1995. La comunidad indígena en México: la utopía irrealizada
La herencia meridional o un vistazo aproximado a la utopía occidental
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La herencia meridional o un vistazo aproximado a la utopía
occidental
Christian Aiello
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
UNLP – La Plata
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“Tarde llegamos, amigo, y ¡tan tarde!Cierto que viven los Dioses.
Sí, sobre nuestras cabezas, allá arribaEn otro mundo, en acción eterna;
Y en apariencia, despreocupados de si vivimos:¡Que tanto cuidado ponen los Celestes en no herirnos! “
Friedrich Hölderlin
“Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos; mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará.
Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando fui hombre, deje lo que era de niño.
Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido.”
1 Corintios 13: 912
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El flagelo aletargador de Empusa parece haberse extendido por un Mediodía
mucho más vasto que el de la tradición medieval, en el que el demonio
quebrantahuesos se enseñoreaba de la hora en la que el sol se erguía en el
horizonte. No ha sido casual que pueblos tan alejados del Mediterráneo, como los
germanos o los indios nunca lo hayan visto sobrevolar o apenas lo hayan visto a lo
lejos, atravesando el apartado Meridiano de otros pueblos. Tácito elogiaba a uno de
estos pueblos que, sin construir imágenes y templos para sus dioses, los
reverenciaban en lo apartado de los bosques. Tal vez Tácito, ya hubiera percibido
entonces, mucho antes que Paul Virilio, esa tendencia del Mediodía de Europa a
moverse como si no tuviera materia sino sólo direcciones: el rostro del
determinismo occidental. La observación de Gibbon de que los nórdicos difícilmente
edificaran templos e ídolos cuando apenas construían chozas puede ser tomada
como una discreción por parte de este erudito autor1: la civilización, por supuesto,
exige una gran diligencia en los asuntos prácticos, el impulso del procedimiento,
para someter los designios naturales al favor de los programas de expansión; no hay
lugar dentro de la civilización para ese furor salvaje que es la fe, eso se lo deja a los
bosques y al desierto; toda fe que es capturada por una civilización se convierte sin
remedio en religión. No es fortuito, entonces, que los antiguos germanos, dado su
escaso adelanto técnico, no hayan podido evitar ser más “idealistas”. Roma, de
algún modo, necesitaba domesticar a sus dioses, civilizarlos, para que no alteraran
su visión práctica del mundo y, sobre todo, la linealidad teleologica de su
cartografía, la vida en la proyección, el outopos occidental.
¿Dice algo esta propensión de Roma acerca de su idolatría? La nostalgia de
una vida más bella, tal como lo expresa Huizinga, que apareció en la Edad Media, y
luego volvió a aparecer durante la Ilustración, se presenta como el camino hacia
una meta remota. Ambos casos, el de Roma y el de la Edad Media, se definen por su
mirada sobre metas lejanas. Huizinga describe tres caminos hacia esas metas2: el
1 Tanto Tácito como Gibbon son citados por Borges en su obra critica
2 Huizinga, Johan. “El otoño de la edad media: Estudios sobre las formas de la vida y del espíritu durante los siglos XIV y XV en Francia y en los países bajos”, Revista de Occidente,
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primero es la negación del mundo, muy extendida en la Edad Media, manifestada a
través de la esperanza de una vida mejor en el más allá, aunque también en la
figura del monje acidioso que parece representar el ánimo de todo el medioevo. El
segundo camino es el del mejoramiento del mundo, apenas conocido en la época; el
tercero: la vida en la fantasía, una fuga hacía tiempos o lugares más bellos, también
percibida en la acidia monástica. Roma, tal vez más emprendedora y mucho menos
proclive a la fantasía, se encargó de todo el Mediterráneo, como observa Virilio,
tomó autoridad sobre él antes de conquistarlo3. Es el paradigma de la idealidad de
la construcción sobre territorios: dado su nolugar, el determinismo de la
civilización occidental siempre se está dirigiendo a otro lugar.
