GIL CALVO 2013 Dramatizar la Agenda

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209 EPÍLOGO DRAMATIZAR LA AGENDA. LA CONSTRUCCIÓN PERFORMATIVA DEL ANTAGONISMO ENRIQUE GIL CALVO* El antepasado 2011 fue oficiosamente declarado Año de la Movilización política. Así lo prueba la portada de la revista esta- dounidense Time del miércoles 14 de diciembre de 2011, que eri- gió al “Manifestante” (The Protester) como Personaje del Año. Y no fue para menos pues, en efecto, las casi continuas manifestacio- nes públicas estuvieron ocupando las primeras planas de los periódicos y los titulares de los telediarios durante prácticamente todo el año, desde el 4 de enero en que muere Mohamed Bouazizi en la capital de Túnez, provocando la súbita intensificación de la protesta popular que acabaría diez días después con el régimen de Ben Ali, hasta la Nochevieja que cerró el año, cuando la Policía de Nueva York detuvo a 68 manifestantes de Occupy Wall Street que aquel sábado habían vuelto a ocupar el Parque Zuccotti, tra- tando de volver a levantar su campamento desalojado por orden judicial en el inmediato noviembre anterior. 1. ACAMPANDO EN LA PLAZA PúBLICA Pero en realidad, las protestas, acampadas y ocupaciones del espa- cio público ya se habían iniciado algo antes de que comenzara el

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EpíLogo

drAMAtizAr LA AgEndA. LA construcciÓn pErforMAtivA dEL AntAgonisMo

EnriquE giL cALvo*

El antepasado 2011 fue oficiosamente declarado Año de la Movilización política. Así lo prueba la portada de la revista esta-dounidense Time del miércoles 14 de diciembre de 2011, que eri-gió al “Manifestante” (The Protester) como Personaje del Año. Y no fue para menos pues, en efecto, las casi continuas manifestacio-nes públicas estuvieron ocupando las primeras planas de los periódicos y los titulares de los telediarios durante prácticamente todo el año, desde el 4 de enero en que muere Mohamed Bouazizi en la capital de Túnez, provocando la súbita intensificación de la protesta popular que acabaría diez días después con el régimen de Ben Ali, hasta la Nochevieja que cerró el año, cuando la Policía de Nueva York detuvo a 68 manifestantes de Occupy Wall Street que aquel sábado habían vuelto a ocupar el Parque Zuccotti, tra-tando de volver a levantar su campamento desalojado por orden judicial en el inmediato noviembre anterior.

1. ACAMPANDO EN LA PLAZA PúBLICA

Pero en realidad, las protestas, acampadas y ocupaciones del espa-cio público ya se habían iniciado algo antes de que comenzara el

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año. La tunecina revolución de los jazmines estalló el 27 de di -ciembre inmediatamente anterior, en airada reacción de pro -testa ante la testimonial inmolación de Bouazizi, que se había prendido fuego diez días atrás. Y solo un par de meses atrás había tenido lugar el decisivo acontecimiento que cabe consi-derar como el precedente precursor que activó el inicio del ciclo movilizador. Me refiero a la erección en el Sáhara Occidental, junto a El Aaiún, del campamento de Agdaym Izik, instalado el 10 de octubre de 2010, cuando entre diez y veinte mil saharauis acamparon sus jaimas en una zona desierta pero de libre acceso para denunciar la violación de sus derechos sociales en demanda de trabajo y vivienda.

La protesta de Agdaym Izik resultó muy sorprendente tanto por la novedad del procedimiento utilizado (un campa-mento surgido por generación espontánea en el espacio público del desierto) como por su carácter exclusivamente pacífico, al ser protagonizada no por milicianos del Frente Polisario sino por ciudadanos del Sáhara marroquí. Y su carácter imprevisto descolocó a las desprevenidas autoridades del reino alauita, que al no saber qué hacer dejaron que la acampada se convirtie-ra en poco tiempo en un acontecimiento mediático, despertan-do la atención de la cadena Al Yazira y a partir de allí de todos los demás medios informativos del entorno global, con España, Francia y sobre todo el Magreb a la cabeza de la atención pres-tada. Finalmente, la acampada acabó mal, pues un mes después de su inicio (el 8 de noviembre) fue barrida y asolada con extre-ma dureza por las fuerzas de seguridad marroquíes, sin que los activistas que la protagonizaron lograsen alcanzar ninguno de sus objetivos. Pero si la acampada fracasó, su visible ejemplo se convirtió en todo un éxito mediático de crítica y público, que contribuyó a despertar las conciencias críticas de las poblacio-nes mediterráneas invitándoles a emular y replicar tan estimu-lante procedimiento movilizador.

Y en efecto, a partir de ahí, lo que podríamos llamar mode-lo Agdaym Izik pasó a servir de elemento catalizador, activando el inmediato ciclo de protestas colectivas que como un reguero

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de pólvora se propagó durante todo el año provocando el levan-tamiento de afines acampadas de protesta en casi todas las capitales de los países ribereños de ambas orillas del Mediterráneo; y aún más allá, puesto que sus ecos últimos han llegado hasta Londres, Nueva York y Moscú. Y en todos los luga-res el procedimiento movilizador resultó análogo, centrado como estuvo en la ocupación pacífica del espacio público para instalar en su centro un campamento de contestación indefini-da contra el statu quo político. La secuencia cronológica de este ciclo movilizador es bien conocida, por lo que no hace falta recordar más que sus acontecimientos más significativos.

Ya me he referido a la revolución tunecina de los jazmines, que ocupa todo el mes de enero desde que muere Bouazizi (4 de enero) y huye Ben Ali (14 de enero) hasta que se forma un Gobierno de unidad nacional (29 de enero), decretando tres semanas después la reforma política y el inicio de la transi-ción democrática (18 de febrero). Entonces toma el relevo la revolución egipcia, iniciada el Día de la Ira (25 de enero), proseguida por el Viernes de los Mártires (28 de enero) y cul-minada con la ocupación de la Plaza Tahrir por un millón de personas (1 de febrero): a partir de ahí se mantiene la acam-pada indefinida en la plaza, que pronto provoca la dimisión del dictador Mubarak (11 de febrero), decretándose el inicio de la transición democrática. A continuación es el turno de Libia, donde ese mismo 17 de febrero se inicia la revolución a partir del levantamiento de Bengasi; el régimen anuncia su voluntad de aplastar militarmente la revuelta (21 de febrero), lo que no impide la formación del rebelde Consejo Nacional Transitorio (25 de febrero), dándose inicio a una guerra civil con intervención bélica de la OTAN a favor de los insurgentes legitimada por las Resoluciones 1970 (26 de febrero) y 1973 (17 de marzo) del Consejo de Seguridad de la ONU; interven-ción bélica que, tras continuos bombardeos de las posiciones del régimen, concederá la victoria al bando rebelde (1 de sep-tiembre), con el subsiguiente linchamiento del dictador (20 de octubre).

