La conciencia patrimonial como construcción social

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La conciencia patrimonial como construcción social Francisco José García Fernández Universidad de Sevilla Que el Patrimonio Cultural es una construcción social es algo que a día de hoy resulta más o menos evidente y así es asumido de forma consciente o inconsciente por la mayor parte de la población. Sin embargo, ello nos obliga a reflexionar sobre la manera en que se produce este proceso, bajo qué circunstancias se activa, quiénes son los actores (acti- vos y pasivos) que intervienen en la configuración del marco valorativo y cómo ha evo- lucionado éste a lo largo del tiempo. Se trata de entender la conciencia patrimonial como un hecho cultural y, por lo tanto, admitir su variabilidad entre unas sociedades y otras, e incluso entre los miembros de una misma sociedad. Lógicamente ello dependerá del sis- tema de valores que rija en cada comunidad, que determinan tanto el propio concepto de valor como la idea de herencia, pero también de las circunstancias socioeconómicas, polí- ticas, así como de la(s) identidad(es) que puedan generarse dentro del mismo grupo, las cuales inciden sobre el interés y la sensibilidad hacia el Patrimonio, así como su carácter discursivo, relativo y dinámico. Nuestra propia conciencia patrimonial contemporánea es, pues, fruto de estos mismos procesos y en consecuencia constituye también una construc- ción social, institucionalizada y reglada por los organismos internacionales y los gobiernos de los países desarrollados, pero sustentada en una idea occidental de herencia y de valor, surgida en un determinado contexto socioeconómico y político, al abrigo de la sociedad de bienestar, pero que asume al mismo tiempo una sensibilidad milenaria hacia el pasado, así como una conciencia histórica y una identidad cultural netamente europeas. LA CONCIENCIA PATRIMONIAL Y SU EVOLUCIÓN EN LAS SOCIEDADES OCCIDENTALES Desde la antigua Grecia, al menos que sepamos, ha existido un interés por pre- servar los restos del pasado. De ahí procede el vocablo “Arqueología” (archaios-logos), aunque todavía cargado en estos momentos con un sentido artístico más amplio y eru- dito que histórico (Bandinelli 1992: 24). En este caso el valor de los bienes vendría dado

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La conciencia patrimonial como construcción social

Francisco José García Fernández

Universidad de Sevilla

que el Patrimonio Cultural es una construcción social es algo que a día de hoy resulta más o menos evidente y así es asumido de forma consciente o inconsciente por la mayor parte de la población. Sin embargo, ello nos obliga a reflexionar sobre la manera en que se produce este proceso, bajo qué circunstancias se activa, quiénes son los actores (acti-vos y pasivos) que intervienen en la configuración del marco valorativo y cómo ha evo-lucionado éste a lo largo del tiempo. Se trata de entender la conciencia patrimonial como un hecho cultural y, por lo tanto, admitir su variabilidad entre unas sociedades y otras, e incluso entre los miembros de una misma sociedad. Lógicamente ello dependerá del sis-tema de valores que rija en cada comunidad, que determinan tanto el propio concepto de valor como la idea de herencia, pero también de las circunstancias socioeconómicas, polí-ticas, así como de la(s) identidad(es) que puedan generarse dentro del mismo grupo, las cuales inciden sobre el interés y la sensibilidad hacia el Patrimonio, así como su carácter discursivo, relativo y dinámico. Nuestra propia conciencia patrimonial contemporánea es, pues, fruto de estos mismos procesos y en consecuencia constituye también una construc-ción social, institucionalizada y reglada por los organismos internacionales y los gobiernos de los países desarrollados, pero sustentada en una idea occidental de herencia y de valor, surgida en un determinado contexto socioeconómico y político, al abrigo de la sociedad de bienestar, pero que asume al mismo tiempo una sensibilidad milenaria hacia el pasado, así como una conciencia histórica y una identidad cultural netamente europeas.

la conciencia patriMonial y su eVolución en las socieDaDes occiDentales

Desde la antigua Grecia, al menos que sepamos, ha existido un interés por pre-servar los restos del pasado. De ahí procede el vocablo “Arqueología” (archaios-logos), aunque todavía cargado en estos momentos con un sentido artístico más amplio y eru-dito que histórico (Bandinelli 1992: 24). En este caso el valor de los bienes vendría dado

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por su capacidad evocadora tanto de las hazañas del pasado (trofeos, cenotafios, etc.) como de una edad pretérita que hunde sus raíces en el mundo mítico y heroico. A ello habría que añadir, obviamente, el valor sagrado asignado a santuarios, templos, esta-tuas, elementos de la naturaleza, etc., en el marco aún de una mentalidad que separaba nítidamente los espacios sagrados (por tanto, cargados de ser) de los espacios profanos (Eliade 1992), del mismo modo en que existía un tiempo sagrado, eterno y absoluto (el aevum de los romanos o el aión de los griegos), y un tiempo vivido o tempus (chronós), el tiempo mensurable, formado por una sucesión de instantes (Dosi y Schnell 1992: 10). Por tanto, en la antigua Grecia el concepto de valor estaba unido a lo antiguo y a lo venerable, lo que podría traducirse a día de hoy como valor religioso, valor social y valor identitario o ideológico (que, como veremos más adelante, son formas de valor que solemos articular espontáneamente). No podemos olvidar, sin embargo, que en la antigua Grecia se estaba produciendo también al mismo tiempo la disociación entre esta forma de valor, cualitativa (en cuanto a la cualidad de los bienes), del valor cuantitativo (mensurable y tangible), que nace como consecuencia del desarrollo del pensamiento racional y la individualización de las relaciones sociales y económicas (Gernet 1969), y que tiene sus principales expresiones en la aparición de la escritura alfabética y de la economía monetaria (Chic 2004). En la antigua Roma las obras de arte constituían también todo un horizonte de refe-rentes simbólicos en los que se entremezclaba el carácter sagrado o emblemático del men-saje visual (significado) con el prestigio que confería la posesión del objeto en sí mismo (significante), especialmente cuando éste estaba realizado con materiales nobles o exóti-cos, o bien gozaba de una elevada calidad técnica (Bandinelli 2000: 83-85). No cabe duda de que el triunfo del cristianismo redujo el valor simbólico de los edificios y objetos here-dados de la tradición pagana, cuyo abandono, en el mejor de los casos, o incluso su deli-berada destrucción repercutieron en la pérdida irreparable de buena parte de los restos de la Antigüedad Clásica. Sin embargo, la religión cristiana contribuyó también a consolidar una visión lineal de la historia procedente, a su vez, del judaísmo (Eliade 1994: 98-100), y con ella una nueva noción de herencia y de valor que acabará integrándose en la con-ciencia histórica occidental. Esta es a grandes rasgos la idea de Patrimonio que recibe el mundo occidental a prin-cipios de la Edad Moderna: los restos materiales de la Antigüedad que merecen ser con-servados en el presente y para el presente. Restos que entroncan directamente con un pasado idealizado, una nueva “edad de oro” cuyo espíritu se espera conocer y recrear a partir del estudio y uso de su lenguaje formal (Bandinelli 1992: 35-36). El Renacimiento supuso, ciertamente, el primer intento serio y sistemático de valorar los restos de la Anti-güedad Clásica como fuente de inspiración para el presente y, al mismo tiempo, como una herramienta que contribuyera al enriquecimiento del hombre y el perfeccionamiento de la sociedad (Ballart 1997: 144-145). Sin embargo, faltará aún mucho tiempo hasta que esa sensibilidad trascienda los límites de una minoría erudita, aquella que contaba con recursos suficientes para dedicar parte de su tiempo –y de su dinero– al coleccionismo de antigüedades. De hecho, durante este periodo, y al menos hasta finales de la Ilustra-ción, el interés por los restos materiales del pasado se ceñirá a la recolección y estudio de documentos escritos (textos y epígrafes), obras de arte (preferentemente aquellas que

