La vida sensata. Ejercicio de memoria en torno al trabajo filosófico de Sergio Jeréz Riffo.
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La vida sensata. Un ejercicio de memoria en torno al trabajo
filosófico del profesor Sergio Jerez.
Mg. Martín De la Ravanal Gómez1.
El propósito de esta presentación es esbozar una panorámica general en torno al
trabajo filosófico de Sergio jerez; dibujar sus líneas centrales, sus motivaciones, sus
articulaciones a partir de un ejercicio de memoria respecto de su enseñanza, su
personalidad, y de parte importante de sus trabajos escritos. No se trata de detallar su
trayectoria académica2 sino de mostrar los ejes de contenido de su trabajo filosófico,
durante un periodo de su vida (finales de los ochenta hasta los primeros años del siglo
XXI). Como todo lo relativo a la memoria, este esfuerzo está marcado por la parcialidad
y la subjetividad. No pretende, por lo tanto, ser un cuadro definitivo y cerrado. Es más,
se impulsa por la idea de que los intereses y esfuerzos reflexivos del profesor Sergio se
siguen continuando y desarrollando en muchos de los que fuimos sus estudiantes.
Creo que un punto de partida adecuado para comprender su obra es reconocer que hay
una situación existencial que impulsa su reflexión, que es la de plantear que la
humanidad atraviesa por una crisis de sentido derivada del agotamiento del paradigma filosófico moderno (Jeréz, 1997, p. 65 - 68) lo que a su vez pone en cuestión una
determinada idea de racionalidad asociada a ese paradigma. Esta crisis se concretaría
en dos hechos fundamentales, que aparecerían como un desafío a la comprensión del
propio tiempo. En primer lugar, el hecho de la violencia completamente racionalizada
y sistemática, y, al mismo tiempo, absolutamente irrazonable y ciega, que marca la
experiencia social y política de la modernidad tardía. En segundo lugar, el hecho de la
profunda desorientación en el terreno de la ética y la moral; la crisis de los valores que
tiene su efecto en el predominio de una actitud superficial ante la vida, carente
absolutamente de convicciones o dramatismo, sin compromiso, una especie de
desertificación del terreno del pensar utópico y crítico con la sociedad (Jeréz, 1987, p.
21 y 22).
En paralelo, la vida de Sergio Jeréz estuvo marcada por la violencia política desatada
durante el periodo de la Dictadura Militar, y también, hay que decirlo, por la
polarización política del periodo previo al Golpe Militar. Este fenómeno de la violencia
se relacionó en Latinoamérica con la dominación e injusticia estructuralmente
institucionalizada y justificada, realidades que constituían (y constituyen) una
negación cotidiana de la vida de una parte mayoritaria de la población (Jeréz, 1985;
1991, p. 2). Por otro lado, los vertiginosos cambios introducidos por el proceso global
1 Licenciado en Educación con mención en Filosofía (USACH) Magister en Ética Social y Desarrollo
Humano (UAH) 2 Profesor de Filosofía y Teólogo de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Licenciado en Ciencias del
Desarrollo con Mención en Sociología ILADES (Instituto Latinoamericano de Doctrina y Estudios Sociales)
Doctor en Filosofía de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica), Posdoctorado en Bioética (Lovaina)
Profesor de ética y filosofía política, Departamento de Filosofía Universidad de Santiago de Chile.
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de modernización tardocapitalista (que en Chile se efectúa con una instalación
autoritaria) agudizaron aún más la experiencia de descomposición de valores y
referentes morales tradicionales, lo que tuvo consecuencias en el espacio y red de
relaciones cotidianas en la que se constituye la identidad de los sujetos y la convivencia
social (lo que Habermas y otros llaman el mundo cotidiano de la vida). Los fenómenos
del consumismo, las nuevas tendencias de la vida juvenil, la crisis de las instituciones
centrales de la cultura (iglesia, la familia, la escuela, partidos políticos, etc.), la
desafección ciudadana a los procedimientos y canales democráticos, las problemáticas
y desafíos que enfrenta la educación en valores, la constitución del carácter y su
inserción en vínculos profesionales y laborales, las adicciones y abusos de drogas, etc.
fueron algunos de los síntomas que llamaron la atención del profesor Jerez (Jeréz, 2000,
p. 76) .
Otra característica interesante de su trabajo es que es difícilmente encasillable en
alguna corriente, enfoque o escuela filosófica. Su reflexión se mantiene como un diálogo abierto y amplio con, por una parte, heterogéneas posturas filosóficas tales como el
posmodernismo, la teoría crítica, hermenéutica, existencialismo, ontología del lenguaje,
etc. y, por otra, con la sociedad y la cultura, entendida a través de voces que tienen una
inserción relevante en ella: el educador, el profesor universitario, las autoridades, el
político, el religioso, el científico, el artista, etc. Esto le daba a su escritura (y también a
sus clases) un afán por la claridad, un hablar directo, comprensible por los no legos, y
cercano a las inquietudes del ciudadano de a pie. Contra la oscuridad y lejanía
escolástica del discurso filosófico universitario, propio de muchas corrientes
contemporáneas, y contra el intelectualismo academicista que desprecia las
preocupaciones e intereses de “la calle”, Jerez elaboró una reflexión filosófica para un
público amplio, conectada siempre con los movimientos y ritmos de la contingencia
social y política. No podemos olvidar que este movimiento de su trabajo estuvo anclado
en las experiencias políticas y sociales de Chile y Latinoamérica.
Otro ingrediente que no hay que dejar de lado es la postura que adoptó ante la crisis
política y de la democracia, interés que se volvió una constante en su vida y trabajo. Acá,
de nuevo, hay dobles corrientes: por un lado, lo local, la lucha y recuperación de la
democracia en Chile, las limitaciones y ataduras del régimen dictatorial, los traumas y
dolores de la represión, el desprestigio y corrupción de la función pública, las apatías y
desafecciones en torno al sistema electoral y de partidos, etc. Por otro, la crisis global del pensamiento político: la aparente pérdida de eficacia del estado, el cuestionamiento
de la burocracia, la consolidación del mercado como gran coordinador social, el
agotamiento de las energías utópicas (o la crisis de las ideologías), la deformación del
marxismo en totalitarismo burocrático - estatal, el supuesto “fin de la historia” tras la
caída del Muro de Berlín, etc.
El pertenece a una generación marcada por la ebullición social de la Unidad Popular,
por el Golpe Militar, la represión de la oposición, y la instalación de un modelo de
sociedad diametralmente distinto de los anteriores. Esta misma generación tuvo que
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encarar la desilusión y crisis del pensamiento marxista ante la realidad totalitaria que
se estableció en los llamados “socialismos reales” del Este. Durante los años ochenta y
noventa, el estado generalizado de decepción junto con la sensación de haber sido
derrotados en el terreno histórico produjo un viraje en parte de las elites de izquierda
hacia el rechazo de la vía violenta o armada al socialismo; la crítica, más o menos
unánime, de la realidad del “socialismo histórico” como una Dictadura de Partido; la
desconfianza a la intervención económica estatal por ineficiente y enemiga de las
libertades individuales; la adopción, finalmente, de una postura muy favorable hacia el
libre mercado, a la democracia representativo - procedimental como mecanismo de
apaciguamiento de conflictos sociales y hacia el individuo como centro y finalidad
última del desarrollo social. La política de izquierdas asumió una actitud más realista y
pragmatista, muy limitada si la comparamos con las ambiciones del pasado. Las
energías utópicas de la izquierda se empezaron a agotar, y más de alguno se atrevió a
declarar “la muerte del marxismo” (Jerez, 2000, p. 74). El profesor Jerez estuvo imbuido
de ese ambiente de crisis del pensamiento de izquierdas. Pero sus opciones no pasaron
por resucitar los mantras del marxismo decimonónico, sino por hacer una lectura del
propio tiempo que permitiera la renovación de las energías utópicas sin desatender la
necesaria mirada crítica hacia dentro de la izquierda.
