Una noche. Enamorada

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El desenlace de la historia entreLivy y Miller.

Livy nunca antes había conocido elpuro deseo. El imponente Miller laha cautivado, la ha seducido y laadora de formas que nunca habíaexperimentado; conoce suspensamientos más íntimos y hacetodo lo que ella le pide. Él harácualquier cosa para mantenerla asalvo, aunque para ello tenga queponer en peligro su propia vida.Pero el oscuro pasado de Miller noes lo único que amenaza su futurojuntos… Cuando descubren la

verdad sobre el legado de Livy, salea la luz un inquietante yperturbador paralelismo entrepasado y presente que hace que elmundo de Livy, tal y como loconoce, se tambalee. Pronto severá atrapada entre unaincontrolable pasión y una peligrosaobsesión que podría destruirlos alos dos…

Jodi Ellen Malpas

Una noche.Enamorada

Una noche - 3

ePub r1.0sleepwithghosts 22.01.15

Título original: One Night. UnveiledJodi Ellen Malpas, 2015Traducción: Vicky Charques & MarisaRodríguezDiseño de cubierta: Megan Laurie

Editor digital: sleepwithghostsePub base r1.2

Para mi cómplice. Algunaspersonas sencillamente estánhechas para formar parte detu vida; ella siempre estará

en la mía. Katie FannyCooke, gracias por estar ahí

todos los días. Gracias pordejarme ser yo misma y porquererme por ello. Graciaspor saber cuándo necesito

que me dejen sola y porinsistir cuando sabes que

necesito desahogarme.Gracias por leerme como un

libro abierto.Gracias por… todo.

AGRADECIMIENTOS

Hace algún tiempo, plasmé mi alma enpapel y la expuse para que todo elmundo pudiese leerla. El que pensaraentonces que nadie leería mi primeranovela, Mi hombre. Seducción, meparece algo absurdo ahora. Y aquí estoy,dos años después, recorriendo estemaravilloso camino en el que meencuentro, preparándome para que todasvosotras os sumerjáis en mi sextanovela. No voy a cuestionar a los diosesdel destino. Si mi sino es trasladaros a

mi imaginación y ayudaros a vivirla através de mis palabras, lo haré con gustodurante el resto de mis días. A misdevotas seguidoras: gracias porpermitirme causar estragos en vuestrasemociones. Como siempre, estoyenormemente agradecida a todos los quetrabajan entre bambalinas paraayudarme a trasladaros mis historias, yespecialmente a mi editora en GrandCentral, Leah. Enamorada lo ha sacadotodo de mí emocionalmente hablando.Estaba agotada, y ella estuvo ahí en cadamomento para ayudarme con eldesenlace de la historia de Livy yMiller.

Ahora ya podéis perderos en el

mundo de Miller Hart por última vez.Nos vemos al otro lado.

JEMxxx

PRÓLOGO

William Anderson había estadoesperando más de una hora en su Lexus,en la esquina de esa calle que leresultaba tan familiar. Una maldita horay todavía no había reunido el valor parasalir del coche. Sus ojos habíanpermanecido fijos en la hilera de viejascasas victorianas durante cada dolorososegundo. Había evitado esta parte de laciudad durante más de veinte años, ysólo hizo una excepción: para llevarla acasa.

Pero ahora tenía que enfrentarse a supasado. Tenía que salir del coche. Teníaque llamar a esa puerta. Y temía elmomento.

No tenía otra opción, aunque sehabía estado devanando los sesos parabuscar una en su mente turbulenta, sinéxito.

—Ha llegado la hora de dar la cara,Will —dijo para sí mismo mientras salíadel vehículo.

Cerró la puerta con suavidad y seaproximó hacia la casa, frustrado porser incapaz de controlar los fuerteslatidos de su corazón, que vibraban ensu pecho y resonaban en sus oídos. Acada paso que daba, su rostro se iba

volviendo más y más blanco hasta que eldolor lo obligó a cerrar los ojos.

—Maldita seas, mujer —masculló,temblando.

Se encontró frente a la casa muchoantes de lo que le habría gustado y sequedó mirando la puerta. En su pobremente se agolpaban demasiados malosrecuerdos. Se sentía débil. Y eso queWilliam Anderson se cuidaba mucho deque aquélla fuera una sensación queexperimentase muy a menudo. Despuésde lo que había pasado con ella, seaseguraba por todos los medios de queasí fuera.

Inclinó la cabeza hacia atrás, cerrólos ojos brevemente e inhaló más

profundamente que nunca. Despuéslevantó una mano temblorosa y llamó ala puerta. Su pulso se aceleró al oír laspisadas, y casi dejó de respirar cuandola puerta se abrió.

No había cambiado nada, aunqueahora debía de tener… ¿cuántos?¿Ochenta años? ¿Tanto tiempo habíapasado? La mujer no parecíasorprendida en absoluto, y él no sabía sieso era bueno o malo. Reservaría esejuicio para cuando se marchara de allí.Tenían mucho de que hablar.

Sus cejas, ahora grises, se enarcaroncon frialdad, y cuando empezó a sacudirsuavemente la cabeza, William sonrió unpoco. Fue una sonrisa nerviosa. Estaba

empezando a temblarle todo el cuerpo.—Vaya, mira lo que nos ha traído el

gato —dijo ella, y lanzó un suspiro.

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Esto es perfecto. Pero sería aún másperfecto si mi mente no estuvieseplagada de preocupaciones, miedo yconfusión.

Me vuelvo y me pongo boca arribaen esta cama tamaño queen. Levanto lavista hacia el tragaluz instalado en eltecho abovedado de nuestra suite dehotel y observo las nubes suaves yesponjosas que salpican el intenso cieloazul. También veo los edificios que seelevan hasta los cielos. Contengo el

aliento y escucho los sonidos, ahorafamiliares, de las mañanas de NuevaYork: los cláxones de los coches, lospitidos y el bullicio en general sedistinguen perfectamente a una altura dedoce plantas. Similares rascacielos nosenvuelven, haciendo que parezca queeste edificio se haya perdido en mediode la jungla de cristal y cemento. Elentorno que nos rodea es increíble, perono es eso lo que hace que esto sea casiperfecto, sino el hombre que tengo allado en esta cama mullida y enorme.Estoy convencida de que las camas enEstados Unidos son más grandes. Aquítodo parece más grande: los edificios,los coches, las celebridades… mi amor

por Miller Hart.Ya llevamos aquí dos semanas, y

echo muchísimo de menos a la abuela,aunque hablo con ella a diario. Dejamosque la ciudad nos absorba por completoy no hacemos nada más que enfrascarnosel uno en el otro.

Mi perfecto hombre imperfecto estárelajado aquí. Conserva sus exageradascostumbres, pero puedo vivir con ello.Curiosamente, estoy empezando aencontrar adorables muchos de sushábitos obsesivo-compulsivos; ahorapuedo admitirlo. Y puedo decírselo a él,aunque sigue prefiriendo ignorar elhecho de que la obsesión influye en lamayoría de elementos de su vida.

Incluida yo.Al menos aquí en Nueva York no

sufrimos intromisiones. Nadie intentaarrebatarle su bien más preciado. Yo soysu posesión más preciada. Un título queme encanta llevar, aunque tambiénsupone una carga que estoy dispuesta asoportar, porque sé que el santuario quehemos creado aquí es sólo algotemporal. Afrontar ese oscuro mundo esuna batalla que planea en el horizonte denuestra actual casi perfecta existencia. Yme odio a mí misma por dudar de que mifuerza interior consiga que losuperemos; esa fuerza en la que tantoconfía Miller.

Se mueve ligeramente a mi lado y

me devuelve a la lujosa habitación quehemos estado llamando casa desde quellegamos a Nueva York, y sonrío al vercómo hunde su boca en la almohadamientras murmura. Su preciosa cabezadescansa cubierta de rizos alborotados yuna densa barba de varios días pueblasu mandíbula. Suspira y palpa a sualrededor medio dormido hasta que sumano alcanza mi cabeza y sus dedoslocalizan mis rizos revueltos. Mi sonrisase intensifica y me quedo observando surostro muy quieta, y siento cómo susdedos se hunden en mi pelo mientrasvuelve a dormirse del todo. Ésta es unanueva costumbre de mi perfectocaballero a tiempo parcial: juguetea con

mi pelo durante horas, incluso dormido.Me he despertado con nudos en variasocasiones, a veces con sus dedostodavía enredados en los mechones,pero nunca me quejo. Necesito elcontacto físico con él, sea de lanaturaleza que sea.

Mis párpados empiezan a cerrarselentamente adormecidos por su tacto.Pero mi paz pronto se ve bombardeadapor desagradables visiones, incluida laperturbadora visión de Gracie Taylor.Abro los ojos de golpe, me incorporo deun salto y esbozo una mueca de dolor alsentir un tirón de pelo que hace que echela cabeza atrás.

—¡Mierda! —susurro, levantando la

mano para iniciar la meticulosa tarea dedesenredar los dedos de Miller de micabello.

Gruñe unas cuantas veces, pero nose despierta, y le coloco la mano sobrela almohada antes de acercarme concuidado al borde de la cama. Miro porencima del hombro, veo que estáprofundamente dormido y espero que sussueños sean tranquilos y apacibles. Todolo contrario a los míos.

Tanteo con los pies la alfombramullida, me levanto estirándome unpoco y termino con un suspiro. Mequedo de pie junto a la cama, con lamirada perdida hacia la enorme ventana.¿Es posible que haya visto a mi madre

por primera vez en dieciocho años? ¿Osólo fue una alucinación provocada porel estrés?

—¿Qué es lo que preocupa a esapreciosa cabecita tuya? —Su voz gravey adormilada interrumpe mispensamientos y, cuando me vuelvo, loveo tumbado de lado, con las palmas delas manos unidas descansando bajo sumejilla.

Fuerzo una sonrisa que sé que no vaa convencerlo, y dejo que Miller y todasu perfección me distraigan de miconflicto interior.

—Sólo estaba soñando despierta —digo en voz baja, y paso por alto suexpresión de incredulidad.

Llevo torturándome mentalmente conesto desde que embarcamos en aquelavión, y he reproducido el momento unay otra vez en mi mente. Pero a Miller nole ha pasado desapercibida mi actitudmeditabunda. Sin embargo, no me hapresionado, y estoy convencida de quecreerá que estoy reflexionando sobre latraumática situación que nos ha traídohasta Nueva York. Y en parte tendríarazón. Muchos acontecimientos,revelaciones y visiones han invadido mimente desde que llegamos aquí, y estohace que me sienta mal por no poderapreciar del todo la compañía de Millery su devoción a la hora de venerarme.

—Ven aquí —susurra, sin

acompañar sus autoritarias palabras degesto alguno.

—Iba a preparar café. —Soy unaingenua si creo que podré evitar suspreguntas mucho más tiempo.

—Ya te lo he dicho una vez. —Seapoya sobre un hombro y ladea lacabeza. Sus labios forman una línearecta, y sus ojos cristalinos y azules meatraviesan con la mirada—. No hagasque me repita.

Sacudo la cabeza suavemente ysuspiro. Me deslizo de nuevo entre lassábanas y me acurruco contra su pechomientras él permanece quieto y deja queme acomode. Una vez adoptada miposición, me rodea con los brazos y

hunde la nariz en mi pelo.—¿Mejor?Asiento contra su pecho y me quedo

observando sus músculos mientras él meacaricia por todas partes y respirahondo. Soy consciente de que estádesesperado por reconfortarme einfundirme confianza. Pero no loconsigue. Me ha concedido tiempo paracavilar, y le debe de haber resultadotremendamente difícil. Sé que estoypensando demasiado. Lo sé. Y Millertambién lo sabe.

Se aparta de la calidez de mi pelo ypasa unos instantes arreglándomelo.Después se centra en mis atribuladosojos azules.

—No dejes de quererme nunca,Olivia Taylor.

—Jamás —afirmo, sintiéndome muyculpable. Deseo que sepa que mi amorpor él no debería preocuparle enabsoluto—. No des tantas vueltas.

Levanto la mano, le acaricio el labioinferior con el pulgar y observo cómoentorna los ojos y desliza la mano paraagarrar la mía en su boca.

Me alisa la palma y me la besa en elcentro.

—Lo mismo te digo, preciosa mía.Detesto verte triste.

—Te tengo a ti. Es imposible queesté triste.

Me sonríe afablemente y se inclina

para besarme la punta de la nariz condelicadeza.

—Discrepo.—Discrepa todo lo que quieras,

Miller Hart.Me levanta al instante y me coloca

encima de él, atrapándome con losmuslos. Me coge las mejillas con laspalmas de las manos, acerca los labios ylos deja a unos milímetros de los míos.Siento su aliento caliente sobre mi piel.Soy incapaz de controlar la reacción demi cuerpo. Y no quiero hacerlo.

—Déjame saborearte —murmuramientras busca mi mirada.

Bajo la cabeza y me estrello contrasus labios. Repto por su cuerpo hasta

que me quedo a horcajadas sobre suscaderas y noto su estado de ánimo, duroy erecto bajo mi trasero. Gimo contra suboca, agradecida por sus tácticas paradistraerme.

—Creo que soy adicta a ti —murmuro mientras coloco las manos ensu nuca y tiro de él con impacienciahasta que se incorpora.

Envuelvo las piernas alrededor desu cintura y él posa las manos sobre miculo para estrecharme más mientrasnuestras lenguas danzan lenta yapasionadamente.

—Me alegro. —Interrumpe nuestrobeso y me mueve ligeramente para cogerun condón de la mesita—. Pronto te

bajará la regla —observa.Asiento y alargo las manos para

ayudarlo. Se lo quito y lo saco delenvoltorio, tan ansiosa como Miller porcomenzar la veneración.

—Bien. Así podremos prescindir deesto.

Le coloco el condón, me reclama,me levanta y cierra los ojos con fuerzamientras guía su erección hacia mihúmeda abertura. Desciendo sobre élhasta absorberla entera.

Lanzo un gemido grave yentrecortado de satisfacción. Nuestraunión disipa todas mis preocupaciones yno deja espacio a nada más que a unplacer implacable y un amor

imperecedero. Está hundido hasta elfondo, quieto, y echo la cabeza atrásmientras clavo las uñas en sus firmeshombros para apoyarme.

—Muévete —le ruego, aferrándomea su regazo y sin apenas respirar de minecesidad por él.

Su boca encuentra mi hombro y mehunde los dientes suavemente mientrasempieza a guiarme meticulosamente.

—¿Te gusta?—Más que nada que pueda imaginar.—Coincido. —Eleva las caderas al

tiempo que me retiene abajo,provocando oleadas de placer ennuestros cuerpos jadeantes—. OliviaTaylor, me tienes completamente

fascinado.Su ritmo controlado es más que

perfecto y nos calienta a ambos lenta yperezosamente. Cada rotación nosaproxima más a la explosión. La fricciónde mi clítoris contra su entrepiernacuando me baja hasta el final con cadameneo me hace sollozar y jadear.Entonces mi cuerpo continúa sumovimiento circular y el deliciosoplacer disminuye brevemente, hasta quevuelvo a sentir ese gozoso pico defrenesí. Su mirada cómplice me indicaque lo está haciendo a propósito, y susconstantes parpadeos y sus carnososlabios separados no hacen sinointensificar mi desesperación.

—Miller —gimo. Entierro el rostroen su cuello y pierdo la capacidad demantenerme derecha sobre su regazo.

—No me prives de esa cara, Olivia—me advierte—. Muéstramela.

Jadeando, le lamo y le muerdo lagarganta, y su barba raspa mi rostrosudoroso.

—No puedo. —Su expertaveneración siempre me deja inservible.

—Por mí puedes hacerlo.Muéstrame la cara —me ordena condureza, y me embiste de nuevo con ungolpe de caderas.

Grito ante la repentina y profundapenetración y me pongo derecha denuevo.

—¿Cómo? —exclamo, frustrada yextasiada al tiempo.

Me retiene en ese punto, el puntoentre la tortura y un placer sobrenatural.

—Porque yo puedo.Me coloca boca arriba y vuelve a

penetrarme lanzando un grito desatisfacción. Su ritmo y su ímpetu seaceleran. Nuestra manera de hacer elamor se ha vuelto más dura las últimassemanas. Es como si se hubieseencendido una luz, y Miller se ha dadocuenta de que tomarme con un poco másde agresividad y fuerza no hace quedisminuya el nivel de veneración ennuestros encuentros íntimos. Siguehaciéndome el amor. Puedo tocarlo, y

besarlo, y él me responde y no para deregalarme palabras de amor, como paraasegurarse y dejarme claro que posee elcontrol. Es innecesario. Le confío micuerpo tanto como ahora le confío miamor.

Me agarra de las muñecas, me lassostiene con firmeza por encima de lacabeza y se apoya sobre sus tonificadosantebrazos, cegándome con los definidosmúsculos de su torso. Tiene los dientesapretados, pero todavía detecto ese leveaire victorioso. Está contento. Se estádeleitando en mi clara desesperaciónpor él. Pero él está igual de desesperadopor mí. Elevo las caderas y empiezo arecibir su firme bombeo. Nuestros sexos

colisionan, él se retira y vuelve ahundirse de nuevo en mí una y otra vez.

—Te estás aferrando a mí, mi niña—jadea.

Su rizo rebelde le rebota en la frentecon cada impacto de nuestros cuerpos.Todas y cada una de mis terminacionesnerviosas empiezan a crisparse con elincontrolable placer que se acumula enmi sexo. Intento contenerlodesesperadamente, lo que sea con tal deprolongar la magnífica imagen que tengodelante de mí, empapado de sudor y conel rostro descompuesto con un placer tanintenso que podría confundirse con eldolor.

—¡Miller! —grito extasiada. Mi

cabeza empieza a temblar, pero mis ojosse mantienen fijos en los suyos—. ¡Porfavor!

—Por favor, ¿qué? ¿Necesitascorrerte?

—¡Sí! —exclamo, y aguanto larespiración cuando arremete con tantaintensidad que me empuja hacia lacabecera de la cama—. ¡No!

No sé qué quiero hacer. Necesitoexplotar, pero también quiero quedarmepara siempre en este remoto lugar depuro abandono.

Miller gruñe y permite que subarbilla descienda hasta su pecho y quesu feroz agarre libere mis muñecas, queascienden inmediatamente hasta sus

hombros. Le clavo mis uñas cortas confuerza.

—¡Joder! —ruge, y acelera el ritmo.Nunca me había tomado con tanta

fuerza, pero en medio de este tremendoplacer no hay lugar para lapreocupación. No me está haciendodaño, aunque sospecho que yo a él sí.Me duelen los dedos.

Yo misma suelto unas cuantaspalabrotas y recibo cada embestidahasta que, de pronto, se detiene. Sientocómo se dilata dentro de mí, y entoncesretrocede ligeramente y se hundeexpeliendo un gruñido largo y grave.Ambos descendemos en picado hacia unabismo de sensaciones indescriptibles y

maravillosas.La intensidad de mi clímax me deja

sin sentido, y la manera en que Miller sederrumba sobre mi pecho sinpreocuparse de si me está aplastando meindica que él está igual. Ambosjadeamos, ambos palpitamos,completamente extenuados. Creo queesta manera intensa y frenética de hacerel amor podría considerarse follar, ycuando siento que unas manos empiezana acariciarme y que una boca repta pormi mejilla buscando mis labios, sé queMiller está pensando lo mismo.

—Dime que no te he hecho daño. —Dedica unos momentos a venerar miboca, tomándola con suavidad y

mordisqueándome los labios condelicadeza cada vez que tira de ellos.Siento cómo sus manos me hacencosquillas, me recorren y me acaricianpor todas partes.

Cierro los ojos, suspiro desatisfacción y absorbo sus pausadasatenciones mientras sonrío y reúno laspocas fuerzas que me quedan paraabrazarlo e infundirle seguridad.

—No me has hecho daño.Siento su cuerpo pesado sobre mí,

pero no tengo ningún deseo de aliviar elpeso. Estamos conectados… por todaspartes.

Respiro profundamente.—Te quiero, Miller Hart.

Se levanta lentamente hasta que memira con ojos centelleantes y con lascomisuras de la boca curvadas haciaarriba.

—Acepto tu amor.Intento en vano mirarlo con

irritación, pero sólo consigo imitar sugesto alegre. Es imposible no hacerlocuando últimamente no para de mostrarsu sonrisa, antes tan cara de ver.

—Eres un caradura.—Y tú, Olivia Taylor, eres una

bendición del cielo.—O una posesión.—Lo mismo da —susurra—. Al

menos en mi mundo.Me besa los dos párpados con

dulzura antes de elevar las caderas parasalir de mí y de sentarse sobre lostalones. La satisfacción templa misvenas y la paz inunda mi mente cuandome pone encima de su regazo y colocamis piernas alrededor de su espalda. Lassábanas se han transformado en unmontón de tela arrugada que nos rodea, ya él no parece importarle lo másmínimo.

—Esta cama es un desastre —digocon una sonrisa provocadora mientras élme coloca el pelo por encima delhombro y desliza las manos por misbrazos hasta agarrar las mías.

—Mi obsesión por tenerte en lacama conmigo supera con creces la de

tener las sábanas ordenadas.Mi sonrisita se transforma en una

inmensa sonrisa.—Vaya, señor Hart, ¿acaba de

admitir que tiene una obsesión?Ladea la cabeza y yo flexiono una de

mis manos hasta que me la suelta y metomo mi tiempo en apartarle el mechónde pelo rebelde de la frente.

—Tal vez tengas razón —responde,totalmente serio y sin tintes de humor ensu tono.

Mi mano vacila en sus rizos. Loobservo detenidamente esperandoencontrar su precioso hoyuelo, pero nolo veo y lo miro con expresióninterrogante en un intento de averiguar si

por fin está admitiendo que padece untremendo TOC (trastorno obsesivo-compulsivo).

—Tal vez —añade manteniendo elrostro inexpresivo.

Sofoco un grito de fingidaindignación y lo golpeo de broma en elhombro. Mi gesto provoca que una dulcerisa escape de sus labios. Nunca deja defascinarme que Miller sea capaz dedivertirse. Es sin duda la cosa másbonita del mundo; no de mi mundo, sinodel mundo entero. Tiene que serlo.

—Yo diría que no hay duda —digointerrumpiendo su risa.

Sacude la cabeza embelesado.—¿Eres consciente de lo mucho que

me cuesta aceptar que estés aquí?Mi sonrisa se transforma en

confusión.—¿En Nueva York?Me habría ido hasta Mongolia

Exterior si me lo hubiese pedido. Acualquier parte. Se ríe ligeramente yaparta la mirada. Lo agarro de lamandíbula y dirijo su perfecto rostro denuevo hacia el mío.

—Explícate. —Enarco las cejas conautoridad y pego los labios muy seria apesar de la tremenda necesidad quesiento de compartir su felicidad.

—Me refiero a aquí —diceencogiendo sus sólidos hombros—.Conmigo.

—¿En la cama?—En mi vida, Olivia.

Transformando mi oscuridad en una luzcegadora. —Acerca el rostro y suslabios acechan los míos—. Convirtiendomis pesadillas en bonitos sueños.

Sostiene mi mirada y guardasilencio, mientras espera a que asimilesus sentidas palabras. Como muchas delas cosas que dice ahora, lo entiendo ylo comprendo perfectamente.

—Podrías limitarte a decirme lomucho que me amas. Eso serviría.

Aprieto los labios, desesperada pormantenerme seria. No es fácil cuandoacaba de robarme el corazón de cuajocon una declaración de tanto peso.

Quiero empujarlo contra la cama ydemostrarle lo que siento por él con unbeso de infarto, pero una minúsculaparte de mí anhela que capte miinsinuación poco sutil. Nunca ha dichonada sobre el amor. Siempre habla defascinación, y sé perfectamente lo quequiere decir. Pero no puedo negar mideseo de escuchar esas dos palabras tansimples.

Miller me tumba boca arriba y cubrede besos cada milímetro de mi rostroarrugado debido al escozor de su barba.

—Me tienes profundamentefascinado, Olivia Taylor. —Atrapa mismejillas entre sus palmas—. Nuncasabrás cuánto.

Cedo ante Miller y dejo que hagaconmigo lo que quiera.

—Aunque me encantaría pasarme eldía entero perdido bajo estas sábanascon mi obsesión, tenemos una cita. —Me besa la nariz, me levanta de la camay me revuelve el pelo—. Dúchate.

—¡Sí, señor! —Lo saludo, y medirijo a la ducha mientras él pone losojos en blanco.

2

Estoy en la acera, fuera del hotel,contemplando el cielo. Forma parte demi rutina diaria. Todas las mañanas bajoy dejo a Miller haciendo algo arriba yespero junto a la calzada, con la cabezahacia atrás, mirando a lo alto,maravillada. La gente me sortea, lostaxis y los todoterreno pasan por delantede mí a toda velocidad, y el caosneoyorquino satura mis oídos. Me quedocautivada bajo el embrujo de las torresde cristal y metal que protegen la

ciudad. Es… increíble.Pocas cosas pueden sacarme de mi

estado de abstracción, pero su tacto esuna de ellas. Y su respiración junto a mioreja.

—Pum —murmura, y me da la vueltaen sus brazos—. No crecen de noche,¿sabes?

Levanto la vista de nuevo.—Es que no entiendo cómo se

mantienen en pie. —Me cierra la boca ytira de mi mandíbula. Su expresión essuave y divertida.

—Quizá deberías saciar esafascinación.

Retraigo el cuello.—¿Qué quieres decir?

Su mano se desliza por mi nuca yempieza a guiarme hacia la SextaAvenida.

—Que quizá deberías plantearteestudiar ingeniería de estructuras.

Me suelto y coloco la mano en lasuya. Él me lo permite y flexiona losdedos hasta que nuestras manos seacomodan.

—Prefiero la historia del edificio acómo se construyó.

Lo miro, dejo que mis ojosdesciendan por su larga figura y sonrío.Se ha puesto unos vaqueros. Unosvaqueros bonitos y cómodos y unasencilla camiseta blanca. Llevar trajesaquí sería tremendamente inapropiado;

no dudé en decírselo. Él tampocoprotestó y dejó que lo arrastrara porSaks durante nuestro primer día en laciudad. No tiene ninguna necesidad dellevar trajes en Nueva York. No le hacefalta fingir ser un caballero distante connadie. No obstante, Miller Hart todavíano lleva muy bien lo de pasear sinrumbo fijo. O lo de fundirse con el resto.

—Entonces ¿no recuerdas tu desafíodel día? —pregunta con las cejasenarcadas cuando nos detenemos frentea un semáforo en rojo.

Sonrío.—Sí, y estoy preparada.Ayer me perdí durante horas en la

Biblioteca Pública de Nueva York

mientras Miller hacía unas llamadas denegocios. No quería marcharme. Metorturé un poco buscando «GracieTaylor» en Google, pero era como sijamás hubiese existido. Tras unoscuantos e infructuosos intentos más, meperdí entre decenas de libros, pero notodos eran de arquitectura histórica.También le eché un vistazo a uno sobreel TOC, y aprendí unas cuantas cosas,como su relación con la ira. Miller, sinduda, tiene mal temperamento.

—¿Y qué edificio has elegido?—El Brill.Me mira con extrañeza.—¿El Brill?—Sí.

—¿Por qué no el Empire State o elRockefeller?

Sonrío.—Todo el mundo conoce la historia

de esos dos.También pensaba que todo el mundo

conocía la historia de la mayoría de losedificios de Londres, pero meequivocaba. Miller no sabía nada sobreel Café Royal ni sobre su historia. Puedeque me haya sumido demasiado en laopulencia de Londres. Lo sé todo deella, y no sé si eso me convierte en unapersona triste, obsesionada o en unamagnífica guía turística.

—¿Ah, sí?Su duda me llena de júbilo.

—El edificio Brill es menosconocido, pero he oído hablar de él ycreo que te gustará saber lo que heaprendido. —El semáforo cambia decolor y empezamos a cruzar—. Tieneuna historia interesante relacionada conla música.

—¿De veras?—Sí. —Lo miro y me sonríe con

dulzura. Puede que parezca sorprendidoante mis inútiles datos históricos sobrearquitectura, pero sé que disfruta de mientusiasmo—. ¿Y tú? ¿Has recordado tudesafío? —Lo obligo a detenerse antesde cruzar otra calle.

Mi hombre, obsesivo y encantador,frunce los labios y me observa

detenidamente. Sonrío. Se acuerda.—Algo sobre comida rápida.—Perritos calientes.—Eso —confirma con turbación—.

Quieres que me coma un perrito.—Exacto —confirmo entusiasmada

por dentro.Todos los días desde que llegamos a

Nueva York nos hemos estadoproponiendo desafíos el uno al otro. Losque me ha propuesto Miller han sidobastante interesantes, desde preparar undiscurso sobre un edificio local hastabañarme sin tocarlo, incluso si él sí queme tocaba a mí. Ése fue una tortura yfracasé estrepitosamente; aunque nopareció importarle demasiado, me hizo

perder un punto. Los que yo le hepropuesto a él han sido bastanteinfantiles, pero totalmente apropiadospara Miller, como sentarse en el céspedde Central Park, comer en un restaurantesin alinear perfectamente la copa devino y, ahora, que se coma un perritocaliente. Mis desafíos son muy fáciles…en apariencia. Algunos los haconseguido realizar y otros no, como lode no mover la copa de vino. ¿Cómovamos? Ocho a siete a favor de Olivia.

—Como desees —resopla, e intentatirar de mí para cruzar la calle, pero yome mantengo firme y espero a que memire de nuevo.

Me está observando detenidamente,

y está claro que no para de darle vueltasa la cabeza.

—Me vas a obligar a comerme unperrito caliente de uno de esos carritosmugrientos, ¿verdad?

Asiento, consciente de que hay unode esos «carritos mugrientos» a sólounos pasos de distancia.

—Ahí tenemos uno.—Vaya, qué oportuno —masculla,

siguiéndome a regañadientes hasta elpuesto.

—Dos perritos, por favor —le digoal vendedor mientras Miller espera,nervioso e incómodo, a mi lado.

—Marchando, guapa. ¿Cebolla?¿Ketchup? ¿Mayonesa?

Miller da un paso hacia adelante.—¡Nada!—¡De todo! —lo interrumpo,

apartándolo y pasando por alto su gritosofocado de indignación—. Y mucho.

El vendedor se ríe mientras mete elperrito en el pan y procede a apilarcebolla antes de echar un chorro deketchup y otro de mayonesa.

—Como quiera la señorita —dice,entregándome el producto.

Se lo paso a Miller con una sonrisa.—Que lo disfrutes.—Lo dudo —masculla mirando su

desayuno con vacilación.Sonrío a modo de disculpa al

vendedor, cojo mi perrito y le entrego un

billete de diez dólares.—Quédese el cambio —digo. Me

cojo del brazo de Miller y me lo llevode allí rápidamente—. Eso ha sido muygrosero por tu parte.

—¿El qué? —Levanta la vista,extrañado de verdad, y yo pongo losojos en blanco ante su falta desensibilidad.

Hinco los dientes en un extremo delpan y le hago un gesto para que haga lomismo. Pero él se limita a observar elperrito como si fuese la cosa más raraque ha visto en su vida. Incluso empiezaa girarlo en la mano varias veces comosi mirarlo desde un ángulo diferentefuese a hacerlo más apetecible.

Permanezco callada, disfrutando el mío,y espero a que se lance. Cuando yo yallevo medio, se aventura a mordisquearun extremo.

Entonces observo con horror —quecasi iguala al de Miller—, cómo unmontón de cebolla mezclada con unacopiosa cantidad de ketchup y mayonesase escurre por el otro extremo e impactacontra su camiseta blanca impoluta.

—Ups… —Arrugo los labios ytrago saliva, preparándome para laexplosión inminente.

Se mira el pecho, con la mandíbulaapretada, y tira al instante el perrito alsuelo. Toda tensa, me muerdo el labioinferior con fuerza para evitar decir algo

que pueda avivar la clara irritación queemana de él a borbotones. Me quita miservilleta y empieza a frotarfrenéticamente la tela, extendiendo lamancha y haciéndola aún más grande.Me encojo. Miller respira hondo paratranquilizarse. Después cierra los ojos yvuelve a abrirlos lentamente,centrándose en mí.

—Perfecto. Esto es… perfecto.Se me hinchan las mejillas, me

muerdo con fuerza el labio y hago todolo posible por contener la risa, pero nolo consigo. Tiro mi perrito en lapapelera más cercana y pierdo elcontrol.

—¡Lo siento! —exclamo—. Es

que… tienes cara de que el mundo sevaya a terminar.

Con mirada fulminante, me agarradel cuello y me guía por la callemientras yo me esfuerzo porcontrolarme. No lo soporta, estemos enLondres, en Nueva York o en laConchinchina.

—Ésta valdrá —declara.Levanto la vista y veo una tienda

Diesel al otro lado de la calle. Me guíarápidamente por el paso de cebracuando tan sólo quedan unos segundosde la cuenta atrás del semáforo para lospeatones. No quiere retrasar ni unminuto su misión de deshacerse de lahorrible mancha de su camiseta. Estoy

completamente convencida de que éstano sería una de sus tiendas de elecciónen circunstancias normales, pero susucio estado no le permite buscar unatienda menos informal.

Entramos y al instante nosbombardea una música a todo volumen.Miller se quita la camiseta y revelakilómetros de firmes músculos delantede todo el mundo. Unas líneas definidasascienden desde la cintura de susperfectos vaqueros y se funden con unosabdominales de infarto… y ese pecho…No sé si ponerme a llorar de placer ogritarle por exponer ante todos estamagnífica visión.

Varias dependientas femeninas

compiten para ser las primeras en llegarhasta nosotros.

—¿En qué puedo ayudarle? —Unaasiática menuda gana la carrera y sonríecon malicia a sus compañeras antes debabear encima de Miller.

Para mi deleite, él se coloca sumáscara.

—Una camiseta, por favor. La quesea. —Menea la mano hacia la tiendapara despacharla.

—¡Por supuesto! —Se marcha,selecciona varias prendas por el caminoy nos avisa para que la sigamos, cosaque hacemos cuando Miller me colocala mano en la nuca. Caminamos hastaque llegamos a la parte de atrás de la

tienda y la dependienta tiene un montónde ropa en los brazos—. Se las dejaréen el probador. Llámeme si necesitaayuda.

Me echo a reír. Miller me lanza unacuriosa mirada de soslayo y doña ligonatuerce el morro.

—Creo que hay que medirte losbíceps. —Me acerco y le paso la manopor el muslo con las cejas enarcadas—.O la parte interna de la pierna.

—Descarada —se limita a decirantes de girar de nuevo su torso desnudohacia la dependienta y revisar lamontaña de ropa que lleva en sus brazos—. Con esto bastará.

Extrae una camisa casual azul y

blanca de cuadros con mangasenrolladas y un bolsillo en cadapectoral. Le arranca las etiquetas sincuidado, se la pone y se aleja, dejando adoña ligona con los ojos abiertos comoplatos y a mí siguiéndolo hacia la caja.

Deja las etiquetas en el mostradorjunto a un billete de cien dólares y saledel establecimiento abrochándose losbotones.

Veo cómo se marcha de la tienda, yla dependienta se queda a mi lado,pasmada y babeando todavía.

—Esto… gracias. —Sonrío y voytras mi estirado y grosero caballero atiempo parcial.

»¿Cómo puedes ser tan maleducado?

—exclamo cuando lo encuentro en lacalle, cerrándose el último botón.

—He comprado una camisa. —Dejacaer los brazos a los costados,claramente sorprendido por mi enfado.Me preocupa el hecho de que sea tanpoco consciente de su comportamientosingular.

—¿Te parece normal la manera enque la has comprado? —pregunto, ymiro al cielo suplicando ayuda.

—Le he dicho a la dependienta loque quería, ella lo ha encontrado, yo melo he probado y he pagado la prenda.

Agacho la cabeza con aire cansado yme encuentro su familiar expresiónimpasible.

—Listillo.—Me limito a relatar los hechos.Incluso si tuviese energía como para

discutir con él, que no es el caso, jamásganaría. Las viejas costumbres nuncamueren.

—¿Estás mejor? —le pregunto.—Esto ayudará. —Se pasa la mano

por la camisa de cuadros y tira deldobladillo.

—Sí, ayudará. —Suspiro—. ¿Yahora adónde vamos?

Coloca la mano en su lugar favoritode mi cuello y me vuelve con unmovimiento de la muñeca.

—Al edificio Brillante. Es la horade tu desafío.

—Es edificio Brill. —Me río—. Yestá en esta dirección. —Me desvíorápidamente y, al hacerlo, Miller sesuelta y lo cojo de la mano—. ¿Sabíasque muchos músicos conocidosescribieron sus éxitos en ese edificio?Algunas de las canciones más famosasen la historia de Estados Unidos.

—Qué fascinante —dice Millermirándome con ternura.

Sonrío y alargo la mano paraacariciar su oscura mandíbula barbada.

—No tan fascinante como tú.

Tras unas cuantas horas deambulandopor Manhattan y dándole a Miller una

clase de historia, no sólo sobre eledificio Brill sino también sobre laiglesia de St. Thomas, nos dirigimos aCentral Park. Nos tomamos nuestrotiempo, deambulamos en silencio por uncamino arbolado con bancos a amboslados y una sensación de paz nosenvuelve, dejando atrás el caos delhormigón. Una vez que atravesamos lacalle que divide el parque por la mitad,esquivamos a los corredores ydescendemos la gigante escalera decemento de la fuente arquitectónica,donde me levanta de la cintura y mecoloca de pie en el borde.

—Eso es —dice, y me alisa la falda—. Dame la mano.

Hago lo que me ordena, sonrío antesu formalidad y dejo que me guíealrededor de la fuente. Él sigue en elsuelo, con la mano levantada paramantener el contacto mientras yo estoypor encima de él. Doy unos pasitos yobservo cómo se mete la otra mano en elbolsillo de los vaqueros.

—¿Cuánto tiempo tendremos quequedarnos aquí? —le pregunto en vozbaja y con la mirada al frente, sobretodo para no caerme y un poco paraevitar su gesto torcido.

—No estoy seguro, Olivia.—Echo de menos a la abuela.—Ya lo sé. —Me aprieta la mano en

un intento de infundirme confianza. No

va a funcionar.Sé que William se va a encargar de

su bienestar en mi ausencia, algo que mepreocupa porque aún no sé qué le hacontado a mi abuela sobre su historiacon mi madre y su historia conmigo.

Levanto la vista y veo a una niña quecorre hacia mí con mucha másestabilidad que yo. No hay espaciosuficiente para ambas, así que medispongo a bajarme, pero sofoco ungrito cuando Miller me agarra y me da lavuelta para permitir que la niña meesquive antes de colocarme de nuevosobre el borde elevado de la fuente.Apoyo las manos en sus hombrosmientras él se toma unos momentos para

alisarme la falda de nuevo.—Perfecto —dice para sus adentros,

y me coge de la mano para guiarme denuevo—. ¿Confías en mí, Olivia?

Su pregunta me coge por sorpresa.No porque dude de la respuesta, sinoporque no me la había formulado desdeque llegamos aquí. No ha hablado sobrelo que dejamos en Londres, cosa que meha parecido bien. Cerdos inmorales, mispersecuciones, la locura de Cassie conMiller, las advertencias de Sofía,cadenas, sexo por dinero…

Me sorprende lo fácil que me haresultado enterrarlo todo en mi interioren el caos de Nueva York. Un caos queme proporciona alivio en comparación

con todo con lo que podría estartorturándome. Sé que a Miller le haextrañado un poco mi falta deinsistencia, pero hay una cosa que nopuedo dejar de lado tan fácilmente. Algoque soy incapaz de mencionar en vozalta, ni ante Miller ni ante mí misma. Loúnico que necesitaba era saber que laabuela iba a estar bien atendida. Ahorasiento que ha llegado la hora de que lasilenciosa aceptación de Miller sobremi silencio cambie.

—Sí —respondo con rotundidad,pero él no me mira ni reacciona ante mirespuesta. Continúa mirando haciaadelante, sosteniendo mi manosuavemente mientras yo sigo la curva de

la fuente.—Y yo confío en que compartas tus

preocupaciones conmigo. —Se detiene yme vuelve hacia él. Me coge de las dosmanos y me mira a la cara.

Cierro los labios con fuerza. Loquiero más aún si cabe por conocermetan bien, pero detesto el hecho de queeso signifique que nunca podré ocultarlenada. También odio que se sienta tanculpable por haberme arrastrado a estemundo.

—Cuéntamelo, Olivia. —Su tono essuave, alentador. Desesperado.

Bajo la vista hacia sus pies al verque los aproxima.

—Es una tontería —digo sacudiendo

ligeramente la cabeza—. Creo que todaaquella conmoción y tanta adrenalina metrastornó un poco.

Me agarra de la cintura y me bajapara que me siente en el borde de lafuente. Después se arrodilla y atrapa mismejillas en sus manos.

—Cuéntamelo —susurra.Su necesidad de reconfortarme me

infunde el valor de escupir lo que me haestado atormentando desde que llegamosaquí.

—En Heathrow… me pareció veralgo, aunque sé que no fue así. Sé que esimposible y totalmente absurdo, y nopodía verlo bien, y estaba tan estresaday cansada y sensible… —Inspiro sin

mirar sus ojos abiertos—. Sé que nopuede ser. Porque lleva muerta…

—¡Olivia! —Miller interrumpe mivómito verbal, con los ojos abiertoscomo platos y con una expresión dealarma en su rostro perfecto—. ¿De quédemonios estás hablando?

—De mi madre —exhalo—. Creoque la vi.

—¿A su fantasma?No estoy segura de si creo en los

fantasmas. Puede que ahora sí. No séqué responder, de modo que me limito aencogerme de hombros.

—¿En Heathrow? —insiste.Asiento.—¿Cuando estabas agotada, sensible

y siendo secuestrada por un exchico decompañía irascible?

Lo miro con recelo.—Sí —contesto con los dientes

apretados.—Ya veo —dice, y aparta la vista

brevemente antes de volver a mirarme alos ojos—. ¿Por eso has estado tancallada y te has comportado de esamanera tan reservada?

—Soy consciente de lo absurdo quesuena.

—Absurdo no —responde con voztranquila—. Doloroso.

Lo miro extrañada, pero él continúaantes de que cuestione su conclusión.

—Olivia, hemos soportado muchas

cosas. El pasado de ambos ha estadomuy presente en las últimas semanas. Escomprensible que te sientas perdida yconfundida. —Se acerca y pega loslabios a los míos—. Por favor, confía enmí. No dejes que tus problemas teconsuman estando yo aquí para ayudartea soportarlos. —Se aparta, me acaricialas mejillas con los pulgares y mederrite con la sinceridad que refulge ensus magníficos ojos—. No soporto vertetriste.

De repente me siento muy tonta y, sinnada más que decir, lo envuelvo con losbrazos y lo acerco a mí. Tiene razón. Esnormal que mi mente me juegue malaspasadas después de todo lo que hemos

vivido.—No sé qué haría sin ti.Acepta mi abrazo feroz e inhala mi

cabello. Noto cómo me coge un mechóny empieza a juguetear con él.

—Pues estarías en Londres,viviendo tranquilamente —susurra.

Su sombría afirmación me obliga aapartarme inmediatamente de la calidezde su cuerpo. No me han gustado esaspalabras, y mucho menos su tono.

—Viviendo una vida vacía —respondo—. Prométeme que nunca mevas a dejar.

—Te lo prometo —dice sin vacilarni un segundo, aunque en estosmomentos no me parece suficiente.

No sé qué más puedo obligarlo adecir para que me convenza. Es similara lo que le pasa a él con respecto a miamor. Sé que sigue dudando, y no megusta. Todavía vivo con el temor de quevuelva a marcharse, incluso aunque noquiera hacerlo.

—Quiero un contrato —espeto—.Algo legal que diga que no puedesdejarme. —En cuanto lo digo me doycuenta de lo idiota que parezco, meencojo y me doy una bofetada mental portodo Central Park—. No quería decireso.

—¡Eso espero! —Carraspea y casise cae de culo de la impresión.

Puede que no lo haya querido decir

de esa manera, pero su reacción mesienta como una patada en el estómago.No me he planteado el matrimonio, ninada más allá del momento. Demasiadascosas eclipsan nuestros sueños de unfuturo y una felicidad en común, peroesto no ayuda. Su evidente rechazo a laidea hace que plantearse algo a largoplazo sea imposible. Quiero casarmealgún día. Quiero tener hijos, y un perro,y el calor de un hogar. Quiero que lacasa esté llena de trastos de los niños yme acabo de dar cuenta de que quierocompartir todo eso con Miller.

Entonces caigo de bruces de nuevoen la realidad. Está claro que elmatrimonio le parece algo terrible.

Detesta el desorden, con lo cual lo delhogar familiar queda totalmentedescartado. Y en cuanto a los niños…Bueno, no voy a preguntarle, y no creoque sea necesario, porque recuerdo lafotografía de aquel niño perdido ydesaliñado.

—Deberíamos irnos —digo, y mepongo de pie delante de él antes deañadir alguna estupidez más y tener queenfrentarme a otra reacción indeseada—. Estoy cansada.

—Coincido —responde claramentealiviado. Esto no acrecienta mi ánimo.Ni mis esperanzas de futuro… cuandopor fin podamos centrarnos en nuestro«vivieron felices para siempre».

3

El ambiente ha estado tenso e incómodoentre nosotros desde que salimos deCentral Park. Miller me ha dejado a mirollo al volver a la suite y se ha recluidoen el espacio del despacho que da albalcón. Tiene negocios que atender. Noes raro en él pasarse una hora haciendollamadas, pero ahora lleva cuatro, y entodo este tiempo no ha asomado lacabeza, ni me ha dicho nada ni ha dadoseñales de vida.

Estoy en el balcón. Siento el sol en

mi rostro y me reclino sobre la tumbona,deseando en silencio que Miller salgadel estudio. Desde que llegamos aNueva York nunca habíamos estado tantotiempo sin establecer algún tipo decontacto físico, y ansío tocarlo. Estabadeseando escapar de la tensión cuandovolvimos de nuestro paseo, y me sentíaliviada para mis adentros cuandomasculló su intención de trabajar unpoco, pero ahora me siento más perdidaque nunca. He llamado a la abuela y aGregory y he charlado ociosamente denada en particular con ellos. Tambiénme he leído la mitad del libro dehistoria que Miller me compró ayer,aunque no recuerdo nada.

Y ahora estoy aquí tumbada (ya vancasi cinco horas), jugueteando con mianillo y dándole vueltas a la cabezaacerca de nuestra conversación enCentral Park. Suspiro, me quito elanillo, vuelvo a ponérmelo, le doy unascuantas vueltas más y me quedoparalizada cuando oigo movimiento alotro lado de las puertas del despacho.Veo que el pomo gira, cojo rápidamenteel libro y entierro la nariz en él, para darla impresión de estar concentrada en milectura.

La puerta cruje y levanto la vista dela página por la que lo he abierto alazar. Miller se encuentra en el umbral,observándome. Está descalzo, con el

botón superior de los vaquerosdesabrochado y descamisado. Tiene elpelo revuelto, como si hubiese estadopasándose los dedos entre los rizos; y encuanto lo miro a los ojos sé que eso esjusto lo que ha estado haciendo. Sehallan cargados de desesperación.Intenta sonreír y, cuando lo hace, sientoque un millón de dardos de culpa se meclavan en el corazón. Dejo el libro en lamesa, me incorporo, me siento con lasrodillas cerca de la barbilla y me abrazolas piernas. Todavía se puede cortar latensión con cuchillo, pero tenerlo cercade nuevo me hace recuperar la serenidadperdida. Unos fuegos artificialesestallan bajo mi piel y se abren camino

hacia el interior de mi cuerpo. Lasensación me resulta familiar yreconfortante.

Se pasa unos instantes en silencio,con las manos metidas ligeramente enlos bolsillos y apoyado contra el marcode la puerta, pensando. Entonces suspiray, sin mediar palabra, se acerca y sesienta a horcajadas en la tumbona detrásde mí, dándome un golpecito para queme mueva hacia adelante para dejarlesitio. Desliza los brazos sobre mishombros y me estrecha contra su pecho.Cierro los ojos y absorbo estasensación: su tacto, sus latidos contra micuerpo y su respiración en mi pelo.

—Lo lamento —susurra, pegando

los labios a mi cuello—. No pretendíaentristecerte.

Empiezo a trazar lentos círculossobre la tela de sus vaqueros.

—No pasa nada.—No, sí que pasa. Si me

concediesen un deseo —empiezadeslizando los labios lentamente hastami oreja— pediría ser perfecto para ti.Para nadie más, sólo para ti.

Abro los ojos y me vuelvo paramirarlo.

—Pues creo que tu deseo se hahecho realidad.

Se ríe un poco y coloca una manosobre mi mejilla.

—Y yo creo que eres la persona más

bonita que jamás haya creado Dios.Aquí —dice recorriendo mi rostro conla mirada—. Y aquí. —Me pone lapalma de la mano en el pecho. Me besalos labios con ternura, y después lanariz, las mejillas y la frente—. Hayalgo para ti en la mesa.

Me aparto automáticamente.—¿El qué?—Ve a ver. —Me insta a levantarme,

se recuesta sobre la tumbona y me haceun gesto con las manos hacia las puertasdel despacho—. ¡Venga!

Mi mirada oscila entre las puertas yMiller varias veces, hasta que enarcauna ceja expectante y muevo el culo.Atravieso el balcón con recelo y llena

de curiosidad mientras siento sus ojosazules clavados en mi espalda, y cuandollego a la puerta, miro por encima delhombro. En su rostro perfecto atisbo unaleve sonrisa.

—Ve —me dice. Coge mi libro de lamesa y empieza a pasar las páginas.

Junto los labios con firmeza, medirijo a la lujosa mesa y exhalo alsentarme en la silla verde de piel. Peroel corazón casi se me sale del pechocuando veo un sobre en el centro,perfectamente colocado con la parteinferior paralela al borde del escritorio.Busco mi anillo y empiezo a girarlo enel dedo, preocupada, cautelosa,curiosa… Lo único que veo al mirar

este sobre es otro sobre, el que me dejóen la mesa del Ice, el que contenía lacarta que me escribió cuando meabandonó. No estoy segura de quererleerlo, pero Miller lo ha dejado aquí.Miller ha escrito lo que sea quecontenga, y esas dos combinacioneshacen que Olivia Taylor sienta unacuriosidad tremenda.

Lo cojo, lo abro y noto que elpegamento todavía está húmedo. Saco elpapel y lo despliego lentamente. Respirohondo y me preparo para leer laspalabras que me ha escrito.

Mi dulce niña:

Emplearé cada segundo de mi vida envenerarte. Cada vez que te toque, a ti o a tualma, se te grabará en esa maravillosa menteque tienes para toda la eternidad. Ya te lo hedicho: no hay palabras en el mundo quedescriban lo que siento por ti. Me he pasadohoras buscando alguna en el diccionario, sinéxito. Cuando intento transmitírtelo, ninguname parece adecuada. Y sé lo profundos queson tus sentimientos por mí, lo cual hace queapenas sea capaz de comprender mi realidad.

No necesito jurar nada ante ningún curaen la casa de Dios para demostrar lo quesiento por ti. Además, Dios nunca anticipó lonuestro cuando creó el amor. No hay ni habránunca nada que se pueda comparar.

Si aceptas esta carta como mi promesaoficial de que nunca te dejaré, la enmarcaré yla colgaré sobre nuestra cama. Si quieres quediga estas palabras en voz alta, lo haré de

rodillas ante ti. Tú eres mi alma, OliviaTaylor. Eres mi luz. Eres mi razón para vivir.No lo dudes nunca.

Te ruego que seas mía para toda laeternidad. Porque te juro que yo soy tuyo.

Nunca dejes de amarme.Eternamente tuyo,

MILLER HARTx

La leo de nuevo, y esta vez untorrente de lágrimas empapa mismejillas. Sus elegantes palabras megolpean con fuerza y me transmiten porcompleto el amor que Miller Hart sientepor mí. De modo que las releo una y otravez, y cada vez que lo hago mi corazónse enternece y mi amor por él se

intensifica hasta tal punto que estallo deemoción y rompo a llorar sobre el pijoescritorio. Tengo el rostro hinchado ydolorido por las incesantes lágrimas.Miller Hart se expresa perfectamentebien. Sé lo que siente por mí. Y ahorame siento tonta y culpable por haberdudado… por haber hecho una montañade ello, incluso a pesar de que me lo heguardado para mí. Pero él ha notado midebate interno y se ha hecho cargo de él.

—¿Olivia?Levanto la vista y lo veo en la

puerta, preocupado.—¿He hecho que te pongas triste?Todos mis músculos doloridos se

deshacen y mi cuerpo exhausto se hunde

en la silla.—No… es sólo que… —Levanto el

papel y lo meneo en el aire mientras meseco los ojos—. No puedo… —Reúnolas fuerzas suficientes como paraexpresar algo comprensible y lo suelto—: Lo siento tantísimo…

Me levanto de la silla y obligo a mispiernas a mantener el equilibrio y aacercarme hasta él. La cabeza metiembla ligeramente, estoy enfadadaconmigo misma por infundirle lanecesidad de explicarse cuando séperfectamente lo que siente.

Cuando me encuentro a tan sólo unoscentímetros de distancia, extiende losbrazos para recibirme y prácticamente

me abalanzo contra él. Mis piesabandonan el suelo y su nariz se entierrainmediatamente en su lugar favorito.

—No llores —me consuela,estrechándome con fuerza—. No llores,por favor.

Estoy tan emocionada que no soycapaz de hablar, de modo que ledevuelvo el abrazo con la mismaintensidad y me deleito al sentir cadaborde afilado de su cuerpo contra elmío. Permanecemos entrelazadosdurante una eternidad; yo, tratando derecuperar la compostura, y él,aguardando pacientemente a que lo haga.Cuando por fin intenta separarme de sucuerpo, se lo permito. Se postra de

rodillas y tira de mí para que me reúnaen el suelo con él. Me recibe con supreciosa y tierna sonrisa, me aparta elpelo de la cara y sus pulgares recogenlas lágrimas que escapan de mis ojos.

Se dispone a hablar pero, en lugarde hacerlo, frunce los labios y veo sulucha interna para expresar lo que quieredecir. De modo que decido hablar yo ensu lugar.

—Nunca he dudado de tu amor pormí. No me importa cómo elijasexpresarlo.

—Me alegro.—No pretendía que te sintieras mal.Su sonrisa se intensifica y sus ojos

brillan.

—Estaba preocupado.—¿Por qué?—Porque… —Baja la vista y

suspira—. Todas las mujeres de mi listade clientas están casadas, Olivia. Unanillo y un certificado firmado por unsacerdote no significan nada para mí.

Su confesión no me sorprende.Recuerdo que William dijo algo y claroque Miller Hart tiene un problema con lamoralidad. Probablemente nunca seavergonzó de acostarse con mujerescasadas a cambio de dinero, hasta queme conoció a mí. Poso las puntas de losdedos sobre su oscura mandíbula yacerco su rostro al mío.

—Te quiero —le digo, y él sonríe

con una sonrisa a medio camino entre latristeza y la felicidad. Alegre y oscura—. Y sé la fascinación que sientes pormí.

—Es imposible que sepas hasta quépunto.

—Discrepo —susurro, y coloco sucarta entre nuestros cuerpos.

Mira el escrito y calla unosinstantes. Después levanta los ojoslentamente hasta los míos.

—Emplearé cada segundo de mivida en venerarte.

—Lo sé.—Cada vez que te toque, a ti o a tu

alma, se te grabará en esa maravillosamente que tienes para toda la eternidad.

Sonrío.—Ya lo sé.Coge la carta, la tira a un lado y

atrapa mis manos y mis ojos.—Haces que apenas sea capaz de

comprender mi realidad.De repente me doy cuenta de que

está expresando de viva voz suspalabras escritas. Me dispongo adetenerlo, a decirle que no es necesarioque lo haga, pero me coloca la punta desu índice en los labios para silenciarme.

—Tú eres mi alma, Olivia Taylor.Eres mi luz. Eres mi razón para vivir.No lo dudes nunca. —Su mandíbula setensa, y aunque se trata de una versiónreducida de su carta, oírlo pronunciar su

declaración hace que se me quedeclavada con más fuerza—. Te ruego queseas mía para toda la eternidad. —Semete la mano en el bolsillo y extrae unacajita pequeña—. Porque te juro que yosoy tuyo.

Bajo la vista hasta la minúscula cajade regalo a pesar de mi necesidad demantener el contacto visual con él.Tengo demasiada curiosidad. Cuando mecoge la mano y coloca la caja en elcentro de mi palma, aparto los ojos delmisterioso objeto de piel y lo miro.

—¿Es para mí?Asiente lentamente y se sienta sobre

sus piernas, al igual que yo.—¿Qué es?

Sonríe, y al hacerlo se insinúa en sumejilla ese hoyuelo tan caro de ver.

—Me encanta tu curiosidad.—¿Quieres que lo abra?Me llevo los dedos a la boca y

empiezo a morderme la punta del pulgar.Un torbellino de sentimientos,pensamientos y emociones invaden mimente.

—Puede que sea el único hombreque pueda saciar esa incesantecuriosidad que tienes.

Me río un poco y mi mirada oscilaentre la caja y el rostro meditabundo deMiller.

—Eres tú quien despierta esacuriosidad en mí, Miller, y mi cordura

depende de que también la sacies.Se une a mi entusiasmo y señala la

caja con la mirada.—Ábrela.Cuando cojo la tapa, los dedos me

tiemblan de la emoción. Miro a Millerun instante y veo que sus ojos azulesestán fijos en mí. Está tenso. Nervioso.Y eso hace que yo también me ponganerviosa.

Levanto la tapa lentamente. Y mequedo sin aliento. Es un anillo.

—Son diamantes —susurra—. Tupiedra natal.

Trago saliva y observo la longituddel grueso aro que se eleva formando unpico sutil en el centro: un diamante

ovalado flanqueado por una piedra conforma de lágrima a cada lado. Otraspiedras más pequeñas rodean el aro, ytodas relucen de un modo increíble. Laspiezas están incrustadas en el anillo deoro blanco de tal modo que parece quese hayan desprendido directamente delos diamantes principales. Nunca habíavisto nada igual.

—¿Es una antigüedad? —pregunto,abandonando una belleza por otra. Lomiro. Sigue nervioso.

—Art nouveau, de 1898 para serexactos.

Sonrío y sacudo la cabeza,asombrada. Él siempre es preciso.

—Pero es un anillo —digo, aunque

sea una obviedad.Después del momento de tensión en

Central Park y de la carta de Miller, esteanillo me ha dejado descolocada.

De repente, me quita la caja y ladeja a un lado. Se sienta sobre sutrasero, me coge las manos y tira de míhacia adelante. Camino de rodillas y mecoloco entre sus muslos. Me sientosobre mis piernas de nuevo y esperoansiosa sus palabras. No me cabe dudade que van a calarme hondo, tan hondocomo se me clavan ahora sus brillantesojos azules. Vuelve a coger la caja y lasostiene entre nosotros. Los centelleosde la exquisita pieza son cegadores.

—Éste de aquí —dice señalando el

diamante central— nos representa anosotros.

Me cubro el rostro con las palmasde las manos para que no vea laslágrimas que se acumulan en mis ojos denuevo, pero no me concede estaprivacidad por mucho tiempo. Me apartalas manos, me las coloca sobre miregazo y asiente con su preciosa cabezalentamente, comprendiendo mi emoción.

—Éste —señala una de lasbrillantes lágrimas que flanquean aldiamante— soy yo. —Desliza el dedohasta la que está al otro lado—. Y éstete representa a ti.

—Miller, yo…—Chist. —Me pone el dedo en los

labios y enarca sus oscuras cejas amodo de cariñosa advertencia.

Una vez seguro de que cumpliré sudeseo de dejarlo terminar, centra denuevo la atención en el anillo, y yo nopuedo hacer nada más que esperar a queconcluya su interpretación de lo que lajoya significa. Su índice descansa sobreel diamante con forma de lágrima queme representa a mí.

—Esta piedra es hermosa —dice, ydesvía el dedo de nuevo hasta la otralágrima—. Hace que ésta brille más. Lacomplementa. Pero ésta, la que nosrepresenta a los dos —añade tocando lagema principal, y levanta la miradahacia mi rostro lloroso—, ésta es la más

brillante de todas.Cierra pausadamente los ojos como

suele hacer él, y extrae la antigüedad dela almohadilla de terciopelo azul marinomientras yo mantengo una lucha internapor mantener la compostura.

Este perfecto hombre imperfecto esmás bello de lo que jamás aceptará,pero también soy consciente de que yolo convierto en un hombre mejor, y noporque intente cambiarlo, sino porquehago que quiera ser mejor persona. Pormí.

Levanta el anillo y desliza el dedopor las decenas de minúsculas piedrasque rodean la parte superior.

—Y todos estos pequeños brillantes

son los efervescentes fuegos artificialesque creamos juntos.

Esperaba que sus palabras mecalasen hondo, pero no que me dejasenparalizada.

—Es perfecto. —Levanto la mano,acaricio su áspera mejilla y siento cómoesos fuegos artificiales efervescentesempiezan a encenderse en mi interior.

—No —murmura, apartando mimano de su mejilla. Observo cómodesliza lentamente el anillo en mi dedoanular izquierdo—. Ahora es perfecto.

Besa la parte superior del anillo enmi dedo, se queda así unos instantes,pega la mejilla contra mi palma y cierralos ojos.

Me he quedado sin palabras… casi.Acaba de ponerme un anillo en el dedo.En la mano izquierda. No quiero romperla perfección de este momento, pero hayuna pregunta que no para de rondarmepor la cabeza.

—¿Me estás pidiendo que me casecontigo?

Su sonrisa, acompañada de suhoyuelo y una pícara arruga en la frente,casi provoca que me desmaye. Me ayudaa sentarme sobre mi trasero, al mismotiempo coloca mis piernas alrededor desu espalda y me aproxima a él para quequedemos entrelazados.

—No, Olivia Taylor. No te estoypidiendo eso. Te estoy pidiendo que

seas mía para toda la eternidad.Soy incapaz de contener la emoción

que se apodera de mí. Su rostro, susinceridad… su abrumador amor por mí.En otro vano intento de ocultar mislágrimas, pego el rostro contra su pechoy sollozo en silencio mientras él suspiraen mi pelo y me acaricia la espalda conreconfortantes círculos. No sé muy bienpor qué estoy llorando cuando me sientotan feliz.

—Es un anillo de eternidad —diceantes de agarrarme la cabeza entre susmanos y exigirme en silencio que lomire para poder continuar—. El dedo enel que lo lleves es lo de menos. Además,ya llevas otra piedra fantástica en tu otro

dedo anular, y jamás se me ocurriríapedirte que reemplazases el anillo de tuabuela.

Sonrío entre sollozos. Sé que ésa noes la única razón por la que Miller meha puesto el anillo en la mano izquierda.Es su manera de ceder un poco ante loque se imaginaba que yo quería.

—Me muero por tus huesos, MillerHart.

—Y tú me tienes completamentefascinado, Olivia Taylor. —Pega loslabios contra los míos y completa laperfección del momento con un besomaravilloso de veneración—. Tengoalgo que pedirte —dice contra mi bocaen mitad de una de las delicadas

rotaciones de su suave lengua.—Nunca dejaré de hacerlo —

confirmo, y dejo que me ayude alevantarme mientras mantenemosnuestras bocas unidas y nuestros cuerpospróximos.

—Gracias.Me coge en brazos, me asegura

contra su pecho y empieza a caminarhacia la otra puerta, la que nos llevará alsalón de la suite. La alfombra que estádelante de la chimenea es de colorcrema, blanda y mullida, y es ahí adondenos dirigimos. Interrumpe nuestro beso yme coloca boca arriba sobre ella.

—Espera —me ordena con tonosuave, y sale del salón, dejándome

ardiente y cargada de deseo.Miro el anillo y me recuerdo a mí

misma su magnificencia y lo mucho quesignifica. Mis labios se curvan y formanuna sonrisa de satisfacción, pero sevuelven serios inmediatamente cuandolevanto la vista y me encuentro a MillerHart desnudo.

No dice nada mientras avanza haciamí, con los ojos llenos de promesas deplacer. Estoy a punto de ser venerada, yalgo en mi interior me dice que estasesión eclipsará a todas las anteriores.Percibo la necesidad que emana de cadaporo de su cuerpo. Quiere completar suspalabras, su regalo, su promesa y subeso con una confirmación física. Cada

terminación nerviosa, cada gota desangre y cada músculo de mi cuerpo setransforman en fuego.

Deja un condón a mi lado y se ponede rodillas, con su miembro ya sólido ypalpitando ante mis ojos.

—Quiero que mi adicción sedesnude —dice con voz grave y áspera,avivando mis deseos y necesidades.

Se apoya sobre el codo, de maneraque su largo cuerpo flanquea mi costado,y mi piel se deshace cuando desliza lamano por debajo de la tela de mi falda yrecorre la corta distancia que hay hastala parte interna de mi muslo.

Intento inspirar y espirar hondo ycontrolar la respiración, pero acabo

conteniéndola. La suavidad de susmanos trazando tentadores círculoscerca de mi abertura es una terribletortura, y ni siquiera hemos empezadotodavía.

—¿Estás lista para ser venerada,Olivia Taylor? —Me roza con el dedosuavemente por encima de las bragas yhace que mi espalda se arquee y queexpulse el aire almacenado de golpe.

—No lo hagas, por favor —le ruegocon ojos suplicantes—. No me tortures.

—Dime que quieres que te venere.—Me baja la falda por las piernaslentamente y arrastra mis bragas conella.

—Por favor, Miller.

—Dilo.—Venérame —exhalo, y elevo la

espalda ligeramente cuando desliza lamano por debajo de mi camiseta paradesabrocharme el sujetador.

—Como desees —dice lentamente,lo cual es muy osado por su parte,porque es evidente que él también lodesea—. Levanta un poco.

Me siento siguiendo sus órdenes,callada y obediente, mientras él se ponede rodillas de nuevo, me saca lacamiseta por la cabeza y me desliza elsujetador por los brazos. Los tira demanera descuidada, pasa la mano por miespalda y se aproxima a mí,obligándome a tumbarme boca arriba de

nuevo.Está planeando encima de mí, con

medio cuerpo sobre el mío y mirándomefijamente.

—Cada vez que te miro a los ojossucede algo increíble.

—Dime qué.—No puedo. Soy incapaz de

describirlo.—¿Como tu fascinación?Sonríe. Es una sonrisa tímida que

hace que sea irresistible y le confiere unaire infantil, algo poco frecuente enMiller Hart. Pero a pesar de su rareza,no es una cortina de humo. No es fingidani una fachada. Es real. Ante mí, él esauténtico.

—Exacto —confirma, y desciendepara capturar mis labios.

Mis manos se desplazan a sushombros y acarician sus músculos.Ambos murmuramos nuestra felicidadcuando nuestras lenguas se entrelazanlentamente, casi sin moverse. Ladeo lacabeza para conseguir un contacto mejory una creciente necesidad empieza aapoderarse de mí.

—Saboréalo —dice contra mi boca—. Tenemos toda la eternidad.

Es cierto, de modo que me obligo aobedecer su orden de mantener la calma.Sé que Miller está tan ansioso como yo,pero su fuerza de voluntad a la hora demantener el control y de demostrar que

puede es superior a esa desesperación.Me mordisquea el labio inferior;después, su suave lengua lame demanera relajada mi boca mientras sepone de rodillas de nuevo y me dejaretorciéndome bajo una mirada cargadade intenciones. La dureza de su polla meatrapa en el momento en que me separalas rodillas y coge el condón. El ritmopausado con el que lleva a cabo susacciones, separarme las extremidades yextender el condón por su erección, esuna tortura. Pedirle que lo acelere seríainútil, de modo que hago acopio de todami fuerza de voluntad y esperopacientemente.

—Miller. —Su nombre escapa de

mis labios a modo de ruego, y elevo losbrazos en silencio para pedirle quedescienda hasta mí.

Pero él sacude la cabeza, pasa elbrazo por debajo de mis rodillas y melleva hacia adelante hasta que por finsiento la caliente punta de su erecciónrozando mi sexo. Lanzo un grito y cierrolos ojos con fuerza. Dejo caer los brazosa los lados y me agarro al pelo de laalfombra.

—Quiero verte entera —declara,empujando hacia adelante yobligándome a estirarme con un silbido—. Abre los ojos, Olivia.

Mi cabeza empieza a temblarmientras siento cómo me penetra cada

vez más. Todos mis músculos se tensan.—Olivia, por favor, abre los ojos.Mi oscuridad se ve bombardeada

por incesantes visiones de Millervenerándome. Es como una presentaciónde diapositivas, y las eróticas imágenesaceleran mi placer.

—¡Maldita sea, Livy!Abro los ojos, sobresaltada, y veo

cómo me mira, fascinado, mientrastermina de penetrarme del todo. Susbrazos siguen enroscados debajo de misrodillas, y la parte inferior de mi cuerpoestá elevada y perfectamente encajadaen él. Su mandíbula, cubierta con unasombra de barba, está rígida; sus ojos,brillantes y salvajes; su pelo revuelto; su

mechón rebelde suelto; sus labios,carnosos; su…

¡Joder! Siento cómo late en miinterior y todos mis músculos internos seaferran con fuerza a su alrededor.

—Tierra llamando a Olivia. —Sutono es totalmente sexual, cargado depasión, y lo acompaña con una sacudidaperfecta dentro de mí.

Pierdo la razón. Las imágenes sedesintegran en mi mente, de modo quevuelvo a concentrarme en su rostro.

—Mantén los ojos fijos en mí —ordena.

Retrocede y su miembro sale de mitúnel lentamente. La perezosa fricciónhace que me resulte difícil cumplir su

orden. Pero lo consigo, incluso cuandovuelve a penetrarme dolorosamentedespacio. Todos y cada uno de mismúsculos se activan y se esfuerzan enimitar su ritmo controlado. Empuja confuerza; cada embestida me deja sinaliento y hace que un leve gemidoescape de mis labios. Los bordesafilados de su pecho se tensan y seinflaman y una ligera capa de sudorempieza a cubrir su suave piel. A pesarde la tortura infligida por sushabilidades de veneración y el rítmico yconstante bombeo de sus caderasproporcionándome un placerindescriptible, consigo elaborar unpatrón de respiración regular. Entonces

empieza a triturarme con cadaarremetida, con el pecho agitado yagarrándome cada vez con más fuerza.Me llevo la mano al pelo y tiro de él,desesperada por aferrarme a algo, yaque Miller está fuera de mi alcance.

—Joder, Olivia. Ver cómo teesfuerzas por contenerte me llena demacabra satisfacción. —Cierra los ojoscon fuerza, y su cuerpo vibra.

Mis pezones empiezan a erizarse ycomienzo a sentir cierto dolor en losmúsculos del vientre. Como decostumbre, me quedo atrapada en eselugar a medias. Quiero gritarle que melleve al límite, pero también quieroevitar lo inevitable, hacer que esto dure

eternamente, a pesar de la dulce torturay del placer enloquecedor.

—Miller… —Me retuerzo y arqueola espalda.

—Más alto —me ordena,disparando hacia adelante ya menoscontrolado—. ¡Joder, dilo más alto,Olivia!

—¡Miller! —Grito su nombrecuando su última embestida me llevajusto al borde del orgasmo.

Lanza un gemido grave y ahogadomientras toma las riendas de su fuerza yvuelve a hacerme el amor a un ritmocontrolado.

—Cada vez que te tomo creo que meayudará a saciar el deseo. Pero nunca

sucede. Cuando acabamos te deseo mástodavía.

Me suelta las piernas, apoya losantebrazos a ambos lados de mi cabezay me atrapa bajo su musculaturadefinida. Separo más los muslos paradarle a su cuerpo el espacio quereclama. Su rostro se aproxima al mío ynuestros jadeos se vuelven uno. Nosquedamos mirándonos fijamente a losojos y menea las caderas, acercándomepoco a poco a ese pináculo de euforia.

Hundo las manos en su pelo y tiro desus rizos desordenados mientras losmúsculos de mi sexo exprimen su polla.

—¡Joder, sí! Dilo otra vez. —Susojos se cristalizan y su tono primitivo

me envalentona. Contraigo los músculosde nuevo cuando la punta de su sólidaverga alcanza mi parte más profunda—.¡Joddderrr!

Siento un tremendo placer al vercómo baja la barbilla y al sentir cómo sucuerpo se estremece de gusto. Saber quepuedo hacer que se vuelva tanvulnerable durante estos momentos mellena de poder. Se abre por completo amí. Se expone. Se vuelve débil ypoderoso al mismo tiempo. Elevo lascaderas y disfruto al ver cómo sedesmorona encima de mí. Contraigo losmúsculos todo lo que puedo alrededorde cada una de sus temblorosasembestidas. Su rostro perfecto empieza

a tensarse y veo el salvaje abandonoreflejado en sus penetrantes esferasazules.

—Me desarmas, Olivia Taylor.Joder, me desarmas. —Rueda sobre laalfombra y me coloca encima de él—.Termínalo —ordena con tono severo,lleno de ansia y desesperación—. Joder,termínalo.

Hago una leve mueca de dolor anteel súbito cambio de postura que haceque me penetre más profundamentetodavía. Coloca sus fuertes manos enmis muslos y sus dedos se aferran a mipiel. Me tiene completamente ensartada,y contengo el aliento mientras intentoadaptarme a su inmenso tamaño en esta

posición.—Muévete, nena. —Eleva las

caderas. Lanzo un grito y apoyo lasmanos contra su pecho—. ¡Venga!

Su repentino grito me pone enmovimiento y empiezo a rotar lascaderas encima de él, pasando por altolas punzadas de dolor y centrándome enlos estallidos de placer que hay entreellas. Miller gruñe y ayuda con mimovimiento de caderas empujandocontra mis muslos. Voy a mi ritmo, yobservo cómo él me observa a su vezmientras hago que ambos nosaproximemos cada vez más al borde dela explosión.

—Voy a correrme, Olivia.

—¡Sí! —grito, y me pongo derodillas y desciendo sobre él.

Ladra un montón de groserías yacelera el ritmo, obligándome acolocarme a cuatro patas. Me agarra delas caderas y me penetra mientras lanzaun gratificante grito.

—¡Joder! ¡Miller!—Sí, ¿me sientes, Livy? Siente todo

lo que tengo para darte.Unos pocos tirones más de mi

cuerpo contra el suyo me hacen estallary desciendo en caída libre hacia laoscuridad. Mi cuerpo se derrumba sobrela alfombra y convulsiona mientras miorgasmo se apodera de mí. Estoyflotando. Siento que Miller sale de mí y

oigo sus continuas maldiciones mientrasbaja sobre mi espalda. Menea laentrepierna y desliza la polla por laranura de mi trasero. Farfulla y memuerde el cuello antes de volver apenetrar mi tembloroso sexo. El placerinunda mi cerebro y en él no cabe lapreocupación por haberme corrido yoantes. Siento cómo la leve pulsación desu férreo miembro acaricia mis paredesy entra y sale de mí a su antojo. Yentonces Miller se transforma en untorrente de silenciosas oraciones.

Abro los ojos y lo contemplo,jadeando y respirando a duras penas.Miro más allá de la alfombra de colorcrema e intento recuperar el

pensamiento cognitivo.—No me has hecho daño —susurro,

con la garganta dolorida y rasposa. Séque eso será lo primero que me preguntecuando haya recuperado el aliento. Sunaturaleza animal, la que me habíaestado ocultando, se está volviendoadictiva. Pero sigue venerándome.

Estiro los brazos por encima de lacabeza con un suspiro de satisfacciónmientras Miller sale de mí. Memordisquea y me besa un hombro ydespués el otro; lame y chupa conformedesciende por mi columna. Cierro losojos en el momento en que sus labiosdescienden perezosamente hasta mitrasero. Me clava los dientes, con

bastante fuerza por cierto, pero estoyagotada, soy incapaz de gritar o demoverme para detenerlo. Una vezsatisfecho, siento cómo se monta y seacomoda sobre mi cuerpo y desliza lasmanos por mis brazos hasta hallar lasmías. Entrelaza nuestros dedos, pega elrostro a mi cuello y suspira también desatisfacción.

—Cierra los ojos —murmura.Entonces, de repente, una música

inunda el silencio. Una música suavecon unas letras de gran profundidad.

—Reconozco esta canción —susurro, y oigo cómo Miller tararea larelajante melodía en mi cabeza.

No es en mi cabeza.

Abro los ojos y forcejeo hasta quese ve obligado a levantarse para que mevuelve para mirarlo. Deja de tararear,me sonríe con ojos brillantes y deja quela música cobre protagonismo de nuevo.

—Esta canción… —empiezo.—Puede que te la tararee de vez en

cuando —susurra, casi tímidamente—.Es Gabriella Aplin.

—The Power of Love —termino porél mientras su cuerpo se aproxima almío, me empuja para colocarme bocaarriba y descansa su peso sobre mí.

—Hmmm —tararea.Sigo agitada, temblando y

palpitando.Una eternidad así no será suficiente.

4

Tengo sueños plácidos en los que serepite la última parte del día de ayer.Mis párpados soñolientos se abren pocoa poco y mi mente, a punto dedespertarse, registra su presencia cercade mí. Muy cerca. Estoy acurrucadajunto a él, hecha un ovillo yabrazándolo, como a él le gusta.

Con mucho cuidado y en silencio,levanto la mano izquierda y busco mianillo, suspirando y saboreando lainsistencia de mi mente en recordarme

cada una de las palabras y las accionesdel día anterior.

Los sueños plácidos no sólo tienenlugar cuando estás durmiendo.

Aprovechando que Miller estásumido en un sueño profundo, dedico unpoco de tiempo a solas a trazar laslíneas de su pecho. Está muerto para elmundo… al menos la mayor parte de éllo está. Observo con fascinación cómosu polla empieza a endurecerse cuandodeslizo la mano hacia la pronunciada Vque nace en la parte inferior de suvientre, hasta que está totalmente erectay palpitante, suplicando atenciones.

Quiero que se despierte gimiendo deplacer, de modo que empiezo a

descender por su cuerpo poco a poco yme acomodo entre sus muslos. Éstos seabren para hacerme hueco sin necesidadde que yo los separe; ante mí tengo enprimer plano su erección matutina, melamo los labios y me preparomentalmente para volverlo loco. Alargola mano y desvío la mirada hacia surostro mientras agarro la base delmiembro y espero alguna señal de vida,pero no encuentro ninguna. Sólo unoslabios separados y unos párpadosquietos. Vuelvo a centrar la atención enel pétreo apéndice muscular y sigo miinstinto. Lamo la punta en lentos círculosy recojo la gota de semen que ya se estáformando. El calor de su carne, la

suavidad de su piel firme y la durezaque se esconde debajo resultantremendamente adictivos y no tardo enponerme de rodillas y deslizo los labioshasta abajo del todo, gimiendo conindulgencia mientras vuelvo a ascender.Toda mi atención está centradaexclusivamente en lamerlo y besarlo.Me paso una eternidad disfrutando de ladeliciosa sensación de tenerlo en laboca. No estoy segura de en quémomento empieza a gemir, pero susmanos en mi pelo de manera repentiname alertan de ello y sonrío entre loslentos movimientos de mi boca mientrasenvaino su verga una y otra vez.Empieza a elevar ligeramente las

caderas para recibir cada uno de misavances y sus manos guían mi cabeza ala perfección.

Sus murmullos soñolientos con vozrota y débil son indescifrables. Mi manoempieza a acariciarlo arriba y abajo,imitando los movimientos de mi boca ymultiplicando su placer. Menea laspiernas y sacude la cabeza lentamente deun lado a otro. Todos los músculos queestán en contacto con mi cuerpo se hanvuelto rígidos y el tamaño de sumiembro en mi boca me indica que estácerca, de modo que acelero el ritmo demis manos y de mi cabeza y siento cómome golpea el fondo de la garganta,incrementando mi propio placer.

—Para —exhala, y continúaempujando mi cabeza contra él—. Para,por favor.

Va a correrse en cualquier momento,y saberlo me alienta a continuar.

—¡No! —Levanta la rodilla y megolpea en la mandíbula haciéndomegritar de dolor.

Me aparto mientras me agarro lacara y aplico presión para aliviar elfuerte golpetazo, y libero su erección.

—¡No me toques!Se incorpora y retrocede por el

suelo hasta que su espalda impactacontra el sofá, con una rodilla levantaday la otra pierna extendida delante de él.Sus ojos azules están abiertos como

platos y cargados de temor; su cuerposudoroso y su pecho agitado muestranuna clara aflicción.

Aparto el cuerpo como por instinto.El desconcierto y la precaución meimpiden acercarme a él parareconfortarlo. No puedo ni hablar. Mequedo ahí, observando cómo mira haciatodas partes, con la mano sobre el pechopara intentar calmar las palpitaciones.Siento un dolor tremendo en lamandíbula, pero mis ojos secos noproducen lágrimas. Estoyemocionalmente en shock. Parece unanimal asustado, acorralado e indefensoy, cuando baja la vista a su entrepierna,yo lo hago también.

Sigue empalmado. Su polla empiezaa dar sacudidas y él gruñe y deja caer lacabeza sobre sus hombros.

Se corre.Y empieza a gimotear con

abatimiento.El líquido blanco se vierte sobre su

estómago, sobre sus muslos, y pareceque no va a parar nunca de salir.

—No —murmura para sí mismomientras se pasa los dedos por el pelo ycierra los ojos con fuerza—. ¡No! —brama, golpeando las manos contra elsuelo y haciendo que me estremezca.

No sé qué hacer. Sigo sentada lejosde él, con la mano todavía en lamandíbula, y no paro de darle vueltas a

la cabeza. Un montón de flashbacks seagolpan en mi mente. Dejó que se lachupara una vez. Fue breve y no secorrió. Gimió de placer, me ayudó, meguio, pero no tardó en retirarse. El restode las veces que me he acercado a esazona con la boca me ha detenido. Unavez me dejó que lo masturbara en sudespacho, y recuerdo que me dejó bienclaro que sólo podía usar la mano.También recuerdo que me dijo que él nose masturba en privado.

¿Por qué?Coge un pañuelo de la caja que está

cerca de la mesa y se dispone alimpiarse como un poseso.

—¿Miller? —digo en voz baja,

uniendo mi voz a los frenéticos sonidosde su respiración y sus acciones.

No puedo reducir la distancia. Nohasta que sea consciente de que estoyaquí.

—Miller, mírame.Deja caer los brazos, pero sus ojos

miran todo mi cuerpo a excepción de mirostro.

—Miller, por favor, mírame. —Meinclino un poco hacia adelante, concautela, desesperada por reconfortarloporque está claro que lo necesita—. Porfavor. —Espero, impaciente, pero séque tengo que ir con tiento—. Te loruego.

Cierra lentamente sus atormentados

ojos azules y vuelve a abrirlos de nuevo,clavándolos en lo más profundo de micorazón. Empieza a sacudir la cabeza.

—Lo siento muchísimo —dice, casiahogándose con las palabras, yllevándose la mano a la garganta, comosi le costase respirar—. Te he hechodaño.

—Estoy bien —respondo, aunquetengo la sensación de que la mandíbulase me ha salido del sitio.

Me la suelto, me aproximo a él y meacurruco lentamente sobre su regazo.

—Estoy bien —repito.Entierro el rostro en su cuello

mojado y siento un gran alivio al ver queacepta el consuelo que le ofrezco.

—¿Tú estás bien?Resopla, casi riéndose.—No sé muy bien qué es lo que ha

pasado.Arrugo la frente y me doy cuenta al

instante de que va a evadir cualquierpregunta que le haga al respecto.

—Puedes contármelo —le pido.De repente aparta mi pecho del suyo,

me clava la mirada y me siento pequeñae inútil. Su rostro impasible tampocoayuda.

—¿Contarte el qué?Me encojo ligeramente de hombros.—El porqué de esa reacción tan

violenta.Me siento incómoda bajo la

intensidad de sus ojos. No entiendo larazón, ya que he sido el único centro desu penetrante mirada desde que loconocí.

—Lo siento. —Suaviza el gesto ysus ojos se llenan de preocupación encuanto se fijan en mi mandíbula—. Esque me has cogido por sorpresa, Olivia.Sólo es eso.

Me acaricia suavemente la mejillacon la mano.

Me está mintiendo, pero no puedoobligarlo a compartir algo que puedeque le resulte demasiado dolorosoexpresar. Ya he aprendido eso. Eloscuro pasado de Miller Hart necesitapermanecer en la oscuridad, lejos de

nuestra luz.—Bien —digo, pero no lo pienso en

absoluto. No estoy bien, para nada, y séque Miller tampoco.

Lo que quiero es decirle que seexplique, pero el instinto me lo impide.Ese instinto que me ha guiado desde queconocí a este hombre desconcertante.Insisto en repetirme eso a mí misma,aunque me pregunto dónde estaría ahorade no haber seguido todas las reaccionesnaturales que me llevaban hasta él y deno haber respondido como lo he hecho alas situaciones en las que me ha puesto.Sé dónde: muerta, sin vida, fingiendo serfeliz con mi solitaria existencia. Esposible que mi vida haya dado un giro

radical, que se haya llenado desituaciones dramáticas para compensarla falta de emociones de los últimosaños, pero no flaquearé en mideterminación de ayudar al hombre queamo con esta batalla. Estoy aquí para él.

He descubierto muchas cosasoscuras sobre Miller Hart, y en el fondosé que hay más. Tengo más preguntas. Ylas respuestas, sean las que sean, nocambiarán ni un ápice lo que siento porél. Sé que para él es doloroso, lo quehace que para mí también lo sea. Noquiero causarle más sufrimiento, y esoes lo que conseguiré si lo obligo acontármelo. De modo que la curiosidadpuede irse a tomar por el culo. Hago

caso omiso de esa molesta vocecilla enmi cabeza que señala que a lo mejor loque pasa es que no quiero saberlo.

—Me muero por tus huesos —susurro en un intento de distraernos aambos del momento incómodo—. Memuero por tus huesos atormentados yobsesivos.

Una amplia sonrisa ilumina la seriaexpresión de su rostro, revelando suhoyuelo y haciendo brillar sus ojos.

—Y mis huesos atormentados yobsesivos están profundamentefascinados por ti. —Levanta la manopara tocarme la mandíbula—. ¿Teduele?

—No mucho. Estoy acostumbrada a

recibir golpes en la cabeza.Se encoge, y me doy cuenta al

instante de que he fracasado en miempeño de calmar el ambiente.

—No digas eso.Estoy a punto de disculparme cuando

el estrepitoso timbre del teléfono deMiller suena en la distancia.

Me aparta de su regazo y me colocacon cuidado a su lado. Me besa lafrente, se levanta y se dirige a la mesapara cogerlo.

—Miller Hart —responde con elmismo tono frío e indiferente decostumbre mientras pasea su cuerpodesnudo por el despacho.

Ha cerrado la puerta tras de sí cada

vez que ha recibido una llamada desdeque llegamos, pero esta vez la ha dejadoabierta. Interpreto el gesto como unaseñal. Me levanto y lo sigo hasta quellego al umbral y me quedoobservándolo, reclinado desnudo en lasilla del despacho y masajeándose lasien con la punta de los dedos. Pareceirritado y estresado, pero cuando levantala mirada y encuentra la mía todaemoción negativa desaparece y esreemplazada por una sonrisa y unosbrillantes ojos azules. Levanto la mano yme vuelvo para marcharme.

—Un momento —dice de repentepor el auricular, lo aparta y se lo colocasobre el pecho desnudo—. ¿Va todo

bien?—Sí. Te dejo trabajar.Da unas palmaditas sobre el

teléfono, que ahora descansa en supecho, y recorre mi cuerpo de arribaabajo con la mirada.

—No quiero que te vayas —dicemirándome a los ojos, y detecto undoble sentido en la frase. Ladea lacabeza, y yo me acerco con cautela a él,sorprendida por su orden, aunque notanto por el creciente deseo que empiezoa sentir.

Miller me mira con una leve sonrisaen el rostro, me coge la mano y besa laparte superior de mi anillo nuevo.

—Siéntate. —Tira de mí hasta que

aterrizo sobre su desnudo regazo, ytodos mis músculos se tensan cuando supolla semierecta queda encajada entremis nalgas. Me invita a reclinarme, demodo que pego la espalda a su pecho yacurruco la cabeza en el hueco de sucuello.

—Continúa —ordena por teléfono.Sonrío para mis adentros ante la

capacidad de Miller de ser tan tierno ydulce conmigo y tan seco y hosco conquien sea que esté al otro lado delaparato. Un brazo musculoso rodea micintura y la sostiene con fuerza.

—Es Livy —silba—. Podría estarhablando con la puta reina, pero siOlivia me necesita, la reina tendrá que

esperar.Mi rostro se arruga con confusión,

pero al mismo tiempo se infla desatisfacción. Me giro para mirarlo.Quiero preguntarle quién es, pero algome lo impide. Es el sonido apagado deuna voz suave, familiar y muycomprensiva.

William.—Me alegro de que haya quedado

claro —resopla Miller, y me da un picoen los labios antes de pegar mi cabezade nuevo contra su cuello y moverse unpoco en la silla para estrecharme máscontra su cuerpo.

Se queda callado y empieza a jugarociosamente con un mechón de mi pelo,

retorciéndolo varias veces hasta queempieza a tirarme del cuero cabelludo yle muestro mi molestia dándole un levetoque en las costillas. Oigo el tonoapacible de la voz de William, pero nologro distinguir lo que están diciendo.Miller me desenreda el mechón paravolver a retorcerlo de nuevo.

—¿Y has determinado algo alrespecto? —pregunta Miller.

Imagino de lo que deben de estarhablando, pero encontrarme aquí en suregazo, escuchando este tono tan plano ydistante, acrecienta mi curiosidad.Debería haberme quedado en el salón,sin embargo ahora no paro de darlevueltas a la cabeza y de preguntarme qué

habrá descubierto William.—Un momento —dice, y veo con el

rabillo del ojo cómo el brazo quesostiene el teléfono cae sobre el brazode la silla.

Me suelta el pelo, probablementedejando atrás un montón de nudos.Apoya la mano en mi mejilla y mevuelve hacia él. Me mira profundamentea los ojos, presiona un botón de suteléfono y lo deja sobre la mesa sinapartar la mirada de mí. Ni siquierainterrumpe el contacto para comprobardónde lo ha dejado ni para recolocarlo.

—William, saluda a Olivia.Me revuelvo, nerviosa, sobre el

regazo de Miller y un millón de

sensaciones acaban con la serenidad queestaba sintiendo resguardada en susbrazos.

—Hola, Olivia —dice William convoz reconfortante. Aunque no quieroescuchar nada de lo que tenga que decir.Me advirtió de que me alejase de Millerdesde el momento en que supo denuestra relación.

—Hola, William. —Me vuelvohacia Miller rápidamente y tenso losmúsculos, dispuesta a levantarme de suregazo—. Os dejaré trabajar en paz.

Pero no voy a ninguna parte. Millerme mira sacudiendo la cabezalentamente y me sostiene con fuerza.

—¿Cómo estás? —La pregunta de

William era fácil de responder… hacemedia hora.

—Bien —me apresuro a decir, y mereprendo a mí misma por sentirmeincómoda y, sobre todo, por actuar comotal—. Estaba a punto de preparar eldesayuno.

Intento levantarme… y de nuevo, nolo consigo.

—Olivia se queda —anuncia Miller—. Continúa.

—¿Por dónde íbamos? —preguntaWilliam, extrañado, y eso hace que miincomodidad se transforme en puropánico.

—Por donde íbamos —respondeMiller. Me coloca la mano en la nuca y

empieza a masajear mi tensión confirmeza y determinación. Pierde eltiempo.

Se hace el silencio al otro lado de lalínea. Entonces se oye una especie demovimiento. Probablemente William seesté revolviendo incómodo en su enormesilla del despacho antes de hablar.

—No sé si…—Se queda. —Lo corta Miller, y me

preparo para el contraataque deWilliam… que no llega.

—Hart, dudo de tu moralidad adiario. —Miller se ríe, y es una risaoscura y sarcástica—. Pero siempre tehabía creído cuerdo, a pesar de lo pococuerdos e insanos que hayan sido tus

actos. Siempre he sabido que estabasperfectamente lúcido.

Quiero intervenir y poner a Williamen su sitio. No hay nada de lúcido enMiller cuando pierde los estribos. Esviolento e irracional. Se vuelve,oficialmente, loco de atar. ¿O no? Medoy la vuelta lentamente para observarsu rostro. Sus penetrantes ojos azulesabrasan inmediatamente mi piel. Surostro, aunque impasible, es angelical.Me devano los sesos pensando si lo queWilliam está diciendo es cierto o no. Nopuedo estar de acuerdo. Quizá Williamno haya visto nunca a Miller alcanzar laclase de rabia que ha desencadenadodesde que me conoció.

—Siempre sé exactamente lo quehago y por qué lo hago —dice Miller demanera lenta y concisa. Sabe lo queestoy pensando—. Puede que a vecespierda la razón por una milésima desegundo, pero sólo durante ese tiempo.—Susurra en voz tan baja que no creoque William lo haya oído. Y así, sinmás, responde a otra pregunta que se meestaba pasando por la cabeza—. Misacciones son siempre válidas yjustificadas.

William oye esa parte. Y lo sé porque se echa a reír.

—¿En el mundo de quién, Hart?—En el mío. —Vuelve a centrar la

atención en el teléfono y me agarra con

más fuerza—. Y ahora en el tuyotambién, Anderson.

Sus palabras son crípticas. No lasentiendo, pero el temor que asciende pormi columna y el largo y sobrecogedorsilencio que las acompaña me indicanque he de recelar de ellas. ¿Por qué hevenido aquí? ¿Por qué no habré idodirectamente a la cocina a por algo decomer? Tenía hambre cuando me hedespertado. Pero ahora no. Ahora miestómago es un vacío que se llenarápidamente de ansiedad.

—Tu mundo jamás será el mío —responde William con un tono cargadode ira—. Jamás.

Tengo que marcharme. Ésta podría

ser una de esas veces en las que sus dosmundos colisionan, y no quiero estarcerca cuando eso suceda. El Atlánticoevitará el enfrentamiento físico, pero eltono de voz de William, sus palabras yla encolerizada vibración del cuerpo deMiller debajo de mí son clarosindicativos de que la cosa se va a ponerfea.

—Quiero marcharme —digo, y meesfuerzo por apartar la mano de Millerde mi vientre.

—Quédate aquí, Olivia. —Misintentos son en vano y la irracionalinsistencia de Miller en que me quede apresenciar este espectáculodesagradable hace resurgir mi

intrepidez.—Suél-ta-me.Me duele la mandíbula. Me vuelvo y

atravieso sus serias facciones con lamirada. Me sorprendo al ver que mesuelta de inmediato. Me pongo de pie alinstante y, sin saber si debo marcharmedeprisa o tranquilamente, empiezo asacudirme la ropa inexistente mientrasmedito sobre mi dilema.

—Lo siento —dice Miller. Me cogeuna de mis ocupadas manos y me laestrecha con suavidad—. Por favor, megustaría que te quedaras.

Se hace un breve e incómodosilencio hasta que la risa divertida ysincera de William interrumpe nuestro

momento de intimidad y me recuerdaque, técnicamente, sigue en la habitacióncon nosotros.

—Sí, ya hemos terminado —confirma—. Yo también lo siento.

—No entiendo para qué quieres queme quede —confieso. Bastante tengo yaque procesar.

—William ha estado intentandoaveriguar algunas cosas, eso es todo.Por favor, quédate y escucha lo quetenga que decir.

Me alivia que quiera que lo ayude acompartir la carga, pero, al mismotiempo, tengo miedo. Asiento levemente,vuelvo a sentarme sobre su regazo ypermito que coloque mi cuerpo en la

posición que más le gusta, que es delado, con mis piernas colgando porencima del reposabrazos de la silla ycon mi mejilla apoyada en su pecho.

—Bien. ¿Seguimos con lo deSophia?

Se me hiela la sangre con tan sólooír su nombre.

—Insiste en que jamás le pio ni unapalabra a Charlie.

¿Charlie? ¿Quién es Charlie?—La creo —dice Miller algo

reacio. Esto me sorprende, y mástodavía cuando William coincide—.¿Notaste en algún momento que fueseella la que seguía a Olivia?

—No estoy seguro, pero todos

sabemos lo que esa mujer siente por ti,Hart.

Sé perfectamente lo que Sophiasiente por Miller, principalmente porquetuvo la amabilidad de decírmelo ellamisma. Es una antigua cliente que seenamoró de él. O, más bien, que seobsesionó con él. Miller tenía miedo deque intentase secuestrarme. ¿Tanto loquiere que sería capaz de deshacerse demí?

—¿Notar con Sophia Reinhoff? —William se mofa—. Lo único que notoen su presencia es frialdad. Fuiste muydescuidado. Llevar a Livy al Ice fue unaestupidez por tu parte. Y llevarla a tuapartamento más todavía. Seguro que

está disfrutando de lo lindo sabiendoque puede delatarte, Hart.

Me encojo, y siento cómo Millerbaja la vista para mirarme. Sé lo que vaa pasar.

—Tanto Olivia como yo hemosllevado nuestra relación en secreto. Sólohe ido al Ice con Livy cuando el clubestaba cerrado.

—¿Y cuando apareció sinadvertencia previa? ¿La acompañastehasta la salida? ¿Mantuviste lasdistancias con ella para disminuir elriesgo de que os relacionaran? —diceWilliam muy serio aunque con ciertasorna. Quiero esconderme—. ¿Y bien?—insiste, aunque sabe perfectamente

cuál es la respuesta.—No —contesta Miller con la

mandíbula apretada—. Sé que fui unidiota.

—De modo que lo que tenemos es unclub lleno de personas que fuerontestigos de varios incidentes en los queel distante y notoriamente cerradoMiller Hart perdió los estribos por unapreciosa jovencita. ¿Ves adónde quieroir a parar?

Pongo los ojos en blanco ante elimpulso innecesario de William demenospreciar a Miller. También mesiento tremendamente culpable. Midesconocimiento de las consecuenciasde mis actos y mi comportamiento han

acelerado la situación y lo hanacorralado.