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gozaban de una calidad técnica y/o estética) y otros elementos “emblemáticos” como las monedas y medallas, portadoras de efigies, símbolos y escrituras que aluden directa-mente al poder y las instituciones. De este momento son también algunos de los prime-ros personajes que tuvieron una clara conciencia del papel moderno que podían tener los vestigios de la Antigüedad, en todos los casos artistas y arquitectos, como Rafael San-zio, nombrado por el papa custodio de los monumentos de Roma, Andrea Palladio, con su obra Le antichità di Roma, el primer catálogo moderno sobre monumentos antiguos, o Pirro Ligorio, arquitecto del Papa y autor de otro libro ilustrado sobre las antigüedades de Roma (Ballart 1997: 146). Sin embargo, en el Renacimiento la admiración por la Antigüedad Clásica se limi-tará al mantenimiento de su espíritu, la idea de crear cosas nuevas con los elementos y el lenguaje del pasado. De hecho, puede decirse que los siglos XVI y XVII constitu-yen el periodo en el que se produce una mayor destrucción de los vestigios visibles de la Antigüedad hasta el desarrollo de la sociedad industrial, ya sea como resultado de los proyectos de urbanización o monumentalización de las grandes urbes –Roma especial-mente–, ya sea por la utilización de infraestructuras o edificios clásicos como cantera para la construcción de otros nuevos (Ballart 1997: 145-146): por ejemplo, el aprove-chamiento de materiales procedentes de los foros imperiales para la construcción de la nueva basílica de San Pedro del Vaticano en tiempos de León X o, ya en España, el desmantelamiento del anfiteatro de Tarraco como cantera o el traslado en 1578 de las columnas romanas de la calle Mármoles de Sevilla para el embellecimiento del paseo de la Alameda, bajo el patrocinio del Conde de Barajas. No será hasta la segunda mitad del siglo XVIII cuando aparezca realmente la con-ciencia histórica moderna, en el marco del racionalismo ilustrado. En este momento se produce desde el punto de vista ideológico una auténtica ruptura con la tradición y tam-bién con el pasado. La historia del hombre deja de ser una mera narración de hazañas particulares de reyes, nobles y altos eclesiásticos a mayor gloria del estamento nobilia-rio para convertirse en el estudio de la sociedad en su conjunto, en sentido abstracto, y su evolución a lo largo del tiempo (Maravall 1972). Asimismo, frente a la visión provi-dencialista que había caracterizado a la historiografía occidental, al menos desde Agus-tín de Hipona, la Ilustración impone un nuevo concepto de progreso, como proceso colectivo y destino final de la historia humana. En este contexto los restos materia-les comienzan a adquirir un nuevo valor didáctico como reflejo y resultado visible de ese proceso y, por tanto, también una función social (Ballart 1997: 171). Así pues, la arqueología ya no será sólo un medio para nutrir a los coleccionistas europeos de obras de arte de la Antigüedad, sino que permitirá dotar a la historia de un corpus documen-tal eminentemente visual (monumentos, escultura, monedas, epígrafes, etc.) que sirva de complemento y apoyo a la información textual. Uno de los cambios más notables que se aprecia es la aparición de la crítica his-toriográfica, que tenía por objeto depurar la disciplina histórica de los tópicos, mitos y falsas leyendas de los que se venía nutriendo secularmente. El desarrollo de un método de trabajo más riguroso, mediante el escrutinio y la selección de fuentes, otor-gará carta de cientificidad a la historia que no tardará en trasladarse al estudio de sus restos materiales gracias sobre todo a la obra de J.J. Winckelmann, el bibliotecario prusiano que llegó a convertirse en supervisor de las antigüedades del Vaticano y autor

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de los primeros tratados modernos sobre la historia del arte antiguo, como Geschichte der Kunst des Altertums (Dresde 1764) y Monumenti antichi inediti (Roma 1767)1. Si la historia trata ahora de narrar de forma objetiva y sistemática los hechos del pasado, huyendo en la medida de lo posible de débitos ideológicos y de las rémoras loca-listas que habían marcado en gran parte la labor de los eruditos de los siglos XVI y XVII, su sentido, su lógica y su fin –de la historia– también comienza a ser objeto de la especu-lación filosófica. Es el inicio de la “filosofía de la historia”, tal como la definiera Voltaire, y que encontramos ya presente en los tratados de G. Vico y Montesquieu, alcanzando su máximo desarrollo en la obra J.G. Herder. A este último debemos además la primera ela-boración moderna del concepto de cultura, bosquejada ya en un opúsculo juvenil titulado Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit (Riga 1774).Con el inicio de la Historia Cultural y el idealismo filosófico, deudores ambos del pen-samiento ilustrado, se sentarán definitivamente las bases de la historiografía moderna (y, por tanto, de la visión occidental de la historia universal) de la que aún somos herederos. Paralelamente, las monarquías europeas institucionalizarán el estudio de la historia y de las bellas artes con la creación de las academias, como es el caso de la francesa Acadé-mie Royale des Inscriptions et Médailles (1663) o la Academia Prusiana de las Ciencias (Preußische Akademie der Wissenschaften), fundada por Federico I en 1700 y orientada al estudio tanto de las ciencias naturales como de las humanidades; ya en España, tene-mos la Real Academia de la Historia (1738) y la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (1744). Asimismo, con la creación de los primeros museos públicos se asiste a un cambio de conciencia desde el punto de vista patrimonial, al permitir al pueblo la con-templación y disfrute de las obras de arte que constituían el patrimonio de la corona. Esta nueva sensibilidad va aún más lejos desde el momento en que las antigüedades comienzan a concebirse como una manifestación física, palpable, del pasado y, por tanto, un medio para la instrucción pública. No sólo se trata de los bienes muebles, sino también de los monumentos y los restos arqueológicos. Aquí debemos situar el inicio de las excavacio-nes en Pompeya y Herculano, promovidas por Carlos de Borbón y Dos Sicilias, por aquel entonces rey de Nápoles (Ballart 1997: 175-177). Aunque la mayoría de las estructuras fueron despojadas de sus ajuares, que terminaron en las colecciones reales, su apertura al público a finales del siglo XVIII supuso la primera puesta en valor de una ruina para el disfrute de la sociedad, no sólo como un ejercicio erudito, sino también como experiencia moralizante: la contemplación de la ruina como evocación de un pasado remoto ya per-dido (Pérez-Juez 2006: 48-49). Poco después, la Revolución Francesa traerá consigo la nacionalización de los bienes de corona y la aparición de los primeros museos públicos: el Museo del Louvre, dedicado a las artes y oficios del hombre, y el Museo Nacional de Historia Natural. Los monumen-tos y sus colecciones serán convertidos en patrimonio de la nación para la educación de los ciudadanos, en virtud del artículo 22 de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1793, por el que se obligaba a la sociedad a favorecer los progresos de la razón pública

1. La gran novedad es que Winckelmann basó sus teorías en la observación directa de las obras de arte, en concreto las esculturas romanas conservadas en las colecciones papales que él tomó erróneamente por origina-les griegos. Por primera vez los restos materiales en sí mismos –en este caso las esculturas– se convierten en centro de la investigación y en una fuente autónoma de conocimiento, de ahí que se considere a Winckelmann el “padre” de la Arqueología (Bandinelli 1992: 41-42).

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(Ballart 1997: 149). Una política que será seguida en las primeras décadas del siglo XIX por los gobiernos de otros países, entre ellos España, con la creación del Museo Real de Pinturas (1819), conocido posteriormente como Museo del Prado, el Real Museo de Ciencias Naturales (1815), hoy Museo Nacional de Ciencias Naturales, y posteriormente, el Museo Arqueológico Nacional (1867). En el tránsito al siglo XIX se suceden también las primeras campañas de excava-ción y documentación de restos arqueológicos en Grecia y el Oriente Próximo. Aunque la compra clandestina y el expolio seguían siendo tan habituales como en los siglos pre-cedentes, comienza a percibirse una lenta pero paulatina transformación de las interven-ciones arqueológicas, que cambiarán tanto de dimensiones como de objetivos. El primer exponente lo tenemos en la expedición a Egipto de Napoleón (1798-1799) donde, además de los soldados, participaron también 167 científicos y técnicos, muchos de ellos histo-riadores, grabadores y dibujantes bajo la dirección de Vivant Denon, el que posterior-mente sería director y fundador del Museo del Louvre. No obstante, habrá que esperar a la segunda mitad del siglo para que se aprecie una auténtica sistematización y profesiona-lización de la labor arqueológica2. Con el surgimiento de la arqueología colonial se inicia un proceso de apropiación ideológica del patrimonio que han venido arrastrando investigadores y conservadores hasta prácticamente nuestros días. Se trata de la obsesión por buscar los orígenes de la cultura occidental en las civilizaciones orientales y en la antigua Grecia bajo la presun-ción, poco fundada, de que son las actuales sociedades europeas y no los habitantes de esas regiones los verdaderos herederos y continuadores de la tradición civilizadora y urbana. El resultado es una falta de identidad por parte de la mayoría de los ciudadanos de los actuales países árabes en relación con los vestigios del pasado anterior al Islam, lo que ha redundado en el descuido y desinterés por una buena parte de su propio patrimo-nio una vez terminado el proceso de descolonización. Una excepción podría ser Egipto, con una larga tradición al frente de la gestión de los restos de época faraónica, y más recientemente Siria y Jordania, que han visto en el turismo una importante fuente de recursos. En el otro extremo recordemos el expolio de Irak o los desastres de la guerra del Líbano (Aubet 1993; Córdoba 2003). Todas las tendencias que acabamos de ver líneas arriba cementarán en el siglo XIX con la aparición del estado liberal. Si hubiera que buscar tres factores que definieran la sensibilidad moderna hacia el patrimonio, que se prolonga hacia buena parte del siglo XX, estos serían el triunfo de la burguesía, y el surgimiento en consecuencia de la clase obrera, el desarrollo de la sociedad industrial y el auge de los nacionalismos. Por lo que respecta a la primera, esta clase emergente comenzará a detentar a partir de ahora el monopolio de la actividad intelectual en detrimento de la aristocracia y, por tanto, defi-nirá las nuevas directrices que marcarán tanto la construcción histórica como el uso y

