LA FRONTERA MÉXICO ESTADOS UNIDOS COMO LABORATORIO DE LA INTEGRACIÓN ECONÓMICA, POLÍTICO-MILITAR...

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LA FRONTERA MÉXICO ESTADOS UNIDOS COMO LABORATORIO DE LA INTEGRACIÓN ECONÓMICA, POLÍTICO-MILITAR Y CULTURAL. Dr. Juan Manuel Sandoval Palacios, Coordinador del Seminario Permanente de Estudios Chicanos y de Fronteras (DEAS-INAH). Artículo publicado en las Memorias del Primer Seminario de Protección del Patrimonio Cultural México-Estados Unidos. Coordinación Nacional de Centros INAH- CONACULTA; U. S. National Park Service y Southwest Strategy (El Paso, Texas, 6-8 de agosto de 2003). Disco Compacto, febrero de 2004.

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LA FRONTERA MÉXICO ESTADOS UNIDOS COMO LABORATORIO DE LA

INTEGRACIÓN ECONÓMICA, POLÍTICO-MILITAR Y CULTURAL.

Dr. Juan Manuel Sandoval Palacios,

Coordinador del Seminario Permanente de

Estudios Chicanos y de Fronteras (DEAS-INAH).

Artículo publicado en las Memorias del Primer Seminario de Protección del Patrimonio

Cultural México-Estados Unidos. Coordinación Nacional de Centros INAH-

CONACULTA; U. S. National Park Service y Southwest Strategy (El Paso, Texas, 6-8 de

agosto de 2003). Disco Compacto, febrero de 2004.

I. INTRODUCCIÓN.

En este ensayo intentamos mostrar cómo la región fronteriza entre México y

Estados Unidos ha sido, es y será un laboratorio de la integración. Para ello, analizaremos

someramente tres aspectos, dos de los cuales han sido desarrollados in extenso en otros

escritos (Sandoval, 1993, 1996ª y b; 1997ª y b; 1998; 2003a) y el tercero, la integración

cultural, que apenas ha sido aproximado de manera incipiente por el autor (1997c). Los dos

primeros tienen que ver con los procesos de integración económica y político-militar que se

han venido desarrollando en esta región fronteriza y de ahí se han ido expandiendo a todo el

territorio mexicano en las últimas dos décadas, sobre todo a partir de la entrada en vigor del

Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1994. Ambos procesos se inscriben en

la perspectiva geopolítica de Estados Unidos, de su Gran Estrategia, para imponer sus

intereses en todo el Continente (Sandoval 2002ª y b), y que tiene su punto de partida en el

régimen de Ronald Reagan a principios de los 1980s, quien para “recuperar el control de la

frontera”, por cuestiones de seguridad nacional, ordenó establecer mecanismos de mayor

control contra la migración indocumentada, el narcotráfico y el terrorismo. Desde entonces

data la vinculación entre la inmigración indocumentada con el tráfico de drogas y con el

terrorismo.

Lo cierto es que esto ha sido el pretexto para controlar una región geoeconómica, de

carácter geoestratégico para el proyecto de integración regional hegemónico de Estados

Unidos, ya que en esta región conocida como “Sun Belt” y que abarca desde la Florida

hasta California en el suroeste, pasando por Texas, Nuevo México y Arizona, se ubica una

gran parte de la industria de punta (electrónica, aeroespacial, biotecnológica, etc.), la

industria automotriz y la metalúrgica, minería (incluyendo plata, oro, y uranio) en ambos

lados de la línea divisoria (principalmente en la forma de maquiladoras del lado mexicano);

además de ubicarse los principales centros de investigación nuclear, bases militares

(terrestres y marinas), y de la reserva petrolera estratégica en la Unión Americana

(Sandoval, 1996 a y b).

En esta perspectiva, podemos observar que la integración económica y político.-

militar ha venido imponiéndose de forma vertical, desde “arriba”, desde los gobiernos de

ambos países, y particularmente del estadounidense en función de los intereses económicos

de sus grandes corporaciones.

En contraste, el proceso de integración cultural en dicha región fronteriza, si bien

también se da de manera vertical, “desde arriba”, por medio de pautas hegemónicas

(educación oficial, medios masivos de información –televisión, radio, prensa escrita, etc.-);

en gran medida se ha dado de manera horizontal, “desde abajo”, es decir, desde los

ciudadanos, habitantes de comunidades históricas a uno y otro lado de la línea divisoria; y

quienes, a lo largo ya de varios siglos han ido creando una cultura fronteriza, que es parte

del patrimonio histórico y cultural de ambos países; y, podríamos decir que mayormente de

México (Sandoval, 1997c).

Y es que, como apunta Juan Mora Torres (2001:1-2) -historiador chicano de San

José California, avecindado desde hace muchos años en Chicago, donde estudio su

doctorado con Friedrich Katz-,

“Lo que hace al límite fronterizo Estados Unidos-México tan único es que históricamente ha funcionado tanto como un vínculo como una barrera entre dos naciones que tienen diferentes sistemas económicos, políticos y valores culturales. Desde su creación en 1848, al presente, este límite fronterizo ha separado a los Estados Unidos, una tierra de abundancia, de México y América Latina, la tierra de la necesidad. A pesar de una pesada vigilancia, la frontera Estados Unidos-México no es exactamente la Cortina de Hierro, una línea que dividió a una sociedad en dos entidades diferentes y antagónicas desde su incepción en la post-Segunda Guerra Mundial hasta 1989. Las áreas fronterizas también son zonas de permanente contacto, y en las franjas fronterizas Estados Unidos-México las diferencias nacionales se han acoplado desde 1848, uniendo a la nación más poderosa del mundo a su vecino sureño “en desarrollo”. Estas diferencias nacionales, especialmente en las esferas económica y cultural, han sufrido procesos de mutación, creando una sociedad fronteriza que es profundamente diferente de los interiores de ambos países”.

De igual manera, para Oscar Martínez (1998: xvi), un historiador chicano “borderlander” o

fronterizo, criado en Ciudad Juárez y El Paso, y avecindado en Tucson, Arizona desde

1988,

“ (...) Yo he pasado tres cuartas partes de mi vida entre gente de la frontera, experimentando y estudiando las fuerzas que los han conformado. Aún antes de que yo comenzara mi estudio formal de la región, tenía un vago pero fuerte sentimiento de que los fronterizos eran alguien singular en su historia, perspectiva, y comportamiento, y que su estilo de vida se desviaba de las normas del México central y del interior de los Estados Unidos. La impresión se volvió más fuerte cuando llevé a cabo investigación sobre diversos aspectos de la historia fronteriza (..)”.

Para Carlos Vélez (1999:19), antropólogo chicano de Arizona, quien llevó a cabo un

estudio sobre las poblaciones mexicanas que viven en la zona del suroeste de los Estados

Unidos, como más comúnmente se conoce, “Una de las razones para escribir sobre esta población es puramente personal y

vivencial. Nací con un pie a cada lado de la frontera política entre México y Estados Unidos. Sólo a la casualidad se debe el que no haya nacido en Sonora en vez de Arizona y hoy en día miles de otras personas como yo repiten literalmente esa misma casualidad”.

Pero esta casualidad se ha dado a lo largo de, por lo menos, las últimas décadas del Siglo

XIX y todo el Siglo XX, como lo esboza en un poema José Antonio Burciaga (1992: 43),

escritor y poeta chicano de El Paso, Texas,

A MÉXICO CON CARIÑO.

Madre patria que acusaste a tus hijos sin razón, siendo tu la ocasión

quiero que recuerdes:

Que somos hijos de olvidados, hijos de revolucionarios,

hijos de exilados, hijos de mojados, hijos de braceros,

hijos de campesinos, hijos que buscaban pan,

hijos en busca de trabajo, hijos de Sánchez que no educaste,

hijos que abandonaste, hijos de padrastro gringo,

hijos de los de abajo, hijos pochos, hijos guachos,

hijos con el Spanish mocho, hijos desamparados.

Recuerda que somos mexicanos,

somos chicanos, sabemos inglés,

y como descendientes ausentes recuérdanos como hijos pródigos.

Este proceso de integración cultural, sin embargo, no ha estado exento de conflictos y ha

tenido que vérselas con el racismo y la discriminación de diversos sectores sociales y

políticos estadounidenses (Valenzuela, 1998), así como con diversas manifestaciones de

“otredad” entre los mismos habitantes de la frontera respecto a sí mismos y a los

inmigrantes indocumentados (Vila, 2000); además de enfrentarse en muchas ocasiones con

las dificultades y problemas causados por los dos primeros procesos, y que han generado un

ambiente de violencia, inseguridad y de vulnerabilidad en algunas zonas de esta región,

como en Ciudad Juárez, Chihuahua, donde han sido asesinadas 370 mujeres en la última

década, quedando en la mayoría de los casos impunes los perpetradores de tales

homicidios.