Alejandro Magno describía elogiosamente un hecho que lo asombró durante su
campaña a Oriente. Se refería a que, mientras su ejército luchaba en los campos de
la India, el campesino no dejaba de labrar: los soldados se batían a su alrededor sin
que este se conmoviera. Es difícil imaginar que esto ocurriera entre los labriegos
romanos, de quienes se dice que abandonaban los campos en cuanto Aníbal se
aproximaba. La India, descripta por los soldados griegos, podría ser concebida como
una gran heterotopía, a diferencia de la utopía latina, una heterotopía imborrable,
permanente.4
Este ánimo prófugo, que vemos con más claridad en la Edad Media, pero que
es posible rastrear, por lo menos, hasta la Antigüedad romana, nos muestra cierta
correspondencia entre el letargo, la vida soñolienta, importunada de la primera y
cierto momento de la segunda, en la que el enlace sería el catolicismo. Un
catolicismo, vehículo en el tiempo del outopos, que no debe confundirse, de
ninguna manera, con el cristianismo primitivo. Indagamos sobre ese catolicismo
cuya reverencia a las imágenes se compuso a través de la conocida combinación con
el paganismo romano, de hábito marcadamente idólatra y que llega a la Edad
Madrid, 1967. 3 Virilio, Paul. "La inseguridad del territorio”, La marca, Buenos Aires, 1999.
4 Oldenberg, Herman. “Buda: Su vida, su obra, su conocimiento”, Aticus, Buenos Aires, 1946.
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Media, donde encontramos exageradamente desarrollada la vida visual y el
simbolismo: un ambiente en el que la confluencia de estos dos elementos resulta en
una colección de imágenes, un atesoramiento de mundos mejores en la conciencia de
la época encarnados en una multiplicidad de alegorías.
El símbolo, la alegoría y la caída al vacío
¡Con qué fidelidad ha atrapado su imagen, como un humilde
esclavo que devotamente manifiesta su devoción, un esclavo
para el que ella tiene un gran valor, aunque él no tenga ningún
valor para ella! ¡Puede agarrarla, pero no abrazarla!
Sören Kierkegaard –Diario de un seductor.
Ese extenso y nebuloso periodo que corre entre el declive del gran imperio de
Mediodía y el surgimiento del Humanismo, podría representarse como una fastuosa
catedral gótica, emblema durante esa época del paraíso en la tierra, pero sin su
portal de entrada; lo mismo que dice Agamben cuando se refiere a que no es la
salvación lo que falta en la Edad Media, sino el camino que conduce a ella. La figura
del acidioso encuentra en la del idólatra medieval a su compañero de fuga o, lo que
sería casi lo mismo, el complemento para encontrar en la adoración de imágenes el
portal de la inmensa catedral vedada.
Tanto la actitud del monje acidioso como la reverencia por los dioses
representados en figuras esculpidas, nos habla de eso que Agamben llama “la
perversión de una voluntad que quiere el objeto, pero no la vía que conduce a él y
5
desea y yerra a la vez el camino hacia el propio deseo”5; o de esa propensión, en la
que insiste Huizinga, a construir mundos ideales como forma de huir hacia los
confines. Si el ídolo es una puerta hacía ese otro mundo deseado, podría decirse
que el idólatra tiene cierta ventaja sobre el fraile acidioso, que tal vez en la Edad
Media confluyen en la misma persona. Pero, entonces, si esa ventaja existe
verdaderamente, es necesario que el ídolo sea algo más allá de lo que es en lo
inmediato, como dice Kierkegaard,6 que haga referencia a algo que él mismo no es.
Por esa razón, la idea de que lo que proliferó en la práctica católica medieval
fue la idolatría, sería objetada por la extendida tradición que dice que el simbolismo
fue el principal órgano del pensamiento medieval. Sin embargo, otras culturas que
han venerado a sus deidades a través de imágenes tendrían la misma oportunidad
de apelar a que no fueron idólatras sino simbolistas. Tal vez sea necesario mostrar
la diferencia entre aquellos cultos que adoraban a la imagen como residencia del
dios y aquellos que adoraban al dios del que la imagen sería la señal, sólo una
representación inspiradora. A simple vista, lo que se desarrolló en la Edad Media
fue lo segundo; así lo determinaría el Concilio de Trento. Sin embargo, no es difícil
encontrar hábitos en los que ambas formas se reúnen; formas que, en algunas
ocasiones, se inclinarán a usos heredados del viejo paganismo romano o de ritos
regionales y, en otras, hasta se enredarán con prácticas que trascendieron a la lucha
por propagarse, tan propia de ciertos saberes de la época, como la cábala o la
alquimia.
