Golpes: Relatos y memorias de la dictadura

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Golpes: Relatos y memorias de la dictadura Golpes : Relatos y memorias de la dictadura. Buenos Aires : Seix Barral, 2016. (Biblioteca breve). En Memoria Académica. Disponible en: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/libros/pm.1139/pm.1139.pdf Información adicional en www.memoria.fahce.unlp.edu.ar Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0

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Golpes:Relatosymemoriasdeladictadura.BuenosAires:SeixBarral,2016.(Bibliotecabreve).EnMemoriaAcadémica.Disponibleen:http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/libros/pm.1139/pm.1139.pdf

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Grupo Planeta – Editorial Seix Barral nos ha autorizado a poner

en circulación el pdf del libro que editamos en 2016, Golpes.

Relatos y memorias de la dictadura, y en que colaboran 24

amigas y amigos escritores.

Lo difundimos, por supuesto, por fuera de todo uso comercial, y

para aportar a las actividades de docentes, estudiantes,

bibliotecaries, escuelas, bibliotecas populares, centros culturales,

y por supuesto para acercar el libro a les lectores en general. En

tal sentido, les pedimos que lo reenvíen con el mismo mensaje y

propósito que lo estamos haciendo acá, y con la leyenda "con

autorización de los editores, copia digital sin fines de lucro, para

uso en actividades de docentes, estudiantes, bibliotecaries,

escuelas, bibliotecas populares, centros culturales".

Agradeceremos especialmente a las jurisdicciones educativas y

programas culturales oficiales que crean posible aprovecharlo.

Mil gracias desde ya.

MEMORIA, VERDAD, JUSTICIA.

SON 30.000

Abrazos!

Victoria Torres y Miguel Dalmaroni

Editores de Golpes. Relatos y memorias de la dictadura.

26-3-2019.

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-

NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Golpes

Edición y prólogo de

Victoria Torres

y Miguel Dalmaroni

GolpesRelatos y memorias de la dictadura

Seix Barral Biblioteca Breve

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Índice

Prólogo: Los tiempos que corren, por Miguel Dalmaroni y Victoria Torres . . . . . . . . . . . . . 9

Parte I

La garita, por Gabriela Cabezón Cámara . . . . . . . . . . . . . . . . . 17Serenata, por Inés Garland . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19Mis dos hemisferios, por Fernanda García Lao . . . . . . . . . . . . . 23réplica en escala, por Paula Tomassoni . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 314 colores, por Carlos Ríos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43el ahorcado, por Mariana Enríquez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59Sin, por Sebastián Martínez Daniell . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67el murmullo, por Carlos Gamerro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79el beso de Videla, por Juan José Becerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85actos de habla, por Mario Ortiz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93

Parte II

Sin título, por Sergio Chejfec . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109Queso, por Esteban López Brusa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115Perro negro, por Patricia Ratto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125Calmar la sed, por Sergio Olguín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135antebrazo, por Ernesto Semán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139Golpes, por Eduardo Berti . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145

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el poder de la mente, por Julián López . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151Un anochecer de invierno, por Alejandra Laurencich . . . . . . 159Casas viejas en calles empedradas, por Alejandra Zina . . . . . . 1631979, por Aníbal Jarkowski . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173Una vez en un sueño, por Patricia Suárez . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183

Parte III

24, por Federico Jeanmaire . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195Crónica detallada del 24 de marzo de 1976,

por Martín Kohan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199Cronología invertida del 24 de marzo de 1976 (golpe a golpe),

por Laura Lenci . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201

Sobre los autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 215

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Prólogo

Los tiempos que corren

… pero antes de hablar mira rápido a su alrededor, convencido de que lo que está por decir es riesgoso y decisivo,

y baja un poco la voz aunque la vereda, a causa del frío o de la hora, o de los tiempos que corren probablemente,

está casi desierta bajo los letreros de neón de todos colores que se encienden y se apagan en el anochecer.

Juan José Saer (1993)

«Los tiempos que corren» en la novela Lo imborrable de Saer son los de la dictadura genocida que aterrorizó a la Argentina en-tre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983 . Son los momentos más siniestros de esos años, los previos a la Guerra de Malvinas de 1982 . La cita sintetiza la memoria de aquellos tiempos ominosos en la fatalidad del miedo, el silencio y el frío reunidos en la vereda desierta cuando llega la noche . Es la hora en que eso que corre y transita las calles son los secuestros más o menos disfrazados de «operativos» . La hora de los «grupos de tareas», ese eufemismo con que se enmascaraban los comandos de la muerte de las Fuerzas Armadas y policiales, encargados de torturar y «desaparecer» a mi-les de personas . Es la hora de las ejecuciones en plena vía pública, mentidas por los comunicados oficiales y la prensa como «enfrenta-mientos» entre las fuerzas del orden y «extremistas» armados .

Este libro reúne 24 textos inéditos, escritos especialmente para ser incluidos aquí, en ocasión del cuadragésimo aniversario del golpe militar que derrocó al gobierno legal de Isabel Perón y lo reemplazó por la junta de los comandantes del Ejército, la Marina de guerra y la Fuerza Aérea, que impuso una forma prolongada,

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extrema e inédita de terrorismo de Estado . Cuando comenzamos a imaginar este libro a partir de la proximidad del 24 de marzo de 2016, la fecha se nos presentaba apenas como una motivación del calendario pero, a su vez, como el nombre numérico y cronológico del trauma colectivo que nunca más dejará de interpelarnos .

Entre el comienzo de la dictadura y la Guerra de Malvinas, quienes escribimos aquí estábamos aproximadamente entre el final de nuestros estudios secundarios y los primeros años de la escuela primaria . Los editores del libro convocamos a escritoras y escri-tores argentinos de esas generaciones, nacidos entre 1957 y 1973 (años más, años menos), porque esas chicas y chicos atravesaron aquellos años extremos en momentos de la vida durante los que — como sabemos— ciertos rincones y tonos de la memoria perso-nal y de las propias biografías ganan intensidades únicas y signifi-cados perturbadores, inquietantes y siempre abiertos . Les pedimos que diesen forma escrita a alguna porción de ese archivo mental y emocional personalísimo donde los recuerdos y las anécdotas del conflicto social, histórico y vital resultan siempre trabajados por la imaginación, por los sueños y las pesadillas, por los recortes del olvido o las insistencias de percepciones, matices, perfumes o rui-dos imborrables . Algunos reinventaron los estilos del testimonio autobiográfico, otros apelaron a la ficción, o al encadenamiento poético de imágenes y de pasadizos inusuales del idioma, todos a una mezcla única de formas y tonos . Incluso encargamos a una historiadora profesional — experta en la lectura atenta de la ficción contemporánea— una cronología nada convencional de los hechos del día del golpe y de la jornada previa, porque los tiempos de la Historia y los tiempos de las historias corren a menudo a mezclarse, superponerse y desconcertar lo que esperan los calendarios y los relojes . Por eso, las historias que narran, rememoran o inventan estos relatos a veces retroceden a días, meses, años previos al 24 de marzo del 76; otras veces avanzan hasta varias décadas después de 1983 o hasta el presente más controvertido; otras, ignoran toda cronología y desdibujan las marcas de casi toda referencia para privilegiar estados, atmósferas anímicas, climas emocionales .

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Así, lo que resultó y está en estas páginas, creemos, es la me-moria de las voces, y de los conflictos de identidad que las personas (y los lectores en nuestro caso) solo podemos entrever en la parti-cularidad de las voces y de las marcas que las voces llevan puestas . Como los sueños, como ciertas variantes del humor, el arte y la literatura (que no son formas simples de la comunicación ni de lo transmisible sin más) manifiestan siempre las dimensiones vaci-lantes e inciertas del pasado y de su espesor . Permiten entrever las caras menos nítidas, o las más incómodas, de experiencias a veces impactantes, de esas que nunca podremos asimilar por completo ni — por tanto— dejar atrás . Cuando leemos literatura, el predio donde discurren y se nos muestran esas vivencias son las voces: los timbres, las alturas, los volúmenes que las distinguen y singulari-zan . Sentimos, experimentamos entonces como lectores, algo de esas experiencias y visiones a la vez históricas y personales que solo puede darnos, como un murmullo a la vez conocido y completa-mente nuevo, la voz particular y situada de ese o esa que narra allí .

Entre las marcas que traen esas voces, para devolver un espe-sor siempre insospechado al pasado del que proceden, está, enton-ces, el tiempo . Una mujer ya adulta rememora cómo, de niña, ha visto a un hombre ahorcado, colgando al aire libre en una de las casas demolidas por el paso de una autopista en construcción . El abanderado de su escuela espera firme en la puerta de la munici-palidad de su pueblo a que el dictador genocida Jorge Rafael Videla salga del edificio y le dé un beso en la cabeza . Alguien, muchos años después, estaría ejecutando justicia por mano propia contra un ex represor perdido entre los días y los olvidos de casi todos . Un niño no entiende quién se dio ese «golpe» del que hablan los adultos y a causa del cual hoy no hay clases, y termina yéndose a jugar al parque con un grupo de compañeritos a quienes parece esperar un oscuro destino de ausencias . Una nena se queda sola de visita en la casa de la familia del mejor amigo desaparecido de su padre . Hay sobresaltos que recuerdan fechas, y épocas y edades que viven — desde aquellos años— unidos a sabores, zonas en los mapas, fotos . O a la inversa, no es posible saber que en ese sitio

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o en esas calles sucedieron ciertamente tales hechos sino por un ejercicio tenaz de la voluntad de quien recuerda tras el paso de los años . Alguien cree haber caminado a diario, bien entrada la no-che, pero sin haberlo notado, por las mismas avenidas, veredas e itinerarios por donde debían suceder las razias, las detenciones, los secuestros . Todo parece anacrónico, traspapelado, fuera de tiempo y lugar: el allá y acá de los nombres y los apodos y las direcciones del exilio, las delaciones y el rumor, el secreteo y lo inconfesado, las amenazas en que se han transformado ahora — durante los tiempos que corren— la cuadra, las puertas, el vecindario, las luminarias o su ausencia, ciertos desplazamientos antes banales de los cuerpos por los lugares y los momentos del día . Las noticias más escabrosas de los llamados años de plomo pasan, en estos relatos, de las calles o los diarios a la intimidad de las pesadillas familiares y al trato entre padres e hijos: las videncias, los espíritus y los fantasmas a la vez más grotescos y aterradores se sientan a la mesa con noso-tros . Como verá el lector, aquí se alternan y superponen — así— el presente de la evocación con el pasado evocado, la infancia con su pérdida presente en las subjetividades que se empecinan en re-cuperarla, el tiempo atroz de lo perdido con el tiempo recobrado del sobreviviente (que nunca es más que resto, vestigio, esquirla preciosa y reliquia rescatada de entre las ruinas del cataclismo) . Los relatos regresan a algunos tópicos, temas, escenarios en torno de los que siempre — porque están allí o porque irrumpen y sobre-saltan— rondan la violencia extrema contra los cuerpos, el crimen, la muerte: el silencio, los rumores, el murmullo, el asalto de los ruidos o las órdenes y los gritos . El miedo . La política, las calles, las multitudes, las emboscadas . El fútbol, la guerra, las formas inéditas de la demencia impuestas como un orden natural de las cosas . Pero sobre todo, la familia y la escuela: esos espacios emocionales inter-medios, siempre entre lo íntimo y lo expuesto, entre lo privado y/o público . Refugios o pertenencias que se transforman en el disfraz asfixiante de una intemperie despiadada .

Los trabajos de la memoria, como se los ha llamado, no son calculables ni caben en ningún archivo ordenado, ni en un conteo

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final de los hechos, porque el recuerdo — y el recuerdo del recuer-do— es al mismo tiempo imborrable, incesante y nunca idéntico a sí mismo . Casi del principio al fin de su obra, Borges no pudo abandonar el tema de la memoria, el tema del miedo extremo y a la vez de la fascinación que el juego peligroso y necesario de la memoria nunca dejó de provocar en sus escritos . La literatura es experta en ese trance proteico del que hablamos con las palabras que tenemos y reinventamos — memoria, recuerdos, pasado— , como lo son sin dudas los escritores que han explorado su ima-ginación y sus vivencias para estar en este libro que también, a su manera, prosigue el incesante, el imborrable trabajo de la memoria del horror argentino .

Victoria Torres y Miguel Dalmaroni

Parte I

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La GarIta

Gabriela Cabezón Cámara

Llueve . Todo el día llovió . Está sentado con el termo y el mate en la garita . Es lo que se ve: la silueta de un hombre grande, un poco encorvado . La cara iluminada por el reflejo azul y frío de una pantalla . A algunos metros de la garita hay tres perros . Están mojados, pero soportan la lluvia con estoicismo animal . Se le apaga la cara al tipo, se habrá quedado sin batería . Se endereza un poco, mira . Los perros . La casa vacía . La lluvia, que adentro de la garita debe ser atronadora y afuera es grave, atravesada de viento y de ramas que crujen . El mar está atrás de los médanos, pero se funde con la lluvia y es como si no estuviera . Lo que está es el tipo en la garita y los perros mojados y la casa enorme atrás . Se prende una luz azul cerca del termo, será el teléfono . El vigilante maniobra en el espacio escueto . Sale con un piloto de plástico encima . Los pe-rros se paran torpes, ha de pesarles el pelo empapado, y se alejan un poco más del tipo que mea . Sube vapor del chorro largo y lento . Uno de los perros se le acerca . Lo patea con fuerza . Se cae el perro . Le pega otra vez . El animal vuelve a alejarse, gimiendo y rengo, llega a donde están los otros . Prende la lamparita, apoya una bolsa de nylon cerca de la ventana, la abre y saca un tupper . Come con la mirada fija en el teléfono . Dos de los perros se acercan a la garita . Esperan . El vigilante gira la cabeza hacia ellos y vuelve a la luz azul . Pasa una hora o pasan dos . Casi no se mueve hasta que arroja los restos afuera . Los animales comen y, ahora sí, van a guarecerse con el rengo abajo de unos arbustos . El teléfono se apaga . No juega más, si es que estaba jugando . Parece dormido, quieto en la silla de

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plástico blanca, con una frazada tapándole el pecho . Parece inerme también, convencido de su soledad . O confiado en los perros . Pero le fallan, no ladran: se arrojan sobre la carne que les cae como la lluvia y lamen las manos de la mujer que obró el milagro . Sabe, ella, cómo sigue la rutina del tipo . Poco después del amanecer llega su reemplazo y se va . Los perros festejan el cambio de personal con saltitos . Camina tres kilómetros hasta el rancho que habita . Vive solo, con un televisor, dos sillas, una mesa, un catre, algunas armas y varias botellas vacías . Whisky toma . Lo sabe, la mujer, porque re-cuerda el aliento del tipo en la nuca . La visitaba en llamas, después de sus horas de parrilla, y le contaba sus proezas . Era un bocón, decían sus compañeros, y supo que por eso mismo le soltaron la mano hace poco . Cuando llega al rancho, más o menos a las ocho de la mañana, toma algunos tragos del pico y después se acuesta . Se levanta a la tarde . Come algo, se toma el primer whisky . Pasa por el bar . En el pueblo le conocen otro nombre . Y otra historia: que su mujer y su hijo murieron en un accidente y él tuvo problemas con el alcohol . Algunos suman y concluyen que manejaba el tipo, creen entender su mutismo y lo dejan en paz . Después del café, express, bien cargado, camina de vuelta al country . Cuando lo ven, los perros bajan las orejas, meten la cola entre las patas y tratan de irse atrás del otro vigilante, que los ahuyenta .

Hoy ya pasó todo eso . Este es el momento del desmayo . Ronca el tipo, se lo escucha aun bajo la lluvia . Ella se acerca . Tiene un arma en la mano . Lo empuja con el caño . El tipo se cae, queda desparramado en la garita . El termo se rompe y lo baña de whisky y vidrio finito y plateado . Se está mojando ella, lo mira un rato desde afuera y desde arriba . Se va . Y deja que los perros la sigan .

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Serenata

Inés Garland

Serenata se daba una vuelta por la Unidad Básica todas las tar-des sin excepción . Decía que necesitaba verme, y se paraba contra la pared, la espalda curvada hacia adelante, los brazos cruzados, un cigarrillo entre los dedos . No faltaba nunca a las reuniones ni a las lecturas, pero llegaba siempre antes para conversar conmigo . Yo era la responsable de la Unidad Básica, y mi función, entre otras, era la de cuidar la moral revolucionaria . A él le preocupaba mu-cho la moral revolucionaria . Tenía preguntas que no se animaba a formular, y se quedaba ahí, fumando un cigarrillo tras otro, como si las palabras se le estuvieran amontonando en la boca y salieran convertidas en humo .

Detrás de él, como si lo hubieran estado espiando desde la esquina, entraban las mujeres . Teníamos 21 años, pero a él lo perseguían desde las de trece hasta la muñeca Queraltó y Doris que sumaban como doscientos años entre las dos . Serenata tenía novia y todas lo sabían, hiciera lo que hiciera y saliera con quien saliera, volvía siempre con Lilianita . Se decía que lo habían al-canzado a ver con delantal y repasador detrás de la ventana de la cocina de la casa de Lilianita, pero seguramente eran habladurías, intentos de explicar cómo esa mujer de un metro cincuenta, re-donda como una naranja con patas, lograba retener a un hombre como Serenata . Lo cierto es que Lilianita o no Lilianita, las mu-jeres se enamoraban de él y aparecían en tropel haciéndose las distraídas cada vez que Serenata cruzaba el umbral de la Unidad Básica .

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Entre las más insistentes estaba Doris, la hija de la tarotista del barrio . Doris se teñía de rubio, pero como no tenían plata, siem-pre andaba con las raíces muy negras, una raya violenta que a ella no parecía afectarla . Se maquillaba como una puerta desde muy temprano, corría el rumor de que cuando algún novio se quedaba a dormir, ella se levantaba de la cama dos horas antes para que no la vieran sin maquillaje, pero yo nunca le conocí ningún novio . Se sentía hermosa, había sido de la resistencia y decía que Osinde le mandaba mensajes a través de una televisión que ella había ins-talado en la azotea con ese fin . Doris tenía una pelea machacona con el carnicero .

— ¿Usted leyó El capital? — le preguntaba él que sabía que ella no había terminado la primaria .

— Yo leí todos los libros de Perón— decía ella .Y él, cada vez, le volvía a preguntar por El capital . — Yo leí un libro gordo así, así, que decía que Marx era puto

— le dijo ella un día antes de salir de la carnicería dando un por-tazo .

Le gustaba cantar el Ave María como si le bajara una inspira-ción imposible de evitar . Cantaba realmente mal pero se ofendía con Serenata que a veces no aguantaba la risa y se encerraba en el baño .

— Ya sé que te estás riendo en el baño — decía, y seguía can-tando con las manos apoyadas en la puerta como si quisiera em-pujar la voz a través de la madera .

La otra que aparecía como un conjuro cada vez que Serenata llegaba era la muñeca Queraltó . Había sido secretaria de Eva Perón, ella le decía «la señora», y después, de Mercante . Hablaba cuatro idiomas . Mercante la había hecho trabajar tanto que terminó con un surmenage, paranoica y desatada . Aparecía vestida con una robe de bordes carcomidos y un balde en la mano . Se acercaba subrepticiamente a Serenata y le hablaba al oído . Me persiguen, susurraba . Quién te persigue, vení, le decía Serenata, y apagaba el cigarrillo, la agarraba de la mano como a una nenita, y la llevaba a lo de mi madre para que mi madre la bañara y le diera de comer .

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La especialidad de Coca, otra de las candidatas, era la marcha peronista, que ella cantaba gesticulando con muchos golpes en el corazón con la palma abierta, el pueblo entero está unido y grita, los brazos abiertos al cielo, por esa Argentina grande, unos círculos con las manos, juntos unidos venceremos, unos gestos como de agua brotando de una fuente, para que reine en el pueblo el amor y la igualdad . Cuando iba por la calle, a veces siguiendo a Serenata a cierta distancia, se detenía a escupir los carteles de la oposición . Viva Perón, viva Perón .

¿Quién puede decir que Serenata no fuera la causa de que los entrenamientos estuvieran llenos de mujeres? Sabía armar y des-armar su Bersa 22 con más destreza que yo misma que practicaba para enseñarles a los novatos, hacía más lagartijas que ninguno, y daba las vueltas al parque Avellaneda con una determinación de la que solo yo dudaba . Habíamos hablado más de una vez de los ataques de asma que yo también tenía y los dos conocíamos bien . Pero ese era nuestro secreto . Nuestro y de Lilianita .

Entonces pasó lo que nunca había pasado . Serenata se enamo-ró de una mujer más grande que nosotros . Marga, una estudiante de psicología que empezó a venir a las reuniones . No era algo fácil de digerir para nadie . Una cosa era que sedujera a las mujeres en el almacén, en el trabajo y en la calle, y otra bien distinta era que plantara a su compañera por una mujer que había conocido en las lecturas del Manifiesto . Era entendible, de todas maneras . Marga era un mujerón que le llevaba dos cabezas limpias a Lilianita y se podía apoyar una tacita de café en la bandeja de sus pechos, como dijo el bestia del Urquito al que yo siempre tenía que amonestar por decir en las reuniones cosas que no correspondían . Mujeres, mujeres, mujeres son las nuestras, mujeres peronistas, las demás es-tán de muestra, dijo él, como si Marga también fuera suya .

Marga y Serenata deben haber estado juntos un año, calculo . Sé que cuando alguien rompió la vidriera del local de un piedrazo, ellos ayudaron a construir la pared que nos ordenó el comando del barrio, un organismo nuevo que se creó cuando las cosas se com-plicaron y se pusieron cada vez más serias . Las cosas entre Marga

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y Serenata también parecían haberse puesto serias . A Lilianita se la veía poco, pero se decía que de ninguna manera se había dado por vencida . Y un día de primavera Marga entró a la Unidad Básica llorando porque, como dijo en medio de unos sollozos que partían el corazón, Serenata había vuelto con la turra de Lilianita .

Como responsable de la moral del grupo tuve que citarlo para poner orden en tanta ida y vuelta .

— Qué pasa, Serenata .— No te puedo decir .— Me decís ya .— No puedo .Ah, Serenata, si pudiéramos recordar juntos la cara con que

me miraste, los ojos mortificados de vergüenza, tus resoplidos, el cigarrillo que se te consumía entre los dedos mientras juntabas coraje para confesarte conmigo .

— Si no me decís no vas a poder seguir viniendo .— Cuando vamos al telo, ella quiere que la ate .El silbido de los pulmones al borde de un ataque de asma .— Y yo soy hombre y soy peronista . ¡No la puedo atar!Ah . Cómo nos reiríamos ahora, Serenata .

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MIS doS heMISferIoS

fernanda García Lao

Lo que sigue son fotos a las que doy espesor . Un álbum que solo existe en mi cabeza . Me veo seria en blanco y negro, diminuta, y entonces, un estremecimiento . El mundo nunca fue ingenuo . Uno nace y se incorpora a un asunto cruel, en movimiento . Hay que correr para subirse o atajar los golpes . Saber caer .

A él lo veo sonriendo con un premio en alto, micrófono en mano, o en la calle, rodeado de gente . Mi padre fue pionero de la televisión mendocina, periodista radial y gráfico . Ahora es una imagen en el álbum .

1974 . Su productora es estatizada por el gobierno de María Estela Martínez de Perón . Se apropian del archivo, cámaras, vehí-culos . Solo se salva la máquina de escribir . Una Lexicon 80 . Y no sé dónde quedó . Las mudanzas o el tiempo nos privan de las cosas . Los objetos icónicos de una familia, después de cruzar tantas veces el océano, se pierden de vista .

1976 . Los militares intervienen la provincia y le ofrecen la dirección de la Escuela de Periodismo . A cambio, mi padre debe vigilar y señalar docentes, personal no docente y alumnos . Le muestran una lista con nombres y un punto de color al lado . Cada color significa una desgracia, salvo el verde . Ve, usted está limpito . Rechaza el ofrecimiento sin dudar . Le piden que lo reconsidere . Lo dejan solo un rato largo . Encerrado en la oficina castrense donde lo han citado . Regresan con el ofrecimiento . Vuelve a ne-garse . Lo encierran de nuevo . La escena se repite varias veces, durante horas . Mi padre piensa que no lo van a dejar salir más .

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Pero lo dejan . Cuando llega a casa, la decisión ya está tomada . Nos vamos .

La realidad demanda improvisar, hay que moverse . Yo, que nada sé, celebro el evento con alegría, por imprevisto . Me veo son-reír, con una valija en la mano . Lista para no ser yo . Obnubilada por el deseo de partir .

Mis padres resuelven no vender el departamento, dejar todo como está . Por si acaso . Dudan de conseguir empleo en un lugar donde nadie los conoce . Hasta las toallas en el toallero, es la con-signa . Podemos elegir un libro y una muñeca cada una, somos tres hermanas, y ropa para pocas valijas . Viajaremos ligero . Yo elijo Tom Sawyer . Algún día seré como Tom regresando de la cueva . Pero falta para eso . De momento, parezco Huckleberry Finn, sin casa .

No recuerdo si hubo despedida . El cerebro anestesia lo que no entiende . Pero supongo que las vimos antes de viajar . Cuando pienso en mi abuela y en mi tía, sus siluetas están en camisón . En sus cuerpos siempre había una siesta cercana . También una tortuga, un limonero, paredes que mi abuela hacía blanquear y un teléfono negro . Vivían juntas, eran insondables . Dos versio-nes de lo femenino . Una ancestral . Cocinera, tejedora de crochet, de exuberancia mamaria . La otra, independiente, solterona, lenta de reflejos y dueña de un 600 . Adorables . Diminutas y cerradas . Hubieran cabido en una caja de cartón . Mi tía guardaba los pape-les de regalo y los moños como si fueran criaturas para después . Embriones de felicidad que no llegaba nunca . También tenían un pianito de madera sobre el armario . Aquel individuo de teclas mí-nimas representaba para mí la imagen del deseo . Conseguir que lo bajaran, hacerlo mío un instante, muy parecido a la felicidad . Me hubiera gustado que me lo regalaran, llevármelo en el viaje, pero no . Mi deseo fue condenado al vértigo del armario .

Entonces, no hay imagen para la despedida . A las cosas que no están, se suman los momentos . El tiempo se alimenta de eso . Cada minuto, una masticación .

Es 5 de octubre por la tarde, el avión carretea . Sé que después de cenar, en medio del Atlántico, va a ser mi cumpleaños . Mis

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padres se conocieron sobre esas mismas aguas, pero dentro de un barco y en sentido inverso . A las doce en punto, me cantarán el cumpleaños feliz en el aire y no soplaré ninguna vela . Somos un árbol al revés: las raíces al descubierto .

Al llegar, pasamos algunos días en León, en la casa de mi abuelo, mientras mis padres resuelven el tema del alojamiento en Madrid . Me dedico a jugar, a esperar, a espiar por la ventana a las vecinas de enfrente . Ejercen sobre mí una fascinación extraña . Por-que hablan, es decir, piensan, distinto . El mundo se transforma sin aviso . Hasta el cielo es otro . Las Tres Marías no están . En su lugar, miles de desconocidas . De un plumazo, sin infancia ni universo . El pasado, desvanecido . Mi inocencia tiene los días contados .

Ya en Madrid, vamos a vivir a un departamento alquilado lleno de muebles oscuros . Las ventanas dan a un patio de luces . Aunque las luces brillan por su ausencia . La puerta de entrada está forrada por dentro con un acolchado verde, como de manicomio extravagante . Lo más grande del departamento es el pasillo . Un pasillo que pega la vuelta . Nosotras tres dormimos con las camas pegadas porque no hay lugar para nada más en el dormitorio . Mi padre se encierra a escribir y así pasa horas . Solo se escuchan las teclas de su máquina y el encendedor, que a cada rato prende un nuevo cigarrillo . Pronto, consigue trabajo en radio, aunque no pue-de salir al aire por su acento argentino . Colabora esporádicamente en el diario El País, gana poco .

En las fotos de esos años, parezco un varón desgarbado, con cara de pocos amigos . El pelo atado hacia atrás, la boca torcida no es una sonrisa . Llevo camisa con lacito y pulóver oscuro, a juego con el panorama .

Las clases ya empezaron . Aunque no terminé cuarto grado en Mendoza, acá me inscriben en quinto . No entiendo nada . Franco murió, pero la educación española conserva intactos valores ab-surdos . Hay dos alas en esa escuela para separar por género: niños por un lado, niñas por otro . Mi profesora de lengua es franquista y disfruta poniéndome en evidencia . Todos los días me hace leer algo para corregir mi acento . Hablas mal, asegura . Y el coro de

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niñas ríe . Sonar argentina es una señal de irreverencia . La madre patria exige la entrega absoluta de mi lengua, de mi identidad . Los primeros recreos los paso en el baño, encerrada y sentada sobre el inodoro para que no se me vean los pies . Hay momentos en que deseo ser invisible . Hasta que me hago experta en zetas y ces . Ya colonizada, me cambian del banco de las atrasadas al de las estu-diosas . Duro poco . La geografía es un problema . De pronto, ríos nuevos con sus afluentes frente a mis ojos, montañas que no escu-ché mencionar . El mapa entero, un enigma . Y la Historia ni men-ciona a San Martín . En su lugar gente rara, palaciega, que parió monarquías hereditarias . Hijosdalgos, caballeros, doña Urraca . Un delirio de proporciones funestas para una memoria recién llegada . Pero atrapante para una mente sensible al disparate como la mía .

Mientras tanto, las noticias de la Argentina son aterradoras . Mi madre regresa para vender el departamento y nuestros objetos son metidos en un barco . Ya no hay vuelta atrás . Al cabo de unos meses, llegan las cosas, sobre todo libros, lo indispensable . El res-to va a parar a la casa de mi abuela . O es regalado . Estamos más grandes, la ropa no crece .

