Qué es una teoría de la educación (1)
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1
O´ Connor, D.J. (1971). Introducción a la filosofía de la educación.
Paidós: Buenos Aires.
¿Qué es una teoría de la educación?
En el capítulo anterior examinamos las distintas maneras en que se emplea,
comúnmente, el vocablo "teoría". Observamos que, en el sentido más estricto de
la palabra, una teoría es una hipótesis ya verificada o, con mayor frecuencia, un
conjunto de esas hipótesis relacionadas de manera lógica, cuya función principal
consiste en explicar el contenido de las mismas. Nuestro análisis tenía por objeto
descubrir qué puede decirse acerca de las teorías educacionales, ya que en estos
casos se tiende a emplear con amplia libertad la palabra "teoría", aunque con
menos precisión que en la mayor parte de otros contextos.
Por lo tanto, valdrá la pena averiguar, de ser posible, los distintos sentidos en que
se emplea el término dentro de ese contexto, en qué medida se limita su empleo a
la acepción primaria de marco conceptual explicativo basado en la experiencia, y
cuándo se lo emplea simplemente en un sentido derivado y más débil.
Gracias al éxito de los modos científicos de explicación, la palabra "teoría" ha
adquirido considerable prestigio. Como ocurre con la mayoría de los términos de
este tipo, se lo emplea más a menudo por el prestigio que otorga su utilización que
por su estricto valor descriptivo. A través de nuestro análisis podremos determinar
cuándo se aplica la palabra "teoría" en su Sentido más estricto, dentro de un
contexto educacional, y cuándo no ocurre así.
La mayoría de las personas convendrían en que la educación no es, de por sí, una
ciencia, sino más bien una serie de actividades prácticas relacionadas por un
objetivo común. Pero a menudo esas actividades encuentran justificación teórica
en alguna doctrina científica.
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En verdad, cuanto más confiable y eficaz llega a ser un sistema educacional de-
terminado, más firmemente basados en datos científicos se hallarán sus técnicas
y objetivos. En este sentido, la práctica de la educación puede compararse con el
ejercicio de la medicina o la ingeniería. Tampoco la medicina es, en sí misma, una
ciencia; su propósito no es aumentar los conocimientos sino lograr un resultado
práctico: la prevención y la cura de- la enfermedad.
No obstante, para poder cumplir su labor de modo adecuado, los médicos deben
aplicar en la práctica de su profesión los descubrimientos científicos más
importantes para la misma, y tener un cierto conocimiento de otras ciencias afines.
En especial, deberán poseer sólidos conocimientos del organismo.
Asimismo, si en lugar de médicos y cirujanos consideramos la tarea de los
investigadores que desarrollan los instrumentos aplicados al ejercicio de esa
profesión, descubriremos que muchos de ellos son investigadores en ciencias
puras y que, quizá, no han realizado estudios médicos.
Los conocimientos básicos aplicados al ejercicio de la medicina se obtienen por lo
general de las ciencias puras, física, química y fisiología, y no de las actividades
cotidianas desarrolladas en el consultorio y en la sala de operaciones.
Lo mismo ocurre en la relación existente entre las técnicas prácticas del ingeniero
y los descubrimientos teóricos del científico y el matemático. Si en el transcurso de
los últimos trescientos años no hubiera aumentado el bagaje de conocimientos
matemáticos y físicos del hombre, prácticamente no se habría realizado ninguno
de los adelantos que, en el campo de la mecánica, caracterizan a los siglos XIX y
XX.
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Por supuesto, tanto en la antigüedad como en la Edad Media existían médicos,
cirujanos e ingenieros. Pero éstos se veían obligados a llevar a cabo su labor sin
contar con los equipos científicos de sus colegas del presente y, como resultado,
el alcance y eficacia de su tarea era notablemente inferior a la de los médicos e
ingenieros del mundo actual.
Sus conocimientos y destreza se derivaban de lo que ellos y sus precursores
habían podido descubrir a través de continuos ensayos y errores en el ejercicio de
su profesión, y muy rara vez se basaban en descubrimientos experimentales
adecuadamente verificados; en el caso de la medicina, como resultado, perduraba
una buena dosis de superstición y charlatanería. (A diferencia de los ingenieros, la
naturaleza del fracaso experimentado por médicos y educadores no les impide, en
la práctica, dejar de lado las bases teóricas).
¿Hasta qué punto es posible aplicar con una base científica esta analogía entre la
educación y otras disciplinas de carácter práctico? Podríamos sucumbir a la
tentación de suponer que, ya que las ciencias sobre las que se basa la educación
no han alcanzado todavía el avanzado estado de desarrollo de la química, la física
y la matemática, cabría esperar grandes adelantos en el campo de la teoría y la
práctica educacional cuando disciplinas como la .psicología y la sociología logren
su plena madurez.
En el siglo XX la educación quizá se halla en las mismas condiciones primitivas en
que se encontraban la ingeniería y la medicina durante los siglos XVII y XVIII. Si
bien se han efectuado algunos progresos en las ciencias sociales afines, hasta el
momento los mismos han sido sólo modestos y además no se los ha aplicado en
forma adecuada al servicio de la educación. Posiblemente cabría esperar queja
adquisición de conocimientos más precisos y la aplicación más sistemática de la
teoría a la práctica provocarán una revolución educacional.
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Sin duda, hay quienes gustosamente apoyarán este punto de vista; no obstante,
en mi opinión, existen razones valederas como para tildarlo de demasiado
optimista con respecto al futuro y, peor aún, demasiado pesimista acerca del
presente.