No obstante, Huizinga observa el ánimo general de este periodo como
propenso a un exceso de representaciones, un exceso que, según el autor, “habría
sido simplemente una desatada fantasmagoría, si cada figura, si cada imagen no
hubiese tenido más o menos su puesto en el sistema general del pensamiento
simbólico”.7
5 Agamben, Giorgio. “Estancias: La palabra y el fantasma en la cultura occidental”, Pretextos, Valencia, 2001. p 12
6 Kierkegaard, Sören. "Obras y papeles de Kierkegaard", Guadarrama, Madrid, 19611965.7 Huizinga, Johan. Op. Cit. P. 320.
6
El simbolismo, sin embargo, desde el punto de vista del pensamiento causal, se
presenta como un cortocircuito espiritual. “El pensamiento no busca la unión de dos
cosas, recorriendo las escondidas sinuosidades de su conexión causal, sino que la
encuentra súbitamente, por medio de un salto, no como una unión de causa y
efecto, sino como una unión de sentido y finalidad.”8
Ese salto del pensamiento que une las cosas según una finalidad, es el ritmo
respiratorio de la época, el modo de reaccionar de su aliento vital ante la forma
teleologica del movimiento en general. “Ahora vemos por espejo, oscuramente”, se
especulaba en la Edad Media, en medio de los pavores de la peste y las guerras.
Ninguna cosa seria podía extinguirse en su función inmediata, en su forma de
manifestarse. Entonces “ver por espejo” no podía significar otra cosa que una
condensación del pensamiento en la imagen que, como observa Goethe9, determinó
a toda esa época. No es simplemente una multiplicación de las hierofanías,
siguiendo la idea de Eliade10, lo que hace posible el exceso de representaciones; es
la cristalización de un estado del ánimo, que se perpetúa en esa plasmación, y
constituye el tránsito a la alegoría y, así, al vaciamiento de sentido de la imagen.
“Ahora vemos por espejo, oscuramente”, decían, citando la carta de san Pablo,
no obstante, cuando agregaban “pero entonces veremos cara a cara”, ese “entonces” 11 era leído, una vez más, como un punto distante, imposible de alcanzar: un
momento en el futuro incógnito y escabroso en el que, al igual que en el pasado
8 Op cit. P. 320
9 “Simbolismo sólo proyectado sobre la superficie de la imaginación, la expresión
deliberada de un símbolo es, por ende, su agotamiento, la traducción de un gesto de pasión en
una correcta proposición gramatical” Goethe, citado por Huizinga. Op. Cit.
10 Eliade, Mircea. “Lo sagrado y lo profano”, Editorial Labor, Barcelona, 1988: “El acto de manifestación de lo sagrado. Solo implica que algo sagrado se nos muestra”.
11 1 Corintios 13: “pero entonces conoceré como fui conocido”
7
legendario, un pasado en el que aun se conversaba cara a cara con Dios, el hombre
recuperaría su posibilidad de redención. Ese “entonces” es un ejemplo de la mirada
de la Europa medieval, y por qué no de su herencia del Mediodía apostólico, posada
sobre el outopos; el “nolugar” convirtiéndose, cada vez más, en el lugar.
Algunos pueblos han tenido que normalizar, sino conjurar con verdaderas leyes,
esa disposición a traer el cielo a la esfera familiar para mantener la conciencia
enfocada en lo divino. Podemos ver un caso intermedio en el ejemplo hebreo, que ha
requerido siempre de la Ley 12 para volver su mirada hacía la divinidad. El
predominio de las cuestiones prácticas en un pueblo ha hecho muy difícil su relación
con las deidades sin la intervención de objetos que las volvieran más terrenales,
concretas. No es que lo sagrado se confunda con lo profano; tal vez lo que ocurra sea
que uno y otro son hechos con la misma sustancia. La imagen esculpida viene a ser
signo de algo que estos pueblos no pueden concebir y tratan de asir en el objeto
material. No es casual, entonces, que las sociedades más civilizadas de la Antigüedad
hayan sido idólatras: desarrollar la civilización requiere de atención por los asuntos
mundanos, la organización, el Estado, la proyección; no hay lugar para la civilización
en pueblos demasiado místicos o propensos a abstracciones.