No tenemos familia ni amigos en Madrid . Pero al principio hay cartas . Mis amigas me escriben misivas encantadoras . Aunque me resulta extraño que no hablen de milicos . De a poco aquellas cartas empiezan a molestarme . Suplen la ignorancia con lugares comunes . Acá te mando una foto en vacaciones de invierno, es-quiando en la montaña . Claro, siguen con sus vidas . Yo no . Mucha gente no . Mis amiguitas parecen vivir un paréntesis idiota . Son unas farsantes . Dejo de contestarles .

Al poco tiempo, comienzan a llegar a Madrid algunos escrito-res, músicos y artistas amigos de mi padre . Cada tanto, un encuen-tro signado por la nostalgia . Escuchan tango y hablan de política . También de muertos . Argentina se convierte en una película vieja . Los amigos más cercanos son Antonio Di Benedetto y Enrique Sobisch . Un escritor y un pintor de una cultura impresionante . Empiezo a pensar que el país, además de violento, está ciego . La melancolía en el exilio me enfurece . Decido que hay que empezar

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de cero . Construirse, como si uno fuera nuevo . Seré una persona sin historia, me digo . Me voy a inventar entera . Yo me fundo y me gobierno .

1981 . Tengo gripe, mi padre también en cama . Afiebrada, me voy al living a ver televisión . Solo hay dos canales . Uno no me interesa . En el otro, la Cámara de Diputados en vivo y en directo . Me instalo a ver la sesión para la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo . Es 23 de febrero . De pronto, un grupo de guardias civiles ingresa a los tiros . Quieto todo el mundo . Y yo grito como si me estuvieran apuntando a mí . Secuencia de disparos . Viene mi padre a ver qué pasa . Se corta la transmisión y él se va a la radio sin re-cordar que no se siente bien . Yo, congelada . Segura de que todo ha terminado . Que habrá que irse, a dónde . Esa noche, nadie duerme . Pienso que el mundo conspira contra nosotros . Y me enamoro de Adolfo Suárez . Por ser el único que se mantiene en su butaca . Por suerte, el amor dura poco . Y el intento de golpe, también .

1982 . Ya nos mudamos dos veces . Cambio de colegio . Tengo quince y viajo a Francia en intercambio escolar . Nadie sabe de dónde soy . Hablo como cualquier madrileña . Bebo como cualquier madrileña . Es en Versalles, haciendo fila para entrar al palacio, donde mi origen se revela . Un tipo lee el diario Clarín . En la por-tada dice: «Tropas argentinas enfrentan a la fuerza invasora» . Le pido el diario . Me pongo a llorar . Nadie entiende qué me pasa . Por qué moqueo por una guerra ridícula del otro lado del mundo . Les cuento .

Al día siguiente, recibo una carta de mi madre . Tres páginas explicando qué pasa ahora . La gente autoconvocada en la plaza viva a los asesinos .

Al regresar, me rebautizo . Mi nombre original es reducido . De María Fernanda conservo las primeras letras y las últimas: Ma y da . El centro se evapora, como un núcleo autodevorado . El conector y le da un aire de integración al asunto de tajearse . Pero lo latinizo . La verdad es que el experimento Maida no causa buen efecto en casa, se niegan al travestismo . Pero es bien recibido por el entor-no . En breve, mi cáscara será perfecta . Quiero mimetizarme para

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sobrevivir . Yo sé de mi impostura, me siento poderosa . Y débil . Di-gamos que practico la contradicción como método de resistencia .

1983 . De pronto, cuando la familia ha logrado cierta esta-bilidad, sobreviene lo peor . Mi padre muere en el Mediterráneo mientras estaba de vacaciones . Es agosto . Yo estoy en otra playa . Faltan unos meses para que la dictadura argentina llegue a su fin . Pero el fin es ahora . Su muerte descompone para siempre mi visión de las cosas . Si la vida es cruel, no merece la pena quedar bien con nadie . Todos, incluida yo, somos imbéciles actuando de cínicos . El mundo, un tratado sobre la adversidad . Solo tengo dieciséis .

Veo las imágenes de Alfonsín y no me mueve un pelo . Pienso en mi padre . Él sí lo habría festejado . Pero está muerto . Para mí, el exilio continúa . Y se prolongará hasta el momento en que vuelva a Argentina . Pero falta para eso .

Contra la muerte, decido escribir . Me obligo a fracasar frente a una hoja en blanco cada noche . Me humillo a mí misma por fal-ta de discurso propio . No se puede decir yo si uno no existe . Mis parrafadas están tan huecas como un decorado . El teatro es más genuino que la realidad . Comienzo a estudiar actuación .

1985 . Se produce un terremoto en Mendoza . Mi abuela y mi tía no sufren ningún daño, pero el lado más frágil de la casa se derrumba . En esa habitación de adobe habían quedado nuestras cosas . Juegos de copas de cristal, un pesebre inmenso, cuadernos escolares, lámparas, juguetes, ropa . Todo sepultado y después, ti-rado a la basura . Es un anticipo de los que nos espera .

1986 . Mi madre decide que es hora de volver . Yo no . Pero me faltan recursos económicos para desobedecer . Y tiempo . El tema se resuelve en un par de meses . Al llegar a Mendoza no distingo las calles . Parece una maqueta . En cambio, conozco a freaks que me sal-van . Gente hermosa, fuera de lugar . Porque las amigas de las cartas han crecido como reinas de la vendimia . Todas teñidas . Me dicen que no hablo, que ladro . Que los chicos hacen el asado y las chicas la ensalada . Que fumo mucho y puteo demasiado . Que gilipollas no se entiende . Que mi pelo batido hacia el techo y los labios negros no combinan con Phil Collins, que es lo único que escuchan . Pero

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lo más triste no es eso . La sorpresa mayor la da mi tía, que se niega a recibirnos . Como en una película mediocre, ha engañado a mi abuela y lleva tres años escribiendo cartas firmadas por mi padre . Su muerte no figura en la historia que ha inventado y nosotras no estamos en Mendoza sino triunfando en el exterior . La abuelita está muy mayor y no quiero darle un disgusto, dice . Discutimos sin éxito . A mi abuela la veo desde la vereda de enfrente . No me reconoce .

Así que perdemos por turno las cosas, la memoria, la identi-dad y la familia . El álbum se arma con fotos que no están . Que no han sido reveladas . Algo bueno: vuelvo a ser Fernanda . Sin María . Asumo que no soy santa . Después de un año en Mendoza, Buenos Aires . Más mudanzas, regresar a Madrid .

Pero allá tampoco . Ya no soy la que fui, me veo reflejada en las vidrieras y me pierdo, me extraño . La gente querida se ha mudado . De barrio o de cabeza . El márquetin conspira contra la poesía y establece que hay que pasar por el aro . Como animales de circo . Entonces me digo que si hay que saltar, que sea el charco .

Cuántas veces se puede empezar de nuevo . Hubo un tiempo en que pensé que había quedado prisionera de un recorrido en bu-merán para siempre . El tiempo y el espacio se habían confundido en ese cruce Buenos Aires/Madrid . Como mi padre, encerrado en la oficina siniestra en el 76 . A veces, se dice que no para ser libre . A riesgo de vida .

1993 . Sucede . Mi exilio se termina . Vuelvo a Buenos Aires una vez más . Mi abuela ya no existe . Mi tía, tampoco . Bajo el pianito del armario y lo traigo conmigo . Le paso el plumero . Está en mi escritorio . Al tocarlo, suena el pasado . Parece una melodía triste, pero está viva, contiene mis dos hemisferios . Las veinte mudanzas . Los que no están .

Ahora vivo lejos del centro, rodeada de plantas crecidas . Ten-go dos hijas, un compañero . Un poco más allá, el océano . Ese sal-vaje . Bajo un cielo irrepetible, sonreímos para la foto . Aunque salga movida . Pero la felicidad no se escribe . Es obscena .

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réPLICa en eSCaLa

Paula tomassoni

Mil nueve ochenta y dos

Se llamaba la Señorita Mercedes y conservo de ella en mi memo-ria algunas certezas: usaba bastón; llevaba el pelo gris siempre tirante y sujeto en un rodete en la nuca; tenía anteojos de marco grueso con los extremos apenas en punta, como las Ocampo; había sido primera bailarina de algún lugar importante . Nos causaba pavor .

Llegaba a las clases veinte minutos antes de que terminaran . Éramos un grupo numeroso de chicas, patinando en círculo en la cancha de básquet del club . Entraba por la puertita del costado y en cuanto la veían, las entrenadoras nos iban arriando a una fila que se plegaba en el extremo vertical del rectángulo . Entonces la Señorita Mercedes proponía una figura, y una por una debíamos cruzar la cancha en diagonal y hacerla . Se enojaba cuando no nos salía como ella esperaba, es decir, siempre . Aunque no nos ca-yéramos, aunque la técnica fuera perfecta, decía que nos faltaba ángel, que no teníamos gracia . Si la figura nos salía mal, si nos traicionaban los nervios o la suerte, no decía nada . El silencio era más doloroso que los gritos: era como si no existiéramos, como si no nos hubiera visto .

Cuando mamá se enteró de que había que comprar otra malla para el desfile, protestó . Nos habían pedido una nueva hacía un par de meses, para una exhibición . Pero ahora, le expliqué que me habían explicado, desfilan todos los clubes de La Plata y tenemos que estar todas iguales .

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Solamente de mi club éramos como sesenta chicas, así que la fila que se formó con todos los otros era larguísima . Mejor . Los cien años de La Plata tenían que festejarse a lo grande . La torta, ubicada en una carpa en Plaza Moreno, prometía alcanzar para todos los platenses .

Medias de muselina rosada, malla blanca con pollerita, las botas de los patines también blancas, el pelo tirante con un rode-te en la nuca sujeto con una red y un elástico con flores de tela, blancas . Nos acomodaron para desfilar sobre la calle cincuenta y tres, a cuatro cuadras de la plaza . Como no podía llevar cartera ni mochila ni nada, mamá había doblado un billete, y lo había acomodado en la bombacha de la malla, sobre las medias . Quería que tuviera algo de dinero, por las dudas . Si avanzaba con pasos largos, sentía el crujir del papel debajo de la ropa . Pero casi no nos movimos las primeras horas, así que enseguida me olvidé de la molestia .

Para armar la formación, nos separaron . Las más altas ofi-ciábamos de guía, entre grupo y grupo . En cada uno había quince chicas repartidas en tres filas de cinco . Si se miraba la formación desde el cielo, se veía una hilera de rectángulos y entre ellos un puntito, que éramos las guías . Me encantó ser de las altas, ir en el medio, ser guía, ser puntito .

Empezamos a llegar al lugar del encuentro a las tres de la tar-de . Nuestra entrada a la plaza se calculaba para las siete, así que, una vez que nos ordenaron, nos pusimos a charlar . Como habían mezclado a las chicas de todos los clubes, en muchos casos no nos conocíamos . De las tres compañeras que estaban adelante, una sola era del mío, y no nos llevábamos mucho . Era muy callada . De contextura pequeña, con el rodete su cara parecía más chiquita . Se había dejado sin sujetar el flequillo de rulos interrumpidos por el corte antes de terminar de armarse . Era una de las pocas que no se había maquillado .

Las otras dos eran del club Estudiantes, y nos hicimos amigas enseguida . Una de ellas, la más bonita, me dijo que se llamaba Ca-rolina, y me preguntó mi nombre . Después me presentó a Laura, su

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amiga . Estábamos nerviosas y nos reíamos por todo . Laura quiso saber cómo se llamaba la chica calladita: Eugenia, respondí .

Al rato ya éramos las tres mejores amigas: sabíamos cuántos hermanos teníamos, a qué escuela íbamos, qué chicos nos gusta-ban . Hasta les conté del dinero adentro de la bombacha . Eugenia no hablaba, pero escuchaba todo .

De a poco se iba pasando el tiempo . Llegó una de las entre-nadoras, dándonos a cada guía una bolsa de caramelos, para que repartiéramos en nuestro grupo . Le di dos a cada una . Algunas no querían . Estábamos cansadas de estar paradas .

En algún lugar de la fila alguien empezó, y como en efecto dominó nos fuimos sentando todas . En el cordón de la vereda, o sobre los adoquines, con las piernas estiradas, movíamos los pati-nes a un lado y al otro .

Serían las cinco de la tarde . En la plaza ya habían empezado los desfiles . También habían empezado en secreto las hormigas a meterse entre el merengue de la torta . Y entonces escuchamos su grito, y el golpe del bastón: que nos paráramos .

Nos levantamos lo más rápido que pudimos, tratando de no caernos, sacudiéndonos la tierra que había quedado en las medias . Cuando estuvimos todas de pie, pasó revista . Fue cami-nando la cuadra entera que ocupaba la fila, mirándonos una por una: que el rodete estuviera firme, que el maquillaje estuviera correcto, que mantuviéramos la postura . Nos hacía torcer un pie y mantenernos quietas con el freno de goma . Y una vez que nos había acomodado, nos enseñaba cómo teníamos que saludar al pasar frente al palco en el que estaba el presidente: levantar la mano derecha, y apoyarla suavemente en el hombro de la com-pañera de adelante .

Un rato más tarde, dejaron que las mamás nos vinieran a ver . Nos trajeron galletitas y jugo . Teníamos hambre . Tampoco pudi-mos sentarnos para merendar .

Después de comer, la mamá de Caro sacó un rouge de la car-tera y le pintó los labios . Nos ofreció, y nos pintó también a Laura y a mí . Eugenia comía despacio un sanguchito de queso . Se lo había

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traído la abuela en una bolsita . ¿No tiene mamá?, me preguntó una de las chicas en voz baja . Levanté los hombros como respuesta; la verdad es que no lo sabía . Agradeció y no quiso pintarse cuando la mamá de Caro le hizo un gesto con el labial .

Se acercaba la hora, y nos poníamos más nerviosas . Nos daba miedo que no nos saliera el saludo, tropezarnos . Hablábamos, como toda la ciudad, de la torta gigante, del secreto de la piedra fundamental . Nos preguntábamos si alcanzaríamos a verle la cara al presidente . Caro dijo que sería más lindo saludar haciendo una reverencia frente al palco, y ensayó cruzando una pierna por detrás y agachando el torso y diciendo «bienvenido señor biñone» . No nos salía el nombre . Nos reímos . Eugenia seguía callada; como no tenía maquillaje, el cansancio se le notaba un poco más .

Cuando avisaron que ya salíamos, nos controlamos unas a otras la postura . Todas derechas, cabezas altas, mirada al frente, atentas a la línea de la compañera de adelante, para no torcernos . Empezamos a avanzar caminando, apoyadas en los frenos, por los adoquines . Cada tanto, probábamos la distancia al hombro de la de adelante .

Entramos a la plaza a las siete y media . El piso de baldosones blancos invitaba a resbalar, y por eso la velocidad aumentaba casi naturalmente . Las chicas de adelante se me escaparon y tuve que dar un par de pasos largos hasta alcanzarlas . A mis compañeras de atrás les sucedió lo mismo . Avanzamos, todas derechas, espaldas rectas, enfiladas . Al escuchar el grito que nos indicaba el saludo, levantamos la mano, mirando al frente . Nunca entendí bien adón-de estaba el presidente . Con mi mano sobre el hombro de Laura, la miraba a Eugenia, que patinaba con sus dos brazos colgando a los costados del cuerpo . Empecé a llamarla por su nombre, lo más fuerte que podía, tratando de no mover los labios . La miraba de reojo, con la cara recta al frente . Traté de que me escuchara . Que levantara el brazo, que el saludo, Eugenia, que la Señorita Merce-des, que Bignone, que la torta, que yo era la guía y era el día del desfile y nada de nada tenía que salir mal .

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Mil nueve setenta y nueve

Debe haber intentado tomar un atajo o algo así, si no, no se explica, aunque fuera de noche, que se haya confundido . Íbamos a la casa de la tía bastante seguido: una vez al mes, mes por medio…

Era el cumpleaños del tío . Recién bañados, con el pelo adentro de un turbante de toalla, parado cada uno en la punta de su cama, mis hermanos y yo esperábamos que mamá nos alcanzara qué ponernos . Había acomodado cerca la estufita eléctrica para que no nos enfriáramos . Apurada, nos dejó a mi hermana y a mí las poleras, bombachas y medias largas, y se puso a vestir al chiquito .

En mi casa no eran peronistas, pero en la de los tíos, sí . Vivían en Florencio Varela, en un chalet de barrio precioso, con un zaguán con arcada de ladrillos y flores, que la tía cuidaba a contraturno de su trabajo de maestra . El tío era empleado en Luz y Fuerza . Había sido delegado del gremio durante un poco más de un mes, en el año setenta y cinco . Después había renunciado, según él, por falta de tiempo . Para mamá, había sido por miedo . Papá decía que no lo culpaba: ¿Y vos qué hubieras hecho?

En los cumpleaños en su casa, la tía siempre amasaba pizza y estaba todo el día diciendo que no alcanzaba para más . A papá le molestaba que se quejaran porque decía que ella dejaba de trabajar a las doce del mediodía y él a las tres de la tarde, que dormían la siesta toda la semana, y que así no entendía cómo querían hacer plata . Mamá también había trabajado de maestra, pero desde que nació mi hermanito se había puesto a ayudar en el negocio con papá . Hacían horario corrido de siete a diecinueve y así sí les al-canzaba y hasta les quedaba un resto . Pero en lo de la tía, pizza .

A mí la casa de Florencio Varela me encantaba . Tenía un par-que chiquito detrás, que también estaba lleno de plantas sobre las medianeras o en macetas colgando de la pared . Me divertía la cla-ridad con la que se escuchaban las conversaciones de los vecinos . A veces mis primos se enojaban porque ellos querían jugar y yo les hacía shh shh para no perderme qué charlaban al lado . En casa, en las afueras de La Plata, teníamos un parque grande, y los veci-

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nos también, así que no nos escuchábamos ni como para saber si estábamos vivos o muertos .

Mis tíos tenían dos obsesiones: la limpieza y Perón . Cuando venían a comer a casa, al sentarse a la mesa repasaban vaso y cu-biertos con una servilleta de tela . A mamá siempre le molestaba eso, pero no decía nada .

Durante mucho tiempo pensé que el amor por Perón era algo religioso, porque la tía lo adoraba a media voz . Cuando le devolvías el mate, si ella no estaba cebando, besaba la calabaza de madera y rezaba bajito vivaperóncarajo . Cuando mi primo, que era un poco delicado de salud, tenía tos o algún cuadro bronquial, le frotaba el pecho con ungüento diciendo vickvaporub y enseguida, más bajo, vivaperón . Cuando lo mimaba, arreglándole el flequillo indomable, le repetía te quiero, hijo, y susurrando, casi al oído: Viva Perón .

Una vez, mientras mamá lavaba en casa los platos, le alcancé los vasos mío y de mi hermana: Tomá, mami, viva Perón . Cerró la canilla, se secó las manos en el delantal, se agachó para mirarme a los ojos y decirme que no repitiera eso, que era peligroso . ¿Aunque se diga bajito? Aunque se diga bajito .

Entonces, pizza y cerveza para todos menos para el tío que tomaba vino tinto, y después, soplar la velita celeste en la torta de duraznos con crema, que había llevado mamá . A la una, una y media de la mañana, emprendimos el regreso .

Las calles estaban vacías . Mamá nos acomodó a los tres en el asiento de atrás y nos tapó con una frazada . Mis hermanos se durmieron enseguida . Yo hacía fuerza para escuchar qué charlaban mis padres adelante . Algo de la cuñada de mi tío, decían .

Y entonces no sé si fue la charla o la cerveza o que papá qui-so tomar un atajo, pero sin darse cuenta dobló por una calle en contramano . Apenas los faros del Renault asomaron en sentido contrario en el asfalto desierto, se encendieron a mitad de cua-dra reflectores para iluminarnos . Nos encandilaban . Papá bajó la velocidad mientras mamá nos gritaba que nos tiráramos al piso . Dormidos como estaban, empujé a mis hermanos que se resbala-ron bajo el asiento sin entender bien qué estaba pasando .

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El auto avanzaba despacio . Papá y mamá habían puesto sus manos encima de la cabeza . Papá mantenía la dirección lo más de-recha que podía, con las rodillas . Al pasar por el frente de la comi-saría, los reflectores dieron de lleno sobre el interior del coche . Nos movíamos a paso de hombre . Nos apuntaban con armas largas .

La cuadra pareció tener mil metros . Al llegar a la esquina, siempre escoltados por la luz amarilla, papá agarró el volante y dobló . Nosotros seguíamos acurrucados en el piso del auto . Mamá se tapó la cara con las manos .

Avanzamos dos o tres cuadras . El auto frenó . ¿Qué hacés?, preguntó mi mamá . Papá se bajó . Por la puerta abierta entró aire helado . Afuera del auto, parado en la vereda, papá se apoyó en el techo y hundió la cabeza entre los brazos . Lo espié por la ventani-lla . Le temblaban las piernas .

El resto del viaje fue en silencio . El camino Belgrano estaba abandonado, vacío, en la madrugada del domingo . Mis hermanos estaban dormidos cuando llegamos a casa . Papá los llevó uno por uno a su cama, cubriéndolos con la frazada del viaje . Mamá pasó a taparnos a todos y nos puso la bolsa de agua caliente envuelta en una toalla, para no quemarnos . Apagó la luz, y me quedé en mi cama, en mi casa, a salvo, abrazada a la bolsa tibia, sin poder dormir .

Mil nueve setenta y seis

Era Susana, la mamá de Sandra y Romina . Me dice que sí, y me pregunta que cómo me acuerdo . No lo sé . Ni siquiera me había dado cuenta de que me acuerdo . Las muchas veces que yo conté el episodio, ellas no aparecían, como si no hubieran estado, pero en el momento en que mamá dice: «nos habíamos encontrado con alguien ese día, y no puedo acordarme con quién» la imagen aparece como una ola sorpresiva, o una arcada . Era Susana con sus hijas, que había tenido, se ve, la misma idea que mi papá para hacer avanzar el tiempo en aquel domingo aburrido .

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Mirábamos televisión con el abuelo en la cocina cuando llegó la orden: vayan a cambiarse que salimos . Mamá prendió la horna-lla, llenó la pava con agua y la puso a calentar . Distintos tonos de grises formaban en la pantalla del televisor la figura de Silvio Sol-dán animando a un grupo de estudiantes a competir por un viaje de egresados . El abuelo elegía un colegio participante y lo seguía en la contienda desde el mediodía hasta la tardecita que empezaba la final de preguntas y respuestas .

Eran las cinco de la tarde pero ya comenzaba a atardecer . Se veía el frío a través de la ventana grande que daba al patio . Papá nos ayudó a subir al cuarto, nos sacó los pulóveres de lana para ponernos debajo una polera de plush . Nos dio la mano y bajamos la escalera enfundadas en camperas, mitones y gorros . Mamá fue hasta el baño y descolgó del toallero de la ducha las tres bolsas de agua caliente . En la cocina, sacó la pava del fuego, llenó las bolsas, y subió a meter una en cada cama . Papá ya estaba esperando en el auto con el motor encendido .

En el centro de la ciudad, dimos algunas vueltas buscando qué hacer . Las veredas estaban vacías . El invierno y el domingo guardaban a la gente en sus casas . Estacionamos sobre calle ocho, en el cine, frente a la Legislatura . Papá se dijo a sí mismo en voz alta que no estaba seguro de que se pudiera estacionar ahí . Había otros autos, pero no estaba seguro . Nos bajamos . Mamá llevaba el bebé en brazos, y con la mano libre, nos acomodó, a mi hermana y a mí, la bufanda . Papá preguntó a un hombre que estaba parado en la puerta del cine si se podía estacionar ahí . No . No se podía, pero los domingos nunca hacían multas . Que fuera tranquilo .

Caminamos con las manos en los bolsillos hacia la calle cin-cuenta . Papá daba algunos pasos y se daba vuelta para mirar el auto, dudando . Se decía que lo que lo tranquilizaba era que había varios estacionados . Lo repetía como para convencerse .

En el local de los juegos, fue directo a la boletería a comprar fichas, mientras mamá nos acompañaba a elegir las máquinas . El lugar era enorme . Tenía la forma de un viejo garage, de techos muy altos, piso de cemento hasta el fondo, y una inmensa cortina

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metálica que cerraba el frente . Los juegos que estaban más cerca de la entrada eran los infantiles .

Aunque yo tenía ya más de seis años, subía con mi hermana porque era chiquita y se podía caer . Mamá la sentaba en el caballo adelante mío y yo la sostenía con los brazos, agarrando con fuerza la rienda . Ponía una ficha en la ranura y el muñeco se movía hacia adelante y hacia atrás, llevándonos . Si mi hermana se asustaba y quería bajar, la apretaba suavemente con los brazos para que es-tuviera segura . Mamá nos miraba y sonreía . Papá estaba distraído y volvía a preguntarse en voz alta si no le harían una multa esta-cionado ahí .

Fue entonces cuando nos encontramos con Susana y las ne-nas, que también eran más chicas que yo . Nos subieron a todas en dos asientos enfrentados que simulaban ser un vagón de tren . Pusieron la ficha y de un sacudón el transporte arrancó hacia atrás y adelante . Si hubiéramos estado solas, mi hermana habría hecho pucheros, pero no dejaba de mirar a las nuevas, prestando atención a todo lo que hacían . Yo le daba la mano, y con la mirada cuida-ba un poco a todas . Mamá siempre cuenta que por esos tiempos, cuando salió en los diarios y todos comentaban el asunto de los hermanitos asesinados que aparecieron enterrados en Punta Lara, yo me levantaba por las noches a tapar a mis hermanos y ver que estuvieran bien .

Mamá y Susana charlaban casi sin mirarnos . Susana tenía el cabello muy oscuro y un poco largo; aunque era joven, el pelo de mamá ya estaba gris, y tenía bien marcadas las ondas porque se había sacado los ruleros minutos antes de salir de casa . Se cubría los hombros con el ponchito de vicuña color marrón que había sido de la abuela; lo cruzaba en el pecho agarrándolo con las ma-nos para que no se separara . El lugar era grande y si te quedabas quieto, te morías de frío . Papá sostenía al bebé que, además de tener puesta mucha ropa de lana, tenía las piernas cubiertas por una mantilla . De pronto, apoyó la mano sobre el hombro de mamá, interrumpiendo la charla: iba a ver si conseguía otro lugar para es-tacionar el auto, así se quedaban tranquilos . Puso en las manos de

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mamá a mi hermanito y unas cuantas fichas para que nos tuviera entretenidas, y salió .

Bajamos del vagón del tren en el que ya habíamos dado tres vueltas . Mi hermana se quiso subir de nuevo al caballo . Susana tuvo que ayudarnos porque mamá tenía a upa al bebé que se había dormido . Apenas estuvimos las dos arriba del juego, Sandra y Ro-mina, desde abajo, empezaron a llorar diciendo que ellas también querían subir . Mamá propuso una solución: de a una por vez, yo iba a acompañar a cada una en su paseo para que no se cayeran . Así que a medida que se acababa la energía de las fichas, me iban cambiando el pasajero, al que yo tenía que cuidar con mi abrazo como la buena hermana mayor que era . Con Sandra iba bien, pero Romina, que era la más chica, se movía todo el tiempo como si se quisiera bajar . Si la apretaba apenas sosteniendo las riendas, se mo-vía más, y corría mayor peligro de caerse . Y si eso pasaba se iba a lastimar, porque el caballo estaba elevado por el dispositivo que lo movía, que se montaba a su vez en una tarima alta . Estábamos lejos del piso . Cuando Susana bajaba a Sandra y subía a mi hermana, le pregunté adónde estaba mi papá . Fue a estacionar bien el auto, me dijo mamá desde atrás . Para que no le pongan una multa, agregó .

Cuando terminó la segunda vuelta con cada una de las nenas, pasé mi pierna por encima de la montura y me sostuve, resbalando despacio por la panza, tanteando con la punta de los pies el borde de la tarima . Estando así colgada escuché cómo la puerta metálica empezaba a bajar .

Fue eso: el ruido de la cadena que el dueño del local trataba de girar lo más rápido posible, y los movimientos de la gente que se iba enterando sin saber bien qué de que algo sucedía, y los gritos y lamentos cuando finalmente sospechaban qué era lo que pasaba en el exterior . Susana agarró a sus hijas y mamá llevó a mi hermana al fondo del local . Cargando al bebé volvió a buscarme y me ayudó a descender del caballo en el que me había quedado colgada .

Lo que llegaba de la calle eran principalmente gritos y gol-pes . Mamá me arrastró hasta el fondo . Nos agachamos al lado de Susana y las nenas detrás de unos juegos que yo no había visto .

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Junto a nosotros había otras personas escondidas . Estaba también el hombre que había bajado la cortina . De golpe, como si una as-piradora hubiera absorbido todos los ruidos, desde afuera llegó un instante de silencio . Y enseguida, los tiros, como golpes de lata . Lentos, pero parejos como martillazos . Le pregunté a mamá adón-de estaba papá .

Los tiros se organizaban en estribillos . Cuatro o cinco, y des-pués silencio, y vuelta a empezar . No sé cuántas series fueron . El bebé lloraba y mamá, en cuclillas, lo sacudía para que se calma-ra . Volví a preguntarle por papá . Estiró el brazo y me rodeó . Mi hermana, agachada a su lado, la abrazaba con los ojos cerrados, apretados . Sumergida en el pecho de mamá, sacudida por los mo-vimientos de mi hermano que lloraba cada vez más fuerte, escuché rebotar su corazón .

El ponchito de vicuña sofocaba el abrazo y me aparté apenas . Me acordé de que el auto estaba en la puerta del cine . Capaz que papá había podido meterse ahí adentro, capaz lo había ayudado el señor que le dijo que podía estacionar .

Los ruidos del exterior fueron desapareciendo . La gente em-pezó a pararse . Algunos lloraban . Susana, seria, tenía a Romina a upa y a Sandra abrazada a sus rodillas . El bebé se había callado y mamá también se empezó a incorporar . En el silencio nuevo, se sintieron golpes del otro lado de la cortina metálica .

