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CONOCIMIENTO REFLEXIVO, FUNDAMENTOS Y ULTRAESCEPTICISMO José Marcos de Teresa UAM Iztapalapa Además de verse obligada a investigar la existencia de fundamentos válidos, la epistemología tradicional debe procurar su auto-justificación integral, como explico en la primera sección del ensayo. Hoy generalmente se piensa que ambas tareas son irrealizables, ante lo cual repetidamente se ha propuesto abandonar el proyecto filosófico de la tradición. Pero en segundo lugar, casi todos los análisis contemporáneos prescinden del concepto clásico de la justificación dialéctica (noción de la que hago un esbozo reconstructivo). Sin embargo muestro cómo en un marco de este tipo es posible escapar, por lo pronto, al trilema de Agripa. Así se avanza un trecho considerable en la realización de las dos tareas antes señaladas, y uno de los principales motivos para abandonar el proyecto clásico desaparece. En el apartado final discuto ciertos supuestos centrales de la estrategia dialéctica y caracterizo otro tipo de ataques, que llamo “ultraescépticos”, a los que (en un contexto apropiado) ella resulta inmune. 1 Dado un enunciado p, podemos preguntarmos: “¿cómo distinguir si quien afirma p está en lo cierto, o si comete un error?” Preguntas de esta clase son frecuentes en la vida cotidiana, y a menudo también reclaman el interés profesional de los especialistas. Por añadidura, fórmulas análogas expresan uno de los problemas de mayor peso en la tradición filosófica. 1 Sin embargo, en esta disciplina la citada clase de preguntas se plantea en términos peculiarmente amplios (de modo que p puede representar un enunciado cualquiera), hasta el punto de que su generalidad distingue a la epistemología, o teoría filosófica del conocimiento, de otros campos de investigación. 2 Dada la amplitud característica de los interrogantes que enfrenta, uno de los objetivos naturales de la epistemología es producir un análisis certero del concepto general de saber, e identificar los principales subtipos que éste abarca. A este propósito, hasta el último tercio del Siglo XX prácticamente se aceptó sin disenso la cláusula de que, para constituir conocimiento auténtico, las creencias deberían estar apropiadamente justificadas –es decir, tener el respaldo de una prueba discursiva legítima, o quizá presentar algún otro rasgo que a nuestros ojos acredite su validez– pues ¿cómo 1 La capacidad de discernir si un pensamiento constituye “un falso fantasma, o si está dotado de vida y verdad”, es nada menos que el punto más alto del arte de Sócrates (Teet. 149a), mientras Descartes repetidamente señala que su propósito básico es “aprender a distinguir lo verdadero de lo falso” (1988, AT VI, pp. 2, 10). 2 Obviamente la epistemología comparte con otras disciplinas el interés por grandes regiones de este campo problemático. Sin embargo, algunas otras familias de preguntas son característicamente suyas. Adelante me referiré a dos de ellas.

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CONOCIMIENTO REFLEXIVO, FUNDAMENTOS Y ULTRAESCEPTICISMO

José Marcos de Teresa UAM Iztapalapa

Además de verse obligada a investigar la existencia de fundamentos válidos, la epistemología tradicional debe procurar su auto-justificación integral, como explico en la primera sección del ensayo. Hoy generalmente se piensa que ambas tareas son irrealizables, ante lo cual repetidamente se ha propuesto abandonar el proyecto filosófico de la tradición. Pero en segundo lugar, casi todos los análisis contemporáneos prescinden del concepto clásico de la justificación dialéctica (noción de la que hago un esbozo reconstructivo). Sin embargo muestro cómo en un marco de este tipo es posible escapar, por lo pronto, al trilema de Agripa. Así se avanza un trecho considerable en la realización de las dos tareas antes señaladas, y uno de los principales motivos para abandonar el proyecto clásico desaparece. En el apartado final discuto ciertos supuestos centrales de la estrategia dialéctica y caracterizo otro tipo de ataques, que llamo “ultraescépticos”, a los que (en un contexto apropiado) ella resulta inmune.

1

Dado un enunciado p, podemos preguntarmos: “¿cómo distinguir si quien afirma

p está en lo cierto, o si comete un error?” Preguntas de esta clase son frecuentes en la

vida cotidiana, y a menudo también reclaman el interés profesional de los especialistas.

Por añadidura, fórmulas análogas expresan uno de los problemas de mayor peso en la

tradición filosófica.1 Sin embargo, en esta disciplina la citada clase de preguntas se

plantea en términos peculiarmente amplios (de modo que p puede representar un

enunciado cualquiera), hasta el punto de que su generalidad distingue a la

epistemología, o teoría filosófica del conocimiento, de otros campos de investigación.2

Dada la amplitud característica de los interrogantes que enfrenta, uno de los objetivos

naturales de la epistemología es producir un análisis certero del concepto general de

saber, e identificar los principales subtipos que éste abarca. A este propósito, hasta el

último tercio del Siglo XX prácticamente se aceptó sin disenso la cláusula de que, para

constituir conocimiento auténtico, las creencias deberían estar apropiadamente

justificadas –es decir, tener el respaldo de una prueba discursiva legítima, o quizá

presentar algún otro rasgo que a nuestros ojos acredite su validez– pues ¿cómo

1 La capacidad de discernir si un pensamiento constituye “un falso fantasma, o si está dotado de vida y verdad”, es nada menos que el punto más alto del arte de Sócrates (Teet. 149a), mientras Descartes repetidamente señala que su propósito básico es “aprender a distinguir lo verdadero de lo falso” (1988, AT VI, pp. 2, 10). 2 Obviamente la epistemología comparte con otras disciplinas el interés por grandes regiones de este campo problemático. Sin embargo, algunas otras familias de preguntas son característicamente suyas. Adelante me referiré a dos de ellas.

cerciorarse, si no, de que efectivamente merecen considerarse como verdaderas y que

constituyen un saber?3 Pero al combinarse con la generalidad de las preguntas

filosóficas, este requisito da lugar a problemas escurridizos, como pronto veremos.

Tal como se presentan en la vida cotidiana y en las ciencias, muchas de nuestras

creencias mantienen entre sí relaciones estructuradas de jerarquía y dependencia. Podría

haber, por ejemplo, un conjunto de principios más básicos que todas las demás

creencias, de los que éstas dependen para su justificación y no a la inversa.

Anticipándose a esta eventualidad la epistemología no debería rechazar o relegar

indefinidamente la pregunta de si los principios –de haberlos– constituyen

conocimiento, pues sustraer a priori alguna clase de posibles saberes del campo de

estudio equivaldría a permitir que un problema específico suplante a la cuestión general,

abandonándose así el terreno filosófico. Considerada con apego a su concepto

tradicional, la teoría del conocimiento no puede simplemente omitir el problema de la

búsqueda de fundamentos válidos. Por otro lado, si la concebimos como fruto de una

investigación (y no, p. ej., como una convención o una serie de hipótesis gratuitas), bajo

el planteamiento “justificacionista” una buena teoría epistemológica queda obligada a

respaldar cada una de sus propias pretensiones. Para lograr esto la teoría tendrá que

incluir referencias sustanciales a sí misma, y en particular debería hacerse explícita en

dos niveles, como caso y regla de sí misma. (En consonancia, por supuesto, el texto que

la exponga habría de interpretarse de este modo).

Por un lado, habrá que considerar cada propuesta epistemológica como una

meta-teoría que expresa ciertos valores y argumenta en favor de determinadas reglas, de

las que (hay que suponer) depende su propia justificación; por otra parte, habrá que

examinarla como ítem o caso particular que, so pena de invalidarse a sí misma, cuando

menos se encamina a satisfacer esas mismas condiciones. Incluída en su propio campo

de estudios, la epistemología debería constituir entonces un denso ejercicio reflexivo.

Nada impide, sin embargo, que una teoría exitosa reconozca distintos dominios de

conocimiento. A este respecto podría esperarse que algunos de sus postulados (los más

básicos) sean extensibles a los demás tipos epistémicos que la teoría admite. En

3 Corrientes como el confiabilismo que en décadas recientes ha propuesto el filósofo norteamericano Ernest Sosa (a cuyas posiciones haré referencia más abajo), tienden a restarle peso a preguntas del tipo indicado. El motivo presumible de esta determinación es que insistiendo en la centralidad del requisito justificacionista, no se consigue más que subrayar el naufragio (inevitable en lo esencial, según parece creer Sosa) de la epistemología frente a los desafíos escépticos.

cualquier caso, la auto-justificación comprehensiva que está obligada a procurar

también le exige atender el problema de los fundamentos generales, bajo los cuales el

suyo propio representa un caso específico.

