Educación Ambiental y Desarrollo Humano

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Habitamos un mundo diverso, en el que la complejidad de sus viejos y nuevos problemas, la globalización, la crisis ambiental, las redes telemáticas ... concurren aportando señas de una identidad emergente. Con visión local o planetaria, en ella se expresan múltiples for- mas de construir y desarrollar sociedades. También diferentes modos de afrontar los ries- g os ecológicos, los sinsabores de las injusticias y las desi gualdades sociales. Aún en la incertidumbre, asumimos que no basta con saber hacer o saber ser Además, es pre- ciso reconocerse y saberse, en lo personal y lo colectivo, como actores de una Historia que no ha concluido: partícipes en la toma de decisiones, en la interpretación de los desequilibrios socioambientales, en el quehacer cívico y político, en la determinación de los estilos de vida... Tareas en las que la educación está llamada a restablecer muchos de sus si gnifica- dos perdidos y, si cabe, a aceptar desafíos que amplíen su prota g onismo en el desarrollo humano. En este escenario, la educación ambiental no podrá reducirse a «educar para conser var la Naturaleza», a «concienciar personas» o a «cambiar conductas». Su cometido es mucho más profundo y comprometido: educar para cambiar la sociedad, procurando más y mejores con- diciones de perdurabilidad, equidad y responsabilidad g lobal. Por ello ha de ser una práctica social crítica, estraté g ica y coherente con alternativas que renueven el pensamiento y la acción humana. Es la invitación que late en este libro, en el que el saber ambiental y el hacer pedagógico se rehabilitan alzando su mirada hacia horizontes más comprensivos y dialo g antes con los sis- temas que sostienen la vida. JOSÉ ANTONIO CAR/DE es doctor en Ciencias de la Educación por la Universidad de Santiago de Compostela, de la que es profesor titular de Pedagogia Social en el Departamento de Teoría e Historia de la Educación. Profesor visitante en diferentes universidades europeas y latinoamericanas. Su labor docente e investigadora se ha proyectado en publicaciones relacionadas con la educación ambienta/, la animación sociocultural y el desarrollo comunitario, la educación en Ga/icia, los tiempos educativos y sociales, etc. PABLO ÁNGEL MEIRA es doctor en Ciencias de la Educación por la Universidad de Santiago de Compostela, de la que es profesor titular de Educación Ambiental en el Departamento de Teorí a e Historia de la Educación. Su trabajo académico e investigador se desenvuelve en la convergencia entre la educación ambiental y la pedagoa social, con diferentes publicaciones. )OSÉ ANNIO CAR/DE y PABLO ÁNGEL MEIRA han participado en el diseño, elaboración y redacción de la Estrategia Gallega de Educación Ambiental, así como en otras iniciativas y pyectos educativo-ambienta/es de alcance nacional e inteacional. Ariel Educación _, +1 931633-1 1 9 788434 426344 00 n c. , - o ' @ A el José Antonio Caride Pablo Ángel Meira Ariel Educación

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Habitamos un mundo diverso, en el que la complejidad de sus viejos y nuevos problemas, la

globalización, la crisis ambiental, las redes telemáticas ... concurren aportando señas de

una identidad emergente. Con visión local o planetaria, en ella se expresan múltiples for­

mas de construir y desarrollar sociedades. También diferentes modos de afrontar los ries­

gos ecológicos, los sinsabores de las injusticias y las desigualdades sociales.

Aún en la incertidumbre, asumimos que no basta con saber hacer o saber ser. Además, es pre­

ciso reconocerse y saberse, en lo personal y lo colectivo, como actores de una Historia que

no ha concluido: partícipes en la toma de decisiones, en la interpretación de los desequilibrios

socioambientales, en el quehacer cívico y político, en la determinación de los estilos de

vida ... Tareas en las que la educación está llamada a restablecer muchos de sus significa­

dos perdidos y, si cabe, a aceptar desafíos que amplíen su protagonismo en el desarrollo

humano.

En este escenario, la educación ambiental no podrá reducirse a «educar para conservar la

Naturaleza», a «concienciar personas» o a «cambiar conductas». Su cometido es mucho más

profundo y comprometido: educar para cambiar la sociedad, procurando más y mejores con­

diciones de perdurabilidad, equidad y responsabilidad global. Por ello ha de ser una práctica

social crítica, estratégica y coherente con alternativas que renueven el pensamiento y la

acción humana.

Es la invitación que late en este libro, en el que el saber ambiental y el hacer pedagógico se

rehabilitan alzando su mirada hacia horizontes más comprensivos y dialogantes con los sis­

temas que sostienen la vida.

JOSÉ ANTONIO CAR/DE es doctor en Ciencias de la Educación por la Universidad de Santiago de Compostela,

de la que es profesor titular de Pedagogia Social en el Departamento de Teoría e Historia de la Educación.

Profesor visitante en diferentes universidades europeas y latinoamericanas. Su labor docente e investigadora

se ha proyectado en publicaciones relacionadas con la educación ambienta/, la animación sociocultural

y el desarrollo comunitario, la educación en Ga/icia, los tiempos educativos y sociales, etc.

PABLO ÁNGEL MEIRA es doctor en Ciencias de la Educación por la Universidad de Santiago de Compostela,

de la que es profesor titular de Educación Ambiental en el Departamento de Teoría e Historia de la Educación.

Su trabajo académico e investigador se desenvuelve en la convergencia entre la educación ambiental

y la pedagogía social, con diferentes publicaciones.

)OSÉ ANTONIO CAR/DE y PABLO ÁNGEL MEIRA han participado en el diseño, elaboración y redacción

de la Estrategia Gallega de Educación Ambiental, así como en otras iniciativas

y proyectos educativo-ambienta/es de alcance nacional e internacional.

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José Antonio Caride Pablo Ángel Meira

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Aiie! Educación José Antonio Caride Pablo Ángel Meira

Educación ambiental

y desarrollo humano

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Diseño cubierta: Vicente Morales

l." edición: abril 2001

© 2001: José Antonio Caride y Pablo Ángel Meira

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo: © 2001: Editorial Ariel, S. A. Provenva, 260 - 08008 Barcelona

ISBN: 84-344-2634-X

Deposito JOgal: B. 14.061 - 2001

Impreso en España

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

ÍNDICE

Introducción . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . 9

PRIMERA PARTE

CRISIS AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

CAPITULO J. Las dimensiones de una crisis: urgencia y emergencia de la conciencia global . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21

l. El despertar de la conciencia ecológica . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 2. Los peligros del deterioro ambiental . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 3. La crisis como trayecto hacia un cambio global . . . . . . . . . . . 35 4. Las manifestaciones críticas: la civilización ante el declive de

la Modernidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39 4.1 . La aceleración y ruptura del tiempo histórico . . . . . . . . 40 4.2. La globalización y mundialización del Planeta . . . . . . . . 42 4.3. La generalización del «pensamiento único» y el anuncio

del «fin de la historia» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50 5. La crisis ambiental como construcción social . . . . . . . . . . . . . 54

CAPÍTULO 2. Las alternativas a la crisis: ambientalismo versus eco-logismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67

l. Un sustrato común . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67 2. La reforma ambientalista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69 3. El cambio ecologista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80

CAPÍTULO 3. Del progreso sin límites al desarrollo sustentable . . . 95

l. El declive del progreso: un mito que se desvanece 2. La exaltación del desarrollo: un concepto mutante

95 1 10

8 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

SEGUNDA PARTE

EDUCACIÓN AMBIENTAL: DE LA IDENTIDAD A LA CONSTRUCCIÓN HISTÓRICA Y PARADIGMÁTICA

CAPÍTULO 4. La Educación Ambiental como estrategia y prácticas: señas de identidad y perfiles históricos . . . . . . . . . . . . . . . . . .

J. Los antecedentes: el medio ambiente como tema y problema pedagógico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . J. J. Secuencias para una lectura diacrónica . . . . . . . . . . . . . 1 .2. Del Romanticismo a la Pedagogía intuitiva . . . . . . . . . . 1.3. Del Modernismo a la Escuela Nueva . . . . . . . . . . . . . . .

2. Génesis, expansión e institucionalización de la Educación Am-biental . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.1 . Los primeros años: educar para conservar . . . . . . . . . . . 2.2. La transición: educar para concienciar . . . . . . . . . . . . . 2.3. El presente: educar para cambiar . . . . . . . . . . . . . . . . .

3. La Educación Ambiental en el horizonte de la sustentabilidad

CAPÍTULO 5. La construcción paradigmática de la Educación Am-biental: educar para un racionalidad alternativa .......... .

J. Discursos y prácticas en la Educación Ambiental: modelos de racionalidad teórica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

2. La Educación Ambiental como acción tecnológica y ciencia aplicada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

3. La Educación Ambiental como práctica social crítica . . . . . . .

Epflogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Bibliografía . .. . . . . . . . . . . . . . .. . . . . ... . . .... . ... · · · · · · · · ·

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INTRODUCCIÓN

Con iniciativas que se proyectan en muy diversos planos del queha­cer político y social, las crisis que en las últimas décadas han· impactado en los modos de crecer y desarrollarse las «Sociedades avanzadas», casi siempre han generado algún tipo de respuesta alternativa desde la edu­cación, siendo frecuente asociar los objetivos y estrategias que ésta adop­ta al cumplimiento de tareas o cometidos que pretenden enfatizar su con­tribución al bienestar individual y colectivo, incluyendo la modificación estructural y/o funcional de Jos «entornos» naturales o construidos en los que se ubica el género humano. En ellas han ido encontrando acomodo muchas de las reflexiones e inquietudes que sitúan a la educación ante cuestiones como Ja igualdad de oportunidades sociales, la función «eco­nómica» del sistema educativo en el mercado productivo-laboral, la par­ticipación y democratización de la vida política, la preservación del me­dio ambiente, Ja formación en valores, etc., con resultados desiguales y controvertidos.

En este sentido, aunque se trata de tareas o cometidos que es posi­ble interpretar con profundidad histórica -sobre todo desde el momen­to en que las incipientes sociedades burguesas apelan a Ja educación para reforzar sus respectivos procesos de modernización-, será tan sólo a partir de su generalización como una práctica social vinculada a los ava­tares del progreso socioeconómico más reciente, cuando aparezca defi­nitivamente unida a sus logros, de igual forma que también desde en­tonces se cuestiona -con más y mejores criterios- la anuencia de la educación con los fracasos de aquél. En todo caso, este proceso ha dado lugar a palabras y l.emas (reproducción, cambio, innovación, calidad, efi­cacia, responsabilidad, cooperación, capital humano, etc.) que desvelan muchas de las esperanzas y decepciones de una educación llamada a afrontar las crisis sociales del principio-fin de milenio.

Así, admitiendo que buena parte de Jos planteamientos pedagógicos modernos se justifican por Ja necesidad de dar respuestas satisfactorias a las tensiones que emergen de una confrontación reflexiva -al tiempo que pragmática- con diferentes experiencias de crisis (económica, polí­tica, cultural, ecológica, axiológica, etc.), ya sea como un mecanismo para controlarlas o como una vía utilizada para superarlas (Benner, 1998: 59), en sus propuestas se han ido afianzando las urgencias de un mundo cambiante y complejo en el que, además de favorecer Jos procesos indi-

10 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

viduales de inserción, integración o cohesión social, también se conside­ra que deberá auspiciar nuevas y más sugerentes posibilidades de trans­formación individual y social. Y ello al menos en la perspectiva de con­solidar o reestablecer Jos conocimientos, metodologías y actuaciones que se encaminen hacia una formación integral y continuada de todas las personas, dando a cada una de ellas la oportunidad de participar activa­mente en un proyecto de sociedad y de vida más pleno. Esto es: mucho más coincidente con la imagen de un desarrollo humano cuya «riqueza social» nos sitúa más allá del individualismo egoísta y del colectivismo indeseable (Cortina, 2000: 12). Y, por supuesto, de cualquier circunstan­cia material o simbólica que oprima la dignidad humana.

En consecuencia, sin que renuncie a preservar los vínculos, tradi- · ciones e identidades que delimitan tiempos y espacios sociales definidos en la historia y la geografía, ha de ser una educación capaz de suscitar cambios en las mentalidades, actitudes, saberes, conductas, etc., de per­sonas y comunidades cada vez más desafiadas por la exigencia de armo­nizar su «mundo vivido» con las modificaciones científicas, tecnológicas, económicas, culturales, ambientales, etc., en las que se expresa la mo­dernidad tardía o avanzada -según la mirada más o menos crítica-, con todas sus variantes post-modernas, incluyendo el «mundo por vivir». Y que, por muy diversas razones, derivan hacia la educación extendien­do sus cometidos desde la mera labor instructiva-curricular (especial­mente en el interior de los sistemas educativos y de sus redes institucio­nales) hasta la socialización en ideales o valores que reivindican una ma­yor correspondencia entre los discursos y las prácticas que toman como referencia los Derechos Humanos, Sociales y Ecológicos.

Por tanto, una educación que aboga por las transformaciones de for­ma y de estructura, de diseño y de trayectoria, de estatuto y de carácter .. . , con la mirada puesta en la obligación de suscitar una verdadera meta­morfosis de la ciudadanía y de sus comportamientos (Ruscheinsky, 1999), de los valores de la sociedad civil y de su capacidad asociativa. Es decir: una educación que se orienta no sólo en función del «mundo tal y como nos hacen creer que es» o del «mundo como es», sino también del «mundo como puede ser», en un momento en el que todavía -dirá Mil­ton Santos (2000: 170)- podemos pensar en una globalización diferen­te, capaz de «permitir la implantación de un nuevo modelo económico, social y político que, a partir de una nueva distribución de bienes y ser­vicios, conduzca a la realización de una vida colectiva solidaria y, pa­sando de la escala del lugar a la escala del planeta, asegure una reforma del mundo . . . y de una historia que apenas ha comenzado». Nos referi­mos, claro está, a un mundo respetuoso con la habitabilidad y sus con­tornos físicos y biológicos, sin que de ello se deduzca que deban cerrar­se los ojos a la progresiva creación de la «realidad virtual» y de los en­tornos telemáticos (Echeverría, 1999; 2000).

Asumiendo que se trata de sentar las bases de una educación foca­lizada hacia un desarrollo humano integral, suele insistirse en la necesi-

INT RODUCCIÓN 11

dad de que las prácticas pedagógicas garanticen a cada individuo su in­serción social (desde las realidades locales hasta la dimensión suprana­cional), favoreciendo una mejora extensiva de su calidad de vida. Lo que, además de concretarse en una adecuada formación para el desempeño laboral o Ja coexistencia social, también supone comprometer la educa­ción con valores y principios tan fundamentales como Ja paz, la demo­cracia, la justicia, la libertad, la equidad, la sustentabilidad, la responsa­bilidad o la solidaridad. De un lado, porque una educación que ignore las dimensiones ético-sociales y medioambientales carece de fundamento y de legitimidad moral; de otro, porque es en estos principios y valores donde cualquier proceso formativo desvela sus potencialidades para la realización personal, el desarrollo íntegro de las comunidades o el logro de unas condiciones más universales y duraderas de bienestar. Aunque en su determinación no puedan pasarse por alto las limitaciones estruc­turales que imponen las circunstancias económicas, geopolíticas, mediá­ticas, etc., que protegen, e incluso agrandan, las desigualdades sociales instaladas en Ja era de la globalización, con sus particulares procesos de fragmentación, explotación, producción irresponsable y consumo cons' picuo (Boff, 1994; Castells, 1998).

En este escenario, se explica la apertura del conocimiento y la pra­xis pedagógica hacia nuevas lecturas de una sociedad que se debate dia­lécticamente entre la «adaptación» y el «cambio», sustantivando sus preocupaciones en la búsqueda de nuevas formas de educar y educarse con visión de futuro. Se explican también las dificultades que comporta optar por unos determinados contenidos o métodos de enseñanza-apren­dizaje en detrimento de otros, así como algunas de las carencias o difi­cultades en la formación de personas que han de conciliar su identidad con la diversidad del medio que habitan. Se comprende, en definitiva, que las tensiones entre los impulsos conservadores y renovadores de los sistemas educativos se hayan traducido en décadas de avances y retroce­sos pedagógicos, sin que -a pesar de Ja constatación objetivada de estos últimos- puedan soslayarse avances significativos en Ja universalización de la educación básica, la reducción del analfabetismo o el incremento de la participación social en las instituciones educativas, haciendo hincapié, con relativa frecuencia, en el derecho a una educación más íntegra y li­bertadora, mediadora entre distintos contextos y culturas, más transdis­ciplinar y democrática. Y, tal vez por todo ello, sujeta a la exigencia de tener mucho más «peso en la lucha por la sustentabilidad económica, po­lítica y social» (Gadotti, 2000: 87).

Cuestiones, todas ellas, que deberán compatibilizarse con el creci­miento exponencial del «tercer entorno» (aquel que aparece con el uso de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, de la elec­trónica y del tiempo-espacio digital) y de la segregación tecnológica, re­clamando de la educación fórmulas solventes para. impugnar el estado feudal creado por los señores del aire y sus medios telemáticos (Echeve­rría, 1999). Es decir, combatiendo la legitimación -a escala mundial-

12 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

del creciente «apartheid» tecnosocial, basado en la desigualdad en los ni­veles de formación y de conocimientos, entre los que «saben y tienen ac­ceso» y los que «no saben y no tienen acceso» a una mundialización que «avanza bajo el signo de la liberalización, de la falta de reglamentación, de la privatización y de la competitividad» (Petrella, 2000: 12).

Muchos de los discursos que observan la educación en términos de una praxis social posibilitadora de nuevos horizontes para la Humani­dad, que sugieren alternativas para la resolución próxima o «futura» de algunos de los principales problemas sociales y ambientales del mundo contemporáneo, remiten sus actuaciones a la adopción de nuevos perfi­les semánticos, conceptuales y «paradigmáticos» en los modos de imagi­narla y practicarla. Nuevos perfiles que surgen unas veces como fruto de la innovación pedagógica y del inconformismo creador ante los retos que inducen realidades o problemáticas sociales, culturales o ambientales emergentes (por ejemplo, en aspectos que se relacionan con la multicul­turalidad, la inadaptación y marginación social, el ocio y el tiempo libre, la «revolución» informática, el mercado laboral, los valores cívicos, etcé­tera); otras veces aparecen como resultado de una reconceptualización obligada de los parámetros institucionales de la educación y la cultura, de los espacios y tiempos sociales, de las estructuras organizativas y con­vivenciales . . ., dandq lugar a una variada gama de «educaciones» y «sis­temas formativos» (formal, no formal, informal, de adultos, comunitaria, urbana, intercultural, cívica, etc.), generalmente con la intención de hacer más explícitas las responsabilidades educativas en el logro de una sociedad más saludable. Y que, por ello, se anticipa o complica en la lu­cha por una calidad de vida en la que se reconozca «la interdependencia y el valor intrínseco de todos los seres; afirmando el respeto a la digni­d�� inherente de toda persona y fe en el potencial intelectual, ético y es­pmtual de la humanidad ... esforzándose por edificar sociedades libres, justas, participativas, sustentables y pacíficas», tal y como se expresa en el código de ética planetaria del que se deja constancia en la Carta de la Tierra (véase Gadotti, 2000: 203-210). ·

En este marco de compromisos explícitos con la integridad de los sistei;nas ecológicos y la construcción de un mundo más justo, ético y ar­mómco, es donde se ha venido situando a la Educación Ambiental como propuesta y respuesta educativa para un desarrollo que provea un pre­s�nte-futuro sustentable; a lo que ha de añadirse, en los términos que su­giere Sauvé (1999), la necesidad de involucrarla en un planteamiento más comprehensivo y congruente con el desarrollo de sociedades res­ponsables, profundizando en las exigencias que ello implica para una re­construcción armónica de la compleja red de relaciones que existen en­tre individuos, sociedad y ambiente: de. los seres humanos consigo mis­mos, dentro de sociedades y entre sociedades. Una Educación Ambiental desde la que sea posible suscribir un pacto duradero entre Sociedad y· �a:uraleza, un pacto que reactive fronteras que parecían fijas, que pro­p1c1e un nuevo orden simbólico y metodológico, con nuevos lenguajes y

INTRODUCCIÓN 13

discursos . . . , en los que reconocer todas las identidades, los horizontes del desarrollo y sus conflictos ante el complejo reto de lo ambiental (Gonzá­lez Gaudiano, 1998 y 2000). Y, por consiguiente, brindando posibilidades para educar y educarse, siendo más congruentes con lo que esa comple­jidad demanda en los planos epistemológico, metodológico y pedagógi­co; aunque también en aquellos otros que actúan al compás de la políti· ca, la economía o las ideologías, si lo que verdaderamente se pretende es reactivar un campo de acción con el sentido y los significados precisos para «clarificar y comprender las diversas e inquietantes dimensiones que presenta la crisis ecológica de nuestro tiempo» (Sáez, 1995: 1 59).

Aludimos a una Educación Ambiental que promueve e instituye dis· cursos que proyectan un cambio en las sensibilidades y valores que han de orientar la actividad humana en relación con el medio ambiente, di­rigida a la adquisición de conocimientos ambientales y a una toma de conciencia crítica, desde la que analizar los procesos socioecológicos y sus consecuencias para el futuro del Planeta, habilitando actitudes y comportamientos coherentes con la ética que demanda un Desarrollo Sustentable y solidario: una educación, dirá Leff ( 1998: 217), inscrita en «la transición histórica que va del cuestionamiento de los modelos so­ciales dominantes (el neoliberalismo económico, el socialismo real) ha­cia la emergencia de una nueva sociedad, orientada por los valores de la democracia y los principios del ambientalismo». Más aún, una Educa­ción Ambiental que ha de observarse como un «componente nodal y no un simple accesorio de la educación» (Sauvé, 1999: 8) , con signos de identidad, legitimidad y entidad que no pueden ser cuestionados como si se tratase de una moda, un lema o una etiqueta: en todo caso, una «edu· cación» estrechamente ligada a otras dimensiones sociales y ecológicas que problematizan la educación contemporánea (en relación con la paz, los derechos humanos, la interculturalidad, etc.), en la que se integra y con la que comparte un mismo marco ético, enfoques pedagógicos, es­trategias y «las mismas demandas de colaboración hacia los diferentes actores de la sociedad educativa» (Sauvé, 1999: 13).

Es en el '°ursa de esta propuesta-respuesta donde nos reafirmamos en la imagen conceptual de la Educación Ambiental que elaboramos y trasladamos a los documentos té'cnicos de la «Estratexia Galega de Edu­cación Ambiental» ( Caride y Meira, 2000: 16), al concebirla como «Una dimensión de la educación integral y global de las personas y colectivi­dades sociales, que en sus diversas manifestaciones y prácticas, promue­ve el conocimiento, interpretación y concienciación respecto de las diferentes problemáticas ambientales, de su impacto local y planetario, activando competencias y valores de los que se deriven actitudes y com­portamientos congruentes con la ética ecológica que se precisa para participar en la construcción de un desarrollo humano sostenible». La sustentabilidad y la responsabilidad, en definitiva, como principios que permiten retomar la educación en su totalidad, hoy y mañana, con fina­lidades que encaucen su cooperación hacia un desarrollo económica-

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mente factible, ecológicamente apropiado, socialmente justo y cultu­ralmente equitativo (Gutiérrez, 1994).

No obstante, diremo.s, que la «responsabilidad» y la «Sustentabili­dad» no podrán mantener por más tiempo las ambigüedades a las que se ha1: abon�do sus tra�e.ctorias en los últimos años. Al menos en lo que atane al discurso pohtico suscrito por los Organismos Internacionales los Gobiernos de las sociedades opulentas o una extensa gama de edu'. cado res e int�lectuales seducidos por la «bondad» de sus planteamientos; lo que no evita que se .mantengan las discrepancias en torno los usos y abusos de estas expres10nes, sobre todo cuando adjetivan al desarrollo. De ahí que sea preciso exigir y exigirnos una exploración rigurosa de lo que. ambos c?nceptos transmiten y fundamentan como soportes para una socieda<;l mejor, o, como n_iínimo, mucho más equilibrada en las relacio­nes hu¡f¡anas y en lo que estas comportan para la calidad medioambien­tal. Diremos, por ello, coincidiendo con las lecturas de autores como Goodland y otros (1 997), Fíen (1993), Fien y Trainer ( 1993), Huckle ( 1993), Robottom ( 1993), Gutiérrez (1994), Leff (1 998), Sauvé ( 1999) Ga­d?tti (2000), etc., que han de ser vocablos en los que se reconozca� op­c10nes reales para que, al menos, puedan proponerse finalidades vincu­ladas a los siguientes propósitos:

- el reconocimiento de la vida en su diversidad y con pleno sentido de la existencia, a fin de lograr una más alta calidad del ser. Una misión en la que prevalece el respeto a la tierra y a sus formas de renovarse, tanto en sus dimensiones naturales como culturales·

- la búsqueda de un equilibrio dinámico y relaciona/ entre los dife'. rentes procesos o fenómenos que articulan el desarrollo en todas sus secuencias. Lo que supone nexos permanentes entre lo local Y

. l,° glob�l, los �ujetos y las comunidades, el pensamiento y la ac­

c10n, lo simbóhco y lo material, la ética y la razón, lo particular y lo general, lo racional y lo emocional, etc.;

- el logro de un bienestar humano generalizado, en el que los crite­rio� de equidad y justicia sean consustanciales a la imagen de una sociedad que combate la pobreza y la riqueza como causas-efec­tos principales de la ruptura ambiental que se experimenta desde hace décadas;

- la promoción de una ética integral, exigente con principios, valo­res Y actitudes en los que se asienten la construcción de una con­ciencia moral solidaria y planetaria, cuyos límites con lo no hu­mano deben de ser revisados. ·Es decir, valorando el protagonis­mo de las personas como sujetos morales, cuya autonomía y res­ponsabilidad deberá ser congruente con el logro de más y mejor desarrollo humano para todos y con la aceptación del valor in­trínseco de otras manifestaciones de la vida;

- la afirmación de la participación y del diálogo social en un con­texto de paz, como soportes inexcusables para avanzar en la de-

INTRODUCCIÓN 1 5

mocracia y las libertades. Del mismo modo que son condiciones indispensables para que los sujetos-ciudadanos puedan ser esti­mados como miembros de pleno derecho dentro de una sociedad.

Expresamos, por tanto, la idea de una Educación Ambiental que no se reduce a educar para «Conservar la Naturaleza», «concienciar perso­nas» o «cambiar conductas». Su tarea es más profunda y comprometida: educar para cambiar la sociedad, procurando que la toma de conciencia se oriente hacia un desarrollo humano que sea simultáneamente causa y efecto de la sustentabilidad y la responsabilidad global. Tarea ingente en la que es preciso asumir su caracterización como una práctica política, promotorá de valores y contravalores que inciten la transformación so­cial, el pensamiento crítico y la acción emancipatoria (Caride y Meira, 1998). Y todo ello, sin obviar que «el aprendizaje hacia la sostenibilidad ... es un aprendizaje hacia la transformación y reconcepción de la presente racionalidad» (Tábara, 1999: 1 58). Esto implica, coincidimos con Leff (1998), educar en la formación de conciencias, saberes y responsabilida­des que se van moldeando a partir de experiencias concretas en el medio físico y social, aunque evitando incurrir en el determinismo .naturalista, el pragmatismo tecnológico, en el reduccionismo empirista o en el mo­ralismo vacuo. Es, por tanto, una educación orientada a los procesos y al desarrollo de competencias (Sterling, 1999), frente a la simple orien­tación cara el producto y los objetivos finalistas: en lugar de ser pasiva, ha de ser una educación que incremente las responsabilidades y la par­ticipación social, que ponga más interés en el aprendizaje que en la en­señanza, lo que tendrá que traducirse en actividades de investigación-ac­ción que realcen la reflexión crítico-indagatoria, los ciclos interactivos del aprendizaje social, la innovación y el cambio democrático, la comu­nicación dialogada, el aprender a aprender, etc.

Aceptando que hay muchas orientaciones posibles para el desarro­llo, la praxis social y pedagógica a la que se remite esta Educación Am­biental deberá configurarse integrando conocimiento, pensamiento y ac­ción en coordenadas espaciotemporales que permitan situar las relacio­nes sujeto-objeto en un plano dialéctico, en el que no basta «saber ha­cer)> o <(saber ser)), ya que además es preciso «saberse» y {(reconocerse» como protagonistas de la historia, no sólo en los hechos sino también en la toma de decisiones y en la valoración de sus consecuencias persona­les y colectivas. Un planteamiento que, como veremos, sitúa a las comu­nidades locales y a los modelos de desarrollo comunitario en un lugar preferente.

En su teoría y prácticas será una Educación Ambiental estratégica, coherente con la complejidad de los problemas y la incertidumbre de las soluciones que permitan transitar hacia un futuro sustentable, ecológica y humanamente. Una cuestión especialmente relevante ya que, como ar­gumenta Leff ( 1998: 209), la Educación Ambiental se vincula a un pro­ceso de construcción y apropiación de conceptos que generan sentidos

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divergentes sobre la sustentabilidad (y la responsabilidad), arraigados en la experiencia de cada persona, en la cultura y la historia de cada co­munidad. Por eso no es independiente de las tensiones que surgen entre la subjetividad y la esfera pública, entre lo real y las visiones utópicas, entre el conocimiento y la acción social, entre unas cosmovisiones cul­turales y otras: «la educación ambiental se inscribe así dentro de un pro­ceso estratégico que estimula la reconstrucción colectiva y la reapropia­ción subjetiva del saber. Ello implica que no hay un saber ambiental he­cho y ya dado, que se imparte y se inserta en las mentes de los educan­dos, sino un proceso educativo que fomenta la capacidad de construcción de conceptos ... para que el alumno forje su saber personal en relación con su medio, a través de un pensamiento crítico». ,

Será una educación que debe plantearse y resolverse en condiciones de perdurabilidad y equidad: la primera, entendida como la dimensión «más ecológica» del desarrollo sostenible; la segunda, como una repre­sentación ideal y material de su dimensión «más social» (Caride y Mei­ra, 1998). En otras palabras, pensar y actuar con criterio social en la Educación Ambiental, implica diagnosticar y combatir la existencia de grandes y crecientes desigualdades sociales, en distintas regiones del Planeta, entre las opulencias de un «Norte» desarrollado y las miserias de un «Sur» en supuesto desarrollo. A su vez, pensar y actuar con cri­terio ambiental supone reconocemos como sujetos y agentes -indivi­duales y colectivos- de los impactos que la acción humana viene oca­sionando en el medio bio-físico, asumiendo no sólo las cargas éticas y morales, sino también sociopolíticas y económicas que comporta abrir el futuro de la Humanidad a nuevas oportunidades para reconciliarse con la Naturaleza.

La Educación Ambiental, creemos, es una oportunidad -'entre otras- para que sea más factible asentar la educación y la sociedad so­bre nuevas bases filosóficas, epistemológicas y antropológicas: creadora e impulsora de nuevos enfoques y estrategias en el diálogo educación­ambiente, inspiradora de nuevos contenidos y métodos pedagógicos, ge­neradora de iniciativas solidarias y de responsabilidades compartidas, promotora de cohesión e integración social, garante de derechos y liber­tades cívicas, posibilitadora de una ética ecológica biocéntrica, etc. Una educación en positivo, dirigida a la acción, de compostura holística e ideológica, ya que como se expresaba en el «Tratado sobre Educación Ambiental para sociedades sustentables y responsabilidad global» (Foro Global, celebrado en Río de Janeiro en 1992), es un acto político basado en valores para la transformación social: «nosotros los abajo firmantes, personas de todas partes del mundo, comprometidos con la protección de la vida en la Tierra, reconocemos el papel central de la educación en la formación de valores y en la acción social. Nos comprometemos con el proceso educativo transformador para crear sociedades sustentables y equitativas. Con ello intentamos traer nuevas esperanzas y vida para nuestro pequeño, problemático pero todavía bello planeta».

INTRODUCCIÓN 1 7

El alcance estratégico de la Educación Ambiental se concreta en los diferentes modos de pensarla y promoverla, de diseñarla y concertarla en los variados contextos territoriales, temporales y humanos que desde hace décadas contemplan la expansión de un sinfín de «Estrategias» y «Programas de Acción», hasta el punto de poder estimar sus actuaciones como uno de los mayores y más continuados esfuerzos de contenido edu­cativo promovidos a nivel mundial, sobre todo desde los primeros años setenta. Aunque muchos de sus logros estén lejos de los objetivos y los discursos declarados, también es cierto -como señala Breiting ( 1994 )­que si nos fijamos en los últimos años, es posible identificar el perfil de una nueva versión de la Educación Ambiental, mucho más coherente y consistente en su lógica y más aceptable desde un punto de vista demo­crático; al tiempo también parece ser mucho más consciente de sus lí­mites y, a la vez, efectiva para abordar con rigor científico y pedagógico los problemas ambientales, posicionándose con firmeza ante cualquier inclinación hacia la apatía, el individualismo o el narcisismo.

PRIMERA PARTE

CRISIS AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

CAPÍTULO 1

LAS DIMENSIONES DE UNA CRISIS: URGENCIA Y EMERGENCIA

DE LA CONCIENCIA GLOBAL

l. El despertar de la conciencia ecológica

Concebido por su autora como una llamada de alerta o un grito de atención, el ensayo que con el título Primavera Silenciosa publica Ra­quel Carson en los inicios de la década de los sesenta, constituye una de las referencias más emblemáticas para el tardío y, desde entonces, con­vulso despertar de la conciencia ecológica mundial. De hecho, nunca hasta ese momento se acreditara con argumentos científicos -en los que se integraban testimonios y análisis procedentes de la Química, la Biología, la Ecología o la Historia Natural-, el riesgo que para la vida, en general, y para la especie humana, en particular, conlleva el uso ma­sivo de insecticidas químicos, pesticidas orgánicos, herbicidas sintéti­cos, raticidas y otros productos similares, por su alta capacidad de en­venenamiento y la. contaminación que generan en el aire que respira­mos y/o en los alimentos que comemos. Por «primera vez en la historia del mundo -denunciaba Carson ( 1980: 27)- todo ser humano está ahora sujeto al contacto con peligrosos productos químicos, desde su nacimiento hasta su muerte». Consciente de que se poseía un conoci­miento muy escaso del alcance de las amenazas, ya entonces situaba las respuestas al problema en la «necesidad de sostenerse».

Será más tarde, con los últimos años sesenta y el trascurso de la dé­cada de los setenta, cuando las denuncias se generalicen, tanto en los es­cenarios científicos como ideológicos (colectivos ecologistas, movimien­tos sociales, partidos políticos, etc.). A ello contribuye la elaboración y difusión de un número considerable de estudios e informes coincidentes en que la Humanidad, por distintos motivos (demográficos, económicos, tecnológicos, geopolíticos, etc.), está alterando significativamente el me­dio ambiente planetario; y, más aún, que este impacto anticipa un futu­ro constreñido por consecuencias traumáticas para la civilización o la propia vida, al menos en los términos en que hoy la conocemos. Desta-

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can, en este contexto, las aportaciones de Paul Ehrlich ( 1970 y 1971 ), que actualiza los planteamientos maltusianos y apunta al crecimiento demo­gráfico como factor crítico de un posible colapso ambiental; de Kenneth Boulding ( 1966), autor que acuña la metáfora de la «nave espacial tie­rra», señalando la necesidad de considerar al sistema económico en el marco de un sistema planetario cerrado y, por tanto, físicamente limita­do; de Georgescu-Roegen ( 1971), quien establece las bases de una «eco­nomía ecológica» al teorizar sobre los procesos entrópicos resultantes de la producción industrial y del consumo masivo de combustibles fósiles; de Bárbara Ward y René Dubós ( 1972), que preparan uno de los prime­ros informes de síntesis sobre el estado ambiental del Planeta; o el so­brenombrado «Informe Founex» (en alusión al lugar suizo-ginebrino en el que se celebró la reunión del grupo de expertos), redactado para la Conferencia de Estocolmo de 1972, mostrando una estrecha dependen­cia entre los problemas medioambientales y el desarrollo: contaminación química y biológica, agotamiento de los recursos, perturbación del me­dio físico, deterioro social, etc. Con todo, sería el Informe encargado por el Club de Roma, reali­zado por un equipo adscrito al Instituto Tecnológico de Massachusetts (Meadows, Meadows, Randers y Behrens, 1972), con la denominación de «los límites del crecimiento» , la aportación que alcanzaría una mayor resonancia pública y científica. A modo de un diagnóstico prospectivo, que aspira a ser comprensivo de los distintos problemas que amenazan al medio ambiente y de su correlación con factores económicos y de­mográficos, los especialistas del MIT recurrirían a un modelo de simu­lación informática extremadamente complejo, ensayando distintas hi­pótesis sobre la evolución de Ia civilización humana atendiendo al com­portamiento de cinco factores críticos: población, disponibilidad de ali­mentos, industrialización, reservas de recursos naturales (renovables y no renovables) y contaminación. En sus conclusiones se proyectaba la posibilidad de un colapso civilizatorio en la primera mitad del siglo XXI, como resultado de la superposición de crecimientos exponenciales en distintos parámetros del sistema (población, emisiones de co2 y otros contaminantes, incrementos en el consumo energético y de minera­les ... ) hasta sobrepasar la capacidad de un mundo físico finito para sa­tisfacer las necesidades de la población humana y para absorber los impactos sobre los principales componentes y ciclos de la biosfera, ori­ginados por la acumulación de los desechos sólidos, líquidos y gaseo­sos producidos. En concreto advertían que, «Si las actuales tendencias de crecimiento en la población mundial, industrialización, contamina­ción, producción de alimentos y explotación de recursos continúa sin modificarse, los límites del crecimiento de nuestro planeta se alcanza­rán en algún momento dentro de los próximos 100 años. El resultado más probable será una declinación súbita e incontrolable tanto de la po­blación como de la capacidad industrial» (Meadows, Meadows, Randers y Behrens, 1972: 40).

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La publicación del «Informe Meadows» coincidirá cronológicamen­te con la celebración de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano (Estocolmo, 1972) y con otras actuaciones internaciona­les, que al amparo de las esferas gubernamentales o por iniciativa cívica comienzan a expresar su preocupación por la salud ambiental del Plane­ta. Cabe señalar que el Informe elevado al Club de Roma sería fuerte­mente cuestionado (Tamames, 1983: 126-134; Cairncross, 1993), inci­diendo en las insuficiencias del modelo (al no contemplar con solvencia los factores de innovación social, científica o tecnológica que pudiesen compensar los posibles daños ambientales) y las limitaciones técnicas del software y hardware utilizado (aún de la primera generación de ordena­dores). Para Bifani ( 1999: 105), frente al debate que se suscita en torno al objetivo de proponer un «crecimiento cero» (posición de claro carác­ter neomalthusiano), otras opciones mantendrán la necesidad de «revisar el concepto de desarrollo y explicitar sus múltiples dimensiones, entre ellas la ambiental».

Veinte años después, de nuevo por encargo del Club de Roma, el mismo equipo del MIT (Meadows, Meadows y Randers, 1992) asumió la realización de una réplica del estudio de 1972. Con un modelo informá­tico más complejo y un hardware más sofisticado y potente, capaz de manejar mayor número de variables; y con información acumulada en dos décadas de detenida observación del estado del Planeta, las conclu­siones mantendrán su tono inquietante. El hombre, reiteran, ha reba­sado los límites físicos del Planeta: «la utilización de muchos recursos esenciales y la generación de muchos tipos de contaminantes han sobre­pasado ya las tasas que son físicamente sostenibles. Sin reducciones sig­nificativas en los flujos de materiales y energía, habrá en las décadas venideras una incontrolada disminución per cápita de la producción de alimentos, del uso energético y de la producción industrial» (Meadows, Meadows y Randers, 1992: 23).

Entre ambos Informes surgirán otros que activarán la conciencia humana desde la perspectiva de los derechos ecológicos y las responsa­bilidades asociadas a aquellos estilos de vida que reducen la propia ca­pacidad de supervivencia. Aunque sometidos a discrepancias y polémicas en aspectos parciales, han ido confirmando con datos cada vez más pre­cisos y concluyentes que los equilibrios ecológicos del Planeta presentan signos preocupantes y aparentemente repentinos de cambio. Para Váz­quez ( 1999: 247-248), es un cambio que al presentar al Planeta como algo frágil en relación a la capacidad de la acción humana, «Se erige en uno de los impulsos definitivos hacia la necesidad de regular nuestro propio crecimiento como especie y, en consecuencia, nuestra capacidad depre­dadora de recursos»; de hecho, hacia ese objetivo se encaminarán mu­chas de las actuaciones políticas internacionales, aceptando entre sus metas prioritarias la preservación de la biosfera.

Como se sabe, durante los años setenta la atención de la comunidad científica, de la opinión pública, de los responsables políticos y de los téc-

24 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

nicos que vinculan su actividad a la gestión ambiental se concentrará fundamentaln:ente, en dos tipos de situaciones ambientales: de un lado: las que se denvan de los efectos contaminantes que provoca la actividad industrial y agrícola, localizadas en determinados puntos y regiones del · Planeta (sobre todo la polución del aire y la alteración de los cursos de agua d1;1l�e); de ot�o, las que afectan a la conservación de espacios natu­rales «umcos», as1 como de especies salvajes cuya subsistencia se consi­dera amenazada. En líneas generales, más que revelar la expansión de una toma de conciencia universal sobre la «problemática ambiental» en se;nti�o estricto, permiten esclarecer ciertos problemas ambientales,

' te­

rntonalmente acotados y con una incidencia que se circunscribe a de­terminados puntos críticos del Mundo. Las causas últimas o la conexión er:tre problemas aparentemente aislados apenas serán contempladas; del mismo modo, la prevención y sus utilidades para afrontar los daños eco­lógi.c?s queda�a.n fuera del vocabulario al uso, tanto en el plano de las decis10nes poht1cas como en las tareas emprendidas por los técnicos. Con razón se ha afirmado que la «gestión ambiental» de los años seten­ta estuvo inspirada, exclusivamente en una «política de fin de cañería». Sólo desde colectivos sociales o científicos minoritarios se denunciaban los riesgos a .los que se sometía la pervivencia de la especie humana, pres­tando especial atención al peligro nuclear que se cernía sobre un con­te�to geopolítico internacional dominado por la tensión de la «guerra fría».

Los �ños ochenta se caracterizaron por el agravamiento de proble­mas mamfestados �n décadas anteriores y, muy singularmente, por el so­bresalto que ocas10nan en la opinión pública mundial las primeras «g;andes catástrofes» de ubicación local o regional (Séveso, 1976; Three Mil; Island, 1 979; Bhopal, 1984; Chernobyl, 1986; Exxon Valdez, 1989; etcetera). Con ellas también se asiste a la aparición de los primeros sín­ton:as de dos procesos de deterioro ambiental cuya incidencia es indis­cutible;n.ente glob�l y planetaria: la degradación de la capa de ozono es­tratosfe�ico, que filtra los rayos UV emitidos por el sol, y el denominado «efecto mvernadero», resultante de la acumulación en la atmósfera de moléculas y partículas en suspensión emitidas por el hombre.

Finalizando la década, los indicios -cada vez más evidentes- de a!teraciones que complican la convivencia humana, propagándose por sistemas y procesos ecológicos básicos para la diversidad de la vida de­riva;i hacia el empleo de e.xpresiones mediante las que se procur; ad­vertir que «las transformac10nes que experimenta el medio ambiente no pue.den ser consideradas como un fenómeno local sino planetario» (Lu­dev1d, 1995: 1 6). Asistimos, de este modo, a la consolidación semántica d� lo que en. a.delante permitirá su definición como «problemática am­b!entah, «cn�is ambiental», «cambio global», etc. En cualquier caso, siendo expres1?nes en las que subyace la necesidad de observar los pro­blemas �cológicos d.esde una visión más compleja e interdependiente de las realidades ambientales, así como de sus significados sociales; y,

LAS DIMENSIONES DE UNA CRISIS 25

de paso, situar las cuestiones ecológicas en un primer plano de lo que algunos autores han dado en llamar «modernidad reflexiva» (Beck, Gid­dens y Lash, 1994), la cual implica una radicalización de la modernidad que rompe o (auto)destruye creativamente las premisas de la sociedad industrial y abre vías para una modernidad distinta, incluyendo la posi­bilidad de un cambio social sin revolución. En este escenario, y con la intención de controlar los futuros potenciales de una sociedad inmersa en la «incertidumbre fabricada», se trataría de ubicar las cuestiones eco­lógicas en la agenda de los revulsivos colectivos, de las políticas coti­dianas y de los referentes ideológicos de primera magnitud. En definiti­va, se trata de que al igual que en otros muchos aspectos de la vida, res­pecto del medio ambiente y de los problemas ecológicos, los seres hu­manos puedan tomar decisiones y emprender actuaciones prácticas y éticas.

2. Los peligros del deterioro ambiental

En contraste con alteraciones ambientales registradas en etapas precedentes de la historia natural de la Tierra, de signo evolutivo o ca­tastrófico, el cambio ambiental que envuelve los destinos de la Huma­nidad es contingente no sólo a su propia existencia, sino también a las motivaciones que ésta encuentra en la expansión productiva y demo­gráfica (cada vez más exigente en la disponibilidad de materias primas, alimentos, energía, espacio, etc.) que tiene su origen en la Revolución Industrial, la expansión urbana y la lógica mercantilista. En opinión de Arroyo, Camarero y Vázquez ( 1997: 52), «como tantas veces se ha repe­tido, el fenómeno consiste en el conocimiento y la posibilidad de inter­vención consiguiente sobre los mecanismos del medio natural por par­te del hombre, a partir de los avances científicos y técnicos de los si­glos XVIII y XIX. De esta forma, y de manera casi insensible, el hombre, sin dejar de ser un elemento del medio natural, se va transformando en un factor del mismo del que depende el funcionamiento de la mayoría de los ecosistemas e incluso su conservación».

Capriles ( 1994), tratando de poner énfasis en las causas profundas de la crisis ecológica, recuerda que hay una expresión primaria y radi­cal de la misma, que tiene su origen en un error o desilusión que nos hace sentirnos intrínsecamente separados del resto del Universo y de los demás seres vivos, impulsándonos a contraponernos a ellos, a intentar someterlos, a destruir aspectos de la Naturaleza que nos molestan y -por extensión- a apropiarnos de aquellos que nos depararán confort, placer, seguridad. A partir de estas manifestaciones, interpreta el autor, surgen las causas secundarias: el proyecto tecnológico de dominio de la Naturaleza (destruyendo los sistemas de los que depende la vida), las di­visiones sociales (entre razas, naciones, Estados y clases) y las formas en que se han concretado las propuestas-acciones del desarrollo.

26 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

En este sentido, el Informe Dobris (Stanners y Bourdeau, 1995: 9), al que suele conceptuarse como uno de los estudios de carácter diagnós­tico más completo, entre los que se han divulgado sobre el estado del me­dio ambiente en Europa, señala que «el cambio ambiental ocurre como resultado de la acción simultánea de procesos naturales y humanos. Los sistemas ambientales y las actividades humanas contribuyen al cambio ambiental a través de la transformación y transporte de grandes canti­dades de energía y materiales»; si bien destaca que «comparada con los procesos naturales, la transformación humana de materiales y energía fue durante la mayor parte de la historia humana relativamente peque­ña. Hoy en día, las actividades humanas están alterando estos flujos en una escala sin precedentes», En una aportación complementaria, poco o nada sospechosa de visiones apocalípticas, King y Schneider (1992: 73), junto a otras áreas de importancia vital para el desarrollo de la Hu­manidad, también centran su discurso en la actividad humana que se vincula a los conflictos bélicos, en lo que estiman un «uso criminalmen­te despilfarrador de recursos -humanos, materiales y energéticos- con­sumidos para fines militares como fuente de trabajo y lucro económico en algunos países desarrollados. Resulta difícil comprender que los pue­blos del mundo hayan tolerado semejante despilfarro frente al hambre, la pobreza, la enfermedad y el subdesarrollo, que, por sí solos, engendran guerra y violencia».

El aumento exponencial, acumulativo y sinérgico de las presiones a las que se ve sometido el delicado equilibrio ecológico, transfieren al pre­sente histórico peligros en los que se advierte la posibilidad de provocar una ruptura ambiental sin precedentes, ya sea en relación a elementos constitutivos básicos del medio natural (tierra, agua, aire), a la modifi­cación de secuencias esenciales para las dinámicas biológicas y sociales, o a aspectos que se vinculan a la explotación de recursos, a los desechos que se ocasionan o a la pérdida de la biodiversidad. En una tentativa siempre sujeta a revisiones o matices que dimensionan sus impactos en los planos macro (por ejemplo, cuando nos referimos al cambio climáti­co, al efecto invernadero o a la destrucción de la capa de ozono) y mi­cro-ecológico (contaminación del aire o del agua, producción de ruidos o acumulación de residuos urbanos), el deterioro medioambiental puede resumirse en los siguientes procesos:

• Agotamiento progresivo de los recursos no renovables (principal­mente minerales metálicos y fuentes de energía de origen fósil) y dismi­nución de los recursos renovables, al ser explotados a un ritmo mayor que su tasa de renovación natural (principalmente las masas forestales, los suelos aptos para el aprovechamiento agrícola, los bancos de pesca y las reservas de agua potable), generalmente con la intención de respon­der a necesidades productivas y demográficas en continua expansión. El Informe elaborado por el Instituto de Recursos Mundiales ( 1996: S) ad­vierte, ya desde hace años, que en muchas zonas, «la explotación, tanto

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de los recursos biológicos como físicos, excede ya la capacidad regene­rativa de los sistemas naturales. Así, no sólo muchos recursos renovables son cada vez más escasos, sino que el daño ocasionado a los sistemas bá­sicos que los sostienen o los renuevan amenaza el desarrollo económico y humano de muchas naciones a . corto plazo».

En opinión de Bifani ( 1999: 262), «los elementos que se extraen de la naturaleza para su utilización no se encuentran aislados. En realidad son parte de un sistema dinámico y abierto en que cada uno interaccio­na con los otros y desempeña un papel específico en su funcionamiento. De ahí que la alteración en uno de ellos -alteraciones de orden tanto cualitativo como cuantitativo- repercutan necesariamente sobre el res­to del sistema y en su totalidad. Es así como la disponibilidad de ciertos recursos está condicionada por la existencia y forma de utilización de otros con los que interactúan en el mismo sistema, y a los que a su vez condiciona y determina». Como se sabe, en la base de esta filosofía eco­sistémica residen muchas de las controversias que surgen en las dinámi­cas recursos naturales-población, medio ambiente-desarrollo socioeco­nómico, producción-consumo, etc.

• Ruptura de ciclos bioquímicos y ecológicos afectados por el im­pacto contaminante que sobre el suelo, el aire y las masas de agua (dul­ce y salada) provocan los desechos asociados a la actividad industrial, la producción agrícola, la concentración de la población en grandes núcleos urbanos y los usos energéticos dominantes.

La última frontera en la degradación biológica inducida por la con­taminación se está investigando en los efectos que determinados com­puestos químicos sintéticos están generando sobre los equilibrios hor­monales, la fertilidad y el genoma de determinadas especies y, principal­mente, del hombre. En esta nueva fuente de riesgo, avanzada por Rache! Carson, muestran sus efectos problemáticas que transcienden los daños físicos para actuar sobre el sistema nervioso, modificando significativa­mente los comportamientos de animales y personas. En este sentido, Col­born, Peterson y Dumanoski (1997: 326-327), lejos de contentarse con examinar desde un punto de vista científico las múltiples repercusiones del impacto de la química sintética en los ecosistemas y en los organis­mos vivos, ofrecen también interesantes reflexiones sobre la lógica social y científica del problema: «En última instancia -afirman-, los riesgos (químicos) a los que nos enfrentamos tienen su origen en ese lapso en­tre nuestra destreza tecnológica y nuestro conocimiento de los sistemas que respaldan la vida. Diseñamos nuestras tecnologías a un ritmo verti­ginoso y las desplegamos en una escala sin precedentes en el mundo mu­cho antes de que podamos comenzar a intuir su posible repercusión en el sistema global o en nosotros mismos. Nos hemos lanzado audazmen­te hacia adelante, sin reconocer nunca la peligrosa ignorancia que ocu­pa un lugar fundamental en el empeño.» Para preguntarse después: «¿Qué podemos hacer? ¿Aterrizar el avión con la mayor rapidez posible,

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frenar o seguir a toda velocidad hacia adelante porque sería increíble­mente caro y molesto cancelar este viaje?»

• Graves perturbaciones climáticas y atmosféricas (entre las que se incluyen el efecto invernadero, la degradación de la capa de ozono o la lluvia ácida), asociadas a la emisión de gases nocivos y de partículas en suspensión, como resultado de la actividad agropecuaria intensiva y del consumo masivo de combustibles fósiles para el transporte y la industria, con efectos inciertos sobre la temperatura media del Planeta y de los océanos, la distribución y el equilibrio de los grandes biomas o ecorre­giones terrestres, la aparición de fenómenos meteorológicos catastrófi­cos, la fusión de las masas de hielo y nieve polares y continentales per­petuas, la anegación de amplias zonas costeras, la extensión de las zonas desérticas y el agravamiento de los procesos erosivos, etc.

Como muestra de la importancia que adquieren los problemas que entraña la alternación del sistema atmosférico reproducimos un párrafo del Informe emitido por el Panel Intergubernamental sobre Cambio Cli­mático; una comisión científica creada para seguir los resultados de la Convención sobre Cambio Climático redactada en la Cumbre Ambiental de Río de Janeiro ( 1992): «Durante las pasadas décadas se han hecho pa­tentes dos importantes factores que amenazan las relaciones entre el hombre y el clima de la Tierra. Primero, las actividades humanas, inclu­yendo la quema de combustibles fósiles, los cambios en el uso del suelo Y en la agricultura, están incrementando las concentraciones atmosféri­cas de "gases invernadero" (que tienden a calentar la atmósfera) y, en al­gunas regiones, de aerosoles (partículas microscópicas que tienden a en­friar la atmósfera). Estos cambios ( . . . ) están provocando cambios regio­nales y globales en el clima y en parámetros climáticos como la tempe­ratura, las precipitaciones, la humedad del suelo y el nivel del mar. Se­gundo, algunas comunidades humanas han comenzado a ser más vulne­rables a peligros como tormentas, inundaciones y sequías como resulta­do del incremento de la densidad de la población en áreas sensibles como márgenes de los ríos y llanuras costeras. Han sido identificados serios �ar:ibios. potenciales, incluyendo incrementos en algunas regiones de la mc1denc1a de eventos de altas temperaturas extremas, inundaciones y se­quías, dando como resultado incendios, epidemias y alteraciones de la composición, estructura y funcionamiento de los ecosistemas, incluyen­do la productividad primaria» (IPCC, 199S: 1 .2.).

• Pérdida de biodiversidad específica y genética, ocasionada por la deforestación intensiva de las principales masas arbóreas del Planeta -las selvas húmedas y los bosques boreales-, por la presión humana sobre es­pacios naturales vírgenes, por la selección y monocultivo de aquellas va­ri�dades �e plantas y animales más rentables para la industria química y alimentaria, reforzados por los patrones imperantes en el comercio inter­nacional. En esta tendencia a homogeneizar procesos y resultados se ero-

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siona gravemente la capacidad genética de las especies, se modifican la estructura y el funcionamiento de los ecosistemas, se incrementa la vul­nerabilidad a plagas y enfermedades, etc. Los datos, en este sentido, son concluyentes, a partir de las evaluaciones comprensivas de la biodiversi­dad hechas por el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambien­te (PNUMA), asegurando que entre el S y el 2S % de algunos grupos de especies animales y plantas podría estar amenazado de extinción en un futuro próximo.

Y, aunque la disminución de la diversidad es un fenómeno que se da desde los primeros tiempos de la civilización humana, los riesgos para lo que hoy denominamos « biodiversidad» surgen principalmente de la for­ma como el hombre hace uso de ella (Bifani, 1999: SOS), de los usos y abu­sos a los que se somete no sólo al número de especies sino también al de variedades dentro de las especies. Así, lo que ya se conoce como «la sex­ta extinción» (Leaken y Lewin, 1997; Morell, 1999), desde que aparecie­ron las formas de vida compleja, se diferencia de las cinco anteriores (ori­ginadas por catástrofes naturales) por situar sus causas en la actividad hu­mana. En todo caso, las estimaciones realizadas sobre un recuento de es­pecies todavía impreciso ponen de manifiesto la posibilidad de que lle­guen a desaparecer entre 20.000 y 34.000, de proseguir el ritmo actual de pérdidas: esto es, un volumen muy significativo de las especies existentes se habrán extinguido, quedarán reducidas a unos pocos ejemplares o li­mitarán considerablemente sus variedades. Varias proyecciones sugieren que en la transición del último tercio del siglo XX.ª ]as primeras décad�s del siglo xxr habrá pérdidas que imponen costes importantes tanto a m­vel práctico como intangible, ya que la diversidad de especies proporcio­na una gran cantidad de plantas silvestres y domésticas, de peces y de pro­ductos animales útiles para elaborar medicamentos, cosméticos, produc­tos industriales, combustible, materiales de construcción, alimentos, etc.

• Incremento de los desequilibrios demográficos y de la presión ambiental que ejerce sobre un mundo finito el crecimiento exponencial de la población humana. Si no se alteran significativamente las tenden­cias actuales, en el transcurso de este siglo se puede alcanzar y sobrepa­sar el umbral de los 10.000 millones de habitantes (los cálculos sobre la capacidad de sostenimiento del Planeta oscilan entre los 7.700 y los 12.000 millones de habitantes, un tramo en el que entraremos durante los próximos SO años); cifras que abren grandes incógnitas sobre la exi�­tencia de recursos suficientes para asegurar la cobertura de las necesi­dades básicas de una humanidad multiplicada; aunque los límites no sólo dependen del número de personas, sino tamb.ién de lo que cons:i­men y producen. Los últimos diagnósticos prospectivos sobre el «camb10 global» (CUMMAD, 1987; Meadows y otros, 1992; Brown, 1997a y 1997b; PNUMA, 1997 y 2000) apuntan a la inseguridad alimentaria co.�o de­sencadenante de un posible colapso civilizador, cuando los benefic10s de la «revolución verde» se han detenido, y la mayor parte de las mejores

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tierras de cultivo están en explotación. Por lo demás, no puede obviarse que más de 100 millones de personas se agregan cada año al consumo de los recursos del Planeta, con vidas más largas y en un mundo que se hace cada vez más grande y desigual. De mantenerse el despilfarro que cara?�eriza a los países industrializados y a sus sociedades opulentas, la pres10n sobre los recursos se hará insostenible.

En �1- capítulo de las perturbaciones demográficas hay que conside­r�r :amb1en l�s desplazamientos masivo$ de población refugiada y el cre­c1m1ento caótico y desmesurado de los núcleos urbanos, tendentes a con­sumir bienes industriales y servicios que requieren un mayor gasto ener­gético. C?'.11º .diversos analistas han destacado, el siglo xx merece, entre otros cal1ficat1vos, el de «siglo de los refugiados». Nunca antes en la his­toria de la humanidad se han producido desplazamientos tan masivos de la población forzados, principalmente hasta ahora, por conflictos bélicos o Pº'. catástrofes natu��es. Se empieza a hablar también de «refugiados ambientales» para defimr aquellas personas y comunidades que se tras­ladan para huir del deterioro que sufre su espacio vital tradicional a cau­sa d� prácticas agrícolas, industriales o energéticas nocivas; o por el ago­tamiento de los recursos que tradicionalmente contribuyeron a sostener su existencia.

A estos «problemas», centrales en el diagnóstico de una crisis ecoló­gica o ambiental que se extiende por todo el Planeta, se añaden otros que emergen de las realidades cotidianas de cada pueblo o comunidad, en costumbres Y hábitos que sostienen los estilos de vida en los países avan­zados, ei; creencias y valores de clara vocación antropocéntrica, en el ac­ceso desigual a los recursos y en su transformación como bienes de con­sumo selectivo, etc. Todos ellos, de forma aislada o en interacción, son aspectos que ponen de relieve cómo en la percepción del cambio global que se asocia a esta crisis no se puede prescindir de la dimensión socio­e?onómica. Y, c�n ella, .de los distintos componentes estructurales que vmculan el medio ambiente al desarrollo como un proceso histórico que debería inquietar por igual a todos los sistemas políticos a todos lo� c?!ectivos sociales, y a las ideologías que los respaldan. En !� interpreta­c10n de Ernesto Sabato (2000: 83), esta crisis «no es la crisis del sistema capitalista, como muchos imaginan: es la crisis de toda una concepción del mundo Y de la vida basada en la idolatría de la técnica y en la ex­plotación del hombre», sin detenerse a trabajar con «Un sentimiento his­tórico Y de fidelidad a la tierra ... llevando como meta la conquista, don­de tener poder significó apropiarse y la explotación llegó a todas las re­giones posibles del mundo».

De hecho, la preocupación por el desarrollo y sus logros «humanos» surge de una simple mirada al mundo que transita hacia el tercer mile­nio; no sólo como método sino también como expresión de situaciones que desvelan intereses y poderes confrontados, entre la miseria de mu­chos y la prepotencia de unos pocos. Así, si bien la crisis ecológica pa-

LAS DIMENSIONES DE UNA CRISIS 3 1

rece no entender de fronteras políticas o geográficas, todo indica que los beneficios y costes ambientales están desigualmente reparti�os. Los paí­ses más desarrollados e industrializados, que acogen aproximadamente al 20 % de la población mundial, consumen el 86 % del aluminio pro­ducido el 86 % de los productos químicos, el 80 % del papel, el 76 % de la madera que no se consume como leña o el 75 % de la energía (Dur­ning, 1994). Estos mismos países son, sin embargo, responsables del SO % del C02 y del 70 % de los CFCs liberados a l� atmósfera por. la actividad energética o industrial, constituyendo el ongen de la práctica totalidad de las exportaciones de residuos tóxicos que se movilizan en el comercio mundial. A modo de ejemplo, se ha constatado cómo durante Ja década de Jos ochenta la Alemania Federal declaró la exportación de 805.000 Tm. de residuos tóxicos, Jos Países Bajos 1 88.000 Tm., EE.UU. 127.000 Tm., Suiza 108.000 Tm., Canadá 101 .000 Tm., Bélgica 87.000 Tm., Finlandia 65.000 Tm., etc. Puesto que más del 90 % de estas exportacio­nes tienen como destino países fuera de la órbita de la OCDE es fácil de­ducir que acaban depositadas en la amplia y escasamente controlada geografía del Tercer Mundo (Lean y Hinrichsen, 1992).

De esta forma, todo parece conducir a observamos inmersos �n una de las más graves encrucijadas de la historia y sus abismos. Las d.1f�ren­cias en Jos modos colectivos de vivir, relacionados con las cond1c1ones ambientales, no tienen parangón con cualquier época p�sada, a lo que se añade una incertidumbre inmensa sobre las trayectonas futuras. Tal vez con una sola y definitiva certeza: el camino de la vida se hará cada vez más intransitable y hostil, de proseguir con el mismo rumbo: �om? des­taca Deleage (1993: 302), «las dimensiones globales de la cns1s, leJOS de anular las diferencias y las separaciones entre sociedades Y grupos hu­manos, las agravan y exacerban ( ... ). En partici.;lar, en el Tercer Mundo la crisis ecológica y social reviste los aspectos mas alarmantes, porque se acumulan las rupturas de la edad preindustrial a las de la era industrial». De hecho en Ja costa pacífica de Asia, en Ja que se mantiene un alto cre­cimiento demográfico, el desarrollo económico ya va acompañado del in­cremento del gasto. Por ejemplo, en China, entre 1950 y 1990, se ha mul­tiplicado el consumo energético por veinte; �e estima qu.e �n el 2015 ha­brá duplicado sus tasas de consumo de carbon, lo que qmza llevará a este país a ocupar el primer lugar en emisión de dióxido de carbono. No obs­tante los habitantes de Estados Unidos y Canadá consumen el doble de ener�ía que los europeos, diez veces más que los asiáticos y veinte más que Jos africanos; a esos países se atribuye el uso de más de una cuarta parte del petróleo mundial.

Los países menos desarrollados viven y padecen la otra cara de la moneda Ellos suman el 80 % de la población mundial y soportan las ta­sas de c�ecimiento demográfico más altas y explosivas del Pla�eta. �ien­tras que de su territorio se extraen buena parte de las mater'.as pnmas que activan la maquinaria industrial del Pnmer Mundo (por eJ�mplo, en América Latina se encuentra una cuarta parte de los recursos h1dncos re-

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novables), las poblaciones locales ejercen una presión incontenible y poco eficiente sobre su entorno, principalmente sobre las reservas de agua dulce, el suelo y los bosques, para procurar una satisfacción casi siempre insuficiente y precaria de sus necesidades básicas de alimenta­ción, energía o vivienda; un círculo vicioso que daña progresivamente la calidad y disponibilidad de los recursos; y, con ellos, del tejido ecológico que deberá permitir una existencia duradera y sostenible a toda la hu­manidad.

Ampliando este discurso, en el cuadro 1 pueden identificarse distin­tas actividades humanas asociadas con el cambio global, los principales problemas que generan sobre el medio ambiente planetario y algunos procesos biológicos, químicos y climáticos implicados.

Con todo, más allá de las dimensiones «ecológicas o ambientales» de esta situación critica, subsiste y se agranda «el escándalo de la pobreza y la marginación» (Mayor Zaragoza, 2000), exponente de los desajustes estructurales que provoca la desigual circulación y distribución de la ri­queza creada en el mundo. La constatación de que una renta per cápita elevada no es una garantía de progreso humano, y de que el vínculo en­tre prosperidad económica y desarrollo humano no es automático, es más que evidente cuando en los países llamados «desarrollados» malvi­ven más de 100 millones de personas bajo el umbral de la pobreza, con 3 7 millones de desempleados de larga duración, 200 millones con espe­ranza de vida inferior a 60 años y gran cantidad de analfabetos funcio­nales. El drama se convierte en vergüenza cuando cerca de mil millones de habitantes del Planeta sufren la amenaza constante o periódica del hambre, junto con una exigua atención sanitaria; cuando más de 1 .300 millones de personas -sobre todo mujeres y niños- viven en condicio­nes de pobreza absoluta, en una progresión que incrementa su número a razón de 25 millones por año, manteniendo abierta una brecha que se ensancha cuanta más riqueza se crea. Una circunstancia que se agrava con la globalización, ya que a escala mundial la distribución de las ren­tas se hace más desigual que en el interior de cualquier país.

Actualmente, observamos que las poblaciones afectadas por la po­breza están amenazadas por la insuficiencia de recursos, la inestabilidad de sus redes sociales, la precariedad de sus dinamismos socioculturales y la exclusión de los núcleos centrales de la globalización (las redes tele­máticas, los mercados financieros, los centros de consumo, etc.), sin ape­nas salidas para hacer frente al «círculo de miseria» en el que se en­cuentran atrapadas. También se constata que en las sociedades occiden­tales se produce un cierto cambio en los «rostros de la pobreza,,, asocia­do a las sucesivas reconversiones económicas, las transformaciones del mercado de trabajo, sus efectos sobre la protección social y las modifi­caciones en las relaciones familiares. Las dificultades que experimenta­ron recientemente la mayoría de los países industrializados para recupe­rar el ritmo de crecimiento sostenido y generador de empleo supusieron que la pobreza se sitúe entre las manifestaciones sociales y políticas más

LAS DIMENSIONES DE UNA CRISIS 33

CUADRO 1 . Actividades humanas y cambios en el medio ambiente planetario

Causas antrópicas inmediatas

l. Consumo de combustibles fósiles

2. Producción y consumo de halocarburos

3. Consumo de biomasa

4. Cambios en los usos del suelo

S. Intensificación de las actividades agrícolas y ganaderas

Efectos

1 . Efecto invernadero. 2. Lluvia ácida. 3. Contaminación por verti­

dos marinos y terrestres de petróleo.

4. Efecto invernadero. 5. Disminución de la capa

de ozono estratosférico.

6. Efecto invernadero. 7. Lluvia ácida. 8. Alteración del suelo. 9. Pérdida de biodiversidad.

10. Deforestación. 1 1 . Erosión y desertificación.

12. Efecto invernadero. 13. Cambio climático. 14. Cambios en los ciclos

biogeoquímicos. IS. Pérdida de biodiversidad.

16. Efecto invernadero. 17. Pérdida de biodiversidad. 18. Erosión y desertificación.

FUENTE: Ludevid (1995), PNUMA (1997) y elaboración propia.

Procesos

• Emisiones de C02, me­tano y óxido nitroso.

• Emisiones de óxidos de azufre y de nitrógeno.

• Liberación de · hidro­carburos en medios acuáticos.

• Captan los rayos in­frarrojos con mayor intensidad que el C02•

• Proveen los catalíticos necesarios para degra­dar las moléculas de o,.

• Emisión de C02' N20, ácido sulfúrico metano y nítrico.

• Cambios climáticos re­gionales y locales.

• Simplificación de eco­sistemas frágiles de alta diversidad.

• Emisiones de C02, me­tano, N,O, ácido sulfú­rico y nítrico.

• Cambios en ecosiste­mas claves para el cli­ma (como por ejemplo en selvas tropicales).

• 1\-ansformación de los suelos.

• Eliminación de hábi­tats y disminución de la fauna y la flora.

• Emisiones de metano por descomposición anaeróbica de residuos (como por ejemplo en los cultivos de arroz).

• Emisiones de metano por digestión de vacuno.

34 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

inquietantes, hasta el punto de recobrar una incómoda actualidad en las opulentas sociedades de consumo.

Aunque la gravedad de la pobreza se explica, ante todo, por causas económicas y políticas (crecimiento de la deuda externa, sistemas fisca­les injustos, globalismo de los mercados, ajustes estructurales inadecua­dos, ruptura en las transiciones campo-ciudad, procesos migratorios, co­rrupción, desempleo, mantenimiento de regímenes autocráticos y dicta­toriales, expoliación de los recursos naturales, etc.), su alcance incide di­rectamente en la generación y consolidación de diversos problemas am­bientales, en un proceso que alimenta simultáneamente la indigencia económica y la degradación ecológica. En las sociedades rurales el vínculo pobreza-medio ambiente se materializa a través de la sobre­explotación de los recursos naturales y la consecuente reducción de su productividad. La pobreza urbana sufre los problemas típicos de los am­bientes construidos por el hombre (condiciones sanitarias inadecuadas o inexistentes, limitaciones en el acceso a agua potable, contaminación, marginalidad, etc.). En opinión de Mayor Zaragoza (2000: 80), el hecho de que más de 500 millones de pobres vivan en zonas ecológicamente frá­giles «Corre el riesgo de empeorar a medida que el crecimiento demo­gráfico favorece una explotación más intensiva de las tierras, lo que com­porta una caída de su rendimiento». Además, «las posibilidades de un de­sarrollo sostenible se reducen cuando las poblaciones desfavorecidas han de luchar por su supervivencia, mientras que vastas zonas geográficas su­fren una explotación industrial desenfrenada que no beneficia a las pro­pias poblaciones locales».

No obstante, las vinculaciones entre pobreza y deterioro ambiental han de analizarse con cautela. Al menos mientras no pueda demostrarse empíricamente que la pobreza es, en sí misma, la causa del deterioro am­biental. Al contrario, muchos de los problemas ambientales más serios que enfrenta la sociedad contemporánea, sobre todo los de un alcance más global, derivan más bien de la riqueza. De hecho, existen argumen­tos más sólidos para establecer una relación multi-causal directa entre opulencia y degradación ecológica.

En la actualidad, el cambio global que se está operando en los deli­cados equilibrios de la biosfera es un hecho que ya pocos discuten. Si la atención hasta ese momento se había concentrado en los impactos dañi­nos de la actividad antrópica sobre el medio ambiente físico-natural, la inquietud se desplaza ahora hacia las posibles repercusiones negativas que se pueden derivar a medio y largo plazo para la existencia, la salud y la calidad de vida del propio hombre. El Banco Mundial, institución nada sospechosa de pronunciamientos catastrofistas, señalaba en su informe anual de 1992 sobre el estado del desarrollo, que las repercusiones del de­terioro ambiental pueden afectar al bienestar de la humanidad en, al me­nos, tres aspectos: ocasionando perjuicios directos o indirectos sobre la salud humana, provocando reducciones significativas en la productividad económica (y, por lo tanto, convirtiéndose en obstáculo para el desarrollo

LAS DIMENSIONES DE UNA CRISIS 35

económico) y menguando el «placer o la satisfacción» que se deriva del disfrute de un medio ambiente de calidad.

El clima en el que estas inquietudes comienzan a ser tenidas en cuenta trasladó a diferentes encuentros internacionales la preocupación por concertar respuestas coordinadas y efectivas, con capacidad estraté­gica para afrontar las amenazas del cambio global; y que, siendo cons­cientes de la necesidad de compartir responsabilidades en la «Salvación de la Tierra para salvar al hombre», permitiesen llegar a acuerdos inme­diatos y viables para preservar el Medio Ambiente. La búsqueda de esta reconciliación Sociedad-Naturaleza, superando ciertas inhibiciones e in­suficiencias del pasado reciente, deberla integrar las cuestiones econó­micas, sociales y culturales de la crisis. La Cumbre de Río de 1992 asu­mió este desafío.

Sin embargo, las evaluaciones realizadas años más tarde con la in­tención de estimar el grado de cumplimiento y las repercusiones de los acuerdos allí alcanzados (Flavin, 1997) en la mejora de medio ambiente global no sólo destacan los escasos avances producidos, sino que también denuncian el agravamiento de las tendencias negativas, especialmente en las manifestaciones y los efectos del denominado «efecto invernadero». Así, los últimos informes del PNUMA reconocen que los principales pro­blemas ambientales se mantienen, ofreciendo una lectura sumamente pe­simista de la evolución en un futuro inmediato: «la continua degradación de los recursos naturales, la debilidad de las respuestas ambientales, y el constreñimiento de los recursos renovables podría conducir a situaciones de inseguridad alimenticia y a situaciones de conflicto por los recursos. Los cambios en los ciclos biogeoquímicos globales y las complejas inter­acciones entre problemas ambientales como el cambio climático, la dis­minución del ozono y la acidificación podrían tener impactos que en­frenten a comunidades locales, regionales y la especie humana en su con­junto con nuevas situaciones para las cuales no están preparadas. Ries­gos hasta ahora desconocidos sobre la salud humana comienzan a ser evidentes por los efectos acumulativos y persistentes de un amplio rango de productos químicos, particularmente de los polucionantes orgánicos. Los efectos de la variabilidad y el cambio climático aumentan la inci­dencia de problemas ya conocidos de salud pública y ocasionan la apa­rición de otros nuevos, incluyendo una mayor expansión de los vectores infecciosos y una mayor incidencia y mortalidad a causa de enfermeda­des asociadas con el calor. Si no se adoptan urgentemente reformas po­líticas más significativas el futuro podría estar cargado de demasiadas sorpresas» (PNUMA, 1997).

3. La crisis como trayecto hacia un cambio global

Los problemas ambientales a los que hemos aludido, lejos de cons­tituir una suma inconexa, desarticulada y territorialmente localizada de

36 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

procesos de degradación del medio físico-natural, constituyen un con­glom�rado de pr?cesos interrelacionados, cuyo comportamiento sinérgi­co, hiper-complejo y mutante -a medio y largo plazo- sitúan a la es­pecie humana ante un cambio global de consecuencias impredecibles. Tal vez porque la comprensión de esta crisis sólo es posible si se ubica e� el marco de una crisis de mayor amplitud, que afecta a los pilares bá­s1c�s del proyecto civilizador de la modernidad; un proyecto en el que, al tiempo que se constituye en una de sus principales manifestaciones introduce importantes dosis de perplejidad. De hecho, el «cambio global,; puede s�r un c�r:ibio «controlado» o resultar un cambio catastrófico y de efe�t?s 1mp;evis1bles para el hombre. Lo mismo sucede respecto de las «cns1s ambientales» y de lo que nos transmiten como un exponente de situaciones difíciles y comprometidas para la toma de decisiones entre la búsqueda de alternativas urgentes y los desconciertos que c¿nlleva atender a intereses contrapuestos.

Esta desorientación, en un contexto más amplio, nos lleva a coinci­dir con Giddens (1993: 16) en las dificultades que existen para «obtener un con.ocimiento sistemático de la organización social», ampliándose «la sensación que muchos de nosotros tenemos de haber sido atrapados en un universo �e acontecimientos que no logramos entender del todo y que en gr.ª1:1 medida parecen escapar a nuestro control». En esta perspectiva, la cns1s contemporánea es también una «crisis de inteligibilidad», de «autorregulación» (Touraine, 1973; Dreitzel, 1991 ; Ramonet, 1997). Cri­sis, en definitiva, que hace cada vez más visible la creciente distancia que existe entre lo que seria esencial comprender y las herramientas intelec­tuales Y conceptuales necesarias para tal comprensión. Por ello, en so­ciedades complejas, sometidas a la inestabilidad generada por cambios cada ve� más rápidos, las crisis no sorr simples disfunciones temporales o espac1ale� de un sistema en evolución; más que eso, constituyen, en el sentido radical del término, perturbaciones o desequilibrios estructurales de una sociedad que ha hecho del «riesgo» una de las categorías centra­les de la experiencia contemporánea (Beck, 1992; Douglas, 1996).

Al no limitarse a un juego de palabras, referirse a la «crisis ambien­tal» o al «cambio global», como manifestaciones del giro copernicano que. se pro�uce en las relaciones Sociedad-Naturaleza, supone -como vemmo.s �e�terando- tomar conciencia de una situación que compro­mete histoncamente el futuro de la Humanidad; y que, lejos de respon­de.r al concurso aleatorio de diversos impactos ambientales -puntuales o mconexos-, expresa una ruptura radical en los equilibrios ecológicos que han sustentado la evolución biológica y cultural de la especie huma­na hasta hace pocos años. En muchos casos, como resultado de una sa­tisfacción antropocéntrica, egocéntrica y depredadora respecto de las ne­cesidades individuales o colectivas que se vinculan a la transformación del medio (en relación a la vivienda, la seguridad, la alimentación, la sa­lud, etc.). En otros muchos, como simple descuido de los impactos pro­vocados por la expectativa de mejorar la existencia humana, inhibiéndo-

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se ante los riesgos que ciertos comportamientos conllevan para la habi­tabilidad de otros seres o el agotamiento de los recursos. Por eso, dirá Folch (1998: 3 1 ), en un contexto de ambición e insensatez crecientes, el expolio y la contaminación del medio acabarán revistiendo carácter de un problema con profundidad histórica y ecológica: «el androide libera­do devasta la naturaleza de donde surgió, sin percatarse de que sigue de­pendiendo de ella: goza de autonomía informática, pero en modo alguno de independencia energética».

No obstante, cuando remitimos el problema a situaciones de «crisis ambiental» o de «cambio global», también hemos de precisar que son dos expresiones a las que no se puede, en sentido estricto, homologar. Ni en sus significados sustantivos ni en los calificativos que los matizan. El «cambio global», en el fondo, puede que no represente más que la ima­gen metafórica de una realidad señalada por mutaciones de amplio es­pectro, aunque sujetas a ciertas capacidades de control y previsión, . fru­to de la confianza depositada en los instrumentos de una modernidad avanzada (la ciencia, la tecnología, las instituciones de gobierno y ges­tión, etc.), capaz de despejar o corregir los obstáculos que debilitan "I?º­mentáneamente» el avance imparable del progreso. En esta perspectiva, el «cambio», más que un diagnóstico de nuestro tiempo, se reconvierte en una estrategia reparadora de futuros. Acaso lo contrario de aquello que se pretende insinuar cuando los usos del lenguaje recurren a la pa­labra «crisis», .aunque sus imprecisiones semánticas también puedan ser objeto de diferentes valoraciones heurísticas, tanto en su concreción «ecológica» o «ambiental», como en su utilización más genérica en el do­minio de las Ciencias Sociales. De ahí que optemos, preferentemente, por situar nuestra lectura en la noción de «crisis» y en las consecuencias que de la misma se derivan para conocer e interpretar el alcance de sus plan­teamientos en las relaciones ambiente-modernidad.

Para empezar puede que sea conveniente poner en cuestión -en cri­sis- el mismo concepto de «Crisis»: un nuevo mito, creado por la So­ciología, una especie de comodín útil para señalar aquellas situaciones presididas por la incertidumbre, propias de un mito que encierra una profunda verdad (Savater, 1980: 24): «la del hombre protagonista del ar­gumento de su vida, incapaz de aceptar el mundo como fruto de la ne­cesidad y dado de una vez por todas, decidido a que la mínima causa de su libre voluntad tenga un titánico efecto en este sistema inestable en el que actuamos. El mundo ha de estar convulso y en forzado equilibrio para que nuestra libertad logre moverlo, para saber al menos que logra­ríamos moverlo si nos decidiésemos a actuar». Fiel heredero del pensa­miento ilustrado, Savater se desenvuelve en un terreno ambiguo: por una parte descalifica científicamente un concepto, una mera superchería, que desafía la posición de la «razón» en una continua búsqueda de la verdad y de la certeza sobre el mundo y sobre lo humano; por otra, reconoce en las dinámicas de crisis un poder transformador, inherente a las poten­cialidades de bienestar o de liberación que anidan en la modernidad.