2. Las primeras excavaciones sistemáticas en Grecia son llevadas a cabo por Conze desde 1863 en Samo-tracia, seguidas de las del Dipylon de Atenas (1871) y las campañas de Curtius en Olimpia (1875). En esta década se investiga también en Delos (1877), Delfos (1879), así como en Éfeso, Pérgamo y Halicarnaso, entre otros lugares Schliemann descubre Troya en 1871, dando inicio al estudio del periodo prehelénico y sancio-nando los métodos filológicos de localización de yacimientos arqueológicos. Paralelamente, en Oriente Medio, Layard inicia, con una metodología muy discutible, las excavaciones en Nínive y Nimrud (1847), se descubre Babilonia (1850) y Botta exhuma la ciudad de Khorsabad (1843).

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valoración de los bienes patrimoniales. La nación, como ente abstracto, y sus ciudada-nos, como colectivo, se convertirán desde este momento en objeto y protagonistas de la historia y, por consiguiente, es a ellos a quién remite en última instancia su legado mate-rial (Cirujano y otros 1985: 9). La revolución industrial, la liberalización de la econo-mía y el desarrollo científico acentuarán la fe en el progreso y la técnica, aumentando al mismo tiempo la sensación de distancia con respecto al pasado y la tradición (Moreno 1979: 195). Será especialmente en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX cuando muchas de las grandes ciudades europeas sean objeto de extensos proyectos de renovación urbanística, de acuerdo a las nuevas corrientes de racionalidad y moderni-dad, que traerán consigo la destrucción de una parte importante porcentaje de sus tes-timonios materiales (tanto en lo que se refiere al patrimonio arqueológico del subsuelo como a las edificaciones históricas que ahora serán sustituidas por otras nuevas). Sin embargo, también se da de forma paralela en este siglo XIX una corriente conservacio-nista que valora los restos del pasado en la medida en que suponen una herencia material necesaria para explicar y entender el presente (Ballart 1997: 152). Destaca, en este sen-tido, la línea encabezada por el británico J. Ruskin y su discípulo, W. Morris, fundado-res en 1877 de la Asociación para la Protección de Edificios Antiguos. Por último, los nacionalismos y sus distintas manifestaciones culturales y estéticas: el romanticismo y el historicismo, recurrirán de nuevo al pasado como argumento ideoló-gico, en este caso en relación con el origen de las naciones europeas, y muy especialmente como lenguaje formal. Las guerras napoleónicas y, posteriormente, las revoluciones bur-guesas constituyeron el caldo de cultivo idóneo para que el idealismo y el historicismo, sembrados durante la Ilustración, germinaran con fuerza y se convirtieran en la corriente de pensamiento predominante en la historiografía europea hasta mediados del siglo XX. Asimismo, el concepto de cultura, imbuido de una visión profundamente esencialista de la historia, comienza a confundirse con la idea de nación y (a la postre) también la noción de raza (Fernández Götz 2008: 22-25). Un concepto que va más allá de los elementos estrictamente monumentales o arqueológicos, abarcando también otras manifestaciones de los pueblos, como es la literatura, la música, el folclore, etc. que empiezan a ser objeto de interés por parte de los historiadores. Desde el punto de vista artístico es el momento de los “neo”, que contribuirán a esta-blecer un nuevo diálogo estético entre pasado y presente de acuerdo con las aspiracio-nes y sensibilidades de los diferentes colectivos implicados y la “esencia” de los distintos momentos históricos. Así pues, si el neoclasicismo se convirtió en el “arte oficial” del pri-mer romanticismo alemán, el neorrománico y, sobre todo, el neogótico, reflejarán el reno-vado interés por la Edad Media, origen de las naciones europeas y nueva “edad de oro” de los pueblos cuyos valores pueden evocarse y recrearse en el presente como elemento de cohesión identitaria. El neomudéjar y el neoplateresco, junto con los otros estilos men-cionados, representarán años después la expresión extemporánea, marcada por la crisis del 98, del historicismo modernista en España. Este mismo interés por la Edad Media llevó a las ciudades y estados a restaurar sus catedrales, castillos y palacios según los criterios estéticos de la época, recuperando –o rein-ventando en muchos casos– el aspecto originario o potencial de los monumentos y obras de arte bajo el criterio de la unidad de estilo. Pionero en este sentido fue Violet-le-Duc, que acometió las obras de restauración de la catedral de Nôtre Dame de París y de la plaza fuerte

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de Carcasonne, entre otros edificios; en España, por su parte, destaca la restauración de la iglesia de San Martín de Frómista (Palencia) o la finalización de las catedrales de Barce-lona, León o Sevilla (Morales 1996). No obstante, el interés por el Patrimonio (histórico o artístico) continúa siendo un distintivo de clase que queda reducido todavía a un selecto cír-culo de intelectuales y académicos, encargados de la custodia y estudio de esos bienes para beneficio del cuerpo social y el desarrollo de la nación, y que en pocos casos trasciende a los estratos más bajos de la población. Con el paso al siglo XX se inician también las vanguardias, con todo lo que ello con-lleva de rechazo a las formas clásicas y a la tradición heredada. Frente al afán conserva-cionista, imbuido de tintes burgueses, se impone la “soberbia” de la modernidad: la crítica al orden social, a su idea de Historia, la negación del principio de autoridad, el aprendi-zaje autodidacta, así como el interés por las culturas exóticas, en la medida en que éstas representan lo simple y lo primitivo, la felicidad de un tiempo perdido; un interés que curiosamente se transmite también al arte prehistórico. Como afirma Ballart, “la entrada de la modernidad contemporánea significa un golpe bajo para el pasado, sobre todo en la consideración social de la necesidad de pasado, influidos por la arrogancia y combativi-dad de las vanguardias del pensamiento. Sin embargo, no será un golpe mortal ni defini-tivo, aunque supondrá una fase de mínimos que se extenderá hasta el final de la década de 1930 o más tarde” (Ballart 1997: 155). En este contexto surge también una corriente anti-museo, entendido al modo clásico, como una acumulación muda de objetos emblemáti-cos procedentes de un pasado cuya venerable imagen es ocultada tras el opaco velo del saber académico. El rechazo a la idea de museo, punta de lanza de las vanguardias de los años 20 y 30 –el futurismo, el surrealismo, pero también de los arquitectos y diseñadores funcionalistas– supondrá asimismo el nacimiento del nuevo museo contemporáneo, de la museología y, en definitiva, de la didáctica del Patrimonio que se desarrollará a largo de la segunda mitad de este siglo. Al mismo tiempo se produce una reflexión sobre la propia esencia y el destino de la cultura occidental, no exenta de un profundo pesimismo, como el que se destila en las obras de algunos de los pensadores más influyentes de la época, como La decadencia de Occidente de O. Spengler (1918) –cuyo título habla por sí solo– o La rebelión de las masas de J. Ortega y Gasset (1929). No en vano, la I Guerra Mundial –y, en España, el desastre de 1898– fue para sus contemporáneos un punto de inflexión que marcaba el fin de una larga etapa de hegemonía europea y ponía en relieve las debilidades de una civili-zación anciana cuya ambición y arrogancia la habían conducido al borde del abismo. Un caldo de cultivo idóneo para el desarrollo de las tendencias existencialistas –que domi-narán en la filosofía europea durante la primera mitad del siglo XX– y, en el extremo contrario, el surgimiento de la “cultura de la evasión”, que rehuía de la realidad a través de la búsqueda de territorios o culturas exóticas (Paul Gaugin), la creación de mundos imaginarios (J.R.R. Tolkien) o la idealización de un pasado que –como ocurre hoy– ya no se vería como modelo o fuente de inspiración, sino como refugio de un presente gris y anodino (Lowenthal 1998: 55-57)3.

