Qué es una teoría de la educación (1)

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1 O´ Connor, D.J. (1971). Introducción a la filosofía de la educación. Paidós: Buenos Aires. ¿Qué es una teoría de la educación? En el capítulo anterior examinamos las distintas maneras en que se emplea, comúnmente, el vocablo "teoría". Observamos que, en el sentido más estricto de la palabra, una teoría es una hipótesis ya verificada o, con mayor frecuencia, un conjunto de esas hipótesis relacionadas de manera lógica, cuya función principal consiste en explicar el contenido de las mismas. Nuestro análisis tenía por objeto descubrir qué puede decirse acerca de las teorías educacionales, ya que en estos casos se tiende a emplear con amplia libertad la palabra "teoría", aunque con menos precisión que en la mayor parte de otros contextos. Por lo tanto, valdrá la pena averiguar, de ser posible, los distintos sentidos en que se emplea el término dentro de ese contexto, en qué medida se limita su empleo a la acepción primaria de marco conceptual explicativo basado en la experiencia, y cuándo se lo emplea simplemente en un sentido derivado y más débil. Gracias al éxito de los modos científicos de explicación, la palabra "teoría" ha adquirido considerable prestigio. Como ocurre con la mayoría de los términos de este tipo, se lo emplea más a menudo por el prestigio que otorga su utilización que por su estricto valor descriptivo. A través de nuestro análisis podremos determinar cuándo se aplica la palabra "teoría" en su Sentido más estricto, dentro de un contexto educacional, y cuándo no ocurre así. La mayoría de las personas convendrían en que la educación no es, de por sí, una ciencia, sino más bien una serie de actividades prácticas relacionadas por un objetivo común. Pero a menudo esas actividades encuentran justificación teórica en alguna doctrina científica.

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O´ Connor, D.J. (1971). Introducción a la filosofía de la educación.

Paidós: Buenos Aires.

¿Qué es una teoría de la educación?

En el capítulo anterior examinamos las distintas maneras en que se emplea,

comúnmente, el vocablo "teoría". Observamos que, en el sentido más estricto de

la palabra, una teoría es una hipótesis ya verificada o, con mayor frecuencia, un

conjunto de esas hipótesis relacionadas de manera lógica, cuya función principal

consiste en explicar el contenido de las mismas. Nuestro análisis tenía por objeto

descubrir qué puede decirse acerca de las teorías educacionales, ya que en estos

casos se tiende a emplear con amplia libertad la palabra "teoría", aunque con

menos precisión que en la mayor parte de otros contextos.

Por lo tanto, valdrá la pena averiguar, de ser posible, los distintos sentidos en que

se emplea el término dentro de ese contexto, en qué medida se limita su empleo a

la acepción primaria de marco conceptual explicativo basado en la experiencia, y

cuándo se lo emplea simplemente en un sentido derivado y más débil.

Gracias al éxito de los modos científicos de explicación, la palabra "teoría" ha

adquirido considerable prestigio. Como ocurre con la mayoría de los términos de

este tipo, se lo emplea más a menudo por el prestigio que otorga su utilización que

por su estricto valor descriptivo. A través de nuestro análisis podremos determinar

cuándo se aplica la palabra "teoría" en su Sentido más estricto, dentro de un

contexto educacional, y cuándo no ocurre así.

La mayoría de las personas convendrían en que la educación no es, de por sí, una

ciencia, sino más bien una serie de actividades prácticas relacionadas por un

objetivo común. Pero a menudo esas actividades encuentran justificación teórica

en alguna doctrina científica.

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En verdad, cuanto más confiable y eficaz llega a ser un sistema educacional de-

terminado, más firmemente basados en datos científicos se hallarán sus técnicas

y objetivos. En este sentido, la práctica de la educación puede compararse con el

ejercicio de la medicina o la ingeniería. Tampoco la medicina es, en sí misma, una

ciencia; su propósito no es aumentar los conocimientos sino lograr un resultado

práctico: la prevención y la cura de- la enfermedad.

No obstante, para poder cumplir su labor de modo adecuado, los médicos deben

aplicar en la práctica de su profesión los descubrimientos científicos más

importantes para la misma, y tener un cierto conocimiento de otras ciencias afines.

En especial, deberán poseer sólidos conocimientos del organismo.

Asimismo, si en lugar de médicos y cirujanos consideramos la tarea de los

investigadores que desarrollan los instrumentos aplicados al ejercicio de esa

profesión, descubriremos que muchos de ellos son investigadores en ciencias

puras y que, quizá, no han realizado estudios médicos.

Los conocimientos básicos aplicados al ejercicio de la medicina se obtienen por lo

general de las ciencias puras, física, química y fisiología, y no de las actividades

cotidianas desarrolladas en el consultorio y en la sala de operaciones.

Lo mismo ocurre en la relación existente entre las técnicas prácticas del ingeniero

y los descubrimientos teóricos del científico y el matemático. Si en el transcurso de

los últimos trescientos años no hubiera aumentado el bagaje de conocimientos

matemáticos y físicos del hombre, prácticamente no se habría realizado ninguno

de los adelantos que, en el campo de la mecánica, caracterizan a los siglos XIX y

XX.

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Por supuesto, tanto en la antigüedad como en la Edad Media existían médicos,

cirujanos e ingenieros. Pero éstos se veían obligados a llevar a cabo su labor sin

contar con los equipos científicos de sus colegas del presente y, como resultado,

el alcance y eficacia de su tarea era notablemente inferior a la de los médicos e

ingenieros del mundo actual.

Sus conocimientos y destreza se derivaban de lo que ellos y sus precursores

habían podido descubrir a través de continuos ensayos y errores en el ejercicio de

su profesión, y muy rara vez se basaban en descubrimientos experimentales

adecuadamente verificados; en el caso de la medicina, como resultado, perduraba

una buena dosis de superstición y charlatanería. (A diferencia de los ingenieros, la

naturaleza del fracaso experimentado por médicos y educadores no les impide, en

la práctica, dejar de lado las bases teóricas).