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A partir de esa primavera, la propagación de la revuelta árabe por las distintas capitales prosiguió su accidentado reco-rrido con múltiples focos de agitación (Marruecos, Jordania, Omán, Yemen, Bahréin, Siria), en una compleja ramificación del ciclo de protesta que aquí no se va a entrar a detallar porque su futuro desenlace todavía permanece abierto de modo muy incierto para cada país, desde la reforma constitucional que ha estabilizado Marruecos (conduciendo al islamismo moderado al Gobierno) hasta la guerra civil de Siria (que amenaza con desestabilizar todo el Oriente Medio). Pero al margen del futu-ro que aguarde a lo que ya se venido en llamar primavera árabe, lo que también parece indudable es que su ejemplo mo vilizador pronto cruzó el estrecho de Gibraltar, pasando a propagarse por la ribera norte del Mediterráneo. Y como ya sucediera exacta-mente 1300 años antes, cuando el emir Tarik inició la conquis-ta de la península ibérica (en el 711), la propagación por Occidente de esta novísima Hégira también se inició en España, precisamente, donde a partir del 15 de mayo dieron comienzo en la madrileña Puerta del Sol las movilizaciones de los In -dignados, replicándose una vez más la misma metodología ci -beractivista asistida por ordenador (en conexión a múltiples redes sociales) de ocupar el espacio público acampando en las plazas mayores.

Ya llegará el momento en las páginas que siguen de entrar a analizar con mayor detalle las movilizaciones españolas deri-vadas del 15-M. Por el momento, bastará con señalar la extraor-dinaria repercusión mediática que llegó a alcanzar a escala global, con dos hitos tan multitudinarios como las grandes manifestaciones simultáneas en múltiples capitales españolas, el 19 de junio, y su posterior ampliación a escala planetaria convocada el 15 de octubre en 869 ciudades de 71 países. Un eco en cascada de múltiples reverberaciones cruzadas que pronto habría de arraigar en otros focos de irradiación. El primero de los cuales se produjo al otro extremo oriental del Mediterráneo, en el único país que profesa la tercera religión del Libro mono-teísta (aunque primera en orden de antigüedad): Israel. Y no

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deja de ser curioso que una metodología revolucionaria nacida sobre suelo islámico se contagiara primero a tierra cristiana (la católica España) para pasar después a propagarse sobre el solar de los judíos. Pero sea como fuere, el caso es que, el 14 de julio de 2011, el ciclo de protesta iniciado en Túnez se reactivó en Jerusalén y Tel Aviv, donde surgieron por generación espontá-nea sendas ocupaciones del espacio público con acampadas reivindicativas incluidas, también esta vez en demanda de derechos sociales, especialmente el derecho de acceso a una vivienda digna. A los pocos días el movimiento cobraba auge y se extendía hasta movilizar a cientos de miles por todas las ciu-dades israelíes, alcanzando su cénit el sábado 6 de agosto, cuando se estimó en 300.000 el número de manifestantes que tomaron las calles. Y un mes después todavía se incrementó esa cifra, cuando 400.000 indignados ocuparon las calles de 19 ciudades israelíes (3 de septiembre), si bien poco después pasó a declinar.

No obstante, el repertorio de las movilizaciones se trans-formó sensiblemente durante ese verano de 2011. En la tarde del sábado 6 de agosto, unas 300 personas se congregaron frente a una comisaría del barrio de Tottenham, al norte de Londres, para protestar por la muerte en extrañas circunstan-cias de un joven negro a manos de la policía. Y a partir de las 8 de la noche, la muchedumbre se fue incrementando hasta des-componerse disgregándose en una batalla campal de manifes-tantes contra policías, comenzando así cinco días de disturbios multitudinarios con incendios y saqueos de tiendas y comer-cios que se extendieron a varias ciudades inglesas. Todo ello en un clima de gratuita impunidad con la promiscua participación interclasista de chicos y chicas de todas las edades y proceden-cias étnicas, que se citaban a través de las redes sociales para congregarse en operaciones de saqueo relámpago mientras lo grababan todo con sus móviles exhibiendo como trofeos gráfi-cos su implicación en las razias depredadoras. El lunes 8 de agosto el premier Cameron tuvo que regresar precipitadamente de sus vacaciones en Italia ante el anárquico descontrol de la

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situación, pues para entonces los daños ya superaban los 115 millones de euros sin que la policía hubiera detenido más que a 215 personas sorprendidas in fraganti. El miércoles 10 de agosto David Cameron tuvo que comparecer por segunda vez en 48 horas ante el Parlamento, prometiendo más policías (aun-que para entonces los detenidos superaban los 1.500) y cayendo en flagrantes contradicciones en su atribución de responsabi-lidades causales (el lunes había culpado a los inmigrantes, pero ante la evidente ausencia de conflictos raciales, el miércoles optó por culpar a los padres y las madres de los menores). Finalmente, a partir del jueves 11 de agosto, la situación comen-zó a remitir, entrando por si sola en vías de solución. Y una vez concluida, toda esta lamentable ocupación del espacio público por parte de unos jóvenes rebeldes sin causa pareció haber transcurrido como el inesperado ataque de enjambres de aves inocentes narrado en Los pájaros (The Birds, Hitchcock, 1963).

Pero menos de una semana después, en otra de las esqui-nas de Europa, tuvo lugar otra multitudinaria ocupación del espacio público de signo radicalmente opuesto. Me refiero a la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), organizada en Madrid por el Episcopado español desde el martes 16 hasta el domingo 21 de agosto. Durante esos pocos días (que para los madrileños que quedaban en sus calles se hicieron eternos) multitudes de jóvenes católicos de ambos sexos procedentes de los todos los puntos cardinales, y con imagen de ser absolutamente angeli-cales, tomaron y ocuparon el espacio público de la capital espa-ñola, invadiendo sus parques y sus plazas a la espera del inme-diato advenimiento del Papa Benedicto xVi, que efectivamente se produjo el jueves 18 de agosto. A partir de su epifanía se pro-dujeron tres días de pasión: el viernes santo (19 de agosto), Vía Crucis en la plaza de Cibeles ante un millón de jóvenes corde-ros; el sábado santo (20 de agosto), confesión masiva en el parque del Retiro donde se habían montado para la ocasión 200 confesionarios; y el domingo de gloria (21 de agosto), gran misa en la habitualmente desierta explanada del aeródromo de Cuatro Vientos, pero entonces superpoblada por dos millones

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de jóvenes devotamente entregados al sacrificio, tras haber pa -sado allí la noche encerrados en sus sacos de dormir. Fue otra clase de acampada en el espacio público como la del 15-M, aun-que ahora celebrada a lo divino.

En fin, durante el otoño de 2011 aún quedaba por ver otra inesperada ocupación del espacio público. Esta vez ocurrió en los Estados Unidos, donde el sábado 17 de septiembre un millar de activistas convocados por la organización anticonsumo Adbusters, y apoyados por el grupo ciberhacktivista Anonymous, se concentró ante la sede del NYSE (la Bolsa de Nueva York) con la intención de acampar frente a su pórtico. Pero al impedirlo la policía, decidieron seguir por Wall Street hasta llegar al parque Zuccotti, donde finalmente plantaron sus reales: había nacido la acampada del Occupy Wall Street (OWS), directa y precisa-mente inspirada en el 15-M español, de quien había partido la convocatoria original a fin de replicarla en Nueva York como una rama del 15-O (movilización global del 15 de octubre). El lunes 19 de septiembre, tras abrir la Bolsa su sesión, los medios informativos comenzaron a cubrir la movilización, bautizada ya para la ocasión por sus siglas de OWS. El sábado 24 de septiem-bre se produjeron al menos ochenta detenciones, lo que dio alas al movimiento, y poco después su ejemplo se extendía a San Francisco (29 de septiembre). El 1 de octubre una masiva ma -nifestación ocupaba el puente de Brooklyn, produciéndose al menos 800 detenciones policiales, y a partir de ahí las acampa-das se propagaron a otras varias ciudades: Oakland, Salt Lake City, Portland, Denver, Saint Louis... Finalmente, el alcalde Bloomberg de Nueva York decidió desalojar el parque Zuccotti pocas semanas después, obteniendo para ello autorización judicial. Y aunque el movimiento OWS intentó resistir, las dis-tintas acampadas fueron todas desalojadas un fin de semana con setenta detenidos (sábado 12 de noviembre), siendo desar-mado el campamento de Zuccotti Park el lunes 14 de noviem-bre. A los dos días, una juez del Tribunal Supremo revocó la medida ordenando que se permitiera la ocupación del parque, pero solo a condición de no acampar en él (miércoles 16 de

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noviembre). Lo cual vino a causar en la práctica la lenta des-composición del movimiento OWS, aunque todavía tuvo arres-tos para tratar de volver a acampar en Zuccotti Park la noche de fin de año (como aquí se relató en un comienzo), siendo al final desalojados al día siguiente (domingo 1 de enero de 2012) con 68 manifestantes detenidos.

