Cuando la comida sustituye al amor

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Transcript of Cuando la comida sustituye al amor

Geneen Roth

CUANDO LACOMIDA

SUSTITUYE ALAMOR

La relación entre lascarencias afectivas

y nuestra actitud ante lacomida

URANOArgentina - Chile - Colombia -

España Estados Unidos - México -

Perú - Uruguay - Venezuela

1ª edición en Vintage Marzo 2014

Título original: When food is love

Editor original: Dutton, an imprint of NewAmerican Library, a division of Penguin BooksUSA Inc. Published by agreement with Lennart

Sens Agency Ab.

Traducción: Isabel Ugarte

© 1991 by Geneen Roth

© 2014 by Ediciones Urano, S.A.

Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona

www.edicionesurano.com

www.mundourano.com

Depósito Legal: B 5439-2014

ISBN EPUB: 978-84-7953-860-6

Reservados todos los derechos. Quedarigurosamente prohibida, sin la autorización

escrita de los titulares del copyright, bajo lassanciones establecidas en las leyes, la

reproducción parcial o total de esta obra porcualquier medio o procedimiento, incluidos lareprografía y el tratamiento informático, asícomo la distribución de ejemplares mediante

alquiler o préstamo públicos.

A Mattpor cantarme canciones sobre mágicos

deseosen mitad de la noche

y por mucho más

AGRADECIMIENTOS

Soy muy afortunada por tener amigosque están dispuestos a emplear parte desu tiempo para entender, cuestionar yprofundizar mis escritos. Agradezco aSara Friedlander que acogieracordialmente cada capítulo a medidaque yo los iba terminando, y que meayudara a «encolarme» a la vida. Por sumagnífica perspicaz e intuitiva lecturadel manuscrito, doy las gracias a LauraDavis. Agradezco a Jace Schindermansu brillante e impecable corrección deloriginal y también media vida deamistad. Por ofrecerme el punto de vista

de un novelista y enviarme una carta quesiempre atesoraré, doy las gracias aEddie Lewis. Agradezco a CliffFriedlander que me cuestionara algunospuntos de este libro y me empujara areescribir algunos capítulos. Por apoyarlo que yo esperaba que fuera cierto, doylas gracias a Katy Hutchins. Agradezcoa Natalie Goldberg que meproporcionara el placer de escribir conella y que «viera» mi alma de escritora.

Me gustaría también dar las gracias:A Maggie Phillips, por enseñarme

muchas de las cosas que contiene estelibro, por animarme a que expresara loinexpresable y por ser un modelo deamor que perdura; a Sil Reynolds, porsu entrega como ayudante, compañera de

aprendizaje y hermana; a Ruth Wiggs, mimadre, por enseñarme lo que son elcoraje, la fortaleza y la curación, y porvolar a California para leer conmigo ellibro; a Karen Russell, por sudisposición a compartir su alegría y sudolor, y por el ejemplo que da de lo quees una vida vivida con pasión y gracia; aMaureen Nemeth, por su eficiencia en laorganización de mis seminarios,proporcionándome así una mayorlibertad para escribir; a NancyWechsler, por su prudentes ytranquilizadores consejos; a MichaelaHamilton, Elaine Koster, AlexiaDorszynski y los departamentos deventas de Dutton, por la confianza que

han tenido en mí y en mi trabajo; aAngela Miller, por su perseverancia apesar y a causa de todo lo que hemospasado juntas; a la mujer del tallerOmega de 1988 que me sugirió el títulode este libro; a todas las personas quehan participado en mis seminarios porconmoverme e inspirarme con susnecesidades y su amor; a Jack Komfield,Joseph Goldstein, Stephen Levine yEmmanuel, por la bendición de susenseñanzas, que me abren el corazón yme recuerdan dónde está mi hogar.

Peg Parkinson —mi primera editora,mi amiga y mentora— murió tras haberrevisado el manuscrito y antes de supublicación. Su espíritu está presente enla totalidad del libro y perdura dentro de

mí.

Fragmento póstumo

Y aun así, ¿obtuvistelo que querías de esta vida?

Sí.¿Y qué era lo que querías?

Poder llamarme amado, sentirmeamado sobre la Tierra.

RAYMOND CARVER

Contenido

Portadilla Créditos Dedicatoria Agradecimientos Fragmento póstumo Introducción 1. Cuando el amor es la comida 2. El control y el descontrol 3. El consuelo de sufrir 4. Desear lo prohibido 5. El síndrome de la metida de pata 6. El duelo por los años perdidos 7. Ser una víctima, ser una persona

poderosa 8. Ser fuerte allí donde se está roto 9. Cuando el amor es el amor

INTRODUCCIÓN

Cuando tenía once años empecé a hacerdieta y durante los diecisiete añossiguientes me pasé la mayor parte decada día pensando en lo que queríacomer y no debía y en lo que debíacomer y no quería. Cuando empecé ahacer girar un mundo donde no habíamás que dos participantes, la comida yyo, mi capacidad de dejarme afectar porlas demás personas disminuyómuchísimo. Cuando llegué a losveintiocho años, no me importaba otracosa que ser delgada.

Tras la publicación de Feeding the

hungry heart [Alimento para el corazónhambriento] y de Breaking free[Liberación], después de haberalcanzado mi peso natural y haberloconservado, descubrí que lo que queríano era estar delgada, sino estaradelgazando.

Mientras tuviera la atenciónpendiente en lo que comía, del tamañode la ropa que usaba, de la celulitis quetenía en la parte posterior de los muslosy de cómo sería mi vida cuandofinalmente consiguiera perder peso, nohabía persona capaz de herirmeprofundamente. Mi obsesión con el pesoera más apasionante y sin duda másinmediata que nada de lo que pudierasucederme con una amiga o un amante.

Cuando me sentía rechazada por alguien,me decía que esa persona rechazaba micuerpo, pero no a mí, y que cuando yoadelgazara las cosas serían diferentes.

Creía que quería estar delgada, ydescubrí que lo que quería era serinvulnerable.

Entonces conocí a Matt, einmediatamente supe que quería pasar elresto de mi vida con él. Tras el éxtasisinicial del enamoramiento, tuve queenfrentarme conmigo misma y descubríque era como una niña que se pasa eltiempo en un mundo de fantasía y nosabe cómo jugar con los niños deverdad. No sabía cómo trabar unarelación profunda con otra persona, sino

sólo con la comida.Tenía amigos, buenos amigos, una

amiga íntima. Había tenido diversosamantes; una de estas relaciones habíadurado siete años. Pero no voy a hablarde amigos ni de amantes, sino deintimidad, de entrega, de confianza y dela disposición a enfrentarme con lo peorde mí misma, en vez de eludirlo.

Lo maravilloso que tiene la comidaes que nunca se va, no es respondona nitiene ideas propias. La dificultad con lagente está en que hace todo eso. Durantediecisiete años la comida fue mi amantesin exigirme nada a cambio, que eraexactamente lo que yo quería.

Hace algunos años, la revistaGlamour hizo una encuesta a 33.000

mujeres titulada «Sentirse gorda en lasociedad de gente delgada». El 75% delas mujeres encuestadas dijeron que sesentían demasiado gordas. Cuando se lespreguntó si su peso afectaba alsentimiento que tenían de sí mismas, el96% contestaron que sí. Al tener queescoger entre las opciones de perderpeso, ser felices en una relación depareja, tener éxito en el trabajo o recibirnoticias de una vieja amiga, casi lamitad de la mujeres dijeron que lo quemás felices las haría sería perder peso.

Para los hombres, el problema es elmismo y a la vez diferente. La mayoríade ellos están menos pendientes delpeso que las mujeres, pero hay muchos

para quienes existe una dolorosaconexión entre los juicios referentes a supeso y un descenso de la confianza en símismos. Estos hombres llevan una cargadiferente de la de las mujeres, porqueraras veces pueden expresar o recibirapoyo cuando sienten este tipo desufrimiento, especialmente porque setrata de un «problema de mujeres». Aellos como a ellas, concentrarse en lacomida les sirve para escapar de otrosproblemas subyacentes: la confianza y laintimidad. Preferimos perder peso queaproximarnos a otro ser humano.Preferimos centrarnos en nuestro cuerpoque en amar o ser amados. Es másseguro: así sabemos de dónde vendrá eldolor, y de este modo podemos

controlarlo.Durante los dos primeros años que

pasé con Matt, me encontrédebatiéndome con las mismas pautas conrespecto a la comida que pensaba haberresuelto años atrás. Peor aún, volví asentirme una niña, volví a sentir losmiedos de entonces, que ya creíaolvidados: miedo de que meabandonaran, de que no me amaran, devolverme loca. Mientras me esforzabadía tras día por traerme de nuevo alpresente y por recordarme que ya notenía cinco años sino treinta y cinco, yque se trataba de Matt y no de mi madreni de mi padre, me sorprendieron lassimilitudes que hay entre comer y amar.

Comer es una metáfora de la forma enque vivimos, y también de la forma enque amamos. Un exceso de fantasía y dedramatización, la necesidad de controlary el deseo de lo prohibido soncomportamientos que nos privan deencontrar goce alguno en lo quecomemos o en nuestras relaciones. Yalgunos de los mismos recursos que nospermiten liberamos de comportamientoscompulsivos —aprender a vivir en elpresente, empezar a valoramos tal comosomos, dar posibilidad de expresión alniño hambriento que llevamos dentro,confiar tanto en nuestra hambre físicacomo en la emocional y enseñamos aaceptar el placer— también nos

permiten intimar con otra persona.Durante los últimos doce años he

estado coordinando seminarios en losque la gente aprende a liberarse de lacompulsión de comer, y últimamenteexploro en ellos la relación entre lacomida y la intimidad. Cada año trabajocon millares de personas. Dos de cadacuatro mujeres que acuden a misseminarios han sido objeto de abusossexuales en su niñez; más de la mitad delos participantes son hijos adultos depadres alcohólicos. La mayoríaproviene de familias con problemas. Sinembargo, ellos creen que la comida y elexceso de peso son su mayor problema.Creen que si perdieran peso seencontrarían estupendamente, aunque la

mayoría de ellos ya lo hayan hechocinco, diez o veinte veces en su vida... yno se hayan sentido estupendamente.Recuperaron los kilos que habíanperdido y después empezaron otra dieta.

Los norteamericanos se gastan 33.000millones de dólares anuales para perderpeso. Veinte millones de mujeres sufrentrastornos relacionados con la comida.El 25% de los hombres y el 50% de lasmujeres están constantemente a dieta. Ynueve de cada diez personas que pierdenpeso sometiéndose a una dieta lorecuperan. Los que fracasen este añocon su dieta, podrán escoger el añopróximo entre 30.000 métodos dietéticosdiferentes.

Las dietas no funcionan porque lacomida y el peso son los síntomas, y noel problema. El hecho de concentrarseen el peso es una forma —cómoda yculturalmente reforzada— de no prestaratención a las razones por las cualestantas personas recurren a la comidacuando no tienen hambre. Estas razonesson más complejas que la fuerza devoluntad, los recuentos de calorías y elejercicio, nada de lo cual llegará jamása resolverlas. Tienen que ver con lafalta de cuidado, de confianza y deamor, con los abusos sexuales y físicos,la cólera no expresada, el dolor, elhecho de haberse sentido objeto dediscriminación, con la necesidad de

protegerse de nuevas heridas. La gentese agrede a sí misma con la comidaporque no sabe que se merece algomejor. La gente se agrede porque la hanagredido. No se convierten en adultosdesdichados y que abominan de símismos porque hayan sufrido traumas,sino porque los han reprimido.

Este libro trata de las razones por lascuales la gente se vuelca hacia lacomida. Explora los mensajes querecibimos de niños, la forma en que losinterpretamos como mensajes de odiohacia nosotros mismos, y cómotransmitimos este dolor a otras personas,entre ellas a nuestros hijos. Y recalca laimportancia de asumir laresponsabilidad de cambiar en el

presente, en vez de sentirnos víctimasdel dolor del pasado. Como nuestraspautas con respecto a la comida seformaron a partir de nuestros primerosmodelos de amor, es necesariocomprender lo que realmente significanel amor y la comida para llegar a teneruna relación satisfactoria con ambos.

Este es un libro personal. Yo crecíjunto a una madre que me castigabafísicamente y era adicta al alcohol yotras drogas; mi padre estaba ausente ose mostraba emocionalmenteinaccesible. En esta obra hablo de mipasado y de cómo afectó a mi manera decomer y de amar; también hablo de mí ydel aprendizaje de la intimidad que

estoy llevando a cabo con Matt, trashaber vivido durante tanto tiempoabsorbida en mí misma en un mundo decompulsión. Hablo de intentar decir loindecible, de sanar y seguir adelante, yde cómo celebro estar completa yentera.

Este libro también trata de lasexperiencias de muchas personas conquienes he trabajado y de quienes herecibido cartas. Con su autorización,cuento su historia, sus luchas, susvictorias.

Cuando la comida sustituye al amores un libro sobre la intimidad tal comose la ve a través del filtro de lacompulsión, y es un libro sobre losmiedos y las alegrías que nacen al

retirar ese filtro. No es un libro típicode autoayuda, en el sentido de que no dalistas de ejercicios específicos ni ofreceorientaciones para una prácticacotidiana. La información se revela en elrelato. Es un libro que —tal es miesperanza— inspirará en los lectores elrecuerdo y el reconocimiento deaquellos fragmentos de su vida a los queha restado importancia, excluyéndolos yolvidándolos. Estos fragmentos afectanprofundamente a la forma en quecomemos y amamos, y no nos dejanvivir con creatividad y pasión,respetándonos a nosotros mismos ycreyendo en nuestra propia efectividad.

En mis libros anteriores escribí sobre

el proceso de curación delcomportamiento compulsivo,específicamente referido a la comida.Pero con curar el comportamientocompulsivo no basta. El paso siguientees comprometernos profundamente, connosotros mismos y con los demás; abrirnuestro corazón para dejar entrar alamor. Y habla de cómo dar ese paso.

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CUANDO EL AMORES LA COMIDA

La primera vez que me enamoré estabaen sexto grado. Él se llamaba MartinLevy y estaba terminando la escuelasecundaria. Tenía unos fuertes músculos,gruesos como cuerdas, unos ojos decolor de ágata y un rostro que reflejabalos días del verano. Por Carnaval lepedí que se casara conmigo, y me dijoque sí. Entramos en la caseta dematrimonios, que estaba decorada con

banderolas rojas y blancas de papel, y elprofesor de ciencias sociales, el señorOgden, nos declaró marido y mujer.Martín me apretó la mano, yo meruboricé y después él me besó... En loslabios. Yo enmarqué nuestro certificadode matrimonio y lo colgué al lado de micama para que formara parte de missueños. Y ponía continuamente un discocon una canción de los Pony Tails hastaque mi hermano me lo rompió en dosporque ya no aguantaba seguir oyéndolo.

El mismo año que conocí a Martinempecé a hacer dieta. Al principiopensaba «Si fuera delgada seríahermosa... y si fuera hermosa, Martin metomaría en serio». Después de que él segraduó, lo único que quería era ser

hermosa. Y durante los diecisiete añossiguientes, mi principal pasión en lavida no fue ningún hombre, sino mipeso. Delante de mí se representabanmuchos otros dramas: mis padres erandesesperadamente desdichados, miprimer novio de verdad se murió decáncer, la madre de una de mis amigasse mató, mi hermano iba al instituto consombrero de copa y frac; pero en mediode todo aquello yo me construí un frescorefugio azul en un rincón de mi cuerpoque prometía una vida de ternura ybelleza... con sólo que yo pudieraadelgazar.

Finalmente adelgacé. Hace trece añosdejé de hacer dieta y perdí dieciocho

kilos. Sobre aquello escribí un libro,hablé por televisión, escribí otro libro.Esperaba que la ternura y la belleza sefiltrasen a través de mi fresco refugioazul.

Y entonces me di cuenta de que pordebajo de mi anhelo de estar delgadahabía la creencia en que eso significaríaestar enamorada. Cuando me imaginabadelgada, jamás me veía sola. Estardelgada significaba ser feliz, y ser felizsignificaba no estar sola. Estar delgadasignificaba estar enamorada. De pronto,empecé a desear tener una pareja tantocomo antes había deseado estar delgada.

Pero como no era una buena políticadejar la propia vida en suspenso enespera del compañero perfecto, seguí

creándome el tipo de vida que yo quería,aunque no tuviera pareja. Me mudé a lacasa de mis sueños, un pequeño chaleten la playa, con claraboyas y puertas decristal y ciruelos. Empecé a darseminarios, y con el éxito de los librosfui afianzando lentamente mi propiaempresa. La vida era buena, yo teníaamigos a quienes quería, un trabajo queera la auténtica expresión de misvalores, estaba delgada y sana. Peroseguía esperando.

Me dije que si me pasaba el resto demi vida sin tener pareja, aun así podíaser una vida plena. Piensa en KatharineHepburn, me decía. Es vibrante ycreativa, y vive sola. Todos terminamos

por estar solos, razonaba. Es mejor estarsola que sentirte sola con alguien aquien no amas. Me lo creía todo, peroseguía soñando con besos a la luz de laluna y cuerpos entrelazados.

En muchos sentidos seguía siendo laquinceañera que en una habitación enpenumbra le hablaba a su amiga Jill, ensusurros, de enamorarse y de la pasióndel amor.

—¿Tú crees que duele cuando te lapone dentro? —me había preguntado Jillentonces.

—No lo creo —respondí—.Entonces, ¿por qué la gente arma tantahistoria con eso del sexo? Quiero decirque si duele, ¿a qué viene?

—¿Qué crees tú que se siente? —La

voz de Jill empezaba a elevarse.—No sé.Jill se enderezó y encendió la luz.

Estaba demasiado excitada para dormir.Yo me puse de lado para verla de frente.Una gigantesca muñeca de trapo,rodeada de un zoológico de animales defelpa, se destacaba sobre el diván.

—Me parece que debe ser lasensación más maravillosa del mundo—dijo Jill—. Tú lo miras a los ojos, élte mira a los ojos, y ambos gemís.Durante un momento, los dos sois unasola persona. ¿Puedes imaginarte algomejor?

—No —murmuré—, claro que no.Y me quedé dormida soñando con un

hombre de pelo rizado y ojos redondoscomo monedas.

Diecinueve años después aún seguíasoñando con él.

Por las tardes, cuando el soliluminaba las estrellas de la colcha, melo imaginaba sentado sobre la cama,mirándome. Y actuaba como si a él leencantaran la manchita dorada que tengoen el ojo derecho, mi manera de susurrar«diga» al contestar al teléfono, la formade mi cara, la textura de mi piel. Y mesentía llena de esperanza, y completa.

Por la noche, cuando el vacío cuencodel cielo nocturno borraba el día,encendía la luz y me iba a mirarme alespejo.

—Tienes un rostro limpio y alegre —

me decía en voz alta—. Si yo fuera unhombre y te viera, querría conocerte. Sifuera un hombre, podría amarte.

Cuando se publicó mi libro Breakingfree [Liberación], mi amiga Babs medijo que tenía que esforzarme más.

—¿Cómo esperas conocer a unhombre si trabajas con mujeres, escribespara mujeres y pasas todo el tiempo conamigas? Tienes que salir más, ir abailar, ir a fiestas.

Sara, mi mejor amiga, me dijo:—¿Acaso esperas que él venga a

tocar el timbre de tu puerta? Esnecesario que hagas más cosas. No seastan solitaria.

—No se necesita más que uno —me

decía Ellen—. Ya lo encontrarás. No tepreocupes tanto.

Yo tenía miedo de no ser lobastante... lo que fuera que hubiera queser, y de tener demasiado de lo que nohacía falta, para entablar una relaciónimportante.

Babs me entusiasmó para que pusieraun anuncio personal en el periódicolocal.

—Es la nueva manera de conocerhombres —me dijo—, mejor que ir abares, a fiestas o a clases nocturnas. Yasí puedes ser muy clara y específicarespecto de lo que quieres.

Cuando Babs se fue a vivir con elhombre a quien había conocido gracias ahaber puesto un anuncio, decidí que

tenía razón.Me pasé los cuatro meses siguientes

escribiendo mi propio anuncio. Nopodía decidir si debía describirme como«atractiva» o «muy atractiva», si debíamencionar que no me gustaban laspelículas de Woody Allen o que meencantaba el chocolate. No quería decirque había escrito libros sobre elproblema de comer porque no deseabaque nadie me reconociera, pero tampocoquería ser tramposa. Después de revisarunos pocos centenares de veces elanuncio, soborné a Maureen, la gerentede mi oficina, para que lo llevara alperiódico y así se pensaran que quien loponía era ella. Finalmente, el texto

decía:

Un amante que sea un amigo. Soyuna atractiva y vibrante judía de 34años, con un trabajo satisfactorio ybien remunerado, sentido del humor yel deseo de establecer una relacióncon un hombre que quiera ser amigoademás de amante. En diferentesocasiones, soy alguna de estas cosas,o todas ellas: juguetona, seria,terrible, tierna y perspicaz. Me gustasalir, estar sana, bailar, el chocolate yadvertir lo extraordinario en loordinario. Las películas de WoodyAllen me deprimen. Busco unprofesional soltero, de 30 a 45 años,que sea bondadoso, cordial y sincero

consigo mismo, que sepa reír,cuidarse, escuchar, que no se vayacuando las cosas se ponen difíciles yque crea que su vida mejorará sicrece en una relación con una mujer.No desdeñaría un gourmet a quien leguste cocinar.

Recibí setenta respuestas, diezfotografías, dos ramos de rosas, trespoemas y una hogaza de pan de cebolla.Mi amiga Ellen me ayudó a clasificarlas cartas en tres pilas: sí, no y puedeser. Junto con Sara, volví a leer lascartas de la pila del sí, y preparamos unhorario en función del cual se suponíaque yo podría llamar a dos o treshombres por noche. Pero no quería

hacerlo. No quería aguantar laincomodidad de los primeros minutos deestar hablando con hombres que noconocía y que probablemente no megustarían. Quería terminar con todo elasunto, tirar las cartas, convertirme enuna sacerdotisa judía. En cambio, hiceun trato con Sara: yo marcaría el númerodesde de mi despacho, y tan prontocomo el teléfono empezara a sonar, ellalevantaría la extensión instalada en eldespacho adyacente para que las dospudiéramos vernos e intercambiarmensajes importantes.

—Diga.—Hola, soy Geneen. Lo llamo

porque, bueno, porque usted respondióal anuncio que puse en el periódico.

—¿Qué anuncio? Es que respondí aunos cuantos.

A estas alturas, yo dirigía a Sara unamirada que quería decir: «Oh, por Dios,¿cómo llegué a meterme en esteasunto?», y ella me respondía con unaque significaba: «¿Quieres callarte ycontestarle?».

Conocí a programadoresinformáticos, psicólogos, obreros de laconstrucción... Conocí a un hombre quele mordió la oreja a otro en una pelea, auno que vivía con su madre y su exmujer, y a otro que tenía quince gatos,tres pinzones y una carpa dorada. Cadavez que hablaba con alguien que megustaba, me hacía una imagen visual de

él que armonizara con la voz, y siempreme equivocaba. Un hombre me dijo queera alto y delgado, y cuando nosencontramos, vi que no llegaba al metrosesenta y era casi esférico. Otro me dijoque era «muy distinguido» y que no medesilusionaría al verlo. No me dijo quele faltaba un incisivo ni que tenía unarosa tatuada en la mejilla derecha.Después de cinco semanas deencontrarme con extraños en lasescaleras de la oficina de correos o enla puerta de una tienda de productosdietéticos, no había encontrado a nadieque me interesara volver a ver.

Entonces conocí a Matt, y no fue porel anuncio.

Lo oí hablar en un seminario en el

que también yo participaba comoconferenciante y me dejó fascinada. Eraarrollador, divertido y muy atractivo, yyo quería conocerlo. Al día siguiente,cuando lo vi, me presenté. Le dije queme parecía que su charla había sidointeresantísima y que los dosllevábamos exactamente las mismasgafas de sol. Me dio las gracias, me dijoque yo tenía muy buen gusto para elegirgafas de sol y siguió andando.

El último día del seminario, lapsicóloga Virginia Satir estabapronunciando el discurso de clausura enun salón de ceremonias repleto: debíade haber un millar de personas. Yoestaba sentada en el centro de la sala, en

medio de una hilera, y con el rabillo delojo distinguí a Matt que se encaminabahacia la puerta. Sin pensarlo, pedídisculpas, me abrí paso entre rodillas ypiernas, tropecé con un bolso y conseguíllegar al fondo de la sala. Cuandoestuvimos el uno frente al otro, le dije:

—Ayer me presenté a usted, pero nome parece que se haya fijado en mí. Mellamo Geneen Roth y quería decirlecuánto me conmovió su conferencia.

Esta vez sí se fijó en mí.

* * *

Después de nuestra primera cita, mesentía fuera de mí de excitación,enloquecida por el acicate de la pasión

y las posibilidades de la situación. Megustaba la forma en que él me miraba, laforma en que me hablaba de su trabajo, ycómo se interesaba por el mío. Megustaban el espacio que le quedaba entrelos dientes de delante, la línea de sunariz, el matiz de su risa. Cuando medejó un mensaje en el contestador,diciéndome: «Sólo quería que supiera lomucho que me alegro de haberlaconocido y de que usted haya entrado enmi vida», le comenté a Sara que meparecía estar soñando.

—Un hombre que dice lo que siente—le dije—. No me lo puedo creer.

En nuestro segundo encuentro fuimosal jardín botánico. Estábamos sentadosjunto a una hilera de lirios de color

púrpura cuando me dijo:—Ya sé que es demasiado pronto

para decirte que no quiero ver a nadiemás que a ti, pero es que es cierto. Creoque me estoy enamorando de ti.

Yo quería beberme las flores,comerme los colores, cubrirle la cara debesos de lavanda.

—No me despiertes —le dije—. Sitodo esto es un sueño, no me despiertes.

Durante ocho meses me despertécantando. Sonreía tanto que llegó adolerme la boca. Lo besaba tanto que seme entumecieron los labios. Me gustabamás a mí misma cuando estaba con él:era más buena, más tranquila, más feliz.Estaba palpitante de amor, floreciente

de luz.Y después, lentamente, volví a ser yo

misma.Alguien acudió una vez a uno de mis

seminarios después de haber perdidotreinta y cuatro kilos haciendo dieta. Seplantó delante de ciento cincuentapersonas y dijo con voz temblorosa:

—Me siento como si me hubieranrobado. Me han arrebatado el mejor demis sueños. Yo creía realmente que alperder peso, mi vida cambiaría. Pero loque ha cambiado en mí ha sidosolamente lo externo. El interiorcontinúa siendo el mismo. Mi madresigue estando muerta, y sigue siendocierto que mi padre me pegaba cuandoera pequeña. Todavía estoy enojada y

me siento sola, y ahora ya no tengo lailusión de adelgazar.

Tras haber esperado durante toda lavida que la ternura y la belleza llegaranvestidas de delgadez o en forma deenamoramiento, puede ser devastadordescubrir que no llegan... sobre todo siesperábamos que nos ayudaran aperdernos o a encontrarnos a nosotrosmismos.

* * *

La compulsión es desesperación en elnivel emocional. Las sustancias,personas o actividades que nos hacencomportarnos compulsivamente sonaquellas que creemos que pueden

liberarnos de la desesperación.La desesperación.La primera vez que la sentí era

pequeña, y entonces no sabía quénombre darle. Era la sensación —quellevaba dentro del cuerpo— de que mimundo estaba a punto de hacersepedazos, y de que yo no podía hacernada para remediarlo. Ni podíaimpedirlo, ni podía hacer nada por quehubiera algo mejor.

Ahora, si miro mi vida, veo que nohay nada por qué desesperar. Pero aveces, con frecuencia, algo sucede, ytodo lo que me rodea —el cielo, micuerpo, el rostro de Matt— se convierteen polvo.

* * *

Han pasado nueve meses después de miprimera salida con Matt, y estamos en elaeropuerto de La Guardia. Atardece ynuestro avión acaba de llegar de lasBermudas, donde Matt y yo nos hemospasado cinco días leyendo novelas,haciendo el amor, comiendo papayas yllenando los floreros que había ennuestra habitación con buganvillas decolor rojo carmesí. Vamos andandohacia la parada de taxis, donde éltomará uno que lo lleve a Nueva York yyo un autobús que vaya a Rhinebeck. Laseparación me aterra, no porque mesienta sola cuando estoy sola (la soledadme encanta), ni porque no tenga nada

que hacer en los próximos cinco días(me voy a Rhinebeck a dirigir unseminario), sino porque me movilizainteriormente un terror familiar, y noquiero que él se vaya.

(«Si te vas, yo me quedaré sin nada.»Estábamos viviendo en el apartamentomarrón: sillas marrones, alfombramarrón, sofá marrón... Yo tenía tresaños. Ella se estaba preparando parasalir, y empecé a gritar: «Si te vas,mamá, me quedaré sin nada». Me agachéen un rincón de la habitación, vestidacon unos pantalones de pana azul y unoszapatos de cordones rojos. Cuando ellasalió, me eché en el suelo marrón ysollocé. Entonces apareció Ann, mi«canguro». Me cogió, me montó sobre la

aspiradora y me paseó casi toda latarde.

Cuando mi madre volvió, me trajouna bufanda roja, blanca y azul.)

(«Si te vas, yo me quedaré sin nada.»Estábamos viviendo en la casa blanca ynegra: sillas blancas y negras, suelo demármol blanco y negro, sofá blanco ynegro... Yo tenía once años. Ella estabarecostada en la cama. Atardecía y meestaba diciendo que quería divorciarse.Yo empecé a llorar. «¿Y qué será demí?», pregunté. «¿Con quién viviré?¿Adonde iré? No te vayas mamá. Si tevas, yo me quedaré sin nada.»)

Matt y yo hemos llegado a la paradade taxis y él se vuelve para despedirse,

inclina el rostro sobre el mío parabesarme. Siento el pánico atrapado en lagarganta, como un pájaro que se debatepara liberarse.

No puedo dar un salto y que metransporte a mañana. No puedo vermecaminando, hablando, trabajando sin él.Todo se detiene aquí. «Si él se va, yome quedaré sin nada.»

—Algún día me iré yo de viaje y túno podrás ponerte en contacto conmigo yme echarás terriblemente de menos —digo, y él parece desconcertado.

—Es lo que sucede ahora mismo —responde—. Hasta el domingo no podréponerme en contacto por teléfono y teecharé de menos.

No respondo. Lo que quiero que él

me diga es que cancelará suscompromisos para venirse conmigo aRhinebeck. Quiero que me diga que nopuede aguantar esas separaciones, queno nos separaremos nunca más. Quieroque me diga que me ama demasiado parairse, pero lo que me dice, en cambio, es:

—Te amo, Geneen, y sé que esto esdifícil para ti; te olvidas de que vamos apasar muchos más días juntos, muchosaños juntos. Separarse unos días no es elfin. Ahora tengo que irme; dentro demedia hora tengo una reunión. ¿Quieresdecirme algo?

Sacudo la cabeza, negando. Él memira con intensidad durante un momento,me da un rápido beso, se vuelve para

subir al taxi.Lo odio.Yo había supuesto que amar a Matt

significaría olvidar el sufrimiento. Encambio, lo evoca: los años de volver dela escuela y recorrer una tras otra lashabitaciones de la casa vacía. Mesentaba en el sofá de terciopelo colorarena y me quedaba mirando lanaturaleza muerta con una pieza redondade queso, una manzana, un cuchillo conla empuñadura negra. Me iba a lacocina, abría la puerta del refrigerador,la cerraba, la volvía a abrir. Cerrar.Abrir. Comer. Entraba en el dormitoriode mi madre y olfateaba el rastro de superfume, abría el cajón dónde guardabasus joyas, escogía un par de pendientes

de oro y me los ponía en las orejas. Mesonreía a mí misma en el espejo, meimaginaba que estaba en una fiesta, ysaludaba enarcando las cejas.

Necesitaba a mi madre. Deseaba quemi padre volviera a casa a cenar y ledijera que era bonita y que él la amaba.Quería que mi madre viniera a casa acenar y me dijera que yo era bonita yque ella me amaba. Quería que medijera que nuestro mundo no iba ahacerse pedazos en cualquier momento,y que no hacía falta que yo siguieraesforzándome tanto por ser buena.

Y yo había supuesto que amar a Mattharía desaparecer el dolor de todosaquellos años. Había creído que tener a

alguien con quien acostarse, hablar ycomer iba a hacer desaparecer el dolor.Pero hay muchos momentos —el delaeropuerto no es más que uno de ellos—en que me siento como si todavíaestuviera dando vueltas de la sala deestar a la cocina y al dormitorio de mimadre, encontrándome con que no haynadie en casa.

* * *

La compulsión es desesperación en elnivel emocional, es el sentimiento deque no hay nadie en casa. Nos volvemoscompulsivos para sentir que hay alguienen casa.

Lo único que siempre quisimos fue

amor.No queríamos volvernos

compulsivos. Lo hicimos parasobrevivir. Lo hicimos para novolvemos locos. Porque nos hacía bien.

La comida era nuestro amor, comerera nuestra manera de ser amados. Lacomida era accesible cuando nuestrospadres no lo eran. La comida no selevantaba y se iba, como los padres. Nonos decía que no. No nos pegaba. Lacomida no se emborrachaba, y estabasiempre ahí. Tenía buen sabor. Lacomida estaba caliente cuando teníamosfrío, y fría cuando teníamos calor. Lacomida llegó a ser la mejor forma deamor que conocíamos.

Pero la comida no es más que un

sustituto del amor. La comida no esamor, ni jamás lo ha sido.

Somos muchos los que hemos estadousando la comida como sustituto delamor durante tantos años que ya noreconocemos la diferencia entre buscarel amor en la comida y buscar el amoren el amor. Aunque chocara connosotros y nos derribara, noreconoceríamos al amor.

Y no porque seamos ignorantes, sinoporque como nunca nos han amado bien,no sabemos cómo es el amor. Y si nonos han amado bien, nosotros tampocopodemos amarnos bien. Elcomportamiento compulsivo, en el nivelmás fundamental, es una falta de amor

hacia uno mismo; es una expresión denuestra creencia de no valer losuficiente.

* * *

Ayer vino a visitarme una amigaescritora. Me trajo bayas de zarzamorarecién recogidas en un tazón deporcelana blanca. Sentadas a la mesa dela cocina, con la cabeza apoyada en lamano, Lyn me contó que el fin de semanasiguiente tenía que asistir a unaconferencia, pero que no quería. Lepregunté por qué.

—Porque allí veré a Kristin y desdela ultima vez que nos vimos heaumentado casi cinco kilos —antes de

que yo pudiera decir nada, ella misma secorrigió—: En realidad, no heaumentado más que tres, pero Kristin yyo solíamos pesar exactamente lomismo. Mi cuerpo era como el de ella.

—¿Y por qué has de querer tener uncuerpo como el de Kristin? —lepregunté, recordando que Kristin teníalas caderas muy huesudas y que los piesse le abrían hacia afuera.

—¿Es que no se lo envidian todas?—me preguntó.

Yo negué con la cabeza y le preguntéen qué se dedicaría a pensar, si no fueraen su cuerpo. Me respondió:

—Me preocuparía por loterriblemente mal que escribo.

Más tarde, sola en casa, me quedé

pensando en la visita de Lyn. Pensabaque raras veces las compulsiones son loque parecen, y que la preocupación porel cuerpo encubre preocupaciones másprofundas que a su vez encubren otrasaún más básicas. Y pensé que no era deescribir terriblemente mal de lo que Lyntenía miedo.

Al día siguiente, cuando hablé conella, me dijo:

—Ayer cuando llegué a casa me dicuenta de que no te había dicho cuál erael fondo de la cuestión. Tú mepreguntaste por qué me preocuparía y yote dije que por escribir, pero no es eso.

—¿Y qué es?Lyn hizo una inspiración profunda. Y

yo también.—Ya sé que esto sonará a tópico,

pero me parece que de lo que tengomiedo es de no valer lo suficiente, detener en alguna parte un fallo muyprofundo y no ser digna de que mequieran.

* * *

La comida y el amor. Empezamos acomer compulsivamente por razones quetienen que ver con el tipo y cantidad deamor que hay o que nos falta en nuestravida. Si no nos han amado, reconocido yentendido bien, nos las arreglamos paraadaptamos a la situación: rebajamosnuestras expectativas, dejamos de pedir

lo que necesitamos, de mostrar dóndenos duele o de decir que nos hace faltaconsuelo. Dejamos de esperar que nosreconozcan y empezamos a confiar ennosotros mismos y en nadie más paranuestro sustento, nuestro consuelo ynuestro placer. Empezamos a comer. Y acomer.

* * *

Trina tenía tres años cuando la madre ladejó en la granja de su abuela, diciendoque al día siguiente volvería a buscarla.Al día siguiente Trina se sentó a esperarbajo el porche de la casa de la abuela.Esperó el día siguiente, y también elotro. Todos los días, durante ocho años,

Trina esperó que su madre volviera. Ytodos los días, durante ocho años, laabuela se quejó de tener que ocuparsede ella. Más que quejarse, la castigaba.Con un látigo y hasta hacerle sangre.Todos los días, durante ocho años.Cuando Trina iba a la escuela magulladay golpeada, las maestras le preguntabanqué le había pasado.

—¡Trina! ¿Es que alguien te hagolpeado? —le preguntaban, y elladecía que no, que se había caído por laescalera o había tropezado esa mañanamientras iba corriendo a la escuela, oque había chocado contra algo. Teníamiedo de que su abuela la castigaratodavía más si la descubría. O, peoraún, de que le hicieran algo a la abuela y

ella se quedara sin tener adonde ir.Trina sobrevivió. Algunos niños lo

habrían hecho recurriendo a las drogas,otros se habrían escapado, se habríanvuelto alcohólicos o habrían ido a parara una institución de enfermos mentales.Trina hizo otra cosa, en realidad doscosas. La primera, llevar en la muñecauna tira de goma: después de que suabuela la golpeara, la estiraba para queel chasquido la hiciera volver almomento presente. Se había vuelto muyhábil para escapar de su cuerpo.

—Cuando me estaba dando una paliza—cuenta Trina—, yo pensaba en unalección que hubiéramos aprendido esedía en la escuela... en cómo se deletrea

«princesa» o algo así. Pensaba en lasflores del patio, en las camelias cuandose empiezan a abrir y en las manchitasamarillas que tienen dentro. Cuando miabuela terminaba de pegarme se metíaen casa, y yo me quedaba afuera y hacíachasquear la tira de goma sobre lamuñeca. Sabía que me dolería un poco,pero el sonido que hacía y el dolor queme producía hacían que dejara de pensaren flores rojas y me traían de vuelta allugar en el que me encontraba: frente ala casa de mi abuela, donde meesperaban tareas que era mejor que mepusiera a hacer antes de que ellavolviera a salir para seguir pegándome.

Trina hacía también otra cosa: sacarfurtivamente comida de la cocina y

guardársela debajo de la cama: cajas,latas y bolsas de comida.

—Mi abuela—me contó— guardabadulces en la cómoda de su dormitorio,debajo de sus sujetadores con refuerzosde alambre. Y cuando ella se quedabamirando la televisión yo me iba a sucuarto, me guardaba algunos dulcesdebajo de la blusa y los escondía entreel colchón y el somier de mi cama. Aveces —continuó— me llevaba latas decomida de la cocina y también lasguardaba allí. A media noche, cuando miabuela dormía, yo encendía la luz de mimesita de noche, sacaba mi abrelatas ycomía. Comer, especialmente las cosasque había sacado del cajón de la

cómoda de mi abuela, me hacía sentircomo si fuera alguien especial.

Ya que no podía ganarse el amor desu abuela, Trina le robaba la comida.

Los mensajes que recibió sobre símisma y sobre el mundo que la rodeabafueron:

• Yo hice algo malo, y por eso mamáno vuelve, porque soy mala.

• La gente miente, y lo mejor es nocreer lo que dicen.

• El amor hace daño.• Cuando alguien me deja, jamás

vuelve.• A mi abuela no le gusta tenerme

aquí porque yo necesito y quierodemasiado.

• Si yo pudiera hacer todo lo que miabuela me dice que haga, seríabuena y entonces mamá volvería.

• Mi abuela es una persona mayor;ella sabe lo que hace y me castigatodos los días. Si por dentro yofuera buena, por fuera no mepegarían.

• Más vale comer que encariñarsecon alguien, porque la comida nose va y las madres sí. La comidano pega y las abuelas sí.

Cuando Trina tenía once años, sumadre regresó. Yo la conocí cuandotenía treinta y tres. En veintinueve añosha aumentado y vuelto a perder más de680 kilos. En los últimos diez años se ha

casado y divorciado, ha sido madre y seha vuelto a casar. He aquí lo que dice desu matrimonio actual:

—No puedo dar cabida en él a mimarido. Si se va por dos días en un viajede negocios, cuando regresa me sientocomo si tuviera que empezar de nuevotoda la relación con él; es como si fueraun extraño, constantemente un extraño.

Trina estuvo demasiados añosesperando que su madre regresara, y noquiere volver a sentir el dolor de laespera. Mientras él no está, come paraatenuar su soledad. Piensaconstantemente en lo gorda que está, encuánto peso tendría que perder y en laropa que se comprará cuando estédelgada. Transfiere el dolor de la espera

al dolor de ser gorda. Cuando el maridoregresa, tienen que salvar una distanciade ocho años de confusión, soledad ytraición para recuperar su intimidad... silo consiguen.

Porque Trina no únicamente se cierraante su marido cuando éste se va deviaje: su experiencia del amor es que esalgo que daña. El amor duele, la genteengaña, se va. Cuando el marido se vade viaje, a ella no le sorprende. Sabeque la gente es traidora, y se haprotegido cuidadosamente ante laposibilidad de sentir el dolor de latraición (de él o de cualquiera); se habuscado un amante, segura de que nuncala abandonará: la comida.

* * *

El amor y la compulsión no puedencoexistir.

El amor es la disposición para —y lacapacidad de— dejarse afectar por otroser humano y permitir que ello pesesobre lo que uno es, sobre lo que dice, ysobre cómo evoluciona.

La compulsión es el acto decentrarnos en una actividad, en unasustancia o en una persona parasobrevivir, para tolerar y amortiguarnuestra experiencia de cada momento.

El amor es un estado de conexiónrecíproca, que incluye la vulnerabilidady la entrega y que exige autovalorarse yser constante, y es también una

disposición a enfrentarnos a lo peor denosotros mismos en vez de rehuirlo.

La compulsión es un estado deaislamiento caracterizado por laabsorción en nosotros mismos, lainvulnerabilidad, una baja autoestima, laimprevisibilidad y el miedo de quenuestro dolor nos destruya si loafrontamos.

El amor ensancha; la compulsiónencoge.

La compulsión no deja lugar para elamor, y en realidad, ésa es la razón porla cual muchas personas empezamos acomer demasiado: porque cuandoteníamos lugar para el amor, la genteque nos rodeaba no nos amaba. Elobjeto mismo de la compulsión es

protegernos del dolor que va asociadocon el amor.

Estoy convencida de que nosvolvemos compulsivos por obra de lasheridas que recibimos en el pasado y delas decisiones que en aquella épocatomamos respecto de nuestra propiavalía, y que son, en última instancia,decisiones sobre si somos o no dignosde amor. Nuestra madre nos deja ydecidimos que no nos merecemos quenos quieran. Nuestro padre se muestraemocionalmente distante y decidimosque somos demasiado exigentes. Se nosmuere alguien muy próximo y decidimosque es mejor no amar a nadie porque,finalmente, eso duele demasiado.

Tomamos decisiones basadas en nuestrodolor y en las limitadas opciones queteníamos en aquel momento. Tomamosdecisiones basadas en el sentido queprocuramos dar a nuestras heridas y enlo que hicimos, allí y entonces, paraprotegernos de nuevas agresiones yheridas. A los seis años —o a los onceo a los quince— decidimos que el amorhace daño y que no nos merecemos o esimposible que nos amen, o que somosdemasiado exigentes, y vivimos lo quenos queda de vida protegiéndonos paraque no nos vuelvan a herir. Y no haymejor protección que envolvernos enuna compulsión.

En cualquiera de mis seminarios hayparticipantes cuyos padres eran

alcohólicos, o murieron, o losabandonaron de pequeños sinadvertencia alguna; hay participantes aquienes golpearon o violaron, y hayotros para quienes la pérdida, elabandono o la traición fueron mássutiles: tenían que ver con cualquiercombinación imaginable de padresinaccesibles, madres posesivas yfamilias en las que había que negar oreprimir todo lo que fueran sentimientosincómodos.

De pequeños no tenemos recursos nipoder para tomar decisiones que afectena nuestra situación. Necesitamos quenuestra familia nos brinde alimento,abrigo y amor; si no, nos morimos. Si

sentimos que el dolor en que estamosinmersos es demasiado intenso y que nopodemos alejarnos de la situación nicambiarla, nos aislamos de ella.Podemos convertir —y lo hacemos—nuestro dolor en algo menos amenazante:en una compulsión.

En cuanto adultos, nuestra tarea espasar revista a las decisiones quetomamos hace mucho tiempo respecto denuestra propia valía, de nuestracapacidad de amar y de nuestradisposición a dejar que nos amen,porque es en esas decisiones dondearraigan muchas de nuestras creenciassobre la compulsión y el amor.

No es posible estar obsesionado conla comida —ni con ninguna otra cosa—

y mantener una verdadera intimidad connosotros mismos ni con ningún otro serhumano; simplemente, no hay lugar paraambas cosas. Sin embargo, todosqueremos intimidad; todos queremosamar y que nos amen.

Hubo una época en que no teníamosopciones; ahora las tenemos.

