Sor Juana y la Virreina

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Sor Juana Inés de la Cruz, pintada por Juan de Miranda (ca. 1713)

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Sor Juana y la VirreinaAlejandro Soriano Vallès,

Maestro en Letras, Especialista en Sor Juana

Ante afirmaciones como éstas no cabe sino un

comentario: las posibilidades novelescas de los

“amores” de la hermosa y discreta Juana, dama

de honor de la virreina, perla de la corte, eran

irresistibles. (¿Quién que es no es romántico?)

Antonio Alatorre y Martha Lilia Tenorio

Pues a los poetas, ¡cuánto

les revolví los afeites

con que hacen que una hermosura

dure aunque al tiempo le pese!

Sor Juana Inés de la Cruz

1. Un crítico criticable; 2. antonio alatorre y “SU Sor JUana”; 3. Una lectUra llana…; 4. …y Una lectUra

forzada; 5. doS conclUSioneS: 1) Una difamación; 2) conocer a la Verdadera Sor JUana: inSoSlayable deber

de JUSticia.

1. Un crítico criticable.

Antonio Alatorre se complacía recordando el momento en que “comencé a intere-

sarme de veras en Sor Juana”1, quizás porque, además de aludir a la escrupulosidad

de su trabajo, era una de las formas —con palabras de su discípula Martha Lilia Teno-

1 Antonio Alatorre, “María Luisa y Sor Juana”. Periódico de poesía, núm. 2. México, UNAM/ CONACULTA/ INBA, otoño de 2001, p. 10.

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rio— de deslindarse del “improvisado y chapucero sorjuanismo”2. “Falta crítica”, ase-

veró en una entrevista publicada post mórtem, “y la razón de esto es que realmente

los sorjuanistas no están bien formados”3. “Yo tengo”, comentaba, “una visión muy

estricta, exigencias de seriedad muy concretas”4. Y, enseguida, se lamentaba: “una

cosa que no me parece bien en el sorjuanismo mexicano moderno es la aceptación de

todo lo que dice Octavio Paz como si ya hubiera hablado el maestro, el oráculo”5. En

torno a éste y su interpretación de El sueño de la Décima Musa, agregó: “no lo entien-

de en cuanto a conjunto; porque, aparte de complicarlo innecesariamente, mete un

montón de cosas que no están en el poema, o sea que fantasea y toma el poema como

pretexto para decir cosas tremebundas”6.

Paradójicamente, al filólogo Alatorre, con todo y su “visión muy estricta” y sus

“exigencias de seriedad muy concretas”, también le “falta crítica”, de manera que en

muchas de las interpretaciones de la vida y obra de Sor Juana Inés “mete un montón

de cosas que no están” ahí, “o sea que fantasea” y las toma “como pretexto para decir

cosas tremebundas”. Ejemplo patente es el artículo María Luisa y Sor Juana7, que

aquí analizo. Entretanto, no deja de ser curioso que quien se quejara del “sorjuanismo

mexicano moderno” por tener en Paz a un oráculo, se haya, a fuerza de insistencia,

convertido en uno de ellos.

Mas la porfía fue sólo una de las peculiaridades de Alatorre, cual puede verse en el

desarrollo de sus criterios sorjuanistas. En efecto, según recuerda Tenorio, su primer

trabajo dedicado a la Fénix lo escribió “siguiendo las huellas de Méndez Plancarte,

pero tratando de avanzar un poco más que su maestro”8. Y, al leer lo anterior, uno per-

2 Martha Lilia Tenorio, “En torno a la Lírica Personal, de Sor Juana”. Nueva revista de filología hispánica, T. LIX, Núm. 2. México, El Colegio De México, 2011, p. 553.

3 “La fama fue nociva para Paz y Rulfo: Antonio Alatorre”. El universal. México, 31 de octubre de 2010.

4 Ibid.

5 Ibid.

6 Ibid.

7 Véase, supra, la n. 1.

8 Tenorio, art. cit., p. 554; véase, infra, la n. 138.

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cibe la admiración que, justificadamente, el crítico jalisciense pudo haber tenido al

eminente editor de las Obras completas9 de Sor Juana Inés de la Cruz. Una confesión

similar la hizo años más tarde, cuando, dejándose llevar tal vez por los restos de aquel

respeto primitivo, reconoció que Alfonso Méndez Plancarte “es el fundador de la críti-

ca textual sorjuanina. Y la fundó con solidez”10. Ah, pero la devoción es flor delicada y

la ingratitud la marchita. Tras décadas de beneficiarse de la sabiduría de don Alfonso,

Alatorre, rememorando probablemente el lugar de Octavio Paz en el “sorjuanismo

mexicano moderno”, comenzó a menospreciar a “su maestro”. Así, entre vejámenes,

asomó otra de las peculiaridades del filólogo: la del hombre que, desde el promontorio

de la jactancia, impone su ley escarneciendo a los demás11. Poco a poco, a fuerza de

buenos trabajos (cuya columna vertebral fue, por supuesto, la magna edición de las

Obras de la Décima Musa de Méndez Plancarte) y de afrentas, logró ocupar el anhela-

do cargo de oráculo sorjuanista.

Baste un breve catálogo de injurias enderezadas contra don Alfonso para mostrar

algo de esta segunda característica. En Serafina y Sor Juana12, tratando sobre el des-

tino de la biblioteca de Juana Inés, lo llama (siempre al lado de su discípula Tenorio)

9 Sor Juana Inés de la Cruz, Obras completas. V. I-III, edición, prólogos y notas de Alfonso Méndez Plancarte, v. IV de Alberto G. Salceda. México, FCE, 1951-1957.

10 Antonio Alatorre, “Hacia una edición crítica de Sor Juana (segunda parte)”. Nueva revista de filología hispánica. T. LIV, núm. 1. México, El Colegio de México, 2006, p. 111.

11 Buena muestra es el desprecio con que trataba a quienes suponía no estaban a su altura. En la antedicha entrevista (“La fama fue nociva…”) reconoció: “De manera que cuando me encuentro con un interlocutor que pretende discutir sobre los temas que he investigado toda mi vida y me dice «no, es que de esto no sé» [¿quién, pregunto, “discute” diciendo tal cosa?], «esto no lo he leído», para mí entonces muere la discusión. No me refiero a mi nivel intelectual, nada de eso, hablo de los pertrechos de lectura [i. e., de su erudición]. Por esto le dije no [¿“no” qué? ¿No “discuto contigo”? Y ¿por qué? ¿Porque “no tienes mis mismos «pertrechos de lectura»”? O sea: ¿”te desestimo como antagonista porque no eres tan «erudito» como yo”? Hago una nueva pre-gunta: ¿acaso no el conocimiento se afina confrontando hipótesis y no mediante el recurso de desdeñar al oponente?] a Guillermo Schmidhuber y no a José Pascual Buxó a propósito de sus investigaciones sobre Sor Juana”. No le faltaba, luego, razón a la exégeta Margo Glantz cuando, recordando a Alatorre tras su deceso, afirmaba, entre otras cosas, que era “un hombre temible. Tenía una capacidad de razonamiento casi implacable, producía miedo a veces” (Ericka Monta-ño Garfias y Alondra Flores, “Muere Antonio Alatorre, notable filólogo, ensayista y docente”. La jornada. México, 23 de octubre de 2010).

12 Antonio Alatorre y Martha Lilia Tenorio. Serafina y Sor Juana. México, El Colegio de México, 1998.

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con doblez “el bueno de Alfonso Méndez Plancarte, devoto sacerdote de Cristo” (p.

120), para, enseguida, afirmar sin razón13 que “hizo trampa”14 (p. 120) y que “prefirió

cerrar los ojos y guardar su inocencia” (p. 121). A continuación, y de nuevo con sorna,

se habla de cómo Tenorio y él analizarán “las cosas racionalmente, sin la aromática

nube de incienso que seguía envolviéndolas para el seráfico Méndez Plancarte” (p.

124). Tal parece que tan sentidos epítetos fortalecieron la confianza de nuestro crítico

porque, poco tiempo después y con la convicción de que nadie saldría en defensa de

un muerto, en María Luisa y Sor Juana volvió, según comprobaremos abajo, a em-

bestirlo. Por si no bastara, años más tarde, en la “Introducción” de su propia edición

del tomo I de las Obras completas15, cebado ya en el vilipendio de quienes o no lo

seguían o lo obstaculizaban, Alatorre tornaría a calificar a Méndez Plancarte con el

gentil y para entonces clásico adjetivo “mentiroso”16. En efecto, ahí, perdido todo

comedimiento, se atreve a anotar: “dicho llanamente, M[éndez] P[lancarte] fue men-

tiroso” (p. XVI; también: “y de esta manera encubre la mentira” —p. XVI, n. 7). Pero

eso no es todo: si, al lado de Tenorio, en Serafina y Sor Juana había llamado a don Al-

fonso (aparte de “irracional”) “inocente” y “seráfico”, ahora, en la n. 8 de la p. XXI de

su versión de la Lírica personal, se luce señalando que “la pudibundez de M[éndez]

P[lancarte] es cosa notable”.17

13 Los términos de Alatorre y Tenorio, además de inciviles, son completamente injustos, según les demostré a ambos en mi libro La hora más bella de Sor Juana. México, CONACULTA/ Instituto Queretano de la Cultura y las Artes, 2008, pp. 149-157 y 173-188.

14 No sin, de paso, lanzarse violentamente contra aquellos a quienes, por no estar de acuerdo con sus jamás probadas tesis, descalifican con el sencillo y lindo título de “críticos trasnochadamente ultrarreaccionarios” (p. 121; en la n. 14 de la p. 126 exclaman: “¡En qué miserable postración yace la crítica católica de extrema derecha!”).

15 Sor Juana Inés de la Cruz. Obras completas. V. I, “Lírica personal”. Edición, introducción y notas de Antonio Alatorre. México, FCE, 2009. Cf. Alejandro Soriano Vallès, “Para leer la Lírica personal de Sor Juana Inés de la Cruz”. Sor Juana polímata. Pamela H. Long, editora. México, Editorial Grupo Destiempos, 2013, pp. 108-132.

16 Apelativo “clásico” en tanto los prosélitos del filólogo, ofuscados quizás por el fervor que despier-ta en ellos, lo emplean ya, como suele suceder con las ideas impropias, frívolamente y a discreción. Así, entre otros, Martha Lilia Tenorio se atreve a hablar tanto de las “mentirillas de Méndez Plan-carte” (art. cit., p. 559) como de su “mentira más gorda” (ibid., p. 560).

17 Cual es de esperar, Tenorio, remedando a su mentor, no se recata de propinar al mayor de los sor-juanistas el mismo indecoroso coscorrón: “La pudibundez de Méndez Plancarte al anotar estos textos es casi infantil”, se aventura a censurar (ibid., p. 567). (Por cierto que, tratando de censu-ras, entre las que en su artículo reseña Tenorio están las que llama “malas lecturas producto de la chapuza de Méndez Plancarte” (ibid., p. 562); verbigracia, la de un verso de El sueño. Efecti-

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vamente, según ella, ahí la monja “habla del estómago como «centrífica oficina» (v. 235), pero en 1693 pasó a ser la «científica oficina», lo cual, como aclara Alatorre es un disparate: «el estómago es la ‘centrífica oficina’, el taller central distribuidor de la sustancia que allí se extrae de los ali-mentos»” (ibid.).

Ahora bien, dejando de lado la palabra “centrífica”, es de notar que si preceptor y alumna se hubiesen tomado la molestia de considerar en ocasiones el trabajo ajeno (incrementando así sus “pertrechos de lectura”), se habrían enterado de que ese v. 235 no se refiere al estómago, sino al hí-gado (cf. Alejandro Soriano Vallès, El Primero sueño de Sor Juana Inés de la Cruz. Bases tomistas. México, UNAM, 2000, pp. 46-54). Discurriendo, justamente, sobre el hígado, explica Dionisio Daza Chacón (Práctica y teórica de cirugía, en romance y en latín. Valencia, Francisco Ciprés, 1673, p. 250): “Y así dijo Hipócrates que era el miembro más sanguinolento de todo el cuerpo. Y por esto le llamó erasistrato parenchyma, como si dijera oficina de la sangre”. Cristóbal de Avendaño (Sermones para algunas festividades de las más solemnes de los santos. Madrid, Juan González, 1625, p. 33): “Es el hígado la oficina donde se labra la sangre en que consiste la vida humana”.

Hablando de “malas lecturas” y de “chapuzas”, en mi artículo “Para leer la Lírica personal de Sor Juana Inés de la Cruz” (véase, supra, la n. 15), enlisté algunas de las muchas que dejan ver el cobre en la edición de Antonio Alatorre. He aquí, lejos de agotarlas, unas pocas más. Por ejemplo, en la “Introducción” (p. XVI) el nuevo editor asevera falazmente (cf. Soriano Vallès, “Para leer la Lírica personal…”, p. 125) que en Méndez Plancarte “muy raras veces sus textos proceden de las ediciones originales”, de forma que “se ha limitado a copiar los números de página” que propor-cionó Pedro Henríquez Ureña en cierto artículo suyo (“Introducción”, p. XVI, n. 7). Este arbitrario reproche parece el colmo en quien confesó campechanamente haber compuesto su versión de la Lírica personal, limitándose a usar las “variantes” anotadas por Gabriela Eguía-Lis en la im-presión facsimilar que en 1995 sacó la UNAM de “las primeras ediciones de los tres tomos” de la Fénix (“Introducción”, pp. X-XI). O sea: Alatorre critica a don Alfonso por dizque no consultar las “ediciones originales”, siendo que él… ¡no consultó ninguna! Y debió morderse la lengua cuando, para “probar” su dicho, apuntó que Méndez Plancarte no siempre indica con exactitud “en qué página de las ediciones antiguas se halla cada composición” (ibid., p. XVI, n. 7), porque él tam-poco lo hizo siempre, como puede verse en el caso del núm. 18 (de acuerdo con la numeración de Méndez Plancarte) que, según la versión del propio Alatorre, apareció por primera vez en la p. 199 de Inundación castálida, cuando en realidad fue en la 119.

Nuestro flamante editor se había ufanado de que una de las diferencias de entrambas ediciones son ciertas “minucias”, ya que “también las minucias cuentan” (“Introducción”, p. XXVI). En efecto, “minucias” como la anterior son pan cotidiano en —citando a Tenorio— esta “edición así de cuidada” (art. cit., p. 572). Para probarlo, ofrezcamos unas pocas muestras (circunscri-biéndonos, escasamente, a la sección de El sueño) que no sólo nos hablen de las chapuzas del jalisciense, pero también de sus inestables “criterios editoriales” (ibid., p. 571). Con respecto al v. 35 del poema, en un artículo anterior (“Notas al Primero sueño de Sor Juana” (Nueva revista de filología hispánica, T. XLIII, núm. 2. México, El Colegio de México, 1995, p. 383), Alatorre había escrito: “Yo quitaría la coma de infama...” Su edición la conserva. En el v. 53, con evidente silepsis, imprime “éstos”. Tocante al v. 264, Alatorre (ibid., p. 390, n. 18) cree que “aquí cojea otra vez la sintaxis: debiera ser daba, en serie con el empañaba del v. 257: el estómago, con sus leves vapo-res, «no sólo no empañaba» las imágenes de la estimativa, «sino que daba» pábulo a la fantasía”. Empero, “daban” es lo correcto, porque está “en serie” con los “simulacros” (de la imaginativa, no de la estimativa —cf. Soriano Vallès, Bases tomistas, p. 60) del v. 258: son éstos los “que daban a la fantasía/ lugar de que formase/ imágenes diversas” (vv. 264-266).

En la n. al v. 344 de su edición, Alatorre dice: “Claro que las Pirámides se edificaron casi veinte siglos antes de que hubiera Ptolomeos (Sor Juana copia la desinformación de Góngora)”. Por su-puesto, no se trata, de ninguna manera, de “desinformación”, sino de antonomasia. Comentando,

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De ese tamaño fue la gratitud a “su maestro”, al hombre que, en lo tocante al estudio

de la poetisa mexicana, lo había pertrechado con esplendidez18. Sirvámonos aquí de las

palabras del filólogo sobre la supuesta “pudibundez” del primitivo editor de la Lírica

personal de la Fénix para centrarnos en la liberal desenvoltura de quien las pronunció.

2. antonio alatorre y “sU sor JUana”.

Bien dice Tenorio que en su “mesurada” y “objetiva”19 edición, Antonio Alatorre nos

legó “su Sor Juana”20. Yo no pude haberlo expresado mejor: precisamente, lo que el

precisamente, el v. gongorino: “Que el Egipto erigió a sus Ptolomeos”, García de Salcedo Coro-nel dice que “por ocasión de haberse llamado todos los reyes de Egipto, después de Alejandro, Ptolomeos [...] dijo don Luis que había erigido Egipto a los Ptolomeos, esto es, a sus reyes, las Pirámides” (Soledades de Luis de Góngora. Madrid, Imprenta real, 1636, p. 185; la cursiva es mía).

Para el v. 479, Alatorre asienta: “En las ondas (yo añado el en): el entendimiento, equívoco («vaci-lante», «indeciso») se hundía en el mar de asombros”. Se trata de un agregado innecesario, como lo demuestra el caso del v. 185: “Hasta la que pajiza vive choza” (que no “corrige”).

En la n. al v. 507 se halla perdido sin el auxilio de don Alfonso: “No me explico por qué Sor Juana califica de vacilantes los rayos del sol; M[éndez] P[lancarte] no hace ningún comentario”. No es necesario, basta con desatar correctamente los hipérbatos: “Y una vez y otra cela con la mano los rayos de los vacilantes, débiles ojos deslumbrados...”

En sus “Notas al Primero sueño...” (pp. 397-398), dice Alatorre: “En la nota textual al v. 450 anun-cia M[éndez] P[lancarte] su propósito de respetar las grafías antiguas de comprehender y voces análogas: incomprehensible (vv. 447 y 484), comprehensión (v. 450), y también aprehensiva (v. 642). Pero aquí (v. 595) se olvida de su propósito”. Paradójicamente, él, que ha venido cumpliendo el “propósito” del editor original, también “se olvida”, e imprime, en este mismo v. 595, “compren-der”.

Para no cansar más al lector, concluyo con el v. 681: en sus “Notas al Primero sueño...” (p. 400) opina Alatorre que “hay que quitar la coma: sagrada califica a águila, no a visión («la visión que la sagrada Águila Evangélica vio en Patmos»)”. Curiosamente, la coma permanece en su edición. Es fácil ver en estos botones de muestra los indecisos “criterios editoriales” y algunas de las cha-puzas del nuevo editor de Sor Juana.)