—Perfectamente, Anderson.Miller suspira y busca en mi pelo

otro mechón que retorcer. Se hace elsilencio. Es un silencio incómodo, queaumenta mi deseo de huir del despacho ydejar que estos dos hombres continúensolos con las conjeturas sobre sudiabólica situación.

Pasa un buen rato antes de queWilliam hable de nuevo y, cuando lohace, no me gusta lo que dice.

—Debes de haber anticipado lasrepercusiones de tu dimisión, Hart.Sabes que eso no es decisión tuya.

Me hago un ovillo al costado de

Miller, como si hacerme más pequeña eintentar meterme dentro de él pudieseborrar la realidad. No he dedicadodemasiado espacio en mi cerebro apensar en las cadenas invisibles deMiller ni en los cerdos inmorales queposeen las llaves. El fantasma de GracieTaylor ha monopolizado mi mente y,curiosamente, ahora eso me parecemucho mejor que esta situación. Esto esla auténtica realidad, y escuchar la vozde William, sentir el tormento de Millery verme de repente consumida por laderrota me empujan al límite de laansiedad. No estoy del todo segura dequé nos espera en Londres cuandovolvamos, pero sé que va a ponerme a

prueba, que nos pondrá a prueba aambos, más que nunca antes.

La sensación de sus suaves labiossobre mi sien hace que regrese a lahabitación.

—En su momento no me preocupabademasiado —admite Miller.

—Pero ¿las conoces? —la preguntade William y la brusquedad con la quela formula indican claramente que sólohay una contestación posible.

—Ahora sólo me preocupa protegera Olivia.

—Buena respuesta —respondeWilliam secamente.

Levanto la vista y veo a Millersumido en sus pensamientos, con la

mirada perdida.Detesto que esté tan derrotado. He

visto esta mirada demasiadas veces, yme preocupa más que ninguna otra cosa.Me siento ciega, inútil y, al no encontrarlas palabras adecuadas parareconfortarlo, deslizo la mano por sucuello y tiro con fuerza hacia mí hastapegar el rostro contra la barba que cubresu garganta.

—Te quiero.Mi susurrada declaración escapa de

mi boca de manera natural, como si miinstinto me indicase que un refuerzoconstante de mi amor por él es todo loque tengo. En el fondo, muy a mi pesar,sé que así es.

William continúa:—No me puedo creer que fueses tan

estúpido como para dejarlo.Los músculos de Miller se tensan al

instante.—¿Estúpido? —masculla, y me

recoloca en su regazo. Casi puedo sentircómo bullen sus emociones a través denuestros cuerpos desnudos en contacto—. ¿Estás sugiriendo que debería seguirfollando con otras mujeres mientrastengo una relación con Olivia?

Su manera de expresarse me obliga ahacer una mueca de disgusto, al igualque las imágenes que se agolpan en mimente, de correas y…

«¡Basta!»

—No. —William no se amilana—.Lo que sugiero es que jamás deberíashaber tocado lo que no puedes tener.Pero todo esto desaparecerá si haces locorrecto.

Lo correcto. Dejarme. Volver aLondres y ser el Especial.

No puedo contener la rabia que seinstala en mi interior tras escuchar laspalabras de William, especialmente alver que insiste en ser tan capullo.

—Sí que puede tenerme —espeta miintrepidez mientras forcejeo en brazosde Miller. Me incorporo y me acerco alteléfono lo máximo posible para que meoiga alto y claro—. ¡No te atrevas aempezar con esto, William! ¡No me

obligues a clavar un cuchillo y aretorcerlo!

—¡Olivia!Miller me estrecha de nuevo contra

su pecho, pero mi resistencia inyectafuerza a mi constitución menuda. Melibero de sus brazos y me acerco denuevo al teléfono. Oigo su exasperaciónperfectamente, pero eso no va adetenerme.

—Sé que no me estás amenazandocon violencia, Olivia —dice Williamcon un ligero tono burlón.

—Gracie Taylor. —Digo su nombrecon los dientes apretados y no medeleito al escuchar cómo inspira condolor a través de la línea—. ¿La he

visto? —pregunto exigiendo unarespuesta.

Miller me estrecha contra su pechoinmediatamente y empiezo a forcejearcon sus brazos.

—¡¿Era ella?! —grito. En mifrenesí, lanzo un codazo hacia atrás y ledoy en las costillas.

—¡Joder! —ruge Miller mientras mesuelta.

Me abalanzo sobre el teléfono eintento tomar aire para exigirle unarespuesta, pero Miller se adelanta ycorta la llamada antes de que lleguehasta él.

—¡¿Qué haces?! —le chillo,apartándole las manos mientras intenta

reclamarme.Él gana. Me estrecha contra su

cuerpo y atrapa mis brazos con fuerza.—¡Cálmate!Me estoy dejando llevar por la ira

más absoluta, cegada por ladeterminación.

—¡No! —Una nueva fortaleza meinvade. Me estiro hacia arriba y arqueola espalda con violencia en un intento deescapar del abrazo de Miller, cada vezmás preocupado.

—Cálmate, Olivia —me susurra enel oído a modo de advertencia con losdientes apretados cuando por finconsigue asegurarme contra su torsodesnudo. La ira que nos invade a ambos

se palpa a través del calor de nuestrapiel—. No me obligues a tenerlo querepetir.

Me cuesta respirar y el pelo me caeen una maraña de rizos sobre el rostro.

—¡Suéltame! —Apenas puedohablar claro con mi agotamientoautoinfligido.

Miller inspira hondo, pega loslabios a mi pelo y me suelta. Sin perderni un segundo, me levanto de su regazo,huyo de mi fría realidad, doy un portazoal salir y no me detengo hasta que llegoal baño de la habitación principal.También cierro esa puerta de un portazo.Me meto con rabia en la bañera conforma de huevo y abro los grifos. La ira

que me invade bloquea las instruccionesque envía mi mente para que me calme.Tengo que serenarme, pero mi odio porWilliam y mi tormento mental sobre mimadre no me lo permiten. Me llevo lasmanos al pelo y tiro con fuerza. La rabiase transforma en frustración. En unesfuerzo por distraerme, echo un pocode dentífrico en mi cepillo de dientes yme los lavo. Es un estúpido intento deeliminar de mi boca el sabor amargo quese me ha quedado al pronunciar sunombre.

Después de pasar más tiempo delnecesario cepillándome los dientes,escupo, me enjuago y me miro en elespejo. Mis pálidas mejillas están

sonrosadas a causa de la ira que vamenguando y del perpetuo estado dedeseo en el que me hallo últimamente.Pero mis ojos azul marino reflejanangustia. Después de los horriblesacontecimientos que nos obligaron a huirde Londres, enterrar mi ignorante cabezaen un foso de arena sin fondo ha sidofácil. Y ahora la cruda realidad me estácastigando.

—Encierra al mundo fuera y quédateaquí conmigo para siempre —susurro, yme pierdo en el reflejo de mis propiosojos.

Todo a mi alrededor se ralentizamientras me agarro a los lados dellavabo y pego la barbilla al pecho. La

desesperanza se apodera de mi menteagitada. Es una sensación desagradable,pero mi mente y mi cuerpo exhaustos noconsiguen hallar ni un rastro dedeterminación entre todas estasemociones negativas. Todo pareceimposible de nuevo.

Suspiro apesadumbrada. Levanto lavista y veo que el agua de la bañera estáa punto de desbordarse, pero no corrohacia ella, no tengo energías. Me vuelvoy arrastro lentamente mi cuerpo abatidopor la habitación para cerrar los grifos.Me meto en la bañera y me sumerjo enel agua, resistiendo la necesidad decerrar los ojos y hundir mi rostro.Permanezco quieta, con la mirada

perdida, obligando a mi mente adesconectar. Funciona hasta ciertopunto. Me concentro en los agradablestonos de la voz de Miller, en cada unade las maravillosas palabras que me hadedicado y en cada caricia que haregalado a mi cuerpo. En todas. Desdeel principio hasta ahora. Y espero y rezopara que haya muchas más en el futuro.

Un ligero golpe en la puerta delbaño atrae mi mirada y parpadeo variasveces para humedecer mis ojos denuevo.

—¿Olivia? —dice Miller con unavoz grave de preocupación que hace queme sienta como una mierda.

No espera a que conteste, sino que

abre poco a poco la puerta y sostiene elpomo mientras se asoma por el marco yme busca con la mirada. Se ha puestounos bóxer negros y veo que tiene unamancha roja a la altura de las costillas,gracias a mí. Cuando sus brillantes ojosazules me encuentran, mi sentimiento deculpa se multiplica por mil. Intentaesbozar una sonrisa, pero acaba bajandola vista al suelo.

—Lo lamento.Su disculpa me confunde.—¿El qué?—Todo —responde sin vacilar—.

Haber dejado que te enamoraras de mí.Haber… —Me mira y toma algo dealiento—. Lamento que me fascinases

tanto que no pude dejarte en paz.Una triste sonrisa se forma en mis

labios y estiro el brazo para coger elchampú antes de entregárselo a él.

—¿Me concederías el honor delavarme el pelo?

Necesita venerarme un poco paraolvidarse de todo, lo que sea con tal deestabilizar este mundo nuestro que sedesmorona.

—Nada me complacería más —confirma, y sus largas piernas recorrenla distancia que nos separa.

Se pone de rodillas junto a labañera, coge la botella de champú yvierte un poco del contenido en susmanos. Me incorporo y me vuelvo de

espaldas a él para facilitarle el acceso,y cierro los ojos cuando siento cómo susfuertes dedos masajean mi cuerocabelludo. Sus lentos movimientos y suscuidados infunden algo de paz a mispreocupados huesos. Nos quedamoscallados un rato. Me masajea la cabeza,me ordena con voz suave que meenjuague y aplica acondicionador a micabello.

—Me encanta tu pelo —susurra, y setoma su tiempo palpándolo y peinándolocon los dedos mientras tararea algo.

—Tengo que cortarme las puntas —respondo, y sonrío cuando sus dedosdiligentes se detienen de golpe.

—Sólo las puntas. —Recoge mi

melena mojada y resbaladiza en unacoleta y la retuerce hasta que la tienetoda alrededor de su puño—. Y quiero ircontigo. —Tira ligeramente hacia atrás yacerca el rostro al mío.

—¿Quieres controlar a mipeluquera? —pregunto, divertida,volviéndome en el agua yagradeciéndole su intención dedistraerme.

—Sí. Sí quiero. —Sé que no estábromeando. Me besa suavemente en loslabios y después me da una infinidad depequeños picos hasta que su lenguacaliente se adentra en mi boca y me lamecon ternura. Me pierdo en su beso,cierro los ojos y mi mundo se estabiliza

—. Me encanta tu sabor.Interrumpe nuestro beso, pero

mantiene el rostro pegado al míomientras desovilla mi pelo por completoy lo deja caer sobre mi espalda. Lamitad de su longitud se extiende en elagua. Lo llevo demasiado largo, casi porel culo, pero me temo que así se va aquedar.

—Vamos a aclarar elacondicionador de tus rizos rebeldes.

Me acaricia la mejilla con el pulgardurante unos instantes antes de trasladarla mano a mi cuello para animarme asumergir la cabeza en el agua. Me hundoen la bañera y cierro los ojos mientrasdesaparezco bajo las profundidades y mi

oído se ensordece.Contener el aliento me resulta fácil.

Lo he hecho infinidad de veces desdeque conocí a Miller, cuando me lo robacon uno de sus besos de veneración ocuando me hace llegar al orgasmotocándome ahí. Sin ver y sin apenas oírnada, lo único que puedo hacer essentirlo. Sus firmes manos trabajan enmi pelo y eliminan el acondicionador ymi impotencia al mismo tiempo. Peroentonces, su mano abandona mi cabeza ydesciende por un lado de mi rostro hastami garganta. De mi garganta a mi pecho,y de mi pecho a un montículo inflamado.La punta de mi pezón arde conanticipación. La rodea de manera

deliciosa y entonces su tacto desciendepor mi vientre hasta la parte interna delmuslo. Me pongo tensa bajo el agua yme esfuerzo por permanecer quieta ycontener la respiración. La oscuridad yel silencio desarrollan el resto de missentidos, sobre todo el del tacto. Sudedo se desliza entre mis temblorososlabios y me penetra profundamente.Saco la mano del agua al instante, meagarro al borde de la bañera y meimpulso para incorporarme rápidamente.Necesito disfrutar de cada gratificanteelemento de la veneración de Miller,como, por ejemplo, su rostro pleno desatisfacción.

Jadeo y lleno de aire mis pulmones.

Miller empieza a meterme y a sacarmelos dedos perezosamente.

—Hmmm.Apoyo la cabeza y dejo que caiga

hacia un lado para poder ver cómo mesatisface con sus dedos prodigiosos.

—¿Te gusta? —pregunta con vozáspera mientras sus ojos se oscurecen.

Asiento, me muerdo el labio inferiory contraigo todos mis músculos internoscon la intención de contener elcosquilleo que siento en la boca delestómago. Pero me desconcentro cuandopresiona el pulgar contra mi clítoris yempieza a trazar círculos tortuosos yprecisos sobre mi parte más sensible.

—Me encanta —exhalo, y empiezo a

jadear.Mi placer se intensifica cuando veo

que separa los labios y cambia deposición junto a la bañera para tenermejor acceso a mí. Saca los dedoslentamente, me mira a los ojos, vuelve ahundirlos y todo su ser destilasatisfacción y triunfo. Mi cuerpoempieza a temblar.

—Miller, por favor —le ruego, ycomienzo a sacudir la cabeza condesesperación—. Por favor, házmelo.

Mi petición no queda desatendida.Está tan desesperado como yo porborrar la angustia de nuestro rato en eldespacho. Se inclina sobre el baño sindejar de meterme los dedos, pega la

boca a la mía y me besa hasta que mecorro. Cuando alcanzo el orgasmo, lemuerdo el labio inferior. Imagino que lapresión de mis labios le habrá causadodolor, pero eso no detiene sudeterminación de arreglar lo sucedido.Intensos estallidos de placer atacan micuerpo sin cesar, una y otra vez.Empiezo a sacudirme violentamente,salpicando a mi alrededor hasta quepierdo las fuerzas y me quedo flotandoen el agua. Ahora estoy agotada por unmotivo totalmente diferente, y es muchomás agradable que el agotamiento dehace unos momentos.

—Gracias —balbuceo entre jadeos,y me obligo a abrir los párpados.

—No me des las gracias, OliviaTaylor.

Mi respiración es pesada ylaboriosa mientras mi cuerpo absorbelos restos de mi satisfactoria explosión.

—Siento haberte hecho daño.Sonríe. Es sólo una leve sonrisa,

pero cualquier atisbo de esa hermosavisión es bien recibido. Y también lovoy necesitando más a cada día quepasa. Inspira, extrae los dedos de miinterior y asciende por mi piel hasta quealcanza mi mejilla. Sé lo que va a decir.

—No puedes infligirme ningún dañofísico, Olivia.

Asiento y dejo que me ayude a salirde la bañera y que me envuelva con una

toalla. Coge otra del estante cercano yprocede a eliminar el exceso de agua demi cabello con ella.

—Vamos a secar estos rizosincontrolables.

Me agarra de la nuca, me dirige a lacama y me ordena que me siente al finalde ésta con un gesto. Obedezco sinprotestar, pues sé que pronto sus manosestarán tocando mi pelo mientras loseca. Saca el secador del cajón y loenchufa. Se sitúa detrás de mí en unsantiamén, con una pierna a cada lado demi cuerpo, de manera que me envuelvecon el suyo. El ruido del aparato impidela conversación, cosa que agradezco.Me relajo, cierro los ojos y disfruto de

la sensación de sus manos masajeandomi cuero cabelludo mientras golpea micabello con el aire del secador. Tambiénsonrío al imaginar la expresión derealización en su rostro.

Demasiado pronto para mi gusto, elruido se apaga y Miller se aproxima amí, entierra el rostro en mi pelo reciénlavado y me envuelve con fuerza lacintura con los brazos.

—Has sido muy dura, Olivia —dicecon voz tranquila, casi cautelosa.

Detesto que tenga que decirme esto,aunque esté en su derecho, pero adoroque lo haga con tanta delicadeza.

—Ya me he disculpado.—No te has disculpado con William.

Me pongo rígida.—¿En qué momento te has hecho

admiradora de William Anderson?Me da un toque en el muslo con la

pierna. Es una advertencia silenciosaante mi insolencia.

—Está intentando ayudarnos.Necesito información, y no puedoobtenerla yo mismo mientras estoy aquíen Nueva York.

—¿Qué información?—No tienes que preocuparte por

eso.Aprieto la mandíbula y cierro los

ojos para armarme de paciencia.—Me preocupo por ti —me limito a

decir.

Me aparto de Miller y hago comoque no oigo su respiración sonora ycansada. Él también está intentandoarmarse de paciencia. Me da igual. Cojomi cepillo del pelo de la mesita denoche y dejo que Miller se tumbe bocaarriba refunfuñando maldiciones. Tuerzoel gesto, enfadada, me marcho airada alsalón y me dejo caer sobre el sofá. Mellevo el cepillo al pelo y empiezo a tirarde los nudos, como si en un estúpidoarranque de venganza quisiera dañardeliberadamente una de las cosasfavoritas de Miller.

Vuelvo a caer en el abatimiento. Tirocontinuamente del cepillo y obtengo unaenfermiza satisfacción del dolor que

esto me provoca. Los fuertes tironesabsorben mi atención y evitan quepiense en otras cosas. Incluso consigoignorar el leve cosquilleo que sientobajo la piel y que se va apoderando detodo mi ser a cada segundo que pasa. Séque está cerca, pero no lo busco ycontinúo arrancándome el pelo de lacabeza.

—¡Oye! —Detiene las destructivasacciones de mi mano, la sostiene en elaire y me arrebata el cepillo de losdedos—. Ya sabes que aprecio misposesiones —gruñe.

Pasa las piernas por detrás de mí yme coloca el pelo sobre los hombros.Sus palabras, por muy arrogantes que

sean, consiguen hacerme entrar en razón.—Y esto forma parte de mi

posesión. No lo maltrates. —Las suavescerdas del cepillo acarician mi cuerocabelludo y descienden hasta las puntasde mis rizos. En ese momento empieza asonar God Only Knows, de los BeachBoys.

El temperamento de Miller se niegaa aparecer, y la intervención de unacanción tan alegre y contundente así loseñala, de modo que me quedo sola conmi enfado. Una parte irracional de míesperaba provocarlo un poco para teneralgo contra lo que rebotarme.

—¿Por qué le has colgado aWilliam?

—Porque se te ha ido la cosa de lasmanos, Olivia. Te estás convirtiendo enuna buena competidora en cuestiones delocura. Hago que llegues al límite de tucordura. —Detecto desesperación en suvoz. Y culpabilidad.

Asiento en silencio y acepto quetiene razón. Se me ha ido de las manos.Y es cierto que me lleva al límite.

—Has mencionado a un tal Charlie.¿Quién es?

Inspira hondo antes de empezar ahablar. Yo contengo la respiración.

—Un cerdo inmoral.Y ya está. Eso es todo lo que dice, y

mi siguiente pregunta, aunque ya sé larespuesta, escapa de mis labios al

tiempo que libero el aire contenido.—¿Respondes ante él?Se hace un incómodo silencio y me

preparo para la respuesta que sé queestá a punto de darme.

—Sí, así es.Empieza a dolerme ligeramente la

cabeza a causa de todas las preguntasque me surgen y que descarto condemasiada facilidad. Miller respondeante un hombre llamado Charlie. No esdifícil imaginar de qué clase depersonaje se trata si Miller lo teme.

—¿Te hará daño?—Conmigo gana mucho dinero,

Olivia. No pienses que lo temo, porqueno es así.

—Y entonces ¿por qué huimos?—Porque necesito tiempo para

respirar, para pensar en cuál es la mejormanera de manejar esta situación. Ya tedije que no es tan sencillo dejarlo. Tepedí que confiaras en mí mientrasintentaba solucionar esto.

—¿Y lo has hecho?—William me ha conseguido un

poco de tiempo.—¿Cómo?—Le ha dicho a Charlie que él y yo

nos hemos cabreado. Que me estababuscando.

Frunzo el ceño.—¿William le dijo a Charlie que tú

lo habías cabreado?

—Tenía que explicar qué hacía enmi apartamento. William y Charlie no sellevan demasiado bien, igual queWilliam y yo, como habrás imaginado.—Está siendo sarcástico, y resoplo miasentimiento—. Charlie no debeenterarse de que me he asociado conWilliam; de lo contrario, éste tendráproblemas. No es santo de mi devoción,pero tampoco quiero que Charlie vaya apor él, por muy capaz que sea de cuidarde sí mismo.

Mi pobre mente se colapsa denuevo.

—¿Y eso en qué lugar nos deja? —pregunto, y mi voz apenas se oye a causadel temor a la respuesta.

—Anderson cree que es mejor queregrese a Londres, pero yo discrepo.

Me desinflo, aliviada. No piensovolver a Londres si va a tener queocultarme y seguir entreteniendo a esasmujeres hasta que encuentre una salida.

Me abraza para infundirmeseguridad, como si supiese lo que estoypensando.

—No pienso ir a ninguna parte hastaestar seguro de que no corres ningúnpeligro.

¿Peligro?—¿Sabes quién me seguía?El breve y ensordecedor silencio

que se hace como resultado de mipregunta no apacigua mi creciente

inquietud. Miller se limita a observarmemientras la gravedad de nuestrasituación me atrapa entre sus terriblesgarras.

—¿Era Charlie?Asiente lentamente y el suelo se

hunde bajo mis pies.—Sabe que eres la razón por la que

quiero dejarlo.Debe de percibir mi pánico, porque

suelta el cepillo, me da la vuelta y meayuda a acomodarme sobre su regazo.Estoy encerrada en «lo que más legusta», pero hoy no hace que me sientamejor.

—Chist. —Intenta tranquilizarme envano—. Confía en mí. Yo me encargaré

de esto.—¿Qué otra opción tengo? —

pregunto. Esto no es una pregunta deselección múltiple. Aquí sólo hay unarespuesta.

No tengo elección.

5

Miller se ha pasado el resto del díaintentando animarme. Hemos subido alautobús turístico de techo descubiertoque recorre Nueva York. Ha sonreídoamablemente cuando he pasado del guíaturístico y he decidido darle mi propiaexplicación de las vistas. Ha escuchadocon interés lo que le he contado eincluso me ha hecho algunas preguntasque le he respondido al instante. Se hamostrado relajado cuando hemos bajadopara dar un paseo, y ha accedido de

buena gana cuando lo he arrastrado a untípico deli. El ritmo acelerado de laciudad me intimidaba un poco cuandollegamos, pero ya me estoyacostumbrando. He pedido rápido y hepagado aún más rápido. Después hemosdado un paseo y hemos comido por ahí,algo nuevo para Miller. Se sentía unpoco incómodo, pero no se ha quejado.Yo estaba encantada, pero he hechocomo si nada, como si nuestro día a díafuese siempre así.

El drama matutino y las horas deturismo me dejan físicamente incapaz demantenerme en pie para cuandovolvemos al ático. La idea deenfrentarme a doce tramos de escalones

casi termina conmigo y Miller, en lugarde enfrentarse a su temor a utilizar elascensor, me coge en brazos y transportami cuerpo exhausto por la escalera.Disfruto de la cercanía, como siempre.Gasto las últimas energías que mequedan para aferrarme a él. Puedosentirlo y olerlo, aunque mis ojospesados se niegan a permanecerabiertos. Su firmeza contra mi cuerpo ysu característico aroma me trasladan aun mundo onírico que supera al mejor demis sueños.

—Me encantaría meterme dentro deti en este mismo momento —murmura, y,al escuchar su timbre grave y sexual, mispárpados se abren mientras me deja

sobre la cama.—Vale —accedo rápidamente,

aunque adormilada.Me quita las Converse verdes de los

pies y las coloca ordenadamente a unlado. Sé que eso es lo que hace por eltiempo que tarda en seguirdesvistiéndome. Está en plan metódico,y también en plan venerador. Medesabrocha los shorts vaqueros y me losbaja por las piernas.

—Estás demasiado cansada, miniña.

Pliega los shorts y los coloca conmis zapatos. Ni siquiera soy capaz dereunir las fuerzas suficientes como paraprotestar, lo cual me indica que tiene

toda la razón. No estoy para nada enestos momentos.

Me alza un segundo para retirar lassábanas y me pone con cuidado sobre elcolchón.

—Levanta los brazos.Me regala su sonrisa descarada por

un instante y su rostro desaparece tras latela de mi camiseta. Sólo levanto losbrazos porque él los obliga a ascenderal quitarme la camiseta, y en cuanto melibera de mis bragas y mi sujetador, medejo caer boca arriba con un suspiro yme doy la vuelta para ponerme bocaabajo y acurrucarme. Siento el calor desu boca contra mi hombro durante unbuen rato.

—Llévame a tus sueños perfectos,Olivia Taylor.

Ni siquiera puedo asentir, ni puedoasegurarle verbalmente que lo haré. Elsueño me reclama y lo último que oigoes el familiar sonido de Millertarareando.

He tenido sueños dulces, y Milleraparecía en ellos en toda su perfecta yrelajada gloria. Abro los ojos, y laoscuridad me confunde inmediatamente.Tengo la sensación de haberme pasadoaños durmiendo. Me siento llena deenergía y preparada para comerme eldía… si es que es por la mañana. El

colchón se hunde detrás de mí y noto queMiller se aproxima. Quiero darle losbuenos días, pero creo que es un pocoprematuro. De modo que me doy lavuelta, me pego a Miller y hundo elrostro en el áspero vello de su garganta.Entonces inspiro y coloco la rodillaentre sus muslos.

Él se adapta a mi demanda deintimidad y deja que me mueva y meremueva hasta que estoy cómoda y mirespiración se torna relajada de nuevo.Hay un apacible silencio, hasta queMiller empieza a tararear The Power ofLove y me hace sonreír.

—Me tarareaste esto una de lasprimeras veces que estuvimos juntos.

Pego los labios contra el hueco quehay debajo de su nuez y chupobrevemente antes de deslizar la lenguahasta su barbilla.

—Es verdad —dice, y deja que lemordisquee el labio inferior—.Convertiste mi mundo perfecto en uncaos absoluto.

Evita que le dé mi opinión respectoa esa afirmación apartándose ycolocándome de lado antes de imitar minueva postura. Está oscuro, pero ahoraque mis ojos se han adaptado a lapenumbra puedo verle el rostro.

Y no me gusta lo que veo.Cavilación.Preocupación.

—¿Qué pasa? —pregunto, y mipulso empieza a acelerarse.

—Tengo que decirte algo.—¿El qué? —digo abruptamente.Me vuelvo, enciendo el interruptor

de la lámpara de la mesita y lahabitación se inunda con una tenue luz.Parpadeo ante el repentino asalto contramis ojos y después me vuelvo haciaMiller de nuevo. Está sentándose yparece inquieto.

—Dime —insisto.—Prométeme que me vas a escuchar.

—Coge mis manos entre las suyas y melas aprieta—. Prométeme que dejarásque termine antes de…

—¡Miller! ¡Dímelo ya! —El frío que

se instala en mí acelera mi pánico y mitemor.

Su rostro parece desfigurado dedolor.

—Es tu abuela.Me quedo sin aliento.—Dios mío. ¿Qué ha pasado? ¿Está

bien?Intento quitarme a Miller de encima

para ir a buscar mi teléfono, pero mesostiene en el sitio con firmeza.

—Has prometido que ibas a dejarmeterminar.

—¡Pero no sabía que se trataba de laabuela! —grito, y siento cómo meabandona la cordura. Creía que me iba agolpear con algún otro obstáculo, con un

fragmento de su historia o… No estoysegura de con qué, con cualquier otracosa que no fuera esto—. ¡Cuéntame quéha pasado!

—Ha sufrido un ataque al corazón.Mi mundo estalla en un millón de

fragmentos de devastación.—¡No! ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo

lo…?—¡Olivia, maldita sea, déjame

hablar! —me grita con tono seco perodelicado, y arquea las cejas pararespaldar su advertencia de quemantenga la calma.

¿Cómo voy a mantenerla? Me estáproporcionando la información concuentagotas. Abro la boca para espetarle

unos cuantos improperios conformeaumentan mi impaciencia y mipreocupación, pero levanta la mano parasilenciarme y por fin acepto que meenteraré antes si cierro la puta boca y leescucho.

—Está bien —empieza,acariciándome el dorso de la mano encírculos, pero nada conseguirá reducirmi preocupación. Ha enfermado y yo noestoy ahí para cuidar de ella. Siempre heestado para ella. Unas lágrimas deculpabilidad hacen que me ardan losojos—. Se encuentra en el hospital y laestán cuidando.

—¿Cuándo ha sido? —preguntoahogándome con un sollozo.

—Ayer por la mañana.—¡¿Ayer?! —grito desconcertada.—La encontró George. No quería

llamarte para que no te preocuparas, yno tenía mis datos de contacto. Esperó aque William pasase por la casa.Anderson le dijo que me lo transmitiría.

Siento lástima por el viejo George.Seguro que se sintió perdido ydesamparado.

—¿Cuándo llamó?—Anoche a última hora. Estabas

durmiendo.—¿Y no me despertaste? —Aparto

las manos y vuelvo a tumbarme, lejos deMiller y de su alcance.

—Necesitabas descansar, Olivia. —

Intenta volver a cogerme las manos,pero yo lo aparto con tenacidad y melevanto de la cama.

—¡Ya podría estar a medio caminode casa!

Me dirijo al armario, iracunda ypasmada de que no pensase que elataque al corazón de mi abuela fuesemotivo suficiente como para interrumpirmi descanso. Saco la bolsa de deportede un tirón y empiezo a meter todo loque puedo en ella. Muchas de las cosasque he comprado desde que llegamostendrán que quedarse aquí. Habíamosplaneado comprar maletas, pero todavíano lo hemos hecho. Ahora no tengotiempo de preocuparme por dejar atrás

cientos de dólares en ropa.Mi pánico frenético es interrumpido

cuando me quita la bolsa de las manos yla tira al suelo. No podré contener misemociones por mucho más tiempo.

—¡Eres un capullo! —le grito a lacara, y entonces procedo a darlepuñetazos en el hombro. Él no se mueveni me reprende por ello. Permanece fríoe impasible—. ¡Eres un capullo! ¡Uncapullo! ¡Un capullo! —Lo golpeo denuevo, y mi frustración aumenta ante sufalta de reacción—. ¡Deberías habermedespertado! —Ahora le pego con lospuños dos veces en el pecho. Heperdido el control de mis emociones yde mi cuerpo agitado. Sólo quiero

descargarme, y Miller es lo único quetengo al alcance—. ¿Por qué? —Medesmorono contra su pecho, exhausta yllena de dolor—. ¿Por qué no me lo hasdicho?

Sostiene mi cuerpo en pie, con unamano en mi nuca, estrechándome contraél, mientras con la otra me frota encírculos la zona lumbar paraconsolarme. Me hace callar y me besauna y otra vez la cabeza hasta que missollozos disminuyen y me quedolloriqueando sobre su hombro.

Me coge de las mejillas y sostienemi rostro desfigurado en sus manos.

—Lamento que sientas que te hetraicionado… —Hace una pausa, me

observa con cautela y estoy convencidade que lo hace porque sabe que no meva a gustar lo que va a decirme—. Nopodemos volver a Londres, Olivia. Noes seguro.

—¡Ni te atrevas, Miller! —Intentoreunir fuerzas, algo que le demuestre queesto no es negociable—. Llama aWilliam y dile que volvemos a casa.

Percibo su tormento. Se reflejaperfectamente en sus facciones tensas.

No logro hallar esas fuerzas.—¡Llévame a casa! —le ruego,

secándome las lágrimas que no paran decaer—. Por favor, llévame con miabuela.

Veo cómo el derrotismo invade su

rostro compasivo mientras asientelevemente. Sé que no está conforme. Noestá preparado para volver a casa. Sesiente acorralado.

6

Su palma en mi nuca ha sido unaconstante fuente de confort desde queabandonamos Nueva York: en elaeropuerto JFK, en el avión, enHeathrow… Ha aprovechado cadaoportunidad que le ha surgido paraconsolarme, cosa que necesitaba y quehe aceptado con gusto. Apenas he sidoconsciente del entorno que nos rodea. Nisiquiera me he agobiado cuando nos hanpedido los pasaportes. Bajo los suavesmasajes en mi nuca, mi mente sólo me ha

permitido pensar en la abuela.Hemos tenido tiempo de comprar

maletas. Demasiado tiempo. Le dije aMiller que fuese a comprarlas él mismo,pero no me hizo ningún caso. Teníarazón. Me habría estado arrastrando porlos suelos de la habitación y subiéndomepor las paredes por haberme quedadosola en la suite. Así que hemos ido acomprar juntos, y no he podido evitarapreciar sus intentos de distraerme. Meha pedido mi opinión respecto al color,tamaño y estilo de maleta quedeberíamos comprar, aunque, porsupuesto, mi respuesta no contaba paranada. Después de decirle que megustaba la roja de tela, he escuchado a

medias sus razones de por quédeberíamos comprar una Samsonite depiel de color grafito.

Una vez recogidas nuestras maletasde la cinta de llegada, y tras oír losresoplidos de fastidio de Miller al verunas cuantas rayas en la piel, salimospor la puerta de Llegadas y emergemosal fresco ambiente vespertino deHeathrow. Veo al chófer de Williamantes que Miller y me dirijo hacia elvehículo inmediatamente. Lo saludocortés con un gesto de la cabeza y memeto en el asiento de atrás. El hombre sereúne con Miller en la parte trasera delcoche para ayudarlo a guardar lasmaletas.

Después Miller viene conmigo a laparte de atrás y apoya la mano sobre mirodilla.

—A mi casa, Ted —le indica.Me inclino hacia adelante.—Gracias, Ted, pero ¿podrías

llevarme directamente al hospital? —pregunto, aunque mi tono indicaclaramente que no hay otra opción.

Miller me atraviesa con la mirada,pero no pienso enfrentarme a él.

—Olivia, acabas de salir de unvuelo de seis horas. La diferenciahorar…

—Voy a ir a ver a la abuela —digocon los dientes apretados, sabiendoperfectamente que mi cansancio no tiene

nada que ver con las protestas de Miller—. Si prefieres volver a casa, ya iré yopor mis propios medios.

Veo por el espejo cómo Ted me miraa mí y luego a la carretera. Son ojossonrientes. Ojos de cariño.

Miller expresa su frustraciónlanzando un suspiro largo y exagerado.

—Al hospital, por favor, Ted.—Sí, señor —dice éste asintiendo.

Él sabía que no era un asuntonegociable.

Cuando atravesamos los confines delaeropuerto, mi impaciencia seacrecienta conforme el chófer deWilliam sortea el tráfico en hora puntade la M25. Nos vemos obligados a

quedarnos parados en más de unaocasión, y cada vez tengo que refrenarmi impulso de salir del coche y hacercorriendo el resto del trayecto.

Cuando por fin Ted llega al hospitalya es de noche y me encuentro fuera demí. Salgo del vehículo antes incluso deque éste se detenga, y hago caso omisode los gritos de Miller a mis espaldas.Llego al mostrador de recepción casi sinaliento.

—Josephine Taylor —le digo entrejadeos a la recepcionista.

La mujer me mira algo alarmada.—¿Amiga o familiar?—Soy su nieta. —Me revuelvo con

impaciencia mientras teclea el nombre y

arruga la frente mirando la pantalla—.¿Hay algún problema?

—No aparece en nuestro sistema.No te preocupes, probaremos de otramanera. ¿Sabes su fecha de nacimiento?

—Sí, es… —Me detengo a mitad defrase cuando Miller reclama mi nuca yme aparta del mostrador.

—Llegarás antes a tu abuela si meescuchas, Olivia. Tengo los datos. Sé enqué sala está, el número de habitación ycómo llegar allí. —Su paciencia se estáagotando.

Permanezco en silencio mientras medirige por el interminable túnel blanco ymi inquietud aumenta a cada paso. Essobrecogedor, y nuestras pisadas

resuenan eternamente en el espaciovacío. Miller también guarda silencio, yme odio a mí misma por ser incapazfísica y mentalmente de aliviar suevidente preocupación por mí. Nadahará que me sienta mejor hasta que vea ala abuela vivita y coleando ylanzándome alguna pullita.

—Por aquí. —Gira la manoligeramente en mi cuello y me obliga avirar a la izquierda, donde un par depuertas se abren automáticamente yvemos un cartel que dice: BIENVENIDO ALA SALA CEDRO—. Habitación 3.

Me siento voluble y débil cuandoMiller me suelta y señala la segundapuerta a la izquierda. Avanzo con paso

vacilante y mi corazón se niega adisminuir sus constantes martilleos. Elcalor de la sala me golpea como unamaza y el olor a antiséptico invade minariz. Un suave empujoncito en laespalda me anima a agarrar el pomo dela puerta y, tras cargar mis pulmones deaire, giro el mango y entro en lahabitación.

Pero está vacía.La cama está perfectamente hecha y

todas las máquinas ordenadas en unrincón. No hay ninguna señal de vida.Me estoy mareando.

—¿Dónde está?Miller no responde. Pasa por mi

lado y se detiene de golpe para observar

la habitación vacía con sus propios ojos.Me quedo con la mirada perdida haciala cama. Todo a mi alrededor sedesenfoca, incluido mi oído, que apenasregistra las palabras de Millerinsistiendo en que es la habitacióncorrecta.

—¿Puedo ayudaros en algo? —pregunta una enfermera joven.

Miller se acerca.—¿Dónde está la mujer que ocupaba

esta habitación?—¿Josephine Taylor? —pregunta.Desvía la mirada hacia el suelo y no

sé si voy a poder soportar lo que va adecirme a continuación.

Se me forma un nudo en la garganta.

Me agarro al brazo de Miller y le clavolas uñas. Él responde apartándome consuavidad los dedos de su carne yestrechándome la mano antes dellevársela a la boca.

—¿Eres su nieta? ¿Olivia?Asiento, incapaz de hablar, pero

antes de que pueda responder oigo unarisa familiar en el pasillo.

—¡Es ella! —exclamo. Arranco mimano de la de Miller y casi derribo a laenfermera al pasar por su lado.

Sigo el sonido familiar, y unasvibraciones me invaden a cada zancada.Llego a una intersección y me detengocuando el sonido desaparece. Miro a laizquierda y veo cuatro camas, todas con

ancianos durmiendo.Ahí está otra vez.Esa risa.La risa de la abuela.Giro la cabeza a la derecha y veo

otras cuatro camas, todas ocupadas.Y ahí está ella, sentada en un sillón

al lado de su cama de hospital, viendo latelevisión. Está perfectamente peinada ylleva puesto su camisón de volantes. Medirijo hasta ella y disfruto de lamaravillosa visión hasta que llego a lospies de la cama. Aparta sus ojos azulzafiro de la pantalla y los fija en mí.Siento como si unas electrosondas medevolvieran a la vida.

—Mi niña querida. —Alarga la

mano para tocarme y mis ojos estallanen lágrimas.

—¡Dios mío, abuela! —Agarro lacortina que tiene retirada junto a sucama y casi me caigo con el malditotrasto.

—¡Olivia! —Miller atrapa micuerpo tambaleante y me estabilizasobre mis pies. Estoy atolondrada. Sondemasiadas emociones vividas en muypoco tiempo. Comprueba de un vistazoque estoy bien y después se asoma porencima de mi hombro—. ¡Joder, menosmal! —suspira, y todos sus músculos serelajan visiblemente.

Él también lo ha pensado. Creía quehabía muerto.

—¡Pero bueno! —ladra ella—.¿Cómo se os ocurre venir aquí a liarla ya decir palabrotas? ¡Vais a conseguirque me echen!

Se me salen los ojos de las órbitas yla sangre empieza a circular de nuevo.

—Claro, porque tú no la has liado losuficiente, ¿verdad? —le espeto.

Sonríe con picardía.—Que sepas que me he portado

como toda una señora.Oigo una risa burlona detrás de

nosotros y Miller y yo nos volvemoshacia la enfermera.

—Toda una señora —masculla, ymira a la abuela con las cejas tan altasque no sé dónde terminan éstas y

empieza su pelo.—He sido la alegría de este lugar —

responde mi abuela a la defensiva,atrayendo nuestra atención de nuevo.Señala hacia las otras tres camas,ocupadas por débiles ancianitos, todosdormidos—. ¡Tengo más vida que esostres juntos! No he venido aquí amorirme, eso os lo aseguro.

Sonrío y miro a Miller, que me miraa su vez con expresión divertida y losojos centelleantes.

—Un tesoro de oro de veinticuatroquilates.

Miller me ciega con una sonrisablanca y completa que casi me obliga aagarrarme a la cortina de nuevo.

—Lo sé. —Sonrío, y prácticamenteme lanzo sobre la cama hasta los brazosde mi abuela—. Creía que habías muerto—le digo, inspirando el aroma familiarde su detergente en polvo, incrustado enla tela del camisón.

—La muerte me parece mucho másatractiva que este lugar —gruñe, y ledoy un suave codazo—. ¡Huy! ¡Cuidadocon mis cables!

Sofoco un grito y me aparto alinstante, reprendiéndome mentalmentepor ser tan descuidada. Puede que semuestre tan deslenguada como siempre,pero está aquí por algo. Observo cómotira de un cable que tiene en el brazo yfarfulla entre dientes.

—La hora de visita era hasta lasocho —interviene la enfermera, y rodeala cama para atender a la abuela—.Pueden volver mañana.

Se me cae el alma a los pies.—Pero es que…Miller me coloca la mano en el

brazo, interrumpe mi protesta y mira a laenfermera.

—¿Le importaría? —Señala con lamano lejos de la cama y yo observo,divertida, cómo la enfermera sonríetímidamente y se aleja, girando laesquina tras las cortinas.

Enarco las cejas, pero Miller selimita a encoger sus hombros perfectos ysigue a la enfermera. Puede que esté

cansado, pero continúa siendo algodigno de contemplar. Y acaba deconseguirme un poco más de tiempo, asíque no me importa en absoluto si laenfermera babea un poco mientras leinforma sobre el estado de mi abuela.

Siento que unos ojos me observan,de modo que aparto la mirada de Millery la dirijo a mi deslenguada abuela. Denuevo tiene cara de pilla.

—Ese culito parece aún másdelicioso con esos vaqueros.

Pongo los ojos en blanco y me sientoen la cama delante de ella.

—Creía que te gustaba que unhombre joven se arreglase.

—Miller estaría guapo hasta con un

saco de patatas. —Sonríe, me coge de lamano y me la aprieta con la suya. Espara reconfortarme, lo cual es absurdoteniendo en cuenta quién es la enfermaaquí, pero también hace que me pregunteal instante qué sabe mi abuela—. ¿Cómoestás, cariño?

—Bien. —No sé qué más decir oqué debería decirle. Tiene que saberlo,está claro, pero… ¿de verdad tiene quesaberlo? He de hablar con William.

—Hmmm… —Me mira consuspicacia y yo me revuelvo incómodaen la cama, evitando su mirada.

Tengo que cambiar el curso de laconversación.

—¿No preferías la habitación

privada?—¡No empieces! —Me suelta la

mano, se recuesta de nuevo en su sillón,coge el mando y lo dirige hacia eltelevisor. La pantalla se apaga—. ¡Meestaba volviendo loca en esa habitación!

Miro hacia las otras camas con unaleve sonrisa y pienso que probablementela abuela esté volviendo locos a estospobres ancianos. La enfermera desdeluego tenía cara de estar hasta lasnarices.

—¿Cómo te encuentras? —pregunto.Me vuelvo de nuevo hacia ella y laencuentro toqueteándose los cables denuevo—. ¡Déjalos estar!

Golpea con las palmas de las manos

los brazos del sofá, enfurruñada.—¡Estoy aburrida! —exclama—. La

comida es un asco, y me obligan a hacerpipí en un orinal.

Me echo a reír, consciente de que supreciada dignidad se está viendogravemente comprometida y está claroque no le hace ninguna gracia.

—Haz lo que te digan —le advierto—. Si estás aquí, es por algo.

—Por una pequeña taquicardia, esoes todo.

—¡Haces que suene como sihubieses tenido una cita! —Me río.

—¿Qué tal por Nueva York?Mi risa desaparece al instante, y

vuelvo a mostrarme incómoda y

nerviosa mientras pienso qué decirle.No se me ocurre nada.

—Te he preguntado qué tal porNueva York, Olivia —dice con vozdulce. Me decido a mirarla, y veo que surostro imita su tono—. No por quétuvisteis que iros allí.

Debo de tener los labios blancos dela fuerza con la que los estoy apretandoen un intento de evitar que misemociones se desborden con un sollozo.Cuánto quiero a esta mujer…

—Te he echado mucho de menos —digo con voz entrecortada, y dejo queme estreche en un abrazo cuando alargalos brazos hacia mí.

—Cariño, yo también te he echado

mucho de menos. —Suspira y mesostiene contra su cuerpo rechoncho—.Aunque he estado ocupada dando decomer a tres hombres corpulentos.

Arrugo la frente contra su pecho.—¿Tres?—Sí. —La abuela me libera y me

aparta el pelo rubio de la cara—.George, Gregory y William.

—Aaah —exclamo, y empiezo aimaginarme a los tres reunidosalrededor de la mesa de mi abuela ydisfrutando de abundantes guisos. Quéacogedor—. ¿Has dado de comer aWilliam?

—Sí. —Menea su mano arrugadacon un gesto de absoluta indiferencia—.

He cuidado de todos ellos.A pesar de mi creciente

preocupación ante la noticia de que laabuela y William han estado haciéndosebuena compañía, sonrío. Aunque lamente delirante de mi abuela piensa quees ella la que ha estado cuidando detodos ellos, sé que no es así. Williamdijo que la vigilaría, pero incluso si élno hubiese estado, sé que George yGregory habrían hecho un buen trabajo.Entonces recuerdo dónde estamos y misonrisa desaparece: es un hospital. Laabuela ha sufrido un ataque al corazón.

—Se acabó el tiempo. —La vozsuave de Miller atrae mi atención, yobservo cómo la expresión relajada y

encantadora de sus ojos se torna enpreocupación.

Me lanza una mirada interroganteque decido pasar por alto y sacudo lacabeza suavemente mientras me pongode pie.

—Nos echan —digo, y me inclinopara abrazar a la abuela.

Ella me abraza con fuerza y consigueque me sienta menos culpable. Sabe queestoy fatal.

—Sacadme a hurtadillas de aquí.—No seas tonta. —Me quedo donde

estoy, rodeada por la abuela, hasta quees ella la que interrumpe nuestro abrazo—. Por favor, pórtate bien con losmédicos.

—Sí —interviene Miller. Se acercay se arrodilla a mi lado para colocarse ala altura de la abuela—. He echado demenos el solomillo Wellington, y sé quenadie lo prepara como usted, Josephine.

La abuela se derrite en su sillón, y lafelicidad me invade. Posa la mano sobrela hirsuta mejilla de Miller y seaproxima a él hasta estar casi nariz connariz. Él no se aparta. De hecho, recibecon gusto su gesto tierno, y coloca lamano sobre la de ella mientras loacaricia.

Observo maravillada cómocomparten un momento privado en estasala abierta y todo a su alrededor pareceinsignificante mientras se transmiten un

millón de palabras con la mirada.—Gracias por cuidar de mi niña —

susurra la abuela, en una voz tan bajaque apenas la oigo.

Me muerdo el labio de nuevomientras Miller le coge la mano, se lalleva a la boca y besa su dorso conternura.

—Hasta que no me quede aire en lospulmones, señora Taylor.

7

Me acomodo en la parte trasera delcoche de William y noto como si alguienme hubiese quitado un enorme peso deencima. Un millón de cargas distintasdeberían seguir aplastándome bajo supresión, pero no puedo sentir nada másque la alegría de haber visto con mispropios ojos que la abuela está bien.

—A mi casa, por favor, Ted —diceMiller, y extiende el brazo en midirección—. Ven aquí.

Hago como que no lo veo.

—Quiero ir a casa.Ted arranca el coche y veo por el

espejo retrovisor esa sonrisa afable ensus facciones duras pero amigables. Lomiro con suspicacia brevemente a pesarde que ya no me está mirando y mevuelvo hacia Miller, que me observa,pensativo, con la mano todavía en elaire.

—El instinto me dice que cuandodices «casa» no te refieres a la mía.

Deja caer la mano sobre el asiento.—Tu casa no es mi hogar, Miller.Mi hogar es la tradicional casa

adosada de la abuela, llena de trastos ycon ese olor tan familiar y reconfortante.Y necesito estar rodeada de las cosas

típicas de mi abuela en estos momentos.Miller golpetea el asiento de piel y

me observa detenidamente. Me aparto unpoco en mi asiento, recelosa.

—Quiero pedirte algo —murmuraantes de volverse para reclamar mimano, donde llevo mi nuevo anillo dediamantes, al que le doy vueltas sinparar.

—¿El qué? —pregunto lentamente.Algo me dice que no va a pedirme quenunca deje de amarlo. Sabe cómo voy aresponder esa petición, y su mandíbula,ligeramente tensa, me indica que teme larespuesta que vaya a darle.

También empieza a juguetear con midiamante, cavilando mientras observa

cómo sus dedos toquetean la joyamientras yo le doy vueltas a la cabeza yme preparo para que exprese su deseo.Pasa un rato largo e incómodo antes deque inspire hondo, sus ojos azulesasciendan perezosamente por mi cuerpoy esos pozos sin fondo, cargados deemoción, se claven en los míos. Me dejasin aliento… y me hace comprender alinstante que lo que está a punto depedirme significa mucho para él.

—Quiero que mi casa también sea tuhogar.

Me quedo boquiabierta, con la menteen blanco. No me viene ninguna palabraa la cabeza. Excepto una.

—No —espeto al instante sin

pararme a pensar en cómo expresar minegativa de un modo algo másconsiderado. Me encojo al ver la claradecepción en su rostro perfecto—. Esque… —Mi maldito cerebro noconsigue cargar mi boca con nada quehaga que me redima, y me sientotremendamente culpable por ser lacausante de su dolor.

—No vas a quedarte sola.—Necesito estar en mi casa.Bajo la vista porque no soy capaz de

enfrentarme a la súplica reflejada en suintensa mirada. No protesta. Se limita asuspirar y a apretar mi pequeña mano enla suya.

—A casa de Livy, por favor, Ted —

le ordena con voz tranquila, y se quedaen silencio.

Levanto los ojos y veo que estámirando por la ventana. Estámeditabundo.

—Gracias —susurro. Me aproximoa él y me acurruco a su lado. Esta vez nome ayuda a acomodarme y mantiene lamirada fija a través de la ventana,viendo pasar el mundo exterior.

—No me las des nunca —respondecon voz pausada.

—Cierra con llave —dice Miller, yatrapa mis mejillas con las manos.Inspecciona mi rostro con expresión de

preocupación mientras nos despedimosen la puerta—. No le abras a nadie.Volveré en cuanto haya recogido algo deropa limpia.

Arrugo la frente.—¿Debería esperar visitas?La preocupación desaparece al

instante, sustituida por la exasperación.Después de nuestro intercambio depalabras en el coche sabía que habíaganado, pero no imaginaba que Milleraceptase quedarse aquí. Quiero que lohaga, por supuesto, pero no pretendíaponer a prueba su ya escasa paciencia.Ya lo he hecho insistiendo en que queríaestar aquí y enseguida. No estabapreparada para ir hasta la otra punta de

la ciudad para que Miller pudiese echarun vistazo a su apartamento y recogeralgo de ropa limpia. Le habría dado laoportunidad de encerrarme allí, y no mecabe duda de que lo habría hecho. Perono soy tan ingenua como para creermeque Miller se queda en mi casa porquele preocupa mi inquietud con respecto ami abuela.

—No seas tan insolente, Olivia.—Te encanta que sea insolente. —Le

aparto las manos de mis mejillas y se lasdevuelvo—. Voy a darme una ducha. —Me pongo de puntillas y le doy un besoen la mandíbula—. Date prisa.

—Lo haré —contesta.Me aparto y soy muy consciente de

que está agotado. Parece exhausto.—Te quiero.Retrocedo hasta que estoy en el

recibidor y cojo el pomo de la puerta.Una sonrisa forzada curva sus

labios. Se mete las manos en losbolsillos de los vaqueros y empieza aretroceder por el camino.

—Cierra con llave —repite.Asiento, cierro lentamente la puerta,

corro todos los pestillos y paso lacadena de seguridad. Sé que no semarchará hasta que oiga que los hecerrado todos. Después me pasodemasiado tiempo mirando por el largopasillo que da a la cocina esperando oírel familiar y reconfortante sonido de mi

abuela trajinando en ella. Tras quedarmeahí parada durante una eternidad, por finconvenzo a mi cuerpo cansado para queme lleve hacia la escalera.

Pero me detengo de repente cuandooigo un golpe en la puerta. Extrañada,me dirijo hacia allí y me dispongo adescorrer los cerrojos, pero algo me loimpide: la voz de Miller diciéndomeque no le abra a nadie. Tomo aire parapreguntar quién es, pero me detengo.¿Será mi instinto?

Me alejo en silencio de la puerta,entro en el salón y me acerco a laventana. Todos mis sentidos están enalerta máxima. Me siento inquieta,nerviosa, y doy un brinco enorme

cuando oigo golpes otra vez.—¡Joder! —exclamo,

probablemente demasiado alto. Micorazón late a gran velocidad en mipecho mientras me acerco de puntillashacia la ventana y me asomo por lacortina.

De repente aparece un rostro delantede mí.

—¡Joder! —chillo, y me apartocorriendo de la ventana. Me agarro elpecho. Apenas puedo respirar del susto.Mis ojos y mi mente intentan registrar unrostro que reconozco—. ¿Ted? —Arrugoel rostro con confusión.

El hombre sonríe afablemente y haceun gesto con la cabeza hacia la puerta

antes de desaparecer de mi vista. Pongolos ojos en blanco y trago saliva en unintento de evitar que el corazón se mesalga por la boca.

—Me va a dar algo —mascullo, yme dirijo a la puerta. Estoy convencidade que ha estado aquí desde que Millerse ha marchado, haciendo guardia.

Descorro los cerrojos y abro lapuerta. Un cuerpo entra disparado en midirección y apenas logro apartarme atiempo.

—¡Mierda! —grito pegándomecontra la pared del recibidor. Mi pobrecorazón todavía no se ha recuperado dela impresión de ver el rostro de Ted enla ventana.

Miller pasa por mi lado con sumaleta y la deja a los pies de laescalera.

—¿Estaba Ted haciendo guardia? —pregunto esperando una confirmación.¿Esto es lo que me espera? ¿Tener mipropio guardaespaldas?

—¿De verdad creías que iba adejarte sola? —Miller pasa por mi ladode nuevo y giro la cabeza para seguirlohasta que veo cómo se aleja hasta llegara Ted, que está cerrando el maletero delLexus—. Gracias.

Le entrega sus llaves y le da lamano.

—Un placer. —Ted sonríe, leestrecha la mano y mira en mi dirección

—. Buenas noches, señorita Taylor.—Buenas noches —mascullo, y veo

cómo Miller se vuelve y regresa por elcamino del jardín.

Ted se acomoda en el asiento delconductor y desaparece en un santiamén.Entonces el mundo desaparece cuandoMiller cierra la puerta y corre lospestillos.

—Necesitamos aumentar laseguridad —gruñe. Se vuelve y adviertemi cara de pasmo—. ¿Estás bien?

Parpadeo sin parar. Mi mirada va dela puerta a él repetidas veces.

—Hay dos cerraduras, unacilíndrica, una de embutir y una cadena.

—Y aun así yo conseguí entrar —

dice recordándome las ocasiones en lasque se coló en mi casa para obtener loque más le gusta.

—Porque he mirado por la ventana,he visto a Ted y he abierto la puerta —respondo.

Sonríe en reconocimiento a miinsolencia, pero no responde.

—Necesito una ducha.—Me encantaría ducharme contigo

—susurra con voz grave y animalaproximándose a mí. Dejo caer losbrazos y siento que se me calienta lasangre. Da otro paso hacia adelante—.Me encantaría posar las manos sobre tushombros húmedos y masajear cadacentímetro de tu cuerpo hasta que en tu

preciosa cabecita sólo haya sitio paramí.

Ya lo ha conseguido, y ni siquierame ha tocado todavía, pero asiento detodos modos y me quedo callada hastaque lo tengo delante de mí y me levantaen brazos. Lo envuelvo con los brazos yhundo el rostro en su cuello. Sube laescalera, llega hasta el baño y me bajaal suelo. Sonrío, me inclino para abrir elagua y empiezo a desnudarme.

—No hay mucho espacio —digo, yvoy metiendo la ropa en el cubo de lacolada, prenda a prenda, hasta que estoycompletamente desnuda.

Asiente ligeramente, se coge eldobladillo de la camiseta y se la saca

por la cabeza. Los músculos de suestómago y de su vientre se contraen yse relajan como resultado delmovimiento y soy incapaz de apartar lamirada de su torso. Mis ojos cansadosparpadean unas pocas veces ydescienden hasta sus piernas cuando sedespoja de sus vaqueros. Suspiroensoñadoramente.

—Tierra llamando a Olivia.La suavidad de su tono atrae mi

mirada hacia la suya. Sonrío y meaproximo a él para colocar la mano enel centro de su pecho. Después de un díamental y físicamente agotador, sólonecesito sentirlo y sentir el reconfortanteplacer de tocarlo.

Deja que recorra su pecho con lamano y mis ojos siguen el camino quetraza. Mientras, Miller me observa.Noto cómo sus manos se posan en micintura con suavidad, con cuidado de nointerrumpir mis movimientoscontrolados. Mi mano asciende hasta sushombros, hasta su cuello y por su oscuramandíbula hasta llegar a sus hipnóticoslabios. Los separa despacio y deslizo eldedo entre ellos. Ladeo un poco lacabeza con una diminuta sonrisa cuandoveo que lo muerde ligeramente.

Entonces nuestras miradas seencuentran e intercambiamos un millónde palabras sin hablar. Amor.Adoración. Pasión. Deseo. Ansia.

Necesidad…Libero mi dedo y ambos nos

aproximamos el uno al otro lentamente.Y todas esas cosas se intensifican

cuando nuestras bocas se unen. Cierrolos ojos y deslizo las manos hasta sucintura. Él me agarra del cuello y mesostiene así mientras venera mi bocadurante una eternidad y me traslada a unlugar en el que sólo existimos Miller yyo; un lugar que ha creado para mí, paraque huya a él. Un lugar seguro. Un lugartranquilo. Un lugar perfecto.

Me sostiene con fuerza, comosiempre, y el poder que transpira essobrecogedor, pero su ternura constanteelimina cualquier posible temor. No

cabe ninguna duda de que es siempreMiller quien dirige las cosas. Es élquien domina mi cuerpo y mi corazón.Sabe lo que necesito y cuándo lonecesito, y lo demuestra en cada aspectode nuestra relación, no sólo en losmomentos en que me está venerando.Como hoy, cuando he necesitado ir alhospital inmediatamente. O comocuando he necesitado venir a casa ysumergirme en la persistente presenciade la abuela. Como cuando henecesitado que saliese de su mundoperfecto y estuviese aquí conmigo.

Nuestro beso se ralentiza, peroMiller sigue agarrándome con fuerza.Después de mordisquearme el labio

inferior, la nariz y la mejilla, se aparta ymis ojos, divididos, se enfrentan a sutípico dilema. No saben en quécentrarse, y mi mirada oscila repetidasveces entre sus cegadoras esferas azulesy su boca hipnótica.

—Vamos a darte una ducha, mi niñapreciosa.

Pasamos una media hora de dichabajo el agua caliente. El reducidoespacio hace que sea una ducha muyíntima, aunque no esperaba menos. Seríaasí aunque tuviésemos hectáreas deespacio. Con las manos apoyadas sobrelas baldosas de la pared, agacho lacabeza y mis ojos observan cómo elagua espumosa desaparece por el

sumidero mientras las manos suaves yenjabonadas de Miller masajean todoslos músculos cansados de mi cuerpo,provocándome una sensación divina. Mepone el champú y me aplica elacondicionador hasta las puntas.Permanezco quieta y callada todo eltiempo, y sólo me muevo cuando mecoloca en la postura que más cómoda leresulta para llevar a cabo su tarea.Después de besar con delicadeza cadamilímetro de mi rostro mojado, meayuda a salir de la bañera y me secaantes de guiarme a mi dormitorio.

—¿Tienes hambre? —preguntamientras me pasa el cepillo por el pelohúmedo.

Sacudo la cabeza y decido pasar poralto la ligera vacilación de susmovimientos detrás de mí, pero noinsiste. Me tumba en la cama y se colocadetrás hasta que nuestros cuerposdesnudos están fuertemente entrelazadosy sus labios empiezan a danzarperezosamente por mis hombros. Elsueño no tarda en apoderarse de mí,asistido por el leve arrullo de Miller ypor el calor de su cuerpo pegado porcompleto a mi espalda.

8

Un alboroto me arranca de mis sueños yme hace descender la escalera a unavelocidad absurda. Aterrizo en lacocina, aún medio dormida, desnuda ycon la visión ligeramente borrosa.Parpadeo varias veces para aclararme lavista hasta que veo a Miller, que tiene eltorso al aire y una caja de cereales en lamano.

—¿Qué pasa? —pregunta, y sus ojospreocupados inspeccionan mi cuerpodesnudo.

La realidad golpea de nuevo micerebro despierto, una realidad en laque no es la abuela quien trajina en lacocina feliz y contenta; es Miller, queparece incómodo y fuera de lugar. Unatremenda culpabilidad me consume porsentirme decepcionada.

—Me has asustado —es todo lo quese me ocurre decir y de repente, muyalerta, me doy cuenta de que estoydesnuda y empiezo a retroceder por lacocina. Señalo por encima de mihombro—. Voy a ponerme algo de ropa.

—Vale —asiente, y observa condetenimiento cómo desaparezco por elpasillo.

Suspiro con pesar mientras subo la

escalera y me pongo unas bragas y unacamiseta con desgana. De nuevo abajo,me encuentro la mesa preparada con eldesayuno, y Miller parece aún más fuerade lugar, sentado con su teléfono en laoreja. Me indica que me siente y lo hagodespacio mientras él prosigue con sullamada.

—Llegaré hacia la hora de comer —dice con voz cortada y al grano antes decolgar y dejar el móvil.

Me mira desde el otro lado de lamesa y, tras unos segundosobservándolo, veo que se estátransformando en ese hombre sinemociones que repele a todo el mundo.Estamos otra vez en Londres. Lo único

que le falta es el traje.—¿Quién era? —pregunto mientras

cojo la humeante tetera colocada en elcentro de la mesa y me sirvo una taza deté.

—Tony. —Su respuesta es corta yseca, como el tono que estaba usandohace un momento.

Dejo la pesada tetera a mi derecha,me añado leche y remuevo la mezcla.Entonces observo con asombro cómoMiller se inclina sobre la mesa, coge latetera y la coloca de nuevo en el centroexacto de la mesa, y la gira ligeramente.

Suspiro, bebo un sorbo de té y meencojo enseguida al percibir su sabor.Me lo trago como puedo y dejo la taza

sobre la mesa.—¿Cuántas bolsas has metido?Arruga la frente y mira hacia la

tetera.—Dos.—Pues no lo parece. —Sabe a leche

caliente. Me acerco, quito la tapa y measomo dentro—. Aquí no hay ninguna.

—Las he sacado.—¿Por qué?—Porque si no bloquearían la boca.Sonrío.—Miller, un millón de teteras en

Inglaterra tienen bolsas de té dentro ylas bocas nunca se bloquean.

Pone los ojos en blanco, se apoya denuevo en el respaldo de su silla y se

cruza de brazos sobre su pecho desnudo.—He sido intuitivo…—Miller Hart —lo interrumpo

conteniendo una sonrisa de petulancia—. Nunca pasa.

Su expresión cansada no hace sinoalimentar mi diversión. Sé que estádisfrutando de mi jocosidad, aunque seniegue a seguirme el juego.

—Me atrevería a sugerir que estásinsinuando que mis habilidades parapreparar el té dejan mucho que desear.

—Intuyes bien.—Eso pensaba —masculla. Coge el

teléfono de la mesa y pulsa unos cuantosbotones—. Sólo intentaba que tesintieras como en tu casa.

—Estoy en mi casa. —Me encojo alver que me mira con expresión herida.No pretendía decir lo que ha parecido—. Yo…

Miller se lleva el teléfono a la oreja.—Prepara mi coche para las nueve

—ordena.—Miller, no quería…—Y asegúrate de que esté impoluto

—continúa, pasando por completo demis intentos de explicarme.

—Me has interpretado…—Y eso incluye el maletero.Cojo mi taza sólo para poder dejarla

de golpe contra la mesa de nuevo. Y lohago. Con fuerza.

—¡Deja de ser tan infantil!

Se encoge en su silla y corta lallamada.

—¿Disculpa?Me río un poco.—No empieces, Miller. No

pretendía ofenderte.Apoya los antebrazos sobre la mesa

y se inclina hacia mí.—¿Por qué no te vienes conmigo?Miro sus ojos suplicantes y suspiro.—Porque necesito estar aquí —

contesto, y al ver que no lo entiende,prosigo, con la esperanza de que lo haga—. Necesito que todo esté preparadopara cuando vuelva a casa. Necesitoestar aquí para cuidar de ella.

—Pues que se venga a vivir con

nosotros —responde inmediatamente.Habla en serio, y me quedo perpleja.

¿Está preparado para exponerse a laposibilidad de que haya otra persona,aparte de mí, que destroce la perfecciónde su hogar? La abuela acabaríavolviendo loco a Miller. Por muyenferma que esté, sé que intentaríahacerse con el control de la casa. Seríauna anarquía, y Miller no lo soportaría.

—Créeme —le digo—. No sabes loque estás diciendo.

—Sí lo sé —responde, y se meborra la sonrisa de la cara—. Sé lo queestás pensando.

—¿El qué? —Me encanta queconfirme mis pensamientos; si lo hace,

será como una especie de admisión.—Ya sabes qué. —Me mira con ojos

de advertencia—. Me sentiría mejor site quedases en mi casa. Es más seguro.

Reúno toda la paciencia que mequeda para no mostrar mi exasperación.Debería haberlo imaginado. Me niego atener todo el día a alguienprotegiéndome. Conocer a Miller Hart yenamorarme de él puede que me hayadado libertad, que me haya despertado yhaya avivado en mí el deseo de vivir yde sentir, pero también soy conscientede que mi renovada libertad podríaconllevar ciertas limitaciones. Nopienso dejar que eso suceda.

—Me quedo aquí —respondo con

absoluta determinación, y el cuerpo deMiller se desinfla en su silla.

—Como desees —exhala cerrandolos ojos y con la vista al cielo—.Insolente.

Sonrío. Me encanta ver a Miller tanexasperado, pero su rápida aceptaciónme encanta todavía más.

—¿Qué vas a hacer hoy?Baja la cabeza y me mira con un ojo

entrecerrado con suspicacia.—No vas a acompañarme, ¿verdad?Mi sonrisa se intensifica.—No. Voy a ir a ver a mi abuela.—Puedes venir al Ice conmigo

primero.—No.

Sacudo la cabeza lentamente.Imagino que Cassie estará allí y no meapetece aguantar sus caras de desdén nisus palabras, capaces de hacerme polvo.Tengo mejores cosas que hacer quemeterme en un campo de batalla, y nopienso retrasarme ni un segundo en ir aver a la abuela.

Se inclina hacia adelante, con lamandíbula temblorosa.

—Estás agotando mi paciencia,Olivia. Has de venir, y vas a aceptar.

¿Ah, sí? Sé que está intentandoimponer sus reglas, pero con susmaneras arrogantes lo único queconsigue es despertar mi insolencia enlugar de obligarme a ser razonable.

Apoyo las manos en la mesa y me muevorápido, haciendo que Miller retrocedaen su silla.

—¡Si quieres conservarme como unaposesión, tendrás que dejar decomportarte como un capullo! No soy unobjeto, Miller. Que aprecies tusposesiones no significa que puedasmangonearme. —Me pongo de pie y susilla chirría hacia atrás al arrastrarsecontra el suelo—. Voy a ducharme.

Mis pies se apresuran a alejarme dela creciente furia que emana de Millercomo resultado de mi insubordinación.No podía dejarlo estar, y no puedocontentarlo en todo.

Me tomo mi tiempo para ducharme yvestirme y me sorprendo al volver alpiso de abajo y ver que Miller se hamarchado. Pero no me sorprendo tantoal ver que la cocina huele como sihubiese sufrido el ataque de un sprayantibacteriano y reluce como siestuviese cubierta de purpurina. No voya quejarme, porque eso significa que asípuedo irme al hospital sin demora. Cojomi bolso, abro la puerta y salgocorriendo mientras busco mis llaves enmi bandolera.

—¡Huy! —grito al chocar de golpecontra un pecho y rebotar hacia atrás.Aterrizo contra el marco de la puerta y

me doy en el omóplato—. ¡Joder! —Mellevo la mano a la espalda y me la frotopara aliviar el dolor del golpe.

—¿Tienes prisa? —Unos dedosfuertes me agarran del antebrazo y mesostienen en el sitio.

Mi mirada furiosa recorre una figuratrajeada y sé lo que me voy a encontraren cuanto pase del cuello. Y no meequivoco: William. El antiguo chulo demi madre y mi autoproclamado ángel dela guarda.

—Sí, así que si me disculpas…Hago ademán de esquivarlo, pero se

mueve conmigo y me bloquea el paso.Mordiéndome la lengua y respirandohondo para calmarme, enderezo los

hombros y levanto la barbilla. Noparece nada intimidado, cosa que mesienta fatal. Me cuesta mostrarmeinsolente todo el tiempo. Es agotador.

—Al coche, Olivia. —Su tono mesaca de quicio, pero sé que negarme nome llevará a ninguna parte.

—Te ha pedido él que vengas,¿verdad? ¡No me lo puedo creer! ¡Serácapullo!

—No voy a negarlo. —Williamconfirma mis pensamientos y señala elcoche de nuevo, donde Ted aguarda conla puerta abierta y con esa sonrisaperpetua en su rostro duro peroamigable.

Le devuelvo la sonrisa y me pongo

furiosa de nuevo cuando me vuelvo otravez hacia William.

—¡Como me comas la cabeza haréuna estupidez!

—¿Una estupidez? ¿Comomarcharte? —William se ríe—.«Capullo», «comer la cabeza», ¿quéviene después?

—Una patada en tu puto culo —leespeto, y paso delante de él paradirigirme al coche—. No sé si Miller ytú os habréis dado cuenta, ¡pero soy unapersona adulta!

—Señorita Taylor. —Ted me saluda,y todo mi enfado se desvanece en uninstante mientras entro en la partetrasera del coche.

—Hola, Ted —digo alegremente, yhago como que no veo la cara deincredulidad que William le lanza a suchófer. Éste se encoge de hombros y lequita importancia al asunto.

No podría enfadarme con este tipotan simpático ni aunque quisiera. Tieneun aura de calma que parececontagiárseme. Y eso que conduce comoun loco.

Me apoyo en el respaldo del asientoy espero a que William se siente al otrolado mientras giro mi anillo y miro porla ventana.

—Había pensado ir a visitar aJosephine esta mañana de todos modos—dice.

Hago como que no lo oigo y saco mimóvil del bolso para mandarle unmensaje a Miller.

Estoy cabreada contigo.

No necesito explicar nada. Sabe queWilliam es la última persona a la quequiero ver. Le doy a «Enviar» y medispongo a guardar el móvil, peroWilliam me agarra la mano. Cuandolevanto la vista veo que tiene el ceñofruncido.

—¿Qué es esto? —pregunta pasandoel dedo por mi anillo de diamantes.

Todos mis mecanismos de defensa seactivan.

—Sólo es un anillo.Esto promete. Aparto la mano, y me

cabreo cuando lo escondo por instintode sus ojos fisgones. No quieroesconderlo. De nadie.

—¿En el dedo izquierdo?—Sí —le ladro, consciente de que

me estoy pasando de la raya. Lo estoyliando cuando podría perfectamentedecirle algo para que deje de darlevueltas a la cabeza. No piensoexplicarle nada. Por mí puede pensar loque le dé la gana.

—¿Vas a casarte con él? —insisteWilliam. Su tono se está volviendoimpaciente ante mi continua falta derespeto. Soy una chica valiente, pero

también estoy furiosa. La idea de huir deLondres de nuevo cada vez se vuelvemás tentadora, sólo que esta vez piensosecuestrar a la abuela del hospital yllevármela conmigo.

Sigo sin decir nada y miro miteléfono cuando me avisa de la llegadade un mensaje.

¿Qué he hecho yo para que estéscabreada, mi niña?

Me mofo y vuelvo a meter miteléfono en mi bandolera. No estoydispuesta a cabrearme más todavíarespondiendo a su ignorancia. Sóloquiero ver a la abuela.

—Olivia Taylor —suspira William,y la sorna empieza a diluir su enfado—.Nunca dejas de decepcionarme.

—¿Y eso qué significa? —Mevuelvo para mirarlo y veo una afablesonrisa en su rostro atractivo. Séperfectamente lo que quiere decir, y loha dicho para conseguir una reacciónpor mi parte. Para sacarme de mifuribundo silencio. Lo ha conseguido.Ahora sigo furibunda, pero estoy muylejos de estar callada—. Ted, ¿puedesparar, por favor?

William sacude la cabeza y no semolesta en expresar su contraorden alchófer. No es necesario. Está claro queTed no tiene las mismas agallas que

yo… o, seguramente, muestra másrespeto ante William Anderson. Miro alespejo y veo esa sonrisa de nuevo en surostro. Parece que la tenga de manerapermanente.

—¿Por qué está siempre tan alegre?—pregunto volviéndome hacia William,con auténtico interés.

Me está observando detenidamente,y sus dedos tamborilean la puerta sobrela que descansa su brazo.

—Es posible que le recuerdes aalguien —dice en voz baja, casicautelosa, y yo retrocedo en mi asientoal asimilar a qué se refiere. ¿Tedconocía a mi madre?

Frunzo los labios y me pongo a

pensar. ¿Debería preguntar? Abro laboca para hablar, pero la cierro alinstante. ¿Querría verla si resulta queestá viva? Mi respuesta me viene a lacabeza rápidamente sin apenasrazonarla. Y no la cuestiono.

No, no querría.

En el hospital hace un calor sofocante,pero continúo avanzando a paso ligeropor el pasillo, ansiosa por llegar hastala abuela. William camina con pasofirme a mi lado, y sus largas piernasparecen seguirme el ritmo fácilmente.

—Tu amigo —dice de repente, yhace que mis pasos vacilen por un

momento. Mi mente también vacila. Nosé por qué. Sé de quién está hablando—.Gregory —aclara, por si no sé a quiénse está refiriendo.

Acelero el ritmo de nuevo ymantengo la vista al frente.

—¿Qué pasa con él?—Es un buen chaval.Frunzo el ceño ante su observación.

Gregory es muy buen chico, pero intuyoque William no pretende limitarse aelogiarlo.

—Sí, es muy buen «chaval».—Ambicioso, inteligente…—¡Un momento! —Me detengo y lo

miro con incredulidad. Después me echoa reír de manera incontrolada. Me

desternillo. Este hombre trajeado ydistinguido se queda sin habla y con losojos como platos cuando me caigo alsuelo del pasillo del hospital muerta derisa—. ¡Joder! —me río, y miro aWilliam mientras me seco unas lágrimasque han escapado de mis ojos. Mira anuestro alrededor, claramente incómodo—. Buen intento, William. —Continúomi camino y dejo que me siga convacilación. Está desesperado—. Sientodecepcionarte —digo por encima delhombro—, pero Gregory es gay.

—¿En serio? —Su respuesta deasombro hace que me vuelva, sonriendo,dispuesta a ver al formidable WilliamAnderson sorprendido. Pocas cosas lo

desconciertan, pero esto lo ha logrado,para mi gran satisfacción.

—Sí, así que no malgastes saliva.Debería estar furiosa por su

insistencia en alejarme de Miller, peroesto me ha hecho tanta gracia que soyincapaz. Pero si Miller se entera de queWilliam está intentando entrometerseentre nosotros, no se lo tomará con tantafilosofía.

Dejo que recupere la compostura,avanzo a toda prisa por la sala y medirijo a la habitación donde está miabuela.

—¡Buenos días! —canturreo alencontrarla sentada en su sillón, con unvestido de flores y perfectamente

peinada.Tiene una bandeja sobre el regazo y

está metiendo el dedo en algo queparece un sándwich de huevo.

Sus ancianos ojos azul marino memiran y borran mi alegría de unplumazo.

—¿Son buenos? —gruñe, y empujala bandeja sobre la mesa.

Se me cae el alma a los piesmientras me siento al borde de su cama.

—Estás donde tienes que estar,abuela.

—¡Pfff! —resopla, y se aparta susrizos perfectos de la cara—. Sí, siestuviera muerta, ¡pero me encuentroperfectamente!

No quiero ser condescendiente, demodo que me obligo a no poner los ojosen blanco.

—Si los médicos considerasen queestás perfectamente, no te retendríanaquí.

—¿Acaso no tengo buen aspecto?Levanta los brazos y señala con su

dedo arrugado a la viejecita que está enla cama de enfrente. Aprieto los labiossin saber qué decir. No, la verdad es quela abuela no se parece en nada a lapobre mujer que dormita al otro ladocon la boca abierta. Parece que estámuerta.

—¡Enid! —vocifera la abuela, y doyun brinco del susto—. Enid, querida,

ésta es mi nieta. ¿Recuerdas que te habléde ella?

—¡Abuela, está dormida! —laregaño justo cuando William aparecepor la esquina. Está sonriendo,seguramente después de haber oído aJosephine haciendo de las suyas.

—No está dormida —responde laabuela—. ¡Enid!

Sacudo la cabeza y miro a Williamde nuevo con ojos suplicantes, pero élse limita a seguir sonriendo y se encogede hombros. Ambos nos lanzamosmiradas de soslayo cuando oímos tosesy gruñidos que emanan de Enid, y almirarla veo sus ojos pesados que sedirigen a todas partes, desorientada.

—¡Hola! ¡Por aquí! —La abuelamenea como una posesa el brazo en elaire—. Ponte las gafas, querida. Lastienes en tu regazo.

Enid tantea sobre las sábanasdurante unos instantes y se pone lasgafas. Una sonrisa desdentada sematerializa en su rostro macilento.

—Es muy guapa —grazna, y dejacaer la cabeza hacia atrás de nuevo,cierra los ojos y abre la boca.

Me dispongo a levantarme,alarmada.

—¿Se encuentra bien?William se ríe y se reúne conmigo en

la cama delante de mi abuela.—Es por la medicación. Está bien.

—No —interviene mi abuela—. Yoestoy bien. Ella está de camino a laspuertas del cielo. ¿Cuándo me dan elalta?

—Mañana, o puede que el viernes,depende de lo que diga el cardiólogo —le dice William, y una sonrisaesperanzada se dibuja en su rostro—.Depende de lo que diga el cardiólogo —reitera mirando a mi abuela fijamente.

—Seguro que dice que sí —responde ella con demasiada confianza,y apoya las manos sobre su regazo.Entonces se hace el silencio y sus ojosazul marino oscilan entre William y younas cuantas veces con curiosidad—.¿Cómo estáis vosotros?

—Estupendamente.—Bien. —Mi respuesta choca con la

de William y ambos nos miramos con elrabillo del ojo.

—¿Dónde está Miller? —continúaella, atrayendo de nuevo nuestraatención hacia su absorbente presencia.

Me quedo callada creyendo queWilliam va a volver a contestar, peroguarda silencio y me deja hablar a mí.La tensión entre nosotros es evidente, ya la abuela no le pasa desapercibida. Noestamos ayudando en absoluto. Noquiero que se preocupe por nada másque por recuperarse.

—Está trabajando. —Empiezo ajuguetear con la jarra de agua que hay en

la mesita junto a su cama, lo que sea contal de cambiar de conversación—.¿Quieres un poco de agua fresca?

—La enfermera la ha traído justoantes de que llegarais —se apresura aresponder, de modo que desvío laatención hacia el vaso de plástico quehay junto a la jarra.

—¿Te lo lavo? —preguntoesperanzada.

—Ya lo han hecho.Me rindo y me enfrento a su rostro

de curiosidad.—¿Necesitas que te traiga ropa o un

pijama? ¿Un neceser?—William se encargó de eso ayer

por la mañana.

—¿Ah sí? —Miro a Williamsorprendida y él hace como que no meve—. Qué amable por su parte.

El hombre trajeado se levanta de lacama y se inclina para besar a mi abuelaen la mejilla. Ella lo recibe con unasonrisa afectuosa, levantando la mano ydándole unos toquecitos en el brazo.

—¿Todavía te queda saldo? —lepregunta.

—¡Sí! —La abuela coge el mando adistancia y lo dirige hacia el televisor.Éste cobra vida y se reclina de nuevosobre su silla—. ¡Un inventomaravilloso! ¿Sabéis que puedo vercualquier episodio de «EastEnders» delmes pasado con sólo apretar un botón?

—Increíble —dice William, yredirige su sonrisa hacia mí.

Me quedo pasmada observando ensilencio cómo la abuela y el antiguochulo de su hija conversan como sifuesen familia. William Anderson, elseñor del bajo mundo, no parece estartemblando en estos momentos. Y laabuela no parece estar a punto dedescargar sus pullitas contra el hombreque hizo que su hija se marchara. ¿Quésabe? ¿O qué le ha contado William?Nadie que los viera diría que ha habidoenemistad ni rencores entre ellos.Parecen cómodos y contentos con sucompañía mutua. Me confunde.

—Yo me marcho ya —anuncia

William con voz suave interfiriendo enmis pensamientos y devolviéndome a larealidad de la asfixiante sala delhospital—. Pórtate bien, Josephine.

—Sí, sí —farfulla la abuela,despidiéndolo con un movimiento de lamano—. Si me liberan mañana, seré unangelito.

William se ríe y sus ojos grisescristalinos brillan con afecto por miquerida abuela.

—Tu libertad depende de ello. Mepasaré después. —Su alta figura sevuelve hacia mí y su sonrisa seintensifica ante mi evidente desconcierto—. Ted volverá a por ti después dedejarme en el Society. Te llevará a casa.

La mención del establecimiento deWilliam interrumpe mi impulso denegarme cuando los recuerdos del lujosoclub se agolpan en mi mente y meobligan a cerrar los ojos pararefrenarlos.

—Bien —mascullo.Me pongo de pie y ahueco la mullida

almohada para no tener que enfrentarmea la severa mirada que me estádirigiendo durante más tiempo delnecesario. Mi iPhone me alerta de unmensaje justo en el momento adecuado yme permite centrar la atención en buscarel móvil cuando termino de juguetearcon la almohada.

Es de buena educación respondercuando alguien te hace una pregunta.

Debería irme a casa y escapar alsantuario de mi cama, donde nadiepuede encontrarme ni sacarme de quicio.

—Olivia, cariño, ¿estás bien? —Eltono de preocupación de mi abuela nome deja más remedio que forzar unasonrisa.

—Estoy bien, abuela. —Guardo elteléfono sin responder, me olvido de lasposibles represalias de mis actos y meacomodo sobre la cama de nuevo—.Entonces ¿vuelves a casa el viernes?

Siento un alivio inmenso cuando lapreocupación de mi abuela se desvanece

y empieza a enumerarme los motivos porlos que se muere de ganas de escapar deeste «infierno». La escucho durante unahora entera, hasta que George llega yella le informa de sus reclamacionesdespués de ofrecerme a mí unarecapitulación. En estos momentos haymuchas cosas en mi vida de las que noestoy segura, pero si algo tengo porcierto es que no me gustaría ser unaenfermera en la sala Cedro.

Justo antes de dejar a la abuela y aGeorge, recibo un mensaje de texto deun número desconocido que me avisa deque mi coche me espera fuera cuandoesté lista para volver a casa. Pero no loestoy, y sé que Ted tendrá órdenes

estrictas de William de no llevarme aninguna otra parte. También sé que misdulces palabras y mis sonrisas noconseguirán convencer al chófer de queme lleve a ningún otro lado.

—¡Nena!Me vuelvo sobre mis Converse y

prácticamente doy un alarido al ver aGregory corriendo hacia mí. La visiónfamiliar de mi mejor amigo con suspantalones militares y una camisetaceñida borra al instante los tormentosospensamientos que plagaban mi mente.

Me levanta, me da una vuelta en elaire y lanzo otro grito agudo.

—¡Cuánto me alegro de verte!—Y yo. —Me aferro a él con fuerza

y dejo que me abrace—. ¿Vas a ver a laabuela?

—Sí, ¿tú ya la has visto?—La he dejado con George. A lo

mejor le dan el alta mañana.Gregory se separa de mí y me

sostiene por los hombros. Después memira con recelo. No sé por qué. No hedicho ni he hecho nada para despertarsus suspicacias.

—¿Qué pasa? —pregunta.—Nada. —Me regaño

inmediatamente por haber apartado lamirada.

—Aaah —responde con tonosarcástico—. Porque ver cómo huías ydespués tener el placer de ver cómo

unos cuantos matones registraban elapartamento de Miller fue todo productode mi imaginación. Tú no tienes nada delo que preocuparte.

—¿Matones? —preguntocentrándome en la referencia de Gregorya lo que Miller prefiere llamar «cerdosinmorales».

—Sí, fue bastante interesante.Me coge de la mano, me la coloca en

su brazo flexionado y empieza adirigirme hacia la salida.

—No me has dicho nada porteléfono todas estas veces que hemoshablado.

—Livy, todas las conversacionesque hemos tenido desde que os fugasteis

a Nueva York han sido charlassuperfluas. No finjas que querías quefuese de otro modo.

No puedo discutírselo, de modo queno lo hago. No tenía ningún interés ensaber qué sucedió después de que Millery yo nos marchásemos y, en el fondo,todavía no quiero saberlo, pero lamención de los matones ha despertadomi curiosidad.

—Unos hijos de puta con mala pinta.—Gregory no hace más que avivar esacuriosidad, además de aumentarenormemente mi preocupación—. Tuhombre, William, el señor del oscuromundo de la droga, los manejó como sifueran gatitos. No sudó ni una gota

cuando uno de ellos se tocó la funda dela pistola. ¡Una puta pistola!

—¿Una pistola? —repito, y elcorazón casi se me sale por la garganta.

Gregory mira con cautela a nuestroalrededor y nos desvía por otro pasillo,lejos de los oídos del resto de losvisitantes.

—Una pistola. ¿Quién es esa gente,Livy?

Retrocedo unos cuantos pasos.—No lo sé.No puedo sentirme culpable por

mentir. Estoy demasiado preocupada.—Pues yo sí.—¿Sí? —Abro los ojos como

platos, asustada. No creo que William se

lo haya contado a Gregory. Por favor,¡que no se lo haya contado!

—Sí. —Se aproxima más a mí ymira a ambos lados para comprobar queestamos solos—. Traficantes. Millertrabaja para los matones, y apuesto aque ahora está metido en un buen lío.

Estoy horrorizada, encantada,pasmada… No sé si que Gregory creaque Miller se relaciona connarcotraficantes es mejor a que conozcala verdad. No obstante, algo sí haacertado: Miller trabaja para losmatones.

—Vale —digo, y piensodesesperadamente en algo que añadir,pero no se me ocurre nada. Pero no

importa, porque Gregory prosigue sinadvertir mi silencio.

—Olivia, tu hombre no es sólo unpsicótico con TOC, exsin techo,exprostituto/chico de compañía, ¡sinoque también es un narcotraficante!

Pego la espalda contra la pared ylevanto la vista hacia la intensailuminación. No parpadeo cuando lablanca luz me quema las retinas. Mequedo mirándola, dejando que quemetambién mis problemas.

—Miller no es un narcotraficante —respondo con calma. Sería fácil perderlos papeles en este momento.

—Y esa tal Sophia, todavía no tengoclaro quién es, pero seguro que no es

trigo limpio. —Se echa a reír—.¿Secuestro?

—Está enamorada de Miller.—Pobre abuela —continúa Gregory

—. Invitó a William a su mesa como sifuesen viejos amigos.

—Lo son.Reconozco de mala gana que debería

intentar averiguar hasta qué punto sellevan bien, pero también sé que laabuela está delicada, y desenterrarviejos fantasmas sería una soberanaestupidez en estos momentos. Bajo lacabeza con un suspiro, aunque no se dacuenta. Gregory sigue a lo suyo, ansiosopor compartir todas sus conclusiones.

—Ha ido a verla todos los días que

habéis estado… —Por fin se detiene, yecha el cuello hacia atrás sobre susanchos hombros—. ¿Son amigos, dices?

—Conocía a mi madre. —Sé queesas palabras provocarán un torrente depreguntas, de modo que levanto la manocuando veo que toma aliento—. Millertrabaja para esa gente, y no quieren quelo deje. Está intentando encontrar lamanera de hacerlo.

Me mira con el ceño fruncido.—¿Y eso qué tiene que ver con el

Padrino?No puedo evitar sonreír ante su

chiste.—Era el chulo de mi madre. Él y el

jefe de Miller no se llevan bien. Está

intentando ayudar.Abre los ojos como platos.—Jodeeer…—Estoy cansada, Gregory. Estoy

harta de sentirme tan frustrada eimpotente. Tú eres mi amigo, así que tepido que no hagas que aumente esapercepción. —Suspiro y noto que todosesos sentimientos se magnificanigualmente, simplemente a causa de mipropia confesión—. Necesito que seasmi amigo. Por favor, limítate a ser miamigo.

—Maldita sea —murmura, y agachala cabeza avergonzado—. Ahora mesiento como un mierda de primeracategoría.

No quiero que se sienta culpable.Quiero decirle que no deseo que sesienta mal y que lo deje estar, pero nohallo las fuerzas para hacerlo. Meseparo de la pared y me arrastro hacia lasalida. Puede que esté muy cabreada conMiller, pero también sé que es el únicocapaz de reconfortarme.

Una palma provisional se deslizapor mi hombro y sus piernas imitan mipaso. Pero no dice nada. Probablementetema hundirme más en mi miseria. Miroa mi mejor amigo cuando me estrecha unpoco más contra él, pero mantiene lamirada al frente.

—¿No vas a ver a la abuela?Sacude la cabeza con una sonrisa de

arrepentimiento.—Hablaré con ella por Skype a

través de ese televisor tan estupendo. Sepone toda contenta.

—¿Tiene internet?—Y teléfono, pero le gusta verme.—¿La abuela usa internet?—Sí. Mucho. William no ha parado

de recargarle el saldo. Debe de habersegastado una fortuna en ella los últimosdías. Está enganchada.

Me río.—¿Cómo está Ben?—Ahí estamos.Sonrío contenta al escuchar la

noticia. Sólo puede significar una cosa.—Me alegro. ¿Has traído la

furgoneta?—Sí. ¿Quieres que te acerque a

alguna parte?—Sí. —Sonrío y me acurruco contra

su pecho. No pienso irme con Ted—.¿Podemos ir a la cafetería, por favor?

9

El teléfono de Gregory empieza a sonaren cuanto detiene el coche en la esquinade la cafetería, y levanta el culo delasiento para buscarlo en el bolsillo desus pantalones mientras yo abro lapuerta.

—Luego te llamo —digo, y meinclino hacia él para darle un beso en lamejilla.

De repente, veo que frunce el ceñomirando la pantalla.

—¿Qué pasa?

—Espera. —Levanta un dedo paraindicarme que aguarde un momentomientras contesta—. ¿Diga? —Vuelvo arelajarme en mi asiento, con la manoapoyada en el pomo de la puerta abierta.Observo cómo escucha atentamentedurante unos segundos. Parece hacersepequeño en el asiento—. Está conmigo.

Me encojo, hago una mueca de dolory aprieto los dientes a la vez, y entonces,de manera instintiva, salgo de lafurgoneta y cierro la puerta. Mis pies seapresuran a trasladarme al otro lado dela carretera. Debería haber imaginadouna partida de búsqueda después dehaber dejado a Ted esperándome en elhospital y de no haber respondido a las

numerosas llamadas de Miller yWilliam.

—¡Olivia! —grita Gregory.Me vuelvo cuando estoy a salvo al

otro lado de la carretera y veo que memira sacudiendo la cabeza. Encojo loshombros y me siento tremendamenteculpable, pero sólo porque no heavisado a Gregory de que Ted me estabaesperando por órdenes de William. Nolo he arrastrado de manera intencionadaal centro de esta batalla.

Me despido de él meneandoligeramente la mano, le doy la espalda ydesaparezco por una calle secundariaque me llevará hasta la cafetería. Perome estremezco cuando en mi sofisticado

iPhone empieza a sonar I’m Sexy and IKnow It dentro de mi bolso.

—Mierda —mascullo. Lo extraigo,llorando por dentro por haber escogidoeste tono para mi mejor amigo.

—Dime, Gregory —saludo sindetenerme.

—¡Eres una zorra retorcida!Me río y compruebo el tráfico antes

de cruzar la calle.—No soy retorcida. Simplemente no

te he contado que hoy tenía chófer.—¡Joder, Olivia! William está muy

cabreado, y también acaba de llamarmeel otro chalado.

—¿Miller? —No sé para quépregunto. ¿Quién si no iba a ser el otro

chalado?—Sí. ¡Joder, nena! ¿En qué momento

ser amigo tuyo se convirtió en algopeligroso? Temo por mi columna, mishuesos… ¡y mi puta cara bonita!

—Relájate, Gregory. —Doy unbrinco cuando el claxon de un coche mepita y levanto una mano a modo dedisculpa mientras llego a la acera—.Ahora los llamo a los dos.

—Sí, pero hazlo —gruñe.Esto es absurdo, y ahora estoy

sopesando qué es peor. Mi autoinfligidavida solitaria era un poco aburrida, peromucho más sencilla, ya que sólo estabayo conmigo misma para dirigirla. Nadiemás. Tengo la sensación de que Miller

me despertó, me liberó, tal y como éldijo, pero ahora está intentandoarrebatarme esa sensación de libertad, yestoy empezando a estar resentida con élpor ello. Se supone que Gregory tieneque estar de mi parte. Estaré perdida siconsiguen llevarse a mi mejor amigo allado oscuro.

—¿Eres amigo mío o suyo?—¿Qué?—Ya me has oído. ¿Eres amigo mío

o suyo? ¿O es que acaso William y tú oshabéis hecho íntimos en este tiempo quehe estado fuera?

—Muy gracioso, nena. Muygracioso.

—No es ninguna broma.

Respóndeme a la pregunta.Hay una breve pausa seguida de una

larga inspiración.—Tuyo —responde mientras exhala.—Me alegro de haberlo aclarado.

—Frunzo el ceño, cuelgo a Gregory ymiro a ambos lados antes de cruzar lacalle que da a la cafetería.

Mis pies vuelan sobre el asfalto, ycasi brincan conforme me aproximo a milugar de trabajo. También estoysonriendo.

—¡Olivia!El bramido, cargado de odio, hace

que me detenga en medio de la carreterapara volverme. Oigo varios cláxones ymás gritos de horror.

—¡Olivia! ¡Apártate!Miro a mi alrededor frenéticamente,

confundida, intentando averiguar laprocedencia y la razón de tantaconmoción. Entonces veo un todoterrenonegro que viene en mi dirección a todavelocidad. Mi mente emite las órdenesadecuadas:

«¡Apártate! ¡Corre! ¡Sal de ahí!».Pero mi cuerpo hace caso omiso de

todas ellas. Estoy en shock. Inmóvil.Una presa fácil.

Las constantes órdenes de mi menteeclipsan todos los demás sonidos a mialrededor. En lo único que puedocentrarme es en ese coche que se acercacada vez más.

El chirrido de unas ruedas es lo quepor fin me saca de mi trance, seguido deunas fuertes pisadas sobre el asfalto.Alguien me agarra por un costado y melanza contra el suelo. El impacto medevuelve a la vida, pero mi aterrizaje essuave. Estoy desorientada. Confundida.De repente me estoy moviendo, pero nopor mi propia voluntad, y pronto meencuentro sentada con Ted agachadodelante de mí. ¿De dónde ha salido? Silo he dejado en el hospital…

—Va a conseguir que me echen —dice mientras inspecciona rápidamentemi rostro para comprobar que no estoyherida—. ¡Maldita sea! —refunfuñaayudándome a levantarme.

—Lo… lo siento —tartamudeo altiempo que Ted me sacude la ropa sinparar de resoplar con irritación. Metiembla todo el cuerpo—. No he visto elcoche.

—Eso es lo que pretendían —masculla en voz baja, pero lo he oídoalto y claro.

—¿Han intentado atropellarme apropósito? —pregunto, perpleja ypetrificada ante él.

—Puede que fuese sólo unaadvertencia, pero no saquemosconclusiones precipitadas. ¿Adóndeiba?

Señalo sin mirar por encima de mihombro hacia la cafetería al otro lado de

la calle, incapaz de expresarlo conpalabras.

—La espero aquí.Sacude la cabeza mientras se saca el

teléfono del bolsillo y me mira conseveridad para advertirme que novuelva a escabullirme.

Me vuelvo con piernas temblorosasy hago todo lo posible para querecuperen algo de estabilidad antes depresentarme ante mis compañeros detrabajo. No quiero que sospechen quealgo va mal. Pero algo va muy mal.Alguien acaba de intentar atropellarme,y si tengo en cuenta la preocupación queMiller ha expresado en los últimos días,sólo puedo llegar a la conclusión de que

los matones, los cerdos inmorales ocomo quieran llamarlos, son losresponsables. Me están lanzando unmensaje.

Percibo el aroma familiar y lossonidos de la cafetería, y al hacerlo casime resulta fácil sonreír.

—¡Dios mío! ¡Livy! —Sylvie salecorriendo por el salón y deja a unmontón de clientes pasmados mientrassiguen su recorrido hasta mí. Yopermanezco donde estoy por miedo aque se estrelle contra la puerta si meaparto—. ¡Cuánto me alegro de verte!

Choca contra mí y me deja sinaliento.

—Hola —digo con el poco aire que

me queda, y frunzo el ceño de nuevo alver un rostro desconocido tras elmostrador de la cafetería.

—¿Cómo estás? —Sylvie se aparta,pero mantiene las manos sobre mishombros y aprieta los labios mientrasinspecciona mi rostro.