El dueño del local se acercó a la puertita que estaba al costado de la chapa acanalada, la abrió y se agachó para mirar . Enseguida se corrió para dejar entrar a papá que caminó rápido hasta abra-zarnos . No pasa nada, no pasa nada . Ya pasó todo . Nos tocaba las cabezas, las caras . Estamos todos bien, repetía, explicándonos . No pasa nada . Mamá se largó a llorar sin ruido, como si las lágrimas le chorrearan de los ojos .

Esperamos un rato para irnos . Cuando estuvieron casi segu-ros de que todo se había despejado, fuimos caminando hasta el auto que papá había estacionado hacia el otro lado, sobre la calle cuarenta y seis . Al rato estábamos ya en casa . El abuelo cenaba mate cocido y tostadas . Mamá puso en una olla pequeña agua

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para hacer sopa, y agua también en la pava para cambiar la de las bolsas . En una hora, a más tardar, mi hermana y yo estábamos en la cama, calentitas . Con un beso mamá nos dijo hasta mañana y se fue a tratar de dormir al bebé en su cuarto . Papá no pasó a saludar .

Entonces dormimos, tranquilos, como que no éramos una familia que estaba destinada a desaparecer .

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4 CoLoreS

Carlos ríos

no se te ocurra levantar nada de la calledijo mamá, no entendí por qué me decía eso porque al que le

gustaba levantar cosas del suelo era mi hermano,nada de nada, ¿entendiste?estaba por salir en la bici para la escuela y ella abrió la ventanay dijojurameló, carlitosy yo no supe qué decirle, ella dijo no vas a levantar nada del piso, nada de nadale pregunté por qué a mi hermano lo dejaba agarrar cualquier

cosa y a mí no entonces dejó de arreglarse el pelo como hacía todas las ma-

ñanas mientras yo me preparaba para ir a la escuela, prendió un cigarrillo y dijo

a él lo llevo siempre conmigo y si levanta algo es porque lo dejo, vos ya sos grande, andás todo el tiempo solo de acá para allá y no puedo saber si levantás algo o no de la calle, entendés

dije que bueno con la cabeza y ella me pidió que no hiciera las cosas más difíciles

andá a la escuela que se te hace tarde decile a la maestra de tercero que ya tengo lista la bufanda que me pidió pero se la hice en verde porque el azul que me pidió ya dejó de venir

y yo dije que sí y me fui en la bici mirando el pisorueda

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pisorueda y piso,en el piso no había nada porque acá nunca hay nada en el

piso, las calles siempre están limpias y nunca encontrás algo, quiero decir algo que no sea una rama que se cayó de un pino o caracoles o piedritas, igual por las dudas miraba el piso y de tanto mirarlo desde que era muy chico le empezaron a nacer objetos, pedazos sin nombre, un poco las inventaba yo y otro poco se inventaban solas, eran como piezas sueltas de lo que había soñado o quién sabe qué cosas, iba en la bici y esas cosas empezaron a seguirme, no daba más de pedalear y en eso se me suelta la cadena y antes de que esas cosas se cayeran del aire me bajé de la bici y la llevé de costado, se me enterraba en la arena y cuando llegué a la escuela todo transpirado la maestra me dio un beso y dijo

hola carlitos, hoy llegaste bieny yo que no pude decirle ni una palabra, ella tenía pica con

mamá desde el invierno pasado porque se había comprometido a comprarle una bufanda y cuando mamá le dijo que ya la tenía lista ella le dijo que no habían hablado en firme, que no la quería,

me senté como siempre al lado de anahí se me ocurrió mirar por la ventana y esas cosas que me habían seguido por la calle es-taban ahí hasta que se cansaron de que no pasara nada y se fueron, en el recreo se me acercaron lisandro y anahí y me preguntaron qué me pasaba, les dije que mamá me había prohibido levantar cosas del piso y anahí me dijo que era porque había gente que hacía bombas y las metían en los lugares más insólitos igual que en las películas, una bomba adentro de una bolita, otra bomba adentro de un caramelo, una bomba en una lapicera

le pregunté de dónde había sacado eso y ella me dijo que su tía se lo había dicho a su papá

cuando volví a casa esos restos de cosas feas que habían apa-recido temprano ya no estaban, otra vez estaban limpias las calles y cuando doblé por la treinta y cinco zas, lo que me pasó fue exacta-mente lo que no tenía que pasarme, en la calle que siempre estaba

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vacía como la playa en invierno ahora había una lapicera relinda, como esperándome,

de esas importadas que tienen cuatro coloresnegroazulverderojofrené la bicimiré para acá, miré para allápensé que una bomba no podía entrar en una lapicera, que

eran todas mentiras de anahí porque ella me hacía siempre bromas por el estilo, además era una lapicera tan pero tan linda que sería incapaz de hacerle daño a alguien, una birome de lo más atractiva

miré otra vez, no fuera cosa que el dueño o la dueña se dieran cuenta de que la habían perdido y volvieran para recuperarla, esa lapicera valía una fortuna segurísimo porque se la había visto a un actor en una novela que siempre miraba mamá en la casa de mi tía que tenía una tele más linda que la nuestra, el actor le escribía una carta a una señora que estaba casada con alguien importante, le decía que se fueran a paraguay a vivir una vida nueva, una vida más linda, pero el señor importante se enteraba y le mandaba unos matones que lo encaraban al salir del trabajo y zas, lo metían en un auto sin abrir la puerta, como un muñeco lo metían por la ventanilla del auto, eso podía hacerse porque el auto era de esos bien grandes y el señor flaco como un palo, la cuestión es que se lo llevaban y lo tenían encerrado en un sótano mientras trataban de convencer a la señora de que se había muerto, mientras ella lloraba caía enferma él sacaba su birome de cuatro colores y con un papel que le arrancaba a la pared se ponía a escribirle cartas de amor a la mujer casada con el hombre que no hacía otra cosa que hablar por teléfono con los matones, eran canciones o cartas de amor, no me acuerdo bien,

y ahí estaba, más linda que nunca, la lapicerajusto que le había jurado a mamá que no iba a levantar nada

de la calle

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y eso me puso en una situación muy incómoda porque no soy bueno para jurar, como cuando me hizo jurarle que nada de menti-ras en la confesión al cura antes de tomar la primera comunión, de nada le sirvió porque le mentí al cura cuando él me preguntó cuáles eran mis pecados, como no le podía decir que pecados no tenía le dije había mentido tres o cuatro veces y que me había quedado con el vuelto de los mandados, entonces me mandó a rezar y me dijo que no robara más y entonces fui, me arrodillé, hice la mímica de rezar un padrenuestro y listo, lo que me dolió fue haberle mentido a mamá como ahora con el asunto de la lapicera de cuatro colores

tan linda en el piso que dan ganas de levantarla¿y si esta lapicera había salido de la telenovela, de la pantalla

de la tele de mi tía?esas cosas horribles que siempre aparecían cuando menos me

las esperaba me dijeronagarrala, dalebuuumqué sustonono quiseni pensar esoporque si era así, si había salido de la tele, quiero decir si el

actor tenía una casa en la costa y se le había dado por venir a pasear y se le había caído la lapicera también podían salir de la tele los otros hombres en el auto grande y venir a la costa, qué macana, eso me pasa por no hacer caso, siempre igual de desobediente

y buenoagarré la birome, la metí en la mochilame fui para casay recién cuando estábamos cenando, haciéndome el distraído,

le pregunté a mamá por qué me había dicho que no levantase nada que estuviera tirado en la calle, y ella empezó con rodeos hasta que yo le dije que anahí me había dicho que era por las bombas

mamá hizo señas de que empezara a comer y apagó la tele que cada día andaba peor

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qué silenciotomamos la sopa y se escuchaban los sorbitosme acordé de ese día en que la selección argentina salió cam-

peonaestábamos en buenos aires, en el barrio de florescuando parecía que argentina iba a perder con holanda tiré la

bandera al piso, cuando ganó la levanté y pedí perdón en silencio, le di un beso al palito de madera y dije

perdón argentina, no lo hago másy nos fuimos a avenida rivadavia a festejar, nunca había visto

tanta gente haciendo ruido y con miles de banderas argentinas y sombreros y papelitos celestes y blancos, al lado nuestro había una señora golpeando una cacerola con una cuchara, me miró y me dijo si no quería probar

agarré la cuchara y le pegué a la olla y dije tres veces ar gen tinaar gen tinaar gen tinapero no pude escuchar el sonido porque el griterío era tan

grande que nadie escuchaba nadale devolví la olla y la cuchara a la señora, ella sin dejar de

sonreírme la dio vuelta y metió la cuchara, sacaba porciones de aire y con la cuchara se las metía en la boca, comía una sopa o un guiso de aireestá locadijo mamá y nos fuimos a festejar más adelante, en otra cuadray cuando mamá levantó la cuchara me pareció ver a esa señora

del mundial donde los colectivos pasaban con un montón de hin-chas parados en los techos, parecían muñequitos hechos de trapo que hacían equilibrio de una manera increíble

uno se cayóantes de irnos mamá me compró un cinturón que tenía el

gauchito del mundial

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y todo eso se me vino en un silencio grande como una casa, tomábamos la sopa sin decirnos nada y le pregunté de nuevo si lo de la lapicera tenía que ver con las bombas de anahí y ella dijo que éramos chicos para estar hablando de esas cosas, que eran cosas de grandes

y entonces fue cuando me preguntóno habrás agarrado algo en la calle, vosy con la cuchara metida en la bocadije tres vecesnononomamá dijomás te vale carlitos porque estoy muy cansaday yo moví la pierna derecha y al moverla sentí dentro de la

media la lapicera de cuatro colores y me asusté porque si la birome tenía una bomba íbamos a reventar como en las películas, pero si el actor de la telenovela no había explotado por qué íbamos a ex-plotar nosotros a lo mejor la birome explotaría al cambiar de tinta o al hacerle clic para que asome la punta o al cambiar de una tinta a la otra es algo que tendría que descubrir alguien que se viera en la necesidad de desactivar una bomba

¿en la costa alguien sabría?al otro día le pregunté a anahí y a lisandro si no sabían cómo

desactivar una bomba dentro de una lapicera, ellos dijeron que hay que buscar los tres cablecitos y que siempre hay uno para despis-tar, otro que la hace explotar y el tercero que hace que no explote, les dije que si les parecía hacíamos la prueba con una lapicera de cuatro colores made in china que había encontrado en la calle y ellos me dijeron que no, que ni locos porque nunca habían desac-tivado una bomba de cuatro colores, nada más habían desactivado bombas de un color, seguramente la birome de cuatro colores tenía doce cables en vez de tres, lo que complicaba todos los asuntos y entonces me fui a casa pensando en que me tocaría desactivar solo esa bomba,

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qué macanaentré a mi habitaciónsaqué la lapicera que había envuelto en las medias que me

había comprado papá cuando la selección le había ganado a perú seis a cero, la puse en el piso y a punto estuve de pisarla cuando escuché la puerta de entrada

era mamá con mi hermano¿qué hacés?dijo mamá, era su manera de saludarnada má, me asustastedije y guardé la lapicera, me prometí que al día siguiente la iba

a tirar al mar antes de ir a la escuela y temprano arranqué para la playa con ese propósito y cuando llegué a la costanera vi que había un gran despliegue de policías, muchos policías bajándose de los patrulleros y corriendo hacia la playa, agarrándose la pistola con la cartuchera como me agarro el pito con el pantalón cuando me estoy haciendo pis,

había mucha gente en la playalos policías bajaronyo tambiénhabía una carrera de autitos en la arenalos policías pisaron todo, luego llamaron por radio y escuché

que uno decíaahora me decís que no era la veintinueve, que es en la bajada

de la cuarenta y nueve, mirá que les pregunté como quince veces, manga de pelotudos

y arrancaron a los patrullerosnadie entendía nada y los grandes se quedaron comentandouno me miró y dijonene, qué hacés acá, rajá para la escuela ya mismoy entonces agarré la bici y me fui, las cosas sin nombre iban

atrás mío, haciendo sonar sus carcajadasen la escuela todo mal porque no llegué a tiempo y la maestra,

como si estuviese enojada conmigo porque había llegado tarde, dijo

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carlitos, pasá al frente a recitar el poema de conrado nalé roxloyo no había estudiado en realidad, ella no había dicho que iba a tomarempecédoña rata… doña… salió de paseo… la maestra dijopor los prados…yo no podía dejar de pensar en los policías pisando los autitos

en la playa, deshaciendo la pista y agarrándose las pistolas como quien se agarra las ganas de hacer pis

por los prados, sí… no puedo, quiero decir no pudo… encontrar el camino pero los gnomos la ayudaron a la ratona, mas la flor no podía guiarla con los pies en la tierra cautivos

nodijo la maestraestás mezclando, empezá de nuevo, doña rata…salió por el camino, sola va por los campos, perdida y ya la

noche la envuelve en su fríoestá bien, sentatedijoyo me sentétemblando me sentépasó fabián y dijo el poema pasó anahí y también lo dijo rebiénpasó lisandro, se equivocó un par de veces pero lo dijo com-

pletoentonces agarré la lapicera de los cuatro coloreshice clic para que todo explotara de una vezclic negroclic azulclic rojoclic verdey nadaagarré una hoja y dibujé una rosa de los vientos, cada punto

cardinal de un color diferente

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y le regalé la hoja a anahí en el recreo le conté lo que había pasado en la playa y ella me

dijo que sabía pero me hizo jurar que no se lo iba a contar a nadie, le juré y ella me dijo que jurase por lo que más quería y por un momento quise decirle que iba a jurarlo por ella pero no me animé y le dije que lo juraba por las antiparras made in china,

ella me dijoes por esas personas que aparecen en la playay yo dije que sí sin saber a qué se refería, pensé que la policía

quería sacar a toda costa a la gente que quería vivir entre los ta-mariscos, algo más común en verano cuando aparecían muchos veraneantes que no tenían plata para un hotel o el camping y se quedaban en los médanos haciendo rancho todas las vacaciones, para mí eran importantes esos turistas porque así se habían cono-cido papá y mamá, en uno de esos campamentos, según nos contó mi tía se conocieron y enseguida, como se dice, hicieron rancho aparte, eso no me lo dijo mamá pero hay una foto en un marquito que me hace pensar que todo fue de esa manera, al año y medio me tuvieron a mí y a los dos años a mi hermano y después papá se fue a trabajar a la capital y nunca más tuvimos noticias de él, al principio un giro postal que mamá iba a cobrar cuando nosotros estábamos en la escuela, cuando llegaba el giro ella lo ponía a la noche en la mesa adentro del dni y apoyaba una piedra que papá había traído de tandil,

mamá nos dijo que papá se había ido a trabajar a uruguaya la república oriental del uruguayy yo pensaba que en esa república eran todos chinos o japo-

nesesque se la pasaban comiendo arrozhasta que anahí me explicó que uruguay quedaba cerca, me

mostró en el globo terráqueo que uruguay era un país rechiquito, más chiquito que la provincia de buenos aires

ella había ido con su papá a nueva palmiraa la casa de un amigo de su papádespués no fueron más

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los orientales son como nosotros,dijo ellay yo le creí y en el fondo eso me alivió porque pensé que papá

estaría mejor entre uruguayos que entre chinos y japoneses que en la tele se la pasaban de guerra en guerra, cortando cabezas y atajando las bombas que les tiraban los yanquis

y en eso estuve, esperándolo, hasta que llegó el veranomamá nos mandó con una maestra particular porque se la

había recomendado mi tía, una chica rebuena tenés que conocerla se llama nina y en buenos

aires era maestra, el marido trabaja de repartidor, necesita hacerse de unos pesos y a los chicos les va a venir bien un poco de ejercicio

mi tía también dijo despacito pero yo la llegué a escucharesto no se lo digas a nadie, dicen que él llegó todo lastimado,

lo traía ella en un auto que apenas los dejó se fue, lo curaron entre dos enfermeras porque nadie quería llevarlo al médico, ahora está bien, son buena gente y de esto que pasó las que saben son las dos enfermeras que de un día para el otro se fueron de vacaciones, una a mendoza con su familia y la otra no sé, el otro día me quería poner una vacuna y fui a buscarlas pero ya no estaban

así fue que con mi hermano fuimos a particularhacíamos cuentas y oracionesa los tres días yo no fui más, la maestra particular le dijo a

mamá que no necesitaba reforzar nada pero mi hermano sí,de ir dos veces por semana empezó a ir todos los días, ni bien

se levantaba se iba para lo de ellos y así estuvo toda la temporada, mi hermano aparecía a la noche, siempre se quedaba a comer al mediodía y después se iba a la playa con ellos, mamá me mandaba a buscarlo, una de esas veces lo acompañé al marido de nina a jugar al fútbol, él jugaba en el equipo de los repartidores y después de dejarlo a mi hermano le preguntó a mamá si me podía llevar, me acuerdo de esa noche porque alguien fue de atrás a sacarle la pelota y él pegó un salto en el aire, hizo como que el otro jugador le había pegado un tremendo patadón y cuando estaba en el piso con cara de dolorido me guiñó un ojo, al otro jugador le pusieron tarjeta

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roja, me acuerdo de eso nada más, ni el color de las camisetas, ni quién ganó, nada de nada

un día se fueron a buenos aires a hacer unos trámites, según le dijo nina a mamá

y nunca volvieron a la costa, el que se quedó más triste con la ausencia de ellos fue mi her-

mano, nina volvería a la costa muchos años después, dice mamá que un día llamaron a la puerta y ahí estaba

flaca, desdentadadijo mamá esto que cuento ahora se lo pregunté muchos años después,

dos o tres veces en distintos momentos y mi vieja negó todo, es el día de hoy en que le pregunto por eso y otras cosas que pasaron en la costa y me dice que no, que no se acuerda, hasta de la lapicera de cuatro colores no se acuerda, mi vieja no se acuerda de nada y cuando más detalles le doy menos se acuerda pero no es un pro-blema de memoria porque mamá es joven, cuando fui a la costa a votar porque todavía salgo en el padrón de allá le pregunté sobre nina y alberto pensando en escribir esto que estoy escribiendo ahora y ella me respondió con puras evasivas, como si nada de eso hubiera existido,

sin embargo ese día yo escuché todo tal como lo estoy di-ciendo, ella se lo contó a mi tía por teléfono mientras prendía un cigarrillo atrás de otro, siempre que mamá estaba nerviosa por algo prendía un cigarrillo y antes de que se apagara lo usaba para prender el cigarrillo siguiente

y dijo que nina le preguntó por mi hermano,que le dejó un peluche de un dinosaurio amarillode alberto no le dijo naday nunca más volvió,nunca más se supo de ella o de alberto en la costay con el tiempo todos dejaron de nombrarlos, hasta mi her-

manose olvidó de ellos,

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ese año fue muy especial porque anahí se fue a vivir a mar del plata

para siempre pero a los tres o cuatro meses ya estaba de vuelta, había vuelto cambiada y sin su papá, al principio no quería hablar conmigo pero después fue aflojando hasta volver a ser la de antes, a ser la anahí que a mí más me gustaba, me acuerdo de ese año en el que volvió de mar del plata sin su papá porque la maestra había anunciado que por fin íbamos a tener un profesor de biología, sería por junio porque yo estaba por cumplir años y en la segunda hora fuimos al laboratorio para ver un experimento, en la mesada había una rana destripada pegada a un telgopor que movía una pata y el corazón le latía, dos compañeras se llevaron una mano a la boca pero no dejaron de mirar, la maestra

nos presentó al profesor de biología dijoa partir de hoy el profesor jesús albano les va a dar biología

semana de por mediodijimosbuen día, profesory el profesor sonrió y tocó con una pinza el cuerpo de la ranacomo por arte de magia la pata derecha se movió, el corazón

le latía con fuerza y me toqué el pechola miré a anahíy ella me hizo señas de que saliéramos del laboratorio y de a

poquito nos fuimos escurriendo hasta que salimos al pasillo y nos metimos en el gabinete de gimnasia ella dijo

mi tíotu tío quénos fuimos a mar del plata porque a mi tío se lo llevaronadónde, quién, acá mi tía le dijo a mamá que se había ido por-

que había metido la mano en la caja de la verduleríanada que ver, escuché que mi papá le decía a alguien que se lo

llevó la policía y él se quedó allá buscándolola policía, por qué

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no séqué hizo, ¿no había metido la mano en la caja?pará de decir esoquise decirle algo bueno para tranquilizarla y no me salía bienya va a venir de vuelta, te acordás de esa vez que no sabían

dónde estaba y se había ido a buscar leña en un camión a santiago del estero donde había conocido a una señora que hacía empanadas, vos me contaste eso

ella negó con la cabeza y dijoel camión está en la esquina de casavolvamos al laboratoriole dijeel profesor albano había cambiado la rana por un pejerrey,

pero a nadie le dio asco porque en la costa todos sabemos cómo abrirle la panza a un pescado, el bicho estaba inflado y largó un líquido horroroso que le manchó los anteojos al profesor, qué risa

el profesor albano fue tres clases seguidas y no lo vimos más,renuncióantes de que llegara de nuevo el invierno y las cosas estuvieran

más o menos igual que siempre, sin profesor de biología y anahí sin su tío que nunca volvió,

ella dejó de nombrarloy yo le pregunté así, de la nada, si sabía algo de su tío, íbamos

para la escuela por la playa, un poco de viento a favor, un poco de viento en contra y les tirábamos las ruedas de las bicis a las olas, la noche anterior había soñado con su tío y le pregunté porque dón-de andaba porque a su tío le gustaba hacer almejas al escabeche y yo me lo había imaginado cocinando, en el sueño se me apareció como lo había visto una vez, con una pala regrande y sacando almejas con una sopapa

ella dijomi tío roberto de córdoba yo dijeno, ese no, el otrocuál

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dijo ellaernestodije, ella paró la biciernestodijo ellasí, ernestodijeernestooo¿era o se hacía? tu tío, te acordás el de la verdulería, al que se lo no dejó que terminara de decirle sí, no sé, mi papá me dijo que está bien, anda por ahí de viaje

pero bien, por ahí viene para estas fiestas pero no sé si va a poder para estas o para las otras, mi papá dijo eso, creo que anda de viaje, por ahí vienen juntos para trabajar en la temporada, nene sos remo-lesto decime cuándo vas a dejar de molestar, ¿eh?

miró el cielo encapotadocuando ella mira el cielo de esa manera es porque está súper

enojadadisculpamedijeella resopló y dijotonto, por parar hiciste que se me soltara la cadenadijeuy, perá que te ayudono quiso y cuando arrancó, la cadena le agarró la punta del guarda-

polvo y se lo marcó con grasa, por querer arreglar la cadena se puso mal, miró el cielo y como estaba a punto de llorar de bronca la aparté despacito y se la arreglé yo, ella sin querer se manchó la frente con grasa, una mancha igualita a las que hacen cuando en el mercado marcan el peso de un animal,

la cuestión es que anahí empezó a desesperarse y buscando un pañuelo manchó la mochila, hasta las medias se manchó y no

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supe qué decirle pero pensé rápido y enseguida hice algo, saqué una hoja de la carpeta y se la di para que se limpiara las manos

si querés vamos hasta casa y lo lavásdije mirando el pisonodijo ellano sale así nomásdespués se largó a llover, dos o tres gotitaslluevedijechocolate por la noticiadijo ellay me quedé pensando en la noticia de la lluvia que llegaba

para mojarnos, nada más que para mojarnos y nos fuimos, bajo la lluvia, a orillas del mar y empapándonos, los delantales pegados a los brazos, todavía nos estamos yendo bajo la lluvia a buscar a mi papá entre japoneses o al tío de anahí en la selva de santiago,

no sabés el frío que hace

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eL ahorCado

Mariana enríquez

A los cinco años fui por primera vez al psicólogo . A una psi-cóloga, específicamente . No recuerdo su cara, sí su departamento enorme, con grandes sillones en el living y el piso de madera cu-bierto por alfombras de diseño oriental . Empecé el tratamiento porque, cuando mis padres salían a la noche, si no regresaban antes de cierta hora, mi ansiedad se volvía tan incontrolable que vomita-ba sin parar, con la cabeza hundida en el balde que me alcanzaba alguna de mis abuelas . Mis padres no salían para divertirse, no iban al teatro ni al cine ni a cenar . Por algún motivo el psiquiatra de mi madre atendía de noche y su consultorio quedaba en Belgrano, es decir, en la zona norte de Buenos Aires y muy lejos del sur del conurbano donde vivíamos . Ella estaba deprimida . En casa, no salía de la cama . Yo creía que iba a morirse . De noche, cuando los escuchaba hablar, imaginaba que planeaban abandonarme o quizá devolverme a mi familia original que yo imaginaba todavía más triste . De noche me dormía mirando una mancha de revoque en el techo que parecía una cara de perfil con cuernos . Los domingos a la tarde jugaba a morirme en el garage, que era frío y tenía eco . Ponía a los muñecos de peluche, de plástico, Barbies argentinas que no se articulaban, incluso autos y los bebés — que odiaba— y todos oficiaban de parientes que se despedían, de médicos que decían «no hay nada más que hacer», de maquilladores después de la muerte en la sala velatoria, de enterradores . El juego solamente necesitaba que me quedara quieta y acostada sobre una colchone-ta . Lo musicalizaba con canciones dramáticas de Alberto Cortez

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o Serrat . Mis padres nunca se enteraron del juego, tampoco mis amigos: es uno de los secretos de mi infancia .

Pero no podía ocultar los vómitos nocturnos . A veces también llegaban de día si estaba sola demasiadas horas — había un límite que yo consideraba fatal, imposible, si era superado significaba la muerte, la soledad— . O, más exactamente, significaba que mis pa-dres no regresarían nunca más . Era 1979, quizá 1980 . Después del Mundial, antes de Malvinas . No recuerdo nada de esos años más que los juegos de la agonía, los vómitos en el balde verde, el miedo que me provocaba una canción de Serrat que empezaba diciendo: La vida y la muerte bordada en la boca tenía Merceditas la del guar-darropa. Y, por supuesto, recuerdo la casa de la psicóloga y algunas cosas que me proponía hacer: dibujos, pequeñas construcciones con cubos, fotografías o tarjetas con alguna escena a la que debía inventarle un argumento . Su departamento quedaba en Caballito, un barrio que también quedaba lejos de casa pero me gustaba su nombre . A la psicóloga le mentí en cada una de las sesiones . No recuerdo qué le dije pero sí el propósito totalmente deliberado de jamás decirle la verdad .

Creo que ese era otro de mis problemas: el de las mentiras . Pero todos estaban mucho más preocupados por los vómitos . Yo adelgazaba y en las fotos Polaroid, cuando levantaba los brazos, se me podían contar las costillas . Y me gustaba ese cuerpo, eso tam-bién lo recuerdo; me gustaba sentir los huesos tan cerca de la piel .

Para llegar a la psicóloga teníamos que cruzar un barrio pre-cioso que se llamaba como el parque que se ubicaba en su centro: Parque Chacabuco . Ahí, desde el auto, vi las casas por primera vez . Las casas llegaron antes que el ahorcado . La autopista cortaba por la mitad una parte del barrio . Literalmente por la mitad: la ruta de cemento, elevada sobre sus pilares en forma de Y, había tajeado casas hermosas, algunos edificios bajos, pero sobre todo casas . Los interiores estaban a la vista . Empapelados de flores, o con dibujos de granjas — a veces se desprendían y flotaban en el viento del otoño, un papel con restos de pegamento ilustrado con gallinas y molinos— ; los azulejos celestes de los baños al aire libre, los

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lavatorios flotantes, las duchas secas que salían de la pared como adornos de metal . Las casas siempre parecían más partidas cuando el baño quedaba a la vista . Yo no sabía adónde se iba la gente que se quedaba sin casa ni entendía por qué la autopista debía pasar por ahí y no por otro lado . Se lo pregunté a mi padre en uno de los viajes a la psicóloga y no pudo contestarme ninguna de las dos preguntas . Tampoco sabía adónde iba a parar la gente; suponía que les darían otras viviendas, pero no tenía idea de adónde ni tampoco si les pagaban por irse . Y por qué las autopistas debían cortar casas tampoco le quedaba claro . El intendente de Buenos Aires lo decidió, decía . No se le puede decir que no, decía . Por qué, quería saber yo . Porque gobiernan los militares, me dijo, y eso siempre le ponía punto final a las conversaciones y yo lo entendía perfectamente . En la escuela, no podía hablar de lo que en casa se decía de los militares, por ejemplo . Me lo habían ordenado explí-citamente, mi madre y mi padre . Ella me dijo algo incomprensible para mí sobre el arresto domiciliario y que le habían retirado la libreta universitaria, pero nada tenía sentido porque ya no estu-diaba, solamente lloraba en la cama . Y además yo no hablaba en el colegio, con nadie . No sé qué creían ellos . ¿Que tenía amigas? ¿No se daban cuenta que muy pocas venían a mis cumpleaños a pesar de que solía haber magos, animadoras y tortas compradas en la mejor panadería del barrio?

Entonces no lo sabía pero ahora sé que era la autopista 25 de Mayo . A quienes no quisieron entregar la casa voluntariamente se las sacaron por la fuerza . Debajo de esa autopista pero en la intersección de la avenida Paseo Colón y Cochabamba funcionaba un centro clandestino de detención donde desaparecieron 1 .800 personas entre 1976 y 1977 . ¿Estaba en actividad cuando la inau-guraron, el mismo día de mi cumpleaños, en 1980? No lo sé . ¿Los detenidos escuchaban las topadoras, los camiones, los hierros de la construcción? No, averigüé después . La construcción empezó en noviembre de 1978 . La cárcel clandestina quedó ahí, en el camino de la autopista, pero ya no funcionaba como tal cuando empezaron las obras . Ahora la excavación en busca de huesos es una especie de

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terraplén marcado por fotos blanco y negro de los muertos, lápi-das de cartón, una especie de recordatorio-tumba-lugar de trabajo para antropólogos forenses .

