Ontología del sujeto. De cómo nosotros somos sólo cosas entre otras cosas

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PÁGINA 29 3. Ontología del sujeto De cómo nosotros somos sólo cosas entre otras cosas Una teoría del objeto. Del fundamento de la ciencia moderna (y van ya algunos siglos) no nos queda sino un positivismo vulgarizado, la creencia pragmática y confiada en la existencia per se de un objeto que se presenta ante nosotros como dotado de una evidencia indudable. Esta “presencia” también requiere una explicación, no basta con aceptarla como supuesto dogmático. Las soluciones postpositivistas se han aproximado hacia una epistemología social, tal como reclaman los críticos, en la que las claves para la confianza en la observación siguen recayendo en la desconfianza sobre el juicio propio, bien como duda permanente (falibilismo, falsacionismo) o como necesidad del consenso de la comunidad científica 1 .Este giro social es sin duda una concesión a la crítica relativista y a la sociologización del conocimiento, pero estas ideas no alcanzan la extensa aceptación que tiene el realismo „clásico‟, si se me permite el apelativo, bien es cierto que por razones pragmáticas y de costumbre, pues la mayoría las acepta como cosa dada sobre la que nunca reflexionarán a lo largo de sus vidas. Cualquier razonamiento científico parte ineludiblemente de una definición que concreta cuál es el objeto al que dirigiremos nuestra atención, cuya trayectoria registraremos o cuyo cuerpo será manipulado. Los investigadores suponen la presencia incuestionable de un objeto, por ejemplo, un átomo, una molécula, un material compuesto, un bosón, una aguja de registro, un cuerpo animal, un órgano, etc., o del dinero, la prima de riesgo, la demanda, el idioma o el sistema político, cada uno de ellos en su respectiva disciplina científica; y continúan:“dado este objeto, si lo sometemos a determinadas condiciones o lo colocamos en determinada situación, entonces sucederá…” Sin embargo, es fácil cuestionar la existencia de cualquiera de estos objetos cuando fijamos nuestra atención en sus elementos componentes, o cuando los analizamos desde distintos discursos técnicos especializados (por eso afirmamos que todo „concepto‟ es relativo, pues depende del campo de significación desde el cual se enuncia). El cuerpo animal (un hombre, por ejemplo), que no ponemos en duda en un nivel etológico, se nos diluye entonces en órganos y tejidos en la mirada fisiológica, y estos en células y microorganismos en la mirada citológica, y estos a su vez en corrientes eléctricas e intercambios de sustancias más elementales en la mirada físico-química. De igual modo, el cuerpo individual se nos diluye en colectividades que parecen responder a dinámicas propias ajenas o que trascienden o engloban al propio individuo, y hablamos de actitudes, roles, organizaciones, pautas culturales, modas, sistemas económicos, etc. Ningún discurso científico es capaz de tratar todas estas miradas de manera comprensiva; dirán que son campos de conocimiento independientes, niveles de análisis diferentes que corresponden a distintos especialistas, y cada uno seguirá en su propio campo de reflexiones como si literalmente los demás no existieran. La ciencia cae así en una suerte de esquizofrenia interesada, justificando el relativismo de su objeto de conocimiento cuando lo define (lo supone) en el origen de una deducción, y 1 De todas estas estrategias, sólo me convence la posibilidad de que toda idea será rechazada tarde o temprano. Basta repasar la historia general del pensamiento para comprobarlo. El resto de estrategias sólo pretenden mantener la ilusión de que disponemos de mecanismos para asegurar que no nos equivocamos en lo que decimos.

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3. Ontología del sujeto

De cómo nosotros somos sólo cosas entre otras cosas

Una teoría del objeto. Del fundamento de la ciencia moderna (y van ya algunos siglos) no

nos queda sino un positivismo vulgarizado, la creencia pragmática y confiada en la

existencia per se de un objeto que se presenta ante nosotros como dotado de una evidencia

indudable. Esta “presencia” también requiere una explicación, no basta con aceptarla como

supuesto dogmático. Las soluciones postpositivistas se han aproximado hacia una

epistemología social, tal como reclaman los críticos, en la que las claves para la confianza en

la observación siguen recayendo en la desconfianza sobre el juicio propio, bien como duda

permanente (falibilismo, falsacionismo) o como necesidad del consenso de la comunidad

científica1

.Este giro social es sin duda una concesión a la crítica relativista y a la

sociologización del conocimiento, pero estas ideas no alcanzan la extensa aceptación que

tiene el realismo „clásico‟, si se me permite el apelativo, bien es cierto que por razones

pragmáticas y de costumbre, pues la mayoría las acepta como cosa dada sobre la que nunca

reflexionarán a lo largo de sus vidas.

Cualquier razonamiento científico parte ineludiblemente de una definición que concreta

cuál es el objeto al que dirigiremos nuestra atención, cuya trayectoria registraremos o cuyo

cuerpo será manipulado. Los investigadores suponen la presencia incuestionable de un

objeto, por ejemplo, un átomo, una molécula, un material compuesto, un bosón, una aguja

de registro, un cuerpo animal, un órgano, etc., o del dinero, la prima de riesgo, la demanda,

el idioma o el sistema político, cada uno de ellos en su respectiva disciplina científica; y

continúan:“dado este objeto, si lo sometemos a determinadas condiciones o lo colocamos

en determinada situación, entonces sucederá…” Sin embargo, es fácil cuestionar la

existencia de cualquiera de estos objetos cuando fijamos nuestra atención en sus elementos

componentes, o cuando los analizamos desde distintos discursos técnicos especializados

(por eso afirmamos que todo „concepto‟ es relativo, pues depende del campo de

significación desde el cual se enuncia). El cuerpo animal (un hombre, por ejemplo), que no

ponemos en duda en un nivel etológico, se nos diluye entonces en órganos y tejidos en la

mirada fisiológica, y estos en células y microorganismos en la mirada citológica, y estos a su

vez en corrientes eléctricas e intercambios de sustancias más elementales en la mirada

físico-química. De igual modo, el cuerpo individual se nos diluye en colectividades que

parecen responder a dinámicas propias ajenas o que trascienden o engloban al propio

individuo, y hablamos de actitudes, roles, organizaciones, pautas culturales, modas,

sistemas económicos, etc. Ningún discurso científico es capaz de tratar todas estas miradas

de manera comprensiva; dirán que son campos de conocimiento independientes, niveles de

análisis diferentes que corresponden a distintos especialistas, y cada uno seguirá en su

propio campo de reflexiones como si literalmente los demás no existieran.

La ciencia cae así en una suerte de esquizofrenia interesada, justificando el relativismo de su

objeto de conocimiento cuando lo define (lo supone) en el origen de una deducción, y

1

De todas estas estrategias, sólo me convence la posibilidad de que toda idea será rechazada tarde o temprano.

Basta repasar la historia general del pensamiento para comprobarlo. El resto de estrategias sólo pretenden

mantener la ilusión de que disponemos de mecanismos para asegurar que no nos equivocamos en lo que decimos.

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rechazando decididamente el relativismo que cuestiona de manera radical el status de

realidad de los objetos.

Para ganar en consistencia y en claridad, la ciencia necesita una teoría del objeto diferente

(todos la necesitamos), para no fundamentar su pensamiento en algo tan inestable y tan

fácilmente cuestionable como el objeto que se pretende presentar ante nosotros como

entidad independiente, estable, monádica, convalidado apenas por el único criterio de una

mirada humana (un sistema de registro), de la cual también es fácil dudar.

El objeto metasimbólico. La pregunta por el objeto se deriva de la intuición pragmática de

que aún queda algo más allá de las palabras. En principio, todo lo que se presenta ante

nosotros requiere de un filtro previo que lo atestigüe, sea este una definición (racionalismo),

un instrumento que registrela trayectoria de una presencia (ciencia) o una mediación

simbólica que designe un objeto (construccionismo, pragmatismo lingüístico). En todos los

casos, lo que sea el objeto es dicho en primer término a partir de un instrumento de

identificación, un mediador mecánico o simbólico (un criterio de referencia). Pero, antes de

conceder que el instrumento crea la ilusión del objeto de manera última, antes de aceptar

que todo se disuelve en un mundo fantasmático producto de la ilusión del razonamiento

humano, debemos preguntarnos qué se extiende más allá de la mediación. Nadie negará

que existe un mundo antes y después de lo humano, so pena de atribuirnos un

protagonismo demiúrgico sobre el cosmos y la naturaleza por completo soberbio y difícil de

sostener hasta sus últimas consecuencias. El objeto (ente) sobre el que nos interrogamos es

situado en este espacio donde lo humano no alcanza, no más allá de lo físico, sino más allá

de lo simbólico. De igual modo, podemos aplicar para el objeto „hombre‟ el mismo

razonamiento que aplicamos para el resto de los objetos, y convenir en que nos

encontramos en el mismo plano de realidad que ellos, objetos todos al fin y al cabo. La

pregunta por el objeto no elude al hombre, sino que lo incluye y lo considera parejo al

restante universo de los objetos metasimbólicos, que se extienden más allá de las

definiciones, los registros y los mediadores lingüísticos o simbólicos.

La pregunta por el objeto. La pregunta por el objeto presupone a un sujeto que realiza la

pregunta. La pregunta se concreta en una forma de mirar hacia el objeto, en la que el

hombre que mira es tan protagonista del resultado de la mirada como el propio objeto

sobre el que se inquiere. La pregunta tiene dos sentidos, dos direcciones. La pregunta por el

objeto no es una intelectualización (aunque pueda generar este resultado, que también debe

ser explicado), sino un temblor, un roce, un encuentro que se produce al aproximarse el

hombre y el objeto en lo que podemos llamar una superficie de contacto. La mirada

encuentra un objeto en la interacción, en el límite de los cuerpos, en la superficie de

contacto, allí donde el hombre y el objeto vienen a ser conjuntamente como un efecto de

forma (un efecto de superficie o de frontera2

). La mirada participa de un acontecimiento, un

suceso, un encuentro. Identificamos (delimitamos, designamos, damos forma) la presencia

del objeto en los límites que brinda la mirada (el tacto, la visión, el roce), pero sólo en

cuanto el hombre es también objeto en el encuentro. La presencia del hombre queda

también identificada en el encuentro (posicionada en relación con el objeto), que se

descubre así como el espacio de la creación, donde la superficie deviene forma y por lo

tanto mundo objetual (objetivado). Lo que podemos llamar „realidad‟ surge en esta

2

La idea de superficie está inspirada en Deleuze (Lógica del sentido, Barcelona, Paidós, 2005), aunque él es mucho

más sutil, y yo estoy atrapado en cierta topografía imaginaria, poblada de objetos fantasmáticos que se rozan y

atraviesan.