De este modo es posible delimitar entre una barbarie anterior a la civilización,
caracterizada por la experiencia de la fe, tal como la del cristianismo casi nómada de
las catacumbas y el desierto, por no mencionar a los germanos del bosque hiperbóreo;
pero también entre una civilización que permanece un paso atrás, o al menos al
costado, de la vida “en el otro plano”: una civilización que ha capturado la fe, no tiene
otro remedio que sacarla de su medio original, traerla al mundo, volverla experiencia
terrena, volverla, en otras palabras, religión. Las imágenes domestican al dios, lo
aíslan de su realidad divina para volverlo apropiable. En la Edad Media el fantasma
era la principal experiencia del alma13, sobre esto se apoya la relación entre el idólatra
y el iconoclasta.
12 Exodo 20: 4. “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que este arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra.”
13 Agamben, Giorgio. Op. Cit. P. 139.
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El incremento de las alegorías, a finales del largo periodo, produjo una oquedad
infranqueable en el significado de las imágenes. “El símbolo sólo conserva su valor
efectivo mientras dura el carácter sagrado de las cosas que hace sensibles. Tan
pronto como desciende de la pura esfera religiosa a la esfera exclusivamente moral,
degenera, sin esperanza de remedio”.14 El idólatra pierde su ventaja ante el acidioso
en el momento en que la puerta al otro lado, que tenía en la imagen, se cierra. La
puerta se convierte en puerta a ningún lado y la adoración de la imagen pasa a ser
la adoración a la puerta.
Las imágenes del cristianismo habían sido influidas por la iconografía etrusca,
previamente filtradas y atravesadas por la cultura latina, repleta de dioses con
cuernos y colmillos y, de algún modo, repleta de facilidades visuales para una
cultura como la que seguiría a la Edad Media. Con el vaciamiento de referencia y el
olvido aparecen las primeras formas de profanación de la imagen: el uso muy
común de figuras infernales para asustar niños en la era posterior, una caída
abrupta a la esfera moral.
El paradigma del hombre azorado ante un misterio que se hace presente
parece tener, en la Edad Medía, la vuelta de tuerca que le daría al hombre moderno
la ocasión de extender su perplejidad hacía asuntos que estaban lejos de ser
misterios.
14 Huizinga, Johan. Op. Cit. P. 325.
9
La heterotopía y las Islas de la Bendición
“El paraíso es el ultimo de los velos, pues los elegidos
para el paraíso, en él permanecerán, y los que allí queden
no habitaran con Dios. Él es el que es: el velado”
Abud Yazid Bistami
“Grifos y monstruos vigilan siempre los caminos de la salvación”15; estas
palabras suenan como un pretexto perfecto para contemplar la salvación desde
lejos. La idea de una Arcadia parece haber sido recurrente en casi todas las culturas:
“En la Edad Media predominaba la idea de que el paraíso no estaría lejos del orbe,
es decir, Jerusalem”.16 Una vez más, se percibe la tendencia a ubicar algo de la
esfera celeste en un plano terreno. La noción de paraíso, de algún modo, se fue
haciendo terrena al punto de ser una imagen de uso perfectamente profano.
El paraíso, tal como nos lo transmitió la Edad Media, es una utopía, más bien
el paroxismo de la utopía. Figuras de la bienaventuranza en otros tiempos aluden a
la forma de lugares apartados, como las Islas de la Bendición, que recuerdan más a
una heterotopía: un lugar dónde terminarían los que no deben estar entre nosotros,
un lugar para los desviados, es decir, para los justos y los bienaventurados. El
mundo subterráneo era igual: lugares inaccesibles, por lo excluyentes. En la Edad
Media se conjuga esa insistencia en situarlo en un término geográfico al que no se
puede acceder, por ejemplo, porque está guardado por ángeles armados, por
serpientes o dragones, con una tendencia del espíritu, la vaguedad del espíritu que