—Bien —respondo a pesar de lopoco que lo estoy, distraída por la chicatras el mostrador que controla lacafetera como si llevase años aquí.

—Me alegro —contesta Sylvie,sonriendo—. ¿Y Miller?

—Bien, también —confirmo, y derepente me siento incómoda y empiezo amover los pies de manera nerviosa.

Unas vacaciones sorpresa. Eso es lo

que ella cree. Después de los altibajosen nuestra relación, que Miller quisiesedisfrutar conmigo de un poco de tiempode calidad era una excusa perfectamentecreíble para justificar mi ausenciarepentina. Del pareció sorprendidocuando lo llamé para decirle que iba aestar fuera una semana, pero me dio subendición y me deseó buen viaje. Elproblema es que ha sido más de unasemana.

Mi teléfono me vuelve a sonar en lamano y empiezo a evaluar de nuevo lasventajas de no tener uno. Aparto lapantalla de los ojos curiosos de Sylvie ysilencio el dispositivo. Será Miller oWilliam, y aún no quiero hablar con

ninguno de los dos.—¿Cómo van las cosas por aquí? —

pregunto, usando la única técnica dedistracción que tengo.

Funciona. Su brillante melenitanegra se mueve de un lado a otro cuandosacude la cabeza y suspira concansancio.

—Es una locura. Y Del tiene másencargos de catering que nunca.

—¡Livy! —Del aparece por lapuerta de vaivén de la cocina, seguidode Paul—. ¿Cuándo has vuelto?

—Ayer.Sonrío incómoda y un poco

avergonzada por no haberlo avisado.Pero todo ha sido muy repentino, y

desde que Miller me contó lo del ataqueal corazón de mi abuela no he podidopensar en nada más que no fuera en ella.Todo lo demás me parecíaintrascendente, incluido mi trabajo. Sinembargo, ahora que estoy aquí, memuero de ganas de empezar otra vez, encuanto me asegure de que la abuela se harecuperado del todo.

—Me alegro de verte, querida. —Paul me guiña un ojo, regresa a lacocina y deja a Del secándose las manoscon un trapo.

Mira de soslayo a la chica nueva,que está ahora entregándole un café a uncliente, y me mira de nuevo con unasonrisa embarazosa.

De repente me siento cohibida yfuera de lugar.

—No sabía cuándo ibas a volver —empieza—. Y no dábamos abasto. Rosevino preguntando si había algún puestolibre, y tuvimos que dárselo.

Se me cae el alma a las Converse.Me han sustituido y, por la expresión deculpabilidad de Del y por el sonido desu voz, deduzco que no piensareadmitirme.

—Lo entiendo. —Sonrío, fingiendoindiferencia.

No lo culpo. Apenas acudí lassemanas anteriores a mi desaparición.

Observo a Rose cargando el filtro dela cafetera y me invade un irracional

sentido de la posesión. El hecho de queesté realizando la tarea con tanta solturay con una mano cuando alarga la otrapara coger un trapo no ayuda. Me hansustituido, y lo peor de todo es que lohan hecho por alguien más competente.Me siento herida, y estoy agotando todasmis fuerzas para que no se me note.

—No te preocupes, Del. En serio.No esperaba que me guardases elpuesto. No sabía que iba a estar tantotiempo fuera. —Miro mi teléfono en lamano y veo el nombre de Miller, pero nocontesto y me obligo a mantener misonrisa fija en la cara—. Además, a miabuela le darán el alta mañana, así quetendré que quedarme en casa para cuidar

de ella.Es irónico. Me pasé mucho tiempo

usando a la abuela como excusa paramantenerme alejada del mundo alegandoque tenía que cuidar de ella, y ahora deverdad necesita mi ayuda. Cuandoquiero formar parte del mundo. Mesiento tremendamente culpable porpermitirme cierto resentimiento. Estoyempezando a estar enfadada con todos ypor todo. La misma gente que me da lalibertad es la que me la arrebata.

—¿Tu abuela está enferma? —pregunta Sylvie con cara de compasión—. No sabíamos nada.

—Vaya, Livy, cielo, lo siento mucho.—Del se aproxima a mí, pero me aparto

y siento cómo mis emociones seapoderan de mí.

—Sólo ha sido un susto, nadaimportante. Le darán el alta mañana o elviernes.

—Bueno, me alegro. Cuida de ella.Sonrío cuando Sylvie me frota el

brazo. Tanta compasión se me haceinsoportable.

Necesito huir de aquí.—Ya nos veremos —digo, y me

despido de Del con la mano antes desalir del establecimiento.

—¡Llámanos o pásate de vez encuando! —grita mi exjefe antes devolver a la cocina y continuar con sunegocio como de costumbre, un negocio

del que ya no formo parte.—Cuídate, Livy. —Sylvie parece

sentirse culpable. No debería. Esto noes culpa suya y, en un intento deanimarla, le hago ver que estoy bien yplanto una enorme sonrisa en la caramientras hago una reverencia.

Se ríe, da media vuelta con sus botasde motera, regresa tras el mostrador ydeja que cierre la puerta de mi viejotrabajo y de la gente a la que tantocariño le había cogido. Me pesan lospies mientras avanzo por la acera y,cuando por fin levanto la vista, veo uncoche que me espera y a Tedsosteniendo la puerta de atrás abierta.Entro sin mediar palabra. La puerta se

cierra y Ted se sienta delante en unsantiamén y se funde con el tráficolondinense de la tarde. Mi baja moral esevidente, tal y como esperaba, aunqueparece ser que últimamente tengotendencia a bajármela todavía más.

—Tú conociste a mi madre —digoen voz baja, pero sólo recibo un leveasentimiento con la cabeza por respuesta—. Creo que ha regresado a Londres —digo como si tal cosa, como si no fueseimportante que fuese así.

—Tengo órdenes de llevarla a casa,señorita Taylor.

Hace caso omiso de mi observación,lo cual me indica que los labios de Tedestán sellados, si es que hay algo que

saber. El caso es que espero que no hayanada, y eso hace que me pregunte porqué intento indagar entonces. La abuelano lo soportaría.

Decido conformarme con el silenciode Ted.

—Gracias por salvarme —digo,mostrándole mi bandera blanca a modode agradecimiento.

—Un placer, señorita Taylor. —Elchófer mantiene los ojos en la carreteray evita el contacto visual a través delretrovisor.

Con la mirada perdida por laventana, veo pasar el mundo. Unaenorme nube negra desciende y envuelvemi ciudad favorita en una sombría

oscuridad que armoniza con mi estadomental actual.

10

17 de julio de 1996

Peter Smith,Banquero de inversiones,46 años. Nombre aburrido pero espíritu

salvaje. Otra vez un hombre mayor. Casado,pero está claro que no tiene lo que necesita.Creo que ahora me necesita a mí.

Primera cita: Cena en el SavoyDe entrantes, la mejor ensalada de

langosta que he comido en mi vida, pero mereservo la opinión hasta que haya comido enel Dorchester. Como plato principal, filete yunas cuantas miradas tímidas bien dirigidas.De postre, un tiramisú rodeado de una

pulsera de diamantes. Por supuesto, le hedemostrado mi gratitud en la suite del áticoantes de escabullirme. Creo que puede quevuelva a verlo. Hace cosas increíbles con lalengua.

Cierro el diario de mi madre de golpe ylo lanzo al sofá que tengo al lado,cabreada conmigo misma. ¿Por qué mehago pasar por esto otra vez? Nada de loque pueda encontrar hará que me sientamejor.

Recuerdo que William me dijo unavez que mi madre escribió este diariopara torturarlo. Y entre mi propiaautocompasión, soy capaz de sentir unpoco por el hombre que está

contribuyendo a mi desdicha. Era unamujer muy retorcida.

Ahueco uno de los almohadones conflecos de la abuela, apoyo la cabeza enél, cierro los ojos y hago todo lo posiblepor dejar la mente en blanco yrelajarme. Todo lo posible no essuficiente, pero me distraigo cuandooigo que alguien entra por la puerta yunos pasos urgentes se aproximan por elpasillo. Visualizo sus caros zapatos depiel y su traje hecho a medida antesincluso de abrir los ojos. Alguien se havuelto a colocar la armadura.

Cómo no, ahí está Miller, en toda sutrajeada gloria, en el umbral del salón.Sus rizos oscuros están revueltos y, a

pesar de su rostro impasible, suspenetrantes ojos azules albergan temor.

—Te has comprado más trajes —digo en voz baja, sin levantar la cabezadel sillón a pesar de que me muero porsus atenciones y su contacto.

Se pasa la mano por el pelo, seaparta el mechón rebelde de la frente ysuspira con alivio.

—Sólo unos pocos.¿Sólo unos pocos? Seguro que ha

reemplazado todas y cada una de lasmáscaras que yo destrocé.

—Del le ha dado mi trabajo a otrapersona.

Veo cómo se hunde por dentro. No leparecía adecuado que trabajase en una

cafetería, pero sé que jamás me habríaobligado a dejarlo.

—Lo siento.—No es culpa tuya.Se acerca hasta que lo tengo de pie

delante de mí, con las manos metidas amedias en los bolsillos de suspantalones.

—Estaba preocupado por ti.—Ya soy mayorcita, Miller.—Pero también eres mi posesión.—Y una persona que piensa por sí

misma.No consigue evitar fruncir los labios

con fastidio.—Sí, que piensa demasiado, a

veces, y no con mucha claridad en estos

momentos.Se agacha junto al sofá, a mi lado.—Dime qué te preocupa, mi niña.—¿Aparte del hecho de que alguien

haya intentado arrollarme esta tarde?Sus ojos reflejan peligro y su

mandíbula se tensa. Por un instante creoque va a echarme en cara mi falta deatención, pero no dice nada, lo cual mecuenta todo lo que necesito saber.

—Todo. —No dudo en continuar—.Todo va mal. William, la abuela,Gregory, mi trabajo.

—Yo —exhala, alargando la manopara tocar mi mejilla. El calor de su pielsobre la mía hace que cierre los ojos yque busque su tacto con el hocico—. No

pierdas la fe en mí, Olivia. Te lo ruego.Me tiembla la barbilla, le cojo la

mano y tiro de ella para exigirle lo quemás le gusta. No me lo niega, a pesar deestar vestido de los pies a la cabeza conlas ropas más delicadas que el dineropueda comprar y de que acaba deadquirirlas. El calor de su cuerpotempla el mío y sus suaves labiosencuentran mi cuello. No necesitoreafirmar mi promesa con palabras, demodo que dejo que mi cuerpo hable pormí y se aferre a él por todas partes.

Hallo ese lugar.Hallo esa serenidad.Hallo un confort profundo y familiar

que no se puede encontrar en ningún otro

lugar. Miller siembra el caos en mimente, en mi cuerpo y en mi corazón.Pero también consigue disiparlo.

Una hora más tarde seguimos en lamisma posición. No hemos hablado,simplemente hemos disfrutado de lapresencia del otro. Está anocheciendo.El nuevo traje de tres piezas de Millerdebe de estar muy arrugado, y mi pelodebe de estar lleno de nudos después deque lo haya estado retorciendo sin parar.Se me han dormido los brazos y sientocomo si me clavasen un millón de agujasen la piel.

—¿Tienes hambre? —preguntacontra mi pelo. Niego con la cabeza—.¿Has comido algo hoy?

—Sí —miento. No quiero comernada, mi estómago no lo toleraría, y siintenta obligarme a ingerir algo lesoltaré alguna de mis insolencias.

Se incorpora, se apoya sobre losantebrazos y me mira.

—Voy a ponerme algo más cómodo.—¿Quieres decir que vas a ponerte

tus shorts?Le brillan los ojos y sus labios se

curvan.—Voy a hacer que te sientas

cómoda.—Ya lo estoy.Las imágenes de su perfecto torso

desnudo de aquella noche inundan mimente. Una noche que se ha

transformado en toda una vida. La nocheque pensé que sólo iba a durarveinticuatro horas, aunque esperaba quefuesen más. Incluso ahora, en medio deesta pesadilla, no me arrepiento dehaber aceptado su oferta.

—Puede que tú sí, pero mi trajenuevo desde luego no lo está. —Mira sutorso con una expresión de disgustomientras separa su cuerpo del mío—.No tardaré. Y quiero que estés desnudacuando vuelva.

Le sonrío con recato cuando sevuelve antes de salir de la habitación.Sus ojos repasan mi figura en silencio yparece arrancarme la ropa con su intensamirada. Las chispas internas que estaba

sintiendo se transforman enimpresionantes rayos ardientes.Entonces desaparece y me deja excitaday sin nada más que hacer que obedecer,así que empiezo a desnudarme concalma.

Después de dejar la ropa a un lado,echarme la manta de lana por encima yencender el televisor, Miller regresa,pero no se ha puesto los shorts. No se hapuesto nada. No puedo apartar miagradecida mirada de él, y mi cuerpoansía sus atenciones. Se queda de piedelante de mí, con sus fuertes piernasligeramente separadas y la mirada baja.Su hermosura desafía lo imaginable. Esuna obra de arte magnífica. Es

incomparable. Y es mi posesión.—Tierra llamando a Olivia —

susurra. Me enfrento a su miradapenetrante y me quedo mirándolo,totalmente embelesada. Separo loslabios para respirar por la boca cuandoveo que parpadea perezosamente—. Hetenido un día muy estresante.

«Bienvenido al club», piensomientras alargo la mano. Espero que sereúna conmigo en el sofá, pero, en lugarde hacerlo, tira de mí y la manta de lanacae al suelo a mis pies. Me pone mimano en mi espalda, aplica un poco depresión y me estrecha contra su pecho.Estamos conectados. Por todas partes.

—¿Estás lista para desestresarme?

—Su aliento caliente se extiende pormis mejillas, caldeándolas más todavía—. ¿Estás lista para dejar que tetraslade a ese lugar en el que nada existeexcepto nosotros dos?

Asiento y dejo que mis párpados secierren cuando desliza la otra mano porla parte trasera de mi cabeza y empiezaa peinarme el pelo con los dedos.

—Ven conmigo. —Me agarra de lanuca, me vuelve y me saca del salón.

Cuando estamos en mitad de laescalera, me impide seguir avanzando.Desliza las manos hasta mis caderas ytira de ellas hacia atrás ligeramente.

—Coloca las manos en un escalón.—¿En la escalera? —Miro por

encima de mi hombro y no veo nada másque deseo emanando de todos losafilados bordes de su ser.

—En la escalera —confirma, yalarga las manos para cogerme las míasy guiarlas hasta donde tienen que estar—. Cuando seamos viejos y peinemoscanas, no habrá ni un solo sitio en el queno te haya venerado, Olivia Taylor.¿Estás cómoda?

Asiento y oigo cómo abre unenvoltorio de aluminio. Empleo eltiempo que tarda en colocarse el condónpara intentar prepararme. Su manoacaricia ligeramente mi espaldadesnuda. Mi respiración es laboriosa.Estoy empapada y temblando de

anticipación. Sus mimos y atencionesborran de un plumazo todas mispreocupaciones. Él es mi huida. Soysuya. Esto es todo lo que tengo: suatención y su amor. Es lo único que meayuda a pasar por esto.

Flexiono las manos sobre el escalóny cambio la posición de mis pies.Agacho la cabeza y veo cómo mi pelocae sobre la moqueta, y cuando sientoque la dureza de su punta roza miabertura, contengo la respiración. Memasajea el culo durante unos momentoseternos. Después, traza la línea de micolumna, regresa a mi trasero y mesepara las nalgas. Cierro los ojos conmás fuerza todavía cuando desliza el

dedo por mi pasaje anal. La falta decostumbre intensifica mi agitación.Estoy vibrando. Me tiembla todo elcuerpo. Su polla sigue rozando mi sexoy, con la sensación añadida de su dedotentando mi otro agujero, me muero deganas de que me penetre. Por donde sea.

—Miller —exhalo, y muevo lasmanos hasta el borde del escalón paraprepararme.

Sus suaves caricias ascienden ydescienden por mi ano y se detienenjusto en el tenso anillo muscular. Mepongo rígida al instante, y él me calmadeslizando la mano hasta mi sexoempapado. Empujo hacia atrás paraintentar obtener algo de roce, pero

fracaso. Retira la mano y me agarra delas caderas. Avanza lentamente y medeja sin aliento cuando su miembro duroy firme penetra en mí; silba entre dientesy me agarra con tanta fuerza que casi mehace daño. Lanzo un gemido, a mediocamino entre un placer inconmensurabley un leve dolor que ilumina de estrellasmi oscuridad. Miller palpita dentro demí y todos mis músculos internos medominan. Soy esclava de lassensaciones. Soy esclava de MillerHart.

—Muévete —le ordeno, y obligo ami pesada cabeza a levantarse y a miraral techo—. ¡Muévete!

Una súbita inspiración resuena

detrás de mí. Miller flexiona los dedossobre mis caderas.

—Te estás transformando en unaamante muy exigente, ¿no? —Permanecequieto, e intento golpear hacia atrás,pero no consigo nada. Sólo que meagarre con más fuerza para mantenermeen el sitio—. Saboréalo, Olivia. Estovamos a hacerlo a mi manera.

—Joder —susurro con voz ronca, ybusco en mi interior algo de calma yautocontrol. Me siento impotente. Nohay nada que pueda hacer para generarla fricción que mi cuerpo necesita—.Siempre dices que nunca me obligas ahacer nada que sabes que no quierohacer.

—¿Eh?Si no estuviese tan concentrada en

mi desesperación actual, me reiría de susincera confusión.

—¿No quieres ser venerada? —pregunta.

—¡No, no quiero que me mantengasen el limbo! —No hallo la calma enninguna parte y he dejado de intentarbuscarla—. Miller, por favor, hazmesentir bien y no me hagas esperar.

—¡Joder, Olivia! —Retrocede a unritmo dolorosamente lento y se quedaahí, ahora tan sólo una fracción dentrode mí. Permanece quieto, pero respiracon tanta agitación como yo, y sé que leestá costando mantener el control—.

Ruégamelo.Aprieto los dientes y doy un

respingo gritando mi satisfacción cuandome embiste fuerte y profundamente.

—¡Joder, Olivia! —Sale de mí y medeja sollozando súplicas en voz baja—.No te oigo.

Me siento derrotada. Mi menterevuelta busca desesperadamente lassimples palabras que necesito parapoder cumplir su exigencia.

—¡Ruega! —Su grito me coge porsorpresa, e intento en vano retroceder denuevo. Sin embargo, me siento impotenteatrapada en sus manos mientras su alta ypoderosa figura permanece quieta detrásde mí, esperando a que obedezca su ruda

solicitud—. Ya van dos veces —explicacon la respiración agitada—.Escúchame, Olivia.

—Por favor.—¡Más alto!—¡Por favor! —grito, y lo

acompaño de un alarido cuando suscaderas disparan hacia adelante con másfuerza de lo que esperaba.

Centro la atención en acoplar mismúsculos internos a su alrededor, y elplacer que me proporciona la friccióncuando se retira es indescriptible. Estirolos brazos para mantener la estabilidadjusto cuando se hunde de nuevo en mí, ydejo caer la barbilla contra mi pecho,sin vida.

—Estoy viendo cómo mi polla sepierde dentro de ti, mi niña.

Todo se alinea y me catapulta a eselugar lejano de pura dicha. Tras unascuantas embestidas más establecemos unritmo constante; nuestros cuerposvuelven a estar en sintonía y se deslizansin esfuerzo. Miller no para de gruñir yde farfullar palabras incoherentes deplacer mientras mantiene su meticulosopaso. Me fascina su capacidad deautocontrol, pero sé que no le estáresultando fácil. Levanto la cabeza, miropor encima de mi hombro y veo esacautivadora expresión que tanto adoro:labios húmedos y entreabiertos; sombrade barba; y, cuando aparta la vista de su

erección entrando y saliendo de mí, susbrillantes ojos azules conforman el packcompleto.

—¿Siempre te cuesta? —resuello altiempo que empuja hacia adelante consuavidad.

Sabe a qué me refiero. Sacude lacabeza perezosamente y se hundeprofundamente en mí.

—Contigo no.La fuerza que necesito para mantener

la cabeza girada para mirarlo meabandona y me vuelvo hacia adelante.Siento que me empiezan a temblar laspiernas y apoyo una rodilla en uno delos escalones. Sus arremetidas sonconstantes y el placer es interminable.

Flexiono los brazos y pego la frentecontra el escalón. Entonces siento que elcalor de su pecho cubre mi espalda yobliga a mi cuerpo a tumbarse sobre laescalera. Permanecemos conectadoshasta que Miller está tumbado sobre míy continúa colapsando mis sentidos,ahora con las caderas en la posiciónperfecta para danzar sobre mi espalda.

—¿Lo hacemos? —pregunta justocuando levanto el brazo y me aferro auno de los balaustres de la escalera.

—Sí.Aún manteniendo el control, acelera

el ritmo. Cierro los ojos cuando uninterruptor se enciende dentro de mí ymi orgasmo avanza de repente a pasos

agigantados. Ya no hay vuelta atrás, ymenos cuando Miller hinca los dientesen mi hombro y da una sacudidainesperada hacia adelante.

—¡Miller! —Mi temperaturacorporal aumenta por segundos y meempieza a arder la piel.

—Eso es, Livy. —Arremete denuevo hacia adelante y me sume en unplacer indescriptible—. Grita minombre.

—¡Miller!—Joder, qué bien suena. —Da un

nuevo golpe controlado con las caderas—. ¡Otra vez!

Todo se nubla a mi alrededor, lavisión, el oído…

—¡Miller! —Alcanzo el clímax yestallo en una difusa neblina deestrellas, centrada sólo en disfrutar delas deliciosas olas de placer que seapoderan de mí—. ¡Joder! —jadeo—.¡Joder, joder, joder!

—Coincido —jadea él, empujandoperezosamente dentro de mí—. Joder,coincido.

Quedo reducida a una masa deespasmódicas partes corporales,atrapada por su cuerpo y deleitándomecon los continuos latidos de su pollatodavía dentro de mí mientras él alcanzasu propio orgasmo. Tengo los nudillosblancos y dormidos de aferrarme albalaustre y no paro de jadear y de

resollar, y estoy empapada. Estoyperfecta.

—Olivia Taylor, creo que soy adictoa ti. —Hinca los dientes en mi hombro yme tira del pelo para obligarme alevantar la cabeza—. Deja que tesaboree.

Dejo que haga lo que quieraconmigo mientras permanecemosextendidos sobre la escalera. Apenassiento la aspereza de la moqueta sobremi húmeda piel a través de mi estado dedicha. Me chupa el labio inferior yaplica una ligera presión con los dientesantes de regalarme besitos delicadoshasta llegar a mi mejilla.

Mis músculos cansados protestan e

intentan aferrarse a él de maneradesafiante cuando sale de mí. Me ayudaa darme la vuelta y me coloca sobre unescalón. Miller se arrodilla delante demí. La expresión de concentración en surostro perfecto mantiene mi atenciónmientras se pasa unos silenciososinstantes colocándome el pelo sobre loshombros. No deja escapar laoportunidad de juguetear con unoscuantos mechones. Me mira a los ojos.

—¿Eres de verdad, mi niña?Sonrío, alargo la mano y le pellizco

un pezón, pero no brinca ni se aparta.Me devuelve la sonrisa y se inclina parabesarme la frente con afecto.

—Venga. Vamos a vegetar. —Me

ayuda a levantarme y me guía de nuevoal piso de abajo cogiéndome de la nuca.

—¿Has visto la tele alguna vez? —le pregunto a Miller mientras seacomoda en el sofá, listo para vegetar.

No me imagino a Miller viendo latelevisión, al igual que no me lo imaginohaciendo la mayoría de las cosas quehace la gente normal. Se recuesta y mehace un gesto para que me una a él, demodo que me tumbo sobre su pecho,encajo perfectamente mi rostro debajode su barbilla y dejo caer el cuerpoentre sus piernas cuando las separa.

—¿Te apetece ver la tele? —pregunta, me coge la mano y se la llevaa su boca.

Paso por alto el hecho de que no hacontestado a mi pregunta y cojo elmando a distancia con la otra mano. Lapantalla cobra vida y sonrío en cuantoveo a Del y a Rodney Trotter.

—Tienes que haber visto «OnlyFools and Horses». ¡Es un tesoronacional!

—No he tenido el gusto.—¿En serio? —pregunto mirándolo

con incredulidad—. Pues hazlo. Ya nopodrás parar.

—Como desees —accede en vozbaja, y empieza a masajearme la nucacon firmes círculos—. Todo lo quedesees.

Sólo estoy viendo la televisión, sin

escuchar nada de lo que dicen, cuandomi mente vaga hasta un lugar en el quelas palabras de Miller son ciertas. Tengotodo lo que deseo. Elaboro una listamental de todas las cosas que quiero, ysonrío cuando siento las vibraciones deuna risa contenida debajo de mí. Mirefinado caballero a tiempo parcial sedivierte con las payasadas que aparecenen la pantalla que tenemos delante, y lanormalidad de este hecho me inunda dealegría, por muy trivial que sea.

Pero entonces el móvil de Millersuena en la distancia y rompe la magiadel momento.

Tras unos pocos y sencillosmovimientos me despoja de su presencia

debajo de mí, y detesto al instante suteléfono.

—Disculpa —masculla, y saca elcuerpo del salón. Observo cómodesaparece y sonrío al ver sus nalgascontraerse y relajarse a cada largo pasoque da. Me hago un ovillo de lado y meecho encima la manta de lana, queseguía en el suelo.

—La tengo yo —dice prácticamentecon un rugido cuando vuelve a lahabitación.

Pongo los ojos en blanco. Sólopuede haber otro hombre preguntandodónde estoy, y no me apetece nadaenfrentarme a él ni a su descontento pormi fuga de hoy. Ojalá mi fraudulento

caballero no hablase de mí como sifuese un objeto todo el tiempo o, comoen este caso, como si fuese una criminal.Miro hacia el otro extremo del sofácuando apoya el culo en el borde y veoque la alegría de hace unos momentos seha evaporado.

—Estaba ocupado —silba con losdientes apretados, y me mira un instante—. ¿Eso es todo?

Mi resentimiento se intensifica,dirigido ahora exclusivamente a WilliamAnderson. Parece que se ha propuestohacer que mi vida sea lo más difícil ydesgraciada posible. Me encantaríaarrancarle el teléfono de las manos aMiller y tener unas cuantas palabritas

con él.—Bueno, pues está conmigo, a

salvo, y estoy harto de darteexplicaciones, Anderson. Nos veremosmañana. Ya sabes dónde encontrarme.

Cuelga y tira el teléfono todocrispado.

—¿Quién era? —pregunto, y sonríocuando Miller me mira con la bocaabierta.

—¿En serio, Olivia?—Vale, relájate —digo, y apoyo los

pies en el suelo—. Me voy a acostar.¿Vienes?

—Puede que te ate.Me encojo un poco, y un torrente de

imágenes se agolpa en mi mente,

recordándome algo. Correas.Miller hace una mueca al instante al

ver la inconfundible expresión de horroren mi rostro.

—Para que no me des rodillazos enlas pelotas —se apresura a aclarar—.Porque no paras de moverte cuandoduermes.

Incómodo, se pasa la mano por elpelo al tiempo que se pone de pie.

Me río y las imágenes desaparecen.Sé que no paro de moverme cuandoduermo. El estado de las sábanas por lamañana son prueba de ello.

—¿Te he dado en las joyas de lacorona?

Frunce el ceño.

—¿En las qué?—Las joyas de la corona. —Sonrío

—. Las pelotas.Alarga la mano hacia mí, pero yo

mantengo la mirada fija en su rostrolleno de exasperación y disfruto delhecho de saber que está haciendo todolo posible por no alimentar miinsolencia.

—Muchas veces. Codazos en lascostillas, rodillazos en las pelotas…pero son sólo el pequeño precio quetengo que pagar por tenerte entre misbrazos.

Acepto su mano y dejo que melevante.

—Lo siento.

No lo siento en absoluto. Daría loque fuese por ser una mosca en la paredpara poder presenciar mis fechoríasnocturnas y a Miller esforzándose poraguantarlas.

—Ya te he perdonado. Y te lovolveré a perdonar mañana por lamañana.

Me río en voz baja, pero me detengoal instante cuando un fuerte golpe en lapuerta interrumpe nuestra charla.

—¿Quién es? —pregunto, y mis ojosse dirigen automáticamente a la ventana.Mi insolencia recibe el equivalenteproverbial a la chispa que enciende elcombustible. Si William se ha molestadoen venir hasta aquí para expresar su

enfado en persona, creo que estallaré enincontrolables llamas.

Miller desaparece al instante,llevándose la manta de lana con él, y medeja desnuda y sola en el salón. No mehan gustado nada las vibraciones deansiedad que emanaban de él antes demarcharse. Me acerco de puntillas a lapuerta, me asomo por el pasillo y veoque se ha cubierto la cintura con lamanta, pero sigue sin estar para nadapresentable. De modo que cuando abrela puerta y sale sin decir ni una palabray sin preocuparse por estarsemidesnudo, empiezo a darle vueltas ala cabeza. Y entonces consigo ver unosrizos negros brillantes justo antes de que

la puerta se cierre.Estallo en llamas.—¡Será zorra! —exclamo sin que

haya nadie para oírme.Me dispongo a seguir a Miller, pero

me detengo al instante cuando me doycuenta de que estoy desnuda.

—¡Mierda!Doy media vuelta y me apresuro al

salón. Busco mi ropa y me la pongo.Corro hacia la fuente de mi ira a unavelocidad temeraria y abro la puerta.Me topo de frente con la espaldadesnuda de Miller, pero la furia meconsume demasiado como para apreciarla visión. Lo aparto y atravieso con lamirada la perfecta figura de Cassie, lista

para descargar un torrente de insultoscontra ella.

Sólo que hoy su aspecto no esperfecto, y su lastimoso estado mesorprende tanto que me quedoparalizada. Tiene la tez pálida, casi gris,y no viste la ropa de diseño queacostumbra a lucir. Lleva un pantalón dechándal negro y un suéter gris claro decuello vuelto. Aparta sus ojos vacíos deMiller y los fija en mí. A pesar de sucrisis personal, está claro que mipresencia no despierta en ella más quepuro desdén.

—Me alegro de verte, Olivia —dicesin la más mínima sinceridad en su tono.

En el momento justo, Miller apoya la

mano en mi cuello e intenta en vanocalmar mi irritación. Me lo quito deencima y enderezo los hombros.

—¿Qué haces aquí?—Livy, ve adentro. —Me agarra del

cuello e intenta volverme. De eso nada.—Le he hecho una pregunta.—Y es de mala educación no

contestar, ¿verdad? —responde Cassiecon aires de superioridad.

Una bruma roja empieza adescender. ¿No usa esa frase sóloconmigo? Nunca me lo había planteado,pero ahora, después de que esta zorralunática me lo haya restregado por lacara, no puedo pensar en otra cosa. Meparece un capullo arrogante cuando la

dice, pero no puedo evitar sentirmetraicionada. Y sé que es una tontería. Loúnico que puedo ver en estos momentoses a Cassie encima de Miller todas esasveces, y entonces me vienen flashbacksdel despacho de Miller y de cómo loatacaba con las uñas afiladas y gritabacomo si estuviera loca.

—Cassie —le advierte Millermientras insiste en apartarme de lo quepodría acabar en una auténtica batalla.

—Vale, vale. —Resopla y pone losojos en blanco de manera dramática.

—¿Quieres parar? —le espeto aMiller y vuelvo a sacudírmelo deencima—. Después de lo que te hizo laúltima vez, cuando te atacó, ¿de verdad

esperas que me vaya adentro?—¿Y qué pasa con lo que me hizo él

a mí? —interviene Cassie—. ¡Lasmagulladuras acaban de desaparecer!

—Pues no haberte comportado comouna animal —le silbo en la cara con losdientes apretados. Doy un paso haciaadelante, consciente de que ella no erala única y de que el otro animal estáempezando a crisparse a mi lado.

—Maldita sea —masculla Miller,apartándome a un lado—. Cassie, ya tehe dicho antes que trataríamos esteasunto mañana.

—Quiero tratarlo ahora.—¿Tratar el qué? —pregunto

irritada—. ¿Y cómo coño sabes dónde

vivo? —Miro a Miller—. ¿Se lo hasdicho tú?

—No. —Aprieta los dientes y susojos azules ahora están cargados deexasperación—. Nadie sabe que estoyaquí.

Extiendo los brazos en dirección aCassie.

—¡Ella sí!—¡Olivia! —grita Miller, y me

estrecha de nuevo contra él. No mehabía dado cuenta de que me estabamoviendo hacia adelante. Joder. Escomo si el diablo se hubiese apoderadode mi mente y de mi cuerpo. Me sientopeligrosa.

—¡¿Para qué ha venido?! —grito. Ya

está. He perdido los papeles. Losacontecimientos del día, y de los últimosmeses, me han pasado factura por fin.Voy a echar toda la mierda que llevodentro, y Cassie va a pagar el pato.

—He venido a disculparme —dicecon indignación.

—¿Qué?—Hemos quedado en que

hablaríamos mañana —intervieneMiller, y la señala con el dedo mientrasme sostiene con fuerza—. Ya te he dichoque esperases a mañana. ¿Por quécojones no me escuchas nunca?

—¿Te sientes mal? —pregunto.Cassie me mira con el ceño fruncido

y después a Miller.

—Sí.—¿Por qué? —insisto.—Por cómo te he tratado.Se vuelve hacia mí lentamente. Sigue

sin sonar sincera. Está aquí porque noquiere perder a Miller. Detesta que laesté dejando atrás, que deje su mundooscuro para encontrar su luz.

—Ahora Miller es mío. —Suelto lamano de Miller de mi brazo y doy unpaso hacia adelante—. En cuerpo yalma. —Hago caso omiso de la punzadade inquietud que siento por la duda queCassie intenta ocultar de forma evidente.Soy la luz de Miller, pero al mismotiempo soy consciente de que él es unaespecie de oscuridad para mí. Pero eso

es irrelevante. No hay un él ni un yo;sólo hay un nosotros—. ¿Entendido?

Cassie me mira y Miller permanececallado y me permite que diga lo quetengo que decir.

—Entendido.Le mantengo la mirada durante una

eternidad. No quiero ser la primera enapartarla. Tampoco parpadeo.Finalmente es Cassie la que la aparta y,tras su silenciosa sumisión, doy mediavuelta, me marcho y los dejo en lapuerta.

Casi he llegado al piso de arribacuando oigo que la puerta se cierra.

—Olivia. —La serena manera dellamarme de Miller me toca la fibra

sensible. Me vuelvo y me aferro confuerza a la barandilla—. Ella tambiénnecesita dejarlo. No voy a dejarla atrás.Los dos estamos atrapados en estemundo, y saldremos juntos de él.

—¿Ella quiere dejarlo?—Sí —afirma, y da un paso adelante

—. No quiero verte triste.Sacudo la cabeza.—Eso es imposible.—He cerrado la puerta. Ya ha

pasado. Ahora estamos aquí solos tú yyo.

—Pero el mundo sigue ahí fuera,Miller —digo en voz baja—. Y tenemosque abrir esa puerta y hacerle frente.

Huyo y lo dejo en la escalera

angustiado y hecho un lío.Necesita «lo que más le gusta» tanto

como yo, y me detesto a mí misma porprivarnos a ambos de ello.

11

Miller no nos privó de «lo que más nosgusta». Se reunió conmigo en la cama alcabo de unos minutos y se pegó a mí.Quise rechazarlo, herirlo por herirme,incluso aunque no lo hubiese hechodirectamente. Pero no me aparté de sudelicioso calor. Mi propia necesidad dehallar consuelo era mayor que minecesidad de castigarlo.

Estoy en el balcón.Se pasó toda la noche envolviendo

mi cuerpo entero, limitando mi

capacidad para moverme dormida, demodo que esta mañana me he despertadoen la misma posición. Al amanecer,permanecimos tumbados sin decir ni unapalabra. Sé que estaba despierto porqueme retorcía el pelo y pegaba los labioscontra mi cuello. Después sus dedosdescendieron hasta mi muslo y meencontraron dispuesta para una sesión deveneración. Me tomó por detrás, ya queestaba de espaldas a él, y seguimos sinhablar. Lo único que se oía era nuestralaboriosa respiración. Ha sido tranquilo,relajado. Y ambos nos hemos corrido ala vez, jadeando.

Miller me abrazó con fuerzamientras me mordía el hombro y

temblaba con espasmos dentro de mí,después me liberó, me colocó bocaarriba y se acomodó encima. Siguió sindecir nada, y yo tampoco. Me apartó elpelo de la cara y nos quedamosembelesados, mirándonos el uno al otrodurante una eternidad. Creo que Millerme dijo más a través de esa intensamirada de lo que jamás podría haberlohecho con palabras. Ni siquiera elevasivo «Te quiero» me habríatransmitido lo que vi en esos ojos.

Estaba cautivada.Estaba bajo su potente hechizo.Me estaba hablando.Tras poseer con delicadeza mis

labios con los suyos durante unos

instantes, se despegó de mí y fue aducharse mientras yo me quedabaenredada entre las sábanas, pensando.Se despidió dándome un tierno beso enel pelo y pasándome el pulgar por ellabio inferior. Después me cogió elmóvil de la mesita de noche y jugó conél un rato antes de dejármelo en la mano,besarme los dos párpados y marcharse.No le pregunté nada y dejé que se fueraantes de mirar la pantalla deldispositivo y ver que tenía YouTubeabierto con una canción de JasmineThompson. Le di a «Reproducir» yescuché atentamente cómo me cantabaAin’t Nobody. Me quedé ahí tumbadadurante un buen rato hasta que terminó la

canción y la habitación volvió aquedarse en silencio. Cuando por fin meconvencí para levantarme, me di unaducha y me pasé la mañana limpiando lacasa y escuchando la canción una y otravez.

Después fui a ver a la abuela. Noprotesté al encontrarme a Ted fuera.Tampoco protesté cuando se convirtió enmi sombra durante el resto del día. Nole arranqué a William la cabeza cuandolo vi saliendo del hospital al llegar. Norespondí cuando Gregory volvió aregañarme por implicarlo en miscrímenes. Y contesté a todos losmensajes de Miller. Pero me sentítremendamente decepcionada cuando el

cardiólogo visitó a la abuela y le dijoque no le darían el alta hasta mañanacon el pretexto de que tenían queenviarla a casa con la medicaciónadecuada. Ella, por supuesto, tuvo unapataleta. Por no aguantar susimproperios, mantuve la boca cerradatodo el tiempo.

Ahora estoy en casa. Son más de lasnueve. Estoy sentada a la mesa de lacocina y echo de menos el aromafamiliar de un buen guiso pesado yabundante. Oigo el murmullo de latelevisión en el salón, donde Ted haestablecido su base, y he oído el sonidofrecuente de su móvil antes de quecontestase y hablase con un grave

susurro, seguramente asegurándoles aWilliam o a Miller que estoy aquí y queestoy bien. Le he preparado unainfinidad de tazas de té y he charladocon él sobre nada en particular. Inclusointenté abordar el tema de mi madre denuevo, pero no conseguí nada más queuna mirada de soslayo y un comentariode que soy clavada a ella. No me hadicho nada que yo no supiera ya.

Mi teléfono suena. Miro hacia lamesa donde está ubicado y enarco lascejas con sorpresa al ver el nombre deSylvie en la pantalla.

—Hola —contesto, y pienso queenmascaro mi desesperanza bastantebien.

—¡Hola! —Parece que está sinaliento—. Voy corriendo a coger elmetro, pero quería llamarte lo antesposible.

—¿Por qué?—Hace un rato ha venido una mujer

a la cafetería preguntando por ti.—¿Quién?—No lo sé. Se fue corriendo cuando

Del le preguntó quién preguntaba.Me pongo tensa en la silla y empiezo

a darle vueltas a la cabeza.—¿Qué aspecto tenía?—Era rubia, impresionante y muy

bien vestida.El corazón me late tan deprisa que

creo que se me va a salir del pecho.

—¿De unos cuarenta años?—Treinta y muchos o cuarenta y

pocos. ¿La conoces?—Sí, la conozco. —Me llevo la

palma a la frente y apoyo el codo sobrela mesa. Sophia.

—Menuda zorra maleducada —escupe Sylvie, indignada, y yo resoplodándole la razón. ¿Qué narices hacesiguiéndome la pista?

—¿Qué le dijisteis?—No mucho, que ya no trabajabas

allí. ¿Quién es?Inspiro hondo y me hundo de nuevo

en la silla, herida por el recordatorio deSylvie de que ya no tengo trabajo.

—Nadie importante.

Sylvie se ríe entre jadeos. Es unarisa que indica que se siente insultada eincrédula.

—Ya —dice—. Bueno, sólo te hellamado porque he pensado que debíassaberlo. Estoy en la estación, así quepronto no tendré cobertura. Pásate por lacafetería la semana que viene. Megustaría verte.

—Lo haré —contesto, aunque lafalta de entusiasmo se transmite a travésde mi voz. Por estúpido que parezca, nome apetece ver a mi sustituta manejandola cafetera con precisión y sirviendo losfamosos sándwiches de atún delestablecimiento.

—Cuídate, Livy —dice Sylvie con

voz suave, y corta la llamada antes deque le asegure que lo haré. Esarespuesta no habría sido másconvincente que la anterior de pasarmepor allí.

Me dispongo a llamar a Miller, perome quedo helada cuando un númerodesconocido ilumina mi pantalla. Mequedo mirando el teléfono en la manodurante un buen rato, mientras intentocomprender la profunda sensación deansiedad que me invade y que me indicaque no lo coja.

Por supuesto, hago caso omiso deella y respondo.

—¿Diga? —pregunto con timidez einquietud. Estoy nerviosa, pero no

quiero que la persona que está al otrolado de la línea lo sepa, de modo quecuando no obtengo respuesta, repito lapregunta, esta vez aclarándome lagarganta y obligándome a parecer segura—. ¿Diga?

Sigue sin haber respuesta, y no seoye ningún sonido de fondo. Tomoaliento para hablar de nuevo, peroentonces detecto un sonido familiar yacabo conteniendo el aire que acabo deinspirar. Oigo palabras. Una vozfamiliar con acento extranjero, ronca ygrave.

—Miller, querido, ya sabes lo quesiento por ti.

Me trago el aire y me esfuerzo para

no ahogarme con él.—Lo sé, Sophia —responde Miller

con una voz suave y de aceptación queme da ganas de vomitar.

—Entonces ¿por qué has estadoevitándome? —pregunta ella con elmismo tono.

Mi mente empieza a reproducir laescena al otro lado de la línea y no megusta lo que veo.

—Necesito un descanso.—¿De mí?Levanto el culo de la silla hasta que

estoy de pie esperando la respuesta deMiller. Lo oigo suspirar, ydefinitivamente oigo el choque de cristalcontra cristal. Está sirviendo una

bebida.—De todo.—Acepto lo de las otras mujeres.

Pero no huyas de mí, Miller. Yo soydiferente, ¿verdad?

—Sí —coincide él sin vacilación.Sin la más mínima. El cuerpo entero meempieza a temblar y mi corazónmartillea con fuerza en mi pecho. Lacabeza me da tantas vueltas que meestoy mareando.

—Te he echado de menos.—Y yo a ti, Sophia.La bilis asciende desde mi estómago

hasta mi garganta y una mano invisibleenvuelve mi cuello y me asfixia. Cortola llamada. No necesito oír nada más.

De repente, no puedo respirar de lafuria. Y aun así, estoy perfectamentetranquila cuando asomo la cabeza por lapuerta del salón y encuentro al trajeadoTed junto a la ventana, de pie y relajado.Lleva prácticamente en la mismaposición desde que llegamos a casa.

—Voy a darme un baño —le digo, yél mira por encima del hombro y meofrece una sonrisa afectuosa.

—Le hará bien —dice, y vuelve amirar por la ventana.

Lo dejo vigilando y subo al piso dearriba para vestirme. Estoy intentandopensar con claridad y recordar laspalabras de Miller hacia Sophia, laspalabras de Sophia hacia mí, las

palabras de Miller sobre Sophia. Todoha desaparecido, dejando un inmensovacío en mi mente que se va llenando demuchos otros pensamientosdesagradables. Sabía que ella eradiferente, alguien de quien debíadesconfiar más. Me planto unosvaqueros ceñidos y una camiseta detirantes de raso. Evito mis Converse yme pongo mis tacones de aguja negros.Me atuso un poco el pelo para darlesforma a los rizos y termino aplicándomeunos pocos polvos en la cara. Cojo mibolso, bajo a hurtadillas y aguardo elmomento de salir sin que Ted se décuenta. Mi momento llega cuando lesuena el móvil. Le da la espalda a la

ventana y empieza a pasearse por elsalón hablando en voz baja. Me acercoen silencio a la puerta y salgo sinninguna prisa. La ira me domina. ¿Porqué demonios estoy tan calmada?

Los porteros custodian la entrada delIce, armados con sus portapapeles, locual supone un problema. En cuanto unode ellos me vea, alertarán a la oficinacentral del local y Tony saldrá en mibusca. Eso no me conviene en absoluto.Apoyo la espalda contra la pared y meplanteo mis limitadas opciones… No seme ocurre ninguna. No soy tan ingenuacomo para pensar que el portero no me

reconocerá, así que, como no me pongaun disfraz convincente, no tengo manerade entrar en este club sin que saltentodas las alarmas.

Una inmensa determinación hainvadido mi ser desde el momento enque he cortado esa llamada. Unobstáculo ha espantado esa fortaleza yha dejado poco espacio para la sensatez.Me permito a mí misma considerar lasconsecuencias de lo que por un instantepretendía hacer, y empiezo acomprender el peligro al que me estoyexponiendo, pero entonces un barullo alotro lado de la calle me saca de misdeliberaciones y atrae mi atención haciala entrada. Un grupo de cuatro hombres

con sus novias no paran de vociferar, ylos porteros están intentandoapaciguarlos. No parece funcionar, ydespego la espalda de la pared cuandola escena alcanza un nuevo nivel dealtercado. Una de las mujeres se encaracon uno de los porteros y le grita en lacara. Él levanta las manos para sugerirleque se relaje. Su intento surte justo elefecto contrario y al segundo tiene a loscuatro hombres encima de él. Pongo losojos como platos al presenciar el caosque se está desatando. Es un descontrol.No tardo en darme cuenta de que éstapodría ser mi única oportunidad decolarme sin ser advertida.

Cruzo corriendo la calle y me

aseguro de mantenerme lo más pegadaposible a la pared. Consigo entrar en elclub sin que nadie se dé cuenta. Séperfectamente adónde me dirijo, ycamino con paso firme y constante.Siento que voy recuperando la calma yla determinación anterior conforme másme aproximo al despacho de Miller.Pero ahora me enfrento a otro obstáculo.Encorvo los hombros, apesadumbrada.Me había olvidado de que hay quemarcar un código para poder entrar ensu despacho. La verdad es que no heplaneado esto demasiado bien.

¿Y ahora qué? Si tengo que llamar,perderé el elemento sorpresa, y me verápor la cámara de todos modos antes de

que llegue a la puerta.—Idiota —mascullo—. Eres una

idiota.Inspiro hondo, me aliso la camiseta

y cierro los ojos durante unos segundosen un intento por aclararme las ideas.Me siento bastante tranquila, aunque lafuria sigue quemándome por dentro. Esuna furia agresiva. Está contenida, peroeso podría cambiar en cuanto tenga aMiller delante.

Me encuentro de pie frente a lapuerta, bajo la vigilancia de la cámara,antes incluso de haber dado la orden amis piernas de que me transporten hastaaquí, y doy unos cuantos golpestranquilamente. Tal y como había

imaginado, a Miller se le salen los ojosde las órbitas con alarma cuando abre lapuerta, pero se coloca al instante sumáscara de impasividad. Advierto aregañadientes lo guapísimo que está.Pero su mandíbula se tensa, sus ojos memiran con una expresión de advertenciay respira de manera agitada.

Sale del despacho, cierra la puertatras él y se pasa la mano por el pelo.

—¿Dónde está Ted?—En casa.Se le hinchan los orificios nasales,

saca su teléfono y marca rápidamente.—Envía a tu puto chófer aquí —

escupe por la línea. Después marca unoscuantos botones más y se lleva de nuevo

el móvil a la oreja—. Tony, no pienso nipreguntarte cómo cojones Olivia haconseguido eludirte. —Aunque susurra,su voz conserva el tono autoritario—.Ven a por ella y vigílala hasta que llegueTed. No la pierdas de vista. —Se meteel teléfono en el bolsillo interior de suchaqueta y me fulmina con la mirada—.No deberías haber venido aquí; no,estando las cosas tan delicadas.

—¿Qué cosas están delicadas? —pregunto—. ¿Yo? ¿Soy yo la cosadelicada que no quieres romper odisgustar?

Miller se inclina hacia mí ydesciende ligeramente hasta colocar elrostro a la altura del mío.

—¿De qué estás hablando?—Crees que soy frágil y débil.—Creo que te estás viendo obligada

a enfrentarte a cosas que te superan,Olivia —susurra con voz clara y rotunda—. Y no tengo ni puta idea de cómohacértelo menos doloroso.

Nos quedamos mirándonos a losojos durante un buen rato y mi miradaasciende para mantener la conexióncuando él se pone derecho y recuperatoda su estatura. La angustia que detectoen su expresión casi acaba conmigo.

—¿Por qué está ella aquí? —digocon voz fuerte y serena.

—¿Quién? —pregunta Miller a ladefensiva, y en su rostro se refleja la

culpabilidad—. Aquí no hay nadie.—No me mientas. —Se me empieza

a hinchar el pecho bajo la presión detener que respirar a pesar de mi furia—.¿Cuánto la has echado de menos?

—¿Qué? —Mira por encima de suhombro de nuevo y aprovecho esemomentáneo lapsus de concentraciónpara esquivarlo—. ¡Olivia!

Aterrizo en su despacho de unamanera mucho menos elegante de lo quehabía esperado, pero pronto recobro lacompostura, me coloco el pelo porencima del hombro y el bolso debajo delbrazo. Entonces sonrío en cuanto dirijola mirada a donde sé que la voy aencontrar. Y no me equivoco. Reclinada

en la silla de Miller, cruzada de piernas,vestida con una gabardina de colorcrema y fumando un cigarrillo largo yfino está Sophia. Su aire de superioridadme asfixia. Sonríe arteramente y me miracon interés. Y es en este momentocuando me pregunto de dónde ha sacadomi número. Es irrelevante. Queríahacerme salir de mi escondite y lo haconseguido. He caído en su trampa.

—Sophia. —Me aseguro de ser laprimera en romper el doloroso silencio,y también de contenerme—. Parece queesta noche te me has adelantado.

En cuanto termino la frase detectodos cosas: la ligera sorpresa de Sophia,porque la veo claramente cuando separa

levemente sus labios rojos, y cómo eldesasosiego de Miller se multiplica pormil, porque noto cómo se crispa detrásde mí.

—Sólo me serviré una copa antes demarcharme.

Mis altos tacones me llevan hasta elmueble bar y me sirvo una copa devodka a palo seco.

—Niña, no soy idiota —respondeSophia, y su tono soberbio aplasta miconfianza.

Cierro los ojos e intento controlarmis manos temblorosas. Una vezconvencida de que lo he conseguido,cojo el vaso y me vuelvo hacia misespectadores. Ambos me observan

detenidamente —Sophia, pensativa;Miller, nervioso— mientras me llevo elvaso de tubo a los labios.

—No sé de qué hablas. —Me beboel vaso de un trago y exhalo antes devolver a llenármelo.

La tensión se palpa en el ambiente.Miro hacia Miller y detecto ladesaprobación en su rostro. Me bebo elsegundo vaso y lo dejo dando un golpeque hace que se encoja físicamente.Quiero que Miller sienta lo que estoysintiendo. Quiero coger su parte másresistente y destrozársela. Eso es loúnico que sé.

—Hablo —empieza Sophia conseguridad, mirándome con una leve

sonrisa en los labios rojos— de queestás enamorada de él y de que creesque puedes tenerlo. Pero no puedes.

No desmiento su conclusión.—Porque tú lo deseas.—Yo lo tengo.Miller no se lo discute ni la pone en

su sitio, y cuando lo miro, veo que notiene intención de hacerlo. Ni siquieraencuentro la sensatez para convencermede que debe de haber alguna buenarazón, de modo que me sirvo otro vasode vodka para no quedarme corta y medirijo hacia él. Está de pie junto a lapuerta como una estatua, con las manosen los bolsillos y claramente irritado.Me mira con la conmovedora belleza

inexpresiva que me cautivó desde elprimer momento. No hay nada que hacer.Sus mecanismos de defensa estáncerrados a cal y canto. Me detengofrente a su figura alta e inmóvil, levantola vista y advierto un ligero pulso en sumandíbula con sombra de barba.

—Espero que seas feliz en tuoscuridad.

—No me presiones, Olivia. —Suboca apenas se mueve, y sus palabrasapenas se oyen, pero están cargadas deamenaza… y decido obviarlas.

—Ya nos veremos.Cierro de un portazo al salir y

recorro los pasillos laberínticos conapremio hasta encontrar la escalera y

bajar los escalones de dos en dosmientras me trago mi tercer vodka,ansiosa por llegar a la barra y mantenerla insensibilidad que el alcohol haincitado.

—¿Livy?Levanto la vista y veo a Tony y a

Cassie de pie en lo alto de la escalera,ambos mirándome con el ceño fruncido.No tengo nada que decirles, de modoque paso de largo y giro la esquina queda al club principal.

—¡Livy! —grita Tony—. ¿Dóndeestá Miller?

Me vuelvo y veo que las expresionesde ambos se han transformado enpreocupación. Y sé por qué.

—En su despacho —digo mientrascamino de espaldas para no retrasar mihuida—. Con Sophia.

Tony maldice y Cassie parecerealmente preocupada, pero no pierdo eltiempo evaluando la causa de supreocupación. Mi furiosa necesidad dereclamar mis derechos está ahí, perotambién necesito hacerle daño a Millerdespués de haber escuchado esa llamaday de que Sophia haya afirmado con tantaconfianza que Miller le pertenece. Séque no es verdad, y él sabe que no esverdad, pero el hecho de que no hayaintervenido y el recuerdo de oírle decirque la había echado de menos me hasacado de mis casillas.

Me abro paso entre la multitud y elintenso ritmo de Prituri Se Planinata deNiT GriT inunda mis oídos. Llego a labarra, dejo de un golpe mi vaso vacío yun billete de veinte.

—Vodka con tónica —pido—. Y untequila.

Me sirven rápidamente y medevuelven el cambio con la mismaceleridad. Me trago el tequila deinmediato, seguido de cerca por elvodka. El líquido me quema la gargantay desciende hasta mi estómago. Cierrolos ojos y siento su ardor. Pero esto nome detiene.

—¡Lo mismo! —grito cuando elcamarero ha terminado de servir al tipo

que tengo al lado.A cada trago que doy noto cómo

aumenta la insensibilidad en mi mente,mi cuerpo y mi corazón, y la sensaciónde angustia pronto desaparece. Megusta. Empiezo a sentir ciertaindiferencia.

Me apoyo contra la barra y echo unvistazo al club. Observo a las hordas degente y me tomo mi tiempo, con labebida en los labios, preguntándome simi falta de prisa por perderme entre lamultitud y poner a prueba la cordura demi caballero a tiempo parcial se debe aque mi subconsciente me indica que nome apresure, que tengo que dejar debeber, recobrar la sobriedad y meditar

sobre lo que está pasando y por qué.Tal vez.Puede ser.Sin duda.Puede que esté cerca del ebrio

estupor, pero sigo percibiendo ese gentemerario latente que me llevó a buscara los clientes de mi madre, rebajándomehasta tal nivel que no puedo ni pensarlo.De repente, siento unos fuegosartificiales familiares por dentro ydesvío la mirada por el club, esta vez demanera menos casual, más asustada, yveo cómo avanza hacia mí.

Mierda. ¿Cómo se me ha ocurridopensar que Miller no me ataría en cortobajo estas circunstancias? Su mirada es

asesina, y es evidente que soy el únicofoco de su ira.

Llega hasta mí con los labiosapretados y los ojos oscuros y me quitala bebida de la mano.

—No vuelvas a servir nunca a estachica —ladra por encima de mi hombrosin apartar la vista de mí.

—Sí, señor —responde el camarerotímidamente a mis espaldas.

—Sal de aquí —me ordena Miller.Apenas logra contenerse.

Lanzo una leve mirada por encimade su hombro y confirmo que Sophiaestá en el club, charlando con un hombrepero con los ojos fijos en nuestradirección. Ojos de interés.

Me pongo derecha y reclamo bebida.—No —susurro antes de beber un

trago.—Ya te lo he pedido una vez.—Y yo ya te he contestado una vez.Hace ademán de coger mi copa de

nuevo, pero yo me aparto en un intentode esquivar a Miller. No voy demasiadolejos. Miller me agarra del brazo y medetiene.

—Suéltame.—No montes una escena, Olivia —

dice, y me arranca la bebida de la mano—. No vas a quedarte en mi club.

—¿Por qué? —pregunto, incapaz deevitar que me empuje hacia adelante—.¿Acaso estoy interfiriendo en tu

negocio? —Me detiene de inmediato yme da la vuelta.

Acerca el rostro al mío, tanto queestoy convencida de que desde lejosparecerá que me está besando.

—No, porque tienes la desagradablecostumbre de dejar que otros hombres tesaboreen cuando estás enfadadaconmigo.

Desciende la mirada hacia mi boca,y sé que está esforzándose por contenerla necesidad de abalanzarse sobre ella,de saborearme. Su aliento caliente sobremi rostro disipa parte de mi ira, dejandoespacio para otro calor. Pero entoncesse aparta, se aleja un paso y su rostro sevuelve serio.

—Y no dudaré en partirles elespinazo —susurra.

—Estoy muy cabreada contigo.—Y yo también.—Le has dicho que la has echado de

menos. Lo he oído, Miller.—¿Cómo? —Ni siquiera se molesta

en negarlo.—Me llamó por teléfono.Inspira hondo. Lo veo y lo oigo. Me

reclama, me da la vuelta y me empujacon brusquedad.

—Confía en mí —escupe—.Necesito que confíes en mí.

Me empuja entre la multitud mientrasyo intento desesperadamente aferrarme ami fe en él. Mis piernas se vuelven

inestables, y mi mente más todavía. Lagente nos está observando; se apartan yse hacen a un lado mientras nos lanzanmiradas inquisitivas. No me paro aestudiar sus rostros… hasta que veo unoque me resulta familiar.

Mis ojos se quedan fijos en elhombre, y giro la cabeza lentamentecuando pasamos para seguir mirándolo.Lo conozco y, por su expresión, sé queél también me conoce a mí. Sonríe yavanza para interceptarnos, de modo queMiller no tiene más remedio quedetenerse.

—Eh, no es necesario acompañar ala señorita hasta la salida. Si estádemasiado ebria, yo me ofrezco para

hacerme responsable de ella.—Aparta —dice Miller con tono

letal—. Ahora.El tipo se encoge ligeramente de

hombros, sin inmutarse, o simplementepasando de la amenaza implícita en laspalabras de Miller.

—Te ahorraré las molestias deecharla.

Aparto la vista de su intensa miraday me devano los sesos. ¿De qué loconozco? Pero entonces me encojo y doyun paso atrás cuando siento que alguienjuguetea con mi pelo. Un escalofrío queme eriza el vello me dice que no esMiller quien retuerce mis rizos rubios.Es el extraño.

—Es la misma sensación de hacetodos esos años —dice con melancolía—. Pagaría sólo por tener el placer devolver a olerlo. Jamás he olvidado estepelo. ¿Todavía ejerces?

Me quedo sin aire en los pulmonescuando la realidad me golpea en elestómago.

—No —respondo, y retrocedo hastaimpactar contra el pecho de Miller.

El calor y los temblores de sucuerpo indican que Miller está en estadopsicótico, pero la concentración quenecesito para apreciar el peligro se veabsorbida por recuerdos incesantes;recuerdos que había conseguidodesterrar a lo más profundo de mi mente.

Ahora no puedo hacerlo. Este hombrelos ha despertado, ha conseguido que losrecupere de golpe. Hacen que me agarrela cabeza con las manos y que grite confrustración. No desaparecen. Me atacany me obligan a presenciar la reposiciónmental de encuentros de mi pasado quehabía relegado a la oscuridad, que habíaescondido en un rincón de mi memoriadurante mucho tiempo. Ahora han sidoliberados y nada puede detenerlos. Losrecuerdos se repiten y se me clavan traslos ojos.

—¡No! —exclamo en voz baja, y mellevo las manos al pelo y tiro,arrancando los mechones de las manosdel extraño.

Siento cómo mi cuerpo cede ante laconmoción y el estrés. Todos mismúsculos me abandonan, pero no mecaigo al suelo, y si no lo hago es graciasa que Miller sigue sosteniéndome delbrazo con fuerza. Me vuelvo ajena alespacio que me rodea. Cierro los ojoscon fuerza y todo se torna oscuridad. Mimente desconecta y todo se queda ensilencio. Pero eso no evita que seaconsciente de la bomba de relojería queme sostiene.

Desaparece de mi lado en un abrir ycerrar de ojos y me derrumbo ante lafalta de soporte. Mis manos impactancon fuerza contra el suelo y transmiten elcontundente dolor hacia mis brazos. Mi

pelo se acumula a mi alrededor. Lavisión de mis rizos dorados sobre miregazo me da ganas de vomitar; nopuedo ver otra cosa, de modo quelevanto la cabeza y me ahogo con nadaal presenciar a Miller descargando suviolenta psicosis. Todo sucede a cámaralenta, haciendo repulsivamente clarocada espeluznante golpe de su puñocontra el rostro del tipo. Es implacable.No para de atacar a su víctima una y otravez mientras ruge su rabia. La música seha detenido. La gente grita: Pero nadiese atreve a intervenir.

Sollozo y me encojo cada vez queMiller golpea al hombre en la cara o enel cuerpo. La sangre salpica por todas

partes. El pobre hombre no tiene nadaque hacer. No le da la oportunidad dedefenderse. Está completamentedesamparado.

—¡Detenlo! —grito al ver a Tony aun lado, mirando con espanto la escena—. Por favor, detenlo.

Me levanto del suelo con granesfuerzo. Nadie en su sano juiciointentaría intervenir. Acepto el hechocon tristeza y, cuando el foco de la furiade Miller cae sin vida al suelo y éste nose detiene y empieza a darle patadas enel estómago, sucumbo a mi necesidad deescapar.

No puedo seguir presenciando esto.Huyo de allí.

Me abro paso entre la gente,sollozando y con el rostro hinchado acausa de las lágrimas, pero nadie se dacuenta. Todo el mundo sigue atento alcaos que dejo atrás. Esos hijos de putason incapaces de apartar la mirada de laterrible escena. Me dirijo dando tumbos,consternada y desorientada, hacia lasalida del Ice. Cuando llego a la acera,lloro con angustia y tiemblo de maneradescontrolada mientras busco fuera demí un taxi que me aleje de aquí, pero mioportunidad de escapar desaparececuando alguien me agarra desde atrás.No es Miller, eso lo sé. No siento fuegosartificiales ni un deseo ardiente dentrode mí.

—Entra, Livy. —La voz atribuladade Tony penetra en mis oídos y mevuelvo, aunque sé que no conseguirénada enfrentándome a él.

—Tony, por favor —le ruego—. Porfavor, deja que me vaya.

—Ni de coña. —Me guía por laescalera que da al laberinto que seesconde bajo el Ice. No lo entiendo.Tony me odia. ¿Por qué iba a querer queme quedase si piensa que Miller tieneque centrarse en este mundo? Un mundoque ahora está demasiado claro.

—Quiero marcharme.—No vas a ir a ninguna parte.Me empuja por las esquinas y por

los pasillos.

—¿Por qué?La puerta del despacho de Miller se

abre y me empuja dentro. Me vuelvopara mirar a Tony y veo su cuerpo bajo yfornido agitado y con la mandíbulaapretada. Levanta un dedo y me señalala cara, haciendo que reculeligeramente.

—No te vas a marchar porquecuando ese maníaco acabe de golpear aese tipo hasta la muerte, preguntará porti. ¡Querrá verte! ¡Y no pienso dejar quela pague conmigo si no te encuentra,Livy! ¡Así que quédate aquí quietecita!

Se marcha dando un portazo furiosoy me deja plantada en medio deldespacho, con los ojos abiertos como

platos y el corazón palpitando confuerza.

No se oye música arriba en el club.Estoy sola en las entrañas del Ice, con elsilencio y el austero despacho de Millercomo única compañía.

—¡Arhhhhhhhhhh! —grito,reaccionando con retraso a la táctica deTony. Me llevo las manos a mi pelorubio y traicionero y tiro de él sinpropósito, como si eso fuese a borrar loacontecido durante la última media horade mi cabeza—. ¡Te odio!

Cierro los ojos con fuerza a causadel dolor autoinfligido y empiezo allorar de nuevo. No sé cuánto tiempo mepaso batallando conmigo misma,

parecen eones, y sólo me detengo acausa del agotamiento físico y por eldolor que siento en el cuero cabelludo.Sollozo mientras me paseo en círculos,con la mente hecha un lío, incapaz dedejar que entre algún pensamientopositivo que me tranquilice. Entoncesveo el mueble bar de Miller y medetengo.

Alcohol.Corro hasta él y saco torpemente una

botella al azar de entre muchas más.Sollozo y me atraganto con misemociones mientras desenrosco el tapóny me llevo la botella a los labios. Elardor instantáneo del licor descendiendopor mi garganta obra maravillas y hace

que deje de centrarme en mispensamientos al obligarme a esbozar unamueca de disgusto ante el potente sabor.

De modo que bebo un poco más.Trago y trago hasta que la botella

está vacía y la lanzo por el despachocon rabia, enfadada y fuera de mí. Fijola vista en todas las demás botellas.Selecciono otra al azar y bebo mientrasme vuelvo y me dirijo tambaleándome alcuarto de baño. Me estampo contra lapared, la puerta y el marco, hasta quellego al lavabo y miro el reflejo de undespojo de mujer en el espejo. Unaslágrimas negras por el rímel desciendenpor mis mejillas coloradas, mis ojosestán vidriosos y atormentados, y mi

pelo rubio es una masa de rizosenmarañados que enmarca mi rostropálido.

Veo a mi madre.Observo mi reflejo con absoluto

desprecio, como si se tratase de miarchienemigo, como si fuese la cosa quemás detesto del mundo.

Y en estos momentos… lo es.Me llevo la botella a los labios y

trago más alcohol mientras me miro alos ojos. Inspiro hondo y me tambaleode nuevo hasta la mesa de Miller. Abrolos cajones y paso la mano por losobjetos colocados de manera precisaque hay dentro, rompiendo su perfectoorden hasta que encuentro lo que estaba

buscando. Me quedo mirando el objetode brillante metal, lo agarro y voy dandosorbos de la botella mientras pienso.

Después de observar mi hallazgocon la mirada perdida durante unaeternidad, me levanto, me dirijo denuevo al baño tambaleándome y estampola botella contra la superficie dellavabo. El espejo me devuelve el reflejode un rostro inexpresivo y me llevo lamano a la cabeza. Agarro un montón depelo, abro las tijeras y las cierroalrededor de mis rizos, dejándome conuna mano llena de cabellos rubios ymedia cabeza de pelo la mitad de largoque lo tenía. Curiosamente, el estrésparece evaporarse cuando lo hago, de

modo que agarro otra sección y la cortotambién.

—¡Olivia!Dejo que mi ebria cabeza se vuelva

hacia la voz y encuentro a Miller en lapuerta del baño. Está hecho un asco. Susrizos negros son un caótico desastre.Tiene la cara y el cuello de la camisacubiertos de sangre y el traje hechojirones, y está todo sudado. Su pechoasciende y desciende con agitación, perono estoy segura de si es por el esfuerzode la pelea o por la conmoción al ver loque se ha encontrado. Mi expresiónpermanece intacta, y es ahora, al ver elhorror en su rostro siempre impasible,cuando recuerdo todas las veces que me

ha advertido de que no me corte nunca elpelo.

De modo que cojo otro mechón,acerco las tijeras y empiezo a cortarcomo una posesa.

—¡Joder, Olivia, no! —Saledisparado hacia mí como una bala yempieza a forcejear conmigo.

—¡No! —grito, retorciéndome ysosteniendo con fiereza las tijeras—.¡Déjame! ¡Quiero que desaparezca! —Le doy otro codazo en las costillas.

—¡Joder! —grita Miller con losdientes apretados. Por su tono sé que lehe hecho daño, pero se niega a rendirse—. ¡Dame las putas tijeras!

—¡No! —Cargo hacia adelante. De

repente me encuentro libre y me vuelvocon violencia, justo cuando Miller vienehacia mí.

Mi cuerpo adopta una posición dedefensa y levanto las manos de manerainstintiva. Su cuerpo alto y musculosoimpacta contra mí y me hace retrocederunos cuantos pasos.

—¡Joder! —ruge.Abro los ojos y lo encuentro de

rodillas delante de mí. Retrocedo unpoco más mientras observo cómo selleva una mano al hombro. Con los ojosabiertos como platos, miro las tijerasque tengo en la mano y veo el líquidorojo que gotea de las hojas. Sofoco ungrito y las suelto de inmediato,

dejándolas caer al suelo. Entonces mepostro de rodillas, veo cómo se quita lachaqueta con unas cuantas muecas dedolor y, para mi horror, que su camisablanca está empapada de sangre.

Me trago mi miedo, misremordimientos y mi sentimiento deculpa. Se abre el chaleco de un tirón yhace lo propio con la camisa,arrancando los botones y haciendo quesalten por todas partes.

—Mierda —maldice mientras seinspecciona la herida, una herida de laque yo soy responsable.

Quiero reconfortarlo, pero micuerpo y mi mente están desconectados.Ni siquiera puedo hablar para expresar

una disculpa. Gritos de histeria escapande mis labios mientras me tiemblan loshombros y mis ojos se inundan contantas lágrimas que apenas puedo verloya. Mi estado de embriaguez no ayuda ami distorsionada visión, cosa queagradezco. Ver a Miller herido ysangrando ya es bastante malo, perosaber que yo soy la causa de su dolorroza lo insoportable.

Y con ese pensamiento en la cabeza,me asomo al retrete y vomito. No puedoparar, y el fuerte ardor del sabor mequema la boca mientras mis manos seagarran al asiento y los músculos de miestómago se retuercen y se contraen.Estoy hecha un desastre, un despojo

frágil y miserable. Desesperada yviviendo en la desesperanza. En unmundo cruel. Y no puedo más.

—Hostia puta —farfulla Millerdetrás de mí, pero me siento demasiadoculpable como para volverme yenfrentarme a mis errores.

Apoyo la frente contra el asiento delváter cuando por fin dejo de sufrirarcadas. La cabeza me mata, me duele elcorazón y tengo el alma destrozada.

—Tengo una petición. —Lasinesperadas palabras tranquilas deMiller avivan los restos de mi crisisnerviosa y hace que las lágrimasrebroten y se derramen por mis ojos.

Mantengo la cabeza donde está,

principalmente porque no tengo fuerzaspara levantarla, pero también porquesigo siendo demasiado cobarde comopara mirarlo a la cara.

—Olivia, es de mala educación nomirarme cuando te estoy hablando.

Sacudo la cabeza y permanezco enmi escondite, avergonzada de mí misma.

—Maldita sea —maldice en vozbaja, y entonces siento su mano en minuca.

No me invita a levantar la cabezacon delicadeza, sino que tira de mí conbrusquedad. No importa. No sientonada. Agarra ambos lados de mi cara yme obliga a mirar hacia adelante, perobajo la vista hacia el pedazo de piel

desnuda y manchada de sangre queasoma a través de su camisa y chalecoabiertos.

—No me prives de tu rostro, Olivia.—Lucha con mi cabeza hasta quelevanto los ojos y sus afilados rasgosestán lo bastante cerca como paracentrarme en ellos. Sus labios estánapretados. Sus ojos azules son salvajesy brillantes, y los huecos de sus mejillaslaten—. Tengo una puta petición —dicecon los dientes apretados—. Y quieroque me la concedas.

Dejo escapar un sollozo y todo micuerpo se hunde en mi posturaarrodillada, pero sus manos en micabeza hacen que me mantenga erguida.

Los pocos segundos que pasan antes deque hable de nuevo se me hacen eternos.

—No quiero de dejes de querermenunca, Olivia Taylor. ¿Me has oídobien?

Asiento en sus manos mientrasinspecciona mi rostro destrozado y seaproxima hasta que estamos frente afrente.

—Dilo —ordena—. Ahora.—No lo haré —contesto sollozando.Asiente contra mí y siento cómo sus

manos se deslizan por mi espalda y meestrechan hacia adelante.

—Dame lo que más me gusta.No hay suavidad en su instrucción,

pero la calma instantánea que me invade

cuando el calor de su cuerpo empieza afundirse con el del mío es todo lo quenecesito. Nuestros cuerpos chocan y nosaferramos el uno al otro como sifuésemos a perder la vida si nosseparásemos.

Y puede que así sea.Las grietas de nuestra existencia

están completamente abiertas en estosmomentos. No podemos escapar de lacruel realidad a la que tenemos queenfrentarnos. Las cadenas. Librarnos deellas. Estar al borde de la desesperaciónmientras nos enfrentamos a nuestrosdemonios. Sólo espero que dejemosatrás esas grietas y que, cuandosaltemos, no caigamos en la oscuridad.

Miller me consuela mientras tiembloen sus brazos, y su firmeza no consiguereducir las vibraciones ni lo másmínimo.

—No estés triste —me ruega, ahorasí adoptando un tono más suave—. Porfavor, no estés triste.

Separa mis dedos clavados en suespalda y me sostiene las manos entreambos, buscando mi rostro que estáempapado de lágrimas mientras yosorbo y me estremezco.

—Lo siento mucho —murmuro conun hilo de voz, y bajo la vista hasta miregazo para escapar de su preciosorostro—. Tienes razón. Esto me supera.

—Ya no hay un tú, Olivia. —Me

agarra la barbilla con las puntas de losdedos y me levanta la cara hasta quemiro sus ojos llenos de determinación—. Sólo hay un nosotros. Nosencargaremos de esto juntos.

—Tengo la sensación de que sémucho y a la vez muy poco —confiesocon voz rota y áspera.

Ha compartido mucha informaciónconmigo, alguna de manera voluntaria yotra por obligación, pero sigue habiendomuchos espacios en blanco.

Mi perfecto caballero a tiempoparcial inspira con agotamiento yparpadea lentamente mientras se llevamis manos a la boca y pega los labioscontra el dorso de cada una de ellas.

—Tú posees todas y cada una de laspartes de mi ser, Olivia Taylor. Teimploro clemencia por todas las cosasque he hecho y que haré mal. —Sus ojossuplicantes se clavan en los míos.

Lo he perdonado por todo lo que sé,y le perdonaré por todo lo que no. ¿Lascosas que hará mal?

—Sólo conseguiré salir de esteinfierno con la ayuda de tu amor.

Mi labio inferior empieza a temblary el nudo que tengo en la gargantaaumenta de tamaño rápidamente.

—Te ayudaré —le juro, y muevo lamano hasta que me la suelta. Me levanto,un poco desorientada, hasta que sientosu áspera mejilla—. Confío en ti.

Traga saliva y asiente levemente. Ladeterminación inunda su rostro cargadode emoción y sus ojos expresivos. Midistante y fraudulento caballero havuelto.

—Deja que te saque de aquí. —Levanta su largo cuerpo del suelo sinproblemas y me ayuda a ponerme en pie.El cambio de posición hace que toda lasangre se me vaya a la cabeza y metambaleo un poco—. ¿Estás bien?

—Sí, estoy bien —respondo,balanceándome en el sitio.

—Y que lo digas —dice Miller contono casual, como si yo tuviera quesaber exactamente a qué se refiere. Nopuedo arrugar la frente con confusión

porque estoy centrando toda la atenciónen evitar caerme de bruces contra elsuelo—. No te pega beber. —Me agarrade la nuca y del brazo y guía mistemblorosas piernas al sofá deldespacho—. Siéntate —me ordena, y meayuda a hacerlo. Se arrodilla delante demí y sacude la cabeza cuando alarga lamano para tocar el destrozo que me hehecho en el pelo. Me pasa los dedosentre lo que queda de él y el dolor serefleja claramente en su rostro—. Siguesestando preciosa —murmura.

Intento sonreír, pero sé que estáhecho polvo y no lo consigo. Oigo quela puerta se abre y asomo la cabeza.Tony permanece ahí durante unos

instantes, asimilando la situación.Parece estar a punto de estallar por lapresión. Miller se levanta lentamente, sevuelve y se mete las manos en losbolsillos del pantalón. Se quedanmirándose el uno al otro. Tony evalúa asu jefe, y después a mí. Me sientopequeña y estúpida bajo sus ojosvigilantes y, en un intento de evitarlos yde esconder el resultado de mi crisisnerviosa, me aparto el pelo de la cara yuso la goma que llevo en la muñeca pararecogérmelo en un moño despeinado.

—¿Cuál es la situación? —preguntaMiller llevándose la mano al hombro yencogiéndose un poco.

—¿La situación? —suelta Tony

acompañado de una risotada sarcástica—. ¡Estamos en un puto lío, hijo! —Cierra la puerta de golpe, se acerca almueble bar, se sirve un whisky y se lobebe de un trago—. ¡Tengo a un tipomedio muerto ahí fuera y a toda unamultitud preguntándose qué cojones hapasado!

—¿Control de daños? —preguntaMiller sirviéndose también un trago.

Tony se ríe de nuevo.—¿Tienes una máquina del tiempo?

Joder, Miller, ¿en qué cojones estabaspensando?

—No estaba pensando —espeta, yhace que me encoja en el sofá, como sila causa de todo este desastre fuese a

pasar inadvertida si me hago pequeñita.Se confirma mi fracaso cuando Tony

desvía la vista con ojos estresados en midirección. Mi necesidad irracional deherir a Miller ha acabado con un bañode sangre en el club y ha confirmado lassospechas de Sophia sobre la verdaderanaturaleza de nuestra relación.

—No, ése es el problema. Es lahistoria de tu vida, hijo. —Tony suspira—. ¡Uno no se pone hecho unenergúmeno a golpear a un tipo por unamujer que supuestamente es sólo unadiversión! —Controla su exasperación ylevanta la mano para apartarle a Millerla camiseta con el ceño fruncido—. ¿Yesta herida punzante?

Miller le aparta la mano y deja suvaso en el mueble. Me quedo de piedracuando veo que lo recoloca antes deempezar a tirar de su camisa.

—No es nada.—¿Tenía un cuchillo?—No es nada —repite Miller

lentamente. Tony ladea su calva cabezade manera inquisitiva—. ¿Se ha idoSophia?

—¿Sophia? Te tiene cogido por loshuevos, hijo mío. No cuestiones sulealtad para con Charlie. ¡Es su putamujer!

Abro mis ojos llorosos como platos.¿Sophia es la mujer de Charlie? ¿Y estáenamorada de Miller? Charlie tiene las

llaves de las cadenas de Miller. ¿Sabeque Sophia bebe los vientos por suchico especial? No pensaba que esta redde corrupción pudiese enredarse mástodavía.

Tony intenta recuperar lacompostura. Bebe otro trago y apoya lasmanos a un lado del mueble bar,cabizbajo.

—Nuestras putas vidas corruptasson reales, hijo, y así será hasta el díade nuestra muerte.

—No tiene por qué ser así —responde Miller en voz baja, como sidudase de su propia afirmación.

Se me revuelve el estómago.—¡Despierta, hijo! —Tony deja su

vaso vacío a un lado y agarra a Millerde los brazos, provocándole una muecade dolor, aunque el hombre no se da nicuenta—. Hemos hablado de esto unmillón de veces. El que entra en estemundo ya nunca sale de él. No puedeslargarte cuando te dé la gana. ¡O tequedas toda tu vida, o la pierdes!

Me atraganto con mi propia salivamientras asimilo la franca aclaración deTony. Sophia ya lo dijo. Miller loconfirmó, y ahora Tony lo estáratificando.

—¿Sólo porque no quiere seguirfollando por dinero? —intervengo,incapaz de contenerme.

Miller me mira y espero que me

ordene que me calle, pero me sorprendoal ver que después se vuelve hacia Tony,como si él también esperase unarespuesta a mi pregunta.

«Relacionarse con Miller Hartsupondrá su fin».

«No es tan fácil dejarlo».«Las consecuencias serán

devastadoras».«Cadenas». «Llaves». «Deuda de

vida».Estoy a punto de obligar a mi cuerpo

a levantarse en un intento de parecerfuerte y estable cuando la puerta se abrede nuevo y Sophia entra tranquilamente.El ambiente se vuelve un millón deveces más tenso y más incómodo. Me

siento de nuevo en mi asiento mientrasella mira a su alrededor y nos dedica atodos los presentes un momento de susojos pequeños y brillantes mientras sefuma un cigarrillo. Mis recelos aumentanmás todavía cuando Cassie aparecetambién, de nuevo perfecta, aunqueparece preocupada y cautelosa.

Sophia se pasea hasta el mueble bary se abre paso entre Miller y Tony.Ninguno de los dos objeta. Se apartanpara dejarle el espacio que demandapara servirse una copa. Se toma sutiempo, y su postura y sus actos emanansupremacía. Entonces se vuelve haciaMiller.

—Una reacción demasiado violenta

por alguien que supuestamente es sóloun polvo. —El acento europeo deSophia hace que su amenaza resulte casisexy.

Cierro los ojos brevemente. Laculpabilidad vuelve a clavarme susabominables garras. Qué idiota soy.Abro un ojo y veo que Miller la estámirando, sin expresión en el rostro y conel cuerpo sobrecogedoramente quieto.Su tiempo de esconderse se ha agotado.Ha llegado la hora de pensar en la mejormanera de solucionar esto.

Gracias a mis actos impulsivos.—Sólo le hago el amor a esa mujer.

—Me mira, y casi me deja paralizadacon la calidez que reflejan sus ojos.

Quiero correr a sus brazos y estar a sulado para enfrentarnos a ella juntos,pero mis músculos inútiles me fallan denuevo. Cuando Miller vuelve a mirar aSophia, su expresión se torna de nuevofría e impasible—. Sólo la venero aella.

El asombro se evidencia en surostro. Intenta ocultarlo bebiendo unsorbo de su copa y dándole una caladaal cigarrillo, pero lo veo claro como elagua desde aquí.

—¿Dejas que te toque? —pregunta.—Sí.Su respiración se acelera, y una

ligera ira emerge ahora a través de lasorpresa.

—¿Dejas que te bese?—Sí. —Su mandíbula se tensa y su

labio se arruga con furia—. Puede hacerlo que le dé la gana conmigo. Lo aceptotodo con gusto. —Se inclina hacia ella—. De hecho, hasta he llegado arogárselo.

Mi corazón estalla en mil pedazosde puro e inoportuno contento, lo quehace que mi mente, ya inestable, senuble todavía más. Sophia se haquedado sin habla y no para de darrápidos y frenéticos sorbos a su bebida,dando caladas al cigarrillo entre trago ytrago. La confesión de Miller haderribado su soberbia compostura. Ellaya se lo imaginaba, de modo que no

debería sorprenderle tanto. ¿O acasosubestimaba la situación? Quizá pensabaque era una tontería.

Si es así, se equivocaba de plano.Como mera observadora de los

acontecimientos que se estándesarrollando, miro a Tony y veoauténtico pánico en su rostro. Despuésmiro a Cassie, que está tanconmocionada como Sophia.

—No puedo protegerte de él, Miller—dice Sophia con calma, aunque suirritación sigue siendo evidente. Le estálanzando una advertencia.

—En ningún momento he esperadoque fueses a hacerlo, pero quiero quetengas una cosa clara: ya no estoy a tu

disposición. Nos marchamos —declaraMiller, y se aparta de Sophia.

Se dirige hacia mí condeterminación y con paso ligero, pero nocreo que sea capaz de ponerme de pie.No paro de temblar. Alarga la manohacia mí. Levanto la vista y sus ojosazules me infunden una inmensaseguridad.

—¿Crees que saltarán chispas? —susurra, y su boca parece moverse acámara lenta. Sus ojos centellean y mellenan de fuerza y de esperanza.

Acepto su ofrecimiento y lemantengo la mirada mientras dejo queme ayude a levantarme. Acerca la manoa mi pelo, me coloca unos cuantos

mechones sueltos detrás de las orejascon delicadeza e inspecciona mi rostro.No tiene ninguna prisa. No haynecesidad de salir corriendo de estahorrible situación. Parece contentarsehaciendo que me derrita ante él bajo elefecto penetrante de sus ojos. Me besa.Suavemente. Lentamente.Elocuentemente. Es un signo, unadeclaración. Y yo no puedo menos queaceptarlo.

—Vámonos a casa, mi niña. —Reclama mi nuca y me guía hacia lapuerta de su despacho.

La ansiedad empieza a evaporarsedentro de mí al saber que prontoestaremos fuera de aquí, lejos de este

mundo cruel. Por esta noche ya podemoscerrar la puerta. Y espero que el mañananunca llegue para no tener que volver aabrirla.

—Lamentarás esta decisión, Miller.—El tono de Sophia hace que Miller sedetenga en el acto, deteniéndome a mítambién.

—Lo que lamento es la vida que hellevado hasta el momento —respondeMiller con rotundidad y con voz pausada—. Livy es lo único bueno que me hapasado, y no tengo ninguna putaintención de separarme de ella.

Se vuelve lentamente, llevándomecon él.

Sophia ha recuperado su aire de

superioridad, Tony sigue meditabundo yCassie mira a Miller con lágrimas en losojos. Me quedo observándola unosinstantes, y debe de darse cuenta,porque, de repente, me lanza una mirada.

Sonríe.No es una sonrisa de petulancia, de

hecho está muy lejos de serlo. Pareceuna sonrisa triste de reconocimiento,pero al cabo de unos segundos me doycuenta de que es una sonrisareconfortante. Asiente muy ligeramente yel gesto corrobora mis pensamientos: locomprende. Lo comprende todo.

Sophia se ríe con malicia y tantoCassie como yo desviamos nuestraatención hacia su figura decorada con un

traje de diseño.—Podría acabar con esto en un

segundo, Miller. Y lo sabes. Le diré queella ha desaparecido. Que no significanada para ti.

Me siento insultada, pero Millerpermanece relajado.

—No, gracias.—Es una fase.—No es una fase —responde Miller

con frialdad.—Sí que lo es —rebate Sophia con

seguridad meneando una mano hacia mícon desdén.

Su mirada de reproche me apuñalacon dureza y hace que me encoja unpoco.

—Tú sólo sabes hacer una cosa,Miller Hart. Sabes cómo hacer que lasmujeres gritemos de placer, pero nosabes lo que es que te importe alguien.—Sonríe con petulancia—. Tú eres elespecial. Tú-sólo-sabes-follar.

Hago un gesto de dolor y me rebeloante la irresistible tentación de ponerlaen su sitio, pero bastante daño he hechoya. Si Sophia está aquí, destilandocondescendencia, es por mi culpa.

Siento cómo Miller empieza aponerse en modo maníaco.

—Tú no tienes ni puta idea de lo quesoy capaz de hacer. Venero a Olivia. —Su voz tiembla a causa de la ira quebulle hacia su frío exterior.

Ella arruga la cara con un gesto dedisgusto y da un paso hacia adelante.

—Eres un ingenuo, Miller Hart.Jamás dejaré que te marches.

Miller explota.—¡La amo! —ruge, haciendo

retroceder a todos los presentes—. ¡Laamo con todas mis fuerzas, joder!

Mis ojos se inundan de lágrimas yme coloco a su lado. Me agarrainmediatamente y me estrecha contra sucuerpo.

—La amo. Amo todo lo querepresenta, y amo lo mucho que ella meama a mí. Que es más de lo que tú mequieres. ¡Es más de lo que cualquiera devosotras dice quererme! Es un amor

puro, es luz, y me ha hecho sentir. Hahecho que ansíe más. Y mataré acualquier hijo de puta que intentearrebatármela. —Se detiene un segundopara coger aire—. Lentamente —añade,temblando junto a mí, aferrándose a mícon fuerza, como si tuviese miedo deque alguien tratase de hacerlo ahoramismo—. Me da igual lo que él diga.Me da igual lo que piense que puedehacerme. Será él quien tenga que dormircon un ojo abierto, Sophia, no yo. Asíque díselo. Corre y confírmale lo que yasabe. No quiero seguir ganándome lavida follando. Dile que no quiero seguirllenándole los bolsillos. No dejaré queme chantajees. Miller Hart ya no piensa

jugar más. ¡El chico especial se marcha!—Hace otra pausa y se toma unosinstantes para volver a recuperar elaliento mientras todos lo miranpasmados. Incluida yo—. La amo. Ve ydíselo. Dile que la quiero. Dile queahora pertenezco a Olivia. Y dile quecomo se le pase siquiera por la cabezatocarle un pelo de su preciosa cabeza,será lo último que haga.

Nos dirigimos a la salida antesincluso de que asimile lo que estamosdejando atrás, aunque me lo imaginoperfectamente. Ni siquiera puedoprocesar su violenta declaración. Subrazo me cubre el hombro. Siento sucalor y su confort, pero esto no es nada

en comparación con la sensación depertenencia que tengo cuando me agarrade la nuca como de costumbre. Merevuelvo para soltarme y él me mira,totalmente perplejo, mientrascontinuamos avanzando. Le coloco lamano en mi nuca y rodeo su cintura conmi brazo. Miller suspira con aceptacióny vuelve a concentrarse en nuestramarcha.

La música suena de nuevo a travésde los altavoces por todas partes, perola clientela de élite no ha vuelto a lanormalidad. Hay grupos reunidos portodos lados, haciendo piña, seguramentecomentando la escena que ha montadohace un rato el propietario del club.

Entonces me surge una duda.—¿Sabe toda esta gente quién eres?

—pregunto sintiendo cómo un montón demiradas procedentes de todasdirecciones se clavan en nosotroscuando salimos de la escalera.

No me mira.—Algunos sí. —Su respuesta,

escueta y directa, me indica que sabe aqué me refiero, y no es al hecho de quesea el propietario del establecimiento.

El aire vespertino impacta contra micuerpo y me hace temblar de inmediato.Me acurruco más todavía al costado deMiller y capto la vista de uno de losporteros. Su rostro severo se torna serioal ver cómo Miller me escolta desde el

local hasta el otro lado de la calle,donde tiene aparcado el Mercedes.Mientras me guía hasta el asiento delpasajero, miro hacia la puerta de entraday veo cómo otro segurata está metiendoen un taxi al tipo al que Miller acaba dedarle una paliza hasta casi matarlo. Derepente estoy muy preocupada.

—Necesita tratamiento —digo—.Los médicos harán preguntas.

La puerta se abre y me empuja haciael asiento con delicadeza.

—A esta clase de gente no le gustaque la policía se meta en sus asuntos,Olivia. —Me pasa el cinturón deseguridad por delante y me lo abrocha—. No te preocupes por eso.

Me besa suavemente en la mano ycierra la puerta. Después, se saca elteléfono del bolsillo y hace una brevellamada mientras rodea el coche.

«Esta clase de gente».Este mundo.Es muy real.Y yo estoy justo en el centro.

12

El alcohol y el cansancio me pasanfactura. Estoy atontada y mis piernasparecen de gelatina. Cuando llegamos alvestíbulo de su edificio, Miller me cogeen brazos y continúa avanzando.

—Donde tienes que estar —susurra,y pega los labios a mi sien.

Rodeo su cuello con los brazos yapoyo la cabeza sobre su hombro.Cierro los ojos y por fin cedo ante elagotamiento. Se ha negado a obedecermi débil petición de que me llevase a

casa de la abuela. No he insistido.Necesita calma, y sé que su apartamento,conmigo dentro, lo ayudará aconseguirla.

Hasta que abramos la puerta denuevo mañana por la mañana.

La brillante puerta negra nos recibe.Miller la abre, entramos, y la cierrasuavemente con el pie, dejando almundo fuera. Mantengo los ojoscerrados mientras me lleva en brazos. Elaroma familiar hace que me relaje mástodavía. No es tan acogedor como el dela casa de la abuela, pero me alegro deestar aquí con Miller.

—¿Puedes mantenerte en pie? —pregunta volviéndose hacia mí.

Asiento y dejo que me baje al suelocon delicadeza. Su expresión deconcentración mientras me desnuda lentay cuidadosamente me deja embelesada.Los hábitos de siempre están presentes:pliega la ropa antes de colocarla en lacesta de la colada, separa los labiosligeramente y sus ojos brillan deemoción. Una vez realizada su tarea, memira y me lanza una orden silenciosa, demodo que me acerco a él y empiezo adesnudarlo. Incluso pliego su trajemanchado de sangre antes de meterlo enla cesta, a pesar de que en realidaddebería tirarlo a la basura. Me resultaimposible pasar por alto la heridapunzante y la sangre para deleitarme con

su perfección. Tiene las manos, el pechoy la mandíbula cubiertos de manchasrojas. No tengo claro qué sangrepertenece a Miller y cuál al tipo queapareció de manera tan inesperadadesde mi sórdido pasado. No podríahaber elegido peor momento, aunquedudo que la reacción de Miller hubiesesido menos violenta si se hubieramaterializado en cualquier otra ocasión.

Levanto la mano y tanteo concuidado la zona de la herida con eldedo, intentando evaluar si necesitaatención profesional.

—No me duele —dice en voz baja, yme aparta la mano para colocarla sobresu corazón—. Esto es lo único que me

preocupa.Sonriendo un poco, me aproximo a

su pecho y me elevo hacia su cuerpo. Loenvuelvo con mis extremidades y loabsorbo.

—Lo sé —murmuro contra su cuellomientras saboreo las cosquillas que susrizos, más largos que de costumbre, mehacen en la nariz, y el áspero roce de subarba en mi mejilla.

Sus fuertes manos se deslizan haciami trasero y sus piernas musculosas sedirigen hacia la ducha. Me empuja deespaldas contra las baldosas de la paredcuando entramos y se aparta de mí,negando a mi rostro el calor de sucuello.

—Sólo quiero que nos limpiemos —dice, con el ceño ligeramente fruncido.

—Explícate.Me muero de dicha cuando veo que

las comisuras de sus labios se curvanlevemente hacia arriba y sus ojosadoptan un brillo juguetón.

—Como desees.Alarga el brazo, conecta la ducha y,

al instante, el agua caliente llueve sobrenosotros. Su pelo se aplana sobre sucabeza y la sangre de su pecho empiezaa desaparecer.

—Lo deseo.Asiente un poco y se lleva la mano

detrás de él para separar mis piernas desu cintura antes de hacer lo mismo con

mis brazos. Me quedo de pie, con laespalda contra la pared, observando aMiller detenidamente. Pega las palmasde las manos contra las baldosas aambos lados de mi cabeza y se acercahasta que su nariz queda a una distanciade un milímetro de la mía.

—Voy a deslizar las manos por cadacurva de tu cuerpo perfecto, Olivia. Yvoy a mirar cómo te retuerces y teesfuerzas por contener tu deseo por mí.—La punta de su dedo traza una líneaabrasadora hasta mi cadera mojada. Yame está costando controlarme, y lo sabe.

Apoyo la cabeza en la pared yseparo los labios para inspirar más aire.

—Voy a prestar especial atención

justo aquí. —Un intenso calor merecorre cuando acaricia con delicadezami sexo palpitante una y otra vez—. Yaquí. —Baja la cabeza hasta mi pecho eintroduce mi pezón erecto en la calidezde su boca.

Contengo la respiración y golpeo lacabeza contra la pared, resistiendo miinstinto natural de agarrarlo, de sentirlo,de besarlo…

—Dime qué sientes —ordena.Atrapa mi pezón entre los dientes y unaaguda punzada de dolor desciende hastami sexo, donde sus dedos no paran dedeslizarse con suavidad y con calma.

Mi espalda retrocede en un vanointento de escapar de las intensas

chispas de placer, pero lo compensoadelantando las caderas, ansiosa poratrapar las sensaciones y hacerlas durarpara siempre.

—Placer. —Mi voz es un graznidograve y lujurioso.

—Explícate.Empiezo a sacudir la cabeza,

incapaz de obedecer su orden.—¿Quieres tocarme?—¡Sí!—¿Quieres besarme?—¡Sí! —exclamo.Por un instante estoy a punto de

colocar la mano sobre la suya paraaumentar la presión en mi clítoris, pero,sin saber cómo, encuentro la fuerza de

voluntad para no hacerlo.—Pues hazlo. —Es una orden, y

sólo un segundo después ataco su boca ymis manos lo palpan por todas partescon frenesí. Me muerde el labio, demodo que le devuelvo el mordisco y lohago gruñir—. Haz lo que te dé la ganaconmigo, mi niña.

Así que le agarro la polla y se laestrujo. Está dura. Está caliente. Echa lacabeza atrás y grita. Sus dedos aceleransus caricias en mis nervios palpitantes,acercándome cada vez más al clímax, yme animan a recorrer su miembro con lamano.

—¡Joder! —Traga saliva y baja lacabeza, con el rostro desfigurado por el

placer, la mandíbula tensa y todos susrasgos afilados. Mi orgasmo se acelerabajo el poder de sus ojos clavados en míy empiezo a menear las caderas haciaadelante para recibir sus caricias.

Él también lo hace.Nos miramos el uno al otro mientras

nos masturbamos, yo sin parar de gemir,y Miller jadeando en mi cara. Las gotasde agua se acumulan en sus pestañasoscuras y hacen que sus ojos, yaardientes, reluzcan con intensidad.

—¡Me voy a correr! —grito, eintento concentrarme en aferrarme alplacer que está a punto de volvermeloca mientras me aseguro de seguiracariciando a Miller para que él también

termine—. ¡Me voy a correr!La necesidad apremia. Muevo los

pies para estabilizarme, Miller pega elcuerpo más contra mí y nuestras bocaschocan y se besan con frenesí.

—¡Joder! ¡Córrete, Olivia!Y lo hago. Su orden me hace estallar.

Le muerdo la lengua, le clavo las uñasen la carne, exprimo su polla con fuerzay siento cómo late en mi mano.