18 Y no sólo en cuanto a la cornucopia de conocimientos que, a lo largo de su vida académica, Ala-torre encontró en la sabiduría de don Alfonso, sino en cuanto a que su edición del volumen I de las Obras de Sor Juana está hecha, literalmente, sobre la de él. La directiva del Fondo de Cultura Económica de entonces, si tanto deseaba una publicación hecha por el jalisciense, en vez de ofre-cerle parasitar la original (que tendría que haberse actualizado, respetando tanto al editor como su trabajo), debió concederle hacer otra, muy distinta, según las pretensiones de Alatorre, con criterios y averiguaciones independientes (cf. Soriano, Vallès, “Para leer la Lírica personal…”, pp. 120-121).

19 Tenorio (art. cit., p. 565), hablando de las “divergencias” de entrambas ediciones, cree que “la más general e importante (y también de agradecer) es la mesura y objetividad” (véase, supra, la n. 17).

20 Ibid., p. 572; en cursiva en el original.

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“riguroso”21 filólogo hizo a lo largo de los años no fue jamás, como indica la propiedad

académica (y procuró Méndez Plancarte), tratar de descubrir a la Juana Inés de carne

y hueso, a la que verdaderamente existió22, sino proyectar sobre ella la entelequia de

su “alma gemela”23. Así, quien se preciaba de poseer “una visión muy estricta” y “exi-

gencias de seriedad muy concretas” (al grado de deslucir sistemáticamente a los que

lo contradecían), estaba en realidad construyendo “su Sor Juana”. Veamos en María

Luisa y Sor Juana las características, no de la Fénix, sino embutidas en su persona,

de esta “alma gemela” del autor.

Ante todo, a Antonio Alatorre le urge “probar” el “amor” de la Décima Musa por

la virreina María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, condesa de Paredes. Para ello,

trozo a trozo, deberá ir zurciendo el centón de su “historia” con los versos que, re-

cortados del cuerpo de los distintos poemas a que pertenecen, “digan” lo que a él le

conviene que digan. Por supuesto, con semejante “método” cualquiera puede hacerse

de una “Sor Juana” completamente particular y obtener, sin necesidad de ser dueño

de “una visión muy estricta” ni cumplir con “exigencias de seriedad muy concretas”,

la entrañable figura de su “alma gemela”. Buena muestra del “método” de marras se

halla en la p. 25 de María Luisa y Sor Juana. Allí, nuestro riguroso filólogo asienta:

Yo no creo que sea descabellado ni dogmático decir que Sor Juana ignoró el amor hu-

mano mientras vivía en “el siglo”; lo conoció cuando vivía en el claustro. Lo que dice

Francisco de las Heras no tiene vuelta de hoja: será por esto, será por lo otro, pero Sor

Juana estaba enamorada de María Luisa. Fue su relación con ella lo que le dio, y muy

agudamente, la experiencia del amor24.

21 A través de su texto (ibid.), Tenorio se hace lenguas del “rigor filológico” (p. 572) de su preceptor.

22 He tratado el tema de la verdad en la historia, con respecto específicamente de los estudios dedi-cados a la Décima Musa, en mi libro La hora más bella de Sor Juana…, pp. 19-42.

23 Tenorio, art. cit., p. 572.

24 En cursiva en el original.

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Notemos, primeramente, algo que será lugar común en la exégesis de Alatorre:

para “ejemplificar” tan contundente y central afirmación, nos presenta los vv. 1-4 del

núm. 18425, ¡que es un soneto que no está dedicado a la Virreina, y ni siquiera a una

mujer, sino a un varón que lleva el nombre pastoril de Alcino! Ah, pero eso no pertur-

ba a nuestro crítico (aunque quien acusó a don Alfonso de “tramposo”26 se cuida bien

de informarlo al lector), pues parte fundamental de su “método” será, justamente,

servirse, ad líbitum y sin sonrojos, de las composiciones (o, mejor, de fragmentos de

ellas) que, estando o no dedicadas a María Luisa y tras pasar por el tamiz de su inter-

pretación, convengan a sus propósitos. Aplaude Tenorio la “muy significativa” “deci-

sión editorial”27 tomada por Alatorre en su tirada de la Lírica personal de prescindir

“totalmente de los rubros temáticos establecidos por Méndez Plancarte”28, pues “es

25 De acuerdo, siempre, con la numeración de Méndez Plancarte.

26 No debe extrañarnos que Alatorre emplee tan reverente calificativo con Méndez Plancarte si fue capaz de usarlo con Juana Inés. Efectivamente, en la p. 26 de María Luisa y Sor Juana aventura que en una composición suya (núm. 30), la respuesta a la Virreina es “tramposa”; y en la n. 33, ya sin recato, afirma que “Sor Juana solía hacer «trampas»”.

(Por cierto, refiriéndose ahí al mismo romance y aunque en él se aclara que la autora “discurre” sobre “haberse el señor Virrey ausentado a un recreo”, el filólogo, maliciosamente, comenta que acudió “por unos días a Chalma para echar una cana al aire”. El Diccionario de la Real Acade-mia Española dice que esta locución significa sencillamente “esparcirse”, pero todo el mundo sabe (cuando menos en México) que la connotación fuerte es la de infidelidad conyugal (en la n. al v. 45 de ese mismo núm. 30 de su tirada de la Lírica personal, Alatorre, a propósito del tér-mino “holgarse”, usado por la poetisa para referirse al motivo del viaje del Virrey, repitió: “Como si dijéramos «echar una cana al aire»”). Si no se debió a malicia, ¿por qué no usó la inequívoca palabra “esparcirse”, en vez de la ambivalente expresión “echar una cana al aire”? He aquí otro de los recursos del crítico para “justificar” la falseada relación de entrambas mujeres que insiste en presentarnos: degradar al Virrey, mostrándolo como indigno de confianza y mezquino (véase, infra, la n. 86). ¿Quién es, en realidad, el tramposo?).

Como ejemplo de su cariño por Sor Juana, nos explica el nuevo editor que “en la Respuesta a Sor Filotea las trampas son muchas, y muy sutiles” (“María Luisa y…”, p. 26, n.33). Alude, obvia-mente, a su lectura (compartida con Tenorio) de la autobiografía de la religiosa, según la cual la Respuesta habría sido, frente al obispo de Puebla, una “apología pro seipsa” (Alatorre y Tenorio, Serafina y…, p. 117). En la n. 21 (p. 17) de María Luisa y Sor Juana, nuestro exigente crítico se regodeó comentando: “Suelo divertirme pensando en la cara que habría puesto Méndez Plancar-te de haber conocido la Carta al padre Núñez”. ¡Ah, qué coincidencia, a mí me pasa exactamente lo mismo imaginando la cara que Antonio Alatorre habría puesto de haber conocido las Cartas de Puebla y San Miguel, que el obispo de esa diócesis mandó a Juana Inés! (dejándonos inequívoca-mente patentizada en ellas la honda amistad que los unía; cf. mis libros Sor Juana Inés de la Cruz, Doncella del Verbo. Hermosillo, Garabatos, 2010, pp. 439-484 y Aquella Fénix más rara. Vida de Sor Juana Inés de la Cruz. México, Minos III Milenio, 2012, pp. 301-360).

27 Tenorio, art. cit., p. 565

28 Ibid.

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evidente que considera que las «etiquetas» más estorban que ayudan, que no coin-

cide con todas las clasificaciones y que prefiere marcar su lectura y guiar al lector

por medio de las notas”29. Justamente, interés primordial del filólogo fue “marcar su

lectura”, “guiando al lector” a una Juana Inés descocada y loquita por la Virreina30;

finalidad para la cual, “más que ayudarle”, le estorbaban las “etiquetas” puestas por

Méndez Plancarte, en tanto dichas “etiquetas” detallan, entre otras cosas, qué poe-

mas están dedicados a la Condesa y qué poemas no.

En efecto, Alatorre, sin auténticas pruebas, adjudicó a Francisco de las Heras tanto

el “Prólogo al lector” como los rótulos que encabezan las composiciones del primer li-

bro de Sor Juana, Inundación castálida (1689)31. Tal adjudicación convenía a sus pro-

29 Ibid.

30 Cf. Soriano Vallès, “Para leer la Lírica personal…”, pp. 118-120.

31 La atribución es una mera teoría que Alatorre vino repitiendo a través de los años como si de algo demostrado se tratara. En la “Introducción” a su tirada de la Lírica personal, asienta que el “Prólogo al lector” de Inundación castálida lo “atribuyo sin la menor duda [!] a Francisco de las Heras” (p. XI). Por supuesto, no justifica la atribución (y nunca la justificó. En “Para leer la Fama y obras pósthumas de Sor Juana Inés de la Cruz” (Nueva revista de filología hispánica. T. XXIX, núm. 2. México, El colegio de México, 1980, p. 466), tras referir que el prologuista “conoce al dedi-llo todos los antecedentes del volumen”, “la historia de las obras escritas por encargo de” la Virrei-na, “la aura popular” de Sor Juana y que “se llama a sí mismo criado de la Condesa”, simplemente, sin mayores elementos, concluye: “es, obviamente, el secretario de los ex-virreyes [...]: Francisco de las Heras”). Creo que los lectores se merecen una certificación, allende el “obviamente” con que se conforma.

Pero la edición facsimilar de Inundación publicada por el Frente de Afirmación Hispanista (In-troducción y ensayo de Fredo Arias de la Canal, México, 1995), trae en la p. XXVII de los moder-nos preliminares el “Prólogo al lector” hecho por Sor Juana; ahí se adjudica el anónimo “Prólogo” a Juan Camacho Jayna. En efecto, Joaquín Antonio Peñalosa (Letras virreinales de San Luis Potosí, San Luis Potosí, Universidad Autónoma de San Luis Potosí, 1988, pp. 130-136), es de la opinión que Camacho Jayna y no —como cree Alatorre— Francisco de las Heras (ibid., p. 133), secretario de los virreyes de la Laguna, fue el primer editor de Sor Juana.

De acuerdo con la hipótesis de Peñalosa, y dado que “editor es tanto el que, con su trabajo inte-lectual, prepara los originales del libro como quien pone el dinero necesario para la publicación” (p. 132), debe reconocerse este título a Camacho Jayna, pues no sólo se asienta así en la portada de Inundación castálida y “ediciones subsecuentes”, pero también en la “Suma de privilegio”, a más de que era hombre culto y adinerado que pudo pagar por la impresión (p. 134). Pudo, efectivamente, “pagar el costo de la edición como un homenaje a la Condesa de Paredes, su pro-tectora, a quien tantos favores debía”. Es claro, asevera, “que la Condesa de Paredes podía pagar la edición. ¿Por qué no la pagó? Antonio Alatorre ha probado que a la Condesa le disgustaba la publicidad [...]; por lo mismo, no hubiera tolerado que en la portada de la «Inundación Castáli-da» —donde se dice que Sor Juana le consagra sus versos— después de «Dedícalos a [ella]», se leyera: «y los saca a luz la misma Excelma. Señora»”. También “hay una razón de corazón”: había

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

pósitos, porque, según él, De las Heras, “como secretario del marqués de la Laguna y

de la condesa de Paredes mientras fueron virreyes, conoció directamente la relación

que hubo entre la monja y la virreina”32. Es decir: habría sido testigo33 privilegiado

de su fantasioso trato íntimo34. Por supuesto, no hay ninguna evidencia histórica,

mas eso no le importa a nuestro crítico, ya que su meta es dejar establecido un “tes-

timonio” (aunque sea apócrifo) de la “cercanía” de ambas mujeres. Así, declara: “La

segunda parte del prólogo de Las Heras, y la más larga, es también fruto directo de su

trato personal con la monja escritora”35. ¿Y qué sería lo que, según Alatorre, ahí se

expone?:

Quiero, le dice al lector, “salvarte un óbice”. De momento no se ve qué cosa sea el “óbice”,

pues Las Heras procede despacio y con rodeos, pero poco a poco vamos entendiendo. Lo

que dice, en resumen, es algo como esto: “Bien sé que algunos lectores arquearán las ce-

jas y se revolverán nerviosamente en sus asientos al encontrar en una monja semejante

maestría en la expresión de amores profanos”. Tal es el óbice que urge salvar36.

Me gustaría que quien esto lee fuera directamente al “Prólogo” de Inundación

castálida y confirmara con sus propios ojos la falsedad del “resumen” que el riguroso

filólogo nos presenta. En ningún sitio se habla ni de “maestría en la expresión de

amores profanos” ni de “lectores” que “arquearán las cejas y se revolverán nerviosa-

mente en sus asientos”. Lo que el autor (sea quien sea) en realidad explica es “que

conocido y tratado a la poetisa (p. 135). El caso del “Prólogo al lector” es el de los epígrafes, que Alatorre, “sin la menor duda” (y sin pruebas), asigna a De las Heras (cf. la nota al núm. 16 de su edición).

32 Alatorre, n. al núm. 16 de su versión de la Lírica personal.

33 El exégeta habla, refiriéndose precisamente a la monja, de “…el amar a María Luisa con el «ardor puro» atestiguado por Las Heras, y el conocer así las peripecias del amor real” (“María Luisa y…”, p. 25; la segunda cursiva es mía).

34 Conforme a Alatorre, De las Heras habría tratado a la poetisa “de cerca durante más de cinco años” (ibid., p. 11). Si recordamos las citas previas, entenderemos a cabalidad la pretensión del filólogo: “Lo que dice Francisco de las Heras no tiene vuelta de hoja: será por esto, será por lo otro, pero Sor Juana estaba enamorada de María Luisa” (ibid., p. 25).

35 Ibid., p. 11.

36 Ibid; en cursiva en el original (véase, supra, la n. 24).

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como en el estudio de las musas no se divierte37 de otro que la obligue”, la madre

Juana, “no gasta en él más tiempo que el que había de ser ocio; el componer versos

no es profesión a que se dedica, sólo es habilidad que tiene”. O sea, defiende la ho-

nestidad del quehacer poético (en general, no del que, como falazmente afirma Ala-

torre, con “maestría” expresaría “amores profanos”) de la Fénix; quehacer preferible

—asegura el anónimo redactor del “Prólogo”—, en los momentos desocupados de sus

obligaciones monacales, a “empeorar los ratos del ocio o en vanidades de más leves

efectos, que le desperdician, o en cuidados funestos, que le hacen más delincuente”38:

mejor emplear el tiempo libre componiendo poesías que despilfarrándolo, o pecando.

Enseguida, el desconocido prologuista señala dichas “vanidades” y “cuidados funes-

tos”: la ambición, la soberbia, la ira, la avaricia y la codicia; “vicios que desfiguran

la naturaleza racional” —aclara—, los cuales, “jamás se han avenido con la dulzura

alegre de los genios versistas”. Donde es palmario que Alatorre dejó de lado la “visión

muy estricta” de que se enorgullecía por la urgencia de irnos dibujando, mediante

invenciones, la imagen enamoradiza de su “alma gemela”. ¡Y tuvo la desvergüenza

de llamar a Alfonso Méndez Plancarte “mentiroso”39!

37 “No se distrae”.

38 Compárese la cita con la transcripción fiel y libre de manipulaciones (aunque la lectura sí la tergiverse) que de ella hizo el propio crítico en la p. 138 de su artículo “Un tema fecundo: las «encontradas correspondencias»” (Nueva revista de filología hispánica, T. LI, núm. 1. México, El Colegio de México, 2003).

39 Por cierto que el “óbice” que le “urge salvar” al escritor del “Prólogo” de Inundación castálida tampoco es el que Alatorre sugiere, sino la “ingenua desconfianza de sí” que tenía Sor Juana; i. e., que ella no esperaba “que sus trabajos fuesen de tanto peso que aun hiciesen sudar en España las prensas”. Quiere establecer, en pocas palabras, que no le interesaba publicar su obra, y si sucedió fue por iniciativa de la condesa de Paredes (cf. Soriano Vallès, La hora más bella de Sor Juana…, pp. 111-121).

El jalisciense (“María Luisa y…”, p. 12, n. 8) vuelve a las andadas cuando suelta, disfrazada de hecho probado, una conjetura más: “Las Heras tenía que ser cauteloso, pues el asunto [de la “estimación” de la Condesa] era delicado. Señal muy clara de sus cautelas es que se haya abste-nido de meter en la Inundación dos cosas especialmente capaces de escandalizar a los mojigatos. Una es la serie de sonetos compuestos para un «doméstico solaz», de humor tan desgarrado, quevedesco casi, que mortificaban no poco al bueno de Méndez Plancarte (sobre todo el de una Teresilla muy muchacha y muy experta en ponerle los cuernos al marido)”. Es notable cómo el malicioso de Antonio Alatorre “descubre” gente “escandalizada” por doquier. Una vez más apro-vecha la ocasión para, desde su escrúpulo de Marigargajo, dar un tirón de oreja a don Alfonso (¿se le habrá ocurrido, acaso, que como sacerdote debió escuchar en confesión “cosas” mil veces más “mortificadoras”?). Tan artera afirmación es parte del pertinaz empeño en desacreditar a quien lo desmiente. Por supuesto, no le conviene la reflexión de Méndez Plancarte tocante a que

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

Lo propio ocurre con los epígrafes de los poemas de Inundación castálida, que

Antonio Alatorre, a pesar de deberse —según su apócrifa adjudicación— a la pluma

de Francisco de las Heras (y de ser, por tanto, dizque producto del “conocimiento di-

recto” que éste habría tenido de “la relación que hubo entre la monja y la virreina”),

cuando le conviene se salta a la torera. Este caso complementa al de las “etiquetas” de

Méndez Plancarte, suprimidas por el filólogo de su edición de la Lírica personal por-

que —cual hice ver—, entre otros motivos, especifican qué poemas están dedicados

a la Condesa. Era tal la urgencia del minucioso crítico por hacernos creer en “su Sor

dichos sonetos deben “fecharse en Palacio, entre 1665 y 67” (n. a los núms. 159-163), cuando Juana Inés no había entrado al convento, porque, entonces, la imagen de la licenciosa monja capaz de mancillar sus votos seduciendo a la Virreina que tan deliciosamente nos va obsequiando, hace agua (obsérvese cómo él mismo lo acepta: si contradice a Méndez Plancarte es “porque, según él, mal podría una observantísima monja escribir cosas de sal tan gruesa, «inferior a su decoro»” —n. al núm. 159 de su edición de la Lírica personal. En “Un tema fecundo…” (p. 140, n. 87) afirma Alatorre que cuando los críticos católicos comentan “cosas «atrevidas» de Sor Juana”, las fechan en sus años “premonjiles”. ¡Cuán fácil es argumentar que él hace exactamente lo contrario!).