Por último, al iniciarse el invierno de 2011, en la Rusia de Putin empezó a formarse una nueva edición replicante de la primavera árabe. En efecto, en protesta por el masivo y eviden-te pucherazo con que se cerraron las elecciones legislativas a la Duma, celebradas el 4 de diciembre, en las que el partido ofi-cial Rusia Unida debió perder la mayoría absoluta, una semana después tuvo lugar en las calles de Moscú una sorprendente manifestación de 40.000 personas en abierto rechazo del frau-de electoral (sábado 10 de diciembre). Y el éxito de la convoca-toria resultó tan inesperado para propios y extraños que muy pronto se empezó a hablar de que había nacido (o renacido) en Rusia el movimiento de los indignados. Tanto fue así que dos semanas después, el mismo día de Nochebuena, se convocaba otra manifestación análoga en Moscú y otras capitales rusas, cuyo idéntico éxito de público y de crítica vino a confirmar la solidez del movimiento popular, sin que pueda saberse como es lógico el futuro que tendrá.

¿Cómo evaluar la evidente efervescencia movilizadora que ha tenido el año 2011? ¿A qué viene esa nueva manía de acam-par en las plazas públicas que se ha propagado entre los jóvenes de las tres religiones monoteístas? ¿Estamos ante una coinci-dencia fortuita, solo debida al mimetismo emulador transmiti-do por efecto contagio a través de las redes digitales y los medios de comunicación, que habría impuesto por doquier la moda de la ocupación multitudinaria del espacio público como si fuera una virulenta pero efímera epidemia social? Es posible. Pero aquí se va a sostener la hipótesis de que esta exhuberancia movilizadora, manifestada por el año 2011, no fue casual en absoluto. Por el contrario, cabe argumentar que nos hallamos ante un ciclo movilizador de más largo recorrido, que si bien

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pudo tener un pico de apogeo extraordinario en el año 2011, sin embargo su inicio se remonta a una época bastante anterior, derivada del clima de fin de época que comenzó a fraguarse con el cambio de siglo del xx al xxi.

2. FIN DE SIGLO Y CRISIS DE LA DEMOCRACIA VOLáTIL

El cambio de siglo coincide con un cambio de ciclo político determinado por la actual crisis de la democracia volátil, que ha puesto fin a la larga etapa de acumulación que se inició en la crisis de 1968-1975 y que está concluyendo en la crisis de 2001-2012 (hasta la fecha). Ese modelo de democracia volátil se carac-terizó en lo económico por la desindustrialización, la financiari-zación, la desregulación y la liberalización; en lo político por la tercera ola democratizadora (Huntington), la tercera vía inter-clasista (Giddens) y la democracia de audiencia (Manin); y en lo social por la terciarización, la precarización, la feminización y la inmigración, así como por la fragmentación de clase, el creci-miento de la desigualdad, el empobrecimientos de las clases medias, el final de la meritocracia, la individualización y la espectacularización del posmodernismo cultural.

En un principio y durante bastante tiempo, ese modelo de democracia volátil pareció generar una segunda Belle Époque finisecular, alumbrando una sociedad de nuevos ricos donde se inflaron las dos burbujas especulativas, inmobiliaria y crediti-cia. Pero al acabar el periodo, en el mismo momento del cambio de siglo, estallaron ciertos acontecimientos dramáticos (la gran manifestación de Seattle contra la globalización en 1999, el estallido de la burbuja tecnológica de las empresas punto com en marzo de 2001 y el atentado de las Torres Gemelas en sep-tiembre de 2001) que constituyeron la señal de alarma para el inicio de la crisis de ese modelo de democracia volátil.

Transcurrida la primera década del siglo, y tras varios acontecimientos críticos que están en la mente de todos (de la

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guerra de agresión contra Iraq a la Gran Recesión y la crisis de la deuda soberana), hoy ya es evidente, público y notorio que ese modelo de democracia volátil ha entrado en una fase irre-versible de crisis imposible de superar, de la que habrá de salirse algún día hacia otro nuevo modelo de ciclo político del que todavía no podemos saber la naturaleza ni las características que tendrá. Pero lo que sí sabemos es cuáles son los factores que han determinado la crisis de la democracia volátil. Factores que resumiré en tres: mercantilización, mediatización y deslegi-timación, cuyo denominador común es la desautorización de las instituciones democráticas (partidos, Gobiernos y clase política) por parte de los mercados, los medios y los ciudadanos.

La mercantilización supone la inversión de las relaciones de poder entre los mercados y los Estados que han caído bajo el poder de sus acreedores, en una demostración de la dialéctica hegeliana del siervo y el señor que ha supuesto el fin de la auto-nomía de la política. Como consecuencia, los Gobiernos demo-cráticos ya no rinden cuentas ante sus electores sino ante las agencias de rating, que hoy monopolizan su supervisión hasta el punto de descalificar y desautorizar a los gobernantes, deter-minando incluso su expulsión del poder por vía no electoral (véase el golpe de estado financiero que han sufrido Grecia e Italia). Es lo que podemos llamar Plutocracia o Democracia de Mercado S.A. Y esta mercantilización de la democracia se ve multiplicada por otros factores igualmente patológicos, como son la interesada financiación de la clase política por parte de las grandes corporaciones financieras y comerciales, de donde se deriva la patrimonialización clientelar de las administracio-nes públicas. Así es como se han invertido las relaciones entre el interés público y los intereses privados, de donde se deriva tanto un espurio proceso de privatización generalizada de los servicios públicos como la no menos perversa clientelización de los ciudadanos por parte de las administraciones (New Public Management), que han dejado de considerarlos sujetos de dere-chos para pasar a procesarlos como clientes a los que explotar y rentabilizar.

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La mediatización supone la inversión de las relaciones de poder entre los medios informativos y los poderes públicos y demás actores políticos, que han caído bajo el poder de aquellos spin doctors (o gurús mediáticos) que son sus agentes de mani-pulación populista como expertos en técnicas de priming (foca-lización), framing (encuadre o enmarcado) y storytelling (relato legitimador). En consecuencia, la lucha electoral por el poder ha dejado de ser programática y parlamentaria para ser susti-tuida por la lucha retórica y escenográfica, en donde la publici-dad positiva (construcción de la imagen del candidato) ha sido desplazada por la publicidad negativa (minado de la reputación del rival), lo que convierte la esfera pública de debate en una confrontación bipolar mutuamente destructiva (Castells, 2009). De ahí el populismo mediático que solo conduce a la siembra del miedo y el odio al adversario y demás víctimas designadas como culpables a los que condenar como chivos emisarios. Es lo que podemos llamar Mediocracia o Democracia de Escándalo, cuyos peores efectos son el descrédito de la polí-tica y el fatalismo de los ciudadanos, que se debaten entre el cinismo y el escepticismo políticos.