¿Hasta qué punto es posible aplicar con una base científica esta analogía entre la

educación y otras disciplinas de carácter práctico? Podríamos sucumbir a la

tentación de suponer que, ya que las ciencias sobre las que se basa la educación

no han alcanzado todavía el avanzado estado de desarrollo de la química, la física

y la matemática, cabría esperar grandes adelantos en el campo de la teoría y la

práctica educacional cuando disciplinas como la .psicología y la sociología logren

su plena madurez.

En el siglo XX la educación quizá se halla en las mismas condiciones primitivas en

que se encontraban la ingeniería y la medicina durante los siglos XVII y XVIII. Si

bien se han efectuado algunos progresos en las ciencias sociales afines, hasta el

momento los mismos han sido sólo modestos y además no se los ha aplicado en

forma adecuada al servicio de la educación. Posiblemente cabría esperar queja

adquisición de conocimientos más precisos y la aplicación más sistemática de la

teoría a la práctica provocarán una revolución educacional.

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Sin duda, hay quienes gustosamente apoyarán este punto de vista; no obstante,

en mi opinión, existen razones valederas como para tildarlo de demasiado

optimista con respecto al futuro y, peor aún, demasiado pesimista acerca del

presente.

Entonces, ¿qué invalidaría la analogía propuesta? En cierto sentido, la

comparación está justificada. La educación, como la medicina y la ingeniería,

implica una serie de actividades prácticas; y la comprensión de su desarrollo

aumenta si logramos entender las leyes naturales aplicables a nuestro material de

trabajo. Si ignoramos por completo esas leyes, los límites de nuestra práctica

exitosa serían, por cierto, muy estrechos. Pero es mucho más fácil acceder al

conocimiento de ciertas leyes de la naturaleza que al de otras.

Durante milenios, el hombre llevó una vida satisfactoria y produjo grandes

civilizaciones contando con nociones sólo muy superficiales de las leyes de la

mecánica, y sin conocimiento alguno del electromagnetismo, la química o la

fisiología.

Las leyes de estas ciencias no pueden ser captadas por el simple observador

casual. No obstante no basta la mera observación, por más detenida y constante

que sea; se requiere una experimentación paciente y metódica con el fin de

lograr cualquier adelanto posible en esos campos. Ello implica la necesidad de

efectuar observaciones en condiciones controladas, sistemáticamente modificadas

por el observador y dirigidas por sus hipótesis.

Además, dichas ciencias también requieren técnicas de medición exacta e

instrumentos que permitan extender el campo normal de observación, como

microscopios, galvanómetros, espectógrafos, etc.

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Por lo tanto, sólo pueden desarrollarse de manera gradual y dentro de una cultura

que adjudique un valor elevado a este tipo de conocimientos.

Pero, en el caso de las ciencias del hombre, la situación es, en cierta medida,

completamente distinta. Una de las razones que explican el tardío desarrollo de la

psicología, la economía, la sociología y el resto de las disciplinas denominadas

ciencias sociales, radica, paradójicamente, en la posibilidad de obtener gran

cantidad de datos a través de la simple observación casual, siempre que la misma

sea inteligente y crítica.

La repetición aproximadamente regular de pautas de conducta y experiencias que

es posible observar en nosotros mismos, nuestros amigos y los animales, basta

para proporcionarnos un modesto bagaje de conocimientos psicológicos.

Sabemos, aproximadamente, de qué modo somos motivados, cómo se

desencadenan nuestras emociones, de qué manera aprendemos, etc.

Este conocimiento es sumamente limitado, inexacto y desorganizado, pero basta

para permitirnos desarrollar una existencia más o menos satisfactoria en contacto

con otras personas. Lo mismo ocurre con las otras ciencias sociales. En tanto que

la organización económica y social se mantiene en un nivel considerablemente

elemental, podemos, comprender el funcionamiento de las leyes económicas y

sociales lo suficientemente bien como para continuar ejerciendo control sobre

nuestras instituciones". Cuando se produce una crisis económica en una isla del

Pacífico Sur, es más fácil atribuirla a un acontecimiento de carácter obvio e

inevitable, tal como la pérdida de una cosecha, que a las consecuencias'

inesperadas de una política gubernamental o a las deficiencias del sistema

monetario. Por lo tanto, existe una diferencia importante entre las leyes de la

naturaleza y las leyes de la naturaleza humana. Para el observador inteligente, la

regularidad de la conducta humana y animal resulta, a grandes rasgos, lo

suficientemente clara.

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Pero el descubrimiento de las leyes de la naturaleza escapa, por lo común, a la

observación superficial, y ellas deben ser elucidadas mediante el empleo de los

métodos científicos clásicos.

Es ésta una de las razones que explican por qué la educación ha sido llevada a

cabo exitosamente durante milenios, en tanto que la medicina y la ingeniería sólo

han alcanzado recientemente su pleno desarrollo. La experiencia común permite

al maestro capaz conocer el funcionamiento de la naturaleza humana en medida

suficiente como para llevar a cabo su tarea con eficacia.

En ciertas oportunidades se recurre a este tipo de consideraciones con el objeto

de desacreditar a las ciencias sociales y, en particular, a la psicología. Pero está

lejos de mi deseo sugerir que las ciencias del hombre son poco importantes o

triviales. Precisamente porque parecen tan obvias en un nivel superficial, resulta

fácil tornarse peligrosamente complaciente o dogmático acerca de nuestro

supuesto conocimiento de nosotros mismos.

El tratamiento de la naturaleza humana en la teoría educacional, desde Platón

hasta Froebel, constituye un ejemplo apropiado del peligro de basarnos en una

psicología pre-científica para elaborar nuestras teorías sobre la naturaleza del

hombre. Aunque la reflexión inteligente, sustentada por una experiencia

considerable, podrá capacitarnos para el trato cotidiano exitoso con nuestros

semejantes, no bastará, por cierto, para resolver todas las situaciones sociales

propias de una sociedad moderna y compleja.

