De adivinos y laboratorios

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DE ADIVINOS Y LABORATORIOS JUAN MARTIN MOLINARI

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DE ADIVINOS Y LABORATORIOS

JUAN MARTIN MOLINARI

INTRODUCCIÓN

De adivinos y laboratorios. De eso se trata este breve recorrido, que querrá

revelar, entreteniendo, los devenires de una ciencia llamada Psicología. Y por más

extraño que parezca el título que le hemos elegido, confiamos poder mostrar cuán

relacionado está con el tema que queremos desarrollar: los apasionantes

problemas y objetos que ha estudiado la Psicología a lo largo de su historia.

Todos hemos escuchado, en algún momento, el argumento referido al origen

de la ciencia. El conocimiento científico surge del perfeccionamiento de saberes

no sujetos a reglas –como el saber de la vida cotidiana, que es intuitivo y a veces

está contaminado por la pasión o el prejuicio; o el saber dogmático, cuyo único

fundamento es la autoridad (real o imaginaria) de quien lo enuncia. Hasta donde

sabemos, el conocimiento científico es el único que ha diseñado mecanismos de

autolimitación y control. A diferencia del ciudadano del común o del creyente en

una religión, el científico se ha impuesto el requisito de hierro de afirmar sólo

cosas que puedan comprobarse. Y la manera de comprobar una proposición que

se tenga por científica es cotejarla con la realidad.

Por eso la ciencia no puede ofrecer una Verdad con mayúscula, sino

“verdades” transitorias y perecederas que siempre son susceptibles de refutación.

Es cierto que suena contradictorio hablar de verdades con fecha de vencimiento.

El ser humano busca instintivamente la seguridad de lo indubitable. En su finitud,

ansía desesperadamente construir un resguardo contra la incertidumbre -como el

hombre primitivo buscaba en una cueva de la montaña el reparo contra la

tormenta y el acecho de los depredadores. Pero la ciencia no proporciona este tipo

de seguridades. No podría hacerlo, aunque quisiera. Por ello, es la empresa en la

que lo humano se manifiesta en toda su grandeza y, a la vez, fragilidad. Desvarían

quienes ven en la ciencia un quehacer deshumanizante. Al contrario: a través de

ella, el Homo Sapiens Sapiens expresa su coraje innato, su voluntad de

entendérselas con el destino que le tocó en suerte, y su profunda dignidad.

Así, cuando una teoría se muestra capaz de explicar mejor una determinada

porción de realidad, sustituye a la que anteriormente se tenía por válida.

Naturalmente, este proceso no es tan sencillo como engañosamente podría

sugerir nuestro esquemático relato. Con frecuencia es no lineal, conflictivo, y

susceptible de avances y retrocesos. Pero en esencia se desarrolla de ese modo.

Por ello, podemos decir que el conocimiento científico se caracteriza por (y

necesita ser) competitivo, abierto, público y democrático, como maravillosamente

lo expresa Robert Merton (1977) en su Sociología de la Ciencia.

Todo esto es muy sugerente, pero ¿qué tiene que ver con la psicología, los

adivinos y los laboratorios? Pues bien: la aparición de un saber vulnerable a la

crítica implicó un progreso respecto de los saberes intuitivos o saturados de

mitología, leyendas o dogmas. La pre-ciencia dio lugar a la ciencia; en lugar de la

astrología se posicionó la astronomía, y el sitio de la alquimia fue ocupado por la

química. Y acá viene nuestro asunto. Este esquema se cumplió de cabo a rabo

para muchas disciplinas científicas, pero no para todas. No para la Psicología.

A veces, los psicólogos han afirmado meras corazonadas, o cosas que son

difíciles –o imposibles- de comprobar. Otras veces han pretendido sentar

Verdades con mayúscula, fundamentadas en alguna personalidad genial u obra

destacada. A veces, en breve, han formulado sólo horóscopos –ejemplo de saber

no comprobable, producto de los delirios infundados de un adivino. Y así la

Psicología se ha alejado del laboratorio, lugar paradigmático de la producción de

conocimiento científico. En el laboratorio, es la realidad objetiva la que tiene la

última palabra (naturalmente que puede hacerse ciencia fuera de los laboratorios,

pero hemos elegido ese espacio como símbolo de los rasgos más representativos

de la praxis científica).

Es cierto que no toda la Psicología obedece a esta descripción, como

también que en los distintos centros de investigación psicológica diseminados por

el mundo se lleva a cabo un trabajo intachable. Por eso hemos dicho que sólo “a

veces” los psicólogos hacen afirmaciones infundadas. Sin embargo, no es menos

cierto que la Psicología está, por sus características esenciales, siempre expuesta

al riesgo de caer en la seducción del adivino (en especial la Psicología argentina,

donde el psicoanálisis ha sido, y es, una fuerte influencia). Aquí, querremos que el

“adivino” represente las fuerzas que han hecho retroceder a la Psicología, y el

“laboratorio” aquellas que la han hecho avanzar.

¿Qué nos proponemos, entonces, con este trabajo? Navegando entre los

adivinos, que –cual escollos- dificultan y hacen peligrosa la travesía, queremos

mostrar cómo la Psicología puede hacerse preguntas científicas, e intentar

responder a ellas científicamente. A veces, sí, desde un laboratorio, pero también

en el trabajo de campo. Y con distintos grados de éxito. Será un viaje de riesgo.

En ocasiones nos parecerá que la Psicología zozobra en una tormenta de

prejuicios. En otras, la política y la ideología estarán a punto de hacerle dar una

vuelta de campana. Y en muchas otras la veremos casi encallar en los bancos de

arena del oscurantismo y el palabrerío. Pero podremos ver, con la misma

evidencia, que sus cuestionamientos llegan al corazón de ese objeto tan

misterioso que algunos denominan naturaleza humana.

¿Cuál será nuestra hoja de ruta? Pasaremos revista a algunos problemas

estudiados por la Psicología a lo largo de su devenir. Estudiaremos los distintos

puntos de vista, y prestaremos especial atención a los procesos que condujeron a

tal o cual perspectiva (es allí donde encontraremos los escollos a los que nos

referimos anteriormente). Utilizaremos, además, recursos expositivos como el

diálogo y el relato: además de ser amenos, nos brindarán la oportunidad de

conocer algo más sobre la situación de vida y la personalidad de algunos

protagonistas de la Psicología. Naturalmente, los diálogos no son transcripciones

de entrevistas (sería imposible tenerlas con quienes ya han pasado a mejor vida),

ni los relatos pretenden merecer el calificativo de crónicas históricas. Sin embargo,

unos y otros intentan acercarse lo más posible a la realidad de lo que aconteció y

a las opiniones que realmente sostenían los participantes. Para este menester,

nos hemos servido de un conjunto de textos de consulta, que aparecen citados en

la Bibliografía de esta obra.

Inspira estas páginas una idea optimista: quizás no sea a pesar de los

obstáculos y retrocesos, sino justamente gracias a ellos, que la Psicología es una

de las ciencias más apasionantes. Esperamos, lector, que al final de estos

capítulos pienses lo mismo.

FRUTOS QUE NO CONOCIERON FLOR

A continuación, entrevistaremos a Alberto Vilanova (1942 – 2003), docente e

investigador de la Universidad de Mar del Plata. Su especialidad fue la historia de

la Psicología, a la cual hizo relevantes –y polémicos- aportes. Vilanova, autor de

numerosos trabajos y Premio Konex en Humanidades en el año 1996, fue quizás

quien más bregó para que la Psicología argentina siguiera los pasos de la

norteamericana o la europea.

ENTREVISTADOR: Buenos días, Alberto. El motivo de esta entrevista es que

estoy escribiendo un trabajo sobre la psicología verdaderamente científica y la que

no lo es, y quería saber su punto de vista.

A. VILANOVA: Me hace gracia lo de “verdaderamente”. En rigor, no hay una

Psicología no científica. A lo sumo lo que se puede encontrar es el error de tomar

como ciencia lo que no lo es, y de eso la historia de la Psicología está llena de

ejemplos. Lo ideal es no confundir gato por liebre y llamar a las cosas por su

nombre.

E.: Entonces ¿cuál es el origen del descrédito de la Psicología?

A. V.: Eso es un fenómeno local. En países como Estados Unidos o Alemania la

Psicología siempre ha sido una empresa seria, a la par de cualquier otra disciplina

social o natural, y así es considerada. Acá en Argentina, en cambio, suele

asociársela al charlatanismo –o, por lo menos, al rango de un saber puramente

especulativo y poco confiable.

E.: Me gustaría que nos contara los motivos. En teoría, a partir de la adopción de

un mismo método y objeto, las distintas disciplinas científicas hablan un mismo

idioma. El físico holandés se entiende con el chino, porque ambos estudian las

mismas cosas de la misma manera.

A. V.: Hasta cierto punto es así. Vos te referís a que en la Física no hay escuelas

y en la Psicología sí.

E.: ¿Qué es eso de las escuelas?

A. V.: Veo que tenemos que empezar de cero. Mi planteo es que la Psicología es

una disciplina todavía muy cercana a la Filosofía. Vos sabés que las distintas

ciencias nacen a partir de su emancipación respecto del tronco filosófico. Sin

embargo, la Psicología sigue siendo “filosofía-dependiente”. No ha podido

liberarse de la tutela de su hermana mayor, que todavía le dice qué cosas tiene

que estudiar y cómo. Por eso hay diferentes “psicologías”. Pensá en lo siguiente:

las diferentes corrientes filosóficas se vinculan a tradiciones nacionales o

regionales. El empirismo remite al campo lingüístico-cultural anglosajón (Inglaterra

y Estados Unidos), y el racionalismo está en la raíz de los sistemas surgidos en

Europa Central (Francia, Alemania…).

E.: Pero ¿eso que tiene que ver con las escuelas?

A. V.: No me dejaste terminar. Cada corriente filosófica sostiene –de manera más

o menos explícita- una suerte de descripción de la naturaleza humana. Para el

empirismo, el hombre es un puro resultado del dato ambiental. Y para el

racionalismo, un ente provisto de ideas o facultades innatas. Así, las Psicologías

de inspiración empirista –como el conductismo- serán ambientalistas, mientras

que las Psicologías herederas del racionalismo –como el constructivismo- serán

innatistas. Ése es el origen de las escuelas. Y ya me están cansando tantos

“ismos”…

E.: Bárbaro. Pero eso no hace que esas Psicologías sean pre-científicas, ni que

esos psicólogos sean charlatanes.

A. V.: A veces no. El problema con los enunciados filosóficos es que no tienen

contenido denotativo. No tienen referente empírico, por lo que están en un “más

acá” (o en un “más allá”) de la ciencia. Los psicólogos pueden hacer toda la

Filosofía que quieran, pero en la medida en que la hacen dejan de ser psicólogos.

Lo que pasa con algunas escuelas es que proponen enunciados que no pueden

corroborarse. Encima, con petulancia: dicen que han construido “modelos” del

hombre.

E.: Por eso en la Física no hay escuelas…

A. V.: Una cosa son las escuelas y otra cosa son las teorías rivales. Las escuelas

presuponen lenguajes diferentes, mientras que dos teorías que compiten hablan el

mismo idioma. ¿Soy claro?

E.: Yo pensaba que las críticas a la Psicología estaban relacionadas con la

multiplicidad de enfoques técnicos para abordar un mismo problema: “diez

psicólogos, diez soluciones”…

A. V.: ¡Qué pésimo profesor he sido! ¿Vos venías a mis teóricos? Eso que decís

remite a una cuestión totalmente diferente. ¿Qué tiene que ver la tecnología con la

ciencia básica o aplicada?

E.: Confieso que de este tema no entiendo mucho, pero ¿no es cierto que se le

achaca a la Psicología la ineficacia de sus técnicas?

A. V.: Seguís mezclando. Una cosa es la diversidad de herramientas que se

diseñen para abordar un problema psicológico concreto. Tené en cuenta que esta

diversidad puede estar en relación, o no, con el tema de las escuelas: por ejemplo,

la escuela cognitivo-conductual construyó muchas herramientas para modificar

respuestas como el alcoholismo o la impotencia sexual (habrás tomado nota que

dije “modificar” y no “curar”). Y otra cosa es preguntarse por la eficacia de esas

técnicas: ¿funcionan o no? Respecto de lo primero, no hay nada malo en contar

con una caja llena de herramientas. ¿Qué pensarías de un plomero que intentara

resolver todos los problemas sólo con una llave francesa? Respecto de lo

segundo, las tecnologías psicológicas pueden fallar tanto como las ingenierías

derivadas de las ciencias naturales ¿o los puentes no se caen a veces?

E.: Pero entonces es posible derivar técnicas eficaces de saberes pre-científicos,

o no del todo denotativos…

A. V.: Desde un punto de vista lógico, es posible, pero no probable. No nos

vayamos para el otro lado. Ya Hans Eysenck, en su famoso estudio de 1952,

causó un importante revuelo al demostrar que la terapia psicodinámica era menos

eficaz que la ausencia de tratamiento. Además, no quisiera que te llevaras una

impresión negativa: no toda la Psicología responde a este esquema de pre-

cientificidad. Argentina es un escenario heterogéneo: tenemos por ahí a muchos

adivinos haciendo horóscopos pero también hay científicos trabajando en

laboratorios psicológicos.

E.: ¿Por qué formuló la distinción entre “modificar” la conducta y “curar”?

A. V.: Es algo obvio. Si hablamos de “curar”, encuadramos a la Psicología en un

discurso medicalista y exclusivamente praxiológico, como ocurre en Argentina. La

modificación de la conducta, en cambio, es un conjunto de tecnologías que se

inspiran en los hallazgos de la Psicología básica y aplicada.

E.: Le pido que volvamos un poco atrás. El hecho de situarse en un “más acá” o

“más allá” de la ciencia ¿torna dogmática a la propuesta de una escuela

psicológica?

A. V.: Lamento complicarte, pero no es así necesariamente. Yo diría que lo que

torna dogmático a un saber es su exclusivo fundamento en la autoridad de un

iluminado, a quien se atribuye infalibilidad. En esto el psicoanálisis se lleva los

laureles: si Freud o Lacan lo dicen, es palabra santa. Pero hay escuelas que

lucharon denodadamente por transformar sus intuiciones filosóficas en enunciados

científicos. El caso ejemplar es el llamado “enfoque centrado en la persona”,

creado por Carl Rogers hace cosa de sesenta años. Por supuesto, en Estados

Unidos.

E.: ¿Me explica lo de “por supuesto”?

A. V.: Me lo temía… en fin. Trataré de ser sintético. Mi posición en este respecto

puede resumirse en una sola frase: la ciencia –me refiero al conocimiento

científico y sus instituciones- sólo puede prosperar en las democracias liberales.

Hablo de una sociedad laica capaz de tolerar la diferencia entre hechos y valores.

Ya sé que Estados Unidos es uno de los países más religiosos del mundo, pero

allí la religión nunca fue obstáculo para el desarrollo científico. Por lo menos hasta

el fundamentalismo de Bush. Y en todo caso, el problema no es la teoría

creacionista, sino las barreras que pretenden imponérsele al evolucionismo… pero

ya me fui de tema. Lo principal es esto: la ciencia florece en contextos de

tolerancia, de debate racional, de apertura… en síntesis: de libertad.

E.: Pero en los países del socialismo real también había progreso científico, y…

A. V.: Creo que estás confundido. Hubo, sí, grandes adelantos tecnológicos, que

no es lo mismo. Por lo general orientados a fines bélicos. Y muchas ciencias –

especialmente las sociales- experimentaron el control y las restricciones del

Partido. Científicos, escritores y filósofos fueron perseguidos. ¿Escuchaste hablar

de Siberia?

E.: Está bien. ¿Entonces Rogers sólo pudo haber existido en Norteamérica?

A. V.: Y Freud en la Viena del Imperio Austrohúngaro. Es una idea que recorre –a

veces de manera explícita, y a veces implícitamente- mis escritos y mi enseñanza:

la ciencia necesita democracia. En esto siempre fui mertoniano. La ciencia, digo,

no los oráculos de algún adivino. Pensá que en Argentina comenzamos muy bien:

el primer laboratorio de Psicología fue inaugurado en San Juan en 1891, poco más

de diez años después del primero a nivel mundial (el de Wundt en Leipzig, ¿te

acordás?).

E.: Pero después…

A. V.: Después es una historia un poco decepcionante. Por eso en uno de mis

trabajos yo describo a la Psicología argentina como frutos que no dieron flor: un

promisorio comienzo, muchas promesas… y después la desilusión. Un final digno

de tango. ¿Te acordás en qué año fue interrumpido por primera vez en Argentina

un gobierno elegido democráticamente?

E.: No entiendo qué tienen que ver los gobiernos con las teorías científicas, ¿Por

qué mejor no…?

A. V.: No cambiemos de tema que vamos bien. Te menciono solamente un dato,

para no transformar la charla en una clase teórica. Durante el gobierno de facto de

Edelmiro Farrell, Alberto Baldrich (a la sazón Ministro de Instrucción Pública)

colocó al frente de la Universidad de Buenos Aires a Carlos Obligado. ¿Estos

nombres te suenan?

E.: Eh…

A. V.: Este señor Obligado reconoció a los titulados en Teología para dar clases

de Psicología en la Universidad. ¿Qué te parece?