La segunda “cosa” capaz “de escandalizar a los mojigatos” que, acorde con Alatorre, el editor de Inundación castálida se habría “abstenido” de “meter”, es “el romance «Salud y gracia, sepa-des…»” (sic) (núm. 36) pues, en resumidas cuentas, “era el colmo de la frivolidad” (“María Luisa y…”, p. 12, n. 8; en cursiva en el original). Resulta simpático que nuestro filólogo brinde como causas de dichas ausencias el “humor tan desgarrado” (¿no es paradójico que Alatorre siga a Méndez Plancarte en la detección de la influencia “quevedesca” de estas composiciones y, a la vez, se mofe asegurando que “lo mortificaban”?) y la “frivolidad”. Sagaz descubridor de mojigatos, únicamente él ha “visto” en ellas razón de “cautela”: sólo a él, espíritu timorato, le parecen “cosas escandalosas” (parafraseando a Tenorio: “la mojigatez de Alatorre al anotar estos textos es casi infantil”. Por ejemplo, en la n. al núm. 159 de su edición de la Lírica personal, se espanta y dice que Méndez Plancarte “no se atreve a escribir caca”, razón por la cual él, aunque todos entendi-mos de qué se está hablando, escribe “caca”; y lo hace como los niños que, cuando les advierten que es de mal gusto, se solazan repitiendo: “¡caca, caca…!” —véase, infra, la n. 123). Sin embargo, aclara: “Francisco de las Heras se abstuvo de incluir el romance en la Inundación castálida para no dejar mala impresión entre los primeros lectores de Sor Juana: ¡semejante frivolidad en una monja!” (n. al núm. 36 de su edición de la Lírica personal). Mas resulta que, como el libro “tuvo tan buena acogida”, para la segunda edición, “en vista del éxito obtenido, ya no tuvo empacho Las Heras en publicar las dos cosas que por cautela había escamoteado” (“María Luisa y…”, p. 12, n. 8).

¡Así trabaja la sabiduría infusa de quien más tarde se quejaría de la falta de crítica de los sorjua-nistas!: no tiene pruebas de nada, pero ya armó su historia, y es lo que importa. Además de que sería factible dar otras razones por las cuales dichas poesías se incluyeron a partir de la edición de 1690, no es difícil ver el criterio acomodadizo de Alatorre: por un lado pretende que los lectores de la época, acostumbrados —cual es evidente— a las expresiones “archi-quevedescas” (n. al v. 11 del núm. 160 de su edición de la Lírica personal), iban a tener, por su causa, “mala impresión” de la monja, y, por otro (creyendo que Méndez Plancarte —gran conocedor de Quevedo— se siente “mortificado” por ellas), desenfadadamente pregunta: “¿Por qué no habían de tener las monjas esa clase de esparcimiento?” (n. al núm. 159 de su edición de la Lírica personal).

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Juana”, que no tuvo empacho en presentar como dedicadas a María Luisa composi-

ciones que el pseudo De las Heras no le asigna. O sea: Alatorre decidió a placer qué

datos le convenían y qué datos no.

Verbigracia y además del núm. 184 citado arriba, está el 213, cuyo epígrafe explica:

“Expresa más afectuosa, que con sutil cuidado, el sentimiento que padece una mujer,

amante de su marido muerto”, y que el jalisciense, no obstante, transfiere a la Conde-

sa40. Con un poco de sentido común (y de pundonor), cualquiera (siquiera sea porque

el pseudo De las Heras, tan “conocedor” —de acuerdo con la ficción de Alatorre— de

“la relación que hubo entre la monja y la virreina”, no la asigna a ésta) habría descar-

tado la composición. Pero el crítico tiene un as bajo la manga, consistente en decretar

que, “como Sor Juana se da alguna vez [!] el nombre de «Celia»”41 en sus poemas,

“llamaré así a la mujer relacionada con ese Silvio y ese Fabio”42 (“personajes”43, tam-

40 Alatorre, “María Luisa y…”, p. 35.

41 En “Un tema fecundo…”, Alatorre afirma (p. 133, n. 78): “«Miró Celia una rosa…», comienza un soneto famoso; pero es claro que quien miró esa rosa (y quien pensó algo muy atrevido acerca de la hermosura) fue Sor Juana. «Celia» es su yo poético”. Y a partir de semejante “claridad” (a la que no le hacen falta, por supuesto, mayores demostraciones), el crítico decreta que “Celia” es Sor Juana. (¿Y —ya que estamos en esto— qué será ese “algo muy atrevido” que habría “pensa-do” Sor Juana-Celia? En la n. al núm. 148 de su versión de la Lírica personal, el nuevo editor lo explica: se trataría de “un eco reconocible del desafiante [!] dicho «¡Que me quiten lo bailado!»”. Es decir, estaríamos frente a una Juana Inés que, acorde con la cita que Alatorre hace de “Elias E. [sic] Rivers”, vería “en la rosa a una hermana suya, o sea su propio reflejo, aconsejándole que aproveche el tiempo y que se alegre de poder morir siendo todavía joven y bella”. ¡Tal es el “algo muy atrevido” que habría “pensado” Sor Juana-Celia! (he aquí una muestra más de la mojigatez de Alatorre, capaz de asustarse de su propia sombra —véase, supra, la n. 39).

Lo que sí es claro es que la Fénix, ¡que entró al convento a los 16 años!, no pudo “aprovechar el tiempo” de su belleza; por consiguiente, tampoco pudo ver en la rosa “su propio reflejo”, ni mu-cho menos gritar torpemente “¡que me quiten lo bailado!”.) Tanto “Celia” como “Silvio” y “Fabio” (que encontraremos enseguida), son en realidad y la mayor parte de las veces, según la tradición en que se inscriben estas poesías sorjuaninas, meros pretextos: nombres arcádicos (véase, infra, la n. 135) que ayudan a la escritora a interpretar ideas o temas establecidos desde la Antigüedad. Esto —como repetiré abajo— lo fue probando el mismo exégeta en el citado artículo “Un tema fecundo…” Ahí estudió bastante bien la noción de imitación de los clásicos que ya estaba en la n. de Méndez Plancarte al núm. 148 —donde remite a María Rosa Lida (que “incluye este soneto de Sor J[uana] entre las «imitaciones de Horacio»”) y a Marcelino Menéndez Pelayo (que “lo enlaza con la inmensa tradición del último dístico del «Idilio de las rosas», de Ausonio”)—, sólo para, ol-vidándose de su propio estudio, enseguida —con expresión que Tenorio aplica a don Alfonso (art. cit., p. 562)— “meter la pata” afirmando ¡“que quien miró esa rosa […] fue Sor Juana”!

42 Alatorre, “María Luisa y…”, p. 34.

43 Ibid. Véase, supra, la n. 41.

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

bién, de su lírica). Y como, según él, tras “varios desarrollos” Fabio se convierte en “re-

presentante o «máscara» de María Luisa”44, las composiciones donde aparezcan “las

declaraciones de amor de Celia a Fabio”45 serán, a discreción exclusiva de Alatorre,

“indistinguibles de las de Sor Juana a la condesa”46. Cual se aprecia, el sorjuanista,

luego de otorgar enteramente su confianza al pseudo De las Heras, lo ha relegado.

Con tan ancha manga ya no le importará (a menos que sea favorable) ni lo que digan

los epígrafes, ni si los “personajes” de los poemas son masculinos o femeninos (y, a

la larga, ni siquiera si éstos se llaman “Celia” y “Fabio”), ni si están dedicados a otras

personas, ni qué asunto tratan, ni si pertenecen o no a Inundación castálida. El único

criterio válido serán (oh sorpresa en quien se preciaba de poseer, con palabras de Te-

norio47, “rigor filológico”) ¡“sus interpretaciones”48, su sentir! (por ejemplo, en la p. 33

de María Luisa y Sor Juana, sin que le salgan los colores al rostro, declara del núm.

6: “¡Cómo se siente en estos versos, dirigidos a un «señor mío» [!], lo que fue para Sor

Juana la condesa de Paredes!”49. El sentimiento hecho exégesis, ni más ni menos)50.

Estos casos no son únicos. Así, las quintillas dobles del núm. 141, que glosan los

versos:

44 Ibid.

45 Ibid.

46 Ibid. Y aun de aquéllas donde, ni por asomo, se miente a Fabio. Por ejemplo (ibid., p. 36), los núms. 79. 84 y 99.

47 Tenorio, art cit., p. 572.

48 Alatorre, “María Luisa y…”, p. 37.

49 En cursiva en el original.

50 No hace falta ser, como Antonio Alatorre, filólogo de talla internacional para saber que el “senti-miento” no puede ser, de ninguna forma, principio de interpretación de textos (véanse, infra, las nn. 52 y 83). Sin embargo, obsérvese algo simpático: si el crítico “siente en estos versos, dirigidos a un «señor mío», lo que fue para Sor Juana la condesa de Paredes”, y resulta que ese “señor mío” no era (como a todas luces no puede serlo) la Condesa, la falla de su propio “sentimiento” muestra cuán desviado estaba de comprender los verdaderos afectos de Juana Inés (en la p. 37 de ese mismo artículo aceptará, con frescura y contradiciéndose: “He intercalado interpretaciones y comentarios, sí, pero he dejado que sea ella quien hable”. Por fin: ¿ha dejado hablar a la poetisa —dejándola, verbigracia, llamar “a un «señor mío»” simplemente “señor mío”— o ha intercalado su interpretación? —haciéndola decir, en vez de “señor mío”, “María Luisa”—), viniéndose toda su retorcida y sentimental exégesis abajo.

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Luego que te vi, te amé: porque amarte, y ver tu cielo,bien pudieron ser dos cosas,pero ninguna primero.

De las cuales, sin ruborizarse, el jalisciense afirma que “son enteramente aplica-

bles a María Luisa, salvo que quien habla es, de nuevo, un hombre”51. O el núm. 176,

que, de acuerdo con la historia que desde su sentimental pecho Antonio Alatorre nos

viene contando (y aunque en él, de nuevo, uno de los “personajes” sea varón)52, sería

“vislumbre de los «pleitos de enamorados» que hubo en la realidad entre la monja y

la virreina”53. Nótese: “los «pleitos de enamorados» que…” ¡“hubo en la realidad”54!

¡Extraordinario!

51 Ibid., pp. 29-30.

52 Son múltiples las ocasiones en que Alatorre, a lo largo del artículo que analizo, traspasa a María Luisa poesías que no son para ella. Por ejemplo, además de las anteriores y de las que mencionaré abajo, el núm. 179 (ibid., p. 19), del que Méndez Plancarte explica en su n.: “Es un varón quien habla […] Esta Lysi no es, evidentemente, la marquesa de la Laguna”, siendo la razón, cual expre-san los versos, “que su belleza había ya sido tan posible o asequible para su marido, quien la había alcanzado por suya… (v. 14)”. En la n. al v. 2 del anterior núm. 178, el editor original de la Lírica aclara que en él la Décima Musa “habla en persona de varón […] Y tal ficción (sin mengua de la vida poética) evidencia que no es absurdo el que en algunos otros poemas cantara afectos ajenos, aun allí donde, tratándose de su sexo, no lo subraya el género gramatical”. Cual era de esperar, en su versión, Alatorre, sin ofrecer ningún razonamiento y a diferencia de don Alfonso, se limita a decir a quienes buscan la guía de una edición anotada: “Según M[éndez] P[lancarte], la Lisi de este soneto no es la condesa de Paredes; pero su argumentación no me convence”. Como conviene a la historia que va inventando, insiste en que composiciones donde el “personaje” es un hombre, fueron hechas para la Virreina. Así, da un nuevo uso al término “metamorfosear”, según el cual “la masculinización no es errata, sino «despersonalización» (metamorfosis, será mejor decir)” (“Ma-ría Luisa y…”, p. 29).

De esta manera tan tramposa, nuestro riguroso crítico tiene ya la “justificación” para endilgar a la Condesa el poema que se le antoje (y no sólo a ella; véase, infra, la n. 63). Por eso, sin sufrir bochorno y con el “argumento” de su imaginación (no exagero: para “validar” las “metamorfosis” de las poesías que menciono enseguida, Alatorre dice: “Obviamente [?] las escribió Sor Juana cuando María Luisa estaba ya de regreso en Madrid. Sería una grave falla crítica [!] no imagi-nar cómo quedaría Sor Juana cuando […] salió de México la condesa de Paredes […] Yo puedo decir que durante meses y meses estuvo recordando los siete maravillosos años de su relación con María Luisa, y viviendo en su pecho todas las concomitancias y secuelas del amor: ausencia, separación, celos, nostalgia, memoria y olvido, muerte. Y, al vivir (o revivir) todo eso, lo estuvo «metamorfoseando» y trasladando a nivel intemporal” (ibid.; en cursiva en el original). El “poder” de la “imaginación… ¡La imaginación al poder! ¿Qué tal?), con el “argumento” de su imagina-ción —decíamos—, puede también endosarle (ibid., pp. 29-32) los núms. 70, 77, 81, 101 y 164.

53 Alatorre, “María Luisa y…”, p. 37.

54 Asertos de esta clase, totalmente infundados, plagan los textos de Alatorre. Por ejemplo, en Ma-

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

Antes en su artículo el exégeta se había burlado del editor del cuarto volumen

de las Obras completas de Sor Juana, Alberto G. Salceda, por, según él, interpretar

“el tríptico sonetil [sic] de las «encontradas correspondencias» (166-168)” como los

románticos del siglo XIX; es decir, al explicar biográficamente “el encierro claustral

ría Luisa y Sor Juana asegura fantasiosamente que la Virreina “era quien tenía que trasladarse —en coche, claro— para ver a su amiga. Sor Juana le hacía falta” (p. 19; en cursiva en el original). Sacadas las perogrulladas de que era la Condesa quien, si quería ver a la madre Juana, tenía que “trasladarse” (pues las monjas estaban enclaustradas) y de que lo hacía “en coche” (no iba la Virreina a caminar desde palacio hasta el convento de la poetisa), está la afirmación completa-mente gratuita de que la monja “le hacía falta” (nótese, además, cómo la estructura de las fra-ses produce la imagen de una mujer que, enfebrecida, ordena frecuentemente coche para acudir (¿sola?) a satisfacer la necesidad que la apremia: efectivamente, en la n. al v. 47 del núm. 42 de su tirada de la Lírica personal, asegura Alatorre que encargaba “coche para ir a San Jerónimo (cosa que la condesa de Paredes hacía constantemente)”).

Otro ejemplo es la chapucera aserción según la cual la propia Condesa fue “la primera con quien Sor Juana platicó de poesía y de teatro” (“María Luisa y…”, p. 14; en cursiva en el original). Tal parece que el que aseguraba que “realmente los sorjuanistas no están bien formados”, olvidó —pequeño detalle— a la virreina de Mancera, a quien Juana Inés, habiendo convivido con ella en su adolescencia, dedicó el núm. 189, cuyo v. 5 dice: “Muera mi lira infausta en que influiste”; que, como bien dice Méndez Plancarte en la n. (¡n. que Alatorre cita en su edición!): “la marquesa, influyó, sin duda, en su lira, alentando sus primeras actividades poéticas” (véase, infra, la n. 91). Es fácil apreciar cómo el concepto de “realidad” que recorre el trabajo del filólogo no coincide con ella.

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inventando trágicas historias de amores”55, lo cual acabaría pareciendo “argumento

de telenovela”56.

Ahora bien, al final del ensayo “Un tema fecundo…”57, expresa Alatorre la convic-

ción de que

los lectores que hayan llegado a esta página tendrán la posibilidad de leer los sonetos

sorjuaninos de las “encontradas correspondencias” más o menos como los leyeron los

contemporáneos de la monja, pues conocen más o menos lo mismo que ellos conocían, o

sea los “antecedentes” de esos sonetos, su pedigree”58.

55 Alatorre, “María Luisa y…”, p. 25. El jalisciense pregunta (ibid.): “¿Por qué se hizo monja Sor Jua-na?”. Y agrega: “Que conteste ella misma: «Porque aunque conocía que [la vida claustral] tenía muchas cosas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir». Su «genio» la inclinaba al «estudio» (a la lectura, al conocer, al saber). Aunque la respuesta es tan clara, tan categórica en su laconismo, muchos críticos la han ignorado, o no la han tomado en serio, o no la han oído bien, o no la han querido oír”. Todo indica que él tampoco, porque la “respuesta” es “lacónica”, mas no tanto como la que nos presenta.

El crítico se salta tranquilamente las partes que pongo en cursiva: “Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio…” Cual se ve, el filólogo suprime meticulosamente las frases en que Sor Juana declara su vocación monástica (véase, infra, la n. 123). Su “genio”, luego, la inclinaba al “«estudio» (a la lectura, al conocer, al saber)”, sí, pero primeramente a Dios (cf. mi libro Doncella del Verbo, pp. 123-131).

Antonio Alatorre, con tal de convencernos de la autenticidad de “su Sor Juana”, hizo de nuevo trampa (y la seguiría haciendo: tanto en “Un tema fecundo…” (p. 141), como en la “Introducción” (p. XXXVIII) a su edición de la Lírica personal” (cf. Soriano Vallès, “Para leer la Lírica perso-nal…”, pp. 122-123), repetiría, con el mismo método de obviar las frases incómodas, tan burda falsedad).

56 Nuestro crítico lo resume (“María Luisa y…”, p. 25): “Sor Juana —cuando aún no era sor, sino todavía Juana Ramírez— vivió un tremendo drama amoroso; cierto joven anduvo cortejándola, pero ella lo aborrecía; ella amaba a otro joven, pero éste nunca hizo de ella el menor caso; pues bien, fue tal la intensidad del choque de tamaños amores y tamaños desamores, que Sor Juana no pudo aguantarlo y se refugió en el convento”.

57 Véase, supra, la n. 38.

58 Alatorre, “Un tema fecundo…”, pp. 130-131.

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

Esto es, confirma la sostenida impresión de los lectores, según la cual el propó-

sito del ensayo es explorar la “«tradición» literaria”59 a que pertenecen dichos so-

netos (núms. 166-168) para, sobre ella, finalmente “destacar la originalidad y el in-

genio de la monja poetisa, la seriedad de sus cavilaciones, su afán de superar a sus

predecesores”60. Con otras palabras: quien haya llegado hasta ese sitio tendrá los

“antecedentes” para valorar el genio poético con que Sor Juana desarrolló, imitando

a los clásicos, un “tema fecundo” (el de las “encontradas correspondencias”) desde la

Antigüedad.

Sin embargo, asombrosamente, de improviso Antonio Alatorre convierte dicha

“tradición literaria” (las “variaciones sobre un tema de todos conocido”61) en ¡“las múl-

tiples e inequívocas declaraciones de amor a la amabilísima condesa de Paredes”62!

Nuestro “serio” y “muy estricto” filólogo, puesto de lado repentinamente su objetivo

inicial, termina por entregarse al fantaseo, tomando los poemas de Juana Inés “como

pretexto para decir cosas tremebundas”.