38 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

En opinión de Salvador Giner ( 1994: 686), serán precisamente las circunstancias que definen esta modernidad en las sociedades avanzadas las que obliguen a des.arrollar una «teoría de la crisis», que se preocupe por las condiciones que atrapan al hombre en las contradicciones y el fragor de una nueva modernidad -acaso identificada como «postmo­derna»-, generadora de un discurso científico-social esencialmente dis­tinto, en la medida en que <<nuestros problemas epistemológicos y éticos también lo son». En este sentido, nos recuerda el autor, los problemas inéditos que enfrentamos y ante los que han de responder con nuevas ar­mas intelectuales las Ciencias Sociales, son de dos tipos: los que afectan a la supervivencia de la raza humana por los peligros combinados de la amenaza bélica nuclear, la presión demográfica y la mengua de los re­cursos naturales, y la brecha cada vez más amplia que separa el mundo desarrollado de los mundos en subdesarrollo.

El empeño por situar el discurso sobre la «crisis» en los debates científicos de la modernidad tampoco elude la ubicación del término en los paisajes de la incertidumbre lingüística y conceptual, particularmen­te cuando se observa la desviación semántica que se produce al compa­rar la etimología del vocablo -del griego krisis- con sus utilidades ac­tuales. Originalmente, la palabra significaba «decisión», el momento de­cisivo y culminante que despejaba todas las dudas y que determinaba un curso de acción definitivo; hoy describe una situación de indecisión que, además, se presenta como permanente en el tiempo y presidida por la in­seguridad. En el contraste, el concepto parece desprenderse de su capa­cidad heurística, diluyéndose en sensaciones que vinculan los tiempos modernos a «una situación permanente de crisis». A pesar de lo cual, es precisamente en la idea de incertidumbre, aplicada a cualquier aspecto de la realidad social o ambiental, donde radica su gran potencial des­criptivo y explicativo. E, incluso, su exigencia para reconocerse como re­ferente principal de un debate científico y social con amplitud de miras. En este sentido, Morin ( 199Sa) propone elevar el concepto de crisis del «lenguaje-objeto» a «Un nivel de metalenguaje epistemológico y teórico», que permita aprovechar el potencial explicativo y normativo que se deri­va de las nociones de incertidumbre, de desorden y de toma de decisio­nes en situaciones presididas por la complejidad y, como apuntan Gid­dens ( 1993) o Ramonet ( 1997), por la perplejidad.

Las crisis, por propensión o en su origen, suelen estar motivadas por algún acontecimiento externo a la realidad o sistema que las acoge, a los que afectan o alteran en su funcionamiento estable. Sin embargo, exis­ten otras situaciones críticas que son el resultado de perturbaciones que derivan, paradójicamente, de procesos no perturbadores o, si se quiere, del «buen funcionamiento» del sistema. La crisis ambiental entraría per­fectamente en esta categoría: la situación de ruptura de los procesos eco­lógicos básicos es un resultado inesperado del éxito productivo y repro­ductivo de la especie humana, que en la última fase del proceso civiliza­dor ha sido capaz de incrementar exponencialmente tanto el número de

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individuos como, y sobre todo, los recursos per cdpita que éstos consu­men y la cantidad de residuos que producen. En esta situación se pre­senta el fenómeno del double-bind, que Morin ( 1995a: 163) describe como la situación en la cual el sistema se enfrenta a dos situaciones con­tradictorias «que no puede resolver según las reglas de funcionamiento y existencia normales», apareciendo la crisis como una «ausencia de solu­ción», salvo que se acepte establecer nuevas reglas que implican -aun cuando el autor no lo haga explícito- cambios profundos y estructura­les del mismo sistema. Desde esta perspectiva, la idea de «crisis» encie­rra un gran potencial transformador, al permitir identificar las contra­dicciones que se generan en el «funcionamiento normal» del orden esta­blecido por la multiplicación y agudización de las situaciones de double­bind hasta constituir crisis cada vez más profundas: crisis de civilización. Es posible, incluso, que necesitemos aprender a vivir en un permanente estado de crisis, como sugería Savater, de continuos procesos de organi­zación y desorganización, de orden y desorden, dentro de los cuales sólo podamos aspirar a amortiguar los efectos que puedan considerarse como más negativos para el hombre.

4. Las manifestaciones críticas: la civilización ante el declive de la Modernidad

Sea como fuere, la problemática ambiental responde con bastante precisión al concepto de «crisis» que hemos esbozado: incertidumbre, problemas de inteligibilidad derivados de su complejidad, multicausali­dad, acumulación de contradicciones, incapacidad de las Ciencias Socia­les y Naturales para predecir y regular su evolución, problemas para la toma de decisiones «Correctas». Desde este punto de vista, la «crisis eco­lógica o ambiental» es, como pretendemos demostrar, una «crisis de ci­vilización» o, al menos, un componente central de una crisis más amplia y profunda que afecta al proyecto de la modernidad: es una expresión in­quietante del «éxito» del afán ilustrado por liberar al hombre, elevado en los brazos de la razón instrumental y de la razón económica, de los de­terminantes de la Naturaleza; y debe buscar, además, en las condiciones mutantes de la modernidad avanzada (imposición de las tesis neolibera­les, globalización de la economía y de la cultura, cuestionamiento de. las ideologías y del pensamiento utópico, «fin de la historia», establecimien­to de nuevos órdenes geopolíticos, irrupción de nuevos paradigmas cien­tíficos . . . ) posibles alternativas de respuesta. La cuestión es preguntarse en qué lugar estamos y hacia dónde vamos.

En lo que sigue exponemos algunos rasgos o manifestaciones de esta «crisis de civilización», destacando sus conexiones con la cuestión am­biental: la aceleración del tiempo histórico, la globalización del mercado y la generalización del «pensamiento único». Nos detendremos breve­mente en su consideración.

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4. 1 . LA ACELERACIÓN Y RUPTURA DEL TIEMPO HISTÓRICO

Las condiciones objetivas-subjetivas en las que se interpreta y vi­vencia el tiempo cosmológico y social registran un sinfín de alternacio­nes provocadas por la avalancha continua de innovaciones tecnológicas, de las transformaciones socioeconómicas y geopolíticas, de las meta­morfosis culturales, del establecimiento de nuevas redes comunicaciona­les, de las oscilaciones que se producen en el mercado «global», etc.

Este proceso, que podemos situar en los cimientos de la nueva so­ciedad, de sus signos de «modernidad» y de los cambios que incorpora el paradigma informacional a la vida cotidiana, nos sitúa -en opinión de Castells (1998: 463 y ss.)- en la «orilla de la eternidad», en un «tiempo atemporal» en el que se dibujan muy diversos trazados de la experiencia humana de nuestra época: las transacciones de capital en fracciones de segundo, las empresas de tiempo flexible, la duración variable de la vida laboral, el desdibujamiento del ciclo vital, la búsqueda de la infinitud me­diante la negación de la muerte, las guerras instantáneas y la cultura del tiempo virtual..., como fenómenos fundamentales, propios de la «socie­dad red», que mezclan los tiempos de su ocurrencia de forma sistemáti­ca: «el tiempo atemporal pertenece al espacio de los flujos, mientras que

. la disciplina temporal, el tiempo biológico y la secuenciación determina­da por la sociedad caracterizan a los lugares de todo el mundo, estructu­rando y desestructurando materialmente nuestras sociedades segmenta­das. En nuestra sociedad, el espacio determina al tiempo, con lo que se invierte una tendencia histórica: los flujos inducen el tiempo atemporal, los lugares se circunscriben al tiempo» (Castells, 1998: SOO).

Hablamos de un tiempo que restituye su protagonismo en la vida, en la ciencia y en la filosofía (Prigogine, 1997), modificando sus relacio­nes con la Naturaleza (ya que no es un tiempo que dependa de los rit­mos marcados por el sol, por un calendario agrícola o por una necesidad de luz solar) e introduciendo elementos hasta ahora ausentes en su esti­mación y debate (Mataix, 1999) como un proceso-realidad cosmológico y social: la flecha del tiempo, la irreversibilidad, su relativización y mul­tiplicidad, etc. En algunos casos, derivando hacia lecturas que ponen de relieve su incidencia en una evolución negativa de la crisis ambiental.

El auge expansivo de las nuevas tecnologías, fuente de transforma­ciones económicas, sociales y culturales sin precedentes, constituye el motor de una nueva revolución ( Cohen, 1997), que no sólo afectará a los modos de concebir y organizar el trabajo, sino también a las formas de definir los pactos sociales y los procesos de desarrollo: en las relaciones sociales, la educación, el ocio, las prácticas comerciales, las pautas cul­turales, etc. También en las formas de conocer y sentirse afectados por los problemas ambientales. De un lado, porque los avances científicos es­tán abriendo nuevos dominios, con potenciales consecuencias para la sa­lud humana, la oferta energética, la producción de alimentos y la inge­niería genética; de otro, porque «existen también aspectos de tipo moral

LAS DIMENSIONES DE UNA CRISIS 41

y de procedimiento en la definición del rol del conocimiento científico y de las innovaciones que afectan a la gobernabilidad de los riesgos am­bientales y tecnológicos, en relación a una gestión sostenible de los eco­sistemas y a una comunicación efectiva de la información científica, en el logro de esos fines» (Funtowicz y De Marchi, 2000: SS).

A pesar de los avances que se han producido en la capacidad cientí­fica de conocer o en las posibilidades de poseer más y mejor infor­mación, cuando menos en relación a cualquier otra etapa histórica, la adopción de innovaciones tecnológicas o económicas sigue realizándose sin conocer en profundidad las repercusiones y los costes ambientales o sociales que pueden originar a medio y largo plazo. Esto incide doble­mente sobre la cuestión ambiental. Por una parte, no considera que las alteraciones en los equilibrios ecológicos son difícilmente recuperables; por otra, estamos actuando irresponsablemente al crear problemas cuyas consecuencias negativas serán experimentadas por las generaciones fu­turas, y a las que desde el presente se están limitando o cercenando en sus opciones para ejercer y defender derechos que hoy consideramos fun­damentales. Para Capella (1993), el «demasiado tarde» significaría irre­versibilidad para la generaciones futuras respecto de decisiones even­tualmente democráticas tomadas por la población del presente, restán­doles capacidad para decidir por sí mismas .

Como se sabe, girando alrededor de este pensamiento la idea de una solidaridad diacrónica acabará ocupando un lugar relevante en las polí­ticas ambientales y, particularmente, en la Educación Ambiental ya en la década de los ochenta (Novo, 199S: 93): como un compromiso ético, en el que es preciso conciliar la mirada hacia el pasado «con el compromi­so de cara al futuro, a fin de mantener la vida sobre la tierra en calidad de usufructuarios de los recursos, que deben ser conservados en las me­jores condiciones posibles para las generaciones venideras». La idea de desarrollo sustentable, incorporada en los años noventa al discurso am­bientalista y también al discurso de la Educación Ambiental ha reforza­do el valor ético y sociopolítico de dicho concepto, aun cuando la moral occidental, de base kantiana, tenga graves problemas para contemplar como sujetos de derechos a los no-nacidos.

Paradójicamente, la aceleración de tiempo histórico contrasta con la lentitud con la que se adoptan medidas enérgicas y efectivas para miti­gar el deterioro del medio ambiente y con la falta de previsión -y de pre­vención- respecto de actuaciones o decisiones cuyo impacto futuro ofre­ce muchas incógnitas. Una dimensión frecuentemente olvidada -y ocul­tada- de la problemática ambiental es la inercia que presentan los pro­cesos de degradación ecológica, más acusada y prolongada cuanto más grave y global sea el proceso de deterioro iniciado. Esto quiere decir que aun cuando se pueda reducir a cero la emisión de un determinado con­taminante, será necesario esperar años o décadas para que las emisiones ya realizadas sean definitivamente reabsorbidas por la Biosfera (en el caso de ciertos productos la vida activa de sus moléculas en la atmósfe-

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ra alcanza decenas o centenas de años). El factor inercia es especial­mente grave en la degradación de la capa de ozono estratosférica y en la dinámica del denominado efecto invernadero.

Un ejemplo paradigmático del impacto provocado por la aceleración del tiempo histórico y del peligro de irreversibilidad se remite a la pre­tendida disminución de la capa de ozono estratosférico. Los compuestos químicos responsables de este problema, la familia de los CFCs, fueron desarrollados inicialmente por la multinacional DuPont y se comenzaron a producir masivamente a partir de los años cuarenta. Antes de iniciar su comercialización se hicieron ensayos que garantizaron que las distin­tas variantes del producto fueran inocuas para el ser humano. Pero en esas pruebas no se analizó cómo podían interactuar las moléculas sinté­ticas con las capas exteriores de la atmósfera. Después de 50 años de producción, que se incrementó exponencialmente en la medida en que los CFCs pasaron a ser compuestos esenciales para muchos sectores in­dustriales (refrigeración, envasado, componentes electrónicos, sistemas de control de incendios, espumas, etc.), se descubrió casualmente que la capa de ozono que nos protege de las radiaciones solares ultravioletas estaba menguando de forma alarmante en los polos terrestres, y que la causa inmediata eran las reacciones químicas provocadas por los CFCs al alcanzar las capas altas de la atmósfera. La ciencia no fue capaz de prever el efecto nocivo de los CFCs y, lo que es aún peor, su uso masivo en la actualidad, a pesar de los intentos iniciados con el Protocolo de Montreal ( 1987) para detener el proceso, tropiezan con dos fuentes de irreversibilidad insalvables: la industria -operando en un contexto de mercado supuestamente racional- no está dispuesta a sustituir de un día para otro todas las tecnologías y los bienes de consumo que requie­ren de los CFCs para su fabricación o consumo; y, por otra parte, los CFCs tienen períodos de vida activa en la atmósfera que alcanzan, en los compuestos más utilizados ( CFC-1 1 y CFC-12), períodos de 65 a 140 años. Esto quiere decir que de lograrse una emisión «cero» de estos com­puestos a la atmósfera aún habría que esperar un promedio de 100 años para que la capa de ozono dejara de recibir su impacto y comenzara su regeneración. A pesar de los prometedores resultados de la aplicación del Protocolo de Montreal en la reducción de las emisiones de estas sus­tancias (PNUMA, 2000: 26-27), principalmente en los países desarrolla­dos, la existencia de un floreciente «mercado negro» de CFCs y el incre­mento de su utilización en el Tercer Mundo, ponen en cuestión el cum­plimiento de este objetivo.

4.2. LA GLOBALIZACIÓN Y MUNDIALIZACIÓN DEL PLANETA

Lo que actualmente reconocemos en términos de «globalización» y «mundialización» del Planeta, que están derivando hacia una crisis de so­beranía en los Estados modernos, suele asociarse a un activo y rápido

,.,...--

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proceso de cambios que afectan a la configuración de las sociedades en un doble sentido (Tortosa, 1998: 5 16): de un lado, denota la creación de redes que permiten expandir la economía y las finanzas, la cultura, la po­lítica, la educación ... por el mundo entero; más en particular, hace refe­rencia al creciente papel de las empresas multi y transnacionales y, sobre todo, al aumento producido en los años noventa de los flujos financieros; de otro lado, en la perspectiva de la teoría de los sistemas-mundo, signi­fican la expansión de un sistema (el capitalismo), que partiendo .de las sociedades occidentalizadas (Europa, Estados Unidos), acaba cubriendo el mundo hasta ser el primer sistema-mundo, en un proceso que combi­na la unificación con la fragmentación. Esto la convierte en un proceso dispar y contradictorio, cuya vigencia y expansión se expresa en tres di­mensiones complementarias (Rivera, 1999: 19):

• una económica, caracterizada por la concentración del capital en poderosas corporaciones supranacionales, el predominio del capi­tal especulativo sobre el capital productivo, la libre circulación de bienes y servicios, y por una nueva organización del trabajo y de las denominadas industrias de la inteligencia o del conocimiento;

• una cultural, influida por los efectos de la computación, los avan­ces en la informática y las comunicaciones masivas, alentando la cultura de la imagen y del espectáculo, del ciberespacio y de la tec­nología digital, en una sociedad a la que se pretende definir en buena parte de sus identidades con la metáfora de una red (Ce­brián, 1998);

• una geopolítica, en la que se expresa un nuevo balance del poder político en la esfera internacional, un debilitamiento de los Esta­dos nacionales y ciertas revisiones de la clásica noción de «sobe­ranía nacional».

Hemos de advertir que en el diccionario de la Real Academia Espa­ñola de la Lengua no se incluye la palabra «globalización». Sí aparece «global», que se define escuetamente como «tomado en conjunto». Cier­tamente, y en rigor, hablar de lo global o de la globalización nos obliga­ría a hablar y debatir sobre «todo», lo que de forma inequívoca nos tras­lada a los discursos de la complejidad y sus consecuencias prácticas para múltiples dimensiones de la vida en sociedad.

En cualquier caso, entendemos que la globalización trasciende la mera mundialización, a pesar de que con frecuencia ambos términos se usen como sinónimos. La «mundialización» alude a la unificación del es­pacio geográfico, tanto por la ruptura de las barreras físicas, debido a los avances en los medios de comunicación y transporte, como por la diso­lución -simbólica o real- de las fronteras políticas y culturales ante la fuerza expansiva del mercado. También alude a la soldadura del espacio geográfico en la medida en que determinados problemas o amenazas contemporáneos «Operan» cada vez con mayor intensidad al margen de

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los confines físicos y políticos, desde el terrorismo o la delincuencia or­ganizada en redes internacionales, hasta la problemática ambiental.

Pero cuando se habla de globalización no sólo se describe el mun­do contemporáneo como un mundo cada vez más unificado. Se expresa mucho más: la emergencia de una entidad macro-social en la que todos sus componentes y procesos están estrechamente enlazados. De ahí que el concepto de globalización trascienda los planos geográfico y econó­mico para integrarse en los planos cultural, social, político y psicológi­co; y, por tanto, adquiriendo una dimensión histórica. Lo «global» se ex­presa simultáneamente en la esfera de las relaciones internacionales y en la vida cotidiana, afecta al conjunto de la población mundial e implica -aunque de modos muy distintos- a cada individuo y comunidad en singular.

Si, en un sentido amplio, el proceso de «mundialización» puede re­montarse a la aventura colonizadora iniciada en el siglo xv por Occiden­te, para Leff ( 1998: 106), la «globalización» aparece como el cambio his­tórico más importante del orden mundial en la transición hacia el tercer milenio, en un «proceso que tiende a disolver las fronteras nacionales, homogeneizando el mundo a través de la extensión de la racionalidad del mercado a todos los confines del orbe», de modo que «las nuevas estra­tegias del poder del capital en la etapa de la globalización ecologizada no se reducen a la explotación directa de los recursos, sino a una recodifi­cación del mundo, de los diferentes órdenes de valor y de racionalidad, a la forma abstracta de un sistema generalizado de relaciones mercanti­les». Todo ello poniendo de relieve que el factor económico es determi­nante en su configuración, en el contexto de una dinámica que muchos observadores relacionan con la universalización y generalización de una vida digna. Sin embargo, las cosas son más complicadas, tal y como re­cuerdan Borja y Castells (1 997: 1 1 ), ya que «la globalización de la eco­nomía hace depender la riqueza de las naciones, empresas e individuos, de movimientos de capital, de cadenas de producción y distribución de unidades-gestión que se interrelacionan en el conjunto del planeta, soca­vando por tanto la especificidad de un determinado territorio como uni­dad de producción y consumo». Las personas y sus identidades podrán quedar diluidas, tanto en el espacio como en el tiempo.

Señala Ramonet ( 1997: 63) que «la velocidad ha hecho estallar la mayor parte de las actividades humanas y singularmente las ligadas a los transportes y a la comunicación. Instantaneidad, omnivisión y ubicui­dad, antaño superpoderes de las divinidades del Olimpo, pertenecen ya al ser humano, que percibe cómo se ha reducido su mundo y cómo se ha convertido en exiguo el globo terrestre. Nunca antes en la historia de la humanidad las prácticas propias de una cultura concreta se impusieron como modelos universales tan rápidamente, modelos que son también políticos y económicos; por ejemplo, la democracia parlamentaria y la economía de mercado, admitidas ya casi en todas partes como posturas "racionales", "naturales", y que participan de hecho en la occidentaliza-

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ción del mundo». Para Giddens ( 1993: 30), la segregación de tiempo y es­pacio es fundamental para entender el dinamismo de la modernidad y cómo ésta se «impone» a los individuos. La separación entre «espacio» y «lugar» explica cómo, en las condiciones de la modernidad avanzada, «el lugar se hace crecientemente fantasmagórico, es decir, los aspectos lo­cales son penetrados en profundidad y configurados por influencias so­ciales que se generan a gran distancia de ellos. Lo que estructura lo local no es simplemente eso que está en escena, sino que la forma visible de lo local encubre las distantes relaciones que determinan su naturaleza».

Más allá de lo que hemos señalado, insistiremos en que la globali­zación se expresa, fundamentalmente, en y a través de la mundialización del mercado. Son los intereses del capital, representados por las empre­sas multinacionales y por las grandes entidades financieras los que en­cuentran en la globalización un espacio donde operar y actuar libre­mente. La uniformidad progresiva de las prácticas culturales obedece a una <mueva» estrategia para estimular el consumo; el desarrollo de las re­des digitales de telecomunicaciones las convierte en instrumentos de ho­mogeneización cultural y en mercados virtuales para realizar las tran­sacciones económicas. El capital circula por las redes telemáticas al mar­gen de los aparatos de control estatales, travestido en señales digitales que pueden dar la vuelta al mundo en fracciones de segundo: el dinero, última referencia física de la actividad económica, está condenado a de­saparecer: «nada hay entre nosotros que sea más virtual que el dinero ... las monedas están llamadas a desaparecer y sólo una especie de senti­miento romántico justifica su pervivencia» (Cebrián, 1998: 153).

Complementariamente, coincidimos con Willis (1994: 167-173) en que no pueden obviarse algunos de los peligros que entraña la universa­lización del mercado cultural y su apropiación por grandes empresas es­pecializadas. Advierte, por ejemplo, cómo el poder real y simbólico del mercado cultural está desplazando, en su capacidad de formación de las identidades colectivas y de socialización, a las instituciones que tradicio­nalmente venían ejerciendo esta función en la sociedad moderna, princi­palmente a la escuela y a la familia. Así, afirma, «los viejos marcos de re­ferencia -trabajo, comunidad, instituciones del movimiento laboral­están siendo desplazados por nuevos marcos de referencia: ocio, consu­mo, mercancías». Además, estas mercancías «están alienadas unas con respecto a otras, alienadas de su significado anterior, alienadas de los procesos humanos y de las relaciones que las produjeron. Están fetichi­zadas».

El mundo es global, pero no es igual: ni respecto a la globalidad ni a los significados que ésta adquiere en las nuevas coordenadas espacio­temporales. Las diferencias entre ricos y pobres siguen creciendo y el Tercer Mundo postcolonial presenta un mosaico heterogéneo de situa­ciones. La interdependencia se incrementa, pero cada país y cada región interpreta papeles distintos según su posición más o menos periférica con respecto al centro del <muevo orden mundial».

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Por otra parte, la principal amenaza que introduce la globalización en la evolución de la crisis ambiental reside en la generalización de un modelo social que ha demostrado gran capacidad de alteración y degra­dación de los equilibrios ecológicos a nivel local y global: el capitalismo en sus diferentes versiones, basado en el poder de la economía de mer­cado para generar riqueza y, en algunas sociedades, bienestar. El creci­miento, que ha de ser sostenido en los países desarrollados, y que ha de acelerarse en los «subdesarrollados>>, se entiende como una condición imprescindible para derivar, una vez satisfechas las «necesidades bási­cas»'. rec.urso� para la conservación del medio ambiente. Esta lógica eco­nómica identifica la pobreza con la degradación ambiental y a la rique­za, con la preservación del medio. En su visión maniquea son los países mas desarrollados los que más invierten en gestión y mejora del entor­no, y son los pobres los que menos pueden hacerlo. Lo que pasa por alto esta .lectura, esencialmente economicista, es el desequilibrio en el peso am�iental --:-la huella ecológica- que los habitantes de sus respectivas realidades tienen en la generación de la problemática medioambiental.

La relación entre globalización y crisis ambiental se puede sintetizar en una serie de fenómenos que, en realidad, no son tan nuevos pero que en el presente histórico se han agudizado y acelerado. De hecho, al apo­yarse la visión unificada del mundo en aspectos que desbordan las redes económicas, tecnológicas o culturales, sucede que determinados proble­mas ambientales sólo se pueden aprehender -tanto en sus causas, múl­tiples y sinérgicas, como en sus efectos, diversos e impredecibles- si se contempla la Biosfera y la Sociosfera en su conjunto, Nos referimos a alteraciones como el efecto invernadero, la degradación de la capa de ozo­no estratosférica o la introducción de contaminantes químicos en las cadenas tróficas. Aunque ya se apuntara en los años sesenta que los pro­blemas ecológicos no saben de fronteras políticas o naturales, esta lectu­ra . se torn� e�idente ante el reconocimiento de la existencia de desequili­bnos ecologicos de alcance planetario. El problema radica en que la certidumbre científica sobre su existencia y gravedad no se acompaña de respuestas consecuentes con su alcance global. /

En los discursos «políticamente correctos», la globalización suele observai;se como un fenómeno con claroscuros, con efectos buenos y ma­los. Posiblemente, tan políticamente incorrecto sea denigrarlo en térmi­nos absolutos como otorgarle un beneplácito incondicional. Como suce­de con otras cuestiones controvertidas por su impacto social, nada podrá ser concluyente más allá del peso otorgado a las palabras y a su uso con fines más o menos arbitrarios. Veamos.

En los discursos optimistas, la globalización se considera como un nuevo paso en el progreso humano. El motor de la globalización, como de tantas otras «bondades» del desarrollo es, sin apenas cuestionarse, el mercado. Un Planeta unificado, sin barreras económicas, ideológicas o �omunicacion,ales, sería el marco idóneo para que las fuerzas del capital, impulsadas por la creatividad y la iniciativa social, se expresen libre-

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mente. De ello resultará el progreso de «toda» la Humanidad y la paula­tina solución de los males que «provisionalmente» la aquejan en forma de pobreza, injusticia, desigualdad o degradación ambiental.

En los enfoques que denuncian la globalización, se cuestiona radi­calmente la bondad, presente o futura, de un mundo articulado por el mercado como principal y casi única fuente de cohesión. Afirman que las relaciones e interdependencias económicas, sociales y culturales estable­cidas entre individuos, comunidades y sociedades no responden a crite­rios de correspondencia y equidad. Además, se recrimina a la globaliza­ción su tendencia a la homogeneización cultural y a la alienación social, a tenor de la necesidad que tiene el mercado de crear una demanda uni­forme y segura. La impotencia de gobiernos locales y nacionales, unida a la incapacidad para crear instancias de control transnacionales, gene­rarán un vacío político y legal muy propicio para la inhibición o la vio­lación impune de los derechos individuales y colectivos.

Así, aunque en cierto modo, la globalización podría considerarse un contexto geopolítico adecuado para afrontar la crisis ambiental, sin em­bargo, al menos de momento, está propiciando una mayor desregulación y un menor control de los impactos nocivos que se derivan de la extrac­ción y transformación de los recursos naturales. La justificación es ob­via, los capitales operan en el mercado global constituyendo una super­estructura que desdeña -y cuestiona- la soberanía y el control de los Estados nacionales; en la medida en que el mercado global impone sus reglas a los mercados nacionales, la economía también se impone a la política. En palabras de Ramonet ( 1997: 76), «el papel del Estado en una economía global es poco confortable. Ya no controla los cambios y los flujos de dinero, de informaciones y de mercancías, y continúa a pesar de todo ocupándose de la formación de los ciudadanos y del orden pú­blico interior, dos misiones muy dependientes sin embargo de la situa­ción general de la economía ... El Estado ya no es totalitario, pero la eco­nomía, en la era de la mundialización, tiende cada vez más a serlo».

No obstante, las lecturas sobre el papel de los Estados también ad­miten planteamientos dispares, ya sea en la regulación de sus propias po­líticas medioambientales o en las que comparten en el escenario interna­cional (por ejemplo, en ámbitos delimitados institucionalmente por la Unión Europea, el MERCOSUR, la NAFTA, la OCDE, el Banco Mundial, el PNUMA o el PNUD). Al Gore, en los últimos años vicepresidente de Es­tados Unidos -conocido por la confesión pública de su sensibilidad ante la cuestión ecológica-, asigna al Estado un papel fundamental en la re­solución de la crisis. Pero su concepción del Estado dista mucho de la establecida por la teoría política moderna y se acerca más al concepto de racionalización tecnocrática de la vida social. Así, afirma, «el gobierno, en tanto que herramienta tendente a la organización social y política, puede considerarse una tecnología; en este sentido, el autogobierno es una de las tecnologías más sofisticadas que el hombre haya podido inventar» (Gore, 1993: 1 62). Por supuesto, la evidencia empírica de esta afirmación

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es el propio gobierno de Estados Unidos, ventaja que le ha permitido ser «líder natural de la comunidad de naciones». Sin que se diluyan las res­ponsabilidades de los Estados, otras opciones prefieren transferir la «re­solútica» a los Organismos Internacionales (particularmente a la ONU o a otras instituciones que promueven actuaciones de cooperación multila­teral) otorgándoles un papel. considerablemente mayor en la superviven­cia medioambiental, ya que «los tradicionales sistemas políticos, institu­cionales y administrativos se han mostrado incapaces de desarrollar visiones estratégicas bajo un enfoque global, más allá de los muy limita­dos planteamientos nacionales» (King y Schneider, 1991: 2 1 1) .

De algún modo, el interés por combinar las perspectivas de cada país con aquellas que emanan de la necesidad de impulsar la coopera­ción internacional, se ha traducido en convenios y declaraciones suscri­tos con la intención de contemplar tanto las diferentes circunstancias so­cioeconómicas de cada país, como la ventaja comparativa de unas na­ciones (las más avanzadas) respecto de otras (las que se inscriben en los umbrales del subdesarrollo o de la pobreza). En este sentido puede en­tenderse, por ejemplo, uno de los principios suscritos en la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo (Río de Ja­neiro, 1992): «Los Estados deberán cooperar para promover un sistema económico internacional favorable y abierto que lleve al crecimiento eco­nómico y al desarrollo sostenible de todos los países, a fin de abordar en mejor forma los problemas de la degradación ambiental. Las medidas de política comercial para fines ambientales no deberían constituir un me­dio de discriminación arbitraria o injustificable ni una restricción velada del comercio internacional.» No obstante, los intentos de que la Organi­zación de las Naciones Unidas se constituya en un gobierno mundial efectivo chocan continuamente con los intereses particulares. En el cam­po medioambiental los foros y los tratados internacionales pactados ape­nas consiguen avances significativos; de la misma forma que pocas veces se adoptan decisiones que puedan cuestionar el orden económico vigen­te y el dogma del crecimiento indefinido.

Por las mismas razones que las directrices económicas y sociales de los Estados (situados en el centro o en la periferia del sistema) están cada vez más sobredeterminadas por decisiones que se toman en la esfera del mercado global y sobre las cuales carecen de control, las políticas públi­cas de cada país son cada vez menos eficaces para afrontar una proble­mática ecológica que, en sus causas y sus consecuencias, trasciende -con mucho- el ámbito territorial sobre el cual ejercen su soberanía. Los in­tentos para crear un nuevo concepto de «soberanía global» a través del sistema de Naciones Unidas sucumben una y otra vez a los intereses es­purios de quienes detentan el poder económico y político mundial. En términos más crudos, Beck ( 1996: 18) afirma que «Con el discurso ecoló­gico se experimenta todos los días el fin de la política exterior, el fin de los asuntos internos de otro país, o sea, el fin del llamado Estado Nacio­nal». Es conocida, por ejemplo, la posición de Estados Unidos ante dis-

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tintos acuerdos y tratados internacionales que se negociaron en Río de Janeiro ( 1992) con motivo de la Cumbre de la Tierra, mediatizada por los intereses de las compañías multinacionales norteamericanas. Quizás nin­guna frase refleje mejor esta situación como la pronunciada por George Bush ante el plenario de la Conferencia: «todo es negociable menos nues­tro estilo de vida». Esto mismo vino a decir su sucesor en la Presidencia, Bill Clinton, en la Cumbre Ambiental celebrada en la sede la ONU en Nueva York ( 1997), con una sustancial e inquietante diferencia: lo que al principio de la década se negaba desde las instancias gubernamentales de la potencia hegemónica del Planeta, argumentando la falta de evidencia científica sobre el efecto invernadero, ahora es oficialmente admitido.

El mercado global ofrece, además, otras ventajas para impulsar el crecimiento económico, que tienen graves consecuencias para el medio ambiente. Por la misma lógica de maximización de beneficios que justi­fica el desplazamiento de las actividades productivas hacia aquellas zo­nas del Planeta que ofrecen menores costes salariales y sociales, una le­gislación laboral más lasa o una menor presión fiscal; también se des­plazan aquellas actividades que resultan más nocivas o peligrosas para el medio ambiente hacia países que carecen de una normativa ambiental ri­gurosa, cuyo aparato estatal es incapaz de vigilar su aplicación, o que aceptan cualquier tipo de industria ante la falta de otras alternativas para su desarrollo (Von Weizsacker, Hunter y Lovins, 1997).

Finalmente, la globalización y los cambios que la acompañan se constituyen en uno de los grandes retos para el conocimiento humano. Arizpe (1991 : 63 1 ) define los límites de este desafío al destacar que los fenómenos globales no tienen precedentes en la experiencia humana y que «no sólo carecemos de Jos métodos para comprenderlos, sino que además no tenemos categorías e ideas básicas que nos sirvan para pen­sar en los mismos>>. Ante esta nueva realidad se impone la investigación interdisciplinar, la adopción de modelos de análisis complejos que eviten las simplificaciones positivistas (Balandier, 1994; Morin, l 995b; ) y la for­mación «disciplinas articuladas y abiertas» (Morin, 1979) o de «campos híbridos de conocimiento» (Mattei y Pahre, 1989), tanto en las Ciencias Sociales como en las Ciencias Naturales. Como explica Leff ( 1994: 17), «los cambios ambientales globales han venido a revolucionar los méto­dos de investigación y las teorías científicas para poder aprehender la realidad en vías de complejización que desborda la capacidad de com­prensión y explicación de los paradigmas teóricos establecidos. La pro­blemática ambiental plantea la necesidad de internalizar un saber am­biental emergente en todo un conjunto de disciplinas, tanto de las cien­cias naturales como sociales, para construir un conocimiento capaz de captar la multicausalidad y las relaciones de interdependencia de los pro­cesos de orden natural y social que determinan los cambios socioam­bientales, así como para construir un saber y una racionalidad social orientados hacia los objetivos de un desarrollo sustentable, equitativo y duradero».

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4.3. LA GENERALIZACIÓN DEL «PENSAMIENTO ÚNICO» Y EL ANUNCIO DEL «FIN DE LA HISTORIA»

En el marco de lo que ha llegado a proclamarse como un <<nuevo or­den mundial», para el que se suele tomar como referencia la caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989, las tesis políticas y económicas del neoliberalismo parecen haber proclamado su vigencia definitiva, ex­presadas en la tendencia hacia la homogeneización de las ideas y la vo­luntad de poner punto final a una era. Por lo demás, siendo circunstan­cias en las que se provoca una situación paradójica e igualmente critica en el proyecto de la Modernidad.

De un lado, se instala en los discursos lo que ha dado en llamarse «pensamiento único», en feliz expresión a la que recurre Ramonet (1997: 239), para designar Ja ideología «que ha decretado que a partir de aho­ra, sólo es posible una determinada línea económica, y que únicamente los criterios de mercado y del neoliberalismo ... permiten a una sociedad sobrevivir en un planeta convertido en la jungla de la competencia». Un pensamiento que Todd (1999: 230-234) define como un fenómeno de cla­se, como una manifestación de falsa conciencia ideológica, y al que ob­serva como un problema mundial, aunque con inserciones específicas en cada sociedad nacional -paradójicamente, afirma, hay varios pensa­mientos únicos-, dando cuenta de aspectos positivos y negativos: entre los primeros, «podemos mencionar la tolerancia, en materia de costum­bres, de prensa o de origen étnico. Desde el punto de vista negativo, se debe subrayar la deificación del dinero, en Sus formas estadistas y pri­vadas». Y también su invitación a la inercia, al escepticismo, a la nada: «no hay nada en el pensamiento único, que es en realidad un no-pensa­miento, o un pensamiento cero ... [cuyo] rasgo central y unificador ... es Ja glorificación de la impotencia, una celebración activa de la pasividad que debemos designar por un término específico: el pasivismo» (Todd, 1999: 237); de ahí su propuesta para emprender un salto conceptual, del pen­samiento único al pensamiento cero.

De otra parte, concluyendo la década de los ochenta aparecen dis­tintos agoreros que anuncian el fin de la historia (Fukuyama, 1992), o al menos de un cierto sentido de la historia conocida y vivida. Una agonía que se fragua en la disolución de las creencias colectivas, la decadencia de los grandes discursos ideológicos, de las religiones, del Estado, de las conciencias de clase ... sin apenas otras perspectivas que las derivadas de un ajuste progresivo del pasado-presente a Jo que ha de ser un futuro más armónico y racional. El «deber ser» ya «es», en un contexto filosó­ficamente disperso y políticamente conformista; cualquier utopía, cual­quier imagen de un mundo regido por otros principios, por distintas for­mas de racionalidad económica, por distintas vías para alcanzar el co­nocimiento o para interactuar «en» y «con» el mundo carece de todo sen­tido. La forma peculiar del historicismo neoliberal da sentido al pasado y es capaz de pronosticar el futuro: vivimos ya en él. Todo lo más que po-

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demos hacer es incrementar las cotas de bienestar aprovechando la pre­tendida racionalidad del mercado, y esta tarea, además, requiere mante­ner sostenidamente los niveles de crecimiento.

Para Chomsky (1996: 344), las realidades que perfilan este mundo, entre la pretendida culminación de la historia y el ocaso del pensamien­to, no son muy distintas de las que ya conocemos, al proclamar que poco hay de nuevo en estos programas neoliberales, en sus teorías falaces y en el bagaje doctrinal que sirve a los intereses del privilegio y del poder: «el nuevo orden mundial se parece demasiado al viejo, aunque con un nue­vo disfraz. Se producen fenómenos importantes, especialmente la cre­ciente internacionalización de la economía con todas sus consecuencias, incluyendo el incremento de las diferencias de clase a escala global y la extensión de este sistema a los antiguos dominios soviéticos. Pero no hay cambios sustanciales, ni se necesitan "nuevos paradigmas" para entender lo que está sucediendo. Las reglas básicas del orden mundial son como han sido siempre: el imperio de Ja ley para el débil, el de la fuerza para el fuerte; los principios de "racionalidad económica" para los débiles, el poder y la intervención del estado para los fuertes. Al igual que en el pa­sado, el privilegio y el poder no se someten voluntariamente al control popular o a Ja disciplina del mercado y, por tanto, procuran debilitar l� verdadera democracia y ajustar los principios del mercado a sus necesi-dades específicas». ·

Bien es cierto, como señala Castells (1998: 398-399; vol. 2), que la lógica dominante en la sociedad red tiene también sus propias identida­des y desafíos, en los· que se proyectan condiciones y procesos que son característicos de contextos institucionales y culturales que responden a nuevos patrones de articulación o funcionamiento. Un poder que no de­saparece, aunque se desfigura y diluye; un poder que sigue rigiendo la sociedad, que todavía nos da forma y nos domina; que ya no se concen­tra en el Estado, en las organizaciones (empresas capitalistas) o en los controladores simbólicos (empresas mediáticas, iglesias) ... , sino que se difunde en las redes globales de riqueza, de información e imágenes, que «circulan y se transmutan en un sistema de geometría variable Y geogra­fía desmaterializada ... el nuevo poder reside en los códigos de informa­ción y en las imágenes de representación en torno a los cual�s las �oci�­dades organizan sus instituciones y la gente construye sus vidas y deci­de su conducta. La sede de este poder es la mente de la gente». De ahí, concluimos, la importancia del pensamiento y su apertura hacia la posi­bilidad de múltiples recreaciones del mundo que toma forma en las pos­trimerias del segundo milenio. Conscientes, en todo caso, de que estamos lejos de resolver su crisis.

No obstante, desde la óptica neoliberal la crisis -primero econó­mica y después social- sólo aparece cuando, no _hay crecii;:i!e?to o éste se ralentiza. Este supuesto penetra todos los ambitos de anahs1s y de de­cisión. En el célebre Informe Brundt/and (CUMMAD, 1987: 1 1 8) s� con­cluye que, «Si se quiere que buena parte del mundo desarrollado evite las

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catástrofes económicas, sociales y ambientales es indispensable que se revitalice el crecimiento económico mundial», para aclarar más adelan­te que esto significa «crecimiento económico más rápido en los países industriales y en los países en desarrollo, acceso más libre en los mer­cados para los productos de los países en desarrollo, tipos de interés más bajos, mayor transferencia de tecnología y corrientes de capital conside­rablemente mayores, tanto en condiciones favorables como de tipo co­mercial».

El informe anual del Programa de las Naciones Unidas para el De­sarrollo (PNUMA) insistía también en 1991 en que «el desarrollo huma­no requiere del crecimiento económico», y más tarde el Banco Mundial (World Bank, 1994: 25) estimaba que «gran parte del deterioro ambien­tal se debe principalmente a la falta de desarrollo económico», y pro­nosticaba que «sin un crecimiento económico acelerado en los países po­bres, las políticas ambientales no surtirán efecto», ya que «en los países en desarrollo los servicios inadecuados de saneamiento y agua potable, la contaminación del aire en el interior de las viviendas debido al uso de combustibles de biomasa y muchos tipos de degradación de la tierra tie­nen como causa fundamental la pobreza». Poco después, en 1995, este mismo organismo financiero internacional señalaba como una de sus prioridades investigar cómo mantener el crecimiento al tiempo que se protegen a los pobres y' al medio ambiente.

En los parámetros del «pensamiento único» la cuestión ambiental queda circunscrita a un mero desajuste del sistema, que preocupa más por sus posibles impactos sobre el crecimiento económico que por las amenazas reales que proyecta sobre la Humanidad. Despojado de cual­quier connotación política o ideológica, cuestión ya definitivamente re­suelta por la afirmación de las tesis neoliberales, se trata fundamental­mente de un problema que se solventará gracias a la tecnología, al uso de los mecanismos del mercado para internalizar los costes ambientales y al cambio de determinadas pautas culturales de los individuos. y las co­munidades para que sean más racionales y menos perjudiciales para el entorno. Como corolario de este planteamiento se asume que a mayor ni­vel de renta y con tasas más altas de crecimiento económico, el medio ambiente podrá recibir también mayor atención, puesto que los exce­dentes generados serán desviados -otra vez la «mano invisible»- a su cuidado y regeneración.

Frente a esta situación, se acentúa la necesidad de crear condiciones que permitan «identificar a los intereses económicos que se mueven en el centro de la política ambiental con disfraces de conservación, pero que persiguen un efecto contrario. Asimismo, tener claros los alcances de esa gran cantidad de proyectos bien intencionados, centrados en acciones de reciclaje sin mayores alcances pedagógicos y que, en realidad, contribu­yen a retrasar la toma de conciencia de la necesidad de cambios radica­les» (González Gaudiano, 1998: 42); todo ello, a expensas de tener un me­jor conocimiento de la situación en la que estamos, de hacer frente a los

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entusiastas del determinismo, de restaurar las opciones de un universo multifacético y polifónico. Y, también, de recuperar el sentido de la his­toria ante los diagnósticos que la desahucian.

Lejos de mostrarse, tan sólo, como expresiones revelador�s de 1:1;ª «Sociedad en crisis» --0, incluso para algunos, como una mamfestac1on de su superación-, agotando en el análisis las posibilidades de empren­der nuevos rumbos, éstas y otras perspectivas de la modernidad (con to­das sus versiones post) también adquieren la intencionalidad de Ja duda, generando y extendiendo interrogantes cada vez más problemat1zadores para los destinos de la Humanidad y de sus opciones de desarrollo. Al me­nos en lo que éstas puedan aportar como alternativas para emprender un proceso de reconstrucción critica de la vida planetaria, en estrecha rela­ción con la procura de la equidad social, la redistribución econó.mi�a y la protección del ambiente. Entre otros, con preguntas como las s1gmentes:

• ¿pueden aspirar las sociedades a mantener un desarrollo sostenido de las magnitudes económicas (crecimiento) asociado a un consu­mo de materiales, de espacio y de energía cada vez mayor?;

• ¿puede ser generalizado el modelo económico, político, social y cultural de Occidente a los procesos de desarrollo de todas las so­ciedades humanas?, ¿resulta viable ecológicamente esta generali­zación?;

• ¿sería factible un mundo en el cual todos sus habitantes alcanza­sen las mismas ratios de consumo que ahora disfruta un ciudada­no occidental?;

• ¿existen fórmulas dentro de la economía de mercado para inter­nalizar los costes sociales y ambientales del desarrollo o serán ne­cesarios cambios estructurales y replanteamientos profundos de las premisas que hasta ahora han guiado el desarrollo económico?;

• ¿están los umbrales de sustentabilidad ecológica determinados fí­sicamente o la capacidad de innovación científica y de adaptación cultural del hombre puede distanciarlos ilimitadamente?, ¿qué pa-pel jugará la variable demográfica �n el futuro�; , . , .

• ¿es la racionalidad económica dommante y sus 1mphc1tos poht1co.s e ideológicos la única opción posible, o puede pensarse en otros ti­pos de racionalidad que contemplen los costes sociales y los lími­tes ambientales del desarrollo?

La respuesta -o las posibles respuestas- a estos interrogantes tie­ne, en nuestra opinión, una importancia decisiva para la const�cción epistemológica y teórica de la Educación Ambient� como ed:i_cacmn «e;i favor» del medio ambiente. Como práctica normativa, la acc10n educati­va no se puede construir al margen de las circunstancias i.ntelectuales, políticas y socioeconómicas en las que se establecen !°.s fines. que go­biernan el «deber ser» de una sociedad que, ante la cns1s ambiental, es o debería de ser la «sociedad planetaria».

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Como veremos, las alternativas a la crisis ecológica -y a la crisis del de�a:rollo- se pueden agrupar en dos grandes tendencias. Una, hege­momca en la actualidad, asume la posibilidad de superarla dentro de los márgei;ies que ,ofr:ece el mer?ado, con los instrumentos desarrollados por la teona . economica neoclásica y con el apoyo de un aparato científico y te?nológico cada vez más sofisticado; como ya hemos resaltado, el creci­miento sostenido, lejos de ser una amenaza para el medio ambiente, per­manece como principio inmutable en la lógica del sistema. Otra, contra­he?emónica, postula recuperar los elementos cualitativos contenidos en el ideal d,e progreso, reducir drásticament� los consumos de materiales y de energia adoptando formas de producción y modelos sociales sosteni­bles (descentralizados, comunitarios, autosuficientes . . . ), redistribuir con mayor justicia los beneficios y los costes ambientales inevitables para dar co.bertura a las necesidades humanas más básicas y estabilizar el creci­�rnen:� demográfico de la población mundial. La primera podremos 1dent1ficarla como «ambientalista» y la segunda como «ecologista». Nos detendremos en ellas más adelante.

5. La crisis ambiental como construcción social

Frente al sueño de la razón, y sus promesas de un cosmos goberna­�o por la certeza, la Historia nos ha legado un mundo poblado de incer­t:dumbre�, ei;i el que «los valores convencionales y la cultura de la segu­ndad estan siendo reemplazados rápidamente por parámetros culturales borrosos � reacciones espontáneas al problema de la creciente inseguri­dad» (Ratmoff, 1995: 1 62). En este contexto, el escepticismo ante las bon­dades del progreso o las disparidades entre los ricos y los excluidos den­tro de cada país, no son más que algunas de las expresiones en las que toma cuerpo el malestar engendrado por la incapacidad de vislumbrar un �turo más esperanzado y, si cabe, con más capacidad para afrontar los nesgos qi.:e perturban y agitan la conciencia mundial (Delors, 1996).

La misma percepción de la crisis y su representación social como un momento, de discontinuidad histórica se sitúan en el origen del proble­ma, no solo como un modo de explicarla o interpretarla sino también como una din:ensión constitu:iv� de aquélla. Para Balandier ( 1994: 76), esto supone vmcular el conocimiento de la crisis con un doble desafío: �lcanzar a saber lo qi.:e es «e? sí» y comprender lo que es para «Un» su­jeto _(o para un colectivo social). Éste, continúa el autor, no la capta in­me�iatamente en la medida en que existe primero en estado latente, pero '.'la, mterpreta cuando se �ace manifiesta, por medio de programas y de 1magenes qu� le son anteriores y están mal ajustados o sin ajustar direc­tamente, variables según las condiciones e intereses individuales». He­mos de adv:ei;tir que en el proceso de captación y valoración de las seña­les de .la crisis se establece una relación dialéctica entre sus expresiones «ob3et1vas» -o que se asumen como tales- y las percepciones, actitudes

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y comportamientos individuales y colectivos a las que da lugar. En este sentido, no podrá obviarse qne la representación de la crisis ambiental por parte de las personas está condicionada por cómo ésta afecta más di­rectamente a sus vidas y por los filtros culturales que tamizan su expe­riencia en diferentes sociedades o en posiciones sociales distintas, dentro de una misma sociedad (Blaikie, 1995).

Las amenazas de la crisis ecológica se construyen socialmente y es­tán abiertas, como afirma Beck ( 1992), a las definiciones y los significa­dos que le · atribuyan los distintos grupos sociales (expertos, obreros, políticos . . . ), dando lugar a múltiples contradicciones. Para este mismo autor, las sociedades avanzadas pueden ser definidas también como «so­ciedades del riesgo», en la medida que el ethos moderno de la búsqueda de la felicidad -implícito en el ideal ilustrado de progreso- ha sido su­plantado por el ethos de la ansiedad de quienes buscan eludir los distin­tos peligros que amenazan a la Humanidad (ecológicos, nucleares, labo­rales, sociales . . . ) y que han sido propiciados por la evolución científica y económica de los propios seres humanos.

La magnitud de las amenazas -atómica y ambiental- y el clima so­cial que generan distingue a la civilización que vivimos de cualquier eta­pa histórica anterior. Antes, el peligro podía ser localizado, m.argin�do, eliminado o ignorado porque afectaba a «Otros», a grupos sociales mfe­riores, o sucedía en «Otra parte»; la sociedad del riesgo, sin embargo, «ha acabado por eliminar las zonas protegidas y las diferencias de la socie­dad moderna» (Beck, 1991: 31 ).

Sin duda, mucho de lo que se traduce en interés de la población por la problemática ambiental y en la construcción de su imagen social, se cultiva a través de los medios de comunicación y, en menor medida, de otras instituciones socializadoras (la escuela, en segundo lugar, y, con mucha menos incidencia, la familia), según se desprende de los Informes que retratan el estado de la opinión pública sobre el medio ambiente (European Commission, 1995; CIS, 1996) o de diferentes investigaciones que analizan las «representaciones ambientales» de escolares (Marcén Y Sorando, 1993; Leal, 1995; Caride, Fernández, Meira y Morán, 1997). Conviene destacar que el preconcepto que tienen las personas sobre el medio ambiente está esencialmente limitado a los componentes biofísi­cos. En el estudio del CIS ( 1996) sólo un 36 y un 32 % de los ciudada­nos entrevistados consideran, respectivamente, que el «entorno econó­mico» o el «entorno político y social» constituyen el medio ambiente. En la misma encuesta, el 72 % de los entrevistados señaló que la conserva­ción del medio ambiente es «un problema inmediato y urgente» Y un 20 % que es «más bien un problema para el futuro».

Sin embargo, el hecho de que los medios de comunicación tercien entre las manifestaciones de la «Crisis ambiental» y las diversas lecturas que las personas realizan de las mismas no explica cón;o aquéllos influ­yen en sus percepciones. Anderson (1 997), en un estud10 exhaustivo so­bre el papel de los media en la representación social de los problemas

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ambientales, considera que actúan en función de dos coordenadas bási­cas: de una parte, a través de valores socioculturales y políticos que es­tán implícitos en la lógica comercial que los sustenta y, de otra, a tenor de las exigencias que imponen los lenguajes que utilizan y las rutinas que presiden su funcionamiento. Afirma que las informaciones que los me­dia transmiten sobre los riesgos ambientales están fuertemente sesgadas: los problemas a los que se dedica mayor espacio y atención son inciden­tes ambientales catastróficos e inesperados (fugas de agentes químicos peligrosos, accidentes nucleares, etc.) y las informaciones que se facili­tan sobre cualquier suceso ambiental conflictivo tienden a omitir el con­texto social o político que lo rodea, incorporando raras veces explicacio­nes multicausales y complejas que permitan comprender todas sus im­plicaciones. Los efectos, concluye la autora, sobre las representaciones públicas del riesgo ambiental pueden ser contradictorios: se sobrevalo­ran incidentes puntuales y se explotan sus derivaciones emocionales (so­bre todo en la televisión) y se minimizan problemas de degradación am­biental más complejos, inhibiéndose en la indagación de las causas pro­fundas que los provocan, bien sea porque no interesa políticamente o porque no se acomodan a las exigencias de simplicidad de los lenguajes mediáticos (sobre todo en la televisión) o a los imperativos de audiencia.

A propósito de esta valoración, la aplicación analítica del concepto gramsciano de hegemonía cultural o ideológica para explicar el papel de los medios de comunicación de masas en las sociedades contemporáneas debe ser matizada. Como se sabe, para Gramsci las formas de control en las sociedades avanzadas se estaban desplazando de los aparatos coerci­tivos tradicionales (policía, ejército, judicatura . . . ) a nuevas instituciones culturales que promueven el consenso sobre los valores y las creencias dominantes a través de distintas formas de conformar y manipular la conciencia (la escuela, por ejemplo). Los medios de comunicación de ma­sas, principalmente la televisión, ejercen este papel en las sociedades contemporáneas; pero tan importante como el control simbólico es su función esencial en la expansión del mercado: como plataforma publici­taria para estimular el consumo a través de la permanente creación de necesidades y deseos, así como de la uniformización cultural que preci­sa el funcionamiento del mercado de masas.

De hecho, salvo cuando existen problemas ambientales graves o ca­tastróficos en el entorno inmediato de un grupo humano, la percepción de la amenaza ambiental -cuando realmente ésta existe- pocas veces asociada a una constatación empírica o a una experiencia concreta de los individuos. El «hombre de la calle» no «experimenta» el fenómeno del calentamiento global o la disminución de la capa de ozono estratosféri­co, y difícilmente podrá establecer una relación directa e identificable en­tre la deforestación de las selvas tropicales y su vida cotidiana, o entre la proliferación de determinadas sustancias químicas sintéticas y su propia salud o la salud pública. De hecho, es fácil que se ignoren procesos de degradación que afectan claramente a la calidad de su hábitat, como su-

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cede con la presencia de ozono troposférico en el medio urbano o cuan­do se interpretan como normales determinados «comportamientos» del tiempo atmosférico relacionados con el cambio climático.

La mayor parte de los riesgos ambientales, además, suelen incluir­se entre aquellos que tienen baja probabilidad de manifestarse como su­cesos súbitos e inmediatos, pero cuyas consecuencias pueden ser muy graves a medio y largo plazo. Estas observaciones son fundamentales, puesto que, cuanto menos accesibles sean los riesgos reales a la viven­cia y la experiencia humana, mucho menor será también la posibilidad de encauzar las situaciones amenazantes, incluso en la perspectiva de alentar una motivación para la acción entre los individuos y/o grupos (Dreitzel, 1991 ). Además, el «carácter contrafáctico» de la mayoría de los peligros contemporáneos, empezando por los derivados del deterio­ro ambiental, no sólo potencian su «irrealidad», sino que complementan el «efecto narcotizante» que produce la reiterada enumeración de ries­gos (Giddens, 1993: 128).

Si la ciencia tiene graves problemas para penetrar con sus instru­mentos metodológicos más ortodoxos en la complejidad de la crisis, los ciudadanos la viven como un conjunto de fenómenos intangibles, ininte­ligibles y contradictorios; una realidad laberíntica, que conforme se vuel­ve más amenazante se hace también más desconcertante. La conciencia de que implica riesgos objetivos se enfrenta a la desinformación y con­fusión de un tiempo histórico en el que los valores pro ecológicos que se defienden y profesan desde las tribunas internacionales, desde las insti­tuciones de gobierno, los medios de comunicación, la comunidad cientí­fica o el tejido productivo . . ., se ven continuamente desmentidos por ac­tuaciones que otorgan prioridad a consideraciones de carácter económi­co o social. La perplejidad de los ciudadanos se explica, además, por el conflicto que muchas veces se establece entre tener que optar por la ca­lidad de vida o por la calidad ambiental.

En este contexto, la toma de conciencia y la acción pública que debe dar respuesta a la crisis no sólo se bloquea, sino que además se adentra en un callejón de difícil salida. Esta situación, además de afectar a la per­cepción social que tienen los ciudadanos sobre la crisis ambiental, se proyecta -con diversas connotaciones psicológicas y éticas- a otros de­safíos sociales y culturales, propios de la sociedad contemporánea (en re­lación a la educación, la convivencia, el trabajo, las libertades, la igual­dad, la justicia, etc.). Cualquier planteamiento educativo ha de tomar en consideración estos aspectos, por la importancia que tienen en la reso­lución de ]as problemáticas ambientales, tanto en un plano individual como colectivo.

La Psicología Ambiental vive también su propia crisis o, si se quie­re, la crisis de los planteamientos conductuales con los cuales encaró ini­cialmente la cuestión ecológica. La reducción de los desajustes ambien­tales a desajustes en la conducta de las personas o de las colectividades, y su traducción en programas de modificación de actitudes o de intro-

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ducción de hábitos pro ambientales ha mostrado resultados muy limita­dos, casi nunca generalizables fuera de escenarios experimentales muy controlados y poco representativos a nivel macrosocial. No hace mucho, uno de los principales representantes de esta disciplina en España de­claraba que «la tendencia de los últimos años de la psicología ambiental a ser cada vez más social debe asumirse y reforzar en todas sus conse­cuencias. Los procesos psicológicos individuales cada vez se pueden ex­plicar y entender menos fuera de su contexto social, y este contexto está cambiando muy rápida y profundamente. El nuevo reto para la Psicolo­gía Ambiental está [ ... ] en saber incorporar los nuevos parámetros de re­ferencia, tanto ecológicos como sociales y económicos del cambio global, a su reflexión y análisis de la realidad» (Po!, 1997: 325). Más allá de esta apreciación, en el esquema 1 que adjuntamos se sintetizan algunos de los aportes más relevantes de la Psicología Ambiental al conocimiento de las variables y procesos de índole cognitiva, actitudinal y contextual que in­tervienen en los modos a través de los que los individuos definen sus comportamientos, activos o de inhibición, ante la problemática ambien­tal; en su elaboración consideramos los trabajos de Fishbein y Ajzen ( 1975), Hines ( 1987), Sjóberg ( 1989), Hungerford y Volk ( 1990), Riech­mann ( 1993) y De Castro ( 1998).

Pero en el análisis de las representaciones y motivaciones para la ac­ción individual y comunitaria ante la crisis ecológica podemos contar con otro tipo de argumentos, igualmente clarificadores y útiles para la labor educativa. Juan Ramón Capella ( 1993) aborda desde una óptica ético-social lo que él denomina «condiciones de realizabilidad» de la toma de conciencia y del comportamiento de las personas en las socie­dades contemporáneas. Según este autor, la dificultad para desarrollar comportamientos coherentes, que den respuesta a los riesgos percibidos, deriva de un medio socialmente complejo y cargado de incertidumbres. Es aquí donde se aprecian distintos fenómenos que inhiben el compro­miso individual y coartan cualquier acción social transformadora que se oriente a adoptar cambios significativos ante la gravedad de las amena­zas percibidas.

En primer lugar, destaca el desengaño ético y la «falta de tensión moral en las sociedades opulentas», apreciándose como «los individuos tienden cada vez más a actuar con independencia de juicios morales so­bre sus propios actos, atentos sólo a la funcionalidad de éstos respecto de sus opciones egoístas» (Capella, 1993: 37). En el agujero negro de la crisis de la modernidad han desaparecido o se han diluido los puntos de referencia éticos e ideológicos que hasta ahora habían permitido la exis­tencia de un núcleo principal y universal de valores, así como de una se­rie de certezas en base a las que guiar el proceder humano. El vacío oca­sionado dará paso a un relativismo moral dominado por la ética implí­cita a los principios que «racionalizan» y justifican el predominio de la actividad económica: la «ética» del mercado capitalista, que atribuye a la libre competencia entre individuos o empresas que defienden sus in-

Conocimientos, información

Actitudes, valores

Locus de control (interno/externo)

Responsabilidad personal

LAS DIMENSIONES DE UNA CRISIS

De las destrezas para la acción

De estrategias para la acción

De antecedentes y consecuentes

Factores personales

INTENCIÓN

«BARRERAS COGNITIVAS»

• Complejidad de la realidad. • Limitaciones en el procesaM

do de la información. • «Anclaje-rutina)). • Problemas de escalamiento

temporal y espacial. • Disonancia cognitiva. • Mensajes contradictorios. • Interés individual versus inte­

rés común. • Parcelación de la acción

individual.

CONDUCTA AMBIENTALMENTE

RESPONSABLE

t FACTOA�S

SITUACIONALES

FACTORES MACROSOCIALES

ESQUEMA l. Modelo de variables psico-sociales y cognitivas que intervienen en la fonnación de conductas pro ambientales.

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tereses una serie de valores que son sustantivos para la democracia y el desarrollo · social.

Existen, en segundo lugar, dificultades de índole objetiva. Para em­pezar, aquellas que se derivan del «Carácter crecientemente artefactual, o artificial, de la acción humana» (Capella, 1993: 38), intermediada cada vez más por artefactos y por procesos tecnológicos. Entiéndase aquí no sólo los procesos mediados por máquinas o sistemas electrónicos, sino también todos aquellos sistemas creados para racionalizar la producción y comercializar los productos. Hemos de pensar que, en las sociedades avanzadas, la mayor parte de los «vínculos» que establece cada sujeto con los procesos de explotación y transformación del medio biofísico se establecen diferidamente a través de los actos de consumo. Para ampliar estos argumentos puede consultarse, del mismo autor, el ensayo Etica i salvació (Capella, 1989). En el campo de la conciencia sobre la crisis eco­lógica esta apreciación es sumamente clarificadora: en las sociedades avanzadas, el ciudadano, reducido a consumidor o a trabajador especia­lizado en un determinado producto o servicio (y en un determinado pun-

60 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

to de la cadena de producción y distribución), apenas puede conocer su­perficialmente la genealogía social o ambiental de los bienes que consu­me y, por lo tanto, difícilmente podrá asumir comportamientos social o ambientalmente responsables o coherentes. Podemos condenar y recha­zar, por ejemplo, el trabajo infantil o situaciones laborales que rayan la esclavitud, pero una parte importante de los productos textiles que con­sumimos se producen en esas condiciones. Podemos estar sinceramente preocupados por la degradación de la capa de ozono, aunque en nuestra vida cotidiana vivimos rodeados de artefactos y productos químicos que inciden en el problema (espumas, sistemas de refrigeración, extintores, componentes electrónicos, etc.).

Los impactos sociales o ambientales que se vinculan a la extracción de las materias primas, los que se producen en los lugares donde se efec­túa su transformación en bienes de consumo, los que se derivan de su transporte hacia los puntos de venta y, finalmente, los que acaban con­virtiéndolos en deshechos cuando se agota su vida útil. . . , quedan parcial o totalmente ocultos por la complejidad y opacidad del proceso. Una situación que contrasta con los modos de operar este ciclo en otras rea­lidades sociales, pre-capitalistas o rurales. En las sociedades pre-moder­nas, la relación entre cada individuo y el ciclo de extracción-transforma­ción-consumo-residuos era muy estrecha: prácticamente todos los recur­sos materiales y energéticos que permitían satisfacer las necesidades básicas provenían de su entorno inmediato (la localidad y la región), y las personas intervenían directamente en diversas fases del proceso de extracción y elaboración del producto. En las economías campesinas tradicionales y en las sociedades indígenas que perviven y mantienen pautas autárquicas o semi-autárquicas existe una conciencia clara de los ciclos naturales y de la necesidad de respetarlos para conservar la sus­tentabilidad del sistema; la eficiencia en el uso de los recursos, la reuti­lización de los materiales y el reciclaje permanente de los residuos son características comunes a todas ellas, fundamento de su adaptación al medio y de la «esencia ecológica» de sus culturas.

Sucede con frecuencia que sólo somos capaces de percibir o experi­mentar actos aislados, sin que tengamos capacidad para valorar su in­serción en un contexto más global o en el conjunto de las secuencias que lo encadenan. Es así como se conducen habitualmente muchas de las re­laciones que mantienen los ciudadanos de las sociedades urbanas con la Naturaleza, cada vez más dependientes de los actos de consumo, inclui­dos los que se vinculan a ciertas prácticas deportivas o al turismo. Como señala Huckle (1988), este consumo depende cada vez más de una pro­ducción que tiene lugar en otro escenario del mercado mundial, lo que hace prácticamente imposible conocer los impactos sociales o ambienta­les de aquello que se adquiere o consume. La dificultad, en un mundo globalizado, de desentrañar la genealogía de cada producto dentro de la oferta multitudinaria que hace el mercado, añadida a las distorsiones que introduce el marketing y la publicidad, explica por qué las acciones cívi-

LAS DIMENSIONES DE UNA CRISIS 61

cas de rechazo a determinados productos tienen un alcance muy limita­do y puntual.

Otros obstáculos, supuestamente objetivos, para traducir la toma de conciencia individual en actuaciones comprometidas, derivan del «ca­rácter crecientemente socializado, hecho a piezas, de su acción» (Cape­lla, 1993: 38); en otras palabras, se extiende la percepción de que es im­posible obtener resultados socialmente significativos actuando de forma individual, sobre todo en aquellas dinámicas sociales que se someten a los influjos de la globalización. Como sugiere Giddens, la modernidad avanzada establece una ruptura en el tiempo y también en el espacio. Los individuos perciben su dependencia cada vez mayor de decisiones que se toman en el espacio global -sobre todo en el mercado global-, y ante las cuales los posicionamientos discordantes suelen presentarse como in­significantes e, incluso, inútiles; los riesgos inherentes a semejante situa­ción sólo se podrían evitar con un cambio profundo en las estructuras, aunque fuera de las posibilidades de lo que cada persona puede hacer in­dividualmente o en su comunidad local. Para Dahl (1991 : 23), partiendo del reconocimiento de la naturaleza estructural de la crisis ecológica y de la imposibilidad de lograr cambios significativos desde la esfera indivi­dual, debe cuestionarse la difusión de una cultura ambiental orientada al «ahorre en casa para salvar el medio ambiente». No obstante, y mientras no se produce «Un cambio profundo» en los factores desencadenantes de la crisis, recomienda la acción individual apelando a argumentos de dig­nidad moral y de crítica social; desde este punto de vista «la protección doméstica del medio ambiente se transforma en un acto de autoafirma­ción que ha renunciado a salvar el mundo, pero que trata de salvaguar­dar la propia dignidad ... ; no se trata de acciones ecologistas sofisticadas para calmar la propia conciencia, sino de una protesta desesperada».

Los impedimentos que destaca Capella para la «realizabilidad ética» se resumen en un argumento principal: la creciente incapacidad, ante la progresiva complejidad del escenario de la crisis, para percibir la rela­ción que existe entre la acción individual, sus consecuencias y resultados, máxime cuando éstos aparecen diferidos en el tiempo. En estas circuns­tancias, la coherencia moral a través de opciones vitales y acciones res­ponsables difícilmente puede tener lugar. Esta reflexión aclara, al menos en parte, la falta de correspondencia que suele existir entre los valores pro ecológicos afirmados y los comportamientos individuales, que las in­vestigaciones psicosociales detectan como una constante en las posturas que adopta la población ante este tipo de problemáticas.

La inhibición pública ante la crisis ambiental también ha encon­trado otras explicaciones. En muchas de ellas se apela mucho menos a la irresponsabilidad que genera el desconocimiento y a la ininteligibili­dad de la crisis ecológica, que a la «Complicidad» implícita de las per­sonas, sea por egoísmo individual (como también apunta Capella), sea por asumir la ideología optimista del progreso o por encontrarse ante un dilema que obliga a decidir entre calidad de vida o calidad ambien-

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tal como anhelos aparentemente excluyentes. En esta misma línea, Dahl ( 1991 : 16) considera que el mito del progreso se alimenta a sí mismo, ya que «los logros de la civilización producen una especie de dependencia enfermiza en la medida en que su ausencia es percibida como un peli­gro vital y la idea de renunciar a ellos provoca una auténtica desespera­ción, mientras que la perspectiva de que continúen desarrollándose sus­cita euforia». Desde la perspectiva teórica de la Escuela de Frankfurt, Adela Cortina (1985: 1 02-103) recuerda que «el bienestar proporcionado por el progreso técnico cumple una misión legitimadora, porque los hombres comprenden que no les queda más remedio que sacrificar su libertad y su autonomía en aras de un aparato técnico que les retribuye con el confort».

También es probable que en el laberinto de la crisis, los sujetos y las comunidades tiendan a percibirse y a pensarse como víctimas y no como responsables o co-responsables de la situación y de su destino. Ante las manifestaciones físicas del deterioro ambiental, percibidas de forma fragmentaria y simplificada, la responsabilidad personal que se asume como contingente de un determinado sistema o estilo de vida se desvía hacia los entes sociales superiores (Administraciones Públicas, empresas, organismos supranacionales, corporaciones multinacionales, etc.). La atribución externa de lo negativo libera la carga psicológica individual que comporta una situación de amenaza, al tiempo que permite reducir la disonancia entre lo que «debiera sen> y lo que «es». El sistema apro­vecha, con frecuencia, el conflicto y los mecanismos cognitivos de de­fensa que genera: ante el cuestionamiento público de determinadas prác­ticas económicas, tecnológicas o científicas por los posibles riesgos so­ciales o ambientales que comportan, se anteponen los supuestos benefi­cios y los eventuales perjuicios o renuncias que acarrearía su abandono. Este tipo de situaciones se ejemplifican muy bien con la permanente con­traposición entre la reducción o el control de determinadas actividades industriales, altamente contaminantes, y las amenazas -veladas o ex­presas- de quienes tienen capacidad para «provocar» una pérdida de puestos de trabajo si la presión social e institucional reduce significati­vamente su margen de maniobra (y de beneficios). Con ello, la disolución de la responsabilidad -comprensible como respuesta adaptativa ante un riesgo aparentemente inevitable- se transforma en la complicidad for­zada de la víctima: la realidad es así y debe aceptarse, ya que no puede transformarse, bien porque no existen alternativas mejores o bien porque -de existir- nada garantiza que sean eficaces y provechosas en el cor­to o medio plazo.

Las situaciones que depara este letargo, la inhibición o la indiferen­cia forzada ante la gravedad de los problemas, la complejidad y la impe­netrabilidad de las amenazas, unidas a la aparente inutilidad de cual­quier acción individual, desencadenan procesos de un «miedo que acaba siendo suprimido por un reforzamiento de los mismos mecanismos de defensa que preservan, por otro lado, de la siempre presente vivencia del

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miedo latente» (Dreitzel, 1991 : 7). Insistiendo en esta argumentación, Giddens ( 1993: 126) se plantea la necesidad de responder a una pregun­ta clave: «¿Cómo podemos mantener constantemente en primer plano de nuestra mente peligros que son tan enormemente amenazadores al tiem­po que tan alejados de un posible control individual?» En su opinión, «la respuesta es que la mayoría de nosotros no podemos. La gente que se preocupa todo el día, todos los días, sobre la posibilidad de una guerra nuclear [ . . . ] está expuesta a que se le considere trastornada. Y aunque es cierto que resulta difícil considerar irracional a alguien que está cons­tante y conscientemente ansioso de esta forma, esta visión de la realidad podría llegar a paralizar la vida cotidiana».

El mismo autor establece una tipología de las posibles reacciones adaptativas que desarrollan las personas ante una situación permanente de riesgo o ante una amenaza latente. Como toda tipología utilizada en el campo de las Ciencias Sociales, el hecho de que prevalezca su valor orientativo sobre el descriptivo o prescriptivo, no reduce su utilidad para clarificar la concepción subyacente que tiene la población sobre la pro­blemática ambiental.

La primera reacción típica que describe es la «aceptación pragmáti­ca»; consiste básicamente en asumir que existen graves riesgos pero, dado que «mucho de lo que sucede en el mundo moderno está fuera del control de cualquiera, por tanto, todo lo que nos es dado plantear o es­perar consiste en beneficios pasajeros» (Giddens, 1993: 129). La actitu? pragmática resultante de esta convicción no está libre de los costes p�1-cológicos que se derivan de un pesimismo latente (por ejemplo: «prefie­ro no pensar en ella y sobrevivir, pero la amenaza esta ahí»).

La segunda reacción adaptativa se resume en la noción de «Opti­mismo sostenido» . Se fundamenta en la persistencia de la fe ilustrada en el pensamiento racional como instrumento que permitirá encontrar so­luciones sociales y/o tecnológicas a los principales problemas contempo­ráneos. Emocionalmente es el más atractivo, puesto que su fondo opti­mista resulta reconfortante y ofrece seguridad y certidumbre en un fu­turo siempre mejor. Para Alison Anderson (1997), el uso frecuente de «expertos» y de «científicos» en la interpretación mediática de los pro­blemas ambientales tiene como objetivo reforzar este tipo de reacciones en la opinión pública, al reducir la percepción de la amenaza y mostrar cierta capacidad de control sobre su evolución. Dreitzel ( 1991 : 5) cita los resultados de un estudio de Perrow sobre las pautas que siguen los me­dios de comunicación masivos (prensa, televisión y radio) en el segui­miento de catástrofes ambientales. En función del análisis de distintos casos distinguió cuatro características recurrentes de la información que se transmite y de la forma en que los responsables manejan este tipo de sucesos: ! ) Los más afectados por un accidente serán, previsiblemente, informados los últimos de sus consecuencias más graves. 2) El acciden­te será atribuido, en todo caso, a un error humano, a un fallo de man­tenimiento o a la avería de un elemento técnico menor; pocas veces se

64 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

incluye la posible renuncia al sistema que comporta tales riesgos. 3) En todas las investigaciones posteriores habrá intentos de encubrimiento y control de las informaciones que lleguen a la opinión pública. 4) Cuan­do haya finalizado la investigación, a medio y largo plazo, será muy poco lo que cambiará. Un simple cotejo de esta pauta con la forma en que se ha procedido en sucesos recientes, desde el naufragio en las costas ga­llegas del Mar Egeo hasta el vertido de lodos tóxicos en las inmediacio­nes del Parque Nacional de Doñana, permiten comprobar su alto grado de aplicación.

El «pesimismo cínico» es el tercer tipo de reacciones adaptativas. Para Giddens ( 1993: 130), el cinismo es una forma de amortiguar el im­pacto emocional de las amenazas, reaccionando desde el humor y desde «la burla de los enfoques orientados al futuro característicos de la mo­dernidad», aun cuando también se puede manifestar como desesperan­za. Desde su punto de vista, esta reacción -en su manifestación extre­ma de pesimismo- es paralizante de la acción; pero en la medida en que asume un gran potencial de crítica (y de humor) puede también generar movimientos transformadores.

Finalmente está el «Compromiso radica¡;, , que implica en los sujetos una actitud de contestación y movilización ante las amenazas que perci­ben o les transmiten. Esta opción optimista va unida a la acción contes­tataria en lugar de a la fe en el análisis y la discusión racional; su prin­cipal vehículo de expresión política en las sociedades contemporáneas son los nuevos movimientos sociales.

Como hemos señalado, las manifestaciones de la crisis ambiental y sus causas profundas son tan importantes como la fenomenología social que las hace representables para los individuos y las colectividades, con­figurando la imagen social que de ella se tiene, particularmente desde una perspectiva pedagógica y educativa. Existen, como hemos visto, pro­blemas de inteligibilidad y de incursión en la complejidad, que se tra­ducen en discordancias entre las amenazas percibidas y la coherencia ética de las respuestas. Desinformación, ignorancia, irresponsabilidad, victimismo, complicidad, impotencia . . . son algunas de las manifestacio­nes que explican las reacciones ante la crisis y cómo, en líneas genera­les, se impone la tendencia pragmática a convivir con los riesgos que nuestro modelo de sociedad comporta. En realidad, como explica Dou­glas ( 1996), esto depende de cómo las personas y las sociedades cons­truimos determinadas categorías culturales a partir de ciertas posiciones sociales: la noción de riesgo no está basada en razones prácticas o en juicios empíricos, por lo que se suelen enfatizar algunos aspectos e ig­norar otros. De ahí que la cultura de los riesgos, sean del tipo que sean, variará según la posición social y el contexto en el que se desenvuelven los actores.

No faltan quienes, en este contexto poco tranquilizador, proponen una Educación Ambiental aplicada a mitigar la percepción del riesgo (que no del riesgo en sí mismo) o quienes, por el contrario, fundamen-

LAS DIMENSIONES DE UNA CRISIS 65

ten la construcción de una nueva ética de la responsabilidad ecológica en una combinación del principio de la esperanza y del principio del temor.

Entre los primeros, en un texto que media entre la «adaptación prag­mática» a la realidad y la confianza en la capacidad científica y tecnoló­gica para resolver la crisis ambiental, Tapia y Toharia (1995: 293) afir­man: «siempre hay un riesgo, por pequeño que sea, en cualquier cosa que hagamos . . . Por eso es importante la Educación Ambiental. Conocer des­de pequeños lo que significa la noción de riesgo aceptable, la elección de los males menores, la aplicación del principio básico según la cual la so­lución perfecta no existe y de que lo óptimo es enemigo de lo bueno. Comprender, en suma, que la gestión ambiental incluye la toma de deci­siones . . . que sean en sí lo menos malas posibles, sin pretender jamás que sean las mejores absolutamente». Entre las múltiples cuestiones que po­drá suscitar este curioso enfoque educativo, nos quedamos con las que llevan a formular preguntas en tomo a quién define la noción de riesgo aceptable, cudles son los «parámetros» que hacen que esta noción pueda ser objetivada y aprendida de una vez (en la infancia) para siempre y por qué se debe admitir que existen riesgos aceptables (puesto que supone to­lerar amenazas reales).

Entre los que defienden la segunda opción, Hans Jonas ( 1995: 358), uno de los pensadores más influyentes de la tendencia ecocéntrica de la ética ambiental, considera que el «temor» debe incorporarse a cualquier proyecto formativo que tenga entre sus objetivos incrementar la respon­sabilidad individual y colectiva ante la crisis ecológica. Un «temor» al que no observa como el contrapunto de la «esperanza,,, sino como su complemento: «La teoría de la ética precisa de la representación del mal tanto como la del bien y más aún cuando el mal se ha vuelto poco claro a nuestra mirada y sólo puede hacerse patente mediante la amenaza de un nuevo mal anticipado . . . Evitar el miedo donde corresponde tenerlo sería angustia."

CAPÍTULO 2

LAS ALTERNATIVAS A LA CRISIS: AMBIENTALISMO VERSUS ECOLOGISMO

1 . Un sustrato común

Situar la Educación Ambiental en las coordenadas de una práctica pedagógica y social que sale al encuentro de la crisis ecológica, exige que ésta sea contemplada no sólo en función de las circunstancias que con­curren en su identificación como una realidad-problema que coloca a la Humanidad ante los límites de su propio desarrollo, sino también como un ámbito de actuación que precisa soluciones y alternativas coherentes, tanto en las estrategias como en los modelos que las informan. En este sentido, aunque es posible identificar diversas taxonomías, optamos por resumir sus propuestas en dos grandes patrones de racionalización teó­rica de la crisis: el ambienta/ista y el ecologista. A ellos remitimos la re­flexión-acción que sobre esta cuestión han generado diversos autores y corrientes de pensamiento en las últimas décadas, siendo conscientes de la simplificación que supone abordarlos desde una lectura dicotómica; en cualquier caso, asumiendo que lo hacemos con una pretensión esen­cialmente didáctica, como si se tratase de una primera apertura para­digmática a discursos en los que es posible configurar taxonomías más amplias sobre las diferentes orientaciones sociales y culturales para afrontar la crisis ecológica, como puede constatarse en los ensayos de Correa, Cubero y García ( 1994) o de Prades ( 1997).

Cabe señalar que el enfoque y las actuaciones que se sugieren en am­bos modelos tienen un sustrato común: la crisis ecológica es una ame­naza real, ante la cual es imprescindible y urgente articular respuestas que eviten el deterioro de sistemas básicos para la vida, cuestionando su ordenación antropocéntrica. Asimismo, cabe pensar en sus coincidencias respecto de la necesidad de trabajar por un replanteamiento de la visión del mundo, asociada a la perspectiva de una «ética emergente», conside­rando que la Naturaleza funciona como una red de relaciones intrínsi­camente dinámicas, donde las propiedades de las partes que forman un sistema particular sólo pueden ser entendidas a partir de la dinámica de todo el conjunto, en los términos que plantean, entre muchos otros, Wa-

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gensberg (1985) o Capra (1990, 1998). Aunque discrepan en dos cuestio­nes fundamentales: de un lado, en el análisis de las causas últimas de la crisis y, consecuentemente, en las estrategias correctoras que deberán adoptarse; de otro, en la profundidad y naturaleza de los cambios (so­cioeconórnicos, culturales, políticos, etc.) que es preciso emprender.