La decisión de intimar, como ladecisión de liberarse del hábito decomer compulsivamente, no es algo quenadie reciba gratuitamente. La intimidadno es algo que suceda no se sabe porqué entre dos personas; es una manerade estar vivos. En todo momentoestamos decidiendo si nos revelamos onos protegemos, si nos valoramos o nos

desmerecemos, si decimos la verdad ola ocultamos, si nos zambullimos en lavida o la evitamos. La intimidadconsiste en optar por estar conectados,en cada momento, con nuestra verdadmás profunda, en vez de aislarnos deella.

En cada uno de mis seminarios,alguien pregunta:

—Entonces, ¿cuándo va a empezar lamagia?

Y yo respondo:—Cuando tú des el paso; cuando

hagas la opción.Para los que hemos estado

acostumbrados a esperar que el amorllegue a nuestra vida por mediación dealguien, el descubrimiento de que la

intimidad es una opción de cadamomento es algo tan próximo a la magiacomo es posible.

2

EL CONTROL Y ELDESCONTROL

La primera vez que me invitó a cenar,Matt me enseñó su casa. En el cuarto deestar, una gastada colcha hindú con unestampado azul y blanco cubría un sofáapoyado contra la pared. A su lado, cojode una pata, había un loro de madera,pintado de verde y amarillo mostaza.Una anticuada lámpara con la pantallade color ámbar bordeada por un flecoblanco se erguía junto a la mesilla.

Al lado de la sala de estar estaba lacocina; cuando pasé los dedos por lasuperficie de la mesa, Matt me explicó:

—Es de madera de koa [una variedadhawaiana de acacia]. Me la hizo unamigo. Pero vamos arriba —me invitó,señalando una escalera de caracol,también de madera, que había en elvestíbulo. Yo hice un gesto afirmativo.Quería verlo todo: los cuadros quehabía en las paredes, los libros que teníajunto a la cama, la hilera de frascos decolores en el cuarto de baño.

Al subir el último escalón, meencontré con una habitación queindudablemente pertenecía a una mujer.Desde el descanso ya podía ver

abanicos chinos colgados en la pared yun escritorio pintado de rosa y púrpura.

—Este era el estudio de Lou Ann —me explicó mientras cruzábamos elumbral.

Yo ya sabía lo de Lou Ann. Sabía queél y Lou Ann habían estado muyenamorados y que ella había muerto alos treinta y tres, de un cáncer deovarios inoperable, cuando hacía cincoaños que vivían juntos. Sabía que él latenía en brazos cada vez que la sometíana quimioterapia porque había oído decirque ésta no sería tan devastadora si LouAnn se sentía amada mientras se laadministraban. Sabía que Matt habíacompartido con ella el cuarto delhospital, que primero había habido una

remisión durante un año, y que ellahabía muerto en casa, hacía un año ymedio, rodeada de los amigos de ambos.

El escritorio, el reloj de cerámica,las plumas estilográficas, todo estabadispuesto como si su dueña fuera avolver en cualquier momento. Sobre unestante, en un platito de porcelana enforma de corazón, relucían unospendientes rojos. Una agendaencuadernada en piel, con un señaladorde plástico en forma de aeroplano,esperaba sobre el escritorio. En unestante, apoyadas contra los libros,había tarjetas con palabras de aliento,abiertas para que el mensaje pudieralevantar el ánimo a la destinataria: «Con

amor, Lou. Para que luches y triunfes.Tú eres capaz. Afectuosamente,Katherine»; «Cuídate mucho, Lulu, quetú eres más fuerte que cualquier cáncer.Una sobreviviente. Somos tus amigos.Llámanos cuando quieras. Con amor,Daniel y Maggie».

La última tarjeta tenía un dibujo de unpayaso vestido de color plata con uncollar de cuentas negras, botones negrosy los labios pintados de rojo rubí.Dentro se leía: «Feliz Día de SanValentín para mi amor. Tuyo siempre,M.».

En la escuela primaria, después deleer el libro Great Expectations[Grandes esperanzas], me acosó laimagen de Miss Havisham, abandonada

por su novio el día de la boda y que sepasa el resto de su vida esperando queél regrese. Deja intactos el pastel debodas, los regalos, la decoración... En elpastel anidan ratas, las telarañas cuelgande las lámparas, y la octogenariaseñorita Havisham, vestida de novia,sigue esperando el retomo de su amado.

En el cuarto de Lou Ann me sentícomo si hubiera atravesado el umbralque nos separa de un mundo depenumbras donde se pierde la distinciónentre la realidad y la fantasía, entre elduelo por el pasado y la vida en elpresente, entre la vida y la muerte.

¿Por qué seguían estando allí esastarjetas, un año y medio después de su

muerte? ¿Y los pendientes? ¿Y laagenda? La piel de la agenda estabagastada y desteñida, blanda como unsauce; uno de los ángulos estabaoscurecido por la huella circular de unvaso. Yo me sentía tironeada entre eldeseo de abrirla y ver su letra, saber aqué lugares iba, con qué gente salía aalmorzar, y el de fingir que no la habíavisto siquiera. ¿Qué parte de esa agendahabía llegado a usar? ¿Sabía que iba amorir antes de que terminara el año? Megustaban esos pendientes rojos, pulidosy brillantes. Eran los rastros quequedaban de ella, ahora que se habíaido. Quizás en el cajón del escritorioencontrase listas de cosas para comprar:jabón, champú, bombillas... Tal vez

hubiera fotografías, notas de Matt: «Nosvemos luego, cariño, salí a caminar unrato».

Sentí que respiraba de formasuperficial y tensa. Cada vez queinspiraba, el aire era como un trozo decristal que me desgarrara el pecho.¿Cómo podía ser que los pendientessiguieran allí si ella ya no estaba? Y notenía más de treinta y tres años. Yodeseaba saber más de ella; saberlo todo.Y quería olvidarme de que alguna vezhubiera oído su nombre. O el de Matt.Quería irme de la habitación, bajar lasescaleras, pasar junto al sofá con lacolcha estampada hindú e irme de lacasa. Para siempre.

No quería enamorarme de un hombreque estaba enamorado de otra mujer...aunque esa otra mujer estuviera muerta,mejor dicho, especialmente porqueestaba muerta. jamás podría estar a sualtura; en el recuerdo de Matt, ella seríaperfecta. Yo sabía que él estabaconmigo porque no podía estar con ella,y quería ser la primera, quería a unhombre que me amara más de lo quejamás hubiera amado a nadie. Matt seestaba convirtiendo en lo contrario de loque esperaba que fuese.

Yo deseaba controlarlo todo: missentimientos, los de él, el curso denuestra relación. En mis sueños no habíacontado jamás con que me afectaran el

dolor ni la muerte al encontrarme con elSer Amado. Apenas si era nuestrosegundo encuentro, y la naturaleza denuestro romance —su ritmo, suintensidad, los sentimientos que nosexpresaríamos el uno al otro— ya se meestaba escapando de la trayectoria quetan cuidadosamente había planeado. Yono ejercía el control, y lo sabía. Noejercía el control, y eso me poníaenferma.

Ahí, de pie en la habitación de LouAnn, de pronto el rugido de los cochesen la calle me pareció demasiadointenso. Sabía que era el momento dedecir algo.

Miré a Matt, que sostenía en lasmanos dos pequeños mazos de cartas.

—¿Qué es eso? —le pregunté.—Las llaman «las cartas Oh» —me

dijo—. Escoges una carta con imagen yotra con palabra, y entonces describes loque significa para ti la combinación delas dos cartas. ¿Te gustaría jugar?

—Claro.—Perfecto. Yo empiezo.Sacó la imagen de una persona a

punto de deslizarse por una pendiente ydespués una carta que decía «Alegría».

—Me siento como si hubiera estadotrepando por una larga escalera y ahoraestuviera dispuesto a empezar a permitirque la alegría vuelva a mi vida, y a jugarotra vez... contigo.

* * *

Durante los primeros ocho meses denuestra relación, Matt lloró casi todoslos días. A veces lloraba tan prontocomo se despertaba. Otras veces llorabacuando estábamos haciendo el amor.Una noche que habíamos ido a bailar,cuando tocaron una pieza de The PointerSisters dijo que tenía que irse.

—Lou Ann y yo descubrimos juntos aThe Pointer Sisters —me dijo—. Estono puedo bailarlo.

Cuando lloraba, solía pedirme que loabrazara, y yo lo abrazaba y lo mecía, yle acariciaba la frente y el pelo. Mehablaba de lo demacrada que se habíapuesto ella por el cáncer, o se acordabadel oxígeno que necesitaba al final y de

las inyecciones que él tenía que ponerle.Hablaba de lo juguetona que era antesde enfermar, y de la inteligencia y elhumor que había demostrado durante suenfermedad. Me contó que en su primerviaje a Hawái habían tomado leccionesd e hula hoop en un escenariogigantesco, y que cada vez que Lou Annhacía oscilar las caderas lo echaba a éldel escenario. No tardaron en reírsetanto que ya no podían bailar. Me dijoque Lou Ann era como una niña; se hacíaamiga de todo el mundo. Si quedaban enencontrarse en un restaurante y él seretrasaba veinte minutos, ya laencontraba sentada a otra mesa,charlando y riéndose con un grupo dedesconocidos.

—Nada la asustaba —me dijo—.Todo el mundo la quería, hasta elcartero.

Cuando estaba haciendo su tesissobre el comportamiento de los osospolares durante el apareamiento, LouAnn iba todos los días al zoológico aobservarlos. Una semana después,Caesar, el más feroz de los machos, lelamía la mano.

En su despacho, Matt tenía una paredentera cubierta de fotos de Lou Ann...veinticinco en total. Lou Ann cuando erabebé, Lou Ann en bañador, Lou Annbesando a Matt, cogiéndole de la mano,los dos con cintas rosadas en el pelo,los dos riéndose. Sobre la lámpara

había una nota escrita con letra de mujerque decía: «Lou te amo». Junto a labotella de lavavajillas en la cocinahabía un corazón de cerámica, blanco yazul, donde se leía «Matt y Lou». En laducha estaba la jabonera de ella, en elbotiquín sus medicinas. Su nombre y surostro estaban por todas partes. LouAnn. Lou Ann.

Mis sentimientos con respecto alhecho de amar a Matt y recibir su amormientras él seguía afligido por la muertede Lou Ann vacilaban enormemente. Yoquería que él formara parte de mi vida.Me conmovían sus lágrimas y su dolor, ycuando me dejaba ver su vulnerabilidadme hacía sentir importante... ¡a mí! Yosabía que no podía imaginarme siquiera

lo que había sido para él ver, desde suimpotencia, cómo ella se debilitaba,cómo se le caía el pelo y cómo la muertelanzaba su llamada de alivio, su cantode sirena. Yo ya empezaba a sentir quesi algo le sucedía a Matt, a mí medestruiría. («Es el peor miedo que todostenemos», me dijo Sara. «Es obvio quees un hombre capaz de comprometerse,Geneen. Si eres paciente con él, valdrála pena.») Me estaba enamorandolocamente de ese hombre; estabaextática, radiante... cualquier cosamenos triste. Yo sentía que la vida noshabía cubierto de bendiciones; él, que lehabía robado su más preciado tesoro.Yo sentía que había encontrado el amor

de mi vida; él, que el suyo ya habíamuerto. Yo sentía que al hacer el amorcon él me acercaba al lugar —en micuerpo, bajo los huesos, detrás de misojos— donde mis preguntas seconvertían en respuestas; él sentía quehacer el amor lo acercaba más a unatristeza sin fin. Yo me sentía más fuertey más viva que nunca; él sentía que unaparte de sí se había muerto con Lou Ann,y que no estaba seguro de que fueracapaz de volver a estar plenamente vivo.Ni de que quisiera.

Yo quería que mi amor fuerasuficiente para curar a Matt... y no loera. Quería ser la única mujer en suvida... y no lo era.

* * *

Casi tres años después de la muerte deLou Ann, Matt y yo fuimos a ver a unconsejero especialista en duelos. Yoestaba convencida de que Matt estabaprolongando su duelo y valiéndose de élpara mantenerme a distancia. Estabacansada de oír hablar de la parte de élque murió con Lou Ann, cansada de ver,en la pared de su estudio, la foto de losdos tiernamente abrazados. Estabadispuesta a que aquello se acabara.

—Ciertamente, usted quiere que estosuceda a su manera, ¿no es eso? —mepreguntó aquel hombre, mirándome defrente—. En realidad —dijo—, a ustedle gustaría controlar lo que sucede, y

cuándo sucede. Parece como si creyeraque si Matt la amase, no echaría demenos a Lou Ann.

Sí a todo eso, sí.Sí, es verdad que creo poder

controlar el comienzo y el final de casicualquier cosa. Es verdad que si lascosas no suceden como yo quiero, miprimera reacción es pensar que estoyhaciendo algo mal, que he hecho algomal, que puedo hacer algo para mejorarlas cosas.

No al desvalimiento y al terror dehaber perdido el control. Lo intenté unavez, y no me funcionó.

En la casa donde transcurrió mi niñezlos ruidos más frecuentes eran portazosy gritos. Mi madre nos pegaba, a mi

hermano y a mí, acorralándonos en losrincones, con los brazos alzados delantede la cara para que no me sujetara por elpelo y me arañase los ojos. Tenía miedode que me rompiera.

Papá, sonriente y esquivo, pasabacomo en una danza aérea a través detodo aquello. Me hacía regalos, mellamaba gatita y me decía que me amaba.Todas las mañanas se iba temprano altrabajo y regresaba a última hora de lanoche. Se iba dejando a medias unapelea con mamá; yo los oía vociferardesde mi dormitorio, oía el golpe de lapuerta de entrada, oía a mi madregritando: «No te vayas, cabrón», oíaarrancar el coche. Mientras se esfumaba

el ruido del motor, mi madre dabaportazos, rompía platos, lloraba. Y yoesperaba. Esperaba que papá regresaraa casa, esperaba que mi madre dejara degritar, esperaba el momento de podersalir con seguridad.

A las doce tomaba la decisión dehacer que las cosas funcionaran en mifamilia.

A las doce hacía una lista en midiario. Se llamaba: «Las cosas quepuedo hacer para que mamá sea feliz».He aquí la lista:

1. Limpiar mi cuarto.2. Llevarle el desayuno a la cama.3. Decirle cosas buenas.4. No enfadarme ni tratar a nadie de

estúpido.5. No hacer preguntas.

Al final de cada día verificaba en lalista las cosas que había hecho ymarcaba con una estrella las que podíahacer mañana. Al llevar la lista tenía lasensación de estar logrando algo. Mehacía sentir como si tuviera algúncontrol.

Todas las noches tenía el mismosueño: estaba de pie en medio de mihabitación, haciendo fuerza contra lasparedes, que se desmoronaban. Nopodía aflojar ni un minuto siquiera. Siaflojaba, las paredes se vendrían abajo,la casa se desplomaría. Y yo también.

Cuando mis amigas me invitaban a

dormir en casa de ellas, les decía queno, que no me encontraba bien. No podíadecirles que mi trabajo estaba en casa,que tenía que sostener las paredes. Noquería ir a las reuniones que se hacíandespués de la escuela; no queríaregresar a una casa que se estabaviniendo abajo.

Mi amigo Robert me contó que desdeque él estaba en tercer grado hasta quellegó al séptimo, su madre tuvo cuatrocrisis nerviosas. Empezaban cuando ellase quedaba todo el día en cama durantedos semanas. Dejaba de hablar, dejabade comer, dejaba de dormir. Cuando élvolvía de la escuela se iba a su cuarto ahacer dibujos y después se los llevaba.Le preparaba tostadas y té y se los

servía en una bandeja de mimbre.Mordía un trocito de tostada y despuésle daba la bandeja a ella, diciéndole:

—Ahora come tú, mamá.Creía que él podía hacer que su

madre se curara, creía que la salud deella estaba bajo su control.

Maggie, mi terapeuta, me dijo:—Tú no puedes hacer que nadie se

vaya, Geneen, del mismo modo que nopuedes hacer que nadie se quede. Sequedan o se van por una decisión queellos toman, por razones propias, no poralgo que tú haces o dejas de hacer un díadeterminado.

Yo no le creí.

* * *

Control es una palabra que los tragonescompulsivos oyen con frecuencia. Entodas las dietas, en todas las reuniones,en todos los libros. Desde muy tempranoaprendemos que una parte fundamentalde nosotros, nuestra hambre, esincontrolable. Aprendemos que paraparecer seres humanos normales y vivircomo ellos tenemos que estar en unperpetuo estado de alerta frente a esaferoz hambre interior. Vivimos inmersosen el terror de la comida, en el terror delchocolate, la nata y los bollos de canela,convencidos de que si pudiéramos llegara controlar esa parte de nosotros todo lodemás armonizaría. Pero esta creenciano es más que una cortina de humo que

no nos deja ver el problema central: losdominios en donde nunca tuvimos nijamás tendremos control. Los dominiosque tienen que ver con amar y seramados.

Cuando intimamos con alguien,perdemos el control. Perdemos elcontrol del tiempo que está connosotros, de si se queda o se va, de loque siente por nosotros, de lossentimientos que nos provoca lo quehace o dice. Perdemos el control delefecto que tiene sobre nuestra vida elhecho de amar a esa persona. Nosvolvemos vulnerables a la pérdida, aldolor, a la muerte.

Una mujer de sesenta años estásentada en el fondo de la sala durante

uno de mis seminarios. Estamos enseptiembre, hace mucho calor y el aireacondicionado no funciona. Cuandolevanta la mano, me acerco a ella y medoy cuenta de que está envuelta en unabrigo de visón.

—Si no como, voy a morirme —medice.

Yo le pregunto cuánto pesa.—Tengo miedo de decírselo.—A veces viene bien decir las cosas

en voz alta —le susurra otraparticipante.

—No llego a los treinta y dos kilos—responde.

Sus ojos son oscuros globos deangustia. Los pómulos son planicies de

hueso que se extienden tan lejos de lacara que parecen no tener ningunarelación con las mejillas.

—Hace veinte años que dejé decomer.

—¿Qué pasó hace veinte años?—Mi hija murió de leucemia. Yo creí

que también me moriría.

* * *

En vez de la vivencia de la pérdida decontrol que proporciona el amor,muchos preferimos sentir que nocontrolamos algo que sí está bajonuestro control: la comida quecomemos... o que no comemos.

* * *

El problema del control —control denuestras acciones, de nuestrossentimientos, del comportamiento de losdemás— es básico en cualquiercompulsión, aunque parezca que lacompulsión se centra en la falta decontrol. Una participante en uno de misseminarios nos contó lo siguiente:

—Cuando me compro una caja debombones, me como dos y despuésguardo la caja en un cajón. Me voy a miestudio y al cabo de unos minutos oigocómo me llama el chocolate. «Mamie —entona—, Mamie, ven a comerme.» Osjuro que el chocolate tiene voz. Sí, ya séque en realidad no tiene cuerdas

vocales, pero me llama y yo respondo.Tengo que responder. En ese momentome siento como si no tuviera otraopción.

* * *

Cuando me atiborraba de comida, mesentía como si estuviera poseída. Yoquería ser delgada, quería amar, queríacrear, pero aquella voracidad queríadestruir, asolar, anular. Cuando meatracaba no me importaba nada ni nadie;en ocasiones, si algo o alguien seinterponía entre la comida y yo, sentíaque podría haberlo borrado del mapa,que habría podido matarlo. Y cuandodejaba de atracarme y tomaba

conciencia de la devastación —de lagran cantidad de cosas que habíacomido, de la desesperación con que melas había comido, del total despreciopor cualquier persona a quien hubieravisto en el momento de comenzar elataque de voracidad o en mitad de él—,entonces me asustaba. Era un impulsoque parecía tener su propia opinión, supropia voz, su propia voluntad.

Aprendí a tener miedo de mis ataquesde voracidad de la misma manera que,de niña, tenía miedo de mi madre. A ellala veía como alguien que perdía losestribos; y durante un momento, una horao un día, era como un tornado quearrasaba con todo lo que encontraba a supaso. Recuerdo sus manos fuertes, su

rostro enrojecido, sus venas palpitantes.No había manera de saber cuándo latomaría conmigo, ni de predecir quédesataría su cólera la próxima vez. Conella la seguridad no existía. Exactamentelo mismo que, años después, sentí con lacomida. Como muchas personas a lasque actualmente trato de ayudar,transferí el terror a algo que estaba fuerade mí —mi terror de la infancia— a unterror a algo que está dentro de mí.Cuando comemos compulsivamente,estamos recreando sentimientosfamiliares de pérdida de control, miedo,frustración y desvalimiento; pero estavez los sentimientos se circunscriben aun radio mucho más pequeño... y mucho

más seguro: el de la comida que nosllevamos a la boca, el de los kilos quevamos depositando en nuestro cuerpo.

* * *

El mes pasado, en San Diego, una mujerdijo, durante un seminario, que lacomida era su droga y que ella eraincapaz de remediarlo. Y que eso era unalivio.

—Me hace bien saber que no puedocontrolar la comida.

Pues bien, yo no me lo creo.Creo que ella lo cree, y que creerlo

es un consuelo, y algo familiar, pero laidea en sí no me la creo.

Lo que creo es que hubo una época en

que realmente ella no podía controlarmuchas cosas, probablemente muydolorosas, quizá devastadoras. Digamosque el padre de esa mujer fueraalcohólico, o que su hermano abusósexualmente de ella. Digamos que deniña, por las razones que fuere, no lavaloraban, no la escuchaban, no latrataban con respeto ni con dignidad. Y,como era una niña, la situación estabatotalmente fuera de su control. Escomprensible que como adulta intentecontrolar o evitar lo que ella creía queera la causa de aquel dolor. Escomprensible que de adulta, esesentimiento de pérdida del control leparezca tan familiar y apremiante quetienda a repetirlo, pero esta vez en una

situación de la que ella en últimainstancia tiene el control, y en la que porconsiguiente no es vulnerable a lasdecisiones, los deseos o los estadosanímicos de nadie que pueda dañarla,que pueda prevalecer sobre su terror dela infancia.

* * *

Todos tenemos el corazón roto. A cadauno de nosotros nos han roto por lomenos una vez el corazón, en el seno denuestra familia: quizás hayamos sufridola pérdida o la traición de uno denuestros padres. A algunos les han rotoel corazón repetidas veces, y de manerasterribles. Cuando a un niño se le rompe

el corazón, hay algo inexpresable —yque hasta ese momento estaba, además,intacto y era incuestionable— que sequiebra. Y jamás nada vuelve a ser lomismo. Nos pasamos el resto de la vidaintentando restar importancia a la heridao fingiendo que aquello no sucedió,intentando protegemos de que nosvuelva a pasar, procurando encontrar aalguien que nos ame de la manera en quenecesitábamos ser amados cuandoéramos niños. Nos pasamos el resto dela vida comiendo o bebiendo o fumandoo trabajando para no tener que regresarjamás a aquel lugar, para no tener quesentir nunca el dolor insoportable delcorazón destrozado.

Yo lo veo en quienes participan en

mis seminarios. Entran en el salónexpectantes, esperanzados, protegidos.Quieren que yo les demuestre que lo quedigo es verdad, que será importante parasu vida. Están enojados; llevan muchotiempo aguantando, esperando quealguien les proporcione la llave que lesabra su propia vida y les permita llegara ser la persona que sueñan poder ser.Hablamos de modelos de intimidad, delhecho de comer compulsivamente, perosu rostro no cambia y no empiezan arespirar hasta que no hablamos del dolorde la niñez, y ellos no se permitensentirlo. Desde el frente del salón, elmomento del cambio es casi palpable.Los ojos se les suavizan, sus hombros se

aflojan, y yo dejo de ser el foco de suatención. Por el momento, al menos,tienen exactamente lo que necesitan: hantocado fondo dentro de sí mismos. Sehan adentrado en el momento y el lugaren que les rompieron el corazón.

Las manos se levantan, y una mujercomparte su historia:

Yo soy la mayor de seis hijos. Elpadre de mi padre era un alcohólicograve, y su madre maltrataba a losniños. Aunque mi padre no bebía enla época en que yo crecí, era muyrígido con nosotros. Nos maltratabamucho, no tanto físicamente como depalabra, al menos por lo que yo

recuerdo.Mi madre se pasaba mucho tiempo

enferma en el hospital, de modo queyo me hice cargo de la casa a edadmuy temprana. Cuando tenía ochoaños ya preparaba la cena de losdomingos para toda la familia. Esaera la única ocasión en que recibíaalgún elogio de papá, así que meesforzaba cada vez más en cocinar,limpiar, cuidar de los pequeños...esperando como una esponja secaabsorber algo que me hiciera sentirútil y valiosa, merecedora de estarviva.

En la fantasía guiada* que hicimoscon usted, yo regresé a una época demi vida en que estaba muy asustada.

Mi madre era adicta a lostranquilizantes. Iban a hospitalizarla,y una mañana yo estaba esperandopara despedirme de ella camino de laescuela. Mi madre había preparadouna maleta y yo estaba sentada cercade ella, en el sofá. La maleta estabaabierta y me puse a mirar las cosasque se llevaba. Yo tenía once o doceaños, y vi que tenía píldoras cosidasdentro de los sujetadores. Tambiénlas había en un frasco de perfumevacío... en todas partes. Se lo dije ami padre y... bueno, ella me mirócomo si yo la hubiera quemado, y meenviaron a la escuela.

Cuando volvía a casa me detuve a

llorar en la iglesia. No había nadie, yyo me sentía muy sola. Pensaba quemi madre se iba a morir. Pensaba queiba a dejamos, que quería dejarnos, yyo no podía soportar aquello tanhorrible. Me sentía como si fuera aromperme en mil pedazos. Y sabíaque tenía que volver a casa aocuparme de mis hermanos y prepararla cena.

Mientras estaba ahí sentada, entróun grupo para ensayar una boda,charlando y riéndose, hasta que lanovia me descubrió, sentada ahí en laprimera fila. Se volvió al sacerdote yle preguntó en voz muy alta quién erayo y qué estaba haciendo allí, y yosalí corriendo por la puerta lateral y

me fui llorando a casa.Como parte de la fantasía, usted

dijo: «Ahora ustedes, como adultas,pueden acercarse a consolar a esaniña. Díganle que la aman». Y yo merebelé por dentro. Mi adulta noquería hacer eso. Recuerdo habersentido algo en la línea de «Si me dauna persona más para que la cuide,seré yo quien se desmorone». Desdeque tenía cinco años estoy siemprecuidando de alguien. Ahora tengotreinta y cinco. Tengo tres hijos demenos de seis años; estoy viviendomi segundo matrimonio, con unalcohólico... en «recuperación»,claro, pero llegar a un punto de

«normalidad» después de diez añosimplica una lucha tremenda. Y estoycansada. Quiero mi oportunidad deser irresponsable, infantil, denecesitar, no de que me necesiten.Tan pronto como empiezo a sentiresto, me pongo a comer, a atracarme,porque me siento egoísta y comer esla única manera que conozco dedarme algo a mí misma y depermitirme perder el control.

Durante dos años me ha tratado unconsejero psicólogo, durante uno ymedio asistí a las reuniones deAlcohólicos Anónimos. Empezaba asentir como si me estuvieraliberando, pero tan pronto como mepongo en contacto con aquella niña,

empiezo otra vez a atracarme.

* * *

Una niña encuentra píldoras cosidasdisimuladamente en los sujetadores desu madre. Esta, drogadicta, está tansumida en su propio mundo, tanhipnotizada por su propio dolor que nopuede prestar atención alguna a sushijos. El padre, rígido y grosero, es laúnica fuente de amor para la niña. Lapequeña aprende que la elogiarán —y elelogio es todo lo que ella conoce delamor— cuando se ocupe de sus cincohermanos. De mayor, se casa dos veces,y con cada uno de sus maridos repite supapel de cuidadora porque es la única

manera que conoce de «empaparse» deamor. Y en cuanto a ella, para cuidarsecome; no hace más que comer,atiborrarse de comida, de la mismamanera que habría querido que laatiborraran de amor. Pero al comermoviliza los ataques de la culpa.Cuando come se siente egoísta, y desdemuy pequeña ha aprendido que de estemodo no consigue el amor sin el cualsiente que se marchita. Como quiere quela amen, pero también quiere validar ysatisfacer sus propias necesidades,mantiene el control en todos losdominios de su vida, salvo en lo que serefiere a comer. Y sigue creyendo queen su mismo centro, muy dentro de ella,hay algo que está tremendamente mal.

* * *

Yo tenía once años cuando mi madre mellamó a su habitación para decirme queiba a divorciarse. Hacía años que yosabía que mis padres eran muydesdichados, y que rezaba todas lasnoches para que no se separasen.Arrodillada al lado de mi cama, rogaba:«Por favor, Dios, bendice a mamá y apapá y a Howard, y por favor nopermitas que se divorcien». Yo no sabíaa dónde iría ni lo que sería de mí.Pensaba que me enviarían al tribunal yque ahí tendría que presentarme ante eljuez, con mi madre a un lado y mi padreal otro. Pensaba que el juez me diría que

tenía que elegir a cuál de los dos queríamás y con quién deseaba quedarme. Yyo no quería tener que hacer aquellaelección. Creía que si me iba con mipadre, mi madre ya no me amaría, peroque si me iba con mi madre, mi padreaún me seguiría amando. Quería ir conmi padre porque era más fácil vivir conél y porque sentía que él me amaba, perono quería perder a mi madre.

El día que mi madre me dijo quequería divorciarse, me eché a llorar.

—¿Y yo qué haré? —pregunté—. ¿Adónde iré?

—Tú no piensas más que en ti misma—fue su respuesta—. ¿No te importanlos sentimientos de los demás?

Inmediatamente dejé de llorar,

avergonzada.—Lo siento, mamá. No lo decía en

serio.—Vete a tu habitación —me ordenó.Y eso hice. Era un jueves por la

noche, y me quedé mirando la televisióny fijando la vista en el cielo raso.Cuando oí girar la llave en la puerta deentrada, bajé a saltos las escaleras parair al encuentro de mi padre, que seestaba quitando la americana.

—Mamá dice que os vais a divorciar.—¿Qué vamos a hacer qué? —me

preguntó, riendo.—A divorciaros. ¿De qué te ríes?Sin contestarme, subió las escaleras y

abrió la puerta de su dormitorio.

A la mañana siguiente, mi madre nodijo palabra sobre el asunto... ni yopregunté nada.

Cuando mi madre se enojabaconmigo, me decía que era una egoísta.Y eso quería decir que pensaba primeroen mí misma, en vez de pensar en ella oen mi hermano. Ser egoísta era lo mismoque ser mala. Pensé que esa debía ser larazón de que ella no me amara. Crecí enla convicción de que si pensaba en mímisma, no me querrían.

Comer era una forma secreta dedarme cosas. Cuando me comía trespaquetes de galletas de naranja con unbaño de azúcar, no tenía que pedirpermiso a nadie. Nadie podía ver que yo

quería las galletas... ni ninguna otracosa.

Una tarde que pasaba ante la puertadel dormitorio de mis padres, oí llorar ami hermano, que estaba hablando con mipadre:

—Había comprado un paquete degalletas con mi dinero... dos, uno paramí y otro para Geneen, y ahora no están.Tú te los comiste, ¿verdad?

—Probablemente sí, Howard —admitió mi padre—, y lo siento. Nosabía que las tenías reservadas.

Entré de puntillas en mi habitación, ynecesité veinte años para confesarle ami hermano que había sido yo, y no mipadre, quien se había comido aquellasgalletas.

Estaba avergonzada de ser egoísta,estaba avergonzada de comer tanto, deesconder comida en mis pijamas, en mischaquetas, en mis bolsillos. Estabaavergonzada de tantas cosas... perosobre todo, estaba avergonzada de serquien era.

Desde muy pequeña aprendí adescontrolarme con la comida y acontrolarme con la gente... que enrealidad es el acuerdo al que llegamosmuchos de los que comemoscompulsivamente. Todo lo que creemosque no nos está permitido hacer en lavida, tanto con la gente como en nuestrotrabajo, nos lo permitimos con lacomida: nos comemos la porción mayor,

nos reservamos lo mejor para nosotros,nos servimos más de lo quenecesitamos, gastamos dinero, nopensamos en los demás. Nos permitimostener exactamente lo que queremos. Encuanto al resto de nuestra vida, estamoscontinuamente a dieta... a dieta desentimientos. Porque para cada uno denosotros hubo algún momento en queaprendió que, para que lo amaran, nopodía revelarse tal como era. Si queríaque lo amaran, no podía pedir lo querealmente deseaba.

Cuando nos ocurre esto, empezamospor definir el amor como algo esquivo,algo que sólo podemos obtener sifingimos no ser quienes somos. A muytemprana edad aprendemos a

modelarnos según nuestra imagen delniño perfecto... de ese niño o niña quenos imaginamos que recibiría todo elamor que nosotros, en nuestraimperfección, no recibimos. Cuandocomemos nos sentimos a la vezvictoriosos y desesperados: victoriososporque es nuestra manera —a veces,nuestra única manera— de ser nosotrosmismos, y desesperados porque parececomo si ser nosotros mismos nos alejaracada vez más de lo que queremos porencima de todo: que nos amen.Practicamos, hasta dominarlo a laperfección, el arte de no ser quienessomos. Pero por debajo de la envolturaestá la terrible seguridad de que no

somos realmente dignos de amor.Cada vez que comemos

compulsivamente, reforzamos nuestracreencia en que la única manera de tenerlo que queremos es dárnoslo nosotrosmismos, en que a menos que podamostener el control de nuestra nutrición,pasaremos hambre. Al mismo tiempo, yprecisamente porque es una manera deque nosotros mismos nos demos algo, elhecho de comer compulsivamente evocaviejos mensajes que nos dicen quesomos malos porque tenemosnecesidades, y especialmente si lassatisfacemos. Es algo que ha llegado asimbolizar todo lo que es malo ennosotros: el hecho de tener necesidadesy el de que tengamos la arrogancia de

satisfacerlas nosotros mismos. Cada vezque comemos compulsivamente,desencadenamos la desesperanza,porque aprendemos que satisfacernuestras necesidades significa que nuncanos amarán, jamás.

En este contexto, comercompulsivamente es una afirmación delespíritu humano. Es nuestra manera dedecir: «No podéis vencerme. Aunquesoy vulnerable y creo que necesitovuestro amor, aunque para complacerospodría modificar lo que digo y lo quehago, hay una parte de mí que semantendrá intacta pase lo que pase. Esun parte de mí que no se compra ni sevende, que sabe que es digna de amor,

de placer y de satisfacción. Esta es laparte de mí que come».

Y es verdad.Cuando, ya sea de niños o de adultos,

vivimos en un ambiente en dondeaprendemos que si nos expresamos talcomo somos no nos amarán, nosadaptamos. Aprendemos a fingir quesomos de otra manera, perocontinuamente una voz nos grita que no,y como no la escuchamos, se vale de lacomida como lenguaje. Es el sercontrolado lo que precipita eldescontrol... de lo que sea: de lacomida, de la sexualidad, del trabajo, delas drogas... Precipita también unanecesidad de seguir controlando aquelloque, en nuestro sentir, no recibiremos a

menos que controlemos la forma derecibirlo. El amor, por ejemplo.

* * *

Hace seis meses, a sugerencia mía, Matty yo planeamos un fin de semana en unaposada. Tres días antes de la fecha departida, él me dijo que un buen amigosuyo le había telefoneado porquecumplía cuarenta años y quería invitarloa la fiesta que celebraría en Chicago.«Me gustaría ir», dijo. «Será muyagradable.» Le pregunté cuándo era.

—Es el último día de nuestro viaje,por la noche. Yo tendría que salir por lamañana temprano.

Me puse rígida. Le dije que no me

hacía ninguna gracia. Entre lágrimas, lereproché que siempre cambiara losplanes que hacíamos. Le dije que yohabía esperado que aquella salida fueraun momento muy especial para pasarjuntos y que no podía creer que de tresdías que teníamos él quisiera prescindirde uno para ir a la fiesta de un amigo aquien no veía desde hacía un año.

Él también se puso rígido. Me dijoque a él no le hacía ninguna gracia que amí no me hiciera gracia, y que aunqueera cierto que él siempre cambiaba losplanes que hacíamos, le gustaba serflexible y no veía que hubiera nada maloen eso. Me reprochó que yo siempretuviera que salirme con la mía, porque sino me enfadaba, y entonces, ¿qué opción

le quedaba a él?Esa pelea resume uno de los temas de

discusión básica entre nosotros: hagoplanes basados en lo que Matt y yodecidimos, después él quiere cambiarlosy yo me siento herida, decepcionada,enojada.

Recuerdo cuando estaba practicandopara sacar el permiso de conducir. Mimadre y yo decidíamos que a tal horairíamos a practicar, y al salir de laescuela yo volvía a casa a esperarla.Media hora después del momento en quedebería haber llegado sonaba elteléfono: era ella, para decirme que nopodía ir. Si yo me quejaba, se enfurecía.Me decía que necesitaba tiempo para

sus cosas y que yo siempre queríahacerlo todo a mi manera.

Aquel año mi primer novio, Sheldon,murió de cáncer. Yo me pasé días y díasescribiendo su nombre por todas partes:en mis cuadernos, en mis piernas, en misbrazos... Me dormía llorando y llorabadurante todo el día. El señor Benson, miprofesor de mecanografía, me dejabauna caja de pañuelos de papel sobre elescritorio cada vez que teníamos clase.Durante las vacaciones de invierno, miamiga Carolyn y sus padres me invitarona hacer un crucero con ellos. Yo queríair. Mi madre se iba a Florida y me invitóa que la acompañara. Me dijo que detodas maneras, si yo prefería hacer elcrucero, para ella estaba bien.

Me pareció que si renunciaba alcrucero para estar con ella, seguramentemi madre se daría cuenta de lo muchoque la amaba y la necesitaba. Lo que yodaba por supuesto, sin expresarlo, eraque si yo me «pegaba» a ella, ella se«pegaría» a mí.

Si yo renuncio a lo que quiero hacer,entonces tú renunciarás a lo que quiereshacer.

Control.Por debajo del «si yo renuncio a lo

que quiero hacer» está la convicción deque a mí no se me permite o no puedohacer lo que quiero. Cuidar de mí mismaestá mal. Tener necesidades está mal.Satisfacerlas, peor aún. Una persona que

ama piensa primero en los demás. Unapersona que ama se sirve la porción máspequeña del pastel. Eso significa quepara sentimos amados debemos esperarque ese amor venga de fuera. Y tanpronto como pensamos en que los demásnos «llenen», sentimos la necesidad, laurgencia, de controlar lo que hacen ydicen; el reflejo de nosotros mismos ensus ojos se convierte en una crítica.Deben amamos de determinada forma,decir las cosas de determinada manera.Deben amamos tal como nosotrosmismos nos amaríamos, si nos estuvierapermitido. Para que podamos saber quenos aman, tienen que mostramos su amortal como nosotros queremos que lohagan. Deben hacer todo lo que no

hicieron nuestros padres.Si creemos que no nos merecemos

aprecio, respeto y ternura, y por lo tantono podemos brindárnoslo, intentaremosobtenerlo de otras personas, aunque seaal precio de humillaciones. Damos parapoder recibir. Hacemos las cosas por elefecto que tendrán. Intentamosmanipular, engatusar o controlar a losdemás para que nos den lo que nosotroscreemos que no nos podemos dar. Nosconvertimos en lo que se suele llamarpersonas «controladoras».

Matt no se estaba ajustando a lasreglas del juego, y fueron necesariasmuchísimas peleas para descubrirexactamente en qué consistían las reglas.

Durante un año y medio después dehabernos conocido, yo no hice planespara hacer nada sin él las noches en quepodía estar con él. Porque quería que élhiciera lo mismo. Porque no quería queme dejara. Porque no conocía otramanera de conseguir lo que deseaba queno fuera renunciar a ello y esperar a queotra persona me lo diera. Y lo que yoquería saber, con una certeza taninconmovible como la de quien sabe queun círculo es redondo, lo que queríasaber de una vez por todas, es que yo,Geneen, tenía derecho a necesitar, aquerer, a pedir, a tener... Quería poderdecirme a mí misma: «No tienes queseguir avergonzándote. Ya puedes

relajarte, todo está bien».Durante muchos años pensé que lo

conseguiría si adelgazaba. Despuéspensé que lo conseguiría si lograbapublicar algún libro. Pero no. Entoncesme di cuenta de que las cosas no mepodían proporcionar eso, y creí que lagente sí. Cuando conocí a Matt y meenamoré de él, mi tácita expectativa eraque me salvaría de mí misma, del odioque sentía hacia mí misma, de laangustia que sentía por ser quien era, dela que me provocaba todo aquello queera y que no quería ser.

Matt no se estaba ajustando a lasreglas del juego. No podía salvarme demí misma, de mi experiencia de recibirun golpe cada vez que pedía lo que

quería, de mi mala disposición aempezar a cuidar de mí misma ahora, enel presente.

* * *

Ayer recibí esta carta:

Soy una universitaria de diecinueveaños. Siempre he estado protegida delas emociones y sensacionesrelacionadas con la intimidad porqueprimero creía que estaba gorda, ydespués lo estuve realmente durantelos últimos años en la escuelaprimaria y los primeros en lasecundaria.

El verano pasado perdí dieciocho

kilos y llegué a la universidad listapara empezar una nueva vida. Laprimera noche que pasé en elinternado me encontré con un viejoamigo y terminamos besándonos.

Él me gustaba y me sentía bien a sulado. Sin embargo, bruscamente meaparté de él. Después de eso mequedé muy confundida. Volvimos aencontramos un par de semanasdespués y finalmente me sentí llenade auténtico placer, pero al borde delcontacto sexual, lo detuve.

No sé por qué no quiero dejarmeir [la cursiva es mía]. Empecé aaumentar de peso cuando lo querealmente quería era contactohumano, un contacto del cual yo

misma me privaba. Quizá, debido amis muchas experiencias con lacomida, pensé que no sería capaz dedarme por satisfecha.

Durante los tres meses siguientesaumenté trece kilos y medio.

No puedo dejar de pensar queestoy sola a pesar de que lo único quequiero es amor y proximidad. Nopuedo dejar de llenarme de comida.Justamente cuando lo que más deseoes intimidad, me siento indigna dealcanzarla, porque estoy gorda y mesiento desagradable. También estoyprotegida. Por favor, Geneen,¿puedes ayudarme?

¿Si puedo ayudarla? Sólo si ella está

dispuesta a examinar por qué le damiedo la proximidad; en el fondo, no setrata de que su peso la haga sentirsegorda y desagradable, sino de que estarcerca de alguien y sentir verdaderoplacer son cosas que la aterran, yentonces se vale de su peso paramantener las distancias. Mientras sesienta gorda, tiene una excusa para noestablecer intimidad alguna. Puedeculpar de su soledad a su peso; si notuviera esos kilos de más, no habríabarreras entre ella y la otra persona.

Pero el problema básico sigueexistiendo: ¿Por qué tiene miedo de laintimidad?

¿Cuáles fueron sus primeras

experiencias con respecto al hecho deamar y ser amada? ¿Qué le sucedió paraque esté tan asustada?

Si la intimidad nos asusta es porquehemos tenido experiencias íntimas quenos han asustado, no porque seamosincapaces de amar. Para que alguna vezpodamos amarnos profundamente, yamar a los demás, debemos empezar porpreguntamos por qué estamos asustados.Debemos volver al comienzo, volver aexperimentar (o quizá darnos permisopara sentir por primera vez, ya quecuando aquellos sentimientos afloraronlos apartamos de nosotros) la rabia, eldolor, el miedo, la traición, la pérdidade la vivencia de ser el niño que fuimos.Pero esta vez con un sistema de apoyo

—un terapeuta, amigos, un grupo deamigos, centrados en nuestros problemasparticulares— que valide, que absorba,que nos ame más allá de nuestrossentimientos, en vez de negarlos, nohacerles caso o castigamos a causa deellos. Entonces, y sólo entonces,seremos capaces de sanar y de saliradelante.

* * *

Un refrigerador no puede destrozarme elcorazón.

Pero Matt sí.Por lo menos, eso es lo que he creído

hasta ahora. Lo he tratado como si élpudiera partirme en dos, como si yo

tuviera que vivir asegurándome de queno pueda hacerlo. Como si mi trabajofuera a impedir que se desmoronen lasparedes. Como si fuera impedir que a élse le desmoronen las paredes, para quelas mías puedan seguir intactas.

De niños creemos que podemoscontrolar el dolor en nuestra vida,porque la verdad —que somos seresdesvalidos en medio de paredes que sedesmoronan— es demasiado paranosotros y nos abruma. Si noshubiéramos permitido sentir la realidadde la situación, quizá no habríamospodido caminar, hablar o quién sabequé. Podríamos haber perdido la cabeza,literalmente. Entonces asumimos lamisión de preparar la cena de los

domingos, de servirle tostadas a mamáen una bandeja de mimbre pintada deblanco; nos hacemos la ilusión del poderen un entorno por lo demás impotente.

Sin embargo, lo que tan bien nossirvió de niños nos impide crecer comoadultos. Si seguimos creyendo, como meha pasado a mí, que podemos controlarcómo comienzan y se acaban las cosas,nos sentiremos constantementefrustrados, decepcionados yconfundidos. No conoceremos en la vidaun amor que proporcione paz a nuestraalma. Al funcionar con la ilusiónengañosa de un poder que nunca fuenuestro ni puede serlo, nos perderemostotalmente la oportunidad de adueñarnos

del poder que de niños no teníamos yque sí tenemos como adultos: el decuidarnos bien y amorosamente parahacemos felices. Nuestro trabajo no esestar a caigo de nadie más que denosotros mismos.

* * *

Durante mi adolescencia y hasta lostreinta años, cuando soñaba con estarcon un hombre me imaginaba que él meabrazaba, que me consolaba. Meimaginaba que me sanaba.