En este sentido, podemos ubicar el trabajo de Sergio Jerez como un pensamiento social de línea crítica, cuyo foco es un examen de los resultados malogrados de la modernidad, a la luz de un cuestionamiento de las matrices de sentido heredadas. Esta reflexión se
asienta sobre una particular teoría e interpretación sobre la historia occidental, una que
enfatiza la cuestión de la progresiva racionalización del mundo, el desencantamiento
cultural en occidente, la formalización de los ámbitos de acción social, y el políteismo
moral, en cuyo extremos hallamos tanto el peligro del nihilismo como de
fundamentalismos integristas de todo tipo. Siguiendo una tradición de lectura
sociológica de la historia occidental, que podemos remontar a Max Weber, Jerez
enfatiza los resultados ambivalentes de este devenir, distanciándose así de posturas
progresistas ingenuas: los indesmentibles progresos en lo técnico y lo moral en
conjunto con consecuencias indeseadas de la modernidad: pobreza, injusticia, guerra,
deshumanización, destrucción de ecosistemas, burocratismo, totalitarismo, egoísmo,
etc. Siguiendo una idea hegeliana y marxista, Jerez describió el ser humano de la
sociedad moderna como un individuo y colectividad alienado que aparece marcado por
la división, el desgarramiento interno, la falta de unidad, el extrañamiento de sí. Esta
denuncia o sospecha sobre la sociedad e individuos modernos se presenta en muchos
de sus textos como un elemento descriptivo de la sociedad.
Así mismo, otra nota distintiva de su enfoque es el rechazo de un reduccionismo de
estos desarrollos históricos a una explicación monocausal (por ejemplo,
concentrándose exclusivamente en factores económicos como en el marxismo
ortodoxo) (Jeréz, 1985). Más bien lo que destaca es un énfasis en la influencia de las
ideas filosóficas en este desarrollo, como matriz de sentido que delimita ciertas
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posibilidades y restricciones al campo de lo sociohistórico. La pregunta de fondo que
guía su reflexión sobre la sociedad y política, es la pregunta por el sentido, por los
esquemas de interpretación que estructuran el discurso y la acción, y cómo ellos están
marcados por claroscuros, primacías y exclusiones que forman una historia que no sólo
opera la nivel de las ideas sino en el plano de la realidad, de la subjetividad, de la
convivencia, del poder3.
La clave interpretativa utilizada por el profesor Jerez para analizar la historia de las
ideas es la de los cambios de paradigmas (Jeréz, 1997, p. 67; Kuhn: 2000, p. 268;
Echeverría, 1997; Elizalde (comp.): 2003, p. 225). Las crisis y emergencia de lo nuevo
se explicaría por el ocaso y agotamiento de un determinado paradigma, que finalmente
sería eclipsado y desplazado por nuevos modos de comprensión. La noción de
paradigma desde luego no hace referencia acá a la aparición y confrontación de teorías
científicas dentro de la comunidad científica o las tendencias de moda en el círculo
académico. El paradigma se trata de una comprensión profunda de la realidad, una
ontología, y una interpretación del ser que somos, una antropología filosófica, cuya
influencia irradia y penetra en el sentido cotidiano del mundo, arraigándose como un
sistema de creencias que sirve de horizonte de comprensión de fondo4 (Jeréz, S. y
Tarride, M. 2000, pp. 225 – 250 Jeréz, 1996). El asumir la perspectiva del paradigma
nos indica que no hay una historia de la filosofía ni una filosofía de la historia que
permita resumir todos los paradigmas en una especie de teleología, que descubra un
sentido por encima de ellos, que les dé una continuidad evolutiva o dialéctica.
Entre los distintos paradigmas no habría un progreso o una evolución: sus perspectivas
serían inconmensurables y cada perspectiva daría lugar a una comprensión general de
la realidad y del ser humano muy diferente de las anteriores. Esto distanciaría las
posturas del profesor Jerez de lo que se ha ido denominando “filosofías de la historia”
o “metanarrativas”5 es decir, determinadas lecturas globales de la historia que
postulando una lógica a priori inscrita en lo real predeterminarían el curso de la misma
y del pensamiento, y que, decretando esa lógica como la razón verdadera y efectiva, la
absolutizaría, obnubilando otras interpretaciones del ser y de lo humano. Los cambios
de paradigma estarían dados porque, en determinado momento, un paradigma
establecido no es capaz de resolver ciertas inconsistencias respecto a los desafíos y
desenvolvimientos que brotan en la historia, cayendo en un estado de crisis interna y
de disputa con nuevos paradigmas emergentes. El paradigma que estaría en cuestión
3 Esto se debe, probablemente, a la importancia dada por Jerez al pensamiento de Martín Heidegger y Michel
Foucault. 4 Acá se asume, por ejemplo, la idea heideggeriana y gadameriana que platea que no existe una aproximación
directa, desprejuiciada y pura a los fenómenos, sino que siempre estamos en un círculo hermenéutico que pre
comprende y pre juzga el tipo de problemas y distinciones básicas con que tratamos con la realidad y con
nosotros mismos. Esto es más o menos lo que llamaba el profesor Jerez “paradigma”. 5 Esto hace referencia al pensamiento de Jean Francois Lyotard, en particular a sus ideas plasmadas en su
famoso y criticado libro “la condición posmoderna”.
5
en nuestra época sería el paradigma moderno junto con su versión de la racionalidad
humana asociado a él6 (Jeréz, 1997, p. 68).
El paradigma moderno surge junto con el desarrollo de la sociedad moderna,
entrelazando las ideas filosóficas con nuevas luchas y causas políticas. Ya hemos dicho
algo sobre su faceta sociológica: la racionalización, la diferenciación y especialización
social, la alianza entre ciencia y progreso técnico, la nueva experiencia social del tiempo,
las nuevas instituciones sociales (el estado, la fábrica, la escuela, el mercado capitalista)
van introduciendo un principio de separación en la organización social, marcado por
una racionalidad formal e instrumental que se concentra en los medios más que en los
fines. La modernidad supuso una pérdida del fundamento social unitario, centralizado y jerárquico basado en un orden dado de manera cósmica, natural o divinamente a
través de legitimaciones de tipo tradicional. Por medio de la racionalización cultural
aparecen sistemas de acción y campos de valor específicos que diferencian, formalizan y autonomizan sus perspectivas (por ejemplo, la ciencia, el derecho o la economía). El
pluralismo social se hace evidente, y Weber lo bautiza como politeísmo axiológico. No
hay referentes divinos o cósmicos para la conducta humana y la historia es una lucha
sin fin de convicciones infundamentables en un discurso definitivo. A pesar del
desorden en el terreno de los fines, saber y poder se engarzan mutuamente, la
racionalización también es un incremento del poder de las organizaciones sobre los
individuos y grupos que puede caer en la despersonalización (Jerez: 1997, 69 y ss.).