A todas luces sería imposible legitimar por medios esencialmente empíricos una

teoría filosófica, y nuestras esperanzas de lograr esto no tendrían mucho mejores

perspectivas de cumplirse, si se buscan justificaciones centradas en intuiciones

racionales cada una de las cuales supuestamente es auto-evidente y por sí misma posee

genuino valor axiomático, pues el caso es que en general, a esta última estrategia se le

oponen poderosos y bien conocidos argumentos escépticos. En efecto, cuando alguien

afirma que un enunciado q es evidente o intuitivamente cierto, no suele ser difícil hallar

alguien más que directamente afirma lo contrario, como lo subraya el tropo pirrónico

del desacuerdo (o diafonía). Por otra parte, con Descartes podríamos considerar la

hipótesis de un Engañador capaz de hacernos tropezar incluso “...cuando sumo dos y

tres, o enumero los lados de un cuadrado, o juzgo de cosas aún más fáciles que ésas, si

es que puede imaginarse algo que sea más fácil...” (AT IX, 16). Ahora bien, en los

límites que se auto-impone la estrategia de la intuición racional, cualquier réplica

satisfactoria a este último alegato debería resultar obviamente satisfactoria para

cualquiera que la considere; sin embargo una respuesta que tenga estas características

no es fácil de hallar, como antes decíamos. Quizá por ello, hace tiempo que la mayoría

de los epistemólogos puso sus esperanzas, más bien, en justificaciones de tipo

discursivo, basadas en argumentos, que aquí me limitaré a llamar pruebas. Pero

evidentemente los escépticos también tienen armas para poner en duda la factibilidad de

esta última empresa.

El célebre trilema de Agripa (Sexto I, XV, 164ss.) ataca lo que parece una

presuposición básica de la estrategia discursiva. Desprovisto de prueba, un enunciado

cuestionable (p. ej., una tesis “filosófica” cualquiera) sería un mero dogma, y a lo sumo

equivale a una hipótesis gratuita (1). Pero toda supuesta prueba tiene premisas, y si éstas

fueran simples dogmas, el argumento no podría darle un respaldo genuino a su

conclusión; de modo que para que haya prueba auténtica debería pedirse que también

sus premisas estén justificadas. Sin embargo, a su vez la prueba de las premisas

originales tendría que partir de nuevas premisas que tampoco pueden ser arbitrarias, y

así sucesivamente (2). Al parecer, por último, la única manera de evitar un regreso al

infinito sería acudir a un argumento lógicamente circular, cuya conclusión (o un

enunciado equivalente a ésta) figure ya entre las premisas (3). Sin embargo, la

circularidad es un vicio fatal en un alegato que pretenda tener valor probatorio, pues

supone dar por sentado, como premisa, justamente aquéllo que debería demostrarse:

recaemos entonces en el dogmatismo original. Así, el trilema deja en claro que una

cadena lineal de inferencias sería incapaz de ofrecer, por sí misma, una prueba legítima,

y que por ese derrotero, en particular, no alcanzaremos nunca el objetivo filosófico de la

auto-justificación. Más específicamente, la dificultad estriba en hallar alguna manera de

legitimar las premisas o principios básicos de la propia teoría (y del conocimiento en

general). Aunado a esto no hay por qué olvidar que junto al trilema de Agripa, el

escéptico también podría oponerle la hipótesis del Engañador a la vía discursiva, y en

particular, a la aceptabilidad de las premisas.

No es extraño, entonces, que destacados autores contemporáneos hayan llamado

a abandonar el concepto tradicional de la teoría del conocimiento. Cada cual lo ha hecho

a su propio modo, pero entre varios más, están en este caso Jean Piaget (1965), Willard

Quine (1969), Philip Kitcher (2011) y Ernest Sosa (1994). Un reclamo que comparten

estos autores es que la epistemología no sólo se ha mostrado incapaz de encontrar

prueba alguna como las que aquella concepción exige, sino que según parece, no estará

nunca en condiciones de lograrlo. Como escribe Sosa (2011, p. 348),

...una “teoría justificadora” de nuestro conocimiento en general .. daría razones

que justifican cada punto de nuestro conocimiento, y lograría esto sin caer en

circularidad o en un regreso infinito. Esto obviamente esta más allá de las

limitaciones humanas ... Así, demandar esto es ‘incoherente’. Lo cual significa

que esa petición no sólo es insatisfacible, sino que lo es con necesidad metafísica

Está claro que Sosa acusaría a quien plantee esta demanda, de mostrar una

ignorancia intolerablemente crasa en su apego al ideal tradicional. Ahora bien, desde

luego es probable que a la larga, esta opinión de Sosa resulte correcta. Sin embargo en

lo que sigue intentaré mostrar cómo la epistemología puede dar unos pocos pasos

sustanciales que al menos la encaminan hacia el ideal que postula la tradición. Estos

pasos no necesariamente resuelven en general el predicamento de la epistemología, pero

en el peor de los casos podrían ayudarnos a identificar con bastante más precisión que lo

hecho hasta ahora, qué es exactamente aquello que la disciplina es incapaz de cumplir.

En cualquier caso, para avanzar conviene recobrar un concepto cásico de la justificación

discursiva que extrañamente, sin razones claras ha quedado relegado (quizá a causa del

olvido) en la conversación de los filósofos contemporáneos más conocidos.4

2

Someter a la crítica racional una teoría, concediendo así mismo a sus partidarios

la oportunidad de defenderla con argumentos, en sí misma es una manera racional de

evaluarla, que en ocasiones permite alcanzar la decisión fundada de aceptar o no ese

conjunto de enunciados. A este procedimiento cotidianamente se acude, por ejemplo, en

el campo del derecho.5 La controversia intelectual y más específicamente filosófica, sin

embargo, tiene cierta mala fama que parece haber heredado de la estéril disputatio

escolástica, desdeñada ya por Bacon y Descartes. El caso es que la Encyclopédie de

Diderot y de D’Alembert muestra un marcado desprecio por las controversias, pues

“…el resultado ordinario de las discusiones es que cada cual queda aún más apegado

que antes a su manera de pensar”.6 Pero las discusiones no sólo “... no dejan ninguna

enseñanza”.7 Peor aún, según estos Ilustrados puede atribuírseles la degradación de la

vida intelectual en Europa:

ese método detestable de enseñanza y de estudio infectó a todas las ciencias y a

todas las comarcas; [entre otras cosas] degradó a la filosofía ... introdujo el

escepticismo debido a la facilidad que da para defender la mentira y obscurecer

la verdad ... [y] en una palabra..., es una de las grandes plagas del espíritu

humano (Art. “Philosophie scholastique” Vol. 14, p. 777)8

Pero al considerable descrédito que recayó sobre la disputatio durante la época

de Las Luces se añade, cuando menos a partir de C.S. Peirce, la opinión de que cuando

4 De este olvido puede exceptuarse, hasta cierto punto, a autores como J.S. Mill, H. Albert, M. Wellman, J. Habermas, C. Perelman, C. Hamblin, N. Rescher, L. Villoro, M. Williams y M. Lammenranta, que han redescubierto o rescatado aspectos específicos de la concepción clásica. Otros autores más, cuyas ideas son compatibles con esta idea son T. Rudwick y M. Pera (ver la bibliografía). 5 Por ejemplo en los tribunales de primera instancia, donde se discute sobre hechos, las partes intercambian argumentos y probanzas de sentido contrario, que el juzgador valora para determinar qué se ha probado. Esta valoración, aunada a consideraciones pertinentes sobre la legislación, que ofrece premisas normativas, a su vez sustenta (y según algunos teóricos, justifica) la sentencia. Cfr. Atienza (2005), pp. 204, 208, 223. 6 Art. “Résultat”, Vol. 14 p. 196. En general, sobre la Encyclopédie me he limitado a hacer unas cuantas búsquedas, apoyándome en el documento digital incluído en la bibliografía. 7 Art. “Aristotélisme”, Vol 1 p. 662. 8 A pesar de lo anterior, la Encylopédie no contiene una condena absoluta de las controversias. El Art. “Dispute”, le concede un papel heurístico en las ciencias, y un rol positivo en la convivencia social. El Art. “Preuve” llega a reconocer que la refutación del adversario es parte importante e incluso necesaria para una prueba, exceptuando las demostraciones lógicas y matemáticas de las que trata por separado.

una controversia contribuye a probar algo, su porción útil invariablemente puede

reducirse, sin residuo, a una cadena de inferencias deductivas (acaso mezcladas con

inducciones y abducciones).9 Por eso Peirce, que valoraba la filosofía escolática, no

pudo contribuir a reivindicar la disputatio. Por mi parte sospecho que operando juntos,

estos dos factores –el desprestigio escolástico y la hipótesis reduccionista– explican que

en la filosofía contemporánea se tenga muy poco en cuenta la posibilidad de que

algunas justificaciones racionales sean de un tipo esencialmente dialéctico. Hasta donde

sé, la conjetura reduccionista nunca se ha argumentado detenidamente,10 pero cualquier

valoración futura de esa hipótesis debería comenzar tomando en cuenta que tanto Platón

como Aristóteles la habrían rechazado en forma tajante.