—¡Jooodeeer! —ruge.Se queda sin fuerzas y se deja caer

contra mí, empotrándome contra lapared. Siento el calor de su esenciavertiéndose sobre mi vientre incluso através del agua.

—Sigue —jadea—. No pares.

Hago lo que me pide y continúomasturbándolo arriba y abajo al tiempoque restriego las caderas contra sumano, con el corazón a mil por hora yconcentrada únicamente en disfrutar demi bombardeo de placer. Me tieneatrapada contra la pared, con su cuerpoalto y con su rostro enterrado en micuello. Nuestra respiración esentrecortada y laboriosa. Nuestroscorazones laten y se golpean a través denuestros pechos comprimidos. Ynuestros mundos son perfectos.

Pero sólo en este momento.—No hemos usado nada de jabón —

dice jadeando y meneando los dedosalrededor de mi carne antes de

introducirlos lentamente en mí. Cierrolos ojos y contraigo los músculos a sualrededor—. Pero ya me siento máslimpio.

—Llévame a la cama.—¿Para darte lo que más me gusta?

—Me muerde la garganta y después mechupa con delicadeza.

Sonrío a pesar de mi agotamiento,suelto su polla semierecta y rodeo sushombros con los brazos. Pego el rostroal suyo hasta que se ve obligado aliberar mi garganta y a buscar mislabios.

—Quiero que todas las partes de tucuerpo me toquen —farfullo entre suslabios—. No quiero que te apartes de mí

en toda la noche.Gruñe y me besa con más intensidad,

empotrándome más todavía contra lapared. Nuestras lenguas se deslizan y seenroscan sin dificultad. Podría pasarmela vida besando a Miller Hart, y sé queél siente lo mismo.

—Deja que nos lave primero.Tengo una gran sensación de pérdida

cuando me da un pico en los labios ybusca el gel de ducha.

—Veamos cuánta prisa eres capaz dedarte —bromeo.

Deja por un momento de verterse eljabón en la mano y me mira concomplicidad.

—Me gusta tomarme mi tiempo

contigo. —Coloca de nuevo la botellaen su sitio exacto y empieza a formar unpoco de espuma en las manos. Se ponedelante de mí, exhala su aliento calienteen mi rostro y después realiza uno de susperezosos parpadeos y me mira con susabrasadores ojos azules—. Ya lo sabes,Olivia.

Contengo la respiración, cierro losojos con fuerza y me preparo pararecibir el tacto de sus manos. Empiezapor mis tobillos, trazando lentas ydelicadas rotaciones que eliminan lasuciedad del día. Mi mente desconecta yme centro en cómo su cálido tactomasajea mis piernas. Sin prisa. Y no meimporta.

—¿Qué va a pasar ahora? —pregunto por fin.

He estado evitando esta preguntadesde que nos marchamos del Ice.Estamos juntos, encerrados a salvo en elapartamento de Miller, pero no podemosestar siempre así.

—Imagino que Sophia le transmitiráa Charlie todo lo que he dicho.

—¿Sabe Charlie que Sophia estáenamorada de ti?

Se ríe ligeramente.—Sophia no es una suicida.—¿Y tú?Respira hondo y me mira a los ojos.—No, mi niña. Ahora tengo muchas

ganas de vivir. Tú me las has dado, y ni

el diablo evitará que disfrute de mieternidad contigo.

Alargo la mano y la poso sobre sumejilla.

—¿Es Charlie el diablo?—Más o menos —susurra.—¿Has pensado ya qué vas a hacer?—Sí —responde con seguridad.—¿Vas a contármelo?—No, nena. Pero quiero que sepas

que soy tuyo y que todo esto terminarámuy pronto.

—Siento hacer que esto sea másdifícil. —No digo nada más. Él sabe loque quiero decir.

—Saber que te tengo al final haceque sea fácil, Olivia. —Con mucha

vacilación, alarga la mano y me quita lagoma del pelo. Apenas es capaz decontener una mueca de dolor al ver quemi pelo, antes larguísimo, sólo me llegahasta un poco por debajo de loshombros—. ¿Por qué? —susurra, y mepeina con los dedos con cuidado,manteniendo la mirada en los mechonestrasquilados.

—No quiero hablar de ello.Agacho la cabeza. Me arrepiento

muchísimo de haberlo hecho, pero noporque vaya a echar de menos mismasas de incontrolable pelo rubio, sinoporque sé que Miller sí lo hará.

—¿Cómo te sentirías tú si yo meafeitase la cabeza?

Levanto la cabeza, horrorizada.Adoro su pelo. Ahora lo tiene más largo,y los rizos, cuando lo lleva seco,sobresalen alborotados hacia fuera demanera caprichosa a la altura de la nuca,y ese mechón rebelde que le cae demanera natural sobre la frente… No, no,no puede hacerlo.

—Deduzco —exhala en mi cara—por la expresión de tu rostro que tedolería profundamente.

—Sí, mucho. —No puedo negarlo,así que no lo hago. Su precioso cabelloforma parte de este hombre tan perfecto.Me dolería cualquier cosa que arruinasede su cuerpo—. Pero no dejaría dequererte ni siquiera un poco —añado,

preguntándome adónde pretende llegarcon esto.

—Ni yo a ti —murmura—, peroquiero que sepas que te prohíbo quevuelvas a cortarte el pelo.

Coge el champú y me vierte un pocoen la cabeza.

—No lo haré —le aseguro.No creo que vuelva a coger unas

tijeras en mi vida después de lo que hehecho, y me refiero a lo de Miller, no ami pelo. Sus manos restriegan los rizosque aún conservo y fijo la vista en laherida de su hombro.

—No me refiero a que no te locortes tú sola.

Arrugo la frente, pero me coloca

cara a la pared para que no puedamostrarle mi confusión.

—¿A qué te refieres? —preguntomientras me masajea la cabeza hasta quesale espuma.

—Nunca —dice corta yrotundamente, sin ninguna otraexplicación.

Me da la vuelta otra vez y me colocabajo el agua para enjuagarme.

—¿Nunca qué?No me mira, sólo continúa con su

tarea, inmune a mi perplejidad.—No quiero que te cortes el pelo,

nunca. Ni en la peluquería.—¿Nunca? —pregunto, estupefacta.Me mira muy serio. Conozco esa

expresión. No es negociable. Estáañadiendo mi pelo a su lista deobsesiones. Puede que haya cedido conalgunas, pero va a compensarlo conotras… como con mi pelo.

—Eso es lo que acabo de decir, ¿no?—señala totalmente en serio—. Sé quepuede que suene poco razonable, peroeso es lo que quiero, y me gustaría queaceptases.

Me quedo asombrada por suarrogancia, aunque no debería. Ya me heenfrentado a ella en numerosasocasiones.

—No puedes decirme lo que debo ono debo hacer con mi pelo, Miller.

—Muy bien. —Se encoge de

hombros con aire despreocupado y seenjabona los rizos antes de enjuagarse—. Entonces me afeitaré el mío.

Abro los ojos como platos ante suamenaza, pero pronto controlo miexasperación, porque si algo tengo porseguro es lo siguiente:

—Adoras tu pelo tanto como yo —declaro con seguridad… y consuficiencia.

Se aplica tranquilamente un poco deacondicionador en sus queridos rizosmientras yo permanezco apoyada contrala pared de la ducha, imitando suarrogancia. Mete la cabeza debajo delagua, se la enjuaga y se echa el pelohacia atrás con la mano. Mi sonrisa se

intensifica. Está dándole vueltas alasunto y, tras inspirar profundamente, lehace frente a mi diversión. Apoya lasmanos en la pared a ambos lados de micabeza y acerca el rostro al mío.

—¿Ya estás preparada para ponermea prueba? —Sus labios planean sobrelos míos, y yo aparto la mirada conengreimiento.

—Puede.El calor que emana su piel golpea

mis pechos cuando su risa silenciosahace que su torso se expanda.

—Muy bien —me dice al oído—. Teprometo que como se te ocurra mirarsiquiera una peluquería, me cortaré elpelo.

Sofoco un grito de asombro, mevuelvo hacia él y lo encuentro con lascejas enarcadas, retándome.

—No serías capaz.—Ponme a prueba. —Pega los

labios a los míos y por un momento lasatenciones de su boca me bloquean—.He cambiado muchas cosas desde queme enamoré de ti, Olivia Taylor. —Memordisquea el labio y los latidos de micorazón se aceleran de felicidad—.Créeme, cumpliré esa promesa.

Él me quiere. No le he prestadodemasiado atención cuando lo habramado ante Sophia en el Ice, bienporque no me lo creía, bien porque no loprocesaba. Pero ahora las palabras

resuenan por todo mi ser y me inundande calor.

—Me da igual —anuncio—. Acabasde decirme que me quieres. Haz lo quedesees.

Se ríe. Se ríe de verdad, con lacabeza hacia atrás, los ojos muybrillantes y temblando de maneradescontrolada. Me deja incapaz de hacernada. Ni siquiera respirar. Observoembelesada en silencio cómo estehombre tan maravilloso se desternillaante mí, y sacudo la cabeza a punto dellorar.

—Olivia —dice entre risas, y mecoge y me acuna en sus fuertes brazos—.Siempre te estoy diciendo que te quiero.

—No, no lo haces —objeto—.Siempre dices «fascinado».

Llegamos a la enorme cama deMiller y me coloca cuidadosamenteencima. Empiezo a colarme bajo lassábanas mientras él retira todos loscojines y los pone en el arcón que seencuentra a los pies de la cama.

—Puede que no use esas palabras,pero están ahí, cada vez que te miro.

Se mete en la cama y deja caer sufísico musculoso encima de mí. Mesepara los muslos y se pone cómodoentre ellos. Me mira con la másminúscula de las sonrisas.

—Lo llevas escrito por todas partes—susurra, y besa mi frente confundida

—. Lo escribo con los ojos en cadaparte de tu cuerpo cada vez que te miro.—Desciende hasta mis labiosregalándome besos delicados y hunde lalengua entre ellos. El hecho de estar tanfeliz a pesar del día tan traumático quehe tenido hoy me resulta irónicamentecontradictorio. Y tanto cambio memarea. Paso de la más absoluta euforia ala desesperación total—. Y te lo heescrito físicamente.

Sonrío y arrugo la frente mientras élcontinúa venerando mi boca con ternura.

Pero entonces caigo.—En tu estudio —farfullo contra sus

labios—. Me lo escribiste en la barrigacon pintura roja.

Lo recuerdo perfectamente, ytambién recuerdo que lo emborronóantes de que lo viese.

—Exacto. —Se aparta y mira mirostro sonriente. Me está tocando portodas partes, pero ahora mismo, conesos ojos azules hipnóticos ypenetrantes, me está tocando el alma.

—Te querré hasta que no me quedeaire en los pulmones, Olivia Taylor. —Busca mi mano y se lleva el anillo dediamantes a los labios—. Para toda laeternidad.

Sacudo la cabeza suavemente.—Una eternidad no será suficiente.—Pues entonces más allá —susurra.

13

Como le pedí, cuando me despierto porla mañana me lo encuentro aferrado amí. Sigue entre mis muslos, con lacabeza lo más pegada posible a micuello y con los brazos tendidos aambos lados de mi cabeza. Entierro lanariz en su pelo y aspiro su esenciamientras mis dedos recorren los fuertesy definidos músculos de su espaldadurante una eternidad.

Ya es otro día. Un nuevo día. Un díaal que no deseo enfrentarme. Pero

mientras siga atrapada debajo de Miller,a salvo y feliz, no tengo nada de lo quepreocuparme. De modo que cierro losojos de nuevo y vuelvo a entregarme a lasemiinconsciencia.

Esto parece el día de la marmota.Despego los párpados y evalúorápidamente el espacio que me rodea.Todo está tal y como lo había dejadoantes de cerrar los ojos. Las dos veces.Mi mente está a punto de volver a darlevueltas a un montón de pensamientosespantosos hasta que de repente me doycuenta de que es viernes.

¡La abuela!

Empujo a Miller con prisa pero concuidado para escapar de miconfinamiento y hago caso omiso cuandogruñe en sueños al dar una vuelta yponerse boca arriba.

—… más me gusta… —gruñe,agarrando a tientas mi cuerpo a la fuga—. Livy.

—Chist —digo. Cubro su cuerpodesnudo con las sábanas y beso su ahoralarga barba para calmarlo—. Sólo voy allamar al hospital.

Dicho esto, cede, vuelve a ponerseboca abajo y desliza los brazos pordebajo de su almohada. Dejo a Millerdurmiendo, salgo corriendo deldormitorio para buscar mi móvil y

pronto me encuentro hablando con lasala Cedro del hospital.

—Soy la nieta de Josephine Taylor—anuncio mientras me dirijo hacia lacocina—. Me dijeron que le darían elalta hoy.

—¡Ah, sí! —afirma la enfermeraprácticamente chillando, como sisintiese un gran alivio al confirmármelo—. El cardiólogo pasará visita aprimera hora de la tarde, de modo queespero tener el alta preparada sobre lastres. Pongamos las cuatro para estarseguros.

—¡Genial! —exclamo con emocióna pesar de estar todavía medio dormida—. ¿Y ya tiene toda su medicación?

—Sí, querida. He enviado lasrecetas a la farmacia del hospital.Deberíamos tenerla aquí antes de que sevaya. Debe reposar durante un tiempo. Ytendrá que acudir a una visita deseguimiento.

—Gracias.Me siento sobre una silla de la mesa

de Miller y respiro aliviada mientraspienso que eso de que repose es másfácil decirlo que hacerlo. Tengo un buendesafío entre manos y, sin duda, semanasde insolencias típicas de las Taylordirigidas hacia mi persona.

—De nada, de nada. La verdad esque ha sido la alegría de este lugar tantriste durante los últimos días.

Sonrío.—Pero no la echará de menos, ¿eh?La enfermera deja escapar una fuerte

risotada.—Pues la verdad es que sí.—Entonces lo siento, pero no puede

quedársela —declaro rápidamente—.Estaré allí a las cuatro.

—Se lo haré saber.—Gracias por su ayuda.—Un placer. —Cuelga y me quedo

sentada a solas en la silenciosa cocina,incapaz de contener mi alegría. Puedeque el día de hoy no sea tan malodespués de todo.

Me levanto y decido prepararle eldesayuno a Miller, pero necesito hacer

algo antes de ponerme a ello. Quieroque sea perfecto, y sólo hay un modo deconseguirlo. Corro al dormitorio y melanzo encima de la cama, haciendo queel cuerpo de Miller rebote sobre elcolchón. Se incorpora de inmediato,alarmado, con su maravilloso pelorevuelto y los ojos adormilados.

—¿Qué pasa?—Te necesito un momento —le digo,

y lo cojo del brazo y empiezo a tirar—.Venga.

Sus ojos adormilados ya no lo estántanto. Ahora están cargados de deseo.Con un movimiento superrápido ycalculado, se suelta el brazo, me agarra,me coloca boca arriba, se pone a

horcajadas sobre mi vientre y meinmoviliza los brazos por encima de micabeza.

—Te necesito un momento. —Su vozes áspera, grave y tremendamente sexy—. ¿Lo hacemos?

—No —respondo sin siquierapensar en controlar mi estúpida einsultante negativa.

—¿Disculpa? —Se sientecomprensiblemente rechazado.

—Lo haremos pronto. Quieroprepararte el desayuno.

Sus ojos azules se tornanligeramente suspicaces y aproxima elrostro al mío.

—¿En mi cocina?

Pongo los ojos en blanco. Ya meesperaba esta incertidumbre por suparte.

—Sí, en tu cocina.—Y si vas a prepararme el

desayuno, ¿para qué me necesitas?—Necesito cinco minutos.Me observa durante unos instantes y

considera mi petición. No se negará. Hedespertado su curiosidad.

—Como desees. —Se levanta y mesaca de la cama—. ¿Y qué piensaprepararme mi niña preciosa paradesayunar?

—Eso no es asunto tuyo.Dejo que guíe mi cuerpo desnudo de

regreso a la cocina y paso por alto su

resoplido de divertimento ante miinsolencia.

—¿Qué quieres que haga? —pregunta cuando entramos.

Observo cómo inspecciona elordenado lugar, como si estuvieseanotando mentalmente la posición decada objeto por si algo se mueve delsitio mientras yo hago y deshago a milibre albedrío. Es absurdo. Sabeperfectamente dónde está todo.

—Pon la mesa —le ordeno.Me aparto y disfruto al ver la arruga

que se le forma en la frente.—Por favor.—¿Quieres que ponga la mesa?—Sí. —Puede que sea capaz de

preparar un desayuno perfecto, pero séque es imposible que ponga la mesacorrectamente.

—De acuerdo. —Me mira convacilación y se dirige al cajón donde séque tiene los cuchillos y los tenedores.

Observo cómo se contraen y serelajan sus músculos perfectos mientraspermanezco inmóvil, pero las vistas sonmejores aún cuando se dirige a la mesa.Su rostro, sus ojos, sus muslos, supecho, su firme cintura… su polla dura.

Sacudo la cabeza, decidida a nodesviarme de mi plan. Observo cómotrajina por el espacio y me lanzamiradas curiosas de vez en cuandomientras yo continúo quieta y callada a

un lado y dejo que termine.—Perfecta —dice, y señala hacia la

mesa con un meneo del brazo—. ¿Yahora qué?

—Vuelve a la cama —ordeno, y medirijo a la nevera.

—¿Estando tú desnuda en micocina? —Casi se echa a reír—. De esonada.

—Miller, por favor. —Doy mediavuelta sobre mis pies descalzos con elmango de la puerta de la nevera en lamano y veo que me está mirando laespalda casi con el ceño fruncido—.Quiero hacer algo por ti.

—Se me ocurren muchas cosas quepuedes hacer por mí, Olivia, y para

ninguna de ellas es necesario que estésen mi cocina. —Estira la espalda y miraa su alrededor con aire pensativo—.Aunque…

—¡Vuelve a la cama! —No piensoceder en esto.

Agacha la cabeza, deja caer loshombros y suspira profundamente.

—Como desees —masculla, y salede la cocina—. Pero no puedo dormirsin ti, así que me quedaré ahí tumbadopensando en lo que te voy a hacerdespués de que me hayas alimentado.

—Como desees —respondo con unadulce sonrisa sarcástica e inclinando lacabeza al hacerlo.

Miller se esfuerza por contener su

sonrisa y seguir fingiendo que estáofendido y desaparece. Me pongo enmarcha. Lo primero que hago es sacar elchocolate y las fresas de la nevera. Noveo yogur natural desnatado por ningunaparte. Después, me apresuro a partir lostrozos de chocolate, a derretirlo, aquitarles el rabito a las fresas y alavarlas.

Me vuelvo hacia la mesa y veo quetodo está en su posición correcta… o laposición correcta según Miller. Memuerdo la mejilla por dentro mientras loobservo todo con atención y pienso siseré capaz de prepararla bien despuésde deshacerla y volverla a poner. Podríahacerle antes una foto. Asiento para mí

misma y me doy una palmadita mental enla espalda. Pero entonces se me ocurreuna idea aún mejor: me dirijo a loscajones y empiezo a abrirlos y acerrarlos, asegurándome de nodescolocar los contenidos mientras voybajando por el mueble. Me quedoparalizada en el instante en que mis ojosse posan en el diario de Miller. Me estállamando de nuevo.

—Mierda —maldigo entre dientes, yme obligo a cerrar el cajón, dejándolodonde se supone que tiene que estar.

Por fin encuentro lo que estababuscando.

Bueno, en realidad no.Encuentro algo mejor.

Le quito la tapa y me quedo mirandola punta del rotulador permanente, ypronto llego a la conclusión de que estoes mejor aún que el típico bolígrafo.

—Vale. —Inspiro hondo, me dirijo ala mesa y observo todas y cada una delas piezas perfectamente colocadas.

Ladeo la cabeza mientras me doygolpecitos en el labio inferior con elextremo del rotulador. Los platos. Porahí podría empezar.

Coloco los dedos en el centro de laporcelana para sostenerla en el sitio yprocedo a trazar un círculo alrededordel plato mientras sonrío.

—Perfecto —me digo en voz alta.Me incorporo y observo el resto de

la mesa. Estoy demasiado orgullosa demí misma, y eso se refleja en mi rostrotaimado. Hago lo mismo con todas ycada una de las cosas que hay sobre lamesa. Trazo sus contornos con elrotulador, marcando con líneas perfectasel lugar exacto de cada cubierto.

—¡¿Pero qué cojones haces?!Me vuelvo al escuchar su grito de

angustia, armada con mi rotulador y, enun estúpido intento de ocultar la pruebaA, lo escondo detrás de la espalda,como si hubiese un millón de personasmás en el apartamento de Miller quepudieran haber sido los responsables depintarrajear su mesa. La expresión dehorror en su rostro es como un baño de

realidad. ¿Qué narices acabo de hacer?Con ojos incrédulos y abiertos comoplatos traslada su cuerpo desnudo hastala mesa y la observa boquiabierto.Entonces levanta un plato y mira elcírculo. Y después un vaso. Y despuésun tenedor.

Me muerdo la mejilla por dentrofrenéticamente y me preparo para labomba que está a punto de estallar.Sienta su culo desnudo sobre la silla yentierra una mano en el pelo.

—Olivia. —Me mira con los ojosfuera de las órbitas, como si acabase dever un fantasma—. Me has rayado todala mesa.

Miro la mesa, me llevo el pulgar a la

boca y empiezo a mordisquearme la uñaen lugar de mi mejilla. Esto es absurdo.Es una mesa. Cualquiera diría que se hamuerto alguien. Suspiro conexasperación, tiro el rotulador a un ladoy me acerco a la mesa. Miller vuelve alevantar los objetos para comprobar querealmente lo he marcado todo. No sé siconfirmárselo yo o dejar que continúeexaminándola para descubrirlo por símismo.

—He hecho nuestra vida más fácil.Me mira como si me hubiesen salido

cuernos.—¿En serio? —Deja un plato y yo

sonrío cuando veo que lo mueve un pocohasta que está dentro de la guía—.

¿Podrías explicarte?—Pues… —Me siento a su lado y

pienso en la mejor manera de expresarlopara que lo entienda. Ahora soy yo laque se está comportando de maneraabsurda. Estamos hablando de MillerHart: mi hombre pirado y obsesivo—.Ahora puedo poner la mesa sin riesgo aque tu dulce niña altere tus —frunzo loslabios—… rutinas particulares.

—¿Mi dulce niña? —Me mira conincredulidad—. Tú no tienes nada dedulce, Olivia. ¡Ahora mismo eres másbien el puto diablo! ¿Por qué…?¿Cómo…? Joder, ¡mira esto! —Meneael brazo al tuntún, apoya los codos en lamesa y entierra el rostro en las manos—.

No me atrevo ni a mirar.—Ahora podré poner la mesa como

a ti te gusta. —Evito usar el verbo«necesitar». Así es como él necesita queesté—. Es un mal menor. —Alargo lamano y le cojo la suya para que deje deapoyar la cabeza y tenga que mirarme—.Si no quieres que siempre la estéfastidiando, tendrás que acostumbrarte aesto.

Señalo la mesa sonriendo. Puedeque haya reaccionado mal, pero sóloserá por esta vez. Acabará aceptando lasmarcas. La alternativa es tener unaminipataleta cada vez que ponga lamesa. Es obvio que esto es mejor.

—Tú eres el único mal que hay aquí,

Olivia. Sólo tú.—Considéralo una forma de arte.Resopla ante mi sugerencia y se

suelta la mano para agarrarme él a mí.—Es un puto desastre, eso es lo que

es.Mi cuerpo se hunde en la silla, y veo

cómo me mira con el rabillo del ojo,todo irritado. ¿Por una mesa?

—¿Se puede reemplazar?—Sí —gruñe—. Y es una faena

tener que hacerlo, ¿no te parece?—Bien, pues yo no soy

reemplazable, y no pienso pasarme todala vida contigo preocupándome de sicoloco un estúpido plato en el sitiocorrecto.

Recula ante mi dureza, pero ¡vengaya! Me he acomodado perfectamente asus obsesiones. Sí, es verdad que se harelajado bastante con algunas, perotodavía queda mucho trabajo por hacer,y ya que Miller se niega a admitirabiertamente que padece un trastornoobsesivo-compulsivo severo, y que seniega de plano a ir a un psicólogo,tendrá que acostumbrarse a mi manerade ayudarlo. Y de ayudarme a mí mismaa la vez.

—No es para tanto —dice fingiendoabsoluta indiferencia.

—¿Que no es para tanto? —preguntoriéndome—. ¡Miller, tu mundo estáexperimentando un cataclismo de

dimensiones históricas!Prácticamente gruñe ante mi

comentario, y me río más todavía.—Y ahora —me levanto y me suelto

la mano—, ¿quieres desayunar o vas anegarte porque no has visto si lo hepreparado como a ti te gusta?

—Esa insolencia sobra.—No sobra. —Dejo a mi gruñón en

la mesa para coger el cuenco dechocolate fundido y oigo cómo mascullamientras levanta la vajilla—. Ups —digo cuando me asomo al cuenco y veoque no se parece en nada a la densa ydeliciosa crema de chocolate que Millerelaboró.

Cojo la cuchara de madera, lo

meneo un poco y suelto el mango cuandoel oscuro fango semiduro se traga elinstrumento. Empiezo a hacer pucheros yde repente me pongo alerta, y sé que esporque se está aproximando parainvestigar. El calor de su pecho impactacontra mi espalda y apoya la barbillasobre mi hombro.

—Tengo una petición —me dice aloído, haciendo que mi hombro se elevey que mi cabeza se pegue contra surostro en un vano intento de detener elhormigueo que ha empezado a invadirmi cuerpo.

—¿Cuál? —Reclamo la cuchara ytrato de remover el chocolate.

—Por favor, no me obligues a

comerme eso.Mi cuerpo entero se desinfla y la

decepción sustituye al hormigueo.—¿Qué he hecho mal?Me quita la cuchara de la mano y la

deja en el cuenco antes de darme lavuelta en sus brazos. Su consternaciónha desaparecido. Ahora soy el blanco desu diversión.

—Te has pasado demasiado tiempodestrozando mi mesa y el chocolate seha secado —explica con petulancia—.Me temo que no podremos lamérnoslodel cuerpo.

No tengo solución. Sé que es unatontería, dado que acabo de arruinar sumesa en el proceso, pero quería hacer

esta cosa tan trivial, porque no lo es enel mundo de Miller.

—Lo siento. —Suspiro y apoyo lafrente en su pecho.

—Estás perdonada. —Me rodea laespalda con los brazos y después pegalos labios contra mi cabeza—. ¿Y sidejamos el desayuno por hoy?

—Vale.—Nos pasaremos el día vegetando.

Y luego almorzamos fuerte.Me encojo. Sabía que éste sería su

plan. Encerrarnos para protegerme deeste mundo. Pero no puede ser, porquela abuela vuelve hoy a casa.

—Tengo que recoger a la abuela delhospital a las cuatro.

—Yo la recogeré —se ofrece, perosé perfectamente lo que pretende. Y nopienso estar alejada de mi abuela—. Yla traeré aquí.

—Ya hemos hablado de esto.Necesita estar en su propia casa, en supropia cama, rodeada de todo lo queconoce. No le gustará vivir aquí.

Me aparto de él y salgo de la cocina.No estoy preparada para dejar queintente convencerme. Será una pérdidade tiempo y acabaremos discutiendo.Después de lo de anoche imagino que vaa estar insoportablemente protector.

—¿Qué tiene de malo mi casa? —pregunta ofendido.

Me vuelvo, un poco cabreada de que

se muestre tan obtuso en lo que respectaa la abuela.

—¡Que no es un hogar! —le espeto,y una pequeña parte de mí se pregunta side verdad me quiere mancillando suapartamento con mi falta de orden o siestá tan desesperado por protegerme quesería capaz de torturarse a sí mismoteniéndonos a mi abuela y a mí aquípermanentemente.

Veo que mi comentario lo ha heridoy cierro la boca antes de seguirretorciendo el cuchillo.

—Entiendo —dice con frialdad.—Miller, yo…—No, no pasa nada.Pasa por mi lado procurando no

tocarme. Me siento fatal y me quedomirando la pared y los techos altos de suapartamento. He herido sus sentimientos.Está intentando ayudar. Está preocupadopor mí, y yo me estoy comportandocomo una auténtica zorra.

Levanto la mano, me pinzo el puentede la nariz y gruño con frustración antesde ir tras él.

—Miller —lo llamo mientras veocómo desaparece en el dormitorio—.Miller, no pretendía herir tussentimientos.

Cuando entro, veo que está estirandolas sábanas con rabia.

—He dicho que no pasa nada.—Ya lo veo. —Suspiro y dejo caer

los brazos a los costados.Me acercaría a ayudar, sería como

una rama de olivo en forma de orden alestilo Miller, pero sé que así sóloconseguiré cabrearlo más porque loharía todo mal.

—No quieres vivir aquí. —Ahuecalas almohadas y alisa la parte superiorcon la mano—. Lo acepto. No tiene porqué gustarme, pero lo acepto.

Tira con furia la colcha que hay alpie de la cama y empieza a tirar de ellapara colocarla en su sitio. Observo ensilencio, un poco sorprendida por sucomportamiento rabioso y pueril. Estáiracundo. No enfadado o al borde de unbrote psicótico, sino sencillamente

airado.—¡A la mierda! —grita, y agarra las

sábanas perfectamente dispuestas y tirade ellas lanzándolas sobre la cama. Sesienta en el borde y se lleva las manosal pelo, respirando con agitación—. Tequiero en mis brazos todas las noches.—Levanta la vista y me mira con ojossuplicantes—. Necesito protegerte.

Me acerco a él y me sigue con lamirada hasta que me tiene delante.Separa las piernas y deja que mecoloque entre ellas. Apoyo las manossobre sus hombros y él las suyas en mitrasero. Me mira de nuevo, suspira ytraga saliva. Después apoya la frente enmi vientre y mis manos ascienden hasta

su cuello y se hunden en su pelo.—Sé que parezco dependiente y

caprichoso —susurra—. Pero no es sóloporque esté preocupado. Me heacostumbrado a levantarme contigo y adormirme contigo. Tú eres lo último queveo antes de cerrar los ojos y lo primeroque veo cuando los abro. Y no me haceninguna gracia dejar de tener eso,Olivia.

En ese instante comprendo cuál es elproblema. No nos hemos separadodesde hace semanas. Nueva York fue unasesión constante de veneración, derecibir lo que más le gusta y deperdernos el uno en el otro. Ahorahemos vuelto a la realidad. Sonrío con

tristeza, sin saber qué decir ni qué hacerpara que se sienta mejor. Nada memantendrá alejada de la abuela.

—Ella me necesita —murmuro.—Lo sé. —Me mira y hace todo lo

posible por regalarme una de sussonrisas. Lo intenta. Pero lapreocupación que cubre sus rasgos no selo permite—. Ojalá pudiese controlar minecesidad de ti.

Por un lado quiero y por otro noquiero que controle esa necesidad.

—¿Tu necesidad de mi presencia otu necesidad de garantizar mi seguridad?—pregunto, porque ésa es la cuestión.Sé perfectamente lo que hay al otro ladode la puerta de Miller.

—Las dos.Asiento admitiendo su respuesta e

inspiro hasta llenarme los pulmones.—Siempre me has prometido que

nunca me obligarías a hacer nada que noquisiera hacer.

Cierra los ojos con fuerza y fruncelos labios.

—Estoy empezando a arrepentirmede haberlo hecho.

Mis labios se extienden y forman unasonrisa. Sé que lo dice de verdad.

—Esto no es discutible. La únicasolución es que tú te vengas a casa connosotras.

Abre los ojos como platos y yocontrolo mi sonrisa, consciente de cuál

es el problema de esta situación.—¿Cómo voy a venerarte en casa de

tu abuela?—Lo hiciste perfectamente el otro

día.Levanto las cejas y sus hechizantes

esferas azules se nublan de deseo antemis ojos al recordar nuestro encuentroen la escalera.

Frunce ligeramente el ceño, aplicapresión en mi trasero y tira de mí haciaél.

—Pero ella no estaba en palacio.—¡Haces que parezca de la realeza!—¿Acaso no lo es?Resoplo a modo de asentimiento y

me agacho hasta que nuestros rostros

quedan a la misma altura.—Ya tiene sus opciones, señor Hart.

Yo me voy a casa con la abuela. ¿Meconcedería el honor de acompañarme?

Me muero de dicha cuando atisbo unligero brillo en sus ojos y sus labios seesfuerzan por contener una sonrisa perofracasan estrepitosamente.

—Lo haré —masculla intentandosonar gruñón mientras su actitudjuguetona lucha por liberarse—. Será unauténtico infierno, pero haré lo que seapor ti, Olivia Taylor, inclusocomprometerme a no tocarte.

—¡Eso no será necesario!—Difiero —responde

tranquilamente mientras se pone de pie y

me eleva hasta su cintura. Me aferro asus lumbares con los tobillos y pongocara de fastidio—. No pienso faltarle alrespeto a tu abuela.

—Amenazó con amputarte tuvirilidad, ¿te acuerdas? —le recuerdo,esperando eliminar de su concienciaesta tontería.

Su frente se arruga de un modomaravilloso. Lo estoy consiguiendo.

—Correcto, pero ahora estáenferma.

—Lo que significa que le costarámás atraparte.

Pierde la batalla de contener suregocijo y me ciega con una de sussonrisas de infarto.

—Me encanta oír cómo gritas minombre cuando te corres. Eso no seráposible. No quiero que tu abuela pienseque no la respeto ni a ella ni a su hogar.

—Entonces te lo susurraré al oído.—¿Está mi niña sacando su

insolencia a pasear?Me encojo de hombros como si

nada.—¿Está el hombre que amo

fingiendo ser un caballero otra vez?Inspira súbitamente, como si lo

hubiese dejado pasmado. No me lotrago.

—Me has ofendido.Me inclino y le muerdo la punta de

la nariz. Después deslizo la lengua

lentamente hasta su oreja. Siento cómose acelera su ritmo cardíaco bajo mipecho.

—Entonces dame una lección —lesusurro con voz grave y seductora aloído antes de morderle el lóbulo.

—Me siento obligado a hacerlo. —Con una sucesión de rápidos y expertosmovimientos, me agarra y me lanzasobre la cama.

—¡Miller! —chillo por los airesmientras meneo los brazos.

Aterrizo en el centro de su enormecama, riéndome e intentando ubicarme.Está de pie a los pies de la cama, quietoy calmado, mirándome como si fuese supróxima comida. Mi respiración

laboriosa se acelera. Intento sentarmebajo su vigilancia. Sus ojos estáncargados de deseo.

—Ven a mí, mi niña —dice con unavoz áspera que acelera mi corazóntodavía más.

—No. —Me sorprendo a mí mismanegándome. Quiero ir hasta él.Desesperadamente. No sé por qué hedicho eso, y a juzgar por su expresión dedesconcierto sé que Miller también seha quedado pasmado.

—Ven-a-mí. —Puntúa cada palabray la tiñe con su tono grave.

—No —susurro con obstinación, yretrocedo un poco, distanciándome deél.

Esto es un juego. Una cacería. Lodeseo con locura, pero saber lo muchoque él me desea a mí sube las apuestas yaumenta nuestro anhelo hasta un puntocasi insoportable… lo que hace que estapersecución resulte mucho mássatisfactoria.

Miller ladea la cabeza y sus ojoscentellean.

—¿Te estás haciendo la difícil?Me encojo de hombros y miro por

encima de mi hombro para planear mihuida.

—No me apetece que Miller Hartme venere en este momento.

—Eso es un disparate, OliviaTaylor. Lo sabes tan bien como yo. —

Avanza hacia mí y dirige la mirada justoentre mis piernas—. Puedo oler lodispuesta que estás desde aquí.

Me derrito por dentro, pero cierrolos muslos en el acto y cambio deposición en un vano intento de contenerel deseo que me invade.

—Y yo veo lo dispuesto que estástú.

Centro la atención en su polla, quelate visiblemente ante mis ojos.

Acerca la mano a la mesita de nochey saca un condón muy despacio, se lolleva a los labios muy despacio y loabre con los dientes muy despacio.Después me mira mientras lo extiendepor su miembro erecto. Con esa mirada

le basta para debilitarme. Transforma misangre en lava fundida y mi mente enpapilla.

—Ven-a-mí.Sacudo la cabeza y me pregunto por

qué narices sigo resistiéndome. Estoy apunto de explotar. Mantengo la miradafija en él, esperando su siguientemovimiento, y veo cómo su peneaumenta un poco más. Vuelvo aretroceder.

Sacude ligeramente la cabeza. Sumechón rebelde cae sobre su frente yuna minúscula curvatura en su bocacatapulta mi necesidad. Me tiemblavisiblemente todo el cuerpo. No puedocontrolarlo. Y no quiero hacerlo. La

anticipación me está volviendo loca dedeseo y todo por culpa mía. Se aproximacon determinación y con expresiónamenazadora y observa con regocijocómo retrocedo sofocando un grito.

—Juega todo lo que quieras, Olivia.Pero en diez segundos estaré dentro deti.

—Eso ya lo veremos —respondocon arrogancia, pero antes de que puedaanticipar su siguiente movimiento, saledisparado hacia mí a gran velocidad—.¡Mierda! —grito.

Doy una vuelta y gateo hasta elborde de la cama a toda prisa, pero élme agarra del tobillo y de un tirón metumba boca arriba. Jadeo en su cara

mientras él me atrapa con el cuerpo yexhala sobre mi rostro de maneraconstante y controlada.

—¿Es lo mejor que sabes hacer? —pregunta, inspeccionando mi rostro hastaque sus ojos aterrizan en mis labios.

Desciende y, en cuanto siento lasuavidad de su carne contra la mía, entroen acción y lo cojo desprevenido. Lotengo tumbado boca arriba en unnanosegundo y me monto a horcajadasencima de él, sosteniendo sus muñecaspor encima de su cabeza.

—Nunca bajes la guardia —le digoen su cara antes de mordisquearle demanera tentadora el labio inferior.

Gruñe y eleva las caderas para

pegarlas contra mí al tiempo que intentaatrapar mis labios. Se los niego y hagoque refunfuñe con frustración.

—Touché —dice, se incorporasúbitamente y vuelve a atraparme debajode él.

Intento en vano agarrarlo de loshombros, pero intercepta mis manos yme las sostiene contra la cama. Unasonrisa petulante de niño bueno sedibuja en su rostro divino y alimenta miinsolencia y mi deseo.

—Ríndete, niña.Grito con frustración y me esfuerzo

al máximo por liberarme. Consigo darlela vuelta a la tortilla de un salto, pero lasensación de caída libre eclipsa mi

determinación.—¡Mierda! —grito al tiempo que

Miller se apresura a darnos la vuelta y acolocarse debajo disimuladamente antesde que impactemos contra el suelo.

No parece haberse hecho daño, ysólo está en situación de desventajadurante un segundo antes de tenerme denuevo atrapada debajo. Grito y consigoque la frustración me consuma. Tambiénpaso por alto la sospecha de que se dejaganar voluntariamente, permitiendo quesienta que voy a conseguir algo antes devolver a recuperar el poder.

Observa embelesado mi rostroacalorado y sus ojos emanan pasiónmientras sostiene mis dos manos con una

de las suyas por encima de mi cabeza.—No te dejes llevar nunca por la

frustración —susurra, agacha la cabezay atrapa la punta de mi pezón entre losdientes.

Grito y hago caso omiso de suconsejo. ¡Me siento tremendamentefrustrada!

—¡Miller! —chillo, y me retuerzoinútilmente debajo de él, meneando lacabeza de un lado a otro mientras meesfuerzo por controlar el placer que meinvade desde todos los ángulos posibles—. ¡Miller, por favor!

Sus dientes estiran mi sensibleprotuberancia y me vuelven loca.

—¿No querías jugar, Olivia? —Me

besa la punta y me separa los muslosabriéndose paso con la rodilla—.¿Acaso te estás arrepintiendo?

—¡Sí!—Pues ahora tendrás que rogarme

que pare.—¡Por favor!—Niña, ¿por qué intentas negarte

mis atenciones?Mi mandíbula se tensa.—No lo sé.—Yo tampoco. —Menea las caderas

y empuja hacia adelante provocándomeun placer insoportable—. ¡Joder!

Una potente invasión me coge porsorpresa, pero el hecho de que seainesperada no hace que la absoluta

satisfacción sea menos gratificante. Mismúsculos internos se aferran a él contodas sus fuerzas e intento liberar mismuñecas de sus manos de hierro.

—Deja que te abrace.—Chist —me silencia mientras

eleva el torso y se apoya sobre losbrazos al tiempo que me mantieneatrapada debajo de su cuerpo—. Loharemos a mi manera, Olivia.

Gimo mi desesperación, echo lacabeza atrás y arqueo la espaldaviolentamente.

—¡Te odio!—No, no me odias —responde con

seguridad, retrocediendo y planeandosobre mi abertura; está tentándome—.

Me amas. —Empuja un poco haciaadelante—. Te encanta todo lo que tehago. —Empuja un poco más—. Y teencanta lo que sientes cuando te lo hago.

¡Pum!—¡Joder! —grito, desesperada bajo

sus garras e indefensa bajo su ataqueenérgico. Aunque no lo detendría ni enun millón de años. Ansío su poder—.Más —gimo, disfrutando del deliciosodolor que me está provocando.

—Es de mala educación no mirar ala gente cuando te habla —me dicemientras se retira lentamente.

—¡Cuando a ti te conviene!—¡Mírame!Levanto la cabeza, abro los ojos y

grito con furia.—¡Más!—¿Fuerte y rápido? ¿O suave y

lento?Estoy demasiado desesperada para

que lo haga suave y lento. Paso delsuave y lento, y no creo que la orden deMiller de que lo saboree vaya a ayudaren nada.

—Fuerte —jadeo, y elevo lascaderas todo lo que puedo—. Muy fuerte—digo sin vergüenza, ni miedo nirecelos. Tengo toda su devoción, suamor y sus atenciones,independientemente de si me folla o mevenera.

—Joder, Livy. —Se retira del todo y

me deja ligeramente confusa y a puntode objetar, pero entonces me coloca acuatro patas y me agarra de la cinturacon ímpetu. Trago saliva y agradezco laprofundidad que Miller puede alcanzardesde esta postura. Joder, ¿y encima vaa hacérmelo fuerte?—. Dime que estáspreparada.

Asiento y pego el trasero contra él,ansiosa por esa profundidad. No pierdeel tiempo y tampoco se molesta en entrardespacio. Me penetra hasta el fondolanzando un bramido ensordecedor queme embriaga de euforia y me provocaescalofríos de placer. Grito, apoyo lasmanos en puño en la moqueta, y echo lacabeza atrás con desesperación. Miller

arremete sin piedad, ladrando con cadaembestida, clavándome los dedos en lasuave piel de mis caderas. Siento laaspereza de la moqueta en mis rodillas.Se está comportando de una manerainusualmente violenta conmigo, aunqueel ligero dolor y la implacable fuerza desu cuerpo martilleando el mío no medesaniman, sino que hacen que supliquemás.

—Más fuerte —farfullo débilmente,dejando que Miller tome el controlabsoluto mientras que las fuerzas pararecibir sus duros golpes empiezan afallarme y sólo puedo concentrarme enel placer que me consume y que invadecada rincón de mi cuerpo.

—¡Joder, Olivia! —Flexiona losdedos y los vuelve a clavar en mi carne—. ¿Te estoy haciendo daño?

—¡No! —exclamo temiendo quepueda parar—. ¡Más fuerte!

—¡Joder! ¡Eres un puto sueño! —Separa las rodillas y acelera el ritmo.Nuestros cuerpos chocan haciendo ruido—. ¡Me voy a correr, Olivia!

Cierro los ojos. El aire abandonamis pulmones y mi mente también sevacía. Me quedo en un mundo oscuro ysilencioso en el que mi único propósitoes disfrutar de las atenciones de Miller.No hay nada que me distraiga de ello,nada que arruine nuestro preciosomomento juntos. Estamos solos los dos,

mi cuerpo y su cuerpo haciendo cosasmaravillosas.

El placer aumenta. Cada colisión desu cuerpo con el mío me empuja hacia eléxtasis más absoluto. Quiero hablar,decirle lo que me está haciendo sentir,pero me quedo callada, incapaz depronunciar ni una palabra. Sólo puedoemitir gemidos de desesperación y deplacer. Siento cómo se aproxima suclímax. Se expande dentro de mí y unrugido sonoro me trae de vuelta a lahabitación. Mi orgasmo me coge porsorpresa y grito mientras me atraviesacomo un tornado. Todos mis músculos setensan, excepto los de mi cuello, quedejan que mi cabeza caiga sin vida entre

mis brazos. Miller acelera sus fuertesembestidas una vez más para llegar allímite y entonces tira de mi cuerporígido contra él.

—¡Arhhhhhhhhhhhhhh! —brama, yme golpea con una fuerza que uno sóloes capaz de comprender cuando la estárecibiendo. Y yo lo estoy haciendo.

El intenso dolor que me atraviesa,mezclado con el efervescente placer queaún burbujea entre mis piernas acabaconmigo.

—Joder —exhala mientras mantienenuestros cuerpos enganchados.

Estoy a punto de desplomarme.Miller es lo único que me sostiene, ydesprende los dedos de mis caderas,

pierdo ese apoyo y me dejo caer sobreel suelo boca abajo, jadeando yresollando.

La frialdad de la moqueta sobre mimejilla es bienvenida mientras observocómo Miller se tumba boca arriba a milado y deja caer los brazos sobre sucabeza. Su pecho se expande con agitadaviolencia. Está empapado, y la firmecarne de su torso reluce con el sudor. Situviese la energía suficiente, alargaría lamano para acariciarlo, pero no la tengo.Estoy totalmente inservible. Pero notanto como para cerrar los ojos yprivarme de la magnífica visión deMiller tras su orgasmo.

Ambos permanecemos

desparramados en la moqueta duranteuna eternidad. Mis oídos se veninvadidos por inspiraciones largas yconstantes. Finalmente, reuniendofuerzas de alguna parte, arrastro losbrazos por la moqueta y acaricio sucostado con la punta de mi dedo. Sedesliza con facilidad gracias a lahumedad de su piel caliente. Deja caersu cabeza a un lado hasta que sus ojosencuentran los míos y el agotamientodesaparece, permitiéndonos recuperar elhabla. Pero él se me adelanta.

—Te quiero, Olivia Taylor.Sonrío y pongo todo mi empeño en

subirme encima de él, acomodarme yhundir mi rostro en el confort de su

cuello.—Y yo me siento profundamente

fascinada por ti, Miller Hart.

14

—Veamos, entonces.Está esperándome en la acera, fuera

de la peluquería, y sé que estásupernervioso. No para de pasearse deun lado a otro y parece excesivamentepreocupado ante mi nuevo corte de pelo.Me ha permitido venir bajo órdenesestrictas de cortarme lo mínimo paraarreglármelo, aunque se ha encargado dereiterar esas mismas instrucciones a lapeluquera y sólo se ha marchado cuandoyo lo he obligado al ver que estaba

alterándola mucho con sus secasórdenes. De haberse quedadovigilándola seguramente habría acabadocon un destrozo peor que el que ya tenía.Mis rizos, antes largos y salvajes, estánahora suaves y brillantes y caen justopor debajo de mis hombros. Joder, hastayo estoy nerviosa. Me llevo la mano a lacabeza, me paso los dedos a través deellos y siento el tacto tan sedoso quetienen mientras Miller me observadetenidamente. Espero. Y espero. Hastaque la exasperación y la impaciencia seapoderan de mí.

—¡Di algo! —le ordeno, detestandoel escrutinio al que me está sometiendo.No es raro en él observarme tan

detenidamente, pero esa intensidad no esbien recibida en estos momentos—. ¿Note gusta?

Frunce los labios y se mete lasmanos en los bolsillos del pantalón deltraje, cavilando. Después acorta ladistancia que nos separa y entierra elrostro en mi cuello en cuanto llega hastamí. Me pongo tensa. No puedo evitarlo.Pero no es por su cercanía. Es por susilencio.

Inspira hondo y dice:—No hace falta que te diga que

estaba un poco preocupado ante laposibilidad de perder aún más.

Suelto una fuerte carcajada ante elcinismo de su subestimación.

—¿Un poco?Se aparta y murmura con aire

pensativo.—Detecto cierto sarcasmo.—Tus sentidos funcionan

perfectamente.Me sonríe con malicia, se acerca,

rodea mi cuello con el brazo y meestrecha contra él.

—Me encanta.—¿En serio? —Estoy perpleja.

¿Está mintiendo?—Sí, de verdad. —Pega los labios

contra mi cabeza e inspira hondo denuevo—. Y me gustará todavía máscuando esté alborotado y húmedo. —Mepasa los dedos por el pelo, lo agarra con

fuerza y tira de él—. Perfecto.Siento un alivio tremendo.

Absolutamente tremendo.—Me alegro de que te guste, pero si

no fuese así, tendría unas palabritascontigo. Ha seguido tus instruccionespunto por punto.

—No esperaba menos.—La has puesto nerviosa.—Le estaba confiando mi posesión

más preciada. Debía de estar nerviosa.—Mi pelo es mi posesión.—Te equivocas —responde con

rotundidad.Pongo los ojos en blanco ante su

impertinencia, pero evito desafiarlo.—¿Adónde vamos? —pregunto,

cogiéndole la muñeca para comprobar lahora—. Aún es pronto para recoger a laabuela.

—Ahora tenemos que ir a visitar aalguien. —Me agarra del cuello y medirige hacia su Mercedes.

La preocupación me invade. No meha gustado cómo ha sonado eso.

—¿A quién?Miller se mira como si se estuviera

disculpando con los ojos.—Adivínalo. Te doy tres intentos.El mundo se me viene encima. No

necesito tres.—A William —suspiro.—Correcto. —No me ofrece la

oportunidad de objetar. Me guía hasta su

coche y cierra la puerta con firmezaantes de rodearlo por delante y ocuparsu asiento—. Me encanta tu pelo —dicecon voz suave mientras se acomoda,como si estuviese intentandoapaciguarme… relajarme.

Mantengo la vista al frente mientrasevalúo las ventajas de escabullirme. Noquiero ver a William. No quieroenfrentarme a su desaprobación, a supetulante arrogancia. Miller lo sabe, ynunca me obliga a hacer nada que noquiera hacer, aunque me temo que enesta ocasión romperá su promesa. Perono pierdo nada por intentarlo.

—No quiero ir. —Me vuelvo haciaél y lo veo con expresión meditabunda.

—Mala suerte —susurra y arranca elcoche, no dejándome más opción que lade tragarme la rabia.

Miller depende ahora de Williampara obtener información. Sé que no legusta nada, y a William tampoco. Ydesde luego a mí tampoco. Pero pordesgracia, parece que ninguno denosotros tiene elección. Cierro los ojosy no vuelvo a abrirlos hasta quellegamos. No decimos nada, dejandoque el silencio inunde el espaciocerrado que nos rodea. Es incómodo. Esdoloroso. Y hace que el trayecto se mehaga eterno.

Cuando por fin llegamos a nuestrodestino, detecto la tensión de Miller. La

atmósfera parece congelarse y vuelverígidos todos los músculos de micuerpo. Todavía no se han visto siquierapero ya se percibe la invisibleenemistad, y hace que se me pongan lospelos de punta y que se me acelere elpulso. Siento como si estuviesemetiéndome voluntariamente en la bocadel lobo.

—Abre los ojos, Olivia.El tono relajado de Miller acaricia

mi piel y despego los párpados, aunqueno tengo ningún deseo de ver lo que hayfuera del coche. Pero mantengo lamirada en mi regazo y veo que mi anillode eternidad gira con frenesí en mi dedogracias a mis propios nervios

inconscientes.—Y mírame —ordena.Antes de que pueda obedecer, me

agarra de la nuca y me gira la cabezapara que lo mire. Fijo los ojos enMiller, sabiendo lo que veré si meaventuro a mirar detrás de él.

El Society.El club de William.—Mejor —dice, y alarga la otra

mano para arreglarme mi nuevo pelo—.Ya sabes que William Anderson no essanto de mi devoción —declara—, perose preocupa mucho por ti, Olivia.

Me atraganto y abro la boca parareplicar, para decirle que a William sólolo mueve el sentimiento de culpa. No

pudo salvar a mi madre, de modo queestá intentando expiar su alma ysalvarme a mí. Pero me coloca la palmade la mano en los labios parasilenciarme antes de que abra la boca.

—Si yo puedo aceptar su ayuda, tútambién.

Tuerzo el gesto, derrotada, tras sumano, y entorno los ojos ligeramente. Laleve curva de sus labios me indicaexactamente cuáles van a ser laspróximas palabras que salgan por suboca perfecta.

Y no me equivoco.—Insolente —dice, y aparta la mano

rápidamente para reemplazarla por suboca.

El tacto de nuestros labios consigueel efecto deseado. Me desabrocho elcinturón al tiempo que le devuelvo elbeso y me paso al asiento de al lado yme monto sobre su regazo.

—Hmmm —murmura, y me ayuda aponerme cómoda mientras nuestraslenguas danzan en perfecta sincronía.Me está infundiendo las fuerzas quenecesito para enfrentarme a William,para entrar en el Society—. Vamos.Acabemos con esto.

Refunfuño una objeción y hago todolo posible por dificultarle a Miller latarea de despegarse de mi boca y abrirla puerta. Ladea la cabeza paraordenarme que salga, y lo hago gruñendo

de manera audible. Me levanto de suregazo y me encuentro de pie en la aceraantes de lo que me habría gustado.Intento evitar levantar la vista. Mearreglo el vestido, me coloco el pelopor detrás de los hombros, vuelvo allevármelo adelante y acepto mi bolsocuando asoma por mi lado. Mispulmones absorben el aire lentamente ypor fin reúno las fuerzas paraenfrentarme al edificio que tengoenfrente.

Años de angustia parecen reptar pormi cuerpo desde el suelo bajo mis piespara asfixiarme. El aire se vuelve densoy me dificulta la respiración. Me ardenlos ojos ante el recordatorio visual de

mi sórdido pasado. El edificio está tal ycomo lo recordaba, con los inmensosladrillos de piedra caliza, las enormesvidrieras originales y los desgastadosescalones de cemento que dan a lasgigantescas puertas que me llevarán almundo de William. Una brillante verjanegra de metal custodia la fachada, conpuntas doradas al final de cada barrote,otorgándole un aspecto de lujo yopulencia, pero con un aire de peligro.Una placa dorada fija en uno de lospilares que flanquean la entrada dice engrandes letras gruesas: THE SOCIETY. Mequedo con la mirada perdida en laspuertas y me siento más vulnerable quenunca. Éste es el centro del mundo de

William. Aquí es donde empezó todo,cuando una joven se adentró atrompicones en lo desconocido.

—¿Olivia?Salgo de mi ensimismamiento, miro

de reojo a Miller y veo que me estámirando. Intenta ocultar su aprensión…sin lograrlo. Emana por sus ojos, aunqueno estoy segura de si es por el sitio alque nos dirigimos o por mi crecienteabatimiento.

—La última vez que vine aquí,William me echó para siempre.

Miller aprieta los labios y suexpresión se torna tan angustiada comola mía.

—No quería volver a ver este lugar

en mi vida, Miller.Su angustia se multiplica por dos y

se aproxima para darme lo que más legusta. Es el lugar perfecto en el querefugiarse.

—Te necesito a mi lado, Livy. Sientoque camino constantemente al borde deun agujero negro que se me tragará y medevolverá a la oscuridad más absolutacomo dé un solo paso en falso.

Sus manos ascienden por mi espaldahasta que alcanzan los laterales de micabeza. Me extrae de mi escondite ybusca mi mirada. Odio el derrotismoque intuyo en sus ojos.

—No dejes de creer en nosotros, telo ruego.

Una luz se ilumina en respuesta a lasúplica de Miller, y recobromentalmente mi lamentable compostura.Miller Hart no es un hombre débil. Noestoy confundiendo su confesión condebilidad. No es débil en absoluto. Nosoy más que una pequeña grieta en laarmadura de este hombre tandesconcertante. Pero también soy unafortaleza, porque sin mí, Miller jamás sehabría planteado abandonar esa vida dedegradación. Le he dado el motivo y lafuerza para hacerlo. No debo ponerle lascosas más difíciles de lo que ya lo sonpara él. Mi historia es precisamente eso,historia. Forma parte del pasado. Es lahistoria de Miller la que nos impide

seguir adelante. Tenemos que remediareso.

—Vamos —digo con decisión,desafiando a la aprensión que todavíasiento en el fondo de mi ser.

Avanzo con firmeza y determinación.Esta vez soy yo quien guía a Miller paravariar, hasta que la escalofriante puertade dos hojas me impide continuar. Mequedo pasmada cuando Miller alarga elbrazo y marca el código en el teclado dememoria. ¿Cómo es posible?

—¿Sabes el código?Se revuelve incómodo.—Sí —responde con rotundidad.—¿Por qué? —Balbuceo.No pienso aceptar sus signos de

siempre para indicarme que el tema estázanjado. No lo está. William y Miller sedetestan. No hay ningún motivo para queconozca el código que le proporcioneacceso al establecimiento de William.

Ceja en su empeño de darme lavuelta y empieza a toquetearse lasmangas de la chaqueta y a alisárselas.

—Me he pasado un par de veces.—¿Que te has pasado? —Me río—.

¿Para qué? ¿Para fumarte un puro yecharte unas risas con William mientrasbebíais un trago de whisky envejecido?

—La insolencia sobra, Olivia.Sacudo la cabeza. No necesito

corregirlo ni preguntarle de quéhablaban durante esas visitas. Seguro

que fueron palabras bastante curiosas.Pero mi maldita curiosidad no mepermite cerrar la puta boca.

—¿Para qué? —Observo cómo suspestañas se cierran lentamente mientrasse arma de paciencia. Su mandíbulatambién se tensa.

—Puede que no nos llevemos bien,pero en lo referente a ti, Anderson y yonos entendemos. —Ladea la cabeza conexpectación—. Y ahora vamos.

Siento cómo mi labio inferior searruga de rabia, pero sigo su orden,crispada de los pies a la cabeza.

El gran vestíbulo del Society destilaelegancia. No cabe duda de que el suelooriginal de madera se pule

semanalmente y la decoración, aunqueahora es de color crema y dorado enlugar de rojo intenso y dorado, transmiteopulencia. Rebosa riqueza. Es muylujoso. Es espléndido. Pero ahora, laencantadora decoración no me parecemás que un disfraz, algo con lo queengañar a la gente para que no vean loque representa realmente este edificio ylo que aquí sucede. Y quién frecuentaeste establecimiento pijo.

Para evitar que mis ojos vuelvan afamiliarizarse con el espacio que merodea, continúo hacia adelante, sabiendomuy a mi pesar dónde se encuentra eldespacho de William; pero Miller meagarra del antebrazo y me da la vuelta

para que lo mire.—Al bar —dice en voz baja.Vuelvo a crisparme, injustificada e

innecesariamente, pero no puedoevitarlo. Detesto conocer este lugar,probablemente mejor que Miller.

—¿A cuál? —respondo, con másdureza de lo que pretendía—. ¿Alreservado, al musical o al de«relacionarse»?

Me suelta el brazo, se mete lasmanos en los bolsillos de los pantalonesy me observa detenidamente. Está claroque se está preguntando si pienso dejarde lado mi insolencia en algún momento.No puedo confirmárselo. Cuanto más meadentro en el Society, más siento que se

me va de las manos. De repente meolvido de todas las palabras que Millerme ha dicho fuera. No las recuerdo.Necesito recordarlas.

—Al reservado —respondetranquilamente, y señala a la izquierdacon el brazo—. Después de ti.

Miller acepta todas mis respuestasbordes sin responderme. No piensaentrar en el juego. Está tranquilo,calmado y es consciente de la irritaciónque se cuece en el interior de su niña.Inspiro con una profundidad que no creoque vuelva a alcanzar jamás y,recuperando cierta sensatez sabe Diosde dónde, sigo la dirección que Millerme indica.

Hay gente, pero no hay muchobullicio. El reservado, tal y como lorecuerdo, es una zona muy tranquila. Elespacio está lleno de sillones de lujosoterciopelo con cuerpos trajeadosreclinados en muchos de ellos, todossosteniendo vasos que contienen un licoroscuro. La luz es tenue, y la charlasosegada. Es civilizado. Respetuoso.Desafía todo lo que el bajo mundo deWilliam representa. Mis pies nerviososatraviesan el umbral de la puerta de doshojas. Siento a Miller detrás de mí. Lareacción de mi cuerpo a su cercanía estásiempre presente. Estoy bullendo pordentro, pero soy incapaz de disfrutar delas sensaciones normalmente deliciosas

que las chispas internas me provocan acausa del espacio exquisito que torturami mente afligida.

Unas cuantas cabezas se girancuando nos dirigimos a la barra.Reconocen a Miller. Lo sé por lasexpresiones de sorpresa que reemplazana la curiosidad inicial. ¿O me reconocena mí? Domino rápidamente misdivagaciones perturbadoras y continúoavanzando hasta que pronto llego a labarra. No puedo pensar eso. No debohacerlo. Acabaré corriendo hacia lasalida en cualquier momento si noconsigo detener esos pensamientos.Miller me necesita a su lado.

—¿Qué les pongo?

Dirijo la atención al impecablecamarero y espeto mi petición alinstante.

—Vino. El que sea.Me siento en uno de los taburetes de

piel y reúno cada fibra de sensatez de miser para intentar calmarme.

Alcohol. El alcohol ayudará. Elcamarero asiente y empieza a prepararmi pedido mientras mira a Milleresperando que le diga el suyo.

—Whisky. Solo —masculla—. Elmejor que tengas. Y que sea doble.

—Chivas Regal Royal Salute, decincuenta años. Es el mejor, señor.

Señala una botella en una vitrina trasla barra y Miller gruñe su aceptación,

pero no se sienta en el taburete quetengo al lado, sino que decidepermanecer de pie, inspeccionando elbar y saludando con la cabeza a algunosrostros inquisitivos. «El mejor quetengan». Nadie paga las bebidas en elSociety. Las carísimas cuotas de losmiembros las cubren. Y Miller debe desaberlo. Lo está haciendo adrede.Recuerda cómo William desordenó suimpecable mueble bar cuando se sirvióuna copa. Es una especie de venganzainfantil. ¿Le bastará con eso?

Me colocan un vaso de vino blancodelante de mí y bebo al instante dandoun trago bien largo justo cuando unaenorme figura aparece de la nada detrás

de la barra. Miro a mi derecha con micopa suspendida en el aire ante mí yadmiro la amenazadora presencia delgigante. Tiene los ojos azules, tan clarosque parecen de cristal, y atraviesan laatmósfera relajada como un machete. Supelo, largo hasta los hombros, estárecogido en una tensa coleta. Todo elmundo advierte su presencia, incluidoMiller, que parece encresparse porcompleto. Me acuerdo de él, jamáspodría olvidarlo, pero no recuerdo sunombre, aunque lo tengo en la punta dela lengua. Es la mano derecha deWilliam. Va muy bien vestido, pero sutraje hecho a medida no consiguedisminuir las malas vibraciones que

emanan de cada uno de sus poros.Me siento de nuevo en el taburete,

bebo otro sorbo de vino e intento fingirque no está. Es imposible. Siento susojos como bolas de espejos clavados enmi piel.

—Olivia —ruge.Inspiro hondo para tranquilizarme, y

Miller se crispa. Está a punto de perderla razón. Ahora está pegado a miespalda y prácticamente siento cómotiembla de furia.

No puedo hablar. Sólo soy capaz detragar y de enviar más vino a miorganismo a través de mi garganta.

—Carl —masculla Miller en vozbaja, recordándome su nombre. Carl

Keating. Uno de los hombres másaterradores que he conocido en mi vida.No ha cambiado ni un ápice. No haenvejecido… No ha perdido su auraescalofriante.

—No os esperábamos —dice Carl,que coge el vaso vacío de las manos delcamarero y le hace un gesto con lacabeza para que se esfume sin necesidadde verbalizar la orden.

—Es una visita sorpresa —respondeMiller con arrogancia.

Carl coloca el vaso sobre la barrade mármol, se vuelve y agarra unabotella negra de la estantería con unaetiqueta dorada.

—El mejor que tenemos. —Enarca

sus cejas negras, levanta la botella y lequita el tapón dorado.

Me revuelvo incómodamente en mitaburete y me aventuro a asomarme porencima del hombro de Miller, temiendolo que me pueda encontrar. Su estoicaexpresión y sus ojos azules llenos de iray clavados en Carl no ayudan adisminuir mi ansiedad.

—Sólo el mejor —dice Miller convoz clara, sin dejar que su concentraciónflaquee.

Parpadeo lentamente mientras tomoaire y mis manos temblorosas acercanmi copa de nuevo a mis labios. Me hevisto en algunas situaciones dolorosasúltimamente, y ésta es una de las peores.

—Sólo lo mejor para el especial,¿no? —Carl sonríe arteramente para símismo y vierte unos cuantos dedos delicor.

Me atraganto con el vino y dejo lacopa de un golpe antes de que se mecaiga. Está jugando a un juego muypeligroso, y lo sabe. El pecho de Millerse contrae y se dilata agitadamentecontra mi espalda. Podría estallar encualquier momento.

Carl le ofrece el vaso y lo sostieneen el aire en lugar de dejarlo sobre labarra para que Miller lo coja. Despuéslo tuerce ligeramente… paraprovocarlo. Me encojo y doy unpequeño brinco cuando la mano de

Miller sale despedida y le arranca labebida, haciendo que la bestia perversasonría con malicia. Está disfrutando engrande pinchando a Miller y empieza asacarme de quicio. Miller se bebe elalcohol de un trago, golpea el vasocontra la barra y se relame lentamente.Veo cómo se le arrugan ligeramente lascomisuras de los labios, como si fueseuna bestia a punto de atacar. Sus ojospermanecen fijos en Carl. La enemistadque se respira entre estos dos hombresme está mareando.

—El señor Anderson os espera en sudespacho. Se reunirá con vosotros enbreve.

Miller me coge del cuello antes de

que Carl haya terminado de hablar, y mealejo de la barra sin poder terminarmeese vino que tanto necesito. La furia queemana de Miller es muy intensa.Bastante nerviosa estoy ya por el hechode encontrarme aquí. Todas estas malasvibraciones no ayudan. Las fuertespisadas de los caros zapatos de Millersobre el suelo pulido martillean en micabeza, y las paredes se ciernen sobremí conforme el pasillo nos engulle.

Y entonces veo la puerta. La puertahacia la que me tambaleé la última vezque la vi. El artificioso pomo de lapuerta parece dilatarse ante mis ojos,seduciéndome, mostrándome el camino,y las luces de las paredes parecen

atenuarse conforme avanzamos. El suavebarullo del ostentoso club se transformaen un zumbido apagado detrás de mí, yunos recuerdos dolorosos e implacablessecuestran mi memoria.

Con los ojos fijos en el pomo, veocómo la mano de Miller se aproxima aéste a cámara lenta, lo agarra, lo empujahacia abajo y abre. Me lleva al interiorcon bastante firmeza. Nunca pensé quevolvería a ver esta habitación, peroantes de que me dé tiempo a absorberla,oigo que la puerta se cierra, me da lavuelta y me toma con convencimiento.Me pilla desprevenida. Sofoco un gritoy me tambaleo hacia atrás, estupefacta.El beso de Miller es ansioso e

imperioso, pero lo acepto y agradezcoque haya impedido que asimile dóndeme encuentro.

Nuestras bocas chocan repetidasveces mientras nos consumimos el unoal otro. Entonces devora mi cuello, mimejilla, mi hombro, y vuelve a mi boca.

—Te quiero aquí —gruñe, y empiezaa avanzar hacia mí, animándome aretroceder hasta que siento la duramadera detrás de mis piernas—. Quierofollarte aquí mismo y hacer que grites deplacer y que te corras alrededor de mipolla sedienta de ti.

Me levanta y me coloca sobre lamesa que tenemos detrás. Me sube elvestido hasta la cintura y continúa

asaltando mi boca. Sé lo que estáhaciendo. Y me da igual. Esto mereinstaurará las fuerzas que necesito.

—Hazlo —jadeo mientras levanto lamano hasta su pelo y tiro de él.

Miller gruñe en mi boca mientras sedesabrocha el cinturón y los pantalonesantes de volver a posar las manos en míy de apartarme las bragas.Interrumpimos nuestro beso y bajo lavista hasta su entrepierna. Su polla dasacudidas ansiosas y suplica mi calor.

—Ven aquí —ordena con voz ronca,y desliza una mano hasta mi trasero y loatrae con impaciencia hacia su cuerpomientras también baja la mirada yacaricia suavemente su erección—. Ven

a mí, mi niña.Me meneo un poco y apoyo las

palmas de las manos detrás de míasegurándome de no apartar ni por unmomento los ojos de su rostro perfectopara no permitirme recordar dóndeestamos. La húmeda cabeza de su pollaroza mi sexo y hace que silbe entredientes y me ponga tensa. La fuerza quenecesito emplear para mantener los ojosabiertos casi acaba conmigo. Menea lapunta de su erección trazando dolorososcírculos una y otra vez alrededor de micarne, usando sus familiares técnicas deprovocación, a pesar de su apremioanterior.

—¡Miller! —Mis manos forman

puños detrás de mí y aprieto los dientes.—¿Quieres que te penetre, Olivia?

—Desvía la mirada de su entrepierna ami sonrojado rostro y tantea mi abertura—. ¿Quieres?

—Sí. —Rodeo su cintura con laspiernas y las uso como palanca paraacercarlo a mí—. ¡Sí! —exclamo, y supenetración, instantánea y profunda, medeja sin aliento.

—¡Joder, Livy! —Se retiralentamente y observa cómo emerge demi interior con la mandíbula apretada.

Después me mira y se mantienequieto. Sus ojos azules se oscurecenvisiblemente, y me agarra los musloscon fuerza… preparándose. Espero lo

que está por venir y sostengo su firmemirada conforme se aproxima hasta quesu torso trajeado se apoya encima de míy nuestras narices casi se tocan. Noobstante, permanece inmóvil en mientrada, con sólo la punta dentro. No memuevo. Me quedo quieta y pacientemientras me observa detenidamente,jadeando en su rostro, ansiandomovimiento, pero desesperada tambiénpor que Miller lleve las riendas, porquesé que es justo lo que necesita.

Ahora.Aquí.A mí.Nos miramos fijamente a los ojos.

Nada hará que apartemos nuestras

miradas. Y cuando reduce lentamente elpequeño espacio que nos separa y mebesa con ternura, sigo sin perder devista sus esferas azules. Mantengo losojos bien abiertos, y él también. Su besoes breve pero afectuoso. Es un beso deveneración.

—Te quiero —susurra, y vuelve aincorporarse, pero sigue sin permitirseapartar la mirada.

Sonrío. Me mantengo apoyada en unbrazo y alargo el otro hacia él. Acariciosu mejilla hirsuta con la punta de midedo mientras él continúacontemplándome detenidamente.

—Vuelve a poner la mano en lamesa —me ordena con suavidad pero

con firmeza, y obedezco al instante. Séperfectamente qué pretende. Lo veo trasla ternura de sus ojos. Veo su ansiadesesperada.

Inspira hondo y su pecho se expandebajo la tela de su traje.

Yo también inspiro y contengo elaliento, preparándome, deseando ensilencio que continúe.

Aprieta sus preciosos y carnososlabios y sacude la cabeza suavemente,embelesado.

—No te imaginas cuánto te quiero.Y entonces me penetra lanzando un

bramido gutural.Grito, y mis pulmones liberan todo

el aire que había contenido.

—¡Miller!Se queda paralizado dentro de mí,

manteniendo nuestros cuerpos pegados,llenándome al máximo. Con tan sólo esaúnica y poderosa arremetida de sucuerpo contra el mío nos quedamos losdos sin aliento. Muchas más están porvenir, de modo que vuelvo a tomar airey aprovecho los pocos segundos que meestá dando para prepararme para susiguiente ataque mientras él tiembla y dasacudidas dentro de mí.

Sucede antes de lo que habíaanticipado. Recibo unos segundos dedolorosa tortura mientras él sale de mílentamente antes de dejarse llevar porcompleto. Es implacable. Nuestros

cuerpos colisionan una y otra vez,generando maravillosos sonidos ysensaciones. Nuestros gritos de intensoplacer inundan el espacioso despacho ynuestra unión me traslada a ese lugarmás allá del placer. Mi mentedesconecta y me concentro únicamenteen aceptar su brutalidad. Estoy segura deque tendré magulladuras cuandohayamos terminado, y no me importa lomás mínimo.

Lo quiero más fuerte. Más rápido.Necesito más. Más Miller. Lo agarro dela chaqueta y me aferro a ella como sime fuese la vida en ello. Estampo laboca contra la suya y asalto su lengua.Necesita saber que estoy bien. Quiere

follarme pero con veneración. Quierelas cosas que nos convierten ennosotros. Tocarme. Saborearme.Amarme.

—¡Más fuerte! —grito contra suboca para que sepa que estoydisfrutando de esto. Que me encanta.Que me gusta todo: su fuerza, lainclemencia con la que me está tomando,su manera de reclamarme, dóndeestamos…

—Joder, Livy. —Desplaza la bocahasta mi cuello. Lo muerde y lo chupa yecho la cabeza hacia atrás mientras meaferro a sus hombros.

Él no vacila… ni por un… segundo.La velocidad de sus caderas sube una

marcha. O dos. O puede que tres.—¡Joder!—¡Dios! —exclamo, y siento cómo

toda la sangre de mi cuerpo se concentraen mi sexo—. ¡Joder, joder, joder!¡Miller! —Mis oídos se ensordecen, mimente se nubla y por fin cedo y cierrolos ojos, quedándome ciega también.Ahora lo único que siento es placer.Mucho placer—. ¡Me voy a correr!

—¡Eso es! ¡Córrete para mí, miniña! —Desentierra el rostro de micuello y asalta mi boca. Su lengua seabre paso a través de mis labios conimpaciencia cuando ve que no los abropara él. Estoy demasiado concentrada enmi orgasmo inminente. Va a hacer que mi

mundo estalle en mil pedazos.Empiezo a entrar en pánico cuando

veo que me mantengo en un punto sinretorno, pero sin avanzar hasta miexplosión. Me pongo totalmente tensa.Me quedo rígida en sus brazos, y sólome muevo por el control que tieneMiller sobre nuestros cuerpos. Mebombea una y otra vez, tirando de micuerpo contra el suyo mientras nuestrasbocas se devoran mutuamente. Pero nova a pasar. No aquí, y mi frustraciónestalla.

—¡Más fuerte, joder! —gritodesesperada—. ¡Haz que pase!

Levanto la mano y tiro con fuerza desu pelo, haciéndolo gritar mientras me

percute.Pero se detiene. Súbitamente. Mi

furia se multiplica por un millón cuandoveo que me sonríe con aire desuperioridad. Se queda observandocómo jadeo de manera irregular por él,siente cómo contraigo mis músculosinternos a su alrededor. Él también estáa punto de explotar. Lo veo más allá dela expresión de engreída satisfacción desu mirada. Pero no sé si esa satisfacciónse debe al hecho de que esté haciendoque me vuelva loca o a que me estéposeyendo sobre la mesa de William.

La fina capa de sudor que reluce ensu frente desvía mi atenciónmomentáneamente… hasta que habla, y

atrae mi mirada de nuevo hacia la suya.—Di que soy tuyo —me ordena

tranquilamente.Mi corazón late con más fuerza

todavía.—Eres mío —le digo convencida al

cien por cien.—Explícate.Me está manteniendo al borde del

orgasmo, sosteniéndonos unidos confirmeza a través de nuestros sexos.

—Tú-me-perteneces. —Digopalabra por palabra, y me muero dedicha al ver el brillo de satisfacción ensus ojos—. A mí —añado—. Nadie máspuede saborearte ni sentirte —apoyo laspalmas de las manos en sus mejillas,

pego los labios a los suyos y losmordisqueo ligeramente antes de añadirmi propia marca—, ni amarte.

Un largo gemido emana de micaballero a tiempo parcial. Un gemidode felicidad.

—Correcto —murmura—. Túmbate,mi niña.

Obedezco de buena gana. Libero surostro y me dejo caer sobre la espaldasin dejar de mirarlo. Él me ofrece esamaravillosa sonrisa que me hace perderel sentido, menea la entrepierna lenta yprofundamente y me empuja al instantepor el borde del precipicio.

—Ooooh —gimo, y cierro los ojos.Me llevo las manos a mi pelo rubio y me

sostengo la cabeza mientras la sacudo deun lado a otro.

—Coincido —apunta Miller con vozgutural temblando encima de mí antes deextraer su miembro de mi cuerpo yapoyarlo sobre mi vientre. No habíacaído hasta ahora en que no llevabacondón.

Se corre sobre mi vientre y su pollalate mientras se vacía y ambos locontemplamos en silencio.

No necesito decir lo que los dossabemos. En su mente consumida nohabía espacio para pensar en laprotección cuando me empujó hacia eldespacho de William. Sólo pensaba enmarcar lo que es suyo en la oficina de

uno de sus enemigos.¿Perverso? Sí. ¿Me importa? No.Desciende lentamente el cuerpo

sobre el mío, me inmoviliza contra elescritorio y busca ese lugar en mi cuelloque tanto le gusta y me acaricia con laboca en forma cariñosa.

—Lo siento.La sonrisita que se forma en mis

labios es probablemente tan perversacomo los actos irracionales de Miller.

—No…De repente el sonido de un portazo

resuena por la habitación,interrumpiéndome en el acto. Millerlevanta el rostro de mi cuello hasta queme mira a la cara. La sonrisa

calculadora que se dibuja en sumagnífica boca me obliga a morderme ellabio para evitar imitarla.

«¡Que Dios nos asista!»—¡Maldito hijo de puta! —La

suntuosa voz de William está cargada deveneno—. ¡Maldito cerdo hijo de putainmoral!

Abro los ojos como platos cuando lainmensidad de nuestra situación superala satisfacción enfermiza que estoysintiendo. Aunque la pícara sonrisa deMiller sigue fija en su sitio. Se inclina yme besa con ternura.

—Ha sido un placer, mi niña.Se aparta de mi cuerpo,

manteniéndose de espaldas a William

para taparme mientras él se abrocha lospantalones. Me sonríe y sé que es sumanera de decirme que no me preocupe.Me coloca las bragas en su sitio y mebaja el vestido, cosa que agradezco,porque estoy paralizada a causa de laansiedad y soy incapaz de adecentarme.Entonces me levanta de la mesa y seaparta, exponiéndome ante la potentefuria que emana de la poderosa figura deWilliam.

Joder, parece que esté a punto dematar a alguien.

William pone cara de asco. Estátemblando físicamente. Y ahora yotambién. Pero Miller no. No. Él pasapor alto la furia, retira una silla

tranquilamente, me da la vuelta y empujami cuerpo en estado de shock hacia elasiento.

—Mi señora —dice, y me mofo antesu continua arrogancia. Anhela su propiamuerte: no tiene otra explicación.

Dirijo mi mirada perdida haciaadelante, empiezo a juguetear con mianillo de diamantes en el dedo connerviosismo y, con el rabillo del ojo,veo cómo Miller se alisa el trajetranquilamente de manera exageradaantes de sentarse en la silla que está ami lado. Le lanzo una mirada de soslayo.Él me sonríe. ¡Y me guiña el ojo! No melo puedo creer. Me llevo la mano a laboca y empiezo a partirme de risa.

Intento contener las risitas y fingir queme ha dado un ataque de tos. Es unmalgasto de energía. Esta situación notiene nada de divertida. No lo era antesde que Miller me violase sobre la mesade William, y definitivamente ahoratampoco lo es. Ambos estamos en unbuen lío. Un lío el doble de grande quecuando llegamos.

Permanezco rígida y dejo de reírmecuando oigo el sonido de unas pisadasque se acercan mientras Miller se ponecómodo, se reclina hacia atrás, apoya eltobillo en la rodilla y desliza las manospor los brazos de la silla. William rodeala mesa y mi mirada cautelosa sigue sucamino. El ambiente es simplemente…

horrible.Tras sentarse lentamente en su silla

sin apartar sus furiosos ojos grises deMiller, que sigue indiferente, Williamhabla por fin. Pero sus palabras medejan estupefacta.

—Te has cambiado el pelo.Se vuelve hacia mí y observa mi

nuevo corte, que probablemente en estemomento esté todo revuelto después denuestra sesión de sexo. Siento mi rostrohúmedo y mi cuerpo sigue ardiente.

—Me lo he cortado —respondo.Ahora que ha dirigido su despreciohacia mí, siento que mi insolencia sereaviva.

—¿En una peluquería?

Empiezo a revolverme incómoda.Esto no es bueno. La gente normalmenteva a cortarse el pelo a la peluquería, seda por sentado, de modo que el hecho deque me lo haya preguntado no me haceninguna gracia.

—Sí. —No le miento. He ido acortarme el pelo a la peluquería…después de habérmelo trasquilado yo.

William une las manos a la altura desu boca formando un triángulo mientrasobserva cómo no paro de movermeinquieta para evitar su mirada. Sus ojosy sus palabras hostiles pronto dejan decentrarse en mí y se dirigen haciaMiller.

—¿En qué coño estabas pensando?

Ahora ha inyectado un poco de calora su tono, y me aventuro a mirarlo y mepregunto si se refiere a lo que acaba deencontrarse o a lo que indudablementesabe de los acontecimientos de anocheen el Ice.

Miller se aclara la garganta ylevanta la mano para sacudirse elhombro como si tal cosa. Es un gestodeliberado de indiferencia. Estápulsando todas las teclas de William, yaunque yo he hecho lo mismo ennumerosas ocasiones, no estoy segura deque éste sea el momento. Yo hecontenido mi insolencia… más o menos.Miller también debe controlar suimpudicia.

—Ella es mía —dice mirando aWilliam—. Y hago con ella lo que me dala gana.

Me encojo en la silla, pasmada antesu absoluta egolatría en un momento tandelicado. Es él quien asegura quenecesitamos la ayuda de William, demodo que ¿por qué está comportándosecomo un auténtico capullo? ¿No decíaque se entendían? ¡Ya veo! Sé que tieneun modo peculiar de usar las palabras.He acabado aceptándolo, pero esa fraseestá claramente diseñada paraencolerizar a William todavía más y,cuando me aventuro a mirar al antiguochulo de mi madre y veo queprácticamente le sale humo por las

orejas, salta a la vista que lo haconseguido.

William se levanta de la silla,golpea las palmas de las manos contra lamesa y se inclina hacia adelante con elrostro deformado por la ira.

—¡Estás a un milímetro de seraplastado, Hart! ¡Y yo me estoyponiendo en medio de esta putasituación para asegurarme de que eso nopase!

Retrocedo en mi silla para ponertoda la distancia posible entre William yyo. Es un vano intento de esquivar lasvibraciones agresivas que emanan de sucuerpo agitado. Esta situación se estávolviendo más insoportable a cada

segundo que pasa. Miller se levanta desu asiento lentamente e imita la posturade William. Está a punto de empeorar.No confundo la calma y el movimientofluido de Miller con una señal decontrol. Su mandíbula tensa y sus ojosfuera de sí indican más bien todo locontrario. Me quedo paralizada y mesiento impotente mientras estos doshombres poderosos se enfrentan.

—Sabes tan bien como yo que soycapaz de partirles todos los huesos desus cuerpos de parásitos y que lo haré—dice, prácticamente susurrando laspalabras a William a la cara mientrassus hombros ascienden y descienden demanera constante… casi relajada—. No

cometas ningún error. No me lo pensarédos veces, y me estaré riendo en elproceso.

—¡A la mierda! —maldice William,y alarga las manos, agarra la camisa deMiller a la altura de la garganta,retuerce la tela y lo atrae hacia él.

Doy un brinco, pero no les grito queparen. Soy incapaz de articular unapalabra.

—Suél… ta… me —dice Miller deforma lenta y concisa con un tonocargado de ferocidad—. Ahora.

Ambos hombres permanecen quietosdurante lo que parece una eternidad,hasta que William maldice de nuevo yempuja a Miller hacia atrás antes de

dejar caer el culo sobre la silla y echarla cabeza atrás para mirar al techo.

—Esta vez la has cagado pero bien,Hart. Siéntate, Olivia.

Obedezco al instante. No quierocausar más problemas. Miro a Miller yveo que se está alisando la camisa y seajusta el nudo de la corbata antes desentarse también. Tengo una absurdasensación de alivio cuando alarga lamano, coge la mía y me la estrecha confuerza. Es su manera de indicarme queestá bien. Que controla la situación.

—Imagino que te refieres a lo deayer por la noche.

Una risa sarcástica escapa de laboca de William y agacha la cabeza. Su

mirada oscila entre Miller y yo.—¿Quieres decir que no me refiero

al hecho de que has marcado lo queconsideras que es tu territorio en midespacho?

—Lo que sé que es mi territorio.¡Ay, Señor!—¡Vale, ya basta! —grito dirigiendo

mi exasperación hacia Miller—.¡Dejadlo ya! —Ambos hombres reculanen sus sillas y sus atractivos rostrosfuriosos reflejan una sorpresa evidente—. ¡Basta ya de toda esta mierda delmacho alfa!

Me suelto la mano que sostieneMiller, pero él no tarda en reclamarla.Se la lleva a la boca, posa los labios en

el dorso y la besa repetidas veces.—Lo siento —dice con sinceridad.Sacudo la cabeza e inspiro hondo.

Entonces dirijo la atención a William,que está observando a Miller con airepensativo.

—Creía que habías aceptado que novamos a separarnos —digo, y adviertoque Miller ha interrumpido su lluvia debesos sobre mi mano.

Después de que William nos ayudasea huir a Londres estaba convencida deque no habría más intromisiones por suparte.

Suspira y siento cómo Miller bajami mano hasta su regazo.

—No paro de tener sentimientos

encontrados respecto a este asunto,Olivia. Reconozco el amor cuando lotengo delante. Pero también el desastre.No tengo ni puta idea de cómo deboactuar para tu beneficio. —Se aclara lagarganta y me mira como pidiendoperdón—. Disculpa mi lenguaje.

Resoplo con sarcasmo. ¿Quedisculpe su lenguaje?

—¿Y ahora qué? —continúa Williampasando por alto mi confusión y mirandoa Miller.

Sí, acabemos con esto de una vez.Yo también me vuelvo hacia Miller, yesto hace que se revuelva en su silla.

—Quiero dejarlo —dice Miller,claramente incómodo bajo la mirada de

dos pares de ojos, y no obstantepronuncia su declaración con absolutadeterminación. Eso está bien. Aunque,para mis adentros, he llegado a laconclusión de que no es suficiente.

—Sí, eso ya estaba claro. Pero te lopreguntaré otra vez: ¿crees que dejaránque te marches? —Es una preguntaretórica. No requiere respuesta. Y noobtiene ninguna. De modo que Williamcontinúa—. ¿Por qué la llevaste allí,Hart? ¿Por qué, sabiendo lo delicadasque están las cosas?

Me levanto. Todos los culpablesmúsculos de mi cuerpo se solidificancomo resultado de esa pregunta. Nopuedo dejar que también cargue con esa

acusación.—No me llevó él —susurro

avergonzada, y siento cómo Miller meestrecha la mano con más fuerza—.Miller estaba en el Ice. Yo estaba encasa. Recibí una llamada en mi móvil.De un número desconocido.

William frunce el ceño.—Continúa.Trago saliva, reúno algo de valor,

miro a Miller con el rabillo del ojo ydetecto en él una expresión tierna ycariñosa.

—Escuché una conversación y no megustó lo que oí.

Espero la pregunta obvia, perosofoco un grito cuando William dice

algo que no esperaba.—Sophia. —Cierra los ojos e

inspira con aire cansado—. Esa malditaSophia Reinhoff. —Sus ojos se abren yse fijan en Miller al instante—. Y hastaahí llegó lo de restarle importancia a turelación con Olivia.

—Miller no hizo nada —digo, y meinclino hacia adelante—. Fui yo la queprovocó la situación. Me presenté en elclub y colmé su paciencia.

—¿Cómo?Cierro la boca de golpe y retiro mi

silla de nuevo. No creo que quieraescuchar esto, del mismo modo queMiller no quería verlo.

—Yo… —Me pongo colorada bajo

la mirada expectante de William—.Yo…

—La reconocieron —intervieneMiller, y sé que lo hace porque pretendeculpar de esta parte a William.

—Miller…—No, Olivia. —Me interrumpe y se

inclina un poco hacia adelante—. Lareconoció uno de tus clientes.

El arrepentimiento que inunda elrostro de William me invade deculpabilidad.

—Vi cómo un baboso intentabareclamarla delante de mí. Se ofreció acuidar de ella. —Está empezando atemblar. El recuerdo está reavivando suira—. Dígame, señor Anderson, ¿qué

habría hecho usted?—Lo habría matado.Me encojo al escuchar su respuesta

rotunda y amenazadora y al saber que lodice totalmente en serio.

—Bueno, yo le perdoné la vida… —Miller se relaja de nuevo en su silla—.Creo. ¿Me convierte eso en mejorhombre que tú?

—Es posible —responde Williamsin vacilación y con absoluta sinceridad.Por alguna razón, no me sorprende.

—Me alegro de que lo hayamosaclarado. Ahora, prosigamos. —Millercambia de posición en su silla—. Voy amarcharme. Y voy a llevarme a Cassieconmigo, y te diré cómo pienso hacerlo

exactamente.William lo observa detenidamente

durante un rato, y entonces ambos sevuelven hacia mí.

—¿Queréis que me marche? —pregunto.

—Espérame en la barra —diceMiller con frialdad, y me mira con unacara a la que ya me he acostumbrado. Esla que me indica que esto no esnegociable.

—Entonces ¿sólo me has traído aquípara follarme en su mesa?

—¡Olivia! —William me regaña,obligándome a trasladar mi mirada dedesprecio de Miller a él durante unosmomentos.

Me devuelve la mirada y, si noestuviese tan cabreada en este momento,le gruñiría. Pero soy consciente de queno puedo ayudar en nada aquí. De hecho,todo lo que nos ha llevado a estemomento sólo confirma que soy másbien un estorbo, pero estoy enfadadapor… por todo. Por sentirme inútil, porser difícil.

Me levanto en silencio, me vuelvosin mediar palabra y huyo de la tensióncerrando la puerta al salir. Recorro elpasillo algo aturdida y me dirijo allavabo de señoras, pasando por alto elhecho de que sé exactamente por dóndetengo que ir. Hago caso omiso de lasmiradas de interés que me lanzan los

hombres, las mujeres y el personal delclub. Cuesta, pero lo consigo. Saber elestado de desesperanza que podríanllegar a causarme esas miradas meproporciona las fuerzas necesarias paralograrlo.

Cuando termino de usar el baño, delavarme las manos y de mirar a lasmusarañas frente al espejo durante unaeternidad, me dirijo al reservado, mesiento sobre un taburete y me pidorápidamente una copa de vino, cualquiercosa con tal de centrarme en algo que nosea volver al despacho de William.

—Señorita. —El camarero sonríe yme desliza mi bebida.

—Gracias. —Bebo un trago largo e

inspecciono el bar.Por fortuna, Carl ya no está aquí.

Compruebo la hora en mi teléfono y veoque son sólo las doce. Tengo lasensación de que esta mañana se estáeternizando, pero la idea de ver a laabuela y de llevarla a casa en unas horasme levanta el ánimo.

Siento cómo me relajo en el gratoambiente del bar y gracias a miscontinuos tragos de vino… hasta que esasensación, que no había tenido desdeque nos marchamos a Nueva York, derepente me bombardea de nuevo.Escalofríos. Se me eriza el vello de loshombros, y a continuación el del cuellotambién. Levanto la mano para

masajearme el cuello y echo un vistazo aun lado. No veo nada fuera de lo común;sólo a hombres bebiendo de sus copas ycharlando tranquilamente y a una mujersentada en un taburete a mi lado. Decidoquitarle importancia y sigo bebiendo.

El camarero se aproxima y sonríe alpasar para atender a la dama.

—Hendrick’s, por favor —pide conuna voz suave, ronca y cargada desensualidad, como la mayoría de lasmujeres de William.

Es como si hubiesen dado clasespara perfeccionar el arte de la seducciónverbal. Incluso algo tan simple comopedir una bebida suena erótico en susbocas. A pesar del recordatorio, sonrío

para mis adentros, y no tengo ni idea depor qué. Tal vez sea porque estoy segurade que yo nunca he tenido esa voz.

Me llevo el vino a los labios yobservo cómo el camarero sirve labebida y le pasa a la mujer el vaso antesde volverme hacia la entrada del bar,esperando a que aparezcan Miller yWilliam. ¿Cuánto más van a tardar?¿Siguen vivos? Intento dejar depreocuparme, y me resulta bastante fácilcuando todas esas sensacionesindeseadas regresan y me obligan avolverme despacio de maneraautomática.

La mujer me está mirando, y sostienesu vaso suavemente con sus delicados

dedos.Unos dedos como los míos.Mi corazón sale catapultado hasta mi

cabeza y estalla, esparciendo millonesde recuerdos en una bruma que flota antemí. Las visiones son claras. Demasiadoclaras.

—Mi pequeña —susurra.

15

Ni siquiera el estrépito del vasoestrellándose contra el suelo cuando seme cae de las manos sin vida consigueque apartemos nuestras miradas.

Zafiro frente a zafiro.Aflicción frente a desconcierto.Madre frente a hija.—No. —Sollozo, me levanto del

taburete y retrocedo con piernastemblorosas—. ¡No!

Me vuelvo para escapar, mareada,temblando y sin poder respirar, pero me

estrello contra un pecho inmenso. Sientocómo unas fuertes palmas envuelven misantebrazos. Al levantar la vista veo aCarl evaluando mi expresión de angustiacon ojos cargados de preocupación. Esosólo confirma que lo que creo que acabode ver es real. El tipo parece inquieto,algo que no le pega en absoluto.

Las lágrimas brotan de mis ojosatormentados mientras me sostiene. Suenorme cuerpo emana vibraciones deansiedad que se me contagian.

—Maldita sea —ruge—. Gracie, ¿aqué coño estás jugando?

La mención del nombre de mi madreinyecta vida a mi cuerpo bloqueado.

—¡Deja que me vaya! —grito, y

empiezo a revolverme, llena deansiedad y de pánico—. ¡Por favor,déjame!

—¿Olivia? —Su voz penetra hastalos rincones más profundos de mi mentey provoca el ataque de un aluvión derecuerdos perdidos—. Olivia, por favor.

Oigo su voz de cuando era una niñapequeña. Oigo cómo me tarareabananas, siento cómo sus dedos suaves meacarician la mejilla. La veo de nuevopor última vez saliendo de la cocina dela abuela. Todo me está confundiendo.Su rostro lo ha provocado todo.

—Por favor —ruego mirando a Carlcon los ojos llenos de lágrimas y la voztemblorosa. El corazón me está

asfixiando—. Por favor.Aprieta los labios con fuerza y todas

las emociones posibles se reproducen enél como fotogramas: compasión, tristeza,culpabilidad, ira.

—Joder —maldice, y de repente melleva detrás de la barra. Golpea con elpuño un botón oculto que hay tras unaestantería llena de licor y una alarmaempieza a resonar con fuerza por todo eledificio, haciendo que todo el mundo selevante de sus sillas.

El bullicio de la actividad esinstantáneo, y el insoportable sonidoresulta curiosamente reconfortante. Estállamando la atención de todo el mundo,pero sé que sólo quiere la presencia de

un hombre aquí.—Olivia, nena.Siento que una descarga eléctrica

recorre todo mi cuerpo cuando me tocael brazo con su suave mano. Hace quemi constitución menuda empiece aforcejear de nuevo con Carl, sólo queesta vez consigo liberarme.

—¡Gracie, déjala estar! —ruge éstecuando salgo corriendo desde detrás dela barra a tal velocidad que al instantedejo de sentir las piernas.

No puedo pensar en nada más que enescapar. En salir de aquí. En huir muylejos. Consigo llegar a la puerta del bary giro la esquina rápidamente. Entoncesveo que ella viene detrás de mí, pero

William aparece de la nada y labloquea.

—¡Gracie! —exclama William contono amenazador mientras lucha porretenerla—. ¿Cómo puedes ser tanestúpida?

—¡No dejes que se marche! —grita—. ¡Por favor, no la dejes!

Detecto la angustia en su voz y veoel terror en su precioso rostro antes deque desaparezca de mi vista cuando girola esquina. Lo veo. Pero no lo siento.Sólo siento mi propio dolor, mi rabia,mi confusión, y no puedo soportarninguna de estas sensaciones. Vuelvo aconcentrarme en continuar haciaadelante y corro hacia las puertas que

me sacarán de este infierno, pero derepente dejo de moverme, y tardo untiempo en comprender por qué: mispiernas se mueven pero las puertas no seacercan, consumida por la angustia.

—Olivia, estoy aquí —me susurraMiller al oído infundiéndome calma.Pero por muy bajo que las dice, lo oigoperfectamente a pesar del alarido de lasalarmas y de la frenética actividad quehay a mi alrededor—. Chist.

Sollozo, me doy la vuelta, lo rodeocon los brazos y me aferro a él como sime fuese la vida en ello.

—Ayúdame —sollozo en su hombro—. Sácame de aquí, por favor.

Siento cómo mis pies abandonan el

suelo. Y siento cómo me sostiene contrala seguridad de su pecho.

—Chist. —Apoya la mano en micabeza y empuja mi rostro hacia elconfort de su cuello mientras empieza acaminar con paso decidido. Siento cómoel pánico que me invade empieza adisminuir con tan sólo estar inmersa enlo que más le gusta—. Nos vamos,Olivia. Voy a sacarte de aquí.

Mis músculos cobran vida gracias ala firmeza de sus brazos y a su tonotranquilizador y lo abrazo con fuerzapara mostrarle mi agradecimiento, puestodavía soy incapaz de expresarlo conpalabras. Apenas soy consciente de quesúbitamente las sirenas dejan de sonar,

pero sí oigo claramente unos pasos quese aproximan a toda prisa detrás denosotros. Dos pares de pies. Y ningunode ellos es el de Miller.

—¡No la alejes de mí!Trago saliva y hundo más el rostro

en el cuello de Miller mientras él hacecaso omiso de la súplica de mi madre ycontinúa avanzando.