En la filosofía, el sujeto cartesiano será el nuevo punto de partida. El cogito es sin duda
una opción por un antropocentrismo donde lo humano se define por su racionalidad,
su capacidad de abstracción, su capacidad de distanciarse y objetivar el propio cuerpo,
emociones e historia. Al separarse sujeto y objeto, se pone en duda la idea de la
posibilidad de una comprensión racional de un orden sustantivo inscrito en el mundo.
Ese orden ya no será una realidad previa, independiente y accesible al sujeto sino que
éste, mediante sus capacidades cognoscitivas, deberá inferir o deducir los principios de
funcionamiento del mundo.
El dualismo, el formalismo y el binarismo atraviesa el pensamiento moderno: cuerpo –
mente, materia – espíritu, cosa y conciencia, sensibilidad y entendimiento, noúmeno y
fenómeno, felicidad y deber, etc. Representarse el mundo con certeza, corrigiendo las
creencias por medio de la experiencia y la lógica, en vistas de la manipulación exitosa
del entorno, va a ser un trabajo de un sujeto descarnado y desarraigado, quien desde
ahora será el fundamento de toda ordenación de lo real. Culmina este proceso con el
escepticismo de Hume y el sujeto trascendental del Kant, filósofos en quienes la
estructura y sentido a priori del mundo no existe, o ya no puede ser pensado con
independencia del sujeto (Jeréz: 1987, 22).
6 Aquí se puede ver la referencia al pensamiento de Echeverría. Búho de minerva.
6
A pesar de su novedad, Sergio Jerez vio en el pensamiento moderno una continuidad
con el programa metafísico desarrollado en la antigüedad griega7. Se trata de la idea de
que al hombre y al mundo subyace una estructura esencial (una naturaleza, una
ordenación o sentido trascendente) que establecía una finalidad a las cosas y al hombre,
captable a través del pensamiento abstracto, propio del alma racional. Bajo esta
mirada, la verdad y el ser se identifican entre sí y se caracterizan por la permanencia, la
objetividad, la inmutabilidad, la universalidad, etc. (Jeréz y Tarride: 2000) La
modernidad parte de un antropocentrismo (no de un fundamento metafísico cósmico,
divino o natural) pero no deja de sostener que la racionalidad es la nota distintiva de lo humano y que mediante ella podemos acceder a la estructura estable y permanente de
lo humano y de lo natural. La ciencia moderna aparece como el nuevo método para
obtener verdades al que se le suma un interés utilitario sobre la realidad, un afán de
dominio y control del entorno natural y social en vistas del bienestar humano (idea de
progreso). En el terreno de la moral, será Kant quien buscará un punto de partida en la
libertad, concebida como la capacidad de dirigirse autónoma y racionalmente hacia lo
correcto y el deber, en contra de las pasiones e intereses más instintivos y naturales
(incluso contra la simpatía o la felicidad) El sujeto moral se impone a sí su ley y quiere
hacer un mundo más racional, lo que supone lidiar con las libertades del otro. La
política tendrá que ver, entonces, con un proyecto de instaurar la racionalidad en la
sociedad: aumento de la libertad, de la igualdad y la fraternidad como objetivos de los
idearios políticos modernos. Marxismo y liberalismo tienen en su origen la expectativa
de que la razón traerá un mundo feliz y más justo. Los desastres del siglo XX traerán un
estado de ánimo totalmente distinto: luego del Holocausto e Hiroshima será difícil
pensar que la razón es sinónimo de bondad humana.
Esta tensión entre racionalidad e irracionalidad será un tema muy importante de la
reflexión sobre la modernidad, y, en general, sobre la vida humana y su sentido. Lo
irracional se ha tomado, desde cierto paradigma bastante antiguo, como lo “otro” que
la razón: el cuerpo, las emociones, la sexualidad, lo instintivo, lo material, etc. Esta forma
de pensamiento, “dualista” como lo llamamos, junto con separar, privilegia regiones de
la realidad y del ser que somos, entendiéndolas como superiores y mejores que otras
inferiores. El ideal de un ser desencarnado, que obedece a la pura razón, y de una
realidad metafísica fundadora del sentido de lo real, se transformó en Occidente en la
matriz de las prácticas e interpretaciones cotidianas. Por otro lado, la historia
contemporánea fue especialmente fructífera para mostrar con toda crudeza y crueldad,
la irracionalidad de lo racional, el núcleo de insensatez de todo proyecto que quiere
poner a completa disposición el ser, la naturaleza, el ser humano y la sociedad, y que
declara completa disponibilidad de los medios disociándolos de los fines. Este ideal de
totalización completa estaba estrechamente vinculado, según Jeréz, a la experiencia
totalitaria y deshumanizadora. Lo inhumano y la crueldad podía aparecer revestida de
7 Acá sigue de cerca el trabajo de Rafael Echeverría contenido en los libros El Buho de Minerva y Ontología
del Lenguaje.
7
racionalidad y de justificación aunque, en su fondo, fuera profundamente insensata. Es
desde esta perspectiva que se entiende el esfuerzo de Jeréz por articular un concepto
de lo razonable, es decir, de lo sensato, que no es otra cosa que una racionalidad
sustantiva o ética que tenga su punto de partida en toda la complejidad y riqueza de la
persona humana.
El profesor Jerez siempre habló de dos grupos de filósofos: aquellos que debilitaron al paradigma moderno, los llamados “filósofos de la sospecha” (Marx, Freud, Nietzsche, en
parte Darwin) y aquellos que abrieron nuevos paradigmas (Heidegger y Wittgenstein
fundamentalmente, y en nuestro contexto, Maturana y Varela) (Jerez: 1997, 74
Echeverría: 2003). Estas nuevas ideas se levantaron frente al paradigma cartesiano,
centrado en el sujeto cuya actividad mental pensante se convierte en principio de toda
construcción racional de la realidad mediante la reducción de la realidad y la vida a
mero objeto. Este paradigma de la conciencia, como lo llama Habermas, se vio muy
debilitado, al menos por el lado de su fundamentación filosófica, por los embates del
giro lingüístico, el giro hermenéutico y, finalmente, la sospecha posmodernista y
postestructuralista (Habermas: 1990, 13 y ss.).