A pesar de su caracterización corno modelos teóricos, de los que es difícil encontrar manifestaciones puras en la realidad, son útiles para dis­cernir la lógica subyacente a determinadas prácticas sociales, culturales, económicas, tecnológicas y educativas. Corno veremos, es posible enten­der y fundamentar la praxis de la Educación Ambiental desde ambos, aun cuando impliquen objetivos, prácticas y referencias epistemológicas y teóricas distintas. De hecho, un buen ejercicio intelectual para captar la proyección práctica de ambos modelos en el terreno educativo se remite al análisis comparado del «Capítulo 36» de la Agenda 21 sobre «La pro­moción de la educación, la concienciación pública y la formación» -aprobado en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Am­biente y Desarrollo de 1992, en Río de Janeiro- y el Tratado Sobre Edu­cación Ambiental para una sociedad sustentable y para la responsabilidad global -aprobado en el Foro Internacional de ONGs celebrado en Río de J aneiro sirnultánearnente a la Conferencia gubernamental-, tal y corno hemos pretendido demostrar en trabajos previos (Meira, 1995a).

Corno se sabe, a las nociones de «arnbientalisrno» y «ecologismo» se recurre con frecuencia en la literatura que se aproxima a los problemas ambientales y ecológicos, sin que se profundice en sus respectivos signi­ficados; aunque generalmente tratando de mostrar la preocupación que subyace a determinados rnovirnientos sociales, políticos y éticos en rela­ción con el uso del medio ambiente. Lejos de su asimilación conceptual, Dobson ( 1997: 22) ofrece una definición sintética y precisa que puede servir corno punto de partida: el ambientalismo -o rnedioarnbientalisrno, en su terminología- «aboga por una aproximación administrativa a los problemas rnedioarnbientales, convencido de que pueden ser resueltos sin cambios fundamentales en los actuales valores o modelos de produc­ción y consumo, mientras que el ecologismo mantiene que una existen­cia sustentable y satisfactoria presupone cambios radicales en nuestra relación con el mundo natural no humano y en nuestra forma de vida so­cial y política». En esta rnisrna línea, señalan Colorn y Melich (1994: 1 76-177) que «el arnbientalisrno se diferencia fundarnentalrnente del ecolo­gismo porque no contempla las transformaciones sociales, políticas y económicas que [ . . . ] se integran en la postura ecologista». Desde esta perspectiva el ambientalismo no es una alternativa global, puesto que se preocupa «sólo» de racionalizar y mejorar las acciones del hombre sobre la Naturaleza para mejorar su conservación o para regenerarla. Dentro del ambientalismo podernos incluir opciones del discurso social corno «proteccionismo» o «conservacionisrno», mientras que bajo la denomi­nación de ecologismo caben opciones corno el «eco-socialismo», la «eco­logía política» o la «ecología popular».

LAS ALTERNATIVAS A LA CRISIS 69

Por lo demás, somos conscientes de las connotaciones ideológicas y políticas que introducirnos en nuestro discurso al denominar «ecologis­ta» al segundo de los modelos. Resulta menos cornprornetida la noción de «Ecología Política», utilizada habitualmente en la bibliografía anglo­sajona. De hecho el término «ecologismo» es una traducción al castella­no de la expresión inglesa «Political Ecology» ; la distinción que se puede hacer en castellano entre «ecologista» y «ecólogo» o entre «Ecología» y «Ecologismo» es imposible establecerla en inglés («ecologist» designa tanto al ecólogo corno al ecologista). Nótese que la semántica del voca­blo «arnbientalista» es significativamente rnás neutral en términos ideo­lógicos y/o políticos; neutralidad que, corno veremos, constituye una de las principales características del modelo de racionalización de la crisis ecológica que define.

Así y todo, se trata de un debate abierto, sujeto a rnuy diferentes jui­cios de valor, en un sentido o en otro. Para profundizar en la distinción entre «arnbientalisrno» y «ecologismo» pueden consultarse las aportacio­nes de Sosa (1990) en torno a las consideraciones éticas del discurso eco­lógico, de Riechrnann y Fernández Buey (1994) sobre los rnovirnientos sociales contemporáneos, la colección de ensayos de Gorz (1995), del ya mencionado Prades (1997) y de Leff (1998).

2. La reforma arnbientalista

El «descubrimiento» del efecto invernadero y de la degradación de la capa de ozono, entre otras agresiones objetivables del deterioro am­biental del Planeta, ha alineado en una rnisrna corriente de opinión a di­ferentes actores institucionales o factual es del quehacer político, tanto en los escenarios nacionales corno internacionales (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, etc.), en un espectro ideológico que abarca des­de las tesis neoliberales rnás intransigentes hasta las posturas social­demócratas menos ortodoxas; en general, unas y otras reconociendo la existencia de amenazas ambientales reales que se derivan, de forma inesperada, del propio «éxito» de la empresa civilizadora que Occidente emprendió hace tres siglos. Bien es cierto, tal y corno ponen de relieve diversos posicionamientos críticos ante el incipiente interés del «merca­do» o de determinados Estados por las cuestiones ecológicas, que no siempre a tenor de las consecuencias nocivas que estas amenazas tienen para el futuro de la Humanidad (y, menos aún, para otros seres vivos o para la Biosfera), sino -sobre todo- en función de las consecuencias que los procesos de deterioro ambiental o de progresivo agotamiento de recursos (minerales, energéticos, biornasa vegetal, etc.) puedan tener so­bre la expansión y la viabilidad del sistema económico vigente.

Al igual que en crisis precedentes -recordemos, por ejemplo, la de 1929- los valedores teóricos y estratégicos del mercado entienden que el «problema» se puede resolver en los márgenes de la racionalidad econó-

70 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

mica dominante: «los beneficios motivan. Esto constituye la base de la economía de mercado y es algo tan efectivo que en nuestra opinión de­bería utilizarse también para superar la crisis ecológica» (Von Weizsac­ker, Hunter y Lovins, 1997). Para algunos, incluso, ni tan siquiera es pre­ciso que se adopten intervenciones correctoras, puesto que, a medida que los problemas ambientales vayan gravando las actividades económicas, los mecanismos que rigen el funcionamiento del mercado tenderán a evi­tarlos, de modo que el problema se corregirá por sí mismo. Para otros, menos optimistas, esta operación adaptativa requiere importantes modi­ficaciones en Jos instrumentos de gestión económica, dirigidas princi­palmente a «internalizar» los costes ambientales, permitiendo que la «Sa­biduría innata del mercado» genere las respuestas adecuadas; esta op­ción ortodoxa «acepta el hecho de que la actividad económica produce impactos ambientales relevantes, que al no ser valorados por el mercado son exteriores al sistema económico, aunque hay que tenerlos en cuenta. Hay que integrarlos en el universo de los mercados de cambio dándoles un valor monetario, de forma que, al asignarse precios adecuados a las funciones ambientales sin precio de mercado, se limitará la destructivi­dad de dicho mercado» (Bermejo, 1994: 102).

Sea como sea, los cambios necesarios no afectan a dos premisas fun­damentales del sistema: que el crecimiento de las magnitudes económi­cas es imprescindible para mantener e incrementar las tasas de repro­ducción del capital y, consecuentemente, para aumentar y generalizar los niveles de bienestar alcanzados; y que la existencia de un libre mercado en el que los agentes económicos compiten por salvaguardar sus intere­ses es la mejor fórmula, si no Ja única, de producir el «bien común» en un marco racional (o aparentemente racional). En opinión de Leff (1998: 22-26), estas opciones se concretan en un «neoliberalismo ambiental» que pretende delimitar las resistencias de la cultura y de la Naturaleza para subsumirlas dentro de la lógica del capital, con el propósito de le­gitimar la usurpación de los recursos naturales y culturales de las po­blaciones dentro de un esquema concertado, donde sea posible dirimir Jos conflictos en un campo supuestamente neutral; en este contexto, «frente a la crisis ambiental, la racionalidad económica se resiste al cam­bio, induciendo con el discurso de Ja sostenibilidad una estrategia de si­mulación y perversión del pensamiento ambiental. El desarrollo sosteni­ble se ha convertido así en un trompe l'oeil que distorsiona la percepción de las cosas, burla la razón crítica y lanza a la deriva nuestro actuar en el mundo».

La capacidad de adaptación del mercado y de la economía a los principios del desarrollo sostenible o a las exigencias medioambientales parece no tener unos límites precisos, al menos en la lógica de aquellos planteamientos que aventuran la posibilidad de concretar sus postulados con nuevas formas de producir y vivir, de generar riqueza y empleo, o de revisar las pautas del consumo energético . . . , en el escenario de una so­ciedad liberalizada; así, proclaman, debiera entenderse que más respeto

LAS ALTERNATIVAS A LA CRJSIS 7 1

a la Naturaleza no tiene por qué suponer hacer frente a Ja cultura del progreso, ni a más negocios, a más industria y a más mercado. En rea­lidad, argumentan, la propia Naturaleza, Jo «verde» y lo «ecológico», pue­de, e incluso debe, ser objeto de un <<nuevo» mercado, favorecedor de na­cientes factores de producción o de regeneración de las estrategias em­presariales al uso, poniendo de relieve la convergencia entre las posibili­dades de la ecoproducción y las limitaciones impuestas por una ecología del consumo (Lipovetsky, 1994).

Prades ( 1997: 24-25) alude a Ja «orientación managerial» al intentar agrupar las propuestas que confían en el ajuste de los mecanismos del mercado y en sus aliados tradicionales (la ciencia, la tecnología) para controlar los efectos ambientales negativos, y que él considera dominan­tes en la literatura contemporánea. Señala, además, que no defienden la necesidad de un cambio radical en las estructuras económicas o políti­cas del sistema, sino una «gestión medioambiental basada en el diálogo constructivo y en la negociación constante entre fuerzas sociales, tal y como se presentan actualmente en el tablero mundial» . Esta descripción «Suave» del enfoque denota, no obstante, su carácter eminentemente tec­nocrático y, por ampliación, su sometimiento al credo ideológico que despoja a la actividad económica de cualquier connotación política o mo­ral. No son los objetivos y los fundamentos de la economía de mercado los que se ponen en cuestión, sino los procedimientos e instrumentos a los que recurre; de ahí que sus preocupaciones se centren, sobre todo, en conseguir integrar los desajustes ecológicos en los márgenes de la ra­cionalidad técnica que sustenta y legitima al propio mercado. Es en este sentido en el que Cainrcross ( 1993) se refiere al «crecimiento razonable­mente verde» o al «crecimiento ecológico»; Easterbrook ( 1996) al «eco­rrealismo»; Bermejo ( 1994) a la «economía del medio ambiente»; Jimé­nez Herrero ( 1992 y 1997) a la «economía ecológica de mercado»; o Von Weizsacker, Hunter y Lovins ( 1997) cuando cuestionan con visión critica el «ecocapitalismo».

De los cinco ingredientes básicos en los que se puede descomponer la crisis ecológica (contaminación y deterioro de sistemas básicos para la vida, pérdida de la biodiversidad, degradación de recursos no renovables, crecimiento demográfico y disponibilidad per cápita de recursos) son los del primer tipo los que más inquietan en este enfoque, siendo también los que se privilegian en las medidas correctoras. Las limitaciones inhe­rentes a la disponibilidad de recursos son consideradas como un proble­ma relativamente menor, cuando no inexistente. Sirvan como ejemplo la tesis de Simon (1986) y de Beckerman ( 1996 ). El primero se muestra convencido de que <<nuestras disponibilidades de recursos naturales no son agotables, desde ningún punto de vista económico. Ni la experiencia pasada permite esperar que los recursos naturales se vayan haciendo cada vez más escasos. Si lo pasado puede servirnos de guía, los recursos naturales se irán haciendo progresivamente menos escasos y menos ca­ros y constituirán una parte más pequeña de nuestros gastos en los pró-

72 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

ximos años. Y el crecimiento de la población probablemente supondrá, a largo plazo, un impacto beneficioso sobre la situación de los recursos na­turales». Cierto es que, en el mismo libro -publicado originalmente por la Universidad de Princenton en 1980- se afirma que no existe prácti­camente ninguna probabilidad de que suceda un accidente nuclear; una predicción desmentida por la catástrofe de Chernobyl (Ucrania) coinci­diendo con el año que se publicaba la edición española.

Para el segundo autor, la naturaleza humana no puede renunciar al objetivo de incrementar su prosperidad, confiando en que el crecimien­to económico sea beneficioso para el medio ambiente, a largo plazo, de Ja misma manera que es perjudicial en casos y en períodos concretos de tiempo. En su opinión, «el argumento de Jos recursos limitados falla por todas partes. Es lógicamente absurdo y evidentemente discordante con el conjunto de la experiencia histórica y no tiene en cuenta la ma­nera en que las sociedades se adaptan a los cambios en las demandas y suministros de Jos materiales. Se basa en un concepto de recursos que es estático y carente de imaginación, y en una subestimación de la capaci­dad humana para realizar progresos tecnológicos y adaptarse a las con­diciones cambiantes. Refleja una visión mezquina y derrotista de los pro­pios recursos humanos» (Beckerman, 1996: 104).

Para afrontar los riesgos, en cualquiera de sus manifestaciones (dé­ficit coyunturales en la disponibilidad de recursos, disfuncionalidades tecnológicas, desequilibrios ecosistémicos, etc.), los defensores del mo­delo expresan su confianza en el conocimiento científico y en las capa­cidades de la tecnología para crear «sustitutivos» a medida que sean ne­cesarios, alentando la convicción de poder incrementar Ja eficiencia en los procesos de producción; esto es, para diseñar tecnologías que necesi­ten cada vez menos materiales y menos energía para fabricar bienes o fa­cilitar servicios. La historia reciente, asumen, demuestra que la alianza permanente entre capital, ciencia y tecnología podrá reemplazar el capi­tal natural que absorbe el crecimiento sostenido de la producción por ca­pital económico o por capital humano (conocimientos).

La cuestión demográfica es también importante, aunque se espera detener o, al menos, ralentizar el incremento exponencial de la pobla­ción mundial con programas de control de natalidad, dirigidos casi ex­clusivamente a los pobladores del Tercer Mundo. La disponibilidad per cápita o, si se quiere, el reparto más justo e igualitario de la riqueza será un resultado «automático» del crecimiento económico y de la racionali­dad global del mercado, según defiende Ja teoría económica más dog­mática. Se admite, incluso, que existe una correlación positiva entre el incremento de la renta per cápita de un país y la mejora en las condi­ciones de conservación de su medio ambiente; fenómeno que se expli­caría por distintos procesos, fundamentalmente asociados a la mayor disponibilidad de recursos económicos: la presión de una población más culta y, por lo tanto, más sensible al cuidado del medio; la posibilidad de invertir mayores recursos excedentes en actividades de protección

LAS ALTERNATIVAS A LA CRISIS 73

ambiental y en el desarrollo científico y técnico aplicado a la gestión me­dioambiental; etc.

El problema principal es, pues, la contaminación y su impacto so­bre la atmósfera (capa de ozono, efecto invernadero) y sobre elementos básicos para la vida como son el suelo, el aire o el agua. Los instrumen­tos y las estrategias de gestión que se ponen en juego tienen como prin­cipal objetivo cuantificar e integrar en el lenguaje que utiliza la econo­mía positiva los costes ambientales presentes o futuros de la producción. Al asignarles un valor económico determinado, la misma lógica que re­gula la oferta y la demanda, el balance entre costes y beneficios -tan im­portantes en el establecimiento de los precios en el mercado-, tenderá a primar aquellas actividades económicas menos nocivas y a penalizar las más dañinas al agrandarse los costes de producción, y que, según Nespor ( 1990), pueden ser considerados como daños, costes y riesgos que, desde una perspectiva puramente económica, cabe calificar como deseconomías externas (externalidades): de hecho no recaen sobre quien los produce -para quien verdaderamente ni siquiera son costes-, sino sobre terceros (a los que se puede categorizar atendiendo al territorio en el que viven, según el trabajo que realizan, en función de la edad, etc.), sobre pueblos enteros y, en algunos casos, sobre la colectividad mundial.

Apoyándose en la idea básica de que el mercado es capaz de inter­nalizar o, en circunstancias favorables, evitar los costes ambientales, es posible identificar distintas estrategias que se han propuesto o aplicado con mayor o menor intensidad dentro de las políticas de gestión am­biental en los países más desarrollados. Destacamos, en particular, a Cairncross ( 1993) -una de las economistas más influyentes en el campo de la economía ambiental de mercado-, quien ha expuesto un abani­co de medidas, centradas en cuatro ámbitos de actuación:

- El estímulo económico a la investigación científica y al desarro­llo de nuevas tecnologías, que permitan una producción más efi­ciente, menos exigente en insumos de energía y materiales y que generen menos efectos residuales. En esta línea ocupa un lugar prioritario la investigación en nuevas fuentes de energía.

- El desarrollo de una batería de incentivos económicos positivos (subvenciones, desgravaciones y exenciones fiscales, créditos blandos, etc.) y negativos (tasas por contaminar -la filosofía de «quien contamina paga»-, cánones para gravar el precio de pro­ductos contaminantes, multas, etc.) para estimular el comporta­miento pro ambiental de los agentes económicos.

- El control e intervención estatal en dos líneas de acción: estable­cimiento de normativas ambientales y vigilancia de su cumpli­miento, y desarrollo de incentivos económicos para estimular la actuación «consciente» de las empresas.

- La asignación de precio a Jos recursos más vulnerables, princi­palmente a los denominados «bienes libres»: el agua, el aire (a

74 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

través de cánones de vertido, de cuotas, etc.), el suelo, el subsue­lo, el paisaje . . .

Más allá de estas propuestas y de su correspondencia con el para­digma del mercado, Cairncross ( 1993: 30-3 1) también sugiere adoptar otro tipo de medidas, a las que cabe situar en los exteriores de la racio­nalidad económica dominante; y que, por su orientación ética y política, parecen decantarse hacia la necesidad de un enfoque más humanístico. Así, por ejemplo, recomienda que los Estados adopten el «principio de precaución», según el cual, en ocasiones, «resulta más acertado no em­prender una acción antes de que los conocimientos científicos sean lo su­ficientemente sólidos como para justificarla»; principio especialmente útil «en los casos en los que el daño medioambiental tiene visos de ser irreversible». Sin embargo, en el mismo plano de los ejemplos, los de­cepcionantes resultados de la Cumbre Ambiental, celebrada en la sede de las Naciones Unidas (Nueva York, junio de 1997), hacen suponer que esta propuesta -relativamente heterodoxa- apenas goza del reconocimiento «oficial».

Por su parte, quien durante la era Clinton ha ocupado la vicepresi­dencia de Estados Unidos, Al Gore ( 1993: 248), propone una línea de ac­tuaciones similar, aunque parte de un objetivo más ambicioso: convertir al medio ambiente planetario en el principio organizativo central de la civilización contemporánea. Dado que considera que «el servicio a este principio es totalmente compatible con la democracia y el mercado libre» y, por lo tanto, las bases económicas y políticas ya están establecidas, la tarea mundial para restablecer la salud ecológica del Planeta (un nuevo Plan Marshall Mundial) ha de responder según él a cinco directivas es­tratégicas:

- La necesidad de estabilizar la población humana. - La creación de tecnologías ecológicas más idóneas. - El cambio de las <<normas económicas» por las que medimos el

impacto de nuestras decisiones en el medio ambiente (asignación de precios a los bienes ambientales, etc.). Desarrollar una nueva generación de acuerdos internacionales y potenciar el papel de las Naciones Unidas en la gobernación mundial.

- Diseñar un plan cooperativo de educación medioambiental mun­dial para «tutelar nuevas pautas de pensamiento acerca de las re­laciones entre civilización y medio ambiente» (Gore, 1993: 272).

El Plan, señalaba desde su atalaya política, «deberla tener como ob­jetivo general e integrador el establecimiento, sobre todo en el mundo en vías de desarrollo, de las condiciones políticas y sociales necesarias para el surgimiento de sociedades estables, condiciones como la justicia social (incluida la justa distribución de la propiedad de la tierra), el compro-

LAS ALTERNATIVAS A LA CRISIS 75

miso con los derechos humanos, nutrición, sanidad y vivienda adecua­dos, tasas de alfabetización elevadas y mayor libertad política, mayor participación y responsabilidad. Por supuesto, todas las políticas especí­ficas estarán sujetas al principio organizador central: la salvaguardia del medio ambiente mundial» (Gore, 1993: 273).

Tanto en la estrategia sugerida por Cairncross, como en la ofrecida por Al Gore, la cuestión ambiental se resuelve o se pretende resolver al margen de consideraciones políticas de mayor calado. La «intervención del Estado», que de una forma más o menos expresa asumen ambos au­tores, se entiende fundamentalmente como una acción instrumental, des­tinada a facilitar que el mercado internalice (esto es, «ponga precio a») los costes ambientales y los evite (diseñar normativas técnicas, estable­cer redes de vigilancia ambiental, definir niveles de contaminación tole­rables, asignar precios a los «bienes comunes», etc.), y no como una for­ma de trasladar la cuestión ecológica a la esfera política. La Administra­ción Pública pasaría a ser, en este caso, un aparato o recurso técnico puesto al servicio de la conducción racional de la economía y del medio ambiente.

La aplicación desigual de este tipo de estrategias, principalmente desde mediados de los años ochenta, ha sido valorada positivamente por muchos autores, tanto en un plano personal como institucional. Todo ello en un contexto de lógicas interno-externas que siempre han encon­trado algún tipo de justificación teórica, política e ideológica.

Entre los primeros, como posturas que se generan en el discurso in­telectual, podemos mencionar a Easterbrook ( 1996: 2 1 ), quien considera que existen síntomas evidentes de que el Planeta se restablece como re­sultado de la instrumentalización de las regulaciones ambientales des­critas y el creciente interés de la industria por introducir tecnologías me­nos contaminantes y más eficientes. A pesar de que se detectan algunas señales inquietantes -el Tercer Mundo contamina cada vez más, cons­tata- será el triunfo del «ecorrealismo» el que acabe ofreciendo un foro «para el debate que abarque la necesidad de la conservación y de estric­tos controles para la industria sin dejar de acomodar el pensamiento ra­cional y los mecanismos de mercado». Asimismo, Tapia y Toharia ( 1995: 226), quienes entienden que los gastos que ha comenzado a generar la «industria» de producción ambiental se han incrementado considerable­mente, y que este crecimiento «contribuye al dinamismo del desarrollo viable y sirve, en última instancia, más al reparto de bienes que a la ex­poliación de los recursos naturales. Y además, es compatible con los grandes equilibrios macroeconómicos, es decir, con el sistema capitalis­ta», lo cual es fundamental puesto que «Sin contar con la economía ca­pitalista, todas las iniciativas están condenadas al fracaso».

Entre los segundos, ya sea por pragmatismo, por convicción o por imperativos económicos o sociopolíticos, puede observarse cómo en las distintas estrategias globales frente a la crisis ambiental -aprobadas des­de 1972-, propuestas por Organismos como las Naciones Unidas (a tra-

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vés del PNUMA y de las distintas Cumbres Ambientales), las Comunida­des Europeas (a través de los Programas de Acción Ambiental) o la UICN (a través de sus Estra(egias para la Conservación, de periodicidad dece­na!), se han ceñido a las directrices del mercado como escenario tangi­ble para cualquier solución. Los ejemplos más recientes y representati­vos son la Agenda 21 y el Quinto Programa de la Comunidad Europea so­bre política y acción en relación al medio ambiente y al desarrollo sosteni­ble (1992-2000) . También se observan en las recomendaciones de la Co­misión Mundial para el Medio Ambiente y el Desarrollo (CMMAD, 1 987: 1 18) al plantear que «Si se quiere que buena parte del mundo desarro­llado evite las catástrofes económicas, sociales y ambientales es indis­�ensable q:.ie :� revitalice el crecimiento económico mundial. En la prác­tica �sto s1gmfica crecimiento económico más rápido en los países in­dustnales y en los países en desarrollo, acceso más libre a los mercados ?ara los productos de .los países en desarrollo, tipos de interés más ba­JOS, mayor transferencia de tecnología y corrientes de capital considera­b�emente mayores, tanto en condiciones favorables como de tipo comer­cial». La receta de la CMMAD para avanzar hacia un modelo de desa­rrollo sostenible no cuestiona la premisa de que es preciso resolver los desajustes ambientales y del desarrollo en los márgenes del mercado. Si bien las finalidades últimas son garantizar la equidad intra e intergene­raci?nal o l� satisfacción de las necesidades básicas de todos sin degra­d�r 1rrevers1blemente las bases ecológicas de la vida, el abanico de solu­c10nes que propone es perfectamente compatible con las tesis «blandas» -neoliberales- en la interpretación del desarrollo sostenible: revitaliza­ción del crecimiento económico en todo el Planeta; introducción de cam­bios «cualitativos» en el crecimiento de los países desarrollados, princi­palmente en los instrumentos económicos para «intemalizar» los costes ambientales»; y llevar a cabo un efectivo control demográfico, principal­mente en los países subdesarrollados.

Quizás el hecho de que los últimos Informes sobre el estado del Pla­neta, elaborados por el Programa de Naciones Unidas para el Medio Am­biente o, en un sentido más comprensivo por la propia Organización de Naciones Unidas, afirmen y demuestren con rotundidad que el medio ambiente global continúa deteriorándose, explica la existencia de adhe­siones más matizadas a las posibilidades de la opción ambientalista. Ji­ménez Herrero ( 1997: 290), por ejemplo, propone una «economía ecoló­gica de mercado» diseñada a partir de medidas económicas tendentes, como en los casos examinados anteriormente, a que el mercado pueda a_ctuar de una forma ecológicamente más racional . A pesar de ello sos­

tiene que las causas profundas de la crisis ambiental radican en el ca­rácter antropocéntrico de la cultura occidental, en la irracionalidad del s!stema económico y en la existencia de «pautas de comportamiento so­cial Y hábitos de consumo insostenibles e injustos para el sistema humano y para el sistema global» . Por tanto, sugiere, será necesario a largo plazo promover un cambio estructural sustancial de las pautas de

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producción y consumo, del sistema económico y de los estilos de vida que propicia y que lo alimentan. Mientras esto no suceda, la actuación técnica sobre los mecanismos del mercado debe ser complementada con otros «sistemas de gestión ambiental», centrados en la regulación social Gurídicos, administrativos, participativos, educativos, etc.).

También muestran cierto grado de escepticismo los redactores de uno de los más recientes Informes al Club de Roma (Von Weizsacker, Hunter y Lovins, 1997). Con un planteamiento que, en general, se sitúa en los márgenes de la economía de mercado, reconocen que su compor­tamiento puede presentar distorsiones difíciles de atajar. Las empresas, por ejemplo, son reacias a adoptar formas de producción menos dañinas para el medio ambiente, si ello le resulta más costoso que sufragar los daños producidos o que desplazar su capital y sus actividades a otras re­giones o países sin reglamentaciones ambientales que penalicen su acti­vidad. Entre sus propuestas para mejorar la respuesta del mercado a la amenaza ecológica aluden a una cuestión de sumo interés desde la pers­pectiva cultural y educativa: promover la terciarización de la economía con el objeto de desmaterializar la reproducción del capital y reducir, consiguientemente, el gasto de recursos y la emisión de contaminantes que resultan de la fabricación de bienes industriales.

Este tipo de alternativas, muy en boga en la actualidad, se remon­tan a las teorías postmaterialistas expuestas por Inglehart (1977: 3) a fi­nales de la década de los setenta. Pronosticaba este autor que las socie­dades avanzadas, una vez alcanzado un alto nivel de satisfacción de sus necesidades de bienestar material y de seguridad física, darían pasos ha­cia una nueva era. En ella se le otorgaría mayor importancia a los com­ponentes relacionales, culturales y políticos de la calidad de vida: «la se­guridad física y económica -afirmaba- es algo que se sigue valorando positivamente, pero su prioridad relativa es más baja que en el pasado». El sociólogo estadounidense, junto a otros defensores de un cambio cul­tural hacia una sociedad menos materialista, apoyan sus afirmaciones en dos tipos de argumentos: los valores que, sobre todo en los sectores de población más joven, se reflejan en las encuestas de opinión (Inglehart, 1991) y el crecimiento de las actividades económicas en el sector tercia­rio, que responden a una mayor demanda de servicios relacionados con el ocio, la cultura y la educación. Aunque esta interpretación ha sido muy cuestionada, algunos economistas han visto en ella un soporte comple­mentario en la tarea de ecologizar el mercado al desarrollar actividades económicas para satisfacer necesidades «no materiales», y que, al menos aparentemente, serían menos exigentes en insumos de materiales y de energía: la «industria» del ocio, de la cultura, el turismo, la educación Y formación, etc.

Con todo, como observan los críticos de las tesis que defienden un cambio cultural hacia una sociedad postmaterialista, los valores declara­dos en las encuestas no tienen por qué suponer que las prácticas reales de las personas hayan cambiado sustancialmente. Como señalan Riech-

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mann Y Femández Buey ( 1994: 36), «los estudios de Psicología Social muestran 9ue la� relaciones entre los valores y las actitudes generales de­claradas discursivamente por un lado, y la conducta efectiva, por otro, no suelen s�r muy intensas» . Tampoco se puede decir que las sociedades contemporaneas sean más o menos materialistas que otras anteriores, pu�sto que la forma de dar cobertura a las «necesidades primarias» ha variado en sumo grado; y puede ser también que los valores supuesta­mente postmateri.a}istas contemporáneos (relacionados, según Inglehart, c?n la conservac10n del medio ambiente, la solidaridad, la cultura . . . ) sur,iplemente hayan venido a sustituir otros valores (igualmente «inma­teriales») o a complementar y convivir perfectamente con los «valores materialistas». De hecho, la realidad está mostrando que no todas las actividades ¿e los sectores puestos al servicio de la recreación de las personas son mocuas

_Y que algunas de ellas, lejos de disminuir la presión del sistema económico .sobre el r."edio ambiente, la incrementan de forma insospe­chada. El ejemplo mas claro lo encontramos en el crecimiento del sector t1;1rístico. Una actividad para satisfacer «necesidades de carácter psicoló­g1c?" : que se enmarcaría en una sociedad de comportamientos postma­teriahstas, genera problemas ambientales de diverso signo, de la misma o ?1ªY�r gravedad que otras actividades que se ejecutan en los sectores primai;io o secundario: modificaciones del paisaje, concentración de la población en zonas con recursos insuficientes, creación de nuevos focos de contamir,iación acuática, ocupación y alteración de suelos para el de­sarrollo de mfraestructuras de transporte y alojamiento, alteraciones en las formas de vida � �n los usos económicos de las poblaciones indíge­nas, aumento de em1s10nes de contaminantes aéreos al incrementarse los desplazamientos por tierra y aire, etc. (European Environment Agency 1995). '

Además, aunque pueda constatarse que el peso relativo del sector terciario está aur."ent�r:do en las economías desarrolladas y en lo que ya comenzamos a identificar como la «era de la información» (Castells, 1998), e�l? no ha supu�sto ur:a mengua significativa en la capacidad de produ.cc10n del sector mdustrial o en las actividades primarias ligadas a la agricultura, la pesca o la explotación forestal. La conclusión es obvia: la supuesta desmaterialización de los estilos de vida no conlleva maqui­nalme:it� la desmaterialización del mercado y de la producción. Si bren el enfoque ambientalista en la gestión de la crisis ambiental se concentra fundamentalmente en la aplicación de instrumentos econó­micos Y normativos para regular el mercado y en el estímulo de la inno­vación tecnológica para mejorar su eficiencia, también se considera la concienci�ción )'. formaci?n de los ciudadanos como una estrategia com­plementaria de mtervenc1ón que, en una lectura más detallada, encaja perfectamente en l�s pautas de racionalidad que rigen en el paradigma del mercado. El mismo Al Gore ( 1993: 3 1 5), en la estrategia ya comen­tada, concluye la exposición de su propuesta afirmando que «la clave es-

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tará, una vez más, en la conciencia popular de la seriedad y magnitud de la crisis ambiental».

¿Qué tipo de concienciación y de formación es compatible con la di­gestión de la crisis dentro de los márgenes del ambientalismo? Funda­mentalmente aquella que permite a los sujetos comportarse más racio­nalmente en sus actividades, sobre todo cuando actúan como consumi­dores y cuando lo hacen como productores. A nivel meta-discursivo, este enfoque es plenamente coherente con la lógica del mercado: los indivi­duos incrementarán la racionalidad del sistema económico si sus com­portamientos individuales dentro de él están mejor informados y se ba­san en un conocimiento más preciso de cómo funciona el medio am­biente. Este conocimiento ha de ser aportado fundamentalmente a tra­vés de la mejora de la educación científica (con las Ciencias Naturales en primer lugar) y de la capacitación técnica para la resolución de proble­mas (Al Gore, por ejemplo, habla de «instrucción ambiental y asesora­miento tecnológico»). En ningún texto se expresa mejor esta concepción que en el suscrito desde las amplias capacidades interpretativas y nor­mativas del Banco Mundial ( 1996): «los conocimientos que los estudian­tes adquieren con la educación pueden evaluarse en tres dimensiones: ca­pacidades para resolver un problema conocido; capacidad de aplicar una técnica dada a un problema nuevo, y capacidad de elegir qué técnica aplicar para resolver un problema nuevo». La Educación Ambiental en su concepción «científica» será un claro exponente de esta filosofía.

La formación del consumidor encaja perfectamente en este modelo: «el ciudadano, en tanto que consumidor, sólo podrá hacer una elección plenamente racional y con conocimiento de causa si la información del producto que le atrae cubre todos los aspectos importantes como sus prestaciones, fiabilidad, eficiencia energética, durabilidad, costes de mantenimiento . . . ; y si esa información es expresada de una manera neu­tral y avalada por garantías efectivas y viables» ( Comissió de les Comu­nitats Europees, 1992). La razón a la que se aspira que responda la for­mación del ciudadano consumidor es, por tanto y fundamentalmente, la razón del mercado.

De la misma forma, se desplaza hacia el ciudadano individual la res­ponsabilidad de no actuar correctamente y de pr, 0car, con su incons­ciencia, los problemas ecológicos que nos amenazan: de no comprar los productos ecológicamente más inocuos, de no seleccionar conveniente­mente los residuos domésticos que produce, de no hacer un consumo efi­ciente de energía, de provocar incendios con conductas irresponsables, de ser poco cuidadoso cuando visita un espacio natural, etc. Nada resul­ta más molesto, al parecer, que un individuo que se comporta irracio­nalmente en un sistema que es, por definición, racional. Al respecto, Leff ( 1994a: 78) denuncia que «las formaciones ideológicas que cubren el te­rreno ambiental generan prácticas discursivas, cuya función es neutrali­zar en la conciencia de los sujetos el conflicto de los diversos intereses que allí entran en juego. De esta forma, la conciencia ideológica sobre los

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límites del crecimiento al plantear la responsabilidad compartida de "to­dos los hombres que viajan en la nave Tierra", cubre bajo el velo unita­rio del sujeto del enunciado las relaciones de poder y de explotación, fuente de desigualdad entre los compañeros de viaje». En demasiadas ocasiones la Educación Ambiental juega un papel meramente discursivo, al servicio de la legitimación y ocultación de las motivaciones últimas de una racionalidad económica insostenible.

3. El cambio ecologista

Frente a ciertas ambigüedades e inconsistencias que se desvelan en los posicionamientos ambientalistas, particularmente en su tentativa de conciliar el desarrollo capitalista con una cultura de la sostenibilidad y una ética de corte medioambiental, las opciones «ecologistas» -con ma­yor o menor radicalidad- han puesto de relieve cómo el modelo neo­liberal de mercado, lejos de configurarse como un escenario idóneo para superar la crisis ambiental, es reincidente en aspectos que cuestionan el marco racional que lo fundamenta y sostiene, en una operación simbóli­ca que «somete todos los órdenes del ser a los dictados de una realidad globalizante y homogeneizante . . . [que] de esta forma prepara las condi­ciones ideológicas para la capitalización de la naturaleza y la reducción del ambiente a la razón económica» (Leff, 1998: 24). Para Bermejo ( 1994), esta situación no puede ocultar síntomas que son reveladores de un sistema socioeconómico que se muestra totalmente agotado, entre otros aspectos porque:

- No es capaz de satisfacer las necesidades básicas de la población. - Provoca rupturas y desestabiliza los equilibrios demográficos. --'- Amenaza y daña la salud humana, deteriorando irreversiblemen-

te el medio ambiente. - Destruye y agota los recursos renovables y no renovables. - Genera situaciones de creciente violencia e inseguridad.

En este contexto, las medidas correctoras que se adoptan desde den­tro del sistema, con frecuencia de carácter técnico o limitadas a aspec­tos subsidiarios, resultan insuficientes o insolventes para afrontar los problemas ambientales. Es más, los procesos de degradación ecológica y social aceleran su ritmo de destrucción a medida que se imponen y ge­neralizan las tesis del neoliberalismo, que se desregulan las actividades económicas en el mercado global y que los Estados pierden progresiva­mente capacidad de control.

¿Por qué no es posible responder a la crisis ecológica desde el para­digma dominante del mercado? Las críticas desde el enfoque «ecologis­ta» se concentran en su lógica irracional y ambientalmente insostenible. Ya al principio de la década de los setenta, y desde una perspectiva ra-

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dical, Murray Bookchin ( 1978: 2 1 ) señalaba que «el capitalismo es por naturaleza antiecológico. La competencia y la acumulación constituyen sus leyes vitales esenciales y fueron resumidas por un Marx punzante en la frase "producción por la producción misma". Todas las cosas, por más raras o santas que fueran, "tienen su precio" y son acogidas por el mer­cado. En una sociedad de este tipo, la naturaleza recibe el trato que co­rresponde a un mero recurso, digno de ser explotado y saqueado. La des­trucción del mundo natural, lejos de ser una consecuencia de excesos momentáneos o de errores circunstanciales, parece resultar de la propia lógica de la producción capitalista» . Desde esta perspectiva, la ruptura ambiental o la desigualdad que surge de la progresiva dualización de la sociedad mundial son el resultado ineluctable de un mercado que, ope­rando aparentemente con criterios presuntamente racionales -según la racionalidad económica positiva-, o bien ignora en realidad los impac­tos negativos que provoca, o bien los reduce a disfunciones que se resuelven con meros ajustes normativos y tecnológicos. Lo anterior con­duce a poner énfasis en cuatro principios básicos:

- Que es imposible un crecimiento cuantitativo e indefinido de las magnitudes económicas en el marco de una Biosfera físicamente acotada: la Tierra tiene una limitada capacidad de carga (de po­blación), de producción (de recursos) y de absorción (de asimila­ción de contaminantes).

- Que el crecimiento económico o el desarrollo tecnológico no ga­rantizan ni la resolución de la problemática ambiental, ni un de­sarrollo humano más justo y equitativo. No existe una relación di­recta entre más riqueza y/o más producción, mejor medio am­biente y mayor generalización del bienestar.

- Que es imposible responder a la crisis ecológica (ni a la crisis del desarrollo) con los instrumentos de la economía de mercado; la supuesta racionalidad con la que operan sus redes comerciales se ve continuamente desmentida por los hechos: los problemas am­bientales se agravan y la brecha que separa la riqueza de la po­breza se ensancha. Las respuestas meramente técnicas y norma­tivas ignoran las raíces profundas de la crisis ecológica.

- Que la complejidad y las dimensiones implicadas en la génesis y en las manifestaciones de la crisis ecológica impiden que pueda ser resuelta sólo con cambios marginales en las esferas económi­ca y tecnológica; cualquier alternativa viable de cambio deberá pasar por replantear en profundidad los supuestos éticos (avanzar desde una moral antropocéntrica hacia morales biocéntricas o ecocéntricas), económicos (limitar y redistribuir el crecimiento), sociales (potenciar la participación real de las comunidades en las

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decisiones que afectan al medio ambiente y al desarrollo), cultu­rales (cambiar los estilos de vida basados en el consumo crecien­te de bienes y servicios por una «cultura de la escasez» en la cual se replantee la noción de necesidad), tecnológicos (implementar tecnologías más eficientes y menos costosas) y políticos (situar las cuestiones del medio ambiente y del desarrollo por delante de los imperativos del mercado y reforzar la toma de decisiones demo­cráticas a nivel mundial). En su conjunto, son cambios que su­ponen cuestionar y abandonar la racionalidad económica e ins­trumental dominante para construir y perseverar en el manteni­miento de una racionalidad ecológica-ambiental emergente.

La alternativa ambientalista -entendida en su versión más reduc­cionista como la respuesta a la crisis ambiental desde dentro del propio mercado- no es viable puesto que su pretendida racionalidad no es tal (Martell, 1994; Dobson, 1997) y, además, hurta bajo su aparente neutra­lidad ideológica un conjunto de dimensiones (éticas, políticas, culturales, etcétera) a las que suelen vincularse múltiples problemáticas de alcance ecológico. De ahí que diferentes líneas de pensamiento y acción social opten por este último vocablo para definirse, aunque -como ya hemos apuntado- persistan las discrepancias en tomo a los significados, más o menos restrictivos, en los que se dilucida la controversia ambientalis­mo-ecologismo (véase Leff, 1998: 83-100). Los conceptos de «desarrollo sostenible» o de «desarrollo humano sostenible» también suelen adscri­birse a este debate y a sus respectivas propuestas, en una verdadera «lu­cha por la interpretación» (Riechmann, 1995) que exige una atención es­pecial a las interpretaciones que de ellos se hacen en cada «apropiación específica», sea de índole científica, ideológica o moral. Tampoco están al margen de la polémica las concepciones y prácticas que se promueven tratando de contraponer la Educación Ambiental a la Educación Ecoló­gica o, más recientemente, cuando se está intentando desplazar el con­cepto de Educación Ambiental por el de Educación para la Sustentabili­dad u otros términos asociados (desarrollo sustentable, futuro sustenta­ble), por iniciativa de la propia UNESCO, tal y como advierte González Gaudiano ( 1999).

Digamos, en todo caso, que si se consideran de forma aislada, el mo­delo que identificamos como «ecologista» presenta algunas coincidencias con el anterior: el control y estabilización de la demografía mundial, el desarrollo de nuevas tecnologías, la concienciación para el cambio hacia valores y comportamientos pro ambientales, o la asunción de que los paí­ses del Tercer Mundo deberán incrementar la producción para llegar a satisfacer las necesidades básicas de su población. Pero la coincidencia es más aparente que real. Uno por uno, todos estos puntos se concretan en opciones estratégicas diferentes. La iniciativa ecologista reconoce en la expansión demográfica un factor limitante, pero incide en el injusto reparto per cápita de los recursos naturales y de la riqueza y en que una

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política de migraciones aperturista en el Norte podría servir para ree­quilibrar estas desigualdades. En el apartado del desarrollo tecnológico, el pensamiento ecologista insiste en que las tecnologías, además de efi­cientes y no agresivas con el medio ambiente, deben ser baratas, fáciles de transferir al Tercer Mundo y posibilitadores de formas de producción lo más descentralizadas posibles. El crecimiento de las economías del Tercer Mundo no debe hacerse siguiendo el modelo occidental del mer­cado y, además, ha de ir acompañado de una reducción significativa de la producción y el consumo per cápita en los países más desarrollados como única fórmula viable para repartir los costes y los beneficios am­bientales: no es sólo la pobreza la que produce degradación ambiental (muchas veces ni siquiera la produce o es «pobreza» sólo ante el filtro economicista de Occidente), sino que también, y sobre todo, es la rique­za la que está minando las bases ecológicas de la vida.

En lo que sigue trataremos de profundizar en esta dialéctica (am­bientalismo versus ecologismo), recurriendo a cuatro argumentos princi­pales:

a) La aspiración a mantener indefinidamente las tasas de multiplica­ción del capital y, por consiguiente, de crecimiento de la producción y del consumo, choca con los límites físicos de la Biosfera. Daly ( 1997) utiliza una metáfora especialmente clarificadora para dimen­sionar históricamente el desafío de la crisis ecológica: la economía del capitalismo industrial se desarrolló inicialmente en un mundo va­cío; «vacío» de gente y «vacío» de actividades que generasen altas de­mandas de energía, de materiales, de espacio o de alimentos; o que difundiesen grandes cantidades de polucionantes a la Biosfera. La economía del mundo vacío no tenía que preocuparse de los recursos necesarios para su expansión, que iban siendo suministrados al mis­mo ritmo en que se completaba la ocupación humana de todos los ecosistemas y, ya en las primeras fases de la Revolución Industrial, por la colonización por Occidente de las «zonas marginales» del Pla­neta. Tampoco debía preocuparse por los polucionantes emitidos, cuyo impacto estaba muy localizado y era relativamente bien asimi­lado gracias a los procesos de regeneración natural de los ecosiste­mas. En el mundo vacío el «capital natural», disponible en abun­dancia (relativa, claro está), no era un factor !imitador importante.

La economía del mundo lleno ha de enfrentar, sin embargo, una situación notablemente distinta. La población ha crecido de modo exponencial y también lo han hecho en la misma progresión la de­manda de alimentos, la extracción de recursos, la capacidad produc­tiva y las tasas de emisión de contaminantes. Según muestran infor­mes, como los ya mencionados del Club de Roma sobre los límites del crecimiento, y según advierten los análisis que aplican los cono­cimientos de la Termodinámica y de la Ecología a la comprensión de la actividad económica (Georgescu-Roegen, 197 1 ; Martínez Alier y

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Schlüpmann, 1992; etc.) es totalmente irracional pretender que se pueden generar indefinidamente recursos a partir de un entorno fí­sicamente limitada,, o que se puede incrementar indefinidamente la emisión de contaminantes sin provocar cambios sustanciales en los procesos que hacen habitable la Biosfera: «ningún grado de susti­tución de los recursos por capital puede jamás reducir la masa de material empleado en la producción por debajo de la masa de los productos resultantes, dada la ley de la conservación de la materia­energía» (Daly, 1997: 42).

Puesta en cuestión la idea de que es viable un crecimiento soste­nido del sistema, las críticas se centran en las respuestas desde el mercado y en su supuesta racionalidad. Como punto de partida se se­ñala que en su evolución desde el siglo XVII hasta la «ciencia positi­va» actual, la Economía -con mayúsculas- se ha apartado progre­sivamente del marco físico en que opera la economía -con minús­culas- en el mundo real, hasta convertirse en un sistema autónomo y autorreferente que opera con un alto grado de abstracción. La bús­queda de leyes expresadas matemáticamente y de macro-magnitudes cuantitativas para explicar y controlar los procesos económicos ha llegado a crear una ciencia desgajada de la realidad. Hasta nuestros días, la Economía se entendía como un sistema autónomo y no como un subsistema integrado en el sistema global. «La Economía -afir­ma Aguilera ( 1995: 1 8)- se ha configurado como un sistema de ra­zonamiento de tipo cerrado, es decir, sin relación con el sistema so­cial ni con el sistema ambiental, cuando la realidad muestra que es un sistema abierto que afecta e influye y, por tanto, es influido por los otros dos sistemas. En otros términos, pensamos de manera frag­mentada o parcelaria cuando la realidad es interdependiente, por eso no podemos entender adecuadamente las causas de la ruptura am­biental y social.»

Desde el punto de vista «ecologista» es necesario restablecer la vinculación estrecha que existe entre sistema económico y sistema natural, siendo aquél, en realidad, un subsistema que se integra en éste y que depende del entorno bio-físico para existir. La lógica eco­nómica ambientalista responde, en parte, a este mismo argumento. La opción de cuantificar u otorgar un valor de cambio a los bienes naturales para que el mercado los internalice y opere más racional­mente refleja una lógica similar, pero, como afirma Bermejo ( 1994: 1O1), dicha estrategia economicista, más que incorporar la economía al medio ambiente, lo que intenta es incorporar el medio ambiente a la economía. Los economistas que postulan un enfoque alternativo al mercado señalan la imposibilidad de otorgar un valor objetivo a los bienes naturales. Las externalidades ambientales (y las sociales) son inconmensurables en términos monetarios, y lo son menos aún lo que Martínez Alier (1 992a) denomina como «externalidades diacró­nicas»; esto es, resulta imposible asignar un valor preciso a las re-

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percusiones que puedan tener para la vida de las generaciones futu­ras la contaminación, el agotamiento de un recurso renovable o no renovable, la desaparición de un ecosistema o la extinción de una es­pecie animal o vegetal. Ante la problemática ecológica, los estánda­res de medida y las leyes de la economía positiva pierden su capaci­dad de análisis y de predicción: «no existe un instrumento económi­co, ecológico o tecnológico de evaluación con el cual pueda calcular­se el valor real de la Naturaleza en la economía» (Leff, 1996: 19). La supuesta racionalidad ecológica de un mercado que incluye la Natu­raleza bajo la ley del valor no es más que otra ilusión creada por el positivismo aplicado al campo de lo normativo y de lo social.

Tampoco se puede esperar un comportamiento ambientalmente racional, añade esta línea crítica, de un sistema que se basa en la com­petencia y en la acción egoísta de los agentes que operan en el mer­cado. En este contexto, la defensa de los intereses propios y la bús­queda de la maximización de los beneficios por cada agente econó­mico en particular se contrapone al interés general y a la protección del medio ambiente (Martell, 1994). El bien común (que para el mer­cado no es aquello que es de todos, sino lo que no es de nadie), es di­fícilmente internalizable y defendible desde la lógica del mercado.

b) Las medidas de carácter técnico y normativo dirigidas a reorientar la actividad del mercado, basadas en cálculos y estimaciones sobre el va­lor de los recursos ambientales, no tienen el carácter «Objetivo» que le atribuyen los economistas y los expertos ambientales que las diseñan. Las decisiones sobre qué nivel de emisión de un determinado conta­minante es permisible, sobre las características que ha de tener la fa­bricación de un determinado producto para ser menos dañina ecoló­gicamente, sobre los plazos para reducir o sustituir el uso de un com­puesto químico peligroso, sobre el valor que se le atribuya a las reser­vas freáticas de agua existentes en una zona agrícola, sobre el grado de dureza de las multas que se aplican a los infractores de las normativas ambientales, etc., responden en última instancia a criterios de carácter subjetivo y arbitrario; que pueden ser informados científicamente pero que están condicionados por un marco de valores, por determinantes sociales o por el hecho, negado por la Economía positiva contemporá­nea, de que el traslado de cualquier decisión económica o tecnológica a la realidad es una acción ineludiblemente política. Como afirma una paradoja frecuentemente citada en la física cuántica, «teóricamente, teoría y práctica son lo mismo, pero en la práctica no lo son».

e) En tercer lugar, no existe evidencia histórica, ni cálculo racional al­guno, que avale que el paradigma del mercado pueda garantizar un reparto equitativo de los costes y beneficios que resultan del apro­vechamiento de los recursos ambientales. La tesis de que la «po­breza genera degradación ambiental» (CMMAD, 1987) es relativiza-

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da y rechazada si no se acompaña de una constatación comple­mentaria: la riqueza también genera degradación ambiental y, si nos atenemos a los datos sobre consumo de recursos y producción de contaminantes en el Norte y en el Sur, lo hace en mayor medi­da. El «reparto» per cápita de los recursos consumidos y de los re­siduos producidos muestra la desigual e injusta distribución de la responsabilidad ecológica entre el Norte y el Sur. En el contexto de las tesis ambientalistas el problema del desarrollo o, más exacta­mente, del desigual reparto de las rentas y del bienestar generado por la sociedad industrial, es abordado desde la lógica del creci­miento: multiplicar en términos absolutos la riqueza producida aumentará las posibilidades de un reparto más justo y, como deri­vación positiva para la crisis ecológica, contribuirá a que los países menos desarrollados puedan dedicar más recursos y tengan más in­terés en proteger el medio ambiente, y facilitará que los ya indus­trializados desarrollen tecnologías y pautas de consumo menos exi­gentes en materiales y energía.

Frei:ite a este tipo de argumentos habituales en la lógica econó­mica más ortodoxa, Gorz (1995: 31 ) hace hincapié en que «los neoli­berales siempre razonan como si el capital se invirtiese espontánea­mente allí donde las necesidades insatisfechas son mayores. Jamás ha sido éste el caso. El capital se invierte allí donde puede contar con los beneficios más elevados». Desde el punto de vista del modelo que nos ocupa, la crisis ecológica no puede resolverse al margen del problema o de la crisis, también, del desarrollo. Redclift ( 1987) ha señalado que hemos de tener en cuenta, al menos, las siguientes consideraciones:

• la problemática ambiental no se puede contemplar desgajada de la historia colonial y postcolonial de explotación y domina­ción económica y política que la han determinado;

• es necesario aclarar y desvelar las relaciones entre la proble­mática ambiental en el Tercer Mundo y el rol de los países del Primer Mundo en su creación;

• la mayor parte de las sociedades pre-capitalistas que subsisten en Ja periferia del sistema tienen una economía a pequeña es­cala, en estrecha dependencia y equilibrio con las condicio­nes ecológicas de su entorno: sus culturas integran Ja dimen­sión ecológica, económica y cultural en una única cosmología y visión del mundo;

• el impacto del capitalismo en las sociedades periféricas provo­ca desajustes que limitan su acceso a los recursos y al poder: alteran los mercados de trabajo locales, inducen procesos de deslocalización, imponen reglas de mercado sobre prácticas tradicionales, potencian la economía extractiva a corto plazo, estimulan la corrupción, etc.

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Todas ellas cuestionan el automatismo implícito en los discursos económicos y políticos hegemónicos, a tenor de los cuales los países subdesarrollados deben crecer siguiendo las mismas pautas que los más industrializados, mientras éstos incrementan también su rique­za; de poder ser así, supondría multiplicar por factores insostenibles las tasas actuales de consumo de recursos y de producción de resi­duos. Esta dinámica, replican desde la arena ecologista, sólo condu­ciría al desastre ecológico y social: «la aplicación política más clara de las tesis del mundo lleno es que el nivel de uso de recursos per cá­pita alcanzado por Jos países más ricos no puede generalizarse a los pobres»; pero, y en aparente contradicción, «los países pobres no pueden disminuir el uso de recursos per cápita. De hecho tendrán que aumentarlo hasta lograr el grado de suficiencia» (Daly, 1997: 47). La respuesta que el ecologismo da a este dilema entre la equipara­ción de los niveles de bienestar a nivel global y la preservación de la sostenibilidad ecológica (limitando el crecimiento) reconoce dos principios básicos para redistribuir las cargas y Jos beneficios resul­tantes de la explotación de la Biosfera:

• resulta inevitable y necesario que los países menos desarrolla­dos puedan expandir sus economías para satisfacer las necesi­dades básicas de su población;

• pero, y en la misma medida, los países más desarrollados de­berán ralentizar y disminuir tanto los recursos que consumen como los residuos que producen.

El principio de equidad -intrageneracional y diacrónico-, in­terpretado desde una perspectiva ambiental, exige, sobre todo, redis­tribuir. Sostenibilidad y equidad son o deben de ser horizontes utó­picos compatibles. Algunos autores, desde el racionalismo crítico, han acusado al planteamiento «ecologista» de ser antihumano al an­teponer la causa del medio ambiente a la causa de la liberación y de la equidad entre los hombres. En esta línea cabe situar el ensayo ya clásico de Enzensberger ( 197 4) denostando desde una óptica de iz­quierdas el mensaje de la ecología política, el discurso más especu­lativo y filosófico de Espinás ( 1993) y Ja obra intelectualmente más sólida y actual de Ferry ( 1994). Una lectura atenta de los argumen­tos expuestos por Enzensberger ( 1974) permite desvelar la descon­fianza de Ja izquierda europea ante un movimiento social que estaba en sus inicios y en el cual abundaban los alegatos cientifistas y tras­cendentalistas; gran parte de sus objeciones, además, se dirigen en contra de la manipulación ambientalista que desde los círculos em­presariales e institucionales se hacía de la cuestión ecológica. Los ar­gumentos de Espinás (1993: 132) son algo más débiles; después de calificar al ecologismo como una nueva forma de egoísmo irracional, pesimista y conservador «que contradice el arficicialismo natural de

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la especie humana, factor gracias al cual ha evolucionado», termina preguntándose, dado que la amenaza ecológica es real: «¿Por qué la especie humana habría de ser eterna?»; enfoque que nos parece bas­tante más «antihumano» y pesimista que la filosofía que pretende re­futar. Ferry ( 1994) estima que el ecologismo realiza una crítica fron­tal e indiscriminada al proyecto de la modernidad que pretende anu­lar los logros realizados en el campo de la libertad, de los derechos humanos y de la justicia social para fundamentar un nuevo totalita­rismo de signo ecológico. Sus argumentos van dirigidos, en realidad, contra las propuestas más radicales de la denominada «ecología profunda» (Leopold, 1999; Naess, 1989; Jonas, 1995) y de algunos planteamientos neomalthusianos, que, en su opinión, anteponen los «derechos» de la Biosfera a los derechos del hombre. Según él, exis­te una continuidad entre el pensamiento .irracionalista del Romanti­cismo más reaccionario y el ecologismo.

Frente a este tipo de críticas, el «ecologismo» contemporáneo se defiende destacando, en primer lugar, la diversidad del movimiento y, en segundo lugar, señalando que la crítica a la modernidad no lo es tanto al proyecto humanista y liberador original, como a la per­versión e interpretación unidimensional que de él se ha hecho en las sociedades industriales avanzadas. Dobson ( 1997), en este sentido, destaca que el pensamiento ecologista no abandona el ideal de igual­dad, sino que lo refuerza y reinterpreta a la luz de las nuevas condi­ciones históricas; y que, a diferencia del Romanticismo, sus argu­mentos sobre la irracionalidad del sistema no son especulativos, sino que se fundamentan en los hallazgos de la ciencia, esto es, eri la ra­zón misma. Más lejos aún, Hayward ( 1995) escribe: «el desafío eco­lógico, _precisamente en la medida en que es un desafío crítico, pue­de ser mterpretado como una renovación del proyecto Ilustrado mis­mo» (citado por Dobson, 1997: 33), y Leff ( 1994b: 282) remarca que «la problemática ambiental ha traído de nuevo a la escena política los valores del humanismo: la integridad humana, los sentidos de la existencia, la solidaridad social y el encantamiento con la vida».

d) Por último, se cuestionan también los enfoques destinados a fomen­tar un estilo de consumo ecológicamente responsable y a actuar so­bre la conciencia de los individuos para que su comportamiento, sobre todo como consumidores y en el puesto de trabajo -como pro­ductores-, sea más racional y, por lo tanto, contribuya a la raciona­l�dad del sistema en su conjunto. Desde la perspectiva ecologista, este tipo de planteamientos ignoran los problemas que enfrentan las per­sonas para desentrañar la complejidad escondida en los actos coti­dianos de producción y consumo que realizan. Desconocen también que el mercado contemporáneo prospera gracias al dispendio masi­vo de recursos, que no obedece al imperativo de satisfacer necesida­des básicas (que, evidentemente, es ideológico), sino que opera esti-

LAS ALTERNATIVAS A LA CRISIS 89

mulando y sobreestimulando nuevas necesidades a través de la ma­nipulación emocional del deseo .

El sistema productivo ya no crea bienes o servicios para satisfa­cer necesidades -físicas o psíquicas- de la población y mejorar su bienestar, sino que crea y recrea nuevas necesidades para mantener e incrementar indefinidamente su rendimiento. La aparición de un «mercado de consumo verde», para lo cual es necesario un «consu­midor verde>>, responde a la misma lógica capitalista de reproduc­ción y diversificación del capital. Esta modalidad de consumo, su­puestamente más sostenible, es sólo otra forma cultural que ad­quiere la oferta y la demanda; su objetivo no es reducir el volumen total de materiales, de energía o de residuos que se producen, es de­cir, el nivel de consumo, sino crear un nuevo estilo de consumo que, además, resulta perfectamente compatible con otros. El «mercado verde» es otro sector en expansión más, que ni puede ni aspira a su­plantar al «mercado»; el «consumidor verde», por imperativo de la realidad, es un consumidor más. Uno de los ejemplos más notables de la indefensión del consumidor ante la presión del mercado y uno de los mejores indicadores de la insostenibilidad e irracionalidad del sistema económico, es la denominada obsolescencia programada. Como señala Harris ( 1985), existe una relación directa entre la du­ración media de un producto en plena capacidad de uso y el nivel de desarrollo de una sociedad. La vida útil de los objetos que se em­plean para tareas similares mengua a medida que una sociedad va alcanzando mayores niveles de bienestar; conforme un mercado es más opulento, los períodos de obsolescencia de los productos que circulan se acortan. La explicación de que esto sea así desafía toda razón (entendida como sentido común). Pensando con lógica, sería de esperar que los avances tecnológicos redundaran en alargar la vida útil de los bienes producidos. Y ello, ciertamente, podría ser así. Pero la rotación del capital en el circuito de la oferta y la demanda se detendría y todo el sistema se vendría literalmente abajo. Las em­presas programan y limitan la durabilidad de un producto, sea una simple cafetera, un automóvil o un ordenador de última generación. Las estrategias varían en función del sector y del tipo de productos, pero el objetivo es el mismo: que en un plazo determinado (prome­diado) ese producto sea retirado del mercado para dejar sitio a otro nuevo. Planificar la duración limitada de los materiales o de los me­canismos (por ejemplo: automóviles o electrodomésticos), desarro­llar a través del marketing y de la publicidad nuevas modas y pau­tas culturales (por ejemplo: en el sector textil o en la industria del ocio), desarrollar tecnologías incompatibles con las ya existentes (por ejemplo: en el sector de la microelectrónica y del software), etc., son otras tantas formas de aumentar la obsolescencia de los pro­ductos y estimular artificialmente el consumo (véase también Dur­ning, 1994; Kotsca y Gutiérrez, 1997).

90 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

El hecho de que los sujetos sean conscientes de la problemática ecológica o que tengan una formación científica amplia sobre el me­dio ambiente no garantiza que quieran o que puedan actuar siempre y en cualquier situación con criterios de racionalidad ambiental, má­xime cuando el sistema está estructuralmente diseñado para que no pueda ser así. Como sugiere Dobson ( 1997), las transformaciones en la conciencia moral de Jos individuos no implican necesariamente transformaciones profundas de la realidad, y menos aún si no se con­textualizan en un plan colectivo de cambio social. Esta advertencia de Dobson ( 1997: 79-84) no sólo va dirigida contra Ja moralina am­biental que tanto prolifera en nuestras sociedades, sino que también cuestiona los planteamientos trascendentalistas y ecofilosóficos que confían en una mutación de la sociedad operada gracias a la conver­sión de las personas a éticas y filosofías de orientación ecocéntrica más o menos matizada (véase, por ejemplo, Folch, 1993 y 1998; o Araujo, 1997). Propósito que, por otra parte, es bastante frecuente en los planteamientos de la Educación Ambiental y, en general, de los llamados ejes o contenidos transversales (Meira, 1993; Bolívar, 1996).

La crítica radical a una perspectiva gerencialista o cientificista de la información ambiental o de la formación procurada a los ciudadanos en materia de medio ambiente, no minora la importancia que este enfoque le concede a las acciones educativas. Aunque volveremos sobre esta cues­tión, la alternativa que se propone -y suscribimos- aboga por el desa­rrollo de prácticas pedagógicas dirigidas a desvelar las contradicciones del sistema económico, fomentando lecturas complejas e interdisciplina­res de la realidad ambiental; a generar puntos de vista críticos, clarifi­cando los componentes éticos e ideológicos que están implícitos en Ja cri­sis ecológica; a establecer las conexiones entre el medio ambiente y los estilos de vida, singularmente en los modos de producción y consumo en los que se amparan; a lo que se añade la necesidad de estimular prácti­cas políticas democráticas, mediante las que se habilite la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, singularmente los que están relaciona%,Js con la problemática ambiental.

¿A qúé alternativas se recurre desde el enfoque «ecologista»? Las respuestas a este interrogante se enmarcan en el frágil campo de las uto­pías, cada vez más debilitado por la crisis de las ideologías y las difi­cultades que supone legitimar cualquier línea de pensamiento que no se acomode a los cánones dominantes. Veamos:

a) La primera cuestión, aunque parezca incongruente, resulta inevita­ble: hemos de aprender a vivir en el horizonte permanente de la cri­sis, propiciando una «política de los límites» (Garrido, 1993) para una «sociedad de la escasez» (Daly, 1997). Las tentaciones «neoarcaístas», abundantes en el pensamiento verde de los años sesenta y setenta, que propugnan la recuperación de formas de producción y de estilos

LAS ALTERNATIVAS A LA CRISIS 91

de vida pre capitalistas, se enfrentan con Ja propia dinámica irrever­sible de la historia y con Ja realidad de un «mundo lleno» que ha de acostumbrarse a convivir con el imperativo de la escasez.

b) No se puede resolver la cuestión de la sustentabilidad ecológica a medio y largo plazo sin inscribir sus planteamientos en las dimen­siones más «sociales» del desarrollo o, si se quiere, de aspectos que apelan directamente a la equidad y justicia social. La solidaridad (sincrónica) y la redistribución aparecen como ideas clave en la con­secución de ambos logros.

e) Relacionado con lo anterior, se considera que cualquier demora en la adopción de pautas de desarrollo alternativas agrava los problemas ecológicos y sociales ya existentes, acentuando sus efectos irreversi­bles, además de incrementar los daños que se transfieren a las gene­raciones futuras.

d) Las realidades ambientales y su problemática tienen una articulación compleja y multidimensional. Su estudio e interpretación requiere programas científicos interdisciplinares, que no son patrimonio de la Ecología, de la Economía o de cualquier otra disciplina científica, por muy integradora que pretenda ser. En palabras de Kapp (1995a: 13 1), «ni las Ciencias Sociales ni las Naturales pueden afrontar por su cuenta el problema de la ruptura ambiental, puesto que ésta es el resultado de un complejo proceso de interacciones de factores socia­les y físicos que no pueden ser analizados en términos de los con­ceptos, teorías y perspectivas de ninguna de las disciplinas tradicio­nales».

e) Las soluciones por las que se opte, ya sea a nivel local o global, de­ben considerar que estamos ante una problemática de índole social y que, como tal, implica posicionarse respecto de opciones ético-mo­rales, políticas e ideológicas que responden a distintos intereses y modelos de sociedad. Las estrategias de resolución enfocadas exclu­sivamente desde la racionalidad técnica o económica son parciales e igualmente interesadas, al negar las raíces políticas y socioeconómi­cas de la crisis. La premisa moral, también propuesta por Kapp ( 1995b: 210), sintetiza bien esta idea: la vida y la supervivencia hu­mana no son bienes intercambiables y su evaluación o regulación en función exclusiva de criterios de mercado está en conflicto con la ra­zón y la conciencia humana.

f) La crisis ecológica no puede interpretarse al margen de las circuns­tancias que concurren en un sistema económico dominado por el mercado. En consecuencia, es una crisis que no puede ser resuelta sin una transformación radical de las pautas capitalistas de produc-

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ción y distribución de la riqueza; además, las crisis económicas que sobresaltan cíclicamente a distintos países (por ejemplo, las más re­cientes de tipo energético) no se superarán sin un cambio decidido en los modos de aprovechar y distribuir los recursos ambientales. El desafío es global y no meramente local, ya que afecta a todo el mun­do, incluyendo las políticas gubernamentales y supranacionales que involucran a los Estados en un contexto mundializado.

g) Se impone la necesidad de una organización económica descentrali­zada, de ciclos cortos y a pequeña escala, que permita: reducir la can­tidad de energía consumida en el desplazamiento y el transporte a grandes distancias (una de las razones de que el mercado global sea antiecológico); recuperar y reciclar de forma más eficiente los mate­riales de deshecho para reintroducirlos de nuevo en el circuito de producción-consumo; adecuar la oferta de productos a las necesida­des reales de la población; que sustituir los combustibles fósiles por fuentes alternativas de energía (solar, eólica, hidráulica, etc.); y recu­rrir a tecnologías de complejidad intermedia y alta durabilidad.

h) Finalmente, el impulso paralelo y simultáneo de estos cambios debe ir acompañado del desarrollo de un nuevo marco de valores y de una cultura democrática cimentada en la solidaridad y la sustentatibili­dad. La revisión de las necesidades impuestas por la expansión del capitalismo; la difusión de patrones de consumo y de estilos de vida más responsables, que primen las dimensiones cualitativas del desa­rrollo y la promoción del bienestar individual y colectivo; así como la formación de una cultura política más participativa y sensible a las cuestiones ambientales y al desarrollo humano, son líneas de acción comunes a esta perspectiva. Se acepta también la existencia de otras formas culturales -distintas a la Occidental, de raíz eurocéntrica­para enfocar las relaciones humanas con el medio ambiente, cuyos fundamentos se asientan en aspectos tan diversos como la tradición, la mitología, la religión o la experiencia adaptativa.

Un despliegue progresivo e integrado de estos elementos de cambio supondría una transformación radical de la realidad. Frente a la racio­nalidad económica dominante se trata de instaurar una nueva racionali­dad ambiental que, en palabras de Leff (1 994b: 293), introduce <<nuevos principios valorativos y fuerzas materiales para reorientar el proceso de desarrollo». La racionalidad ambiental hace referencia a procesos ins­trumentales o, si se quiere, tecnológicos, pero no se reduce a ellos y ni siquiera están en el eje del sistema; en el centro están las opciones mo­rales, políticas, culturales e ideológicas que definen los fines y los mode­los de sociedad a los que se aspira. Siguiendo la propuesta de este autor, la racionalidad ambiental se construye por la articulación de cuatro es­feras de racionalidad, interdependientes y sinérgicas:

LAS ALTERNATIVAS A LA CRISIS 93

l. Una racionalidad sustantiva, que estaría conformada por el sistema de valores que orientan las acciones y procesos hacia los objetivos de la racionalidad ambiental, entendida como una síntesis dialéctica en­tre equidad y sostenibilidad. La esfera de la ética ambiental no se puede circunscribir al campo de la conciencia individual, sino que debe suponer transformaciones en la racionalidad productiva, en los estilos de vida consumistas y en las relaciones de poder que inducen o mantienen los procesos de degradación ambiental. La concreción práctica de una ética ambiental exige la movilización política para la «apropiación social» de la Naturaleza, la participación de los dife­rentes grupos sociales en aquellos aspectos que afectan a sus condi­ciones de existencia y la transformación de los procesos económicos y técnicos para el logro de un desarrollo sostenible. Respecto de este último, y como tema-problema recurrente en nuestro discurso, nos decantamos por la doble conceptualización que ofrece Sutcliffe ( 1995: 37). Para este autor el desarrollo sostenible lleva implícitos los conceptos de «desarrollo humano», como «proceso de cambio social y económico cuyo principal objetivo es producir una radical mejora en el nivel de vida (o quizás de las capacidades) de las personas que ahora están sufriendo privaciones, y que juzga la utilidad de otros as­pectos del desarrollo por el criterio de contribución a esa mejora», y de «desarrollo ecológico», como «cambios en las actividades huma­nas materiales que disminuyen radicalmente el agotamiento de los recursos no renovables y de los que no son fácilmente renovables, y la contaminación perjudicial para el medio ambiente, con lo cual se prolonga radicalmente el tiempo durante el cual las necesidades hu­manas materiales pueden satisfacerse».

2. Una racionalidad teórica o conceptual, que sistematiza los valores de la racionalidad sustantiva para articular nuevos conceptos y teorías, que permitan construir soportes ideológicos y políticos para desa­rrollar nuevas pautas de producción y organización social respon­diendo a los principios de equidad y sostenibilidad. En lugar del con­cepto formulado en términos de cálculo monetario, destaca Kapp ( 1995b: 21 5), la toma de decisiones tendrá que estar dirigida por un concepto sustantivo de racionalidad «que estaría basado en una eva­luación social directa (a nivel político) de las necesidades humanas esenciales y en los costes reales evaluados en términos de los recur­sos disponibles, inutilizados y potenciales»; esto es, suplir valores que se basan en el intercambio por valores sociales de uso.

3. Una racionalidad técnica o instrumental, que permita producir y dis­tribuir los medios tecnológicos adecuados con el objetivo de dar co­bertura a las necesidades básicas de la población sin degradar los so­portes ecológicos de la vida. Los principios de descentralización, de

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autodeterminación tecnológica y de selección de las tecnologías so­ciales y ambientalmente menos agresivas son aquí fundamentales.

4. Una racionalidad cultural, constituida por «la diversidad de sistemas de significación que particularizan los valores generales de la ética ambiental por medio de la identidad ética y la integridad interna de cada cultura» (Leff, 1994b: 296); este conjunto de sistemas culturales dan coherencia y singularizan las prácticas sociales y productivas. La necesidad de apreciar y preservar la diversidad cultural es paralela a la necesidad de atesorar la biodiversidad.

En la Educación Ambiental, estas premisas «racionales» ofrecen dis­tintas posibilidades de cara a su integración en procesos de conocimien­to-reflexión-acción construidos con el propósito de suscitar una nueva racionalidad pedagógica y ambiental (Meira, 1995b; Caride, 2000). Así, siguiendo el modelo propuesto por Leff ( 1994b), es factible que la ar­ticulación se haga en función de elecciones que toman como referencia la esfera moral, tecnológica, socioeconómica o cultural, porque a todas ellas -de un modo u otro- acaban remitiéndose los modelos paradig­máticos y metateóricos en los que la Educación Ambiental fundamenta su praxis. Aunque, por el simple hecho de optar, no se eliminen o sosla­yen los conflictos que subyacen a la confrontación entre sus particulares modos de interpretar la crisis ecológica o entre las prácticas educativas que inducen sus respectivos discursos.

CAPÍTULO 3

DEL PROGRESO SIN LÍMITES AL DESARROLLO SUSTENTABLE

1 . El declive del progreso: un mito que se desvanece

La imagen pública de lo que ha dado en llamarse «progreso», in­cluidas sus desviaciones hacia un «estado de crisis», remonta su origen a las distorsiones que la teoría económica del capitalismo, revestida de ciencia positiva, introduce en la construcción del pens�,

miento colect�vo desde hace décadas, incluso siglos. Entonces, la sugest1on que el sentido etimológico de la palabra «progreso» (marcha hacia delante en una di­rección concreta y por un determinado camino) incorporaba a sus fun­damentos, parecía suficiente para justificar cualquier opción destinada a promoverlo, aunque -como recuerda Dubós ( 1986)- pudiera adentrar­nos en una ruta peligrosa: «producir cada vez más y más deprisa todo lo que pueda producirse, sin tener en cuenta el daño causado al entorno y a los valores humanos». Esto es, dejando que la economía imponga sus reglas y, con ellas, un modo restrictivo de contemplar y moldear la Na­turaleza o la vida.

, Sorprendentemente, y a pesar de la vocación t�ansdisciplinar que ex­hibe la construcción teórico-práctica de la Educación Ambiental, sus re­corridos por la Economía no s�n tan frecuentes co:no sería d�seable;. �· al menos, no lo son en la medida que sus aportac10nes podnan eqmh­brar las aportaciones que proceden de otros campos a los que recurre con frecuencia, en ocasiones a través de forzados isomorfismos, en el ámbito de las Ciencias Naturales -especialmente a la Ecología- o de las Ciencias Sociales que parecen más concomitantes a la tarea educati­va (la Sociología, Antropología, Psicología, etc.). De ahí que reclamemos más fijación en la Economía y en los significados que aporta, con una doble intencionalidad:

a) En primer lugar, para someter a revisión l� evolución del ye�s,a­

miento económico, como una forma de aproximarse a la exphcac10n de las raíces profundas de la crisis ambiental; o, si se prefiere, para

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desvelar las claves que permitan interpretar el asentamiento de los países más desarrollados en un paradigma socioeconómico basado en el crecimiento indefinido, que da la espalda a los límites físicos del Planeta, prescindiendo de las cuestiones morales y, con ello, de todo aquello que no puede ser internalizado en sus propios paráme­tros (por ejemplo, los costes sociales y ambientales de la ecuación «progreso = crecimiento»).

b) En segundo lugar, para interpretar la racionalidad que moviliza a la Economía y permite explicar la transferencia de sus postulados nor­mativos hacia actuaciones meramente instrumentales, sobre todo cuando las transformaciones -intencionales o no- del medio am­biente por la actividad humana se ven legitimadas por las teorías eco­nómicas y por las premisas que éstas establecen; una cuestión que debe observarse con particular interés cuando se transita por trayec­tos que son comunes a la Biosfera y a los sistemas humanos, tal y como sucede en la Educación Ambiental.

En este contexto, la frase clarividente de Marcuse ( 1985: 1 72) «Vivi­mos y morimos racional y productivamente», nos sitúa ante uno de los núcleos explicativos más profundos de lo que, en la sociedad contempo­ránea, experimentamos en términos de una amenaza ecológica sin pre­cedentes; y, también, del por qué no sólo resulta difícil acertar con las claves que permitan superarla sino -sobre todo- ser plenamente con­gruentes con las alternativas que deben afrontarla cotidianamente. En ella se sintetizan dos de los grandes vectores ideológicos del pensamien­to moderno, que han permitido avanzar hacia un estado en el que la Hu­manidad -liberada de ataduras biológicas y teológicas-, puede entre­garse a la construcción de un futuro mejorable gracias a sus propios me­dios y capacidades. Y que, expresado en pocas palabras, son vectores que descansan en dos creencias principales: la fe que se le confiere al poder de la razón, como instrumento para transformar y modelar el mundo conforme a las necesidades humanas, y la confianza en las dinámicas del mercado capitalista -liberal o neoliberal- como la forma más idónea, racional y factible de generar y/o distribuir la riqueza.

Los ideales que el espíritu ilustrado atribuyó al progreso también se combinaron con otras metas, en general propicias para la expansión de la racionalidad humana: la conquista de la libertad individual, la univer­salización de una serie de valores y de derechos civiles, la constitución de un orden político democrático o el reparto más justo de las propie­dades. Aunque muy pronto quedaron supeditados a los imperativos de la lógica capitalista, a la que además de justificar en sus exigencias «ins­trumentales», insistieron en caracterizar como liberadora y benéfica. Nada más lejos de lo que acontecería en realidad.

Como han coincidido en señalar diversos autores de la Escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Fromm, o el mismo Marcuse . . . ), los fi-

DEL PROGRESO SIN LÍMITES AL DESARROLLO SUSTENTABLE 97

nes utópicos de los primeros ilustrados pronto fueron distorsionados y engullidos por interpretaciones sesgadas e interesadas de quienes trans­formaron la razón en una moderna versión del mito de Prometeo. La ra­zón, en su expresión más sofisticada y «pura», se instituye como un me­canismo legitimador del poder, sea político y/o económico, que la utiliza para amparar y defender sus intereses en aras de una pretendida objeti­vidad científica y del supuesto control que sobre la realidad parece ofre­cer la tecnología. Tal y como expone Reyes Mate ( 1998: 6), analizando las dos tesis que dominan la Dialéctica de la Ilustración, una obra clave en la trayectoria intelectual de Horkheimer y Adorno, el cuestionamiento del proyecto ilustrado conduce a la permuta de dos expresiones: «que la razón es un mito y que el mito es razón. Al decir que la razón es mito lo que están diciendo es que la Ilustración no ha podido con su desafío: convertir el mito en razón. Al final del camino resulta que la famosa ra­zón ilustrada es nuevamente mítica. ¿En qué se basa? En la historia del desarrollo de la Ilustración que ha sucumbido al dominio de la Natura­leza y a la racionalidad técnica».

De los representantes de la primera etapa de la Escuela de Frank­furt, posiblemente sea Marcuse quien más espacio ha dedicado a refle­xionar sobre la crisis ecológica como un producto más del «fracaso» de la Modernidad. En El hombre unidimensional, y en otros escritos que se ubican en la última fase de su obra, se encuentran elementos de sumo interés para analizar las raíces profundas de la problemática que nos ocupa. Para él, la destrucción de la Naturaleza ha de situarse en el con­texto amplio de la «destructividad más general que caracteriza a nuestra sociedad» (Marcuse, 1993: 73), idea que compartimos; aunque no sus­cribamos completamente su afirmación de que «las raíces de esta destructividad están en los propios individuos», inserta «en la estructura instintiva básica» de cada persona. Entendemos que esta interpretación podría conducirnos a reducir el problema -y las soluciones- a la esfe­ra de la conciencia individual, aunque el propio autor reconozca repeti­das veces en su obra que los cambios que deben producirse en la con­ciencia individual han de ir acompañados de transformaciones institu­cionales y relacionales. Tampoco participamos del pensamiento filosófi­co que sostienen algunos autores de la Escuela de Frankfurt respecto de la racionalidad instrumental y de su consideración como una de las prin­cipales señas de identidad de la Modernidad.

En nuestra opinión, la Modernidad es más tecnófila que tecnocráti­ca, aun cuando el pensamiento técnico cumpla un papel legitimador muy importante al servicio, sobre todo, de ciertos intereses en el orden eco­nómico, social y político. De acuerdo con esta idea, afirma Touraine (1993: 193-195), que «la racionalidad instrumental es la plataforma gira­toria pero no es un principio integrador de la modernidad», para expre­sar más adelante su convicción de que «no hemos pasado de una socie­dad tradicional, fundada en privilegios, a una sociedad moderna que se basaría en la técnica tanto en sus malos efectos como en los buenos. Vi-

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vimos en una sociedad con una fuerte disociación entre los medios y los bienes; por tanto, en una sociedad donde los mismos medios, lejos de re­gir los fines o de absorberlos, pueden ser puestos al servicio tanto del mal como del bien, de la disminución de las desigualdades como del exter­minio de las minorías».