—¡Gracie! —El bramido de Williamdetiene las pisadas e incluso provocaque el paso de Miller vacile por unsegundo, pero al sentir cómo entierromás la cabeza en él vuelve a acelerar elritmo—. ¡Gracie, maldita sea! ¡Déjalaen paz!

—¡No!

De repente alguien nos detiene de untirón y Miller gruñe y se vuelve paraenfrentarse a mi madre.

—Suéltame el brazo —silba con losdientes apretados, y su tono adquiere elmismo nivel de amenaza que le he vistousar con otros. El hecho de que estamujer sea mi madre le da exactamenteigual—. No te lo voy a repetir.

Miller permanece quieto, esperandoa que ella lo suelte en lugar dequitársela de encima de un tirón.

—No dejaré que te la lleves. —Lavoz decidida de Gracie me llena depánico. No puedo mirarla. No quieroverla—. Tengo que hablar con ella.Necesito explicarle muchas cosas.

Miller empieza a agitarse, y es eneste momento cuando comienzo aasimilar la situación. Está mirando a mimadre. Está mirando a la mujer que meabandonó.

—Hablará contigo cuando estépreparada —responde con tranquilidad,pero sus palabras están cargadas deadvertencia—. Si es que algún día loestá.

Gira el rostro hacia mi cabeza, pegalos labios en mi cabello e inspira hondo.Me está infundiendo seguridad. Me estádiciendo que no voy a hacer nada que noquiera hacer, y lo amo mucho por ello.

—Pero necesito hablar con ellaahora. —Su tono está cargado de

determinación—. Tiene que saber…Miller pierde la paciencia al

instante.—¿Te parece que está preparada

para hablar contigo? —ruge y hace queme estremezca en sus brazos—. ¡Laabandonaste!

—No tuve otra opción —dice mimadre con voz temblorosa y cargada deemoción.

Sin embargo, no siento ningunaempatía, y me pregunto si eso meconvierte en una persona inhumana y sincorazón. No, tengo un corazón, y ahoramismo está latiendo en mi pecho,recordándome su crueldad de hacetantos años. En mi corazón no hay sitio

para Gracie Taylor. Está demasiadoocupado por Miller Hart.

—Todos tenemos opciones —diceMiller—, y yo he escogido la mía. Seríacapaz de atravesar las entrañas delinfierno por esta chica, y lo estoyhaciendo. Tú no lo hiciste. Eso es lo quehace que yo merezca su amor. Eso es loque hace que yo la merezca.

Sollozo intensamente al escuchar suconfesión. Saber que me quiere llena elvacío que siento en mi interior con unagratitud pura y absoluta. Oírle confirmarque se considera merecedor de mi amorhace que todo se desborde.

—¡Capullo engreído! —le espetaGracie haciendo uso de la insolencia de

las Taylor.—Gracie, querida… —interviene

William.—¡No, Will! Me marché para evitar

someterla a la depravación a la que meestaba enfrentando. He ido de país enpaís durante dieciocho años,muriéndome por dentro a diario por nopoder estar con ella. ¡Por no poder sersu madre! ¡No pienso permitir que estehombre irrumpa en su vida y eche aperder cada doloroso momento que hetenido que soportar durante estosdieciocho años!

Esa frase se queda grabada alto yclaro en mi mente a pesar de mi estadode angustia. ¿Su dolor? ¿Su puto dolor?

Siento tal necesidad de saltar de losbrazos de Miller para abofetearle lacara que por un momento la furia menubla el entendimiento, pero él inspirahondo para tranquilizarse y me estrechala cintura con más fuerza, distrayéndomede mi intención. Lo sabe. Sabe el efectoque esas palabras han surtido en mí.Desliza una mano hasta la parte traserade mi pierna y tira de ella esperando quereaccione, de modo que envuelvo sucintura con los muslos a modo derespuesta y tal vez para restregárselo ami madre por la cara.

Esto es todo lo que necesito. Él nova a renunciar a mí, y yo no piensodejarlo marchar. Ni siquiera por mi

madre.—Olivia es mía —afirma Miller con

tono frío, tranquilo y seguro—. Nisiquiera tú podrás robármela. —Supromesa casi irracional me colma deesperanza—. Ponme a prueba, Gracie.Atrévete a intentarlo.

Da media vuelta y sale del Societyconmigo enroscada a su alrededor comouna bufanda, una bufanda bien anudadaque nunca se desatará.

—Tienes que soltarte —murmura Milleren mi pelo cuando llegamos a su coche,pero yo respondo únicamenteaferrándome más a él y protestando

contra su cabello—. Olivia, vamos.Cuando mis lágrimas amainan,

despego mi cara mojada de su cuello ymantengo la vista fija en el cuelloempapado de su impoluta camisa blanca.La he manchado toda de maquillaje. Haypegotes de rímel y de coloreteincrustados en la cara tela.

—Te la he estropeado —suspiro.No necesito mirar su rostro atractivo

para saber que tiene el ceño fruncido.—No pasa nada —responde con un

tono repleto de confusión, lo que viene aconfirmar mi pensamiento anterior—.Venga, bájate.

Cedo y me desengancho de su altafigura con su ayuda. Me quedo delante

de él, con la mirada baja, sin quererenfrentarme a su perplejidad. Exigiráuna explicación ante mi falta de interés.No quiero dar explicaciones, y pormucho que insista no conseguirá que lohaga. De modo que es más fácil evitar sumirada interrogante.

—Vamos a por la abuela —digoprácticamente cantando, y doy mediavuelta y me dirijo al asiento delpasajero, dejando a Miller atrás,decididamente confundido. Me da igual.En lo que a mí respecta, lo que acaba desuceder nunca ha pasado. Me meto en elcoche, cierro la puerta y me pongo elcinturón a toda prisa. Me muero porreunirme con la abuela. Estoy

desesperada por llevarla de vuelta acasa y empezar a ayudarla con surecuperación.

Hago como que no me percato delcalor de su mirada sobre mí cuando sesienta a mi lado y decido encender laradio. Sonrío cuando Midnight City deM83 suena a todo volumen por losaltavoces. Perfecto.

Pasan unos cuantos segundos yMiller todavía no ha arrancado el coche.Por fin reúno el valor de mirarlo a lacara. Mi sonrisa se intensifica.

—¡Vamos!Apenas logra contener su

estupefacción.—Livy, ¿qué…?

Levanto la mano y pego los dedoscontra sus labios para acallarlo.

—Ellos no existen, Miller —empiezo, y recorro el camino hasta sugarganta cuando tengo la certeza de queva a dejarme continuar sininterrumpirme. Su nuez se hincha bajomi tacto cuando traga saliva—. Sólonosotros.

Sonrío y observo cómo entorna losojos con incertidumbre y menea lacabeza de un lado a otro lentamente.Entonces me devuelve la sonrisa con unaleve por su parte, se lleva mi mano a laboca y me la besa con ternura.

—Nosotros —confirma, y mi sonrisase intensifica.

Asiento con agradecimiento,reclamo mi mano y me pongo cómoda enel asiento de piel, con la cabezaapoyada en el reposacabezas y la miradaal techo. Me esfuerzo todo lo posible enconcentrar mis pensamientos únicamenteen una cosa.

En la abuela.En ver su precioso rostro, escuchar

sus expresiones bordes, sentir su cuerporechoncho cuando la abrazo con fuerza ydisfrutar del tiempo que pasaré con ellamientras se recupera. Es mi trabajo y elde nadie más. Nadie más tiene el placerde disfrutar de esas cosas. Sólo yo. Ellaes mía.

—Por ahora, respetaré tu decisión

—dice Miller mientras arranca el motor.Lo miro con el rabillo del ojo y veo

que él está haciendo lo mismo conmigo.Desvío rápidamente la vista haciaadelante y paso por alto sus palabras ysu mirada, que me dice que no voy apermanecer en la ignorancia durantemucho tiempo. Eso ya lo sé, pero porahora tengo la distracción perfecta ypienso concentrarme en ella porcompleto.

En el hospital hace un calor horrible ysofocante, pero, curiosamente, sientouna inmensa paz al llegar aquí. Mis piesavanzan con determinación, como si mi

cuerpo fuese consciente de misintenciones y me estuviese ayudando allegar al objeto de mi plan dedistracción lo antes posible. Miller noha dicho ni una palabra desde que nosmarchamos del Society. Me ha dejadosumida en mis pensamientos, que hanestado bloqueando todo lo que puedaempañar el entusiasmo que espero sentiruna vez que pose los ojos sobre miabuela. Su mano envuelve mi nucamientras camina a mi lado y su dedomasajea suavemente mi piel. Me encantaque intuya lo que necesito, y ahoranecesito esto. A él. A la abuela. Y nadamás.

Giramos la esquina hacia la sala

Cedro y oigo al instante la risa distantede la abuela, haciendo que eseentusiasmo con el que contaba sedispare. Acelero el paso, ansiosa porllegar hasta ella, y cuando entro en lahabitación donde sé que se encuentra,todas las piezas de mi vida vuelven aencajar en su sitio. Está sentada en susillón, ataviada con su mejor traje de losdomingos y con su bolsa de viaje sobreel regazo. No para de reírse con algo dela televisión. Me relajo bajo la mano deMiller y me quedo observándola duranteun buen rato, hasta que sus ojos azulmarino se apartan de la pantalla y meencuentran. Los tiene húmedos de tantoreír. Levanta la mano y se seca las

lágrimas de las mejillas.Entonces su sonrisa desaparece y me

mira con el ceño fruncido, haciendo quemi alegría se esfume y que mi corazónlleno de dicha se acelere, pero esta vezde preocupación. ¿Sabe algo? ¿Se menota en la cara?

—¡Ya era hora! —protesta mientrasdirige el mando hacia la pantalla yapaga el televisor.

Su hostilidad restaura mi felicidad alinstante y mis temores de que pudiesesaber algo desaparecen. Ella jamás debeenterarse. Me niego a poner en riesgo susalud.

—He llegado con media hora deantelación —le digo, y cojo a Miller de

la muñeca para mirar su reloj—. Medijeron a las cuatro.

—Pues llevo aquí sentada una hora.Se me está durmiendo el culo. —Arrugala frente—. ¿Te has cortado el pelo?

—Sólo me lo he saneado. —Mellevo la mano al pelo y me lo atuso unpoco.

Hace ademán de levantarse y Millerdesaparece de mi lado rápidamente. Lecoge el maletín y le ofrece la mano. Ellase detiene, lo mira y su irritación setransforma al instante en una sonrisapícara.

—Eres todo un caballero —le dicecon entusiasmo, y apoya su arrugadamano sobre la de Miller—. Gracias.

—De nada —responde Millerinclinándose mientras la ayuda alevantarse—. ¿Cómo se encuentra,señora Taylor?

—Perfectamente —responde ellaponiéndose derecha una vez de pie. Noestá perfectamente, para nada, tiene laspiernas un poco flojas, y Miller me miraal instante para indicarme que éltambién lo ha notado—. Llévame a casa,Miller. Te prepararé solomilloWellington.

Me mofo, expresando mi opinión alrespecto, y miro a mi derecha cuando laenfermera de planta aparece con unabolsa de papel.

—La medicación de tu abuela. —

Sonríe cuando me la entrega—. Ella yasabe qué pastillas tiene que tomar ycuándo, pero también se lo he explicadoa su hijo.

—¿Su hijo? —espeto con los ojosabiertos como platos.

La enfermera se pone colorada.—Sí, ese caballero que viene todos

los días un par de veces.Me vuelvo y veo que Miller está tan

confundido como yo, y la abuela sonríede oreja a oreja. Empieza a reírse y seinclina ligeramente mientras Miller lasostiene del brazo.

—Ay, querida. Ese hombre no es mihijo.

—Vaya… —dice la enfermera, y se

une a Miller y a mí en nuestraperplejidad—. Pensaba que… bueno, lohabía dado por hecho.

La abuela recobra la compostura, sepone derecha, pone los ojos en blanco yse coge del brazo de Miller.

—William es un viejo amigo de lafamilia, querida.

Me mofo de nuevo, pero me callocuando la abuela me lanza una miradainterrogante. ¿Un viejo amigo de lafamilia? ¿En serio? Mi mente no para dedarle vueltas a la cabeza, pero meesfuerzo todo lo posible por evitar quelas preguntas escapen por mi boca adiestro y siniestro. No quiero sabernada. Acabo de dejar al viejo amigo de

la familia en el Society, reteniendo a mima…

—¿Estás lista? —pregunto, ansiosapor olvidar este pequeño malentendido.

—Sí, Livy. Llevo lista una hora —responde, frunce los labios y desvía suagria mirada hacia la enfermera.

—Éste es el novio de mi nieta —anuncia la abuela en voz más alta de lonecesario, como si quisiese mostrar atoda la sala el magnífico trofeo que tieneen el brazo—. Es guapo a rabiar,¿verdad?

—¡Abuela! —exclamo, poniéndomecolorada por Miller—. ¡Para!

La enfermera sonríe y se apartalentamente.

—Reposo absoluto durante unasemana, señora Taylor.

—Sí, sí —responde con hastío a laenfermera, y señala a Miller con lacabeza—. Tiene un buen culito.

Me atraganto. Miller se ríe y laenfermera se pone roja como un tomatecuando sus ojos se dirigen a lasusodicha zona de Miller, pero entoncesmi móvil empieza a sonar en mi bolso yme salva del comportamiento traviesode mi abuela. Sacudiendo la cabezatotalmente exasperada, rebusco en elbolso. Localizo el dispositivo y mequedo paralizada cuando veo el nombrede William en la pantalla.

Le doy a «Rechazar».

Vuelvo a meterlo en el bolso yobservo el rostro risueño de Miller concautela cuando su teléfono empieza asonar dentro de su bolsillo interior. Susonrisa desaparece al ver mi mirada ydetectar la melodía de su móvil. Sacudola cabeza sutilmente, esperando que laabuela no capte los mensajes silenciososque nos estamos lanzando y me pongofuriosa cuando deja la bolsa de laabuela en el suelo y se lleva la manolentamente al bolsillo. Le gritomentalmente que lo deje estar y lofulmino con la mirada desde el otro ladode la cama, pero hace caso omiso yresponde a la llamada.

—¿Te importa? —pregunta,

indicándome que lo releve para sostenera la abuela.

Me esfuerzo al máximo en no arrugarel rostro de enfado, porque sé que laabuela nos está observando. Me acercolentamente y sustituyo el brazo de Millerpor el mío.

—¿Es una llamada importante? —pregunta la abuela con suspicacia.Debería haber imaginado que nada lepasa desapercibido.

—Podría decirse que sí. —Millerme besa en la frente en un intento decalmarme, y la abuela suspiraembelesada mientras observa cómo sealejan sus nalgas—. ¿Sí? —dice Milleral teléfono mientras desaparece por la

esquina.Pongo morritos. No puedo evitarlo,

y me ofendo con Miller por no ser capazde hacer lo que a mí me sale condemasiada facilidad: enterrar la cabezaen la arena; hacer como si nada;continuar como si jamás hubiesesucedido nada espantoso.

—¿Va todo bien entre vosotros dos?—pregunta la abuela con preocupación,interrumpiendo mis aceleradospensamientos y devolviéndome desopetón al lugar en el que quiero estar.

—De maravilla —miento, y fuerzouna sonrisa y recojo su bolsa del suelo—. ¿Lista?

—¡Sí! —refunfuña exasperada, y

acto seguido su rostro anciano medevuelve la sonrisa. Entonces se vuelvehacia la cama que tiene enfrente y meobliga a volverme con ella—. ¡Adiós,Enid! —grita molestando a la pobreanciana que parece estar profundamentedormida—. ¡Enid!

—¡Abuela, está dormida!—Siempre está durmiendo. ¡Enid!La ancianita abre los ojos lentamente

y mira a todas partes, algo desorientada.—¡Estoy aquí! —grita la abuela,

levanta la mano y la menea por encimade su cabeza—. ¡Hooolaaa!

—Por Dios, abuela —farfullo, y mispies se ponen en marcha cuando miabuela empieza a trotar por la sala.

—No uses el nombre de Dios envano, Olivia —me reprochaarrastrándome con ella—. Enid, querida,ya me voy a casa.

Enid nos regala una sonrisadesdentada, suscitando una pequeñacarcajada de compasión por mi parte. Sela ve muy frágil, y parece estar algosenil.

—¿Adónde vas? —grazna. Intentaincorporarse, pero acaba rindiéndose yjadeando de cansancio.

—A casa, querida. —La abuela noslleva junto a la cama de Enid y se sueltade mi brazo para poder cogerla de lamano—. Ésta es mi nieta, Olivia. ¿Larecuerdas? La conociste el otro día.

—¿Ah, sí? —Se vuelve parainspeccionarme y la abuela hace lomismo siguiendo su mirada y me sonríecuando me tiene a la vista—. Ah, sí. Yame acuerdo.

Sonrío mientras las dos mujeres meretienen en el sitio con sus ojos ancianosy sabios y me siento un poco incómodabajo sus miradas escudriñadoras.

—Ha sido un placer conocerla,Enid.

—Cuídate, bonita. —Extrae la manode la de mi abuela con cierto esfuerzo yagarra el aire delante de mí, instándomea darle lo que está buscando. Apoyo lamano en la suya—. Será perfecto —dice, y ladeo la cabeza sin saber a qué

se está refiriendo—. Él será perfectopara ti.

—¿Quién? —pregunto con una risanerviosa y desviando la mirada hacia elrostro serio de mi abuela.

Ésta se encoge de hombros y sevuelve de nuevo hacia Enid, que cogeaire para iluminarnos, pero no dice nadamás. Me suelta la mano y vuelve aquedarse profundamente dormida.

Me muerdo el labio y contengo lanecesidad de decirle a la durmiente Enidque él ya es perfecto para mí, por muyextraña que haya sido su sorprendenteafirmación.

—Hmmm. —El murmullo pensativode la abuela atrae mi atención. Observa

a Enid dormir con una sonrisa cariñosa—. No tiene familia —dice, y despiertainmediatamente en mí una enormetristeza—. Lleva aquí más de un mes yno ha venido nadie a visitarla. ¿Teimaginas lo que tiene que ser estar tansola?

—No —admito al plantearmesemejante soledad.

Puede que me haya aislado delmundo, pero jamás me he sentido sola.Nunca estaba sola. Miller, en cambio, sí.

—Rodéate de gente que te quiere —se dice la abuela a sí misma, si bien esevidente que desea que yo lo oiga,aunque sus motivos no lo son tanto—.Llévame a casa, cariño.

Sin perder ni un solo segundo, leindico a la abuela que se coja de mibrazo e iniciamos una marcha lentahacia la salida.

—¿Te encuentras bien? —lepregunto justo cuando Miller gira laesquina con una leve sonrisa en suscarnosos labios.

A mí no me engaña. He visto laansiedad en sus ojos y su expresiónimpasible antes de que él nos viera.

—¡Aquí está! —gorjea la abuela—.Todo trajeado y bien plantado.

Miller me coge el maletín de laabuela, se coloca al otro lado de ella yle ofrece también su brazo, que ellaacepta alegremente.

—La rosa entre dos espinas —diceriéndose, y nos obliga a ambos aaproximarnos más tirando de repente denuestros brazos—. ¡Eeeooo! —grita laabuela a la recepción de enfermeríacuando pasamos por delante—. ¡Adiós!

—¡Adiós, señora Taylor!Todas se ríen mientras nosotros la

escoltamos hasta la salida, y yo sonríomis disculpas al equipo médico que hatenido que soportar varios días suscomentarios bordes. La verdad es queno lo lamento tanto, sólo por el hecho deno ser la única que está constantementerecibiendo las insolencias de las Taylor.

Tardamos un rato, pero por finsalimos del hospital. Miller y yo

paseamos alegremente sin prisa,teniendo que retener constantemente a laabuela para evitar que salga corriendodel lugar que ha considerado una cárceldurante su ingreso. No he mirado aMiller a la cara ni una vez durante losveinte minutos que nos ha llevado llegarhasta su coche, aunque he sentido susojos dirigidos hacia mí por encima de lacabeza de la abuela en más de unaocasión, probablemente evaluando misprocesos mentales. Si la abuela noestuviese entre nosotros, le diríaexactamente cuáles son y le ahorraríatiempo. Es muy sencillo: me da igual yno quiero saberlo. Sea lo que sea lo queWilliam y él hayan estado hablando,

sean cuales sean sus planes, no quierosaberlos. El hecho de que William hayapuesto al día a Miller sobre el asunto demi madre no despierta mi curiosidad enabsoluto. Sin embargo, he llegado a laconclusión de que William sabía queGracie Taylor estaba aquí y decidió nodecírmelo. No sé si debería estarcabreada o agradecida por ello.

—¡Vaya! ¡Mira qué cortés! —ríe laabuela cuando Miller le abre la puertade atrás del Mercedes y baja el brazopara guiarla con aire caballeroso.

Se está aprovechando de la ilusoriaimaginación de mi abuela y estáfingiendo que siempre es así. Pero lodejaré correr, aunque sólo sea por seguir

viendo esa increíble sonrisa en surostro. Lo miro un poco de soslayoesforzándome por evitar imitar suexpresión de diversión mientras ayuda ala abuela a sentarse.

—¡Madre mía! —exclamaacomodándose en el asiento trasero—.¡Me siento como de la realeza!

—Lo es, señora Taylor —respondeMiller antes de cerrar la puerta,ocultando el rubor de satisfacción queacaba de formarse en sus mejillas.

Ahora que la abuela ya no está enmedio, estamos solos Miller y yo, y nome gusta nada la expresión meditabundaque veo en su rostro. ¿Adónde ha ido aparar la impasividad? Amo y a la vez

detesto todas estas expresiones faciales.—William quiere hablar contigo —

susurra, cosa que agradezco, porque laabuela está a tan sólo unos centímetrosde distancia, aunque se encuentra trasuna puerta cerrada.

Me pongo inmediatamente a ladefensiva.

—Ahora no —silbo con los dientesapretados, sabiendo perfectamente queen realidad quiero decir «nunca»—.Ahora tengo otra prioridad.

—Coincido —responde Miller parami sorpresa.

Se inclina hasta que nuestros rostrosestán al mismo nivel. Sus ojos azules meinfunden confianza y me hechizan con su

seguridad y su confort, haciendo que misbrazos tiemblen a mis costados.

—Por eso le he dicho que no estáspreparada.

Decido dejar de seguir luchando porcontener mis brazos y rodeo sushombros con ellos llena deagradecimiento.

—Te quiero.—Eso lo dejamos claro hace ya

tiempo, mi niña —susurra, y se retirapara mirarme a la cara—. Deja que tesaboree.

Nuestras bocas se unen y mis piesabandonan el suelo. Nuestras lenguasinician una delicada danza y nosmordisqueamos los labios el uno al otro

cuando nos separamos de vez en cuando.Estoy perdida, consumida, ajena anuestro entorno público… hasta que unsúbito golpeteo me devuelve en el actoal presente y ambos nos separamos.Miller empieza a reírse conincredulidad y los dos nos volvemoshacia la ventana de su coche. No veo lacara de la abuela porque los cristalesahumados me lo impiden, pero sipudiera, seguro que estaría pegadacontra el cristal, riéndose.

—Es un tesoro —murmura Miller yme suelta y me alisa la ropa antes dealisarse la suya propia.

Llevaba ya rato sin arreglarse eltraje, pero ahora lo está compensando:

se toma su buen minuto para colocartodo en su sitio mientras yo lo observocon una sonrisa en la cara, hallandoconsuelo en una de sus manías, e inclusoalargo la mano y le sacudo una pelusillaque se le ha pasado. Él sonríe enrespuesta, me agarra de la nuca, meatrae hacia él y me besa en la frente.

¡Toc, toc, toc!—Señor, dame fuerzas —farfulla

contra mi piel, y entonces me libera y sevuelve con el ceño fruncido hacia laventana de su coche—. Las cosasbonitas deben saborearse, señora Taylor.

La abuela responde con otra tandade golpeteos en la ventana que provocanque Miller se incline y se acerque a ella,

aún con el ceño fruncido. Empiezo areírme cuando veo que él golpea enrespuesta. Oigo la exclamación deindignación de la abuela, incluso através de la puerta cerrada, aunque esono surte ningún efecto en mi caballero atiempo parcial. Golpea de nuevo.

—Miller, compórtate. —Me río yadoro la irritación que le invade ante elcomportamiento impertinente de miabuela.

—Sin duda pertenece a la realeza.—Se pone derecho y se mete las manosen los bolsillos—. Es una auténtica…

—¿Pesadilla? —Termino la frasepor él antes de que diga algo de lo quese pueda arrepentir, y veo la culpa en su

rostro al instante.—A veces —admite, y me hace reír.—Llevemos a su señoría a palacio,

¿te parece? —Miller asiente hacia elotro lado del coche y yo sigo suinstrucción. Me dirijo yo solita alasiento del pasajero y me meto en el deatrás con la abuela.

Me abrocho el cinturón y veo queella no se aclara con el suyo, de modoque le echo una mano y también se loabrocho.

—Ya está —digo, apoyo la espaldaen el respaldo y observo cómoinspecciona el suntuoso interior dellujoso coche de Miller.

Levanta la mano y aprieta un botón

que enciende una luz para despuésapagarla de nuevo. Juguetea con losbotones del aire acondicionado que hayentre el espacio para los pies y murmurasu aprobación. Pulsa un botón que haceque baje su ventana y lo pulsa de nuevopara volver a subirla. Entoncesencuentra un reposabrazos entrenosotras, lo baja, lo retira hacia atrás ydescubre que contiene posavasos. Susfascinados y ancianos ojos azul marinome miran mientras forma una O con suslabios rosados.

—Apuesto a que el coche de la reinano es ni la mitad de lujoso que éste.

Su comentario debería hacerme reír,pero estoy demasiado ocupada

lanzándole a Miller miradas nerviosaspor el espejo retrovisor, intentandoevaluar su reacción ante el hecho de quela abuela esté toqueteando su mundoperfecto.

Me está mirando a mí, con lamandíbula tensa. Le regalo una sonrisaincómoda y le digo un silencioso «losiento» con la cara arrugada. Sacude supreciosa cabeza de un lado a otro,meneando los rizos al tiempo queprácticamente sale derrapando de laplaza de aparcamiento. Imagino quequiere finalizar este viaje lo antesposible y limitar el tiempo que miquerida abuelita tiene de seguirhurgando en su mundo perfecto. Dios

nos libre de que algún día descubra losdiales de la temperatura en la partedelantera. Me río para mis adentros. ¿Yquería que se trasladase a suapartamento? Joder, ¡le daría un ataquecada cinco minutos!

La abuela exclama con regocijocontinuamente mientras Miller esquivael tráfico londinense, pero su emocióndesaparece al verme la mano izquierdacuando la levanto y la apoyo en elasiento que tengo delante. Detecto alinstante qué es lo que ha captado suatención. Alarga la mano, me coge lamía, la acerca hacia ella y la estudia ensilencio. No puedo hacer nada más quedejarle y me preparo para su reacción.

Miro con ojos suplicantes hacia elespejo retrovisor y veo que Miller nosobserva de manera intermitente mientrasmantiene la atención en la carretera.

—Hmmm —murmura ella, y pasa laalmohadilla del pulgar por la partesuperior de mi anillo—. Bueno, Miller,¿cuándo vas a casarte con mi preciosanietecita?

La pregunta es para Miller, aunquesus grises cejas enarcadas se dirigenrápidamente hacia mí y me encojo en elasiento de piel. Más le vale encontraruna respuesta rápida, porque yo no tengoni la menor idea de qué decirle.Necesito que deje de mirarme de esamanera. Me estoy poniendo como un

tomate, y siento que se me está cerrandola garganta a causa de la presión,impidiéndome hablar.

—¿Y bien? —insiste.—No voy a hacerlo —responde él

directamente, y su brusca respuesta haceque me muera por dentro.

No tiene ningún problema endecírselo a la deslenguada de mi abuelay, aunque yo lo entiendo, no estoy segurade si ella lo hará. Es muy tradicional.

—¿Y por qué no? —Pareceofendida, casi enfadada, y me planteo laposibilidad de alargar la mano y darleun coscorrón a Miller en la cabeza. Ellaprobablemente lo haría—. ¿Qué tiene minieta de malo?

Me reiría si fuese capaz de hallar elaire para respirar. ¿Que qué tengo demalo? ¡Todo!

—Ese anillo representa mi amor,señora Taylor. Mi amor eterno.

—Sí, eso está muy bien, pero ¿porqué lo lleva en el dedo donde se llevanlos anillos de casada?

—Porque su precioso anillo yaocupa su mano derecha, y jamás seríatan irrespetuoso como para pedirle quereemplace algo que lleva en su vida mástiempo que yo.

Me inflo de orgullo y la abuelatartamudea estupefacta.

—¿No podemos intercambiarlos?—¿Acaso quieres casarte conmigo?

—le pregunto hallando por fin algunaspalabras.

—¿Y por qué no? —refunfuña con lanariz estirada. Ni siquiera la respetuosaexplicación de Miller ha conseguidomitigar su disgusto—. ¿Pensáis vivirsiempre en pecado?

Su distraída elección de palabrasresuena en mi interior y mis ojos seencuentran con los de Miller a través delespejo: los míos están abiertos comoplatos; los suyos recelosos.

Pecado.Hay muchas cosas pecaminosas que

ella desconoce. Cosas que mi pobremente está intentando asimilar. Jamás selas habría narrado antes, por muy

insolente y deslenguada que sea, y desdeluego no pienso narrárselas ahora. No ensu delicado estado de salud tras elataque al corazón sufrido, aunque conella una nunca sabe. Permanecerhospitalizada durante los últimos díasparece haberle inyectado todavía másdescaro en sus huesos de Taylor.

Miller vuelve a mirar hacia lacarretera y yo me quedo tensa en miasiento, pero los ojos expectantes de miabuela sobre mi célebre antiguo chicode compañía, exprostituto, obsesivocompulsivo…

Suspiro. Mi mente no tiene lasfuerzas suficientes para elaborarmentalmente la lista de interminables

cosas pecaminosas que Millerrepresentaba.

—Pienso venerar a su nieta duranteel resto de mi vida, señora Taylor —dice Miller con voz tranquila, aunque eltriste arrullo de la abuela indica que loha oído perfectamente y que tendrá queconformarse con eso. Para mí essuficiente, y aunque me digoconstantemente que nada más importa, locierto es que la aprobación de la abuelasí que me importa. Creo que cuento conella. Sólo tendré que seguir diciéndomea mí misma que el hecho de que no sepatoda la verdad no tiene ningunaimportancia, que su opinión nocambiaría lo más mínimo si conociese

cada sórdido detalle.—Hogar, dulce hogar, señora —dice

Miller interrumpiendo mis divagacionescuando nos detenemos delante de la casade la abuela.

George y Gregory esperan inquietosen la acera, ambos sentados en el murobajo que hay al final del jardín denuestro patio. No tengo ni el tiempo ni laenergía para preocuparme por el hechode que Miller y Gregory se encuentren auna distancia tan reducida. Espero quesepan comportarse.

—¿Qué hacen éstos aquí? —refunfuña la abuela, sin hacer ningúnintento por salir del coche, esperando aque Miller le abra la puerta. A mí no me

la pega. Le encanta estar recibiendo estetrato tan especial, aunque no es que nolo reciba en circunstancias normales—.¡No soy ninguna inválida!

—Discrepo —responde Miller confirmeza mientras le ofrece la mano, queella acepta con el ceño ligeramentefruncido—. No sea tan insolente, señoraTaylor.

Salgo del coche riéndome para misadentros y me reúno con ellos en laacera mientras la abuela no para defarfullar y de resoplar indignadísima conMiller.

—¿Cómo te atreves?—Está claro de quién lo ha

aprendido Olivia —le suelta, y la

entrega a George cuando éste seaproxima con su viejo y redondo rostrocargado de preocupación.

—¿Cómo te encuentras, Josephine?—dice tomándola del brazo.

—¡Estoy bien! —La abuela acepta elbrazo de George, lo que indica sunecesidad de apoyarse, y deja que laguíe por el camino del jardín—. ¿Túcómo estás, Gregory? —preguntacuando pasa por su lado—. ¿Y Ben?

¿Se lo ha contado? Miro a mi amigo,al igual que Miller y que George.Gregory se revuelve incómodo al notarcuatro pares de ojos fijos en él. Susbotas golpetean el suelo y nos contemplaa todos con los ojos abiertos como

platos mientras seguimos mirando alpobre chico, esperando su respuesta.Carraspea.

—Esto… Sí, bien. Estamos bien.¿Cómo estás tú, abuela?

—Perfectamente —responde ella alinstante, y le hace un gesto a Georgepara que continúe avanzando—.Preparemos un poco de té.

Todo el mundo se pone en acción ysigue a la abuela y a George hacia lacasa, pero pronto me adelanto parapoder abrir la puerta y dejarlos pasar atodos mientras la mantengo abierta. Elprofundo suspiro que da cuando laayudan a atravesar el umbral y absorbela familiaridad de su hogar me llena de

una dicha tan plena que podría rivalizarcon el maravilloso lugar al que Millerme lleva cuando soy el único foco de suatención. Y eso ya es decir. Tenerla encasa, y verla y oír sus insolenciasconsigue borrar de mi mente otrosasuntos más peliagudos que me esfuerzopor evitar.

Gregory entra y me guiña un ojo condescaro, aumentando así mi felicidad,seguido de Miller, que me releva en lapuerta y me indica que continúe con ungesto de la cabeza.

—Qué caballeroso —bromeo, y mevuelvo para ver cómo la abuela guía aGeorge hasta la cocina al otro extremode la casa, cuando lo que debería hacer

es tumbarse en el sofá o incluso irse a lacama.

Esto no va a ser fácil. ¡Es imposible!Pongo los ojos en blanco, la persigo yempiezo a determinar unas cuantasnormas, pero, de repente, una palmadaen el culo me detiene. El dolor esinstantáneo, y me llevo la mano altrasero para frotármelo en un intento dealiviar así el dolor mientras me vuelvo yveo a Miller cerrando la puerta.

—¡Au!¿Au? No se me ocurre nada más que

decir. ¿Miller Hart, el hombre cuyosmodales avergonzarían hasta a lamismísima reina de Inglaterra, acaba dedarme una palmada en el culo? No un

golpecito, no. Una palmada. Y bastantefuerte, por cierto.

Un rostro perfectamente serio se girahacia mí. Inspira cuando se alisa el trajetomándose su ridículo tiempo mientrasyo permanezco totalmente boquiabiertaante él, esperando… no sé… algo por suparte.

—¡Dime algo! —exclamo indignadafrotándome todavía el trasero.

Termina de perfeccionar su yaperfecto traje y se aparta el perfectopelo de su perfecto rostro. Sus ojos senublan. Cruzo las piernas estando depie.

—¿Quieres otra? —pregunta comosi tal cosa con un brillo de picardía en

sus preciosos ojos.Inspiro hondo y contengo el aliento.

Me muerdo el labio inferior con fuerza.¿Qué le está pasando? ¿Se le estácontagiando esta actitud de mi abuela?

—Lo que me gustaría hacer enrealidad es hincar los dientes en eseprecioso culito que tienes.

Expulso todo el aire de mispulmones y la anticipación sexual medevora.

Es un cabrón. No tiene ni la menorintención de terminar lo que haempezado. Pero eso no calma mi ansiani mi necesidad. ¡Maldito sea!

Se aproxima lentamente, como si meestuviera rondando, y mis ojos lo siguen

hasta que lo tengo respirando encima demí.

—La dulce abuelita no está ensituación de andar blandiendo cuchillosde trinchar.

Mueve una ceja sugerente. Ésta esprobablemente la acción menos propiade Miller de todas las acciones pocopropias de Miller que he experimentadoconforme nuestra relación ha idocreciendo. No puedo evitarlo. Comienzoa partirme de risa, pero él no se apartaofendido tal y como esperaba. Empiezaa reírse también y, aunque mi deseodesesperado por él se ha disipadoligeramente, la tremenda felicidad quecorre por mis venas es un buen término

medio.—No estés tan seguro —respondo

riéndome mientras él me coge de lacintura, me vuelve en sus brazos y meguía por el pasillo con la barbillaapoyada en el hombro—. Creo que lamedicación le ha desarrollado lainsolencia.

Pega la boca en mi oreja. Cierro losojos y disfruto de cada deliciosoinstante que pasa rozándome.

—Coincido —susurra, y memordisquea el lóbulo.

No necesito combatir las llamas dedeseo que arden en mis venas porque setransforman en llamas de furia en cuantollegamos a la cocina y veo a la abuela

llenando el hervidor de agua en elfregadero.

—¡Abuela!—¡Yo lo he intentado! —exclama

George lanzando los brazos al aire conexasperación mientras toma asiento—.¡Pero no me ha hecho ningún caso!

—¡Yo también! —intervieneGregory para hacerme una idea generalde la situación mientras se sienta sobreuna de las sillas de la mesa de la cocina.Me mira y sacude la cabeza—. No meapetece recibir una paliza verbal.Bastante he tenido ya con las físicas.

Durante un segundo, el sentimientode culpa me invade tras la áspera pullitapor parte de mi mejor amigo, pero

vuelvo a centrarme en la situacióncuando oigo el hervidor golpeando elborde del fregadero.

—¡Por favor, abuela! —grito, yatravieso la cocina corriendo al ver quese tambalea ligeramente. Miller tambiénacude al instante, y oigo el chirrido dedos sillas contra el suelo, lo que meindica que Gregory y George también sehan levantado—. ¡¿Quieres hacer elfavor de hacernos caso?! —grito conuna mezcla de enfado y preocupaciónque me hace temblar mientras lasostengo.

—¡Deja de agobiarte tanto! —meladra intentando apartarme las manos—.¡No soy ninguna inválida!

Necesito hacer acopio de todas misfuerzas para no gritarle mi frustración.Dirijo mis ojos desesperados haciaMiller y me sorprendo al ver unaexpresión de enfado en su rostro. Tienelos labios apretados, cosa que encircunstancias normales haría que mepreocupase, pero en estos momentossólo espero que me ayude a controlar ami testaruda abuela.

—Deme eso —masculla conimpaciencia quitándole el hervidor delas manos y dejándolo de un golpe sobreel banco antes de reclamar a mi abuela—. Y ahora va a estarse sentadita,señora Taylor.

Guía a mi desconcertada abuela por

delante de las expresiones deestupefacción de George y de Gregory yla sienta en una silla. Ésta mira a Millerdesde su posición sentada con ojoscautelosos mientras él se cierne sobreella, retándola a desafiarlo. Se queda sinhabla, con la boca abierta de laimpresión. Miller inspira profunda ypausadamente para calmarse. Entoncesse sube ligeramente las perneras de lospantalones a la altura del muslo y seacuclilla ante ella. La abuela lo siguecon la mirada hasta que están al mismonivel. Permanece callada, como el restode nosotros.

—A partir de ahora hará lo que se lediga —empieza Miller, y se apresura a

levantar una mano y a ponerle un dedosobre los labios cuando ella inspira paraespetarle alguna fresca—. Ah-ah —lacorta Miller antes de que empiece.

No le veo la cara, pero sí veo cómoladea ligeramente la cabeza a modo deadvertencia, y estoy convencida de quetambién la mantiene en su sitio con lamirada. Miller aparta el dedo lenta ycuidadosamente y ella frunce los labiosinmediatamente, indignada.

—Eres un poco mandón, ¿no?—No sabe cuánto, señora Taylor.La abuela me mira buscando… no sé

qué, pero sé que algo le doy, aunque meestoy esforzando todo lo posible por nohacerlo. Me pongo roja como un tomate,

y maldigo a mis mejillas por delatarme yme revuelvo incómoda bajo su miradacuriosa.

—Señora Taylor —dice Millertranquilamente para ahorrarme elescrutinio de sus ojos cuando ella dirigede nuevo la atención hacia él—. Estoybastante familiarizado con la insolenciade las Taylor. —Señala con su pulgarpor encima de su hombro en midirección, y hace que quiera anunciarque sólo lo utilizo en circunstanciasespeciales, pero soy lista y me contengo—. De hecho me he acostumbrado aella.

—Me alegro por ti —masculla laabuela, y levanta la nariz con aire

altanero—. ¿Y qué vas a hacer?¿Azotarme?

Toso para ocultar la risa, y George yGregory hacen lo mismo. ¡Menuda piezaes la abuela!

—No es mi estilo —responde Millercon ligereza sin caer en susprovocaciones, cosa que no hace másque instigar más comentarios bordes porparte de la abuela, y eso hace que elresto estemos a punto de llorar de risa.

Esto no tiene precio, y evito en todolo posible mirar a George y a Gregory alos ojos, porque sé que en el momentoen que lo haga empezaré adesternillarme al ver sus propiasexpresiones de diversión.

—¿Sabe cuánto quiero a su nieta,Josephine?

Esa pregunta detiene al instante lasrisitas nerviosas y el rostro de la abuelase suaviza al instante.

—Creo que me hago una buena idea—dice tranquilamente.

—Bien, pues deje que se lo confirme—dice Miller formalmente—. Me dueletremendamente. —Me quedo paralizaday veo cómo el rostro de la abuela seilumina de felicidad a través del hombrode Miller—. Justo aquí. —Le coge lamano y se la coloca sobre la chaquetadel traje—. Mi niña me ha enseñado aamar, y eso hace que la quiera mástodavía. Ella lo es todo para mí. No

soporto que está triste o verla sufrir,Josephine.

Permanezco callada en un segundoplano, como Gregory y George. Estáhablando con ella como si estuvieransolos. No sé qué tiene esto que ver conque mi abuela sea obediente, peroparece estar funcionando, y confío enque tenga alguna relevancia.

—Sé lo que se siente —murmura laabuela forzando una sonrisa triste. Creoque voy a llorar—. Yo también lo hevivido.

Miller asiente y alarga la mano paraapartarle un rizo gris y rebelde de lafrente.

—Olivia está enamorada de usted,

querida señora. Y yo también la apreciobastante.

La abuela sonríe a Millertímidamente y reclama su mano. Estoyconvencida de que se la estáestrechando con fuerza.

—Tú tampoco estás mal.—Me alegro de que hayamos dejado

las cosas claras.—¡Y tienes un buen culito!—Eso me han dicho. —Se ríe, se

inclina y la besa en la mejilla.Yo me derrito por dentro de

felicidad cuando probablemente deberíaestar rodando por el suelo de risa antesu descarada salida.

Miller nunca había tenido a nadie.

Ahora no sólo me tiene a mí, sino queademás la tiene a ella. Y de repente veoclaramente que él es consciente de ello.También quiere a la abuela. A un niveldiferente, claro, pero sus sentimientospor ella son intensos. Muy intensos, y loha demostrado con cada palabra y cadaacción desde que regresamos de NuevaYork.

—Y ahora —se pone de pie y deja ala abuela sentada, con expresión risueñay soñadora—, Olivia va a meterla en lacama. Yo ayudaré a Gregory a prepararel té, y George se lo llevará a suhabitación.

—Si insistes…—Insisto. —Miller me mira y

muestra interés al ver mis ojos vidriosos—. ¡Venga!

Recobro la compostura al instante ylevanto a la abuela de la silla, ansiosapor escapar de la presencia de estehombre tan maravilloso antes de que metenga lloriqueando por toda la cocina.

—¿Te encuentras bien? —lepregunto mientras salimos de la cocina,recorremos el pasillo y subimos laescalera pasito a pasito.

—Mejor que nunca —responde contotal sinceridad tocándome la fibrasensible.

Mi contento pronto se transforma entemor, porque sé que por mucho quequiera enterrarla en mi cabeza, sólo hay

una cosa que no podré ocultarleeternamente.

A Gracie Taylor.Todavía estoy intentando asimilarlo

yo. La abuela no podría.—Se casará contigo algún día —

rumia para sí misma sacándome de misangustiosas divagaciones—. Escúchamebien, Olivia. Jamás había sentido unamor tan rico y tan puro en mis ochodécadas de vida. —Asciende la escaleracon cuidado y yo la sigo y la sostengopor detrás, hecha un auténtico lío desentimientos encontrados, sentimientosde indescriptible felicidad y de sombríatristeza—. Miller Hart te ama con todasu alma.

16

Dedico más de una hora a atender a laabuela y disfruto de cada momento:desde ayudarla a bañarse hasta meterlaen la cama y arroparla. Le seco y lecepillo el pelo, la ayudo a ponerse sucamisón de volantes y le ahueco lasalmohadas antes de ayudarla a subirse ala cama.

—Apuesto a que lo estás disfrutando—musita en voz baja, al tiempo quetantea la ropa de cama a su alrededor.Está sentada, con los rizos grises y

perfectos ondeando sobre sus hombrosmientras se pone cómoda.

—Me gusta cuidarte —confieso,aunque me contengo y no añado queprefiero cuidar de ella cuando no lonecesita. Quiero que se ponga bien, quevuelva a la normalidad. Es posible quehaya recobrado su chispa pero no meengaño: sé que eso no significa que sehaya recuperado.

—No te creas que voy a dejar quevuelvas al mundo vacío en el que vivíasantes de que apareciera Miller —medice sin levantar la vista de las sábanas.Me detengo en pleno ajetreo y me miracon el rabillo del ojo—. Que lo sepas.

—Lo sé —la tranquilizo, e intento

ignorar la sombra de la duda queamenaza desde un rincón de mi mente.Lo fácil sería volver a esconderme, nosalir a lidiar con todos los retos quetengo por delante.

—Ya te lo he dicho, Olivia —continúa. No me gusta el rumbo que estátomando esta conversación—.Enamorarse es fácil. Aferrarse al amores especial. No creas que soy tan tontacomo para creer que todo es perfecto.Veo a un hombre enamorado y a unachica enamorada. —Hace una pausa—.Y veo aún más claros los demonios quealberga Miller Hart.

Se me corta la respiración.—También veo su desesperación.

No puede ocultármela. —Me observacon detenimiento. Sigo conteniendo elaliento—. Depende de ti, mi queridaniña. Ayúdalo.

Unos golpecitos en la puerta deldormitorio de la abuela me sobresaltan ycorro a abrir con la cabeza a mil; lanecesidad de escapar hace que me entreel pánico. George me mira un tantoreticente con una bandeja en las manos.

—¿Todo bien, Olivia?—Sí —digo con voz chillona y me

aparto para dejarlo pasar.—¿Se encuentra en condiciones de

recibir visitas? Traigo té.—¡Llévame a bailar, George! —

grita la abuela y George sonríe.

—Me lo tomaré como un sí. —George entra en la habitación y susonrisa se torna más amplia al ver a miabuela, limpia y arreglada en la cama—.Estás espectacular, Josephine.

Me sorprende no escuchar unaréplica burlona o sarcástica.

—Gracias, George. —La abuela leseñala la mesita de noche para quedeposite en ella la bandeja, cosa que élhace con esmero y sin tardanza—. A verqué tal te ha salido el té.

—Nadie lo prepara como tú,Josephine —dice George con alegríamientras echa azúcar en las tazas.

Los observo unos instantes mientrascamino hacia la puerta y sonrío al ver a

la abuela darle un manotazo a George enel dorso de la mano y a él reírse tancontento. Está feliz de tenerla en casa y,aunque ella no lo admitirá nunca,también está encantada de volver a tenera George bajo su techo. El cambio depapeles va a hacer que discutan más quede costumbre.

—Estaré abajo —les digo antes desalir de la habitación, pero ninguno delos dos me hace el menor caso y laabuela continúa dándole a Georgeinstrucciones precisas de cómo prepararel té a su gusto. El pobre lo intenta envano; nadie prepara el té como laabuela.

Los dejo con su sainete, bajo la

escalera, aliviada de estar lejos delradar de la abuela, y entro en la cocina.Miller está apoyado en la encimera yGregory está tirado en una silla. Los dosme miran y me siento como si estuvierabajo un microscopio pero, aunque estoes muy incómodo, es mejor que cuandose tiran las manos al cuello. Mi aliviodesaparece pronto, en cuanto noto lapreocupación en el aire y no tardo enimaginarme por qué me miran así.

Miller le ha contado lo de mi madre.Mis mecanismos de defensa se ponen enalerta máxima, listos para disparar alque decida atacarme primero con susopiniones, pero tras un largo y dolorososilencio, ninguno de los dos abre la

boca. Decido tomar las riendas de lasituación.

Y hacer el avestruz un poco más.—Está descansando y George está

con ella. —Me acerco al fregadero ymeto las manos en el agua jabonosa—.Se la ve muy animada pero necesita, almenos, una semana de reposo. —Friegolas tazas de té y las coloco en elescurreplatos. Luego rebusco en el aguaalgo más que fregar—. No va a ser fácil.

—Olivia —Miller se me acerca pordetrás. Cierro los ojos y dejo deremover el agua en vano—, déjalo ya.

Me saca las manos de la pila yempieza a secármelas con un paño decocina, pero lo aparto y cojo un trapo.

—Voy a limpiar la mesa. —Dejocaer el trapo húmedo sobre la mesa yGregory se aparta un poco. No se meescapa la mirada cautelosa que le lanzaa Miller por encima de mi hombro—.Tengo que mantener la casa como loschorros del oro. —Me esmero con lamadera impecable, limpiando unasuciedad inexistente—. O protestará eintentará limpiarla ella.

Unas manos fuertes se cierran sobremis muñecas y les impiden moverse.

—Basta.Mis ojos ascienden por su traje

hecho a medida, por su cuello y por lasombra de su barbilla. Unos ojos azulesse me clavan en el alma. Comprensivos.

No necesito comprensión, lo quenecesito es que me dejen seguir con lomío.

—No quiero exponerte a mássufrimiento. —Me quita el trapo de lamano, lo dobla con pulcritud mientras ledoy las gracias en silencio y me tomo unmomento para recobrar la compostura—. Voy a pasar la noche aquí, así quenecesito ir a casa a recoger un par decosas.

—Vale —accedo mientras me alisoel vestido de verano.

—Y yo debería irme —dice Gregoryponiéndose de pie y ofreciéndole lamano a Miller, que la acepta al instantey asiente con la cabeza. Es un mensaje

silencioso para que mi amigo se sientaseguro.

En cualquier otro momento suintercambio de cortesías me pareceríamaravilloso, pero ahora mismo no. Escomo si se hubieran aliado, como últimorecurso, para encargarse de la damiseladesvalida. No están siendo educadosporque saben que nada me gustaría másque saber que pueden llegar a caersebien. Lo están haciendo por miedo a quesean la gota que colma el vaso.

Gregory se me acerca y me da unabrazo que me cuesta devolverle. Derepente me siento frágil de verdad.

—Te llamo mañana, pequeña.Asiento y me separo de él.

—Te acompaño a la puerta.—Vale —contesta lentamente y se va

hacia la puerta de la cocina,despidiéndose de Miller con la mano.

No veo la respuesta de Miller ni sise producen más intercambios porque yaestoy a mitad del pasillo.

—¡Es tremenda! —dice Georgeentre risas. Levanto la vista y lo veobajando la escalera—. Pero estáagotada. Voy a dejarla descansar unpoco.

—¿Te vas, George?—Sí, pero volveré mañana al

mediodía. Tengo órdenes. —Resopla alllegar al pie de la escalera, con el pechopalpitante del esfuerzo—. Cuídala

mucho —me pide dándome un apretónen el hombro.

—Te llevo a casa, George —diceGregory, que aparece con las llaves enla mano—. Siempre que no te importecompartir asiento.

—¡Ja! Compartí cosas peoresdurante la guerra, muchacho.

Gregory pasa a mi lado conteniendola risa y le abre la puerta a George.

—Espero que me lo cuentes todo porel camino.

—¡Se te van a poner los pelos comoescarpias!

Se marchan por el sendero, Georgehablando por los codos de los días de laguerra y Gregory riéndose de vez en

cuando en respuesta. Cierro la puerta ydejo el mundo fuera, pero pronto me doycuenta de que no puedo cerrar mi mente.Me estoy engañando. El estar aquí,oliendo nuestra casa, sabiendo que laabuela está a salvo arriba y que Millerpulula alrededor en toda su perfecciónno está yendo como yo esperaba. Laincreíblemente aguda conclusión de laabuela no hace más que empeorarlo.

Protesto al oír el tono lejano de mimóvil y no me doy prisa en cogerlo. Lagente con la que quiero hablar o estáaquí o acaba de irse. Arrastro los piesde vuelta a la cocina; ni rastro de Miller.Localizo el bolso, rebusco dentro y sacola fuente del sonido persistente. Rechazo

la llamada y veo que tengo seis más,todas de William. Lo apago y lo meto enel fondo del bolso, mirándolo con furia.

Luego me voy a buscar a Miller.Está en la sala de estar, sentado en unextremo del sofá. Tiene un libro en lamano. Un libro negro. Está muyconcentrado en la lectura.

—¡Miller!Se sobresalta y cierra el libro de

golpe mientras me acerco a todavelocidad y se lo quito.

—¿De dónde lo has sacado? —lepregunto de mala maneraescondiéndomelo a la espalda…Avergonzada de ese cuaderno.

—Estaba metido en un lateral del

sofá. —Señala el extremo del que lo hasacado y me acuerdo de cuando lo tiréen el sofá la última vez que me torturéleyendo un párrafo. ¿Cómo pude ser tandescuidada?

—No deberías haberlo leído —leespeto sintiendo cómo esa cosamonstruosa me quema los dedos, comosi de un modo extraño estuvieravolviendo a la vida. Me obligo a dejarde pensar estas cosas antes de quecapten toda mi atención, que no semerecen—. ¿Recordando los viejostiempos? —le pregunto—. ¿Pensando entodo lo que vas a perderte?

Me arrepiento de mi ataque rastreroantes de que Miller tuerza el gesto,

sobre todo porque pone cara de dolor,no de enfado. Ha sido un golpe bajo einnecesario. No sentía mis palabras. Loestoy pagando con él, estoy siendo cruelcon la persona equivocada.

Lentamente, se levanta cuan alto es yrecobra su expresión impasiblecaracterística. Se arregla las mangas dela chaqueta y se estira la corbata. Yo merevuelvo incómoda en mi sitio,buscando en mi cerebro algo con lo queredimirme. Nada. No puedo retirarlo.

—Perdóname. —Agacho la cabeza,avergonzada, resistiendo el impulso dearrojar el cuaderno al fuego.

—Estás perdonada —me contestacon cero sinceridad y marchándose a

grandes zancadas.—¡Miller, por favor! —Intento

cogerle del brazo pero me esquiva y sealeja de mí sigilosamente—. ¡Miller!

Se da la vuelta y me echa para atráscon su fiera mirada. Tiene la mandíbulatensa y el pecho le sube y baja a granvelocidad. Me achico con cada ángulocincelado y la expresión de su rostro,que indican su estado mental actual. Meseñala con el dedo:

—Nunca vuelvas a restregármelopor la cara —me advierte echándose atemblar—. ¿Me has oído? ¡Nunca!

Sale dando un portazo y dejándomeinmóvil con su ira desgarradora. Nuncala había dirigido hacia mí con tanta

intensidad. Parecía como si fuera ahacer algo pedazos, y aunque me jugaríala vida a que nunca me pondrá la manoencima, temo por cualquiera que secruce en su camino ahora mismo.

—¡Joder! —lo oigo maldecir, y suspasos atronadores se acercan de nuevo.No me muevo del sitio, quieta y ensilencio, hasta que entra por la puerta dela sala de estar. Vuelve a señalarme conel dedo y tiembla aún más que antes—.No te muevas de aquí, ¿entendido?

No sé qué pasa. Su ordendesencadena algo y le planto cara antesde poder pararme a pensar en los pros ylos contras de contestarle. Aparto sumano de un manotazo.

—¡No me digas lo que tengo quehacer!

—Olivia, no me presiones.Lo mismo da que no tenga intención

de ir a ningún sitio porque no quierodejar sola a la abuela. Es una cuestiónde principios.

—¡Que te den!Aprieta los dientes.—¡Deja de ser tan imposible! ¡De

aquí no te mueves!Me hierve la sangre y espeto algo

que me sorprende tanto como a Miller.—¿Tú lo sabías?El cuello de Miller se retrae sobre

sus hombros y arruga la frente.—¿Qué?

—¡¿Tú sabías que había vuelto?! —le grito, pensando en lo bien que manejóla situación. No hubo sorpresa. Estabaen su salsa, como si se hubierapreparado para ese momento—. Cuandocreía que me estaba volviendo loca y mequitaste la idea de la cabeza, ¿sabíasque había vuelto?

—No. —Se mantiene firme pero nole creo. Haría cualquier cosa por aliviarmi dolor. Nadie habla. Ted me eludía.William me ha estado evitando a todacosta hasta ahora, que ya lo sé seguro, yMiller prácticamente tiró el teléfono dela mesa para cortar la conversación encuanto se mencionó el nombre deGracie. Y luego está la llamada de

Sylvie, cuando me dijo que una mujerme estaba buscando. Su descripciónencaja con Sophia a la perfección, perotambién con mi madre. La claridad esuna cosa maravillosa.

La sangre me hierve en las venas.—Tú le dijiste a William que no me

lo contara, ¿verdad?—¡Sí! ¡Joder, sí! —me grita

mirándome fijamente—. ¡Y que sepasque no me arrepiento! —Me coge lacara con firmeza entre las manos, casimostrando agresividad, y aprieta. Meroza la punta de la nariz con la suya ysus ojos se me clavan en el alma—. Nosabía qué hacer.

No puedo hablar, por el modo en que

me tiene cogida la cara no puedo abrirla boca. Así que asiento y dejo que meembriague la emoción; todo el estrés, lapreocupación y el miedo atraviesan mivulnerable ser. Él sólo estaba intentandoprotegerme de más sufrimiento.

—No te vayas. —Estudia mi cara, sumirada examina cada milímetro, yaunque es una orden, sé que quiere queyo esté de acuerdo. Asiento de nuevo—.Bien —se limita a decir y entonces pegalos labios a los míos y me besa a lafuerza.

Cuando me suelta, doy un paso atrásy parpadeo para volver a la vida, justo atiempo para verlo desaparecer.

Cierra la puerta con un estruendo.

Entonces me echo a llorar como unbebé, intentando contener el sonido parano despertar a la abuela. Es una tontería;si fuera a despertarse ya lo habría hechocon todos los berridos y los portazosque hemos dado. Mis patéticos sollozosahogados no van a despertarla.

—¿Todo bien, señorita Taylor?Levanto la vista y veo a Ted en la

puerta de la sala de estar.—Todo bien. —Me restriego los

ojos—. Estoy cansada, eso es todo.—Es comprensible —dice en voz

baja y me hace sonreír un poco.—Tú también sabías que había

vuelto, ¿no?Asiente y baja la mirada.

—No me correspondía a mícontárselo, querida.

—Entonces la conocías.—Todo el mundo conocía a Gracie

Taylor. —Sonríe sin levantar la vista delsuelo, como si tuviera miedo de mirarmepor si le pregunto más cosas. No voy ahacerlo. No quiero saberlo.

—Más vale que te coloques en tupuesto. —Señalo hacia mi hombro ycuando por fin me mira, su rostro curtidoparece sorprendido—. Perdona quedesapareciera así otra vez.

Se ríe.—Está a salvo, eso es lo que

importa. —Atraviesa la habitación y secoloca junto a la ventana. Lo observo un

rato y recuerdo lo bien que conduce.Tengo que saber más.—¿Siempre has trabajado para

William?—Veinticinco años.—¿A qué te dedicabas antes?—Era militar.—¿Soldado?No contesta, sólo asiente, cosa que

me dice que ya me ha dado bastanteconversación. Dejo a Ted y arrastro micuerpo agotado escaleras arriba, alcuarto de baño, con la esperanza de queuna buena ducha alivie los pesares de mimente y de mi corazón a la par que mismúsculos doloridos. Nos presionandesde tantos frentes que empieza a ser

demasiado, y los dos estamos intentandocargar con todo. No va a tardar enaplastarnos.

Abro el grifo y me quedo de piefrente al lavabo, contemplando mi rostromacilento y las ojeras oscuras que tengobajo los ojos. Sólo se borrarían sipudiera dormir cien años y al despertartodas mis preocupaciones se hubieranesfumado. Suspiro, abro el armario deespejo y maldigo cuando una avalanchade cosméticos cae sobre el lavabo.

—Mierda —refunfuño recogiendofrascos y tubos uno a uno y colocándolosotra vez en su sitio. Casi he terminado,sólo faltan los Tampax…

Tampax.

Me quedo mirando la caja. Tampax.Se me está retrasando. Nunca se meretrasa. Nunca. No me gustan los nerviosque me revolotean por el estómago ni elzumbido de la sangre en los oídos.Intento calcular cuándo tuve el últimoperíodo. ¿Hace tres semanas o cuatro?En Nueva York no lo tuve. Mierda.

Corro a mi habitación y busco lacaja vacía de la píldora del día después.Saco el prospecto, y lo desdoblo condedos nerviosos hasta que lo tengoextendido encima de la cama. Chino.Alemán. Portugués. Italiano.

—¡¿No está en ningún idioma quepueda comprender?! —grito dándole lavuelta y aplastándolo contra la cama.

Me paso veinte minutos leyendomontañas de letra pequeña. No retengonada, sólo la tasa de éxito. No haygarantías. Algunas mujeres, unporcentaje muy pequeño, se quedanembarazadas a pesar de todo. No mellega la sangre a la cabeza. Me mareo yla habitación da vueltas. Rápidas. Medesplomo en la cama y me quedomirando el techo. Tengo frío, calor,estoy sudando y no puedo tragar.

—Mierda…No sé qué hacer. Me he quedado en

blanco, atontada del todo. ¡El móvil!Vuelvo a la vida y bajo a la cocina atoda velocidad. Con manos torpes quese niegan a cooperar y dedos que no

aciertan a hacer lo que les digo.—¡Maldita sea!Pego una patada en el suelo y luego

me quedo quieta, intentando que el airellegue a mis pulmones. Dejo que salga,con calma, y empiezo otra vez. Consigoabrir el calendario. Cuento los días unay otra vez; son más de los que esperaba,pensando que con la locura de vida quehe llevado últimamente es posible quehaya cometido un error garrafal. No esasí. Por más cuentas que haga, elresultado siempre es el mismo: llevouna semana de retraso.

—Mierda.Me dejo caer contra la encimera,

dándole vueltas al iPhone. Necesito ir a

la farmacia, tengo que salir de dudas. Esposible que este ataque de nervios seadel todo innecesario. Miro el reloj de lacocina: son las ocho pasadas. Peroseguro que hay alguna farmacia deguardia. Mis piernas se ponen en marchaantes que mi cerebro. Ya estoy en elpasillo cuando mi cabeza empieza afuncionar y me detengo a mediodescolgar la cazadora vaquera delperchero.

—La abuela.Pierdo el ímpetu. No puedo salir, lo

mismo da que sea una emergencia. Nopodría volver a mirarme al espejo sialgo le pasara en mi ausencia. Además,Ted está vigilando. No creo que vaya a

aguantar muchas broncas más por culpade mis tendencias escapistas antes dedarse cuenta de que no valgo la pena ydimita.

Suelto la cazadora, me siento en elprimer escalón y dejo caer la cabezaentre las manos. Justo cuando pensabaque la cosa no podía ir a peor, surge unamierda más que añadir a mi lista decosas a las que no quiero hacer frente.Deseo hacerme una bola y que Millerme envuelva en lo que más le gusta, queme proteja de este mundo dejado de lamano de Dios. Su bello y reconfortanterostro se dibuja en mi mente y me envíacerca de ese lugar seguro. Luego sedisuelve en la rabia manifiesta de antes

de que se fuera echando chispas.No me cuenta nada y, si me lo

contara, estoy segura de que no querríaoír lo que tiene que decir. Gruño y mefroto la cara con las manos, intentandoborrarlo… todo. Soy una imbécil. Unaimbécil de tomo y lomo. Una imbécilque vive engañada y que deberíaenfrentarse a lo que está ocurriendo a sualrededor y encontrar el famoso valor delas mujeres de la familia Taylor. ¿Qué hasido de la vida tranquila y relajada?Miller tiene razón: no soy capaz de vivirasí.

17

Mis sueños son sueños. Lo sé porquetodo es perfecto: Miller, la abuela, yo…la vida. Contenta con permanecer en mimundo de ilusión, me acurruco un pocomás, gimo de contento y abrazo laalmohada. Todo brilla. Resplandece yestá lleno de color y aunque sé que meenvuelve una falsa sensación deseguridad, no me despierto. Estoy alborde del sueño y la vigilia, intentandometerme más en mis sueños, cualquiercosa con tal de retrasar un poco más el

hecho de tener que enfrentarme a la durarealidad. Sonrío. Todo es perfecto.

Gracie Taylor.Se une a mí en sueños, deja su huella

y es imposible librarse de ella. Medespierto enseguida.

De repente todo es oscuridad.Todo está apagado.—¡No! —grito, enfadada porque ha

perturbado la única tranquilidad quepodía encontrar en mi mundo detribulaciones—. ¡Vete!

—¡Olivia!Me levanto como un rayo, jadeando,

y giro la cabeza, buscándolo. Miller estásentado a mi lado, en calzoncillos,despeinado y preocupado. Dejo caer los

hombros, medio aliviada, medioenfadada. Aliviada porque está aquí yenfadada por estar despierta y alerta. Devuelta en el mundo real. Suspiro y meaparto el pelo de la cara.

—¿Un mal sueño? —Se acerca, merodea, recoge mi cuerpo entre sus brazosy me acuna en su regazo.

—No veo la diferencia —suspiro ensu pecho y titubea un instante. Estoysiendo sincera con él. No noto ladiferencia entre las pesadillas y larealidad y tiene que saberlo, aunque doypor sentado que es consciente de por loque estoy pasando, porque lo estáviviendo conmigo. Casi todo. Medespierto más y me pongo aún más

alerta, al recordar lo que pasó anochedespués de que se marchara: podríaestar embarazada. Pero hay algo másimportante que bloquea mipreocupación.

—La abuela. —Intento levantarme,aterrada.

—Está estupenda —me tranquilizaabrazándome con más fuerza—. La heayudado a bajar y a echarse en el sofá.Le he servido el desayuno y le he dadola medicación.

—¿En serio? ¿En calzoncillos?De repente lo único que veo es a

Miller atendiendo a la abuela sólo conel bóxer puesto. Me habría encantadopoder verlos por un agujerito. Seguro

que la abuela ha agotado su pacienciamientras disfrutaba mirando su culito.

—Sí. —Me besa en la coronilla einspira hondo, inhalando la fraganciatranquilizadora de mi pelo—. Tútambién necesitas descansar, mi dulceniña.

Empiezo a liberarme de sus brazospero me rindo cuando estrecha elabrazo.

—Miller, tengo que ir a ver a laabuela.

—Ya te lo he dicho: está estupenda.Lucha conmigo hasta que me tiene

donde quiere: a horcajadas en su regazo.Me reconforta muchísimo que merevuelva el pelo y aún más el ver su

remolino rebelde pidiéndome que loponga en su sitio. Suspiro y se lo apartode la frente. Ladeo la cabeza, asombradamientras mi memoria refresca los bellosrasgos de Miller Hart. Los repaso todos:los que veo y los que no.

—Te necesito ya mismo —mesusurra y mis dedos, que deambulabanpor su pecho, vacilan—. Quiero lo quemás me gusta —me exige en voz baja—.Por favor.

Lo abrazo y lo envuelvo con todo miser. Mi cara busca un hueco en su cuellomientras él me coge de la nuca para queno me mueva del sitio.

—Perdóname —farfullo patética—.Siento estar tan resentida.

—Ya te he perdonado.Unas pocas lágrimas corren en

silencio por mis mejillas y por sucuello. El remordimiento me mata. Se haportado de maravilla, ha sido atento,protector y nos ha ayudado en todo a laabuela y a mí. No tengo excusa.

—Te quiero.Me separa de su pecho y con mucha

lentitud me enjuga las lágrimas.—Y yo te quiero a ti. —No hay

palabras en clave ni frases alternativas,ni hechos que lo digan todo. Lo expresacon todas sus letras—. No puedo vertetriste, Olivia. ¿Dónde está ese brío quetanto he llegado a querer?

Sonrío y pienso que no lo dice en

serio.—Se me ha acabado —confieso.Tener chispa, ser impertinente y

atrevida, o como quiera llamarlo,requiere demasiada energía. Es como sime hubieran chupado la vida y la pocaque me queda la reservo para cuidar a laabuela y asegurarme de que Miller sepalo mucho que lo quiero. Al diablo con lodemás.

—No, de eso nada. Lo has perdidode momento, eso es todo. Necesitamosvolver a encontrarlo. —Me dedica unade sus encantadoras sonrisas queilumina mi oscuridad por un instante—.Te necesito fuerte y a mi lado, Olivia.

Mi mente sumida en las

tribulaciones ahora se siente culpable.Él ha sido fuerte por mí. Hapermanecido a mi lado pese a todos mistraumas. Tengo que hacer lo mismo porél. Aún tenemos que lidiar con losproblemas de Miller, que también sonlos míos porque ahora sólo existimosnosotros. Pero Gracie Taylor ha añadidouna nueva dimensión a nuestro mundo delocos. Y encima no me viene la regla.

—Y aquí me tienes —afirmo—.Siempre.

—A veces lo dudo.Me siento culpable al cubo.

«Espabila», me digo. Eso es lo quetengo que hacer. Los problemas no van adesaparecer por mucho que los ignore.

—Aquí me tienes.—Gracias.—No me lo agradezcas.—Siempre te estaré agradecido,

Olivia Taylor. Eternamente. Lo sabes. —Me coge la mano y besa mi diamante.

—Lo sé.—Me alegro.Me da un beso casto en la nariz, otro

en los labios, otro en la mejilla, y luegootro y otro antes de cubrirme el cuellode besos.

—Hora de darse una ducha.—¿Me concederías el honor de

acompañarme? —Le cojo del pelo paraquitármelo del cuello y sonrío cuandolevanta la vista.

—¿Quieres que te adore en esaducha diminuta?

Asiento, extasiada al ver la chispajuguetona en sus penetrantes ojos azules.

Hace un mohín. Es lo más bonito delmundo.

—¿Cuánto crees que tardará tuabuela en levantarse del sofá, ir a lacocina, buscar el cuchillo más grande ymortífero y subir la escalera?

Sonrío.—En circunstancias normales,

menos de un minuto. Pero ahora mismo,calculo que unos diez minutos, si es quese molesta en subir.

—Entonces vamos allá.Me río. Me coge en brazos y echa a

andar hacia la puerta a gran velocidad.No sabe cuánto lo necesito.

—Pero no quieres faltarle al respetoa la abuela —le recuerdo.

—Ojos que no ven…Sonrío encantada.—No podemos hacer ruido.—Tomo nota.—No me puedes hacer gritar tu

nombre.—Tomo nota.—Tenemos que estar atentos por si

la oímos acercarse.—Tomo nota.Abre y cierra la puerta del baño de

un puntapié. No ha tomado nota de nada.Me deja en tierra, abre el grifo de la

ducha. No llevo nada puesto y sólo elbóxer cubre las deliciosas caderas deMiller. En cuestión de segundos los dosestamos desnudos.

—Entra. —Ladea la cabeza paraacompañar sus palabras con ciertaurgencia. No me molesta lo más mínimo.Mi desesperación aumenta con cadadoloroso segundo que tarda en tocarme.Me meto en la bañera, bajo el aguacaliente, y espero.

Y espero.Y espero.Está ahí de pie, mirándome, sus ojos

recorren mi cuerpo húmedo y desnudolentamente. Pero no me siento incómoda.En vez de eso, aprovecho el tiempo para

saborear cada centímetro de su cuerpoperfecto y musito para mis adentros,pensando que es posible que sea másperfecto cada día. Empieza a abandonarsus costumbres obsesivas a veces, opuede que me haya acostumbrado acosas que antes me llamaban mucho laatención. O tal vez los dos nos estemosacercando a un término medio sinhabernos dado ni cuenta. Probablementeporque los dos nos morimos por el otroy, cuando no nos consume la pasión,estamos saltando obstáculos. Pero hayuna cosa que sé muy bien. Lo único quees impepinable.

Estoy locamente enamorada deMiller Hart.

Mis ojos ascienden de sus piesperfectos a sus piernas torneadas hastaque me encuentro mirando sin reparos supolla dura y perfecta. Podría subir más,perderme en el resto de su cuerpo: susabdominales cincelados, sus pectoralestersos, esos hombros fuertes y… su caraperfecta, sus labios, sus ojos y, porúltimo, los rizos preciosos de sucabellera. Podría pero no voy a hacerlo.El epicentro de su perfección me tienecautivada.

—Tierra llamando a Olivia. —Suvoz ronca contradice la dulzura de sutono. Tardo en permitir que mis ojos sedeleiten con el resto de él. No tengoprisa por llegar a esos increíbles ojos

azules que me capturaron la primera vezque lo vi—. Por fin.

Sonrío y le tiendo la mano.—Ven a mí —digo jadeante,

desesperada. Acepta mi mano y nuestrosdedos se acarician y juguetean unmomento. Seguimos mirándonos. Millerlos entrelaza con firmeza. Se mete en laducha y me rodea, sin darme másopciones que retroceder hasta que tengola espalda contra los fríos azulejos. Memira desde lo alto, con los ojos fijos enlo más profundo de mí.

Levanta nuestras manos entrelazadasy las pega a la pared por encima de micabeza. Luego desliza la mano que tienelibre por la parte de atrás de mi muslo y

tira firmemente de él. Levanto la piernay se la enrosco en la cintura, atrayéndolohacia mí. Miller entreabre la boca y lamía hace lo mismo. Se agacha hasta quenuestras narices se rozan.

—Dime lo que quieres, mi dulceniña. —Su aliento ardiente me acariciala cara y él desata una corrienteeléctrica de deseo que corre por misvenas y se convierte en necesidad.

—A ti —consigo jadear y cierro losojos cuando su boca se cierra sobre lamía.

Y toma lo que es suyo.

18

La abuela tiene buen aspecto. Pero alverla sentada en silencio junto a la mesade la cocina, con una taza de té entre lasmanos, me preocupo un poco. Esperabaencontrarla trasteando en la cocina, apesar de que le hayan dicho que tieneque descansar. A la abuela nunca se leha dado bien hacer lo que le dicen.

—Buenos días —saludo con alegríasentándome a su lado y sirviéndome unataza de té.

—Ni te molestes —responde la

abuela a mi saludo. Ni un «hola», ni un«buenos días».

—¿Con qué?—Con el té. —Arruga la nariz al

olisquear su taza y tuerce el gesto—.Sabe a meada de gato.

La tetera choca contra el borde de lataza en la que intento servirme el té yMiller rompe a reír en la otra punta dela cocina. Lo miro de reojo. Está divinocon un traje de tres piezas gris marengo,camisa azul claro y corbata a juego. Estápara comérselo, tan repeinado, tan bienvestido y, por lo que parece, listo parairse a trabajar. Perfecto. Lo miro a losojos y sonrío.

—Es una joya.

Me pongo muy seria. Lo sabe peropasa de mi sarcasmo y se sienta connosotras.

—Es usted muy amable, señoraTaylor.

—¿Qué tal la ducha? —contraatacaella y la maldita tetera casi se me caeotra vez. Estoy segura de que heagrietado la taza. La miro con los ojosmuy abiertos y me la encuentrosonriendo perversa. ¡La muy…!

—Caliente —dice Millerpronunciando cada sílaba muy despacio.Ahora es a él a quien miro con los ojosmuy abiertos. No hay quien los aguantejuntos, les encanta el tira y afloja. Perotambién son encantadores y muy

cariñosos el uno con la otra.—Deberías haberle pedido a Olivia

que te enseñara a subir y a bajar elmando de la temperatura.

Vuelvo a mirar a la abuela. Estájugueteando con el asa de la taza,pensativa, haciéndose la inocente. ¡Esincorregible!

—Eso he hecho —dice Miller connaturalidad, imitando los gestos de laabuela con su propia taza.

—¡Lo sabía! —Dice la abuela conun gritito ahogado—. ¡Eres un demonio!

Me rindo. Ni se dan cuenta de cómolos estoy mirando y me duele el cuellode tanto girarlo hacia uno y otra. Merecuesto en la silla y los dejo seguir con

su juego mientras me invade unaagradable sensación. Verla tan vivarachay despierta hace maravillas con miestado de ánimo.

Miller le lanza a la abuela unasonrisa arrolladora que sabotea susintentos por mirarlo mal.

—Perdone, señora Taylor, no puedodisculparme por quererla tanto que meresulta doloroso no poder tocarla.

—Eres un diablo —repite la abuelaen voz baja, con sus rizos ondeandodebajo de las orejas cuando menea lacabeza—. Eres un diablo.

—¿Hemos terminado ya con lasbatallitas? —pregunto cogiendo loscereales—. ¿O me pongo cómoda para

disfrutar del espectáculo?—Yo ya he terminado —dice Miller

tomándose la libertad de servirme laleche en los cereales—. ¿Y usted,señora Taylor?

—También —dice dándole unsorbito a su té y haciendo una mueca dedisgusto—. Estás como un queso, MillerHart, pero haces un té lamentable.

—Estoy de acuerdo —añadolevantando mi taza y torciendo el gesto—. Está malísimo. Lo peor.

—Tomo nota —gruñe—. Nunca dijeque fuera un experto haciendo té. —Lasonrisa traviesa vuelve a su rostro ytengo que dejar la taza despacio, concautela—. Pero si hablamos de adorar…

Me atraganto con los cereales, cosaque rápidamente atrae la atención de laabuela.

—Ya, ya… —dice taladrándome consus ojos azul marino—. ¿Qué es eso deadorar?

Me niego a mirarla y fijo la miradaen mi cuenco.

—Se me da muy bien —declaraMiller con chulería.

—¿Te refieres al sexo?—¡Señor, dame fuerzas! —Cojo la

cuchara, la hundo en los cereales y mellevo a la boca una buena cucharada dedesayuno.

—Yo lo llamo adorar.—Entonces es verdad que lo tuyo no

sólo es amor sino adoración —preguntala abuela con una sonrisa.

—Vaya que sí.Me quiero morir y rezo para que la

divina providencia intervenga y mesalve. Son imposibles.

—Parad, por favor —les suplico.—Está bien —dicen al unísono,

sonriendo como un par de idiotas.—Mejor. Tengo que ir al

supermercado.—Pero me gusta hacer yo la compra

—protesta la abuela, una muestra de loque me espera—. Tú no vas a dar piecon bola.

—Pues hazme una lista —replicosolucionando el problema al instante—.

No vas a salir de casa.—Ya te llevo yo, Olivia —dice

Miller colocando el azucarero un pocomás a la derecha y la leche un pelín mása la izquierda—. Y no me discutas —añade con una mirada de advertencia.

—No me pasará nada —digo sin darel brazo a torcer. Se puede meter el tonoy las miradas por donde le quepan—. Túsi quieres quédate aquí con la abuela.

—Tengo que ir al Ice.Le miro, sé que no va a ir a trabajar

de verdad.—¡Por el amor de Dios! No necesito

que nadie se quede aquí a cuidarme —refunfuña la abuela.

—Discrepo —salgo. Ya tengo

bastante con Miller tocándome la moral.Sólo me faltaba la abuela.

—Tiene razón, señora Taylor. Nodebería quedarse sola.

Me encanta ver que Miller le lanza ala abuela una mirada de advertenciaidéntica a la que me acaba de lanzar amí y aún me gusta más ver que la abuelano le discute.

—Está bien —masculla—, pero novoy a quedarme aquí encerrada parasiempre.

—Sólo hasta que recuperes lasfuerzas —la tranquilizo. Le doy unapretón a Miller en la rodilla por debajode la mesa como muestra deagradecimiento, y para mi sorpresa, no

hace ni caso.—Te llevo a hacer la compra —

repite, se levanta de la mesa y recoge unpar de platos.

Mi agradecimiento se esfuma en unabrir y cerrar de ojos.

—Noooooo, tú te quedas aquí con laabuela.

—Noooooo, yo te llevo alsupermercado —replica sin hacer nicaso de la advertencia manifiesta de miorden—. He hablado con Gregory. Él yTed no tardarán en llegar.

Me derrumbo en la silla. La abuelaresopla disgustada, pero permanece ensilencio y Miller asiente, aprobando élsolo el anuncio que acaba de hacer. Lo

tiene todo planeado. No me gusta. Nopuedo comprar un test de embarazo conMiller pegado a mis talones.

Mierda…

Después de poner al día a Gregorysobre el estado de la abuela y deasegurarme de que he preparado toda sumedicación para que él no tenga queleerse las instrucciones, Miller meconduce a su coche cogida de la nuca yme coloca en el asiento del copiloto.Parece un tanto enojado después dehaber recibido una llamada mientras yohablaba con Gregory. No hay ni rastrodel hombre afable y relajado del

desayuno. Como siempre, es como si nisiquiera estuviera conmigo, y aunque sudistanciamiento habitual desaparececada vez con más frecuencia, suscostumbres de siempre vuelven a lacarga. No creo que hoy me perdone sitoco los mandos de la temperatura, asíque bajo la ventanilla. Miller pone laradio para acabar con el incómodosilencio y yo me reclino y dejo que PaulWeller me haga compañía. Durante eltrayecto, llamo a casa dos veces y enambas ocasiones la abuela me dice quesoy una estreñida. Va a tener queaguantarse, y punto.

Empiezo a tramar un plan paraconseguir unos minutos a solas en Tesco

para poder comprar lo que necesito yquedarme tranquila o que me dé unataque. Sólo se me ocurre una cosa.

Miller aparca, cogemos un carrito ynos sumergimos en el caos delsupermercado. Recorremos los pasillos,yo armada con la lista que nos ha dadola abuela y él con cara de estresado.Hay carritos abandonados por todaspartes y en los estantes nada está en susitio. Me muero de la risa por dentro yme apuesto a que está conteniéndosepara no ordenarlos. Pero cuando suenasu móvil, se lo saca del bolsillo y mirala pantalla, frunce el ceño mucho másque antes y rechaza la llamada. Creo queel caos que impera en Tesco no es lo

único que le molesta. No le preguntoquién llama porque no quiero saberlo.De hecho, sigo tramando nuestraseparación.

—Tengo que coger unas cosas parala abuela de la sección de droguería —digo fingiendo con todo mi ser que no esimportante—. Toma la lista y termina debuscar lo que falta.

Le doy la lista, a la que he añadidounos cuantos artículos que sé que estánen la otra punta del supermercado.

—Te acompaño —contesta sinvacilar, estropeándome los planes.

—Iremos más rápido si nosseparamos —le digo de improviso—.Sé que odias este sitio.

Aprovecho su malestar y echo aandar antes de que pueda abrir la boca,mirando de vez en cuando hacia atráspara asegurarme de que no me sigue.Está mirando la lista con el ceñofruncido más tremendo del mundo.

Doblo la esquina y sigo caminandodeprisa, mirando los carteles de lospasillos en busca de lo que quiero. Sólotardo unos momentos en llegar al pasillocorrecto y en empezar a mirar una cajatras otra de pruebas de embarazo… cadauna con su caja individual demetacrilato, una medida de seguridad delo más idiota. «Genial», mascullo y cojola primera que garantiza resultadosrápidos y precisos. Le doy la vuelta,

inspecciono los dibujos mientras echo aandar de nuevo y entonces choco contraalgo.

—¡Perdón! —exclamo mientras lacaja se me cae de las manos. Elmetacrilato rebota contra el suelo a mispies con un estrépito. Hay otro par depies que no conozco. No me gusta elescalofrío que me recorre la espalda nila sensación de vulnerabilidad que meinvade de repente.

—Lo siento. —El hombre tiene vozde pijo y lleva un traje caro. Se agachapara recoger la caja antes de que puedaverle la cara y se queda unos segundosen cuclillas, mirando la prueba deembarazo con interés. No le he visto la

cara, sólo la coronilla mientras sigueacuclillado a mis pies. Desde luego elpelo salpicado de gris no me suena, perohay algo que me dice a las claras que élsí que me conoce. Está en este pasilloconmigo a propósito, un pasillo lleno deartículos de higiene femenina. Puede queesté en un supermercado, con gente portodas partes, pero la sensación depeligro se palpa en el ambiente.

El extraño se levanta y le veo lacara. Tiene los ojos negros y albergantoda clase de amenazas. Una cicatriz lerecorre la mejilla izquierda hasta lacomisura de los labios, que son finos ydibujan una sonrisa falsa que acentúa lacicatriz. Es una sonrisa que intenta

darme una falsa sensación de seguridad.—Creo que esto es suyo —dice

extendiendo la mano con la caja y obligoa mis manos a dejar de temblar antes decogerla. Sé que he fracasado cuandoarquea una ceja y, pese a que he cogidola caja, él no la suelta. Estácomprobando lo mucho que tiemblo.

Bajo la mirada porque no puedosoportar por más tiempo la dureza de lasuya.

—Gracias. —Me trago el miedo eintento seguir andando pero me bloqueael paso. Me aclaro la garganta, cualquiercosa con tal de conseguir la seguridadque necesito tan desesperadamente parapoder engañarlo—. Perdone. —Esta vez

doy un paso hacia el otro lado y él hacelo mismo con una risa siniestra.

—Parece que no vamos a ningunaparte, ¿no? —Da un paso al frente y seacerca demasiado a mi espaciopersonal, lo que duplica mi nerviosismo.

—No —concedo, intentando avanzarde nuevo, y otra vez me bloquea el paso.Respiro hondo y me obligo a levantar lavista hasta que mis ojos dan con su cara.Es la viva imagen del mal. Mana decada poro de su ser y hace que meachique al instante. Sonríe, alarga lamano, coge un mechón de mi pelo y loretuerce entre los dedos. Me quedohelada, paralizada de terror.

Emite un sonido pensativo…

siniestro… de mal agüero. Luego seagacha y me pega la boca al oído.

—Dulce niña —susurra—. Por finnos conocemos.

Retrocedo de un brinco con un gritoquedo, me llevo la mano al pelo y a lacara para borrar las huellas de su alientomientras él permanece ligeramenteechado hacia adelante, con una sonrisadiabólica en las comisuras de sus labiosy estudiándome con detenimiento.

—¿Olivia?Alguien me llama a lo lejos con tono

de preocupación y observo cómo elextraño se yergue, mira por encima demi hombro y esa sonrisa perversa sehace más grande. Doy media vuelta y me

quedo sin aire en los pulmones al ver aMiller acercándose a grandes zancadashacia mí. Está muy serio pero su miradarefleja un cúmulo de emociones: alivio,miedo, cautela… enfado.

—Miller —susurro. La energía fluyepor mis músculos muertos y mis piernasentran en acción y recorren la distanciaque me separa de su pecho, al que meaferro con todas mis fuerzas. Estátemblando. En este momento todo grita«¡peligro!».

Miller apoya la barbilla en micoronilla y me sostiene con un brazocontra su pecho. Sobre nosotros pesa unsilencio de plomo entre el bullicio y laactividad frenética del supermercado,

como si estuviéramos en una burbuja ynadie excepto nosotros tres fueraconsciente del peligro y de la hostilidadque contaminan la atmósfera del local.No me hace falta mirar para saber que eldesconocido sigue detrás de mí, noto supresencia igual que noto a Millerintentando reconfortarme con su abrazoy lo tenso que se le ha puesto todo elcuerpo. Me oculto en mi escondite, nopienso moverme de aquí.

Miller tarda una eternidad enrelajarse un poco y yo me atrevo a miraratrás. El hombre avanza por el pasillo,con las manos en los bolsillos, mirandolas estanterías como si viniera acomprar a diario. Pero, al igual que

Miller, parece un pez fuera del agua.—¿Te encuentras bien? —pregunta

Miller apartándome un poco yestudiando mi rostro lívido—. ¿Te hahecho algo?

Niego con la cabeza, pensando quesería de locos decirle nada que hicieraestallar a mi bomba humana. Tampococreo que haga falta. Miller sabe quién esese hombre y lo que ha pasado sin queyo tenga que decirle nada.

—¿Quién es? —Hago la pregunta dela que no quiero saber la respuesta y, ajuzgar por la expresión de dolor deMiller, está claro que él tampoco quieredecírmelo. O confirmármelo. Es elbastardo sin moral.

No estoy seguro de si Miller notaque he llegado a esa conclusión o sisimplemente no quiere aclararme nada,pero mi pregunta no recibe contestacióny rápidamente saca el móvil delbolsillo. Aprieta un botón y a los pocossegundos está hablando con alguien alotro lado.

—Se acabó el tiempo. —Es lo únicoque dice antes de colgar y cogerme de lamano.

Pero su rápida y apremiante cadenade movimientos se corta cuando algollama su atención.

Algo que llevo en la mano.Todos los huesos de mi cuerpo

derrotado se rinden. No hago el menor

amago de ocultarlo. No intentoexcusarme ni inventarme nada. Estáinexpresivo, se queda un siglo mirandola caja antes de alzar sus ojos azulesvacíos hacia mis ojos llorosos.

—Por Dios bendito —exhala y selleva la yema del pulgar y del índice a lafrente. Cierra los ojos con fuerza.

—Creo que la píldora del díadespués no ha funcionado. —Se metraba la lengua, sé que no necesito decirmás y que por ahora no me va a pedirque lo haga.

Se pasa las manos por el pelo,apartándose los rizos de la cara ehinchando las mejillas. Más gestos deterror.

—¡Mierda!Hago una mueca al oírlo maldecir.

Ahora los nervios ocupan el lugar delmiedo.

—No quería decir nada hasta estarsegura.

—¡Mierda!Miller me coge por la nuca y me

empuja hacia el final del pasillo, dondenos espera un carro de la compra lleno.Echa la prueba de embarazo sin ningúncuidado, coge el carro por la mano librey lo empuja hacia la caja.

Empiezo a andar como una autómata;mis músculos trabajan sin recibirinstrucciones, tal vez porque aprecian lodelicado de la situación o lo explosivo

del estado de ánimo de Miller. Estoycolocando las cosas en la cintatransportadora, callada y recelosa,mientras Miller lo recoloca todo como aél le gusta. Dejo que siga él y me voy alotro extremo, a meterlo todo en bolsas.Entonces Miller se pone a mi lado, y losaca y vuelve a meterlo todo. Me cruzode brazos y le dejo seguir a él. Lamandíbula le tiembla de vez en cuandomientras los movimientos de su mano,rápidos y precisos, ordenan los artículosen las bolsas que luego coloca en elcarrito. Está intentando reinstaurar lacalma en su mundo, que se desmorona.

Después de abonarle el importe a lacajera, a la que se le caía la baba, nos

reclama al carrito y a mí y nos conducecon mano firme hacia la salida de losconfines del supermercado. Pero laintranquilidad de Miller no desaparece,aunque ahora ya no sé a qué se debe, si amis noticias sorpresa o al hombresiniestro y su visita inesperada.

Sólo de pensarlo me pongo a miraren todas direcciones.

—Se ha ido —dice Miller cuandollegamos a su coche, ya en el exterior—.Sube.

Hago lo que me dice sin chistar ydejo que Miller descargue solo el botínen el maletero. No tardamos en salirzumbando del aparcamiento y en estar enla carretera. El aire es irrespirable pero

no hay escapatoria.—¿Adónde vamos? —pregunto; de

repente me preocupa que no tengaintención de llevarme a casa.

—Al Ice.—¿Y qué hay de la abuela? —le

discuto con calma—. Llévame a casaprimero.

No tengo ganas de acompañar aMiller al Ice. Preferiría dedicarme a mipasatiempo favorito y esconder lacabeza un poco más.

—No —responde resuelto, sin dejarmargen para la negociación. Conozcoeste tono. Conozco esta forma de actuar—. No podemos perder el tiempo,Olivia.

—¡Cuidar de la abuela no es perderel tiempo!

—Gregory cuidará de ella.—Quiero cuidar yo de ella.—Y yo de ti.—¿Eso qué quiere decir?—Quiere decir que ahora mismo no

tengo tiempo para tus impertinencias. —Toma una curva cerrada a la derecha yderrapa hacia una perpendicular—. Estono se va a solucionar a menos que losolucione yo.

El corazón apenas me late en elpecho. No me gusta la determinaciónque noto en los rasgos endurecidos de surostro y en su voz grave. Deberíasentirme aliviada al verlo tan decidido a

arreglar las cosas. El problema es queno estoy segura de cómo va a hacerlo,pero una vocecita en mi cabeza me diceque no me va a gustar. ¿Y por dónde va aempezar? Si me da cinco minutos le haréuna lista de toda la mierda con la quetenemos que lidiar, aunque entonces nosenfrentaríamos a nuestro problema desiempre: ¿qué es lo prioritario? Algo medice que mi posible embarazo noencabezará la lista. Ni la reaparición demi madre.

No. Todo indica que nuestroencuentro con ese tipo de mal agüeroocupa el primer lugar en nuestra lista demierdas pendientes. El cabrón sin moral.El hombre del que Miller me ha estado

ocultando. El hombre que tiene la llavede las cadenas de Miller.

19

Es la primera vez que veo el Icecompletamente vacío.

Miller me sienta en un taburete y mecoloca mirando a la barra antes deponerse detrás y coger un vasoresplandeciente de uno de los estantes.Lo deja con fuerza sobre la barra, cogeuna botella de whisky y lo llena hasta elborde. Entonces se lo bebe entero, de untrago, echando la cabeza atrás.Lentamente, se vuelve y se deja caercontra la barra, mirando el vaso vacío.

Parece derrotado y eso me asusta deun modo inimaginable.

—¿Miller?Se concentra un buen rato en su vaso

antes de que unos ojos azulesatormentados se encuentren con mimirada.

—El hombre del supermercado eraCharlie.

—El cabrón sin moral —digo conintención de que sepa que lo heentendido. Es justo quien me temía quefuera, aunque mi opinión de ese hombrees que lo que me ha contado Milleracerca de él no le hace justicia. Esaterrador.

—¿Por qué no te permite dejarlo y

ya está? —le pregunto.—Porque cuando estás en deuda con

Charlie es de por vida. Si te hace unfavor, lo pagas para siempre.

—¡Te sacó de la calle hace años! —exclamo atropelladamente—. Eso nojustifica que estés en deuda con él depor vida. ¡Te convirtió en prostituto,Miller! ¡Y luego te ascendió a «chicoespecial»! —Estoy tan enfadada quecasi me caigo del taburete—. ¡Eso noestá bien!

—Oye, oye, oye… —Rápidamentedeja el vaso vacío, salta la barra y secoloca a mi lado. Lo hace con soltura yelegancia y sus pies aterrizan en silenciojusto delante de mí—. Tranquilízate. —

Intenta aplacar mi ira, me coge la caracon las manos y la levanta para podermirarme a los ojos llenos de lágrimas—.No hay nada en mi vida que haya estadobien, Olivia.

Me abre los muslos con la rodilla yse acerca. Me levanta un poco más lacara para que nuestras miradas no seseparen pese a la altura que me saca.

—Soy un puto desastre, mi dulceniña. Nada puede ayudarme. Mi club yyo somos minas de oro para Charlie.Pero no es sólo el beneficio que obtienede mí ni lo conveniente que es el Icepara sus negocios. Es una cuestión depoder, de principios. Si das muestras dedebilidad, el enemigo te tendrá cogido

por las pelotas. —Respira hondomientras yo lo asimilo todo—. Nuncapensé en dejarlo porque nunca tuve unmotivo para hacerlo —continúa—. Y éllo sabe. Y sabe que si lo hiciese, seríapor una buena razón.

Aprieta los labios y cierra los ojosdespacio, un gesto que normalmenteencuentro fascinante, reconfortante. Perohoy no. Hoy no hace más que empeorarlas cosas porque sé que estáparpadeando así y respirando hondopara coger fuerzas y poder decir lo queva a decir a continuación. Cuandovuelve a abrir los ojos, contengo larespiración y me preparo para lo peor.Me está mirando como si no hubiera

nada más valioso que yo en su universo.Porque lo soy.

—Eliminarán esa buena razón —termina en voz baja, dejándome sin aireen los pulmones—, de un modo u otro.Te quiere fuera de mi vida. No he estadocomportándome como un loco neuróticopor nada. Yo le pertenezco, Olivia. Túno.

Mi pobre cerebro explota bajo lapresión de la brutal explicación deMiller.

—Quiero que seas mío —digo sinpensar. No he reflexionado en lo quedecía, lo he dicho por puradesesperación. Miller Hart no estádisponible y no sólo por esa fachada que

mantiene firmemente en su sitio.—Estoy en ello, mi preciosa y dulce

niña. Créeme, estoy dejándome la pielpara que así sea. —Me besa en lacoronilla y respira mi fragancia parainhalar una dosis de la fuerza que recibede mí—. Tengo que pedirte una cosa.

No le confirmo lo que sé que va apedirme. Necesito oírlo.

—Lo que quieras.Me levanta del taburete y me sienta

en la barra, como si me estuvierasubiendo al famoso pedestal. Luego sehace sitio entre mis muslos, me mira alos ojos y rodea mi cintura con lasmanos. Le paso los dedos por los rizos,por toda la cabeza, hasta que le masajeo

la nuca.—Nunca dejes de amarme, Olivia

Taylor.—Imposible.Sonríe levemente, hunde la cara en

mi pecho y desliza las manos por miespalda para estrechar nuestro abrazo,para fundirnos juntos. Me quedomirando la base de su cuello,acariciándolo para consolarlo.

—¿Cómo estás de segura? —pregunta sin que venga a cuento.

Mis caricias cesan mientras cojofuerzas para enfrentarme a otra denuestras confesiones, esas que lo dejan auno de piedra.

—Segura —me limito a contestar,

porque lo estoy. No puedo escondermede esto, como tampoco puedoesconderme de todo lo demás.

Lentamente, me suelta y saca laprueba de embarazo, observándomemientras mis ojos van de la caja hacia ély viceversa.

—Segura no basta.Cojo la caja, vacilante.—Hazlo.No digo nada cuando me baja y lo

dejo sirviéndose otra copa. Sigo a mispies al baño de señoras y me preparapara la confirmación en blanco y negro.Actúo sin pensar, desde que entro en elcubículo hasta que salgo de él. Intentoignorar los minutos que he leído que

tengo que esperar y me dedico a lavarmelas manos. También intento ignorar laposible reacción de Miller. Al menosahora es consciente de que cabe laposibilidad, pero ¿amortiguará el golpe?¿Lo querrá siquiera? Dejo de pensar enesas cosas antes de que puedan conmigo.No espero que dé saltos de alegría sobremi posible embarazo. En nuestra vida nohay lugar para celebraciones.