3. Un fenómeno muy similar a los que se conocen actualmente en la cultura occidental como freak (“fri-qui”, en castellano) o geek, y que no son más que una versión pop de la cultura de evasión provocada por una sociedad acomodada, carente de referentes y de estímulos.

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En estos años se inicia también la legislación moderna sobre Patrimonio, como resul-tado, en parte, de las experiencias y ensayos heredados de la centuria anterior, así como las primeras herramientas y organismos estatales de tutela y gestión administrativa. Es el caso de la “Carta de Atenas” (1931) que, fruto del Congreso Internacional de Arquitectura sobre la Conservación de Monumentos de Arte e Historia, constituye la primera tentativa internacional destinada a consensuar una normativa que evite la destrucción o expolio del Patrimonio Histórico. Ya en España, se promulga en 1911 la Ley de Excavaciones Arqueo-lógicas, el primer texto dedicado a regular esta actividad4, mientras que cuatro años más tarde ve la luz la Ley de Conservación de Monumentos Histórico-Artísticos, considerada la primera ley moderna en la materia “al ofrecer una regulación global del mismo, incor-porar una precisa definición del objeto de protección y al plantear el problema en todos sus términos administrativos, competenciales y financieros” (Morales 1996: 45). La escasa efectividad de ambos documentos, especialmente en los que se refiere a los instrumentos establecidos para su desarrollo y control, llevó a la promulgación del Decreto Ley de 9 de agosto de 1926 sobre el “Tesoro Artístico Nacional”, que recogía al fin en una sola norma tanto los bienes inmuebles como los muebles, ya sea de valor artístico como histórico y arqueológico, independientemente de su antigüedad, es decir, sin establecer a priori un límite cronológico o ceñirlos a unos periodos concretos. Este desarrollo legislativo obedece sin lugar a dudas a un incremento en la sensibili-dad social hacia el Patrimonio, que comienza por fin a salir fuera de los ámbitos restrin-gidos del coleccionismo de elite y la investigación. Ello estuvo también muy relacionado, en el caso de España, con la reestructuración de la administración del Estado llevada a cabo en el año 1900, que convirtió a las Reales Academias en órganos consultivos, trans-firiendo al mismo tiempo las competencias en materia de Patrimonio a la Dirección Gene-ral de Bellas Artes, dentro del recién creado Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes (Díaz-Andreu 1993-1994: 196). En este sentido, hay que tener muy en cuenta la aparición en los países occidentales de una incipiente clase media, el desarrollo de los derechos sociales –que a la postre conducirían a la creación del “estado de bienestar”– y la generalización del acceso a la educación. No en vano, el aumento de la tasa de alfabe-tización y, posteriormente, de las posibilidades de ingreso en los estudios medios y supe-riores, despertaron el interés de las masas sociales –generalmente urbanas– por la cultura en general, y en especial por su herencia material. Asimismo, el incremento en el nivel de vida y el progreso en los medios de transporte contribuyeron con el paso de los años a la democratización del turismo –y, dentro de éste, del “turismo cultural”– confiriéndole la dimensión popular que hoy conocemos. No obstante, no será hasta después de la II Guerra Mundial cuando la preocupación por el Patrimonio Histórico adquiera un verdadero impulso a nivel internacional como consecuencia de las pérdidas ocasionadas por los conflictos bélicos y los retos plantea-dos por el nuevo orden político y económico que se inaugura en el ecuador del siglo XX. Prueba de ello es la creación en 1946 de la UNESCO en el seno de la Organización de las Naciones Unidas, que promueve en 1954 la “Convención de La Haya para la Protección

4. Entre otras cosas, establece que el estado tendrá derecho a efectuar excavaciones incluso en terrenos de propiedad particular (Art. 4º); asimismo “serán propiedad del estado, a partir de la promulgación de esta Ley, las antigüedades descubiertas casualmente en el subsuelo o encontradas al demoler antiguos edificios” (Art. 5º).

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de Bienes Culturales en caso de Conflicto Armado”, impulsando el desarrollo de organis-mos específicos, como el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (ICOMOS) en 1964 o el Comité Internacional para la Gestión del Patrimonio Arqueológico (ICAHM) en 1984, así como las declaraciones “Patrimonio de la Humanidad”, resultado de la “Con-vención sobre la Protección del Patrimonio Mundial Cultural y Natural” celebrada por la UNESCO en París en 1972. En Europa, por su parte, destaca el “Convenio Europeo para la Protección del Patrimonio Arqueológico”, propuesto por el Consejo de Europa en 1969. Paralelamente, el avance imparable de la industrialización, el crecimiento de la población y la globalización de las relaciones económicas (con la sobreexplotación de los recursos, la pérdida de la biodiversidad, la contaminación, etc.) genera una nueva sensibilidad hacia el medio ambiente que se traducirá pronto en medidas políticas, como la antedicha con-vención de París de 1972 o la Conferencia de Río de 1989, donde aparece por primera vez el concepto de “Desarrollo Sostenible”. Ballart sintetiza magistralmente en cuatro grandes grupos los factores clave que explican el desarrollo del fenómeno conservacionista moderno (Ballart 1997: 167 ss):

• El desarrollo de la conciencia histórica moderna• El auge de la idea nacionalista• Las consecuencias sociales y económicas de la industrialización• Las grandes transformaciones del presente: el “desarrollismo”, la mercantilización

de las relaciones económicas y sociales, y el turismo

Sobre los dos primeros factores ya se ha hablado líneas arriba, aunque conviene hacer hincapié en su importancia, a medida que se acelera el cambio histórico en las pri-meras décadas del siglo XX y la sensación de ruptura con el pasado y con los contextos locales se hace más evidente, especialmente en las sociedades urbanas, donde pronto se instala una profunda sensación de nostalgia (Lowenthal 1998: 29 ss.). Así pues, “para que se dé la preocupación por conservar hace falta previamente que se pueda distin-guir físicamente entre pasado y presente. Es decir, hay que percibir diferencias entre las cosas que están en nuestro entorno, de manera que unas muestren signos de lo pretérito y otras, en cambio, connoten los tiempos presentes. […] En un plano más intelectual podría decirse que es pre-condición de una actitud conservacionista una cierta concien-cia de vivir el cambio histórico y de valorar hasta dónde llega el significado del término transición” (Ballart 1997: 169). Del mismo modo el nacionalismo, pero también el regionalismo, el localismo, en suma, los sentimientos de identidad colectiva, se activan o se potencian en situaciones de rup-tura, cambio o amenaza. A los nacionalismos del siglo XIX, que derivan de las transfor-maciones políticas operadas en Europa como consecuencia de las Guerras Napoleónicas y los procesos revolucionarios, y que, de alguna manera, culminan con el final de la I Guerra Mundial y la descomposición de los grandes imperios continentales –el Alemán y el Aus-trohúngaro–, suceden ya en el siglo XX complejos procesos identitarios que afectan tanto a los nuevos países surgidos del movimiento descolonizador como a los grandes estados del viejo mundo. En el primer caso, la implantación del modelo de estado-nación sobre realidades culturales y lingüísticas diferentes con base en fronteras arbitrarias, que repro-ducen sin grandes cambios los límites de las antiguas jurisdicciones coloniales, ha dado como resultado el surgimiento de procesos etnogenéticos que chocan frontalmente con los