De hecho, en los libros VI y VII de la República Platón sostiene que la dialéctica

es insustituíble. Platón afirma que éste es el único camino para alcanzar principios no

hipotéticos (533a y c) y capaces a su vez de dar razón de las hipótesis (510b, 511b) – lo

cual resulta en una inteligencia o razón más genuina que la que poseen las llamadas

“ciencias” (como es el caso de la geometría, cuyos “axiomas” no lo son en realidad

(511d, 534b)). Más concret amente, el conocimiento auténtico [episteme] sólo está al

alcance de quien, buscando la verdad, logre “...abrirse paso, como en una batalla, a

través de todas las críticas [panton elencon] [..., si] llega al término de todos esos

obstáculos con su argumentación invicta y sin tropezar en su razonamiento” (534b,

534c). Por contraste, a una disciplina como la geometría específicamente le falta esta

clase de logos. Como más tarde dirá Descartes, las demás ciencias toman su fundamento

de la filosofía.

Es interesante la idea platónica de que hallaríamos un principio anhipotético,

del que tendremos razón cabal, si se responden todas las objeciones; y que también

tendríamos razón cabal de los “axiomas” matemáticos si los consideramos junto a los

principios de los que dependen. Todo lo cual puede sugerirnos que para Platón, el logos

que “da razón de” una tesis equivale a su justificación o prueba, la cual consistiría en 9 Peirce se refiere al razonamiento dialéctico a propósito de Royce, cuyo método equipara al de Platón

(C.P. 8.39). Sin embargo Peirce considera que este procedimiento equivale a la reducción al absurdo (C.P. 8.110; comparar, p. ej., 2.96). La creencia, hoy común, de que es posible reducir la dialéctica a cadenas lineales de inferencias puede apreciarse, p. ej., en Jonathan Barnes (2003), p. 28: p. 28: “Plato’s arguments can all be turned into monologues without any logical or philosophical loss”. 10 Barth y Krabbe (1982) han mostrado que empleando conceptos remotamente emparentados con la dialéctica tradicional, pueden construirse sistemas que equivalen a los sistemas axiomáticos comunes de primer orden. Pero esto de ningún modo prueba que aquéllos sistemas reflejen el alcance máximo de las ideas dialécticas y su encarnación más interesante. Regreso a este punto en la nota 15, más abajo, y en el correspondiente pasaje del texto principal.

rebatir todas las críticas, i.e., en eliminar todas las razones capaces de hacernos

sospechar que la tesis está errada. Al descartarse, para la tesis en cuestión, toda razón

para creer que es falsa, la tesis quedaría justificada. De este modo el texto platónico

apunta a la idea de una justificación dialéctica irremplazable, donde al elenco (el

examen crítico, la refutación, el superar las objeciones) le corresponde un papel

esencial. El caso es que Gregory Vlastos (1994) señaló evidencia textual que

inequívocamente muestra cómo Platón, en efecto, posee este concepto que la

epistemología contemporánea usualmente ignora.

Por su parte Aristóteles, en Metafísica Γ, cap. 4 y K, cap. 5, se muestra muy

interesado en hallar una prueba de lo que llama “el principio”, que al igual que Platón,

tampoco desea asumir como una hipótesis (1005b 14). Sin embargo, el Estagirita está

consciente de que no es fácil alcanzar su propósito. Como él mismo señala, procurando

probar el principio el argumento podría precipitarse en un regreso al infinito (1006a 9-

10), o simplemente dar por supuesto precisamente aquéllo que debería probarse,

incurriendo en petición de principio (1006a 16-17, 20-25). Aquí en primer lugar merece

destacarse el hecho poco conocido de que Aristóteles, en relación con los principios o

fundamentos, ha visto por anticipado cada uno de los cuernos que componen el trilema

que usualmente atribuimos a Agripa. Pero más notable aún es que, a juicio del filósofo,

lo anterior no nos obliga a abandonar el intento de dar una prueba racional, aunque

ciertamente debamos renunciar a una demostración “normal” o “absoluta” (1062a 30-

35) –es decir, a hallar un silogismo que explote linealmente ciertas premisas dadas,

hasta derivar la conclusión que interesa (en su caso, la fórmula que expresa el

principio)–. Pues en tal caso el principìo debería buscarse entre las premisas antes que

en la conclusión, con el inconveniente de que éste carecería de prueba. Sin embargo,

pese a las dificultades que él mismo señala antes que nadie, Aristóteles sostiene que aún

queda abierta la posibilidad de obtener una “demostración refutativa” [apodeiktai

elenctikós] del principio (1006a 12-13; Cfr. 15-16).

Como podría esperarse, una demostración refutativa requiere un argumento cuya

estructura es algo más compleja que la de los que proceden linealmente. En ella lo

esencial es enfrentar un antagonista o mejor, una serie de objeciones que habrá que

refutar, cosa que de conseguirse tendrá el valor de una prueba positiva. En términos

generales, se trata de desarrollar una controversia y de rechazar en ella un conjunto de

críticas, llevando a cabo un ejercicio que es dialéctico en el mismo sentido general que

Platón da a este vocablo en los textos citados, donde el elenco es un elemento central.11

Para vencer al adversario en buena lid, el principal truco es dar un argumento ex

concessis (o ad hominem en el sentido de Locke), logrando que sea él mismo quien –

hay que suponer, sin percatarse cabalmente de lo que hace– introduzca las premisas de

donde podrá partir su refutación. En otras palabras, se trata de “voltearle el tablero” al

contrario, aprovechando en su contra las propias tesis que él afirma o presupone (o en

todo caso, otras que él mismo acepta). Así, como se lee en Tóp. 101a 30-35,

“…discutiremos con ellos [s.c., con los contrarios] no a partir de pareceres ajenos, sino

de los suyos propios…” La introducción de estas premisas no será, entonces,

responsabilidad del que demuestra –o quizá más exactamente, culpa suya (ya que si

fuera él quien lo hace, cometería petición de principio)– sino de su oponente, que es el

destinatario y paciente de la demostración.

Ahora bien, a todas luces Aristóteles tiene razón en esto: si un alegato se monta

en estricto apego a las concesiones del contrincante, éste no podrá rechazarlo.12 En

particular, el adversario no puede exigir que se le demuestren premisas que él mismo

propuso, especialmente si de ellas parten los reparos que opone a la tesis en cuestión.

Esto es correcto hasta el punto de que si el defensor de la tesis se esforzara por

satisfacer esta exigencia imaginaria, incurriría en un contrasentido práctico, pues ¿qué

objeto tendría esforzarse por demostrarle a alguien lo que él mismo afirma? Debido a

ello, si se le construye ex concessis, el alegato del proponente no tiene por qué incurrir

en un regreso al infinito, ya que tendrá un punto de partida aceptable en el contexto de

la discusión. En cada caso, este punto de arranque serán las presuposiciones de su

11 Cfr. la referencia a la batalla y a las objeciones que deben superarse. De hecho, aún cuando Aristóteles no usa en este pasaje la palabra ‘dialéctica’, sí lo hace en otros textos, notoriamente en Tóp., passim y específicamente en 101b 1-5: “…la dialéctica, al ser adecuada para examinar cualquier cosa, abre el camino a los principios…” No es gratuito que según Irwin (1989, p. 121), “Aristóteles debe a Platón su concepción del método filosófico”. 12 Podría imaginarse que el impedimento para ello es el principio de no-contradicción, y que por ende, al menos en la prueba de este mismo principio ni siquiera un argumento ex concessis está suficientemente resguardado, pues invocarlo supone incurrir en circularidad. No quiero comprometerme aquí con la defensa aristotélica de este principio; antes bien quiero enfatizar que el foco de mi interés está en el procedimiento que (con Platón y otros), el Estagirita preconiza para probar los principios, aún cuando reconozco que quizá no valga extender su aplicación a este problema específico.