Finalmente, queda la pérdida de legitimidad como princi-pal factor de crisis que aqueja a las democracias volátiles. En efecto, como revelan todas las encuestas, los políticos, los par-tidos y la clase política han caído en el descrédito general, dada la creciente desconfianza que la ciudadanía siente respecto a todos ellos. De ahí la sombría percepción de que algo va mal en nuestras democracias, cada vez más incapaces de satisfacer las demandas y las expectativas de los ciudadanos. Y entre las cau-sas de esta perdida de legitimidad destaca por supuesto la pro-pia mediatización de la política, cuya estrategia del escándalo ha hecho de los políticos profesionales los peores villanos: los malos de la película como presuntos sospechosos habituales. Pero con ser esto cierto, no debemos caer en el error de culpar al mensajero, pues la verdad es que la impunidad de los gober-nantes y demás miembros de la clase política no ha hecho más que crecer en los últimos decenios, en los que se han venido

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acumulando una creciente lista de casos judiciales de corrup-ción y abusos de poder denunciados por el ministerio fiscal. Es lo que podemos llamar Cleptocracia o Democracia de Juzgado, cuya vulneración del principio de legalidad resulta agravada por la falta de colaboración con la justicia que practica irresponsa-blemente toda la clase política. Pues si bien no todos los políti-cos son invariablemente corruptos, por desgracia casi todos actúan de cooperadores necesarios y cómplices encubridores de sus compañeros que sí lo son.

3. NOVíSIMAS RESPUESTAS A LA CRISIS

Como propuso Hirschman (1977) en un libro justamente céle-bre, los ciudadanos disponen de tres opciones como alternati-vas de respuesta ante la crisis de las instituciones: salida, voz y lealtad. La salida es la huída, la deserción, la defección, el transfuguismo, la deslocalización, la venta de títulos de deuda y demás valores bursátiles hacia otro activos refugio como el bund alemán; y es también la opción de los más de cuatro millo-nes de electores españoles que el 20N de 2011 salieron de su anterior voto socialista para abstenerse, sumarse al carro del PP vencedor o refugiarse en cualquier otra de las demás candida-turas alternativas. La lealtad es evidentemente la opción de resistirse a salir y optar por quedarse al pie del cañón para arri-mar el hombro y compartir los sacrificios a fin de contribuir a superar todas las dificultades, manteniendo intacto en pleno vigor el mismo compromiso con la vieja causa, tal como hicie-ron pese a todo los siete millones de votantes socialistas del 20-N. Pero queda la opción de quedarse también pero solo para elevar la voz de protesta, reclamando airadamente responsabi-lidades.

Pues bien, no hay duda de que, ante la crisis cada vez más aguda de la declinante democracia volátil, arrecian con mayor vigor y frecuencia las crecientes voces de protesta que levantan los ciudadanos indignados desde las plazas mayores. Y esto es

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algo que viene ocurriendo desde el mismo final del siglo pasa-do, en las movilizaciones antiglobalización de Seattle, Génova y demás convocatorias activistas contra la OMC o el G8 que die-ron inicio a las primeras señales de resistencia contra esta democracia mercantilizada, emergiendo así lo que Donatella della Porta ha denominado “movimiento por la justicia global”. Otra dramática eclosión de las movilizaciones antisistema se produjo en el otoño de 2005, cuando los jóvenes excluidos de las banlieues parisinas pasaron a ocupar el espacio público para incendiarlo con nihilismo iconoclasta, en una explosión de indignado rechazo que serviría de ejemplo negativo a toda una generación. Y en cuanto estas movilizaciones comenzaron a proliferar, hasta formar el presente ciclo de protesta que por ahora se ha condensado en el presente clímax actual, pronto se ha hecho evidente que nos hallamos ante un nuevo modelo de contestación civil que ya no responde a los esquemas vigentes durante el ciclo anterior.

Se recordará que fue durante el pasado ciclo político de democracia volátil iniciado en 1968-1975 cuando se acuñó el concepto de nuevos movimientos sociales, caracterizados al de -cir de Inglehart por su postmaterialismo (por oposición al materialismo de las anteriores reivindicaciones del fordista ciclo industrial, 1945-1974), que cristalizaron en el conocido repertorio de los movimientos feminista, antinuclear, pacifis-ta, ecologista, etc. Pues bien, para continuar con la misma fór-mula de etiquetamiento, que hace corresponder a cada ciclo político una nueva generación de movimientos sociales, cabría proponer que al actual ciclo de movilización nacido con el ini-cio de siglo lo bauticemos, a falta de otra denominación mejor pendiente de registrar, con la etiqueta de novísimos movimien-tos sociales. Y si esto se admitiera así, aunque fuera a título provisional, ¿qué diferencias generacionales cabría reconocer entre los nuevos movimientos anteriores y los novísimos movi-mientos que están emergiendo actualmente?

He aquí una lista tentativa de características diferenciales que por comparación con los antiguos nuevos movimientos

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distinguen a los novísimos. Los nuevos movimientos eran reactivos porque tendían a protestar contra alguna disposición legal (el servicio militar, la penalización del aborto), eran secto -riales porque solo se pronunciaban sobre algún cleavage deter-minado (el género, la energía, el ecosistema), eran segmenta-rios porque solo se dirigían a un grupo circunscrito (las mujeres, los homosexuales, los jóvenes reclutados), tenían objetivos específicos (como la igualdad de género, las centrales nuclea-res, el servicio militar), eran políticamente transversales o no alineados y su actividad movilizadora se proyectaba sobre el destino ajeno más que sobre el propio (la condición femenina y no la del feminismo, el medio ambiente y no los ecologistas).

En cambio, las novísimas movilizaciones nacidas con este siglo tienden a exhibir características más bien opuestas. Son proactivas porque no responden a decisiones ajenas sino que toman la iniciativa de imponer a los demás su propia agenda innovadora. Su llamamiento es universal y se dirige transver-salmente a toda la ciudadanía de cualquier género, edad o afi-liación. El objetivo por el que luchan no responde a intereses especiales sino que apela al interés general de la comunidad civil. Pero aunque trasciendan los alineamientos partidistas sin embargo están muy politizadas, pues su lucha se dirige precisa-mente a la reforma del sistema político. En fin, al movilizarse no solo tratan de cambiar la sociedad sino que además ponen en cuestión su propia identidad personal y colectiva, tratando de reconstruirla y transformarla sobre la marcha.

Como es lógico, todas estas novísimas características rege-neracionistas se deducen del mismo hecho que da origen a su inicial eclosión, que es la protesta contra la crisis de civismo por la que atraviesa la volátil democracia actual. Ahora bien, en el diagnóstico sobre las causas de la crisis aparecen notables diferencias entre unos novísimos movimientos y otros, aunque todos apelen por igual a la refundación de la democracia para regenerar la dignidad de la comunidad civil. De ahí la clara oposición que se establece entre movimientos como el Tea Party, el fundamentalismo religioso, el populismo xenófobo, el

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nacionalismo ultraconservador o las asociaciones de víctimas del terrorismo, de una parte, y por la otra el movimiento alter-mundista y antiglobalizador, los foros sociales, las asociaciones para la recuperación de la memoria histórica, el ciberactivis-mo, la primavera árabe, el 15-M u Occupy Wall Street. Pero con independencia de tan evidente polarización ideológica, lo cier-to es que todos los novísimos movimientos sociales exhiben un parecido aire de familia, derivado tanto de los comunes facto-res estructurales que explican su aparición como del recurso compartido a una misma metodología movilizadora, fundada en la dramatización antagónica. Dejando el análisis de esta últi-ma para la siguiente sección, aquí resumiré los factores expli-cativos que los unifican.