Del mismo modo, la astucia para los negocios, que quizá permitía enriquecerse a

un hombre de la antigua Atenas o de las islas Salomón, no bastará actualmente

para reemplazar los conocimientos especializados requeridos por un asesor eco-

nómico del Tesoro.

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En cierto sentido, el desarrollo de las ciencias del hombre, así como el de las

ciencias naturales, ha sido determinado por las condiciones sociales. A los

adelantos de la psicología, la economía y la sociología modernas ha contribuido

el hecho de que la organización social se ha tornado tan compleja durante los

últimos cien años, que las reglas prácticas con que nos manejamos, fruto del

simple sentido común, resultan absolutamente inadecuadas para resolver

satisfactoriamente los problemas.

A menos que comprendamos las fuerzas que funcionan dentro de una

organización económica sumamente compleja, resultará fácil perder el control de

la misma. Ello explica el hecho de que la teoría económica moderna haya variado

parcialmente como respuesta a las exigencias propias de una economía cada vez

más compleja.

Del mismo modo, la teoría psicológica moderna ha surgido, al menos en parte,

para satisfacer las necesidades de los encargados de la administración, para

quienes los problemas planteados por las industrias, la salud mental y la

educación, rápidamente superaban el alcance de las rudimentarias nociones

psicológicas que posee el hombre culto.

Resulta fácil advertir cómo ocurrió esto en el campo de la educación. No hay

razón alguna que permita suponer que el nivel medio de enseñanza en la edad

antigua o en la época medieval era muy inferior al de nuestras escuelas en la

actualidad.

Además, cuando consideramos los logros artísticos, literarios y filosóficos de los

antiguos griegos o del hombre medieval, verdaderamente no nos cabe despreciar,

como críticos del siglo XX, los sistemas educacionales que dieron origen a esas

creaciones.

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No obstante, resulta evidente que esos métodos no nos permitirían obtener los

resultados a que aspiramos hoy. Los educadores de la antigüedad y de la Edad

Media podían basarse en métodos tradicionales de enseñanza, sugeridos por el

sentido común, porque el alumnado estaba compuesto por un reducido grupo de

estudiantes, seleccionados sobre la base de criterios de rango o talento

La educación moderna, por el contrario, se brinda indiscriminadamente a la

totalidad de la población infantil. Más aún, en tanto que el maestro del pasado

debía enseñar solamente un bagaje limitado de conocimientos y destrezas, los

docentes de la actualidad deben asegurarse de poder transmitir, de un modo u

otro, todo el cúmulo de conocimientos contemporáneos a un número lo

suficientemente elevado de estudiantes como para poder garantizar la

preservación y adelanto de los mismos.

Asimismo, deberán responsabilizarse de que prácticamente todo el mundo, por

escasos que sean la capacidad o el interés de cada uno, aprenda a leer y escribir

de modo lo suficientemente correcto como para poder llenar formularios y

comprender los reglamentos oficiales. (El analfabetismo, a pesar de lo que se

sostiene a menudo, no constituye un problema cultural; pero puede implicar un

serio problema de carácter social en una sociedad compleja y moderna).

Por consiguiente, dos de los objetivos básicos de la educación en el mundo actual

entrañan la necesidad de aplicar métodos educativos lo más eficaces posibles;

con el fin de cumplir este propósito, es necesario que lo que conozcamos de las

ciencias sociales pueda ser aplicado para asegurar una eficiencia cada vez mayor.

De tal modo, la analogía entre la educación y las ciencias aplicadas, como la

medicina o la ingeniería, resulta imperfecta.

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Para ser eficaces, aun en pequeña escala, la medicina y la ingeniería deben

basarse en las ciencias naturales; pero la educación sólo lo requiere en aquellos

casos en que su alcance y complejidad han aumentado en tal medida que las

leyes de la naturaleza humana fácilmente discernibles para el observador

inteligente proporcionan una base teórica inadecuada y deben ser

complementadas o reemplazadas por las ciencias del hombre.

II

Antes de considerar en qué medida esas ciencias se aplican a la teoría y la

práctica de la educación, resultará útil considerar de qué manera supuestamente

difieren las ciencias sociales de las ciencias naturales, debido a que nuestro

enfoque de las teorías y las explicaciones del capítulo anterior se basaban en el

modo en que se dan estos conceptos en el campo de las ciencias naturales.

La razón de ello era que ciencias como la física, la química y la astronomía

constituyen casos típicos de disciplinas que han alcanzado un alto nivel de

desarrollo, de modo que proporcionan ejemplos característicos del empleo de

términos como "teoría" y "explicación" en su sentido más claro y ampliamente

aceptado. Lo que ahora nos proponemos averiguar es en qué medida el empleo

de esos términos en el campo de la educación se ajusta a sus significados más

comunes, y hasta qué punto han perdido fuerza y adquieren un sentido derivado.

Para comenzar, es útil recordar que-la historia de las ciencias sociales es de corta

data. La psicología como ciencia experimental no supera los cien años de

antigüedad. Anteriormente era una rama de la filosofía especulativa. En este

momento resulta imposible predecir la medida de sus adelantos v futuros.

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Es posible que la psicología contemporánea, así como la química a comienzos del

siglo XIX, se halle en los umbrales de una época de progresos espectaculares.

Pero quizás el contenido y los métodos de la psicología jamás nos proporcionen

este tipo de desarrollo sistemático; esto sólo podrá decirlo la historia futura de la

ciencia. Lo que podemos hacer es observar el tipo de diferencias que obviamente

existen al presente entre la psicología y las otras ciencias del hombre por un lado,

y las ciencias naturales por otro.

No obstante, es necesario evitar una división demasiado rígida entre las ciencias

del hombre y las ciencias naturales. El hombre forma parte de la naturaleza; su

cuerpo, como los otros organismos del mundo natural, se halla igualmente sujeto

a las leyes de la física, la química y la biología.

