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Análisis Historiográfico del Contexto Arqueológico de los Grandes Murales de Baja California Reflexiones sobre su situación crono-cultural Larissa Mendoza Straffon Tesis de licenciatura en arqueología Escuela Nacional de Antropología e Historia, México 2004

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Análisis Historiográfico del Contexto Arqueológico de los Grandes Murales de Baja California Reflexiones sobre su situación crono-cultural Larissa Mendoza Straffon Tesis de licenciatura en arqueología Escuela Nacional de Antropología e Historia, México

2004

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Contenido: I. Introducción ..................................................................................................................................... 1

II. La Península de Baja California y los Grandes Murales ................................................................ 3

El Desierto Central de Baja California ............................................................................................. 3

Los Grandes Murales ....................................................................................................................... 5

Definición y planteamiento del problema ...................................................................................... 7

Hipótesis de trabajo ...................................................................................................................... 11

Objetivos y metodología ............................................................................................................... 12

III. Historiografía de la tradición pictórica Gran Mural ................................................................... 15

La percepción histórica de Baja California .................................................................................... 15

El periodo misional ........................................................................................................................ 17

Los trabajos pioneros .................................................................................................................... 20

Primera mitad del siglo XX ............................................................................................................ 22

Segunda mitad del siglo XX ........................................................................................................... 30

Los nuevos datos ........................................................................................................................... 55

IV. Contextualización de los Grandes Murales ................................................................................ 57

Las secuencias culturales de Baja California ................................................................................. 57

El medioambiente de Baja California a través del tiempo ............................................................ 77

Relaciones etnolingüísticas en Baja California .............................................................................. 83

Los grupos humanos de Baja California ........................................................................................ 92

Prácticas mortuorias entre los grupos peninsulares ................................................................... 103

El arte rupestre Gran Mural ........................................................................................................ 109

V. Marco crono-cultural del Gran Mural. Reflexiones y propuestas ............................................ 118

Conclusiones ............................................................................................................................... 124

Consideraciones finales ............................................................................................................... 126

VI. Bibliografía ................................................................................................................................ 127

1

I. Introducción

La península de Baja California siempre ha sido una tierra legendaria. Desde antes

de su descubrimiento, las leyendas de amazonas, la reina Calafia y sus riquezas

atrajeron hacia ella exploradores y caza fortunas durante siglos. La realidad que

encontraron los primeros europeos que quisieron colonizarla, sin embargo, fue otra

completamente. Los primeros reportes sobre este lugar hablan de una tierra hostil

y pobre, cuyos habitantes apenas superaban la condición animal.

Durante la época misional, fue precisamente el arte rupestre Gran Mural del

centro peninsular el que dio paso a otra leyenda californiana. La espectacularidad

de estas manifestaciones convenció tanto a nativos como misioneros que en un

remoto pasado había habitado en esa región un pueblo de gigantes, de cuya

presencia sólo aquellas pinturas habían prevalecido.

Desde entonces, la magnitud de las manifestaciones rupestres

inevitablemente ha generado gran interés en el pasado de Baja California. Pero, en

la historia de la investigación arqueológica de la península, los viejos mitos dieron

paso a otros.

Uno de esos mitos, que ha perdurado con fuerza, es el “aislamiento cultural

de la península”; si bien es cierto que la peculiaridad de su geografía, incluso llevó

a que fuese registrada en la cartografía como una isla, a lo largo de este trabajo

veremos que la interacción humana en este territorio fue muy dinámica desde su

ocupación.

Igualmente, se ha postulado la simplicidad de los grupos cazadores-

recolectores que la habitaron originalmente; la ausencia de rasgos “civilizados”

entre los californios ha ocasionado que éstos sean calificados de “primitivos”. Pero,

del mismo modo, mostraremos que estos pueblos contaban con una alta

complejidad social que apenas comenzamos a vislumbrar, y que difícilmente

podríamos llamarlos “estáticos”.

2

Un tercer, y lamentable, mito recurrente en el estudio de Baja California es el

de “la escasez de trabajos de investigación acerca del territorio peninsular”. Ese

postulado quizá haya sido válido hasta la primera mitad del siglo XX, pero si

revisamos, encontraremos que la información sobre todos los aspectos de la

península es abundante. Esto es particularmente cierto en los ámbitos

antropológico, arqueológico e histórico, sobre todo si se compara con los datos

disponibles para otras regiones de nuestro país.

Podríamos preguntarnos entonces, si los trabajos sobre Baja California son

numerosos; ¿Cómo es que sabemos tan poco sobre su pasado?. El problema reside,

en parte, en que muchos de esos trabajos se han escrito sin realizar una crítica de

los estudios previos, por lo que los mismos aciertos y errores se siguen citando y

repitiendo, sin que se logre avanzar. En otras ocasiones, investigaciones relevantes

son pasadas por alto, ya que no coinciden con las ideas o intereses del autor.

Todo ello ha provocado la aparición de “leyendas” en la arqueología

peninsular. Un caso es el de la filiación crono-cultural del arte rupestre Gran

Mural. Desde que, en 1966, Clement Meighan propuso que; esta tradición debía

situarse en un periodo prehistórico tardío, dentro del complejo Comondú,

asociado con los grupos históricos cochimíes, ni siquiera evidencia arqueológica

contraria logró disipar aquel planteamiento.

Hoy, finalmente, no se puede evadir la obviedad de los nuevos datos, los

cuales colocan a la tradición mural en un contexto arqueológico sumamente

distinto, más de siete milenios antes del presente. Por tanto, resulta necesario

reevaluar la posición de las investigaciones pasadas, con el propósito de alcanzar

en el futuro un requerido avance en el conocimiento de la historia cultural de Baja

California.

El objetivo de este trabajo, pues, es ir más allá de los “mitos” de la

arqueología peninsular para explicar el devenir de la existencia humana en ese

singular territorio; un proceso que, más que legendario, es histórico.

3

II. La Península de Baja California y los Grandes Murales

El Desierto Central de Baja California

Baja California es una de las penínsulas más distintivas del mundo, siendo la

más estrecha y extensa que existe, abarca casi diez grados de latitud y tiene entre

30 y 240 kilómetros de anchura. Se encuentra separada del resto del territorio

nacional por el Mar de Cortés o Golfo de California y está unida al continente por

una estrecha franja al norte, en lo que conforma hoy la frontera política con

Estados Unidos de América. La línea costera es sumamente irregular, formando

numerosas bahías, puntas y ensenadas y, tanto en el Golfo como en el Pacífico se

encuentra rodeada por islas de distintos ambientes y tamaños.

La península cuenta con un clima semiárido, sin embargo su variada

topografía y sus vastos litorales crean una gran diversidad natural a través de sus

1300 kilómetros de extensión. Incluye distintas zonas ecológicas que van desde

bosques de coníferas en las sierras Juárez y San Pedro Mártir, al norte, hasta dunas

de arena en Guerrero Negro y los cabos. La región desértica ocupa casi tres cuartas

partes del territorio peninsular, extendiéndose por toda la porción central desde las

mencionadas sierras hasta bahía de La Paz, donde da inicio la región del Cabo.

Esta árida región biótica se conoce como el Desierto Central, abarcando entre los

paralelos 26° y 30° N está delimitado por las antiguas misiones de San Ignacio y

Guadalupe al sur y, San Fernando y Santa María al norte, e incluye al llamado

Desierto del Vizcaíno el cual se extiende hacia el oeste de San Ignacio. Esta zona

ecológica fue definida por Homer Aschmann y se distingue por ser un territorio

particularmente seco que presenta un patrón de precipitación bimodal, con un

promedio de 5cm de lluvia al año (1959: 5).

La orografía de Baja California está dominada por una serie de cadenas

montañosas que inicia al extremo sur con la sierra de San Lázaro y se continúa

hacia el norte con las sierras de La Giganta, Guadalupe, San Francisco, San Juan,

4

San Borja, San Pedro Mártir, Juárez y los Cucapás, en la frontera política con

California (Fig. 2).

El área que ocupa el Desierto Central abarca cuatro de las mencionadas

sierras; Guadalupe, San Francisco, San Juan y San Borja, en cuyos abrigos rocosos

se haya plasmada una gran cantidad de manifestaciones rupestres en un particular

estilo que fue bautizado por Harry Crosby con el nombre de Grandes Murales

(1975).

La comunidad vegetal en esta porción de la península pertenece al tipo

desierto sarcófilo, con comunidades menores de desierto micrófilo y desierto

sarcocrasicaule en la costa este, predominando las xerófitas aunque abundan

también los arbustos y bulbos. Entre las especies de flora más características

encontramos el cirio (Idiria columnaris), pitahaya agria (Machaerocereus gummosus),

pitahaya dulce (Lemaireocereus thurberi) cardón (Pachycereus pringlei), maguey

(Agave spp.), mesquite (Prosopis glandulosa), torote (Pachycormus discolor), datilillo

(Yucca valida), ocotillo (Fouquieria splendens) y palo adán (Fouquieria peninsularis).

En los oasis y al fondo de los cañones serranos destacan grandes poblaciones de

palmas (Wasingtonia robusta y Erythea armata).

La fauna corresponde a la representativa del desierto de Sonora.

Encontramos pequeños mamíferos como conejo, liebre, mapache, zorrillo, ardilla,

rata del desierto y rata canguro. Tres grandes herbívoros habitan la península; el

venado bura, el berrendo y el borrego cimarrón. Entre los principales

depredadores encontramos especies como coyote, zorro, gato montés y puma. La

diversidad de aves es amplia, son comunes la codorniz, el correcaminos, colibrí y

pájaro carpintero; destacan las rapaces como el zopilote, gavilán, halcón y águila

real. Hay también gran variedad de reptiles y en las acumulaciones de agua

abundan distintas especies de anfibios. En ambas costas la diversidad biológica es

sumamente abundante; las especies marinas más notables incluyen cetáceos como

la ballena gris, ballena azul, orca y delfín nariz de botella, mamíferos como el lobo

5

y el elefante de mar, cinco especies de tortuga marina, y una gran variedad de aves

marinas, peces y moluscos.

Esta breve descripción nos da una idea general de la abundancia de recursos

naturales aprovechables en el Desierto Central, así como del contexto ecológico en

el que habitaban los creadores del arte rupestre Gran Mural.

Los Grandes Murales

En la década de 1970 el escritor Harry Crosby designó como “Grandes

Murales” al estilo de arte rupestre que tiene lugar en las sierras centrales de Baja

California; a través del tiempo, este nombre ha sido acogido por los estudiosos del

tema. Las expresiones pictóricas son, sin embargo, sólo un aspecto del conjunto de

rasgos que conformaron una sociedad pasada. Aunque generalmente los términos

Grandes Murales y Gran Mural se usan indistintamente, en esta tesis hemos

optado por aplicar el término Gran Mural para referirnos solamente a la tradición

rupestre, entendiendo por tradición: “estilos de artefactos, complejos de

herramientas u otros objetos de cultura material, estilos arquitectónicos, prácticas

económicas o, estilos artísticos que trasciendan más de una fase o la duración de

un horizonte. La idea de tradición implica cierto grado de continuidad cultural aún

si hay patrones locales o regionales en el material arqueológico” (Darvil 2002)1.

Mientras que, por Grandes Murales haremos alusión a la cultura arqueológica en

su totalidad; siendo ésta “la categoría que se refiere al conjunto de contextos y

materiales que son efecto, entre otros factores, de la transformación material del

medio natural llevada a cabo por una sociedad en un rango temporal definido”

(Bate 1998: 178).

El Gran Mural constituye uno de los “grandes estilos rupestres del

continente americano” (Schobinger 1997: 127). La unicidad de esta tradición reside

1 Traducción propia

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en la impresionante escala en la que están realizadas las imágenes así como la

precisión en la ejecución de sus motivos naturalistas. El valor histórico y estético de

estas manifestaciones fue reconocido por UNESCO en 1993, cuando incluyó a los

sitios de la sierra de San Francisco en la lista de Patrimonio Cultural de la

Humanidad. La importancia arqueológica de esta tradición es incalculable puesto

que nos ofrece una visión única de la vida ritual de los pueblos cazadores-

recolectores que alguna vez habitaron el desierto sudcaliforniano.

Dentro del Gran Mural se pueden observar algunas variaciones regionales y

temporales, pero los criterios generales que definen al estilo, como tal, son muy

específicos: la ubicación, dentro de las sierras centrales de Baja California; la

temática, derivada del mundo natural y sobrenatural; y el uso de ciertas normas

convencionales en el trazo de la imaginería. Entre estas convenciones destaca la

representación formal de los elementos mediante el uso de la perspectiva alterada

o la combinación de distintos planos en una misma figura con el fin de mostrar los

rasgos más particulares como las cornamentas de animales, los pies de humanos y

los pechos femeninos; así como la ausencia de rasgos anatómicos internos, el

relleno arbitrario de las figuras y, la paleta de colores que incluye el blanco, negro,

rojo y amarillo, en distintas tonalidades (Crosby 1997: 210).

Existen otras propiedades del arte rupestre Gran Mural que suelen ser

recurrentes pero que no se dan en todos los casos. Por ejemplo, se piensa en este

estilo como un arte monumental, cuando el tamaño de los motivos es sumamente

variado y abarca tanto impresionantes figuras de hasta cuatro metros como

pequeñas representaciones de algunos decímetros, lo que hace suponer un proceso

pictográfico complejo y poco estudiado en este aspecto. Al igual que las

superposiciones, las cuales no ocurren en todos los sitios rupestres.

Además de las pinturas, en varios sitios también se encuentran petroglifos,

por lo general abstractos, realizados mediante técnicas de percusión.

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El estilo Gran Mural es el más destacado y abundante en el área, pero

ciertamente no el único (Ritter 1991), lo cual sugiere una convivencia espacial, y

quizá temporal, de varias tradiciones culturales en Baja California.

Definición y planteamiento del problema

Las preguntas básicas que el investigador de las manifestaciones rupestres

trata o debe tratar de responder con su investigación no son distintas de las que

cualquier arqueólogo podría formularse al encontrarse frente a los restos

materiales de una sociedad pasada, esto es; ¿quién lo hizo o quiénes fueron sus

autores?, ¿Cómo, cuándo y por qué? Éstas han sido continuamente las preguntas

centrales en los estudios del arte rupestre Gran Mural (Grant 1974: 54). Por

supuesto que intentar contestar congruentemente alguna de ellas no es una tarea

nada fácil, especialmente cuando nos enfrentamos al legado de una sociedad

prehistórica o desaparecida. Pero el asunto se complica aún más cuando ese legado

consiste en manifestaciones rupestres, un material cuya función recae en los

ámbitos de la sicología social2, que comprende las creencias y el pensamiento

mágico.

En cuanto a los Grandes Murales, todas estas preguntas han sido

contestadas sólo parcialmente, en particular aquellas cuyas respuestas dependen

del corpus de información arqueológica la cual, siendo escaso, con cada nuevo

hallazgo parece contradecir las ideas y propuestas previamente establecidas.

Con respecto al “¿quiénes fueron sus autores?”, la idea más aceptada entre

los investigadores es que estas manifestaciones fueron realizadas por los

portadores de la “cultura Comondú”, un complejo arqueológico definido por

William Massey (1947; 1966) y que se refiere a la fase prehistórica de los grupos

yumanos peninsulares que habitaron el Desierto Central de Baja California hasta la

2 Psicología social entendida como el sistema de ideas y valores de la realidad social, compuesto por

conciencia y afectividad (Bate 1998: 63).

8

época misional, conocidos históricamente como cochimíes. Esta propuesta fue

inicialmente planteada por Clement Meighan (1966) y ha sido retomada por la

gran mayoría de los estudiosos de Baja California. Sin embargo, tanto el concepto

de un complejo arqueológico Comondú como su conexión con el arte rupestre

deben ser ampliamente cuestionados a la luz de nuevas evidencias.

El “¿cómo?” implica la respuesta más accesible para el arqueólogo. Ya desde

las crónicas de los misioneros que observaron las pinturas en el siglo XVIII se

menciona que no habría sido difícil para los nativos extraer pigmentos

multicolores de yacimientos locales. Hambleton (1977) indica que los colores se

obtuvieron de rocas y minerales. Análisis químicos recientes de la paleta utilizada

en el arte rupestre mostraron que el blanco está compuesto de yeso, el rojo y

amarillo u ocre de óxidos de hierro y el negro de manganeso (Gutiérrez y Hyland

2002: 270), aunque otros autores han observado también el uso de carbón para este

color (Fullola, et al. 1994). En efecto se han identificado fuentes de estos minerales

no lejos de los sitios con pinturas. Y en cuanto a las herramientas, Gutiérrez y

Hyland (op. cit.) mencionan el uso de morteros para triturar y extraer pigmentos,

pinceles de fibra vegetal para los trazos y, para pintar en los lugares más altos se

ha propuesto el uso de escaleras o andamios hechos con troncos de palmeras,

abundantes en los arroyos de los cañones (Hambleton op cit: 29).

Responder a la cuestión de “¿cuándo?” ha sido primordial en las

investigaciones, resultando uno de los trabajos más complicados debido a la

dificultad de relacionar el depósito arqueológico con el arte parietal.

Hasta mediados de la década de 1960 la antigüedad de los Grandes Murales

había sido caso de mera especulación. Desde los misioneros jesuitas hasta los

estudiosos modernos las opiniones habían diferido en este punto, algunos

suponiendo que debían de ser recientes y otros asignándoles una gran

profundidad temporal. Todo esto cambió a partir de 1966, año en el que el

arqueólogo norteamericano Clement Meighan publicó una datación radiocarbónica

9

realizada sobre un fragmento de madera recuperado de la superficie de cueva

Pintada. La fecha de 530+80 AP le dio bases a este autor para relacionar la

ocupación de la cueva con la realización de las pinturas y, así, el Gran Mural fue

atribuido a la cultura Comondú.

Desde entonces y durante décadas aquella fue la única fecha absoluta

relacionada con el contexto del arte rupestre mural. Aunque el mismo Meighan (op.

cit.) reconociera que la conexión entre la habitación del sitio y el arte rupestre no

era definitiva, diversos investigadores aceptaron la datación como indicativa de

un momento dentro de una larga tradición. Crosby, por ejemplo, calculó que el

origen de la tradición debía ubicarse al menos alrededor del primer milenio de

nuestra era. Viñas et al. (en Mirambel 1990: 251) sugirió también un origen

temprano para estas representaciones.

No fue sino hasta casi 30 años después que se dieron a conocer las primeras

fechas de radiocarbono obtenidas directamente sobre muestras de pigmento

tomadas de un panel de arte rupestre Gran Mural por la técnica de AMS3. El friso

seleccionado fue el de cueva del Ratón, también en la sierra de San Francisco. Se

dataron cuatro figuras las cuales arrojaron fechas del 3300 AC hasta 1655 DC, lo

cual sugería un periodo de cinco mil años de esta tradición rupestre (Fullola, et al.

op cit.). Estas fechas causaron gran controversia, sobre todo entre aquellos que

suponían un origen reciente para tales manifestaciones, y que incluso

desacreditaron la confiabilidad del procedimiento (Gutiérrez y Hyland op cit.: 344).

Por su parte, en 1992 el INAH emprendió un proyecto arqueológico en

aquella misma sierra, durante el cual se realizaron también fechamientos directos

a las pinturas de varios sitios, así como de los estratos arqueológicos excavados.

Las fechas obtenidas abarcaron todos los periodos de ocupación de la península,

desde el Pleistoceno tardío hasta la época misional (ibid.: 343), y aunque se advirtió

que la muestra era demasiado pequeña para delimitar con certeza el lapso de

3 Siglas para: Accelerator Mass Spectrometry

10

actividad pictórica, se planteó que su producción se podía ubicar de 3300 años AP

en adelante, cayendo en el periodo “prehistórico tardío Comondú” (ibid.: 344).

Recientemente, el proyecto del INAH se ha desplazado hacia la sierra de

Guadalupe y, una vez más, una de las prioridades ha sido la realización de

fechamientos absolutos para conocer la antigüedad de las pinturas rupestres. Así,

se dataron muestras tomadas de la afamada cueva de San Borjitas. Los resultados,

dados a conocer en diciembre del 2002, dieron fechas de hasta 7500 AP (Gutiérrez

2003). Este dato indica una continuidad aún mayor a la sugerida por las fechas de

cueva del Ratón, contradiciendo la filiación con la cultura Comondú propuesta

anteriormente para el estilo Gran Mural.

Por último tenemos el “¿por qué?”. Ésta, sin duda, es la pregunta más difícil

y al mismo tiempo la más relevante para la mayoría de los investigadores. ¿Qué

fue lo que condujo a estos grupos a crear y recrear los mismos motivos durante

miles de años? Para muchos la respuesta reside en las creencias en lo sobrenatural

y en el pensamiento mágico de los cazadores-recolectores. Recientemente,

Gutiérrez y Hyland (op cit.: 366) han propuesto que los Grandes Murales son una

manifestación regional de lo que han llamado el “complejo ceremonial

peninsular”, un conjunto de ideas y prácticas religiosas que dominó la vida de los

habitantes de la península de Baja California casi desde su poblamiento hasta la

actualidad.

Aquí es pertinente mencionar que a pesar de que no es el objetivo de nuestro

trabajo el dar una lectura interpretativa de las pictografías, estamos de acuerdo que

cualquier estudio de representaciones rupestres debería intentar ir más allá de una

simple descripción de las figuras para tratar de dar una explicación o

interpretación del contenido.

Sin embargo, consideramos que antes de atentar un estudio interpretativo

sería esencial esclarecer el contexto crono-cultural de los Grandes Murales, ya que

la reciente evidencia arqueológica parece demostrar que las respuestas dadas hasta

11

ahora por los investigadores a las preguntas básicas que deben responder son

insuficientes e incompletas y, por tanto, no logran explicar en términos generales la

gran complejidad de este fenómeno.

Creemos que esta falla se debe en primer lugar a la falta de trabajos

sistemáticos tanto de investigación como de análisis de información que incluyan a

las manifestaciones rupestres dentro de un contexto social. Y segundo, a la

ausencia de una revisión crítica de los estudios ya existentes. Por ello nos parece

necesario identificar las carencias y deficiencias en la información existente

contrastándolas con los datos arqueológicos y tratar de reconciliarlos o proponer

alternativas.

Hipótesis de trabajo

La hipótesis central del presente estudio trata de responder a las preguntas

de ¿quién y cuándo? Es decir, se enfoca en la filiación cultural y cronológica de los

Grandes Murales. Consideramos que sin una respuesta satisfactoria a estas

interrogantes el “¿por qué?” no podría ser entendido ni explicado.

En segunda instancia trata de responder a cuestiones que atienden a

problemas básicos para la comprensión de este fenómeno, por ejemplo; ¿cómo

pudo estructurarse la sociedad que creó el Gran Mural?, ¿Son los cambios

estilísticos en el arte rupestre resultado del contacto con otros grupos?, ¿Cuáles

grupos se pudieron ver involucrados?, ¿A partir de qué época y con qué intensidad

se pudieron dar tales contactos?, ¿Qué otras repercusiones en el ámbito económico

y social se dieron desde entonces?, ¿Compartieron estos grupos el mismo espacio o

se dio quizá un mestizaje entre ellos?. Éstas son sólo algunas entre tantas otras que

podrían formularse y cuyas respuestas podrían conformar nuevas hipótesis y

propuestas de investigación que permitirán ampliar la visión sobre el pasado

cultural de Baja California y su relación con las manifestaciones rupestres.

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Como punto de partida, retomaremos las hipótesis finales planteadas por

Viñas et al. en su estudio sobre la temática del Gran Mural (en Mirambel 1990: 352).

Esto es, que la producción de estas manifestaciones rupestres involucró a grupos

de cazadores-recolectores con una organización social poco jerarquizada, quienes

plasmaron en las cuevas y abrigos rocosos sus creencias cosmogónicas, mitológicas

y rituales y; que pudieron mantener algún tipo de relación con el Suroeste

americano.

Tomando en cuenta, además, las fechas obtenidas de las cuevas San Borjitas

y El Ratón, podemos plantear hasta ahora que; el estilo pictórico Gran Mural

pertenece a una larga tradición iniciada por una ocupación pre-yumana antes del

quinto milenio AC y preservada por varias culturas arqueológicas y grupos

etnolingüísticos hasta hace unos 500 años.

Asimismo, intentaremos discernir si es posible que los cambios y diferencias

estilísticas, así como la aparición de otros estilos rupestres en las sierras centrales, y

la desaparición de la tradición Gran Mural pueden ser explicados por el contacto

con otros grupos y los desplazamientos de población a través de la península.

Objetivos y metodología

El fin de esta tesis es esbozar, a partir de los datos disponibles, una

explicación lo más coherente posible del complejo Grandes Murales, sus cambios,

desaparición y relación con el material arqueológico conocido para Baja California.

Para ello partiremos de la historia de la producción de información sobre el

arte rupestre Gran Mural, mediante la cual pretendemos completar un análisis de

su contexto crono-cultural, el cual nos permita acercarnos a la comprensión de este

fenómeno en su totalidad.

Para Bate (1998: 147) existen cinco instancias metodológicas que integran el

proceso general de inferencias que puede conducir al conocimiento de la historia

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de las sociedades, estas son; 1) Producción de información, 2) Identificación de las

culturas arqueológicas, 3) Inferencia de culturas, 4) Inferencias de modos de vida y

formaciones sociales, 5) Explicación del desarrollo histórico concreto.

Dentro de este esquema, nuestro estudio se ubica en de la segunda instancia,

es decir, la identificación de las culturas arqueológicas. Ésta es una fase de acopio

de información y de análisis de confiabilidad de la misma. El fin primordial es

concluir con la definición de una secuencia crono-cultural, la cual servirá de base

para realizar inferencias que nos conduzcan a esbozar una explicación del

desarrollo histórico de los Grandes Murales.

Para cumplir exitosamente con esta tarea deberemos primero revisar por

orden cronológico la historiografía la arqueología de Baja California y, en

particular, del Desierto Central y el arte rupestre Gran Mural. Enseguida,

pasaremos a separar temáticamente la información más confiable obtenida del

análisis historiográfico y reordenarla “de acuerdo con una jerarquía de

confiabilidad” (ibid.: 178). Por último usaremos esta información para conformar

secuencias de eventos distinguibles que puedan relacionarse entre sí para

reconstruir el contexto de la actividad pictórica.

Recapitulando, los objetivos centrales de esta tesis son:

a) Analizar la bibliografía relevante a la arqueología del arte rupestre

Gran Mural.

b) Evaluar la información según su relevancia y confiabilidad.

c) Reordenar la información.

d) Definir un esquema crono-cultural para los Grandes Murales.

e) Esbozar una hipótesis explicativa del origen, evolución y

desaparición de la tradición pictórica Gran Mural

Finalmente, cabe mencionar que estamos convencidos de que el arte

rupestre debe ser tratado como un material arqueológico cuyo estudio puede

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brindar tanta o más información como cualquier otro, pues “es una herramienta

sensible, visto a través de sus muchas manifestaciones estilísticas, para identificar

relaciones culturales, patrones de comunicación, evidencia de intercambio, y otros

tipos de contacto cultural. Cambios en el estilo y contenido del arte rupestre

frecuentemente son indicaciones de la adopción de nuevas ideologías y prácticas

religiosas, que a su vez reflejan otras transformaciones dentro de la matriz

cultural” (Schaafsma 1980: 1-2). Por tanto, consideramos que es un medio

insustituible para alcanzar nuestro fin último, que es entender y explicar a las

sociedades que nos han legado este patrimonio.

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III. Historiografía de la tradición pictórica Gran Mural

En este capítulo trataremos de llevar a cabo una ordenación de la información

bibliográfica recopilada para después realizar un análisis de confiabilidad del

contenido “con el objetivo de descubrir, distinguir e identificar características y

cualidades de los fenómenos investigados” (Bate 1998: 178).

Con el fin de abarcar la mayor cantidad de información documental

relevante para esta tesis, en este apartado nos ocuparemos únicamente de los

trabajos que hemos podido consultar sobre la arqueología del arte rupestre Gran

Mural concretamente, así como la antropología y arqueología del Desierto Central,

dejando de lado los trabajos interpretativos y las numerosas descripciones y

reportes aislados4.

Igualmente, nos limitamos a presentar la información en la manera en que

los autores hicieron5, dejando la discusión para el próximo capítulo.

La percepción histórica de Baja California

La península de Baja California se ha distinguido siempre por su

singularidad ecológica y cultural atribuida a su situación geográfica. Por ello no

encaja del todo en las definiciones de las áreas culturales aledañas como el

Noroeste de México, el Suroeste de Estados Unidos o California; al menos no a

partir del paralelo 30°, límite norte del Desierto Central.

Durante la primera mitad del siglo XX, Paul Kirchhoff y Alexander Kroeber

distinguieron a la península como una entidad cultural de características únicas;

extensa, desértica y aislada. Kirchoff la incluyó dentro de Aridoamérica mientras;

el segundo señaló a la California peninsular como una subárea del subtipo cultural

Sonora-Gila-Yuma del Suroeste americano (Massey 1961: 411).

4 Véase el apéndice de esta tesis

5 Las citas tomadas de obras en inglés como aparecen en este capítulo son traducciones propias

16

Más recientemente fue incluida por Beatriz Braniff en el territorio de la

macroregión cultural conocida como la Gran Chichimeca, la cual comprende desde

la frontera norte de Mesoamérica hasta el paralelo 38° N, al sur de Utah y

Colorado. Dentro de esta clasificación, ubicó a Baja California en el territorio

“Norte”, al lado de Coahuila, Sonora y el Suroeste norteamericano; área cuyo

común denominador es quedar fuera de los límites mesoamericanos y contar con

un ambiente desértico que propició el que varios de los grupos que ahí poblaron

preservaran su modo de vida cazador-recolector hasta bien entrado el siglo XIX

(Braniff 2001: 8-10).

La peculiar situación de la península se ha visto reflejada también en su

percepción histórica, la cual en algunos aspectos comparte con los mencionados

estados del Noroeste mexicano, pero que ciertamente la diferencia del resto del

territorio nacional. Cassiano (1992: 105) ha hecho notar acertadamente que el

término “prehistoria” se aplica en México, y específicamente en Mesoamérica, para

referirse a la fase cazadora-recolectora, anterior a la aparición de la agricultura,

hacia c. 7000 años AP. Y, ya que los bajacalifornianos nunca practicaron el cultivo,

la “prehistoria” de la península va más allá de su descubrimiento y las primeras

exploraciones europeas en 1533, extendiéndose hasta el comienzo del periodo

misional, a finales del siglo XVII. Ya de ahí podemos darnos cuenta de la

percepción tan distinta que se tiene de Baja California y de sus habitantes, quienes

raramente han superado el adjetivo de “pueblos primitivos”.