Se trata de una serie de demandas políticas bastante hete-rogéneas cuyo común denominador estructural es la incerti-dumbre sobre el mantenimiento de la posición social ocupada o el bloqueo de las expectativas de movilidad social ascendente. Todo ello a causa por supuesto de la fragmentación de la estruc-tura de clases y del feroz incremento de la desigualdad social que se derivan de la mercantilización neoliberal antes comen-tada, con creciente riesgo de desclasamiento y pauperización relativa. Y esto afecta especialmente a las generaciones más jóvenes, que a pesar de estar crecientemente escolarizadas no por ello logran rentabilizar con éxito su capital humano en el mercado de trabajo. Por el contrario, el bloqueo de los canales de ascenso meritocrático (el llamado mileurismo) amenaza con impedir que la actual generación descendiente llegue a alcanzar el mismo estatus que su generación progenitora. De ahí la pro-testa que recorre Norteamérica: ¿para qué invertir en la carísi-ma universidad privada, cuando los triunfadores como Bill Gates o Steve Jobs no salieron de la universidad? Y toda esta frustración de expectativas se canaliza en una explosión de nuevas demandas políticas.

Pero dada la volatilidad y fragmentación de la estructura de clases, buena parte de estas diversas demandas se quedan huérfanas de representación política, porque los actuales

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sistemas de partidos no son capaces de canalizarlas, articularlas y agregarlas. De ahí que se mantengan como demandas latentes reducidas a la impotencia, al ser incapaces de pasar a la acción política conformando demandas manifiestas y expresas. Pues bien, la función de lo que aquí se ha denominado novísimos movimientos sociales es precisamente la de elevar la voz en público para traducir políticamente estas demandas latentes por insatisfechas. Y para ello recurren a lo que llamaré la cons-trucción dramática del antagonismo, tomando prestado el con-cepto de Mouffe y Laclau. Este último autor lo expresa bastante bien cuando concibe el populismo (una etiqueta equívoca donde las haya) como aquel movimiento capaz de agregar demandas heterogéneas y diferentes entre sí por su común equivalencia en tanto que antagónicamente enfrentadas al statu quo vigente (Laclau, 2005). De ahí que el antagonismo sirva de cemento cohesivo capaz de actuar como condensador de las demandas contribuyendo a politizarlas: un antagonismo como el construido en la primavera árabe (el pueblo quiere la caída del régimen) o en el 15-M: (no nos representan). Pues esto es también lo que hacen los novísimos movimientos sociales: agregar y condensar demandas heterogéneas para politizarlas mediante la construcción de un mismo antagonismo común. Lo que casi siempre se expresa mediante la ocupación del espacio público como una forma eficaz de representar dramáticamente el anta-gonismo entre el pueblo y los poderes públicos.

4. NOVíSIMOS REPERTORIOS RETóRICOS

Si se postula la posible existencia emergente de novísimos movimientos sociales, también se podría esperar, quizá, que apareciesen dotados con novísimas formas de cultura moviliza-dora. Pero si contemplamos el fenómeno con una perspectiva como la de Tilly, quizá deberíamos estar preparados para encontrar en este aspecto mucha más continuidad que cambio, dado que el repertorio de las formas de protesta exhibe

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bastante regularidad histórica, sin más innovaciones que las derivadas del cambio social y tecnológico. En este sentido, y como es obvio, la reciente evolución de la industria de la comu-nicación ha potenciado extraordinariamente las capacidades organizativas, publicitarias y movilizadoras de los novísimos movimientos sociales. De ahí que se haya hablado de revolución Facebook para referirse a la primavera árabe. Pero más allá del impacto instrumental de Internet y las TIC, ¿existen otras innovaciones metodológicas que puedan hacernos pensar en novísimos repertorios de movilización?

A título de hipótesis, aquí se va a proponer la posible emergencia de tres formas de innovación movilizadora relacio-nadas entre sí pero que pueden reconocerse como conceptual-mente distintas, a las que aludiré con las etiquetas tentativas de encuadre antagónico, ciberactivismo y giro performativo, sien-do esta última quizá la que parece más innovadora de todas, por lo que le dedicaré la ultima sección en su integridad.

Con el rótulo de encuadre antagónico intento aludir a todo discurso negativo que pretenda imponer una forma de domina-ción simbólica fundada en la negación y la condena del orden existente, contra el que se profiere una maldición y se dicta un veredicto público de anatema. También podríamos llamarlo catastrofismo, fundamentalismo antisistema o profetismo paranoico. Y puede entenderse como el intento de alcanzar una hegemonía negativa, una especie de antítesis de la conocida expresión de Gramsci, dado que es toda aquella forma de fra-ming o encuadre negativo que busca persuadir no de las bonda-des de un determinado modelo de sociedad sino, por el contra-rio, de la maldad intrínseca y odioso carácter del orden social en vigor, contra el que se dicta un juicio performativo (Searle) de culpabilidad y descalificación radical, condenándolo a ser abolido como causante del mal absoluto. En la terminología de Nye, es una suerte de soft power negativo que busca persuadir e influir ganándose no la benevolencia del público, dispuesto a obedecer de buen grado por la atracción positiva que en él des-pierta la cultura simbólica del persuasor, sino su malevolencia,

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que le hace dejarse arrastrar por la repulsión que le produce la perversa cultura designada como culpable por la persuasión.

En suma, si en última instancia la hegemonía positiva se impone por atracción, por admiración o por amor (filia), la hegemonía negativa busca imponerse por aversión y antago-nismo, es decir, tanto por odio como por temor (fobia). El ejemplo más conocido es por supuesto la ideología de Al qaeda, pero también la ideología opuesta de guerra contra el terror (el eje del mal) que se desató desde EE UU como reacción contra aquella. También es un ejemplo inmejorable la ideología del movimiento estadounidense que se conoce como Tea Party, así como el movimiento pro vida (anti aborto, anti eutanasia, anti ciencia), el de supremacía blanca, nacional o autóctona (Fin -landeses Auténticos), el fundamentalismo religioso (judío, islá-mico o cristiano) y todos los demás movimientos de populismo xenófobo que han venido propagándose por toda Europa.

