OCCIDENTALISMO Y PSICOLOGÍA CLÍNICA. CRÍTICA DEL ENFOQUE DIAGNÓSTICO COMO PRÁCTICA...

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1 OCCIDENTALISMO Y PSICOLOGÍA CLÍNICA. CRÍTICA DEL ENFOQUE DIAGNÓSTICO COMO PRÁCTICA UNIVERSALISTA. Pietro Barbetta Traducción a cargo de Marina De Franceschi Jamás la psicología podrá decir la verdad sobre la locura, pues es la misma locura la que encierra la verdad de la psicología. (Michel Foucault) Introducción Tengo la impresión de que gran parte de las teorías contemporáneas sobre la génesis de los “trastornos de la personalidad” derivan de una ética universalista de corte occidental. Me gustaría enunciar a grandes líneas las ideas que me parecen dominantes en el ámbito de las teorías de la personalidad e intentaré sacar de ellas algunos de los planteamientos filosóficos subyacentes. El primer concepto que se da por descontado en psicología consiste en que existe una estructura de la personalidad. Esta estructura tendría que ver con la tendencia a hacer determinadas acciones por parte de algunos seres humanos. Algunas acciones son inmorales, como la agresión a los demás, el asesinato, la mentira y el engaño, es decir el dañar al prójimo directa o indirectamente. En cambio, hay acciones cuyos juicios morales parecen controvertidos. Se trata de aquellas acciones que, directa o indirectamente, dañan a la misma persona que las ejecuta: la autolesión, el uso de sustancias alcohólicas o drogas, dejarse morir de hambre o el suicidio. Finalmente hay acciones que, aunque no dañen a uno mismo o a los demás, se consideran contrarias a la moral pública y al sentido común del pudor: el mostrarse desnudos públicamente, tener relaciones sexuales “raras”, la homosexualidad, el quedarse en la cama durante demasiadas horas, el travestismo o pronunciar discursos incomprensibles. Aquellas personas que de manera continua y sistemática practican algunas de estas actividades, pueden ser consideradas con escasa capacidad de adaptación y afectadas por un trastorno de la personalidad de cierta gravedad. Para un psicólogo clínico, distinguir todas estas acciones es una tarea muy difícil. Se abren unos escenarios que pueden resultar controvertidos. Un individuo puede transcurrir un periodo más o menos largo de su vida ejercitando conductas de tipo agresivo, por ejemplo utilizar armas de fuego y disparar contra otras personas cometiendo homicidios múltiples. Sin embargo, si esta persona está combatiendo en una guerra, estas conductas parecen obtener mágicamente una especie de justificación política, por lo menos de parte de los que apoyan la causa. Una persona puede arriesgar su vida muriéndose de hambre por una causa política, como pasó a Terence Mac Swiney para protestar contra la dominación británica en la Irlanda de 1920; en este caso se trataría de un comportamiento moralmente justificable, por lo menos para los que lucharon por la independencia de Irlanda y para sus seguidores.

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OCCIDENTALISMO Y PSICOLOGÍA CLÍNICA. CRÍTICA DEL ENFOQUE DIAGNÓSTICO

COMO PRÁCTICA UNIVERSALISTA.

Pietro Barbetta

Traducción a cargo de Marina De Franceschi

Jamás la psicología podrá decir la verdad sobre la locura, pues es la misma locura la que encierra la verdad de la psicología. (Michel Foucault)

Introducción Tengo la impresión de que gran parte de las teorías contemporáneas sobre la génesis de los “trastornos de la personalidad” derivan de una ética universalista de corte occidental. Me gustaría enunciar a grandes líneas las ideas que me parecen dominantes en el ámbito de las teorías de la personalidad e intentaré sacar de ellas algunos de los planteamientos filosóficos subyacentes. El primer concepto que se da por descontado en psicología consiste en que existe una estructura de la personalidad. Esta estructura tendría que ver con la tendencia a hacer determinadas acciones por parte de algunos seres humanos. Algunas acciones son inmorales, como la agresión a los demás, el asesinato, la mentira y el engaño, es decir el dañar al prójimo directa o indirectamente. En cambio, hay acciones cuyos juicios morales parecen controvertidos. Se trata de aquellas acciones que, directa o indirectamente, dañan a la misma persona que las ejecuta: la autolesión, el uso de sustancias alcohólicas o drogas, dejarse morir de hambre o el suicidio. Finalmente hay acciones que, aunque no dañen a uno mismo o a los demás, se consideran contrarias a la moral pública y al sentido común del pudor: el mostrarse desnudos públicamente, tener relaciones sexuales “raras”, la homosexualidad, el quedarse en la cama durante demasiadas horas, el travestismo o pronunciar discursos incomprensibles. Aquellas personas que de manera continua y sistemática practican algunas de estas actividades, pueden ser consideradas con escasa capacidad de adaptación y afectadas por un trastorno de la personalidad de cierta gravedad. Para un psicólogo clínico, distinguir todas estas acciones es una tarea muy difícil. Se abren unos escenarios que pueden resultar controvertidos. Un individuo puede transcurrir un periodo más o menos largo de su vida ejercitando conductas de tipo agresivo, por ejemplo utilizar armas de fuego y disparar contra otras personas cometiendo homicidios múltiples. Sin embargo, si esta persona está combatiendo en una guerra, estas conductas parecen obtener mágicamente una especie de justificación política, por lo menos de parte de los que apoyan la causa. Una persona puede arriesgar su vida muriéndose de hambre por una causa política, como pasó a Terence Mac Swiney para protestar contra la dominación británica en la Irlanda de 1920; en este caso se trataría de un comportamiento moralmente justificable, por lo menos para los que lucharon por la independencia de Irlanda y para sus seguidores.

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Finalmente, en determinadas circunstancias, a un homosexual se le puede reconocer el derecho de tener relaciones afectivas y sexuales con otra persona de su mismo sexo que le corresponde afectivamente. Esto pasa hoy en día “más o menos” en muchos países occidentales y a la homosexualidad ya no se le considera un desorden mental. Por tanto, existen circunstancias históricas, culturales y contextuales que legitiman moralmente a las personas que practican conductas como las descritas arriba. Por otro lado, un pacifista, un orangista o un parlamentario de derecha pueden seguir pensando como inmorales o alocadas las misma conductas. Según Engelhardt (1999), el mundo contemporáneo está habitado por extranjeros morales, personas que se adhieren a éticas objetivistas diferentes entre ellas, además de inconmensurables. Engelhardt mantiene que toda ética objetivista que quiere ser universalmente aceptable fracasa y cree que todos los esfuerzos de la filosofía moderna para fundar una ética universalista de tipo formal también han fracasado. Una ética de este tipo estaría marcada forzosamente por un carácter objetivista no suprimible. La intervención clínica sanitaria parece ajustarse a estas indicaciones bioéticas. Ellas prevén un código mínimo de sólo dos principios generales: permiso y beneficio. El principio del permiso, considerado fundamental en bioética, impone al clínico activar un recorrido terapéutico sólo tras obtener el consentimiento del interesado, siempre y cuando sea posible. Sin embargo, la actividad definida como psicodiagnóstico hace las cosas extremadamente más complicadas. En efecto, el psicodiagnóstico es un ámbito de competencia que proporciona un juicio sobre las conductas humanas en relación a una distinción semántica del tipo normal/patológico, la cual, por lo menos parcialmente, se superpone a la semántica de juicio moral. Si se recibe un diagnóstico de “diabetes mellitus”, esto conlleva un cambio de la propia vida y de los familiares, bien por la cuestión psicológica de la enfermedad, bien por la organización de lo cotidiano. Sin embargo, el diagnóstico no conlleva la posibilidad de practicar algunas acciones incluidas en las categorías citadas antes. Por ende, no habrá ninguna trasgresión moral y ninguna pérdida de facultad moral . En más de una circunstancia los escritos de Foucault (Foucault, 1963 – Foucault et al., 1976 – Foucault, 2000) han subrayado el proceso histórico que vio la psiquiatría sustraer a la jurisdicción unos cuantos juicios. Con el tiempo, esta sustracción se amplió, a la vez que presentaba aspectos cada vez más difíciles de resolver. Éste fue el caso de Henriette Cornier, en los años ’20 de 1800. “Una mujer joven, que tenía hijos y los había abandonado tras ser dejada por su marido, entra como doméstica en algunas familias de París. Después de manifestar su aflicción y haber amenazado suicidarse en más de una ocasión, se presenta a casa de la vecina y se ofrece a cuidar de su niña de diecinueve meses durante unos instantes. La vecina tiene dudas, pero finalmente acepta. Henriette Cornier conduce a la niña a su habitación y allí, con un gran cuchillo que tenía preparado, le corta el cuello degollándola. Se queda un cuarto de hora delante del cadáver de la pequeña, con el tronco por un lado y la cabeza por el otro; y cuando la madre llega buscando a la niña, Henriette Corner le dice: su niña está muerta. La madre se agita, no le cree e intenta entrar en la habitación. Henriette Cornier entonces coge un delantal, envuelve la cabeza de la niña y arroja el envoltorio por la ventana. Es detenida inmediatamente. A la pregunta ¿por qué?, contesta: Una idea. Y no se le puede sacar nada más de la boca.” Creo que es innegable que esta narración nos habla de una trasgresión moral gravísima.