Pero yo nunca vi el fantasma de uno de esos muertos tortu-rados en la autopista . Vi el fantasma del ahorcado . Lo vi cuando el auto de mis padres estaba casi bajo la autopista: yo levantaba la cabeza para ver las casas cortadas, las cocinas todavía blancas y relucientes, las habitaciones de los chicos tan fáciles de distinguir por los posters de Sarah Kay que nadie había arrancado de las pa-redes . Al ahorcado lo distinguí claramente en una habitación vacía que, por el tamaño, podría haber sido un comedor o un living . No vi su sombra en la pared, vi a una persona real aunque muerta: tenía tres dimensiones y estaba de espaldas, quieto, las piernas muy separadas y las manos cerradas en puños . Le dije a mi mamá que mirara, nunca dudé de su materialidad, no era una ilusión óptica, era una persona ahorcada; pero ella justo tuvo que arrancar, no desvió la mirada, podía chocar .

No se lo conté a la psicóloga esa tarde . Le hablé de otras imá-genes que veía en el cielo, hombres a caballo, jinetes entre las nubes .

Busqué otras veces al ahorcado, cuando pasábamos bajo la au-topista hacia el consultorio de mi psicóloga, pero no volví a verlo . Una noche, mientras mis padres y una pareja de amigos comían pizza y yo pintaba un dibujo muy aburrida, escuché que Eva, la mejor amiga de mi madre, hablaba de la gente obligada a dejar sus casas en varios barrios de la capital . Ahí escuché por primera vez Autopista Perito Moreno y Autopista Central — la que, ahora sé, nunca se construyó aunque se les expropió la casa a 900 fami-lias— . Eva habló de una historia que le había contado el hermano de un amigo, un bombero, sobre un hombre que no quiso entregar su casa . No quiso y no quiso hasta que vinieron los militares y la policía a sacarlo y sacársela . Tiraron la puerta abajo y lo encontra-ron ahorcado en el living . Muerto antes que dejar la casa donde había crecido . El caso no salió en los diarios . Pero meses después un vecino vio la sombra del ahorcado balanceándose, de derecha a izquierda, de derecha a izquierda, en la terraza vecina a la casa

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demolida . Este hermano de un amigo de Eva, el bombero, lo había visto antes, cuando fue a comprobar que la casa, a punto de ser demolida, ya no tenía servicio de gas ni de agua: había visto lo mismo que yo, un ahorcado que no era una sombra sino un cadá-ver de carne y hueso, que colgaba de una lámpara de espaldas, la cara muerta pudorosamente orientada hacia la pared . El bombero se fue corriendo y dio aviso de que había un muerto en el edificio pero cuando sus compañeros llegaron hasta la casa — se trataba de una casa, de dos pisos, una linda casa de clase media con patio y terraza— la encontraron vacía . El bombero dejó de trabajar por un tiempo y, decía Eva, «había quedado muy mal» .

Yo no quedé mal después de ver al ahorcado . Quería que apa-reciera otra vez . Quería verle la cara: me la imaginaba pálida y delicada; no pensaba en lenguas negras, erecciones post mortem, ojos desesperados y desencajados por la falta de aire . Me imagi-naba a un muerto colgado con delicadeza, una especie de rebelde dormido, una especie de alhaja de carne .

Pero nunca volví a verlo . Tenía claro qué casa era porque la terraza, justo sobre el piso donde el ahorcado colgaba, era muy particular: su única pared en pie estaba cubierta de una enreda-dera que crecía sobre la pintura blanca y daba flores grandes, color violeta y azul . Siempre desaparecía cuando mi madre — ella en ge-neral manejaba, con mi padre de copiloto— doblaba por la avenida donde quedaba el consultorio de mi psicóloga .

Ella nunca me dio el alta . Dejó de atender un tiempo por-que se enfermó su madre — de cáncer y ella tuvo que cuidarla— y cuando volvió a atender, si lo hizo, mis padres decidieron que ya no me hacía falta el tratamiento . Ya no vomitaba cuando ellos se iban; mi madre, por otra parte, se iba mucho menos y se levan-taba de la cama al menos para hacerme dos desprolijas trenzas y el desayuno antes de ir al colegio . En los recreos, el ahorcado me ayudó a hablar . Les conté la historia a algunas compañeras . Ellas no la habían escuchado, nada sobre un ahorcado en la autopista .

Habían escuchado otras cosas . Sobre el Hombre Gato, que robaba edificios trepando y maullando; sobre el Hombre de la

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Bolsa, que secuestraba chicos de noche; sobre La Mano Fría que te atrapaba el pie si lo dejabas colgando de la cama . Pero ninguna historia me daba miedo, ninguna parecía real . Y la mía también perdió fuerza . Era demasiado complicada de explicar, con la au-topista y el intendente de la dictadura y las casas expropiadas y las familias que nadie sabía adónde habían ido a parar . En el sur del conurbano no había autopistas, solamente la avenida Pavón, tan oscura y vacía por la noche .

Para cuando comenzó la guerra — y yo trazaba las islas en tin-ta china, incluidas las Georgias y Sandwich del Sur— los vómitos ya eran el pasado . No volví a escuchar sobre la psicóloga hasta que, muchos años después, y adulta, todavía obsesionada por el ahor-cado — no había encontrado su historia en, por ejemplo, ningún libro sobre leyendas urbanas de Buenos Aires—, mi madre decidió sincerarse conmigo . «Tu psicóloga no dejó de atender porque se enfermó la madre», me dijo . «Lo que pasó fue que al hermano más chico lo atropelló un tren» .

Lo contó con mucha tranquilidad mientras con su habitual torpeza intentaba coser un botón . Quise saber qué tren y dónde, me dijo que no sabía, que la psicóloga estaba histérica cuando se lo contó . Eso sí: el chico había muerto al instante . No te lo dije entonces, agregó, porque para tu tratamiento me pareció que era contraproducente .

Le di la razón . Esa muerte confirmaba todos los miedos de los que debía curarme en el consultorio de Caballito . Me pregunté y me pregunto cuántas cosas miente por mi bien . Como no re-cuerdo la cara de la psicóloga, no sé si me la cruzo ahora, que vivo en ese barrio donde me atendía de chica pero más al sur, cuando casi se convierte en Flores; vivo en el barrio del ahorcado . No sé si la psicóloga es aquella mujer gorda y triste que toma el taxi en la avenida o la rubia que pasea a su perro bulldog . Su cara está borrada . Y en el barrio también se evaporó no solo la historia del ahorcado sino la de cualquiera de las familias trasladadas durante la construcción de la autopista . Pregunté a los vecinos pero no saben nada, o dicen no saber nada, o no se acuerdan de nada o

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prefieren no recordar esa época o aseguran que fueron traslada-dos al barrio Bolívar, más al sur todavía, pero en el barrio Bolívar dicen que tampoco, que la gente no está ahí . Pregunté en lugares más amables: la biblioteca del barrio que, periódicamente, envía paquetes de libros a la cárcel de mujeres; el bibliotecario, con su pelo largo y sucio y el mate perenne sobre la mesa me dijo que le interesaba mucho el tema pero que tampoco había conseguido respuestas entre los vecinos . Igual le vi un brillo extraño en los ojos: entendí que mi inquietud era intrusiva . Me atreví y le conté lo del ahorcado, no como la realidad fantasmal que yo había visto, sino como leyenda urbana . Nunca, dijo, le habían relatado algo así . Creo que mentía . También me acerqué al bar psicobolche del barrio, donde constantemente se escucha bossa nova y a Zitarrosa, pero la dueña lleva apenas quince años en esa esquina . Ella sí está interesada no solo por la leyenda del ahorcado sino por el destino de los trasladados, de esas familias cuyas casas dejaron una línea vacía sobre la que se monta la autopista; debajo de la autopista, en ese espacio donde había casas, se fueron concretando diferentes emprendimientos: canchas de paddle, de tenis, de fútbol 5, inclu-so piletas de natación, galerías comerciales, centros de jubilados, algunos organismos del gobierno local . Todas bajo el pavimento que queda ahí arriba, de techo: uno juega al fútbol con el rumor de los autos sobre la cabeza, se renueva el documento de identidad perdido con el latido arrítmico del tráfico como banda de sonido, si vive en algún edificio a veces abre la ventana y se mira a los ojos con los pasajeros de los colectivos que, sobre la autopista, viajan hacia las ciudades del conurbano . La dueña del bar psicobolche me preguntó por qué no investigamos, por qué no vamos a la sede del gobierno o a organismos de derechos humanos para preguntar dónde fueron mudadas las familias, nuestros vecinos fantasmas . Le dije que claro, que cómo no, pero mi entusiasmo era una mentira . Investigar me da pereza . El pasado me obsesiona y me da pereza al mismo tiempo .

Cuando paseo sola por el barrio siempre me acerco a las calles atravesadas por la autopista y aunque sé que no encontraré la casa

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del ahorcado porque ya no existe — después de la primera demo-lición emprolijaron y ya no quedan baños al aire libre ni escaleras que dan al vacío— trato de ubicar adonde estuvo alguna vez . ¿Cer-ca de aquella con ladrillos a la vista y canteros con azaleas? ¿Al lado de la que abusa de la piedra Mar del Plata en su fachada? ¿Frente a la que está a punto de derrumbarse de humedad y descuido? No lo sé . No puedo encontrar su antigua ubicación . Es posible que ni siquiera sea tan cerca de mi casa como creo: la autopista es larga y aunque sé que el ahorcado estaba cerca de una iglesia grande — y creo que es la Medalla Milagrosa, del otro lado del parque—, lo que es cerca o lejos para la memoria de un chico no tiene nada que ver con la realidad del mapa de la ciudad que ve una mujer grande . Igual paseo y busco . Algunas noches me quedo mirando la otra iglesia del barrio, muy extraña, art-decó, alta y severa, dedicada a una santa húngara . De noche la torre — porque no es una cúpula: es una torre de cemento— se ilumina y el efecto es vagamente te-nebroso, como de expresionismo alemán . Una noche, en el costado de liso cemento de la torre de la iglesia creí ver una sombra que se movía con el viento, de izquierda a derecha, un balanceo lento y deliberado . Un péndulo . No podía ser la rama de un árbol: no hay árboles tan altos como esa torre . Tampoco la sombra de alguna ropa colgada o de un cable de los edificios vecinos . La sombra pendular se fue enseguida, tras dos o tres balanceos, y solo queda-ron la torre y la luna, que esa noche estaba especialmente grande y blanca, como si se hubiese acercado a la Tierra para echarle un vistazo . No era el ahorcado: quizás un pájaro nocturno, una ilusión óptica, alguna hoja atrapada en las luces que hacen brillar la torre por la noche, la torre con su cruz de cemento tan severa .

Pero sé que voy a volver a verlo . Estoy segura . En alguna ruina, en alguna fachada, en algún rincón de este barrio donde él quiso que yo lo conociera y lo recordara: todavía está acá, con sus piernas abiertas y las manos como puños, muerto, solo, terco, colgando en una casa que ya no existe .

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SIn

Sebastián Martínez daniell

De un lado, un texto que lleva mi firma . O, más bien, mi nom-bre mecanografiado en el último renglón . No está fechado, pero los documentos que lo rodean dentro de un sobre de papel manila son de 1979 . Es razonable conjeturar que lo escribí cuando tenía siete u ocho años . Empieza así:

A un detective que era muy flaco y tenía un monóculo un día lo llamaron para que atrapara a un ladrón, entonces fue a atraparlo y se oyó: «¡Socorro!», era el ladrón . El detective corrió hacia el banco, el ladrón fue a un río que iba al mar y el mar iba al océano y el océano iba a un pueblo de africanos . El ladrón agarró un bote y empezó a remar y el detective también agarró una balsa, pero ellos no sabían que había co-codrilos y cuando vieron un solo cocodrilo los dos se fueron y en ese momento apareció un indio y mató al cocodrilo .

* * *

Por otra parte, aquel chiste:

Un hombre entra en un restaurante . Se sienta a la mesa y dice: «Mozo, tráigame un café sin crema» . Cinco minutos más tarde, el mozo regresa y le dice: «Lo siento, señor . No tenemos más crema . ¿No podría ser un café sin leche?»

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* * *

Esta versión del chiste del café sin crema es la que cuentan en Ninotchka, la película dirigida por Ernst Lubitsch, guionada por Billy Wilder y proyectada por primera vez el 6 de octubre de 1939 . Ese mismo día, las últimas unidades del ejército polaco se rinden ante las tropas del Tercer Reich . Luego el gueto en la capital, la ocupación de Cracovia, la entrada en la aldea de Oświęcim, que los alemanes llaman Auschwitz .

* * *

Cuatro décadas después del estreno de Ninotchka, mi madre decide conservar el texto recién mecanografiado: lo guarda en un cajón y sobrevive durante años junto a boletines escolares y tarjetas de cumpleaños . El segundo párrafo:

El detective le dijo «gracias» y salió corriendo y otro indio de otra tribu apareció y los llevó al jefe: ¡el feroz jefe Kungu Tiki! El jefe dijo: «¡Vamos a atarlos al palo y prender fuego para pasado mañana! ¡Enciérrenlos!»

El primer párrafo contiene un robo, una persecución, una muerte . El segundo, entonces: un agradecimiento, un jefe feroz, la promesa de una agonía dolorosa, una orden .

* * *

Ese mismo año de 1979, Werner Herzog viaja a San Francis-co, consigue financiación para su próxima película y se interna durante veintinueve meses en el Amazonas peruano para rodar Fitzcarraldo . En una de las tantas, cíclicas y demenciales jornadas de rodaje, Herzog vuelve sobre el chiste:

Un hombre pide en una cafetería de Viena un café sin cre-ma . «Crema no tenemos — le dice el camarero— , ¿no podría ser un café sin leche?»

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La versión que Herzog anota en su diario de filmación es más escueta . Hay que contextualizar el contraste: la escribe en medio de la exuberancia de la jungla ecuatorial . Klaus Kinski, un par de meses antes, hace la pantomima de fornicar contra un árbol y luego se justifica argumentando que la selva le parece erótica . Herzog le gruñe:

Yo no veo ningún erotismo; solo obscenidad .

La diferencia no es menor .

* * *

El texto fue mecanografiado sobre dos hojas rayadas, de esas que tienen tres orificios en un costado y se colocan en las carpetas escolares . Casi no tiene errores de tipeo, lo que me lleva a suponer que existió una primera versión manuscrita y que luego tuve la pretensión de pasarlo en limpio . Puede rastrearse en el texto una voluntad escritural que hoy persiste . Mi texto infantil tiene un tí-tulo («El detective famoso») y un tercer párrafo:

A la noche ya estaban preparando los palos para el fuego y llegó el día de la fogata . Sacaron al detective y como tenía los pies atados y las manos también cuando abrieron las puertas saltó y tiró al africano y con la boca agarró la lanza y le apuntó al corazón y dijo «desatame o si no te mato» .

* * *

Dice Nietzsche:

¿Es que he aprendido a habitar donde nadie habita, en de-siertas zonas de osos polares y he olvidado al hombre y a Dios, la maldición y la plegaria? ¿Es que me he convertido en un fantasma que camina sobre glaciares?

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* * *

Quien cuenta el chiste en Ninotchka es el estadounidense Mel-vyn Douglas, que interpreta a un conde francés cuya misión perso-nal es quebrar la disciplina de los enviados de la Unión Soviética, mostrándoles los beneficios de la libre circulación del capital . Lo escucha la sueca Greta Garbo, en el rol de una chica rusa, devota de los ideales marxistas, que debe prestar un servicio al régimen de Stalin . El que los filma a ambos es Lubitsch, un berlinés que vive en Los Angeles . La locación de la escena es una fonda de Pa-rís . ¿Pero podría ser también un café de Viena, antes o después de la Anschluss, donde inexplicablemente Herzog implanta el chiste cuarenta años más tarde?

* * *

Mientras Herzog escribe en el Amazonas sobre los cafés de Viena, yo avanzo sobre la primera de las dos hojas rayadas frente a la máquina de escribir . Mi edad: siete años, quizás ocho . La marca de la máquina: Olivetti . La ciudad: Buenos Aires . Escribo el cuarto párrafo:

Lo agarró al ladrón y se fueron a una caverna, entraron, había un oso y el detective resultó herido, suerte que antes había tenido una herida y llevaba Curitas y vino el indio amigo y mató al oso . El indio lo saludó y se fue . El detective ató al ladrón y se fue a dormir .

En solo cincuenta y cinco palabras, escribo siete veces la con-junción y . Una pulsión que es copulativa, pero que también marca un hiato: a ambos lados, cosas distintas . En medio de ellas, un corte . Y:

… suerte que antes había tenido una herida…

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* * *

Uno podría coincidir con Adorno en que escribir poesía des-pués de Auschwitz es un acto de barbarie . Pero escribir poesía durante Auschwitz no parece ser un gesto menos brutal .

* * *

Si retrocedemos unos segundos, no en el tiempo sino en el metraje de Ninotchka, descubrimos que el aristócrata ocurrente e inescrupuloso que interpreta Melvyn Douglas trata de descular por qué los soviéticos no ríen con facilidad . Le cuenta un primer chiste a Greta Garbo . Ella no reacciona . O, mejor aún, su reacción es la indiferencia . Entonces Douglas le dice:

Quizás el problema no sea el chiste, quizás seas vos . Te voy a dar otra oportunidad . La primera vez que escuché este no pude parar de reírme . Acá va . Un hombre entra en un restaurante . Se sienta a la mesa y dice: «Mozo, tráigame un café sin crema»…

Y en ese momento Greta Garbo no se ríe .

* * *

Quinto párrafo de «El detective famoso»:

Al otro día no tenían comida y le arrancaron un pedazo al oso y recogieron agua de una laguna . Luego de comer si-guieron el viaje y se llevaron un poco de comida y se fueron en el bote, pero la corriente del agua fue para el otro lado y fue a Europa . Cayeron en Francia, primero fueron a un hotel a pasar la noche . Ya no necesitaba al oso y como la parte era de la cabeza, la llevó al dueño así le daba dinero . Aceptó y le dio la plata y pudo pagar el hotel y antes de que se fueran

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de Francia quisieron ver la torre Eiffel y cerca de la torre había muchas piedras y el detective pateó sin querer una y embocó en el vidrio de la comisaría . ¡Crash! El comisario salió y dijo: «¡Quién rompió eso!» El detective dijo: «Yo» . «¿Y tiene dinero para pagar el vidrio?», «No», dijo el detec-tive, «¡entonces irás a la cárcel!», pero esta vez los pusieron en distintas celdas .

En este fragmento hay tres desgarros . El primero es aquel me-diante el cual un oso muerto deviene una parte de sí . No cualquier parte: la cabeza . Una cabeza mutilada que se transformará en di-nero casi de inmediato . El segundo, el vidrio roto . ¿Quién rompió eso? Yo . El tercero es la separación en celdas diferentes . Tres veces, lo que antes era un Todo deja de serlo .

* * *

En 2012, treinta y tres años después de 1979, Slavoj Žižek publica Menos que nada, un libro que lleva como subtítulo Hegel y la sombra del materialismo dialéctico . Ahí escribe:

Para comprender mejor este no-Todo, veamos un maravi-lloso chiste dialéctico de la película de Lubitsch Ninotchka: el protagonista visita una cafetería y pide un café sin crema; el camarero le contesta: «Lo siento, pero se nos ha acabado la crema»…

* * *

¿Y no era un acto de barbarie la poesía antes de Auschwitz? O, para expresarlo de otro modo, ¿después de los cátaros de Béziers, los aztecas de Tóxcatl, los armenios de Adaná? ¿Antes de los japo-neses de Hiroshima, los palestinos de Sabra, los kurdos de Halabja? ¿Durante los alemanes de Dresde, los judíos de Buchenwald, los africanos de cualquier tiempo?

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[…] el ladrón fue a un río que iba al mar y el mar iba al océano y el océano iba a un pueblo de africanos .

* * *

Los peces grandes depredan a los pequeños en todos los océa-nos . Algo que no es estrictamente justo ni necesariamente inevi-table . Pero solo algunos mares tienen tal nivel de salinidad que la existencia de lo orgánico se ha vuelto imposible . Es ahí donde nuestras conciencias se limitan a permanecer, como decía un poeta australiano, suspendidas en un lóbrego mar sin peces: suspended in your bleak and fishless sea .

Pero sería, de todos modos, paralizante pensar que las atmós-feras de todos los planetas tienen la misma densidad . Más bien, de-beríamos pensar sobre la existencia, cruel, de lo simultáneo . Otra de Nietzsche, del mismo libro, Más allá del bien y del mal:

Casi todo lo que denominamos cultura superior se basa en la espiritualización y profundización de la crueldad: esa es mi tesis; aquel animal salvaje no ha sido muerto en absoluto, vive, prospera; únicamente se ha divinizado .

* * *

El séptimo párrafo es confuso:

El ladrón era muy bueno en escaparse . Logró fugarse y sin que lo viera nadie iba a regresar a la Argentina, pero no tenía barco ni nada y tampoco tenía comida para quedarse a la noche pero como tenía mucha suerte pasó un señor que el día y la tarde estuvo vendiendo cañas de pescar y el ladrón: «Deme una», y con la caña podía pescar para comer y era la hora de la cena de los pescados, tenía una suerte loca .

Por supuesto: si el ladrón estaba en condiciones de comprar una caña de pescar, ¿no podría haber comprado directamente

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el pescado? Quizá la confusión tenga su origen en el remanido proverbio chino sobre el alimento para un día y la enseñanza de la pesca . O, tal vez, tenga que ver con su suerte loca . Una suer-te cuerda lo habría llevado directo al nutriente . En cambio, una suerte loca, una suerte desgarrada en su subjetividad, lo llevó a la caña . Aunque posiblemente no haya incongruencia alguna . El texto no habla de una operación de compraventa . El ladrón dice: deme una . Y el vendedor entrega la caña . ¿Hubo una operación, entonces, de amedrentamiento? Es posible: recordemos que era la hora de la cena de los pescados . La hora en que los peces muertos salen a comer .

* * *

¿Y qué, entonces, si toda poética es barbarie?

* * *

Nietzsche publica Más allá del bien y del mal en 1886 . Un siglo después, otro alemán transcribe en su diario el chiste del café sin crema . El mismo día, quizá solo unos minutos antes, recuerda el encuentro con un indio (otro indio amigo) que le da un insecto . A Herzog le parece buena idea matarlo y llevárselo como ofrenda a su hijo, que lo espera en Alemania . Anota:

… un indio me dio un escarabajo enorme con una especie de cuerno bifurcado . Quería guardarlo para Burro y traté de matarlo de todas las formas posibles, pero resistía cada uno de mis ataques y, en consecuencia, lo dejé respetuosamente en libertad .

Pensar, entonces, también, en la simultaneidad dialéctica de lo cruel y lo libre .

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* * *

Quien buscaba aún su liberación era el detective . La obtuvo del peor modo, en un desafortunado octavo párrafo:

Al otro día el detective llamó al guardia y le dijo que fue sin querer . El guardia le dijo: «Voy a llamar al jefe», la charla fue amplia, lo dejaron salir pero con una condición: que no lo haga más . El detective fue a la costa ahí lo vio sin que se diera cuenta, fue a pedirle un barco al indio amigo, lo aga-rró, lo metió en el barco y en pleno mar los veían un montón de cocodrilos y los iban a atacar pero dijeron: «¡A estos no, vámonos que antes nos mataron a uno!»

A los siete u ocho años tenía dificultades para conjugar el modo subjuntivo . Donde dice que no lo haga más tendría que de-cir que no lo hiciera más . Aunque también se puede pensar que la irrupción del presente del subjuntivo reemplazando al pretérito imperfecto no fue sino una operación necesaria . La actualización permanente de un castigo solicitado por un autor desdoblado en dos personajes . De un lado, el ladrón: alguien transgresor, que le roba a los banqueros, que es muy bueno en escaparse, que pesca su propio sustento, que tiene una suerte loca . Del otro, un agente pa-raestatal, un perseguidor, que apunta sus armas contra el corazón de los africanos, que deja maniatado a su enemigo, que cambia la cabeza de un oso por dinero . Y, al mismo tiempo, alguien que está desesperado por pedir perdón, que admite haber roto el vidrio, que dice que fue sin querer, que se humilla para que lo habiliten a seguir expiando una culpa que lo desborda .

* * *

Mucho después, cuando ya la película carece de densidad, Ninotchka enamorada habla con la voz de Garbo:

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Soy tan feliz, tan feliz… Nadie puede ser tan feliz sin ser castigado por ello .

* * *

Žižek explica el chiste:

En ambos casos, el cliente obtiene un café solo, pero este un-café viene cada vez acompañado de una negación diferente, primero el café-sin-crema y luego el café-sin-leche . […] Lo que encontramos aquí es la lógica de la diferencialidad, don-de la carencia en sí misma funciona como un rasgo positivo .

En lugar de positivo, yo hubiese puesto un rasgo afirmativo . O, incluso, un rasgo efectivo . Criterios de traducción .

* * *

El indio amigo surge en medio del mar y aniquila a los co-codrilos . Aparece en una cueva del África occidental para matar a un oso amenazante . Se manifiesta en las playas de Francia con un bote para el héroe . Es ubicuo e infalible . El indio amigo se ha divinizado . Deus ex machina . Como el capital, circula libremente, sin restricciones .

* * *

¿Quién se impone? ¿El ladrón, que también es Martín Fierro, Jean Valjean, Robin Hood, Aladino? ¿El delincuente prófugo que también es un oso, los cocodrilos, los africanos, un vidrio roto? El noveno y último párrafo es tristemente conclusivo:

Y así fue como lo condecoró la ONU: «El detective más famoso del mundo» .

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Es oportuno leer, ahora, de nuevo, una vez más, el comienzo del texto, el inicio del primer párrafo:

A un detective que era muy flaco y tenía un monóculo un día lo llamaron para que atrapara a un ladrón, entonces fue a atraparlo y se oyó: «¡Socorro!», era el ladrón .

¿Quién es que pide auxilio?

[…] y se oyó: «¡Socorro!», era el ladrón .

* * *

Quizás el problema sí sea yo . Y también el chiste:

Un escarabajo entra a un restaurante . Se sienta a la mesa y dice: «Mozo, tráigame un río que vaya al mar y un mar que vaya al océano y un océano que vaya a un pueblo de africa-nos» . Cinco minutos más tarde, el mozo intenta matarlo de todas las formas posibles y le dice: «Lo siento, señor . Solo nos quedan fantasmas que caminan sobre glaciares . ¿No podría ser un lóbrego mar sin peces?»

* * *

Melvyn Douglas termina de rematar el chiste del café sin cre-ma . Garbo permanece impasible . Mastica un pan, inexpresiva . Él se indigna, trata de contar el chiste otra vez . Lo confunde todo: dice café cuando debe decir crema, dice vaso de leche cuando debe decir sin leche . Se ofusca . Le grita:

Uf . Vos no tenés sentido del humor . Ni el más mínimo . ¡No hay ni una pizca de humor en tu ser! No hay risa . ¡Todos se ríen de este chiste menos vos!

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Ella sigue comiendo pan . Sin gestos, en silencio . Él, todavía ofendido, reclina su silla hacia atrás, pierde el equilibrio y se de-rrumba . Cae con todo el estrépito posible .

Y es entonces, recién entonces, cuando ella, por fin, ríe . A carcajadas .

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eL MUrMULLo

Carlos Gamerro

In memoriam R .R .

En el St . Andrew’s, el colegio inglés donde estudiaba, se vivía, como en todo el país, la euforia del mundial ’78 . Con una pequeña diferencia: a los hogares de alumnos y docentes llegaban las revis-tas extranjeras como Time o Newsweek, que se hacían eco de las denuncias sobre secuestros, torturas y desapariciones masivas que circulaban por todo el mundo, sugiriendo que la Junta utilizaba el Mundial para blanquear su imagen tanto hacia fuera como ha-cia adentro del país . Yo cursaba por aquel entonces el cuarto año . Recuerdo que estábamos en la clase de biología, del turno inglés . Tanto la profesora como mis compañeros despotricaban furibun-dos contra la campaña antiargentina, contra los periodistas extran-jeros que intentaban opacar el evento con sus tergiversaciones y mentiras, y repetían con agradecimiento las burlas o refutaciones que seguramente se originaban en los servicios de propaganda de la dictadura y de la prensa cómplice: «Los turistas escuchan desde River los disparos del Tiro Federal y después dicen que son fusilamientos, los boludos» y otras limosnas verbales por el estilo . La risa compartida reforzaba la certidumbre de participar de una verdad sólida, irrefutable, invencible .

Ahora viene la parte más difícil . Yo no sabía lo que estaba pa-sando . No sé cómo había hecho hasta ese momento para no saber, pero no sabía . En mi casa no se hablaba del tema . En la escuela no se hablaba del tema . En la calle no se hablaba del tema . En la prensa no se hablaba del tema, salvo en el Buenos Aires Herald, que

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no leíamos en casa pero que muchos leían en la escuela, sobre todo nuestros profesores de la sección inglés, en su mayoría extranjeros, que debían recibir instrucciones precisas de la dirección, porque nunca jamás ninguno habló del tema . De eso trata esta breve cró-nica . Del día en que supe .

Volvamos a la clase de biología . Mis compañeros vociferan desaforados, insultando a los periodistas extranjeros; nuestra pro-fesora clama desencajada que ella misma escribirá cartas a los me-dios extranjeros, denunciando las calumnias y la imagen deforma-da de la Argentina que están propagando . Yo observo esos rostros crispados y aunque entiendo los sentimientos que los motivan me siento incapaz de incorporarme al coro de desaprobación . En al-gún momento debo de haber apagado el sonido (como sucede en la escena final, también de rostros vociferantes, en El graduado) y me quedo mirándolos . Y es ahí que escucho el murmullo . Roberto, un compañero al que muchos admirábamos por su calma fuerza y su casi ilimitada bondad, está sentado en una punta alejada de la mesa — la misma mesa donde habíamos pasado la mañana vi-viseccionando ratones o sapos (qué más da)—, y murmura, casi para sí: «Pero es verdad . Esas revistas dicen eso porque es verdad» .