Y, si consideramos las relaciones existentes entre las distintas ciencias, no

descubrimos una diferenciación marcada entre las ciencias que atañen al hombre"

y las que estudian al hombre juntamente con el resto de la naturaleza. Las leyes

de la física establecen el marco dentro del cual pueden descubrirse las leyes de la

química; ésta establece un similar marco de referencia para la biología, y esta

última con respecto a la psicología.

Del mismo modo, las leyes de la psicología fijan los límites dentro de los cuales es

posible comprender las ciencias especializadas del hombre: economía, sociología,

etc.

Por consiguiente, es posible descubrir entre las distintas ciencias el mismo tipo de

relación que entre las piezas de un juego de cajas chinas: los estudios más

generales y abstractos determinan los límites dentro de los cuales están

comprendidos los estudios más especializados.

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De tal manera, se da una evidente continuidad entre las ciencias del hombre y las

ciencias naturales, del mismo modo que se observa claramente una continuidad

entre el propio hombre y el resto del universo. Pero, tras haber aceptado esta

continuidad, resulta útil, al tratar de entender la naturaleza de las teorías

existentes acerca del hombre, rastrear todas las diferencias posibles entre las

ciencias sociales y las ciencias naturales.

Ya nos hemos referido a la más evidente de esas diferencias: las principales leyes

de las ciencias del hombre resultan más obvias o, en todo caso, menos

sorprendentes que las de las ciencias naturales. En tono satírico, las ciencias

sociales podrían, ciertamente, describirse como aquellas disciplinas que no nos

dicen nada que ya no sepamos.

Dicha descripción, a pesar de constituir una exageración retórica, no es del todo

desacertada. Como seres humanos, contamos con innumerables oportunidades

para observar las principales tendencias de la experiencia y la conducta humanas.

Y, al vivir en sociedades, gozamos de una visión privilegiada del funcionamiento

de las mismas. Este conocimiento íntimo del contenido de las ciencias sociales

presenta tantas ventajas como inconvenientes.

Aunque nos proporciona de antemano un cierto conocimiento grosero de la

uniformidad de las pautas de la conducta humana, nos impide observarlas con la

visión objetiva necesaria al científico. Además, nos torna demasiado

complacientes acerca del valor y alcance de nuestra comprensión común del

hombre.

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El lego alberga más sospechas con respecto al psicólogo que con respecto a los

otros científicos, precisamente porque se resiste a creer que el conocimiento del

hombre pueda constituir una especialidad de carácter intelectual.

Para tomar un único ejemplo, puede comprobarse la medida en que la psicología

se ajusta a nuestra descripción satírica de las ciencias sociales,1 mediante la

simple lectura de cualquier texto elemental clásico sobre el tema. En general, los

descubrimientos psicológicos que nos causan sorpresa provendrán de dos

fuentes distintas: o se originan en el laboratorio del fisiólogo y no constituyen, en

un sentido estricto, una parte de la psicología, o bien son fruto de la reflexión de

los psiquiatras.

Y esto último, aunque resulta sorprendente, está apoyado por pruebas tan

endebles que rara vez puede alcanzar la validez de los descubrimientos

científicos.2 No obstante, a pesar de todo, la psicología no es una mera serie de

perogrulladas descartables, ocultas bajo un ropaje científico. Por el contrario, es

una ciencia importante y en rápido desarrollo, con aplicaciones sumamente útiles

en muchos campos diferentes. ¿Cómo explicar, entonces, esta aparente

contradicción?

En la medida en que la psicología simplemente confirma ciertas opiniones

comúnmente sostenidas por el hombre acerca de su propia naturaleza, cumple

tres importantes objetivos de carácter científico. En primer lugar, facilita la

exactitud del conocimiento.

1 La excepción obvia a esta regla parece ser la antropología social. Por medio de ella nos

enteramos de aspectos sorprendentes y extraños acerca de los hombres pertenecientes a sociedades muy distintas de la nuestra. Pero estos hechos sorprendentes constituyen el material del antropólogo, no sus conclusiones. No obstante, ilustran la tendencia de la conducta humana a adoptar pautas diferentes en distintas circunstancias. Más adelante nos referiremos a este aspecto.

2 Como útil análisis crítico de las pruebas para la psicoterapia, véase H. J. Eysenck: Uses and Abuses of Psychology, capítulo 10, y D. O. Hebb: Organization of Dehavior, capítulo 10.

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En segundo término, permite precisar ordenadamente sus pruebas. Nuestros

conocimientos generales acerca de la naturaleza humana adolecen de vaguedad,

y no han sido corroborados por pruebas adecuadas, de modo que, en realidad,

carecen de validez absoluta como conocimientos.

Sería más apropiado hablar de creencias u opiniones. Y opiniones de este tipo,

mal definidas e inadecuadamente verificadas, no pueden aplicarse con toda

confianza. En tercer lugar, el psicólogo experimental con frecuencia es capaz de

describir de qué manera pueden relacionarse nuestras diferentes pautas de

conducta; ello le permite sistematizar las opiniones comunes al respecto que, por

lo general, tienden a darse desintegradas y de manera desorganizada.

De este modo, a nuestro conocimiento cotidiano de la naturaleza humana la

psicología añade, como notas característicamente científicas, precisión, pruebas y

sistema, y justifica así sus aspiraciones a constituirse en la ciencia de la

experiencia y la conducta.

En este punto he hecho referencia a la psicología por tratarse de la ciencia más

afín a la educación; pero en las demás ciencias sociales también se da un

desarrollo similar: desde las opiniones dictadas por el sentido común hasta el

Conocimiento científico. Existe otra manera obvia en que las leyes propias de las

ciencias del hombre difieren de las de las ciencias naturales.

Solemos considerar las leves de la naturaleza como notas permanentes e

inmutables del mundo, idénticas hoy en día a las de la Edad de Piedra. Es cierto,

efectivamente, que carecemos de pruebas concluyentes acerca de su absoluta

invariabilidad futura o pasada; pero se ha podido verificar adecuadamente que

dichas modificaciones, de ocurrir en realidad, son tan leves o tan poco frecuentes

que podemos permitirnos soslayarlas.