15 Eliade, Mircea. “Tratado de historia de las religiones”.
16 Chevalier, Jean y Gheerbrant, Alain. “Diccionario de los símbolos”, Herder, Barcelona 1993. p 352
10
se asienta en un retroceso respecto a la vida, el miedo a la vida diaria, un hastío por
vivir consolidado por la guerra y la amenaza constante, también por la ausencia de
aspiraciones y de voluntad por mejorar el mundo dado y la desesperanza, bien
fundada, en el porvenir: lo que aleja del terror es concebir ese paraíso en algún
lugar; no necesariamente el poder transportarse a él, nada más pensarlo, añorarlo,
tal vez, saberlo perdido, si es que se lo ubica en el tiempo, o inalcanzable.
La melancolía medieval se pronuncia en la esperanza de un próximo fin del
mundo17. Hay también un conjunto de idealizaciones que tienen la intención de
alejar la mente del pánico y la consternación, es el caso de la cantidad de reinos de
Jauja que se conjeturaron, no sólo a fines de la Edad Media, sino ya en plena edad
de la Iluminación al ver que la Razón no hacía arribar a la humanidad a una
renovación. La nostalgia de una vida más bella y el carácter utópico de la Edad
Media se revelaban en las constantes evasiones hacía tiempos o lugares mejores;
algo que vuelve a verse en plena edad de la razón, cuando Occidente empieza a
buscar su paraíso perdido, una remota Edad de Oro, en las culturas de Oriente.
“La transmutación de la nueva Jerusalem, no es una vuelta a un pasado idílico,
sino una proyección en un porvenir sin precedente”18 La insistencia en la forma
cuadrada de la ciudad representa a la Tierra, en lugar de la forma redonda que
distinguía al paraíso terrenal: ya no es el cielo sobre la Tierra, sino la Tierra llevada
al cielo: otro rasgo, tal vez el más completo, de la ilusión medieval. Esta nueva
interpretación del Paraíso representa de mejor modo la directriz occidental hacía el
futuro, esa consecuente arquitectura de los espejismos que parece haber
acompañado al demonio del Mediodía en su larga procesión: ya no se trata de la
huida acidiosa del religioso, el anhelo por tiempos en los que “se hablaba
directamente con Dios”, sino de una teleología, una reflexión cuyo objeto final, su
entelequia, es la instauración del mundo en el Cielo.
17 “La melancolía no sería tanto reacción regresiva ante la pérdida del objeto de amor, sino la capacidad fantasmatica de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable.” Agamben, Giorgio, Op. Cit, p 53
18 Chevalier, Jean y Gheerbrant, Alain. Op. Cit, p 607
11
Acerca de la “Edad de Oro” desperdiciada, Ovidio dice en las Metamorphosis19:
“Se encuentra una visión pesimista del mundo en una época cuyo periodo juvenil
exento de pecado ya ha pasado y tiene que ceder el paso a una ‘edad de hierro’ que
se caracteriza por una despiadada lucha por la existencia”. Es esa antigua
proximidad con Dios, de la que suele hablar el mito, la antigua existencia de héroes,
y un anhelo presente del retorno al paraíso, que Virgilio supo anunciar en su
enigmática Égloga IV.
Las Islas Blancas, la tierra de Mag Mon de los celtas o, más patentemente, el
país de Jauja, “una de las frecuentes idealizaciones de los ‘buenos viejos tiempos’
frente a la desilusionada realidad”20, no son figuras que se hayan extinguido con el
declive de la Edad Media. Lo muestra de ese modo la cantidad de ejemplos que se
pueden extraer del relato de los navegantes y los exploradores, del mismo modo
que los delirios sobre el hallazgo de América. 21
La profanación de la visión sagrada de la isla como morada de los dioses o lugar
inaccesible para los inicuos, se operó mediante un giro progresivo de la isla a la
condición de refugio. La elección de la isla en medio de la ignorancia y la agitación del
mundo profano, así se lleva a cabo el pasaje a la secularidad de la isla.