Y en ese momento lo supe: supe que lo que él decía era la verdad, y que los demás mentían, o al menos se engañaban . No ne-cesité pruebas, ni evidencias ni corroboraciones de ninguna clase . Supe que la gritería histérica, quizá desesperada, era un formidable ejercicio colectivo de negación, y ese solitario murmullo era la voz de la verdad . No sé por qué no lo busqué, después, para hablar con él, para pedirle que desplegara, en privado, en palabras más con-tundentes y más claras, ese balbuceo casi culpable . Supongo que pesaba sobre mí, como sobre todos, ese mandato de silencio que impide las preguntas o las confidencias aun entre los que saben . De todos modos, no era necesario . A partir de ese momento abrí los ojos y los oídos y empecé a ver y a escuchar evidencias por todas partes: lejos de plantearme cómo buscarlas, tuve que enfrentarme al problema de cómo lidiar con su profusión avasallante . Vladimir Nabokov, en Habla, memoria, compara el momento del descubri-

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miento de la verdad con el deslumbramiento del niño que descu-bre la figura oculta en la superficie de un dibujo deliberadamente confuso o (en formulación de Henry James) en la de un tapiz: «Algo que el descubridor ya no podrá dejar de ver cuando lo ha visto una vez» .

No quiero ser injusto con mis compañeros de entonces . Qui-zás hubo otro que, como yo, escuchó el murmullo, y comprendió, y como yo guardó silencio . Ese es el problema con el silencio: no es comunicable . O más bien, no comunica más que silencio .

Se hizo frecuente, después, cuando la verdad empezó a hacer-se pública, en los meses finales de la dictadura, y en los primeros de la democracia, escuchar la frase «nadie sabía» repetida hasta el cansancio: ese infame intento de descargo se convirtió en uno de los tópicos sobre la dictadura, al igual que aquel otro memorable «los argentinos somos derechos y humanos» . Como contraparte, quienes denunciaron la conspiración de silencio de la sociedad civil acuñaron la frase «todos sabían»; con ella termina, por ejem-plo, el film de Lita Stantic, Un muro de silencio . Pero la falsedad hipócrita y canalla de la primera no convierte a la segunda en una verdad absoluta . Es una acusación, más que un diagnóstico: señala con el dedo a una sociedad hipócrita y al hacerlo se coloca fuera de ella, en un lugar demasiado cómodo . Lo que importa, creo, no es dictaminar si «nadie sabía» o «todos sabían», sino examinar las in-contables posiciones que se encontraban entre estos dos extremos, e interrogarlas en concreto: quiénes sabíamos, qué sabíamos, en qué momento nos enteramos, qué hicimos después de enterarnos: entender las innumerables maneras en que un régimen totalitario produce el silencio, y las innumerables maneras en que la sociedad civil lo reproduce, amplifica y, eventualmente, si las circunstancias son favorables, empieza a quebrarlo . Hoy no existen negadores del genocidio argentino, ni siquiera en la más extrema derecha, a lo sumo están los que retacean el número de desapariciones y los que las justifican; apenas dos años después del episodio que narro, to-davía en plena dictadura, concurrí a la cena del primer aniversario de egresados de mi colegio y allí me encontré discutiendo —en ese

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momento, ya casi a los gritos— con algunos de mis ex compañeros de escuela, no ya si los secuestros, torturas y desapariciones habían tenido lugar, sino si se debía o no justificarlas .

En 2002 publiqué El secreto y las voces, una novela sobre la propagación del silencio boca a boca y casa por casa durante la dictadura, en el pueblo de Malihuel, de donde desaparece uno de los habitantes, con la anuencia tácita o explícita, o el desconoci-miento y la ceguera voluntaria, de toda la población . En la novela resuena la locuacidad negadora o justificadora de aquel episodio escolar, y también el lacónico murmullo de Roberto . La novela entera, podría decir, nació de esa mañana de 1978 .

A poco de terminar el colegio Roberto se fue del país . No le fue muy bien: en Holanda tuvo problemas con las drogas, y cuando lo mandaban de vuelta al país, en 1982, creyó que lo enviaban a la Guerra de Malvinas y trató de escapar del avión . Ya en su tierra, fue internado en un neuropsiquiátrico y ahogado en psicofármacos: lo que más me impresionó cuando lo volví a ver era que había perdi-do por completo el don de la ironía: todo parecía darle lo mismo, recibía cada noticia con la misma sonrisa de indiscriminado be-neplácito . Nos vimos solamente una vez más . Había salido de su internación (fue capaz de salirse, más bien, tras negarse a tomar la medicación) y había recobrado no solo el sentido de la ironía sino también el del humor . También, claro está, el del dolor . Tiempo después, Mariano, un amigo cercano de ambos, compañero tam-bién de la escuela, me llamaría para decirme que lo había agarrado el tren, en un paso a nivel sin barreras, en una oscura noche de invierno . Quizá no haya sido suicidio, nos decíamos en el entierro, del que poco más recuerdo salvo que era un día de sol .

La Guerra de Malvinas, sabemos, causó más muertes por sui-cidio que bajas en combate . También la dictadura siguió matando después de su fin, y lo sigue haciendo, muy materialmente, a través de la policía que formó . Más de treinta años pasaron desde aquel día del que hablo, y en ese tiempo el murmullo de Roberto ha ido ahogando la gritería del Mundial (gritería, admito, de la cual participé, incluso, el día de la victoria, acompañado de un policía

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amigo de mi hermana, que en los recreos de sus nunca mencio-nadas actividades se instalaba en el living de casa a ver televisión y se quedaba hasta cualquier hora, sin que nadie se atreviera a echarlo; por suerte después de ese día nunca más lo volví a ver) . Ese desafío en voz baja, ese pensamiento dicho para nadie corrió el riesgo de perderse pero no se perdió; siguió resonando en las novelas y ensayos que escribí desde entonces, que quisieron ser un agradecimiento implícito que se hace explícito en estas palabras que escribo hoy .

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eL beSo de VIdeLa

Juan José becerra

Entre 1978 y 1982 vi en la cúpula de la Sociedad Rural de Junín conciertos de Julio Iglesias, Tom Jones y Gloria Gaynor, to-dos en su apogeo, y también uno de Sandro, luego de la derrota de Malvinas, en el que cantó «Después de la guerra» en una silla de ruedas, lloró con una especie de broncoespasmo en la estrofa final y reventó un vaso de whisky contra el escenario de cemento como fin de acto ligeramente antidictatorial . Las astillas de vidrio o los trozos de hielo me pasaron a milímetros del ojo derecho, llevándose la chance de daño que siempre es posible esperar de cualquier ficción que se vuelve realidad .

La cúpula de la Sociedad Rural de Junín es una estructura gigantesca de hierro y cemento, sostenida exclusivamente desde el perímetro con el propósito de producir, en el centro, un vértigo de suspensión y una fantasía de derrumbe . Su forma es la de una reunión de seis hexágonos, con los que se celebra una economía espacial geométrica y una sorpresiva alusión a la abeja como em-blema de laboriosidad y obediencia, ratificada por el cielorraso en el que los hexágonos vuelven a proliferar por cientos, esta vez en colores azules y blancos .

Se inauguró el 15 de octubre de 1977 como sede de la Primera Exposición Internacional de la Producción, la Industria y el Comer-cio . El mentor fue Jorge Cogorno, entonces presidente de la Sociedad Rural de Junín e hijo de Pablo Cogorno, un militante del Partido Conservador que fundó el sindicato de estancieros de la ciudad el 21 de octubre de 1945, casi sin dejar respirar al 17 de octubre de Perón .

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Cogorno, Cogorno, Cogorno . El nombre sonaba como un password en la casa de mi abuelo materno, que junto a sus her-manos habían perdido por vagancia la estancia familiar en Morse pero él seguía ligado emocionalmente a la mitología todavía gau-chesca de los estancieros, a su rusticidad dorada y a su autoridad social que en la ciudad se manifestaba generalmente por el silencio porque para hablar estaba el patrimonio .

Ese día mi abuelo atendió un puesto de venta de básculas y tranqueras, o de un aditivo para vacas llamado Calciomicina (con cuyo logo había customizado los laterales de su Renault 4, el auto de la nouvelle vague) . Sinceramente no recuerdo el orden de sus changas . Lo cierto es que fue mi anfitrión y yo estuve fascinado toda la tarde por los hormigueos que armaban y desarmaban las rondas de negocios, embolsando folletos, viendo animales y gau-chos cara a cara . Mi recuerdo cree haber visto jineteadas, pero qui-zá se equivoque y lo que ocurre es que solo el concepto jineteada es el que se hace presente sobre un escenario de cultura rural . Por otro lado, ¿ese día cantaron Los Chalchaleros al aire libre, gritando como siempre palabras por la mitad, como si arriaran grupos de ganado sordo? Puede ser, porque en ellos siempre se encontraron los gustos civiles, militares y religiosos de la patria retro que la Sociedad Rural acunó como su bebé ideológico .

Cuando cayó el sol, que no cae tan fácil en Junín porque el desierto le da recorrido, una especie de changüí para que se despi-da lentamente y durante varios minutos se vea como una versión apocalíptica del alba, volví a casa y desembolsé el papelerío . Le puse a mi abuelo paterno un bicornio de cartón con la publicidad de sal Dos Anclas. Se olvidó que lo tenía encima y fue a la pana-dería . Una cuadra de ida y otra de vuelta sembraron un pánico de manicomio a su paso, que no era otro que el que despierta aquel que se cree Napoleón . Cuando llegó se lo saqué y le vendí un mapa de Junín que me habían regalado en la cúpula . Después se lo robé, le pedí que me lo prestara, me dijo que lo había perdido y volví a vendérselo a los pocos días . La estafa es un movimiento circular que siempre está planteando soluciones .

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Estamos en 1977, un año sangriento, es cierto, pero la come-dia infantil es insobornable y no percibe la violencia de la historia . Si no le cae una bomba en la cabeza (como le ocurrió a Alexander Kluge en Halberstadt el 8 de abril de 1945), un niño solo puede ser sujeto histórico de un modo retrospectivo . Mientras tanto la historia no existe . Si le cae una bomba en la cabeza o si sus padres desaparecen entre 1976 y 1983 . Pero mis padres estaban allí, vi-viendo su vida con normalidad, también ellos afuera de la historia . Mi madre, sin pronunciar un solo comentario en ocho años sobre el clima de la época; y mi padre — ahora lo recuerdo— quemando en la parrilla su colección de Novedades de la Unión Soviética en la que los perros Stalin y Laika eran héroes del mismo panteón.

Para saber un poco más qué otras cosas me ocurrieron ese día, cada vez más largo en la medida que pasa el tiempo, leo una investigación de Evangelina Máspoli publicada en 2011 por la Uni-versidad de La Plata, donde cuenta que el 15 de octubre de 1977 hubo varios oradores en la Primera Exposición Internacional de la Producción, la Industria y el Comercio de Junín . Jorge Cogorno estaba tan ansioso que habló el día anterior . Dijo que por fin ha-bía quedado atrás la política «demagógica y corrupta» dominante hasta el 24 de marzo de 1976, y sin que se percibiera una lectura aunque fuese chapuceada del marxismo, lo invocó como el fantas-ma de moda . Dijo que había acampado en «nuestras ciudades, en nuestras fábricas y en nuestros campos», y en «las almas frágiles y desamparadas de nuestros hijos», cuyos corazones «no eran carpas para que se instalaran guerrilleros ni demagogos» .

No sé qué le pasaba a Cogorno con las carpas en aquel mo-mento — quizá tuviera preferencias por las casas rodantes— para mostrarse tan contrario a la saludable actividad de estaquear unas lonas para sentir en su interior el rumor de la naturaleza, pero no había dudas de que si el marxismo había decidido pasar la noche en Junín no iba a hacerlo en las tolderías mentales de su hijo, a quien veíamos en el centro fumando como un escuerzo rural y sin ningún ansia de reforma agraria . Luego asoció a los asesinos estatales de 1977 con la Generación del 80 y postuló la «concordia

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ciudadana» para que fuera un faro de no sé qué tipo de luces . O sea: literatura de cuartel pegoteada de almíbar lugoneano, pasta base del discurso oficial de aquellos años .

El secretario de Agricultura y Ganadería de la Nación, Mario Cadenas Madariaga — un carcamán que hoy mismo, en 2015, es-cribe en un pasquín fascista llamado El Informador Público— , dijo por su parte que había dos Argentinas: una segura de sí y republi-cana, la de la Generación del 80 (se ve que hacían cola para insistir con esta asociación); y otra tercermundista, resentida y con «com-plejo de inferioridad» . Por su parte, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Ibérico Saint Jean, no se privó de su lección de historia al recordar la Campaña al Desierto que marcó la provincia «con sangre» y «expulsó al invasor extranjero» y que en 1871, en la prehistoria de Junín, tuvo como jefe de la Frontera Norte y Oeste de Buenos Aires y Sud de Santa Fe al abuelo de Borges . Había que ser más papista que el Papa porque en el palco miraban el horizon-te contra el que habían corrido a los «extranjeros» y aplaudían el jefe del I Cuerpo de Ejército y adicto a la tortura, Guillermo Suárez Mason, y el dictador Jorge Rafael Videla .

Empecé recordando la tarde de aquel día porque de lo con-trario este texto se hubiera convertido en un caballo tirado por un carro . Pero todos estos próceres de lesa humanidad estuvieron desde la mañana en el Grupo de Artillería 101 de Junín . Allí sal-taron de sus helicópteros, se los saludó al modo guerrero y se les ofrendó una coreografía de paso de ganso para que sintieran — o dejaran de sentir— la nostalgia del protocolo nazi . El maestro de ceremonias fue Félix Camblor, un coronel edípico que llevaba a la madre a todos los actos de su repartición, mas no a la mujer, que dicho sea de paso creo que nunca tuvo .

La comitiva viajó los pocos kilómetros que separan el Grupo de Artillería 101 de la Municipalidad de Junín, donde fue recibida por el intendente Roberto Sahaspé, capitán retirado del Ejército, quien le entregó a Videla las llaves de la ciudad, le doró la píldora, le presentó a las autoridades religiosas y civiles y a varios inten-dentes de la zona y le dio la palabra . Videla, formado en una sola

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metáfora (la que compara al soldado con el soldado y, por añadi-dura, a la guerra con la guerra), describió el cargo de intendente como el del «soldado que está peleando en primera línea» . Lo había visto entrar a la Municipalidad, caminando desgarbado sobre la alfombra roja después de bajar de un Ford Fairlane azul según mi memoria, que recuerda mal las marcas y los colores .

Yo estaba sobre la vereda, enarbolando la bandera argentina que me había tocado llevar en nombre de mi escuela junto a las dos compañeras que me escoltaban y los abanderados del resto de las escuelas de la ciudad, formando un paisaje de niños argentinos en escuadra en el que Videla pudiera ver obediencia patriótica . No estoy seguro si sobre la avenida Rivadavia hubo o no hubo desfile cívico militar, pero sí estoy segurísimo de que era la época dorada de ese tipo de engendros . Ese año y los posteriores nos sacaban de las aulas y nos entrenaban antes de cada 25 de Mayo y de cada 9 de Julio para ser el furgón de cola de las tropas regulares: izquierda, izquierda; izquierda, derecha, izquierda .

Videla entró a la Municipalidad de Junín, pero no salía . Pasa-ron los minutos y las horas — digamos dos— y nosotros fuimos su Guardia Suiza . El esfuerzo físico tenía algo de servicio militar obli-gatorio en su vertiente de explotación infantil . ¿Vas a salir o no vas a salir, pedazo de asesino? Eso es lo que dice ahora mi imaginación restauradora, pero entonces debí haber pensado con fascinación que estaba cerca del Presidente de la Nación al que la revista Gente había fotografiado acariciando a un niño en la puerta de la Casa Rosada y al que la prensa comenzaba a comparar con la Pantera Rosa para darle un filamento naïf a la luz negra de su crueldad . El Flaco Videla, la Pantera Rosa, el Presidente: una música de Henry Mancini .

Cuando salió nos saludó revoleando los huesos de la mano con la que firmaba decretos tenebrosos y rebotaba habeas cor-pus, y de golpe arremetió con saludos pedófilos para que no se le achacara gelidez . Me besó . El Excelentísimo Señor Presidente de la Nación Argentina y Comandante en Jefe de la Fuerzas Armadas, nuestro rey, me besó como un padre que bendice el cráneo de su hijo para ejercer sobre él un poder de profilaxis ideológica .

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Regresamos a la escuela por la avenida Arias . En Arias y Ca-brera enganché la punta del mástil con el techo de un kiosco de revistas . Se ve que la gloria me mareó y perdí la noción de altura . No es fácil saber lo que ocurre por encima de nuestras cabezas . Después corrí a mi casa a contarle a mi padre que Videla me había dado un beso pero ¿por qué él no había ido a verme justo el día de mi máxima consagración? No me dijo nada . No me dijo por qué no había ido a verme, ni qué pensaba de mi roce con las altas esferas de la República . Su opinión se llamó silencio .

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento… Perdón: se me mezcla lo mío con lo de los demás . Quiero decir que muchos años después, cuando le pregunté por qué no había dicho sí ni no cuando le conté de mi encuentro con Videla con la emoción con la que San Martín contó su encuentro con Bolívar en Guayaquil, me dijo que no había querido decepcionarme .

A veces me olvido de ese beso repugnante, pero hermoso cuando sucedió, o lo recuerdo como si no me hubiera ocurrido a mí . Desde entonces, ¿cuántas veces la serpiente cambió de piel? Pero hay algo que, piel o disfraz (y no veo la diferencia), todavía persiste . Porque en este momento en el que escribo lo que a duras penas se presenta como un recuerdo filtrado por la niebla que se levanta cuando uno cruza su memoria un poco a ciegas, evitando golpearse contra lo que a simple vista no es fácil distinguir, veo que la causa por la que llegué a Videla fue porque me gustaba escribir . En mi escuela había dos lobbys que se enfrentaron como mafias los días anteriores al encuentro con Videla: el de las maestras de matemáticas y el de las de lengua . Triunfaron las de lengua, y yo fui su emergente accidental .

Aquí se detiene mi operación de rescate, sobre la que no tengo mucho más que agregar excepto dos preguntas: ¿qué es el poder?, y ¿qué es la infancia? No sé qué es el poder pero puedo saber lo que hace recreando la parábola del dictador Videla, formidable mani-festación humana del Mal, que entró a la Municipalidad de Junín el 15 de octubre de 1977 con todas las herramientas de control y represión que nunca fueron usadas con tanta discrecionalidad en

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la historia argentina y salió embolsado en plástico forense del penal de Marcos Paz el 17 de mayo de 2013, sin conocer la experiencia del remordimiento . El poder viene y se va, y mientras el poder del poder lo tenga el tiempo no podrá afirmarse nunca como lo que siempre ha pretendido ser: una fuerza natural .

De la infancia se puede decir que no es nada, que es lo que no pasó, que es una ficción de vapores en al aire . Citando a Videla: no está viva ni muerta . Está desaparecida .

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aCtoS de habLa

Mario ortiz

Una provincia era un territorio conquistado fuera de Roma .Una provincia es un territorio que está fuera de la antigua CapitalFederal, o sea Buenos Aires, o sea Ciudad Autónoma de Buenos Aires no es Roma aunque tuvo sus sueños imperiales, y esto es harina de otro costalLas Provincias Unidas no siempre fueron unidas aunque sí los unitarios y su línea,y esto sí es harina del mismo costal . La misma línea que hilvana la trama del costal, el tejido, el texto,la misma línea que hilvanaque subeque baja o pareceque subeque baja o pareceenhebrala misma

Y esto es necesario decirlo .

Quebrar la línea es un corte,una quebradao un corte de versolínea a líneaverso a versoleer entre líneas

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alinear distintoque se altereque se quiebreque se quiebreque se quiebreamén alemaménalem

así exactamente

una provincia etimológica es un territorio latino PRO VINCEREun espacio para quienes lo conquistaron .

una provincia se separa de otra provinciaa) por una línea negra recta o irregular trazada sobre un mapab) por un río o una línea imaginaria que se abre paso entre los

yuyos del campo .

mapa político y mapa mudoel que dice y el que no dice nadael que habla y el que calla

una provincia entonces es una provincia(identidad tautológica y redundante)a menos que sea otra provincia(contradicción paradójica y discrepante)

lo cierto es que si un país es un rompecabezas de piezas encastra-bles, a fines del siglo 19 muchos pensaron correr las líneas divisorias para armar otro diseño,

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una nueva provincia cuyo puntito capital estaría en Bahía Blanca . El catamarqueño Enrique Julio fundó un diario para apoyar el proyecto y escribió en el nº 1:«Vengo a luchar en pro de una idea grande, de una idea que en-carna para el Sur Argentino el génesis de un brillante porvenir»y en el nº 2 «Vengo a luchar en pro de una idea grande…»y en el nº 3«Vengo a luchar en pro de una idea grande…»y en el nº 4y en el nº 5

Lo que sube y lo que baja o parece: se hunde el proyecto de una nueva provinciay en el nº 800 «Vengo a luchar en pro de una idea grande…»y en el nº 900«Vengo a luchar en pro de una idea grande…»la provincia nueva era apenas una proyección de imágenes difusaspero en el nº 2500«Vengo a luchar en pro de una idea grande…»un proyecto que ya nadie recordaba, una nota a pie de página en el libro de historiay en el nº 3500«Vengo a luchar en pro de una idea grande…»día a día se siguió imprimiendo el epígrafe, aunque nadie lo leyese«Vengo a luchar en pro de una idea grande…»«Vengo a luchar en pro de una idea grande…»«Vengo a luchar en pro de una idea…»«… a luchar en pro de una idea…»«… luchar en pro de una idea…»«… luchar en pro…»día a día

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«… en pro…»«… en pro…»«… en pro…»«… en pro…»proceso de destilación físicoverbal:cuando una provincia imaginaria se evapora,queda un precipitado de palabras densas y oscuras y se alinean en el título de un diario, una línea editorial,una máquina de guerra .

* * *

1950, Perón clausuró el diario . 1955, sacaron los tanques a la calley acá, en medio de los puentes bombardeados y las rutas deshechasnavegaban los buques de guerra sobre la calleacorazados que arrastraban los comandos civiles por la Plaza Ri-vadaviay el 17 de septiembre, un día después del golpe, el Comando Naval Revolucionario designó a Federico Ezequiel Massot como interventor del diario que había heredado su esposa, nieta del fundador, esa mujer .

y entonces la nueva pro/vincia es un territorio de palabras y cuerposde cuerpos de letra y letras que se hunden el cuerpo

así exactamentey esto hay que decirlo con todas las letrasgolpe a golpeasí exactamenteverso a versolínea a línea

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poesía naval

la línea que pareció desaparecer y emergióla línea mayocaseroslibertadorala bajada de línea

y entonces de nuevo la nueva pro/vincia es un territorio donde hubo1 . vencedores y vencidos2 . vendedores y vendidos3 . fusiladores y fusilados

una línea negra recta trazada sobre un mapa ideológicoun río de tinta que se abre paso entre los ojos y el cerebro en medio de los medios que sumaron al papelpalabras radiales entre el oído y el cerebroimágenes en movimiento sobre una pantallael papel de los medios: el multimedios

Dos cuestiones:

a) las palabras y las cosas cómo hacer cosas con palabras cómo moldear cuerpos y mentes dóciles en la edad de la ortopedia social

b) el problema del reflejo objetivo de la realidad y la ficción

El diario nunca los planteó explícitamente pero los puso en funcionamiento .

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Análisis de a): esa mujer o la dimensión perlocutoria del lenguaje

Debemos citar textualmente: reportaje de Diego Martínez al capi-tán de navío Oscar Alfredo Castro, jefe de operaciones navales de Puerto Belgrano en los años 70:

— En 1975 Massera decía que la Armada estaba en guerra de modo más silencioso que el Ejército . Los Massot los elogiaban desde La Nueva Provincia . ¿En qué consistía la guerra ese año? Castro evade la pregunta y se detiene en el diario bahiense . — ¿Conoció a esa mujer? — pregunta, en referencia a Diana Ju-lio de Massot, directora de La Nueva Provincia hasta su muer-te— . Esa mujer venía a Puerto Belgrano a incitar a Mendía a tomar el poder, a embalarlo . En una de las últimas alocuciones de Isabel Perón puso en su canal un cartel para decir que no entrarían en cadena nacional . — ¿Usted hablaba con ella? — No, hablaba directo con Mendía . Usaba palabras fuertes… «falta de hombría» . — «Cagones» . Lo mismo le decía su hijo Federico Massot a Sci-lingo, «son cagones porque no se animan a fusilar» . Lo dice hoy también Vicente Massot, que se cansó «de defender cagones» . Castro asiente .

Entonces, la Base Naval Puerto Belgrano en 1975era un espacio lingüístico en el que es preciso analizar:

una situación discursiva entre EMISORES: esa mujer y sus hijosRECEPTORES: Almirante Luis María Mendía (comandante de Operaciones Navales)Capitán de navío Oscar Alfredo Castro

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- El problema de las ubicaciones o imágenes del otro (Pêcheux)

¿Quién soy yo para hablarle así? ¿Quién es él para que yo le hable así?¿Quién se cree ella para hablarme así?

¿quién es esa mujer? ¿usted la conoció?¿a sus hijos?¿Por qué sus nombres permanecen ocultos?

- Si hay proposiciones principales y proposiciones subordinadas, y en tal caso determinar quién se ha subordinado a quién .

- A qué núcleo obedecen los diversos sujetos; con qué núcleo concuerdan .

- Cuáles son los circunstanciales determinantes de los operativos comando que convierten sujetos detenidos en objetos y luego en sujetos tácitos (callados o eliminados)

circunstanciales de de modo (o modus operandi):de lugar:de tiempo:de consecuencias:

Lo civil y lo militar en la misma oficina, en el mismo sintagmaembalaje de maricasque dejen de cagarseque tiren la cadena nacionalpara eso usamos papel de diariosalgan

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salganpalabras fuertesalgo huele mal

Civilización militar en las pampas argentinas .¿La poesía naval es la continuación de la poesía civil por otros medios?

¿cuándo van a sacar los barcos a la calle de nuevo?y entonces de nuevo la nueva pro/vincia es un territorio de palabras y cuerposde cuerpos de letra y letras que se hunden el cuerpocon tinta imprimecon sangre entracuerpos que reaparecencuerpos que desaparecen

El 24 de marzo de 1976 el dispositivo físico/verbal estaba a puntoTodo enunciado es un acto de habla- locutorio: «¡Salgan, cagones!»- ilocutorio: orden- perlocutorio: golpe de estadotodo enunciado es un acto de hablay eventualmente un acto terrorista .

una provincia se juntó con otra provinciapor una línea negra recta trazada sobre un mapa y armaron otro diseño de piezas encastrables,zonas de tareasáreas de comando

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a partir de la fecha, los enunciados se convierten en comunicadosel país se encuentra bajo el control operacional de la Juntaun mapa que habla y obliga a hablar y un mapa que calla o es calladoy por eso mismo un mapa mudo también es políticoasí exactamente

esa mañana la línea negra recta se torsiona en palabras la línea editorialla bajada de líneala editorial de 24la vieja nueva provincia la nueva la viejaesamujery sus hijos

- «Mayo de 1973, el peronismo»- «sensiblería telúrica»- «un grosero sainete»- «desafinados conciertos del más puro socialismo»- «demagogos mediocres»- «bandas de Santucho y Firmenich»- «afirmar que la Nación era Peronista - Dios también»- «frente al marxismo disociador y al nefasto parlamentarismo

que nos ha tocado padecer»- «el decoro de la Patria»- «ser nacional»- «el destino de una Argentina con vocación de Imperio»

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- «La empresa política de las Fuerzas Armadas es rehacer la Argentina»

- «no el simple cuartelazo»- «nada de escurrirse por la tangente»- «nada de rodeos»- «la REVOLUCIÓN tradicionalista»- «abandonar el profesionalismo aséptico y establecer la pri-mera y fundamental distinción de una política revolucionaria: la del amigo-enemigo»- «Enemigo es, salvando cualquier duda, el aparato subversivo en todas sus facetas: el “sacerdocio” tercermundista que, des-esperando de alcanzar el cielo, intenta transformar la tierra en un infierno bolchevique; la corrupción sindical, que lejos de considerar al trabajo “orgullo de la estirpe”, lo ha rebajado con-virtiéndolo en vil chantaje y holganza; los partidos políticos, nacidos según encendidas mentiras, para servir al bien común pero, desde sus orígenes, solo interesados en subordinarlo a sus mezquinos intereses de comité; enemigo es la usura de “derecha” y también la contracultura izquierdizante»- «Al enemigo es menester destruirlo allí donde se encuentre»- «A la violencia destructora… es necesario responderle con una violencia ordenadora»

Análisis del problema b): el espejo y la fábrica de relatos

«Una novela es un espejo que se pasea por un ancho camino . Tan pronto refleja el azul del cielo ante nuestros ojos, como el barro que hay en el camino .» (Stendhal, prólogo de El rojo y el negro, 1830)Los diarios sustituyeron novela por diarios,se quedaron con los espejosy agregaron ventanas a la realidad, reflejos y objetividad

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metáforas de oculistacristalería de bazar ideológicoun diario con páginas de vidriopalabras cubiertas por finísima película de platael cielo y en cada letra celeste flota una nubeetc .

Un diario es una empresa privada de la sociedad civilPero ya hemos visto que un diario como nuestro diariono refleja la realidad: la produceno apoya: determinano aplaude: planificano opina: clasifica amigo/enemigocon-figura un estado de la lengua (subversivos, demagogos, tra-dición)que se con-funde con la lengua del estadolengua diario → lengua diariaaparato ideológico/represivo del Estado

Y hay más: caídos los espejos del realismo ingenuo,desmarcadas las ventanas,en astillas las superficies esmeriladas,lo que aparece detrás es un taller clandestino el aparato productor de ficcionesque se arma entre el diario yla sección Actividades Psicológicas Secretas del Destacamento de Inteligencia 181 del V Cuerpo de Ejércitotécnicas narrativas que operan por montaje, cortes, adjunción, elipsisrecombinan datos de la realidad con otros imaginariosgráficos, croquis, nombres,

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armas, circunstancias .