Sin embargo, Jerez nunca pensó que la crisis de la racionalidad moderna significaría
una despedida de la razón, más bien era el desafío para articular una nueva
comprensión por medio de un diálogo entre estas perspectivas novedosas del ser
humano: la que coloca su foco en el lenguaje, la que coloca su foco en la experiencia corpórea y en la biología del conocer, y, finalmente, la que coloca su acento en la
dimensión de la emocionalidad y la afectividad humanas. En una posición muy cercana
a la del filósofo francés Edgar Morin y su epistemología de la complejidad, Jerez pensó
que estas nuevas ideas traerían la posibilidad de trazar puentes y vasos comunicantes
entre la ciencia y la fe, entre la filosofía y la sociedad, entre la moral y la política (Morin,
Edgar: 1994, 27). Debemos decir entonces que su adscripción a la idea de los
paradigmas, no fue más que parcial: la exigencia de unidad del discurso, de sentido, de síntesis, era prioritaria, dado que lo que se trataba en la filosofía era la relación del
hombre con el mundo, y de la referencia fundamental que yace bajo la realidad del
individuo fragmentado por saberes y sistemas de poder: hablamos de la persona humana que es un todo trascendente. Así el pensamiento de Jeréz es, para mí, no un
rechazo del humanismo, en nombre de algún carácter infundamentado del ser, o de una
ilustración sociológica, o de un infinito desmontaje de constructos textuales, sino una
renovación personalista del mismo, pero bajo un prisma no racionalista, religioso,
metafísico, o cientificista. Se trata de un humanismo personalista crítico, abierto a la
finitud, la contingencia y la complejidad de la condición humana.
Pero, en una aparente contradicción o paradoja, la filosofía elegida por Jeréz para
pensar esa unidad trascendente de lo humano, no es un paradigma más entre otros,
sino una filosofía que piensa en un sistema que integra el devenir de las categorías
filosóficas en una dinámica superior o Lógica de la Filosofía. Será el pensamiento del
filósofo Eric Weil, en quién concentrará su trabajo doctoral en Lovaina, el que le
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permitirá establecer el vínculo que une filosofía y vida, y que refiere la moral y la ética
a un sentido dado dentro de un sistema filosófico.
Según la describe en un texto llamado “Contribución a la crítica de la razón política: una
introducción al pensamiento de Eric Weil” (1991) su filosofía es un sistema donde se
integran sucesivamente las principales categorías y actitudes filosóficas, integrando las
perspectivas parciales del ser humano. Su punto de partida no es el cosmos natural, o
Dios, o el Ser, sino el sujeto, que no es la abstracción cartesiana sino el hombre concreto
tal cual se ha dado en la historia Este hombre concreto inicia un recorrido hacia la
filosofía rechazando su alternativa: la violencia. Ese camino, como ocurre en Hegel, es
una especie de “novela de formación” (Bildungsroman) del espíritu humano, a través
de una serie de posiciones existenciales y filosóficas que entran en conflicto, se superan
y subsumen unas a otras en una magna tarea de comprensión de sí mismo. Sin embargo,
Weil no se detiene en la síntesis puramente conceptual, o el pensamiento absoluto.
Como si hubiese querido aunar Marx y Hegel en el mismo movimiento, luego de ese
momento absoluto, aparece la exigencia de realización en la historia de una vida plenamente razonable o sensata. Aquí es donde la moral y la política se vuelven
ingredientes de un sistema filosófico total (p. 9 y ss.)
En una afirmación de notorias influencias kantianas, Weil sostiene que el ser humano
es un ser dividido entre una animalidad y una razonabilidad, que es justamente donde
radica su libertad (p. 15). Esa animalidad sufre por la necesidad, por el apetito, por el
deseo, que vienen con la condición de estar vivo y tener que perseverar en la existencia
eludiendo el acecho de la muerte. Este punto era muy relevante para el profesor Jerez:
el cartesianismo había atendido poco a esta condición natural, animal, menesterosa,
sintiente del ser humano. La había mirado con desprecio y la había reducido a mero
objeto o cosa, res extensa. Incluso Kant había tratado todo lo relativo a nuestra
materialidad como no digno de ser considerado por una moral que buscaba la voluntad
pura, la acción desinteresada, el universalismo incondicionado plenamente autónomo.
Nuestro cuerpo, sede de dolores y placeres, de pulsiones y aversiones, de necesidades
y urgencias, era para Weil (un kantiano en el fondo) negatividad, negación de lo
humano, que sólo es verdaderamente humano en su plenitud o contentamiento. Sin
embargo, dentro del pensamiento de Weil, esta faceta “animal” no se niega a partir de
su represión u olvido, sino mediante su comprensión dentro de un discurso coherente.
Es decir se la ubica dentro de una filosofía comprensiva de lo humano, de lo plenamente
humano (p. 22).
La posibilidad de la filosofía, o del discurso coherente, nace en una posibilidad
antropológica: la de que el ser humano sea, al menos en potencia, un animal de lenguaje
y un ser razonable. Puede no serlo, pero su realización completa pasará, entonces, por
su lenguaje y por su razón. Eso marca el paso de la animalidad a la experiencia humana
que es una experiencia de reconocimiento. Sin embargo, el lenguaje no es idéntico a la
verdad. De hecho, sirve más bien para expresar lo que no satisface al ser humano y
expresar ese deseo (p. 16). La lucha del hombre con lo que no lo satisface, es aquello
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que lo forma en la historia. Pero, a diferencia de quienes postulan que el ser humano es
incapaz de realización y plenitud, Weil afirma que el ser humano puede llegar a
contentarse, a reconciliarse con la realidad. En todo caso, alcanzar la razonabilidad para
el ser humano consiste no en vivir presa de necesidades y deseos, sino en afirmar su
libertad, que es su deseo razonable (p. 19).
La filosofía era para Weil una búsqueda de un absoluto, del contentamiento máximo
tanto en el discurso plenamente coherente como en la acción verdaderamente
felicitante, pero (y aquí se separa de Hegel) siempre considerando que la negatividad
original acecha al hombre, que no por ser razonable deja de ser finito. Jerez admiraba
que la filosofía de Weil no concluyera en un absoluto cerrado, en un final de la historia,
pues el ser humano pudo, y siempre podría, a sabiendas de lo que le ocurriría, rechazar
la razón y optar por su opuesto que es la violencia.
Siendo la violencia una manifestación de nuestro ser natural, en tanto las necesidades
y apremios de la vida niegan la vida humana (cuando no son satisfechas) hay una
segunda violencia que viene de la negación de la razón (de la comprensión, del discurso,
del diálogo) que consiste en que el humano, inteligente y técnicamente hábil como
especie animal, puede negar su propia vida y fabricar su negación: vivir
inhumanamente, vivir deshumanizado, vivir desgarrado o falseando los vínculos con
los Otros. Cualquiera se puede dar cuenta que la libertad humana puede optar por lo
sumamente irracional, esa capacidad para el mal radical ya bastante destacada por
Kant, y expresada históricamente en los campos de concentración, los sótanos de
tortura, las cámaras de gases, las aglomeraciones de pobres y humillados en las grandes
capitales, en las bombas atómicas, el terrorismo, etc.
En definitiva, Weil muestra que tanto la filosofía, que era considerada como el discurso coherente y la vida sensata, como la violencia, la negación natural o autoinfringida del
ser humano, eran opciones, posibilidades nunca ganadas o sacramentadas para
siempre. Pero eran posibilidades en extremo opuestas, pues la violencia, en su polo más
álgido, es la imposición por la pura fuerza, la arbitrariedad sin freno, el poder sin
justificaciones ni rendición de cuentas, la particularidad impuesta como “la única
razón”, manifestaciones todas de una negación de todo discurso comprensivo, de toda
filosofía y de toda ciencia, de toda verdad y toda justicia (p. 45).