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superficie de contacto. El color, la densidad, la temperatura, la distancia, etc., son

características que surgen en una superficie de contacto, productos limitados y efímeros

propios de un roce, que no convienen a los supuestos objetos metasimbólicoscomo tales,

sino a la interacción, al encuentro. La dureza, por ejemplo, no es algo que corresponda al

objeto, sino a nuestro contacto con él, y tanto nos dice sobre el objeto como sobre la mano

que en él se posa; poco de ambos.

El entramado3

. El encuentro implica al objeto, al hombre, al contexto -que no es sino otro

objeto presente que coadyuva en la efectuación-, y a los modos de relación que se

establecen entre los diversos objetos. Lo que llamamos realidad es el resultado instantáneo

y limitado de un roce múltiple, de una mirada, de una superficie de contacto. La mirada

también es construida en el roce, así que no sirve como criterio de referencia. No hay

criterios de referencia, pues ninguna mirada ni ningún objeto pueden abstraerse de la

superficie donde vienen a ser. La mirada no es una cualidad del observador humano, pues

aquello que prediquemos del hombre como objeto que aparece en la interacción, también

debe ser predicado de los restantes objetos, en cuya efectuación emerge su propia mirada,

su propia perspectiva dentro de la interacción. No situamos al hombre en una posición

privilegiada de construcción de la situación, pues eso sería igual que elevarle a la categoría

de criterio de referencia, de entidad estable y preexistente que ejerciera un poder

determinante sobre los restantes elementos o entidades que convergen en la situación. El

hombre como objeto no se comporta de manera diferente a los restantes objetos. Todos

ellos deben ser explicados en los mismos términos, todos encierran una clave, un

protagonismo singular, todos viene a ser conjuntamente.

El entramado no es un conjunto de objetos dotados de entidad previa que convergen en una

situación de la cual emergen nuevas cualidades y entidades (el entramado es esta

emergencia), lo cual obligaría a aceptar que el objeto está delimitado en sí mismo (sería

tratar al objeto como criterio de referencia que reemplaza al hombre como ente que

determina el resultado de la interacción), que la delimitación le conviene de manera esencial

y que persiste como una presencia intemporal (estática). El entramado es un conjunto de

efectos resultantes de la interacción, emergentes como situación, no porque sus entidades

les convengan a cada uno de ellos por separado de manera esencial, sino porque los efectos

se convienen entre sí como productos en la efectuación. La ontogenia de la situación no

corresponde a ninguno de ellos como objetos determinantes, sino a la red de entidades que

emergen y se sostienen mutuamente en el coro ontogénico de la relación. Lo que

entendemos por propiedades de la relación (percepción, distancia, tiempo, volumen,

persistencia, incluso significados), son también objetos emergentes en la misma.

Superficies y membranas. No hay profundidad en el encuentro, pues las formas emergen en

la superficie de contacto. En el capítulo segundo de la “Lógica del sentido”, Deleuze sugiere

la imagen de la navaja que incide un corte sobre el papel. El corte es un doblez, un

encuentro que no está previsto ni se identifica con ninguno de los dos objetos que lo

protagonizan, es una efectuación donde cortar y ser cortado son lo mismo mientras definen

una realidad imprevista que emerge de la relación: el corte, que en sí mismo es nada, un

vacío, y que no se identifica ni con el papel ni con la navaja. La huella del zapato sobre el

barro sirve también como ejemplo. La huella no puede identificarse, como entidad

sustantiva propia, con ninguno de los dos elementos en relación, sino que emerge en la

3

Martin Heidegger, Posiciones metafísicas fundamentales del pensamiento occidental, Barcelona, Herder, 2011.

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superficie de encuentro como una forma, como una realidad objetual indiscutible,pero a la

vez inexistente.

Sin embargo, la „superficie‟ es una idea metafórica, un modo sencillo de plantear gráfica o

visualmente la idea de que los entes vienen a ser dentro de un espacio conjunto de

efectuación. Debemos cuidarde que la metáfora no se nos imponga como la idea que debe

ser sostenida y desarrollada en sí misma. Superficie no es un concepto geométrico, así que

otros conceptos como profundidad, extensión o grosor, no son asumidos,a pesar de su

proximidad semántica o topográfica. Ningún concepto, cosa o dimensión precede a la

situación en la que se produce, o tendríamos que aceptar que existe como idea (a la manera

platónica) un espacio de corte euclidiano o similar, recipiente fantasmático que preexiste a

la aparición de los cuerpos que emergerán en él (no hay un vacío previo a los cuerpos, sino

junto a ellos, en efectuación conjunta). No hay profundidad quiere decir que ningún objeto

emerge como ente compacto, sino que se mantiene como ilusión fantasmática en el espacio

único y efímero del encuentro.

La membrana también podría ser una metáfora apropiada en algunos casos. La membrana

(cáscara, piel, cubierta) comprende un cuerpo, comporta la forma de un cuerpo en su

presentación ante el exterior que la envuelve, como una sucesión de capas, de planos o de

falsas cajas de regalo. La membrana es a la vez plana y engendradora de volumen, una

continuidad siempre delgada que puede ser recorrida en línea recta, pero que engendra un

volumen al cerrarse sobre sí misma. La membrana es un plano que se pliega sobre sí

mismo, define un volumen y una separación, un adentro y un afuera donde conviven

acontecimientos paralelos, o dicho de otro modo, el roce de dos entidades que vienen a ser,

delimitadas en el límite de su contacto, allí donde ambas empiezan a terminar, en el límite

ente ambas. La membrana tiene un grosor y sostiene la distinción entre adentro y afuera,

pero también implica un volumen, la forma de un cuerpo contenido, y es porosa, está llena

de vacíos por donde ambos entes se confunden, se penetran mutuamente hasta desdibujar

sus identidades.

¿Cómo es que tenemos,entonces, la impresión de un volumen, de un cuerpo compacto que

permanece en el espacio y en el tiempo? La respuesta a esta pregunta no remite

directamente al objeto, sino a nuestra forma de mirarlo: la pregunta es ¿cómo es posible

que lleguemos a realizar estas preguntas? El volumen y la persistencia se producen en el

espacio de lo simbólico, forman parte de nuestras maneras de hablar, un emergente que no

puede darse por sentado como apriorismo, sino que debe también ser explicado. Una teoría

completa del objeto debería atender primero al espacio de lo metasimbólico, lo que sucede

más allá de nuestros conceptos, y después atender a cómo nuestro simbolismo también es

creado en un espacio metasimbólico de este tipo. Nosotros somos también un objeto que

debe ser explicado más allá de las palabras.

Grosor, profundidad y volumen son conceptos que convienen a cierto tipo de mirada, la

que se construye en la idea del trayecto, por ejemplo,desde una cierta idea de movimiento

como idealización simbólica. El objeto y la emergencia superficial no son un problema

físico, sino algo que queda planteado como pregunta sobre lo metasimbólico. La física del

objeto es una idealización, pero el objeto es ajeno a ella.

Del tiempo y el espacio. De forma similar, no hay distancia ni tiempo, que son conceptos

que convienen a la mirada, a quien mira desde un trayecto, son un efecto de cierta mirada.

Tan lejos está lo cercano como lo lejano, en la medida en que, no siendo partes de una

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misma superficie, no se determinan mutuamente, se ignoran. La distancia y el tiempo son

metáforas problemáticas, sirven para crearnos la ilusión de comprender, pero también para

introducir nuevos problemas propios del campo semántico de la metáfora, por ejemplo, la

cuestión de la intemporalidad, la noción de infinitud o de trascendencia que imponemos

sobre lo que no es sino efecto efímero y superficial. El tiempo es un concepto que conviene

al desplazamiento, a un trayecto, y el trayecto es un desplazamiento de la superficie de

contacto.

Todo apunta hacia conclusiones paradójicas. Podemos imaginar una primera superficie

donde diversas entidades vienen a ser conjuntamente, pero no podemos imaginar un objeto

pre-entitativo, a riesgo de suponer una nada increada que se manifiesta como ontogenia, o

de introducir una noción de tiempo en referencia al tránsito entre lo no creado y su

efectuación creadora. Tampoco podemos imaginar una falta de persistencia radical de los

objetos, es decir, necesitamos explicar cómo es que los entes que han venido a ser

persisten en su entidad, salvo que entendamos que los entes no persisten por sí mismos,

sino en la medida en que su virtualización se acompaña de la virtualización de un objeto

con capacidad para aprehender una persistencia. La persistencia sería en sí misma otro

objeto (simbólico; el signo como ritual, en términos de Derrida), relativo a la mirada que

está siendo creada en la relación, una mirada que fija la realidad y le otorga caracteres de

persistencia (lo simbólico ha de ser fundamentado en lo metasimbólico, so pena de tener

que asumir niveles diferentes de realidad). El tiempo, la distancia, el trayecto o la

persistencia serían características propias de la mirada, depositadas en un modo de relación

peculiar entre los objetos, y no en los objetos per se.

Cometemos el error de considerar que la mirada nos pertenece y, en consecuencia, de

querer constituirnos en criterio de referencia para plantear las preguntas sobre el objeto.

Nos cuesta no pensar en la persistencia (tiempo) oelmovimiento (distancia, espacio) del

objeto, obviando que el protagonismo de la mirada no nos pertenece, que la mirada reside

en la relación y que los restantes objetos son copartícipes en ella, pues todos son

igualmente efectos en la relación. Tanto es decir que el objeto nos mira como afirmar que

nosotros lo miramos, así que de ningún modo se puede derivar que las preguntas

apropiadas sean las que nosotros nos planteemos. (Se dirá: pero somos nosotros los que

deseamos comprender. Sin embargo, esta objeción no ha reflexionado sobre el significado

de la comprensión, que es relativa al hombre que se pregunta, pero también al espacio y los

objetos que hacen posible las preguntas. La comprensión es un modo de relación,

podríamos decir, que no reside en nosotros, sino en la relación misma.)

Nuestra impresión ante los objetos no es la de un tiempo, sino la de un movimiento, el

desplazamiento del objeto respecto de un punto que le sirve de referencia, el que se

propone desde el símbolo, que permanece inmóvil en relación con el fondo de la imagen

cuyo desplazamiento contrasta con el del objeto. Diríamos que el tiempo, sea como sea el

modo en que lo definamos, es una derivada del espacio, que está definido a partir del

desplazamiento simbólico de los cuerpos. En la quietud desaparecen la distancia y el tiempo

(en la inmediatez de la aceleración al límite4

), igual que la grandeza del espacio cósmico

convierte en irrelevante el movimiento de los cuerpos microscópicos. No es un valor en sí

mismo, sino un significado que emerge ante nuestra relación con los cuerpos en términos

de desplazamiento (el sol, por ejemplo, que aparece y traza su curva ilusoria sobre el cielo,

mientras la ausencia de un espacio geométrico absoluto de referencia nos impide responder

4

Paul Virilio, La velocidad de liberación, Buenos Aires, Manantial, 1997.