En esta perspectiva, podríamos decir que la frontera México-Estados Unidos ha

devenido actualmente en un laboratorio de la integración-desintegración regional (por la

cauda de problemas y desigualdades que ha generado dicho proceso), cuya dinámica se

empieza a extender a otras partes de México y del continente.

Es, en este sentido, una zona de "encuentro" sociocultural y económico entre

norteamericanos y latinoamericanos, es la frontera "interamericana", de acuerdo con un

antropólogo estadounidense fronterizo de El Paso (Duncan Earle).

La frontera México-Estados Unidos es, por lo tanto, -y esta es la hipótesis de trabajo

que guía a este ensayo- un lugar fértil para entender lo que es la integración regional y

hemisférica, siendo frontera entre dos culturas y dos naciones claves en este proceso. Es un

laboratorio y un microcosmos para entender el futuro de todos los americanos del

continente, en donde podemos ver los cambios y desafíos económicos, sociales, culturales,

políticos, militares y ambientales que sucederán mañana en el resto del mundo como parte

de la globalización.

II. INTEGRACIÓN ECONÓMICA DE LA FRONTERA MÉXICO-ESTADOS UNIDOS. A principios de la década de los 1980s la economía mexicana mostraba señales de un

profundo deterioro por la caída del precio del petróleo y la crisis de deuda externa que

afectó a todo el mundo. En 1982 se devaluó tres veces el peso mexicano por la fuga masiva

de capitales. Por otro lado, la economía estadounidense se hundía en el receso y el

desempleo, el cual alcanzó los niveles más bajos desde la década de los 1930s.

Debido a la contracción del mercado de divisas, el receso de la economía mexicana y

las devaluaciones del peso, las importaciones de productos estadounidenses disminuyeron

en más de la mitad durante los tres primeros años de esa década, afectando grandemente la

economía fronteriza y empleo de miles de personas en la frontera entre ambas naciones. El

mercado negro de dólares en la frontera (y en otras ciudades del país) y el incremento sin

precedentes de la inmigración de trabajadores mexicanos indocumentados a Estados Unidos

fueron las muestras más palpables de dicha crisis que se pudieron ver claramente en la zona

fronteriza. Y es que esta zona ha sido siempre un reflejo de las intensas y complejas

relaciones entre ambos países. De acuerdo con Corona Rentería (1983),

"Compuesto por regiones geoeconómicas diferentes, permeables a los contactos y flujos de personas, bienes, capitales, ideas y presiones políticas, la frontera con sus costos diferenciales permite a los inversionistas estadounidenses aprovechar el menor precio relativo de la mano de obra mexicana para la terminación de manufacturas de empresas transnacionales."

En el pasado reciente, la ausencia de una oferta nacional de bienes intermedios y de

productos terminados y la nula integración interindustrial de los estados fronterizos así

como la sobrevaluación del peso mexicano favorecida por el régimen de zona libre permitió

un gigantesco comercio de importación de bienes de consumo que restaba, al mismo

tiempo, las posibilidades de una industrialización regional integrada a la economía

nacional. La crisis mexicana puso de relieve en forma espectacular un aspecto de la fuerte

interdependencia asimétrica de las ciudades gemelas fronterizas que antes se soslayaba.

Esto es la dependencia de los establecimientos comerciales norteamericanos respecto de la

clientela mexicana que, al suspenderse las operaciones cambiarias con los inabordables

nuevo tipos de cambio, no pudo adquirir ya los dólares necesarios para hacer sus compras

cotidianas de bienes duraderos y semiduraderos en las tiendas del lado norteamericano.

En esta perspectiva, este autor planteaba en 1983 que si entonces nos encontrábamos

con dos economías vecinas de desarrollo desigual que habían sufrido considerablemente

como resultado de las crisis de ambos países, cabía preguntarse si este desorden podría

presentarse en dos economías transfronterizas menos dependientes del comercio al

menudeo, más vinculadas entre sí por flujos de insumo-productos interindustrial y más

integradas a las economías de sus respectivos países.

Esta última era la pregunta clave no sólo para los académicos, sino para los

funcionarios del régimen de De La Madrid. Se planteaba entonces que se requería

instrumentar políticas de industrialización y comercialización regional basados en la

complementación de los eslabones intersectoriales de bienes intermedios (insumos) y

productos terminados entre los estados fronterizos y con respecto al resto de la economía.

Los eslabones intersectoriales e interregionales de insumo producto debían reforzarse con

enlaces interurbanos de Este a Oeste y de Norte a Sur.

Desde el punto de vista de vista regional, la integración interindustrial de los estados

fronterizos se justificaba debido a que la contribución de esas entidades a la economía

nacional era relativamente pequeña considerando el tamaño de su territorio, su potencial de

desarrollo y escasa población. Por ejemplo, los estados norteños con más de 44% de la

superficie de territorio nacional sólo contaban en 1980 con el 16.1% de la población y

apenas alcanzaron ese año el 20.2% del producto interno bruto en su conjunto. Con

excepción de Chihuahua, el resto de los estados fronterizos alcanzaron un producto interno

bruto per cápita superior al promedio nacional. La participación de la región dentro de la

actividad económica nacional, en el año de 1980 se caracterizó por una intervención en la

composición del producto interno bruto de 22.9% en el sector agropecuario, 21.2% en el de

la distribución, 21.2% en el sector electricidad, 20.1 % en la industria manufacturera,

18.3% en la minería y 17.8% en la construcción. La densidad de población de estos estados

era inferior al promedio nacional en términos de habitantes por kilómetro cuadrado, con la

excepción de Nuevo León que era ligeramente superior, y de las 50 principales localidades

urbanas de la república, 16 correspondían a estos estados.

Los problemas que afrontaban las economías de los estados norteños eran entre

otras, un marcado desequilibrio entre la oferta y la demanda de bienes y servicios generadas

en la región, una deficiente integración económica de la zona; la dispersión geográfica de

los principales centros urbanos y la falta de comunicación interestatal y con el resto de la

República. Esta situación había limitado las posibilidades de desarrollo de buen número de

actividades que requerían de un mercado ampliado, así como de aquellas que contaban con

posibilidades de exportación; a lo anterior se agregaba el problema del flujo de personas

que llegaban a la frontera con el objeto de trabajar en el vecino país.

En consecuencia se estimaba urgente poner en marcha una política de integración

industrial e interregional que contribuyera a resolver los problemas enunciados. Esta

política debía contemplar los mercados estadounidenses para el aprovisionamiento de

insumos y para la exportación de productos nacionales. La formulación de esta política

debía tener los siguientes objetivos y metas, según Rentería:

“General: con prioridad nacional, Disminuir la dependencia de la economía de los estados fronterizos respecto de Estados Unidos. Incrementar la contribución de las economías de las regiones de la frontera a la economía y al desarrollo nacional. General. Contribuir a la descentralización industrial y demográfica de la zona conurbada del centro del país, favoreciendo el desarrollo de ciudades medianas así como la disminución del subempleo, y la creación de empleos y la distribución regional del ingreso. Particular. Formular un modelo de política de integración interregional, intersectorial e internacional de las industrias de los estados del norte con las del centro y sur de México”.

Sin embargo, lo que debería haber sido un proceso de integración regional de la

frontera norte a México, resultó en una integración mayor a la economía global y en

particular a la estadounidense.

Y es que, de acuerdo con Arroyo (1995, pp. 39-43), a la par de la globalización de la

economía, el nuevo modelo de desarrollo al que se ha llamado "neoliberalismo", privilegia

la conformación de regiones por encima de la supuesta homogeneidad de las economías

nacionales, lo que ha venido a asignarle una importancia fundamental a las trayectorias

históricas de las regiones. Así, la apertura de la economía nacional ha producido una serie

de repercusiones de orden territorial y organizacional, configurando un nuevo mapa

económico de nuestro país, en el cual la posición de las regiones se ha ido modificando y

con ello las posibilidades de éxito de sus economías en los mercados internacionales.

En esta perspectiva, encontramos hoy que la zona geográfica de México más

integrada a la economía global, la frontera norte, es también la región más desconectada de

la economía nacional (Schmidt, 1998).

Veamos cómo sucedió esto. Desde principios de la década de los 1980s, cuando se

inicia con De La Madrid el viraje del modelo económico con una política de apertura

económica (modernización y reconversión industrial, privatización de empresas

paraestatales, etc.), la región fronteriza no sólo recibió grandes impulsos a su desarrollo

industrial, sino a los sectores financiero y de servicios, así como a su infraestructura

carretera y de comunicaciones, y a la liberalización comercial y a la ampliación de la zona

de perímetro libre (de 28 a 77 kilómetros desde la línea de demarcación territorial) (Dávila,

1991).