E.: Ah…

A. V.: Me imagino que recordarás las declaraciones de Lino Barañao en una

entrevista que le hicieron en 2008, cuando dijo que los trabajos en ciencias

sociales le parecían Teología. ¡Se armó tal alboroto! Pero mirando a la historia,

algo de razón le cabe. En especial respecto de la Psicología. Ojo, no tengo nada

contra la Teología. Dejame que te aporte otro dato: en 1949, se prohíbe por

Decreto la enseñanza de la Psicología experimental. Esto ocurre en plena

superposición de las incumbencias de la Iglesia y el Estado. Pensá que en 1949

Estados Unidos ya podía mostrar con orgullo una tradición de 50 años de

experimentación psicológica.

E.: En síntesis…

A. V.: En síntesis: mi opinión es que la ciencia necesita democracia, instituciones

republicanas y laicismo. Y la Psicología argentina está como está porque en el

pasado experimentó un déficit de esos nutrientes. Creo que el notable ascendiente

del charlatanismo psicológico en nuestro país está muy relacionado con una de

nuestras más secretas (y execrables) pasiones: el autoritarismo.

E.: Alberto, vamos a dejar acá. Muchas gracias, un abrazo…

A. V.: Chau Juan, te quiero mucho. Hasta la próxima.

FRUTOS QUE NO CONOCIERON FLOR

A continuación, entrevistaremos a Alberto Vilanova (1942 – 2003), docente e

investigador de la Universidad de Mar del Plata. Su especialidad fue la historia de

la Psicología, a la cual hizo relevantes –y polémicos- aportes. Vilanova, autor de

numerosos trabajos y Premio Konex en Humanidades en el año 1996, fue quizás

quien más bregó para que la Psicología argentina siguiera los pasos de la

norteamericana o la europea.

ENTREVISTADOR: Buenos días, Alberto. El motivo de esta entrevista es que

estoy escribiendo un trabajo sobre la psicología verdaderamente científica y la que

no lo es, y quería saber su punto de vista.

A. VILANOVA: Me hace gracia lo de “verdaderamente”. En rigor, no hay una

Psicología no científica. A lo sumo lo que se puede encontrar es el error de tomar

como ciencia lo que no lo es, y de eso la historia de la Psicología está llena de

ejemplos. Lo ideal es no confundir gato por liebre y llamar a las cosas por su

nombre.

E.: Entonces ¿cuál es el origen del descrédito de la Psicología?

A. V.: Eso es un fenómeno local. En países como Estados Unidos o Alemania la

Psicología siempre ha sido una empresa seria, a la par de cualquier otra disciplina

social o natural, y así es considerada. Acá en Argentina, en cambio, suele

asociársela al charlatanismo –o, por lo menos, al rango de un saber puramente

especulativo y poco confiable.

E.: Me gustaría que nos contara los motivos. En teoría, a partir de la adopción de

un mismo método y objeto, las distintas disciplinas científicas hablan un mismo

idioma. El físico holandés se entiende con el chino, porque ambos estudian las

mismas cosas de la misma manera.

A. V.: Hasta cierto punto es así. Vos te referís a que en la Física no hay escuelas

y en la Psicología sí.

E.: ¿Qué es eso de las escuelas?

A. V.: Veo que tenemos que empezar de cero. Mi planteo es que la Psicología es

una disciplina todavía muy cercana a la Filosofía. Vos sabés que las distintas

ciencias nacen a partir de su emancipación respecto del tronco filosófico. Sin

embargo, la Psicología sigue siendo “filosofía-dependiente”. No ha podido

liberarse de la tutela de su hermana mayor, que todavía le dice qué cosas tiene

que estudiar y cómo. Por eso hay diferentes “psicologías”. Pensá en lo siguiente:

las diferentes corrientes filosóficas se vinculan a tradiciones nacionales o

regionales. El empirismo remite al campo lingüístico-cultural anglosajón (Inglaterra

y Estados Unidos), y el racionalismo está en la raíz de los sistemas surgidos en

Europa Central (Francia, Alemania…).

E.: Pero ¿eso que tiene que ver con las escuelas?

A. V.: No me dejaste terminar. Cada corriente filosófica sostiene –de manera más

o menos explícita- una suerte de descripción de la naturaleza humana. Para el

empirismo, el hombre es un puro resultado del dato ambiental. Y para el

racionalismo, un ente provisto de ideas o facultades innatas. Así, las Psicologías

de inspiración empirista –como el conductismo- serán ambientalistas, mientras

que las Psicologías herederas del racionalismo –como el constructivismo- serán

innatistas. Ése es el origen de las escuelas. Y ya me están cansando tantos

“ismos”…

E.: Bárbaro. Pero eso no hace que esas Psicologías sean pre-científicas, ni que

esos psicólogos sean charlatanes.

A. V.: A veces no. El problema con los enunciados filosóficos es que no tienen

contenido denotativo. No tienen referente empírico, por lo que están en un “más

acá” (o en un “más allá”) de la ciencia. Los psicólogos pueden hacer toda la

Filosofía que quieran, pero en la medida en que la hacen dejan de ser psicólogos.

Lo que pasa con algunas escuelas es que proponen enunciados que no pueden

corroborarse. Encima, con petulancia: dicen que han construido “modelos” del

hombre.

E.: Por eso en la Física no hay escuelas…

A. V.: Una cosa son las escuelas y otra cosa son las teorías rivales. Las escuelas

presuponen lenguajes diferentes, mientras que dos teorías que compiten hablan el

mismo idioma. ¿Soy claro?

E.: Yo pensaba que las críticas a la Psicología estaban relacionadas con la

multiplicidad de enfoques técnicos para abordar un mismo problema: “diez

psicólogos, diez soluciones”…

A. V.: ¡Qué pésimo profesor he sido! ¿Vos venías a mis teóricos? Eso que decís

remite a una cuestión totalmente diferente. ¿Qué tiene que ver la tecnología con la

ciencia básica o aplicada?

E.: Confieso que de este tema no entiendo mucho, pero ¿no es cierto que se le

achaca a la Psicología la ineficacia de sus técnicas?

A. V.: Seguís mezclando. Una cosa es la diversidad de herramientas que se

diseñen para abordar un problema psicológico concreto. Tené en cuenta que esta

diversidad puede estar en relación, o no, con el tema de las escuelas: por ejemplo,

la escuela cognitivo-conductual construyó muchas herramientas para modificar

respuestas como el alcoholismo o la impotencia sexual (habrás tomado nota que

dije “modificar” y no “curar”). Y otra cosa es preguntarse por la eficacia de esas

técnicas: ¿funcionan o no? Respecto de lo primero, no hay nada malo en contar

con una caja llena de herramientas. ¿Qué pensarías de un plomero que intentara

resolver todos los problemas sólo con una llave francesa? Respecto de lo

segundo, las tecnologías psicológicas pueden fallar tanto como las ingenierías

derivadas de las ciencias naturales ¿o los puentes no se caen a veces?

E.: Pero entonces es posible derivar técnicas eficaces de saberes pre-científicos,

o no del todo denotativos…

A. V.: Desde un punto de vista lógico, es posible, pero no probable. No nos

vayamos para el otro lado. Ya Hans Eysenck, en su famoso estudio de 1952,

causó un importante revuelo al demostrar que la terapia psicodinámica era menos

eficaz que la ausencia de tratamiento. Además, no quisiera que te llevaras una

impresión negativa: no toda la Psicología responde a este esquema de pre-

cientificidad. Argentina es un escenario heterogéneo: tenemos por ahí a muchos

adivinos haciendo horóscopos pero también hay científicos trabajando en

laboratorios psicológicos.

E.: ¿Por qué formuló la distinción entre “modificar” la conducta y “curar”?

A. V.: Es algo obvio. Si hablamos de “curar”, encuadramos a la Psicología en un

discurso medicalista y exclusivamente praxiológico, como ocurre en Argentina. La

modificación de la conducta, en cambio, es un conjunto de tecnologías que se

inspiran en los hallazgos de la Psicología básica y aplicada.

E.: Le pido que volvamos un poco atrás. El hecho de situarse en un “más acá” o

“más allá” de la ciencia ¿torna dogmática a la propuesta de una escuela

psicológica?

A. V.: Lamento complicarte, pero no es así necesariamente. Yo diría que lo que

torna dogmático a un saber es su exclusivo fundamento en la autoridad de un

iluminado, a quien se atribuye infalibilidad. En esto el psicoanálisis se lleva los

laureles: si Freud o Lacan lo dicen, es palabra santa. Pero hay escuelas que

lucharon denodadamente por transformar sus intuiciones filosóficas en enunciados

científicos. El caso ejemplar es el llamado “enfoque centrado en la persona”,

creado por Carl Rogers hace cosa de sesenta años. Por supuesto, en Estados

Unidos.

E.: ¿Me explica lo de “por supuesto”?

A. V.: Me lo temía… en fin. Trataré de ser sintético. Mi posición en este respecto

puede resumirse en una sola frase: la ciencia –me refiero al conocimiento

científico y sus instituciones- sólo puede prosperar en las democracias liberales.

Hablo de una sociedad laica capaz de tolerar la diferencia entre hechos y valores.

Ya sé que Estados Unidos es uno de los países más religiosos del mundo, pero

allí la religión nunca fue obstáculo para el desarrollo científico. Por lo menos hasta

el fundamentalismo de Bush. Y en todo caso, el problema no es la teoría

creacionista, sino las barreras que pretenden imponérsele al evolucionismo… pero

ya me fui de tema. Lo principal es esto: la ciencia florece en contextos de

tolerancia, de debate racional, de apertura… en síntesis: de libertad.

E.: Pero en los países del socialismo real también había progreso científico, y…

A. V.: Creo que estás confundido. Hubo, sí, grandes adelantos tecnológicos, que

no es lo mismo. Por lo general orientados a fines bélicos. Y muchas ciencias –

especialmente las sociales- experimentaron el control y las restricciones del

Partido. Científicos, escritores y filósofos fueron perseguidos. ¿Escuchaste hablar

de Siberia?

E.: Está bien. ¿Entonces Rogers sólo pudo haber existido en Norteamérica?

A. V.: Y Freud en la Viena del Imperio Austrohúngaro. Es una idea que recorre –a

veces de manera explícita, y a veces implícitamente- mis escritos y mi enseñanza:

la ciencia necesita democracia. En esto siempre fui mertoniano. La ciencia, digo,

no los oráculos de algún adivino. Pensá que en Argentina comenzamos muy bien:

el primer laboratorio de Psicología fue inaugurado en San Juan en 1891, poco más

de diez años después del primero a nivel mundial (el de Wundt en Leipzig, ¿te

acordás?).

E.: Pero después…

A. V.: Después es una historia un poco decepcionante. Por eso en uno de mis

trabajos yo describo a la Psicología argentina como frutos que no dieron flor: un

promisorio comienzo, muchas promesas… y después la desilusión. Un final digno

de tango. ¿Te acordás en qué año fue interrumpido por primera vez en Argentina

un gobierno elegido democráticamente?

E.: No entiendo qué tienen que ver los gobiernos con las teorías científicas, ¿Por

qué mejor no…?

A. V.: No cambiemos de tema que vamos bien. Te menciono solamente un dato,

para no transformar la charla en una clase teórica. Durante el gobierno de facto de

Edelmiro Farrell, Alberto Baldrich (a la sazón Ministro de Instrucción Pública)

colocó al frente de la Universidad de Buenos Aires a Carlos Obligado. ¿Estos

nombres te suenan?

E.: Eh…

A. V.: Este señor Obligado reconoció a los titulados en Teología para dar clases

de Psicología en la Universidad. ¿Qué te parece?

E.: Ah…

A. V.: Me imagino que recordarás las declaraciones de Lino Barañao en una

entrevista que le hicieron en 2008, cuando dijo que los trabajos en ciencias

sociales le parecían Teología. ¡Se armó tal alboroto! Pero mirando a la historia,

algo de razón le cabe. En especial respecto de la Psicología. Ojo, no tengo nada

contra la Teología. Dejame que te aporte otro dato: en 1949, se prohíbe por

Decreto la enseñanza de la Psicología experimental. Esto ocurre en plena

superposición de las incumbencias de la Iglesia y el Estado. Pensá que en 1949

Estados Unidos ya podía mostrar con orgullo una tradición de 50 años de

experimentación psicológica.

E.: En síntesis…

A. V.: En síntesis: mi opinión es que la ciencia necesita democracia, instituciones

republicanas y laicismo. Y la Psicología argentina está como está porque en el

pasado experimentó un déficit de esos nutrientes. Creo que el notable ascendiente

del charlatanismo psicológico en nuestro país está muy relacionado con una de

nuestras más secretas (y execrables) pasiones: el autoritarismo.

E.: Alberto, vamos a dejar acá. Muchas gracias, un abrazo…

A. V.: Chau Juan, te quiero mucho. Hasta la próxima.

LAS PUERTAS DE LA PERCEPCIÓN

Uno de los primeros temas que abordó la ciencia psicológica fue el de la

percepción. Estamos en la Alemania de fines del siglo XIX, y es razonable

conjeturar una importante influencia del idealismo trascendental de Immanuel Kant

sobre la Psicología en pañales. Entre otras muchas cosas, el filósofo Kant se

pregunta en qué medida los datos perceptuales son una fuente válida y confiable

para el conocimiento. ¿Funciona el aparato perceptual como una cámara

fotográfica, reflejando en la pantalla de la mente la realidad tal como es? ¿O la

percepción es, más bien, una función que estructura el tumulto estimular y

“construye” imágenes de un mundo en verdad inaccesible?

Es interesante comprender la manera en que la Psicología reformula esta

pregunta filosófica. La traduce a sus propios términos, y busca el modo de

responderla a través de experiencias sencillas. El diseño de los esquemas

experimentales psicológicos requiere de creatividad y sentido común. Si la

percepción refleja la realidad término a término, ello deberá expresarse de manera

lineal en los cambios perceptuales que se siguen de las variaciones cuantitativas

en los estímulos. Bastaría con presentar un estímulo (sonoro, táctil, visual…), y

luego incrementar su magnitud progresivamente, registrando en el ínterin las

variaciones en la percepción. Más allá del umbral “natural” de sensibilidad, todo

indicaría que la función perceptual debe reflejar estos incrementos.

Así razonó Gustav Fechner, un médico alemán de mediados del siglo XIX

que sentó los fundamentos de la Psicología experimental (y a quien

entrevistaremos en la siguiente sección). Procedió más o menos como sigue.

Munido de un conjunto importante de plomos de distintos pesos, vendó los ojos a

su sujeto experimental y puso en su mano derecha un plomo de 100 gramos.

Luego le colocó en la izquierda un plomo de 102 gramos, y le preguntó qué sentía.

¿Pesan lo mismo? ¿Pesan diferente? Pesan igual, fue la respuesta. Fechner

incrementó el estímulo, hasta que el colaborador pudo distinguir la diferencia entre

el plomo de 100 gramos y un plomo de 110 gramos. ¿Qué es lo que ocurre, y por

qué? La magnitud del estímulo “mínimo” que puede percibirse no es una constante

independiente del peso inicial, sino una proporción de dicho peso. Se trata de una

relación logarítmica: si un estímulo aumenta aritméticamente, la respuesta

perceptiva será una progresión geométrica. Para el caso: si en el ejemplo anterior

el umbral para discernir el cambio de masa fue de 10 gramos, esos 10 gramos no

serán suficientes para advertir diferencias si el peso que sostuviera el colaborador

fuera de 1 kilogramo. El umbral es proporcional a la magnitud del estímulo. La Ley

descubierta por Gustav Fechner se enuncia así:

S = k log E

…donde S expresa la “intensidad” de la percepción, E la magnitud objetiva

del estímulo, y k una constante (la llamada constante de Weber) que surge del

incremento mínimo que un estímulo puede experimentar respecto de la magnitud

inicial. Así, de un modo tan simple –casi artesanal- fue descubierta una de las

leyes psicológicas más importantes: la Ley de Weber – Fechner (en una muestra

de humildad científica, Fechner añadió a “su” Ley el nombre de Ernst Weber, un

investigador de los umbrales perceptuales que lo precedió en algunos años).

Esta Ley tiene derivaciones inquietantes. Una de ellas es que la percepción

no es un instrumento fiel (este hallazgo acompañará a la Psicología de aquí en

más). Frente a una realidad estimular móvil, dinámica y cambiante, a la mente

humana siempre se le escapan algunos de esos cambios. Vemos sólo una parte

de lo que ocurre. Así, desde sus inicios la Psicología se convierte en una nueva

“maestra de la sospecha”, para utilizar la expresión de Paul Ricoeur (1999). Y esta

sospecha recae sobre la percepción tal como la entendían los filósofos: una

función pura, eficaz y transparente, cuyo resultado era el reflejo perfecto del

mundo.

Otra derivación, también turbadora, es que somos parcialmente insensibles

frente a los escenarios de la vida real. En 2003, Susan Sontag publicó su libro

Ante el dolor de los demás, que entre otros temas aborda las reacciones de las

personas frente las imágenes impactantes de la guerra (Sontag, 2003). “Solía

creerse”, dice la ensayista, “que la muestra de (…) una realidad dolorosa, con

seguridad incitaría a los espectadores a sentir con mayor intensidad”. Pero no

necesariamente es así: la “explotación sentimental” –como la llama Sontag- tiene

un límite. Tomemos la conocida fotografía de Kevin Carter de la niña africana a

punto de desfallecer, vigilada a sus espaldas por un hambriento buitre. En verdad

es impactante. ¿Aumentaría nuestra angustia si en vez de una niña hubiera dos?