Con tal meta y cual era de esperar, se apoya en el trabajo anterior, María Luisa y

Sor Juana63. Ahí —explicábamos— el autor se había mofado de Salceda, arguyendo

59 Ibid., p. 131 (véase, supra, la n. 41).

60 Ibid.

61 Ibid., p. 137.

62 Ibid., p. 142.

63 Ibid., n. 94. Es más, aclara (ibid., p. 142), “no toco allí [en María Luisa y Sor Juana] el otro lado: las declaraciones de intenso aborrecimiento de los sonetos” 170 y 171 que, según los desvaríos del crítico, estarían dedicados… ¡Al confesor de la madre Juana!; de manera que, “en la metamorfosis poética, o sea en los dos sonetos de repudio a Silvio, puede Sor Juana desahogarse y deplorar con acentos dramáticos los trece o catorce años en que se dejó manejar por el odioso [sic] padre Núñez. El destacado papel de los personajes Fabio y Silvio en la poesía de Sor Juana corresponde al que la virreina y el jesuita tuvieron en su vida” (en cursiva en el original). ¡Qué maravilloso comodín halló Alatorre en su artificiosa “metamorfosis poética”! (véase, supra, la n. 52): con ella pudo decir, sin tener jamás que probarla, cualquier insensatez que se le ocurriera (y ésta del padre Núñez es verdaderamente de antología: en la “Introducción” (pp. XXXIV-XXXV) a su tirada de la Lírica personal, asegura, con respecto al núm. 57, que la gracia del primer verso “no es la Gracia santificante, como la lógica y el contenido indican, sino... ¡«Simplemente el padre Núñez»! Lo mis-mo para el verso 5, donde «la virtud es también Núñez». Y «la costumbre es la irresistible vocación literaria de Sor Juana»” (Soriano Vallès, “Para leer la Lírica personal…”, p. 124). El filólogo veía padres Núñez por doquier. Empero, una simple lectura de ese núm. 57 con los parámetros de la “metamorfosis poética” da como resultado una gran incoherencia —cf. Soriano Vallès, “Para leer

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SenderoS de Verdad – 133

AlejAndro SoriAno VAllèS

que su lectura biográfica de los sonetos de las “encontradas correspondencias” pare-

cía “argumento de telenovela”. En verdad que el reputado crítico debió morderse la

lengua, porque la interpretación de los versos de amor de la Fénix que él hace64, des-

de un muy “chapucero sorjuanismo”, parece argumento de reality show.

¿Cómo, en efecto, tuvo el descaro de ridiculizar a Salceda porque “encontró tan

autobiográficos los tres sonetos, que a base de ellos forjó una novelita”65, cuando él

hizo exactamente lo mismo? Según venimos comprobando, María Luisa y Sor Juana

narra la “historia de amor” que, desde su sentir, imaginó66 el corazoncito67 de Antonio

Alatorre. Dicha “historia de amor” tiene como fundamento preliminar68 la edición de

Inundación castálida.

De acuerdo con el exégeta, “una buena cantidad de los versos” de Inundación

fueron “reunidos y bien guardados a lo largo de los años por el [pseudo] secretario a

medida que los recibía de la virreina”69 (quien, después, “decidió publicar en España

sus pasatiempos [sic] poéticos”70). Tal sería el germen del primer libro de la Décima

Musa, expuesto en el “soneto-dedicatoria […] «A la excelentísima señora condesa de

Paredes»”71. Éste (núm. 195), según Alatorre, diría “en esencia: «Si no fuera por ti,

adorada María Luisa, no existirían estos conceptos, estos partos de mi pecho, estos

la Lírica personal…”, p. 124). ¡Y Antonio Alatorre reprobó a Octavio Paz por “decir cosas treme-bundas”! (véase, infra, la n. 83).

64 El jalisciense complementa su exégesis de los núms. 166-168 con la del resto de la poesía de amor de la Décima Musa. Así, corrigiendo a Irving A. Leonard, puede decir que éste, “por fijarse sólo en los tres sonetos, prescindiendo de los demás versos amorosos de Sor Juana, no ve que la ve-hemencia dialéctica es al mismo tiempo vehemencia erótica” (“Un tema fecundo…”, p. 142; en cursiva en el original).

65 Ibid., p. 139.

66 Es el propio autor quien, en la p. 29 de “María Luisa y…”, otorga al verbo “imaginar” valía crítica (véase, supra, la n. 52).

67 Alatorre y Tenorio, Serafina y…, p. 125.

68 “Fundamento preliminar” porque, a la larga y como expliqué arriba, Alatorre acabará sirviéndose del comodín de la “metamorfosis poética” para dar a cualquier composición sorjuanina (esté o no en Inundación castálida) el sentido que le convenga.

69 Alatorre, “María Luisa y…”, p. 12.

70 Ibid.

71 Ibid.

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

hijos de un alma que es completamente tuya72. El libro que has decidido imprimir

te pertenece a ti [sic] de derecho”. Sin embargo, el “soneto-dedicatoria” no dice “en

esencia” lo que afirma el filólogo, sino algo así como: “Los conceptos de este libro,

querida María Luisa, son hijos de un alma —la mía— que, al ser «tan tuya», los vuel-

ve, «de derecho», tuyos”. Donde es evidente que Sor Juana no hace depender la exis-

tencia de los “partos de su pecho” de la figura de la Condesa, como pretende Alatorre,

sino, simplemente, la torna codueña (por ser la Virreina “dueña” de su alma) de unos

“conceptos” que ya existían73. El libro, pues, conforme el “soneto-dedicatoria”, “le

pertenece de derecho” a María Luisa en este específico sentido.

72 Ibid.; la primera cursiva en el original. Nótese cómo, desde ya, Alatorre comienza a hacer trampa: el último v. del soneto no habla de “un alma que es completamente tuya”, sino de “un alma que es tan tuya”. Atento siempre a las “minucias” y al acumulativo efecto que van produciendo en el lector, el filólogo sabe cómo y cuándo sacar provecho de ellas.

73 Aparte de los villancicos, el ejemplo más claro de que la madre Juana había dado a luz egregios “hijos de su alma” antes de conocer a María Luisa, es el Neptuno alegórico (publicado, luego de serlo originalmente en la ciudad de México, de nuevo en Inundación castálida —pp. 267-318; véa-se, infra, la n. 75), producto de los afanes, no de la Condesa (que lo encontró ya existiendo a su llegada a la Nueva España) sino del arzobispo virrey Fray Payo Enríquez de Rivera y del cabildo de la catedral de México (cf. Soriano Vallés, La hora más bella de Sor Juana…, pp. 95-104). (Por cierto, Alatorre vuelve a llevar agua a su molino cuando asevera equívocamente de nuestra poe-tisa (“María Luisa y…”, p. 14) que “lo más que había escrito, antes de conocerla [a la Condesa], eran villancicos que apenas se distinguen [!] de los muchos que se componían en esos tiempos […] María Luisa la sacó de tan angosto corralito”.

Esta desvariada aserción (que, aparte de la factura del Neptuno, soslaya voluntariamente el he-cho de que ignoramos cuándo fue escrita la mayor parte de los poemas sorjuaninos) complemen-ta a aquella otra según la cual, debido a la “sugerencia” de la Virreina (cf. Soriano Vallés, La hora más bella de Sor Juana…, p. 99, n. 20), la Fénix “pudo volar a su gusto por el ancho cielo de la poesía «humana», la grande, la que permanece” (“María Luisa y…”, p. 14). Para Antonio Alatorre, renombrado experto en la literatura de los Siglos de Oro, obras religiosas —por mencionar sólo un caso incuestionable— como las de San Juan de la Cruz, no son ni “grandes” ni “permanentes” —¿para qué recordar, entonces, digamos, el Divino Narciso de la madre Juana (compuesto, por cierto y según reza la portada de la suelta del mismo, “a instancia de la Excma. Sra. condesa de Paredes”), que se hallaría en el mismo “angosto corralito”? Luego de leer tantas cosas tremebun-das, me asombra que aún haya quien tenga fe en el “chapucero sorjuanismo” del jalisciense.)

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AlejAndro SoriAno VAllèS

3. Una lectUra llana…

La edición de Inundación castálida tiene un origen manifiesto: al igual que casi

todo el mundo en México, la Virreina quería y admiraba a la monja; como, debido

a ello, había venido guardando “una buena cantidad de los versos” que, “a lo lar-

go de los años”, Juana Inés les dedicara a ella y a su familia, finalmente “decidió

publicar en España sus pasatiempos poéticos”. La razón, luego, del crecido número

de poemas consagrados a los marqueses de la Laguna en dicha obra es que María

Luisa fue el mecenas: se imprimieron, antes que otros, sus poemas74. Cual bien re-

74 Previamente a entregarse a disparates parecidos a los de Alatorre (véase, infra, la n. 83), bien dice Octavio Paz (Sor Juana Inés de la Cruz o la trampas de la fe. Primera reimpresión. México, FCE, 1985, p. 263; la cursiva es mía) sobre la Condesa que “es casi seguro que ella misma haya costeado la impresión: el libro era un homenaje a su persona y a la casa de los Laguna”. Soriano Vallés, La hora más bella de Sor Juana…, p. 109: “el asunto de «las muchas poesías que [según Alatorre y Tenorio] Sor Juana le escribió» a la virreina, no es prueba de la singularidad de sus relaciones. Se trata, por así decir, de un argumento cuantitativo, que no necesariamente responde a la realidad de lo que ocurrió, pues tiene una explicación alternativa mucho más clara”. En efecto, el epígrafe al “soneto-dedicatoria” dice: “A la excelentísima señora condesa de Paredes, marquesa de la La-guna, enviándole estos papeles que su excelencia la pidió y pudo recoger Soror Juana de muchas manos, en que estaban no menos divididos que escondidos, como tesoro, con otros que no cupo en el tiempo buscarlos ni copiarlos”. Esto es, si María Luisa “«pidió» a la Fénix los «papeles» para publicar Inundación castálida, y ella los tuvo que «recoger» de las «muchas manos, en que esta-ban no menos divididos que escondidos», fue porque, según hice ver [cf. Soriano Vallés, La hora más bella de Sor Juana…, pp. 95-104], careciendo de interés por ellos, carecía asimismo de copias suyas.

Para satisfacer, entonces, la petición de la antigua Virreina, debió acudir a quienes tenían en su poder los «papeles», es decir, a los legítimos poseedores de los mismos, en cuyas manos se encon-traban por haberlos recibido como prenda de su gratitud, respeto y amor. Empero, y dado que de este modo se hallaban «no menos divididos que escondidos, como tesoro, con otros que no cupo en el tiempo buscarlos ni copiarlos», parece evidente que el mayor número de los que apa-recieron publicados tuvo que ser, precisamente, el de los dedicados a la responsable del volumen, pues ella, dada la admiración que la llevó a editarlo, debió conservar la totalidad de obsequios sorjuaninos —sus versos— como, justamente, «tesoro», y tenerlos listos. De aquí la plétora de ellos en la obra. Otra cosa ocurriría con los de quienes, manteniendo lazos de estima y habiéndola apoyado en diferentes ocasiones, no intervinieron en su publicación […] En este caso la cantidad de poesías significa número, y no demuestra, necesariamente, nada” (ibid., p. 110). Por supuesto, la admiración que María Luisa tenía al trabajo de Juana Inés no sólo no contradice, pero ratifica lo que diremos enseguida: Inundación castálida fue planeada como homenaje a los virreyes de la Laguna (homenaje tanto mayor cuanto que provenía de una enorme poeta).

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

seña Aurora González Roldán: “la estructura del volumen es fundamentalmente un

homenaje a los condes de Paredes don Tomás Antonio de la Cerda y doña María Luisa

Manrique”75. Así,

Me parece que no se plantea en la Inundación, a pesar de lo mucho que se ha escrito

acerca de los poemas amorosos dedicados a María Luisa Manrique, el arrebato erótico

que lleva al poeta a la morbidez del amor hereos. Aunque no se puede negar tajantemen-

te la existencia de un afecto personal de Sor Juana por la condesa de Paredes, la poesía

amorosa que le dedica es utilizada con fines panegíricos76.

75 Aurora González Roldán, “La poesía cortesana de la Inundación castálida: una carta moral en-viada al virrey don Tomás Antonio de la Cerda”. Paralelo 50. Núm. 4., diciembre 2007, p. 72. Que Inundación castálida fue planeada para homenajear a los Laguna y no sólo a María Luisa (ni, mucho menos y como parte de tan singular “pertenencia”, para incluir “los versos de amores de la monja […] dirigidos a la virreina”, cual tramposamente sugiere Alatorre — “María Luisa y…”, p. 10), lo prueba la reimpresión del Neptuno alegórico, obra en que su autora glorificó a los nuevos Virreyes sin siquiera conocerlos (véase, supra, la n. 73).

76 González Roldán, art. cit. p. 72; la última cursiva es mía. También: “Los estudios que se están publicando actualmente, sobre la cultura escrita de las cortes en el mundo hispánico de los Siglos de Oro, invitan a leer la poesía de circunstancias tomando en cuenta los ideales de cortesanía de la sociedad barroca, y en general el entrecruzamiento de los intereses de la clase política y la letrada, con la mediación de la palabra” (ibid., p. 73).

Acerca de “la cuestión de las alabanzas de Sor Juana a las Virreinas con quienes tuvo trato, espe-cialmente con respecto a la marquesa de la Laguna, condesa de Paredes”, refiere Georgina Sabat de Rivers (En busca de Sor Juana. México, UNAM, 1998, pp. 70-72, n. 26) que “el «amor» de que se ha hablado con respecto a Sor Juana, basado mayormente en sus poemas a esta marquesa, pare-ce ofrecer base suficiente para ponerlo, por lo menos, en tela de juicio. Sor Juana dedicó poemas con parecido —si bien es cierto que no con tan exagerado— testimonio de devoción y cariño a las otras Virreinas con quienes tuvo trato e incluso a algún admirador.

La cantidad de datos y ejemplos que propone Sidney Lee en la obra [Life of Shakespeare], aun-que se refiera a la literatura inglesa, parece bastante convincente: esas expresiones de amor eran voces corrientes utilizadas como muestra de amistad y agradecimiento al protector o mecenas del artista, poetas en este caso. Para Shakespeare era el Earl of Southampton. Esta costumbre te-nía su raíz en el mundo clásico que Sor Juana conocía bien; así Bruto llamó «lover» a Julio César; Porcia a Antonio, el íntimo amigo de su marido Basanio; Ben Jonson a Donne; Drayton a William Drummond de Hawthornden, Nashe a Southampton en su dedicatoria de Jack Wilton (en 1594): «The word ‘love’ was habitually applied to the sentiment subsisting between an author and his patron» (p. 205). Estas palabras amorosas incluían alabanzas a la hermosura varonil de hombres casados (véanse pp. 668-669, passim, Sidney Lee, A Life of William Shakespeare, Nueva York, The McMillan Company, 4.ª ed., 1925).

No es extraño, pues, que Sor Juana, por demás mujer apasionada, hiciera lo mismo con sus pro-tectoras tanto más cuanto que las alabanzas entre mujeres no han sido en la cultura española cosa mal vista como lo son entre los hombres […] Alguna profesora amiga, especialista en el petrarquismo, opina que esas demostraciones de amor podrían explicarse a través de los temas y rasgos de esa corriente” (véase, infra, la n. 137).

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Y agrega: “Extrañaría un poco, eso sí, al lector de la época que una mujer dominase

un discurso por lo general utilizado sólo por los escritores varones”77. Sor Juana fue,

prácticamente, una excepción en el universo literario; un universo de hombres, cuyo

“discurso”, por consiguiente y desde la Antigüedad, poseía particularidades “mas-

culinas”. La Décima Musa tuvo, entonces, que sumarse forzosamente a esa usanza:

siéndole imposible emplear un lenguaje “femenino”, debió “dominar”, adecuándolo,

el varonil.

Esto es, justamente, lo que intenta ilustrar la “Advertencia” que antecede al

núm. 16:

O el agradecimiento de favorecida y celebrada, o el conocimiento que tenía de las rele-

vantes prendas que a la señora virreina dio el cielo, o aquel secreto influjo (hasta hoy

nadie lo ha podido apurar) de los humores o los astros, que llaman simpatía, o todo junto,

causó en la poetisa un amar a su excelencia con ardor tan puro como en el contexto de

todo el libro irá viendo el lector.

Ante todo, deben notarse las últimas palabras: en el “contexto” de todo el libro, o

sea, en su contenido78, el lector irá viendo las causas del “amar” Sor Juana a la Con-

desa. La presencia de María Luisa, luego, la hallará el lector a lo largo del libro. Es,

como acabamos de explicar, un reconocimiento de que la obra fue planeada a manera

de homenaje.

77 González Roldán, art. cit. p. 72. De acuerdo con la discípula de Alatorre, Martha Lilia Tenorio (“«Copia divina». La tradición del retrato femenino en la lírica de Sor Juana”. Literatura mexica-na. Vol. 5, núm. 1. México, UNAM, 1994, p. 21), “Sor Juana conjuga impecablemente los cánones del modelo y el artificio de su técnica poética con su sello propio, es decir, con la preocupación por evidenciar su trabajo poético, su autoría y su inscripción dentro del discurso literario de su época. Después de todo, no hay que olvidar que, si gran parte de la poesía de entonces era «propiedad» masculina, el retrato poético lo era aún más, pues por su carácter ornamental el retrato por exce-lencia fue el femenino. Así que, en este caso, Sor Juana se enfrenta a un discurso eminentemente masculino, por lo que se luce, se reafirma como gran poeta, con un retrato soberbio [el núm. 61, analizado abajo] que demuestra la plena asimilación y superación del modelo y de la enseñanza gongorina”.

78 El Diccionario de autoridades (Madrid, Gredos, 1976) define “contexto” como “la trabazón, com-posición o contenido de una historia, discurso o cosa semejante”.

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

Ahora bien, la “Advertencia” precede a un romance (núm. 16) escrito para felicitar

al Virrey por su onomástico, sólo que la poetisa lo hace a través de su esposa (vv. 1-8):

Pues vuestro esposo, señora,es vuestro esposo, que basta(no digo que sobra, porqueno sobra a vuestro amor nada), dadle los años por mí:que vos, deidad soberana,dar vidas podréis; mas juzgoque mejor podréis quitarlas.