Sin embargo, la filosofía, al vislumbrar la condición del hombre, su negación base, se
transforma en una búsqueda de lo trascendente, que es lo plenamente humano, la
felicidad. El discurso en tanto es plenamente coherente, domestica la violencia, la
comprende. La filosofía sería la lucha teórica y práctica por una vida sensata alternativa
a la violencia. Lo animal, lo condicionado, lo sufriente, la violencia en definitiva, es
integrada a un sentido y ahora no aparece como lo inaccesible y lo insensato puro. El
camino hacia la filosofía despega junto con la cultura y la civilización.
El ser humano incorporado a una comunidad, viviendo una vida pacificada de los
embates de la naturaleza exterior y de los otros hombres, alivianada la carga de la vida
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por la organización del trabajo, liberadas las artes gracias al ocio disponible, comienza,
entonces, un viaje de autoexploración, que, sin embargo, no es filosofía en sí misma aún
(p. 24). La sociedad humana desde sus primeras conformaciones en la historia, es
trabajo organizado y ciencia del trabajo (técnica) El trabajo es fundamental para
afirmar la vida humana contra la naturaleza exterior. La vida humana es en la
dimensión de la labor y el trabajo, el reino de las necesidades. En él, tanto la naturaleza
se objetiviza como el ser humano se aliena, pues se convierte en cosa en medio de las
relaciones instrumentales y de dominación (p. 105 y ss.)
El ser humano en comunidad vive en la certidumbre, que no sólo abarca un sistema de
creencias sino también las normas de vida integradas de manera tal que son
transparentes al individuo, se vive en una armonía entre individuo y sociedad, entre
discurso y sociedad, lo que evita la anomia. Esta forma de vida supone que hemos
abandonado, en parte, la animalidad. El trabajo, la técnica, la ciudad han hecho aparecer
la conciencia, y esta a su vez a revestido de cultura las necesidades y apetitos puramente
animales: gastronomía, arquitectura, erotismo recubren el instinto de alimentarse,
cubrirse y procrear. El hombre comienza a ser un animal razonable. Sin embargo, esa
vida en comunidad no es plenamente razonable, ni la igualdad ni la justicia valen para
todos. Las contradicciones subsistirán como injusticia y desigualdad, y el hombre
seguirá ejerciendo violencia contra el hombre, pues el poderoso y el rico deberán
defenderse de y someter a la parte de la sociedad débil y pobre (p. 105 y ss.).
Sin embargo, la filosofía sólo comienza con la incertidumbre, que ataca al individuo
cuando se desmorona su comunidad y su sistema de creencias. El hombre despojado de
su comunidad es un hombre abandonado. La crisis de la comunidad marca el origen del
discurso ontológico, pues surge el deseo de comprender aquello que niega y violenta al
individuo (p. 30). Filosofía y crisis van de la mano, quiebres y desastres, catástrofes y
situaciones límites, aguijonean al ser humano para que salga a la búsqueda de nuevos
sentidos, una vez que se ha dado cuenta de la pérdida de los viejos referentes. La
filosofía comienza un trayecto con estaciones, donde el hombre va escapando del
sinsentido, de la violencia, encumbrándose hacia una comprensión más profunda de sí
mismo.
En los análisis del profesor Jerez es muy importante entender la filosofía como el devenir de los discursos coherentes que ha producido el ser humano, frente a sus
propios productos que ha puesto en la historia. Esta búsqueda del sentido supone, un
momento de pérdida del sentido, de la certeza. Desde esta caída, los seres humanos se
han esforzado en articular una comprensión de la realidad a partir de distintas
categorías y actitudes. Es el intento por recuperar una certidumbre, teniendo como
fondo la idea de alcanzar un fundamento que alinee coherentemente todos los saberes
del hombre. El discurso máximamente coherente sería aquél que logra volver idénticos
la realidad, el hombre y el discurso. Se trata desde luego no de una verdad respecto a
un en sí más allá de la conciencia, sino de una verdad enraizada en el hombre concreto.
Es, en el fondo, la autocomprensión del ser humano a la luz de toda la historia de esas
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autocomprensiones. Lo humano no es algo que pueda describirse ni prescribirse desde
el exterior, se trata del punto de vista de un sujeto sobre sí mismo, sobre sus procesos
donde no hay un “afuera”. Ese movimiento tiene que ver con la negatividad, con el
rechazo de aquello que niega al humano (la muerte, las necesidades insatisfechas, las
amenazas naturales, las arbitrariedades) con las fuerzas de lo razonable (el deseo
sensato, la filosofía, la democracia, etc.) (p. 69)
Pero, contra la tentación de un sentido que satisfaga solamente en lo teórico, Weil habla
de “el hombre rebelado”, del ser humano que busca esa plenitud en su existencia, en la
acción, en la historia. A pesar de que el pensamiento puede abarcar coherentemente la
condición humana, las contradicciones e injusticias subsisten en la historia. El hombre
concreto busca entonces la acción, cuya realización plena es la vida completamente
sensata y razonable, la igualdad universal (p. 46 y ss.)
Desde este punto de vista adquiere sentido la política, pues consiste en la consideración de la vida en común de los hombres bajo las estructuras esenciales de esa vida. Sin
embargo, la política está íntimamente ligada a la moral, pues la cuestión de esta última
es la del (o los) sentidos de vida que el individuo considera (por sí mismo o a partir de
otros) y cuyas posibilidades se las juegan en la vida en sociedad. Se trata, en la moral,
de saber “en vista a qué el hombre hace su vida” (Jeréz, 2000: 70). La moral y la política
serían elementos de un sistema filosófico que es expresión del esfuerzo del ser humano
de comprenderse a sí mismo y de escapar de la violencia.
La moral en la perspectiva de Weil es el actuar razonable del individuo en acuerdo consigo mismo. Esta mirada resalta al individuo frente a su comunidad. Una vez que la
comunidad ha perdido su sustancia ética, la moral será la de una conciencia moral
racional y abstracta (postconvencional) alejada de las costumbres y tradiciones. Se
trata de una moral formal, que acentúa el hecho de poder distanciarse o descentrarse
del egoísmo natural, del grupo directo de referencia o las costumbres establecidas
(estadios preconvencional y convencional de la moral) Esta moral abstracta, por lo
tanto, opone la conciencia moral del individuo a la polis y a la naturaleza. Por otro lado,
en una época de politeísmo valórico y pluralismo de concepciones de bien, la moral se
plantea desde la pregunta problemática ¿bajo qué principio (o principios) debe vivirse
la vida humana?(Jerez: 1991, 93).
En el pensamiento de Weil, moral y ética parecen ser sinónimos. El profesor Jerez
enfatizó, sin embargo, que la ética tiene que ver con la forma que la vida humana adopta,
que es otra manera de plantear la cuestión del sentido. El ser humano puede decidir su
vida porque es una voluntad libre, aun cuando su libertad exterior este muy limitada.