¿O tres? Podría afirmarse que la sensibilidad experimentaría otro salto ante la foto

de un grupo de niños victimizados, pero ¿cuál sería nuestra respuesta si en vez de

diez víctimas visualizáramos veinte? Según la Ley de Fechner, esa respuesta

sería el logaritmo de E (los servicios de inteligencia hacen profusa utilización de

esta Ley en su manejo de la información y la opinión pública).

Decíamos al inicio que, influida por la Filosofía, la Psicología comienza su

itinerario investigando sobre la percepción. A la pregunta ¿refleja el sensorio

pasivamente la realidad, o interviene, además, una función perceptual

estructurante?, corresponde responder: un poco y un poco. Vivimos en un mundo

hecho de fragmentos y retazos, aunque lo percibamos entero y continuo. Gustav

Fechner es uno de los primeros científicos que intuye que las respuestas a este

tipo de preguntas deben empezar a formularse desde un nuevo terreno disciplinar.

Demos ahora una mirada más comprensiva. Es prudente reiterar que en esta

etapa decimonónica no estuvo clara la frontera entre Psicología y Filosofía. Y ello

afectó el modo en que fueron asimilados las prácticas y métodos de las ciencias

más avanzadas –como la química y la física. El mismo Fechner era un poco

filósofo y otro poco psicólogo (y otras cosas más, como seguramente nos contará

en la entrevista que sigue). A toda evidencia, esta Psicología recién venida al

mundo ha tomado de la Filosofía su objeto (la conciencia) y de la Fisiología su

método (el experimento). Y diríamos que, de momento, hay algo que no permite a

la Psicología abrazar plenamente el modelo de las ya exitosas ciencias naturales,

en especial los ideales de objetividad y universalidad.

Pongamos un ejemplo. En su apasionante Constructing the Subject (1990) el

historiador de la Psicología Kurt Danziger muestra cómo, desde la fundación de la

Psicología (penúltima década del siglo XIX) hasta casi el comienzo de la Primera

Guerra Mundial, las respuestas de los experimentos psicológicos eran atribuidas a

personas identificadas. Para ser más claros: luego de desarrollar una experiencia

sobre percepción o memoria, el científico consignaba explícitamente en el paper

que tal o cual resultado había sido obtenido sobre el Dr. Hans Kirschmann o sobre

el Ayudante Oliver Quantz. Aunque parezca difícil de creer, era costumbre

identificar a los sujetos experimentales con nombre y apellido.

Tomado de Kurt Danziger (1990), quien a su vez cita del artículo de J. Quantz, “The influence of the colour of surfaces on our estimation of their magnitude”, publicado en el número 7 del American Journal of Psychology en 1895. ¿Quién ve mejor, Quantz o Kirschmann?

Así, se incrementaba la confiabilidad de los datos atribuyéndolos a

observadores entrenados. Del Dr. Kirschmann o el Ayudante Quantz sabemos

sólo esto: que en determinado momento fueron garantes involuntarios de una

experiencia de laboratorio, con un protagonismo del que a posteriori los sujetos

experimentales nunca más pudieron gozar. Es ésta una Psicología que todavía no

se ha dado cuenta de que no interesan las percepciones de fulano o mengano,

sino las de un sujeto universal y abstracto.

Con un pie en la subjetividad y otro en la objetividad, la Psicología

comenzaba su camino.

UNA BALANZA QUE NO FUNCIONA

A continuación, entrevistaremos a Gustav Fechner (1801 – 1887), médico

alemán precursor de la Psicología científica, de quien ya hemos hablado en el

Capítulo anterior. Se trata de un personaje histórico peculiar, parte de cuya obra

se desconoce justamente por alejarse de los intereses, temas y métodos

científicos. En efecto: motivado por circunstancias personales, Fechner incursionó

en la religión y el misticismo, y dejó para la Psicología un legado ambivalente. Y

hoy por hoy, pocos estudiantes saben que el destacado pionero escribió un

tratado sobre la anatomía comparada de los ángeles…

G. FECHNER: No me gustó esa última frasecita, la de los ángeles. Está escrita

con un tono como queriendo decir: “mirá qué joyita, este Profesor alemán, qué

poco serio había resultado”…

ENTREVISTADOR: En absoluto, le pido disculpas, jamás he querido ofenderlo. Mi

propósito era mostrar cuán complejo puede ser el universo de intereses

intelectuales de un estudioso como usted, y…

G. F.: Ahora no quiera adularme. Lo escrito, escrito está. De todos modos, estoy

acostumbrado. Ese libro sobre los ángeles me costó que los colegas de Leipzig

me tomaran a la chacota. Imagínese: sonrisas socarronas, murmullos por lo bajo

en los pasillos de la Facultad… “ahí viene el Profesor de los angelitos”... Un

papelón. Pero mire que el interés por lo religioso y lo místico también ha aparecido

en otros hombres de ciencia.

E.: Entrando en tema, el propósito de esta charla es entender cómo llegó usted a

la enunciación de la Ley que lleva su nombre, y…

G. F.: Ya vamos a eso. Primero me gustaría hacerle algunas observaciones. Ahí

dice ese Profesor Vilanova –y usted lo repite, espero que por propia convicción-

que la Psicología experimentó en sus inicios una fuerte influencia de la Filosofía,

etcétera. Pero fíjese que, de los que comenzamos con esta movida, ninguno es

filósofo. Yo soy médico, Ernst Weber médico, Wundt médico, von Helmholtz

médico, ¿sigo? Está bien: todos tuvimos interés por la Filosofía, pero filósofos con

título universitario, ninguno.

E.: Es verdad, pero…

G. F.: Permítame. Y si bien es cierto que la Filosofía fue una poderosa influencia

durante el inicio y luego también, no es menos cierto que la otra gran influencia

para la Psicología naciente fue la fisiología. ¿No leyó la Historia de la Psicología

Experimental de Boring? Ahí dice que antes de mí había sólo “fisiología

psicológica y psicología filosófica”. ¿Qué me dice?

E.: Me hace desviarme de la cuestión… si la Psicología alemana de fines de siglo

XIX fue obra de médicos, ¿entonces por qué no derivó en una Psicología clínica,

interesada en la enfermedad mental, como ocurrió en Francia?

G. F.: Buena pregunta. Habría, creo, varias respuestas. En primer lugar, quisiera

reiterarle el hecho de mi, o mejor, de nuestro pasado como investigadores de la

fisiología humana. Sencillamente, fue cosa de continuar una línea investigativa,

incorporando el tema nuevo de la percepción. En segundo lugar, está el hecho de

que a muchos de nosotros (a mí y a Wundt, por ejemplo), no nos interesaba el

ejercicio profesional de la disciplina, sino la investigación y la docencia. Y en tercer

lugar, quizás tenga que ver el hecho de que en la Alemania de mi época estaban

claramente delimitados los quehaceres puramente “académicos” de los técnicos y

profesionales. Y nosotros pertenecíamos al primero de esos mundos.

E.: Aclarados los temas de la influencia de la Filosofía y de la inspiración de su

trabajo, quisiera preguntarle cómo llegó a la enunciación de la famosa Ley…

G. F.: ¡Otra vez con la Ley, la Ley...! La historia es injusta, o, más bien, parcial.

Rescata de nosotros sólo un detalle, y el resto pasa ignorado. Así le ocurrió a

Adam Smith: profundísimas intelecciones éticas, y la posteridad lo recuerda sólo

por la bendita “mano invisible”. ¿Sabía usted que además de mi clásico Elementos

de Psicofísica –mi opera magna, que reseña cualquier Handbook de Psicología

que se precie- he escrito trabajos sobre misticismo, poesía, religión, estética…? A

propósito: eso que usted dijo acerca de la fotografía de guerra es correcto: en mi

Propedéutica a la Estética, que escribí en 1876, hago ese mismo planteo sobre la

intensidad del estímulo. Naturalmente, usted lo sacó de mí.

E.: Yo no, habrá sido Sontag.

G. F.: ¿Y quién es Sontag? Parece un apellido alemán…

E.: Es una norteamericana que…

G. F.: ¡No me hable de los americanos! Ahora se ufanan de manejar la agenda de

investigación en temas de Psicología, pero ¿usted sabía que en mi época

peregrinaban a estudiar a los laboratorios alemanes? El gabinete de Wundt era

una suerte de Meca de la Psicología. Muy inteligentes los americanos ¿eh? pero

para la lengua de Goethe, de madera. ¡Sehr schlechte Aussprach!. Hoy es al

revés, el que no tiene un Ph.D. en una Universidad de los Estados Unidos no

figura. A Alemania vinieron William James, Edward Titchener, James Cattell,

Stanley Hall, eh… bueno, James era otro de los que se interesaba en la religión.

E.: Ya que le gusta este tema, ¿qué ocurrió después con la Psicología alemana?

G. F.: ¿A qué se refiere con “después”?

E.: Bueno, los norteamericanos dejaron de viajar a la Meca de la Psicología…

G. F.: Elemental. Por un lado, las circunstancias internacionales y el equilibrio

geopolítico cambiaron decisivamente con la Primera Guerra Mundial. Por el otro,

los americanos comenzaron a buscar otras cosas, y nosotros ya no pudimos

darles lo que pedían. Le llamo la atención sobre este punto: Alemania fundó la

Psicología como ciencia, no como profesión. Nosotros investigamos muchísimo,

pero no sentíamos la inclinación de producir aplicaciones prácticas de ese

conocimiento. Eso es cosa de técnicos. Piense que los científicos alemanes

comenzaron a hacer investigaciones psicológicas hacia 1870, pero las primeras

carreras alemanas de Psicología se crearon recién hacia 1970. Todo esto estaba

bien para nosotros, pero no para los americanos. Ellos cultivaban –creo que lo

siguen haciendo- una visión instrumental de la ciencia, por la cual los

conocimientos deben derivar en aplicaciones prácticas. Se trata de una diferencia

cultural muy importante. ¿Sabe, en cambio, cuándo egresó el primer Doctor en

Psicología en Estados Unidos? En 1878. Y en 1892 ya creaban su primera

asociación profesional, la American Psychological Association.

E.: Entiendo perfectamente. Se trata de la diferencia que existe entre una

orientación ideológica pragmatista, y otra, digamos…

G. F.: Cuidado con lo que va a decir. Con lo de los ángeles ya colmó el vaso.

Mejor volvamos al tema. ¿Usted no estaba preguntando recién sobre la Ley de

Weber – Fechner?

E.: Si. Como le decía, quisiera preguntarle cómo llegó a la enunciación de la Ley

que lleva su nombre.

G. F.: Mi nombre y el de Weber.

E.: Tiene razón: su nombre y el de Weber.

G. F.: Le explico brevemente. La premisa ontológica que está en la base de mi

trabajo es el dualismo. Como usted sabe, los dualistas somos aquellos que

postulamos la existencia de dos tipos de sustancia: una material y otra inmaterial.

El ser humano es un compuesto particular de mente y cuerpo. Una vez que acepta

esta premisa, el dualista enfrenta el inevitable problema de tener que decir algo

acerca de la relación entre estas dos sustancias: ¿La mente y el cuerpo se

influyen mutuamente? ¿O conviven ignorándose?

E.: ¿Entonces?

G. F.: Entonces, el 22 de octubre de 1850 (por la mañana) tuve, repentinamente,

la visión del patrón que gobierna la relación entre el mundo físico y el mundo

espiritual: ¡la Ley de Weber – Fechner!. El vínculo entre la materia –los estímulos

físicos- y la mente –la función perceptual- está regido por mi Ley, que establece

regularidades en ese modo de vinculación. ¡No por nada Freud llegó a llamarme

“el gran Fechner”! Y, más cariñosamente, “el viejo Fechner”…

E.: Como intuición, es bastante compleja… Si yo le pidiera una interpretación de

su Ley, digamos, más asequible, más clara, ¿cómo lo expresaría?

G. F.: ¡Mein Gott! ¡Ya se está pareciendo a los americanos! Lo expresaría así: la

percepción es como una balanza que no funciona.

E.: Danke, Herr Professor Fechner.

G. F.: ¡Bitte! Auf Wiedersehen, Hans.

LA HORA DE LOS ANIMALES

El conductismo norteamericano significó un intento a gran escala de ubicar a

la Psicología dentro de las coordenadas de la ciencia natural. Fue integral, porque

abarcó una redefinición del objeto y del método. También fue sostenido en el

tiempo, ya que se desarrolló académicamente entre los primeros años del siglo XX

y fines de la década del ´50. Y además se convirtió, durante todo ese lapso, en

paradigma para la gran mayoría de los psicólogos estadounidenses.

La historia de la Psicología tiene forma dialéctica, y a poco de analizar se

advierte que el conductismo es una reacción. Una antítesis. ¿A qué se opone el

conductismo? A la presencia (a veces explícita, a veces subrepticia) de la Filosofía

en los planteos psicológicos. O mejor, de cierta Filosofía: la de los conceptos

oscuros e intangibles de los alemanes. Y la de las abstracciones metafísicas, que

quieren decir mucho y terminan diciendo nada. Asegura el conductismo que la

Psicología está como intoxicada de Filosofía. Que cuando un psicólogo habla de la

“mente”, la “conciencia” o el “inconsciente” ha empezado a jugar al filósofo,

transgrediendo el límite de lo aceptable en términos de ciencia. La Psicología debe

curarse de este mal. Por eso, desde su inicio el conductismo dirigirá los más

venenosos dardos a la escuela de Wundt (y luego, al psicoanálisis de Freud).

El conductismo se apoya en la seguridad de premisas claras y denotativas,

alejadas de todo ensueño metafísico (la conducta es “sólo movimiento muscular y

secreción glandular”, dirá en 1914 el fundador del conductismo John Watson

[1961]). La objetividad es su norte. Su sequedad, típicamente anglosajona, revela

un parecido de familia con el empirismo inglés. ¿Cuál debe ser el objeto de la

Psicología? El comportamiento de los organismos, que puede, siempre, reducirse

a componentes elementales. Toda conducta (aún la más compleja) se reduce a

cadenas simples de estímulos y respuestas. Se trata de un esquema determinista,

en el que no hay conductas espontáneas o aleatorias: todas son causadas por

estímulos ambientales, tal como refleja el sencillo esquema:

E R ESTÍMULO RESPUESTA

La conducta de un organismo, por ende, está completamente gobernada por

el ambiente. Un ejemplo muy sencillo de este modelo es el reflejo rotuliano. La

fase “estímulo” comienza por el golpe en la rodilla, que es captado por neuronas

sensoriales que conducen el impulso hacia la médula espinal. Allí (fase

“respuesta”), neuronas motoras transmiten al cuádriceps la señal que produce la

contracción muscular. Naturalmente, nuestros comportamientos diarios son mucho

más complicados que un arco reflejo. El estímulo también podría ser el silbato del

réferi anunciando que podemos patear el penal. Pero ¿qué es lo que hace que

algunos comportamientos sean más complejos que otros? Es que el sistema

nervioso es capaz de asociar elementos, produciendo repertorios conductuales

complejos. Y en este respecto, todos los sistemas nerviosos se parecen (a partir

del conductismo, llegó la hora de los animales en la Psicología: los protagonistas

de los experimentos serán ratas, gatos y palomas).

Veamos ejemplos. La Ley del Efecto, postulada por Edward Lee Thorndike

en 1911, afirma que aquellas conductas que han sido reforzadas positivamente

(“premiadas”) tienen más probabilidades de ser repetidas (Thorndike, 1911).

Thorndike introducía gatos en puzzle boxes (cajas de truco) en las que el animal

debía hallar, por ensayo y error, el mecanismo de escape (generalmente, una

palanquita). La primera vez que era encerrado, el animal demoraba un tiempo

considerable en pulsar la palanca, pero con los sucesivos ensayos el desempeño

mejoraba de manera significativa. En términos de Thorndike, el animal “aprendía”

una conexión respuesta - estímulo. Aquí el estímulo del ambiente no está “antes”

de la conducta (como en el reflejo rotuliano), sino “después” de ella, como

consecuencia reforzante. De la Ley del Efecto deriva una “curva del aprendizaje”

como la que sigue:

Tomado de Alan Kazdin (1983), quien a su vez cita del libro de H. Garret, Great Experiments in Psychology, publicado en Nueva York por Appleton en 1951. La ordenada expresa el tiempo que el gato tardó en escapar, mientras que la abscisa indica el número de ensayos. La misma curva podría expresar la frecuencia de los berrinches de un niño a quien sus padres ignoran.

…en la que el tiempo de desempeño se reduce considerablemente con la

práctica y la repetición.

Sin embargo, no sólo pueden asociarse estímulos con respuestas (como en

el reflejo rotuliano y el silbato del referí) y respuestas con estímulos (como en la

Ley del Efecto). También se asocian estímulos entre sí. El famoso experimento del

“pequeño Albert”, realizado por John Watson y Rosalie Rayner en 1920, muestra

cómo es posible condicionar una respuesta emocional, del mismo modo que en su

laboratorio ruso Pavlov condicionaba una respuesta de salivación en perros.

Quizás convenga detenernos un momento en la semblanza de quien fue uno

de los psicólogos más influyentes, a nivel mundial, después de Freud. John

Watson nació en 1878 en Greenville. En 1903 fue el primer Doctorado en

Psicología de la Universidad de Chicago. Sus trabajos fueron los cimientos del

programa de investigación conductista, y de hecho significaron la creación del

conductismo como nueva escuela psicológica en el contexto académico

norteamericano. Cultivó deliberadamente la provocación, rasgo impropio para el

científico puro, pero procedente para quien lucha por establecer una causa. Y de

eso se trataba. Watson desalojó de la academia toda traza de subjetivismo e

idealismo. Persuasivo, carismático y excelente polemista, sus exageraciones

pasaron a la historia de la Psicología, y representan hoy algo así como el pecado

de juventud de una disciplina que recién daba sus primeros pasos.