Lo que sucedió no fue eso. Enrealidad, fue más bien lo contrario.Sentir el amor de Matt realzaba todoaquello en lo cual yo ya me sentía

completa y exacerbaba los vacíos.Ser amados en el presente nos trae el

recuerdo de todas las formas en que nonos amaron en el pasado. No hay en elpresente bastante amor, ni en una solapersona ni en diez mil personas que nosamaran todas a la vez, que puedacompensarnos o hacer desaparecer eldolor de las traiciones del pasado, talcomo atracarnos hoy por las privacionesque sufrimos en otro momento de nuestravida o por las que podamos padecer undía no nos compensa las muchas vecesque nos dijimos: «Tú no puedes tenereso; estás gorda y eres fea». El únicoseguro contra la repetición del dolor delpasado es darnos permiso para sentirloplenamente y liberarlo en el presente.

Jamás volveremos a ser niños. Nohay nadie ni nada que pueda volver aherirnos de esa manera. Sólo un niñoestá totalmente indefenso y confíaplenamente en que quienes lo rodean leden protección, afirmación y amor.

Cuando permitimos que nuestrocuerpo o nuestro peso interfiera en elmatiz de la intimidad en nuestra vida,cuando nos sentimos demasiado gordospara dejar que nos acaricien los musloso el vientre, o demasiado feos paradejar que nos vean con las lucesencendidas, estamos tratando deprotegemos de que nos hieran. Otra vez.Pero la herida de que nos estamosresguardando no está en el presente, ni

en el futuro. Estamos intentandoprotegemos de la sensación de unaherida que no tiene nada que ver connuestro presente; una y otra vez, durantetoda la vida, intentamos protegernos delsentimiento de nuestro pasado, y alhacerlo no nos permitimos jamásreclamar nuestro presente.

* * *

Matt y yo desmantelamos la habitaciónde Lou Ann. Primero retiramos de lapared los abanicos chinos. Recorrimoscon los dedos las delicadas líneas de losárboles dorados. Después cogimos sureloj de cerámica, sus estilográficas, suspendientes en el platito en forma de

corazón. Matt dijo que le gustaría tenerel reloj en su despacho y lo dejócuidadosamente junto a la puerta.Tiramos las plumas a la papelera,guardamos los pendientes en una cajapara dárselos a su madre. Cuandoabrimos la agenda, vimos que elseñalador de plástico estaba puesto enel mes de abril. Lou Ann murió el 18 deabril. Había una lista de cosas que ellaquería hacer: llamar a Dougie, decir susafirmaciones, respirar fácilmente con eloxígeno... Las lágrimas de Matt sederramaron sobre la página,borroneando la palabra «oxígeno». Mepidió que lo abrazara un momento y dejóescapar unos sollozos. Despuésseguimos separando y ordenando las

cosas. Vaciamos el escritorio y losestantes, sacamos las tarjetas. En treshoras y media, la habitación quedóalmacenada en un baúl y tres cajas.

—Dejemos todo esto en el armario—dijo Matt—. No quiero desterrar aLou Ann al garaje.

Tres meses después, por sugerenciasuya, llevamos las cajas y el baúlafuera, al garaje.

* * *

En cuanto a mí, estoy en el proceso dedesmantelar mi habitación de niña. Ycon cada sentimiento que voy tocando,por el que me duelo y lloro, que dejo delado, con cada recuerdo de miedo, con

cada experiencia de pérdida, lasparedes se van desmoronando.

Y yo me estoy liberando.

*Como parte de los seminarios de Liberación,los participantes intervienen, con los ojoscerrados, en una o más fantasías guiadas cuyopropósito es ayudarles a entrar en contacto consucesos y acontecimientos de los que quizá notengan conciencia.

3

EL CONSUELO DESUFRIR

Cuando me acerqué a Matt y mepresenté, yo sabía que me estabapresentando a un hombre cuya amantehabía muerto de cáncer. Lo sabía porqueél había contado su historia en suintervención del día anterior. Sabía quetener una relación con él no sería fácil.Pero yo no buscaba precisamente lofácil.

Cuando no hay circunstancias

dramáticas, me las invento. Me sientomás cómoda en medio del caos. Menutro de la pasión.

Yo no me preocupo; me pongofrenética.

No me alegro, caigo en éxtasis.Me angustio, no me entristezco.Y he conseguido refinar el arte de

sufrir.Estar con alguien cuya amante ha

muerto de cáncer es la quintaesencia delo dramático, la materia prima de losseriales.

Cuando yo iba a la escuelasecundaria, vi a Yvette Mimieux yRichard Chamberlain en un episodiodividido en dos partes de la serieDoctor Kildare, en el cual ella era una

chica rubia, californiana, que practicabael surf y padecía una grave epilepsia,provocada por un tumor maligno, yRichard era el apuesto y encantadormédico a quien llamaban pararescatarla. A pesar de que después seenamoraban, ella seguía cabalgandosobre las olas hasta que finalmente,durante un ataque y teniendo como fondoel poema de William Blake «Tyger,Tyger», Yvette moría.

La combinación de pasión y duelo medejó fascinada. Decidí que yo quería«ser» Yvette Mimieux. Con su pelo, sucuerpo y su estilo, sería tan hermosa quejamás volvería a estar sola. Seríapopular entre las chicas y deseada por

los muchachos. Mi teléfono estaríaconstantemente llamando. Mi risasonaría como unas campanillas de platay mi sonrisa sería irresistible. Notendría tiempo para los chicos de miclase, los que me atormentabanburlándose de mi cara redonda, porquequienes se enamorarían de mí seríanhombres como Richard Chamberlain. Ysi no era él, me decía, entoncesseguramente sería el acomodador delcine Squire, el chico que en aquelmomento me tenía robado el corazón:Mike Howard.

Yvette Mimieux era rubia y flexible,y su pasión era el surf. Yo era unaadolescente regordeta, de pelo castaño.Sin darme cuenta de que el agua

oxigenada me cambiaría el castaño porun verde luminiscente, me compré unespray Sun-In para aclararme el pelo.Me puse a dieta de ciruelas pasas yalbóndigas para ponerme esbelta. Peguésobre la nevera una foto de Yvette quehabía salido en una revista para quecada vez que fuera a buscar un heladoviera ese cuerpo y esas piernas... laspiernas que yo quería. Y eso era unproblema, porque en mi metro cincuentay cinco de estatura, el papel de laspiernas era mínimo. No porque nofueran sólidas —mi hermano mellamaba «muslos de trueno»—, sinoporque eran demasiado cortas.

Después de dos semanas de pelo

verde y piernas cortas, decidí que todoeso era mezquina superficialidad. Yo nonecesitaba tener el pelo rubio y laspiernas largas para ser Yvette Mimieux:necesitaba ser epiléptica. Con el tumormaligno, claro.

Después de todo, era aquello lo quehabía hecho que el doctor Kildareentrara en su vida, lo que hacía del amorde ambos algo tan precioso, y lo que laconducía a ella a una muerte fascinante.Los ojos que se le ponían en blancomientras domaba la ola, el doctorKildare que llegaba un momentodemasiado tarde. El cuerpo inerterescatado del océano mientras por elrostro de él resbalaban lágrimas deangustia. Yo quería alguien que me

quisiera tal como él la quería.Entonces empecé a practicar ataques

epilépticos. Practicaba poniendo losojos en blanco y dejándome caer alsuelo sin partirme el cráneo. Les dije amis amigas Claudia y Bunny que teníaepilepsia; invité a Bunny a que vinieraconmigo a ver Khartoum en el cineSquire. Cuando Mike nos vio, se acercóa saludamos, y mientras hablábamos denuestro examen de ciencias sociales, yopuse los ojos en blanco y me desplomégraciosamente sobre el suelo. Él melevantó y me llevó a una silla.

—Acaba de saber que tiene epilepsia—le susurró Bunny.

Mike me metió una tarjeta en la boca

para que no me tragase la lengua, perodespués de dos ataques más su madre leprohibió que volviera a verme.

Durante los dos años siguientes, misamigas y yo solíamos pasar juntas lastardes haciendo falsas llamadastelefónicas a los chicos con quienessalíamos. Susan llamaba a mi novio parapreguntarle si no me había visto. Comoen ese momento estaba sentada junto aella, naturalmente él decía que no.

—Es que me tiene muy preocupada—decía entonces Susan—. Se fue deaquí muy alterada y me temo que hayatenido algún accidente. ¿Me llamarás sitienes noticias de ella?

Teníamos la esperanza de que unaperspectiva de muerte inminente atizara

el ardor de nuestros galanes. Estábamosseguras de que, al verse enfrentados conla posibilidad de perdernos, se daríancuenta de lo mucho que nos amaban.

* * *

Durante los seis primeros meses queviajé a través del país para dirigir losseminarios de Liberación, solía pedir ami amigo Lew que almorzara conmigo eldía antes de mi partida. íbamos en cochepor la carretera de la costa del Pacíficohasta el Davenport Café. Si era invierno,escudriñábamos el océano tratando dedivisar los surtidores de las ballenasgrises. Si era primavera, contábamos lasvariedades de flores silvestres que

crecían en las laderas de las colinas ycomentábamos la perfección del círculoque formaban los lirios en el jardín delcafé. Cuando Lew estaba terminando supostre, yo le decía:

—Mañana me voy a dirigir unseminario. Si el avión se estrella ynunca vuelves a verme, ¿qué pensaríasque habrías querido decirme hoy?

La primera vez que se lo pregunté, memiró sobresaltado.

—Oh, Geneen —me dijo—, no puedoni imaginarme que el avión se estrelle.

—Pero es posible —respondí—.Siempre es posible. Tienes que vivircomo si hubieras de morirte mañana, yno dejar nada por terminar. ¿No quiereshacerme saber nada que no me hayas

dicho?—Te amo —me dijo—, y para mí

significa mucho estar cerca de ti. Nuncahe tenido una amiga como tú. Te hasocupado de mí, no has dejado que mefuera sin mantener el contacto y mesiento vinculado por el compromiso quehay entre nosotros.

Sus ojos de color pizarra húmeda sellenaron de lágrimas mientras extendíalas manos para tomar las mías.

—Te echaría muchísimo de menos site murieras.

Al pensar en los restos del avión enllamas, en mi familia buscando entre losdespojos alguna señal de mí —loszapatos de lamé dorado, las gafas en

forma de corazón—, yo también lloré.—Yo no quiero morirme —le

susurré.La segunda vez que fuimos al Café

Davenport yo pedí un bocadillo deaguacate y queso y Lew lasaña. Cuandoél se terminaba el pastel de pacanas, lepregunté si había algo que quisieracomunicarme por si mañana el avión seestrellaba.

Los ojos se le nublaron como si losinvadiera la bruma mañanera de laplaya.

—Te amo y me alegro de que seas miamiga. Eres maravillosa.

La tercera vez que fuimos alDavenport, yo pedí de nuevo unbocadillo de aguacate y queso y él pidió

camarones. Mientras le iba sacando lasralladuras de chocolate de su postre, lepregunté si había algo más que quisieradecirme, teniendo en cuenta que podríamorirme al día siguiente.

—Tres cosas —me dijo—. Laprimera, si me harías el favor dedejarme tu colección de discos. Lasegunda, que sea donde fuere que tevayas cuando te mueras, me tendrás allíen unos treinta años, con una rosa rojaen la solapa. Y la tercera, que no sepuede vivir así, Geneen. No te vas amorir mañana. Es demasiado, unaexageración. Es estar continuamenteenmarcando todo lo que piensas ysientes, y no te deja margen para dar

respiro a la gente que te rodea.Pero yo quería vivir como si fuera a

morirme al día siguiente. Lacombinación de pasión y duelo mefascinaba.

* * *

Cuando hacía diez meses que conocía aMatt, fui al médico para ver qué era eldolor que sentía en el costado derecho yla erupción y las picazones que loacompañaban. Me dijo que tenía unherpes, y me explicó que aunque elcausante era un virus, se creía que loque desencadenaba la erupción era elestrés, y que probablemente me seguiríadoliendo durante un período que podía

ser de tres meses a un año.El dolor era como el de una navaja

que me atravesaba los huesos. Me dabanganas de arrojarme contra la pared, deenterrarme en cemento, con tal dedetenerlo. Me sentía furiosa por estarenferma. No quería dejar de escribir, debailar, de salir, de dirigir seminarios.No quería ser como Lou Ann. Y sinembargo, quería ser como Lou Ann. Siyo enfermaba como Lou Ann, entoncestal vez él me amara como la habíaamado a ella. Con urgencia y pasión.Una vez que fuera realmente conscientede que yo no estaría allí eternamente, yano tendría por qué regatearme nada, niamor ni afecto.

Cuando hablé con Sara de la forma en

que Matt debía de haber amado a LouAnn, me dijo:

—Pero ella ha muerto, Geneen. Hamuerto, y tú estás viva. Su amor por ellaestaba mezclado con tristeza y miedo.¿Realmente quieres que te ame de esamanera? ¿No preferirías que te amasedesde un lugar de júbilo en el interior desí mismo?

Sí, pero...¿Aquello no significaría que me

amaría menos?¿No significaría que me prestaría

menos atención?¿No significaría que seríamos como

esas parejas que alguna vez amaron cadauno todas las pequeñeces del otro —la

curva del cuello, el espacio entre losdientes— y que con los años llegaron aodiar esas mismas cosas antaño tanamadas?

Yo no quiero ser como una de esasparejas que uno ve en los restaurantes,cenando en un silencio pétreo.

—Prefiero estar enferma —le digo aSara.

—¿Quieres decir que preferiríasmorirte de amor a tener que sobrevivir alas peleas, los resfriados, lastrivialidades de la vida cotidiana?

No. Preferiría morirme a tener quevivir como mi madre y mi padre.

Ella bebía. Whisky Dewar’s conhielo y un trocito de limón. Él no decíanada. Ella se drogaba. Con anfetaminas

para perder peso, con barbitúricos paradormir. Él no decía nada. Ella gritaba:le gritaba, nos gritaba, gritaba al perro.Él no decía nada. Ella suplicaba. «¿Soybonita?», solía preguntarle. Él no decíanada. Ella se paseaba por la casa a lascuatro y media de la madrugada, con laropa en desorden, el maquillajeestropeado. Él no decía nada. En la cenadel Día de Acción de Gracias, ella letiró a la cara un plato de relleno.Durante la pelea con mi hermano, arrojóun cuchillo a través de la sala. Cuandose enojaba conmigo, me arrastraba a mihabitación tirándome de los pelos. Él nodecía nada. Los domingos, cuandoíbamos a almorzar al Steak Joint, en

Bleeker Street, los dos comían en unsilencio mortal.

Mi madre se estaba muriendo porfalta de amor y mataba todo lo que se leponía a tiro.

La vida que yo conocí de niña tanpronto era de un frenesí emocional demucho cuidado como de unatranquilidad absoluta. Mi madre estabaen casa y se sentía desdichada, o bien nohabía nadie en casa. Parecía que nohubiera más que dos opciones: vivir enel caos o abandonada.

Más bien que revivir mi niñez, yo hetendido a re-crear la vida de mi madre:aumentando continuamente la apuesta enun intento desesperado de llamar laatención de mi pareja.

Por más que ya la tuviera.

* * *

A modo de presentación recíproca, yopido a las personas que acuden a misseminarios que escojan una palabra quelas defina, una especie de etiqueta. Enun ángulo del papel escriben cómoimaginan que sería su vida si la comidano fuese un problema. «Aburrida»,escriben muchos, y cuando les preguntopor qué, me dicen que no sabrían quéhacer con su tiempo. Dicen que la vidasería sosa y sin emoción alguna.

—Cuando me aferro a la comida conesa urgencia... usted ya sabe a qué merefiero, cuando nada es suficiente y

conseguir meterme un trozo de chocolateen la boca en este mismo momento escuestión de vida o muerte, es como unaborrachera maníaca y estimulante. Y megusta, me gusta sentirme tan vivo. Sintodo el tira y afloja que se produce entorno de la comida, la vida sería mástranquila, pero me parece que ademássería aburrida.

—Aumentar de peso y perderlo —-dicen—, estar siempre a dieta, es comoestar en una montaña rusa emocional.Hay días en que eso me fascina y otrosen que me parece infernal, pero por lomenos siento algo. No puedoimaginarme cómo sería mi vida si notuviera el tiempo ocupado con lacomida.

No hay aburrimiento en la vida de laspersonas que comen compulsivamente.Pueden aborrecerse porque estándemasiado gordas, embriagarse con laperspectiva de adelgazar o disponerse ahacerse pedazos porque se han atracado.El caos, la intensidad emocional y eldramatismo son elementos normales enla vida de estas personas. Sufrir es unamanera de estar en el mundo.

Es como si, cuando comemos,representáramos dentro de nosotros larelación padre/madre-hijo/hija. Si loque oíamos o creíamos oír de pequeñosfue que éramos malos y por lo tanto nosmerecíamos lo que nos pasaba, lorepresentamos comiendo hasta estar tan

incómodos que no podemos movernos.No es raro que alguien que no es uncomilón compulsivo no llegue aentender que uno pueda comer tanto quese sienta despreciable. ¿Cómo esposible que nadie quiera comer tanto?¿De qué le sirve? Lo que nos sirve no esel sabor ni la textura ni el olor de lacomida; comer en exceso es una manerade darnos lo que, en nuestro sentir, nosmerecemos.

Comer compulsivamente es una nuevay espectacular escenificación delsufrimiento —y quizá también de laviolencia— de que fuimos testigos deniños en nuestra familia. Nuestrarelación con la comida es unmicrocosmos de todo lo que aprendimos

sobre el hecho de amar y ser amados,sobre nuestro propio valor. Es elescenario sobre el cual volvemos arepresentar nuestra niñez. Si nosinsultaban, nos insultaremos con lacomida. La medida en que seamosviolentos, insultantes y duros connosotros mismos es proporcional algrado de violencia, de insultos y decastigos que recibimos. Si aprendimos ahacerlo fue porque nos lo hacían.

* * *

Tomado de una página de mi diario:

10 de octubre de 1978Hoy comí:

1/3 de paquete de galletas integrales 100 calorías

1 ensalada con aderezo 300 calorías

60 g de galletas de alganola 200 calorías

1 pastelito 75 calorías

120 g de granola 300 calorías

4 cucharadas de mantequilla deanacardo

300 calorías

1 litro de zumo de manzana 300 calorías

1/2 pan Wayfarer 250 calorías

5 cucharadas de hommus 300 calorías

1 corte de helado 400 calorías

1 manzana 76 calorías

1 barra de caramelo blando 200 calorías

1 paquete de galletas de arroz integral 200 calorías

1 cucharada de mantequilla decacahuete

75 calorías

2 litros de helado de vainilla 2.000calorías

TOTAL DE CALORÍAS DEL DÍA: 5.076

11 de octubre de 1978, 3 de lamadrugada

Me despierto con una imagen de mímisma acuchillando, hasta hacerlos

pedazos, todos los órganos de micuerpo. Con cada golpe que asesto,digo: «Bien. Otra vez. Con másfuerza». Quiero destruirme. Quierocomer hasta morirme. El dolor parecetan meritorio... Es mi única forma desentirme cómoda. No dormir, comersin control alguno, acorralarme yomisma: así me siento bien. Quiero iren coche a Albertson’s, lleno deluces, a comer helados. Hastaenloquecer por completo y arrojarmeal océano. Quiero liberarme de mímisma. Me odio.

Bien. Otra vez. Con más fuerza.

Recibí esta carta:

Mil calorías parecían demasiadaspara un solo día, y cuando descubríque una caloría es en realidad unakilocaloría, multipliqué por 1000 lascalorías de todos los alimentos quetomaba en un día y me quedéasqueada por lo mucho que comía.Empecé a comer porciones cada vezmás pequeñas y finalmente llegué aingerir menos de 100 calorías diarias.Corría cinco kilómetros y medio,trabajaba con pesas, asistía a dossesiones diarias de ejerciciosaeróbicos. Mido 1,75 m y pesaba 45kilos y medio.

Bien. Otra vez. Con más fuerza.

Después quise jugar al fútbol en elequipo universitario femenino y eldoctor me dijo que tenía que pesarcasi 57 kilos, así que aumenté once ymedio, y ahora no puedo dejar decomer.

En la misma carta, me dice: «Mimadre nos dejó a los cinco cuandoéramos pequeños. Papá murió dealcoholismo; el médico dijo que ya no lequedaba hígado».

Sin madre y con un padre alcohólico,no había consistencia, solidez ni base.Sin madre y con un padre alcohólico nohabía quién la acogiera; y como no sesentía segura si expresaba sussentimientos, no lo hacía. Se montó un

escenario para circunscribir ydramatizar sus sentimientos, y la obraque puso en escena se llamaba «Misproblemas con la comida».

La obsesión con la comida nos ofreceun lugar seguro donde podemos disponerde todos nuestros sentimientos dedecepción, de rabia, de dolor. Mientrasestemos obsesionados con la comida,tendremos siempre una razón concretaque explique nuestro dolor. Cada heridase la podemos atribuir, como dijo unamujer, «al fantasma de mi vida: lacomida».

Casi todos nos hacemos tan hábilespara negar nuestro dolor o restarleimportancia que creemos que nuestrosproblemas con la comida no son más

que eso, problemas con la comida.Creemos que nuestra relación con lacomida y con el cuerpo es el únicoaspecto de la vida que es fuente de undolor constante, de modo que una vezque lo hayamos resuelto, todo lo demásirá sobre ruedas.

En cada seminario oigo decir lomismo. La gente se lo cree con talconvicción, con una dedicación tan totalque cuando digo que no es verdad, losparticipantes empiezan a quejarse de loincómodas que son las sillas y del caloro el frío que hace en la habitación, ydicen que si pagaron para asistir alseminario, ¿por qué no les doy«camisetas» que les vayan bien? Porque,

si el problema de su vida no está en elpeso, ¿dónde está, entonces?

Para muchas personas, lo único quese yergue entre ellas y los años de dolorendurecido y congelado es su obsesiónpor la comida. Y en vez de reconocerese dolor, se arrojan una y otra vezhacia su obsesión, en la creenciainconsciente de que si una vez la comidales salvó la vida, ahora lo volverá ahacer.

* * *

La última vez que hablé con mi abuelamaterna fue una semana antes de que seinternara en el hospital y dos semanasantes de que muriera. Ese año yo había

aumentado veinticinco kilos, andaba sinrumbo, había dejado de estudiar ytrabajaba como camarera y lavaplatos.

—Me parece horrible que no estéshaciendo nada que valga la pena —medijo mi abuela—; eres una inútil, unasanguijuela. ¿Para eso te mandó tu padrea la universidad? ¿Para que seascamarera? Estoy muy desilusionadacontigo, y estoy segura de que no soy laúnica.

Yo quería mandarla al infierno ycolgar furiosamente el teléfono, pero seme hizo un nudo en la garganta y susurré;

—Ahora tengo que cortar. Adiós.Cuando conoció a mi padre, mi

abuela se llevó aparte a mi madre y ledijo:

—Todo el mundo tiene treinta y dosdientes, ¿cómo es que este chico tienesesenta y cuatro?

Cuando toda la familia se reuníadurante las vacaciones de primavera, yosolía oír a mi abuela hablando de mí através de la pared descascarada:

—¿No te parece que ha engordadodemasiado, Ruthie? Y su padre le prestademasiada atención. Debería estar másatento a Howard para que su hija no seconvierta en una mocosa insoportable.

Cuando mi madre tenía cinco años, undía al llegar a casa descubrió que sumadre había hecho pedazos su mantafavorita y la estaba usando como trapospara limpiar. ¿Cómo habrá sido eso de

tener como madre a mi abuela? En algúnmomento, mi madre dejó de prestaratención y empezó a construir un muroalrededor para aislarse del dolor. Quizáfue cuando su madre se burló de ella portener que usar ropa del departamento detallas especiales de unos grandesalmacenes. Tal vez fuera cuando era laprimera chica que había dirigido elanuario de la escuela y sus notas eraninmejorables, pero en casa nadieparecía darse cuenta de ello. O quizácuando estaba en su primer añouniversitario y mi abuela le dijo:

—Tu padre y yo nos mudamos a SanAntonio. Decide si te casas o si vienescon nosotros.

Levantó una muralla para aislarse de

su dolor y se montó además un escenariopara dramatizarlo. Drogas, alcohol,devaneos, accidentes de coche,enfermedades, dinero, divorcio. Ysiempre aquella obsesión por la comida.De esa manera, fijaba la atención en eldolor de la dramatización, no en el dolorque la causaba.

* * *

Por debajo de la pasión por el drama, uncomilón compulsivo cree que sindramatizar no conseguirá lo que quiere,sin dramatizar no sería más que élmismo, y eso no es suficiente.

Si soy yo y no Yvette Mimieux, nadiese interesará por mí.

Si soy yo y no Lou Ann, noconseguiré que Matt me ame.

Si no creo alguna razón para que meamen —estar enferma, ser desdichada,ser famosa—, si no hay alguna urgencia,nadie responderá.

Soy una persona aburrida, torpe,regordeta y que dice tonterías.

Cada una de estas creencias tienecomo antecedente tácito una convicciónprimaria: «Cuando yo era niña, era talcomo soy y no me resultó. Si hubierasido diferente, seguramente me habríanamado. Ahora intentaré ser alguiendistinto».

En muchas familias no se hablabaabiertamente de los sentimientos. La

tristeza, la soledad, el miedo, la cólera,el agradecimiento, el respeto, la ternura,eran cosas implícitas, soslayadas yocultas. Lo más frecuente era que lagente sólo se mostrara realmente viva —con los ojos brillantes, el cuerpo enmovimiento— cuando estaba asustada,enojada con alguien o durante una crisis.Y si en estos casos recibíamos laatención que tanto ansiábamos,aprendíamos que siendo quienes éramoscotidianamente no llegábamos alcorazón de quienes nos rodeaban.Necesitábamos algo extraordinario paradespertar su amor, algo un poco másinteresante.

* * *

En uno de mis seminarios, una mujerdescribió la relación que tenía con supadre:

Yo tenía tres hermanos mayores ypapá siempre quiso una hija, de modoque cuando nací me convertí en laniña de sus ojos. Cuando iba con él ala playa y me sentaba al borde delagua, me sentía más fuerte que elocéano. Los sábados, él solíallevarme a pasear en su camioneta.Era viajante de comercio, y me sentíamuy orgullosa cuando iba con él.Pero después las cosas empezaron airle mal; salía cada vez más y novenía a casa ni siquiera los fines desemana, y cuando estaba en casa

gritaba mucho. Una vez le preguntéqué quería decir «pedestre» y merespondió que no fuera tan curiosa.Pero cuando lloraba, me abrazaba, ycuando estaba enferma me traíaregalos. A los doce o trece años tuveuna gripe y durante unos días no fui ala escuela. Yo bajaba continuamentea la cocina para prepararme toallascalientes y ponérmelas en la cabeza,para que la temperatura me subiera yenfermar más. Quería estarverdaderamente enferma, porquedeseaba que volviera papá.

Cuando habla de la relación que tienecon su marido, esta mujer dice:

—Al primer signo de un resfriado,

me siento aliviada. El año pasado,cuando me rompí la pierna en unaccidente de esquí, había una parte demí que se alegraba. En realidad no creoque me fabrique enfermedades, aunquede hecho estoy muchas veces enferma...con problemas de tiroides, migrañas yartritis. Pero si Bill no lo deja todo paraestar conmigo, me enfado, me sientorechazada. Quiero que él me traiga sopade tomate con galletas saladas y unapulsera con mi nombre grabado.

Si nuestra reacción ante los hechos olos sentimientos es: «Oh, qué bien, estole llamará la atención», eso es señal deque no nos creemos capaces de obtenerlo que queremos si somos nosotrosmismos.

Cuando estaba en undécimo grado, larevista Vogue sacó en la portada la fotode una modelo llamada Verushka, unarubia con el pelo despeinado por elviento que se parecía notablemente a mimadre. En el vestuario, sobre la puertade mi armario pegué una fotografía deVerushka con una ajustada túnica decolor fucsia y una boa de plumas.Cuando mis amigas me preguntaban porla foto, yo respondía: «¿Por qué teparece que la tengo ahí?». Finalmente,boquiabiertas, me preguntaban:

—Pero, no es tu madre, ¿verdad?Y yo sonreía con aire de

complicidad, con los ojos brillantes,como si dijera:

—Pues claro. ¿Entiendes ahora quesoy muy especial?

* * *

Creamos un clima dramático mintiendo,sufriendo, atracándonos y haciendodieta, viviendo en medio de unmovimiento continuo, iniciando oponiendo fin a innumerables relaciones.Lo creamos proyectando hacia afueranuestro dolor, dificultando las cosas ennuestras relaciones en vez de sersinceros sobre lo difícil que es todo ennuestro interior. Cuando no somossinceros en relación con nuestroconflicto interno, ponemos en escenauno externo. Creamos situaciones

dramáticas porque tenemos miedo de loque sucedería si nos quedáramosinmóviles. Las creamos porque tenemosmiedo de revelamos tal como somos,para que nos protejan de la intimidad.

Comer compulsivamente se convierteen un teatro fabuloso, repleto de todoslos elementos de la gran tragedia: lacólera, la frustración, el duelo, elsufrimiento, el miedo, la felicidad, laesperanza, el júbilo, el éxtasis. Comercompulsivamente crea un espejismo deentusiasmo y de participación, es unasimulación de la vida real. Nunca tienesque hacer nada más que oscilar entreatracones pantagruélicos y dietas dehambre, tener cuatro guardarropas detallas diferentes, y aproximarte cada vez

más a tu peso ideal, sin realmentealcanzarlo nunca o por lo menos sinmantenerlo más de una semana, paratener la vivencia de la vitalidad y laintensidad que la mayoría de laspersonas identifican con el hecho deestar vivas. Nunca tienes que hacer nadamás que absorberte en el ciclo deaumentar y disminuir de peso para sentirque estás participando en algofascinante. Nunca tienes que dejar queotro ser humano llegue a intimar contigo.

La intimidad consiste en dejar queotra persona vea las partes nuestras queconsideramos indignas, y por lo tanto, encorrer el riesgo de que los demás seaparten de nosotros como lo hicieron

nuestros padres. («Fue muy doloroso laprimera vez, ¿y ahora me pides quevuelva a pasar de nuevo por todoaquello?», clama una voz interior.) Laintimidad trae consigo ternura y humor,compañerismo y afecto, pero tambiénexige que volvamos a vivir losmomentos más dolorosos de nuestrainfancia.

Tenemos una idea equivocada delamor. Las canciones que oímos por laradio hablan de pasión y de nostalgia,pero nadie nos dice que estándescribiendo los primeros, o losúltimos, seis meses de una relación.Cuando hablo con amigos solteros(hombres y mujeres), el principal temade conversación es la tristeza que

sienten por vivir solos. Por la noche seacuestan deseando poder abrazarse a uncuerpo cálido. Las revistas dominicalestienen secciones donde se anunciannuevas e innovadoras empresas que seespecializan en encontrar pareja a susdinámicos clientes. Por 3.000 dólarestendrás acceso a una videoteca en la quepodrás encontrar la imagen de tu amorperfecto. La Búsqueda de la ParejaPerfecta para los que están solos merecuerda El Sueño de Ser Delgado paralos que están gordos. El acento se poneen encontrar pareja o en ser delgado,como si el acto mismo pudiera aliviar elsufrimiento de nuestro corazón. Nadienos dice que lo difícil no es llegar sino

mantenerse ahí. Y esa es la razón de quehagamos todo lo que podemos paraprolongar el proceso de llegar allí. Enrealidad, no queremos estar ahí.Inconscientemente, decidimos que másvale comer y sentirse protegidos, odedicar nuestro tiempo a La Búsqueda, oencontrar los fallos de nuestra relaciónde pareja actual, que volver a lavulnerabilidad de la niñez, que es adonde nos lleva la intimidad.

Matt y yo estamos dando un paseo porla playa, y nos reímos del cocker doradoque no quiere devolver a su dueño laandrajosa cazadora azul; entonces Mattdice algo que moviliza en mí unsentimiento antiguo, y cuando vuelve amirarme, yo tengo ocho años.

No me gustó tener ocho años; y porello no quiero revivirlos. Entonces,cuando vuelvo a sentir el terror y eldesvalimiento de mis ocho años, losrechazo. Me digo que son sentimientosridículos, egoístas, infantiles. Meretraigo, me encierro en mí misma comouna anémona de mar. Matt percibe ladistancia y me pregunta qué me pasa.

—Nada —le respondo.—Si no te pasa nada —insiste—,

¿por qué me miras como si no meconocieras?

Le digo que se imagina cosas, y mecontesta que no le estoy diciendo laverdad. Le respondo que no me gustaque me trate de mentirosa. Para

protegerme, he montado el Drama 3567.Si le digo la verdad —que de pronto

me siento como una niña de ocho años,sola y asustada, que teme que él hayadejado de ser mi amigo—, podríacontestarme que no sólo me siento comosi tuviera ocho años, sino que es asícomo estoy actuando. Podría decir queno me soporta cuando estoy tanimpresionable. Podría reírse de mí,gritarme, abandonarme. Para evitar eldolor que sentí de niña, evito laintimidad que me faltó de niña.

En nuestras relaciones actuales se dala posibilidad de que, al decir laverdad, retrocedamos en el tiempo hastael momento en que aprendimos a nodecir la verdad. A pesar de las

canciones de amor, a pesar de que sepone el acento en encontrar pareja y enser una persona delgada, loverdaderamente importante es elproceso de volver a vivir losangustiosos momentos de la niñez, darvoz a lo que hasta ese momento quedóinexpresado y volver a ser una personaentera.

Lo más importante de renunciar a laobsesión por la comida no es tener uncuerpo más delgado, ni usar una talla depantalones más pequeña, sino renunciara la protección frente al dolor, porquecuando te proteges del dolor, te protegesde la intimidad. Si permites que tu dolorsea visible, puedes darle voz, y al darle

voz puedes liberarte de él.Lo más importante de la intimidad no

es encontrar un cuerpo que te mantengaabrigada por la noche ni tener uncompañero con quien compartir la vida,sino el hecho de que te devuelve almomento en que decidiste que, como laintimidad te daba demasiado miedo, lomejor era replegarte en ti misma.Cuando vuelves a aquella época, te dasla oportunidad de volver a ser niña,pero esta vez con el poder de una adulta.Aprendemos que para sobrevivir ya notienes que ocultar tus sentimientos. Y alhacerlo reclamas esas preciosas partesde ti misma —tu confianza, tu fe, tusinceridad— que encerraste bajo llaveen un lugar donde no pudieran ser

alcanzadas por la devastación queimperaba en tu familia.

El problema de renunciar a ladramatización —tanto con la comidacomo en las relaciones— es que sin ellano sabemos qué hacer. No estamosseguros de estar realmente vivos.Tenemos que afrontar algo con lo quenunca contamos: la posibilidad de paz yalegría.

Si hemos vivido en un ambientefamiliar donde sentíamos que las cosasestaban a punto de desmoronarse o enpleno proceso de desmoronamiento, sivivíamos inmersos en la violencia,emocional o física, si convivíamos conlos insultos o la indiferencia, entonces

lo más familiar y por lo tanto lo máscómodo para nosotros es laincomodidad. No confiamos en las cosasque se obtienen con facilidad,cómodamente y sin tropiezos. Sin teatro,tenemos la sensación de que nosperdemos lo más esencial de estarvivos. Y en realidad es así. Nosperdemos el drama que en nuestrafamilia constituía la definición de lo quees estar vivo. Y sin él no sabemos cómoestar vivos. Nos parece que elsufrimiento dignifica la experiencia.Cuando algo es difícil, sabemos quevale la pena hacerlo. Si hemos deluchar, tenemos un objetivo. Y ganar lapelea nos da una sensación de logro.

Para un comilón compulsivo no hay

tregua. O estamos subiendo a la báscula,o estamos bajando de ella. O noslamentamos del aspecto que tenemoshoy, o deseamos tener el de ayer, cuandonos decíamos que ojalá tuviéramos lamisma apariencia que el año pasado.

—Me muero por estar tan delgadacomo estaba hace cinco años, cuando memoría por estar más delgada —dijo unamujer en uno de mis seminarios.

Estar conforme es impensable.Lo mismo es válido para la intimidad.

Si estamos cómodos entre peleas ysufrimiento, escogeremos como pareja apersonas que no nos resulten atractivas,que sean alcohólicas o drogadictas,incapaces de asumir un compromiso. O,

si tan cómodos nos encontramos en elesfuerzo y la lucha, encontraremos lamanera de sufrir incluso en la mejor delas relaciones.

La alegría y la paz son sentimientoscuyo logro requiere práctica. No son laconsecuencia de tener éxito, ni de serdelgado o estar enamorado. Son, entreotras cosas, la consecuencia dedetenernos en el momento presente paramirar a nuestro alrededor. Los que deniños tuvimos la sensación de que estarquietos significaba dejarnos aplastar,ahora sentimos que estar contentos esuna amenaza a nuestra supervivencia.

* * *

La semana pasada estaba abriendo elportón de la calle, y mientras meinclinaba para asegurarlo en su lugar,nuestra vecina Estelle salía dandomarcha atrás de su calzada. Como no vioel portón abierto, chocó contra él, y elportón chocó contra mi cabeza. Enpocos minutos, en la frente me empezó acrecer un chichón. Tambaleándome,volví a casa a buscar un poco de hielo yen el congelador encontré un libro consugerencias para adelgazar y seiscubiteras vacías. Mentalmente, toménota de que tenía que torturar a Matt lapróxima vez que lo viera. Despuésdecidí que no tenía por qué portarmecomo una adulta y empecé a llorar,

gemir y sollozar. Me imaginé con uncoágulo en el cerebro, muerta antes deque pasaran cuarenta y ocho horas. Meimaginé conduciendo y sintiéndomesúbitamente mareada, perdiendo elcontrol del coche y precipitándome en elocéano. Me imaginé llamando a Mattpara decirle que tenía una conmoción yque viniera inmediatamente paraacompañarme al hospital a que mehicieran las pruebas necesarias. Encambio, como sabía que ya iba conretraso para mi hora con Maggie, miterapeuta, me subí en el coche y me fui averla.

Entré en el despacho decorado con uncuadro de un paraguas rosado bajo unalluvia neblinosa y cuando ella me

preguntó cómo estaba empecé asollozar. Le conté lo de Estelle, el librocongelado y el coágulo de sangre y lemostré el chichón. Ella salió a la calle yfue al bar de enfrente a buscar una bolsacon hielo. La envolví en una toalla y mela puse en la cabeza. Maggie me dijoque era muy improbable que tuviera uncoágulo en el cerebro, y me sugirió queen vez de torturar a Matt le preguntarapor qué había puesto un libro en elcongelador en vez de los cubitos. Medijo que había sido mala suerte que yoestuviera en el portón cuando Estelle diomarcha atrás, pero que si no sentíanáuseas ni mareos lo más probable eraque no tuviera más que un chichón en la

frente.—Qué poco romántico —comenté.—¿Un coágulo de sangre es

romántico? —me preguntó.—No del todo; pero, ¿qué te parece

el miedo a un coágulo de sangre? Sitodas las personas que me conocenpensaran que tengo un coágulo, meapreciarían mucho más. Sería como ir ami propio funeral y oír cómo todos losasistentes comentan lo maravillosa queera mientras aún estoy viva.

—No se puede tener las dos cosas,Geneen. Si no aprendes a cambiar tudiálogo interno por uno que exprese quete quieres y te respetas ya, ahora, pormás mediocre y poco romántica que seasa veces, vivirás en medio de grandes

oscilaciones emocionales, temiendosiempre que en el momento en que elpolvo se asiente, la gente vea cómo eres«realmente», y te rechace.

Silencio.—¿Es romántico un coágulo de

sangre? —volvió a preguntarme. Y yopensé en el pelo verde y en la epilepsia,y lo descarté.

—Sólo si estar viva no lo fuera —respondí.

4

DESEAR LOPROHIBIDO

Como parte de mi práctica demeditación suelo participar en retiros desilencio en los que no se permite ningúncontacto, ni verbal, ni ocular, ni táctil.Durante el primero de ellos me enamorélocamente de un hombre que estabasentado al otro lado del salón. Hacia elfinal del retiro estaba segura de que mecasaría con él. Para quienes cuestionanla factibilidad de enamorarse de alguien

con quien nunca ha intercambiado unopalabras ni miradas, he aquí ladescripción de un cortejo silencioso:

Día 1Llego al Instituto de Metafísica, en elDesierto de California, einmediatamente me siento fuera de lugary empiezo a preguntarme por qué hevenido. Me han puesto en una habitacióncon Rosalyn, una mujer que llevapantalones elásticos de color azulcobalto y una blusa con flores rosadas yamarillas. Mientras deshace la maletaestá haciendo globos con el chicle.

Veo que el horario está pegado en lapuerta del comedor: quince horas demeditación caminando o sentada, sin

hablar con nadie ni mirar a nadie...durante diez días. Inmediatamente rompomi voto de silencio para preguntar a lamujer que está a mi lado si eso es unchiste. Decido que Alexandra, que fuequien me habló del retiro, pero sinmencionar el horario, ya no es mi amiga:es mi enemiga. Para siempre.

Día 2Voy hacia los asientos. Tengo unaalfombrilla y un cojín de meditación quehacen conjunto, de color rosado con uncentro gris. Después de la primerasesión de cuarenta y cinco minutos, meduele la espalda, me duelen las rodillas.La señora que tengo delante ronca.Quisiera tirarle piedras al maestro, que

habla con voz melosa.

Día 3Quiero irme. Sigo quedándome dormidadurante la meditación. Ocho días másasí... Dios mío. Quiero que esto seacabe. Siempre quiero que las cosas seacaben. Vivo con un pie fuera de lapuerta... en el cine, en el teatro, con misamigos. En realidad, esto no es tandiferente de lo otro. ¿Adonde iré cuandome vaya? Cuando llego de donde sea,nunca las cosas me parecen tan buenascomo para no esperar el momento deirme.

Día 5Esto se arrastra interminablemente. Me

siento vacía, pero irritable. Esperaba lamerienda, de semillas de girasol y fruta,a las cinco de la tarde, como si fuera asalvarme, pero no era lo que yo quería.En realidad, lo que quería era sentirmemejor, y la comida no me ha servidopara conseguirlo. («Uno llega a darsecuenta de que no se siente más felizdespués de comer que antes», dijoanoche uno de los maestros.)

Día 6Aquí hay un hombre muy atractivo.Tiene el pelo negro rizado, lleva gafascon montura de asta, viste un traje hechoa medida. El Hombre de Esquire. ¿Quénombre le pongo? ¿Robert? No, siemprehe querido un amante que se llamara

Michael... así que es Michael. Ayer,nuestros ojos casi se encontraron. «Hum—pensé—, eres encantador.»

Sé qué zapatos usa, dónde se sientaen la sala de meditación. En unos díasmás sabré cómo toma el café. Uncontratiempo importante en nuestroromance naciente es que no podemoshablarnos. En mi fantasía, él me lleva ensu coche al aeropuerto, y empezamos agustarnos muchísimo. Y luego volvemosa vernos, un montón de veces. Oh, quéencantador es estar enamorada.

Día 7—Den nombre a una sensación quesientan en el cuerpo —dice el maestro.

Anhelo.

—¿Dónde está? —pregunta elmaestro.

En el pecho.—¿De qué color es? —pregunta el

maestro.Azul.—Especifiquen —dice el maestro.Una cuerda azul y retorcida, hecha de

anhelo, en el lado derecho del corazón.Anhelo de descanso. Anhelo de

plenitud. Anhelo de satisfacción.Anhelo de alguien que se meta en mi

corazón y haga de mí una persona plena.Yo nunca anhelo lo que ya tengo.Si solamente amo lo que anhelo,

¿habré confundido el anhelo con elamor?

Día 8La mente se me va en pos de fantasíascomo un mendigo en pos de la comida.Insiste en arrancarme del presente. A lahora de la merienda, estuve fantaseandocon irme a México con Michael.Mientras me acababa las galletas dealgarroba con pasas, corría con él por laarena oscura de la playa, hacía el amorcon él bajo el ventilador colgado delrústico cielo raso de paja de unacabaña.

Día 9Hoy, mientras meditábamos caminando yse suponía que yo estaba «levantando-desplazando-apoyando», «levantando-desplazando-apoyando» primero un pie

y después el otro, y que así ibaagudizando la conciencia de lassensaciones del dorso del pie cuando laplanta tocaba el suelo, y reconociendocada músculo que necesitaba paramover esa pierna, durante la meditaciónde la tarde, mientras se suponía queestaba expandiendo la conciencia yaproximándome al desapego del deseo yde los cinco obstáculos, mientras sesuponía que estaba avanzando paso apaso hacia la iluminación y laeliminación del sufrimiento en todos losseres sensibles, yo estaba intensamenteconcentrada en los músculos que usabaMichael para mover la nalga derechabajo los desteñidos tejanos. Mipoderosa concentración se centraba en

el movimiento del culo de Michael bajolos desteñidos tejanos mientraslevantaba, movía y apoyaba primero unapierna y luego la otra en las escalerasdel vestíbulo principal. Estabaintensificando mi conciencia alimaginarme la sensación que podíanproducirme sus delgados dedos, oscurosy velludos, sujetándome la cara y suslabios carnosos besándome en el cuello.Estaba observando las palpitaciones queme producía el hecho de imaginármelosusurrándome que me amaba. Me estabaacercando a la unidad universal alsintonizar tan exactamente mi cuerpo conel suyo que cuando él daba un pasohacia mí se me movían los músculos de

la pantorrilla. Llegué a la cima de miviaje hacia la iluminación por la tarde,mientras meditábamos caminando; yoestaba cerca de Michael, en lasescaleras, y advertí que él tenía los ojoscerrados, y que mantenía la mano sobrela barandilla mientras levantaba,desplazaba y apoyaba primero un pie ydespués el otro al ir bajando losescalones. Con toda deliberación, metrasladé al mismo lado de la barandillaque él, cerré los ojos, y manteniendo elequilibrio con ayuda de la mano quetenía apoyada en la barandilla empecé alevantar, desplazar y apoyar los piespara subir las escaleras. Y entoncessucedió: un sobresalto súbito, un calor,el de la materia que se encuentra con

materia. La armoniosa mano de Michaelen contacto con la mía. Abrí los ojos. Éltambién. Una sonrisa le levantó lascomisuras de los labios, los dientes lebrillaron en la luz violeta delcrepúsculo. Después rápidamente,apartó los ojos y continuó su arduocamino hacia la liberación.