Sin embargo, como una simple indicación diré que Aristóteles cuestiona la pretensión de su adversario, de decir algo determinado –p. ej., la frase: “la regla de no-contradicción es inválida” – sin aplicar él mismo y cuando menos, a todos los términos que emplea, esa misma regla. Violar la regla le impediría al oponente, entonces, rechazarla; y si aún así expresara la fórmula de rechazo (una fórmula que su audiencia, aplicando la regla, interpretaría como de rechazo al principio), sus palabras carecerían de sentido determinado y serían ininteligibles incluso para él. Por ello según Aristóteles es el mismo adversario quien, para constituirse como tal, debe presuponerla.

contrario. Así mismo, la demostración tampoco tiene por qué caer en un círculo vicioso,

ya que no es el proponente y defensor de la tesis cuestionada quien la presupone, sino

en todo caso es su crítico quien por hipótesis, ha puesto las bases de donde parte su

defensa. Así, en el fondo es el adversario quien habría aceptado la idea que desea atacar,

o eventualmente alguna otra que socava su propio ataque. Por estas razones, si se

argumenta en forma ex concessis, tanto la circularidad como el regreso al infinito

podrán evadirse al mismo tiempo. Y para lograr esto no hace falta recaer en el

dogmatismo, ya que con ayuda del oponente se habrá producido una evaluación racional

que respalda la tesis.13 Pero evidentemente, un argumento de este tipo sólo puede tener

cabida allí donde haya una lucha entre adversarios racionales; por tanto, en un marco de

tipo dialéctico.

Si lo anterior es correcto, puesto que no abundan las formas de escapar del

trilema sin arbitrariedad, se percibirá fácilmente el gran interés que reviste el concepto

clásico de la prueba dialéctica. Aquí no hay espacio para discutir en detalle este

concepto central, que el resto de este apartado apenas se propone esbozar. Sin embargo,

está claro que su capacidad de responder al gambito de Agripa sin renunciar al

tradicional postulado justificacionista, daría un importante respaldo al planteamiento

tadicional de la epistemología. Cuando menos, así se arruina uno de los principales

alegatos que se han esgrimido para su abandono; lo cual por sí mismo ilustra cómo la

crítica bien puede poseer un valor y una significación positivos.14 Pero también vale la

pena señalar de una vez que, dada la propuesta aristotélica para enfrentar el trilema, la

carga de la prueba manifiestamente recae en los partidarios de la hipótesis

reduccionista peirceana según la cual, en el contexto de justificación el aporte íntegro de

cualquier argumento dialéctico podría recuperarse mediante una cadena “monoléctica”

(o lineal) de inferencias.15 Por eso es razonable dar por sentado que ciertas

13 En contraste con lo que aquí muestro, muchos filósofos dan por sentado que el trilema es inevitable, y que la filosofía tradicional forzosamente debe caer en uno u otro de sus cuernos. Por ejemplo Sosa (2009, p 144) opina que el filósofo internalista más coherente está irremediablemente condenado a la circularidad epistémica. Como caso paradigmático de esto Sosa señala a Descartes. Sobre Descartes en particular, véase De Teresa (2007), esp. el Cap. 4. Así mismo W. Alston piensa que “for any given basic doxastic practice, there is no non-circular way to show its reliability.” La cita textual en realidad pertenece a Pasnau (1993), trabajo cuya síntesis de sus propias posiciones Alston (1993) sanciona ampliamente. 14 Tengo en mente una crítica a los adversarios y negadores de la justificación dialéctica, que consiste en subrayar cómo éstos, desde sus posiciones, a lo largo de unos cuantos siglos no han logrado responder satisfactoriamente al trilema, por contraste con lo que ocurre en el campo de Platón y Aristóteles. 15 El reduccionismo parece plausible por una razón muy general: cualquier eventual justificación dialéctica resultaría de la refutación ex concessis de los adversarios de la tesis victoriosa. Así parece que

justificaciones a nuestro alcance son esencialmente dialécticas; pues cuando menos de

momento así se nos presentan, sin que haya sustituto conocido. Así, en adelante

supondré que conviene encarar en forma expresamente dialéctica algunos problemas

tenaces, como los del escepticismo radical, la justificación del conocimiento reflexivo y

la búsqueda de principios válidos.

Además del argumento ex concessis, otro concepto dialéctico importante es, por

supuesto, el de la propia carga de la prueba, muy relacionado con la noción aristotélica

de endoxa. Este concepto introduce un principio conservador en la argumentación, que

privilegia lo adquirido en el pasado frente a las nuevas ocurrencias, y hasta cierto punto

también, a la comunidad intelectual ante los individuos aislados: “son cosas plausibles

(endoxa) las que parecen bien a todos, o a la mayoría, o a los sabios, y entre éstos

últimos, a todos, o a la mayoría, o a los más conocidos y reputados” (Tóp., 100b 20-25).

Argumentar con tino no es fácil, desde luego, y encima, quien lo hace le allana el

camino a su adversario, pues al mostrar sus cartas le señala blancos a los que podrán

dirigirse sus ataques. Además, el oponente podría tomar cualquiera de sus afirmaciones

y presupuestos como puntos de arranque de un argumento ex concessis. Por ello es

desventajoso dar el paso inicial en una discusión, aunque en principio sea lícito dar este

paso voluntariamente. Ahora bien, en un primer tipo de aplicaciones el onus probandi

equivale a la obligación de asumir esta desventaja, que en concreto le corresponde a

quien rechaza los hechos consumados, tanto como a quien cuestiona lo que se considera

normal o habitual, las creencias establecidas y comunes, o las posiciones de autoridades

la prueba resultante supone que haya una inconsistencia interna en los compromisos del atacante, y por ende el argumento general equivale a una reducción al absurdo (RAA). A lo sumo, pues, la forma dialéctica de la prueba tendrá valor heurístico y habría que darle la razón a Peirce.

Ahora bien, supongamos sin conceder que lo anterior se cumple en el nivel más abstracto del análisis lógico. Pero aún así subsiste el hecho de que no parece haberse ofrecido nunca, p. ej., una reducción al absurdo del supuesto trilema de Agripa, a menos que pase por tal cosa el reproche a los pirrónicos por su olvido teórico de la prueba dialéctica (toda vez que en la práctica ellos esencialmente ofrecen una evaluación crítica de los dogmas). Pero incurrir en una incongruencia práctica no es lo mismo que contradecirse. Más generalmente, mientras no pueda señalarse en cada instancia la reductio correspondiente, no tiene demasiado sentido insistir a priori en que al procedimiento dialéctico sólo hay que reconocerle valor heurístico, aduciendo el pretexto de que a la larga podrá reemplazarlo una RAA que por ahora desconocemos.

Por otro lado, según Perelman y O.-Tyteca (1989, p. 184), toda argumentación pretende funcionar de forma ex concessis. En efecto ¿qué valor tendría la RAA como arma contra quien rechace la regla de no-contradicción? Si este tipo de argumento no se supone construído ex concessis ¿qué peso probatorio podría atribuírsele? Como señala Barnes (1969), hay varios puntos donde el propio Aristóteles parece considerar la demostración silogística como un tipo especial de argumento dialéctico (entre los pasajes que señala este comentarista, quizá el más claro es Met. K 6, 1063b l0). No hay por qué olvidar que el mismo principio de no-contradicción ha tenido sus adversarios; hoy puede colocarse a G. Priest (2004) entre ellos (pero como vimos, ya Aristóteles se ocupa de algunos otros).

reconocidas en el campo relevante.16 En una palabra, todas estas cosas gozan de una

presunción favorable (Vega 1998). En segundo lugar, la presunción también favorece a

las ideas que tienen el respaldo de argumentos plausibles, al menos mientras no se

hayan presentado otros que los socaven o los refuten.17 Desde luego, ambas clases de

presunciones pueden derrotarse; el punto es que para lograrlo en el terreno discursivo,

habría que ofrecer argumentos adicionales y específicos.18 Cuando el responsable de

hacer esta clase de aportes lo consigue, simplemente le transfiere a su contraparte el

onus, que equivale a la amenaza de quedar derrotado a falta de una defensa aceptable,

aunque la derrota puede ser provisional.