Giro la prueba y me quedo mirandola ventanita diminuta. Luego salgo delbaño, de vuelta al club, donde meencuentro a Miller esperando,tamborileando en la barra. Levanta lavista hacia mí. Está impasible, carentede expresión. Una vez más soy incapaz

de adivinar en qué está pensando. Asíque le muestro la prueba y espero a quesus ojos la procesen. No va a poder vernada a esta distancia, así que musito unasola palabra.

—Positivo.Se desinfla ante mis ojos y se me

revuelve el estómago. Luego ladea lacabeza, ordenándome sin palabras queme acerque a él. Obedezco, concuidado, y con un par de zancadas meplanto a su lado. Me sienta en la barra,se coloca entre mis piernas, hunde lacabeza en mi pecho y sus manos meagarran del trasero.

—¿Está mal que me alegre? —pregunta y me deja de piedra. Esperaba

que le diera un ataque al estilo Miller.Como estaba tan ocupada con mi propiareacción de sorpresa y esperaba unareacción negativa de Miller, no me habíaparado a pensar en que se fuera aalegrar con la noticia. Lo he estadoviendo como un obstáculo más ennuestro camino, otro temporal quecapear. Miller, por otro lado, parececomo si lo viera desde una perspectivacompletamente diferente.

—No estoy segura —admito sinquerer en voz alta. ¿Podemos alegrarnosde esto en mitad de toda la oscuridadque nos rodea? ¿Acaso ve la luz? Mimundo se ha vuelto tan tenebroso comoel de Miller y no puedo ver más que

pesares en el horizonte.—Ya te lo digo yo. —Levanta la

cabeza y me sonríe—. Todo lo quequieras darme es un regalo para mí,Olivia. —Una mano suave acaricia mimejilla—. Tu belleza, para que puedaadmirarla. —Examina mi rostro duranteuna eternidad antes de deslizar la manolentamente por mi pecho y dibujarcírculos alrededor de mi seno. Metiembla la respiración y arqueo laespalda—. Tu cuerpo, para que puedasentirlo. —Intenta contener la sonrisa yvuelve a mirarme a los ojos—. Tuimpertinencia, para que pueda pelearmecon ella.

Me muerdo el labio para

contrarrestar el deseo y las ganas quetengo de decirle que, en el fondo, él esel causante de mi impertinencia.

—Explícate —le ordeno. La verdades que ya lo ha dejado muy claro.

—Como quieras —concede sinvacilar—. Esto —dice besándome en elvientre— es otro de tus regalos. Sabesque protejo como una fiera todo lo quees mío.

Me pierdo en la sinceridad de susojos, que lo dicen todo.

—Lo que crece dentro de ti es mío,mi dulce niña, y destruiré a cualquieraque intente arrebatármelo.

Su extraña elección de palabras, suforma de expresar sus sentimientos, son

irrelevantes porque hablo con soltura elidioma de Miller. No podría haberlodicho mejor.

—Quiero ser el padre perfecto —susurra.

Me invade la felicidad, pero, aunasí, llego a la conclusión de que Millerse estaba refiriendo a Charlie. Es aCharlie a quien va a destruir. Sabe lomío. Me ha visto coger la prueba deembarazo. Soy esa buena razón por laque Miller lo dejaría, y ahora aún más.Charlie elimina a las buenas razones. YMiller destruirá a quien intenteapartarme de él. Es aterrador porque séque es perfectamente capaz.

Lo que significa que Charlie está en

el corredor de la muerte.Unos golpes me sacan de mis

pensamientos y giro la cabeza hacia laentrada del club.

—Anderson —musita Millerponiéndose la máscara de nuevo.

Nuestro breve instante de felicidadtoca a su fin. Me da un pequeño apretónen el muslo antes de separarse de mí…Y mi salero aparece de la nada.

—¿Qué hace aquí? —preguntosaltando de la barra.

—Ayudar.No quiero verlo. Ahora que sé con

seguridad que mi madre está en Londresy que Miller no va a impedírselo, querráhablarme de ella. No me da la gana. De

repente siento claustrofobia entre lasgigantescas cuatro paredes del Ice. Voy yvengo por la barra hasta que tengodelante filas y filas de alcohol de altagraduación. Tengo que ahogar la rabia yeso es lo que voy a hacer. Cojo unabotella de vodka, desenrosco el tapónsin pensar y me sirvo uno triple. Perocuando el vaso frío roza mis labios nome echo el contenido al gaznate, másque nada porque me distrae una imagenmental.

La imagen de un bebé.—Mierda —suspiro y lentamente

dejo el vaso en la barra. Me quedomirándolo, dándole vueltas lentamentehasta que el líquido transparente deja de

moverse. No lo quiero. El alcoholúltimamente ha servido para una solacosa: intentar hacerme olvidar las penas.Pero ya no.

—¿Olivia? —El tono inquisitivo deMiller hace que vuelva mi cuerpocansado hacia él y le muestre mi rostrodesolado… y el vaso—. ¿Qué estáshaciendo?

Se acerca con la incertidumbrepintada en la cara mientras sus ojos vandel vaso a mí.

La culpa se une a la desesperación ymeneo la cabeza, arrepentida dehaberme servido la copa.

—No iba a bebérmela.—Eso espero, maldita sea.

Da la vuelta a la barra, me quita elvaso de las manos y tira el contenidopor el desagüe.

—Olivia, estoy al borde de lalocura. No me des el empujoncito queme falta para perder la cabeza —meadvierte muy serio, aunque la dulzuraque veo en su expresión no tiene nadaque ver con la dureza de sus palabras.Me lo está suplicando.

—No sé en qué estaba pensando —empiezo a decir; quiero que sepa que mela he servido sin pensar. Apenas hetenido tiempo de asimilar la noticia—.No tenía intención de bebérmela, Miller.Nunca le haría daño a nuestro bebé.

—¿Qué?

Abro unos ojos como platos enrespuesta al grito de sorpresa y Millerruge, ruge de verdad.

Madre de Dios.No me vuelvo para hacer frente al

enemigo. Si me queda una sola gota deese famoso brío, la borrarán del mapacon una mirada de desaprobación o unabuena reprimenda. En vez de eso sigomirando a Miller con cautela,suplicándole en silencio que se encargueél de la situación. Ahora mismo él es loúnico que puede protegerme de WilliamAnderson.

El largo silencio se expande tantoque hasta resulta doloroso. Mentalmentele suplico a Miller que lo rompa pero

cierro los ojos cuando oigo a Williamcoger aire y acepto que será él quienhable primero.

—Dime que lo que estoy pensandono es cierto.

Oigo un golpe seco; William se hadejado caer en un taburete.

—Por favor, dime que no lo está.Las palabras «lo estoy» bullen en mi

garganta, junto a «¿y a ti qué?». Pero sequedan en su sitio, se niegan a salir. Meenfado conmigo misma por estar hechauna inútil justo cuando quiero armarmede valor y pagarla con William.

—Está embarazada —dice Millercuadrando los hombros y con la barbillabien alta—. Y estamos muy contentos.

—Desafía a William a acabar la frase.Y William acepta el reto.—La madre que te parió —le espeta

Anderson—. ¿Cómo se te ha ocurridohacer semejante estupidez?

Compongo una mueca. No me gustael subir y bajar del pecho de Miller.Quiero unirme a él, presentar un frentecomún, pero mi maldito cuerpo se niega.Así que permanezco de espaldas aWilliam mientras mi mente sigueevaluando el peligro inminente.

—Los dos sabíamos que Charlie notardaría en tener algo concreto sobreOlivia. Pues ya lo tiene. —Me pasa elbrazo por el cuello, intentandoacercarme a su cuerpo—. Dije que si se

acercaba a ella, sería lo último queharía. Acaba de hacerlo.

No puedo verlo pero sé que lahostilidad de William está a la altura dela de Miller. Noto las vibracionesgélidas a mi espalda.

—Ya lo hablaremos más tarde. —William zanja el asunto demasiadorápido—. Pero por ahora será mejor quepermanezca entre nosotros.

—Lo sabe. —La confesión de Millerarranca un grito quedo de William.Miller sigue hablando antes de queWilliam pueda interrogarlo—. Encontróa Olivia comprando una prueba deembarazo.

—Por Dios —masculla William y se

me tensa la espalda. Miller ve mireacción y me acaricia el cuello—. Nohace falta que te diga que acabas dedarle el doble de munición.

—No, no hace falta.—¿Qué ha dicho?—No lo sé. No estaba allí.—¿Dónde coño estabas?—Me habían enviado a la caza del

tesoro.Me muerdo el labio y me acurruco

bajo la barbilla de Miller. Me sientoculpable y aún más idiota.

—Ha sido amable. —Mis palabrasse ahogan contra el traje de Miller—. Oal menos lo ha intentado. Sabía que erapeligroso.

William deja escapar una risasardónica.

—Ese hombre es tan amable comouna serpiente venenosa. ¿Te ha puesto lamano encima?

Niego con la cabeza, segura de queestoy haciendo lo correcto al guardarmeesa pequeña parte de mi encuentro conCharlie para mí sola.

—¿Te ha amenazado?Vuelvo a negar con la cabeza.—No directamente.—Ya. —El tono de William es

decidido—. Es hora de dejar de pensary de empezar a hacer. No te interesaestar en guerra con él, Hart, a menos queya sea demasiado tarde. Charlie sabe

cómo ganar.—Yo sé lo que hay que hacer —

afirma Miller.No me gusta lo tenso que se ha

puesto William ni cómo se le haacelerado el pulso a Miller.

—Ésa no es una opción —diceWilliam en voz baja—. Ni lo pienses.

Me vuelvo para mirarlo y veo unrechazo total en la cara de William. Asíque desvío mi mirada inquisitiva devuelta a Miller, que aunque sabe que lomiro sin entender nada, no aparta suexpresión impasible de William.

—No te me pongas sentimental,Anderson. No veo otra solución.

—Ya pensaré en una —masculla

William apretando la mandíbula ymostrando su disgusto—. Estáspensando lo imposible.

—Ya nada es imposible. —Miller sealeja de mi lado y me deja indefensa yvulnerable. Coge dos vasos—. Nuncapensé que alguien pudiera hacerme suyopor completo. —Empieza a llenarlos dewhisky escocés—. Ni siquiera losoñaba; ¿quién pensaría en loimposible? —Se vuelve y desliza uno delos vasos en dirección a William—.¿Quién quiere soñar con lo que no puedetener?

Puedo ver claro como la luz del díaque las palabras de Miller le tocan lafibra sensible a William. Su silencio y el

modo en que sus dedos se cierranlentamente alrededor del vaso me lodicen todo.

«Una relación con Gracie Taylor eraimposible».

—No pensé que hubiera nadie capazde amarme de verdad —continúa Miller—. No pensé que hubiera nadie capaz dehacerme dudar de todo lo que sabía. —Le da un largo trago a su copa sin dejarde mirar a William, que se revuelveincómodo en el taburete, mientras le davueltas a su copa—. Entonces conocí aOlivia Taylor.

El corazón me da un brinco y apenasproceso que William ha cogido el vasode whisky y se lo ha bebido de un trago.

—¿Ah, sí?Está a la defensiva.—Sí.Miller levanta la copa hacia William

y se la termina. Es el brindis mássarcástico en la historia de los brindisporque sabe lo que William estápensando: que ojalá pudiera hacerretroceder el tiempo. Pero yo no. Todolo que ha ocurrido me ha llevado aMiller. Él es mi destino.

Todos los remordimientos deWilliam, los míos, los errores de mimadre y el oscuro pasado de Miller mehan traído hasta aquí. Y aunque estasituación nos está destruyendo, tambiénnos hace más fuertes.

—Te diré algo más que para mí noes imposible —prosigue Miller, como sidisfrutase torturando a William,haciéndole recordar todo aquello de loque se arrepiente. Me señala con eldedo—. Ser padre. No tengo miedoporque por muy mal que yo esté, pormucho que me asuste pasarle algunos demis genes de tarado a la sangre de misangre, sé que la pureza del alma deOlivia lo eclipsará todo. —Me mira y subelleza me deja sin palabras—. Nuestrohijo será tan perfecto como ella —susurra—. Pronto tendré dos lucesbrillantes en mi mundo y es mi trabajoprotegerlas. Así que, Anderson —surostro se endurece y vuelve a centrarse

en William, que permanece en silencio—, ¿vas a ayudarme o voy a enfrentarmeal cabrón sin moral yo solo?

Espero, muerta de los nervios, larespuesta de William. El discurso deMiller lo ha pillado tan desprevenidocomo a mí.

—Ponme otra copa. —Williamsuspira con toda el alma y empuja elvaso hacia Miller—. La voy a necesitar.

Me sujeto a la barra para no caerme,estoy mareada de alivio y Millerasiente, con respeto, antes de servirlemás whisky a William, quien se lo bebetan rápido como el primero. Vuelven aser hombres de negocios. Sé que noquiero escuchar los detalles y sé que

Miller tampoco quiere que los oiga, asíque me disculpo antes de que meordenen que me marche.

—Tengo que ir al baño.Me lanzan sendas miradas de

preocupación y de repente les explicopor qué quiero marcharme.

—Prefiero no escuchar cómoplaneáis encargaros de Charlie. —Meniego a pensarlo siquiera.

Miller asiente; da un paso adelantepara apartarme el pelo de la cara.

—Espera aquí dos minutos mientrashago una llamada. Después teacompañaré a mi despacho.

Me da un beso en la mejilla y semarcha al instante sin darme tiempo a

protestar. ¡Maldito sea! ¡El muymanipulador! Sabe que no quiero estar asolas con William y tengo que sacarfuerzas de flaqueza para no echar acorrer detrás de él. Mis piernasamenazan con moverse solas y mis ojosmiran a todas partes mientras se meacelera el pulso.

—Siéntate, Olivia —me ordenaWilliam con delicadeza, señalando eltaburete que hay a su lado. No voy asentarme ni a ponerme cómoda porqueno planeo quedarme aquí mucho tiempo.Dos minutos, ha dicho Miller. Esperoque sean literales. Ya han pasado treintasegundos, faltan otros noventa. Tampocoes tanto.

—Prefiero estar de pie. —No memuevo ni un milímetro e intentoaparentar toda la seguridad en mí mismaque puedo. William menea la cabeza,cansado, y va a decir algo pero lo cortocon una pregunta—. ¿Qué es imposible?—le pregunto, poniéndome firme.Aunque no quiero saber nada sobrecómo van a encargarse de Charlie,prefiero hablar de eso que de mi madre.

—Charlie es un hombre peligroso.—Eso ya me lo figuraba —respondo

tajante.—Miller Hart es un hombre muy

peligroso.Eso me cierra la boca de chulita.

Vuelvo a abrirla y a cerrarla un par de

veces mientras mi cerebro intentaencontrar las palabras y ponerlas encola. Nada. He visto el pronto de Miller.Puede que sea de lo más feo que he vistoen mi vida. ¿Y Charlie? Bueno, meaterrorizó. Rezuma maldad. La lleva enla frente e intimida a quien se pone atiro. Miller no hace eso. Él oculta laviolencia que repta en sus entrañas.Lucha contra ella.

—Olivia, un hombre poderoso quees consciente de su poder es un hombreletal. Sé de lo que es capaz y él también,y aun así, lo entierra muy adentro. Si lodesenterrara, podría resultarcatastrófico.

Un millón de preguntas se agolpan

en mi mente mientras permanezcoinmóvil como una estatua ante William,asimilando cada gota de información.

—Si lo desentierra, serácatastrófico.

—¿Qué quieres decir? —le preguntoa pesar de que ya lo sé.

—Sólo hay un modo de que puedaliberarse.

Apenas puedo pensarlo y muchomenos decirlo; la garganta se me cierraintentando impedirme expresar una cosatan ridícula.

—Quieres decir que Miller es capazde matar. —Me estoy poniendo enferma.

—Es mucho más que capaz, Olivia.Trago saliva. No puedo añadir

asesino a la larga lista de taras deMiller. Estoy empezando a verle lasventajas a la conversación sobre mimadre, cualquier cosa con tal de intentarolvidar lo que acabo de hacerle pasar ami mente.

—Olivia, se muere por verte.El cambio de tema me pilla

desprevenida.—¿Por qué no me lo habías dicho?

—le espeto; el miedo se transforma enenfado—. ¿Por qué me mentiste? Metuviste a solas en más de una ocasión yen vez de hacer lo que habría hechocualquier persona decente, decirme quemi madre no estaba muerta, que habíavuelto a Londres, te dedicaste a intentar

separarnos a Miller y a mí. ¿Por qué?¿Porque te lo pidió esa zorra egoísta?

—Hart insistió en que no debíassaberlo.

—¡Ah! —Me echo a reír—. Ya, telas apañaste para decirle a Miller quemi madre había vuelto pero no pensasteque tal vez yo querría saberlo. ¡¿Y desdecuándo haces lo que Miller te dice?! —le grito encendida. La rabia es másfuerte que yo. Sé por qué Miller le pidióque se callara, pero me aferraría a unclavo ardiendo con tal de justificar elodio que siento hacia William y su razónpor seguir en mi vida.

—Desde que sólo piensa en lo quees mejor para ti. Puede que no me guste,

pero ha demostrado en más de unaocasión lo mucho que significas para él,Olivia. Que quiera enfrentarse a Charlielo dice alto y claro. Está tomando todaslas decisiones pensando únicamente enti.

No tengo réplica para eso y dejo queWilliam llene el silencio.

—Tu madre también tuvo una razónpara hacer lo que hizo.

—Pero fuiste tú quien la desterró —le recuerdo y en cuanto lo digo me doycuenta de lo equivocada que estoy—.¡Ay, Dios! Era mentira, ¿no es así?

Su expresión compungida dice másque mil palabras y permanece ensilencio, confirmando mis sospechas.

—No te deshiciste de ella. ¡Ella semarchó! ¡Nos dejó a ti y a mí!

—Olivia, no es…—Me voy al baño. —Mi rápida

respuesta indica mi deducción. Hablarde ella no va a ayudar en absoluto. Memarcho a toda prisa y dejo atrás a unhombre que lo está pasando fatal. No meimporta.

—¡No podrás huir de ella parasiempre! —dice y mis pasos airados sedetienen al instante. ¿Huir de ella?

Me vuelvo hecha una furia.—¡Sí! —grito—. ¡Sí que puedo!

¡Ella huyó de mí! ¡Ella eligió su vida!¡Por mí puede irse al infierno si creeque puede reaparecer en mi vida cuando

por fin he conseguido superar lo que mehizo!

Me tambaleo hacia atrás, estoy tanenfadada que no me tengo en pie.William me observa apesadumbrado.Veo que está atormentado pero no sientola menor compasión. Está intentandoarreglar las cosas con Gracie Taylor,aunque no tengo ni idea de por quéquiere a esa zorra egoísta de vuelta ensu vida.

—Tengo todo lo que necesito —termino más calmada—. ¿A qué havenido? ¿Para qué ha vuelto después detanto tiempo?

William aprieta los labios y sumirada se endurece.

—No tuvo elección.—¡No empieces otra vez! —le grito

asqueada—. ¡Tú no tuviste elección!¡Ella no tuvo elección! ¡Todo el mundotiene elección!

Recuerdo lo que Gracie Taylor dijoen el Society: «¡No pienso permitir queeste hombre irrumpa en su vida y eche aperder cada doloroso momento que hetenido que soportar durante estosdieciocho años!».

Y de repente todo tiene sentido. Estan evidente que resulta estúpido.

—Sólo ha vuelto por Miller,¿verdad? ¡Te está utilizando! Ha vueltopara quitarme la única felicidad que heconocido desde que me abandonó. ¡Y te

tiene a ti haciendo el trabajo sucio! —Casi me echo a reír—. ¿Tanto me odia?

—¡No digas tonterías!No es ninguna tontería. Como ella no

pudo tener su «felices para siempre»con William, yo tampoco puedo tener elmío con Miller.

—Está celosa. Se muere de celosporque yo tengo a Miller, porque Millerhará cualquier cosa para que podamosestar juntos.

—Olivia, eso…—Tiene sentido —susurro, y

lentamente le doy la espalda al exchulode la puta de mi madre—. Dile quepuede irse por donde ha venido. Aquínadie la quiere.

Me sorprende la tranquilidad con laque lo digo y William suspira dolido. Séque no esperaba que tuviera el corazóncomo una piedra. Es una pena queninguno de los dos se parase a pensarentonces en el daño que iban a hacerme.

Atravieso el club arrastrando lospies, sin mirar atrás para comprobar eldaño que he causado. Piensoacurrucarme en el sofá del despacho deMiller y olvidarme del mundo.

—Hola.Levanto la vista mientras avanzo por

los pasillos del sótano del Ice y veo aMiller acercándose a mí. Tiene suerte,no soy capaz ni de cantarle las cuarenta.

—Hola.

—¿Qué ocurre?Consigo mirarlo con todo el

reproche que se merece y se bate enretirada al instante. Buena decisión.

—Pareces cansada, mi dulce niña.—Lo estoy.Siento como si me hubieran dejado

sin vida. Camino derecha hacia él y conlas fuerzas que me quedan me encaramoa su cuerpo y me aferro a él con brazos ypiernas. Comprende que necesito de sufuerza, da media vuelta y desanda loandado.

—Tengo la impresión de que hacemucho que no te oigo reír —dice en vozbaja abriendo la puerta de su despacho yllevándome al sofá.

—No tenemos muchos motivos.—Discrepo —me rebate y nos tumba

a los dos en el cuero chirriante, élencima y yo debajo. No lo suelto—. Voya arreglar las cosas, Olivia. Todo saldrábien.

Sonrío, triste, para mis adentros.Admiro su valor pero me preocupa queal arreglar unas cosas estropee otras.También me pongo a pensar que Millerno puede hacer desaparecer a mi madre.

—Vale —suspiro y siento que meretuerce el pelo hasta que me tira de lasraíces.

—¿Quieres que te traiga algunacosa?

Niego con la cabeza. No necesito

nada. Sólo a Miller.—Estoy bien así.—Me alegro. —Se lleva las manos a

la espalda y empieza a despegar mispiernas. No se lo pongo difícil a pesarde que quiero seguir pegada a él parasiempre. Mis músculos se quedan laxosy me hago una bola inútil debajo de él—. Duerme un poco.

Me da un beso en la frente, selevanta, se alisa el traje y me dedica unapequeña sonrisa antes de marcharse.

—¿Miller?Se detiene junto a la puerta y se

vuelve lentamente sobre sus zapatoscaros hasta que su expresión estoicatopa con la mía.

—Encuentra otro modo. —No hacefalta que diga más.

Asiente lentamente pero sinconvicción. Luego se va.

Me pesan los párpados. Intentomantenerlos abiertos y, en cuanto loscierro, veo a la abuela en la oscuridad yvuelvo a abrirlos. Tengo que llamarla.Me tumbo de lado, cojo el móvil ymarco el número. Me dejo caer sobre laespalda cuando suena.

Y vuelve a sonar.Y suena una vez más.—¿Diga?Frunzo el ceño al oír la voz extraña

al otro lado del auricular y miro lapantalla para comprobar que no me he

equivocado de número. Vuelvo allevarme el teléfono al oído.

—¿Quién es?—Un viejo amigo de la familia. Eres

Olivia, ¿verdad?Antes de darme cuenta estoy sentada

en el sofá y una fracción de segundo mástarde ya estoy de pie. Esa voz. Unaimagen tras otra ataca mi mente. Lacicatriz de su cara, sus labios finos, sumirada que alberga toda la maldad delmundo.

Charlie.

20

—¿Qué haces tú ahí? —La sangre nome llega a la cabeza pero no me siento yempiezo a hacer ejercicios derespiración, lo cual es una buena idea.Creo que voy a desmayarme.

—Como han interrumpido nuestraencantadora conversación, he pensadoen hacerte una visita —dice con una vozglacial—. Es una pena que no estés encasa pero tu abuela sabe cómoentretenerme. Es una mujer excepcional.

—Como le toques un pelo… —Echo

a andar hacia la puerta, la determinacióny la energía parecen bloquear micansancio—. Como la mires malsiquiera…

Se echa a reír. Es una risamaquiavélica y fría.

—¿Por qué iba a querer hacerledaño a una anciana tan adorable?

Echo a correr. Me alejo deldespacho de Miller y atravieso lospasillos del sótano del Ice. Es unapregunta muy seria y tiene una buenarespuesta:

—Porque eso me destruiría ydestruyéndome a mí, destruirías tambiéna Miller, por eso.

—Chica lista, Olivia —dice y

entonces oigo una voz al fondo. Laabuela. Su voz alegre pone fin a miescapada y me detengo en lo alto de laescalera. Más que nada porque el sonidode mis pasos y mi respiración agitadame impiden escuchar lo que dice laabuela.

—Disculpa —dice Charlie tanpancho y silencia el teléfono. Imaginoque lo está apretando contra su pecho—.Dos azucarillos, señora Taylor —dicetan contento—. Pero siéntese, por favor.No debería hacer esfuerzos. Ya meencargo yo.

Vuelve a pegarse el teléfono al oídoy respira fuerte, como para indicarme supresencia. ¿Dónde está Gregory? Cierro

los ojos y rezo para que no les pasenada. La culpa no me deja ni respirar. Laabuela ni siquiera es consciente de quela he puesto en peligro. Ahí está,haciendo el té, preguntando cuántosazucarillos quiere ese hijo de malamadre, sin saber lo que pasa.

—¿Le digo que prepare tres tazas?—pregunta Charlie y mis pies vuelven aponerse en movimiento. Corro hacia lasalida del Ice—. Hasta pronto, Olivia.—Me cuelga y mis miedos semultiplican por mil.

La adrenalina corre por mis venas ytiro de las puertas con todas misfuerzas… No se mueven ni un milímetro.

—¡Abre! —Tiro repetidamente y

mis ojos buscan una cerradura—.¡Abríos de una vez!

—¡Olivia! —El tono preocupado deMiller me taladra la espalda pero no medoy por vencida. Tiro y tiro hasta queme duelen los hombros pero las malditaspuertas no se abren.

—¡¿Por qué no se abren?! —grito,temblando y mirando alrededor. Estoydispuesta a derribarlas con lo que seacon tal de llegar cuanto antes junto a laabuela.

—¡Estate quieta, Olivia! —Me cogepor detrás y me inmoviliza pero laadrenalina sigue haciendo efecto—.¿Qué demonios te pasa?

—¡Abre la puerta! —grito pegando

puntapiés.—¡Mierda! —grita Miller y espero

que me suelte pero me sujeta con másfuerza, luchando contra mis manotazos ypatadas—. ¡Cálmate!

No puedo calmarme. No sé ni lo quees eso.

—¡La abuela! —grito liberándomede su abrazo y chocando contra laspuertas de cristal. Siento un dolor agudoen la cabeza y a continuación oigomaldecir a Miller y a William.

—¡Ya basta! —Miller me da lavuelta y me sujeta contra las puertas porlos hombros. Unos enormes ojos azulesexaminan mi cabeza y luego se fijan enlas lágrimas de desesperación que

ruedan por mis mejillas—. ¿Qué pasa?—¡Charlie está en casa! —digo a

toda velocidad, esperando que Miller locomprenda rápido y me lleve a casacuanto antes—. He llamado para vercómo se encontraba la abuela y hacontestado él al teléfono.

—¡Hijo de…! —dice Williamacercándose con premura. Miller parecepatidifuso pero William ha entendido ala perfección mis frases fragmentadas—.Abre la puerta, Hart.

Miller parece que vuelve a la vida,me suelta y se saca unas llaves delbolsillo. Abre la puerta y me conducerápidamente al exterior, y me deja conWilliam mientras cierra otra vez.

—Métela en el coche.No tengo ni voz ni voto en los

preparativos, ni quiero tenerlos. Los dostrabajan deprisa y con eso me basta.

Me meten en el asiento trasero delcoche de Miller y me ordenan que meabroche el cinturón de seguridad.William se sienta delante y se vuelvehacia atrás. Me mira decidido, muyserio:

—No le va a pasar nada, no lopermitiré.

Le creo. Es fácil porque durantetodo este infierno y a pesar de todo eldolor hay una cosa que ha quedado muyclara y es lo que ambos, tanto Williamcomo Miller, sienten por mi abuela. La

quieren mucho, casi tanto como yo.Trago saliva y asiento. La puerta delconductor se abre y Miller ocupa susitio.

—¿Estás en condiciones deconducir? —pregunta William mirandodetenidamente a Miller.

—Sí.Arranca el motor, mete primera y

salimos del aparcamiento mucho másrápido de lo recomendable. Millerconduce como un poseso. Encircunstancias normales rezaría por mivida, incluso le diría que frenase unpoco, pero éstas no son circunstanciasnormales. El tiempo apremia. Yo lo sé,William lo sabe y Miller lo sabe.

Después de haberles oído hablar deCharlie, después de haber tenido elplacer de disfrutar de su compañía, nome cabe la menor duda de que, ya seadirecta o indirectamente, cumplirácualquier amenaza que haga. Es unhombre que carece de moral, de corazóny de conciencia. Y en estos momentos seestá tomando el té con mi queridaabuela. Empieza a temblarme el labioinferior y de repente me parece queMiller no corre lo suficiente para migusto. Miro por el retrovisor y noto lasensación familiar de unos ojos azulesque se me clavan en el alma. Me miraasustado. Tiene la frente bañada ensudor. Sé que está intentando

tranquilizarme con todas sus fuerzaspero es una batalla perdida. Ni siquierapuede ocultar su miedo, no tiene sentidoque intente quitarme el mío.

Tardamos siglos en recorrer lascalles de Londres que llevan a casa.Miller realiza un sinfín de maniobrasilegales: da marcha atrás en un atasco,conduce en dirección contraria ymaldice sin cesar mientras William le vaindicando atajos.

Cuando por fin llegamos a mi casacon un frenazo, me quito el cinturón alvuelo y corro por el sendero sin cerrarsiquiera la puerta del coche. Apenasoigo los dos pares de zapatos de vestirque corren detrás de mí, pero sí que noto

los fuertes brazos que me atrapan y melevantan del suelo.

—Espera un momento, Olivia —dice Miller en voz baja y sé bien porqué—. No permitas que vea lopreocupada que estás. Se alimenta delmiedo.

Me libero de los brazos de Miller yme llevo las manos a la frente,intentando meter un poco de sentidocomún en mi mollera a través de laniebla del pánico que cubre mi mente.

—Las llaves —balbuceo—. Nollevo llaves.

William casi se echa a reír. Lo miro.—Ya sabes lo que toca, Miller.Frunzo el ceño y me vuelvo hacia

Miller. Pone los ojos en blanco y selleva la mano al bolsillo.

—Ya te dije que necesitábamosinstalar un sistema de seguridad —gruñey saca una tarjeta de crédito.

—Lo más probable es que la abuelalo haya invitado a pasar —le espetopero no me mira con desdén.Simplemente desliza la tarjeta entre lamadera y el cerrojo, la mueve un poco,aplica cierta presión y en dos segundosla puerta está abierta y lo aparto a unlado.

—¡Espera! —Me coge al vuelo y mesujeta contra la pared del recoveco de lapuerta—. Maldita sea, Olivia. Nopuedes entrar a la carga como el séptimo

de caballería —susurra sujetándome conuna mano mientras se guarda la tarjetade crédito en un bolsillo con la otra.

—Vamos a esperar hasta que laoigamos gritar, ¿entendido?

—Es igual que su madre —musitaWilliam y desvía mi atención de Miller.Arquea las cejas con cara de «Ya me hasoído»; luego ladea la cabeza con ungesto de «¿Me lo vas a discutir?». Loodio.

—Quiero ir con mi abuela —mascullo imponiéndome a la poderosapresencia de William con una miradaferoz.

—Ahórrate la insolencia, Livy —meadvierte Miller—. No es el momento.

Me suelta y se dedica a la ridículatarea de arreglarme la ropa, sólo que nole dejo encontrar la calma que buscaaseándome. Lo aparto y me odio a mímisma cuando me pongo a terminar loque ha empezado. Me retiro el pelo dela cara y me aliso el vestido. Despuésme coge de la mano y tira de mí paraque entremos por la puerta principal.

—En la cocina —le digoempujándolo por el pasillo—. Ha dichoque iba a hacer el té.

En cuanto lo digo, se oye unestrépito al final del pasillo. Pego unbrinco, Miller maldice y William seabre paso entre nosotros antes de que yopueda decirles a mis piernas que se

muevan. Miller echa a correr detrás deél y yo los sigo, con mis miedoselevados al cubo.

Entro en la cocina y choco contra laespalda de Miller antes de ponermedelante de él. Inspecciono el espacioabierto y no veo nada, sólo a Williammirando al suelo. Lo miro fijamente,buscando cualquier expresión facial oreacción. Mi mente no está preparadapara enfrentarse a lo que le ha llamadola atención.

—¡Recórcholis! —La maldición deseñorita de la abuela atraviesa el terrory me infunde valor para mirar el suelo.Está de rodillas, con un recogedor y uncepillo, recogiendo azúcar y los restos

de un plato roto.—¡Déjame a mí! —Un par de manos

aparecen de la nada y se pelean con susdedos—. Ya te lo he dicho, boba. ¡Yoestoy al mando!

Gregory le quita el recogedor y miraa William exasperado.

—¿Todo bien, campeón?—Muy bien —contesta William

mirando a Gregory y a la abuela—.¿Qué ha ocurrido?

—Esta mujer —dice Gregoryseñalando a la abuela con el cepillo, queella aparta al tiempo que aprieta loslabios— no hace lo que le dicen.¿Quieres levantarte de una vez?

—¡Por el amor de Dios! —grita la

abuela golpeándose los muslos—.¡Volved a meterme en el hospital porqueentre todos me estáis volviendo loca!

Me he quedado tan tranquila quecreo que no puedo tenerme en pie. Miroa Gregory, que a su vez mira a William.Muy serio.

—Será mejor que te la lleves deaquí.

William entra en acción y se agachapara recoger a la abuela.

—Vamos, Josephine.Me siento un poco inútil viéndolo

ayudar a la abuela a levantarse. Estoymás tranquila, confusa y preocupada. Escomo si Charlie nunca hubiera estadoaquí. Pero no me he imaginado la

llamada y desde luego no he soñado eltono alegre de la abuela de fondo. Si nofuera por la mirada que Gregory le halanzado a William, me cuestionaría misalud mental. Pero he visto esa mirada.Ha estado aquí. ¿Y acaba de irse?Gregory parece asustado, ¿cómo es quela abuela está como una rosa?

Tuerzo el gesto al notar algo cálidoen mi brazo y bajo la vista. Es la manoperfecta de Miller, que me coge delhombro. Me pregunto adónde habrán idolos fuegos artificiales, hace mucho queno los siento. La inquietud se los hatragado.

—Creo que deberías… —diceMiller llevándome de vuelta a la cocina.

La abuela está ya de pie, con el brazo deWilliam sobre los hombros.

Me aclaro el nudo que tengo en lagarganta antes de ocupar el lugar deWilliam y llevarme a la abuela de lacocina. Estoy segura de que ahoraGregory les dará el parte a William y aMiller de lo acontecido. Entramos en elsalón y la acomodo en el sofá. La teleestá encendida pero sin voz y me laimagino sentada en el sofá con el mandoen la mano, escuchando cómo Gregoryle abría la puerta a Charlie.

—Abuela, ¿ha venido antes alguien averte? —Le remeto las mantas pordebajo del cuerpo, evitando mirarla alos ojos.

—Os creéis que soy más corta quelas mangas de un chaleco.

—¿Por qué dices eso? —Memaldigo por invitarla a explicármelo.Aquí la tonta soy yo y sólo yo.

—Puede que sea vieja, mi queridaniña, pero no soy tonta. Vosotros creéisque sí.

Me siento en el reposabrazos delsofá y jugueteo con mi diamante, con lacabeza gacha.

—Nadie te toma por tonta, abuela.—Vaya que sí.La miro con el rabillo del ojo y veo

que tiene las manos en el regazo. No selo discuto para no insultarla aún más.No sé qué es lo que cree que sabe pero

puedo garantizar que la verdad es muchomucho peor.

—Esos tres están hablando de miinvitado, probablemente estén tramandocómo librarse de él. —Hace una pausa ysé que está esperando que la mire a lacara. No lo hago. No puedo. Que hayallegado a esa conclusión me ha dejadoanonadada y sé que hay más. No mehace falta que me vea la cara de susto.Sólo le confirmaría lo que piensa—.Porque te ha amenazado.

Trago saliva y cierro los ojos. Noparo de dar vueltas a mi anillo.

—Charlie, así se llama ese hijo demala madre, es más malo que un dolor—dice.

Me vuelvo hacia ella horrorizada.—¿Qué te ha hecho?—Nada. —Se inclina hacia

adelante, me coge de la mano y me da unapretón para tranquilizarme. Por raroque parezca, funciona—. Ya meconoces. Nadie interpreta mejor el papelde ancianita dulce y tonta mejor que yo.—Sonríe levemente y le devuelvo lasonrisa—. Porque soy más corta que lasmangas de un chaleco.

Me sorprende su sangre fría. Haacertado en todo y no sé si dar lasgracias u horrorizarme. Sí, su teoríatiene huecos que no pienso rellenar, peroen líneas generales ha dado en el clavo.No necesita saber más. No quiero hacer

una estupidez como puntualizar laconclusión a la que ha llegado, así quepermanezco en silencio, pensando en elsiguiente paso.

—Sé mucho más de lo que quisiera,mi querida niña. Me he esforzado muchopor mantenerte lejos de la inmundicia deLondres y lamento mucho haberfracasado.

Frunzo el ceño mientras ella dibujacírculos en el dorso de mi mano parareconfortarme.

—¿Sabes de ese mundo?Asiente y respira hondo.—En cuanto vi a Miller Hart

sospeché que estaba relacionado con él.Que William reapareciera de la nada en

cuanto te fuiste a América no hizo másque confirmarlo. —Estudia mi rostro yme echo para atrás, sorprendida por loque acaba de decir. Ella se empeñó enjuntarme con Miller con la cena y todolo que hizo para que estemos juntos,pero sigue antes de que puedapreguntarle el motivo—. Pero porprimera vez en mucho tiempo vi tus ojosllenos de vida, Olivia. Te ha dado lavida. No podía quitártelo. Ya he vistoantes esa mirada en los ojos de unachica y he tenido que soportar lahorrible devastación que queda cuandose la quitan. No voy a volver a pasar poreso.

Mi alma empieza a desplomarse en

caída libre hacia mis pies. Sé lo que vaa decir a continuación y no estoy segurade poder soportarlo. Se me llenan losojos de lágrimas de dolor y en silenciole ruego que no siga.

—Esa chica era tu madre, Olivia.—Para, por favor. —Sollozo

intentando ponerme de pie y escaparpero la abuela me tiene bien cogida lamano y no me deja—. Abuela, por favor.

—Esa gente me robó a toda mifamilia. No voy a dejar que te lleven a titambién —dice con voz fuerte ydecidida, sin titubeos—. Deja queMiller haga lo que tenga que hacer.

—¡Abuela!—¡No! —Me acerca más a ella de

un tirón y me coge la cara con las manos—. Deja de esconderte como unavestruz, mi niña. ¡Tienes algo por loque luchar! Debería haberle dicho estomismo a tu madre y no lo hice. Deberíahabérselo dicho a William y no lo hice.

—¿Lo sabías? —digo atrompicones, preguntándome con qué meva a sorprender a continuación. Mipobre cerebro está siendo bombardeadocon demasiada información.

—¡Pues claro que lo sabía! —Parece muy frustrada—. ¡También séque mi pequeña ha vuelto y nadie hatenido la decencia de contármelo!

Pego tal brinco del susto que meplanto en el otro extremo del sofá. Tengo

el corazón en la garganta.—Tú… —No consigo articular ni

una palabra, me ha dejado sin habla.Hasta qué punto he subestimado a miabuela—. ¿Cómo…?

Se recuesta en la almohada, tantranquila, mientras yo estoy pasmadacon la espalda pegada al sofá, buscandoalgo que decir, cualquier cosa.

Nada.—Voy a echar una cabezada —dice

poniéndose cómoda, como si los últimoscinco minutos no hubieran ocurrido—. Ycuando me despierte, quiere que todosdejéis de tratarme como si me chuparael dedo. Déjame descansar.

Cierra los ojos y obedezco al

instante, temiéndome las represalias encaso de no hacerlo. Levanto mi cuerposin vida del sofá y empiezo a salir de lasala de estar. Dudo una, dos, tres veces,pensando en que deberíamos seguirhablando. Pero para hablar necesitopoder articular palabras y no me saleninguna. Cierro la puerta sin hacer ruidoy me quedo de pie en el pasillo,secándome los ojos y alisándome elvestido arrugado. No sé qué hacer contodo esto. Aunque una cosa es segura: yano puedo hacer el avestruz porque mehan sacado la cabeza del agujero. No sési estar agradecida o preocuparme porel hecho de que esté al corriente detodo.

Los susurros procedentes de lacocina me sacan de mis pensamientos ymis pies echan a andar por la moqueta yme llevan hacia una situación que nohará otra cosa que añadir máspreocupaciones a mi estado actual. Nadamás entrar en la cocina me da malaespina. Miller tiene la cabeza entre lasmanos, sentado junto a la mesa, yWilliam y Gregory están apoyados en laencimera.

—¿Qué pasa? —pregunto intentandoimprimir fuerza a mi voz. No sé a quiéntrato de engañar.

Tres cabezas se vuelven hacia mípero yo sólo tengo ojos para Miller.

—Olivia. —Se levanta y se me

acerca. No me gusta que se ponga lamáscara para ocultar su desesperación—. ¿Qué tal está?

La pregunta vuelve a sumirme en lastinieblas e intento explicarles su estado.Aquí sólo vale la verdad.

—Lo sabe —musito. Me preocupaque quieran detalles. Miller me mirainquisitivo. No me preocupo en vano.

—Explícate —me ordena.Suspiro y dejo que me lleve junto a

la mesa de la cocina y me siente en unasilla.

—Sabía que Charlie no era trigolimpio. Sabe que tiene algo que ver convosotros dos. —Señalo a Miller y aWilliam—. Lo sabe todo.

Por la cara de William, sé que no lopilla de nuevas.

—Va a echarse una siesta y dice quecuando se despierte, quiere que dejemosde tratarla como si se chupara el dedo.

William deja escapar una risotadanerviosa, igual que Gregory. Sé lo queestán pensando, más allá de la sorpresainicial. Piensan que es demasiado paraella, que acaban de salir del hospital.No sé si tienen razón. ¿La hesubestimado? No lo sé, pero sí sé queestoy a punto de dejarlos de piedra.

—Sabe que mi madre ha vuelto.Todo el mundo enmudece.—Jesús bendito —susurra Gregory,

que se apresura a darme un abrazo—.

Ay, pequeña, ¿estás bien?Asiento contra su hombro.—Estoy bien —le aseguro, a pesar

de que no estoy nada bien. Lo dejoacunarme, consolarme, que me dé besosy me pellizque las mejillas. Cuando seaparta, me mira durante una eternidadcon todo el afecto del mundo.

—Estoy aquí para lo que necesites.—Lo sé. —Le cojo las manos y se

las estrecho. Aprovecho la oportunidadpara ver qué cara se les ha quedado alos otros dos. William parece estaradmirado y preocupado a partes iguales.Cuando miro a Miller veo… nada. Hapuesto cara de póquer. La máscara estáen su sitio pero hay algo en sus ojos.

Podría pasarme la vida intentandodescifrar lo que es. No lo consigo.

Me levanto, Gregory se queda encuclillas y yo me acerco a Miller. Mesigue con la mirada hasta que me tienedelante, casi rozando su pecho,mirándolo a los ojos. Pero no me abrazani da muestras de sentir nada.

—Me voy a casa —susurra.—Yo de aquí no me muevo. —Lo

dejo claro antes de que empiece a darmeórdenes. No voy a salir de esta casa ni adejar a la abuela sola hasta que todoesto haya acabado.

—Lo sé. —Que se rinda tanfácilmente me alarma pero consigomantener la compostura; no tengo ganas

de dejar al descubierto más debilidades—. Tengo… —Hace una pausa y sequeda pensativo—. Tengo que irme acasa a pensar.

Me dan ganas de echarme a llorar.Necesita de la tranquilidad y de sunormalidad de siempre para ordenar susideas. Su mundo acaba de explotar, es uncaos y parece que él está a punto dederrumbarse. Lo entiendo, de verdad,pero una pequeña parte de mí estádestrozada. Quiero ser yo la que lotranquilice, en sus brazos, dándole loque más le gusta. Pero no es momentopara ser egoísta. Miller no es el únicoque encuentra paz cuando estamosinmersos el uno en el otro.

Se aclara la garganta y mira al otrolado de la cocina.

—Dame lo que ha dejado para mí.Un sobre acolchado de color marrón

aparece a mi lado y Miller lo coge sindar las gracias.

—Vigiladla.Se da la vuelta y se va.Lo observo desaparecer por el

pasillo, luego oigo la puerta que se abrey se cierra. Ya lo echo de menos y nohace ni dos segundos que se ha ido. Escomo si el corazón fuera a dejar delatirme en el pecho, por ridículo queparezca. Siento que me ha abandonado.

Estoy perdida.

21

Una ducha de agua caliente me calma unpoco. Cuando salgo, la casa está ensilencio. Asomo la cabeza por la puertay me encuentro con que la abuelacontinúa durmiendo. Sigo a mis pies a lacocina. Gregory está delante de losfogones, removiendo algo en una olla.

—¿Dónde está William? —preguntoacercándome.

—Fuera, hablando por teléfono. —El cucharón de madera choca contra lapared de la olla y las salpicaduras

manchan los azulejos de la pared—.¡Mierda!

—¿Qué es eso? —Arrugo la nariz alver la papilla marrón que remueve sincesar. Tiene un aspecto asqueroso.

—Se supone que es una sopa depuerro y patata. —Suelta el cucharón yretrocede. Se lleva un paño de cocina ala frente para limpiársela—. A la abuelale va a dar un ataque.

Me obligo a sonreír y veo que tienegotas de papilla en las mejillas.

—Espera. —Le quito el paño y mepongo a limpiarle—. ¿Cómo hasconseguido pringarte toda la cara?

No me contesta. Me deja hacer y meobserva en silencio. Tardo más de lo

necesario, hasta que me aseguro de queno le salen ampollas. Cualquier cosacon tal de evitar lo inevitable.

—Creo que ya está —musitacogiéndome la muñeca para que terminecon la operación limpieza.

Miro sus ojos marrones y luego lacamiseta blanca que le tapa el pecho.

—Y aquí también. —Reclamo mimano y empiezo a limpiarle lasquemaduras.

—Para, nena.—No me hagas hablar —le suelto

sin apartar la vista de la mano que sujetami muñeca—. Más tarde, pero ahora no.

Gregory apaga el fuego y me sientaen una silla.

—Necesito tu consejo.—¿Ah, sí?—Sí. ¿Lista?—Sí —asiento con entusiasmo. Lo

adoro por no presionarme. Porentenderlo—. Dime.

—Ben se lo va a contar a su familiaeste fin de semana.

Me muerdo el labio, feliz porque poruna vez es para no reírme. Una sonrisade verdad. No una sonrisa forzada ofalsa. Una sonrisa como Dios manda.

—¿De verdad de la buena?—Sí, de verdad de la buena.—Y…—¿Y qué?—Que estás muy contento, claro

está.Por fin se le dibuja una enorme

sonrisa en la cara.—Claro está. —Pero la sonrisa

desaparece tan pronto como habíaaparecido y la mía también—. Peroparece que sus padres no se lo esperan.No será fácil.

Le cojo la mano y le doy un apretón.—Todo irá bien —le aseguro.

Asiento cuando me mira pococonvencido—. Te van a adorar. ¿Cómono iban a hacerlo?

—Porque no soy una chica —diceriéndose y besándome el dorso de lamano—. Pero Ben y yo nos tenemos eluno al otro y eso es lo que cuenta,

¿verdad?—Verdad —afirmo sin tardanza,

porque sé que tiene razón.—Es mi alguien, muñeca.Me alegro muchísimo por mi mejor

amigo. Debería andarme con pies deplomo por él. Al fin y al cabo, Ben hasido un capullo integral en más de unaocasión, pero es genial que por fin hayadecidido pasar de lo que los demáspiensen de su sexualidad. Además, nosoy quién para juzgar. Todos tenemosnuestros demonios, algunos más queotros. Miller, muchos más que lamayoría. Pero todo el mundo tienearreglo. Se puede perdonar a todo elmundo.

—¿Qué te ocurre? —me preguntasacándome de mi ensimismamiento.

—Nada. —Meneo la cabeza paradejar de pensar cosas raras y me sientomás viva de lo que me he sentido… envarias horas. ¿Sólo han pasado unashoras?—. ¿Qué había en el sobre?

La incomodidad con la que Gregoryse revuelve me indica que sabe a qué merefiero. Él estaba ahí, lo ha visto y losabe, y me da la impresión de que haymás por el modo en que evita mirarme ala cara.

—¿Qué sobre?Pongo los ojos en blanco.—¿Vas en serio?Tuerce el gesto en señal de derrota.

—El hijo del mal me lo dio a mí. Medijo que se lo entregara a Miller. Sabesque no es la primera vez que lo veo,¿verdad? Es el mismo cabróndespiadado que apareció cuando osfuisteis a Nueva York. Lo dejé conWilliam en el apartamento de Miller, losdos mirándose, a ver quién aguantabamás tiempo sin reírse. En serio, parecíandos vaqueros a punto de desenfundar.Casi me desmayo cuando le he abierto lapuerta.

—¿Lo has dejado pasar? —digoahogando un grito.

—¡Qué va! ¡Ha sido tu abuela! Hadicho que era un viejo amigo de Williamy yo no sabía qué hacer.

No me sorprende. La abuela sabemás de lo que nos imaginábamos.

—¿Qué hay en el sobre?Se encoge de hombros.—No lo sé.—¡Gregory!—¡Vale, vale! —Vuelve a

revolverse nervioso—. Sólo he visto elpapel.

—¿Qué papel?—No lo sé. Miller lo ha leído y ha

vuelto a guardarlo.—¿Cómo reaccionó al leerlo?No sé si es una pregunta tonta. Yo he

visto su reacción cuando he entrado enla cocina. Tenía la cabeza entre lasmanos.

—Se le veía tranquilo y normal…—Se levanta, pensativo—. Aunque notanto después de que te abrazara.

Me vuelvo rápidamente hacia él.—¿Qué quieres decir?—Pues… —Se revuelve un poco,

incómodo. ¿O preocupado?—. Mepreguntó así muy tranquilo si alguna veztú y yo…

—¡No!Retrocedo, temiéndome el horror de

los horrores si algún día Millerdescubre nuestro desliz bajo lassábanas.

—¡No! Pero, joder, nena. Ha sido delo más incómodo.

—No se lo voy a contar jamás —le

prometo, sabiendo exactamente a qué serefiere. Sólo lo sabemos Gregory y yo, amenos que a uno de los dos se nosescape y Miller se entere.

—¿Me lo juras con sangre? —pregunta con una risa sardónica. Le daun escalofrío de verdad, como si seestuviera imaginando lo que haría Millersi se enterase de nuestro pequeño tonteo.

—No seas paranoico —le digo. Esimposible que lo sepa. Ahora que meacuerdo—: ¿Le ha enseñado el papel aWilliam?

—No.Aprieto los labios y me pregunto si

Gregory está conchabado con Miller ycon William. Esa carta, o lo que fuera,

ha bloqueado emocionalmente a micaballero a tiempo parcial. Necesitabapensar. Se ha ido a casa, a estar en suapartamento limpio y ordenado, apensar. Y no me ha llevado con él a mí,que según dice le sirvo de terapia y paradesestresarse.

—Creo que paso de la sopa —diceWilliam al entrar en la cocina. Gregoryy yo lo miramos y lo vemos remover laolla con el cucharón, arrugando la nariz.

—Buena elección —dice Gregoryregalándome una sonrisa. Lo miro, sinfiarme un pelo. Sabe más de lo que dice.Tose, controla la risa y se levanta de lamesa para escapar de mi miradainquisitiva—. Prepararé otra cosa.

El móvil de William empieza asonar y lo veo buscándolo en el bolsillo.No me he imaginado la agitación en suapuesto rostro cuando ha mirado lapantalla.

—Disculpadme, tengo que cogerla—dice con el teléfono en la mano antesde salir al jardín por la puerta de atrás.

Me levanto tan pronto se cierra lapuerta.

—Me voy a casa de Miller —anuncio agarrando el móvil de encimade la mesa y saliendo de la cocina.Estoy segura de que Miller no dejará ala abuela, ni siquiera aunque Gregory seencuentre aquí. La abuela estará a salvo.Todo apunta a que algo no va bien: el

comportamiento de Gregory, la calmaaparente de William… Tengo un malpresentimiento.

—¡Olivia, no!No pensaba que me fueran a dejar

salir así como así, por eso corro por elpasillo antes de que Gregory puedaalcanzarme o avisar a William de mihuida.

—¡No dejes sola a la abuela! —grito antes de salir de la casa y correrpor la calle hacia la carretera principal.

—¡La madre que me trajo! —gritaGregory; la frustración en su voz haceeco y me golpea la espalda—. ¡A veceste odio!

Estoy en la parada del metro en un

abrir y cerrar de ojos. Paso del móvil.Gregory y William me están llamandopero en cuanto bajo a los túneles delmetro por la escalera mecánica mequedo sin cobertura y ya no tengo querechazar más llamadas.

Estoy en la escalera del edificio dondevive Miller, subiendo los peldaños atoda velocidad hasta el décimo piso sinque se me haya ocurrido usar elascensor. Es como si llevara siglos sinvenir aquí. Entro en el apartamentosigilosamente y de inmediato meenvuelve una música suave. La canciónmarca el tono antes de que haya podido

cerrar la puerta siquiera. Las notasprofundas y poderosas me ponen allímite de la paz y la preocupación.

Cierro la puerta sin hacer ruido,rodeo la mesa y entro en la cocina. EliPhone está en su sitio. La pantalla meinforma de lo que estoy escuchando,About Today de The National. Cierro losojos para que la letra penetre en mimente.

Recorro la sala de estar y meencuentro lo que me imaginaba. Todoestá perfecto, a lo Miller, y no puedonegar que me tranquiliza. Debería ir aldormitorio o al estudio mientras medeleito con las pinturas que decoran lasparedes del apartamento. Las obras de

Miller. Los bellos lugares conocidoscasi afeados. Distorsionados. Las cosasbonitas normalmente se aprecian aprimera vista, pero a veces miras unpoco más y descubres que no son tanbonitas como pensabas. Hay pocascosas que sean tan hermosas por dentrocomo por fuera. Aunque hayexcepciones.

Miller es una de esas excepciones.Estoy como en una especie de

trance, reconfortada por la músicatranquila. No tengo intención de salir deél de momento, a pesar de que sé quetengo que encontrar a Miller y decirleque no va a perderme. Su apartamento ytodo lo que contiene son como una

agradable manta que me envuelve paraque esté calentita y a salvo. Cierro losojos y respiro hondo para aferrarme atodas las sensaciones, imágenes ypensamientos que me han dado tantafelicidad, como el sofá que puedo ver enmi oscuridad, donde dejó claras susintenciones por primera vez. Recuerdolos cuencos de fresas grandes y madurasque tenía en la cocina. El chocolatederretido, la nevera y la lengua deMiller lamiendo cada parte de mí. Todome catapulta al principio. Entro en suestudio, sumida en mis negrasreflexiones, y veo el caos que tanto mesorprendió. Fue una sorpresamaravillosa. Su afición. Lo único en la

vida de Miller que está desordenado. Almenos, era lo único hasta que meconoció.

Estoy abierta de piernas en la mesa yél traza líneas en mi vientre con pinturaroja, o, como sé ahora, me escribe sudeclaración de amor. Demons suena defondo. Muy apropiado.

Estamos enredados en su sofádesvencijado, envueltos el uno en elotro, pegados como lapas. Y las vistas.Son casi tan espectaculares comoMiller.

¿Casi?Sonrío para mis adentros. Ni de

lejos.Mis reflexiones no podrían ponerse

mejor pero entonces esos maravillososfuegos artificiales que había perdidoempiezan a cosquillear bajo mi piel y mioscuridad se llena de luz. Una luzbrillante, fuerte, soberbia.

—Bang —susurra en mi oído ysiento el calor de su boca en la mejilla,como si mi cuerpo estuviera cayendo enesa luz maravillosa. No puedo distinguirlos sueños de la realidad y tampoco meapetece. Si abro los ojos, estaré sola enel apartamento. Si abro los ojos, cadapensamiento perfecto del tiempo quehemos pasado juntos se perderá ennuestra fea realidad.

Ahora siento sus manos cálidas enmi piel y la extraña sensación de estar

moviéndome… sin moverme.—Abre los ojos, mi dulce niña.Los cierro aún más fuerte, no estoy

preparada para perder un solo sueñomás: el de sus caricias, el de su voz.

—Abre los ojos. —Unos labiossuaves me fustigan y gimo—. Hazlo. —Unos dientes mordisquean mis labios,pegados a su boca—. No dejes deiluminarme con tu luz, Olivia Taylor.

Me quedo sin aliento y abro losojos. Tengo ante mí lo más espectacularque voy a ver en la vida.

Miller Hart.Mis ojos recorren los contornos de

su rostro y cada uno de sus detallesperfectos. Están todos ahí: los

penetrantes ojos azules rebosantes deemoción, la boca apenas entreabierta, lasombra que crece en su barbilla, el peloondulado, el mechón rebelde en susitio… todo. Es demasiado bueno paraser verdad. Extiendo el brazo paratocarlo, la punta de mis dedos se tomasu tiempo para sentirlo todo, paracomprobar que no es producto de miimaginación.

—Soy de carne y hueso —susurraatrapando mis dedos para detener susilenciosa expedición. Me besa losnudillos y se lleva mi mano a la nuca,donde mis dedos se hunden en la matade pelo—. Soy tuyo.

Su boca desciende sobre la mía y me

coge en brazos, me pega a su cuerpo.Nos saboreamos, nos acariciamos y nosrecordamos el uno al otro el poder denuestra unión.

Mis muslos se enroscan a su cinturacon fuerza. Sé que esto no me lo estoyimaginando. Tengo las entrañasardiendo, echando chispas, en llamas.Me consumen, se apoderan de mí, meregeneran. Lo necesito. Los dos lonecesitamos. Ahora mismo no existenada más, sólo Miller y yo.

Nosotros.El mundo puede esperar.—Adórame —le suplico sin que

nuestras lenguas se separen, bajándolela chaqueta por los hombros,

impaciente. Me muero por estar piel conpiel—. Por favor.

Gime, me suelta primero un brazo,luego el otro, para librarse de la lujosatela. Yo me ocupo de la corbata, tirandodel nudo de mala manera, pero noprotesta: tiene tantas ganas como yo deeliminar todo lo que se interpone entrenosotros. Me sujeta por el trasero conuna mano y con la otra me ayuda y sesaca la corbata por encima de la cabeza,sin deshacer el nudo, y luego el chaleco.Me atrevo a cogerlo de la camisa y aabrirla de un tirón. Me preparo para laregañina que me espera, aunque ya hedecidido que me da igual, pero no dicenada. Los botones saltan y se

desperdigan por todas partes,repiqueteando al caer al suelo. Empiezoa tirar de la tela, a bajársela primero porun brazo y luego por el otro. Siento elcalor de su pecho desnudo contra mivestido, estamos un paso más cerca deestar desnudos. La camisa se reúne en elsuelo con la chaqueta, la corbata y elchaleco, y mis manos se aferran a sushombros mientras nuestro beso sevuelve más y más intenso. No me dice loque me dice siempre. No intenta quevaya más despacio ni me frena. Mepermite que lo bese con frenesí y tocarlocuanto quiera mientras gimo y gruño lasganas que le tengo.

Consigo quitarme las Converse y

ascender un poco más por su cuerpohasta que tiene que echar la cabeza atráspara no romper nuestro beso.

—Quiero estar dentro de ti —jadeaechando a andar—. Ahora mismo.

Se detiene y se lleva las manos a laespalda para bajarme las piernas sindejar de comerme la boca como unanimal hambriento. Ya de pie, mismanos van a por su cinturón, se lo quitana toda prisa y lo tiran al suelo. Losiguiente son los pantalones. Estándesabrochados en un santiamén y se losbajo todo lo que puedo sin separar miboca de la suya, hasta los muslos. Millerhace el resto y se quita el bóxer. Luegoda un puntapié para librarse de todo:

pantalones, bóxer, zapatos y calcetines.Mi deseo de volver a ver su cuerpo entoda su perfecta desnudez no puede másque mis ansias de seguir besándolo,pero cuando me levanta el bajo delvestido para sacármelo por la cabeza nome queda otra opción que separarme deél y aprovecho la interrupción paracontemplarlo. La tela de mi vestido metapa la cara un instante e interrumpe misobservaciones, pero consigo unossegundos extra cuando Miller meacaricia la espalda para desabrocharmeel sujetador y bajármelo muy despaciopor los brazos. Los pezones se me ponenduros, sensibles, y las palpitaciones demi entrepierna le suplican que la

acaricie. Lo miro a los ojos, está sinaliento, igual que yo. Tira mi sujetadorsin mirar dónde cae y mete el pulgar porel elástico de mis bragas. Pero no me lasquita, se conforma con ver cómo medesespero más y más. Que no empiececon su manía de controlarlo todo. Ahorano.

Meneo la cabeza un poco,observando cómo la comisura de suslabios dibuja la más tenue de lassonrisas. Luego da un paso adelante, sinsacar los pulgares de su sitio, para queyo tenga que andar hacia atrás hasta quemi espalda está contra la pared. El fríome pilla por sorpresa y dejo escapar unabocanada de aire. Echo la cabeza atrás.

—Por favor —le suplico cuandoempiezo a notar que me baja las bragaspor los muslos. Las palpitaciones entremis piernas se aceleran hastaconvertirse en un zumbido constante.Tengo las bragas en los tobillos.

—Líbrate de ellas —me ordena condulzura y obedezco, intentandoconcentrarme en lo que va a pasar acontinuación. No me hace esperarmucho. Siento calor entre los muslos.¿La fuente? Los dedos de Miller.

—¡Dios! —Aprieto los párpadosmientras me acaricia en lo más íntimo.Me pego más a la pared, intentandoescapar de su tortura.

—Estás muy mojada —ruge

metiéndome un dedo y presionando mipared frontal. Me agarro a sus hombrosy empujo hasta que tengo los brazosestirados—. Date la vuelta.

Trago saliva y trato de procesar laorden pero sus dedos siguen dentro demí, inmóviles, y si me muevo habrároce, cosa que hará que me cedan lasrodillas y me quede tirada en el suelohecha una bola de deseo y lujuria. Asíque no me muevo para no acrecentar misganas de poseerlo.

—Date la vuelta.Meneo la cabeza con obstinación,

mordiéndome el labio inferior yclavándole las uñas cortas debajo de laclavícula. De repente, una mano aparta

mis brazos y su cuerpo se pega al mío.Sus dedos se hunden más en mí.

—¡No! —No tengo dóndeesconderme. Estoy contra la pared,indefensa.

—Así —musita mordisqueándome lamandíbula y la mejilla. Estamos todo lopegados que se puede mientras me da lavuelta, asegurándose de que sus dedossiguen dentro de mí. Tal y como yo metemía, las sensaciones que producen mismovimientos no hacen más queenloquecerme un poco más y empiezo arespirar hondo, despacio, para no gritarde desesperación.

—Las manos contra la pared.Obedezco al instante.

—Hacia atrás. —Una mano me cogede la cintura y me guía hacia atrás. Meroza el talón con el pie para que lomueva hacia el lado. Estoy abierta depiernas, a su merced—. ¿Estás cómoda?

Retuerce los dedos en mi interior ypongo el culo en pompa para chocarcontra su paquete.

—¡Miller! —grito y apoyo la cabezacontra la pared.

—¿Estás cómoda?—¡Sí!—Bien. —Me suelta la cintura y al

momento siento la punta de su erección,dura y ancha, a punto de entrar.Contengo la respiración—. Respira, midulce niña.

Es una advertencia y me quedo sinaire en los pulmones cuando me saca losdedos para dejar paso a su polla dura.No me da tiempo a extrañarlo. Ladesliza dentro de mí con un juramentoininteligible.

Me siento completa.—Muévete —le suplico

apretándome contra su pelvis,metiéndomela hasta el fondo—. Miller,muévete.

Hago fuerza con los brazos hasta queme separo de la pared y puedo echar lacabeza hacia atrás.

Atiende a mis súplicas. Unas manossuaves sujetan mis caderas y me clavalos dedos, preparándose.

—No quiero que te corras, Olivia.—¿Qué? —exclamo, me echo a

temblar sólo de pensar en contener miorgasmo. Casi todos aparecen de lanada. Es el chico especial, tiene untalento que ninguno de los dos logramoscomprender—. ¡Miller, no me pidas loimposible!

—Puedes hacerlo —me asegura envano, restregándose contra mi culo—.Concéntrate.

Siempre me concentro y no sirvepara nada; tendré que confiar en suhabilidad y su experiencia mientras memantiene en el limbo. La tortura que meespera en sus manos cae como un jarrode agua fría sobre mi mente nublada por

el deseo. Voy a gritar de desesperación,es posible que hasta le muerda y learañe. Siempre me mantiene en tierra denadie, y el mero hecho de que me lohaya advertido me preocupa.

Cierro los ojos y dejo escapar ungrito fragmentado mientras sale de mí yme deja dentro sólo la punta.

—Miller —ya estoy suplicando.—Dime cuánto me deseas.—Te deseo muchísimo —confieso,

conteniéndome para no echar el culoatrás y volver a sentirme llena.

—¿Muchísimo?La pregunta me pilla por sorpresa,

igual que mi respuesta.—Todo.

Sigue detrás de mí. Está pensando enlo que le he dicho.

—¿Todo?—Todo —afirmo. Su fuerza y su

energía borrarán gran parte de miagonía. Lo sé.

—Como quieras. —Se inclina haciaadelante, me pega el pecho a la espalday me muerde en el hombro—. Te quiero—susurra y luego besa la marca que susdientes han dejado en mi piel—. ¿Loentiendes?

Lo entiendo perfectamente.—Sí. —Acerco la mejilla a su cara

y disfruto del roce de su barba antes deque se enderezca y coja aire. Mepreparo.

Pero no hay preparación suficienteen el mundo para que yo no grite cuandome embiste. Esperaba que se detuvieraal instante, asustado, al oírme gritar,pero no lo hace. Rápidamente se retira yataca de nuevo con un gruñido. Losprimeros empujones son para ajustar elritmo. Es incansable, implacable. Meclava los dedos en la piel y tira de mísin parar, arrancándome un grito trasotro. Tengo fe en que sabe lo que piensoy no intento contener los gritos. Cadavez que su cuerpo choca contra el mío seme escapa uno del alma y no tardo entener la garganta seca y rasposa. Peroeso no me detiene. Mi cuerpo no mepertenece. Es de Miller y lo está

disfrutando. Es casi brutal, pero lapasión y el deseo que hay entre nosotrosme mantiene en un estado de éxtasistotal.

Continúa a un ritmo despiadadohasta que lo único que evita que mecaiga al suelo es él. No corre el aireentre su entrepierna y mi culo, contra elque arremete una y otra vez, el sonido depiel desnuda chocando contra pieldesnuda se va haciendo más fuerte amedida que empezamos a sudar. Lapenetración profunda no sólo me llena elcuerpo sino también el alma, cadaembestida me recuerda a ese lugarmaravilloso al que me lleva cada vezque me hace suya, ya sea en plan tierno y

controlado, o salvaje y despiadado.Aquí no hay control. Al menos no loparece, aunque sospecho que está ahí.No, sé que está ahí. He aprendido que,lo haga como lo haga, siempre me adora.Lo hace todo con amor, ese amor sinlímites que siente por mí.

Empiezo a notar un cosquilleo en elclítoris. Es el principio del fin. ¡Diosmío, no voy a poder pararlo! Lo intentotodo: la concentración, la respiración,todo. Pero el choque constante de sucuerpo musculoso contra el mío no mepermite hacer más que aceptarlo.Absorberlo. Tomo todo lo que tiene paradarme. Siempre será así.

—¡Te estás tensando por dentro,

Livy! —grita sin bajar el ritmo, casiasustado, como si supiera la batallacampal que se libra en mi interior. Notengo ocasión de confirmarle que tienerazón. Sale de mí y me da la vuelta. Melevanta y vuelve a penetrarme.

Grito rodeándole la cintura con laspiernas y dando manotazos al aire. Larepentina pérdida de fricción no me haservido de ayuda. Va demasiado rápido.

—Mi nombre, nena —jadea en micara—. Grita mi nombre. Para enfatizarsu orden, me levanta un poco y luego medeja caer.

—¡Miller!—¡Eso es! Otra vez. —Repite el

mismo movimiento, esta vez más fuerte.

—¡Joder! —grito, mareada por lasprofundidades a las que llega.

—¡Mi nombre!Me estoy cabreando. El empeño de

Miller por controlar mi orgasmoinminente me está poniendo insolente.

—¡Miller! —grito tirándole delpelo, echando la cabeza atrás mientrassigue penetrándome. Cada vez la tienemás dura, lleva mucho tiempo así, peroel cabrón se niega a acabar.

—¿No vas a arañarme? —meprovoca y mis uñas se lanzan a la carga,a cumplir su misión. Me sorprende mipropia violencia pero no me detengo. Leclavo las uñas y le arranco la piel—.¡Aaaah! —ruge de dolor, echando la

cabeza atrás—. ¡Joder!Ninguno de sus gritos ni sus

improperios me contiene. Le estoyarañando como una posesa, y es raropero creo que le gusta.

—Eres una floja, mi dulce niña —resopla, retándome.

Me mira a los ojos. Va en serio.¿Quiere que le haga daño? Sus caderasse detienen de sopetón y mi clímax sediluye.

Pierdo el hilo.—¡Muévete! —Le tiro del pelo, tan

fuerte que le hago doblar la cabeza. Peroél sonríe—. ¡Muévete, cabrón! —Arquea las cejas con interés pero siguesin moverse y empiezo una loca carrera

por intentar recuperar la fricción. Nofunciona—. ¡Maldito seas, Miller!

Sin pensármelo dos veces, le clavolos dientes en el hombro y muerdo contodas mis fuerzas.

—¡Joder!Sus caderas vuelven a la carga y

resucitan mi orgasmo languideciente.—¡Serás…! ¡Joder!Ahora sí que va a por todas y

arremete contra mí como una malabestia.

No le suelto el hombro. Le hagogritar, gemir, gruñir mientras le tiro delpelo sin parar. Estoy siendo tan bestiacomo Miller y me encanta. El placer esindescriptible y el dolor ocupa el lugar

de la pena. Me está sacando los pesaresa golpe de polla, aunque sea sólotemporalmente, pero ahí va. Me tortura.Lo torturo. Mi espalda golpea una y otravez la pared y los dos emitimos sonidosguturales de satisfacción.

—Hora de acabar, Olivia —jadealevantándome la cabeza de su hombro ycomiéndome la boca. Nos besamoscomo si fuera la primera vez. Rápido,con ansia y desesperación, y en un abriry cerrar de ojos estoy en el suelo,debajo de Miller. Nos mantiene unidos yme embiste con fuerza hasta que retuerzolos tobillos y grito a pleno pulmóncuando el orgasmo me atraviesa y lascontracciones largas y palpitantes de

mis entrañas lo aprietan con furia contrami pared interna. Gruñe, baja el ritmo,masculla palabras ininteligibles en micuello. Lo he dejado seco y yo estoyrebosante, disfrutando del calorpegajoso dentro de mí.

—Dios santo —jadeo dejando caerlos brazos por encima de mi cabeza.

—Estoy de acuerdo —gime saliendode mí y tumbándose boca arriba a milado. Ladeo la cabeza y veo que se hatirado al suelo sin ningún cuidado yresopla mirando el techo. Estáchorreando, con el pelo enmarañado y laboca más abierta que de costumbre,intentando que el aire le llegue a lospulmones.

—Dame lo que más me gusta.—¡No puedo moverme! —protesto,

alucinada de que se atreva a pedírmelo—. Me has dejado exhausta con estepolvo.

—Lo harás por mí —insistecogiéndome de la cintura—. Ven.

No me deja elección. Además,quiero envolverlo con mi cuerpo y conmi boca. Me levanto, ruedo hacia él ytumbo mi cuerpo sin fuerzas sobre elsuyo. Lo único que todavía funciona esmi boca, que está lamiendo, chupando ymordiendo su cuello.

—Sabes a gloria —afirmo—. Yhueles divino.

—Chupa más fuerte.

Dejo de comérmelo a besos ylevanto la cabeza muy despacio. Sé queestoy frunciendo el ceño. Ni en unmillón de años me habría imaginado queMiller Hart quisiera llevar un chupetónen el cuello.

—¿Cómo dices?—Chupa más fuerte. —Arquea las

cejas un poco para enfatizar su orden—.¿Voy a tener que decírtelo tres veces?

Esto tiene su gracia. Vuelvo a sucuello, lo muerdo y me pregunto siretirará la orden, pero tras unos minutosde mordiscos inocentes me lo pide portercera vez.

—¡Más fuerte!Mis labios se cierran sobre su cuello

y chupo. Fuerte.—Más fuerte, Livy.Me coge de la nuca y me baja la

cabeza. Me cuesta respirar. Pero hago loque me dice y me meto un buen trozo depiel en la boca, chupo y chupo hastacortarle la circulación. Se va a ver entecnicolor por encima del cuello de suscamisas pijas. ¿Qué demonios le pasa?Pero no puedo parar. Para empezar,Miller me tiene bien cogida del cuello yno me deja levantar la cabeza. Además,me está gustando esto de que todo elmundo pueda ver la marca que le hehecho a mi caballero de finos modales.

No sé cuánto tiempo pasamos así. Loúnico que sé es que me duelen los labios

y la lengua. Cuando por fin me suelta,cojo aire y contemplo la monstruosidadque he creado en su cuello perfecto.Tuerzo el gesto. Ahora ya no es perfecto.Es un horror y estoy segura de queMiller opinará lo mismo cuando se lavea. Es tan fea que no puedo dejar demirarla.

—Perfecto —suspira. Acontinuación bosteza, vuelve a cogermede la nuca y rodamos como dos posesoshasta que lo tengo encima, sentado enmis caderas. Sigo sin entender nada yMiller tampoco me aclara nada cuandose pone a dibujar el contorno de missenos con la punta de los dedos.

—Es bien fea —confieso

preguntándome cuándo irá a ver elhorror que le he hecho.

—Puede —musita sin preocuparsetodo lo que debería. Sigue trazando mitorso tan contento.

Me encojo de hombros. Desdeluego, si el rey del estrés no mueve unmúsculo, yo tampoco voy apreocuparme. En vez de eso le hago lapregunta que me rueda por la mentedesde que he llegado… antes de que metocara con esas manos y me distrajeracon su adoración. Aunque esta vez hasido un poco más bestia. Bueno, no sóloun poco. Sonrío. Ha sido un polvo delos buenos y, para mi sorpresa, hedisfrutado cada segundo.

—¿Qué hay en el sobre? —digodespacio, sabiendo que es terrenopantanoso.

No me mira y tampoco deja deacariciarme con las yemas de los dedos,dibujando todas mis líneas invisibles.

—¿Qué pasó entre Gregory y tú? —Me mira. Lo sabe. Mi amigo teníamotivos para preocuparse—. Gregoryparecía incómodo cuando se lo pregunté.

Cierro los ojos y guardo silencio.No consigo ocultar lo culpable que mesiento.

—Dime que no significó nada.Trago saliva y le doy vueltas a la

mejor manera de enfocarlo. ¿Confieso olo niego todo? Mi conciencia se abre

paso.—Estaba intentando consolarme —

digo atropelladamente—. Se nos fue delas manos.

—¿Cuándo?—Después de lo del hotel.Hace una mueca y respira hondo

para calmarse.—No hubo sexo —continúo,

nerviosa, deseando aclararle sus peoressospechas. No me gusta que se hayapuesto a temblar—. Sólo tonteamos unpoco. Los dos nos arrepentimos. Porfavor, no le hagas daño.

Sus fosas nasales se abren y secierran, como si estuviera intentando noexplotar con todas sus fuerzas.

—Si le hago daño a él, te lo estoyhaciendo a ti. Ya te he hecho sufrirbastante —dice apretando los dientes—.Pero no volverá a suceder.

Es una afirmación, no una petición,ni una pregunta. No volverá a suceder.Permanezco en silencio hasta que veoque su respiración vuelve a lanormalidad. Está más tranquilo pero mipregunta sigue sin respuesta y quieroobtenerla.

—El sobre.—¿Qué pasa con el sobre?Me muerdo el interior de la mejilla,

deliberando si debo insistir o no. Se estáponiendo distante.

—¿Qué había dentro?

—Una nota de Charlie.Lo sabía pero que me lo haya dicho

me sorprende.—¿Qué decía? —Esta vez lo

pregunto sin rodeos.—Me explica cómo puedo salir de

este mundo.Abro mucho la boca. ¿Hay una

salida? ¿Charlie va a liberarlo de suscadenas invisibles? ¡Dios mío! La solaidea de que todo esto termine, de poderseguir con nuestras vidas, es demasiadopara mí. No me sorprende que Millerparezca estar en paz pero hay unpequeño detalle que me devuelve a ladura realidad. Un gran detalle. Estaba enla cocina de mi casa cuando leyó la

carta y se quedó hecho una mierda, nadaque ver con su máscara impasible.Estaba atormentado, preocupado. ¿Quéha cambiado para que ahora esté tantranquilo? Me armo de valor y lepregunto lo que debería haberlepreguntado antes de que me invadiera elentusiasmo.

—¿Cómo puedes salir de estemundo? —Estoy conteniendo larespiración, lo que significa que no meva a gustar la respuesta.

Pero a pesar de mi pregunta, susdedos no titubean, continúaacariciándome y él sigue sin mirarme ala cara.

—Eso no importa porque no pienso

hacerlo.—¿Tan malo es?—Lo peor —responde sin vacilar,

poniendo cara de enfado antes de ponercara de asco—. Tengo otra salida.

—¿Cuál?—Matarlo.—¿Qué?Me revuelvo bajo su cuerpo, presa

del pánico, pero no consigo moverme yme pregunto si se ha sentado así apropósito, a sabiendas de que iba aacribillarlo a preguntas y de que iba aechar a correr en cuanto me lasrespondiera. No sé por qué actúo comosi me sorprendiera. Después de lo quedijo William y viendo la cara de Miller,

me temía que fuera a decir exactamenteeso. ¿Y lo que Charlie le propone es aúnpeor? ¿Cómo es posible?

—No te muevas —dice muytranquilo, demasiado. Eso me asusta aúnmás. Me coge las muñecas con una manoy las sujeta por encima de mi cabeza.Ahora soy yo la que resopla agotada ensu cara—. Es el único modo.

—¡No lo es! —le discuto—. Charliete ha dado otra salida ¡Acéptala!

Menea la cabeza, inflexible.—¡No! ¡Fin de la conversación!Aprieta los dientes y me mira en

señal de advertencia. No me importa.No hay nada peor que matar a alguien.No voy a permitir que lo haga.

—¡De eso nada! —le grito—.¡Suéltame!

Me revuelvo e intento darme lavuelta. No lo consigo.

—¡Para! —Empotra mis muñecascontra el suelo, encima de mi cabeza, yconsigo soltarlas un poco—. ¡Malditasea! ¡Deja de revolverte!

Permanezco quieta pero sólo porqueestoy agotada. Jadeo en su cara,intentando lanzarle una mirada asesinacon las fuerzas que me quedan.

—No hay nada peor que matar aalguien.

Respira hondo. Está intentandoinfundirse ánimos y se me tensa todo elcuerpo.

—Sé que lo que me pide tedestruirá, Olivia. Y no hay garantías deque no vuelva a pedirme que haga otracosa. Mientras siga con vida es unaamenaza para nuestra felicidad.

Niego con la cabeza, terca como unamula.

—Es demasiado peligroso. Nunca loconseguirás. Seguro que tiene un montónde matones guardándole las espaldas. —Me está entrando el pánico. He oído aGregory hablar de armas—. Y no podrásvivir cargando semejante peso en tuconciencia.

—Es demasiado peligroso nohacerlo y Charlie me ha dado la ocasiónperfecta.

Sus palabras me confunden y mecallo un momento antes de comprenderlotodo.

—Ay, Dios. Quiere que acudas a unacita.

Asiente levemente, sin decir nadamientras asimilo la noticia. Esto no hacemás que ir a peor. Tiene que haber otromodo.

Dentro de mí algo posesivo y muyprofundo se revuelve sólo de pensar quealguien más lo toque y lo bese. Unaparte de mi cerebro grita: «Déjalo matara Charlie. ¡El mundo estará mejor sinél!». Y una parte de mí asiente. Pero miconciencia también tiene voz y me miracon cara de pena, sin decir nada, aunque

sé lo que diría si me hablara:«Que vaya a esa cita».«Sólo será una noche».«No significará nada para él».—Es la hermana de un importante

traficante de drogas ruso —dice en vozbaja—. Me desea desde hace años perome da asco. Se excita degradando a sucompañero. Lo único que quiere es elpoder. Si Charlie me entrega a ella,podrá hacer negocios con los rusos. Sersu socio le reportaría grandes beneficiosy lleva mucho tiempo deseándolo.

—¿Por qué no unen fuerzas sin ti?—Porque la hermana del ruso se

niega a menos que me consiga.—Suéltame —le susurro. Lo hace,

se separa de mí y se arrodilla a mi lado.Salta a la vista que no quiere hacerlo.Yo también me arrodillo, me acerco a ély lo pillo con el ceño fruncido. Pero medeja hacer. Le pongo las manos en loshombros para darle la vuelta y cuando leveo la espalda me llevo un buen susto.

Qué desastre. Es un laberinto delíneas rojas. De algunas manan gotas desangre y otras se han hinchado. Pareceun mapa de carreteras. Quería que lehiciera daño de verdad pero por razonesque no tenían que ver sólo con lacombinación de dolor y placer. Queríaque lo marcara. Ahora pertenece aalguien.

A mí.

Me llevo las manos a la cara y metapo los ojos. No puedo evitar hiparentre sollozos.

—No llores —me susurra dándosela vuelta y abrazándome. Me besarepetidamente, me acaricia el pelo y meestrecha contra su pecho—. No llores,por favor.

La culpa me corroe y me grito a mímisma que tengo que hacer lo correcto, ymás viendo a Miller dispuesto a realizaruna cosa tan abominable por mí. Pormucho que me diga que Charlie es eldiablo en persona, que se lo merece, nologro convencerme para dejar que lolleve a cabo. Miller cargará con la culpael resto de su vida y ahora que lo sé, yo

también. No puedo dejar que nos hagaeso. Sería como tener la soga al cuelloel resto de nuestras vidas.

—Chisssst… —me consuelaacurrucándome en su regazo.

—Vayámonos —sollozo. Es la únicaalternativa—. Podemos coger a laabuela e irnos muy muy lejos.

Hago una lista mental de todos lossitios a los que podríamos ir mientrasme mira con ternura, como si yo noentendiera nada.

—No podemos hacer eso.Lo definitivo de su respuesta me

indigna.—Sí podemos.—No, Olivia. No es posible.

—¡Podemos! —le grito. Tuerce elgesto y cierra los ojos. Está intentandoser paciente—. ¡No digas que nopodemos porque no es verdad!

Podríamos irnos ahora mismo.Coger a la abuela e irnos. Me da igualadónde siempre que estemos muy lejosde Londres y de este mundo cruel y ruin.No sé muy bien por qué Miller dice queva derecho al infierno, a mí me pareceque ya vive en él. Y me está arrastrandoa mí.

Abre lentamente los ojos azules.Unos ojos azules atormentados. Medejan sin aliento y se me para elcorazón, pero no es como siempre.

—Yo no puedo irme —dice

claramente, con un tono y una miradaque me retan a interrumpirlo. No haterminado. Es verdad que no puede salirde Londres y hay una razón de peso—.Tiene una cosa que podría hacermemucho daño.

Odio el instinto natural de mi cuerpode alejarse de sus brazos.

Me siento lejos, y reúno el valorpara preguntarle qué es.

—¿Qué cosa? —digo con un hilo devoz.

La nuez de su cuello sube y bajacuando se traga el nudo que tiene en lagarganta, su bello rostro cambia deexpresión y su cara dice… Nada.

—Maté a un hombre.

La soga que estaba intentando evitarponerme al cuello empieza aestrangularme y lo hace deprisa. Tragosaliva varias veces, abro los ojos comoplatos y no consigo despegarlos de surostro impasible. Tengo la boca seca yme cuesta respirar.

Me alejo despacio, aturdida,tanteando el suelo que piso paraasegurarme de que sigue ahí. Estoycayendo en el infierno.

—No puede probarlo —digo; lacabeza me va a estallar y mi lengua dicecosas que no puedo controlar. Puede quesea mi subconsciente, que se niega acreer que sea verdad. No lo sé—. Nadiele creería.

Así es como tiene encadenado aMiller. Le hace chantaje.

—Tiene pruebas, Livy. En vídeo. —Está muy tranquilo. No hay miedo nipánico—. Si no hago lo que quiere, medelatará.

—Dios mío. —Me paso las manospor el pelo y miro en todas direcciones.Miller irá a la cárcel. Nuestras vidas sehabrán acabado—. ¿A quién? —pregunto obligándome a mirarlomientras escucho a Gregory, el sarcasmoen su voz aquel día que dijo que habríaque añadir el ser un asesino a la largalista de defectos de Miller.

—Eso no importa. —Aprieta loslabios. Creo que necesito enfadarme

pero no lo consigo. Mi novio acaba deconfesar que ha matado a alguien y yoestoy aquí haciéndole preguntas comouna idiota. No quiero creer que hay unarazón para que yo esté reaccionando así.Debería echar a correr, pies para qué osquiero, sin embargo estoy sentada en elsuelo de su apartamento, desnuda,mirándolo.

—Explícate —mascullo y me cuadropara demostrar mi fortaleza.

—No quiero —susurra agachando lacabeza—. No quiero contaminar tumente pura y bella con eso, Livy. Me heprometido a mí mismo muchas veces queno te mancillaría con mi pincel sucio.

—Demasiado tarde —contesto en

voz baja, y rápidamente me mira a losojos. A ver si se da cuenta de una vezque mi mente, aparentemente pura ybella, lleva mucho tiempo llena demierda, y no sólo la de Miller. Yotambién he vivido lo mío—.Cuéntamelo.

—No puedo contártelo —suspiracon el rostro cubierto de vergüenza—.Pero puedo enseñártelo.

Se levanta lentamente y me tiende lamano. Por instinto, la acepto. Me ayudaa levantarme y nuestros cuerposdesnudos se rozan. El calor de su pieldesnuda me envuelve al instante. No meaparto. No me está sujetando, no meretiene a la fuerza. He elegido

quedarme. Las yemas de sus dedos melevantan la barbilla para que lo mire.

—Quiero que me prometas que nosaldrás corriendo después de verlo,aunque sé que no es justo.

—Te lo prometo —digo en voz bajasin pensar. No sé por qué, pero Millerno me cree, porque me besa en loslabios con una leve sonrisa.

—Nunca dejas de sorprenderme. —Me coge de la mano y me conduce alsofá, no le preocupa que esté desnuda—.Siéntate.

Me pongo cómoda mientras va haciauno de los armarios y abre un cajón.Saca algo antes de volver junto altelevisor. Observo en silencio cómo

saca un DVD de un sobre que me resultafamiliar y lo mete en el aparato. Luegome mira. Me da el mando a distancia.

—Pulsa «Play» cuando estés lista —me dice ofreciéndomelo de nuevo paraque lo coja—. Yo estaré en mi estudio.No puedo verlo…

«… otra vez».Iba a decir que no podía volver a

verlo. Menea la cabeza, coge la mía conambas manos y me besa en la coronilla.Luego inspira, es la inspiración máslarga de la historia, como si estuvieraintentando memorizar mi olor para elresto de su vida.

—Te quiero, Olivia Taylor. Siemprete querré.

Y con eso veo cómo la distanciaentre nosotros se hace más grande y medeja sola en la habitación.

Quiero gritarle que vuelva, que mecoja de la mano, que me abrace. Elmando a distancia me quema la mano yquiero estamparlo contra la pared deenfrente. La pantalla está oscura. Comomi mente. Le doy vueltas al mando adistancia. Me pego al respaldo, comointentando guardar las distancias conalgo que sé que va a hacer saltar por losaires lo poco que queda de mi mundo.Miller me lo ha confirmado. Así quecuando dejo de darle vueltas al trastopulso el botón. Sólo me pregunto quédemonios estoy haciendo durante una

fracción de segundo antes de que laimagen de una habitación vacía pongafin a mis pensamientos. Frunzo el ceño yme inclino hacia adelante un poco paraver bien la estancia, que parece muypija. Está llena de muebles antiguos,entre ellos una enorme cama con dosel,y se nota que no son imitaciones. Lasparedes están revestidas con paneles demadera y las pinturas de paisajesparecen estar colgadas al azar en susintrincados marcos dorados. Es todomuy pijo y lujoso. Sé que la cámara estáen un rincón porque puedo ver toda lahabitación. Está vacía y en silencio. Seabre la puerta que hay en la paredopuesta de la cámara y doy un salto

hacia atrás. Se me ha caído el mando adistancia.

—¡Jesús! —El corazón se me va asalir del pecho e intento controlar larespiración. No dura mucho porque casideja de latirme cuando aparece unhombre en el umbral. Se me hiela lasangre en las venas. El hombre estádesnudo, excepto por una venda que letapa los ojos. Tiene las manos en laespalda y no tardo en saber por qué.Está maniatado. Creo que me van asangrar los ojos.

Es joven, parece un adolescente. Notiene músculo en el pecho ni las piernasfuertes y tiene el vientre plano, sin rastrode abdominales marcados.

Pero está muy claro quién es esechico.

22

—¡No! —Los ojos se me llenan delágrimas y me tapo la boca con lasmanos—. Miller, no. No, no, no.

Alguien lo mete en la habitación deun empujón y cierra la puerta. Y ahí sequeda, de pie y en silencio. No se oyenada, ni siquiera cuando se ha cerrado lapuerta. Intento cerrar los ojos, no quierover más, pero es como si una palanca melos mantuviera abiertos, no hayescapatoria. No puedo pensar.

«El mando. Busca el mando.

Apágalo. ¡No mires!»Pero miro. Me quedo sentada como

una estatua, petrificada, lo único que mefunciona son los ojos y la cabeza. Micerebro me ordena que busque la manerade ponerle fin a esto, no sólo ahora, sinotambién entonces. Se pone de rodillas.Creo que estoy teniendo una experienciaextracorpórea. Me veo sentada a sulado, gritando. Miller agacha la cabeza yahogo un chillido al ver aparecer a unhombre por la esquina inferior, deespaldas a la cámara. Empiezo asollozar cuando agarra a Miller delcuello. Va bien vestido, es alto, lleva untraje negro. No puedo vérsela, peroconozco exactamente la expresión de su

cara. Superioridad. Poder. Arroganciade la peor especie.

Sigo torturándome a mí misma.Diciéndome que esto no es nadacomparado con lo que está soportandomi amor. El desconocido sigue teniendoa Miller cogido del cuello y se quita elcinturón de un tirón. Sé lo que viene acontinuación.

—Hijo de puta —susurroponiéndome en pie.

Se pone cómodo. Con la otra manocoge la cara de Miller y aprieta hastaque lo obliga a abrir la boca. Luego sela mete hasta el fondo y empieza aembestirlo como un demente. Memuerdo el labio mientras veo cómo

violan a Miller, mi hombre fuerte ypoderoso, de la peor manera posible.Sigue y sigue. Por muchas lágrimas quederrame, por mucho que solloce contoda el alma, no puedo evitar el horrorde lo que está ocurriendo ante mis ojos.Se me revuelve el estómago cuando elextraño echa la cabeza hacia atrás yaminora el ritmo, moviéndola encírculos en la boca de Miller como sifuera lo más normal. Creo que voy avomitar cuando veo a Miller tragar.Luego, como si nada hubiera pasado, sesube la bragueta, aparta a Miller de unempujón y se va.

Suspiro con todo mi ser hasta queme quedo sin aire en los pulmones

cuando veo a Miller inmóvil en el suelo,sin la menor indicación de lo que pasapor su cabeza. Ahora entiendo por quées tan cuidadoso cuando se la chupo ypor qué en Nueva York reaccionó contanta violencia el día en que decidídespertarlo con una mamada. Estoytemblando de rabia, de pena, de todaslas emociones posibles, y es todo por él.Lloro y me sorbo los mocos, animándoloa que se levante y se vaya.

—Vete —le suplico—. Sal de ahí.Pero no lo hace. No hace nada. Sólo

se mueve cuando aparece otro hombrepor el mismo rincón que el primero.Esta otra vez de rodillas.

—¡No! —grito al ver acercarse al

hombre, también vestido de traje, comoun depredador—. ¡Miller, no! ¡No, porfavor!

El hombre repite la misma secuenciade movimientos que el anterior, sólo queéste acaricia la mejilla de Miller.Vuelvo a taparme la boca con las manospara contener el vómito. Empieza adesabrocharse los pantalones.

—¡No!Busco el mando a distancia. No

puedo ver más. Mis manos trabajancomo locas, lanzando cojines yalmohadones por todas partes.

—¡¿Dónde se ha metido?! —gritoempezando a sudar. Estoy agotada ydesesperada por poner fin a lo que está

ocurriendo en la pantalla que tengo amis espaldas. Me agacho y busco por elsuelo. Está debajo de la mesa. Mearrodillo, lo cojo y me doy la vueltapara apagarlo pero mis dedos noaprietan el botón. Se quedan justoencima, temblando mientras con los ojosmuy abiertos veo a Miller arrancarse lavenda de los ojos.

Me atraganto, el corazón se me va asalir del pecho, me late con tanta fuerzaque me caigo de culo. Puedo verle losojos. No hay nada. Están vacíos.Oscuros.

Me suenan.El hombre se tambalea y da un paso

atrás, sorprendido, abrochándose los

pantalones a toda velocidad mientrasMiller se levanta. El peligro mana decada uno de los poros de su pieldesnuda. Ha dicho que mató a unhombre. A este hombre. No noto losbrazos, ni los dedos. Sé lo que va apasar y ni siquiera soy capaz desentirme mal por la alegría sádica quevoy a tener al verlo. En el vídeo Millerno está tan cuadrado y musculoso comoahora, pero habría que ser muy tontopara subestimar la violencia animal quedesprende su ser. Da un paso adelante,impasible, sin el menor rastro de ira oemoción. Parece estar perfectamentebajo control. Es un robot. Una máquina.Es letal.

Lentamente, consigo levantarme. Loanimo en silencio.

El hombre levanta las manos paradefenderse cuando los músculos deMiller se tensan, listos para abalanzarsesobre él…

Y entonces la pantalla se queda enblanco.

Trago saliva y aprieto el «Play» sinparar. ¿Ya está? Necesito ver cómo lodestroza. Necesito ver que se vengó.

—¡Funciona de una vez! —grito,pero después de apretar el botón hastadesgastarlo me doy por vencida—. ¡Quete den! —chillo tirando el mando a laotra punta de la habitación con todas misfuerzas. Ni siquiera parpadeo cuando se

estampa contra uno de los cuadros deMiller y hace añicos el cristal queprotegía el lienzo. Me doy la vuelta,temblando y sollozando.

Me siento estafada.—Miller —exhalo. Echo a correr

por el apartamento como alma que llevael diablo y luego atravieso el pasilloque lleva a su estudio.

Entro como una exhalación y meparo a buscarlo. Está sentado en la puntadel sofá desvencijado, con los codosapoyados en las rodillas y la cara entrelas manos. Pero no tardan en aparecerunos sorprendidos ojos azules. Estánvivos. Resplandecen y brillan, nada quever con los del vídeo y nada que ver con

cómo eran cuando nos conocimos. Todoha cambiado mucho desde que nosencontramos el uno al otro y prefierocaminar por las brasas del infierno queperderlo todo. Un sollozo desgarradorpuede más que mi enfado y echo a correrhacia él con los ojos llenos de lágrimas.Casi ni lo veo ponerse de pie.

—¿Olivia?Vacilante, da un paso adelante con el

ceño fruncido. No puede creerse quesiga aquí.

Me lanzo a sus brazos. Nuestroscuerpos desnudos chocan y estoy segurade que me habría hecho daño de no serporque mis terminaciones nerviosas yaestán bastante doloridas.

—Me tienes fascinada —sollozoagarrada a su cuello, fundiéndome conél.

Miller acepta mi abrazo de oso y meabraza igual de fuerte, o puede que más.Me aprieta tanto que no puedo nirespirar, pero lo mismo da. No piensosoltarlo nunca.

—Yo también te quiero —susurraescondiendo la cabeza en mi cuello—.Te quiero muchísimo, Olivia.

Cierro los ojos y la ansiedad delhorror de lo que acabo de verdesaparece con lo que más nos gusta.

—Quería verte hacerlo —confieso,sea sensato o no. Necesito ser parte delrompecabezas. O puede que sólo

necesite asegurarme de que de verdadmató a ese cabrón hijo del mal.

—Lo tiene Charlie.No afloja su abrazo, y me parece

bien porque no quiero que lo haga.Podría estrujarme aún más fuerte y noprotestaría.

Empiezo a tranquilizarme y a pensarcon más claridad.

—Se la entregará a la policía.Miller asiente levemente en mi

cuello.—Si no hago lo que él quiere.—Y no vas a hacer lo que él quiere,

¿verdad?—No, Olivia. No podría hacerte

eso. No podría volver a mirarme al

espejo.—¿Y podrás vivir con las manos

manchadas de sangre?—Sí —dice con rapidez y decisión

antes de despegarme de su cuerpo ymirarme detenidamente—. Porque laalternativa es mancharme las manos contu sangre.

Me quedo sin aliento pero Millersigue hablando. Así no tengo que buscarlas palabras. No hay palabras. Sé, contotal seguridad, que no hay nada que yopueda hacer para evitar que Miller matea Charlie.

