Una Dorotea cubana

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Después de los puentes: La condición global de los cubanos de hoy Ruth Behar y Lucía Suárez, editoras Una Dorotea cubana Eliana Rivero *Preámbulo poético Espejo del Mundo, Jardín del Alma, Perla del Oriente, Centro del Universo... A ese fabuloso oasis al borde del desierto nunca le han faltado admiradores. Otro de sus nombres, Ciudad de Famosas Sombras, la revela como testigo de toda su amplia historia. Al cruzar de la calle donde vivo, reside una familia de inmigrantes. Hablan alto en su propio idioma, se reúnen con frecuencia los fines de semana y cocinan en el patio, se congregan con niños y viejos y adultos a rememorar historias y compartir suertes en este lugar donde ahora tienen su hogar. Han prosperado en los Estados Unidos, tienen negocios propios y poseen un gran número de automóviles que estacionan por toda la cuadra. Son trigueños de pelo, morenos de piel y hablan poco inglés, excepto los jóvenes y

Transcript of Una Dorotea cubana

Después de los puentes: La condición global de los cubanos de hoy Ruth Behar y Lucía Suárez, editoras

Una Dorotea cubana

Eliana Rivero

*Preámbulo poético

Espejo del Mundo, Jardín del Alma, Perla

del Oriente, Centro del Universo... A

ese fabuloso oasis al borde del desierto

nunca le han faltado admiradores. Otro

de sus nombres, Ciudad de Famosas

Sombras, la revela como testigo de toda

su amplia historia.

Al cruzar de la calle donde vivo, reside una familia

de inmigrantes. Hablan alto en su propio idioma, se reúnen

con frecuencia los fines de semana y cocinan en el patio, se

congregan con niños y viejos y adultos a rememorar historias

y compartir suertes en este lugar donde ahora tienen su

hogar. Han prosperado en los Estados Unidos, tienen negocios

propios y poseen un gran número de automóviles que

estacionan por toda la cuadra. Son trigueños de pelo,

morenos de piel y hablan poco inglés, excepto los jóvenes y

niños. Las mujeres se ven hermosas, bien vestidas a la

moderna; los hombres tienen aspecto muy masculino y saludan

en inglés dando la mano y preguntando, “How are you?”, con

una pronta sonrisa.

Frente a mi casa vive un ejemplo de la diáspora

universal. Son individuos de una tribu, muy unidos en su

destierro y muy contentos de residir en la prosperidad.

Salieron de su país huyendo de circunstancias políticas y

quizás por motivos religiosos. Vienen de una pequeña

república en el centro del continente asiático. Son judíos

de Uzbekistán, que emigraron hace unas décadas primero a

Irán y después a los Estados Unidos. Una de las jóvenes de

la familia tiene un vehículo deportivo de utilidad, nuevo y

color plateado, en cuya placa o licencia se lee—en vez de

números—un conjunto de letras: SAMRKAND.

Evidentemente, el auto se ha convertido en orgullosa

proclamación de nacionalidad étnica y de lugar de origen, y

aun en medio de la vertiginosa carrera de negocios y

ocupaciones, exhibe el símbolo de la urbe inmemorial de la

infancia y su recuerdo diaspórico: Samarcanda, segunda

ciudad de Uzbekistán, confluencia de turcos y persas y

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mongoles, asiento milenario de la misma edad que Roma o

Babilonia, y según las guías de turismo “el Espejo del

Mundo, el Jardín del Alma, la Perla del Oriente, el Centro

del Universo”. El nombre solo, sólo el nombre de una ciudad

deviene en cifra de sueños y en homenaje a la nación

abandonada, recordada, amada.

En algún momento, yo pensé haber puesto HAVANA en mi

placa vehicular, pero opté por el anonimato. Creo que ese

mensaje no hubiera dejado lugar a dudas del sitio

primigenio, pero me pareció un poco “showy”, alardoso, y

decidí guardar el nombre preciado en un sitio más escondido,

en la memoria del corazón. Otros cubanos exhiben banderitas

de estrella solitaria en sus autos. Sin embargo, después de

más de cincuenta y un años en otras tierras que aquéllas que

me vieron nacer, llevo algún tiempo pensando que mi

cubanidad diaspórica puede expresarse asimismo por el nombre

de otra ciudad mítica, recordada en la fantasía, presente en

los sueños de niños, en la imaginación de lectores de

literatura infantil y espectadores de filmes clásicos.

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No, no voy a escribir “La Habana” en la licencia o

chapa: quisiera simplemente poner dos letras en mi Toyota

Camry que deletrearan “OZ”.

*Cuba como metáfora

El proceso de metaforizar a Cuba sigue para mí el camino

de su capital: es la habanera y tropical imagen la que

pervive en la memoria, sea el castillo del Morro o el paseo

del Prado o el Malecón lo que perdura y centellea en los

rincones del cerebro. De la imagen se pasa a la iconización,

y de un ícono se construye a su vez un tropo generalizado en

su sustancia: de la Isla nación a la capital de ese mundo,

a la ciudad como representativa de la cultura primigenia y

“legítima”. Como dicen los madrileños: “De Madrid al cielo,

y un agujerito para verlo”, significando que sólo se puede

estar mejor en el paraíso, y aun así mirando siempre la

ciudad.