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si el movimiento pertenece al objeto que gira, al objeto sobre el que se gira, al sistema de

objetos en que se describen un conjunto de movimientos relativos, o a la mirada que se

desplaza en la ilusión simbólica de un movimiento).

Persistencia. Si el tiempo es un efecto del entramado relacionado con el desplazamiento, no

podemos convertirlo en un criterio de referencia, así que la pregunta por la persistencia no

requiere de una respuesta en términos de tiempo. No se trataría de preguntarnos sobre la

continuidad del objeto como entidad estable temporalmente, sino como una conexión

especial entre distintos entramados en los que el objeto participa en un efecto de

persistencia. La continuidad quedaría referida, más bien, a la idea de posibilidad, a la

cuestión de que la emergencia de un entramado concreto abre posibilidades entitativas no

previstas o no efectivas en el caso de no haber acaecido. Una vez que emerge cierto objeto,

su mera presencia (virtual, como efecto de superficie) lo convierte en susceptible de

participar en entramados adyacentes, en los cuales se sostendrá como objeto renovado,

resignificado en el nuevo entramado (re-entificado), pues su virtualización inicial desaparece

en su propio espacio efímero de existencia. Para que el objeto siga siendo (al menos, como

ilusión entitativa), es necesario que nuevos entramados lo recojan y renueven sin cesar, lo

repitan y sostengan, aún con las variaciones y matices propios de la nueva configuración de

objetos en los que apareceráosevirtualizará renovado. Esta opción sólo es posible en un

espacio simbólico, en el que surja cierta mirada con capacidad de significar una

persistencia. La continuidad entitativa es contradictoria en un espacio metasimbólico, y sólo

aparece en el texto, allá donde es posible una ritualización, una realidad semántica que dé

cuenta de un efecto de repetición (persistencia).

Lo macro y lo micro. Un segundo problema queda planteado en la cuestión de las

superficies adyacentes. Si suponemos el protagonismo ontogenético como un entramado

limitado de elementos que se sostienen mutuamente en cierto roce conjunto, tendremos

que responder a la cuestión de la multiplicidad de entramados que conforman un mundo en

extensión ilimitada, y que incluye de manera paralela desde lo microscópico hasta lo

macroscópico, debiendo suponer a su vez que el entramado queda constituido, no como un

conjunto limitado, sino como un universo innumerable de entramados que participan en la

constitución conjunta de sus elementos emergentes. Podríamos pensar que cada superficie

tiene más de una cara (como un papel o una membrana cuyas caras no fueran sólo dos,

sino tantas como espacios entitativos sucedan en sus inmediaciones, sin que la inmediación

tenga una definición espacial, puesto que el espacio y el tiempo no son dimensiones

constituyentes, sino efectos de superficie que emergen en la relación). Ni la distancia ni el

tiempo valdrían como referencia, pues tratamos con una suerte de contigüidad entitativa

aespacial y atemporal. Sirva como ejemplo de problema a resolver el paralelismo

(contigüidad entitativa) entre el entramado neuronal y el entramado ambiental en los que el

hombre viene a quedar definido como objeto complejo y poliédrico que emerge en retazos

que convienen a distintas superficies de contacto paralelas, y cuya identidad global no es

más que el efecto de una mirada especial, aquella que se define desde una concepción

peculiar del ser humano propia de nuestra historia conceptual.

Precaución frente a los ejemplos mecánicos sencillos. Cuando el nervio óptico en expansión

del embrión toca el blasto en que se está formando la epidermis del ojo, el blasto se

abomba hacia dentro formando la cuenca que acogerá al ojo. Cuando un cuerpo rígido

presiona la superficie de otro con determinada fuerza, deforma la superficie, la agrieta, la

encalla o la malea de forma que la elasticidad no es recuperable. La transmisión

intersináptica: el intercambio iónico que llega al final de la dendrita produce la apertura de

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las válvulas sinápticas, quedando libres las sustancias neurotransmisoras, y es el contacto de

estas con el axón siguiente el que genera un nuevo intercambio iónico en la siguiente

neurona. La luz (longitud de onda) refractada a través del humor vítreo impacta sobre las

terminaciones neuronales de la retina iniciando el intercambio iónico. En todos estos casos,

primero, el acontecimiento se produce en una superficie de contacto, la superficie es el

lugar del acontecimiento; y segundo, el acontecimiento está imprevisto en el movimiento

mecánico anterior (la onda refractada no contiene una previsión del intercambio iónico

neuronal, el nervio en expansión no prevé la cuenca del ojo, etc.), no hay nada en la

mecánica del movimiento anterior que contemple o anticipe el acontecimiento, que es

único y radicalmente original. Igual deberíamos suponer para cada uno de los objetos

implícitos en estas relaciones dinámicas: la neurona o la sustancia neuroquímica no serían

objetos preexistentes que convergen, sino otros resultados propios de espacios relacionales

específicos.

Descripciones mecánicas como las anteriores convierten la lógica relacional en

comprensible, lo cual no significa que esta lógica convenga a los objetos y dinámicas a las

que se refiere, sino que está más aproximada a ciertos modos de razonar propios de nuestra

cultura intelectual de los últimos siglos. Han hecho falta siglos para convencernos de la

realidad y de la utilidad del concepto de neurona (los nervios, los médicos physiologos

antiguos, los pintores de las disecciones, la medicina moderna, Descartes y Freud, los

neurotransmisores…), así como de la validez del mecanicismo (la causa eficiente griega, los

impresionantes inventos de los ingenieros renacentistas y modernistas, el mecanicismo

racionalista, la ciencia positiva…). Hemos sido socializados en estas formas de pensar, un

lector común de nuestra cultura pensaría que lee en el párrafo anterior ideas razonables,

pero sólo porque están formuladas en el modo en que él mismo acostumbra a razonar (el

círculo hermenéutico, la respuesta está determinada por la pregunta).

Sin embargo, en el lenguaje que aquí utilizo, estas descripciones no son sino reificaciones

discursivas que convienen a nuestros modos de relación con este tipo de espacios

objetuales. La neurona es tanto un bicho, un ser vivo, una productora de pensamiento (un

pensador), un compendio de sustancias orgánicas (químicas) o una corriente eléctrica. O

ninguna de estas cosas, un más allá de estas miradas-significados, una encarnación de estas

miradas-significados, un acontecimiento único, un ente que emerge conjuntamente con

nuestra mirada y con los significados que pueblan nuestra mirada. Cuando no la miro,

¿sigue siendo neurona? No, evidentemente, al menos si aplicamos coherentemente nuestro

propio razonamiento relacional. Si a la tríada objeto-significado(neurona)-observador le

quito alguno de los términos, el resultado será otra cosa. La pregunta sobre la neurona sería

absurda en este segundo contexto óntico, pues la pregunta implica a un observador

humano. En un espacio objeto-objeto (no humano), lo “neurona” es un efecto carente de

sentido.

Por eso, estos ejemplos confunden nuestro razonamiento. Por eso, intentar aplicar estos

razonamientos de una manera directa en un contexto de explicación o descripción

positivista convencional es un error. Sencillamente, no disponemos de objetos positivos

sobre los que aplicar la lógica relacional. Lo lamento. No los aceptamos como objetos

dados, tenemos que preguntarnos antes qué están haciendo ahí. La descripción de estos

procesos forma parte de mi mirada, que no es algo que me pertenece ni es producida por

mí en un sentido causal. Es algo que surge de la interacción, como vengo diciendo, en la

que también surgen los objetos y yo mismo. No puedo reemplazar sin más al objeto por la

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mirada (la descripción). La descripción no es el objeto, sino otro objeto que viene a ser

conjuntamente en la superficie de contacto5

.

El principal problema que se nos plantea entonces es la distinción entre lo simbólico y lo

metasimbólico, siendo necesario que lo simbólico encuentre su fundamento en lo

metasimbólico, para que no lo aceptemos sin más como un criterio de referencia pre-

entitativo. El símbolo no construye al objeto, como se interpretaría desde una posición

construccionista pura, sino que viene a ser junto a él, en el espacio ontogénico del

entramado. Como objeto que encarna al símbolo (el objeto toma forma a través del símbolo

que lo identifica), o como símbolo que reifica al objeto (el símbolo identifica un significado

que deviene cosa), ambos elementos son inseparables, reunidos como mirada que

caracteriza la presencia de un observador que opera en la significación.

Pensamiento-lenguaje. Si el pensamiento fuera un acontecimiento localizado en un espacio

neuronal del córtex, su efectuación no participaría de los acontecimientos externos que

acaecen al individuo. Sin embargo, el construccionismo supone que el fenómeno de la

categorización (simbólica) da forma al acontecimiento externo con significado para el

individuo. Esto sólo es posible si situamos el acontecimiento cognitivo en un espacio

diferente al que suponemos neurofisiológicamente, es decir, sólo si lo situamos en el

exterior de la persona, como propio de la superficie donde se efectúa el roce que genera lo

individual y lo objetual como entidades efectivas. El pensamiento (vale decir, los

significados o el lenguaje) debe entonces localizarse afuera, entre y junto al hombre y el

objeto.

En el primer caso, podríamos suponer que el pensamiento no tiene efecto alguno sobre los

acontecimientos exteriores, sino que permanece ajeno en su propio espacio de ocurrencia,

y que no es sino un residuo o epifenómeno que sólo se relaciona con lo exterior de maneras

indirectas a través de un cierto número de acontecimientos efectivos intermedios

(transducciones). O podríamos suponer que tiene efecto en términos de planes de acción,

es decir, en la medida en que él mismo genera una sucesión de acontecimientos

concatenados que tienen como última etapa un suceso externo (del pensamiento al

comportamiento motor o al esquema interpretativo que tomaría forma final en cierta

manera de mirar, con capacidad para intervenir como elemento participante en el

acontecimiento exterior). En ambos casos, sin embargo, estaríamos suponiendo que existe

una concatenación, que entre cada uno de los acontecimientos intermedios se produce una

relación de determinación, y que existe un recorrido o trayecto de los aconteceres, lo cual

validaría los conceptos de distancia y de tiempo, pues existiría un afuera y un adentro, un

antes y un después, que se vinculan mediante una sucesión de acontecimientos intermedios

determinantes. Pero hemos afirmado que la distancia y el tiempo son efectos de cierto tipo

de observación, de un tipo de mirada que implica el trayecto o el desplazamiento del

observador como condición necesaria, y que la distancia y el tiempo no convienen al objeto

ni al acontecimiento, que se efectúan en su propio espacio con independencia radical,

únicos en su efectuación.