Entonces, ¿qué invalidaría la analogía propuesta? En cierto sentido, la
comparación está justificada. La educación, como la medicina y la ingeniería,
implica una serie de actividades prácticas; y la comprensión de su desarrollo
aumenta si logramos entender las leyes naturales aplicables a nuestro material de
trabajo. Si ignoramos por completo esas leyes, los límites de nuestra práctica
exitosa serían, por cierto, muy estrechos. Pero es mucho más fácil acceder al
conocimiento de ciertas leyes de la naturaleza que al de otras.
Durante milenios, el hombre llevó una vida satisfactoria y produjo grandes
civilizaciones contando con nociones sólo muy superficiales de las leyes de la
mecánica, y sin conocimiento alguno del electromagnetismo, la química o la
fisiología.
Las leyes de estas ciencias no pueden ser captadas por el simple observador
casual. No obstante no basta la mera observación, por más detenida y constante
que sea; se requiere una experimentación paciente y metódica con el fin de
lograr cualquier adelanto posible en esos campos. Ello implica la necesidad de
efectuar observaciones en condiciones controladas, sistemáticamente modificadas
por el observador y dirigidas por sus hipótesis.
Además, dichas ciencias también requieren técnicas de medición exacta e
instrumentos que permitan extender el campo normal de observación, como
microscopios, galvanómetros, espectógrafos, etc.
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Por lo tanto, sólo pueden desarrollarse de manera gradual y dentro de una cultura
que adjudique un valor elevado a este tipo de conocimientos.
Pero, en el caso de las ciencias del hombre, la situación es, en cierta medida,
completamente distinta. Una de las razones que explican el tardío desarrollo de la
psicología, la economía, la sociología y el resto de las disciplinas denominadas
ciencias sociales, radica, paradójicamente, en la posibilidad de obtener gran
cantidad de datos a través de la simple observación casual, siempre que la misma
sea inteligente y crítica.
La repetición aproximadamente regular de pautas de conducta y experiencias que
es posible observar en nosotros mismos, nuestros amigos y los animales, basta
para proporcionarnos un modesto bagaje de conocimientos psicológicos.
Sabemos, aproximadamente, de qué modo somos motivados, cómo se
desencadenan nuestras emociones, de qué manera aprendemos, etc.
Este conocimiento es sumamente limitado, inexacto y desorganizado, pero basta
para permitirnos desarrollar una existencia más o menos satisfactoria en contacto
con otras personas. Lo mismo ocurre con las otras ciencias sociales. En tanto que
la organización económica y social se mantiene en un nivel considerablemente
elemental, podemos, comprender el funcionamiento de las leyes económicas y
sociales lo suficientemente bien como para continuar ejerciendo control sobre
nuestras instituciones". Cuando se produce una crisis económica en una isla del
Pacífico Sur, es más fácil atribuirla a un acontecimiento de carácter obvio e
inevitable, tal como la pérdida de una cosecha, que a las consecuencias'
inesperadas de una política gubernamental o a las deficiencias del sistema
monetario. Por lo tanto, existe una diferencia importante entre las leyes de la
naturaleza y las leyes de la naturaleza humana. Para el observador inteligente, la
regularidad de la conducta humana y animal resulta, a grandes rasgos, lo
suficientemente clara.
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Pero el descubrimiento de las leyes de la naturaleza escapa, por lo común, a la
observación superficial, y ellas deben ser elucidadas mediante el empleo de los
métodos científicos clásicos.
Es ésta una de las razones que explican por qué la educación ha sido llevada a
cabo exitosamente durante milenios, en tanto que la medicina y la ingeniería sólo
han alcanzado recientemente su pleno desarrollo. La experiencia común permite
al maestro capaz conocer el funcionamiento de la naturaleza humana en medida
suficiente como para llevar a cabo su tarea con eficacia.
En ciertas oportunidades se recurre a este tipo de consideraciones con el objeto
de desacreditar a las ciencias sociales y, en particular, a la psicología. Pero está
lejos de mi deseo sugerir que las ciencias del hombre son poco importantes o
triviales. Precisamente porque parecen tan obvias en un nivel superficial, resulta
fácil tornarse peligrosamente complaciente o dogmático acerca de nuestro
supuesto conocimiento de nosotros mismos.
El tratamiento de la naturaleza humana en la teoría educacional, desde Platón
hasta Froebel, constituye un ejemplo apropiado del peligro de basarnos en una
psicología pre-científica para elaborar nuestras teorías sobre la naturaleza del
hombre. Aunque la reflexión inteligente, sustentada por una experiencia
considerable, podrá capacitarnos para el trato cotidiano exitoso con nuestros
semejantes, no bastará, por cierto, para resolver todas las situaciones sociales
propias de una sociedad moderna y compleja.
Del mismo modo, la astucia para los negocios, que quizá permitía enriquecerse a
un hombre de la antigua Atenas o de las islas Salomón, no bastará actualmente
para reemplazar los conocimientos especializados requeridos por un asesor eco-
nómico del Tesoro.
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En cierto sentido, el desarrollo de las ciencias del hombre, así como el de las
ciencias naturales, ha sido determinado por las condiciones sociales. A los
adelantos de la psicología, la economía y la sociología modernas ha contribuido
el hecho de que la organización social se ha tornado tan compleja durante los
últimos cien años, que las reglas prácticas con que nos manejamos, fruto del
simple sentido común, resultan absolutamente inadecuadas para resolver
satisfactoriamente los problemas.
A menos que comprendamos las fuerzas que funcionan dentro de una
organización económica sumamente compleja, resultará fácil perder el control de
la misma. Ello explica el hecho de que la teoría económica moderna haya variado
parcialmente como respuesta a las exigencias propias de una economía cada vez
más compleja.
Del mismo modo, la teoría psicológica moderna ha surgido, al menos en parte,
para satisfacer las necesidades de los encargados de la administración, para
quienes los problemas planteados por las industrias, la salud mental y la
educación, rápidamente superaban el alcance de las rudimentarias nociones
psicológicas que posee el hombre culto.