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Por el contrario, en el caso de las ciencias del hombre no se da exactamente la

misma situación. El interrogante "¿Podemos cambiar la naturaleza humana?",

formulado de modo general, es bastante vago.

Pero puede planteárselo de manera tal que nos sea posible, en principio, respon-

derlo mediante datos obtenidos a través de la observación, aunque los mismos

sean sumamente difíciles de obtener. Para nuestros fines, no obstante, la

característica más interesante de él es que no se trata de una pregunta

evidentemente absurda. Por ejemplo, jamás sería posible plantearse un interro-

gante tal como "¿Podemos cambiar las leyes de la química?"

Las leyes de la naturaleza humana pueden parecer susceptibles de modificación

de modos diversos. Debido a que las ciencias del hombre se apoyan, por así

decirlo, en una matriz de ciencias no humanas, las leyes propias de la naturaleza

humana dependen, en medida todavía muy indeterminada, de las leyes de la

física, la química y la biología.

Estas ciencias, por lo tanto, pueden ser aplicadas para modificar la naturaleza

humana tal como la conocemos. Por ejemplo, la aplicación de determinados

principios genéticos a la reproducción humana (como incluso se ha planeado),

podría alterar al hombre en la misma medida en que el trigo o el maíz fueron

transformados por medio del cultivo sistemático.

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También es posible provocar en el hombre mutaciones que, accidental o

intencionalmente, pueden originar características hereditarias completamente

nuevas para la humanidad. Si bien las posibilidades son múltiples, hasta el

momento, quizás afortunadamente, sólo han sido explotadas en la imaginación

por los autores de novelas utópicas o de ciencia ficción. Un mundo feliz, de

Aldoux Huxley, constituye el ejemplo más conocido. Si ocurrieran esos cambios

genéticos, posiblemente provocarían cambios en la estructura social.

Por ejemplo, los sistemas de democracia representativa que conocemos sólo son

posibles debido a la distribución actual de la capacidad innata de los seres

humanos. Una sociedad en la que el 95'% de la población estuviera integrada por

débiles mentales, en tanto que el 5 % restante poseyera gran capacidad

intelectual, no constituiría un ejemplo de democracia representativa.

(Es posible que fuera un país de esclavos.) Así como las tendencias humanas

innatas ejercen influencia sobre la estructura de la sociedad, la estructura social

puede también afectar el desarrollo y manifestación de nuestra dotación

hereditaria. Una importante justificación de las reformas educacionales en gran

escala radica, precisamente, en la posibilidad de albergar esperanzas de que la

modificación de las condiciones sociales pondría de manifiesto ciertas

características de la naturaleza humana encubiertas o desalentadas por otros

tipos de organización educacional.

Por supuesto, en ninguno de estos dos casos podríamos afirmar con propiedad

que las leyes de la naturaleza humana han sufrido modificación alguna. Por el

contrario, la explicación sería que el hombre, como cualquier otro elemento de la

naturaleza, responde de manera diferente a las distintas condiciones, y mediante

la modificación de estas últimas es posible brindar nuevas oportunidades para el

desarrollo de capacidades anteriormente ocultas.

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La medida en que es factible lograrlo señala una tercera diferencia entre las

ciencias naturales y las ciencias sociales. En el caso de estas últimas, el campo

de experimentación se halla sumamente limitado. Existen dos razones

fundamentales para que ello ocurra.

La primera es de carácter moral: cuando experimentamos con material humano,

las distintas condiciones a que lo sometemos se encuentran limitadas porque

tenemos en cuenta el bienestar de los seres humanos con los que estamos

trabajando, y porque reconocemos sus derechos. En segundo lugar, por razones

obvias, resulta sumamente difícil, desde un punto de vista técnico, modificar en

gran escala las condiciones sociales.

De tal modo, las posibilidades de observación en condiciones controladas resultan

naturalmente restringidas en el caso de las ciencias del hombre. Por lo tanto, nos

vemos obligados a basarnos, en gran medida, en la comparación de lo que

podemos observar en condiciones que nos resultan familiares, con lo que

logramos percibir en condiciones extrañas o poco conocidas.

Comparamos, por ejemplo, la conducta de adultos normales con la de niños,

salvajes o psicóticos; o la estructura de nuestro propio sistema social con la de

sociedades muy distintas de la nuestra. De esta comparación surgirán algunos

datos, pero la misma, naturalmente, resulta mucho menos eficaz que la

experimentación sistemática, de ser ésta posible.

Quizá la diferencia más importante entre las ciencias naturales y las ciencias

sociales radica en sus respectivos niveles de desarrollo. T. H. Huxley, el eminente

biólogo Victoriano, proponía un análisis muy útil, en tres etapas, de la evolución

de una ciencia. La primera etapa se da en el nivel de conocimiento basado en el

sentido común acerca de determinado tema, como, por ejemplo, el conocimiento

superficial y ocasional sobre plantas que posee el hombre común.

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La segunda etapa abarca la historia natural, ejemplificada por, digamos, el

botánico aficionado, para quien la colección y clasificación de plantas constituye

un pasatiempo interesante. Recién se alcanza la tercera etapa de una ciencia en

pleno desarrollo cuando la totalidad del mundo vegetal y su ambiente propio son

interpretados por el biólogo como un sistema complejo de causas y efectos

interrelacionados.

No existen, por supuesto, marcadas diferencias entre estas tres fases, y nunca se

llega por completo al tercer estadio de ninguna ciencia. La historia natural

(segunda etapa) constituye la fase descriptiva y de clasificación de una ciencia.

De modo grosero, puede dividírsela en dos partes:

a) observación cuidadosa y exacta y registro de hechos; b) clasificación inteligente

de los mismos con el fin de reducirlos a un orden comprensible y fácil de manejar.