La ética no tiene que ver entonces con prohibiciones u obligaciones sino con el tipo de
vida que conformamos, el carácter que llegamos a tener. Aun así, la ética, como reflexión
filosófica sobre los principios de la moral, supone una experiencia moral enraizada, a
su vez, en morales históricas concretas (Jeréz: 2001, 204 y ss.).
12
El punto de arranque tanto de la moral como de la política es el de la condición humana
en la historia, pero sus enfoques son distintos: la moral da primacía al individuo por
sobre lo colectivo, mientras la política tiene “una primacía objetiva”: todo individuo
tendrá que desarrollar su proyecto ético en una condición histórica y social dada. La
moral aparece como una dimensión humana (el fenómeno moral, no las morales en
específico) en tensión, es decir por un lado se ancla en el polo subjetivo, en la realidad
del individuo, su libertad y deseo de llevar una vida realizada. Por el otro lado, en el
polo colectivo, donde toda moral concluye en la idea de que una vida humana plena
debe hacer posible la conjugación de la libertad de uno con la libertad de todos, y de
que el ser humano sólo estará completo cuando la igualdad sea universal. En la moral,
el individuo piensa en sí mismo, piensa en el otro y piensa en todos. La política trata de
que las subjetividades puedan coexistir, idealmente convivir y converger en una unidad
(Jeréz, 1991, p. 101 y ss.) Hoy podemos preguntar: ¿qué queda de esa aspiración a la
universalidad en medio de sociedades altamente fragmentadas, sometidas a fuerzas de
descentramiento y redes deslocalizadas de intercambio global? ¿Cómo hacer participar
el particular, la pluralidad, la diferencia, la heterogeneidad, de un tipo de solidaridad
máximamente ampliada, cuando lo universal vino a significar totalización,
homogeneidad, mismidad, etc.?
La política empírica es el terreno de las pasiones, de las fuerzas en conflicto, de la
pluralidad. La sociedad aparece primeramente como una comunidad dividida (Jeréz,
1991, p. 107). La filosofía política pertenece al terreno de la razón práctica, que mira la
realidad desde el punto de vista de lo normativo, lo ideal, el deber ser. Pero no basta
un pensamiento sensato, la política quiere una vida sensata en la organización de la
comunidad histórica. Esto lo expresa Weil en la idea “de la satisfacción del hombre en y
por el reconocimiento de todos y cada uno” (Jeréz, 2003, p. 154).
La finalidad de la política es el ensanchamiento máximo de la libertad en la historia, el
medio para eso es la organización de la sociedad, de los ciudadanos (esto toca el tema
del poder, de la institución, del estado). Imposible, a su vez, pensar esa organización sin
lo público, sin un punto de encuentro para que las libertades se encuentren, donde los
propósitos se visibilicen y los fines se decidan. En la sociedad moderna, la política no
decide sobre el sentido de la vida. Sí lo hace, en cambio, sobre la calidad de vida. El
problema entonces, dice el profesor Jerez, está en contar con un lenguaje común que
parece que ya no está a la mano. La crisis de la política es una crisis del lenguaje (Jeréz,
2000, p. 78)
Pero, ¿qué puede significar que la crisis política es una crisis del lenguaje? En una
primera aproximación, podríamos decir que en la convivencia social, el lenguaje resulta
incapaz de articular un sentido al descontento. No es posible la comprensión ni el
reconocimiento de necesidades y anhelos de la población por mediación de la política,
luego la institucionalidad aparece como ilegítima, fetichizada, corrupta. La palabra y el
discurso del poder político aparece separada de los ciudadanos, pierde su faceta critico
– normativa –emancipadora y se constituye en ideología que no responde
13
verdaderamente al interés común sino que sirve a lo particular. Si el descontento no
puede expresarse razonablemente, brota finalmente la violencia como negación de la
razón. En otra aproximación (una cercana a Echeverría, Maturana y Flores) la política
es concebida como una convivencia coordinada por conversaciones que toman forma
gracias a actos de habla determinados. La crisis política sería la crisis de las
conversaciones políticas que no son capaces de dar cuenta de lo que verdaderamente
hay (afirmaciones) ni tampoco hacer declaraciones fundamentales que generen una
realidad diferente. El fracaso de conversaciones democráticas se manifiesta en el
ascenso de la desconfianza.
Jeréz afirmó una vez que en nuestra sociedad la palabra aparece prostituida: se la tiene
sólo como un medio, o peor, como una mercancía. Vivimos, diría Habermas, en una
comunicación sistemáticamente distorsionada (por el poder, por el dinero, etc.) donde
la vida pública y el poder político no puede ser libremente examinado, donde el valor y
el poder de la palabra no es el mismo para todos ni el acceso a la discusión pública es
igualitario. La autoridad queda, por lo tanto, sin legitimidad, y los ciudadanos, sin el
debido reconocimiento.
Sergio Jerez no dejó de insistir en la dimensión ética de la política. Siguiendo a Weil,
conceptualizó el desafío político como el de crear relaciones entre los sujetos que no
estén marcadas por la arbitrariedad y la violencia, es decir, una sociedad donde la
justicia e igualdad universal sea realizada. No obstante, esa sociedad ideal sólo existe
en la medida que hay mujeres y hombres que luchan por ella. De aquí que la creación
de nuevas visiones y proyectos políticos sea el primer paso para revitalizar y dignificar
la política, restituyendo esa dimensión ética perdida. En última instancia, a juicio del
profesor, la ética conecta con la política no sólo respecto al gran tema de la libertad
sino en cuanto se trata eminentemente de la cuestión del otro, de su aceptación, su
reconocimiento, su cuidado (Jeréz, 2001, p. 215).
Esto exige reacomodar las relaciones entre ética, política y economía. De aquí la
importancia de la ética democrática, de los derechos humanos y de la cuestión del desarrollo. En nuestra civilización tecnológica, que tiene gran poder sobre la cuestión
de los medios pero que se inhabilita en la cuestión de los fines, hay que conformar una
ética que permita orientar en un contexto de mucha diversidad, pluralismo e
incertidumbre. Un primer principio para esta ética es la dignidad de toda persona
humana, lo que pone como tarea prioritaria el restituir la dignidad de los pobres,
marginados y excluidos del sistema. Un segundo principio es la igualdad, que tiene que
ver con el corazón del régimen verdaderamente democrático. Igualdad y diversidad
deben armonizarse, para dar cabida a las legítimas diferencias dentro de la sociedad.
Un tercer principio es la participación social, la unidad, la integración, la conformación
de lo común. Un cuarto dice relación con la solidaridad. Y el quinto corresponde a la
libertad. Entre estos principios hay interdependencia, si sacrificamos uno en nombre
de otro podemos esperar que la vida humana se verá mermada gravemente. Entonces
un elemento fundamental es hablar de la calidad de vida, del tipo convivencia nacional
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y del futuro de la cohabitación planetaria. En esto radica, en definitiva, una política
auténticamente humanista y democrática (Jeréz, 2000, pp. 82 y 83).