5

Entre la representación y lo representado no hay una relación de identidad, la representación pertenece a lógica

del símbolo, que es susceptible de participar en una dinámica propia, cuyo espacio está vedado al objeto, siempre

distante. Creer que la representación puede efectivamente reemplazar al objeto es aceptar que el objeto carece de

interés, y que nuestras operaciones deben realizarse solamente sobre lo simbólico. La representación es una

simulación, y las operaciones posteriores, un simulacro. El mapa del Imperio de Borges(Del rigor en la ciencia,

incluido en El hacedor, 1960) y El intercambio imposible de Baudrillard (Madrid, Cátedra, 2000) dan buena cuenta

del potencial de la representación en un sentido clásico, y señalan la nueva opción de un (hiper)realismo centrado

en la lógica de la simulación, a lo que los humanos llamamos nuestra realidad.

3. Ontología del sujeto

PÁGINA 37

Nos queda entonces la opción de suponer que lo que estamos llamando el pensamiento,

entendido como un resultado emergente de cierto tipo de interacción neuronal que se

produce en el córtex cerebral, sea una idea equivocada. Pero nosotros no somos testigos de

este acontecimiento, o al menos no está claro de qué modo lo somos. Esta noción de

pensamiento es una imposición conceptual, un modo de hablar que utilizamos para

interpretar cierto tipo de acontecimientos dizque neuronales, que es relativo a cierto marco

teórico (el dualismo cartesiano, por ejemplo), pero que no conviene al supuesto

acontecimiento donde lo situamos. Esta negación abre la puerta a considerar que lo que

llamamos el “pensamiento” no es algo interior (no hay interior ni exterior, sino aconteceres

paralelos, desplazamientos, dobles caras), sino algo que ya está presente como elemento

que emerge en el propio acontecimiento en el que venimos a ser construidos junto al objeto

sobre el que realizamos nuestra pregunta.

Un concepto (el nombre de un objeto), primariamente, no es una categoría cognitiva, sino

una delimitación del objeto, un venir a cobrar forma del objeto, que sucede en cierto

espacio de interacción específico. Nosotros no vemos un objeto “real” e imponemos sobre

él una categoría cognitiva. Vemos directamente un “objeto cognitivizado” 6

. El concepto (y

el pensamiento) ya están presentes como elementos emergentes del acontecimiento donde

se forman tanto el hombre como el objeto. El concepto emerge en la relación.

De las miradas. La idea de mirada (la percepción) es metafórica. En puridad, toda mirada es

un (con)tacto, porque los sentidos son un reconocerse mutuamente en la superficie donde

se virtualizan los objetos. La percepción visual es posible por el contacto de la luz con las

terminaciones nerviosas retinales; el calor reside en la piel, como el tacto o el dolor, y son

casos similares de contacto. El sabor surge con la llegada de sustancias químicas a las

papilas linguales; el sonido,con la llegada al oído medio de cierta perturbación rítmica del

aire. Pero el sonido, como la mirada o el resto de sentidos táctiles, no pertenece al

observador, sino que es uno más de los resultados que emergen en la interacción. Como

tampoco la perturbación rítmica del aire (ondas sonoras, ondas lumínicas) pertenece al aire

ni a un objeto emisor preexistente. La onda es indistintamente la perturbación de un espacio

y un espacio perturbado; allí donde el efecto fuera la rigidez absoluta, la onda no vendría a

ser. No debemos decir que la percepción requiere de un observador, pues la percepción es

el nombre que conviene a la aparición conjunta de varias entidades que vienen a ser como

medio perturbable. La percepción (la mirada) es la relación.

El pensamiento está afuera. Ser profesor no es algo que yo aporte a la situación, es un

significado inscrito en la situación, propio de la situación, que conviene a mi presencia en

ella. Yo no soy un profesor que camina por los pasillos. Este caminar mío por los pasillosde

la Academia conlleva el significado de ser profesor. El significado no es algo que yo aporte a

la situación, sino algo que la situación aporta por sus propias características. Igual que el

resto de los objetos presentes. Ninguno de ellos llega cargado de significados previos, pues

el significado no está previsto en el objeto, que no reclama de nosotros ser tratado de

ninguna manera simbólica (Gergen7

), sino que conviene alarelación emergente de los

6

Lo denotativo y lo connotativo se solapan de tal modo que quedan más como una estrategia del analista, y en

cualquiera de estos sentidos, cada término irremediablemente evoca al otro. La rosa y la pasión se confunden en la

“rosa pasionalizada” (Roland Barthes, Elementos de semiología, Madrid, Alberto Corazón, 1971).

7

En su charla de introducción al construccionismo social, Gergen utiliza el sencillo ejemplo de la botella de agua:

“what ever it is, -dice- makes no demand on us about what language we use”, es decir, que el objeto no reclama de

nosotros ser hablado de ninguna manera específica. (Keneth Gergen talks about social constructionism, en

http://vimeo.com/20869747).

3. Ontología del sujeto

PÁGINA 38

objetos. El significado, entendido como forma de relación, no es un objeto o un criterio

independiente de los restantes objetos, sino un efecto propio de la situación ontogénica.

Ningún objeto aporta su “entidad”, pues la entidad no preexiste en el objeto, que no

reclama ser reificado (“entificado”) de ningún modo, sino que la situación relacional, el

contacto, es ontogénico, crea los objetos y sus significados como efectos de superficie

propios de la relación.

Sólo así puede suponerse que el pensamiento es efectivo y reificador, tal como proponen

los construccionistas sociales, porque el pensamiento no es un como-ente previo que

converge en la situación, sino un efecto de la situación que conviene a la relación entre los

objetos que son creados en ella. Por eso el pensamiento, entendido como un juego de

significados, se halla radicalmente fuera de nosotros, y no corresponde a un haz neuronal

(que sería como suponer que las neuronas poseen el diccionario, que la biología o la física-

química neuronal poseen el diccionario!), sino a la situación en la que emergen los objetos-

significados (señalados, delimitados, designados). El objeto, el hombre mismo, es un

designando, y no tiene sentido la distinción entre significante y significado, que hipostasía

una relación de correspondencia entre lo neuronal y lo físico externo, sino solamente un

conjunto de significandos (objetos-significados en una relación significante) que emergen

como efecto de superficie en la situación ontogénica, que no es la convergencia de un

conjunto de sustancias (sustantivos, cosas) sino una acción, una efectuación (un gerundio,

„siendo‟, un participio de presente, „siente‟, o un infinitivo, un „ser‟).

Indecibilidad. La expresión común de “hay que llamar a las cosas por su nombre”no es más

que una apelación retórica a la supuesta exactitud representacional de los nombres -a su

acuerdo con ciertos referentes externos independientes-, cuyo fin es deslegitimar una

opinión alternativa porque supuestamente no utiliza los nombres correctos. Si preguntamos

por el supuesto nombre “correcto” al que se quiere aludir, nuestro interlocutor deberá

acudir a una definición y a una explicación (contextualización). La definición se traducirá en

un enunciado compuesto por palabras, es decir, por otros nombres que requieren a su vez

de su propia definición -dada la ambigüedad, la polisemia y el efecto de la connotación

propios de todo nombre-, y así sucesivamente hasta perdernos en el laberinto del

diccionario. Para reducir la ambigüedad inherente a la definición, no habrá más remedio que

seleccionar interpretaciones o asignaciones específicas de cada uno de los términos que

intervengan, lo cual descubrirá un campo de significados que corresponden a lo que nuestro

interlocutor considera lo aceptable. Dejará entrever así que su concepción de lo correcto no

se sostiene en un campo definicional incuestionable, sino en un difuso universo de sentido8

,

un marco de interpretación y, en el extremo, una teoría social peculiar sobre lo que quiere

concretarse, una episteme. (En puridad, deberíamos aceptar que procedemos de forma

contraria: primero establecemos lo que consideramos el nombre correcto de las cosas, con

lo que vienen a ser objetivadas, a ser delimitadas o construidas como objetos –

supuestamente externos–. El objeto no es previo a la palabra -ni al contrario, pues la palabra

es un objeto más en el entramado significante-, sino que la palabra acompaña de manera

inseparable al objeto en su definición mutua.)

¿Cuál es, entonces, la validez de las palabras sino el consenso tácito –la costumbre- en

torno a cierto universo de sentido? Frente a otros conceptos alternativos, la validez o

legitimidad de aplicación de las distintas posibilidades de denominación es la misma, es

8

Peter L. Berger y Thomas Luckmann, Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La orientación del hombre

moderno, Barcelona, Paidós, 1997.

3. Ontología del sujeto

PÁGINA 39

decir, requiere apelar al consenso establecido en un grupo de procedencia cultural

relativamente homogénea9

.

El valor de uso de la palabra está anclado en el universo de sentido que sostiene su

significación, cuyo acierto o validez no se predica de la correspondencia clara entre palabras

y objetos, sino de la coherencia interna del discurso que la sostiene. No va más allá del

discurso (universo de sentido) que le sirve de contexto de significación, sino que permanece

en la superficie del discurso, que sobrevuela o pervive en el límite entre las palabras que

designan supuestos objetos, y los objetos que se sostienen a través de las definiciones

apropiadas en el discurso elegido (el círculo hermenéutico). Mera tautología.

Contexto y connotación. El significado reside en la relación entre el signo-objeto, la persona

que enuncia (que no es sino otro objeto-significado) y su contexto de significación, que es

siempre diferente y, por lo tanto, se introducen sin cesar matices que lo modifican. Todo

ello es inseparable, pues se sustenta mutuamente, e indistinguible en la práctica. No existe

memoria humana del significado que persista por sí sola, sino que cada nuevo encuentro

debe sostener o cambiar el significado, que nunca es enteramente igual. (La memoria

persiste en el encuentro como re-producción de significados o como re-producción del

relato privado.) La permanencia es una ilusión del significado, el cual reside en la

interacción.

Sostener que la letra “E” que veo pintada en el grafiti de la pared de enfrentees siempre la

misma cuando aparto la vista y vuelvo a ella es dar por buena una suplantación (una

sinécdoque) en la que obviamos que cada nueva mirada se amplía o se desvía para

descubrir matices de “E” que tienen que ver con las infinitas variantes contextuales en las

que se realiza la mirada, hasta llegar al extremo de que cada mirada es una relectura que

implica interminables cambios o renovaciones en las posiciones del entramado. La pregunta

sobre la permanencia no sería por qué “E” nos parece siempre igual, sino cómo hemos

llegado a creerlo y cómo hemos venido a convencernos de que no es diferente en cada

ocasión.