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modelos organizativos occidentales, recuperando valores, símbolos y prácticas tradiciona-les que son usados como marcadores emblemáticos de la identidad de grupo (véase Amse-lle y M’Bokolo 2009). Una situación que es extrapolable a los países latinoamericanos, especialmente a aquellos en los que el elemento indígena es significativo y sus rasgos cultu-rales se han mantenido en el tiempo (Perú, Bolivia, Paraguay, etc.). En los países occiden-tales, por su parte, los efectos sociopolíticos y culturales de la industrialización, el éxodo rural o la homogenización de formas, prácticas y relaciones que da lugar al fenómeno que conocemos como “globalización”, ha inducido un renovado apego a lo local, lo regional e incluso, en ocasiones, un rechazo a las formas y entidades estatales vigentes (Friedman 2001: 138-141, 152-154). Dejando a un lado los casos de Irlanda del Norte o de España, cuyos nacionalismos periféricos son una herencia de problemas y conflictos pretéritos no resueltos por el actual modelo autonómico –aunque se ha nutrido, qué duda cabe, de todo este ambiente particularista postindustrial–, el creciente surgimiento de identidades locales responde a la necesidad de referentes simbólicos y de raíces culturales propias que permi-tan a las poblaciones hacer frente a un mundo cada vez más normalizado y estandarizado. Algunas de estas identidades se basan en rasgos culturales más o menos definidos y objeti-vables (lengua, unidad geográfica, tradiciones), como ocurre con los flamencos de Bélgica, mientras que en otros casos constituyen auténticos artificios carentes de fundamento histó-rico, como sucede con las denominadas “naciones celtas” o el independentismo padano en Italia (véase Hobsbawm y Ranger 2002). En cualquier caso, todas presentan como deno-minador común la valoración y uso del Patrimonio Cultural –o de una parte de éste– para manifestar o defender su singularidad, y en este contexto la lengua y la arqueología cons-tituyen una vez más los hilos idóneos para la confección de una historia a la medida (Mar-tínez Fernández 2006: 195-207; Ruiz Zapatero 2009). La propia Unión Europea ha tratado de adelantarse a estos procesos definiendo un modelo plural, supranacional e integrador al mismo tiempo, que se resume en el concepto “La Europa de los pueblos”5. Volviendo al trabajo de Ballart, son las grandes transformaciones operadas en las últimas décadas las que explican los matices que caracterizan la sensibilidad actual hacia la conservación del Patrimonio Histórico o Cultural: el “desarrollismo”, la mercantili-zación de las relaciones económicas y sociales, el consumismo, a lo que habría que unir el individualismo, que paradójicamente resulta de una sociedad cada vez más globali-zada, y la angustia producida por el constante cambio, la aceleración de los ritmos vita-les y los nuevos retos que impone el sistema capitalista y que pueden traducirse en un único concepto: competitividad. De todas ellas quizá la más importante sea la transfor-mación del pasado, y por ende del Patrimonio, en un bien de consumo, lo que va más allá de una simple respuesta a la demanda social de cultura, en el sentido amplio6. Cier-tamente, en las últimas décadas el pasado y sus manifestaciones materiales han dejado

5. Aunque este nombre fue acuñado y utilizado originalmente por una coalición electoral formada en España por varios partidos regionalistas y nacionalistas para presentarse a las Elecciones al Parlamento Europeo de 1987, y que con diversas variantes se mantuvo hasta las elecciones de 2009, en realidad ha acabado adoptán-dose como lema para toda una serie de iniciativas encaminadas a destacar y defender la diversidad cultural de las naciones europeas (véase Comisión Europea 2001).

6. “Este peculiar mercado de la cultura se alimenta de pasado, de un pasado recreado a la medida del hombre moderno, que contiene un ingrediente de evasión que se utiliza de muro de contención contra la presión diaria de la vida moderna” (Ballart 1997: 223).

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de ser dominio exclusivo de la elite para convertirse en un bien común y en un recurso, al servicio del hombre moderno y del mercado. La “democratización” de la cultura ha tenido como consecuencia la vulgarización de la misma, su adaptación –a veces forzada– a un público heterogéneo, y la relativización del conocimiento, que aísla aún más si cabe al saber experto y a los ámbitos especializados formados por las universidades, los cen-tros de investigación y los museos (Bermejo 2002: 18-25). A pié de calle este fenómeno tiene su inmediato reflejo en la toma de decisiones en los proyectos de restauración, musealización o difusión, donde con frecuencia chocan los imperativos económicos (turismo, demanda social, etc.) con las necesidades de conserva-ción y el interés por el estudio de los bienes (especialistas). Sin embargo, paralelamente se ha asistido a una ampliación y diversificación del ámbito de aplicación de lo patrimo-nial hacia otros elementos y aspectos que anteriormente habían carecido de atención: me estoy refiriendo al patrimonio industrial, audiovisual, al folclore y las prácticas socia-les, como la artesanía, las fiestas y tradiciones, la gastronomía, etc. que trascienden los valores clásicos de monumentalidad y antigüedad. Asimismo, el concepto de Patrimonio abarca, como veremos, entidades cada vez más complejas, como el paisaje (paisaje cultu-ral), que reúne todas las relaciones que establece el hombre con el medio en una dimen-sión temporal que llega hasta la actualidad7. Nuestra sensibilidad patrimonial que, ya hemos visto, es un producto netamente occi-dental, puede entenderse, por tanto, como el resultado de dos procesos: uno de carácter estructural o de larga duración, que es el desarrollo de la conciencia histórica moderna en el marco del estado liberal y de la expansión de la sociedad industrial; y otro coyuntural –de media duración–, relacionado con el surgimiento de la cultura de masas, los movimientos postcoloniales, etc., si incluimos también a los países en vías de desarrollo y las políticas internacionales, en un mundo cada vez más globalizado. En cualquier caso, ambos proce-sos participan de un mismo concepto de herencia que hunde sus raíces en el mundo antiguo y que es consustancial los parámetros espacio-temporales de la civilización occidental8.

el concepto De Valor y los tipos De Valor

Antes de analizar los tipos de valor que pueden adquirir los bienes patrimoniales es preciso fijar qué se entiende por bien (cultural, social, etc.) y por patrimonio (ambiental, cultural...), así como por los propios conceptos de interés y valor, desde un punto de vista estrictamente patrimonial.

7. En ese sentido, comienzan a ser cada vez más valoradas las interrelaciones entre los diferentes objetos y manifestaciones en el marco de los contextos que les dan sentido: de ahí la importancia del patrimonio en su territorio, su contexto cultural y humano (Iranzo 2008: 87-88).

8. No debemos pasar por alto que, por un lado, nos movemos dentro de un concepto de tiempo lineal, heredero de la tradición judeo-cristiana, que permite diferenciar claramente un pasado irrepetible del presente vivido y del futuro (Eliade 1994: 98-100). Asimismo, la sensibilidad patrimonial se proyecta especialmente en aquellos objetos que remiten de alguna manera a tiempos pretéritos emblemáticos o fundacionales, en relación con las sociedades europeas, ya sea la Antigüedad clásica, la Edad Media o las culturas próximo orientales, donde se sitúa el origen de la civilización. Por último, es evidente la necesidad de cosificar el pasado en objetos, que se convierten, de este modo, en transmisores de las ideas, gustos, valores y formas de vida. Un patrimonio esencialmente material.

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Según la RAE se considera bien el “Patrimonio, hacienda, caudal.// En la teoría de los valores, la realidad que posee un valor positivo y por ello es estimable”. Está relacionado conceptualmente con lo material (también en el sentido crematístico), con lo cuantificable, lo objetivable, aunque en última instancia depende del valor que se otorgue al bien en sí. Por su parte, son Bienes culturales “los objetos materiales e inmateriales, tangibles e intangibles, muebles e inmuebles en los cuales se denota un valor cultural, ya sea por su significación histórica, artística, religiosa, arqueológica, arquitectónica o científica” (Glosario Museológico). Los Bienes Culturales se dividen técnicamente, pues, en Bienes Muebles, Bienes Inmuebles y Bienes Inmateriales, mientras que desde el punto de vista técnico nos encontramos con una enorme variedad de bienes (arqueológicos, arquitectó-nicos, artísticos, documentales, etc.). El concepto de patrimonio es mucho más rico, ya que hace alusión a la noción de herencia, de transmisión. Según la RAE es la “Hacienda que alguien ha heredado de sus ascendientes. //Conjunto de bienes propios adquiridos por cualquier título. //Conjunto de bienes pertenecientes a una persona natural o jurídica, o afectos a un fin, suscepti-bles de estimación económica”. No obstante, salta a la vista de nuevo el carácter material del bien, que ahora puede ser adquirido o heredado por una persona, grupo o entidad, así como su potencial económico y sobre todo su facultad para ser evaluado, estimado o valo-rado cuantitativamente. Según la Ley del patrimonio histórico Español de 1985 (Art. 1.2), “integran el Patri-monio Histórico español los inmuebles y objetos muebles de interés artístico, histórico, paleontológico, arqueológico, etnográfico, científico o técnico. También forman parte del mismo el patrimonio documental y bibliográfico, los yacimientos y zonas arqueológicas, así como los sitios naturales, jardines y parques, que tengan valor artístico, histórico o antro-pológico”. En definitiva, puede definirse como el “conjunto de bienes materiales que pro-ceden del pasado, que se están disfrutando en el presente y merece la pena conservar para el futuro” (querol y Martínez 1996: 19). Muy próxima aunque más amplia es la noción de patrimonio cultural, ya que incluye también el patrimonio intangible, lo que permite cen-trar la atención con las prácticas o productos culturales. La UNESCO lo define como “el conjunto de bienes, muebles e inmuebles, materiales e inmateriales, de propiedad de parti-culares, de instituciones y organismos públicos o semipúblicos, de la Iglesia y de la Nación, que tengan un valor excepcional desde el punto de vista de la historia, del arte y de la ciencia, de la cultura en suma, y que por lo tanto sean dignos de ser conservados por las naciones y pueblos conocidos por la población, a través de las generaciones como rasgos permanentes de su identidad” (Harvey 1977: 55). El concepto de interés está ligado al de patrimonio pues, al fin y al cabo, el valor de este último dependerá del interés que despierte en una comunidad determinada. El inte-rés, sin embargo, es subjetivo por definición, bien sea a nivel individual como social, ya que hace referencia a la “Inclinación del ánimo hacia un objeto, una persona, una narra-ción, etc.” (diccionario de la RAE). En el caso del patrimonio histórico o cultural el inte-rés dependerá fundamentalmente de dos parámetros:

• El espacio: un elemento no tiene la misma valoración para un grupo social que para otro por razones culturales, ideológicas, económicas, etc.