Un tercer factor relevante en esta clase de contextos es la selección del oponente

apropiado. Tal como ocurre ya con la argumentación ex concessis y el onus, esta noción

procedimental resulta inaplicable fuera de un marco dialéctico. En efecto, por ejemplo

es claro que derrotar en una controversia a una serie de “hombres de paja” no haría gran

cosa para justificar nada. Al contrario, la prueba sólida de una tesis habría que buscarla

confrontando a los adversarios más competentes y resueltos a nuestro alcance (Cfr,. p.

ej., el final de De Divinatione de Cicerón, o el Gorgias de Platón). Sin embargo, en una

discusión abierta no hay por qué identificar al contrincante dialéctico con personas

concretas; antes bien resulta preferible describir la controversia como una confrontación

entre puntos de vista antagónicos.19 Dado el caso, qué tan rigurosa sea la justificación

que de allí resulte, dependerá de cuán exhaustivo y pertinente sea el conjunto de

16 Según la Encyclopédie (Art. “Preuve”): “La máxima común sobre la obligación de probar dicta que la prueba es responsabilidad del quejoso ... y en general vale el principio de que cuando se disputa judicialmente un hecho [establecido], al que hace esto le corresponde probar.” Según Perelman y Olbrechts-Tyteca (1989, p. 180) la carga de la prueba se conforma a la inercia. 17 Por esta razón, en todas las ramas del conocimiento es deseable conocer, al menos en sus puntos más esenciales, la tradición y desde luego la historia reciente de las disciplinas. De otra forma es imposible conocer cuál es el verdadero “estado de la cuestión”.

Por otro lado, también diríamos que una creencia acreditada por ciertas experiencias goza de una presunción favorable, al menos mientras de ellas no se ofrezca una interpretación alternativa y plausible. 18 Otro punto de interés que por supuesto apenas puedo señalar aquí, es que fenómenos como el poder y la moda, al generar situaciones de facto, producen sus propias presunciones, que suplantando o superponiéndose a los argumentos, afectan al onus probandi y su discernimiento. Esta es una fuente de labilidad para la vida intelectual, puesto que una mera moda podría contrarrestar de hecho a los mejores argumentos (que a su vez se basan en un status quo anterior). En definitiva puede haber inconsistencia entre distintas categorías de endoxa, aunque esto no sólo afecta a los argumentos que son expresamente dialécticos. Por otro lado, hay elementos del status quo que son dictados por la naturaleza y por intereses humanos compartibles, incluso irrenunciables. 19 Los propios defensores de una idea en principio podrían comportarse autocríticamente (y esforzarse por responder sus objeciones, en ocasiones sin éxito). Además hay que considerar que si la discusión se prolonga, algunos participantes podrían desertar o incluso morirse, sin que la discusión necesariamente se interrumpa más allá de un corto lapso.

impugnaciones que se hayan superado. A este respecto, obviamente queda fuera de

nuestro alcance aplicar el criterio platónico, según el cual sólo estará cabalmente

justificada, mereciendo el rango de episteme, una tesis que haya superado todas las

objeciones. Para aproximarse en la práctica a realizar esta idea, lo más que podemos

pedir es que la tesis en cuestión enfrente con éxito el conjunto de las objeciones

conocidas. Así, la justificación más idónea sólo se sostendrá pro tempore, alcanzando

apenas un valor relativo, ya que no puede descartarse enteramente la posibilidad de que

en el futuro surja alguna crítica irrebatible.20 Si ésta llega a aparecer, la justificación

previa quedará socavada. Por tanto, conviene concebir el conocimiento respaldado

dialécticamente como falible en principio.

Por otro lado, el orden en que se produce el diálogo es un factor más a

considerar. Así, aunque lo hace en forma bastante vaga y laxa, el onus probandi estipula

cómo las partes quedan sucesivamente obligadas al uso de la palabra; pero además de

ello, también es pertinente concederle a ciertos problemas una prioridad más alta que a

otros, dependiendo de los fines que persiga la discusión. En una investigación que

abarca el problema de los fundamentos epistémicos generales, éste último sin duda es el

más prioritario, o al menos así lo dicta la tradición, tanto en su vertiente optimista como

entre los pirrónicos (Sexto III, I, 1). Para esto hay razones ajenas a todo argumento de

autoridad (Descartes 1967, AT IX 13-14). Si este ejemplo pudiera generalizarse valdría

decir que, mientras se avanza procurando responder todas las objeciones conocidas (y/o

ajustando la teoría en cuestión para que resulte defendible), en cada etapa lo más

razonable es darle prioridad a las críticas más fundamentales y persuasivas que haya a la

vista, si éstas aún no se han rebatido. Así, la primacía pertenece a las objeciones

propuestas por los escépticos radicales (y de ser posible, también a las de los mayores

sofistas). Pues ¿de qué valdría dedicar tiempo y grandes esfuerzos a discutir puntos de

detalle, cuando aún hay a la vista alegatos capaces de poner en duda el planteamiento

general? En cualquier caso, normalmente la selección y el planteamiento general del

problema debería anteceder a la elección del procedimiento de que se echará mano para

hacerle frente. Pero en un marco dialéctico es el adversario específico quien, en cada

momento, define con exactitud el problema más pertinente.

20 Esto casa bien con la historia de la ciencia, aunque vale la pena señalar que de ordinario empleamos el término ‘conocimiento’ en forma aún bastante más laxa. En la práctica, a quienes lo saben muchas veces les tiene sin cuidado el que no haya respuestas satisfactorias a las objeciones escépticas radicales. Hume diría que esto es natural, y Descartes añadiría que de cierta forma es incluso apropiado (fuera de la investigación metafísica).

Por último, en el caso de una controversia académica, el cometido de discernir

qué conclusiones pueden extraerse lícitamente, le corresponde a una audiencia o

comunidad intelectual que incluye a los protagonistas primarios sin necesariamente

agotarse en ellos, y cuyos miembros en principio podrían siempre participar en el

debate.21 Desde luego, este juicio no tiene por qué estar instantáneamente disponible a

cada paso; antes bien, para llegar a él puede ser necesario agotar numerosas sub-

controversias que en ocasiones pueden consumir décadas22 (y en algún caso

extraordinario períodos aún más largos, como les consta a los filósofos). Aún así, una

vez emitido, el juicio será revisable en principio. Con todo, cabe que la ventaja de una

posición llegue a parecer lo suficientemente clara y estable, para que una comunidad

razonable e informada, que delibera sin estar sujeta a una coacción sistemática, la

considere objetivamente válida.23 Otras veces, sin embargo, la comunidad intelectual

acepta en forma virtualmente unánime un resultado sin que apenas haya rastros de una

controversia explícita;24 pero esto no anula el hecho de que esos resultados, al hacerse

públicos, formalmente quedan expuestos a una crítica que de producirse, sería

indispensable responder (a menos que ésta, lejos de ser razonable, resultara

ridículamente irrelevante).25 Por supuesto cabe decir que cualquier controversia

académica se propone persuadir a una audiencia ilustrada, parte de la cual pudo no tener

una opinión formada al inicio. Pero si el debate nunca queda definitivamente cerrado a

nuevos participantes y argumentos, parece más atinado decir que su objetivo básico es

dilucidar cuál de las posiciones en pugna tiene, de momento, mejor respaldo

argumental.

21 No quiero dar la impresión de que está claro cómo conviene caracterizar esta audiencia o auditorio. P. ej., confróntese la audiencia universal de Perelman y Olbrechts-Tyteca (1989, p. ej., pp. 70-78, 703s.) con las críticas que recoge Atienza “Auditorio universal”, (2005, pp. 68-70). Otra tentativa en este sentido es el concepto de “comunidad epistémica pertinente” de Luis Villoro (1982). 22 Por ejemplo, esto ocurre en el caso histórico que Rudwick (1985) analiza en detalle. 23 McCarthy (1985, pp. 304-306 y ss.) señala algunos problemas importantes que acechan a la teoría de la justificación aquí esbozada, y apunta los elementos de solución que ofrece Jürgen Habermas. 24 Ver, p. ej., los ya citados artículos “Preuve (Mathématiques)” y “Démonstration” de la Encyclopédie. Pero en cualquier campo (incluso en la filosofía) a veces intervienen aquí los mecanismos de la labilidad apuntados en la anterior nota 18. 25 La controversia, o al menos, la exposición a la crítica también interesa a disciplinas que usualmente se suponen enteramente deductivas, como las matemáticas. Por ejemplo, la en la reciente prueba de la conjetura sobre los cuatro colores, se debatieron ampliamente los métodos empleados. Y recuérdese la polémica, en el 1er. tercio del S. XX, entre intuicionistas, logicistas y formalistas (Cfr. Perelman 1997, Caps. 1 y 15). Así mismo, tampoco hay por qué olvidar que, entre otros detalles semejantes, las revistas especializadas en lógica y matemáticas emplean el sistema del ‘peer review’, donde los artículos deben superar el filtro de la crítica; aunque en este sistema el requisito de anonimato muchas veces impide que se desarrolle una discusión abierta. Para el concepto de ridículo véase Perelman y O.-Tyteca.