Resulta fácil advertir cómo ocurrió esto en el campo de la educación. No hay
razón alguna que permita suponer que el nivel medio de enseñanza en la edad
antigua o en la época medieval era muy inferior al de nuestras escuelas en la
actualidad.
Además, cuando consideramos los logros artísticos, literarios y filosóficos de los
antiguos griegos o del hombre medieval, verdaderamente no nos cabe despreciar,
como críticos del siglo XX, los sistemas educacionales que dieron origen a esas
creaciones.
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No obstante, resulta evidente que esos métodos no nos permitirían obtener los
resultados a que aspiramos hoy. Los educadores de la antigüedad y de la Edad
Media podían basarse en métodos tradicionales de enseñanza, sugeridos por el
sentido común, porque el alumnado estaba compuesto por un reducido grupo de
estudiantes, seleccionados sobre la base de criterios de rango o talento
La educación moderna, por el contrario, se brinda indiscriminadamente a la
totalidad de la población infantil. Más aún, en tanto que el maestro del pasado
debía enseñar solamente un bagaje limitado de conocimientos y destrezas, los
docentes de la actualidad deben asegurarse de poder transmitir, de un modo u
otro, todo el cúmulo de conocimientos contemporáneos a un número lo
suficientemente elevado de estudiantes como para poder garantizar la
preservación y adelanto de los mismos.
Asimismo, deberán responsabilizarse de que prácticamente todo el mundo, por
escasos que sean la capacidad o el interés de cada uno, aprenda a leer y escribir
de modo lo suficientemente correcto como para poder llenar formularios y
comprender los reglamentos oficiales. (El analfabetismo, a pesar de lo que se
sostiene a menudo, no constituye un problema cultural; pero puede implicar un
serio problema de carácter social en una sociedad compleja y moderna).
Por consiguiente, dos de los objetivos básicos de la educación en el mundo actual
entrañan la necesidad de aplicar métodos educativos lo más eficaces posibles;
con el fin de cumplir este propósito, es necesario que lo que conozcamos de las
ciencias sociales pueda ser aplicado para asegurar una eficiencia cada vez mayor.
De tal modo, la analogía entre la educación y las ciencias aplicadas, como la
medicina o la ingeniería, resulta imperfecta.
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Para ser eficaces, aun en pequeña escala, la medicina y la ingeniería deben
basarse en las ciencias naturales; pero la educación sólo lo requiere en aquellos
casos en que su alcance y complejidad han aumentado en tal medida que las
leyes de la naturaleza humana fácilmente discernibles para el observador
inteligente proporcionan una base teórica inadecuada y deben ser
complementadas o reemplazadas por las ciencias del hombre.
II
Antes de considerar en qué medida esas ciencias se aplican a la teoría y la
práctica de la educación, resultará útil considerar de qué manera supuestamente
difieren las ciencias sociales de las ciencias naturales, debido a que nuestro
enfoque de las teorías y las explicaciones del capítulo anterior se basaban en el
modo en que se dan estos conceptos en el campo de las ciencias naturales.
La razón de ello era que ciencias como la física, la química y la astronomía
constituyen casos típicos de disciplinas que han alcanzado un alto nivel de
desarrollo, de modo que proporcionan ejemplos característicos del empleo de
términos como "teoría" y "explicación" en su sentido más claro y ampliamente
aceptado. Lo que ahora nos proponemos averiguar es en qué medida el empleo
de esos términos en el campo de la educación se ajusta a sus significados más
comunes, y hasta qué punto han perdido fuerza y adquieren un sentido derivado.
Para comenzar, es útil recordar que-la historia de las ciencias sociales es de corta
data. La psicología como ciencia experimental no supera los cien años de
antigüedad. Anteriormente era una rama de la filosofía especulativa. En este
momento resulta imposible predecir la medida de sus adelantos v futuros.
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Es posible que la psicología contemporánea, así como la química a comienzos del
siglo XIX, se halle en los umbrales de una época de progresos espectaculares.
Pero quizás el contenido y los métodos de la psicología jamás nos proporcionen
este tipo de desarrollo sistemático; esto sólo podrá decirlo la historia futura de la
ciencia. Lo que podemos hacer es observar el tipo de diferencias que obviamente
existen al presente entre la psicología y las otras ciencias del hombre por un lado,
y las ciencias naturales por otro.
No obstante, es necesario evitar una división demasiado rígida entre las ciencias
del hombre y las ciencias naturales. El hombre forma parte de la naturaleza; su
cuerpo, como los otros organismos del mundo natural, se halla igualmente sujeto
a las leyes de la física, la química y la biología.
Y, si consideramos las relaciones existentes entre las distintas ciencias, no
descubrimos una diferenciación marcada entre las ciencias que atañen al hombre"
y las que estudian al hombre juntamente con el resto de la naturaleza. Las leyes
de la física establecen el marco dentro del cual pueden descubrirse las leyes de la
química; ésta establece un similar marco de referencia para la biología, y esta
última con respecto a la psicología.
Del mismo modo, las leyes de la psicología fijan los límites dentro de los cuales es
posible comprender las ciencias especializadas del hombre: economía, sociología,
etc.
Por consiguiente, es posible descubrir entre las distintas ciencias el mismo tipo de
relación que entre las piezas de un juego de cajas chinas: los estudios más
generales y abstractos determinan los límites dentro de los cuales están
comprendidos los estudios más especializados.
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De tal manera, se da una evidente continuidad entre las ciencias del hombre y las
ciencias naturales, del mismo modo que se observa claramente una continuidad
entre el propio hombre y el resto del universo. Pero, tras haber aceptado esta
continuidad, resulta útil, al tratar de entender la naturaleza de las teorías
existentes acerca del hombre, rastrear todas las diferencias posibles entre las
ciencias sociales y las ciencias naturales.