Se puede ver que hay una unidad en las reflexiones del Profesor Jerez, que tiene que ver
con el logro de una vida sensata. Así como a nivel filosófico se trata de la unidad entre
realidad, discurso y ser humano, en el nivel teológico – católico se trata de la unidad
entre la realidad, lo cristiano y lo humano. Según un texto suyo del año 1985
denominado “cristianismo y política” se plantea la Iglesia Católica como una institución
que debe comprometerse en la re democratización del país; es decir, en el proceso de
comprensión y transformación de la realidad chilena para salir de la situación de
represión y opresión generada por la Dictadura de Pinochet. Jeréz pensó en realizar
esto bajo la forma de un diálogo con el presente, donde se escuchen a los distintos
actores y grupos de la sociedad a modo de alcanzar el fin de la violencia social y estatal
y sentar nuevas bases para la convivencia nacional. Ya aparece la idea de una
comprensión como motivo de la reflexión política. La experiencia de la Iglesia Católica
bajo la Dictadura de Pinochet, habla de su transformación en un espacio de libertad y
dignidad en medio de la represión brutal. Contra su fetichización y politización, la
Iglesia Católica debe ser un bastión ético a favor del ser humano, de su dignidad, vida y
autonomía, debe hacer frente a los poderes que quieren arrebatarle esos bienes. Estas
primeras reflexiones de Jerez plantean desde ya que moral, política y religión siendo
planos distintos de la acción, cada uno con su especificidad, no son indiferentes entre
ellos (Jeréz, 1985).
Un punto de convergencia en la trayectoria de su reflexión es que tanto moral, como
política y religión son, para Jerez, un tipo de respuesta ante una realidad que produce descontento. La fe nace en un contexto de indigencia, de sufrimiento. Es la respuesta a
un amor que salva. Ese amor funda nuestra relación con la realidad y con los demás,
restituyendo la unidad perdida: religación. Jesús constituye un absoluto, pues para el
creyente es la experiencia y el llamado de solidaridad total y reconocimiento universal,
en medio de sociedades desiguales y fragmentadas. Hay una opción fundamental por el
amor fraternal, de la dependencia y la gratuidad entre los seres humanos. Pero, todo
esto se da en la lógica de la religión y del cristianismo, donde la confirmación no tiene
el mismo sentido que en la ciencia. Más tarde, será la política la que, en su trabajo
reflexivo, ocupe un lugar parecido a la de la religión8. Enmarcada en una filosofía como
8 Queda un aspecto que desearía tratar. Para el Profesor Jerez hay una inserción de la persona en la ética que
tienen que ver con la vida profesional y el contexto organizacional. El individuo participa de organizaciones,
estableciendo relaciones grupales e interpersonales donde la ética está presente, ya sea desde la conformación
de una praxis profesional o de una cultura organizacional. En esta esfera, la ética se plasma en un estilo
determinado de hacer las cosas, que, a su vez, está conectado con una determinada manera de asumir el
fenómeno (una interpretación) que no siempre es lúcida y consciente. A través de su contacto con la Ontología
del Lenguaje de Rafael Echeverría, Jerez enfatizó el peso de nuestras interpretaciones ontológicas sobre la
acción. En particular, destacó el carácter no esencial de nuestras prácticas, el hecho de que pueden ser
rediseñadas. Los dominios desde los cuales se estructura el diseño de la acción son la corporalidad, la
emocionalidad y el lenguaje. Estos tres pilares ofrecen áreas de intervención de nuestras acciones, que es en el
fondo un trabajo sobre la identidad de cada cual.
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la de Weil, la política tiene como objetivo el reconocimiento universal, donde “el
hombre será lo más grande que existe sobre la tierra para el hombre”. El Reino de Dios,
el reino de los fines, el reino de la libertad, el contentamiento de la humanidad, son
formas e intentos de nombrar y dar realidad al profundo deseo de religación universal
que yace en el fondo de lo razonable del animal humano.
CONCLUSIONES.
El aspecto central del trabajo de Sergio Jerez se concentró, como pudimos ver, en
articular una comprensión del propio tiempo, tiempo definido como “de crisis” e
indagar en las razones, fundamentalmente culturales, para ese estado. Un elemento
rescatable a mi parecer, es el intento por reconectar la filosofía con la sociedad, a través
de reflexiones críticas globales, que den cuenta de las grandes constelaciones de sentido
que se forman en la civilización planetaria. Esto va, en cierto sentido, a contrapelo de
un énfasis del discurso social en la explicación y la interpretación de los aspectos más
microscópicos, fragmentarios, específicos de la experiencia social, perdiéndose de vista
la tradición de “los grandes análisis”. Reflexiones de este último tipo son válidas y útiles
aún, a pesar de todos los escepticismos y desconfianzas respecto de las totalizaciones,
dado que los ciudadanos se ven enfrentados a terremotos y tsunamis sociales cada vez
más globales y complejos en sus efectos sobre la sociedad, la que, a su vez, está sometida
a poderes transnacionales (financieros, industriales, mediales, militares) cuyo influjo
sobre las poblaciones humanas es cada vez más dramático. Necesitamos más que nunca
Esta postura frente al liderazgo y la acción se reflejó en su manera de entender la ética pedagógica. El profesor
siempre enseña desde una emoción y el estudiante escucha desde una emoción. El racionalismo pedagógico,
con su énfasis en lo lógico y cognitivo descuida el fundamento amoroso de toda práctica educativa. Ese
fundamento se revela en un modo de utilizar el lenguaje. Tiene que ver con el fenómeno de la escucha. El
profesor está tradicionalmente arrojado a decir verdades, es su manera de entender la autoridad que lo hace
verse autoritario. El autoritario no escucha, ni tampoco cree tener que explicar o justificar lo que dice. Así el
docente deja de ser una función del grupo, se fetichiza en su rol institucional, que es un rol que le da poder.
Escuchar tiene que ver con atender las inquietudes del otro, lo que en el fondo es una manera de entender el
servicio.
A pesar de esto, lejos de proclamar el rechazo de toda autoridad, el profesor plantea una rehabilitación de la
misma. La autoridad del profesor no necesita ser grave, pero si ser serio. La seriedad tiene que ver con el
cuidado o la impecabilidad del lenguaje: cumplir la palabra, respetar los juicios, calibrar los juicios, escuchar
las inquietudes, etc. Incluso contra la superficialidad y relajo incentivados por la sociedad del individuo
consumidor, se debe rehabilitar la disciplina en el sentido de volver coherente nuestra corporalidad,
emocionalidad y lenguaje con el propósito de conformar una vida buena para nosotros. Sin un mínimo de
disciplina (mejor, autodisciplina) el relajamiento termina destruyendo y saboteando nuestros proyectos. En esto,
por ejemplo, las artes marciales desarrolladas en oriente tienen mucha ventaja sobre los modos de tratar el
cuerpo en occidente. Las disciplinas de vida constituyen una forma del cuidado de sí. Bajo estas coordenadas,
las relaciones organizacionales pueden entrar en un trato más ético, más humano.
La idea fundamental que atrajo la atención del profesor Jerez hacia las prácticas y hábitos interpersonales y
grupales, en contextos profesionales y de trabajo, fue la de que gran parte de las interacciones e intercambios
en su interior se basan sobre supuestos tácitos que forman una precompresión respecto de la actividad que se
realiza y de la misma persona, prefigurando, de esa manera, una disposición al éxito y al fracaso, a ver las
oportunidades, desafíos y dificultades. La incapacidad de transformarse, la resistencia al cambio, las prácticas
rutinizadas y fetichizadas, sin alicientes para innovación ni creatividad implican un estancamiento del desarrollo
humano que, desde luego, es un problema ético de primer orden.