Día 10El retiro ha terminado. Hoy, en unamplio círculo, rompimos el silencio.Cada uno dijo su nombre y unaspalabras sobre sí mismo. Michael, enrealidad, se llama Ralph Sheen. Acabade pasar seis meses en un retiro demeditación y dentro de cuatro meses seva a China, pero hasta entonces vivirá

en Santa Cruz. De todos los lugares delpaís, ha ido a escoger la ciudad endonde vivo. Esta relación tenía queexistir.

Ralph y yo en la playa cuando elcrepúsculo esparce sobre la arenarelucientes oleadas de oro y turquesa;Ralph y yo en mi cama de hierro ybronce, con los ventanales de la terrazaabiertos sobre las flores del ciruelo;Ralph y yo tomados de las manos,haciendo el amor, casándonos en unaceremonia nocturna, cerca de un lagocon diez mil velas que flotan en el agua.

Pero lo primero es llegar a tener uncontacto real con él.

* * *

Ralph no estaba casado, no habíaninguna mujer en su vida, no eraalcohólico ni adicto al trabajo y no sedrogaba. Ralph tenía hoyuelos en lasmejillas y ojos de gacela. Se tapaba laboca cuando se reía. Levantaba elmeñique cuando tomaba una copa. Decíaque quería conocer a una mujer«intensa» que pudiera mostrarle laspartes de sí mismo que él intentabaocultarse. Ralph era un hombre completay totalmente accesible. El únicoproblema era que decía que no se sentíaatraído por mí. Si a eso se le puedellamar problema. Para mí no lo era. Yocreía que Ralph no sabía lo que quería,y que mi misión consistía en

convencerlo de que lo que él quería erayo.

Me gustaban su cara, su manera deandar, sus manos. Me gustaba la formaen que se le rizaba el pelo sobre elcuello de la camisa. Me gustaban su vozy su risa. Yo quería pasar el resto de mivida con él, y no iba a dejar que nada ninadie se interpusiera en mi camino. Ymenos que nadie, Ralph.

Mientras nos dirigíamos a merendaren el parque después del retiro, nosdetuvimos en una pastelería, riendo, aelegir cuatro postres para los dos: ungran bollo de crema, una tarta demazapán, una mousse de chocolate y unpastel de praliné.

«Él se lo está pasando bien conmigo.

Seguramente me encuentra atractiva.Nadie se ríe de esa manera con alguienque le resulta indiferente.»

Después del plato principal —bocadillos de queso y ensalada depatatas— serví los postres.

—Primero el bollo de crema —dijoél mientras lamía la crema del borde.

—Te ha quedado un poquito de cremaen los labios —le dije—; te la voy alimpiar.

Y lo besé. Él me devolvió el beso. Ynos besamos en el cuello, en los labios,en las manos, en los ojos...

«¿Ves como le gustas? Claro que sí,porque si no le gustaras no te besaría;nadie besa a alguien que no le gusta. Ya

se está excitando. Si yo lo sabía, losabía.»

—Esto no quiere decir nada —medijo Ralph después de haber hecho elamor—. Todavía no sé si tú me atraes.Me dejé llevar y fue grato, pero noquiere decir nada.

—Sí —asentí—. Ya lo sé.«Claro, Ralph, claro. Ya sé que

tienes miedo de amar realmente aalguien, no sé por qué, quizá te hayanhecho daño, pero sea como fuere teentiendo y tendré paciencia contigo,porque sé que llegarás a amarme.»

En seis semanas, Ralph me dijo tresveces que no quería que fuéramosamantes. También me dijo que meamaba.

—Si te quedas conmigo —me dijo—,sé que puedo aprender. La intimidad esdifícil para mí.

Me pidió que hiciéramos el amor eldía antes de irse a China. No necesitabapedírmelo.

Durante los once meses que estuvofuera, Ralph me envió tres postales yuna carta. Yo le envié una carta de 38páginas que llevé durante tres mesescomo si fuera un diario. Le hablaba demis paseos por la playa, de las puestasde sol, de los dátiles que veía en elmercado. Con mi estilo más alegre, ledescribía el último detalle de mi vida,salvo el hecho de que estabareservándome para él, inmersa en la

fantasía de nuestra futura convivencia.No eché de menos el afecto físico, no

eché de menos compartir mi vida connadie, ni siquiera eché de menos aRalph. No lo conocía tanto como paraecharlo de menos. Tenía lo quenecesitaba para ser feliz, lo que másfamiliar era para mí: la ilusión del amor.

* * *

Durante su ausencia me mudé a una casaa la orilla del océano, que decoréamorosamente, pensando en él:Guirnaldas dispuestas en forma decorazón, cortinas de encaje beige, velasen el borde de la ventana, edredones,cestas, flores... «Este será nuestro hogar,

aquí viviré con él; en esta casa demadera pintada de azul, junto al mar,seremos felices.»

Durante los dos años que estuveenamorada de él, vi a Ralph un total deveintidós días. Él viajaba por todo elmundo, hacía retiros de meditación,vivía con amigos en Berkeley. Me dijoque no me encontraba atractiva, me dijoque no sabía si me encontraba atractiva,me dijo que me encontraba atractiva.Cuando nos veíamos jamás sabía si mesaludaría como a una amiga, una amanteo una extraña. Me dijo que yo nocoincidía con su imagen de la mujerideal. Cuando me señaló a una mujer aquien consideraba atractiva, me encontrémirando a una rubia oxigenada, una

avispa de 39 kilos.Sara quería irrumpir a medianoche en

el apartamento de Ralph y tirarle bolasde las de jugar a los bolos en la cabeza.Quería atravesarle los ojos conalfileres. Quería mutilarlo yestrangularlo. Quería que yo dejara deautomutilarme. Rogaba, vociferaba:

—Tienes que terminar con estarelación antes de que pierdas hasta laúltima brizna de cordura que te queda.Primero te dice que no te encuentraatractiva, después se acuesta contigo,después te dice que tengas paciencia conél, después te dice que sí, que eresatractiva y desaparece por un año... Estáenfermo, Ralph es un «niño» enfermo

que necesita tener en alguna parte a unamujer perfecta que lo espere, y eso es unsigno seguro de que no quierecomprometerse en una relación. No leinteresa descubrir por qué está tanchiflado, no le importa el daño que tehaga a ti su locura, no piensa para nadaen tus sentimientos. Tú te merecesmucho más, Geneen, una pareja queaprecie lo especial que eres, no estepsicópata. Llámalo y dile que no quieresvolver a verlo nunca más. Yo te marcaréel número y estaré contigo mientras se lodices. Hazlo hoy, ahora, ya.

Yo no podía. No quería. Me sentíacomo si Ralph fuera mi únicaoportunidad de ser feliz, y creía que sirenunciaba a él me invadiría la

desesperación: monstruos de pesadillaque se convierten en gigantes gordos yabotagados, para después encogerse,convirtiéndose en escuálidas figurasmarrones con ojos hundidos y manosesqueléticas. Yo tenía que tener a Ralphy punto.

Nadie podía convencerme de queestaba equivocada. Le perdonaba suausencia, su negligencia, su total falta deconsideración. Él no me pedía que loperdonara; pero yo lo hacía. Creía quelo necesitaba para estar totalmente viva.Era como si alguien apretara un botóncon el rótulo «vibración» cuando élentraba en la habitación; lo que sin élera opaco, con su presencia se volvía

milagroso: los colores, los sonidos, lossabores; las flores, los pájaros, loshelados. El lugar de mí que sabe lo quees la risa y la belleza llevaba su nombre.Con Ralph cualquier cosa era posible.Con Ralph, yo estaba a salvo. Cuandono estaba con él, estaba sola, noimportaba con quién estuviese.

Cuando Sara vociferaba:—Si esto es estar a salvo, ¿qué es

estar en peligro?Yo no quería contestarle. Tenía que

protegerme —y proteger a Ralph— desus recriminaciones. Me negaba apreguntarme por qué él dejaba pasarsemanas sin llamarme, por qué no queríahablar a sus amigos de mí.

Me aferraba a los momentos pasados

con él, a los momentos de oro. Ralph yyo en Adelita, el restaurante mexicano,comiendo tortillas y enchiladas, tomadosde la mano. Y él me decía:

—Tú eres lo único que quiero.Ralph y yo en mi cama, en el calor

ardiente del verano, mirando un libro depinturas de Georgia O’Keeffe. Él memira y me dice:

—Me siento tan bien contigo...Momentos para el recuerdo.Hacia el final de nuestro segundo año

«juntos», Ralph se matriculó en un cursode alta cocina en Berkeley. Estábamossentados en el patio de atrás cuando medijo que se mudaba:

—Me voy a Berkeley —anunció—, y

no pienso seguir viniendo a verte nitampoco me importa mucho que vayas túa visitarme.

Me quedé mirándolo fijamente, sinentender. «No es verdad. No estádiciendo esto. No lo dice en serio. Tieneque estar bromeando. Hace dos años quemi vida gira alrededor de este hombre,¿y ahora me dice que a él no le importaque nos sigamos viendo o no?»

—Dímelo de nuevo. Repite lo queacabas de decirme.

Lo repitió:—Me voy a vivir a Berkeley y no

creo que debamos seguir viéndonos.—Hijo de puta... fuera de mi casa.Me miró levemente sorprendido.—Pero yo quiero seguir siendo tu

amigo —dijo—. Es eso lo que siempreme ha interesado. Simplemente, no creoque tengamos que hacer tremendosesfuerzos en este sentido. Quiero decirque si casualmente nos encontramos, amí me interesaría saber cómo estás ycómo te va.

—Fuera —repetí.Tenía la cara arrebatada, la voz me

temblaba. Pasé bajo la guirnalda enforma de corazón para abrir la puerta, yme volví para enfrentármelo. Él sonrió.Yo no podía creerlo.

Y se fue.

* * *

No fueron mis fuerzas lo que me

permitió decirle que se fuera; no fueporque yo no lo quisiera o no lo amara,e indudablemente no fue porque yocreyera que me merecía algo mejor.Simplemente, no había manera de que yopudiera hacer coincidir sus palabras y elsentimiento que expresaban con lafantasía en que me había estadoempapando durante dos años.

En mi fantasía, Ralph necesitabatiempo. Yo le había dado años. En mifantasía, Ralph me amaba, peronecesitaba explorar su miedo a laintimidad. Yo lo había animado aempezar una terapia, y después de ciertaresistencia, él encontró un terapeuta quele gustó. En mi fantasía, la terapia leayudaría a darse cuenta de que aunque él

tuviera problemas con el control o elabandono, había una mujer —yo—sensible y paciente que lo entendía yhabía estado esperando fielmente que éldescubriera que ella era su ideal.

En mi fantasía, el hombre a quien nole importaba que su partida causara tantadesesperación en la niña pequeña aquien él abandonaba, finalmente loentendería. Y se quedaría, sí, finalmentese quedaría.

Si le dije que se fuera, fue porque medi cuenta de que ya se había ido.

* * *

Yo sabía que mi enredo con Ralphrepresentaba una pugna inconsciente y

sumamente poderosa, pero no tenía ni lamenor idea de lo que era en realidad, yme sentía incapaz de ponerle fin.Durante aquellos años me sentí como sifuera una marioneta, obedeciendoórdenes que me resultaban familiares,pero que habían dejado de serauténticas. Mis palabras parecíanfingidas, mis acciones rígidas, y sinembargo me arrojaba en aquel papel conun abandono feroz, como si estar conRalph fuera literalmente cuestión devida o muerte, como si yo fuera una niñay él el adulto de quien dependía misupervivencia.

Los niños tienen que negar lo que lescausa dolor, y no hacerle caso. Tienenque aferrarse con amor a quienes los

maltratan, porque no tienen otra salida,ya que la otra opción es estar solos. Ladiferencia entre alguien y nadie es ladiferencia entre la vida y la muerte. Losniños deben ser siempre fieles,pacientes, sensibles, abnegados, y estardispuestos a tolerar horrendos abusossin decir jamás que no. Los niños tienenque inventarse complejísimas fantasíaspara convertir a la gente que los maltratay los abandona en personas que losaman y cuidan de ellos. Gracias a sucapacidad para fantasear —y para creerque lo que imaginan es verdad o lo seráalgún día— pueden soportar susufrimiento.

Si el padre o la madre está ausente,

es inaccesible o cruel, o se ha muerto, esextraordinariamente útil, y confrecuencia necesario, crearse un mundode fantasía en donde esa figura parentalestá viva, es accesible y cariñosa. Lanaturaleza exacta de la fantasíadependerá de las razones que la hagannecesaria: si el padre es violento, se lepuede adjudicar un matiz de ternura; sila madre se ausenta con frecuencia, en lafantasía del niño estará siempre a sudisposición. La fantasía se crea comocontraterapia para el dolor de la vidacotidiana. Lo que es defectuoso sevuelve sublime. Se encuentran excusaspara comportamientos que no admitenninguna: «Mamá no tenía intención depegarme, es que está cansada»; «Papá

me quiere tanto que tiene que trabajarmucho para comprarme cosas bonitas, ypor eso no está en casa».

* * *

Los padres de mi amiga Melissa sedivorciaron cuando ella tenía diez años.Una bochornosa noche de agosto, supadre se fue de casa en su camioneta, sindecirle adiós. Ella no volvió a hablarcon él hasta cumplir los veinticinco.Durante tres años después del divorcio yde que se mudaran a Wyoming, su madresiguió diciéndole que algún díaregresarían a California. Melissa teníala maleta hecha debajo de la cama:echaba de menos a su padre. Para

coronarlo rey de su corazón, se olvidabade que todos los años desaparecíadurante ocho o diez meses, y de quecuando estaba en su casa no hacía másque pelearse con su mujer, leer elperiódico, mirar partidos de béisbol,baloncesto o fútbol por televisión ybeber cerveza. Su madre le gritaba, lacastigaba y lloraba, pero su papá erabueno, su papá la salvaría de ladesdicha de vivir en Wyoming. Su papá,que desapareció durante quince años. Superfecto papá.

El sufrimiento de un niño a quien elpadre abandona sin despedirse esinsoportable. La madre no toleraba lossentimientos de Melissa, a quien no lepermitía ni siquiera pronunciar el

nombre del padre. Sin un adulto que laconsolara y reconociera su derecho aestar triste, a sentirse sola y enojada,Melissa necesitaba transformar suangustia en sentimientos con los quepudiera convivir. Por eso se creó unmundo de fantasía donde el padre laquería tanto como ella a él, pero a causade su trabajo y su falta de dinero nopodía escribirle, llamarla ni visitarla.Pero si lo hiciera... oh, si lo hiciera,¡qué gloria sería la vida! Irían apracticar surf, saldrían a comer juntos,en casa jamás habría que hacer la cama.

Cuando éramos niños nuestros padrestenían los ojos brillantes y la piel sinarrugas. Eran grandes y fuertes, lo

sabían todo, eran perfectos. Nuestrospadres reforzaron esta percepciónenseñándonos que ellos siempre teníanrazón y que nosotros podíamos dejarnosver, pero no debíamos hacernos oír.Aprendimos a escuchar y a obedecer.Nadie nos dijo que eran egoístas, ni quementían. Nadie nos dijo que ellos nosnecesitaban para completarse tantocomo nosotros necesitábamos que ellosnos amasen. No podíamos enfadamoscon nuestros padres; no nos estabapermitido. En cambio, si ellos seemborrachaban y nos culpaban anosotros de su comportamiento, y nosdecían que era porque nosotros nohabíamos fregado los platos, locreíamos. Cuando nos golpeaban con

escobas y palos y nos decían que eso lohacían por nuestro bien, lo creíamos.Cuando bien entrada la noche se metíanfurtivamente en nuestro dormitorio ametemos mano por debajo del pijama ytocarnos en aquellas partes, y nos decíanque se lo habíamos pedido, nos locreíamos. Nos decíamos que si nohubiéramos sido tan feos o notuviéramos tantos granitos, o si nuestropelo fuera lacio y rubio, y no moreno yrizado, si compartiéramos nuestrosjuguetes, si no fuéramos tan llorones, sisiempre pidiéramos las cosas por favory diéramos las gracias, vamos, que si nofuéramos como éramos, mamá estaríasobria y papá no se habría ido durante

quince años... «si por lo menos fuéramosdelgados».

Las personas que comemoscompulsivamente estamos firmementeconvencidas de que si fuéramosdelgadas nuestra vida sería otra cosa,totalmente distinta. Hasta quien haperdido peso y ha estado delgado seis osiete veces en la vida sigue creyendoque cuando vuelva a adelgazar, una vezmás («si me dais otra oportunidad, estavez ya veréis...»), entonces será feliz deuna vez por todas.

Para nosotros, la fantasía titulada«Cuando adelgace» ha sido inestimabledurante toda la vida. Nos la construimospara explicar la desesperación denuestra infancia e impedir que nos

destruyera. Porque necesitábamos algo oalguien sobre quien depositar laresponsabilidad del dolor.

El problema para renunciar ahora aesa fantasía reside en que sin ella no haynada que nos separe de la desesperaciónde toda una vida. En cuanto comilonescompulsivos, nos hemos pasado añosdiciéndonos que no somos dignos deamor porque no estamos delgados, quecuando adelgacemos la gente quequeremos nos querrá, nuestro amor serádiez veces retribuido y nuestra angustiadesaparecerá. Todos los años sin amorquedarán compensados. Esa fantasía hasido nuestro baluarte contra el dolor; almismo tiempo que excusaba a nuestros

padres, nos daba la esperanza de que enun momento determinado —cuandoadelgazáramos— nuestra vida sevolvería tan tersa y sedosa como unaazucena. Pero eso no era más que unaforma infantil de buscar sentido. Nuestropeso no tenía nada que ver con lasrazones por las cuales nuestros padresnos maltrataron, nos abandonaron o nosviolaron. Nosotros tampoco teníamosnada que ver con las razones por lascuales nuestros padres nos maltrataron,nos abandonaron o nos violaron.Creíamos que sí porque parecía queculparnos a nosotros mismos de nuestrosufrimiento nos daba cierta capacidadde controlarlo.

Durante los años que me pasé

haciendo dieta, creía que las raíces decada problema o dificultad que hubieraen mi vida se nutrían de mi peso.Cuando entraba en una tienda de ropa yno tenían mi talla, cuando llegaba a unareunión y nadie me prestaba atención,cuando no podía decidirme a hacer untrabajo y me sentía ociosa, inútil yestúpida, cuando me encontraba solatodos los sábados por la noche, creíaque mi infelicidad tenía que ver con micuerpo. Creía que mientras siguieraestando gorda continuaría sofocando micreatividad, mi capacidad de expresión,mi belleza. «Cuando me permitaadelgazar —me decía—, eso será elsímbolo de mi disposición a aceptar el

placer; ser delgada será mi declaración,ante mí misma y ante el mundo, de quedespués de tantos años, finalmente creoque soy digna de amor.»

Me equivocaba. Estar delgada sólotuvo el efecto que puede tener estardelgada: me ayudó a sentirme más ligeray más atractiva en la vida diaria y segúnlas normas de la sociedad, pero no curóel sufrimiento subyacente ni la angustiareprimida de la niñez. Ni los curaránunca.

* * *

Los hombres casados, las relaciones adistancia, los amantes adictos a lasdrogas, al alcohol o al sexo... ir en pos

de todo eso es lo mismo que creer quecuando adelgaces desaparecerá laangustia que te acompaña como unasombra. Ambas cosas son fantasías; unade ellas juega con la idea de lograr algo,la otra con la de encontrar a alguien.Ambas cosas son una manera de decir:«Quizás el presente (o el pasado) seaespantoso, pero no tengo que pensar eneso porque el futuro será glorioso». Sondos fantasías que tienen como funcióndistraerte; te proporcionan un foco, unobjetivo hacia el cual puedes estaryendo eternamente sin alcanzarlo jamás.

* * *

Melissa tiene ahora cuarenta y cuatro

años. Tiene marido, una hija, trabajo,dinero, una casa en las montañas y unamante casado. Su amante, como supadre, está constantementeamenazándola con irse. Su amante, comosu padre, es alguien a quien ella añora,con quien desea pasar toda su vida, dequien cree que la salvará de las miseriasde la vida cotidiana. Está convencida deque si estuviera casada con su amante yno con su marido, se sentiríasexualmente satisfecha, totalmentecomprendida y valorada como lacompleja mujer que es... así comoestaba convencida de que vivir con suspadres sería una gloriosa aventura: unavida sin lágrimas, sin castigos, sindificultades.

Melissa dice que quiere vivir con suamante. Este dice que él no sabe qué eslo que quiere. A veces le dice que va adejar a su mujer; a veces le dice quedeben olvidarse el uno al otro y olvidarsu relación; a veces le dice que nopuede vivir sin ella. Melissa espera.Sabe esperar. Se pasó quince añosesperando para volver a hablar con superfecto papá.

Si Melissa dejara de esperar elregreso del amor, quizás empezara apreguntarse por qué tarda tanto. Quizásincluso pudiera enojarse por la durezade corazón de un padre que durantequince años desapareció de la vida desu hija sin siquiera telefonearle una

vez... y que luego reapareció tancampante como si nada hubiera pasado.Si dejara de esperar, podría empezar allorar. Podría sentirse traicionada,abandonada, desesperada. Podría, porprimera vez desde que su padre se fue,sentir la traición que encerró bajo sietellaves y que jamás reconocerá mientrassiga creyendo que si es capaz de esperardurante el tiempo suficiente conquistaráun brillante futuro de amor.

Recientemente, Melissa ha sufridouna serie de enfermedades: resfriados,infecciones de la piel, esguinces detobillo... Le preocupa que su cuerpoempiece a decaer. Dice que se estácayendo a pedazos. Le pregunto qué lediría su cuerpo si estuviera tratando de

hablar con ella.—Que tengo que dejar de vivir como

vivo —responde—. Sigo esperando queMarcus (su amante) se decida, pero nisiquiera sé lo que quiero hacer yo.Después de tres años y medio demovimientos furtivos, realmente, lasituación está empezando a hartarme.

De hecho, lleva más de tres años ymedio de movimientos furtivos. Empezócon su madre, siguió con su marido;hasta consigo misma sus movimientosson furtivos. No puede decir la verdad anadie, en ninguna parte. Tras toda unavida de silenciar los sentimientos quepodrían amenazar a quienes la rodeaban,ya no sabe lo que siente, sino sólo lo

que cree que le está permitido sentir.Después de treinta y cuatro años deesconderse tan bien, Melissa se sientevacía y confusa, con la sensación de quela vida que está viviendo no es la suya.

* * *

Mi amiga Clara me contó la historia deuna niña de ocho años que había estadodos años a dieta y había aumentado másde seis kilos. Desesperada, la madreconsultó con Clara, y ésta le preguntócuál era la comida favorita de su hija.La madre le dio el nombre de una marcade galletas dulces.

—Está bien. Cuando salga de aquí,cómprele de éstas en cantidad suficiente

para llenar una funda de almohada.Cuando la haya llenado, désela a su hijay deje que se las vaya comiendo comoquiera. Rellene la funda a medida que sevacíe; asegúrese de que tenga siempre lafunda llena de galletas. No le hagaseguir la dieta, deje que coma lo quequiera cuando tenga hambre y llámemedentro de una semana.

Después de horrorizarse y decirle aClara que si su hija aumentaba veintekilos la enviaría a vivir a casa de ella,la madre se fue, pasó por unsupermercado y al llegar a casa abrió elarmario de la ropa blanca.

La niña anduvo durante ocho días conla funda llena de galletas. Dormía conella, se la ponía junto a la bañera

cuando tomaba un baño, la tenía sobreuna silla cuando miraba la televisión. Ynaturalmente, comía galletas cada vezque le apetecían, es decir, muyfrecuentemente durante los primerosdías. En realidad, después de habercomprado un kilo y medio más degalletas al tercer día de tan azucaradaexperiencia, la madre estaba a punto deprocesar a Clara. Histérica, le dijo porteléfono que su hija estaba comiendomás dulces que nunca y que cómo iba abajar de peso haciendo semejante cosa.Clara le aseguró que la niña estabareaccionando a los años de privación, yle dijo que cuando creyera realmenteque podía comer lo que quisiera y que

su madre no iba a dejarla sin su funda,se relajaría y empezaría a comerdejándose guiar por el hambre.

Al noveno día, la funda se quedó enel dormitorio. Pasadas cinco semanas, laniña se había olvidado de las galletas yhabía perdido cerca de tres kilos.

* * *

La fantasía del sabor de las galletas esmás fascinante que el sabor de lasgalletas. La fantasía de estar delgada esmás poderosa que estar delgada. Lafantasía de pasarte la vida con uncompañero inaccesible es másinteresante que pasarte la vida conalguien que no te ama.

Los hijos de familias perturbadas noshemos pasado la vida anhelando lo quepara nosotros estaba prohibido.Negociamos con una autoridadinvisible: si no comemos más quegalletas dietéticas y sólo bebemosrefrescos con proteínas, si nos privamosy nos torturamos lo suficiente, siadelgazamos hasta quedar reducidos apuros huesos, entonces... ¿seremos losniños encantadores que nuestros padresno supieron ver?

Actuamos como si aún fuéramos elniño que fuimos: hacemos la vista gorda,esperamos, nos rebajamos por amor. Lagente que es afectuosa con nosotros nonos atrae; atraemos más bien aquel tipo

de relaciones en que podemos repetirlas heridas del pasado.

Una mujer que participó en uno demis seminarios dijo que podría resumirla historia de sus relaciones diciendoque se había pasado cincuenta añostratando de hacer que se quedara genteque no tenía nada que ver con elproblema.

Porque cuando realmente se quedan,cuando un hombre casado deja a sumujer por su amante, cuando unarelación a distancia se convierte en unaconvivencia, la fantasía se hace trizas.Los amantes por quien estábamosdispuestos a morir se convierten envulgares seres humanos que hacendemasiado ruido al masticar y expelen

ventosidades cuando duermen. Lo quequeremos no son los Ralphs ni losadictos al trabajo ni los hombrescasados: es el amor que nuestros padresno nos dieron.

* * *

Después de un año de hacer escenas enlos aeropuertos cuando Matt se iba deviaje, me di cuenta de que no era élquien yo quería que se quedara; queríaque mi padre se quedara a protegermede mi madre. Lo necesitaba, y cuando élse iba yo me sentía aterrorizada yabandonada. Si Matt se quedaba en casadurante los próximos sesenta años, sinunca salía a comprar comida ni a dar

una vuelta a la manzana, igualmente yono podría cambiar el hecho de que mesentía aterrorizada y abandonada cuandomi padre se iba. Cuando dejé deempeñarme en conseguir que se quedaraalguien que no tenía nada que ver,cuando empecé a permitirme sentir midolor y mi cólera con la persona que yoquería que se quedara —un dolor queme pasé treinta y cinco años tratando deevitar—, entonces dejé de hacer escenasen los aeropuertos.

* * *

La fantasía y el anhelo de lo que estáprohibido se relaciona con el deseo deexcluir el dolor de nuestro pasado. Era

valioso para nosotros que de niñosconvirtiéramos en dioses y diosas a laspersonas que necesitábamos. El anhelode lo que no podíamos tener nos daba laesperanza de que algún día lorecibiríamos y de que nuestra vida seríamejor. La fantasía y la nostalgia erannuestras amigas.

El problema de la fantasía es tambiénsu mayor beneficio: que nos impidevivir el momento presente. Pero elpresente de ahora es diferente delpresente de entonces, y aunque esverdad que en el presente la gente sigueponiéndose enferma, yéndose ymuriéndose, también es cierto que es enel presente cuando el corazón se abre yentra el amor.

5

EL SÍNDROME DE LAMETIDA DE PATA

Matt y yo regresamos de un viaje ytuvimos una pelea. Mis maletas estabanabiertas en mi estudio, y la ropa, loslibros y los papeles desparramados portodas partes. En la cocina me esperaba,llena de agua turbia, una olla que se mehabía quemado la noche antes de salir.El mosaico de tareas sin terminar ydecisiones a medio tomar que habíadejado atrás era demasiado. Antes de

haber llegado a estar media hora encasa, ya habría querido evadirme de mivida.

Matt, por su parte, estaba radiante.Cuando entré en su despacho, él tambiéntenía las maletas abiertas, la ropa, loslibros y los papeles desparramados portodas partes, pero estaba recostado en susilla de cuero gris, con los piesapoyados en las camisas amontonadassobre el escritorio, riendo, mientrashablaba por teléfono. Blanche, nuestrogran gato de casi ocho kilos, ronroneabasobre sus rodillas.

—Gracias —decía en ese momentoMatt—. Es estupendo estar de vuelta. Ysiempre es agradable que te digan que tehan echado de menos.

Me dirigió una mirada que preguntabasi yo quería hablar con él. Dije que sícon la cabeza y él articuló, en silencio:«Un minuto». «Muy bien», asentí yo,pero no estaba muy bien.

Al cerrar la puerta de su despachodecidí que estaba viviendo con unmonstruo insensible que negaba sussentimientos. Y si hay algo que noaguanto, mascullé para mis adentros, esalguien que dice que se siente feliz enmedio de circunstancias dolorosas. Esome saca de quicio. Me hace sentir comosi estuviera otra vez con mi familia,diciéndole a mi padre que hay algo queno marcha, y oyendo cómo me responde:«No tesoro, no encanto, no chiquitina, no

pasa nada, todo está muy bien entre tumadre y yo». Cuando Matt colgó elteléfono, yo ya me había puestofrenética.

—No puedo creer que estés ahísentado con los pies sobre el escritorio,charlando tranquilamente como si aquíno hubiera nada por hacer. ¿Qué teparece si te ocuparas del correo, deljardín, del vidrio que nos olvidamos deechar en el contenedor para reciclaje, dela olla que está en el fregadero? Portodas partes hay algo que hacer, y tú telimitas a estar en tu despacho con lapuerta cerrada, riéndote en tu propiopequeño mundo como si fuera martes decarnaval.

A Matt empezaron a arrugársele los

ángulos de los ojos. Yo sabía quedespués le aparecería una semisonrisaen la cara. Mi madre solía decirme quesi no borraba esa sonrisa de mi cara, deun sopapo me mandaría volando a lamitad de la semana próxima.

—¿Qué es lo que te divierte? —lepregunté—. Odio que te rías de mí.

—¿Qué edad tienes en este momento?—me preguntó muy tranquilo.

De acuerdo con lo que habíamospactado, esa pregunta tenía que ser paramí una señal, un aviso de que estabapasando algo que me hacía retroceder aun lugar de dolor en mi niñez.

Pero yo no iba a aceptarlo. Esta vez,decidí, yo tenía razón y él no, y

cualquiera que tuviese un pie puesto enel umbral de la realidad estaría deacuerdo.

—¡Qué pregunta mas idiota! —lerepliqué—. ¿A ti qué te parece?

—Cariño —me dijo suavemente—,¿te has olvidado de que soy tu amigo, notu enemigo? Si te sientes abrumada,puedes decir eso, simplemente. Dimeque necesitas ayuda. Dime lo que puedohacer. No tienes que rechazarme.

—Tú no eres mi amigo.(Tengo seis años. Es verano. Nancy y

yo estamos sentadas en la escalinata dela casa de la calle Dieciocho. Nancytiene el pelo rizado; sus rizos de colorazabache le enmarcan la cara y caensobre la blusa sin mangas, a rayas, como

un caramelo. Me está diciendo: «Micumpleaños es en abril y el tuyo enagosto. Soy mayor que tú y conocí a tumadre antes que tú». Me siento como siacabara de darme un golpe en elestómago. No es justo. ¿Por qué mimadre no me dijo que conoció a Nancyantes que a mí? Me quedo mirando aNancy, deseando ser ella. Ojalá tuvierasu pelo rizado. Ojalá yo hubieraconocido a mi madre primero. Pienso,con esfuerzo, cómo devolverle el golpe.Finalmente, le digo: «Bueno, sabihonda,quizás hayas conocido a mi madre antesque yo, pero como naciste antes que yotambién te morirás antes que yo».

«Que no», me responde.

«Que sí.»«Que no.»«Que sí.»«Que no».«Tú ya no eres mi amiga», digo,

poniendo inmediatamente término a laconversación.)

—¿Que no soy tu amigo? —me estápreguntando con incredulidad Matt—.Te haces muy dura la vida. Inclusoahora, cuando tienes a alguien quequiere amarte más de lo que jamás nadiete ha amado, insistes en arreglártelassola.

Abro la boca para contestarle que unamigo no estaría sentado en sudespacho, riéndose, mientras yo estoy

aquí lidiando con ollas quemadas ycorreo atrasado, pero voy perdiendoterreno; las palabras suenan a falso.

—No sé cómo hacerme oír cuandome siento sola —digo en cambio—. Terechazo porque creo que ya te has ido yno quiero parecer una idiota procurandoalcanzar a alguien que no me ama. Sisintiera que podía... si en esos momentoscreyera que te importo y que quieresayudarme... no te rechazaría.

—Hace una hora sabías que yo teamaba, pero de pronto crees que no.

Asiento con la cabeza, tengo un nudode lágrimas en la garganta. Si habloahora, sé que las palabras me saldrán enel mismo tono chillón y acusador que lehe oído a Sasha, que tiene tres años,

cuando le dice a Sara, con la carainundada en lágrimas:

—Le sacaste la cabeza de unmordisco a la galletita con forma debúfalo y la dejaste ciega.

Al mismo tiempo me siento perpleja ysola, y no quiero fingir que estoy bien.Cuando Matt repite lo que me oye decir,suena ridículo, pero también suena averdad.

Poder pasar de una confianzaaparente a la total desolación en menosque canta un gallo es uno de lossíntomas de que estamos en un cuerpoadulto pero experimentando la vida através del cascarón destrozado de laniñez.

De pequeña me parecía que en unmomento todo era estupendo, y almomento siguiente todo se habíadesmoronado. El martes podía pedirle ami madre que me ayudara esa noche ahacer los deberes, y me contestaba: «Deacuerdo, querida». Si se lo preguntabael miércoles, su respuesta podía ser:«¿Por qué no puedes hacerlos tú sola?Nunca piensas en nadie más que en timisma». A veces me abofeteaba. Yo mepasaba horas enteras en mi habitación,pasando revista a lo que había hecho, ypreguntándome por qué siempre pensabaprimero en mí y no tenía ningunaconsideración con ella; me odiaba a mímisma. Una noche intenté arrancarme el

pelo. Me sentía tonta, gorda y egoísta yquería hacerme daño.

* * *

Julia, en uno de mis seminarios, cuentaque su padre la abandonó cuando teníacinco años y su madre se la llevó aMiami para empezar una nueva vida. Enese momento y ese lugar el divorcio erauna cosa inaudita y ser madre soltera noestaba socialmente aceptado. Por eso lamadre de Julia mentía a sus amigos,diciéndoles que se había mudado sola aMiami y que no tenía hijos. Julia notenía permiso para contestar al teléfono,ni podía mostrarse en público con sumadre. Cuando se olvidaba de obedecer

las reglas, el castigo era severo: sumadre la enviaba a su habitación sincenar, sin besarla ni contarle cuentos.Julia creció convencida de que si hacíao decía algo malo, si actuaba de unamanera que no gustara a su maestra, a suamiga o a su amante, la castigarían.Cincuenta años después, sigueesforzándose por ser perfecta. No quieretener que acostarse sin que le den unbeso.

* * *

El síndrome de la metida de pata no esalgo que uno hace; es una manera de ser.Palabras y acciones están teñidas por elconocimiento urgente de que nuestro

futuro depende de que hagamos lascosas como es debido ahora, en estemismo momento. Si cometemos un error,lo estropearemos todo. En el mundotodo es bueno o malo, verdadero oerróneo, blanco o negro. No hay grisesni tonos intermedios, no hay lugar parala paradoja; no hay pasado, no haymisericordia. Si pides ayuda para losdeberes la noche inadecuada, sicontestas el teléfono cuando nocorresponde, no tienes perdón. Si noeres buena, eres mala. Y si eres mala,eres terrible. Los juicios sonimplacables.

Cuando has crecido creyendo que teaman por lo que haces, no por quiéneres, tu supervivencia depende de hacer

lo que corresponde. Cada vez que teequivocas, quieres morirte.

El síndrome de la metida de pata esuna reacción ante un sentimiento, unhecho o una persona, en la que pareceque en un momento todo es estupendo, yen el momento siguiente no hay nada, niuna sola cosa que esté bien en tu mundo.El síndrome de la metida de pata es unadescripción de lo que se siente al ser enun momento un adulto razonablementeseguro de sí mismo, y un niñoaterrorizado al momento siguiente.

* * *

Por la mañana te despiertas segura deque hoy adelgazarás un kilo, de que será

un día mejor aún que ayer, cuandoperdiste tres cuartos; te pones lopantalones intermedios, ni la tallapequeña que está colgada en el armario,ni tampoco la más grande. Te fijas enque la cremallera se cierra fácilmente,hasta te sobra un dedo, a diferencia dehace dos semanas, cuando tenías quemeterte con esfuerzo dentro de ellos ymantener durante todo el día el vientreentrado, respirando apenas para que elbotón no se te saltara y para evitar laincómoda sensación de estarmortalmente ceñida. Para desayunar, unhuevo escalfado sobre una tostada seca;a media mañana una manzana comotentempié. A la hora de comer, un trozode pollo a la plancha, frío y sin piel, y

tres rodajas de tomate, felicitándoteconstantemente por lo buena que eres yel peso que vas a perder. Te compensasde la privación que sientes imaginándotedelgada, entrando en una habitación.Todas las cabezas se vuelven: la gente,sorprendida, está a punto de caerse de lasilla, hasta tal punto la deslumbra lamagnificencia de tu sonrisa, de tus ojos,de tu cuerpo de junco. Hoy, te dices,sería un día especial para salir decompras, probarte ropa y disfrutar conlo bien que te quedan las tallaspequeñas. Subes al coche, rumbo a tutienda favorita, pero al llegar a unsemáforo te das cuenta de que algo andamal, de que algo te carcome. No puedes

expresarlo en palabras, pero mientrasestás ahí sentada aquello crece y se hacecada vez más opresivo, hasta que te pesatanto que te sofoca. Te cuesta respirar,la ansiedad va en aumento, tienes quedetenerla. Es lo único que te interesa,detenerla, y empiezas a pensar en laspastas de crema que tienen en lapastelería que hay al lado de los grandesalmacenes. De pronto, el alivio. Algo teliberará de esa sensación. No tienes porqué padecer. No te sofocarás. Con ladeterminación de un samurái, llevas elcoche al aparcamiento; después, clic,clic, clic, hacen tus tacones sobre elpavimento. Miras, sin verlo realmente,al hombre con gafas que pasa por tulado, porque en este momento no ves

nada, tu mente está centrada en algo conla precisión de un láser. Quieres comer.Ahora estás ahí, frente al mostrador decristal, oyéndote a ti misma pedir no unasino cuatro pastas de crema, cincobollitos y un pastel de mazapán.Mientras pagas murmuras algo sobre unafiesta y te vas. Clic, clic, clic, otra vezel ruido de tus tacones, luego el de lapuerta del coche al abrirse, el delportazo y por fin, oh, por fin, labendición: estás sola con lo único quepuede aliviarte. Con una rapidezfrenética, sin saborearlas, engulles dospastas. Con algo menos de prisa, tecomes la tercera. El estómago se te vallenando; sientes cómo la crema

chapotea contra tus costillas, sientescómo los pantalones te van ajustandocada vez más. «Oh, mierda. Ya loarruinaste todo. Tan bien que ibas,dieciséis días sin comer más quetostadas secas y pollo sin piel y en unatarde lo arruinas todo. En diez minutos.En diez piojosos minutos, diez díasarruinados. En diez piojosos minutos hasarruinado tu vida entera. Una metida depata. ¿Por qué tuviste que entrar en lapastelería? ¿No podías haber entradosimplemente en los grandes almacenes?¿Por qué no puedes hacer nada como esdebido? Tú sabías que en realidad no teserviría de nada el intento de adelgazar,lo supiste todo el tiempo, no deberíashaberlo intentado siquiera.» Sientes

cómo se te estira la piel, en estemomento, en este segundo se te estáagrandando el vientre, es inútil queintentes controlar tu peso, lo mismo daque renuncies a todo eso. De la mismamanera que renuncias a todo lo demás.

* * *

Comemos tal como vivimos. Lo quehacemos con la comida es lo quehacemos con nuestra vida. Comer es unescenario en el que representamosnuestras creencias sobre nosotrosmismos. En cuanto comilonescompulsivos, nos valemos de la comidapara somatizar nuestros más profundosmiedos, sueños y convicciones. Algo

funciona mal cuando nos encontramoshundidos en los abismos de ladesesperación porque nos hemoscomido un trozo de pan con ajo o trespastas de crema. Algo funciona malcuando sentimos que tenemos queprivarnos de las cosas que nos gustanporque creemos que abusaríamos deellas —o de nosotros mismos— si lesdiéramos cabida en nuestra vida. Algofunciona mal, y estamos usando lacomida para expresarlo.

Recuerdo la sensación de movermefurtivamente por la casa cuandosospechaba que mi madre estaba de malhumor. Andaba de puntillas sobre laalfombra, abría y cerraba las puertascon dolorosa lentitud para que no me

oyera. La mayor parte del tiempo me lopasaba sentada sobre la alfombra conflores anaranjadas de mi dormitorio y nome movía. Ni siquiera hojeaba unperiódico, ni iba al cuarto de baño, niabría ni cerraba cajones. Andaba por lacuerda floja entre la seguridad y lalocura, y lo sabía. Una metida de pata ymi madre se pondría morada de histéricacólera. Una metida de pata y sentiríaotra vez el chasquido de las bofetadas,las uñas barnizadas de rojo que se meclavaban en los brazos, el dolor desentirme arrastrada por los pelos através de la habitación. Una metida depata y ya no tendría otra preocupaciónque sobrevivir a esa metida de pata.

Rita, en uno de mis seminarios,describió así su vida cuando tenía sieteaños:

—Mi madre murió cuando yo teníaseis años. Papá se casó con la criada.Los dos eran alcohólicos, y para cuandoyo cumplí los siete me conocía elnúmero de teléfono de cada bar delpueblo. A las diez o las once de lanoche, me iba al bar a buscar a papá,que se enojaba muchísimo porque lointerrumpía cuando estaba con susamigos, y a veces me pegaba ahí mismo,pero generalmente esperaba hasta quevolvíamos a casa. Yo me sentaba alvolante del coche y lo conducía. Cuandointervenía mi madrastra, era peor que mi

padre para pegarme. Una vez me rompióun brazo.

Una mujer contó que su madre laencerraba en el armario cuando hacíaalgo mal.

—Una vez fue porque traté deestúpida a mi hermana, y yo teníaprohibido usar esa palabra. Otra vez fueporque le saqué la lengua a mi padre queestaba de espaldas. Ella ponía una caraespecial y yo sabía que aquello iba aempezar; me agarraba por el cuello de lablusa y me arrastraba por la habitación,abría la puerta del armario y mearrojaba dentro. Allí estaba oscuro yolía a lana mojada. En la parte baja delarmario, en una caja, había bufandas ysombreros. A veces, mamá no abría la

puerta durante horas. Una vez se olvidóde mí durante toda la noche y yo dormíencima de tres boinas y un par deguantes de piel.

* * *

El síndrome de la metida de pata tieneque ver con la fragilidad que llevas enel cuerpo, con la convicción de que silas cosas van bien eso no es más que unailusión, de la misma manera que cuandotu padre alcohólico acudía sobrio a larepresentación teatral de la escuela ypor la noche se comportaba comocualquier otro padre, aunque tú estabaspreparada para lo peor; siempre estabaspreparada para lo peor. Sabías que las

cosas se habían desmoronado, peronunca dejabas de esperar que tu padresiguiera estando eternamente sobrio. Ynunca dejabas de esperar que tu familiafuera diferente, y jamás dejabas de fingirque ya lo era.

Todas las noches, al apagar la luz dela mesita de noche, yo me arrodillaba enel suelo, con las manos unidas enoración. «Por favor, Dios, no dejes quemis padres se divorcien, bendice aHoward, bendice a mis padres, pero porfavor no dejes que se divorcien.» Todaslas noches, durante diez años, inclusodespués de haber oído portazos y de quemi madre desapareciera durante dosdías, yo rezaba, sabiendo que no podríaresistir más. Yo perdía pie, ellos

perdían pie, pero yo seguía esperando yrezando. «No dejes que se divorcien.»