Ya nos hemos referido a la más evidente de esas diferencias: las principales leyes
de las ciencias del hombre resultan más obvias o, en todo caso, menos
sorprendentes que las de las ciencias naturales. En tono satírico, las ciencias
sociales podrían, ciertamente, describirse como aquellas disciplinas que no nos
dicen nada que ya no sepamos.
Dicha descripción, a pesar de constituir una exageración retórica, no es del todo
desacertada. Como seres humanos, contamos con innumerables oportunidades
para observar las principales tendencias de la experiencia y la conducta humanas.
Y, al vivir en sociedades, gozamos de una visión privilegiada del funcionamiento
de las mismas. Este conocimiento íntimo del contenido de las ciencias sociales
presenta tantas ventajas como inconvenientes.
Aunque nos proporciona de antemano un cierto conocimiento grosero de la
uniformidad de las pautas de la conducta humana, nos impide observarlas con la
visión objetiva necesaria al científico. Además, nos torna demasiado
complacientes acerca del valor y alcance de nuestra comprensión común del
hombre.
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El lego alberga más sospechas con respecto al psicólogo que con respecto a los
otros científicos, precisamente porque se resiste a creer que el conocimiento del
hombre pueda constituir una especialidad de carácter intelectual.
Para tomar un único ejemplo, puede comprobarse la medida en que la psicología
se ajusta a nuestra descripción satírica de las ciencias sociales,1 mediante la
simple lectura de cualquier texto elemental clásico sobre el tema. En general, los
descubrimientos psicológicos que nos causan sorpresa provendrán de dos
fuentes distintas: o se originan en el laboratorio del fisiólogo y no constituyen, en
un sentido estricto, una parte de la psicología, o bien son fruto de la reflexión de
los psiquiatras.
Y esto último, aunque resulta sorprendente, está apoyado por pruebas tan
endebles que rara vez puede alcanzar la validez de los descubrimientos
científicos.2 No obstante, a pesar de todo, la psicología no es una mera serie de
perogrulladas descartables, ocultas bajo un ropaje científico. Por el contrario, es
una ciencia importante y en rápido desarrollo, con aplicaciones sumamente útiles
en muchos campos diferentes. ¿Cómo explicar, entonces, esta aparente
contradicción?
En la medida en que la psicología simplemente confirma ciertas opiniones
comúnmente sostenidas por el hombre acerca de su propia naturaleza, cumple
tres importantes objetivos de carácter científico. En primer lugar, facilita la
exactitud del conocimiento.
1 La excepción obvia a esta regla parece ser la antropología social. Por medio de ella nos
enteramos de aspectos sorprendentes y extraños acerca de los hombres pertenecientes a sociedades muy distintas de la nuestra. Pero estos hechos sorprendentes constituyen el material del antropólogo, no sus conclusiones. No obstante, ilustran la tendencia de la conducta humana a adoptar pautas diferentes en distintas circunstancias. Más adelante nos referiremos a este aspecto.
2 Como útil análisis crítico de las pruebas para la psicoterapia, véase H. J. Eysenck: Uses and Abuses of Psychology, capítulo 10, y D. O. Hebb: Organization of Dehavior, capítulo 10.
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En segundo término, permite precisar ordenadamente sus pruebas. Nuestros
conocimientos generales acerca de la naturaleza humana adolecen de vaguedad,
y no han sido corroborados por pruebas adecuadas, de modo que, en realidad,
carecen de validez absoluta como conocimientos.
Sería más apropiado hablar de creencias u opiniones. Y opiniones de este tipo,
mal definidas e inadecuadamente verificadas, no pueden aplicarse con toda
confianza. En tercer lugar, el psicólogo experimental con frecuencia es capaz de
describir de qué manera pueden relacionarse nuestras diferentes pautas de
conducta; ello le permite sistematizar las opiniones comunes al respecto que, por
lo general, tienden a darse desintegradas y de manera desorganizada.
De este modo, a nuestro conocimiento cotidiano de la naturaleza humana la
psicología añade, como notas característicamente científicas, precisión, pruebas y
sistema, y justifica así sus aspiraciones a constituirse en la ciencia de la
experiencia y la conducta.
En este punto he hecho referencia a la psicología por tratarse de la ciencia más
afín a la educación; pero en las demás ciencias sociales también se da un
desarrollo similar: desde las opiniones dictadas por el sentido común hasta el
Conocimiento científico. Existe otra manera obvia en que las leyes propias de las
ciencias del hombre difieren de las de las ciencias naturales.
Solemos considerar las leves de la naturaleza como notas permanentes e
inmutables del mundo, idénticas hoy en día a las de la Edad de Piedra. Es cierto,
efectivamente, que carecemos de pruebas concluyentes acerca de su absoluta
invariabilidad futura o pasada; pero se ha podido verificar adecuadamente que
dichas modificaciones, de ocurrir en realidad, son tan leves o tan poco frecuentes
que podemos permitirnos soslayarlas.
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Por el contrario, en el caso de las ciencias del hombre no se da exactamente la
misma situación. El interrogante "¿Podemos cambiar la naturaleza humana?",
formulado de modo general, es bastante vago.
Pero puede planteárselo de manera tal que nos sea posible, en principio, respon-
derlo mediante datos obtenidos a través de la observación, aunque los mismos
sean sumamente difíciles de obtener. Para nuestros fines, no obstante, la
característica más interesante de él es que no se trata de una pregunta
evidentemente absurda. Por ejemplo, jamás sería posible plantearse un interro-
gante tal como "¿Podemos cambiar las leyes de la química?"