• El tiempo: cada momento incorpora nuevas sensibilidades sobre el pasado expre-sándolas en su valoración.

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No olvidemos que la noción de Patrimonio Cultural va incorporando las decisiones toma-das en cada momento por el grupo social de referencia: tiene por tanto un carácter relativo –al grupo social– y acumulativo. Podemos decir que el carácter acumulativo del patrimonio es tanto cuantitativo como cualitativo. cuantitativo porque el interés de conservación va pro-gresivamente afectando a más elementos que anteriormente no se incluían en el ámbito de la protección (por ejemplo, el patrimonio natural, las fiestas, costumbres, etc.); cualitativo, por-que cada vez es más amplio y más complejo el concepto de patrimonio, como es el caso del paisaje, el entorno natural, la ecología urbana, etc. Por lo que respecta al concepto de valor, viene definido como el “Grado de utilidad o aptitud de las cosas, para satisfacer las necesidades o proporcionar bienestar o deleite. //Cualidad de las cosas, en virtud de la cual se da por poseerlas cierta suma de dinero o equivalente. //Cualidad que poseen algunas realidades, consideradas bienes, por lo cual son estimables. Los valores tienen polaridad en cuanto son positivos o negativos, y jerar-quía en cuanto son superiores o inferiores” (diccionario de la RAE). Nos encontramos, pues, con dos acepciones principales: una cualitativa o subjetiva, relacionada con lo sen-sorial o corporal, y otra cuantitativa u objetiva, en tanto hace referencia a la cualidad que poseen determinadas cosas para ser estimadas desde un punto de vista económico. Es pre-ciso no olvidar este doble alcance de la noción de valor porque es fundamental para enten-der a continuación las diferentes motivaciones que se esconden detrás de la valoración del patrimonio histórico y cultural. Asimismo, resulta difícil hablar de un valor concreto, definido y unívoco, especial-mente cuando se trata de bienes patrimoniales, ya que éste puede ser variable depen-diendo de la naturaleza del bien (monumentalidad, riqueza, antigüedad, etc.) y de su importancia para el grupo o los grupos sociales que lo acogen (significado). Por ello, suele hablarse preferiblemente de valores, en sentido amplio, incorporando todas las cua-lidades que un bien posee o asume socialmente. El Glosario Museológico publicado por la Revista Digital Nueva Museología recoge varios tipos de valor, como el valor econó-mico, el valor estético-arquitectónico, el valor histórico-testimonial y el valor simbólico, a los que podríamos añadir –sin ánimo de ser exhaustivos– el valor social, el valor educa-tivo, o incluso el valor turístico:

• El valor económico incluye, además de los criterios tradicionales, “el valor que un bien posee con respecto a sus características materiales, constructivas o a su emplazamiento, además de otros valores económicos”: su mayor o menor capa-cidad de adaptación a otros usos; su estado de conservación, nivel de deterioro, grado de autenticidad; su calidad y técnicas constructivas; así como, sobre todo, su capacidad para generar riqueza.

• El valor estético se relaciona con la percepción que tenemos del lugar u objeto a través de la forma, la escala, el color, la textura, el material, incluyendo los olores y sonidos que están vinculados al mismo y su utilización. Pueden albergarlo no sólo espacios físicos, como el valle del Jerte (Cáceres) durante la floración de los cere-zos, o las formaciones rocosas de Göreme en Capadocia (Turquía), sino también actividades, como la Feria de Sevilla o el carnaval de Barranquilla (Colombia). El valor arquitectónico, por su parte, se relaciona con el estilo y la calidad del diseño, las formas, los usos y los tipos de materiales, y cuando presente cualidades destacables referentes a: su calidad espacial (volumetría, proporciones, recorridos),

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su calidad formal (estilo, composición, coherencia, figura, etc.), su calidad funcio-nal (coherencia espacial, confort), su calidad técnico-constructiva (integración de servicios, iluminación, soluciones técnicas espaciales, uso de materiales, econo-mía de recursos), etc. Podemos citar como ejemplo la Plaza de España de Sevilla, el Guggenhein de Bilbao o las obras de Gaudí, aunque tendríamos también que incluir las obras de arquitectos contemporáneos, algunos aún en activo, que ya se han convertido por su diseño o por sus características constructivas en referentes. Es el caso de los elementos recogidos en el catálogo de edificios de interés arqui-tectónico contemporáneos elaborado por la fundación DOCOMOMO9.

• El valor histórico-testimonial “significa un lugar que ha sido influenciado por un evento, personaje, etapa o actividad histórica”, pudiendo adquirir, además, un valor simbólico o identitario. Existen numerosos lugares que han sido testigos mudos de acontecimientos históricos o del paso de personajes destacados, como los Baños del Inca, en Cajamarca (Perú), el Monasterio de Yuste (Cáceres), donde el emperador Carlos V pasó sus últimos días, los restos del muro de Berlín o la basílica de la Natividad de Belén.

• Hablamos de valor simbólico “cuando posea cualidades representativas o evoca-tivas con las que se identifica la comunidad, generando sentimientos de pertenen-cia, arraigo u orgullo”. Estos bienes pueden ser instrumentalizados políticamente, sirviendo de emblemas para aspiraciones regionalistas o nacionalistas, como ocu-rre en España con el árbol del Guernica (Vizcaya), el monasterio de Monserrat (Barcelona), o el monumento a Blas Infante (Sevilla). No obstante, también pueden servir de elemento de cohesión social a escala local o regional, como sucede en el norte de Perú con los petroglifos de Samanga, o en Durhan (Inglaterra) con el legado del pasado industrial.

• Asimismo, consideramos que un bien tiene valor social cuando redunda en el desa-rrollo cultural y/o intelectual de la sociedad, así como en la conservación y difusión de sus valores y tradiciones. Este tipo de valor es representativo tanto a escala local (el barrio), como regional (la ciudad) o nacional (el país), y sirve para la afirmación de la identidad de un lugar.

• Algunos bienes tienen además un valor educativo, ya que contribuyen al apren-dizaje, al desarrollo de aptitudes y destrezas, o simplemente a la formación inte-lectual o moral de los individuos. Podemos poner como ejemplo los campos de concentración nazi conservados aún en Centroeuropa, los parques arqueológicos, la reproducción de prácticas artesanales, etc.

• El valor turístico se encuentra relacionado con el económico, ya que se refiere a la capacidad de un bien para servir de reclamo turístico. Se trata de bienes que por su interés histórico, su originalidad, sus valores estéticos, la riqueza de sus materiales, su monumentalidad o su carácter único, pueden atraer al turismo y convertirse en dinamizadores de la economía de una región. Los casos más conocidos en España pueden ser la Alhambra de Granada o la basílica de la Sagrada Familia en Barce-lona, así como también prácticas culturales como los Sanfermines de Pamplona o la Semana Santa de Sevilla.

9. http://www.docomomoiberico.com/ [28.02.2011].