Cada verano, en el campamento, entrelos juegos que se organizaban, había undesafío con la cuerda. Cada uno de losdos equipos, el de los aztecas y el de losconquistadores, se preparaba poniendoal frente a los participantes más fuertes.Cavaban agujeros para afirmar lostalones, se ponían guantes para que lacuerda no les quemara las manos, secolocaban muy cerca de la cuerda,enroscada a sus pies como una serpientedormida. Y entonces Hal, el entrenador,tocaba el silbato y los más fuertescogían la cuerda y tiraban, mientras loshinchas, con insignias rojas los de los

aztecas y azules los de losconquistadores, los animabandesgañitándose a voz de cuello: «Másfuerte, más fuerte, tirad, tirad». Alanochecer, a la luz del fuego, uno podíaver que estaban cansados, queresbalaban, saliéndose de los agujerosque habían cavado; uno podía ver que suequipo iba a perder. Pero seguíaesperando; incluso cuando Lee Rordine,el más fuerte de todos, con los brazostensos y una mueca de hoscadeterminación en la cara, se encogíatodo, preparándose para un último tirónvictorioso, uno seguía esperando quealgo sucediera. «Por favor, Dios, nodejes que se divorcien.»

Yo era uno de los aztecas y levantaba

un imperio sobre la esperanza de que enel último momento Lee Rordineresbalara y dejara escapar la cuerda. Mimadre llenaba el refrigerador dehelados. Que yo supiera, era la únicaniña que podía volver de la escuela yencontrarse en casa con tres kilos dehelados de diferentes colores y sabores,y estaba segura de que eso quería deciralgo. Frances y su hermana Margaretvenían a casa los domingos paraquedarse frente al refrigerador, mirandoboquiabiertas la ensalada de cangrejo yel pollo frito, de las mejores marcas, ylos helados de café, de vainilla y de roncon pasas. Éramos fascinadasadoradoras, que contemplábamos en

éxtasis los dorados cuerpos de los seresamados. Después de unos momentos decontemplación y de hacérsenos la bocaagua, escogíamos lo que queríamoscomer y, con los ojos brillantes, nos lollevábamos a la mesa. Con cadacucharada, yo salmodiaba en silencio:«Tengo una familia normal, hay pollo yhelados en el refrigerador, soy lo mismoque vosotros, lo soy, lo soy, lo soy. Simi madre tiene el congelador lleno, debeser una mamá normal. Entonces, ¿quéimporta que nunca esté en casa? ¿Quéimporta que mi madre no hable connadie? Esto es real, esta comida se ve,se toca, es mejor que la comida queguardan en el refrigerador todas lasotras madres. Mi madre es una mamá

buena, bondadosa, claro que sí. No esposible que una mamá que comprahelados de los mejores esté pensando enirse. Por favor, Dios, no dejes que sedivorcien».

Pero la capa de ilusión era tan finacomo el hielo de noviembre sobre unestanque. Al mirarlo desde la colina teparece que puedes patinar durante horasen él. Pero cuando lo pruebas con eldedo te encuentras con que se rompe y elagua se traga la capa de hielo. Yo meprotegía con capas de hielo denoviembre: «Mi madre es una madrenormal y nosotros somos una familianormal». Me mentía y mentía a misamigos, y me creía mis mentiras.

Cuanto más fingía, más frágil mevolvía. Cuanto más fingía, más probableera que algo, cualquier cosa, despertarael subterráneo mundo de desesperaciónque me empeñaba en ocultar. Cuantomayor era la distancia entre la verdad ymi apariencia, mayor posibilidad habíade que una metida de pata medescentrara. Estar a dieta y fingir que nome encantaba comer queso o chocolate,o que estaba muy bien no pasarme elresto de mi vida en una habitación llenade pasteles, sólo servía para aumentar laprobabilidad de que corriera aatracarme cuando alguien hacía uncomentario sobre mi pelo, o mi vestido,o el tiempo. Pasarme años fingiendo que

no sentía nada cuando mi madre se ibano me servía más que para aumentarenormemente la posibilidad de sentirmeabandonada cuando Matt se fuera deviaje por tres días. El síndrome de lametida de pata es un síntoma de que noshemos pasado la vida diciendo mentiras.

* * *

Tenía diecisiete años la primera vez queintenté contar la verdad a alguien. Miamiga Penny y yo estábamos sentadas enun establecimiento dietético y yo habíapedido un café de malta y estabahaciendo dibujos con el dedo sobre ellinóleo rosado del mostrador. Esamañana mi madre había vuelto a las

cuatro y media; mi padre se había ido altrabajo a las seis y media. Yo habríaquerido agarrarlo de los hombros,vociferándole, gritándole que hicieraalgo; habría querido tachar a mi madrede adúltera y decirle que estabaincumpliendo uno de los DiezMandamientos. Pero en cambio decidícontarle a Penny lo que veía en mi casay pedirle consejo. Penny era mi únicaamiga; sus padres estaban divorciados,de modo que suponía que debía deentender de cosas como el adulterio.

—¿Tu madre tuvo alguna aventuraextramatrimonial mientras ella y tupadre estaban casados? —le preguntécuando me trajeron el café de malta y aella su hamburguesa.

—No —me contestó, mientras sellevaba a la boca un trozo dehamburguesa.

La cosa no iba a ser fácil.—Bueno, entonces, ¿cuál fue la causa

del divorcio? —insistí.—No sé. Me imagino que no se

llevaban bien.—¿Tu madre te pegó alguna vez?—No —volvió a decir—. ¿Has visto

a la chica con quien sale ahora Richard?Sue me dijo que había llegado hasta elfinal con un muchacho de laUniversidad, ¡en el asiento trasero delcoche! ¿No te parece increíble?

—Creo que mi madre tiene algunaaventura —insistí.

—Oh, ¡no seas ridícula! En mi vidahe oído mayor tontería.

—Sí, me imagino que tienes razón —dije, y pedí otro café de malta.

* * *

Durante los dieciocho años siguientes,me hice experta en dos potentesmecanismos de supervivencia: negar larealidad y restarle importancia. Cuandofui a la India y me enteré de lo de lareencarnación y la elección de lospadres, decidí que para que mi almaaprendiera sus lecciones necesitabacrecer en un hogar regido por elalcoholismo y la violencia y perdoné ami madre. A mi padre seguí

idealizándolo. Todo estaba bien. Y loestuvo hasta hace unos pocos años,cuando conocí a Matt y súbitamentevolví a sentirme como una niña. Cadavez que él se iba de viaje, cada vez quese enojaba conmigo, la lengua se meinmovilizaba en la garganta, en el intentode formar palabras que había desterradode mi vocabulario treinta años antes.Palabras como: «Quédate conmigo. Tenecesito. Cuando te enojas, tengo miedode que me mates».

* * *

El síndrome de la metida de pata es unadescripción de lo que sucede cuandoalgo o alguien moviliza los sentimientos

que no podemos describir con palabras.Es una descripción del cambio súbitoque padecemos cuando los sentimientosinconscientes y negados afloran a lasuperficie y, como un enjambre deabejas, inundan el aire de un zumbidotan denso que sentimos que eso nosenloquecerá. Es el resultado de ser unadulto y expresar el presente como loexpresaría un niño.

Durante un seminario que dirigí enChicago, pedí a los participantes quedescribieran su niñez en una o dospalabras. Transcribo, al azar, unadocena de respuestas: desgarrada,bombardeada, aislada, solitaria, zona deguerra, triste, bien, borracha violenta,estilo Hiroshima, atormentada. Recuerde

el lector que se trataba de un seminariocuyo objetivo era liberarse de lanecesidad compulsiva de comer, y noabordar los problemas provocados porfamilias perturbadas, alcoholismo,abusos sexuales o malos tratos físicos.

Trabajo con varios millares depersonas al año, y hace doce años quedirijo seminarios. La mayoría de losparticipantes describen su niñezexactamente de la misma manera que lohicieron los de Chicago. No lo digo paraculpar a las madres y a los padres, sinopara ofrecer una explicación a los hijosadultos: cuando vuestra niñez estuvodesgarrada y no os habéis dado laoportunidad de hacer el duelo por los

años perdidos, veis la vida a través dellente de lo «desgarrado». Sentís que lavida no es benévola, que no es segura,que no podéis contar con nada. Cuandouna relación o una situación es fácil ossentís como si estuvierais pasando poralto algo, y más vale que no empecéis apensar que las cosas seguirán así. Hacetres años escribí en mi diario: «Cuandosoy feliz me pregunto si estaré negandoalgo, y cuando soy desdichada mepregunto si será siempre así».

Cuando se lo mira a través de unalente rota, el mundo parece roto. Cuandollevamos en el corazón la visión de unacatástrofe inminente, y sucede cualquiercosa —volvemos de un viaje y nosencontramos con una olla quemada,

comemos un trozo de pizza cuando notenemos hambre—, reaccionamos con eldolor y la rabia de diez mil años. Laolla está quemada y tu madre teabandonó y tu padre abusó de ti y tuamante te tiró una sartén de hierrofundido y te metieron en la cárcel pordesobediencia civil y al pescar el atúnestán matando delfines y cuando teníasdiez años perdiste un concurso deortografía porque uno de los chicos tepellizcó el culo. No es sólo estemomento, no es sólo esta metida de pata,son todos los momentos y todas lasmetidas de pata en que te sentiste heriday en que fue como si todo estuvieraperdido y nada pudiera volver a estar

bien, nunca. Una metida de pata y todaslas traiciones y los resentimientos noverbalizados, los sueños aplastados, elterror de vivir con un padre a quientenías que rescatar o con una madre aquien tenías que hacerle de madre, unametida de pata y cada una de las metidasde pata que alguien hizo en tu vida seconvierten en esta metida de pata, enésta de ahora.

Estás dividida en dos personas: laadulta que no tiene nada que ver con eldolor y la niña que no siente nada másque el dolor; el adulto que funciona sinroces y responde de la forma apropiaday el niño lleno de bordes y aristas quequiere decir que no a todo, que loconsuelen a cada rato, ponerse en pie y

chillar para que le presten atención enmedio de un auditorio silencioso. Elniño es tu testigo; el pasado estágrabado en su cuerpo de formaindeleble, a fuego, como una marca deganado. Cuando la gente empieza aconocerte te sientes como si noestuvieras viendo a la persona que eresrealmente, porque sabes que la semanapróxima o el mes próximo o el añopróximo una metida de pata podríavolver a llevarte, tambaleante, al pasadoinconcluso. Eres como uno de esosdibujos que hay que hacer conectandolos puntos, sin la línea que los conecta.Has enterrado el hilo que da sentido atodo y al hacerlo has dado a tres bollos

de crema el poder de arruinarte la vida.

* * *

El síndrome de la metida de pata es unadescripción del efecto que tienen sobrenuestra vida cotidiana losacontecimientos pasados que no hemosreconocido o a los que hemos restadoimportancia. Tenemos que atravesar elpasado para vivir en el presente.Atravesarlo, no trascenderlo.Atravesarlo, no superarlo. Atravesarlo,no salirnos de él. Hablando, sintiendo,llorando, enfureciéndonos riendo,siendo intrépidamente sinceros en lo quese refiere al pasado. De esta manera elpresente se convierte en presente y nada

más que en presente. Cuando te comesuna pizza porque en el trabajo alguiendijo que parecía que hubieras aumentadoalgo de peso, no le has demostrado ni atu madre ni a ti misma ni a nadie quejamás podrás perder peso y que serásgorda y fea el resto de tu vida:simplemente te has comido una pizza. Yla próxima vez que tengas hambre,volverás a comer. Cuando tú y tu amantetengáis una pelea y él te llame egoísta,eso no significa que tu madre tenía razóny que eres un ser humano horrible y quenunca más podrás amar a nadie.Significa que tu amante se enfadó y tellamó egoísta. Y cuando ya no estéenfadado, volverá a llamarte «cariño».

6

EL DUELO POR LOSAÑOS PERDIDOS

Estoy sentada en el Coconut Room delHotel Le Baron en San José con Rose yDeborah, y yo estoy veintitrés kilos porencima de mi peso natural. En mi vidahe estado más gorda. Es la tercerasemana desde que me comprometí adejar de hacer dieta; acabo de pasarmetrece días sin comer nada más quebizcochos de chocolate, y estoy aterradaante la idea de que aumentaré cuarenta y

cinco kilos, de que no comeré nada másque azúcar durante el resto de mi vida.Me aterra que la decisión de confiar enmí misma sea un permiso disfrazadopara atiborrarme, y de que la convicciónde que puedo comer lo que quiera sea labase de la peor de las malas pasadasque me haya jugado jamás.

Rose pide una ensalada griega;Deborah, pollo a la parrilla concalabacines, y yo, un pastel de chocolatey nueces con helado de vainilla ychocolate derretido.

Cuando el camarero me lo sirve,Deborah dice:

—¡No puedo creer que te vayas acomer eso! Mírate: estás más gorda quenunca. ¿Cómo puedes hacerte a ti misma

algo así? Casi repugna verlo.Soy un pozo de vergüenza. Quisiera

desaparecer sin decir palabra y quisieracomerme la mesa. Me aborrezco: odiomis dedos rechonchos, mis piernas comotroncos de árboles... y además odio aDeborah. Tiene razón, esto esrepugnante. Yo soy repugnante.

El silencio es hiriente, pero no se meocurre nada que decir. Me pareceridículo decirle que comer pasteles conhelado me va a ayudar a perder peso. Yno puedo decirle que se guarde suopinión; jamás le he dicho eso a nadie.

Recuerdo. Estoy sentada a una mesacon tres niños, en el hotel Grossinger, enlos montes Catskill. El camarero viene a

preguntamos qué queremos comer. Geripide pastel de carne con puré de patatas,Ricky una hamburguesa, Donald pollofrito. A mí, del menú no me apetecenada más que las verduras. Pido el platode verduras, y cuando el camarero me lopone, colorido y bien dispuesto, sobre elmantel individual, los niños empiezan agritar: «Huy, huy, qué asco, verduras».Las devuelvo y pido en cambio pastel decarne.

Deborah está esperando mi respuesta.Yo hago una inspiración profunda,

levanto los ojos del helado que sederrite por los bordes, la parte que másme gusta, y la miro. Está indignada, listapara pelear.

—He decidido no seguir haciendo

dieta —le digo—. Voy a darme un añopara comer lo que quiera sin sentirmeculpable.

Su voz sorprendida sigue resonandocomo un zumbido, pero yo ya no la oigo.No me importa lo que piense. Me comola mitad del pastel y tres cucharadas dehelado. Cuando llego a casa, me comouna tostada con mantequilla decacahuete, tres bocados de muesli y unabanana. Si amontono suficiente comidaencima de la vergüenza, quizá no sigasintiéndola.

* * *

Durante ese primer año de cambiar misactitudes y mi comportamiento respecto

a la comida, me pasé casi todos los díaspreguntándome si estaba loca. Toda lagente que yo conocía estaba a dieta.Cuando le dije a la directora de migrupo de Weight Watchers (organizacióndedicada a colaborar con quienesdesean perder peso) que me daba debaja, me dijo:

—Comer sensatamente y vigilar todolo que te llevas a la boca durante elresto de tu vida son las únicas cosas quete darán resultado.

Asentí con la cabeza, mirando lablusa de seda verde que llevaba, lasombra gris cuidadosamente aplicada ensus ojos. Quería que me deseara buenasuerte.

En los dos primeros meses aumenté

cuatro kilos y medio, en el siguiente unkilo y cuatrocientos gramos. Durante elcuarto mes mi peso se estabilizó. Alfinal del quinto mes de no hacer dieta,continuaba igual, casi seis kilos másgorda de lo que jamás había estado perosin aumentar más; no podía decidir siaquello era un logro fabuloso o undeprimente fracaso. Tres meses antes nohabría creído que fuera posible comer loque quisiera sin aumentar de pesoaunque sólo lo hiciera un día; por otraparte, ya estaba gorda, de modo que¿qué importancia tenía que ya nosiguiera aumentando de peso?

En un año y medio había pasado deuna talla 2 a una talla 16, y era más

exigente que nunca con respecto a lacomida. Si entraba en un restaurante y notenían nada que me «llamara»* —algoque sintiera que quería sin verlo, sin queme lo describieran y sin probarlo—, meiba. Una noche, Rose y yo fuimos acuatro restaurantes diferentes porque yono podía encontrar nada que me«llamara». Si me traían el pan frío,pedía al camarero que lo devolviera a lacocina para que me lo calentaran.Cuando salía a cenar con mi padre,pedía una taza de agua caliente conlimón. Ese año, cuando fui de visita acasa de mi madre, desayunaba helado decafé. Por primera vez en mi vida, pedíalo que quería y no dejaba que nadie medijera que no podía comer eso. Nadie

sabía qué decirme ni cómo hablarconmigo. Nadie sabía lo que estabahaciendo.

Yo sí.El 16 de mayo de 1980, al quinto mes

de no hacer dieta, escribí: «Estoyborrando veintiocho años de lavado decerebro, de oír que me dicen que soy unbarril sin fondo y que debo estar atentapara controlar mi hambre desmesurada.No soy una persona sin voluntad ni unbarril sin fondo. No es necesario quetenga miedo de mí misma. Puedo confiar—y confiaré— en que escogeré lo queme vivifica y rechazaré lo que medestruye. Soy digna de amor y capaz deamar, y si me doy la oportunidad, eso se

reflejará en mis elecciones dealimentos».

Intentar explicarles esto a misamigos, especialmente a la gente queestaba a dieta, era como gritar contra elviento.

* * *

Hace una semanas, Matt me contó quecuando era niño, su madre le hacía loszapatos.

—¿Que te hacía los zapatos? ¿Y paraqué están las zapaterías?

—Yo tenía los pies muy anchos,como todos en nuestra familia. Ella noshacía moldes en yeso de los pies, ydespués confeccionaba los zapatos de

modo que calzaran en los moldes.Recuerdo la primera vez que salí a jugarcon ellos. Me sentía como si caminaraen el aire.

Su madre le hacía los zapatos.Su madre invitaba a los chicos del

equipo de ajedrez a jugar en su casa,para que Matt sintiera que sus amigoseran bienvenidos.

Kenny, su mejor amigo, cuando lesacaron la muela del juicio, quiso ir acasa de Matt para que Barbara locuidara y le preparase flanes.

Su madre le enseñó a cocinar, ycuando él estudiaba en la universidad,se intercambiaban recetas. En las nochesfrías y lluviosas de invierno, Matt siguehaciendo el borscht de col y remolacha

que le enseñó su madre.El único trauma que recuerda es de la

noche que se cayó dentro del inodoro,cuando tenía tres años, y como suspadres estaban dando una fiesta tuvo quegritar muy fuerte para que lo oyeran yvinieran a sacarlo.

Yo no puedo imaginarme la seguridadde una vida con una madre que mehiciera los zapatos, y Matt no puedeimaginarse una vida sin ella.

Cuando le hablo del duelo por losaños perdidos, cuando le hablo deldrama, el control y la compulsión, élasiente con la cabeza y emite murmulloscomprensivos, pero no lo entiende. Enrealidad, no lo entiende.

Cuando hablo en un seminario de lanecesidad de volver al comienzo, dedespojarnos de nuestras sucesivas capashasta llegar a lo que está por debajo dela compulsión, al dolor que la generó yla hizo necesaria, a los mensajes queaprendimos referentes a nosotrosmismos, veo que los participantes seesfuerzan por seguirme, pero que enrealidad, todavía no lo entienden.

«Es demasiado tarde», dicen.«Tenemos cincuenta y sesenta años. ¿Noes hora de que dejemos de hablar de loque nos sucedió cuando teníamosdoce?»

Claro que sí.Es hora de que dejemos de hablar de

aquello y empecemos a hacer algo alrespecto.

* * *

Mi madre.Durante años sacó las mejores notas,

y después, no puede recordar por quédejó de interesarle la escuela, dejó deinteresarse por sí misma. Le preguntoqué sucedió aquel año.

—¿Sucedió algo que te perturbara?—No, que yo recuerde.—Mamá —le pregunto, siguiendo una

corazonada—, ¿alguna vez sufriste unavejación sexual?

—Sí.—¿Sí? ¿Has hablado alguna vez de

aquello? ¿Se lo contaste a tu madre?¿Qué sucedió?

—No, nunca hablé de eso. No parecíatan importante, y sucedió hace tantotiempo... Lo pasado, ha pasado.

—Pero, ¿qué pasó?—Vivíamos en una casa de pisos en

el Bronx, y mi primo Arnold vivíadebajo de nosotros. Los domingos,cuando venía de visita, me encerraba enel cuarto de baño, se sacaba el pene yme decía que se lo frotara hasta que seendurecía y terminaba. Me dijo quenunca se lo dijera a mi madre, y yonunca se lo dije. Como era de la familia,no me habría creído.

—Mamá, aquello debió de afectartemucho. Sin duda, te debiste sentir

avergonzada de tu cuerpo, como si dealguna manera fueras mala o sucia.

Estamos sentadas en lo que solía sermi dormitorio; nunca me gustó esahabitación. Había una alfombra conflores de color naranja y tenía toda unapared revestida de armarios de colormarrón oscuro. Yo quería encaje yvolantes, muebles blancos, una cama condosel... una habitación de niña.

Ahora es un cómodo lugar de estar,con una mullida alfombra de colorarena, con fotos de la familia en lasparedes. En una fotografía, una jovenrubia con nostalgia en los ojos einterrogantes en los labios muestra undiploma de estudios secundarios; una

año más tarde, se casó con mi padre.Hace cinco años, mi madre hizo abrir

la pared del fondo de mi dormitoriopara instalar una ventana con alféizar.Ahora, en la habitación no quedanrastros de color naranja ni de desilusión.Es el corazón de la casa, el lugar dondevas cuando quieres charlar, echarte unasiesta, leer, sentirte a salvo. La genteestá de visita en el cuarto de estar, comeen la cocina, pero el lugar en el que sevive es éste.

Mi madre y yo estamos sentadassobre los sillones escoceses de colorbeige, una frente a otra. Detrás de ellahay una jungla de plantas. Una flor deSpathyphyllum se eleva, expectante, deentre una masa de hojas brillantes.

Mi madre está pensando en el efectode aquellas vejaciones.

Cuando describe su niñez, parece unapulcra chiquilla de once años, con laspiernas cruzadas, las mejillas ardiendo,los ojos levantados.

—Me imagino que debió de produciralgún efecto en mí, pero sinceramente,no lo recuerdo... Estuve tan sola todosesos años... Intentaba ser una niña tanbuena... Volvía de la escuela y no habíanadie en casa, ya que mi madretrabajaba de dependienta, y yo me iba acomer a la cocina... me comía grandestrozos de pan moreno que amasaba miabuela... Dejé de preocuparme por lasnotas de la escuela, porque a nadie

parecía interesarle eso... Mi madreestaba siempre furiosa con mi hermana,ella era la mala, así que yo intentaba serla buena, jamás decía palabrotas, hacíasiempre lo que mi madre me decía, peroella nunca se fijaba... Yo estaba tan sola,y odiaba ser pobre, no teníamossuficiente dinero, nunca alcanzaba paratodo, nunca...

Nunca había bastante. Dinero,comida, amor.

Nunca había bastante amor.Entonces, se casó con el primer chico

que le prestó atención, un chico del quenunca llegó a recibir lo suficiente. Mipadre.

—Ni siquiera me di cuenta de que eradesdichada hasta que cumplí los treinta

años. Y de pronto me encontré ahí, conun marido que nunca venía a casa y doshijos que me necesitaban. Pero yo notenía nada para darles. En lo único enque podía pensar era en huir de esesentimiento con el que había convividotoda mi vida. La insoportable soledad.Tenía que irme. Tenía que dejar todoeso. ¿No te das cuenta de que aquello notenía nada que ver contigo?

Las dos estamos llorando. Yo asientocon la cabeza, y después niego.

—Ahora puedo verlo, mamá.Entonces no podía.

—Me perdí todos los años de tuniñez. Ni siquiera puedo recordar lo quepasó durante esos años. Por la noche

tomaba píldoras para dormir, y duranteel día píldoras dietéticas. Bebía. Yentonces tuve aquel accidente...

El Accidente. Un día, mientras papápaga la cuenta en un restaurante, mamá yyo lo esperamos. Ella se apoya sobre uncoche con la pierna derecha. RonMacaluso sube a su nuevo Thunderbirdplateado con los asientos de cuero rojoy empieza a dar marcha atrás hacia elcoche donde está apoyada mi madre. Nola ve y choca con ella, aplastándole lapierna entre su coche y el otro. Ellagrita, un alarido que me atraviesa elcuerpo como algo metálico roto que medesgarrara la piel, los huesos, elcorazón. La veo caer. «Mamá, mamá,¿Estás bien?» «Pide una ambulancia»,

susurra.Camino del hospital, voy con ella en

la ambulancia, hablando todo el tiempo.Tengo miedo de que se muera si dejo dehablar.

—Está en shock —dice el médico—.Quedará bien. La pierna no está rota,sino magullada. Muy magullada;necesitará un año para curarse.

Es el año en que nos mudamos aGreat Neck, el año que ella se pasatomando píldoras para dormir. Es el añodurante el cual se levantadificultosamente de la cama el sábadopor la tarde y ruega a mi padre que lasaque a dar una vuelta. Ahora, cuando locuenta, dice que él no quería hacerlo.

Yo no lo recuerdo. Recuerdo el papelpintado, de color verde sucio condibujos de un dorado aterciopelado,recuerdo cómo olía la oscuridad ennuestra nueva casa a medianoche,recuerdo a mi madre con un camisónrosado, pidiendo un vaso de zumo depiña, gimiendo para que le prestaranatención.

En la escuela, yo era la nueva. Unachica mayor, Betty, me seguía todos losdías. Yo solía volver corriendo a casa,mirando de cuando en cuando haciaatrás para ver cómo me seguía moviendolas manos como para estrangularme.Entraba en casa corriendo, con elcorazón palpitante, sintiéndome como sihubiera hecho algo malo y Betty fuera a

castigarme... y lo primero que oía era lavoz plañidera de mi madre:

—¿Genie? ¿Genie? ¿Me traes unpoco de zumo de piña?

Yo quería contarle lo de Betty.Quería hablarle de Ron Adelman y deBobby Wilner y de Robert Ostropopper,que hinchaban las mejillas y caminabancomo patos cada vez que me veían, quedaban vueltas alrededor de casa lossábados por la noche, cuando yo estabasola con Howard, mi hermano, y mellamaban a gritos para que los dejaraentrar. Yo no les abría. Espiaba por laventana del cuarto de baño para ver sise habían ido, pero ellos seguían allí,vociferando. Yo sabía que si hubiera

sido bonita no me habrían tratado así.Pero era fea, tonta y gorda. Queríadecírselo a mamá, pero ella andaba atientas en un mundo de inconsciencia.No había lugar para nadie más; su dolorera por sí mismo un planeta.

—Tú no estabas, mamá. Yo tenecesitaba y tú no estabas.

—Ya lo sé... y lo lamento, cariño. Nosé qué más decirte. Después delaccidente, cuando por fin pude caminar,sólo pensaba en irme. No tenía valorpara pedir el divorcio... mi madre sehabía puesto de rodillas para rogarmeque no lo hiciera, así que decidí que mequedaría con tu padre, pero era tandesdichada...

* * *

Jamás tendré una niñez feliz. Me loperdí todo: el amor, la aceptación, lasensación de ser importante. Me lo perdíentonces y nunca volveré a tener esaoportunidad. Me he estado rebelandocontra ello amargamente durante veinteaños. Pero rebelarse no es sanar. Sanares otra historia.

* * *

El primer paso para sanar es decir laverdad. Cuando dices la verdad,reconoces lo que has perdido. Cuandoreconoces lo que has perdido, lloras porello. Cuando lloras por ello, ya no

sigues autodefendiéndote por lo mucho ylo muy gravemente que te maltrataron.Empiezas a vivir en el presente en vezde hacerlo reaccionando ante el pasado.

Mientras sigas comiendo de formacompulsiva, vivirás en función de lo quecomes, de cuánto comes, de cuántopesas y del aspecto que te gustaría tenery cómo quisieras ser una vez que dejasde comer de forma compulsiva. Teparece que sufres por la comida, por lafuerza de voluntad y por tenerdeterminado aspecto. Pero en realidadno sufres por esto. Y si no sabes por quésufres, no puedes librarte delsufrimiento.

* * *

Matt y yo fuimos a ver Gorilas en laniebla, una película sobre Dian Fossey ysu innovador trabajo con los gorilas enÁfrica. Cuando los cazadores furtivosorganizaban carnicerías de gorilasadultos para vender sus cabezas a losejecutivos, que las utilizarían paraadornar las paredes de sus despachos,lloré tanto que Matt me sacudió de loshombros diciéndome:

—No es más que una película,Geneen, no están matando realmente alos gorilas.

Cuando llegaron los hombres queiban a llevarse el bebé gorila al zoo, yel pequeño gritaba mientras loencerraban en una jaula, rompí en

sollozos y le dije a Matt que tenía queirme.

Era ese desvalimiento lo que nopodía aguantar, lo que no era capaz desentir.

Mi hermano Howard dice que él violo que estaba sucediendo en nuestrafamilia y decidió que no podía hacernada para impedirlo, porque aquello erademasiado para él, de manera que sedesentendió de ello. Se sentía como si lehubieran inyectado novocaína en todo elcuerpo, y vivió durante veinte añosanestesiado.

Yo no podía hacer lo mismo. Yo veíalo que estaba pasando y me puse manosa la obra.

—Puedo cambiar esto —me dije—.

Puedo hacer que mis padres vivanfelices juntos. Si soy buena, si miento ami padre sobre mi madre y a mi madresobre mi padre, si les miento a los dossobre mi desesperación, sé que podrécrear la familia que quiero. No esimposible. Seré tan buena que mi madreserá una madre perfecta y mi padre unpadre perfecto. No me daré por vencida.Nunca me daré por vencida.

Y así fue. Cuando mi madre megritaba, cuando a las tres de lamadrugada se iba, a encontrarse con suamante, vestida de ante rojo y oliendo aflores de lavanda en un velatorio, yocerraba las puertas en mis ojos, en mipecho, me encerraba detrás de una pared

donde mis sentimientos podíanentrechocarse como bolas de billar sinque nadie los oyera. Ni yo mismasiquiera. Estaba dispuesta a admitir queme sentía impotente frente a algo que yomisma hacía —comer, por ejemplo—,pero no a sentirme impotente frente aalgo que estaba fuera de mí. No teníaningún sentido, razonaba, que meentristeciera o me enojara o me sintierasolitaria si no podía hacer nada paramejorar las cosas. Decidí no permitirmetener más que sentimientos respecto delos cuales pudiera hacer algo,sentimientos para los que pudieraencontrar un lugar en mi cuerpo,sentimientos que fueran aceptables parami madre y mi padre.

En vez de sentir el desvalimiento deuna niña cuya madre estaba fuera de sucontrol, yo creía que lo que no podíacontrolar estaba en mí y era el comer. Yno sólo el comer, sino mis sentimientos:mi necesidad de seguridad, de consuelo,de atención. En vez de sentir eldesvalimiento de una niña cuyo padre nohacía caso del histerismo de su mujer,que no hacía nada para proteger a sushijos, ni se preguntaba cuál era supropio papel en todo aquello, yo loprotegía. Lo disculpaba. Me decía queél trabajaba demasiado parapreocuparse por las mezquindades de sumujer. Me decía que él me amaba másque a nada en el mundo. Cerraba las

puertas.De mi madre aprendí el salvajismo y

de mi padre la negación. Me volvísalvaje con la comida, con missentimientos hacia mí misma... y almismo tiempo, negaba que nadaestuviera mal. El salvajismo y lanegación eran formas muy sutiles deprotegerme: en realidad, estabaindefensa. Y también estaba en uncallejón sin salida. No podía encargaren ninguna parte padres nuevos. No teníaotra opción que vivir en aquella casa, ysobrevivir como pudiera.

El problema no es que me defendieratan bien de pequeña. El problema estáen el hecho de no defenderme de adulta.

Por debajo de esas refinadísimas

defensas se encuentran las raíces de lacompulsión. Comer de formacompulsiva es una representaciónsimbólica de la maneta en quedesfigurábamos nuestros sentimientoscuando empezamos a comercompulsivamente: nos tragábamosnuestros sentimientos; nos culpábamos anosotros mismos; nos sentíamos fuera decontrol; creíamos que no podíamos tenerlo suficiente. Si nos dejamos desviarhacia la convicción de que nuestroproblema es la comida, no sanaremosjamás de las heridas que creíamos poderexpresar comiendo compulsivamente.

¿Cuál es, de todos los sentimientosque puedes imaginarte, el que más te

asusta?¿Qué es lo que no puedes permitirte

sentir?¿Cuáles fueron los acuerdos tácitos

que se establecieron entre tu familia y túrespecto del reconocimiento —o del noreconocimiento— de la verdad?

¿Quién había cerca de ti que teescuchara y te apoyara?

¿Quién era responsable de la familiay cuidaba de ella?

¿Qué sucedía cuando te equivocabas?Estas son las preguntas que tienes que

hacerte.Pero la mayoría de nosotros no

llegamos jamás a hacérnoslas, porqueeso significaría volver a experimentar eldolor de situaciones a las que, desde la

primera vez, nos negamos a teneracceso. ¿Por qué habríamos de abrirnosahora a ellas? O bien no creemos quesea realmente posible que comamos,sintamos o vivamos como personasnormales; tanto es el tiempo que noshemos pasado creyendo que nadie nosentiende. Creemos que nuestrosproblemas son diferentes de los de todoel mundo. No tenemos visión total denosotros mismos. Hemos abandonado laesperanza. O bien no llegamos aplanteamos las verdaderas preguntasporque aún seguimos quejándonos delamor que nos faltó en nuestra niñez, oporque todavía estamos esperando quevenga alguien a arreglar las cosas.

Ya adultos, todavía queremos lo queno recibimos de niños, y lo queremos dela misma forma en que no lo recibimos:otra persona que nos quiera y que nosmime, alguien que se hagacompletamente responsable de nuestrobienestar.

* * *

Hemos perdido algo que esirrecuperable: la oportunidad de andarpor la vida con el conocimiento absolutode que somos dignos de que nos amen,un derecho que jamás nos fuereconocido. Ahora tenemos queesforzamos para lograr lo que a algunaspersonas les dieron, simplemente, por

haber nacido de padres diferentes a losnuestros.

Nuestros padres eran responsables denosotros cuando éramos pequeños, peronadie es responsable de nosotros cuandosomos adultos. Si entonces ellos de unmodo u otro estaban ausentes, nadiepodrá ocupar jamás su lugar: ni unamante, ni el mejor de los amigos, ni unmaestro, ni un terapeuta ni un grupo deapoyo... nadie. Solamente tú. Tú eres elúnico ser del mundo que puede brindarteun amor incondicional, una seguridad yuna atención constantes. Solamente tú.

Cuando mi madre conoció a Dick, elhombre con quien ya lleva dieciochoaños casada, su vida se tiñó de colorespastel: melocotón y turquesa. En vez de

entrar como una tromba en unahabitación, se deslizaba como un cisne.En vez de reaccionar con hosco desdénante la felicidad de los demás, secomplacía en la suya. Yo teníadieciocho años y vivía en NuevaOrleans, y recuerdo el alivio que sentí alpensar: «Ahora, ahora tendré la madreque siempre quise. Ahora que ella esfeliz, estará por mí». Lo esperé durantemucho tiempo. Lo esperé, y ahora miespera ha terminado.

Cada vez que la veía, esperaba queella dijera e hiciera lo que dice y hacela madre de mis sueños: que me hicierapreguntas, que escuchara mis respuestas,que se preocupara por lo que a mí me

preocupaba, que recordara lo que habíadicho la última vez que habíamoshablado. Que fuera parte de mi vida.

A veces lo hacía, a veces no. Y cadavez que no lo hacía, yo volvía aenojarme como la primera vez. «Tú noestabas, mamá, cuando yo te necesitaba.Y todavía te necesito. No es justo. Lamadre de Matt le hacía los zapatos.»

Los comilones compulsivos nospasamos la vida esperando. Decimosque esperamos adelgazar, perorealmente no es eso lo que esperamos.Esperamos que la nostalgia se acalle.Esperamos poder deshacernos de lacarga de nosotros mismos. Esperamossentirnos completos. El niño deshechosigue estando deshecho, esperando lo

que jamás recibió. Y en nuestra pocadisposición a escucharlo, lo mismo quenuestros padres no estaban dispuestos aescucharnos, confundimos la nostalgiade estar delgados con la nostalgia de seramados.

Es un error enorme, un error quecambia la vida entera.

* * *

El año pasado, en Berlín, asistí a unasconferencias sobre la posibilidad de quese repitiera un holocausto como el delpueblo judío. Oí cómo un supervivientede los campos de concentración, unhombre llamado Sidney, hablaba de suexperiencia en siete campos de

concentración diferentes durante lasegunda guerra mundial. Dijo que losnazis lo separaron de su familia y lollevaron al primer campo deconcentración cuando tenía diecisieteaños, junto con el que era su mejoramigo desde el jardín de infancia. Undía, mientras estaban en fila esperandoempezar el trabajo, el comandante delcampo se acercó a preguntar al amigo deSidney por qué tenía tan mal aspecto. Elmuchacho se puso de pie y respondió:

—Tengo tan mal aspecto, HerrKommandant, porque tengo hambre. Nonos han dado de comer más quepeladuras de patatas sucias, y eso fuehace tres días.

—No puedo creerlo —dijo el

comandante—. He dado orden de que osalimentaran. Ahora, dime la verdad.¿Por qué tienes tan mal aspecto?

—Estoy diciendo la verdad. No hecomido nada más que peladuras depatata sucias hace tres días.

El comandante repitió la pregunta y elamigo de Sidney volvió a decirle quetenía hambre y por qué. Después de latercera vez, en presencia de Sidney, elcomandante sacó la pistola y le disparóun tiro en la cabeza. Mientras elmuchacho agonizaba, el comandante semasturbó sobre su cuerpo.

Sidney dijo que si pudo sobrevivir alos campos de concentración fue porquese imaginaba viviendo para hablar de

ellos al mundo.—Me pasaba la noches

imaginándome lo que iba a decir cuandosaliera. Esa necesidad de contar almundo lo que sucedió realmente seconvirtió en una obsesión.

Pero cuando lo liberaron, Sidneydescubrió que nadie quería oírlo. Noquerían saber nada de aquello. Nopodían soportar el dolor de saberlo.

Sidney tiene sesenta años. Cuando yolo oí, era la segunda vez que describíalos horrores de vivir en un campo deconcentración. Ni siquiera sus hijosconocían los detalles de su pasado. Esmás, la mayor parte de su charla fuegrabada, porque, como él dijo, su mujertemía por su vida si seguía hablando de

aquello. El trauma estaba tanprofundamente enterrado que su esposatemía que si volvía a sentir todo aquello,la experiencia lo destruiría.

En su maravilloso libro For yourown good [Por tu propio bien] (NuevaYork, Farrar, Straus, Giroux, 1983),Alice Miller dice que para un niño,crecer en una familia que lo maltrate esmás dañino que la experiencia de habervivido en un campo de concentraciónnazi. Mientras que las víctimas de uncampo de concentración puedenidentificar al enemigo, establecercamaraderías entre ellos y saber en cadafibra de su ser que lo que les estásucediendo es horrible e injusto, los

niños a quienes su familia maltrata seencuentran en situaciones intolerables:deben mantenerse inconscientes de susufrimiento. Debido a su dependencia, asu indefensión y a su inocencia, losniños adoran a las personas que losmaltratan. El odio, la desconfianza y larabia se desvían hacia dentro de símismos, en vez de encauzarse haciaafuera, hacia los padres. Ya de adultos,vuelven a actuar y a perpetuar los malostratos por la vía de relaciones absurdasy salvajes, compulsiones y violencia,descargada sobre sí mismos o sobreterceros.

Nuestro comportamiento no es algoque saquemos de un sombrero de copa;la compulsión de comer no es algo que

descienda sobre nosotros. No nosdespertamos una mañana y queremos,repentinamente, comernos cinco pastelesde queso y tres pizzas. Por más que lossentimientos reprimidos relacionadoscon sucesos perturbadores o traumáticospuedan desencadenar nuestro descensoal submundo de la comida, no son suscausas. Aprendemos a maltratarnosporque nos maltratan.

Y aunque no todos los comilonescompulsivos hayan sido maltratados,cada uno de nosotros lleva su carga dedolor proveniente de la niñez. Mientraseste dolor siga siendo inconsciente,continuaremos actuando de maneras quese oponen a nuestras intenciones

conscientes. Pese a nuestro deseo deperder peso, nos atracaremos de comidahasta descomponernos; aunqueanhelemos mantener una relación estableque nos apoye y fortalezca, nosencontraremos junto a personas que noson capaces de reconocer quiénes somosni lo que necesitamos; por más grandeque sea nuestro anhelo de destacarnos enuna carrera que nos satisfaga,seguiremos atados a trabajos que nosaburren y no nos permiten usar nuestrotalento.

* * *

Hacer un duelo significa decirte a timismo la verdad sobre lo que has

perdido, expresar lo inexpresable, noproteger a nadie de ese ser complejoque eres tú. Si te has mostrado siemprecomo una persona agradable y buena,que se ocupa de los demás y jamásmolesta, es probable que decir la verdadte aterrorice. Casi todos los comilonesconvulsivos mentimos, fingimos o nosocultamos porque aprendimos desdemuy temprano que revelarnos comosomos crea distancia, en tanto que laficción y el ocultamiento fomentan unailusión de intimidad.

Nadie quiso escuchar el relato deSidney sobre sus años pasados en loscampos de concentración. No queríansentir el horror de padecer hambre díatras día, de no comer nada más que un

puñado de peladuras de patatas sucias yde ver cómo le disparaban un balazo enla cabeza a su mejor amigo. No queríanir tan lejos. No sabían con qué podíanencontrarse si lo hacían.

A los treinta años, o a los cuarenta, oa los cincuenta, nadie quiere volver asentirse nunca tan vulnerable. ComoSidney, encerramos nuestro pasado enuna habitación, echamos la llave a lapuerta y nos decimos que lo pasadopasó. Como Sidney, podríamos morimossi contáramos nuestra historia ahora,después de tantos años.

* * *

En un seminario reciente, un hombre

dijo:—Yo como por la misma razón que

mi amigo alcohólico bebe.Le pregunté cuál era esa razón.—Por el dolor —respondió.—¿Qué sucedería si dejaras de sentir

ese dolor?—Bueno, como dice mi amigo: «La

cuestión no es si me tomo este vaso ono, sino si me tiro de este puente o no».

La gente acude a los seminarios deLiberación para aprender a perder pesoy a liberarse de su obsesión por lacomida. Yo les digo que coman cuandotengan hambre y que se detengan cuandosu cuerpo ya haya tenido suficiente. Lacompulsión de comer se puede curarsiguiendo algunas orientaciones básicas,

como abastecer tu casa con losalimentos que te gustan, escuchar a tucuerpo, aprender otras maneras dealimentarte además de comer.

Siempre digo que curar la compulsiónde comer es la parte fácil. Deshazte dela obsesión y todavía te quedarás con lasensación de estar atrapado como unniño en una familia dónde no hay nadie aquien acudir ni tampoco a dónde ir,como no sea saltando desde un puente.Una obsesión es algo que congela lossentimientos en el tiempo; cuandotransfieres el dolor de estar vivo aldolor de estar gordo, es como siestrellaras contra el cemento el delicadomecanismo de relojería de tu evolución

emocional. Si cuando tenías cinco añosalguien abusó sexualmente de ti y no selo dijiste a nadie y empezaste a comerde forma compulsiva, cuando a loscuarenta y seis dejes de usar la comidapara consolarte, te quedarás con elmismo terror en bruto que sentiste a loscinco años. A menos que hagas algo conel terror, la tristeza o la rabia, con lossentimientos de abandono o dedestrucción, con los mensajes sobre tupropio valor y tu derecho a ser amadoque recibiste y que interiorizaste; amenos que lleves todo eso a lasuperficie, donde puedas mirarlo yafrontarlo, darle todas las vueltasnecesarias y decidir cuál es su lugarahora, si es que le corresponde alguno,

todo eso seguirá estando arraigado en laterreno de la niñez, donde fue plantado.

Los sentimientos no se vansimplemente porque no tengan nada quever con nuestra situación actual. Asícomo las sombras desaparecen cuandote enfrentas a ellas, los sentimientosdesaparecen cuando les das suverdadero nombre y sólo entonces.

* * *

El duelo es un proceso en el queintervienen la negación, la culpa, lacólera, la pérdida, la desolación, elagotamiento* y —finalmente—laaceptación de las heridas, de lastraiciones, del hecho de que nadie puede

hacernos mejorar con un beso. El duelopor el pasado no es algo que hagamos encontra de nuestros padres; es algo quehacemos por nosotros mismos, aunque laconfrontación con los padres puede ser,para algunas personas, una parteesencial del proceso de sanar.

Tampoco se ha de confundir el duelocon el hecho de perdonar a quienes noshirieron. Muchas personas quieren pasaren vuelo rasante del dolor al perdón,porque el dolor es muy incómodo, y elperdón es dulce. Les parece que hacer elduelo es regodearse en el dolor; elperdón tiene el halo de lo sagrado. Perono hay nada de sagrado en mentir sobrelos sentimientos, y a menos que estemosdispuestos a enojamos con la persona o

las personas que nos hirieron de talmanera que sabemos, sin lugar a dudas,que no nos merecíamos aquel maltrato,el perdón será ficticio. No se puedeperdonar a nadie con quien nunca noshayamos enojado.

El duelo por los años perdidos es unacto de coraje, porque necesita tiempo,y estamos acostumbrados a movemoscon prisas. El duelo puede parecer unatarea de dedicación exclusiva, y con unafamilia que atender, un trabajo quecumplir y una vida que exige nuestrapresencia, es difícil creer que podamosencontrar sitio para algo tan grandecomo el duelo. El duelo requiere corajeporque parece que nos regodeemos en el

dolor; en una cultura que valora el éxitoy los logros, creemos que tenemos quehacer cosas más importantes que llorarpor algo que sucedió hace treinta años.El duelo requiere coraje porquemientras estamos sumergidos en élparece como si nunca fuera a terminar.Y sobre todo, el duelo requiere corajeporque no tenemos idea de qué es lo quevendrá después.