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Por parte de la acusación, en estos casos se intenta afirmar el estado de razón del criminal. Es decir, se intenta transformar la trasgresión moral en trasgresión jurídica. Sin embargo, la dificultad a la hora de encontrar un móvil, o un solo interés para cometer el delito, crea un espacio para que la defensa pueda hacer que se reconozca una enfermedad mental. Esto reafirma el principio según el cual un crimen puede ser castigado si de una manera u otra puede ser inteligible. La pérdida de facultad moral y la declaración de enfermedad mental a posteriori (después de la consumación del gesto, el cual no puede ser criminal, en cuanto en ausencia de móvil o interés) salvaban en aquel entonces de la pena de muerte y hoy en día de la cárcel. En circunstancias históricas y culturales distintas, el mismo gesto habría podido acarrear la acusación de brujería y por consiguiente la hoguera, por tanto la presencia de una facultad moral y la presencia del mal. Para que se dé esta diferencia de diversidad de categorías, es necesario un cambio profundo de la mentalidad, que es consecuencia de la secularización del pensamiento filosófico. Se trata de reconocer que las formas de pensamientos acerca de las conductas morales son múltiples, contextuales e internas a las distintas comunidades étnicas. Henriette Corner, en el París de principios de 1800, en virtud del acto terrible cometido, recibe un diagnóstico de enfermedad mental grave, y, perdiendo capacidad jurídica, ya no es una persona. En cuanto incapaz, puede ser entregada a las estructuras de terapia psiquiátrica. La psiquiatría y luego la psicología, se ocuparán de esos casos en que se supone que aunque se haya cometido acciones moralmente inaceptables, son acciones sin móvil o interés; no se sitúan en la lógica medios-finalidades y por tanto no pueden ser localizadas las causas que produjeron tales efectos. Weber diría que no son acciones orientadas según el sentido. Pars destruens Fundar la normalidad Una parte del debate en el ámbito de la filosofía moral ha subrayado cómo se puede fundar una ética formalista y universalista a partir de prácticas discursivas y conversacionales (Habermas, 1985 – Grice, 1993), añadiendo el elemento cognitivo al elemento formal y universal. Intentaré analizar detalladamente estas posturas, tomando en consideración lo que según mi punto de vista representa el nivel teórico más elevado de tal elaboración ética. En el volumen Ética del discurso, Habermas (1985) llega a formular el principio de universalización de este modo: (U) Toda norma válida ha de reflejar la condición según la cual las consecuencias y los efectos que se prevén como derivados por su universal aplicación en vista de la satisfacción de los intereses de cada individuo puedan ser aceptados sin constricción por todos los sujetos. Según Habermas, dicha fórmula consiente satisfacer tres presupuestos fundamentales: el cognitivista, el universalista y el formalista. A través de la formulación “U”, todas las cuestiones prácticas morales deberían decidirse en base a algunas razones. Los juicios morales se expresarían a través de un contenido cognitivo, y no en base a sentimientos individuales. De esta forma, cada cual

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tiene la posibilidad de “distinguir entre juicios morales correctos y equivocados”. Éste es el presupuesto cognitivista. Además, según Habermas, esta formulación permite a los participantes de una conversación llegar, en línea de principio, a los mismos juicios que todos los demás: “la ética del discurso critica la aserción fundamental del relativismo ético, según la cual la validez de los juicios morales se ajusta sólo a los criterios de racionalidad y valores propios de la cultura o forma de vida a la que pertenece el sujeto que juzga”. Ésta es la presuposición universalista. Finalmente Habermas cree que su formulación elimina todas las orientaciones concretas hacia el mundo. Y éste es el presupuesto formalista. Dicho en otros términos, según Habermas es posible fundar una ética de la comunicación que permita a los individuos, libres de intereses sujetivos, encontrar un acuerdo a través de la argumentación. Este acuerdo se basaría sobre criterios de construcción formal del discurso que permitan a cualquiera llegar a las mismas conclusiones formales, siempre y cuando se siga el razonamiento de modo correcto desde el punto de vista cognitivo. La postura de Habermas es representada como un proceso de construcción: un punto de llegada consecuente al desarrollo cognitivo individual. Sólo los que acceden a una ética post-convencional pueden entrar en este horizonte moral. Éste pertenece por definición al individuo adulto y desarrollado desde el aspecto cognitivo. En este sentido Habermas se refiere a las teorías de Piaget sobre el desarrollo moral y a la sucesiva reinterpretación de Kohlberg (1981). Kohlberg es conocido por haber desarrollado una teoría de estadios del desarrollo moral en tres niveles de moralidad: pre convencional, convencional y post convencional. Cada nivel se divide a su vez en dos estadios de desarrollo y cada uno de ellos correspondería a una fase especial de la vida infantil, adolescencial y adulta. El nivel post convencional, que es el que nos interesa aquí, consistiría en dos estadios: el contractual y el de los principios éticos universales. Además, Kohlberg construyó un instrumento de valoración del nivel y estadio de desarrollo moral aplicado al individuo. Este instrumento consiste en la presentación al individuo de un test con una serie de dilemas morales; el individuo tiene que valorar si el protagonista de la historia actuó correctamente o no y explicar por qué. A las respuestas se les da una puntuación que se aplicará a un determinado estadio o nivel del desarrollo moral. Desde el punto de vista técnico la aplicación del test de Kohlberg funciona muy bien. Sin embargo, los resultados han dejado desconcertados a muchos observadores (Gilligan y Murphy, 1980 ; Gilligan, 1983; Barbetta y Bertolini, 1985). En efecto, los resultados parecen asignar puntuaciones más elevadas a los adultos varones, occidentales de clase media y con estudios superiores. La crítica de Carol Gilligan a las teorías de Kohlberg destaca lo que es el meollo de la cuestión. Analicémosla, junto a la descripción del más famoso dilema moral de Kohlberg, el dilema de Heinz: La mujer de Heinz tiene una enfermedad incurable que pronto le llevará a la muerte. Pero Heinz llega a saber que justo en la ciudad donde reside hay un farmacéutico que posee una medicina capaz de curar la enfermedad de su mujer. Va a la farmacia para hacerse con ella, pero el farmacéutico le pide por la medicina una suma enorme de dinero que Heinz no posee. Heinz intenta obtener un crédito, pero el farmacéutico no quiere dárselo, y rechaza entregarle la medicina si Heinz no paga la suma entera. No hay posibilidades de negociación; el farmacéutico afirma que es él quien posee la

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medicina y por tanto tiene el derecho de pedir esa cantidad de dinero. Heinz se marcha, pero regresa por la noche, entra en la farmacia a escondidas y roba la medicina. La pregunta puesta después de este dilema es: ¿Ha hecho bien o no Heinz robando la medicina? ¿Por qué? La puntuación más elevada se debería atribuir a los que contestan que Heinz hizo muy bien en robar la medicina, pues estamos frente a dos imperativos categóricos diferenciados jerárquicamente: “no robar” y “tienes el deber de salvar una vida humana”. El segundo estaría por encima jerárquicamente con respecto al primero; si hay contradicción entre los dos, la actuación moral impone la trasgresión del segundo por el primero, por tanto se puede robar para salvar una vida. De este modo contestaron muchos estudiantes americanos de los College, por ejemplo. Sin embargo, la Gilligan observó cómo muchas estudiantes contestaron distintamente. En efecto, éstas no contestaban a la pregunta del test, sino que ponían en tela de juicio el planteamiento mismo del test. Por ejemplo, se preguntaban sobre el sentido de la pregunta, que daba por cierto que Heinz hubiera ido a robar la medicina, o que hubiera salido del robo impunemente, dado que no resulta simple robar en una farmacia. O que, una vez robada la medicina, ésta surtía el efecto deseado . En efecto, estas preguntas atañen al planteamiento metodológico utilizado por Kohlberg para construir su test. Son preguntas sobre qué es lo que el test quiere medir, es decir si el test tiene que ver con la moralidad o con una especie de formalismo lógico jurídico. Este test ha ido desapareciendo del escenario de los tests psicológicos y rara vez se le cita. Una de las pocas ocasiones en que le he encontrado una aplicación en campo clínico fue el caso de Elliot, presentado por Damasio (1995), en relación a la posibilidad de hallar un test que localice los trastornos pre-frontales. Elliot era un paciente de treinta años operado con éxito de un meningioma en el cerebro. A pesar del éxito de la operación y la reincorporación aparente de Elliot a la normalidad, la situación del paciente permanecía problemática bajo el aspecto de la reinserción social. No lograba reencontrar un trabajo estable, a pesar de que antes del tumor Elliot había sido una persona “que inspiraba confianza”. Cuando tras la operación se le quitó el derecho de cobrar una pensión de invalidez, Damasio intentó comprender ,a través de una serie de tests cognitivos y de personalidad, qué clase de patología neuropsicológica impedía a Elliot retomar su vida “normal”, la vida vivida antes del tumor y de la operación de cirugía. Entre otros tests, Damasio empleó una versión modificada de Kohlberg y en esto como en los demás hubo una puntuación “normal”. “En breve, Elliot tenía una capacidad normal de producir opciones de respuesta a situaciones sociales y de considerar de modo espontáneo las consecuencias de unas opciones particulares. También era capaz de conceptuar las maneras para conseguir objetivos sociales, predecir el éxito probable de situaciones sociales y desarrollar razonamientos morales a nivel avanzado...[Sin embargo Elliot dijo] Y después de todo esto, ¡yo sigo sin saber qué hacer! “. En el test de Kohlberg, Elliot demostraba estar en un estadio entre convencional y post-convencional, un estadio de moralidad considerado más bien avanzado. Pero esto no le servía de nada, ya que no lograba reinsertarse socialmente en su vida cotidiana. Éste es un caso clínico que según mi parecer es muy significativo, en cuanto indica cómo el nivel abstracto de juicio y el de la acción cotidiana y contextual no están necesariamente relacionados; y de cómo la concepción formal, cognitivista y formalista