Las ciencias sociales, por lo general, se encuentran en esta segunda fase de

desarrollo, y algunas no se han desarrollado lo suficiente como para permitirnos

saber de antemano si será posible alcanzar la tercera etapa. Las ciencias

sociales, en su estado actual, son poco más que la historia natural del hombre.

Estas son las diferencias más importantes entre las ciencias naturales y las

sociales3. También es posible señalar otras, referidas a técnicas de medición,

precisión con que pueden definirse los términos técnicos de la ciencia, tipos de

explicación propuesta4, grado en que las teorías pueden sistematizarse, etc.

3 En algunas oportunidades, quienes han escrito sobre metodología de las ciencias sociales

propugnan que el problema del “libre albedrío” y el de los juicios de valor platea dificultades

especiales al científico social. Pero se trata de viejas falacias que, lamentablemente, todavía

algunos creen. Las menciono por esta sola razón. El “libre albedrio” implica un problema

filosófico que no incide sobre el problema concreto de determinar en qué medida las

predicciones estadísticas de los especialistas en ciencias sociales son confiables. Y aunque los

juicios de valor pueden formar parte del material del investigador de ciencias sociales, si el

mismo realiza su labor satisfactoriamente, no afectará sus conclusiones. Por supuesto, podrán

influir sobre los métodos que adopta, pero no en mayor medida de lo que puedan afectar los

métodos del químico o del biólogo. (Véase pág. 102).

4 Véase el capítulo 4, págs., 90-91

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Algunas de estas diferencias son atribuibles a la naturaleza del material con que

debe trabajar el científico, en tanto que otras se explican por el estadio de

desarrollo alcanzado por la ciencia. Sólo la evolución futura de las ciencias podrá

determinar hasta qué punto esas diferencias son fundamentales. Pero, al

considerar la situación de las teorías educacionales, debemos limitarnos al estado

actual de las ciencias sociales.

III

Me propongo ahora tratar de dar solución al principal interrogante planteado en

este capítulo: ¿En qué medida resulta adecuado utilizar la denominación de

"teorías" para referirnos a las teorías educacionales? y ¿de qué tipo de teorías se

trata? Es de suponer que, sobre la base de lo expuesto anteriormente, resultará

obvio que las teorías referidas a la educación no se ajustan, por lo general, a los

modelos propios de una ciencia natural plenamente desarrollada.

Ya hemos considerado muy sucintamente algunas de las razones. No obstante,

resultaría absurdo negar a la educación toda base teórica. Lo que, sin embargo,

debemos dejar claramente establecido, es el papel que desempeñan estas teorías

educacionales, ya que no poseen las características propias de las teorías

científicas clásicas.

Cuando leemos un texto sobre teorías educacionales o la historia de las ideas en

el campo de la educación, es posible descubrir tres tipos radicalmente distintos de

postulados, propuestos como base para la práctica educacional.5 Los mismos

difieren en el sentido de que entran dentro de distintas familias lógicas y, por esa

razón, deben ser corroborados de muy diversas maneras.

5 Un ejercicio elemental de utilidad para la crítica filosófica consiste en leer algunos textos

básicos sobre educación, con el objeto- de descubrir los diferentes tipos de postulados que el mismo contiene. En términos generales, cuanto mejor sea el estilo de la obra, más fácil será reconocer sus distintos componentes.

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A menudo, por cierto, hallamos las tres concepciones fusionadas en los escritos

de un solo autor, de modo que no es fácil juzgar el valor de sus afirmaciones

hasta tanto no distingamos los distintos componentes lógicos y los evaluemos por

separado. En primer término, con frecuencia es posible descubrir un aspecto

metafísico en las obras referidas a la educación.

Este resalta más obviamente en la obra de Platón y los escolásticos medievales y,

en los tiempos modernos, en las teorías educacionales de los escritores

cristianos. Los enunciados de este tipo no se creen, en principio, sólo porque

pertenezcan a una teoría educacional. Se los acepta, fundamentalmente, porque

forman parte de una filosofía o teología ya adoptada como credo por razones

diferentes; pero resulta natural que aparezcan en obras sobre educación, ya que

se trata precisamente del tipo de postulados que, aparentemente ejercen notoria

influencia en este campo.

Muchas de las teorías educacionales de Platón, por ejemplo, se basan en la

creencia de que el hombre es, esencialmente, un alma o espíritu temporariamente

asociado con un cuerpo material; que el alma fue creada antes que el cuerpo y

sobrevivirá a su desintegración, y que el verdadero objetivo de la educación

consiste en "mejorar el alma". Esta creencia en una distinción radical entre cuerpo

y alma es, por supuesto, de carácter metafísico, y jamás ha sido demostrada por

medio de argumentos aceptados. Ni siquiera podemos saber a ciencia cierta qué

tipo de argumentos podrían confirmarla.

El cristianismo tomó de Platón esta creencia en un alma inmaterial e inmortal en

relación temporaria con un cuerpo material y corruptible, y agregó una explicación

más precisa y circunstancial sobre el origen divino de las almas y su destino.

Además, la complementó con una explicación sobre la relación entre el hombre y

Dios, por medio de las doctrinas de la encarnación, la gracia y la salvación.

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Ciertas o falsas, todas estas doctrinas, tanto las platónicas como las cristianas,

son de carácter metafísico, en el sentido que atribuimos a este término. No

obstante, han ejercido enorme influencia sobre los objetivos y métodos de la

educación, y resulta fácil ver por qué.

Si sostenemos la creencia de que todo ser humano es poseedor de un alma

inmortal, creada por un Dios para un destino eterno, y colocada sobre la Tierra

para ser puesta a prueba, dicha creencia ejercerá importantes efectos sobre las

metas y contenido del sistema educacional que decidamos apoyar.6

Ya hemos visto que la principal dificultad implícita en este tipo de postulados

estriba en que no existen medios apropiados para confirmarlos. Por lo tanto,

resulta imposible afirmar con exactitud un postulado, o aun asegurarse de que el

mismo posee algún significado cognitivo.