Es verdad que todos estos movimientos son herederos directos del populismo antagónico analizado por Laclau, cuyo peor ejemplo histórico lo constituyen los fascismos de entregue-rras que construyeron su antagonismo contra el bolchevismo, el liberalismo y el judaísmo internacionales. Pero la diferencia entre aquel antecedente y su actual deriva es sobre todo metodo-lógica: los movimientos nazifascistas cultivaban la violencia política para conquistar el poder estatal con objeto de hacer una revolución (ultranacionalista palingenésica la denominó Griffin). Y esto hoy ya solo lo intenta Al qaeda y demás terrorismos ultra-rreligiosos (pues hasta el MLNV ha terminado por desistir de la lucha armada). Mientras que los novísimos movimientos socia-les utilizan como principal recurso de poder el framing discursivo (Castells, 2009), que ya no esgrime la lucha violenta contra el poder para subvertirlo sino que busca recabar por métodos pací-ficos la suficiente atención mediática como para influir desde ahí en la opinión pública tratando de dominarla simbólicamente, como aprendieron a hacer los nuevos movimientos sociales en el último tercio del siglo xx. La diferencia específica del encuadre o enmarcado de los novísimos movimientos sociales es que se

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trata de un framing de tipo antagónico que promueve la reforma radical del statu quo político: es la búsqueda de hegemonía negativa a la que antes me referí, dirigida contra la élite tecno-crática de la globalización neoliberal. Para ello recurren a las armas de publicidad negativa que se han diseñado para compe-tir en el mercado electoral de la comunicación política. El mejor ejemplo es la guerra cultural contra el liberalismo pro-gresista y académico emprendida por el movimiento ultracon-servador estadounidense, cuya más agresiva deriva actual es la feroz campaña del Tea Party contra la Administración de Barack Obama.

Y la forma más acabada de este encuadre antagónico que busca imponer la hegemonía de su fobia paranoica es lo que podemos denominar doble vínculo negativo (Watzlawick): aquel mensaje internamente contradictorio que intenta encerrar al destinatario en poder del emisor. El modelo sería el mensaje de Don Corleone en El Padrino de Puzzo-Coppola: “Le voy a hacer una oferta que no podrá rechazar”. Pero en la versión negativa del populismo antagónico, el mensaje que se emite es: “le voy a formular una amenaza que no podrá resistir” (pues haga lo que haga perderá la partida y quedará en mi poder). Un ejemplo es el de las asociaciones de víctimas del terrorismo que exigen el cumplimiento íntegro de las penas o la ilegalización de los par-tidos afines como prueba de que no hay colaboración con los terroristas. Y otro el de los partidos xenófobos que exigen la expulsión de los inmigrantes so pena de culpar a las autorida-des de colaboración con ellos. Este tipo de dobles vínculos es el que coloca a los gobernantes democráticos a la defensiva, vién-dose forzados a asumir la hegemonía cultural negativa que impone el populismo paranoico. Pues si aceptas sus exigencias, te traicionas a ti mismo; si no las aceptas, te condenan por trai-dor al pueblo; y tanto en un caso como en el otro, se impone su paranoica definición de la realidad social.

Pasemos al ciberactivismo. Como es sabido, el uso inten-sivo de las herramientas digitales (las llamadas redes socia -les) se ha convertido en el principal recurso movilizador y

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organizativo que se halla al alcance de todos los novísimos movimientos sociales (Castells, 2009 y 2012). Pero en este apartado no voy a referirme a esta evidencia sino a algo diferen-te que trasciende la mera instrumentalidad digital. Además de ser un medio técnico y un recurso táctico, ¿cabe pensar que el ciberactivismo puede constituir un objetivo estratégico, lle-gando a constituir un fin en sí mismo? Muchos ciberactivis-tas creen que sí, y ello en dos sentidos al menos. Ante todo como creación de un nuevo espacio social, un nuevo campo de fuerzas y de luchas en el sentido de Bourdieu, del que puede emerger una nueva vía de emancipación colectiva: la multitudo y la common wealth de Negri y Hardt, la nueva clase creativa de Ri chard Florida, la multitud inteligente (smart mob) de Rhein gold o la nueva utopía del procomún. Y en segundo lugar, como método estratégico de pública denuncia del abuso de poder y el fraude político que se ocultan en la sombra. Es el activismo de los ciberpiratas y los hackers informáticos que ha generado desde el movimiento Anonymous hasta el Partido Pirata de tanto éxito electoral en el norte de Europa. Y el ejem-plo más innovador y efectivo es sin duda la operación Wikileaks de Julian Assange.

Pero como este campo incipiente todavía está sin acabar de construir ni de ser explorado por entero, me limitare a realizar dos simples comentarios. El primero se refiere a la naturaleza de las redes sociales que pueblan el flamante espacio virtual de la red multinivel. A estas redes digitales se les atribuyen exce-sivos poderes omnímodos, como si pudieran tomar por sí solas las nuevas Bastillas del poder. Y ello recuerda al modo en que durante siglos anteriores el pensamiento reaccionario también atribuyó poderes desmedidos a otras redes clandestinas, estas sí verdaderamente sociales, como eran las sociedades secretas de la masonería y fraternidades afines, en última instancia derivadas del enciclopedismo antecesor de la actual utopía ilustrada de Internet. ¿Son Facebook y demás redes virtuales las nuevas logias masónicas de nuestro tiempo? ¿O son un mero instrumento de márketing personal y colectivo?

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Tilly no abrigaba demasiadas esperanzas sobre el potencial emancipatorio de Internet, pero el problema no reside tanto en los efectos contraproducentes de los nuevos medios digitales como en el hecho de que puedan abrir nuevas barreras de segregación y desconfianza pública. Recuérdese que para Tilly (2010), los procesos democratizadores pasan por la integración incluyente de las redes de confianza antes segregadas (como las fraternidades secretas masónicas o gremiales) en el abierto espacio público de la democracia. Es decir, hablando en térmi-nos de capital social, esto implica la conversión de las redes particularistas en universalistas. Pues bien, el gran peligro de las redes ciberactivistas es que se excluyan fuera del espacio público como redes segregadas particularistas, estableciendo una barrera de mutua desconfianza entre el capital social públi-co y el virtual que amenaza con convertirse en un factor de desdemocratización. Y para superar esa barrera favoreciendo la redemocratización, las redes virtuales particularistas deben convertirse en redes reales y universalistas, lo que bien puede lograrse mediante la ocupación del espacio público real como hizo el 15-M al acampar en la Puerta del Sol.

Mi otro comentario también tiene que ver con la clandes-tinidad desde la que actúan los hackers tipo Anonymous. Pues aquí surge un fuerte contraste con el objetivo antitético de una red como Wikileaks, cuya virtud es revelar y hacer transparente lo que antes era secreto porque estaba oculto. Y esa es quizá la principal virtud del ciberactivismo, contemplado desde la perspectiva de la teoría del campo de Bourdieu: la de poner en cuestión la frontera del encuadre visual que separa lo que se muestra dentro del campo mediático de lo visible frente a lo que se oculta fuera de la vista quedando elíptico y fuera de campo. Pues el espacio de la política se compone de dos regio-nes, como en la imagen del front (proscenio) y el backstage (trascenio) de Goffman: la visible o transparente, que se repre-senta mediante su puesta en escena en el campo mediático, y la opaca o elíptica, que es el verdadero poder en la sombra que se cuece a puerta cerrada (entre bastidores, tras las bambalinas)

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fuera del campo visual y mediático. Pues bien, la virtud poten-cial del ciberactivismo es la de servir de conmutador (shifter) de dicha elipsis, revelando lo que queda fuera del campo visual para hacerlo público y transparente. Pero para ello el ciberacti-vismo debe abandonar el campo elíptico clandestino para pasar a ocupar el campo abierto del espacio público acampando en él. Como hizo el 15-M.