Lo anterior tiene ventajas y desventajas en cuanto a la investigación

histórica. En general, el Norte de México se ha idealizado como un paraíso del

prehistoriador, como un oasis para estudiar a los pueblos prehistóricos de

cazadores americanos. Este es especialmente el caso en la península, como lo

expresa el primer artículo nacional dedicado al arte rupestre Gran Mural: “Baja

California, en el terreno de la antropología, ha sido siempre una de las grandes

incógnitas de México y aun del continente. Debido a su particular formación

17

geográfica, ya que es la más estrecha de las grandes penínsulas y la única que no

tiene continuación en una cadena de islas, se comportó como un verdadero callejón

sin salida donde quedaron encerrados muchos vestigios de tiempos antiguos. Por

ellos, sabemos que la Baja California promete ser un riquísimo campo de estudio

para los prehistoriadores mexicanos” (Dahlgren y Romero en Mirambel 1990: 150).

Mientras la virtual extinción de la población nativa en el centro y sur de la

península atrajo a arqueólogos e historiadores en busca de contextos poco

alterados que les abrieran una ventana a la prehistoria americana, gracias a la

tardía colonización civil europea de la Alta y Baja California, iniciada hacia la

segunda mitad del siglo XVIII, fue posible la conservación de algunas tradiciones

ancestrales, especialmente en la zona fronteriza, lo que resultó de gran interés para

antropólogos pioneros como North, Meigs, Kelly y Kroeber, y para aquellos que les

han seguido.

Por otro lado tenemos que, los pobladores nativos de la península, como la

mayoría de los cazadores-recolectores, han sido largamente considerados pueblos

poco evolucionados, culturalmente pobres y socialmente incapaces de grandes

logros tecnológicos. De esta forma, la importancia del estudio referente a la

historia, ambiente y cultura de estos grupos se ha visto minimizada y opacada por

el interés en las “grandes culturas” de Mesoamérica y el suroeste norteamericano.

En este análisis veremos de qué forma esta visión de Baja California y las

preconcepciones sobre sus habitantes han afectado la historia de la investigación

arqueológica de la región y, en particular, el estudio del arte rupestre Gran Mural.

El periodo misional

En 1535, tras haber enviado dos fallidas expediciones de reconocimiento

hacia Baja California, Hernán Cortés arribó al puerto de Santa Cruz, hoy La Paz,

donde permaneció durante dieciocho meses. Poco se sabe de lo ocurrido durante

18

esta estancia, excepto que el intento de crear ahí una colonia no prosperó. En 1539,

el conquistador envió una nueva expedición a cargo de Francisco de Ulloa, cuyas

relaciones ofrecen una primera impresión sobre los habitantes de la recién

descubierta península.

A éste le siguieron otros navegantes, exploradores, piratas, cazadores de

perlas y religiosos, que en más de una ocasión intentaron sin éxito establecer

asentamientos fijos en la península, especialmente en bahía de La Paz, durante el

siglo XVI y principios del XVII; es a ellos a quienes debemos los más tempranos

testimonios sobre la vida aborigen en Baja California6.

Tras los numerosos fracasos de colonización, incluyendo el de la primera

misión jesuítica de San Bruno, a cargo del padre Eusebio Francisco Kino de 1683 a

1685, la orden religiosa de la Compañía de Jesús solicitó quedar a cargo de la

conquista espiritual de aquellas tierras. Así, dio inicio el periodo misional en Baja

California con la fundación de la misión de Nuestra Señora de Loreto Conchó en

16977.

Durante más de sesenta años los misioneros jesuitas anotaron, con menor o

mayor detalle, muchos aspectos de la vida cotidiana de los habitantes nativos,

relatos que más tarde fueron recopilados en varios volúmenes a manera de

crónicas y memorias, después de la expulsión de la Orden del territorio novo

hispano en 1768. Entre estos reportes destacan los de los padres Kino, Salvatierra,

Píccolo, Baegert, Taraval, Link, Tirsch y Del Barco. Es en la obra de éste último

autor donde encontramos el primer testimonio de la existencia del arte rupestre

mural. Resulta desafortunado que el descubrimiento de las pinturas por los padres

tuviera lugar en sus últimos años de estancia en la península, por lo que no

llegaron a realizar más estudios que la somera descripción de un par de sitios. Del

Barco transcribió “a la letra” las experiencias de los religiosos José Mariano Rothea

6 Michael Mathes (1992) ofrece una recopilación de testimonios de los contactos pre-misionales en Baja

California 7 Para una historia detallada de la fundación de las misiones y la colonización de Baja California véase:

Rodríguez Tomp 2002

19

y Francisco Escalante, quienes visitaron cuevas pintadas en las cercanías de las

misiones de San Ignacio y Santa Rosalía, respectivamente.

El relato del primero de estos misioneros cuenta lo siguiente: “Pasé después

a registrar varias cuevas pintadas; pero sólo hablaré de una, por ser la más

especial. Ésta tendría de largo como diez o doce varas, y de hondo unas seis varas:

abierta de suerte que toda era puerta por un lado. Su altura (según me acuerdo),

pasaba de seis varas. Su figura como de medio cañón de bóveda, que estriba sobre

el mismo pavimento. De arriba hasta abajo toda estaba pintada con varias figuras

de hombres, mujeres y animales.” (Del Barco 1972: 211)

En la relación de Escalante se habla de otra cueva “como de diez varas de

largo, cinco o más de ancho y seis de alto con poca diferencia; mas no está en forma

de bóveda, sino de cielo raso, formado de una sola peña tan gruesa y firme que

mantiene sobre sí un alto cerro. Este cielo raso está pintado y lleno de figuras ya de

animales y ya de hombres armados de arcos y flechas, representando las cazas de

los indios. Estas pinturas se conservan bien claras y perceptibles no obstante el

estar sobre la desnuda piedra sin otro aparejo, y que en tiempos húmedos y de

nieblas no puede dejar de humedecerse el aire de la misma cueva. Por lo demás,

dice que es pintura tosca; que está muy lejos de los primores de este arte. No

obstante, da a entender que sus autores tenían más aplicación, más habilidad y

más conocimientos que los naturales de aquel país.” (ibid.: 212)

Tanto Clavijero como Del Barco (op cit.: 209) nos dicen que cuando los

sacerdotes indagaron sobre las pinturas entre los cochimíes, estos aseguraron no

tener relación alguna con aquellas y que éstas habían sido creadas por una

desaparecida “nación gigantesca venida del norte” (Clavijero 1990: 49). Los jesuitas

no dudaron esta disociación ya que estaban convencidos que sus misionados no

eran capaces de semejante tarea, como lo expresa Clavijero; “No siendo aquellas

pinturas y vestidos propios de las naciones salvajes y embrutecidas que habitaban

la California cuando llegaron los españoles, pertenecen sin duda a otra nación

20

antigua, aunque no sabemos cuál fue” (ibid.). Así que, los misioneros le restaron

importancia a las pinturas cuya existencia, salvo por algunas escasas líneas, pasó

casi desapercibida durante siglos.

Los trabajos pioneros

Tras la expulsión de los jesuitas de la Nueva España, Baja California quedó

prácticamente despoblada, ya que para entonces una gran parte de la población

nativa se había extinguido y los sobrevivientes fueron en su mayoría reubicados en

misiones muchas veces alejadas de sus lugares de origen. Transcurrió así casi un

siglo en que el arte rupestre de las sierras peninsulares quedó olvidado.

Los primeros informes y registros modernos de sitios y materiales

arqueológicos regionales fueron realizados hacia finales del siglo XIX. El precursor

fue el médico holandés Herman Frederik Carel Ten Kate quien, impulsado por su

interés en los indígenas sudcalifornianos, en 1883 exploró el territorio de los Cabos,

al sur del paralelo 24°. A lo largo de su viaje por la isla Espíritu Santo, la costa y el

interior de la península visitó una serie de cuevas funerarias, muchas de ellas

vandalizadas, de las cuales recuperó y analizó un total de siete cráneos y otras

partes de esqueletos humanos. Los huesos, con una excepción, estaban pintados

de rojo y habían sido depositados por separado en envoltorios de hoja de palma.

Con respecto a los materiales arqueológicos que pudo observar, reportó dos

conchas de madreperla asociadas a uno de los entierros, puntas de proyectil en la

superficie de los sitios y, en varios casos, pictografías. Ten Kate (1979) infirió que

las osamentas pertenecían a indios pericúes, quienes habitaban el extremo sur de la

península a la llegada de los europeos. A partir de las mediciones de los cráneos,

notó un parecido con los grupos melanésicos y el tipo Lagoa Santa de Brasil, que

entonces se suponía el más antiguo de América, por lo que propuso que el grupo

21

pericú representaba una reminiscencia de los más antiguos pobladores de Baja

California.

Por último, desligó los entierros de cualquier relación física o cultural con

los yumanos cuya práctica funeraria tradicional era la cremación, no la

inhumación. Éste fue pues fue el primero de los trabajos académicos dedicados al

pasado peninsular, marcando el inicio de la investigación científica en la región.

En adelante nos referiremos a los trabajos que tratan específicamente sobre

el área y tema de interés de esta tesis8.

El primer reporte formal que tenemos sobre los Grandes Murales

específicamente fue publicado en 1895 por León Diguet, ingeniero químico y

naturalista francés que residió en Santa Rosalía, empleado por la compañía minera

El Boleo. En sus exploraciones a través de la península, entre los paralelos 23° y

29°, Diguet visitó más de treinta sitios arqueológicos con arte rupestre, al cual

sugirió dividir en dos categorías; petroglifos y pinturas. Encontró que los primeros

muchas veces consistían en motivos abstractos, mientras las segundas

frecuentemente mostraban imágenes figurativas.

Entre las pinturas distinguió aquellas encontradas en las serranías del centro

de la península, por ser las más espectaculares y abundantes. Sobre ellas notó que,

“la naturaleza de los temas representados consiste en caracteres ideográficos, en

personajes, en animales, estos dos últimos con frecuencia están asociados a manera

de formar escenas de la vida, tales como la caza, batallas, etcétera” (en Mirambel

1990: 132). Estas pictografías “poseen a veces una talla superior a los dos metros” y

están situadas en los techos y paredes de cuevas y abrigos “a alturas que

sobrepasan a veces los 10 metros” (ibid.). Además del estilo y la temática, observó

también la cromática, técnica, soporte, asociaciones y distribución de las figuras,

así como su aparente relación con el paisaje, destacando que los lugares donde

8 Para un recuento de los trabajos arqueológicos en la península véase: Ritter 1991; Gutiérrez y Hyland 2002

22

fueron realizadas se encuentran en lo alto de las sierras generalmente cerca de una

fuente de agua.

Ya que los relatos jesuíticos y los trabajos de Ten Kate, únicas referencias

con que contaba, niegan una relación entre los pueblos históricos y los “vestigios

pictográficos”, Diguet reflexiona: “El origen de estas pinturas halladas por todo el

recorrido de la península californiana es absolutamente desconocido, y no será más

que mediante un estudio profundo de la Alta California, del desierto del Colorado

y de las regiones situadas al norte de las fronteras mexicanas, que se podrá precisar

sobre su proveniencia étnica” (ibid.: 142). Sin embargo, esto no fue impedimento

para que elaborara su propia propuesta en la cual, los pintores habrían sido

integrantes de una tribu nómada del norte que “no habiendo encontrado una tierra

conveniente para establecerse, habría atravesado el golfo para ganar las tierras del

continente mexicano” (ibid.: 144).

Como vemos, Diguet supone que el origen del arte rupestre peninsular se

encuentra en el contexto del suroeste norteamericano, mientras su continuidad

debería buscarse en el norte de México. Es notable que para él Baja California no

representa un “callejón sin salida” como propondrían más adelante Kroeber y

Rogers, sino una región culturalmente dinámica que pudo permitir y sustentar el

paso y ocupación de varios grupos a través del tiempo.

Además de ofrecer las descripciones de las cuevas que visitó, entre ellas el

Ratón, San Borjitas, El Palmarito y Los monos de San Juan, Diguet hizo notas

respecto a su estado de conservación y su ubicación, lo que resultó de gran valor

para estudios posteriores como los de Massey, Dahlgren, Hambleton y Crosby.

Primera mitad del siglo XX

Las publicaciones sobre la arqueología de Baja California permanecieron

prácticamente nulas durante casi cuarenta años; fue en un corto periodo de poco

23

más de diez años que surgieron los trabajos que constituirían los cimientos de la

arqueología y antropología de la península. Los investigadores que colaboraron en

este proceso fueron los arqueólogos norteamericanos Malcolm J. Rogers y William

C. Massey, principalmente.

En 1939 el primero publicó su importante obra Early Lithic Industries of the

Lower Basin of the Colorado River and Adjacent Desert Areas y, a pesar de que

“desafortunadamente el trabajo del autor sobre el área litoral de Sur y Baja

California no fue impreso” (p. 70), contiene referencias sobre la distribución de

materiales arqueológicos en el área, incluyendo a la península dentro de un amplio

patrón regional.

Basándose en análisis tipológicos, Rogers propuso una secuencia de

industrias líticas que en gran parte continúa vigente, aunque la cronología ha sido

corregida. En esta secuencia, el complejo San Dieguito-Playa9 muestra las

manifestaciones más tempranas de un patrón lítico concreto, el cual aparentemente

tuvo una gran continuidad en el sur de California, oeste de Arizona y,

especialmente en Baja California, donde “transcurrió suficiente tiempo para que

muchas de las formas antiguas cayeran en desuso, quizá por un cambio en la

economía” (p. 71), cada vez más avocada a la recolección.

Rogers observó material San Dieguito a lo largo de toda la península por lo

que, basado en el esquema de poblamiento en capas horizontales de Kroeber,

supuso que los pericúes eran los herederos de esta tecnología, la cual había

sobrevivido con ellos hasta el periodo del contacto: “En el oeste se ha podido

establecer una migración al sur bien definida, hacia el cul-de-sac de la península de

Baja California, y en esta región se desarrollaron las fases más tardías [del

complejo]. El tipo de cráneo seudo-australoide es tan característico de los cráneos

tempranos desde la región de Santa Bárbara hasta la punta de Baja California que

9 Para una definición véase: capítulo 3

24

es muy probable que los pueblos históricos no-yumanos de esta última región

fuesen los descendientes de la gente San Dieguito” (ibid.).

Rogers ubicó al complejo San Dieguito-Playa alrededor del 1500 AC; hoy la

mayoría de los investigadores lo sitúan en 8000-7000 AC.

La siguiente industria en la secuencia es el complejo Pinto-Gypsum10, el cual

es tan distinto del Playa que para Rogers “debe marcar la incursión de un nuevo

grupo en la región” (ibid.), proveniente del norte de California. Al inicio de este

periodo se da una gran proliferación de puntas de proyectil cuyo patrón fue en

general estable. Originalmente lo dató entre 800 AC y 200 DC, pero en la

actualidad se reconocen como dos complejos separados; Pinto, el más antiguo,

entre 5000-2000 AC y, Gypsum entre 1500 AC y 600 DC.

El patrón lítico del llamado complejo Amargosa11 difiere muy poco en sus

inicios del Pinto-Gypsum, por lo que Rogers consideró que no se trataba de un

grupo cultural diferente sino que podría haber derivado, incluso, de una fase

tardía de este último. Rogers identificó la industria Amargosa en el sureste de

California y parte de Arizona y la situó entre 200 y 900 DC.

El siguiente periodo de ocupación está relacionado con un tercer grupo

étnico, los yumanos; según las observaciones del autor éste no excedió los 600

años. Y, por último, la ocupación de los pueblos históricos Shoshoneano y Pauite

no pudo alcanzar más de tres siglos.

Como vemos, las fechas ofrecidas por Rogers para su modelo han sido casi

completamente corregidas, esto es de entenderse puesto que en el tiempo en que

este trabajo fue realizado sólo se contaba con métodos de datación relativa y como

el mismo autor escribió, sin dataciones exactas “aún fechas aproximadas para las

industrias locales tempranas no pueden ser establecidas” (p. 70). Sin embargo, la

secuencia básica presentada en esta obra sigue en uso y fijó la base de la

arqueología para el oeste de Arizona, sur de California y la península.

10

Para una definición véase: capítulo 3 11

Para una definición véase: capítulo 3

25

Rogers mantuvo su interés en la zona y en An Outline of Yuman Prehistory de

1945 pretende dar cuenta del origen, desarrollo y difusión del complejo cultural

yumano12 en el suroeste norteamericano, la Alta y Baja California.

En esta obra plantea que, tras el fin de la tradición San Dieguito, el cual

ubicó a comienzos de la era cristiana pero que hoy se estima en el 6000 AC, un

nuevo grupo étnico proveniente del norte parece haber arribado a la costa sur de

California. Esta nueva población se conoce arqueológicamente como cultura La

Jolla13 y está definida sobre todo por sitios costeros con concheros y entierros. Los

artefactos típicos de este complejo son metates cóncavos, manos, lascas y tajadores

simples. Rogers consideró que en las últimas fases de esta cultura se manifiesta un

horizonte temprano pre-cerámico del complejo yumano.

Aproximadamente ochocientos o novecientos años más tarde se dio un

cambio en el patrón arcaico con la expansión de los grupos yumanos hacia el este,

a través del desierto californiano, la cual culminó en la ocupación del valle del río

Colorado y las regiones montañosas del noroeste de Arizona. En esta última zona,

el complejo Amargosa (200-900 DC) fue reemplazado por un patrón claramente

yumano cuyos materiales incluyen el metate poco profundo, mano, mortero

redondo, cuchillo triangular, punta de flecha triangular y punzón de hueso. En sus

fases más tardías aparece la cerámica yumana, aspecto que define a este complejo

cultural, y se practicó una agricultura incipiente en las zonas más favorables.

A partir de las secuencias cerámicas de regiones adyacentes, Rogers estimó

el inicio del periodo Yumano I en el siglo IX y su fin cerca del 1050 DC. Es posible

que el origen de la cerámica yumana se encuentre en la influencia de las culturas

Pueblo o de la zona Gila-Sonora. Hacia finales de este periodo algunos tipos

cerámicos y técnicas de manufactura desaparecen abruptamente, lo que para el

autor sugiere la entrada de un nuevo grupo a la región.

12

Véase “cultura Hakataya” en: capítulo 3 13

Para una definición véase: capítulo 3

26

Durante el periodo Yumano II, ubicado de 1050 DC a 1500 DC, hubo una

rápida difusión de la cerámica propia y una probable expansión de los grupos

yumanos hacia nuevos territorios. Fechada por Rogers alrededor de 1400 DC, esta

última incursión yumana se evidencia arqueológicamente en el sur de California y

Nevada, el occidente de Arizona y el centro y norte de Baja California.

El principio del periodo Yumano III, hacia 500 años AP, está marcado por

desplazamientos de población, algunos masivos y súbitos, ocasionados entre otros

factores por drásticos cambios ecológicos como la desecación del lago posglaciar

Blake Sea en California. Para Rogers, este fue el principal factor que impulsó la

expansión yumana hacia la península de Baja California: “Aunque los yumanos del

desierto quizá habían causado cierta presión sobre la población de la costa del

Pacífico en la California norteamericana y mexicana antes de esta época, el súbito

impacto ocasionado por los grandes grupos que abandonaron la mitad occidental

del desierto del Colorado se reflejó en una migración menos pasiva que la

sucedida anteriormente. Ya que el litoral del Pacífico al norte estaba bloqueado por

los shoshoneanos, el flujo se dirigió principalmente a la península de Baja

California, cuyas montañas centrales contaban con una escasa población pre-

yumana” que bajo estas circunstancias se vio desplazada “hacia la mitad sur de la

península” (p. 194).

Esta propuesta coincide con el modelo de ocupación en capas horizontales

de Kroeber y explica la presencia de grupos no yumanos al sur de la península. No

obstante, una de las mayores críticas que se ha hecho a Rogers es que presenta a

Baja California como un callejón sin salida, aislado geográfica y culturalmente.

Aun así, este esquema serviría como punto de partida para los investigadores de la

historia cultural de Baja California.

William C. Massey podría ser considerado como el investigador con mayor

influencia en los estudios sobre historia cultural bajacaliforniana. Sus primeros

27

trabajos en la península estuvieron enfocados en la región de los Cabos y a la larga

realizó exploraciones hasta el límite norte del Desierto Central.

En 1947 dio a conocer el resultado de un amplio reconocimiento

arqueológico de la península bajo el título de Brief Report on Archaeological

Investigations in Baja California. En este texto Massey toma como base los trabajos de

Rogers pero reconoce la necesidad de estudiar la región en términos de su

unicidad, distinguiéndola de California y el Suroeste norteamericano; “Baja

California tiene su propio periodo de prehistoria bajo las peculiares condiciones

geográficas impuestas por su peninsularidad” (p. 345). Ofrece un panorama

general sobre la distribución lingüística de los grupos nativos históricos e intenta

relacionarla con los materiales arqueológicos encontrados en los mismos

territorios.

Sobre la filiación lingüística menciona que, el sur de California y norte de la

península estaban ocupados por grupos yumanos como los diegueño y kiliwa, y al

sur “mientras los cochimí eran también de habla yumana, los guaicurá, pericú y

huichití, con sus varias subdivisiones eran no-yumanos” (p. 345); más todos

parecen pertenecer a la superfamilia lingüística hokana.

Arqueológicamente encontró que, en la zona del Cabo, relacionada

etnográficamente con los grupos pericú, hichití y cora, son comunes los concheros,

puntas de proyectil grandes, metates, átlatl, entierros y, cuevas funerarias

conteniendo bultos mortuorios pintados con ocre, como aquellos descritos por Ten

Kate y Diguet años antes. Al norte, en la región de bahía de la Magdalena, habitada

por los guaycuras, observó sitios costeros, sitios cercanos a fuentes permanentes de

agua y, materiales líticos trabajados con gran habilidad. En el Desierto Central,

ocupado históricamente por los cochimí y laymon, los artefactos más frecuentes

son metates, pequeñas puntas de proyectil triangulares aserradas y, concheros en

las zonas costeras.

28

El territorio entre el límite norte del Desierto Central y el paralelo 30° estaba

poblado por los cochimíes norteños, ahí observó numerosos sitios con lítica

toscamente tallada. En los alrededores de la laguna seca de Chapala, Massey

reconoció artefactos de la industria Playa-San Dieguito y materiales

presumiblemente del complejo Pinto-Gypsum. Fue el primero en reportar estas

industrias tan al sur, e hizo notar que la lítica de Chapala se encuentra en

condiciones fisiográficas similares a las de los complejos Mojave y Playa, cerca de

lagos pluviales extintos.

Finalmente, en la zona de la frontera política actual, hogar de los grupos

yumanos, además de la característica cerámica se topó con una gran variedad de

piezas líticas, sobre todo en los sitios del litoral Pacífico.

En este primer acercamiento de Massey a la historia de Baja California

básicamente retoma el modelo de Rogers para explicar la “estratigrafía”

etnolingüística de la península. La división geográfica entre los grupos yumanos y

no-yumanos parece confirmar que estos últimos se vieron empujados hacia el sur.

Por otro lado, aunque no ofrece un esquema propio, supo reconocer que la

ocupación de la península era más larga y antigua de lo que se había planteado

hasta entonces; “La invasión yumana de la península puede haber sido tardía, pero

la península había estado habitada mucho tiempo antes de su llegada” (p. 357).

En 1949 Massey sintetizó la etnografía y la lingüística de la región en Tribes

and Languages of Baja California con la intención de revisar y corregir el mapa de

distribución de los grupos y lenguas nativas de la península.

La familia lingüística yumana se extiende desde el norte de Arizona hacia el

sur, a través de los desiertos de California y dentro de la península de Baja

California. La rama californiana de esta familia incluye a grupos como los

diegueño, paipai y kiliwa pero, Massey consideró que existía suficiente evidencia

etnográfica para crear otra subdivisión que abarcara el centro de la península.

Según las fuentes, los grupos que caen dentro de esta división parecen haber

compartido una misma lengua, distinta del yumano hablado al norte, a la que los

29

misioneros llamaron “cochimí”. Los hablantes de cochimí o nebe y sus variantes –

borjeño, ignacieño, cadegomeño, laymon, monqui y didiu14–, de las cuales al

parecer algunas eran tan distintas entre sí que podrían ser consideradas como

lenguas separadas más que dialectos, conforman así el grupo yumano peninsular.

Además del yumano de california y el yumano peninsular, Massey identificó otros

tres idiomas no-yumanos en la porción sur de la península; el huichiti, el guaicura

y el pericú, conformando una nueva familia lingüística, la Guaicuriana15.

De estos tres últimos el huichití parece haber sido el más extendido,

abarcando a las tribus cora, aripe, periúe y huichití, en los alrededores de La Paz.

El pericú, como grupo tanto como idioma, no estaba relacionado con los demás de

la península, ocupando el extremo sur y las islas Santa Catalina, San José, Espíritu

Santo y Cerralvo, en el mar de Cortés. Por último, describe a los guaicuras como

una banda belicosa cuya lengua se hablaba en la costa del Pacífico desde Todos

Santos y a través de los llanos de Magdalena hasta Loreto.

En este ensayo encontramos que Massey se aleja de la propuesta de Rogers y

considera más probable que las tribus peninsulares sureñas se hubiesen asentado

en sus tierras por ser éstas las más favorables y no forzados por la presión de sus

vecinos del norte, ya que “no existe ninguna evidencia que apoye la idea de que los

yumanos condujeron a los guaicurianos hacia el extremo de la península” (p. 304).

Igualmente plantea que la diferenciación entre las lenguas yumanas y las yumano

peninsulares se desarrolló in situ, por lo que “es extremamente dudoso que pueda

argumentarse [como lo hizo Rogers] que los yumanos peninsulares representan

una invasión muy tardía de Baja California [...] Es más razonable creer que estos

grupos, como los laymon, cadegomeño, ignacieño y borjeño, habían estado en Baja

California por un muy largo periodo, y que llegaron antes de que sus parientes

lingüísticos del norte adoptaran rasgos como la cerámica” (p. 305); es decir antes

del siglo IX DC.

14

Esta división ha sido revisada y corregida por Laylander (1987) 15

La filiación de estas lenguas ha sido revisada por León-Portilla (2000); véase: capítulo 3

30

Con este trabajo Massey estableció la distribución etno-lingüística de Baja

California que, a pesar de que ha sufrido cambios y correcciones a través del

tiempo, aún funge como base de la gran mayoría de las investigaciones sobre el

pasado cultural de la península.

Segunda mitad del siglo XX

Como hemos visto hasta ahora, desde el reporte de León Diguet, el arte

rupestre no había sido motivo de estudio hasta que, en 1951 apareció en la revista

mexicana Impacto un artículo que presentaba algunas cuevas pintadas visitadas

por el fotoperiodista Fernando Jordán. El interés que generó este reportaje condujo

a la primera investigación oficial patrocinada por el INAH en aquel mismo año. El

estudio se centró en la cueva San Borjita, en la sierra de Guadalupe, y estuvo a

cargo del antropólogo Javier Romero y la arqueóloga Barbro Dahlgren, quienes

casi inmediatamente dieron a conocer un los resultados del breve estudio.

Apoyándose en las exploraciones de Diguet, delimitaron la distribución del

arte rupestre mural entre los paralelos 26° y 28°. Para San Borjita, ofrecieron una

descripción general, un reporte sobre su estado de conservación y, una tipología de

los motivos con el fin de elaborar una cronología relativa de estilos: “Tomando

como punto de partida las formas, los colores y las superposiciones, hemos

clasificado las figuras en tres tipos: Espantajos, Cardones y Bicolores. Estos tipos

pueden corresponder a distintas capas culturales o diversas fases en el desarrollo

artístico de una misma cultura. Fuera de esta división nos quedan cinco figuras

que hemos llamado Excéntricas por no encajar del todo dentro del esquema” (en

Mirambel 1990: 169). Encontraron así que, los espantajos parecían ser los motivos

más antiguos, los cardones una etapa intermedia de transición y, los bicolores,

representaban una última fase.

31

Aunque estos autores no contaban con datos suficientes para emitir una

opinión sobre la edad del arte rupestre mural, proponen un esquema general para

la prehistoria bajacaliforniana: “Con base en las pinturas de San Borjita, en los

estudios de pictografías de Diguet y en los descubrimientos arqueológicos de

diversos investigadores, podemos sugerir varias posibilidades para la prehistoria

de la península. Por una parte, una gran antigüedad de ciertas culturas líticas que

florecieron bajo un clima óptimo, probablemente a fines de la última glaciación,

cuando en sus desiertos hubo bastante humedad para alimentar lagos como la hoy

desecada Laguna de Chapala del Territorio Norte de Baja California; por otra

parte, del estudio de los entierros se desprende que pertenecieron a un grupo

humano, según todas las posibilidades considerado como uno de los más viejos del

Continente: el de Lagoa Santa o neoaustraloide, que pudo haber sobrevivido en

Baja California durante mucho tiempo, como también en el centro y el este de

Texas” (ibid.: 173-174).

Este trabajo constituye el primer registro y análisis de arte rupestre en Baja

California a cargo de especialistas e incluye importantes aportaciones como un

primer intento de establecer una cronología relativa del periodo de elaboración

basada en la estratigrafía cromática del friso. Asimismo, es notable que la intención

de este trabajo no se centra sólo en el estudio de la pintura, si no que la toma como

una herramienta para explicar el pasado peninsular.

Un año más tarde, en 1952, el geógrafo americano Homer Aschmann reportó

la existencia de una punta de proyectil tipo Clovis en una colección particular en el

poblado de San Joaquín, cerca de San Ignacio. El artefacto, trabajado en basalto de

grano fino, fue encontrado en la ladera de un arroyo permanente cercano a aquella

población. Este hallazgo extendió el horizonte prehistórico de la península, ya que

demostraba la ocupación cultural para cuando menos finales del Pleistoceno.