Las leyes de la naturaleza humana pueden parecer susceptibles de modificación
de modos diversos. Debido a que las ciencias del hombre se apoyan, por así
decirlo, en una matriz de ciencias no humanas, las leyes propias de la naturaleza
humana dependen, en medida todavía muy indeterminada, de las leyes de la
física, la química y la biología.
Estas ciencias, por lo tanto, pueden ser aplicadas para modificar la naturaleza
humana tal como la conocemos. Por ejemplo, la aplicación de determinados
principios genéticos a la reproducción humana (como incluso se ha planeado),
podría alterar al hombre en la misma medida en que el trigo o el maíz fueron
transformados por medio del cultivo sistemático.
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También es posible provocar en el hombre mutaciones que, accidental o
intencionalmente, pueden originar características hereditarias completamente
nuevas para la humanidad. Si bien las posibilidades son múltiples, hasta el
momento, quizás afortunadamente, sólo han sido explotadas en la imaginación
por los autores de novelas utópicas o de ciencia ficción. Un mundo feliz, de
Aldoux Huxley, constituye el ejemplo más conocido. Si ocurrieran esos cambios
genéticos, posiblemente provocarían cambios en la estructura social.
Por ejemplo, los sistemas de democracia representativa que conocemos sólo son
posibles debido a la distribución actual de la capacidad innata de los seres
humanos. Una sociedad en la que el 95'% de la población estuviera integrada por
débiles mentales, en tanto que el 5 % restante poseyera gran capacidad
intelectual, no constituiría un ejemplo de democracia representativa.
(Es posible que fuera un país de esclavos.) Así como las tendencias humanas
innatas ejercen influencia sobre la estructura de la sociedad, la estructura social
puede también afectar el desarrollo y manifestación de nuestra dotación
hereditaria. Una importante justificación de las reformas educacionales en gran
escala radica, precisamente, en la posibilidad de albergar esperanzas de que la
modificación de las condiciones sociales pondría de manifiesto ciertas
características de la naturaleza humana encubiertas o desalentadas por otros
tipos de organización educacional.
Por supuesto, en ninguno de estos dos casos podríamos afirmar con propiedad
que las leyes de la naturaleza humana han sufrido modificación alguna. Por el
contrario, la explicación sería que el hombre, como cualquier otro elemento de la
naturaleza, responde de manera diferente a las distintas condiciones, y mediante
la modificación de estas últimas es posible brindar nuevas oportunidades para el
desarrollo de capacidades anteriormente ocultas.
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La medida en que es factible lograrlo señala una tercera diferencia entre las
ciencias naturales y las ciencias sociales. En el caso de estas últimas, el campo
de experimentación se halla sumamente limitado. Existen dos razones
fundamentales para que ello ocurra.
La primera es de carácter moral: cuando experimentamos con material humano,
las distintas condiciones a que lo sometemos se encuentran limitadas porque
tenemos en cuenta el bienestar de los seres humanos con los que estamos
trabajando, y porque reconocemos sus derechos. En segundo lugar, por razones
obvias, resulta sumamente difícil, desde un punto de vista técnico, modificar en
gran escala las condiciones sociales.
De tal modo, las posibilidades de observación en condiciones controladas resultan
naturalmente restringidas en el caso de las ciencias del hombre. Por lo tanto, nos
vemos obligados a basarnos, en gran medida, en la comparación de lo que
podemos observar en condiciones que nos resultan familiares, con lo que
logramos percibir en condiciones extrañas o poco conocidas.
Comparamos, por ejemplo, la conducta de adultos normales con la de niños,
salvajes o psicóticos; o la estructura de nuestro propio sistema social con la de
sociedades muy distintas de la nuestra. De esta comparación surgirán algunos
datos, pero la misma, naturalmente, resulta mucho menos eficaz que la
experimentación sistemática, de ser ésta posible.
Quizá la diferencia más importante entre las ciencias naturales y las ciencias
sociales radica en sus respectivos niveles de desarrollo. T. H. Huxley, el eminente
biólogo Victoriano, proponía un análisis muy útil, en tres etapas, de la evolución
de una ciencia. La primera etapa se da en el nivel de conocimiento basado en el
sentido común acerca de determinado tema, como, por ejemplo, el conocimiento
superficial y ocasional sobre plantas que posee el hombre común.
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La segunda etapa abarca la historia natural, ejemplificada por, digamos, el
botánico aficionado, para quien la colección y clasificación de plantas constituye
un pasatiempo interesante. Recién se alcanza la tercera etapa de una ciencia en
pleno desarrollo cuando la totalidad del mundo vegetal y su ambiente propio son
interpretados por el biólogo como un sistema complejo de causas y efectos
interrelacionados.
No existen, por supuesto, marcadas diferencias entre estas tres fases, y nunca se
llega por completo al tercer estadio de ninguna ciencia. La historia natural
(segunda etapa) constituye la fase descriptiva y de clasificación de una ciencia.
De modo grosero, puede dividírsela en dos partes:
a) observación cuidadosa y exacta y registro de hechos; b) clasificación inteligente
de los mismos con el fin de reducirlos a un orden comprensible y fácil de manejar.
Las ciencias sociales, por lo general, se encuentran en esta segunda fase de
desarrollo, y algunas no se han desarrollado lo suficiente como para permitirnos
saber de antemano si será posible alcanzar la tercera etapa. Las ciencias
sociales, en su estado actual, son poco más que la historia natural del hombre.
Estas son las diferencias más importantes entre las ciencias naturales y las
sociales3. También es posible señalar otras, referidas a técnicas de medición,
precisión con que pueden definirse los términos técnicos de la ciencia, tipos de
explicación propuesta4, grado en que las teorías pueden sistematizarse, etc.