Podemos decir, del mismo modo que Agamben22 y LéviStrauss, que el ritual
integra el pasado remoto al presente, sincronizándolos. Sin embargo, si dijéramos
que, a partir de algún momento, la tarea de Occidente no fue la de sincronizar el
19 Ovidio citado en Biedermann, Hans. “Diccionario de símbolos”, Paidós. Buenos Aires 1993.
20 Biedermann, Hans. Op. Cit. p 250
21 La narración de la exploración de Hernando Pizarro de marzo de 1533 por la región de Xauxa recuerda al siguiente pasaje: “Si se hablara hoy de la invención de América o del Nuevo Mundo, se designaría más bien el descubrimiento o la producción de nuevos modos de existencia, de nuevas formas de aprehender, de proyectar o de habitar el mundo pero no la creación o el descubrimiento de la existencia misma del territorio llamado América.” Derridà, Jacques. “Psyché: invenciones del otro”, AA. VV, Diseminario. La desconstrucción, otro descubrimiento de América, XYZ Editores, Montevideo, 1887.
22 Agamben, Giorgio, “Infancia e historia: Destrucción de la experiencia y origen de la historia”. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004
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presente no con un pasado mítico, sino con un futuro improbable y evasivo, no
haríamos más que referirnos, una vez más, al determinismo occidental: ese que lo
que hace es transmitirse sin una sustancia que lo constituya; dado su nolugar, se
dirige siempre a otro lugar.
Hay una imagen del paraíso en el pasado, desdibujada, vuelta a formular bajo
ánimos y situaciones diferentes. Hay también toda una gama de representaciones
que han tratado de otorgarle familiaridad al más allá. “El espacio en el que
vivimos”, dice Foucault, “que nos atrae hacia fuera de nosotros mismos, en el que se
desarrolla precisamente la erosión de nuestra vida, de nuestro tiempo y de nuestra
historia, este espacio que nos carcome y nos agrieta es en sí mismo también un
espacio heterogéneo”23. En respuesta a este espacio, en el que las cosas caducan,
conocemos otros “lugares sin emplazamiento real”, como las utopías, y lugares, que
“son absolutamente otros que todos los emplazamientos que reflejan y de los que
hablan”, las heterotopías. La experiencia intermedia estaría en el espejo.24
El idólatra adora el reflejo de la imagen del ídolo en su propio alma que actúa
como espejo, lo que significa que, al igual que un espejo refleja la imagen sin poseerla,
el idólatra no puede tomar la imagen que se refleja en su interior. Una topografía de
los lugares más recurrentes en la historia de las civilizaciones de Occidente puede
distinguir, primero que ninguno, el lugar ausente; el lugar que no tiene lugar, en el
que, sin embargo se puede vivir; ciertamente, al precio de no estar ahí.
23 Foucault, Michel. “Los espacios otros”, revista Astrágalo, nº 7, septiembre de 1997
24 “El espejo es una utopía, porque es un lugar sin lugar. En el espejo, me veo donde no estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente detrás de la superficie, estoy allá, allá donde no estoy, especie de sombra que me devuelve mi propia visibilidad, que me permite mirarme allá donde estoy ausente: utopía del espejo. Pero es igualmente una heterotopía, en la medida en que el espejo existe realmente y tiene, sobre el lugar que ocupo, una especie de efecto de retorno; a partir del espejo me descubro ausente en el lugar en que estoy, puesto que me veo allá.” Foucault, Michel. Op. cit.
13
El juguete sagrado o el ídolo a medio profanar
“La pregunta ¿dónde está la cosa? es inseparable de la pregunta
¿dónde está el hombre? Como el fetiche, como el juguete, las cosas no
están propiamente en ningún sitio, porque su lugar se sitúa más acá
de los objetos y más allá del hombre en una zona que no es ya ni objetiva
ni subjetiva, ni personal ni impersonal, ni material ni inmaterial, sino
donde nos encontramos de improviso delante de esa x en
apariencia tan simple: el hombre, la cosa.”
Giorgio Agamben –Estancias
Desde el siglo III se comienza a erigir y a difundirse una colección de
imágenes cristianas, identificadas con personajes y motivos vigentes en el arte
romano. Las modificaciones operadas en la imagen de Cristo, nos indican que
existen múltiples fuentes de esa imagen y su significación cambió de acuerdo con la
historia del catolicismo.