Mónica Moránactrizpoetamilitante del PRTtitiriteraeducadorasecuestrada en el «La Ranchería» (Rondeau 220) el 13/6/76cautiva en el CCD «La Escuelita»torturadaacribillada en un baño diez días más tardeIngresaron estos datos a la fábrica de ficciones .Resultado:

«En un operativo realizado por el V Cuerpo de Ejército, en un domicilio de la calle Santiago del Estero y a raíz de haberse produ-cido un enfrentamiento armado, fueron abatidos cuatro elementos subversivos, habiendo sido identificados solo uno de ellos: Mónica Morán, de 27 años, maestra, domiciliada en Bahía Blanca, procu-rándose la identificación de los cadáveres restantes»

Algunos poemas de Mónica Morán pudieron salvarsecustodiados por sus amigos .Se editaron hace poco .Hablan de ángeles que luchan,ángeles que se enamoran,ángeles que hacen huelga, ángeles amigos de los hombresy en uno escribe

«ah, eran hermosas todas aquellas ángelas viejas

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mojándose hasta las rodillas en el agua del marriendo como niñas, como pequeñaslanzándose grititos y corriéndose unas a otrasah, eran hermosastodas aquellas ángelas viejascuando se escapaban del altar a la hora del rosarioempujándose, atolondradas por llegar primeroy mojar los pies en la espumajugando las enaguas con las olas»

Así .Exactamente .

Parte II

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SIn tÍtULo

Sergio Chejfec

Para cuando se produce el golpe militar de marzo de 1976 es-taba viviendo en el oeste del Gran Buenos Aires, sobre una avenida angosta, antigua carretera que también era línea divisoria entre Haedo y El Palomar . Tenía poco más de 19 años, y como había pa-sado casi toda la vida en la Capital — tal cual rápidamente aprendí a llamarla una vez que estuve en la provincia— , amigos, cosas, cir-cuitos en general seguían estando allí . El arraigo a mi nuevo barrio era impreciso, y celebraba vivir en el borde de dos localidades por una cuestión moral — el valor de estar en una frontera intrascen-dente, abstracta— y porque encontraba en ello un símbolo efectivo de mi débil pertenencia a ese territorio . Calles y calles de lajas de pavimento unidas por un reguero de brea, una manzana tras otra de viviendas bajas y blancas, muchas de hormigón a la vista, toda-vía varios años después de estar habitadas .

La indefinición territorial se verificaba también al viajar: po-día usar tanto el tren Sarmiento, que me dejaba en la estación de Haedo, como el San Martín, que me dejaba en El Palomar . Cuando volvía tarde de madrugada a una hora sin colectivos, caminaba desde alguna de las dos estaciones — un trayecto de 25 o 30 cua-dras— . Lo hacía por lo general desde Haedo, ya que por ahí el co-lectivo pasaba hasta más tarde, y porque — de perderlo— tenía me-jor recorrido a pie, digamos más urbano y menos sombrío, dado que de otro modo, desde El Palomar, debía bordear la Base Aérea .

(Ahora recuerdo una ocasión junto al paredón de otra insta-lación militar, el Regimiento de Patricios, en Palermo, también de

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madrugada . Habrá sido en 1977 . Caminaba por Luis María Cam-pos, la avenida desierta, y en cierto momento escucho que alguien me chista desde arriba . Era un soldado, asomado al mangrullo elevado sobre el muro, que me pedía un cigarrillo . Para recogerlo bajó el casco servido de una larga cuerda, que volvió a subir) .

Esas caminatas nocturnas desde la estación eran un consuelo a mi negligencia o a la impuntualidad de trenes y colectivos . Sentía bronca e indignación cuando perdía el último, y sin embargo no tengo ningún recuerdo singular de regresar en colectivo a mi casa de madrugada, y sí uno feliz y extenso, conformado por una buena cantidad de ocasiones, de volver a pie . Por entonces, allí las veredas no se usaban para caminar, en ningún momento y menos aún por la noche . Caminaba por el medio de la calle . Estaban los ladridos de los perros que se iban encendiendo en la noche solitaria, y el único sonido de mis pasos, que según imaginaba podían oírse más allá de una manzana a la redonda .

Otro elemento de las noches eran las conflagraciones . Ex-plosiones o disparos que se escuchaban aislados o en seguidilla, o a intervalos, o en movimiento cuando parecía que la fuente de sonido se trasladaba . Esos eventos no comenzaron en marzo de 1976, sino que estuvieron presentes desde tiempo antes, cuando la etapa represiva se formalizó como antesala del golpe .

Es curioso cómo ahora puedo separar las dos experiencias: la felicidad de caminar media hora durante la madrugada hasta mi casa, rodeado de silencio e inmensidad, de casas dormidas y perros alertados; y la zozobra de asistir a las señales del conflicto armado y la represión política . Incluso en los momentos más álgi-dos en lo personal, cuando alguien cercano a mí fue secuestrado (está desaparecido) y debí dejar por un tiempo prudencial la casa de mis padres en la frontera de ambas localidades, no fui capaz de vincular ese clima entre pacífico y sórdido de las noches desiertas con la amenaza colectiva representada por la represión .

Por eso, supongo que puedo ofrecer un testimonio más tangible — cualquier cosa que eso signifique— si me traslado a otra época, cuando vivo otra vez en Buenos Aires y trabajo a bordo de un taxi .

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En cierto momento de la dictadura, en la ciudad de Buenos Aires los taxistas debieron usar uniforme: camisa celeste y corbata azul . No podían llevar bermudas o pantalones cortos . No recuerdo si había una regla para el calzado . Me acuerdo que no me sorprendí ante la nueva norma . Era el tipo de dictado que apuntaba a regu-lar los ámbitos de convivencia social como una forma, pienso, de adormecer y regir las conductas . Muchos podían pensar que el uniforme del conductor era un sucedáneo del amarillo y negro del auto: a taxi uniformado, chofer disfrazado . Una regla que llevaba implícita una norma de decoro y una oscilante amenaza: la corbata floja y el cuello de la camisa muy abierto podían ser considerados, eventualmente, una contravención .

Como en una época trabajé por la noche, solían tocarme ope-rativos de control . El Ejército se instalaba en algún lugar para pedir documentos y revisar los autos . Me acuerdo del espeso silencio que se levantaba entre chofer y pasajero durante la cola previa, con la calle bloqueada y flanqueada por soldados . El motor seguía an-dando, continuaba el tictac del reloj taxímetro; los únicos sonidos que se escuchaban . Obviamente, un tictac elocuente, ominoso, que disparaba la imaginación macabra o una íntima impaciencia pero que era prueba de los caprichos divergentes de la realidad .

El silencio entre chofer y pasajero se encontraba enredado en una variedad de implícitos que era mejor no expresar . No se trataba del silencio durante el viaje, o sea, el avance como sucedáneo de la ex-periencia común que puede ser interrumpido por cualquier palabra, a manera de propuesta de conversación o bocadillo verbal . Era una situación cuya tensión no solo derivaba del embudo de vigilancia en el que se había convertido la calle; cualquier cosa que se dijera ten-dría en ese efímero escenario un significado ideológico alternativo . Por un lado el uso común de la frase y su sentido habitual, más o menos literal, y otro sentido abierto a la disposición interpretativa del acompañante, que en definitiva se trataba de un desconocido y ante quien por lo tanto no había suficiente confianza para ser locuaz .

Me gustaría finalmente recordar una escena callejera (en apa-riencia todos mis recuerdos son callejeros), de la época de la guerra

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de las Malvinas . Estaba en el centro de Buenos Aires, a la altura de Corrientes y Talcahuano . Iba a pie . Un policía militarizado (¿o un soldado de la policía militar?) vigilaba que la gente no cruzara la calle cuando el semáforo estaba en verde, aun cuando no viniera ningún auto . El argumento para invocar esa estricta obediencia a la reglas era que el país estaba en guerra . En tales circunstancias, cualquier desvío respecto de una conducta ordenada y reglada podía significar no estar a la altura del deber colectivo y de un compromiso patriótico que se manifestaba así como una sagrada obediencia .

Varias veces fui detenido por averiguación de antecedentes . Un sentimiento común entre mis amigos, nunca explicitado, era el de no renunciar pese a todo a una vida medio callejera y nocturna, de una bohemia descolorida y sobre todo anónima, no marcada en relación con ningún grupo o tribu cultural . El precio, módico si se lo compara con lo pagado por muchos otros, era estar expuesto a redadas de la policía . Los detenidos pasaban en la comisaría hasta la mañana siguiente mientras supuestamente se averiguaban los antecedentes policiales . Era un filtro, una advertencia, una forma de ejercer el control, de ejemplarizar, o era cualquier otra cosa . Una vez nos llevaron de un bar y nos hicieron subir a un colectivo, que había sido requisado por la policía con chofer incluido . El colecti-vo fue en una dirección y volvió por la misma avenida en sentido contrario, parando en bares o confiterías, aparentemente al azar . En cada punto de detención subían varios y llegó a estar bastante repleto . Cuando ya no cabía nadie tomó rumbo hacia la comisaría . En un momento, un distraído corrió al colectivo sin advertir que pertenecía a una línea cuyo recorrido no pasaba por ahí . Corrió y lo alcanzó en un semáforo . Golpeó varias veces la puerta para que le abrieran . El policía, que dirigía al chofer, fue sensible a la insistencia y lo dejó subir . El recién llegado entró alargando la mano, tenía las monedas preparadas . Pero el policía se interpuso: «Qué boleto ni boleto… Documentos», y lo sumó al contingente .

Colectivos que llevan detenidos, taxistas uniformados, barria-das silenciosas como cementerios . Sin embargo, la imagen más

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cotidiana que tengo de esos años son los vehículos de la seguri-dad o la represión . Convoyes militares que andaban por la ciudad (un camión y dos autos artillados, o dos camiones y tres autos, o distintas combinaciones) . Los soldados en la parte de atrás de los camiones, sentados unos frente a otros (aunque a veces, los camio-nes aparentemente vacíos, o completamente cubiertos) . O autos en apariencia particulares con varios hombres adentro, los famosos Falcon . Los signos de la actividad represiva eran tan habituales que se habían naturalizado como elementos propios de la ciudad, resultando de este modo invisibles .

En una novela mencioné una experiencia callejera de esos años . Esperaba para cruzar la avenida-frontera que señalé al co-mienzo . Era una vía angosta y no tenía cordón . Los autos me pa-saban cerca . En cierto momento vi una mano, afuera del auto, blandiendo un cigarrillo que buscaba quemarme . Llevé el cuerpo un poco hacia atrás, lo justo para esquivar el contacto .

Cuerpos y cigarrillos . No es extraño que nos confunda una época en que lo cotidiano asumía, en ocasiones y de a ratos, la fa-ceta más nefasta de lo inocente — o, naturalmente, la más inocente de lo nefasto .

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QUeSo

esteban López brusa

Las siluetas de llamas en pulóveres tejidos con lana de llama son un mundo encima de otro, o una representación a trazo grueso de ese universo en dos capas superpuestas . Sobre los pechos de Rina, norteña de rasgos coloniales, morruda, de pómulos salientes y cabellos tan morochos como lacios, cabalgaban llamitas avisando de qué estaban hechos sus abrigos andinos . Empleada doméstica con cama adentro, cuando alojar gente ya había pasado de moda, habitaba una suerte de departamentito al fondo de la casa estilo chorizo, el último tramo de la construcción adonde yo me mudaría tiempo después, retirado del entorno hogareño . Fue un error acep-tar esas condiciones de parte de una persona que trabajaba hasta las dos de la tarde y luego se dedicaba a lo suyo, pero mi vieja tuvo pena de que durmiera en una pensión y le dio asilo en casa . Todo bien si no fuera por su pésimo genio, insoportable . Vivía con un ostensible malhumor en la cara, y su susceptibilidad la llevaba a pegar un portazo tras otro, quisquillosa como pocas, pautando una distancia que nadie quería provocarle . Al contrario . Seguramente aportó una cuota más a un ámbito de por sí ajetreado y agresivo — nuestro hogar, casi todos en aquellas épocas— , y un arrepen-timiento sordo, que le valió para solicitar y obtener unas cuantas disculpas por sus desplantes . El «No importa, yo obré bien» de nuestra madre tuvo una tolerancia de trazo parental, férrea como siempre, exasperante . Con avisarle a la progenitora que la reali-dad se mueve todo el tiempo y que demasiada adherencia trae zozobras, nos hubiésemos ahorrado unos cuantos problemas que

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finalmente anclaron en el seno familiar . En fin . Rina estudiaba el bachillerato en la nocturna del barrio y tenía un novio ingeniero que la pasaba a buscar en un Taunus . Se las arreglaba bastante bien . Lo que resultaba insufrible en ella era que al pasar un trapo o lavar una olla parecía que te estaba haciendo un favor . Bueno, quizás era efectivamente así . Y quizá mi madre lo sabía .

No sé qué reflejos insólitos de mi memoria asocian a Rina con los allanamientos en casa . Tuve que confrontar épocas y preguntar-le a mi hermana para salir de la confusión, vaya uno a saber, por-que me figuraba que vivía con nosotros cuando en realidad llegó al hogar bastante después de aquellos episodios . Con la memoria personal no hay que meterse, desafía al error apenas puede . Igual que mucha gente, uno vive creyendo que goza de una memoria certera . Como si eso fuera factible .

La que sí ya estaba en el barrio era Mercedes, la criada de la familia Torres — aunque creo que era jujeña, Rina de Salta— , una suerte de iniciadora sexual intrépida para su metro cincuenta y pico, durante su reinado pasó por las armas a más de un jovenzuelo y como buena diosa guerrera entregó unas cuantas primeras espa-ditas — para decirlo delicadamente— a medida que consagraba a su legión . El sitio preferido para los encuentros era un ómnibus Río de la Plata cuyo chofer vivía justo enfrente de la casa de la abuela Torres, sus asientos traseros en realidad . A pesar de mi corta edad siempre tuve la impresión de que Mercedes se reía de todos, inclu-so del chofer, y de la mujer del chofer también, que era bravísima . Ese techo del micro fue además importante en nuestra infancia, desde allí los más pequeños de la barra combatíamos disparando coquitos de paraíso con el rulero, grata diversión que a nadie dejó tuerto por milagro . Mercedes fue una histórica del barrio, que el día después del primer allanamiento en casa bien pudo escuchar en el almacén o en la carnicería de la esquina la sarta de barbaridades que circularon sin cesar acerca de mi familia .

La memoria falluta sin embargo tiene una carga de imágenes imborrables; por más que la distorsionen los pareceres y sentidos, o tienda a sabotearse a sí misma, creemos mientras se activa que el

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grueso permanece sin que se entre a deliberar sobre su acopio . En el verano de 1975 jugábamos a la pelota en una calle sin tránsito de mi barrio cuando a eso de las seis de la tarde ocho patrulleros de la Policía de la Provincia de Buenos Aires aparecieron de con-tramano por calle 35 y de nuevo en contramano doblaron por 115 para recorrer setenta metros y estacionarse justo enfrente de mi casa . El efecto devastador de observar de repente con ojos infantiles semejante despliegue de fuerzas vivas rápidamente centuplicó los miedos en cuanto fue evidente que el interés policial tenía por ob-jetivo, como un embudo fatal y confuso, nuestro propio domicilio . La perplejidad llevó de inmediato a la consternación . Mi abuela Memé, a quien queríamos tantísimo, se encontraba sola porque mis padres habían viajado a Buenos Aires, cuando unos veinte unifor-mados irrumpieron en casa ante su susto y asombro . Ni a mí ni a mis hermanos nos dejaron acercarnos, niños al fin, desesperados por acompañarla en ese momento y ver de qué se trataba y qué ocurría con ella . Se me hace palpable aquel momento en la piel aún ahora . Aquella desesperación e impotencia aparecen nítidas en la memoria emocional . Requisaron la vivienda sin encontrar nada, por supuesto, aunque se tuvieron que convencer de que unos fuegos artificiales que habíamos guardado de la última navidad no eran carga explosiva . Una vergüenza mayúscula sumergió a Memé definitivamente en la enfermedad, pues vivió el episodio como una llaga insuperable para sus sesenta y seis años . De un día para otro su figura venerable y fundacional en el barrio, y su integridad — que ella valoraba en extremo— , se vieron envueltas en una espontánea suma de dimes y diretes ridículos: que habían visto sacar armas de grueso calibre del domicilio en unas bolsas blancas; que a mis viejos se los llevaron esposados . Fue demasiado para su salud, porque a los dos meses se le declaró un cáncer de páncreas que terminó por matarla en setiembre del 75 . En realidad los policías buscaban a un defensor de presos políticos que habitaba a dos casas de la nuestra, el 106 y no el 116, de fachada similar, portón negro, frente azulado y cremita, puerta cancel . Nadie está privado de un error, pero a la vez se puede ser un asesino, compatibles ciento por ciento .

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Meses después del primer allanamiento y con mi abuela muer-ta de cáncer — así mueren las abuelas— , un viernes a eso de las dos de la mañana el miedo avanzó con todos sus dientes sobre la fami-lia . Sin saber cómo ni por qué ocurren las cosas, unos aterradores culatazos de ametralladora comenzaron a golpear brutalmente el antiguo frente de nuestra casa, sobre las persianas que daban a la calle, justo donde dormíamos los tres hermanitos, pequeños entonces . Se presentaron a los gritos como policías y exigían que abriéramos la puerta o destrozaban la casa, mientras unos haces de luz poderosos perforaban el living a través del pasillo del zaguán y de la puerta cancel . Mis viejos nos sacaron de la habitación ga-teando a ras del piso y nos trasladaron hasta la cama matrimonial en una pieza interior . Con lo riesgoso de este enunciado, no reco-nozco otro momento de mi vida con más miedo, me castañeteaban los dientes debajo de las frazadas y temblaba sin dominio de mí, al lado de mis hermanos . Frente al ultimátum de unos tipos armados que prometían abrir fuego de un momento a otro, mi viejo se había apurado a llamar a la Comisaría Segunda de La Plata y pedir por un tal Zoppi, un subcomisario al que conocía desde hacía algunos años, no sé si le vendía quesos o algo por el estilo . A la luz de lo que sucedía entonces, es todavía un enigma cómo pudo mantener a raya la situación durante el tiempo que se demoraron en llegar los efectivos de la comisaría y mientras amenazaban con tirar abajo la puerta a balazos; tal vez dentro de la pesadilla el azar jugó una carta a favor . Sé que mi viejo les decía que ya iba a abrirles, dejó ver que adentro había una familia, nos tiene que haber nombrado, nuestras edades . Es muy extraña la manera en que se vienen encima de uno determinadas circunstancias . Más o menos a los treinta a cuarenta minutos arribó una Estanciera de la Bonaerense que estacionó bajo el tilo de la vereda . Descendieron los uniformados y se saludaron con los hombres que encontraron en la vereda de casa . Allí mis viejos les franquearon la entrada: buscaban un Peugeot 504 blan-co, según argumentaron unos inmensos mastodontes mientras revisaban en calidad de agentes de la ley los documentos de mis padres: el espectáculo se grabó en mi retina porque tuvo lugar en

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el dormitorio adonde tiritábamos tapándonos con las mantas . Por supuesto que la excusa de los tipos no cerraba por ningún lado, pero no había motivo para discutirla .

Casi un año más tarde la Sección Policiales de Clarín y del diario El Día informaron la detención de un grupo parapolicial conformado por personal de la Comisaría Segunda que operaba por las noches en la ciudad de La Plata, desvalijando casas de fami-lia e incluso asesinando a sus moradores . Quién sabe si se trataba de la misma gente… Lo que sí ambas crónicas hacían referencia a que la primera denuncia acerca de su accionar había tenido lugar el 20 de marzo de 1976, nuestro día aciago .

Sigo sin entender cómo es que los tipos no terminaron por violentar la casa con éxito, cuando al decir de nuestros vecinos se habían apostado detrás de los árboles en un despliegue tremen-dista y exasperado, y posiblemente tan teatral como requerían los protocolos . A mi vieja nadie le quita que venían a robar, fue una costumbre muy platense regresar a los puntos de allanamiento previos y sobre sensibilidades ya golpeadas realizar verdaderos saqueos, no solo en las casas donde hubo desaparecidos . Sin em-bargo Cándida, la vecina de enfrente, leyó en la redada un aviso para su hijo estudiante de Bellas Artes y trabajador en Astilleros, y en un fin de semana levantó campamento, vació literalmente su casa y se mandó mudar primero a Mar del Plata, y luego al sur, a la Patagonia . Incierto y todo, ese bache en la reconstrucción de los episodios no le quita intensidad a una vivencia que excede por mucho la memoria de aquella noche, y cuyos rebotes dejaron en mí una marca que acaso no termine de figurarse en un relato, obligado a través de las palabras a una dimensión .

Francamente era un plomo tener que preparar los pedidos de los clientes en la quesería durante nuestras vacaciones de verano en la niñez, plena década del setenta, carga y descarga del camión, enormes cajones de madera en los que venían los quesos de Buenos Aires divididos en dos compartimentos, pesaje y cálculo de precio en la balanza, montarlos en la carretilla vertical y meterlos en la gran heladera . Más de uno comió el exquisito Chubut gracias a

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nosotros, hablo de mi hermano y de mí, compelidos paternalmente a trabajar en el depósito para diplomarnos en la materia útil en la vida y reducir porque sí las horas callejeras del verano . A desgano total, resultaba odioso todo salvo a las diez de la mañana, cuan-do los adultos tomaban mate y nosotros jugábamos al fútbol con bollitos de papel . A veces pienso que es el relato de un hueco la infancia, no más que eso, con inevitables vibraciones en el presente porque tiene a las palabras de pared . De cualquier forma las imá-genes llegan formateadas desde la evocación infantil, el negocio se fue a pique cuando Martínez de Hoz decidió que la industria láctea nacional quedara en manos de unos pocos amigotes suyos, y Magnasco sucumbió como una empresa sin los atributos de las más poderosas . Una y otra vez me imagino a cargo de la quesería, lo raro que hubiera sido conservarla hoy . Pero no salió bien . ¿Por algo habrá sido?

Peor le fue a otra gente, como a Cándida, una de las mejo-res y más antiguas vecinas del barrio, quien se la vio venir luego del conato de allanamiento nocturno en casa y se marchó justo a tiempo . Más tarde lo negaría, y se despegaría del tema, pero su huida repentina al sur ocurrió días después de aquella noche, y días antes de que el ejército le hiciera añicos la casa, se la reven-taron con una saña llamativa . Es un misterio, y por lo demás un misterio de alcance social, cómo las implicancias de la violencia prenden en la cabeza de la gente, más allá de lo que haga de por sí el azar . Capaz que aquel 20 de marzo no tuvo ni puta que ver con su situación personal o la de su hijo militante, y la alerta que ella creyó percibir y que fue un click en su sensibilidad alarmada no tenía por destino su familia; capaz que fue solo un susto que por su vehemencia la movilizó de inmediato . Lo cierto es que una semana más tarde estábamos jugando en la esquina de 115 y 34 cuando otra vez de contramano dos Ford Falcon rojos, creo que rojo ladrillo, aunque puede que fuesen verdes, clavaron los frenos a la altura de la vivienda de Cándida y descendieron unos tipos de civil que me pusieron una pistola a cincuenta centímetros de la cara . Salimos disparados hacia la casa de otros amiguitos, los

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Güida, sobre calle 34 . Dos cosas se me imponen de la escena: la juventud del pibe de gorrita estilo comando que a los once años me hizo ver más cerca que nunca el agujero negro de un revólver; y las maneras violentas con que nos dispersaron como si fuésemos conejos, cuando éramos solo unos niños . Mi maldita curiosidad me llevó a sacar medio ojo por la medianera para espiar qué pasaba y recibí el brazo extendido de un gorila a treinta metros apuntán-dome milimétricamente a la cabeza y gritándome «¡Adentro!» . A los quince minutos, cuando los vehículos se hicieron humo, el ba-rrio completo acudió a la esquina: habían entrado a lo de Cándida pero no se llevaron nada ni a nadie, no había nadie . La gente que entendería, y la que no, debe haber suspirado en conjunto . La vio-lencia violenta, se sabe, o se supo después, y frente a la barbarie se busca alivio . Pero en eso, con una multitud deliberando acerca del hecho reciente y preguntándose por qué habían entrado a esa casa, una docena de camiones del ejército y de patrulleros se hicieron presentes sin aviso en el lugar y llevaron adelante una razia feroz entre los vecinos . En el interín había vuelto mi viejo del negocio, de modo que cuando llegaron los uniformados estaba la familia completa en casa, además de la mitad del barrio, que se coló a las apuradas detrás nuestro ni bien observaron la vehemencia que desplegaban las fuerzas vivas . ¿Qué groso, no? A plena luz del día un despliegue de ferocidad bélica inaudito para el común .

Allí empezó lo medular del asunto . Porque a itakazo limpio destruyeron literalmente la casa de nuestra vecina . Apostados de-trás de los árboles, incluso con un helicóptero de apoyo, a lo largo de una hora descargaron bombas y morteros y balazos a granel sobre una vivienda se diría de clase media baja, austera, bien de barrio . Hasta que llegaron los bomberos para apagar el incendio se escucharon detonaciones que nadie podía terminar de explicarse, si con la décima parte habrían arrasado hasta las hormigas . ¿Una demostración de fuerza? ¿Cómo se vinculaba la visita de los pa-rapoliciales y a los diez minutos el ejército, lo tenían combinado previamente? Mucha gente sabe del tema, pero es obvio que en un caso como el de la familia de Cándida no hay quien pueda arries-

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gar más allá de una hipótesis . Los casos particulares, está claro, se hicieron carne viva en cada barrio y condujeron por sí solos al terror doméstico . Hubo que acomodar ese terror, por supuesto, y encontró reflejos rápidos en la indiferencia de muchos, en el silen-cio, y en las distorsiones a que somete el miedo cuando compensa a través de un entusiasmo idiota, de esos que uno encuentra a la primera de cambio .

Tarde o temprano tendría que vérmelas con los quesos; con el antecedente del negocio de mi viejo, que consiguió una franquicia láctea y vendía mayorista a negocios y supermercados, mi lealtad quesera acaso sea un punto de encuentro y fuga de mi infancia, otro de los tantos lastres personales, similar a otros relatos que a fin de cuentas encarnan una manera de madurarse: me estacioné y encima mío moscardean las historias .

De cualquier forma… qué rico es el queso . Sus múltiples sabo-res y resabios en el paladar me los sé de memoria, incluso al punto de degustarlos adentro de la memoria si me lo propongo — aun-que eso es probable ocurra en general con cualquier alimento— . Con todo, a pesar de estos ensueños pueriles, tomo un cuchillo y clavo el filo desde el centro de la horma hacia fuera; luego noto que practico la hendidura siguiente en diagonal, como siempre, en triángulo sobre la tinta azul o sobre la etiqueta, respetando el cora-zón del círculo . Al pedacito que queda entre los dedos le rebano los bordes y las tres cascaritas se apilan sobre la mesa . Tengo todo el sabor en la cabeza y en el olfato, antes del primer bocado… Ni bien mastico el triangulito que corté, irrumpe la comparación — creo que ficticia— con el que llevo conmigo en los sentidos, y procuro determinar si este mordisco trajo aquel gusto… ¿A eso le llaman recuerdo? No lo sé . Igual continúo masticando y las sensaciones del paladar no te abandonan, aluden íntegramente a cómo está el queso, su sabor . Del resto que se ocupen los neurotransmisores .

Después se fueron sucediendo las historias, como un gruyère lleno de agujeros . Había quedado claro que la violencia de la dic-tadura desembocó en el dolor y el miedo, y fue casi imposible que alguna de estas experiencias no te hicieran mella en el cuerpo . Ya

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padre, la psiquis habilita sus alertas, y en alguna ocasión propicia se me cruzó por la cabeza la espesa serie de vínculos que establecí con el frente de mi casa… (La ocasión propicia, por lo menos aquí, es una generalidad que da cuenta de muchos momentos) . Una frontera que no separaba el afuera del adentro, como se presume de una fachada; más bien un cruce larvario donde fermentaban vivencias llenas de tiempo, acaso impalpables sino a largo plazo . Lo cierto es que alguna vez también perdí la costumbre del peaje emocional que me hacía velar como un centinela fatigado por mi nueva familia . Entonces no lo había advertido, pero en el reparto de piezas mi habitación era la que daba a la calle; quien dormía más cerca del timbre, el más expuesto . Mi ex-puesto no tengo certeza de que se hubiera acunado en aquella noche del 76, aunque elabo-rarlo de esa manera me sacó un peso de encima . Hemos vivido de ese modo . Con la sensación de que éramos chicos para entender — pero entendíamos que había algo inexplicable y aterrador allí cerca— . Los vecinos desaparecían, desaparecieron (nadie en La Plata escapó a esta evidencia) . Después, está claro, les dimos forma histórica a los hechos . El miedo es garantía de muchas cosas, y fue una llaga generacional: en nuestra realidad podía ocurrir algo así, y dejar un lastre tan siniestro como su latencia . Recuerdo — es un decir— que comíamos queso, mucho queso por entonces, que traíamos del negocio . Hace poco una cardióloga me desaconsejó su consumo, porque perjudica la presión arterial . Aunque quizá lo observé de grande, y lo atribuyo erróneamente a aquella época, en esa misma infancia láctea aprendí que, una vez curado, el queso en la heladera pierde parte sustancial de su gusto, e incluso con cáscara y todo se endurece . Por más que se ponga verde de hon-gos si uno lo deja al aire libre, mejor mantenerlo afuera; es mucho más rico, y transmite otra sensación en las verdades del paladar . El queso es una de las tantas cosas buenas que le pasan al cuerpo .