3 En algunas oportunidades, quienes han escrito sobre metodología de las ciencias sociales
propugnan que el problema del “libre albedrío” y el de los juicios de valor platea dificultades
especiales al científico social. Pero se trata de viejas falacias que, lamentablemente, todavía
algunos creen. Las menciono por esta sola razón. El “libre albedrio” implica un problema
filosófico que no incide sobre el problema concreto de determinar en qué medida las
predicciones estadísticas de los especialistas en ciencias sociales son confiables. Y aunque los
juicios de valor pueden formar parte del material del investigador de ciencias sociales, si el
mismo realiza su labor satisfactoriamente, no afectará sus conclusiones. Por supuesto, podrán
influir sobre los métodos que adopta, pero no en mayor medida de lo que puedan afectar los
métodos del químico o del biólogo. (Véase pág. 102).
4 Véase el capítulo 4, págs., 90-91
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Algunas de estas diferencias son atribuibles a la naturaleza del material con que
debe trabajar el científico, en tanto que otras se explican por el estadio de
desarrollo alcanzado por la ciencia. Sólo la evolución futura de las ciencias podrá
determinar hasta qué punto esas diferencias son fundamentales. Pero, al
considerar la situación de las teorías educacionales, debemos limitarnos al estado
actual de las ciencias sociales.
III
Me propongo ahora tratar de dar solución al principal interrogante planteado en
este capítulo: ¿En qué medida resulta adecuado utilizar la denominación de
"teorías" para referirnos a las teorías educacionales? y ¿de qué tipo de teorías se
trata? Es de suponer que, sobre la base de lo expuesto anteriormente, resultará
obvio que las teorías referidas a la educación no se ajustan, por lo general, a los
modelos propios de una ciencia natural plenamente desarrollada.
Ya hemos considerado muy sucintamente algunas de las razones. No obstante,
resultaría absurdo negar a la educación toda base teórica. Lo que, sin embargo,
debemos dejar claramente establecido, es el papel que desempeñan estas teorías
educacionales, ya que no poseen las características propias de las teorías
científicas clásicas.
Cuando leemos un texto sobre teorías educacionales o la historia de las ideas en
el campo de la educación, es posible descubrir tres tipos radicalmente distintos de
postulados, propuestos como base para la práctica educacional.5 Los mismos
difieren en el sentido de que entran dentro de distintas familias lógicas y, por esa
razón, deben ser corroborados de muy diversas maneras.
5 Un ejercicio elemental de utilidad para la crítica filosófica consiste en leer algunos textos
básicos sobre educación, con el objeto- de descubrir los diferentes tipos de postulados que el mismo contiene. En términos generales, cuanto mejor sea el estilo de la obra, más fácil será reconocer sus distintos componentes.
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A menudo, por cierto, hallamos las tres concepciones fusionadas en los escritos
de un solo autor, de modo que no es fácil juzgar el valor de sus afirmaciones
hasta tanto no distingamos los distintos componentes lógicos y los evaluemos por
separado. En primer término, con frecuencia es posible descubrir un aspecto
metafísico en las obras referidas a la educación.
Este resalta más obviamente en la obra de Platón y los escolásticos medievales y,
en los tiempos modernos, en las teorías educacionales de los escritores
cristianos. Los enunciados de este tipo no se creen, en principio, sólo porque
pertenezcan a una teoría educacional. Se los acepta, fundamentalmente, porque
forman parte de una filosofía o teología ya adoptada como credo por razones
diferentes; pero resulta natural que aparezcan en obras sobre educación, ya que
se trata precisamente del tipo de postulados que, aparentemente ejercen notoria
influencia en este campo.
Muchas de las teorías educacionales de Platón, por ejemplo, se basan en la
creencia de que el hombre es, esencialmente, un alma o espíritu temporariamente
asociado con un cuerpo material; que el alma fue creada antes que el cuerpo y
sobrevivirá a su desintegración, y que el verdadero objetivo de la educación
consiste en "mejorar el alma". Esta creencia en una distinción radical entre cuerpo
y alma es, por supuesto, de carácter metafísico, y jamás ha sido demostrada por
medio de argumentos aceptados. Ni siquiera podemos saber a ciencia cierta qué
tipo de argumentos podrían confirmarla.
El cristianismo tomó de Platón esta creencia en un alma inmaterial e inmortal en
relación temporaria con un cuerpo material y corruptible, y agregó una explicación
más precisa y circunstancial sobre el origen divino de las almas y su destino.
Además, la complementó con una explicación sobre la relación entre el hombre y
Dios, por medio de las doctrinas de la encarnación, la gracia y la salvación.
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Ciertas o falsas, todas estas doctrinas, tanto las platónicas como las cristianas,
son de carácter metafísico, en el sentido que atribuimos a este término. No
obstante, han ejercido enorme influencia sobre los objetivos y métodos de la
educación, y resulta fácil ver por qué.
Si sostenemos la creencia de que todo ser humano es poseedor de un alma
inmortal, creada por un Dios para un destino eterno, y colocada sobre la Tierra
para ser puesta a prueba, dicha creencia ejercerá importantes efectos sobre las
metas y contenido del sistema educacional que decidamos apoyar.6
Ya hemos visto que la principal dificultad implícita en este tipo de postulados
estriba en que no existen medios apropiados para confirmarlos. Por lo tanto,
resulta imposible afirmar con exactitud un postulado, o aun asegurarse de que el
mismo posee algún significado cognitivo.