Todo ese proceso de metaforización, esa jornada sinuosa

como los meandros de un río, es parte integral de mi

búsqueda identitaria de Cubana-plus (término que uso para

describir mi performance multicultural de la cubanidad, y

actuación que entenderán bien otros pluricubanos que lean

4

estas páginas). La imagen citadina universal confluye con la

inmemorial de la urbe romana (todos los caminos llevan a

Roma) y lo que sabemos de lecturas filosóficas y de la

imaginación religiosa; así se van construyendo los mitos.

Civitas dei tituló Agustín de Hipona su libro, hablando de la

comunidad cristiana en oposición a la civitas diaboli de los

infieles descreídos, y aunque yo no pienso ni por un momento

enloquecido que La Habana (Cuba) es la urbe divina y

paradisíaca en oposición, por ejemplo, a una demoníaca Nueva

York (los EEUU) –ya que el tiempo y los viajes me han

inmunizado contra la locura de esos mitos, cultivados

secretamente por muchos cubanos insulares y diaspóricos, y

hasta recientemente por realizadores de filmes como La ciudad

perdida—la tentación del paralelo literario y simbólico es

seductora. No en balde los cancioneros neorrománticos de

décadas pasadas se referían a La Habana como a una sirena

perdida en las olas del mar... Pero hablemos de otros sitios

para regresar al primero.

Hace escaso tiempo que volví a ver el Niágara. Digo eso

no porque regresé a una lectura del poema herediano, sino

porque he contemplado tres veces la catarata, tan cubana

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para la memoria del desterrado lírico matancero, aunque la

tercera vez la divisé desde el avión y pensaba en los versos

inmortales, grabados en la memoria y en una tarja que se

encuentra en la orilla canadiense:

Mas ¡ay!, ¿por qué no miro

alrededor de tu caverna inmensa

las palmas, ¡ay¡ las palmas deliciosas

que en las llanuras de mi ardiente patria

nacen del sol a la sonrisa y crecen,

y al soplo de las brisas del océano

bajo un cielo purísimo se mecen?

Ese recuerdo a mi pesar me viene...

Regresaba a casa de un seminario en la Universidad de

Buffalo, donde con un grupo de cubanólogos y cubanófilos

residentes en los Estados Unidos habíamos discutido el

intrincado proceso de la construcción de una identidad

cultural cubanoamericana en varias de sus expresiones

artísticas. Y no había demasiados puntos en los que

estuviésemos de acuerdo, excepto en aceptar que es una

situación compleja y distintiva para cada uno de nosotros.

Desde luego, abundaron los comentarios y recordatorios del

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texto de Heredia en un lugar tan cerca de nuestro recinto.

No todos lo recordaban literalmente, pero muchos reconocían

la importancia de una memoria cultural básica que ofrezca

algún trasfondo para la discusión de lo que resulte ser la

cubanidad. Más allá del topoi de la palma (con perdón del

poema emblemático), presente no sólo en el escudo nacional

sino en muchos ceniceros y anuncios de mercados cubanos en

New Jersey, se encuentran otros denominadores comunes.

Prescindiendo también de la nostalgia, ese discurso emotivo

ya manido por el uso y estropeado por la distancia temporal,

y de esencialismos clásicos como el definir “lo cubano”,

distinguíamos algo—ese no sé qué afectivo y singular—que nos

hace sentir una solidaridad etnonacional en común. Y

estábamos muy claros en que “eso” nuestro—la Cosa Nostra de

la diáspora cubana—es similar pero diferente al de la

cubanidad insular; tiene su origen en aquélla pero se

desborda de sus límites, trasciende sus fronteras físicas y

culturales, se ensancha, se metamorfosea, se diversifica (se

enriquece, creo yo): se transnacionaliza. Y aun así,

permanece reconocible.

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En aquel sitio cercano al Niágara llamé locura nacional a

nuestra obsesiva singularidad, eso que algunos tachan de

“excepcionalismo cubano”, rayano en etnocentrismo, y que nos

hace reincidir sobre el tema ad nauseam, para hastío de los

ajenos a nuestra fijación en una persistente búsqueda y

confirmación ontológicas. Pero ya que a partir de ello se

construyen epistemologías curiosas, quiero armar aquí otra

metáfora, tan larga como culturalmente híbrida. Repito: el

proceso de metaforizar a Cuba es parte integral de mi

búsqueda identitaria como la de una Cubana-plus.1 Y en estas

líneas quiero empezar a vivir dentro de mí misma esa

identificación, y configurar la representación de la cultura

cubana global en términos de la tierra de Oz, ese reino

mítico poblado por la magia del sueño de su autor, L. Frank

Baum, escritor del libro que sirve de base al film icónico.

El centro de esa utopía es una ciudad de altas torres,

brillante y habitada por gentes que sirven y protegen a un

mago bigotudo y misterioso, eje y motor de la urbe, cuyo

nombre es cifra metonímica del sitio: Oz es la tierra porque

Oz es el mago que la ha creado, y son uno los dos.

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Así quiero construir una alegoría culturalmente híbrida,

y  de esa forma configurar líricamente la cultura cubana

global a través del velo glauco de un ensueño, como tantas

veces se reconstituye la memoria de aquella cultura insular

a la que una vez pertenecí. Follow the yellow brick road, follow the

yellow brick road… ¿Quién no ha visto a Dorothy caminar junto

al león cobarde, al espantapájaros sin seso y al

descorazonado leñador de hojalata por el sendero de

ladrillos amarillos hacia la ciudad resplandeciente, donde

todos visten de verde, y donde vive un misterioso mago de

poderes legendarios que controla los destinos del reino?