En 1957 se publicaron los resultados del análisis que realizó Brigham Arnold

sobre el material lítico de los yacimientos de la laguna seca de Chapala, ubicada en

la latitud 29° 15’ N, así como sus estudios sobre cambios en el paisaje y el clima

32

bajacaliforniano desde el Pleistoscéno y su relación con la prehistoria humana de la

región. Arnold propuso una secuencia de tres complejos líticos según su forma y

distribución, los cuales corresponderían a tres fluctuaciones en el nivel de la

laguna. El más antiguo es el “elongate-biface” o bifacial alargado, el segundo es el

más abundante y variado, el “scrapper-plane” o raspador plano y, el complejo “flake-

core-chopper” o lasca-núcleo-tajador. Aunque la antigüedad de hasta 70,000 años

que Arnold atribuyó a sus complejos no tuvo aceptación, su secuencia tipológica

fue la primera clasificación de materiales locales en Baja California y sus estudios

sobre paleoclima son todavía fundamentales en la investigación regional.

En el último año de la década de 1950, apareció The Central Desert of Baja

California: Demography and Ecololgy, Aschmann integró exitosamente en esta obra la

información ecológica, histórica, etnográfica, lingüística y arqueológica con la que

hasta entonces se contaba para el centro de la península. Se enfoca en el territorio

que históricamente estuvo ocupado por los cochimíes y nos ofrece una visión

general sobre la vida de estos grupos antes y después del contacto con occidente.

Sobre el tema que nos ocupa, Aschmann menciona: “Las pictografías y petroglifos

de Baja California son muy abundantes y están ampliamente distribuidos. Como

en otras partes de Norteamérica, su origen es un enigma. El clima seco

probablemente ha sido especialmente favorable para la preservación de los colores

de las pictografías, los cuales se cree son todos de origen mineral. Los colores –con

frecuencia sorprendentemente brillantes– rojo, amarillo, verde, negro y blanco

fueron usados en patrones a veces geométricos y a veces naturalistas. Los

misioneros parecen haber estado convencidos de que las pictografías fueron

realizadas por un pueblo extinto que poseía una civilización más avanzada que las

tribus que encontraron. Meigs encontró que los Kiliwa conocían varias pictografías

dentro de su territorio, pero no podían ofrecer ninguna leyenda respecto a su

origen” (pp: 43-44).

En 1961, William Massey y Carolyn Osborne publicaron una detallada

descripción así como un breve análisis de los materiales que el naturalista

33

americano Edward Palmer extrajo de una cueva funeraria a finales del siglo XIX en

Bahía de los Ángeles, frontera norte del territorio ocupado por los yumanos

peninsulares. Dicha colección incluía los restos de seis individuos adultos y uno o

más infantes y, artefactos asociados a los entierros, que más tarde serían

identificados por Massey como elementos de la “cultura Comondú”, como

cordelería, lítica, ornamentos de concha, hueso y una capa de cabello humano.

Tras el análisis de estos materiales se concluyó que, contrario a lo propuesto

por Rogers; “Sin duda los yumanos de la península entraron mucho antes de la

llegada de la alfarería a la región del desierto del Colorado. Ni la colección Palmer

ni materiales idénticos provenientes de niveles históricos en la parte central de la

península pueden ser explicados como resultado de una invasión de Baja

California posterior a 1450 por pueblos que representan la última fase de la

secuencia yumana en el sur de California” (p. 351).

En ese mismo año Massey dio a conocer un breve artículo cuyo objetivo era

“refinar las dos propuestas pioneras de la antropología de Baja California [de

Kroeber y Kirchhoff] reevaluando la posición de la península y sus diferencias

culturales internas” (p. 412).

En las dos propuestas mencionadas Baja California cae dentro del Gran

Suroeste norteamericano y Norteamérica Árida, respectivamente, por su parte;

Massey la incluye en un área desértica que abarca desde la Gran Cuenca hasta el

norte de México, cuyas culturas “del Desierto” están formadas por grupos

cazadores-recolectores distinguibles de las poblaciones agrícolas de las culturas

“del Oasis”.

34

Este modelo supone que Baja California fue poblada de norte a sur, cada

nuevo grupo desplazando a los anteriores, conformando así capas culturales

secuenciadas a lo largo de la península; con los habitantes más antiguos en la zona

de los Cabos y los ocupantes más recientes en la cuenca del Colorado.

Massey dividió a los indios históricos en tres grupos etno-lingüísticos;

yumanos californianos, yumanos peninsulares y la familia guaicura, que incluye a

los pericúes. Las diferencias lingüísticas de estos grupos coinciden con diferencias

culturales de la misma intensidad que parecen indicar distintas migraciones donde

las culturas, una vez establecidas, se desarrollaron localmente.

En la arqueología reconoce algunos tipos comunes para California como el

complejo temprano San Dieguito, la cultura costera de La Jolla y las culturas

desérticas Pinto, Gypsum y Amargosa. Regionalmente, distingue las culturas de

Las Palmas en la zona sur y, Comondú en la región Central.

Por último, señala que la mayor diferenciación cultural se da hacia el interior

de la península, donde el aislamiento fue más marcado; “Desde un punto de vista

antropológico, Baja California comenzaba alrededor del paralelo 30; los grupos al

norte corresponden con pueblos de origen similar en el sur de California. Dentro

de la península propiamente, existen dos subáreas: el desierto central (yumano

peninsular) y el sur, con la región del Cabo (guaicura)” (p. 421).

Esta noción sería explicada más extensivamente en Archaeology and

Ethnohistory of Lower California, de 1966, resultado de casi dos décadas de

investigación regional.

Partiendo de la idea que el hombre pobló la península de forma

descendente, Massey plantea que, “el punto de comparación más probable a la

prehistoria y etnohistoria de la península yace en los datos arqueológicos y

etnográficos directamente al norte” (p. 38). Entonces, los antecedentes culturales y

físicos de las poblaciones peninsulares deberían reflejarse en la arqueología del sur

de California y suroeste de Arizona.

35

Efectivamente, a lo largo de la península Massey pudo reconocer materiales

de manifestaciones culturales asociadas al paso del norte. La más antigua, sin

contar la punta Clovis reportada en 1952, es el complejo San Dieguito o Playa,

aunque escaso y prácticamente limitado a la zona fronteriza. La siguiente de estas

manifestaciones es el complejo La Jolla, estimado de 1000 AC a 1450 DC, el cual,

dice, está presente en la costa del Pacífico desde el sur de California hasta Rosario.

Las fases I y II del complejo Amargosa equivalen, para Massey, a las

industrias Pinto Basin y Gypsum Cave, respectivamente. La primera se encuentra

abundantemente en toda la península mientras; la segunda es frecuente de San

Ignacio a la región del cabo, con mayor concentración en la costa del golfo, cerca de

Loreto y Mulegé. La cultura Amargosa, tal como la definió Rogers, es aquí una

tercera fase poco representada en la península, con algunos ejemplares al sur.

Antes de la aparición de la cerámica yumana, alrededor de 700 DC, en Baja

California, debajo del paralelo 30, se habían ya desarrollado dos culturas locales

subsecuentes: Las Palmas y Comondú. La cultura de Las Palmas se extiende desde

La Paz hasta Cabo San Lucas y se conoce principalmente por cuevas funerarias en

las que predominan los entierros secundarios teñidos de rojo ocre envueltos en

hojas de palma o piel de venado.

La cultura Comondú abarca desde bahía de los Ángeles hasta el poblado del

cual toma su nombre y parece haber sido tanto prehistórica como histórica. Este

complejo arqueológico fue inicialmente reconocido en las excavaciones de las

cuevas Caguama y Metate en sierra de La Giganta, entre la población de Comondú

y Loreto. De estos trabajos resultaron materiales diagnósticos identificados

también en la colección Palmer, de bahía de los Ángeles, y la colección Castaldí de

piezas líticas provenientes del área de Mulegé-Loreto. Como estos materiales se

encontraron ocasionalmente conviviendo con aquellos del periodo misional,

Massey concluyó que, “por extensión, Comondú fue la cultura común de los

yumanos peninsulares históricos del centro de la península” (p. 50).

36

Asimismo, reitera la distribución lingüística en que distingue dos familias; la

yumana y la guaicura. Esta última ocupaba desde el sur de Loreto hasta los Cabos

e incluye a las lenguas guaicura, huichití, cora, aripe, periue, isleño y pericú.

Massey supuso que, los miembros de la familia guaicura “deben de representar un

poblamiento temprano de Baja California que quedó restringido al sur por al

menos dos migraciones de yumano-hablantes”(p. 53).

El yumano peninsular, por su parte, incluía los idiomas borjeño, ignacieño,

cadegomeño, laymon y monqui-didiu o cochimí. Tal diversificación lingüística

sugiere al autor que estas lenguas se desarrollaron al interior de la península, lo

cual indicaría que los grupos de filiación yumana no entraron tardíamente, como

había sugerido Rogers, sino por lo menos antes del siglo XVIII DC.

Con este trabajo Massey resume la historia cultural de Baja California en un

esquema que aún prevalece, sustentado en la estratificación cronológica de los

grupos que la habitaron.

A principio de la década de los sesenta el escritor norteamericano Erle

Stanley Gardner fue informado por los rancheros de la sierra de San Francisco

sobre la existencia de un extenso abrigo rocoso con figuras pintadas de llamativos

colores y espectacular tamaño en el arroyo de San Pablo notó. Gardner, quien

viajaba en helicóptero, sobrevoló la cueva y, de vuelta en su país, publicó un

artículo en la revista Life proclamando el “descubrimiento” de un arte rupestre

magnificente en el corazón de Baja California (Gardner 1962). En visitas

consecuentes, Gardner se hizo acompañar por el arqueólogo Clement Meighan,

quien se propuso realizar la primera investigación científica sobre el “recién

redescubierto” arte rupestre. El equipo registró nueve sitios desde el aire y visitó

cuatro; cueva Gardner, como llamaron a cueva Pintada, Las Flechas, El Palmarito

y, Pájaro Negro o La Soledad.

La prioridad de Meighan era ubicar cronológicamente el periodo de

realización de las pinturas a fin de relacionarlas con la prehistoria cultural. Así,

37

realizó fechamientos radiocarbónicos sobre fragmentos de madera encontrados en

la superficie de cueva Pintada y, en 1966 dio a conocer los resultados.

La fecha de 1435+80 DC parecía confirmar que las manifestaciones rupestres

podían atribuirse a la cultura Comondú, la cual ocupaba el mismo espacio

geográfico y, ahora podía suponerse, temporal que las pinturas: “Las cuevas

pintadas claramente son parte de esta cultura, y la lista de elementos característicos

de la cultura Comondú debe ser ampliada para incluir elaboradas pinturas

rupestres como elementos diagnósticos de esta ocupación” (p. 374).

En el informe de la datación, Gordon Ferguson, del laboratorio de

radiocarbono de la UCLA, advierte que la fecha obtenida no debe tomarse como

evidencia de la edad del arte rupestre: “Las pinturas son prehispánicas y por tanto

anteriores a cerca de 1700 DC. La fecha de la muestra podría aplicarse a las

pinturas ya que la fecha indica cuándo el abrigo estuvo habitado por el hombre.

Sin embargo, el depósito es poco profundo y no estratificado; y sin duda ha habido

visitas intermitentes de personas recientemente. Los artefactos presumiblemente se

pueden asociar con el periodo de las pinturas rupestres, pero esto no puede ser

probado” (p. 379).

La fecha situaba la ocupación de cueva Pintada entre 1352 y 1512 DC,

cayendo en una etapa prehistórico tardía que coincidía tanto con los relatos

jesuíticos como con el esquema cultural de Massey; por tanto, y a pesar de la

advertencia de Ferguson, Meighan no dudó en afirmar que “aunque la fecha es

válida para la ocupación del abrigo, no proporciona una fecha directa para las

pinturas. Asumiendo que las pinturas fueron realizadas al mismo tiempo que los

abrigos fueron ocupados (y no hay razón para pensar lo contrario), creo que la

fecha de radiocarbono es un verdadero indicador de la edad de las pinturas” (ibid.).

Por otro lado, debido a la aparente uniformidad de estilo y temática,

Meighan supuso que la tradición debía tener poca profundidad temporal, pues

“los aspectos básicos de estilo y contenido parecen haber persistido a través del

38

tiempo. Esto a cambio sugiere un periodo de tiempo relativamente corto durante el

cual el arte floreció – unas cuantas generaciones o como máximo dos siglos” (p.

389).

En resumen, Meighan ofrece el primer intento de ubicar el arte rupestre de

las sierras centrales de Baja California en un contexto cronológico y cultural. El

resultado parecía señalar que las pinturas formaban parte de la cultura Comondú,

la cual desarrolló la tradición pictórica hacia el siglo XIV DC para ser abandonada

unos doscientos años antes de que los españoles entraran a la región.

Meighan, sin embargo, no fue el primero en realizar fechamientos

radiocarbónicos en Baja California; entre 1960 y 1966 la Universidad de California

fechó muestras provenientes de distintos sitios y yacimientos arqueológicos a lo

largo de la península, cuyo listado fue dado a conocer en 1968 por James Moriarty.

Además de las fechas, se incluyeron también interpretaciones ecológicas,

climatológicas, geológicas y arqueológicas sobre los contextos datados.

Las muestras que arrojaron fechas más tempranas, entre 7,400 y 4,700 años

AP, provenían de acumulaciones de conchas en yacimientos costeros tanto del

Pacífico como del Golfo. Los sitios más destacables son Punta Minitas, Bahía de los

Ángeles, La Paz, Punta Cabras y Bahía San Quintín. En Punta Minitas se localizó

un entierro flexionado cuya antigüedad se estimó entre 5500 y 7000 AP, periodo en

que este tipo de entierros era común en el sur de California para la cultura La Jolla.

Asimismo, los concheros alrededor de Bahía de los Ángeles arrojaron fechas de

6100+200, indicando una ocupación continua durante al menos seis mil años.

Las implicaciones arqueológicas de estas fechas absolutas fueron profundas,

ya que por fin parecía quedar demostrado que el poblamiento cultural de la

península había sido temprano, largo e ininterrumpido.

En 1969 Meighan publicó una nueva versión de su trabajo arriba

mencionado en el que sostenía la filiación cultural que asignó anteriormente al arte

rupestre mural pero reconsideraba su antigüedad, tomando la fecha de

39

radiocarbono como indicador de una fase final de la tradición pictórica cuyo origen

supuso unos 500 años antes, alrededor del primer milenio de nuestra era.

El panorama arqueológico hasta el final de la década de 1960 indicaba así

que, la evidencia más temprana de ocupación en Baja California se remontaba a

finales del Pleistosceno, representada por una punta tipo Clovis, seguida por

industrias tempranas como los complejos San Dieguito y Chapala. Las oleadas

posteriores pudieron haber entrado por dos rutas; desde el oeste por el sur de

California, donde encontramos asentamientos orientados al mar, como la cultura

La Jolla. La segunda posibilidad era una entrada por el noroeste a través del

desierto, donde predomina una economía de caza como en la cultura Amargosa o

Pinto-Gypsum, que se manifiesta del paralelo 30° N hasta la región del Cabo.

La estratificación cronológica de lengua y cultura dejada por este patrón de

poblamiento señalaba a la cultura de Las Palmas, en la región de los cabos, como

una reminiscencia muy antigua de los primeros pobladores provenientes del oeste

norteamericano. Para la zona central se proponía que la cultura Comondú había

entrado antes de 700 DC, siendo ésta la fase prehistórica de los cochimíes, cuyos

antepasados directos legaron el arte rupestre mural, el cual tuvo un periodo de

realización estimado entre 1000 y 1500 DC.

La década de 1970 vio la continuidad y surgimiento de investigaciones

arqueológicas en la península, siendo uno de los periodos más productivos en

cuanto al registro y estudio del arte rupestre Gran Mural.

En 1974, el estudioso de arte rupestre de Estados Unidos Campbell Grant

publicó un volumen dedicado al análisis de las pictografías de Baja California, el

cual incluía también la traducción de la obra de León Diguet al inglés. Este trabajo

repasa brevemente la historia del registro de la etnografía, antropología y arte

rupestre bajacaliforniano, aportando a este cuerpo de información la primera

clasificación estilística de arte parietal peninsular.

40

Desde el sur de California, en el condado de San Diego, hasta la sierra de

Juárez, al norte de la península, se extiende el estilo “Peninsular Range

Representational” o Figurativo de la Cordillera Peninsular, el cual incluye pinturas

de motivos abstractos y figuras antropomorfas. En los cañones al este de sierra

Juárez predominan petroglifos en patrones no figurativos del estilo Abstracto de

la Gran Cuenca (Great Basin Abstract), los cuales encuentran semejanza en

manifestaciones similares del desierto californiano.

En la región de los cabos destacan las pinturas de estilo Figurativo del Cabo

(Cape Representational) y, al extremo sur, el Abstracto del Cabo (Cape Abstract).

En el Desierto Central conviven dos estilos, el Cochimí Abstracto (Cochimí

Abstract) de petrograbados y pinturas y, a partir del paralelo 28°, el Cochimí

Figurativo (Cochimí Representational).

Este último se encuentra al interior de las sierras centrales y está dominado

por motivos realistas de hombres y animales, pintados a escala natural o mayor,

frecuentemente bicolores y delineados en blanco. La ausencia de manifestaciones

parecidas en regiones adyacentes lleva al autor a concluir que “el espectacular

estilo Cochimí Figurativo representa un florecimiento artístico único centrado en

un ambiente de oasis en un arroyo aproximadamente 100 millas de largo” (p. 83).

Retomando a Meighan, Grant asocia al estilo con la cultura Comondú: “es posible

que las pinturas fueran realizadas por grupos cochimíes dentro de este periodo

cultural” (p. 115). Cronológicamente dice,“podría tener considerablemente menos

de mil años de antigüedad y la tradición de pintar pudo haber continuado hasta la

llegada de los Jesuitas, hacia el final del siglo diecisiete” (p. 127).

Grant reporta y describe varios sitios importantes con pinturas y petroglifos

como cueva de La Serpiente, El Palmarito y San Borjitas. Sobre este último sitio,

además ofrece una tipología, secuencia relativa de los motivos y atiende a

cuestiones sobre el proceso técnico de creación, como la obtención de pigmentos y

su aplicación.

41

Desde finales de la década de los sesenta el escritor californiano Harry

Crosby comenzó a explorar la península subcaliforniana donde a su encuentro con

la pintura mural se dio a la tarea de investigarla. Desde 1971, con la ayuda de los

rancheros locales y más tarde en compañía del fotógrafo mexicano Enrique

Hambleton, se dedicó a localizar y registrar más de doscientos sitios con arte

rupestre en las sierras de San Francisco, Guadalupe, San Juan y San Borja. Muchos

de estos lugares aparecen en su libro de 1975, The Cave Paintings of Baja California,

un comprensible trabajo que incluye una amplia descripción de los sitios

arqueológicos más representativos de cada sierra, así como un análisis de los

antecedentes históricos, etnográficos y arqueológicos del arte rupestre.

Crosby reconoció que las pictografías de Baja California constituyen un “arte

distinguible con su propio juego único de características” para el cual acuñó el

término de “Grandes Murales”. Bajo este título colectivo incluyó a todas aquellas

manifestaciones rupestres (1) “pintadas en las paredes o techos de cuevas o abrigos

rocosos, o incluso superficies de roca abierta, a elevaciones sobre los 600 pies en la

península de Baja California entre los 26° 20’ y 21° de latitud norte”; (2) “derivadas

de observaciones de criaturas en el mundo natural”; (3) “pintadas en tamaño

natural o mayor”; (4) “pintadas en tamaño menor al natural”; (5) de silueta

“reconocible pero formalizada” y; (6) “carentes de detalles naturales, pero rellenas

con patrones artísticos arbitrarios” (1997: 210-211).

Dentro del propio estilo distinguió cinco variantes o “escuelas” separadas

geográficamente: a) Rojo sobre granito, en la sierra de San Borja, con figuras rojo

oscuro cuya silueta se funde con el relleno; b) San Francisco, en la sierra del mismo

nombre y las adyacentes de San Juan y Guadalupe, con figuras realistas a gran

escala generalmente rellenas en rojo, negro o bicolores; c) San Borjitas, al noreste de

la sierra de Guadalupe, donde dominan figuras antropomorfas de cuerpo

“bulboso” y relleno en distintos patrones; d) Trinidad, en el sureste de la sierra de

Guadalupe, con figuras realistas y delicadas comúnmente rellenas con líneas

42

conectadas, y; e) Semiabstracto, en el extremo sur de la misma sierra de

Guadalupe, con variedad de patrones abstractos y esquemáticos (ibid.: 213-215).

Desde entonces, esta división ha tenido algunas modificaciones a medida

que han aumentado los registros de sitios (Ritter 1991, Gutiérrez y Hyland 2002).

Con respecto a la supuesta filiación cultural del arte rupestre Crosby

consideró que no existía información suficiente para relacionarlo directamente con

los habitantes históricos de la península: “La única conexión segura entre los

Pintores y los cochimíes es la ocupación del mismo terreno en épocas distintas” (op.

cit.: 222). De ahí que prefiera el término de “Pintores” para designar al grupo que

le dio origen.

Sobre la edad del arte rupestre, se basó en las fuentes misionales y sus

observaciones en campo para argumentar una antigüedad mayor a la asignada

hasta entonces. Además de las numerosas sobreposiciones, notó que hay una gran

diferencia en cuanto al estado de conservación entre unas pinturas y otras, por lo

que concluyó: “Si las más nuevas tienen más de 500 años, como yo creo, entonces

sería lógico argumentar que las más antiguas han estado en la superficie de la roca

durante 2000 o más años” (ibid.: 224).

La gran importancia de este trabajo, además de que representa uno de los

registros más completos, es que difundió masivamente el arte rupestre de la

península central impulsando el interés por su estudio y conservación tanto en

investigadores e instituciones como aficionados, habitantes locales y autoridades.

En 1978 Meighan colaboró en un compendio de artículos que reportaban

siete sitios con petroglifos a lo largo de Baja California. En su propia aportación

hizo notar las principales dificultades de la investigación en el arte rupestre, éstas

son; la necesidad de desarrollar métodos de registro sistemático con el fin de lograr

un corpus de material amplio y completo, buscar mejores técnicas de datación

relativa y absoluta y, alcanzar una interpretación plausible (en Mirambel 1990:

179).

43

Siguiendo los tres puntos mencionados, ofrece una comparación entre los

motivos pintados y grabados, observando que en los primeros predominan los

elementos naturalistas de figuras humanas y animales, mientras en los segundos

son comunes los abstractos y esquemáticos. Esta diferencia, nos dice, se puede

explicar de dos maneras; la primera apunta a una diferencia de contexto social: “Si

los dos son contemporáneos, entonces debe haber una marcada diferencia

funcional entre ellos, debido a las diferencias estilísticas”. La segunda, indicaría

una diferencia en el contexto temporal: “parece más probable que la diferencia

entre los dos tipos de sitios sea principalmente cronológica” (ibid.: 185).

Respecto a la ubicación cronológica, enlista las técnicas hasta ese momento

más apropiadas para datar el arte rupestre; las relativas, a partir de la observación

de ciertos factores como superposición, distribución horizontal dentro de un sitio,

seriación estilística y comparación y, afectación medioambiental. Y por otro lado, el

fechamiento absoluto aplicado a artefactos asociados, como el carbono 14 o la

hidratación de obsidiana. Sobre estas últimas dos técnicas, sin embargo, apunta la

problemática de relacionar directamente los materiales datados con el arte

rupestre, sin duda reevaluando su propia posición de doce años antes: “la única

fecha objetiva vinculada al arte rupestre en Baja California es de radiocarbono [...]

la datación se hizo a partir de un artefacto de madera encontrado en el sitio

(alrededor de 1300 DC) y esta fecha ha sido aplicada a las numerosas pinturas del

mismo abrigo [cueva Pintada], y por extensión al estilo del arte hallado a gran

distancia en el centro de la península. Esto es de hecho una forma poco

convincente e incierta de fechar la evidencia, ya que no estamos seguros de que el

artefacto de madera fuera hecho en el mismo tiempo que las pinturas rupestres,

pero, sin embargo, la consideramos” (ibid.: 188). De esta forma, clasificó los

petroglifos peninsulares en tres periodos: Temprano (antes de 1000 DC), donde

predominan elementos geométricos y abstractos; Tardío (de 1100 a 1500 DC), con

44

elementos naturalistas, incluyendo las grandes figuras pintadas del arte mural y; el

Periodo Histórico (posterior a 1700 DC), con motivos derivados de las misiones.

Por último, Meighan señala que es obligación del investigador hacer uso de

la información que tenga a su alcance para ofrecer un análisis interpretativo del

arte rupestre, a pesar de la dificultad que esto representa. Si bien la interpretación

corre el peligro de caer en la especulación, formulada adecuadamente podría

acercarnos a un mejor entendimiento de estas manifestaciones y, aunque “no hay

manera de tener pruebas de que nuestra respuesta es correcta”, dice, “lo más que

podemos esperar para ello es una explicación lógica del arte en términos de lo que

es posible y probable en un área dada y en un nivel de complejidad cultural” (ibid.:

197). Para ello sugiere examinar algunos temas que frecuentemente se relacionan

con el contenido del arte rupestre en todo el mundo como son las marcas de

identidad, la actividad shamánica y, la evidencia etnohistórica de los mitos y la

religión.

Cabe resaltar que en este trabajo Meighan muestra una visión más amplia

respecto a la complejidad del arte rupestre de la que había mantenido en la década

anterior y las necesidades que aquí plantea han guiado la investigación de estas

manifestaciones durante los últimos veinte años.

Otro importante volumen que surgió a partir de las exploraciones de Crosby

fue La pintura rupestre de Baja California, de Enrique Hambleton, en 1979. El

contenido es básicamente descriptivo, pero constituye un importante registro

fotográfico.

En un intento por comprender el proceso de realización de las pinturas, en

alguna de sus visitas a los sitios, el autor experimentó con la construcción de

andamios de troncos de palmera para sustentar la hipótesis de que éstos fueron

utilizados para alcanzar los lugares más altos de los abrigos, con resultados

positivos.

45

Esta obra resulta de gran relevancia puesto que por muchos años fue el

único libro publicado en México, y en español, dedicado a este patrimonio.

Debemos destacar también los esfuerzos que este fotógrafo y estudioso ha

realizado desde entonces por la difusión y preservación del arte rupestre de Baja

California Sur.

De 1971 a 1973 Eric Ritter, quien se convertiría en uno de los arqueólogos

más activos en la península, realizó varias excavaciones en Bahía Concepción,

ubicada en la costa del golfo debajo del paralelo 27°. En 1979 se publicaron en

Estados Unidos, y un año más tarde en México, los resultados de estas

investigaciones.

El objetivo de su estudio era establecer una relación entre el patrón de

asentamiento con el paisaje y la distribución de recursos a fin de reconocer los

cambios en la ecología cultural y la actividad de la población de Bahía Concepción

a través del tiempo. Además de proponer una historia cultural tentativa para la

región, sustentada por fechas de radiocarbono, lecturas de hidratación de

obsidiana y la comparación de cronologías para la Gran Cuenca, el desierto de

Mojave y el Suroeste de Estados Unidos.

Ritter trabaja desde el punto de vista de la antropología y ecología cultural,

por lo que su metodología e interpretaciones giran en torno a la interacción entre el

hombre y su ambiente natural. Asimismo, contrasta el registro arqueológico con la

etnografía para elaborar sus conclusiones sobre cambios culturales. De esta forma

observó que, el patrón de subsistencia de los habitantes de la costa estaba regido

por la rotación estacional, generada por la cambiante disponibilidad de recursos;

esto parece haber influido todos los aspectos de la sociedad como son el

parentesco, la estructura política, la religión y la economía.

Sobre la historia cultural mantiene que la evidencia arqueológica no es

suficiente para establecer una fecha sobre la ocupación inicial de la península, pero

la estima entre 6,000 y 8,000 AC, según las tradiciones líticas observadas. Para el

46

Arcaico temprano y medio están presentes los complejos líticos Pinto y Elko. De

5,000 AC a 1,000 AC Ritter define la Tradición Concepción, caracterizada por series

de puntas de proyectil grandes semejantes a las Pinto, San Pedro, Zacatecas y Elko.

Posteriormente, ubica la Tradición Coyote, la cual perduró hasta el 1,000 DC; ésta

incluye puntas tipo La Paz, Gypsum, Loreto y Elko, artefactos como perforadores

líticos, punzones de hueso, concheros, arte rupestre y entierros. En esta fase es

evidente la explotación intensiva de los recursos marinos y, distinguió dos posibles

focos de ocupación, uno de litoral y otro de montaña.

La siguiente ocupación reconocible se asignó a la cultura Comondú “la

tradición cultural prehistórica más tardía y mejor conocida”, ubicada

cronológicamente desde el 1,000 DC hasta tiempos históricos. Incluyó como

materiales diagnósticos de esta cultura los mismos definidos por Massey, además

de murales pictográficos grandes y las prácticas de cremación y entierro

secundario.

La relación que Ritter encontró entre la geomorfología y la distribución de

los sitios fue la siguiente; los campamentos abiertos y abrigos con evidencia de

ocupación se localizan dentro de los cañones en la sierra, cerca de tinajas y

manantiales; los sitios habitacionales grandes se ubican a lo largo de la costa, cerca

de estuarios y playas; los talleres líticos, campamentos pequeños y estaciones de

cacería están en las crestas y cumbres de las montañas; mientras que, la región

entre los litorales y las sierras presentan pocos sitios.

A partir de lo mencionado Ritter concluyó que, en la región de Bahía de

Concepción el patrón de asentamiento coincide con el patrón de explotación; los

sitios mayores se localizan a lo largo de la costa y al interior de los cañones

montañosos, donde los recursos son más abundantes. Esto pudo favorecer el

establecimiento de poblaciones semi-permanentes y especializadas en el

aprovechamiento de productos locales. Este esquema ocupacional parece haber

tenido una continuidad de tres a cinco mil años, con un aparente incremento de

47

población hacia los últimos mil años que coincide con un aumento en la ocupación

habitacional de los abrigos rocosos serranos.

Este trabajo representa sólo el primero de una serie de investigaciones que

Ritter ha seguido realizando hasta años recientes. Como vemos sus resultados

revelaron una gran variedad de recursos naturales disponibles así como una

complejidad social mayor de lo que se había esperado para Baja California,

ampliando así la percepción histórica de la península y sus pobladores y marcando

las nuevas directivas de la investigación arqueológica en la península.

Los intentos de los misioneros jesuitas, exploradores, investigadores

pioneros, aficionados y arqueólogos por conocer el pasado cultural de Baja

California, a partir de la década de 1980 finalmente fructificaron en trabajos

científicos de investigación sistemática y, desde entonces hemos visto surgir varios

proyectos arqueológicos dedicados tanto a la investigación de la prehistoria

peninsular como al estudio del arte rupestre Gran Mural.