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presentada en el test de Kohlberg puede no servir a la hora de tomar decisiones y orientarse en la vida cotidiana. Principio de cooperación Las máximas de Grice (1993) para la conversación constituyen una variante pragmática y contractual del casi trascendentalismo de Habermas. Según Grice, la conversación nace de una intencionalidad, es decir el hablante quiere decir algo con la finalidad de producir un efecto sobre el interlocutor. Esta intencionalidad iría más allá de los aspectos semánticos de lo que se afirma, y debería ser analizada a partir de las máximas de cooperación. Se trata de cuatro tipos fundamentales de máximas definidas kantianamente, o sea de cantidad, calidad, relación y modalidad. La máxima de cantidad impone decir todo lo que uno ha de decir sin reticencias y sin añadiduras inútiles; la de calidad impone no mentir o manipular las narraciones; la de relación de ser pertinente y evitar irse por las ramas; la de modalidad impone evitar ambigüedades, contradicciones y puntos oscuros. Naturalmente, estas máximas pueden entrar en contradicción entre sí y una elección ética se caracteriza por la decisión del hablante cuando privilegia sacrificar una máxima a expensas de otra. Por ejemplo, si una persona elige ser reticente sobre un asunto y por tanto ha de transgredir la máxima de cantidad, puede hacerlo a fin de evitar transgredir la de calidad y evitar mentir. De lo contrario, puede decidir mentir, satisfaciendo la cantidad, pero ha de transgredir la calidad. Ambas elecciones pueden hacerse a fin de evitar ofender a una persona o evitar romper una relación. En ambas casos una parte de lo que se dice queda implícita y sin embargo esto produce en el interlocutor, quien se da cuenta de la reticencia, un efecto tal que le hace atribuir un plus de significado a lo dicho. Las máximas de Grice se pueden interpretar bien como modelo teórico bien como recomendaciones morales sobre la conversación. En este último caso, se conciben como reglas para mantener abierta la cooperación conversacional. Si uno viola o transgrede estas reglas, su interlocutor o él mismo intentará restablecer el principio cooperativo a través de modalidades de reparación. Según Grice, se llama significado “no natural” aquella situación en que el interlocutor entiende la intencionalidad del hablante, más allá del sentido literal de lo que se ha dicho. Las teorías morales de Habermas surgen de una orientación formal que elimina toda orientación concreta de la acción, aunque luego existe la necesidad de basarse sobre conductas morales post convencionales definibles en términos empíricos, y como tales discutibles; en cambio, las posturas de Grice mantienen una ambigüedad debida a la posibilidad de ser utilizadas bien como instrumentos metodológicos para la análisis de la conversación, bien como máximas éticas universales. Además, como sostuvo Searle (1967), el modelo teórico de Grice tiene una limitación importante: en la interacción, reduce la atribución del significado sólo al reconocimiento de la intención del hablante de parte del interlocutor. En otras palabras, reconoce el principio de cooperación entre hablantes sólo a partir de una dimensión interna a la relación conversacional. En cambio según Searle (1976), “El significado es algo más que una cuestión de intención, es también a veces una cuestión de convención”. Los estudios en comunicación intercultural y en etnografía de la comunicación (Pierce, 1993 – Carbaugh, 1994) nos ofrecen una cantidad de ejemplos que apoyan la objeción de Searle a Grice. Entre los tantos, he elegido a uno, extraído de Carbaugh (1994):

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“En el atolón de Ifaluk (Océano Pacífico), una americana estaba sentada fuera de la casa de una persona enferma a la que había ido a ver. En una pausa de una charla con una mujer Ifaluk, una niña de aproximadamente cuatro años se acercó, ejecutó una danza breve, hizo una mueca graciosa con la cara, y luego esperó, mirando a las dos mujeres. Pensando que la niña tenía gracia, la americana sonrió. Entonces la mujer Ifaluk la regañó diciendo: No sonría a la niña, si no va a pensar que usted no está enfadada como debería.” Esto y las demás decenas de ejemplos aportados por distintos investigadores en comunicación intercultural, enseña que a menudo el interlocutor se equivoca con respecto de las intenciones del hablante. Paradójicamente, la hermenéutica lee el proceso conversacional como un intercambio continuo de equivocaciones. Si no he comprendido mal el enfoque de Searle, creo que esta corrección del planteamiento de Grice puede ser interpretada como una ampliación del enfoque conversacional hacia una dimensión externa a la misma conversación. La falta de tal dimensión produce un efecto de universalización de la construcción de los significados de la conversación, relacionados con la comprensión de las intenciones puras del hablante; es como si éstas últimas estuvieran del todo desligadas de las circunstancias conversacionales, y por consiguiente culturales, dentro de las cuales se desarrolla la conversación. Una segunda objeción a las teorías conversacionales de Grice consiste en que parece que hay en ellas una especie de superposición y confusión entre el plan metodológico descriptivo y el plan ético prescripto. En efecto, ¿de qué sirven las máximas de Grice? ¿Sirven para proporcionar al analista de la conversación un instrumento técnico a fin de reconocer las transgresiones del principio de cooperación y las sucesivas acciones de reparación conversacional? ¿O más bien sirven para prescribir normas de conducta correcta conversacional? La utilización de las máximas de Grice en la psicología clínica no resuelve ni una ni otra de las dos objeciones. Teorías del apego En el caso de Habermas es el mismo autor que usa el test de Kohlberg como una aplicación práctica clínica de su ética. Viceversa, las teorías de Grice son utilizadas por unos clínicos como instrumentos aplicativos. En efecto, las máximas de Grice constituyen una parte fundamental de los protocolos de valoración del Adult Attachment Interview. El suministro del AAI consiste en una entrevista semi estructurada en que se pide al adulto que atribuya cinco características a cada uno de los padres; luego, se invita a la persona entrevistada a contar de manera articulada y por cada una de las características atribuidas, un episodio del pasado que se ajuste a esa característica (Bing-Hall, 1999 – Sroufe, 2000 – Siegel, 2001). La valoración de los protocolos de entrevista consiste en el análisis de las transgresiones de las máximas de Grice de parte del entrevistado durante la narración de los episodios. Las transgresiones se entienden como incoherencias lógicas del proceso narrativo y como contradicciones con respecto al principio de cooperación conversacional.

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Dado que las máximas de Grice pueden ser entendidas como reglas aplicativas del principio de cooperación conversacional, sus transgresiones son indicadores de falta de actitud “sincera y cooperativa” (Siegel, 2001). Según las reglas de aplicación estándar del AAI, estas incoherencias serían señales narrativas de formas de apego inseguro (distanciado, preocupado, no resuelto/desorganizado). Un ejemplo: Una mujer de 40 años cuenta sobre la característica “comprensiva” atribuida a su madre: - Fíjese usted, también ahora que vivimos a casi mil kilómetros de distancia, cuando me llega la jaqueca, ella es la única que me la cura. -¿Cómo? - Hace el ojo. Coge un plato, le pone un poca de agua y luego vierte una o dos gotas de aceite. Si la gota se expande, significa que había dolor. Pero el dolor pasa mientras me está haciendo el ojo. Mire, no hay medicamento que pueda curarme como lo que me hace mi madre. Cuando me duele la cabeza la llamo por teléfono y después se me va el dolor. Es el único momento en que logro hablar con mi madre, por teléfono. Dado que cuando voy a casa de mi madre, después de unas horas tengo ganas de marcharme. Ella quería que me casara y me quedara en el pueblo, y ahora que soy adulta no soporta verme soltera. Yo tampoco soporto volver al pueblo siempre igual , sólo cada vez más envejecida. Según las máximas de Grice, el análisis de esta parte del protocolo demuestra transgresiones de la máxima de calidad y de relación. En efecto, la mujer no proporciona en su narración elementos que confirmen la capacidad de comprensión que ella misma le atribuyó a su madre. Al contrario, describe a la madre como muy poco comprensiva con la situación actual de la hija. Además, la regla de relación se transgrede, ya que la narración de las prácticas mágicas de su madre, dirigidas a curar la jaqueca de la paciente, no se pueden considerar ni precisas, ni pertinentes a la característica “comprensiva”. De hecho, no describen una actitud materna apta para comprender los pensamientos, los estados anímicos y la situación existencial de la hija; en cambio, denotan una habilidad esotérica especial, de tipo mágico. Una competencia que no encuentra ninguna explicación cognitiva, algo ininteligible, como en el caso de Henriette Corner. De la respuesta de esta mujer podríamos deducir un estado de la mente que en relación con el apego sería de tipo distanciado (violación de la regla de calidad, contradicción entre la afirmación y la narración), o incluso uno de tipo no resuelto/desorganizado (la narración sobre los efectos de las prácticas mágicas sobre la paciente sugieren una forma delirante). Sin embargo, este tipo de análisis y sus consecuencias prácticas y clínicas – por ejemplo la hipótesis diagnóstica de un disturbio de la personalidad borderline o histriónico – no consideran las convenciones culturales que forman el contexto de la narración de la paciente. En este artículo y más adelante, sugeriré una interpretación distinta de los protocolos del AAI. Pero sobre lo dicho antes quiero subrayar como el uso de las máximas de Grice