A menudo resulta difícil vislumbrar el carácter preciso de este tipo de
aseveraciones, mediante una visión superficial, pero puede aceptárselas con
frecuencia, ya que, si bien pueden parecer simples declaraciones de hechos,
básicamente se diferencian de éstas, al menos en un punto: es posible
confirmarlas o refutarlas mediante pruebas o datos recogidos, verificados y
6 Las siguientes consideraciones revisten importancia, pero las dejamos para esta nota al pie de página debido a su posible dificultad. No es posible deducir postulados acerca de los objetivos de un sistema educacional o de sus planes de estudio sobre la base de premisas de orden puramente filo-sófico. Ello se fundamentaría, obviamente, en el principio de Hume analizado en el capítulo 3, según el cual las pruebas que permiten arribar a cualquier conclusión determinada deben contener premisas de idéntico orden lógico que las conclusiones mismas. En cierto sentido, una polítida educacional de carácter práctico puede "desprenderse" de una teoría psicológica referente a la motivación humana, por ejemplo, o al proceso de aprendizaje. Pero no se deriva de los mismos en un sentido lógico. Simplemente, ello indica que si sabemos o pensamos que sabemos algo acerca de los motivos que gobiernan la conducta humana, sería poco inteligente no aprovechar esos conocimientos en la planificación del sistema educacional, del mismo modo que lo sería no aprovechar nuestros conocimientos de hidrostática en el diseño de un sistema de cañerías. De modo similar, los postulados filosóficos de carácter meta- físico pueden redundar en consecuencias prácticas para la educación, simplemente por tratarse de postulados supuestamente concretos, a la vez que filosóficos. Como hemos visto, la dificultad radica en la naturaleza particularmente inaccesible de estos "hechos". Este es un aspecto de considerable importancia para la filosofía de la educación.
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evaluados por los métodos clásicos y ampliamente aceptados. Es importante,
supongamos o no que se trata de postulados significativos o verificables, poder al
menos reconocerlos, ya que difícilmente podamos llegar a comprenderlos si no
percibimos su categoría lógica.
El segundo tipo de postulado implícito en las teorías educacionales es el de los
juicios de valor. Los mismos son inevitables en cualquier sistema educacional,
aunque a menudo se los encuentra encubiertos de modo que los propios
sostenedores de un sistema educacional pueden no ser plenamente conscientes
de los valores que guían su práctica. Parte de la utilidad de la crítica filosófica de
una determinada teoría educacional consiste en desentrañar y poner de manifiesto
los valores que la orientan.
La mayoría de las frases hechas y lemas de los conductores de reformas
educacionales no son sino fosilizados juicios de valor: "educación acorde con la
naturaleza", "educación para la democracia", "igualdad de oportunidades",
"educación para la ciudadanía", etc. Es sumamente importante que las directivas
de este tipo no se mantengan en el nivel del mero slogan.
Deberán ser explícitamente formuladas, referidas a la práctica y reconocidas en
su verdadero valor. Un juicio de valor impreciso constituye una fuente de
confusión intelectual. Una vez que reconocemos esto, nos damos cuenta de que
no se trata de una verdad "evidente por sí misma" y más allá de toda crítica;
porque, no importa cuán importantes e inevitables sean nuestras valoraciones,
hemos visto que su justificación plantea un problema filosófico que ha demandado
gran atención. Si tomamos conciencia de ello, evitaremos caer en actitudes
dogmáticas o teñidas de fanatismo.
El tercer componente de las teorías educacionales es de carácter empírico: es
posible comprobarlo mediante pruebas obtenidas de hechos observables. Los
componentes empíricos de las teorías educacionales son, por lo general, de dos
tipos diferentes. El primero de ellos es relativamente común en los escritos de los
teóricos anteriores al establecimiento de la psicología como ciencia experimental.
Se trata de recomendaciones referentes a la práctica de la educación que, por
supuesto, pueden postularse sobre bases teóricas, aunque se las ha adoptado
fundamentalmente debido a que su aplicación permite obtener resultados
satisfactorios.
La influencia de reformadores de la educación como Pestalozzi, Froebel y
Montessori se debe más a sus preceptos logros prácticos que a sus doctrinas
teóricas: un nuevo enfoque práctico, de la enseñanza ejerce mayor influencia que
una nueva teoría acerca de la misma. Idealmente, por supuesto, deberá ser
posible justificar una nueva técnica por medio de consideraciones teóricas, como
ocurre a menudo en ingeniería o en medicina; del mismo modo que una nueva
teoría, si posee auténtico valor como tal, deberá redundar en beneficios concretos
cuando se la aplica en el aula.
Pero en verdad no encontramos una relación tan estrecha entre la mayoría de las
teorías educacionales y su práctica real. En este sentido, se da cierta similitud con
lo que ocurre en la actualidad con la psicoterapia, que utiliza cierto número de
técnicas terapéuticas diferentes, cada una de las cuales se apoya en su propio
marco teórico. Se ha descubierto que, aunque las teorías son incompatibles entre
sí, las técnicas aplicadas por profesionales idóneos parecen producir resultados lo
suficientemente satisfactorios como para justificar su empleo continuado.
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Ello resultaría imposible si esas técnicas, en realidad, dependieran tan
estrechamente de sus supuestos fundamentos teóricos, como ocurre en el caso
de las teorías físicas o químicas y sus aplicaciones. Debemos creer, más bien,
que las teorías de los psiquiatras constituyen racionalizaciones de sus prácticas y
no razones genuinas que las sustenten. Lo mismo parece cierto en el caso de la
denominada "teoría" en la que se basa la práctica educacional establecida.
El hecho de que una escuela, adecuadamente dirigida, que aplica el plan Dalton o
los métodos de Montessori o Froebel, produce resultados satisfactorios, no
implica, de por sí, justificación alguna del supuesto respaldo teórico de esas
prácticas.