A menudo resulta difícil vislumbrar el carácter preciso de este tipo de

aseveraciones, mediante una visión superficial, pero puede aceptárselas con

frecuencia, ya que, si bien pueden parecer simples declaraciones de hechos,

básicamente se diferencian de éstas, al menos en un punto: es posible

confirmarlas o refutarlas mediante pruebas o datos recogidos, verificados y

6 Las siguientes consideraciones revisten importancia, pero las dejamos para esta nota al pie de página debido a su posible dificultad. No es posible deducir postulados acerca de los objetivos de un sistema educacional o de sus planes de estudio sobre la base de premisas de orden puramente filo-sófico. Ello se fundamentaría, obviamente, en el principio de Hume analizado en el capítulo 3, según el cual las pruebas que permiten arribar a cualquier conclusión determinada deben contener premisas de idéntico orden lógico que las conclusiones mismas. En cierto sentido, una polítida educacional de carácter práctico puede "desprenderse" de una teoría psicológica referente a la motivación humana, por ejemplo, o al proceso de aprendizaje. Pero no se deriva de los mismos en un sentido lógico. Simplemente, ello indica que si sabemos o pensamos que sabemos algo acerca de los motivos que gobiernan la conducta humana, sería poco inteligente no aprovechar esos conocimientos en la planificación del sistema educacional, del mismo modo que lo sería no aprovechar nuestros conocimientos de hidrostática en el diseño de un sistema de cañerías. De modo similar, los postulados filosóficos de carácter meta- físico pueden redundar en consecuencias prácticas para la educación, simplemente por tratarse de postulados supuestamente concretos, a la vez que filosóficos. Como hemos visto, la dificultad radica en la naturaleza particularmente inaccesible de estos "hechos". Este es un aspecto de considerable importancia para la filosofía de la educación.

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evaluados por los métodos clásicos y ampliamente aceptados. Es importante,

supongamos o no que se trata de postulados significativos o verificables, poder al

menos reconocerlos, ya que difícilmente podamos llegar a comprenderlos si no

percibimos su categoría lógica.

El segundo tipo de postulado implícito en las teorías educacionales es el de los

juicios de valor. Los mismos son inevitables en cualquier sistema educacional,

aunque a menudo se los encuentra encubiertos de modo que los propios

sostenedores de un sistema educacional pueden no ser plenamente conscientes

de los valores que guían su práctica. Parte de la utilidad de la crítica filosófica de

una determinada teoría educacional consiste en desentrañar y poner de manifiesto

los valores que la orientan.

La mayoría de las frases hechas y lemas de los conductores de reformas

educacionales no son sino fosilizados juicios de valor: "educación acorde con la

naturaleza", "educación para la democracia", "igualdad de oportunidades",

"educación para la ciudadanía", etc. Es sumamente importante que las directivas

de este tipo no se mantengan en el nivel del mero slogan.

Deberán ser explícitamente formuladas, referidas a la práctica y reconocidas en

su verdadero valor. Un juicio de valor impreciso constituye una fuente de

confusión intelectual. Una vez que reconocemos esto, nos damos cuenta de que

no se trata de una verdad "evidente por sí misma" y más allá de toda crítica;

porque, no importa cuán importantes e inevitables sean nuestras valoraciones,

hemos visto que su justificación plantea un problema filosófico que ha demandado

gran atención. Si tomamos conciencia de ello, evitaremos caer en actitudes

dogmáticas o teñidas de fanatismo.

El tercer componente de las teorías educacionales es de carácter empírico: es

posible comprobarlo mediante pruebas obtenidas de hechos observables. Los

componentes empíricos de las teorías educacionales son, por lo general, de dos

tipos diferentes. El primero de ellos es relativamente común en los escritos de los

teóricos anteriores al establecimiento de la psicología como ciencia experimental.

Se trata de recomendaciones referentes a la práctica de la educación que, por

supuesto, pueden postularse sobre bases teóricas, aunque se las ha adoptado

fundamentalmente debido a que su aplicación permite obtener resultados

satisfactorios.

La influencia de reformadores de la educación como Pestalozzi, Froebel y

Montessori se debe más a sus preceptos logros prácticos que a sus doctrinas

teóricas: un nuevo enfoque práctico, de la enseñanza ejerce mayor influencia que

una nueva teoría acerca de la misma. Idealmente, por supuesto, deberá ser

posible justificar una nueva técnica por medio de consideraciones teóricas, como

ocurre a menudo en ingeniería o en medicina; del mismo modo que una nueva

teoría, si posee auténtico valor como tal, deberá redundar en beneficios concretos

cuando se la aplica en el aula.

Pero en verdad no encontramos una relación tan estrecha entre la mayoría de las

teorías educacionales y su práctica real. En este sentido, se da cierta similitud con

lo que ocurre en la actualidad con la psicoterapia, que utiliza cierto número de

técnicas terapéuticas diferentes, cada una de las cuales se apoya en su propio

marco teórico. Se ha descubierto que, aunque las teorías son incompatibles entre

sí, las técnicas aplicadas por profesionales idóneos parecen producir resultados lo

suficientemente satisfactorios como para justificar su empleo continuado.

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Ello resultaría imposible si esas técnicas, en realidad, dependieran tan

estrechamente de sus supuestos fundamentos teóricos, como ocurre en el caso

de las teorías físicas o químicas y sus aplicaciones. Debemos creer, más bien,

que las teorías de los psiquiatras constituyen racionalizaciones de sus prácticas y

no razones genuinas que las sustenten. Lo mismo parece cierto en el caso de la

denominada "teoría" en la que se basa la práctica educacional establecida.

El hecho de que una escuela, adecuadamente dirigida, que aplica el plan Dalton o

los métodos de Montessori o Froebel, produce resultados satisfactorios, no

implica, de por sí, justificación alguna del supuesto respaldo teórico de esas

prácticas.