3

Para indagar si hay fundamentos epistémicos válidos no es indispensable

comenzar señalando un candidato muy específico, como hace Aristóteles. En lugar de

esto, a ejemplo de Descartes, la investigación puede partir de la conjetura de que acaso

los haya, señalando en forma tentativa una clase de creencias (o una serie de clases) que

sucesivamente parecen promisorias, y cuya identidad precisa por un momento puede

quedar relativamente desdibujada; en efecto, puede parecernos que averiguar si hay

algunas creencias válidas es aún más esencial que identificarlas inequívocamente. Una

vez seleccionada la pregunta (y el método a seguir para abordarla), acaso lo más

indispensable sería buscar el interlocutor preciso que resulta apropiado para desarrollar

la investigación, y elegir el adversario que nos asistirá en la puesta a prueba de los

pretendidos fundamentos. Pero un personaje que está dispuesto a cuestionar creencias

que con alguna plausibilidad pueden estimarse básicas y fundamentales,

indudablemente será un escéptico. (A propósito, sería difícil explicar la importancia que

muchos epistemólogos le conceden al escepticismo, a no ser suponiendo que para

discutir temas que suponen fundamentales, ellos tácitamente acuden a un marco

dialéctico, donde el adversario tiene un papel central). Ahora bien, puede asumirse sin

riesgo que este escéptico tendrá interés en impulsar la investigación, y que para ello

estará dispuesto aportar argumentos; pues lo contrario (para usar una frase de Hegel)

haría de él un simple dogmático negativo, mientras que como es sabido, los escépticos

aspiran a librarse de todo dogmatismo.26 De hecho, para los pirrónicos es

suficientemente central el objetivo de alentar a la investigación, como para que la

corriente en su conjunto adopte el nombre de zetética (Sexto I, I, 3).

Como vimos, seleccionar al oponente supone detenerse a elegir los argumentos

específicos a los que el investigador optimista habrá de enfrentarse, y establecer un

orden de prelación entre los problemas que esos alegatos plantean. Tratándose de hallar

razones para poner en crisis las creencias o ideas más fundamentales, podría suponerse

que basta detectar en la tradición, o idear a novo argumentos capaces de introducir la

duda más amplia y profunda concebible, eligiéndolos para formular la contribución

inicial del escéptico al diálogo. Pero esta manera de proceder tiene dos inconvenientes

de importancia desigual. En primer lugar, algunos de estos argumentos tradicionales,

26 En palabras de Sexto Empírico (I, Cap. XIV, 90), imponer sus términos sin razonar sería “apoderarse de lo investigado antes de dar comienzo a la investigación”.

como el del genio maligno cartesiano, hoy parecen fatalmente anacrónicos y

extravagantes, y de allí el interés que algunos autores han mostrado por “modernizarlos”

–prefiriendo, p. ej., emplear en su lugar la hipótesis de que la mente del investigador

corresponde a un cerebro metido en un frasco, al que se administran corrientes eléctricas

y sustancias perniciosas para manipular su pensamiento–. Un problema con esto es que

los sustitutos modernos no siempre tienen el mismo rendimiento que los argumentos

clásicos, ya que son menos económicos en presuposiciones, y de este modo autorizan,

en la arena dialéctica, ciertas conclusiones o réplicas optimistas que no podrían

presentarse bajo el argumento original. Por ejemplo, evidentemente la hipótesis del

cerebro encubetado da por sentado que hay objetos materiales, punto que bajo el

planteamiento clásico, el optimista tendría la ardua obligación de probar, mientras que

ahora se concede gratis desde el comienzo. Así, a menos de enfrentar expresamente la

cuestión del anacronismo, renunciaremos tácitamente a partes importantes de una

investigación que en tiempos pasados podía hacerse en forma más radical (y no es claro

que esta involución sea favorable para la filosofía contemporánea). En defensa del

argumento clásico, éste podría considerarse como un experimento mental o si se quiere,

como un instrumento de investigación comparable a un microscopio. Su finalidad no es

otra que permitir el examen racional del sentido común (o mejor, de una porción suya)

en el laboratorio del filósofo, en forma tan imparcial y amplia como sea posible; y para

esto bien podría bastarnos que la hipótesis de partida sea inteligible, con tal que además

sea razonable extraer de ella una duda extrema y amplísima, necesaria para investigar

los fundamentos. Exigir, para admitirlos como relevantes, que los argumentos

escépticos ofrezcan prueba de sus premisas, o que se plieguen a todas las exigencias del

sentido común, cuyo examen intentamos llevar a cabo, llanamente equivale a “poner la

carreta delante de los bueyes”, y a entronizar ciertos prejuicios en lugar de someterlos a

examen por la vía crítica, pues entre otras cosas ningún escéptico que se respete

pretenderá jamás haber probado nada. Baste decir aquí que el propio Peirce, que

desdeña las “dudas de papel” y que para ciertos fines exige a cambio el “noble metal”

de la duda efectiva, concede que una indecisión fingida (feigned hesitancy), como la que

puede provocarnos una hipótesis contrafáctica –y desde luego es verosímil que la del

Engañador lo sea– ciertamente juega un papel de gran importancia para la investigación

científica.27 Claramente, el papel de estos argumentos es dejar en suspenso ciertos

27 Véanse CP 5.373 y 5.394. Debo esta referencia a la Profesora Susan Haack.

supuestos, para hacer posible una investigación que de otro modo “el” sentido común

atenazaría.

Pero si hacemos a un lado la provinciana acusación de extravagancia, se plantea

un segundo problema, mucho más grave, que a toda costa habría que sortear o disolver.

El caso es que, como pronto veremos, hay cierto tipo de dudas que, una vez admitidas

en la discusión, darían al traste con la investigación filosófica. No obstante, es

importante distinguir: no estoy diciendo que el resultado de la investigación resultaría,

en tal caso, irremediablemente desfavorable para el epistemólogo optimista

(antiescéptico), sino que bajo ciertas condiciones, que señalaré, la investigación como

tal quedaría descarrilada por completo, y que por ende sería imposible extraer de ella

conclusión alguna. Antes de ver cómo algunos argumentos pesimistas pueden producir

este efecto, hay que tener presente que la discusión como tal sólo puede iniciarse

cuando el escéptico ya ha hecho uso de la palabra. Tomando por guía a Descartes, en

efecto, antes de presentarse los argumentos escépticos únicamente el proponente habría

expresado algunas de sus creencias, añadiendo que éstas alguna vez le han parecido

básicas (y acaso, por qué). Pero esto último no es aún un diálogo sino un simple

discurso monológico: la exposición de un sólo punto de vista y ni siquiera una sencilla

conversación. (Desde luego puede imaginarse que a ese discurso lo preceda un

intercambio auténtico, en el que los interlocutores han pactado colaborar próximamente

en una investigación dialogada; pero este intercambio no pertenece a la investigación

misma, sino a una fase preparatoria.28)

Imaginemos ahora que para arrancar la investigación, el escéptico propone, p.