En 1981 el prehistoriador y especialista en arte rupestre Ramón Viñas,

entonces de la Universidad de Barcelona, viajó a la sierra de San Francisco, visita

que conllevó a tres campañas de recorrido y registro de sitios con pintura rupestre

en esta zona, que concluyeran en 1985. Al año siguiente, presentó un análisis de la

imaginería de esta sierra señalando los motivos más recurrentes, estilo, color,

técnica y especialmente, la temática y asociaciones entre figuras.

A partir de ese análisis se plantearon cinco fases tentativas en el proceso

pictórico; 1) grandes figuras naturalistas realizadas a uno o dos colores, 2)

pequeñas figuras esquemáticas a un solo color y en ocasiones perfiladas en blanco,

3) humanas naturalistas bicolores de gran tamaño, 4) humanas naturalistas

grandes biseccionadas y perfiladas en blanco, 5) pequeñas y medianas figuras

monocromas abstracto-esquemáticas. Se hizo notar que tanto el color como la

situación y asociación de los motivos podrían implicar sistemas codificados de

significados.

48

Se distinguieron siete técnicas de realización pictórica; 1) tinta plana, 2)

silueteado, en ocasiones punteado, 3) silueteado y rayado, 4) silueteado, una o dos

tintas planas y rayado, 5) silueteado, una o dos tintas planas, en ocasiones

punteado, 6) silueteado a dos colores y una o dos tintas planas y, 7) dos

silueteados, una o dos tintas planas, en ocasiones rayado. Y temáticamente, se

reconocieron cuatro grupos de motivos; figuras humanas, figuras de animales,

instrumentos y, figuras esquemático-abstractas.

Viñas, como Crosby, también puso en duda el supuesto horizonte cultural y

cronológico del Gran Mural asignado a la cultura Comondú, asegurando que no

había suficiente evidencia para sustentar tal propuesta y, sobre la fecha obtenida

por Meighan dice: “En nuestra opinión las dataciones sólo vienen a demostrar la

ocupación de estas cuevas hasta la llegada de los misioneros [...] pero en ningún

caso nos fecharía el proceso pictográfico de los grandes murales” (en Mirambel

1990: 251). Por el contrario, fue sugerido que su origen podría remontarse a varios

milenios antes de nuestra era.

Finalmente, con base en la observación de la temática, se propuso que el arte

rupestre mural fue realizado por una población de cazadores-recolectores con una

organización social poco jerarquizada, que plasmó en las cuevas sus creencias,

mitos y rituales y, se advirtió una posible relación con el Suroeste americano.

Este trabajo además de presentar un profundo análisis del arte rupestre,

incluyó una propuesta para realizar un proyecto arqueológico dedicado al estudio

de estas manifestaciones, el cual se realizaría tres años más tarde.

En 1991 Ritter presentó una clasificación del arte rupestre peninsular por

zonas geográfico-estilísticas en la que distinguió seis conjuntos principales (fig. X):

1) La Rumorosa, en territorio Diegueño en la zona fronteriza, con motivos

principalmente pintados de estilo abstracto-geométrico; 2) Tradición Arcaico

Occidental (Western Archaic Tradition), en la vertiente del Colorado y la costa

norte del golfo, principalmente con petroglifos de composición abstracto-

49

geométrica; 3) Abstracto del Norte (Northern Abstract), desde el paralelo 32° N

hasta Bahía de Los Ángeles, incluye tanto petroglifos como pinturas con algunos

motivos figurativos; 4) Gran Mural (Great Mural), desde Bahía de los Ángeles

hasta la región de Loreto, principalmente de pinturas figurativo-naturalistas y,

petroglifos abstracto-geométricos; 5) Sierra de la Giganta, desde el sur de Loreto

hasta la bahía de La Paz, principalmente pinturas de motivos abstracto-

geométricos y algunos figurativos; 6) Región del Cabo (Cape Region), abarcando el

extremo sur de la península, con motivos figurativo-naturalistas y abstracto-

geométricos, principalmente pintados.

Ritter hace notar que varios de estos complejos estilísticos conviven

geográficamente, mientras otros se dan en total aislamiento y, aunque las

diferencias entre ellos puedan atribuirse fácilmente a distintas filiaciones culturales

y cronológicas “probablemente existen explicaciones más complejas incluyendo no

sólo diferencias temporales, sino variaciones inter e intra-culturales, difusión

estilística, o préstamo”; por ello propone evaluar el concepto de estilo “a la luz de

la interacción grupal, representación idiosincrásica, variación funcional mostrada

mediante distintas representaciones, y la superposición temporal o inclusive el uso

de un mismo sitio por múltiples culturas” (p. 25).

Esta división presenta claramente el panorama general de las tradiciones

rupestres a lo largo de la península, por lo que conforma una referencia de gran

valor para el estudio del arte parietal en Baja California.

Derivado de las exploraciones de Viñas, Rubio, Sarriá y del Castillo entre

1989 y 1992 la Universidad de Barcelona llevó a cabo un proyecto de investigación

enfocado en el estudio del poblamiento prehistórico de las sierras centrales de Baja

California, dirigido por José María Fullola. El objetivo era construir un esquema

crono-cultural de la región mediante excavaciones arqueológicas y el análisis del

arte rupestre Gran Mural. Durante esos tres años se documentaron cientos de

sitios, se registraron poco más de sesenta abrigos con manifestaciones pictóricas en

50

las sierras de San Francisco y Guadalupe y, se realizaron excavaciones en los sitios

Cueva del Ratón y San Gregorio, localizados en la primera sierra.

Mediante la observación de las superposiciones cromáticas y estilísticas se

corroboraron las cinco fases propuestas antes por Viñas, según los tipos básicos de

antropomorfos en la sierra de San Francisco, los cuales mostraban una secuencia

cronológica precisa sustentada por dataciones absolutas: “las grandes figuras

monocromas corresponden a la fase A más antigua, seguidas por las bicolores de

tamaño grande y mediano o fase B; después vienen las figuras monocromas de

rasgos esquemáticos y tamaño mediano o fase C y, finalmente, las figuras más

pequeñas y esquemáticas son las más modernas, fase D” (Fullola, et al. 1993: 6).

Una de las aportaciones más importantes de este proyecto fue el

fechamiento radiocarbónico de muestras de pigmento tomadas de Cueva del

Ratón, en la sierra de San Francisco, cuyo mural “contiene ejemplos de todas las

fases estilísticas identificadas en esta sierra” (ibid.: 7). Las fechas obtenidas de las

pinturas iban de la más antigua en 5290+80 AP a la más moderna de 295+115 AP,

indicando una continuidad en el proceso pictórico de aproximadamente 5000 años.

A partir de estos datos se propusieron tres fases de ocupación para la sierra

de San Francisco: 1) Grandes Murales, fase precochimí que corresponde a las

poblaciones de cazadores-recolectores autores de las pinturas de gran tamaño

(fases A y B), entre finales del cuarto e inicios del tercer milenio AC. 2) Una

segunda fase precochimí que corresponde a las figuras de la fase C, fechada hacia

el siglo VII DC. 3) Periodo cochimí, a partir del siglo XIII DC.

Los fechamientos directos de las pinturas pretendían poner fin a más de un

siglo de especulación ubicando al arte mural en un contexto cronológico definido,

sin embargo la antigüedad que revelaron produjo una gran controversia entre los

investigadores que sostenían la filiación cochimí de las pinturas, quienes pusieron

en duda los resultados y aún el procedimiento de las dataciones. No obstante, para

los que aceptaron estas fechas como una aproximación al origen y duración de la

51

tradición Gran Mural, este proyecto amplió en gran manera el entendimiento del

proceso pictórico.

Durante 1991 la arqueóloga Laura Esquivel inició un proyecto del INAH en

la sierra de Guadalupe, en el que se realizaron actividades de recorrido de

superficie, registro sistemático, catalogación y conservación de vestigios,

reportando cerca de 150 sitios arqueológicos.

Esquivel encontró que en la sierra de Guadalupe convivían motivos

rupestres de distintas tradiciones, por lo que consideró a la región y su particular

estilo como “de transición” entre el Gran Mural y el abstracto-representativo del

sur. El estilo de la sierra de Guadalupe está dominado formalmente por la técnica

del rayado y, temáticamente por la figura recurrente del ciervo o venado.

Asimismo, según la superposición de motivos observó que, el estilo de esta región

parece preceder temporalmente al Gran Mural característico de la sierra de San

Francisco (1994: 8). Este breve proyecto amplió el panorama rupestre de la

península revelando la riqueza arqueológica de la sierra de Guadalupe, la cual

anteriormente se había considerado como un área periférica de San Francisco.

De 1993 a 1994 se llevó a cabo el proyecto Arte rupestre de Baja California

Sur, a cargo de la arqueóloga María de la Luz Gutiérrez, del centro INAH de aquel

estado. Los resultados de esta investigación no fueron publicados sino hasta el año

2002 en conjunto con el investigador norteamericano Justin Hyland.

Este trabajo se enfocó en la pintura rupestre de la sierra de San Francisco,

específicamente, con el objetivo de “identificar y comprender los contextos social,

espacial y ecológico en donde se dio la producción del Gran Mural”, así como

“entender por qué esta conducta simbólica se desarrolló en este lugar y en este

tiempo, el origen del sistema simbólico y el papel que desempeñó en la vida social

prehistórica” (p. 34). Esto se haría mediante el reconocimiento, registro, excavación

y análisis de sitios y materiales arqueológicos de la región, así como el uso de la

analogía etnográfica para la parte interpretativa.

52

Los autores retoman el esquema de estratificación etnolingüística de la

península, a partir del cual proponen una estancia territorial larga y estable de las

lenguas y, por tanto, de los grupos históricos peninsulares, tanto que “es alta la

probabilidad de que el registro arqueológico de Baja California atañe, al menos

para la segunda mitad del Holoceno, a los grupos yumano-cochimí, guaycura y

pericú” (p. 65).

Para el arte rupestre de la península retomaron la clasificación de Ritter y,

para el estilo Gran Mural en particular retomaron la división de Crosby

distinguiendo cuatro subestilos: Sierra de San Francisco, San Borjitas, La Trinidad

y, los subestilos semiabstractos meridionales.

Entre los materiales identificables de mayor antigüedad que se reportaron

están dos puntas de proyectil tipo Clovis; una de ellas es un fragmento basal que se

encontró al sur de San Ignacio y está elaborada en obsidiana procedente del Valle

del Azufre, en los alrededores del volcán Las Tres Vírgenes; la otra es una punta

completa de sílex proveniente de la zona de San Francisco de la Sierra. Pero, los

artefactos más abundantes tanto en las excavaciones como en el recorrido de

superficie fueron identificados como pertenecientes al complejo cultural Comondú.

Los análisis químicos realizados sobre los pigmentos de las pinturas

rupestres para identificar los minerales utilizados en su elaboración mostraron que

para el color negro se usó óxido de manganeso, el blanco estaba compuesto de

yeso y, para los tonos de rojo y amarillo se usaron óxidos de hierro.

Con el fin de ubicar cronológicamente el periodo pictórico se recurrió tanto

al fechamiento por radiocarbono de distintos materiales y pigmentos como a la

hidratación de obsidiana, sin embargo para este último método se concluyó que la

muestra era “muy pequeña como para poder evaluar lecturas individuales o

derivar información cronométrica confiable” (p. 326). En cambio, las dataciones de

radiocarbono abarcaron un amplio rango temporal de más de diez milenios.

53

El primer conjunto de 81 fechas corresponde a materiales provenientes del

depósito arqueológico del sitio Los Corralitos y las cuevas Pintada, La Soledad y

Cuesta Blanca. La más temprana de ellas, de 10860+90 AP, provino de un

fragmento de carbón recuperado en cueva Pintada y, en cueva de La Soledad se

encontró una pieza de cordel datada en 6990+60 AP, después de la cual “existe un

lapso de casi 3700 años antes de la siguiente fecha, que es de 3300+50 AP” (p. 329),

incluyendo ésta, nueve fechas caen entre 3400 y 1800 AP, mientras el resto incide

después de este momento y hasta 200 AP.

Un segundo grupo de dataciones radiocarbónicas corresponde a restos óseos

humanos encontrados en una cueva funeraria cercana al poblado de San Francisco.

Algunos de estos huesos al parecer están pintados de rojo y mostraron una

antigüedad promedio de 3400 años.

En tercer lugar, se ofrecen los resultados del fechamiento del carbono

contenido en muestras de pigmento, el cual “proviene de un oxalato derivado de

un aglutinante hecho a base de jugo de cactus que se agregó a la pintura negra” (p.

337). Las muestras tomadas de los sitios San Gregorio II y La Palma, arrojaron

fechas de 2985+65 AP y 3245+65 AP, respectivamente.

Por último, se dató una serie de materiales con residuos de pigmentos o

pintura excavados en las tres cuevas arriba mencionadas. Las fechas obtenidas

caen en un rango que va de 30+60 AP a 1760+60 AP y aunque el contexto de donde

se recuperaron en muchos casos se encontró alterado, los autores señalan que “el

patrón global indica la asociación de artefactos relacionados con la actividad

pictórica con los depósitos fechados hacia 200 AD [DC] y después” (p. 339).

Cabe mencionar que los autores encuentran una serie de “incongruencias

interesantes” en los fechamientos realizados años antes para cueva del Ratón.

Específicamente, señalan que parece poco probable que el Gran Mural, siendo una

tradición pictórica tan homogénea, tuviese una continuidad de varios milenios.

Además que las dataciones más tempranas, de 5290+80 AP y 4845+60 AP, no

54

coinciden en ningún caso con las fechas obtenidas por ellos, las cuales inician en

aproximadamente 3000 AP (p. 336).

En tanto que las fechas más antiguas son consideradas “problemáticas”, se

plantea entonces una profundidad temporal menor en la que, la tradición Gran

Mural “podría situarse en 3300 AP en adelante, con un probable incremento en la

actividad pictórica (que [...] puede o no estar relacionada con la pintura

monumental, o bien puede no estar exclusivamente relacionada con esa actividad)

hacia 1500 AP” (p. 341). Por otro lado, la evidencia de ocupación parece indicar

“un incremento significativo de la población en los primeros siglos AD, con un

decremento significativo alrededor de AD 1300, seguido por un rápido rebote” (p.

343) hacia los siglos XV y XVI, durante el “periodo prehistórico tardío comondú”.

Como ya se había visto, los autores estimaron la ocupación yumana del

centro peninsular en al menos 5000 AP, así que en cuanto al contexto cultural del

arte rupestre concluyen: “La distribución de las fechas de los sitios murales y la

recuperación de abundantes artefactos disagnósticos comondú corrobora las

conjeturas sostenidas largamente acerca de la filiación cultural de los Gran Mural.

Ante el peso de la actual evidencia, es poco probable que los Gran Mural hayan

sido producidos por otros que no fueran las poblaciones proto-cochimí o cochimí

de la península central” (p. 408).

En el aspecto interpretativo incluyeron al arte rupestre mural dentro del

grupo de elementos que componen lo que llamaron el “complejo ceremonial

peninsular”, un “complejo religioso persistente, consistente y de amplia

distribución en la península” (p. 345) que incluye también los típicos instrumentos

del chamán histórico en Baja California como son; la capa de cabello humano,

tablas ceremoniales de madera, figuras de efigies, pipas de piedra, bastones de

madera ceremoniales, sonajas y abanicos de plumas. Este complejo, según los

autores, se relaciona con la veneración de ancestros basada en los linajes y se

manifiesta principalmente en las ceremonias de duelo e iniciación y el discurso

55

mitológico. De ahí que se propone una asociación entre ciertos motivos rupestres,

locaciones y grupos familiares; “Específicamente los datos de los tocados en la

imaginería Gran Mural conjugan tres dimensiones o temas que se relacionan entre

sí: los tocados como representaciones de ancestros de linaje; la asociación del linaje

a lugares específicos, en este caso, a los grandes arroyos, y la producción de la

imaginería Gran Mural como parte de la ejecución de rituales basados en los

linajes” (p. 378).

Por último, se hace una breve revisión de cómo se logró el plan de manejo

que actualmente se aplica a la zona arqueológica de la sierra de San Francisco.

En resumen, este trabajo revisa los esquemas de la historia cultural

peninsular ya existentes para definir al arte rupestre Gran Mural como un

desarrollo local con una duración de al menos tres mil años, el cual forma parte de

un complejo religioso panyumano ejercido en el centro peninsular por los grupos

cochimíes, cuya manifestación arqueológica tardía equivale al complejo Comondú.

Los nuevos datos

Hasta donde hemos visto se podría decir, pues, que la investigación del arte

rupestre Gran Mural se encontraba divida en dos corrientes. Por un lado, los

investigadores que ubicaban el origen de esta tradición pictórica alrededor de 1300

AC, asociándola directamente con el complejo arqueológico Comondú y el grupo

histórico cochimí. Y por otro, aquellos que sugerían una mayor profundidad

cronológica, de al menos cinco milenios, planteando una filiación cultural pre-

cochimí aún no determinada.

Esta situación dio un drástico giro en diciembre del año 2002, cuando se

anunciaron los resultados de nuevos fechamientos directos realizados al arte

rupestre de la sierra de Guadalupe por el Dr. Alan Watchman, como parte del

56

proyecto “Identidad social, comunicación visual y arte rupestre”, dirigido por

María de la Luz Gutiérrez.

Este proyecto, aún en pie, tiene como objetivo delimitar la distribución del

estilo Gran Mural y sus variantes al interior de los sitios y a lo largo del territorio,

mediante “la identificación del patrón de asentamiento y subsistencia, la tipología

de sitios y artefactos líticos, la excavación, la identificación de yacimientos de

materias primas y el fechamiento de muestras provenientes de contextos

excavados y de superficie”; así como también “establecer una cronología confiable

para el arte rupestre” (Gutiérrez 2003: 44).

Los primeros frutos de dicho estudio están rescribiendo la prehistoria de

Baja California pues en uno de los sitios más representativos del Gran Mural, como

es la cueva de San Borjitas, se obtuvo la fecha más antigua de 5500 AC, lo cual

indica que “la tradición Gran Mural en esta sierra comenzó hace por lo menos 7500

años y que hubo cerca de 5000 años de producción continua del mismo repertorio

rupestre” (ibid.: 45).

Por tanto, resulta obvio que esta última información requiere una

reevaluación de los planteamientos precedentes con el fin de formular hipótesis

que respondan a la nueva evidencia, en lugar de seguir intentando adaptar los

datos a las viejas hipótesis; error tan recurrente en la práctica arqueológica.

57

IV. Contextualización de los Grandes Murales

A continuación procederemos al análisis y reordenamiento de la información

recopilada, al tiempo que trataremos de “evaluar hasta qué punto garantizan la

validez de la red de asociaciones en que se basa la identificación de las culturas

arqueológicas” (Bate 1998: 186). Pasamos así a la organización temática y

presentación de la información en categorías que comprenden las secuencias

culturales de la península, las condiciones medioambientales a través del tiempo,

la distribución etnolingüística de Baja California, las antiguas poblaciones

peninsulares y la situación crono-cultural del arte rupestre Gran Mural.

El objetivo aquí es ofrecer una interpretación de los datos arqueológicos

tomando en cuenta los eventos, condiciones y procesos tecnológicos, lingüísticos,

medioambientales y culturales.

Las secuencias culturales de Baja California

Repasaremos las clases de materiales, industrias, contextos y objetos

incluidos en la definición de una cultura arqueológica, revisando los complejos

arqueológicos involucrados en las secuencias culturales propuestas para la

península, prestando especial atención a las manifestaciones del Desierto Central.

A través de los sesenta años de investigación sobre la arqueología de Baja

California, han sido tres los autores que han hecho propuestas sobre su historia

cultural. El primero, Malcolm J. Rogers, sólo se ocupó de la porción más

septentrional de la península, mientras que el segundo esquema, de William C.

Massey, abarcó desde el paralelo 30° N hasta la región del Cabo. La tercera

secuencia, de Eric Ritter, se puede aplicar a toda la porción central del territorio.

Tenemos así que, el primer esquema de distribución cultural y secuencia

deposicional de materiales arqueológicos para Baja California fue ofrecido por

Rogers, quien planteó que el complejo lítico más temprano de la región, San

58

Dieguito- Playa, tuvo una larga permanencia en todo el territorio peninsular e

incluso sugirió que “es muy probable que los pueblos históricos no yumanos de

dicha región fuesen los descendientes de la gente San Dieguito” (1939: 71).

En el Sur de California y norte de Baja California, inmediatamente tras la

desaparición del pueblo San Dieguito, Rogers identificó la entrada de un nuevo

grupo mediante una serie de depósitos de concha que parecen tener continuidad

hasta tiempos históricos y estratigráficamente se dividen en tres fases. La última de

esas etapas muestra un origen yumano, mientras las dos anteriores corresponden a

lo que llamó cultura La Jolla (1945: 171).

El origen del complejo yumano fue ubicado alrededor del siglo nueve de

nuestra era en la región del Desierto de Mojave y el valle del río Colorado, donde

le precedió la industria Amargosa. Las primeras dos fases de la cultura yumana

están marcadas por la evolución y difusión de su cerámica y la interacción con

culturas vecinas del suroeste americano como la Hohokam, Anasazi, Mogollón y el

área Gila-Sonora.

Desde el segundo periodo se observa una probable expansión de los grupos

yumanos, la cual se vería aumentada hacia comienzos de la tercera fase, bajo

influencia de los movimientos poblacionales ocasionados por la desecación de

importantes fuentes de agua del suroeste norteamericano. Rogers propuso

entonces que la expansión yumana alcanzó la península hacia el siglo XVI DC,

apoderándose del territorio del pueblo La Jolla cuyo “hábitat estaba confinado a un

delgado frente en el Pacífico, y los belicosos yumanos se habrían topado sino con

ligera oposición a conducirlos hacia la mitad sur de la península” (ibid.: 194).

Massey retomó el esquema delineado por Rogers bajo el supuesto de que el

hombre pobló Baja California desde el norte, lo que indicaba que los antecedentes

etnoculturales de los pueblos peninsulares debían encontrarse en el sur de

California y suroeste de Arizona, cuya estratigrafía vertical duplicaría los estratos

horizontales de la península, en donde las ocupaciones y tradiciones culturales

59

más antiguas se ubicarían al extremo sur (1966b: 43). Esta propuesta se basó en

gran parte en el análisis de los materiales incluidos en la colección Castaldí, un

conjunto de artefactos arqueológicos reunido durante la primera mitad del siglo

XX por el sacerdote de Santa Rosalía, César Castaldí. La colección, hoy perdida,

incluía principalmente una gran variedad de piezas líticas provenientes del centro

y sur de la península, así como materiales arqueológicos recolectados en los

alrededores de Mulegé (Massey 1966a).

En su secuencia, Massey (1966b) sugiere una posible ocupación Clovis

basado en la punta de ese tipo reportada por Aschmann y en sus propias

excavaciones de restos de fauna pleistocénica con muestras de una probable

alteración humana. Sin embargo, la primera industria que identifica con seguridad

es la San Dieguito-Playa, la cual ocurre en el centro y norte de la península, con

especimenes presentes en la región de la frontera con California, en la colección

Castaldí y en las cercanías de la Laguna Seca de Chapala, donde se ha relacionado

con el complejo temprano bifacial-alargado definido por Arnold.

Después de San Dieguito, señala que el complejo Pinto Basin está bien

representado en toda la península; en la industria Chapala de Arnold corresponde

al complejo raspador-plano y en el sur de California a la industria Amargosa I.

Presenta una gran incidencia en la colección Castaldí y es común en el centro-sur

peninsular, con mayor frecuencia entre los llanos de Magdalena y bahía de La Paz.

Las puntas de proyectil tipo Gypsum Cave son también frecuentes en el

centro-sur, de San Ignacio a la región del Cabo, con mayor concentración en la

costa del golfo, en las cercanías de Loreto y Mulegé. Este complejo corresponde a la

industria Amargosa II del suroeste de Estados Unidos y se encuentra

frecuentemente con elementos del complejo Pinto. Además de las puntas

diagnósticas, Massey reconoció dos variantes locales, designadas puntas La Paz y

cuchillos Loreto.

60

Massey encontró que los materiales de las poblaciones costeras La Jolla, que

ocuparon el litoral del Pacífico al sur de California, son escasos en la península, con

sólo algunas acumulaciones de concha probablemente asociadas a esta cultura en

el golfo de California y el Pacífico, hasta la altura de Rosario. Mientras el complejo

Amargosa, tal como lo definiera Rogers, es también raro con apenas algunos

ejemplares de puntas en la colección Castaldí.

Posterior a estos complejos y perdurando hasta tiempos históricos se ubica

la tradición local Comondú de Baja California central; extendida desde bahía de

Los Ángeles, al norte, hasta el poblado de Comondú, al sur. Ésta es la cultura de

los yumanos peninsulares históricos, los cochimíes, y parece no mostrar ninguna

relación con el complejo Pinto-Gypsum, que tiene una distribución similar.

Una segunda tradición local pre-yumana es la cultura de Las Palmas, la cual

abarca desde el istmo de La Paz hasta Cabo San Lucas. Massey la definió a partir

de la costumbre de depositar en cuevas bultos funerarios de piel de venado u hojas

de palma conteniendo restos óseos pintados con ocre. Los artefactos diagnósticos

para esta cultura fueron pocos, por lo que no la pudo asociar a ninguna tradición

lítica, aunque sugirió una posible relación con el complejo Pinto-Gypsum, y la

asoció con los concheros de la costa.

La secuencia cultural provista por Ritter (1980, 1985) está sustentada en los

resultados de sus investigaciones en la región de bahía Concepción, al centro-sur

de la península sobre la costa del golfo, y áreas interiores adyacentes; así como en

fechas de radiocarbono, lecturas de hidratación de obsidiana y las fechas de tipos

diagnósticos y secuencias arqueológicas de la Gran Cuenca, Desierto del Mojave y

el suroeste de Estados Unidos.

Para este autor, la evidencia de poblamiento más temprana indica una

posible ocupación relacionada con la Co-tradición Lítica Occidental (Western Lithic

Co-Tradition) de California, destacando la presencia de artefactos de posible

filiación Lake Mojave, la cual se ha estimado hasta en 10000 años AP.

61

Localmente, la primera ocupación intensiva se remonta a lo que Ritter llamó

Tradición Concepción, la cual se caracteriza por la presencia de puntas de proyectil

del tipo Pinto, San Pedro, Zacatecas y Elko. Un momento posterior corresponde a

la Tradición Coyote, la cual presenta puntas La Paz, Gypsum, Loreto y Elko; así

como concheros, entierros y arte rupestre abstracto. En este periodo Ritter

encuentra evidencia de explotación marina intensiva, y propone un foco de

ocupación costeño y otro serrano.

Durante la ocupación más tardía, de la cultura Comondú, se identificaron

pequeñas puntas triangulare aserradas, entierros secundarios y cremación, y se

incluyen aquí las grandes pinturas murales de las sierras.

Estos datos y las posteriores investigaciones del mismo Ritter en Bahía de los

Ángeles (1998) indican que el centro de la península ha contado con una

ocupación cultural constante desde hace al menos seis milenios, durante los cuales

prevalecieron ciertos patrones de asentamiento y subsistencia en función de la

disponibilidad natural de recursos.

En 1983, Fermín Reygadas y Guillermo Velázquez revisaron las secuencias

de Massey y Ritter mientras realizaban un estudio sobre el grupo pericú. En esta

secuencia revisada se plantea primero una ocupación asociada al complejo San

Dieguito-Playa, distribuido no más al sur de la Laguna de Chapala.

Aquél está seguido por la Tradición Concepción, la cual fue igualada con la

Amargosa I de Massey, debido a la presencia diagnóstica de puntas Pinto en

ambas definiciones. La distribución de esta ocupación se extiende al sur de la

Laguna de Chapala, Bahía Concepción, los llanos de Magdalena, las serranías de

bahía de La Paz y en la región del Cabo.

Posteriormente ubican la Tradición Coyote, semejante a la Amargosa II de

Massey, caracterizada por la inclusión de puntas Gypsum. Ésta se localiza del

centro peninsular, alrededor de Loreto, hasta las inmediaciones de La Paz.

62

La cultura Comondú, señalan, se encuentra por todo el centro peninsular

entre bahía de los Ángeles y bahía Concepción y cronológicamente “debió haber

existido de comienzos de la era cristiana hasta unos cien o doscientos años antes de

la llegada de los conquistadores al continente americano” (p. 5).

La cultura de Las Palmas abarca la zona de los cabos en el extremo sur de la

península y parece haber tenido continuidad hasta tiempos históricos, por lo que

fue considerada por los autores como “la fase arqueológica del grupo étnico de los

pericúes” (p. 12).