—No siento ningún remordimientopor lo que le hice a aquel hombre. Aúntendré menos con Charlie. Pero si te

ocurriera algo, jamás podríapermitírmelo.

Cierro los ojos. La sinceridad de suspalabras me duele y por fin me permitopensar en lo que le hicieron. En el vídeoera muy joven. Como si el pobre nohubiera sufrido bastante. ¿Cuándo fue?¿Cuántas veces antes de que serebelara? ¿Fue Charlie quien lo organizótodo? Sin duda. Y ahora quiereentregárselo a una rusa que sólo quierevolver a humillarlo. De eso nada.

—Tengo que contestar —dice Millercuando suena el teléfono.

Me coge en brazos y me lleva a lacocina. No me suelta. Agarra el teléfonocon una mano y a mí con la otra.

—Hart.Apoya el culo en la mesa y me deja

entre sus muslos. Sigo pegada a supecho pero no protesta ni me pide que lodeje solo.

—¿Está ahí?Oigo claramente la voz enfadada de

William. Normal, tengo la cara pegada auna de las mejillas de Miller y él tieneel móvil en la otra.

—Sí, está aquí.—Acabo de recibir una llamada —

dice William.—¿De quién?—Charlie.Me entra el pánico en cuanto oigo su

nombre. ¿Por qué habrá llamado a

William? Son enemigos.—Entonces ¿ya sabe con seguridad

que estoy durmiendo con el enemigo? —Hay un toque de ironía en la pregunta deMiller.

—Hart, tiene copias del vídeo.Se me cae el alma a los pies. Sé que

Miller lo ha notado porque me abrazamás fuerte.

—A ver si lo adivino. Si le ocurrealgo, hay otras dos personas con copiasdel vídeo e instrucciones de lo quedeben hacer con él.

Larga pausa. Me imagino a Williamfrotándose las sienes grises.

—¿Cómo lo sabes?—Sophia me lo dijo. También me

dijo que había destruido todas lascopias.

La exclamación de sorpresa queviaja a través de la línea telefónica mepone la piel de gallina.

—No. —William casi parece estar ala defensiva—. ¿Y tú la creíste?

—Sí.—Miller —dice William usando su

nombre de pila—. Charlie es intocable.—Parece casi como si no quisieras

que lo matara.—Joder —dice William con un

suspiro.—Adiós.Miller deja el teléfono encima de la

mesa sin ningún cuidado y me rodea con

el brazo.—William… —musito contra su

cuello, sin comprender del todo laconversación de hace unos segundos—,¿sabe lo que hay en el vídeo?

—Supongo que se lo imaginaba.Charlie se lo habrá confirmado. Siempreha habido rumores sobre una noche en elTemplo en la que acabé matando a unhombre, pero eso era todo. Nadie estabaal corriente de las circunstancias exactasy nadie sabía si era verdad. Es como elsecreto mejor guardado del inframundode Londres.

Miller intenta separarme un poco deél. Llevamos tanto tiempo pegados quees como si me estuvieran quitando una

escayola. Protesto un poco, luego gruñopero él se limita a sonreírme con cariño.No sé a qué viene esa sonrisa, no tienenada de gracioso. Me acariciatímidamente la frente y me recoge elpelo detrás de la oreja.

—Me sorprende que aún no te hayasesfumado, mi dulce niña.

Sonrío un poco, buscando su cara.—Me sorprende que tengas el culo

desnudo en la mesa del comedor.Intenta poner cara de ofendido.—Gracias a mi preciosa novia, mi

mesa de comedor no podría estar mássucia. —Se detiene para pensar algo—.¿Sigues siendo mi novia?

No es nada apropiado pero no puedo

evitar sonreírle como una boba a mibello amado.

—¿Sigues siendo mi novio?—No. —Menea la cabeza, me coge

las manos, se las lleva a la boca y mebesa los anillos y los nudillos—. Soy tuesclavo, mi dulce niña. Vivo y respirosólo por ti.

Hago un mohín mirando sus rizososcuros y sus labios carnosos quecolman mis manos de besos. No megusta la palabra esclavo y menos aúndespués de lo que acabo de ver.

—Prefiero novio. O amante. —Cualquier cosa menos esclavo.

—Como quieras.—Eso quiero.

Levanta la cabeza hasta que estamoscara a cara y estudia detenidamente misojos. Siento que se está alimentando dela luz que dice haber encontrado enellos.

—Haría cualquier cosa por ti —susurra—. Cualquier cosa.

Asiento. Me mira tan fijamente queme arden las pupilas.

—Lo sé. —Me lo ha demostrado—.Pero no puedes ir a la cárcel.

No puede luchar por su libertad paraacabar entre rejas. Esa posibilidad esinaceptable. Sólo lo vería una vez a lasemana… Por mucho que sea no seríabastante.

—No podría vivir un solo día sin

perderme en ti, Olivia Taylor. No es unaopción.

Qué alivio.—¿Y ahora qué?Me acuna antes de soltarme y

secarse las mejillas. Se lo ve decididoy, aunque debería tranquilizarme, enrealidad me pone de los nervios.

—Escucha con atención. —Me ponelas manos en los hombros para que nome mueva. Se me acelera el pulso—.Charlie cree que me tiene acorralado.Cree que voy a acudir a esa cita y queconfío en que cumplirá su parte deltrato. Y por si tienes la más mínimaduda, quiero que sepas que nunca hatenido intención de cumplir con la mía.

—Me da un golpecito en la sien yarqueo las cejas.

No me gusta el cariz que estátomando esto. Miller está demasiadodecidido y veo claramente que trata deconvencerme a mí también. No sé si esoes posible.

—¿Qué estás intentando decirme?—Que voy a ir al Templo. He

aceptado la oferta de Charlie y…—¡No! No quiero ni imaginarte con

ella.Sé que ése es el menor de nuestros

problemas, pero me estoy volviendomás posesiva cada segundo que pasa.No puedo controlarlo.

—Calla —me corta tapándome la

boca con un dedo—. Creo haberte dichoque escuches con atención.

—¡Eso hago! —Me estoy volviendoloca—. Y no me gusta lo que oigo.

—Olivia, por favor. —Me agita unpoco los hombros—. Tengo que acudir aesa cita. Es el único modo de entrar enel Templo y acercarme a Charlie. Novoy a tocar a esa mujer.

Acercarse a Charlie. Abro unos ojoscomo platos.

—Entonces ¿de verdad vas amatarlo?

No sé por qué lo pregunto. Se lo hadicho a William. Yo misma lo he oídopero creía que iba a despertarme. Éstaes la pesadilla más larga de la historia.

—Tienes que ser fuerte por mí,Olivia. —Me sujeta con tanta fuerza quecasi me hace daño. Me besa en la frentey suspira—. Confía en mí.

La mirada de súplica de Miller measusta y entonces las imágenesrepugnantes que acabo de ver se repitenen mi mente. Tardo un segundo enrecordar las ganas que tenía de ver aMiller haciendo pedazos a ese hombre.Saber que había hecho justicia. Quieroque todo esto acabe. Quiero que Millersea mío. Ahora entiendo las palabras deMiller:

«Tú posees todas y cada una de laspartes de mi ser, Olivia Taylor. Teimploro clemencia por todas las cosas

que he hecho y que haré mal. Sóloconseguiré salir de este infierno con laayuda de tu amor».

—Está bien.No me sorprende lo poco que me ha

costado aceptar. Es una decisión fácil.De repente yo también estoy decidida.Estoy cuerda y sé lo que hay que hacer.

Quiero librarme de estas cadenasinvisibles, porque yo también estoyencadenada. Pero más que nada, quieroque Miller sea libre. Libre de todo. Quepueda decidir a quién pertenece. Nuncaserá mío hasta que todo esto hayaterminado. No más intromisiones. Seacabó vivir al borde del abismo.Nuestros pasados serán lo que tienen

que ser: pasado.—Hazlo —le susurro—. Aquí me

tienes. Siempre.Se le llenan los ojos de lágrimas y le

tiembla la barbilla. Creo que yo tambiénvoy a llorar.

—No llores —le suplicoacercándome a su pecho y rodeándomela cintura con sus brazos—. Por favor,no llores.

—Gracias —dice con la vozentrecortada mientras me abraza confuerza—. No creo que pueda querertemás.

—A mí también me tienes fascinada.—Sonrío, triste, planeando qué voy ahacer mientras él cumple su promesa de

matar a Charlie.¿Puede uno morir una noche y volver

después a la vida?

Cuando por fin dejamos de abrazarnos,Miller coge el teléfono y sale de lacocina a hacer unas llamadas.

Mientras, doy vueltas buscando algoque hacer, algo que limpiar u ordenar.Nada. Suspiro, harta, cojo una bayeta decocina y me pongo a limpiar gotas deagua inexistentes del fregadero. Repasolos mismos sitios una y otra vez,frotando el acero inoxidable hasta queparece un espejo. Mi reflejo es horrible,así que sigo frotando.

Paro.Bang…Me doy la vuelta muy despacio,

bayeta en mano, apoyándome en elfregadero. Está en la puerta, reclinadocontra el marco y dándole vueltas almóvil en la mano.

—¿Todo bien? —pregunto doblandola bayeta y volviéndome para guardarlaen su sitio. Creo que es mejor que actúecon normalidad. Qué tontería hapensado. No tengo ni idea de qué es esode ser normal.

Como no contesta, me doy la vueltamordiéndome el labio, nerviosa.

—Ya está preparado. —Se refiere ala supuesta cita.

Asiento levemente, dándole vueltasa mi anillo.

—¿Cuándo?—Esta noche.—¿Esta noche? —¿Tan pronto? No

me lo esperaba.—Hay un evento en el Templo. Estoy

obligado a acompañarla.—Ya. —Trago saliva y asiento con

determinación—. ¿Qué hora es?—Las seis.—¿A qué hora…? —Me yergo y

respiro hondo—. ¿A qué hora es la cita?—Esas palabras me dan ganas devomitar.

—A las ocho —responde sin decirmás y sin apartar su fría mirada azul de

mi falsa expresión de valentía.—Tenemos dos horas para

prepararte —le digo.—¿Los dos?—Sí, voy a ayudarte.Voy a bañarlo, a afeitarlo, a vestirlo

y a darle un beso de despedida, igualque cualquier mujer que manda a sunovio a trabajar. Es un día más en laoficina, eso es todo.

—Olivia, yo…—No intentes impedírmelo, Miller

—le advierto aproximándome ycogiéndole la mano. Quiere que seafuerte—. Vamos a hacerlo a mi manera.—Lo acerco al altavoz del móvil ybusco una canción alegre—. Perfecta —

proclamo poniendo la elegida.Diamonds de Rihanna empieza a

sonar y me vuelvo con una sonrisatímida. Miller también sonríe de unmodo adorable y me encanta.

—Sí que lo es.Empiezo a llevarlo al dormitorio

pero me para.—Espera.Freno de mala gana. Sólo quiero

concentrarme en arreglarlo.—Antes de que hagamos las cosas a

tu manera —dice cogiéndome en brazos—, vamos a hacerlas a la mía.

Está en movimiento antes de quepueda chistar. Me lleva al dormitorio,me coloca con cuidado en la cama,

como si fuera el objeto más delicado deluniverso, y se sienta al borde, apoyandouna mano para poder estar encima de mí.

—Tienes que ser mía una vez más.Aprieto los labios y procuro

contener mis emociones. Quiere deciruna vez más antes de irse a asesinar aalguien. La yema de su dedo se posa uninstante en mi labio inferior y meobserva con atención. Luego me acariciala barbilla, el cuello y un pecho. Todasmis terminaciones nerviosas seencienden como bengalas bajo su suavecaricia. Los pezones se me ponen duros,suplican sus atenciones. No se las niega.Sin dejar de mirarme, se mete uno en laboca y lo roza con la lengua antes de

mordisquearle la punta. Arqueo laespalda y lucho para no mover losbrazos. Coge la otra teta con la mano,reclamando lo que es suyo, moldeándoloy masajeándolo mientras dibuja círculoscon la lengua en el otro pezón. Merevuelvo en la cama, me tiemblan laspiernas y levanto las rodillas hasta quetengo las plantas de los pies sobre lacama.

Está siendo supertierno, nada quever con nuestro polvo de antes. Creo queno se trata sólo de hacerme suya una vezmás. Quiere reponer fuerzas.

—¿Bien? —pregunta antes dellenarse la boca con mi pecho ychuparlo con delicadeza.

—Sí. —Gimo de placer y noto cómola presión en mi entrepierna seintensifica. Mis brazos cobran vida ymis manos buscan la suavidad de susrizos. Lame, acaricia, chupa ymordisquea con precisión mientras yo losujeto por la nuca, siguiendo susmovimientos más que indicándole dóndele quiero en mi pecho.

—Sabes a gloria bendita, Livy —musita, besándome la areola y elombligo. Cierro los ojos, estoy en elcielo, disfrutando de cada preciososegundo con él, de sus besos, de suscaricias y de su adoración. Sus labiosestán en todas partes y me hacen gemir ysuspirar. Me muerde, me colma de besos

y por un instante consigue hacermeolvidar nuestro futuro inmediato.

Contengo la respiración cuando sumano desciende a mi entrepierna, mipiel suave, húmeda y sensible le suplicaque se aventure por ella. Gimo. Ladeo lacabeza y le comunico mis deseos ensilencio tirándole del pelo de la nuca.Quiero su boca ahí.

Con el pulgar hace círculos en miclítoris sin dejar de besarme el vientre.Es un roce delicioso que consigue queme tense y contenga la respiración.

—Siempre estás lista pararecibirme.

Suspiro y lo dejo mimarme a sugusto. La sensación en la entrepierna se

vuelve más intensa y mi respiración,entrecortada. Intento no gemir parapoder oír los sonidos placenteros queemite Miller.

—Quiero que te corras así primero.—Me mete los dedos y mis músculosavariciosos los aprietan con todas susfuerzas—. Luego te voy a hacer el amormuy en serio.

—Siempre me haces el amor muy enserio —musito llevándome las manos ala cabeza y cogiéndome con fuerza elcuero cabelludo. Levanto las caderaspor instinto, siguiéndole el ritmo.

—Y es lo mejor del mundo. —Doblalos dedos dentro de mí y trago saliva—.El modo en que te brillan los ojos

cuando vas a correrte y los jadeosentrecortados con los que intentascontrolarlo. —Sigue con los círculos,aplicando más presión hasta que melevanto de la cama—. No hay nadacomparable a ver cómo estallas debajode mí.

Estoy a punto de estallar.—¿Estás lista? —pregunta con

ternura, bajando la cabeza para soplaren mi entrepierna al rojo vivo. Me llevaal borde del abismo. Me tiro del pelocon fuerza y me agarro a sus dedosmientras me los mete y hace círculos enmi interior.

—Aaaah —jadeo meneando lacabeza de un lado a otro—. Miller,

necesito correrme.La sangre se me sube a la cabeza e

intento controlar la respiración. Gritocuando su boca toma mi clítoris, susdedos penetrándome despacio. Empiezoa temblar sin control.

—¡Miller!Saca los dedos y rápidamente se

coloca entre mis muslos y me abre depiernas. Me pongo rígida y es posibleque hasta le pegue sin querer con lascaderas, pero es que el orgasmo se haapoderado de mí. El calor húmedo de suboca chupándome me lleva condelicadeza al éxtasis y dejo escapar unalarga bocanada de aire. Me derrito en lacama. Palpito contra su lengua, larga y

firme, cojo aire de vez en cuando ymuevo las caderas en círculo contra suboca.

—Me encanta cuando gritas minombre con desesperación.

Me da lametones en el sexoempapado, calmándome, ayudándome arecuperarme de mi sutil explosión.

—Me encanta cuando me llevas alborde de la desesperación.

Me dan espasmos cuando sus labiosreparten besos tiernos en mi entrepiernahinchada y ascienden por mi cuerpohasta que estamos frente a frente. Sindejar de mirarme a los ojos, me penetrahasta el fondo con un movimiento decaderas que me pilla por sorpresa. Tiene

la frente empapada de sudor y el mechónrebelde fuera de su sitio.

—Estás muy caliente. —Se mete unpoco más. Le brillan los ojos—. Megusta tanto estar dentro de ti…

Lo beso en la boca y responde conun largo gemido. Nuestras lenguas seentrelazan.

—No tanto como a mí tenerte dentro—susurro contra sus labios; la sombrade su barba me raspa la cara.

Me da un beso de esquimal.—Estamos de acuerdo en que no

estamos de acuerdo. —Sus caderasentran en acción y sale, despacio—.Olivia. —Susurra mi nombre y se meacelera el pulso, me arden las venas—.

Olivia Taylor, mi posesión máspreciada. —Vuelve a penetrarme,despacio, con delicadeza, bajo control.

Arqueo la espalda y me agarro a sushombros. Siento cómo sus músculos setensan y se relajan cuando vuelve a salir.

—Me encanta tomarme mi tiempocontigo.

Cierro los ojos con un largo gemidoy lo dejo hacer.

—No me prives de tus ojos, midulce niña. Necesito verlos.Enséñamelos.

No puedo negarme. Sé que en partesobrevive gracias a la fuerza y laseguridad que le doy. Ahora los necesitade verdad, así que muestro mis ojos

zafiro a sus penetrantes ojos azules. Estáapoyado sobre sus antebrazos y meobserva con atención mientras mepenetra sin prisa. Mis caderas empiezana moverse al ritmo de las suyas y rotan ygiran a la vez. Es una caricia divina yconstante, unidos por la entrepierna,dibujando círculos interminables.Empiezo a jadear.

—Por favor.—¿Qué quieres? —me pregunta con

calma. No sé cómo lo hace. Me saca dequicio. Noto cómo mi cuerpo pierde elcontrol de placer.

—Necesito correrme otra vez —admito y me encanta que su polla crezcacuando lo digo—. Quiero que me hagas

gritar tu nombre.Los ojos le brillan como farolas y su

erección responde expandiéndose unpoco más. Mis caderas han puesto elpiloto automático. Mejor, porque sólopuedo concentrarme en el fuego que ardeentre mis muslos.

—Hoy nada de gritos —diceabalanzándose sobre mi boca—. Hoyvas a gemir mi nombre en mi boca y voya tragarme cada segundo.

Aumenta la velocidad de sus caderasy vuelvo a estar a punto. Le como laboca con ansia, pero lo aprovechoporque sé lo que va a decirme.

—Saboréame, Livy —me ordenacon ternura, frenándome.

Le acaricio los brazos largos y bajohasta su trasero. Gimo de felicidad de loduro que está. Primero lo acaricio yluego me agarro a él con fuerza. Ahoraél también gime y nuestros gemidoschocan en nuestras bocas, que se batenen duelo.

—Aquí viene. —Su lengua acelera yme anima a seguirla, cosa que hago, y micuerpo se tensa debajo del suyo. Seacerca. Está sin aliento, tirante ytembloroso—. ¡Joder, Olivia! —Memuerde el labio y prosigue con su besoardiente y apasionado—. ¿Lista?

—¡Sí! —grito esforzándome porllegar a lo más alto. Ya casi estoy. Ya…

—¡Me corro! —grita en mi boca—.

¡Córrete conmigo, Olivia!—¡Miller!—¡Eso es!Un último círculo. Sale de mí y

vuelve a meterse muy despacio con ungemido entrecortado que me catapulta alas estrellas. Mi espalda se arquea todolo posible y me hago mil pedazos entresus brazos, con los ojos cerrados y lacabeza ladeada en la almohada, agotada.

Un calor húmedo y pegajoso bañamis entrañas y Miller se desploma sobremí, jadeando en mi cuello. En mi neblinapostorgásmica, noto que se hacepequeña dentro de mí.

Y nos quedamos dormidos a la vez,fundidos el uno con el otro,

arropándonos con nuestros cuerpos.

Tengo las rodillas flexionadas y laspiernas abiertas. Me sujeta los brazospor encima de la cabeza y noto que semueve encima de mí. Abro los ojos,medio dormida después de una cortasiesta. Miller me está mirando con laboca entreabierta y unos ojos azules quebrillan como diamantes. Pone los brazosjunto a mi cabeza hasta que sus bíceps larodean, pero no me sujeta, sólo se quedaasí.

Gimoteo cuando se levanta y dejaque su erección se coloque entre suspiernas antes de volver a meterse en mí

con un gemido. Me recoloco para poderrecibirlo y suspiro cuando empieza amoverse muy despacio, dentro y fuera,dentro y fuera.

—Te quiero —susurra cubriendo miboca con la suya.

De nuevo su adoración y las ganasque le tengo ahogan todas mis penas.Disfruto de tenerlo dentro de mí ycorrespondo a las lánguidas caricias desu lengua. Se aparta un poco y apoya lafrente en la mía mientras continúa consus lentas y silenciosas embestidas.

—Serás lo único que vea todo eltiempo. —Me la mete hasta el fondo ytraza un círculo perfecto.

Gimo.

—Dime que lo sabes.—Lo sé —susurro.Empieza a ir un poco más rápido,

entra y sale con precisión sin separarnuestras frentes. Jadea y suelta pequeñasbocanadas de aire. Empieza a temblar.Yo también estoy a punto.

—Deja que te saboree, Olivia.Le dejo que me bese hasta que se

corre y me uno a él mientras se tensa yse pone rígido con un gemido ahogado,temblando cada vez más fuerte. Meestremezco de tal manera que grito en suboca y me suelto para poder abrazarlo ysentirlo más cerca mientras seguimosbesándonos, despacio, con ternura, conamor, más allá de nuestros orgasmos.

Ha sido su despedida.—Ahora podemos hacerlo a tu

manera —dice en voz baja pegado a micuello. Vuelve a olerme el pelo,colocándose con mi fragancia.

Me pongo muy seria conmigo mismay me digo que puedo hacerlo. Merevuelvo debajo de él para que selevante. Nuestras pieles sudorosas sedespegan lentamente y se me parte elcorazón cuando dejo de sentir su polladentro de mí. Pero tengo que ser fuerte.No puedo dar señales de debilidad o dedolor, cosa que es muy difícil porquetengo mis dudas y me mata pensar lo quese va a ver obligado a hacer. Me mira ysé que él también tiene dudas. Me obligo

a sonreírle y a darle un beso casto.—Vamos a ducharnos.—Como quieras. —Me huele por

última vez, se separa de mí y me ayuda alevantarme pero no me deja ir al cuartode baño—. Un momento.

Me quedo de pie y en silenciomientras él se tira un buen ratoarreglándome el pelo para que caiga dedeterminada manera sobre mis hombros.Frunce el ceño cuando una de las nuevascapas cortas se niega a quedarse dondeél la había dejado. Su bello rostro,contrariado, me hace sonreír.

—Volverá a crecer —lo tranquilizo.Me mira a los ojos y se rinde.—Ojalá no te lo hubieras cortado,

Olivia.Se me cae el alma a los pies.—¿Ya no te gusta?Niega con la cabeza, frustrado, y me

coge de la nuca para llevarme al baño.—Me encanta. Sólo es que odio

recordar qué te empujó a cortártelo.Odio que te hicieras eso.

Llegamos al baño y abre el grifo dela ducha antes de coger las toallas eindicarme que me meta en el cubículo.Me gustaría decirle lo mucho quedetesto todo lo que se ha hecho a símismo pero me muerdo la lengua porqueno me apetece empeorar aún más lascosas. Estos minutos juntos no tienenprecio y los recuerdos serán lo que me

mantenga viva esta noche. No quierodiscutir. Obedezco y me meto en laducha, cojo el gel de baño y me pongoun poco en la palma de la mano.

—Quiero enjabonarte yo —dicequitándome la botella.

De eso nada. Lo necesito.—No —contesto con suavidad

cogiendo otra vez la botella—. Vamos ahacerlo a mi manera.

Dejo la botella en su sitio y me frotolas manos para hacer espuma. Me pasouna eternidad examinando su deliciosocuerpo, buscando el mejor sitio por elque empezar. Me llama, cada músculode su ser me pide que lo toque.

—Tierra llamando a Olivia —

susurra dando un paso hacia mí ycogiéndome las muñecas—. ¿Y siempiezas por aquí? —Me pone lasmanos sobre sus hombros—. No vamosa salir de aquí hasta que me hayasacariciado el último centímetro.

Agacho la cabeza y busco en elfondo de mi alma la fuerza quenecesitaré para dejarlo marchar cuandohaya terminado de arreglarlo. Se meescurre entre los dedos con cada palabray cada caricia que intercambiamos.

—Quédate conmigo —susurra sinsoltarme las manos. Las guía por sucuerpo y observo cómo su pecho sube ybaja mientras mis ojos ascienden por susmúsculos y me pierdo en un océano de

color azul—. Tócame, Olivia.Acaríciame de pies a cabeza.

Contengo un sollozo y me trago laslágrimas que intentan escapar de misojos. La encuentro. Hallo la fuerza quenecesito para sobrevivir a esto, para quelos dos sobrevivamos. La encuentro enla desolación y doy un paso hacia él,acercándome a su cuerpo, paramasajearle suavemente los hombros.

—Qué bien —suspira, y cierra losojos pesarosos y echa la cabeza haciaatrás.

Está agotado. Lo sé. Mental yfísicamente. Se lo están arrebatandotodo. Me coge de la cintura y me atraehacia sí un poco.

—Mejor.Pienso en Miller y en nada más que

Miller y no permito que nada ni nadiepenetre en mis barreras. Ni penas nipreocupaciones… Nada. Deslizo lasmanos por todas partes, de sus hombrosa sus pectorales, su vientre, sus muslos,sus rodillas, los gemelos y los pies.Luego asciendo de nuevo muy despacioantes de ir a por su espalda. Hago unamueca al ver el destrozo que le hehecho. Lo lavo deprisa y con cuidado yluego lo aparto de mi vista para poderverle la cara. Lo único que se oye es elagua al caer. Sólo pienso en Miller. Perocuando llego a su cuello y empiezo aenjuagarlo veo que tiene los ojos

cerrados y me pregunto si él sólo piensaen mí. No quiero creer que tal vez estépensando en la noche que le espera, encómo va a ejecutar su plan, en hastadónde tendrá que llegar con la rusa, encómo va a librar al mundo de Charlie.Sé que si estuviera pensando en mí, meestaría mirando. Como si me leyera elpensamiento, abre los ojos y parpadeacomo a mí me gusta. No consigodisimular lo triste que estoysuficientemente rápido.

—Te quiero —dice en voz baja, así,de repente. Lo ve. No hay manera deengañarlo—. Te quiero, te quiero, tequiero.

Empieza a andar hacia adelante y

retrocedo hasta que estoy pegada a lapared de azulejos y rodeada de pielmojada y caliente.

—Dime que lo entiendes.—Lo entiendo —digo en voz baja, y

aunque estoy segura, sé que no lo parece—. Lo entiendo —repito intentandoinyectarles un poco de convicción a mispalabras. Fracaso total.

—No le daré la oportunidad desaborearme.

Me da un escalofrío. No quiero nipensarlo. Asiento y cojo el champú.Intento no pensar en su mirada depreocupación y sé que me estáestudiando con detenimiento mientrasme preparo para lavarle el pelo. Sigo

cuidándolo con paciencia y esmero perodetrás de mi ternura me repito palabrasde ánimo para darme seguridad. Mimente es un remolino silencioso defrases de aliento y voy a asegurarme deque sigan sonando de fondo hasta queMiller vuelva.

Miller parece una estatua. Se muevesólo cuando se lo pido y me mira con elrabillo del ojo. Sé que puede leerme elpensamiento sólo con una mirada porqueme contesta en voz alta. Le pertenezcoen cuerpo y alma y nada podrá cambiareso.

Cierro el grifo de la ducha y salgo a por

una toalla para secar a Miller, luego sela enrollo en la cintura. Sé lo mucho quele cuesta no tomar el control y ponerse acuidarme él a mí.

Abro el armario que hay encima dellavabo, cojo el desodorante y se loenseño. Sonríe y levanta un brazo paraque pueda ponérselo. Luego voy a por laotra axila y guardo el desodorante.Ahora al vestidor. Lo cojo de la mano ylo llevo al dormitorio sin dejar derepetir mentalmente mi mantra depensamientos positivos.

Pero cuando entro pierdo el hilo ycasi derrapo. Suelto la mano de Miller yrecorro con la mirada las tres paredescubiertas de rieles. Me ha dejado

boquiabierta.—¿Te has comprado todo un nuevo

vestuario? —pregunto sin podercreérmelo.

No parece avergonzado.—Por supuesto —dice como si fuera

tonta por pensar que no iba a hacerlo.¡Debe de haberle costado una fortuna!—. ¿Cuál quieres que me ponga?

Hace un gesto con la manoseñalando todos los trajes y lo sigohasta que me ahogo en un mar de telacara.

—No lo sé —confieso, un pocosobrepasada. Empiezo a darle vueltas ami anillo mientras inspecciono los rielesen busca de algo que ponerle. Me

decido en cuanto veo un traje azulmarino de raya diplomática. Toco latela. Es muy suave, un lujo. Se leiluminan los ojos—. Éste. —Saco lapercha del riel y me vuelvo paraenseñárselo—. Éste me encanta.

Tiene que estar perfecto cuando lodeje salir de casa para ir a matar aalguien. Meneo la cabeza intentandoeliminar esa clase de pensamientos.

—No me extraña. —Se acerca ycoge el traje—. Cuesta tres mil libras.

—¿Cuánto? —pregunto horrorizada—. ¿Tres mil libras?

—Correcto —dice como si nada—.Lo bueno se paga.

Le quito el traje y lo cuelgo en la

puerta del vestidor. Voy a buscar unbóxer y me arrodillo para ponérselo.Primero un pie, luego el otro.

Se lo subo por los muslos y measeguro de rozarlo en mi ascenso. Noson imaginaciones mías: cierra los ojoscon cada roce y se le altera larespiración. Quiero dejar mi huella portodo su cuerpo.

—Ya está —le digo arreglándole elelástico de la cintura. Retrocedo paraverlo mejor. No debería, pero elcuerpazo de Miller vestido sólo con unbóxer blanco es digno de ver. Esimposible no quedarse embobada. Esimposible no tocarlo. Nadie se resistiríaa tocarlo.

Pero ella no podrá saborearlo.Tengo dos frentes abiertos y mi mente vade uno a otro, ambos son de pesadilla yno quiero pensar en ninguno. Contemplosu torso musculado, impresionante,tentador, fuerte y poderoso. En el vídeoparecía letal. No estaba tan macizocomo ahora, no parecía peligroso asimple vista, pero sus ojos vacíos lodecían todo. Ahora a su temperamentomortífero hay que sumarle la fortalezade su cuerpo.

«¡Para!»Cojo los pantalones. Cómo me

gustaría poder arrancarme todos esospensamientos de la cabeza.

—Ahora el pantalón —digo a

trompicones, desabrochándolo de untirón y arrodillándome de nuevo a suspies.

No comenta mis movimientosnerviosos. Sabe lo que estoy pensando.Cierro los ojos y sólo los abro cuandolo oigo revolverse al verme con suspantalones en la mano. No va a decirnada y se lo agradezco.

«Concéntrate. Concéntrate.Concéntrate».

Tardo una eternidad en subirle lasperneras y se los dejo sin abrochar en lacintura, sujetos por sus caderas. Elcorazón me late con fuerza en el pechopero tantas emociones lo tienen agotado.No tardará en fallar. Se me está

rompiendo, literalmente.—La camisa —digo en voz baja,

como si estuviera repasando la lista—.Necesitamos una camisa.

De mala gana le quito las manos deencima y busco entre los rieles decamisas caras. No me molesto enexaminarlas todas, cojo una de lasmuchas camisas blancas y la desabrochocon cuidado para no arrugarla. Sualiento me besa las mejillas mientras lasostengo y se la meto por los brazos.Está callado y colabora. Me deja hacera mi ritmo. La abrocho, despacio,ocultando la perfección de su pecho.Levanta la barbilla para que me sea másfácil abrocharle el cuello. Y ahí está: el

chupetón más escandaloso del mundo.Paso a los puños sin hacer caso a mimente, que se pregunta cómo va a lavarla sangre de este paño tan fino. ¿Correrála sangre?

Cierro los ojos un momento paradejar de pensar esas cosas.

Corbata. Hay muchísimas, unarcoíris al completo. Al final medecanto por una gris plateado, a juegocon la raya del traje. Me acerco a él ycaigo en lo difícil que va a ser. Nuncaconseguiré hacerle el nudo a su gusto.Empiezo a jugar con la tela, alzo la vistay unos ojos azules perezosos meobservan. Imagino que así es como meha estado mirando desde que me he

metido en mi mundo y he empezado avestirlo.

—Será mejor que lo hagas tú. —Acepto mi derrota y le ofrezco lacorbata pero aparta mi mano, me cogepor las caderas y me sienta en lacómoda.

Me da un beso casto en los labios yse levanta el cuello de la camisa.

—No, hazlo tú.—¿Yo? —No me fío y se nota—. No

lo voy a hacer bien.—Me da igual. —Se lleva mis

manos al cuello—. Quiero que me hagasel nudo de la corbata.

Nerviosa y sorprendida, le paso lasuave tira de seda por el cuello y dejo

caer los dos extremos por su pecho. Mismanos tiemblan y titubean. Respirohondo un par de veces, me tranquilizo yme concentro en hacerle el nudo de lacorbata a Miller Hart. Estoy segura deque nadie ha tenido nunca el privilegio.

Le doy mil vueltas y pierdo eltiempo pero lo mismo da. Siento unapresión tremenda, todo tontería mía. Noparezco capaz de ser racional y no darlemás importancia de la que tiene. Para míes importante. Aplasto el nudo cienveces, ladeando la cabeza, repasándolodesde todos los ángulos. Me da laimpresión de que está bastante perfecto.Seguro que a Miller le parece unatragedia griega.

—Hecho —proclamo colocándomelas manos en el regazo pero sin apartarla vista del nudo más o menos perfecto.No quiero verle la cara de disgusto.

—Perfecto —susurra llevándose mismanos a los labios. Que utilice eseadjetivo para describir el trabajo deotro me deja patidifusa.

Me atrevo a mirarlo a la cara, tieneel aliento en mis nudillos.

—Ni lo has visto.—Ni falta que me hace.Frunzo el ceño y miro otra vez la

corbata.—Pero no está perfecto al estilo

Miller —digo perpleja. ¿Y el temblor delas manos que se mueren por arreglarlo?

—No. —Miller me besa una y otramano y vuelve a dejarlas pulcramente enmi regazo. Luego se baja el cuello de lacamisa, con poco cuidado—. Estáperfecto al estilo Olivia.

Levanto la vista como un rayo. Lebrillan un poco los ojos.

—Pero perfecto al estilo Olivia noes perfecto de verdad.

Una hermosa sonrisa se une al brillode sus ojos y pone orden en el caos demi mundo.

—Te equivocas. —Retrocedo al oírsu respuesta pero no le discuto—. ¿Elchaleco?

—Cierto. —Pronuncio la palabradespacio, me bajo de la cómoda y

vuelvo a los rieles.Mantiene la sonrisa.—Date prisa.Con el ceño fruncido me voy a

buscar el chaleco. No puedo dejar demirarlo, muerta de curiosidad.

—Aquí tienes. —Lo sostengo paraque lo coja.

—Vamos a hacerlo a tu manera —merecuerda acercándose y extendiendo unbrazo para que lo vista—. Me gusta queme cuides.

Resoplo burlona, y me echo a reír.Descuelgo el chaleco de la percha y medispongo a ponérselo. Pronto lo tengofrente a frente y me coge las manos paraque se lo abroche. Sólo puedo obedecer,

abrocharle todos los botones y coger loscalcetines y los zapatos cuando heterminado. Me arrodillo, con el culo enlos talones, para ponérselos y atarle loscordones antes de estirarle el bajo delpantalón. Por último, la chaqueta. Coneso está todo. Está espectacular y tieneel pelo mojado y superrizado.

Está divino.Guapísimo.Arrollador.—Listo —suspiro y doy un paso

atrás para verlo mejor mientras mearreglo la toalla—. ¡Ah! —Corro acoger el frasco de Tom Ford. No meresisto a oler la botella antes de echarleunas gotas a Miller en el cuello. Levanta

la barbilla para ayudarme y me clava lamirada mientras lo perfumo—. Ahora síque estás perfecto.

—Gracias —susurra.Retiro el frasco, evitando mirarlo a

los ojos.—No tienes que dármelas.—Es cierto —contesta con suavidad

—. Tengo que dárselas al ángel que tepuso en mi camino.

—Nadie me puso en tu camino,Miller. —Delante de mí hay una bellezainimaginable y entorno los ojos para queno me queme las pupilas—. Tú meencontraste.

—Dame lo que más me gusta.—Te llenaré de arrugas.

No sé por qué busco excusas cuandome muero por abrazarlo. Bueno, sí lo sé:no seré capaz de soltarlo.

—Te lo he pedido una vez. —Avanza hacia mí, con delicadeza peroamenazador—. No hagas que me repita,Olivia.

Aprieto los labios y niego con lacabeza.

—No podría soportar tener quesoltarte. No seré capaz de dejartemarchar.

Tuerce el gesto y los ojos azules sele ponen vidriosos.

—Te lo suplico, por favor.—Y yo te suplico que no me

obligues a hacerlo. —Me mantengo

firme, sé que es lo correcto—. Tequiero. Vete.

No he sido tan desafiante en mi vida.No ceder me está matando y ver a Millersin saber qué hacer tampoco me ayuda.Sus zapatos caros no se mueven del sitioy sus ojos no se apartan de los míos,como si estuviera intentando ver qué haymás allá de mi forzado y duro exterior.Este hombre me lee el pensamiento.Sabe lo que estoy haciendo y le grito ensilencio que me deje hacerlo. A mimanera. Hay que hacerlo a mi manera.

Siento un gran alivio cuando damedia vuelta y me agarro a la cómodapara no caerme. Camina despacio, suspasos lentos reflejan su dolor, y todavía

no ha salido de la habitación. Siento elimpulso irrefrenable de gritarle que nose vaya y mis pies amenazan con echar acorrer detrás de él.

«Sé fuerte, Olivia».Las lágrimas me arden en los ojos y

el corazón se me va a salir por lagarganta. Esto es una agonía.

Se detiene en la puerta.Contengo la respiración.Le oigo coger aire.—Olivia Taylor, nunca dejes de

amarme.Desaparece.Me quedo sin fuerzas y me desplomo

en el suelo. Pero no lloro. No hasta queoigo cerrarse la puerta principal.

Entonces me sale todo a borbotones,como una cascada. Apoyo la espalda enla cómoda y pego las rodillas a mipecho. Hundo la cabeza en ellas y lasrodeo con mis brazos. Me hago todo lopequeña que puedo.

Lloro.Durante una eternidad.Ésta va a ser la noche más larga de

mi vida.

23

Una hora después estoy en el sofáchirriante de Miller. Primero me hemetido en su cama, luego he probadosuerte con el salón y la cocina. Hememorizado los detalles de la molduraredonda del techo y he revivido cadamomento desde que lo conocí. Todo.Sonrío cada vez que recuerdo uno de loscautivadores rasgos de Miller peromaldigo cuando la cara de Gracie Taylorse cuela en mis intentos por distraerme.No tiene cabida ni en mis pensamientos

ni en mi vida. El mero hecho de que secuele en mi mente a la primera decambio me cabrea sobremanera. Notengo tiempo ni energía para revolcarmeen toda la mierda que puede traerconsigo. No se merece la pena quepueda sentir por ella. Es una egoísta. Laodio y ahora además le pongo cara, unacara que se me ha quedado grabada en lamente.

Me tiro en el sofá y contemploLondres de noche. Me pregunto si mimente me está haciendo pensar en esto apropósito. ¿Lo hace para que no pienseen lo que está ocurriendo en estemomento? Supongo que la ira es mejorque la pena. Estoy segura de que eso es

lo que sentiría si me pusiera a pensarqué estará haciendo Miller.

Cierro los ojos y me grito a mímisma cuando Gracie desaparece derepente y la perfección de Miller justoantes de que se marchara ocupa su lugar.No puedo. No puedo quedarme aquísentada toda la noche esperando quevuelva. Acabaré con camisa de fuerzaantes de que termine la noche.

Salto del sofá como si estuviera enllamas y salgo corriendo del estudio deMiller. Procuro no mirar la mesa porquesé que recordarme allí abierta depiernas no me ayudará. Tampoco quierover el sofá del salón, ni la cama, ni laducha, ni la nevera, ni el suelo de la

cocina…—¡Por Dios!Me tiro del pelo de la frustración y

ando en círculo por el salón, pensandoen dónde podría esconderme de todo. Eldolor que siento en el cuero cabelludome recuerda los dedos de Millerenredados en mi pelo. No hayescapatoria.

Me entra el pánico. Cierro los ojos yrespiro hondo para intentar que me latamás despacio mi loco corazón. Cuentohasta diez.

Uno.«Todo lo que puedo ofrecerte es una

noche».Dos.

«Y rezo para que me la des».Tres.«Te lo he dicho, Livy. Me fascinas».Cuatro.«¿Lista para dejar que te adore,

Olivia Taylor?»Cinco.«Porque nunca me conformaría con

menos que con adorarte. Nunca seré unanoche de borrachera, Livy. Te acordarásde cada una de las veces que hayas sidomía. Cada instante quedará grabado entu mente para siempre. Cada beso, cadacaricia, cada palabra».

Seis.«Mi niña dulce y bonita se ha

enamorado del lobo feroz».

Siete.«Nunca dejes de amarme».Ocho.«Acéptame tal y como soy, mi dulce

niña. Porque soy mucho mejor de lo queera».

Nueve.«Para mí eres perfecta, Olivia

Taylor».Diez.«¡La amo! La amo. Amo todo lo que

representa, y amo lo mucho que ella meama a mí. Y mataré a cualquier hijo deputa que intente arrebatármela.Lentamente».

«¡Para!»Corro al dormitorio a por mi ropa,

me la pongo sin orden ni concierto, cojoel bolso y salgo zumbando por la puerta.Empiezo a marcar el número de Sylviepero el móvil comienza a sonar en mimano antes de que pueda llamar a miamiga.

Mi intuición me dice que rechace lallamada. En la pantalla sólo aparece unnúmero, sin nombre. Pero lo reconozco.Me detengo en la puerta delapartamento, con la mano en elpicaporte. Contesto.

—Sophia —suspiro al aparato, nisiquiera intento parecer cautelosa.

—Estoy de camino al aeropuerto —dice con tono de mujer de negocios.

—¿Y eso a mí qué me importa? —La

verdad es que me importa. ¡Se va delpaís! ¡Hurra!

—Te importa, dulce niña, porqueCharlie ha cambiado de planes. Tengoque desaparecer antes de que descubraque he destruido el vídeo y me dé talpaliza que ni el forense puedaidentificarme.

Jugueteo con el picaporte. Esto meinteresa pero tengo miedo. Puede que elresentimiento se le note en la voz perose nota que está aterrorizada.

—¿Qué cambio de planes? —Elcorazón me zumba en los oídos.

—Le he oído antes de marcharme.No va a jugársela con Miller. No puedearriesgarse a que el trato no vaya bien.

—¿Qué quieres decir?—Olivia… —Hace una pausa, como

si no quisiera darme la información. Meda un vuelco el estómago y tengonáuseas al instante—. Tiene planeadodrogar a Miller y entregárselo a esa rusadiabólica.

—¿Qué?Suelto el picaporte y me tambaleo.—Dios mío…Me echo a temblar. No podrá matar

a Charlie. Me entra el pánico sólo depensarlo, pero como además sé lo queesa mujer sería capaz de hacerle pasodirectamente al terror más absoluto.Destrozará todo lo que tanto le hacostado arreglar. Será otra vez como en

el vídeo. Se me cierra la garganta. Nopuedo respirar.

—¡Livy! —grita Sophia sacándomede mi ataque de pánico—. Dos, cero,uno, cinco. Recuerda ese número.También tienes que saber que hedestruido la pistola. Tengo un vuelo aninguna parte. Llama a William. Tienesque detener a Miller antes de que lopierdas para siempre.

Cuelga.Suelto el móvil y me quedo mirando

la pantalla. Sin pararme a pensar en quédebo hacer a continuación, salgo por lapuerta, impulsada por el pánico.

Necesito a William. Tengo queaveriguar dónde está el Templo. Pero

primero intento llamar a Miller y gritode desesperación cuando salta el buzónde voz. Cuelgo y lo intento de nuevo.Otra vez. Y otra.

—¡Coge el teléfono! —gritoapretando el botón del ascensor. No locoge. Salta el buzón de voz una vez másy trato de coger aire para hablar,rezando para que escuche el mensajeantes de aceptar una copa en el Templo.

—Miller —jadeo mientras se abrenlas puertas—. Llámame, por favor. He…—Tengo la lengua de trapo y mi cuerpose niega a moverse cuando veo elinterior del ascensor—. No —susurroretrocediendo, huyendo de lo que me datanto miedo. Debería dar media vuelta y

echar a correr pero mis músculos se hanvuelto de piedra y no hacen caso de losgritos de mi cerebro—. No. —Meneo lacabeza.

Es como si me estuviera mirando aun espejo.

—Olivia. —Los ojos azul marino demi madre se dilatan un poco—. Olivia,cielo, ¿qué te ocurre?

No sé por qué cree que mi estado sedebe a algo más que a habérmelaencontrado en el ascensor. Doy un pasoatrás.

—Olivia, por favor. No huyas de mí.—Vete —susurro—. Vete, por favor.Esto es lo último que necesito. A

ella no. Tengo cosas más importantes

que requieren mi atención, que semerecen mi atención, que necesitan miatención. Mi resentimiento aumentacuando pienso que va a retrasarme aúnmás. Si no fuera porque el tiempoapremia, la atacaría con esa insolenciaque he heredado de ella. Pero no tengoni un minuto que perder. Miller menecesita. Doy media vuelta y corro a laescalera.

—¡Olivia!No hago caso de sus gritos

desesperados, atravieso la puerta y bajolos escalones de cemento de dos en dos.El claqueteo de sus tacones indica queme está pisando los talones pero lasConverse corren más que los tacones,

sobre todo cuando una tiene prisa. Bajoun piso tras otro mientras intento marcarel número de William con dedos torpesal tiempo que huyo de mi madre.

—¡Olivia! —grita sin aliento. Corroaún más deprisa—. ¡Sé que estásembarazada!

—¡No tenía derecho a contártelo! —le espeto escaleras abajo. El miedo y lapreocupación se convierten en furiaimparable. Me devora por dentro yaunque me asusta lo rápido que seapodera de mi cuerpo, sé que me será deayuda cuando haya conseguido escaparde esta ramera de tres al cuarto y estéjunto a Miller. Necesito el fuego en misentrañas y ella le está echando leña.

—Me lo ha contado todo. Adónde haido Miller, lo que va a hacer y por quéva a hacerlo.

Freno en seco y me vuelvo. Sederrumba contra una pared, agotada,aunque su traje pantalón blanco estáinmaculado, igual que sus rizosbrillantes y perfectos. Me pongo a ladefensiva y maldigo al traidor deWilliam y a toda su estirpe.

—¿Dónde está el Templo? —exijosaber—. ¡Dímelo!

—No voy a decírtelo para que temetas en esa carnicería —me diceinflexible.

Me muerdo la lengua, rezando paramantener la calma.

—¡Dímelo! —le grito, estoyperdiendo la poca cordura que me queda—. ¡Me lo debes! ¡Dímelo!

Tuerce el gesto, dolida, pero nosiento la menor compasión.

—No me odies. No tuve elección,Olivia.

—¡Todo el mundo tiene elección!—¿La tuvo Miller?Retrocedo asqueada.Da un paso hacia mí, dubitativa.—¿La tiene ahora?—Cállate.No lo hace.—¿Está dispuesto a hacer cualquier

cosa con tal de que tú estés a salvo?—¡Cállate!

—¿Daría su vida por ti?Me agarro a la barandilla con tanta

fuerza que no siento la mano.—Por favor.—Yo lo haría. —Se acerca un poco

más—. Y lo hice.Me quedo helada en el sitio.—Mi vida se acabó el día en que te

abandoné, Olivia. Desaparecí de la fazde la tierra para protegerte, cariño.

Tiende la mano hacia mí y observohorrorizada y en silencio cómo seacerca.

—Sacrifiqué mi vida para que túpudieras tener la tuya. Nunca habríasestado a salvo si yo me hubiera quedadocontigo. —Su suave caricia aterriza en

mi brazo, la miro sin poder apartar lavista hasta que me coge de la mano y mela estrecha con ternura—. Y volvería ahacerlo, te lo prometo.

No puedo moverme. Buscodesesperadamente la falsedad en suspalabras pero no la encuentro. Sólo oigoque habla de corazón, con la vozquebrada por el dolor. Entrelaza losdedos con los míos. Permanecemos ensilencio. El cemento de la escalera estáfrío pero siento un calor en la piel queme tranquiliza en lo más hondo y sé queemana de ella, la mujer a la que heodiado casi toda mi vida.

Juguetea con el zafiro que llevo en eldedo, luego levanta mi mano para que el

brillo de la piedra se refleje en las dos.—Llevas mi anillo —susurra, con un

toque de orgullo. Frunzo el ceño pero noaparto la mano. Estoy confundida por lasensación de paz que me provoca sucaricia.

—El anillo de la abuela —lacorrijo.

Gracie me mira con una sonrisatriste en los labios.

—Este anillo me lo regaló William.Trago saliva y meneo la cabeza

pensando en todas las veces queWilliam ha jugueteado con el anillo quellevo en el dedo.

—No. El abuelo se lo regaló a laabuela y la abuela me lo regaló a mí

cuando cumplí veintiún años.—Ese anillo me lo regaló William,

tesoro. Lo dejé aquí para ti.Ahora sí que aparto la mano y

rápido.—¿Qué?Le tiembla la barbilla y se revuelve

incómoda. Reacciona igual que Williamcuando me habló de ella.

—Dijo que le recordaba a mis ojos.Miro la escalera vacía. La cabeza

me da vueltas.—Me abandonaste —mascullo.

Gracie cierra los ojos, despacio, comosi estuviera intentando luchar contra losespantosos recuerdos, y ahora creo quees posible que así sea.

—De verdad que no tuve elección,Olivia. Todas las personas a las quequería, tú, William, la abuela y elabuelo, corrían peligro. No fue culpa deWilliam. —Me da un apretón en la mano—. De haberme quedado, el daño habríasido mucho peor. Estabais todos mejorsin mí.

—Eso no es verdad —discutodébilmente, con un nudo en la garganta.Intento encontrar el odio que he sentidopor Gracie toda la vida para cargar mispalabras con él, pero ha desaparecido.Se ha ido. No tengo tiempo parapensarlo—. Dime dónde está —exijosaber.

Su cuerpo bien vestido se desinfla

cuando ve lo que hay detrás de mí. Algole ha llamado la atención y me vuelvopara ver qué es.

William nos observa al pie de laescalera.

—Tenemos que encontrar a Miller—digo preparándome para la oposicióna la que sé que tendré que enfrentarme—. Dime dónde está el Templo.

William niega con la cabeza.—Todo habrá terminado antes de

que te des cuenta —dice con totalseguridad, pero no cuela.

—Will —dice Gracie con dulzura.Le lanza una mirada de advertencia y

niega con la cabeza. Se lo estáadvirtiendo. Le está advirtiendo que no

me lo diga.Gracie no le quita los ojos de

encima. No tengo tiempo de volver apreguntarlo.

—El número ocho de Park Piazza —susurra.

William maldice en voz alta peropaso de todo y pongo pies en polvorosa.Empujo a William para que me dejepasar.

—¡Olivia! —dice cogiéndome delbrazo e inmovilizándome.

—Sophia me ha llamado —digoentre dientes—. Charlie va a drogar aMiller. Si se lo entrega a esa mujer, loperderemos para siempre.

—¿Qué?

—¡Va a drogarlo! ¡No va a poderlibrarse de Charlie porque estarácomatoso! ¡Esa mujer volverá aviolarlo! ¡Lo destrozará para siempre!

Se yergue, mira a mis espaldas, aGracie. Se dicen algo sin palabras y yolos miro a uno y a otra intentandoaveriguar de qué se trata.

Puede que no esté en mis cabalespero sé lo que he oído y no tengo tiempopara convencer a William. Bajo volandoel último tramo de escalera y corrohacia la salida. Me siguen dos pares depies, pero ninguno conseguirádetenerme. Busco un taxi y chillo defrustración al no ver ninguno.

—¡Olivia! —grita William mientras

cruzo la calle a toda prisa.Doblo la esquina y suspiro aliviada

al ver que un taxi se para junto a laacera. Apenas le doy tiempo al pasajeroa pagar antes de sentarme y cerrar lapuerta.

—A Park Piazza, por favor.Me derrumbo en el asiento y me

paso el viaje rezando para que no seademasiado tarde. Maldigo a gritos cadavez que no contesta a mis llamadas.

El enorme edificio blanco que se alzatras tres hileras de árboles es imponente.Tengo mariposas en el estómago y mecuesta respirar. Me da miedo ver

aparecer el Lexus de William por laesquina. No intento convencerme de queno sabe dónde está Miller. Parte de sutrabajo consiste en estar al tanto de todo.

Subo la escalera hasta las puertas dedoble hoja. A medida que me acerco lossonidos del interior se distinguen conmás claridad. Hay risa, conversacionesy suena música clásica de fondo, pero lafelicidad que se respira entre esascuatro paredes no elimina mi aprensión.Noto las barreras invisibles que intentanimpedirme que siga avanzando, es comosi la casa me hablara.

«¡Éste no es tu sitio!»«¡Vete!»Ni caso.

Veo un timbre y un llamador pero loque me llama la atención es el teclado.Cuatro dígitos.

Dos, cero, uno, cinco.Los tecleo, oigo cómo se descorre el

cerrojo y empujo la puerta con cautela.Los ruidos se intensifican, saturan misoídos y me ponen la piel de gallina.

—Tú no sabes lo que te conviene,¿verdad?

Me vuelvo con un grito quedo. Tonyestá detrás de mí. Él también va aintentar detenerme. El instinto toma elcontrol, le pego una patada a la puerta yentro en un vestíbulo gigantesco conescaleras de caracol a ambos lados y undescansillo enorme. Es ostentoso a más

no poder y por un instante me quedopasmada. Entonces me doy cuenta deque no sé qué hacer. Lo único en lo quepensaba era en encontrar a Miller, enimpedir que lo destruyeran para siempresin que yo pudiera arreglarlo.

—Por aquí. —Tony me coge delbrazo y tira de mí a la derecha, sinmiramientos—. Eres un puto grano en elculo, Livy. —Me mete en un estudio delo más extravagante y cierra la puerta deun portazo. Me suelta y me empujacontra la pared—. ¡Vas a conseguir quelo maten!

No tengo tiempo para contarle aTony las novedades porque la puerta seabre de sopetón y me quedo sin aliento

al ver a Charlie.—Me alegro de volver a verte,

dulce niña.—Mierda —maldice Tony

pasándose una mano temblorosa por lacalva sudorosa—. Charlie.

Miro a uno y a otro. El corazón melate tan fuerte que creo que pueden oírlo.La sonrisa malévola de Charlie me diceque huele mi miedo. Se acerca como sital cosa sin dejar de mirarme y le da aTony una palmadita en el hombro. Es ungesto amigable pero sé que de cordialno tiene nada y me basta con una miradapara comprender que Tony también losabe. Está nervioso.

—Sólo tenías que encargarte de una

cosa —masculla Charlie mientras Tonyretrocede receloso—: mantener lejos ala chica.

La mirada acusadora de Tony me caecomo un jarro de agua fría y pierdo elvalor.

—Te pido disculpas —murmurameneando la cabeza, desesperado—. Lachica no sabe lo que le conviene, ni aella ni al muchacho.

Si pudiera encontrar mi insolencia,se la dispararía a Tony como si fueranlas balas de una ametralladora.

—Ah. —Charlie se echa a reír. Esuna risa siniestra para meterme miedo.

Lo consigue. Este hombre es el malen persona.

—El chico especial. —Da un pasohacia mí—. O más bien, mi chicoespecial. —Da otro paso—. Pero túquerías que fuera tuyo. —Lo tengo frentea frente, echándome el aliento en la cara.Estoy temblando—. Cuando la genteintenta quitarme lo que es mío, lo paga.

Cierro los ojos tratando de olvidarlo cerca que lo tengo pero no surteefecto. Lo huelo y lo siento. El chicoespecial. Quiero vomitar, se merevuelve el estómago y la cabeza me vaa cien por hora y me dice que estabaloca por creer que iba a poder arreglaresto yo sola. Sólo he pasado unossegundos en compañía de Charlie y deTony, los suficientes para saber que no

voy a salir de esta habitación.—Sólo una persona ha intentado

quitarme algo que era mío y ha vividopara contarlo.

Abro los ojos. Tiene la cara a unmilímetro de la mía. Quiere que lepregunte quién y qué pero mi cerebro noconsigue enviarle a mi boca las palabrasnecesarias para obedecer su ordensilenciosa.

—Tu madre era mía.—Ay, Dios —musito. No siento las

rodillas y me tambaleo. La pared es loúnico que me sostiene—. No. —Meneola cabeza.

—Sí —contesta—. Me pertenecía yla única razón por la que no le arranqué

las tripas a William Anderson fue por lasatisfacción que me producía saber quesin ella el resto de su vida iba a ser uninfierno.

Me acorrala como un perro de presay me roba el aire de los pulmones. Nopuedo hablar. No puedo pensar. Me hequedado en blanco.

—Matarlo habría sido demasiadocaritativo. —Me acaricia la mejilla,pero ni siquiera parpadeo. Soy unaestatua. Una estatua atontada—. ¿Qué sesiente al saber que te abandonó parasalvarle la vida?

Todo encaja. Todo. William no sedeshizo de ella. Ella no me abandonóporque no me quería. Charlie la obligó a

marcharse.—Apártate, Charlie.No muevo un músculo. Su cuerpo me

tiene atrapada contra la pared. Apenaspuedo respirar pero esa voz es el sonidomás maravilloso del mundo.

—Puedes irte, Tony. —La orden deWilliam no admite réplica.

Oigo cómo se cierra la puerta ypasos. Aunque no puedo ver a William,su presencia es como el cuchillo quecorta la tensión en el aire.

—He dicho que te apartes —repite.Lo veo con el rabillo del ojo,

imponente, pero no puedo apartar lavista de los ojos vacíos de Charlie.

Son grises.

Me voy a desmayar.Me lanza una sonrisa amenazadora

de superioridad, como si pudiera verque acabo de comprenderlo.

—Hola, mi querido hermano —dicelentamente, volviéndose hacia él.

La mandíbula me llega al suelo ytengo un millón de palabras en la puntade la lengua. ¿Hermano? Los ojos.¿Cómo es que no me he dado cuentaantes? Los ojos de Charlie son idénticosa los de William, excepto que Williamlos tiene dulces y brillantes y los deCharlie son duros y fríos. Son hermanos.También son enemigos. No puedocontener el bombardeo de informaciónfragmentada que cae sobre mi mente,

datos que cobran sentido y conformanuna realidad complicada a más nopoder.

Gracie, William y Charlie.Carnicería.Los ojos grises de William se han

endurecido tanto como los de suhermano y sus palabras rozan laamenaza. Son rasgos de William queconozco, sólo que corregidos yaumentados. Da tanto miedo comoCharlie.

—No significas nada para mí, sóloeres una vergüenza.

—Yo también te quiero, hermano. —Charlie se acerca tranquilamente aWilliam y abre los brazos en un gesto

condescendiente—. ¿No vas a darme unabrazo?

—No. —William aprieta los labiosy retrocede, lejos de la imponentepresencia de Charlie—. He venido allevarme a Olivia.

—Los dos sabemos que eso no va apasar. —Me mira por encima delhombro de su hermano—. No pudistecontrolar a Gracie, Will. ¿Qué te hacepensar que podrás controlar a su hija?

Desvío los ojos, me incomoda suintensa mirada. Él sabe quién soy.

William empieza a temblar.—Eres un desgraciado.Charlie arquea las cejas. Parece que

le interesa.

—¿Un desgraciado?No me gusta la preocupación que

cruza la cara de William cuandoparpadea hacia mí antes de volver asostenerle la mirada gélida a suhermano. Pero no dice nada.

—Un desgraciado… —musitaCharlie pensativo—. ¿Qué clase dedesgraciado pondría a esta preciosamuchacha a trabajar?

Frunzo el ceño sin quitarle los ojosde encima a William. Sé que le estácostando estarse quieto. Está incómodo.Ya lo he visto antes así y, cuando memira, se me cae el alma al suelo.

—¿Tú qué opinas? —Parece unapregunta inocente pero sé por dónde van

los tiros.—No sigas —le advierte William.—No tienes nada que decir —

suspira Charlie con una amenazadorasonrisa de satisfacción—. Dime, ¿quéclase de desgraciado pondría a susobrina a trabajar?

—¡Charlie! —ruge William pero elferoz bramido no me asusta. Me acabode morir.

—No —susurro negando con lacabeza como una loca. No es posible.Miro en todas direcciones y me tiemblatodo el cuerpo.

—Perdóname, Olivia —diceWilliam abatido—. No sabes cuánto losiento. Te lo dije: en cuanto me enteré de

quién eras te mandé de vuelta a casa. Nolo sabía.

Voy a vomitar. Miro a William perosólo veo dolor.

—Entonces ¿no disfrutastepermitiendo que mi hija vendiera sucuerpo?

—Tú y yo no estamos hechos de lamisma pasta, Charlie. —Ladesaprobación distorsiona el rostro deWilliam.

—Somos de la misma sangre, Will.—No nos parecemos en nada.—Intentaste quitarme a Gracie —

dice Charlie apretando los dientes, perola rabia que bulle en su interior no es elresultado de haber perdido a la mujer a

la que amaba. Es una cuestión deprincipios. No deseaba ser el perdedor.

—¡No quería verla en este mundoputrefacto! Y tú, maldita sanguijuela, ¡laobligaste a permanecer en él!

—Era una mina de oro —resoplaCharlie con insolencia—. Teníamos unnegocio que mantener, hermano.

—No podías soportar la idea de queme quisiera a mí. ¡No podías soportar elhecho de que te detestaba! —William daun paso hacia él, todo agresividad. Eltraje tiembla sobre su cuerpo gigantesco—. ¡Debería haber sido mía!

—¡Pero no luchaste lo suficiente porella! —ruge Charlie.

Esas palabras. Me estremezco ante

la complejidad de la historia de mimadre, que se repite ante mí. Doshermanos amargados. Una dinastíadividida. William dejó al bastardo sinmoral para poder ser amoral ensolitario.

William prácticamente brama:—Intenté luchar con todas mis

fuerzas contra lo que sentía por ella. Noquería verla en este mundo enfermo enel que vivimos tú y yo. Tú la metistehasta el fondo. ¡Y la compartías con tusputos clientes!

—Ella no protestaba. Le encantabala atención… Lo disfrutaba.

Hago una mueca y William ponecara de asco antes de perder la calma.

Está lívido. Va a explotar. Salta a lavista.

—Le gustaba hacerme daño y tú teaprovechaste. La empujaste a la bebiday le lavaste el cerebro. Disfrutabasviendo cómo me mataba poco a poco.

Empiezo a rezar. Que esto no seareal. Que la sangre de este demonio nosea la que corre por mis venas.

Charlie sonríe satisfecho y me danescalofríos.

—Tuvo a mi hija, Will. Eso la hizomía.

—No.La voz melodiosa de Gracie flota en

la habitación y todos nos volvemoshacia la puerta. Está de pie, erguida, con

la barbilla bien alta. Entra en lahabitación y sé que está luchando porhacerse la valiente en presencia deCharlie. Todavía le tiene miedo.

—Olivia no es tuya y lo sabes.Abro los ojos como platos. William

observa a mi madre, quiere más datos.—¿Gracie?Ella lo mira pero da un paso atrás

cuando Charlie se le acerca,amenazador.

—¡Ni se te ocurra! —le ruge.Ella se sobresalta pero William y yo

nos hemos quedado de piedra.—Amenazó con ir a por ella si lo

contaba.—¡Maldita zorra! —Se abalanza

sobre ella pero William lo intercepta ylo envía varios metros hacia atrás con unpuñetazo en plena cara. William rugefuribundo. Charlie recupera el equilibrioy mi madre grita.

—¡No te atrevas a tocarla! —aúllaapretando los puños, echando chispaspor los ojos.

Intento concentrarme en mitad deesta locura. ¿Charlie no es mi padre?Estoy demasiado consternada parapoder alegrarme ante la noticia de queno lo sea. Es demasiado. Demasiadainformación a una velocidad que mifrágil mente no puede procesar.

Gracie contiene a William pero notarda en apartarse de él, como si

también le tuviera miedo.—Me prometió que dejaría en paz a

mi bebé si desaparecía —le dicedesolada. Parece avergonzada. Williamla mira como si estuviera viendo unfantasma—. Me prometió que no temataría a ti…

Respira hondo para armarse devalor.

—No —musita William. Le tiemblala mandíbula—. Por favor, Gracie, no.

—Me prometió que no mataría alpadre de mi niña si yo desaparecía.

—¡No!Echa la cabeza hacia atrás, grita al

cielo y se lleva las manos a la cabeza.Mi mundo se hace añicos. La pared

me recoge cuando me tambaleo haciaatrás, desorientada, y me pego a ella,como si pudiera tragarme y evitarme loshorrores a los que me estoy enfrentando.William deja caer la cabeza y un millónde emociones invaden su rostro, unadetrás de otra: sorpresa, dolor, rabia…Y la culpa cuando levanta la vista haciamí. No puedo ofrecerle nada. Soy unaestatua. Lo único que le queda son misojos como platos y mi cuerpopetrificado, pero no necesita más queeso.

Estamos alucinando los dos.Charlie le lanza a mi madre una

mirada que mata.—Puta. No te bastaba con diez

hombres a la semana. Encima queríasque mi hermano fuera tuyo.

—¡Me obligaste a aceptarlos y aescribirlo con pelos y señales! —gritami madre.

—¡Me mentiste! —Charlie echahumo. Por primera vez desde que heentrado por esa puerta veo su caradesfigurada por una ira peligrosa—.¡Me tomaste por imbécil, Gracie!

Se le acerca a mi madre y se meacelera el pulso cuando la veoretroceder y William rápidamente seinterpone entre ellos para protegerla.

—No me obligues a matarte,Charlie.

—No podías meterte las manos en

los bolsillos —le espeta estirándose lospuños de la chaqueta. Es un gesto queme recuerda a Miller y de repentevuelvo a la vida y me alejo de la pared ala que he permanecido pegada todo estetiempo. Tengo que encontrarlo.

Salgo disparada hacia la puerta.—¿Adónde crees que vas, mi

querida sobrina?Vacilo al sentir su aliento en la nuca.

Pero no me detengo.—Voy a buscar a Miller.—Creo que no —afirma muy seguro

de sí mismo. Ahora sí que me paro—.No te lo recomiendo.

Me doy la vuelta muy despacio. Nome gusta tenerlo tan cerca. Pero por

poco tiempo. William me coge del brazoy me aparta de él.

—Ni la mires —le dice Williamcogiendo a Gracie con la otra mano yestrechándonos a las dos contra supecho—. Son mías. Las dos.

Charlie se echa a reír.—Es una reunión familiar de lo más

conmovedora, mi querido hermano, perocreo que se te olvida una cosa. —Seinclina hacia adelante—: Puedo meterosen la cárcel de por vida a ti y almuchacho de la cara bonita con una solallamada a un repartidor. —Sonríe muypagado de sí mismo—. La pistola quemató a nuestro tío, Will, la tengo yo.Está llena de huellas; ¿a que no adivinas

de quién son?—¡Eres un cabrón!—No tiene la pistola —tartamudeo.

De repente pienso con claridad. Meseparo de William y no hago caso deGracie, que me dice que vuelva,preocupada. William intenta cogermedel brazo pero me zafo—. Déjame.

—Olivia —me advierte Williamintentando cogerme otra vez.

—No.Doy un paso al frente. El desprecio

con el que me mira Charlie me infundevalor. Este hijo del mal es mi tío.Prefiero tenerlo de tío que de padre,pero sólo el que sea familia hace quesienta ganas de darme una ducha con

papel de lija.—Tu mujer te ha dejado.Compone un gesto de burla. La

noticia le hace mucha gracia.—No se atrevería a hacerlo.—Está en un avión.—Tonterías.—Para escapar de ti.—Jamás.—Pero antes de embarcar le contó

un secreto a Miller —continúo. Me estágustando ver que su sonrisa malévola noes tan grande como antes—. Ya no hayningún vídeo de Miller matando a unode tus hombres —digo con calma,serena. Ahora oigo con diáfana claridadla voz de Sophia antes de que colgara—.

Porque Sophia lo ha destruido.Adiós sonrisa.El cabrón sin moral se ha arrastrado

por la vida como un reptil a base dechantajear y manipular. El resentimientolo ha devorado durante años. Es unmalvado que va a ir de cabeza alinfierno y espero que uno de los doshombres a los que amo lo ayude a tenerun buen viaje.

—Gracie no te quería y Sophiatampoco.

—¡He dicho que te calles! —Estátemblando pero mi miedo hadesaparecido en cuanto se me hanaclarado las ideas.

—También se ha deshecho de la

pistola. ¡No tienes nada!De repente estoy volando y

empotrada contra la pared, con la manode Charlie en el cuello.

Oigo gritos pero no son míos. EsGracie.

—¡No la toques!Charlie pega la cara a la mía y su

cuerpo me acorrala contra la pared.Trago saliva varias veces, intentandocoger aire.

—Eres una pequeña ramera patética—ruge—. Igual que tu madre. —Sualiento sube por mi cara de asombro.

Pero sólo durante una fracción desegundo, porque su cuerpo saledisparado hacia atrás y William lo tira

al suelo con un solo movimiento. Losobservo horrorizada mientras arman lade Dios.

No necesito quedarme a ver cómoacaba. Me lo imagino y mi misión esencontrar a Miller. Toda estadepravación, la trama de engaños ymentiras, ha desempeñado un papeldemasiado importante en la vida deambos. Se acabó.

Me abro paso y oigo una serie degolpes, que deben de ser los puñetazosque William le está propinando aCharlie en la cara, seguidos de untorrente de gritos e improperios. Que selas apañen. No pienso perder ni unsegundo más en el infierno de sus vidas

destrozadas. Ya he tenido que soportarbastante y estoy a punto de arrancar aMiller de las garras corruptas deCharlie. Salgo del estudio y dejo atrásuna conmoción de proporciones épicas.Corro hacia las risas y lasconversaciones. Creía que tenía todoslos datos. Creía que sabía lo que habíapasado. He estado intentando procesarlotodo para nada. Ahora tengo una nuevaversión actualizada y la detesto aún másque la anterior.

Sigo hasta un salón colosal. Estoyperdida en un mar de trajes de noche yesmóquines. Las mujeres tienen copasde champán en la mano y los hombresbeben vasos de whisky. La de dinero

que hay aquí dentro. Pero sólo puedopensar en Miller. Miro a todas partes,todas las caras, buscándolodesesperadamente. No lo veo. Mispiernas echan a andar entre la multitud.Algunos me miran, otros fruncen elceño, pero la mayoría se limita adisfrutar de la compañía y de la bebida.Un camarero pasa junto a mí con unabandeja de copas de champán y aunquese detiene y frunce el ceño, me ofreceuna.

—No —le digo de mala manera sindejar de inspeccionar la sala, y grito defrustración cuando no logro encontrarlo.

—Olivia, cielo… —Una manocálida me roza el brazo y me vuelvo

rápidamente. Mi madre me mirapreocupada.

—¡¿Dónde está?! —grito atrayendoun millón de miradas—. ¡Tengo queencontrarlo!

El pánico acaba con mideterminación y mis emociones sedesbordan. Tiemblo y se me llenan losojos de lágrimas de terror. Me heentretenido mucho. Puede que seademasiado tarde.

—Calla… —me dice como siintentara calmar a un bebé. Tira de micuerpo inerte hasta que me tiene a sulado y me acaricia el pelo.

Sólo una diminuta parte de mí mepermite sentir el inmenso consuelo de

notar su calor a mi alrededor. Es raro yme confunde, pero me hace mucha falta.Va en contra de todo pero es lo mejordel mundo. Desde mi escondite en elhueco de su cuello noto que mueve lacabeza. Ella también está buscando aMiller.

—Ayúdame —susurro lastimera,desmoronándome—. Ayúdame, mamá.Por favor.

Deja de moverse y bajo la palma demi mano se le acelera el corazón. Meaparta un poco y durante unos instantesestudia cada rasgo de mi rostro, hastallegar a mis ojos. Miro unos zafirosiguales a los míos y me seca laslágrimas que ruedan por mis mejillas.

—Lo encontraremos, cielo —mepromete cerrando los ojos y dándome unbeso en la frente—. Encontraremos a tuamado.

Me conduce entre la multitud sinintentar ser ni educada ni considerada.

—Aparta —ordena y la genteretrocede recelosa. Me cuesta seguirleel paso y no se me escapa cómo muchospronuncian sorprendidos el nombre demi madre. No soy la única que sienteque ha regresado de entre los muertos.

Llegamos al enorme vestíbulo yGracie se detiene. Mira a un lado y aotro. No sabe hacia dónde ir.

—Está en la suite Dolby —diceTony saliendo de la nada. Me vuelvo y

me ofrece una llave. Se me cae el alma alos pies. No puedo respirar. Está en undormitorio.

Cojo la llave y vuelo escalerasarriba como una bala, frenética ygritando su nombre.

—¡Miller! —chillo al llegar aldescansillo—. ¡Miller!

Veo una placa dorada en una puerta.Suite Dolby. Meto la llave en lacerradura con dedos torpes y la abro depar en par, como una bola dedemolición. El choque de la maderacontra la pared retumba en toda la casa yme sobresalta. La suite es muy grande ymiro en todas direcciones con los ojoscomo platos, presa del pánico; no puedo

ni pensar ni moverme.Entonces lo veo.Y el corazón se me rompe en mil

pedazos.Está desnudo, con los ojos vendados

y colgando de unos grilletes dorados quesobresalen del lujoso papel pintado. Mehe quedado helada. Tiene la barbillahundida en el pecho. Respiro condificultad y no consigo moverme pormás que me grite a mí misma que corra asu lado. No ha movido un músculo. Metrago un sollozo ahogado al darmecuenta de que he llegado demasiadotarde y chillo de frustración. Sóloentonces veo a la rubia alta que seacerca hacia mí con un látigo en la

mano.—¡¿Cómo te atreves a

interrumpirnos?! —me grita azotando ellátigo. La punta me roza la mejilla yretrocedo. De inmediato noto queempieza a salirme sangre de la cara. Mellevo la mano a la herida y casi mecaigo del susto. Se me van a salir losojos de las órbitas: quieren ver a Miller,pero la maldad que emana esa mujer melo impide. Es potente y aplastante, comoun maremoto.

—Nos estás molestando —ruge conun marcado acento ruso—. ¡Vete!

Ni de broma voy a dejar a Millerasí. Me hierve la sangre.

—¡No es tuyo! —grito enloquecida y

retrocedo cuando vuelve a azotar ellátigo. La rabia es más fuerte que yo yreduce a cenizas mi miedo.

Busco en la habitación cualquierobjeto con el que pueda defenderme yveo algo de metal en la cama. Elcinturón de Miller. Corro a arrancarlode los pantalones. Tengo el cuerpo entensión y me ciega la ira. Me preparopara atacar.

—Pequeña zorra, ¿qué crees que vasa conseguir? —Se acerca silenciosacomo un depredador, retorciendo ellátigo. Sin inmutarse.

—Él me pertenece —mascullo entredientes, mientras luchodesesperadamente por mantenerme

firme. No estaré completa hasta quesalga de aquí con Miller sano y salvo enmis brazos.

Sus labios dibujan una sonrisa ferozque no hace ni un rasguño al muro defuria que me rodea. Yo también sonrío yla reto a que venga a buscarme con lamirada. Lo veo con el rabillo del ojo,colgando inerte de la pared. Me enfadotodavía más. Me arde la piel del calorque desprende la sangre que hierve enmis venas y antes de darme cuenta estoyazotando con el cinturón y la hebillachasquea en el aire. No espero a verdónde aterriza pero grita y sé que le hedado. Corro hacia Miller y le acaricio lamejilla y la barba. Musita algo

ininteligible y entorna los ojos en mimano. Tengo un polvorín bajo la piel ymis manos buscan sus ataduras. Empiezoa quitarle con calma los grilletes.

—¡Apártate de él! —De repente latengo al lado, tirando del brazo deMiller, marcando territorio. Él hace unamueca y lloriquea. Es desgarrador.

No puedo soportarlo.Me vuelvo, lívida, pegando

manotazos sin pararme a pensar.—¡No lo toques! —grito y le doy un

bofetón bien sonoro con el dorso de lamano. Se tambalea desorientada, yaprovecho para empujarla lejos deMiller. Mi Miller.

No tengo miedo. Ni el más mínimo.

Me concentro de nuevo en Miller peroahogo un grito cuando algo me agarra lamuñeca y no es una mano. El dolor esintenso y el cuero de su látigo depervertida constriñe la piel castigada demi muñeca.

—Apártate —repite tirando dellátigo y acercándome a ella. Grito dedolor. Me he metido en una buena. Nova a renunciar a él.

—Apártate tú, Ekaterina.Giro la cabeza al oír la voz de mi

madre. Está jadeante en la puerta,evaluando la situación. Parece enfadada.Tiene las piernas abiertas y nos mira aMiller y a mí antes de concentrarse en lapervertida que me tiene sujeta con un

látigo. Mi madre la mira con desprecio.Lleva una pistola.Me quedo pasmada sin poder quitar

los ojos del arma que apuntadirectamente a la rusa.

Sólo tengo que esperar unossegundos antes de que el cuero sedeslice de mi muñeca y me la froto paraaliviar el dolor.

—Gracie Taylor —musita sonriente—. Voy a hacer como que no me estásapuntando con una pistola. —Su acentoes hipnótico y está muy tranquila.

—Me parece bien. —Mi madre nose amilana—. Luego vas a llamar a tuhermano y le vas a decir que Charlie noha cumplido su parte.

Unas cejas perfectamente depiladasse arquean sorprendidas.

—¿Por qué iba a hacer eso?—Porque el acuerdo al que habían

llegado Charlie y tu hermano es nulo.Miller ya no es propiedad de Charlie,Ekaterina. Charlie no tiene derecho aentregártelo. Míralo, ¿te parece a ti queha consentido a esto? Ha sido cosa deCharlie. Estoy segura de que no es loque esperabas después de todo lo que tehan contado del chico especial. —Mimadre sonríe con una frialdad y unadureza que no había visto antes—.Tienes una reputación excelente, sé queno quieres arruinarla ni que digan queeres una violadora, Ekaterina.

Suelta el látigo y mira a Miller conun mohín. Luego mira a mi madre.

—Me gusta que me supliquen quepare. —Se la ve muy indignada.Lentamente se acerca a Gracie, que bajala pistola con cautela—. ¿Y dices queCharlie Anderson lo ha drogado y me loha entregado completamente inservible?

—¿Lo quieres escrito en sangre?—Sí —dice desdeñosa mirando a mi

madre de arriba abajo—. Con la sangrede Charlie. —Lo dice en serio—. Creoque voy a llamar a mi hermano. No legusta verme enfadada.

—A nadie le gusta verte enfadada,Ekaterina.

—Cierto. —Casi se echa a reír y

vuelve sus sucios ojos hacia mí—. Separece a ti, Gracie. Deberías enseñarlebuenos modales.

—Sus modales son perfectos cuandoestá con la compañía adecuada —replica y Ekaterina le sonríe confrialdad—. Charlie está en el salón.William te lo ha dejado con vida.Considéralo una tarjeta deagradecimiento de parte de mi hija.

Sonríe y asiente complacida.—Tienes una hija valiente, Gracie.

Puede que incluso demasiado. —Seestremece de placer sólo de pensar en lavenganza—. Gracias por el regalo.

Tiene un acento precioso a pesar deldeje violento de sus palabras.

—Adiós, Gracie. —Se marchacontoneándose de la habitación, suscaderas ondean seductoras mientrasarrastra el látigo como si fuera la colade un vestido.

Gracie deja escapar un suspiro dealivio. La pistola cae al suelo en cuantola rusa desaparece. Voy derecha a porMiller. Por el camino cojo una toalla dela cama. Se me parte el corazón mientrasse la enrollo en la cintura y le quito losgrilletes. Se me cae encima y lo únicoque puedo hacer es ponerme debajo paraamortiguar la caída.

Incluso drogado se abraza a mí y nosquedamos en el suelo una eternidad. Élbalbucea cosas ininteligibles y yo le

tarareo suavemente al oído.Sé que no puede hablar pero le

entiendo perfectamente cuando arrastrala mano a mi vientre. La mueve encírculos con ternura hasta que estoysegura de que nuestro bebé responde asus caricias. Tengo mariposas en elestómago.

—Mi bebé —susurra.

Mi madre me pone la mano en el hombroy me baja de mi nube de felicidad. Sucalor se extiende por mi piel y vadirecto a mi corazón. Me aparto deMiller, confusa porque sé que no es él loque tanto me reconforta. Es un consuelo

extra. Abro los ojos. Gracie estáarrodillada junto a nosotros, sonriendoun poco.

—¿Lista para llevarlo a casa, cielo?—me pregunta mientras me acaricia elbrazo con ternura.

Asiento. Detesto tener que molestara Miller, que yace feliz en mis brazos,pero me muero por sacarlo de aquí.

—Miller —susurro dándole unpequeño codazo. No responde. Miro ami madre en busca de ayuda.

William entra dando grandeszancadas. No puedo ocultar la sorpresa.Está hecho un desastre: con el pelo grisalborotado y el traje lleno de arrugas.Flexiona los dedos y se nota que sigue

enfadado. Sólo tiene una magulladura enla mandíbula pero tengo la impresión deque Charlie no ha salido tan bienparado.

—Hemos de salir de aquí —dicedespués de procesar el cuadro que veante él.

—Miller no puede andar. —Me datanta pena que casi no puedo decirlo.

Con movimientos tranquilos yeficientes, William atraviesa la suite ycoge a Miller en brazos. Le indica aGracie que me ayude y ella se apresuraa obedecer porque sabe que, pese a lacalma aparente, todavía corremospeligro.

—Estoy bien. —La voz ronca de

Miller me saca de mi ensimismamiento.Intenta que William lo suelte—. Puedoandar, joder.

Qué alivio. Se endereza y se pasa lamano por los rizos, que están mucho másdespeinados que de costumbre, paradejarlos sólo medio despeinados. Searregla la toalla y me mira con sus ojosazules. Tiene las pupilas tan dilatadasque parecen negros. Me quedo inmóvil,dejo que me disfrute, que me recuerde,hasta que asiente muy despacio y cierralos ojos como a mí me gusta.

—¿Qué ocurre?Le va a dar un ataque. Es el centro

de atención, medio desnudo yvulnerable.

—Te han drogado. Dejemos lasexplicaciones para más tarde —le diceWilliam, no tan calmado—. Tenemosque salir de aquí.

Me ahogo en esta suite tan pija. AMiller se le van a salir los ojos de lasórbitas. No dice nada, se queda ahí depie asimilando la noticia. La mandíbulale tiembla con violencia. Creo que soyuna sádica porque me gustaría saber enqué está pensando.

—¿Dónde está Charlie? —Por sutono de voz, tiene intención deasesinarlo.

William se adelanta y le devuelveuna fría mirada gris.

—Se acabó, Miller. Eres un hombre

libre, sin las manos manchadas desangre y sin que te pese la conciencia.

—No me pesaría la conciencia —semofa—. Ni un poquito.

—Por Olivia.Le lanza una mirada asesina a

William y tuerce el gesto.—O porque es tu hermano.—No, porque somos mejores que él.William ladea la cabeza y Miller se

lo queda mirando, pensativo, unosinstantes.

—¿Dónde está mi ropa? —Recorrela habitación con la mirada, la veencima de la cama y va a buscarla—. Unpoco de intimidad, por favor.

—Hart, no tenemos tiempo para que

te pongas tiquismiquis.—¡Dos minutos! —grita echándose

los pantalones sobre los hombros.Hago una mueca al ver que William

se muerde la lengua para no contestar.—Un minuto. —Coge a Gracie del

brazo y la saca de la habitación. Cierrala puerta de un golpe.

El Miller Hart que conozco vareapareciendo con cada exquisita prendade vestir que se pone. Tira de los puñosde la camisa, se arregla la corbata y elcuello. Nunca lo había visto hacerlo tanrápido. Ha vuelto a ser el de siempre,aunque no del todo. La mirada ausentesigue ahí y sospecho que tardará en irse.

Cuando ha terminado, su nuez sube y

baja y me mira.—¿Estás bien? —pregunta mirando

mi vientre—. Dime que los dos estáisbien.

Me llevo la mano a la barriga sinpensar.

—Estamos bien —le aseguro yasiente.

—Excelente —suspira aliviado pesea lo formal de su respuesta. Sé lo queestá haciendo, se está distanciando y loentiendo. Va a salir por la puerta, fuertey distante como siempre. No estápreparado para mostrarles a esoscabrones viciosos ni una gota dedebilidad. Por mí perfecto.

Se acerca a mí y cuando estamos

frente a frente me coge de la nuca y memasajea el cuello.

—Estoy locamente enamorado de ti,Olivia Taylor —susurra con la vozronca y apoya la frente en la mía condelicadeza—. Voy a dejar esta casa a mimanera pero cuando hayamos salido deaquí soy tuyo para que hagas conmigo loque quieras.

Me da un beso en la frente y unapretón en la nuca.

Sé lo que intenta decirme pero noquiero hacer lo que me dé la gana conél. Simplemente lo quiero a él. Nunca loobligaré a nada, no después de todo loque ha pasado. Es libre y no voy aponerle condiciones, exigencias ni

restricciones. Puede hacer lo que leplazca conmigo. Me aparto y sonrío alver que su mechón rebelde hace de lassuyas. Lo dejo donde está.

—Soy tuya, sin condiciones.—Me alegro, señorita Taylor. —

Asiente complacido y me besa, esta vezen los labios—. Aunque tampoco tieneselección.

Sonrío y me guiña el ojo. Esprecioso a pesar de la oscuridad inusualde sus ojos.

—Vamos —le digo, empujándolohacia la puerta.

Aprieta los labios y echa a andarhacia atrás, cogiéndose las solapas de lachaqueta hasta que estamos fuera.

Dejamos la puerta abierta. Gracie yWilliam nos están esperando. Los dosmiran a Miller como si hubieraresucitado. Lo ha hecho. Sonrío un pocopor dentro mientras William sigue lasilueta perfecta de Miller por eldescansillo, meneando la cabeza yriéndose burlón antes de alcanzarlo yflanquearlo justo cuando empieza abajar la escalera.

Los sigo y ni siquiera parpadeo oprotesto al notar que me pasan un brazopor los hombros. Gracie me mirafijamente.

—Se pondrá bien, Olivia.—Claro que sí.Sonrío y bajamos juntas la escalera,

detrás de William, que acompaña alchico especial lejos de este infierno.Pero cuando llegamos al vestíbulo meentran dudas: Charlie está apoyándoseen la pared de su despacho. Le han dadouna paliza de muerte. Uno de sushombres se vuelve hacia nosotros congesto despectivo. Mi gozo en un pozo.

Esto no ha acabado. Ni de lejos.William y Miller parecen

impertérritos.—Buenas noches. —No es la voz de

William, ni tampoco la de Miller ni lade ninguno de los esbirros de Charlie.

Todas las miradas se vuelven haciala entrada y la tensión se puede cortarcon un cuchillo. Hay una bestia parda

que casi no cabe por la puerta. Es ungigante de pelo cano con la cara llena demarcas de viruela.

—Has roto el trato, Charlie.El ruso.Gracie me pone una mano

temblorosa en el brazo con la miradafija en el mal bicho que tiene la atenciónde todos.

Charlie y sus hombres ya no estántan tranquilos. Lo noto.

—Estoy seguro de que podremosrenegociarlo, Vladimir.

Charlie intenta reírse pero le saleuna especie de resoplido.

—Un trato es un trato.Sonríe y un ejército se une a él,

todos vestidos con traje, todos tangrandes como Vladimir y todospendientes de Charlie.

Silencio.Los hombres de Charlie se alejan de

su jefe, lo dejan desprotegido, ahora espresa fácil.

Y se arma la de Dios.William intenta coger a Miller del

brazo, que se lanza a la carga contraCharlie con expresión asesina. Nadiepodrá detenerlo. Los hombres deCharlie no mueven un dedo y Millertiene vía libre hacia el cabrón sin moral.

No muestro ni sorpresa nipreocupación. Ni siquiera cuando Milleragarra a Charlie del cuello, lo levanta

del suelo y lo estampa contra la paredtan fuerte que creo que ha roto laescayola. Charlie tampoco demuestra nimiedo ni sorpresa. Está impasible peroel aura de maldad ha desaparecido. Selo esperaba.

—¿Ves esto? —pregunta Miller envoz baja, de pura amenaza, recorriendocon el dedo la cicatriz de la mejilla deCharlie, hasta la comisura de los labios—. Voy a pedirles que completen lasonrisa de payaso antes de matarte.

Vuelve a empujar a Charlie contra lapared, esta vez más fuerte. El golperetumba por el vestíbulo y los cuadrosde la pared caen al suelo a causa de lavibración. No muevo un músculo y

Charlie sigue impertérrito, aceptando elcastigo de Miller. No le queda nada.Está derrotado.

—Lentamente —susurra Miller.—Te veré en el infierno, Hart —

bromea Charlie con desdén.—Ya he estado allí. —Miller lo

empotra contra la pared, aún más fuerte,para rematarlo antes de soltarlo. El hijodel mal se desliza pared abajo, débil ypatético, mientras Miller se toma sutiempo para alisarse el traje con esmero—. Me encantaría matarte con mispropias manos, pero aquí nuestro amigoruso es todo un experto. —Da un paso alfrente, se yergue alto y amenazadorsobre el cuerpo tirado de Charlie. Se

aclara la garganta con un sonido sucioque se hace eterno. Lo mira fijamente yle escupe en la cara—. Y se aseguraráde que no quede nada que sirva paraidentificarte. Adiós, Charlie.

Se da la vuelta y entonces echa aandar sin echar la vista atrás, ignorandoa todos los que contemplan la escena ensilencio e impertinencias, incluso a mí.

—Que sea doloroso —dice al pasarjunto a Vladirmir.

El ruso esboza una sonrisaaterradora.

—Será un placer.De repente estoy en movimiento,

cortesía de Gracie, que tira de mí y porencima de mi hombro ve a Charlie

resbalándose en el suelo, intentandolevantarse. No siento nada… Hasta queveo cómo William observa atentamenteal patético de Charlie. Se miran a losojos durante un siglo, en silencio.William es quien rompe la conexiónpara mirar a Vladimir. Asientedébilmente. Triste.

Y nos sigue al exterior.Me cuesta un esfuerzo sobrehumano

no quedarme a mirar.

El chófer de William se levanta la gorrapara saludarme, me sonríe y me abre lapuerta.

—Gracias.

Asiento y me meto en el coche.William y Miller están hablando. Bueno,William es el que habla. Miller se limitaa escuchar con la cabeza baja,asintiendo de vez en cuando. Quierobajar la ventanilla y ver qué es lo quedicen pero mi curiosidad se transformaen pánico cuando empiezo a asimilar loocurrido. De repente, en el transcurso deun solo día, tengo madre y padre. Millerno lo sabe. No sabe que WilliamAnderson es mi padre y algo me diceque la noticia lo va a sorprender aúnmás que a mí.

Salgo del coche en un nanosegundo.Se me quedan mirando: Miller con elceño fruncido y William con casi una

sonrisa de satisfacción. Lo estádisfrutando, lo sé. Podría pasarme añosbuscando las palabras adecuadas sinencontrarlas. No hay nada que puedadecir que mitigue el golpe. Miller memira fijamente, sigo sin decir nada. Cojotodo el aire que puedo y señalo a… mipadre.

—Miller, te presento a mi padre.Nada. Pone cara de póquer. Está

impasible. Impertérrito. Nunca lo habíavisto tan inescrutable. Me he pasadotodo este tiempo aprendiendo ainterpretar sus expresiones faciales yahora no tengo ni idea. Empiezo apreocuparme y a darle vueltas a mianillo, nerviosa bajo su atenta mirada en

blanco. Miro a William, a ver qué caraha puesto. Está pasándoselo pipa.

Meneo la cabeza, esto no tienearreglo. A Miller parece que le va a daralgo.

—¿Miller? —pregunto preocupada.Este silencio se está alargando más de lacuenta.

—¿Hart? —William intentaayudarme a sacar a Miller de su estadocatatónico.

Tras unos segundos incomodísimos,da señales de vida. Nos mira a uno y aotro y respira hondo. Muy hondo. Ylentamente, dice:

—Justo lo que me faltaba.William se echa a reír. Una

carcajada en toda regla.—¡Ahora sí que vas a tener que

respetarme! —dice entre risas. Estádisfrutando con la reacción de Miller.

—Hay que joderse.—Me alegro de que te guste.—Hostia puta.—Menos tacos delante de mi hija.Miller se atraganta y me mira con

unos ojos como platos.—Cómo… —Hace una pausa,

aprieta los labios… Y no tarda enesbozar una sonrisa traviesa dedicada aWilliam. Se alisa las mangas de lachaqueta.

¿Qué estará pensando?Termina de arreglarse el traje y

extiende los brazos hacia William.—Encantado de conocerte. —Sonríe

de oreja a oreja—. Papá.—¡Vete a la mierda! —le espeta

William rechazando el abrazo de Miller—. ¡Por encima de mi cadáver, Hart!Tienes suerte de que te permita formarparte de la vida de mi hija. —Cierra laboca avergonzado, se acaba de darcuenta de que eso no le corresponde a éldecidirlo—. Cuídala mucho —terminade decir nervioso—. Por favor.

Miller me coge de la nuca y mesusurra al oído:

—¿Nos das un minuto? —Me gira lamuñeca para colocarme en dirección alcoche—. Sube.

No protesto, más que nada porquepor mucho que quiera retrasar laconversación que van a mantener estosdos, tarde o temprano tendré quedejarlos hablar. Cuanto antes se laquiten de encima, mejor.

Me meto en el coche y me pongocómoda. Cierro la puerta y resisto latentación de pegar la oreja a laventanilla. Se abre la otra puerta delcoche y aparece Gracie. Se agacha paraquedar a mi altura. Me revuelvoincómoda. Sus ojos azul marino memiran con mucho cariño.

—Sé que no tengo derecho —afirmaen voz baja, casi como si no quisieradecirlo—, pero estoy muy orgullosa de

ti por haber luchado por tu amor.Le tiembla la mano. Se muere por

tocarme pero no sabe si hacerlo, puedeque porque Miller ha vuelto a lanormalidad y yo parezco más estable. Almenos me siento más estable. Peromentiría si dijera que no la necesito. Mimadre. Ha estado a mi lado cuando meha hecho falta, puede que lo haya hechoporque se siente culpable, pero allíestaba. Le cojo la mano temblorosa y ledoy un apretón, diciéndole sin palabrasque no pasa nada.

—Gracias —susurro intentandosostenerle la mirada, simplementeporque creo que voy a echarme a llorarsi no la aparto. No quiero llorar más.

Se lleva mi mano a los labios y labesa con los ojos cerrados.

—Te quiero —dice con la voz rota.Saco fuerzas de flaqueza para no

desmoronarme delante de ella. Sé que aella también le cuesta.

—No seas muy dura con tu padre.Todo lo que pasó fue culpa mía, cielo.

Meneo la cabeza, enfadada.—No. Fue culpa de Charlie. —Se lo

tengo que preguntar porque hay una cosaque sigo sin tener muy clara—.¿Conociste a William antes que aCharlie?

Ella asiente frunciendo el ceño.—Sí.—¿Y William rompió contigo?

Asiente y se nota que le duelerecordarlo.

—Yo ignoraba la existencia delmundo de William. Él queríamantenerme alejada de aquello pero meacosté con Charlie para castigarlo. Nosabía dónde me metía, no lo supe hastaque fue demasiado tarde. No estoyorgullosa de lo que hice, Olivia.

Ahora la que asiente soy yo. Loentiendo. Todo. Y a pesar de loshorrores que mis padres han tenido quesoportar, no puedo evitar pensar que yono tendría a mi alguien si nuestro pasadohubiera sido diferente.

—¿Por qué no acudiste a William?—pregunto—. ¿Por qué no le contaste

que yo era su hija, lo que te hizoCharlie…?

Me sonríe con ternura.—Era joven y tonta. Y tenía mucho

miedo. Me lavó el cerebro. Tenía quetomar una decisión muy sencilla: osufría yo, o sufrían todas las personas alas que quería.

—Sufrimos de todas maneras.Asiente y traga saliva.—No puedo cambiar el pasado y las

decisiones que tomé. Ojalá pudiera. —Me aprieta la mano—. Sólo espero quepuedas perdonarme por no haberlohecho mejor.

Ni lo dudo. No tengo ni quepensarlo. Salgo del coche y abrazo a mi

madre. Hundo la cara en su cuello y ellasolloza sin parar. No la suelto. Nopienso soltarla.

Hasta que William coge a Gracie delas caderas e intenta quitármela.

—Vamos, cariño —le dice. Gracieme da más besos en la cara antes de queconsiga separarla de mí.

Sonrío al ver a William completocon mi madre.

—No quería que odiaras a tu madre—dice sin que tenga que preguntarle porqué me mintió y me dijo que fue él quienla echó. Él no sabía que la coaccionaronpara que desapareciera. Pensaba quenos había abandonado a los dos—. Noquería que supieras quién era tu padre.

—Gracie le da un apretón en elantebrazo—. Bueno, yo creía que éseera tu padre.

—Pero mi padre eres tú —digosonriente. Me devuelve la sonrisa.

—¿Decepcionada?Niego con la cabeza y vuelvo a

sentarme en el coche, sonriendo comouna tonta. Se abre la otra puerta y Millerentra, se acomoda y dice:

—Te vienes a mi casa. William hahablado con Gregory. Está todoarreglado.

De repente me siento muy culpable.Con todo el follón me había olvidado dela abuela.