De otro lado, la racionalidad tecnocrática, leemos en Giroux ( 1990: 125), «se ha convertido en la hegemonía cultural imperante. Como con­ciencia imperante, celebra el ininterrumpido aumento de la comunidad de la vida y la productividad del trabajo a través de una creciente sumi­sión del público a las leyes que gobiernan el dominio técnico tanto de los seres humanos como de la Naturaleza. El precio del aumento de la pro­ductividad es el refinamiento y la domesticación incesante, no sólo de las fuerzas de producción, sino también de la naturaleza constitutiva de la conciencia misma». Es por ello, reconocerá un Habermas ( 1989) afana­do en la tarea de recomponer críticamente la Modernidad, que la domi­nación sobre una naturaleza externa objetivada y una naturaleza interna reprimida se ha convertido en el permanente signo de la modernidad. Desde este punto de vista, y como veremos a continuación, das causas radicales de la crisis [ecológica] no las hallamos en la interacción del hombre y la Naturaleza [ahí encontraremos sólo las consecuencias y las causas inmediatas] sino en la interacción de los hombres entre sí» (Com­moner, 1973: 23).

La sociedad que instaura la Revolución Industrial convertirá el pro­greso en un mito secularizado, moldeándolo y adaptándolo a sus propios intereses, del mismo modo que acabará aconteciendo con el desarrollo: «la idea de progreso -afirma Touraine ( 1993: 91 )- ocupa un lugar in­termedio, central, entre la idea de racionalización y la idea de desarro­llo. Ésta da primacía a la política, la primera al conocimiento; la idea de progreso afirma la identidad entre políticas de desarrollo y triunfo de la razón; anuncia la aplicación de la ciencia a la política e identifica, por tanto, una voluntad política a una necesidad histórica. Creer en el pro­greso es amar el futuro, a la vez ineluctable y radiante». Básicamente, la atención de la Modernidad se centrará en cómo objetivar lo que inicial­mente no era más que un conjunto de ideales, resolviendo relativamente pronto esta cuestión reduciendo el desarrollo al comportamiento de las magnitudes económicas. Así, a medida que se va configurando la socie­dad industrial, el crecimiento económico pasará a ser contemplado como el motor necesario y suficiente de todos los desarrollos sociales, psíqui­cos y morales (Morin y Kern, 1993). En este proceso, la razón económi­ca se transmuta progresivamente en razón instrumental; la economía po­lítica en economía positiva.

Desde finales del siglo XVI!l la teoría económica avanzará significa­tivamente en este sentido, tal y como podemos constatar en las contri­buciones de Martínez Alier ( 1992a y 1992b), Martínez Alier y Schlüp­mann ( 1992), Jiménez Herrero (1992 y 1997); Bermejo (1994), Leff ( 1994b), Díaz y Galindo (1999), Bifani (1999) . . ., entre otros. Con mayor

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o menor énfasis, de sus aportaciones se deduce el protagonismo iniciáti­co que cabe atribuir a «economistas clásicos», como Adam Smith ( 1723-1790), David Ricardo ( 1772-1823) o John Stuart Mili ( 1806-1873), en la indagación de las «leyes naturales» que rigen el mercado, así como al­gunas de las transferencias que su pensamiento formula en relación con la interpretación del crecimiento económico y sus conexiones con la Na­turaleza. Apoyándose en la tradición filosófica del derecho natural, espe­cialmente de la escuela escocesa de filosofía moral, y de otras corrientes y escuelas como la fisiocracia francesa y el utilitarismo, sus posturas tienden a valorar el progreso o la riqueza como producto de una Natu­raleza infinita e ilimitada, «lo que supone que el proceso de apropiación de sus productos tampoco tiene límites. Tal concepción sigue estando vi­gente en todos aquellos enfoques que tienden a ver en la naturaleza algo dado y al considerar su contribución al proceso productivo, exclusiva­mente, en términos de externalidades en el cálculo de costes y benefi­cios» (Bifani, 1999: 37-38). En esta texitura, el «orden natural» será en­tronizado como un elemento clave para dinamizar el orden económico y social, como origen de la riqueza y de la satisfacción que se procura en función de las necesidades vitales, tal y como expresara Richard Canti­llon en 1 755: «la Tierra es la fuente o la materia de donde se obtiene la riqueza; el trabajo del hombre es la forma que la produce; y la riqueza en sí misma no es otra cosa que el alimento, las comodidades y los me­dios de satisfacer los deseos de la vida» (véase Beltrán, 1989: SO).

Para Mili, el hombre es un ser egoísta. No obstante, considera que del conflicto permanente entre individuos, cuya actividad económica SE! rige por la codicia, también surge de forma «natural» y «espontánea» la virtud colectiva y el equilibrio del mercado, que podrán desembocar en el reparto de la riqueza para toda la sociedad. Este planteamiento se ins­cribe en la defensa que el filósofo y economista británico realiza de aque­llas prácticas que creía más congruentes con la libertad individual (a la que consideraba amenazada, tanto por la desigualdad social como por la tiranía política), la razón y la exaltación del ideal científico, aunque más tarde se deslice hacia el empirismo y el colectivismo, defendiendo medi­das como la propiedad pública de los recursos naturales, la igualdad de las mujeres, la educación obligatoria o el control de la natalidad.

Adam Smith situó la razón en el corazón de la teoría económica ca­pitalista al afirmar que dejar hacer libremente a los agentes económicos era la pauta más racional para actuar. En un contexto de libre mercado, el egoísmo -al que concibe como una expresión de la competencia por defender los intereses particulares- se transformará en virtud pública al facilitar el crecimiento global y la extensión de la riqueza. Como no re­sultaba fácil identificar qué mecanismos del mercado permitían explicar dicha alquimia, Smith sugirió la presencia de una «mano invisible». Así, la «razón económica», movida por la libre iniciativa, la lucha por la su­pervivencia en un sistema competitivo y el egoísmo individual, se con­virtieron en el eje central de buena parte de la teoría económica que des-

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de entonces llega hasta nuestros días. No pueden obviarse, en este senti­do, las frecuentes alusiones que la literatura de las Ciencias Sociales hace a los trasvases que se producen desde la teoría de la evolución, propues­ta por Darwin, hacia la teoría socioeconómica de corte liberal y capita­lista. En realidad, podría afirmarse que estas ideas, vigentes en el capi­talismo que practicaba la sociedad victoriana desde los albores de la Re­volución Industrial, formaron parte del ambiente social e intelectual en el que viviría Darwin, influyendo decisivamente en su obra. De este modo, las leyes de la evolución biológica que el naturalista británico des­veló servirán para reforzar y otorgar mayor legitimidad «científica» a las creencias económicas ya establecidas.

Lo cierto es que las teorías económicas encontraron en el determi­nismo genético y en el positivismo algunos de los fundamentos «objeti­vos» que permiten justificar su apuesta por mecanismos que favorecen la libre competencia y la «racionalidad» de un sistema social regido por el principio de supervivencia de los más aptos; es decir, de aquellas perso­nas que alcanzan riqueza y poder. Este planteamiento, en la versión del «darwinismo social» propuesta por Herbert Spencer y sus discípulos, lle­vará a afirmar que el progreso depende de la capacidad diferencial que tienen los seres humanos para dominar la Naturaleza y al resto de los grupos humanos, sirviendo como soporte filosófico del imperialismo, el racismo y el capitalismo a ultranza. Como se sabe, sin llegar a estos ex­tremos, todavía hoy quienes profesan la Sociobiología y la Ecología evo­lutiva tratan de explicar los cambios sociales y culturales en términos muy parecidos.

En cualquier caso, el salto teórico que se produce con la incorpora­ción de los flujos que proceden del conocimiento científico posibilitará liberar la esfera del pensamiento y la actividad económica del ámbito de los juicios morales: si el egoísmo es el motor de la actividad económica y el resultado último es el beneficio colectivo, cualquier acción inmoral o amoral es válida, al quedar justificada por el resultado final. Esta apre­ciación adquiere un sentido perverso en el recorrido histórico que man­tienen las relaciones Sociedad-Naturaleza desde el siglo XIX hasta nues­tros días, al menos en las naciones industrializadas.

Con Smith, cuyo tratado Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, representa el primer intento de analizar los determinantes del capital y el desarrollo histórico del comercio y la in­dustria en los países europeos; también se inicia la ruptura de la econo­mía política con el pensamiento pre capitalista y fisiocrático. Sentando las bases de la moderna ciencia de la Economía, el autor escocés separa y abstrae la actividad económica del contexto físico-natural en el que ini­cialmente era contemplada, en la misma medida en la que el concepto de valor de cambio irá desgajándose del concepto de valor de uso; de he­cho, el mismo Adam Smith llegará a afirmar que «nada es más útil que el agua; pero apenas si nos servirá para adquirir nada; muy pocas cosas pueden obtenerse a cambio de ella. Un diamante, por el contrario, ape-

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nas si tiene valor de uso, pero frecuentemente a cambio de él pueden ad­quirirse una gran cantidad de otros bienes» (citado por Galbraith, 1985: 143).

En este proceso de desmaterialización de la actividad económica tanto para Smith, como después para Marx, las nociones de «produc­ción» y «trabajo» se sitúan en el centro del pensamiento económico. Del mismo modo que, como herencia de una etapa histórica que transcurre entre los siglos XVI y XVII, también llegaría a serlo la noción de sistema económico, concebido como un «mecanismo» con capacidad para deli­mitar estrictamente el mundo económico con sus propias reglas y auto­matismos de funcionamiento (Naredo, 1981). Un sistema económico «autorreferente», que deberá su coherencia interna a la ideología del pro­greso; esto es, a la creencia en que siempre se activa para mejorar el bie­nestar de los hombres. Los primeros pasos para considerar al sistema económico y al sistema natural, a la Economía y a la Ecología, como mundos separados ya estaban dados.

La aparición y consolidación de la noción de producción durante el siglo XVIII será clave para analizar cómo la ciencia económica moderna fue incidiendo en la separación entre sujeto y objeto, actividad humana y mundo físico, conforme a los principios metodológicos que Descartes estableciera al sustituir los vagos conceptos espirituales de la mayoría de los autores clásicos por un sistema de interpretaciones mecánicas de los fenómenos físicos. Naredo (1981 : 74-75) destaca al respecto que «la no­ción de producción con la que se imprimió el movimiento continuo al ca­rrusel mecanicista del sistema económico, no sólo se basó en la visión organicista del mundo antes indicada (como un organismo capaz de pro­crear), sino en la creencia de que era factible crear para el conjunto de la sociedad el sueño aislado del alquimista de conseguir, con su inter­vención, acelerar los procesos de generación y perfeccionamiento que te­nían lugar en la Madre-Tierra. Pues hacía falta que el hombre se sintie­ra capaz de controlar y acrecentar esta producción mediante el trabajo, que estuvo llamado a suplantar, con la ayuda de la ciencia, el papel acti­vo que hasta entonces se atribuía a las potencias celestes en la creación de las riquezas. El objetivo de la alquimia de colaborar con la naturale­za en el engrandecimiento de sus frutos, compartido inicialmente con la naciente ciencia experimental, fue dando paso después al afán de acre­centar lo más posible éstos contando lo menos posible con aquélla, cuya acción ya no se trataba de emular, sino de sustituir».

Concluyendo el siglo XIX los economistas neoclásicos (Jevons, Wal­ras, Merger, Marshall, Wicksell . . . ) darán los pasos teóricos definitivos para que la Economía deje de ser una «ciencia política» y pase a ser con­siderada como una «ciencia positiva», capaz de establecer leyes objetivas, magnitudes mensurables y parámetros matemáticos con los que dar cuenta del funcionamiento del mercado, a imagen y semejanza de cómo la Física newtoniana y el mecanicismo explicaban y preveían el compor­tamiento de la materia. Con sus postulados «la ciencia económica se

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hace más formal y abstracta ( . . . ). Los fenómenos económicos pasan así a explicarse no en términos sociales, sino como el resultante de conduc­tas supuestamente ra¡;ionales de cada unidad económica. Surge la teoría subjetiva del valor con un claro carácter individualista y atomicista ( . . . ) que finalmente reduce la realidad a las exigencias de los planteamientos teóricos de la ciencia económica» (Bifani, 1999: 54). En el plano políti­co, expresan su preferencia por los mercados competitivos, antes que por una intervención pública.

Los neoclásicos, que no se sienten especialmente preocupados por las causas de la riqueza, explican su desigual distribución en función de los distintos grados de inteligencia, talento o ambición de las personas, conservando el postulado de la «mano invisible», aunque tratan de darle una formulación menos hermética y más objetiva -matematizable-, acorde con los principios de una racionalidad de tipo instrumental. El buen funcionamiento de la actividad económica -su capacidad para producir e incrementar la riqueza y, por lo tanto, el bienestar humano­será resultado de la interacción entre la actividad productiva -gradual­mente mejorada por los avances tecnológicos-, la acción libre y racio­nal -egoísta- de los agentes económicos y el precio de los productos, determinado por la tensión permanente entre oferta y demanda (Pearce y Kerry, 1995). La abstracción numérica de los procesos económicos (en forma de flujos de capital, externalidades, tasas de productividad, valo­res monetarios, tipos de cambio, márgenes de beneficios, intereses, índi­ces macroeconómicos, etc.) y la formulación matemática de las leyes que rigen el funcionamiento del mercado, culminan la labor de segregar la teoría económica del «mundo real>> . No existen valores de cambio y me­nos aún de uso, sino utilidades que crean riqueza independientemente de su valor: lo «útil» no lo es por su contribución a mantener la vida, o para mejorar directamente el bienestar humano, sino por su capacidad para crear riqueza. Sólo lo intercambiable y lo apropiable puede ser objeto de cambio, monetarizado o convertido en valor de transacción.

La Economía, transformada en ciencia positiva, reforzó la creencia en la posibilidad de un progreso humano evolutivo, gradual y siempre hacia adelante. En la medida en que la «materia» y el motor de la acti­vidad económica pasa a ser el capital -ya que el trabajo se diluye como índice de valor- y éste puede, e incluso debe, crecer indefinidamente para evitar el colapso del sistema, resultará inconcebible -en el marco de la racionalidad económica dominante- pensar que puedan existir lí­mites para su expansión y, menos aún, si ello supone admitir la existen­cia de un mundo físico limitado. Es más, un sistema como el presenta­do por la ciencia económica, entonces ortodoxa, se considera que sólo tiene sentido si aspira a que la maximización del beneficio tenga corres­pondencia con la maximización de las posibilidades que ofrecen los re­cursos que deben procurarlo. Con esta filosofía al sistema no le quedaba otra opción que crecer y expansionarse ilimitadamente. Como expone Bermejo ( 1994: 79), el objetivo ya no es «la supervivencia de la humani-

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dad ni la plena satisfacción de las necesidades vitales de todos, sino el crecimiento sin límites, y es que el sistema sólo puede vivir, sólo se legi­tima mediante la expansión continua. De ahí nace su estructural incom­patibilidad con el sistema natural» . La afinidad entre progreso, desarro­llo y crecimiento de las magnitudes económicas, o si se quiere del capi­tal, está definitivamente establecida y dotada de un cuerpo teórico que la justifica racionalmente, que la explica y la hace técnicamente posible y conmensurable: lo que era una asunción esencialmente ideológica pasa a ser una verdad cierta y «científicamente demostrable» .

Con la llegada del siglo XX, diversas circunstancias llevan a colegir que las sociedades industrializadas tenían a punto los instrumentos tec­nológicos, científicos y económicos que podían hacer realidad la utopía ilustrada: el hombre domina la Naturaleza, la moldea y transforma se­gún sus necesidades, la somete a la lógica racional del mercado y avan­za imparable hacia un horizonte optimista de progreso. Esta visión se verá refrendada por diversos acontecimientos que acompañan -en el or­den geopolítico, cultural, científico, etc.- los discursos económicos en este período histórico, en los que apenas reparamos, aunque reconoce­mos su importancia para profundizar en las raíces de la crisis ecológica contemporánea; del mismo modo que también lo son para dar cuenta de la génesis colectiva de algunas de sus alternativas: el desarrollo de las es­tructuras políticas estatales en Occidente -con su aporte de «racionali­dad burocrática» y de marcos normativos referenciales para los ciuda­danos-, la expansión colonial y sus impactos en el desarrollo de la re­volución industrial, los avances de la ciencia y la tecnología -un con­texto dentro del cual la Economía trata de asumir progresivamente los cánones metodológicos cartesianos-, la importancia del pensamiento económico marxista -animado, igualmente, por ideas que contemplan con optimismo el futuro-, la influencia social de los movimientos obre­ros, la progresiva institucionalización de la educación o las profundas transformaciones que se vivieron en el mundo del arte y de la cultura.

Sin embargo, en este escenario socioeconómico, que ya comenzaba a recrearse en sus propios éxitos, pronto asomaron señales inquietantes. La Primera Guerra Mundial, el crack económico de 1929 -motivado por la caída del índice general de la Bolsa de Nueva York- y la «Gran De­presión» que atenaza a los Estados Unidos y al resto del mundo capita­lista en las primeras secuencias de los años treinta, obligaron a revisar, al menos parcialmente, buena parte de las tesis defendidas por los eco­nomistas neoclásicos.

Como se sabe, la crisis capitalista que cerró la década de los años veinte y que puso en cuestión el patrón de desarrollo establecido fue, ante todo, una crisis de excedentes o, si se prefiere, la primera crisis de crecimiento que tuvo, además, un impacto social profundo al provocar altas tasas de desempleo y desocupación. La recesión de la agricultura, el desarrollo de la capacidad productiva gracias a los avances tecnológi­cos, a la inversión creciente de capitales en la industria y a la introduc-

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ción de sistemas más eficientes en la fabricación (fordismo, taylorismo) o en el transporte, inundaron el mercado de productos para los cuales no existía suficiente demanda. Era el triste final de una etapa marcada por el optimismo, la prosperidad y la fácil transición desde la producción al consumo (de bienes y «valores», incluidos los bursátiles), en aquellas geografías que -en los términos de la época- podían catalogarse como «desarrolladas».

Aunque en muchos países la Gran Depresión provocó un cambio en las actitudes políticas y en Ja actuación de los gobiernos a favor de me­didas promotoras del Estado del Bienestar, tampoco podrá decirse que Jos remedios a la crisis de los años treinta aportasen mayor congruencia a las relaciones Sociedad-Naturaleza; de hecho, como interpretan diver­sos autores, en las actuaciones que se promueven toman cuerpo muchas de las profundas contradicciones que acabarán causando el deterioro ambiental que hoy padecemos.

En los años cuarenta, tras el paréntesis de la Segunda Gran Guerra Mundial, las soluciones que se adoptan, a partir de las propuestas de John Maynard Keynes ( 1883-1946), rehabilitan a la Economía como una ciencia moral, con peculiaridades que la distancian de las Ciencias Na­turales, al considerar que consiste básicamente en un método organiza­do para pensar y analizar cuestiones económicas, no en un conjunto de recetas con validez universal (Torrero, 1998). Sin romper con los su­puestos del liberalismo, Keynes estimaba que las fuerzas del mercado no eran suficientes para salir de la recesión, por lo que será preciso cierto grado de intervención del Estado para controlar sus excesos, redistribuir la riqueza generada y articular políticas monetarias que garanticen el funcionamiento de las magnitudes económicas globales. Estas ideas se aplicaron en diversos países industrializados (Reino Unido, Estados Uni­dos, etc.), influyendo de forma determinante en el diseño de las políticas gubernamentales que estos países adoptan respecto del empleo y de la generalización del bienestar. Finalizando la década de los setenta, será desplazado por los argumentos monetaristas, más atentos al control de la inflación que al desempleo, aunque la gravedad de posteriores crisis -en los años ochenta y noventa- contribuyeron a una recuperación parcial de los principios keynesianos.

Con las teorías keynesianas, la economía capitalista asume que para mantener tasas de crecimiento continuadas es necesario estimular el consumo más allá de lo que sería suficiente para dar cobertura a las ne­cesidades básicas de la población: un capital que necesita reproducirse continuamente requiere un consumo también creciente de bienes y de servicios. El mercado es capaz de producir mucho más de lo necesario para dar satisfacción a lo más básico -alimentación, vestido, vivienda, sanidad, educación-, precisando crear las condiciones que permitan a la demanda absorber ese incremento. De este modo, lo que hasta los años treinta era un ajuste mecánico del capital industrial a las pautas del con­sumo conspicuo y a la capacidad adquisitiva de las elites sociales, de aho-

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ra en adelante supondrá ir mucho más allá, en exigencias y cantidad: ya no se trata tan sólo de que el potencial de crecimiento del sistema se ade­cue a Jos requerimientos de una sociedad con vocación de expansión; además, habrá que recurrir a la economía mercantil para expandirla, ge­nerando nuevas necesidades, estimulando las demandas del consumo y convirtiendo el disfrute de casi todos los «bienes» (domésticos, cultura­les, etc.) en una práctica masiva.

Ante esta situación se plantea la mejora de la capacidad adquisitiva del proletariado y de las clases medias, coincidiendo estratégicamente con las reivindicaciones salariales, laborales y sociales que los movi­mientos obreros venían manteniendo desde finales del siglo XIX. El pac­to, arbitrado por el Estado, entre el capital y determinados sectores de la clase obrera, daría lugar -a partir de los años cincuenta- a la aparición en Occidente de las llamadas «sociedades del bienestar», que son tam­bién, e inseparablemente, «sociedades de consumo». Cierta redistribu­ción de la riqueza, convergente con las tesis keynesianas, es buena e incluso imprescindible para mantener la salud del sistema económico, estimular el flujo de capitales y garantizar su expansión indefinida. En opinión de Bifani ( 1999: 7 1), se acepta la disponibilidad de recursos pro­ductivos, incluyendo los naturales, como un componente más de la lógi­ca del sistema, respaldando un consumo expansivo e ilimitado. De este modo, «las magnitudes macroeconómicas tienden a esconder la profun­da irracionalidad de un sistema que, para satisfacer necesidades artifi­cialmente creadas por el propio sistema, tiene que negar lo esencial a la gran mayoría. Por lo tanto, en el aspecto distributivo hay dos dimensio­nes: una que se refiere a cómo se distribuye el producto material de la sociedad, y otra a cómo se compone el producto, es decir, cómo se dis­tribuye Ja producción entre bienes y servicios materiales esenciales y no esenciales».

Una vez más, al igual que sucediera en la primera postguerra mun­dial, las miserias que azotan a amplios colectivos sociales (abandono, desamparo, pobreza, exclusión, etc.), sobre todo a niños, mujeres y an­cianos . . . , conviven con las oportunidades que se abren a aquellos que es­tán llamados a protagonizar la reconstrucción social: empresarios, tra­bajadores cualificados, políticos, intelectuales, etc. En este contexto, no resulta extraño que una vez finalizada la Segunda Gran Guerra, además de producirse el despegue de sectores tecnológicos clave, se articule una organización geopolítica en la cual las teorías económicas ortodoxas, volcadas hacia la maximización del capital, encontrasen un ambiente propicio.

A partir de los años cincuenta, el marketing y la publicidad se im­pondrán como instrumentos capaces de crear un mundo simbólico en el cual el deseo -o la esfera maleable de las «necesidades psicológicas»­sustituya a la necesidad como motor del consumo. Para Galbraith (1985: 1 55), "ª medida que una sociedad se va volviendo cada vez más opulen­ta las necesidades van siendo creadas cada vez más por el proceso que ,

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las satisface. Su actuación puede ser pasiva. Los incrementos en el con­sumo, la contrapartida a los incrementos en la producción, actúan por sugestión o por emulación para crear necesidades. Pero los productores pueden actuar también de una forma activa, creando necesidades a tra­vés de la publicidad y de la técnica de ventas. Las necesidades vienen así a depender del producto [y no del consumidor] . . . El nivel superior de producción posee, simplemente, un mayor nivel de creación de necesi­dades que requiere un nivel superior de satisfacción de las mismas» . La nueva arquitectura tecnológica, los procesos de internacionalización y globalización en el marco de la sociedad digitalizada, se han incorpora­do a este proceso generando lo que ya ha dado en llamarse la «economía inmaterial», favoreciendo, como recuerda Mayor Zaragoza (2000: 367), «la constitución de oligopolios, o incluso de monopolios de vocación pla­netaria, muy particularmente en los sectores que generan grandes eco­nomías de escala, como en las industrias de programación, de trata­miento y difusión de la información y de redes de infraestructuras ( trans­portes, energía)».

Para algunos analistas de la crisis contemporánea, la entrada en la «sociedad de consumo» supone la salida de la sociedad moderna. Tou­raine ( 1993: 1 89), por ejemplo, entiende que el consumo de masas alte­ra el concepto moderno de sujeto: en la sociedad moderna, afirma, «las conductas están determinadas en ella por el lugar de los actores en el proceso de modernización, delante o detrás, arriba o abajo. Bruscamen­te, ese armazón social y económico de las conductas se descompone y el actor se sitúa en relación consigo mismo y con los mensajes emitidos por un vasto público o por su pertenencia a grupos restringidos primarios». Con una visión complementaria, Tedesco ( 1995: 8 1 ) considera que la pu­blicidad entraña una ruptura con la modernidad en la medida en que «supone introducir un comportamiento no racional en la economía, en donde el consumidor ya no decide en función de un análisis de las ven­tajas comparativas de cada producto, sino de las emociones que suscita la propaganda basada en la imagen». Más allá de estas anotaciones, para profundizar en las relaciones entre la sociedad de consumo y la proble­mática ambiental nos parecen especialmente valiosos los trabajos de Huckle ( 1988), Durning ( 1994) y de Kostka y Gutiérrez ( 1997).

El ideal del progreso, tal y como lo interpreta el capitalismo, sale in­cólume y aparentemente reforzado de su primera gran crisis. El sistema, al menos de momento, ha sido capaz de plantear el problema y de re" solverlo dentro de los márgenes de la racionalidad económica. En el pen­samiento keynesiano, el mercado sigue actuando gobernado por la libre competencia de los actores económicos; su lógica se deriva de la racio­nalidad con la que éstos intervienen para evitar las pérdidas, maximizar los beneficios e incrementar el capital. La «mano invisible» de Adam Smith sigue explicando cómo es posible que del conflicto entre egoísmos individuales emerja el bien común, aunque debamos ser pacientes mien­tras no culmina dicha transmutación hasta alcanzar a todos los sectores

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sociales; como advierte Keynes, «por lo menos por otros cien años debe­mos aparentar con nosotros y con los demás que lo bello es sucio y lo sucio es bello, porque lo sucio es útil y lo bello no lo es. La avaricia, la usura y la previsión deben ser nuestros dioses por un poco más de tiem­po» (véase Schumacher, 1982: 85). En la esfera económica, el fin -la ri­queza-, como sugiere el texto, legitima los medios utilizados para al­canzarlo y se elude o aplaza cualquier asomo de juicio moral. Para Bifa­ni ( 1999: 7 1), esto permite constatar cómo Keynes y los postkeynesianos no rompen con el pensamiento neoclásico, «lo cual está claro en el ca­rácter hedonista de la teoría, pero además mantienen la validez, supues­tamente universal, de los principios de escasez y maximización como cardinales de la teoría económica» .

En los años sesenta y setenta aparecerán los primeros síntomas de otro tipo de problemas, que la economía ortodoxa no fue capaz de anti­cipar y que, cada vez con más ruido, ponen en cuestión algunas de sus proposiciones básicas, incluida la idea misma de progreso. Para ello pon­drán énfasis en dos procesos que no fueran previstos y que, acaso, tam­poco eran queridos: la redistribución de la pobreza, más que la difusión de la riqueza; la agonía del Planeta como resultado del desmedido e in­controlado abuso de sus ecosistemas. Son los comienzos de la globaliza­ción en la sociedad moderna, en la que el entorno «incluye la conciencia de riesgos de grandes consecuencias, las cuales representan peligros de los que nadie puede estar a salvo» (Giddens, 1996: 60).

Se hace evidente que la generalización de los bienes materiales al conjunto de la humanidad -resultado «mecánico» del incremento sos­tenido de la riqueza y del aumento de la capacidad productiva- no se ha producido o que, al menos, no se produce con la celeridad «desea­da» ni siguiendo los pasos trazados por los economistas neoclásicos y por las reformulaciones keynesianas. De este modo, el mundo contem­poráneo asistirá a la imposición de fuertes desequilibrios en el desarro­llo, con un 20 % de la población mundial que acapara el 80 % de la ri­queza y tasas semejantes de recursos minerales, energéticos y alimen­tarios. Como dramático contrapunto, el 80 % de la población del Pla­neta -en una dinámica que se ha pretendido ilustrar en los parámetros geográficos del Norte y del Sur- sobrevive con recursos marginales o cedidos -material y económicamente, recurriendo en muchos casos al endeudamiento externo-, encasillándose en situaciones que empeoran progresiva y drásticamente su «estatus social», ya sea por su posición marginal y dependiente en el orden económico internacional, o por la concurrencia de un crecimiento demográfico desbocado. El desarrollo desigual, de personas y sociedades, será la consecuencia más visible de un modo de actuar que nunca se mostró coherente con el objetivo de hacer justicia a las desiguales prioridades del desarrollo, diferencia­das y ajustadas a quienes viven entre la urgencia y la emergencia social.

Por otra parte, y en estrecha relación con lo anterior, se constata que la Biosfera está cada vez más sometida a graves alteraciones en sistemas

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que son básicos para la vida. Un problema que, además de desvelar la fragilidad de la Naturaleza, ejemplifica la posibilidad de que el desarro­llo de las sociedades humanas, principalmente de las sociedades más in­dustrializadas, se colapse al toparse con los límites físicos del Planeta. El informe, ya mencionado, del Club de Roma sobre Los límites de creci­miento (Meadows; Meadows; Randers y Behrens, 1972), será uno de los primeros en señalar cómo la interpretación economicista de un ideal de progreso, entendido como crecimiento sostenido e indefinido, colisiona con la evidencia de que el mundo -nuestro mundo- posee una capaci­dad �i;nitada, no sólo para aprovisionamos de materias primas, sino tambien para reabsorber los contaminantes que generamos. Leonardo Boff ( 1996: 21) expresa con toda crudeza la responsabilidad de la mo­dernidad avanzada por habemos situado en esta gran encrucijada: «¿Cuál es el sentido primordial de las sociedades mundiales hoy? . . . : es el progreso, la prosperidad, el crecimiento ilimitado de los bienes materia­les Y servicios. ¿Cómo se alcanza ese progreso? Mediante la utilización, explotación y potenciación de todas las fuerzas y energías de la Natura­l�za

.Y de las personas. El gran instrumento para ello es la ciencia y la

tecmca que han producido el industrialismo, la informatización y la ro­botización. Estos instrumentos no han surgido por pura curiosidad sino de la voluntad de poder, de conquista y de lucro.»

. El r:aradigma hegemónico del crecimiento, apoyado en la supuesta rac10nahdad del mercado y en las capacidades previsoras o reparadoras del saber científico y tecnológico, aparece en las últimas décadas con­frontado con los ideales de equidad y sustentabilidad. De este modo, el pensamiento ilustrado «original», que entendía el progreso como una mejora continuada de la condición humana, dará paso a una situación crítica, cargada de evidencias sobre las amenazas que se ciernen sobre la �umanidad, hasta el punto de asociar las propuestas implícitas o explí­citas de su proyecto «Vital» a la degradación de esa misma vida que pre­tende ensalzar o mejorar. Esta situación se hará cada vez más palpable a la luz de los desequilibrios ecológicos de la Biosfera, de su alteración por la acción humana y de problemáticas ecológicas que ya pocos nie­gan. Aunque, como se esperaba, existan notables discrepancias en la in­terpretación de la magnitud del «problema» y en la atribución de res­P?nsabilidades a personas y a actuaciones determinadas. Unas divergen­cias que todavía se hacen más palpables cuando se realizan propuestas sobre las soluciones o los cambios que es preciso emprender, por mucho que las declaraciones suscritas en los foros internacionales coincidan en su urgencia o en las alternativas que se nuclean en tomo al desarrollo sostenible.

En este contexto, la decadencia que exhibe el medio ambiente pla­netario cuestiona los cimientos del proyecto civilizatorio en el que se adentra la modernidad avanzada, impulsando y legitimando un creci­miento económico que reniega de la Naturaleza; la idea misma de sus­tentabilidad, dirá Leff ( 1998: 9, 15), «es el significante de una falla fun-

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<lamenta! en la historia de la humanidad» que se proyecta en el tiempo presente, emergiendo como un «criterio normativo para la reconstruc­ción del orden económico, como una condición para la sobrevivencia hu­mana y un soporte para lograr un desarrollo durable, problematizando las bases mismas de la producción». Para Leff, esto conlleva apuntar ha­cia la desconstrucción del paradigma económico de la modernidad, fren­te al que se levanta la construcción de nuevos futuros posibles, fundados en los límites de las leyes de la Naturaleza, en los potenciales ecológicos y en la elaboración de sentidos sociales inspirados en la creatividad hu­mana. Según Touraine ( 1993: 471), asistimos a una etapa que nos lleva a desconfiar del progreso o de un enriquecimiento que arrastre consigo la democratización y la felicidad, porque «tememos cada vez más que el crecimiento destruya equilibrios naturales fundamentales, aumente las desigualdades a nivel mundial, imponga a todos una carrera agotadora hacia el cambio».

Sin embargo, coincidiendo con la gestación de estrategias que de­claran la necesidad de modificar la producción y los estilos de vida, se observa cómo triunfan las tesis políticas que restauran el liberalismo, y con él muchos de los credos económicos que ensalzaron la apropiación de los recursos de la Naturaleza en función del bienestar humano, lle­gando incluso a rechazar que exista contradicción entre ambiente y cre­cimiento. En esta perspectiva, analiza Leff ( 1998: 2 1), los problemas eco­lógicos no surgirán como resultado de la acumulación de capital, ya que «los mecanismos del mercado se convierten en el medio más certero y eficaz para intemalizar las condiciones ecológicas y los valores ambien­tales al proceso de crecimiento económico». De ahí que la privatización y la desregulación se conviertan en una práctica «globalizada», y que el mercado -en un contexto de intensas transformaciones en la economía mundial- se perciba más como un artículo de fe que como una cuestión de razón, con el agravante de que podemos experimentar la discontinui­dad histórica que demuestre que tal convicción no es válida cuando ya sea demasiado tarde. Porque, en el fondo, como expone Pérez Adán ( 1997: 37) al analizar críticamente las tesis del discurso neoliberal, suce­de que «para los que creen que el recurso infinito del intelecto humano en un entorno de libertad está llamado a dar sentido al cosmos, es muy difícil aceptar, antes de que los límites aparezcan, la posibilidad de la existencia de límites reales para la continuidad de la civilización y el pro­greso. Siempre se podrá argumentar que ese recurso infinito dará res­puesta a cualquier supuesta irreversibilidad, y la continuidad histórica está ahí para probarlo» .

Al imponerse la libre iniciativa de los agentes económicos que se dan cita en el mercado, se restablece la confianza en sus bondades para resol­ver cualquier problema que se plantee, como puedan ser el desempleo o el envejecimiento de la población. El Estado del Bienestar, herencia del con­senso keynesiano, entra en crisis a resultas de un desencanto o un males­tar que no obedece tanto a una insatisfacción del modelo en sí, como a las

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consecuencias no desea��s de su aplicación (Muñoz de Bustillo, 2000), aunque para los más cnticos se constituya en la culminación anticipada -y. deseada- del patei;nalismo estatal y de sus políticas de intervención social. Para los teóricos del neoliberalismo no quedaria otra opción, ya que, como expone Berzosa (1996: 262), para ellos «lo fundamental es que hay que recortar costes a las empresas, tanto en salarios como en im­puestos, y luchar contra la inflación, a través de políticas monetarias ri­gurosas y reduciendo el déficit público». Aunque los altos costes sociales Y ambientales de esta política económica -tanto en las regiones centrales como en aquellas periféricas del orden capitalista-, han llevado a cues­tionar s.u ��ctrina, ésta si�e. ocupando un papel hegemónico. En el pre­sente histonco y en el previsible corto plazo, su triunfo parece absoluto.

2. La exaltación del desarrollo: un concepto mutante

La tesis de que el mundo está en sus límites ( Goodland, 1997: 19-36) y, «más exactamente: que no puede mantenerse el actual crecimien­to de la economía global basado en el consumo incontrolado de recur­sos», activa desde hace poco más de tres décadas las contradicciones de una sociedad que durante siglos se ha acostumbrado a ignorar los peli­gros cotidianos más comunes (Douglas, 1996); entre ellos, y en un mo­mento histórico señalado por las dudas que transmite la experiencia postmoderna, destacan los que afectan directamente a la propia super­vive;icia de la �sp�c.ie humana, a sus modos de progresar y de procurar el biene�tar -:--!ndividual y colectivo- de la población, una vez consta­tada la msuficiencia o degradación de muchos de los recursos dispues­tos en y por la Naturaleza.

Lejos de liberarnos de las presiones ambientales, los avances cientí­ficos Y tecnológicos que tratan de dar respuesta a las necesidades más per�i;torias d� las sociedad�s industrializadas, acabarán incorporando la noc10n de «nesgo» (y de mcertidumbre) a las categorías centrales de l� identidad pl.anetaria (Beck, 1992; 1998); y, con ella, una de las expre­s10nes que mejor representa a la modernidad en su versión antropológi­ca: el desarrollo. Esto es, un proceso deliberado y gradual de cambios eco­nómicos, culturales, sociales, demográficos, etc., supuestamente orienta­dos a satisfacer intereses y expectativas ligadas a la felicidad de las per­sonas Y a sus o��rtuni�ad.es vitales. Una pe.rspectiva que seduciría muy pronto a las pohticas publicas y a los Orgamsmos Internacionales, cuyas propuestas, además de concebir el «desarrollo» como una evolución cuantitativa de las macromagnitudes socioeconómicas, consideran que supone. una transformación cualitativa de las estructuras que las sopor­tan cotidianamente, posibilitando que los pueblos avancen en sus proce­sos de civilización.

Al superar los restrictos significados de otros vocablos cercanos como c<riqueza», «evolución económica», «Crecimiento» o «moderniza-

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ción», el desarrollo se percibe inicialmente como un término sugerente para alimentar expectativas relativas al aumento del «nivel de vida» y, más genéricamente, de su «calidad», propagándose su manejo a partir de los años setenta como una expresión coloquial, asociada al dominio pú­blico y al sentido común, aunque también a las Ciencias Humanas y So­ciales. De este modo se completa la transferencia metafórica de un con­cepto que hasta entonces era utilizado principalmente en el campo de la Biología, como algo sólido y material. Para Esteva (2000: 73), esto su­pondrá situar la hegemonía de la historia en una visión genealógica «pu­ramente occidental, robando a las gentes y pueblos de distintas culturas la oportunidad de definir las formas de su vida social» .

Sea como sea, la palabra «desarrollo», y el variado léxico al que da lugar, acumulará en poco tiempo una amplia gama de connotaciones, multiplicando -y, a veces, desfigurando- la poderosa carga semántica que las Ciencias Sociales y los poderes instituidos le irán otorgando. El hecho mismo de que el término desarrollo insinúe una noción próxima a la exploración racional o a la idea de progreso, deparará que tenga «tanta fuerza para la izquierda como para la derecha modernizante» (Redclift, 2000: 21) . O, más aún, siguiendo la interpretación de Escobar ( 1997: 501-502), que sea usado sin cuestionar su estatus ontológico «como un verdadero descriptor de la realidad, un lenguaje neutral que podía ser utilizado de forma inocua y con diferentes finalidades en fun­ción de la orientación política y epistemológica de quien lo empleara ... Desde la teoría de la modernización a la de la dependencia o de los sis­temas mundiales; desde el desarrollo autocentrado, el desarrollo sosteni­ble o el ecodesarrollo, los calificativos del término se han multiplicado sin que el propio término haya sido señalado radicalmente como proble­mático» .

Con la mirada puesta en el nuevo milenio, casi todo lo que apela al «desarrollo», a sus principios, declaraciones e intenciones, constituye un referente principal de la época que vivimos. No sólo como palabra -má­gica, emblemática, liberadora, controvertida . . . - sino también, y acaso fundamentalmente, como un discurso instituyente de prácticas y reali­dades a las que tipifica o describe, generalmente con la intención de mos­trar los cauces por los que discurren las dinámicas sociales más percep­tibles (variables demográficas, indicadores socioeconómicos, etc.), ya sea con una visión evolutiva o comparada. En cualquier caso, una palabra a la que se recurre como una forma de identificar «la capacidad y posibi­lidades de conseguir una mejora en las condiciones de vida de la gente; [que] se ha establecido como el eje sobre el que se orientaron las direc­trices de todos los países teniendo como referencia el destino alcanzado por los países occidentales» (Monreal y Gimeno, 1999: 5).

Siendo un concepto que pronto trasciende la relativa neutralidad de las palabras, la ampliación de sus significados terminológicos derivará hacia su consideración como uno de los problemas contemporáneos más apremiantes (Cameron, 1998), origen de revoluciones y golpes de Esta-

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do, motivo de guerras y búsquedas de paz, pretexto de derechos y estra­tegias para concretar horizontes más deseables para la Humanidad. De ahí su polivalencia y expansión como un vocablo estimulante y aséptico, científico y político, sociológico y normativo . . . mediante el que es facti­ble denotar diferentes metas respecto de la calidad de vida y el bienestar social: en las metamorfosis del capitalismo, la lucha del tercer mundo por la descolonización, la reparación de los desequilibrios Norte-Sur, la preservación del medio ambiente, la conquista de la equidad social o la satisfacción generalizada de las necesidades básicas. Todo será desarrollo y nada, por subsidiario o paradójico que resulte, parece quedarse fuera; hasta el mismo «subdesarrollo» u otras formas de nombrarlo: pobreza, atraso, dependencia ... Como expresara Berger (1979: 30-3 1), «incluso para aquellos que viven en los márgenes más precarios de la existencia, el desarrollo no es una simple cuestión de mejora de las condiciones ma­teriales; es también, al menos, una visión de transformación redentora. A menos que se entienda esto, mucho de lo que está sucediendo actual­mente en el Tercer Mundo seguirá siendo incomprensible» .

En este contexto, el desarrollo (con sus múltiples variantes termino­lógicas), ampliación de lo que hasta hace pocas décadas era simple «cre­cimiento» o «progreso», ocultará buena parte de su sesgo economicista con contenidos que pretenden caracterizarlo como una práctica social in­tegradora, capaz de conciliar intereses tan dispares o contrapuestos como los que puedan representar las compañías multinacionales y los Estados-nación, las asociaciones corporativas y los movimientos comu­nalistas, las elites y los colectivos populares, diluyendo las discrepancias que subyacen en los criterios ideológicos y morales. Todos somos desa­rrollo y muy poco de lo que nos afecta podrá contemplarse siendo ajeno a este postulado, aunque el universalismo de sus reivindicaciones, en los términos que acordaron los asistentes a la «Cumbre Mundial sobre De­sarrollo Social», celebrada en Estocolmo en 1995, esté muy lejos de pro­yectarse en el desarrollo de todos.

No obstante, cada vez más, el desarrollo afianza su identidad como un mito de la ética y estética de las sociedades modernas (Attali y otros, 1980), convertida en una palabra-fetiche (Viola, 2000: 1 1) a la que se re­curre como «Un poderoso filtro intelectual de nuestra percepción del mundo contemporáneo», que los Organismos Internacionales legitiman otorgándole un significativo papel en la acción política, tratando de apro­ximar el quehacer humano a la felicidad; y, con ella, a más y mejor bie­nestar colectivo, ajustando las expectativas de diversas generaciones -presentes y futuras- a los márgenes que impone un ecosistema global finito, degradado y agotable. Como se sabe, causa y efecto de un proce­so que exige cambios radicales en los mecanismos de decisión y en la mentalidad de los que deciden bajo el apelativo común de un «desarro­llo sostenible» y posible, porque «aun cuando se trata de un empeño ro­deado de muchas incertidumbres, es muchos menos arriesgado que se­guir igual, como si no pasara nada» (Brown, Poste! y Flavin, 1997: 1 22).

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En los últimos años, la búsqueda de un modelo de desarrollo «sus­tentable» y «duradero», que establezca un equilibrio cauteloso entre los objetivos del corto y medio plazo, poniendo énfasis en la equidad y la ca­lidad de vida, más que en la calidad de la producción o en el consumo, permite visualizar lo que, durante décadas o incluso siglos, ha sido una verdad silenciada o deturpada: el desarrollo de personas y pueblos se construye, se crea y recrea en las vidas cotidianas, se conquista o reivin­dica en el quehacer colectivo, aflora y se afirma como proceso y no sólo como efecto o resultados, se acompaña de la participación democrática. El desarrollo, por tanto, no se otorga o impone, aunque muchas de sus «ejemplificaciones» muestren al desarrollo en una dirección descenden­te y autocrática, más próxima a la imposición de la «modernidad liberal» que a la «libertad de ser modernos».

Afirmamos, pues, que el desarrollo es una construcción social e his­tórica en la que confluyen posturas confrontadas sobre la naturaleza y orientación que adquieren las transformaciones sociales, en sus dimen­siones materiales e ideales. Y que, en síntesis, presentan dos niveles de concreción:

• De un lado, en el desarrollo que se exterioriza como un exponente de las prácticas técnico-racionales, gerenciales y estratégicas que adoptaron y adoptan muchos de los Planes o Programas de Acción que se implementan en realidades deficitarias, con un claro talan­te intervencionista o reparador; el desarrollo se convierte en un fin en sí mismo, garante de una mayor eficiencia económica, social y política . . ., como si de él dependiera la buena y conveniente admi­nistración de los «bienes comunes», graduando sus propuestas en función de la importancia que adquieren la iniciativa de los pode­res públicos o las leyes del libre mercado. De algún modo, a esta perspectiva responden los principios que inspiraron la «Alianza para el Progreso» en Estados Unidos, los «Planes Quinquenales» de la extinta Unión Soviética, los «Planes de Desarrollo» de la Es­paña tardofranquista o muchas de las más recientes «Ayudas al Desarrollo» auspiciadas por Naciones Unidas, la OCDE, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y algunas Organiza­ciones No Gubernamentales.

• De otro, en el desarrollo que con un sentido alternativo -e inclu­so utópico en el escenario de las sociedades neoliberales-, pre­tende conducirse como un proceso sociopolítico favorecedor de cambios estructurales profundos, decididamente liberadores 'e igualitarios respecto de los derechos de todas las personas y pue­blos, de un sentido democrático de la vida pública y de una con­vivencia pacificadora; y, por ello, acorde con un ordenamiento lo­cal-global más dialogal, justo y armónico. En este caso, el <lesa-

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rrollo se expande a través de planteamientos que enfatizan el ca­rácter innovador que han de adquirir los programas de acción para la emancipación de pueblos privados de su identidad, favorecedo­res de la plena realización de sus potencialidades latentes y endó­genas, congruentes con el respeto a los derechos cívicos y sociales, incidentes en la progresiva reducción de los desajustes económicos y de sus impactos en la distribución de la riqueza o en el medio ambiente, etc. Con ello se posibilita la reinvención crítica de una sociedad civil que se perciba suficientemente capaz de aunar sus potencialidades (individuales y colectivas) con las de los poderes públicos. En esta línea se inscriben un amplio elenco de iniciati­vas que, a pesar de responder a denominaciones y realizaciones dispares (ecodesarrollo, autodesarrollo, desarrollo local, desarrollo a escala humana, desarrollo integrado, desarrollo comunitario, de­sarrollo sustentable, etc.), convergen en la voluntad de incremen­tar la democracia cercana a los sujetos y en dar respuestas efec­tivas a sus necesidades vitales, puesta también la conciencia y la urgencia en el deseo de habilitar una ética más consecuente con la solidaridad y el mantenimiento de la biodiversidad del Planeta.

En torno a esta disyuntiva, y a lo que representa el desarrollo como un concepto-realidad que ha guiado buena parte del pensamiento y la ac­ción humana en las últimas décadas del siglo XX ( Gardner y Lewis, 1996), se articulará la trayectoria de un proceso al que las sociedades fiarán la construcción y diversificación de sus respectivas identidades colectivas; y, con ellas, a situaciones que -queridas o no- inciden en la sinrazón del aumento de las desigualdades entre los pueblos, de conflictos y afa­nes contrapuestos en la satisfacción de las necesidades de todos, con cri­terios sujetos a derechos: equidad, justicia, solidaridad, libertad, etc. De este modo, el desarrollo, más allá de mostrar la progresiva «capacidad cognoscitiva del hombre y de su poder para actuar sobre la Naturaleza» (Bifani, 1999: 30), también desvela sus incapacidades e incongruencias, llegando incluso a connotar lo opuesto a lo que primitivamente indicaba (Elizalde, 1992), como «justificador» y «distractor» de realidades que re­velan la persistencia de la pobreza (países que se empobrecen a pesar de su creciente riqueza material, y un incremento absoluto de los pobres tanto en los países pobres como también en los países ricos), el paulati­no deterioro moral que conlleva la extensión del consumismo o la glo­balización de la degradación ecológica.

La propia cronología del vocablo, en lo que podemos conceptuar como una lectura del desarrollo en clave histórica, muestra hasta qué pun­to se ha introducido en las formas de imaginar y proyectar el quehacer social en los últimos siglos y décadas: con avances y retrocesos propios de un «concepto y proceso mutante», sometido al influjo de las ideolo­gías y los prejuicios, inmerso en los avatares de la confrontación y el pac­to de intereses, presuponiendo «una determinada concepción de la his-

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toria de la humanidad y de las relaciones del hombre con la Naturaleza» (Viola, 2000: 12) . . . , los debates y modelos que nombran al desarrollo no han podido eludir su inserción en una controversia de amplio recorrido político e ideológico.

Siendo una expresión que hunde sus raíces en las Ciencias de la Na­turaleza, con aplicación a diversos campos científicos, en los que inter­cambia sus significados con los de «evolución» o «Crecimiento», el desa­rrollo adquiere en el pensamiento socioeconómico de la Ilustración y en el ímpetu revolucionario del marxismo su mayoría de edad sociológica. A ellos debe su conversión en un concepto capital y en una palabra maestra (Morin, 1995a: 391) a la que se confían «la expansión y el pro­greso de las virtudes humanas, de las libertades y de los poderes del hom­bre». La propagación de la sociedad industrial, los avances tecnológicos y la democratización de la vida pública, contribuirán a su presencia en los discursos y las prácticas sociopolíticas, en las que se inscribe desple­gando diversas concepciones y modelos, entre los protagonismos del mercado liberal y el intervensionismo de los Estados.

Ya en los siglos XVIII y XIX, como consecuencia de la revolución in­dustrial, de las nuevas condiciones del trabajo, de las luchas de los mo­vimientos obreros o de la incipiente reivindicación de los derechos hu­manos, los planteamientos de lo que hoy asociamos a ciertas imágenes del desarrollo comienzan a proyectarse en la búsqueda de vías pacíficas para construir una sociedad más justa y solidaria (Díez y Sobrino, 1990). En líneas generales, se procuran conciliar los derechos sociales con los individuales en la construcción de países y Estados implícita o explícita­mente cada vez más vocacionados al «desarrollo» humano. En este sen­tido, sin que pueda obviarse el trasfondo economicista en el que se ins­criben, merecen destacarse, entre otros, distintos acontecimientos y ac­tuaciones que llegan hasta las primeras décadas del siglo xx: las Decla­raciones de Filadelfia ( 1774) y Virginia ( 1776), de los «Derechos del Hombre y del Ciudadano» ( 1789) en el contexto de la Revolución Fran­cesa, de los «Derechos Humanos» ( 1793), la Constitución mexicana de 1917, la Declaración rusa de los derechos del pueblo trabajador y explo­tado ( 1918), la Constitución alemana de Weimar (1919), la Constitución de la República española ( 1931), la Constitución irlandesa ( 1939) y los «Contratos sociales» de alcance nacional (el New Deal en Estados Unidos y el Plan Beveridge para el Bienestar Social en el Reino Unido) en los años treinta y cuarenta. De uno u otro modo, constituyen antecedentes reconocibles de una idea de «desarrollo» que transita entre su restricta asimilación al progreso económico y la emergente modernización social .

En los años centrales del último siglo, tras la consolidación del in­dustrialismo en los países capitalistas de Occidente, la «Vieja» idea del desarrollo (a veces, sin que llegara a nombrarse el término) conseguiría ampliar sus horizontes a múltiples ámbitos del pensamiento y la acción social, en los que se introduce como el gran paradigma del naciente hu­manismo occidental. De hecho, es a partir de entonces cuando trata de

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abandonar el perfil «rentista», «colonizador», «tecnocrático» .. . , que venía caracterizándolo como simple «crecimiento económico» o «mejora de las condiciones materiales», para extender sus utilidades a la cultura, la edu­cación, el bienestar social, la salud, la política, la ciencia, etc., tanto en sus aspectos cuantitativos como cualitativos.

Los efectos de la Segunda Guerra Mundial en los modos de reorga­nizarse las sociedades más avanzadas en los años cincuenta y sesenta, afectarán decisivamente las concepciones y prácticas que desde entonces se plantean en nombre del «desarrollo». Y, muy singularmente, sus sig­nificados estratégicos en las políticas regionales y nacionales, en la ac­ción cooperante de los Organismos intergubernamentales o en los pro­yectos que se emprenden al objeto de mejorar las condiciones de vida del hombre. Para facilitar dicho desarrollo, los gobiernos y las asociaciones privadas -tanto comerciales como no- asumen mayores responsabili­dades que nunca y emplearán recursos en proporciones sin precedente (Hayes, 1969). En todo caso, amparados por unas condiciones históricas que «significaron un cambio en las relaciones internacionales y la emer­gencia de un nuevo orden mundial: el declive del colonialismo y la con­solidación de los estados-nación, la emergencia de la Guerra Fría, la ne­cesidad del capitalismo de encontrar nuevos mercados, y la confianza en las posibilidades de la aplicación de la ciencia para abordar los proble­mas de cada una de las sociedades mediante la ingeniería social» (Mon­real y Gimeno, 1999: 5-6).

Para diversos autores (Rist, 1996; Esteva, 2000), el discurso presi­dencial de Harry Truman (20 de enero de 1949), sobre «el estado de la Unión», constituye el acta fundacional de la nueva era, y aunque su re­tórica desarrollista (con una fe ilimitada en el progreso, el aumento de la producción, la introducción de tecnologías más eficientes, etc.) reduce muchas de sus propuestas a un mero crecimiento económico, se com­plementan con cambios que se refieren a los individuos (sus informacio­nes, aptitudes y actitudes), las organizaciones e instituciones sociales y los incentivos a las inversiones sociales . . ., sobre todo en áreas económi­camente subdesarrolladas. Comienzan, también entonces, los primeros ajustes de los planteamientos conceptuales del desarrollo a «indicadores» que permitan medirlo en países y circunstancias sociales concretas, dan­do cuenta de los estados y tendencias que presentan algunas de sus prin­cipales variables, entre las que sobresalen aquellas que pueden objetivar­se estadísticamente (distribución del ingreso, consumo y riqueza; condi­ciones del trabajo y servicios de empleo; uso y distribución de los recur­sos educativos; crecimiento y distribución demográfica; salud y servicios de asistencia social; etc.).

En opinión de Griffin ( 1992: 9-12), son años en los que coinciden la primera etapa «feliz de la alta teorización» sobre el desarrollo y «la edad dorada de la expansión global» : crecimiento rápido y sostenido en los países capitalistas industrializados, fuerte integración de la economía internacional y crecimiento explosivo del comercio mundial, extensión

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de las ideas socialistas al Tercer Mundo y auge de los regímenes socia­listas (Vietnam, Cuba, Argelia, China ... ). En cualquier caso, y hasta el primer tercio de la década de los setenta, se auspiciará un modelo de de­sarrollo en el que se ponen de relieve cuatro características principales (Monreal, 1999: 223-224): 1 .a) crecimiento económico, y no necesaria­mente distribución de la riqueza, mediante la industrialización que pro­movían las grandes empresas; 2.a) la urbanización, subvaloración del mundo rural y de su contribución al bienestar nacional, la emigración a las ciudades y la creación de cinturones de miseria en los entornos de los grandes núcleos urbanos; 3.a) énfasis en los Estados-nación, con­templando el desarrollo como un proceso o cambio unilineal e irrever­sible que beneficiaría por igual a todos los países y a todos los grupos sociales dentro de cada país; y 4.a) falta de conciencia respecto de los lí­mites naturales del crecimiento y de los problemas medioambientales, que ni se sospechaban.

En su versión más «socializadora», el desarrollo focalizará su aten­ción en las comunidades locales, a las que se observa como una pobla­ción-objetivo necesitada de respuestas globales, fundamentalmente en los espacios sociales y económicos más atrasados y periféricos (zonas rura­les, barrios marginales, países colonizados, etc.). Así, desde los primeros años cincuenta, y acogiéndose a la denominación de «desarrollo comu­nitario», será como la ONU y los países más avanzados (Estados Unidos, Inglaterra, Francia) intervienen en pueblos de viejo o nuevo cuño (en Asia, África, América Latina), generando actuaciones ligadas a su mejo­ra infraestructura!, la organización de los servicios asistenciales y la ac­ción comunal. No obstante, el estilo neocolonialista y unidireccional que subyace en muchas de sus iniciativas -pese a su aparente deseo de con­vertirse en un instrumento clave para lograr la participación popular en los planes de desarrollo- derivarán muy pronto hacia nuevas depen­dencias y fracasos, al menos en aquellas realidades que no observaron al desarrollo comunal como un proceso de cambios estructurales orienta­dos a trascender los estrechos intereses locales.

A pesar del avance económico que se registra en los años cincuenta y sesenta, con claras manifestaciones en la reducción del desempleo en los países industrializados y un relativo ensanchamiento de las «clases medias», las condiciones socioeconómicas de amplias capas de la pobla­ción muestran la incapacidad del sistema capitalista y de sus modelos de desarrollo para anticipar o solventar problemas como el desbordamien­to demográfico, el agotamiento de los recursos naturales o las desigual­dades que confrontan la pobreza de muchos con la riqueza de unos po­cos. Más aún, la división que los propios Organismos Internacionales es­tablecen entre países «desarrollados» y «Subdesarrollados», no deja de ser un modo, entre otros, de encubrir los primeros impactos lesivos para el medio ambiente y la propia especie humana.

La crisis estructural que provoca la subida del precio del petróleo en 1973 (a Ja que se encadenan diversos acontecimientos: el aumento de

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los impuestos y de la inflación, la contestación al colonialismo, las re­vueltas juveniles, las crisis políticas internas, el diagnóstico de los lími­tes del crecimiento, el deterioro ecológico, etc.) obligará a un replantea­miento de las actuaciones que hasta entonces observaban con optimis­mo la filosofía del desarrollo. Para Griffin ( 1992), esto supone abrirse a una nueva fase, que además de provocar «Un brusco despertar» , trae consigo nuevas formas de pensar y actuar tanto en las formulaciones ideológicas como en las acciones estratégicas. El crecimiento ya no se dará por supuesto (tampoco tesis como las de Rostow, orientadas a ex­plicar las diferentes etapas por las que debería transcurrir una econo­mía hasta consolidarse), reclamándose, por el contrario, la necesidad de poner énfasis en otras dimensiones y actuaciones de alcance político, so­cial y ambiental.

En este contexto, la década de los setenta aporta teorías y prácticas alternativas para un desarrollo que se debate entre la reivindicación de nuevos márgenes de confianza y el cuestionamiento radical. Como ex­presan Puelles y Torreblanca ( 1995: 1 69-170), de un lado, se pretende que la nueva concepción del desarrollo «Se libere, en la medida de lo posible, de una sobrecarga cultural de valores exclusivamente occidentales, bus­cándose aquellos que por su validez universal fueran compatibles con los comportamientos, actitudes y tradiciones autóctonos de cada país»; de otro; que no sólo «Se englobaran los aspectos sociales con los económi­cos y los políticos, sino la elaboración de un concepto de desarrollo "es­pecífico", liberado de experiencias históricas no susceptibles de trasla­ción mimética». Es ahora cuando se demuestra que los estilos de desa­rrollo promovidos por el capitalismo más que «avanzar», retrasan las op­ciones de cambio socioeconómico en los países periféricos, al basarse en relaciones de intercambio asimétricas, en la presión aculturadora sobre sus modos de vida, en una apropiación creciente de sus recursos natu­rales o en la extorsión sociopolítica a la que son sometidos en el marco de una «guerra fría» sutilmente declarada por los «bloques» que domi­nan el mundo. Tal y como interpreta Naredo (2000: 31) , el «desarrollo», en su frágil pretensión de erradicar la pobreza, no conseguirá mejorar las condiciones de vida de las sociedades «periféricas» al capitalismo; muy al contrario, provocará o legitimará su crisis, desencadenando procesos de creciente frustración y desesperanza, dando paso a situaciones de mi­seria, desarraigo, etc., de más amplio calado que las que se pretendían corregir.

Mucho de lo que se analiza y propone en este marco, insiste en la necesidad de diversificar los caminos del desarrollo, enfatizando su plu­ralidad en función de los contextos sociales y de las metas que deberá atender. Asentadas en la convicción de que «no basta crecer para desa­rrollarse», muchas de estas ideas abundarán en significar que el desa­rrollo -y, en su interior, el agrandamiento del foso existente entre los países avanzados (desarrollados) y atrasados (subdesarrollados)- se ha convertido en «el problema central de nuestro tiempo» (Pearson, 1969):

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un gran problema para la filosofía sociopolítica del último tercio del si­glo xx (Malassis, 1977: 16), hasta el punto de que la mayor parte de las actividades humanas serán evaluadas a tenor de su contribución al de­sarrollo, incluida la educación (Hallak, 1974: 7).

La cuestión, se dice, ya no reside en matizar los rostros de una fi­sonomía conocida, caduca y fracasada del desarrollo, sino y esencial­mente en imaginar «otro desarrollo» (Nerfin, 1978) alternativo, global, endógeno e integral, del que los mismos Organismos Internacionales aca­barían haciéndose eco en sus ideas para la acción (UNESCO, 1977: 103): un desarrollo dirigido al logro de la satisfacción de las necesidades bási­cas de las personas y de los pueblos; un proceso total e interrelaciona!, que incluya todos los aspectos de la vida de una colectividad, de sus re­laciones con el mundo exterior y de su propia conciencia; un desarrollo que se concibe cada vez más como la dinamización de una sociedad en su propio ser, como «una verdadera aventura que emprende la sociedad, recurriendo a todas sus capacidades de autocreación ... [que] requiere una adaptación constante de las formas y de las estructuras de la vida social: por sí mismo es mutación, pero no soportada, sino asumida y de­seada». El desarrollo será también identificado con las transformaciones que se producen en las estructuras mentales y en las costumbres socia­les, dando paso a una vertebración más amplia de sus propuestas y ac­tuaciones en los planos político, económico e histórico-social (Carmag­nani, 1988).

Se generan teorías alternativas y, con ellas, la necesidad de debates y pactos que posibiliten avanzar hacia una estrategia global, basada en la acción conjunta e integrada sobre todas las esferas de la vida econó­mica y social. Con los importantes antecedentes que supusieron, de un lado, el Primer Decenio para el Desarrollo de las Naciones Unidas (Sam­pedro y Berzosa, 1996) y, de otro, la aprobación el 1 1 de diciembre de 1969 en la Asamblea General de las Naciones Unidas de la «Declaración sobre Progreso Social y Desarrollo en lo Social» (que define los princi­pios, objetivos, medios y métodos para alcanzarlo), se sucederán las con­vocatorias y Declaraciones tendentes a demostrar la necesidad de ver en el desarrollo un proceso unificado e integral (Asnstee, 1990: 124), y de traducir estos «valores abstractos en pautas prácticas de acción, acepta­bles en todas las regiones del planeta» : promover la justicia social, esta­blecer criterios universales sobre la equidad distributiva, erradicar la po­breza, el analfabetismo y la falta de hogar, lograr la plena participación de toda la población en todas las fases del desarrollo, etc. En esta línea se inscriben, entre otras actuaciones, la Estrategia para el Desarrollo In­ternacional, proclamada el 24 de octubre de 1970; la Conferencia de Na­ciones Unidas sobre el Medio Humano, celebrada en Estocolmo en junio de 1972; y las iniciativas ligadas al Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, a lo largo de esta década, en el contexto del Segundo Dece­nio del Desarrollo y las propuestas encaminadas al logro de un «desa­rrollo acelerado».

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Será un desarrollo que, cada vez más, se distingue por los perfiles semánticos con los que se adorna (educativo, cultural, integral, social, lo­cal, etc.), tratando de presentarlo corno «Un instrumento de liberación de los individuos para hacer de ellos agentes activos, responsables y críticos en la edificación de la cultura y de la sociedad. El hombre y las comu­nidades en las que se integran son, de este modo, el principal objeto y sujeto de todo proceso <le desarrollo» (Caride, 1984: 100). En cualquier caso, dando por hecho que era preciso volver la mirada hacia las injus­tas condiciones del subdesarrollo y de la pobreza, hacia los problemas morales que planteaban las estrategias de acción, hacia los cambios tec­nológicos y hacia un progresivo malestar humano (violencia, degrada­ción ecológica, racismo, exclusión social, etc.). Del mismo modo, se pone énfasis en la importancia del conocimiento y de un pensamiento reflexi­vo orientado a analizar las causas profundas de lo que estaba aconte­ciendo; y que, entre otras consecuencias, derivará en la generación de las teorías estructuralistas del desarrollo (en la que jugaría un papel clave la CEPAL, Comisión Económica para América Latina), las teorías de la de­pendencia, del centro-periferia o del imperialismo (esta última, remon­tando sus orígenes a los principios del siglo). Estos modelos explicativos surgen o adquieren un renovado protagonismo, poniendo de manifiesto la presión que ejercen las dinámicas internacionales en el mantenimien­to de un «desarrollo desigual» , tal y corno venían constatando Martins ( 1967), Arghiri ( 1969), Cardoso y Faletto (1969), Eisenstadt y otros ( 1970), Gunder Frank ( 1970), Presbich ( 1970), Sears y Joy ( 1971 ), Arnin (1974), Furtado ( 1974), Dobb (1976) o Foster-Carter ( 1977).

La cuestión de los «estilos de desarrollo» se sitúa en un primer pla­no, ante el uso inadecuado de sus significados y del de otros términos co­nexos, sobre todo en regiones que no han llegado a los umbrales de la sociedad industrial o que tienen muchas dificultades para alcanzarlos. En este caso, el descontento será el resultado de una combinación, más o menos racionalizada, de elementos y circunstancias cada vez más in­fluyentes en la vida cotidiana de numerosos pueblos y naciones: la visión frustrante del «desarrollismo» occidental y de sus consecuencias asocia­les; la idea de .que sus patrones son antagónicos con valores culturales autóctonos, a los que amenazan (en los países del Sur, principalmente); o la conciencia de que el modelo o los modelos de desarrollo importados no tienen viabilidad ni posibilidad a la hora de resolver los problemas cardinales de pueblos sometidos a una situación de dependencia y «atra­so» crónicos. Este análisis, al que contribuye Pinto ( 1976: s/p) en su con­dición de Director de la División de Desarrollo Económico de la CEPAL, conlleva que los mismos «estilos de desarrollo» que se reinterpretan no pasen de ser una «preocupación de los que están saciados y hastiados con la "sociedad opulenta": de los que se hallan a medio camino y criti­can la supuesta deseabilidad de esa meta y, en último término, de quie­nes no quieren y tienen poca o ninguna posibilidad de reproducir el mo­delo rechazado».

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No obstante, las esperanzas depositadas en un desarrollo más hu­mano (en el que se otorgase prioridad a las necesidades de millones de pobres, marginados y olvidados, existentes en todas las partes del mun­do) acabarán derivando, ya en los años ochenta, hacia la frustración o el

\ fracaso, diluidas en los imponderables de las leyes económicas, el espe-jismo de la solidaridad y los firmes resortes del dominio hegemónico que ostentan las corporaciones multinacionales, los gobiernos del primer mundo y las reglas del mercado financiero. Sucede, pues, corno observan Puelles y Torreblanca ( 1995: 171-172), que el fracaso de las estrategias anunciadas -transformación de las estructuras económicas internacio­nales y desarrollo autóctono- se desviaran en los años ochenta hacia el renacimiento del liberalismo económico, el empequeñecimiento del Es­tado y las «políticas» desreguladoras (planes de ajuste, terapias de cho­que, etc.). Una vez más, triunfan las tesis que privilegian el crecimiento económico, aunque sea a costa de la equidad y del incremento de las de­sigualdades sociales. Y, por ende, se busca rescatar los supuestamente ca­ducos modelos del desarrollo occidental, rnonetarista y librecarnbiario, «olvidando que los países en vías de desarrollo presentan una vulnerabi­lidad y una dependencia que invalidan la posibilidad de esa traslación».

Los ochenta serán, en síntesis, una etapa de retornos no previstos, con regresiones que llevarán a definirla corno una «década perdida para el desarrollo» (Esteva, 2000). Un tiempo en el que prevalece el pesimis­mo y la impotencia ante el regreso de los fantasmas del pasado, aunque en el sureste asiático se abrieran nuevas vías vinculadas a la inversión, la competitividad, la exportación y la muy coyuntural estabilidad macro­econórnica y geopolítica. En palabras de Bifani ( 1999: 105), la década de los ochenta «presenció el estancamiento y retroceso del bienestar de una gran parte de la humanidad ... La falta de crecimiento económico impi­dió el desarrollo, se tradujo en mayor pobreza causando además una ma­yor presión sobre el sistema natural»: la mayoría de la población tenía ingresos per cápita comparativamente inferiores a los del inicio de la dé­cada, sus patrones de vida retrocedían a los años sesenta, sus anhelos de bienestar se veían defraudados, crecía la inquietud por el medio am­biente y su destrucción generalizada, etc.

La situación se hizo cada vez más crítica y problemática: en primer lugar, por el agravamiento a escala global de los problemas medioam­bientales y la conciencia de que existen límites impuestos por la «Com­patibilidad ecológica»; en segundo término, por la agudización de los de­sequilibrios sociales entre el Norte y el Sur. Ambos aspectos del proble­ma -dirá Brand (2000: 139-140)- «mantienen una interacción viciosa: el deterioro medioambiental del Norte, consecuencia del bienestar, en­cuentra su réplica cada vez en mayor medida en la degradación ecológi­ca del Sur causada por la pobreza. Tanto el crecimiento económico del Norte corno la pobreza en el Sur Uunto con otras repercusiones que de la misma se derivan para el medio ambiente) se hallan estrechamente re­lacionadas por efecto de la división internacional del trabajo y de la di-

122 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

námica del mercado mundial. El rápido crecimiento demográfico del Sur empeora gravemente los problemas. Las aspiraciones tradicionales a lo­grar una "modernización progresiva" -siguiendo la pauta del modelo oc­cidental- alcanzan de esta manera sus propios límites» .

Otra vez, la necesidad de revisar las políticas y prácticas del desa­rrollo llega a plantearse como una tarea urgente e inevitable en el propio seno del Comité de las Naciones Unidas para la Planificación del Desa­rrollo ( 1992: 141) . Con el fin de abordar el creciente reto que entraña la seguridad humana, este Organismo entiende que «la estrategia de desa­rrollo para los años noventa tendrá que incluir varios objetivos, entre los cuales se cuentan la aceleración del crecimiento económico, la reducción de la pobreza absoluta y la prevención de mayores deterioros del entor­no físico. La diferencia con respecto a anteriores estrategias de desarro­llo está en que ahora se pretende reunir todos estos objetivos en torno a la meta central de ampliación de las opciones del hombre» . Se insiste, con ello, en la exigencia de procurar un nuevo paradigma, «que coloque al ser humano en el centro del desarrollo, considere el crecimiento eco­nómico como un medio y no como un fin, proteja las oportunidades de vida de las futuras generaciones al igual que las de las generaciones ac­tuales y respete los sistemas naturales de los que dependen todos los se­res vivos» (PNUD, 1994: 4-5).

Para Monreal ( 1999: 224), el cambio conceptual que se observa des­de entonces supondrá que los discursos del desarrollo concentren su atención en cuatro aspectos principales, cuya caracterización -en opi­nión de la autora- le permite distanciarse del modelo dominante en dé­cadas pasadas: 1 ) es un desarrollo que, más allá del crecimiento econó­mico, contempla la necesidad de llevar a cabo ciertas actividades distri­butivas, siendo uno de sus máximos exponentes la idea del desarrollo sostenible a escala humana; 2) un desarrollo que impulsa el modelo de industrialización flexible, la eficacia económica de las microempresas -generalmente funcionando con mano de obra familiar- y de otras for­mas de dimensionar los gastos de protección social; 3) un desarrollo que se relaciona con la descentralización administrativa, traspasando las fun­ciones del Estado a las poblaciones locales y atendiendo a una redefini­ción de las comunidades que aquellas configuran; y 4) un desarrollo que enfatiza la participación y corresponsabilidad de la gente -a través de su propia organización y toma de decisiones-, como aspectos funda­mentales para definir las necesidades de la gente y las formas de satisfa­cerlas -en sus éxitos y fracasos- en el marco de cualquier proyecto de acción.

La transición hacia nuevos estilos de desarrollo, a los que también se observa con ciertas dosis de inquietud e incertidumbre, coincide con la manifestación de cambios profundos en la sociedad que camina hacia el nuevo siglo, entre los reclamos de un pensamiento único, cuasi virtual Y digitalizado (Negroponte, 1995; Terceiro, 1996; Ramonet, 1997 y 1998; Tapscott, 1998) y las complejidades de un mundo al que se supone cada

DEL PROGRESO SIN LÍMITES AL DESARROLLO SUSTENTABLE 123

vez más plural, globalizado e interdependiente (Castells, 1998; Cebrián, 1998). Todo ello acontece en un tiempo histórico que acelera los proce­sos sociales, los posicionamientos urgentes, la apertura o el cierre de múltiples crisis .. . , que desembocan en conflictos (étnicos, religiosos, fi­nancieros, territoriales, bélicos, éticos, etc.), tanto en el interior de los tres grandes polos de articulación sociocultural y económica (Estados Unidos, Japón y Europa) como en las áreas continentales que soportan la explosión demográfica (Asia, África y América Latina, donde la situa­ción es más crítica debido a que el 95 % del crecimiento anual de la po­blación mundial -más de 90 millones- se produce en sus países, espe­cialmente en los menos desarrollados y más pobres).

Coinciden diversos autores en que las circunstancias que definen el nuevo orden internacional y el dudoso valor de la mundialización indi­can la escisión del desarrollo en dos direcciones principales, no siempre compatibles (Esteva, 2000: 85-86): la del Norte, que reclama el redesa­rrollo (desarrollar de nuevo lo que se había desarrollado mal o lo que ha­bía quedado obsoleto); la del Sur, que comenzará por desmantelar lo que dejó el proceso de ajuste de los años ochenta para lanzar el último y de­finitivo asalto contra la resistencia organizada al desarrollo y a la eco­nomía.

En la distancia que existe entre ambos planteamientos se pone de relieve, al igual que aconteciera en décadas precedentes, cómo la teoría y la práctica del desarrollo responden a finalidades muy dispares, aun­que se observen avances en los consensos y las declaraciones conjuntas. De un lado, esgrimiendo las propuestas «oficiales» y gubernamentales (legitimadas por la democracia parlamentaria) en las que se valida al li­bre mercado como principal exponente de «un mundo sin fronteras» (McKay, 1992), al tiempo que se considera a la economía como una es­fera autónoma e independiente de la política (Monreal, 1999). De otro lado, haciéndose eco de las reivindicaciones que se originan en las aso­ciaciones cívicas y en las redes solidarias -más atentas a las necesida­des y problemáticas cotidianas-, en los nuevos movimientos sociales y en su capacidad para «evitar la destrucción del mundo (verosímil, y cada vez más probable, como resultado no intencionado de las ciclópeas fuer­zas movilizadas por un capitalismo industrial entregado a su ciega diná­mica productivo-destructiva) y reconstruir los vínculos sociales sobre fundamentos de igualdad, libertad y solidaridad. Dicho de otra forma: la supervivencia en una atmósfera habitable y la construcción de una so­ciedad emancipadora».

Sin que unos y otros hayan conseguido, en ocasiones, ir mucho más · allá del acto formal que conlleva la declaración conjunta de un mayor respeto a los derechos humanos y ecológicos, al ejercicio de las liberta­des y a las garantías de una paz duradera, a la concreción universal de la justicia y la democracia, etc., son aspectos que representan -sin duda- un avance significativo en las concepciones que proclaman la co­operación para el desarrollo y su traslación a un pacto de alcance plane-

1 24 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

tario, fundamentalmente en Ja década de Jos noventa. En esta línea hay que interpretar la celebración, en Río de Janeiro (junio de 1992), de Ja Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo y, tres años más tarde (marzo de 1995), en Copenhague, de la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social, también convocada por Naciones Uni­das; a las que se añaden otros encuentros significativos de la década: so­bre «educación» en Jomtien y Dakar, en 1990 y 2000, respectivamente; sobre «asentamientos humanos» en El Cairo, 1994; sobre la «mujer» en Beijing, 199 5; etc. Todos ellos marcarán decididamente la orientación de los contenidos y estrategias que deberán afirmar la «universalidad» de un desarrollo humano sostenible, ahora convertido en Programa de Acción para el nuevo milenio. En opinión de Monreal y Gimeno ( 1999: 9-10), estos foros internacionales son «la arena donde se lucha por la cons­trucción de un significado y prácticas dominantes del desarrollo»: un es­pacio y un tiempo de encuentro en el que se ponen de manifiesto alter­nativas al modelo de civilización hegemónico, en el que las organiza­ciones no gubernamentales de todo el mundo cuestionan el quehacer de los gobiernos y de las agencias internacionales del desarrollo, lo que per­mitirá avanzar en la «reivindicación de una nueva ética en Ja relación del hombre con la Naturaleza, y la necesidad de estilos de vida más cer­canos a ésta».

El siglo finalizará admitiendo, sin apenas reservas, que la cuestión del desarrollo sobrepasa las fronteras locales, regionales y nacionales para anclarse definitivamente en los escenarios de Ja mundialización, con dos implicaciones fundamentales para Ja toma de decisiones y su puesta en acción: de un lado, se reclama que se coordinen los esfuer­zos de la comunidad internacional en proyectos que permitan la con­vergencia de las iniciativas locales, regionales y estatales con aquellas que tienen un alcance más global o universal; de otro, se plantea que la lucha contra los grandes problemas del desarrollo (el hambre y Ja po­breza, el desempleo, Ja desintegración social, las discriminaciones, etc.) se afronte desde la cooperación solidaria de todos los agentes sociales: Gobiernos, partidos políticos, sindicatos, sociedades y corporaciones empresariales, movimientos asociativos, organizaciones no guberna­mentales, profesionales y voluntarios, etc. En todo caso, se estima que un mejor futuro ha de contemplar al desarrollo como un derecho uni­versal, individual y colectivo, sostenible y duradero, en base a tres ob­jetivos de actuación fundamentales, según se desprende de los acuerdos adoptados en la Cumbre de Copenhague de 1995 (véase Cortés y López, 1999: 3 1 ) :

• El primero está constituido por la promoción de políticas econó­micas sólidas, que tengan como finalidad un crecimiento con ca­pacidad para satisfacer más eficazmente las necesidades humanas, la mejora de la justicia y la cohesión social, así como el respeto a la dignidad humana.

DEL PROGRESO SIN LÍMITES AL DESARROLLO SUSTENTABLE 125

• El segundo plantea el logro del bienestar común como fin en sí mis­mo, potenciando una distribución equitativa de los ingresos y un ma­yor acceso a los recursos mediante la equidad e igualdad de oportu­nidades para todos, reconociendo especialmente el esfuerzo que debe realizarse con los grupos más desfavorecidos y vulnerables.

• Finalmente, contempla la promoción de mecanismos de participa­ción para todos, fortaleciendo los sistemas democráticos, las liberta­des fundamentales y la sociedad civil, así como el papel central que desempeña el acceso a la información, particularmente en el logro de una mayor implicación de las comunidades en Jos procesos de de­sarrollo. Ello demanda, en opinión de Elizalde (1992: 83), «una am­plia participación popular en las decisiones, que deberán adoptarse a partir de escalas locales, desde abajo hacia arriba, desde lo micro a lo macro, desde las escalas humanas a las escalas institucionales» .

Lo que nos interesa subrayar es un desarrollo que reafirma su condi­ción de «humano» y «sustentable», tratando de resumir en estas expresio­nes buena parte de los valores que han de potenciarse en el siglo XXI. Alcanzar lo primero supone perseverar en el objetivo ético de transmitir una serie de atributos y valores morales al bienestar de cada persona, de todas las comunidades y pueblos; y de hacerlo a través del esfuerzo co­lectivo, del uso racional de los recursos y de los derechos en los que se asientan las libertades, la justicia, Ja solidaridad y la equidad social. Lo segundo implica, como recuerdan Tréllez y Quiroz ( 1995: 43), que ese bienestar se mantenga en el tiempo, revisando y adecuando «las políticas de gestión ambiental, poblacional y administrativas, de modo que ellas garanticen una armónica relación entre la dinámica de la Sociedad y la dinámica de la Naturaleza».