Secuencia cultural propuesta por Malcolm Rogers para el Suroeste y norte de Baja

California (1939, 1945):

Complejo/ Industria Temporalidad Distribución

Yumano III 1500 – 1700 DC Suroeste de Arizona, sur de California y

norte de Baja California

Yumano II 1050 – 1500 DC Valle del río Colorado, incluyendo el

noreste de Baja California

Yumano I 800 – 1050 DC Desierto del Mojave, cuenca del Colorado

Amargosa I y II 200 DC – 900 DC Noreste de Arizona, desierto del Mojave

La Jolla I y II 1 – 1500 DC Costa sur de California y norte de Baja

California

Pinto-Gypsum 1000 AC – 200 DC Sureste de California y Nevada

San Dieguito-Playa 2000 AC – 1000 AC Sur de California y Baja California

63

Secuencia cultural propuesta por William Massey para Baja California (1966b):

Complejo/ Industria Temporalidad Distribución

Cultura Comondú Antes de 700 DC -

1700 DC

Centro, desde Bahía de Los Ángeles hasta

Comondú

Cultura Las Palmas ¿? Pre-yumana De La Paz a Cabo San Lucas

Amargosa III 200 DC – 900 DC Centro-sur (escasa)

La Jolla 1000 AC – 1450 DC Del sur de California hasta Rosario, BC

Gypsum Cave o

Amargosa II

7500 AC - ¿? De San Ignacio hasta Los Cabos,

concentraciones en Loreto y Mulegé

Pinto Basin o

Amargosa I

7500 AC -¿? Chapala, centro, bahía de La Paz, Llanos

de Magdalena, región del Cabo

San Dieguito-Playa 8000 AC Norte, centro-norte de Baja California

Clovis (¿?) 10000 AC Centro, región de San Ignacio

Secuencia cultural propuesta por Eric Ritter para Baja California central (1980,

1985):

Complejo/ Industria Temporalidad Distribución

Cultura Comondú 1000 DC – 1700 DC Desierto Central

Tradición Coyote 1000 AC – 1000 DC Centro- sur, región de Bahía Concepción

Tradición

Concepción

5500 AC – 1000 AC Centro- sur, región de Bahía Concepción

Lake Mojave / Co-

tradición lítica

occidental

8000 AC – 6000 AC Centro- sur, región de Bahía Concepción

64

Secuencia cultural propuesta por Fermín Reygadas y Guillermo Velázquez para

Baja California (1983):

Complejo/ Industria Temporalidad Distribución

Las Palmas ¿? – siglo XVII DC Extremo sur, región del Cabo

Comondú 100 – 1300 DC Centro de la península, de bahía de los

Ángeles a bahía Concepción

Tradición Coyote 2000 AC – 1000 DC Centro y sur de la península

Tradición

Concepción

5000 AC – 2000 AC Laguna de Chapala, Bahía Concepción,

Magdalena, La Paz y región del Cabo

San Dieguito- Playa 8000 AC – 6000 AC Del sur de California a Laguna Chapala

Más recientemente, Serafín (1995) propuso tres fases líticas para la sierra de

San Francisco: Clovis, caracterizada por puntas de proyectil acanaladas; Arcaica,

incluyendo puntas Elko, lanceoladas y pedunculadas, y; Tardía, situada después

de 1300 DC y diagnosticada por la presencia de puntas Cottonwood Triangular.

Una vez establecidas las secuencias culturales existentes para Baja

California, pasaremos a revisar los complejos e industrias que las componen con el

fin de entender el panorama arqueológico del que forman parte.

Comenzaremos, entonces, por la ocupación más temprana planteada para la

península, a partir del hallazgo de tres puntas tipo Clovis (Aschmann 1952,

Gutiérrez y Hyland 2002: 263). En el sur de California, estas puntas se han

estimado en aproximadamente 11500-11000 AP (Fiedel 1996: 142). Pero, veamos

primeramente la definición de la cultura Clovis:

Cultura del Paleoindio Temprano datada en el periodo 9500-9000 AC y

representada ampliamente en el área de las planicies del centro y sur de

Norteamérica. Las comunidades de la cultura Clovis son bien conocidas como

65

cazadoras de presa mayor, con especial preferencia por el mamut y el bisonte.

También consumían presas menores como venado y conejo, y utilizaban recursos

vegetales. Arqueológicamente se reconocen principalmente por una distintiva

industria de piedra tallada que incluye a las puntas Clovis. La cultura Clovis es a

veces llamada Llano (Darvil 2002: 91)16.

El artefacto más típico de la industria Clovis es una punta de proyectil de

forma lanceolada, por lo regular de 7 a 15 cm de largo, bifacial, finamente tallada,

con una característica acanaladura en la base, generalmente por las dos caras. La

antigüedad de esta industria se atribuye a que casi todos los sitios están asociados

con la matanza de megafauna pleistocénica, lo que también ha apuntado a una

especialización en la caza mayor (Fiedel 1996:77).

Las investigaciones arqueológicas parecen mostrar que los grupos Clovis

atravesaban grandes distancias en busca de materia prima y que podían haber

establecido territorios circulares amplios, con un radio aproximado de 160 km

(ibid.: 91). Igualmente, parece muy probable que estos grupos hayan “establecido

extensas redes de complementación económica mediante las cuales obtienen

recursos distantes y explotan diversos medios” aprovechando así “un amplio

espectro de recursos animales y vegetales” (Bate y Terrazas, en prensa).

Las tres puntas acanaladas de Baja California fueron recuperadas en

superficie, por lo que no se ha podido establecer una relación directa con un

contexto pleistocénico. No obstante, es sabido que Massey reportó huesos fósiles

de bisonte, camello y caballo aparentemente cortados y quemados, sugiriendo

manipulación por parte de grupos humanos contemporáneos (1947: 352).

Dos de estas puntas fueron halladas en los alrededores de San Ignacio,

mientras la tercera se encontró no muy lejos, cerca del poblado de San Francisco de

la Sierra. Gutiérrez y Hyland (2002) han podido establecer que, al menos una de

ellas es de manufactura local, realizada en obsidiana proveniente del yacimiento

16

Traducción propia

66

de Valle del Azufre, en el campo volcánico Tres Vírgenes. Los mismos

investigadores obtuvieron además una fecha radiocarbónica calibrada de 11040-

10620 AC (ibid.: 329) en cueva Pintada, en la sierra de San Francisco. Por otro lado,

los mencionados restos faunísticos fueron excavados en el arroyo de Comondú

(Massey op cit.), a unos 200 km al sur de San Ignacio. Y, en la década de los

ochenta se reportaron restos de mamut cerca de San Joaquín, lo que para Gutiérrez

y Hyland “podría representar algo más que un evento fortuito” (op cit.: 321).

Aunque esta evidencia no es suficiente para plantear una definitiva

ocupación Clovis en Baja California, la posibilidad de un poblamiento tanto o más

temprano del centro peninsular está presente, tal como sugieren los recientes

trabajos de Gruhn y Bryan (Chandler 2003). Sólo podemos esperar que éstas y

futuras investigaciones y hallazgos arqueológicos aporten más y mejores datos al

respecto.

Aquellos complejos arqueológicos que existieron durante la transición del

Pleistoceno tardío al Holoceno temprano c. 9050-6050 AC han sido agrupados

dentro de la “Tradición de los Lagos Pluviales Occidentales” (Western Pluvial Lakes

Tradition); incluyendo al llamado complejo San Dieguito (Chartkoff en Gibbon

1998: 106), que se encuentra distribuido a través de la costa sur de California, norte

de Baja California, suroeste de Nevada y oeste de Arizona, y se define como una

unidad cultural temprana (c. 8000-7000 AC) identificada en 1929 en el área

de San Diego, en la costa de California, por MJ Rogers, quien más tarde (1939) la

asoció con los complejos Malpais y Playa I y II del sur de California y los desiertos

del sur, oeste y centro de Nevada. Como hoy se percibe, este complejo representa

una antigua tradición distinguible de la Cultura del Desierto en su dependencia de

la caza más que de la recolección. Los artefactos típicos son cuchillos foliáceos,

pequeñas puntas de proyectil foliáceas, puntas pedunculadas y muescadas,

raspadores de varias formas, herramientas para gravar y lascas talladas en forma

de luna creciente. Los utensilios de molienda de cualquier tipo escasean

67

notablemente. En 1970 S.F. Bedwell incluyó las manifestaciones desérticas del

complejo San Dieguito en su Tradición de los Lagos Pluviales Occidentales (Robert

L. Bettinger en Jelks 1988: 431)17.

Los datos sobre el poblamiento San Dieguito para el centro y sur de Baja

California no son del todo claros, no obstante en el centro-norte del territorio

Rogers y Massey reconocieron una fuerte presencia de este complejo. Los

instrumentos líticos más representativos son, como se ha visto, las puntas bifaciales

foliáceas, raspadores toscos, machacadores, percutores y cuchillos en forma de

luna creciente o “media luna”.

Este complejo ha sido incluido en la Tradición de los Lagos Pluviales

Occidentales “por su recurrencia en las orillas de los lagos secos posglaciares”

(Fiedel op cit.: 143), como es en el caso de la Laguna de Chapala en Baja California.

Ya que este tipo de contexto es también frecuente en los hallazgos de puntas

acanaladas, se ha sugerido, por un lado, que la población San Dieguito

probablemente seguía un patrón de asentamiento y subsistencia similar al de los

Clovis, con una predilección por la caza evidenciada en la marcada ausencia de

piedras de molienda (ibid.). Por otro lado, se dice que el declive en la producción

de puntas de proyectil y el aumento en la manufactura de tajadores y raspadores

reflejan la creciente importancia del procesamiento de recursos vegetales

(Chartkoff op cit.).

Una aparente ocupación contemporánea a San Dieguito ha sido sugerida por

Massey (1947: 354), Ritter (1985: 401) y Davis (1971) con base en la presencia de

posibles puntas de proyectil del tipo Lake Mojave, datadas entre 8000 y 6000 AC en

áreas adyacentes, así como de bifaciales ovalados que podrían atribuirse a la Co-

tradición Lítica Occidental, de la misma antigüedad, en varios sitios de la zona de

bahía Concepción. El complejo Lake Mojave se considera también una expresión

de la Tradición de los Lagos Pluviales Occidentales (Moratto 1984: 96).

17

Traducción propia

68

Rastrear las primeras industrias de la península, sin embargo, ha resultado

problemático debido a la carencia de materiales que quizá, como nota Ritter (op

cit.), se deba no sólo a la ausencia de ocupaciones intensivas tempranas, sino

también a factores que posiblemente han alterado o destruido los contextos

arqueológicos más antiguos como; la desaparición de la costa pleistocénica, los

cambios en los niveles marinos y, la erosión y deposición del terreno.

A lo largo de la costa sur de California, las diferentes culturas que siguieron

al complejo San Dieguito después de 6000 AC han sido englobadas en una

tradición común llamada Encinitas (Fiedel op cit.):

Unidad cultural de los valles del sur de California, reconocida y definida

por primera vez por C. N. Warren en 1968. Datada entre 6000-1000 AC, la tradición

incorpora a los complejos La Jolla, Oak Grove, Topanga y complejos Millingstone

relacionados y, se caracteriza por piedras de molienda, crudas herramientas para

tajar y cortar y, la ocurrencia relativamente escasa de puntas de proyectil. (Michael

J. Moratto en Jelks 1988: 155)18.

La tradición Encinitas está representada en Baja California por la cultura La

Jolla:

Manifestación arqueológica del suroeste de California y Baja California

datada en c. 6000-1000 AC. Primero descrita en 1939 por MJ Rogers, quien la llamó

cultura de los concheros [Shell Midden Culture], esta tradición está caracterizada por

piedras de molienda, discoidales y dentadas. Muchos sitios La Jolla son concheros

situados alrededor de lagunas (ibid.: 256)19.

Acumulaciones de concha asignadas a esta cultura se han localizado en la

costa del Pacífico desde Santa Bárbara, California hasta Ensenada y las

18

Traducción propia 19

Traducción propia

69

inmediaciones de Rosario, en Baja California (Rogers 1945; Massey 1966b). En la

zona de San Diego y norte de la península, al parecer la cultura La Jolla

permaneció hasta 1000-1500 DC (Fiedel op cit.), donde posteriormente fue

reemplazada o absorbida por los antecesores de los Diegueño y grupos yumanos

históricos (Rogers 1945: 173).

Los materiales típicos La Jolla son el metate cóncavo, manos de formas

variadas, lascas de piedra tallada, tajadores crudos hechos de cantos rodados y,

quizá, puntas de proyectil de madera (ibid.: 172). Esta evidencia sugiere una

dependencia fundamental de la recolección de semillas y moluscos.

Moriarty (1968) dató concheros a lo largo de la costa peninsular del Pacífico,

de Tijuana a Rosario. Las fechas más tempranas se obtuvieron en los sitios Punta

Cabras (6400+200 AP), bahía San Quintín (6165+250 AP) y Punta Minitas

(7020+260 AP, 6140+250 AP). En este último sitio se reportaron, además, metates y

otros artefactos atribuibles a La Jolla, así como un entierro flexionado

aparentemente sin alteración fechado en c. 5500-7000 AP (p. 28). Rogers (op cit.)

menciona también la presencia de entierros primarios en concheros habitacionales

La Jolla, especialmente durante su primera fase.

En el sur de la Cuenca y el desierto de California, la fase San Dieguito (c.

7000-5000 AC) fue seguida por lo que Rogers llamó inicialmente complejo Pinto-

Gypsum:

Unidad cultural del desierto del sur de California definido en 1939 por MJ

Rogers, quien lo dató entre 800 AC y 200 DC. Incluía las puntas Pinto, puntas

Gypsum Cave, bifaciales plano-convexos, raspadores planos, tajadores,

machacadores y piedras de molienda. Casi todos los esquemas subsecuentes los

reconocieron como complejos individuales Pinto y Gypsum; Pinto es el más

temprano de los dos. La mayoría de los investigadores hoy fecharían al Pinto c.

70

5000 - 2000 AC y al Gypsum c. 1500 AC – 600 DC (Robert L. Bettinger en Jelks 1988:

374)20.

El complejo Pinto Basin incluye herramientas de piedra tallada, cuchillos

foliáceos y cinco variantes de puntas Pinto, cuyo tipo básico es una punta tallada,

pedunculada, con esquinas redondeadas y base cóncava, muchas veces aserrada

(Massey 1966b: 45). Rogers (1939: 47) consideró problemática esta clasificación ya

que ninguna de las puntas de proyectil asociadas con esta industria es única en la

arqueología americana, ni peculiar para la duración de un horizonte. Meighan ha

hecho notar que Pinto es una serie o una forma, más no un tipo (1989: 114); y

debido a la amplia extensión espacio-temporal de estas puntas no son indicadores

cronológicos precisos.

No obstante, los datos parecen indicar que la tradición Pinto se originó hace

al menos 7000 años en los desiertos del suroeste americano y a través del tiempo se

expandió hacia el norte de la Gran Cuenca, donde alcanza sus fechas más tardías

(ibid.). En ocasiones, el complejo Pinto se ha visto como un desarrollo del complejo

Lake Mojave (Moratto 1984: 411), presente en Bahía Concepción (Ritter 1985: 401).

Entre los artefactos Pinto, las manos y piedras de molienda de cualquier tipo

están ausentes. Los campamentos parecen haber sido temporales y estacionales,

ocupados por grupos de tamaño reducido (ibid.: 413).

En el Desierto del Mojave, el complejo Pinto Basin fue continuado por la fase

Amargosa; en esta región las dos industrias se mezclan con frecuencia y la

diferencia entre ambas es poca, por lo que se ha supuesto que la última es una

evolución de la primera (Rogers 1939: 72). De ahí que Massey (1966b) relacionara

en su secuencia al complejo Pinto/Gypsum con Amargosa I y II, respectivamente.

En Baja California, la industria Pinto parece haberse introducido por el

noroeste, a través del Desierto del Colorado y, se ha asociado también con el

complejo raspador-plano de la industria Chapala (Massey op cit.) y la tradición

20

Traducción propia

71

Concepción del centro (Ritter 1980, 1985). Se encuentra distribuida a lo largo de la

península desde Laguna de Chapala hasta Cabo San Lucas, con mayor ocurrencia

entre Loreto y La Paz. Se ha notado que, a lo largo de su distribución, el uso de las

puntas Pinto continuó durante el periodo Gypsum (Meighan op cit.).

El periodo Gypsum se identifica mediante la presencia de puntas Gypsum

Cave, Humboldt de base cóncava, Elko Eared, Elko Corner-notched, o cualquier

combinación de las anteriores, y se ha ubicado entre 2000 AC y 500 DC (Moratto op

cit.: 415). La punta tipo Gypsum Cave es una punta de proyectil grande, de

pedúnculo corto, escotadura ancha y cuerpo triangular.

El complejo Gypsum, además de las puntas de proyectil mencionadas,

incluye puntas foliáceas, cuchillos de base rectangular, raspadores tallados,

perforadores en forma de T, tajadores y machacadores. También las manos y

piedras de molienda se volvieron relativamente comunes durante este periodo y se

introdujeron el mortero y majar (ibid.: 416).

Se ha reconocido una continuidad cultural entre los materiales de los

periodos Pinto y Gypsum, aunque durante el último se ha observado una mayor

influencia del Suroeste y la expansión de grupos de habla numic (ibid.: 417-418).

En Baja California, este complejo se encuentra asociado con la industria

Amargosa II (Massey op cit.) y la tradición Coyote (Ritter op cit.). La punta Gypsum

Cave está bien representada a lo largo del centro-sur peninsular y se han

reconocido dos variantes locales de la misma; puntas La Paz y cuchillos Loreto

(Massey op cit.). Los artefactos Pinto y Gypsum coinciden frecuentemente y ambos

ocurren ocasionalmente, a su vez, con unas puntas espigadas de pedúnculo

partido, muescas basales y cuerpo trapezoidal asignadas a la serie Elko (Ritter

1985),

una serie de puntas de proyectil de piedra tallada, grandes y aserradas,

distribuidas a través del oeste desértico; incluye dos tipos diferentes: Elko Eared y

Elko Corner-notched. Fechada c. 1300 AC – 700 DC en el oeste y la Gran Cuenca

72

central, se piensa que la serie data de al menos 5500 AC en el este de la Gran

Cuenca (David Hurst Thomas en Jelks 1988: 151)21.

Puntas de esta categoría han sido reconocidas en la zona de Bahía

Concepción (Ritter op cit.) y también parecen tener una alta incidencia en la sierra

de San Francisco (Gutiérrez y Hyland 2002: 258).

En el suroeste de Estados Unidos, el complejo Gypsum precedió a la llamada

industria Amargosa, una

unidad cultural de los desiertos del sureste de California, especialmente en

la vecindad del río Amargosa, identificada en 1939 por MJ Rogers, quien reconoció

dos fases (I y II) y la dató entre 200 y 900 DC. Se dijo que amargosa I estaba

caracterizada por grandes campamentos estacionales y grandes puntas de proyectil

de esquinas muescadas, y Amargosa II por pequeños campamentos estacionales y

puntas de proyectil similares en forma a aquellas de la fase I pero más largas o más

pequeñas. (Robert L. Bettinger en Jelks op cit.: 11)22.

En el sentido de la definición original, la cultura Amargosa se encuentra

prácticamente ausente en la península, salvo unos pocos especimenes reconocidos

en la colección Castaldí del centro-sur (Massey 1966b: 46); aunque su supuesta

ausencia se podría deber a que no ha sido correctamente identificada.

En la secuencia de Rogers (1939, 1945) esta última industria antecede a la

cultura cerámica yumana23 del sur de California, la cual está fechada en el norte de

Baja California c. 700-1000 DC. Se supone que antes de esta fecha grupos de habla

21

Traducción propia 22

Traducción propia 23

Cultura Hakataya (cultura Yumana): cultura cerámica prehistórica que ocupó partes del suroeste de

Arizona, sur de California y norte de Baja California después de c. 200 DC, anteriormente en ocasiones fue

llamada cultura Yumana. Se han reconocido tres divisiones Hakataya: la división Laquish en la parte baja de

los ríos Colorado y Gila en Arizona; la división Pataya [700 DC – periodo misional] en el norte de Baja

California, sur de California y oeste de Arizona y; la división Sinagua en el área al sur de Flagstaff, Arizona,

en las cuencas de los ríos Verde, East Verde, Tonto y Agua Fría. (Albert H. Schroeder en Jelks 1988: 197;

traducción propia)

73

yuma se encontraban ya establecidos en el centro de la península y, se cree que

ellos fueron los portadores del conjunto de elementos conocido como cultura

Comondú.

Algunos de los artefactos que se han designado como diagnósticos para este

complejo incluyen: pequeñas puntas de proyectil “comondú” triangurales y

aserradas, puntas “guajademí” de la serie Elko, pipas tubulares de piedra pulida o

“chacuacos”, punzones de hueso, silbatos de carrizo, cestería y cordelería, redes de

nudo cuadrado, cuentas de olivella, ornamentos de concha, metates planos y

ligeramente cóncavos, manos sencillas, ganchos “pitahayeros”, capas de cabello

humano o “pachugos”, prácticas funerarias de cremación y entierro secundario, y

grandes murales pictográficos (Massey 1966b; Ritter 1980, 1985).

La cultura Comondú, originalmente definida por Massey (op cit.),

aparentemente abarcó toda la porción central de la península, de los paralelos 26° a

29° N, y ha sido asociada con los grupos yumanos peninsulares o cochimíes

históricos; aunque Reygadas y Velázquez la atribuyeron más bien al grupo

guaycura, con base en los datos etnográficos (1983: 22).

Cronológicamente, el inicio del complejo Comondú no ha sido establecido

del todo. Massey (op cit.) calculó su fecha de inserción en la península antes del

siglo VIII DC; Ritter (1998) la ubica hace 1000-1500 años y; Reygadas y Velázquez

suponen que se originó “a comienzos de la era crisitiana” (op cit.: 5). Otros autores,

como Gutiérrez y Hyland, sólo señalan su origen en un “periodo prehistórico

tardío” (op cit.: 93).

Igualmente, la definición de esta cultura muestra varias dificultades.

Volviendo a Massey, él notó que la cultura Comondú “coincide a grandes rasgos

con la distribución de la lengua yumano peninsular” (1961: 420) y que los

materiales ocurrían en contextos tanto prehistóricos como históricos, de ahí que la

relacionara directa y exclusivamente con los grupos que se engloban bajo el

término “cochimíes”. En nuestra opinión esto resulta incierto puesto que se basa en

74

una coincidencia geográfica para el momento de la incursión Jesuita en la

península cuando debemos recordar que, existe suficiente evidencia etnográfica

para afirmar que la lengua y la cultura material no necesariamente coinciden en

sus patrones de distribución (Cameron 1995: 107). Tal como Reygadas y Velázquez

(op.cit.) observaron, es posible que otros grupos considerados parte de la familia

etnolingüística guaycura hayan tenido una cultura material semejante a la de los

cochimíes antes y después del contacto.

De ser así, el complejo Comondú no puede sostener una asociación exclusiva

con los cochimíes, sino que debe ser ampliado para incluir también a los grupos

etnolingüísticos guaycura y monqui, por lo que su delimitación geográfica se

extendería, entonces, hasta las inmediaciones de bahía de La Paz.

Según Massey, los artefactos comondú fueron reconocidos entre los indios

Laymón y por extensión conformaban la cultura material de los yumanos

peninsulares (1966b: 50); pero la filiación étnica de dicho grupo tampoco es clara.

Del Barco menciona que “los laimones son los mismos que los cochimíes del norte

[de Loreto], aunque el nombre de laimones no sólo comprende a éstos sino

también a algunas rancherías de la misma nación monqui o lauretana” (1973: 172).

Y, el padre Piccolo distinguió a los cochimíes “notando que su lengua era muy

distinta de la de los laymón de Loreto” (Aschmann 1959: 52).

Asimismo, si analizamos los supuestos elementos diagnósticos que

componen al complejo Comondú veremos que, excepto las pinturas murales,

ninguno es exclusivo del centro peninsular. Los mencionados artefactos de hueso,

concha, madera, fibras y piedra pulida se pueden encontrar en toda la extensión de

la península y en ocasiones más allá. Inclusive el uso de un elemento tan peculiar

como la capa de cabello humano no es único de esta región, ha sido reportado

también al sur, en territorio guaycura, (Aschmann 1959: 114) y al norte, entre los

kiliwa (Meigs 1939: 50).

75

En cuanto a la lítica tallada tenemos que, las puntas de proyectil “comondú”

pequeñas y aserradas se relaciona con el uso del arco, el cual se cree fue

introducido a la península durante el primer o segundo milenio DC (Ritter 1998:

27). En el sur de California la aparición de este instrumento se ha fechado después

de c. 500 DC (Moratto 1984: 566). De hecho, las “pequeñas puntas triangulares son

la extensión peninsular del tipo prehistórico tardío e histórico ‘cottonwood

triangular’ difundido a todo lo largo del desierto occidental” (Gutiérrez y Hyland

op cit.: 254), fechadas en el Suroeste alrededor de 1000 DC (Fiedel 1996: 151).

Pareciera entonces que el único elemento particularmente comondú es el

arte rupestre mural de las sierras centrales. Sin embargo, los fechamientos

absolutos recientes (Gutiérrez 2003) ubican el origen de esta tradición pictórica

fuera de los límites temporales de tal complejo. No obstante, Viñas ha notado que

la presencia de manifestaciones rupestres de estilo esquemático-abstracto en los

sitios Gran Mural debe atribuirse a una ocupación tardía cochimí (Viñas et al. 2000:

181).

Otro punto de confusión lo presenta el uso indiscriminado de los términos

“complejo” y “cultura” para referirse a los elementos reconocidos como Comondú.

Aclaremos que, complejo “es un término muy general usado en la arqueología para

referirse a un subdivisión cronológica de amplios grupos de tipos de artefactos

definidos, como herramientas líticas o cerámica” o “una configuración recurrente

de elementos o entidades dentro de un sistema mayor” (Darvil 2002). Mientras,

cultura se refiere a “un conjunto de artefactos constantemente recurrente que se

asumen como representativos de un grupo particular de actividades realizadas en

un periodo y lugar determinados” (ibid.).

De tal modo que, para el caso de Comondú el término de “cultura” parece

más apropiado, si es que como es nuestra intención, bajo este término se pretende

comprender a los materiales que reflejan las actividades realizadas por un grupo

social determinado en un rango espacio-temporal definido.

76

Tomando en consideración los puntos arriba mencionados, sería necesario

redefinir la cultura Comondú; para ello se requieren más trabajos arqueológicos,

pero por ahora proponemos la siguiente aproximación (Aschmann 1959; Massey

1961, 1966; Ritter 1980, 1985):

Cultura arqueológica tardía del Desierto Central de Baja California, definida

en 1966 por William C. Massey. Actualmente, se puede ubicar de c. 500 DC hasta el

siglo XVIII DC. Está relacionada con los antecesores de los grupos peninsulares

históricos y, era una cultura adaptada a las condiciones desérticas del centro

peninsular, cuya población dependía de la recolección, pesca y caza. Es notable la

ausencia de cerámica y el cultivo del cualquier tipo. Los materiales característicos

incluyen elementos como; pequeñas puntas de proyectil de piedra tallada, cestería,

cordelería, metates cóncavos poco profundos, ornamentos de concha, artefactos de

uso ceremonial como “chacuacos” de piedra, tablas ceremoniales y capas de

cabello humano, arte rupestre mural y monocromo esquemático-abstracto y, las

prácticas funerarias de cremación y entierro.

Aquí queremos recalcar que, como Ashchmann reconociera, “los indios

históricos del Desierto Central quizá no hayan sido los descendientes lineales de

los ocupantes anteriores en un sentido biológico o lingüístico, pero es muy

probable que fuesen los herederos culturales de mucha de la experiencia humana

en su tierra” (op cit.: 51). Por eso, aunque los cochimíes no reconocían

concientemente ninguna relación con el Gran Mural, es posible que en su cultura

sobreviviera parte de la esencia que sostuvo aquella tradición durante milenios.

Por último, la cultura de Las Palmas, al igual que la Comondú, merece una

profunda revisión que no es parte de este trabajo; no obstante, cabe resaltar que en

años recientes se han realizado trabajos arqueológicos intensivos en la región del

Cabo así como nuevos fechamientos que la ubican temporalmente en c. 1200-1700

DC (Stewart et al. 1998; Fujita 2003: 43).

77

La secuencia arqueológica de Baja California concluye con el periodo

misional (1697-1767) y la reducción de los habitantes peninsulares, cuya cultura y

existencia misma llegara a un trágico fin como consecuencia de la actividad

misional.

Hemos intentado conciliar las distintas secuencias crono-culturales

existentes para Baja California (Rogers 1945; Massey 1966b; Ritter 1980, 1985):

Complejo/ Industria Temporalidad Distribución

Las Palmas 750 AP – s. XVIII Región del Cabo

Comondú 1450 AP – s. XVIII Centro (latitud 26°-30°N); de Bahía de Los

Ángeles a Loreto (y bahía de La Paz¿?)

Gypsum Cave -

Coyote

3500 – 1450 AP Centro y sur de la península; de San

Ignacio hasta Los Cabos

Pinto Basin -

Concepción

7500 – 3500 AP Desde Laguna Seca de Chapala hasta la

región del Cabo

La Jolla (Encinitas) 8000 – 3000 AP De California sur a Bahía de Los Ángeles

Lake Mojave (TLPO) 10000 – 8000 AP Noreste-centro de Baja California

San Dieguito (TLPO) 10000 - 8000 AP Noroeste-centro de Baja California

Clovis (¿?) 12000 - 10000 AP Centro-sur de Baja California

El medioambiente de Baja California a través del tiempo

En este apartado trataremos de dar cuenta de las condiciones climáticas

correspondientes a la ocupación cultural de Baja California esbozando la posible

relación de las poblaciones con el entorno, basada en la disponibilidad de recursos.

Según se ha visto, durante el Pleistoceno superior el poblamiento Clovis

parece haber logrado ocupar gran parte del territorio norteamericano: “Las pautas

de distribución de las evidencias arqueológicas y paleoambientales permiten

78

suponer que las poblaciones durante el paleoindio temprano eran abundantes,

pero se encontraban dispersas en extensos territorios que eran explotados por

grupos reducidos que sólo se concentraban ocasionalmente con el fin de realizar

actividades colectivas” (Bate y Terrazas, en prensa). Sin embargo, los patrones

medioambientales de los que dependía el éxito de estos grupos estaba por cambiar.

En la escala de tiempo geológico, el comienzo del Holoceno ha sido

establecido arbitrariamente en 10000 años AP, pues alrededor de esa fecha se dio

un pronunciado cambio climático que transformó el medio ambiente de la era

glacial a condiciones similares a las del presente (H.E. Wright en Gibbon 1998: 370).

Los cambios posglaciares están marcados principalmente por el aumento

global de la temperatura, la retracción de las capas de hielo hacia los polos, el

ascenso del nivel del mar hasta más de 100 m. y la extinción masiva de la

megafauna que hasta entonces dominaba el paisaje.

Tras las drásticas transformaciones ecológicas que ocurrieron con el fin del

Pleistoceno en todo el planeta, los estudios del paleoambiente indican que el clima

de Baja California ha permanecido relativamente estable durante el Holoceno y

que, el bioma peninsular no ha sufrido grandes variaciones desde el comienzo de

este periodo (Montúfar 1994). Los cambios en la vegetación peninsular al parecer

han sido cuantitativos más que cualitativos (Ritter 1985), con la retracción del

bosque de tipo mediterráneo hacia las montañas del norte y la expansión del

bosque espinoso (Fiedel 1996: 107).

Los cañones y valles han concentrado desde entonces gran variedad de

recursos animales y vegetales, así como fuentes permanentes de agua. Estos

habrían sido, pues, sitios favorables para la habitación y las actividades de caza y

recolección como lo demuestran los hallazgos de artefactos Clovis y fechamientos

tempranos (11040-10620 AC) en la sierra de San Francisco (Gutiérrez y Hyland

2002).