14
La catedral de Chartres ofrece un buen ejemplo de reminiscencia pagana o, si
se lo prefiere, de cierto sincretismo iconográfico. Su arquitectura muestra diversas
expresiones difíciles de inscribir dentro la tradición del cristianismo primitivo:
signos zodiacales, un escarabajo con rostro humano, escenas de obras domésticas.
Pero hablar del elemento pagano en el culto cristiano, después de su paso por
Roma, puede resultar una verdadera redundancia. Sin embargo, no deja de ser
curiosa la presencia de cierto detalle en uno de sus vitrales: un orificio en el
ventanal deja pasar, un mediodía durante el solsticio de invierno, un rayo de sol
que, reflejándose en el botón de bronce colocado en un lugar calculado del piso,
devuelve la luz sobre el vitral proyectándola sobre la imagen de san Apollinaire, un
recuerdo cristiano del dios Apolo, según algunos criterios.
¿Qué le dio al catolicismo medieval ese carácter tan destacadamente
figurado? El cristianismo romano hubiera carecido de la carga de alegoría con la
que hoy lo conocemos si no hubiera sido atravesado por el enfoque medieval: una
visión del mundo siempre en fuga, pero capturada, queriendo ser halagada por
estampas de mundos alternativos. El catolicismo, por su herencia romana, se
constituyó, a pesar de lo que suele pensarse, en una religión práctica, es decir, en
una que aspiraba a ordenar este mundo.
El cristianismo originario se vio en problemas para hacerle comprender al
feligrés pagano, pensamientos como el de un Dios único y trino, el significado de las
cosas sin el signo aprensible. Pasó algún tiempo hasta que se realizó la conocida
fusión del culto domestico gentil, que operaba trayendo al dios a la tierra, y un
cristianismo dispuesto a mutar para brotar en el mundo. Podría decirse que fue una
fusión que nunca dejó de realizarse. Para el romano, Cristo se volvía asible tallado
en la cruz, con una apariencia grecolatina y rodeado de un cortejo de pequeños
dioses, del mismo modo en que se volvía aceptable para otros pueblos asociándolo a
alguna deidad femenina25.25 En Chartres se comienza a venerar la primera Virgen Negra se cuenta que antes de
la conquista de Roma existía allí un bosque sagrado en el cual los celtas veneraban un ídolo femenino de la fertilidad tallado en madera negra. El Abad Clarevall, que dio la regla a la orden de los Templarios, no introdujo el culto a la virgen como "Madre de Cristo", la iglesia no reconocía ningún tipo de culto a ninguna feminidad. Está divulgada la versión de que lo que
15
La imagen necesita códigos que sirvan para legitimar su originalidad, la
originalidad del ídolo como dios, una especie de mecanismo para el olvido y el nuevo
retorno. La alegoría, como dice Benjamin, significa el no ser de lo que ella representa.
El tallado de una imagen responde al endurecimiento de una pasión que encontró una
forma de enunciarse en la efigie. La consagración de un objeto puede ser pensada
como ese enamoramiento en el que caían los pintores melancólicos del Renacimiento
con respecto a sus obras: la obra que pasa a ser objeto de amor a través de esa
contemplación sería el ídolo consagrado, apartado de los objetos profanos, para el
idólatra. Pero ¿cómo ocurre el hecho de que un objeto se presente como si tuviera
una vida propia?
El problema del idólatra no dejará de ser el de quien, mientras esté frente a la
imagen y la conciba como tal, no logrará alcanzar al dios. Logrará remediarlo cuando
quebrante el estatuto del objeto, se libere de la represión “que se ejerce sobre los
objetos fijando las normas de su uso”26 y vea en ella la presencia de la divinidad. El
símbolo como signo del dios que no se hace visiblemente presente ha sido, en culturas
con dificultades para concebir lo invisible, el medio de ese imperioso afán de traer a
los dioses hacía sí.27 Cuando un pueblo no puede ir él mismo hacia sus dioses, cuando
está demasiado anclado en la tierra, no tarda en reconocer a los dioses en diferentes
objetos de la vida terrestre, el parecido del dios con un animal o con una tormenta.