ej., la hipótesis de que el proponente es un demente. Pero con ello, es claro, no haría

otra cosa que descalificar a su contraparte, en lugar de aportar elementos para examinar

la validez de sus creencias. La discusión (y con ella, la investigación) se supone que está

entonces a punto de dar inicio, pero en ese momento el “escéptico” declara que su 28 Por cierto que haciendo uso de la palabra en el turno inicial, el proponente toma a su cargo el onus, como parece que le corresponde si se toma en cuenta que sólo él mantiene (débilmente o no) una pretensión de validez, o quizá mejor, una esperanza. Pero por un lado, esta interpretación sólo será verdaderamente pertinente cuando la conversación ha iniciado, es decir sólo cuando se la mira en forma retrospectiva (o anticipando lo que ocurrirá), pero no antes de que el oponente tome la palabra; pues en realidad no podría haber turnos mientras no haya diálogo. Por otra parte, es incuestionable que en cierto modo, también al escéptico podría atribuírsele una pretensión (de invalidez), y desde luego una esperanza por leve que ésta sea: de hecho, el escéptico claramente espera desenmascarar los dogmas de su interlocutor. Por último, es el escéptico el que milita contra las creencias comunes y las ideas compartidas. Por todo ello, no sería injusto exigirle a él asumir el onus. De modo que p. ej., el Descartes optimista ha aportado voluntariamente el primer razonamiento, y de ningún modo podría reprochársele haber trastocado el orden natural de la discusión en perjuicio de sus contrincantes.

interlocutor es incompetente y no merece participar. De esta forma el pesimista hace

imposible el intercambio racional, clausurándolo en el que debería haber sido su

momento inaugural. Con ello la investigación, que necesita un cauce dialéctico para

emprenderse sensatamente (pues de otro modo sucumbirá al trilema), quedaría

abandonada justo antes de empezar. De hecho la indagación no supone un diálogo

cualquiera, como el que tenemos ya con el menor intercambio de palabras; sino

específicamente requiere de una discusión abierta. Y contra este requerimiento, una

hipótesis como la de la locura no simplemente limita, sino ahoga in nuce el debate, por

cuanto le niega a uno de los participantes todo derecho de réplica sin que él haya tenido

oportunidad de ejercerlo nunca. Así, no es de extrañarse que, una vez dado este paso,

para el optimista sea imposible revertir el onus que el argumento escéptico pondría

sobre sus espaldas. Pero aquí lo revelador no es tanto su previsible fracaso, sino el

despojo terminante que el proponente sufre a priori en su derecho a intentarlo. Por eso

es realmente la investigación misma, y no los prejuicios, lo que aquí se estaría atacando;

y al recibirse como lícito este ataque, se habrá cerrado sin remisión la única vía

conocida para intentar una exploración razonable del tema de los fundamentos. En suma

la hipótesis de la locura, más que ser un insulto, equivale a un decreto que

despóticamente prohíbe investigar. Al percatarse de esto el investigador en ciernes

tendría que tomar una decisión tajante: o bien él admite la hipótesis escéptica,

renunciando voluntariamente a su plan inicial (y en conjunto, al proyecto filosófico), o

bien, dado que ambas cosas no pueden coexistir, persevera en su decisión inicial

rechazando plantearse la hipótesis, cuando menos de momento. En otras palabras, esta

clase de oponente habría elegido un argumento tan excesivo, que su aplicación

perjudicaría sin remedio los fines que él mismo, como buen escéptico, dice profesar, y

por mor de los cuales, según habíamos supuesto, había pactado participar en una

discusión. Por eso, el argumento en cuestión merece etiquetarse aparte de todos aquéllos

que sí son compatibles con la investigación: yo diré que se trata de un alegato

ultraescéptico.

Pero la hipótesis de la locura no es el único argumento de este tipo.

Notablemente, también sería ultraescéptico cualquier argumento que plantee una duda

universal. En efecto, supuestamente se trata de averiguar si hay (o podría haber)

creencias válidas; pero una vez instalada la duda total, el interlocutor optimista no puede

aspirar siquiera a defender nada, pues de inmediato se advierte que todo lo que diga con

ese fin (o cualquier otro) sería ya dudoso, y su intento naufragará en el círculo

cartesiano.29 Así, una vez más el pesimista habría decretado que absolutamente nada de

lo que su interlocutor diga es relevante, ya que el alegato que estamos suponiendo lanza

una condena a priori, independientemente de cuál sea la intención de su contraparte.

Esta clase de argumentos efectivamente atrapará, entonces, al proponente optimista en

la maquinaria del trilema, pero tampoco ésta hace falta para vencerlo. En cuanto permita

que se le descalifique sin darle siquiera oportunidad de responder, él quedará expulsado

del diálogo sin remedio. Pero para insistir, no es inaceptable que el pesimista quede

destinado a vencer; en cambio, sí lo es que esto se decida en el punto cero de la

discusión, sin que ésta haya siquiera iniciado. Como dice Aristóteles, esta clase de

oponentes “... no admitiendo nada, destruyen el diálogo y el razonamiento” (Met, K

1063b 10-15; Cfr. también Cicerón, Cuestiones académicas II, 17). Así, no es gratuito

que el propio Descartes, de quien suele decirse que admitió una duda universal,30 en la

Carta-prefacio a la edición francesa de los Principios escriba que plantear esta clase de

dudas sería un error imprudente y descabellado (1989, Alquié p. 773). Tampoco es

gratuito, me parece, que los principales autores escépticos de hecho hayan ofrecido en

sus obras un cúmulo de consideraciones y argumentos que paulatinamente empujan al

lector a una suspensión completa del juicio, absteniéndose de intentar esto de un

golpe.31 El caso es que, como ocurría ya con la hipótesis de la locura, el investigador

necesita elegir entre esta clase de alegatos y su proyecto, pues ambos son mutuamente

incompatibles. Por este motivo puramente práctico sería lícito dejar las citadas hipótesis

a un lado, mientras la investigación avanza un trecho y el adversario queda a la espera

de otra oportunidad para plantearla.

Entre otras cosas, el punto anterior deja ver que la investigación epistemológica

ni podría, ni tiene por qué concebirse como el intento por darnos la justificación total,

de un golpe, de todas las pretensiones que a la postre merezcan juzgarse válidas. La

filosofía no puede proponerse esto por que sencillamente somos incapaces de investigar

todas esas pretensiones simultáneamente; y no podemos proceder de este modo por que

29 El círculo cartesiano estriba en pretender superar una duda aduciendo para ello argumentos que son ellos mismos dudosos. 30 Por ejemplo, Peirce (CP 5.382). Pero también dicen esto comentaristas contemporáneos como Margaret Wilson y Harry Frankfurt. 31 Un breve desliz de Sexto (1993 I XVI 178) parece dar un contraejemplo a lo que digo. Sin embargo, habría que tomar en cuenta las numerosas cautelas con las que los pirrónicos envuelven sus afirmaciones (p. ej., I XX 193; I XXIV 198s, etc.)

evidentemente es imposible dejarlas todas (así como la totalidad del sentido común) en

suspenso al mismo tiempo, y aún así investigarlas. Para comenzar, ni la determinación

de investigar, ni la decisión de hacerlo de cierta manera son propiamente objetos

primarios de la investigación, si es que ésta ya las presupone. Al contrario, me inclino a

pensar que además de una pequeña dosis de curiosidad, es el propio sentido común (o

mejor, una reducida y selecta porción suya) lo que nos ha orientado en ambas

decisiones,32 de modo que difícilmente la empresa podría exigirnos romper con el

sentido común in toto –salvo acaso a su término, y sólo en caso de que el escéptico

venza en una primera etapa (cosa que está por verse)–. Pero esto no implica que las

presuposiciones generales de la investigación misma, que un escéptico genuino

comparte, y sobre las que ahora indagamos un poco, sean absolutamente

incuestionables. En efecto, al sondeo y la evaluación tentativa que antececede a la

investigación propiamente dicha, podrá sumarse más tarde una valoración por sus

frutos, fundada en los resultados que se vayan alcanzando; pero seguramente conviene

esperar a que algunos resultados se produzcan, antes de juzgar si ellos permiten

introducir plausiblemente las hipótesis que por ahora, en el punto de arranque,

rechazamos.