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el carácter DiscursiVo Del Valor

Estos tipos de valor pueden agruparse en dos formas principales de valor (Fig. 1): el valor social sensu strictu (valor simbólico, identitario, social, etc.), que podemos definir a grandes rasgos como un valor cualitativo (no mensurable), contextual (dinámico y cam-biante tanto en el tiempo como dentro del contexto social), cultural (es decir, que depende en última instancia de la componente cultural), con una fuerte carga de subjetividad y difí-cil de manipular. Por otro lado está el valor instrumental, es decir, aquel que puede acti-varse o manipularse con un fin en concreto incluso al margen de los hábitos del grupo social de referencia. Se trata de un valor más objetivo (o, mejor dicho, objetivable), cuantitativo (mensurable en términos financieros o sociales), controlable desde las esferas políticas, aun-que también es contextual o cultural. Nos referimos a los bienes en los que prima el interés económico, ideológico o turístico (Fig. 1). No obstante, hay que partir de la base de que el valor siempre es subjetivo, tanto a nivel social como, sobre todo, a nivel individual. Si no, ¿cómo podríamos explicar las diferen-cias existentes entre los miembros de una misma comunidad a la hora de establecer criterios valorativos? Ante una catedral gótica resulta fácil prever la sensación de deleite, apego o interés que es capaz de despertar en cualquier ciudadano, sin embargo esa sensación puede cambiar drásticamente cuando el ciudadano pertenece a una tradición cultural o religiosa distinta, como ocurre en Europa con los inmigrantes procedentes de los países árabes o asiá-ticos. Asimismo, ante un cuadro de Tàpies muchos podrán pensar que se encuentran frente a una obra de arte, aunque también es muy probable que otras personas crean que les están tomando el pelo, incluso dentro del mismo grupo social y con el mismo nivel educativo.

Figura 1

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El valor, como hemos visto en las definiciones, no es una cualidad objetiva, externa a la sociedad y a las prácticas culturales. Es decir, no existen unos valores o un marco valorativo ideal que actúe de referente para todas las culturas y todas las épocas (Zamora 1997: 38-39). Pensar lo contrario nos podría llevar también a afirmar que nuestra cultura, nuestra lengua, nuestra estética, nuestra moral, en definitiva, nuestros valores son objeti-vamente positivos o superiores. No en vano, uno de los principales problemas de la axio-logía –la rama de la filosofía que estudia los valores– ha sido superar la dicotomía entre “objetivistas”, es decir, aquellos que piensan que los valores existen a priori, indepen-dientemente de un sujeto o de una conciencia valorativa, y los “subjetivistas”, para quie-nes los valores, su sentido y su jerarquía, sólo existen en relación con el sujeto que valora (Frondizi 1966: 18). La solución pasa por considerar los valores como un producto cultu-ral, que depende del contexto social e incluso de las condiciones individuales (situación) del sujeto, aunque en última instancia los sistemas culturales tiendan siempre a objeti-vizar la relación entre la valoración y el bien valorado mediante las disposiciones de la ética y la estética (ibidem: 114-124)10. Así pues, el valor forma parte de la superestruc-tura ideológica o, como postulan los antropólogos norteamericanos, del subsistema ideo-lógico (Alcina 1989: 43), que integra todo sistema cultural y del cual depende también el “sistema de valores”, noción que lleva implícita lógicamente la posibilidad de que haya “otros” (Rossi y O’Higgins 1981: 13). Desde una perspectiva estrictamente sociológica, las valoraciones a las que se ha some-tido tradicionalmente el Patrimonio adolecen de una fuerte carga esencialista, ya que se sustentan generalmente sobre valores preestablecidos –desde nuestros parámetros cultura-les–, como la belleza, la antigüedad, la representatividad (de una época, de una cultura, etc.) o la “utilidad” (ideológica, educacional). Sin ir más lejos, la propia UNESCO recoge explí-cita o implícitamente algunos de estos valores entre sus criterios para la concesión del título de Patrimonio de la Humanidad, dando como resultado un enfoque excesivamente monu-mentalista del Patrimonio, centrado en las grandes culturas (sobre todo las occidentales y asiáticas) y en sus principales expresiones materiales (arquitectura, urbanismo, arte); una tendencia que se ha corregido en los últimos años con la inclusión de nuevos criterios que ponen de relieve otras manifestaciones de los pueblos, como la organización del espacio y las formas de vida –especialmente en relación con el medio y su aprovechamiento econó-mico–, así como también las prácticas, tradiciones, creencias, etc. (patrimonio inmaterial)11. De cualquier manera, tanto los criterios de la UNESCO como los principios proyectados en las diferentes normativas internacionales o nacionales destinadas a la protección del Patri-monio Histórico o Cultural parten de una perspectiva eminentemente occidental, relacio-nada asimismo con una determinada idea de herencia material y de memoria que remite, como no podía ser de otra manera, a los parámetros culturales de la civilización europea. El propio logotipo de la UNESCO –que integra el acrónimo en un templo clásico– es expre-sivo del peso que la cultura occidental tiene sobre la valoración del Patrimonio, algo que, al

10. “Si se denomina ‘situación’ al complejo de elementos y circunstancias individuales, sociales, cultura-les e históricas, sostenemos que los valores tienen existencia y sentido sólo dentro de una situación concreta y determinada” (Frondizi 1966: 124).

11. Estos criterios fueron inicialmente establecidos en la “Convención sobre la Protección del Patrimonio Mundial Cultural y Natural” (París 1972) y reelaborados en 2005 en el documento “Directrices Prácticas para la aplicación de la Convención del Patrimonio Mundial” (WCH.05/2: 54-55).

121La conciencia patrimonial como construcción social

fin y al cabo, no supone más que una parte de todo un proceso de universalización de una determinada escala de valores cons-truida desde Occidente –y en gran medida para Occidente– que se institucionaliza tras la II Guerra Mundial (Huntington 1997: 380-381). No obstante, si miramos a nues-tro alrededor en esta sociedad global podre-mos encontrar multitud de situaciones que muestran claramente que nos encontramos ante una cuestión mucho más compleja de lo que parece y que remite en última ins-tancia a la propia capacidad del ser humano para establecer una jerarquía relativa de valores e intereses, que puede cambiar de un lugar a otro, de una cultura a otra, o incluso dentro de un mismo sistema cultu-ral, en función de distintas circunstancias concretas (Hernández 2003: 84-85). Muy a pesar del afán proteccionista, resulta evidente que habrá países, regiones o comunidades que no podrán hacer frente a la conservación de sus bienes patrimo-niales, especialmente si no cuentan con recursos económicos suficientes, si quiera para su propia subsistencia. Es más que comprensible, por ejemplo, que en muchas naciones africanas la protección del Patrimonio no figure entre sus prioridades inmediatas, cuando una buena parte de la población tiene soportar el hambre y las enfermedades. Del mismo modo, no podemos esperar que todas las culturas mantengan la misma actitud de respeto y veneración hacia los testimonios materiales del pasado, especialmente cuando éstos chocan con sus propios principios ideológicos, socio-políticos o religiosos. El lamenta-ble episodio de las estatuas gigantes de Buda en Bamiyán (Afganistán), del que se cum-plen ahora diez años, es un claro ejemplo de las dificultades que implica disponer marcos valorativos universales, y más aún llevarlos a la práctica a través de la protección, con-servación y difusión de los bienes culturales, especialmente en contextos económicos, socio-políticos o culturales adversos o, sencillamente, contrarios –y por tanto hostiles– a los principios y valores internacionalmente establecidos. Cabría preguntarse, ¿quién le otorga realmente valor al Patrimonio? Sin lugar a dudas el grupo social, pero no en cuanto a ente abstracto, sino como un conjunto de individuos más o menos definido, aunque dinámico y cambiante. En consecuencia, la sensibilidad hacia el Patrimonio guarda una estrecha relación con el elenco de rasgos y factores rela-tivos a la estructura ideológica (el marco de valores) que caracterizan a una sociedad, así como con sus circunstancias concretas (situación). Entonces, ¿qué circunstancias inci-den a nivel individual y colectivo en la valoración del Patrimonio? Además de la matriz cultural, habría que destacar la edad, educación, y nivel socioeconómico, así como las creencias religiosas, la ideología política, etc. que eventualmente pueden disentir de los