“Quién dijo ¡Dios es espíritu! Dio sobre la tierra el mayor de los pasos, el mayor de los
saltos hacía la incredulidad”, como dice Nietzsche.28
instauró fue el culto a la Madre, a la Tierra, de algunas culturas precristianas.26 “el ingreso de un objeto en la esfera del fetiche es cada vez màs el signo de una
transgresión de la regla que asigna a cada cosa un uso apropiado” Agamben, Giorgio. “Estancias: La palabra y el fantasma en la cultura occidental”, Pretextos, Valencia, 2001. P 108
27 El objeto se desentiende de su autor. La búsqueda infructuosa del dios en la imagen es la imposibilidad de verlos simultáneamente como objeto de factura humana y como residencia del espíritu del dios; el hecho de que el dios no se vuelva más asible por haberlo encarnado en un ídolo, la desesperación por hacerlo tangible, quedará resuelto cuando, estando frente a la imagen, se haya olvidado del origen del objeto y vea aquello que el signo señala y no lo que el signo es en lo inmediato, es decir, que vea al dios.
28 “Vale más adorar bajo esta forma que bajo ninguna” Nietzsche, Friedrich. “Asì hablò Zarathustra” Sarpe, Madrid. 1983
16
El problema es que la alegoría se vacía, como dice Benjamin: entonces, el
idólatra se vuelve hacia el ídolo, comienza a ignorar aquello que éste le señalaba,
deja de entenderlo, lo olvida; no obstante, la imagen no deja de causarle impresión.
Le ha dado, tal vez, un nuevo significado, la ha dotado de otro alma, se han
presentado nuevas fantasías; tal vez la imagen, ella sola, ha cambiado de alma. Si
algo persiste es la insistencia del devoto sobre la efigie de Cristo inerte, pero se
pregunta dónde está ¿En qué parte de la reliquia reside? No puede pensar la figura
sin sentir perplejidad sobre aquello que ésta quiere señalar. Pero la imagen, vacía ya
de su significado original, no deja recibir pleitesía. Al parecer, lo único que impide
que esta religión, ejercida de este modo, termine profanada es la insistencia del
idólatra por asir el meollo de la imagen.29 Acumula entonces rezos, plegarias,
sacrificios, ofrendas, tal vez hasta acumule reproducciones interminables de la
misma imagen, pero aquello que desea tomar sigue ausente. Tal vez lo que la
mantiene en la esfera sagrada es que cada vez que se vacía de significado, el
idólatra le encuentra otro, probablemente porque la imagen sigue evocándole el
mismo estado de ánimo, una especie de paramnesia. Pero es difícil imaginar a los
bárbaros que menciona Gibbon tratando de capturar el corazón de una estatua
No hubo necesidad de esperar al Renacimiento para que el cristianismo
recibiera sus primeras profanaciones a gran escala: la primera de todas, fue
relativamente temprana, fue la de convertirlo en religión de estado, en Iglesia en el
sentido estatal del término ¿Por qué la rebelión de los objetos comienza a incomodar
tanto al hombre moderno? En otros tiempos los objetos también cobraban vida
propia: esos casos eran tomados como hierofanías y la posible rebelión era
conjurada.30 La herencia más perdurable de Roma tal vez no haya sido su Derecho,
ni la religión, ni siquiera su panorámica teleológica, sino el hálito que venía en cada
uno de esos legados, el hálito del demonio meridiano. No es una sorpresa advertir en
29 Agamben, Giorgio, “Infancia e historia: Destrucción de la experiencia y origen de la historia”, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004
30 Tema recurrente en la literatura fantástica del siglo XIX. Un ejemplo son los relatos de Maupassant, “El Horlá” y “¡Quién sabe!”.
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una cultura psicoanalizada y católica que la confesión se vuelva recurrente y
generalizada; tampoco es una sorpresa encontrar al objeto ausente la presencia de la
ausencia en el mismo corazón de esa cultura. Ambas han posado su examen en el
reflejo inapropiable del objeto por el que bregan: el rezo sería otra forma de
coleccionar.
Bibliografía
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Agamben, Giorgio, “Infancia e historia: Destrucción de la experiencia y origen de la historia”, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004.
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