¿Qué niño no ha temblado de miedo al ver a la bruja malvada

volar en su escoba por el cielo, queriendo atacar a la

protagonista que viaja en compañía de “los buenos”? ¿Acaso

no nos hemos reído todos al ver la bienvenida que le dan los

mascones (Munchkins) a Dorothy, cantando y bailando como

patrióticos enanitos que son, contentos de que les hayan

salvado el país del hechizo de la malvada bruja? Y ¿quién no

ha tarareado—junto con la voz de Judy Garland—la canción

emblemática de ese lugar más allá del arcoiris, de un

paraíso en las alturas que resulta inalcanzable pero que

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podemos visitar en nuestra imaginación? “Somewhere over the

rainbow, way up high, there´s a land that I heard of once in a lullaby…”

Más allá del arcoiris, muy en lo alto, hay una tierra de la

que oí una vez en una canción de cuna... (y más allá del

arcoiris, por cierto, se encuentra asimismo la inalcanzable

ollita repleta de monedas de oro que cuentan las leyendas

célticas de Irlanda, esa otra gran isla de verdes tréboles y

de espíritus misteriosos, para abundar en paralelos

intrigantes y para demostrar que no sólo en Hollywood ni en

Miami se tejen telarañas de ensoñación).

El pájaro azul de la felicidad y el fin de los hechizos

malvados espera a los mortales en esa tierra mítica, en la

capital color esmeralda: la ciudad-estado perfecta, de

columnas de mármol y de frondas acariciadas por la brisa,

pobladas de gentes sonrientes y felices, que comen jalea y

pasean en coche, se hacen fotos frente a monumentos

artísticos y viven una existencia sin problemas, contando

chistes y componiendo música.  Una vez que se atraviesen las

fronteras del sitio, hechiceras bellas como hadas guían al

viajero hacia el Sanctum Sanctorum, el lugar sagrado y

misterioso donde todo se consigue, donde el corazón se llena

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de felicidad y el valor se recobra y se terminan todas las

penas; el centro de los centros, al final de un corredor

brillante bordeado por ventanales de vidrios coloridos. Así

es Oz: locus mítico, omphalos mundi, núcleo del universo

donde todos experimentan la dicha plena de la existencia...

a pesar, o quizás a causa, del mago que le da nombre e

impulso. Dorothy quiere volver a casa, y quiere que sus

amigos queden satisfechos y completos, llenos de amor, de

ideas brillantes, de coraje para enfrentar los peligros que

acechan en cualquier recodo de la vida. El Mago, personaje

de las barbas verdes, todo lo puede, todo lo concede. Pero

¡ay! que al final el perrito Toto revela, al descorrer una

cortina con los dientes, que no existe sino un espejismo. El

Mago resulta ser una figura inventada por el mito, escondido

tras el humo de las máquinas, mortal al fin, reflejo de

nuestras propias limitaciones, y también de nuestros propios

deseos.

Todo el reino de Oz se me representa a un nivel similar

que La Habana/Cuba metafórica que describo aquí. Ella es el

lugar utópico y el ombligo básico que nunca tuvimos

completamente, que buscamos para reconquistar un origen

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identitario, para aproximarnos al asentamiento de una

diáspora cuyos ciudadanos tienen mucho en común con la Isla

primigenia en lo que de imaginación se trata. Cuba ha

resultado ser, para sus devotos de dentro y de fuera, el

umbilicus mundi, y su ciudad capital el centro de ese agujero

umbilical que lleva hasta las profundidades del ser en

busca de la sustancia originaria. Su encanto pervive en la

memoria colectiva; en palabras de un cubano emigrado no hace

mucho a los desiertos del suroeste donde vivo, “Los

pompeyanos la habrían celebrado en un mosaico” (“La havana”,

Osvaldo Cleger).

Por eso voy por el mundo cual una Dorotea cubana,

buscando alegóricamente el regreso al hogar aunque temiendo

al Mago encerrado en las verdes torres (que para los que han

visto el filme, resulta ser un alardoso loco fraudulento), o

tratando de hallar un locus primus donde no haya hechiceros

supremos, peligrosos hechizos o ciudadanos extraños. Hay

brujas que acechan por el camino, y monos voladores

esclavizados por la hechicera maligna del oeste, la generala

de esas tropas que mantienen un reino de terror sobre el

bosque. Me dan miedo esas brujas y esos magos, me asustan

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los brujeros y ni me gustan los mangos (detalle paradójico

en una persona de nacimiento isleño y caribeño).

Contradictoriamente también, vivo en un país a veces

regido por personajes que como títeres siguen los designios

de la gran industria consumidora, ven brujas donde no las

hay y las usan como pretexto para mandar sus ejércitos de

monos voladores a conquistar repúblicas (sobre todo las

repletas de petróleo). Al final de la película, no obstante,

aparentemente triunfan la inocencia y la bondad, à la

Hollywood....tará! Todos reconocen que han sido engañados

pero que hay esperanza si se sigue el camino del

reconocimiento propio (vive eternamente el mito en el pecho

de los creyentes).