Ya para la segunda mitad de la década de los 1980s, el desarrollo de los estados

fronterizos del norte de México era tal que algunos autores planteaban que la importancia

de la franja fronteriza norte de México en las relaciones bilaterales con Estados Unidos

aumentaba a la par de la creciente fuerza económica de la región. En lo que respecta a

México apuntaba Fernández (1989),

"el impacto que tendrá la región fronteriza sobre el grueso de la economía nacional obligará a un cambio en su postura en las relaciones entre los dos países y se pueden contemplar varios escenarios: un 'tercer país', un mercado común norteamericano, y un pacto de las zonas fronterizas."

Otros autores o políticos y empresarios planteaban la necesidad de la creación de una zona

libre para la producción a ambos lados de la frontera y aún otros una zona "tapón". En este

último proyecto se proponía la creación de una franja autónoma militarizada de ciento

sesenta a trescientos kilómetros (100 a 200 millas) sobre territorio mexicano y a todo lo

largo de la frontera con Estados Unidos, para enfrentar los problemas de la migración

indocumentada y el narcotráfico, así como para realizar maniobras conjuntas. En esta franja

se establecería, asimismo, un sistema de libre mercado "con limitada interferencia de los

gobiernos de México y los Estados Unidos." (El Día, 18 de julio de 1986; Cásares, 1987).

En esta perspectiva el Departamento de Defensa estadounidense también manifestó

su interés por el establecimiento en dicha región fronteriza de un programa de producción

industrial para la defensa de ese país. De acuerdo con el Southwest Border Infrastructure

Initiative Report, elaborado por la Border Trade Alliance en febrero de 1992 (López, 1992),

el

"Departamento de Defensa ha expresado continuamente su preocupación sobre la falta de una capacidad de producción industrial suficiente para apoyar un esfuerzo de producción en tiempos de guerra. El Defense Reserve Industrial Base Program o DRIB (realizado por el Technology Transfer Infrastucture Committee) está concebido para apoyar al Departamento de Defensa en establecer y activar rápidamente una capacidad creciente para producir los bienes y materiales necesarios para la defensa nacional. La localización primaria para el DRIB está propuesta para estar dentro de los centros de producción ya existentes a lo largo de la frontera México-Estados Unidos."

El desarrollo económico de la frontera norte de México se volvía así en la piedra de toque

para el desarrollo económico y militar de los Estados Unidos.

De hecho, se puede observar claramente cómo en la década de los 1980s, mientras

que los estados del centro y del sur de México disminuyeron su crecimiento económico, las

entidades del norte y en particular las fronterizas, tuvieron un despegue industrial

importante. La zona de nueva industria (Aguascalientes, Baja California Norte, Coahuila,

Tamaulipas, Chihuahua, Guanajuato y San Luis Potosí), cuya presencia en 1980 era muy

baja, en 1988 aumentó su aportación al Producto Interno Bruto (PIB) nacional en términos

cuantitativos, debido a su condición socioeconómica y su localización geográfica. Las

entidades de mayor crecimiento fueron Chihuahua (8.03 %), Coahuila (9.06%), Tamaulipas

(7.7%), Baja California Norte (3.6%) y Aguascalientes (3.11%). De igual forma, hasta

1988, las entidades que realizaban el más alto esfuerzo exportador son las ubicadas en la

zona fronteriza con Estados Unidos. Los estados de Nuevo León, Chihuahua, Coahuila y

Tamaulipas, generaron en los primeros años de la década pasada el 43.80% de las

exportaciones nacionales (El Financiero, 15 de marzo de 1993).

Actualmente, estos estados fronterizos albergan grandes intereses económicos de

Estados Unidos -y en menor medida de Japón y de otros países asiáticos y europeos-, en la

forma de maquiladoras (algunas de las cuales producen partes componentes importantes

para la industria militar y aeroespacial de la Unión Americana); modernas plantas

automotrices (Chihuahua, Coahuila y Sonora); usinas metalúrgicas y minas (Sonora,

Coahuila y Nuevo León). Ahí se localizan grandes recursos minerales (incluyendo uranio

en Chihuahua). Por esta frontera entran a Estados Unidos grandes cantidades de petróleo y

gas para alimentar, en gran medida, la reserva estratégica estadounidense; así como otros

productos manufacturados, agropecuarios y también una buena cantidad de mano de obra

barata, necesaria para ciertos sectores de la manufactura, la agricultura y los servicios.

Y es que la política de desarrollo económico e industrial de los estados del norte,

impulsada desde principios de los 1980s respondía, en gran medida, a las necesidades del

desarrollo de la economía estadounidense la cual se centraba principalmente en sus propios

estados fronterizos del suroeste.

Estos estados fronterizos, del lado estadounidense, se localizan en buena parte de la

región conocida como Cinturón del Sol (Sun Belt), la cual se ha convertido en la región

industrial más importante de la Unión Americana, principalmente en el estado de

California. Ahí se localizan las industrias electrónica y aeroespacial; grandes yacimientos

petrolíferos y de otros minerales estratégicos (California, Arizona y Texas). Uno de los

principales laboratorios nucleares de esa nación se encuentra cerca de esta frontera en el

conjunto de montañas Sandía y Manzana en Nuevo México. Varias ciudades fronterizas, así

como las costas del Pacífico y del Atlántico, muy cerca de México, son el hogar de más

actividades de inteligencia y de instalaciones militares que cualquier otra región de Estados

Unidos.

Como se ha podido observar, la mayor inserción geoeconómica de México a

Estados Unidos, acelerada desde principios de la década de los 1980's, se ha basado

fundamentalmente en la región norte del país, la cual ha recibido importantes impulsos para

su desarrollo industrial y financiero, su infraestructura carretera y de comunicaciones, su

liberalización comercial, el incremento de los servicios y otros aspectos inherentes a tal

proceso.

Esta integración fronteriza es parte de un proceso regional mayor, en el cual el

llamado Sun Belt conformado principalmente por estados del suroeste y sur de los Estados

Unidos, ha devenido en la principal región industrializada de ese país, lo cual la convierte,

junto con la región fronteriza norte de México, en un área geoestratégica de primera

importancia para el proyecto estadounidense de integración económica regional,

comenzando por sus dos vecinos inmediatos, Canadá y México (Sandoval, 1996a).

Y es que para Estados Unidos el Tratado de Libre Comercio con el que se ha

formalizado la integración del Área Norteamericana de Libre Comercio junto con Canadá y

México, más que un pacto comercial significa una cuestión de seguridad nacional. De

hecho, las motivaciones para impulsar al TLCAN fueron definidas originalmente por la

Casa Blanca como primordialmente geopolíticas, en un intento por asegurar recursos

importantes en el norte y un vecino estable en el sur (véase Hinojosa, 1991 y Sandoval,

1993). Por otro lado, en este tratado se advierte la intención de ampliar su proteccionismo

tradicional a nivel regional, con el pretexto de proteger su seguridad nacional (Saxe-

Fernández, 1992).

Según Gasca (2002:191-192), “De acuerdo con el principal interés del TLCAN, el núcleo dinámico de la integración

sigue estando en ciertos rubros económicos, es por ello que ahora se estarían regenerando y/o profundizando los mecanismos y procesos históricos que ya de por sí habían orientado el sentido principal de la integración binacional, tal es el caso de los corredores industriales que desde los años ochenta comenzaron a desarrollar las empresas estadounidenses y sus filiales en México.

Otro de los mecanismos de articulación espacial de la franja fronteriza México-Estados Unidos, derivados del TLCAN, es el de las llamadas “supercarreteras”, aunque todavía en proyecto, permitirán eventualmente consolidar o rearticular a las tres naciones. En el caso de nuestro país estos proyectos manifiestan la preponderancia de los vínculos con orientaciones norte-sur, lo cual significa que se volverán a consolidar las tendencias históricas que ya

manifestaba la red carretera del país, a favor de una mayor articulación longitudinal siguiendo las rutas de las principales ciudades del norte y centro del país”.

Además, continúa Gasca, se están conformando asociaciones de entidades regionales y

proyectos estratégicos binacionales, lo que está llevando a la consolidación de una

regionalización de facto en la franja fronteriza.

Pero para Estados Unidos, el área constituida conjuntamente con Canadá y México

es sólo el primer paso hacia la conformación de una zona de libre comercio más amplia,

que incluiría diversas regiones desde Alaska hasta la Patagonia. El Tratado de Libre

Comercio signado por los gobiernos de los tres países, no es sólo un modelo para otros

acuerdos de libre comercio, sino para la integración hemisférica, ya que, por un lado, una

cláusula de acceso establecida en este documento haría posible que otras naciones pudiesen

integrarse al Área Norteamericana ya mencionada; pero, por el otro lado, los mecanismos

de negociación de este tratado fueron tan exitosos que hoy son utilizados para otros tratados

bilaterales entre países del continente, y lo serán para las negociaciones del Área de Libre

Comercio de las Américas (ALCA), la cual fue propuesta por Clinton en la llamada

Cumbre de las Américas en diciembre de 1994 en Miami, Florida, donde fue aceptada por

todos los jefes de Estado del Continente, excepto Cuba. ALCA deberá estar conformada

para el año 2005, y muchos procedimientos van muy avanzados ya. .