Identidades situadas. Vivimos en un mundo de significados, algunos de los cuales vienen a

ser encarnados en nosotros mismos. Los significados no son independientes de los objetos

en que se encarnan, ni los objetos son independientes de los significados que los delimitan

o designan. Ser escritor (o cualquier otra identidad), como soy yo mientras elaboro estas

ideas, no es algo sustancial al hombre, no es algo inherente en mí que yo esté aportando a

esta situación en la que me encuentro. Son determinadas claves situacionales, determinada

configuración de objetos-significado los que me revisten del rol de escritor como un

significado que me conviene en este preciso instante. Mis ropas, el lugar en que me

encuentro, los objetos que utilizo (lápiz, cuaderno, ordenador), cierta actuación que realizo

(mis movimientos, las manos en el teclado, la postura algo inclinada de mi cuerpo), son las

claves que me brindan la identidad de escritor ante los demás y ante mí mismo como algo

que me conviene. Soy fumador cuando enciendo este cigarrillo. Si no enciendo el cigarrillo,

la identidad no me conviene, y la expresión “en el fondo, sigo siendo un fumador” es un

perfecto absurdo mientras no vuelva a encenderlo, mientras no deje ver (ante los demás o

ante mí mismo) el tabaco que guardo en el bolsillo. La identidad debe reinventarse,

9

Esta indecibilidad del objeto, o la imposibilidad de fijar un referente indubitable, ya fue señalada por Wittgenstein,

imposibilitando de manera radical la construcción de un lenguaje perfecto entendido como correspondencia

biunívoca entre palabras monosémicas y objetos puros perfectamente diferenciados de otros objetos (Ludwig

Wittgenstein, Últimos escritos sobre filosofía de la psicología, Madrid, Tecnos, 2008).

3. Ontología del sujeto

PÁGINA 40

recrearse en todo momento para seguir siendo. Si no vuelvo a encender un cigarrillo nunca

más, nunca más me convendrá la identidad de fumador.

Significados encarnados. Las palabras parecen tener la propiedad de desvincularse de los

objetos-significados. Podemos componer frases que aparentemente carecen de referentes

objetuales, podemos hilar frases en narraciones y podemos crear un mundo de situaciones

ficticias con ellas. Podríamos decir que hay palabras descarnadas (como cuando compongo

una frase imaginaria con palabras que usualmente están encarnadas –hablo de un perro que

no está presente, o de los perros en general–) y palabras no encarnadas en absoluto (los

términos abstractos o los conectores lingüísticos). Diríamos aquí que las palabras se han

entificado, se han convertido en objetos en sí mismas. Podemos entonces imaginar un

futuro, situaciones que nunca han sucedido, y derivar consecuencias al respecto, podemos

prever, planificar, anticiparnos. Sin embargo, el resultado de nuestra anticipación sólo

convendrá a la propia anticipación: que imaginemos la muerte, no la convierte en un suceso

independiente de nuestra anticipación, lo que pretendemos como suceso en sí mismo no

deja de ser una ilusión del discurso. También en estos casos debemos considerar que el

significado de las palabras no les pertenece de suyo, sino que está anclado en el contexto

donde se enuncian, formando un entramado significante en el que cada término reclama de

los demás un sentido que les conviene mutuamente. O que están ancladas en un contexto

comunicativo, donde las referencias externas de la comunicación (encarnación) se mezclan

con términos que aparentemente carecen por completo de referentes encarnados (por

ejemplo, las categorías gramaticales que sirven de conectores para la composición de

oraciones). Sin embargo, cuesta trabajo encontrar un ejemplo de abstracción pura

completamente ajena a un contexto comunicativo (escribir o hablar conmigo mismo

suponen también un acto comunicativo), y en el extremo, la abstracción pura no sería más

que un gruñido, una vocalización sin sentido, sin destinatario y sin contexto comunicativo,

que a pesar de todo encuentra sentido en el esfuerzo por proponerla como ejemplo de este

razonamiento.

En la oración “mira al perro”, la partícula “al” está vinculada a la acción de mirar y al objeto

de nuestra mirada. Supuesta la posibilidad de encontrar un lenguaje profundo (en términos

lingüísticos, no psicológicos10

), esta oración se reduce a un entramado específico en el que

los objetos yo, tú y perro, participan de cierta interacción peculiar, y por lo tanto,

encarnada, o de otro modo, imposible de enunciar fuera de un entramado objetual. (Esto no

quiere decir que estemos fijando un mundo de objetos presemánticos que valdrían como

referentes externos, pues ya hemos discutido sobre esta inseparabilidad del objeto y del

significado como efectos de superficie propios del entramado relacional o situacional.)

En la oración “no hay justicia”, el término “justicia” está anclado en una situación específica

en la que algo sucede a alguien ante nuestra mirada. Lo injusto es algo que se predica de

esta interacción específica, es un efecto del entramado situacional, y no una abstracción

pura independiente de todo contexto situacional.

También podemos pensar en las palabras que componen este texto, y comprobar que su

significado está encarnado en la grafía que las sustenta, en la mancha de tinta, en la forma

10

En puridad, hablar de estructura profunda de la oración carece de sentido. No hay nada por debajo o detrás de la

oración (metáforas espaciales, geometría imposible de las palabras), que está dicha por completo en la mera

enunciación. Otra cosa sería reflexionar sobre las implicaciones discursivas de la oración o de las categorías

gramaticales que la componen, reflexión que nos lleva hacia una ontología o una sociología discursiva, las palabras

como creadoras de sentido.

3. Ontología del sujeto

PÁGINA 41

de las letras, en los espacios que las separan (o en los sonidos y silencios cuando las

pronuncio). Las palabras y sus significados emergen de la interacción peculiar que se

establece entre la hoja de papel, la tinta, mis manos y mi mirada (o en la perturbación

espacial de las ondas sonoras y los receptores auditivos).

En todos los casos, las palabras están vinculadas a situaciones objetuales, están encarnadas

en distintos tipos de objetos-significado cuya virtualidad o cuya presencia compone una

situación ontogenética: entramados entitativos, espacios de encuentro, efectos de

superficie, pues su virtualidad se sostiene en el frágil equilibrio mutuo que sucede dentro

del entramado. La palabra no persiste por sí sola, no trasciende a un entramado. La

alternativa sería aceptar un mundo trascendental, un mundo de ideas platónicas, cuyo valor

metasimbólicopudiera ser distinto a un sentido mítico o alegórico, que es lo máximo que

podemos aceptar.

El espacio del vertimiento. Lo que yo afirme de mí mismo es afirmado a través de una

oración. Cuando digo “soy un fumador”, estoy llenando de contenido semántico el espacio

del atributo que corresponde a la expresión sintáctica copulativa. Greimas afirma que el

sujeto (actante) es el espacio del vertimiento de la acción11

. La expresión copulativa aguarda,

en términos figurados, la inclusión de un sujeto que lacomplete sintácticamente12

. La acción

gramatical requiere de un sujeto que la realiza, pero la acción no está prevista en el término

o identidad que ocupa esta posición, sino que es su inclusión en la oración la que reviste al

objeto de identidad efectiva. Cuando entro en mi aula universitaria, todo el espacio, los

objetos que contiene, las personas que se sientan en los pupitres, aguardan la aparición del

profesor como persona-significado que conviene al aula. La identidad de profesor se

inscribe o se encarna en mí en el momento en que ocupo la posición que el espacio-

significado me tiene reservado, de tal modo que puedo afirmar que he sido arrojado a la

situación, que la identidad no me pertenecía anteriormente, no estaba prevista en mí, sino

que me inviste en la medida en que el espacio vierte sobre mí los significados que le

convienen. Ser arrojado a la situación13

me arrastra hacia un mundo con significado en el

cual están inscritas las identidades, las expectativas, el devenir vital del que seré

coprotagonista desde el momento en que ocupe el espacio que la situación me reservaba.

En este sentido, también podemos decir que la agencia, la capacidad de efectuación, no me

pertenece más que en parte, sino que está repartida entre los objetos-significados que la

configuran como una totalidad única con sentido.

Escenarios-persistencia del significado. Cada situación social puede ser definida en función

del escenario en que sucede14

(Goffman, Barker). El escenario es un compendio de

elementos humanos y no humanos, un espacio tipo en el que se distribuyen objetos

dispuestos en relaciones peculiares, generando un espacio o topos simbólico (Bajtín), a la

11

Algirdas J. Greimas, Del sentido II, Madrid, Gredos, 1989. O como afirma Barthes: “El sujeto no es una plenitud

individual que tenemos o no el derecho de evacuar en el lenguaje […] sino por el contrario un vacío en torno del

cual el escritor teje una palabra infinitamente transformada […] El lenguaje no es el predicado de un sujeto,

inexpresable, o que aquél serviría para expresar: es el sujeto” (Crítica y verdad, Madrid, Siglo XXI, 2005, p. 73).

12

En términos lingüísticos, el verbo copulativo es univalente, pues sólo requiere de un actante (sintagma nominal,

sujeto) para ser realizada (Valerio Báez San José, Fundamentos críticos de la gramática de dependencias, Madrid,

Síntesis, 1988)

13

Gilles Deleuze, Lógica del sentido, Barcelona, Paidós, 2005.

14

Los conceptos de escenario y de rol corresponden tanto a la microsociología dramatúrgica de Erving Goffman

como a la psicología ecológica de Roger Barker.

3. Ontología del sujeto

PÁGINA 42

vez geográfico y semántico15

. Cada escenario incluye un conjunto de significados, así como

un conjunto de pautas comportamentales, de acciones que implican la copresencia de

ciertas personas tipo (roles). El significado de la situación corresponde a estas disposiciones

y presencias peculiares; no las preexiste, sino que emerge con ellas. El significado no es

independiente de los objetos, sino el modo en que los objetos y las acciones quedan

dispuestas: objetos-significados, acciones-significados y relaciones-significados. Cada uno

de estos objetos es algo (significa) en función de su peculiar presencia en el escenario o

topos, es a la vez significante (significa a otros) y significado (recibe la significación de

otros). Llamamos norma y expectativa a la constatación de estos significados situados.

Ciertas claves situacionales indican las pautas probables de comportamiento, las presencias

posibles, quién es cada cuál, si es o no adecuado su comportamiento. La definición de la

situación no permanece sin embargo inalterable, debe ser sostenida para conservar el

significado. La permanencia del significado es un compromiso actualizado, en el que todas

las miradas se cruzan de nuevo, los usos se renuevany las pautas normativas, lo son porque

son utilizadas. En el momento en que alguien cambie, en el que algunos cambien, en el que

algunas relaciones con los objetos cambien, el significado se tambalea, se agrieta. No se

pierde, sino que es puesto en duda, y es necesario revivirlo, re-crearlo para que siga siendo.

Las nuevas interacciones generan nuevos significados y normas, y no de otra manera

podemos entender la norma, que es sinónimo de costumbre, sino como la persistencia de

ciertos modos de comportamiento y de relación continuamente recreados. Las normas no

cambian, sólo dejan de usarse.