Paralelas a esa sugerente fábula, mis páginas pretenden

describir en términos simbólicos y subjetivos lo que en una

conciencia poética es el reino imaginario de esa Cuba

transnacional, tierra brillante de magos y de mangos, de

brujas o de brujeros, de lacayos hirsutos y de criaturas

inocentes o perversas que pueblan los rincones del mundo,

siempre compartiendo un “duende” y su gracia, un ángel y su

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jiribilla, constituyendo la metáfora polivalente de una

nación que se busca a sí misma.

*Cuba como ficción

Después de todo, a través de las brumas de la memoria,

ese sitio que se recuerda vagamente, con el asombro

adolescente en la memoria diluída, es un reino mítico. Desde

los comienzos, el Almirante de la Mar Oceana que llegó a sus

playas orientales la calificó de la “Isla más fermosa que

ojos humanos hubieran visto”, frase que se nos repetía hasta

la saciedad en las aulas donde se reproducían imágenes

visuales y cartográficas de esa extensión de tierra rodeada

de agua por todas partes y con contorno de caimán.2 En

aquel recinto insular paradisíaco cantado después por el

Cucalambé, “Cuba delicioso edén/ perfumado por tus flores/

quien no ha visto tus primores/ ni vio luz ni gozó bien”, se

anclaron los sueños que perviven en la memoria de muchos, en

generaciones posteriores y años luz más tarde.

2 Por cierto, algunos irreverentes cubanos de Miami la han

visto también como el perfil de una aspiradora eléctrica,

versión contemporánea del arado con que asimismo se la

caracterizaba, y que coloca las ruedecillas y el motor en

la antigua provincia de Oriente, la bolsa en Camagüey y el

manubrio con que se maneja en mi Pinar del Río natal.

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Esa Cuba con la que soñaban los poetas, y por la que

hoy suspiran los viejitos del exilio miamense que juegan

dominó en la Calle Ocho, es una ficción que se mantiene viva

mediante el deseo de que no termine nunca. Pero las

realidades históricas cambian, permutan, se metamorfosean;

lo que siempre permanece, inmortal para la posteridad, son

las ficciones. Que se lo pregunten a Borges. Y la Cuba que

se expresa como metáfora es asimismo el decantar de una

ficción. Es el lugar originario y por lo tanto idealizado en

la memoria y en la esperanza; pero globalmente, en la

diáspora, es el punto de referencia común para los que viven

en el territorio desterritorializado y abierto,

plurilocativo, de una nación que se salió de sus fronteras

físicas y se desparramó por el mundo.

En los comienzos del siglo XXI, esa Cuba

transnacionalizada ya ha superado muchas de las limitaciones

que una vez la circunscribieron: el lastre de la nostalgia,

los murmullos de un eterno deseo de regreso (hoy relegado

más que nada a las promociones que menos tiempo han

permanecido fuera del entorno original), el doble vivir

diario, bicultural y transculturado, en el presente y en el

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pasado. Toda esa superación, desde luego, es aun más

predominante fuera del entorno duplicador de la Florida,

donde se quiere seguir viviendo en el ensueño de los

Mascones, los enanitos cantantes y danzantes que acogen a

Dorothy y le agradecen haber aterrizado en su medio. Allí,

en mayor grado, la ficción “Cuba” se encuentra viva por

designio emotivo e intelectual de sus cultivadores. Pero por

último, todos sus ciudadanos globales guardan documentos de

identidad espiritual en el hondón afectivo, aunque cada vez

más la inmensa mayoría de ellos—incluyendo por supuesto a

sus descendientes, cultural y étnicamente cubanos pero sólo

por herencia y voluntad—se abre al mundo y solamente regresa

a la ficción en horas de asueto, por vías musicales,

gastronómicas o conversacionales, enlazados a ratos por la

memoria fresca de aquéllos que hace poco dejaron las playas

originarias para lanzarse a la constitución de una nación

transnacional.

Los que siguen emigrando hoy día del paraíso

original vienen a narrar el reverso del cuento de hadas,

pero no obstante contribuyen a la conexión con la memoria y

al cultivo de los lazos con aquel lugar sin límites

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realistas. La ficción “Cuba”, a pesar del contacto con los

recientes egresados, se decanta aun más en la memoria de los

primeros inmigrantes, se esfuma, deviene en objeto extraño

ya no tan extrañado, que se reclama a veces y se

sobreentiende en no poca instancia.

En mi rol de Dorotea, la muchacha asombrada que se

declara “no bruja” sino habitante de un estado rural –“Are

you a good witch or a bad witch?—“I´m not a witch at all! I’m Dorothy

Gayle, from Kansas!” (diálogo de la película entre la chica y

Glinda, la bella y bondadosa bruja del Norte), ese hogar que

deseo desde la hondura del alma no es precisamente la Cuba

real, estatal, política, económica, la tierra de carne y

hueso. La querencia que es lo propio, que representa el

desván donde se resguardan del olvido las niñeces y los

recuerdos: es eso para mí la base de mi Cuba metafórica.