Así, con la creación del Área Norteamericana de Libre Comercio conformada por

Canadá, Estados Unidos y México, la región fronteriza entre estos dos últimos países está

considerada una de las regiones más importantes dentro de la estrategia estadounidense

para establecer su hegemonía hemisférica y mundial.

En esta perspectiva, la estrategia impulsada por Estados Unidos para hacer frente a

los otros dos bloques geoeconómicos en formación, encabezados por Alemania y Japón, en

la lucha por los mercados mundiales, requiere en una primera instancia de la integración

económica regional de Estados Unidos con sus vecinos del norte y del sur para aprovechar

sus ventajas comparativas en beneficio propio (recursos naturales -principalmente petróleo-

y mano de obra barata, entre otras).

Y para ello, se hace necesario tener el control no sólo económico, sino político y

militar de la región fronteriza entre esa nación y la mexicana, que es fundamental para el

desarrollo de dicha estrategia. Así, con el proceso de integración económica esta región

entró de lleno dentro de los intereses estratégicos y de seguridad nacional de Estados

Unidos.

III. INTEGRACIÓN POLÍTICO MILITAR DE LA FRONTERA MÉXICO-ESTADOS UNIDOS

A principios de los años 1980s, durante el gobierno del Presidente Ronald Reagan, se

comenzaron a incrementar las medidas para un mayor control sobre la frontera entre

Estados Unidos y México. El mismo Reagan planteó que: "este país ha perdido el control

de sus fronteras y ningún país puede mantener esa posición." La pérdida de tal control se

debía, desde la perspectiva neoconservadora, a los flujos de inmigrantes indocumentados y

de refugiados que estaban llegando en grandes cantidades a esa nación, principalmente de

México y Centroamérica, como producto de las crisis económicas y de los conflictos

armados, alimentados por los estadounidenses.

También se consideraba al creciente narcotráfico de países latinoamericanos (como

productores o como plataformas de paso) como otro aspecto que ponía en riesgo la

seguridad fronteriza Inclusive, el Procurador General durante el gobierno de Reagan,

Edwin Meese III, llegó a plantear que "la inmigración ilegal y el tráfico de drogas están

ligados íntimamente en una relación simbiótica y acabar con la inmigración ilegal sería un

paso importante hacia la solución de los problemas de narcóticos de la nación" (Scott,

1987). Y, finalmente, como el tercer factor potencial de cruzar dichos límites geográficos,

se consideró al terrorismo, producto del avance del fundamentalismo musulmán,

principalmente a partir de la caída en 1979 del Sha de Irán y del ascenso del Ayatola

Jomeini.

Bajo estos pretextos, el gobierno estadounidense inició un proceso para establecer

un mayor control político-militar de la región fronteriza, impulsando una estrategia similar

a la que estaba aplicando en el Istmo centroamericano, la de la Guerra o Conflicto de Baja

Intensidad, adecuada a la situación particular de dicha región fronteriza (Dunn, 1996;

Kupperman, 1983; Sandoval, 1993).

Durante esos años se otorgó también una autorización por parte del Congreso para

que la Patrulla Fronteriza dotara a sus agentes con armas de fuego de alto poder y para que

éstos colaboraran con miembros de diversas dependencias como la Agencia Antinarcóticos

(DEA) y otras fuerzas policíacas en la lucha contra el narcotráfico y el tráfico de personas.

La colaboración de las Fuerzas Armadas y la Guardia Nacional data también de esos años

(Jiménez, 1987; 1988; 1990; Dunn, 1996; 2001; Palafox, 1996; 1997, 2001).

Así la instrumentación en esta región de la doctrina del Conflicto de Baja

Intensidad, se refiere a un enfoque de la aplicación de la ley y el control fronterizo que se

sustenta en experiencias, estrategias, tácticas, tecnología, equipo e instalaciones militares,

así como en personal del Ejército, de la Marina, de la Fuerza Aérea y de la Guardia

Nacional. Representa entonces la integración de funciones y enfoques militares y de

aplicación de la ley, con miembros de las fuerzas armadas asumiendo funciones de policía

doméstica y agentes de la ley asumiendo tácticas y tecnologías de los militares.

Por otro lado, y para prevenir, controlar y regular los crecientes flujos migratorios que

se darían en 1994 a partir de la puesta en vigor del Tratado de Libre Comercio de América

del Norte, el cual no incluía a la migración laboral (Sandoval, 2000), el gobierno

estadounidense instrumentó a partir de 1993 una serie de planes y estrategias a lo largo de

la frontera entre Estados Unidos y México. Así vemos que mientras que el presupuesto del

Servicio de Inmigración y Naturalización (SIN) para el cumplimiento forzoso de la ley se

incrementó siete veces entre 1980 y 1995, casi se triplicó entre 1995 y 2001. El marcado

incremento en el gasto para controlar la frontera que comenzó a mediados de los 1990s es

atribuible a una estrategia amplia (comprehensiva) de largo plazo creada por el SIN en

1994 con un fuerte apoyo bipartidista del presidente y el Congreso.

Esta política de control de la frontera está basada en la premisa de que la aprehensión

atemoriza a la inmigración “ilegal”. Actuando sobre esta premisa en 1994, la Procuradora

General Janet Reno y la Comisionada del SIN, Doris Meissner, lanzaron una estrategia

nacional de “prevención por medio de la intimidación” (prevention-through-deterrence) que

había sido desarrollada primero por Silvester Reyes, entonces Jefe de la Patrulla Fronteriza

en El Paso, con la llamada “Operación Mantener-la-Línea” (Hold-the-Line) en El Paso,

Texas en 1993. En 1994 surgió la Operación Guardián (Gatekeeper) en San Diego; la

Operación Salvaguarda (Safeguard) en Arizona en 1997; y la Operación Río Grande, en

MacCallen, Texas en 1997. La estrategia planteada para las próximas décadas, estaba

diseñada para interrumpir la inmigración “ilegal” (indocumentada) a través de los lugares

tradicionales de entrada a lo largo de la frontera suroeste de los Estados Unidos, y forzar a

esta inmigración a cruzar por lugares inhóspitos, lo que haría más vulnerables a estos

inmigrantes. En el Laboratorio Nacional Sandía de Nuevo México se diseñaron las bardas

triples que se instalaron en diversas regiones de la frontera, para contener la migración

indocumentada y a posibles terroristas (Sandia National Laboratory, 1993).

Subsecuentemente, la Ley de Reforma a la Inmigración Ilegal y la Responsabilidad

del Inmigrante (Illegal Immigration Reform and Immigrant Responsibility Act –IIRIRA) de

1996 incrementó substancialmente los recursos para prevenir la inmigración

indocumentada a través de la frontera Estados Unidos-México (Kesselbrenner, 1996). La

estrategia de control fronterizo está diseñada para bloquear la entrada a través de las rutas

tradicionales y cambiar el tráfico no autorizado áreas remotas, donde el SIN tiene una

ventaja táctica, exponiendo a los inmigrantes a morir por diversos factores naturales o por

la violencia de algunos grupos nativistas (Alonso, 2003). Para cumplir esta meta, el SIN ha

provisto a la Patrulla Fronteriza con personal adicional, equipo y tecnología para intimidar,

detectar, aprehender y remover a inmigrantes no autorizados (Andreas, 2000; Brownell,

2001; Dunn, 1996, 2001; Jiménez, 1997; Nevins, 2002; y, Palafox, 2001). Finalmente, sin

embargo, todas estas medidas no han logrado disminuir la inmigración, y sí como lo

muestra un estudio reciente (Reyes, Johnson and Van Swearingen, 2002):

• “No hay evidencias de que el paulatino refuerzo del control de la frontera como tal

ha reducido substancialmente los cruces fronterizos no autorizados. • Existe fuerte evidencia de que los migrantes no autorizados están permaneciendo

más tiempo en los Estados Unidos durante el período de creciente control. • El número total de inmigrantes no autorizados que residen en los Estados Unidos se

incrementó substancialmente durante la segunda parte de los 1990s. • La estrategia de control fronterizo ha logrado algunas de sus metas. En particular,

incrementó la probabilidad de aprehensión, cambiando los lugares de cruce de los migrantes, incrementando los costos asociados con el cruce de la frontera México-Estados Unidos.

• Durante el período de creciente control, ha incrementado el número de migrantes no autorizados que murieron mientras intentaban cruzar la frontera.”