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Perro neGro

Patricia ratto

Ya está oscuro: el invierno es así, cuando uno quiere acordar a las seis ya es de noche . Escucho el ruido de un motor y una frenada, todo eso mientras apago la luz para que no me vean, y camino en puntas de pie hasta la ventana del frente . De pronto un portazo, por suerte todavía no cerré los postigos, así que basta con apartar un poquito la cortina para ver . Hay un Rastrojero, de alguien de acá no es porque acá nos conocemos todos . Baja una chica que se nota que es porteña, por esa pollera hasta los tobillos que usa y el pelo largo y suelto como de hippie . Con esa facha y la poca plata que tendrá, qué va a conseguir salvo la pieza de arriba de los Fabbiani que, desde que murió la Gina, se fue convirtiendo en un conventillo . Ahora está vacía la casa porque hubo un problema con los caños del agua y las habitaciones de abajo quedaron a la miseria . Seguro van a estar así por mucho tiempo porque los hijos de la Gina no se ocupan .

Justo bajo la luz de mercurio, la chica abre la tapa de la caja del Rastrojero y saca una valija, que mucho no debe llevar porque se nota liviana . En el fondo de la caja, un bulto negro se pone de pie: es un perro enorme que, ¡Dios mío!, con solo verlo de lejos da miedo . La chica le hace una seña y la bestia pega un salto y se para junto a ella . El tipo que maneja ni se baja; una vez que los ve sobre la vereda, arranca y se va . Ella mira para un lado y para otro, como quien tiene miedo o algo que esconder, aunque quién va a tener miedo con ese perro como custodia . Se acerca a la puerta de entrada, apoya la valija en el escalón y, después de revolver un

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rato en su bolso tejido, saca una llave . Así que tiene llave . Seguro pasó primero por la casa de los hijos de la Gina, si no cómo la iba a tener . Yo conozco la casa, antigua y en sus tiempos tan linda, con dos pisos y la terraza . Cuando la Gina se iba a visitar a la hija que vive en Buenos Aires, porque tiene, o tenía, bah — pobre Gina, que Dios la tenga en la gloria— , dos varones acá y la mujer en Bue-nos Aires, que se fue a estudiar y se quedó nomás, como si renegara del pueblo que la vio nacer… bueno, la cosa es que cuando se iba a la capital la Gina me dejaba la llave para que le regara las plantas . La tenía impecable a la casa, los pisos lustrados, los muebles sin una gota de polvo, con esas carpetas preciosas tejidas al crochet y esas estatuillas de porcelana . Ahora está todo hecho un desastre y a oscuras desde lo de los caños, salvo que hace unos días el Rubén consiguió darle luz a la parte de arriba . La chica entra, capaz que es amiga de la hija de la Gina, ¿no? Entra con el perro y la valija y por un rato es como si se la tragara la oscuridad . Seguro va a tardar en atravesar el zaguán y la sala, en subir la escalera y encontrar la tecla de la luz de la pieza de arriba . Tendría que haber llevado una linterna pero, claro, si no le dicen cómo va a saber . Como hace frío, mientras espero decido ir a tientas hasta la cocina para hacerme un té . No quiero prender la luz del living por si la chica está justo mirando, a ver si se le da por venir a pedir algo . El padre Renato me dice, siempre que voy a llevarle algo de comer o a arreglar las flores de la iglesia, que hay que cuidarse, que están pasando cosas; yo no sé qué cosas, pero por las dudas le hago caso y me cuido . Saco de la alacena la taza grande azul, pongo el saquito de té, dos cucharaditas de azúcar, el agua ya hirviendo, revuelvo, dejo la cu-charita sobre la mesada, apago la luz de la cocina, y cruzo el pasillo y el living con cuidado de no tropezarme con nada . Apoyo la taza al lado de la estatua de la Virgencita, en el mueble que está junto a la ventana; con la mínima luz que entra de la calle veo sus ojos buenos y protectores . Corro un poco la cortina y me sobresalto, porque el movimiento que hago coincide justo con la luz que se enciende en la pieza de enfrente . Es una ventana pelada, sin corti-nas, persianas ni postigos, así que puedo ver bastante bien: la chica

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está sentada a los pies de una cama grande, la valija en el piso, el perro a su lado; de pronto se agarra la cabeza, se inclina sobre sus rodillas, parece que llora; el perro le apoya una pata en la falda . Y yo me tomo un sorbo de té, para ver si me puedo sacar este frío que se me ha metido en el cuerpo y me hace temblar .

No se la ve mucho durante el día . Alguna vez camina con el perro hasta lo de Olga, acá a la vuelta, para comprarse algo para comer . La Esther me dijo que el Aldo le ofreció los huesos y pedazos de carne que le sobran de la carnicería . Seguro, le contesto yo, ¡con lo baboso que es el Aldo y ella una chica joven y hippie! El otro día se me apareció a tocar el timbre en casa el Aldo; venía con un paquete envuelto con papel de diario y me explicó que había estado no sé cuánto golpeando la puerta de enfrente — porque él también sabe que el timbre no anda desde lo de los caños de agua— , y que la chica no había abierto . Me pidió si no me podía dejar los huesos para el perro a mí, para que se los diera a ella cuando volviera . Le dije que yo no la veía nunca, que le dejara el paquete en la puerta, que ya lo iba a encontrar . Se quedó mirándome sin decir nada, después se dio vuelta como para cruzar la calle, volvió a mirarme, hizo un gesto con la cara, un chasquido de lengua, y finalmente se decidió a cruzar . Yo cerré la puerta y descorrí la mirilla para ver qué hacía . Sacó un piolín del bolsillo, le dio unas vueltas con el piolín al paquete y se lo dejó atado del picaporte, seguro para que no se llevara la carne algún cuz-co que pasara por allí, y digo carne porque el paquete se veía blando, ¡y a mí no me engaña con que solo contenía huesos, faltaba más!

Es tarde cuando el ruido de motor que creo reconocer me despierta; me pongo las pantuflas y camino hasta el living . Oculta tras la cortina, alcanzo a ver, entre las hendijas del postigo, el mis-mo Rastrojero de la vez anterior que apenas se detiene . La luz de la pieza de enfrente se enciende, alguien baja del vehículo, parece un muchacho con un bulto al hombro, pero todo ocurre rápido y

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el maldito postigo no me deja ver del todo bien: el Rastrojero se va, la puerta de lo de la Gina se abre, el tipo entra, la puerta se cierra . Cuando levanto la cabeza ya están arriba abrazándose y sacándose la ropa a los tirones, el perro los mira y mueve la cola, luego caen ambos sobre la cama . Veo todo recortado, en lonjas de luz y de sombra, pero pese a ello estoy segura de que él le mete la lengua en la boca y le pasa las manos por las tetas . Entonces, el perro negro, como si hubiera visto u oído algo, se acerca a la ventana de la pieza y mira hacia acá . Me quedo paralizada, mis ojos fijos en los del animal, y empiezo a sentirme mareada, como si me faltara el aire . Me sostengo de la pared y me arrastro como puedo hasta sentarme en el silloncito floreado . Una franja de luz de mercurio entra por la abertura que deja la cortina apenas descorrida y traza una raya vertical, blanca y filosa, sobre la estatuilla de la Virgen que está sobre el mueble . Por su mejilla veo rodar una lágrima . Perdón, Virgencita, murmuro . Perdón .

Estoy poniendo la llave en la cerradura de la puerta de casa, de regreso de llevarle al padre Renato los mantelitos lavados y plan-chados del altar, cuando escucho unas voces que vienen de atrás . Miro por sobre el hombro con disimulo y lo veo al Aldo que viene caminando por la vereda de enfrente y acaba de saludar a don Ma-rio que pasó en bicicleta . Ahora se detiene y golpea la puerta de la hippie, parece que con un nuevo paquete . Se da vuelta y me saluda, qué fastidio . Ah, Aldo, no lo había visto, le digo mientras me hago la que busco algo en la cartera . De golpe la puerta se abre y se aso-ma la chica . Se ve que le acepta el paquete porque estira la mano y lo agarra, escucho que le agradece, y el Aldo que no termina de soltar, y ella que tira un poquito hacia sí, y él que hace caminar su mano como una araña por sobre el paquete para tocarle la mano a ella, que de golpe suelta . El Aldo se sorprende tanto que también suelta . Entonces ¡paf!, el paquete cae con estruendo a la vereda, el papel se rompe y los huesos y los bifes se desparraman . Él se agacha a juntarlos e intenta tocarle la pierna, pero ella retrocede y cierra

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la puerta de golpe . Yo me doy vuelta rápido hacia mi puerta, giro la llave y abro, mientras escucho primero un ¡Puta de mierda!, y luego los pasos furiosos del Aldo que se aleja .

Le prendo una vela al Cristo que tengo en la cómoda de la pieza y le renuevo el florerito, que siempre lo acompaña, con unos crisantemos que me traje del jardín de la Esther . Tomamos unos mates hoy, porque ella es del mate, aunque a mí después me da ardor de estómago, pero bueno, el mate estira la lengua, saca la charla, y entonces me lo tengo que aguantar si quiero enterarme de algo . La cuestión es que, cuando le comento, la Esther no sabe que hay un tipo viviendo en lo de la hippie . Así que le cuento cómo fue cuando llegó . Lo de la cama desnudos no le digo, pero sí que tiene barba, el pelo largo, y vino nada más con un bolso chico . Y la Esther me dice que si hubiera un tipo ya alguien lo habría visto . Yo lo vi, le contesto, ¿o con eso no te alcanza? ¿Vos estás segura?, me pregunta la muy jodida, como si yo inventara, como si no supiera lo que vi con mis propios ojos . Claro que era de noche, claro que podría haberse ido unas horas después y ya no estar, pero yo estoy segura de que el tipo está, aunque cuando la luz está prendida no lo veo; es que se está escondiendo . ¿Vos decís que son…?, se interrumpe la Esther . Yo me encojo de hombros y no me sale qué contestar . Porque si es así — me insinúa, mientras estira el brazo con otro mate rebosante que no sé cómo voy a hacer para tragar— , vamos a tener que decirle a alguien . ¿Al padre Renato?, le pregunto . O al jefe de policía, me susurra, como si temiera que nos fueran a escuchar . Me quedo detenida frente al Cristo, todavía con las manos en torno a los crisantemos que acabo de acomodar, y de golpe me parece que tiene los mismos ojos encendidos que el perro .

Hace unas noches que vigilo y no lo veo al tipo . Seguro se queda abajo, en la parte abandonada de la casa . Como la hippie no abre nunca las ventanas de adelante, nada se ve . De noche me

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imagino que sube a la pieza cuando ella apaga la luz . Deben comer en la cocina, con una vela . Esa cocina tiene que estar inmunda a esta altura porque al no tener agua… y encima no creo que la hip-pie sea muy afecta a la limpieza . Podrían sacar del aljibe, claro, y limpiar igual, pero ya se sabe cómo son . No quiero ni pensar cómo estará todo . Si la Gina ve la casa, se vuelve a morir la pobre . Hoy me traje, para la vigilancia, el rosario de mi finadita madre, el que hace años le bendijo Pablo VI, lo tengo enrollado en mis manos para que me proteja de ese perro .

Parece que me quedé dormida y se me acalambró una pierna . La froto un poco con la mano y alzo luego la cabeza: la pieza de enfrente está iluminada . La muy cochina — otra vez desnuda— se está tocando ahí; el perro la mira con la lengua afuera . Ella flexiona las piernas y sigue tocándose, el perro ha puesto las dos patas de-lanteras sobre la cama y la observa más de cerca . El tipo está viendo todo, lo sé porque su silueta se proyecta en sombras sobre el cuerpo de la hippie; seguro después se van a revolcar juntos sobre la cama . Pero ahora ella se incorpora de golpe, como sobresaltada por algo, y se cubre con la sábana; yo agacho rápido la cabeza y me meto detrás de la cortina . Uy, me olvidé de apagar la vela que hoy más temprano le prendí a la Virgen . Gateo por el piso, me levanto junto al mueble, mojo los dedos con saliva, apago la llama y vuelvo a mi posición en la ventana . La hippie está en cuatro patas, como una perra, y el perro negro se acerca y le pasa la lengua por el culo; ella se arquea, se estira, se encoge; se nota que les gusta: a ella y al tipo que mira . Y al perro también, aunque de golpe se abalanza sobre la ventana y ladra con furia . Del susto me deslizo contra la pared helada hasta sentarme sobre el piso y me quedo viendo el rosario de cuentas de cristal de mamá, incrustado en la carne de mis manos .

La hippie llega, seguro que de lo de Olga porque lleva una canasta en la que asoman unos puerros, apios y cebollas de verdeo .

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Se le nota en la cara la sorpresa cuando encuentra el paquete col-gado del picaporte . Mira hacia un lado, hacia otro y, justo cuando empieza a desatarlo, la bestia negra que estaba meando el árbol del vecino se abalanza sobre el paquete que termina por caer, en un santiamén desgarra el envoltorio de papel de diario con sus patas, engulle en dos bocados un bodoque compacto de carne picada y sale corriendo hacia la esquina con un caracú entre las fauces . Ella le grita algo, enojada, pero después hace un gesto con la cabeza, sonríe, abre y entra . Justo en ese instante se levanta un viento que se hace cargo de llevarse los pedazos de papel desperdigados por la vereda . Y yo decido ir hasta el patio a alzar la ropa que tengo tendida en la soga, o se me va a llenar toda de tierra .

Me despierto sobresaltada por los golpes en mi puerta . Miro el reloj, son casi las tres de la mañana . Los golpes se repiten con desesperación, ahora acompañados por unos gritos que insisten, una y otra vez: ¡Por favor!, ¡por favor, ábrame! Me pongo el salto de cama y corro hasta la puerta de calle . Por la mirilla la veo a la hippie toda desgreñada y a medio vestir . Abro la ventanita de arriba de la puerta . Mi perro tiene algo, no está nada bien, me dice toda nervio-sa, llorisqueando, parece envenenado o algo así, ¿adónde lo puedo llevar?, ¿hay un veterinario en el barrio? Jiménez, le respondo, y sacando un poco la mano por la ventanita le señalo hacia la dere-cha . A dos cuadras, agrego, pero a esta hora… No dice nada, gira rápido sobre sus pies y cruza corriendo la calle . Cierro la ventanita, pero no del todo, y me quedo viendo por una hendija . Ella abre la puerta, entra y sale en seguida, se ha puesto un abrigo y un gorro de lana . Avanza como puede con el perro en los brazos, se ve que el animal pesa como un condenado; del tipo ni noticias . Me quedo viendo hasta que desaparece . Voy a la cocina por un vaso de agua y caigo en la cuenta de que he dejado todo ese desastre que hice más temprano sin arreglar . ¡Pero qué cabeza la mía!, reniego mientras guardo el martillo, sacudo el trapo viejo y con sumo cuidado me pongo a limpiar . Sobre la mesada queda aún bastante polvillo, el

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pico de la botella y algunas astillas del cristal del rosario . Le quito a la cadenita los restos de cuentas rotas y me la cuelgo del cuello, la cruz no ha sufrido daños y es hermosa . Envuelvo los restos en papel de diario, los rocío con el agua bendita que ayer me traje de la iglesia en un frasquito y los dejo en un rincón . Mañana entierro todo, como Dios manda .

Escucho una frenada, el ruido de un motor, pero estoy segura de que esta vez no es el Rastrojero; también oigo unos gritos . Voy en puntas de pie hasta la ventana . Hace ya unas noches que no cierro del todo los postigos y dejo siempre una hoja abierta . Hay un auto gris en la puerta de la casa de la Gina, y ahora llega y esta-ciona la camioneta de la seccional . Del auto gris se bajan unos tipos que abren la puerta de la casa a las patadas, uno de ellos la baja a la hippie del auto, esposada, y la arrastra con él . Ella se da vuelta y grita hacia la calle, con todas sus fuerzas: ¡Aldo, hijo de puta! Esther, pienso yo . El tipo que lleva a la chica le da un sopapo y la empuja hacia adentro . Se encienden las luces de una casa vecina, pero rápidamente se apagan . A mí me tiene dicho el padre Renato que mejor no ver nada o es uno el que termina teniendo proble-mas . Los policías se quedan afuera con las armas desenfundadas; no anda ni un alma por la calle y se ve que pronto va a amanecer porque escucho cantar el gallo de la Vilma, que tiene el gallinero lindando con mi patio .

Estoy que no duermo del fuego que tengo en el estómago, y por más bicarbonato que tomo no encuentro alivio . Como si esto fuera poco, me persiguen los ojos de ese perro, también sus ladri-dos, unas veces de día, otras de noche . Aunque la Esther me contó que Jiménez le había dicho que no había podido hacer nada para salvarlo, yo lo oigo, ladrándome desde la pieza de enfrente, y tam-bién lo veo . Y están además esas voces, aunque la casa haya queda-do vacía, aunque me aseguren y aseguren que todo ha terminado .

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Aunque el padre Renato me haya tranquilizado explicándome que la Virgen que tengo en el living tiene muchos años, y que ese tipo de piezas tienen sus cosas, sobre todo cuando son tan antiguas, y que la madera trabaja, claro, por eso no es raro que se le haya hecho una rajadura . Pero yo sé que la carita se le abrió justo ahí, donde le dio la luz blanca de la calle esa noche . Y sé también que es de ahí de donde vienen sus voces, sus helados lamentos .

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CaLMar La Sed

Sergio olguín

Julio de 1977 . Tocan el timbre de casa con insistencia . Estoy solo: mi padre y mi hermana soltera ya se fueron al trabajo, mi ma-dre debe estar haciendo las compras y yo todavía remoloneo como todas las mañanas aprovechando las ventajas de ir a la escuela por la tarde . Nos mudamos hace menos de un mes a esa casa de Lanús Oeste y no me acostumbro al sonido metálico del timbre . En la otra casa, también en Lanús pero más cerca de Valentín Alsina, había que golpear directamente la puerta con el puño .

Me levanto con la intención de decirle al que esté llamando la excusa que repito y seguiré repitiendo durante años: «No pue-do abrir, mi mamá no está» . Cuando me asomo a la celosía de la cortina para mirar veo que alguien atravesó el camino del jardín y espera al lado de la ventana . La gente común no suele hacer eso . El hombre está vestido con ropa de fajina y lleva en sus brazos un fusil . Observo mejor y descubro a otro soldado parado en la vere-da . Está de espaldas y mira o controla la calle . El soldado parece verme por la ventana baja . No debería haberme levantado de la cama, no debería haber ido hasta la puerta . Nuestras miradas se cruzan y yo le pregunto qué necesita . Me pide que abra .

No me animo a decirle la excusa que me enseñó mi madre . Busco la llave y por suerte está donde siempre: encima del tocadiscos . Abro sin pensar que estoy en pijama, abro pensando si faltará mucho para que mi madre aparezca con las bolsas llenas de hacer las compras .

El soldado armado es un tipo joven . Para mí es un adulto ma-yor pero no debe tener más de veinte años . El doble de mí . No es

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muy alto, o tal vez sea yo que pegué un estirón y todos me parecen bajos . Cuando me ve aparecer, me habla con tono serio pero para nada agresivo . Me dice si le puedo traer un vaso de agua .

Dejo la puerta entornada (no me animo a dejarla ni abierta ni tampoco cerrarla ante la cara del soldado) . Voy hasta la cocina y lleno el vaso más grande que encuentro con agua de la canilla . No se me ocurre darle soda . Para mí la soda es una bebida como la Coca-Cola o el vino . Si pidió agua, le doy agua .

Cuando regreso con el vaso, junto al soldado hay otro que debe tener la misma edad . Mientras uno toma el agua, el otro me pre-gunta si le puedo traer un vaso a él también . Vuelvo corriendo a la cocina y lleno un segundo vaso de agua . Los dos toman con avidez . Es solo agua con mucho cloro pero ellos parecen estar tomando una bebida majestuosa . Para alguien como yo, que crece tomando gaseosas en todas las comidas, el deleite que estos soldados tienen con sus vasos de agua me resulta más sorprendente que el hecho de que estén en el umbral de mi casa con sus uniformes y armas largas .

Me dan las gracias, me devuelven los vasos y me dicen que no salga por unos minutos . Se van, cierro la puerta y miro de nuevo por la celosía . El primero se apostó en mi puerta . El otro siguió hacia el lado izquierdo . Me intriga saber si está parado frente a la entrada lateral de mi casa .

Dejo los vasos sobre la mesada y me voy a la terraza . Me aso-mo al borde y veo a los soldados tal como los había imaginado, parados frente a las dos puertas . Pero no eran los únicos uniforma-dos . A lo largo de la cuadra, de una mano y de otra, hay soldados frente a todas las puertas . Hay también camiones militares estacio-nados en la cuadra, especialmente delante de una fábrica que está en la mano de enfrente . El cartel enorme de ese edificio dice con letras mayúsculas «Mahely» . De adentro salen más militares que cargan cajas de madera muy grandes . No se ve a nadie andando por las veredas ni autos por la calle . El silencio permite oír el sonido de las cajas cuando las depositan en los camiones .

De la vereda de enfrente, uno de los soldados apostados delante de la fábrica levanta la vista y me mira . Instintivamente, retrocedo

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hasta salir de su campo visual . Por un momento presiento que ese soldado va a avisar que yo estoy observando todo desde la terraza y van a volver a tocarme el timbre . Les voy a tener que explicar que solo quería ver dónde estaba el segundo soldado que me pidió agua .

Pero nadie me llama . «Mahely», me repito mientras bajo la escalera . Cuando nos mudamos, enumerando los negocios que teníamos cerca, mi padre le dijo a mi madre que enfrente teníamos una fábrica de armas . A mi madre le preocupaba que las armas explotaran . Ella decía que no había que vivir cerca de fábricas de armas o de estaciones de servicio .

Me senté en una silla de la cocina . No me animaba a volver a espiar al living o a la habitación de mis padres . Trato de oír algún sonido de la calle pero desde la cocina no se oye ni siquiera el paso de las botas militares . Al rato, se oyen algunos pasos y los motores de los camiones . Yo sigo sentado sin moverme de mi lugar . Más tarde, el ruido de un auto y un bocinazo en la bocacalle . Quince minutos después llega mi madre . Me pregunta qué hago ahí senta-do . Le digo que nada . Me pregunta si desayuné . No, no comí nada . Mi madre ve los dos vasos vacíos sobre la mesada y me pregunta qué son . No es la pregunta correcta pero la entiendo . Le digo que dos soldados tocaron el timbre, me pidieron agua y les di . Que después subí a la terraza y vi que había soldados por todas partes y que se llevaron unas cajas de la fábrica de armas .

Mi madre solo retiene la primera parte y extrañada me pre-gunta si les abrí o si los atendí por la ventana . Le digo que les abrí . Se me acerca . Tengo la sensación de que me va a dar un cachetazo pero solo me habla desde muy cerca . Parece querer gritarme, pero la voz le sale contenida . Me dice: «Te dije mil veces que no le abras a desconocidos» . «Pero eran soldados», me defiendo . «A nadie, ¿entendiste? Aunque venga el Papa a darte la hostia» . Se pone a lavar los vasos y ocurre la segunda sorpresa de esa mañana: veo que a mi madre le tiemblan las manos mientras los enjuaga .

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antebrazo

ernesto Semán

nada puede ser más parecido a un campo de concentración que el útero, con sus paredes húmedas y rugosas, los ruidos de afuera asordinados, la luz que apenas llega . Carecemos de volun-tad propia y de su ejercicio . Nuestro destino sujeto a fuerzas que imaginamos, sin saber cuándo ni porqué . Para los que vengan, en el muro oscuro con la punta del mango de una cuchara tallaría hasta hacerlas chillar: «Acá estuvo durante nueve meses Heraldo Dornou . No sabemos adónde nos llevan ni qué será de nosotros desde hoy . Marzo 1976 ¡Hasta siempre!» .

Y afuera . En la mañana, salimos a la luz y nos desplegamos . Nos tiramos, caemos cuerpo a tierra . plafff . crrric . plafff . crrric, arrastrándonos sobre las rodillas y las espaldas blandas y toda-vía desfiguradas, con movimientos convulsionados sacudiendo las manos y las patitas, sin poder avanzar hacia ningún lado pero ocupando los puntos estratégicos de la ciudad . Babitas de sangre y caca y placenta, cráneos abiertos y caras deformes por el esfuerzo y el dolor, nuestras muecas incontrolables .

Me hubiera parapetado sobre el borde del hueco en el que estuvimos encallados después del primer aullido, con mi metralla apuntando contra todas esas formas que se movían en medio de una luz incandescente . Ratatatatá, ratatatá, ratatatá . Ahí me hubie-ra quedado defendiendo nuestro territorio liberado hasta conver-tirlo en eso, nuestro y liberado, acá sufrimos y acá reconstruiremos nuestras vidas, defendiéndolo para siempre de cualquier injerencia extranjera que nos quiera imponer su abominable modo de vida,

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sus vicios y sus comidas . Nunca más el enemigo penetraría esta fortaleza sacudiendo los muros de nuestra nación con su cañón prepotente . Lo que verían sería a nosotros, asomando desde aden-tro la puntita de nuestras armas y eso sería suficiente advertencia . Con el siguiente empujón perdimos para siempre nuestras posi-ciones y la ilusión de retener el útero para nosotros y para siempre . El enemigo viene de afuera, pero es desde adentro que nos echan . Terminamos en la calle, un ejército en una ciudad desolada, de-bajo de los casquitos con las armas en la mano, tortugas invisibles debajo de nuestro caparazón verde oliva invadiendo cada rincón y expandiéndonos sobre las calles y las vías del tren y las estacio-nes de subte y las fábricas, gritándole a todo el mundo más por miedo que por otra cosa, pateando puertas y revoleando culatazos hasta que no quede duda de que, una vez que llegamos, vinimos para quedarnos . El útero era un infierno, pero era nuestro infierno . Afuera estamos más solos, por eso valió su defensa contra todos y contra toda lógica y razón .

* * * *

Desde la vereda húmeda por la llovizna de la madrugada lo primero que veo es un hombre que pasa caminando rápido de-lante nuestro . Tiene los ojos claros pero parecen oscuros . Lo más curioso que observo desde abajo del casco es que no evita nuestra mirada ni la confronta, tiene los ojos clavados hacia adelante des-conectados del resto de su sistema nervioso . Lleva el piloto claro de Casablanca y un portafolios de cuero marrón apenas gastado y un pantalón que le calza apenas grande para una cintura que tiene que haber sido algo más ancha en el pasado reciente y unos anteojos de marco de nácar oscuro . Hay toda toda una historia, la de una o dos décadas, que podrá contarse a partir de los anteojos con marcos de nácar grueso y oscuro, el paso firme y la mirada decidida hacia adelante, perpendicular al piso, divisando un horizonte seguro . Y debería llevar sombrero, alguien así en un día como este debería llevar sombrero, pero el primer hombre al que veo no lleva som-

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brero y aquí los hechos deben dar forma a la literatura y no al revés, así que el primer hombre al que veo tiene el pelo oscuro húmedo peinado . Del portafolio sobresalen unos discos, se ve la foto de la parte de atrás del saco de Frank Sinatra y en otro las letras «can» al comienzo de una palabra que muy probablemente haya sido «can-ción» o «canciones» . No hay, desde afuera, acceso a los papeles, «Konzentrationslager» anotado al margen de una lista indescifrable de nombres y números, los tres pasaportes con la misma foto de este mismo hombre y el mismo nombre en cada uno de ellos .

Detrás suyo viene alguien siguiéndole el paso a poca distan-cia, la mirada también fija, hacia adelante, no tensa, pero firme como para que entre el mentón y la nuez no haya un solo espacio de carne colgando . Casi sobre sus pasos aparecen dos más, los mismos pantalones algo más grandes que lo necesario, los mis-mos anteojos, el mismo portafolio . Los que vienen detrás parecen caminar más rápido, pero es solo el efecto visual que producen va-rios brazos y piernas moviéndose al mismo tiempo y en la misma dirección, dispersos a lo ancho de la vereda . Miro para adelante y los veo de espaldas, alejándose, cada vez más claros, de vidrio y transparentes, salvo en el marco de sus anteojos .

No alcanzo a ver cómo se acercan los últimos porque estoy observando la espalda de los que se van . Con su pie derecho pa-tea el casco y roza mi fusil . Cierro los ojos por instinto y cuando apoya el pie en la vereda escucho el chillido debajo del casco de adelante, un hilo finito de voz que se fue apagando en no más de tres segundos hasta terminar en un ronquido corto .

Entonces asomo la cabeza por debajo del casco, salgo y cami-no algo más rápido que el resto, los alcanzo y quedo en el medio de esa pequeña multitud, con el flujo de hombres que no se ha de-tenido . Podría ser uno de ellos, solo que todo el resto es de vidrio, y yo de carne y hueso . Miro para adelante y me voy reconociendo . Y lo primero que noto es que no caminamos, que la vereda se mueve para atrás y estamos todos en el mismo lugar, a todo lo que da . Veo al hombre de adelante, me acomodo el marco de nácar de mis anteojos, y trato de leer qué hay en su portafolio y cuanto más

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leo y más camino, más veo quien soy . Soy Rodolfo Walsh, soy Elías Semán, soy Ricardo Klement .

* * * *

Si pudiéramos escuchar al revés la cinta de este país, como un disco con canciones de los Beatles, me pregunto qué secretos dichos en voz baja descubriríamos .