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como instrumento interpretativo del AAI es reconducible a las teorías clásicas sobre el apego (Bowlby, 1988 – Ainsworth et al., 1978 – Sroufe, 2000). Desde mi punto de vista, estas teorías confunden cierto tipo de filosofía moral con la moral, cierto tipo de construcción de la persona con el Self, y cierta concepción del significado de “vivir una vida” con la adecuación en las relaciones interpersonales y sociales. Y dado que gran parte de los estudios de psicología clínica “científica” y de las técnicas de relevación de los trastornos y deficiencias mentales a lo largo de los últimos 50-60 años se desarrolló en área cultural anglosajona, yo creo que la persona normal en psicología corresponde en gran medida a la persona de clase media, de cultura media superior, blanca y de origen ético protestante. Un ejemplo: las escalas de control del MMPI-2. Las modalidades de definición de la validez de un conjunto de aserciones conllevan un conjunto de técnicas. Bajo este aspecto, el ejemplo del MMPI-2 es muy instructivo. El MMPI es el test más difundido y utilizado en el mundo para relevar los “trastornos de personalidad”. Analicemos pues la versión nueva del test, dado su éxito y su difusión entre los operadores de los servicios psiquiátricos y de psicología clínica. Se trata de un test que utiliza técnicas “objetivas”, y por eso distinto de los tests “proyectivos” (Graham, 1987). Su historia se remonta al periodo anterior a la segunda guerra mundial; una de las primeras investigaciones en que se utilizó a gran escala (junto al proyectivo TAT) fue en la obra de Adorno sobre la Personalidad Autoritaria. Desde entonces el MMPI se difundió muchísimo, no obstante Starke Hathaway, uno de sus inventores , en un ensayo famoso de 1972, puso en discusión los planteamientos, las finalidades y el enfoque teórico. Además, el MMPI refleja una categoría diagnóstica ya superada en muchos aspectos, por lo menos en relación con la evolución de los manuales diagnósticos. A pesar de todo esto y de los enormes límites del planteamiento psicométrico (Kline, 1993), en 1989 salió una nueva versión: el MMPI-2. Esta versión se compone de 567 items de autosuministro a los cuales el entrevistado puede contestar Verdadero o Falso. La respuesta “No sé” a un número superior a 30 invalida la entrevista. Además, cierta cantidad de “No sé” podría violar la máxima de cantidad de Grice “No seas reticente”. El test está dotado de cierto número de escalas de control de su propia validez. Merece la pena ver algunas de ellas más de cerca, para observar cómo son construidas y comprender su lógica implícita en lo que pretenden valorar y medir. Nos interesa para este artículo tomar en consideración la escala L (L de Lie, Mentira). Se trata de cierto número de afirmaciones que cualquiera estaría dispuesto a reconocer como verdaderas, como por ejemplo: “No todos los días leo el artículo editorial del diario”; “De vez en cuando pospongo para mañana lo que debería hacer hoy”. En sustancia, se trata de afirmaciones a las que resulta altamente improbable contestar sinceramente “Falso”, tanto que una puntuación elevada en esta escala destacaría rápidamente una actitud poco sincera del entrevistado. “Cuando, teniendo en cuenta las variables demográficas, la puntuación de la escala L es más elevada de lo que se espera, se ha de considerar la posibilidad de que la persona no ha sido honrada y sincera al responder a todos los demás items del MMPI”.1 1 Las frases entre comillas se han extraído bien del manual de instrucción del MMPI-2 bien del texto de Graham (1987). Dado que poseo la edición inglesa del texto, la traducción es mía y he optado por no traducir la palabra Self.

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En otros términos, se trata de personas que están “intentando crear una impresión positiva” de manera deshonesta, o bien de personas “socialmente conformistas”. Viceversa, las personas con puntuación baja en esta escala se definen en los manuales interpretativos del test como “Bastante confiados con respecto al Self, tanto que son capaces de admitir pequeños defectos o carencias”, además de “Self-fiables, independientes”, “fuertes, naturales, relajados”, “que funcionan de verdad a nivel de liderazgo”. Como podemos observar, la escala L parece medir la adhesión del entrevistado a la máxima de calidad de Grice: “No digas lo que piensas que es falso”. Al mismo tiempo, la escala L parece estar en sintonía también con la valoración de los niveles de moralidad de Kohlberg, situando a niveles bajos de la escala a los que obtienen puntuaciones post-convencionales y a niveles altos a los que obtienen puntuaciones pre-convencionales. Tout se touche. En cambio, a la escala F se le considera como una escala de desviación. Al individuo que obtiene puntuaciones elevadas en esta escala “se le considera que no responde como la mayoría de las personas normales” (Graham, 1987). Para estos casos se hace la hipótesis de un “deseo de anticonformismo”, “fuerte implicación política, social o religiosa” (Hathaway y McKinley, 1989); o, en la versión de Graham (1987), “Convicciones sociales, políticas o religiosas extremadamente desviadas ; si exenta de un diagnóstico grave de psicopatología , habrá un humor “lunático, frenético, insatisfecho, inestable, curioso, complejo, dogmático, oportunista”. También la escala F, tal como la L, puede ser una medida para invalidar el test. En este caso la invalidez del test parece representar la medida del aprieto en que se halla la psicología clínica frente a las cuestiones de la desviación. Por otro lado, el individuo que obtiene puntuación elevada en la escala F no parece transgredir necesariamente algunas de las máximas convencionales de Grice, ni ser candidato a puntuaciones pre-convencionales o convencionales de los tests de Kohlberg. Todo lo contrario: en la mayoría de los casos puede ser un candidato para puntuaciones post-convencionales. La escala L “desenmascara” sólo a quien tiene una actitud no sincera, de tipo ingenuo. La escala K , en cambio, mide las actitudes defensivas con respecto al test. Bajo unos aspectos, parece desenvolver un papel muy similar al de la escala L, pero de modo más sofisticado. En efecto, parece funcionar a la hora de valorar la “sinceridad” de aquellas personas con niveles culturales más altos , de modo que no contestarían negativamente a los items de la escala L , pero al mismo tiempo podrían esconder algo en relación a la estructura de su personalidad. Se piensa que las personas con altas puntuaciones en esta escala tienen una actitud del todo negativa hacia el test, aunque no quieran comunicarlo; o bien están en un nivel socio-económico elevado y no quieren exponerse demasiado al riesgo de un diagnóstico psiquiátrico. Las puntuaciones elevadas en la escala K denotan violaciones sobre todo a la máxima de cantidad de Grice “no seas reticente” y parecen ajustarse a una puntuación convencional del test de Kohlberg. En el MMPI-2 hay dos nuevas escalas de validez, llamadas respectivamente VRIN y TRIN. Con la primera se miden las coherencias y con la segunda el consentimiento. La escala VRIN confronta dos items de cierto tipo, utilizando las tablas de verdad del cálculo proposicional de la lógica formal. Pongamos un ejemplo. Si yo contesto “verdadero” a “me despierto bien y descansado todas las mañanas” y también a “tengo el sueño agitado e intranquilo”, según la escala VRIN estoy contestando de modo contradictorio.