Por otro lado, en su estrategia por asegurar aún más el control de esta región

fronteriza, el Estado norteamericano había tratado, por diversas vías, de que su contraparte

mexicana aceptara que esta es una región interdependiente y cuya seguridad atañe a ambos

por igual. Es, decir, que existe un amplio rango de intereses y preocupaciones comunes que

unen a México y Estados Unidos en una forma de interdependencia y seguridad

compartida, y que se puede decir que ambas naciones forman, de hecho, una "comunidad

de seguridad" (security community) (Gangster and Sweedler, 1990). Se ha planteado

también que por estos intereses comunes deben ser "socios en la seguridad" (security

partnership) (Grayson, 1989). Y, que por lo tanto, a esta región fronteriza debe enfocársele

desde una perspectiva de "seguridad binacional" (Sandoval, 1993).

Y si bien es cierto que en un principio la Cancillería mexicana reiteradamente

rechazó explícitamente el término de "seguridad binacional", planteando que el esquema de

la seguridad binacional estaba fuera de contexto en las relaciones México-Estados Unidos

(Barrios, 1990), lo cierto es que los regímenes neoliberales desde Salinas de Gortari, hasta

el actual de Vicente Fox, han optado tácitamente por el espíritu de esta concepción de

seguridad binacional, al aceptar éstos la realización de acciones conjuntas contra el

narcotráfico, contra el tráfico de personas (polleros y otros); y, en el caso de Fox, aceptar

incondicionalmente durante su encuentro con el presidente estadounidense George Bush

hijo, en Monterrey el 22 de marzo de 2002, como lo hiciera también cuando el gobierno

estadounidense exigió el apoyo a su estrategia contra el terrorismo después de los ataques

terroristas a esa nación el 11 de septiembre de 2001, un acuerdo para crear una “frontera

inteligente” entre ambos países, es decir, un acuerdo de seguridad fronteriza, por supuesto

bajo la hegemonía de Estados Unidos.

En Monterrey durante la Conferencia Internacional sobre la Financiación para el

Desarrollo, auspiciada por la ONU, donde se aprobó por parte de todos los gobiernos

asistentes de manera unánime el Consenso de Monterrey, el cual compromete a los

gobiernos de los países firmantes a promover sistemas económicos alineados al Consenso

de Washington, y cuando se esperaba que hubiera algún anuncio sobre un acuerdo

migratorio, los presidentes Fox y Bush anunciaron el establecimiento de un acuerdo sobre

seguridad fronteriza. La delegación estadounidense rechazó incluir el punto de la migración

en este encuentro. Y aunque ambos acordaron promover la Sociedad para la Prosperidad,

para garantizar que ningún mexicano o mexicana tenga que dejar su comunidad por falta de

empleo y oportunidades (“Sociedad para la Prosperidad”, 22 de marzo de 2002), también

firmaron la Alianza para la Frontera México-Estados Unidos a favor del fortalecimiento

tecnológico y la cooperación para promover un flujo seguro y eficiente de personas y

bienes a lo largo de la misma (“Alianza para la frontera México-Estados Unidos”, 22 de

marzo de 2002). Entre las metas propuestas están las siguientes: “1) Infraestructura acorde con los niveles de cruces y de comercio bilateral.

- Evaluación conjunta de las condiciones de infraestructura fronteriza, a fin de identificar cuellos de botella que entorpecen el tránsito de personas y mercancías. (...)

- Realización de evaluaciones a la infraestructura estratégica en materia de seguridad, en puentes, presas y plantas generadoras de electricidad, incluyendo las medidas de protección necesarias ante eventuales ataques terroristas. (...) 2) Flujo seguro de personas. - Desarrollo e instrumentación en puertos de entrada de sistemas que agilicen el tránsito de viajeros que no representen amenazas a la seguridad. Para ello, se establecerán procedimientos de coordinación en nuestra frontera.

- Cooperación para identificar a aquellos individuos que representen una amenaza a nuestras sociedades antes de su arribo a la región de América del norte.

- Ampliación de esfuerzos para abatir el tráfico ilegal de nacionales de terceros países. - Creación de un mecanismo de Intercambio Bilateral de Información Anticipada de

Pasajeros. 3) Flujo seguro de bienes. - Puesta en marcha de un programa para compartir tecnología entre ambos países a fin de instalar sistemas de inspección externa en las líneas ferroviarias que crucen la frontera entre Estados unidos y México, así como en puertos de entrada con tránsito intenso a lo largo de la frontera. (...)”

Esta alianza es similar a la establecida entre Estados Unidos y Canadá unas semanas antes,

y el plan de acción consta de 22 puntos, mientras que la de los países del norte tiene 30.

Ambas son parte de la propuesta de Estados Unidos de creación de un Perímetro de

Seguridad de América del Norte, pero en realidad se trata de un reforzamiento de las

fronteras de Estados Unidos con Canadá y con México (para crear un Estados Unidos-

Fortaleza, similar a la Unión Europea-Fortaleza). De hecho, en el caso de Canadá, y poco

después de los ataques terroristas del 11 de septiembre, el gobierno de Bush estableció la

llamada Ley Patriota (USA Patriot Act of 2001), en la cual establecía un capítulo para

fortalecer la frontera norte (Title IV-Protecting the Border, Subtitle A-Protecting the

Northern Border) triplicando el personal de la Patrulla Fronteriza, del Servicio de Aduanas

y de inspectores del SIN; incrementando el presupuesto para realizar el mejoramiento y

adquirir equipo adicional de tecnología para monitorear esa frontera; así como

fortaleciendo las provisiones de inmigración (Subtitle B-Enhanced Immigration Provisions)

para impedir el paso de terroristas. Y es que algunos de los presuntos terroristas que

realizaron los atentados en New York y Washington habían entrado a Estados Unidos por la

frontera con Canadá.

En el caso de México, ya se habla de aceptar la creación de este perímetro de

seguridad, como se plantea en el Diagnóstico Integral de la Frontera Norte, elaborado por el

Colegio de la Frontera Norte y la Secretaría de Gobernación en 2002,

“12. Necesidad de la integración de México en el perímetro de seguridad, así como de su posicionamiento con relación a la modalidad de espacio de tránsito Si Estados Unidos decide dar prioridad a su seguridad nacional, y para ello México le es de gran utilidad, se hace necesario negociar en ese contexto, sin falsos nacionalismos y abiertos a la discusión; por ejemplo, que haya inspecciones migratorias estadunidenses en México, en nuestros aeropuertos o a que se administre mucho mejor nuestra frontera sur para evitar que México sea país de tránsito, pero si esto se va a otorgar, debe hacerse a cambio de algo, por ejemplo, la flexibilización de nuestra frontera común o la regularización de los millones de mexicanos indocumentados en Estados Unidos. Estrategia Debate y socialización sobre el concepto de perímetro de seguridad e integración. Debate sobre la gestión de los flujos migratorios regionales y extrarregionales. Definir la posición mexicana en torno a la gestión de su frontera sur”.

Con la creación de una nueva dependencia del gabinete, el Departamento de Seguridad

Doméstica (Department of Homeland Security), propuesto por Bush en junio de 2002 y

puesto en vigor a principios de 2003, se avanza en la creación de Estados Unidos-Fortaleza.

Esta dependencia reorganizó 22 agencias federales bajo su cobertura, entre las cuales se

incluyen el Servicio de Inmigración y Naturalización, la Patrulla Fronteriza, Aduanas y el

Guarda Costa. Este Departamento, entre otras cuestiones, asegurará “que todos los aspectos

de control de las fronteras, incluyendo la emisión de visas, sean informados por una oficina

central y bancos de datos compatibles” (President George W. Bush, 2002).

Con las nuevas disposiciones de inmigración, no sólo se han puesto en práctica, con

gran eficiencia, dos filtros para identificar personas indeseables para su exclusión o

deportación (el proceso de otorgamiento de visas en otros países y las inspecciones y

patrullaje de las fronteras), sino que se busca poner en práctica las leyes de inmigración en

el interior del país (Krikorian, 2003).

Así, mientras que Estados Unidos toma decisiones considerando a la migración,

principalmente la indocumentada, como un problema a su seguridad nacional, el gobierno

mexicano acepta las medidas propuestas por dicho gobierno para establecer controles a los

flujos migratorios.

IV. LA INTEGRACIÓN CULTURAL DE LA FRONTERA MÉXICO—ESTADOS

UNIDOS.

La historia de la comunidad mexicana al norte del Río Bravo puede dividirse en dos

grandes períodos: 1) desde el descubrimiento y Conquista española de los territorios

septentrionales (1598), hasta la conquista estadounidense de los mismos (1846-1847); y, 2)

desde 1848 hasta el presente. La formación de las comunidades mexicanas en esta región es

pues parte de la historia de la formación de la cultura chicana (Gómez-Quiñones y Ríos

Bustamante, 1977).

A partir de 1600, cuando ocurre la expansión hacia el norte, los pobladores

mexicanos, entre los cuales había una serie de mezclas entre españoles, indios, mestizos y

mulatos, y que pertenecían a los sectores medio e inferior de la Nueva España,

establecieron ranchos y pueblos en Texas, Nuevo México, Arizona, Colorado y Alta

California, debido al desarrollo de la ganadería y la minería, así como al interés religiosos y

del Estado español por poblar esas tierras septentrionales.