Además de los dos anteriores, entre los argumentos ultraescépticos merecen

contarse todos aquéllos que pretendan poner en duda, a priori, alguna de las

presuposiciones indispensables para la investigación racional, la discusión o el diálogo,

sea en términos generales, sea en el paso específico que está por darse. Para dar un

tercer ejemplo, considérese una duda sobre si conviene o no llevar a cabo alguna

investigación. Es obvio que aceptar una duda semejante hará imposible indagar cuál es

la respuesta acertada, cosa que basta para hacer de ella una cuestión ultraescéptica (que

esta vez se habría planteado en el terreno de la deliberación previa a la investigación

sustantiva).33 Por otro lado, desde luego cabe que por momentos, gente como alguno de

los coautores de la Encyclopédie34 sea tajantemente pesimista sobre el valor de la

discusión en general; pero mientras eso sea así no tendrá sentido invitarlos a discutir, p.

ej., sobre el valor de la dialéctica o sobre algún otro asunto. Aquí no sólo a ellos

presumiblemente les faltarían motivos para participar, sino que si son francos, lo que

32 Por supuesto, ambos puntos pueden hacerse objeto de una reflexión deliberada y sostenida, como la que reseña Descartes en las primeras partes del Discurso del método. Pero ya vimos que esto pertenece a la fase preparatoria de la pesquisa específicamente epistemológica. 33 La deliberación práctica misma parece poseer una estructura dialéctica. 34 P. ej., el autor del Art. “Résultat”.

digan torpedeará la discusión en lugar de alimentarla. Convendría, no obstante, que esta

clase de gentes declaren cómo piensan escapar al trilema; o cuando menos, si desde su

punto de vista el escepticismo sólo plantea seudoproblemas que al menos conviene

desenmascarar. (Y que a la vez, nos expliquen cómo puede lograrse esto último,

absteniéndose de un razonamiento crítico que sin arbitrariedad, supongan inmune a toda

réplica.)

Por último, la investigación perfectamente puede admitir dudas de principio y

preguntas fundamentales sobre la inteligibilidad o la estabilidad del lenguaje, si se

entiende por éste un sistema de signos presentes en el mundo material, que entre otras

cosas sirve para la comunicación intersubjetiva. Mientras subsistan, las dudas de esta

clase a lo sumo deberían impedirnos sostener que discutimos, rechazamos, etc., ideas

que en efecto provienen de un tercero (Sexto II, I, 4-5). Pero no hay por qué olvidar que,

ya según Platón, el pensamiento puede considerarse como un “diálogo del alma consigo

misma” (Teet. 196a, Cfr. 186b), y por tanto no necesariamente presupone la existencia

del mundo externo –en particular, la de interlocutores distintos a las “voces” de un

ámbito que podemos llamar “interno”, al que el investigador tiene acceso directo, donde

en principio no se plantean problemas globales de traducción, y donde no se presenta

una dificultad radical para comparar las posiciones de las contrapartes–. Por ello es que

aquéllas dudas no resultarían incompatibles con la empresa filosófica, aunque en ésta

representen un problema específico y no la problemática más general.

Pero si los filósofos del lenguaje se vieran tentados a proceder aún más

radicalmente, extendiendo la duda a los valores o las reglas más básicas que gobiernan

el discurso interno, inmediatamente se advierte que esto debería incitarlos a abandonar

el pensamiento articulado, y no simplemente cualquier pretensión de validez o toda

investigación. Así el propio Sexto Empírico, que toma el camino contrario,

abiertamente se considera capaz de entender, aún cuando está claro que no pretende

apoyarse para esto en algún conocimiento de la realidad exterior, sino en un fenómeno o

apariencia a que a él le resulta patente (II, I, 10). Entonces, si bien el funcionamiento del

lenguaje puede plantearse como problema, e investigarse desde el punto de vista

epistemológico (y si bien la filosofía del lenguaje puede desarrollarse tomando en

cuenta los resultados de esta investigación fundamental), parece imposible investigar

filosóficamente los rudimentos elementales del ámbito de los conceptos: antes bien,

sólo cabe emplear algunos de ellos para estudiar otros más. Pero si este estudio

eventualmente fructifica culminará en una teoría, cuyas condiciones de validez son

materia de la epistemología, y más concretamente, de la teoría de la prueba. En

resumen, la investigación de los fundamentos pertenece propiamente a la teoría del

conocimiento, y presentar la filosofía del lenguaje externo como el campo de

investigación filosófica más fundamental no es más que un trivial despropósito; pues no

sólo se ocupa ella de problemas comparativamente específicos, sino es de temerse que

la teoría correspondiente sea presa del trilema de Agripa.

En suma, los argumentos ultraescépticos se caracterizan por provocar un

conflicto agudo entre el plan liberal que supuestamente se había adoptado, de investigar,

y un intento por “...apoderarse de lo investigado antes de dar comienzo a la

investigación”, como dice Sexto en una cita anterior. Al cabo, se presentaría aquí una

discordancia entre lo que se dice y lo que se hace en la práctica, entre la regla profesada

y la manera concreta en que se pretende cumplirla (o viceversa: entre lo hecho y la

doctrina que luego se imparte). A su vez, es razonable rechazar estos alegatos, si esto

significa negarles pertinencia en el mismo ámbito de la indagación, donde sólo puede

recibírselos como objeto de consideración, o incluso de estudio, pero sin haberles

reconocido un derecho de interlocución. Pero esto no es un resultado de la investigación

epistemológica en sentido estricto. Antes bien, la negativa a aceptarlos sólo se explica

por la determinación voluntaria de atenerse al plan trazado (de investigar), una decisión

que simplemente, no hay razón para hacer a un lado en el ámbito especulativo. En el

fondo, me parece, el descarte de esos argumentos lo respalda el axioma práctico de que

por encima de todo conviene mantener la congruencia entre lo que se dice y lo que se

hace –un axioma contra el que no hay disenso conocido, y que la filosofía reflexiva

haría bien en respetar (aunque en cada caso haya que detenerse a discernir cómo

conviene resolver las discordancias que lleguen a presentarse)–. Pero hemos visto cómo

el axioma citado sólo nos autoriza a hacer a un lado el utraescepticismo, si de antemano

asumimos que el marco apropiado para la investigación es de tipo dialéctico. En cambio

parece difícil vindicar los resultados de una “prueba”discursiva, ante sospechas de corte

ultraescéptico, desde una perspectiva estrictamente monoléctica. (Dicho sea esto para no

insistir sólo en el trilema),

Más allá del trilema y del ultraescepticismo hay, sin duda, otras clases de

alegatos pesimistas, pero claramente ellas ameritan un tratamiento dialéctico distinto.

Pensamos ahora en argumentos que positivamente propicien la investigación filosófica.

Entre ellos convendrá esforzarse por rebatir algunos, empezando por los más extremos;

en cambio, puede que no haya más alternativa que concederle la razón a algunos otros.

De cualquier modo, probablemente convendría estudiarlos todos con más detalle que el

que hasta ahora se les ha concedido. Para ello parece prioritario plantear preguntas

como las siguientes: ¿cuál es el alcance de las dudas más amplias que resultan

compatibles con la investigación? y ¿qué argumentos podrían dar respaldo a este

escepticismo más genuino, que cabe llamar no ultraescéptico, sino radical?

En cualquier caso, el análisis anterior sugiere que hay al menos dos campos en

los que la puesta a prueba de la epistemología constructiva, mediante su examen crítico,

posee un valor clave. En primer lugar, los argumentos escépticos directamente le dan

forma específica a un problema tan central como lo es el de los fundamentos generales

(una cuestión que de otro modo, en lugar de quedar planteada con precisión, apenas

logra vislumbrarse). Vimos cómo la argumentación ex concessis permite esperar que

algún día esta cuestión pueda responderse.35 En segundo lugar, para responder la

pregunta que teóricamente es más específica, sobre el conocimiento reflexivo, no parece

que tenga sentido designar a priori un adversario particular. En efecto, quizá no haya

pretensiones de validez más característicamente epistemológicas, que las relacionadas

con los fundamentos, y aquí sabemos ya qué tipo de adversario es el más relevante (pero

también, cómo enfrentarlo). En lo tocante a otros aspectos del conocimiento reflexivo,

cabe que en su justificación la exigencia de rigor básicamente provenga del control

mutuo que regla y caso ejercen el uno sobre el otro, más que de un adversario discursivo

ad hoc. Pero previendo que cualquier solución habrá de valorarse finalmente en un

marco dialéctico, acaso en el futuro también llegue a ser necesario confrontar posiciones

rivales que, con éxito comparable, enfrenten los requisitos antes señalados.36

35 Compárese esto con la idea que últimamente mantiene Sosa (2011, p. 347; también 2009, p. 144): “...reflective knowledge is constituted by nothing more than [unjustified] animal knowledge combined with animal knowledge that one has animal knowledge... This is a crucial component of my view.” Ahora bien, Sosa cree que es imposible hacer una defensa no circular del conocimiento reflexivo, imposibilidad que a su juicio, el caso de Descartes ilustra modélicamente para las posiciones internistas (2009, Ibid.). Para la noción de “conocimiento animal” no justificado véase (Sosa 1991, p. 145). 36 Agradezco a Jorge Ornelas sus comentarios críticos a una versión anterior de este ensayo.

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