Esta composición es, en el “contexto” de Inundación castálida, la primera en que

Sor Juana se dirige a la Condesa. Curiosamente, la anteceden dos con el mismo tema,

sólo que en ellas la autora habla directamente con el Virrey (núms. 13 y 14). Tal parece

que quien estructuró el libro lo hizo de modo que se viera que la amistad de Sor Juana

y María Luisa presuponía la del cónyuge. En tal sentido, Inundación es, efectivamen-

te, un homenaje a la familia de los Laguna, porque la aparición de la Condesa “en el

contexto de todo el libro” da por sentada la del Marqués79. Ello es palmario en que el

núm. 13, dedicado casi íntegramente a él, incluye, brevemente y al final, una mención

de la Virreina (vv. 73-84):

Pero si al lado, señor,de aquel divino milagrode quien estrellas el cieloy flores el mayo (mi señora la marquesa,en quien ya se conformaronel cielo espirando aromas,vibrando luces el prado), estáis, ¿qué mucho seráque, el privilegio gozandode que vivís en el cielo,obtengáis de eterno el lauro? Vivid en su dulce unióndichosamente, lograndoen tan feliz himeneola ventura de lograrlo.

79 Es más, el rótulo del primer poema del libro dedicado al Virrey (núm. 13) lo llama “gran mecenas de la poetisa”.

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Lo propio con el núm. 1480, donde la poetisa menciona a la Condesa sólo en los

últimos versos (77-80):

[…] con la divina María;mas perdonad, que la vozal nombrarla, no prosigue,embargada del amor.

¡“Embargada del amor” a su esposa, dice Juana Inés al Virrey! Esta declaración la

encuentra el lector justo antes del romance 16 (el de la “Advertencia”) y, por tanto, de

sus primeros versos (1-4) que rezan:

Pues vuestro esposo, señora,es vuestro esposo, que basta(no digo que sobra, porqueno sobra a vuestro amor nada) […]

80 Alatorre, fiel al propósito de malinterpretar las cosas, asegura que en este romance al Virrey su autora “nos brinda un dato preciso y precioso sobre el tono y los temas de las conversaciones que tenían lugar en el locutorio de San Jerónimo” (“María Luisa y…”, p. 13). Por ello, tras citar los ver-sos 65-66: “No os cause risa el mirar/ cuán espiritual estoy”, comenta: “Ya se imagina al marqués diciendo: «¡Vaya, vaya! ¿De cuándo acá tan monjita piadosa?»” (ibid.; en cursiva en el original). El poema, en realidad, es una inestimable ventana a la existencia piadosa de Sor Juana, pues describe cómo “las oraciones y la comunión de ese día se las ha ofrecido a Dios por él” (ibid.). Es, con expresión del mismo filólogo, un delicioso “ramillete espiritual” (ibid.) ofrendado al esposo de María Luisa. De tal forma, si, usando el “riguroso método” de Antonio Alatorre, algo tuviéramos que “imaginar” (en la n. al v. 65 de la Lírica personal, el nuevo editor insiste en emplear uno de sus verbos favoritos: “y, de paso, nos hace imaginar a los lectores la clase de conversaciones que tenían con ella los virreyes” —la cursiva es mía), sería a Juana Inés “imaginando” al Marqués decir algo así como: “¡Vaya, vaya! Esta monjita tan piadosa no puede evitar meter a Dios en todo”.

Afortunadamente, nuestro deber no es “imaginar”, sino tratar de interpretar correctamente la vida y obra de la poetisa a partir de las informaciones que poseemos. Ella hizo en los vv. 65-68 (nótese cómo el jalisciense sólo cita los vv. 65-66) un chiste que haría reír al Virrey: “No os cause risa el mirar/ cuán espiritual estoy:/ que me visto, como oveja, al uso de mi Pastor”. A diferencia de Alatorre, repelido en su hierofobia por la que consideraba “la ñoña rutina de las devociones y la vida de clausura” (“Un tema fecundo…”, p. 141), Méndez Plancarte dio la exégesis apropiada (n. a los vv. 67-68): “como Cristo, que es a la vez el Buen Pastor y el Cordero de Dios… Y alude, humilde y graciosamente, a los lobos vestidos con piel de oveja (Mat., VII, 15)”. Justamente, el chiste de Sor Juana fue a costa de sí misma, y lo hizo, considerándose indigna de recibir a Jesucristo en la comunión, desde su humildad.

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Teniendo en cuenta lo anterior, es fácil entender el motivo tanto de la posición del

núm. 16 (tercero de los poemas dedicados a los Laguna) como del epígrafe y la “Adver-

tencia” que lo encabezan: entre el último verso del núm. 14 (“embargada del amor”)

y los primeros del núm. 16 (“Pues vuestro esposo, señora,/ es vuestro esposo, que bas-

ta”), el lector encuentra las palabras de aquél (“Desea que el cortejo de dar los buenos

años al señor marqués de la Laguna llegue a su excelencia por medio de la excelentí-

sima señora doña María Luisa, su dignísima esposa”) y la “Advertencia”. El amor de

Sor Juana a la Virreina llevaba consigo el amor al Virrey. Inundación castálida fue,

ciertamente y cual acabamos de indicar, un homenaje a la familia de los Laguna.

En su versión de la Lírica personal (n. al núm. 16), asegura Alatorre que la “Adver-

tencia”, según su apócrifa adjudicación, habría sido escrita

por Francisco de las Heras, que, como secretario del marqués de la Laguna y de la con-

desa de Paredes mientras fueron virreyes, conoció directamente la relación que hubo

entre la monja y la virreina […] Francisco de las Heras merece un gran aplauso por haber

decidido imprimir esta “Advertencia”.

El “gran aplauso” se debería, justamente y según vimos antes81, a que el pseudo

De las Heras habría declarado: “Será por esto, será por lo otro, pero Sor Juana estaba

enamorada de María Luisa”. El corolario de la “Advertencia”, según el cual la poetisa

amó “a su excelencia con ardor tan puro”, lo deforma el crítico al prescindir, última-

mente, de la pureza del ardor y quedarse sólo con el ardor. Así, puede decir del núm.

16 que “no se prestaba mucho para las efusiones ardientes”82 (que es, a fin de cuentas,

la meta de su impuro empeño: contar la “historia de amor” que lo enternece, espigan-

do “las efusiones ardientes” que él siente dirigidas a María Luisa)83.

81 Véase, supra, la n. 24.

82 Alatorre, “María Luisa y…”, p. 15.

83 Por cierto que el conjunto de las “cosas tremebundas” que, sobre esta misma necedad de “las múltiples e inequívocas declaraciones de amor a la amabilísima condesa de Paredes”, trae Paz en

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AlejAndro SoriAno VAllèS

Sin embargo, el autor de la “Advertencia” dejó bien establecida la naturaleza del

“amar” de Juana Inés: fue un “amar a su excelencia con ardor tan puro” como “en el

contexto de todo el libro irá viendo el lector”. Y eso, precisamente, es lo que el lector

encuentra cuando, con anterioridad al romance 16, se topa con los núms. 13 y 14, ofre-

cidos al Marqués: el amor de Sor Juana por la Condesa incluía el de su esposo84. Tanto

la “Advertencia” como la ubicación del primer poema dedicado a ella garantizan la

pureza del amor de amistad de entrambas mujeres.

su biografía de la Fénix, da la impresión de provenir del propio Alatorre (de hecho, no sólo la idea —que tan indecorosamente ha mancillado la reputación de entrambas mujeres—, pero también el “método”. Véase cómo, al modo del filólogo, justifica Paz su deformada lectura cuando, luego de explicar correctamente que “en lo poemas de Sor Juana a la condesa de Paredes encontramos todos los motivos de la poesía erótica tradicional transformados en metáforas de la relación de gratitud y dependencia que unía a la monja con la virreina” (Paz, op. cit., p. 268; la cursiva es mía), súbitamente agrega que son llevados “a los extremos más arriesgados y delirantes. Además —y esto es decisivo— esa exaltación, lejos de parecer artificiosa como en los poemas cortesanos de los otros poetas, alcanza en ciertos poemas la intensidad que distingue a la pasión auténtica del énfasis retórico” (ibid.).

Cual se ve en lo que he puesto en cursiva, el premio Nobel valora la “pasión auténtica” de las composiciones sorjuaninas con base en su parecer. Es, justamente, el “sentir” de Alatorre que hemos encontrado antes (véanse, supra, las nn. 50 y 52). A Octavio Paz “le parece” que en algunos poemas de la monja hay, más que “énfasis retórico”, “pasión auténtica”, y como eso “le parece”, repentinamente y al igual que el autor de “Un tema fecundo…”, se olvida del esbozo de la práctica literaria que acaba de hacer (ibid., pp. 260-268) para llevar a cabo una exégesis amañada, donde versos escogidos, descontextualizados y “comentados” convenientemente, acaba por contar la misma “historia de amor” sentida por Alatorre.

Con muy buena voluntad, lo mejor que podría decirse en favor de este par de sorjuanistas es que el genio de la Décima Musa los encandiló, poniéndolos a la par de la crítica literaria del siglo XIX, “nutrida de romanticismo”, que, con palabras del jalisciense (Alatorre, “Un tema fecundo…”, p. 138), “no podía concebir que un buen poema de amores hubiera sido escrito «sin amores»: la poesía de Sor Juana delataba a una mujer enamorada que expresaba auténticas vivencias”). En efecto, en la n. 5 de la p. 296 de sus Trampas, comenta Paz sobre la “Advertencia”: “Es el único, que yo sepa, que ha reparado en la significación de esa nota. O el único que ha tenido la franqueza de decirlo”. Pleno de satisfacción, nuestro filólogo se envanece: “¡No está mal el elogio!”; y, como era de esperar siendo él la fuente de tantos dislates, corresponde apropiadamente: “el capítulo en que Paz se ocupa de la relación de Sor Juana con la condesa de Paredes […] me parece mu-chísimo mejor que el dedicado al Sueño” (“María Luisa y…”, p. 24, n. 32). Quien se irritaba con el “sorjuanismo mexicano moderno” por aceptar “todo lo que dice Octavio Paz como si ya hubiera hablado el maestro, el oráculo”, podía muy bien (siempre y cuando fuese él “el maestro, el orácu-lo”) llegar a tener momentos de plena concordia.

84 González Roldán, art. cit. p. 75: “Evidentemente, los poemas dirigidos a don Tomás de la Cer-da no solamente son laudatorios sino que, al ser composiciones que celebran acontecimientos cotidianos, dan testimonio de la cercana relación que tuvo Sor Juana con el virrey, casi siempre eclipsada por la mucha atención que generan los poemas dedicados a la virreina”.

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142 – i. PerSonaJeS y lUgareS mexicanoS

I.4 Sor Juana y la VIrreIna

Es curioso cómo Alatorre, obstinado en escamotear dicha pureza, rehúye un verso

tan aparentemente atractivo para su empresa cual el 80 del núm. 14, recién citado:

“embargada del amor”. Éste, en efecto y desde su dúctil exégesis, parecería una in-

mejorable oportunidad para explayarse sobre la manera en que “la monja adoró a la

virreina porque ésta fue su gran protectora, sí, pero en medida mucho mayor porque

fue, en verdad, el amor de su vida”85. Desgraciadamente, el verso de la Fénix tiene

el pequeño defecto de formar parte de un poema destinado… ¡Al marido del dizque

“amor de su vida”!

Nuestro buen filólogo percibe el monumental escollo que para la “historia de

amor” de “su Sor Juana” representa el esposo de María Luisa, y decide, cuando no

es posible degradarlo86, evitar tan peliaguda contrariedad. Así, del romance 16 opina

que “no se prestaba mucho para las efusiones ardientes, puesto que en él la virreina

no es sino el «medio» para hacer llegar una felicitación al virrey”87. No obstante, ¡“el

amar está ya allí”88! ¡A más de trescientos años de distancia y en unos cuantos versos,

85 Antonio Alatorre, El sueño erótico en la poesía española de los siglos de oro. México, FCE, 2003, p. 150.

86 La degradación del marqués de la Laguna incluye, por una parte y con el fin de “justificar” el falso adulterio de María Luisa con Sor Juana, hacernos creer que era un individuo inmoral (véase, supra, la n. 26), y, por otra y a partir de ello, que se trataba de alguien indiferente a las notorias (¡habrían sido exhibidas públicamente en los exitosos libros de la poetisa!) infidelidades de su mujer (véase, supra, la n. 80).

87 Alatorre, “María Luisa y…”, p. 15.

88 Ibid., en cursiva en el original. Como “prueba” de que “el amar está ya allí”, Alatorre (ibid., p. 16) cita los vv. 45-48 del romance (“Nadie de mí se duela/ por verme atada,/ pues trocaré ser reina/ por ser esclava”), pero enseguida (n. 18), dándose un tiro en el pie, aclara que ¡“son conceptos «con-vencionales» que vienen, en última instancia, de los provenzales y de Petrarca”! Efectivamente, eso (y sólo eso) son (véase, infra, la n. 90). En cuanto a la palabra “amar”, el filólogo afirma (ibid., p. 14, n. 13): “Méndez Plancarte pensó, por lo visto, que amar era errata y (sin dar aviso) corrigió: «un amor». Hizo mal. Aparte de que «un amar» es gramaticalmente correcto, es expresión más fina, más discreta que «un amor». (Es, creo yo, una muestra más de la exquisita «cautela» del secretario.)”. No obstante, en un trabajo anterior (“Avatares barrocos del romance (de Góngora a Sor Juana Inés de la Cruz)”. Nueva revista de filología hispánica, T. XXVI. México, El Colegio de México, 1977, p. 411, n. 114), el propio Alatorre citó “un amor”.

Debe observarse, además, la contradicción en que cae cuando, por un lado, habla de “la exquisita «cautela» del secretario” y, por otro, asienta que “un amar” es “expresión más fina, más discreta”. Por fin, ¿el pseudo secretario intentaba ser “cauteloso” o “expresar” de modo “más fino” el “amar” a la Virreina? Es mucho mejor la explicación de Sabat de Rivers (op. cit., p. 71, n. 26; la cursiva es mía): “Nótese que M[éndez] P[lancarte] tiene «amor», de una edición posterior, en vez de «amar» que es lo que aparece en la edición antigua de I[nundación] C[astálida] y que nos da un tono de

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SenderoS de Verdad – 143

AlejAndro SoriAno VAllèS

el sagaz Antonio Alatorre descubre luego luego lo que el cornudo marido, habiendo

estado presente y leído esos mismos versos, jamás descubrió89!

Por supuesto, el verso 80 del núm. 14 (“embargada del amor”), infinitamente dis-

tante de las desquiciadas interpretaciones del jalisciense, se explica muy bien dentro

del marco de la práctica recién mencionada, que utilizaba la poesía amorosa con pro-

pósitos panegíricos90. Lo mismo ocurre con el resto de los versos a la Condesa, naci-

dos, cual se dice en la “Advertencia”, en parte del agradecimiento de Sor Juana por

los favores y las celebraciones de que había sido objeto, en parte de la simpatía que,

motivada inicialmente por dicha gratitud, haría brotar, a la larga y en la identificación

de dos nobles corazones, el amor de amistad (el “ardor tan puro”, como debidamente

dice la “Advertencia”) con María Luisa91.

menor intimidad”.

89 O, quizás, y según el breve pero enviciado retrato que de él nos presenta el crítico, lo “descubrió” sin importarle.

90 Aurora González Roldán, La poética del llanto en Sor Juana Inés de la Cruz. Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2009, p. 169: “Antonio Alatorre supone que algunos de estos poemas eróticos estaban dedicados a la virreina María Luisa Manrique de Lara; pero en muchos casos, los versos amorosos quizá [?] hablen más de una tradición que de una experiencia personal”. Véase, supra, la n. 76. Asimismo (González Roldán, art. cit., p. 74; la última cursiva es mía): “La poesía cortesana que, como sostenemos, da estructura a la Inundación castálida, ha sido ignorada casi en su totalidad. El desdén que produce en nuestra época la poesía dedicada a la celebración de la nobleza mantiene en silencio a una buena parte de la obra de la Décima Musa. Al igual que los románticos, a nuestros ojos la expresión subjetiva y personal del autor sigue siendo una condición indispensable para apreciar lo que consideramos como «verdadera poesía». En este caso somos antípodas de los gustos literarios de los Siglos de Oro; pues en aquella época la poesía lírico-amorosa no terminaba de legitimarse en los círculos de lectura, mientras que su poesía laudatoria tan funcional como legítima resulta para nosotros poco menos que repugnante. Pero quizá la comprensión de los postulados estéticos de épocas ya pasadas nos hagan tener una visión más amplia. Entre obras [sic] de Sor Juana que se han sobrepuesto a tal estigma está el Neptuno alegórico, el arco triunfal dedicado a la entrada de los Virreyes, que por su docta factura ha me-recido un lugar principal al lado del Primero sueño, cima de la poesía sorjuanina. Igual suerte ha tenido una parte de los poemas dedicados a María Luisa Manrique, aquellos que en que [sic] los ecos petrarquistas y los resabios de neoplatonismo han dejado un sabor de expresión personal; pues la crítica actual considera que darían cuenta de una amistad amorosa entre las dos cultas mujeres”. Y, en efecto, “al igual que los románticos”, puede verse cómo Alatorre juzgaba (Cuatro ensayos sobre arte poética. México, El Colegio de México, 2007, p. 159; la cursiva es mía) que “si los grandes poemas —y, en general, las grandes obras de arte— son fruto de una conjunción de gravedad, sinceridad y hondura de sentimiento, el retrato de Lísida [núm. 61, que analizo abajo] es un gran poema, un poema delicado e intensamente erótico”.

91 Cual vimos arriba (n. 73), Alatorre pretende que, antes de conocer a la Condesa, Sor Juana “lo más que había escrito […] eran villancicos”. Luego, según él, el motivo de la gratitud de la poetisa

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

Ahora bien, si, según explicamos arriba, dada su condición femenina la Décima

Musa era prácticamente excepción en el universo literario, es evidente el porqué de

la “Advertencia”: los lectores debían percatarse de cómo interpretar los usos poéti-

cos “masculinos” surgidos de pluma de mujer. Así, quitado el “soneto-dedicatoria”,

los primeros versos de Inundación castálida en que aparece la Virreina (77-80 del

núm. 14, en especial el último: “embargada del amor”) exponen, desde su posición

previa tanto a la “Advertencia” como al núm. 16 (con el epígrafe donde se menciona

al Marqués), el modo justo de leer la poesía de un libro donde ella es, con su familia,

protagonista.

Las composiciones sorjuaninas dedicadas a la condesa de Paredes se inscriben,

sin duda, en los ancestrales usos literarios de adulación cortesana. No importa, luego,

qué tan “eróticos” los encuentren ciertos exégetas actuales. Es el caso del núm. 61, al

que Alatorre consideró “un retrato hecho con amor”92. Se trata, dice él mismo, de un

romance cuya “hermosa proporción” ha “impresionado siempre a los lectores”93. Y

para corroborarlo ofrece una lista de entusiastas de su forma94. Empero, el filólogo,

dando por hecho que todos ellos “vieron” lo que él a través de sus prejuiciadas lentes

sería que fue ella quien, tras haberle “sugerido primero” la “ruptura liberadora” con su confesor, la habría hecho, “ya sin estas pesadas cadenas”, “volar a su gusto por el ancho cielo de la poesía «humana», la grande, la que permanece” (“María Luisa y…”, p. 14). Por supuesto, el filólogo no tienen ninguna prueba de que la Virreina sugiriese tal ruptura, pero eso no le importa, sino dejar firmemente establecido en la mente de sus lectores que “sin María Luisa no sería Sor Juana la que es” (ibid., p. 15; en cursiva en el original).