El contacto con el México central y las subregiones asiladas se mantuvo por medio

de redes de comunicación locales. Los grupos indígenas dispersos en la región

experimentaron un proceso de transculturación, asimilación o exclusión, las más de las

veces forzado, lo cual llevó incluso a la formación de un “sistema de esclavitud”, por medio

de las tradiciones indígenas y coloniales de captura, servidumbre y parentesco, en el cual

las víctimas simbolizaban la riqueza social, llevaban a cabo servicios para sus amos, y

producían bienes materiales bajo la amenaza de la violencia. Las incursiones para

apropiarse de esclavos y ganado, así como el comercio entre Apaches, Comanches, Kiowas,

Navajos, Utes y españoles y mexicanos, proveyeron recursos laborales, redistribución de la

riqueza, y fomentaron las conexiones de parentesco que integraron a grupos distintos y

antagónicos, aún cuando estas prácticas renovaron ciclos de violencia y guerra (Brooks,

2002).

Con el establecimiento de la autoridad colonial en la región central y en el sur de

México, el ámbito de expansión más importante fue el norte, un área que contaba con una

combinación favorable de factores geográficos y demográficos, así como también con

abundancia de recursos naturales no explotados. En teoría, el proceso de expansión o

“conquista” estaba fuertemente controlado por regulaciones estrictas relacionadas con la

organización de las entradas y el deslinde de los pueblos. En realidad, la expansión hacia el

norte comprendía tanto el aspecto de la conquista y ocupación formales, aprobado por el

gobierno, como el informal, pero aún más importante, era la migración de un gran número

de personas, indios, mestizos, mulatos, criollos y españoles pobres hacia los

establecimientos de la parte norte (Gómez-Quiñónes y Ríos Bustamante, op. cit.; Bannon,

1974).

Los factores primarios que atraían a estos pobladores eran de tipo económico: la

disponibilidad de trabajo en las minas y en los ranchos que estaban relativamente bien

compensados. La expansión de la frontera representaba la libertad de la autoridad coercitiva

bien establecida del régimen colonial español en las regiones centrales, así como también la

oportunidad de establecer ranchos, de poseer rebaños propios, de introducirse en el

contrabando, etc. Emigraban para evadir impuestos especiales y otras obligaciones a las

cuales estaban obligados los miembros de las castas.

La minería estimuló el desarrollo económico, lo cual fue de particular importancia

en la expansión de la frontera. Las compañías mineras daban empleo a una gran cantidad de

mano de obra, que necesitaba enormes cantidades de comida, lo cual favorecía el

establecimiento de ranchos y la agricultura; la industria minera también favorecía al

comercio de las herramientas y minerales necesarios para la mina misma, así como también

la venta de ropa y otros artículos personales que requerían los mineros. Los ranchos y las

haciendas representaron un lugar de emergencia para el vaquero mexicano, tanto como

trabajador muy capacitado, como un miembro de los nuevos estratos sociales móviles

alrededor del minero (Ibid y Swann, 1988).

Estas fuerzas económicas atrajeron a una mano de obra de diversas culturas que

originaron lo que puede considerarse una red cultural que no era indio, ni español, ni

africano, sino una combinación de variadas influencias culturales. Así que las relaciones

económicas actuaron como mediadores en el surgimiento de un mestizaje cultural y racial,

cuyo resultado fue una variación norteña dentro de la cultura mexicana general.

Junto con el proceso informal de expansión estaba la extensión de autoridad más

formal. Entre las formas institucionales de mayor importancia que reaparecieron por todo el

norte estaban, la entrada o expedición militar, el presidio o puesto militar, las misiones,

centros de divulgación religiosa e ideológica, y los pueblos o poblaciones civiles. Durante

los trescientos años que duró el proceso de expansión y colonización, estas instituciones

sufrieron muchos cambios y modificaciones en la estructura socioeconómica, cultural e

ideológica de la sociedad colonial. Siguieron existiendo hasta los últimos días de la época

colonial y posteriormente, durante el período que siguió a la Independencia nacional, en

formas modificadas.

La localización de la frontera cambió muchas veces en el transcurso de esta

expansión. Durante el Siglo XVI se encontraba entre la parte sur de la Gran Chichimeca

(las áreas de Aguascalientes, Guanajuato y la parte sur de San Luis Potosí). A finales del

período colonial, los fuertes fronterizos más septentrionales llegaron hasta la Alta

California, lo que en la actualidad es la parte sur de Colorado, el sur de Arizona y Texas.

En la esfera social, estos poblados septentrionales estaban ligados principalmente a

la cultura y a las relaciones sociales de la parte centro-norte de México, a partir de las

cuales se modeló su vida social y cultural que asimilaron una gran parte de sus habitantes.

Las influencias más inmediatas provenían de las regiones al sur con las cuales tenían un

contacto más inmediato: Texas con Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas; Nuevo México

con Chihuahua, Sonora, Sinaloa, Zacatecas, Durango y Jalisco (por medio de la Ruta

México-Santa Fe, conformada por el Camino Real de La Plata y el Camino Real de

Tierradentro); y Alta California con la Baja California y Sonora. (Gómez Quiñónez y Ríos

Bustamante, op cit.)

La cultura creciente del mexicano y su identidad con variaciones regionales

particulares era dominante en los pueblos indígenas locales, que habían pasado por un gran

amalgamiento debido a la mexicanización forzada como parte del proceso continuo de

dominación y mestizaje. Tales procesos complejos de formación cultural son la base de la

nacionalidad mexicana. Los historiadores españoles y angloamericanos consideran a la

cultura e identidad de los pueblos del norte como una “variedad popular” de la cultura

española peninsular. Más bien, la sociedad del norte fue una expresión particular de un

mestizaje cultural que condujo a una variedad norteña de la cultura y la sociedad mexicana.

Con la anexión de más de la mitad del territorio mexicano a la Unión Americana

como resultado de una guerra expansionista en 1846-1847, vino la explotación económica,

la discriminación social, la supresión política, la confiscación de las propiedades, la

animosidad cultural y racial, y la violencia oficial y no oficial en contra de los mexicanos

de origen, a pesar de que el Tratado de Guadalupe Hidalgo, por el cual se obligaba a

México a "ceder" más de la mitad de su territorio, establecía formalmente los derechos de

estos mexicanos de origen a mantener sus tierras, su lengua y su cultura, de acuerdo con el

historiador chicano Richard Griswold Del Castillo (1990).

Confrontados con ese reto, los mexicanos de origen respondieron con una variedad

de maneras, entre las cuales resalta el uso de la violencia utilizada por los así llamados

“bandidos sociales chicanos” (Acuña, 2000; Castillo and Camarillo, 1973; Cortina, 1994).

Sin embargo, ante este avasallamiento económico, político y social de los

angloamericanos, los mexicanos de origen mantuvieron y utilizaron su cultura y su

identidad como una forma de resistencia (activa y pasiva) durante lo que restaba del Siglo

XIX (De León, 1997; Rosenbaum, 1981) y continuaron así durante las primeras décadas del

Siglo XX (Sandos, 1992), reforzados por nuevos elementos aportados por los inmigrantes

mexicanos (Véase por ejemplo, Gamio, 2000). Y ambos, los mexicanos de origen o

chicanos y los inmigrantes mexicanos aportaron sustancialmente con su fuerza laboral al

desarrollo capitalista de los Estados Unidos, como apuntan González y Fernández (2003:

xiii): “Si los orígenes de la población chicana pueden ser encontrados en el comienzo y

centro del modo de dominación transnacional estadounidense, los migrantes mexicano-americanos a los Estados Unidos también han sido centrales a la construcción de la economía nacional de los Estados Unidos por más de cien años. (Ya que)..lejos de ser “marginales, los mexicano-mericanos trabajaron en los sectores agrícola e industrial más significativos de la economía estadounidense década tras década”

De esta manera, la población chicana y la mexicana inmigrante representan una

“fuerza laboral transnacional” (Dixon, Jonas and McCaughan, 1982; Dixon, Martínez and

McCauhgan, 1983, McCaughan, 1981), creada históricamente como consecuencia de: a) las

relaciones de intercambio desigual entre los Estados Unidos y la región

mexicana/centroamericana/caribeña contigua; b) una política estadounidense deliberada de

inmigración; y, c) la transnacionalización del capital. Son así, parte sustancial de la reserva

internacional de trabajo flexible de los Estados Unidos, particularmente, y del Área de

Libre Comercio de América del Norte (Estados Unidos, Canadá y México) en términos

generales (Sandoval, 2003b).

La Segunda Guerra Mundial marcaría el inicio de una nueva época para la

población de origen mexicano en Estados Unidos, cuando éstos comienzan a reclamar su

parte en la sociedad estadounidense.