...“No soy bruja, no soy traidora ni malvada por ser transnacional; soy la

Dorotea cubana, antes de Pinar del Río, ahora del mundo!”... En mis

meditaciones personales de identidad me identifico y

reencuentro con los personajes de Oz una y otra vez: a ratos

con el león cobarde, a veces con el monigote cabeza de

pájaro que no sabe pensar o decidir, y hasta con los

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enanitos patrióticos, que bailan y cantan en feliz algazara

al descubrir que ha muerto, o que se está muriendo, la

maligna bruja del este que aterrorizaba al reino. Mi familia

floridana está compuesta por muchos de ellos, Munchkins que

bailan y hablan todos a la vez. Su jolgorio es entendible

porque han vivido año tras año, más de cinco décadas y diez

lustros, bajo la imaginaria sombra, malignamente presente,

de un ser de nariz larga y cara verde, como la bruja

malvada, supuestamente inmortal, que ha cambiado sus vidas.

No hay magos reales y verdaderos en su reino al sur de

Masconelandia, aunque sí han oído de un Gran Mago de Oz como

poderoso y benefactor.

En su Ciudad Esmeralda se alzan altos edificios, reina

la prosperidad, hay salones de belleza, flores gigantescas,

alfombras, sirvientes, productos de consumo, caballos de

colores, carrozas y soldados con alabardas, murallas que

impiden la entrada a cualquier mortal. Y su irreal mago

tiene la cara del barbudo Tío Sam. ¿Cómo es tal cosa

posible? ¿Será que OZ es asimismo US? ¿Vivimos también los

habitantes cubanoamericanos de estas tierras continentales

en el ensueño de otro mito, presente en un universo

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paralelo? ¿O se confunde la visión originaria de una ciudad

brillante con todas las otras ciudades que nos toca visitar

o habitar en nuestra diáspora? Londres, Madrid, Barcelona,

París, Los Angeles, Nueva York, San Juan, México, Caracas,

Buenos Aires, Bombay ahora Mumbai, Hong Kong, hasta

Samarcanda: ¿son todas imágenes posibles y exaltadas de la

que Alejo Carpentier llamó la Ciudad de las Columnas? Yo veo

los adoquines del Viejo San Juan y los del Boulevard Saint

Michel en París, los del viejo casco de la ciudad colonial

en Santo Domingo, los de la Plaza Mayor en Madrid, aun los

de Roma cerca del Coliseo y de la Plaza España, y pienso en

los cercanos al Templete o en la Alameda de Paula, y son

como postales turísticas: recuerdos del espacio visitado,

antes habitado, sombras de una urbe mítica que se repite,

ombligo reproducido en todas latitudes, La Habana que fue el

centro y ya no lo es pero se sigue repitiendo en el espacio

global, Cuba con sus palmas recordadas en el Canadá, la

ciudad con sus calles deterioradas rememoradas en otros

países, el país que es otro planeta y una ficción

intrigante, que embruja con el recuerdo de lo posible y

espanta con la presencia de lo real.

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Recuerdo el verso de Octavio Paz: “Voy por tu cuerpo

como por el mundo” (Piedra de sol), y pienso que el cuerpo

ficticio y metafórico de Cuba es un ente vivo, reproducido

de manera similar pero distinta en cada una de las

imaginaciones diaspóricas que se encuentran dispersas por el

planeta. Vivo y reproducido, pero no constantemente

contemplado: la memoria es a veces súbita y otras borrosa.

Voy por el mundo como por tu cuerpo, Habana/Cuba,

porque eres el mundo (si bien microcósmico), pero a la vez,

sólo parte del mundo. Van otros cubanos transnacionales por

el cuerpo del planeta (los he visto en el Louvre, en la

Fontana de Trevi, en El Escorial, hablando con un acento

inconfundible que no sé por qué todavía preserva

insistentemente las cadencias, las vocales y las consonantes

del habla popular habanera). Van por el mundo con su cuerpo

los cubanodiaspóricos (¿diásporocubanos?) hablando asimismo

en otras lenguas, diciéndole que sí al aire extranjero y

abriendo un cafetín en Londres donde venden mojitos y

picadillo. Y yo voy por el mundo con mi cuerpo como una

Dorotea cubana, pensando en un reino brillante donde al fin

se mueren las brujas y los magos porque todo tiene su fin,

20

hasta lo que se cree inmortal. En la vida todo pasa, hasta

la... hasta la... hasta la ciruela pasa, como canta Liliana

Felipe. Y lo que persiste es el mito, por los siglos de los

siglos.

*Cuba como (pre)texto

En cierto sentido, la meditación personal sobre lo

que es Cuba me lleva a lo que no lo es. Y lo que me lleva a

otras partes, a otros cuerpos y otras latitudes, es un

puente por el que me lanzo a explorar. Recuerdo las palabras

de Gloria Anzaldúa, en el prefacio a su libro This Bridge We

Call Home (Este puente al que llamamos hogar):

Los puentes son umbrales de otras realidades,

símbolos arquetípicos

y primarios de una conciencia cambiante. Connotan

transiciones, cruce

de fronteras y perspectivas cambiantes....el cambio

es inevitable. No hay

puente que dure para siempre.3

3

? Gloria Anzaldúa and Ana Louise Keating, eds. This Bridge We

Call Home: Radical Visions for Transformation. New York and London:

Routledge, 2002.