El propósito del duelo no essolamente sanar, ni tan siquiera entenderel dolor, ni únicamente perdonarlo oaceptarlo. Sanar es el paso que hay entreestar de duelo y crecer. El propósito desanar es llegar a estar enteros, y elpropósito de estar enteros es avanzarhacia una visión de la vida en la que

estamos plenamente vivos, conectadoscon lo que nos sostiene, abiertos arecibir y a dar amor. Sanar de lasheridas del pasado es el primer paso.Vivir en el presente es el segundo. Elsiguiente es crear un futuro que preserveel agua y el aire limpios, que respete alos árboles y los pájaros, los leopardosy los delfines, los elefantes y lasballenas, las selvas tropicales y lasnubes.

* * *

Cuando dejé de hacer dieta y empecé acomer de acuerdo con las necesidadesde mi cuerpo, nadie creyó que tendría laaudacia de vivir de tal manera. En los

últimos años, desde que me comprometíconmigo misma a decir la verdad sobremi pasado, veo cómo mis amigos,incluso aquellos a quienes más quiero,dan un respingo y esperan que me callecuando, en el curso de la conversación,algo me toca en una vieja herida y mepongo a describirla.

Incluso para Matt es difícil. Unasnoches atrás, durante la cena, le preguntépor su bar mitzvah.* Me dijo que en vezde ir a la escuela hebrea como todos susamigos, él había ido a una escuelaprivada a aprender hebreo. En vez decelebrar la ceremonia un sábado, comosus amigos, él la había celebrado unjueves por la mañana para que pudieranestar presentes sus abuelos ortodoxos,

que no podían viajar los sábados.—¿No te sentiste raro por ser

diferente de tus amigos?—No, en absoluto —me contestó—.

No tenía ningún sentido celebrar el barmitzvah un día que mis abuelos nopudieran venir.

—Pero eso suena a palabras deadulto —insistí—. No es lo que diría unniño de trece años, que no es tanracional.

Matt hizo una inspiración profunda ylos ojos le relampaguearon. Yo esperé.

—Mira, Geneen, no a todo el mundole parece que hablar de los sentimientosenterrados de su niñez sea una buenaconversación para la hora de la cena.

¿No se te ha ocurrido nunca que estafascinación tuya por el lado oscuro de lavida no es demasiado saludable?

¿Fascinada por el lado oscuro?¿Estoy realmente fascinada por laoscuridad? Visiones de mí mismaregodeándome en el dolor, un dolor quese me pegotea en el pelo, que formamembranas entre mis dedos. Una mujer,en un seminario, me contó que su maridola acusaba de llorar cuando sacaba labasura porque nunca más volvería averla. ¿Es esa la imagen que tiene Mattde mí?

Matt estaba esperando mi respuesta.—Si estoy fascinada por el lado

oscuro, como tú dices, es porque el ladooscuro tiene mucho poder en mi vida. Es

lo que ha dictado gran parte de lo quesiento por mí misma, por mi trabajo ypor mis relaciones, es lo que no hereconocido ni sentido. Cuando másaproximo el lado oscuro a la conciencia,menos poder tiene sobre mí. No megusta revolcarme en el dolor, pero estoydispuesta a hacerlo porque es la únicamanera que conozco de volver a estarentera. ¿Y quién sabe lo que sucederáentonces? Quizá me convierta en laclase de persona capaz de hacerleszapatos a sus hijos.

* * *

Mi madre jamás se permitió reconocerel sufrimiento que sintió de niña. Mi

padre ni siquiera se da cuenta de quehaya sufrido. En vez de expresar sudolor, ambos lo transmitieron.

Después de haber acabado el segundocapítulo de este libro, se lo leí a Matt.Se mostró visiblemente conmovido,pero me preguntó:

—¿Qué va a decir tu madre de todoesto? ¿Y tu padre?

Realmente, ¿qué? Yo seguíadiciéndome que cuando terminara deescribir el primer borrador, podríarevisarlo y cambiar todos los episodiossobre mis padres usando algún otronombre. Nadie lo sabría jamás. Yoquería proteger a mis padres; hoy llevanun vida diferente. Y quería protegerme;tenía miedo de que después de haber

leído el libro no quisieran hablarmenunca más.

Cuando envié a mi madre y a Dick lasgaleradas de Feeding the hungry heart[Alimento para el corazón hambriento],Dick me llamó para decirme:

—No puedes incluir ese pasaje sobretu madre, Geneen; no es justo. Sucedióhace mucho tiempo, y ahora tenemosamigos nuevos que no saben nada deaquella época de su vida. Tú vas aresucitarlo todo. No es justo. De quienestás hablando es de mi mujer.

—Dick —le dije con calma—, dequien estoy escribiendo es de mi madre.Y si esto va a resucitarlo todo, lolamento, pero si estoy escribiendo sobre

eso es porque para mí sigue siendopresente.

Yo no quiero hacer daño a mispadres. Quiero estar con ellos —yconmigo misma— en la plenitud delpresente. Quiero desprenderme delsufrimiento, no llevarlo como unestandarte durante el resto de mi vida.Pero la única manera de hacerlo queconozco es reconocer los sentimientosque encerré bajo siete llaves, y dolermepor ellos. Me parece que el sufrimientose convierte en un estandarte cuando nospasamos la vida reaccionando frente aél, en vez de reconocerlo y dejar que sevaya.

Si yo cambiara las historias para quehicieran referencia a otra persona,

también quien sanara sería otra persona.Si fingiera que lo que me sucedió a mí,en realidad no me sucedió a mí, estaríareforzando mi creencia en que ser amadasignifica estar escondida. Estaríaperpetuando mi vergüenza por habercrecido en mi familia. Einconscientemente, pasaría esavergüenza a mis hijos, y ellos a lossuyos.

¿Dónde termina el proceso?Conmigo. Contigo.Cuando decidamos que el momento es

ahora.

*E n Breaking free from compulsive eating(Nueva York, Signet, 1984), pp. 35-37, se

encontrará una descripción más completa delas comidas que llaman y hacen señas.

*Véase The courage to heal, Nueva York,Harper & Row, 1988, por Ellen Bass y LauraDavis, págs. 57-161, donde se describe elproceso de la sanación.

*Ceremonia judía en la que se reconoce lacondición de adulto a un niño de trece añoscumplidos que ha concluido un curso prescritode estudio del judaísmo. (N. de la T.)

7

SER UNA VÍCTIMA, SER UNA PERSONA

PODEROSA

Estoy bebiendo un vaso de zumo denaranja. Mi madre y Dick comen coposde avena, Matt bebe un té aromatizadocon limón. Estamos sentados en el salónde desayunos del hotel Qaremont, enBerkeley; es el domingo siguiente al Díade Acción de Gracias y éste es nuestroúltimo encuentro antes de que mi madre

y Dick vuelvan a Nueva York.—Geneen —dice de pronto Dick—,

quisiera dar un paseo contigo. Megustaría hablarte de algo.

Se me hace un nudo en el estómago,empiezo a sentir palpitaciones. Noquiero ir con él; ya sé de qué quierehablarme: quiere decirme que no escribasobre mi niñez en mi nuevo libro, enéste. Me siento como una niña pequeña aquien separan a la fuerza de suscompañeros porque se ha portado mal.Pienso en decirle que si quiere hablarconmigo lo haga aquí, en la mesa, enpresencia de todos. Pero como me faltael valor, respondo.

—De acuerdo, vamos.Pasamos junto a la mesa del buffet,

cargada de fruta: tajadas de sandía,rebanadas de papaya, bananas,naranjas... Dick me pasa un brazo sobrelos hombros.

—Geneen —empieza—, Ruth me hadicho que estás escribiendo sobre tuniñez y...

Yo me escapo de su contacto.—... y tengo que decirte que eso me

inquieta mucho. Ya una vez escribistesobre ella... ¿por qué tienes que insistiren lo mismo? ¿No te das cuenta de loque la harás sufrir? ¿No puedes pensaren nadie más que en ti misma?

Lo que quiero es gritarle, volvercorriendo a la mesa. La protegí durantetoda mi niñez, y ahora él quiere que la

siga protegiendo. No. No quiero. No, no,no.

Intento hablar, pero la voz no me sale.—Si tienes que escribir sobre aquello

—continúa Dick—, de acuerdo, perodespués de escribirlo, quémalo. ¿Porqué tienes que avergonzar a tu madre?

Me digo que tengo que recomponermi voz, ya.

—Yo no escribo para avergonzarla,Dick. Escribo porque quiero sanar yllevar adelante mi vida, y porque quieroque otras personas sepan que ellaspueden hacer lo mismo.

—Puedo entender que tengas unproblema; resuélvelo, pero no escribassobre tu madre. Si lo haces, podríasucederle algo terrible.

—¿Como qué?—Podría tener una crisis nerviosa.

Tienes que preguntarte si por la nochepodrás poner tranquilamente la cabezasobre la almohada, sabiendo que con tulibro has provocado eso.

Estamos sentados en el vestíbulo delhotel, en enormes sillones cubiertos deun tela rosada con flores. Con el índice,recorro una y otra vez el dibujo de unade las flores. Estoy enojada, confundida,asustada. La reacción de Dick me pareceexcesiva, pero lo que está diciendo mesuena tan irreal que me pregunto sipodría ser verdad. Una crisis nerviosa.

—Dick, entiendo que te subleve loque estoy haciendo. Me lo esperaba. No

lo hago para herirte, pero no voy a dejarde hacerlo para contentarte. Volvamos ala mesa.

—De acuerdo, Geneen. Simplementepensé que tenía que decirte lo que mepreocupaba. No podría habérmeloperdonado si no lo hacía.

Hago un gesto de asentimiento yvolvemos al comedor, pasando junto alconserje, que nos mira fijamente desdehace diez minutos, junto a la mesa de lafruta, junto a los bollos y los donuts.

Desde el otro lado del salón veo aMatt y a mi madre, muy metidos en suconversación. Matt asiente con lacabeza, con pequeños movimientosinconscientes. La mira con los ojosabiertos, sin pestañear, el rostro

animado por la atención. Yo conozcoesa expresión: cada músculo de sucuerpo da la sensación de que lohubieran puesto allí nada más que paraatender a la conversación de mi madre.

Cuando llego a la mesa, le toco elhombro, y Matt levanta los ojos haciamí.

—Hola. Me alegro de que hayáisvuelto.

Quiero hundirme en sus ojos,refugiarme en aguas seguras. Él extiendelos brazos para incluirme en el círculo.Dick se queda de pie detrás de mimadre. Yo guardo silencio. Mi madreme mira y dice:

—Estás muy alterada, ¿verdad?

Las lágrimas hacen que se me quiebrela voz.

—Mucho. Sí, mucho —me vuelvohacia Dick—. Todo eso podíashabérmelo dicho en presencia de Matt ymamá. ¿Por qué no podían oírlo ellos?

Mi madre también empieza a llorar.Las lágrimas le corren por la cara,estropeándole el maquillaje.

—Tenía miedo de que Ruth sealterase más.

—Le dije que no quería que hablaracontigo —empieza a decir mi madre—,le dije que era capaz de soportarlo sola.

—Él piensa que tendrás una crisisnerviosa si publico lo que estoyescribiendo.

—¿Una crisis nerviosa? Dick, ¿estásbromeando?

—Le he dicho simplemente que no séqué podría suceder si ella publica lo queestá escribiendo —Dick se vuelve haciamí—. En mi mundo, Geneen, la familiaes lo primero. Honrarás a tu padre y a tumadre. Eso es lo que dicen los DiezMandamientos, y eso es lo que yo creo.Vivo según esa norma. La familia essagrada. No importa qué sea lo quepase, no debes hacer nada que hiera alas personas de tu familia.

Está hablando como un hombre quecree que los padres siempre tienen razóny que los hijos siempre se equivocan.¿Estará loco? ¿Lo estaré yo?

Matt me toma de la mano y me lapresiona con suavidad. Me besa en lamejilla, mira a Dick y dice:

—Geneen está honrando a su madre,Dick. Eso es exactamente lo que estáhaciendo, pero la está honrando de lamejor manera que sabe: diciendo laverdad. Su intención no es dañar a Ruth,sino despejar el camino para que las dospuedan vivir su relación en el presente,en vez de estar constantementereaccionando ante el pasado.

—Pero, ¿por qué tiene que escribirsobre eso?

—¿Ha visto usted alguna vez lascartas que le envía la gente que ha leídosus libros? —pregunta Matt—. La

mayoría dicen que Geneen es la únicapersona que entiende por lo que hanpasado, y por eso está dispuesta aescribir sobre unos sentimientos quemucha gente considera vergonzosos. Nose trata de herir a nadie, Dick, sino deayudar a muchas, muchísimas personas.

Mi madre deja de prestar atencióndurante el tiempo necesario para mirarel reloj.

—Siento muchísimo que tengamosque irnos así, pero es que si nosquedamos más tiempo vamos a perder elavión. Todavía tenemos que terminar dehacer el equipaje —me mira y dice—:Ayer, cuando hablamos de esto, entendílo que decías. Entendí tu necesidad deescribir sobre esto y sé que lo

resolveremos todo, sé que las dos nosenfrentaremos a nuestros sentimientos yllegaremos al lugar donde nos sintamosbien. Tengo fe en ti y en mí, de verdadque la tengo. Y te quiero mucho, cariño.

—Yo también te quiero, mamá.Los cuatro nos quedamos frente a

frente. Yo mantengo la mirada porencima de la cabeza de Dick.

—Lamento haberte perturbado,Geneen, pero pensé que era mejordecírtelo que hacerme reproches dentrode un par de años por no habértelodicho.

—Sí —digo—. Adiós, mamá. Tellamaré dentro de un par de días.

—Cuida de mi niña —le dice ella a

Matt, mientras las puertas del ascensorse cierran.

* * *

Cuando tenía siete años y pasaba elverano en un campamento, yo era lacampeona de bolos infantil. Era capazde ganar a cualquiera, hasta a SusieKleiner. Un lluvioso día de julio enHonesdale, Pensilvania, Lebanon Fadishme desafió a una partida y yo acepté. Lapartida se inició de forma bastanteinocente, pero al cabo de un rato,Lebanon dejó caer un bolo y yo le dijeque era mi turno. Ella me contestó queno lo había dejado caer a propósito yque no era mi turno. Yo dije que sí lo

era, y entonces ella se puso de pie. Yotambién me levanté para enfrentarme aella. Lebanon tenía miles de pecas, elpelo como alambre y unos ojos comocuentas con manchitas de color naranja.Tenía un hermano que se llamaba Randy,y su madre aparecía los días de visitacon unos pantalones elásticos de coloramarillo fluorescente y pendientesadornados con bananas de plástico. Elapodo de Lebanon era «Radish»[rábano] y el mío «Genie Bikini». Ahíde pie, mirándola, vi cómo se lefruncían los labios y la boca se le poníablanca; cuando se le contrajeron losojos, me impresionó lo monstruoso de suaspecto. Un momento después, extendióel brazo derecho hacia atrás y,

describiendo un amplio círculo, meabofeteó en plena cara. Me quedéaturdida. Me llevé ambas manos a lacara, que me ardía, y me quedé ahí,mirándola.

Todo el grupo formó un círculoalrededor de nosotras, esperando a verqué sucedía.

—Devuélvele el golpe —silbóMelanie—. Dale su merecido.

—Dale una patada en el culo —megritó Betty.

Y esperaron. Y siguieron esperando.Un par de minutos después, todavía conlas manos en la cara, me fui a la cama,me acosté y me tapé con la manta decolor verde oliva, mirando hacia el lado

contrario donde estaban Lebanon,Helaine y Melanie. Veinte minutosdespués, cuando estuve segura de quenadie me miraba, saqué el paquete deregaliz roja de mi mochila, salí por lapuerta del fondo y me senté debajo delas ventanas de las duchas, a comer y allorar. Después me dije que era unagorda estúpida y que no era nadaextraño que Lebanon me pegara. Peroesa noche, antes de dormirme, reviví unay otra vez el incidente. Esa vez yodevolvía el golpe. Esa vez me sentabasobre la cara de Lebanon, gritándole unay otra vez: Rat-ish, Rat-ish, Rat-ish[ratonil].

* * *

Cuando yo tenía ocho años y vivíamosen la casa blanca y negra de la calleOcho, mi madre me pegó una vez con unpalo. Estábamos de pie en las escaleras;ella estaba furiosa, vociferaba, gritabaigual que Marian Smokman, nuestravecina, cuyos alaridos oíamos a travésde la pared, entre los episodios máslacrimógenos de los seriales de latelevisión. Marian medía poco más deun metro cincuenta, y tenía una barrigaque no lograban disimular sus blusassueltas de estampados llamativos. Usabalápiz de color púrpura para agrandarsela boca, cubriéndose el bigote oscuroque le llegaba casi hasta la nariz. Sumarido, Norman, había instalado un

mástil en el patio delantero, y todos losdías antes de la escuela, aunque nevara,Marian izaba la bandera. Cuandomataron a John Kennedy, la tuvo a mediaasta durante seis meses.

—Pobres chicos —decía mi madrecada vez que oíamos que les gritaba aJoe, Bobbi o Judy.

Mi madre se había enfurecidoconmigo porque había cruzado sola elbulevar Ditmars. Yo me estabaencogiendo, alejándome de ella,andando de espaldas hacia las escaleras.Se me acercaba con un palo en la mano,y yo estaba alerta al palo, a la cara deella, al palo. Cuando llegué al escalónmás alto, lo blandió por encima de micabeza y me lo asestó en el hombro, una,

dos, tres veces. Yo gritaba, pidiéndoleque no siguiera. Ese mismo día, mástarde, bajé de puntillas las escalerashasta la sala, donde ella estaba sentadaen el sillón blanco y negro, haciendo uncrucigrama. Tenía las piernasreplegadas bajo una manta de mohair decolor naranja y rosado. Al vermelevantó los ojos. «Mamá —susurréarrodillándome (ella tenía la bocacontraída en una delgada línea, los ojosclavados en mi boca)—, puedespegarme siempre que quieras, pero porfavor, no vuelvas a hacerlo con unpalo.»

Yo misma me daba asco. Me odiabapor rogarle, por decirle que estaba bien

que me pegara. Más tarde, en mihabitación, decidí que nunca másvolvería a humillarme a mí misma deaquella manera.

Durante los veinte años siguientes nolloré en presencia de mi madre. Noquería darle la satisfacción de dejarlesaber que me había herido. Decidí quepodía reprimir mis sentimientos si no meencogía cuando me tocaba, si no lerespondía cuando me gritaba; asímantendría una brizna de dignidad.Jamás me rebajaría otra vez a suplicar.«Que me pegue con un palo, si quiere.Yo no le hablaré, no moveré unpárpado.» No quería amar a alguien queno me amaba.

Cada vez que sentía que se preparaba

una tormenta en casa, me retiraba de laspartes de mi cuerpo que pudiera estarocupando en aquel momento —de lasmanos y las piernas, de la cara, de losbrazos— y me empequeñecía hastapoder meterme en uno de mis propiosbolsillos.

Cuando se producía la erupción, mequedaba muy quieta, esperaba a quetodo acabara y cuando ella me decía queme fuera a mi habitación y no salieramientras no estuviera dispuesta a pedirdisculpas, desaparecía rápidamente. Unavez en mi habitación, lloraba. Muchasveces, comía galletas y lloraba, o comíachocolate y lloraba. Comida y lágrimas.Lágrimas y comida. Sola en mi

dormitorio, donde nadie podía verme,agotaba las lágrimas y engullía la mayorparte de mi comida. Más tarde hablaba,me movía, hacía los deberes, veía latelevisión... pero las partes de mí querealmente importaban no participaban ennada de todo aquello, y mi madre nopodía llegar a tocarme.

* * *

Yo tenía treinta y cinco años y vivía enla casa de la calle Audrey; acababa deconocer a Matt, y cuando nospeleábamos por algo, por lo que fuere,yo me encogía en un rincón de mímisma, me amurallaba detrás de mi cara,miraba pero dejaba de ver, hablaba con

voz opaca, con los brazos flojos.Primero, él me pedía que no me aislara.Yo no le contestaba. Él volvía apedírmelo, en voz más alta, peroentonces yo ya estaba tan lejos que suvoz me llegaba como si me estuvierahablando desde debajo del agua. Unavez, Matt detuvo el coche en mitad de laavenida Soquel y yo abrí la puerta y mebajé. Un coche dio un frenazo y yo seguíandando sin mirar atrás. Ya no lereconocía.

Una y otra vez, cuando teníamos unapelea, me refugiaba en un rincón dondeél no podía verme ni tocarme. Una nochese enojó tanto por mi silencio queempezó a aporrear el volante; yo mirabadirectamente hacia adelante, leyendo el

anuncio de un restaurante: Larry y EdyBuckwagon: Hamburguesas y Pescadofrito: $6,95, preguntándome qué aspectotendría Edy, cuánto tiempo de casadosllevarían. Matt empezó a vociferar: «Nopuedo aguantar que me hagas esto». Yono decía nada, pero pensaba: «Es igualque mi madre. ¿Cómo llegué aenredarme con alguien que es igual quemi madre? Este hombre no me gusta. Measusta cuando grita así. En el momentomenos pensado, estará tratando depegarme; si me pone la mano encima lomataré. No quiero pasar el resto de mivida con él, es un maníaco. Tan prontocomo lleguemos a casa voy a decirleque se largue».

No podía ser que alguien que megritaba así me amara, y yo no estabadispuesta a amar a alguien que no meamaba.

* * *

Mi madre nos hizo creer, a mi hermanoHoward y a mí, que si sufría era porculpa nuestra. Y nosotros le creíamos.La forma agresiva en que expresaba sudesesperación, el hecho de que vertierasu dolor, como un saco de desperdicios,sobre sus hijos, era culpa de ella.Debería haberlo sabido.

Pero si yo sigo llorando mientrasengullo un paquete entero de regalizroja, si sigo encogiéndome en silencio

en un rincón, si me echo a andar enmedio del tráfico de la avenida Soquel,si Matt me deja porque me niego ahablar con él, eso no es culpa de ella.Yo debería saberlo. Y si no lo sé,entonces tengo que encontrar la manerade aprenderlo.

En algún momento de mi vida tengoque dejar de sufrir por los malos tratos yel abandono. En algún momento de mivida tengo que dejar de ser la hija deuna madre drogadicta para ser una mujerque está conectada con la fuente de supropia vitalidad y que es responsable delas maneras de desdeñarla o deexpresarla que escoge.

* * *

Una víctima es alguien que no tieneopciones, alguien que depende de laprotección de quienes le rodean. Elsentimiento de bienestar —o de falta debienestar— de una víctima proviene delamor o de la falta de amor que recibe desu entorno. Una víctima mira haciaafuera, no hacia adentro, no hacia símisma, en busca de las claves de sussentimientos, de su próxima jugada. Losniños son víctimas. Si a un niño se lohiere, se lo maltrata, se lo viola, lomejor que puede hacer es hallar lamanera de esquivar las heridas, losmalos tratos, las violaciones, y desobrevivir a pesar de ellos.

No éramos nosotros los responsables

de la ebriedad, de la imprevisibilidad,de la deshonestidad de nuestros padres.No fuimos nosotros los responsables sicrecimos como una planta que seretuerce para alcanzar un rayo de luz enun habitación a oscuras. No sabíamoshacer nada mejor. Pero es que tampocolo sabían nuestros padres. Ellos tambiénhabían crecido con padres que pensabanque los hijos nunca tienen razón y quelos padres la tienen siempre, que a losniños se los puede ver, pero no se losdebe oír. Muchos de ellos crecieronesperando que alguien les arrojara unmendrugo de dignidad. Había tíos,soldados, maestros que vejaban anuestros padres; a nuestras madres lesenseñaron a desconfiar de su cuerpo, a

tener hijos, a ponerse siempre en últimolugar. Por todas partes se maltrataba alos niños, pero nadie lo mencionaba. Elalcoholismo estaba muy difundido, perose lo toleraba, se lo respetaba comoalgo viril o se lo consideraba divertido.Cuando un hombre pegaba a una mujer,la estaba poniendo en su lugar; ella se lomerecía ciertamente. Nuestros padrestambién fueron víctimas, como tambiénlo habían sido los padres de ellos.Todos somos hijos de alguien.

No somos culpables de lo que nossucedió de niños, pero somosresponsables de lo que hacemos connuestro dolor una vez que somosadultos. En algún momento de la vida

tenemos que dejar de ser los negligenteshijos de alguien.

* * *

Cuando un comilón compulsivo oyedecir que en vez de hacer dieta puedecomer lo que quiera, su primerareacción suele ser de regocijo. Alivio,libertad, euforia. Una dieta o un plan dealimentación es similar a un padre —o auna madre— autoritario y opresivo quete dice qué es lo que tienes que hacer ycuándo tienes que hacerlo. Las dietaseternizan, en cada uno de nosotros, alniño a quien trataban con desconfianza yrestricciones. Las dietas nos mantienenconcentrados en algo externo a nosotros:

en lo que se nos permite comer, encuándo nos está permitido comerlo, y encuánto es lo que nos permiten comercada vez. Las dietas nos mantienen enrelación con una fuente exterior anosotros —que es la propia dieta— dela cual dependen nuestra sensación debienestar y nuestro sentimiento de lapropia valía.

Cuando somos buenos y seguimos ladieta, nos elogiamos como noselogiaban nuestros padres cuandomirábamos hacia ambos lados antes decruzar la calle. Cuando somos malos ynos salimos de la dieta, nosotros mismosnos regañamos igual que nos regañabannuestros padres cuando le quitábamos lamuñeca a nuestra hermanita. Las dietas

restringen nuestras opciones y perpetúannuestra dependencia. Mucha gente sesiente feliz con sus dietas porque lossentimientos que experimentan mientrasla siguen y se salen de ella son losmismos sentimientos que han tenidodurante toda la vida hacia sí mismos.

Una niña a quien han maltratado creeque es por su culpa; una persona que seda un atracón cree que le falta dominiode sí misma. En vez de enojarse conquien la maltrató, la niña se enojaconsigo misma. En vez de negarse aintentar seguir nunca más una dieta, lacomilona compulsiva se castiga por elatracón que se dio y se pone otra vez adieta.

Al hacer dieta, el enojo y lahumillación los dirigimos siempre hacianosotros mismos. Las dietas y los planesde alimentación permiten a los adultosseguir siendo niños, víctimas desistemas familiares y culturalesopresivos en los cuales se pasan la vidaautocastigándose porque no sonsuficientemente buenos.

Entonces acuden a un seminario deLiberación y yo les digo que coman loque quieran cuando tengan hambre. Ydespués del regocijo inicial, mecontestan que no pueden hacerlo. Si ensu trabajo tienen un horario de comidasrestringido, ¿cómo pueden comer cuandotienen hambre? ¿Cómo pueden cenar

exclusivamente chocolate o cómopueden comer pizza cuando su parejasigue una dieta baja en colesterol?¿Cómo pueden darse el lujo de comer loque quieran, cuando ya están demasiadogordos?

Pero ésas no son las verdaderasrazones. Las verdaderas razones son quesi empiezan a mostrarse buenos consigomismos en relación con la comida, sirealmente se dan permiso para comer loque quieran y después no seautocastigan, entonces resulta que lospadres, los maestros, los amantes, todaslas personas que los han maltratado condesconfianza, cualquiera que los hayaviolado o maltratado, todos aquellos conquienes mantienen un convenio secreto

de no reconocer la verdad, estánequivocados. Al descubrir que son seresdignos de que se los trate bien, dignosde convivir con la compasión y laabundancia, se van abriendo suavementea un viaje de descubrimiento de símismos que les cambia para siempre lavida.

Cuando tenemos la experienciacorporal de saber que nadie sabe mejorque nosotros mismos lo que nos hacebien, queda sembrada una semilla deautonomía, de responsabilidad pornosotros mismos. Las relacionescambian: con los padres, con losamantes, con los compañeros... todasaquéllas en las que la negación y las

mentiras formaban parte de la tramainvisible de la conexión. Una vez quetenemos la experiencia del más tenueresplandor de amor hacia nosotrosmismos, se nos hace cada vez másdifícil sentimos cómodos en relacionesdonde lo único que existe es un ficciónde amor.

No es como si un día te despertaras ydecidieras no ir a visitar a tus padres aFlorida, ni es como si estuvierascenando con tu pareja y en mitad delpuré de patatas decidieras que necesitáispasar unas semanas separados. Loscambios no suceden repentinamente. Nitampoco implican necesariamenteseparaciones ni finales; lo que nosexigen es decirnos la verdad a nosotros

mismos, y después decidimos a vivir deacuerdo con esa verdad.

Liberarse del hábito de comercompulsivamente es un proceso, unproceso radical, porque nos exige quedejemos de ser víctimas. Nos ofrece laelección, la responsabilidad pornosotros mismos. Nos dice que dejemosde esperar que otra persona nos hagasentir mejor.

Liberarse de la necesidad compulsivade comer significa ir contra una culturaque nos alienta a que definamos nuestrapropia valía de acuerdo con criteriosexternos: qué aspecto tenemos, cuántopesamos, qué cantidad de dinerogastamos. Un fabricante de ropa decía:

—Lo que vendemos no son vestidos,es amor. Si podemos convencer a loscompradores de que nuestra ropa lesasegurará el amor, hemos hecho biennuestro trabajo.

La grasa es un industria que muevemuchos miles de millones de dólares.Los centros dietéticos y los programasde adelgazamiento se enriquecen yengordan convenciéndonos de quedebemos estar cada vez más delgados.En la industria de la pérdida de peso nohay nadie que quiera ver cómo nosliberamos.

Pero liberarse es difícil;principalmente, porque por poco que sealo que tenemos ahora, por lo menos

tenemos algo. El cambio, aunque nosproporcione poder, nos asusta. Teneruna madre que nos maltrata es mejor queno tener madre. Una relación sin amor esmejor que nada. En un programa detelevisión sobre hijos adultos de padresalcohólicos, una mujer del público dijoque aunque su relación con su madreestuviera entretejida de mentiras, por lomenos tenían una relación. Y no estabadispuesta a correr el riesgo de perderladiciéndole la verdad. La confrontacióncon los padres es una parte necesaria dela curación. Pero si esa mujer no dice laverdad porque cree que para sobrevivirnecesita la relación con su madre,entonces está viviendo su vida como unavíctima infantil.

Cuando los comilones compulsivosme cuentan que de ninguna manerapueden seguir mis indicaciones respectode la comida porque su pareja está adieta o sus hijos tienen que comer pastelde carne tres veces por semana, cuandodicen que si ellos comen es por culpa delos demás, les respondo que en la vidahay muchas cosas que no podemoscontrolar, pero que nuestra forma decomer no es una de ellas; sin embargoes, eso sí, un reflejo perfecto de lo quecreemos sobre la responsabilidad, laautonomía y la culpa. Debemos darnombre a aquello de lo cual hablamos.Debemos ser específicos. En unmomento anterior de la vida, cuando no

teníamos ninguna posibilidad de elegir ydependíamos completamente de nuestroentorno, la calidad de nuestra vidaestaba más allá de nuestro control.Debemos reencauzar el enojo,colocándolo fuera de nosotros, en vez desepultarlo en nuestro interior cubierto dehelado.

El acto de liberarnos de lacompulsión de comer liberándonos dedietas, reglas, menús y el consiguienteautocastigo, nos permite dejar de servíctimas en un dominio muy importantede la vida. Las habilidades que sedesarrollan en nosotros al liberarnos nosenseñan que nuestro cuerpo es bueno,que nuestros instintos son sabios, quetenemos múltiples opciones, que

podemos confiar en nosotros mismospara recibir la información quenecesitamos para vivir con amor.

La disposición a embarcarse en esteviaje y la perseverancia de llevarlohasta el final exigen coraje y entrega.Los comilones compulsivos tendrían quedejar de culpar de su exceso de peso atodo lo que anda mal en su vida. Y esoes mucho pedir, porque muchos denosotros llegamos a ser comilonescompulsivos como una manera deautoculparnos del dolor quepadecíamos. Si cada vez que mi madreme pegaba yo me comía un paquete degalletas y me sentía gorda y fea, podíajustificar fácilmente la actitud de ella:

«Mamá me pega porque soy gorda y fea.Mamá no está chiflada: sabe lo que estáhaciendo, sabe lo que es mejor paramí». Comer compulsivamente era mimanera de mantener intacto el amor pormi elegante y hermosa madre. A ella nopodía culparla —porque era mi madre yla necesitaba— y, en una interacción enla que no participaban más que dospersonas, aquello me dejaba con unasola persona a quien culpar: a mí misma.

Autorrecriminarme me ayudaba aconstruir un marco de referencia dentrodel cual podía entender lo que estabasucediendo. Me permitía creer que,puesto que yo estaba haciendo algo(comiendo demasiado, siendo egoísta)que hacía que ella me pegara, también

podía hacer otras cosas (perder peso oser más buena) para conseguir que elladejara de pegarme.

El problema con la culpa es que noslleva a centrar la atención en otrapersona, más bien que en nosotrosmismos. Cuanto más nos concentramosen lo que está haciendo, ha hecho opuede hacer esa otra persona para quenos sintamos mejor, tanto menospoderosos nos sentimos. Las fantasíasde venganza tienen su lugar en elproceso de curación: querer hacer dañoa quien nos dañó puede ser un indicio deque estamos dispuestos a pelear pornosotros mismos y a protegemos. Pero elproceso de sanar y de integramos

requiere, en última instancia, que noscentremos en nosotros mismos y queasumamos la responsabilidad decambiar.

Yo me pasé tantos años sin enojarme,tantos años traicionándome a mí misma,diciendo mentiras —«puedes pegarmecuando quieras, mamá, pero no mepegues con un palo»—, tantos añossintiéndome desvalida y devastada ycreyendo que todo era por mi culpa, queenojarme y culpar a otra persona en vezde esconderme en algún rincón de mímisma y no decir nada ya parecía unlogro importante. Para sanar, enojarse esun paso decisivo. Y no menosimportante es actuar en función de laopción que tengo de adulta y que de niña

no tenía: protegerme, establecer límitesclaros respecto de lo que quiero y de loque no quiero tolerar, saber que no tengoque continuar una relación con unapersona que no respeta mis sentimientos,expresar mi dolor o mi cólera... sinculpar a nadie más.

* * *

Hace seis veranos estuve viviendo solaen una casa que era la expresión delencanto y el primor; cuando cerraba lapuerta olvidándome las llaves dentro,tenía que abrir la ventana de atráshaciendo palanca con una lima de uñas,y si no tenía una a mano, era la cuestiónde retorcer los dos clavos que mantenían

en su lugar la ventana del cuarto de bañoy trepar por ahí. Me encantaba aquellacasa, adoraba la forma en que el solinundaba la cocina y las vistas de losjardines desde el dormitorio y la cocina,y el cuarto de baño, y me fascinaban lasestatuas de querubines que se asomabanentre la hierba. Al entrar en la casa, unapared de vidrio dejaba ver el patiotrasero: delphiniums y ciruelos enverano, arbustos que tenían el aspectode collares de diminutas calabazas enotoño e invierno, alfombras denomeolvides en primavera, y en todaslas estaciones los matices del verde:verde musgo, verde esmeralda, verdelima. Mientras yo vivía en aquella casa,un hombre de poco más de treinta años,

de pelo rojizo, con pecas en la nariz y enel dorso de las manos, un hombre aquien al sonreír se le hacían arruguitasalrededor de los ojos, ese tipo dehombre a quien una podría mirardiciéndose «Oh, que rostro tanbondadoso», ese hombre violó a nuevemujeres en cuatro meses, y la última vezque lo vieron fue al final de la manzanaen que yo vivía.

La primera violación sucedió enabril, y para julio, las mujeres de SantaCruz mantenían reuniones semanales enla panadería del centro comercial deEast Cliff Village. Los miembros deldepartamento de policía, organizacionescomo Hombres Anti-violación y

Mujeres Anti-violación, las madres, lashijas, los amantes, maridos y amigos,todos realizábamos intentos frenéticosde educarnos, intentando imaginarnosqué podríamos hacer para detener a eseindividuo, y qué haríamos nosotras, lasmujeres, si a las tres de la mañana nosdespertaba un hombre con una media enla cabeza, y nos decía:

—No te muevas, coño, que te harépicadillo.

Ellen decía que le haría saltar losdientes y le destrozaría la cara con lasuñas.

—Pondría toda la casa patas arriba sifuera necesario, pero ese tío lamentaríahabérseme acercado.

Judith decía que le daría una patada

en los huevos y lo mordería dondepudiera, pero de una cosa estaba segura:el sujeto ese nunca le haría daño, ni aella ni a su hija. Jamás.

Durante esas expansiones yo mequedaba en silencio. En cuatro meses nohabía dormido más de dos horasseguidas; cada vez que el suelo crujía oel refrigerador ronroneaba o un gatotiraba un cubo de basura, yo saltaba dela cama y corría hacia la puerta delfondo, la abría y salía corriendo.Cuando llegaba al final del jardín, medaba cuenta de que el violador no estabaen la casa y de que podía volveradentro. Este guión se repetía dos, tres,cuatro veces por noche. Una vez, me

pareció oír que el violador estaba en miestudio, tomé el teléfono y marqué elnúmero de la policía. Otra noche llamé aSarah a las doce y media, para decirleque me parecía que el hombre estaba enmi casa. Me despertaba seis o sieteveces por la noche, corría hacia afuera alas dos, las tres o las cuatro de lamadrugada.

Entonces Cliff me recordó la clase deautodefensa a la cual se había referidodurante la primavera pasada, aquella enque un instructor vestido con un trajeacolchado que pesa treinta kilos actúacomo un atacante y te agrede, y no dejade agredirte mientras no le das un golpeque lo noquea, que noquearía acualquiera que no tuviera puesto el traje

acolchado. Yo recordaba bien ladescripción de la clase. Cuando Cliff memostró la imagen, en el periódico, delinstructor acolchado, me eché a temblar.Tenía un casco más grande que unacalabaza gigante, con dos agujeros paralos ojos. Yo no quería ni acercármele.Además, me decía en aquel momento, laviolencia genera violencia. Si empiezo atener pensamientos violentos, atraeré ahombres violentos. Cuando le hablé delcurso a mi amiga Lisa, me dijo:

—La violencia se puede detener conamor. Una vez, Elisabeth Kübler-Rossdetuvo a un elefante rabiosos enviandoamor en su dirección.

Sí, me dije para mis adentros, el amor

puede cambiar cualquier cosa... sólo quecuando yo me despertaba a las dos, lastres o las cuatro de la madrugada, miemoción predominante no era el amor.El aspecto más aterrador de mienfrentamiento imaginario con elviolador era lo que me imaginaba queharía si él llegaba a entrar en mi casa.

Tres de la madrugada: Me despiertael ruido de la puerta de entrada alabrirse. De un salto me levanto de lacama, y en la oscuridad distingo a unhombre con la cabeza cubierta con unamedia, que viene hacia mí.

—No te muevas —dice, y yo no memuevo. Me refugio en un rincón de mímisma y borro de mi cuerpo cualquierasomo de reacción. Me quedo allí

tendida, sin hacer nada, sin decir nada,helada sobre el suelo de mosaicos rojosmientras él me aparta torpemente elcamisón de franela, me mete el penedentro, me viola. Horrorizada yconfundida por esta visión, digo a Ellenque me apuntaré con ella al curso deModel Mugging.

La primera noche de clase fueaterradora, lo mismo que la segunda, latercera y la cuarta. Y la quinta. Cada vezque el instructor me atacaba, yo mequedaba paralizada o lloraba. O mequedaba paralizada y lloraba.Finalmente, con el entrenamiento de lainstructora y de las otras mujeres de laclase, aprendí a defenderme. Cuando

terminé el primer curso, me matriculé enel intermedio: dos atacantes contra unamujer. Mis amigas me llamabanmasoquista. Mi quiropráctico me dijoque la espalda se me estaba resintiendopor las patadas de costado, los golpesde tijera y los rodillazos en las ingles.Pero el miedo me estaba encerrandocomo si fuera lava, y yo sabía que teníaque superar aquello rompiéndolo. En latercera semana del curso, cuando unhombre me sujetaba y (supuestamente)otro me violaba, dejé de defenderme, seme aflojaron los brazos, dejé de patear.Me entregué. Por primera vez en mi vidaadulta, me vi de nuevo subiendo lasescaleras hacia atrás, recordé los añosen que me quedaba frente a mi madre

con las manos caídas a los lados,sabiendo que si me defendía recibiríagolpes más fuertes.

La trenza plateada de la instructorame caía sobre la mejilla. Con el rabillodel ojo, alcanzaba a ver la punta de suzapato rojo.

—Mírame —me dijo, y añadió—:Escúchame. Tienes que pelear, Geneen.Te están haciendo daño.

—No me importa lo que hagan. Nopuedo defenderme. No me importa loque me hagan. Es demasiado difícil, sondemasiado fuertes.

Empecé a llorar, con gritos roncos.Uno de los hombres me estrangulaba conuna bufanda roja, el otro me ató las

manos a la espalda.—No sé quién te ha hecho tantísimo

daño, Geneen, pero fuera quien fuese,hizo mal. Nadie tiene derecho a violar aotra persona, jamás. No fue por culpatuya. Ahora, levántate e impídeles quesigan haciéndote daño.

Yo sigo sin moverme. Esto seacabará pronto, pienso. Entonces podrédescansar. Oigo que los hombre hablanentre sí.

—Ésta no se defiende, Mario. A estaidiota podemos hacerle cualquier cosa.

Danielle, la instructora, me toma lacara entre las manos y me obliga amirarla.

—Estás esperando que ellos sedetengan, Geneen. Crees que si eres lo

bastante dulce, o débil, o buena, sedetendrán. Piensas que tú puedeshacerles cambiar de intenciones, comosi su comportamiento tuviera algo quever con la clase de persona que eres.Tienes que dejar de esperar, Geneen,tienes que dejar de esperar que ellos sedetengan. Quien tiene que detenerloseres tú.

Oigo que las otras mujeres de la claseme dan instrucciones, a gritos: «Ponte decostado —vociferan—, patéale loshuevos, métele los dedos en los ojos».

—Vamos, Geneen —insiste Danielle—, deténlos ahora, ya.

Me levanto de un salto, me deshagode la cuerda, me acerco al hombre alto,

que me sujeta por los hombros. Avanzohacia él con la pierna izquierda y con elpie derecho le pateo la entrepierna. Sedobla en dos, le golpeo la cabeza con elcodo, el hombre cae al suelo. El otrodescribe círculos a mi alrededor, mesujeta por la cintura, me arroja al suelo.Lo pateo en el pecho y cae hacia atrás.Me acerco más, le pateo la cabeza yvuelve a caer de espaldas. Sigopateándolo, golpeándolo en la cabeza,en el pecho, en las ingles. Él hace laseñas de KO y suena el silbato.

En Model Mugging* aprendí que paraenfrentarme eficazmente a alguien queestuviera violándome no podía dejarmedistraer por lo que el atacante hiciera.Tan pronto como empezaba a atender a

sus intenciones, sus movimientos, suspalabras, mi poder se desvanecía. Si apesar de estar en presencia de dosfacinerosos de un metro noventa dealtura, me las arreglaba para no perderel contacto con mi cuerpo, con miresolución de protegerme, con miconvicción de que nadie tenía derecho aviolarme y de que sobre cualquiera quelo intentara caería toda la fuerza de mifuria, podía valerme de mi miedo paraluchar como una tigresa de Bengala queve amenazado a su cachorro.

En la vida real, y especialmente si elatacante tiene armas, no siempre esposible ni prudente que la víctima deuna violación se defienda. En Model

Mugging no se enseña que la víctima deun ataque sexual sea un ser débil oculpable en ningún sentido si no sedefiende, sino que como adultas, encualquier situación tenemos más de unaopción. Optar por no pelear es unadecisión que puede salvamos la vida,pero hay que reconocer que es unadecisión. Las víctimas dejan de servíctimas desde el momento en quereconocen su poder, el de decidir.

Y la elección de Model Mugging esque no podemos ser lo suficientementebondadosos, ni esbeltos ni generosos, nitener suficiente éxito ni ser tanatractivos como para que aquellos quenos maltratan dejen de hacerlo. Nopodemos hacer que nadie nos ame. No

podemos cambiar a nadie. No noscorresponde a nosotros herir a quien nosha herido, ni cambiar a alguien que esautodestructivo, ni convencer de que nosame a alguien que no nos ama. Mientrasnuestro bienestar y nuestro sentimientode la propia valía dependan de la genteque nos rodea, seremos niños pendientesdel afecto de nuestro padre, esperandoque nuestra madre nos llame «cariño»,que las maestras nos digan que somoslistos, que nuestros amigos nos admitanen su grupo; estaremos esperando quealguien tenga la bondad de abrir el tensocapullo de nuestro corazón.

* * *

Marjorie es una participante en unseminario de Liberación, y cuenta algrupo que hace cuatro años y tres mesesque cuando come, casi siempre luegovomita.

Le pregunto qué sucedió hace cuatroaños y tres meses.

