instintos: allí donde la justicia no puede llegar, llega el

asesino serial que acecha por las noches. La serie plantea, de este modo, un tipo de

ambigüedad que lleva a pensar al principio moral como construcción política y,

por lo tanto, variable.

Como consecuencia de este proceso, los comportamientos predatorios de Dexter se

organizan bajo una misma lógica que los sostiene como efecto de una naturalidad

(una animalidad, podemos pensar), producto de una naturalización de conductas

que se entienden ya no como la consecuencia de un sistema biológico sino, muy

por el contrario, de una operación cultural, social y, principalmente, política. Es

esta perspectiva la que nos permite comprender el instinto en Dexter a partir de

prácticas que lo determinan como “sistema de sometimientos instintivos”:

culturalmente, pensados como peligro que buscan vías de escape y que el hombre

no puede o no quiere reconocer. De allí que autores como Nicolás Rosa sostengan

que, si efectivamente existe un instinto en el ser humano, “el hombre en tanto

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sujeto de la especie lucha tenazmente en contra de ese programa, trata de

modificarlo, de sustituirlo, de sublimarlo, pero no sabemos si lo consigue, lo oculta

detrás de la máscara de educación” (2006: 207). Así, en Dexter, se conjugan dos

polos opuestos que determinan su accionar como proceder que tensiona lo

humano / animal: por un lado el Pasajero Oscuro como instinto que lo lleva a la

caza de otros asesinos y, por otro lado, el Código de Harry que limita el objetivo de

la cacería y, además de acercar al protagonista a su lado humano, colabora con una

causa social. Esta tensión en el personaje recupera las posibilidades de alternancia-

simultaneidad entre Naturaleza y Cultura. Es posible leer aquí una tensión

sostenida, producto de la colisión entre formas de producir semiosis diferenciadas:

una de base biológica, corporal, predatoria; y otra social, abstracta y racional (el

código, tanto el impuesto por Harry como el sostenido por el sistema legal en su

completitud).

Este primer acercamiento al programa depredatorio nos permite dar cuenta de la

existencia de ciertos rasgos que permiten comprender el funcionamiento de figuras

que discuten los límites humano/animal. En textos como Dexter, nos encontramos

con la relectura de aquello que Iuri Lotman (2000) llamó “primitivos semióticos”

(lo que culturalmente se ha pensado como instintivo, por ejemplo) que le permiten

al ser humano volver creativo aquello que es programado. Los textos de la cultura

(y más aún los artísticos) “complican” la tensión con el mundo natural y, de este

modo, sigue vigente la afirmación que sostiene Lotman en la cual la distinción

hombre animal solo sería “distinción” en una lectura relativamente abstracta. El

desarrollo teórico abordado, por su parte, nos permite afirmar que existen formas

que determinan un “entre” en el binomio Naturaleza / Cultura (Barei, 2013):

mecanismos de frontera que traducen lo cultural y lo biológico (etológico). Hombre

y animal, en esta lógica, no podrían separarse de forma categórica dado que “con

determinados aspectos de su ser el hombre pertenece a la cultura; con otros, en

cambio, se liga al mundo extracultural” (Lotman, 1999:44). En cruce teórico entre

Ecosemiótica y Semiótica de la Cultura contribuye a una teoría que permite

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indagar sobre textos que se constituyen en un “sistema de desplazamientos” según

modos de percibir el mundo y de trasponer aquello que es ajeno al espacio

semiótico: lo extrasemiótico, el mundo natural. Comprender este sistema de

modelización primaria definido por Sebeok (pensamos, particularmente, en el

comportamiento de las especies) permite entender cómo los humanos codifican

impresiones sensoriales del mundo a través de la creación de formas

comunicacionales. Parecería que mediante los mecanismos corporales, cognitivos y

físicos es posible una comunicación que responde a otra matriz: un modo que

permite, “trasmitir una información tal, que no puede ser transmitida de otro

modo” (Lotman, 1996:126), ya que partimos de la existencia de dominios

referenciales que exceden a la capacidad lingüística y expresiva del hombre y

deben encontrar una vía de emergencia en otras formas comunicacionales.

Siguiendo esta lógica, en el ser humano sería posible entonces el establecimiento de

tres tipos de mundos: el mundo biológico, el propio del sujeto y el de la cultura,

este último donde finalmente el hombre intenta resolver su relación con los otros

dos.

Bibliografía

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