Nos referimos a Jo «humano» y a lo «Sustentable», en conjunción, porque entendemos que sólo así será factible dotarse de una perspectiva que permita «asumir la responsabilidad de nuestras acciones a la vez que exploramos la necesidad de cambiar nuestros compromisos sociales im­plícitos . . . aunque nuestra capacidad de encontrar soluciones se ha visto seriamente reducida por nuestra incapacidad de reconocer que somos prisioneros de nuestra propia historia» (Redclift, 2000: 37). Una cuestión especialmente relevante cuando los debates abiertos en torno a la «sus­tentabilidad humana» todavía no han deparado un pacto social consis­tente, más allá de la necesidad de valorarla como una alternativa, entre otras posibles, para integrar más adecuadamente los procesos del desa­rrollo socioeconómico, la preservación de las condiciones medioambien­tales y la biodiversidad, tras largos años de riesgos -primero encubier­tos, luego cada vez más evidentes- que limitan todas las formas de vida del Planeta y Ja felicidad de los hombres (Rivas, 1997; Beck, 1998).

Aunque, como señala Leff (1998: 269), «el discurso de la sustentabi­lidad está conformado por variadas interpretaciones que responden a vi-

1 26 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

siones, intereses y estrategias alternativas de desarrollo»: en un extremo, las actuaciones que ajustándose a las políticas neoliberales están llevan­do a capitalizar a la Naturaleza, la ética y Ja cultura (en una especie de «Capitalización de Ja vida», que Se reduce a ver eJ impacto de Ja conta­minación en la salud y Ja presión de Ja población sobre los recursos), por la vía de un crecimiento económico guiado por el libre mercado. En el otro, los discursos y realizaciones que sugieren una nueva racionalidad social y ambiental, «generando nuevos proyectos sociales, fundados en la reapropiación de la Naturaleza, en Ja resignificación de las identidades individuales y colectivas y en la renovación de Jos valores del humanis­mo». Este segundo planteamiento -dirá Leff- sitúa Ja calidad de vida de las personas en el centro de Jos objetivos del desarrollo, poniendo én­fasis en los aspectos cualitativos de las condiciones de existencia, más allá de su valor económico, de la simple normalización de los recursos que permitan la satisfacción de las necesidades más básicas y de la arti­culación formal de nuevas redes para solidaridad social.

Cabe advertir que la sustentabilidad -un neologismo que deriva de «sustentability», sobre el que ejerce una fuerte influencia el mundo capi­talista moderno, a pesar del evidente origen latino de «sustentabile»- es una palabra más técnica que filosófica, demasiado vaga y genérica, pese al sentido de durabilidad que transmite y de las buenas intenciones que contiene. Esto la ha convertido en una expresión recurrente para amplios colectivos sociales, desde la política hasta Ja religión, en el lenguaje coti­diano y en los vocabularios científicos. En todos ellos, el término se vin­cula esencialmente con la producción y la gestión de la Naturaleza y de los bienes materiales pertenecientes a un universo concreto, confiando en atender las necesidades de las actuales generaciones sin comprometer su satisfacción para las generaciones que han de vivir en el futuro. En opinión de Mendes dos Santos (2000: 19), analizando bien su ideología, nos traslada <<Una incoherencia sistemática e intrínseca, pues, al final, ¿cómo vaticinar las atenciones de la humanidad en el futuro si tantas personas sufren en el presente?».

Tal vez por ello, por mucho que las expresiones desarrollo «huma­no» y «sustentable o sostenible» propongan la renovación paradigmática del desarrollo conocido y fracasado (el «desarrollo real»), no dejan de ser conceptos en Jos que anidan ideas o propuestas que todavía precisan cris­talizarse. En opinión de Sutcliffe (1992: 104 y ss.), aunque parten de dis­tintas preocupaciones es posible integrarlas, ya que tienen varios ele­mentos en común: Jos dos ven al desarrollo real como un proceso, en par­te, contradictorio y con efectos indeseables tanto para el bienestar de las personas como para el medio ambiente; ambos coinciden en cuestionar los índices utilizados para medir el desarrollo real: el producto nacional bruto y la renta nacional; además también rechazan la idea de un desa­rrollo que se gradúa y aproxima desde estadios inferiores (subdesarro­llados) hacia otros superiores o «desarrollados», postulando que el pro­blema del desarrollo es menos un problema de algunos países y más un

DEL PROGRESO SIN LÍMITES AL DESARROLLO SUSTENTABLE 1 27

problema mundial; por último, el desarrollo que se dice «humano» tiene en común con el llamado «sustentable», Ja preocupación por la distribu­ción, la equidad y Ja redistribución de todos los beneficios, ya sea en el ámbito que delimitan las naciones, las clases sociales y los individuos o en el que toma como referencia las presentes y futuras generaciones. Las alternativas, como propone el autor, pueden adoptar varios modelos de integración, sugiriendo una categorización de las actividades humanas según sea su efecto combinado sobre el bienestar de las personas y el me­dio ambiente. En cualquier caso, nada será posible si los más ricos no están dispuestos a sacrificar sus privilegios en función de una redistri­bución masiva hacia los pobres de esta generación, ya que «hay una ín­tima relación entre el problema ecológico y la redistribución de renta, propiedad, derechos y bienestar de los seres humanos» (Sutcliffe, 1992: 141 y 143): es por eso, concluye, «que el problema medioambiental de­pende más que nada de Ja posibilidad de un cambio profundo en el esti­lo de vida de los países desarrollados». Bien es cierto, que asumiendo que el desarrollo sustentable también podrá someterse a interpretaciones «débiles» o «fuertes» (véase esquema 2).

Que sea factible imaginar un desarrollo humano orientado hacia la sustentabilidad, supone integrar muy diversos factores y procesos, entre los que sobresalen los que se fundamentan en la economía, la política, la educación, Ja ecología y la ética. En todos ellos residen componentes cla­ve para incrementar la sensibilidad hacia las alternativas más coheren­tes, viables o eficaces para lograr cambios decisivos en la historia de la Humanidad, lo que «requiere pasos grandes y pequeños; es un viaje ex­ploratorio del que nadie conoce exactamente la mejor ruta a seguir. An­tes que esperar un conocimiento probado de una "solución ideal", se ne­cesita humildad y apertura de distintas vías posibles, participación de di­ferentes disciplinas, talentos y perspectivas. Todos podemos contribuir» (Díaz Pineda, 1996: 169). En esta misma línea argumental se expresa Folch ( 1998: 186) al postular que la «cultura de la sostenibilidad com­porta la adopción de una escala diferente de valores», ya que «la crisis de nuestro tiempo es más ética que tecnológica o económica».

Además, no cabe suponer que en el sentido más estricto del térmi­no y de las alternativas que plantea, referirse a un «desarrollo sustenta­ble» suponga aludir a urta propuesta definitiva, acabada. Coincidimos en ello con González Gaudiano (1998: 1 1 ) cuando afirma que en realidad se trata de «Un enfoque que ofrece algunas posibilidades para reactivar dis­cusiones sobre viejos problemas no resueltos y que nos permite avanzar en el esclarecimiento de elementos estratégicos para reforzar Ja transi­ción hacia condiciones globales más justas».

Para Jos desarrollos posibles, de aspirar a una transformación ver­daderamente sugerente y significativa para el futuro de la Humanidad Y

del Mundo, las palabras del escritor Ernesto Sábato vuelven a rescatar­nos de la parsimonia en Ja que nos ha sumido el ciclo de producir Y rnn­sumir hundiéndonos en una indiferencia metafísica que nos hace olvidar '

128 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

1 1

PRECEDENTES crecimiento cero, desarrollo sostenido, eco-desarrollo,

desarrollo integrado, desarrollo humano, etc. --

1 1 1 DESARROLLO SUSTENTABLE 1

NEGACIÓN 1 desarrollo sostenido� \

1 interpretación débil L_ 1 interpretación fuerte 1

Es necesario introducir correcciones en los mecanismos del mercado para

evitar ciertos efectos indeseables sobre el ambiente (bio�físico)

Es preciso introducir cambios radicales en el modelo económico y en la

sociedad, para facilitar un reparto equitativo de !os costes y beneficios

ambientales (equidad intra e inter�generacional)

1 1 El desarrollo (= crecimiento) es El desarrollo (= crecimiento) no es intrínsecamente bueno para el intrínsecamente bueno para ta

medio ambiente: los países {<ricos» preservación ambiental ni para la son los que más invierten en su mejora de la calidad de vida.

conservación. La pobreza genera La riqueza genera degradación degradación ambiental ambiental

1 1 Tipo de medidas Tipo de medidas

- Aplicación de !a ciencia y la tecnología, - Políticas económicas: transformación - económicas (tasa, incentivos de tipo de !a sociedad de mercado,

fiscal, de mercado, etc.), - cambios en los estilos de vida, - control demográfico, - actuación directa sobre las desigualda� - normativas y legislativas, des sociales y la equidad, - cambios culturales (postmaterialismo) - generar una nueva ética

ESQUEMA 2. lntetpretación «débil)) versus «fuerte)) del desarrollo sustentable.

el latido de la vida. Afrontar esta resignación supone cambios profundos, comenzando por cambiar la mentalidad del hombre para reconvertir el peligro que vivimos en una esperanza, aunque resulte paradójico. Es así como «podemos recuperar esta casa que nos fue míticamente entregada. La historia siempre es novedosa. Por eso, a pesar de las desilusiones y frustraciones acumuladas, no hay motivo para descreer del valor de las gestas cotidianas. Aunque simples y modestas, son las que están gene­rando una nueva narración de la historia, abriendo así un nuevo curso al torrente de la vida» (Sábato, 2000: 29).

SEGUNDA PARTE

EDUCACIÓN AMBIENTAL: DE LA IDENTIDAD A LA CONSTRUCCIÓN

HISTÓRICA Y PARADIGMÁTICA

CAPÍTULO 4

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS: SEÑAS DE IDENTIDAD

Y PERFILES HISTÓRICOS

l. Los antecedentes: el medio ambiente como tema y problema pedagógico

El medio ambiente -y otras expresiones que lo nombran con ma­yor o menor rigor semántico: entorno, medio, ambiente, contextos, eco­sistemas, etc.- motivan, desde antiguo, afanes reformistas e innovado­res en el quehacer pedagógico. No sólo como un modo de imaginar o re­pensar la educación en función de las realidades que la circundan, con frecuencia entendidas a. modo de una paidocenosis (como si en ellas ani­dase una filosofía global o parcial de la educación); sino también, y aca­so fundamentalmente, como una posibilidad de proyectar las realidades ambientales en prácticas pedagógicas· alternativas a aquellas que se han ido asimilando con la tradición escolástica heredada: desde los conteni­dos, métodos, principios organizativos, sistemas de enseñanza-aprendi­zaje, etc., hasta sus concurrentes éticos y morales.

Con visión histórica, ya desde el Renacimiento, son preocupaciones que han determinado avances significativos tanto en la comprensión cien­tífica de las relaciones educación-ambiente (apertura a la interdisciplina­riedad, énfasis en el conocimiento metódico, importancia de una per­cepción globalizada o integral de la realidad, etc.) como en la adopción estratégica de nuevas vías para desarrollar educativamente las sociedades, sobre todo en aquellos aspectos que reivindican un mayor protagonismo de los componentes cívicos y ecológicos (en la territorialización educati­va, la construcción de una sociedad educadora, la vuelta a una pedago­gía mesológica, etc.). En su interior se promueven -desde los primeros años setenta- un amplio muestrario de iniciativas educativas, a las que se identifica recurriendo a la denominación común de Educación Am­biental. En uno u otro sentido, son aportaciones que han contribuido de­cisivamente los cambios educativos que acontecen durante las últimas décadas del siglo XX.

132 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

A pesar del desigual talante renovador que caracteriza las propues­tas y experiencias que van encontrando acomodo en los significados emergentes de las relaciones educación-ambiente, en ellas se han ido de­positando muchas de las esperanzas que se asocian a una tarea educati­va más congruente con el sentido metafórico que comporta referirse a la «naturaleza» o a la «naturaleza humana» en su perspectiva pedagógica y social. Una cuestión, por lo demás, que lejos de ceñirse a los último.s años de nuestra era, merece ser interpretada en clave histórica.

1 . 1 . SECUENCIAS PARA UNA LECTURA DIACRÓNICA

Ya desde del siglo XVI, en la obra de humanistas como Vives, Rabe­lais, Montaigne, Locke o Rousseau se constata cómo los «entornos» de la vida (comenzando por la Naturaleza) suelen estimarse como un elemen­to fundamental para la socialización cultural de las nuevas generaciones, la modernización de las instituciones educativas o la ampliación de los contenidos de la enseñanza. En la heterogeneidad de sus planteamientos filosóficos y pedagógicos, se pondrán de relieve distintos modos de con­templar y valorar la educación, el ambiente y sus respectivas interaccio­nes. Entre los más comunes pueden mencionarse:

• Aquellos que observan el medio ambiente como fuente o funda­mento de una variada gama de contenidos y estímulos educativos, considerados esenciales para favorecer la inserción de los indivi­duos en sus realidades próximas, a partir de un proyecto que pone énfasis en la formación armónica e integral de las personas. Ense­ñar la Naturaleza o educar conforme a los condicionantes medio­ambientales, ejemplifican las orientaciones que adoptan quienes se vinculan a esta forma de interpretar o problematizar los significa­dos ambientales para la educación. En la tipología formulada por Fíen ( 1993: 40) puede equipararse a una «educación acerca del am­biente», en la que se enfatiza la enseñanza de hechos, conceptos y generalizaciones relativos a los modelos, procesos y problemas ambientales.

• Los que valoran el medio ambiente como recurso, contenido y/o vía metodológica a través de cuya articulación pedagógica es fac­tible mejorar la preparación afectiva e intelectual de los educan­dos, sobre todo niños y jóvenes; con ello se reconocen las variadas oportunidades que ofrece el entorno para contextualizar la ense­ñanza y el aprendizaje, abriendo los procesos educativos a temas y problemas que se originan en el espacio próximo o lejano. La educación en la Naturaleza o en «ecosistemas pedagógicos» cons­truidos socialmente (pueblos, ciudades, comarcas, etc.) está en la base de las propuestas educativas que se asocian a esta opción. La

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 133

educación a través del ambiente concibe su «USO» como un «me­dio para la educación» (Fíen, 1993: 42).

• Por último, los que insisten en juzgar el medio ambiente como un bien a preservar o mejorar, respecto del que la educación puede -y debe- ayudar a promover valores, actitudes, comportamien­tos, etc., en personas y colectividades sociales, a lo largo de todo su ciclo vital. En este sentido, a una educación que deberá extender­se desde la infancia hasta la vejez, se añade la necesidad de avan­zar hacia una sociedad ética y ecológicamente responsable, inscri­ta en los parámetros de una racionalidad ambiental alternativa: la educación para la Naturaleza o para una sociedad sustentable constituye, en su formulación más genérica, la vía por la que dis­curren estos planteamientos. En la clasificación de Fíen ( 1993: 43), el para qué de una educación que se compromete con el medio am­biente «representa una integración de la orientación socialmente crítica en la educación y de una ideología ambientalmente eco­socialista» .

En una lectura histórica más secuenciada -aunque convergente con el perfil que dibujan estas tres tendencias desde hace siglos-, el crecien­te protagonismo pedagógico que ha ido adquiriendo el medio ambiente también permite establecer tres grandes etapas crono-pedagógicas. A cada una de ellas se adscriben actuaciones y finalidades que han deparado lo­gros con un alcance social y educativo-ambiental muy dispar:

l. La primera, en la que prevalecen las imágenes literarias que aportan escritores y científicos que contemplan la Naturaleza desde una des­pierta sensibilidad afectiva, interpreta las nacientes preocupaciones sociales y pedagógicas por el medio ambiente en términos de un re­tomo a la vida natural o de una aproximación educativa al natura­lismo humanístico, ya sea de base filosófica o empírica. Inclinados a ver en la Naturaleza una perfecta armonía, incluso llegan a propug­nar una educación aislacionista. Sus autores, entusiasmados por el legado rousseauniano (la Naturaleza entendida como una fuente de sabiduría de la que los sujetos debían aprender) y decepcionados por la degradación que introducen el desarrollo urbano y el industrialis­mo, se enmarcan en la tradición utópica que surge con el Renaci­miento y se consolida con el Romanticismo (Aramburu, 2000).

2. La segunda, que consideramos como una etapa intermedia, transcu­rre entre mediados del siglo xrx y los años setenta del siglo XX. En ella se registran reflexiones y experiencias pedagógicas que proponen una educación activa, en la que el medio ambiente comparte la con­dición de contenido, recurso y método. En este período destaca el protagonismo que adquieren numerosos autores y educadores vincu-

134 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

lados al movimiento de la Escuela Nueva, auténtica vanguardia pe­dagógica en la valoración del entorno como un recurso formativo. Esta comente reformista, con toda su diversidad, fue permeable a los avances de las teorías evolutivas, alejándose tanto del mecanicismo y del empirismo dominantes en el quehacer científico hasta me?ia­dos del siglo XIX, como de la influencia naturalista y «romántica» que, desde Rousseau y pasando por Pestallozzi o Fri:iebel, venía mos­trando una especial sensibilidad por el medio ambiente.

3. La tercera y última etapa, en la que nos encontramos inme_rs_os ac­tualmente, se caracteriza por el «descubrimiento» de Ja cnsis am­biental y la progresiva toma de conciencia respecto de las problemá­ticas ecológicas y humanas que la determinan, con respuestas edu­cativas que se internacionalizan estratégicament� a través de la E'.11:1-cación Ambiental. Como expresa González Gaudiano ( 1997), la cnsis ambiental plantea a la Humanidad el reto de transformar una cultu­ra y unos estilos de vida que resultan insostenib.les por u:i proyecto de sociedades ambientalmente sustentables y socialmente Justas. Que esto pueda hacerse no depende sólo de presupue;;'.os ped�g?gicos, sino también de las condiciones que deparen la pohtica y la etica: «la Educación Ambiental es eminentemente ideológica y se constituye en un acto político, basado en valores y actitudes para la tran�f�rmación social», en los términos suscritos por el Foro Global, en Río 92. Aun­que no todo Jo que se hace en nombre de Ja Educació� Ambiental responde a esta filosofía, la progresiva toma de conciencia por parte de Jos Organismos Internacionales y los movimientos cívicos, se ha proyectado -desde los primeros años setenta- en la adopc!ón de principios y estrategias educativas globales a favor del med10 am­biente y de un desarrollo humano sustentable.

A modo de síntesis, entendemos que son etapas a las que corres­ponden procesos cuya contextualización histórica permite hablar de tres secuencias: entre el Romanticismo y la Pedagogía intuitiva; entre el Mo­dernismo pedagógico y la Escuela Nueva; y entre el desarrollismo socio­económico y la Educación Ambiental. En lo que sigue se presentan, re­sumidamente, las circunstancias y líneas de pensamiento que han carac­terizado a cada una de ellas.

1 .2. DEL ROMANTICISMO A LA PEDAGOGÍA INTUITIVA

La que identificamos como primera etapa -coincidente en sus ini­cios con el resurgimiento artístico, filosófico, científico, ecoi;ómic�, e;c:, que da nombre al Renacimiento- comprende un largo peno.do histon­co cuyo comienzo podemos situar en el siglo xv para culmmar a me­di�dos del xrx. Entre sus autores más destacados podemos diferenciar a

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 135

quienes buscarán las «cosas» (como sucede en Locke y Com�nio) Y a quienes, además, les interesa la «unidad de las cosas» (por eiempl�, Rousseau y Pestalozzi). La observación sistemática de la Naturaleza, li­gada a un cierto retorno al contacto directo, con ella, _se tra?uc�r� educa­cionalmente en Ja aspiración a una Pedagog1a naturalista e mtmtiva, muy próxima a una visión romántica, sensible y humanística de la vida. For­mando parte de esta comente de pensamiento registramos -además de los citados- a autores como Rabelais, Holbach, Montaigne, Comenio o Pestalozzi.

A Comenio, quien postula Ja necesidad de estudiar in situ la Natu­raleza, no sólo en Jos libros, reclamando que todas las escuelas se con­viertan en «talleres de humanidad»; una Naturaleza que deviene en mo­delo de la tarea formativa, cuyos principios hay que inferir, a través de una cuidadosa observación de su comportamiento (Aguirre, 2000). A Ra­belais, que en Ja educación de Gargantúa, invita a sus alumnos a «visi­tar>• los árboles y las plantas en días claros y serenos, a pasar el día en contacto con las cosas del campo realizando actividades variadas. A Hol­bach, quien en su Sistema de la Naturaleza: leyes del mundo físico y del mundo moral, considera que así como la Ley enseña a los hombres lo que les deben a la sociedad, Ja Naturaleza les enseña lo que se deben a sí mis­mos. A Montaigne, quien amplía la noción de medio, incluyendo en el mismo «el comercio de los hombres». A Rousseau, que pone la Natura­leza por encima de todo, como primera y verdadera maestra, a modo de camino y escenario de libertad en el que es posible la liberación del hom­bre; se trata del respeto a la naturaleza del niño, a dejarla manifestarse espontáneamente, como exponente de lo que conceptúa como «educa­ción negativa». Y, finalmente, a Pestalozzi, quien integra las intuicion�s naturalistas con la filosofía sensualista y empirista de Locke, y a Cond1-llac en su propuesta de una educación activa.

Conviven en esta etapa, a veces dentro de Ja doctrina pedagógica de un mismo autor, como es el caso de Pestalozzi, concepciones diferentes -e incluso confrontadas- de Ja Naturaleza o, si se prefiere, de Ja po­siciÓn del h�mbre «frente» al mundo o como «parte» de él. El avance de las Ciencias Naturales impone una objetivación progresiva del mundo natural, Jo que implica un cierto extrañamiento heurístico del hombre con respecto a Ja realidad que Jo rodea. Son filósofos y científicos como Galileo, Newton, Descartes, Bacon o el mismo Locke, quienes establecen los principios metodológicos de la nueva ciencia: la clara y radical sepa­ración entre sujeto y objeto, el fundamento empírico del conocimiento, Ja búsqueda de explicaciones y de teorías contras'.a?Jes que puedan �ar cuenta de cómo es «verdaderamente» el mundo físico y hasta el social. A ello se añade la creencia, que será esencial para la construcción del ethos moderno, de que se puede llegar a predecir y controlar con preci­sión la «mecánica» de su funcionamiento.

La Física se constituye en arquetipo y modelo de la «nueva ciencia». En este papel central son fundamentales las aportaciones de Copérnico,

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de Galileo y, sobre todo, de la mecánica gravitatoria de Newton. Al igual que en el ámbito de otras Ciencias Naturales (Química, Biología, Medi­cina, Botánica, etc.), a partir sobre todo del siglo XVIII, los saberes socia­les buscaron con ahínco establecer teorías «científicas» que procurasen el mismo grado de explicación, predicción y control sobre los fenómenos de su campo que el que ya había alcanzado la Física con Newton. Ejem­plos de este empeño son las tentativas para establecer una teoría cientí­fica de las dinámicas económicas (desde los fisiócratas hasta los econo­mistas neoclásicos), de una forma «objetiva» del gobierno de los pueblos, de alguna validación científica de la existencia de Dios (la «religión na­tural») o, en el campo pedagógico, de un método científico (empírico y experimental) para la educación óptima de los hombres. . Francis Bac�n (1561-1626), inspirador de la pedagogía senso-empi­

nsta de Locke, afirma en el Novum Organum que «la ciencia del hombre e� la medida de su potencia, porque ignorar la causa es no poder prede­c�r. :u efecto». Para él, el conocimiento científico viene a reforzar la po­sic10n central del hombre en la creación, que ya le había sido otorgada por la cosmología cristiana. Con Bacon se inicia el lento proceso de aco­modación entre la utopía científica emergente y los dogmas cristianos: «el hombre, si es capaz de conocer las causas finales, puede ser conside­rado como centro del mundo» (cit. en Cuello y Vida!, 1986: 227-232).

La realidad se cosifica y se fragmenta disciplinarmente para facili­t�r su conocimiento, pero también para establecer los parámetros obje­tivos que permitan su dominio en beneficio del progreso humano. Des­cartes ( 1995: 99) expresa con nitidez el propósito de esta alianza entre la nueva ciencia y los objetivos civilizadores del hombre: «pues tales nocio­nes (científicas) me han hecho ver que pueden lograrse conocimientos muy útiles para la vida y que, en lugar de esta filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, puede encontrarse una filosofía práctica en virtud d� la cual, conociendo la fuerza de las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los cuerpos que nos rodean con tanta precisión como conocemos los oficios de nuestros artesanos, podamos emplearlos de igual forma para todos aquellos usos que sean propios, y así convertirnos en dueños y señores de la Naturaleza» (cursiva nuestra). Newton expresará más crudamente esta naciente utopía antro­pológico-científica al afirmar que «hay que hacer vomitar a la Naturale­za». Frente al empeño civilizador y antropocéntrico de la nueva ciencia se formularon otros planteamientos que, desde una óptica filosófica y epistemológica de marcado sentido holista, aspiraban a un conocimien­to del mundo que respetase su unidad orgánica, integrando al hombre y a sus obras en la comprensión de la Naturaleza.

La búsqueda de la unidad de las cosas como camino de perfección Y la necesidad de acercarse a la Naturaleza en pos de ese objetivo tuvo en Rousseau un antecedente con una influencia decisiva sobre las ideas y las prácticas pedagógicas posteriores. En la estela marcada por Rousseau y, sobre todo, por Leibniz, florece en Alemania, entre los si-

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glos XVIII y XIX, un poderoso movimiento intelectual que tendrá su epi­centro en el llamado Círculo de Weimar. En él se puede enmarcar la obra de literatos, filósofos y científicos como Goethe (1749-1832), Schiller ( 1759-1 805), Schelling ( 1775-1854), Fitche ( 1762-1814), Herder (1744-1803), Alexander Von Humbolt ( 1769-1859) o su hermano Willhelm (1767-1835).

La Nathurphilosophie -Filosofía de la Naturaleza-, como también es conocido este movimiento, es una expresión del espíritu romántico de su época. Consideraban, en líneas generales, que el mundo constituye una totalidad orgánica y que es necesario estudiarlo con esta óptica para aspirar a su comprensión integral y unitaria. Por lo demás, esta pers­pectiva naturalista mantiene, en esencia, tal y como expresa Ferrater (1991 : 23 18), «que hay alguna continuidad en todas las realidades y que, desde luego, el hombre, con las instituciones sociales y políticas, las creencias y los hábitos y costumbres, forma parte integrante de la Natu­raleza, de modo que sus actos y las objetivaciones culturales resultantes de ellos no son enteramente separables de las condiciones naturales, aun si no se explican enteramente como derivaciones de tales condiciones» . Curiosamente, se trata de una perspectiva filosófica en Ja que se pone de manifiesto un despertar tardío en el entendimiento con la Naturaleza, como corolario del predominio de una concepción para la que los seres humanos poblaban la Tierra con la finalidad de «dominar» a todas las criaturas y cosas, como prometiera el Génesis y reiterara Francis Bacon (1561-1626). Perspectiva que contrasta, como recuerdan Solomon y Hig­gins ( 1999: 77), con la actitud que desde siglos atrás mantenían muchas tribus africanas, en América del Norte y el Pacífico Sur, reconociéndose parte de la Tierra, dependientes de ella, del mismo modo que ella de­p.ende de nosotros; lo que implica responsabilidades ecológicas, ya que siendo Naturaleza, no puede observarse al mundo que nos circunda como mero recurso ni simple fuente estética o científica.

Fueron frecuentes entre los pensadores de la Nathurphilosophie re­flexiones y planteamientos sobre la necesidad de ensayar un conoci­miento totalizador y sintético del mundo, complementario y a la vez su­perador de las concepciones analíticas y mecanicistas que en la ciencia nueva eran representadas a la perfección por la física newtoniana. En la obra de Goethe, entre otras, aparecen nociones clarividentes y precurso­ras de lo que hoy se denomina «paradigma ecológico» o «paradigma de la complejidad», encuadradas en lo que para él era la Naturaleza como un gran «todo», manifestado en un número infinito de formas sometidas a una evolución constante. Afirmaba, por ejemplo, que «todo ser vivien­te no es un ser individual, sino una pluralidad» (Goethe, 1997: 7) y reclamaba la atención de la ciencia sobre la «Complejidad de lo real» ar­gumentando que, si bien «la Naturaleza sigue un procedimiento analíti­co, de desarrollo de una totalidad viva y secreta», después «parece actuar sintéticamente de nuevo, puesto que las relaciones que parecen comple­tamente extrañas son aproximadas entre sí y concatenadas en una uní-

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dad» (Goethe, 1997: 182); o esbozaba intuitivamente la teoría ecológica del equilibrio dinámico: «lo ya formado pronto se verá de nuevo trans­formado, y si queremos alcanzar una intuición viviente de la Naturaleza, tenemos que mantenernos flexibles y en movimiento, según el ejemplo mismo que ella nos da» (Goethe, 1997: 7).

Al igual que el «poeta filósofo» nacido en Frankfurt, la mayor parte de los autores alemanes vinculados a esta corriente de pensamiento, se inscriben en lo que ha dado en llamarse «romanticismo científico» (Sán­chez, 1997: XXIII). Este apelativo trata de reflejar su intento de conjugar intuiciones y postulados filosóficos que se pueden calificar como «proto­ecológicas», con el estudio sistemático y empírico de la Naturaleza, si bien acabaron profesando cosmovisiones finalistas de corte filosófico, es­tético o religioso para intentar explicar el sentido último de la unidad del mundo . .Era común entre los «filósofos de la Naturaleza» alemanes com­paginar escritos de contenido literario o filosófico con estudios natura­listas de Zoología, Botánica, Geografía o Geología.

La visión de la Naturaleza, que germina en el romanticismo alemán o anglosajón de principios del siglo XIX, coincide con un momento histó­rico en el que el desarrollo científico no ofrecía instrumentos, técnicas o modelos teóricos adecuados para aportar consistencia empírica a lo que eran poco más que intuiciones y construcciones filosóficas. Habrá que es­perar a la segunda mitad del siglo xx para que, merced a las posibilida­des de manejo de información que permiten la microelectrónica y la in­formática, la ciencia ecológica pueda aproximarse a la complejidad «real» de los sistemas naturales y a su relación con los sistemas humanos.

La concepción holista de la Nathurphilosophie -opuesta al reduc­cionismo de las nuevas ciencias- representa un antecedente clave para comprender cómo, en la segunda mitad del siglo XVIII y a través de las contribuciones de Lamarck, Darwin o Haeckel, se fundan las bases de una ciencia más comprensiva y sistémica de la Naturaleza: la Ecología. Como destaca Deleage ( 1991 : 47-49), existió una estrecha relación per­sonal e intelectual entre los filósofos de la Naturaleza y algunas figuras precursoras de la Ecología científica. Lo constatamos en Alexander Von Humbolt, quien -en 1805-, en una carta dirigida a Shelling, le expre­saba que «la revolución que usted suscitó en las Ciencias de la Naturale­za me parece uno de los más hermosos momentos de nuestro tiempo». El mismo Humbolt, en 1799, antes de partir desde el puerto de A Coru­ña en una expedición exploratoria hacia el Nuevo Mundo patrocinada por la corona española, confesaba su interés por «descubrir la interac­ción de las fuerzas de la Naturaleza y las influencias que ejerce el entor­no geográfico en la vida vegetal y animal. En otras palabras, tengo que explorar la unidad de la Naturaleza» (cursiva nuestra). Con estos testimo­nios, no es difícil relacionar la filosofía de la Naturaleza alemana con la emergencia de dos ideas centrales en el pensamiento ambientalista con­temporáneo: la unidad esencial de todas las formas de vida y la com­prensión del hombre como parte integrante de la Naturaleza.

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 139

La influencia de la Nathurphilosophie llegó tardíamente a España, in­troducida por la obra de Krause (1781-1832), cautivando a algunas de las figuras clave del regeneracionismo político y cultural que hace fortuna en ciertos sectores de la intelectualidad española a finales del siglo XIX. Como señala Ara u jo ( 1997: 7 6), Krause asumió gran parte de los postulados del idealismo y del romanticismo alemán. Para él, lo natural -que tiene va­lor en sí mismo- y lo racional, poseen la misma dignidad. Con una con­cepción que es fundamentalmente moral del mundo y de'.

,progreso

humano, en su obra se deslegitima explícitamente la destrucc10n del en­torno o el maltrato que se infringe a otras especies animales: «¡Que nun­ca llegue a matar un solo gusanillo, que no quiebre jamás sin motivo una sola hierbecita, que nunca destruya una piedrecita bellamente con­figurada; que no ensucie el aire, el agua, la tierra, a ciencia y concien­cia sin necesidad» (Krause, 1892. Cit. por Ureña, 1991 : 28). ' Como es sabido, la obra de Krause y de sus seguidores en España (recordemos su presencia en el quehacer filosófico y pedagógico de Ju­lián Sanz del Río, Francisco Giner de los Ríos, Joaquín Costa, Manuel Bartolomé Cossío, etc.) ejercerá una influencia decisiva en la creación de la Institución Libre de Enseñanza (Jiménez-Landi, 1996: 39-44), uno de los proyectos pedagógicos innovadores más importantes de nuestra h.is­toria moderna. La traslación de la «filosofía krausista» a la educación m­corpora, en valoración de López Morillas (1980: 208), un estilo peculiar, una «cierta manera de preocuparse por la vida y de ocuparse en ella, de pensarla y de vivirla, sirviéndose de la razón como de brújula para ex­plorar segura y sistemáticamente el ámbito entero de lo creado».

Coetáneo de la Nathurphi/osophie, pero desvinculado de ella, se de­sarrolla la obra de Thomas Malthus. En 1 789 publica el Primer Ensayo sobre la Población (1966). En él plantea, por primera vez, el problema de los límites físicos del Planeta ante las crecientes demandas de recursos, principalmente alimentarios, de una especie -la humana- en constan­te crecimiento demográfico. Frente a una población humana que medra geométricamente, observa . Malthus, la producción de alimentos sólo lo hace aritméticamente. La conclusión es, para él, obvia: en algún mo­mento, en el futuro, salvo que se adopten medidas correctoras (posibili­dad ante la que se confesaba pesimista), no habrá recursos suficientes para mantener a todos los hombres. Sus tesis, basadas en argumentos materialistas y «ecológicos», cuestionaban -ya entonces- el optimismo que gobernaba el progreso de la naciente sociedad industrial.

El crecimiento sostenido de la producción agrícola e industrial en el siglo xx pareció desmentir las predicciones más pesimistas de Malthus; sin embargo, relevantes informes prospectivos sobre los límites físicos Y ecológicos del desarrollo humano (véanse, entre otros: Meadows, Mea­dows y Randers, 1992; Ehrlich y Ehrlich, 1994; Weizsacker, Lovins Y Lo­vins, 1997; Brown, 1997a, 1997b, 1999) destacan como probable un �o­lapso de nuestra civilización a mediados del siglo XXI, provocado inic;1a'.­mente por una insuficiente provisión de alimentos. La llegada a los hm1-

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tes vendría provocada por la combinación fatal de una demografía des­bocada, la degradación de gran parte de los suelos cultivables, la pérdi" da de biodiversidad y el sobreconsumo.

Como se ha demostrado en la Historia, la pugna entre enfoques em­piristas y naturalistas se ha saldado con el predominio de los primeros, ªP?�ados por la sofisticación. teórica y metodológica alcanzada por el po­s1t1v1smo y, sobre todo, gracias a la alianza establecida entre las nuevas ciencias y las demandas tecnológicas del capitalismo industrial. Por otra parte, el limitado abanico de técnicas e instrumentos para la investiga­ción científica disponibles a principios del siglo XIX, no permitía escru­tar l� complejidad ecológica de la Biosfera, y menos aún indagar y pro­fundizar en el papel que podía jugar en ella la actividad humana. Los fi­lósofos y naturalistas de la época que aspiraban a comprender y explicar científicamente la «unidad» del mundo se limitaron -en la práctica- a realizar inventarios zoológicos y botánicos y, sólo en algunos casos (Lyell, Lamarck, Humbolt .. . ), llegaron a proponer teorías proto-ecológicas sobre la distribución geográfica de las especies animales y vegetales o sobre las relaciones que se establecían entre ellas.

La filosofía naturalista se filtró también al campo de las ideas pe­?agógicas, reforzando una línea de pensamiento que ya habían bosque­jado autores como Rousseau. Quizás los ejemplos más paradigmáticos -y también contradictorios- se encuentran en las teorías pedagógicas de Pestalozzi ( 1746-1827) y Fróebel (1782-1852).

En sus respectivas obras, ambos autores adicionan elementos extraí­dos del método analítico e inductivo de las nuevas Ciencias (pensemos en las «lecciones de cosas» de Pestalozzi), con concepciones filosóficas del mundo basadas en postulados organicistas y finalistas. Para ambos, la unidad del mundo vendría dada, en última instancia, por la existencia de una divinidad creadora. Es en esta identificación del orden natural como ?1go creado por Dios y dirigido por él -directamente o a través de leyes mterpuestas- lo que permite ubicar en la Naturaleza el origen y el esta­do del bien; mientras que el hombre, socializado y educado contra natu­ra, sería el responsable de extrañarse de ese escenario de bondad.

Pestalozzi, en El canto del cisne ( 1 826), afirma, refiriéndose a la «educación natural» , que es necesario «delimitar exacta y estrictamen­te en nuestras consideraciones la Naturaleza y los medios de la forma­ción elemental, por una parte, en tanto que son medios del saber hacer humano, y por otra, del proceder de la Naturaleza en el desarrollo de nuestro conocimiento»; el «proceder de la Naturaleza», continúa, «que precede y fundamenta el proceder del saber hacer . . . es eterno e inmu­table» (Soetard, 1995: 105-106). Por su parte, Fróebel ( 1915 : 140), dis­cípulo directo de Pestalozzi, recomienda en La educación del hombre la necesidad de presentar «desde temprano, al hombre, al joven, al alum­no la Naturaleza en toda su simplicidad, como una unidad, como un grande y vivo pensamiento de Dios, como una sola forma de vida uni­versal» .

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 141

Al igual que su maestro, Froebel concibe la Naturaleza en una doble dimensión: como un ente esencial y unitario que es expresión de la divi­nidad -«como interroguemos el principio interno de esta alta significa­ción de las diferentes manifestaciones de la Naturaleza, llegaremos a des­cubrir esta verdad cierta, de que la Naturaleza y el hombre tienen su principio en un ser único y eterno» (Fróebel, 1915: 103)-; y como lugar para conocer las cosas del mundo, entre las que cita, por ejemplo, a los animales, para recomendar su estudio «bajo el punto de vista del lugar de su residencia y de la estación en que aparecen» (Froebel, 1915 : 19 1). Esta recomendación es un claro ejemplo de la influencia que ejercen las teorías biogeográficas de la época. Prüfer, biógrafo y divulgador de Fróe­bel, destaca que «la idea de la unificación de la vida» es fundamental en su doctrina pedagógica, por lo que «la conciencia de la interrelación en­tre todo cuanto vive y existe debe nacer en el hombre todo lo antes po­sible» (Prüfer, 1930: 62).

Siguiendo los planteamientos de ambos autores, en Europa y Amé­rica, debe reconocerse la tarea educativa de un importante número de instituciones escolares que adoptaron como directriz pedagógica llevar a la escuela el mundo de las cosas, con el objetivo de vivir y experi­mentar sus relaciones. Se trataba, en suma, de que los alumnos perci­biesen la unidad del mundo; para ello no se duda en promover iniciati­vas que hagan posible este propósito pedagógico, dentro y fuera de las instituciones educativas: los museos escolares, las «lecciones de cosas», las «escuelas de la vida», las «escuelas del bosque», el excursionismo, las colonias escolares, etc.

«Enseñar la Naturaleza», poder conocerla, disfrutarla e, incluso, re-conciliarse individualmente con ella, constituye la principal invitación del quehacer pedagógico propuesto por los autores que inscribimos en esta etapa «educativo-ambiental», justo cuando el «medio» -la Natura­leza- comenzaba a ser valorado como uno de los componentes esencia­les de la cosmovisión moderna, aunque sin poder sustraerse de los con­tradictorios significados que en esa época ya le otorgaba la burguesía emergente: de un lado, materiales -como fuente económica de recur­sos- y, de otro, simbólicos -como una providencia y un estado de gra­cia moral-.

1 .3. DEL MODERNISMO A LA ESCUELA NUEVA

Situamos el inicio de esta etapa entre los años centrales del siglo XIX y mediados del siglo xx. En ella se superponen perspectivas que mues­tran una clara predisposición social y educativa hacia el medio ambien­te, oscilando entre la estética del paisaje vinculada a la creatividad artís­tica, la ética conservacionista que explica las primeras acciones de pro­tección de determinados espacios naturales y el acomodo de los recursos del medio a la productividad capitalista más pragmática y utilitaria. De-

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leage ( 1993: 367) destaca que con el avance de la Revolución Industrial los términos de una relación de dependencia entre el hombre y la Natu'. r�'.eza son desplazados por las posibilidades tecnológicas y la moviliza­c1on d� fuerzas productivas que son, cuantitativa y cualitativamente, mu­cho mas poderosas que en siglos anteriores. En este proceso -afirma­' ".nuestra esp��ie violenta el movimiento global de la Naturaleza» y «Co­mienza a decidir sobre las especies animales y vegetales, y a modificar las cadenas alimentarias». Las sociedades industrializadas perciben y re­p�esi:ntan la Natu�aleza como un recurso útil para sus propósitos eco­nomicos, �endo mas allá de. las intenciones de la ciencia nueva y de sus preocupac10nes por convertirla en objeto de conocimiento.

. El saber ,ci�ntífico acumulado se vierte progresivamente en aplica­c10�es ti:cnologicas para la industria y el transporte, al tiempo que -en reciprocidad- �qué! se ve potenciado por los flujos de capital, que des­cubren �� su alianza con la ciencia una base segura para incrementar la productividad y, con ella, los márgenes de la rentabilidad económica. En palabras de González ( 1993: 64), «la fe en las posibilidades del conoci­miento científico sería el principal responsable -en los inicios de la Re­volución Industrial- en la relación entre los seres humanos y la Natu­r�leza: de u�a visión organicista se pasó a una concepción antropocén­tnca de la misma, en la que el hombre se constituía en el centro del uni­verso y a él quedaba subordinado todo lo demás».

. Durante la segunda mitad del siglo XIX, las metrópolis occidentales extienden Y consolidan sus dominios coloniales a otras geografías del Planeta. De este modo, la ampliación de sus horizontes socioeconómi­�os les permitirán acceder y acaparar recursos naturales hasta entonces ii;.�ccesibles. Para Crosby ( 1988), que remonta este proceso de apropia­c;?n al enci.:entro con el continente americano en el siglo xv, la expan­s.10n de Occidente por toda la Tierra acabará instaurando un «imperia­hsm?» que además de ba.sarse en el control de los resortes políticos, eco­nór:iicos, cultur�les o . i:r:ilitares, también impone un dominio «ecológi­c?>>. este nuevo impenalismo sé concretará en la apropiación de terríto- . nos Y

. recursos vivos para la agricultura y la ganadería, en la explotación

de r::imera!es ,Y fuentes energéticas, en la opresjón y exterminio de po­blac10nes mdigenas para expropiar sus áreas vitales, y en el contagio de enfer:medades para las que otros grupos humanos carecían de defensas efectivas.

Las Cien�ias Naturales y las Ciencias Sociales (pensemos, por ejem­plo, en l?s pnmeros estudios etnográficos que desembocaron en la An­t�or:oiogia .cont�mporánea) tejieron una estrecha alianza con la burgue­s1a. mdustnal, . sirviendo a sus intereses como clase emergente. Con esta umón s,e consi�eran sent�das las condiciones ideales para avanzar hacia la utopi� de qmenes confiaban en la ciencia como un instrumento capaz de dommar Y modelar la Naturaleza según las necesidades del hombre. Ya d.estacaron Marx y Engels ( 1986: 1 1 5), en la primera redacción del Manifiesto Comunista ( 1 872), que la burguesía, en apenas un siglo de

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 143

existencia, había «Creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El sometimiento de las fuerzas de la Naturaleza, el empleo de las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la asimilación para el cultivo de conti­nentes enteros, la apertura de los ríos a la navegación, poblaciones ente­ras surgiendo por encanto, como si salieran de la tierra».

Un acontecimiento científico crucial en esta etapa fue la publica­ción, en 1 859, por Charles Darwin de El origen de las especies. La teoría evolutiva moderna y la explicación darwiniana de los mecanismos de se­lección natural no sólo tuvieron una gran influencia sobre las Ciencias de la Vida, estableciendo un antes y un después, sino que también al­canzaron a otros ámbitos de la cultura y la sociedad occidentales, desde la religión hasta la Antropología, desde la Historia hasta la Educación. En 1859, Engels dirá de él que «no se ha hecho nunca una tentativa de tal envergadura para demostrar que hay un desarrollo histórico de la Na­turaleza, al menos con tanto acierto»; y el mismo Marx, en 1862, se mos­trará «Sorprendido» de cómo Darwin «reconoce entre los animales y las plantas su propia sociedad inglesa, con la división del trabajo, la compe­tencia, las aperturas de nuevos mercados y la malthusiana lucha por la vida» (cit. por Rosnay, 1 975). Sobre la gran ruptura histórica que supu­so Darwin, Mayr (19.92: 51 -52) destaca que su obra desafió, al menos, sie­te dogmas religiosos y tres filosofías laicas preponderantes en la socie­dad de la época:

• la creencia en un mundo constante que, desde la creación por Dios, había permanecido invariable. Aunque es preciso notar que esta creencia en un mundo constante ya había sido cuestionada por los Filósofos de la Naturaleza alemanes, por biólogos evolu­cionistas como Lamarck o por geólogos como Lyell;

• la ciencia en que el mundo había sido creado (creacionismo) y en que las especies no se habían modificado desde su génesis origi­nal;

• la creencia de que el mundo, diseñado por la divina inspiración del Creador, era el mejor de los mundos posibles;

• la creencia antropocéntrica de que el hombre es el centro de la creación y de que no existen transiciones o conexiones posibles en­tre la especie humana, que era considerada la única especie de su propio orden, y otras formas vivas; Darwin ( 1985: 129) anotó al respecto, no sin ironía, que «SÍ el hombre no hubiera sido su pro­pio clasificador, jamás habría soñado en fundar un orden separa­do para colocarse en él»;

144 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

• la creencia en la existencia de principios esenciales que subyacían a todo lo existente (esencialismo);

• la creencia en que los procesos biológicos podían ser explicados aplicando las mismas secuencias causales utilizadas por los físicos; Darwin establece que en los resultados de una evolución regida por la selección natural intervienen determinadas leyes, pero tam­bién el azar y, hasta cierto punto, la casualidad que favorece que determinadas variaciones genéticas encuentren las condiciones ambientales favorables para competir con éxito y sobrevivir; la teo­ría de la selección natural explica la realidad a partir de la obser­vación sistemática, pero dista mucho del mecanicismo y de la ca­pacidad predictora de la Física newtoniana; y

• la creencia en que el orden en la Naturaleza obedecía en último ex­tremo a un designio o control divino (finalismo).

Darwin era un científico, pero ni su proced.;r metodológico -bási­camente deductivo, frente a los enfoques inductivos de la ciencia del mo­mento-, ni su comprensión del mundo se acomodaban fácilmente en el corsé empirista y mecanicista de la época victoriana. La Naturaleza será para él un ente unitario, complejo y dinámico; lo que implica también mantener una concepción despojada del finalismo y del esencialismo, más propios de la filosofía romántica. Así, llegará a definirla como «la acción combinada y los resultados complejos de un gran número de le­yes naturales, y por ley entiendo los hechos que hemos reconocido» (Dar­win, 1985: 47).

Sin entrar en otras lecturas, la gran innovación -de hecho, revolu­ción- que introduce Darwin en la comprensión del lugar del hombre en el mundo, se remite a su consideración como un integrante más de la Naturaleza: una especie sometida como el conjunto de todos los seres vi­vos a las mismas leyes naturales, aunque su estrategia adaptativa (la cul­tura, el lenguaje, la organización social, la socialización, etc.) sea cuali­tativamente distinta. Si Copémico había desalojado al planeta Tierra del centro del cosmos, Darwin hace lo ,mismo con )a especie humana: el hombre pierde la condición central y dominante que le había otorgado la cosmovisión cristiana en el mito de la Creación; de pertenecer a su propio y exclusivo orden pasa a tener que compartir con otras especies el orden de los primates. El axioma darwiniano que conduce al desvela­miento público de la existencia, en la filogenia humana, de un antepasa­do común con los monos, causaria un enorme estupor en la sociedad eu­ropea decimonónica, generando resistencias frontales en muy diversos ámbitos del poder religioso, científico, económico, etc. Darwin publicó en 1871 El Origen del Hombre, ensayo en el que indaga sobre la genealo­gía de la especie humana con el convencimiento de que «podria arrojar­se alguna luz sobre el origen del hombre y su historia» al demostrar que

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 145

su evolución ha seguido las mismas leyes naturales que habrian regido para otras especies (véase Puig, 1992: pp. 34-38).

No fue la noción de evolución la única aportación destacable en los trabajos de Darwin, tampoco la más original. De hecho, ya otros pensa­dores antes que él, Aristóteles o Lamarck, por citar dos ejemplos bien co­nocidos, habían formulado con menor o mayor precisión dicha idea. Darwin fue más innovador al identificar y señalar como motor de la evo­lución a la competencia biológica y, como un factor determinante del éxi­to o del fracaso en la lucha por la existencia, la adaptación a las condi­ciones ambientales. Evolución y medio ambiente serán, en adelante, «no­ciones indisociables que se imponen a todas las ciencias porque es im­posible interpretar correctamente un fenómeno cualquiera, sea biológico o social, sin investigar el conjunto de factores que lo determinan: su his­toria y las condiciones en que se produce» (Pelt, 1980: 14).

Darwin dio cuerpo científico a intuiciones previas, al tiempo que materializó muchas de las visiones y concepciones naturalistas anticipa­das por los filósofos románticos, abriendo las puertas del conocimiento hacia un estudio más sistémico del medio ambiente. Sus contribuciones científicas influyeron directa o indirectamente en muchos educadores de la Escuela Nueva, sobre todo a través de las derivaciones antropológicas y psicológicas de su obra -escribió uno de los primeros tratados sobre las emociones- y de la teoría biogenética que afinaría posteriormente su discípulo y divulgador, Haeckel.

En una lectura complementaria, cabe recordar que los estudios evo­lucionistas de Lamarck y Darwin, así como la Sociología evolucionista de Spencer, permitirán afianzar la imagen de una educación que busca fun­damentalmente la adaptación del hombre al medio en el que ha de vivir. Como recuerda Petrus ( 1997: 20), «Según los defensores de la teoría adaptativa, la educación es el complejo proceso gracias al cual se logra la armonía con el medio. Es un continuo ajuste, es un equilibrio entre el hombre y su medio. En cierta medida, la educación vendría a ser la ex­presión de la tendencia natural del hombre a adaptarse . . . a las condicio­nes de su medio físico, social y cultural».

Como se sabe, fue Haeckel quien propuso, en 1866, el término «Eco­logía» para denominar «la ciencia de las relaciones de los organismos con el mundo exterior, en el que podemos reconocer de una forma am­plia los factores de la lucha por la existencia» (citado por Deleage, 1993: 75). Además, Haeckel es considerado por muchos como uno de los precursores decimonónicos del ecologismo contemporáneo, sobre todo por su defensa de una reforma política basada en dos pilares: el conoci­miento científico de las relaciones del hombre con el mundo, y el respe­to a la belleza y al orden de la Naturaleza. A partir de los esbozos de Dar­win, propuso una ley biogenética fundamental, según la cual la ontoge­nia de los individuos humanos reproduciría la filogenia de la especie; esta idea gozará de un amplio predicamento entre los pedagogos de la Escuela Nueva, especialmente cuando se trata de explicar el desarrollo

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evolutivo del niño o de adecuar al mismo las acciones formativas. Fe­rriére, por ejemplo, integra esta teoría en su propuesta pedagógica. En Problemas de educación nueva dedica un capítulo a «los problemas de la herencia» , destacando 'la importancia de la filogénesis de la especie hu­mana para comprender el desarrollo cultural de los individuos: «ponien­do en paralelo la evolución de la infancia y la del hombre, tal y como nos revela la antropología prehistórica», se han podido «revelar algunas de las etapas principales en que el paralelismo es manifiesto» (Ferriére, 1972: 61) . Pero, como veremos, existieron también otras influencias, to­davía pendientes de análisis más profundos, sobre la orientación am­bientalista de un amplio elenco de educadores adscritos a este movi­miento.

En cualquier caso no debe obviarse que en este período histórico se intensifica la expansión e institucionalización de los sistemas educativos nacionales. En este proceso, los sectores más innovadores reivindicarán una enseñanza que se caracterice por su apertura a nuevos contextos de aprendizaje, por la incorporación de los saberes que emergen con las nuevas ciencias y por la integración de la escuela en la vida cotidiana. En algunas de sus propuestas, casi radicales para la época, insistirán en que lo más importante del aprendizaje tiene lugar en el exterior del aula y de las escuelas, por lo que propondrán salir de los recintos escolares, entrar en contacto con la Naturaleza, etc., con la intención de dar cabida a nue­vos contenidos y estímulos para la enseñanza (véase Palacios, 1978).

Con el aporte de distintos educadores (entre los que se incluyen Tols­tói, Claparede, Reddie, Montessori, Decroly, Dewey, Ferriére, Ferrer . i Guardia o Freinet), muchos de ellos fundadores e integrantes del movi­miento reformista de la Escuela Nueva, se perfeccionarán las justifica­ciones pedagógicas del estudio «del» medio y «en eh medio, en tanto que recurso y estímulo permanente de los procesos educativos, sin cuyo re­conocimiento explícito es impensable el desarrollo personal y social de los educandos. De hecho, la Escuela Nueva amplía los enfoques de la pe­dagogía intuitiva, acercándose al medio no sólo con la finalidad de ad­quirir conocimientos o de afirmar su caracterización como un escenario moralmente ideal, sino también con una concepción más amplia de la formación intelectual y afectiva de la infancia. Rosa Sensat, fundadora en 1914 de L'Escola del Bosc, ejemplifica esta perspectiva, a medio cami­no entre el idealismo naturalista -o ruralista- y la cosificación del mundo para su conocimiento científico. Ella consideraba que «la vida en plena Naturaleza es un factor esencialísimo de una cultura integral» y asumía como principio de L'Escola . . . la necesidad de «poner al niño en contacto con las formas de vida; con la Naturaleza y con el trabajo hu­mano a fin de que adquieran nociones inmediatas de los seres y las co­sas» (Sensat, 1978: 43).

Para diversos autores esto sucede porque el medio «naturaJ,, es con­cebido como una fuente de inspiración y estimulación pedagógica, de la que brotan necesidades e intereses que acaban reconvirtiéndose en opor-

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tunidades para el aprendizaje. La «pedagogía activa» que se propone sólo es posible abriendo los procesos de enseñanza-aprendizaje al entorno, primero como ámbito de experiencia, después como ámbito de investi­gación y conocimiento. Dewey ( 1971), en una de las primeras concep­tualizaciones del «medio educativo», defenderá que «el desarrollo en el joven de las disposiciones y actitudes necesarias para la vida progresiva y continua de una sociedad no puede tener lugar por la comunicación di­recta de creencias, emociones y conocimientos», sino que «tiene lugar por el ambiente», al que define como «la suma total de condiciones que intervienen en la ejecución de la actividad característica de un servicio».

No obstante, y a pesar de reflexiones como ésta, Dewey suele ser pre­sentado como un filósofo-pedagogo antropocentrista, calificando su «ins­trumentalismo pragmático» como una antítesis de las perspectivas am­bientalistas (Bowers, 1993: 88-105). Colwell ( 1985: 256) argumenta, por el contrario, que el análisis que realiza Dewey de las relaciones que se es­tablecen entre organismo y ambiente sugiere una conclusión opuesta: «el enfoque de Dewey implica una concepción unitaria de la Naturaleza en la que se incluyen ( ... ) tanto la comunidad humana como el ambiente biofísico no humano». De hecho, en su opinión, la teoría pedagógica del filósofo americano es en sí misma ecológica, puesto que la «educación consiste en aquella interacción especial entre el organismo humano y el medio ambiente que conduce a una extensión de las condiciones situa­cionales que promueven el crecimiento» (Colwell, 1985: 265).

Comparadas con la pedagogía «tradicional», nacida del método in­tuitivo, las ideas y actuaciones que promueven los educadores vinculados a la corriente de pensamiento-acción de la Escuela Nueva, posibilitarán que, en adelante, se reconozca en el medio ambiente una triple motiva­ción o justificación pedagógica:

• en primer lugar, como escenario que estimula el desarrollo y la ad­quisición de un saber más comprehensivo y globalizador, que am­plía la percepción de los educandos sobre el conocimiento de los hechos o de las realidades que se estudian;

• en segundo lugar, que sus dimensiones o variables -materiales y simbólicas- más características (el espacio, las culturas, el arte, etcétera) participen en la organización y formación integral de la personalidad del niño;

• y, en tercer lugar, dado que el estudio del medio no es desinteresa­do -al efectuarse con el propósito de actuar en él-, permite una mejor adaptación a las necesidades de las personas.

Para algunos autores (Novo, 1985; Sureda y Colom, 1989), la prin­cipal aportación de la Escuela Nueva al binomio educación-ambiente re­side en el «descubrimiento» del entorno como un recurso que puede ser

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aprovechado pedagógicamente, sobre todo en aquellos factores que re­presentan más fielmente a una Naturaleza idealizada (paisajes naturales, medio rural, etc.). Novo ( 1985: 31 ) llega a afirmar que «lo que caracteri­za a estas teorías pedagógicas (precursoras de la Educación Ambiental) que, desde diversas posiciones reclaman el contacto del niño con el me­dio, es la consideración de la Naturaleza como un recurso educativo. Di­ríamos que, si el hombre y la sociedad occidental de nuestra era consi­deraron los bienes naturales como algo que está ahí para ser explotado, esa misma filosofía es la que ha inspirado las prácticas docentes: explo­tar la Naturaleza como fuente educativa de primer orden».

Compartimos en lo esencial esta interpretación, pero también cree­mos que algunos proyectos pedagógicos de finales del siglo XIX ya incor­poran ideas y prácticas educativas que sugieren una visión más comple­ja y crítica de la relación del hombre con la Natura. En esta línea de ac­tuación se pueden incardinar distintas propuestas, que van desde el hi­gienismo que impregnó al movimiento obrero -que se tradujo en una preocupación por la calidad del medio, fundamentalmente del medio construido y urbanizado, entre los que se sitúan los entornos producti­vos, y también por la salubridad de los espacios escolares-, hasta el am­bientalismo «racionalista» que, con un sentido más científico que filosó­fico, seguirá la senda abierta por Darwin.

Un ejemplo en esta segunda dirección, que nos parece especialmen­te representativo y poco conocido en su vertiente «educativo-ambiental», es la experiencia de la Escuela Moderna impulsada, entre 1901 y 1908, por Ferrer i Guardia. Inspirada en ideales libertarios, su programa es una síntesis de los avances psicopedagógicos de la Escuela Nueva y la aspi­ración racionalista de una educación científica, puesta al servicio de la emancipación del hombre y de la sociedad. Con ello se presenta al me­dio «natural» como un recurso favorable para el aprendizaje, incorpo­rando una dimensión política que aproxima sus argumentos a los que utiliza la crítica ecologista contemporánea: «Veo el progreso empujado a una especie de fatalidad, independientemente de la conciencia y de la bondad del hombre, está expuesto a oscilaciones y sucesos en los que no tiene lugar la acción de la conciencia ni la misma energía humana» (Fe­rrer i Guardia, 1978: 65). Este juicio ubica las tesis «modernistas» en el escenario de las críticas radicales que el anarquismo y el socialismo di­rigían -a principios de siglo- contra la deshumanización provocada por los excesos de la Revolución Industrial y del capitalismo salvaje.

Pero las coincidencias con el discurso ambientalista actual no ter­minan ahí. En el programa del curso 1903- 1904 de la Escuela Moderna (Ferrer i Guardia, 1978: 179-185) se indica la necesidad de que «el alum­no se haga un justo concepto de todo cuanto le circunda», incluyendo en su formación «el conocimiento de las Ciencias Físicas y Naturales y de la Higiene» . Para plasmar este objetivo en la práctica educativa, el pri­mer manual de lecturas de la Escuela Moderna incluía un texto de Emest Haeckel, cuyo contenido es especialmente revelador: en él se cuestiona

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 149

«el dogma antropocéntrico» como noción errónea, conducente a situar al ser humano «en oposición con todo el resto de la Naturaleza». El texto ofrece indicios suficientes para pensar que en la Escuela Moderna el acer­camiento a la Naturaleza transcendía el mero interés científico por el co­nocimiento de las «cosas» o por la instrumentalización del entorno como un recurso facilitador de aprendizajes. Más bien parecía existir un obje­tivo axiológico, relacionado con el cambio de actitudes, de valores y de conceptos con respecto a la posición dominante del hombre en el mun­do; intención que se ha utilizado con frecuencia para diferenciar la Edu­cación Ambiental de la mera utilización didáctica del entorno.

Las ideas y prácticas educativas que propugnan los pedagogos de la Escuela Nueva, enfatizando la filosofía de «Enseñar en la Naturaleza», tendrán continuidad en los procesos de renovación pedagógica y curri­cular que se producen después de la Segunda Guerra Mundial en Occi­dente, impregnando con desiguales resultados los proyectos educativos que surgen en un Tercer Mundo envuelto en el proceso descolonizador, del que pretenden sustraerse para recuperar su identidad social, política y cultural. En ocasiones, con motivo de las reformas educativas que se realizan en diferentes países, a modo de declaraciones y principios vin­culados a la ordenación de los diferentes niveles y ciclos del sistema edu­cativo; en otras, más frecuentemente, a través de disciplinas o proyectos formativos que se adscriben a diferentes áreas científicas o a grupos de trabajo que promueven innovaciones en el ámbito de las Didácticas es­pecíficas, sobre todo en el ámbito de las Ciencias Naturales y Sociales (por ejemplo, en la enseñanza de la Biología o de la Geografía).

2. Génesis, expansión e institucionalización de la Educación Ambiental

La inquietud que se suscita en tomo a la necesidad de promover es­trategias educativas orientadas a la conservación del medio ambiente y, por extensión, a mejorar las condiciones de vida planetaria, sitúa los ini­cios de esta etapa entre los últimos años sesenta y los inicios de la déca­da de los setenta, ya en el siglo xx. Un momento en el que, desde un in­cipiente movimiento ambientalista, se reclaman actuaciones políticas comprometidas con la solución de los problemas ecológicos, a lo que se añade -en un contexto sometido al cuestionamiento del crecimiento ili­mitado- la reivindicación de modelos alternativos para el desarrollo económico y social de los pueblos.

En un ensayo, ya clásico, sobre la situación educativa mundial a fi­nales de los años sesenta, Coombs (1971; 1985: 23) trasladaría a la opi­nión pública cómo «a partir de 1945 todos los países experimentan cam­bios ambientales de ritmo vertiginoso, originados por una serie de revo­luciones concurrentes a lo largo y ancho del mundo, en la ciencia y la tecnología, en la política y en la economía, en las estructuras demográfi-

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cas y sociales. También los sistemas educativos se desarrollaron y cam­biaron con mayor rapidez . . . Pero su adaptación ha sido demasiado len­ta», provocándose «el consiguiente desfase . . . entre los sistemas educati­vos y sus entornos», lo que «constituye la esencia de la crisis mundial de la educación». En Aprender a ser, informe avalado por la UNESCO que también refleja algunas de las preocupaciones educativas de la época, se identifica, entre las «rupturas» que amenazan a la humanidad, la pro­blemática ecológica, cuya génesis se atribuye al desarrollo tecnológico. Frente a este peligro se reclama el papel de la educación para «atacar en su base el problema» e impedir, prevenir o compensar los riesgos de la civilización técnica (Faure, 1973: 170-171) .

El paralelismo que se observa entre las crisis que afectan a la edu­cación y al medio ambiente pronto pondrá de relieve la necesidad de pen­sar y actuar en ambas áreas de forma simultánea y convergente, a través de un proceso en el que la clarificación de conceptos y valores será de­terminante para que los sujetos adquieran capacidades, actitudes y corn­portarnientos que les permitan apreciar las relaciones de interdependen­cia entre las personas, su cultura y su medio biofísico (Caride, 1995). Proceso en el que se suscita un amplio consenso internacional e institu­cional, algunos de cuyos logros rnás visibles se proyectan en la «Educa­ción Ambiental» . Esta expresión, heredada del debate abierto -años atrás- en torno a la integración de las Ciencias Naturales y Sociales, será refrendada por múltiples declaraciones e iniciativas educativas que inscriben sus realizaciones en las nacientes políticas ambientales. No obstante, hemos de recordar que si en castellano se ha impuesto la tra­ducción literal de la denominación anglófona, Environmental Education, en los círculos educativos francófonos se utiliza la expresión education pour l'environnement, esto es, «educación para el medio ambiente» ( Gior-dan y Souchon, 1991 ; Sauvé, 1994; Giolitto y Clar:y, 1994). ·

2 . 1 . Los PRIMEROS AÑOS: EDUCAR PARA CONSERVAR

En contraste con las etapas precedentes, el binomio educación-am­biente incorpora ahora la posibilidad de hacer explícitos objetivos que aluden a una mejora de las relaciones ecológicas, incluyendo las del hombre con la Naturaleza y las de los hombres entre sí, llevando a un primer plano actitudes y valores desde los que construir una nueva ética personal y social. Entre sus finalidades se señala la necesidad de susti­tuir la centralidad dominante del hombre (tradición antropocéntrica) por la de la vida (alternativas biocéntrica o ecocéntrica), adoptando estilos de desarrollo ecológicarnente sostenibles y socialmente equitativos. Educar «para el medio ambiente» o «a favor del medio ambiente» se convierte en una tarea prioritaria y, con ella, el reconocimiento y promoción de la Educación Ambiental; una expresión que se emplea por vez primera en 1948, aunque sus significados tarden algunas décadas en concretarse y

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aún permanezcan abiertos al debate entre distintas concepciones y mo­delos, que polemizan no sólo sobre sus cimientos sociales e ideológicos, sino también sobre su fundamento pedagógico.

No obstante, ya en 1949, era presentada The Sand County Almanac, obra póstuma del conservacionista estadounidense Aldo Leopold ( 1999), uno de los precursores de las éticas ecocéntricas contemporáneas. En esta obra, síntesis de su pensamiento, reclama una educación ecológica orientada a concienciar a la población sobre la necesidad de conservar un entorno cada vez rnás degradado por la presión del progreso y la rner­cantilización progresiva de la Naturaleza. No hablaba Leopold de «Edu­cación Ambiental», pues entendía que era preciso introducir una nueva dimensión en la educación integral de las personas, aunque concretase el «contenido» de dicha dimensión en una mezcla de formación ecológica (centrada en las relaciones de dependencia entre las especies) y ética (ba­sada en la atribución a otras especies o a los ecosistemas de un valor moral). El primer documento oficial, a través del que un país se corn­prornete con el fomento de la Educación Ambiental -The Environmen­tal Education Act-, ve la luz en el año 1970, corno Ley Federal promo­vida por el Gobierno de los Estados Unidos de América.

En los años sesenta y setenta las actuaciones educativo-ambientales coincidirán con la difusión de informes científicos que testimonian el de­terioro ecológico del Planeta, alertando sobre peligros ambientales que pueden llegar a amenazar la propia supervivencia humana. Con ellos se extiende la convicción de que es preciso afrontar con urgencia la degra­dación ambiental, interesando a diferentes actores y tareas; y, muy sin­gularmente, a la educación y a los educadores en los rumbos que co­mienza a trazar una filosofía conservacionista en auge.

Finalizando la década de los sesenta, la preocupación por la degra­dación ambiental transcenderá los círculos científicos y académicos para inquietar a sectores cada vez rnás amplios de la población, sobre todo en los países industrializados. El Consejo Económico y Social de las Nacio­nes Unidas, haciéndose eco de este clima, iniciará en 1968 los preparati­vos para celebrar en Estocolrno una Conferencia Intergubernarnental. En su convocatoria se ponen de manifiesto dos objetivos principales: evaluar el estado ecológico del Planeta y promover -desde el consenso- una po­lítica común para la gestión del medio ambiente mundial.

La fase preparatoria de la Conferencia fue sumamente reveladora. Por vez primera se cuestionaron las concepciones reduccionistas del me­dio ambiente y de la problemática ecológica, que entendían la política ambiental exclusivamente orientada a preservar los recursos naturales, las especies animales y vegetales, o los espacios dotados de un valor pai­sajístico, estético o ecológico singular. De ello dan testimonio las reunio­nes preliminares celebradas en Nueva York (1970), Ginebra (1971) y Fou­nex ( 197 1). En ellas se confrontan dos perspectivas distintas en la per­cepción de lo «arnbientak de un lado, la visión reduccionista aludida, de corte conservacionista, defendida principalmente por los países desarro-

1 52 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

Hados; y, de otro, un enfoque alternativo -con más adeptos entre los paí­ses del Tercer Mundo-, mediante el que se trataba de vincular las solu­ciones a la degradación ecológica con medidas que coadyuven al desa­rrollo económico y social de los pueblos más desfavorecidos.

Esta polémica estuvo a punto de hacer fracasar el evento. Sólo en un último esfuerzo pudo pactarse un documento --conocido como In­forme Founex-, en el que, además de alertar sobre la degradación am­biental de la Biosfera, se amplió el concepto de «medio ambiente» para incorporar expresamente aspectos relacionados con el desarrollo · huma­no: la injusticia social, el reparto de la riqueza, la paz y el desarme, el hambre, la economía, los derechos humanos . . . Para Bifani ( 1980 y 1999), el Informe Founex es el primer documento oficial que reconoce la estre­cha ligazón entre los problemas ambientales y los problemas del desa­rrollo, así como la necesidad de articular soluciones que contemplen ambas dimensiones. Esta reconceptualización del ambiente, y sus pro­blemas asociados, quedaría reflejada en la misma denominación de la reunión de Estocolmo, conocida como Conferencia sobre el Medio Hu­mano, garantizando su celebración en función del consenso establecido. Mientras tanto, la economía mundial -sobre todo en Occidente- pasa­ba por momentos de pujanza y optimismo, de los que ejercia como ter­mómetro el aumento imparable de las tasas de crecimiento.

Para la mayoría de los analistas, Estocolmo supuso un punto de in­flexión en la preocupación mundial por el medio ambiente. En el pano­rama internacional Estados Unidos, bajo la presidencia de Richard Ni­xon, estaba inmerso en la guerra de Vietnam y comenzaba a intuir y a sufrir tanto interna como externamente el fracaso de su intervención. El «Orden» de la Guerra Fría se altera momentáneamente con la aparición de un movimiento integrado por «países no alineados», en el que se in­volucran distintos Gobiernos del Tercer Mundo, al frente de cuyas ini­ciativas se encuentran líderes carismáticos como Indira Gandhi o Fidel Castro. A él se adhirieron un buen número de países latinoamericanos, asiáticos y muchos de los Estados surgidos con la tardía descolonización del continente africano.

En este contexto, las deliberaciones de la Conferencia convocada por Naciones Unidas dieron continuidad al debate que confrontaba las tesis conservacionistas del Norte con los intereses sociales y económicos emergentes de los países «en vías de desarrollo». Los documentos acor­dados serán un claro reflejo de esta tensión: por una parte, se recogen principios y recomendaciones que tratarán de vincular las políticas am­bientales a las políticas de desarrollo, entendido éste en un sentido inte­gral; por otra, se contempla la creación y puesta en marcha de una serie de instrumentos técnicos e institucionales para la vigilancia, el control y la gestión de los parámetros bio-físicos del medio ambiente. ·

Como en otras iniciativas vinculadas al quehacer institucional de las Naciones Unidas, se advierte la notable disparidad entre los acuerdos adoptados y la capacidad política o financiera que debería hacer más

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 1 53

creíble (y real) su traducción en logros concretos. A pesar de ello, la Con­ferencia sobre el Medio Humano inducirá cambios de cierta trascenden­cia en la representación de los problemas ambientales y en la definición de las políticas de respuesta. En este sentido, además de los cambios que indujo en las políticas ambientales de muchos Estados, iniciativas inter­nacionales como la creación del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) o la promoción de diversos Tratados interna­cionales tendrán en Estocolmo su referencia histórica y doctrinal más importa�te. Esta valoración también es aplicable al campo más específi­co de la Educación Ambiental que, como veremos, inicia realmente su consolidación y expansión internacional a partir de principios y propósi­tos estratégicos gestados en Estocolmo.

Los acuerdos que se adoptan en la capital sueca se trasladan funda­mentalmente a dos documentos de amplia visión prospectiva: la Decla­ración sobre el Medio Humano y el Plan de Acción. El primero será con­siderado por muchos observadores como una auténtica «declaración» de los derechos ecológicos de la Humanidad. En ella se pretende sentar las bases para «la defensa y el mejoramiento del medio .humano para las g:­neraciones presentes y futuras», como «meta imperiosa para la humani­dad, que ha de perseguirse al mismo tiempo que las metas fundamenta­les ya establecidas de la paz y el desarrollo económico y social en todo el mundo» (Proclama 6). Más que esto, los 29 Principios que vertebran los argumentos más sustantivos de la Declaración insisten en la necesi­dad de combinar el desarrollo económico y social de los pueblos con la preservación del medio ambiente y de los recursos naturales.

Para la Educación Ambiental interesa destacar lo que se propone su Principio 19, en el que textualmente se indica que «es indispensable una labor de educación en cuestiones ambientales, dirigida tanto a las gene­raciones jóvenes como a los adultos y que preste la debida atención al sector de la población menos privilegiado, para ensanchar las bases de una opinión pública bien informada y de conducta de los individuos, de las empresas y de las colectividades inspirada en el sentido de su res­ponsabilidad en cuanto a la protección y mejoramiento del medio en toda su dimensión humana. Es también esencial que los medios de co­municación de masas eviten contribuir al deterioro del medio humano Y difundan, por el contrario, información de carácter educativo sobre la necesidad de protegerlo y mejorarlo, a fin de que el hombre pueda desa­rrollarse en todos los aspectos». No obstante, tal y como analiza Gonzá­lez Gaudiano ( 1999: 12-13), la Declaración «responde al educacionismo propio del momento, en el sentido de asignar a la educación un carác:er socialmente trascendente, separándola de la necesidad de lograr cambios en otras esferas de la vida pública, por lo que pareciera que basta con educar a la población para modificar cualitativamente el estado de cosas imperante».

El Plan de Acción, un antecedente poco divulgado de la que hoy co­nocemos como Agenda 21 (Río 92), recoge 109 Recomendaciones de al-

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canee estratégico para la coordinación ínter-gubernamental e inter-insti­tucional de los Principios enunciados en la Declaración sobre el Medio Humano. Estructurada en tres partes, la primera establece las directrices para la puesta en marcha de un programa de seguimiento y vigilancia ambiental ( «Earthwatch» ); en la segunda se realizan propuestas en ma­teria de gestión ambiental, atendiendo al principio de «planificación comprehensiva» y a la necesidad de vincular la política ambiental con las políticas de desarrollo; la tercera parte contempla distintas medidas de apoyo, entre las que se incluyen la educación, la formación y la infor­mación pública.

La educación y, sobre todo, la formación especializada ocuparán un lugar destacado en la redacción del Plan. El tono general refleja Jos en­foques tecnocráticos de la época, insistiendo en la importancia de Ja ins­trucción de expertos ambientales «para suplir la necesidad de especialis­tas, profesionales multidisciplinares y personal técnico para facilitar el uso del conocimiento en la toma de decisiones a todos los niveles»; aun­que serán las Recomendaciones 95, 96 y 97 las que aportan mayor con­tenido educativo al documento. La primera confía al sistema de las Na­ciones Unidas el asesoramiento técnico y científico de sus Estados miem­bros, pa�a que impulsen programas ambientales de tipo social, cultural y educativo. La Recomendación 96 insta al desarrollo de la Educación Ambiental, emplazando a la Secretaría General y a otros Organismos de la ONU, especialmente a la UNESCO, a que establezcan un «Programa Internacional de Educación Ambiental, con un enfoque interdisciplinar, en la escuela y fuera de ella, en todos los niveles educativos y dirigido ha­cia el público en general, especialmente Jos ciudadanos que residen en áreas rurales y urbanas, tanto jóvenes como adultos, con el fin de edu­carlos . . . para gestionar y controlar su ambiente». La Recomendación 97 invita a la Secretaría General de la ONU a diseñar un programa de in­formación, en colaboración con los medios de comunicación, para esti­mular la «participación activa de los ciudadanos» en la preservación del ambiente; a lo que se añaden diferentes propuestas de actuación infor­mativa en los pueblos menos privilegiados y «oprimidos». . Las políticas ambientales tenderán a reforzarse notablemente a par­

tir de 1972. Y ello a pesar de la fragilidad que caracterizó los compro­misos adquiridos por la comunidad internacional en la Conferencia de Estocolmo. El advenimiento de la primera gran crisis del petróleo, pocos meses después, y la recesión económica a la que dio lugar complicará sus intenciones, aunque -aparentemente- se trataba de un suceso que ve­nía a confirmar los pronósticos más pesimistas sobre la disponibilidad li­mitada de recursos naturales, induciendo campañas de ahorro energéti­co en diversos países industrializados. No obstante, en la práctica, tuvo un efecto negativo al reducir considerablemente las posibilidades para fi­nanciar los acuerdos contenidos en la Declaración y en el Plan de Acción.

Para las relaciones educación-ambiente la Conferencia de Estocol­mo supuso un cambio de rumbo casi definitivo. Las reuniones, declara-

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 155

ciones, documentos y experiencias pedagógicas que proliferaron en los años siguientes contribuirán decididamente a forjar la identidad peda­gógica y social de la Educación Ambiental. No obstante, la polémica en­tre las distintas concepciones sobre el sentido y alcance de la proble­mática ecológica seguirá abierta. Y, con ella, la disputa -tan importan­te desde el punto de vista educativo- entre quienes postulan un am­bientalismo estricto y quienes mantienen planteamientos de corte más social y humanístico.

Directamente vinculado a la ejecución de las resoluciones adoptadas en la Conferencia de Estocolmo, en 1973, el Programa de Naciones Uni­das para el Medio Ambiente (PNUMA) aportará una de las iniciativas más estimables en el escenario internacional; al menos en lo que se re­fiere al impulso, apoyo y coordinación de diversas actuaciones que se emprenden a favor del medio ambiente con una visión planetaria. Es así cómo, ya desde su creación, el PNUMA asume responsabilidades en la elaboración y seguimiento sistemático de las políticas ambientales de al­cance nacional e internacional, favoreciendo la cooperación y coordina­ción entre distintos organismos, ya sea dentro del sistema de Naciones Unidas o como resultado del trabajo compartido con otras organizacio­nes nacionales o supranacionales de carácter gubernamental y no guber­namental (UICN, WWF, Consejo de Europa, etc.).

Las actividades del PNUMA se articularon inicialmente en función de seis «esferas prioritarias»: Asentamientos Humanos y Salud; Ecosis­temas Terrestres; Medio Ambiente y Desarrollo; Océanos; Energía; y De­sastres Naturales. Complementariamente, asumió el desarrollo de diver­sas «tareas funcionales» : Evaluación Ambiental; Ordenación del Medio Ambiente; Legislación Ambiental; y las denominadas Medidas de Apoyo. A estas últimas se adscriben, como sus soportes clave, la educación, la capacitación e información pública y la cooperación técnica. Con esta es­tructura se afianzan los procesos de formación y cualificación -inicial y continuada- de diversos profesionales, técnicos y gestores políticos (ad­ministradores, empresarios, economistas, biólogos, gestores, sindicalis­tas, ingenieros, toxicólogos, agrónomos, etc.), insistiendo en la impor­tancia de tomar decisiones que fortalezcan y consoliden un desarrollo respetuoso con el medio ambiente.

En 1975, la UNESCO y el PNUMA, en aplicación de la Recomenda­ción 96 del Plan de Acción aprobado en Estocolmo, acordaron promover un Programa Internacional de Educación Ambiental (PIEA), al que se atri­buyeron los siguientes objetivos prioritarios:

• el intercambio de ideas y experiencias en el campo de la Educa­ción Ambiental, entre los distintos países y regiones del mundo;

• el desarrollo de investigaciones que permitan una mejor compren­sión de los objetivos, contenidos y métodos de Ja Educación Am­biental;

156 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

• la elaboración y evaluación de nuevos materiales didácticos, planes de estudio y programas en el campo de la Educación Ambiental;

• el adiestramiento y actualización de profesionales clave para el de­sarrollo de la Educación Ambiental (docentes, planificadores, in­vestigadores o administradores de la educación);

• la asistencia técnica a los Estados miembros para el desarrollo de programas de Educación Ambiental.

El PIEA no restringió sus actuaciones a divulgar la filosofía, los fi­nes, metas y principios rectores de la Educación Ambiental. Además, y con un claro enfoque estratégico, centró sus iniciativas en todos los ám­bitos y niveles educativos con la intención de mejorar los dispositivos cu­rriculares e institucionales puestos al servicio de la formación ambiental. En este sentido, el Programa aspiraba a ampliar la sensibilización indi­vidual y colectiva de la población hacia los problemas del entorno local y mundial, y a comprometer a ciudadanos y comunidades con prácticas concretas de protección y mejora ambiental. Los resultados imputables a la acción del PIEA son apreciables en tres planos complementarios:

• su contribución al logro de una concientización generalizada sobre la necesidad de una Educación Ambiental (como acción predomi­nante desde sus inicios hasta 1978);

• sus aportaciones a la precisión de los conceptos y enfoques meto­dológicos de la Educación Ambiental, sobre todo en el período que transcurre entre 1978 y 1980;

• finalmente, su afán por incorporar la dimensión ambiental a los procesos y sistemas educativos de los Estados que se integran en Naciones Unidas (con especial énfasis en el período que transcu­rre entre 1984 y 1989).