21

Y otros puentes son los que revisitamos, después de

aquéllos de Michigan y la reunión que hizo Ruth Behar en Ann

Arbor, puentes que nos lanzan a otra orilla y bajo los

cuales ha pasado más agua aún que cuando decíamos, en 1995,

que el río del tiempo seguía fluyendo y arrastraba tantas

cosas. Como dice Gloria, QEPD, estamos bregando con

arquetipos, y nuestra conciencia cambia. En este campo

metafórico de tierra y agua, cuando cruzamos fronteras y

damos pasos al futuro, el cambio es irreversible e

inevitable. Los puentes no duran para siempre, pero en la

transición hacia otras aperturas, Cuba se constituye otra

vez en el texto y el pretexto. Donde quiera que haya la

presencia de esos inconfundibles transnacionales, habrá una

conversación por el puro placer de la fruición. Las palabras

en boca de cubanos suenan y saben a dulce de guayaba, aunque

a veces huelen a pólvora. Y ese dulce explosivo es el texto,

el tejido de una etnoidentidad innegable, que se oye y se

palpa. Pero a la vez es la excusa, el pretexto para hablar

de lo conocido y de lo reconocido.

Según los sociólogos que estudian las cuestiones

diaspóricas, el mundo está ahora experimentando el más

22

grande flujo migratorio en la historia de la humanidad. Hay

más de 185 millones de migrantes transnacionales y

refugiados en todo el planeta. También afirman que la

inmigración hoy día genera transformaciones epocales tanto

en los países que envían como los que reciben migrantes. Eso

quiere decir que por mucho que pensemos los de fuera que

somos (o no) los desterrados del país paraíso, los que se

quedan son (quiéranlo o no los que dirigen y deciden)

profundamente influidos por nuestro pensar diaspórico

alegórico. Sueñan lo que soñamos porque se preguntan qué se

hizo de aquéllos que se fueron. ¿Ubi sunt los vecinos de El

Vedado? ¿Adónde fueron a parar las damas y caballeros de

antaño? Fueron en su mayoría al Gran Reino de Oz, maravilla

del orbe occidental, sorprendentemente regido ahora por un

títere y no por un mago, si bien el ícono nacional del Tío

tiene barbas.

Y desde el país de los Mascones mandan tarjetas,

remesas, mariposas de oropel, monitos con rabo mecánico,

imágenes visuales por la Internet, mensajes, botellas que

vienen de la Ciudad Esmeralda y son verdes y transparentes,

y hablan (bajito) del reino de las maravillas donde

23

cualquiera se lanza a caminar por el sendero de ladrillos

amarillos, tris tras adónde vas, voy al campo a buscar

fortuna, me voy a pasear por el planeta, a deambular por el

mundo, por la YUMA, por la UNAM en México, a ver películas

de UMA (Thurman) en Los Angeles, a protestar frente a la ONU

en Nueva York, a visitar la UNESCO en París, en fin, a

UNIRME a la comparsa diaspórica pleniplanetaria, a usar las

letras de manera ingeniosa, a decir lo que se me ocurra.

Dichos inmigrantes se organizan (nos organizamos) en

redes transnacionales de relaciones sociales y culturales

que hacen porosas las fronteras, y de alguna forma,

redundantes. Redunda la Isla, redunda el texto, redundan las

márgenes: La Habana, Cuba, territorio libre de la

imaginación (y no libre de pecado, como quería Frank

Domínguez en su bolero). Pero la ciudad y el país, metáfora

y alegoría del reino diaspórico y sin fronteras, dimensiones

sin tierra pero con habitantes, siguen avanzando en su

metamorfosis. Por medio de aquellos puentes del pasado

pasamos a otras riberas, y ahora la Cuba transnacional

(quiéranlo o no los que no lo quieran, y muchos de ellos

habrá en la Isla, discutiendo el asunto en términos pre-

24

posmodernos) constituye la extensión más paseada del mundo

exterior a los límites insulares. Ahí están los salseros en

Las Vegas, los pintores en el DF, los libreros en Barcelona,

los camarógrafos en Madrid y Budapest, los soneros en Nueva

York, sí, los ingenieros en Venezuela, los topógrafos en el

Ecuador, los periodistas en Coral Gables y en la Argentina,

los catedráticos en los recintos de Río Piedras y Mayagüez y

Riverside California, y los escritores por todas partes,

saliéndose por las ventanillas de autos y aviones, hablando

unos y otros con todos los demás por medio de teléfonos

móviles y “chateando” por la Internet, la adicción bendita

de la comunicación planetaria que nos hace conversadores

globales, que nos permite ver a todos el funeral de Augusto

Pinochet, la conversión católica de Daniel Ortega, las

pasarelas de modas en Milano, las enfermedades secretas de

los caudillos caribeños, y volver a Las Vegas para

presenciar el espectáculo de Havana Nights, a cuyos

intérpretes cubanos de la Isla les gustó tanto el desierto

de Nevada que establecieron residencia en él.