Figura 2

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principios culturales instituidos por el grupo predominante, como ocurre en el caso de las minorías étnicas o religiosas, de las tendencias políticas extremas o de determinados movimientos contraculturales. Cuando hemos hablado de valor objetivo (económico, turístico, político), es decir, de aquél que puede instrumentalizarse para alcanzar un fin concreto, en el fondo también debe-mos reconocer su dependencia de una serie de variables subjetivas (individuales y sociales) que en todo caso han de ser tenidas en cuenta. No todas las personas son sensibles a los mis-mos estímulos, ni pueden “educarse” de la misma manera en la valoración de determina-dos tipos de bienes o, en general, adoptar una misma actitud (activa, participativa, positiva) hacia el Patrimonio. Por ejemplo, resultaría sumamente inadecuado construir un museo de arte antiguo en un barrio marginal, mientras que sí sería muy oportuno crear una escuela taller destinada a recuperar edificios industriales con una finalidad sociocultural, aunque estos pueden seguir siendo objeto de agresiones o actos vandálicos. Asimismo quizá sea difícil convencer a un grupo de turistas japoneses para que visiten las iglesias románicas de Palencia (Fig. 2) si llegan con una imagen prefijada de España y su interés se centra en una serie de estereotipos como los toros, el flamenco o la arquitectura de Gaudí. Como acabamos de ver, no toda la sociedad tiene el mismo grado de sensibilidad hacia el Patrimonio, aunque es la sociedad y, en primera instancia, sus representantes (la administración y las instituciones) y órganos colegiados (universidades, centros de inves-tigación, colegios profesionales, etc.) los que establecen las márgenes del marco valora-tivo, es decir, los que reflejan el estado de concienciación hacia el Patrimonio que existe en su comunidad y, al mismo tiempo, deciden qué medidas de gestión, conservación y difusión son las adecuadas. Utilizando la Teoría de la Acción de Bourdieu, las institucio-nes públicas, los expertos y los agentes sociales transforman el nivel de conocimiento dóxico del Patrimonio12 (conciencia) a partir de una racionalización del habitus13, esto es,

12. Entendemos por doxa el proceso a través del cual las disposiciones del habitus se naturalizan y son aceptadas por todos los miembros del grupo como algo evidente (Bourdieu 1997: 129); constituye, pues, un auto-reconocimiento no reflexionado del habitus. Sin embargo, cuando un modo de vida –que incluye las formas de percibir el universo social, las tradiciones, valores, etc.– es puesto en duda o se ve amenazado debido, por ejemplo, a cambio en las circunstancias materiales o sociales, o por el choque con otros habitus, la doxa experimenta una transformación. En estos casos el nivel de conocimiento dóxico, que naturaliza y reproduce inconscientemente el habitus mediante la experiencia social, se racionaliza y objetiviza conscientemente (se instrumentaliza y se institu-cionaliza) con el fin de otorgarle legitimidad y normatividad a las prácticas sociales (ortodoxia).

13. Bourdieu define el concepto de habitus como “systèmes de dispositions durables, structures structurées prédisposées à fonctionner comme structures structurantes, c’est-à-dire en tant que principe de génération et de structuration de pratiques et de représentations qui peuvent être objectivement ‘réglées’ et ‘régulières’ sans être en rien le produit de l’obéissance à des règles, objectivement adaptées à leer but sans supposer la visée consciente des fins et la maîtrise expresse des opérations nécessaires pour les atteindre et, étant tout cela, collec-tivement orchestrées sans être le produit de láction organisatrice dún chef d’orchestre” (Bourdieu 1972: 175). En este sentido, “fonctionne à chaque moment comme une matrice de perceptions, d’appréciations et d’actions, et rend possible l’accomplissement de tâches infiniment différenciées, grâce aux transferts analogiques de schè-mes permettant de résoudre les problèmes de même forme et grâce aux corrections incessantes des résultats obtenus, dialectiquement produites par ces résultats (ibidem: 178). Es decir, se trata del “conjunto de esquemas a partir de los cuales los sujetos perciben el mundo y actúan sobre él. (…) Estos esquemas son incorporados a lo largo del proceso de socialización: han sido estructurados por la sucesión de experiencias que los sujetos han tenido a lo largo de su vida, especialmente en las primeras socializaciones, de tal manera que suponen una interiorización de los principios en que se estructura el ámbito concreto de realizaciones sociales en que el sujeto ha sido producido. A su vez son estructurantes: a partir de ellos se producen los pensamientos, percepciones y

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de la práctica social en el que éste se inserta y que le da sentido (experiencia). En otras palabras, para que se active el interés por el Patrimonio, en cuanto a herencia colectiva que forma parte de la vida de una comunidad y por tanto de sus esquemas de percepción, de pensamiento y de acción (habitus), es una precondición la sensación de amenaza o de ruptura con el pasado, es decir, la conciencia de pérdida, que predispone la necesidad de conservación (ortodoxia). Ésta puede emanar directamente del grupo social, cuando la sensación de amenaza ha sido objetivada por sus miembros a partir de su propia expe-riencia –como ocurre frecuentemente con las asociaciones vecinales, culturales o activis-tas patrimoniales– (véase Hernández 2003), o bien de un grupo de expertos (técnicos de la administración, comunidad científica) que asumen de forma delegada la tutela, gestión y control del Patrimonio como una parte del “capital cultural” (Bourdieu 2001: 136 ss.). Este proceso puede representarse en un diagrama flujos que refleje las relaciones de retroalimentación positiva que se establece entre la sociedad, sus representantes y los sis-temas de control y tutela a lo largo del tiempo. La sociedad es la que, a través de su acción (habitus), cualifica los bienes culturales, toda vez que se toma conciencia de su valor para el grupo social (doxa); sin embargo, al mismo tiempo está sujeta a los marcos normati-vos y administrativos del Estado de y las administraciones locales o regionales, que velan por la protección, gestión y difusión de lo que en ese momento se considera Patrimonio (ortodoxia). En otras palabras, la sociedad desarrolla a partir de la práctica (el uso de los bienes) una serie de valores que transmite a sus representantes pero, dada la asimetría existente, se encuentra al mismo tiempo tutelada por el Estado, que a su vez recibe reco-mendaciones de organismos internacionales y, por tanto, de la experiencia de otras socie-dades con otros marcos valorativos (Fig. 3). En definitiva, podemos decir que la conciencia patrimonial es una construcción social y, como tal, se encuentra sujeta a procesos y circunstancias o situaciones que afectan a la estructura de los grupos sociales y a los propios sujetos que los integran14. Así pues, ni el interés ni los criterios valorativos vienen dados de antemano, no existen fuera de las mismas experiencias, percepciones y prácticas que establecen los individuos con los bie-nes patrimoniales y, por tanto, no pueden considerarse principios esenciales e inmutables, sino atributos discursivos y dinámicos, que se ajustan a los intereses y valores que los grupos sociales disponen en cada momento, incorporando al mismo tiempo las conside-raciones heredadas de experiencias pasadas, integradas ya en los esquemas mentales de los sujetos (dimensión histórica). Ello explica el “carácter acumulativo” del Patrimonio,

acciones del agente. (…) Las formas de categorizar, de ver el mundo, los intereses, las expectativas… a partir de las que se estructura una sociedad o grupo social concreto son inculcadas lentamente, en el proceso de socializa-ción, en los individuos: todo agente social es un agente socializado y lo que cree más interno y propio de él –por ejemplo, sus gustos y ascos– no es sino la interiorización de la estructura social –y del lugar en ella ocupado–. Lo social no es algo que envuelve al individuo: está en su interior, en su forma de pensar, de ver el mundo, en sus gustos, en sus intereses” (Martín Criado 2009: 1429). Así pues, puede afirmarse que los sujetos producen sus prácticas sociales a partir de las disposiciones del habitus heredadas de estadios anteriores del sistema de relaciones sociales que, al mismo tiempo, son reproducidas a través de la propia acción.

14. Como afirma J. Hernández, “Los bienes patrimoniales son experimentados como tales no porque con-tengan en sí un valor inherente o esencial e inalterable, sino porque son percibidos en un contexto social con-creto como símbolos que gozan de gran valor y que comunican una determinada versión de la realidad que, a menudo, se convierte en un instrumento de reafirmación del sentimiento de pertenencia a una colectividad” (Hernández 2003: 85).

124 Francisco José García Fernández

su incremento en virtud de las nuevas inquietudes, gustos y necesidades que se proyectan en cada época. Como ya se ha visto, en el caso de la cultura occidental, es el desarrollo de la conciencia histórica moderna –que se sustenta en una determinada percepción del tiempo y de la memoria que remite, en última instancia, a la Antigüedad– y la sensación de ruptura con el pasado propia de las sociedades industriales la que determina sensibi-lidad actual hacia el Patrimonio. Sobre ella actúan distintas coyunturas (nacionalismos, mercantilización de la cultura, pérdida de paisajes, etc.) y contextos concretos (intereses políticos, necesidades sociales, movimientos culturales, etc.) que modelan la percepción que en cada momento tienen los grupos sociales sobre los bienes patrimoniales y retroa-limentan los valores y criterios establecidos por el marco institucional.

Figura 3

125La conciencia patrimonial como construcción social

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