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La operación lógica que rige el planteamiento consiste en conectar las dos proposiciones según el principio de implicación material “si es P, entonces no es Q”. Las respuestas posibles a las dos proposiciones son cuatro: o contesto Verdadero a ambas, o Falso a ambas, o Verdadero a la primera y Falso a la segunda, o Falso a la primera y Verdadero a la segunda. Sólo la primera pareja de respuestas es contradictoria, pues las otras tres pueden ser aceptables. La escala VRIN parece medir las violaciones a la máxima de modalidad de Grice “sé claro y ordenado, evita la ambigüedad”. Es obvio que ésta es la lógica formal, dado que yo podría afirmar que a pesar de tener un sueño agitado, permaneciendo en la cama desde las diez de la noche hasta las once de la mañana consigo despertarme descansado; salvo luego suscitar unas sospechas clínicas de fatiga crónica o posible forma depresiva. En cambio, la TRIN mide la tendencia del entrevistado a contestar Verdadero o Falso de manera indiscriminada. Pues entonces se trata de otra escala de control de las actitudes del entrevistado hacia el test. Parece que la escala TRIN valora la adhesión a la máxima “seas pertinente” de Grice y, en el caso de alto consentimiento, hace pensar en una orientación convencional en las puntuaciones del test de Kohlberg. En fin, echándole una primera mirada, las muchas escalas de validez del MMPI-2 quedarían bien para un manual cuyo título sería: “Cómo se puede pillar a un mentiroso”.También hemos visto cómo la filosofía moral que subyace a las escalas de validez del MMPI-2 se parece en muchos aspectos a la del AAI y del test de Kohlberg. La única excepción la constituye la escala K de desviación; ésta representaría “una orientación concreta hacia el mundo”, como diría Habermas, y no encuentra un sitio entre las máximas de Grice. Podría encontrar una posición entre las más elevadas en las escalas de Kohlberg; por otro lado, ¿no es el mismo Heinz que asume una postura de desviación cuando cree necesario robar? Y de todas formas, podríamos apelarnos a los mismos principios de fundación de las máximas de Grice y de las escalas de Kohlberg para explicar la misma desviación. En el primer caso se trata del principio de cooperación de Grice, en el segundo del principio de universalización de Habermas. La figura del desviado, en efecto, no se presta a participar de forma cooperativa a la conversación; ni a aceptar sin constricción los efectos previsibles de obtemperar a normas universales. Y todo esto significaría observar una especie de meta-contradicción inherente e interna al mismo pensamiento de Habermas (Habermas, 1987 – Apel, 1977). La construcción del Self occidental. Si analizamos profundamente a través de un método deconstruccionista el enfoque filosófico de la valoración de los trastornos de la personalidad, descubrimos la adhesión muy marcada de la psicología clínica a un modelo ético determinado cultural, social y históricamente. Bajo este aspecto, gran parte del instrumental de los tests se demuestra inadecuado a la hora de valorar clínicamente en contextos de comunicación intercultural, discordia étnica, pobreza, recelo y disenso. La imagen de salud mental que subyace en estos tests es la imagen de una persona de clase media, políticamente conservadora, con titulación escolar elevada y que adhiere a cierto habitus social (Bourdieu,1979).

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Tal persona representa la norma en la época y área cultural de la construcción social del Self. Desde luego que este área no es homogénea, pero por otro lado podemos identificarla como el área de expansión y mayor difusión de la modernidad. Voy a intentar una reconstrucción histórica sumaria, reenviando el lector a aquellos estudios que con más competencia han abordado este tema desde el aspecto histórico, sociológico y filosófico. Es probable que el Self moderno nació como problema a partir de la Reforma Protestante. Esto no quiere decir que no existían áreas problemáticas del Self en época antigua. Foucault nos proporciona ejemplos de vestigios de desarrollo de tecnologías del Self en el contexto de la filosofía griego romana, como el epimeleisthai heautou ( el cuidarse a si mismo) o en la época de la espiritualidad cristiana del III y IV siglo con la transición desde el exomologhesis (el ritual público en que uno se autoreconocía pecador, lo cual conllevaba un periodo de penitencia que iba de cuatro a diez años) al exagoreusis (una especie de examen de conciencia de origen estoico). Asimismo, en el siglo V las Instituciones y las Conferencias de Casiano “asentaron las bases del monacato occidental” (Paden, 1992), a la vez que Agustín en las Confesiones y a través del autobiografía, asentaba las bases de la construcción del sentido interno del tiempo y la interioridad (D’Intino, 1998). Por otro lado, el debate alrededor del pecado original en el Protestantismo desenvolvió un papel nuevo y hasta entonces desconocido. El Self está destinado a la derrota en virtud del pecado original (Bercovitch, 1995 – Paden, 1992). Paden (1992) se refiere a una frase del Diario del místico puritano Thomas Shepard :“Vi que si era mi mente la que actuaba, sólo se enlazaban engaños y espejismos, y si actuaban mi voluntad y mis sentimientos, sólo se producían obras de muerte”. Esta condena sin apelaciones del Self parece corresponder a lo que Weber definió como “ascesis mundana” (Weber, 1965). Según Weber, la ascesis encuentra su razón de ser en la idea del protestantismo según la cual las obras no pueden modifican la condición de la Gracia; pues entonces la justificación proviene de la certeza de la gracia a través de la fe. Sin embargo, según la lectura del protestantismo de Weber, es posible captar las señales de la gracia a través del trabajo. A partir de este concepto, se desarrolló el proceso de racionalización típico del espíritu del capitalismo, el cual necesita de esta ascesis mundana llevada a cabo cotidianamente por individuos quienes renuncian a sus ganancias a fin de reinvertirlas en un proceso de racionalización formal de la sociedad. Esto significa, según Weber, que la modernidad, a pesar de su acumulación de riqueza enormemente mayor con respecto a cualquier otra época y sociedad, no se caracteriza por un auri sacra fames como otras épocas históricas, sino por la organización – a través del cálculo, el espíritu emprendedor y la burocracia jurídica y administrativa - de un mundo destinado a producir y reproducir riqueza para luego reinvertirla en el mismo sistema racional. Dentro de la circularidad del cálculo, toda vida humana es parte del proceso de racionalización. Así mismo se constituye un gran proceso de organización del Self. Nuevas técnicas para contener las pasiones (Elias, 1983); Nuevas tecnologías para mantener los cuerpos dóciles y en salud (Foucault, 1976); Y nuevas formas de análisis del Self. Según la ética protestante, las técnicas de ascesis eran “no tanto medios para llegar a la salvación a través del esfuerzo humano, como ocasiones para confirmar la existencia de una relación” (Paden, 1992). No podemos comprender profundamente ni las consideraciones de las tópicas freudianas, sobre todo la segunda, ni la interacción simbólica de Mead si no nos

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remontamos al gran cambio cultural que llevó a la construcción del Self, a partir de las áreas culturales en que el puritanismo protestante ha ejercido mayor influencia. En Vigilar y Castigar , Foucault (1976) describe el panóptico de Bentham. Se trata de un proyecto de varias cárceles en el cual el vigilante, desde el centro de un edificio circular y a través de un sistema de ventanas monodireccionales, ve la sombra del preso en su celda sin que éste pueda verle a él. De este modo el preso jamás podrá saber con certeza cuando le están vigilando y cuando no. Se trata de una metáfora del autocontrol del Self en el mundo moderno, en que la psique individual de cada uno de nosotros está organizada según estas modalidades. La conversación se convierte en un enclave público en el interior del cual el Self se pone como problema. Por un lado el Self se afirma como un individuo separado de la comunidad, único y responsable de sus acciones reconocidas como existentes y eficaces; pero por otro lado el Self reconoce la propia participación dentro de una humanidad común en que cada cual es, a su vez, un Self. El Self es el locus de la responsabilidad; el individuo puede y debe elegir, ejercita un poder y un control sobre el ambiente que le rodea y soporta el peso de sus elecciones. Todo esto, sin embargo, no fluye tal cual sin más. Las disidencias y los disidios a lo largo del desarrollo de este proceso histórico han sido objeto de investigación moral, clínica y jurídica. Y es interesante destacar como dentro de este horizonte moral lo importante no es ser buenos/malos, dado que el juicio no se aplica a las acciones concretas. Como observó Habermas, la filosofía de la modernidad ha de fundarse sobre un principio que elimine toda orientación concreta de la acción. En cambio, la modernidad considera fundamental el análisis del significado de las parejas semánticas sincero/mentiroso , con respecto a la correspondencia entre descripciones y hechos , y coherente /incoherente, con respecto a la utilización del lenguaje como instrumento público. Estas parejas tienen que ver con cuestiones morales, clínicas, lógicas, epistemológicas y jurídicas. Los trastornos de personalidad del grupo B del DSM-IV (Borderline, Antisocial, Narcisista e Histriónico) tienen que ver de manera especial con estas temáticas, dado que parecen ser los más sensibles al mestizaje entre clínica y moral. No es una casualidad que estos trastornos presenten una destacada sensibilidad a las diferencias culturales. Es muy fácil que a un inmigrante clandestino que tope con el circuito de la criminalidad se le aplique un diagnóstico de disturbio antisocial; que una mujer que entre en el circuito del prostitución pueda ser diagnosticada como borderline o histriónica; que un clandestino que pretenda presentarse como refugiado pueda ser clasificado como narcisista. Y queda claro como pueda ser difícil para un clandestino respetar las máximas de Grice o tener puntuaciones aceptables en las escalas de validez del MMPI. En Estados Unidos, por ejemplo, entre los programas de trabajo de los Asistentes sociales está la tarea de enseñar a los adultos marginados y desviados, cuya mayoría coincide con miembros de las comunidades hispana y negra, lo que se llama life skills (habilidades de vida, n.d.t.): como gestionar las cuentas domésticas, la higiene personal y de la casa, planificar la nutrición ( ir al supermercado, cocinar etc.), como utilizar correctamente los recursos de la comunidad, como evitar las discusiones, como educar a los hijos etc. (Boscolo, 1999). En fin, se supone que los que trabajan en los servicios clínicos , tanto los psiquiatras como los psicólogos, asistentes sociales y educadores, saben “como se vive la vida”. Esto no sólo en virtud de la disciplina científica, sino también en virtud de una adhesión