Para demostrar la falsedad de las aseveraciones del crítico, mencioné previamente (n. 73) el Nep-tuno alegórico, agregando que éstas soslayan el hecho de que ignoramos cuándo fue escrita la mayor parte de los poemas de la Décima Musa. Empero, si —en caso extremo— de alguna Virreina debiera afirmarse que sin ella “no sería Sor Juana la que es”, sería de Leonor Carreto. Fue, en efec-to, la marquesa de Mancera quien, habiéndola recibido de niña en su corte, notoriamente “influyó en su lira” (véase, supra, la n. 54). Causas de agradecimiento, pues, tuvo siempre la Fénix. Entre ellas, además de la del mecenazgo de los Laguna (véase, por ejemplo, supra, la n. 79), la del trato cariñoso (de amiga a amiga, palmario —aun entre las, para la modernidad, desaforadas lisonjas de la obligatoria etiqueta cortesana— en varias de las composiciones dedicadas a ella y a su fami-lia) que, a semejanza de la marquesa de Mancera, le brindó María Luisa (la gloria que, sin duda, corresponde a esta Virreina, es haber internacionalizado la obra sorjuanina —cf. Soriano Vallés, La hora más bella de Sor Juana…, pp. 95-110).

92 Antonio Alatorre, “Avatares barrocos…”, p. 410. En “María Luisa y…” (p. 23) lo califica como “de-claradamente erótico” (véase, supra, la n. 90).

93 Alatorre, “Avatares barrocos…”, p. 411.

94 Ibid., pp. 411-412.

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SenderoS de Verdad – 145

AlejAndro SoriAno VAllèS

se afana en “ver”, se asombra: “Me parece muy probable que, por una especie de

pudor, quienes han admirado esa poesía tan nueva y tan desusada —y tan alarmante

para la gazmoñería de entonces y de ahora— han trasladado su admiración del conte-

nido a la forma, del «mensaje» a la «estructura»”95. Frente a tantos que entendieron

correctamente cómo había que admirar el poema, nuestro exégeta, en vez de dudar

de su propio juicio, los insulta tildándolos de “gazmoños”. Es, nuevamente, la mojiga-

tez de Alatorre96, que se alarma cuando nadie antes de él lo había hecho. Nuestro exé-

geta jamás perdería este carácter, volviendo una y otra vez a alborotarse. Por ejemplo,

en 2007 comentó sobresaltado: “En su nota al poema (SJ, núm. 61), Méndez Plancarte,

que era eclesiástico devoto, no dice «¡Qué impresionante erotismo!», sino «¡Qué im-

presionante metro!», repitiendo la apreciación de otros críticos que, por una especie

de pudor, dejaron en silencio el «contenido» y atendieron sólo a la «forma»”97. Claro,

era inadmisible que dichos críticos (y menos don Alfonso, ¡“eclesiástico devoto”!),

viendo el romance con ojos sanos, se hubiesen limitado (como era pertinente, tra-

tándose de una composición predominantemente encomiástica) a apreciar la forma,

sino debieron, al modo de Antonio Alatorre (y de Octavio Paz, y del resto de aquellos

que, sin respeto por la honra de Sor Juana, se han hecho hoy, frívolamente, eco de tan

afrentosa proposición98) que así lo dispuso, escandalizarse con el contenido. Nuestro

95 Ibid., p. 411. En un texto más o menos reciente (“Agustín de Salazar y Torres: discípulo de Gón-gora, maestro de Sor Juana”. Nueva revista de filología hispánica, T. LVIII, núm. 1. México, El Colegio de México, 2010, p. 182), Martha Lilia Tenorio, porfiada a través de los años en colaborar al desprestigio de Juana Inés iniciado por su profesor (véase, infra, las nn. 100 y 102), sigue, apo-yándose una vez más en el presente párrafo de “Avatares barrocos…” (n. 40), repitiendo la gorda mentira según la cual, como hago notar en la cursiva, “en efecto, la construcción metafórica del romance es aún más suntuosa y artificiosa que la de su modelo y, además, la monja aporta un re-gistro que no está en el original: la carga erótica. Haya [sic] una intención amorosa en el poema de Salazar, pero ésta suena libresca: proviene de la idealización erótica de la amada, propia de la lírica petrarquista; en Sor Juana, en cambio, el tono exaltado no es sólo resultado de su gusto por el alarde virtuoso, sino de la pasión que lo inspira”. Obsérvese el empleo del verbo sonar que hace Tenorio: la “intención amorosa” del poema de Salazar “suena” libresca. ¿A quién le “suena” libresca? ¿A ella (y a su profesor)? “En cambio”, aventura, “el tono exaltado” de la Fénix es, ade-más, “resultado” de “la pasión que lo inspira”. ¿Y cómo sabe Tenorio de tal “pasión”? ¿Porque le “suena” en el “tono exaltado del poema”? O, tal vez, a semejanza de su mentor, ¿la puede “sentir”? (véase, supra, la n. 50). Es evidente que ni el “sentir” ni el “sonar” son recursos válidos para la interpretación de textos. Todo lo anterior proviene de los caprichos de ambos críticos.

96 Véanse, supra, las nn. 39 y 41.

97 Alatorre, Cuatro ensayos…, p. 159.

98 Véase, supra, la n. 83.

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

erudito filólogo descubre en el “pudor” ajeno las causas de un “silencio” que su perso-

nal voluntad de impudicia —nacida de su propia gazmoñería— prescribe, y le impide

guardar. De tal manera, “¡qué impresionante erotismo!”, grita al toparse con versos

notables fundamentalmente por su estructura99.

4. …y Una lectUra forzada.

Pero, a diferencia de los críticos que lo precedieron, al jalisciense no le basta la forma

de este núm. 61, porque está anhelante de incrustar en él su mensaje; lo cual lleva a

cabo desde el comento del epígrafe, que dice: “Pinta la proporción hermosa de la ex-

celentísima señora condesa de Paredes, con otra de cuidados, elegantes esdrújulos…”

O sea, según el Diccionario de autoridades (s. v. “proporción”): “La disposición y co-

rrespondencia debida de las partes” del romance en esdrújulos pinta “la disposición

y correspondencia debida de las partes” del ser de la Virreina; i. e., la “proporción

hermosa” de aquél pinta “la proporción hermosa” de éste; la forma de la obra dibuja

la forma de la Condesa. Como se ve, sí es una cuestión de formas poéticas (en tanto,

lógicamente, lo sustancial es la forma del poema —que, con cuidados y elegantes es-

drújulos, pinta la de la Virreina— no la de ella100) y el rótulo mismo del pseudo De

las Heras concede la razón a los “gazmoños” que Alatorre censura. No obstante, él

desliza una interpretación que entiende que, en el caso de la forma de la retratada,

“proporción hermosa” significa “los encantos físicos de María Luisa”101, de modo que,

99 Ídem. la n. 94.

100 Efectivamente, en “Avatares barrocos…” (p. 411, n. 115) el propio autor asevera: “Hay que obser-var que cuando se escribió esta poesía doña María Luisa contaba unos 40 años, dos más que Sor Juana, y que había tenido por lo menos tres partos”. Viene bien citar de nuevo a Martha Lilia Te-norio (“«Copia divina»…”, p. 18), quien, pese a plegarse totalmente a la opinión de su profesor en lo referente a que, con respecto a este núm. 61, “la idealización erótica de la amada toma rumbos inesperados y hasta excesivos para provenir de la pluma de una monja”, pocas líneas después ter-mina por reconocer (ibid.; la cursiva es mía): “No hay que olvidar que la amada podía ser rubia o morena, de abundante o escasa cabellera, esbelta o no, siempre se le cantaba igual; la diferencia entre los retratos residía en la eficacia y en el logro literarios”.

101 Alatorre, “María Luisa y…”, p. 23.

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AlejAndro SoriAno VAllèS

desintegrando así la forma en la particularización de sus elementos, está en situación

de poner el acento en ellos102.

Y lo hace tramposamente, interpretando las imágenes poéticas que le interesan

ad líbitum. De esta suerte, despacha cuanto antes las inservibles para su no tan pu-

dorosa “historia de amor”: “cárceles y tíbares”, refiere, “son los cabellos de oro que

nos cautivan; Hécate, la diosa blanca, es la frente; lámparas son los ojos; cátedras de

abril las mejillas; búcaro de fragancias la boca…”103 El propio Alatorre subrayaría des-

pués el carácter de imitación de este romance en esdrújulos de la Décima Musa con

102 Como si se tratase de algo más que de un romance laudatorio, el filólogo, allende el análisis es-tructural, concede anacrónicamente a sus imágenes poéticas un valor biográfico-sentimental que, a todas luces, no poseen. Es obvio que la Condesa debió sentirse halagada con los versos de la Fénix, lo cual no implica que creyera a pie juntillas el significado de cada uno de ellos (véase, supra, la n. 100): al igual que todos en la época, sabía muy bien que las exaltaciones literarias de Sor Juana pertenecían a un código cortesano ampliamente arraigado.

Dice Tenorio que (“«Copia divina»…”, pp. 10-11; la cursiva es mía): “Sor Juana tiene varios retra-tos. En parte, como lo advierte ella misma en su soneto jocoso a la rosa, «porque todo poeta aquí se roza», es decir, porque se trataba de poemas casi obligatorios en el repertorio de cualquier poeta. En parte también porque mucha de su poesía tenía una función claramente cortesana, y el retrato poético era una forma eficaz de elogio, una especie de código en el que se reunían las fórmulas y convenciones del homenaje”. Donde es fácil apreciar que, según tal clasificación, los retratos poéticos de la Fénix serían de dos tipos: 1) aquéllos “obligatorios en el repertorio de cualquier poeta” y 2) aquéllos con “una función claramente cortesana”.

Sin embargo, inconsecuentemente, Tenorio incluye estos dos tipos en uno solo cuando enseguida resume (ibid., p 11): “Así, los retratos de Sor Juana podrían clasificarse en dos grandes grupos: uno formado por poesía cortesana, es decir, por poemas de complicada elaboración formal, en los que la alabanza se expresa en el alarde virtuoso y en el ingenio con el que tratan los tópicos convencionales”. En lo que he puesto en cursiva puede verse que este “gran grupo” contiene los dos mencionados previamente, de manera que el “segundo gran grupo” (en realidad, tercero) que la autora trae luego únicamente se explica como adecuación de su exégesis a los postulados de su profesor: “Y un segundo grupo constituido por dos poemas notables, uno por su belleza [el núm. 61], otro por el ingenio e inteligencia con los que Sor Juana trabaja el código de la descripción femenina [el núm. 214]”.

Mientras los criterios originales de clasificación eran 1) los poemas “obligatorios en el reperto-rio de cualquier poeta” y 2) los poemas con “una función claramente cortesana”, la discípula de nuestro filólogo, bajo su influencia, se saca de la manga uno más: 3) los poemas “notables” por su “belleza”, “ingenio e inteligencia”. Como era de esperar, la composición “notable por su belleza” será nuestro núm. 61, de la cual, a imitación de Alatorre, afirmará que “otro aspecto innovador de este romance —en relación con los demás retratos— es su carga erótica. Sor Juana expresa sentimientos que [se anima Tenorio pudibundamente a suponer] quizá fuera de la tradición de la lírica cortés y petrarquista habrían resultado escandalosos” (ibid., pp. 17-18).

103 Alatorre, “María Luisa y…”, p. 23.

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

respecto de otro de Agustín de Salazar y Torres104. Es decir, con palabras de Tomás

Navarro Tomás citadas previamente por el jalisciense, el interés de la monja en “en-

sayar formas originales o poco conocidas en la versificación de su tiempo”105; lo que,

de nuevo, constituye preocupación por la estructura poética106. Eso es lo que implíci-

tamente afirma Alatorre cuando dice que el poema de Salazar y Torres sonaba (lírica-

mente, se entiende) de otra manera107 y “los imitadores no se hicieron esperar”108. En

el romance núm. 61 Juana Inés, luego, imita al de Salazar y Torres porque quiere que

el suyo suene como el de él. Las imágenes poéticas convienen, así, en la imitación, a

las esdrújulas iniciales de cada verso: cárceles (cabellos), tíbares (oro), Hécate (frente),

lámparas (ojos), cátedras (mejillas), búcaro (boca). La prosopografía se arregla con los

requerimientos métricos109.

104 Alatorre, Cuatro ensayos…, pp. 156-157. Fue José María de Cossío quien primeramente señaló el parentesco de entrambas composiciones (“Observaciones sobre la vida y la obra de Sor Juana Inés de la Cruz”. Boletín de la Real Academia Española. T. 32, núm. 135. Madrid, 1952, pp. 27-48). Décadas más tarde, Paz (op. cit., pp. 409-410) y Tenorio (“«Copia divina»…”, p. 17, n. 9) repetirían la observación. Rocío Olivares Zorrilla señala que Alatorre “durante mucho tiempo, al parecer por la ausencia de comentarios suyos al respecto, pasó por alto lo que Sor Juana le debe a Salazar y Torres” (“El romance decasílabo de Sor Juana y las zonas perdidas del sentido en la crítica litera-ria novohispana”. Espéculo. Revista de estudios literarios. Núm. 44. Universidad Complutense de Madrid, marzo-junio de 2010, en línea, p. 2).

105 Alatorre, “Avatares barrocos…”, p. 410.

106 Esto mismo es lo que asienta nuestro exégeta cuando afirma del núm. 61 (Cuatro ensayos…, p. 157; la cursiva es mía): “Pero la perla de las imitaciones es, sin duda posible, la que hizo Sor Jua-na, publicada en la Inundación castálida (1689)”.

107 Ibid., p. 156.

108 Ibid., pp. 156-157.

109 Si el núm. 61 desea ser “musicalmente” novedoso, desde el punto de vista de la prosopografía, i. e., de la descripción exterior de la Virreina, se aviene al antiguo canon literario medieval, detallado así por Edmond Faral: “La description du physique obéit à des lois strictes. Souvent précédée d’un éloge du soin donné par Dieu ou par Nature à la confection de sa créature, elle porte d’abord sur la physionomie, puis sur le corps, puis sur le vêtement et dans chacune de ces parties, chaque trait a sa place prévue. C’est ainsi que, pour la physionomie, on examine dans l’ordre la chevelure, la front, les sourcils et l’intervalle qui les sépare, les yeux, les joues et leur teint, le nez, la bouche et les dents, le menton; pour le corps, le cou et la nuque, les épaules, les bras, les mains, la poitrine, la taille. Le ventre (à propos de quoi la rhétorique prête le voile de ses figures à des points licencieu-ses), les jambes et les pieds. Cette théorie de l’ordre à suivre dans les descriptions ne se trouve pas chez les anciens, sauf qu’ils indiquent que l’éloge d’une personne peut quant au physique et quant au moral” (ápud Sabat de Rivers, op. cit., pp. 62-63). Sor Juana, maestra en el empleo de este canon, logra una feliz parodia de él en el núm. 214.

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SenderoS de Verdad – 149

AlejAndro SoriAno VAllèS

No obstante, nuestro riguroso crítico insiste en que los “gazmoños” entusiastas de

todos los tiempos del romance sorjuanino “trasladaron”, “por una especie de pudor”,

su “admiración del contenido a la forma, del «mensaje» a la «estructura»”. La mojiga-

tez de Antonio Alatorre es tal, que se espanta cuando los demás ven con naturalidad

lo que él considera escandaloso. Por eso, en lugar de exclamar con Méndez Plancarte:

“¡Qué impresionante metro!”, él, que no era ni eclesiástico ni devoto, se pasma: “¡Qué

impresionante erotismo!”.

Ya en las anotaciones de su edición de la Lírica personal había don Alfonso indi-

cado que, por lo que al presente núm. 61 se refiere, muchas imágenes las tomó su au-

tora de Góngora, en especial de los “romances de Tisbe: «La Ciudad de Babilonia»…

(r[omance] 1), y «De Tisbe y Píramo quiero»… (r[omance] 2)”. Y, con respecto a los

versos 37-40:

Tránsito a los jardines de Venus,órgano es de marfil, en canoramúsica, tu garganta, que en dulceséxtasis aun el viento aprisiona.

Enseña que los dos primeros provienen, del romance 1 el verso 38: “De plata bru-

ñida era…/ el órgano de la voz”, y del romance 2 el verso 37: “y sus pechos […]: «de los

jardines de Venus/ pomos eran no maduros»… («Pomos», lat.: pomas, frutas)”. Así, sin

sofocos ni falsos pudores, ofrece Méndez Plancarte a sus lectores las referencias apro-

piadas. Eso basta. Por el contrario, desde su pudibundez, en María Luisa y Sor Juana

Alatorre pone énfasis110 en lo que todos los comentaristas del romance habían enten-

dido sin hacer alharaca: “los jardines de Venus” sencillamente significa los pechos de

María Luisa. ¡Ah, pero al riguroso filólogo no le basta, y lo traduce como “los pechos

voluptuosos”111! Que alguien me diga en qué parte del romance habla su autora de

“pechos voluptuosos”112. Es la mente enfebrecida de quien, poseyendo “una visión

110 Alatorre, “María Luisa y…”, p. 23.

111 Ibid., p. 24.

112 Según acabamos de comprobar, el verso gongorino dice: “de los jardines de Venus/ pomos eran no maduros”.

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

muy estricta” y “exigencias de seriedad muy concretas”, en aras de “su Sor Juana” no

cesa de distorsionar las cosas.

Sin embargo, Antonio Alatorre no está satisfecho porque, de acuerdo con su lectu-

ra gazmoña y casi infantil, “la cuarteta más risquée es la que se refiere a la cintura”113

(vv. 49-52):

Bósforo de estrechez tu cintura,cíngulo ciñe breve por zona;rígida, si de seda, clausura,músculos nos oculta ambiciosa.