—Tengo que ir a verla.

Estará muerta de preocupación.Recuerdo todo lo que me ha dicho. Sabeque Gracie ha vuelto y no me creo ni porun segundo que no quiera verla. Tengoque ir a casa y prepararla para elreencuentro.

—No es necesario.Miller me mira con las cejas en alto

y me encanta que vuelva a sacarme dequicio, pero no me emociona que insistaen mantenerme lejos de mi abuela.

—Sí que lo es —replico con miradadesafiante. Le ruego a Dios que noinsista. Acabo de recuperarlo y noquiero empezar a discutir.

—Necesitamos estar a solas —diceen voz baja, apelando a mi corazón.

Sé que me estoy dando por vencida.¿Cómo voy a negarme después de lo queha pasado?

—Te necesito entre mis brazos,Olivia. Solos tú y yo. Te lo suplico. —Me acaricia la rodilla con la mano—.Quiero lo que más me gusta, mi dulceniña.

Suspiro con los hombros caídos. Lasdos personas a las que más quiero en elmundo me necesitan y no sé por cuáldecidirme. ¿Por qué no puedo tenerlos alos dos?

—Ven a casa conmigo —sugieroresolviendo el dilema en un tris, pero laalegría me dura poco. Miller menea lacabeza.

—Necesito mi casa, mis cosas… ati.

Quiere decir que necesita su mundoperfecto. Ese que está patas arriba y enel que tiene que poner un poco de orden.No estará tranquilo hasta que lo haga. Loentiendo.

—Miller, yo…William entra en el coche.—Voy a llevar a tu madre a casa de

Josephine.Me entra el pánico e intento salir del

coche.—Pero…—Nada de peros —me advierte

William.Cierro el pico y lo miro indignada,

aunque no por eso se muestra menosinflexible o autoritario.

—Por una vez vas a hacer lo que tedigo y a confiar en que es por el bien detu abuela.

—Está delicada —protesto saliendodel coche. No sé por qué, no voy a ir aninguna parte.

—Entra. —William casi se ríe yvuelve a sentarme en el coche. Milleraprovecha y me aprisiona entre susbrazos.

—Suelta —refunfuño,revolviéndome en un intento inútil deescapar.

—¿Lo dices en serio, Olivia? —masculla cansado—. ¿Después de todo

lo que hemos pasado hoy, de verdad vasa ponerte insolente? —Me estrecha condecisión—. No tienes elección. Tevienes conmigo y fin de la cuestión, midulce niña. Cierra la puerta, Anderson.

Miro a William con cara de pena. Seencoge de hombros y va a cerrar lapuerta cuando una mano con la manicuraperfecta le toca el antebrazo. Gracie lomira suplicante. Suspira y le pone lamisma cara de pena a Miller. Me uno ala fiesta. Mi pobre hombre tiene trespares de ojos suplicantes fijos en él. Nisiquiera me siento culpable por laexpresión de derrota que empaña surostro. Con lo decidido que estaba atenerme toda para él…

—Justo lo que me faltaba —suspira.—Tengo que verla, Miller —

interviene Gracie. William no la detiene—. Y necesito a Olivia a mi lado. Teprometo que nunca más te pediré nada.Concédeme sólo esto.

Me trago mi dolor y Miller asiente.—Pues yo también voy —añade

tajante para asegurarse de que no esnegociable—. Nos vemos allí. Arranca,Ted. —Miller ni me mira.

—Sí, señor —confirma Tedmirándome sonriente por el retrovisor—. Será todo un placer.

La puerta se cierra y nos ponemos enmarcha. William acompaña a mi madre,que parece muy frágil, al Audi de Tony.

No pierdo el tiempo intentandomentalizarme de lo que nos espera alllegar a casa de la abuela. No serviríade nada.

No quiero entrar. Sé que William yGracie aún no han llegado. Ni siquieraun piloto de carreras se las apañaríamejor con el tráfico de Londres. Mequedo de pie en la acera, mirando lapuerta, deseando que Miller me anime aentrar. Aunque sé que no lo hará. Medará todo el tiempo del mundo si eso eslo que necesito, no va a meterme prisa.Sabe que es una situación muy delicadaa la que nunca pensé que tendría que

enfrentarme. Pero aquí estamos y notengo ni idea de cómo enfocarlo. ¿Entroy la preparo, le digo que Gracie vienede camino? ¿O me espero y entrodirectamente con mi madre? No lo sé,pero cuando se abre la puerta principaly aparece Gregory parece que ladecisión está tomada. Tardo un instanteen darme cuenta de que no está solo. Noestá con la abuela ni con George. Estácon Ben.

—¡Nena! —exclama suspirando dealivio y rápidamente me da un granabrazo, sin pedirle permiso a Miller. Yano hace falta. Me estrecha con fuerza yBen sonríe con afecto. Ni siquiera elhecho de ver a Miller le borra la sonrisa

de la cara.»¿Estás bien? —me pregunta Greg

cuando me suelta. Examina misfacciones y tuerce el gesto al ver elcorte del cuello.

Intento asentir porque sé que ahoramismo soy incapaz de articular unapalabra, pero ni para eso sirve micuerpo. Gregory se dirige a Miller.

—¿Está bien?—Perfecta —dice y oigo que sus

zapatos de cuero se acercan.—¿Y tú? —le pregunta Gregory,

preocupado de verdad—. ¿Tú estásbien?

Miller responde con la mismapalabra.

—Perfecto.—Me alegro. —Me da un beso en la

frente—. William me ha llamado.Ni pestañeo. William ha puesto a mi

mejor amigo al corriente de… todo yéste me lo confirma cuando me baja lavista a mi vientre. Sonríe pero consigueno comentar nada al respecto.

—Te está esperando.Ben y él me ceden el paso para que

vaya a ver a mi abuela pero no llego atener que andarme con pies de plomoporque un coche aparca en la acera.

Me vuelvo aunque sé quién es. Saledel coche, sujetándose a la puerta,vacilante. Está haciendo lo mismo queestaba haciendo yo, quedarse mirando la

casa, un poco perdida y abrumada.William acude a su lado y le rodea lacintura con el brazo. Ella lo mira yfuerza una pequeña sonrisa. Él no dicenada, sólo asiente animándola, yobservo fascinada cómo saca fuerzas dela conexión que comparten, igual queMiller y yo. Respira hondo y suelta lapuerta del coche.

Nadie dice nada. Es un asuntodelicado y todos estamos nerviosos, nosólo yo. Aquí todo el mundo quieremucho a mi abuela, incluso Ben, queobviamente ha estado visitándola confrecuencia. Todo el mundo es conscientede lo importante que es lo que va apasar. Pero nadie da el primer paso.

Estamos todos en la acera, esperandoque uno de nosotros tome la iniciativa,hable, ponga las cosas en marcha.

Pero no es ninguno de los presentes.—¡Dejadme pasar! —Todos giramos

la cabeza al oír a la abuela—. ¡Apartaosde mi camino! —De un empellón quitade en medio a Ben y a Gregory eirrumpe en escena.

Va en camisón pero lleva el peloperfecto. Es perfecta.

Se detiene en el escalón de laentrada y se sujeta a la pared para nocaerse. Quiero correr a darle un abrazoy decirle que todo está bien pero algome lo impide. Da un paso adelante, susancianos ojos azul marino miran más

allá de mí, al final del sendero.—¿Gracie? —susurra, intentando

enfocar la vista, como si no pudieracreer lo que ven sus ojos—. Gracie,cariño, ¿eres tú?

Da otro paso vacilante y se tapa laboca con la mano.

Aprieto los dientes con fuerza y laslágrimas me nublan la vista. Sollozo sinparar, sin que me consuele que Millerme rodee la cintura con el brazo. Miro ami madre. William la sostiene y ella estáagarrada a él como si le fuera la vida enello.

—Mamá… —solloza y las lágrimasle bañan el rostro.

Un llanto que es puro dolor hace que

me vuelva hacia la abuela y me asusto alver que se tambalea. Está atónita y feliz.

—Mi preciosa niña.Empieza a doblarse hacia adelante,

su cuerpo no es capaz de mantenerla enpie por más tiempo.

—¡Abuela!El corazón se me sale del pecho y

corro hacia ella pero se me adelantan.Gracie llega primero, coge a la abuela ylas dos caen suavemente al suelo.

—Gracias, Dios mío, por habérmeladevuelto —solloza la abuelaarrojándole a mi madre los brazos alcuello y estrechándola con todas susfuerzas. Abrazadas, lloran la una en elcuello de la otra. Nadie interviene, las

dejamos tal cual, reunidas al fin despuésde tantos años perdidos. Miro a todoslos presentes, a todos se les hanhumedecido los ojos. Todos tienen unnudo en la garganta. Es un reencuentrocargado de emoción. Es como si laúltima pieza de mi mundo, que estabahecho pedazos, encajara en su sitio.

Al rato miro a Miller. Me entiendesin necesidad de decirle nada y me cogedel cuello con cuidado. Necesitan estarjuntas, a solas las dos. Y en mi corazónsé que mi valiente abuela podráapañárselas sin mí un poco más.

Y en mi corazón sé que Miller no.

24

—Ven. —Miller me coge en brazos alpie de la escalera pero insisto enapartarlo.

—Estás agotado —protesto y me daigual si se enfada—. Puedo subirandando.

Subo despacio para que su cuerpocansado pueda seguirme el ritmo, perono tarda en cogerme en brazos.

—¡Miller!—Vas a dejar que te adore, Olivia

—salta—. Eso hará que me encuentre

mejor.Me rindo con facilidad. Lo que haga

falta.Sus pasos regulares retumban sobre

el cemento. Le paso los brazos por loshombros y estudio su cara mientrassubimos las diez plantas. No pareceestar cansado, respira con normalidad yestá tan guapo e impasible comosiempre. No puedo quitarle los ojos deencima. Estoy recordando el momentoen que me subió por primera vez por laescalera, cuando no sabía nada de estehombre misterioso pero estaba tanfascinada con él que me obsesionabapor completo. Nada ha cambiado.Siempre me tendrá fascinada y todas sus

manías me alegran la vida.Para siempre.Hasta el fin de los tiempos.Y más allá.Una vez Miller me dijo que iba

derecho al infierno. Que sólo yo podíasalvarlo.

Los dos hemos estado allí.Y hemos vuelto juntos.Sonrío para mis adentros cuando me

mira de reojo y me pilla embobada conél.

—¿En qué piensas? —preguntamientras se concentra de nuevo en llegara su apartamento.

Me deja en el suelo con sumocuidado, abre la puerta y me invita a

pasar. Entro muy despacio y contemploel interior. No me cuestiono que éste esmi sitio.

—Estoy pensando en que me alegrode estar en casa. —Sonrío cuando oigouna exclamación silenciosa de sorpresa,pero no me muevo del sitio. Suapartamento es perfecto y palaciego.

—Tampoco es que tengas elección—me contesta fingiendo indiferencia. Sélo mucho que significa para él.

—El bebé necesitará una habitación—lo pincho.

Me lo voy a pasar bomba cuandopor fin comprenda que los bebés vienencon mucho desorden bajo el brazo.Ahora que ya no tiene que pensar en

cosas horribles y deprimentes, no creoque tarde en darse cuenta.

—Estoy de acuerdo —se limita acontestar. Sonrío.

—Y todo estará siempre lleno detrastos.

Esta vez tarda en responder.—Explícate.Me vuelvo para saborear el pánico

que le va a entrar sólo de imaginárselo.No puedo ocultar lo mucho que medivierte.

—Pañales, pijamas, biberones,leche en polvo, todo en la encimera detu cocina. —Me muerdo el labio cuandoel pánico se intensifica. Se mete lasmanos en los bolsillos y se relaja para

intentar disimularlo. Fracasamiserablemente—. La lista esinterminable —añado.

Se encoge de hombros con un mohín.—Pero será todo en pequeñito, no

creo que cause mucho trastorno.Podría seguir achuchándolo hasta la

muerte. Está claro que lo necesita.—¿Estás seguro, Miller?—Bueno, no habrá leche en polvo

porque vas a darle el pecho. Ytendremos sitio para guardar todo lodemás. Estás ahogándote en un vaso deagua.

—Tu mundo perfecto está a punto desaltar por los aires.

Me regala una de sus sonrisas con

hoyuelos, se le iluminan los ojos y todo.Le sonrío y se me echa encima, melevanta del suelo y me lleva por el salónpegada a su pecho.

—Mi mundo perfecto nunca ha sidotan perfecto y luminoso como ahora,Olivia Taylor. —Me da un beso depelícula y me río en su boca—. Ytodavía va a ser mejor, mi dulce niña.

—Estoy de acuerdo. —Me lleva aldormitorio y suelto un gritito cuando metira en la cama y sus almohadonesdecorativos salen volando en todasdirecciones. Me ha sorprendido, y aúnme sorprende más cuando se lanzaencima de mí, vestido y todo—. ¿Quéhaces? —pregunto entre risas,

abriéndome de piernas para que puedaponerse cómodo.

Empieza a tirar de las sábanas de lacama, a sacarlas, a arrugarlas en unabola sin el menor cuidado. Yo grito y merío, asombrada y feliz en cuantorodamos por la cama y nos enredamoscon el algodón blanco.

—¡Miller! —Me río y lo pierdo devista, igual que a la habitación, cuandome quedo enterrada bajo una montaña detela. Estoy atrapada. Las sábanas setensan porque intento moverme. Millerse ríe y maldice al tratar dedesenredarnos pero sólo consigue liarlamás.

No sé cuántas vueltas me ha dado.

Estoy debajo de él, encima de él, unidospor el lío de sábanas, sin ver nada ymuertos de la risa.

—¡No puedo salir! —digo haciendoun esfuerzo por liberarme las piernas apatadas—. ¡No puedo moverme!

—Cojones —maldice dándonos otravez la vuelta, pero se equivoca de lado yde repente no hay cama debajo denosotros.

—¡Ay! —grito cuando caemos alsuelo con un estrépito. Me río amandíbula batiente y Miller tira yrebusca entre las sábanas intentandolocalizarme.

—¿Dónde diablos estás? —gruñe.Lo único que veo es algodón.

Algodón blanco por todas partes, peropuedo olerlo y sentirlo y cuando meaparta la sábana de la cama con unúltimo taco, también puedo verlo. Medeja sin aliento.

—Lo de caerse de la cama empiezaa convertirse en una costumbre —susurra dándome un beso de esquimalantes de dejarme tonta con un beso quevale toda una vida de amor y toneladasde exquisito deseo—. Sabes a gloria.

Nuestras lenguas bailan con lentitudy nuestras manos exploran sin límites.Tenemos los ojos abiertos, ardientes depasión. Volvemos a estar solos, Miller yyo, en nuestra pequeña burbuja defelicidad, igual que otras muchas veces

antes. Sólo que ahora ya no hay unmundo cruel acechándonos ahí fuera.

Se ha acabado.Una noche que se ha convertido en

una vida. Bueno, también en mucho másque eso.

—Me muero por tus huesos, MillerHart —musito en su boca y sonríocuando noto que sus labios se estiran.

—Eso me hace muy feliz.Se aparta y realiza una secuencia de

movimientos: parpadea despacio,entreabre un poco los labios y me miracon los ojos entornados, intensamente.Es como si supiera que todas y cada unade esas cosas contribuyeron a que mequedara fascinada con él desde el

principio y quisiera recordármelas. Nohace falta. Cierro los ojos y las veo.Abro los ojos y las veo. Mis sueños ymi realidad se confunden pero ahoratodo está bien. Ya no me escondo. Esmío de día, de noche, en sueños y deverdad. Me pertenece.

—Me estás arrugando el traje, midulce niña. —Lo dice muy serio y sueltouna señora carcajada. Resulta que ahorasólo le preocupa el paño fino—. ¿Qué tehace tanta gracia?

—¡Tú! —me parto de risa—. ¡Tú ytú!

—Excelente —concluye tajante. Selevanta—. Eso también me hace feliz. —Me coge las manos y me sienta—.

Quiero hacer una cosa.—¿Qué?—Calla —me dice ayudándome a

que me ponga de pie—. Ven conmigo.Me coge de la nuca y cierro los ojos,

saboreando su caricia; el calor queemana de su piel se extiende por mi piel.Desde el cuello hasta la punta de lospies. Estoy inmersa en el calor y latranquilidad de sus caricias.

—Tierra llamando a Olivia —mesusurra al oído. Abro los ojos.

Sonrío con los ojos entornados ydejo que me conduzca a su estudio. Lasensación de paz se multiplica por milcuando entramos.

—¿Qué hacemos aquí?

—Una vez alguien me dijo que meresultaría mucho más satisfactorio pintaralgo de carne y hueso que me parecierabello. —Me lleva hasta el sofá, mesienta y me levanta las piernas y lascoloca en el sofá a su gusto—. Quierocontrastar esa teoría.

—¿Vas a pintarme? —No me loesperaba. Pinta paisajes y edificios.

—Sí —contesta con decisión.Alucino. Coge un caballete y lo pone enel centro del estudio—. Quítate la ropa.

—¿Desnuda?—Correcto. —No me mira.Me encojo de hombros.—¿Alguna vez has pintado algo

vivo? —pregunto sentándome y

quitándome los vaqueros. Lo que quierosaber es si alguna vez ha pintado aalguien. Cuando me mira con ojossonrientes sé que ha decodificado lapregunta y que sabe exactamente a quéme refiero.

—Nunca he pintado a una persona,Olivia.

Intento que no se note que es un granalivio pero mi cara no coopera y sonríode oreja a oreja sin querer.

—¿Está mal que eso me complazcaenormemente?

—No. —Se echa a reír. Coge unlienzo en blanco que estaba apoyado enla pared y lo coloca en el caballete.

Estoy hablando con él por encima

del respaldo del sofá, que está de cara ala ventana, lejos de lo demás. ¿Cómo vaa pintarme si no puede verme?

Cuando viene me estoy quitando lacamiseta, esperando a que le dé lavuelta al sofá para tenerlo de cara, perono. Me ayuda a sacarme la ropa interior,despacio, y se pelea con mi cuerpo hastaque me quedo sentada en el respaldo deeste mamotreto y los pies en el asiento.Estoy de espaldas a la habitación,mirando el espectacular cielo deLondres. Sólo las luces de los edificioslo iluminan.

—¿No sería mejor hacerlo de día?—pregunto. Dejo caer el pelo por loshombros y coloco las manos en el sofá,

junto a mis caderas—. Así verás mejorlos edificios.

Me estremezco cuando el calor de sualiento me roza la piel, seguido de suslabios. Me besa en la espalda, unhombro, la columna, y el hueco de detrásde la oreja.

—Si hubiera luz tú no serías el temaprincipal.

Me coge la cabeza y la vuelve hastaque veo sus ojos azules.

—Tú eres lo único que veo. —Mebesa con ternura y me relajo con losatentos movimientos de sus labios—. Dedía o de noche, tú eres lo único que veo.

No digo nada. Permito que me colmede besos. Me vuelve la cara hacia el

ventanal y me deja sentada en elrespaldo del sofá, desnuda y sin unapizca de vergüenza. Intento admirar elpaisaje de Londres de noche, en el quenormalmente me pierdo con facilidad,pero me distrae demasiado el oírlotrabajar detrás de mí. Echo un vistazopor encima del hombro. Está cogiendopinceles y pintura, un poco agachado,con el mechón rebelde haciendo de lassuyas. Sonrío cuando sopla paraapartárselo de la frente; no puedehacerlo con las manos porque las tienellenas de utensilios. Ordena todo lo quenecesita, se quita la chaqueta y se subelas mangas de la camisa. Pero todo lodemás sigue en su sitio: el chaleco, la

corbata…—¿Vas a ponerte a pintar con el traje

nuevo puesto? —pregunto mientrasarregla botes y pinturas. Eso sí que seríauna novedad.

—Tampoco es para tanto. —No mepresta atención, sigue preparándose parala sesión de pintura—. Mírate el hombroizquierdo.

Frunzo el ceño.—¿Que me mire el hombro

izquierdo?—Sí.Se acerca y moja el pincel en pintura

roja. Lo sigo con la mirada hasta que lotengo justo detrás. Coge el pincel depunta fina y lo lleva a mi hombro.

Escribe dos palabras.TE QUIERO.—Aún no te lo he escrito en el

izquierdo. No pierdas de vista esaspalabras.

Me besa la cara sonriente y se vaotra vez. Pero no lo miro porque nopierdo de vista esas palabras. Son aúnmás bonitas que el paisaje de Londres.

No me muevo más que parapestañear. Veo cómo se mueve con elrabillo del ojo pero no le veo la cara yeso me molesta un poco. Lo que estáhaciendo lo relaja y me alegro de serlede ayuda. Los segundos se convierten enminutos y los minutos en horas. Soy unaestatua y aprovecho este momento de

quietud para pensar en todo por lo quehemos pasado y en lo que nos depararáel futuro.

Un futuro que incluye a nuestro bebé,a mi madre y a mi padre. No hay lugarpara el resentimiento. Empezaremosnuestra nueva vida sin problemas.Impoluta y perfecta. Mi mente está librede cosas malas y así será nuestra vida.Ahora mismo sólo siento una pazabsoluta. Respiro hondo, tranquila,serena y sonrío para mis adentros.

—Tierra llamando a Olivia. —Sutono fluido atraviesa mi felicidad y meexcita.

Siento el cosquilleo de suproximidad en la piel desnuda. Levanto

la vista y lo veo detrás de mí, sigueinmaculado. No le ha caído ni una gotade pintura.

—¿Estabas pensando en mí? —Apoya las manos limpias en mis caderasy mi espalda contra su pecho,envolviéndome en tela cara.

—Sí. —Le cojo las manos, estoy unpoco entumecida—. ¿Cuánto tiempollevo así?

—Un par de horas.—Se me ha dormido el trasero. —

Del todo, e imagino que las piernastambién. Me va a doler cuando melevante.

—Ven. —Me levanta y me deja en elsuelo, sin soltarme, por si no me tengo

en pie—. ¿Te duele? —Me masajea elculo para intentar devolverle la vida.

—Sólo se me ha dormido.Me sujeto a sus hombros mientras se

toma su tiempo masajeándome, hasta quellega a mi vientre y cesan losmovimientos circulares. Mira haciaabajo pero no dice nada durante muchomucho tiempo. Lo dejo tranquilo, felizde que me esté mirando.

—¿Crees que nuestro hijo seráperfecto? —pregunta muy preocupado.Me hace sonreír.

—En todos los sentidos —le digo,porque sé que será… igualito a Miller—. ¿Hijo?

Me mira, le brillan los ojos de

felicidad.—Presiento que será niño.—¿Cómo es que estás tan seguro?Menea un poco la cabeza, no muy

dispuesto a satisfacer mi curiosidad.—Simplemente lo sé.Está mintiendo. Lo cojo de la

barbilla y lo obligo a mirarme a la cara.—Explícate.Intenta cerrar los ojos pero le brillan

demasiado.—Lo he soñado —dice

acariciándome el pelo. Juega con él,recoloca algunos mechones aquí y allá—. Me he permitido soñar con loimposible, como hice contigo. Y ahorate tengo a ti.

Relajo los hombros. Estoy tranquila,contenta. Me cubre la boca con la suya.

Va a adorarme.Lentamente, con ternura, al estilo

perfecto de Miller.—Necesito hacerte el amor, Olivia

—masculla en mi boca. Desliza loslabios por mi mejilla, mi oído y mi pelo—. Agáchate. —Me coge de la cintura yda un par de pasos atrás, tirando de miscaderas—. Pon las manos en el sofá.

Asiento y me sujeto al respaldo delviejo sofá. Se desabrocha lospantalones. No está preparado paraperder el tiempo desnudándose y meparece bien. Yo estoy como mi madreme trajo al mundo y Miller está

completamente vestido, pero siento queasí es mucho más poderoso y ahoramismo necesita sentirse poderoso.

—¿Estás lista para mí? —preguntametiendo los dedos entre mis muslos ysumergiéndolos en mis jugos calientes.Lo invito a entrar, se lo suplico. Gruñomi respuesta, que la verdad es quesobra. Estoy chorreando—. Siempreestás lista para mí —susurra besándomela columna antes de lamerme el cuello.Sabe cómo me siento cuando no me dejaverle la cara.

Respiro sumida en el placer y hagolo que me pide. Vuelvo la cara para queme vea de perfil y así poder perdermeen él. No me preocupa no verle el pecho

desnudo, me basta con su cara.—Mejor. —Saca los dedos y me

siento vacía y estafada, pero no pormucho tiempo. Los reemplaza con lapunta de su polla jugando con mientrada, humedeciéndome toda. Gimoteoy meneo la cabeza, suplicante. Sabe loque quiero—. No deseo hacerte esperar,mi dulce niña.

Me la mete con un profundo gemidoy echa la cabeza hacia atrás sin dejar demirarme a los ojos.

Clavo las uñas al sofá y tenso losbrazos. Irrumpe en mí sin tener enconsideración el daño que puedehacerme.

—¡Mierda!

—Calla —dice con voz gutural, letiemblan las caderas—. Esto es unagozada.

Sale de mi interior, temblando, y deinmediato se mete y con las caderasdibuja círculos contra mi culo.

Me falla la respiración.—Me encanta ese sonido. —La saca

otra vez y me embiste de nuevo. No parode gemir y de jadear—. No sabes lomucho que me gusta.

—Miller —resoplo intentando nomoverme por él. Me abro de piernaspara darle mejor acceso—. ¡Dios,Miller!

—Te gusta, ¿verdad?—Sí.

—¿El mejor?—¡Dios, sí!—Estoy de acuerdo, dulce niña. —

Está en racha, ha encontrado el ritmoperfecto. Entra, sale, meneo y otra vezigual—. Me voy a tomar mi tiempocontigo —me promete—. Toda… la…noche.

Me parece bien. Quiero estar pegadaa él para siempre.

—Empezamos aquí. —Me la metehasta el fondo, grito y me echo haciaadelante para disfrutar de la sensación—. Luego voy a hacértelo contra lanevera. —La saca, coge aire. Su pechose expande bajo la camisa y el chaleco—. En la ducha. —Adentro otra vez—.

En la mesa del estudio. —Mueve lascaderas contra mi culo, me pongo depuntillas y gimo—. En mi cama.

—Por favor —le suplico.—En el sofá.—¡Miller!—En la mesa de la cocina.—¡Me corro!—En el suelo.—¡Dios!—Vas a ser mía en todas partes.«¡Bang!»—¡Aaaaah!—¿Quieres correrte?—¡Sí! —Y cuanto antes. Estoy

sudando y temblando. Cojo aire agrandes bocanadas y tenso todos los

músculos de mi cuerpo. Quiero eseorgasmo que está a punto de estallar enmi interior. Va a ser de los gordos. Va ahacer que me cedan las piernas y mequede afónica de tanto gritar—. ¡Mecorro! —grito a sabiendas de que no hayforma de pararlo.

—Quiero verte los ojos —me avisa,sabe que me tiene enloquecida—. Nolos escondas de mí, Olivia.

Rota las caderas sin parar, cada vezcon más precisión. Es imposiblecomprender lo bien que se mueve ylleva el ritmo a menos que te someta asus habilidades. Y a mí me tiene biensometida. Lo comprendo del todo. Va ahacerme sentir eufórica y feliz, a

dejarme la mente en blanco. Si pudiera,gritaría. Trago saliva cuando noto quepalpita y se agranda en mi interior.Maldice. Él también está a punto.

—Necesito que nos corramos juntos.—Jadea aumentando el ritmo, chocandocontra mi culo, clavándome los dedos enla cintura—. ¿De acuerdo?

Asiento. Entorna los ojos y me atraehacia sí con fuerza.

Se me nubla la mente, una oleada deplacer inunda mi cuerpo como unmaremoto y casi me caigo al suelo.

—¡Miller! —grito. He recuperado lavoz—. ¡Miller, Miller, Miller!

—¡Joder, joder, joder! —bramaestremeciéndose mientras tira de mí y

me baja la espalda. Está temblando ytiene los ojos cerrados. Dejo caer lacabeza, agotada, sintiendo cómo mechorrea por las piernas y me calienta.Me completa—. Dios, Olivia. Eres unadiosa.

Se desploma; la tela de su traje carose empapa con el sudor de mi espalda.Respira entrecortadamente en mi cuello.

Estamos molidos, intentandorecobrar el aliento. Me pesan lospárpados pero sé que no va a dejarmedormir.

—Voy a adorarte toda la noche. —Se despega de mi espalda desnuda y mevuelve en sus brazos. Me seca el sudorde la cara y me colma de besos—. A la

nevera —susurra.

25

Me duele todo. Estoy escocida yespatarrada en la cama de Miller, conlas sábanas enrolladas en la cintura.Siento el aire frío de la habitación en laespalda. Estoy pegajosa y seguro quetengo el pelo revuelto y enredado. Noquiero abrir los ojos. Revivo cadasegundo de anoche. Me lo hizo en todaspartes. Dos veces. Podría pasarme unaño durmiendo pero me doy cuenta deque Miller no está a mi lado y palpo lacama por si mi radar ha fallado. Pues

no. Me peleo con las mantas hasta queme quedo sentada en la cama,apartándome la maraña rubia de la carasomnolienta. No está.

—¿Miller? —Miro hacia el baño.La puerta está abierta pero no oigo nada.Con el ceño fruncido, me acerco alborde de la cama y algo me tira de lamuñeca.

—Pero ¿qué…?Tengo un cordel blanco de algodón

atado a la muñeca. Lo cojo con la otramano y veo que uno de los extremos esmuy largo, llega hasta la puerta deldormitorio. Con una sonrisa a medias yalgo extrañada me levanto de la cama.

—¿Qué estará tramando? —pregunto

al vacío. Me enrollo una sábanaalrededor del cuerpo y cojo el cordelcon ambas manos. Sin soltarlo, empiezoa andar hacia la puerta, la abro, echo unvistazo al pasillo y agudizo el oído.

Nada.Hago un mohín. Sigo el cordel

blanco por el pasillo, sonrío. Llego alsalón de Miller pero el cordel no acabaahí y se me borra la sonrisa de la cara alver que me dirige a uno de los cuadrosde Miller.

No es un paisaje de Londres.Es un cuadro nuevo.Soy yo.Me llevo la mano a la boca,

alucinada por lo que estoy viendo.

Mi espalda desnuda.Con la mirada recorro las curvas de

mi cintura diminuta y mi culo, sentado enel sofá. Luego asciendo hasta que veo miperfil.

Se me ve serena.Con claridad.Perfecta.No hay nada abstracto. Ahí están

todos los detalles de mi piel, de miperfil, y mi pelo está impecable. Soy yo.No ha utilizado su estilo habitual y no haemborronado la imagen o la ha afeado.

Excepto el fondo. Más allá de micuerpo desnudo las luces y los edificiosson manchas de color, casi todas negrascon toques de gris para acentuar las

luces brillantes. Ha capturado el cristalde la ventana a la perfección y aunqueparezca imposible, mi reflejo se veclaro como el día: mi cara, mi pechodesnudo, mi pelo…

Meneo la cabeza lentamente y medoy cuenta de que estaba conteniendo larespiración. Me quito la mano de laboca y doy un paso al frente. El oleobrilla, no está seco del todo. No lo tocoaunque las yemas de mis dedos semueren por dibujar mi contorno.

—Miller… —susurro, asombradapor la belleza de lo que tengo ante mí.No porque me haya pintado a mí, sinopor la imagen tan bella que ha creado mihombre, tan apuesto y con tantos

defectos. Nunca dejará desorprenderme. Su mente compleja, sufuerza, su ternura… Su increíble talento.

Me ha pintado a la perfección, casiparece que estoy viva, pero me rodea uncaos de pintura. Empiezo a comprenderuna cosa justo cuando me fijo en unpedazo de papel que hay en la esquinainferior izquierda del cuadro. Lo cojocon una pizca de recelo porque MillerHart tiene tendencia a partirme elcorazón por escrito. Lo desdoblo y memuerdo el labio inferior.

Son sólo cinco palabras.Y me dejan sin habla.«Sólo te veo a ti».Su mensaje se torna borroso porque

se me llenan los ojos de lágrimas. Melas seco furiosa en cuanto caen por mismejillas. Lo leo otra vez, entre sollozos,y miro el cuadro para recordar sumagnificencia. No sé por qué. Ya me séla imagen y la nota de memoria. Quierosentir fuegos artificiales bajo la piel,necesito sentirlo, verlo. Me paso unmomento suplicándole que venga a mípero aquí sigo, sola con el cuadro.

Entonces recuerdo el cordel atado ami muñeca. Lo cojo, sale otro de detrásdel cuadro. Corto el que me une alcuadro y sigo el segundo a la cocina, dedonde sale un nuevo cabo. Mi caza deltesoro no ha terminado y Miller no estáen la cocina. La mesa está hecha un asco

y huele a quemado. No es propio deMiller. Me acerco rápidamente: hayunas tijeras, restos de papel por todaspartes y una olla. Miro en el interior, nopuedo evitarlo, soy demasiado curiosa.Tengo que contener un grito cuando veolos restos calcinados.

En la mesa hay páginas sueltas, rotasy cortadas. Son las páginas de unaagenda. Cojo unas cuantas y las examinoen busca de algo que me confirme missospechas.

Y lo encuentro.La letra de Miller.—Ha quemado la agenda de las citas

—susurro y dejo que los restos de papelcaigan sobre la mesa. ¿Y no los ha

recogido? No sé qué me sorprende más.Me pararía a pensar en este dilema si nofuera porque estoy viendo una foto.Vuelvo a sentir todo lo que sentí laprimera vez que la vi: la pena, ladesolación, la rabia y, aunque se mellenan los ojos de lágrimas, cojo la fotode cuando Miller era pequeño y la miroun buen rato. No sé por qué, pero algome empuja a darle la vuelta a pesar deque sé que no hay nada escrito al dorso.

O no lo había.Ahí está la caligrafía de Miller y yo

vuelvo a estar hecha un mar de lágrimas.

Sólo tú, en la luz o en la oscuridad.Ven a buscarme, mi dulce niña.

Me repongo y me entra el pánicopero por otro motivo. Dejo atrás elpapel chamuscado y cojo el cordel. Losigo deprisa, sin pararme a pensar nisiquiera cuando me conduce a la puertadel apartamento. Salgo, tapándome conla sábana, sigo el cordel… Y me paroporque de repente desaparece.

Entre las puertas del ascensor.—Ay, Dios mío —exclamo

apretando el botón de apertura como unaloca. El corazón se me va a salir delpecho, late a ritmo de staccato contramis costillas—. Dios mío, Dios mío,Dios mío.

Los segundos me parecen siglosmientras espero impaciente que se abran

las puertas del ascensor. Aprieto elbotón sin parar, sé que no sirve paranada, sólo para desahogarme.

—¡Ábrete de una vez! —grito.¡Ding!—¡Gracias a Dios!El cordel que estaba suspendido en

el aire cae a mis pies cuando las puertasempiezan a abrirse.

Los fuegos artificiales estallan. Escomo un festival de pequeñasexplosiones que me marea y me atonta.Ni siquiera veo bien.

Pero ahí está.Me agarro a la pared para no caerme

del susto. ¿O es de alivio?Está sentado en el suelo del

ascensor, con la espalda pegada a lapared, la cabeza gacha y la otra puntadel cordel atada a su muñeca.

¿Qué demonios hace aquí dentro?—¿Miller? —Me acerco, vacilante,

preguntándome cómo me lo voy aencontrar y cómo voy a lidiar con esto—. ¿Miller?

Levanta la cabeza. Abre los ojosmuy despacio y cuando sus penetrantesojos azules se clavan en los míos se mecorta la respiración.

—No hay nada que no haría por ti,mi dulce niña —suspira alargando lamano hacia mí—. Nada.

Ladea la cabeza para que me meta enel ascensor y obedezco sin pensármelo

dos veces, lista para reconfortarlo. ¿Porqué está en el ascensor? Misterio. ¿Porqué se tortura así? Quién sabe.

Lo cojo de la mano e intentolevantarlo pero me sienta en su regazosin darme tiempo a reaccionar y asacarlo de este agujero.

—¿Qué haces? —le pregunto,conteniéndome para no discutir con él.

Me coloca como quiere.—Vas a darme lo que más me gusta.—¿Qué? —pregunto sin entender

nada. ¿Quiere lo que más le gusta en unmaldito ascensor? ¿Con el miedo que lestiene?

—Te lo he pedido una vez —saltaimpaciente. Lo dice en serio. ¿Por qué

está haciendo esto?Como no tengo nada más que decir y

no me deja que lo saque de este agujeroinfernal, lo envuelvo entre mis brazos ylo estrecho contra mi pecho. Nospasamos varios minutos así, hasta quenoto que deja de temblar. Y locomprendo todo.

—¿Te has metido aquí por voluntadpropia? —pregunto, porque no creo queuno tropiece y acabe por accidente en elascensor.

No contesta. Respira pegado a micuello, el corazón le late a un ritmoestable contra mi pecho y no veo signosde pánico. ¿Cuánto tiempo lleva aquídentro? Ya me enteraré. De momento,

dejo que me abrace hasta la saciedad.Las puertas se cierran y ahora sí que sele acelera el pulso.

—Cásate conmigo.—¡¿Qué?! —grito saltando de su

regazo. No le he entendido bien.Imposible. No quiere casarse. Lo miro ala cara. Aunque estoy anonadada, veoque la tiene bañada en sudor.

—Ya me has oído —contesta sinmover un pelo. Sólo mueve los labios,que se abren muy despacio cuandohabla. Sus enormes ojos azules niparpadean y se me clavan en la cara depasmada.

—Cre… Creía…—No hagas que me repita —me

advierte y cierro la boca, sigo más quesorprendida. Intento decir algocoherente. No me sale. Mi mente noresponde.

Me quedo mirando su rostroimpasible, esperando una pista que meaclare lo que acabo de oír.

—Olivia…—¡Dilo otra vez! —exclamo a toda

prisa, con excesiva brusquedad, pero meniego a disculparme. Estoy demasiadoaturdida. Normalmente me pongo bordeen cuanto él se pone borde pero hoy no.Hoy no valgo para nada.

Miller respira hondo, extiende losbrazos y tira de la sábana que me cubreel pecho para atraerme hacia él.

Estamos frente a frente, unos ojos azulesresplandecientes y unos ojos de colorzafiro inseguros.

—Cásate conmigo, mi dulce niña. Sémía para siempre.

Llevo tanto tiempo conteniendo elaliento que me arden los pulmones. Noquería hacer el menor ruido mientras élrepetía lo que yo creía que había dicho.

—Uuuuuf. —Suelto el aireacumulado en mis pulmones—. Creíaque no querías casarte de maneraoficial.

Me había hecho a la idea. Su palabrapor escrito y su promesa me bastan. Aligual que Miller, no necesito testigos niuna religión que valide lo que tenemos.

Aprieta los labios carnosos.—He cambiado de opinión y no hay

más que hablar.La mandíbula me llega al suelo.

¿Así, de pronto? Le preguntaría qué hacambiado pero creo que es evidente y novoy a cuestionarlo. Me dije que Millertenía razón y realmente así lo creía. Talvez porque tenía sentido, tal vez porqueparecía inflexible.

—Pero ¿por qué estás en elascensor? —Pienso en voz alta. Estoyintentando entender lo que pasa.

Pensativo, mira alrededor como siestuviera en peligro. Pero se concentraen mí.

—Soy capaz de hacer cualquier cosa

por ti —dice con total seguridad.Lo entiendo.Si puede hacer esto, puede hacer

cualquier cosa.—En mi vida hay orden y concierto,

Olivia Taylor. Ahora soy quien debo ser.Tu amante. Tu amigo. Tu marido. —Bajala vista a mi vientre, maravillado, y desus ojos desaparece el miedo. Ahoraestán sonrientes—. El padre de nuestrobebé.

Dejo que me mire la barriga duranteuna eternidad. Me da tiempo a asimilarque se me ha declarado. Miller Hart noes un hombre corriente. Es un hombre alque es imposible describir. Creo quesoy la única que puede hacerlo. Porque

yo lo conozco. Todo el mundo, inclusoyo hace mucho, utilizó adjetivos quecreían adecuados para describir aMiller.

Distante. Frío. Incapaz de amar.Imposible de amar.

Nunca ha sido ninguna de esascosas, aunque lo ha intentado con todassus fuerzas. Y con bastante éxito.Repelía lo positivo y recibía con brazosabiertos todo lo malo. Como en suspinturas, afeaba su belleza natural. Lasbarreras de Miller Hart eran tan altasque corría el riesgo de que nunca nadiepudiera saltarlas. Porque así era comolas quería. Yo no he derribado sola esasbarreras. Él las ha desmantelado

conmigo, ladrillo a ladrillo. Deseabaenseñarme el hombre que de verdadquería ser. Por mí. Nada en el mundo meproduce más placer o satisfacción queverlo sonreír. Parece muy poca cosa, losé, pero en nuestro mundo no lo es. Cadasonrisa que me regala es una señal deverdadera felicidad y a pesar de suapariencia fría e impasible, siempresabré lo que piensa. Sus ojos son un marde emociones y soy la única que sabeinterpretarlas. He terminado el curso deiniciación a Miller Hart y he sacadomatrícula de honor. Pero no me engaño,no lo he hecho sola. Nuestros mundoschocaron y explotaron. Yo lo descifré aél y él me descifró a mí.

Antes éramos él y yo.Ahora somos nosotros.—Puedes ser quien tú quieras —le

susurro acercándome. Necesito tenerlomás cerca.

Una paz inimaginable se refleja ensu rostro cuando volvemos a mirarnos alos ojos.

—Quiero ser tu marido —dice conternura, en voz baja—. Cásate conmigo,Olivia Taylor. Te lo suplico.

Me deja sin aliento.—Por favor, no hagas que me repita.—Pero…—No he terminado. —Me tapa la

boca con un dedo—. Quiero que seasmía de todas las maneras posibles,

incluso ante Dios.—Pero no eres un hombre religioso.

—Le recuerdo lo evidente.—Si él acepta que eres mía, seré lo

que haga falta. Cásate conmigo.Me derrito de felicidad y me lanzo a

sus brazos. Lo que siento por miperfecto caballero no me cabe en elpecho.

Me coge al vuelo. Me abraza. Mellena de seguridad.

—Como quieras —susurro.Sonríe contra mi cuello y me

constriñe con su abrazo de oso.—Voy a tomármelo como un sí —

dice en voz baja.—Correcto —susurro, sonriendo

contra su cuello.—Bien. Ahora sácame de este

maldito ascensor.

EPÍLOGO

Seis años después

Está torcido, por lo menos cincomilímetros.

Y me está poniendo malo. Metiemblan las manos y tamborileo con losdedos cada vez más rápido.

«Está bien. Está bien. Está bien».«¡No está nada bien!», bramo para

mis adentros y muevo el portátil un pelína la izquierda. Sé que la sensación dealivio que me produce no tiene sentido,

lo sé, pero no entiendo por qué debodejarlo tan horriblemente torcido cuandocon un segundo de mi tiempo puedocolocarlo como tiene que estar. Frunzoel ceño y me pongo cómodo en misillón, me siento mucho mejor. Laterapia está haciendo maravillas.

Unos golpecitos hacen que meolvide del ordenador. Me invade unamezcla de felicidad y un sinfín deemociones que hacen explotar los fuegosartificiales que siento bajo la pielcuando la tengo cerca.

Mi dulce niña. Está aquí.Sonrío, cojo el mando a distancia y

presiono el botón que hace aparecer laspantallas. Tardan una eternidad pero no

me preocupa que se presente sin avisar.Tiene el código, pero me esperará.Como hace siempre.

Las pantallas se encienden y suspirocuando la veo en el monitor central. Sucuerpo minúsculo vestido con unospantalones capri negros y una camisablanca. El pelo le cae como una cascadapor los hombros. Podría poner los piesencima de la mesa, recostarme en elsillón y pasarme todo el díaobservándola. Pero no voy a manchar lamesa con la mugre de mis zapatos y nohay terapia en el mundo que vaya acambiar eso. Apoyo la cabeza en elrespaldo del sillón, doy golpecitos conel mando en el reposabrazos y sonrío al

verle los pies. El color del día: coral.La verdad es que hacen que su eleganteropa de trabajo parezca menos formal,pero no importa. Mi niña tiene por lomenos cincuenta pares y voy a añadirmuchos más a la colección. No puedoevitarlo. Cada vez que veo un colornuevo, entro en la tienda y salgo con unacaja o dos bajo el brazo… A veces tres.Se le ilumina la cara cada vez que lecompro unas Converse nuevas. Dehecho, creo que estoy un pocoobsesionado con encontrar todos loscolores habidos y por haber. Arrugo lafrente. ¿Sólo un poco? Vale, sí, de vezen cuando busco en Google y me reservoun día o dos para la busca y captura de

zapatillas Converse. Pero eso nosignifica que esté obsesionado. Lo quepasa es que me entusiasma. Sí, meentusiasma. Me quedo con eso y que leden al psicoterapeuta.

Asiento dándome la razón y vuelvo aconcentrarme en la pantalla. Un mechónrebelde me hace cosquillas en la frente yme lo peino con la mano. Suspiro. Miesposa es la viva imagen de laperfección. Me acaricio el labiosuperior con el índice pensando en todoel tiempo que me he reservado estanoche para adorarla. Y mañana por lanoche. Y pasado mañana. Sonríopreguntándome en qué planeta viví todosesos años. Sabía que una noche no iba a

ser suficiente. Y estoy seguro de que ellatambién lo sabía.

Lo estoy esperando.Ya llega.No tardará.—Allá vamos. —Sonrío cuando

mira a la cámara y deja caer el pesosobre la cadera. Ya está harta. Pero yono. Ni me muevo, la voy a hacer esperar—. Un minuto, mi dulce niña —musito—. Dame lo que más me gusta.

La polla me palpita en lospantalones cuando pone los ojos enblanco y cambio de postura para quedeje de empujar contra mi bragueta. Leda la espalda a la cámara. Suelto el aireque se me había quedado atascado en

los pulmones e intento recobrar elaliento. No funciona.

—Señor, ayúdame.Extiende las piernas y flexiona el

torso muy despacio. Pone el culo enpompa y la tela de sus pantalones setensa sobre sus nalgas. Mi entrepierna sevuelve loca cuando mi mujer echa lavista atrás con una minúscula sonrisa.

—¡Dios santo!Me levanto de un salto y corro hacia

la puerta. Derrapo y freno antes de quecon las prisas se me olvide una cosamuy seria. Empiezo a alisarme el traje.Me resisto a mirarlo. Me arreglo elcuello de la camisa y la corbata, estirolas mangas. No funciona.

—¡Mierda!Echo la cabeza hacia atrás y la dejo

caer sobre el hombro. El mando adistancia no está en su sitio. Tengo quevolver a mi sillón, que tampoco estácomo tiene que estar porque me helevantado demasiado deprisa.

«Déjalos así. Déjalos así. Déjalosasí».

No puedo. Mi despacho es el únicolugar sagrado que me queda.

Cojo el mando y lo guardo en elcajón superior de la mesa de escritorio.

—Perfecto —exclamo, listo paraarreglar el sillón.

Toc, toc.Giro la cabeza hacia la puerta y por

alguna razón me siento muy culpable.Hasta que oigo su voz sedosa al otro

lado.—¡Sé lo que estás haciendo! —

canturrea, está a punto de echarse a reír—. No te olvides del sillón, cielo.

Cierro los ojos como si pudieraesconderme de mis crímenes.

—No hace falta que te pongasimpertinente —mascullo. La amo y laodio, me conoce demasiado bien.

—Contigo nunca está de más, MillerHart. Abre la puerta o la abro yo.

—¡No! —grito empujando el sillóncontra la mesa—. Sabes que me gustaabrirte la puerta.

—Pues date prisa. Tengo que

estudiar e irme a trabajar.Me acerco a la puerta. Me arreglo el

traje y me paso la mano por el pelo,enfadado. Cojo el picaporte pero noabro.

—Dime que no vas a chivarte.Tengo que contenerme para no abrir

la puerta antes de que diga que sí. Escomo un imán y sólo la puerta seinterpone entre nosotros.

—¿A tu psicoterapeuta? —preguntamuerta de risa. Mi polla se revuelve enmi entrepierna.

—Sí. Prométeme que no se lo vas acontar.

—Te lo prometo. —Ha sido fácil—.Quiero saborearte.

Abro la puerta y me preparo para suataque. Me río cuando su cuerpo chocacontra el mío a toda velocidad. Lo quemás me gusta dura poco, me besa lasombra de la cara y me hunde la lenguaen la boca.

—Es posible que se me escape poraccidente —susurra mordisqueándome ylamiéndome los labios.

Le sigo el juego. Sonrío.—¿Cuánto va a costarme tu silencio?—Toda una noche de adoración —

afirma sin tardanza.—Tampoco es que tengas elección.Rodeo su estrecha cintura, me la

llevo al sofá, me siento y la coloco enmi regazo sin que ella suelte mi boca ni

un segundo. Es un beso maravilloso.—No quiero tener elección. Estoy

de acuerdo, esta discusión no tienesentido.

—Chica lista. —Parezco unarrogante. Lo mismo da—. Gracias porpasarte a saludar.

Interrumpe nuestro beso. Protestocon un gruñido pero se me pasa eldisgusto en cuanto veo su preciosa cara.Enrosco los dedos en los mechonesrubios de su pelo.

—Me das las gracias todos los días,como si viniera por gusto —susurra.

Arqueo las cejas.—Nunca te hago hacer nada que

sepa que no quieres hacer —le

recuerdo. Me encanta cuando me miraindignada—. ¿O sí?

—No —dice alargando la palabra,al límite de su paciencia—. Pero éste esuno de esos hábitos obsesivos tuyos queinterfiere con mi jornada laboral.Hablaré con tu terapeuta para que seencargue de corregirlo.

Resoplo.—Si lo intenta, prescindiré de sus

servicios.No puedo negar que he adquirido

manías nuevas pero también me helibrado de unas cuantas. No deberíacastigarme sino recompensarme.

Esta vez no se pone chula, aunque séque se muere por soltarme una de sus

perlas. Pero incluso mi mujer se ha dadocuenta de que por mucho que me envíe aeso que ella llama terapia no voy acambiar ninguno de mis hábitosrelacionados con ella. Además, sé quedisfruta con la mayoría de ellos. No sépor qué finge que le molestan, que sonun estorbo en su vida.

Como no dice nada tengo tiempopara comérmela con los ojos. Es unplacer. No he visto nada tan perfecto enmi vida. Bueno, hasta que me acuerdodel niño más adorable del mundo.

—¿En qué estás pensando? —pregunta ladeando la cabeza. No puedeser más guapa.

—Estoy pensando que mi

hombrecito y tú sois absolutamenteperfectos.

Los zafiros resplandecientes memiran mal.

—Hablando de tu hombrecito…Se acabó lo bueno.—¿Qué ha hecho ahora?Se me ocurren mil cosas y rezo para

que no haya dado muestras decomportamiento obsesivo.

—Le ha robado los calcetines aMissy.

Qué alivio. ¿Otra vez? Estoyintentando no reírme. De verdad.

—¿Por qué?Yo sé por qué.Olivia me mira como si fuera tonto.

—Porque no casaban. —A ella no lehace ninguna gracia.

—Le comprendo.Me pega un manotazo en el hombro y

me lanza puñales con la mirada. Pongocara de que me ha hecho mucho daño yme froto el hombro.

—No tiene gracia.Suspiro hondo. ¿Cuántas veces

vamos a tener esta conversación?—Ya se lo he dicho. Basta con que

les digan a todos los niños que tienenque llevar los calcetines iguales. Es muysencillo.

De verdad, tampoco es tan difícil.—Miller, se planta en la puerta y

hace que los demás niños le enseñen los

calcetines.Asiento.—Es muy concienzudo.—O muy molesto. Los pellizco si

los calcetines no casan. ¿Quieres ir aexplicarles a los padres por qué sushijos vuelven del colegio sin calcetines?

—Sí y también les diré cómosolucionar el problema.

Suspira, harta. No sé por qué. Comosiempre, le da mil vueltas a todo y novoy a tolerar que los padres de loscompañeros de colegio de mi hijo laconvenzan de que a nuestro hombrecitole pasa algo raro.

—Ya me encargo yo —le aseguromirando sus mechones rubios entre mis

dedos. Frunzo el ceño y la miro a losojos—. Hoy estás distinta. —No sécómo no me he dado cuenta antes.

Me preocupo cuando el sentimientode culpa brilla en sus ojos de colorzafiro, se levanta y se pasa una eternidadarreglándose la ropa.

Me levanto y entorno los ojos.—Conozco a mi dulce niña a la

perfección y sé que eres culpable comoel pecado.

Su famoso brío entra en acción y melanza una mirada asesina de las queasustan.

—¡Sólo han sido dos dedos!¡Lo sabía!—¡Te has cortado el pelo!

—¡Tenía las puntas abiertas! —mediscute—. ¡Parecía pelo de rata!

—¡De eso nada! —protesto,mordiéndome el labio—. ¿Por qué mehas hecho eso?

—¡No te he hecho nada! ¡Es mi pelo!—¡Ah! —Me río, ultrajado—.

¿Conque ésas tenemos?Arranco hacia el cuarto de baño. Sé

que vendrá detrás de mí.—¡No te atrevas a hacerlo, Miller!—Te hice una promesa y yo siempre

cumplo mis promesas.Abro el armario y saco la maquinilla

de cortar el pelo. La enchufo de malamanera. ¡Se ha cortado el pelo!

—¡Dos dedos! ¡Sólo han sido dos

dedos! ¡Todavía me llega al culo!—¡Mi propiedad! —bramo

llevándome la maquinilla a la cabezacon intención de cumplir mi promesa.

—De acuerdo —dice muy tranquila.No me lo esperaba—. Aféitate lacabeza. Te seguiré queriendo igual.

La miro con el rabillo del ojo. Estáapoyada en el marco de la puerta, la marde chula.

—Voy a hacerlo —la amenazoacercando la maquinilla a mi cabeza.

—Sí, eso has dicho. —Me estáprovocando.

—Vale. —Echo la cabeza haciaatrás. Acerco la maquinilla y me miro alespejo. Las cuchillas rozan mis rizos

oscuros, que tanto me gustan. Me estoyponiendo nervioso—. Joder —digo mástranquilo. No puedo hacerlo. Contemplomi reflejo, vencido, intentandoconvencerme de que he de hacerlo hastaque veo su imagen detrás de la mía.

—Todavía me fascinas, Miller Hart.—Me acaricia el lóbulo de la oreja sindarle importancia a su victoria—. Sólohan sido las puntas.

Suspiro. Sé que estoy exagerandopero me cuesta ser racional.

—Yo también te quiero. Déjamesaborearte.

Obedece. Se coloca entre el lavaboy yo y deja que la disfrute todo el tiempodel mundo.

—Tengo que irme a trabajar —diceperturbando mi felicidad y dándome unbeso en la nariz.

—Tomo nota. —La dejo marchar—.Mi hombrecito y yo iremos a ver a laabuela después del colegio.

—Estupendo.—Y luego iremos a ver a esa

dichosa terapeuta.Sonríe de oreja a oreja y me abraza

con fuerza.—Gracias.No discuto. Por mucho que proteste,

no puedo negar que me lo paso bien allícon mi hombrecito.

—¿Bailas conmigo antes de irte?—¿Aquí?

—No. —La cojo de la mano. Meencanta cuando se muere de curiosidad.La llevo al club.

—Miller, tengo que irme a trabajar—insiste con una sonrisa. Sé que notiene prisa. Poco importa. No tieneelección. Ya debería saberlo. No hagocaso de sus protestas y la pongoexactamente en el centro de la pista debaile, le arreglo el pelo y me acerco a latarima del DJ. Hay un montón debotones y de interruptores.

—¡Mierda! —maldigo por lo bajo ylos toco todos hasta que se enciendenlos altavoces—. ¿Qué te apetece? —lepregunto buscando entre la listainterminable de canciones que aparece

en la pantalla del ordenador.—Algo animado. Me espera un día

muy largo.—Como quieras —contesto y

encuentro la canción perfecta. Sonrío, lapongo y Electric Field de MGMT suenaen el club. Está sonriente. Es lo másbonito del mundo. Pero sólo mueve laboca. Sabe que no debe mover nada máshasta que yo llegue.

Miro sus arrolladores ojos de colorzafiro, bajo de la tarima y camino haciaella. Que Dios la bendiga. Se nota quese muere por empezar a moverse alritmo de la música. No lo hará. Me tomomi tiempo, como siempre. Baja labarbilla y entreabre la boca, con los

ojos entornados y las pestañas largascomo abanicos.

Quiere decirme que me dé prisapero no lo hará. Saboréalo. Despacio,siempre. Saboreo cada nanosegundo quetardo en llegar a su lado, disfrutando desu belleza natural y exquisita.

—Miller —suspira con la vozcargada de sexo, deseo, lujuria eimpaciencia.

—Quiero tomarme mi tiempocontigo, mi dulce niña.

Me pego a su cuerpo, siento loslatidos fuertes y constantes de sucorazón.

Le rodeo la cintura con el brazo, tiroy la aprieto contra mí. Exploto de

felicidad cuando me dedica una sonrisatraviesa.

—¿Lista para que te adore en lapista de baile?

—Lista.Le devuelvo la sonrisa y la sostengo

con una mano. Ella me echa los brazosal cuello y me acerca la cara a la suyamientras restriega el vientre contra mientrepierna al ritmo de la música. Paracuando la canción haya terminado estarádesnuda en el suelo. Mi polla palpita,gritándome que me dé prisa.

Abro las piernas y flexiono un pocolas rodillas para que nuestras carasestén a la misma altura. Ella sigue elritmo de mis caderas y se asegura de que

nuestras entrepiernas no se separan.Sonrío y la miro a los ojos. No nos

movemos del sitio hasta que doy un pasoatrás y ella me sigue mientras balanceael cuerpo de un lado a otro.

—Dime que vale la pena llegar tardepor esto —susurro restregándole elpaquete cuando tarda en responder—.Dímelo.

Aprieta los labios y entorna los ojos.—¿Vas a añadirlo a tu lista de

costumbres obsesivas?Sonrío.—Tal vez.—Eso es que sí.Me echo a reír y damos vueltas.

Nuestros cuerpos se separan y la cojo de

la mano. Suelta un gritito y se ríe cuandola atraigo hacia mí hasta que estamosnariz con nariz, sin movernos, con lamúsica de fondo.

—Correcto.Le planto un beso en la boca que nos

deja a los dos sin aliento. Le doy unavuelta, su pelo rubio se abre como unabanico en el aire. Se ríe, sonríe y susojos de color zafiro brillan comoestrellas. Tengo una suerte que no me lacreo. En mi mundo ya no hay oscuridad,sólo luz. Y todo gracias a esta hermosacriatura.

Estoy tan sumido en mispensamientos que pierdo la capacidadde bailar. La atraigo de nuevo hacia mí,

la abrazo. Necesito lo que más nosgusta. No la suelto en un buen rato y ellano protesta. Mi realidad a veces megolpea como un martillo y tengo quecomprobar que todo a mi alrededor esde verdad y es mío. Lo que más me gustaes la mejor manera de hacerlo. Elproblema es que nunca me canso detenerla a salvo en mis brazos. Ni aunqueestuviéramos así toda la eternidad.

La música se acaba pero yo sigoabrazándola con fuerza, balanceándonosa un lado y a otro. No protesta y sé queno va a pedirme que la suelte. Me armode valor y me separo de ella.

—Vete a trabajar, mi dulce niña —lesusurro al oído y le doy una palmada en

el culo a modo de despedida. Me cuestaun mundo quedarme donde estoy y noirme con ella. Todos los días igual.Intento no hacer caso del dolor quesiento en el corazón cada vez que sealeja de mí. Lo intento. Nunca loconsigo. No volveré a estar completohasta que vuelva a verla y me dé lo queme gusta.

Miro todos los pies que desfilan ante míen busca de tobillos desnudos. Meneo lacabeza. Es intolerable la cantidad deniños que salen a la calle con calcetinesdesparejados. ¿Qué tiene de malo quemi hombrecito quiera solucionarlo? Les

está haciendo un favor.Estoy de pie junto a la puerta, con

las manos en los bolsillos. Ni memolesto en devolverles la sonrisa atodas las mujeres que pasan junto a mícon sus hijos de la mano. Si les sonrieraestablecería contacto con esas extrañas,les daría pie a hablar, a hacermepreguntas, a conocerme. No, gracias.Así que mantengo mi expresión deestoicismo y sólo permito que mismúsculos faciales se muevan cuando loveo. Sonrío al verlo salir con la mochilaen la espalda, la camisa de RalphLauren metida en los pantalones cortosgrises sin cuidado y los calcetinesmarinos de rayas subidos hasta la

rodilla. Lleva unas Converse grisestobilleras con los cordones desatados ylos rizos negros enmarañados le caenhasta las orejas. Mi hombrecito.

—Buenas tardes, caballero —losaludo agachándome para atarle loscordones—. ¿Has pasado un buen día?

Ha heredado los ojos de las chicasTaylor: son azul marino,resplandecientes. Indignados.

—Cinco pares, papá —me dice—.Es inaceptable.

—¿Cinco? —Sueno sorprendidoporque lo estoy. Tiene que habersemetido en un buen lío. Lo miro con losojos entornados y termino con suscordoneras—. ¿Y qué has hecho al

respecto, Harry?—Les he dicho que pidan calcetines

como regalo de Navidad.Me río y lo cojo de la mano.—Tenemos una cita con la

bisabuela.Grita de emoción. Me hace reír.—Vamos. —Lo cojo de la manita y

echo a andar pero oigo que me llaman.—¡Señor Hart!Miro a mi niño con la cabeza

ladeada pero pone cara de póquer y seencoge de hombros.

—No he podido concentrarme enclase de dibujo.

—¿Les has dicho que pidierancalcetines como regalo de Navidad y

has hecho que se quitaran los calcetinesdesparejados?

—Correcto.No puedo evitarlo. Sonrío y la luz

blanca y brillante explota a mi alrededorcuando mi hombrecito me devuelve lasonrisa.

—¡Señor Hart!Me vuelvo con mi niño de la mano.

Su maestra camina apresuradamentehacia nosotros. Lleva una falda de floresque le llega a los tobillos. Está llena dearrugas de la cabeza a los pies.

—Señorita Phillips —suspiro paraque vea que estoy cansado antes de queempiece con el sermón.

—Señor Hart, sé que es usted un

hombre ocupado…—Correcto —la interrumpo, para

que le quede claro.Se revuelve nerviosa. ¿Se ha

ruborizado? La observo con curiosidadun instante. Sí, se ha ruborizado y estáhecha un manojo de nervios.

—Sí, verá… —Extiende la manopara mostrarme una pelota de trozos depunto. Calcetines—. Los he encontradoen el baño de los chicos. En la papelera.

Con el rabillo del ojo veo que mihombrecito los mira con cara de asco.

—Ya veo… —musito.—Señor Hart, esto empieza a ser un

problema.—A ver si la he entendido —

empiezo a decir, pensativo, apartando lavista del gesto de repugnancia de Harry—. Creo que lo que ha querido decir esque empieza a ser una molestia.

—Sí. —Asiente con decisión,mirando a mi hijo. No me sorprendecuando le cambia la cara: la frustracióndesaparece y le dedica a mi niño unatierna sonrisa—. Harry, tesoro, no estábien robarles los calcetines a tuscompañeros.

Harry está a punto de coger unberrinche pero intervengo antes de quetenga que explicarse… otra vez. Tieneuna compulsión. Sólo una: emparejarcalcetines. Me alegro de que no tenganinguna más pero no quiero quitarle ésa.

Forma parte de él. No tengo nada quetemer. El alma de Olivia ha eclipsadotoda mi oscuridad.

—Señorita Phillips, a Harry legustan los calcetines emparejados. Ya selo he dicho otras veces. Odio repetirmepero haré una excepción. Pídales a lospadres que hagan lo correcto y lespongan a sus hijos calcetines del mismopar. No es tan difícil. Además, noentiendo cómo los dejan salir de casacon los calcetines desparejados.Problema resuelto.

—Señor Hart, no me corresponde amí decirles a los padres de mis alumnoscómo deben vestir a sus hijos.

—No, pero parece que sí que le

corresponde venir a decirme lo que mihijo va a tener que aguantar en elcolegio.

—Pero…—No he terminado —la interrumpo

con brusquedad y levanto un dedo paraque guarde silencio—. Todo el mundo leestá dando demasiadas vueltas a esteasunto. Calcetines iguales. Es así desencillo. —Rodeo los hombros de Harrycon el brazo y me lo llevo—. Y serámejor que no volvamos a hablar deltema.

—Estoy de acuerdo —añade Harry.Me pasa el bracito por el muslo y seabraza a mi pierna—. Gracias, papá.

—No me des las gracias,

muchachote.Le digo en voz baja y me pregunto si

se me está pegando la obsesión deHarry. A menudo me pongo a mirar lostobillos de la gente sin darme cuenta,incluso cuando mi hijo no está conmigo.El mundo necesita librarse de loscalcetines desparejados.

—¿Dónde está mi niño? —Nos recibe lavoz jovial de Josephine desde la cocina.Entramos en el recibidor y Harry sequita las Converse y las deja conpulcritud bajo el perchero.

—¡Aquí, bisabuela! —contestacolocando la mochila junto a sus

zapatos.Josephine aparece secándose las

manos en un paño de cocina. Da gustoverla.

—Buenas tardes, Josephine.Me quito la chaqueta y la cuelgo del

perchero. La aliso antes de volvermehacia la extraordinaria abuela de Olivia.Me coge de las mejillas y me planta dossonoros besos mientras Harry espera suturno.

—¿Hoy cuántos? —pregunta.—Cinco.—¡Cinco! —exclama y asiento.

Murmura algo sobre que es unavergüenza. Tiene razón—. Me encantaque vengáis a verme.

Me deja la cara llena de babas ymira con sus ojos azul marino a Harry.Siempre le dedica una enorme sonrisa asu bisabuela.

—¿Y cómo está mi niño guapo?—De maravilla, gracias. —Se lanza

a sus brazos abiertos y se deja achucharencantado—. Estás guapísima hoy,bisabuela.

—¡Mi chicarrón! —Se echa a reír yle pellizca las mejillas—. Eres másguapo que un sol.

Harry sigue sonriéndole a Josephine,que lo coge de la mano y se lo lleva a lacocina.

—He hecho tu tarta favorita —ledice.

—¿Tatín de piña? —Harry no cabeen sí de gozo. Se nota por la ilusión conla que lo ha dicho.

—Sí, cariño. Pero también es latarta preferida del tío George. Tendréisque compartirla.

Los sigo sonriendo como un loco pordentro. Le dice a Harry que se siente.

—Hola, George —saluda Harrymetiendo el dedo en un lateral de latarta. No soy el único que tuerce elgesto. George está horrorizado.

El anciano deja el periódico en lamesa y mira a Josephine, que se encogede hombros sin darle importancia. Se loconsiente todo. Me toca a mí.

—Harry, eso es de mala educación

—lo riño pero me cuesta porque se estáchupando los deditos con la lengua.

—Lo siento, papá. —Agacha lacabeza, avergonzado.

—Llevo veinte minutos mirando latarta. —George coge el cuchillo deservir y se dispone a cortar un trozopara cada uno—. La bisabuelaJosephine también me riñe siempre quemeto el dedo.

—¡Es que está muy rica! ¿Te apeteceun poco, papá? —me pregunta Harry yacepto el plato que me pone delante.Luego se coloca la servilleta en elregazo y me mira con sus preciosos ojosazules. Sonríe.

Me siento a su lado y le alboroto el

pelo.—Me encantaría.—George, papá también quiere un

trozo.—Oído, muchachote.George me sirve un trozo de la

famosa tarta tatín de Josephine. Reajustola posición de mi plato sólo un poco apesar de que no quería hacerlo. Es unacostumbre. No puedo evitarlo. Miro ami niño, y sonríe al ver que yo tambiénme pongo la servilleta en el regazo.

Es perfecto.Mi niño va adelantado en todo. Es

listo y no da muestras de padecer untrastorno obsesivo-compulsivo. Todo elmundo tiene derecho a tener una

peculiaridad. La de Harry son loscalcetines. No podría estar másorgulloso de él. Se me cae la baba. Leguiño el ojo y me muero de felicidadcuando se echa a reír la mar de contentoe intenta devolverme el guiño, aunquecierra los dos ojos en vez de sólo uno.Vale, puede que no vaya tan adelantadoen todo.

—Adelante, apuesto caballero…Josephine se sienta al otro lado de

Harry y empuja la cuchara para invitarloa que se lance a por la tarta.Inmediatamente ella misma se pega unmanotazo y vuelve a colocar lacucharilla donde estaba.

—¡Bisabuela Josie! —exclama

escandalizado—. ¡A papá no le gustaque cambies la cucharilla de sitio!

—¡Huy, perdón! —Josephine memira con cara de culpabilidad y meencojo de hombros. A estas alturas yadebería saberlo—. ¡Con lo bien que iba!

—No pasa nada, Harry. —Aplaco laira de mi niño—. A papá no le importa.

—¿Seguro?—Segurísimo.Cambio el tenedor de sitio y se echa

a reír. Es música para mis oídos y alivialas ganas que tengo de ponerlo dondeestaba. Me contengo. No puede ver lomucho que me incapacita mi obsesión.Creo que mi hijo es el niño másdesordenado del mundo. Me parece que

Dios está intentando encontrar elequilibrio.

George también se ríe, se lleva lasmanos al regazo y mira a Josephine muyserio.

—Bisabuela Josephine —dicemeneando la cabeza—, estás perdiendola memoria.

—¡Y tú estás chocho! —dice por lobajo y se disculpa en cuanto Harry yoempezamos a toser—. Perdón,muchachos.

Se levanta de la mesa y se sienta allado de George, que parece aterrado.Hace bien.

—¡Mira, Harry! —gritaentusiasmada señalando un rincón de la

cocina. Harry sonríe y mira hacia dondeseñala la abuela. Yo también sonríocuando la muy pícara le da un cachete albueno de George.

—¡Ay! —Se frota la cabeza con unmohín—. Te has pasado un poco.

No digo ni mu. No soy tan tontocomo George.

—¿Ya has terminado de reñir aGeorge, bisabuela? —pregunta Harry.Es una pregunta tan mona que todossonreímos, incluso el pobre George—.Porque tengo hambre.

—Ya he terminado, Harry.Masajea el hombro de George con

afecto, es su forma de hacer las paces, ytoma asiento.

—Qué alivio —suspira George, quese muere por coger la cucharilla—.¿Podemos empezar ya?

—¡No! —grita Harry, que ya puedevolver a mirar a los comensales—.Tenemos que cerrar todos los ojos parabendecir la mesa.

Obedecemos al instante y hace loshonores.

—Gracias, Señor, por las tartas dela bisabuela Josephine. Gracias pordarme los mejores papás del mundo, ypor la abuela Gracie, el abuelo William,la bisabuela Josie, el tío Gregory, el tíoBen y el bueno de George. Amén.

Sonrío y abro los ojos pero vuelvo acerrarlos al instante porque grita:

—¡Esperad!Frunzo el ceño y me pregunto por

quién más quiere dar las gracias. No seme ocurre nadie. Espero a que continúe.

—Y por favor, haz que las mamás ylos papás de todos los niños de la tierralleven los calcetines iguales.

Sonrío y abro los ojos.—Amén —exclamamos todos al

unísono. Todo el mundo coge su cubiertoy empezamos a comer, sólo que Harrytiene mucha más hambre que yo.

—Bisabuela, ¿puedo preguntarte unacosa? —dice con la boca llena.

—¡Pues claro! ¿Qué quieres saber?—¿Por qué papá dice que eres un

diamante de veinticuatro quilates?

Josephine se echa a reír, igual queGeorge y yo. Es una pregunta curiosa.

—Porque soy especial —diceJosephine mirándome con cariño uninstante antes de volver a terminar decontestarle a mi hijo—. Eso te conviertea ti en un diamante de treinta y seisquilates.

—Mamá dice que soy muy especial.—Mamá tiene razón —confirma

Josephine—. Eres muy muy especial.—Estoy de acuerdo —añado.

George se termina su primera ración. Nocontribuirá a la conversación mientrasesté comiendo.

Se hace el silencio mientras todossaboreamos la deliciosa tarta de

Josephine. Ha conseguido que a miHarry no se le borre la sonrisa de lacara. Su madre tiene un efecto extrañoen mí pero este hombrecito ha cogido elmundo que ella llenó de luz y lo haconvertido en una belleza cegadora. Conél todo es perfecto sin necesidad dehacer que lo sea. Más o menos. Vale, ennuestra casa parece que ha caído unabomba de piezas de Lego. Dejamos atráslos pañales, los biberones y los malditosjuguetes ruidosos y empezamos con ellego, los platos de plástico y loscubiertos romos. Sobreviviré. Creo.

—¿Llegamos tarde?Aparece Greg, seguido de Ben. Los

dos están más contentos que de

costumbre. Algo pasa.—¡Tío Gregory! ¡Tío Ben! —Harry

se levanta como un rayo y corre asaludar a sus tíos postizos.

—¡Harry! —Greg lo coge en brazosy se lo echa al hombro con elegancia—.Tenemos un notición —le dice Gregoryentusiasmado y mirando a su pareja, quele guiña el ojo antes de robarle a Harry.

Ya no cabe la menor duda: ¿unnotición? Me reclino en el respaldo conlos brazos cruzados.

No tengo que preguntar porque ya lohace mi hijo. Siente tanta curiosidadcomo yo.

—¿Qué notición?—El tío Ben y yo vamos a tener un

bebé.Me contengo para no atragantarme.

George se ha atragantado de verdad.—¡Que me aspen! —farfulla con la

boca llena de tarta mientras Josephine seapresura a darle golpecitos en laespalda.

Me siento muy erguido. Mi sorpresase transforma en asombro cuando veodar un paso atrás a Harry y un mechónrebelde le cae sobre la frente. Menea lacabeza y Ben lo deja en el suelo.

—¿Y quién será la mamá, tíoGeorge?

Casi escupo la comida, igual queJosephine y George. Pero Greg y Bensonríen con cariño al pequeño

tocapelotas.—No tendrá mamá —dice Greg

acuclillándose para estar a la mismaaltura que mi hombrecito.

Harry frunce el ceño.—¿El bebé crecerá en tu barriga?—¡Harry Hart, qué cosas se te

ocurren! —Greg se ríe—. Los bebés nopueden crecer en las barrigas de loshombres. Ahora te explicará el tío Bencómo vamos a tener un bebé.

—¿Perdona? —farfulla Ben rojocomo un tomate. Me duele la barriga detanto reír.

Greg me lanza una mirada asesina.Me encojo de hombros a modo dedisculpa.

—Eso, Ben. —Me uno a la fiesta.Me meto un pedazo de tarta en la boca ymastico despacio—. ¿Cómo tienen doshombres un bebé?

Pone los ojos en blanco, mira a Gregy él también se acuclilla junto a Harry.

—Va a ayudarnos una señorita.—¿Qué señorita?—Una señorita muy amable.—¿Lleva los calcetines iguales?Nos morimos todos de la risa, Greg

y Ben inclusive.—Sí —dice Greg—. En efecto,

Harry, lleva los calcetines del mismopar.

Me río sin parar. Debería decirleque no fuera tan chulito pero no puedo

hacerlo porque me paso el díadiciéndole que es perfecto. Cuando sellena de barro hasta las orejas en elparque, es perfecto. Cuando se manchalas orejas de salsa de tomate, esperfecto. Cuando parece que ha pasadoun tornado por su habitación, esperfecto.

—¡Hola!El saludo me devuelve al mundo

real. Harry sale corriendo de la cocina,ya no le interesa el notición de Greg yBen.

—¡Bien! ¡Han llegado los abuelos!—grita desapareciendo por el pasillo.

—Felicidades —les digo a Gregoryy a Ben, que se levantan del suelo—. Me

alegro mucho por vosotros.—¡Es una noticia maravillosa! —

canturrea Josephine y les da un abrazode oso—. ¡Qué maravilla!

El pobre George refunfuña y siguecon la tarta que lleva esperando comersetodo el día.

—¡Ya estoy aquí, tesoro! —diceGracie con una sonrisa. Oigo cuerposque chocan y sé que Harry ha hecho lode siempre: lanzarse a los brazos de suabuela—. ¡Te he echado mucho demenos!

—Yo a ti también, abuela.Pongo los ojos en blanco. Anoche

estuvo cenando con Gracie y William.Pero sabiendo lo mucho que quiere a mi

hijo, la comprendo. La semana se pasamuy despacio.

—¡El tío Gregory y el tío Ben van atener un bebé!

—Lo sé —contesta Graciesonriendo afectuosamente a los futurospadres cuando entra en la cocina con miniño en brazos. No me sorprende que losepa. Estos últimos años han estado muyunidos.

—Hola, Gracie —la saludo.—Miller. —Sonríe y se sienta a la

mesa—. Hola, mamá.—Hola, cariño. ¿Te apetece un poco

de tarta?—¡No, por favor! Se me están

poniendo unos muslos enormes por

culpa de tus tartas.—Tus muslos están bien —dice

William entrando en la cocina y mirandoa Gracie como si estuviera mal de lacabeza.

—¿Y tú qué sabes? —responde ella.—Yo lo sé todo —contraataca

William con convicción. Sonrío yGracie resopla. William saluda a todoscon un gesto y se acerca a Harry con unabolsa de Harrods—. Mira lo que tengo—dice para despertar su interés—.Mamá me ha dicho que la maestra te dioun premio la semana pasada por ayudara tus compañeros. ¡Bien hecho!

Me río para mis adentros. Sí, eso fueantes de que les robara los calcetines.

—¡Sí! —Harry está tan emocionadoque es contagioso. Ya sé lo que hay en labolsa—. ¿Es para mí?

—Sí, es para ti. —Gracie aparta labolsa y le lanza a William una mirada deadvertencia. Él obedece de inmediato—.Pero primero cuéntame qué tal te ha idoen el colegio.

—¡No preguntes! —grita Josephinerecogiendo algunos platos de la mesa—.¡Calcetines desparejados por todaspartes!

Gracie suspira y Harry sube y bajala cabecita, indignadísimo.

—¡Cinco pares, abuela!—¿Cinco? —Gracie parece

sorprendida. Normal. Hemos tenido uno

o dos pares pero cinco es todo un récordy ha perturbado el equilibrio del mundode mi pequeño.

—Sí, cinco.Harry se baja del regazo de su

abuela y suspira exasperado, pero nodice nada más. Ni falta que hace. Ahoraque estamos todos aquí quiere pruebasde que la cosa no va a ir a más. Georgey yo nos ponemos de pie. William, Gregy Ben aún no se han sentado. Noslevantamos los pantalones para queinspeccione nuestros calcetines. Losmíos no necesita verlos, mi hijo sabeque su padre es de fiar, pero me apuntoigualmente.

William me mira de reojo y me

arriesgo a mirarlo, aunque sé que no meva a gustar lo que voy a encontrarme.Seguro que ha puesto cara deaburrimiento.

—Es un niño, síguele la corriente —susurro sin darle importancia a larisotada sardónica. Sé lo que estápensando. Cree que esta manía no sedebe a que Harry sea un niño, sino a quees mi hijo—. Sólo son los calcetines —le aseguro.

Mi hombrecito avanza despacio, conlos labios apretados, como si seestuviera preparando para lo peor. Séque William, Greg, Ben y yo siempreestaremos a la altura de susexpectativas. Con George nunca se sabe.

—¡Buena elección, George! —exclama Harry muy contento,arrodillándose para verlos mejor.

George tiene el pecho henchido deorgullo.

—Gracias, Harry. Son un regalo dela bisabuela.

William y yo respiramos aliviados ymiramos los tobillos de George. Llevaun par de calcetines gordos azul marinode lana. Son feos a rabiar pero iguales,así que pasan la inspección. Josephinesonríe satisfecha. Le doy las gracias ensilencio por llevar firme al ancianoporque tener que verle los pies cuandoHarry lo obliga a quitarse los calcetinesno es nada agradable. Me estremezco.

—¿Buena elección? —preguntaWilliam por lo bajo, dándome un codazo—. ¿Nosotros los llevamos de seda y lasmonstruosidades de George se llevantodos los cumplidos?

Me río y me suelto las perneras delpantalón. Ahora que la inspección haterminado, Harry va a por su abuelo.

—Abuelo, ¿me das mi regalo?William mira a Gracie, pidiéndole

permiso. Ella asiente. William se sientaal lado de Harry, quien inmediatamenteintenta arrebatarle la bolsa de lasmanos.

—¡Oye! —lo regaña apartando labolsa y lanzándole una mirada deadvertencia—. ¿Dónde están tus

modales?—Perdona, abuelo —se disculpa

Harry con el rabo entre las piernas.—Mucho mejor. ¿Sabes qué? Sólo

hay un hombre en este mundo al queconsiento que la abuela quiera más que amí.

—¡A mí! —dice Harry al instante—.Pero tampoco tienes elección.

No puedo evitarlo. Me echo a reír acarcajadas, para desesperación deWilliam. Me agarro la tripa y me secolas lágrimas.

—Perdona. —Me río y sé que tengoque controlar la risa antes de que mepegue un puñetazo.

—Te juro que a veces me asusta —

gruñe William meneando la cabeza yesquivando el manotazo que Gracieintenta darle en el hombro.

—¡Oye!—No, lo digo en serio —dice

pellizcándole la mejilla a Harry conmucho cariño—. ¿Cómo es posible?

—Es perfecto —intervengo y conuna servilleta le limpio a Harry losrestos de tarta de los dedos.

—Gracias, papá.—De nada. —Quiero cogerlo en

brazos y darle lo que más me gusta perome contengo—. Vamos a tener que irnos.

—Espera a que abra mi regalo —dice rebuscando en la bolsa y sacandolo que todos sabemos que hay dentro—.

¡Mira!Es increíble la alegría que se lleva

con un par de calcetines. Lo sé pero nocreo que encuentre la manera dearreglarlo.

—¡Guau! —exclamo admirado. Melos enseña y los cojo—. Son muyelegantes.

—¡Y tienen caballos! —Me los quitay se los lleva al pecho—. Van a juegocon mi camisa. ¡Molan mogollón!

Estoy radiante. Gracie está radiante.Todos los presentes están radiantes defelicidad. Que nadie venga a decirmeque mi niño no es perfecto.

Ascensores. Hay tres ascensoresmirándome. Como yo lo veo, estánpeleándose entre ellos por ver cuál delos tres va a tener el gusto de vermetemblar de miedo, como si fuera lomejor de su miserable día. Gana el delcentro. Las puertas se abren y se meacelera el pulso. Pero no quiero que mihijo lo vea. No quiero que tenga quecargar nunca con esta parte de mí. Todoel mundo sabe que no puedes dejar quetu hijo vea que tienes miedo.

¿Por qué tiene que estar el despachode la terapeuta en la octava planta? Laspiernecitas de Harry no pueden subir

tantos escalones y su ego no consentiríaque lo llevase en brazos. Me tocaaguantarme y subir en el malditoascensor porque Olivia insiste en quevengamos aquí. Me pongo de mal humor.

Una manita se flexiona dentro de lamía y me saca de mi trance. Mierda, leestoy haciendo daño.

—¿Estás bien, papá? —Sus ojosazul marino ascienden por mi cuerpohasta que encuentran los míos. Estánmuy preocupados y me odio por hacerlosufrir así.

—De maravilla, hombrecito. —Meobligo a ser valiente y me repito unmantra de palabras de aliento mientrasentramos en la caja de los horrores.

«Piensa en Harry. Piensa en Harry.Piensa en tu hijo».

—¿Quieres que subamos por laescalera?

La pregunta me deja patidifuso.Nunca antes me lo había preguntado.

—¿Y por qué iba a querer hacereso?

Se encoge de hombros.—No lo sé. A lo mejor hoy no te

gustan los ascensores.Me siento como un idiota. Mi hijo de

cinco años está intentando ayudarme.¿Se ha acabado el tener que escondereste miedo espantoso? ¿Me habrádescubierto?

—No, vamos a coger el ascensor —

afirmo apretando el botón de la octavaplanta, puede que con más fuerza de lanecesaria. Voy a vencer este miedo.

Las puertas se cierran y Harry meaprieta la mano. Bajo la vista, me estáobservando detenidamente.

—¿En qué piensas? —pregunto,aunque no me apetece nada saberlo.

Me sonríe.—En lo guapo que vas hoy, papá. A

mamá le gustará este traje.—A mamá le gusta la ropa de estar

por casa —le recuerdo y me río cuandochasquea la lengua para expresar sudesaprobación. Detesto pensar en la detrajes que me he comprado durante estosaños, todos exquisitos, total para que

ella siempre me vea más guapo con unosvaqueros andrajosos.

Ding.Se abren las puertas en la recepción

de la consulta de la terapeuta.—¡Ya estamos aquí!Echa a correr y tira de mí. El

corazón vuelve a latirme con normalidady me arrastra hacia la mesa de larecepcionista.

—¡Hola! —saluda Harryalegremente.

Mi niño podría arrancarle unasonrisa a la persona más triste delmundo, estoy seguro, y la recepcionistaes la persona más triste del mundo. Estemible, pero se deshace en sonrisas con

mi pequeño como si no hubiera unmañana.

—¡Harry Hart! ¡Qué alegría!—¿Cómo estás, Anne?—Muy contenta de verte. ¿Queréis

tomar asiento?—Por supuesto. Vamos, papá.Me conduce a dos asientos vacíos

pero a mí Anne no me sonríe conadoración, como a mi hijo. Su alegríadesaparece en cuanto sus ojos se posanen mí.

—Señor Hart —dice casi con ungruñido. No da pie a más conversación,se concentra en su teclado. Parece unalevantadora de pesas y se comportacomo un bulldog. No me gusta.

Me tiro de lo alto de las perneras ytomo asiento junto a Harry; me tomo mitiempo mirando alrededor. Está todobastante tranquilo, como siempre quevenimos a esta hora. Nuestra únicacompañía es una mujer, Wendy, que seniega a mirar a nadie a los ojos, nisiquiera a Harry, cuando le hablan.Harry ha dejado de intentarlo con ella yla llama Wendy la Rara.

—Vuelvo ahora mismo —me diceHarry acercándose al rincón infantil,donde hay un montón de piezas de Legopulcramente guardadas. No estarán asímucho tiempo. Me relajo en mi silla yveo cómo coloca la caja boca abajo ylas esparce por todas partes. Miro de

reojo a Wendy la Rara cuando Anne leladra que ya puede pasar a ver a ladoctora.

Desaparece apresuradamente. Mihombrecito y yo somos los únicos en lasala de espera, aparte de Anne.

Cierro los ojos y veo zafiros portodas partes; brillantes, luminosos,preciosos zafiros y mechones rubiossalvajes. Es una belleza pura y naturalque incluso se rebela a ser mía. Pero loes. Y cada pequeña parte de midefectuoso ser le pertenece a ella. Loacepto de todo corazón. Sonrío y oigo elruido de las piezas de Lego que llegadesde la otra punta de la sala. Y éltambién es mío.

—¿Señor Hart?Pego un brinco al oír una voz

impaciente. Abro los ojos, tengo a Anneencima. Me pongo rápidamente de pie,no me gusta sentirme tan vulnerable conella.

—¿Sí?—Ya puede pasar —me informa y se

va. Coge su bolso de detrás de su mesa ydesaparece en uno de los ascensores.

Me estremezco y busco a Harry. Estáen la puerta con la mano en el picaporte,esperándome para entrar.

—¡Corre, papá! ¡Vamos a llegartarde!

Me pongo en acción y entro conHarry en el despacho. Hago una mueca

cuando los problemas de un millón depersonas me golpean en la cara. Siguenen el aire y me dan un escalofrío. Nocomprendo por qué siempre me pasaesto. La habitación está decorada congusto, es cálida y acogedora. Odio veniraquí. Pero hay un problema: a Harry leencanta y esta mujer no para deinvitarlo. Personalmente creo quedisfruta estando sentada detrás de suenorme escritorio pijo y viéndomepasarlo mal.

Gruño y me siento en la silla que haydelante de su mesa, igual que Harry,sólo que yo estoy enfadado y pongomala cara y él sonríe la mar de contento.Me hace sentir un poco mejor y las

comisuras de mis labios esbozan unapequeña sonrisa.

—Hola, Harry —dice. Su voz escomo la miel, suave y sedosa. No laveo, sólo oigo su voz, pero cuando le dala vuelta al sillón y aparece, su bellezame deja tonto por un instante. Y la pollame baila en los pantalones.

—¡Hola, mamá! —exclama Harryencantado.

Sus ojos azules, idénticos a los demi hijo, brillan como diamantes.

—He tenido un día maravilloso yahora que estáis aquí es aún mejor. —Me mira con esos deliciosos ojos. Tienelas mejillas sonrosadas. Quieroabalanzarme sobre ella y adorarla aquí

mismo. Su amplia sonrisa se vuelvecoqueta y cruza las piernas—. Buenastardes, señor Hart.

Aprieto los labios y me revuelvo enmi asiento, intentando comportarmecomo un ser racional y no perder lacabeza delante de mi hijo.

—Buenas noches, señora Hart.Cada bendito rayo de luz que baña

nuestras vidas desde que nos conocimoschoca por encima de la mesa y explota.Enderezo la espalda y se me acelera elpulso. La belleza pura, natural einocente de esta mujer me ha dado másplacer del que creía posible. No sólo enla intimidad, sino simplemente por ser elobjeto de su amor. Soy su mundo y ella

es el mío.Harry salta de su silla y se acerca a

los estantes llenos de libros.—¿Qué tal el día? —le pregunto.—Agotador. Y tengo que estudiar

cuando lleguemos a casa.Debo controlarme para no poner los

ojos en blanco, sé que me toparé con suinsolencia como se me ocurra expresarque no me hace ninguna gracia. Es sóloun trabajo a media jornada; aunque nonecesita trabajar, insiste en que es buenopara sus estudios, que le da una idea decómo será cuando esté cualificada paraejercer de psicoterapeuta. Yo lo únicoque veo es que está agotada pero nopuedo negarle el gusto. Quiere ayudar a

la gente.—¿Tendrás un despacho como éste?

—Miro el despacho de su socio. Se lorobamos todos los miércoles a las seis.

—Tal vez.Vuelvo a mirarla a los ojos con una

sonrisa traviesa.—¿Podré referirme a ti como mi

terapeuta cuando ejerzas de verdad?—No. Sería un conflicto de

intereses.Frunzo el ceño.—Pero me ayudas a desestresarme.—¡De un modo muy poco

profesional! —Se echa a reír, baja lavoz y se inclina sobre el escritorio—.¿O acaso sugieres que deje a todos mis

pacientes adorarme?Me deja de piedra.—Nadie más puede saborearte —

rujo. La sola idea me lleva a un lugarque llevo mucho tiempo evitando.

Pero me recupero cuando Harryvuelve a sentarse de un salto en su sillay me mira con curiosidad:

—¿Todo bien, papá?Le alboroto el pelo y paso de Olivia,

que se ríe de mí en su sillón.—Todo estupendo.—Mamá, ¿nos vamos a casa?—Aún no. —Coge el mando a

distancia y me temo lo peor—.¿Preparados? —pregunta con unasonrisa burlona.

Me quedo mirando fijamente a mimujer pero noto que mi hijo tiene losojos clavados en mi perfil y me vuelvohacia él. Su carita es la viva imagen dela exasperación.

—No creo que tengamos elección —le recuerdo, aunque él ya lo sabe.

—Está loca —suspira.—Estoy de acuerdo. —No puedo

hacer otra cosa porque tiene razón. Metiende la mano y se la cojo—. ¿Listo?

Asiente y los dos nos ponemos depie cuando Olivia pulsa el botón quehace que el despacho cobre vida. Nonos movemos pese a que Happy dePharrell Williams suena a todo volumen.Contemplamos cómo la mujer de nuestra

vida salta, feliz y contenta, y se quita lasConverse de un puntapié.

—¡Vamos! —canturrea. Rodea lamesa y nos coge de la mano—. ¡Hora dedesestresarse!

La de cosas que podría contestarle,pero me lanza una mirada de advertenciade las que no admiten réplica. Pongocara de pena.

—Se me ocurren… —No puedoevitarlo pero no acabo la frase porqueme tapa la boca con la mano.

Se acerca, sin mover la mano.—He comprado chocolate Green &

Blacks.Se me dilatan las pupilas y la sangre

se me sube a la cabeza.

—¿Fresas? —mascullo contra sumano, intentando no temblar deanticipación cuando asiente. Sonríoigual que ella y trazo mentalmente miplan para esta noche. Voy a adorarla.Voy a adorarla en abundancia.

—¿Vamos a bailar o qué? —pregunta Harry reclamando nuestraatención, impaciente—. Controlaos unpoco —murmura.

Nos echamos a reír y nos cogemosde la mano, en corro.

—A bailar —digo preparándomepara lo que tengo que aguantar, para loque voy a hacer.

Nos miramos de reojo unosinstantes, sonrientes, hasta que Harry da

el primer paso. Mi hijo se pone a cantara viva voz y parece que a su cuerpecitole esté dando un ataque. Nos suelta,levanta los brazos, cierra los ojos y echaa correr y a saltar por el despacho comosi estuviera loco de atar. Es lo másmaravilloso del mundo.

—¡Venga, papá! —grita, corre haciael sofá y se pone a saltar entre loscojines. No puedo evitar ponermenervioso por el caos que arma sin darsecuenta pero empiezo a disimularlomejor. Además, siempre lo recogemostodo antes de irnos.

—Eso. —Olivia me da un codazo—.Desmelénese un poco, señor Hart.

Me encojo de hombros.

—Como quieras.Me quito la chaqueta en un

santiamén y me planto una sonrisa falsaen la cara. La chaqueta cae al suelo peroahí se queda y corro junto a mihombrecito, arrastrando a Livy conmigo.

—¡Alla voy! —chillo lanzándome alsofá con él. Su risa y el brillo defelicidad en sus ojos me anima a seguir.Me he vuelto loco. Muevo la cabeza,desde lo alto del sofá le doy vueltas aLivy como si fuera una peonza y cantocon mi hijo a pleno pulmón. A sabercómo llevo el pelo.

—¡Yupiiiiiiiiiiii! —grita Harrysaltando del sofá—. ¡Al escritorio,papá!

Lo cojo, echo a correr y subimos deun salto a la imponente mesa de trabajo.

—¡Tú puedes, Harry!—¡Sí!Sus piernas lo dan todo y los

papeles salen volando de la mesa.Y me importa un pepino.Están lloviendo hojas de papel,

estamos bailando a lo tonto y nos reímosy cantamos las estrofas que nossabemos. Estamos en el cielo.

Mis ángeles y yo nos encontramos ennuestra burbuja de felicidad, sólo queahora nuestra burbuja es gigantesca. Ynada puede estropearla.

La canción se acaba pero a nosotrosnos queda mucha energía. Parecemos

demonios de Tasmania y empieza asonar Happiness de Goldfrapp.

—¡Anda! —grita emocionadoapartándose los rizos de la frente—. ¡Mifavorita!

Me bajan de la mesa de un tirón ynos ponemos los tres otra vez en corro.Ya sé lo que viene ahora. Me voy amarear. Sólo puedo hacer una cosa paraevitar lo inevitable: mirar fijamente aOlivia mientras Harry empieza a moverlos pies para que demos vueltas. Estáotra vez en su mundo, así que no se dacuenta de que sólo tengo ojos para sumadre. Y ella sólo tiene ojos para mí.

Damos vueltas y más vueltas. Harrycanta y Olivia y yo nos miramos

intensamente.—Te quiero —pronuncian mis

labios con una media sonrisa sin emitirningún sonido.

—Me muero por tus huesos, MillerHart —me contesta en voz baja con unasonrisa radiante.

Gracias, Dios mío. No sé qué hehecho para merecerla.

Para cuando deja de sonar la músicaestoy sudando. Seguimos con nuestratradición y nos tiramos al suelo,agotados, jadeantes e intentandorecobrar el aliento. Harry aún se ríe consu madre.

Yo sonrío mirando el techo.—Tengo que pediros una cosa —

digo sin aliento, resistiéndome a ver lacarita que pone mi hombrecito al oíresas palabras—. Y sólo hay unarespuesta correcta.

—Nunca dejaremos de quererte,papá —contesta a toda prisa dándome lamano.

Ladeo la cabeza para mirarlo.—Gracias.—Nosotros también tenemos que

pedirte una cosa.Respiro hondo y me trago el nudo

que tengo en la garganta, un nudo depura y absoluta felicidad.

—Hasta que no me quede aire en lospulmones, mi niño.

Mi mundo está en su sitio y todo

vuelve a ser perfecto.Olivia Taylor sembró el caos en mi

mundo de orden y meticulosidad. Peroera real. Ella era real. Lo que yo sentíaera real. Cada vez que la adoraba sentíaque purificaba un poco más mi alma. Eraprecioso. Significaba algo. A excepciónde una noche lamentable, cuandohacíamos el amor nunca era sólo unchoque violento de cuerpos con un únicoobjetivo.

Placer.Alivio.Nuestra intimidad tampoco ha sido

nunca un automatismo, no en el sentidode que mi cuerpo tomaba el mando y selimitaba a… cumplir. Aunque era

automático porque nos salía solo. Eranatural, no teníamos que esforzarnos.

Así era como tenía que suceder.Una noche se convirtió en una vida.Y ni siquiera con eso me basta.

Nunca tendré suficiente Harry nisuficiente Olivia.

Me llamo Miller Hart.Soy el chico especial.Pero soy especial porque nunca

habrá en este mundo un hombre más felizque yo.

No hace falta que me explique.Soy libre.

JODI ELLEN MALPAS. Nació enNorthampton, donde vive junto a sufamilia. Mientras trabajaba en laempresa de construcción de su padre fueideando la trama de la trilogía y creó elpersonaje de Jesse Ward. En 2012decidió autopublicar Seducción, elprimer volumen, y la masiva respuesta

de sus lectoras la animó a terminar losdemás. Catapultada hasta el número unodel New York Times, la trilogía Mihombre (Seducción, Obsesión yConfesión) se ha convertido en elfenómeno digital del año, y ha coronadoa Jodi Ellen Malpas como la nueva reinade la novela erótica. Más de un millónde lectoras ya se han enamorado deJesse…