No hay más que escucharlo en una de sus más conocidas frases: “Denme

una docena de niños saludables, bien constituidos, y un ambiente apropiado para

criarlos, y yo garantizo que puedo educar a cualquiera de ellos tomado al azar

hasta convertirlo en cualquier especialista que yo quisiera elegir –médico,

abogado, artista, jefe, y hasta mendigo o ladrón” (Watson, 1961). A quien quisiera

contradecirlo con el argumento de que el pensamiento demuestra la existencia de

una mente inmaterial, Watson contraargumentaba que el pensamiento no es más

que habla subvocal, meras contracciones de la musculatura estriada de la

garganta. Pero estas enormidades –y otras más- no se explican sólo por un

estado de desarrollo incipiente de la Psicología. Forman parte de una manera de

entender el mundo.

Veamos. Watson es el ciudadano de un país recién consolidado

territorialmente a partir de la conquista del Oeste y la Guerra de Secesión. Se trata

de una nación melting pot (“crisol de razas”) que se unifica, se industrializa

rápidamente, y comienza a proyectar su poder hacia el mundo, apoyada en la

doctrina del “destino manifiesto”. Acaba de ganar dos guerras exteriores: la

hispano – estadounidense y la guerra Estados Unidos – México. Los dogmas

puritanos, cuáqueros y anglicanos han cristalizado en un modelo de

comportamiento individualista y orientado al logro. Las empresas, ávidas de

innovaciones que incrementen la productividad, crean fondos para financiar

investigaciones y Universidades. Todo converge hacia lo que podríamos

denominar una civilización del optimismo. Cabe ahora hacer la pregunta: ¿es

posible imaginar una Psicología más optimista? Watson viene a decirnos que la

naturaleza humana es de una plasticidad infinita. El hombre es una “tabla rasa”.

Todo puede ser aprendido. O desaprendido: el ladrón y el mendigo también

pueden transformarse en honestos habitantes de las urbes norteamericanas. En

sus escritos programáticos John Watson lo plantea con claridad: él quiere una

Psicología aplicada, útil, que genere herramientas para facilitar la tarea del

funcionario público, del maestro, del capataz de fábrica, del jefe militar, del padre

de familia.

Pero volvamos al experimento del “pequeño Albert”. Corría el año 1920. A la

sazón investigador de la Universidad Johns Hopkins, Watson selecciona como

sujeto experimental un infante de 9 meses de edad de la clínica universitaria

Phipps. El propósito de Watson y de Rosalie Raynor, su ayudante, era estudiar el

proceso de condicionamiento de respuestas emocionales. De hecho, no hicieron

otra cosa que enseñar a Albert un miedo. Veamos paso a paso el procedimiento.

En primer lugar, mostraron un ratón blanco al pequeño, a lo que éste respondió

aproximándose con interés.

E R ESTÍMULO RESPUESTA RATÓN INTERÉS, EXPLORACIÓN

Pero a la presentación del ratón se apareó luego un estrepitoso tañido

metálico, a lo que Albert respondió automáticamente con miedo. Este

apareamiento de estímulos se realizó varias veces, hasta que el niño suscitó la

respuesta de miedo nada más ver el ratón. ¿Qué ocurrió? El “estímulo – ratón” y el

“estímulo – ruido fuerte” se asociaron, de modo tal que el temor se condicionó a la

presencia del animalito.

E ESTÍMULO RATÓN

E´ R ESTÍMULO RESPUESTA FUERTE GOLPE METÁLICO MIEDO

Lo que siguió era previsible: Albert generalizó su miedo a animales y objetos

parecidos al ratón, de modo tal que comenzó a asustarse ante conejos, muñecos,

tapados de piel, alfombras. Un viejo vídeo lo muestra aterrorizado frente a Watson,

que calza una siniestra máscara de ratón. ¿Cómo no recordar el film de Stanley

Kubrick La Naranja Mecánica, que en 1971 reformula en clave pesimista la utopía

watsoniana? Una segunda etapa de experimentación incluía el

contracondicionamiento del miedo de Albert, pero lamentablemente su madre lo

retiró de la guardería de la Phipps Clinic, se hizo humo, y el proceso no pudo

llevarse a cabo. Generaciones de psicólogos se preguntaron luego qué fue de la

suerte del niño. Muchos conjeturaron que debió cargar toda su vida con la fobia

aprendida.

Hasta aquí, tenemos una teoría psicológica con pretensiones de objetivismo,

que define a la conducta como una variable dependiente de los estímulos

ambientales. Sin embargo, lejanas influencias de Darwin y Galton motivaron que el

conductismo también atribuyera importancia al ajuste entre el entorno y el

organismo. Hay, entonces, dos cuestiones. La primera se refiere al aprendizaje

como el proceso por el que los estímulos moldean patrones de comportamiento.

La segunda se relaciona con el ajuste de estos patrones respecto de parámetros

de “éxito” o funcionalidad. Desde esta perspectiva, podría decirse que toda la

Psicología conductista es una Psicología del aprendizaje, que explora tanto las

causas como los efectos de la conducta. Es, quizás, el punto que más explica la

vocación aplicada del conductismo, su –diríamos- “voluntad de poder”, su

anhelosa búsqueda del algoritmo de la adaptación perfecta. El “pequeño Albert”

sirve a Watson para mostrar que nuestras limitaciones no son fruto de

circunstancias que están fuera de nuestro control (como la mala suerte, el pecado

original, o la pertenencia de clase), sino sólo resultado de contingencias

modificables.

Evidentemente, la visión de una naturaleza humana bajo control del

ambiente puede resultar ofensiva. Confronta a quienes ven en la libertad un valor

trascendental. He aquí que una teoría científica dice que el libre albedrío es una

ficción. ¿No era Estados Unidos la patria de la libertad? ¿No era el conductismo

una doctrina optimista? ¿Cómo puede ser optimista una teoría que dice que

somos como esclavos? Estas preguntas se han repetido en la historia del

conductismo. Sin embargo, hay aquí una confusión semántica entre la libertad

“filosófica” y la libertad considerada desde el punto de vista fáctico. La primera

podría ser definida como la absoluta exención de determinaciones. Mas la

segunda debe ubicarse en el plano de los hechos: la realidad del comportamiento

humano está signada por la mutua influencia. El ambiente de una persona es, en

gran medida, otras personas. Somos tanto objeto (pasivo) como sujeto (activo) de

estímulos de nuestros semejantes.

Hay en el conductismo una cierta reminiscencia estoica. Es necesario, dice,

aceptar la realidad tal como es. Somos, querámoslo o no, juguetes del ambiente.

Al control del ambiente sólo es posible oponer el propio contra – control. La

libertad filosófica –abstracta, intangible, imposible de realizar- debe ceder en favor

de la libertad fáctica, que se materializa en el juego de premios y castigos de la

vida social concreta. A fin de cuentas, el conductismo norteamericano reflejó en

Psicología lo que expresaba Hamilton para la Filosofía política en El Federalista:

una visión del buen gobierno a través de la doctrina republicana de los frenos y

contrapesos del poder.

Como teoría científica, el conductismo aspiró a la universalidad de sus

hallazgos. Pero también es cierto que fue una Psicología “nacional”, en la medida

en que reflejó cabalmente el zeitgeist estadounidense. No fue sólo pura

negatividad o reacción antimetafísica. Encarnó los ideales de una cultura. Extrajo

sus fuerzas del mismo suelo del que luego renegó: los maestros de los primeros

conductistas fueron, casi todos, alumnos de Wundt en Lepizig. A nosotros sólo nos

queda un cabo suelto: este capítulo se titula La hora de los animales, pero más

arriba hemos recapitulado un experimento hecho con humanos. Con toda

probabilidad, el experimento del “pequeño Albert” fue el único de esas

características, por lo menos por un tiempo. Pero levantó un vendaval de críticas

éticas que todavía dura hasta hoy. Por lo demás, el conductismo siguió, en

adelante, utilizando ratas y palomas.

John Watson fue despedido de la Johns Hopkins en el mismo año de 1920,

pero no por cuestiones de ética científica. O quizás sí. El lector juzgará, luego de

leer el próximo Capítulo.

TRISTE, SOLITARIO Y FINAL

El día señalado llegó. El hombre, recién despierto, estaba sentado en el

borde de la cama, y quien lo viera desde la puerta de la habitación no sabría si se

hallaba inmerso en la angustia o en el sopor. La cabeza colgaba, inclinada hacia el

piso, entre los hombros. El piyama a rayas, que ya no se ceñía al cuerpo, le daba

un desagradable aspecto de abandono y dejadez. Despacio, trató de ordenar las

ideas y las acciones del día por comenzar. Eso cada vez insumía más tiempo. Eso

era la vejez, pensó John Watson. Qué diablos, la vejez. Debía levantarse. ¿Para

qué? La noche es para soñar, pero el día es para recordar. Eso es la vejez, no

poder con los propios recuerdos. Cada quien tiene los suyos. Quién me recuerda,

se preguntó. Yo, en cambio, recuerdo. Y cómo.

¡Papá! gritaron de abajo. Watson miró la hora: ocho treinta y siete de la

mañana. Del día tres de noviembre de mil novecientos cincuenta y siete. Tengo

setenta y nueve años. ¡Papá! otra vez. Una vez más intentó convencerse de la

necesidad de asistir a la ceremonia. He ahí que, después de décadas de silencio,

se decidían a reconocerlo. Cuando muy pocos de los colegas jóvenes sabían que

todavía estaba vivo, ahí, luchando por despabilarse en la habitación de la granja

de Connecticut. Junto a la cama, caída en el piso, estaba la invitación. El sobrio

logo de la American Psychological Association, el breve texto –“Al Dr. John B.

Watson, cuyo trabajo ha sido uno de los principales determinantes de la sustancia

y la forma de la Psicología moderna. Inició una revolución en el pensamiento

psicológico, y sus escritos han sido el punto de partida para incontables líneas de

investigación provechosa”-, y la prolija firma, con tinta de pluma fuente, de Lee

Cronbach. ¿En qué año había él presidido la Association? En el 14, el 15… no

estaba seguro. Había sido antes de Rosalie.

En 1920 John Watson tiene 42 años, aunque no los representa. Es bien parecido,

inteligente, impetuoso. Está en matrimonio desde hace 17 años con Mary Ickes. Ambos son

personas conocidas en la escena social de Baltimore. Ella es hija de una familia notable,

pero él ha aportado a la pareja el prestigio que sólo puede otorgar el éxito académico.

Director del Departamento de Psicología en la Universidad Johns Hopkins a los 30 años y

Presidente de la American Psychological Association a los 37, Watson ya es reconocido en

los Estados Unidos como el fundador de una escuela psicológica: el conductismo. Percibe

delante de sí un rutilante futuro, y no se equivoca. Apuestan por él colegas respetados,

como Edward Titchener y James McKeen Cattell.

John y Mary tienen dos hijos: John, nacido en 1904, y Polly, en 1906. Disfrutan de

una intensa vida social, y son considerados y queridos. Suelen juntarse con los Raynor, otra

familia de la elite local. En la amplia casa de estilo colonial de los Raynor John Watson

conoce a Rosalie. La primera vez que se ven, ella tiene 18 años, acaba de graduarse en el

exclusivo Vassar College, y se prepara para ingresar a la carrera de Psicología en la Johns

Hopkins. Los biógrafos no se ponen de acuerdo en el motivo por el que Watson termina

enamorándose de Rosalie. Puede establecerse, sí, que el sentimiento es mutuo. Profesor y

alumna comienzan, así, una relación clandestina. Rosalie consigue quién les preste un

departamento en New York, y cada tanto viajan a verse a escondidas. De alumna, Rosalie

pasa a colaboradora, y en 1920 realizan juntos un famoso experimento sobre

condicionamiento de las emociones con un niño de 9 meses; el paper se publica ese mismo

año en el Journal of Experimental Psychology.

Una carta de amor en la chaqueta de Watson fue la prueba que Mary utilizó en el

divorcio.

Tomó la invitación en sus manos, y volvió a leer. Las palabras llegaban

despacio a su mente, y cada frase disparaba un recuerdo. “Una revolución en el

pensamiento psicológico”. De entre las palabras emergió una imagen: la imagen

de Rosalie, joven, fresca, casi puedo oler su perfume a lavanda –pensó-, escuchar

su risa, cuando se movía a su alrededor con pasos cortos como de paloma.

Howell Griswold, del Comité de la Hopkins, fue quien le comunicó el despido.

Debía dejar el cargo de Department Chair inmediatamente. Watson se dijo: traté

de recrear en mi teoría un mundo de hechos puros, sin moral, sin normas ni

hipocresía, un mundo sin Dios. Fui un estúpido.

Se escuchó el ruido de los pasos de Billy subiendo la crujiente escalera de

madera. Vamos, papá. Watson miró a Billy: la misma forma de rostro de Rosalie.

Desde la muerte de Rosalie, Watson dormía con los perros en la pequeña

habitación del granero que había construido con sus propias manos. Había dos

horas de viaje hasta el aeropuerto de Connecticut. Billy traía una percha en la que

había un traje color gris plomo y una corbata azul. ¿Hace cuántos años no uso un

traje? se preguntó. ¿Cómo está tu depresión? preguntó a Billy. Mejor que la tuya,

respondió su hijo. Los años con Rosalie fueron maravillosos. Después de Rosalie,

todo fue como si perdiera color, como si las cosas siguieran siendo exactamente

las mismas, pero con menos colorido y brillo. Menos consistentes. Los perros eran

excelente compañía. Jimmy vivía en California. También viajaría para asistir a la

ceremonia de premiación. Watson acarició la cabeza de uno de los animales.

La separación fue devastadora para Watson. El clima de mojigatería fue decisivo: se

lo invitó a dejar su cargo de Director de Departamento (quiso el azar que el anterior

Director, el renombrado James Baldwin, fuera también despedido cuando se supo que

frecuentaba prostíbulos). Los colegas dejaron de tratarlo. El escándalo del Profesor que

tuvo un amorío con una alumna se ventiló en periódicos de alcance nacional. Mary se llevó

los niños.

A pesar de todo, Watson se casó con Rosalie en 1921. Enseguida hubo de afrontar

apremios materiales. Pronto vino al mundo William (1921), y luego James (1923). El

maestro Titchener, leal, le consiguió una recomendación para la agencia publicitaria Walter

Thompson, aunque no dejó de aconsejarle que intentara regresar a la Psicología académica.

La adaptación al ámbito privado no fue fácil. En la vejez, Watson confió: “Yo era un

producto de los colegas y las aulas. No sabía nada de la vida fuera de las paredes de una

Universidad”.

Sin embargo, la capacidad de Watson hizo que en 1924 ya fuera vicepresidente de la

agencia, luego de liderar campañas exitosas como las de Crema Pond´s, el talco infantil

Johnson´s y la pasta dental Pebeco. Su background de conocimiento psicológico y su

capacidad de análisis le permitieron sentar las bases del futuro estudio de los mercados y el

consumo. Hasta su muerte en 1927 Titchener no dejó de insistir para que retornara a la

Universidad. Pero Watson ya era un hombre exitoso en el ámbito empresarial, y además

todavía estaba resentido del ostracismo al que lo habían confinado los colegas. Se retiró de

la actividad en 1947, después de haber realizado la famosa campaña publicitaria de Lucky

Strike –que luego sería un clásico de estudio para generaciones de psicólogos de la

publicidad.

Paralelo a su actividad como analista de publicidad, publicó algunos libros de

divulgación y dictó conferencias sobre crianza de niños. Rosalie lo secundaba en la tarea:

llegó a escribir un trabajo titulado I am the mother of the behaviourist´s sons (“Yo soy la

madre de los hijos del conductista”). John y Rosalie se hicieron conocidos en New York. Se

dice que compartieron una etapa de genuina felicidad. Vivieron juntos por 15 años, hasta

que en 1936 (a los 35 años de edad) Rosalie murió de neumonía. Watson no volvió a ser el

mismo. Compró 16 hectáreas de tierra en las afueras de Connecticut, y él mismo levantó

una granja, en la que vivió con William y James hasta que éstos crecieron y se fueron.

En la repisa, al lado del cenicero, vio un atado vacío de Lucky Strike. “Golpe

de suerte”. Nada más adecuado, pensó. Los primeros tiempos después de

Hopkins temió no poder mantenerse, pero en Walter Thompson se dio cuenta de

que estaba hecho para el negocio. Lucky Strike. Las ideas para las campañas se

le ocurrían repentinamente, como si un rayo le iluminara el cerebro. Tenía la clara

conciencia de ser genial, pero atrás de esa percepción, oculta y acechante, estaba

la profunda desazón de ser un exiliado de la academia. Supo, al inicio, que los

colegas lo despreciaban por haberse empleado en una agencia de publicidad.

Tampoco los éxitos lo llenaban, porque hubiera deseado tener a Rosalie para

compartirlos.