Si un grupo representativo de establecimientos educacionales que emplea, por
ejemplo, métodos de proyectos para la enseñanza, constantemente obtiene
resultados superiores a los de un grupo similar de escuelas que aplica otros
métodos, ello brindaría algunas pruebas en favor de las teorías educacionales de
Dewey, destinadas a su aplicación por medio del método de proyectos. Pero
actualmente no parecen existir pruebas muy convincentes al respecto.7
Los efectos acumulativos de las nuevas propuestas de técnicas educacionales
resultan, por supuesto, considerables a lo largo de períodos muy prolongados. La
práctica de la enseñanza y el plan de estudios de una escuela primaria, en la
actualidad, difieren en gran medida de los de una escuela similar de hace setenta
años. Y estas diferencias se deben a la inventiva y a la labor constante de muchos
reformadores en el campo de la educación.
7 Para un reciente trabajo de este tipo, véanse las referencias: Teaching methods Psychological studies of the curriculum and of classroom teaching, University of London Institute of education studies in education No. 7.
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Pero la adopción de los diferentes adelantos logrados en el arte de la enseñanza
no obliga a la aceptación forzosa de las justificaciones "teóricas", a menudo
rebuscadas, de los nuevos métodos. La introducción de un nuevo método de
enseñanza con frecuencia se asemeja más a la visión empírica de un herborizador
en las etapas primitivas de la medicina.
La práctica antecede a la teoría; pero su justificación teórica debe aguardar el
desarrollo científico que permita explicar su éxito. De tal modo, las teorías
educacionales que preceden el nacimiento de una psicología científica (cuando no
se daban las especulaciones metafísicas o los juicios éticos) implicaban
conjeturas más o menos agudas para explicar una práctica exitosa.
Algunas de ellas eran inteligentes y sistemáticas, pero erróneas, como, por
ejemplo, la psicología de Herbart.8 En el caso de otras, se trataba de conjeturas
infundadas, como la concepción de Montessori, sobre la educación de los
sentidos.
Algunas, como las doctrinas de la Anschauung de Pestalozzi, eran adaptaciones
ininteligibles de conceptos meta- físicos. Muchos de estos teóricos parecen haber
tomado muy en serio la regla del método por la cual Rousseau intentaba explicar
la naturaleza del hombre: "Comencemos por dejar de lado los hechos, ya que no
afectan el tema en cuestión." Por lo tanto, no resulta sorprendente que se hayan
obtenido resultados muy poco satisfactorios. No obstante, a menudo estas teorías
incipientes eran el simple reflejo de innovaciones fructíferas en la práctica de la
educación; esta última era lo que contaba.
8 Como ejemplo adecuado de crítica filosófica de una “teoría educacional” tipo, véase el análisis
de C.D. Hardie sobre Herbart, en Truth and Fallecy in Educational Theory.
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Pero, con el desarrollo de una psicología científica, llegamos a un momento en
que ya no debemos depender de la práctica para poder elaborar una teoría. Por
supuesto, todavía podrá ocurrir así, pero actualmente es la experimentación, y no
la práctica, la que sugiere una teoría determinada.
La relación entre teoría y práctica se ha tornado recíproca. La teoría rige la
práctica, y esta última corrige a la primera. Los conocimientos actuales sobre
percepción, aprendizaje, motivación, naturaleza de la "inteligencia" y su
distribución y desarrollo, las causas del 'retraso educacional, y muchos otros
temas afines, nos permiten encarar reformas en la práctica de la educación, en
espera de obtener resultados más satisfactorios.
En otras palabras, contamos con un cuerpo de hipótesis ya establecidas y
confirmadas en grado sustancial. Las mismas nos permiten predecir los
resultados de su aplicación y explicar los procesos que tratamos de controlar. En
esa medida, se trata de auténticas teorías, en el sentido científico más aceptado
de la palabra.
Aun así, su capacidad de brindar explicaciones satisfactorias está lejos de
aproximarse a las teorías elaboradas en el campo de las ciencias físicas. Por
ejemplo, la teoría del aprendizaje constituye uno de los aspectos más plenamente
desarrollados dentro de la psicología.
Los procesos de aprendizaje en los seres humanos y los animales han sido
cabalmente estudiados por medio de métodos experimentales durante más de
cincuenta años. La gran cantidad de resultados obtenidos en esa tarea ha
perfeccionado en gran medida nuestra comprensión de la manera que
aprendemos, pero todavía no han sido condensados en una teoría global única.
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Existen varias teorías del aprendizaje, todas las cuales parecen compatibles con
la mayoría de los datos conocidos, aunque es cierto que ninguna deriva
necesariamente de ellos. Ninguna de ellas se ajusta de modo tan perfecto a todos
los hechos como para excluir a todas las teorías opuestas.
Todavía es necesario conducir experimentos decisivos, que permitirán a los
psicólogos elegir entre una u otra teoría.9 De tal modo, es posible que los mejores
ejemplos de teorías referidas a las ciencias del hombre no se hallen tan
estrechamente ligadas a los datos que permiten corroborarlas, como en el caso
de las ciencias de la naturaleza.
En síntesis, llegamos a la conclusión de que la palabra "teoría" tal como se la
utiliza en los contextos educacionales, se da, por lo general, a simple título de
cortesía. Sólo se la justifica en aquellos casos en que aplicamos descubrimientos
experimentales adecuadamente verificados de psicología o sociología a la
práctica de la educación.
Y, aun en este caso, deberá tenerse en cuenta que el hiato conjetural entre
nuestras teorías y los hechos en que se basan es lo suficientemente amplio como
para que nuestra;) deducciones lógicas no resulten demasiado fáciles. Es de
esperar que el desarrollo futuro de las ciencias sociales contribuirá a estrechar la
brecha, esperanza que proporciona un incentivo para el ulterior desarrollo de esas
disciplinas.
9 Para un excelente informe sobre la relación de la teoría contemporánea del aprendizaje con la educación, véase R. W. Russell: How Children Learn, University of London Institute of Education Studies in Education N9 7.