5. EL ‘PERFORMING’ O ‘PERFORMANCE’ PERFORMATIVA

Todas estas precauciones preventivas que acaban de sugerirse sobre los posibles riesgos del ciberactivismo solo han servido de preparación para subrayar las virtudes potenciales del noví-simo repertorio de movilización puesto en escena mediante la ocupación del espacio público y posterior acampada en las pla-zas mayores, inventado por las movilizaciones de la primavera árabe y aclimatado en España por el movimiento de los In dig -nados del 15-M (Castells, 2012) que después se replicaría tam-bién en otras capitales occidentales tal como aquí se relató al comienzo. Pero no es mi intención describir las distintas movi-lizaciones que se produjeron ni tampoco analizar las innova-ciones de su repertorio, pues dada su reciente inmediatez los doy por conocidos. Por eso aquí me limitaré a proponer una interpretación de los acontecimientos inspirada en el modelo de poder performativo propuesto por Jeffrey Alexander.

Para este autor (abanderado de la sociología cultural, que hace de los procesos culturales una variable independiente: un factor causal y no solo un efecto causado), las performances políticas son representaciones dramáticas (y a veces traumá-ticas) que se escenifican en público ante los medios informa-tivos para suscitar la catarsis de la audiencia y generar un acontecimiento histórico que transforma tanto las identida-des colectivas como el propio espacio público. Un primer ejemplo que proporciona es la performance del atentado del

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11-S y la contra-performance de su heroica respuesta ciudadana (Alexander, 2006), secuencia trágica que también podríamos trasladar a los acontecimientos vividos en Madrid del 11 al 14 de marzo de 2004. Su segundo ejemplo es la campaña electoral protagonizada desde las primarias del partido demócrata por el candidato y futuro presidente contra todo pronóstico Barack Obama (Alexander, 2010). Y su tercer ejemplo hasta ahora ha sido la ocupación de la egipcia plaza Tahrir que derribó al dic-tador Mubarak (Alexander, 2011). Pero dadas las características de su modelo, también podemos aplicarlo perfectamente a las movilizaciones de acampada en las plazas protagonizadas por el movimiento 15-M.

El modelo de Alexander procede explícitamente del giro performativo que en los años ochenta fue introducido por la fructífera asociación entre el célebre antropólogo Victor Turner y el teórico del teatro Richard Schechner. Pero si bien la in -terpretación de Alexander se basa en la experiencia ritual de la communitas (Turner) que las performances generan en sus audiencias, en realidad procede de mucho más atrás, remon-tándose al concepto de efervescencia colectiva planteado por Durkheim para explicar el potencial creador de los aconteci-mientos que transforman la realidad social. Así, lo que logra la performance con su catarsis es refundir las conciencias indivi-duales para trascenderlas y unificarlas en un crisol creativo y regenerador. Algo que en estos tiempos de fragmentación pos-moderna, donde las audiencias están diferenciadas y disgrega-das, ya solo puede lograrse mediante aquellos grandes aconte-cimientos mediáticos (Dayan y katz) que sacuden las conciencias para refundirlas y unificarlas. Como hizo la performance del 15-M, que logró generar la fusión o refundición de todas las diversas hebras diferenciadas de los movimientos sociales españoles para congregarlos en la Puerta del Sol, celebrando en público aquel magno acontecimiento destinado a entretejer en común una sola trama movilizadora y emancipatoria.

No obstante, si la performance de Alexander solo se remite a Turner y a Durkheim, también cabe relacionarla con otras

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propuestas teóricas, algunas de ellas citadas por él mismo, como los juicios performativos procedentes de la filosofía del lenguaje de Austin y Searle o las mascaradas performati-vas de la identidad de género propuestas por la postfeminis-ta Butler. También habría que hacerla derivar del proceso de espectacularización de la política mediante la escenificación de acontecimiento mediáticos. Pero la referencia obligada es Pierre Bourdieu, que alude expresamente al discurso perfor-mativo y a la representación teatralizada donde se producen los ritos de institución que ejercen dominación simbólica. Y para advertirlo nada mejor que seguir el esquema de dramatización performativa que propone Alexander.

Para este autor, los elementos constituyentes de toda per-formance son seis: 1) los actores, el reparto o elenco de perso-nas y grupos que actúan como personajes protagonistas y an -tagonistas del drama representado, procedentes de cualquier lado de los diversos cleavages de género, edad, origen, clase social, etc, en que se descompone el orden social; 2) las repre-sentaciones colectivas, las palabras, mensajes y discursos (actos de habla) con que los intérpretes expresan en público su par-ticipación en el drama, refiriéndose para ello a los diversos significados compartidos que extraen del acervo común en términos de antinomias binarias generadoras de tensión moral (como las dicotomías justo/injusto, inocente/culpable, sagrado/profano, legítimo/ilegítimo, etc); 3) los medios de producción simbólica con el que los intérpretes se comunican utilizando para ello desde sus propios cuerpos (ritualización no verbal) hasta los medios audiovisuales que transmiten la representación; 4) la puesta en escena, entendiendo por ello el guión estructurado en el tiempo y el espacio con el que se programa y produce la escenografía del drama; 5) el poder social, como autoridad moral o capacidad de convicción inter-pretativa (performativa en el sentido de Austin y Searle) para imponer la veracidad hermenéutica de la representación haciendo creer a los demás en ella; y 6) la audiencia, es decir, todos aquellos públicos de espectadores inmediatos o a

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distancia que presencian la representación dejándose someter a su influencia comunicativa.

Pero a los efectos que aquí nos importan, cabe adaptar el modelo de Alexander para aplicarlo a las movilizaciones de acampada performativa en las plazas públicas de acuerdo al siguiente esquema dividido en tres fases. Primera fase, la per-formance propiamente dicha, una secuencia escenográfica cuya ejecución se desarrolla en tres actos. Primer acto, la ocupación física del espacio público mediante la acampada en el ágora de la polis. Segundo, la escenificación ritual de un drama político que expresa el antagonismo entre el poder y el pueblo (en el sentido de Laclau). Y tercero, la ocupación del centro del campo mediático, como condición de posibilidad de que la perfor mance se convierta en un acontecimiento mediático (en el sentido de Dayan y katz).

La siguiente fase corresponde a la celebración en el espa-cio público y mediático así ocupado (o sea en la plaza donde el campamento ha sentado sus reales) de la vista oral de un juicio performativo (como las que tienen lugar en los tribunales de justicia) en el que los tribunos populares enjuician a los pode-res públicos exigiéndoles responsabilidades ante el jurado colectivo de la comunidad civil. Este enjuiciamiento performa-tivo es un auto de fe que también se descompone en dos actos. En el primero se inicia y desarrolla la vista oral de la causa abierta por el tribunal popular contra el poder público, que al aparecer como acusado e imputado resulta en consecuencia desautorizado. Y en el segundo se emite un veredicto de culpa-bilidad proclamando la ilegitimidad del régimen (los partidos, la clase política), que es condenado a depurar sus responsabili-dades prescribiéndole como pena el deber de resarcir al pueblo damnificado mediante la ejecución de las reformas sociales y políticas que se consideren necesarias para reparar los daños sufridos. Este segundo acto incluye por tanto la reclamación pública de cambios radicales como única forma de recuperar la dignidad de la comunidad ofendida. Todo ello ante las cámaras audiovisuales que retransmiten en directo el acontecimiento.

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De este modo se accede finalmente a la tercera fase, que es la catarsis propiamente dicha, igualmente desdoblada en dos actos diferenciados. El primer acto de la catarsis es la emergen-cia por generación espontánea de una ola incontenible, movili-zadora y desencadenante de efervescencia colectiva (en el sen-tido de Durkheim), al ser capaz de refundir a público e intérpretes en una experiencia liminar de communitas (en el sentido de Turner) que trasciende y difumina excepcionalmen-te los cleavages estructurales. Y el segundo acto que cierra la performance performativa es la transformación de las identida-des colectivas y las relaciones sociales, que a partir de semejan-te experiencia son reconstruidas para adoptar nuevas formas cambiantes o inéditas.