Durante la Gran Guerra, ocurrió un incidente previsible: comenzó a escasear

el cromo, que se utilizaba con fines armamentísticos. Lucky Strike era un gran

comprador de pigmento verde, porque verde era la marca y verde el color de las

cajetillas. Y el verde se fabricaba con cromo. Billy dejó el traje sobre la cama y

bajó a preparar café. Los perros lo siguieron. Watson se lavó la cara con el agua

de una jofaina; el frescor lo sobresaltó. La escena seguía desarrollándose en su

mente, y escuchó las palabras: Buenos días, señor Watson: venimos a verlo

porque ya es imposible utilizar el color verde en nuestra marca, pero cambiar la

identidad de la marca significaría condenar a Lucky a la quiebra. Necesitamos su

ayuda en esta materia. Billy gritó desde abajo, el café estaba hecho. De la cocinita

del granero subía un fragante aroma. No había cosa que lo excitara más que un

trabajo por hacer. Su mente bullía, en busca de ideas y soluciones. Pero esta vez

fue sólo una frase. Recordó que esa misma mañana del ofrecimiento había estado

hablando con el ordenanza de la agencia, quien le comentó que su hijo se había

alistado. Fred se fue a la guerra. Fred has gone to war. Ya lo tenía. El lema de la

nueva campaña de Lucky Strike sería: Lucky Strike green has gone to war. A partir

de allí, la marca de Lucky sería blanca, porque el verde se habría ido a la guerra.

Es muy fácil, intentó explicarle al director de ventas de Lucky: el americano medio

ha sido condicionado para responder a la idea de guerra con la respuesta pasional

que acompaña al patriotismo. Se siente digno pensando en su país, y experimenta

emociones de abnegación, altruismo y lealtad. Si nosotros logramos asociar la

ausencia de color verde en la marca con la devoción por Estados Unidos,

convertiremos a Lucky en el cigarrillo emblema del pueblo americano. El lema de

campaña será: “El verde de Lucky Strike se fue a la guerra”. El director de ventas

se lo quedó mirando en silencio.

En 1957 la American Psychological Association decide reconocer a John Watson por

sus aportes a la Psicología norteamericana. Tiene, en ese momento, 79 años. Lo acompaña

a la ceremonia su hijo William. Los colegas lo miran, atónitos, como si se tratara de una

leyenda. Muchos de ellos ni siquiera sabían que estaba con vida. A último momento, cree

que las emociones le jugarán una mala pasada, y le pide a William que suba al escenario a

recibir el Premio por él.

John Watson murió el 25 de setiembre de 1958, al año siguiente de su

reconocimiento, de una infección estomacal.

John Watson y Rosalie Raynor en 1934, un año antes de la muerte de Rosalie. Están en el exclusivo Longshore Yacht Club de Wesport (Connecticut). Hemos tomado la foto de la página de Internet http://www.myspace.com/john_b_watson.

LA PSICOLOGÍA: COSA DE LOCOS

Pierre Aristide André Brouillet fue un pintor francés del siglo XIX. Egresado

de la École des Beaux – Arts, se dedicó a la pintura académica y al orientalismo.

También pintó escenas relacionadas con el quehacer médico de la época. Aunque

seguramente no pasen a la historia de la pintura, sus telas muestran una sobria

composición de temas, atractivo balance de colores, y buen manejo de luces y

sombras.

Une leçon clinique à la Salpêtrière (1887), óleo sobre tela de Pierre Aristide André Brouillet (1857 – 1914), francés. Hemos tomado la reproducción de la página de Internet http://no.wikipedia.org/wiki/Fil:Une_le%C3%A7on_clinique_%C3%A0_la_Salp%C3%AAtri%C3%A8re_02.jpg. Brouillet produce su obra de modo contemporáneo a Jean – Martin Charcot, que en 1887 es efectivamente médico de la Salpêtrière.

Quizás no estaríamos hablando de él en este lugar si no fuera por una de

sus obras, Une leçon clinique à la Salpêtrière, del año 1887. Dicho lienzo, de

inspiración realista, muestra una escena médica que tiene lugar en ese instante en

uno de los salones del Hospital de la Pitié-Salpêtrière, en París.

Se trata de un momento particular, por lo menos para la historia de la

Psicología. Recapitulemos: en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX es

cuando se sientan las bases de las orientaciones que marcarán el rumbo futuro de

la disciplina. Ya hemos visto que en Alemania nace una Psicología que se quiere

científica, aun cuando camina senderos todavía hollados por la Filosofía. Luego,

en Estados Unidos, el funcionalismo pragmatista y el evolucionismo engendran el

conductismo, con su mirada puesta en la objetividad. Y en Francia cristaliza una

enseñanza (la “escuela psicopatológica francesa”) que será, andando el tiempo, el

origen de una tendencia con fuerte arraigo: el clinicismo. Y es tan feraz su

influencia, que en algunos lugares se superpondrá con la Psicología misma,

asimilándola, como si la Psicología necesariamente debiera ser clínica. Como si

“Psicología” y “clínica” fueran homólogas.

¿Cuáles son los fundamentos del clinicismo en Psicología? Aquí entra en

escena nuestro pintor. Para responder esa pregunta le pediremos ayuda a Pierre

Brouillet. Es que “Una lección clínica en la Salpêtrière” oficia como una suerte de

compendio. No sabemos a ciencia cierta si Brouillet lo pintó con esa intención,

pero el hecho es que su lienzo resume a la perfección los principios que guían el

método clínico. Disimulados en la estructura de la obra, pues, encontraremos los

elementos que nos permitirán despejar el interrogante.

Observemos ahora con cuidado la reproducción que se encuentra en la

primera página de este capítulo. El título de la pintura nos dice que se trata de una

clase o “lección” de clínica. Las lecciones de este tipo suelen involucrar tres tipos

de participantes: el maestro (médico con larga experiencia); los alumnos (médicos

bisoños); y el paciente. Se trata de un formato pedagógico cuyo propósito es

ilustrar la teoría a través de la mostración del enfermo (el “caso”). Pero he aquí

que Brouillet no pintó una lección cualquiera. Todos los protagonistas de su

cuadro son personajes reales, y el Profesor tiene tanto prestigio que pertenece al

panteón de notables de la medicina francesa. Es Jean – Martin Charcot, el famoso

neurólogo. La enferma es Blanche Wittmann, una interna cuya fama la hizo ser

conocida como “la reina de las histéricas”.

Brouillet retrata con elocuencia un momento de gran tensión: Charcot ha

hipnotizado a Blanche, que cae en éxtasis. El plano central de la pintura es un

espacio vacío, no ocupado por nadie, que figura la carga de suspenso de la

escena. Es una distancia: la “distancia pedagógica” que separa al maestro de los

discípulos. Aunque la clase está dirigida a todo el auditorio, el vacío central parece

conectar especialmente las figuras de Charcot y de Gilles de la Tourette (el

personaje que apoya el codo en un muslo, y que con el tronco inclinado hacia

adelante contempla fijamente la demostración). Todo el grupo se dispone

alrededor de este espacio central, que atrae la mirada y la hace bascular entre las

cabezas de Charcot y la Tourette. A la izquierda de la composición, hay un

compacto hemiciclo de médicos, que observan la escena con fruición de

discípulos. Tras este abigarrado conjunto, puede verse un personaje que se

recorta contra la luz de una de las ventanas: se apoya con un codo en el marco,

tomándose la cabeza, y transmite la sensación de estar presenciando un

acontecimiento difícil de asimilar (es el médico Alexis Joffroy).

A la derecha de la tela hay cuatro personajes, cada uno de los cuales cumple

un rol diferente. Charcot, el maestro, está erguido. El ademán docente de la mano

izquierda y la actitud adusta de la cabeza y el rostro expresan control y seguridad.

Blanche, por su parte, se encuentra en “trance hipnótico”. Su cuerpo no cuelga

flácido, sino que cae hacia atrás en arco con un control casi gimnástico. Las

piernas sostienen parte del peso; la otra parte se apoya en los brazos de quien la

toma por las axilas. La luz del ventanal destaca, en contraste con las chaquetas

oscuras de los médicos, la camisa blanca y la sensual piel desnuda de los

hombros y la parte superior de los senos. Es, en la composición, un verdadero

imán para el ojo, y produce un interesante oxímoron con el aspecto formal y

recatado del resto del grupo. Quien toma a Blanche por detrás es el Doctor Joseph

Babinski (quien descubrió el reflejo que hoy lleva su nombre). Brouillet quiso

plasmarlo en una pose de arrobamiento. El rostro se dirige, solícito, hacia la

enferma, como embelesado y al mismo tiempo afligido; la mano, bajo el brazo de

Blanche, parece acariciar tanto como sujetar. Por último, al lado de Babinski se

encuentra mademoiselle Marguerite Bottard, una antigua enfermera del servicio.

Ha sido captada en pleno movimiento, con la intención de acercarse a Blanche

con las manos extendidas, pero el gesto queda trunco merced a la intervención de

Babinski. En el detalle se advierten las expresiones de los cuatro rostros.

Hasta aquí, una descripción más o menos rigurosa del cuadro de Pierre

Brouillet. Pero ¿qué relación existe entre todo lo anterior y el método clínico? En

primer lugar, digamos que este método se desarrolla en el contexto de la relación

entablada entre médico y paciente. Podríamos agregar que el método “necesita”

de esta relación para producir fruto. Si no hay vínculo establecido entre estos dos

participantes, pues no hay método clínico. Y nuestro amigo Brouillet lo expresa

muy bien. Es verdad que Babinski aparece haciendo contacto físico con Blanche,

pero el que ha provocado el éxtasis es Charcot. El trance de la “reina de las

histéricas” ha sido resultado de la interacción entre médico y paciente.

Pero (y en segundo lugar) ¿qué tiene de especial la relación médico –

paciente? ¿Por qué causa sería condición necesaria para el método clínico? Pues

bien: lo que caracteriza esta relación es la presencia de autoridad. Evidentemente,

el médico posee una autoridad fundamentada en el conocimiento de la medicina.

Pero a esta autoridad (“formal”, diríamos weberiamente) se suma un halo de

atracción, un carisma, una suerte de magnetismo que recarga la asimetría del

vínculo. En el cuadro del pintor francés esta asimetría se representa de modo sutil,

a través de una sexista elección del género femenino en el personaje del paciente.

¿Qué otra prueba de autoridad médica podría añadirse a la docilidad de esta

enferma, que responde a la sugestión del prestigioso neurólogo con obediencia

hipnótica? Y qué elocuente contraste subraya Brouillet entre un auditorio

masculino y un “caso” femenino. Pero la autoridad también se expresa en otro

registro: el que involucra al maestro y al discípulo. No hay más que reparar en la

actitud de interés –rayano en la veneración- de quienes prestan oídos a la lección

de Jean – Martin Charcot.

Es razonable suponer que (tercer punto), si el método clínico depende del

establecimiento de una relación, y si esta relación se caracteriza por la asimetría,

dicho método estará expuesto a las interferencias emocionales que es natural

esperar. En otras palabras: la misma relación que es el sustrato del método clínico

configuraría a la vez su fortaleza y su talón de Aquiles. Porque ¿cómo podría

surgir la objetividad de la pura subjetividad? Domina, en el cuadro de Brouillet, un

clima saturado de emocionalidad, que se encarna especialmente en la reacción

tan poco flemática de Babinski. Parece, más bien, que el pintor francés hubiera

querido reeditar en clave romántica el clásico tema de la “lección de anatomía”. Es

que el método clínico se revela desde el comienzo como un procedimiento reacio

a la formalización. ¿Cómo formalizar algo que, a como vamos, parece más un arte

que un método?

Para finalizar (cuarto punto): el comienzo histórico del método clínico en

Psicología está asociado a un contexto institucional específico (el hospital

psiquiátrico), a un personaje social definido (el médico alienista), y al estudio de un

objeto preciso (la enfermedad mental). No es otro el tema de Une leçon clinique à

la Salpêtrière. Estos componentes encuadran la aparición de la nueva corriente de

pensamiento psicológico: la escuela psicopatológica francesa.

A esta altura, sin embargo, va siendo hora de contestar más interrogantes.

Hemos hablado del método clínico, pero sin definirlo. ¿En qué consiste? ¿Cuál o

cuáles son sus propósitos? Y también: ¿Cómo se integra este método, médico en

sus orígenes, al acervo de la Psicología?

Vayamos por partes. El método clínico es un modo de observar la

enfermedad. Es, podríamos decir, naturalista, en su afán de observar la patología

en un caso concreto. Presupone la participación del médico y el enfermo y la

elaboración de inducciones, ya que el clínico se sirve de la observación para ir de

lo particular (los signos y síntomas) a lo general (la categoría diagnóstica).

Representa el intento de asir en brazos de lo general una configuración irrepetible

de rasgos singulares. En efecto: si bien es posible referir los observables (signos)

a conceptos (diagnóstico), el modo en que aquellos se presentan en el caso se

encuentra muy influido por las circunstancias vitales del paciente.

Hay más. El método clínico es, o pretende ser, tanto estrategia de

investigación (para descubrir y explicar fenómenos) como herramienta de

intervención (para la terapéutica). Lo primero lo liga a la construcción de teoría, y

lo segundo a la aplicación de técnicas. Charcot, por ejemplo, hipnotiza a sus

enfermos con el propósito de conocer los hechos implicados en la afección, pero

también para instilar sugestiones terapéuticas. Sigmund Freud, digno heredero de

la escuela psicopatológica francesa (y alumno de Charcot en 1885) formuló un

planteo análogo, al afirmar que el psicoanálisis es “…un procedimiento […] para

indagar procesos anímicos”, y un “método de tratamiento” (Freud [1922] 1996).

Pero salta a las claras, después de todo lo dicho, el riesgo que acecha a sendas

vertientes del método. Respecto de la formulación de conjeturas, aparece la doble

dificultad de hacerlas corroborables y generalizables a partir del caso particular.

Respecto del diseño de técnicas terapéuticas, surge el problema de la medición

válida y confiable de su eficacia. Y respecto de ambas, el escollo difícilmente

evitable del sesgo subjetivo.

¿Cómo se integró el método clínico en la Psicología? Parece razonable

conjeturar que fueron, en primer lugar, los mismos médicos quienes cayeron en la

cuenta de que sus hallazgos eran asimilables al cuerpo de conocimientos que en

ese momento oficiaba como Psicología. Esta conciencia de abonar un espacio

disciplinar diferente a la medicina aparece, sí, en Freud, pero también en Pierre

Janet (alumno de Charcot y de Theodule Ribot, otro presente en el cuadro de

Brouillet). Es probable, además, que atribuyeran a esta Psicología “clínica” la

capacidad de aportar datos empíricos a la Psicología experimental que medraba

en Francia y Alemania. Por otro lado, también es plausible imaginar comunidades

de psicólogos profesionales que incorporan el método clínico, en su doble aspecto

de heurística y terapéutica. Así ocurrió (aunque más tarde) en los Estados Unidos,

cuando la necesidad de abordar problemas prácticos como los trastornos del

aprendizaje o las secuelas psicológicas de la guerra motivaron a los psicólogos a

involucrarse en el quehacer clínico, antes reservado a los psiquiatras.

En síntesis: la escuela francesa dio origen al método clínico, que –con sus

fortalezas e inconsistencias- fue la inspiración de muchas corrientes psicológicas

que hicieron de la psicopatología su razón de ser. Entre ellas se encuentra (por

supuesto) el psicoanálisis, pero también enfoques como la “terapia centrada en la

persona” del norteamericano Carl Rogers. Naturalmente, cada una de estas

corrientes representa un modo distinto de abordar las limitaciones del método

clínico. No tenemos tiempo de entrar en detalles, pero la entrevista del Capítulo

siguiente nos aportará, sin duda, más elementos para seguir pensando.

HUNGRÍA MON AMOUR

En este capítulo entrevistaremos a Sandor Ferenczi (1873 – 1933), médico

húngaro que comenzó a practicar el psicoanálisis en 1908, luego de conocer a

Sigmund Freud. Ferenczi es un personaje muy particular en la historia de la

Psicología. Temperamento complejo, no dejaba a nadie indiferente. Despertaba

por igual grandes amores y odios. Freud le guardaba un entrañable afecto: lo

llamaba “mi querido hijo”, y abrigaba la esperanza –que a la postre no se concretó-

de ganarlo como yerno. Algunas de sus ideas (especialmente aquellas

relacionadas con la técnica terapéutica) fueron verdaderamente controvertidas,

pero sus aportes conceptuales sobre el abuso infantil y sobre el amor y la ternura

son todavía vigentes. Luego de su muerte, sus detractores difundieron la especie

de que había terminado sus días enajenado.

S. FERENCZI: El texto está bastante bien escrito, pero no toca el psicoanálisis ni

de pasada. ¿Cómo puede redactar un Capítulo sobre método clínico en el que

Freud aparece nombrado sólo dos veces? Además, no define en qué consiste la

histeria ni el papel que ese cuadro clínico tuvo en el surgimiento del psicoanálisis.

Y por otro lado…

ENTREVISTADOR: Bueno, se trata de un texto de divulgación científica que…

S. F.: Divulgación científica. Mi querido amigo: no me haga reír. Con eso no tiene

ni para empezar. Advierta que tampoco dice nada sobre el inconsciente, ni sobre

la interpretación de los sueños, y que al final menciona juntos a Rogers y a Freud;

dígame ¿con qué pegan Rogers y Freud?

E.: Le repito que es un texto breve, de divulgación, desprovisto de detalles

innecesarios y…

S. F.: ¡Ja, ja, ja! ¡Innecesarios! ¿Y qué tiene que ver el análisis de un cuadro con

la Psicología? Yo hubiera encarado para el lado de la enfermedad mental. A ver, a

ver: ¿por qué esos franceses le prestaban tanta atención a la psicopatología?