79

No obstante la relativa estabilidad ambiental de Baja California, el territorio

ha sufrido una gradual desecación; en lo que hoy es desierto en la época glacial y

posglacial temprana existieron lagos pluviales, de los cuales el mejor conocido es

Laguna Seca Chapala, sobre el paralelo 30° N al interior de la península. Esos lagos

pluviales parecen haber tenido la capacidad de sostener ricos ecosistemas que

ofrecían una atractiva fuente de recursos alimenticios para los grupos humanos.

No es de sorprender, entonces, que justamente en los alrededores de Chapala se

encuentran algunas de las manifestaciones culturales más antiguas de la península,

como la industria San Dieguito (Rogers 1945; Massey 1966b).

Al igual que las lagunas y cañadas, el mar fue también una fuente

permanente de alimentos para las primeras poblaciones peninsulares. Sitios

costeros como Rosario, Bahía San Quintín, Bahía Concepción y Bahía de los

Ángeles presentan muestras de ocupación, a veces continua, desde el Holoceno

temprano (Rogers op cit.; Moriarty 1968; Davis 1971; Ritter 1985, 1998; Chandler

2003). La evidencia de la actividad de recolección de moluscos parece indicar una

posible transición de una economía avocada en la caza mayor y la ocupación de

grandes territorios durante el Pleistoceno, hacia una economía más diversificada y

local (Chartkoff en Gibbon 1998: 785).

Los estudios de paleoclima han revelado que la temperatura máxima

existente durante el presente interglaciar se alcanzó a mediados del Holoceno.

Dicho periodo de máximo calentamiento y sequedad que afectó a gran parte de

Norteamérica y Europa en la época posglacial se ha denominado Altitermal o

Hipsotermal.

El comienzo y final de este periodo probablemente fueron distintos en cada

región, debido a diferencias de latitud, altitud y circulación atmosférica. En el

centro-oeste norteamericano se ha fechado en c. 6050-3050 AC (H. E. Wright, Jr. en

ibid.: 371).

80

Las temperaturas en este lapso llegaron a ser tan elevadas como 2° a 3° C

más que en la actualidad, aunque los periodos cálidos y secos se alternaban con

periodos más fríos y húmedos (W. Raymond Wood en ibid.: 381). Asimismo, el

calentamiento global favoreció el deshielo, ocasionando que el nivel del mar

subiera aproximadamente 40 metros (Moratto 1984: 544, 549).

Durante el Altitermal, además de las temperaturas elevadas, se dio un

decremento de las precipitaciones. Las implicaciones de estos cambios variaron de

una localidad a otra, pero el efecto regional que parece haber tenido mayor

impacto fue la desertización de vastas áreas del occidente norteamericano y la

consecuente reducción y desecación de los lagos pluviales (ibid.).

A esta última causa se atribuye el aparente vacío poblacional del centro y

suroeste de Estados Unidos entre 6000 y 3500 AC (Fiedel 1996: 146). En Baja

California, en cambio, parece no haber ningún intervalo de desocupación (Rogers

1945: 170), a pesar de la desaparición del cuerpo acuífero de Chapala. Es posible

que esto se deba a la ya mencionada estabilidad climática, así como la variedad de

recursos disponibles a lo largo de este territorio, en la costa y las serranías.

De cualquier forma, los cambios ambientales seguramente influyeron directa

o indirectamente en la península y, en consecuencia, se observa un incremento en

la recolección de semillas y moluscos, mientras la práctica de la cacería al parecer

pasa a segundo término, como se evidencia por ejemplo en los sitios La Jolla y los

asentamientos costeros. Este cambio de dirección, de la caza a una dependencia

fundamental de la recolección, dice Fiedel, “puede haber estado estimulado por la

migración de recolectores desplazados desde el interior, quienes fueron incapaces

de hacer frente a la aridez del Altitermal” (op cit.: 147).

El Altitermal nos es de especial interés ya que a este periodo se remontan los

más recientes fechamientos de la tradición pictórica Gran Mural (Gutiérrez 2003).

Proponemos, pues, que esta tradición rupestre surge como resultado del encuentro

e interacción de los distintos grupos sociales que confluyeron en la península de

Baja California en ese momento.

81

Entre 5000 y 3500 AC se ha reconocido la duración de un periodo húmedo al

oeste del Desierto del Mojave, en este lapso parece estar situado el complejo Pinto

Basin. Se ha postulado, que este conjunto cultural evolucionó del complejo Lake

Mojave y que representa una población nómada no muy extensa dependiente de la

caza y la recolección, pero carente de una tecnología de piedras de molienda, que

se agrupaba en campamentos estacionales temporales (Moratto 1984: 414).

Hace aproximadamente 4000 – 5000 años, aparentemente se establecieron las

condiciones ambientales actuales, que permitieron el repoblamiento del suroeste

norteamericano entre el 3500 y el 1500 AC (Fiedel op cit.: 146).

En el sur de California la tradición Encinitas fue seguida por la tradición

Campbell c. 3000 AC, la cual observa un incremento en la producción de puntas de

proyectil de piedra, cuchillos y raspadores, sugiriendo que la caza comenzaba a

retomar importancia (ibid.: 148). También en Baja California se da un aumento en la

realización de instrumentos líticos, manifestado en los complejos Pinto y Gypsum

que predominaron durante la segunda mitad del Holoceno.

El inicio del periodo Gypsum coincide con el comienzo de un periodo

húmedo conocido como “Pequeño pluvial”, alrededor de 2000 AC. Las condiciones

de este momento permitieron una ocupación más intensiva de las áreas desérticas.

Las piedras de molienda y morteros se volvieron comunes, indicando la

incorporación de granos, semillas y el mesquite en la dieta, evidencia de la

diversificación de la subsistencia. Al parecer, los campamentos se volvieron

permanentes, aunque su ocupación siguió siendo estacional. Asimismo, se da un

incremento de las relaciones grupales e intercambio a larga distancia, reflejada en

la distribución de la concha de abulón y olivella (Moratto 1984: 419-420).

Entonces, hasta el periodo Gypsum el centro peninsular parece haberse

regido por un patrón de asentamiento y subsistencia basado en el movimiento

rotacional de los grupos humanos entre la costa y el interior, aprovechando la

disponibilidad estacional de los recursos. Pero, Ritter (1985: 401) ha notado que

hacia el fin de este periodo se comienza a dar una intensificación en la explotación

82

de recursos locales, promoviendo el establecimiento de dos focos de ocupación

semi-permanente; uno costero y otro serrano, concentrado en los cañones.

Esto parece concordar con los datos aportados por Gutiérrez y Hyland,

quienes mencionan un incremento significativo de la población -o de la ocupación-

en la sierra de San Francisco durante los primeros siglos de nuestra era (2002: 343).

La transición a este nuevo patrón de asentamiento/subsistencia habría

favorecido el desarrollo de sistemas de intercambio de bienes y la interacción intra

e intergrupal (Ritter 1998: 36). Ésta al parecer fue la forma de ocupación que

predominaría durante el periodo Comondú (ibid.).

A partir de aproximadamente 1100 DC el suroeste norteamericano presentó

importantes movimientos demográficos. Estos desplazamientos, que de alguna

forma debieron de influir en la población peninsular, alcanzaron su máximo a

finales del siglo XIII DC impulsados, se cree, por la “Gran sequía” de 1276-1299 DC.

Adicionalmente, se ha descubierto una irrupción en el patrón climático de largo

plazo a escala regional entre 1250 y 1450, intervalo en el que se observó una

completa desintegración del régimen de precipitación bimodal característico del

oeste de Norteamérica (Ahlstrom et al. 1995: 136), del cual Baja California forma

parte (Gutiérrez y Hyland 2002: 105).

Las tierras bajas de California estuvieron sólo remota o intermitentemente

habitadas durante este periodo. Hacia el final de este lapso de inestabilidad del

patrón pluvial, c. 1430 DC, se aprecia un crecimiento tanto de la población como de

la complejidad cultural en la región (Moratto 1984: 567).

En Baja California el mismo efecto podría estar reflejado en el decremento

demográfico de la sierra de San Francisco alrededor de 1300 DC y el repunte de la

población/ocupación durante el siglo XV DC (Gutiérrez y Hyland op cit.: 343), así

como el incremento de sitios y comunidades costeras y, la interacción social entre

el litoral y el interior a partir de c. 1000 AP (Ritter 1998: 39).

Podemos suponer que durante el periodo seco, las comunidades de las

sierras peninsulares se habrían movido entonces hacia sitios que ofrecieran una

83

mejor disponibilidad de alimentos, como la costa, congregándose en campamentos

mayores. Las implicaciones sociales de mayor impacto pudieron manifestarse en

cambios en el patrón de asentamiento que ocasionaran una interrupción en las

redes de intercambio de recursos.

Las condiciones y cambios ambientales y culturales que se establecieron

entre los siglos XV y XVII DC configuraron lo que sería el panorama etnolingüístico

histórico de la región. En la península, al parecer se retomó el modelo de

habitación semi-permanente de litoral y montaña, como lo indican las crónicas

jesuíticas donde se distingue entre indios “playanos” e indios serranos (del Barco

1973: 177).

Relaciones etnolingüísticas en Baja California

Al contrario de lo que frecuentemente se menciona en la literatura

antropológica, la evidencia arqueológica indica que Baja California de ningún

modo fue un “callejón sin salida” con una población estática, al margen de lo que

acontecía en el ámbito regional; sino que muy probablemente los sucesos

ambientales y sociales de las zonas adyacentes afectaban directa o indirectamente a

las comunidades peninsulares. De la misma manera, la lingüística señala que “en

este territorio privó un despliegue de relaciones de muy diversa índole, que

implicaba la transmisión de rasgos culturales a través del espacio y del tiempo, con

base primordialmente en las posibilidades del medio natural al que estaban

ligados los distintos grupos de habitantes” (Rodríguez 2002: 44).

La reconstrucción etnolingüística de California nos es de gran ayuda en este

punto, puesto que constituye la referencia más cercana con que contamos para

entender la distribución etno-cultural en relación con la arqueología a escala

regional.

84

Michael Moratto (1984: 531) ha hecho notar que California muestra un

intrincado espectro lingüístico tipo mosaico que incluye numerosos grupos,

familias e idiomas aislados. Ello se ha atribuido a repetidas incursiones de

hablantes de distintas lenguas y movimientos poblacionales que, a su vez, deben

de manifestarse en el registro arqueológico; aunque reiteramos que la lengua y la

cultura material no siempre están relacionadas.

El grupo lingüístico hokano, que incluye seis familias (shasta, palaihniha,

pomoa, yumana y chumash) y cinco idiomas aislados, parece ser el más antiguo de

toda la región. La discontinuidad geográfica de las lenguas hokanas, su

diferenciación interna y la glotocronología conllevan a pensar que este grupo tuvo

una distribución continua en California de gran profundidad temporal (ibid.: 536).

El hokano podría estar relacionado con los estratos culturales más

tempranos de la región por lo que se ha propuesto que sus hablantes originales

fueron los primeros en establecerse en este territorio, de 8000-11000 AP,

remontándose hasta la Tradición de los Lagos Pluviales Occidentales (ibid.: 544).

Una posible evidencia de la gran antigüedad de este grupo en el área es la

aparente continuidad arqueológica de más de 8000 años en algunas partes del

suroeste de California, particularmente en la costa, donde los idiomas hokanos se

hablaron hasta tiempos históricos. La seriación entre la tradición Encinitas,

incluyendo al complejo La Jolla, y las tradiciones Campbell y los diegueño por un

lado, y Canaliño y los chumash por otro, es un ejemplo (ibid.: 551). Igualmente, la

presencia casi exclusiva de lenguas de filiación hokana en la península de Baja

California24 se ha tomado como indicador de la extensa temporalidad de este

grupo en la zona (ibid.).

Se ha asumido que, durante el Altitermal debió darse una gran

diversificación dentro del conjunto hokano ocasionada por el distanciamiento

24

Se ha podido establecer una relación definitiva entre el yumano y las lenguas cochimíes (Troike 1976;

Mixco 1978); no así con la familia o rama guaycura, aunque ésta ha sido tentativamente ubicada dentro del

grupo hokano (Gutiérrez y Hyland 2002: 65). La filiación de la lengua pericú sigue siendo desconocida

(León-Portilla 2000:71).

85

geográfico y los desplazamientos demográficos, impulsados en parte por los

cambios en las condiciones ambientales (ibid.: 551).

Alrededor de 2000 AC las lenguas hokanas del sur de California fueron

finalmente separadas de los miembros septentrionales de su grupo por

poblaciones intrusivas de la familia uto-azteca. A partir de ese momento

consiguientes oleadas takic (cajilla, luiseño, hopi) y numic (mono, pauite,

tübatulabal), de la misma familia, continuaron ganando terreno. Pero la

persistencia de rasgos yumanos hacia la costa occidental implica la permanencia de

las poblaciones hokanas en la zona hasta el periodo histórico (ibid.: 566).

Hipotéticamente, entonces, que la tradición Clovis habría estado asociada a

un poblamiento pre-hokano. Mientras, los complejos San Dieguito y La Jolla

muestran una probable relación con las lenguas hokanas (ibid.: 544).

Se ha propuesto que cerca del Altitermal medio una comunidad de habla

proto-uto-azteca se extendía por el norte de Arizona, suroeste de Nevada y este de

California. Arqueológicamente, esta distribución estaría asociada con el complejo

Pinto (ibid.: 551) del suroeste de la Gran Cuenca y los desiertos del Mojave y

Colorado, donde se supone que esta tradición tuvo su origen (Meighan 1989: 116).

Este planteamiento es consistente con las observaciones de Rogers, quien

notó una marcada irrupción cultural con la aparición del complejo Pinto, atribuida

por él a la incursión de un nuevo grupo étnico procedente del norte (1939: 71).

Se piensa que el proto-uto-azteca comenzó a diversificarse antes de 3000 AC

y, para el 2000 AC la invasión uto-azteca alcanzó el suroeste de California; esta

expansión coincide con la aparición del complejo Gypsum (Moratto op cit.: 559).

Después de 500 DC se observa una fuerte influencia hakataya en los

desiertos sureños del Colorado y Mojave, marcada por la aparición del arco y

flecha y la cerámica Buff and Brown y Tizon Brown (ibid.: 566).

Alrededor de 1000 DC poblaciones de filiación numic comenzaron a

expandirse desde su centro de origen en el sureste de California; este movimiento

86

está ilustrado arqueológicamente por las pequeñas puntas de flecha de tipo Desert

Side-notched y Cottonwood Triangular (ibid.: 569).

A lo largo de la vertiente occidental del río Colorado, el extremo sur de

California y norte de Baja California, el grupo lingüístico hokano prevaleció hasta

el siglo XVIII en la forma de la familia yumana, la cual ha sido directamente

relacionada con la división Pataya de la cultura Hakataya, estimada de c. 600 DC a

la época histórica (Michael Trinkley en Jelks 1988: 67).

Algunos idiomas de esta rama han sobrevivido hasta hoy en California y el

extremo norte de Baja California a pesar de las difíciles condiciones que han

enfrentado sus hablantes tanto en la época misional y colonial como la actual. En el

territorio mexicano éstos son el cucapá, kiliwa, paipai, tipai (diegueño) y kumiai,

aunque desafortunadamente están en peligro de desaparecer a medida que sus

hablantes se extinguen física y culturalmente (Rodríguez 2002: 263).

Para el resto de la península, el panorama se vuelve algo más oscuro. Los

estudiosos modernos, igual que los misioneros jesuitas en su tiempo, no han

logrado ponerse de acuerdo sobre cuántos dialectos, idiomas y familias lingüísticas

ocupaban este extenso territorio al momento del contacto y aún menos sobre su

correcta distribución y parentesco.

87

La mayoría de los reportes jesuíticos distinguen tres lenguas peninsulares

debajo del paralelo 30° N; cochimí, guaycura y pericú, las cuales a su vez han sido

asociadas a tres distintas naciones.

El primer investigador que se dio a la difícil tarea de tratar de discernir la

distribución lingüística de Baja California fue William Massey (1949). Éste agrupó

los idiomas peninsulares en dos familias; yumana y guaycura. La familia yumana

se compone de dos ramas, la californiana y la peninsular. La primera integra a los

idiomas propiamente yumanos antes mencionados y, la segunda a las lenguas

entendidas bajo el término “cochimí”. La familia guaycura comprende en este

esquema al resto de los idiomas, incluyendo al pericú. Esta clasificación, sin

embargo, ha sido corregida a través del tiempo.

Miguel León-Portilla (1976) ha señalado que las lenguas guaycura y pericú

no parecen estar relacionadas, por lo que deberían ser consideradas como dos

familias independientes, cuyo origen y filiación siguen siendo discutidos. Más

tarde, Mauricio Mixco (1978) propuso subdividir al cochimí en norteño y sureño y

colocarlo como una nueva familia al lado del yumano, como lo había sugerido ya

antes Rudolph C. Troike (1976). Y, por último, el esquema delineado en 1987 por

Donald Laylander25 (Rodríguez 2002: 39) reconoce una familia más, la monqui de

Loreto, que Massey (op cit.: 290) había puesto en la familia yumano peninsular.

De estos idiomas, el mejor documentado y estudiado, gracias a su gran

extensión durante la época misional, ha sido el cochimí del centro peninsular,

aunque en realidad aún no se sabe con seguridad el número de lenguas y dialectos

que este término incluye, ni sus divisiones y relaciones internas.

Hasta hoy, se ha podido determinar una relación genética entre el yumano y

el cochimí (Troike op cit.), los cuales podrían tener un origen geográfico común

ubicado en o cerca del norte peninsular (Mixco op cit.). Esto implicaría una larga

25

Por desgracia no hemos podido consultar este volumen personalmente, por lo que los datos aquí

presentados están sujetos a la interpretación de los autores intermedios.

88

residencia de las lenguas hokano-yumanas en el sur de California y norte de Baja

California, desde donde se habrían difundido hacia regiones vecinas.

Con base en la fecha glotocronológica de 2700 años sugerida por Robles

(1965) para la diversificación interna del yumano, Gutiérrez y Hyland han

propuesto que “la separación del cochimí-yumano en el protocochimí y

protoyumano pudo haber tenido lugar en un periodo de tiempo aún no medido,

pero considerablemente antiguo, anterior a los 2500 años” y que “es alta la

probabilidad de que el registro arqueológico de Baja California atañe, al menos

para la segunda mitad del Holoceno, a los grupos yumano-cochimí, guaycura y

pericú” (2002: 65).

Sin embargo, no hay suficientes datos que apoyen esta última aseveración;

aunque los antecedentes de los pueblos peninsulares históricos y sus respectivos

idiomas se encuentren tempranamente dentro o próximos a Baja California, el

marco lingüístico de California y la movilidad étnica regional hacen más probable

que la geografía etnolingüística reportada en la etnografía peninsular haya tomado

su forma definitiva durante los últimos dos milenios.

La confusión sobre la distribución de los grupos étnicos e idiomas en Baja

California se remonta a las fuentes históricas. Por ejemplo, la obra del Padre

Miguel del Barco se compiló originalmente con el fin de rectificar la información

errónea ofrecida en la Noticia de la California del también jesuita Miguel Venegas

(Del Barco 1972: xi). En ella, Del Barco advertía sobre la dificultad para distinguir a

los distintos pueblos peninsulares y su habla: “es de notar que en el territorio de

una nación y lenguaje suele haber algunas rancherías de las otras lenguas y

naciones. Demás de esto, estas naciones generales se subdividen en otras menores,

a que se añade que una misma lengua suele tener diversos nombres, y las

rancherías y naciones pequeñas suelen tomar el nombre, no de la lengua, sino de

otras circunstancias” (ibid.: 172).

89

Tales malentendidos podrían deberse en gran parte a que los escritores,

antiguos y modernos, muchas veces no han tomado en cuenta la flexibilidad de las

fronteras territoriales y la movilidad de los californios. Aunado a esto, los

desplazamientos demográficos y peleas intergrupales que tuvieron lugar poco

antes y durante los primeros años del contacto26, así como la pronta desaparición

de pueblos enteros al poco tiempo de la fundación de las misiones empañan

nuestra comprensión de la situación etnolingüística en la península.

Esta problemática se ha visto reflejada en la literatura académica, donde las

lenguas peninsulares aparecen agrupadas en tres, cuatro o cinco familias divididas,

o no, en subfamilias o ramas.

Por tanto, con el fin de proveer una visión más clara al lector sobre la

distribución etnolingüística de Baja California para el siglo XVI DC, hemos

reordenado aquí la información recopilada de acuerdo con el mapa delineado por

Laylander (Rodríguez 2002: 39):

Familia Rama Lengua/Dialecto

Yumano Californiana

River Delta Pai Kiliwa

Mohave, maricopa, quechan Tipai, cucapá, kumiai Paipai Kiliwa

Yumano Peninsular o Cochimí

Cochimí norteño Cochimí sureño

Juigrepa, borjeño ignacieño Cadegomeño, javiereño

Monqui -- Monqui

Guaycura

Guaycura Huichití

Guaycura, callejúe Huichití, periúe, aripe, cora

Pericú -- Pericú, isleño

Los datos con que contamos hasta ahora, aunque limitados, nos permiten

hacer algunas inferencias generales sobre la distribución y asociación

etnolingüística de Baja California a través del tiempo.

26

Véase: Mathes 1975

90

Tenemos que, desde cuando menos comienzos del Holoceno, el sur de

California y presumiblemente Baja California sostuvieron una ocupación hokana

que tempranamente se asentó en la costa del Pacífico, desarrollando una cultura

relativamente permanente y estable, como se muestra en la seriación entre las

culturas San Dieguito, La Jolla y Yumana diegueño.

El noreste de la península, especialmente en la vertiente del río Colorado, y

la costa del golfo parecen haber sido áreas de mayor interacción cultural desde las

ocupaciones más tempranas, como indica la presencia de los materiales Lake

Mojave y la aparente ruta de entrada de los complejos Pinto y Gypsum. Y,

podríamos suponer que también fue esta zona por donde se difundió el uso del

arco y flecha y las puntas tipo Cottonwood durante el periodo Comondú.

El contacto por intercambio entre los yumanos del sur de California y los

pueblos agricultores del suroeste norteamericano ha sido demostrado a través de

la presencia de la cerámica hohokam desde al menos 600 DC y hasta el periodo

histórico. Las rutas de comercio llegaban hasta la costa pacífica de California e

incluían bienes como algodón, concha, turquesa y cerámica (Kehoe 1992: 403).

El estudio del arte rupestre sugiere que la presencia de petroglifos del estilo

Great Basin Abstract (1000 AC – 1500 DC) a través del occidente de Sonora y

Arizona y el Desierto del Colorado podría indicar que toda esta región sostuvo una

red de intercambio de información desde c. 1000 AC (Shaafsma 1980: 41). La

existencia de estilos similares en Baja California hasta la altura de Bahía de los

Ángeles (Ritter 1991) podría indicar que los habitantes de la península también

participaban de esta cadena de comunicación.

También los pueblos adscritos a la cultura Hohokam (300 AC – 1450 DC)

viajaban fuera de su propio territorio en el sur de Arizona hacia el oeste,

adentrándose en territorio yumano, o hacia el sur en expediciones de concha o sal

dirigidas al Golfo de California (Shaafsma op cit.: 99). Además, la presencia

temprana de concha de abulón en el sitio de Snaketown, en Arizona, evidencia el

91

contacto con la península, pues este molusco se encuentra únicamente en las costas

del Pacífico (Braniff 2001: 238, 242).

La persistencia de tales tratos se hace patente entre los yumanos de la rama

River, cuya cultura material ha sido definida como “una versión simplificada de

los hohokam”, mientras los de la rama Pai muestran algunos rasgos Pueblo de la

cultura Anasazi (Kehoe op cit.: 151).

Además del contacto terrestre, la navegación parece haber permitido

establecer relaciones con grupos a lo largo y a través del golfo. Se cree que al

menos era así entre los habitantes del centro peninsular y los seris de Sonora

(Heizer y Massey 1953), con quienes compartían un buen número de elementos

culturales y lingüísticos. Esto se ha interpretado como evidencia de un largo

periodo de contacto o bien del posible origen peninsular de los seris27.

Aquí vale la pena también tomar en consideración algunos reportes

etnográficos premisionales, de los siglos XVI y XVII, en que se insinúa el comercio

trans-peninsular y el intercambio de maíz por productos marinos entre las

poblaciones yumanas y los ocupantes de la costa sur de Baja California (Mathes

1981: 46-47).

En resumen tenemos, pues, una población peninsular si no en su totalidad,

al menos en su mayoría de filiación lingüística hokana, la cual ocupó este territorio

desde el Holoceno temprano.

A partir del Altitermal, c. 5000 AC, los habitantes de Baja California parecen

haber entrado en constante interacción tanto dentro como hacia fuera de la

península, especialmente con las poblaciones uto-aztecas que comenzaban a

avanzar a través del suroeste norteamericano y el sur de California. Las influencias

de estos contactos podrían estar manifiestas en los tipos líticos Pinto Basin,

Gypsum Cave y Cottonwood, que probablemente se adentraron a la península por

el noroeste.

27

Véase: Gutiérrez y Hyland 2002: 67-68

92

Los datos anteriormente presentados nos dejan entrever una Baja California

que difícilmente se puede calificar de aislada, por el contrario, quizá fuese posible

afirmar que los grupos que la habitaron aportaron y adoptaron elementos

culturales que afectaron tanto a su ámbito material como psicológico, por lo cual

podríamos esperar que las relaciones implícitas en dichos elementos, y sus cambios

a través del tiempo, se vean también reflejadas en el arte rupestre peninsular.

Los grupos humanos de Baja California

La península que constituye el límite geográfico de esta investigación fue

bautizada originalmente con el nombre de California. A medida que las misiones y

la expansión española se extendió hacia el norte, esta porción del territorio pasó a

ser conocida como la Antigua y, en última instancia, la Baja California (León-

Portilla 2000). Es por ello que sus ocupantes naturales fueron conocidos con el

nombre de californios.

En este apartado intentaremos dar cuenta, dentro de lo posible, del sistema

de vida y subsistencia que llevaba la población original de Baja California con base

en los datos arqueológicos y etnográficos disponibles.

La arqueología social iberoamericana, a partir del materialismo histórico, ha

desarrollado un modelo explicativo para la diversidad de modos de vida y la

transición entre los distintos niveles de desarrollo de la complejidad social. Desde

esta perspectiva, los cazadores-recolectores han sido divididos en pretibales y

tribales, formaciones sociales preclasistas que se caracterizan por una tecnología

basada en la apropiación de los alimentos (Bate 1998: 83).

Los cazadores-recolectores pretribales se distinguen porque la producción

(por apropiación) y el consumo se limitan a sólo lo necesario para la subsistencia,

por lo que no se producen excedentes. La fuerza de trabajo y los instrumentos de

producción son colectivos es decir que, están a disposición de la comunidad,

93

mientras que no ejercen propiedad sobre los medios naturales de producción como

son tierra, vegetación, fauna, etcétera (ibid.).

Como la obtención de alimentos se genera mediante la apropiación de

recursos (caza, pesca y recolección), la subsistencia depende básicamente de la

productividad natural del entorno. Ello condiciona que estas sociedades 1) tiendan

a no sobreexplotar el medio ambiente; 2) adopten un sistema de vida nómada,

siguiendo la disponibilidad temporal de las especies que conforman su dieta y; 3)

mantengan ciclos de producción-consumo breves y continuos, condicionados por

la restricción del almacenaje y conservación de alimentos (ibid.: 84).

En este sentido, la economía es precaria, puesto que el riesgo de escasez es

permanente e impredecible, pero previsible. Este problema se resuelve mediante el

establecimiento de relaciones de reciprocidad extensiva, intra e intergrupal, las

cuales se manifiestan en el intercambio de bienes y servicios (ibid.). Los lazos de

reciprocidad son reforzados en la vida cotidiana y a través de rituales (ibid.: 85).

En cuanto a la organización social, la unidad doméstica es la célula básica

de producción, que por lo general coincide con la unidad de reproducción

biológica, es decir la familia nuclear, que al mismo tiempo incluye los distintos

niveles de división del trabajo por género y edad (ibid.). Las unidades domésticas

se agrupan a su vez en bandas mínimas u hordas, cuyo tamaño suele estar

convencionalmente determinado para alcanzar un equilibrio entre el número de

individuos y la efectividad del sistema de alianzas. Así, los grupos pretribales

tienden a mantener niveles demográficos estables limitando socialmente el

crecimiento de la población28.

En la formación pretribal no existen instituciones administrativas o

coercitivas, sino que cuentan con estructuras de toma de decisiones conformadas

por los líderes al nivel de la unidad doméstica y la banda mínima. Las ceremonias

y el chamanismo son las únicas actividades institucionales recurrentes. El chamán

28

Véase: Bate y Terrazas: en prensa

94

es el único especialista y su figura frecuentemente coincide con la del jefe o líder,

aunque su función no lo excluye de cumplir con sus deberes domésticos de género

y edad (Bate 1986: 15).

Cuando las relaciones de reciprocidad y la organización social ya no

resuelven las condiciones de precariedad y no satisfacen las necesidades de

mantenimiento y reproducción de la población, se inicia un proceso de

transformación conocido como revolución tribal (Bate 1998: 86). Este proceso no

conduce necesariamente a la práctica de la agricultura o el pastoreo, sino que se da

al nivel de la estructura social y las relaciones de producción.

La principal diferencia entre las sociedades pretribales y tribales reside en

que estas últimas sí ejercen la propiedad efectiva sobre los medios naturales de

producción. Por tanto, estas sociedades deben desarrollar distintas estrategias que

les permitan asegurar la propiedad real sobre los objetos de trabajo y evitar su

apropiación por otros pueblos (ibid.).

Una de tales estrategias es el crecimiento demográfico, posibilitado por la

intensificación de la producción. Pero garantizar la disponibilidad de los medios

de producción requiere, además, una nueva estructura social basada en el

compromiso de asistencia recíproca para la defensa de la propiedad comunal, esto

es la organización tribal. Esta forma de organización está construida sobre la base

de las relaciones de parentesco clasificatorio (ibid.), no consanguíneo. Es decir, el

parentesco “político” y las “relaciones de adhesión” que permiten “definir las

normas de apareamiento y filiación” (Bate y Terrazas, en prensa).