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y conocimiento obvio, por así decir, de los fundamentos de la moral occidental y de las tecnologías del Self. Por otro lado, estos programas educativos parecen destinados al fracaso, ya que intrínsecamente son paradójicos, tal como los describe Irvine Welsh en Trainspotting. En un determinado punto de la novela, los dos amigos Spud y Rent, drogadictos que se dedican a pequeños robos para comprar la droga, acuden a una cita de trabajo decidiendo respetar sistemáticamente las máximas de Grice. En la conversación que sigue entre uno de los dos y el empleado pospuesto a la selección, queda patente que esta decisión no aporta muchas ventajas: “Leo aquí en la solicitud que usted ha estudiado en el George Heriots”; había muchos ex alumnos del George Heriots, esa tarde rondando por allí. “Dices bien, guapo. Bueno, chicos, mejor decíroslo ahora mismo, ¿vale? Yo vengo del Augie, y luego estuve en el Cragie, eh, Craigroyston, ¿comprendido? He escrito Heriots porque, bueno, pensaba de verdad que de este modo iba a conseguir un trabajo. Demasiada discriminación en esta ciudad, chicos, así es. Basta con que un tonto en chaqueta y corbata vea escrito Heriots o Daniel Stewart o la academia de Edimburgo que enseguida se impresiona y se le salen los ojos de las órbitas, ¿sabes? No para molestar, pero, ¿usted habría comentado Ehi, veo que usted ha estudiado en el Craigroyston...? “Bueno, intentaba facilitar la conversación, dado que se da la casualidad que yo estudié en el Heriots. Quería ponerle cómodo. Pero se tranquilice acerca de la discriminación. Las reglas nuevas sobre las iguales oportunidades han zanjado la cuestión.” Continua la conversación, en la cual Spud reconoce haber mentido también sobre los exámenes, en la cual reconoce que el trabajo le interesa solo por “la pasta”, y que espera del sector turístico “pasárselo bien”. Naturalmente, no obstante “las nuevas reglas sobre las iguales oportunidades “ Spud no consigue el trabajo. Y pienso que en una situación real las cosas no hubieran ido de otro modo. Se trata de una circularidad en la que, fatalmente, los que se encuentran excluidos del modelo moral del Self construido en la modernidad, intentarán “producir una impresión favorable de modo deshonesto” (Graham, 1987); y esto pasa porque si de repente se pusieran a respetar las máximas de Grice, tal como le pasó a Spud en la novela, tendrían que reconocer públicamente las responsabilidades y el peso de las elecciones de sus Self hasta ese entonces y aceptar la censura moral y la marginación social por parte de los demás. Lo cual no cambiaría en lo más mínimo sus condiciones sociales y psicológicas. Pequeñas manipulaciones Las tecnologías del Self construidas por la filosofía de la modernidad resultan ser específicas y hechas a medida de las clases medias occidentales. Cuando pensamos en el perfil de una persona quien “está intentando producir una impresión favorable a través de las respuestas deshonestas a los items” (Graham, 1987), seguro que no pensamos en un profesor de Harvard, o en un Juez de la Corte Suprema, ni pensamos en un “honrado ciudadano medio americano”. Pensamos más bien en un inmigrante puertorriqueño, marroquí, pakistaní, turco, según estemos en Estados Unidos, España, Italia, Inglaterra, Alemania o Suiza.

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Por el contrario, cuando pensamos en una persona “lo suficientemente confiada con respecto al Self como para admitir defectos y pequeñas insuficiencias” (Graham, 1987), o bien en una persona “Self-fiable e independiente”, pensamos posiblemente y ante todo en un miembro de la clase media de un país occidental. ¿Por qué? ¿Tal vez tenemos prejuicios? ¿Y de verdad estos prejuicios nada tienen que ver con la construcción de los tests clínicos? ¿De verdad los tests clínicos pueden considerarse neutrales con respecto a estas cuestiones? ¿Se puede considerar neutral la técnica de construcción de la validez de un test? Veamos más de cerca el método del MMPI-2. Una de las razones por las que el MMPI-2 tuvo una segunda edición fue que la muestra normativa de la primera resultaba del todo inadecuada. En efecto, por razones económicas, la muestra representativa sobre la población americana había sido reducida notablemente. El grupo nuevo estándar constituyó una muestra de 2900 personas de la población americana a las cuales se propuso un cuestionario de 704 items, del cual se sacaron los 567 items válidos. De esta primera muestra se descartaron más del 10% de los participantes, dado que habían invalidado la muestra. En la muestra se representaron: -las personas adultas en edad laborable (alrededor del 70% de la muestra tiene entre 20 y 49 años y el 45% entre 30 y 49 años); -las personas con instrucción superior (más del 45% de la muestra se compone de licenciados, frente a un porcentaje de licenciados del 26% según los datos del 2001, y alrededor del 20% según el censo de población de Estados Unidos de hace 20 años, época en que se hizo la muestra); -las personas que desarrollan una actividad profesional tipo ejecutivos o autónomos (más del 51% de la muestra); -las personas casadas que tienen rentas superiores a los treintamil dólares anuales (valor que hemos de considerar con respecto a la mitad de los años 80). Se trata de una representación clara de todos los valores que definen las clases medias. Como demostraron algunas investigaciones de Bourdieu (1979), estos valores explícitos – riqueza, alto nivel cultural, trabajo de ejecutivo etc. – esconden otros valores implícitos. Es lo que Bourdieu definió con el término hábitus y que puede definirse de forma matizada sólo a través de las metodologías cualitativas meticulosas llevadas a cabo por el grupo de Bourdieu a lo largo de la investigación sobre La distinción. El tema numérico queda, sin embargo, interno a la metodología cuantitativa. Se podría construir una nueva muestra, mayormente representativa de los distintos grupos sociales y culturales. Entonces hay que añadir al tema cuantitativo otras dos consideraciones: una relativa a la historia de la mentalidad, la otra relativa a las prácticas de suministro. Por lo que atañe al primer aspecto, aunque la muestra fuera plenamente representativa, se determinarían valores medios y desviaciones estándar con respecto a escalas que reflejan la mentalidad más difusa frente a los items propuestos. En otros términos, hoy en día la mayoría de las personas , frente a un test, no piensa que “nadie me puede comprender” o que “hay gente que intenta robarme los pensamientos o ideas”; o bien no cree que sea una contradicción afirmar “mis sentimientos no se hieren fácilmente” y “ las críticas y los reproches me hieren muchísimo”. Y todo esto a pesar de que en la vida cotidiana las mismas personas pueden afirmar muchas veces no sentirse comprendidas o sentir que se les roba los pensamientos o ideas (por ejemplo, véase los profesores universitarios, que se quejan a menudo de esto), o asimismo caer en la contradicción sobre sentirse o no heridos en los