Si un grupo representativo de establecimientos educacionales que emplea, por

ejemplo, métodos de proyectos para la enseñanza, constantemente obtiene

resultados superiores a los de un grupo similar de escuelas que aplica otros

métodos, ello brindaría algunas pruebas en favor de las teorías educacionales de

Dewey, destinadas a su aplicación por medio del método de proyectos. Pero

actualmente no parecen existir pruebas muy convincentes al respecto.7

Los efectos acumulativos de las nuevas propuestas de técnicas educacionales

resultan, por supuesto, considerables a lo largo de períodos muy prolongados. La

práctica de la enseñanza y el plan de estudios de una escuela primaria, en la

actualidad, difieren en gran medida de los de una escuela similar de hace setenta

años. Y estas diferencias se deben a la inventiva y a la labor constante de muchos

reformadores en el campo de la educación.

7 Para un reciente trabajo de este tipo, véanse las referencias: Teaching methods Psychological studies of the curriculum and of classroom teaching, University of London Institute of education studies in education No. 7.

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Pero la adopción de los diferentes adelantos logrados en el arte de la enseñanza

no obliga a la aceptación forzosa de las justificaciones "teóricas", a menudo

rebuscadas, de los nuevos métodos. La introducción de un nuevo método de

enseñanza con frecuencia se asemeja más a la visión empírica de un herborizador

en las etapas primitivas de la medicina.

La práctica antecede a la teoría; pero su justificación teórica debe aguardar el

desarrollo científico que permita explicar su éxito. De tal modo, las teorías

educacionales que preceden el nacimiento de una psicología científica (cuando no

se daban las especulaciones metafísicas o los juicios éticos) implicaban

conjeturas más o menos agudas para explicar una práctica exitosa.

Algunas de ellas eran inteligentes y sistemáticas, pero erróneas, como, por

ejemplo, la psicología de Herbart.8 En el caso de otras, se trataba de conjeturas

infundadas, como la concepción de Montessori, sobre la educación de los

sentidos.

Algunas, como las doctrinas de la Anschauung de Pestalozzi, eran adaptaciones

ininteligibles de conceptos meta- físicos. Muchos de estos teóricos parecen haber

tomado muy en serio la regla del método por la cual Rousseau intentaba explicar

la naturaleza del hombre: "Comencemos por dejar de lado los hechos, ya que no

afectan el tema en cuestión." Por lo tanto, no resulta sorprendente que se hayan

obtenido resultados muy poco satisfactorios. No obstante, a menudo estas teorías

incipientes eran el simple reflejo de innovaciones fructíferas en la práctica de la

educación; esta última era lo que contaba.

8 Como ejemplo adecuado de crítica filosófica de una “teoría educacional” tipo, véase el análisis

de C.D. Hardie sobre Herbart, en Truth and Fallecy in Educational Theory.

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Pero, con el desarrollo de una psicología científica, llegamos a un momento en

que ya no debemos depender de la práctica para poder elaborar una teoría. Por

supuesto, todavía podrá ocurrir así, pero actualmente es la experimentación, y no

la práctica, la que sugiere una teoría determinada.

La relación entre teoría y práctica se ha tornado recíproca. La teoría rige la

práctica, y esta última corrige a la primera. Los conocimientos actuales sobre

percepción, aprendizaje, motivación, naturaleza de la "inteligencia" y su

distribución y desarrollo, las causas del 'retraso educacional, y muchos otros

temas afines, nos permiten encarar reformas en la práctica de la educación, en

espera de obtener resultados más satisfactorios.

En otras palabras, contamos con un cuerpo de hipótesis ya establecidas y

confirmadas en grado sustancial. Las mismas nos permiten predecir los

resultados de su aplicación y explicar los procesos que tratamos de controlar. En

esa medida, se trata de auténticas teorías, en el sentido científico más aceptado

de la palabra.

Aun así, su capacidad de brindar explicaciones satisfactorias está lejos de

aproximarse a las teorías elaboradas en el campo de las ciencias físicas. Por

ejemplo, la teoría del aprendizaje constituye uno de los aspectos más plenamente

desarrollados dentro de la psicología.

Los procesos de aprendizaje en los seres humanos y los animales han sido

cabalmente estudiados por medio de métodos experimentales durante más de

cincuenta años. La gran cantidad de resultados obtenidos en esa tarea ha

perfeccionado en gran medida nuestra comprensión de la manera que

aprendemos, pero todavía no han sido condensados en una teoría global única.

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Existen varias teorías del aprendizaje, todas las cuales parecen compatibles con

la mayoría de los datos conocidos, aunque es cierto que ninguna deriva

necesariamente de ellos. Ninguna de ellas se ajusta de modo tan perfecto a todos

los hechos como para excluir a todas las teorías opuestas.

Todavía es necesario conducir experimentos decisivos, que permitirán a los

psicólogos elegir entre una u otra teoría.9 De tal modo, es posible que los mejores

ejemplos de teorías referidas a las ciencias del hombre no se hallen tan

estrechamente ligadas a los datos que permiten corroborarlas, como en el caso

de las ciencias de la naturaleza.

En síntesis, llegamos a la conclusión de que la palabra "teoría" tal como se la

utiliza en los contextos educacionales, se da, por lo general, a simple título de

cortesía. Sólo se la justifica en aquellos casos en que aplicamos descubrimientos

experimentales adecuadamente verificados de psicología o sociología a la

práctica de la educación.

Y, aun en este caso, deberá tenerse en cuenta que el hiato conjetural entre

nuestras teorías y los hechos en que se basan es lo suficientemente amplio como

para que nuestra;) deducciones lógicas no resulten demasiado fáciles. Es de

esperar que el desarrollo futuro de las ciencias sociales contribuirá a estrechar la

brecha, esperanza que proporciona un incentivo para el ulterior desarrollo de esas

disciplinas.

9 Para un excelente informe sobre la relación de la teoría contemporánea del aprendizaje con la educación, véase R. W. Russell: How Children Learn, University of London Institute of Education Studies in Education N9 7.