En términos estrictos, diríamos que no hay persistencia, sino re-creación de la norma. No es

mera repetición, pues cada situación es radicalmente única como momento y como lugar:

nunca es todo exactamente igual, cambian las personas, los objetos, las relaciones, las cosas

que ocurren en lo que pasa desapercibido y en lo que llama la atención; tampoco son

iguales nuestras miradas. Que sigamos aquí sentados legitima esta situación

específica(normaliza el significado); cada movimiento que hacemos introduce el germen de

la duda, matiza o renueva el significado. La persistencia de la norma es frágil, es una

hipótesis débil, una expectativa dudosa de difícil cumplimiento, una ilusión discursiva de

quien reflexiona al respecto. Apenas se sostiene en el incuestionamiento, en la tensión que

se genera entre la expectativa y el cambio, en el recuerdo fantasmático(discursivo) de la

huella y la recreación que emerge en cada encuentro. Esta fragilidad o superficialidad de la

persistencia, tanto nos dificulta comprender cómo la situación es enteramente nueva en

cada ocasión, como aceptar que sea posible el recuerdo, la continuidad estable de los

significados.

Desde otro punto de vista, la persistencia es un efecto de la mirada, el resultado de una

perspectiva desde cierto observador que postula el tiempo e idealiza un ente que persiste

sólo en cierto entramado conceptual (el discurso), negando la inestabilidad y el cambio que

se produce permanentemente como re-creación del significado.

Superficialidad de los conceptos. Todas las palabras y categorías sociales designadas con

ellas han visto modificado su significado a lo largo de la historia, incluso en periodos de

15

Topos, no en un sentido geográfico, sino lingüístico, tal como se entiende en los textos de Bajtín/Voloshinov, es

decir, un lugar común, un tópico o tema, que decimos en castellano. (Ver, por ejemplo, Augusto Ponzio, La

revolución bajtiniana. El pensamiento de Bajtín y la ideología contemporánea, Valencia, Universitat de València,

1998.) Su lado geográfico u objetual es un efecto discursivo o investidura semántica, como vengo discutiendo. Lo

geográfico o topográfico es un tipo de metáfora esencializadora que yo entiendo más como una ecología narrativa.

3. Ontología del sujeto

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tiempo relativamente reducidos. Aunque el concepto de „justicia‟ de la época helenística

guarde cierta similitud semántica con el concepto romano tardío, o con el de la época del

liberalismo, o con los que se utilizan hoy en día en los discursos públicos y en las cortes

judiciales, no son el mismo concepto; y ello, a pesar de la aparente continuidad que los

diccionarios han creado en torno a ésta y a las muchas voces del idioma. Es una cuestión de

connotación y de contextualización. Estas voces no se presentan en sus épocas como

objetos lingüísticos puros independientes de otras cuestiones sociales relevantes. Al

contrario, contribuyen con su presencia a sostener los delicados equilibrios de los

complejos discursos públicos, que se extienden en todas direcciones para impregnar todos

los campos de las relaciones humanas en cada contexto sociohistórico concreto. El término

„justicia‟ genera y promueve un conjunto de asuntos relacionados que son tratados no sólo

por los juristas y los legisladores en su ámbito social particular, sino también por los

maestros dentro el sistema educativo, por los militares en sus modos de relación fuera y

dentro de los cuarteles, por los progenitores en la crianza de sus hijos, entre estos mismos

en sus disputas, por los filósofos, que lo llevan a terrenos teóricos inalcanzables para la

mayoría, por los poetas en sus críticas sociales o por los políticos en sus proclamas retóricas

ideológicas. En todos estos casos, la asimilación de la palabra dentro de un contexto de

significación diferente o en relación con prácticas sociales diferentes conlleva una

irremediable redefinición o resignificación de la misma, de tal modo que el significado

peculiar que tuviera en una época o contexto se nos escapa cuando lo pretendemos rescatar

desde una época o contexto diferente. Esto da lugar a los interminables análisis y

discusiones que pueblan la historia del pensamiento, a la hermenéutica como herramienta

imposible para descifrar el sentido ajustado que la palabra tuvo y que ya no podemos

recuperar, sino solamente resignificar dentro del nuevo contexto desde el que pretendemos

recuperarla16

.

De este modo, conjuntos de términos difusamente delimitados, borrosos en su contenido,

extensión e implicaciones, vienen a configurar delicados y complejos sistemas de

significados que se sostienen mutuamente en cada época y en cada contexto. La palabra no

trasciende a estos contextos, sino que emerge con un significado peculiar, nunca definido

de un modo completo, participando de concepciones complejas sobre el mundo o sobre las

relaciones humanas (epistemes). La fragilidad de estos discursos es tal que podríamos llegar

a confrontar, no sólo épocas, sino grupos sociales diferentes dentro de cada época, e

incluso personas diferentes, cuyas interpretaciones de estos conjuntos de términos difieren

hasta el punto de imposibilitar radicalmente una plena comprensión mutua, mayor aún

cuando consideramos que no sólo los significados de las palabras se sostienen en estos

débiles entramados de relaciones conceptuales, sino también las concepciones con las que

se definen los límites y características identitarias de estos mismos grupos y personas

confrontadas en la discusión.

Observemos el término abstracto “democracia”, cuya supuesta referencia externa (anclada

en los conceptos difusos de gobierno y de pueblo) se diluye hasta el extremo al considerar

cuántos adjetivos caben para cualificar el sentido que ha tenido en épocas y lugares

16

Toda lectura es en puridad una interpretación, incluso cuando me leo a mí mismo tiempo después, así que el

lector está condenado a no comprender lo que el autor dijo; como mucho, el texto tendrá un valor evocativo que

despertará ciertas nuevas asociaciones de ideas en el lector. El caso extremo se da en el texto poético. Esta misma

idea da pie a Barthes para tratar la crítica literaria como un género en sí misma, y no como una mera descripción

imposible del texto original. El único modo de describir el texto original de manera fidedigna sería repetirlo punto

por punto. La lectura no es traducción o interpretación, diríamos, sino perífrasis. (Roland Barthes, Crítica y verdad,

Madrid, Siglo XXI, 2005.)

3. Ontología del sujeto

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diferentes. Desde la democracia ateniense hasta la norteamericana, desde la inglesa a la

soviética o la cubana, desde la francesa hasta la española (desde el liberalismo al

democratismo radical y los distintos republicanismos del largo siglo XIX, la democracia

orgánica franquista o nuestra monarquía constitucional contemporánea). Todos ellos han

pretendido ser demócratas, sin que haya posibilidad de equiparar estos regímenes políticos

de suerte que el término democracia venga a adquirir un único significado aceptable para

todos.

Pensemos en la evolución del uso político sobre los conceptos „derecha‟ e „izquierda‟, y los

múltiples matices ideológicos que han adquirido y perdido en el tránsito por los dos últimos

siglos en el contexto político occidental. El esfuerzo por aclarar el significado de estos

términos llevará irremediablemente a la conclusión de que es imposible ofrecer una

definición concisa, clara y rotunda de cuál sea el verdadero significado que debemos

otorgarles17

. Al contrario, su virtud semántica reside en esta multiplicidad cambiante y

flexible de significados posibles, útiles sólo en cada época y contexto en que han venido

utilizándose como calificativos o como identificadores de posiciones políticas grupales,

reclamados por su valor instrumental para definir la propia posición de los grupos en las

interminables disputas históricas sobre el gobierno de la nación o sobre asuntos puntuales

que han ocupado el interés público en distintos momentos. Estos términos han formado

parte de entramados semánticos en los que estas disputas, decisiones e identidades

grupales venían a configurarse conjuntamente, sosteniéndose mutuamente en una

virtualidad de significados que apenas ha alcanzado a mantenerse mientras duraba cada

disputa. Ninguno de estos, o de los muchos términos, categorías, prácticas o valores

sociales, encierra una profundidad de significado propia. Su virtualidad como objetos o

reificaciones semánticas apenas traspasa la superficie del entramado sociolingüístico, del

cara a cara dialógico en el que se sostuvieron en cada instante. Superficialidad semántica,

reificación utilitarista, fragilidad conceptual, vigencia efímera.

La aparente persistencia histórica de los términos no debe confundirnos. Mientras las

palabras quedan fijadas en el texto muerto del diccionario, la etimología y la historia de las

ideas nos enseñan una evolución incesante, una permanente renovación de los significados,

cuya vigencia requiere de contextos sociales de significación (epistemes, universos de

sentido) permanentemente sometidos al vaivén de la historia y el olvido. ¿Cuántos de

nuestros científicos serían capaces de describir los avatares históricos del concepto

„ciencia‟, su aparición, su etimología, la apropiación que en distintos momentos y modas

culturales han realizado grupos de intelectuales diferentes, los matices que el término ha

ganado y ha perdido sucesivamente hasta llegar al peculiar procedimiento de reflexión que

ellos pretenden el verdadero, el único válido, a través del cual ellos mismos se definen

como movimiento intelectual diferenciado dentro de la historia del pensamiento? La misma

fragilidad que las etimologías y la historia del pensamiento muestran para el concepto, le

está reservada a la vigencia de ellos mismos como grupo intelectual que pasará, como

tantos otros pasaron, hasta el olvido del significado y la disolución de sus elucubraciones en

el desuso y la resignificación que otros harán de ellos como ellos mismos han realizado y

continúan realizando de quienes les precedieron.

17

Si puede realizarse una propuesta sobre qué deberían implicar estos términos, pero a costa de ignorar o dejar de

lado unas cuantas contradicciones históricas y muchos episodios de ingrato recuerdo. Incluso suponiéndole buena

voluntad, el intento no pasará de una valorativa autorreferencial, de una definición inevitablemente cargada de la

propia ideología, cuyo resultado será simple: buenos y malos, nosotros y ellos. Así, la propuesta de Norberto

Bobbio, en “Derecha e izquierda. Razones y significados de una distinción política” (Madrid, Taurus, 2000).

3. Ontología del sujeto

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No importa. También sucederá con nosotros, con todos los demás. Retengamos aquí

únicamente la fragilidad del entramado significante, la mutua dependencia entre los

conceptos y las categorías sociales, entre las palabras y las identidades, y la ausencia de

profundidad de todo lo que pueda ser señalado con la mirada y objetivado mediante las

propiedades reificatorias de lo simbólico.

Superficialidad de los grupos sociales. También a los grupos sociales puede aplicarse el

mismo razonamiento. El grupo no existe más que como categoría semántica encarnada en

sus componentes, y aún en estos con distintas gradaciones o matices. No existe la ciencia,

sino cada una de las personas (y productos sociales) en las que el concepto se nos muestra

encarnado. Cada una de ellas reclamará para sí misma la validez del concepto, hecho objeto

(objetivado) en ellas mismas como ejemplares. Pero la carga semántica de la categoría

grupal se pretende verdadera, entificada con independencia de las personas, como si

habitara en un limbo social de las ideas. Su verdad reside en su valor (socio)lingüístico, y

este a su vez en su encarnación en cada uno de los individuos que la reclaman para sí como

representantes ejemplares del concepto. Sólo el encuentro homogenizador entre los

miembros del grupo, o el encuentro heterogéneo entre ellos y otros individuos que no

pertenecen al grupo, creará la ilusión de la identidad grupal como realidad en sí misma,

como un objeto semántico que trasciende a las personas, mientras observamos con qué

facilidad las propias personas cambian de adscripciones categoriales a lo largo de sus vidas

y cómo las categorías identitarias ven modificado su significado a lo largo de los distintos

contextos vitales (sociales, políticos) en los que transitan sus vidas.