Solo tres notas para terminar esta exposición del perfor-ming político. La primera virtud de esta forma de movilización performativa es su capacidad de realización, entendiendo por ello la conversión de lo virtual en real. En efecto, las redes digi-tales que planificaron el 15-M solo se convirtieron en reales tras pasar a la acción, ocupando el espacio público. Antes de actuar, su existencia era si no clandestina, al menos privada, y solo alcanzaron un estatus público y notorio tras acampar en la plaza pública.

Mi segunda observación se refiere al nudo argumental de la performance, que es la celebración de un juicio público al poder. Y al recurrir al concepto de “juicio” lo hago en un doble sentido. Ante todo en el sentido del framing o encuadre, que según la conocida definición de Entman (1993: 52) “promueve una definición del problema, una interpretación causal, una evaluación moral y una recomendación para su tratamiento”. Es decir, en términos de enjuiciamiento penal, una descripción de los hechos probados, una atribución de responsabilidades, una calificación de los hechos en términos legales de ilegitimi-dad penal, un veredicto de culpabilidad (o inocencia) y una condena a determinadas penas. Pues bien, eso mismo es lo que hace el juicio performativo, cuando considerada probada la crisis de la democracia, atribuye su responsabilidad a la clase

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política, califica su comportamiento de injusto e ilegítimo y dicta un veredicto de culpabilidad contra ella, condenándola a proceder a la reforma del sistema electoral y político.

Pero adicionalmente, también se trata de un juicio perfor-mativo en los términos definidos por Austin o Searle pero tam-bién por Bourdieu: aquel dictamen verbal que tras ser pronun-ciado en público por una autoridad legitimada para ello modifica la identidad y la posición institucional de la persona o el grupo sobre quien se pronuncia, como cuando un alcalde afirma “yo os declaro marido o mujer” o cuando un juez pronuncia su veredic-to de culpabilidad. Y esa es también la consecuencia del discurso performativo pronunciado en las plazas mayores, cuya procla-mación también significa el reconocimiento de la identidad de los convocantes, de los participantes y del público asistente, a los que se legitima, dignifica y enaltece, así como la descalificación de la clase política y del régimen mismo, cuya identidad resulta deslegitimada, rebajada y degradada.

Finalmente, la ocupación performativa del espacio públi-co, como la celebrada por el 15-M, también implica un ritual de ascensión de estatus (como en las coronaciones y tomas de po -sesión) que puede ser igualmente entendido como un ritual de conversión o renacimiento, tras el que se accede a una nueva identidad más digna y meritoria. Es lo que ocurrió con el 15-M, por el que adquirieron una nueva identidad pública no solo las organizaciones convocantes (los indignados del 15-M, tal como fueron bautizados performativamente) sino también el con-junto de la juventud a la que simbólicamente representaban, que si hasta entonces era definida como pasiva, cínica (pasota) y parasitaria, a partir de aquel acontecimiento ha pasado a ser reconocida como activista, crítica y cívica. ¿Se puede pedir mejor ejercicio autopoiético de reflexividad autorreferente? Lo cual nos conduce a lo que se trataba de demostrar: la construc-ción escenográfica del antagonismo representado en estas performances es lo que permite despertar aquellas demandas estructurales que hasta entonces estaban inhibidas de modo tácito para pasar a activarlas y politizarlas de forma expresa y

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manifiesta. Es una forma colectiva de outing o salida del arma-rio (la performance de Butler) que también implica en conse-cuencia una transformación performativa de la realidad social.

6. LA FERTILIDAD DEL ‘PERFORMING’

Comencé mi exposición relatando la crónica de las performan-ces escenificadas mediante la ocupación de las plazas mayores por la primavera árabe y el movimiento de los indignados durante el año 2011. Y ahora cabría finalizarla exponiendo las múltiples secuelas que se han venido sucediendo a lo largo del año 2012, a punto de terminar mientras concluyo este texto. Pues en efecto, para desmentir a tantos observadores críticos que descalificaron el 15-M acusándolo de idealismo, ineficacia y esterilidad, lo cierto es que el ciclo de movilizaciones iniciado por entonces, lejos de agotarse a sí mismo como se llegó a creer, no ha hecho más que intensificarse y proliferar.

Al margen del escenario árabe, donde ha estallado la revo-lución siria y está prendiendo la nueva rebelión egipcia contra el presidencialismo islamista, en el escenario español las movilizaciones se han venido sucediendo como oleadas de todos los colores, dicho sea como paráfrasis de las recurrentes mareas verde, blanca o negra que han ocupado calles y plazas en airada protesta por los injustos recortes de derechos, de perso-nal y de recursos a los que están siendo sometidos los servicios públicos educativos, sanitarios o administrativos. Todo para confluir en masivas movilizaciones transversales organizadas por la Cumbre Social (integrada por las centrales sindicales y más de doscientos movimientos sociales) en fechas tan signifi-cativas como el 19 de febrero (manifestación de protesta contra la reforma laboral), el 29 de marzo (primera huelga general del año), el 15 de septiembre (manifestación de la Cumbre Social contra los recortes), el 25 de septiembre (movilización coral “Rodea el Congreso”) o el 14 de noviembre (segunda huelga general del año), por citar solo las más significativas. Y a ello se

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viene a añadir la constante tarea de apoyo a las víctimas y acti-vación de la protesta contra la violación de derechos que han venido llevando a cabo movimientos como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (la PAL hija y heredera del 15-M), con su permanente campaña de “Stop Desahucios” cuyo acti-vismo in crescendo ha logrado no solo sensibilizar a la opinión pública sino además obligar al Gobierno y a la Justicia a rectifi-car, obteniendo de momento una moratoria de dos años en los lanzamientos judiciales.

Todo lo cual probablemente no se habría producido del modo en que lo ha hecho sin el anterior performing protagoni-zado por los indignados del 15-M, cuya ocupación del espacio público para escenificar sobre su sede un juicio popular contra las injusticias del poder ha logrado transformar en profundidad la conciencia colectiva y la identidad cívica de la sociedad espa-ñola. De ahí que siguiendo el ejemplo moral de los indignados un enjambre creciente de novísimos movimientos sociales estén tomando su relevo, para pasar a ocupar las calles y las plazas en defensa de los servicios públicos, los derechos socia-les y la dignidad ciudadana. Y ese es quizá el mejor resultado obtenido como fruto de la performativa indignación del 15-M: no solo el de recuperar la dignidad popular, tantas veces humi-llada y ofendida por un poder injusto, sino el de transformar la conciencia y la identidad de la ciudadanía española, que de caracterizarse por su anterior cinismo político (que le permitía aprovecharse del orden democrático sin apoyarlo ni participar en él) ha pasado a profesar una nueva cultura política, caracte-rizada, ahora sí, por masivas muestras cada vez más frecuentes e intensas de civismo participativo.

notas

* Enrique Gil Calvo es catedrático de sociología en la UCM. Sus áreas de estudio preferentes son la edad, el género y la familia así como la sociología política, temas sobre los que es autor de numerosas publicaciones. Ha obtenido los premios Anagrama (1977), Espasa (1991) y Jovellanos (2006) de ensayo.

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