E.: Bueno, eran médicos, les interesaba curar, y…

S. F.: ¡Pero qué agudeza, mi amigo! A ver si exprime un poco más esas neuronas

y saca algo de calidad. Si usted me permite, yo le explico. Resulta que Ribot –ese

muchacho que usted menciona- estaba influenciado por las ideas evolucionistas, y

se le ocurrió que la enfermedad mental consistía en un proceso como de

desintegración de las estructuras psíquicas. Ahora bien: para él, esta

desintegración seguía un orden contrario a la evolución. La ontogénesis va de lo

simple a lo complejo, pero la psicopatología deshace “hacia atrás” la estructura.

Cualquiera que haya tenido un abuelo con Alzheimer se da cuenta: es como que

el intelecto involuciona, las funciones se pierden, las conductas más complejas

desaparecen y quedan las más simples… Por eso Ribot entendía que la

observación clínica era como un banco de pruebas donde se veía desarmado el

motor del psiquismo.

E.: Estoy de acuerdo, pero…

S. F.: ¿Con qué está de acuerdo? Déjeme continuar. En Freud reaparece este

rasgo típico del patologismo francés, especialmente cuando ve en la enfermedad

mental una especie de regresión a estadios evolutivos previos. Yo me tomé muy

fuerte de esta premisa para mis innovaciones técnicas.

E.: Justamente sobre eso quería preguntarle, porque…

S. F.: Claro, claro. El loco de Ferenczi. Cuando alguien quiere citar errores o

desvíos técnicos, aparezco yo. Mire: he pasado a la historia como el anecdotario

pintoresco de la técnica psicoanalítica. Pero a mí me guiaba el más férreo sentido

común. Si los cuadros patológicos son regresiones a etapas evolutivas previas, y

estas regresiones están motivadas por vivencias traumáticas (¡ésta es otra idea

que usted se olvidó de mencionar en su Capítulo, querido amigo!), pues entonces

la terapia debía consistir en resolver el trauma en los mismos términos del pasado

biográfico del paciente. Supóngase que viene a mi consultorio una paciente que,

de niña, ha sido ignorada por la madre. Ha enfermado de depresión por eso: por

falta de amor materno. Mi terapia consistía en cicatrizar esa herida, brindando yo

mismo el don del que la madre la privó. El propósito es saldar esa deuda, y que la

paciente pueda seguir su vida liberada del trauma. Por ende, aquí venía lo de las

caricias y los besos.

E.: Perdón, ¿qué caricias y besos?

S. F.: Los que yo le daba a la paciente para satisfacer su demanda de cariño.

E.: Ejem… ¿podríamos cambiar de tema? Cuénteme un poco acerca de…

S. F.: No se me haga el moralista. Ahí lo tiene al Charcot ése sugestionando

señoritas y exhibiéndolas en público.

E.: Me parece, Doctor Ferenczi, que es distinto, porque hay una interesante

conjetura atrás de la experiencia. Charcot se dio cuenta de que a través de la

hipnosis podía inducir en los pacientes signos similares a los de la histeria

(parálisis, por ejemplo). De ahí en adelante no hubo más que un paso para

suponer la existencia de ideaciones inconscientes, que eran las verdaderas

causas del trastorno. Eso interesó muchísimo a Freud cuando visitó a Charcot, y…

S. F.: Momentito: no me venga a dar una clase teórica justamente a mí, que fui

freudiano de la primera hora.

E.: Si se podían producir signos y síntomas a voluntad, también podían suprimirse.

De modo que la hipnosis tuvo también su significación terapéutica. Pero Freud

abandonó la hipnosis cuando se percató de que las mejorías eran transitorias. Si

era necesario llegar hasta las ideas inconscientes causantes del trastorno, era

preferible –y más eficaz- que los pacientes lo hicieran hablando (“recuéstese en

ese diván y cuénteme todo lo que le pasa por la mente”). Le recalco, Ferenczi,

ésta última palabra: hablando.

S. F.: ¡Ja, ja, ja! ¡Ahora con escrúpulos puristas! Mi querido amigo: el método debe

ser, ante todo, creativo y flexible. Como decía el colega Carl Jung: hay que

inventar una terapia nueva para cada paciente. ¿O no decía usted que el método

clínico era un intento para captar lo distintivo de cada personalidad? Es verdad

que Freud propuso (impuso, debería decir) una regla de abstinencia, por la cual al

paciente le cabe sólo hablar, y al terapeuta, escuchar. Pero a mí siempre me

pareció que este estilo pecaba, digamos, de pasividad. Razón por la cual yo

abogué por una técnica más activa.

E.: Me merece todo el respeto el Profesor Jung, pero si para cada paciente es

necesario inventar una nueva terapia, entonces no habría ni la posibilidad de

derivar las técnicas de esquemas conceptuales más o menos validados, ni la

posibilidad de comprometer las terapias en procesos de medición de eficacia. Si la

técnica cambia caso a caso, ¿cómo estar seguro de que las modificaciones que se

suscitan en el paciente se deben a ella en lugar de a otros factores extraños?

S. F.: Mi querido amigo: usted no entiende nada de nada. Yo le pongo una

metáfora para que usted termine de comprender el proceso de construcción de

teoría en Psicología clínica. Porque me parece que la duda que usted tiene es

esa. ¿Recuerda la metáfora del elefante y los ciegos? Cada ciego toca una parte

del elefante y pretende haber aprehendido el todo, cuando en realidad ha captado

una partecita. Ahora mire: los psicólogos son los ciegos, y el elefante es el caso

clínico. La única diferencia es que, en este caso, el elefante corre al galope

mientras lo palpan. ¿Capito?

E.: Bueno, en esto pensamos distinto…

S. F.: ¡Ja, ja, ja! ¿Y qué problema habría, mi estimado? El psicoanálisis siempre

ha sido cuestión de ortodoxia, pero lo único que se necesita es darse permiso para

pensar distinto. Yo siempre lo he hecho. Eso que usted dice, por ejemplo, de la

importancia de la autoridad en el método clínico, ¿no se le ocurre que podría ser

diferente?

E.: No es por justificar, pero en esa relación el que sabe es el terapeuta…

S. F.: Todo lo que usted quiera, pero no se trata de saber o no saber. En clínica,

todo es influencia mutua. Es verdad que el terapeuta influye en el comportamiento

del paciente (el cuadro de Brouillet es la más acabada representación), pero

también es cierta la recíproca: y si no me cree, fíjese la cara de Babinski ¡Ja, ja, ja!

E.: No entiendo dónde quiere llegar. Parece una perogrullada…

S. F.: Mi amigo: cuantas más cosas deje fuera del proceso terapéutico, menos

efectivo será. Aquí juegan tanto las limitaciones del paciente como las del

terapeuta. Entonces, ¿de qué autoridad me habla? Mi propuesta fue la del

“análisis mutuo”: el paciente me contaba sus problemas a mí, y yo le contaba mis

problemas al paciente.

E.: ¿Me está hablando en serio?

S. F.: Totalmente. Léase mis Diarios Clínicos, publicados hace poquito por la

editorial…

E.: No me haga publicidades en la entrevista. Le prometo que los leeré. Doctor

Ferenczi, muchas gracias por su tiempo.

S. F.: Gracias a usted. Suerte con su libro. Y no ande por ahí creyéndose lo que

los colegas dicen de mí…

¿MÁQUINAS O MÓNADAS?

Hacia 1930, la Psicología ya se ha enfrentado a su pregunta fundamental.

Detrás de la labor investigativa en procesos como la percepción, el aprendizaje o

el comportamiento anormal, emerge un interrogante que no dejará de ocupar a la

ciencia psicológica, y sobre el cual es difícil formular respuestas concluyentes. Se

trata del problema de la causa de la conducta humana. Inicialmente formulado de

modo dualista, puede expresarse en la siguiente pregunta: ¿es la conducta efecto

de variables ambientales (o “exógenas”)? ¿O es, antes bien, el resultado de

pulsiones o representaciones de origen endógeno? Planteado de otro modo: ¿es

la conducta un producto de lo adquirido por aprendizaje, o un efecto de tendencias

innatas?

Una de las corrientes psicológicas que adhiere a la tesis ambientalista es,

como hemos visto, el conductismo norteamericano. Ya conocemos la opinión de

John Watson, quien durante un debate con el innatista William Mc Dougall afirmó

que “…el hombre es una máquina orgánica montada y lista para funcionar”

(Watson, 1961). También el estudioso ruso de los reflejos Ivan Pavlov,

contemporáneo de Watson, planteó análogamente que “…el hombre es un

sistema, una máquina, y está sometido […] a leyes naturales inevitables y

comunes” (Pavlov, 1971). Es razonable que quienes adhieren al ambientalismo

sean, además, mecanicistas. Una máquina no podría construirse ni ponerse en

funcionamiento por sí misma: necesita, para ello, de estímulos externos.

Por su parte, el endogenismo psicológico ha tenido distintas manifestaciones,

desde quienes aceptaron la existencia de instintos hasta quienes hoy cultivan la

genética conductual, la neurociencia cognitiva o la psicología evolutiva. Dentro de

los primeros está el psicoanálisis, que ya en sus inicios propuso la actividad de

dos pulsiones: el “Eros” (de vida) y el “Tánatos” (de muerte). Sin embargo,

inspirados por el evolucionismo darwiniano, psicólogos como Joyce McDougall o

Floyd Allport defendieron la existencia de una gran variedad de impulsos

instintivos (al gregarismo, a la territorialidad, etcétera). La imagen de un organismo

movido por fuerzas endógenas, motivacionalmente cerrado sobre sí mismo, evoca

la noción de mónada. La filosofía de Leibnitz se servía de esta idea para significar

una entidad autónoma e independiente.

Entonces, ¿máquinas o mónadas? Previsiblemente, los primeros debates

disciplinares adolecieron de maniqueísmo. Pero con el tiempo las posiciones se

aproximaron. Quienes sostenían la primacía del ambiente estuvieron dispuestos a

admitir la presencia de algunos rasgos constitucionales. Por su parte, aquellos que

pugnaban por instalar la visión innatista terminaron aceptando la influencia de

ciertos datos externos. En realidad, ocurrió que cada paradigma encontró su

límite. Veamos. El conductismo “radical” de Frederick Skinner tuvo un serio

tropiezo con la publicación, en 1959, del artículo de Noam Chomsky “Review of

B.F. Skinner´s Verbal Behavior” (Chomsky, 1959). En su revisión crítica, Chomsky

ataca frontalmente al conductismo, y demuestra la existencia de un dispositivo

general innato para la adquisición del lenguaje (tesis desarrollada con anterioridad

en su obra de 1957, Estructuras Sintácticas). En cuanto al instintivismo

recalcitrante, se podría decir que cayó por su propio peso. Evidentemente, quien

pretende explicar una conducta atribuyéndola a un instinto, no la explica:

simplemente la designa. Porque ¿qué se gana con saber que los niños exploran

porque tienen un instinto explorador? Además, la situación se fue de cauce, y

hubo una monstruosa proliferación. Ya en 1924 Luther Bernard se quejaba de la

cantidad de “instintos” propuestos por los psicólogos: nada más ni nada menos

que catorce mil (Bernard, 1924).

Desde un punto de vista histórico, podría pensarse que lo que se verificó en

la Psicología respecto de esta confrontación fue un proceso muy gradual de

convergencia. En la primera etapa, dos paradigmas irreconciliables auspician la

disyuntiva: máquinas o mónadas. En la segunda, cada posición se topa con la

evidencia empírica contraria levantada por el rival. En la tercera, surge una

incipiente integración conceptual: somos en parte máquinas, y en parte mónadas.

Quizás uno de los factores más influyentes de este proceso (que, repetimos, se

desplegó de modo paulatino) fue la capacidad de cada paradigma para entrar en

diálogo con otras disciplinas. En el ejemplo que citamos, resultó clave el aporte de

la lingüística y la neurobiología. Estas disciplinas enriquecieron la controversia con

elementos que el conductismo “radical” de Skinner no estaba, por sí solo, en

condiciones de considerar. En cuanto al modelo de los instintos, hubo de asimilar

hallazgos de la psicología social (que descubrió motivadores sociales como el

poder, el logro o la afiliación) y de la antropología (que destacó el rol de la cultura

y los valores en la génesis de la conducta). Actualmente, el estudio de este

problema está lejos del tono polémico y principista que adoptaba en el inicio. En

Psychology, un exhaustivo manual escrito por David Myers, pueden encontrarse

expresiones tan parsimoniosas como “…la conclusión de que tanto la naturaleza

como la crianza son crucialmente importantes es central para la Psicología de hoy”

(Myers, 2004). Expresiones, a fin de cuentas, inspiradas por el sentido común,

pero que se echan de menos en tiempos de aguda discusión.

Pero hemos dejado cosas en el tintero. Más arriba afirmamos que el

innatismo psicológico incluye también la influencia de la predisposición genética.

La genética conductual (que es la disciplina que estudia cómo los genes afectan la

conducta) impactó decisivamente en el proceso de convergencia conceptual de la

Psicología. Pero la recepción de sus novedades también insumió tiempo. En el

provocador libro La Tabla Rasa, Steven Pinker cuenta que en sus épocas de

estudiante los profesores solían formular una pregunta “trampa”: “¿Cuál es el

mejor indicio de que una persona llegará a ser esquizofrénica?”. Ocurre que en la

década del ´70 se había puesto de moda una etiología “comunicacional”, que

explicaba la esquizofrenia a partir de las inconsistencias lógicas de los patrones de

interacción familiares (la teoría del “doble vínculo” del recordado antropólogo

Gregory Bateson). Y muchos académicos compartían esta visión. ¿Cuál era, sin

embargo, la respuesta correcta? “Tener un hermano gemelo univitelino que sea

esquizofrénico” (Pinker, 2003). Como se sabe, los gemelos univitelinos comparten

la totalidad del ADN (son genéticamente idénticos). Si determinado trastorno

aparece con más frecuencia en univitelinos que en bivitelinos (hermanos que

comparten la mitad del ADN) o familiares de sangre, resulta una evidencia a favor

de la causación genética. Y no es sólo la esquizofrenia. Un vasto conjunto de

rasgos y trastornos –desde el trastorno obsesivo compulsivo hasta la opinión

sobre la pena de muerte- se repiten más entre gemelos que entre mellizos, y son

menos predecibles en función de variables ambientales. Naturalmente, los genes

no son todo, porque sus efectos varían en función del entorno. Una persona puede

estar excepcionalmente dotada para el fútbol o la labor intelectual, pero

difícilmente esa potencialidad pueda expresarse si tiene el infortunio de nacer en

condiciones de extrema pobreza. De nuevo, vale la frase de Myers: tanto natura

como nurtura son importantes para entender la conducta.

Mirado desde una perspectiva más amplia, la controversia entre mónadas y

máquinas no fue sólo científica. También involucró aspectos éticos y políticos. Hay

que decir que las conjeturas formuladas por la Psicología sobre la naturaleza

humana levantaron, en su momento, gran polvareda. Ya mencionamos los

reclamos de dignidad que le fueron lanzados al conductismo. Sin embargo,

Watson fue sólo un adelantado. Su modelo de control “diseminado” en el tejido

social –a través del jefe, del padre de familia, del médico, del sargento- fue,

todavía, republicano a fuer de igualitario (a fin de cuentas, todas las “tablas rasas”

se parecen). Pero su sucesor Frederick Skinner apostó más fuerte: su utopía de

ciudad conductista, “Walden II” (Skinner, 1968), proponía un modelo de control

centralizado más próximo a La República de Platón que a The Federalist Papers.

Eso fue el colmo; las críticas arreciaron.

Lo mismo ocurrió con la perspectiva del instinto. Las Psicologías herederas

de Thomas Hobbes que patrocinaban una visión negativa del ser humano también

fueron agriamente fustigadas. En efecto, si el hombre es malo por naturaleza, el

orden institucional que se sigue debe asemejarse a un panóptico. De un modo

bastante directo, asumir la maldad natural legitimaba la existencia de la vigilancia

institucionalizada.

“Damiana” (no sabemos su nombre verdadero) fue una integrante de la etnia Aché. En 1896, cuando tenía dos años, su familia fue asesinada en el Chaco paraguayo. En ese lugar desarrollaba su trabajo de campo el antropólogo Herman Ten Kate, curador del Museo Antropológico de La Plata. Ten Kate se apropió de la niña y la envió al Museo, para que su colega alemán Robert Lehmann-Nitsche la sometiera a estudios antropométricos. Mientras tanto, Damiana se instaló en la casa familiar del psiquiatra Alejandro Korn en San Vicente, donde fue sirvienta. En su adolescencia, Damiana se volvió rebelde. Lehmann-Nitsche anotó en su diario: "La libido sexual se manifestó en ella de una manera tan alarmante, que toda educación y todo castigo de parte de la familia fueron inútiles. Ella se consagraba a la satisfacción de sus deseos con la espontaneidad instintiva de un ser ingenuo." Korn la declaró insana, y decidió su internación en el neuropsiquiátrico Melchor Romero (que a la sazón dirigía). Allí la joven Aché murió de tisis hacia 1911, aproximadamente los quince años. Damiana es un caso atroz de violencia ejercida sobre los aborígenes. Representa, además, el temor de una sociedad que percibe en lo “instintivo” una dimensión de amenaza que sólo puede ser conjurada con el castigo y las instituciones de control. La foto de Damiana (tomada por el mismo Lehmann-Nitsche) apareció en el artículo de Alicia Dujovne Ortiz publicado por La Nación el 28 de Diciembre de 2009 (http://www.lanacion.com.ar/1216044-el-ultimo-viaje-de-damiana).