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sentimientos. La mentalidad dominante sabe que “se hace pero no se dice”; son cosas que se dicen sólo en algunos momentos. Porque cuando uno es sincero, cuando uno respeta la máxima de calidad de Grice, desde luego que no piensa así “de verdad”. Por lo que atañe al segundo aspecto, el de las prácticas del suministro, tendríamos que hablar de esos lugares extraños, donde extrañas personas hacen ciertas preguntas de un cierto modo. Muchas investigaciones cualitativas han descubierto como en muchos casos durante las respuestas a un cuestionario la componente de las expectativas de parte del que suministra el test es predominante con respecto a la expresión de la propia opinión. Incluso se podría hacer la hipótesis de que no existe una opinión verdadera, excepto la que se da a través de la mediación de las proyecciones de las expectativas del interlocutor. Hathaway (1972) cuestionó más o menos lo mismo, cuando diferenció el sistema de valoración “I am” del sistema “He is”. “...el test de personalidad [...] posee dos características: expresar el perfil de la personalidad para el sujeto según el marco de referencia he is (el marco del observador que hace el test) y según el marco de referencia personal I am (que el sujeto ha construido imperceptiblemente como imagen de sí mismo). La tarea del test es la concordancia entre estas características, que son bastante incompatibles”. Luhman (1977) sostiene que las acciones humanas no se orientan en base a expectativas de conducta, sino a expectativas de expectativas: Ego espera que Alter espere de él cierto tipo de conducta, la cual anticipa, en sentido positivo o negativo, satisfaciendo o decepcionando la expectativa de Alter. Si la decepción tiene carácter cognitivo, Alter aprende la diferencia. Si es normativa, la sanciona. Los tests clínicos orientados al diagnóstico como “estado mental” padecen de esta ingenuidad naturalista: encontrar algo en la mente del otro independientemente de la elaboración mental que ha llevado al otro a esa respuesta, en ese momento, en esa situación y en relación con lo que está pasando en su vida. A menudo las escalas del MMPI de la muestra normativa han sido cruzadas con escalas construidas en ambiente clínico para probar sus capacidades a la hora de diferenciar lo normal de lo patológico. Y esto se hizo sin tomar en consideración que, por ejemplo, el ambiente clínico es de por sí un marco que determina un sistema de expectativas de parte del sistema I am de Hathaway. Por otro lado, es esto lo que determina que las escalas tengan una estructura normativa, cosa implícitamente reconocida por la mayoría de las personas que se someten al test. Si una persona contesta a un test clínico, sabe ya –como conocimiento implícito - que quien lo interpreta se ajusta a cierta categoría que tiene la forma semántica de la pareja normal/patológico. El marco de suministro tiene por lo tanto un valor extremadamente importante en relación con las respuestas obtenidas. En mi opinión, todas estas consideraciones no se aplican sólo al MMPI, sino a la metodología entera de suministro de reactivos psicodiagnósticos, tal como se recomienda en los manuales de suministro. En efecto, se trata de la subordinación de la metodología de suministro al sistema de categorías normal/patológico y al planteamiento teórico y nosológico (las razones y las “causas” de la patología) de los autores del test y, directa o indirectamente, de los observadores clínicos que proceden a su suministro e interpretación. Pars construens

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La génesis del secreto: un método hermenéutico para la interpretación de los protocolos AAI Según mi opinión, lo que hace menos convincente el AAI es su enfoque “naturalista”, alrededor del cual se planteó el test, es decir la teoría del apego de Bowlby (1988). Son ya muchos los psicólogos cognitivistas, los psicoanalistas y psicoterapeutas que consideran la teoría del apego como una verdad científica-natural a partir de la cual hay que proceder hacia nuevas conquistas y conocimientos en la psicología clínica y dinámica. Se supone que, a través de la conexión con las observaciones etiológicas, Bowlby ha proporcionado una “base segura” a las teorías psicoanalíticas, estableciendo que el apego, igual que la nutrición, es una necesidad primaria y responde a una forma relacional primaria. Llevando adelante esta tesis, Bowlby asentó las bases también para una investigación de los trastornos de la personalidad que se basara sobre el desarrollo de apegos inseguros y desorganizados durante la etapa infantil en el marco de la relación diádica con la madre o con la persona cuidadora. Ainsworth, quien colaboró con Bowlby, construyó un encuadre experimental para la observación de los apegos inseguros y desorganizados en los niños, encuadre que se definió como Strange Situation. Una cantidad de investigaciones basadas sobre unos datos estadísticos ha intentado demostrar que las personas que durante la infancia han vivido apegos inseguros o desorganizados desarrollarán luego trastornos de la personalidad y serán a su vez incapaces de construir apegos seguros para con sus hijos. Según Fonagy y Target (1997), el niño con apegos inseguros sería un adulto incapaz de tener actitudes intencionales, es decir atribuir estados mentales dotados de significado a conductas humanas. Por tanto sería incapaz de acción recíproca. Según Siegel (2001), podríamos encontrar apegos desorganizados en poblaciones no clínicas en el 40% de los casos. Algunas investigaciones llegan a hacer hipótesis sobre una base genética en la cadena de los apegos inseguros y desorganizados. Este tipo de enfoque relacional monocausal representa según mi parecer un enorme paso hacia atrás teórico y clínico con respecto al enfoque sistémico y relacional. Vuelve a aflorar una postura de culpabilización de los padres, los cuales no se portaron “correctamente”; presenta además una pretensión de instrucción hacia los cuidadores, concibiendo las prácticas relacionales como variables calculables. Esta pretensión se basa sobre la tesis según la cual el niño desarrollaría relaciones diádicas y por tanto individualizaría una figura más representativa entre las demás con respecto a los apegos. Esta figura coincidiría con su organizador afectivo-emocional. El enfoque sistémico-relacional , en cambio, considera la tríada como base de la lectura de los fenómenos de la relación humana. Tríada no es necesariamente o banalmente la relación padre-madre-hijo. Esto aunque la curiosidad del enfoque sistémico sobre lo que esté haciendo el padre cuando la madre interactúa con el hijo permita a las reflexiones relacionales salir del planteamiento monocausal y reductor (Boscolo, Cecchin, Hoffman y Penn, 1987). Todas las formas del pensamiento, en cuanto formas que interpretan y por tanto actos intencionales, necesitan de un proceso de significación triádico. En primer lugar, se trata del triángulo semiótico. En el lenguaje como representación – en que “el lenguaje es el representante de estados de cosas” – el tertium del triángulo semiótico viene cosificado: signo-significado-referente. Se pone el fundamento del pensamiento en el aspecto de la extensión y asume un valor lógico de verdad. La gran ventaja tecnológica de todo este proceso es la

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posibilidad de fundar una lógica formal que ponga las bases para un proceso de cuantificación linear de los procesos mentales, es decir un enfoque computador. El desarrollo de los métodos de medición psicométrica a fin de fundar los tests sobre una base cuantitativa a través de un campeón “normal”, se puede considerar como una consecuencia tecnológica del enfoque computador. Gould la definió como The mismeasure of man (La desmedida del hombre, n.d.t.). Según Eco (1984), esto proviene de la distinción de Frege entre Zeichen, Sinn y Bedeutung (Signo, Sentido y Significado, n.d.t.) en cuanto denominación de los tres vértices del triángulo semiótico. Esta distinción ha conllevado una serie de problemas teóricos sobre el significado y su traducción del tercer término: el “significado de significado”. Según Frege, la Bedeutung de un nombre es un objeto, y la de una proposición es su valor de verdad. Sin embargo, esta distinción acarrea el problema que mientras los objetos son infinitos potencialmente, los valores de verdad son sólo dos: “verdadero” y “falso”. Por tanto, mientras los signos simples poseen una multiplicidad de significados, las proposiciones pueden ser sólo de dos tipos y todas las proposiciones verdaderas tienen la misma Bedeutung. Además, como dijo Wittgenstein (1961), si con el término Bedeutung se entiende el objeto que corresponde al nombre, se cae en un razonamiento según el cual si un individuo se muere , muere también la Bedeutung del nombre. Por tanto no se podría decir “El señor don Fulano de Tal ha muerto”, dado que la frase no tendría significado ninguno. En italiano el término Bedeutung se entendió bien como “referente” bien como “significado”, bien como objeto bien como valor de la verdad. Parece ser que se ha alcanzado un acuerdo filosófico definiendo: -“ex-tensión” – que se refiere al término Bedeutung – como la clase de objetos indicados por el signo; -“in-tensión” – que se refiere al término Sinn – el concepto que el signo suscita en el pensamiento del receptor.

La hipótesis de Eco es que para captar la complejidad en la comunicación es necesario sostener que la in-tensión precede y funda las posibilidades de utilización de la ex-tensión del lenguaje. De este modo el significado es un red ilimitada de reenvíos y no es un número cerrado de definiciones dadas. Tengo la impresión de que el planteamiento de Eco acomete el tema del lenguaje en términos radicalmente no-representacionales, cuestionándose su naturaleza polisémica. Cada término lingüístico reenvía a una multiplicidad de otros términos lingüísticos, a través de una construcción metafórica de los significados. La transformación implícita a este vuelco semiológico conlleva la transición desde un uni-verso definitivo que define, a un multi-verso interpretativo. Es un multiverso que valora el misterio y el secreto de los procesos conversacionales, convirtiéndolos en fascinantes, ya que suscitan asombro y curiosidad. Podríamos definir las contradicciones internas a las narrativas como partes llenas de porosidades y fisuras, habitadas por la alteridad. Kermode habla de “génesis del secreto”, como modelo hermenéutico para interpretar la narración. Utiliza el concepto hebreo de midrash , para reanudar la conversación acerca de las contradicciones internas al entramado de los cuentos. Según Kermode, una narración es “un acto interpretativo pre-exegético”. En lugar de interpretar a través de un comentario de tipo argumentativo, se cuenta la narración amplificándola. El midrash implica el examen, la investigación, la interrogación y la