16
teorías que den cuenta de estos grandes movimientos, y que critiquen la condición
humana que es sometida a estos poderes.
Un segundo aspecto que se releva es la búsqueda y el trabajo de explicitación de los
fundamentos filosóficos tras las distintas posturas políticas y éticas. No hay una política que no tenga a su base una idea (o proyecto) de ser humano, y una ontología, aunque sea mínima, que dé indicios sobre las características generales de la realidad.
Usualmente estos presupuestos quedan ocultos en la discusión pública y se mueven
argumentativamente entre la afirmación de una antropología filosófica, o la postulación
especulativa de una especie de filosofía de la historia. La primera línea termina, de una
u otra forma, remitiéndonos a la descripción de una “naturaleza humana” o rasgos
estables de nuestra especie, que pueden fundarse en informaciones científicas o en
generalizaciones o impresiones amplias sobre nuestro comportamiento. La segunda
establece una estrategia de lectura de la historia humana entreviendo en ello una lógica
de dirección o sentido, que tendría, por lo tanto, una anticipación interpretativa de los
desarrollos futuros de la humanidad. Se puede ver claramente que la filosofía de Weil
intenta una combinación de ambas, y que Jerez quiso utilizarlas como herramientas
para justificar su posición política: una democracia basada en una ética sustantiva cuya
opción coloca en primer término la dignidad humana y la tarea de articular una
solidaridad máximamente ampliada. Nada raro es que estas posturas lo acerquen al
personalismo humanista cristiano, pues una parte importante de su trabajo estuvo
destinado a esclarecer teológica y filosóficamente la postura de la Iglesia Católica frente
a los desafíos modernos, con la salvedad de que, en su trabajo posterior, el elemento
metafísico y el elemento religioso ya no aparecen en la centralidad del argumento sino
el intento de una filosofía articuladora de los signos y sentidos del presente.
Tercero, la filosofía de Jerez expresa la búsqueda de una universalidad moral
postnacional y posmetafísica, su realización en la sociedad, lo que nos lleva a plantear
otra cuestión teórica importante: ¿qué sujeto político está llamado a protagonizar la
conformación de este universal?. Toda vez que se afirma que ni el Proletariado, ni El
Partido, ni el Estado, Ni el Pueblo son los sujetos de la historia, que no habría un
protagonista social que actúe en nombre o representación de todos; que la sociedad
moderna sería un proceso agudo de diferenciación y descentramiento que carece de un
punto de vista privilegiado (religioso, moral, o científico) para hablar de la totalidad
social; si, en suma, la fragmentación social es inevitable e irreversible, ¿quién sostendrá
esta universalidad, quién la reclamará y defenderá? ¿Será una institucionalidad
internacional (Asambleas, leyes, Cortes, internacionales etc.)? ¿Será una opinión
pública internacional o una sociedad civil mundializada? ¿Y cómo lo hará, dado que ésta,
a su vez, se complejiza, pluraliza y diversifica cada vez más? ¿Serán élites u
organizaciones transnacionales cuyo actuar afecta a gran parte del planeta? ¿Y quién
custodiará a éstos custodios?. La cuestión del sujeto político, lleva anejas las preguntas
sobre la representación, la soberanía, la democracia, el pluralismo, la unidad, etc. Para
Jerez la crisis política fue y será siempre la crisis de una manera de entender el sujeto
17
político, es decir, sobre quién hace y dice la política, sobre los fines que se ponen sobre
la mesa, sobre si el devenir de la sociedad responde a alguna conciencia o alguna
voluntad específica.
La idea de un sujeto consciente de sí mismo, libre y racional, con un privilegiado acceso
a su mundo y perspectiva interior se desmoronó con la llegada de una serie de
perspectivas que enfatizaron las condicionantes sociales y económicas, biológicas y
emocionales, el carácter histórico de nuestras prácticas e identidades, la configuración
lingüística y cultural del sí mismo, los contenidos inconscientes de nuestra mente, los
efectos de los sistemas disciplinarios y de control sobre el Yo, etc. Poco a poco se
abandonó la definición de lo humano desde una racionalidad capaz de controlar las
creencias y estados mentales, de reflejar con certera objetividad una realidad externa,
poseedora de una indesmentible autonomía moral y protagonista del sentido de la
historia y la sociedad. Esta crisis del sujeto explica por qué Jerez buscó reformular, a
través de Weil, una definición de lo humano más abierto a las condicionantes visibles y
exteriores, a la falibilidad y la falta constitutiva de nuestro ser, al reconocimiento y
primacía de la finitud humana, su propensión y apertura, en definitiva, a la no
razonabilidad y a la violencia. Este humano consiste básicamente en la persona humana, mujer y hombre, tal y cual han vivido historia y desean vivir sobre la Tierra.
No es una definición de la humanidad que a larga signifique reducirla al varón blanco,
europeo o norteamericano, próspero económica y culturalmente, y vinculado a
tradiciones religiosas y filosóficas específicas. Se trata del conjunto de todos los
humanos con sus respectivas diferencias, similitudes y oposiciones, en el camino que
han construido a través del tiempo.
La posición extrema contra el sujeto es la idea de que la sociedad no se hace con las
acciones, voluntades o conciencia de las personas sino por sistemas que se auto -
organizan estableciendo una diferencia y autonomía con el entorno. En cada sistema, el
individuo o grupo aparecería parcialmente desplazado, es decir, tomado en cuenta en
sólo parte de su identidad. Así vistas las cosas, postular la preeminencia o prioridad de
lo humano o la persona no es más que algo normativo o ideológico, no un elemento
descriptivo del funcionamiento social. Esto contrasta sin embargo, con otros elementos
que forman parte, sin duda, de la sociedad actual: la creciente importancia de los
derechos humanos, los movimientos humanitarios y solidarios internacionales, la
condena pública de crímenes contra la humanidad, la creciente conciencia ecológica
mundial, las luchas internacionales por derechos de género y de migrantes, etc. Todas
estas megatendencias son impulsos que tienen a la base una alta idea de la dignidad
humana, y bogan, de alguna forma, por una igualdad y justicia social amplia.
Quiero insistir, para finalizar, en cómo esto hace sentido con la tarea de reflexión que
se impuso Jerez. Sin duda, los esfuerzos de su filosofía política intentan hacer
comprensibles y fundamentar estas dinámicas de la historia. La alternativa de construir
un mundo más igual y más justo existe y es real tanto como el deseo de comprender la
sociedad en que vivimos, la que aparece como dominada por la irracionalidad. Esa
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comprensión y esa transformación no es una mera quimera soñada por unos pocos
ilusos, sino la lucha afirmativa de diferentes seres humanos por el reconocimiento
social. Intentos, veces fracasados y siempre amenazados, por liberar a la mujer y el
hombre de aquello que impide su contento esencial. La conformación de una sociedad,
en definitiva, realmente solidaria, que relige libremente nuestros destinos.
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