—Un conocido me violó —responde.—¿Te gustaría contarnos lo que

pasó? —pregunto.Ella asiente con la cabeza y comienza

a hablar.—Fue horrible... yo gritaba y empecé

a patearlo y empujarlo, a morderlo, perono me sirvió de nada porque él era másgrande y más fuerte que yo, de modo querenuncié. Después estaba magullada y

herida, pero no se lo conté a nadie. Noquería que nadie supiera, excepto minovio, que intentó cuidarme yatenderme, pero no había manera. Yo noquería que me tocara. Era virgen antesde que me violaran, y no quería volver atener que ver nada con el sexo. Mi novioy yo rompimos, y empecé a comer yvomitar... cinco o seis veces al día. Porla noche, me paseaba sola por losbarrios peligrosos, comiendo paradespués vomitar en los cubos de basura.No me importaba lo que pudiera ser demí. Pensaba que la violación había sidoculpa mía, que no lo debería haberpermitido, que de alguna manera laprovoqué, que debería haber sido capazde defenderme. Me sentía sucia,

repugnante... como una mercancía usada.—Cuando me hospitalizaron porque

intenté matarme con una sobredosis depíldoras para dormir, leí tus libros. Medi cuenta de que estaba oscilando entrela vida y la muerte, y comprendí quequería vivir. He empezado una terapiacon un terapeuta maravilloso, y hasta hedejado de vomitar durante semanas,varias veces; me ha llevado un tiempoenorme empezar a entender que lo quesucedió no fue por mi culpa. Me sientocomo si hubiera muerto, y me ha costadomucho volver a la vida.

Cuando habla de su niñez, nos cuentaque su padre era alcohólico.

—Hasta que me violaron nunca tuve

en cuenta los problemas que venían demi pasado. Era como si la violaciónfuera el catalizador, y de pronto esainmensa cantidad de odio contra mímisma con que había ido andando por elmundo durante toda mi vida se vertiófuera de mí como un torrente. No podíasoportarme a mí misma. Y aquello decomer y vomitar era la cosa másrepugnante que podía hacer.

—Tú creaste algo que te permitieraodiarte —le digo.

—Estaba tan confundida —responde—. Me sentía tan violada. Papá habíaabusado sexualmente de mi cuando erapequeña y jamás se lo dije a nadie, peromi sensación era que aquello tambiénera culpa mía. Hasta que ese hombre me

violó jamás lo mencioné. Ni lorecordaba siquiera.

No era culpa de ella. Y punto. Pero lamedida en que sane de la heridaproducida por el comportamiento de supadre, y después por la violación, o enque se mate lentamente debido a todoaquello, sí está en sus manos, no en lasdel violador.

Cuando nos han violado, ya seasexual, física o emocionalmente, elproceso de sanar incluye la negación, laconfusión, la rabia, el duelo y laaceptación.* No hay una maneracorrecta de pasar por las etapas quellevan a sanar, ni tampoco hay un límitede tiempo para la duración de cada

etapa. Los sentimientos no se puedensaltar; uno se libera de ellos pasando através de ellos.

Si estás dispuesto a pasar por cadaetapa, a entrar en tus sentimientos en vezde desear que desaparezcan, si tienespor lo menos una persona a quienpuedas contar toda la verdad, alguienque te crea, que te acepte y te ame,puedes salir a la superficie del otro ladode la violación, los malos tratos y elsufrimiento, por más malo que haya sidotodo.

Hay personas que no sanan. Sequedan atascadas en una de la etapas.Les asusta demasiado reconocer lo querealmente sucedió o conectar lossentimientos con los hechos.

Mi amiga Poppie me contó que el mespasado acudió a una primera entrevistacon un terapeuta y que éste le dijo quetenía muchos duelos por hacer. El padrela abandonó en la entrada de la casa deun vecino cuando ella tenía tres años,hace treinta y cinco que no ve a sumadre, y aunque ha estado durantemuchos años en contacto con su padre,sigue estando furiosa con él. Cuandohabla de su padre, empieza muchasfrases diciendo: «Después de lo que mehizo...». Cuando se olvida delcumpleaños de su padre, cuando dejapasar semanas sin responder a susllamadas telefónicas, cuando le dice quese encontrarán a las seis y no aparece

hasta las siete y media, explica:—Después de lo que me hizo, mi

padre no tiene derecho a quejarse pornada de lo yo haga.

Poppie no quiere ni oír hablar deduelo.

—Cuando ese terapeuta me dijo quetenía muchos duelos por hacer, le dijeque yo estoy mirando hacia adelante, nohacia atrás.

Poppie reconoce su pérdida, cuentahistorias sobre Josephine, la vecina quela atiborraba de ciruelas pasas y leataba las manos a la espalda, pero suvoz es tan inexpresiva como un trozo dehielo seco. Por más que reconozca lapérdida, sigue negando su impacto. Sabeque está enojada con su padre, pero su

enojo es un disco rayado que hacetreinta y cinco años que no se ha movidode surco. «Después de lo que me hizo mipadre, después de lo que me hizo,después de lo que me hizo...» En elintento de vengarse de su padre por lasinjusticias que le hizo sufrir en lainfancia, Poppie no llega a fijarse en loque ella misma sigue haciéndose ahoracon su enojo.

Poppie se casó el mes pasado. Es sutercer matrimonio, y ella dice que estámuy enamorada de su nuevo marido.Afirma que jamás ha sido tan feliz.

—Esta es la verdad, Geneen —dice—. Este es el amor de verdad, el que heestado esperando. ¿Qué sabía aquel

terapeuta, de todos modos? ¿Quién diceque tengo que mirar hacia atrás?

Pero el dolor de la infancia no se haido a ninguna parte; sigue estandoencerrado dentro de su cuerpo, impresotodavía en sus células. Cuando elmarido hace algo que moviliza unaconstelación de recuerdos dolorosos, enPoppie se libera la cólera de verseatiborrada de ciruelas pasas en el hogarde un vecino. Cuando el marido se va deviaje y no regresa en la fecha prevista,Poppie puede sentirse como la niña detres años a quien el padre abandonó. Sumarido recibirá el dolor, el azoramientoy la furia de la niña a quien Poppie seniega a hacer lugar, y no entenderá laprofundidad del dolor de su mujer.

Tampoco la entenderá ella misma. Sussentimientos serán tremendamentedesproporcionados en relación con losacontecimientos que los desencadenen.Sospecho que no pasará mucho tiemposin que se vuelva a insensibilizar con lamuletilla: «Después de lo que me hizo,después de lo que me hizo, después delo que me hizo».

* * *

Una amiga de Matt* dice que las parejasinician una relación locamenteenamoradas, llevando una maleta llenade ropa proveniente de sus relacionespasadas, de la adolescencia, de la niñez.Para cuando llevan un par de años

juntas, esas dos personas ya han sacadotoda la ropa de sus respectivas maletas,se la han echado encima la una a la otray han exclamado con total incredulidad:

—Tú no eres la persona de quien meenamoré. Apenas si te reconozco.

No podemos mirar hacia adelante sinmirar hacia atrás.

No podemos tener en el presenterelaciones que nos sanen sin estardispuesto a sanar el dolor del pasado.

Para conseguirlo, tenemos que creerque sanar es posible. Debemos tenermás deseo de sanar que miedo desentir... rabia, dolor, tristeza. Debemostener más deseo de sanar que de tenercualquier otra cosa o cualquier otrapersona.

* * *

En la práctica de la meditación deinsight,* uno aprende a sentarse ensilencio y atender a los sentimientos quese repiten. Preocupación, angustia,miedo. Uno advierte el miedo y lonombra: miedo, miedo. Observa cómose siente el miedo en su cuerpo, cómo secontrae el estómago, la opresión en elcorazón, las tensiones en los dedos delos pies, de las manos, en la cara. Y nose detiene. Sigue inhalando y exhalando,y sigue notando lo que siente: miedo,miedo. Y si presta mucha atención, si sequeda con el miedo y no lo rechazaporque sentirlo es incómodo, pasa a un

estrato más profundo, descubre de quétiene miedo: de no ser amado, de ser unser aparte. Y sigue atendiendo y siguerespirando. Cuando uno está presentejunto a la raíz de su miedo, deja de tenermiedo. Inhala y exhala, no rechaza nada,vive plenamente en el momento. En elacto de vivir plenamente en el momento,de estar vivo para las sutilezas de lasensación y del sentimiento, despiertoante el color, el sonido, la temperatura,la conciencia de la vida tal como es —no como era, no como podría habersido, no como uno quisiera que fuese—,en eso consiste realmente estar vivo.

* * *

Durante los días que siguieron a laconversación con Dick en el vestíbulodel hotel Claremont, me sentí como untrozo de carne magullada. Y lo culpabaa él de eso. Mi mente era uninterminable enredo de cosas que habríaquerido decirle: debería haberle dichoque necesitaba tener cara para hablarmede los Diez Mandamientos, deberíahaberle dicho que tenía que hablarconmigo en la mesa o no decirme nada,debería haber usado la vida de él comoejemplo de lo mismo que estabadiciéndome que no hiciera, deberíahaber sabido protegerme.

El incidente me provocó unainundación de recuerdos de mi niñez en

los cuales me sentía herida y atrapada eincapaz de defenderme. Dick seconvirtió en todas las personas de mivida de quienes no había podidoprotegerme o no me había protegido. Noimportaba que en la conversación con élsí me hubiera protegido. Yo creía quemi dolor era culpa suya y queríadevolverle el golpe. Creía que si hacíaque se sintiera mal, yo me sentiría bien.Si él fuera impotente, yo podría sentirmepoderosa. Me convertí en laquintaesencia de la víctima.

Escribí una carta a Dick, en la cualexpresaba toda mi cólera. Cuandoterminé de leérsela a Matt, le dije: «Esoes todo», y él me contestó:

—Es suficiente.

—¿No puedes decirme nada más?Silencio. Yo debería haber sabido

que no tenía que leérsela. Es tanbuenazo, siempre tratando de«comunicarse», siempre procurandosuavizar las cosas, no desordenar nada,no implicarse en ningún conflicto.

—Tal vez deberías examinar tusmotivos para enviar esta carta —me dijoMatt—. Si lo que quieres es peleartecon Dick y ensanchar la distancia que yaexiste, envíasela. Pero si yo fuera él,estaría tan ocupado en defenderme de tuataque que no podría escuchar la verdadde lo que estás diciendo.

—Entonces, ¿qué se supone que tengoque hacer? ¿Poner la otra mejilla? No

soy justa porque estoy furiosa. Creo quefue una verdadera mierda y quierodecírselo.

—Lo que hizo no fue tan terrible.Sólo hizo lo que podía hacer; estabatratando de proteger a tu madre. Fuehorrible solamente porque te hizorecordar tu pasado. Estás dolida por loque te hicieron hace veinte años, y Dickno tuvo nada que ver con eso.

Tiene razón. Me enferma que tengarazón, especialmente cuando sientotantos deseos de hacer algo que sé queno debería hacer. Quiero enviar estacarta, quiero vengarme. Si a él le duelemás, entonces a mí me dolerá menos.

Matt no deja de mirarme.—¿En qué estás pensando? —me

pregunta.—En vengarme.—Ah —me dice, y su sonrisa deja

ver el espacio que tiene entre los dosdiente de delante—, la forma que tienenlas personas conscientes de hacer frenteal dolor.

—Exactamente —respondo, y porprimera vez en varios días siento que seresquebraja el muro de cemento que meoprimía el pecho.

* * *

Durante una semana seguí furiosa. Enterapia hice el esfuerzo de examinar lossentimientos, antiguos y familiares, queme había movilizado Dick. Por la

mañana meditaba y veía mentalmenteante mí la burbuja de rabia, y lanombraba: «Rabia, rabia». Hablé de esocon Matt, hablé de eso con Sara, loescribí en mi diario, le escribí a Dicktres cartas que no le envié nunca.

Cuando escribí —y envié— la cuarta,la rabia se había convertido en tristeza,y la tristeza en aceptación y apertura. Lacarta era clara y sin asomo de enojo:describía mis razones para escribir ellibro y expresaba el hecho de que supublicación no era negociable. Tambiénexpresaba mi deseo de liberarme delpasado y de tener un relación afectuosacon mi madre.

La vez siguiente que lo vi, Dick medijo:

—Estuve releyendo la carta de Mollyen Feeding the hungry heart. Me sentéen mi estudio y la leí una y otra vez, ylloré. No podía dejar de llorar. No lahabía leído desde hace siete años,cuando salió el libro. No podía soportarel sentimiento de tu dolor, Geneen. Sileo tus palabras, entonces tengo quesentir tu dolor, y me da miedo sentirlo.No puedo soportar la idea de quesufrieras tanto, me hace demasiadodaño. Y me da miedo enojarme conRuth. ¿Me perdonarás que haya actuadocomo un cretino?

Tengo mucha suerte de tener a Dicken mi vida. Es excepcional que un padreo una madre esté en disposición de

hacer un autoexamen tan sincero. Élconsidera lo que digo y está dispuesto aque lo que yo pienso y siento tengaefecto sobre sus acciones. No tienemiedo de admitir que ha cometido unerror. Pero cuando él se disculpó, yo yano necesitaba que se disculpara.

Había expresado la verdad tal comola veía y no me había traicionado.

Había rechazado la responsabilidadpor el bienestar de mi madre y habíadejado de protegerla de las heridas queella ayudó a provocar. Al dejar deculparme de su dolor, había dejado deculparla del mío.

Había terminado el ciclo de lasestaciones de mi sufrimiento y habíasalido de él con el corazón en paz. Un

corazón en paz es lo único que queríapara empezar. O para terminar.

*Para más información sobre Model Mugging[escuela de autodefensa], escribir a ModelMugging of SLO, Box 986, San Luis Obispo,CA 93406, USA.

*Véanse las etapas del duelo en ElisabethKübler-Ross , Sobre la muerte y losmoribundos, Barcelona, Grijalbo, 1989. Sibien es verdad que el duelo por la propia vidadifiere en muchos aspectos del duelo por losaños perdidos, las etapas son similares, y puedeser útil que el lector las conozca.

*Gracias, Annette Goodheart.

*Se hallará una guía para esta forma demeditación en Seeking the heart of wisdom, deJoseph Goldstein y Jack Kornfield, Boston,Shambhala, 1987.

8

SER FUERTE ALLÍ DONDE SE

ESTÁ ROTO

Cuando vivíamos en la calle Ocho enJackson Heights, una mujer que sellamaba Bette Davis vivía en el otrolado de la calle, en un apartamentopequeño y misterioso. Las cortinas erande terciopelo verde con flecos negros yel suelo era una alfombra de peonías.Yo me inventaba cualquier excusa para

ir a visitarla; pensaba que era exóticaporque se llamaba igual que una estrellade cine, porque tenía una lunar en lamejilla derecha y porque el pelo le olíaa agua de rosas. Me encantaba sentarmejunto a Bette en la mecedora, haciéndolepreguntas sobre su vida mientras ellatejía a ganchillo cuadrados de hiloblanco y amarillo. Le preguntaba dóndehabía nacido, si quería casarse, quéhacía en su trabajo. Bette tenía veintiséisaños, trabajaba como azafata en EasternAirlines y yo quería que fuera mi madre.

Después de irme de su apartamento yvolver a casa, soñaba despierta concómo sería mi vida si Bette fuera mimadre: ella no me gritaría, yo tendría unlunar en la mejilla derecha, la vida

olería a verano.Cuando me convertí en bailarina, con

leotardos de color celeste y un tutú conlos tonos del arco iris, quería queSandy, mi maestra de baile, fuera mimadre. Ensayaba sin cesar la manera decaminar de un pato porque quería llegara hacerlo como ella, y me rizaba el pelopor delante de las orejas para peinarmecomo se peinaba su hija, Chloe. Cuandoella me invitaba a cenar y servía jamóncon piña, yo levantaba la nariz y me locomía, por más que nunca hubieracomido jamón en mi vida y meinquietara que Dios pudiera castigarme.Y quería que Sandy me llamara«cariño» y que a la hora de acostarme

me leyera La isla de los delfines azules.Cuando mataron a John Kennedy,

quería que Jackie fuera mi madre.Quería ser famosa como Caroline yJohn-John, y mostrarme valiente frente ala tragedia.

En la escuela secundaria, quería quela madre de mi novio Ray fuera mimadre; ella ponía todas las noches unplato en la mesa para mí, me preguntabapor mis deberes y llenaba elrefrigerador de fresas y batidos, queeran mi sustento cotidiano.

A la madre de Jill, yo le regalabavelas aromáticas con forma de duendes,porque era hermosa y coleccionabavelas y yo quería que me quisiera.

La madre de Mark me hacía

bizcochos de mantequilla y me escribíacartas cuando yo ya estaba en launiversidad. Además, me decía que eralista y se enorgullecía de mí.

A la madre de Nona le pedíaconsejos sobre mis relaciones conchicos y sobre anticonceptivos.

Cada vez que hacía una amiga nueva,quería incorporarme a su familia. Queríaformar parte de una camada dechiquillos con un padre y una madre quecenaban juntos, pasaban los domingos enel Museo de Historia Natural y se iban aacampar al lago George en el verano.Quería estar dentro del resplandor deuna familia afectuosa. Quería ser casicualquiera, menos yo, y tener casi

cualquier familia, menos la mía.

* * *

Durante un año, entre los doce y lostrece, fui a la escuela dominical deltemplo Beth-El. La señora Bernstein noshablaba de Moisés y Jacob, de Ruth yNoemí, del Faraón y la matanza de losprimogénitos, y comíamos pan ázimopara la Pascua, y soplábamos el shofar[un cuerno de carnero usado comoinstrumento de viento, que se hace sonaren la celebración del Año Nuevo judío]durante el Rosh Hashanah. El rabinoWeisman nos contaba cuentos mientrasestábamos sentados en el templo, en loslargos bancos de madera, con lo libros

de oraciones guardados en bolsas deterciopelo azul.

«Había una vez, hace mucho,muchísimo tiempo, un rabino que llevó asu aldea un gran árbol situado a unamilla de distancia. Dijo a la gente delpueblo que ese era el Árbol de lasPreocupaciones, y que de él podíancolgar todas las que tuvieran. La gentesacó sus preocupaciones de los bolsos.Algunas personas las llevaban atadas alargas tiras de tela roja y blanca; los quetenían pocas preocupaciones las cosíana cuadraditos de seda azul. Se necesitómucho tiempo para que los aldeanoscolgaran sus preocupaciones, y duranteun rato pareció que hubiera demasiadasy que las ramas no fueran suficientes,

pero finalmente todos los bolsosquedaron vacíos y el árbol parecía unarco iris líquido, de tantos colores quetenía, todos meciéndose en la brisa. Lagente de la aldea se pasó el día jugando,cantando, comiendo y conversando. Alfinal del día, el rabino dijo: «Ahoradebemos regresar a casa. Cada uno devosotros debe llevarse uno de losconjuntos de preocupaciones del árbol.Podéis escoger las que trajisteis convosotros o llevaros las de otra persona.¿Qué preocupaciones escogeréis?».

A esas alturas del relato, yo estabapensando que si Glenna y yoestuviéramos ahí, yo me llevaría laspreocupaciones de ella, porque sus

padres estaban en casa todas las nochesy la sacaban de paseo los sábados por latarde. O escogería las preocupacionesde Randy, que no daba la impresión deque tuviera ninguna; las suyasprobablemente hubieran estado cosidasen un trocito de seda azul tan ligero queel viento se lo habría llevado.

—¿Y qué os parece que hizo lagente? —preguntó el rabino.

—Yo apuesto a que se armó un granlío —respondió Ronald Smith— porquenadie podía decidir qué preocupacionesllevarse, o tal vez todos quisieran las dela misma persona.

—No —dijo el rabino—. Todosquerían las mismas que habían traídoconsigo. Nadie quiso hacer cambios.

Yo habría cambiado, pensé.Seguramente habría cambiado.Cualquier vida salvo la mía, cualquierfamilia que no fuera la que tenía. Creíaque mis preocupaciones eran las únicasde verdad, y que tener las de cualquierotro no sería ningún problema.

Pero he cambiado de opinión.Hemingway dice que el mundo nos

rompe a todos y que algunos somosfuertes en los lugares rotos. El propósitode sanar es que seamos fuertes allídonde estamos rotos.

De niña yo me creaba un mundopropio porque no sentía que el mundoque viví fuese mi hogar. Escribíacuentos sobre planetas con anillos de

color púrpura, poemas sobre plumas ycolibríes. Cuando tenía doce años,escribí mi primer libro. Me convertí enescritora.

De niña aprendí a oír lo que no sedice, a trepar detrás del rostro de mimadre, de los ojos de mi padre. Aprendía ver donde otros sólo miraban. Meconvertí en maestra.

Aprendí que nada era lo que parecía,y aprendí que el dinero no hacía feliz anadie. Aprendí lo que son la muerte y laviolencia, la estafa, la mentira y el robo,y aprendí lo que son el humor, ladecisión, el aguante. Me rompí en diezmil pedazos. Lo que soy en la actualidades el resultado de la forma en que mereconstruí a partir de esos pedazos.

Cuando me di cuenta de que, ademásde la dieta, había otra manera de dejarde ser una comilona compulsiva, puse elsiguiente anuncio en el periódico:«Grupo de apoyo para mujeres quecomen compulsivamente. Creo que esposible dejar de hacer dieta y perderpeso, y también aprender a nutrirnos nosólo de comida, y creo que es posibledescubrir para qué utilizamos la comida.Si os gustaría participar en estosdescubrimientos, llamad a Geneen al425 11 85. El precio es de un dólar pornoche durante diez semanas».

Diez mujeres llamaron para anotarseen el grupo. Como yo no tenía lugar,pregunté a mis amigos Sue y Harry si

podía reunir al primer grupo en su casa,que estaba en un camino de campo, enAptos. Para comodidad de ellos, yporque la casa era difícil de encontrar,dije a las mujeres que las esperaría en elbar del centro comercial de la aldea deAptos y desde allí iríamos andando acasa de Harry y Sue.

Como yo pesaba dieciocho kilos demás y quería estar presentable para laprimera sesión, decidí hacerme unapermanente dos días antes de la primerareunión. Tuve que dormir con los rulospuestos durante dos noches porque tengoel pelo muy fino y las permanentes nome agarran bien, y cuando volví a lapeluquería la tarde anterior a la primerareunión del grupo me encontré con que

el peluquero había tenido que sometersea una operación de urgencia, de modoque tuve que dormir una noche más conlos rulos.

Saludé a diez mujeres a quienes noconocía frente al bar del centrocomercial y les dije que yo era su guía.

—Soy yo quien dirigirá el grupo —dije, y me quedé ahí, temblando en lanoche de noviembre, con mis rulospuestos y mis dieciocho kilos de más. Auna de las mujeres se le abrió la boca.Otra dijo:

—Muchas gracias. Yo me voy.Los años que pasé haciendo dietas y

atracándome fueron el infierno en vida,pero el camino que seguí cuando me di

cuenta de que la compulsión de comerera mi amiga me enseñó a creer en mímisma, a reírme de mí misma, a tenercoraje, a correr riesgos, a entrar en lavida con más profundidad de la quejamás creí posible. He usado el dolor dela compulsión como una vía hacia lo quehay en mí de inexpresable; él me hadado compasión por las otras personasque luchan con la comida, me haproporcionado un sistema para entenderla confianza, el miedo, la nutrición y lasatisfacción. Los puntos más débiles quetenía de niña son hoy, para la adulta quesoy, algunos de mis puntos más fuertes.Y son fuertes ahora porque antes fuerondébiles, no a pesar de ello.

No es la herida lo que determina la

calidad de tu vida, sino lo que haces conesa herida: la forma en que la tienes, lallevas, bailas con ella o te sepultasdebajo de su lápida.

Nadie sabe dónde nacen lo sueños, niqué es lo que otorga a la gente ladecisión de seguirlos. El padre deLucille Ball murió cuando ella teníacuatro años. Su madre volvió a casarse,pero envió a Lucille a vivir con unosparientes que le pusieron al cuello uncollar de perro y la ataron a un árbol enel fondo del jardín para que no seescapara. Mientras su cuerpo estabaatado, su mente vagabundeaba. Seinventó un amigo llamado Sassafras, quela consolaba y le decía que sería una

famosa estrella de cine.La vida es lo que te sucede mientras

convives con las heridas. No es cuestiónde sacar del medio las heridas para,finalmente, poder vivir. Las heridasjamás se borran de forma permanente.Somos seres frágiles, y hay días en quese nos vuelven a abrir.

En enero del año pasado, Matt y yofuimos a Phoenix. Mientras él esperabaque salieran las maletas, yo me fui almostrador de American Airlines paracomprar un billete para otro viaje. Lacola era larga y estuve esperando mediahora. Matt y yo no habíamos acordadoquién esperaría a quién y dónde.Después de haber terminado lo que teníaque hacer, me quedé esperando que

apareciera Matt. Pasaron quinceminutos, veinte, treinta. He aquí lahistoria que me conté a mí misma: «Élse ha olvidado de mí. Se ha ido delaeropuerto, y yo no sé el nombre delhotel donde nos alojaremos, ni siquierala ciudad. Quizá no sea en Phoenix, sinoen Scottsdale. No importa. Tomaré untaxi hasta un hotel del aeropuerto, iréllamando a mi contestador automático aver si él llama, y en algún momento deesta noche nos comunicaremos. Y entodo caso, no importa, de todas manerasmañana estaré volando de nuevo».

¿No importa? El corazón me latía atoda prisa. Me sentía aturdida porquepensaba que Matt se había ido sin venir

a buscarme, pero hice lo que habíahecho de niña: concentrarme en cómocuidarme sola y hacer como si nada detodo aquello importara. Una vezdecidido eso, se me ocurrió hacer que lollamaran por el altavoz del aeropuerto,en un último esfuerzo por encontrarlo.En menos de tres minutos apareció anteel mostrador de American Airlines.

—Creí que te habías olvidado de míy te habías ido del aeropuerto.

—¿Creíste qué?—Que te habías olvidado de mí.—Estás bromeando, ¿no? Vivo

contigo, me acuesto contigo, hablocontigo todos los días de mi vida... yestoy lidiando con los trece bultos de tuequipaje. ¿Cómo podría olvidarme de

ti? He estado una hora y cuartoesperándote junto al mostrador deequipajes.

—Oh.Soy una persona que se siente

abandonada con facilidad. Hace tresaños, dejé de hablar con Matt cuando élestaba a punto de irse de viaje. Entoncescreamos un ritual de «alejamiento», queconsistía en sentarnos media hora, el díaantes de que él se fuera, a hablar denuestros sentimientos. Los míos eransiempre los mismos: le decía que si meamaba no me dejaría, y que si medejaba, no podía amarme, y si él no meamaba, yo no quería volvermevulnerable amándolo. Matt me decía que

no era mi madre ni mi padre, que en dosdías estaría de regreso, me decía que meamaba. El ritual funcionó durante unaño. Después mis sentimiento sevinieron abajo y empecé a creardistancia cuando él regresaba.

Las heridas nunca cicatrizanpermanentemente. Ser una persona quefácilmente se siente abandonada, tecambia de año en año, según el grado deconciencia que tengas de ese aspecto deti misma. ¿Cuánto estoy dispuesta aarriesgar? ¿Cuánta paciencia estoydispuesta a tener? ¿Qué compasiónpuedo conceder a la parte de mí queeternamente tiene miedo de que laabandonen?

La forma en que trabajo con mi miedo

al abandono va trazando las curvas y loscolores de mi vida de la misma maneraque un río da forma a la pared de uncañón.

Sanar es abrir nuestro corazón, nocerrarlo. Es ablandar y suavizar loslugares de nuestro interior que noquieren dar cabida al amor. Sanar es unproceso. Tiene que ver con columpiarseincesantemente entre los malos tratos delpasado y la plenitud del presente, y conestar cada vez más tiempo en el ahora.Es ese columpiarse lo que nos vasanando, no el hecho de quedarnos en unlugar o en el otro. El objetivo de sanarno es ser eternamente feliz; eso esimposible. El objetivo de sanar es estar

despierto. Y vivir, en vez de morir,mientras se esté vivo. Sanar tiene quever con estar al mismo tiempo roto yentero.

* * *

Cuando al año, o a los tres, o a los diezaños nos damos cuenta de que somosdemasiado vulnerables para el mundo enel que vivimos, nos envolvemos en unaescayola protectora donde dibujamoscosas bonitas y escribimos nuestronombre, y donde dejamos que otraspersonas hagan lo mismo. Cuando noshacemos mayores, no hay un centímetrocuadrado del yeso que no esté lleno decolores y nos hemos acostumbrado tanto

a sentirlo y hemos tomado tanto apego alos dibujos que hicimos que nosolvidamos de que debajo está nuestrocuerpo.

Cuando nos damos cuenta de lopesado que es el yeso, que nos aplastalos huesos y limita nuestrosmovimientos, cuando nos damos cuentade que esa forma infantil nos va pequeñay ya no la necesitamos, la tarea deserrarla para quitárnosla parece taninmensa y dolorosa que no sabemos sivaldrá la pena. Especialmente cuandoadvertimos que casi todas las personasque conocemos o que vemos andan porel mundo dentro de su escayola. Y todasestán tan dedicadas a admirar e inclusoa envidiar las escayolas ajenas, que uno

se pregunta si no estará imaginándosecosas. «Tal vez esto sea realmente mipiel», nos decimos. «¿Cómo puede serque todo el mundo sea tan feliz con elcuerpo cubierto de yeso?» Y nossentimos tan solos como nos sentíamosde niños.

Aunque la mayoría de la gente no locrea, la compulsión de comer es el yeso,no la herida.

* * *

Hace cinco años recibí una llamadatelefónica de Karen Rusell, una mujer deVancouver, en la Columbia Británica,que quería participar en un seminarioque yo iba a dirigir en Santa Cruz.

Cuando le pedí que me hablara de símisma, me dijo que había leídoBreaking free y la había conmovidomucho.

—Peso 190 kilos —me dijo.Para ese seminario ya no quedaban

plazas, pero le dije que si había algunacancelación la llamaría.

Cuando corté la comunicación llaméa Sara, que iba a dirigir conmigo elseminario, y le hablé de la llamada deKaren.

Sara me preguntó si había trabajadoalguna vez con alguien que pesara másde 150 kilos.

—No.—¿Qué aspecto tiene alguien que

pesa 190 kilos? —continuó.

—No sé —respondí—. Y estoypreocupada por su comodidad... No sési puede sentarse en una silla, nitampoco qué expectativas debe tener. Esun viaje muy largo para un seminario dedos días. Tal vez debería recomendarlea alguien en Vancouver.

Dos días después recibimos unacancelación para ese seminario.Entonces llamé a Karen y le comentémis preocupaciones. Me dijo que queríavenir, y me pidió que considerase laposibilidad.

—Perfecto—le dije—. Te veré elsábado en Santa Cruz.

He aquí su historia:

Cuando cumplí 37 años pesaba 192

kilos, de acuerdo con la báscula paramercancías de la estación terminal decamiones de Johnson. No podíacomprarme ropa ni siquiera en lastiendas especializadas en tallasgrandes, porque llegaban hasta la 52y la mía era la 60. Mi guardarropasestaba formado por tres caftanes queme había hecho hacer especialmente(uno azul marino, otro negro y elúltimo marrón), con una costura rectaen los lados y aberturas para lacabeza y los brazos. Calzaba unaespecie de chinelas tanto en inviernocomo en verano, porque no podíainclinarme para atarme los cordonesy los zapatos de vestir no resistían mipeso. No tenía abrigo, pero eso no

importaba, porque de todas manerasapenas salía de casa. Por la mañaname las arreglaba para levantarme, meiba a la cocina a atiborrarme decomida y me instalaba en mi silla delcuarto de estar, reconfortada por laidea de estar rodeada de comida. Eltelón de fondo de mi vida era el ruidomonótono de las telenovelas. Mi vidaera la que tomaba prestada de mimarido y mis hijos, que eran misbrazos y mis piernas, y mi ventanahacia el mundo exterior. Para ir acualquier parte, iba en coche. Elcoche se convirtió en parte de miaislamiento, en mi armadura y miprotección. Solía conducir por la

ciudad comiendo para sofocar elenojo, la culpa, el dolor... comiendohasta que ya nada más me importaba.

Chip, mi hijo de quince años, juegaal béisbol. Durante ocho años, cadatemporada yo iba en coche al campoa verlo jugar. Fui a casi todos lospartidos, pero los veía desde elseguro aislamiento del coche.Siempre escogía cuidadosamente ellugar donde aparcaba: lo bastantecerca como para ver el partido, perolo bastante camuflada como para quelos otros niños o su padres nopudieran verme. Quería estar allí,pero no quería correr el riesgo deavergonzar a Chip o de sufrir lahumillación y el rechazo que yo sabía

inminentes si abría la puerta aunquefuera unos centímetros. Me ponía lomás cómoda que podía y veía elpartido con la provisión de pizza,bebidas gaseosas y golosinas quesiempre me acompañaba.

Intenté liberarme de mi estado de«inexistencia» centenares de veces.He visto docenas de médicos. «Hagaejercicio», me dicen. «Huya de lamesa tres veces al día.» Acudí a unareunión de una asociación paraadelgazar en la que a una señora lehicieron usar orejas de cerdomientras duró porque esa semanahabía sido «mala» y había aumentadoun kilo. En otra organización te

aplaudían si habías sido «buena», yentre todos los que no habían perdidopeso esa semana se creaba unincómodo silencio. No volví nunca aninguno de los dos grupos. Tambiénprobé con muchos otros, pero todoslos mensajes que recibí eran losmismos: «Eres débil, indisciplinada,perezosa... No eres nada brillante y tuintegridad es cuestionable... No eresdemasiado inteligente... No puedesconfiar en ti misma... Aquí tienes lasreglas. Confía en nosotros, quesabemos lo que es mejor para ti. Note salgas fuera de estas líneas». Lointenté y fracasé tantas veces que mesentía agotada y lo único que queríaera acabar con todo eso.

Una mañana, mientras estabasentada en mi silla, frente altelevisor, empezó un programa en elque tres invitados hablaron de losproblemas relacionados con elexceso de peso, y me interesó.Durante ese programa, desde el nivelmás frío de mi embotamiento, sentíalgo cálido. Geneen hablaba en undialecto que mi corazón conocía bien;me conmovió profundamente quealguien entendiera dónde meencontraba yo, y hablara de ello porla televisión, con compasión yelocuencia.

Después del programa,telefoneando a las librerías de la

ciudad, conseguí un ejemplar deBreaking free. Lo leí y lloré, y volvía leerlo y a llorar. Llamé al despachode Geneen y dos semanas despuéssalí de Vancouver en un autobúsrumbo a San Francisco.

Uno de los conceptos másconmovedores que pude captar en elseminario fue que no hay fracasos eneste proceso; no hay «lo correcto» y«lo incorrecto». Yo había estadocontemplando mis conflictos con lacomida de una manera rígidamentelineal, cuando en realidad son másbien como una espiral. Como saltarde un avión, tirar de la cuerda ydescubrir que no hay paracaídas...pero que tampoco hay suelo. Es un

proceso de profundización, y me dicuenta de que quería estar despierta yviva para realizarlo. Decidíreemplazar el juicio por la concienciacon tanta frecuencia como pudiera. Envez de decirme «Estúpida, lo hasarruinado todo, es que no tienesremedio», me diría «Aja, estáscomiendo sin tener hambre... ¿qué eslo que te pasa?».

En el pasado, cada vez que algome dolía demasiado, hacía lasmaletas y me iba de mí misma porquetemía que la vivencia del miedo medevorase viva. Ahora me hecomprometido a quedarme conmigomisma y a dejarme bañar por el dolor

o el miedo.Tres años y medio después, aún

sigo en el proceso de liberación. Esteviaje me ha llevado a algunos lugaresque cortan el aliento, y vivoconscientemente mucho más tiempode lo que jamás creí posible.

He perdido 125 kilos. Laprimavera pasada me compré porprimera vez un par de tejanos yademás camisetas, jerséis, zapatos yblusas. Tengo un trabajo que mesatisface junto con personas que sevan haciendo amigas mías. Ahoraaparco el coche y me paseo por losbosques a lo largo del río Cowichan.Salgo del coche para pasear al sol.Soy la madre del equipo de estrellas

de Chip y la secretaria de laAsociación de Béisbol. Ahora meencantan los colores, la ropallamativa y las montañas rusas.También he tenido momentosdifíciles. Han salido a la superficiealgunas cosas que necesito trabajarcon ayuda, y me he puesto en terapia.La verdad es que algunas semanas laterapia es dolorosa. Cada vez voydescubriendo mejor que si puedorelajarme y ablandarme en vez deatrincherarme contra él, el dolorcambia de color y de intensidad y nonecesito comer para que se me hagasoportable.

* * *

Pasé un día con Karen. Quería saber quéfue lo que estableció la diferencia.Quería saber por qué, después de treintay siete años de intentos de perder peso yde sentirse una fracasada, pudo venir aun seminario de dos días de duración ypasarse los tres años y medio siguientespracticando lo que había aprendido allí.Quería saber por qué, con 190 kilos, nola abrumó el miedo durante el primermes de comer lo que quisiera, cuandovio que estaba aumentando de peso y noperdiéndolo.

—Me despertaba todas las mañanascon dolores en el pecho —me dijo—.No podía caminar más de cincuentametros sin sofocarme y tener que volver.

No quería matarme, pero quería quealguien me aceptara sin ningúncomentario. Cuando te vi por televisión,fue como si me diera cuenta de quehabía estado exiliada de mi patria yalguien estuviera hablando mi lengua,diciéndome que podía regresar a casa.Cuando leí tu libro, lloré por primeravez en veinte años. Me estaba muriendo,Geneen. Para mí no había otra opción.

Mi amiga María, que también trabajacon personas que comencompulsivamente, enseñándoles aaceptar la comida y dejar de hacer dieta,dice que Karen debe de tener un yo muyfuerte que le permitió seguir adelantecon lo que había aprendido durante elfin de semana del seminario. Dice que

debe de haber tenido una persona que laamó de pequeña, quizás una canguro.Alguien que le enseñó que era querible,que le dio la fuerza y la resoluciónnecesarias para cuidar de sí misma.Cuando le pregunto por eso a Karen, medice que no fue un afecto temprano; fueno tener otra opción. Fue saber que seestaba muriendo.

El primer paso del cambio, para uncomilón compulsivo, es reconocer ladesesperación, darse cuenta de que lasopciones que hace diariamente sonopciones de vida o muerte, y tomas ladecisión de vivir.

Nos volvemos compulsivos con lacomida porque tenemos algo que

ocultar, algo que nos parece peor queestar gordos o comer de formacompulsiva. El proceso de liberarse dela compulsión de comer consiste enseguir comiendo normalmente parapoder descubrir qué es lo que nosocultamos. Pero mientras no creamosque la compulsión de comer significaalgo, mientras no dejemos de restarleimportancia como una obsesiónaceptable de la que podemos liberamosa fuerza de voluntad, con un batido deproteínas o sometiéndonos al bisturí delcirujano, mientras no nos demos cuentade que la compulsión es la escayola y nola herida, mientras no entendamos quenos estamos muriendo, no tendremos lainformación que necesitamos para

decidirnos a vivir.Los alcohólicos y los drogadictos

pierden visiblemente la vida a causa desus adicciones; se estrellan con elcoche, se perforan los brazos conagujas. Los comilones compulsivos nosaben cuándo están tocando fondoporque es raro que su vida sea un totaldesbarajuste. Después de haberseatracado todo el día van a buscar a sushijos a la escuela, van a trabajar tras«purgarse» tres veces durante lamañana, se ocupan de los amigos, delcónyuge, de la gente que los necesita.No se les confunden las palabras, sucoordinación motriz está intacta; songente de fiar, prudente, solidaria. Los

alcohólicos tienen un comportamientomás notorio; los que tocan fondo y tienenla suerte de saberlo, disponen de unaoportunidad para reflotar. Loscomilones compulsivos se ahogancuando no hay quien esté mirando,porque no quieren molestar a nadie.

Ayer hablé por teléfono con unamujer —Rachel— que ha seguidodurante dos años las indicacionesdietéticas,* y aunque le complace nohaber aumentado nada de peso, lo queella querría es perderlo. Le pregunté siera verdad lo que decía, esto es, queseguía las indicaciones.

—¿Comes solamente cuando tieneshambre, y te detienes cuando has comidobastante? —le pregunté.

—No —me dijo.—¿Por qué no?—Tengo miedo de lo que sucedería si

perdiera peso. Quién sabe cómocambiarían mis relaciones, o mitrabajo... He estado en montones deprogramas para perder peso, y en elmomento en que se ponen difíciles, yono quiero hacer el trabajo. Entoncesempiezo a pensar que el programa nofunciona, y finalmente me paso a otro.

Una alcohólica que hace pedazos elcoche y a quien arrestan por conducirbebida no puede darse el lujo de pasarsea otro programa. Su adicción la acorralaen un rincón donde las comparecenciasen tribunales y el derrumbe de sus

relaciones la siguen como un reguero desangre seca, hasta que tiene que haceralgo al respecto... o morirse.

Los comilones compulsivos no tienenuna urgencia manifiesta que losprovoque o los inspire. Ellos no escogenentre la vida y la muerte; escogen entrecomerse un helado o beberse un batidode proteínas licuadas. O por lo menoseso parece.

Y aunque las consecuencias de estardiez o quince kilos por encima de tupeso no son las mismas que las deconducir borracho, los comilonescompulsivos se van muriendo poco apoco cada vez que comencompulsivamente. La opción esexactamente la misma para todos

nosotros... alcohólicos, drogadictos,fumadores de cigarrillos, comilonescompulsivos: ¿Quiero vivir mientrasestoy vivo y abrazar lo que me sostiene,o quiero morir mientras estoy vivo yabrazar lo que me destruye? Si escojo lavida, ¿dónde está lo que necesito sanar?¿Cuáles son mis secretos? ¿Que partesde mí no he estado dispuesto areconocer? ¿Qué imágenes, quépesadillas, qué palabras me dan másmiedo?

* * *

El padre de Karen sufrió una crisisnerviosa cuando ella tenía doce años, yla madre lo recluyó en una institución

para enfermos mentales. Un día ellaregresó de la escuela y él no estaba. Nohubo cartas ni llamadas telefónicas.Karen jamás volvió a verlo. Y empezó acomer en exceso.

—Cuando estaba sola, la comida erami mejor amiga. Cuando echaba demenos a papá, la comida me consolaba.Cuando me enojaba, la comida mecalmaba. Mi madre trabajaba desde lascuatro de la tarde hasta medianoche, ycuando yo volvía de la escuela a unacasa vacía, me telefoneaba para decirmelo que había en la nevera. Nada era tandoloroso que no se pudiera calmarcomiendo. Me pasé los veinticuatroaños siguientes de mi vida funcionandocon el piloto automático. Fui a la

universidad, me casé, tuve hijos... perode todo eso me enteré muy poco.

Se casó con un hombre que eraveintiún años mayor que ella. Ellamisma dice que se casó con su padre. Esobvio. Era una niña de doce años queañoraba vivir con su papá. Tenía doceaños cuando aprendió que sussentimientos eran demasiado grandespara el mundo en que vivía. Su madre,su tía Emily y su tío Bernie jamás lepreguntaron cómo se sentía con respectoal alejamiento de su padre, jamáshicieron un lugar para la tristeza o lasoledad, de modo que Karen sepultó sussentimientos en 190 kilos de carne.

Cuando me espera en el aeropuerto,

Karen lleva un chal de colores sobre loshombros, y téjanos con un anchocinturón rojo. Tiene el pelo recogido enuna cola de caballo. Representa quinceaños, y se lo digo.

—Es que tengo quince años —responde—. Cuando perdí peso porprimera vez, volví a tener doce añosporque a esa edad empecé a engordar ya sepultarme bajo mi peso. Pero heprogresado en los últimos años —dicecon una ancha sonrisa—. Pronto tendrédieciséis y empezaré a salir con chicos.

Karen está atenta a todo: sonidos,olores, texturas. Y se ríe mucho, con unarisa sonora y desenfadada. Yo meencuentro pensando que ojalá pudieraver el mundo como lo ve ella, con la

mente de un principiante. Ella secolumpia entre la alegría irreprimible ydescuidada y un hablar, solemne perotambién calmado, de los dolorososdescubrimientos que va haciendo en suvida. En cierto momento me dice:

—Geneen, ponme las manos aquí, quetengo que mostrarte algo —me toma lasmanos y se las apoya en las caderas—:Tengo huesos en las caderas. De verdadque los tengo. ¿No es increíble?

En otro momento me dice:—Yo tenía veinte años y nunca había

salido con un chico. Hacía de maestra enuna escuela baptista, y un día unmuchacho de mi clase estaba leyendo elGlobe durante un examen de inglés. Se

lo quité y me puse a leerlo. Había genteque ponía anuncios personales, parasalir en pareja y para cualquier otracosa. Una amiga me desafió a poner yotambién un anuncio y acepté el desafío.Recibí cuarenta respuestas y me parecióque una de ellas era de alguien bueno.Nos escribimos durante seis meses ydespués empezamos a hablar porteléfono. Un día me pidió que me casaracon él. «¿Sin haberte conocido?» lepregunté. «Sin haberme conocido»,asintió. Y le dije que sí, sin haberloconocido. Le dije que pesaba 173 kilos,pero no pareció que le importara. Unviernes por la noche voló aIndianápolis, el lunes nos hicimos laspruebas de sangre y el martes nos

casamos. El miércoles nos fuimos aVancouver, a vivir con su madre.

Se me cortó el aliento, horrorizadaante la idea de que hubiera aceptadocasarse con alguien a quien jamás habíavisto, para irse además a vivir con susuegra.

Karen se ríe.—Bastante asombroso, ¿no? Pero yo

necesitaba salir de una vida árida,horrible, y Dan me ofreció laposibilidad de hacerlo. El problema eraque no había amor entre nosotros. Ni lohay todavía. Dan es estupendo siempreque lo deje en paz. Cuando yo pesaba190 kilos, me bastaba tener un maridoque no me pegara ni se emborrachara.

Pero ya no me basta. Hace diez años queno me toca. Quiero tener una vidaamorosa, aunque eso signifique vivirsola. Es demasiado doloroso.

—Perder peso significa para ti undolor diferente, ¿verdad?