Entre las actividades del PIEA que más contribuyeron al impulso institucional de la Educación Ambiental, destacan las Reuniones inter­nacionales y regionales que se inician con el Seminario de Belgrado ( 1975), y que prosiguieron en encuentros de indudable trascendencia po­lítica y educativa como la Conferencia Intergubemamental de Educación Ambiental, celebrada en Tbilisi ( 1977).

Los esfuerzos encaminados a una mayor clarificación conceptual y metodológica de la Educación Ambiental repercuten directamente en la organización de seminarios, investigaciones y proyectos curriculares que enfatizan la necesidad de incorporar sus contenidos en todas las estructu­ras del sistema educativo. Se reivindica también su carácter interdiscipli­nario y holístico, a lo que se une la necesidad de llegar a todos los secto-

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 1 57

res de la población, desde la infancia hasta la vejez, ya sea a través de la educación formal o de otras prácticas educativas. En opinión de Ghafoor Ghaznawi, siendo Jefe del Servicio de Educación Ambiental de la UNES­CO, el Programa supuso la «puesta a punto de una estrategia internacio­nal encaminada al despliegue de acciones en el ámbito de la educación y de la formación ambiental para la década de los noventa; dicha estrategia ha servido de ejemplo y de referencia para la elaboración de estrategias y de planes de acción nacionales en varios Estados miembros» . Con todo, desde el mismo PIEA -habida cuenta de la importancia de los cambios conceptuales, pedagógicos e institucionales que exige la generalización a escala mundial de una nueva «cultura ambiental»- se insiste en la im­portancia de proseguir e intensificar los esfuerzos emprendidos, diversifi­cando los medios que permitan aumentar su eficacia y coherencia.

Para dar continuidad a las Recomendaciones y acuerdos adoptados en la Conferencia de Estocolmo, transferidas a la UNESCO, al PNUMA y al Programa Internacional de Educación Ambiental (PIEA), Belgrado acogerá, en 197 5, un Seminario Internacional de Educación Ambiental, al que acudieron 120 representantes de 65 países, convocados con una doble intención:

• examinar y discutir las nuevas tendencias y cuestiones que se plan­tean en la Educación Ambiental, a partir del documento de traba­jo elaborado por representantes de 13 países con realidades políti­cas, sociales y ambientales diferentes;

• formular, sobre esta base, las directrices más idóneas para promo­ver la Educación Ambiental a nivel internacional; a tal fin, todos los participantes colaboraron en la preparación de «un marco mundial para la Educación Ambiental» .

El consenso en tomo a la necesidad de una ética mundial propició, a su vez, un acuerdo compartido sobre las metas y fines de la Educación Ambiental, expresado textualmente en estos términos: «lograr que la po­blación mundial tenga conciencia del medio ambiente y se interese por él y por sus problemas conexos y que cuente con los conocimientos, ap­titudes, actitudes, motivaciones y deseos necesarios para trabajar indivi­dual y colectivamente en la búsqueda de soluciones a los problemas ac­tuales y para prevenir los que pudieran aparecer en lo sucesivo» . En el Seminario -sintetiza González Gaudiano ( 1999: 13)- se reconoce la brecha existente entre países y al interior de las naciones, el crecimiento del consumo a costa de otros y la expansión del deterioro ecológico, al tiempo que se apela a la configuración de un nuevo orden económico in­ternacional para proponer un nuevo concepto de desarrollo, «más armó­nico con el medio, acorde con cada región, erradicando las causas bási­cas de la pobreza, el hambre, el analfabetismo, la explotación, la conta­minación y la dominación».

1 58 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

Además de reclamar una Educación Ambiental congruente con la adopción de una nueva ética que permitiese hacer frente a la pobreza y a la degradación ambiental; y de conceptualizarla como un proceso edu­cativo continuo, multidisciplinar, integrado en las diferencias regionales, y volcado hacia las realidades locales, el Seminario posibilitó el acuerdo sobre seis objetivos básicos de la Educación Ambiental, incluidos en la que conocemos como Carta de Be/grado, considerada como uno de los do­cumentos más lúcidos y trascendentes para el posterior desarrollo de la Educación Ambiental, que son:

l. Tbma de conciencia: ayudar a las personas y a los grupos sociales a que adquieran mayor conciencia del medio ambiente en general y de los problemas conexos, y a mostrarse sensibles a ellos.

2. Conocimientos: ayudar a las personas y a los grupos sociales a ad­quirir una comprensión básica del medio ambiente en su totalidad, de sus problemas y de la presencia y función de la humanidad en él, lo que entraña una responsabilidad crítica.

3. Actitudes: ayudar a las personas y a los grupos sociales a adquirir va­lores colectivos, un profundo interés por el medio ambiente y la vo­luntad que los impulse a participar activamente en su protección y mejoramiento.

4. Aptitudes: ayudar a las personas y a los grupos sociales a adquirir las aptitudes necesarias para resolver los problemas ambientales.

5. Capacidad de evaluación: ayudar a las personas y a los grupos socia­les a evaluar las medidas y los programas de Educación Ambiental en función de los factores ecológicos, políticos, económicos, sociales, estéticos y educacionales.

6. Participación: ayudar a los individuos y a los grupos sociales a que desarrollen su sentido de responsabilidad y a que tomen conciencia de la urgente necesidad de prestar atención a los problemas del me­dio ambiente, para asegurar que se adopten medidas adecuadas al respecto.

Con la mirada puesta en estos objetivos, la Carta de Be/grado pro­yecta la imagen de una Educación Ambiental llamada a constituirse en un elemento esencial para afrontar la crisis ambiental. A tal fin, postula que «deberían sentarse las bases de un nuevo programa mundial de Edu­cación Ambiental que haga posible desarrollar los nuevos conocimientos teóricos y prácticos, valores y actitudes, que constituirán la clave para conseguir el mejoramiento de la calidad del medio y, por consiguiente, de la calidad de vida para todos cuantos viven y vivirán en ese medio».

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 1 59

Desde entonces, el marco conceptual y teleológico en el que se sustenta la Declaración -adoptada por unanimidad en la clausura del Semina­rio- representa un soporte fundamental para muchas de las iniciativas emprendidas en el quehacer educativo-ambiental, aunque mantenga una concepción «voluntarista de la educación, de nuevo asumiendo que pue­de por sí sola modificar el estado de cosas existente. Una indefinición de la relación educador-educando y un estado de cosas sobre-simplificado que falsea las posibilidades de pensar y actuar» (González Gaudiano, 1999: 13-14).

2.2. LA TRANSICIÓN: EDUCAR PARA CONCIENCIAR

El punto culminante del Programa Internacional de Educación Am­biental y de la colaboración de la UNESCO y el PNUMA fue la celebra­ción, del 14 al 26 de octubre de 1977, en Tbilisi (Georgia) de la primera Conferencia Intergubernamental sobre Educación Ambiental. Con la asistencia de 265 delegados de 64 países, las sesiones de trabajo se cen­traron en cinco cuestiones principales: el análisis de los principales pro­blemas ambientales en la sociedad contemporánea; la aplicación de la Educación Ambiental a la resolución de los problemas ambientales; las estrategias y actividades de alcance internacional con miras al desarrollo de la Educación Ambiental; las estrategias y actividades de alcance r;a­cional y regional para el desarrollo de la Educaci?n Ambiental en dis'.1;i­tos ámbitos y niveles (formal, no formal y profes10nal); y la cooperac1on regional e internacional para el fomento de la Educación Ambiental.

Existe una coincidencia bastante generalizada al otorgar a la reu­nión de Tbilisi una importancia crucial en el desarrollo institucional de la Educación Ambiental (Novo, 1985 y 1995; Caride, 1991 ; Leff, 1993; Orellana y Fauteux, 1998; González Gaudiano, 1999). En ella se aproba­ron por consenso una Declaración y 41 Recomendaciones a los países miembros, en las que se delinean ideas y principios básicos de la Edu­cación Ambiental, en su mayoría todavía vigentes. Además, se sugieren diversas estrategias para su desarrollo, relativas a contenidos y métodos, formación de personal, materiales de enseñanza y aprendizaje, difusión de la información, investigación, cooperación regional e internacional, etcétera. De su pronunciamiento final subrayamos el énfasis con el que se insta a la comunidad internacional para que ayude generosamente a fortalecer la Educación Ambiental como «esfera de actividad que simbo­liza la necesaria solidaridad de todos los pueblos y que puede conside­rarse como particularmente alentadora para promover la comprensión internacional y la causa de la paz>>. Otras recomendaciones destacables inciden en:

• La necesidad de entender el medio ambiente como una totalidad compleja en la que interaccionan elementos y procesos biológicos,

160 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

físicos y socioculturales, complejidad que es preciso abordar in­terdisciplinarmente para utilizar mejor los recursos de la Natura­leza con el fin de satisfacer las necesidades humanas.

• La apreciación de la Educación Ambiental como una educación permanente general atenta a los cambios que se suceden en un mundo en rápida transformación, una educación «que deberia preparar al ser humano mediante la comprensión de los principa­les problemas del mundo contemporáneo, proporcionándole los conocimientos técnicos y las cualidades necesarias para desempe­ñar una función productiva con miras a mejorar la vida y proteger el medio ambiente».

• El fomento de «valores éticos, económicos y estéticos» para favo­recer la conservación del medio ambiente y la consideración del «patrimonio cultural» (y no sólo el medio físico) como objeto de la Educación Ambiental.

• La orientación de sus prácticas al conjunto de la población: al pú­blico en general para incidir sobre sus comportamientos, a grupos sociales específicos cuya actividad tenga implicaciones ambienta­les y a los científicos y técnicos cuyas disciplinas, sean de las Cien­cias Naturales o de las Ciencias Sociales, guardan una relación más directa con el medio ambiente.

• El estímulo de la participación individual y comunitaria en la re­solución de los problemas ambientales.

• La vinculación de la Educación Ambiental con otras políticas rela­cionadas con la gestión del medio ambiente y con el desarrollo (le­gislativas, de control, económicas, etc.), indicando de manera ex­plícita la «Consideración de los aspectos ambientales en los planes de desarrollo y crecimiento» y las conexiones con la búsqueda de la paz y la solidaridad entre los pueblos.

• El fomento de la cooperación internacional y de la investigación para crear una base institucional y científica que facilite el impul­so efectivo y coordinado de la Educación Ambiental.

La Conferencia muestra su apoyo explícito a una Educación Am­biental que debe ser entendida como una educación permanente general, atenta a los cambios que se suceden en un mundo sometido a rápidas transformaciones: «esa educación -se declara- debería preparar al ser humano mediante la comprensión de los principales problemas del mun­do contemporáneo, proporcionándole los conocimientos técnicos y las cualidades necesarias para desempeñar una función productiva con mi-

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 161

ras a mejorar la vida y proteger el Medio Ambiente, prestando la debida atención a los valores éticos» . Se reafirmaba, de este modo, la necesidad y el propósito de integrar a la Educación Ambiental en el amplio esce­nario de la Educación, orientando sus prácticas al conjunto de la pobla­ción: al público en general, aunque en ocasiones se ponga énfasis en los colectivos profesionales cuya actividad tiene repercusiones sobre el me­dio ambiente, en los profesionales de la educación o en los científicos y técnicos cuyas disciplinas, sean de las Ciencias Naturales o de las Cien­cias Sociales, tienen una relación más directa con el medio ambiente.

No obstante, y sin dejar de reconocer la relevancia histórica de la Conferencia, son abundantes las críticas que se han hecho a la concep­ción de la Educación Ambiental que subyace en los documentos aproba­dos. Las más incisivas denuncian la adopción de un enfoque esencial­mente instrumental y tecnocrático, que pone la Educación Ambiental al servicio de una concepción de la sociedad y del medio ambiente que ig­nora las causas últimas de la problemática ambiental: la acción impla­cable de un modelo de desarrollo productivista basado en el crecimiento ilimitado, la generalización de un estilo de vida consumista y la confian­za en la ciencia y la tecnología como salvaguardas instrumentales ante los problemas que puedan surgir. Autoras como Orellana y Fauteux ( 1998) o Sauvé ( 1999) asocian este enfoque con los modelos de acción orientados por la racionalidad tecnológica, tal y como se entiende en el discurso habermasiano. Estas lecturas críticas de las propuestas de Tbi­lisi destacan su enfoque reformista, cuyos postulados observan al medio ambiente como un recurso al servicio del crecimiento económico. De he­cho, afirman, en los documentos aprobados no se cuestiona realmente el modelo de desarrollo dominante y se apuesta únicamente por introducir formas más racionales de solventar los desajustes ecológicos de la mo­dernidad avanzada. Este sesgo «tecnológico» y «gerencialista» se tradu­jo, en palabras de Sauvé ( 1999: 1 O), en la propuesta de «modelos de in­tervención en la Educación Ambiental enfocados hacia el aprendizaje del proceso de solución de problemas y de habilidades para la gestión am­biental en el marco de una educación científica y tecnológica, abierta a las realidades sociales y dirigida a cambiar el comportamiento de los ciu­dadanos».

El pragmatismo y el sentido instrumental que subyacen en esta con­cepción de la Educación Ambiental coincidirán con el pensamiento conservacionista que inspira las «políticas» ambientales del momento, centradas en la protección de las especies, la regeneración de los espa­cios naturales o las actuaciones ligadas al control de la polución. Esto ex­plica su visión limitada, e incluso contradictoria, respecto de las causas de los problemas ambientales y de las soluciones que han de adoptarse. Con relación a ellas, la Educación Ambiental se configura como un modo de incidir en la reforma del comportamiento social y, por extensión, en el logro de un restablecimiento positivo de los equilibrios que deben re­gular las relaciones entre las personas, la sociedad y su entorno, para ello

162 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

se insiste en Ja implicación de los individuos en la solución de problemas ambientales concretos y en el cambio de las conductas personales y co­lectivas que supongan un manejo irracional de los recursos ambientales (UNESCO, 1980). Algunas de las contradicciones y ambigüedades de la Declaración de Tbilisi, tanto en el diagnóstico de Ja crisis ecológica como en la definición del papel de la Educación Ambiental se mantendrán y harán cada vez más patentes en las décadas posteriores.

La continuidad impuesta por las críticas condiciones ambientales, unida al incumplimiento generalizado de muchos de los «los objetivos de mejora» contemplados en las Declaraciones internacionales, trasladará a la Educación Ambiental de Jos años ochenta la exigencia de reafirmarse como una práctica educativa concientizadora. Un planteamiento en el que se expresa, con mucha más contundencia que en años precedentes, la necesidad de realizar una transición desde los enfoques ecológicos -incluyendo las propuestas conservacionistas- hacia otros más preo­cupados por la movilización de Ja ciudadanía y el cambio social, aunque en ocasiones parezcan limitarse a modificar los hábitos y comporta­mientos ambientalmente nocivos. En esta orientación converge la publi­cación de la primera Estrategia Mundial para la Conservación, promovi­da y elaborada por la Unión Internacional para Ja Conservación de la Na­turaleza ( 1980); la Declaración de Nairobi ( 1982) y la celebración del Congreso Internacional sobre Educación y Formación relativas al Medio Ambiente (Moscú, 1987). De todos modos, son años de transición.

Fundada en 1948, la Unión Internacional para Ja Conservación de la Naturaleza (UICN) aglutina organismos gubernamentales y no guberna­mentales en una plataforma mundial preocupada por la salud del Plane­ta. Desde sus inicios prestará apoyo a diversas iniciativas y propuestas orientadas a que las sociedades, en cualquier Jugar del mundo, puedan preservar la integridad y diversidad de su patrimonio natural. En las úl­timas dos décadas, sob.re todo desde 1980, además de mantener su in­quietud por la conservación del patrimonio natural, sostendrá la necesi­dad de acompañar estas preocupaciones con otras que contemplen los requerimientos de la equidad social, asentando el desarrollo humano en una mejor sustantiva del uso, distribución y gestión de los recursos na­turales.

La huella de la UICN en el campo educativo se remonta a sus ori­genes. Diversos autores coinciden en afirmar que fue en su reunión fun­dacional, celebrada en Fonteneblau-Paris en 1948, donde se utilizó por vez primera y en un encuentro internacional, la expresión Educación Ambiental, asociando sus significados a la preservación del medio natu­ral a partir de una síntesis formativa entre las Ciencias Naturales y So­ciales (Disinger, 1983; Palmer y Nea!, 1996). Años más tarde, en Nevada­Estados Unidos, este Organismo se referirá a Ja Educación Ambiental como un «proceso de reconocer valores y clarificar conceptos en el or­den de desarrollar las destrezas y actitudes necesarias para comprender y apreciar las interrelaciones entre el hombre, su cultura y su entorno

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 1 63

biofísico. La Educación Ambiental también implica la práctica en la toma de decisiones y en la autoformación de un código de conducta acer­ca de las cuestiones que afectan a la calidad ambiental» (Carta de Neva­�a, UI�N, 19!0). Esta definición, a la que se irán añadiendo algunos ma­tices, sigue siendo una de las más utilizadas para conceptuar Ja Educa­ción Ambiental.

Las aportaciones más relevantes de la UICN para la articulación de u;ia política ambiental internacional se expresan en las Estrategias Mun­diales para la Conservación, adscritas cronológicamente a las dos últimas d�cadas. Aunque carecen de capacidad prescriptiva, estos documentos eJer�erán 1:1na gran influencia en el establecimiento de las prioridades med10amb1entales, ya sea para orientar actuaciones programáticas 0 para coordinar las políticas nacionales y regionales en función de ciertos objetivos e intereses comunes a todo el Planeta.

En los años ochenta, la primera Estrategia articulará sus actuacio­nes en tomo a los problemas ambientales que más inquietaban a Ja Hu­manidad en la década precedente: la destrucción de la diversidad bioló­gica y la contaminación. Fiel a la filosofía naturalista y conservacionista de la UICN, su principal preocupación consistía en detener Ja destruc­ción de los ecosistemas naturales -incluida la creciente extinción de es­pecies-, tanto por la contaminación como por una presión demográfica mcontrolada. La Estrategia recomienda elaborar planes locales, naciona­les y regionales que permitan conservar y usar de forma «sostenida» Jos rec�rsos naturales, preservar la biodiversidad específica y genética, man­temendo los procesos ecológicos básicos. Ello no impide que en el docu­ment? se c?nsidere deseable un modelo de desarrollo que compatibilice la sat1sfacc1ón de las necesidades básicas de las comunidades humanas, las que comparten el presente y aquellas por venir en el futuro con Ja conservación de la Biosfera; un claro precedente del concepto tle desa­rrollo sostenible o sustentable que comenzará a generalizarse finalizan­do los años ochenta.

E1_1 �u c�pítul_o � 3, la Estrategia alude a la Educación Ambiental y a l�part1c1pac10n publica, como una medida necesaria para mejorar la ges­t10n de los recursos naturales. Con este propósito, se señala que deberá cooperar en la transformación del «comportamiento de toda la sociedad en relación con la Biosfera» y en la formación de «una nueva ética en re­lación con las plantas, los animales, e incluso los seres humanos» en una alusión directa a los enfoques biocéntricos que comenzarán a �anifes­tarse en la década pasada. Para conseguirlo, la Estrategia establece las si­guientes directrices:

• Dar prioridad a los programas de Educación Ambiental dirigidos a legisladores y administradores, responsables del sector productivo (industriales, comerciantes, sindicalistas .. . ), asociaciones profesio­nales, comunidades afectadas por proyectos de conservación y a la población escolar.

1 64 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

• Integrar programas educativos en todos Jos proyectos de conserva­ción.

• Incluir la Educación Ambiental en los programas escolares, tanto «como parte integrante de otras materias», como en «calidad de materia aparte» . Se aconseja el diseño de materiales didácticos es­pecíficos y su incorporación a las actividades extraescolares.

• Utilizar los medios de comunicación para llegar al público y adap­tar determinados espacios para «el adiestramiento, la demostración y la educación en materia de ecología y de conservación», desta­cando la función que estos recursos pueden jugar para aliviar la presión del público sobre los espacios naturales más vulnerables.

• Realizar campañas educativas e informativas sobre Jos peligros de­rivados de la introducción de nuevas especies y sobre el concepto de «aprovechamiento sostenido».

• Considerar Ja Educación Ambiental como parte de un «proceso continuo» y de importancia intergeneracional.

Estas propuestas serán trasladadas, en líneas generales, a la Estrate­gia de los años noventa, insistiendo en lograr que las personas compren­dan la relación existente entre los problemas ambientales y el desarrollo, al tiempo que se fortalece su identidad comunitaria. En este sentido se afirma que la educación debe estar «fundada sobre Ja convicción de que la gente puede alterar su conducta cuando sabe que puede hacer las co­sas mejor», añadiendo que es urgente un cambio ético «porque son nece­sarios valores económicos y sociales diferentes de Ja mayoría de los que hoy prevalecen» (UICN-UNEP-WWP, 1991 : 10-1 1) . En ambos documentos estratégicos se establece una clara asociación de la tarea educativo-am­biental con Ja transformación de los comportamientos individuales.

En el organigrama funcional de la UICN existe una Comisión sobre Educación y Comunicación, en la que se mantiene vigente un Programa de actuación delineado por la Estrategia Mundial para la Conservación para la década de los noventa. Sus objetivos orientan Ja educación y la co­municación hacia el aprovechamiento racional de los recursos naturales y la preservación de la biodiversidad, según los principios de un desa­rrollo sostenible. Como directrices más operativas, el Programa preten­de: integrar la educación y la comunicación en los planes y proyectos na­cionales de política ambiental; analizar las experiencias en educación y comunicación realizadas para identificar principios y difundir aquellos hallazgos generalizables, especialmente los que facilitan el uso de nuevas tecnologías; apoyar la capacidad estratégica en el uso de Ja educación y la comunicación ambiental y trabajar en alianza con las agencias inter­nacionales y con el sector privado.

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 165

En 1982, conmemorando el décimo aniversario de la Conferencia so­bre el Medio Humano celebrada en Estocolmo, Naciones Unidas convo­ca en Nairobi (Kenya) a Ja comunidad de Estados. En la reunión se pre­tendía someter a revisión las medidas adoptadas en la Declaración y el Plan de Acción aprobados en 1972, instando a mejorar o avanzar en los logros alcanzados, muy escasos y desiguales, al tiempo que se manifies­ta --con cierto desaliento- una profunda preocupación por el estado crí­tico del medio ambiente planetario, insistiendo en que muchos aspectos estaban peor que diez años antes, y que por ello la verdadera acción no debería demorarse por más tiempo. En esta línea se revisará globalmen­te el Plan de Acción, aprobando un nuevo documento estratégico para el decenio 1982-1992, actualizando sus propuestas y tratando de subsanar las deficiencias observadas en los últimos años.

Mirando al futuro, la Declaración aprobada en Nairobi insistirá, como elemento relativamente original, en que es preferible prevenir los daños sobre el ambiente que acometer después la compleja y onerosa la­bor de repararlos. Entre las medidas preventivas se incluye la planifica­ción adecuada de todas las actividades que puedan impactar negativa­mente en la Biosfera. Por lo demás, a la información, educáción y capa­citación, se Je atribuye el papel de aumentar la comprensión pública y política de la importancia del medio ambiente; para ello se insiste en que Ja protección y mejora del medio no podrán ser efectivas sin avanzar en «la responsabilidad en la conducta y en la participación individuales».

Diez años después de celebrarse la Primera Conferencia Interguber­namental sobre Educación Ambiental, la UNESCO y el PNUMA convo­can en Moscú el Congreso mundial sobre Educación y Formación relati­vos al Medio Ambiente. Con Ja asistencia de una amplia representación de educadores y delegaciones de países de todos los continentes, del 17 al 21 de agosto de 1987, este Congreso centrará sus sesiones de trabajo en dos objetivos principales: de un lado, hacer balance del desarrollo de la Educación Ambiental en el período transcurrido desde Tbilisi; de otro, aprobar una estrategia internacional en materia de educación y forma­ción ambientales para los años noventa. Como decisión asociada a este último objetivo, se declarará Ja década 1990-2000 como el «Decenio Mundial de la Educación Ambiental».

En el encuentro trataron de compatibilizarse dos perspectivas enfo­cadas al cumplimiento de ambos logros: el análisis de temas y problemas que presentan una dimensión genérica o específica en el desarrollo de la Educación Ambiental, ya sean de tipo conceptual, estratégico o metodo­lógico; y el estudio de temas monográficos, entre los que destacan aque­llos que toman como referencia la cooperación internacional en este campo, el desarrollo socioeconómico, los medios informativos, las reser­vas de la Biosfera y las experiencias nacionales.

El Congreso aprobará una Estrategia internacional de acción en ma­teria de educación y formación ambientales para el decenio de 1 990, en cuya redacción destacarán tres núcleos temáticos principales:

166 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

• Los _problemas ambientales y los objetivos de una estrategia inter­

nac10nal de educación y formación ambientales.

• Los principios y características esenciales de la educación y de la formación ambientales.

• Orientaciones, objetivos y acciones para una estrategia internacio­nal.

A diferencia de estrategias o propuestas de acción aprobadas en otros foros internacionales, lo más estimable del Congresl:> se concreta en las nueve secciones que articulan el último núcleo temático Todas se ini­cian con una breve referencia a las Recomendaciones de l� · Conferencia de Tbilisi, prosiguiendo con un análisis de la situación en ese momento, para finalizar definiendo un objetivo central para la acción y las activi­dades que permitirían alcanzarlo. Las nueve secciones son las siguientes: acceso . a la información; investigación y experimentación; programas edusac10nales y m�teriales didácticos; formación del personal; enseñan­za tecmca y profes10nal; educación y formación del público; enseñanza universitaria general; formación de especialistas; y cooperación interna­cional y regional.

2.3. EL PRESENTE: EDUCAR PARA CAMBIAR

. . �oincidi�ndo cronológicamente con el Congreso de Moscú, la Co­m1s10n Mundial para el Medio Ambiente y el Desarrollo publica Nuestro Futuro Común (CMMAD, 1987), más conocido como Informe Brundtland; un documento en el que se presenta un amplio diagnóstico de la situa­ción ambiental en el mundo, estableciendo una estrecha relación entre sus problemáticas y las del desarrollo. Aunque esta vinculación ya fuera observada con preocupación en otros informes y documentos institucio­nales, desde entonces las relaciones ambiente-desarrollo han incremen­tado su protagonismo como núcleo rector en el diagnóstico de los pro­blemas ecológicos y sociales, ocupando un lugar también central en las alternativas (políticas, económicas, tecnológicas, educativas, etc.) que tratan de revolverlos o afrontarlos.

. A partir del Inforn;e Brundtland se generalizará el uso de la expre­sión «desarrollo sostemble», al que se define como «aquel que satisface las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades» (CMMAD, 1987: 67). Un concepto en el que, como mínimo, se plantea una doble exigencia: la ambiental, que requiere preservar una base de re­cursos naturales finitos; y la social o de equidad, que parte del derecho de las generaciones presentes y futuras a satisfacer adecuadamente sus necesidades básicas. En opinión de Coloro (2000: 2 1), «el desarrollo sos-

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 16 7

tenible pretende, al mismo tiempo, aunar un parámetro económico (el desarrollo) con otro de carácter más comportamental y actitudinal (el de sustentabilidad). Ambos conceptos se presentan aglutinados como una estrategia cuyas finalidades son, por una parte, el desarrollo y, por otra, el mantenimiento de los diversos patrimonios que posee el hombre. En síntesis, se trata de una postura económica, cultural y vital que ... pre­tende salvaguardar los grandes bienes de la humanidad: cultura, Natura­leza, calidad de vida, trabajo, valores comunitarios, etc.».

No obstante, y a pesar de la relativa aceptación del término en muy diversos escenarios políticos, intelectuales y sociales, pronto comenzaron a cuestionarse algunos de los argumentos utilizados en el Informe Brund­tland. Así, por ejemplo, se ha denunciado la vinculación causa-efecto que establece entre pobreza y degradación ambiental, culpabilizando -de forma sutil- a sus víctimas, sin que, en la misma medida, se impugne el modelo capitalista vigente y el reparto injusto de los costes y benefi­cios ambientales que impone (Martínez Alier, 1992a y 1992b ). De hecho, en las Recomendaciones finales se afirma que «la pobreza constituye una fuente importante de degradación medioambiental que no solamente afecta a un amplio número de personas en los países en desarrollo, sino que también socava el desarrollo sostenible de la comunidad entera de naciones, tanto de los países industrializados como en desarrollo» y que, por lo tanto, cualquier solución pasa por «estimular el crecimiento eco­nómico, especialmente en los países en desarrollo» (CMMAD, 1987: 423).

La educación ocupará un papel secundario en la redacción del Informe. Las escasas alusiones se limitan a inscribirla en las políticas de desarrollo, especialmente en el Tercer Mundo, considerándola como ins­trumento de formación del capital humano necesario para impulsar el crecimiento económico. De hecho no se alude expresamente a la Educa­ción Ambiental, aunque muchas de las propuestas que sugiere su redac­ción se asienten en la convicción moral de que es preciso educar a las personas para que actúen «teniendo en cuenta el interés común». En este sentido, la utilización racional de los recursos, el fortalecimiento de las identidades culturales, la toma de conciencia y el respeto social..., son ex­ponentes visibles de una imagen del «desarrollo» que no puede erigirse al margen de una educación que lo procure y acompañe.

El Informe Brundtland influirá decisivamente en los debates que se producen en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Am­biente y el Desarrollo, celebrada en Río de Janeiro, en 1992, también co­nocida como «Cumbre de la Tierra» . Un acontecimiento al que, más allá de su importancia intrínseca para las relaciones desarrollo-ambiente, hay que valorar en el contexto de un escenario sociopolítico y económico se­ñalado por profundas transformaciones de impacto mundial: de un lado, la desintegración de la Unión Soviética y de su área de influencia, vitali­za a los Estados Unidos de América en su condición de potencia hege­mónica; de otro, la expansión de los conflictos locales y regionales, las guerras y sus impactos deshumanizadores, sobre todo en el Tercer Mun-

168 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

do, motivados por los fundamentalismos religiosos, los antagonismos na­ci?nalistas y étnicos, las desigualdades sociales causadas por la apropia­c10n exclusiva de determinados recursos naturales . . . , o por una mezcla explosiva de todos ellos.

En el <<nuevo» orden internacional, emergente cuando se celebra la Cumbre de Río, se irán perfilando los trazos de una globalización cre­ciente en la economía y en los efectos de la revolución telemática, agran­dando el foso existente entre un Norte desarrollado y un Sur abrumado por la deuda externa, el expolio de sus recursos, el hambre y la pobreza. Cada vez más, la percepción de la crisis ambiental se vincula a la acción humana, especialmente en aquellos procesos que deterioran sistemas bá­sicos de la Biosfera, dando lugar a problemas como la degradación de la capa de ozono, el denominado «efecto invernadero» y la reducción ace­lerada. de la di�ersidad biológica. A su impacto se añade la repercusión mundial de catastrofes como las de Chernobyl o Bophal, cuestionando el poder de la tecnología en la prevención y control de riesgos que son in­herentes a ciertas actividades de transformación energética e industrial. Ah?�ª' dirá Mayor Zaragoza (2000: 195), la preocupación por la preser­vac10n de nuestro Planeta «es indicio de una auténtica revolución de las mental�dades: aparecida en apenas una o dos generaciones, esta meta­morfosis cultural, científica y social rompe con una larga tradición de in­diferencia, por no decir de hostilidad».

La nec�sidad de vincular la economía al medio ambiente, siguiendo la senda abierta por el Informe Brundtland, trasladará a la Cumbre de la Tierra el interés por observar la crisis ambiental como un fenómeno es­trechamente ligado a los modelos de desarrollo. Para ello, si en Estocol­mo �e abor:Jan formalmente las dimensiones sociales y económicas del medio ambiente (aunque, en la práctica, la atención se centraría en los procesos de degradación biofísica -contaminación, agotamiento de re­cursos naturales, extinción de especies, etc.- y en la adopción de pro­gramas o políticas conservacionistas), en Río de Janeiro será el análisis d� las causas profundas de la crisis lo que motivará las primeras inten­c10nes de la Cumbre; una crisis en la que los problemas ecológicos y los del desarrollo son considerados como exponentes visibles de un mismo problema, para el que se demandan soluciones más integrales y con­gruentes, ya que de mantenerse el desarrollo en las coordenadas conoci­d.as las generaciones futuras no tendrán tiempo para actuar, sometidas al nesgo de convertirse en prisioneras de procesos incontrolables.

Sin embargo, la búsqueda de consensos que permitieran superar los mú'.tiples y contradictorios intereses de los participantes, inhibirá la ca­pacidad de la Cumbre para formular una denuncia radical de las cir­cunstancias que originan y legitiman el problema: la existencia de un or­den económico y político socialmente injusto y ecológicamente depreda­dor. Un orden que se refugia en el dogma neoliberal, confiando al libre mercado la .capacidad de regular el crecimiento económico y el bienes­tar social, sm apenas reparar en los daños que sus dinámicas provocan

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 1 69

en la salud del Planeta o en el reforzamiento de la dualización social. Además, se soslaya el desigual reparto per cápita de los recursos dispo­nibles, cada vez más desequilibrado en beneficio de los habitantes del Norte desarrollado, para hacer hincapié en el impacto ambiental de la ex­pansión demografía del Tercer Mundo. Así, mientras una quinta parte de la Humanidad, segura de sí misma y de su vitalidad hegemónica, celebra su triunfo, el resto se sumerge en los malestares de una civilización que todavía está muy lejos de conseguir paliar las lacras de la pobreza y el hambre, de la violencia y la opresión. La fosa, entre unos y otros, lejos de acortarse se dilata a medida que crece la economía y las riquezas au­mentan.

Al eludir el análisis las causas profundas de la crisis ambiental y, consecuentemente, de la crisis del desarrollo, la Cumbre de Río asumió implícitamente, también en las soluciones, la tesis fundamental del In­forme Brundtland: el crecimiento económico es la garantía para que, por una parte, se mejore la gestión del medio ambiente en el proceso «natu­ral» de crecimiento (hacerlo más sostenible) y, por otra, para que los paí­ses «en vías de» desarrollo puedan generar los excedentes suficientes para cubrir las necesidades de su población y, una vez satisfechas, orien­ten parte de sus recursos hacia el cuidado de su medio ambiente.

Una vez más, la Cumbre de Río sitúa en un primer plano las vincu­laciones existentes entre medio ambiente y desarrollo, aunque con lectu­ras e intereses dispares. Para unos, los países más ricos e industrializa­dos, al establecer esta conexión se busca, más allá de un diagnóstico de los problemas ecológicos que inquietan a la opinión pública occidental, la adopción de políticas «correctoras», cuyo alcance internacional obli­garía a todos los países, incluidos los del Tercer Mundo, limitando -en muchos casos- la gestión autónoma y soberana de sus recursos natura­les. Para otros, los países subdesarrollados, como ya había sucedido en Estocolmo, las expectativas de la Conferencia se trasladan a los aspectos sociales, económicos y políticos del problema; las soluciones, además de objetivar las causas del deterioro ambiental, pasan por una redistribu­ción. más justa y equitativa de los beneficios resultantes de la explotación de los recursos ambientales y de la tecnología necesaria para evitar la de­gradación ecológica, mejorando la calidad de vida de la población. De esta confrontación surgirán diversas interpretaciones del desarrollo sos­tenible, mostrando las dificultades que conlleva definirlo operativamen­te, traduciéndolo en acciones concretas.

Tratando de concertar ambos planteamientos, con sus respectivas variantes, en la Cumbre de Río se adoptan compromisos supeditados a cuatro documentos principales: la Declaración de Río sobre Medio Am­biente y Desarrollo, la Agenda 21 (Programa 21), el Convenio sobre la Di­versidad Biológica y el Convenio Marco sobre Cambio Climático. En ellos, las Naciones Unidas ratifican su voluntad de promover un desarrollo fo­calizado en los seres humanos, considerando que «están en el centro de las preocupaciones relativas al desarrollo sostenible». En este sentido, en

1 70 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

la Cumbre se insiste en que para luchar eficazmente contra la degrada­ción ambiental no será suficiente adoptar soluciones científicas o tecno­lógicas; será preciso, ;tdemás, tener en cuenta los factores económicos, sociales y culturales, que junto con las decisiones políticas; influyen de­cisivamente en el medio ambiente. En opinión de Mayor Zaragoza (2000: 205), siendo aportaciones que están todavía lejos de aplicarse adecuada­mente, ha de reconocérseles el mérito de haber reunido a los países del Norte y del Sur para que empiecen a abordar conjuntamente los proble­mas ambientales, por lo que existiendo ya «Un primer marco jurídico in­ternacional para la protección global del medio ambiente, hay que actuar de modo que en el futuro las palabras se conviertan en actos y los trata­dos permitan resolver los problemas en vez de esquivarlos».

Aunque, como veremos, las propuestas educativas adquieren más protagonismo en los textos que formalizan la Declaración de Río y la Agenda 21, los Convenios sobre la «Diversidad Biológica» y el «Cambio Cli­mático» explicitan en su articulado el fomento de acciones formativas. En el primero se concreta la necesaria capacitación de expertos en la conservación y el estudio de la biodiversidad, afrontando los déficit que presentan en este campo los países menos desarrollados; se recomienda, expresamente, la puesta en marcha de programas educativos que tengan como destinatarios a la población en general, incidiendo en la urgencia de preservar la diversidad biológica. La redacción del Convenio Marco so­bre el Cambio Climático es todavía más explícita, comprometiendo a los países firmantes con emplear la educación para «la capacitación y sensi­bilización del público respecto del cambio climático» así como en «esti­mular la participación más amplia posible» en la tarea de hacerle frente (Art. 4.i). El Artículo 6 concreta este compromiso en una serie de líneas de acción: facilitar información y elaborar programas educativos sobre el cambio climático; potenciar la participación ciudadana en la búsqueda de soluciones; formar al personal científico, técnico y gestor; y cooperar en el intercambio internacional de materiales educativos sobre el cambio climático.

Una lectura atenta de la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, concebida como una nueva «Declaración de los Derechos Ambientales de la Humanidad», no ofrece -salvo en el lenguaje- de­masiadas novedades respecto a la Declaración de Estocolmo, aprobada 20 años atrás. Organizados en torno al concepto de «desarrollo sosteni­ble», se enuncian 27 principios, en cuya redacción no se encuentra una sola mención a la educación. Sí se destaca, explícitamente, la importan­cia de informar al público para que participe en la toma de decisiones relativas al medio ambiente y al desarrollo (Principio 10) y de aumentar el saber científico y tecnológico sobre la crisis (Principio 9). Colateral­mente, el número 1 5 adquiere connotaciones pedagógicas cuando se alu­de al «criterio de precaución», ante la posibilidad de que puedan produ­cirse daños irreversibles sobre el medio ambiente; del mismo modo que pueden inferirse actuaciones educativas cuando en los Principios 20 y 21

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 171

se estima necesario tener en cuenta la participación de las mujeres, los jóvenes y los pueblos indígenas.

Con todo, recurrimos de nuevo la voz autorizada del ex Director Ge­neral de la UNESCO, Mayor Zaragoza (2000: 205-206), para someter a un balance crítico los resultados asociados a los compromisos contraídos por la comunidad internacional en la Conferencia de las Naciones Uni­das de Río '92, reconociendo que hasta ahora apenas han tenido reper­cusiones concretas: «no nos engañemos: la Cumbre de Río, en los he­chos, no ha comportado progresos significativos. El documento final adoptado por la asamblea general en la clausura de la Cumbre Río + 5 de Nueva York, en junio de 1997, expresaba "una profunda inquietud" y afirmaba que las perspectivas de conjunto son más sombrías hoy que en 1992». En este sentido, los indicadores son suficientemente elocuentes: las emisiones anuales de dióxido de carbono han seguido incrementán­dose, al igual que las emisiones totales de gases de efecto invernadero; son pocos los países que han instaurado «ecotasas» para castigar la de­forestación, la mala utilización del agua y la energía; además, el porcen­taje de ayuda al desarrollo -que debería alcanzar el 0,7 % del PNB para los países de la OCDE- no se ha respetado y, sin embargo, ha aumen­tado la deuda exterior de los países en desarrollo. A lo que se añade· el hecho de que no se ha realizado prácticamente ningún avance en la me­jora de la calidad de vida de 2.800 millones de personas (el 46 % de la población mundial) que viven, pese a la creciente opulencia del mundo desarrollado, con menos de dos dólares diarios, tal y como se constata en el Informe sobre el Desarrollo Mundial 2000-2001: lucha contra la po­breza, del Banco Mundial.

La Agenda 21, por su parte, se revela como la aportación más sus­tantiva para la Educación Ambiental en la Cumbre de Río, Es un docu­mento extenso y complejo, en el que establecen diversas líneas de acción estratégica para afrontar la crisis ambiental y del desarrollo en el hori­zonte del siglo XXI. Estructurada en un Preámbulo y 39 capítulos que, a su vez, se distribuyen en cuatro secciones, suscribe planteamientos gui�­dos por un explícito trasfondo ecológico y social, en aspectos que inci­den sobre las dimensiones sociales y económicas (capítulos 2 al 8), la conservación y gestión de los recursos para el desarrollo (capítulos 9 a 22), el fortalecimiento de los denominados «grupos prioritarios» (capítu­los 23 a 32) y en los medios de ejecución (capítulos 33 a 40). En esta úl­tima sección, el capítulo 36, se hacen propuestas en materia de Fomento de la Educación, la Capacitación y la Toma de Conciencia.

La Agenda 21, cargada de desideratums y recomendaciones para la acción, incluiría previsiones económicas pormenorizadas del coste fi­nanciero asociado a la puesta en práctica de cada capítulo. A pesar de sus buenos propósitos y del empeño puesto en construir un documento operativo, su alcance normativo y prescriptivo ha sido escaso. Práctica­mente todos los países asistentes a la Cumbre se adhirieron a la Agenda 21, aunque su firma sólo implicaba un compromiso moral. De hecho, en

1 72 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

los años transcurridos desde su elaboración, ha tenido una concreción práctica desigual, muy por debajo de las expectativas y de los objetivos marcados. No obstante, su Plan de Acción sigue siendo una importante referencia para avanzar hacia el objetivo de un desarrollo sostenible, so­cialmente equitativo, ecológicamente viable y políticamente democrático.

Como se ha señalado, es en el capítulo 36 de la Agenda 21 donde se alude expresamente al papel de la Educación en las estrategias que se orientan al logro de un desarrollo sostenible. El texto identifica tres áreas de acción-intervención: da reorientación de la educación hacia la consecución del desarrollo sostenible», «la concienciación del público» y «el fomento de la cualificación». A grandes rasgos, la primera se con­centra en la educación formal y no formal; la segunda, en los procesos de información y sensibilización dirigidos al público en general; y, la ter­cera, en la formación y capacitación científica y profesional de expertos ambientalistas. No obstante, una lectura más amplia de las Recomenda­ciones incluidas en el capítulo 36 permite su consideración como ejes transversales a los demás capítulos del documento. Presentamos, sucin­tamente, algunas de sus recomendaciones clave.

a) La educación para el desarrollo sostenible

El punto 36.3 señala que da educación -tanto la académica como la no académica- es de importancia crítica para promover el desarrollo sostenible y aumentar la capacidad de las poblaciones para abordar cues­tiones ambientales y de desarrollo». Con una visión más pragmática se asumen los objetivos de la Conferencia Mundial sobre Educación para To­dos: Satisfacción de las Necesidades Básicas de Aprendizaje, celebrada en Jomtien (Tailandia) del 5 al 9 de marzo de 1990. Y, con ellos, la necesi­dad de garantizar un acceso universal a la enseñanza primaria y de in­crementar las tasas de alfabetización para situarlas por encima del 80 % de la población. Además, se establecen tres objetivos prioritarios:

• Crear conciencia sobre la relación entre medio ambiente y desa­rrollo.

• Facilitar el acceso a la Educación para el medio ambiente y el de­sarrollo vinculada a la educación social y a la educación perma­nente.

• Integrar conceptos de ecología y de desarrollo en los curricula es­colares, en los programas locales y en la capacitación de los en­cargados de la toma de decisiones.

Para lograr estos objetivos se sugieren una serie de actividades y lí­neas de acción. Entre las más relevantes destacamos las siguientes:

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 173

- elaborar estrategias para integrar «en los próximos tres años» el medio ambiente y el desarrollo como tema interdisciplinar en to­dos los niveles de enseñanza;

- crear organismos consultores nacionales para coordinar la educa­ción ecológica contando con la participación de todos los agentes sociales e institucionales implicados;

- desarrollar programas de formación inicial y en servicio para maestros, planificadores y administradores de la enseñanza, así como también para educadores que trabajen fuera del sistema educativo;

- estimular a las escuelas para que desarrollen programas locales re­lacionados con el medio ambiente, apoyando los métodos pedagó­gicos innovadores y de efectividad demostrada;

- facilitar canales y tecnología para el intercambio de información; - promover, desde una perspectiva interdisciplinar, la educación so-

bre el medio ambiente y el desarrollo en la enseñanza universi­taria;

- crear centros nacionales y regionales para la investigación y la educación relacionadas con el medio ambiente y el desarrollo;

- promover programas de «enseñanza no académica» y de educa­ción de adultos, especialmente dentro de la enseñanza universita­ria de postgrado y en la formación que imparten las empresas;

- dar prioridad a la educación de la mujer y reconocer la experien­cia y los saberes indígenas en los programas de educación y capa­citación ambiental.

b) El aumento de la concienciación pública

En el punto 36.8 se parte de la afirmación de que «hay poca con­ciencia de la interrelación existente entre todas las actividades humanas y el medio ambiente» . Por ello, se considera necesario sensibilizar al pú­blico en general sobre los problemas del medio ambiente y su vincula­ción con el desarrollo, como paso imprescindible para fomentar la res­ponsabilidad de las personas y hacerlas partícipes de posibles soluciones. Para esa labor de concienciación se recomienda «reforzar las actitudes, los valores y las medidas compatibles con el desarrollo sostenible» (36.9), dando prioridad a da responsabilidad y el control locales» (36.9). En el capítulo de actividades se sugieren una amplia gama de medidas, entre las que destacan:

• la creación de redes nacionales y locales de información; • la participación del público en los debates sobre política ambien­

tal· • el diseño de materiales didácticos basados en la «mejor informa­

ción científica disponible» (36.1 O.d);

174 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

• la cooperación con los medios de comunicación y otros medios de difusión (el teatro, la industria del espectáculo, la publicidad, las nuevas tecnologías) para llegar al público;

• el fomento del turismo y el ocio sostenibles; • el apoyo a las ONG y el reconocimiento de los saberes indígenas

con respecto al medio ambiente; • la participación de niños y adultos en campañas de divulgación,

aprovechando el rol crucial de la familia.

c) El fomento de la capacitación

El tercer apartado del capítulo 36 sitúa en un lugar preferente la ca­pacitación de expertos, profesionales y, en general, de los trabajadores que desempeñan tareas relativas al medio ambiente. El apartado 36.12 alude a la formación de recursos humanos y a la necesidad de vincular el desarrollo y el medio ambiente con la promoción del empleo. Basán­dose en este discurso, que recuerda más a la Teoría del Capital Humano imperante en los años sesenta que a lecturas más recientes de las rela­ciones entre educación y economía, se formulan los siguientes objetivos:

• Crear o reforzar programas de formación profesional con igualdad de acceso para todas las personas.

• «Promover una fuerza de trabajo flexible y adaptable» (36.13.b) para hacer frente a los problemas del medio ambiente y del desa­rrollo.

• Aumentar la capacitación científica y facilitar la transferencia de tecnologías y conocimientos «ecológicamente racionales y social­mente aceptables» (36.13.c).

• Integrar las consideraciones ecológicas y del desarrollo en las es­feras de la administración, la producción, el comercio y las finan­zas.

Para avanzar en el logro de estos objetivos, a medio camino entre las exigencias del mercado interpretado según la partitura neoliberal (fle­xibilidad de empleo) y de la partitura neosolidaria (transferencia de tec­nología), se sugieren las siguientes actividades:

- evaluar las necesidades de formación ambiental de los trabajado­res y poner en marcha los programas de capacitación adecuados;

- que las asociaciones profesionales adopten códigos deontológicos y desarrollen acciones formativas que respondan a la «causa del medio ambiente» y la sostenibilidad;

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 175

- integrar las cuestiones relativas al medio ambiente en los progra­mas de formación profesional y ocupacional;

- fomentar programas de formación ambiental para los trabajad�res de Ja Administración, las universidades, las ONG y otras organiza­ciones comunitarias;

- promover la comprensión de la relación existente entre medio am-biente salubre y prácticas empresariales sanas; . - crear servicios técnicos especializados para apoyar a las comum-dades locales en la gestión de su entorno; . .

- cualificar especialistas ambientales, facilitando información ade­cuada, guías de recursos, redes empresariales de intercambio Y cursos de formación;

- elaborar y aplicar estrategias para hacer frente a catástrofes eco-lógicas.

Una evaluación global de los significados pedagógicos inherentes al capítulo 36 de la Agenda 21 permite reconocer la importancia que ésta concede a una educación orientada al «desarrollo de los recursos huma­nos». En este sentido, el texto trata de establecer un difícil equilibrio en­tre, por un lado, la revalorización de los saberes tradicionales y las for­mas sostenibles de actuar de las poblaciones indígenas, y, por otro, los conocimientos científicos disponibles, así como la forma racional -oc­cidental- de afrontar los problemas. A lo que se añade la insistencia en Ja necesidad de integrar las distintas áreas científicas en enfoques inter­disciplinares que permitan aprehender Ja complejidad que subyace en las relaciones ambiente-desarrollo.

Por lo demás, la exigencia de fomentar Ja participación _de todos los

sectores sociales en el logro de un desarrollo sostenible adqmere, a lo l�r­go del texto, el sentido de un argumento recurrente, prestando especial atención a los colectivos que la sección tercera de la Agenda (capítulos del 23 al 32) identifica como destinatarios preferentes: las mujeres, Jos jóvenes, las poblaciones indígenas, los campesinos, los trabajadores Y los empresarios. Coincide el protagonismo otorgado a estos actores ��­dales con el reconocimiento, en la Cumbre de Río, de las responsabili­dades que Jos países industrializados tienen ante el mundo en desarrollo, instándoles a cambiar sus modos de producción y consumo. Para ello s�rá preciso vitalizar el papel de la inform<:ción y !ª c?i;nunicación, d� l_

a educación y la cultura, del saber tecnológico y c1ent1fico, de la partici-pación e implicación social. . Lejos de constituirse en un final de etapa, la Conferencia de las N�­ciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, celebrada en Río en 1992, representa una secuencia más del trayecto que los Organismos Internacionales vienen recorriendo a favor de los Derechos Humanos Y el Desarrollo Social, en un proceso que el Programa de Naciones Unidas para Ja «Participación y la Integración de la Sostenibilidad Local Y Glo­bal» vincula a lo que ha dado en llamarse «Río + 10 1 Estocolmo + 30».

176 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

Una secuencia en Ia que ocupan un lugar destacado las Conferencias Mundiales sobre Derechos Humanos en Viena ( 1993), sobre Población y Desarrollo en El Cairo ( 1994), sobre Desarrollo social en Copenhague ( 1995), sobre la Mujer,en Beijing (1995) y sobre los Asentamientos Hu­manos en Estambul ( 1996); así como la Conferencia Internacional sobre Medio Ambiente y Sociedad, celebrada en Tesalónica ( 1997), En todas ellas se ha reiterado la estrecha relación que existe entre diferentes pro­blemáticas sectoriales, la calidad del medio ambiente y el desarrollo -o el subdesarrollo-. También se ha insistido, con distintos actores y en di­versos campos temáticos, en la dialéctica que confronta a quienes limi­tan la «crisis global» a sus efectos ambientales y sociales, y quienes se­ñalan al modelo económico neoliberal como el principal responsable de los males que afligen al mundo.

Muchas de las propuestas que se vinculan a estos acontecimientos, pactadas en el seno de importantes controversias, han generado la nece­sidad de regular las relaciones entre el desarrollo y el medio ambiente por cauces democráticos a través del derecho. Una cuestión que, sobre todo a partir de la Conferencia Mundial sobre los Derechos Humanos de Viena, al establecer por vez primera enlaces entre el medio ambiente y los Derechos Humanos, plantea que la aplicación del derecho al desa­rrollo obliga a que el medio ambiente sea respetado, como un deber de la Humanidad consigo misma, en el presente y con las generaciones fu­turas.

En este contexto, advertimos cómo al concepto de «desarrollo sos­tenible», acuñado por el Informe Brundtland y consagrado en Río de Ja­neiro como horizonte social deseable, se le añade el adjetivo «humano», con la pretensión -tautológica y reiterativa- de fortalecer sus postula­dos «Sociales». Sin embargo, el peso de las palabras no siempre ha con­seguido solventar el principal problema que afecta a este tipo de pro­puestas: su efectividad se reduce, con frecuencia, al papel en el que es­tán escritas, mientras la realidad se muestra indiferente o, si se prefiere, más atenta a otro tipo de intereses.

La Educación Ambiental para el Desarrollo Humano Sostenible, o como se la quiera denominar, arrastrada por la seducción de estos- con­ceptos podrá derivar en una peligrosa indefinición, sin capacidad para enmendar la contradicción fundamental que acabamos de enunciar. Todo lo más, y no es poco, llevará a decir que se trata de un proyecto en cons­trucción, que prosperará en la medida en que también lo hagan otras po­líticas globales y sectoriales sobre el medio ambiente y el desarrollo. A1 respecto, no deben pasarse por alto las Conclusiones emanadas de la Reunión Internacional de Expertos en Educación Ambiental «Nuevas Pro­puestas para la Acción» , convocada por la Xunta de Galicia y la UNES­CO del 1 5 al 24 de noviembre de 2000, en Santiago de Compostela, al destacar la «importancia estratégica de la educación en tanto que ins­trumento esencial y campo de saberes para el logro de los objetivos y compromisos adquiridos en el marco conjunto de las Conferencias In-

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 177

ternacionales mencionadas, así como el lento avance en el desarrollo de la Educación Ambiental y las dificultades encontradas para su puesta en práctica» .

A propósito de esta situación, diversos autores, como Sauvé ( 1996 y 2000), Jickling ( 1992 y 1993), Meira ( 1995b) o Knapp ( 1998), entienden que bajo un discurso aparentemente comprometido con el cambio social que requiere afrontar la crisis ambiental, la «Educación Ambiental para el Desarrollo Sostenible», propuesta desde el PNUMA, la UNESCO y otros organismos internacionales, se puede estar salvaguardando el mis­mo enfoque del desarrollo, de la cultura y de la política económica que han generado los problemas socioecológicos existentes. De este modo, lo único que se estará proponiendo y consiguiendo con la educación es ayu­dar a corregir los desajustes ambientales de un modelo social y econó­mico que, por lo demás, se considera el mejor o el único posible para sa­tisfacer las necesidades del desarrollo de las personas y las comunidades. En este sentido, la Educación Ambiental podría no ser ni necesaria, ni pertinente; bastaría con ampliar la formación tecno-científica y la cultu­ra ecológica de la población y de los gestores ambientales para que ac­túen de forma responsable.

Coincidiendo con la celebración de la Cumbre de la Tierra de 1992, Río de Janeiro acogerá un encuentro de personas y organizaciones no gu­bernamentales, convocadas con la intención de abordar «en paralelo» la problemática que articula las sesiones de la Conferencia «oficial». Cono­cido como Foro Internacional de ONG o, simplemente, como Foro Global, en él se discutieron y aprobaron más de 45 Tratados, Declaraciones Y Re­soluciones sobre múltiples cuestiones afectadas por el binomio ambien­te-desarrollo: los derechos humanos, la economía convencional y sus al­ternativas, la pobreza, el consumo, el papel de las ONG, la gestión de los recursos naturales, las estrategias de comunicación e información, el pa­pel de la mujer, la energía, el control de la biotecnología, el agua, la agri­cultura, el racismo, etc,

En uno de estos documentos, al que también se identifica como De­claración de Río, se refleja y sintetiza un enfoque de la crisis ambiental que discrepa sustancialmente del oficial. Ya en su punto primero, afirma textualmente que existe una contradicción entre el desarrollo sostenible y el «modelo de civilización dominante, injusto e insostenible, construido sobre el mito del crecimiento ilimitado y que ignora los límites finitos de la Tierra». A lo que se agrega que «la Cumbre de la Tierra ha frustrado las expectativas que ella misma había creado para la humanidad» al mante­nerse «sometida a los poderosos intereses económicos dominantes y a las lógicas de poder prevalecientes», Esta lectura, crítica y radical -en el sen­tido etimológico de este término-, que señala las debilidades del sistema al tiempo que denuncia la asociación entre un determinado modelo eco­nómico, la degradación ecológica y las penosas e injustas condiciones de vida que padecen cuatro quitas partes de la humanidad, impregna el con­junto de los documentos emanados del Foro Global.

1 78 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

La educación tendrá un tratamiento específico en el Tratado sobre Educación Ambiental para Sociedades Sostenibles y para la Responsabilidad Global. �u redacción, que coincide con el capítulo 36 de la Agenda 21 en !� neces1d�d de educar a los individuos y a la sociedad para la sostenibi­hdad ambiental, es mucho más contundente en la reivindicación de Ja equidad, la justicia social y la diversidad cultural como condiciones im­prescindibles para la adopción de cualquier alternativa que sea coherente.

En contraste con el lenguaje aséptico y el formalismo técnico de la Agenda 21, el Forum Global demanda una Educación Ambiental involu­crada con la transformación de la realidad social, ideológicamente críti­ca y políticamente comprometida. Apuesta, además, por la adopción de enfoques holísticos e interdisciplinares, por la democratización del co­nocimiento y por el respeto a las culturas indígenas. En el plano ético el Tratado se postula a favor de los valores ecocéntricos, orientados hacia e� �esp�to � los «ciclos .vitales» y a todas las formas de vida. Estos prin­c1p10s mspiran una sene de directrices para la acción entre las que des-tacan las siguientes:

'

• Plasm�; los principios del Tratado en materiales didácticos para ser ut1hzados en los distintos niveles del sistema educativo.

• Actuar a partir de realidades locales pero tratando de conectarlas con los problemas globales del Planeta.

• Desarrollar la Educación Ambiental en todos los ámbitos de la educación formal, informal y no formal.

• Capacitar expertos para mejorar la gestión del medio ambiente y para lograr una mayor «coherencia entre lo que se dice y lo que se hace».

• Exigir a los gobiernos que destinen porcentajes significativos de su presupuesto a la educación y el medio ambiente.

• Transformar los medios de comunicación en instrumentos educa­tivos plurales que sirvan de plataforma a los programas generados por las comunidades locales.

• Promover cambios en la producción, en los hábitos de consumo y en los estilos de vida.

• Reconoce.r la .�iversidad cultural, los derechos territoriales y la au­todetermmac1on de los pueblos.

• Fomentar la educación y la investigación superior sobre la Educa­ción Ambiental.

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 179

Para su puesta en práctica, el Tratado sugiere, en su cuarto aparta­do, distintas acciones de coordinación, seguimiento y evaluación: cr�a­ción de redes internacionales de educadores ambientales, realización de campañas divulgativas de información, celebración periódica de encuen­tros y jornadas de seguimiento, coordinación de las acciones a escala na­cional e internacional, y establecimiento de vínculos más estrechos entre las ONG y los movimientos sociales. En el apartado de recursos, los gru­pos firmantes se comprometen a financiar programas educativos inspi­rados en el Tratado y a reclamar de los Gobiernos que destinen un por­centaje significativo de su PNB a este fin.

Cinco años más tarde, del 8 al 12 de diciembre de 1997, la ciudad griega de Tesalónica acogerá la Conferencia Internacional sobre Ambien­te y Sociedad: Educación y Sensibilización para la Sostenibilidad, auspi­ciada por la UNESCO y el Gobierno de Grecia, a la que asisten repre­sentantes de 83 países. El objetivo principal de esta reunión, a la que pre­ceden otros encuentros regionales e internacionales (en la India, Tailan­dia, Canadá, México, Cuba, Brasil, Grecia, etc.) era valorar el nivel de aplicación de los acuerdos de la Cumbre de Río y, más concretamente, del capítulo 36 de la Agenda 21. Las principales conclusiones de la Con­ferencia, trasladadas a la denominada Declaración de Tesalónica, no ocul­tan cierto pesimismo respecto a los logros alcanzados en los años trans­curridos desde la Conferencia de Río: apenas se han producido avances y los recursos destinados a la educación para la sostenibilidad siguen siendo escasos, al no constatarse un incremento suficiente de los mis­mos. Más allá de este análisis, se insiste en las Recomendaciones y Pla­nes de Acción concertados en las Reuniones que sobre Educación Am­biental se celebrarán en Belgrado ( 1975), Tbilisi ( 1977) y Moscú ( 1987), así como en el Congreso Mundial de Educación y Comunicación para el Medio Ambiente y el Desarrollo (Toronto, 1992), haciendo hincapié en las dimensiones sociales, económicas y culturales de Ja crisis ambiental, en sí mismas y en lo que demandan de una educación orientada hacia la sostenibilidad ambiental.

El modelo educativo implícito en la Declaración de Tesalónica está más próximo del diseñado por el Foro Global de ONG reunido en Río, que del reflejado en el capítulo 36 de la Agenda 21. De hecho, en el do­cumento de trabajo elaborado por Ja UNESCO, con el título «Educación para un futuro sostenible: una visión transdisciplinar para una acción concertadá>>, como texto-base para las discusiones en el foro griego, se afirma textualmente que «concebir a la educación en pro de la sosteni­bilidad como un aporte a la sociedad políticamente alfabetizada es esen­cial para la reelaboración de la educación», o que «debe reconocerse que muchos de los problemas mundiales, incluidos los problemas ambienta­les, guardan relación con nuestra manera de vivir, y que para solucio­narlos hay que transformar las condiciones sociales de la vida humana» (UNESCO, 1997: 28). Admitir la dimensión política de la Educación Am­biental y, consecuentemente, la necesidad de enmarcarla en un amplio

180 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

proyecto de cambio social, situarán, una vez más, al discurso educativo muy por delante de las prácticas y realidades que construyen cotidiana­mente los actores sociales, sobre todo en su dimensión institucional.

Al margen de otras consideraciones, la Conferencia de Tesalónica, en cuyo documento preparatorio (UNESCO, 1997) no se alude expresamen­te a la Educación Ambiental sino a la «Educación para el Desarrollo Sos­tenible», aunque se reconoce que «las lecciones provenientes de la edu­cación ambiental brindan elementos valiosos para la determinación de una noción más amplia de una educación para el desarrollo sostenible», mantiene abierta una crisis de identidad que comenzando por las pala­bras -en un momento en el que se propaga el uso de expresiones como «Educación Ambiental para el Desarrollo Sostenible», «Educación para la Sostenibilidad», «Eco-Pedagogía», «Pedagogía de la Tierra», etc.- se extiende a muy diversos ámbitos del pensamiento y las prácticas que tra­tan de vincular el quehacer educativo a la crisis ambiental y al desarro­llo social.

Lo que subyace a esta crisis de identidad, manifestada en los años noventa, en opinión de Sauvé (2000), es una lucha por la definición y apropiación del concepto de «sustentabilidad». Por una parte, se utiliza como modelo para identificar y promover socialmente alternativas (ideo­lógicas, políticas, económicas, culturales, etc.) a la crisis existente. Por otra, se instrumentaliza para legitimar la idea de que es posible mante­ner, dentro de unos límites ecológicos tolerables, un ritmo de crecimien­to económico que, en las tesis del libre mercado, es imprescindible para satisfacer las necesidades de todos los pueblos de la Tierra; bajo esta perspectiva, sólo un incremento sostenido de la producción y del capital permitirá liberar los recursos que se precisan para reparar los excesos ambientales cometidos o para prevenirlos en el futuro. En este contexto han de juzgarse los significados que, en el documento preparatorio de la Conferencia de Tesalónica, se derivan de reconocer que «la sostenibilidad conlleva la tarea compleja de reconciliar y tomar decisiones sobre rei­vindicaciones que se contradicen entre sí y de avanzar hacia un desarro­llo que sea ecológicamente racional» (UNESCO, 1997: 12) o de afirmar «que el concepto de desarrollo sostenible acoge las advertencias de los ecologistas y los argumentos de los economistas a favor del desarrollo>>.

Organizada por la Xunta de Galicia con el auspicio de UNESCO, en noviembre de 2000 se celebró en Santiago de Compostela una Reunión Internacional de Expertos en Educación Ambiental con el claro objetivo de elaborar <<nuevas propuestas para la acción». Con la asistencia de 33 par­ticipantes en su fase central, a los que se añaden otros 76 en la fase pre­via, en representación de 29 países de distintas regiones del mundo, en la Reunión se analizaron cinco grandes temas, considerados clave en la comprensión de la Educación Ambiental: convivencia pacífica sobre la Tierra; paisaje de montaña y turismo sostenible; Biodiversidad y áreas protegidas; complejidad ambiental y globalización; hambre y pobreza. Según consta en el documento final (UNESCO-Xunta de Galicia, 2000), ·

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«estos temas fueron seleccionados por considerarse problemáticas co­munes a todas las regiones del mundo, aunque se reconoce que la prio­ridad en el tratamiento de los mismos no es semejante en las distintas realidades y contextos mundiales, ni agotan la totalidad de la crisis del medio ambiente».

En el documento, en el que se asume el compromiso de constituir un foro virtual permanente para dar continuidad a la reunión en los pró­ximos meses y de poner a disposición de las autoridades gubernamenta­les respectivas e instituciones nacionales competentes, las reflexiones y el análisis alcanzados, con el objetivo de elevar propuestas a la Conferencia Río + 10, en junio de 2002, los asistentes evidenciaron «la necesidad de otorgar una prioridad fundamental a la reflexión acerca del papel que tiene y debe tener la Educación Ambiental en todos los países», con la fi­nalidad de «promover cambios efectivos en las relaciones entre los siste­mas humanos y naturales, de manera que induzcan a modificaciones en los comportamientos, actitudes y valores; en la organización social y en los modelos económicos, y permitan diseñar estrategias integrales para el desarrollo sostenible». Entre otros, los argumentos y objetivos vincu­lados al cometido de la Educación Ambiental en las distintas áreas te­máticas, incidieron en aspectos como los siguientes:

• Además de los programas internacionales paia la conservación de la biodiversidad y la educación, es necesario promover programas nacionales, regionales y locales que proporcionen experiencias concretas de educación en la conservación de la diversidad y el desarrollo. Por esta razón debe prestarse la misma atención a la realización y difusión de programas prácticos para la educación sobre la biodiversidad a escala local. Para ello se recomiendan di­ferentes actuaciones estratégicas, en las que se concede un espe­cial protagonismo a los líderes locales, al uso de Internet y a redes de colaboradores y proveedores.

• Promover un conocimiento nuevo y alternativo de las zonas de montaña que conduzca a otra forma de comprender y valorar su valioso patrimonio desde la lógica de la sustentabilidad; se trata de conocer, reducir y prevenir los riesgos que amenazan actualmente a los paisajes frágiles, fomentando valores y comportamientos ge­neradores de nuevas formas de desarrollo sostenible. Para ello será imprescindible involucrar a los habitantes y gestores de las áreas de montaña y demás paisajes frágiles en la toma de decisiones, asesorando a las comunidades locales en el desarrollo de activida­des turísticas de calidad, que respeten el medio ambiente.

• Definir y analizar los conflictos entre los pueblos y entre los seres humanos y su entorno, para encontrar soluciones e implicar a la sociedad en acciones pacíficas y constructivas. En este sentido, re-

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conociendo que las guerras y el sufrimiento humano que ocasio­nan son causas fundamentales de la destrucción del medio am­biente, se reclama una acción comprometida con la paz al objeto de clarificar los conflictos en las relaciones humanas y entre las culturas y el medio ambiente.

• Contemplar la globalización como una realidad a tener en cuenta en la promoción de los cambios necesarios para reconstruir las re­laciones quebradas entre los seres humanos, entre las sociedades Y entre los seres humanos y la Naturaleza. Se deben desvelar y po­ner en evidencia los efectos negativos que genera en la vida de las personas y las comunidades. Además, la Educación Ambiental debe mostrar las complejas relaciones que se establecen entre los problemas ambientales (económicos, políticos y ecológicos), sien­do preciso construir saberes pertinentes desde una postura inter­disciplinar y dialogal.

• Es preciso revisar el lema «actuar localmente, pensar globalmen­te», para indagar en cómo conectar lo local y lo global, tanto a tra­vés de la reflexión corno de la acción. En este sentido, cualquier programa o proyecto estratégico, local o regional, de Educación Ambiental, debe establecer conexiones entre las problemáticas te­rritoriales que aborde y sus implicaciones globales, y viceversa. «Pensar y actuar localmente», «pensar y actuar globalmente» pue­den ser lemas complementarios: lo !.ocal no puede aislarse de lo global, pero lo global no debe imponerse a lo local. Necesaria­mente, la Educación Ambiental debe defender y favorecer la di­versidad cultural corno una forma de garantizar que los individuos Y los pueblos puedan llevar a cabo sus proyectos singulares de construcción de la sostenibilidad.

• El hambre y la pobreza son expresiones visibles e inaceptables de realidades locales-globales que reflejan la violación de los derechos humanos; están relacionadas directa e indirectamente con la de­gradación medioambiental a través de diversas causas, muchas de ella� expresio:r:es de modelos de desarrollo inadecuados que per­petuan las desigualdades sociales, la desigual distribución de la ri­qu�za, el desigual acceso a los recursos naturales y su sobreexplo­t�ción, la deuda ecológica, la deuda externa, la corrupción, el ra­cismo y la guerra. La Educación Ambiental deberá promover la comprensión de estas problemáticas en su complejidad estable­ciendo si.; i'.1-�errelación con la degradación ambiental, la �rosión y la sostembihdad, para lo cual ha de desarrollar estrategias y me­todologías que traten las necesidades de los pobres (en los medios rural y urbano), dando opciones para un desarrollo humano sos­tenible y justo.

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 183

Aunque en los debates de la Reunión y en la redacción de los acuer­dos adoptados se constataron discrepancias entre quienes, por un lado, planteaban concepciones más sociocríticas sobre el papel de la educación ante la crisis ambiental y, por otro, quienes se mostraban más confiados en la bondad de las formas económicas y social�s vigentes para aportar soluciones a los problemas ambientales, el documento final pondrá én­fasis en aspectos y orientaciones que, con claridad, tratan de vitalizar el papel de la Educación Ambiental en los procesos de desarrollo:

• Insistiendo en la necesidad de contrarrestar el proceso de homo­geneización cultural que sirve a los intereses del mercado, a esti­los de vida y a pautas de consumo que son insostenibles e injus­tas.

• Cuestionando la creencia tecnocrática que confía al poder de la ciencia, por sí sola, la solución de los problemas ambientales.

• Propugnando la adopción de un prisma complejo en la construc­ción del saber, que integre la versatilidad de formas de interpretar y comprender el mundo (científica, estética, ética, mítica, tradi­cional, etc.).

• Reduciendo la vulnerabilidad de los individuos y las comunidades -especialmente de quienes son pobres- ante los problemas am­bientales, sobre todo en aquellos aspectos que están directamente relacionados con la supervivencia (alimentación, salud, vivienda, autoestima, justicia, etc.).

• Reconociendo el potencial educativo, de movilización social y de diálogo intercultural de las Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación, evitando su uso indiscriminado y acrítico has­ta el punto de agrandar la brecha Norte-Sur.

• Incorporando los desarrollos emergentes de la biotecnología y la ingeniería genética al debate y la praxis educativo-ambiental, en­tendidos corno puntos críticos inéditos y conflictivos en la relación entre los seres humanos y la Naturaleza, entre los seres humanos entre sí.

• Valorando y enriqueciendo el patrimonio pedagógico de la Educa: ción Ambiental ante las cuestiones de la complejidad y la globali­zación.

• Creando redes de educadores ambientales para intercambiar in­formación y experiencias en cooperación con las ONG, las autori­dades locales y las organizaciones internacionales.

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• Contribuyendo a restaurar los aspectos éticos de la relación Hu­manidad-Naturaleza, colaborando al restablecimiento de nexos morales entre los seres humanos y el mundo vivo no-humano.

• Movilizando la imaginación y la creatividad para desarrollar res­puestas alternativas para los problemas y con el fin de potenciar la capacidad transformadora.

Sin que se reduzcan a estas dimensiones, la Reunión de Santiago de Compostela consideró que todas ellas deberán ser estimadas para la Edu­cación Ambiental que ha de mirar al futuro, revisando los materiales existentes, promoviendo distintas actuaciones en el sistema educativo y en otros escenarios formativos, desarrollando nuevas líneas metodológi­cas, diseñando y aplicando estrategias de acción política innovadoras, in­corporando nuevos conocimientos y enfoques en la formación, la eva­luación, la investigación, etc. En definitiva, para que tal y como se hace explícito en sus recomendaciones finales se otorgue «una prioridad sus­tantiva a la Educación Ambiental en el contexto de la promoción de un desarrollo humano sostenible, con equidad y justicia social y promuevan la aplicación de la Agenda 21, y en particular el capítulo 36 referente a la educación, a través del programa de trabajo adoptado por la Comisión de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas, así como reforzar este pro­ceso con otras agendas internacionales adoptadas en conferencias mun­diales en la década de los noventa, las que llaman a una acción trans­disciplinar e interdisciplinar mediante la educación».

3. La Educación Ambiental en el horizonte de l a sustentabilidad

Como hemos visto, en los umbrales del siglo xxI los recorridos de la Educación Ambiental convergen en el desarrollo humano tratando de in­tegrar sus propuestas en el amplio escenario que dibujan la globalización de los problemas ambientales, los principios de una pedagogía crítica y los procesos que subyacen a la construcción colectiva de procesos o rea­lidades que apelan a la sostenibilidad, la equidad, la responsabilidad y la participación democrática. Lo que, de algún modo, supone ratificar sus cometidos pedagógico-sociales en transformaciones y cambios sociales que permitan hacer frente, desde la reflexión y la práctica, a desafíos que emergen con la complejidad ambiental, fruto -dirá Leff (2000)- de una nueva racionalidad y de un nuevo pensamiento sobre la producción del mundo a partir del conocimiento, la ciencia y la tecnología, a los que se une el entrecruzamiento de saberes y el arraigo de nuevas identidades.

En este contexto, reconociendo que en la corta historia de la Edu­cación Ambiental se han ampliado significativamente sus horizontes, so­bre todo mediante el proceso de institucionalización registrado en las tres últimas décadas, no deja de ser cierto que la reflexión o los mismos

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discursos han ido bastante más lejos que las prácticas, si analizamos glo­balmente su incidencia en diferentes niveles de formación y en distintos sectores de la población. Análisis que, en la perspectiva de algunos auto­res (Sáez, 1995; Grün, 1997), reducen la Educación Ambiental a una práctica discursiva, cargada de buenas idea� y de mejore:" intenciones, pero escasamente eficaz a la hora de cumplir con la finalidad de trans­formar las relaciones entre los sistemas humanos y los sistemas de la Biosfera.

La crítica todavía puede extremarse recurriendo a argumentos °'.ás incisivos y preocupantes. En su análisis se pone de relieve, con relativa frecuencia, cómo el discurso institucional de la Educación Ambiental ac­túa como pantalla legitimadora de estructuras socioeconómicas, políticas y sociales de las que se derivan políticas y actuaci�nes ambientales J?OCO o nada predispuestas a cambiar el rumbo emprendido por la Humamdad desde los albores de la Revolución Industrial. La fe en el progreso, la sal­vaguarda de intereses particulares o la rentabilidad de la «marca» ecoló­gica . . . , serian -entre otras- razones latentes a la primacía de lo qu� se dice respecto de lo que se hace. En la «práctica» los problemas ambien­tales crecen y el desarrollo cada vez plantea mayores obstáculos en el de­recho a la existencia (Raventós, 1999); y ello a pesar de la sucesión ?e un sinfín de asambleas, conferencias, convenciones, seminarios, reumones, tratados, pactos ... que el proceder ambientalista «institucionalizado» vie-ne activando en las últimas décadas. ·

La disyuntiva, aunque nos afecta directamente, no resulta novedosa. Ya en 1949, A!do Leopold (1999: 139) se quejaba amarga e irónicame;ite de los escasos avances que se producían en las políticas de conservación emprendidas cien años antes: "ª pesar de casi un siglo de propagan�a -decía- la conservación aún camina a paso de tortuga; en la mayona de los ca;os, el avance sigue consistiendo en cartas beatas y oratoria de asamblea». Con la misma lucidez e ironía afirma más adelante: «cuando la lógica de la historia tiene hambre de pan y le echai;nos una piedra, las pasamos negras para explicar en qué se parece la piedra al pan» (Leo­pold, 1999: 141) . Como sabemos, su metáfora alude a los desatinos de la política conservacionista de la época, tan ignorante de las causas pro­fundas de la degradación ambiental como excesivamente preocupada por maquillar sus efectos visibles. . . Sirva, no obstante, esta imagen metafórica para explicar buena pa�­te de las zozobras históricas de la Educación Ambiental, incluidas las di­ficultades que supone, tras su «aparición» en los años sesenta, prolongar en el presente la búsqueda de sus señales de identidad. A pesar de. lo qu�, sea con honestidad o como simple maniobra distractora, no ha 1mped1-do que observemos en sus propuestas una puerta abierta hacia futuros más esperanzados, educando a las nuevas generaciones par� _

que no co­metan los errores que nosotros cometimos, con una educa�10n :iue per­mita «prepararse para la construcción de una nueva rac1or:ahdad; no para una cultura de desesperanza y alineación, sino al contrario, para un

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proceso de emancipación que permita nuevas formas de reapropiación del mundo» (Leff, 2000: 48).

·

En cualquier caso, $iendo conscientes de que mientras la Educación Ambiental y los educadores ambientales preparan el terreno, también es preciso ser realistas y hacer lo posible con la realidad que tenemos: la del mer�ado c?mo culmi.nación y fin de la Historia. Ésta es una de las pa­radoias mas perceptibles de la Educación Ambiental que se concibe como un. itii:e_rario por el que transitar hacia la sutentabilidad, la equi­dad y la iust1cia: enseña nuevos caminos y valores, sugiere estilos de vida alternati�os, revisa sus propias incongruencias . . . mientras otros agentes, sus prácticas y las redes sociales que los soportan -especialmente en los procesos de socialización- reproducen la senda trazada.

El desarrollo sostenible, al que la Conferencia de Río (1992) validó como una alternativa congruente con la salvaguarda de los derechos am­bientales -sin que se pueda obviar su condescendencia con casi cual­quier forma ideológica de encarar el «futuro común»-, muestra un tra­yecto que los pueblos pueden seguir para acceder al tren de la mundia­lización, al tiempo que mantienen otros modos de transitar por la coti­dianeidad. Desarrollo sin el cual, afirmaba recientemente el Secretario G�neral de la �rgani�ación de Naciones Unidas, Kofi Anan, no podemos evitar los conflictos m consolidar la paz; sin cuyos beneficios los pueblos no podrán disfrutar de un ejercicio pleno de los derechos humanos de la justicia y de todas las potencialidades inherentes a la condición

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mana. Para este desarrollo, se aspira a que la Educación Ambiental se im­

plique en procesos más trascendentes de cambio personal y social. Esto no debe confundirse con una mayor predisposición hacia las cuestiones ecológicas ni con un me�or conocimiento de los problemas ambientales; tampoco ha de confundirse la sensibilización hacia la crisis ambiental con la comprensión de los riesgos ecológicos, ni la comprensión con la voluntad. y capacidad -individual y colectiva- de modificar los estilos de vida, excesivamente apegados al abuso de los recursos no renovables.

Resp�i;.der a las necesidades de cada individuo y de sus comunida­des, pos1b1htando que puedan llevar las riendas de su propio destino exi­ge que la información, la formación y, en un sentido extenso del térmi­no, la educación relativa al medio ambiente, no queden al margen de otras medidas que se adopten a favor del desarrollo humano: gestión de recursos, evaluación y valoración de impactos ambientales ordena­ción del te�torio, reconversión de los sectores productivos, cr�cimiento Y desplazam1e.ntos demográficos, afrontamiento de las injusticias y desi­g�ald�des sociales'. preservación de la diversidad biológica y cultural, eli­m1i:ac1ón de .�onfüctos

,b�licos y actuaciones violentas, seguridad plane­

tana, expans10n tecnolog1ca, protección del patrimonio artístico y cultu­ral, etc. Perspectivas y dimensiones en las que se incrementa el sentido de pertenencia al mundo, enlazando a los ciudadanos del Planeta a pe­sar de las fronteras, en un proceso de mundialización de los acontecí-

LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO ESTRATEGIA Y PRÁCTICAS 187

mientos que también suscita la mundialización de las voluntades (Mayor Zaragoza, 2000).