Bajo estas circunstancias surgen instituciones que rigen la defensa bélica de

la propiedad colectiva, las relaciones y alianzas intercomunitarias y la

administración de la economía. De ahí que resulte necesario consolidar la figura de

un verdadero líder o un grupo de ellos, formando un consejo tribal. De esta

manera, las insipientes estructuras de poder de las sociedades pretribales se

vuelven instituciones especializadas en las sociedades tribales. La reciprocidad

95

ahora se restringe a grupos con los que se han establecido alianzas manifestadas

principalmente en las relaciones de parentesco clasificatorio, que cobran así una

mayor importancia.

La revolución tribal dentro de una sociedad se puede dar por la presión de

varios factores, tanto internos como externos. Al interior, Lourandos (1988) ha

demostrado que; la intensificación de la apropiación de recursos y el consumo en el

contexto de las actividades intergrupales (rituales, festividades, ceremonias,

intercambios, etc.) y la competencia entre comunidades pueden conducir a un

incremento de la producción más allá de lo necesario para la subsistencia,

generando a la larga la transición hacia un nivel socioeconómico más complejo.

Por presión externa, la tribalización “como un proceso en cadena que afecta

a diversas comunidades en relación de vecindad es, por lo general, impulsada

inicialmente por comunidades productoras de alimentos” (Bate op cit.: 86).

Deben considerarse además otras situaciones que pueden propiciar

transformaciones en los patrones culturales como; cambios climáticos,

contingencias ecológicas, conflictos sociales, migraciones de nuevos grupos,

adopción de nuevas tecnologías, etcétera.

En Baja California ya sea que uno de estos factores, o la conjunción de

varios29, haya entrado en acción, a comienzos de la era cristiana observamos un

cambio en el patrón de asentamiento peninsular que podría estar reflejando el paso

de los californios de una organización pretribal a una tribal.

Según hemos visto, durante la mayor parte de la prehistoria de Baja

California los grupos humanos que la ocuparon probablemente hacían uso de todo

el territorio peninsular y sus recursos mediante un sistema de rotación estacional

que permitía el libre acceso a las distintas fuentes de alimento y materias primas.

Sin embargo, hacia finales del periodo Gypsum, c. 1450 AP, las circunstancias

29

Véase: Ritter 1998: 36-37

96

parecen haber favorecido el establecimiento de comunidades semi-permanentes

en la costa y en la sierra, especializadas en la explotación de productos locales.

Como influencia externa tenemos que, a comienzos de la era cristiana los

grupos hohokam que se asentaron en el río Gila entraron en contacto los

antepasados de los yuma o quechan, mohave y maricopa, quienes absorbieron

importantes elementos de aquella cultura, incluyendo la cerámica y el cultivo de

maíz, frijol y calabaza (Kehoe 1992: 151). Estas prácticas a la larga serían adoptadas

por todos los grupos yumanos, dando lugar a la cultura Hakataya.

La sedentarización de las comunidades yumanas al norte de Baja California

pudo haber ejercido presión sobre el resto de los grupos peninsulares a distintos

niveles; por un lado, al adueñarse de los territorios por ellos transitados e

impedirles el acceso a los recursos ahí encontrados. Por otro, al romper las

relaciones que habrían entablado con ellos previamente.

En consecuencia, esto pudo conducir a los cazadores-recolectores

sudcalifornianos a abandonar el patrón de nomadismo estacional y agruparse en

comunidades semi-sedentarias divididas geográficamente, cada una explotando

recursos locales, e incorporadas en un amplio sistema de complementación

económica compuesto por extensas redes de alianza e intercambio30.

De esta manera, algunos grupos alcanzaron cierto grado de especialización

en el aprovechamiento de recursos. Las comunidades costeras desarrollaron

técnicas e instrumentos avocados a la pesca y recolección de moluscos, como la

elaboración de redes y balsas31. Mientras los habitantes del interior refinaron la

tecnología de la caza, como lo demuestra la adopción del arco y flecha.

Este momento de transición de un sistema de rotación a uno de explotación

localizada marcaría el inicio de la cultura Comondú (Ritter op cit.) y de la

distribución de los grupos peninsulares históricos.

30

Véase: Bate 1986: 11-13 31

Véase: Heizer y Massey: 1953; Aschmann 1959: 71-76

97

Se ha calculado que al inicio de la época misional la península contaba con

cerca de 38 000 habitantes distribuidos entre el paralelo 31° N y el Cabo (Rodríguez

2002: 197). De todo el territorio, la porción sur, quizá por ser la más rica en recursos

naturales, era entonces la región más densamente poblada (ibid.: 202).

Aschmann, por su lado, estimó que el Desierto Central sostenía una

población de alrededor de 18 000 personas (ibid.: 209), esparcidos entre las sierras y

el litoral. Gutiérrez y Hyland (2002: 329) han notado un incremento demográfico al

interior de la sierra de San Francisco entre 400 y 200 AP, fechas que coinciden con

el momento de contacto y la fundación de las misiones. Esto no podría indicar otra

cosa que la búsqueda de refugio por parte de los indígenas quienes, a decir de los

padres, se hacían “cimarrones” para escapar, la mayor parte de las veces

inútilmente, del control jesuítico y las epidemias (Rodríguez op cit.: 221).

A primera vista, la etnografía de Baja California presenta un escenario

complejo y confuso lleno de terminología cambiante y testimonios contradictorios.

Pero una vez adentrados en su estudio, esta documentación ofrece una rica fuente

de datos sobre la vida de las sociedades autóctonas de la península.

Así, por ejemplo, Aschmann (1959) logró extraer una visión general de los

grupos que habitaron el Desierto Central hasta el siglo XIX, conocidos como

cochimíes. Massey dice que, originalmente, “cochimí es una palabra monqui para

designar a las tribus que vivían al norte de Loreto, y fue registrada por primera vez

por el Padre Salvatierra en 1698” (1949: 288). El término fue usado posteriormente

por los jesuitas, y hoy por los historiadores, para denominar a un sinnúmero de

bandas y varios grupos étnicos, aparentemente relacionados lingüísticamente, que

habitaban entre los paralelos 25° y 30° N. Entre ellos están los didiús, noys, güimes,

lijués, juigrepa y, a veces se incluye erróneamente a los edúes, laymones y

monquis32.

32

Véase: Del Barco 1973: 172

98

La unidad social básica de los cochimíes era la familia monogámica,

consistente de hombre, mujer e hijos preadolescentes (Aschmann op cit.: 120). Al

parecer, el matrimonio no era estricta pero sí usualmente exogámico y la residencia

era patrilocal (ibid.: 121).

La unión de varias familias en una banda u horda es conocida en Baja

California como “ranchería”. El tamaño de esta unidad, según las fuentes, variaba

de veinte a cincuenta familias. En el Desierto Central las rancherías habrían

consistido de entre 50 y 200 personas (ibid.: 122). Es posible que la ranchería típica

estuviera conformada por uno o más clanes patrilineales poco organizados (ibid.:

123) y que, las alianzas entre rancherías se establecieran a partir de las relaciones

de parentesco clasificatorio resultantes del intercambio de mujeres.

En tiempos de abundancia de alimentos y de ceremonias, las rancherías se

agrupaban en campamentos mayores como una unidad social definida,

participando de actividades comunales. Al otro lado, en épocas de escasez se

dividían en pequeños grupos esparcidos de una o pocas familias (ibid.), y parece

haber sido común regular el equilibrio entre el número de habitantes y la

disponibilidad de alimentos mediante las prácticas del infanticidio y el aborto

(Clavijero 1990: 62; Del Barco 1973: 191).

Particularmente en la costa, la abundancia de recursos permitía

ocasionalmente la existencia de plusproducto, el cual generalmente era

intercambiado o regalado y su uso restringido socialmente mediante normas y

tabúes (Aschmann op cit.: 99-100). Los californios no practicaban el

almacenamiento sistemático de alimentos; los misioneros reportan que los indios

consumían su comida tan pronto la obtenían, con la excepción de algunas nueces,

semillas y harinas (ibid.: 76-77). La acumulación de productos, de hecho, se

sancionaba y era causa de conflictos bélicos, como evidencia el ataque a la recién

fundada misión de Loreto (Rodríguez op cit.: 135).

99

Para la toma de decisiones, en situaciones cotidianas la ranchería operaba

como una democracia mientras que para asuntos que involucraban a la

comunidad, como ceremonias o ataques, existía una aristocracia de chamanes o

ancianos que representaban a varias rancherías a manera de un consejo tribal

(Aschmann op cit.). Cada ranchería contaba así con un jefe o líder elegido por su

prestigio, de edad avanzada, que muchas veces era también el chamán, cuya

función era organizar y representar a la banda, más que ejercer autoridad (ibid.:

124).

Los enfrentamientos entre rancherías generalmente se daban por rencillas

personales relacionadas con venganzas, además de los ataques que tenían por fin

el robo de mujeres y las peleas por recolectar alimentos en territorios ajenos (ibid.:

126). Y aunque los conflictos entre bandas usualmente eran resueltos sin recurrir a

la violencia, es evidente que los cochimíes tenían la capacidad de organizarse

bélicamente como demuestra el testimonio de Salvatierra sobre el ya mencionado

asalto a la misión de Loreto (Rodríguez op cit.: 63-65).

La convivencia entre rancherías se daba en determinados periodos al año,

durante los cuales se realizaban ceremonias, intercambios y juegos. El Padre

Píccolo, por ejemplo, reporta una de estas congregaciones en las inmediaciones de

San Ignacio, donde en ocasiones especiales supuestamente llegaban a juntarse

hasta 50 rancherías (ibid.: 198), aunque lo común parece haber sido la reunión de

cinco a veinte bandas (Aschmann op cit.: 125).

Las épocas de mayor abundancia de alimentos, como la temporada de

pitahaya, tendían el escenario para este tipo de celebraciones, que llegaban a durar

hasta veinticinco días (ibid.: 128). Estas reuniones seguramente servían también

para reforzar alianzas, hacer ajustes demográficos y acuerdos territoriales.

Aschmann atribuyó la aparente unidad lingüística dentro del Desierto

Central a una ausencia de territorialidad entre los cochimíes, no obstante existen

referencias a un fuerte sentido de pertenencia de las rancherías con respecto a la

región donde habitaban (Rodríguez op cit.: 186).

100

Asimismo, es claro que por convención era sabido a cuál banda

correspondía qué territorio, puesto que toda ranchería que quisiera gozar de los

recursos disponibles en cierto lugar debía solicitar el permiso de la banda residente

(ibid.: 151, 153). Y el hecho de que tal permiso no podía ser negado señala que

aunque la posesión del territorio fuera particular, su derecho de disposición y uso

era comunal33.

Tampoco parece haber sido imposible la alianza entre bandas de distinta

lengua (ibid.), e incluso el matrimonio entre sus integrantes, en cuyo caso la

descendencia pasaría a formar parte del grupo paterno (Aschmann op cit.: 121).

Aunque los datos para el resto de los grupos peninsulares, los llamados

guaycuras y pericúes, son más escasos, éstos parecen haber sostenido una

organización social y condiciones de vida más o menos semejantes a las arriba

descritas.

Los grupos conocidos como guaycuras, que incluyen también a los callejúes,

huichitíes, aripes, coras y periúes, ocupaban la zona debajo de Loreto hasta las

inmediaciones de La Paz. Se dice que la cultura guaycura guardaba “considerable

semejanza con la de los pericúes” aunque “sus rancherías tenían menos cohesión”

que las de los últimos (León-Portilla 2000: 80). Aparentemente dicha “nación” era

sumamente belicosa, pues las fuentes constantemente hacen referencia a las

“guerrillas” entre las mismas rancherías de esta denominación y hacia con los

cochimíes, al norte, y los pericúes, al sur.

Mathes (1975) ha hecho notar que las diferencias entre crónicas tempranas

de exploradores y las fuentes misionales apuntan a reacomodos geográficos de las

poblaciones peninsulares durante los primeros cien años de contacto. El más

evidente de ellos siendo el desplazamiento de los pericúes de la región de bahía de

33

Para una discusión sobre territorialidad y propiedad de la tierra entre cazadores-recolectores véase: Bate

1986: 17-21; Ingold 1986: 131-158

101

La Paz por sus “enemigos”, la conflictiva nación de los guaycuras. Es muy

probable que más de estos cambios se hayan dado antes de y durante el periodo

misional, lo cual explicaría en parte la confusión de datos en la etnografía.

El extremo sur de la península es considerado la zona con mayor

abundancia de recursos, tanto marinos como terrestres. Ello parece haber

contribuido a que ahí se desarrollaran asentamientos semipermanentes más

tempranamente y, consigo, una organización social algo más sofisticada que la del

resto de los grupos peninsulares, como se infiere por la variedad y complejidad de

las prácticas mortuorias ahí encontradas (Fujita 2003).

El último remanente de esta tradición fue el grupo pericú. La singularidad

de esta sociedad fue notada por Miguel del Barco, al señalar que: “los pericúes son

una nación totalmente separada de las dichas naciones [guaycuras...] así en

territorio como en lengua, trato y parentesco” y, “con ninguna otra estaba ni está

mezclada” (1973: 174-175).

Los pericúes siendo habitantes de la región del Cabo, y como ya se ha dicho

probablemente ocupantes originales de la bahía de La Paz, casi seguramente

fueron el primer grupo peninsular en establecer contacto con los europeos, por lo

que su existencia se vio afectada por el encuentro antes que la de los demás

californios y fue también la primer etnia peninsular en desaparecer.

En cuanto a la organización social, se ha advertido que las bandas pericúes

estaban “formadas por grupos no muy numerosos, emparentados entre sí y que

obedecían a un jefecillo que, en ocasiones, ostentaba también poderes mágicos y

religiosos. Cada ranchería se movía en un ámbito espacial que tenía por propio”, y

“no era raro que los integrantes de una ranchería se enfrentaran con los de otra”

(León-Portilla op cit.: 76). Dos rasgos que se han reconocido como exclusivos de

este grupo son el uso del átlatl y la poligamia.

Durante la época misional, fueron los pericúes quienes más activamente se

rebelaron ante la conquista cultural y espiritual, siendo ésta una de las causas de su

102

temprana extinción. Estos nativos, de hecho, emprendieron el ataque contra las

misiones más efectivo y mejor organizado que tuviera lugar en la península, el

levantamiento de 1734 (Rodríguez op cit.: 181-183). Si bien en este caso la

motivación fue mayor y las circunstancias totalmente distintas a las pre-misionales,

la planeación de este asalto hace difícil creer que los pericúes no hubiesen podido

poner un alto a los avances guaycuras en sus tierras, ya que además del poder

organizativo demostrado, el grupo pericú era una “nación mucho más numerosa

que todas las otras del sur juntas” (Del Barco op cit.: 407).

Lo anterior nos lleva a considerar que, a pesar de las “continuas guerrillas”

entre estos grupos, es posible que al final bandas de distinta lengua sostuvieran

relaciones y alianzas, como indica un posible caso de bilingüismo guaycura-pericú

(Rodríguez op cit.: 153). Varios testimonios también apuntan a que existía una

constante comunicación entre las distintas bandas y “naciones”, trascendiendo

límites geográficos y etnolingüísticos (ibid.: 122).

En este sentido, se puede decir que la rigidez de las fronteras lingüísticas ha

sido sobreestimada. Los ejemplos etnográficos, por el contrario, dejan ver que con

el fin de asegurar su subsistencia, los californios “tenían que estar ligados a una

capacidad de relacionarse con bandas distribuidas en territorios amplios, y no

necesariamente hablantes de la misma lengua o similar dialecto” (ibid.: 151). De

esta manera y con todo y las citadas rencillas, los cochimíes debían mantener

relaciones amistosas con sus vecinos guaycuras y éstos, a su vez, con los cercanos

pericúes.

Todo este marco de intrincadas relaciones se vio profundamente afectado ya

desde los primeros encuentros con los europeos, y con el inicio de la etapa

misional sufrió transformaciones irreversibles que sacudieron las bases mismas de

la sociedad californiana que no tardó en sucumbir ante el cambio, la opresión y la

enfermedad.

103

En resumen podemos decir que, al momento del contacto con Occidente, a lo

largo de la península de Baja California habitaban grupos que se encontraban en

distintos estados de desarrollo de la complejidad social. A grandes rasgos, sin

embargo, ha sido posible establecer que durante el periodo Comondú las

sociedades comprendidas entre el límite norte del Desierto Central y extremo sur

peninsular presentaban las características de una comunidad tribal no

jerarquizada34.

Prácticas mortuorias entre los grupos peninsulares

El estudio de las prácticas mortuorias entre los californios por desgracia no

ha corrido con mejor suerte que el de la investigación etnolingüística. Es decir,

también en este caso la evidencia arqueológica es escasa y dispersa y la

información etnográfica, ambigua y confusa.

Los restos humanos aparentemente más antiguos hasta hoy encontrados en

la península de Baja California corresponden a entierros flexionados exhumados

en las inmediaciones de bahía San Quintín, fechados entre c. 7000 y 3000 años AP

(Moriarty 1968: 28; Uriarte 1974: 132) y atribuidos a la cultura La Jolla en la que, al

parecer, la inhumación era la costumbre mortuoria generalizada.

Hacia la fase final de la tradición jollana Rogers identificó la aparición de

rasgos característicamente yumanos, entre ellos los cementerios de cremación

(1945: 174).

Teresa Uriarte (op cit.) reportó que entre los Diegueño, Cucapá, Paipai y

Kiliwa, todos de filiación yumana, la incineración del cuerpo y las pertenencias del

difunto se realizó hasta época reciente y aunque esta costumbre hoy se encuentra

fuera de uso, los anteriores grupos recuerdan que esa fue la costumbre

34

Bate distingue dos fases generales de las sociedades tribales “una fase inicial que llamamos comunidad

tribal no jerarquizada y una fase desarrollada o terminal [...] que es la comunidad tribal jerarquizada o

cacical” (1998: 88).

104

generalizada en la época premisional. Todos ellos comparten también ceremonias

similares relacionadas con la muerte y la conmemoración de los difuntos. La

evidencia de una unidad en las prácticas mortuorias entre estas etnias es bastante

clara.

Entre los yumanos peninsulares la cremación del cadáver también parece

haber sido la forma más común de disposición, tal como ilustra el padre Tamara:

“Aunque pocos años ha quemaban sus difuntos, [...] ya desde que recibieron el

santo bautismo los entierran” (Rodríguez 2002: 289). Sin embargo, existen

referencias a que también se usaba la inhumación, como ésta de Alonso Crouley:

“Cuando no queman a sus muertos, los entierran sentados, acompañados de los

instrumentos apropiados a su sexo” (Uriarte op cit.: 131).

En Loreto, presumiblemente entre los monquis, el padre Salvatierra “llega a

congratularse del cambio que se está operando entre los nativos, cuya costumbre

funeraria tradicional consistía en quemar los cadáveres, que gracias a su

intervención comenzaban a permitir que se les enterrara” (Rodríguez op cit.: 198).

Los guaycuras aparentemente también usaban tanto la incineración como el

entierro para disponer de sus muertos. Algunas fuentes mencionan que ambos

métodos se ejercían indistintamente, como dice Clavijero: “Luego que moría el

enfermo se procedía sin ningún aparato al funeral, el cual se hacía

indiferentemente según les era más cómodo, o sepultando el cadáver o

quemándole” (1990: 67).

Pero, otros reportes más bien sugieren que el destino del cuerpo obedecía al

tipo de muerte sufrida (Uriarte op cit.: 116). El padre Nápoli, por ejemplo, relata

que en la misión de La Paz al morir un hombre de la nación guaycura: “Lloraron

sus parientes y le quemaron la casita de ramada (así hacen cuando muere uno para

que no se mezcle en los otros el mal hechizo), como también el arco y flecha y sus

trast[ec]itos. Se les mandó que no los quemen como hacían antes, y se dispuso la

sepultura, pero ellos no querían que se sepultara derecho, porque es sólo privilegio

105

de los que mueren flechados en pelea; los otros, o se queman o se entierran

retorcidos” (ibid.: 271). De este último pasaje podemos deducir que además de la

cremación se usaban el entierro flexionado y extendido. La costumbre, también

observada entre los yumanos, de deshacerse de las pertenencias del difunto

obedece a una restricción económica, pues ello evita la acumulación de bienes por

quienes habrían de obtener la herencia.

En la región de La Paz, encontramos un reporte premisional del explorador

Francisco de Ortega, quien pudo presenciar el funeral y entierro de un joven

“príncipe” (León-Portilla 2000: 173), entre lo que podía haber sido una ranchería de

filiación cora o pericú.

En el extremo sur, Massey (1947) identificó cuatro distintas prácticas

mortuorias; entierro flexionado, entierro extendido, entierro secundario en cueva

funeraria y cremación. Los casos de sitios estratificados son tan escasos en todo

Baja California que vale la pena mencionar que en bahía de Los Frailes los restos

quemados se encontraron en superficie; debajo, un esqueleto extendido y; en la

sección más profunda, un entierro flexionado (p. 348).

La región del Cabo es la zona que muestra una mayor variabilidad y

sofisticación en cuanto a las prácticas mortuorias. Los restos humanos en esta zona

han sido localizados en concheros y cuevas, extendidos y flexionados, articulados

y desarticulados, expuestos y envueltos, y en su mayoría acompañados de

distintos tipos de ofrendas (Fujita 2003). Esto corresponde, sin duda, al grado de

complejidad social alcanzado por las comunidades peninsulares más australes.

La costumbre mortuoria mejor conocida de la península es la de “Las

Palmas”, cuyo rasgo característico son los envoltorios funerarios hechos de hoja de

palma o piel de venado. Se encuentran entierros primarios y secundarios, aunque

sólo los últimos presentan el diagnóstico pigmento rojo ocre. El inicio de esta

tradición ha sido fechado c. 1050 DC y su fin, ya entrado el siglo XVIII (Stewart, et

al), por lo que ha sido asociada con el grupo pericú.

106

Para la parte central de la península contamos con varios datos

arqueológicos que ejemplifican distintas prácticas mortuorias a lo largo del

territorio.

En la zona de Bahía de Los Ángeles, en el límite norte del Desierto Central,

se ha identificado un patrón regional variable de enterramiento que, según Ritter,

refleja divisiones sociales internas durante el periodo Comondú (1998: 27). En este

patrón funerario, el entierro está limitado a cementerios o locaciones apartadas en

las montañas o en pequeños abrigos rocosos y cuevas tapiadas, lejos de los sitios

residenciales. Las tumbas múltiples son comunes y los materiales asociados muy

variados. También es común la presencia de cantos pulidos, amontonamientos de

piedras, caminos y áreas despejadas, elementos que quizá señalan algún

comportamiento ritual. Los métodos de disposición incluyen primordialmente el

entierro primario flexionado y entierro secundario y, en menor frecuencia, la

cremación o incineración post-enterramiento y el entierro extendido.

Massey y Osborne (1961) analizaron el material de la colección Palmer

proveniente de una cueva funeraria en la misma locación, que contenía un entierro

múltiple, incluyendo uno o varios infantes. Entre los artefactos asociados destacan

un fragmento de cordel de algodón, que podría indicar contacto con sociedades

agricultoras (p. 351). Esto es muy posible, considerando que dicha área

representaba la frontera entre los yumanos peninsulares y los yumanos de

California. También son notables una capa de plumas y otra de cabello humano,

artículos relacionados con la parafernalia chamánica en la península. Este y otros

elementos llevaron a Massey a suponer que uno de los individuos sepultados fue

un guama o hechicero cochimí, depositado en la cueva junto con el equipo

característico de su oficio (ibid.).

Al sur del Desierto Central, en Bahía Concepción, Ritter y Schulz

reconocieron la cremación y el entierro secundario, confinado a abrigos rocosos

habitacionales y pequeñas cuevas funerarias, como las prácticas mortuorias más

107

frecuentes en el área durante el periodo prehistórico tardío (1975: 43). En algunos

casos se observó que aparentemente los restos habían sido cubiertos con rocas y

cantos rodados y los abrigos, tapiados (ibid.: 45). Una de estas cuevas fue datada en

c. 1280 DC. En la misma zona, se recuperó también un entierro en un conchero

fechado c. 220 DC, lo cual podría representar un cambio en la costumbre mortuoria

(ibid.: 49).

En la sierra de San Francisco, Gutiérrez y Hyland han reportado la existencia

de una cueva funeraria alterada cuya entrada también parece haber estado

parcialmente tapiada. De tal sitio se recuperaron algunos huesos humanos teñidos

con pigmento rojo y, posiblemente, negro. Esto estaría señalando que se trataba de

un entierro secundario y, mediante análisis químicos se determinó que la cueva

contenía un mínimo de ocho individuos. Los restos fueron fechados arrojando una

antigüedad de entre 3090+60 y 3380+50 AP o 1770 y 1130 AC (2002: 334).

Los mismos autores han propuesto incluir el arte rupestre mural dentro de

una tradición funeraria cuya esencia es compartida por todos los pueblos yumanos

(ibid.: 358), sin embargo, es difícil aceptar esta postura puesto que el rasgo

unificador más característico de la práctica mortuoria yumana, la cremación, como

hemos visto no era la única práctica usada entre los grupos históricos y

prehistóricos del centro peninsular.

Hasta ahora, todas las prácticas mortuorias reportadas en Baja California

parecen aludir a actividades de tipo exclusivamente funerario. No obstante, en la

mayoría de los casos ha sido casi imposible señalar los límites temporales entre las

distintas tradiciones observadas, debido a la ausencia de estratigrafía, la pobreza

del contexto arqueológico, o su alteración. Aún así, trataremos de destacar algunos

de los rasgos más evidentes que nos permitan identificar las distintas costumbres

funerarias usadas en la prehistoria peninsular.

Tenemos, entonces, que en la porción más septentrional de la península,

entre las culturas jollana y yumana, se pasó de una tradición mortuoria de entierro

108

a una de cremación (Rogers 1945: 174), la cual perduraría hasta hace menos que un

siglo.

Del Desierto Central en adelante, en cambio, la práctica más extendida en

tiempo y espacio parece haber sido el entierro dentro de cuevas funerarias, ya

fuese sencillo o múltiple, primario o secundario. Las fechas de 1770 a 1130 AC en la

sierra de San Francisco (Gutiérrez y Hyland op cit.) y de 1280 DC (Ritter op cit.) en

Bahía Concepción podrían estar indicando la larga continuidad de esta costumbre.

En segundo lugar, predominó el uso de la cremación y, por último, el entierro

primario en espacios abiertos.

En general, en Baja California los restos humanos antiguos son escasos y

fragmentarios, por lo que desafortunadamente no se han realizado muchos

estudios acerca de las características bioculturales de las poblaciones locales.

Aunque, recientemente se ha retomado el antiguo debate sobre la antigüedad y

filiación de las poblaciones del extremo sur peninsular. José González et al. (2003),

tras analizar 33 cráneos provenientes de entierros del área de los Cabos,

concluyeron que los rasgos craneofaciales de los individuos estudiados muestran

gran afinidad con cráneos paleoamericanos. De ahí que, se han inclinado por

sostener la hipótesis de que los antepasados directos de los pericúes podrían

representar el remanente de una población paleoamericana proveniente de Surasia

y el Pacífico, la cual habría compartido un ancestro común con los antiguos

australianos y otras poblaciones más sureñas, como las de Lagoa Santa en Brasil.

A pesar de estos intentos, resulta válido afirmar que el registro arqueológico

referente a las actividades funerarias en Baja California tendrá que ser ampliado y

los análisis de los restos humanos deberán ser intensificados antes de poder

establecer con mayor certeza su secuencia cronológica y relación con culturas

arqueológicas y grupos étnicos particulares.

Sin embargo, podemos decir que la variabilidad de prácticas mortuorias

dentro de un determinado periodo alude a diferencias internas entre distintos

109

segmentos de la población. Pero por otro lado, no podemos descartar que la

coexistencia espacial de distintas costumbres funerarias a través del tiempo nos

podría estar remitiendo a contactos, invasiones, migraciones y/o intercambio

económico y cultural entre poblaciones diferentes (Terrazas 2003).

El arte rupestre Gran Mural

Uno de los objetivos centrales en el estudio de las manifestaciones rupestres

es su ubicación dentro de una línea temporal con el fin de entender el contexto en

que se produjeron, especialmente si su filiación cultural es desconocida.

En el caso del arte mural de Baja California, el primer intento fue llevado a

cabo por Clement Meighan (1966), como ya se ha revisado. La fecha radiocarbónica

de 1435+80 DC, obtenida de un fragmento de madera recolectado en cueva

Pintada, parecía ubicar el periodo de producción rupestre dentro en una época

inmediatamente anterior al descubrimiento de la península, cayendo dentro de lo

que se había definido como cultura Comondú.

Esta datación no satisfizo, sin embargo, a aquellos investigadores que

postulaban “la relativa antigüedad del fenómeno Gran Mural” (Crosby 1997: 224).

En este caso, la fecha se tomó como indicador de una fase tardía y, posiblemente

final, de la tradición. A partir de la superposición de imágenes, por ejemplo,

Crosby argumentó que era muy posible asumir que las pinturas más antiguas

podrían llegar a tener 2000 años, o más (ibid.).

En la misma tendencia, Viñas señaló que la fecha en cuestión sólo

demostraba la ocupación de la cueva, más no una relación con el proceso

pictográfico el cual, implicó, podría tener un origen temprano; “Señalemos que en

otros yacimientos de la península se han podido verificar ocupaciones mucho más

antiguas para culturas de cazadores-recolectores, y que prueban la existencia de

habitats en torno al V-VII milenio AC” (en Mirambel 1990: 251).

110

En 1994 se publicaron las primeras dataciones de radiocarbono realizadas

directamente sobre los pigmentos por la técnica de AMS. Las muestras fueron

tomadas del panel de cueva del Ratón, en la sierra de San Francisco. Los resultados

obtenidos fueron los siguientes: 5290+80 AP, figura humana de gran tamaño;

4845+60 AP, figura de puma de gran tamaño; 1325+435-360 AP, figura humana de

tamaño mediano y; 295+115 AP, figura de cuadrúpedo de tamaño mediano

(Fullola et al. 1994; Viñas et al. 2000). Aparentemente, la última fecha “no debe ser

considerada por razones de contaminación” (Gutiérrez y Hyland 2002: 335).

Estos fechamientos levantaron una gran controversia, pues colocaban el

proceso pictórico Gran Mural más allá del periodo Comondú y su relación con los

grupos históricos atribuyéndole, además, una duración de más de cinco milenios.