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pretensión que el texto libere su significado, es decir que se haga comprensible; pero implica también la estimulación del texto, es decir que el texto produzca nuevos significados. Es necesario que junto al texto se dé un intercambio dialógico (Banon, 1995). El midrash puede asumir direcciones diferentes. Un cuento narrado en un determinado contexto, puede asumir un sentido oscuro e incoherente en otro contexto. Que Dios rechazara la ofrenda de los frutos de Caín en Génesis 4, 3-4 podía parecer escandaloso y contradictorio. Pero ya no lo es tanto si Abel ofrece un fruto mejor que el de Caín (Epístola a los Hebreos 11,4), o si Dios no expresó su agradecimiento enseguida por los primeros frutos, sino a los tres días (Filón de Alejandría) , o si Caín ofreció su sacrificio con soberbia mientras que Abel con humildad (Libro del Esplendor); esto quiere decir que se añade a la narración bíblica una serie de enmiendas a fin de “hacer aceptable lo que se había convertido en ininteligible y desagradable” (Kermode, 1993). El midrash puede ser interpretado también como una metáfora de la narración autobiográfica. Parece que los seres humanos cuentan los episodios significativos, controvertidos o escandalosos de su propia vida a través de un midrash que los hagan aceptables, inteligibles y que estimulen a nuevos reenvíos de significados. Y lo hacen en una dimensión conversacional, pública y en presencia de los demás. Sin embargo, no siempre lo hacen. Lo hacen cuando sienten en el otro la apertura a la dimensión del diálogo (Bachtin, 1981 – Andersen, 1997). Esta dimensión es, según yo, incompatible radicalmente con una postura rígida por parte del interlocutor. Las máximas de Grice , en cambio, presuponen un cuadro normativo que el interlocutor, en este caso el clínico, debe conocer. Se supone que el clínico valora “objetivamente” en base a este cuadro normativo y su valoración define de modo absoluto el tipo de apego y el trastorno mental eventual del paciente. De esta forma la práctica clínica postula el plan de la ex -tensión como fundamento de la in-tensión. De una forma u otra analiza los estados mentales del paciente como si fuesen cosas, incurriendo en el disturbio al cual hizo referencia Fonagy (1997). Quiero proponer aquí una utilización alternativa del AAI, que se base sobre la postura de curiosidad del clínico. Para ello me gustaría hablar otra vez del caso clínico presentado anteriormente en este artículo: la mujer cuya madre le curaba el dolor de cabeza. En la narración de esta mujer, la madre le preparaba el “ojo”. Cogía un plato con un poco de agua y vertía una o dos gotas de aceite; si las gotas seguían enteras, significaba que la hija no tenía migraña. Si en cambio por lo menos una gota se abría, significaba que la hija tenía dolor de cabeza y que la práctica de curación tenía éxito. A la hija se le pasaba el dolor. La paciente probaba malestar al volver al pueblo, ya que percibía que la madre le echaba en cara su estado de soltera, y no querer casarse con alguien del pueblo. Sin embargo, la paciente acababa de definir a su madre como “comprensiva”, justo antes de contar este hecho. Se trataba de construir con la paciente un midrash que hiciera inteligible a ambos, al terapeuta y a la paciente, lo que estaba ocurriendo. La paciente extendió la narración hacia varias direcciones. Primera dirección: la madre era una curandera. Había recibido del abuelo materno, quien a su vez era un curandero tradicional de la región Campania, algunos poderes. El abuelo le había dejado como herencia un “manguito” a través del cual se podía curar el fuego de San Antonio. Mucha gente venía desde toda la región para obtener la curación.

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Además su madre había aprendido a hacer “el ojo”, no el “mal de ojo” que pone enferma a la gente, sino el ojo bueno, para curar a la gente. Segunda dirección: la paciente tenía una tía, hermana de su madre, que vivía en el pueblo y que era mucho más joven que la hermana. Era casi coetánea de la paciente. Según ella, le tenía envidia, dado que la paciente era una mujer guapa y en el pueblo había tenido varios pretendientes, todo lo contrario de la tía, que era más bien fea y nadie la cortejaba. Era posible que la tía le hubiera hecho un maleficio a través de una bruja de un pueblo cercano. De hecho la paciente, quien cursaba Derecho en la Universidad de Nápoles, de repente se había bloqueado en su carrera, y no lograba dar los exámenes que le faltaban. Y además había empezado en aquel entonces a padecer de dolores de cabeza. Tercera dirección: Fue en aquel entonces, hace quince años, cuando rompió el noviazgo con un joven del pueblo. Un hermano de la paciente que era médico había intentado curarle los dolores de cabeza y la depresión, pero todo fue inútil. En un momento en que se sentía un poco recuperada, la paciente estudió y ganó una oposición para carteros y se trasladó al Norte. Desde entonces vivía lejos de su casa y no se encontraba bien en ninguno de los dos sitios, ni en el Norte ni en su pueblo. En el Norte no lograba relacionarse bien con los compañeros de trabajo, y había tenido unas relaciones sentimentales que acabaron muy mal. Y cuando volvía al pueblo, se avergonzaba de su condición de solterona y cartera, “envejecida” y sin haber logrado grandes cosas. Justo ella quien había sido la princesa del pueblo, admirada y cortejada por los mejores partidos. Cuarta dirección: la madre era la única que había comprendido la situación, pero era impotente. Hacía lo que podía para ayudar a la hija, como por ejemplo aliviándole el dolor de cabeza. Tal como ocurría en el cuento de la Bella Durmiente, los dones de las hadas buenas podían aliviar sólo en parte el dolor provocado por la maldición de la bruja. La madre, además, no admitía la posibilidad que su propia hermana tuviese que ver con el dolor de la hija, por tanto pensaba que su soltería era debida al cambio de mentalidad al trasladarse la hija al Norte. Este midrash produjo un cambio en la paciente y en el terapeuta. La paciente había elaborado una hipótesis sobre su malestar; esta hipótesis no provenía del terapeuta, por tanto le permitió movilizar unos recursos internos. Ante todo se dio cuenta de que el Norte no era tan distinto, y descubrió que cerca de su casa vivía una anciana señora que hacía cosas similares a las de su madre. En el Norte llamaban al “hacer el ojo” “hacer los gusanos”, dijo. A raíz de este descubrimiento, decidió que en caso de necesidad se iba a dirigir a la señora, dejando en paz a su madre. Pero no tuvo más necesidad de ninguna práctica mágica, dado que en el mundo mágico la regla es que el descubrimiento de las causas del dolor coincide con su desaparición. De esto dedujo que la hipótesis del maleficio de su tía era verdad, dado que este descubrimiento había hecho desaparecer el dolor de cabeza. En breve tiempo la paciente entabló relación con un hombre, que de profesión era juez. En cuanto a su terapeuta, el cambio se produjo al comprender que el vínculo de apego no resuelto entre madre e hija se manifestaba a través del juego lingüístico del dolor de cabeza de la hija y la práctica mágica de curación de parte de la madre. Para participar en este juego lingüístico, el terapeuta tuvo que asumir las reflexiones de Ernesto De Martino (1997):

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“Cuando nos ponemos el problema de la realidad de los poderes mágicos, sucumbimos a la tentación de dar por descontado lo que hemos de entender por realidad, como si fuera un concepto tranquilamente poseído por la mente, sin aporías, y que el investigador tiene que “aplicar” o no aplicar en cuanto predicado del sujeto. Sin embargo, a medida que se lleve adelante la investigación, uno acaba por darse cuenta antes o después que el problema de la realidad de los poderes mágicos no tiene como sujeto sólo la calidad de estos poderes sino también nuestro mismo concepto de realidad; y que la investigación involucra no sólo al sujeto del juicio (los poderes mágicos) sino también la misma categoría que juzga (el concepto de realidad)”. Y queriendo hacer referencia a la cita de Foucault puesta al principio, con estas reflexiones doy por acabado este artículo. Bibliografía Ainsworth M.D.S. et al., Patterns of Attachment: A Psychological Study of the Strange Situation. Hillsdale, Erlabaum, 1978. Andersen H., Conversation, Language and Possibilities, New York, Basic Books, 1997. Apel K.O., Comunitá e comunicazione , Torino, Rosemberg e Sellier, 1977. Bachtin M., The dialogic imagination, Austin, University of Texas Press. Banon D., Le midrach, Paris, PUF, 1995. Barbetta P. e Bertolini L., “Coscienza morale e scienze ricostruttive”, in Urbanistica 81, Noviembre 1985. Barbetta P., “El conflicto de las interpretaciones en terapia familiar: una perspectiva etnográfica”, en Sistemas Familiares 16/2, julio 2000. Bercovitch S., The Puritan Origins of the American Self, New Haven, Yale University Press, 1975. Byng-Hall J., “Verso una storia coerente della malattia e della perdita “, in Papadopoulos R. E Byng-Hall J. , Voci múltiple, Milano, Mondadori. Boscolo L., Cecchin G., Hoffman L, and Penn P., Milan Systemic Family Therapy, New York, Basic Books, 1987. Boscolo M.F., La figura dell’Assistente Sociale in USA, Inghilterra e Israele , Venezia, Tesi di Laurea, Universitá Ca’ Foscari, Facoltá Lettere e Filosofía, DUSS, 1999. Bowlby J., Una base sicura, Milano, Raffaello Cortina, 1988. Bourdieu P., La distinction , Paris, Minuit, 1979.

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