Esto no niega la realidad (virtual) de las categorías sociales, sino que las limita a un valor

semántico instrumental, válido en cuanto sirve para generar los discursos y argumentos que

unos y otros esbozan en sus disputas mutuas. Y al revés, esto no niega la realidad (virtual)

de los grupos sociales, sino que los limita a una existencia simbólica, apropiada sólo en

virtud de los discursos en los que ellos mismos vienen a ser objetivados como realidades

sociales fantasmáticas. No hay tampoco profundidad en los grupos, sino una existencia

ilusoria y pasajera, que no penetra ni trasciende más allá de los discursos que los sostienen

y los contextos de significación en que estos discursos se construyen, y que los propios

grupos y sus discursos vienen a crear a través del diálogo social.

Identidades sociales. Las identidades sociales son sinécdoques, resúmenes sesgados en los

que la inmensa multiplicidad de rasgos, características y costumbres de una persona quedan

obviados, negados como irrelevantes, para convertir en identificadores válidos de la persona

sólo unas pocas de estas características. La identidad así entendida no hace justicia a la

persona. La identidad le viene impuesta, y la persona rara vez (rarísima vez) habrá

participado activamente en la definición del concepto o categoría social con el que vendrá a

ser identificada. Por un lado, son los demás quienes la aplican sobre ella. Nadie decide ser

considerado mujer, gitano, enfermo, hijo, compañero, alto o bajo. Son los demás quienes

utilizarán estas etiquetas como un modo de clasificar a los otros, y ante la presión del grupo

o la costumbre del uso, vendremos a responder de ellas, ante ellas, y a asumirlas como

partes integrantes de nuestra identidad, a veces hasta convertirse en la antonomasia de

nuestro yo, a veces como elemento necesario para definirnos desde la oposición a ellas. En

otros casos, tenemos cierto protagonismo en la elección de la categoría que nos identificará,

como cuando decidimos aprender una profesión (maestro, conductor, ladrón, político) o

cuando decidimos iniciar una relación (novio, compañero, padre, socio). Sin embargo, es un

protagonismo muy limitado. La mayoría de estas categorías son históricas, es decir, han

conocido multitud de situaciones, personas, matices y contextos de significación, y nosotros

3. Ontología del sujeto

PÁGINA 46

no hemos sido protagonistas en ninguno de ellos. Por otra parte, hay que pensar en que

nuestra capacidad de decisión es también muy limitada, y que nos encontramos en medio

de un mundo (arrojados a un mundo) que se mueve con independencia de nosotros, de tal

modo que se presentan ante nuestros ojos oportunidades, viabilidades con sentido,

opciones posibles, ante las cuales finalmente escogemos (o somos escogidos por ellas), sin

que haya más alternativas para nuestra decisión que las que resultan viables, legítimas y

significativas en el marco del estrecho alcance de nuestras miras.

Tampoco en las categorías innovadoras podemos afirmar un fuerte protagonismo de nuestra

parte. Cuando aparecen nuevos grupos sociales (una nueva tribu urbana, un nuevo perfil

profesional, un nuevo movimiento cultural), su definición está vinculada a un universo de

sentido dentro del cual viene a ser definida, bien por contraposición o bien porque matiza

algunas de las categorías ya existentes. Es un juego doble, en el que nuestro esfuerzo por

distanciarnos legitima la dualidad dentro de la cual venimos a definirnos (me defino como

un “no-categoría”, lo cual legitima el valor de significado de la categoría que pretendo

rechazar).

Las identidades se nos imponen, y con ellas, un mundo de significados que les sirve de

contexto y cuya aceptación es necesaria para que la categoría tenga significado. Por eso,

aceptar que la categoría „mujer‟ me conviene es legitimar de algún modo el patriarcado,

porque el significado del concepto se sostiene en un universo de sentido extenso y difuso

que la reviste de sentido tanto como la necesita para mantenerse. Tautología del sentido, no

hay más referente que una red de significados en mutua complicidad, una gran ilusión

circular cuyos elementos viven de la red tanto como la alimentan.

Categorías que marcan una vida, como „mujer‟, „loco‟, „enfermo‟, „discapacitado‟, son una

perfecta estupidez en sí mismas. Reducir la inmensa complejidad vital de una persona

(desde el microcosmos atómico hasta la maraña neuronal y la red social que convergen en

el entramado que finalmente llamamos „persona‟) a un juego simple de categorías sociales

es injusto con ella misma, falaz y un completo sinsentido. O no. Toda esa inmensidad de lo

humano se nos diluye cuando lo tratamos en perspectiva, como producto emergente y

efímero de los espacios metasimbólicos y culturales (metasociales) en que venimos a

encontrarlo, y sólo se sostiene en su existencia virtual gracias a la etiqueta que crea la

ilusión de una persistencia, de una continuidad vital a todos luces imposible en el

metasimbolismo radical que se escapa hasta la indecibilidad. Y construimos a los demás a

través de estas etiquetas limitadas, metonímicas, nos encontramos identificados a nosotros

mismos a través de ellas, jugamos a la ilusión del significado, a comportarnos como si

fueran ciertas, y contribuimos así a la pervivencia de un mundo social que roza la capacidad

de ser real, nos hacemos piezas o nodos en un universo de sentido que nos presta sus

significados tanto como nos necesita para sostener el gran edificio del sentido, que es

inmenso en su grandeza (quién lo abarca, quién lo contempla en su enormidad) y frágil en

su espesor (basta cortar algunos hilos para que los cimientos se remuevan y tengamos que

reinventarlo para que no caiga y no caigamos nosotros con él).

Resignificación. Un cuerpo, una persona, un objeto o un rasgo, participan de múltiples

discursos alternativos, muchas veces compatibles. Cada una de las situaciones o de las

relaciones en que participan genera una categoría con potencial para significar a la persona,

para identificarla. Cada una de mis identidades (padre, esposo, hijo, amigo, profesor)

conviene a situaciones diferentes, o mejor dicho, emerge como identificador válido en

situaciones diferentes. No me convienen de manera ininterrumpida. Mientras soy autor que

3. Ontología del sujeto

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escribe estas líneas, la categoría padre no me corresponde, salvo que la cuestión de los

hijos surja en esta misma situación. En la situación o en el diálogo que en la situación se

establece entre personas y objetos, determinadas claves reclaman cierta identidad de mí, la

cual finalmente se me impone y yo mismo me impongo. Toda acción implica un sujeto que

la realiza (agente), el cual viene a ser identificado como el que realiza la acción (el que

escribe, el que conduce, el que camina...). Estas categorías identificativas tienen

aparentemente una menor aceptación en los discursos sociales como categorías de

identidad social. Ser caminante no compite con ser profesor si alguien me pregunta a qué

me dedico, a pesar de que puedo dedicar más tiempo al día a caminar que a ejercer

efectivamente como profesor. Pero su legitimidad como identificador es la misma, no más

que una sinécdoque transitoria con potencial para ser descontextualizada y asociada con la

persona en discursos y situaciones variadas.

Al estar vinculadas con discursos sociales (la cuestión de la paternidad, por ejemplo, que

muchos viven, de la que todos tenemos opinión o experiencia), la categoría identificativa no

se construye meramente a través de mi desempeño de la misma, aunque esto pueda tener

su importancia. La categoría está cargada de significados dentro de una red semántica en la

que los objetos, acciones y matices propios de la actuación como padre se muestran a

modo de sustantivos, verbos, adjetivos o cualificadores gramaticales diversos. El contexto

semántico y el contexto social vienen a fundirse, a ser parte del mismo juego

(sociosemántico, simbólico), como monedas cuyas caras dobles establecieran sus propias

relaciones con otros elementos de la red, y las atrajeran hasta vincular y entretejer las redes

semánticas con las redes de la acción, dentro de las complejas, difusas y cambiantes redes

de lo social. La categoría está cargada de significados vinculados, que a fuerza de ser

repetidos y simplificados, son estereotipados, y en su aplicación indiscriminada, los usamos

para prejuzgarnos. Sin embargo, como sintagmas sociales, como objetos semantizados (o

semas objetivados, que es lo mismo) que pueden ser revestidos de significados y

funcionalidades diversas según el contexto en que los situemos (al que los arrojemos), basta

con trasladar a la persona de contexto para que se opere un desplazamiento sobre su

identidad, y las categorías identificativas que utilizamos dejen de resultar convenientes y

otras ocupen su lugar. Esta es la operación de la resignificación.

Esto sucede permanentemente en nosotros y a nuestro alrededor, en la medida en que

transitamos situaciones y contextos diversos en nuestra vida diaria. El problema identitario

es, sin embargo, más complejo, porque no se trata de las categorías que convienen a la

persona según su actuación o el contexto de su actuación, sino las que convienen a

nuestros propios discursos, dentro de los cuales imponemos estas categorías como

identificadores válidos para los demás y para nosotros mismos. El inmigrante, el loco o el

discapacitado (sin que haya más paralelismo entre estas categorías que el hecho de

revestirse de connotaciones negativas en nuestros discursos públicos, el estigma) no son

personas que estén continuamente actuando en situaciones en las que estas categorías les

convengan. La permanencia y la relevancia de estas categorías, en su uso como

antonomasias que identifican a las personas, no les corresponde a ellas, sino a nuestros

discursos. Son nuestros discursos públicos los que significan estos términos, los que los

dotan de sentido y de relevancia social, los que reclaman que sigan siendo utilizados e

impuestos sobre ellas. Ellas no nos las han pedido, no las requieren, meros receptores

pasivos de la categoría, pasaban por aquí (aunque finalmente las acepten como

identificadores y prescritores). El loco deja de ser loco mientras duerme o mientras come (la

categoría no le conviene en estas situaciones), pero no deja de serlo dentro de los discursos

públicos desde los cuales le revestimos de la categoría y de las connotaciones semánticas

3. Ontología del sujeto

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que corresponden a la categoría, creando cierta ilusión de permanencia de la identidad. Por

eso, la resignificación es tan difícil en la práctica como estrategia para desplazar las

identidades negativas: por el empeño que muestran nuestros discursos en mantener el valor

de la categoría dentro del entramado del que nosotros, y no las personas estigmatizadas,

formamos parte. Es loco, en primer lugar, por la coherencia sostenida que reclama nuestro

discurso sobre la normalidad y la extrañeza, sobre nuestra propia normalidad como

discurso normativo; y no por su comportamiento. Para que la identidad negativa pierda su

vigencia, no basta con que ellos se comporten de maneras diferentes, que ya lo hacen

permanentemente en sus propios tránsitos de uno a otro contexto: los propios discursos

públicos desde los que reclamamos para ellos la validez de la categoría identitaria deben ser

modificados.