“Esta cuarteta es el colmo”114, exclama azorado ante lo que él considera “impre-

sionante erotismo”: “El «breve cíngulo» de María Luisa”, traduce nuestro filólogo, “es

como esas «zonas» o círculos de la esfera celeste de que nos hablan los cosmógrafos:

la grácil cintura es un cielo abreviado. Y la seda, tan dúctil y blanda de suyo, se vuelve

«rígida», inexorable, al hacerse «clausura» de las caderas, y además «ambiciosa», de-

cidida a ser la única en contacto con esas sensuales redondeces…”115

Tanto en María Luisa y Sor Juana como en Avatares barrocos, la “traducción” de

Alatorre está mal. En efecto, la voz “zona” no significa, cual él creyó durante décadas,

“círculo de la esfera terrestre”, sino, de acuerdo con el Diccionario de autoridades,

“lo mismo que banda o faja”116; de manera que el verso 50 (“cíngulo ciñe breve por

zona”) no dice, como él pretende, que “la grácil cintura es un cielo abreviado”. Lo que

113 Alatorre, “Avatares barrocos…”, p. 411, n. 115.

114 Alatorre, “María Luisa y…”, p. 24.

115 Ibid. Compárese esta traducción con la menos “sensual” de años atrás. La cintura es, había dicho el mismo autor en “Avatares barrocos…” (p. 411, n. 115), “«Bósforo de estrechez», ceñida por un «breve cíngulo» tal como el orbe celestial está ceñido por sus zonas o círculos, y donde el rico ves-tido es una clausura rígida (aunque de seda) que «músculos nos oculta ambiciosa»”. Tal parece que la turbación del filólogo se fue intensificando con el paso del tiempo.

116 En su tirada de la Lírica personal anota Alatorre (vv. 49-52): “zona significa «cinturón» en latín”. Aunque tácito, es un meridiano reconocimiento de las “malas lecturas producto de la chapuza” anteriores. Empero, jamás lo explicitó, perpetuando entre sus lectores el engaño de la interpreta-ción antigua.

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sí dice es algo así como que al “Bósforo117 de estrechez” (v. 49) que es la cintura de la

Condesa, lo ciñe, en vez de una faja (una “zona”), un breve “cíngulo”, es decir (según

el mismo Diccionario), un breve “cordón”. Los versos 51-52, aunque no la mencionen

explícitamente, se refieren a la basquiña118 que, explica el Diccionario de autoridades,

era “la ropa o saya que tra[ía]n las mujeres desde la cintura al suelo”. Ella es la “rí-

gida” (o sea, “rigurosa”)119 “clausura” de seda que “músculos nos oculta ambiciosa”.

Ahora bien, Alatorre cree que “músculos” denota aquí “las caderas” (las “sensuales

redondeces”) de la Virreina. Está, una vez más, equivocado. La palabra “músculos”

es cultismo por “morcillos”, i. e., conforme al Dictionarium latinohispanicum de Ne-

brija, “Musculus: los músculos o morcillos de piernas y brazos” (p. 428)120. Como se

aprecia, los “músculos” del verso 52 son las piernas de María Luisa, no las caderas121.

En un artículo sobre el tema, Rocío Olivares, extraviada por la lectura chapucera del

filólogo, expuso abiertamente lo que éste quería significar con “sensuales redonde-

ces” de las caderas: “son los «músculos» a los que alude Sor Juana, que desde luego,

117 Méndez Plancarte: “Bósforo…: el Estrecho del Helesponto, que en la actual Constantinopla divide a Estambul y Pera”.

118 Véase arriba (n. 115) cómo el mismo Alatorre entiende que la poetisa habla aquí del “rico vesti-do”.

119 Méndez Plancarte: “rigurosa, aunque de seda”.

120 Elio Antonio de Nebrija. Dictionarium latinohispanicum et vice versa hispanicolatinum, 1560, p. 428.

121 En su versión de la Lírica personal, persistió Alatorre (n. a los vv. 49-52; la cursiva es mía) en que “la suave seda que cubre las caderas se vuelve «rígida» porque no quiere que otros toquen esas dulces redondeces”. Empero, insatisfecho con seguir infamando así a una religiosa, agregó (ibid.; la cursiva es mía): “Sor Juana llega más lejos que Góngora, que en el retrato de Tisbe, al llegar a este punto, dice sólo: «el etcétera es de mármol»)”. Mañosamente, el filólogo asocia su lectura de Góngora con un “punto” (las caderas) que no menciona el poema de Juana Inés (ni tampoco el de don Luis). En “María Luisa y…” (p. 24, n. 32; la cursiva es mía) el autor asentó que “en la porción correspondiente del retrato de Tisbe, Góngora parece inhibirse: tras la descripción de los brazos dice simplemente que «el etcétera es de mármol»”.

Para nuestro crítico, entonces, el “etcétera” del retrato de Tisbe equivale a las supuestas “cade-ras” del retrato de la Virreina. Sin embargo (además de que el verso gongorino donde se habla de que “el etcétera es de mármol» no viene después de la “descripción de los brazos” de Tisbe, sino después de la de sus pechos: “de los jardines de Venus/ pomos eran no maduros”), el “punto”, la “porción correspondiente del retrato de Tisbe” en el de la Condesa sería, en todo caso y según indica el v. 53 (“Cúmulo de primores tu talle”) el talle (no las caderas) de María Luisa. Alatorre no descubrió la relación de los romances de Sor Juana y Góngora, sino Méndez Plancarte (n. a los vv. 54-55: “Dóricas esculturas… Cfr. Góng., rom. I, de Tisbe: El etcétera es de mármol,/ cuyos relieves ocultos/ ultraje mórbido hicieran/ a los divinos desnudos…”), pero la empleó astutamente para sus muy particulares fines.

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

debajo de la cintura, no pueden ser otros sino los glúteos”122. Sí, “desde luego”, “no

pueden ser otros sino los glúteos”. ¡Vaya opinión de lo que había en el alma de la

122 Olivares, art. cit., p. 3. Sin reparar en que, según hice ver en la n. anterior, Méndez Plancarte no re-laciona los vv. 49-52 (los que, según Alatorre, hablarían de la cintura y las caderas de la Condesa) con el romance de Tisbe, sino los vv. 54-55 (que se refieren a su talle), Olivares estableció (ibid.; la cursiva es mía): “habrá que aceptar de todos modos que sobre los versos citados que exaltan cintura y caderas de Lísida, Méndez Plancarte recordó brevemente aquellos versos gongorinos sobre Tisbe: “«El ecétera es de marmol,/ cuyos relieves ocultos/ ultrage morbido hizieran/ a los divinos desnudos…»”. Fundada, luego, en un engaño, Olivares aseveró (ibid.): “Sobra señalar que el «etcétera» de Góngora son los «músculos» a los que alude Sor Juana, que desde luego, debajo de la cintura, no pueden ser otros sino los glúteos.

El hallazgo de Alatorre —pues, como vemos, Méndez Plancarte pasa de largo haciendo sólo el pa-ralelismo filológico— es precisamente la connotación erótica fincada, más que en la mención de la parte misma, en su valoración poética: «nos oculta ambiciosa», leyendo por «ambición» lo que hoy llamamos «deseo» en el más erótico de los sentidos”. Pero lo que ella cree “hallazgo de Alatorre” es, según acabamos de comprobar, invención suya. Por eso, la “valoración poética” de marras tampoco tiene el peso que la investigadora le asigna. En tanto, justamente, no se trata de los “glúteos” sino de las piernas de la Condesa, no es factible “leer” la “ambición” del v. 52 como ella sugiere (véase, infra, la n. siguiente). El Diccionario de autoridades dice de “ambicioso”: “vale también deseoso y solicito de saber y adquirir honra, fama y otras cosas lícita y honestamente”.

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AlejAndro SoriAno VAllèS

Monja de México123! Son las “cosas tremebundas” que, originadas por “nuestro gran

123 El artículo de Olivares no intenta refutar la exégesis de Alatorre de los vv. 49-52, sino, basándose en ella, modificar la conclusión. De tal modo, porque erradamente acepta que los “músculos” ahí mencionados “no pueden ser otros sino los glúteos”, da un largo e innecesario rodeo para “de-mostrar” lo que, desde el inicio, era evidente: que “nada puede distinguirse más de una intención homoerótica, como la que muchos lectores de hoy quieren encontrar en el romance decasílabo” (Olivares, art. cit., p. 7).

Es decir, desde que coincide con el jalisciense en que “la estrecha seda, en efecto, rodea y cerca los músculos y lo hace no sólo con deseo, sino a título de posesión” (ibid.), intenta probar que la Décima Musa no “proyecta su propio deseo de poseer lo que describe” (ibid.), sino relacionarlo con el Virrey. Lo cual, con otras palabras, significa que, acorde con la apócrifa interpretación de Alatorre, el poema sí hablaría de “los glúteos” de María Luisa, pero referidos a su esposo. Según se aprecia, la conclusión de Olivares es distinta de la del filólogo, pero no mucho mejor. A pesar de la experiencia, no deja de asombrarme el concepto en que ciertos críticos tienen a Sor Juana Inés de la Cruz. Para ellos, el único “insulto” que se le puede hacer es llamarla santa. Fuera de este apelativo glorioso, toda calificación es válida. Desde la liviandad posmoderna, creen factible achacarle cualquier desvergüenza, porque muy pocos protestarán. Un sinnúmero de tales críticos se escuda en la “libertad” de la interpretación literaria: sin haber trazado jamás una línea bio-gráfica coherente con la documentación histórica, se hacen de la vista gorda, trayendo, al modo de Alatorre, versos de aquí y de allá como “evidencias” de los desvaríos que publican. Cuando la historia los alcanza, voltean hacia otro lado, parapetándose tras la “crítica de textos” y la “teoría literaria”. Cual si la poesía de la Fénix fuese un mundo aparte, anhelan seguir encontrando en ella su muy personal intimidad. Entonces, acusan a quienes disienten de “ideólogos” y de usar a la poetisa como excusa para exponer sus propios puntos de vista. Son los mismos que luego tratan de la “Sor Juana” que “actualmente la mayoría prefiere”, como si (suponiendo, sin conceder, que semejante “mayoría” existiera) el conocimiento de la vida y el pensamiento de una persona fuese cosa de “preferencias” y no de investigación científica; como si la “popularidad” de un punto de vista fuese criterio de interpretación válido.

Es a éstos, luego, a quienes, por no estar de moda ni coincidir con su ideología, les ofende profun-damente que se llame santa a la madre Juana Inés. No les molesta la procaz afirmación de que una monja deseaba las “sensuales redondeces” de una Condesa (y —sin mencionar más razones— no les molesta porque una ignorancia supina les impide entender que las monjas hacían voto de castidad y, para cumplirlo, entre otros recursos se valían del ayuno, la penitencia y la mortifica-ción de los sentidos; y no les molesta porque desconocen que las monjas eran esposas de Cristo, y que, desde semejante dignidad, entregar el corazón a alguien más (cual, según insinúa Alatorre (“María Luisa y…”, p. 32), habría hecho Sor Juana al escribir a la Virreina: “yo soy toda tuya…”) era no sólo infidelidad, pero sacrilegio), mas sí la que, apoyándose en toda la documentación histórica, presenta a dicha monja como —lo que, en tanto monja, era— una mujer cristiana que, con expresión de Olivares, “sacrificó las letras por el camino de la religión” (la frase completa de Olivares Zorrilla no es, para nada, elogiosa, pues apunta a que, según ella, yo represento “la tendencia, no por pequeña menos contundente y espectacular, que pretende hacer de Sor Juana una beata que sacrificó las letras por el camino de la religión” (“Escollos y nuevos derroteros en el estudio de la literatura novohispana. De la paráfrasis a la imaginación crítica”. 90 años de cultura. Centro de enseñanza para extranjeros. México, UNAM, 2012, p. 333). En sintonía con lo que vengo comentando, le pido a mi crítica que exhiba los datos históricos (no literarios) en que se basa para descalificarme de tal manera).

Curiosamente, quienes se indignan de que se llame a Sor Juana santa, han permanecido, por lo que a las múltiples pruebas verdaderamente testimoniales respecta, en el mayor de los silencios. Sería muy interesante verlos hacer coincidir la “Sor Juana” de su preferencia con dichas pruebas;

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

erudito”124, se ve uno forzado a oír.

En un artículo suyo, Antonio Alatorre, exclamaba indignado que, en su edición,

Méndez Plancarte “le presenta al lector algo que no escribió Sor Juana”125. Con la

burda intención de exaltar las que en su deschavetado romanticismo llama “declara-

ciones de amor a la amabilísima condesa de Paredes”, él hizo (y no por error) lo mismo

cuando, tanto en María Luisa y Sor Juana (p. 16) como en su edición de la Lírica per-

sonal, añadió unos signos de admiración a los vv. 25-28 del núm. 17 que Inundación

castálida no trae:

¡Rompa, pues, mi amante afectolas prisiones del retiro!¡No siempre tenga el silencioel estanco de lo fino!

Estos versos, que en realidad son:

Rompa, pues, mi amante afectolas prisiones del retiro;no siempre tenga el silencioel estanco de lo fino.

presenciar, para no ir tan lejos, cómo empatan —más allá de los manidos recursos a la “retórica” (o sea, a leer al revés lo que los textos dicen), a la fabricación de centones ideológicos como éste de Alatorre que ahora analizamos, al “simbolismo” facilón y acomodaticio y a la calumnia de quie-nes rodearon a la Fénix— “su Sor Juana” con expresiones absolutamente contundentes de la mis-ma poetisa como (aparte de las citadas arriba, en la n. 55) las siguientes: “que aprecio, como debo, más el nombre de católica y de obediente hija de mi Santa Madre Iglesia, que todos los aplausos de docta” (Respuesta a Sor Filotea), “siempre he sido inclinada al estado de religiosa” (Testamen-to) y —son sus palabras y de nadie más— “Dios me haga santa” (Libro de las profesiones). Ideo-logía no es llamarla santa; ideología es, frente a las evidencias, no aceptar que ella quiso serlo.

124 Olivares, “El romance decasílabo…”, p. 2.

125 Alatorre, “Hacia una edición crítica de Sor Juana”. Nueva revista de filología hispánica. T. LI, núm. 2. México, El Colegio de México, 2003, p. 494.

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AlejAndro SoriAno VAllèS

Los altera el filólogo para conseguir el efecto dramático que desea. Quien alardea-

ba de tener “una visión muy estricta [y] exigencias de seriedad muy concretas”, hace,

una vez más, trampa126.

Enseguida, sin avergonzarse del procedimiento que a estas alturas nos es familiar,

cita los versos 1-4 y 59-60 del núm. 100127:

Cogióme sin prevención Amor, astuto y tirano:con capa de cortesanose me entró en el corazón […]

“Aquí yace un alma Troya.¡Victoria por el Amor!”

Pero jamás advierte ¡que no está dedicado a la condesa de Paredes! Lo mismo

hará con el núm. 113, mediante el cual garantizaría “Sor Juana a María Luisa que ha

obedecido al pie de la letra sus instrucciones y ha dejado completamente aniquilado

el papel en que ella le decía algo muy secreto”128. El epígrafe de la composición dice

únicamente: “Asegura la confianza de que ocultará todo un secreto”129. En ningún

sitio se menciona a la Virreina (es más, ni siquiera se sabe si la décima está dirigida a

una mujer) pero a Alatorre lo tiene sin cuidado, porque su propósito es “mostrar” que

entre ambas señoras hubo “conspiración”130.

126 Y la hace en regla, porque no se conforma con falsificar los versos anteriores. Efectivamente, en la n. al v. 28 de este núm. 17 de su edición de la Lírica personal, dice que “al «Rompa, pues…» sigue la declaración de amor”; la cual, según parece, incluiría los vv. 29-36, pues también los adultera con signos de admiración.

127 Alatorre, “María Luisa y…”, p. 17.

128 Ibid., p. 19, n. 23.

129 La edición de Alatorre presenta un nuevo yerro cuando ofrece el rótulo mal: “Asegura la confianza de que ocultará del todo un secreto”. El yerro estaba ya en la edición mendezplancartiana, pero es el colmo que quien en la cuarta de forros de la suya se ufanaba de “corregir errores de naturaleza diversa”, los haya conservado.

130 Ibid. En la n. al v. 5 de su versión de la Lírica personal, el jalisciense es aún más contundente en su engañifa: Sor Juana, escribe seguro de sí mismo, “ocultó muy bien el secreto que le confió María Luisa; pero decidió no ocultar el hecho de que en esta amistad había una parte de complicidad o conspiración”.

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

Un caso semejante es el del núm. 102131, sobre el que el crítico asienta sin sombra

de duda: “Sor Juana le mandó un retrato suyo a la virreina”132 (y aun se aventura a

dar detalles: “retrato encargado y pagado, es de suponer, por María Luisa”)133. Por

el contrario, el rótulo sencillamente indica que son “Décimas que acompañaron un

retrato enviado a una persona”. Prudentemente, don Alfonso anota: “que creemos

la marquesa de la Laguna”. No hay bases para ello. Frente a Alatorre, empeñado en

convencernos de que una excesiva cantidad de los retratos sorjuaninos fue en ob-

sequio de la Condesa, se alza la costumbre de la época. Cual bien muestra Angela

Mayer-Deutsch, entre los siglos XVI y XIX los protagonistas de la vida cultural se sir-

vieron de sus retratos (muchas veces en miniatura) como forma artística de amistad,

recuerdo, gratitud y promoción134. No existe, luego, ningún motivo para, al modo del

autor de María Luisa y Sor Juana, vincular desmedidamente los retratos de Juana

Inés con la Virreina. Viene luego el núm. 103, cuyo título reza: “Esmera su respetuoso

amor; habla con el retrato; y no calla con él, dos veces, dueño”; del que Méndez Plan-

carte apuntó (la cursiva es mía): “Aquí es Sor J[uana] quien apostrofa a un retrato de

131 Del cual, por cierto, en “María Luisa y…” (p. 22) ofrece —nuevo traspié— de modo equivocado el v. 7: “y no te asombre la calma”, que en su versión de la Lírica personal es, correctamente: “y no te admire la calma”.

132 Alatorre, “María Luisa y…”, p. 22.

133 Ibid.; la cursiva es mía.

134 Angela Mayer-Deutsch, “«Quasi-Optical Palingenesis». The Circulation of Portraits and the Ima-ge of Kircher”. Athanasius Kircher, The Last Man Who Knew Everything. Paula Findlen, ed. Lon-dres, Routledge, 2004, pp. 105-129. Tratando sobre si Juana Inés sabía pintar, con cierta frescura Alatorre afirmó (n. al núm. 126 de su edición de la Lírica personal) que se “declaraba escéptico”, en tanto ¡“faltan documentos que lo digan”! Ah, pero en cambio y cual venimos viendo, aunque le “faltaban documentos”, el “escepticismo” de marras no lo forzó a dejar de lado tantas indemos-trables aserciones.