Sí, el mundo es un pañuelo y los cubanos que andan por

los caminos planetarios se juntan para decir “Oye chico” y

25

tomar café en cualquier esquina, que no será la de L y 23

pero es otra más actualizada, en cualquier otra urbe de la

Tierra. La metáfora se globaliza; los límites de la ciudad y

del país se hace aun más porosos, no hay quién no sepa lo

que ocurre en cada rincón, el mundo se puebla de viajeros y

de gente movilizada, aunque los pobres se quedan rezagados

por falta de computadoras y pasaportes y moneda libremente

convertible o aceptable. Una prima que vive en Miami—no

conocida precisamente por sus ideas liberales—al escuchar la

pregunta “¿usted piensa volver a vivir en Cuba algún día?”

responde con otra pregunta y ofrece una respuesta

categórica: “Yo, ¿mudarme del Primer Mundo al Tercero? ¡Ni

loca!” En los términos alegóricos que propongo aquí, su

contestación sería: “¿Dejar el reino de Oz presente y real

para volver a aquél otro imaginario de la añoranza? ¡Por

favor, no diga tonterías!” (Y a mí me gustaría ser reina de

Inglaterra, claro. Para eso tengo las mismas iniciales, ER,

que la Elizabeth Regina en los monogramas reales).

*Cuba como transnación

Si en el volumen recopilado por Damián Fernández,

Cuba Transnational,4 se intenta definir y localizar en la

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terminología de las ciencias sociales el concepto de esa

nación diaspórica que algunos humanistas y escritores hemos

llamado “completa”, en realidad el fenómeno general del

siglo ya ha sido aceptado por teóricos y estudiosos de la

migración global. En la conferencia de estudios cubanos y

cubanoamericanos del Cuban Research Institute (Florida

Internacional University) de octubre 2003, en una sesión

titulada “Cuba (Tras)Pasada, Cuba (Tras)tornada: Views on the

Global Nation and Its Multiplicity of Being”, discutíamos el

tema del cual ahora me tomo la libertad de citar

extensamente, usando mis propias palabras para aquella

ocasión (sigo el patrón de lo que algunos críticos denominan

“autocanibalismo”):

creo que existe una Cuba transnacional que se viene

desbordando de los límites materiales de la Isla

desde hace décadas, y que progresiva (y

dolorosamente) trata de trascender su pasado y de

mirar realistamente a su presente y su futuro. A la

vez que experimenta trastornos y confusión mientras

trata de imaginarse a sí misma como una nación que

evoluciona a la vez que crece más allá de sus

27

fronteras geográficas, esa Cuba transnacional desea

retornar a un “ser completa” después del trastorno:

el proceso perturbador y emocionalmente impactante

de la transferencia y translocalización de muchos

de sus habitantes originales. En ese proceso

evolutivo, la nación como comunidad global ha

devenido en “transnación”, y muchos de sus antes

ciudadanos son, en efecto, cubanos transnacionales,

sujetos diaspóricos. Siempre habrá, sin embargo,

quien cuestione estas nociones como peligrosas a la

integridad de una “esencia nacional” homogénea que

por mucho tiempo se ha creído como definidora de la

cubanidad. Aunque dicho concepto es extremadamente

dudoso en esta época posmoderna, no obstante hay

quien prevé que presentar la identidad nacional

“como un artefacto cultural abierto a manejos e

impugnaciones es suficiente para provocar las

peores pasiones en todos los múltiples lados de la

línea divisoria cubana” (Buscaglia-Salgado, 287,

traducción mía) 5

28

Entiendo que algunos estudiosos cubanos de la Isla rehúsan

aceptar el concepto de Cuba transnacional como lo definimos

en la diáspora. He escuchado comentarios que en una reunión

de estudios cubanos en la Universidad de Nottingham,

Inglaterra, en septiembre del 2006, una mesa redonda formada

por participantes de dentro y de fuera de la Isla discutió

intensamente el tópico, y algunos rechazaban de partida el

concepto de Cuba transnacional (lo cual se entiende, si lo

que se intenta es defender ideológicamente la integridad del

estado nación insular como completo en sí mismo; los

estudios globales afirman lo opuesto, sin embargo).

Por otra parte, como Dorotea que soy, creo en el

poder de la imaginación, en una visión posmoderna que

contemple el profundo influjo y reflujo de ideas con

respecto a la cubanidad y a la diáspora, y que acepte que

hoy día las fronteras se borran electrónicamente porque

todos tenemos acceso a la diseminación y, aun más

importante, a la formación de las ideas. El

transnacionalismo es un intercambio a través de esas

fronteras, realizado por individuos no gubernamentales, por

organizaciones semejantes, por redes informativas. Como

29

afirma Fernández, la imagen predominante de Cuba como nación

aislada, política y geográficamente, “una suerte de

Galápagos social” (xiii), se ha convertido en un mito

reconocido, y el discurso de esa Cuba “desconectada del

mundo” sirve principalmente para promover intereses desde

ángulos opuestos y contendientes, como el de las agencias

turísticas que entusiasman a presuntos viajeros con imágenes

de destinos exóticos. Una Cuba transnacional, como la

conocemos los que vivimos desde fuera el paradigma de la

nacionalidad que nos incluye (quiérase o no se quiera), es

la imagen con que se presenta al mundo la sociedad isleña Y

diaspórica de la Antilla mayor en su conjunto.