Por su parte, las Psicologías que defendían una visión “rousseauniana” (el

hombre es bueno por naturaleza) fueron asimismo cuestionadas. Culpar al orden

social o a las instituciones por el mal que campea en el mundo puede ayudar a

preservar la imagen del “buen salvaje”. Pero no aporta demasiados elementos

acerca de las organizaciones realmente beneficiosas y útiles para las personas.

Cayetano Santos Godino (alias “el petiso orejudo”) nació en Buenos Aires en 1896, en una familia de inmigrantes calabreses compuesta por el padre, la madre, y siete hermanos. El padre era alcohólico, sifilítico y golpeador. Cayetano comenzó su precoz trayectoria delictiva en 1904, con sólo 7 años de vida. Todos sus crímenes revelan una crueldad inaudita, que motivó a muchos a atribuir al “petiso orejudo” una maldad “innata”. Pero ¿qué hubiera ocurrido si Cayetano hubiera crecido en una familia contenedora y afectuosa? ¿Qué, si respaldado por un entorno positivo, hubiera podido terminar su educación? Cayetano murió en 1944 en el Penal de Ushuaia, odiado por sus propios compañeros de castigo. Sus familiares nunca le contestaban las cartas que escribía; se dice que regresaron a Italia. La foto, en la que Cayetano aparece con el cordoncito que usaba en los estrangulamientos, es de Wikipedia (http://es.wikipedia.org/wiki/El_Petiso_Orejudo)

Mucho más prominente, empero, fue la polémica desatada por algunas

postulaciones de la genética conductual. En 2005, el economista Lawrence

Summers –a la sazón Presidente de Harvard- afirmó que los hombres eran más

capaces que las mujeres en matemáticas y ciencia, y que esta “superioridad” se

debía a una diferencia genética. Los dichos de Summers provocaron un tsunami

intelectual que generó réplicas a lo largo y a lo ancho de Estados Unidos. Sin

embargo, esto no fue nada comparado con las declaraciones que en 2007

formulara James Watson. En un reportaje concedido a The Sunday Times, este

biólogo norteamericano dijo que los blancos eran más inteligentes que los negros.

En referencia a las políticas occidentales en África, se manifestó “inherentemente

pesimista”, porque “…todas nuestras políticas sociales están basadas en el hecho

de que su inteligencia es la misma que la nuestra, mientras que todas las pruebas

indican que no es así” (v. la nota “Los blancos son más inteligentes que los

negros” en La Nación del 18 de Octubre de 2007,

http://www.lanacion.com.ar/954264--los-blancos-son-mas-inteligentes-que-los-

negros). Watson debió dimitir ipso facto de su cargo de Presidente del Laboratorio

Cold Spring Harbor. En tanto, las instituciones científicas repudiaron las

expresiones de quien en 1962 recibiera (junto con Crick y Wilkins) el Nobel de

Medicina por el descubrimiento de la estructura helicoidal de la molécula de ADN.

No será ni la primera ni la última vez en la que las consideraciones políticas o

éticas se cruzan con la Psicología. A continuación tendemos oportunidad de ver

más al respecto.

CHILLIDOS, CHIRRIDOS Y BERRIDOS

En 1918, Kurt Goldstein se desempeña como neurólogo en una clínica para

veteranos de guerra. Todavía está en Alemania; cuando llegue el nazismo tendrá

que escapar, porque es judío. Pero mientras tanto es un joven y talentoso médico,

y dedica toda su energía al tratamiento de aquellos soldados que llegan del frente

en pésimas condiciones. Ha visto morir a muchos. Nunca podrá sacarse esos

rostros maltrechos de la cabeza. Ni siquiera cuando esté disfrutando, mucho

después, de una apacible vejez en la ciudad de Nueva York. Pero ahora su

propósito consiste en observar, minuciosamente, los efectos de las lesiones

cerebrales sobre el comportamiento de los internos. En este respecto, el pabellón

de neurología hace las veces de laboratorio de fisiología cerebral. Todos los días

se reciben casos diferentes: lesiones cerradas, penetrantes, fracturas

presionadas, contusiones. Todas en distintas localizaciones. Cada tipo de lesión

produce un resultado que Goldstein registra y estudia. Los años transcurridos en

la clínica son, a todas luces, de una riqueza inestimable.

Recuerda, sobre todo, un caso. Karl, un joven de 20 años, ingresado en la

clínica con un trauma craneal provocado por el estallido de una granada. Había

experimentado un síndrome post conmoción con diversas manifestaciones. Con el

tiempo, la evolución fue favorable. Sin embargo, la convalecencia había mostrado

cambios en el comportamiento, que ahora se mostraba estructurado, ritualista y

marcadamente rígido. Karl no toleraba que movieran de su sitio sus efectos

personales, obsesivamente ordenados en el placar de la habitación. Cuando se le

proponía un problema (como por ejemplo, resolver una sencilla multiplicación o

deletrear su nombre) estallaba en una crisis de angustia y desorientación. Y no

toleraba las sorpresas ni los cambios de rutina u horario. Goldstein podría

clasificar todos estos signos y síntomas. Sin embargo, prefiere preguntarse por el

significado de lo que hace su paciente. ¿Por qué esta necesidad compulsiva de

controlar y prever? ¿Por qué el comportamiento estereotipado? Algunas premisas

ayudarán a entender la hipótesis que el neurólogo alemán formula para responder

estas preguntas.

Goldstein asume que lo que caracteriza el comportamiento normal es una

tendencia natural al funcionamiento adaptativo. Aunque es el organismo total el

que se adapta a las condiciones del ambiente, la posibilidad de ejecutar estos

funcionamientos está determinada por la facultad de situarse alternativamente en

dos planos. Estos planos son la “figura” y el “fondo”. La necesidad de resolver un

desequilibrio motiva que cierto evento devenga figura. Sin embargo, cuando el

desequilibrio se resuelve, lo que era figura vuelve a ser fondo. En este momento,

la pantalla de mi computadora es la figura, mientras que los papeles, libros y útiles

de escritura que hay alrededor son el fondo. De repente necesito un lápiz, y ahora

mi atención se dirige al lapicero (nueva figura), en tanto que la computadora

“retrocede” al fondo. Pero una vez que he encontrado mi lápiz, la escena vuelve a

reconfigurarse, y me encuentro otra vez focalizado en la computadora.

Ahora bien: este proceso aparentemente sencillo requiere de una cierta

elasticidad. En efecto: es necesario cambiar de contextos, y representarse la

situación desde distintos puntos de vista. Quizás deba posponer mi búsqueda del

lápiz, porque tengo que entregar mi trabajo contra reloj. O quizás buscando el

escurridizo lápiz encuentre un papel con una cita bibliográfica que debo

mencionar. No es menos cierto que se trata de un proceso continuo, ya que un

desequilibrio resuelto da lugar a otros. En síntesis: la alternancia de figura y fondo

se fundamenta en una función de “objetivación”. Esta función permite distanciarse

del mundo, para así advertir sus virtualidades. Por su medio, el organismo

actualiza su potencial, a través de la creación y la resolución de nuevos

desequilibrios.

Volvamos ahora a la pregunta: ¿Cuál es la causa del comportamiento

estereotipado de Karl? Goldstein conjetura: quizás él (y los traumatizados como él)

han perdido la capacidad de diferenciar entre figura y fondo. Imposibilitados de ver

más allá del presente, no pueden distanciarse de la realidad concreta. Carecen de

la posibilidad de explorar opciones, y lo que en una persona sana sería chance de

adaptación, para ellos es amenaza que dispara crisis catastróficas. El exasperante

orden en el ropero y las rígidas rutinas expresarían, pues, el desesperado intento

por evitar la ambigüedad y la falta de estructura. Kurt Goldstein ha seguido el

mismo camino que los patologistas franceses: indagó lo enfermo para comprender

lo sano. Pero ha llegado a sus propios resultados: entrevió un organismo activo,

que no rehúye la tensión inherente al desarrollo y la satisfacción de las

necesidades.

Goldstein construyó en Europa un modelo de organismo activo y autodirigido,

antípoda del mecanicismo conductista (todo esto ocurrió mientras Watson dirigía su

laboratorio en la Johns Hopkins). En el libro La Naturaleza Humana a la Luz de la

Psicopatología, escrito en 1947, ya podemos encontrar una madura exposición de su teoría

(Goldstein, 1961). Pero ¿de dónde extrajo este neurólogo sus fundamentos e inspiraciones?

Hacia 1910 se establecía en Frankfurt un trío de jóvenes psicólogos experimentales. Dignos

continuadores de Fechner y Wundt, investigaban, también, la percepción. Sin embargo, sus

premisas los llevaron a oponerse a tan ilustres antecesores. En efecto: mientras Wundt

propugnaba una visión “atomista” del estudio de la percepción (de los elementos al todo),

Max Wertheimer, Wolfgang Kohler y Kurt Koffka pensaban opuestamente: primero es el

todo, y luego los elementos. Y como no era cuestión de entrar en el dilema de los huevos y

la gallina, se les ocurrió una interesante experiencia. Munido de un viejo estroboscopio,

Wertheimer (el mayor del grupo) proyectó sucesivamente dos puntos (A y B) de luz sobre

una pantalla.

Cuando el intervalo temporal entre la proyección de A y la proyección de B superaba

los 200 ms (milisegundos), la apariencia fenoménica era la de sucesión de dos luces. Sin

embargo, cuando sólo había 60 ms entre flashes, la apariencia era de movimiento: una sola

luz que se desplazaba desde A hacia B. Se trata del mismo principio que opera en el cine y

los dibujitos animados. ¿Quién, cuando niño, no dibujó hombrecitos en las hojas del

cuaderno, para luego pasarlas rápidamente y generar la ilusión del movimiento? Cuántos de

nosotros descubrimos, así, por propia cuenta, el Fenómeno Phi (porque así lo bautizó

Wertheimer en 1911). La conclusión que Max Wertheimer extrajo del Fenómeno Phi es que

la suma de los elementos que intervienen en el acto perceptual nunca podrá ser igual al

A B

todo. O, en otras palabras, que el todo es más que la suma de las partes. O más sencillo: que

el sistema nervioso se las ha arreglado para captar movimiento donde no lo hay. Y esto

significa que, lejos de ser reactiva (como decían los conductistas), la mente humana

estructura y da forma a la realidad. Por eso, la escuela de pensamiento psicológico que

fundan los tres investigadores se llamará justamente así: Escuela de la Gestalt (en alemán,

forma).

Esta obra de Maurits Escher es una auténtica sinfonía de figuras. Déjese la

vista flotar sobre ella, y los distintos personajes irán apareciendo y

desapareciendo como en una obra de teatro. La Ley de Figura – Fondo también

se cumple en el estudio de los fenómenos actitudinales y emocionales. En el

libro Dentro y Fuera del Tarro de la Basura, Fritz Perls (médico asistente de

Goldstein en 1926) pone el ejemplo: ¿qué es lo primero que ve un alcohólico

cuando llega a una fiesta? La mesa de vinos. ¿Y un artista? Seguramente los

cuadros que están colgados en la pared (Perls, 1987). En este caso, lo que

estructura el campo perceptual no es una contingencia pictórica, sino los

“valores” o “necesidades” (el interés por la pintura o el alcohol) del organismo.

La imagen está tomada de www.wikipedia.com.

Ya en Berlín, continuará la labor investigativa, con el descubrimiento de

regularidades perceptuales a las que nuestros amigos querrán elevar al rango de leyes

científicas. Veamos ejemplos de su denuedo. La conocida Ley de Figura – Fondo (ver

arriba el dibujo de Escher) formula que el mecanismo perceptivo hace que la atención se

focalice sobre un objeto (figura). Este objeto siempre se destaca de un contexto que oficia

como fondo. Figura y fondo son intercambiables, como en la clásica imagen del rostro y las

dos copas. Por ello se constata alternancia, ya que es imposible percibir “todo a la vez”, sin

estructura.

Tan conocida como la anterior es la Ley de Cierre, que atribuye a la percepción la

tendencia a “cerrar” o completar estructuras desequilibradas. En efecto: tendemos a percibir

enteras ciertas figuras que en realidad no lo están. El sistema nervioso “aporta” el faltante

para salvar la estructura y preservar la armonía (ver infra el logo de la World Wildlife

Foundation).

En el logo de la World Wildlife Foundation tendemos a ver un panda. Sin

embargo, no es un panda “entero”. Sobre el lomo y la cabeza no hay contorno

visible. Sin embargo, por Ley de Cierre, percibimos una imagen estructurada y

armónica. La Ley de Cierre también tiene su correlato en la vida emotiva.

¿Quién no experimenta disgusto o malestar cuando se le interrumpe en la mitad

de su trabajo? En 1927, la psicóloga soviética Bluma Zeigarnik demostró que

se recuerdan con más facilidad las tareas incompletas que las cumplidas. Y no

es menos real el estado de ansiedad que producen las situaciones conflictivas

irresueltas o “abiertas”. La Ley de Cierre se manifiesta hasta en algunas

psicosis. En Memorias de un Enfermo Nervioso, que publicara en 1903 el juez

alemán Daniel Schreber, el autor relata sus angustiantes alucinaciones. De

entre ellas, las peores eran unas voces que proferían continuamente frases

incompletas. El enfermo experimentaba la dolorosa compulsión de completar

estas frases, una y otra vez, por horas. La imagen está tomada de

www.wikipedia.com.

Volvamos ahora un poco atrás, y recordemos la pregunta sobre los antecedentes que

inspiraron el trabajo de Goldstein. Es, efectivamente, sobre la Psicología de la Gestalt que

el médico de los veteranos de guerra edificará su teoría. En esencia, el intento consistirá en

proyectar sobre el “organismo total” (el léxico de Goldstein es holista) el esquema que

explica el proceso de la percepción. Los animales pueden pensar en cosas, pero no sobre

cosas, dijo una vez el psicólogo Edward Thorndike. Los lesionados cerebrales de Goldstein

aparentan sufrir la misma limitación. Las Leyes de la Gestalt no rigen para ellos. Las

“reacciones catastróficas” son la consecuencia de un sistema nervioso incapacitado para

conjugar organismo y ambiente en una estructura equilibrada.

En la coyuntura histórica de la Psicología, Goldstein cumple una función de

convergencia. Por un lado, recupera los aportes de una Psicología experimental alemana,

heredera de la Psicofisiología de Fechner y Wundt por elección de objeto. Por el otro,

sienta las bases de una nueva tendencia en la Psicología norteamericana, en un momento en

el que ésta parece sumida en la autocrítica y el conflicto interno.

Nos falta, ahora, comprender cómo es que la Psicología de la Gestalt cruza el Océano

Atlántico.

Ha sido dicho que quien más favoreció a la Psicología norteamericana fue

Adolf Hitler. En efecto: a partir de 1933, con el ascenso del nacionalsocialismo al

poder, una considerable cantidad de científicos tomó la decisión de emigrar de

Alemania. Muchos eran judíos, que escapaban de una muerte segura en los

campos de concentración. Había, entre ellos, conspicuos cultores de la Psicología.

Una somera enumeración debería incluir al staff completo de la Escuela de la

Gestalt (Wertheimer, Kohler y Koffka), a Kurt Goldstein, a Charlotte y Karl Bühler,

Erich Fromm, Kurt Lewin, Andras Angyal, Frederick Perls, Erik Erikson, y

muchísimos más. En su mayoría se dirigieron a Estados Unidos, país que aceptó

acogerlos. Se los recibió de buena gana. Hasta se creó una comisión especial en

la American Psychological Association, que conectó a los emigrados con

Universidades y centros de estudio. Algunas organizaciones privadas, como la

Rockefeller Foundation, colaboraron también en la inserción laboral y académica.

El efecto que esta cohorte de científicos comenzó a producir en suelo

norteamericano fue notable. Intentemos comprender en qué situación estaba la

Psicología local al momento de arribar los visitantes. Veamos sólo tres factores de

entre muchos.

En primer lugar, hacia 1945 declinaba en la academia norteamericana una

etapa que algún historiador llamó “la pax conductista”. Efectivamente, el

conductismo llegó a ser hegemónico, y reinó en las aulas por casi dos décadas.

Sin embargo, pronto comenzó a gestarse en su interior una plétora de debates

que prefiguraban su final como paradigma de referencia. Según el estudioso

español José Pozo, sólo diez años después de la aparición de Watson ya

coexistían en las Universidades diez clases y diecisiete subclases de conductismo

(Pozo, 2006). La hora de los animales tocaba a su fin. Las alternativas

conceptuales a esta fragmentación eran, básicamente, dos: una proto – Psicología

Social de raíz innatista, y el psicoanálisis freudiano, que había desembarcado en

Estados Unidos en 1909 (en oportunidad de la visita de Sigmund Freud, Carl Jung

y Sandor Ferenczi a la Clark University). Frente a este estado de cosas, había

comenzado a suscitarse un clima de insatisfacción. Algunas voces se levantaron

airadas contra lo que era percibido como incapacidad de la Psicología para

explicar de modo coherente la conducta humana.