El impresionante crecimiento poblacional que ha tenido desde entonces esta

población, junto con cubanos, puertorriqueños, centroamericanos y otros, ha llevado a

diversos autores y políticos a hablar de la latinización de Estados Unidos, o la reinvención

de las ciudades estadounidenses por los latinos, al concentrarse éstos en las principales

zonas urbanas de ese país, imponiéndose, de acuerdo con el censo de 2000, como la

población mayoritaria en algunas ciudades, o como la primera minoría, desplazando a los

afroamericanos (Véase Davis, 2001).

El censo estadounidense de población realizado en el año 2000 mostró, entre sus

principales resultados, dos aspectos sorpresivos: por un lado, un notable incremento de la

población llamada latina respecto del censo de 1990, mucho mayor que las predicciones de

los demógrafos oficiales; y, por el otro lado, una distribución mucho más amplia de esta

población en todo el territorio estadounidense, con importantes concentraciones no sólo en

entidades tradicionalmente habitadas por esta minoría étnico-nacional (California, Texas,

Arizona, Illinois, Florida, New York), sino en estados sureños donde se concentra otro

sector poblacional, los afroamericanos (Louisiana, Carolina del Norte, Georgia); y, en

otros estados de la Unión Americana ((Iowa, Arkansas, Minnesota y Nebraska).

Otro aspecto importante que muestra este ejercicio de contabilización demográfica

es que, si bien es cierto que un sector de esta población latina nació en el extranjero, la

mayoría nació en suelo estadounidense. Tenemos así que dicho incremento se dio por las

altas tasas de natalidad que tiene este sector poblacional, por encima de los afroamericanos

(a los cuales ya sobrepasó en cantidad) y aún los asiático-americanos y los nativos,

combinado con altas tasas de inmigración tanto legal, como indocumentada.

En el censo del año 2000, se contabilizaron 281, 421, 906 millones de residentes en

los Estados Unidos, de los cuales 35.3 millones (o 12.5%) son de origen latinoamericano,

registrados en el censo como personas de origen Spanish/Hispanic/Latino. El término

latino apareció por primera vez en este censo. Los de origen mexicano representaron el

7.3%, los puertorriqueños el 1.2%, los cubano-americanos el 0.4%, y el resto de latinos el

3.6% de la población total. Esta población se incrementó en un 57.9%, de 22.4 millones en

1990 a 35.3 millones en el 2000, comparada con un incremento de 13.2 % para la población

total de Estados Unidos. La población de origen mexicano se incrementó 52.9%, de 13.5

millones a 20.6 millones. Los puertorriqueños incrementaron 24.9%, de 2.7 a 3.4 millones.

Los cubano-americanos crecieron 18.9%, de 1.0 a 1.2 millones. Los Hispanos que

reportaron otro origen latinoamericano incrementaron 96.9%, de 5.1 a 10.0 millones. En

términos de distribución territorial, 43.5% viven en el oeste y 32.8% en el sur. El noreste y

el medio-oeste tienen el 14.9 % y 8.9%, respectivamente de tal población. La mitad de

todos los latinos viven en sólo dos estados: California (11 millones, o 31.1%) y Texas (6.7

millones, o 18.9%). Las mayores concentraciones se encuentran en sólo cuatro condados,

alcanzando el 21.9% de la población latina total: 4.2 millones en el Condado de Los

Angeles, California; 1.3 millones en el Condado de Miami-Dade, Florida; 1.1 millones en

el Condado de Harris, Texas; y 1.1 millones en el Condado de Cook, Illinois. De estos, los

de origen mexicano son: 3.0 millones en Los Angeles; 815, 000 en el Condado de Harris,

Texas y 786, 000 en el Condado de Cook, Illinois. La relativa juventud de la población

latina está reflejada en su población bajo la edad de 18 y en su edad promedio. Mientras

que el 25.7% de la población de Estados Unidos está debajo de la edad de 18 años, en el

censo de 2000, el 35% de los latinos están por debajo esa edad. La edad promedio de esta

población es de 25.9% años, mientras que la de la población estadounidense en su totalidad

es de 35.3 años. Los mexicanos tienen un promedio de edad de 24.2 años, la más joven de

todos los latinos (U. S. Census Bureau, 2001).

Sin embargo esta población “hispana” continúa creciendo con mayor rapidez que las

otras en estados Unidos, y entre 2000 y 2002 fue responsable de la mitad del crecimiento

demográfico del país, según informó la Oficina Federal del Censo el 18 de junio de 2003.

Entre el 1 de abril de 2000 y el 1 de julio de 2002, esta población aumentó 9.8%,

equivalente a 3.5 millones de personas, y alcanzó un total de 38.8 millones en todo el país.

Durante el mismo periodo, la población estadounidense en su conjunto aumentó 6.9

millones (2.5%), y pasó a 288.4 millones. Desde 2001, los “hispanos” son la minoría más

importante en Estados Unidos, tras superar a los afroamericanos que cuentan con 36.7

millones de personas al 1 de julio de 2002 (un millón o 2.9% más que en el año 2000). En

los últimos 12 años, los “hispanos” –sobre todo de origen mexicano- pasaron de ser 22.3

millones a 38.8 millones, un aumento de 74% (AFP, 2003). De éstos, 4.8 son mexicanos

indocumentados (U.S. Immigration and Naturalization Service, 2002).

Como se puede observar, la mayor parte de los habitantes de origen mexicano en

Estados Unidos, son nacidos en ese país. Y aunque algunos posean ahora la doble

nacionalidad (por la ley de no pérdida de la nacionalidad mexicana puesta en vigor en

1996) la mayoría de ellos son chicanos o México-americanos, los cuales son ciudadanos

estadounidenses, pero que han tenido como su proyecto cultural la recreación de México

dentro de Estados Unidos de acuerdo con Griswold del Castillo (1996). Durante este

proceso, los México-americanos han cambiado, conciente o inconscientemente, la cultura,

el idioma, la comida y las costumbres mexicanas para dar forma a sus propias identidades

étnicas, casi siempre en respuesta a las exigencias políticas, educativas y sociales de

“Anglo-américa”. Arnoldo De León (op. cit.), por ejemplo, plantea que los tejanos

(mexicanos que quedaron en Texas después de la guerra de 1836) tomaron en sus manos

las circunstancias ambientales, sociales, económicas y políticas y desarrollaron una

identidad bicultural que los equipó para resistir la opresión. Los tejanos fueron creando una

sociedad flexible, mantenida y elaborada sobre viejos valores culturales mexicanos. Por su

parte, David Montejano (1987:3) historiador chicano de Texas, quien se mueve

académicamente entre su estado y el de California, “la historia de mexicanos y anglos en

Texas apunta hacia una relación que, aunque frecuentemente violenta y tensa, ha llevado a

una situación que hoy puede ser caracterizada como una forma de integración”.

Sin embargo, se puede decir que hubo una excepción en el suroeste, la de los

tucsonenses, pero que en esencia no cambia el proceso de integración cultural a lo largo de

la frontera. Tucson, Arizona, fue fundada por pioneros hablantes de español en 1595.

Permaneció como una guarnición fronteriza de Sonora hasta que la “Compra de Gadsden”

la transfirió a los Estados Unidos en 1854. Y, aún entonces, los mexicanos mantuvieron su

mayoría numérica en Tucson a lo largo del Siglo XIX. A diferencia de los Tejanos o los

Californios, los Tucsonenses no fueron inmediatamente aplastados por la marea de

inmigración angloamericana moviéndose a través del suroeste. Por el contrario, ellos

continuaron ejerciendo un considerable poder económico y político mucho después de que

los soldados presidenciales salieran de la ciudad por última vez en 1856. Los mexicanos en

Tucson se volvieron comerciantes, políticos, artistas e intelectuales, transformando un

puesto aislado de avanzada sonorense en un oasis de la sociedad mexicana de clase media

en los Estados Unidos. También conformaron el destino de Tucson en una mayor medida

de lo que los mexicanos hicieron en ciudades como El Paso, Phoenix, o Los Angeles

(Sheridan, 1997: 2).

Así, en lugar de la unilateral mexicanización del suroeste de Estados Unidos

referida por algunos autores y políticos angloamericanos, existió un complejo proceso de

intercambio cultural y económico entre los México-americanos, los inmigrantes mexicanos

(cuyos flujos han crecido constantemente desde la Segunda Guerra Mundial), y una

sociedad racial y étnica diferente (Griswold Del castillo, 1996). Este intercambio se dio, en

algunos casos desde principios del Siglo XIX, antes de la guerra de 1846-1847, durante el

comercio de Santa Fe en el que también participaron activamente los chihuahuenses, junto

con los nuevomexicanos y los estadounidenses (González de la Vara, 2001). Y aún después

de dicha fecha, entre 1850 y 1870, las relaciones comerciales entre habitantes del sur de

Texas y del noreste mexicano crean un espacio regional y binacional (Cerruti, 2001). Estas

relaciones las podemos encontrar muy desarrolladas hoy día a lo largo de la región

fronteriza (véase, Vázquez, 1997; 2002); y sobretodo por el desarrollo de asentamientos

humanos densamente poblados a lo largo y en ambos lados de la línea fronteriza,

particularmente las llamadas Ciudades Gemelas (Twin Cities), aunque este desarrollo haya

sido desigual y asimétrico respecto de uno y otro lado y del interior de los dos países. Por

ejemplo la actividad económica de las ciudades en el lado mexicano de la frontera tienen

mayor peso en relación con la economía nacional que el que tienen las ciudades del lado

estadounidense respecto del suyo; asimismo, los salarios en las ciudades del lado mexicano

están entre los más altos de México, y el de las ciudades estadounidenses se ubican entre

los más bajos de ese país (Herzog, 1990; Alarcón Cantú, 1997).