En este escenario la Educación Ambiental se integra en los discur­sos y prácticas de una «educación global», para todos y durante toda la vida, manteniendo entre sus objetivos contribuir a un mejoramiento sus­tancial del bienestar humano y de los entornos que hacen posible la vida. Cualesquiera que sean las modalidades pedagógicas por las que transcu­rra, dentro o fuera de los sistemas educativos, se trata de un enfoque me­nos ingenuo; o, al menos, más cercano a las posibilidades de convertir la educación en una práctica social dialogada, que no acepta la responsa­bilidad plena de los cambios sociales, aunque no renuncia a formar parte de ellos. Una educación que inspira múltiples saberes para el aprendiza­je, la convivencia, el desarrollo, la paz, etc., comprometiendo a cada per­sona con la expectativa de una sociedad más consciente, libre y respon­sable. Por ello, es una Educación Ambiental que coopera en la creación de una conciencia critica, promotora de modelos sociales y de estilos de vida alternativos, en los que la equidad y la justicia se constituyen como principios irrenunciables del quehacer pedagógico; esto es, sin acomo­darse a las «neutralidades ideológicas» que acaban legitimando el orden ambiental, social y económico establecido.

CAPÍTULO 5

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL:

EDUCAR PARA UNA RACIONALIDAD ALTERNATIVA

1 . Discursos y prácticas en la Educación Ambiental: modelos de racionalidad teórica

Compartiendo las tesis de distintos analistas, hemos insistido en la necesidad de contemplar la crisis ambiental como una realidad que tras­ciende la mera adición de problemas de orden biofísico o natural, para representarla como un fenómeno complejo, sinérgico y de evolución in­cierta, cuyos orígenes deben rastrearse en un cúmulo de circunstancias que aluden al incremento exponencial de la población y a su concentra­ción urbana, a las desigualdades sociales y a su amplificación en una so­ciedad cada vez más globalizada, o al consumo intensivo de recursos y su conversión en residuos sólidos, líquidos y gaseosos que la acción hu­mana trasvasa a la Biosfera. Más allá de las manifestaciones «superfi­ciales» de deterioro ambiental y de sus causas inmediatas, son circuns­tancias en las que se expresan las profundas contradicciones de un mo­delo socioeconómico inspirado aún por la creencia ilustrada en un pro­greso sin límites, que la interpretación de la modernidad industrial ha identificado con el crecimiento sostenido de la producción y de las mag­nitudes económicas. Este objetivo, inmanente a una lectura antropocén­trica del mundo, se legitima y expande a través de la racionalidad eco­nómica del mercado, de la utilización de la ciencia y de los avances tec­nológicos como instrumentos a los que se atribuye la capacidad para controlar y transformar el medio ambiente, con el propósito más o me­nos explícito de dar cobertura a las necesidades humanas.

Y eso no es todo. Como también hemos destacado, la crisis am­biental no puede ser entendida al margen de una crisis de civilización que afecta a distintos supuestos culturales, sociales y políticos del pro­yecto que nos ha conducido hacia la modernidad y a sus consecuencias indeseables. Es en este contexto donde se plantea el problema transver­sal del desarrollo, entendido como crecimiento, y de sus efectos para la

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«equidad ambiental», ante lo que históricamente se ha manifiestado como un injusto reparto de los costes y beneficios ambientales entre los distintos grupos humanos que pueblan el Planeta. La gravedad de esta «crisis» se reconoce urtiversalmente en distintas esferas -institucionales, científicas, económicas, etc.-, sometiendo a la sociedad a una lógica fractal y paradójica, al alimentar simultáneamente la ilusión en la pros­peridad y el ethos del riesgo. Para Mayor Zaragoza (2000: 581), interpre­tar este hecho constituye la primera exigencia de nuestra responsabilidad con las futuras generaciones: «Si queremos proteger a nuestros descen­dientes, hemos de reconocer, aceptar y gestionar ante todo esta parado­ja fundamental: el progreso y la civilización son una cara de la moneda; la posibilidad del Apocalipsis, de la destrucción irreversible, del caos, es la otra».

Sin duda, para la Educación Ambiental, al igual que para «otras educaciones» que aspiran a identificarse y trabajar por la paz, la inter­culturalidad, la democracia, etc., la comprensión -crítica y, al tiempo, compleja- de esta crisis constituye un punto de partida inexcusable. No sólo para interpretarla en toda su extensión sino, sobre todo, para idear alternativas que permitan pensar y hacer de otra manera. Un desafío que, en lo pedagógico y lo ambiental, exige una reflexión comprometida acer­ca de los códigos que moldean la racionalidad (sistemas de pensamien­to, paradigmas, etc.) y sus propuestas para la acción.

Ya no se trata, tan sólo, de ubicarse en la teoría e historia de la Edu­cación para desvelar intencionalidades educativas o sociales, principios axiológicos y epistemológicos, concepciones sobre los educadores y edu­candos, principios pedagógicos y metodológicos, etc., que se han ido ex­presando en distintas épocas y escuelas de pensamiento. Además, se pre­cisa de un marco conceptual, estratégico y operativo que afronte Ja com­plejidad ambiental, la comprensión de las problemáticas ecológicas y las alternativas que han de adoptarse en su resolución, mediante actuacio­nes que sean congruentes con los principios de un desarrollo sustenta­ble. Como ya expresaron Sureda y Colom ( 1989), han de procurarse que los procesos educativos no se circunscriban a la búsqueda del beneficio o del desarrollo humano, sino también a la posibilidad de abrir horizon­tes a la preocupación por la conservación del medio ambiente.

Sabemos, en cualquier caso, que los discursos sobre la Educación y el Medio Ambiente son plurales. No sólo por lo que expresan en térmi­nos de diversidad epistemológica o científica. También, y a veces de un modo predominante, por lo que conllevan de justificación axiológica e ideológica. Esto es, como escenarios en los que se confrontan valores e intereses que interrogan continuamente al presente y a los modos de proyectar el futuro.

En Giroux ( 1990: 43), el concepto de racionalidad tiene un doble significado: de un lado, sirve para definir el «Conjunto de supuestos y prácticas que hace que la gente pueda comprender y dar forma a las ex­periencias propias y ajenas; de otro, se refiere "ª los intereses que defi-

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 191

nen y cualifican el modo en que cada uno vertebra y afronta los proble­mas que se le presentan en la experiencia vivida». En el enfoque que adoptamos, ambos significados derivan hacia dos formas de �fron�ar la crisis ambiental. La primera, que identificamos como «amb1entahsta», considera que se pueden ofrecer soluciones viables en los márgenes del paradigma del mercado, a través de la aplicación instrumental de la ra­zón económica, científica y técnica; y la segunda, que �onc�ptuamos como «ecologista», que rechaza el sistema vigente como 1rrac10na_l, an­tiecológico y socialmente injusto, para proponer que es nec.esano un cambio, concurrente y profundo, en todas las esferas de la realidad -so­cial, económica, cultural, de estilos de vida, de valores, etc.- para gei;e­rar prácticas sociales asentadas en una nueva racionalidad a la vez soCial y ambiental. . , . Ambos enfoques están representados en el panorama teói:ic.o-pract1-co de la Educación Ambiental, aunque con un claro predomm10 de los discursos ambientalistas, sobre todo en la esfera institucional. Aunque, tal y como argumenta Foladori (2000), podría muy bien sucede'. que den­tro de lo que, genéricamente, se emparenta con el «pensamiento am­bientalista» cristalizan un amplio abanico de concepciones sobre la rela­ción Sociedad-Naturaleza y, consecuentemente, sobre la crisis ambiental. Si se observan desde un punto de vista ético, podrá distinguirse entre po­siciones ecocentristas (Ecología profunda y preservacionistas, los «Ver­des» y neomalthusianos), que mantienen la necesidad de.g;iiarse por una ética natural externa a la naturaleza humana; y las pos1c1ones antropo­centristas en sus versiones tecnocentrista (desarrollistas, ambientalismo moderad�, cornucopianos) y marxista, que basan la .relaci?n con la Na­turaleza en el interés humano. En todo caso, son onentac10nes que ob­servan las causas de la crisis ambiental y las alternativas para la «SUS­tentabilidad» con miradas diferentes. Para Foladori (2000: 2 1), se sinte­tizan o condensan en dos grandes posturas con significado para la Edu­cación Ambiental:

• Por un lado, «aquella que considera la Educación Aii;biental como un objetivo en sí misma y hasta con contenido prop10 -la �colo­gía-, capaz de transformar las condiciones materiales hacia u:i ambiente menos contaminado y depredado». En este caso, la cn­sis ambiental está causada por el desconocimiento de los flujos (de energía y materiales) que se producen entre la sociedad h;imana Y el resto del mundo natural (fisico-material y otros seres vivos). La Educación Ambiental se equipara con la enseñanza de la Ecología y de las Ciencias Naturales, constituyéi;idose en un instru:nento para la solución de los problemas ambientales, en la medida en que son esencialmente técnicos. De algún modo ésta �� la pos�ura de Eichler ( 1977: 123) cuando afirma que «la Educac10n Ambien­tal tiene su fundamentación incontrovertible, que es la Ecología, Y aspira a constituir una ética ambiental. Ésta es la mayor ventaja

192 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

innata de la Educación Ambiental como forma de educación hu­mana y experimental. Cuando el individuo ha comprendido la esencia de la Ecología posee una guía clara del mundo, de sus pen­samientos y actitudes en la vida y puede elaborar su propia ética del medio ambiente» . Lejos de limitarse a presentar la Ecología como un saber para comprender los sistemas de la Biosfera y los procesos de degradación que los afectan, adquiere un sentido nor­mativo, prescribiendo cambios que en algunos pasajes recuerdan los excesos cientificistas de las tesis sociobiológicas, neodarwinia­nas y malthusianas del pasado y del presente.

Más recientemente, autores como Aldrich y Kwong ( 1999: 17 1 ) propugnan una Educación Ambiental vacía de todo conteni­do moral o político, centrada en la transmisión aséptica de cono­cimientos científicos para que cada persona actúe en consecuencia Y ejerza con autonomía su responsabilidad. En su opinión «no de­beríamos llenar a nuestros hijos de eslóganes de moda. Si decidié­ramos apr:ovecharnos de su habilidad para el mimetismo podría­mos ensenarles los nombres de los pájaros, mariposas, insectos, árboles y otras criaturas que pueden ver en sus propios jardines .. . Armados con el conocimiento, podrán desarrollar una visión del mundo en la cual la ciencia, la tecnología y el progreso y la res­ponsabilidad individual contribuyan a un medio ambiente bueno Y saludable», y por si quedara alguna duda sobre el carácter anti­dogmático de esta visión educativa, casi decimonónica de no re­par�r en la fecha de su publicación en castellano -ef original en mgles es de 1997-, la cita se cierra con una afirmación contun­dente: «ésta es la verdadera educación medioambiental».

• Por otro, «la concepción de que los problemas ambientales son de­rivados . �e una �structura económico-social determinada, y que la Educac10n Ambiental, para tener sentido, debe complementar los cambios estructurales en la sociedad». En esta concepción, los pro­b!emas �mbientales no son principalmente ecológicos o técnicos, smo sociales. De ahí que la Educación Ambiental se asimile a una educación «Social», relativa al «cómo la sociedad humana se rela­c�ona entre sí -rela<;i?nes económicas, sociales y políticas- para disponer el mundo fisico material y los otros seres vivos». Gonzá­lez Gaudiano ( 1997: 1 12-1 13), valorando la Educación Ambiental como .un proceso crítico, a contracorriente de la globalización, se aproxima a este punto de vista, al considerar que se trata de fomentar, a través de un enfoque integrador de la Educación Am­b!ental, «la comprensión de la realidad individual y colectiva coti­diana en que se desarrollan las interacciones entre los grupos humanos y el medio social, cultural y material -sin ignorar la im­porta?-cia de mantener una perspectiva regional y global-, para contnbmr a la formación de ciudadanos con nuevos criterios de

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 193

responsabilidad consigo mismos, con su grupo social y su entorno natural, tendiendo a la construcción de una nueva ética para la sustentabilidad ambiental (natural y social)».

No obstante, es frecuente -como creemos que acontece en España y en las actuaciones promovidas por los Organismos Internacionales­que en la praxis de la Educación Ambiental se tienda hacia la adopción de posturas eclécticas o, si se prefiere, proclives a la indefinición para­digmática.

En el terreno estrictamente pedagógico, esta situación se inscribe en el limitado interés que la Educación Ambiental ha suscitado, hasta hace muy pocos años, en las Ciencias de la Educación; y, complementaria­mente, a la escasa atención prestada por expertos adscritos a otros círcu­los académicos y científicos, puntualmente interesados en su desarrollo (Psicología Ambiental, Ecología, Geografía, Sociología, Economía, Bio­logía, etc.).

Con una perspectiva más general, es una situación que podemos ex­plicar desde la brevedad de su recorrido histórico, por la procedencia pluridisciplinar de. quienes se han ocupado de su desarrollo teórico y práctico, o por la eclosión -sin rumbo fijo- de múltiples iniciativas y experiencias acogidas a la denominación de Educación Ambiental, mu­chas veces adoptando planteamientos reduccionistas (naturalistas, con­servacionistas, eco-biologicistas, cientifistas, etc.), voluntaristas o, senci­llamente, ingenuos, tanto en lo que se refiere al sentido de la acción edu­cativa como a la interpretación de la crisis ambiental. Constatando esta realidad, Sáez ( 1995: 165) repara en que la mayor parte de la literatura disponible «no aclara, con profundidad, los presupuestos que justifican el qué, el cómo y el para qué de la Educación Ambiental»; o, si lo hacen, añadimos, no sobrepasa la simple -y simplista- asunción de que es su­ficiente con definirla como una educación "ª favor» del medio ambien­te. Queda también dentro de una Educación Ambiental «restrictiva», la que se interesa fundamentalmente por cuestiones relativas al desarrollo de personas y grupos sociales en relación con su medio de vida.

Al igual que sucede en otros ámbitos del conocimiento científico y de la praxis social, esta coyuntura de discursos y prácticas plurales hace cada vez más visible la necesidad de que la Educación Ambiental parti­cipe activamente del debate intelectual que toma como referencia los mo­delos de racionalidad teórica, alrededor de los cuales se vienen configu­rando -en las últimas décadas- las opciones paradigmáticas más rele­vantes en las Ciencias Sociales. Esto equivale a reconocer, una vez más, que la naturaleza y alcance pedagógico de la Educación Ambiental no son neutras ni, consecuentemente, indiferentes a la disputa científica e ideológica que está latente en la comprensión-explicación del mundo, de sus problemas socioambientales y de las alternativas que permitan supe­rarlos. Supone, además, coincidiendo con Oulton ( 1997), apoyar una multiplicidad de enfoques para la enseñanza, la investigación y el <lesa-

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rrollo, alentar el empleo de una gama de técnicas que se adecuen al con­texto, completar metas educativas cuidadosamente discutidas por las co­munidades, impulsar diversas formas de conceptuar la Educación Am­biental y la sustentabiHdad, estimular la confianza y la acción... en el seno de una Educación Ambiental donde cada enfoque metodológico y su correspondiente paradigma puedan contribuir al cumplimiento de metas válidas y suficientemente fundamentadas en bases filosóficas, po­líticas y sociales.

En este marco de referencia, la noción de paradigma, en la perspec­tiva kuhniana del término, podrá ser interesante si de la misma se infie­ren nuevas y variadas posibilidades para que la Educación Ambiental so­meta a discusión los valores, creencias, procedimientos, experiencias, etc., a los que recurre para generar conocimientos, legitimar propuestas, acti­var prácticas o evaluar logros. Bien es cierto que con la pretensión de ayu­dar a construir teorías que amplíen horizontes para la acción, que se nu­tran de los ingredientes más sustantivos de las realidades ambientales y sociales, que se concreten en actos pedagógicos deliberativos, democráti­cos, transformadores . . . , que se extiendan más allá de las experiencias per­sonales o grupales, por muy importantes que éstas sean y aunque no se pueda ni deba prescindir de los significados que comportan para quienes las protagonizan. Teoría y teorías que iluminen modelos de racionalidad que permitan afrontar la complejidad del mundo (de la educación y del ambiente) con distintos grados de conciencia e influencia axiológica. Tam­bién, hemos de decirlo, con la coherencia que exige mantener a la Edu­cación Ambiental en las fronteras -abiertas y móviles- de la «inducción de la imaginación creativa y la acción solidaria, la visión prospectiva de una utopía fundada en la construcción de un nuevo saber y una nueva ra­cionalidad; la puesta en acción de los potenciales de la naturaleza y la fe­cundidad del deseo», que diría Leff (2000: 47-48).

La huida de cualquier concepción epistemológica reduccionista o dogmática, dentro de los compromisos que exige la Educación Ambien­tal, nos lleva a proponer una opción paradigmática dialéctica e interdis­ciplinar -en la «forma» y en el «fondo»-, en la que lo eco-cultural, lo eco-social y lo eco-pedagógico, disfruten de la misma estima que lo eco­biológico. Una propuesta que tiene sentido en la medida en que el «cam­bio global» que se precisa para dar respuestas adecuadas a la crisis am­biental es esencialmente normativo y complejo, poco o nada dependien­te de un «saber ecológico» más o menos objetivado e interiorizado. No renunciamos, con ello, a las posibilidades que ofrece la Ecología para ampliar la mirada o la iniciativa social, sino que nos afirmamos en la vo­luntad de promover para la Educación Ambiental un conocimiento com­partido, problematizado por los diferentes vectores sociales, económicos, culturales, científicos ... que condicionan las relaciones humanas con los sistema de la Biosfera y que, al mismo tiempo, son condicionados por és­tos. Con este propósito hemos insistido en recomendar que la práctica educativo-ambiental se concentre en los elementos socioculturales, sobre

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 195

todo en aquellos que se refieren a los modos en que los grupos humanos representan e inciden directa o indirectamente sobre el entorno (estilos de vida, sistemas de producción y consumo, procesos tecnológicos, etc.), provocando su resignificación, transformación o alteración (Meira, 1991 ; Caride y Meira, 1998).

A propósito de esta toma de postura, creemos que lejos de poder ob­jetivarse en los términos positivistas del paradigma científico dominan­te, las acciones de las sociedades humanas sobre el medio ambiente son de carácter normativo, sobre todo en la Educación; esto es, son, por de­finición, opciones arbitrarias, mediadas por intereses que se legitiman en discursos de carácter ético, político o económico. Discursos que han evo­lucionado histórica y culturalmente al compás de las condiciones de pro­ducción y reproducción de la especie humana. La trascendencia episte­mológica de este enfoque es incuestionable, en palabras de Leff ( 1994b: 6 1), si bien «los procesos naturales son objeto de la biología, en tanto que fenómenos evolutivos de desarrollo ontogenético. Desde el momento en que la Naturaleza ... es afectada por las relaciones sociales "de producción, estos procesos son sobredeterminados por los procesos históricos en que el hombre o la Naturaleza se insertan»; y continúa: «desde que la Natu­raleza se convierte en un proceso general, en objeto de una ciencia . . . , es­tos objetos biológicos deben incluir los efectos de las rela�iones sociales de producción que les afectan. Y estos efectos deben considerarse en sus determinantes sociohistóricas específicas, no en la reducción de lo social y la historia en procesos naturales o ecológicos» .

En un ejercicio de transferencia disciplinar apoyamos -hace años­nuestra propuesta de reorientación paradigmática de la Educación Am­biental en las tesis del Materialismo Cultural (Harris, 1987; 1991), una de las teorías antropológicas más sugerentes para establecer puentes entre la evolución de la especie humana y las condiciones eco-biológicas que han influido y condicionado el desarrollo sociocultural de aquélla hasta las cotas de complejidad contemporáneas (Meira, 1986 y 1991).

Queremos, ahora, profundizar en la tarea de ubicar los márgenes teóricos, epistemológicos y práxicos de la Educación Ambiental en la zona interfacial de lo social, lo cultural y lo ecológico, en el convenci­miento de que, como afirman Ballesteros y Pérez Adán ( 1997: 9), «la ir;­teracción entre sociedad y entorno constituye . . . el marco en el que se di­lucidará la viabilidad y la forma del devenir más o menos inmediato». En este espacio interfacial, tan relevantes y necesarios son los aportes teóri­cos y metodológicos de la Ecología y de otras Ciencias Naturales, como las contribuciones que hacen la Economía -principalmente de la Eco­nomía Ecológica-, la Sociología, la Psicología Ambiental, la Antropolo­gía, la Ética o la reflexión sobre las propuestas ideológicas y políticas que han centrado su atención en la cuestión ambiental. Sólo de la confluen­cia y mutuo enriquecimiento de estos saberes, creemos que es factible construir una imagen coherente y compleja de la crisis ecológica con­temporánea, de cómo es interpretada y racionalizada por el pensamiento

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humano, de la orientación normativa que han de adoptar los cambios que permitan superarla y, en fin, del sentido y papel que tiene la Educación Ambiental como una educación vocacionada hacia la integración del de­sarrollo humano en las coordenadas de una progresiva reconciÍiación con el medio ambiente. En esta labor de construcción o re-construcción teó­rica han de tener peso específico argumentos como los siguientes:

• En primer lugar, como ya hemos expuesto, la interpretación de' la crisis ecológica como un problema, que además de manifestarse en el deterioro de los sistemas físicos de la Biosfera, nos remite a un conflicto esencialmente social: su génesis, desarrollo y actualidad es un corolario de cómo la especie humana se ha organizado his­tóricamente para dar cobertura a sus necesidades de subsistencia. El desarrollo tecnológico, la organización de la producción y del consumo, la ocupación y los usos del territorio, las pautas ¡:ultura­les, el modelo energético, los valores proyectados sobre la Natura­leza, la percepción social de los problemas ambientales . . . son cues­tiones tan importantes para entender y afrontar la crisis ecológica como el conocimiento de sus parámetros físicos, químicos o bioló­gicos. De hecho, el problema existe -y la Educación Ambiental existe- en la medida en que también existen amenazas para la Hu­manidad, hoy y en lo que estimamos como un futuro inmediato. De ahí que persistamos en atraer la atención hacia nociones como «Crisis ambiental» o «Cambio global», en las formas en que están siendo racionalizadas y pensadas, incluyendo en su análisis los constructos sociales, económicos, políticos, éticos, etc., que pueden o deben iluminar las finalidades y prácticas educativas.

• El reconocimiento de una crisis ecológica atribuible a los impac­tos provocados por el hombre en determinados procesos y ciclos biológicos básicos, a pesar de contar con un amplio refrendo, no se ha visto acompañada de una interpretación consensuada res­pecto de sus causas profundas, de las consecuencias que compor­ta en el medio y largo plazo, ni tampoco sobre las estrategias a adoptar para su solución. En este sentido, reiteramos que aun cuando puedan establecerse varias tipologías en los enfoques su­geridos por autores o corrientes de pensamiento, distinguiremos dos modelos predominantes, tanto en el análisis y valoración de la crisis ecológica como en la orientación de los cambios sugeridos para afrontarla: de un lado, los modelos de signo ambientalista (integrados, tecnocráticos, antropocéntricos, gerencialistas, hege­mónicos, etc.) que propugnan ciertas reformas en el sistema de apropiación y explotación de los recursos naturales, sin cuestionar los supuestos expansionistas de la economía de mercado; de otro, los modelos de signo radical (ecologistas, ecocéntricos, socio­políticos, contrahegemónicos . . . ) que defienden la necesidad de un

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMATICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 197

cambio global de la sociedad, incluida la renuncia a una economía regida por la idea de un crecimiento ilimitado, la adopción de va­lores y estilos de' vida sostenibles o el reparto más justo y equita­tivo de los costes-beneficios ambientales. Como veremos, la adop­ción de una u otra perspectiva se plasma en dos formas, también contrapuestas, de entender la Educación Ambiental: como una

· «tecnología social» cuyo fin último es minimizar los impactos eco­lógicos negativos de la civilización industrial mismo, suscribiendo las «tesis blandas» del desarrollo sustentable; o como una «peda­gogía o praxis crítica», cuyos fines y estrategias de acción inspiran proyectos -en ocasiones cargados de contenidos utópicos- de cambio global hacia una civilización socialmente más justa y eco­lógicamente más sostenible.

• La problemática ambiental sólo puede ser entendida y abordada en el escenario más amplio de una crisis de civilización, implícita a las diferentes proyecciones ideológicas que la Modernidad trans­fiere a los procesos de desarrollo social, y que sólo en las últimas décadas del siglo xx provoca una inquietud generalizada en la per­cepción pública. Incertidumbre, complejidad, mundialización o globalización económica y cultural, interdependencia, relativismo ético e ideológico, aceleración del tiempo histórico, revolución tec­nológica, homogeneización del pensamiento . . . son algunos de sus exponentes. En ellos, como realidades que describen el presente, se anticipa un cambio de rumbo con perfiles borrosos, aunque nunca tan razonablemente previsible en su ocurrencia. Sucede, además, que en la crisis ecológica están presentes todos o casi to­dos los rasgos que presenta este desfallecimiento de la Modernidad o, al menos, de una determinada forma de concebirla.

• La posibilidad, afirmada por unos y negada por otros, de un co­lapso ecológico que afecte a nuestra civilización, amenazando la propia supervivencia de la especie humana, constituye uno de los elementos centrales de la inseguridad que señalamos. De hecho, será, precisamente, la fenomenología social de los problemas am­bientales y de los riesgos que comportan otro de los aspectos que concitan nuestro interés; y ello ante la evidencia de que, como se­ñala Riechard ( 1993), la literatura sociológica y psicológica sobre el riesgo, o más expresamente, sobre la percepción social del ries­go ambiental, ha estado completamente ausente del discurso in­terdisciplinar de la Educación Ambiental; una omisión sorpren­dente si tenemos en cuenta que, sea cual fuere su enfoque (tecno­lógico o sociocrítico), cualquier acción educativa relacionada con la crisis ecológica ha de tomar en consideración el papel que los individuos y los grupos sociales desempeñen ante los peligros que se asocian al deterioro ambiental. Entre nosotros, y en el terreno

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pedagógico, la percepción de esta crisis y la urgencia en abordar­la desde la reflexión científica, la revisión de los valores y modelos que inspiran la.,gestión de los bienes comunes, hace años que se refleja en los trabajos de Novo ( 1995, 1999). Como señala esta au­tora, el «riesgo ambiental» ocasionado por la actividad humana es de carácter contingente. Como tal no puede ser considerado como un simple producto del azar, imprevisible e incontrolable, sino que existe una probabilidad calculable de que pueda ocurrir y, por lo tanto, de que se puedan adoptar las medidas correspondientes para preverlos y evitarlos. Así, por ejemplo, el riesgo de formación de un huracán puede ser calculado para aminorar los destrozos que pueda ocasionar, pero no se puede impedir que ocurra; el ries­go de sufrir un grave accidente nuclear también puede ser calcu­lado y su probabilidad de ocurrencia puede ser muy baja, pero se puede reducir a cero simplemente tomando la decisión de no de­sarrollar tecnologías nucleares.

• La Educación Ambiental es, a nuestro entender, una «pedagogía de crisis». Como tal, dispone de un territorio abierto, al menos, a dos fronteras: de un lado, a las Ciencias de la Educación, de las que emerge como un saber disciplinar en construcción, vinculado a la conciencia sobre el deterioro ecológico y a la demanda social de alternativas ante los riesgos que comporta. De otro, a la historia de la Humanidad y a sus complejas relaciones con el medio ambien­te, no sólo en las claves de un pasado que testimonia las posibili­dades inherentes al reestablecimiento de equilibrios perdidos, sino también de un futuro marcado por la necesidad de aprender a vi­vir y convivir en un estado permanente de crisis. En estas cir­cunstancias, frente a las visiones que reducen el porvenir a una mera continuidad de un presente -tesis del pensamiento único, apologistas del fin de la historia, etc.- que ha alcanzado un nivel óptimo de desarrollo, mantenemos la necesidad de imaginar el destino de la Humanidad en función de distintos futuros posibles, aunque no igualmente deseables desde un punto de vista ético, so­cial o político. Por ello, defendemos la importancia de ubicar la praxis educativo-ambiental en un proceso de transformación inte­gral e integrador que aúne diferentes perspectivas e intereses de la sociedad.

El alcance simbólico y material que subyace a estos argumentos ex­plica, en parte, cómo la Educación Ambiental configura, desde hace po­cos años, una de las expresiones más vitales del binomio educación-am­biente, dentro y fuera de los sistemas educativos. Pero afirmar este hecho no basta por sí solo, ya que la Educación Ambiental es mucho más que eso: «es el producto, en construcción, de la compleja dinámica histórica de la educación, un campo que ha evolucionado de aprendizajes por imi-

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 199

tación, en el mismo acto, a perspectivas de aprendizaje constructivo, crí­tico, significativo, metacognitivo y ambiental. Es una educación produc­to del diálogo permanente entre concepciones sobre el conocimiento, el aprendizaje, la enseñanza, la sociedad, el ambiente; como tal es deposita­ria de una cosmovisión sociohistórica determinada» (Luzzi, 2000: 1 59). Por ello, propone este autor, suscribiendo la afirmación de Bianchini, que el «binomio educación'ambiente deberá desaparecer con el tiempo. La educación es ambiental o no es, en el sentido de permitir conducimos ha­cia una nueva sociedad sustentable y a la medida humana».

Veamos, de todos modos, cómo se perciben sus propuestas y reali­zaciones a la luz de los diferentes modelos de racionalidad teórica.

2. La Educación Ambiental como acción tecnológica y ciencia aplicada

La acción educativa que participa de los discursos y prácticas peda­gógico-ambientales que suscriben una concepción tecnológica de la Edu­cación Ambiental, guarda una estrecha relación con lo que, en su identi­ficación más genérica, hemos catalogado como opción ambientalista. De algún modo, como ya ha observado Habermas ( 1980: 355), deducimos esta vinculación de las tentativas que los propios sistemas gubernamen­tales y políticos urden para lograr la estabilidad y el crecimiento del sis­tema económico, eliminando algunas de sus disfunciones o anticipándo­se preventivamente a ciertos riesgos que lo amenazan, «en otras pala­bras, no hacia la realización de objetivos prácticos, sino hacia la solución de problemas técnicos». Que esto sea así responde, en el fondo, a una ló­gica que las sociedades avanzadas han interiorizado como el mejor modo de acompasar la defensa de los intereses políticos, económicos e ideoló­gicos dominantes con formas racionales de reconducirlos hacia una ac­ción social innovadora -o aparentemente innovadora-, como acontece con la Educación Ambiental; una tarea en la que el conocimiento ad­quiere una caracterización técnica, o si se prefiere, utilizando lenguaje de Habermas, «instrumental» o «intencional racional» . Su interés pragmá­tico, mecánico y causalista, «ya no va a preguntar el porqué, y para qué últimos, sino por el cómo más inmediato y práctico de los fenómenos y sus consecuencias» (Luzzi, 2000: 1 62).

Como hemos anticipado, la respuesta a la crisis ambiental desde el paradigma del mercado elude adentrarse en sus causas profundas y con­creta sus estrategias en actuaciones políticas de corte gerencialista. Los problemas ambientales son contemplados como irregularidades margi­nales, que es necesario y posible corregir mediante ajustes técnicos, so­bre todo en la esfera de los dispositivos económicos, de la innovación tec­nológica o del troquelado de los comportamientos sociales. Con ello se consigue «liberar>> los problemas ambientales de sus componentes más

200 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

ideológicos, presentando sus manifestaciones como una concatenación de circunstancias factuales y objetivables, ante las cuales sólo el conoci­miento científico-positivo permite identificar la «verdad» y tomar «deci­siones correctas, viables y efectivas. Así, lejos de retirarse de la escena, se afianza en ella tratando de legitimar esta forma de explicar e interve­nir en la crisis ambiental, como el modelo más congruente con la evolu­ción de las sociedades, tanto en sus manifestaciones simbólicas como materiales.

La Educación Ambiental se entiende como una herramienta de «in­geniería social», cuyo objetivo es formar e instruir a individuos y comu­nidades para que sus actuaciones medioambientales sean más raciona­les. Ello supone que habitualmente se ignoren o subestimen los conflic­tos implícitos a las relaciones que se establecen entre poder, conoci­miento eideología, ocultando o distorsionando las responsabilidades que contraen diversos agentes sociales, las contradicciones que laten en sus modos de posicionarse o los intereses inmanentes a cualquier problemá­tica social que precise clarificar sus principios éticos y morales. El hecho de que los problemas ambientales sean constitutivamente «sociales» sue­le obviarse en el paradigma tecnológico de la Educación Ambiental, ya que tanto los componentes educativos como los ambientales tienden a ser despolitizados y desproblematizados «por la adopción de una pers­pectiva aplicada» (Robottom, 1987: 83).

La teoría y la investigación que se promueve en nombre de la Edu­cación Ambiental, puesta al servicio de las opciones ambientalistas, diri­gen sus propuestas hacia el diseño, experimentación y evaluación de dis­tintos instrumentos y programas educativo-ambientales, generalmente con el objetivo de identificar regularidades o de seleccionar los procedi­mientos pedagógicos que demuestren ser más eficaces para afrontar la resolución de un determinado tipo de problemas ambientales. En el re­sumen realizado por Sauvé ( 1997, 1998 y 2000), a partir de los trabajos de Robottom y Hart ( 1993), se concluye que es una investigación que se apoya en una ontología realista (los objetos tienen una existencia propia al exterior del sujeto que los aprehende) y en una epistemología objeti­vista (el proceso científico empirista, si es rigurosamente «Seguido», per­mite al sujeto «descubrir» el objeto en su realidad propia); adopta, a es­tos efectos, una metodología experimental y estrategias cuantitativas; es realizada por expertos externos, que siguen rigurosamente el diseño de investigación que han establecido a priori: «se trata de aislar variables (como el conocimiento de los conceptos ecológicos de base) y de verifi­car su relación de causa-efecto en el comportamiento en relación con el ambiente, utilizando, por ejemplo, cuestionarios cerrados con escalas de tipo Likert» (Sauvé, 2000: 55).

La acción educativa, reducida con frecuencia a una «acción instru­mental», puede llegar a comportarse como un verdadero mecanismo de alienación, al menos en una doble dirección: de un lado, cuando niega «la facultad crítica de la razón permitiéndole operar solamente en el te-

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 201

rreno de los hechos totalmente fácticos» (Giroux, 1992: 33); de otro, cuando crea la ilusión de que los problemas ambientales son susceptibles de resolución a través de la técnica educativa como ciencia aplicada (Ro­botton, 1987: 103).

Los fundamentos metateóricos, epistemológicos y metodológicos de este enfoque se adentran en el positivismo, trasvasando sus convicciones epistémicas al marco científico-disciplinar de las Ciencias de la Educa­ción. Siguiendo a Robottom ( 1987) y a Popkewitz (1988), en este tras­plante se inducen cuatro propósitos, de los que inferimos la imagen de una Educación Ambiental reconvertida hacia un saber tecnológico o, in­cluso, una ciencia aplicada:

a) La pretensión de racionalidad: que se apoya en la creencia de que sólo hay un método racional para resolver los problemas, y que éste sólo puede ser descubierto identificando y aislando las variables que in­tervienen en el proceso -si es posible, cuantificándolas y reducién­dolas a categorías operativas-, analizando las interacciones que se producen entre ellas y desarrollando modelos teóricos o preceptos le­galiformes que permitan predecir y controlar su aplicación en situa­ciones educativas concretas. La pretensión de racionalidad facilitaría separar nítidamente la teoría (científica, tecnológica, verdadera, pres­criptiva, etc.) de la práctica (determinada por la teoría, aplicada, téc­nica, etc.). A pesar de reconocer que los objetos del conocimiento son diversos, mantiene la unidad del método y la homogeneidad doctri­nal en la explicación científica.

b) La pretensión de objetividad: asentada en la creencia de que sólo se puede alcanzar la «verdad» de un problema si se expresa en térmi­nos factuales. La objetividad implica excluir o marginar los factores humanos, subjetivos e intersubjetivos (valores, intereses, percepcio­nes, peculiaridades culturales, etc.). La separación cartesiana entre «Sujeto-objeto» ha llevado a reificar una noción de medio ambiente limitada a aquello que se puede objetivar (componentes bio-físicos), incluyendo las relaciones Sociedad-Naturaleza que tienen una expre­sión conductual observable. El interés dominador del conocimiento, que busca el control y el dominio de la Naturaleza, además de «Co­sificar», reduce todo a la condición de objeto, incluso al hombre.

e) La pretensión de verdad: suscitada en la creencia de que para cada pro­blema sólo hay una solución y, como corolario, de que para cada problema ambiental sólo hay una solución posible; de existir varias, tan sólo una podrá alcanzar niveles de eficacia deseables. La preten­sión de verdad lleva implícita una suposición complementaria y cuasi excluyente: que existe una distinción esencial entre profesionales «ex­pertos», que dominan las claves científicas de la acción educativo­ambiental, y ciudadanos «no expertos» cuya visión de los problemas

202 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

está limitada por la ignorancia o sesgada por la subjetividad; los pri­meros poseen la legitimidad y el poder de dominar el inventario de soluciones pre-establecidas, mientras que los segundos son meros re­ceptores o mediadores en la aplicación de dichas soluciones. Aunque la educación tiene poco que ver con la ingeniería, el profesional de la Educación Ambiental que trabaja dentro del paradigma ambienta­lista admite o incluso propone su identificación con un «ingeniero social» . Para este profesional, en palabras de Carr ( 1993: 12), el co­nocimiento ha de originarse en la investigación científica, para saber cómo llegar a conseguir determinados fines. La prácticas educativo­ambientales o la misma articulación del desempeño profesional ponen énfasis en su caracterización como un proceso orientado a la resolución de problemas, por lo que la competencia profesional se li­mita a la aplicación precisa de las respuestas que anticipan los dis­cursos de la teoría respecto a los problemas de la práctica.

d) La pretensión de neutralidad: en la medida en que la Educación Am­bient�I se fundamenta en el conocimiento de los «hechos» y de las r�lac10nes que se establecen entre tales «hechos» (principalmente de t�po causa-efecto), su aplicación es totalmente independiente de los fines y valores políticos o sociales; del mismo modo, también pro­clama su independencia de los múltiples y singulares contextos en los que se �esarrollan sus prácticas. La acción pedagógica responde sólo a la lógica de los fundamentos científicos, de la validación previa de las técnicas utilizadas y de las orientaciones normativas que permi­ten predecir, controlar y evaluar los resultados de la intervención; .en función de estos criterios (internos, de rigor científico, sistemáticos, etcétera) Y no de otros (externos, relativos a fines sociales, emergen­tes, políticos, etc.) se programan, desarrollan y valoran las acciones educativo-ambientales.

En este enfoque epistemológico de la Educación Ambiental late la aspiración a diseñar una «ciencia positiva de la educación natural». Con esta intención realiza un doble ejercicio de objetivación y cosificación: reducir el medio ambiente y los problemas ambientales a sus manifesta­ciones físico-naturales y restringir los centros de interés y de interven­ción sobre lo humano a las conductas observables.

No obstante, en apenas treinta años de existencia, lejos de mostrar­se como un paradigma monolítico, uniforme y homogeneizador, el desa­rrollo de la Educación Ambiental y su disposición para integrarse en las políticas educativas y ambientales · al uso, sobre todo de corte gerencia­lis_t�, ha ido moldeando distintas variantes. Asumiendo el riesgo de sim­plificarlas, procedemos a categorizarlas en tres modalidades principales: la Educación Ambiental como formación ambiental la Educación Am­biental aplicada a la resolución de problemas y la Educación Ambiental para formar actitudes y hábitos pro ambientales. En todas ellas las re-

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 203

presentaciones científicas y sociales de lo que ha de ser el desarrollo hu­mano, lo ecológico y lo sustentable también han encontrado algún tipo de acomodo.

a) La Educación Ambiental como formación ambiental

En esta interpretación se considera que la principal contribución de la educación a Ja resolución de los problemas ecológicos reside en su ca­pacidad para elaborar y diseminar conocimientos científicos y técnicos sobre el medio ambiente. Los destinatarios principales de la acción for­mativa son sectores de la población que tienen vínculos profesionales, administrativos o políticos con la gestión ambiental, aunque también in­terese la instrucción ambiental de la sociedad en su conjunto, comen­zando por el sistema educativo -desde la Educación Infantil hasta las Universidades- y propagándose por ámbitos que tienen como denomi­nador común lo que ha dado en llamarse «Educación No Formal».

Con una visión critica, y sin que pueda establecerse una distinción basada en categorías excluyentes, creemos que esta perspectiva obliga a diferenciar los propósitos de la «Educación Ambiental» de Jos que son propios de la «Formación Ambiental», al menos en aquellos aspectos que permiten discriminar sus respectivas contribuciones al desarrollo indivi­dual y social. Para Sauvé ( 1994), cuando nos referimos a la Educación Ambiental apelamos a un desarrollo que se traduce en un proceso mul­tidimensional e integral de adquisición de saberes (conocimientos), des­trezas (para saber hacer: experiencias, competencias) y valores (para «sa­ber estar») que, al combinarse, permiten responder activamente a los re­tos de la crisis ambiental. Mientras que la «Formación Ambiental» defi­niría las enseñanzas que toman como referencia un campo específico y especializado de las Ciencias o saberes sobre el medio ambiente. En opi­nión de Romañá ( 1996), la Educación Ambiental al servicio de una polí­tica ambientalista deviene fundamentalmente en instrucción ecológica, al entender que son los contenidos que aporta la Ecología Jos que pueden dar rigor científico a la formación.

Durante la década de los setenta ésta fue Ja orientación predomi­nante en los programas internacionales promovidos por Ja UNESCO (por ejemplo, el Programa MAB, Hombre y Biosfera y el PNUMA, Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente). Señala Leff ( 1996b: 22) que, a pesar de las recomendaciones emanadas de los encuentros inter­nacionales (Belgrado y Tbilisi, entre otros) sobre la necesidad de funda­mentar los procesos educativo-ambientales en criterios de interdiscipli­nariedad y de formación integral, las actuaciones que se emprenden pronto quedaron reducidas «a un proceso general de concienciación ciudadana y a la formulación de componentes de cualificación que ha­brían de insertarse funcionalmente en los proyectos de gestión ambien­tal, guiados por principios de rentabilidad económica».

204 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

Como un exponente más de esta perspectiva, sintomático de su orientación primigenia, puede mencionarse Ja labor desarrollada por Ja �NESCO (1976, 1980) en los años setenta y ochenta, al proponer actua­ciones formativas diferenciadas en función de públicos y objetivos preci­sos: la formación de especialistas, dirigida a profesiones relacionadas di­rectai;riente con el medio ambiente; la formación específica, cuyos desti­natanos �ran profesionales que ocasionalmente se ocupaban de cuestio­nes ambientales; y la formación general, destinada a extender a toda Ja población determinados conocimientos y destrezas sobre el medio am­?iente: En �us planteamientos, sin que se haga del todo explícito, hay una mtenc10nalidad deferente con la labor mediadora del conocimiento am­biental Y el papel que le corresponde a ciertos colectivos sociales: la ex­tensión del saber científico y técnico entre los profesionales competentes Y entre la población en general redundará, de forma natural, en una re­ducción d�I impa.cto negativo que ciertas actividades humanas provocan en el med10 ambiente. De hecho, durante Jos años setenta la Educación Ambiental aparece muchas veces enunciada o suplantada por expresio­nes como «Educación Ecológica» o «Formación Ecológica» .

Siendo los conocimientos aportados por las Ciencias Ambientales en general, Y la Ecología en particular, los considerados como más idóneos para el tratamiento y divulgación de las problemáticas ambientales Jos materiales didácticos a través de los que se concretan las acciones

' for­

mativas ponen énfasis en contenidos relativos a la conservación de la Na­t\lraleza, al abuso de los recursos energéticos y a la contaminación en sus diversas !ormas. (atmosférica, hídrica, acústica, etc.). En esta línea, pue­den resenarse diversos textos de la UNESCO, singularmente el manual ti­tulado Educación y Medio Ambiente. Conocimientos bdsicos (Sireau 1989), Y el compendio sobre Ecología y Formación Ambiental realizad� por Vásquez ( 1993); y desde una perspectiva más teórica la obra colec­tiva coo�di'.1ada por Baez, Crawford y Smyth ( 1987), en

' la que se pre­

s�nt�n d1st.mtos modelos constructivistas para Ja formación científica y tecmca aplicados a la Educación Ambiental. También se adscriben a este modo de actuar las propuestas del Centro Internacional de Formación en Ciencias �mbientales -CIF�A-, que inició sus actividades como pro­yecto con1un'.o .entre el �obiemo español y el PNUMA a principios de 197 �·, con objetivos ;elat1v?s a: fomentar Jos conocimientos y la infor­mac10n sobre el func10nam1ento del medio ambiente y sus relaciones con el hombre; formar una ética ambiental; mejorar la situación en materia de educación ambiental; y fomentar las actividades de formación am­b!ent�� en los países de habla española. Para ello programaron Ja orga­mzac10n de cursos y seminarios de actualización, perfeccionamiento, postgrado, etc. (CIFCA, 1980).

Las cuestiones relacionadas con la evolución de Ja economía y Ja producción, los fines del desarrollo o el reparto de Jos recursos no se con­templan, o lo hacen de forma marginal. Aunque breve el Manual de Edu­cación Ecológica del militante ecologista alemán Holger Strohm ( 1978),

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 205

estableció un cierto distanciamiento con esta tendencia al ubicar a muy diferentes problemas «Sociales» en el universo de los problemas ambien­tales (la superpoblación, el desarrollo, la alimentación, el tráfico, la seguridad en el trabajo, la .contaminación del suelo o del agua, las alte­raciones climatológicas, el problema energético, etc.), agrupándolos en Jos ámbitos de una ecología política que ha de ir a la raíz de tales pro­blemas. En su opinión, «la solución a los problemas ambientales requie­re tanto una respuesta de tipo técnico, como una toma de conciencia del compromiso en que se halla el sistema ecológico de nuestro planeta» (Strohm, 1978: 22). Lo que exige tomar en consideración planteamientos de índole económica y social, al suponer que «DO hay lucha ecológica si no hay una modificación sustancial de las estructuras sociales y una re­volución cultural y política que la enmarque o le dé fuerza», como ase­gura Carrascosa (1978: 13), en la introducción a la edición española.

En los últimos años, fundamentalmente en Estados Unidos, la for­mación ambiental ha inclinado sus actuaciones hacia el campo de la al­fabetización ambiental. Autores como Hugerford ( 1987), Disinger y Roth ( 1992), Roth ( 1992) o Hoody (1995), entre otros, han procurado traducir en propuestas operativas la identificación que hacen de aquellos conoci­mientos «mínimos» que todo ciudadano ha de poseer en relación con la Ecología, la Biología y otras Ciencias Ambientales -adquiridos en la es­cuela o a través de otras agencias formativas- para poder ser conside­rado . «alfabeto ambiental» . Para Roth ( 1992), una persona ambiental­mente alfabetizada es la que tiene capacidad para percibir e interpretar la salud de Jos sistemas ambientales y para emprender acciones orienta­das a mantenerla, restaurarla o mejorarla. Al adoptar una visión episte­mológica claramente empirista y behaviorista, esta corriente pedagógica considera que la condición de alfabeto ambiental puede ser definida en términos de conocimientos disponibles y de conductas observables, por lo que proponen que se distingan tres niveles básicos para su evaluació:r;i: «nominal», determinado por la habilidad para reconocer muchos térmi­nos relacionados con el medio ambiente; «funcional», definido por un «conocimiento amplio»' sobre la interacción entre los sistemas humanos y el medio ambiente; y «operacional», en el que se contempla la capaci­dad para evaluar las situaciones y para emprender acciones correctoras responsables y coherentes.

Este planteamiento supone un avance significativo respecto a los en­foques instructivos más convencionales, con un perfil disciplinar y «ban­cario» -si los juzgamos desde Ja terminología freiriana- de la forma­ción ambiental (véase el ya mencionado trabajo de Aldrich y Kwong, 1999). Además de diseminar conocimientos se insiste en la necesidad de establecer una selección de los mismos, a lo que se añade la pretensión de que, como resultado del proceso formativo, los conocimientos adqu!­ridos permitan comprender la realidad -ser funcionales- e intervenir en ella -ser operativos-. Pero siguen incidiendo en un contenido esen­cialmente científico y adoptando un tono socialmente aséptico e indivi-

206 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

dualista del proceso alfabetizador; como afirma Hoody ( 1995), «deberá ser después cada estudiante quien asuma las acciones necesarias y justi­ficables para emprender una reforma ambiental de acuerdo con la posi­ción ideológica que él o ella ocupe».

Con todo, el concepto de alfabetización ambiental no es en sí mis­mo cuestionable; además, creemos que sugiere una línea de reflexión e investigación muy interesante. No estamos seguros, sin embargo, que la interpretación que le dan estos autores sea la más adecuada al reducir la valoración de la alfabetización a criterios cognitivos y conductuales. Aplicando alguna de las reflexiones de Freire ( 1990: 1 16 y ss.) sobre la alfabetización, entenderíamos más sustantivo un planteamiento en el que las dimensiones políticas, culturales y sociales se articulasen en una pers­pectiva más integral e integradora; Freire habla, por ejemplo, del «anal­fabeto político», para referirse a aquella ·persona que tiene una concep­ción ingenua de la realidad social, que está absolutamente determinada por los hechos tal Y, como le son presentados desde las instancias de po­der y dominación. Esta puede ser una buena definición del «analfabetis­mo ambiental», como una forma específica y particular del analfabetis­mo político. ¿Se podría corregir este tipo de analfabetismo gracias a la diseminación generalizada de información científica?: sospechamos que no. En el mismo panorama anglosajón existen otros autores, sobre todo David Orr ( 1992, 1996), que utilizan el mismo concepto de alfabetización ambiental, pero con una orientación más integral, incor¡:)orando cuestio­nes señaladas por el conflicto o la discrepancia: formación en valores y contravalores ambientales, inducción de modelos de sociedad alternati­vos, propuestas orientadas hacia cambios en los estilos de vida, análisis crítico de las relaciones entre las formas de producción-consumo y la problemática ambiental o de una noción de bienestar interpretada en tér­minos cuantitativos y materialistas.

Más allá de estos. matices, creemos que aunque no pueda separarse del modelo de racionalidad teórica al que se adscriba, la formación am­biental es y deberá de ser un vector importante -nunca exhaustivo- de la Educación Ambiental y de sus contribuciones al desarrollo humano, sobre todo en las perspectivas que se han preocupado por una formación de corte interdisciplinar y extensiva al conjunto de la población.

b) La Educación Ambiental como técnica aplicada a la solución de problemas ambientales

En la década de los ochenta el perfil de una Educación Ambiental reducida a la formación de expertos o a la instrucción ambiental de la población, además de parcial será considerado insuficiente. La convic­ción de que era necesario aportar una dimensión más operativa y apli­cada, centrada en la intervención sobre «situaciones concretas», llevó a incluir entre los fines formativos la capacitación para «resolver y preve-

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 207

nir Jos problemas» causados por el impacto de las actividades humar:as en los sistemas biofísicos, tal y como ya se sugería en las recomendac10-nes emanadas de la Conferencia de Tbilisi. En esta línea, educadores como Hungerford, Litherland y otros ( 1992), o Giordan y Sou�ho.n ( 1995), propondrán una Educación Ambiental que guíe. �¡ aprendizaie conforme a procesos de solución de problemas y de habilidades para la gestión ambiental en el marco de una �ducación cien'.í�ca y tecnológica, abierta a las realidades sociales y onentada a modificar el comporta­miento de las personas.

Pebres-Cordero y otros ( 1997: 8) sintetizan la búsqueda de alterna­tivas de solución a los problemas o fenómenos ambientales que se pre­senten, en tres vertientes principales:

• Procurar una estrecha y preferente relación entre la adquisición de conocimientos, el desarrollo de aptitudes para resolver problemas y la participación en la mejora del ambiente.

• Incentivar el empleo de métodos y técnicas que propicien la actitud crítica frente al conjunto de características y condiciones que mo­tivan los problemas ambientales. Con esta intención, las pers?nas han de analizar las cuestiones conjugando diversas perspectivas: ecológica, ética, sociológica, polític'1;, económica, etc. �l principio de interdisciplinariedad es connotativo del enfoque onentado a la solución de problemas: complejidad más actuación directa.

• Procurar la clarificación de los valores subyacentes ante los fenó­menos ambientales: la toma de decisiones ante cualquier situa­ción, ya sea en el plano individual o grupal, deber ir precedida d.e una postura personal, esto es, de un sistema de valores que deli­mite y oriente su elección ya que la Educación Ambiental no pue­de ser un proceso «neutro» .

Una de las definiciones más clásicas y recurrentes que se han ela­borado sobre la Educación Ambiental, propuesta por la UNESCO Y el PNUMA ( 1988: 7), responde a este planteamiento: «La educación r�lati­va al medio ambiente se concibe como un proceso permanente gracias al cual Jos individuos y las comunidades pasan a ser conscientes de �u am­biente y adquieren los conocimientos, los val�res.' '.as competen�ias, las experiencias y también la voluntad de actuar, mdividual y colectivamen­te, para resolver los problemas actuales y .f'.uturos del medi? ambiente.» En Ja misma dirección, la célebre Resoluc10n de las Comumdades Euro­peas (Comisión de las Comunidades Europeas, 1988) «SO�r,e la educación en materia de medio ambiente» postula que esta educac10n ha de tener por objetivo «incrementar la sensibilización de los ciudada;ios con rela­ción a Jos problemas existentes en este campo y de sus posibl�s sol.uc10-nes, así como la participación plenamente informada de los mdividuos

208 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

en la protección del medio ambiente y una utilización prudente y racio-nal de los recursos naturales». ,

Para explicar cómo. se puede lograr la implicación racional de los in­dividuos en la resolución de los problemas ambientales y en la conser­vación del «patrimonio» natural, la Resolución de las Comunidades Eu­ropeas vincula la acción educativa a Ja posibilidad de descubrir «la for­ma en que cada individuo puede contribuir con su comportamiento a Ja protección del medio ambiente». Este matiz behaviorista muestra, a nuestro entender, cómo Ja «resolución de problemas» puede derivar, con relativa facilidad, hacia una labor de ingeniería social. Como ya hemos analizado, estamos ante una concepción en la que cada problema tiene anticipada «una» solución funcional y adecuada, legitimada por el cono­cimiento científico y técnico, a la que es necesario acceder racionalmen­te para actuar en cada caso. La aplicación, por ejemplo, de técnicas edu­cativas para modelar la forma en que las personas tratan los residuos do­mésticos responde, en gran medida, a esta pauta.

Estimada en su dimensión más amplia y globalizadora, la estrategia que se propone para resolver problemas a nivel mundial -también nacional o local- en el Informe al Club de Roma que elaboran King y Schneider ( 1992: 1 65) responde a esta filosofía. Acuden, para ello, a la «resolútica», no tanto como un método para «abordar todos los elemen­tos de la problemática en toda su diversidad y al mismo tiempo», sino como «un enfoque simultáneo de sus elementos principales, prestando en cada caso cuidadosa atención a los impactos recíprocos de cada uno sobre los demás». En su propuesta incluyen la «necesidad de adoptar un enfoque ético fundado en los valores colectivos que están emergiendo es­quemáticamente como código moral de acción y comportamiento» (soli­daridad, participación, etc.), haciendo hincapié «en la absoluta necesidad de buscar resultados concretos en áreas prioritarias de la problemática»; advertimos, en todo caso, que las «áreas prioritarias» sugeridas en el In­forme como destinatarias de cambios urgentes no contemplan los pila­res básicos en los que se sustenta el paradigma del mercado.

Frente al enfoque «resolútico», autores como Folch ( 1990: 200) rei­vindican la «naturaleza moral» de los problemas ambientales, afirman­do que sería un error centrar todo el discurso en la simple resolución de problemas elementales «porque conduciría a la adopción de una políti­ca meramente casuística, administradora de terapias encubridoras de etiologías malignas» . Los excesos de este planteamiento desembocan en el voluntarismo ingenuo de considerar a la Educación Ambiental como una tecnología aplicada, capaz por sí sola de resolver problemas am­bientales concretos, o lo que resulta todavía más quimérico, solventar mediante sus limitadas iniciativas la compleja y globalizada problemá­tica ambiental.

En las definiciones transcritas, a las que se vinculan orgánicamente la UNESCO, el PNUMA y la Unión Europea, junto al concepto de «reso­lución de problemas», se incorporan también al discurso de la Educación

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 209

Ambiental los términos «concienciación» y «sensibilización». No percibi­mos que la utilización -o apropiación- de estas expresiones en textos y documentos internacionales retengan el significado profundo que ad­quieren en el contexto de la Pedagogía Crítica (véase Esteva y Reyes, 2000), cuando se pone énfasis en temas como la relación entre conoci­miento y poder, la dimensión ética, el reconocimiento y valoración de sa­beres alternativos a la racionalidad científica convencional, la democra­cia y la construcción ciudadana, etc.

Más bien, como señala Freire ( 1990: 87 y ss.), expresan una inter­pretación mecanicista que entiende que «la conciencia es sólo una copia de la realidad objetiva». Esto es, son posturas que al tomar conciencia del medio ambiente o de la problemática ambiental no profundizan en su naturaleza política y socialmente conflictiva, en la discriminación de los discursos ideológicos que justifican y legitiman una determinada lec­tura de la crisis ecológica o en el desvelamiento de los intereses econó­micos o de poder que pugnan por patrimonializar el medio ambiente; sino que pasa a significar, simplemente, la apropiación de la realidad misma como mundo físico dado, liberado de juicios de valor y de atri­butos sociales, políticos o culturales. Muy lejos, por tanto, de lo que el propio Freire ( 1990: 1 20) objeta a la concepción «mecanicista», al defi­nir la concienciación como un «proceso mediante el cual los seres hu­manos participan críticamente en un acto transformador» y advierte que no debería entenderse tampoco como una manipulación idealista, sino como una dinámica dialógica que permita profundizar y reconocer los significados del mundo «no como mundo dado, sino como mundo que está dinámicamente en proceso de creación».

c) La Educación Ambiental como técnica conductual aplicada al fomento de actitudes y hábitos pro ambientales

La modificación de la conducta humana resume una de las inter­pretaciones más peculiares y extendidas de cómo la Educación Ambien­tal puede o debe contribuir a la resolución de los problemas ambienta­les, al menos en la perspectiva de un amplio elenco de autores y progra­mas que han creado un «espacio propio» en los dominios de quehacer educativo-ambiental, consecuente como una forma, también singular, de afrontar las relaciones Hombre-Sociedad-Ambiente.

La Educación Ambiental, como formación de «conductas ambienta­les responsables» o de «conductas pro ambientales», se fundamenta en dos tradiciones espistemológicas y académicas complementarias: una científica, vinculada al conductismo o behaviorismo psicológico; y otra personalista e individualista, a la que se recurre habitualmente en las te­sis de la ideología liberal. Desde la perspectiva «científica», las tareas que ha de emprender la investigación en el campo de la Educación Ambien­tal deben orientarse prioritariamente a identificar las características de

210 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

los individuos -variables- que guardan algún tipo de correspondencia con conductas ambientales (anti o pro}, con la intención de transferir los hallaz�os obtenidos aL diseño de técnicas pedagógicas o de materiales educativos que sean eficaces, sin que precisen ser contextualizadas ad hoc (véase, po� ejemplo: Borden y Schettino, 1979; Sía, Hungerford y To­rnera, 1986; Hmes, 1987; Hungerford y Volk, 1990; Simmons, 1991 ; etc.). Aunque el «paradigma behaviorista» en Educación Ambiental se ha pau­tado en el ámbito académico anglosajón y, más concretamente, en los Es­tados Unidos de Norteamérica, en nuestro país pueden adscribirse a esta tradición diversos estudios y aplicaciones que se integran en áreas de co­nocimient? vinculadas a la Ecología, la Psicología Social, la Psicología de la Educación, la Teoría de la Educación y Ja Didáctica; en todas ellas, sin que suelan compartir sus respectivas aportaciones, se ha mantenido o aún ;nantiene la. in':l1'.ietud por encontrar regularidades en las pautas per­ceptivas de los md1v1duos ante los estímulos ambientales, en la conver­gencia-divergencia entre actitudes y conductas ambientales o en la apli­cación de «evidencias científicas» al diseño de proyectos educativo-am­bientales, a la elaboración de recursos y materiales didácticos y a la rea­lización de la evaluación.

Los supuestos metateóricos y metodológicos adoptados en este en­foque pueden sintetizarse en los siguientes rasgos:

• la conducta es una respuesta a estímulos procedentes del exterior que afectan a los sentidos, siendo el estímulo la entrada o input procedente del ambiente mientras que Ja respuesta es la conducta o salida resul.t�do del estímulo. Las respuestas a los estímulos pue­den ser cond1c10nadas o aprendidas, además de incondicionadas o inherentes a la especie cuya conducta se estudia;

·

• sólo interesan aquellos comportamientos relacionados con el me­dio an::biente que sean fácilmente observables, definibles en forma de variables operativas y cuantificables, de modo tal que, a través de procedimientos estadísticos, permitan hallar regularidades y es­tablecer generalizaciones;

• en la conducta observable se manifiesta la lógica inherente al pro­ceso que la produce, no resultando significativas ni la elaboración cognitiva de los sujetos -puesto que no puede ser objetivada al operar como una «caja negra»- ni los componentes valorativos o socioculturales que la rodean;

• la investigación básica en Educación Ambiental debe estar dirigi­da a diseñar técnicas educativas que sean eficaces, otorgando un valor secundario a los contextos en los que se apliquen y a Jos su­jetos destinatarios;

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 2 1 1

• paralelamente, Ja aplicación controlada de dichas técnicas, junto a la manipulación de los factores situacionales, puede producir las actitudes y los hábitos pro ambientales deseados;

• el predominio de una orientación funcionalista, esencialmente es­colar y urbana, en la que las Ciencias Naturales también ocupan un lugar destacado.

La adopción del enfoque conductual no se explica tan sólo en fun­ción de una determinada elección epistemológica. Para Robottom ( 1987, 1993 y1995), por ejemplo, tras este tipo de planteamientos subyace y, con frecuencia, se legitima la ideología liberal del individualismo. Bajo esta lectura se transmite Ja idea de que la responsabilidad ante Jos problemas ambientales es más individual que comunitaria o social: son los indivi­duos que, por ignorancia o irresponsabilidad, cometen los errores y es a ellos a quienes corresponde corregirlos. El conjunto de mensajes que transmiten las instituciones políticas, educativas, económicas o mediáti­cas tienden a desplazar la responsabilidad ambiental hacia el espacio in­dividual -del consumidor responsable, del ciudadano responsable, del productor o del empresario responsable- con el efecto añadido de con­vertir a la víctima en culpable: «El individualismo -señala Robottom ( 1987: 1 3)- en la educación formal y no formal presenta el ambiente de forma apolítica, ahistórica y asocial que desvía la atención de Jos cons­treñimientos sociales, políticos y económicos» a los que realmente se ven sometidos los individuos y las comunidades en su vida cotidiana.

Bajo el mismo paraguas ideológico se cobija, implícitamente, la idea de que todos los individuos son «iguales» en sus responsabilidades y obli­gaciones con respecto a la conservación del Planeta. Sucede, nb obstan­te, como señala agudamente Leff ( 1994b: 78), que esta operación discur­siva tiene una clara función ideológica: plantear la responsabilidad com­partida de todos los hombres que viajamos en el Planeta Tierra y cubrir «bajo el velo unitario del sujeto del enunciado las relaciones de poder y de explotación, fuente de desigualdad entre los compañeros de viaje». Aún más: las sociedades avanzadas interpretan el individualismo, funda­mentalmente, como libertad de elección en distintos órdenes de la vida pública y privada; si bien, lejos de proyectarse esta posibilidad en los es­cenarios reales de Ja convivencia, es cada vez más dentro del espacio vir­tual, desideologizado y socialmente neutro del consumo, donde esa li­bertad opera con Ja ilusión de llegar a su plenitud. En él, el sujeto se sien­te libre de cualquier imperativo racional o moral, actuando regido por la compulsión del deseo, alimentado por un mismo sistema que -expre­sándolo o no- pretende que nuestro comportamiento sea, además, am­bientalmente responsable.

Tedesco ( 1995) entiende que las nuevas formas que adopta el indivi­dualismo en Ja sociedades avanzadas generan «ambigüedad», por no de­cir profundas contradicciones y conflictos en Jos planos emocional y so-

212 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

cial; un individualismo que, después de haber sido asociado a una lucha universalista por la igualdad, durante el siglo XVIII, o a un romanticismo que ensalza la particul:;iridad y la diferencia, a partir de los años ochen­ta va de la mano de un pretendido redescubrimiento de la privacidad y de la pluralidad de los estilos de vida. Un texto de Pascal Bruckner ( 1995), citado por Tedesco (1995: 97-98), expresa la profundidad del cam­bio y la carga psicológica que deposita sobre los sujetos: "ª partir de aho­ra, mi suerte no depende más que de mí mismo: imposible atribuir a una instancia exterior mis deficiencias o mis equivocaciones. Reverso de mi soberanía: si yo soy mi propio dueño, yo soy también mi propio obstácu­lo, único responsable de los fracasos o de las dichas que me sucedan».

Sin identidad -o con las identidades que le «ofrece» el mercado, es­pecialmente a través de los medios de comunicación social-, falto de marcos de referencia ideológicos o políticos, huérfano del manto protec­tor de instituciones como la familia, la escuela o el mismo Estado bene­factor -ellas mismas en profunda crisis-... , el individuo aparece sólo ante un mundo complejo y amenazante. Y aunque esta situación puede ser experimentada por las personas como liberadora, también podrá pa­decerse con angustia, al saberse partícipe de procesos en los que las de­cisiones fundamentales se producen en instancias que no dependen de las propias voluntades; o con un «Sentimiento de culpa» forjado en las concesiones hechas a un sistema que garantiza nuestro «estilo de vida» y nuestro «nivel de consumo». Como escribió Carlos Lerena (1983: 626), concluyendo Reprimir y · Liberar, un excelente análisis del proyecto edu­cativo y cultural que representa la Modernidad, el capitalismo «ha pro­ducido la individualidad, pero también la posibilidad de aislarla de sus raíces, esto es, de pensar por una parte al individuo y por otra a la so­ciedad». No podrá obviarse tampoco el juicio que para Georges Balan­dier ( 1994: 210) merece el individualismo en la sociedad «postmoderna» cuando lo equipara al término «nomadismo»: para el individuo nómada «los espacios del orden son aceptados en su precariedad, la novedad y lo efímero son acreditados en razón misma de su poca duración, la futili­dad cobra importancia, y el goce de lo inmediato reemplaza al proyecto y la moda se convierte en un sistema por el cual progresa la realización personal y se realiza un "suavizamiento de las costumbres" . . . considera­do propicio para la democracia». El «individuo» que describe Balandier existe en un vacío de normas y de valores, ya que en el mercado todo es válido y todos los valores (incluso los pro ambientales) tienen, a priori, la misma posibilidad de ser estimados.

La Educación Ambiental, concebida desde la perspectiva de la ra­cionalidad técnica, tiende a ocultar la composición social, política y epis­temológicamente compleja de la «crisis ambiental». La tarea educativa deviene en mera transmisión de conocimientos científicos -el medio como «objeto»-, de técnicas para la resolución de problemas -el pro­cedimiento como «Objeto»- o de aplicación de técnicas diseñadas y va­lidadas empíricamente para lograr, en cada individuo, un cambio de ac-

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 213

titudes y hábitos previamente definidos -la conductas como «Objeto»-. En ningún caso se cuestionan o problematizan los fines o la lógica que subyace a un sistema al que se da por supuesto, para bien o para mal. Parafraseando los argumentos expuestos por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza en su programa estratégico para los años noventa (UICN-UNEP-WWF, 1991), este modelo se apoya en la idea de qué gente puede alterar su conducta cuando sabe que puede hacer las cosas mejor y cuando sabe cómo hacerlo.

La Educación Ambiental se convierte, pues, en un instrumento al servicio de la regulación y racionalización del quehacer ciudadano, para conseguir que sea ambientalmente más coherente, mejorando la funcio­nalidad y sostenibilidad del propio sistema. En este sentido, como ya ex­pusimos al analizar las circunstancias asociadas a la percepción de las amenazas ambientales, un enfoque meramente tecnológico de la Educa­ción Ambiental podrá servir para amortiguar la sensibilidad social ante el riesgo, simplificando los problemas y mostrando que pueden ser re­sueltos en la esfera técnica.

El hecho de que se incurra en severas contradicciones, fundamen­talmente entre los valores y los hábitos pro ambientales que se pretenden inculcar en la población, y aquellos que se suscitan en las prácticas más cotidianas de la sociedad consumista y en el mercado global, han cues­tionado --con mayor o menor radicalidad- la validez general de este modelo. Como alternativa, han comenzado a desarrollarse enfoques pe­dagógicos que asumen la «identidad» socialmente conflictiva e ideológi­camente controvertida de la crisis ambiental. Por lo que, tratando de ser consecuentes, conciben la Educación Ambiental como una praxis crítica, orientada hacia la transformación de la realidad. Con esta misión, la Educación Ambiental quedaría definitivamente vinculada a la construc­ción de una nueva condición ciudadana.

3. La Educación Ambiental como práctica social crítica

Las advertencias de José Luis Sampedro (1995), concluyendo que frente a un sistema agotado, se impone la preparación de un futuro asen­tado en otros principios y mediante una educación orientada hacia valo­res más altos que el dinero, resume, en pocas palabras, la necesidad de adentrarse en una racionalidad pedagógica y ambiental alternativa, que trascienda los estrechos márgenes de una racionalidad conocida, experi­mentada y aceptada con la resignación que transmite su influencia im­placable en muy diversos ámbitos de nuestra vida, y ello a pesar de sus nocivas consecuencias.

No extraña, pues, que en el escenario de las <<nuevas filosofías de la educación», que pugnan por abrirse paso en la era de la información o del postmodernismo, se mantenga viva la aspiración a «una pedagogía totalmente diferente de la actual en cualquiera de sus sentidos y posibi-

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lidades», que para Colom y Melich ( 1994: 176) podrá identificarse en al­gunos de sus aspectos con una «pedagogía ecologista» , aun reconocien­do que «muy probablem¡mte, hoy por hoy, e incluso en muchas décadas, es una utopía». Para los autores, «la escuela -porque aluden funda­mentalmente a la educación formal- puede ser un campo abonado para reproducir otro modelo ideológico más suave ... que se viene denominan­do o conociendo bajo la acepción de ambientalismo o conservacionismo». Enfocada desde los parámetros «ambientalistas», la Educación Ambien­tal, afirman, podría constituirse en el «primer peldaño para el logro de una verdadera educación ecológica» (Colom y Melich, 1994: 180).

Ciertamente, es absurdo concebir y practicar una «pedagogía ecolo­gista» en el marco de una sociedad que no está regida por una raciona­lidad ambiental, ni en su dimensión ecológica -de la sustentabilidad-, ni en su dimensión social -de la equidad-. La «pedagogía ecologista» sólo sería posible en una sociedad regida por otros principios y otros fi­nes; y esa sociedad, como bien señalan Colom y Melich, forma parte de las posibilidades que se proyectan en el incierto futuro de la modernidad o de la postmodernidad. No compartimos, sin embargo, la alternativa de aceptar un enfoque meramente ambientalista de la Educación Ambien­tal. Esto supondría, creemos, ignorar el verdadero alcance de la crisis ambiental y favorecer una propuesta educativa alienante, limitada a le­gitimar y reproducir el orden establecido o, para ser más precisos, a re­frendar la creencia en que la interpretación actual de las ideas de desa­rrollo y progreso -entendidas como crecimiento de las magnitudes eco­nómicas- es la única posible.

Es por ello que asumimos la necesidad de edificar las bases teóri­cas, epistemológicas y metodológicas de la Educación Ambiental a par­tir de su consideración como una ciencia de la educación crítica, a cuyo desarrollo han contribuido, entre otros, los aportes de Robottom ( 1987, 1995), Robottom y Hart ( 1993), Fien (1993, 1995) o Huckle ( 1993), el grupo de trabajo nucleado en torno a Lacey y Willians ( 1987) y el co­lectivo de educadores que desarrollan su labor en la Royal Danish School of Educational Studies (véase Bruun, 1995); a los que también puede añadirse el movimiento de la Global Education ( Greig, Pike y Selby, 199 1 ; Pike y Selby, 1988, 1994; Selby, 1996; Yus, 1996 y 1997). Como recuerda Sauvé (1999: 1 1), el movimiento de la Educación Am­biental socialmente crítica «inscribirá a la Educación Ambiental en un proceso de análisis crítico de las realidades ambientales, sociales y edu­cativas interrelacionadas (portadoras o reflejo de las ideologías), con el fin de transformarlas».

Siguiendo la definición aportada por Carr (1996: 1 53), estamos ante «una ciencia de la educación que ya no es empírico-analítica, en pos de un interés técnico de predicción y control, sino una ciencia crítica que persigue un interés educativo de desarrollo de la autonomía racional y de formas democráticas de vida social». Desde esta perspectiva, continúa Carr, la ciencia educativa puede ser «Simultáneamente crítica, educativa

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 215

y científica. Es crítica en cuanto aporta normas para expon�� y elimii;iar las inadecuaciones de las formas vigentes de autocomprens10n y de vida social. Es educativa en la medida en que, de por sí, constituye un proce­so educativo diseñado para cultivar las cualidades mentales que favore­cen el desarrollo de individuos racionales y el crecimiento de sociedades democráticas; y es científica porque genera un conocimie�to a1;1torrefl:­xivo y defiende los criterios de los que depende la categona epistemolo-gica de ese conocimiento» . . .

En el mismo ensayo, Wilfred Carr, convencido de la necesidad de reivindicar una ciencia de la educación que no sea «Sobre» la educación, sino «para la» educación, realmente comprometida con la promoción de los valores e ideales educativos, aborda la posible caducidad de las pro­puestas de la Pedagogía Crítica enfrentadas al maremágnum relativista y desideologizado de la postmodernidad. Concluye que los problemas de desigualdad e injusticia social contra los que se levantó el proyecto ilus­trado, y que desconsideró la modernidad avanzada, siguen plenan:ente vigentes y que es necesario actuar coherentemente contra esa realidad. Acepta, no obstante, cierta forma de relativismo metodológico al soste­ner la necesidad de adaptar las prácticas educativas emancipadoras a los contextos sociales e históricos en los que se producen. Esto es, los idea­les originales de la Ilustración permanecen como guías de la prácti.ca educativa, pero ésta debe realizarse sobre la base de un «Sa?er contm­gente» y «fundado en la experiencia de los profesionales comentes de la educación y no recurriendo al saber objetivo extraído de alguna fuente externa dotada de autoridad» (Carr, 1996: 164).

Asumiendo que todo ejercicio de teorización educativa -y de teori­zación sobre la sociedad o la cultura- es esencialmente una práctica dis­cursiva que trata de establecer los principios rectores que permitan dar coherencia, pensar e interpretar la realidad -a veces empírica- con la que se opera, exponemos en lo que sigue los principios y crite�os epis­temológicos, teóricos, metodológicos y prácticos a los que se adhiere esta forma de pensar y actuar en la Educación Ambiental. Una concepción en la que nos «inscribimos» y a la que «adscribimos» nuest;o discu�so como una expresión de coherencia con aquello que la Educación Ar;ibiental ha de promover para construir un desarrollo humano alternativo. Y que, como veremos, no podrá prescindir de observar la educación en sus ver­tientes política, humanista, dialéctica, problematizadora, moral y peda­gógicamente social.

Somos plenamente conscientes de lo que implica optar por,una �?u­cación Ambiental que trata de ser coherente con una Pedagogia Cntica, emergente y transgresiva, y no meramente condescendiente con lo q\le ya se ha hecho en su nombre. En este sentido, coincidimos c?n Osono (2000: 1 1 1-1 12) en que las teorías sociales desde las c:iales se piensa �sta Pedagogía Crítica «no son construcciones arquitec�ómcas perfectas e i:ia­movibles», en un momento histórico que debe alejarnos de la pretensión de «constituir un pensamiento monolítico ante la significación multívo-

2 1 6 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

ca de l�s cambios que se viven y de las nuevas preguntas que tales trans­formac10nes le plantean a la educación». Por ello, también concordamos con Popkewi.tz (19�8: 37,) en que «los conceptos que utilizamos para co­nocer la realidad solo nos dan de ella una visión aproximada. Es más los lenguajes científicos particulares imprimen una estructura a nuestra �on­cepción e interpretación de la experiencia: toda recogida e interpretación de dat�s surge de alguna teoría sobre cómo es el mundo y cómo dar co­herencia a los fenómenos». No es difícil apreciar en esta reflexión un acercamiento al concepto de paradigma y a su importancia en la cons­trucción social del conocimiento científico.

a) Una educación política

�n este marco paradigmático, la Educación Ambiental no aspira a ser, :ii . es, un� «pedagogía ecologista» o, si se prefiere, una «pedagogía ecologica». Sm oponerse radicalmente a esta pretensión, es una educa­ción �uy?s. objetivos con�ergen en favorecer las condiciones que permi­tan a ii;d�viduos y comumdades desarrollar formas alternativas y contra­hegemomcas de enfrentar los problemas ambientales y la crisis ambien­tal. Para ello, sus planteamientos epistemológicos giran en tomo a la consideración de esta crisis como una verdadera crisis de civilización y que, como tal, afecta a los supuestos sociales, económicos, éticos, cultu­rales, tecnológicos y científicos que operan en el interfaz de las relacio­nes que �antienen las sociedades humanas con el medio-ambiente. En este sentido, la construcción teórico-práctica de una Educación Ambien­tal crítica se sitúa en los interiores de la Economía Política donde trata de interpretar la naturaleza y alcance social de los problem�s ambienta­les, Y los pro�esos sociop?lít!cos que intervienen en la economía global, donde se articulan los principales vínculos con el problema de la desi­gualdad social (Fíen, 1995).

La Educación Ambiental no acepta el medio ambiente como una «rea!idad dada» y «objetiva», en la cual sólo se puede intervenir con pre­tens10nes de manipulación técnica. Frente a este determinismo científi­co Y metodológico, se apoya en una ontología calificada de realista críti­ca Y en un.a epis�emología intersubjetiva y dialéctica. La primera sugiere que l?s objetos tienen una existencia real, aunque con significaciones de­pend:entes del campo simbólico en el cual son aprehendidos; la segunda concibe el saber como un proceso-realidad que surge de una red de in­teracciones sujeto-sujetos-objeto, construido socialmente y condicionado por el contexto histórico, social, político, ético, etc., en el que es elabo­rado. La realidad .social se observa con perspectiva histórica, en la que se co.nstruye Y constituye de un modo dialéctico; existe como totalidad, ins­crita en 17n medio que es también holístico y complejo, permanentemen­te sometid? a una dinámica de relaciones y tensiones que confrontan modos desiguales de encarar la producción, las ideologías y los sistemas

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 217

de poder. Ello explica que en este modelo paradigmático, la Educación Ambiental deba ser concebida como una práctica social, mediatizada por las realidades políticas, económicas e históricas en las que se constituye como tal práctica.

El medio ambiente se percibe como un constructo social mediado por filtros culturales y representaciones simbólicas que están ideológica y políticamente condicionadas; y que, en algunas de sus formas, ejercen un papel decisivo en los modos de interpretar la vida cotidiana o de de­sarrollar el conocimiento científico. De ahí que, en las tesis freirianas, la lectura y la comprensión crítica del entorno constituyan la base para la construcción de un conocimiento más libre y democrático, no sólo en la perspectiva de los sujetos que construyen el conocimiento -como de­fiende el constructivismo- sino también de los contextos sociales, que en ningún caso podrán ser ignorados.

En la medida en que la crisis ambiental no es ideológicamente neu­tral ni ajena a intereses económicos o sociales, la praxis educativa tam­poco lo puede ser. La política forma parte de la naturaleza misma de la educación, por lo que los problemas de la educación no son exclusiva­mente pedagógicos, sino esencial y profundamente políticos (Freire, 1990). Por analogía, coincidimos con Robottom ( 1995: 14) en que «los problemas ambientales no son fenómenos físicos que existen como obje­tos sensibles para realizar análisis y diagnósticos; los problemas am­bientales son construcciones sociales cuya metamorfosis de significados y significantes crece y mengua de acuerdo con los cambiantes intereses humanos. Las cuestiones ambientales son de carácter político más que técnico: afectan a la «calidad de vida» o a las «necesidades sociales», y están sujetas a procesos de negociación, maniobras, persuasión, a la ofer­ta de incentivos, al ejercicio de influencias y a otros».

La naturaleza política de la Educación Ambiental es incuestionable cuando vinculamos sus objetivos y las prácticas que promueve a los pro­cesos de desarrollo, tal y como se afirma en el Tratado sobre Educación Ambiental para Sociedades Sostenibles y para la Responsabilidad Global, suscrito en el Foro Global celebrado en Río '92: la Educación Ambiental es un acto político basado en valores para la transformación social. No podrá ser de otro modo cuando entre sus principios se alude explícita­mente a: la búsqueda de sociedades socialmente justas y ecológicamente equilibradas; el protagonismo de las comunidades en la definición de sus propios modelos de desarrollo; la formación de ciudadanos con concien­cia local y planetaria, que respeten la autodeterminación de los pueblos y la soberanía de las naciones; el estímulo de la solidaridad, la igualdad y el respeto a los derechos humanos, recurriendo a estrategias democrá­ticas y a la interacción entre las culturas; la equidad y la sustentabilidad; la cultura de la paz; etc.