La diferencia. Cada persona y cada historia son radicalmente únicas y diferenciadas. No hay

homogeneidad alguna cuando se plantea la cuestión de la persona como objeto que emerge

en cierto espacio de la interacción. Aunque una situación parezca repetirse, su aparición

como entramado, como superficie ontogénica y sociogénica, es radicalmente única,

novedosa, irrepetible e irrepetida. No sólo la configuración de elementos que emergen de la

situación es diferente, puesto que cualquier variación actúa como un matiz que redefine la

situación como contexto de significación diferente, sino que su emergencia es única.

La homogeneidad no se encuentra en las situaciones ni en las personas, sino en los

discursos que recrean, suplantan o sencillamente se proponen como objeto hablar sobre

cosas llamadas situaciones y personas. Igual que la persistencia del objeto es un efecto de la

mirada del observador, la homogeneidad de las identidades o de las características

individualizadoras es un efecto de cierto discurso que subsume la diferencia hasta

convertirla en irrelevante, hasta negarla incluso como excepción, una rareza que confirma la

regla homogenizadora que impone la utilización de categorías simbólicas para representar

lo que no puede ser re-presentado en su forma propia. Podríamos pensar que cada

individuo (o situación individual, específica) es una configuración original de caracteres o

rasgos que se repiten a lo largo de la clase o de la especie, pero así prestaríamos validez al

carácter o al rasgo como concepto que va más allá de los individuos en los que se encarna,

camino del limbo imaginario de lo simbólico, del producto cultural que se independiza de

su producción, una cultura que escapa a la cultura. El concepto no existe con independencia

del contexto en el que emerge como significado encarnado o vinculado a un entramado

ontogénico o sociogénico, o sólo existe como cierta ilusión lingüística que debemos analizar

con cuidado para no caer en una falacia esencializadora18

.

No se trata de una cuestión ética, aunque tiene sus consecuencias en el terreno teórico de la

ética. Las categorías sociales que usamos para identificarnos e identificar a los demás tienen

como virtud la producción tranquilizadora de identidades fijas, previsibles, a las que se

asocian patrones de significados y comportamientos fácilmente comprensibles y ejecutables

por todos, un mundo social ordenado y poco cambiante. Identidades ilusorias, pues su

validez no depende de los objetos-persona sobre los que las aplicamos, sino de la

coherencia del discurso que se pone en juego para dar sentido a la aplicación.

Homogeneidad simulada, una impostura que limita, sesga e incluso niega las posibilidades

18

Este análisis puede realizarse en términos de simulacro, como mentira o impostura que se impone como

auténtica, desplazando al supuesto referente, o más bien, convirtiendo al supuesto referente en deudor de la

mentira, pasando del reemplazamiento al desplazamiento, de la re-presentación al ocultamiento (véase cualquiera

de las obras de Baudrillard al respecto). Me viene aquí a la memoria el cuento de Andersen titulado “La sombra”,

aunque es un tema recurrente en nuestra liteartura (Calderón, Dickens) y en los cuentos populares.

3. Ontología del sujeto

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de ser para la persona y para las situaciones, que son sorprendentes por inesperadas, vivas

porque de los entramados o relaciones en que se forman emergen realidades nuevas.

(Cuidado, no se malinterprete esto. En ningún caso estoy suponiendo la esencialidad de lo

individual como elemento a priori que debe ser respetado o atendido, que aporta su

individualidad a la situación. Ya he defendido que su presencia es virtual, un efecto de

superficie, una presencia que cobra virtualidad y significado dentro del entramado

ontogénico y simbólico en el que viene a ser. Lo que quiero defender es una libertad radical

de los entramados para venir a ser, o de otro modo, prevengo contra la injusta aplicación de

discursos homogenizadores que desdibujan los entramados relacionales y les niegan su

presencia y efectuación como espacios donde acontece la vida.)

Ninguna categoría social nos conviene tanto como para cederle la primacía sobre la

definición de nuestras posibilidades de ser. Concebir las identidades (categorías identitarias

o comportamentales, rasgos, persistencias, estabilidades) como categorías que pueden ser

aplicadas para anticipar, decidir o gobernar acontecimientos y personas es una ilusión

propia de cierto modo de racionalismo. La posibilidad de anticipación que acompaña al

establecimiento de las categorías (dado que se conciben como fijas o estables, anticipan lo

que pueda suceder cuando se ven implicadas) es una idea que debe reincorporarse a la

lógica relacional, y no al contrario. La relación social no está presidida por la racionalidad

(esto es sólo una impresión explícita de ciertos discursos racionalistas), sino al revés, la

racionalidad emerge como significado válido dentro de cierta relacionalidad. Que

razonemos sobre la roca o sobre la hormiga no convierte a la naturaleza en racional, sino en

razonable, es decir, algo sobre lo que puede razonarse; igual que razonar sobre lo humano

no convierte a lo humano en racional, sino en algo que incluimos como concepto dentro del

razonamiento. Esto convierte todo el discurso que estoy desarrollando en estas páginas en

una mera racionalización sobre la aparición y el cambio óntico y cultural. Por supuesto, pero

ya sabemos desde hace años que no podemos hablar sobre las cosas sin pasar a través de

las palabras. Por eso, sigue siendo pertinente la pregunta sobre lo que hay más allá, o mejor

dicho, junto a las palabras.

La variedad cultural. La variedad de formas culturales en la actualidad y en la historia es

inmensa. En ciertos contextos, esto resulta muy estimulante, como cuando uno se acerca a

otra cultura u otro grupo, y descubrir nuevas formas de hacer las cosas le hacen reflexionar

sobre sí mismo o enriquecer su bagaje social. En otros contextos, es una fuente de temores

y de preocupación (el miedo a lo diferente), como la experiencia de encontrarse cara a cara

con un miembro de otra cultura o de un grupo social poco conocido, y temer que algo

nuestro esté en riesgo. Ante lo desconocido, es común una respuesta de cierto rechazo; y

en las discusiones sobre prácticas culturales diferentes, un cierto menosprecio por no ser

„normales‟, por ser raras, extravagantes, y por tanto, poco deseables y recomendables, por

ejemplo, para nuestros hijos. Esta moralización del encuentro con lo diferente es una

defensa de lo propio como criterio de referencia ético y práctico: sólo lo nuestro es lo

normal y lo correcto, por la única razón de que es lo nuestro19

, aunque se quiera siempre

revestir de argumentaciones ad hoc o supuestas reflexiones éticas cuyo valor teórico es

reducido, y la mayor parte de las veces, ínfimo (el mantenimiento de la pureza racial o

cultural, por ejemplo, o la necesidad de conservar ciertos valores y principios normativos).

La clave para entender este choque cultural vivido en negativo es ponerse en la piel del otro

para comprobar que el otro se posiciona en la defensa de su costumbre en similares

19

El sesgo endogrupal: nosotros siempre somos mejores que el otro (John C. Turner, Redescubrir el grupo social,

Madrid, Morata, 1990).

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términos. Todos sostienen que están en el criterio de lo correcto. Quizá podamos suponer

que este desprecio etnocéntrico es un modo cultural característico de nuestra propia

historia (judeocristiana, occidental), y que otros grupos humanos hacen gala de una

hospitalidad y una consideración más respetuosa y condescendiente ante la diferencia. Lo

desconozco. También la religión cristiana proclama su amor al prójimo, y vivimos el

desprecio a la diferencia con absoluta normalidad.

Lo que quisiera observar es que ninguno disponemos de criterios que puedan constituirse

en referentes válidos absolutos para la comparación entre prácticas sociales diferentes. Los

intentos de alcanzar o definir criterios de este tipo están condenados a cierta abstracción

incomprensible para la mayoría (todos parecen comprender el imperativo categórico de

Kant, pero son poquísimos los que podrían seguir a Kant en sus argumentos para

fundamentarlo), o sencillamente irrealizables en la práctica (desde el liberalismo hasta las

éticas religiosas, cuyas prescripciones apenas pasan del terreno de lo ideal). Al contrario,

cada práctica social genera sus propios criterios, puesto que lo que se proponga como

normalidad no es más que un significado vinculado a ciertas formas de hacer. Ellos son

raros para nosotros; nosotros somos raros para ellos. La diferencia se eleva a criterio moral

autorreferente; esto nos protege frente al extraño, pero también nos impone una

homogenización y cierta cerrazón cultural que niega al otro su posibilidad de ser peculiar (lo

raro se convierte en inmoral, rechazable, algo que hay que alejar, esconder o proscribir),

tanto como a nosotros la posibilidad de ser diferentes (quien se desvía del grupo se

convierte en proscrito, raro, marginal, estigmatizado).

Las prácticas significativas en las que el Otro ha venido a ser no son materia para el juicio,

sino espacios propios en los que se desarrolla su vida social. Sin embargo, sentimos la

tentación de enjuiciarlas, sobre todo cuando se hacen presentes como posibilidades de

comportamiento que se extienden en nuestra propia sociedad, como las nuevas prácticas

que importan los grupos que han emigrado para vivir entre nosotros, o las nuevas modas

que resultan atractivas para nuestros jóvenes. Aquí, habría que atender a dos cuestiones

relacionadas: que el criterio de juicio no es absoluto, sino relativo a nuestras propias

prácticas y discursos locales (es decir, que sólo tiene sentido dentro de las prácticas y

discursos en las que ha venido a cobrar sentido), y es por tanto injusto (inapropiado) en su

aplicación indiscriminada a otras prácticas dentro de las cuales carece de sentido; y que el

juicio es una decisión en la que tenemos alguna responsabilidad como agentes creadores de

la norma o como agentes responsables de su aplicación, y que cada cual debe decidir,

argumentar y defender sus propias decisiones y responsabilidades20

. Los argumentos

esencialistas que se resumen en la fórmula de “es que las cosas son así” o “deben ser así”,

son una soberbia tontería, una simplificación cuyo resultado es esquilmar la responsabilidad

propia en la aplicación del juicio. Las cosas no son de ninguna manera, las cosas pueden ser

de muchas maneras, y tenemos una responsabilidad en decidir, al menos en parte, cómo

queremos que sean. (Esto no quiere decir que la responsabilidad sea única y exclusivamente

una cuestión individual, pues ya hemos visto hasta la saciedad que lo individual viene a ser

dentro de un entramado relacional en el que objetos, significados e individuos son

resultados emergentes, fantasmáticos y efímeros que convienen a la relación. La agencia y la

responsabilidad están repartidas.)

20

Tomás Ibáñez, Municiones para disidentes. Realidad-Verdad-Política, Barcelona, Gedisa, 2001.