Desde esa perspectiva, soy de la opinión de que

nociones como ciudadanía y nacionalidad cambian y se

metamorfosean a la medida en que son reexaminadas a la luz

de la época en que nos toca vivir. Algunos teóricos incluso

opinan que el transnacionalismo se refiere a la cooperación

global entre las gentes, independientemente de las naciones-

estados en que habiten. De esa forma, ser transnacional es

ser cosmopolita. Y un estilo de vida transnacional sería el

sueño de esta Dorotea cubana (¿a quién no le gustaría

30

trasladarse entre varios lugares de la Unión Europea y

Norteamérica.... pongamos por caso Niza, Vancouver y

Venecia... con el cambio de estaciones?): no resultan nada

mal los cafés de la Calle Florida en Buenos Aires y los de

Bruselas u hoy día hasta los clubes de Shanghai. En la

República Popular China la clase media que ya existe vive

una rara vida: no pueden acceder a todos los sitios de la

Red Mundial, pero se encuentra uno a turistas de Beijing en

los casinos de Montecarlo y de Lake Tahoe, en las tiendas de

Lima, en las discotecas de Santiago de Chile.... el mundo es

una pelotita, como dicen los peruanos. Y los cubanos de

fuera vivimos a ese ritmo, esperando que quizás a nuestros

compatriotas de dentro les toque una apertura en la que

puedan tomar café en la Gran Vía y conversar con los

diaspóricos en Berkeley.

Desde ese punto de mira, la diáspora es precursora

del transnacionalismo posmoderno. Lo cual no quiere decir

que todos se tengan que marchar definitivamente de su

querencia, sino que puedan tener la oportunidad de abrirse

al resto del mundo en el siglo XXI poniendo el pie

(voluntariamente) en un suelo extranjero que conocen ya por

31

la Internet y los sitios de la World Wide Web. Muchos

todavía no saben lo que se pierden....

Así, el mundo entero es mi reino de Oz, con magos y

sin ellos. En la elaboración de mis metáforas y mis

ficciones, reposa el sueño de una unión humanista

internacional y transnacional en la que no interfieran las

1 En mi artículo “In Two or More (Dis)Places: Articulating a

Marginal Experience of the Cuban Diaspora” (publicado en

Andrea O´Reilly Herrera, Cuba: Idea of a Nation Displaced, SUNY

Press 2007), discuto la noción de una posicionalidad

múltiple del sujeto diaspórico “Cubano-y-más” (Cuban-and-

other) como poseedor de marcadores culturales que no

responden al paradigma de nuestro hegemónico discurso del

exilio. Este es un modelo de construcción identitaria que

representa a los cubanoamericanos, especialmente aquéllos

que no son parte de los enclaves del sur de la Florida, como

agentes multiculturales que demuestran su adaptación al

tolerar la hibridez y aun celebrarla, y que contemplan—a

muchos niveles interpretativos—su “dislocación” de los

epicentros culturales de La Habana y Miami (dislocar:

separar, sacar, dispersar, desmembrar). 4 Damián J. Fernández, ed. Cuba Transnational. Gainesville:

University Press of Florida, 2005. El volumen es una

recopilación de ciertas ponencias que se presentaron en la

Quinta Conferencia Anual de Estudios Cubanos y

Cubanoamericanos mencionada a continuación.

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brujas, y donde el sendero dorado represente no sólo los

ladrillos de una feliz construcción de la vida, sino también

de una nación-patria que fue lo que fue, que es lo que es, y

que será lo que sea en un futuro no lejano: digna de ser

memorada, visitada, recordada en sus esperanzas y en sus

imaginarios personales, que pertenezca a todos los que la

quieran y que permita a todos sus ciudadanos ser globales,

comunicarse ampliamente, por vía electrónica o en carne

viva.

Recuerdo de nuevo los versos de Piedra de sol, y pienso

en La Habana/Cuba como núcleo de esa ficción, ilusoria y a

la vez real— Espejo del Mundo y Jardín del Alma, Perla del

Occidente y Centro del Universo— esa Samarcanda con la que

se sueña en cualquier lugar del planeta:

5 “as a cultural artifact open to handling and contestation

is enough to provoke the worst passions on all the multiple

sides of the Cuban divide;” José F. Buscaglia-Salgado,

“Leaving Us for Nowhere: the Cuban Pursuit of the American

Dream” [review of Louis A. Pérez, Jr., On Becoming Cuban:

Identity, Nationality, and Culture]. The New Centennial

Review, vol. 2, no. 2 (“Origins of Postmodern Cuba”, Summer

2002): 287. El trabajo citado, que presenté en aquella

conferencia de 2003, se titulaba: “Cuba (Tras)Pasada: los

imaginarios personales de una generación”.

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eres una ciudad que el mar asedia...

una muralla que la luz divide,

un paraje de sal, rocas y pájaros 6

Y sigo como una Dorotea cubana, cantando por encima del

arcoiris y riéndome con los enanitos, o de ellos. Está bien

si se me acusa de romántica; para eso creo en los cuentos de

hadas, en las metáforas alegóricas, en el porvenir y en la

poesía.

Samarcanda y La Habana

6 Las estrofas citadas en este ensayo corresponden,

respectivamente, a los siguientes poemas: de José María

Heredia, “Al Niágara” (oda); de Juan Cristóbal Nápoles

Fajardo, “El Cucalambé”, “Décimas”; de Octavio Paz, “Piedra

de sol” (fragmentos). Todos son textos clásicos que se

encuentran no sólo en las bibliotecas sino en páginas de la

Red Mundial fácilmente. El texto “la havana” de Osvaldo

Cleger es parte de su colección inédita “Desertares”.

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NOTAS

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