Ahora bien, por los núms. 126 y 127 sabemos que la Fénix se sumó a la costumbre recién men-cionada y, con palabras del rótulo del primero, “en un anillo retrató a la condesa de Paredes” (de nuevo Alatorre, “faltándole documentos que lo digan”, asienta algo que no es capaz de comprobar (“María Luisa y…”, p. 21): que el retrato del anillo sería “una copia miniatura” de uno que, cual veremos enseguida, tampoco está probado que fuese pintado para obsequio de Sor Juana). Fue, cual dicen los vv. 1-2 del mismo, un “…retrato que ha hecho/ copiar mi cariño ufano”. Punto. No obstante, acerca de él, nuestro urdidor exégeta interroga (“María Luisa y…”, p. 21): “Si el padre Núñez hubiera seguido siendo el confesor de Sor Juana y le hubiera visto ese anillo en el índice, llamado también «dedo cordial» o «del corazón», ¿qué habría dicho?”. Por supuesto, es una pre-gunta tramposa, porque nos induce a responderla imaginando a un Núñez horrorizado. Nadie, ni nosotros ni Alatorre, sabe “qué habría dicho” el confesor. En tal sentido, debemos declararnos también escépticos.

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SenderoS de Verdad – 157

AlejAndro SoriAno VAllèS

otra persona (acaso la condesa de Paredes)”. No obstante, en la nota de su tirada de

la Lírica personal, Alatorre aseguró con rotundidad: “En las décimas anteriores [del

núm. 102], habla el retrato de Sor Juana, enviado a la virreina; en éstas, Sor Juana le

habla a un retrato que es, evidentemente, el de la virreina”. En lo que puse en cursiva

se aprecia la desenvuelta manipulación de los datos (iniciada, según venimos com-

probando, muchos años atrás): como con los poemas anteriores, en lo tocante a los

actuales núms. 102 y 103 no hay ninguna evidencia de que se refieran a la Condesa,

pero ello carece de importancia, porque la intentona de Alatorre es ahora “probar”

que “lo más significativo es el intercambio de retratos”135. Por semejante vía, llega al

famosísimo soneto 145 (“Este, que ves, engaño colorido…”), el cual, según la burlesca

“historia de amor” que se nos viene narrando, habría “acompañado” (con el núm.

102) al retrato dizque “mandado” a la Virreina136. Obviamente, no tiene modo de de-

mostrar semejante disparate (el núm. 145 ni siquiera indica que haya sido compuesto

para alguien en particular), pero no le interesa porque confía en su prestigio y, ya

entrado en gastos, en su versión de la Lírica personal da un paso más para engatusar

a los lectores de Sor Juana cuando anota el verso 1 asentando que a través de él “se

dirige seguramente a la condesa de Paredes”137.

135 Ibid., p. 20. El filólogo cree (ibid.) que en el núm. 89 su autora habla de un retrato que, acorde con su dicho, María Luisa le habría “obsequiado”. Suponiendo —en tanto Méndez Plancarte así lo piensa— que la “Lysi” del poema fuera la Virreina (el epígrafe sólo dice: “Al retrato de una de-cente hermosura”), hay que observar que en ningún lado se afirma que dicho retrato haya sido creado para Sor Juana. Ignoramos a qué retrato de María Luisa (si es que es de ella) se refiere (por tanto, con qué fin fue hecho), y bien puede ser un caso semejante al del núm. 208, que festeja “una pintura de Nuestra Señora, de muy excelente pincel”; i. e., que sea una composición hecha para encarecer, en la retratada, un nuevo retrato suyo (sobre esta obra, Alatorre, desilusionado, comenta (ibid.): “es conceptuosa, pero no muy efusiva”).

Por otro lado, no está mal recordar nuevamente la tradición literaria en que se inscribe la poesía “femenina” de la Décima Musa. De ella explica don Alfonso (n. al v. 1 núm. 17): “Lysi, o Lysis y aun Lísida, es aquí doña María Luisa, la marquesa de la Laguna. De tales sobrenombres arcádicos, dictan las Ordenanzas de Apolo, en el «Viaje al Parnaso» de Cervantes: «Ítem, que el más pobre poeta pueda decir que es enamorado, aunque no lo esté, y poner el nombre a su dama, como más le viniere a cuento, ora llamándole Amarili, ora Anarda, ora Clori, ora Filis, ora Fílida o como más gustare, sin que desto se le pueda pedir ni pida razón alguna…»… Mas a veces tenían afinida-des silábicas, como Nise (Inés), Belisa (Isabel), Anarda (Bernarda o Ana), Amarilis (¿María?)… Y así este «Lisi» (Luisa), frecuente en la poesía del XVII”.

136 Alatorre, “María Luisa y…”, pp. 22-23.

137 La cursiva es mía. Alatorre tropieza con sus propios pies, y en una interpretación chapucera más escribe que el retrato mencionado en el presente núm. 145 (n. al v. 1 de su edición de la Lírica personal) “es quizá el mismo de que se habla en el núm. 19”. Empero, mientras en éste “se habla”

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I.4 Sor Juana y la VIrreIna

5. dos conclUsiones: 1) Una difamación; 2) conocer a la verdadera sor JUana: insoslayable deber de JUsticia.

Creo que basta este breve catálogo de “cosas tremebundas” para evidenciar que la

“Sor Juana” en tratos deshonestos con la Virreina fue, en buena medida, invento de

Antonio Alatorre. Tal parece que más tarde, inspirado por su visión de la vida, Octavio

de un retrato de la Virreina, en aquél, como todo mundo sabe y explica el rótulo, de uno de la poetisa. No puede, evidentemente, tratarse del “mismo”. En cuanto a la composición núm. 19, el exégeta asegura que es “la más cálida”, y la comenta explicando que en ella (“María Luisa y…”, p. 20) “dice Sor Juana: «te quiero como esto», «te quiero como esto otro» […] y luego se interrum-pe…” (ibid.). Y también Alatorre, que cita, cortándolos a conveniencia, distintos pasajes (ibid., p. 21), los cuales, según su trastornado enfoque, le parecen “una larga declaración de amor” (ibid., p. 20).

Los versos en sí mismos no difieren de los de la tradición erótica literaria analizada arriba (véan-se, supra, las nn. 76 y 77). Vaya, como recordatorio de ella, esta cita de José María Pozuelo (Fran-cisco de Quevedo. Antología poética. Selección, introducción y notas de José María Pozuelo. Barcelona, Ediciones B, 1989, p. 31): “La tradición amatoria a la que Quevedo sirve es, en efecto, una tradición aceptada, y por todos. Garcilaso, Herrera, De la Torre, Lope, Góngora van a dibujar los mismos perfiles para su amada y expresar motivos casi idénticos. Amarili, Elisa, Floris, Lisi, Luz… [véase, supra, la n. 135] son casi intercambiables, sin que el contenido de los poemas varíe. Esta tradición no es otra que la del petrarquismo platonizante, que incorpora de un modo más intimista y personal gran parte de los tópicos de amor cortesano. No vea el lector en esto un de-mérito o falta. Antes al contrario, puesto que la idea de originalidad en los Siglos de Oro era muy diferente a la actual. Se trataba de arrancar originalidad a los temas tratados por los maestros anteriores; había un pie forzado elegido conscientemente y aceptado como tal. Este pie forzado era el amor distanciado e incomprendido en el que el amante es sujeto actante [sic] y paciente de una pasión que es dolor y ausencia. Ello resta contenidos vivenciales directos a la mayor parte de los poemas, pero en contrapartida permite calibrar la maestría de una difícil originalidad por medio de vías desautomatizadoras que en cada poeta advienen, según su particular estilo, desde lados diferentes”. Es, palmariamente, la tradición poética “masculina” a que, según su particular estilo, se adscribe Sor Juana Inés de la Cruz.

Ahora bien, las anotaciones de Méndez Plancarte al romance 19 son completamente pertinentes, en tanto se dirigen a un público lector moderno, ignorante de tal tradición. Así, sus apuntes acla-ran expresiones que, a siglos de distancia, podrían resultar equívocas. Es, verbigracia, el caso de los vv. 55 y sig.: “Este sacrificio puro de adoración, que prescinde de cualquier contacto corpóreo y aun de la mínima idea sexual (v. 111-12), es un límpido afecto de admiración estética y apasiona-da amistad, aunque su tono linde con lo erótico” (y aquí don Alfonso ofrece los datos apropiados para comprender la tradición referida, que luego ampliaría Sabat de Rivers —véase, supra, la n. 76). Ciertamente, ni los contemporáneos de la Fénix ni el editor primigenio de la Lírica personal se espantaron como Alatorre, quien, en su mojigatez, halló nueva ocasión para turbarse: “al lector podrá divertirle”, escribe sintiéndose liberado de sus prejuicios, “el escandalizado comentario de Méndez Plancarte” (“María Luisa y…”, p. 21, n. 27). Dando por hecho que todos compartimos su pudibunda visión de la vida, el filólogo intenta volvernos secuaces suyos, creyendo que nos burla-remos de las razonables explicaciones de don Alfonso por el pasmo que provocan en él los versos sorjuaninos.

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SenderoS de Verdad – 159

AlejAndro SoriAno VAllèS

Paz apuntalaría con su enorme influencia tan insensata figuración. Desde entonces,

envalentonado por semejante apoyo, nuestro reputado crítico, “metiendo un montón

de cosas que no están en” la historia, fantasearía una y otra vez para lograr la acepta-

ción de su “alma gemela”. Por desgracia, el número de embaucados no fue pequeño,

y a partir de Las trampas del premio Nobel, cundió una enfermedad contagiosa: en

ensayos, biografías, novelas, cuentos, poemas y películas, proliferaron las “Sor Jua-

nas” herederas de la del filólogo138. Muchas de ellas pretenden, además, apuntalar

una ideología o servir a un interés determinado. La auténtica Décima Musa, revelada

en la abundante documentación histórica existente139, ha dejado de importar. Enfren-

138 En un artículo, Tenorio, tras llamar a Méndez Plancarte “maestro” de Alatorre (véase, supra, la n. 8), los catalogó como “los grandes sorjuanistas del siglo XX”. Disiento: mientras por su sabiduría y apego científico a los datos el primero merece indiscutiblemente el título, el segundo, dada su exégesis parasitaria y convenenciera, no (sin considerar el ignominioso detalle de los repetidos insultos al “maestro”, es cierto, además, que don Alfonso nunca le enseñó tal sorjuanismo al jalis-ciense).

139 Véase, supra, la n. 22. Aparte de los múltiples testimonios de sus contemporáneos y de los in-formes encontrados a lo largo del siglo XX, son varios los papeles que, tocantes a Sor Juana, han aparecido en la última década. Todos ellos prueban que la poetisa fue no sólo una excelente religiosa, pero una cabal cristiana que supo ofrendarse en beneficio de los necesitados. La perso-na interesada puede consultar tanto las obras mencionadas arriba (véase, supra, la n. 26) como Alejandro Soriano Vallès, “Los libros de Sor Juana”. Vida conventual femenina (siglos XVI-XIX). Manuel Ramos Medina, compilador. México, Centro de Estudios de Historia de México Carso, 2013, pp. 155-166 y La hora más bella de Sor Juana…

En efecto, en “Los libros de Sor Juana” trato una vez más (cf. La hora más bella de Sor Juana…, pp. 173-188) el tema de la biblioteca de la Décima Musa, volviendo a demostrar que, contraria-mente a la hipótesis fallida de Alatorre, Paz y otros críticos, el arzobispo de México, don Francisco de Aguiar y Seixas, no se la arrebató, sino, tal y como aseguraron quienes la conocieron, ella la donó para, con el producto de la venta, hacer caridad. En dicho artículo ofrezco el documento que lo confirma. Se trata de la cláusula 20 del testamento de un antiguo amigo de la monja, el padre José de Lombeyda. La cláusula dice a la letra: “declaro que la madre Juana Inés de la Cruz religiosa que fue del convento del glorioso doctor San Jerónimo ya difunta me entregó distin-tos libros para que los vendiese, y habiendo fallecido dicha religiosa en virtud de mandato del Ilustrísimo señor arzobispo desta diócesis continué en la dicha venta y su procedido lo he ido entregando a su Señoría Ilustrísima y los que han quedado en ser están en mi poder ordeno y mando se entreguen a dicho señor Arzobispo”. Pese al apotegma según el cual quien acusa está obligado a probar, nosotros, sin tener la obligación (en tanto poseemos las atestaciones de los coetáneos de Sor Juana, que aseveran —el cien por cien— que ella se deshizo voluntariamente de su biblioteca), pero a causa de la generalizada aceptación moderna de las nunca justificadas imputaciones de despojo clerical, nos hemos visto constreñidos a presentar las pruebas de que las deposiciones de los contemporáneos de la Fénix son verdaderas. Es decir, yendo contra el derecho que nos asistía, hemos mostrado con nuevas evidencias históricas la falsedad de la tesis de la confiscación arzobispal. No obstante, todo indica que la tesis de marras ha arraigado tanto que es difícil renunciar a ella. Por ejemplo, Sara Poot Herrera (“El hábito sí hace a la monja. Sor Juana en San Jerónimo”. Casa del tiempo, vol. IV, época IV, núms. 45-46, julio-agosto de 2011),

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160 – i. PerSonaJeS y lUgareS mexicanoS

I.4 Sor Juana y la VIrreIna

tados a los nuevos hallazgos documentales, múltiples académicos se han hecho de la

vista gorda, y ahora son los “creadores” los que usan el inmaculado nombre de Juana

Inés con diversos fines.

habiendo conocido el testamento de Lombeyda mas desconfiando de las biografías primitivas, siembra una duda gratuita cuando apunta que en él se “dice el cómo, sí, pero no el porqué”. Antes de la aparición del testamento ya sabíamos (aunque muchos, sin causa justificada, lo ponían en tela de juicio) lo que éste confirmó: que la monja le dio los libros, porque quiso, al Arzobispo. Si, cual el testamento de Lombeyda muestra, cada papel que aparece ratifica las atestiguaciones de los cronistas primigenios, ¿por qué seguir, porfiada e imprudentemente, dudando de ellos? Es, asimismo, el caso de María Águeda Méndez, quien, sin llamarme por mi nombre (ningún otro sor-juanista ha tratado formalmente el asunto), habla de la cláusula 20 del testamento diciendo que “llenó de expectativas a más de un [?] investigador” (“Joseph de Lombeida o la ajetreada vida de un presbítero novohispano”. Prolija memoria. T. V, núms. 1-2. México, UNAM/ Universidad del Claustro de Sor Juana, 2010-2011, p. 110; la cursiva es mía). Según parece, dichas “expectativas” se verían frustradas porque, “a fin de cuentas, Lombeida tenía que vender los libros de la jeró-nima, pues como se ha visto, y aclara la cláusula, la disposición era «en virtud de Mandato del Illustríssimo Señor Arçobispo desta diócessis». ¿Fue decisión de Sor Juana vender sus libros? El mandato de Aguiar y Seijas, ¿fue posterior a la muerte de la Décima Musa? Infortunadamente, mientras no aparezca más documentación, de cierto, nunca lo sabremos…” (ibid., p. 111). Por el contrario, sin necesidad de “más documentación” podemos responder de cierto las preguntas de Méndez. Precisamente, gracias a la cláusula 20 sabemos que lo dicho por el protobiógrafo de Juana Inés, Diego Calleja, es verdad. En la Vida de la poetisa que publicó en el tercer tomo de sus obras (Fama y obras póstumas. Madrid, Manuel Ruiz de Murga, 1700), asentó rotundamente que “la amargura que más, sin estremecer el semblante, pasó la madre Juana, fue deshacerse de sus amados libros, como el que, en amaneciendo el día claro, apaga la luz artificial por inútil. Dejó algunos para el uso de sus hermanas, y remitió copiosa cantidad al señor arzobispo de México para que, vendidos, hiciese limosna a los pobres...” Si confrontamos ambas informaciones com-probaremos que, en lo tocante al porqué de la venta, casan a la perfección: tanto el testamento como Calleja explicitan que fue decisión de Sor Juana vender sus libros: Calleja: “remitió copiosa cantidad al señor arzobispo de México”; cláusula 20: “me entregó distintos libros para que los vendiese”. Nótese el carácter totalmente libre y motivado (se separó de ellos, especifica Calleja, como quien “amaneciendo el día claro, apaga la luz artificial por inútil”) de la decisión: Sor Juana se los entregó (esto mismo dicen otros biógrafos de la época. Verbigracia, el editor de Fama y obras póstumas, Juan Ignacio de Castorena y Ursúa, quien en el “Prólogo a quien leyere” asevera que “por enajenarse evangélicamente de sí misma, dio de limosna hasta su entendimiento en la venta de sus libros; su precio puso en el erario de los pobres, las benditas manos de su prelado, el esclarecido señor doctor don Francisco de Aguiar y Seixas, dignísimo arzobispo de México...”). La lectura correcta del testamento no sólo complementa este punto, pero contesta la segunda interrogación de Méndez. Evidentemente, el mandato de Aguiar y Seixas fue posterior a la muer-te de la Décima Musa: “y habiendo fallecido dicha religiosa en virtud de mandato del Ilustrísimo señor arzobispo desta diócesis continué en la dicha venta…” Nótese: “habiendo fallecido dicha religiosa”, Lombeyda continuó, “en virtud de mandato del Ilustrísimo señor Arzobispo”, reali-zando la venta de los libros que Juana Inés le había encomendado. El “mandato del Ilustrísimo señor Arzobispo”, a todas luces, fue posterior a la muerte de la Décima Musa. Es fácil apreciar que, allende cualquier “expectativa”, no es necesario que “aparezca más documentación” para saber de cierto lo que ocurrió.

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SenderoS de Verdad – 161

AlejAndro SoriAno VAllèS

Los lectores que se acercan de buena voluntad a la vida y obra de la Monja de

México merecen conocer la verdad. Es profundamente injusto que quienes durante

décadas se jactaran de seriedad crítica, de “visiones muy estrictas” y de “exigencias

de seriedad muy concretas”, hayan abusado de su condición de oráculos para enga-

ñarlos. Concuerdo con Antonio Alatorre en que en el sorjuanismo “falta crítica”, pero

ésta debe ser de tal índole que cada afirmación sea rigurosamente demostrada. No se

vale narrar las cosas recortando los datos para luego coserlos en otro orden, conforme

a un patrón convenientemente diseñado. Esto es, no se valen las “Sor Juanas” parti-

culares (como la del exégeta, que, con expresión de Martha Lilia Tenorio, es, en efecto,

“su Sor Juana”), porque no se vale medrar a costa de la honra de nadie. Resumiendo:

“lo dicho hasta aquí no carece de moraleja: hay que mantener los ojos bien abiertos

cuando se publica una novedad acerca de Sor Juana; no hay que dejar que la facultad

crítica se entumezca”140.

140 Antonio Alatorre y Martha Lilia Tenorio. “Una enfermedad contagiosa: los fantaseos sobre Sor Juana”. Nueva revista de filología hispánica, T. XLVI, núm. 1. México, El Colegio de México, 1998, p. 120

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