Sin oponerse a la Educación Ambiental, sino más bien partiendo de ella (GutiéJTez y Prado, 1999; Gadotti, 2000), la Ecopedagogía sale tam­bién al encuentro de esta lectura política, inscribiéndose en el universo

218 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

de una pedagogía crítico-liberadora que no oculta sus intenciones corno un «movimiento histórico-social asociado a una nueva corriente de pen­samiento, fundada en fa ética, en una política de lo humano, en una vi­sión sustentable de la educación y de la sociedad», en los términos que suscribe Moacir Gadotti (2000: 183) al exponer las propuestas que confi­guran su «Pedagogía de la Tierra»; a las que pueden añadirse diversas consideraciones sobre nuevas formas de vida del «ciudadano ambiental», tal y corno sugiere Gutiérrez ( 1994) en su «Pedagogía para el Desarrollo Sostenible».

b) Una educación humanista

Pensar la Educación Ambiental en la perspectiva de una ciencia crí­tica permite interpretar la praxis educativa corno una acción moralmen­te informada o realizada (Carr, 1990), tanto en cuanto se orienta hacia el fomento de una nueva racionalidad ambiental. En este sentido -pres­criptivo o normativo--, la Educación Ambiental es una educación social, política y moral, que, además de pretender sensibilizar o mejorar la for­mación ambiental de las personas, también aspira a desvelar y proble­rnatizar los supuestos ideológicos en los que se fundamenta la acción humana.

Ante la existencia de amenazas «reales» para el futuro del Planeta, concomitantes a la degradación de soportes ecológicos que son vitales para la vida humana, la Educación Ambiental debe inspirar una · peda­gogía atenta a los cambios y a las crisis que éstos susciten en una socie­dad que ha de optar entre diversos futuros posibles. En cualquier caso, cuestionando las prácticas de la racionalidad tecnológica dominante y propiciando acciones individuales o colectivas que permitan aproximar­se a 1.ln desarrollo ecológicarnente sostenible y humanamente más equi­tativo.

Creernos que toda teoría pedagógica, aun aquella que se diseña con pretensiones de neutralidad, participa de un determinado proyecto social y antropológico. En este sentido, no suscribirnos la imagen de una Edu­cación Ambiental concebida corno la «primera pedagogía no antropológi­ca» (Colorn y Sureda, 1980; Sureda y Colorn, 1989; Colorn y Melich, 1994); bien al contrario, nos reconocernos en su orientación sustancial y profun­damente humanista, ya que no es el ambiente «físico» el objeto y desti­natario de la acción educativa, sino las personas, el «ambiente» del hom­bre y las relaciones que los grupos sociales establecen con sus entornos.

La tarea de la Educación Ambiental se proyecta en acciones educa­tivas que tornan corno referencia esas relaciones y «no» en el medio am­biente. Así, en términos que sólo aparentemente son contradictorios, puede afirmarse que «la Educación Ambiental no es educación del me­dio ambiente, sino de las personas objeto-sujeto de los procesos de edu­cación. Que esta formación tenga corno objetivo fundamental el conoci-

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 219

miento del medio ambiente que tienen que tener los ciudadanos del mun­do . . . no convierte al entorno en sujeto directo de la tarea activa de edu­car sino en el objeto indirecto por el que los hombres acceden con más comprensión a su medio» (Sáez, 1995: 169). .

Por lo demás, es una visión de lo humano y de su desarrollo que im­plica tanto a la persona corno a la comunidad, en varias dimensiones Y

perspectivas: en la construcción de su propia identidad,. en la �structura­ción de los contextos sociales, en el aumento de las opc10nes vitales de la gente, en la equidad global, en la libre disi:onibilidad del ocio o de la .re­lación con otros pueblos, etc. Una hurnamdad que en la escala sugenda por Max-Neef (1993: 30) define al desarrollo corno un proceso que se sus­tenta y concentra en la satisfacción de las necesidade.s fundarnei:;tales;. �n la generación de niveles crecientes de autodependenc1a; en la art�culac10n orgánica de los seres humanos con la Naturaleza y la tecnologia, de los procesos globales con los comportamientos locales, de l? perso:i� con lo social de la planificación con la autonomía y de la sociedad civil con el Estad�. Lo «humano» corno Humanidad que torna conciencia del lugar que ocuparnos en el espacio Planetario y en el tiempo de la Historia.

c) Una educación dialéctica

En la literatura pedagógica al uso, es habitual recurrir a la Teoría General de Sistemas o a la adopción de enfoques inter y transdisciplina­res corno principales soportes epistemológicos y metodológicos para la construcción del conocimiento ambiental, siendo también frecuente pro­yectar sus planteamientos en los modos de concebir y activar la Educa­ción Ambiental (Colorn, 1989, 1994, 1996; Colorn y Sureda, 1980; Sure­da y Colorn, 1989; Novo, 1995; etc.). El argumento es sencillo: el rne�io ambiente es una entidad hiper-compleja y rnultidirnensional que reqme­re el análisis de todas las variables intervinientes, así corno de las rela­ciones de interdependencia que se establecen entre ellas; lo que hace im­prescindible complementar y combinar .le��uras disciplinares. que, desde las Ciencias Naturales y/o Sociales, pos1bihten elaborar una imagen ho­lista, integral y comprehensiva de los problemas que atañen al conoci­miento del medio y a la acción educativa. La interdisciplinariedad, ade­más suele considerarse como un principio metodológico indispensable en l�s procesos educativos que tornan como �eferen�ia el rne.�io am­biente sea cual sea el recurso utilizado, los ámbitos de mtervenc10n o las probl;máticas concretas sobre las que �e trabaje, al menos e:i, la pers­pectiva que suscribe las propuestas curriculares de una educacion global e integrada (véase Torres, 1994).

En el modelo de racionalidad educativo-ambiental que defendernos, estos planteamientos no pueden excluirse, máxime si aceptamos el ca­rácter plurirnetodológico de las Ciencias de la Educación. Aunque los consideremos insuficientes y precisados de matices.

220 EDUCACJÓN AMBJENTAL Y DESARROLLO HUMANO

De partida reconocemos que existe una importante tradición en el campo de la Teoría de la Educación que adopta la Teoría General de Sis­temas (TGS) y otros modelos afines (Cibernética, Teoría de la Informa­ción) como patrón heurístico para estudiar y explicar la complejidad de su objeto de análisis: la educación (Colom, 1982 y 1983; Sanvisens, 1 984a y l 984b; Puig, 1995; etc.). José María Puig ( 1995), por ejemplo, destaca que la perspectiva sistémica es imprescindible para poder dar cuenta de la educación en toda su complejidad. No obstante, advierte, la aproxi­mación sistémica no sólo debe comprender la racionalidad científica en­tendida en sentido estricto -empírico-positiva-, sino también otras for­

. mas de racionalidad -igualmente científicas- que den cuenta de la di­mensión hermenéutico-crítico-normativa de la educación.

No obstante, la perspectiva sistémica, aplicada al campo de las Cien­cias Humanas o al más específico de la Educación, tiende a ignorar otros aspectos, a nuestro entender sustanciales, como son los procesos dialéc­ticos, las jerarquías sociales o los constituyentes fenomenológicos de la realidad social. No debe olvidarse que la aspiración de Bertalanffi ( 1976) era crear una teoría unificada para elaborar modelos universalmente vá­lidos, con lo que poder dar cuenta de la complejidad social y natural; mo­delos que podían y debían expresarse en formulaciones matemáticas. Esto se ha podido conseguir, aunque sólo en parte, en el campo de las Ciencias Naturales, gracias a la mejora de la tecnología informática y a su capacidad para procesar grandes cantidades de información.

Los estudios del Club de Roma sobre Jos límites físicos del Planeta (Meadows y otros: 1972, 1992) fueron elaborados en base a modelos sis­témicos, reproduciendo el comportamiento interdependiente de un am­plio elenco de variables susceptibles de ser cuantificadas. Sin embargo, son modelos que no integran o no tienen capacidad para operar con «factores» tanto o más relevantes para la comprensión de las realidades sociales y ambientales, ni en su diagnóstico ni en su posible evolución. Nos referimos a los factores humanos y a las dinámicas sociales, cultu­rales e históricas en las que se inscriben, poco o nada amoldables al comportamiento pasado o prospectivo que permite medir la lógica ma­temática.

La interdisciplinariedad como principio metodológico es menos dis­cutible, aunque también plantea algunos problemas, sobre todo cuando en los discursos que fundamentan teórica y metodológicamente la Edu­cación Ambiental se produce una aplicación isomórfica de conceptos que proceden de otros campos científicos, principalmente de la Ecología. En muchos casos dicha transferencia epistemológica, conceptual o metodo­lógica, no va acompañada de procesos que revisen su adaptación o aco­modación a las peculiaridades de la Educación Ambiental, que como su­giere la primera de las coherencias derivadas de su expresión es educa­ción. Con esta advertencia no se pretende limitar o reducir el papel de la Ecología en la Educación Ambiental, dentro de la que mantiene su in­fluencia y vigencia como una ciencia trascendental para la formación de

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBJENTAL 221

una nueva visión del mundo, a través de la que se incorporan interesan­tes lecturas sobre la complejidad y la interdependencia.

Diremos más: la Ecología ha propiciado una auténtica revolución epistemológica en el campo de las Ciencias Naturales, al contribuir a de­sentrañar el imbricado laberinto de relaciones que lo caracterizan, el tiem­po que ha integrado definitivamente al hombre en una visión unitaria de la Biosfera. Posiblemente, una revolución que sólo es comparable a la que se está operando en el terreno de la Física a partir de la irrupción de las teorías cuánticas y de las nociones de caos e incertidumbre que se aplican al mundo -estable sólo en apariencia- de la materia. La Ecología y otras Ciencias afines informan sobre la Naturaleza, los cambios inducidos por la acción humana y los desajustes ambientales que amenazan al Planeta, pero no dan cuenta de cómo educar sobre ella ni de cómo traducir en prácticas sociales o culturales las respuestas reactivas a esas realidades. Expresado de otra forma: la cultura científica -de las Ciencias Natura­les- no opera como un mecanismo cibernético en un orden natural esta­blecido. Si fuera así, la posibilidad de una degradación ecológica progre­siva o catastrófica retroalimentaría un cambio inmediato en los vectores de riesgo; sin embargo, este cambio dista mucho de haberse producido.

Para conocer el medio ambiente en su complejidad necesitamos do­tamos de una perspectiva interdisciplinar y ésta no se agota en las con­tribuciones de la Ecología, la Geografía, la Química, la Física, la Biolo­gía, etc., que se ocupan de sus dimensiones f.actuales. En la me.dida �n que la Educación Ambiental puede ser entendida como m;ia prax.1s social crítica y la problemática ambiental como una problemática social com­pleja, mediada axiológica y simbólicamente, se precisan enfoques dialéc­ticos, fenomenológicos, interaccionistas y constructivistas (Robottom, 1993; Robertson, 1994), en los que lo humano y lo cultural adquieran la relevancia epistemológica y metodológica que les corresponde.

En esta dirección queremos destacar que los problemas ambientales son fenómenos de naturaleza dialéctica, que afectan a la definición de constructos culturales que han adquirido un importante protagonismo en la caracterización de las sociedades avanzadas: calidad de vida, nece­sidades y derechos sociales, bienestar social, desarrollo económico, pro­greso, modernidad, sistemas de producción, trabajo, consumo, ocio, de­mocracia, etc. Para generar un conocimiento teórico-práctico capaz de orientar la acción educativa es necesario indagar en las representaciones sociales que sugieren cada uno de estos constructos; y, de paso, en cómo sus significados e interpretaciones están mediatizados por imágenes y componentes -simbólicos y materiales- estrechamente vinculados a la génesis de los modelos culturales hegemónicos. Es más, muchos con­ceptos de uso corriente sobre la problemática ambiental, que en apa­riencia definen realidades fácticas, son en realidad conceptos normati­vos: contaminación, descontaminación, riesgo, impacto ambiental, resi­duo, eliminación de residuos, producto ecológico, control ambiental, vertedero controlado, espacio protegido, etc. Todas ellas palabras o ex-

222 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO ·HUMANO

presiones en las que refieren «realidades» que sólo pueden ser definidas arbitraria y contingentemente con la ayuda de una escala de valores.

Cada problema ¡imbiental, local o global, convertido en eje de la práctica educativa, obliga a examinar estos supuestos sobre el conoci­miento científico y sobre el «sentido común». Como ya advertimos, la percepción social de la crisis ecológica forma parte de la crisis misma. Los sujetos y las comunidades se movilizan -o desmovilizan- se con­vierten en ciudadanos activos -o permanecen indiferentes-, �o tanto en función de la dimensión objetiva de los problemas ambientales, como de las percepciones socialmente inducidas y construidas. De ahí que tan­to el conocimiento que problematiza el medio ambiente como la acción social responsable y comprometida, se conciban como el resultado de un proceso sometido a una doble circunstancia: de un lado, como un expo­nent� de la confrontación que hacen los sujetos con los discursos hege­mómcos y con las prácticas sociales instituidas; de otro, como una tarea de apertura al diálogo y a la relación dialéctica con otras interpretacio­nes posibles, instituyentes o contrahegemónicas. El conocimiento de la Educación Ambiental debe construirse, por tanto, a partir de la acción y de la «reflexión en la acción» (Carr, 1993).

d) Una educación prob/ematizadora

Las prácticas «ambientalistas» de la Educación Ambiental tienden a obviar el carácter socialmente conflictivo de la crisis ambiental e, inclu- . so, algunas de las dimensiones que habitualmente atraen la atención de los educadores. Al ajustarse a las manifestaciones más visibles, operan­do con supuestos de objetividad y neutralidad, suelen excluir las inter­pretaciones de quienes se sienten directa o indirectamente afectados so­metiéndolas a la supuesta bondad de ideas que apelan al consenso l� ar­monía social, el control, la estabilidad o la seguridad. Se consiiue, de este modo, lo que Apple (1986: 1 12) atribuye a una sociedad que se basa en el capital cultural técnico y en la acumulación individual del capital económico: «dar la impresión de ser el único mundo posible» .

Distanciándose de esta aquiescencia, la práctica crítica de la Educa­ción Ambiental debe actuar problematizando las realidades ambientales, desvelando las contradicciones y los conflictos -de valores, intereses, po­deres, racionalidades, etc.- implícitos a la génesis social de la crisis am­biental. Las contradicciones, afirma Popkewitz (1988: 93), son «Una par­t� esencial de la condición humana» y, sobre todo, del «problema del cam­b10, puesto que la experiencia del hombre es siempre inacabada». En­frentar la visión hegemónica de la estabilidad y del consenso requiere que los educadores ambientales abandonen las posiciones liberales de neutra­l�dad pasiva por otras de neutralidad activa, adoptando compromisos crí­ticos en el desvelamiento de la crisis ambiental y de las vías alternativas que se podrán emprender para contrarrestarla. Aludimos a una «neutra-

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 223

lidad activa» que lejos de concretarse en un adoctrinamiento ética y so­cialmente reprobable, permita descubrir otros mundos y no sólo el «mun­do dado» en un tiempo histórico aparentemente congelado. En esta texi­tura, Hernández y Mercado (1992: 175) señalan que la práctica de la Edu­cación Ambiental ha de concentrarse en «desmontar la maquinaria de funcionamiento de nuestras relaciones con el medio ambiente; esto es, utilizar las contradicciones e incoherencias de la situación actual como primer recurso educativo y que estas contradicciones se perciban como radicalmente modificables para construir un futuro viable».

La noción de contradicción tiene una doble potencialidad. En pri­mer lugar, heurística y metodológica, en la medida que el examen de los polos dialécticos implícitos o explícitos de un problema ambiental per­mite desplegar estrategias interdisciplinares para analizar los «argumen­tos» que entran en conflicto: valores antropocéntricos versus ecocéntri­cos, enfoque técnico versus normativo, interpretación eco-biológica ver­sus sociocultural, lógica científica versus percepción social, amenaza real versus percibida, intereses particulares versus colectivos; calidad de vida versus calidad ambiental, etc. En el esquema 3 se representan algunos de estos polos dialécticos, ante los que ha de posicionarse en su teoría y prácticas la Educación Ambiental.

¿antropocéntrica 1 débil? 1

antropocéntrica ecocéntrica

De mercado (con ajustes ----,

técnico­normativos)

Ecológica/ ambiental

(sustentable· redistributiva)

L{g---J

t . /� EDUCACION AMBIENTAL

De la opulencia (consumista, homogénea)

De la escasez (frugal, diversa)

Comunal

r-----ll CIENCIA 1 / 1 1

' ---(descentralizada)

' SOCIEDAD ¿Estado?

Buscar regularidades

y certezas. Ciencia Social

Positiva (Disciplinar)

Explicar la complejidad.

Ciencia Social Critica

(Transdisclplinar) Democracia representativa

Democracia participativa

Globalizada (centralizada)

ESQUEMA 3. Polos dialécticos en la Educación Ambiental.

224 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

Presenta, en segundo lugar, una potencialidad «práctica», dentro de lo que denominamos «pragmatismo utópico» . Tanto en cuanto «intenta unir las experiencias sociales con el desarrollo de modos de crítica que puedan interrogar esas experiencias y revelar tanto sus fuerzas como sus debilidades» (Giroux, 1992: 94) también permite explorar praxis inspira­das por nuevos modos de pensamiento, generando acciones sociales que reclamen y ejemplifiquen las condiciones de una existencia alternativa. Una tarea que al no sumergirse -intencionalmente� en un discurso in­genuo, ha de convivir con los conflictos inherentes a cualquier búsqueda de nuevas fronteras para la racionalidad pedagógica y ambiental. Para Schnack ( 1995: 18) son conflictos que en la Educación Ambiental pue­den vertebrarse en torno a tres ejes principales:

l. Los que surgen entre algunas de las tendencias sociales contemporá­neas (la globalización, la cultura consumista, la competitividad, etc.) y los fines democráticos que demandan humanidad y solidaridad. Cabe observar, en este sentido, que las relaciones sociales o «natura­les» están cada vez más mediadas por procesos tecnológicos y orga­nizativos -redes de mercado- que sustraen los productos -sean objetos o servicios- de su genealogía social y ambiental. Esta situa­ción suele derivar hacia una «toma de distancia» fuertemente condi­cionada por la alienación, la indiferencia o la impotencia ante pro­blemas que siendo importantes para la vida cotidiana, parecen si­tuados fuera de cualquier control; es así como la situación emocio­nal acabará inhibiendo la acción transformadora.

2. Las disputas entre grupos con intereses contrapuestos. Los problemas ambientales, en su expresión global o local, muestran conflictos de in­tereses entre corporaciones o grupos económicos, profesionales, étni­cos, sociales, institucionales. . . que presentan distintas motivaciones para actuar en beneficio propio o en relación a otros. En las reglas del mercado, además de las disputas que surgen de la libre competencia en­tre capitales o personas, esta conflictividad se manifiesta en el acceso a los recursos naturales y en su disponibilidad, comenzando por la pro­piedad de la tierra y continuando por el «derecho» universal al uso de los llamados «bienes libres»: el aire, el agua, el mar, los paisajes, etc. Con frecuencia, los conflictos ambientales manifiestan una confrontación implícita o explícita entre intereses particulares (los de una empresa, por ejemplo) e intereses colectivos (los habitantes de una determinada comunidad, que sufren la contaminación de la empresa pero que tam­bién se benefician de la riqueza que genera). Los conflictos de intereses también pueden tener una dimensión más interna, afectando a indivi­duos o comunidades que se debaten entre alternativas, aparentemente incompatibles, que dificultan la toma de decisiones (por ejemplo: entre rechazar la instalación de una industria por ser altamente contaminan­te o aceptarla por los puestos de trabajo que permitirá crear).

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 225

3� Las divergencias existentes entre necesidades percibidas y necesida­des básicas, cuya cobertura está amenazada a medio y largo plazo por el deterioro ambiental o que presenta una distribución muy de­sigual entre distintas zonas del Planeta. Como ya advertimos al ana­lizar las circunstancias· que motivan o perpetúan la crisis ecológica, ésta no puede deslindarse de las pautas de producción y consumo que ocasionan profundos desequilibrios en el reparto per cápita de los recursos naturales entre el Norte y el Sur. Las necesidades, ex­ceptuando las más básicas (alimentación, vestido, vivienda, salud, se­guridad), no se definen habitualmente en términos objetivos, sino a través de elaboraciones culturales que, en las sociedades avanzadas, son permanentemente troqueladas y activadas por las técnicas de venta y las redes publicitarias; «acentuando el individualismo y la di­ferencia como elementos centrales del · mercado» ( Giroux, 1996), aunque paradójicamente los beneficios se deriven de 1a masificación y la comercialización en serie.

La educación misma, en vez de ser ella misma una necesidad -la necesidad sería más bien la de socializarse, de enculturarse o la de en­tender-, podría ser considerada como un satisfact.or de necesidades, en la medida en que los conocimientos y aprendizajes que facilita desem­peñan una importancia decisiva para interpretar o solventar otras nece­sidades. En este sentido, Max-Neef ( 1993) ha propuesto una teo.ría de las necesidades humanas para el desarrollo justo y sostenible de sumo inte­rés para el quehacer pedagógico. Considera que las necesidades huma- · nas son finitas, pocas y clasificables; estas necesidades han sido y son fundamentalmente las mismas en todas las culturas y en todos los pe­ríodos históricos. Lo que realmente cambia a lo largo del tiempo y en cada cultura concreta es la forma y la medida en que son satisfechas. Así, «lo que está culturalmente determinado no son las necesidades humanas fundamentales, sino los satisfactores de esas necesidades» (Max-Neef, 1993: 42). Desde un punto de vista educativo este análisis implica consi­del'.{lr la posibilidad de generar discursos y de proponer prácticas alter­nativas, ecológicamente sostenibles y socialmente justas, para impugnar modos de satisfacer las necesidades básicas que son antiecológicos y an­tisociales. En un contexto de crisis ecológicá generalizada, la tarea de la Educación Ambiental adquiere las connotaciones de un enorme desafío, ya que si aceptamos que cualquier solución viable pasa por reducir los residuos y redistribuir los recursos que ofrece un Planeta limitado, re­sulta complicado educar en la contradicción que supone vivir en un sis­tema que fundamenta su existencia en el dogma imperativo del creci­miento sostenido.

La adopción de la contradicción como principio heurístico y meto­dológico, con capacidad para orientar la práctica de la Educación Am­biental, nos sitúa ante la posibilidad de recurrir a estrategias de ense­ñanza-aprendizaje que ayuden a clarificar aspectos .conflictivos de un

226 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

problema ambiental concreto, o de la problemática ambiental en su con­junto: los programas y las actividades de Interpretación Ambiental, los juegos de simulación, las experiencias de investigación-acción, los pro­gramas comunitarios de Educación Ambiental, las técnicas de «resolu­ción de problemas», los programas de coherencia ambiental, las técnicas de clarificación de valores y de análisis de dilemas ambientales, son al­gunas de ellas. Su aplicación social y culturalmente contextualizada per­mite analizar la complejidad de informaciones y significados .inherentes al medio ambiente, trabajar con las percepciones e intereses que definen la acción o inhibición de los grupos sociales, suscitar múltiples alterna­tivas ante un mismo problema ambiental, identificar las dificultades que supone proponer valores y hábitos pro ambientales en condiciones de bienestar, reforzar la conexión entre lo local y lo global, etc.

e) Una educación ética y moral

Desde sus primeras formulaciones, la dimensión moral ocupa un lu­gar clave en la construcción de la identidad teórico-práctica de la Edu­cación Ambiental. A veces, señalando que es necesario «educar para la vida», abundando en una obviedad que sin embargo ignora las contro­versias éticas que actualmente se plantean en torno al medio ambiente. En otros casos, se llega a primar esta dimensión identificando la Educa­ción Ambiental como una variante específica de la Educación Moral; lo que es frecuente en autores que desarrollan estrategias de corte ambien­talista para enfrentar la crisis ecológica (King y Schneider, 1992; Gore, 1993), estableciendo un frágil equilibrio entre la Educación Ambiental como formación científica y como formación moral. También en el pen­samiento ecologista existen propuestas trascendentalistas que señalan el cambio moral en las conciencias individuales como vía única o principal para generar una alternativa viable al desarrollismo (Naess, 1989; Folch, 1990, 1993; Araujo, 1996, etc.). Y en la misma Pedagogía, donde Ortega (1995: 30), por ejemplo, propone «enmarcar la Educación Ambiental en el ámbito de la Educación en valores» y «no como un apéndice o parte complementaria de la misma, sino como línea matriz y filosófica de fon­do». Más adelante recalca «que no estamos ante situaciones o problemas (ambientales) que nos demandan soluciones exclusivamente técnicas. Nos exigen, ante todo, respuestas morales; nos obliga a ab9rdar el pro­blema medioambiental desde su más honda raíz ético-moral; y hace ina­plazable una educación moral que aborde el problema del medio am­biente como cuestión central» (Ortega, 1995: 33). Por lo que veremos y compartimos con otros autores, creemos que es preciso ampliar la mira­da, afirmándonos en la idea de que la Educación Ambiental es también, pero no sólo, educación moral.

De partida, la misma naturaleza social de la crisis ecológica obliga, en un contexto de transferencia disciplinar, a incorporar discursos y pers-

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 227

pectivas vertebrados por una dimensión moral. Esta operación �s im­prescindible para dilucidar qué valores o contravalm:e�, hegemómcos .º alternativos, actúan o pueden actuar como modelos et1cos de referencia para la práctica educativo-ambiental. Sobre todo si en el . disc1;1rso am­biental se pretenden integrar y desarrollar formas de rac10nal1dad que cuestionen, complementen, amplíen o diversifiquen la racionalidad cien­tífico-técnica, social o normativa dominante en las sociedades avanzadas. Una tarea para la que será preciso tomar en consideración los rumbos que el discurso ético adopta en las últimas décadas. ·

Como se sabe, la emergencia de la problemática ecológica, el trán­sito hacia una sociedad globalizada, los problemas de. injusticia Y desi­gualdad a escala planetaria, la puesta en cuestión de instituciones Y valores tradicionales, el relativismo y la diversidad cultural, etc., son vec­tores de cambio e incertidumbre que han obligado a abrir nuevos fren­tes de reflexión y análisis sobre la moral contemporánea, sobre su tras­lación a la práctica en un mundo cada vez más complejo y apremiado por la necesidad de definir principios éticos que sean alternativos o com­plementarios a los existentes. En este propósito se sitúan diversas tenta' tivas de lo que ha dado en llamarse ética ambiental o ecológica (Sosa, 1989, 1990; Cortina, 1990; La Torre, 1993; Etxeberría, 1994; Mosterín Y Riechmann, 1995; Novo, 1995; Romaña, 1996; Folch, 1998; etcétera). En todo caso, constatamos que la preocupación del discurso filos?fico-mo­ral por la problemática ecológica es relativamente reciente. Al igual que ha sucedido con la Educación Ambiental, fue durante la década de los sesenta, a la par que crece la conciencia sobre el deterioro ambienta� del Planeta cuando comenzaron a ser reconsiderados los valores que ngen las rela�iones humanas con el medio ambiente. Aunque existen antece­dentes importantes en la obra de autores como Leopold (1999), precur­sor de las éticas ecocéntricas, en la tradición utilitarista zoocéntrica que se remonta al siglo xvrn o, fuera de Occidente, en sistemas ético-religio­sos y culturales orientales como el Hinduismo o el Budismo ... , las refle­xiones más sustantivas sobre esta cuestión datan de las. últimas décadas del siglo xx. ·

Los autores que encaran la crisis ambiental desde el terreno de la moral coinciden en la necesidad de revisar -con menor o mayor radi­calidad- la ética antropocéntrica que legitima el dominio y la explota­ción de la Naturaleza por el hombre. La orientación antropocéntrica de la ética occidental fue el resultado de la separación entre sujeto y objeto que impuso el dualismo cartesiano.

Ya hemos anticipado que esta separación ha sido decisiva para el de­sarrollo del pensamiento moderno en ámbitos tan fundamentales para la actividad humana como la ciencia, la técnica o la economía. El antropo­centrismo está implícito, por ejemplo, en la noción de progreso, justifi­cando la ocupación, colonización y transformación masiva del mundo en aras de la Revolución Industrial. En la orilla del sujeto consciente Y pen­sante, que es el hombre, quedó confinado el mundo de los intereses, los

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valores y los derechos. Todo lo no humano, incluidas otras formas de vida, fue excluido de la atribución de valores y, por consiguiente, de con­sideración moral. La ética antropocéntrica es la ética que sólo valora al hombre, que considera que sus intereses son más importantes que los de cualquier otra especie; que son, en realidad, los únicos importantes. Ba­teson ( 1972, citado por La Torre, 1993: 14) enunció así sus supuestos: «a) Nosotros contra el entorno; b) nosotros contra otros hombres; e) es lo singular -el individuo, la compañía, la nación- lo que cuenta; d) pode­mos tener un control unilateral sobre el entorno y debemos esforzamos por alcanzarlo; e) vivimos dentro de unos límites que se expanden hacia el infinito; f! el determinismo económico es una cosa obvia y sensata; g) la técnica nos permitirá llevarlo a cabo».

La revisión de este marco ético no afecta sólo a los valores que me­dian en las relaciones que establecen los hombres y mujeres con el me­dio natural, o al lugar que ocupa la especie humana en la Naturaleza. Es la misma noción antropológica del «Sen> humano la que se pone en cues­tión. El cartesianismo resolvió este problema con un dualismo que tuvo un éxito inusitado: a un lado, la mente, el hombre y la sociedad; al otro, la materia, las formas vivas no-humanas y el mundo de lo inerte. Una di­visión que, en muchos aspectos del quehacer humano, todavía da mues­tras de perpetuarse.

Afrontar los efectos de esta simplificación obliga a entender que el hombre es también Naturaleza: un ser incomprensible como fruto ex­clusivo de la evolución cultural o, en un plano opuesto, como el resulta­do procesual de la evolución biológica. El hombre, afirma Morin (1979), es una unidad socio-bio-antropológica, al que la ignorancia de esta rea­lidad llevó a establecer distinciones con consecuencias nefastas para nuestra cultura y para el medio ambiente. En su búsqueda del «paradig­ma perdido» , aun en un plano metafórico, late la necesidad de construir un conocimiento integral e integrado que rompa las barreras epistemo­lógicas, culturales y éticas establecidas entre hombre y mundo, entre cul­tura y Naturaleza, entre sociedad y ecosistema.

El extrañamiento del hombre con respecto a otras formas de vida no sólo se tambalea en la esfera del discurso moral o en la esfera epistemo­lógica, sino que también lo hace en otros frentes del conocimiento. Los estudios de Etología están llegando a una conclusión cada vez más evi­dente y verificable: no existe una separación radical y nítida entre las ex­presiones racionales, culturales, sociales, psíquicas o emocionales que supuestamente distinguen al ser humano de las que caracterizan el «Sen> de otras especies. Si miramos hacia atrás, comprobamos que nos ha lle­vado más de un siglo ahondar en el significado profundo del paso dado por Darwin al ubicar al hombre en el cuadro de la filogenia evolutiva: no hay una frontera biológica precisa que nos separe de otras formas de vida. No existe una separación tan radical si examinamos todo aquello que entendíamos, desde nuestra arbitraria posición de dominio, que nos salvaguardaba de ser comparados y comparables con otras especies. Sa-

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bater Pi ( 1992: 1 19), por ejemplo, apunta las siguientes capacidades bá­sicas, comunes entre humanos y chimpancés: la de reconocer nuestro es­quema corporal y la de reconocemos como ii_idividuos;. la concienci� .de la muerte; la capacidad de comunicamos a mvel emocional, propos1c10-nal y simbólico; la fabricación y uso de herramientas; la capacidad de ac­tuar cooperativamente; la capacidad para mantener relaciones familiares estables y duraderas; la capacidad para mantener relaciones sexuales no promiscuas (y en otras especies de primates, como lo� bonoJ;>os

.-I?an

paniscus-, de mantener relaciones sexuales no determmadas mstmtlva­mente); y cierta conciencia estética.

La revisión de los parámetros éticos occidentales, relativos a la po­sición del hombre en o ante la Naturaleza surge, por tanto, de una obli­gación contraída con la necesaria reconceptualización de su propia singularidad antropológica. En este sentido no podrá obviarse que las al­ternativas al discurso moral antropocéntrico -en adelante «antropocen­trismo duro»- suelen clasificarse en dos modalidades principales, aten­diendo a un supuesto fundamental: la permanencia del hombre como único sujeto moral, pero asumiendo responsabilida.des con respe�to a �n medio ambiente al que percibe como un soporte vital para su ex1stenc1a (éticas extrínsecas, éticas ambientales); y la consideración de que todas las formas vivas o a la totalidad ecosistémica tienen categoría moral per se, de modo tal que, por el simple hecho de existir, todas son deposita­rias del mismo valor (éticas intrínsecas, éticas ecológicas);

Procurando distinguirse del «antropocentrismo fuerte», el que iden­tificamos como «antropocentrismo débil», plantea establecer una rela­ción más equilibrada con el medio ambiente, sin que ello suponga otor­gar categoría moral a los seres y objetos no-humanos. El inter�s del hombre por preservar el equilibrio ecológico, satisfacer sus necesidades y desarrollar una vida saludable, se considera como una justificación su­ficiente para una ética que defienda el uso responsable y ponderado d�l medio ambiente. El hombre no puede conceptuarse como una especie más, en el conjunto de los seres vivos, ya que de su capacidad de con­servación y armonía con la Biosfera y otras especies depende el mante­nimiento de muchas de las condiciones que posibilitan su propia exis­tencia. Para Sosa (1989: 147), esta perspectiva «proporcionaría una base para la crítica de los sistemas de valores que res�ltan lesi�os a gran es­cala, toda vez que la racionalidad de las preferencias podna establecerse en función de que fueran consecuencia de una visión más general res­pecto al mundo, acorde con teorías científicas justificadas y abiertas a una consideración amplificada del "punto de vista" moral» .

Una variante interesante de los enfoques antropocéntricos que son matizados por la proyección del interés humano hacia el medio ambien­te, proviene de las denominadas éticas discursivas. A n.ivel general, este tipo de propuestas se apoyan en la capacidad de los sui�tos para .conve­nir y coordinar sus planos de acción a través del len?t.;ªJe; la �c?1ón co­municativa es posible cuando se cumplen unas cond1c10nes mm1mas de

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igualdad entre los sujetos que interactúan, de verdad y veracidad en el contenido de lo que manifiestan y de rectitud en la coherencia entre lo que dicen y el contexto normativo vigente (Habermas, 1991). La ética dis­cursiva acepta la existencia de principios éticos universales -igualdad, solidaridad y bien común- que han de ser traducidos en normas socia­les contingentes a través de «acuerdos racionalmente motivados»; es de­cir, de acuerdos que reciban el asentimiento de todos los afectados, siem­pre que éstos puedan expresarse en condiciones de igualdad en el marco de una acción discursiva, al objeto de comunicar, negociar y consensuar el contenido y significado de las normas morales. Cortina ( 1990: 36) con­sidera que éste «es el marco más adecuado para enfrentar los retos eco­lógicos, porque proporciona los elementos necesarios para llevar adelan­te la tarea ecológica: un concepto de racionalidad práctica universal, irre­ductible a la racionalidad tecnológica (puesto que las normas morales que traducen los valores universales son el fruto del consenso y la nego­ciación intersubjetiva), pero capaz de cooperar con ella; la responsabili­dad por el futuro y la solidaridad como virtud».

Ciertamente, el planteamiento de Adela Cortina y de otros autores que se mueven dentro del mismo paradigma (Capella, 1993; Camps, 1993; Etxeberría, 1994; etc.) reconoce, al menos, la existencia de tres ele­mentos fundamentales en su delimitación:

• la necesidad de contemplar, no sólo qué valores pueden reorientar las relaciones con el ambiente, sino cómo pueden ser llevados a la práctica en términos de consenso;

• la cuestión transversal de la igualdad expresada a través de la «res­ponsabilidad solidaria», que, como propone Cortina ( 1989), lleva­ría a considerar la solidaridad como valor guía de una ética am­biental discursiva, entendida ésta como base para que se reconoz­ca la responsabilidad compartida de todos los seres que tienen ca­pacidad comunicativa; y

·

• la salvaguarda de los intereses de las generaciones futuras. En este aspecto, algunos autores, como es el caso de Sosa (1989, 1990), en­tienden que la ética discursiva presenta inconvenientes a la hora de considerar los problemas derivados del carácter transgenera­cional de la crisis ecológica dado que, en la medida que las gene­raciones futuras aún no existen, difícilmente pueden participar en acciones comunicativas para establecer normas de uso del medio ambiente que puedan afectar a su calidad de vida futura.

Los postulados de esta opción ética proponen, por tanto, buscar y concertar dialógicamente buenas razones para normativizar o pautar la «aplicación» práctica de estos valores en los problemas que surgen en las relaciones persona-sociedad-medio ambiente. Con este sentido pragmáti-

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co, apoyándose en los valores universalizables de responsabilidad y soli­daridad, Etxeberría ( 1994: 10- 1 1 ) sugiere una «ética de mínimos» en base a la cual sea factible restablecer o reorientar las relaciones del hombre con la Naturaleza. Creemos que en el enunciado de los principios que la desarrollan disponemos de una excelente base para trazar las posiciones que han de expresar dialécticamente la dimensión moral de la Educación Ambiental. Éstas son:

1 . No destruir los equilibrios ecológicos ni los recursos naturales que atentan contra las posibilidades de vida digna y plena de las actuales generaciones húmanas o de las futuras.

2 . Intervenir en la Naturaleza guiados sólo por «buenas razones» y no por la arbitrariedad.

3. Adoptar las decisiones por acuerdos obtenidos a través de la relación dialógica argumentada entre todos los implicados en ellas. Creemos que uno de los problemas que plantea este principio se remite a la naturaleza planetaria de la crisis ambiental y de las principales ma­nifestaciones bio-físicas de la misma (deterioro de la capa de ozono, efecto invernadero, cambio climático, deforestación, etc.). Desde una orientación estrictamente discursiva, la toma de decisiones sobre es­tas cuestiones implicaría a todos los sujetos de la Humanidad en tan­to que afectados por cualquier decisión consensuada al respecto.

4. Dada la exigencia de igualdad y simetría en la búsqueda de consen­sos, es de vital importancia construir dicha igualdad allí donde no existe, desde los niveles más locales a los más globales.

S. Cualquier opción deberá suponer un reparto equitativo de las cargas y los beneficios ambientales resultantes de nuestra intervención en la Naturaleza.

6. Se reprueba la crueldad sobre otras expresiones de vida.

7. Dada nuestra situación de «seres-humanos-en-la-Naturaleza», en una posición privilegiada en el proceso evolutivo, «debemos tratar a los seres naturales como análogos de los sujetos; esto es, no como me­ros objetos, aunque tampoco como sujetos plenos, constituyéndonos de algún modo no sólo en sus usuarios sino también en sus aboga­dos» (Etxeberría, 1994: 1 1).

En opinión del mismo autor, han de añadirse dos considera.dones prácticas para el desarrollo de esta ética de mínimos: que la concreción de estos principios sólo es posible a través de la acción colectiva coordi­nada -no es una ética individualista- y que el factor tiempo es esen-

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cial, al poseer en sí mismo un valor ético, dado que cualquier retraso en la acción acelera los procesos de degradación e irreversibilidad en la Biosfera. ., . Frente a las alternativas suavizadas de un antropocentrismo que c?r;-cibe al hombre coi::i:o el único sujeto moral, aunque extienden el ejer­cicio de su responsabilidad al medio ambiente, se alza otra corriente re­visionista, caracterizada por propugnar una ruptura drástica con los pre­supuestos de la filosofía ética occidental. Para ello considera que todas las formas vivas (ética biocéntrica) e incluso la totalidad de comunida­des y ecosistemas (ética holista o ecocéntrica) son depositarias de valo­res intrínsecos; el hombre, en este contexto, es una especie más y sus a.tributos morales, sus intereses y ·derechos no son ni distintos ni supe­nores que los de otros seres vivos; o, más aún: el hombre sólo tiene el valor que le otorga su lugar como un constituyente más de las relaciones ecológicas que se establecen en el Planeta. Desde esta perspectiva, cualquier solución a la crisis ambiental su­pone un cambio radical de las premisas antropocéntricas que rigen en las sociedades contemporáneas y no sólo en las que afectan directamen­te a las .relaciones con la Naturaleza. El movimiento de la «ecología pro­funda» ilustra a la perfección esta interpretación. Dos representantes des­tacados de esta corriente, Naess ( 1973 y 1989) y Sessions ( 1994), han pro­puesto una serie de principios que reflejan una «ética de mínimos» al­ternativa, tanto al «antropocentrismo fuerte» como al «antropocentrismo · débil» : , ,

1 . El bienestar de las formas de vida hµmanas y no humanas en la Tie­rra tiene un valor intrínseco, independientemente de su utilidad para los seres humanos.

2. La riqueza y diversidad de las formas ,de vida · contribuye a la reali­zación de esos valores y también son valores en sí mismos. 3. Los seres humanos no tenemos derecho a reducir esa riqueza y di­versidad, salvo para satisfacer nuestras necesidades .básicas. 4. La interferencia actual del ser humano en la Naturaleza es excesiva y la tendencia es a empeorar. 5. El florecimiento de la vida humana y de las culturas es compatible con la reducción sustancial de la población humana. El florecimien­to de los demás seres vivos así lo requiere. 6. La.s políticas deben cambiar y estos cambios deberán afectar a las es­tructuras económicas, tecnológicas e ideológicas. La situación resul­tante será profundamente diferente de la actual.

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7. El cambio ideológico principal consistirá en apreciar más la calidad de vida que el incremento del nivel de vida. Habrá una profunda con­ciencia de la diferencia entre calidad y cantidad.

Por otra parte, debe recordarse que son muchos los autores que des­de distintas ópticas analizan críticamente los modelos éticos centrados en el «igualitarismo biológico» o «biosférico» (véase, por ejemplo: Ferry, 1994; Sosa, 1990; Dobson, 1997). Romaña (1996: 147) señala que el plan­teamiento ecocéntrico invierte completamente los términos de la dualidad cartesiana y que su enfoque es «primordialmente metafísico, más que científico, económico, político o cultural», puesto que considera a la cul­tura "como pecado original" y establece a la Naturaleza como única guía y rasero» . Ferry ( 1994), por su parte, denuncia el antihumanismo que sub­yace a este tipo de éticas, destacando el peligro de un «totalitarismo eco­logista» -una nueva forma de sociobiología- que se intuye en propues­tas como la de reducir «drásticamente» la población humana; lo que le lleva a preguntarse sobre cuáles serían los criterios y quién decidiría cuán­tas y qué personas o grupos humanos deberían desaparecer para retro­traemos a un «Orden natural» arcaizante que nunca ha existido.

A grandes rasgos, éstos son los modelos éticos que en los últimos años polarizan el «debate moral» en tomo al medio ambiente, de los que se derivan distintas posibilidades para profundizar en la «dimensión mo­ral» de la Educación Ambiental. El «antropocentrismo fuerte» está en re­visión pero sigue constituyendo una referencia principal a la hora de le­gitimar y pautar las relaciones de las sociedades -occidentales- con la Naturaleza. El «antropocentrismo débil» se mantiene como una de las al­ternativas a ese modelo hegemónico: el interés humano de dar cobertu­ra a las necesidades básicas y de disfrutar de una. vida digna, saludable ·y de calidad, tanto de los hombres y mujeres que compartimos el pre­sente histórico (solidaridad sincrónica) como de aquellos y aquellas que existan en el futuro (solidaridad diacrónica), justifica sobradamente que asumamos responsabilidades para una gestión equilibrada del medio am­biente. Finalmente, las opciones «ecocéntricas» propugnan atribuir valo­res intrínsecos y equiparables a todas las formas de vida y a la Biosfera como sistema vivo.

Más allá de sus formulaciones, las prácticas que se asociei:i a la Edu­cación Ambiental han de considerar los valores que predominan en cada realidad social y que en las sociedades avanzadas suelen vertebrarse en tomo a los supuestos antropocéntricos. Y, en este sentido, anticipar las re­sistencias -o apoyos- a las que se enfrenta cualquier «proyecto moral», en función de las formas sociales -ideológicas, culturales, religiosas, et­cétera- desde las que es percibida e interpretada la crisis ambiental; también los derechos humanos y ambientales. Por ello hemos de prestar atención a las propuestas de diferentes autores (entre otros: Cortina, 1990; Bellver, 1994) cuando contemplan el desarrollo de una tercera generación de Derechos Humanos, que ampliaría los logros vinculados a las dos an-

F]

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teriores: la conquista de los derechos individuales en el siglo xvrrr (pri­mera generación) y de los derechos sociales durante los siglos XIX y xx (segunda generación). La tercera generación supone hacer explícitos los derechos de los pueblos; los «derechos de la Naturaleza» (Bellver, 1994) o los «derechos ecológicos del hombre» (Cortina, 1990).

Cualquier planteamiento basado en modelos éticos alternativos, del «antropocentrismo débil» o de la «ecología profunda», implica señalar qué valores (hegemónicos) y contravalores (contrahegemónicos) se con­frontan en el trabajo pedagógico, creando situaciones contradictorias -como mínimo de «doble moral»- que es preciso incorporar en tanto que elementos formativos clave, y a veces muy significativos, para cual­quier tentativa de cambio y transformación social . Como destaca Giner ( 1989: 79), «la incorporación de la conciencia ecológica a la conciencia moral es, en una sociedad secularizada, un proceso político».

f) Una educación pedagógicamente social

Los limites entre la Educación Ambiental y la Educación Social son borrosos, del mismo modo que también son difusos los que se estable­cen entre la Pedagogía Ambiental y la Pedagogía Social. Límites, en todo caso, sujetos a movilidades que lejos de separar sus respectivos ámbitos de conocimiento y acción educativa, tienden a incrementar sus espacios comunes, el sentido de lo transfronterizo, el mestizaje del saber y de las prácticas compartidas. Lejos de inducir pérdidas en sus respectivas iden­tidades, creemos que de su convergencia se derivan nuevos modos de imaginar y proyectar el quehacer pedagógico-educativo en realidades lo­cales-globales que no pueden ser comprendidas sin que nos adentremos en los trazados -también convergentes- de la crisis social y de la crisis ecológica.

En estas coordenadas, ha de tenerse en cuenta que toda Educación Ambiental, incluso en las versiones que la asimilan a una educación ecológica o sobre la crisis ecológica, es una respuesta que se construye socialmente; esto es, en clave moral, cultural, ideológica, fenomenoló­gica, etc. A lo que se añade el hecho de que, por su propia congruencia conceptual y en el marco de un enfoque crítico, es una práctica dirigi­da a transformar las relaciones humanas con la Biosfera, exigiendo so­bre todo cambios en las relaciones de los hombres entre sí; por tanto, aunque lo que se postula es un «cambio ambiental», éste no puede ser entendido si no es, antes o al tiempo, como un «cambio social» . Al res­pecto, recuerdan Esteva y Reyes (2000: 217) que cualquier pedagogía de la acción -por la acción y para la acción- ha de ser contemplada como una continua reconstrucción de la experiencia social, que se opo­ne a la sola instrucción: «este énfasis en la acción -nos dicen- ad­quiere un nuevo enfoque en distintas expresiones de la pedagogía so­cial, al ubicarla de cara a la formación democrática y definir la acción

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como transformación colectiva en la cual no basta la conciencia indivi­dual .»

Pilar Heras ( 1997: 281), preguntándose sobre qué tipo de Pedagogía Ambiental hemos de trabajar en la Educación Social, argumenta cómo «en muchos de los aspectos tratados por la Pedagogía Ambie.ntal y por.la Pedagogía Social existe una coinciden�ia en lo que a su ob�eto se refie­re: educación medioambiental con obligados referentes sociales, educa­ción social con obligados referentes ambientales, de crisis ambiental Y de conflictos sociales», de modo que «estamos rozando los límites de dos Pedagogías, la Social y la Ambiental, que �nteresan precisar;iente por es­tar relacionadas de tal manera que lo social no puede deslmdarse de lo ambiental y este último no se puede explicar sin el referente social» . Par� la autora, los ejemplos de su interdependencia son claras cuando r;os .si­tuamos ante cuestiones que tratan del modelo de desarrollo econom1co dominante y de las políticas -sociales y ambientales- que en él se de­sarrollan, del fenómeno de la pobreza, del subdesarrollo o de los con­flictos en las relaciones internacionales.

Oponiéndose a una lectura integradora y transdiciplinar de lo social y lo ambiental, Sureda y Colom (1989: 195-207) in.te:rretai: q1:1e en lo pe­dagógico ambos campos están perfectamente defimdos. S1 b;en ;econo­cen que «la Pedagogía Ambiental es hija de la toma de �onciencia de la sociedad sobre la situación en que se encontraba el med10 natural» , con­cluyen que en la «educación a favor, por y para la Nat?raleza» no «entra a formar parte de su conformación ningún aspecto social» . Plantean tam­bién, como argumentos complementarios a la distinción que estab�e�en entre ambos campos, que la Pedagogía Ambiental es la pnn;era Y umca que «no tiene como razón última al hombre»; que, �l contrano ql'.e la Pe: dagogía Social, «posee un sentido global y planetano»; que su acción es�a dirigida siempre a producir cambios globales, rr;ientras en la Pedagogia Social su acción está «determinada para una sociedad en cons;reto, es lo­calista»; y que la Pedagogía Ambiental, lejos de concebirse corrio m;a «pedagogía -particular o especial», se conc!b� como «l� N.m:va Pedagogia, apropiada a la era tecnológica en la que v1v1mos». �01i:;i�1d1endo con es�a línea argumental, el propio Colom ( 1989a: 265) sigmfica la Pedago.g1� Ambiental como una pedagogía en favor de la Naturaleza, lo que a su JUI­cio «implica afirmar por primera vez que este tipo de ped.agogía, en su más profunda esencia, no es antropológica, o sea, que no t�ene �orno ra­zón última al hombre. La Pedagogía Ambiental no sólo se mscnbe en la tradición de las pedagogías naturalistas, sino que aquí es el naturalismo el que se toma pedagógico. La Pedagogía Ambiental no es más que una estrategia en pro de la conservación d� la Na�uraleza,. por lo que .de esta forma es la propia Naturaleza, el med10 ambiente, qmen se convierte en el destinatario último de la educación ambiental». En uno u otro caso, creemos que más que expresar lo que hay de común o de diferente en la sistemática de la Pedagogía-Educación Social y en la Pedagogía-Educa­ción Ambiental, manifiestan contrastes de orden conceptual; esto es: en-

'1

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tre modos distintos de definirlas, sin que se aclare suficientemente en qué r:iarcos paradigmáticos operan esos conceptos. Posiblemente, res­pond1�;ido r;iucho r;iá�. a un esfuerzo tentativo, y acaso provisorio, de in­d�gac10n ep1ster;iolog1ca, que a una forma de concluir el debate pedagó­gico que se suscita en torno a esta delimitación «disciplinar» .

En otr?s autore�, vincul�dos al quehacer científico y académico de la P�dagog1a-Educac1?n Social, la consideración e integración de «lo» am?1ental no s: _

cuest10;ia. Quintana ( 1984), por ejemplo, no duda en in­clmr la Educac10n Ambiental entre los ámbitos de intervención de Ja Pe­?agogía S�cial, en l� medida en que las problemáticas que aborda son de mdole social. Contribuciones más recientes, como las que han realizado S�ez ( 1993), Heras (1995), Petrus (1997), Sáez y Campillo ( 1997), Cam­pillo ( 1_99?), Ortega ( 1999), López Herrerías ( 1999) o Violeta Núñez · (�999) ms1sten y refuerzan esta aproximación. De diversos modos no si.empre explíc�tos, coin�id.en en significar que cualquier problema

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biental convertido en objetivo educativo, sea cual sea el ámbito geográfi­co en �l �ue se desarrolle la acción -local, regional, global-, obliga a una pract�ca de contextualización y problematización que es, en esencia, una práctica educativa-social. En este sentido, Sáez y Campillo ( 1997: 235) recuerdan que «la Educación Ambiental no es educación del medio ambiente sino de personas objeto-sujeto de los procesos de educación. Que esta formación tenga como objetivo fundamental el conocimiento del n;�dio ambiente que tienen que tener los ciudadanos del mundo, y Ja r�lac10n respetuosa y prnfun?a que éstos pueden tener con aquél, no con­v1e.rte �] ei_:itorno en sujeto directo de la tarea activa de educar, sino en el objeto 1.ndirecto por el que los hombres acceden con más comprensión a su med10».

Pe�i;us ( 1 �97: 20), abriendo otra línea argumental, entiende que «la educac1on social a?aptativa es un inacabable proceso de adaptaciones del h?;11bre al r:ied10 natural y al medio social», un proceso que debe ser tamb1en �volut1vo para «ser capaz de integrar al ciudadano en el medio Y �onvertirse en un factor de cambio y de mejora de ese mismo medio» . 11:'1ª� adelante, al examinar las posibilidades de una Educación Social no hm1t�da al campo de la inadaptación y la marginación social, apunta la r:eces1dad de contemplar modalidades de intervención sobre la <<norma­lidad»; en este sentido, destaca su potencialidad para «Crear conciencia acerca de cuáles son los derechos sociales del ciudadano», generando nuevas demandas y nuevos espacios para la acción educativa. También apunta a la consideración de los contenidos transversales entre ellos la «Educación Am?ientaJ,,, como una inserción de lo pedagÓgico-social en la escuel�, al objeto de responder a necesidades y problemas emergentes en la sociedad contemporánea.

Existen, además, otras homologías históricas entre la Educación Social Y la Edu��ción Ambiental. Como se sabe, ambas surgen estimu­lada� por las cns1s que emergen con la sociedad industrial: la primera, asociada a los problemas que afloran con los conflictos bélicos, las de-

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presiones sociales y el impulso dado al Estado del Bienestar, .a partir de los años cincuenta; la segunda se sumerge en la crisis ecológica, dando respuesta a los excesos antiambientales del industrialismo. Actualmen­te, ambas comparten las incertidumbres de la globalidad y la crisis de los Estados, cada vez más erosionados en su capacidad para garantizar tanto la dimensión ambiental como la dimensión social de la calidad de vida.

La interacción más importante entre la Educación Ambiental y la Educación Social, que nos permite incorporar con nitidez la dimensión pedagógico-social a la Educación Ambiental, se remite al concepto de ca­lidad de vida y a su integración socialmente problemática con el con­cepto de calidad ambiental, sobre todo en las dinámicas que han im­puesto las economías de mercado y la .lógica social que ampara el neoli­beralismo. En su interior se ha establecido una oposición aparentemen­te irreconciliable entre calidad de vida y calidad ambiental, expresada en problemas que afectan directamente a la ciudadanía y a su vida cotidia­na: la incompatibilidad entre exigencias de control ambiental y el man­tenimiento de puestos de trabajo, entre estilos de vida consumistas en el Norte y la redistribución insolidaria de los recursos naturales con el Sur, entre los objetivos del mercado y los objetivos del bienestar socioam­biental, entre determinadas formas de satisfacer las necesidades y los re­cursos disponibles, etc. Superarlas implica, tal y como señala Heras ( 1997: 282), una educación que implique ambas calidades -de vida y ambiental-, incidiendo en los factores que impiden ambas cosas y to­mando «como objetivo individuós y sectores sociales categorizables de diferentes maneras en cuanto a su falta de bienestar».

Para plasmar operativamente la dimensión social de la Educación Ambiental, diversos autores (Uzzell y otros, 1994; Mogensen, 1995; Schnack, 1995; Uzzell, 1997) sugieren enfocar la intervención educativa adoptando un esquema metodológico que permita desarrollar la compe­tencia individual y colectiva, «para la» o «en la» acción. Esta acción no se reduce a simples conductas, sino que alude a formas de actuar con propósitos conscientes y encadenados a motivos superiores. Las condi­ciones pedagógicas para desarrollar la competencia para la acción sobre problemas ambientales abarcan cuatro etapas principales:

l. Promover el dominio de los aspectos «Objetivos», normativos y con­textuales del problema. Los datos científicos, por sí mismos, no ago­tan la explicación de la realidad; además, limitarse a ellos podrá transmitir la idea de que los problemas son competencia exclusiva de políticos, científicos y expertos que dominan las claves para su reso­lución. Es importante examinar las distintas interpretaciones y «Va­loraciones» que la ciencia hace de un mismo problema, en sus con­troversias y tomando en consideración los puntos de vista que se in­troducen desde otras perspectivas (económica, tecnológica, cultural, política, etc.), para potenciar una imagen dialéctica del conflicto en

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cuestión. En esta primera fase se puede tratar de dar respuesta a in­terrogantes como los siguientes: ¿cómo se ven afectadas la condicio­nes de vida por el problema?, ¿qué procesos de naturaleza ecológica o biofísica se ven ímplicados?, ¿qué colectivos sociales están directa­mente comprometidos en el conflicto?, ¿qué valores e intereses im­plícitos o explícitos defienden?, ¿cuáles son los aspectos legales, ad­ministrativos e históricos del problema?, ¿qué soluciones o alternati­vas tecnológicas se plantean?, etc.

2. Incidir en que el conocimiento es necesario pero no suficiente. De ahí que sea también preciso clarificar y enjuiciar los valores que sopor­tan normativamente la vida en sociedad. Una evaluación de esta na­turaleza podrá ayudar a tomar las mejores decisiones posibles, en función de las alternativas sugeridas o de las prioridades que se es­tablezcan para la acción transformadora.

3. Insistir en que el compromiso personal introduce un factor subjetivo y/o emocional en el desarrollo de la competencia para la acción. Es en este tipo de compromiso donde se establecen puentes entre lo cog­nitivo y lo afectivo, constituyendo un importante factor de motiva­ción para la acción social o para el establecimiento de vínculos entre cada sujeto y la realidad. El compromiso personal ante la acción so­cioeducativa es también un compromiso político: «una persona edu­cada es una persona que se percibe como un sujeto político» (Mo­gensen, 1995: 71) .

4. Poner énfasis en el análisis de las condiciones bajo las cuales la ac­ción tiene o puede tener lugar. Mogensen (1995: 66) señala que «las barreras posibles y potenciales para la acción deben de ser identifi­cadas y es importante investigar las posibilidades para contrarrestar obstáculos dentro de la comunidad local y, en lugar de dar soporte a roles agresivos, tratar de establecer una relación cooperativa» . Las barreras contingentes pueden ser más o menos tangibles (legislación, grupos de interés, resistencias al cambio, etc.) o veladas (la interiori­zación de un determinado estilo de vida). Para actuar sobre las ba­rreras que bloquean el cambio es necesario establecer un curso de ac­ción colectiva, donde los actos individuales son el resultado de un proyecto cooperativo y responsable de los sujetos que aprenden a ser «ciudadanos activos» en una sociedad democrática (Shnack, 1995). Uzzell ( 1997: 1 7-18) afirmará que «la necesidad de entender la com­petencia en la acción como un proceso social se subraya cuando in­troducimos la noción de democracia»; de hecho, prosigue, «la demo­cracia es el interés fundamental en el desarrollo de la competencia en la acción, especialmente en lo que respecta al consenso negocia­do de acciones apropiadas. Pero la democracia no es un concepto in­dividualista porque ésta no puede existir dentro del individuo . . . Si la

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 239

democracia es un concepto central en la noción de competencia en la acción, entonces ésta tiene que ser evaluada a nivel colectivo» .

Por lo que hemos apuntado, ya sea en la perspectiva que destaca los problemas con los que trabaja, o en la que pone énfasis en las estrategias metodológicas de la acción-intervención social, la Educación Ambiental es también Educación Social. Pero no basta; además, ambas precisan que el proceso de transformación social genere y facilite la apertura de esferas públicas alternativas ( Giroux, 1997), incentivando la reconstruc­ción de los vínculos sociales, el trabajo cooperativo y la acción colectiva frente a la inercia individualista, la comunicación «digitalizada» y la pul­sión consumista y ahistórica que inducen la cultura de masas. La Edu­cación Ambiental, al igual que la Educación Social, plantea aquí el pro­blema del desarrollo democrático y la necesidad de promover procesos de participación en los asuntos ambientales, como verdaderos asuntos públicos, sobre los cuales se toman decisiones político-normativas y no sólo técnicas.

El desarrollo de la participación democrática en materia de medio ambiente, con la intención de promover modelos alternativos en los es­tilos de vida, podrá adoptar diversas formas: impulsando las iniciativas asociativas, los grupos de acción local, las dinámicas comunitarias, los colectivos y movimientos sociales que actúan solidariamente, los talleres educativo-ambientales, etc. Así, por ejemplo, un programa de coherencia ambiental en un centro escolar no tendrá por qué plantearse como obje­tivo último ahorrar energía o mantener limpio el espacio físico, ni tam­poco pretender el cambio global; más allá de objetivos formativos espe­cíficos, este tipo de experiencias tienen como fin primordial recrear mo­delos alternativos de organización (sobre el consumo, la gestión del es­pacio, la toma de decisiones sobre el ambiente del centro, la prelación de necesidades, etc.) en los cuales la comunidad educativa pueda desarro­llar competencias «para la» y «en la» acción y, de paso, actuar colectiva­mente adoptando supuestos distintos a los que sostiene la racionalidad dominante.

g) Una educación comunitaria

Como se sabe, el «Comunalismo» es, desde antiguo, una de las fuen­tes ideológicas más sustantivas, tanto para la articulación del pensa­miento ecologista como para las propuestas que fundamentan el desa­rrollo comunitario y local (Bookchin, 1978; Schumacher, 1978; Bosquet, 1979). Así lo pone de relieve Dobson (1997: 1 1), cuando afirma que «Un problema común de la estrategia de cambio de estilo de vida es que, en última instancia, está separada del fin al que quiere llegar, por cuanto no es obvio cómo el individualismo en que se basa se convertirá en el comunitarismo que es fundamental en la mayoría de las descripciones

240 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

de la sociedad sustentable». De hecho, prosigue el autor, «parecería más sensat<í suscribir formas de acción política que ya son comunitarias y que, por tanto, son práctica y al m.ismo tiempo anticipo de la meta anunciada. De este modo, el futuro se inserta en el presente y el pro­grama resulta más convincente intelectualmente y más coherente prác­ticamente». Castells ( 1998, II: 141), también realiza un pronunciamien­to acorde con esta perspectiva; para él, «la movilización de las comuni­dades locales en defensa de su espacio, contra la intrusión de los usos indeseables, constituye la forma de acción ecologista de desarrollo más rápido y la que quizás enlaza de forma más directa las preocupaciones inmediatas de la gente con los temas más amplios del deterioro am­biental» .

En general, se considera que los enfoques macrosociales, globaliza­dores y centralizados del capitalismo industrial, acaban provocando dos efectos perversos y complementarios: de un lado, la concentración de ca­pitales; de otro, la pérdida de protagonismo ciudadano. Para afrontar ambas situaciones, la racionalidad ambiental propone microestructuras, articuladas en redes descentralizadas, mediante las que sea posible dar una cobertura contingente a las necesidades de cada grupo humano, fa­voreciendo que las personas intervengan directamente en la toma de decisiones. Para ello es necesario, siguiendo la propuesta de Giroux (1997: 36), «educar a la gente en el sentido gramsciano de gobernar como agentes que pueden ubicarse a sí mismos en la historia, al tiempo que determinen el presente como parte de un discurso y una práctica que per­mita que la gente imagine y desee más allá de las limitaciones y prácti-cas existentes en la sociedad».

· ·

Tal y como hemos señalado, aunque las prácticas del desarrollo sos­tenible puedan y deban concretarse de múltiples maneras, y de que la Educación Ambiental también deba propiciar prácticas más plurales, consideramos que la mayor parte de las iniciativas educativo-ambienta­les deben partir de las comunidades locales y resolverse en términos de un Desarrollo Comunitario Local, con el que comparte finalidades y prin­cipios que demandan el fortalecimiento de la sociedad civil: dar pro­tagonismo real a los sujetos y a los grupos, dotarse de estructuras parti-. cipativas, concebir la acción social y educativa como un proceso de demo¡;racia cultural, equilibrar las mejoras cuantitativas y cualitativas, favorecer la autonomía y la gestión endógena de los procesos . . . Así, ha­ciendo suyos los postulados que reivindican «valorizar de forma integra­da y duradera los recursos locales», insistirá en la necesidad de abordar la legitimidad y la responsabilidad de las comunidades locales (desde los poderes públicos hasta los movimientos asociativos, en diferentes mar­cos institucionales y políticos, etc.) en la acción colectiva a favor de la sustentabilidad, porque «es precisamente en la esfera local donde con­ceptos tan abstractos como el de sostenibilidad pueden tomar un signifi­cado real y adaptado a las condiciones de cada contexto social» (Tábara, 1999: 132).

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 241

Diremos más: para la Educación Ambiental, al igual que para cu�l­quier práctica educativa que pretenda afirmarse como un proyecto social y cultural, el desarrollo comunitario constituye una referencia clave (Ca­ride y Meira, 1998): en él, educación y ambiente se integran de un modo inequívoco, tratando de transferir autoconfianza

.Y protagonism<? a las

comunidades locales y a los diferentes grupos sociales que las articulan, para convertirlos en sujetos del proceso de desarrollo y no en meros ob­jetos de éste. En este sentido, se pretende significa; a l�s personas n? sólo como individuos sino como una «comunidad» mscnta en un tem­torio, con un pasado y un futuro «Común», desde la co:idianeidad hasta su progresiva integración en otras comunidades y realidades (comarca­les, regionales, nacionales, internacionales), sin renunciar a mejores Y

más dignas condiciones de su calidad de vida. Coincide con esta línea argumental la importancia concedida en las

últimas décadas a la deseable integración de los procesos educativos en las dinámicas propias de cada realidad social, en particular las que. se construyen desde, con y para las comunidades locales \pu�blos, barr10s, ciudades). En general, declarando y/o procurando contnbmr a crear con­diciones de ciudadanía y de bienestar social cada vez más congruentes con los principios que inspiran el desarrollo armónico, integral y susten­table de cada sujeto y de cada colectividad. Para Calvo y Franquesa (1998: 53), tras admitir que durante años en los documentos de diferen­tes eventos internacionales de Educación Ambiental se evitó por razones políticas una alusión expresa a la democracia como marco general, o a la profundización democrática como acción concreta, «hoy podemos ex­plicitar claramente la opción por la equidad como principio y la demo­cracia como marco idóneo. El diálogo, la negociación y el consenso re­sultan, así pues, los mecanismos para resolver los conflictos, y la parti­cipación de las personas en estos procedimientos, parte esencial de su ca-pacitación». . . , . .

En este sentido se constata como planteamientos Ideologicos, soc10-políticos y metodo!Ógicos que insisten en reivindic�r el desarrollo social a partir de lo que es «común» a las personas -:-�ons1derando �spe�tos tan diversos como el paisaje, la cultura, los sentimientos o las vivencias que se configuran en un detennina�o t�rritorio- tratan de �alidar mo�e'.c:s y procesos de desarrollo comumtano en los que se acentuan las posibili­dades de la educación en el logro de tres objetivos principales:

• Avanzar en las posibilidades que ofrece promover el reencuentro de las comunidades locales consigo mismas, garantizando la su­pervivencia del territorio y de los colectivos �aciales (d�sde la in­fancia hasta la personas mayores) que lo habitan, entranando una adecuada disponibilidad de sus recursos naturales y el respeto a Jos valores que toman como referencia las diferentes manifes:a­ciones del patrimonio artístico-cultural legado por las generac10-nes precedentes. Para ello se requiere compatibilizar las dimen-

242 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

siones locales con las internacionales, la visión micro con la visión macro, la sociedad civil con el Estado, la autoestima con el apre­cio de lo ajeno, �te. Porque tal y corno observa Bassand ( 1 992: 1 16), para el desarrollo local «lo singular no es incompatible con lo local, la iniciativa local implica solidaridades endógenas pero también y sobre todo exógenas; los proyectos locales no están opuestos a la apertura y al intercambio con el mundo, lo local no excluye lo global; la tradición en la que a menudo arraiga la iden­tidad no rechaza la modernidad».

• Responsabilizar y comprometer a las comunidades locales en los procesos de cambio y de transformación social, confrontando sus problemáticas, necesidades y demandas con las posibilidades y li­mitaciones (geográficas, culturales, demográficas, infraestructura­les, económicas, tecnológicas, etc.) de la realidad de la que forman parte, ampliando sus capacidades de iniciativa y de crítica sin que -por principio-- se renuncie a las ventajas que puede ofrecer el conocimiento científico y la innovación tecnológica de cara a la promoción de un desarrollo cada vez más autónomo y sustentable. Dirá Marchioni ( 1994: 25) que la vuelta a la comunidad en las nue­vas condiciones sociales y con un Estado de Bienestar en crisis significa retornar un protagonismo que parecía olvidado o surner'. gido, revitalizando «Su voluntad de contar, a tener un papel en los procesos sociales, en la torna de decisiones, en una palabra: su vo­luntad de participar. La demanda de la participación vuelve a bro­tar de los estamentos y ámbitos sociales de los que había sido ex­pulsada en la creencia, de alguna manera compartida o asumida por demasiados sujetos, de su inutilidad».

• Afirmar en cada persona su protagonismo corno sujeto y agente de los procesos de cambio social, desde su entorno inmediato y con la perspectiva de una sociedad cada vez más interdependiente y glo­balizada. Porque, obviamente, el desarrollo se refiere a las personas y no a los objetos, con todas las consecuencias que esto comporta: «se trata de implicar a cada sujeto en la defensa de su entorno na­tural y cultural, contribuyendo tanto a la promoción de identidades corno a la redefinición de las autonomías locales. Una misión que debe articularse a partir de la biografía que aporta cada persona a la historia común, contextualizándola en los espacios y tiempos so­ciales que le son propios, desde un estricto respeto a los derechos humanos y a la irrenunciable aspiración a que se mejore progresi­vamente la calidad de vida» (Caride, 1 997a: 225).

No podrá obviarse, tal y corno recuerda Leff (1986: 1 87-195), que los principios ambientales del desarrollo se fundan en una crítica a la ho­mogeneización de los patrones productivos y culturales, reivindicando

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 243

los valores de la pluralidad cultural y la preservación de las identidades étnicas de los pueblos. Lo que ha sido reiteradamente contravenido por los paradigmas dominantes en la economía, por lo que es preciso redefi­nir el ambiente corno un principio ético, con el que ha surgido, «corno condición para la puesta en práctica de proyectos de gestión comunita­ria de los recursos naturales a escala local y corno un medio eficaz para lograr los objetivos del desarrollo sustentable . . . La Naturaleza deja de ser tan sólo un recurso económico y se transforma en un patrimonio cultu­ral; las estrategias de manejo múltiple de recursos ofrecen principios para optimizar la oferta sostenida de recursos conservando las condicio­nes de sustentabilidad de la producción, con base en una apropiación di­ferenciada de satisfactores en el tiempo y en el espacio, así corno en una distribución más equitativa de los recursos y de la riqueza». Todo ello ha de conducir hacia un nuevo orden económico fundado en la gestión am­biental local, en cuyo seno se trata de facilitar a las poblaciones locales los apoyos y medios mínimos necesarios para que desarrollen su propio potencial autogestionario en prácticas productivas ecológicarnente ade­cuadas, mejorando sus condiciones de existencia y elevando su calidad de vida conforme a sus propios valores culturales (Leff, 1986: 401-402).

Esta reflexión, a la que no son ajenas otras consideraciones sobre las modalidades educativas y las tipologías pedagógicas al uso, obliga a re­conducir el discurso hacia la necesidad de que la Educación Ambiental que se desarrolla en los contextos comunitarios abandone su cataloga­ción corno una educación «no formal», carente de entidad e identidad por y en sí misma. Bien al contrario, se reclama «formal» y «significati­vamente» constituida en los escenarios sociales y en las prácticas peda­gógicas, con objetivos y métodos, contenidos y actores, estrategias y ex­periencias, etc., que no pueden interpretarse ni corno una forma de ha­cer viable algún tipo de negación educativa (en este caso, la representa­da por la «educación formal» o la escuela) ni corno la expresión de una actuación paralela, estanca o parcial de la educación.

De ahí que reivindiquemos la denominación de Educación Ambien­tal Comunitaria corno un modo de reconocer y delimitar los perfiles de una práctica pedagógica y social que hace suyos los compromisos de avanzar comunitaria y ecológicarnente hacia una sociedad sustentable, al menos mientras las palabras sigan ejerciendo algún tipo de poder sim­bólico y/o material. Bajo estos supuestos, la identidad y entidad de la Educación Ambiental Comunitaria tienen perfiles propios, respondiendo su caracterización a una lógica educativa incuestionable; muy significa­tivamente cuando se torna en cuenta la incoherencia de registrarla -y, de paso, mermar su valor- corno el complemento o la antítesis de una educación «formal», «legal y administrativamente regulada».

EPÍLOGO

La imagen de una Educación Ambiental «alternativa» a otras educa­ciones (más o menos próximas a una orientación mesológica, ecológica o axiológica), ha posibilitado que en las últimas décadas se establezca una clara correspondencia entre las inquietudes que anidan en el conoci­miento ambiental, procurado por diferentes campos científico-disciplina­res, y las proyecciones epistemológicas, metodológicas o pedagógicas en los que se introduce el quehacer educativo y ambiental. Como sabemos, esto ha repercutido con mayor o menor trascendencia en el surgimiento de nuevos marcos referenciales para la Educación Ambiental (y, de hecho, también para la Educación, en general), tanto en sus planteamientos teó­ricos como en sus consecuencias prácticas, movilizando formas innova­doras de aprender y saber, de pensar y actuar, de crear y experimentar .. ., en muy distintos planos de la formación humana, ya sea en el interior de los sistemas educativos o en otros tiempos y espacios sociales.

La necesidad de promover nuevos encuadres para el conocimiento y la praxis educativo-ambiental no es, en todo caso, una cuestión que res­ponda a circunstancias coyunturales o aleatorias; aunque, en el fondo, ha

· de observarse como un modo de mejorar su futuró a la luz de los signi­ficados que va deparando la evaluación de su pasado, precisando las con­diciones en las que deberá ser repensada y orientada para satisfacer las metas que propiciaron su aparición como una educación «diferenciada»; no sólo desde sus componentes pedagógicos, sino fundamentalmente ecológicos, éticos, políticos y sociales. El desarrollo de la biotecnología, los avances en el conocimiento de la genética y sus aplicaciones tecnoló­gicas, etc., .dibujan nuevas fronteras para la Humanidad, y por ello, para quienes desde la educación, en general, y desde la Educación Ambiental, en particular, asumen su responsabilidad como educadores comprometi­dos con nuevos modos de pensar y hacer sociedad.

Más que eso, estimamos que adentrarse hoy en la Educación Am­biental con propósitos de innovación y cambio, constituye una «reac­ción» legítima para modificar el curso de una historia señalada por los vacíos que ocasiona el eclecticismo institucional y el «mestizaje para­digmático» que se ha ido instalando en sus discursos y prácticas, «don­de no resulta sencillo detectar los orígenes y las amalgamas de lo que pensamos, decimos y actuamos en materia educativa» (González Gau-

246 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

diano, 1998: 42); y, acaso con mayor incidencia, representa un modo de defender a la Educación Ambiental de la perplejidad o la desesperanza que se produce al constatar cómo se incrementa la distancia entre las d.ec!aracion�s oficiales ·y sus consecuencias prácticas, especialmente vi­sible a medida que aumentan las tomas de postura (estrategias, progra­mas de acción, disposiciones legislativas, etc.) por parte de los Organis­mos Internacionales, Gobiernos y Administraciones o corporaciones pri­vadas .. ., a los que sigue resultando altamente sugerente alinearse con la Educación Ambiental para expresar sin reparos que se comprometen a «desarrollar una comprensión integrada del medio ambiente» , «garanti­zar la democratización de la información ambiental», «estimular el for­talecimiento de una conciencia crítica sobre la problemática ambiental Y social_>>, «�ortalecer la ciudadanía, la autodeterminación de los pueblos y la sohdandad como fundamento de la humanidad», etc.

De lo anterior cabe deducir que referirse a una Educación Ambien­tal que se abre a nuevas perspectivas conceptuales y estratégicas, no po­drá mterpretarse solamente desde el afán renovador que ha de caracteri­zar a una «educación» preocupada por solventar las exigencias socio­psico-pedagógicas inherentes a una mejora cualitativa de Jos modos de educar, de enseñar y de aprender, de formarse o de socializarse. Siendo importante, no será suficiente ya que, como apunta Leff ( 1994: 14) tan­to las políticas ambientales como los programas educativos relati;os al ambiente han de ir más allá de la aplicación de los conocimientos cien­tíficos y tecnológicos disponibles, apuntando hacia la «emergencia de nuevos saberes para aprehender las interrelaciones de procesos de dife­rentes órdenes y niveles de organización y que orienta la construcción de ur;a racionalida� alternativa de desarrollo», en el contexto de un pensa­miento global e mtegrador que se toma en serio las diferencias cultura­'.es, de .or�aniz.ación de la producción, de losrecursos naturales y de su JUSta �i.stnbución. El pa�el del saber ambiental y del hacer pedagógico se r�habihta alzando si:- mirada hacia horizontes más comprehensivos y dialogantes con los sistemas que sostienen la vida.

Proponemos, en esta dirección, que al menos se ponga énfasis en as­pectos como los siguientes (Caride, 2000: 1 73-177):

• Una aproximación mucho más significativa al conocimiento e. in­

terpretación de las realidades ambientales, estimadas en su com­plejidad, posibilitando que se afronten problemas tan concretos como el consumismo, las contradicciones del desarrollo (incluido el sostenible o sustentable) o las incongruencias de las decisiones que se adopten en los planos político, económico, tecnológico, etc., en materia de medio ambiente.

• La promoción de una toma de conciencia -personal y colectiva­que subraye la diversidad y lo plural, en contraposición a la uni­formidad y el dogmatismo del pensamiento único globalizado y

LA CONSTRUCCIÓN PARADIGMÁTICA DE LA EDUCACIÓN AMBIENTAL 24 7

homogeneizador, así como de cualquier actuació? que se lin;iite a una concepción y gestión burocrática de las realidades ambienta­les y de sus problemas.

• La democratización del conocimiento conforme a planteamientos reflexivos, críticos e integradores, en los que cada person� tenga la opción de ser protagonista, no só�o corr;o observador. �mo como actor que piensa y, en consecuencia, actua en la condición de su­jeto de la historia.

• La concreción del saber ambiental y del quehacer educativo ei_i rea­lidades específicas, limitando las ambigüedades Y concedie?do prioridad a las actuaciones que sean coi_i�ergentes con necesida­des, demandas, problemáticas, etc., manifiestas o latente�. Cono­cimiento, reflexión y acción deben formar parte de la m.i�ma es­trategia pedagógica, con fines y '.ogro� que han de permitir com­patibilizar la aspiración a una vida di�na para. todos, c?n .la si:­pervivencia de un Planeta donde la eqmdad social Y '.ª b.10diversi­dad muestren los límites de lo que podrá o no segmr siendo ad­misible ecológica y humanamente.

• La adopción de enfoques que vinculen lo diacró.nico y lo sincr?ni­co lo local y lo global, lo individual y lo colectivo .. ., restablecien­do' buena parte de los nexos que el desan;ollo econó1;1i.co supeditó a la eficiencia demandada por la racionalidad tecnologic.a Y �l pro­greso material, desligando a las personas, �e su contnbuciót; �l «bienestar ambiental» para presentarlas umcamente como VI�ti­mas de su malestar; en este sentido es en el q�e nos P.arece im­portante reiterar que «los proyectos de Educación Am�iental son globales e integradores. Lo son tomando como referencia al mun­do en su totalidad, si lo que verdaderamente se preten.de es sumar sus aportaciones a la resolución de problemas q_i:e tienen un al­cance estructural y planetario. Pero lo son tambi�n ... en el con­texto de cada comunidad local, donde el protagomsmo de las, per­sonas el cambio de actitudes o los procesos de transformacion se hace� más visibles y cotidianos» (Caride y Meira, 1998: 28).

Por lo que decimos, los encuadres, que h� d� propiciar. el sab�r Y el quehacer educativo-ambiental no podran restnngirse. a suscitai; ,actitudes en las personas para un desarrollo susten�able, .smo tambien, �orno apunta Sáez ( 1 998: 6), a promover «el camb10 so�ial que hay que ir lo­grando para eliminar la explotación abierta o sutil de nuestro. e_ntorno, combatir el deterioro de nuestro hogar en donde hemos de convi�ir Y n;i�­jorar las condiciones de nuestra residencia terrenal cada vez mas art:�­cializada, debido a una tecnologización sin freno que bu�ca la renta�ih­dad y el beneficio». Aceptar la posibilidad de este camb10 y construirlo

248 EDUCACIÓN AMBIENTAL Y DESARROLLO HUMANO

colectivamente, esperando algo más que la simple continuidad del pre­sente histórico, es una tarea que la Educación Ambiental ha de asumir a favor de un desarrollo humano más congruente con la justicia y la equi­dad social. Acaso, aunque no sólo, porque como expresara Paulo Freire ( 1997: 26), «la afirmación de que "las cosas son así porque no pueden ser de otra forma" es odiosamente fatalista, pues decreta que la felicidad per­tenece solamente a los que tienen el poder».

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Impreso en el mes de abril de 2001 en Talleres LIBERDÚPLEX, S. L.

Constitución, 19 08014 Barcelona