En segundo lugar, digamos que la entrada de Estados Unidos en la Segunda

Guerra motivó un importante impulso a la investigación, motorizado por las

inversiones del Estado en el complejo militar – industrial. Parte de este esfuerzo se

consagró a la creación de tecnología para el procesamiento de la información. La

naturaleza del tema convocó el aporte de científicos de distintas disciplinas, lo que

fertilizó el intercambio y la generación de ideas nuevas. Además, el diseño

institucional de Departamentos, propio de la Universidad norteamericana,

favoreció una dinámica de “vasos comunicantes”. De repente, un ingeniero podía

estar debatiendo una idea con un psicólogo, que a su vez requería la opinión de

un lingüista. En este contexto, era previsible que surgiera la analogía mente –

computadora, y que los modelos computacionales comenzaran a ocupar un lugar

importante en la Psicología. Esta efervescencia intelectual tuvo su clímax en el

Simposio de Hixon (1948), que se considera hoy mojón inicial de la Psicología

Cognitiva. Sin embargo, contra lo que pudiera suponerse, la “nueva ciencia de la

mente” –para usar la denominación del célebre Howard Gardner- no concitó una

aprobación universal. Y hubo quienes plantearon que comparar a la mente

humana con una computadora era una simplificación injustificada.

Y en tercer lugar, mencionemos que la participación de Norteamérica en la

Guerra significó también el ocaso del paradigma aislacionista en las relaciones

exteriores. A partir de ahí, el país del Norte se involucraría más activamente en

cuestiones de política externa. El Presidente Roosevelt tenía un pensamiento

particular al respecto. En su último discurso al público, expresó que para lograr la

paz internacional era menester cultivar “la ciencia de las relaciones humanas”. Esa

invocación tuvo eco en la comunidad psicológica. Fue interpretada como un

llamamiento a la construcción de una Psicología que, a fuer de útil, reflejara la

naturaleza humana en toda su complejidad y dimensiones. En consecuencia, con

más urgencia vieron algunos psicólogos la necesidad de desarrollar modelos no

reduccionistas del hombre. Modelos, en fin, que no lo compararan ni con animales,

ni con máquinas.

Estos tres factores (la crisis de paradigmas, la emergencia de los modelos

computacionales, y las demandas políticas de relevancia social), entre otros,

configuraron el contexto de recepción de los psicólogos llegados a Estados Unidos

luego del ascenso de Hitler.

En 1945, Gordon Allport es, además de Presidente de la Society for the Psychological

Study of Social Issues, uno de los disconformes con el rumbo de la Psicología

norteamericana. Ha visto los asombrosos desarrollos tecnológicos derivados de la Segunda

Guerra Mundial, pero tiene la certeza de que las ciencias sociales no han hecho un avance

comparable. Tampoco la Psicología. El hombre ha creado máquinas, pero las máquinas han

transformado al hombre en un artefacto más. Negado dialécticamente por la tecnología, se

ha cosificado, y ha vendido su humanidad por un plato de lentejas. Con Gordon Allport, la

Psicología se apresta –una vez más- a encaminar sus pasos, y a preguntarse cuál es el motor

de la conducta humana.

Allport parece la persona indicada para encarnar esta renovación. Proclive al diálogo

interdisciplinar, sabe que la Psicología sólo puede ganar si ensancha su horizonte

conceptual. Él mismo es un ejemplo: obtiene primero su Bachelor of Arts en Economía y

Filosofía, y luego su Ph. D. en Psicología. En Harvard se codea con la flor y nata de los

conductistas. En Berlin, trabaja con los integrantes de la Escuela de la Gestalt. Y en Viena

conoce al mismísimo Sigmund Freud. De todos esos encuentros sale fortalecida su

convicción de que es necesario un cambio significativo. Cuando escucha el discurso de

Roosevelt que exhorta a un mayor protagonismo de las ciencias humanas, escribe con

indignación: “Hasta ahora, los psicólogos dedicaron mucha más atención a la actividad

sexual de las ratas y los hombres que a la actividad cooperativa de los hombres y las

naciones”. Insiste en proponer una Psicología comprehensiva, cuyo objeto sea la

personalidad total. Provocador, dice a sus estudiantes que les aprovechará más la lectura de

Madame Bovary que cualquier manual de la disciplina.

El corazón de su argumento es la crítica al reduccionismo. No es exacto, dice Allport,

comparar al hombre con una máquina, como lo hace el conductismo (y luego hará la

primera Psicología cognitiva). Tampoco obedece a la realidad plantear una analogía entre el

hombre y el animal, como quieren las corrientes defensoras del instinto. Y el psicoanálisis,

que interpreta la vida anímica presente a la luz de los traumas de la niñez, yerra en postular

una imagen “infantilizada” del adulto. Todos estos enfoques reducen, deformándola, la

naturaleza humana, y la obligan a expresarse en un idioma de “chillidos, chirridos y

berridos” (Allport, 1984). El motor impulsor de la conducta es algo que está más allá de los

estímulos, los instintos o los traumas infantiles. Se trata de los motivos.

Los motivos son, para Allport, la verdadera causa de la conducta. Es cierto que un

motivo puede adquirirse. Y en este sentido, decimos que es hijo del ambiente. Pero también

es cierto que una vez aprendido, el motivo se “libera”, y se independiza de las

contingencias ambientales. Tampoco hay dudas de que un motivo opera como factor

interno, al igual que el instinto. Pero al contrario de éste, puede transformarse a sí mismo, y

dar origen a otros motivos. Y si bien es verdad que los motivos actuales guardan un vínculo

con el pasado, este vínculo es de naturaleza histórica, pero no funcional.

Pongamos un ejemplo hipotético: el de un niño que fuera llevado por su padre a

aprender natación. La práctica, sostenida en el tiempo a través de la presentación de

reforzadores positivos, conduce a la adquisición de un conjunto importante de destrezas

motoras. Digamos que, a los dos o tres meses, nadar ya se ha convertido en un hábito.

Quizás en algún momento el padre ya no tenga interés en la natación, y en lo sucesivo no

imponga al hijo asistir a las prácticas. Pero he aquí que nuestro niño ha experimentado que

nadar es divertido, y que quisiera seguir haciéndolo aunque ya no fuese obligación: el

hábito se ha convertido en motivo. Pero este motivo (adquirido) llevará seguramente a

incorporar otros hábitos. Por ejemplo, el aprendizaje de un nuevo estilo. Y así en adelante

(de hábitos a motivos, y de motivos a hábitos), hasta que el muchacho crece y un día llega a

campeón de natación. Posiblemente un psicoanalista diría que en este caso la natación es

parte de una identificación con la figura paterna. Pero para Allport los motivos son siempre

contemporáneos. El enlace con el pasado es solamente histórico.

Un motivo es una Gestalt abierta que necesita cerrarse. Las capacidades son

necesidades. Messi no podría no jugar al fútbol, como Daniel Barenboim no podría vivir

sin música. Quien posee un don –que es una manera particular de apertura al mundo- se ve

compelido a ejercitarlo. Máquinas al tiempo que mónadas, las personas actualizan su

potencial estructurando un sistema de motivos a partir de las condiciones iniciales que

proporciona el ambiente.

Allport pretende, así, formular un planteo superador. Sin embargo, su postura

desentona con el clima positivista imperante en la escena académica norteamericana.

Aunque reclama para su hallazgo el status de ley científica (la llamada Ley de la

Autonomía Funcional de los Motivos), ésta queda, de hecho, huérfana de prueba

experimental. Si cada persona tiene una historia singular de aprendizajes y construcción de

motivos, ¿cómo dar el salto hacia la generalización? Hay en Allport un cierto aroma a

Filosofía que no termina de gustar; sus citas bibliográficas muestran un innegable sesgo

hacia la fenomenología alemana. Además, ¿no recomienda a sus discípulos leer a Flaubert

y a Cervantes, diciéndoles que en la literatura se encuentra el desiderátum de la Psicología

por venir? Gordon Allport es, sin duda, un personaje bifronte. Pero es justamente ese

carácter el que le permitirá contribuir al proceso de convergencia que se está produciendo

en la Psicología norteamericana. Definitivamente contrario a abandonar la senda de la

validación empírica de las teorías, no descartará abordajes metodológicos naturalistas.

Como el filósofo alemán Wilhelm Dilthey, querrá que la cultura sea otro laboratorio para

entender la motivación humana. Y entenderá que, si la Psicología supera un día los

reduccionismos, será por haber arribado a un esquema integral que articule lo singular y lo

universal.

Por todo eso, Allport presidirá la Comisión que se crea en la American Psychological

Association para recibir e insertar a los psicólogos emigrados de Alemania. El diálogo así

entablado entre las tradiciones norteamericana y europea rendirá frutos. Es el germen de

muchos desarrollos posteriores… que no tenemos tiempo de compartir aquí.

PARA FINALIZAR…

Lector: páginas más arriba nos propusimos recorrer algunos de los

problemas visitados por la Psicología a lo largo de su historia. También hemos

querido que este paseo fuera entretenido. Sólo vos, que tenés este texto en las

manos, podés juzgar si hemos estado a la altura de lo que en su momento

prometimos. Naturalmente, hubimos de efectuar una selección de los temas a

tratar. No hay dudas de que es arbitraria (como cualquier selección). Quizás eches

de menos algún autor o alguna cuestión.

Hemos procurado mostrar –aunque fuese muy someramente- las

encrucijadas por las que transitó la Psicología desde su surgimiento. Entre

adivinos y laboratorios, la ciencia psicológica experimentó avances y retrocesos.

Es difícil, a través del velo del tiempo, captar los matices y los claroscuros de este

proceso preñado de contradicciones. A veces víctima y a veces vástago de la

Historia fáctica –la de los procesos económicos, las decisiones políticas, y las

biografías pregnantes-, la Psicología caminó, reconvirtiéndose, integrando

visiones, generando convergencias. ¿Sigue hoy teniendo las mismas virtudes y

defectos que ayer? Probablemente su itinerario siga fluctuando entre el impulso

romántico y la reflexión moderna, como dice Kenneth Gergen.

Para finalizar: quisiéramos que, leyendo, hayas experimentado siquiera la

mitad de placer que nosotros sentimos escribiendo. Con eso, tené por seguro, nos

sentiremos suficientemente retribuidos.

PARA SEGUIR LEYENDO

A continuación citamos algunas obras que ayudarán al lector curioso a

profundizar los temas tratados. Las ordenaremos por Capítulos.

INTRODUCCIÓN. Aunque polémica y provocadora, la lectura de Las Ciencias

Sociales en Discusión, de Mario Bunge (Buenos Aires, Sudamericana, año 1999),

clarifica muy bien la diferencia entre el saber científico y otros tipos de saber. Todo

esto, en relación con el conflictivo campo de las Ciencias Sociales. La Psicología

aparece, aquí, clasificada como disciplina socionatural.

FRUTOS QUE NO CONOCIERON FLOR. La perspectiva del historiador argentino

de la Psicología Alberto Vilanova es fuertemente crítica del estado de la disciplina

en nuestro país. En Discusión por la Psicología (Mar del Plata, Universidad

Nacional de Mar del Plata, año 2003) aporta elementos epistemológicos que

fundamentan dicha actitud. Compara, además, el trayecto de la Psicología local

con el de la europea y norteamericana. Y aporta abundantes referencias para el

cotejo de las fuentes históricas.

LAS PUERTAS DE LA PERCEPCIÓN. Psicologías del Siglo XX de Edna

Heidbreder (Buenos Aires, Paidós, año 1960) e Historia de la Psicología de

Maurice Reuchlin (Buenos Aires, Paidós, año 1964) representan una introducción

solvente al inicio histórico de la Psicología en Alemania. Nada mejor para empezar

a conocer sobre los comienzos de la disciplina. Se describen los enfoques, los

experimentos, y los autores relacionados, y se sitúa a la Psicología en relación con

otras ciencias (fisiología, biología, física, etcétera).

UNA BALANZA QUE NO FUNCIONA. La obra del historiador canadiense de la

Psicología Kurt Danziger es de obligada referencia, si el propósito es indagar

acerca del contexto social y académico que rodeó el surgimiento de la ciencia

psicológica. En especial Constructing the Subject (Cambridge, Cambridge

University Press, año 1998), que analiza el decurso histórico de la noción de

sujeto experimental, y aporta datos sobre las características de las Psicologías

alemana y norteamericana del siglo XIX.

LA HORA DE LOS ANIMALES. Léase el famoso “manifiesto conductista” de

Watson (El Conductismo, Buenos Aires, Paidós, 1972), un trabajo eminentemente

programático. En él, desarrolla los fundamentos del enfoque conductista de una

manera accesible y contundente. El texto transcribe, además, el legendario debate

que mantuvieran Watson y William McDougall (y en el cual éste último salió

perdidoso).

TRISTE, SOLITARIO Y FINAL. Vale la pena consultar la Historia de la

Modificación de Conducta de Alan Kazdin (Bilbao, Desclée de Brouwer, año 1983)

que coloca al conductismo “clásico” de Watson en perspectiva, y aporta erudición

histórica sobre las teorizaciones que siguieron y sobre los enfoques clínicos

derivados del conductismo. Por supuesto, se relata la experiencia del pequeño

Albert, y se aportan algunos datos biográficos del fundador de la escuela.

LA PSICOLOGÍA: COSA DE LOCOS. Historia del Movimiento Psicoanalítico, de

Sigmund Freud (en el Volumen XIV de las Obras Completas de Sigmund Freud,

Amorrortu, año 1989) es un provechoso texto para introducirse en las situaciones,

conceptos y fenómenos que dieron origen al psicoanálisis. Y redactado por su

propio creador. Se narra, además, cómo se suman los discípulos de Freud, y las

primeras discusiones y fracturas del movimiento. Todo en la límpida prosa del

maestro vienés.

HUNGRÍA MON AMOUR. El libro Terapia a dos Voces, de Irvin Yalom y Ginny

Elkin (Buenos Aires, Emecé, 2000) es un intento novelado –aunque basado en

registros de terapia reales- de plasmar un proceso terapéutico desarrollado de

acuerdo al planteo ferencziano del “análisis mutuo”. Yalom, probado escritor y

prestigioso psiquiatra, cuenta con la ventaja de ser un conocedor de la obra de

Ferenczi. El libro aporta una mirada sobre los cambios subjetivos que experimenta

un paciente, en un contexto en el que el terapeuta deja ver sus emociones y

reacciones más personales.

¿MÁQUINAS O MÓNADAS? La Tabla Rasa de Steven Pinker (Barcelona, Paidós,

año 2003) es un verdadero tour de force sobre la problemática natura versus

nurtura. Registra los últimos hallazgos de la genética conductual y la psicología

evolutiva, y analiza las implicancias sociales de los descubrimientos en esas

áreas. Aborda, desde esa perspectiva, temas como la crianza de los hijos, la

educación, la delincuencia, el papel de la inteligencia en la estratificación social y

la cuestión de la guerra y la violencia.

CHILLIDOS, CHIRRIDOS Y BERRIDOS. De los libros de Gordon Allport

publicados en español, quizás el más representativo en cuanto a su punto de vista

respecto de la Psicología sea ¿Qué es la Personalidad? (Buenos Aires, Siglo

Veinte, año 1984). Detalla con precisión las críticas dirigidas al conductismo y el

psicoanálisis, y expone con claridad su planteo acerca de la autonomía de los

motivos y los rasgos de personalidad.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Allport, G. (1984) ¿Qué es la Personalidad? Buenos Aires: Siglo Veinte.

Bernard, L. (1924) Instinct: a Study in Social Psychology. Disponible en

http://www.brocku.ca/MeadProject/Bernard/1924/1924_09.html.

Danziger, K. (1990) Constructing the Subject. Cambridge: Cambridge

University Press.

Eysenck, H. (1952) “The effects of psychotherapy: an evaluation”. Journal of

Consulting Psychology, 16 (5), 319-324.

Freud, S. ([1923] 1996) “Dos artículos de enciclopedia: ‘Psicoanálisis’ y

Teoría de la libido’”. En S. Freud, Obras Completas (Vol. XVIII). Buenos Aires,

Amorrortu.

Goldstein, K. (1961) La Naturaleza Humana a la Luz de la Psicopatología.

Buenos Aires: Paidós.

Kazdin, A. (1983) Historia de la Modificación de la Conducta. Bilbao:

Desclée de Brouwer.

Merton, R. (1977) Sociología de la Ciencia. Madrid: Alianza.

Pavlov, I. (1971) Actividad Nerviosa Superior. Barcelona: Fontanella.

Perls, F. (1987) Dentro y Fuera del Tarro de la Basura. Santiago de Chile:

Cuatro Vientos.

Pinker, S. (2003) La Tabla Rasa. La Negación Moderna de la Naturaleza

Humana. Barcelona: Paidós.

Pozo, I. (2006) Teorías Cognitivas del Aprendizaje. Madrid: Morata.

Ricoeur, P. (1999) Freud: una Interpretación de la Cultura. México: Siglo

XXI.

Skinner, F. (1968) Walden II. Barcelona: Fontanella.

Sontag, S. (2003) Ante el Dolor de los Demás. Buenos Aires: Alfaguara.

Thorndike, E. (1911) Animal Intelligence: Experimental Studies. Nueva York:

Macmillan.

Watson, J. (1961) El Conductismo. Buenos Aires: Paidós.

INDICE

Introducción…………………………………………………..1

Frutos que no conocieron flor……………………………... 5

Las puertas de la percepción………………………………12

Una balanza que no funciona……………………………..17

La hora de los animales…………………………………….22

Triste, solitario y final………………………………………..31

La Psicología: cosa de locos……………………………….38

Hungría mon amour…………………………………………46

¿Máquinas o mónadas?.....................................................52

Chillidos, chirridos y berridos………………………………60

Para finalizar…………………………………………………73

Referencias bibliográficas………………………………….74

Para seguir leyendo…………………………………………76