En esta perspectiva, dice Griswold del Castillo (1996), se puede considerar que los

mexicanos que han inmigrado a Estados Unidos son México-americanos o chicanos en

adiestramiento. Con el tiempo, inevitablemente, van ajustándose al “American Way of

Life”, refuncionalizando algunos patrones de vida cotidiana familiar y comunitaria.

En este proceso, se convierten en parte del grupo étnico de origen mexicano diverso.

Históricamente, los inmigrantes mexicanos casi siempre tienen sus primeras experiencias

en Estados Unidos mediados por los México-americanos con los que habitan lado a lado en

los barrios y colonias. Como los inmigrantes, los México-americanos son, en su mayoría

mestizos que pueden compartir o al menos relacionarse con y apreciar la cultura mexicana.

Los méxico-americanos, nacidos en o naturalizados ciudadanos de Estados unidos, que han

aprendido a funcionar en un ambiente urbano de habla inglesa, por lo general, asumen el

papel de ser voceros de los que significa ser mexicano en Estados Unidos. En este sentido,

han avanzado propuestas que van desde la educación bilingüe hasta la separación política.

Así han sido los intermediarios de los millones de migrantes anónimos que se han ido al

norte (ibid).

V. A MANERA DE CONCLUSIONES.

De acuerdo con el análisis anterior, podemos plantear que la estrategia que se ha ido

desarrollando desde los gobiernos republicanos de Reagan y de Bush, pasando por el

demócrata de Clinton, hasta llegar al republicano de Bush hijo, apunta en la misma

dirección: la reconstitución de la economía estadounidense y la recuperación de su

hegemonía político-militar a nivel mundial. En esta perspectiva, Estados Unidos busca

establecer un mayor control no sólo económico, sino político y militar en el Hemisferio

Occidental, comenzando por su frontera con México, la cual es parte fundamental para su

proyecto geoestratégico.

Es clara la preocupación de Estados Unidos para mantener el control sobre un vecino

estable en el sur de su frontera, ya que de ello depende la posibilidad de extender su nuevo

proyecto de seguridad a todo el hemisferio. De acuerdo con Michael Dziedzic (1996: 78),

Coronel de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, y experto en cuestiones militares de

México,

“Desde una perspectiva geopolítica, nuestra capacidad para desempeñar un papel

preponderante en el escenario mundial resultaría muy afectada si surgieran disturbios graves al otro lado de nuestra frontera sur, y nuestra actual estrategia militar quedaría poco menos que trunca. Sin embargo, igualmente importantes son los resultados positivos que produciría una relación geopolítica estrecha entre Estados Unidos y México. No sólo facilitaría en gran medida la labor de abordar los asuntos mutuos de seguridad a lo largo de la frontera, sino que se lograrían grandes avances en la formación de un régimen de seguridad hemisférica” (pp. 83-84).

(…) La esencia de nuestra gran estrategia (de seguridad hemisférica), entonces, debe ser garantizar que México también de convierta en un colaborador, y no en el conducto para los agentes transnacionales indeseables que cruzan nuestra frontera sur".

Y en todo ello el gobierno mexicano ha colaborado para facilitar la integración económica

y político-militar de la frontera entre ambos países.

Al mismo tiempo, la integración cultural del pueblo mexicano en ambos lados de la

frontera ha ido avanzando significativamente, y es que, de acuerdo con Vélez (op. cit.: 337-

338).

“ Para muchos mexicanos y para mí, la frontera es una de las ideas más importantes de

nuestras vidas simplemente porque nuestras identidades están tan unidas a esta creación. Creada a intervalos de casi diez años, la frontera surgió para los tejanos en 1836, gracias a la Rebelión de Texas, en 1847 para los californianos y los “nuevo mexicanos” gracias a la Guerra con México y en 1854 para los sonorenses gracias al Tratado de la Mesilla. Sin embargo, la frontera es como una creación perpetua y los gobiernos tienen el poder de decidir cuándo y si a los mexicanos se les permitirá “cruzar al otro lado”; y, para los pocos privilegiados, una especie de etiqueta, como una “tarjeta verde” o, en el nivel más alto de logro, la identidad como un ciudadano “naturalizado”. Esto último es un giro especialmente irónico considerando que sólo las plantas y los animales son los ciudadanos naturales de cualquier espacio”.

En un país de inmigrantes como Estados Unidos, donde históricamente se han reconocido a

los individuos que intentan ascender socialmente en todos los niveles, siempre y cuando

éstos se liberen de sus ropajes nacionales y étnicos para integrarse al “American Way of

Life”, fundiéndose en el crisol de la identidad estadounidense (“Melting Pot”), ser un

mexicano culturalmente significa hacer una declaración política, dice Griswold del Castillo

(1996). La evolución de las sensibilidades políticas de los hispanoparlantes ha estado

vinculada con gran fuerza a su sentido de identidad cultural.

Sin embargo, continúa este autor, se debe reconocer desde el principio que no existe

una cultura mexicana monolítica y homogénea, el proceso de cambio y adaptación cultural

y política, al norte y sur de los linderos internacionales, ha sido sutil y complejo. Elementos

de la cultura chicana pueden ser conceptualizados como variantes de la cultura mexicana

norteña, en sí misma una variación de los temas del centro de México. Otros elementos de

la cultura México-americana se ajustan más a la cultura de habla inglesa, urbana y

postindustrial. Las influencias de la cultura norteamericana (gringa) y mexicana dentro del

barrio se han fusionado para producir un tipo único de conciencia política, que todavía está

evolucionando en respuesta a los cambios ocurridos en ambos países.

No obstante, como apunta José Manuel Valenzuela (op. cit.: 327),

“A pesar de que las trayectorias de esta población (mexicanos y chicanos) se presentan

heterogéneas y diversificadas, continúan ocupando los peores empleos, perciben ingresos que

representan dos terceras partes del que obtienen en promedio los anglosajones, sus niveles de escolaridad se mantienen entre los más bajos del país, y son víctimas del racismo, que continúa siendo un importante componente cultural de la vida estadounidense. Frente a esta realidad, no todas las personas de origen mexicano asumen un mismo discurso de identidad étnica, sino que éste se encuentra delimitado por el sector social o las diferencias de género y edad”.

Por otro lado, continúa Valenzuela, a pesar de que el denominado Movimiento Chicano,

surgido en los 1970s perdió su fuerza original, muchas de las demandas que le dieron

origen son mantenidas por nuevos actores sociales; además las luchas colectivas derivadas

de reivindicaciones étnicas tienen hoy una presencia importante en ese país, en medio de

una división sociocultural, diferenciación clasista, étnica y de género, que coadyuvan de

forma estructural en la reproducción de la desigualdad social. Estas condiciones, dice este

autor, son las que han permitido que “los procesos identitarios se mantengan como

referentes de resistencia cultural en un número importante de chicanos y mexicanos que

viven al norte del Río Bravo”.

Las culturas mexicanas, son por tanto, culturas subalternas (como plantea Gramsci),

sujetas a la represión directa como indirecta (les prohíben u obstaculizan su idioma, etc.)

por parte de la hegemonía estadounidense de dominación económica y cultural, a la cual,

sin embargo, enfrentan con diversas formas de resistencia pasiva y activa (guerra de

posiciones o guerra de maniobras).

Se puede apuntar, que una de las formas que asume actualmente este proceso de

resistencia cultural, es la constitución de comunidades transnacionales entre los

inmigrantes mexicanos y los chicanos, quienes actúan como sujetos políticos y culturales

binacionales asumiendo, de hecho, una ciudadanía postnacional (Martínez, 1996).

En suma, la cultura chicana, México-americana o mexicana en Estados Unidos –

originada como una variante refuncionalizada de culturas mexicanas norteñas-, se

encuentra inmersa en un proceso dialéctico, recreando a México dentro de Estados

Uniudos, y en constante intercambio cultural, económico y político con los inmigrantes

mexicanos. Este proceso histórico alimenta y se retroalimenta de diversas expresiones

culturales en México. La cultura chicana, México-americana o mexicana en Estados

Unidos es así parte del patrimonio histórico y cultural de nuestra nación (Sandoval,

1997c).

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