Con base en esas dataciones, Viñas et al. perfilaron dos grandes etapas de

producción Gran Mural; una fase temprana, entre fines del cuarto milenio y

principios del tercero AC, caracterizada por grandes figuras realistas y, una tardía

en torno al siglo VII DC, en la que se muestra el declive de la tradición por la

aparición de figuras más reducidas y el incremento de elementos abstractos y

esquemáticos (2000: 180).

Las fechas de cueva del Ratón, sin embargo, en más de una ocasión han sido

rechazadas sobre la base de que la continuidad que implican “puede parecer un

periodo sorprendentemente largo para una tradición rupestre relativamente

homogénea caracterizada por convenciones estilísticas rígidas” (Gutiérrez y

Hyland op cit.: 336). Un segundo argumento es que las fechas no mostraron

relación con el depósito arqueológico, el cual corresponde a una ocupación tardía,

de los siglos XVII a XVIII DC. Y por último, se ha dicho que “la secuencia de figuras

fechadas parece contradecir sus verdaderas relaciones de sobreposición” (ibid.)35.

En 2002 se dieron a conocer otras dos fechas directas, obtenidas de muestras

provenientes de los sitios San Gregorio II y cueva de La Palma, también en sierra

35

Véase: Loubser 1997

111

de San Francisco. Éstas arrojaron un rango de 2985+65 AP y 3245+65 AP,

respectivamente (ibid.: 337). De forma que, la tradición Gran Mural quedó situada

“por lo menos desde 3300 AP en adelante” (ibid.: 341).

No obstante, la distribución de fechas resultante de la evidencia de

ocupación en la sierra de San Francisco condujo a Gutiérrez y Hyland a sostener

una asociación de los Grandes Murales con la cultura Comondú y las poblaciones

proto-cochimí o cochimí (ibid.: 408).

Pero, más recientemente se hizo pública nueva información que demuestra

la gran antigüedad de las manifestaciones rupestres murales, asegurando que:

“Actualmente se cuenta con un número considerable de fechas, de las cuales la

más antigua es la de la cueva de San Borjitas (7500 a.p.), en la Sierra de Guadalupe.

Así, se puede decir que la tradición Gran Mural en esta sierra comenzó hace por lo

menos 7500 años, y que hubo cerca de 5000 años de producción continua del

mismo repertorio rupestre” (Gutiérrez 2003: 45).

Evidentemente, estos nuevos datos nos obligan a reconsiderar todos los

esquemas previamente planteados. Y a pesar de que aún “la muestra actual de

fechas directas es muy pequeña y potencialmente problemática para fechar con

certeza probabilística el periodo de actividad Gran Mural” (Gutiérrez y Hyland op

cit.: 336), también es cierto que, con todo y sus limitaciones y controversias,

constituyen una base sobre la que podemos comenzar a reconstruir el contexto

cronológico y cultural en que se produjo este singular fenómeno.

Tabla de fechamientos directos del arte rupestre Gran Mural:

Sitio Fecha AMS Publicada por:

Cueva del Ratón 1325+435 AP Fullola et al. (1994)

San Gregorio II 2985+65 AP Gutiérrez y Hyland (2002)

Cueva de La Palma 3245+65 AP Gutiérrez y Hyland (2002)

Cueva del Ratón 4845+60 AP Fullola et al. (1994)

Cueva del Ratón 5290+80 AP Fullola et al. (1994)

San Borjitas 7500 AP (aprox.) Guitiérrez (2003)

112

Tenemos así que, las fechas más antiguas para el arte rupestre Gran Mural se

remontan al episodio climático conocido como Altitermal (6050 - 3050 AC).

Durante este periodo prevalecieron altas temperaturas que ocasionaron cambios

ambientales significativos que afectaron especialmente al centro-suroeste de la

actual unión americana. Las consecuencias más graves de estos cambios fueron la

desertización de grandes áreas y la desaparición de los lagos posglaciales.

La evidencia arqueológica indica un serio decremento demográfico en el

Suroeste entre 8000 y 5500 AP, el cual ha sido atribuido a dicho suceso. Sin

embargo, el sur de California y Baja California presentan evidencia de continuidad

habitacional durante ese transcurso.

Se ha planteado que el evidente aumento en la recolección de semillas y

moluscos que se da en esta área durante la fase La Jolla podría haber sido

disparado por la llegada de grupos recolectores provenientes del Suroeste y la

Gran Cuenca, obligados a desplazarse en busca de un hábitat más favorable. Se

puede asumir que algunas de estas oleadas se hayan adentrado en la península de

Baja California, territorio rico en recursos y con un medioambiente más estable.

Proponemos aquí que en este contexto podría encontrarse el origen de la

tradición Gran Mural. Esto implicaría que muy posiblemente fueron formaciones

sociales pretribales las que se vieron involucradas en el surgimiento de esta

manifestación.

Estas poblaciones habrían llevado un patrón de subsistencia basado en un

sistema de rotación estacional mediante el cual abarcaban distintos nichos

ecológicos durante el año, siguiendo los ciclos de vida naturales de las especies

aprovechadas.

La producción de representaciones rupestres en comunidades cazadoras-

recolectoras por lo general se da en el seno de actividades ceremoniales de carácter

colectivo y, comúnmente corren a cargo de un especialista que suele cumplir

también con la función de chamán.

113

Las ceremonias además de cumplir con su función más inmediata como

puede ser la celebración de un matrimonio, funeral, rito de paso, cambio de

estación, etcétera atienden a una amplia variedad de necesidades y obligaciones

socioeconómicas; “tienen el objetivo de crear o reproducir sistemas de

conocimientos o valores que rijan las relaciones sociales, regulando sus formas u

organizándolas coercitivamente” (Bate 1998: 197).

Como ya se ha visto, las sociedades apropiadoras dependen de las relaciones

de reciprocidad generalizada para asegurar su subsistencia. Y en este sentido, la

celebración ritual es la manera más explícita de reforzar los lazos de afinidad y

alianza entre individuos, unidades domésticas, bandas y comunidades. Y, el

encuentro de grupos sociales diferentes requiere el establecimiento de nuevas

relaciones y, en consecuencia, de mecanismos para mantenerlas y reafirmarlas.

Debemos considerar también el papel de la locación del arte rupestre. Las

sierras de San Borja, San Juan, San Francisco y Guadalupe presentan una

geomorfología particular que permite la formación de cavidades y abrigos en las

paredes de las cañadas, las cuales además ofrecen una enorme riqueza de especies

animales, vegetales y agua dulce dentro de la aridez y esterilidad del desierto, lo

que con seguridad las convertía en lugares de especial significado e importancia.

Podría parecer extraño, pues, que no exista evidencia arqueológica de

habitación extensiva al interior de las sierras antes del periodo Comondú. Pero, es

precisamente en la riqueza natural y la relevancia simbólica de estos sitios que

podríamos hallar una explicación. La presencia del arte rupestre indica el probable

estatus “sagrado” de los cañones serranos, por lo que es de suponer que el acceso

habría estado socialmente restringido y controlado, limitándose a expediciones de

caza y recolección y a reuniones ceremoniales. Ello también habría jugado un papel

económico, pues de esa manera se evitaba que ciertas bandas abusaran de la

abundancia de recursos ofrecida por los oasis ahí ubicados.

114

A esto se podría atribuir la escasez de elementos Pinto y Gypsum en el

depósito arqueológico de los sitios que presentan arte rupestre mural; sin dejar de

mencionar la reutilización de los artefactos y la ausencia de estratigrafía. Es

probable, pues, que los campamentos habitacionales de este periodo se encuentren

fuera de los cañones; podría resultar de gran interés que investigaciones y

proyectos arqueológicos futuros pongan a prueba esta idea.

Se ha notado además que los abrigos con pictografías y grabados suelen

encontrase cerca de fuentes acuíferas permanentes, como arroyos y tinajas (Ritter

1985). Esto podría tener una doble función; por un lado, la presencia de agua

resulta favorable para la concurrencia de grupos numerosos y por otro, se aboca el

carácter del vital líquido en el ámbito del pensamiento mágico.

En este sentido, se puede decir que, “el arte rupestre es parte de la

naturaleza, y sólo alcanza la totalidad de su significado en el contexto del paisaje

que lo contiene” (Clottes 2002: 6).

La sierra de Guadalupe es el área que presenta una mayor variedad de

estilos pictóricos rupestres en la región. Ya Esquivel (1994: 8) notó que las

manifestaciones parietales de esta sierra parecen ser temporalmente anteriores a

las de San Francisco; esto aunado a las fechas tempranas obtenidas en la cueva de

San Borjitas nos lleva a plantear que, posiblemente en la sierra de Guadalupe

resida el foco de origen del estilo mural. Por supuesto, estudios futuros proveerán

más datos que nos permitan profundizar a este respecto.

La larga continuidad de la tradición Gran Mural demuestra su éxito como

herramienta de cohesión social. Así, la producción mural sobrevivió mientras el

mismo sistema de vida estuvo vigente. Esto no quiere decir que la sociedad se haya

mantenido estática, sino que las fuerzas y relaciones de producción se sostuvieron

en equilibrio a pesar de todo. Por el contrario, podemos esperar que los cambios

culturales, tecnológicos y subsistenciales ocurridos a través de tan largo tiempo se

vean de alguna manera reflejados también en el arte parietal, quizá más que en

cualquier otro material arqueológico.

115

Schaafsma ha resaltado ya la sensibilidad de las manifestaciones rupestres

con respecto a las variaciones culturales: “La uniformidad estilística resulta de una

red panregional de intercambio de información, y el grado de homogeneidad en

una región depende de la eficiencia de la comunicación intergrupal. Un repertorio

compartido de elementos en el arte rupestre, tipos de figuras, complejos de figuras,

y formas estéticas –o sea estilo– indica entonces participación dentro de un sistema

ideográfico determinado y, a su vez, dentro de una red determinada de

comunicación. La distribución espacial y temporal de un estilo, una vez

determinada, se puede ayudar a definir el rango de la red de comunicación y, por

tanto, del sistema sociocultural tratado. Las diferencias regionales dentro del estilo

podrían denotar variación regional dentro de la cultura” (1980: 8).

Por ejemplo, Viñas ha notado que en los sitios aparentemente más

tempranos de la sierra de San Francisco la figura del venado tiene un papel

primordial en los paneles rupestres, mientras que en frisos supuestamente

posteriores es el borrego cimarrón es el elemento que cobra mayor importancia

(Viñas, et al. 2000). Kehoe, por su lado, menciona que los cambios climáticos que se

dieron después de 3000 AC en el Suroeste orillaron a ciertas poblaciones a

trasladarse a tierras altas, donde el borrego cimarrón se convirtió en la principal

fuente de alimento. Y hacia 1500 AC, este animal era la presa más cazada toda la

región (1992: 364). En este caso, sería provechoso si se pudiera establecer una

relación entre ambos datos mediante el fechamiento absoluto de figuras y sitios

específicos. Desafortunadamente, no se ha publicado hasta ahora la lista de figuras

que fueron sometidas a fechamiento por Gutiérrez, Hyland y Watchman, esto

habría permitido hacer algunas comparaciones estilísticas que nos ayudarían a

entender mejor el proceso evolutivo del estilo Gran Mural.

116

Anteriormente se ha señalado ya que hacia finales del periodo Gypsum (c.

500 DC) parece haber tenido lugar una transformación social evidenciada en un

nuevo patrón de asentamiento y subsistencia sustentado en la explotación y

ocupación semipermanente de territorios menos extensos y, la creación de extensos

circuitos de intercambio de bienes.

Esta transición implica una crisis del sistema de relaciones solidarias, las

cuales ahora se restringen sólo a aquellos grupos con quienes se establecen

alianzas por medio del parentesco clasificatorio. El colapso del modo de

producción pretribal conllevaría, pues, a un declive de la tradición Gran Mural.

En tanto que el esquema de relaciones expresadas en y a través de la

creación del arte rupestre ya no cumple con su función, se puede esperar que esta

actividad pierda importancia, como parece haber sucedido hacia la fase tardía

esbozada por Viñas et al. (2000). Aún así, la primordial función que debió tener la

tradición rupestre en la vida social fue suficiente para mantenerla vigente a pesar

de las transformaciones internas e influencias externas.

Las extensas redes de intercambio regional que surgieron a partir de este

momento abarcaban tanto a grupos agricultores como cazadores-recolectores y

pescadores del Suroeste, Alta y Baja California. Estos contactos también se dejan

ver en el arte rupestre peninsular, en el que aparecen entonces motivos ajenos a la

tradición mural como son los abstractos y esquemáticos, comunes en la imaginería

rupestre del Suroeste, los desiertos de California y la Gran cuenca36. Otra evidencia

de tal influencia es la adopción del arco y flecha.

Desde el siglo XII DC se registraron grandes desplazamientos demográficos a

lo largo de todo el suroeste norteamericano. Estos movimientos se intensificaron

con la sequía de 1276-1299 DC. Al mismo tiempo, se dio una interrupción en el

régimen pluvial bimodal de la región que perduró hasta 1450 DC. Estas fechas

36

Como es el caso de la cueva del Porcelano, véase: Viñas, et al. 2000

117

coinciden con una aparente desocupación de las sierras centrales peninsulares

durante el siglo XIV DC y un incremento de los sitios costeros.

Podemos suponer que la conjunción de estos factores irrumpió con fuerza en

los circuitos de complementación económica afectando especialmente la

interacción social. Es posible, entonces, que la desintegración de alianzas y redes

de relaciones intergrupales condujera al abandono gradual del Gran Mural.

Debemos discernir, pues, con la inclusión de esta tradición pictórica dentro

del “complejo ceremonial peninsular” propuesto por Gutiérrez y Hyland (2002:

378). Aunque dicho esquema, en todo caso, pudiera aplicarse al periodo Comondú,

antes de ese momento ciertamente no podemos hablar de “linajes” y la ocupación

de los cañones y arroyos de las sierras centrales con fines habitacionales. A partir

de 1430 se dio un repunte demográfico en toda la región, conformándose

finalmente la distribución etnolingüística reportada por las fuentes históricas.

La creación de arte rupestre en un contexto ceremonial prevaleció, sin

embargo, como parte del bagaje cultural de los cazadores-recolectores, en la

medida que forma parte de todo un sistema de comunicación y conocimiento que

incluye a la mitología, la cosmovisión y el pensamiento religioso. Un ejemplo

podría ser lo que Viñas (2004) ha identificado como motivos abstractos y

esquemáticos atribuibles a los grupos cochimíes en algunos de los principales sitios

Gran Mural, como Cueva Pintada. No hay duda de que estos lugares fueron

reutilizados por estos californios en su función original como lugares rituales, pero

también en una época tardía fueron usados para habitación, pues buscaban en ellos

protección contra el régimen misional.

En resumen podemos decir que, la tradición pictórica Gran Mural no fue

producto exclusivo de un solo grupo, ni se puede explicar a través del aislamiento

cultural de la península, sino que, como Casiano (1992) había ya sugerido, el arte

rupestre fue realizado durante largos periodos de tiempo por grupos de diferentes

filiaciones culturales.

118

V. Marco crono-cultural del Gran Mural. Reflexiones y propuestas

Aquí integraremos los datos resultantes del acopio, análisis y

reordenamiento de la información en una síntesis descriptiva que abarque en lo

posible los distintos aspectos de la sociedad autora del arte rupestre Gran Mural,

con el fin de reconstruir a grandes rasgos el contexto en el que se desarrolló.

Proponemos para este fenómeno social el nombre de “cultura de los

Grandes Murales” ya que la tradición rupestre es su rasgo más singular y

duradero, a través del cual podemos identificar la extensión espacial y cronológica

de dicha cultura arqueológica.

Tenemos, pues, que Baja California fue poblada por el hombre cuando

menos desde el Pleistoceno Superior. Hasta ahora, la ocupación más temprana de

la península está representada por la cultura de los cazadores Clovis, la cual se

sitúa entre 12000 y 10000 años AP.

Hacia el fin de la era glacial, los grupos humanos se concentraron alrededor

de los lagos pluviales, que se formaron durante la transición al Holoceno, e

incrementaron la exploración de recursos vegetales y marinos. Durante este

periodo surge la cultura San Dieguito en la costa sur de California, la cual perduró

en el interior de Baja California hasta c. 8000 AP.

Según las dataciones de San Borjitas, el origen del arte rupestre Gran Mural

podría ubicarse como mínimo en 7500 AP. Esta fecha coincide con el inicio del

episodio climático Altitermal en Norteamérica occidental y el periodo cultural

Pinto-Concepción en el centro-sur peninsular. El nacimiento de la práctica pictórica

podría apuntar a la aparición de nuevas circunstancias socioeconómicas locales

impulsadas por los cambios medioambientales que se dieron entonces a escala

regional.

La paulatina desertización de California, el Suroeste y la Gran Cuenca

durante el Altitermal suscitó que grupos originarios de aquellas zonas se vieran en

la necesidad de trasladarse hacia ambientes más favorables. La península

119

representó un hábitat atractivo puesto que mantuvo un clima y paisaje

comparablemente estables a lo largo de aquél periodo, además de contar con una

gran diversidad de nichos ecológicos y recursos aprovechables dentro de un

territorio relativamente reducido.

La interpretación de los datos lingüísticos y arqueológicos señalan que para

este momento las poblaciones humanas de la península eran de filiación

etnolingüística hokana y contaban con una organización social pretribal y una

economía de apropiación basada en la recolección y la caza estacionales. Tenían un

patrón de vida nómada y una sociedad estructurada a partir de relaciones de

reciprocidad generalizada entre comunidades e individuos.

El conjunto de utensilios domésticos y herramientas líticas de estos grupos

era sencillo y estaba enfocado en la procuración de alimentos, destacando los

cuchillos, tajadores y raspadores. Explotaban territorios extensos que ofrecían una

vasta riqueza de medios provenientes de diversos ecosistemas; marino, lacustre y

terrestre. Y, se asentaban en campamentos temporales alrededor de los lagos

pluviales supervivientes, el litoral, los cañones y arroyos al interior de las sierras.

Algunos de los grupos que comenzaron a desplazarse geográficamente a

partir del Altitermal pertenecían también al tronco hokano, pero aquellos

originarios del Suroeste y la Gran Cuenca al parecer habrían formado parte de una

población de habla proto-uto-azteca y, a ellos se atribuye la difusión del complejo

Pinto.

El relativamente súbito incremento demográfico en Baja California

ocasionado por la llegada de distintos grupos debió requerir ciertas adaptaciones

culturales. Entre las más importantes podríamos citar; a) una mejor organización y

definición de los movimientos geográfico-estacionales; con el fin de evitar la

sobreexplotación de parajes y asegurar la disponibilidad de recursos; b) un mejor

aprovechamiento de tales recursos; por ejemplo mediante la diversificación de la

dieta, como se aprecia en el aumento de la recolección y el consumo de plantas y; c)

120

la necesaria integración de las nuevas comunidades dentro del circuito de

reciprocidad e intercambio.

Este tipo de ajustes sociales suele resolverse prácticamente en la arena de las

ceremonias y reuniones colectivas. En este sentido podemos plantear que la

tradición pictórica Gran Mural surgió, o cobró importancia, como una estrategia

para establecer y reafirmar lazos de afinidad social.

La elección de cuevas y abrigos rocosos en los cañones de las sierras

centrales para la creación estas manifestaciones podría residir en la importancia

simbólica que pudieron sustentar estos sitios en la cosmovisión y como lugares de

“culto”, reservados para la realización de actividades ceremoniales y rituales.

El lugar del arte rupestre dentro de un sistema de pensamiento y un

complejo cultural compartido y su función intrínseca como unificador social

pueden ayudar a explicar la larga continuidad del arte rupestre Gran Mural, pues

en él se reflejan y a través de él se refuerzan los sistemas de valores de la sociedad.

En el contexto ceremonial, las normas, creencias y valores colectivos están

contenidos y son expresados en la mitología, la historia oral y las actividades

rituales, como la realización del arte rupestre.

Desde el inicio de esa tradición pictórica, también los modelos

subsistenciales y tecnológicos parecen haber permanecido más o menos invariables

a lo largo de aproximadamente cinco milenios. Alrededor de 4000-3500 AP, se

estima que la expansión uto-azteca alcanzó al Suroeste y, el complejo Pinto dio

paso al Gypsum, pero sin que los artefactos del primero cayeran en desuso o

fuesen reemplazados por el segundo. Más bien, se observa la adopción de las

nuevas formas líticas sin que exista un rompimiento con las antiguas industrias.

Esta aparente estabilidad, manifestada en la continuidad de las tecnologías

líticas, el patrón de asentamiento y subsistencia, y el arte rupestre Gran Mural, nos

permite delimitar el rango espacio-temporal que ocupó la cultura arqueológica de

121

los Grandes Murales. Geográficamente, esta manifestación abarcó el Desierto

Central de Baja California y cronológicamente, se extendió de c. 5500 AC a 500 DC.

Grosso modo, podemos distinguir dos fases37 de los Grandes Murales. La

primera, Pinto-Concepción, definida por la presencia de artefactos líticos del

complejo Pinto, con una duración de c. 5500-2000 AC. Y, la fase Gypsum-Coyote,

caracterizada por puntas Gypsum, La Paz, Elko, cuchillos Loreto y tecnología de

molienda, ubicada de c. 2000 AC – 500 DC.

Podemos mencionar aquí algunos elementos diagnósticos de la cultura de

los Grandes Murales que perduraron a lo largo de ambas fases:

o El arte rupestre de estilo Gran Mural.

o Puntas de proyectil grandes, raspadores, cuchillos, tajadores y

perforadores.

o La práctica mortuoria predominante de entierro en cuevas funerarias.

o Poblaciones reducidas y altamente móviles que explotaban

cíclicamente diversos ecosistemas.

o Asentamiento en campamentos estacionales temporales.

o Una economía basada en la caza y recolección estacional.

o Una organización social pretribal.

No debemos olvidar que a pesar de la supuesta continuidad cultural, la

sociedad está viva y en constante renovación, por lo que esto no implica la

ausencia de cambios a través del tiempo, sino que indica la eficacia de la estructura

socioeconómica para resolver las necesidades de los grupos humanos que la

conformaron. Las diferencias espaciales y/o temporales en las formas culturales

pueden deberse a distinta funcionalidad, modificaciones en las relaciones

intergrupales, adaptaciones sociales, difusión o préstamo, entre otras causas.

37

Entendemos por fase: unidad en la que prevalecen patrones distintivos de artefactos o la unidad estilística

de un complejo (Chartkoff en Gibbon 1998: 113; traducción propia).

122

De esta manera, aún a través de lo que podría parecer una uniformidad

temática y estilística en el arte rupestre Gran Mural, se observan variaciones

formales que pueden estar reflejando distintos momentos de la tradición pictórica;

la evolución del estilo, influencias externas y, últimamente, cambios sociales; como

el paso al periodo Comondú.

El fin del periodo Gypsum, durante los primeros siglos de nuestra era,

observó una transformación de los esquemas socioeconómicos y culturales que

hasta entonces habían prevalecido. El patrón de asentamiento y subsistencia, que

consistía de campamentos menores, esparcidos y eventuales en territorios amplios

para explotar cíclicamente distintos ambientes, fue suplantado por uno de

concentraciones mayores y semi-permanentes en espacios relativamente

delimitados que permitían intensificar el aprovechamiento de recursos locales en la

costa y el interior.

Dicha transición marca el cambio de una formación pretribal a una tribal, lo

cual implica también un incremento de población en toda la región, la

especialización de las comunidades, el establecimiento de amplios circuitos de

intercambio y, la aparición de sistemas de alianza basados en las relaciones de

parentesco clasificatorio. Este nuevo modelo social define al periodo Comondú, el

cual se extiende hasta la época histórica.

Con esta nueva organización surgieron también amplios sistemas de

complementación económica e intercambio que transportaban a través de la región

no sólo bienes, sino también individuos e ideas. Algunos de los contactos mejor

conocidos se dieron entre los grupos yumanos de california y la cultura Hohokam,

cuyas incursiones en la península probablemente influyeron también en los grupos

que se encontraban ahí asentados.

El Gran Mural definitivamente sobrevivió aquel momento histórico. Sin

embargo, junto con todo el orden socioeconómico, los sistemas de pensamiento

colectivo también entraron en crisis y ello se manifiesta en un declive de esta

123

práctica pictórica. Es evidente la constante exposición de los grupos peninsulares a

influencias externas, pues entonces se introducen a Baja California tradiciones

rupestres originarias de California, el Suroeste y la Gran Cuenca, que incluso en

algunos sitios se encuentran conviviendo con una etapa final del arte mural. Otros

rasgos ajenos que fueron adoptados de aquellas zonas por los californios son el

arco y la tecnología lítica de puntas de flecha.

La cultura arqueológica Comondú tiene una distribución geográfica que

abarca desde el límite norte del Desierto Central hasta la región de bahía de La Paz,

y temporalmente se sitúa de c. 500 DC hasta el siglo XVIII DC. Los aspectos más

característicos de esta cultura son:

o Arte rupestre Gran Mural tardío, abstracto y esquemático.

o Puntas de flecha pequeñas, triangulares y aserradas.

o Prácticas mortuorias de entierro y cremación.

o Poblaciones medianas, especializadas en la explotación local.

o Asentamientos mayores y semi-permanentes.

o Una subsistencia basada sobre todo en la recolección de plantas y

moluscos y, en segundo término, la caza y pesca estacional.

o Amplios circuitos de complementación económica; dentro y hacia

fuera de la península.

o Una organización social tribal estructurada a partir de las relaciones

de parentesco clasificatorio.

Hacia finales del siglo XIII DC tuvieron lugar drásticos cambios climáticos y

demográficos que afectaron profundamente el modo de vida de los grupos

humanos a escala regional. En Baja California, la irrupción del régimen pluvial

bimodal, entre 1250 y 1450 DC, condujo a los grupos del interior a concentrarse en

la costa, lo cual alteró las redes de intercambio y, fundamentalmente, las relaciones

grupales.

124

Todo ello habría conducido a la pérdida gradual de la tradición Gran Mural,

por lo que podríamos esperar que las fechas más tardías de estas manifestaciones

se remonten al siglo XIV DC.

Desde 1430 DC, las condiciones ambientales permitieron a las poblaciones

peninsulares repoblar las sierras y el interior. A partir de entonces, los sitios Gran

Mural fueron reutilizados por los grupos cochimíes tanto en su función original de

lugares ceremoniales, como para habitación temporal.

En la época misional y colonial, los cañones de las sierras fueron recurridas

por los indígenas para refugiarse del dominio europeo y el azote de las epidemias.

Con la extinción de los habitantes originarios del Desierto Central, la mayor parte

de estos lugares no volvieron a ser ocupados. En los últimos cien años, los abrigos

y cuevas pintados más accesibles han sido “redescubiertos” por los rancheros y sus

cabras, así como algunos viajeros e investigadores.

Hoy son los arqueólogos e historiadores quienes se han dado a la tarea de

visitar las sierras centrales de Baja California con el fin de registrar y documentar la

mayor cantidad de sitios rupestres Gran Mural con el fin de estudiar y preservar

este magnífico patrimonio cultural.

Conclusiones

Desde hace años se venía haciendo evidente que era necesario reconsiderar

los esquemas propuestos para el pasado cultural de Baja California. En este

aspecto, el arte rupestre Gran Mural ha señalado el camino de la arqueología

peninsular. La cuestión de la filiación crono-cultural de esa tradición pictórica nos

ha llevado a esbozar modelos sobre la ocupación y desarrollo humanos en ese

territorio.

Esos modelos han ido cambiando a medida que el cuerpo de información

arqueológica ha ido aumentando. Tradicionalmente, el arte mural se había incluido

125

dentro del “complejo arqueológico Comondú”, atribuido a los grupos peninsulares

históricos conocidos como cochimíes.

En su momento, las dataciones de cueva del Ratón, que colocaban a la

tradición Gran Mural en 5000 años AP, convocaron a replantear la secuencia

ocupacional del Desierto Central y las asociaciones entre materiales arqueológicos

y poblaciones humanas. Y aunque ese llamado no fue del todo atendido, una vez

más la información proveniente de la tradición Gran Mural nos obliga a reflexionar

sobre los modelos de la prehistoria regional.

La antigüedad de 7500 años AP estimada para el friso de la cueva de San

Borjitas ha requerido una cuidadosa reevaluación del contexto arqueológico del

Gran Mural. El resultado, más que rechazar, nos ha llevado a enriquecer los

planteamientos existentes. Y esperamos que, del mismo modo, la presente

propuesta sea analizada, evaluada, corregida y ampliada conforme los datos sobre

la historia cultural de Baja California se incrementen.

Por lo pronto, podemos formular las siguientes hipótesis con respecto a la

tradición rupestre Gran Mural del Desierto Central de Baja California:

1) Su fecha más temprana, c. 7500 AP, cae dentro del episodio climático

Altitermal (6050-3050 AC).

2) Surge en el seno de grupos cazadores-recolectores pretribales.

3) Se da en el contexto de actividades ceremoniales.

4) En ella se expresan, y a través de ella se refuerzan los sistemas de valores

que condicionan la cohesión social.

5) Involucró a más de un grupo etnolingüístico.

6) Implicó, al menos, a dos culturas arqueológicas; Grandes Murales (7500 –

1450 AP) y Comondú (1450 - 150 AP)

Proponemos también la siguiente secuencia cultural para el Desierto

Central de Baja California:

126

Cultura Temporalidad

Comondú 1450 – 300 AP

Grandes Murales Fase Gypsum- Coyote 3500 – 1450 AP

Grandes Murales Fase Pinto-Concepción 7500 – 3500 AP

La Jolla 8000 – 3000 AP

Tradición de los Lagos Pluviales Occidentales 10000 – 8000 AP

Clovis 12000 - 10000 AP

Tradición Pictórica Gran Mural

Consideraciones finales

Hoy por hoy, continúa siendo válido que “las pinturas rupestres de Baja

California [...] constituyen la mejor clave para la resolución del problema histórico

de la Península” (Dahlgren y Romero 1951: 162).

Por tanto, esperamos que este trabajo sirva como un punto de partida para

que futuras investigaciones prosigan en la reconstrucción y explicación del

desarrollo cultural de los grupos humanos que han habitado Baja California.

Asimismo, hemos intentado mostrar que el arte rupestre es una herramienta

invaluable en la investigación arqueológica, cuya sensibilidad refleja los procesos

históricos por los que ha pasado una sociedad. Por ello, es necesario que los

estudios consiguientes mantengan una visión totalizadora del fenómeno rupestre,

analizándolo dentro de su contexto arqueológico general, y no como una

manifestación artística aislada.

127

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