Asiente con la cabeza.—Cuando pesaba 190 kilos me

estaba muriendo por el dolor delentumecimiento. Ahora estoy viva. Es ladiferencia entre comerme missentimientos y sentirlos.

—¿Darías marcha atrás?—¿Lo dices en broma? Hace unos

meses, mi médico me dijo que soymaníaco-depresiva. Dijo que estabasintiendo demasiado y pasando condemasiada facilidad de la tristeza al

júbilo. Me recetó unos medicamentos.Cuando volví a casa y pensé en lo quehabía dicho, me enfadé muchísimo.Volví a su consulta y le dije: «Oiga, mehe pasado treinta y siete años de mi vidatragándome mis sentimientos, y ahoraque no me refugio en la comida esperfectamente lógico que todos aquellossentimientos reaparezcan, y me alegrode que así sea. Si usted no puedemanejarlos, ya me buscaré un médicoque pueda "hacerlo"».

Estamos sentadas en un par desillones blancos, separadas por el anchode la habitación.

—No es sólo el matrimonio sin amor—dice Karen—, sino mi infancia sin

amor. Mi madre era mezquina ymandona. Su idea de un domingo eraquitar la pelusa de las cortinas. Yo laodiaba porque se había llevado a mipadre de casa, pero últimamente heestado pensando que en realidad él meabandonó. A los seis meses salió de lainstitución para enfermos mentales, perojamás me llamó ni intentó verme. Sóloahora me estoy permitiendo sentir todala tristeza y el enojo de aquellos años.

Comer de forma compulsiva es laescayola, no la herida. Perder la grasaobligaba a Karen a enfrentarse con lasheridas que la crearon.

Pero no es la herida lo que da forma anuestra vida; es la opción que hacemoscomo adultos entre abrazar a nuestras

heridas o enfurecemos con ellas.El segundo paso para dejar de ser

comilones compulsivos es aprendercómo ser infinitamente tiernos concualquier parte de nosotros mismos quedetestamos, incluso la grasa. Y dar estepaso es un trabajo para la vida entera.

Sobre el seminario, Karen me dijo:—Fue la primera vez en mi vida que

alguien me dijo que no era mala, que noera indigna, que me merecía bondad ycomprensión. Crecí creyendo en un Dioscolérico, un Dios que te castiga, un Diosque nunca está conforme, para quiensólo la perfección es suficiente. Pasé deuna madre colérica a un Dios colérico ya encolerizarme conmigo misma. Las

dietas eran una extensión del Dioscolérico; yo nunca podía ser losuficientemente buena. Después siempreme rebelaba y me sentía pésimoconmigo misma. En el seminario me dicuenta de que no era mala, y de queabrir mi corazón, no castigarme, era laforma de abordar mis problemas con lacomida. Por primera vez en mi vida seme abrió el puño cerrado que teníadentro del pecho.

La diferencia entre Karen Russell ylos centenares de miles de personas queluchan con su peso —o con cualquierotra adicción— está en que Karencomenzó, como ella cuenta, «sentándoseconsigo misma» cuando se atiborraba decomida, en vez de volverse contra sí

misma. Empezó a usar sus excesos conla comida como una forma de teneracceso a sus sentimientos y no como unaprueba de que era indigna y de quejamás conseguiría corregirse. Era comosi hubiera sido una intrusa en su propiavida, imponiéndose un juiciodespiadado de sí misma, y ahoraestuviera empezando a dejarse entrar ensu corazón. Es la diferencia entregolpear a un niño que sufre y acunarlo.

La mayoría de las personas golpeanporque las han golpeado, y porque nosaben cómo hacer otra cosa. Sienten queser bondadosas consigo mismas, usar sudolor como guía, es consentirse, y queeso de ninguna manera puede conducir

al cambio.La mayoría de las personas se

enfurecen con su compulsión. Laaborrecen y se autoaborrecen. Estáncansadas de pasar tanto tiempopensando en su obsesión por la comida.Quieren terminar con ella, pero suimpaciencia por poner fin a su desdichala prolonga. El odio no sana jamás anadie.

Karen me muestra la carne floja quele cuelga bajo el mentón y los brazos.

—Mi terapeuta me dio el nombre deun cirujano plástico, que quiere hacermeuna operación en el vientre, quitarme elexceso de piel desde las costillasinferiores hasta la zona púbica, desdeuna cadera a la otra. Tendría que

hacerme un ombligo nuevo. Después lareducción de los pechos... los brazos...los muslos. Yo no sé cómo me sientorespecto a todo esto. Hoy en día soytoda huesos y flacidez, y mis huesos megustan. Son grandes y fuertes, sólidos,una buena base. Mi flacidez también esparte de mí. Es la cicatriz de mi batalla,y todavía no quiero deshacerme de ella;le tengo mucho afecto.

* * *

La semana pasada recibí esta carta deKaren:

Hace unas semanas alguien a quienamo me pasó suavemente los dedos

por el pelo y me besó en la frente.Fue un sentimiento agridulce porqueme inundó de maravillado asombro, yal mismo tiempo la falta de amor enmi vida me saltó a la vista como unaluz de neón. A pesar de lo que headelantado en mi proceso con lacomida, al salir del trabajo fui aparar a una tienda de comestibles. Mepasé cuarenta y cinco minutosrecorriendo los pasillos. Me detuveen la sección de pastelería y escogíunos cruasanes, los sostuvetiernamente en la mano, oliendo sudulce aroma de levadura. Los ojos seme llenaron de lágrimas y volví adejar suavemente los cruasanes en elestante. En otra sección, me fijé en un

plato semipreparado: avena converduras y queso. Sacudí la caja; merespondió con un ruido sordo. Denuevo sentí el ardor de las lágrimas ydejé el paquete. Después me encontréabrazando (si, abrazando, ni más nimenos) un gran frasco de cremabatida y endulzada. Estaba frío yresbaladizo, me di cuenta de que nadade lo que había en esa tienda podíasatisfacerme. Estaba ávida de algoque no se podía comprar allí... ni enninguna parte. Me fui de la tienda sinnada, y con todo: mi sentimiento demí misma estaba intacto.

Trevor es un muchacho de catorceaños. Lo conocí durante la

inscripción para la temporada debéisbol el mes pasado. Se detuvofrente a mí, grande y torpe,manoseando nerviosamente el bordede una vieja gorra, y tartamudeó:

—Es que... es que quiero jugar.Me contó que cuando era pequeño

una pelota arrojada con mucha fuerzalo había golpeado en la cara, y quedesde entonces no había podidovolver a jugar. Pero ahora, a una edaden la que muchos chicos dejan elbéisbol, Trevor estaba listo paraempezar.

Yo me siento como él, al borde deuna temporada nueva, empezando alos catorce años un juego que lamayoría de los muchachos han jugado

desde que tenían seis, manoseandonerviosamente el borde de una viejagorra y diciendo: «¡Oiga! Tengotantos deseos de jugar que lossaboreo. ¿Puedo?». Parece como si elequipo ya estuviera formado y quizáno haya lugar para alguien que llegademasiado tarde para jugar, a los 42años.

Pero estoy VIVA y siento lavibración de todo. Camino por losbosques y tengo una amortiguadasensación de reverencia. Hace unassemanas, salí a pasear en coche bajouna cálida lluvia de primavera y mequedé fascinada con un arco irisdoble. El mes pasado me fui a trepar

por la montaña. Fue difícil, y cuandobajaba por la ladera, una ancianainglesa vino a mi encuentro y meinvitó a su casa, porque había algoque quería enseñarme. Mientrasíbamos hacia el invernadero, lamezcla de aromas de 150 orquídeasen diferentes etapas de crecimiento yde floración llegaba a serembriagadora. Rojos carmesí,blancos de matiz crema, púrpurasescandalosos, de Guatemala y CostaRica... La semana pasada, en eltrabajo, estaba mirando por laventana y vi algunos robles desnudoscubiertos de gotas de lluvia. Sabíaque no eran más que gotas de lluviasobre árboles pelados, pero para mí

fueron diamantes.Ojalá pudiera decirte que tener la

talla que tengo ahora es unamaravilla, pero estoy descubriendoque estar despierta y viva es algoglobal. No consigo recorrer todo elcamino encontrando sólo cosasbuenas. De un lado están la maravilla,la reverencia, la emoción, y la risa...pero del otro hay lágrimas,decepciones, tristeza lacerante. Elsentimiento de totalidad se me vahaciendo accesible mediante midisposición a explorar todos missentimientos.

Ahora, con 125 kilos menos, mivida es una mezcla de dolor y éxtasis.

Estos días me duele mucho, pero esreal. Es mi vida, vivida por mí y no através de los seriales de la televisión,como antes. No sé adónde meconducirá todo esto, pero de una cosaestoy segura, y es de queindudablemente estoy en marcha.

Sí al proceso en vez de al objetivo.Sí a la maravilla y al asombro, sí a latristeza.

Sí. Sí.

*Véase en Why weight: A guide to endingcompulsive eating, Nueva York, Plume, 1989,una explicación de las indicaciones dietéticas.

9

CUANDO EL AMORES EL AMOR

Domingo por la mañana, Santa Barbara,diez años atrás; estoy sentada con miamiga Jil, a quien no he visto desde hacetres años. En la mesa hay tostadas detrigo integral, salmón ahumado y quesocremoso con escalonias; hay zumofresco de naranjas en jarros deporcelana. Estamos hablando deconseguir lo que quieres en una relación.Jil dice que yo debería hacer una lista

de las cualidades que quiero en unhombre, que si no tengo una ideadefinida de lo que quiero no puedo tenerla esperanza de encontrarlo.

Mientras unta su segunda tostada conqueso cremoso, se vuelve hacia mí:

—La verdad es que podrían habersido más generosos con las escalonias—dice, y añade—: Pareces preocupada.¿En qué estás pensando?

—En Sheldon —respondo—. Hacemucho tiempo que no pensaba en él. Yen mi padre. No pudo venir al funeral,tenía un día muy ocupado en eldespacho. «Estas cosas suceden», medijo. Yo me sentía como si la muerte deSheldon me hubiera quemado hasta loshuesos, y cuando mi padre me dijo que

no podía ir porque tenía un día muyocupado en el despacho, lo sentí por él yle dije que lo entendía.

—Las mujeres obtenemos una migajade nuestro padre, de modo que cuandoun hombre nos da dos migajas, lasaceptamos —comentó Jil.

En ese momento, mi amante era Nick:inteligente, generoso y casado. Su mujersabía de mí y de la amante que habíatenido antes de mí. Le toleraba susaventuras porque no disfrutaba con elcontacto sexual, y de esa manera se loahorraba. La semana anterior a miencuentro con Jil, Nick y yo tuvimos unapelea en el momento en que él se iba arecoger a su hija de la escuela. Yo

estaba enfadada porque teníamos queacomodar nuestros encuentros entre sutrabajo en el despacho y las leccionesde ballet de su hija. Cuando entraba encasa me besaba apasionadamente y medecía lo hermosa que era. Después nosíbamos a hacer el amor. Y se acababa eltiempo. «Soy el postre en tu vida, elchocolate», vociferaba yo. «Vienes a míen busca de la dulzura, pero la comidaprincipal es tu mujer, tu familia. Yoquiero ser la comida principal dealguien.»

Una semana más tarde, cuando lasmujeres de mi grupo de Liberacióntrajeron su comida favorita a la reunión,todas, hasta la última de las doce,trajeron algo con chocolate: galletas,

bombones, helados... Después que cadauna describió lo que traía y explicó porqué era su comida favorita y cómo sesentía cuando lo comía, todascoincidieron en que aunque lesencantaba el primer bocado, elchocolate era un extra. De eso no vivían.Les pregunté cómo se sentían alcomerlo. «Siempre descompuesta ysiempre vacía», contestó una de ellas.

Muchas dijeron que para ellas losdulces estaban asociados con su padre,con la forma en que las había tratado.Por debajo de las noches llenas debombones rellenos de licor de cerezas,había una loca avidez de puré depatatas, de arroz, de verduras, de

panecillos integrales. Los dulces no lassatisfacían; necesitaban algo mássustancial.

* * *

La compulsión no se genera en el vacío;se inicia en una relación. La compulsiónes aquello a lo que recurríamos cuandosentíamos que no importábamos a lagente que nos importaba.

Cuando yo estaba en la escuelasecundaria, miraba a las chichasdelgadas que tenían acné o el pelorizado y pensaba: Si yo tuviera tu cuerpoo si tú tuvieras mi piel y el pelo lacio,por lo menos una de las dos sería bonita.Pensaba que lo único que andaba mal

conmigo era que era gorda y que si, poralgún milagro (por el cual rogaba sincesar), podía algún día despertarmedelgada, sería deslumbrante y feliz porel resto de mi vida. Cuando misrelaciones no funcionaban, me encogíade hombros, atribuyéndolo a la malasuerte o al hecho de que estaba gorda,por lo cual ningún chico que valiera lapena me querría.

Hasta dos años antes de conocer aMatt no se me ocurrió que, así comotenía buenas razones para comercompulsivamente, también las tenía paraelegir parejas inadecuadas. Mi forma decomer y mi forma de amar brotaban dela misma fuente: los modelos de amorque absorbí de mis padres y la imagen

de mí misma que me había construidosobre la base de aquel amor.

Durante diecisiete años fui unacomilona compulsiva. Durante veintiúnaños me enredé en relaciones que medejaban con la misma sensación quecomer de forma compulsiva: siempredescompuesta y siempre vacía. No teníaidea de cómo cuidarme, ni con lacomida ni con la gente. Descomponermea fuerza de comer demasiado chocolateno era tan distinto de escoger parejaspara quienes nunca podría ser más queun baño de azúcar sobre el pastel de suvida.

No sabía que comer era un acto debondad que daría a mi cuerpo el

combustible necesario para pensar conclaridad y moverme con fluidez. Meparecía algo perverso, y por lo tantoemocionante, desayunar rosquillascubiertas con un baño de azúcar. Nosabía que escoger como pareja a unhombre cariñoso y accesible fuera unacto de bondad. Pensaba que eraexcitante y emocionante elegir hombrespor quienes tenía que vivir al borde demí misma, en equilibrio entre el desastrey la pasión, amantes en cuya compañíano tenía descanso.

Comía para hacer de lado missentimientos. Comía para hacermedesaparecer a mí misma. No sabía queyo tuviera valor alguno, y si yo no losabía, evidentemente no podía escoger

amantes que lo supieran.

* * *

Los brazos y las piernas de MikeGoldman parecían demasiado largospara su cuerpo de un metro noventa:nunca sabía dónde ponerlos ni qué hacercon ellos. Pero su boca era tierna ygenerosa y me gustó inmediatamente. Loconocí el segundo día de comenzar miprimer año en la universidad, y tressemanas después estaba locamenteenamorada. Mike estaba en el últimocurso de la universidad; tenía coche,apartamento y sentido del humor. Perotenía un fallo, enorme e imperdonable:me amaba. Se interesaba por mí, me

respetaba, quería lo mejor para mí. Y yono podía soportarlo. Le buscaba peros,me molestaba la caspa que le caía sobrela camisa, lo veía ridículo cada vez quese cortaba el pelo. Cuando llevábamosseis meses saliendo, me pidió que mecasara con él. Le mentí, diciéndole queme lo pensaría, pero en realidad yasabía la respuesta. Nadie que fuese tanestúpido como para amarme, nadie porquien no tuviera que ponerme patasarriba y romperme el corazón, podía seralguien con quien quisiera casarme. Porlo tanto, mi respuesta fue no.

Dos años después de haber roto conél, una amiga me dijo que Mike secasaba. La boda se celebraría en untemplo de New Haven, Connecticut. En

ese momento yo estaba en Nueva York,visitando a mis padres. Llamé a lamadre de Mike y me hice pasar porLillian Gillman, una compañera de launiversidad. Le dije que estaba en laciudad y que me habían dicho que él secasaba, y aunque no estaba invitada a laboda, quería saber si podía ir a laceremonia, sólo para presentarle misbuenos deseos. Naturalmente, su madreme dio la dirección de la iglesia.

Yo tenía un plan: iba a recuperar aMike. Si él me había amado antes, contoda seguridad podía volver a amarme.Tomaría un tren hasta New Haven, consombrero y gafas oscuras, y me sentaríaal fondo de la iglesia hasta que divisara

a Mike. Me acercaría silenciosamente aél y me daría a conocer. Aunque sesorprendería, se quedaría fascinado alverme. Yo proclamaría mi estupidez ymi amor imperecedero y entonces, comoKatharine Ross y Dustin Hoffman en Elgraduado, Mike y yo saldríamoshuyendo del templo, riéndonos y sinaliento, felices de reencontrar nuestroamor antes de haberlo perdido parasiempre.

Mientras me estaba vistiendo para elreencuentro, Jace, que había sido micompañera de habitación en launiversidad, vino inesperadamente devisita. Me preguntó a dónde iba tan bienvestida y qué era eso que me habíapuesto en la cabeza. Durante un

momento pensé en mentirle, pero era mimejor amiga y decidí asegurarme suapoyo.

—Hoy se casa Mike y estoypreparándome para ir a la boda.

—¿Qué estás qué?—Preparándome para ir a la boda de

Mike Goldman. Me doy cuenta de quecometí un error terrible, y voy arecuperarlo. Es mi última oportunidad.

—Tú no irás a ninguna parte, Gene,aunque tenga que atarte de pies y manos.Nunca lo amaste, ni lo amas ahora, y laúnica razón de que lo quieras en estosmomentos es que no puedes tenerlo.Quítate ese sombrero y vámonos al cine.

* * *

Jace se equivocaba respecto a Mike y amí. Estar con él me alegraba, meanimaba, me consolaba. Era afectuoso,apasionado y respetuoso, y se interesabapor mí. Mi problema no era Mike, eraque para mí esos sentimientos no ibanasociados con el amor. Yo creía que elamor era algo tenso, imprevisible yurgente. Era tener en el estómago lasensación de que él se me estabaescapando y de que yo tenía que haceralgo antes de que fuera demasiado tarde.El amor dependía totalmente de mí.

* * *

Durante los primeros veinte minutos queestuve con Matt supe que quería pasar el

resto de mi vida con él. Cuando vi aJace al día siguiente, le dije que estabalocamente enamorada, que habíaconocido al hombre con quien iba apasar el resto de mi vida.

—Hace tres días que hablé contigo yni me lo mencionaste. ¿Cuánto hace quelo conoces? —me preguntó.

—Veinticuatro horas —respondí, yella miró al cielo.

Jace había sido testigo de todas mirelaciones desde que yo tenía dieciochoaños. Era la única persona a quien puseal tanto de mi relación con Nick, elhombre casado. Aquella historia —y misufrimiento al estar con él— se la contéun fin de semana en que fui a visitarla aNueva Orleans. Mientras comíamos

ostras en Casamento le conté que mehabía hecho amiga de un hombre que megustaba; durante nuestro paseo a pie porCity Park le conté que era casado;mientras doblábamos su ropa de algodónen la lavandería de Betty le dije que unavez habíamos hecho el amor; antes deque nos fuéramos a dormir, Jace yasabía que yo le telefoneaba todos losdías. Finalmente, me dijo;

—Quiero saber toda la verdad, yquiero que me la digas ahora mismo. Noes para juzgarte. Simplemente quierosaber lo que pasa.

De Matt, me dijo:—¿Hace veinticuatro horas que lo

conoces y ya estás locamente

enamorada? Muy saludable, Geneen,muy saludable.

—Este es diferente —respondí,sonriendo.

Y lo era.Mis fantasías románticas sobre el

encuentro con el Ser Amado y sobre laceremonia de la boda a medianoche condiez mil velas flotando en un lagovolvieron a florecer. «Me pondré elvestido blanco bordado de perlas conaberturas a los lados, el que vi en elescaparate de I. Magnin’s para Navidad.Estaré demoledora, como una Cher másbaja y más ancha. Escribiremos nuestrosvotos, nos miraremos hondamente en losojos.»

Todos los años de convicciones

políticas sobre la trivialidad de losprocedimientos legales, y la seguridadde que el matrimonio era una trampaheterosexual que excluía injustamente amis amigas lesbianas, desaparecieroncomo el rayo verde en el momento quesigue a la puesta del sol. Yo queríacasarme con Matt. Y como todas laschicas que crecieron en Hayley Mills,quería que Matt me lo pidiera.

Después de nueve meses de escribirmentalmente la lista de invitados, y deque mi padre llamara para preguntar quépasaba, y de que mi madre llamaradiciendo: «Ya sé que prometí que no telo preguntaría, pero, ¿cuándo oscasáis?», y de que la madre de Matt

llamara para decir que en realidad noquería ser una suegra entrometida, peroque tenía que saber cuál era la fecha, yde que mis amigas me preguntaran si lacosa era seria (lo cuál quería decir«¿Cuándo os casáis?»), y tras haberpasado juntos un fin de semanaparticularmente amoroso, y cuando yahabíamos esperado tanto como mepareció humanamente justo y yo ya mehabía recordado a mí misma que era unamujer liberada y no tenía que esperar aque el hombre hiciera algo, decidípedírselo yo a Matt.

Él estaba sentado frente a mí en lasilla tapizada de terciopelo marrón condibujos que representaban los rayo delsol.

—Matt, tengo que preguntarte algo.El corazón me late con fuerza, el

estómago se me revuelve.—¿Sí?—¿Quieres casarte conmigo?«Tonta —me digo para mis adentros

—, por lo menos podrías haber llegadoa esto con más suavidad, con un beso oalgo así.»

—¿Estamos realmente tanenamorados?

¿Es una pregunta trampa?—Sí —respondo balbuciente,

esperando que caiga la bomba.—Y yo realmente quiero casarme

contigo... —la voz se le escabulle por lapuerta del fondo y se pierde en el

bosque.Yo empiezo a transpirar; el sudor me

resbala por los costados. Y sigoesperando.

—... pero aún no estoy preparadopara casarme.

El amor se convierte en miedo, elmiedo se endurece y se convierte encólera, la cólera se convierte envergüenza. Le pedí que se casaraconmigo y no quiere. He esperado todala vida para encontrar a alguien a quiename lo suficiente como para casarme yahora el condenado no quiere casarseconmigo. Quiero levantarme e irme. Noquiero volver a verlo nunca más. Susojos son saltones, su pelo se ve siempregrasiento y tiene el cuello demasiado

ancho.—Aún no me siento capaz de

anunciar públicamente algo así; hacedemasiado poco todavía de la muerte deLou Ann —me mira, advierte que todayo me he ido de la habitación, salvo micuerpo, y empieza a hablar muyrápidamente—: No tiene nada que vercontigo, Geneenie, de veras que no.Estoy enamorado de ti, no podría sermás feliz con nadie, somos justo el unopara el otro, es sólo que siento muyprofundamente que es demasiado pronto,no puedo hacerlo, no sería justo contigoni conmigo. Cuando asuma uncompromiso así, quiero gritárselo almundo entero, sin reservas, quiero estar

entusiasmado por casarme contigo... y loestaré, sólo que necesito más tiempo.

«A la mierda contigo, a la mierda conLou Ann, a la mierda con toda larelación.» Como no es cortés nicomprensivo decirlo en voz alta, no lodigo. Pero estoy furiosa. Y me sientoherida. Me he colocado en una situaciónvulnerable. Le he pedido que se caseconmigo, por el amor de Dios, y me harechazado.

—Dime algo, Geneen.No hay nada que decir.Hace unos minutos lo amaba tanto que

le pedí que se casara conmigo, y ahorano puedo creer que tenga que estar en lamisma habitación que este bicho.

—Geneen, no me hagas jugar a las

adivinanzas. Ya sé que debes sentirteherida, pero dime lo que estás pensando.¿Crees que no te amo y que es por esopor lo que no quiero casarme contigo?

Digo que sí con la cabeza, cuentohasta tres y me arranco las palabras dela garganta.

—Hace nueve meses que estamosjuntos, y en este tiempo me has dichomuchas veces que querías pasar el restode tu vida conmigo, me has dicho loenamorado que estás de mí, pero ahora,cuando te pido que te cases conmigo,que hagamos público nuestrocompromiso, me dices que no estáspreparado. Me siento como un mujer aquien le han dicho que su marido tiene

un aventura... todo este tiempo pensabaque estabas presente y que estábamoscomprometidos, y ahora me dices quehay una parte de ti que nunca ha estado yque todavía no está dispuesta a estartotalmente conmigo.

Me contestó y después yo meenfurruñé y le contesté, y él me contestóy yo le contesté.

Horas después —después delágrimas, de una caminata por el bosquey un pastel— Matt me dijo:

—Sí, te amo, sí quiero estar siemprecontigo y todavía no estoy plenamentepresente. Necesito esperar tres añosdesde el momento en que murió Lou Annantes de que empecemos a hablar dematrimonio.

Yo le contesté:—Yo también te amo, y me siento

muy mal porque me has rechazado. Lapróxima vez te toca pedírmelo a ti.

Cuando pasó el tercer aniversario,contuve el aliento cada vez que se lenublaban lo ojos y que parecía que fueraa decir algo importante. Esperé, consultéel I Ching, pedí ese deseo a una estrellafugaz... Él me gustaba, lo amaba, pero enrealidad mi deseo era que jamás mepidiera que me casara con él.

Era seguro querer casarme cuando élno estaba preparado para hacerlo.Enfurecerme por algo que no podía tenerera un sentimiento familiar para mí. Eraun consuelo ser la que lucha contra la

distancia, la que pugna por lograr másintimidad. Yo sabía cómo hacerme lasana; sabía cómo fingirme vulnerable,cómo parecer adulta. Pero no sabíacómo ser ninguna de esas cosas. Y hastaque conocí a Matt, no supe que no losabía.

Lo difícil no fue conocer a Matt. Lodifícil era estar con él. En cualquierparte, lo difícil es estar. Seis mesesdespués de haberlo conocido, escribí enmi diario: «Si siempre me estoy yendono pueden dejarme. No quiero ser lapersona constante, regular, lacompañera, la que espera sentada a lamesa a un hombre que nunca vuelve acasa, la que se muestra accesible yconsigue que la tomen por tonta. Cuando

estoy silenciosa y quieta, soy un buenblanco. Cuando estoy en movimiento,nadie puede atraparme ni golpearme niherirme».

* * *

Cuando estaba en octavo grado, miamiga Sharon me habló de un chico quehabía conocido y que se llamaba LarryKlein. Salieron juntos durante dosmeses, pero ella rompió con él porqueera mandón y mezquino y tenía la narizaguileña. Ese mismo año me cambiaronde escuela y conocí a Larry. Sharon lehabía destrozado el corazón, pero él selo había remendado y ahora estabasaliendo con Laura Boxer. Yo quería

conquistar a Larry. Cuando enfermó demononucleosis lo visitaba todos losdías. Me metía con él en la cama y lobesaba, le dejaba meterme las manosdebajo de la blusa. Cuando mejoró,había roto con Laura, me había regaladosu pulsera y me pedía que los fines desemana fuera con él a la Feria Mundial.Lo toleré durante tres meses y despuésdecidí que era un mandón y mezquino ytenía la nariz aguileña.

Siempre me enredaba con hombresque no me querían o no podían estarconmigo. Y siempre daba la impresiónde que yo estaba dispuesta acomprometerme y acababa frustrada poramantes que no sabían cuáles eran sussentimientos. Mientras él fuera un

cretino, yo podía darme el lujo de que elamor me corriera por las venas. Podíaaletear y revoletear y estar pendiente,sabiendo todo el tiempo que la cosa notenía esperanza y que la distancia entrenosotros se mantendría invariable. Sipor casualidad un hombre se mostrabaaccesible, siempre podía confiar en miobsesión por la comida para impedirmeestablecer una intimidad porque meimpedía contactar conmigo misma.

La distancia era un consuelo. Durantelos dos años que Ralph, el meditador, sepasó viajando alrededor del mundo, yoestuve sentada en mi apartamento, azul yverde escuchando la canción de lapelícula Tootsie y cantándola en voz

baja ante la fotografía de Ralph y elespejismo del amor.

Mientras yo no estuviera enamoradamás que de una relación potencial —delas imágenes, del espejismo— no seríavulnerable.

Era como dejar mi vida en suspensohasta que adelgazara. Nada importabahasta que adelgazara, porque una vezque adelgazara todo cambiaría. Estabaviviendo por encima de mí misma,esperando que mi vida se convirtiera enalgo real.

Con Matt me escapé de mí misma porla puerta de atrás. Me enredé con unhombre que a su vez estaba enredadocon otra mujer. Una muerta era mujer desobra para crear una distancia

convincente. Algo se interponía entrenosotros, algo que a él le impedía estarplenamente presente, algo contra lo cualenfurecerme, por lo cual tironear yesforzarme, algo que desear. Sin elduelo de Matt por Lou Ann, entrenosotros no había nada más que lo quecada uno decidiera poner. Ya no era elespejismo de la intimidad; era laintimidad, y yo estaba aterrorizada.

Una mujer vino a verme después dehaber perdido veintisiete kilos haciendodieta y de haber vuelto a aumentartreinta y dos. Estaba furiosa porque estardelgada no era lo que la propagandadecía que era. Sin la felicidad querepresentaba, el «Sueño de estar

delgada», cuando estaba gorda, no teníanada que se interpusiera entre ella y elhecho de estar plenamente viva. Yaquello no le gustaba.

No puedes mantenerte delgada si noestás preparada para renunciar alespejismo y mirarte frente a frente. Y nopuedes mantener una relación, unarelación sana que te haga crecer, si noestás dispuesta a dejar de fijarte en loque está mal en tu pareja y a decirte laverdad a ti misma. Liberarse de lacompulsión de comer y participar en unarelación de apoyo recíproco exigen lomismo: la disposición a dejar dedefenderte del dolor.

Tener una relación es doloroso, perose trata de un dolor real. No es el dolor

de querer a alguien que no te quiere, niel dolor de intentar arreglarle la vida aalguien de tal manera que vea laverdad... o que te vea. Liberarse de lacompulsión de comer también esdoloroso, pero no es el dolor de subirtea una balanza y ver que has aumentadodos kilos o de comer algo que nodeberías haber comido o de querer serdelgada cuando estás gorda. Elverdadero dolor se produce cuandoretiras lo que se interpone entre tú y elhecho de estar despierta. Es el dolorarenoso de ayudarte a crecer a ti misma.Es el dolor oscuro y sucio de reconocerque tienes cuarenta años y sigueaterrándote decirle la verdad a tu padre.

El verdadero dolor es un dolor peludo,un dolor animal que viene de la cavernaque hay en tu interior. Es el dolor desacudirte de encima una carga que no estuya, de modo que puedas aventurarte enel resplandor de una vida que sí es latuya.

El dolor de una compulsión no esdolor de verdad. Ni tampoco es el dolorde estar con una pareja inaccesible oagresiva. No quiero decir que no duelan,sino que se apila encima del otro, deldolor más verdadero y profundo. Está eldolor original, el de la pérdida, lasoledad, la tristeza, el miedo. Y está eldolor que tú te creas para ayudarte a nosentir la pérdida, la soledad, la tristeza,el miedo. Hay dolor y hay dolor encima

del dolor. Sanar tiene que ver con abrirla herida y dejar que cicatrice desdedentro hacia afuera, exponiéndola alviento y al sol y al tiempo, sin cubrirlade vendas y sin gritar porque elesparadrapo se te pega a la piel.

La naturaleza de la obsesión es que teprotege de la verdad. Las relaciones sonun proceso que te hace enfrentarte a lascapas que has ido construyendo entre timisma y la realidad para impedir quenadie llegue a ser importante para ti, yluego hace que vayas despojándote deellas.

Recuerdo el día en que me di cuentade que aunque estuviera centrando mivida en la comida, en lo que podía y no

podía comer, y aunque podía morirmepor un helado con fruta y chocolatecaliente y aunque nada, y lo digo enserio, nada, fuera tan bueno como lacomida, no me gustaba la comida. No lamiraba, no la olía, no la saboreaba, noadvertía sus sutilezas. La comida estabasupeditada al propósito para el cual yola usaba. Que comiera era puracasualidad; lo que en realidad quería eradetener el barullo interno.

Usaba la comida y usaba a la gente. Ala comida la llamaba compulsión decomer, y a la gente la llamaba amor. Aambas las usaba con el mismopropósito: no sentir el miedo, lavergüenza de ser quien era, ladesesperación de estar viva. No

prestaba mucha atención a lo que comíani a la gente que escogía. No elegía elchocolate tanto por el sabor (despuésdel primer bocado ya dejaba desaborearlo) como por la forma en queme sentía cuando había acabado decomérmelo. Elegía mis amantes no tantopor lo que pudieran ofrecerme como porla dificultad que presentaban nuestrasrelaciones. Al comer y al amar, miobjetivo era el mismo: quería alejarmede mí misma.

* * *

En mi época de comilona compulsivahubo muchos momentos en que teníamiedo de que si no me lo comía todo

hoy, ahora, en este segundo, la próximavez que lo necesitara habríadesaparecido. No se trataba de que esetrozo de pastel o esas lasañas fueran airse, sino de que yo renunciaba a unaoportunidad, tal vez la última, de llenarla parte de mí que estaba eternamentehambrienta, eternamente ávida de alivio.Jamás podía decir sinceramente quehabía comido lo suficiente, porqueaunque mi cuerpo estuviera lleno, yo mesentía vacía. Y estaba convencida deque el próximo bocado o trozo o rodajasería suficiente.

Yo misma me enseñé a dejar decomer compulsivamente. Ponía comidaen bolsas de plástico, un bizcocho enuna, un trozo de queso en otra, y las

llevaba conmigo. Viajaba con orejonesde pera y galletas de arroz, conbocadillos de tofu tostados y regalizroja, y me repetía una y otra vez que encualquier momento en que tuvierahambre podía comer, que no tenía quecomérmelo todo ahora. Y funcionó. Lainsistencia constante en que no perdíanada si no me lo comía todo en esemismo momento me permitía sentirmesegura. Aprendí a comer cuando teníahambre y a detenerme cuando mi cuerpoya tenía suficiente. Perdí peso. Lacomida ya no era un problema. Pero elhambre permaneció.

Cuando Matt estaba a punto de salirde viaje, eso se convertía en mi última

oportunidad, en mi esperanza deencontrar alivio. En ese momento, laúnica urgencia que parecía tener era lade que él se quedara... así como, alcomer, no parecía tener otra urgenciaque atiborrarme. Matt se convirtió en micomida: el deseo de saborear una últimaración agridulce de chocolate, el últimosuspiro de helado, mi única ocasión deestar entera. En el último momento antesde que saliera por la puerta, medesesperaba porque él llenara el huecode algo que yo no sabía que faltara hastaque se me hacía obvio que él ya noestaría presente para llenarlo. Yo loquería todo de él... ahora... y no podíaguardarlo en bolsas de plástico para mástarde.

La esencia de la compulsión es lacreencia en que el poder de llenarnos,de sanarnos, está fuera de nosotros. Sisentimos que algo o alguien puedeenderezar lo que está torcido, entoncesdesarrollaremos la compulsión detenerlo siempre.

La compulsión no se refierenecesariamente a una sustancia o a unaactividad. Somos compulsivos por lamanera en que nos sentimos a nosotrosmismos. En nuestra forma de vivir lavida hay un matiz compulsivo o nocompulsivo. No se relaciona con lacomida, o la bebida, las drogas o eltrabajo, aunque podamos dedicarnoscompulsivamente a esas cosas. El sello

distintivo de una compulsión es laincapacidad de saber cuándo ya hemostenido suficiente, de lo que sea: comida,trabajo, amor, éxito, dinero...

La parte más difícil de la compulsiónes que cuando el comportamiento cesa,el vacío no se acaba.

Yo pensaba, creía realmente —ycontaba absolutamente con ello— queuna relación me haría feliz. No sabíaque tener una relación llena de amor yrespeto en que nos apoyáramosrecíprocamente era mi último baluarte, yque una vez que conociera a Matt y yano tuviera ningún gran sueño queanhelar, me encontraría cara a cara conlas partes fragmentadas y escindidas demí misma que no me había atrevido a

reconocer.

* * *

Suzuki Roshi, un maestro del zen, decía:«Nada sucede fuera de ti». En unarelación no es cuestión de encontrar lapaz por estar con otro ser humano. Escuestión de comprometerse a mantenerel contacto y no escapar corriendocuando tu pareja se convierte en elreflejo de la dureza de tu corazón.

Matt no puede sanarme. Pero si estoydispuesta a no huir corriendo, a nocomer de forma compulsiva, a no buscarotro amante, a no refugiarme en mitrabajo, encontraré la cara que hay pordebajo de mi cara. Y yo misma me

sanaré.La cuestión no es cuándo encontrarás

—ni si encontrarás— alguien a quienamar; nada cambiará cuando encuentresal amor de tu vida, nada excepto quehabrás encontrado al amor de tu vida. Eltrabajo comienza allí donde se acaba elencaprichamiento inicial. Y la cuestiónno es cuán glorioso será despertarte conun cuerpo cálido a tu lado y tener aalguien con quien ir al cine y visitar atus padres y con quien ser tú misma. Lacuestión es ¿qué harás cuando las cosasse pongan difíciles? ¿Cómo puedesconfiar en alguien cuando jamás hasaprendido a confiar en ti misma? ¿Quésignifica para alguien que hareemplazado el amor por la comida

tener una relación amorosa? ¿Quénecesitamos aprender sobre laintimidad? ¿Qué nos enseña de nuestraconexión con todos los seres vivientesel hecho de tener intimidad con una solapersona?

* * *

Si exploras en profundidad uno de losdominios de la vida, sólo uno,encontrarás las respuestas para todos losdemás. Lo que aprendes cuando teliberas de tu obsesión por la comida eslo que necesitas aprender sobre laintimidad:

• Comprométete.

• Di la verdad.• Confía en ti mismo.• El dolor se acaba, igual que todo lo

demás.• Ríe con facilidad.• Llora con facilidad.• Ten paciencia.• No temas a ser vulnerable.• Cuando adviertas que te aferras a

algo y que eso te molesta renunciaa ello.

• No temas los fallos o fracasos.• No dejes que el miedo te impida dar

el salto hacia lo desconocido nisentarte en oscuro silencio.

• Recuerda que todo se pierde, loroban, se arruina, se gasta o se

rompe; los cuerpos se encorvan yse arrugan; todo el mundo sufre ytodo el mundo muere.

• Ningún acto de amor se desperdiciajamás.

* * *

La gente acude a un seminario esperandoun milagro. Quieren estar delgados ya.Están cansados de luchar con suobsesión por la comida, cansados dehaber desperdiciado buena parte de suvida pensando en su cuerpo, en lo quepodían y no podían comer, en lo queacababan de comerse y no deberíanhaber comido. Quieren que eso se acabey seguir adelante con su vida. Yo les

digo que se concedan un año deseguimiento del programa de Liberacióny me miran como si hubiera perdido larazón. Entonces las personas que hanseguido las indicaciones dietéticasdurante un año se ponen de pie y hablande lo que se siente al comer cuando setiene hambre en vez de usar la comidacomo sustituto del amor, del consuelo,de la expresión de sí mismas. Losnuevos quieren saber cómo. «¿Cómo esque tuvisteis el coraje de seguiradelante? ¿Qué os diferencia de laspersonas que lo intentaron y aumentaronde peso y se desanimaron y se pasaronen cambio a una dieta líquida?»

Lo que diferencia a estas personas esque se comprometieron con el proceso y

mantuvieron el compromiso. Tenían unavisión de lo que era posible, y lasiguieron. Cuando estaban asustadas nodejaron que el miedo las detuviera.Creyeron en sí mismas, en queesencialmente eran personas válidas.

Anoche tuve un sueño sobre unhombre que vivía en la Antártida,estudiando a las poblaciones autóctonas.Tenía una barba larga y hermosa y losojos castaños. Me preguntaba dóndequedaba Cupertino y si se podía llegarhasta allí andando. Su casa estaba hechade arce, y en todas las paredes habíaherramientas colgadas. Aunque yoestuviera viviendo con Matt, él meparecía tan atractivo que pensaba en

irme a vivir con él. Sería una vidadifícil, pensaba para mis adentros... sinlavabos, sin agua caliente. Reinventaruna vez más la rueda. Entonces medesperté.

Tengo un amigo que fue postergandohasta los 43 años la decisión de casarseporque esperaba conocer a NatasjaKinski para casarse con ella. Vivía enBerkeley, era programador informático yno viajaba. Anoche soñé que me iba avivir con un montañés. Por más quequiera a Matt, hay una parte de mí queno quiere admitir que la cosa es así, queno me voy a ninguna parte. No puedofugarme con Harry Hamlin y descubrirel éxtasis.

Cuando la gente acude a mis

seminarios, se guardan la opción de ladieta en el bolsillo de atrás. «Bueno,está bien, probaré esto durante unasemana o un mes, pero si no funciona osi me da demasiado miedo, si aumentode peso o si mis amigos se burlan de mí,siempre me queda la dieta.»

Los primeros cuatro días de un retirode meditación, me los paso pensando entodas las formas posibles de irme:pedirle prestado el coche a alguien,tomar un autobús, llamar a un amigo,alquilar un helicóptero... Después medoy cuenta de que lo único peor quequedarse es irse. No puedo escapar demí misma.

En mis libros anteriores hablé de

tratarnos con bondad, suavidad ycompasión, y sigo creyendo que estastres cosas son partes necesarias de laliberación. Pero hay un ingrediente queno mencioné y que es el pegamento quemantiene unidas a estas tres partes: elesfuerzo y el compromiso. No irsecuando las cosas se ponen duras.

Si supiéramos cómo quedarnoscuando las cosas se ponen duras noseríamos comilones compulsivos, Perotenemos que practicar. Tenemos queactuar como si supiéramos cómo vivir.Comprometernos con una manera devivir o con una relación es lo mismo: elcompromiso es una manera de vivir enel mundo. El compromiso es quedartecontigo mismo, no con otra persona, no

con un programa dietético... y disponerla comida, el trabajo, las relaciones y lavida espiritual de acuerdo con tusprioridades. El compromiso es hacer loque necesitas hacer para permitir eldespliegue de la vida que hay dentro deti y no dejarte seducir por el encanto, eldinero, la fama, la delgadez o la falsailusión de que puedes vivir una vidalibre sin dolor.

* * *

Haciendo un recuento retrospectivo apartir de Matt y durante los últimosveinte años, he estado con un hombre aquien no le atraía, con uno que no megustaba, con un hombre casado, con una

mujer casada, con un hombre que vivíaen Londres, con uno a quien temía, conuno que vivía en Buffalo, con uno porquien no sentía nada, con uno que murió.

Si no era frenético o tumultuoso, noera amor. Para amar tenía que estaransiosa, tenía que desangrarme.

Casi después de tres años de estarcon Matt, le comenté a Sara que nopodía decidir si él era uno de los sereshumanos más superficiales y reprimidosque hay sobre la tierra o uno de loshombres más pacientes y compasivosque existen.

Mi relación con Matt es fácil, y por«fácil» entiendo que no tengo quequemarme las uñas, ni hacerme cargo desu salud mental, ni cocinar más que

calabaza y alcachofas, ni necesito sermás pulcra que él, ni actuar comoMelanie en Lo que el viento se llevó, nifingir que soy nadie más que la personacompleja, fiel a sus principios, sincera einconstante que soy.

Matt me ama cuando me llevo unmontón de galletas, bizcochos, fruta secay leche de soja en los aviones, ademásde un bolso de mano, el carrito delequipaje y bolsos para compras de todoscolores. Me ama cuando me despiertoasustada a medianoche y le pido que meabrace. Me ama cuando me tomo tresdías para tomar una decisión y tres díasmás para cambiar la decisión que hetomado. Me ama cuando insisto en que

hagamos salchichas de soja en laparrilla del patio y nos lleva dos horasencender el fuego y dos minutos tirar lassalchichas achicharradas sobre laspeladuras de limón en la pila de abonopara el jardín.

No me pega, no cambia radicalmentede un día o de un momento a otro, noespera que lo cuide, no insiste —nidirecta ni indirectamente— en que dejede cuidarme tanto, no necesita que yoesté de acuerdo con él ni con su vida.No se le viene el mundo abajo cuandome porto como si tuviera tres años ycreyera que la única manera deconseguir lo que quiero es que él sederrumbe.

Ve lo que tengo de luminoso y lo

estimula, ve lo que tengo de perturbaday lo acepta, va en pos de sus sueños conpasión y sin necesidad de que yo se losapruebe, se despierta riendo, se ríeconmigo y llora antes que yo, me hacefrente cuando soy injusta, me recuerdaquién soy cuando me olvido de por quéestoy viva, y dice la verdad.

* * *

Ser amado por alguien y amar a esealguien nos enseña lo que es posible conotras personas, con todos los seresvivos. Acceder a la intimidad omantener la distancia, decir la verdad uocultarnos de ella, son decisiones quetomamos diariamente en incontables

ocasiones, en innumerables situaciones:en el colmado, en la gasolinera, cuandoalguien nos cierra el paso en laautopista, cuando pasamos junto a unapersona que no tiene hogar, cuando nosenteramos de que se están destruyendoárboles de doscientos años y de que esposible que nuestros nietos no veanjamás una selva virgen.

Es importante si uno se consideracomo persona capaz de influir en elcambio o si se considera como personacuya opinión no cuenta para nada. Esimportante si uno se trata con reverenciao indiferencia. Todo trabajo, porpequeño que sea, que hagamos connosotros mismos es importante. Cadavez que optamos por el amor, esa opción

es importante.Cuando la comida sustituye al amor,

el amor es difícil y su brillo artificial,está fuera de nosotros, es otra cosa quetenemos que adquirir, de la que tenemosque apropiarnos. Cuando el amor es elamor, no hay nada que se interpongaentre nosotros y nuestro corazón roto.

El amor nos mueve. Y eso es bueno.

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