* * * *

Cuando me doy cuenta de que estamos cerca de la esquina, de que siempre hemos estado cerca de la esquina, apuro el paso, me corro hacia el cordón de la vereda sin tocar nunca a nadie, y salto a la calle . Cruzo, paro delante de un teléfono público, dudo sobre si llamar a casa para avisar que estaré ahí un poco más tar-de . No encuentro ningún cospel en el bolsillo, así que sigo . Sigo caminando y ya soy el que tengo que llegar a tiempo para llevar a Gabriel y su amigo a la cancha a ver a All Boys . Subo los tres pisos por la escalera y cuando abro la puerta saludo a todos con la voz todavía entrecortada por el esfuerzo . Ya no miro hacia adelante con el cuello firme sino hacia abajo, donde Gabriel salta en puntas de pie tratando de alcanzar mi mano primero y el antebrazo después, trepándome . Sus manos fueron la primera evidencia de la despro-porción que hay entre su cuerpo y el mío, colgándose de mi ante-brazo sin poder abarcarlo enteramente . Eso fue hace apenas unos meses, jugando al nazi y al cangrejo . Nos habíamos levantado a la mañana temprano en el Tigre, y lo primero que vio Gabriel desde el rellano de la escalera de madera fue a uno de esos cangrejos de río mimetizados con el marrón del agua . Había subido casi toda la escalera y estaba a un escalón de la casa, arrastrando un pedazo de una hoja en la que se veía la foto de una svástica iluminada en algún edificio, seguramente la página de alguna revista que tiró algún vecino o que venía bajando por el río . Bajamos hasta el pas-to con sus pies en el aire, colgado de mi antebrazo con sus manos

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pequeñas, caminando para atrás, los dos con la mirada puesta en el cangrejo . Lo levantaba con el brazo por el aire hasta tenerlo cerca como para sentirle el aliento a hambre de la mañana . De ahí había quedado lo de jugar al nazi y el cangrejo, que consistía en que lo llevara colgando escaleras arriba y abajo en cualquier lugar, aunque yo insistí luego en que, aunque no dejáramos de jugar, cambiára-mos el nombre del juego, porque también pensé que alguien podía interpretar lo del nazi en cualquier sentido, no podría precisar en cuál, que fuera tomado de mala manera .

Fue ahí que vi por primera vez qué sólido y ancho era mi an-tebrazo, y todo esto me vuelve a la cabeza al verlo a Gabriel ahora apurándose para quedar con las patas colgando y bajar los tres pisos hasta la calle . Los llevo a él y a su amigo caminando rápido para llegar antes de que empiece el partido . Cruzamos Sanabria y avanzamos con el resto de la gente que va hacia la cancha en una procesión algo desordenada, con las familias caminando más lento que los hombres solos . Es un partido de All Boys y Argenti-nos Juniors en el que no hay mucho en juego . Pero en el segundo tiempo, desde los escalones de cemento a muy pocos metros de la cancha, vemos mover la pelota frente a la línea, dos veces, a Diego Maradona, el adolescente chiquito y menudo de Argentinos Ju-niors . El partido es, de todos modos, intrascendente, pero Gabriel y su amigo lo comentan a la salida con entusiasmo por los cantitos nuevos de la hinchada, por las jugadas de Maradona, por el gol de Brailovsky, por el contacto con toda esa otra gente que ahora sale con nosotros a la calle .

Volvemos caminando por Miranda pero por la vereda de enfrente de la cancha . Gabriel y su amigo se adelantan, pasan a muchos de los que tengo adelante y entre las piernas de los otros caminantes los puedo ver escabulléndose hacia el baldío, correr en sentido contrario al resto de la gente y volver hacia mí para decirme que se van a quedar jugando en la plaza y vuelven más tarde . Sigo caminando en dirección a Segurola, la gente que tengo delante se va dispersando en todas las direcciones posibles . Es re-cién ahí cuando abajo, en la otra cuadra, del lado del cordón, don-

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de termina la vereda de tierra del baldío, veo todos los cascos en formación . Están sobre las baldosas, y veo que nadie los ve . Quiero llegar rápido antes de que alguien los patee, levanto la cabeza y fijo la mirada hacia adelante, mi cuerpo cada vez más pequeño hasta que yo también puedo escabullirme entre las piernas del resto, pasar sin ser visto acurrucarme dentro del casco a ver pasar la ola de gente que desde este rincón ya se empieza a disolver por todo Buenos Aires .

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GoLPeS

eduardo berti

Mi padre vino a casa y dijo, a la hora de la cena, dando un golpe sobre la mesa, Isabelita no llega al 77, y mi madre respondió, aunque estaba harta de ella, es una pena, ¿verdad?, faltando tan poco tiempo .

Quise contar en mi novela La sombra del púgil lo que era tener 11, 12, 13 años durante la dictadura y vivirla a través de los silencios, los miedos, las evasivas, las dudas o los cuchicheos de los padres . Quise contar lo que era ver a mi padre secreteando, con su viejo amigo Miguel, lo poco o mucho que sabían sobre las monjas francesas, sobre el caso Dagmar Hagelin, con una rara mezcla de miedo y osadía en sus miradas .

Por suerte estaban los recitales de rock y el estadio Obras coreando, en 1980 o, más bien, en 1981, «se va a acabar, se va a acabar…», mientras los patrulleros esperaban formados en fila, a la salida .

El Ford Taunus que mis padres se compraron en 1979 reem-plazó al viejo Ford Falcon . Mi padre estaba orgulloso porque el Taunus presentaba un diseño más elegante, y supongo que se sentía algo aliviado también porque el Falcon era el coche preferido de los milicos, eso empezaba a repetirse por entonces .

I Remember, de Joe Brainard, inspiró el Je me souviens de Georges Perec, pero un libro y el otro son muy distintos: Brainard hablaba de recuerdos personales, Perec apeló a la memoria colec-tiva . Idea: escribir una lista de recuerdos colectivos de tiempos de la dictadura .

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Me acuerdo de Carrascosa renunciando a la selección, de los festejos por el triunfo en Japón 79 al tiempo que la Comisión Inte-ramericana de Derechos Humanos visitaba Buenos Aires, de las calcomanías y las postales con «… somos derechos y humanos», de la gran jugada de Ischia en el 5-1 contra Austria en el Pratter de Viena y los carteles de fondo, en las tribunas, con la palabra «des-aparecidos»… Y del mundial ’78, claro: del estadio Monumental aullando la Marcha de San Lorenzo y del silencio glacial cuando Hungría marcó el primer gol .

Me acuerdo de los almuerzos de Mirtha Legrand, de Mónica Presenta, de Videoshow, de la llegada de la TV en color… Y del mundial ’78, claro: de la revista francesa que trajo un día mi ma-dre, escondida en la cartera, con una caricatura del logotipo del mundial envuelto en alambres de púa .

Mi padre vino a casa y dijo, a la hora de la cena, que acababa de estrenarse una nueva revista en el teatro Astros, o algo así, lla-mada Entre julepe y julepe llegamos al 77, y yo, que tenía once años, me puse a escribir una especie de poema, mi primera (¿mi única?) obra de «corte político», recuerdo que empezaba así: «Entre julepe y julepe llegamo’ al 77 / porque a la pobre Isabel / quién la salva, quién la juna / perdida como la luna…» .

La dictadura de Videla, que ahora era la de Galtieri tras haber sido fugazmente la de Viola, cayó antes de lo previsto porque los milicos, aparte de perder la guerra de las Malvinas, fueron co-bardes y brutales con los jóvenes conscriptos . Idea: escribir una ucronía en la que los milicos ganan la guerra . (O no hay guerra, simplemente, porque los ingleses no reaccionan) .

Quise contar en mi novela La sombra del púgil que, contra todos los lugares comunes, el Congreso de la Nación no estuvo cerrado a cal y canto durante la dictadura: que los milicos se reu-nían allí para deliberar (si la palabra no les queda grande); que el Congreso seguía abriendo y cerrando sus puertas y sus ventanas en un acto casi reflejo, como un enfermo inconsciente o, mejor, como esos pacientes cuyas funciones vitales, el pulso o la respiración, siguen andando con inercia .

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El Ford Taunus iba repleto: el baúl todo cargado, mis padres delante y yo atrás con mi gato que maullaba cuando el auto supera-ba los 100 km/h . Salíamos de vacaciones por un mes . Eran las siete y media de una mañana de enero . Nos llevábamos al gato porque en verdad, como bromeaba mi madre, tenía corazón de perro y no sabía estarse solo sin ayuda, sin los amos en la casa .

Por suerte estaban los recitales de rock y Almendra, en su regreso, cantando «seguís saliendo por tu libertad» .

Por suerte estaban los recitales de rock . Y Pedro y Pablo de-nunciando los apremios ilegales .

Me acuerdo de la revista Humor, de las pequeñas e inmensas libertades del Buenos Aires Herald, de las revistas subte en la ave-nida Corrientes, del Expreso Imaginario y la Pan Caliente… Y del mundial ’78, claro: del tiro de Muñante en el palo de Fillol .

El Ford Taunus avanzó sesenta metros, llegó a la calle Villate que bordeaba la quinta presidencial y dobló a la izquierda, rumbo a la avenida Libertador, muy despacio, a unos 50 km/h, así que el gato no maullaba .

Mi padre vino a casa y dijo, a la hora de la cena, les di a leer tu poema a mis compañeros en el trabajo, se rieron, y yo me quedé sorprendido: por primera vez tenía lectores cuyo rostro desconocía .

Quise contar en mi novela La sombra del púgil que los milicos ocupaban el congreso organizados en comitivas, como parodian-do esa democracia que acababan de derribar . Que al Congreso iban seguido generales y almirantes y brigadieres a reunirse con ministros o empresarios o con otros militares, a fin de negociar y tomar decisiones .

Una sextina es un poema de seis estrofas . Cada estrofa tiene seis versos donde se repiten las palabras finales . O las palabras más importantes de cada verso, si se trata de una versión más libre o más actual . 1, 2, 3, 4, 5, 6 permuta en 6, 1, 2, 5, 4, 3 en la estrofa siguiente, y sigue permutando así, en espiral, cuatro veces más . Idea: escribir un texto en prosa acerca de la dictadura con la forma obsesiva y envolvente de una sextina .

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Una josefina es una variante de la sextina . En ella, cada estrofa pierde un verso . Idea: escribir un poema sobre los desaparecidos con la forma menguante de la josefina .

Por suerte estaban los recitales de rock y La Máquina de Hacer Pájaros cantando «No te dejes desanimar», algo arduo en plena «trama macabra», cuando no se podía hacer nada o casi nada, salvo ver películas .

Quise contar en mi novela La sombra del púgil que las histo-rias nunca se terminan de reescribir .

Me acuerdo del canal de Beagle, del Papa y de Samoré, de la muerte de Jorge Cafrune… Y del mundial ’78, claro: de la bomba que explotó en la casa de Juan Alemann mientras jugaban Argen-tina y Perú .

Mi padre vino a casa y dijo, a la hora de la cena, parece que esta noche habla Balbín, a ver qué dice, parecía esperanzado, pero Balbín no dijo nada, fue una enorme decepción no solo para mi padre .

El Ford Taunus tuvo la pésima idea de pararse súbitamente a las puertas de la quinta presidencial .

El Ford Taunus iba a oscuras . Mi padre intentó que volvie-se a arrancar . Cuando nos quisimos dar cuenta, dos milicos nos apuntaban, cada cual con una ametralladora . Mi padre encendió las luces y bajó alzando las manos, como los soldados cuando se rinden . Un milico sacó una enorme linterna y alumbró el asiento trasero, donde brillaron los ojos de mi gato .

Un escritor estadounidense publicó hace un par de años un libro llamado Never more, en el que no repite un solo sustantivo, verbo o adjetivo . Idea: escribir con esta constricción un texto que aluda al informe Nunca más .

Mi padre vino a casa y dijo, a la hora de la cena, parece que el golpe es mañana, y mi madre respondió, con un dejo de sorpresa, ¿eso dicen?, o sea, ¿ya lo saben todos?, qué duro para Isabel que se lo anuncien así: el golpe es mañana y ya lo saben todos .

Por suerte estaban los recitales de rock y Charly García can-tando «Los sobrevivientes» y Charly y todo el estadio cantando la «Canción de Alicia» .

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Me acuerdo de Galíndez-Kates, de Vilas-Connors, de Mon-zón-Valdez, de Reutemann-Jones… Y del mundial ’78, claro: del tiro de Rensenbrink en el palo de Fillol .

Quise contar en mi novela La sombra del púgil que mis recuer-dos de la dictadura son en blanco y negro .

Quise contar en mi novela La sombra del púgil que, a pesar del blanco y negro, existía toda una gama de grises . Que no debe dividirse la sociedad de esos años entre culpables e inocentes, que hubo un montón de matices entre Astiz y los niños desaparecidos: gente que no sabía nada, gente que sabía y tenía cierto poder, gente que sabía y no tenía poder alguno…

El Ford Taunus volvió a arrancar y anduvo como temblando al principio . Temblando, pero menos que nosotros .

Me acuerdo de Radio Colonia y de la aguja de tejer para cap-tarla mejor y de la voz de Ariel Delgado… Y del mundial ’78, claro: de mi madre que, al final, mientras Passarella alzaba la copa, no sabía bien si festejar o no .

Alfredo Astiz, libre en los años noventa, tenía pedido de cap-tura en varios países extranjeros, pero Argentina no lo extraditaba ni lo juzgaba . Idea: escribir una novela en la que un grupo coman-do (debería haber una joven que lo seduce: un anzuelo) logra sacar a Astiz del país en plenos años 90 y entregarlo a la justicia sueca, española o francesa .

Por suerte estaban los recitales de rock y Charly García can-tando «los inocentes son los culpables», porque la primera parte de la extraordinaria «Canción de Alicia» era previa, la había escrito antes del golpe para una película, y no incluía todo eso, ni tampoco lo de «un río de cabezas aplastadas por el mismo pie…» .

Mi padre me despertó a la hora del desayuno y dijo, sacudien-do la almohada muy suavemente, no hay escuela, no hay clases, al final dieron el golpe, hoy no voy a trabajar . Y yo me sentía feliz, con mis once años, porque iba a dormir más tiempo . Porque podía quedarme en casa a jugar . Porque aún no conocía aquello de «se acabó ese juego que te hacía feliz» .

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eL Poder de La Mente

Julián López

El intérprete convertía en palabras los sonidos del electroen-cefalograma que la cámara tomaba en primer plano . Su voz en off traducía el dibujo de la aguja sobre la cinta de papel milimetrado que se desenrollaba regular . Un mapa de impulsos eléctricos, en caligrafía sísmica de tinta negra, que por su balanceo armónico no parecía decir nada extraordinario . La cámara agrandaba el plano y en la pantalla aparecía la cabeza del hombre con los electrodos en las sienes mirando adelante, a un punto fijo . Era una cara común pero recortada de modo extraño, como si debajo de la piel los músculos estuvieran entrenados para gestos inusuales . Era la cara de un soviético, una cara cuyos ojos mostraban una concentración aprendida en campos de entrenamiento secreto . La cámara se ale-jaba del soviético y dejaba ver el gesto que definía el punto en el que su mirada se mostraba decidida a un prodigio: una cuchara, el hombre concentrado miraba fijo una cuchara .

Los sonidos de la máquina que medía la actividad eléctrica de ese cerebro entrenado empezaron a volverse más agudos, como chillidos de una pequeña rata electrónica . La cámara volvió al re-gistro de tinta sobre la cinta que se desplegaba más veloz y la voz del locutor soltaba palabras de una indefinición ansiosa que hacía prever que todo estaba a punto de ocurrir .

El soviético vestía ropa informal, una polera de lanilla clara ajustada al cuerpo y unos pantalones oscuros, ceñidos en la cin-tura, anchos en las botamangas . Aun sentado y aun a la moda el sujeto tenía un torso raro, normal pero raro, largo .

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El conductor anunció que Uri Geller se iba a presentar en un teatro del centro con un espectáculo deslumbrante que demostra-ría el poder de la mente y el descomunal despliegue de los rusos en esas lides . La cámara retornó fija a la cara del soviético, a la mano y a la cuchara levemente doblada: el metal había cedido a la voluntad de los ojos de ese gimnasta cerebral . No hay mucho que decir, las pruebas son contundentes, dijo el locutor, antes de que la placa de ATC anunciara que terminaba el horario de pro-tección al menor .

Habíamos terminado de comer y nos quedamos viendo un poco la tele, eso no ocurría nunca pero esa noche me pareció que podíamos estar un rato, con la condición de que fuera en silencio . Estuvimos así mientras duró el programa y su respiración se ha-cía más calma; él se mostraba fascinado con lo del soviético pero estaba cansado, me preguntó si el poder mental era resultado de la máquina que medía las ondas cerebrales . Le respondí que no, que la máquina era invalorable, que no se hubieran podido lograr las cosas que se habían logrado si no hubiéramos contado con la máquina, lo mismo con la electricidad, pero que era increíble lo que un hombre podía hacer con la mente si se lo proponía .

Entonces voy a estar cada vez más concentrado: voy a pen-sar fuerte en que estoy afuera, dijo y fui a la cocina a buscar una manzana . La pelé como me gusta, una tira de cáscara que se des-pliega prolija y sin interrumpirse, cuando llegué al final volví a la sala y la desenrollé para que la viera . La prolijidad era un tema de conversación entre nosotros, algo que él sabía que me importaba .

Puse la fruta sobre un plato enfrente de él, quería saber si se atrevía a tomarla; la miró durante unos segundos con gesto preocupado, me duele la cabeza, dijo, estoy cansado .

A dormir, ordené, y me levanté para apagar el televisor y llevar la manzana a la cocina para guardarla en la heladera .

Lo oí saludar desde su cuarto y enseguida escuché el clic del velador que se apagaba . Me quedé despierto un buen rato más, no me molesta trabajar de noche, es increíble lo que se avanza mientras todos duermen . Estuve en silencio midiendo las venta-

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nas, previendo de qué sitios podría colarse la luz en las próximas noches, haciendo el recuento de las velas, disponiendo platitos y fósforos a mano, juntando en un mismo lugar de acopio las pilas y apuntando las lámparas desperdigadas por el inmueble hacia dentro de los ambientes, lejos de puertas y ventanas .

Después de unos días en los que se lo veía opaco y volvía agotado de los ensayos en el estadio frente a las autoridades, le pasó algo en medio de la noche, en esa duermevela de la que nun-ca terminaba de caerse al sueño: una araña le caminó sobre las piernas y le merodeó las tetillas . Pudo describirme perfectamente y con un hilo de voz la sensación, el arrastrarse leve de unas patas apenas peludas que se le clavaban suaves sobre la piel de los muslos en dirección a la entrepierna . Lo despertó una descarga eléctrica . Abrió los ojos y me miró pálido, la boca entreabierta y seca, la respiración retenida en el diafragma .

Supe que ese sueño había sido una experiencia demasiado puntillosa como para poder calmarlo y hacer que volviera a la cama solo . Accedí a revisar delante de él cada pliegue de cada fra-zada, las sábanas, saqué la funda de la almohada, la di vuelta para que la viese, me asomé debajo de la cama con una linterna que prendí solo por unos segundos, lo invité a mirar para cerciorarse de que no había nada, le tomé la cabeza fuerte con las manos, me acerqué a su cara hasta casi besarle los labios y le dije: ¿ves que no hay nada, ves ahora que no hay nada de nada?

Hice un último esfuerzo y sin hacer ruido corrí la cama para mirar detrás del respaldar, tampoco había nada . Entonces me acor-dé de que las arañas vienen de a dos, en pareja, una primero y un rato después la otra; de eso no dije nada, guardé silencio, no podía saber si las arañas de los sueños también vienen en tándem o llegan de a miles, de a millares .

Por suerte ya no chillaba, hacía un tiempo que no chillaba, me miraba fijo y yo le decía que esa pesadilla no iba a volver, que si no pensaba en eso seguro no se repetía . Él se quedaba mudo, parado con la mirada quieta, yo me daba cuenta de que se quedaba solo, sin nadie a quien recurrir .

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Si para mí eso había sido un mal sueño, para él era la descon-fianza, la soledad, la distancia que nos separaba quizá para siempre .

De la araña no volvió a quejarse pero me abrumaba que no pudiera cerrar los ojos y que el cansancio de los párpados le dibu-jara un gesto grave . Que durmiera solo de a tirones y se despertara en pánico, como si emergiera de un charco profundo con la boca deformada por una inspiración penosa .

Creo que de todo eso lo que más me sorprendió fue que había empezado a preocuparme, que de esa noche en la que nos queda-mos viendo al soviético en la tele apoyara la cabeza en mi hombro, como si se hubiese dormido .

Me da miedo esperar, murmuraba como en trance cuando lo vigilaba en su cuarto, como si rezara para poder dormir, o para que de una vez la araña apareciera muerta en el piso, o para que finalmente mostrara sus patas gigantes y terminara por devorarlo de prisa .

A partir de entonces levantaba la vista solo hasta cierto punto y ya no miraba a los ojos cuando hablaba, al principio no me preocu-pé, también yo hubiera sido un chico apocado en su situación .

Pero me abrumaba verlo así, decidido a respirar lo necesario, con esa voluntad inamovible de quedarse quieto . Me afligía ima-ginar que después de todo no dormía . Me acercaba y le decía que no pasaba nada, que cerrara los ojos, que no había nadie más que yo, que apagara el velador y que no volviera a encenderlo .

Con los días sucesivos nos acostumbramos a vivir con el can-sancio, pero pese a la voluntad, mientras a mí me vencía el sueño y me despertaba sobresaltado con las manos agarrotadas de estar todo el día dale con la máquina, sus párpados permanecían abier-tos aunque él no respondiera .

Esa semana empezaban los ejercicios nocturnos, todas las ca-sas debieron tapiar sus ventanas y apagar las luces . Las multas a los negocios que dejaran sus neones encendidos ascendían al millón y el riesgo de cárcel era una probabilidad muy cierta . Las prime-

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ras veces festejábamos en silencio y él se animaba a desafiarme a encontrar alguna forma en lo oscuro; es increíble lo maleable que puede ser la mirada cuando se la entrena y las luces llevan un rato sin encandilar . Mirar lo negro era un gran juego: nos permitía estar juntos y era un modo de templar su espíritu sin que el te-mor lo venciera . En la tercera noche me propuso salir a la vereda, me sorprendió que se repusiera así, que quisiera salir y me dejara mostrarlo, había algo de reconocimiento a mi tarea en ese gesto .

Le pedí que se abrigara, busqué mi linterna aunque sabía que no podría usarla, la guardé en el bolsillo, lo tomé de la mano y salimos al zaguán con pasos lentos y la mano libre rozando las paredes para guiarnos .

Todo era negrura y ya en la vereda unas voces pasaron muy cerca de nosotros y se alejaron rápidas y torpes como murciélagos, parecían divertidas pero no volvimos a escucharlas . El cielo arriba de los edificios era lo único que tenía algo de luminiscencia, una nube plana y fosforescente, suspendida en lo alto . Por debajo, un incesante pasar de nubarrones oscuros que se recortaban veloces contra ese fondo altísimo .

Caminábamos lento y yo me ocupaba de que nuestros pasos fueran rectos, cuando quisiéramos volver solo tendríamos que dar media vuelta y enfilar directo hacia la puerta de casa . El clima pa-reció cambiar y me di cuenta de que habíamos llegado a la esquina, el aire era más liviano en la intersección de las calles .

Gana el que escucha el primer bombardero chileno acercán-dose, gana el que descubre el momento de la primera suelta de explosivos, cuando se abre la panza del fuselaje y caen las bom-bas, me escuché decir y su mano me apretó y se aflojó nerviosa . Nos quedamos quietos con las caras hacia arriba para aguzar la escucha, había un silencio tal que no era extraño pretender que se podían escuchar las turbinas triturando el aire si los aviones finalmente entraban al cielo de la ciudad . Eran las primeras no-ches de los ejercicios y la población colaboraba, todo era novedad, todo podía ser entretenido, las familias debían permanecer adentro de sus casas con las luces apagadas y las ventanas perfectamente

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cubiertas . No estaba permitido mirar, aunque tal vez por eso, en ese mismo instante, nos estaban observando a través de pequeñas rendijas, por mirillas infrarrojas desde las terrazas, por bocas de tormenta inadvertidas .

Estábamos en silencio pero lejos de ruidos en el cielo lo único que percibíamos era una vibración, quizá la guerra chilena vendría desde abajo, desde la calle, desde el asfalto, como el temblor en el lomo de un animal en los segundos antes a despertar de un largo sueño .

Me pregunté cómo nos veríamos ahí, juntos, parados en la esquina oscura, él tan menudito, yo tratando de parecer seguro .

De pronto su mano me tomó más fuerte, no fue un movi-miento involuntario, como si se anticipara, de pronto toda su mano se tomó más fuerte de la mía: segundos después aparecieron en el cielo tres poderosas luces que barrían las nubes . Esos no eran bombarderos, por lo menos seguro que no eran aviones chilenos . Su mano empezó a tiritar y se puso laxa, oí un chorrito débil y pronto subió el olor a pis, se soltó de mí con un tirón sorprendente y escuché que corría con la respiración enloquecida . Me di vuelta en lo negro de inmediato y grité ¡ALTO! con la potencia ronca de una metralla . Le oí el grito ahogado del descubierto, el jadeo de los inmóviles por el terror, caminé unos pocos pasos en su dirección, a pesar del riesgo me animé a sacar la linterna del bolsillo y a en-cenderla . Temía como a nada que las luces se pusieran por encima de nosotros y no lograba iluminar más que la misma oscuridad, como si todo hubiese estado atravesado de bultos negros .

Volví a mirar al cielo a mis espaldas, me extrañó percibir que el sudor me oxidaba las palmas y que empezaba a oler yo mismo a algo parecido al miedo . Los círculos de luz en el cielo se habían detenido, ahora formaban un triángulo en el que cada tanto los vértices cambiaban su lugar pero quedaban fijos, vibrando .

El haz de mi linterna era poca cosa pero seguía buscándolo con la referencia de su respiración, conseguí dar con su nuca trans-pirada, parecía un cuis que huía de una acequia, el pelo se le divi-día en mechones cortos que drenaban agua . Había corrido en la

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dirección correcta, apagué la linterna y volví la vista otra vez hacia el cielo detrás de mí en la plena oscuridad: las luces habían des-aparecido . Segundos después amanecían por detrás de una nube espesa que las había cubierto perfectamente, seguían quietas pero parecían trepidar dispuestas a emprender una marcha que creí que esta vez podría alcanzarme también a mí .

Apuré el paso para huir, para encontrarlo; en el lugar en que lo había iluminado no estaba, seguí, llegué a la casa y con las manos rozando las paredes recorrí el zaguán hasta poder entrar . La puerta estaba abierta, volví a sacar la linterna para no tropezarme en la sala, tampoco lo encontré ahí, enfilé directo a su cuarto, supuse que estaría aterrado bajo las cobijas .

Entré, la linterna se apagó en mi mano, casi pude escuchar un ruido cuando se me agrandaron las pupilas y después de unos segundos lo vi, irradiado de una luz indefinible, parado como en suspensión en una posición extraña, el cuerpo se le movía lento, como si estuviese acostado y bajo el agua . A su alrededor pasaban flotando cosas que brillaban, el aire parecía a punto de hervir y él seguía girando lento con los ojos cerrados y la mano izquierda con el pulgar a la altura de la boca .

Quería acercarme pero la fascinación me tenía estaqueado, lo miraba girar con ese brillo esmerilado y esos objetos a su alrededor, en suspenso . De pronto su luminiscencia se extinguió y escuché un sonido de metales que chocaban contra el piso, una melodía extraña, suave pero altisonante . La radio de la cocina se encendió de golpe en una sintonía que no terminaba de definirse, fueron dos segundos, hasta que la linterna en mi mano recuperó su fuerza . Pude moverme, me acerqué donde estaba y lo encontré desmayado en el piso, a su alrededor todas las cucharas de la casa, inservibles, dobladas .

Lo llevé a su cama y lo arropé con las frazadas .

En los días subsiguientes se despertaba pero no tenía fuerza para nada, pasó algunas semanas sin ir a la escuelita . Una mañana lo alcé para llevarlo a Saavedra 15 y no pesaba nada, era un hilo,

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estaba tan delgado que apenas llegamos al edificio de sanidad es-colar abrieron los consultorios para extendernos los documentos que certificaban su estado y justificaban sus faltas .

En esos días él se escurría en su cama y yo empecé a cavar debajo de la casa, en todo momento cavaba, llegué casi a descui-darlo de tanto palear bajo los cimientos . Pasé las bolsas con libros enterrados y seguí cavando, a un cierto punto empecé a escuchar, lejanas, pequeñas olas que rompían . Todo lo que se olía era río, un olor nauseabundo que aumentaba . Era el Río de la Plata, muy lejos, no sé a cuántos pies de distancia .

Por encima del río el espacio era inmenso, debajo de la casa el espacio se hacía inmenso y su cama servía para cubrir perfec-tamente la entrada .

Recuerdo que una noche lo alcé, quería abrazarlo, hacerle sa-ber de alguna manera que yo también estaba ahí, con él, que aun así éramos compañía .

Mientras lo tomaba en mis brazos se abrió la panza del avión y él se deslizó por esa fosa con el zumbido inaudible con el que las bombas caen y se ahogan en el fondo del río . Era enloquecedor el ruido de las turbinas triturando el aire .

¿Cuánto pasó?La guerra de Chile se disolvió en los días y casi todas las má-

quinas se fueron apagando . Después de tanto tiempo me pregunto si ahora dormiría . Y

me abruma saber que detrás de la nube fosforescente está la noche, que detrás pasan veloces los satélites y detrás está la luna .

Que todo es un pozo, un pozo en todas direcciones .Y que está Plutón . Detrás está Plutón en órbita .

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Un anoCheCer de InVIerno

alejandra Laurencich

Eran dos chicas que hacía poco habían dejado el colegio de monjas al que iban para entrar a la Escuela Nacional de Bellas Artes . «La Belgrano» quedaba en la otra punta de la ciudad, a una hora y cuarto de colectivo . Todos los días, dormitando contra las ventanillas, recorrían ese trayecto en la línea 53 — que iba desde donde vivían hasta La Boca— para ser fieles a ese deseo artístico que las representaba mucho más que el magisterio de un secun-dario religioso . La parada quedaba a cinco cuadras de la escuela, en una de las esquinas del parque Lezama, con sus estatuas y su niebla, la cercanía del puerto, el clima que habían entrevisto en So-bre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, y que las emocionaba aún, porque ahora parecían ser ellas las protagonistas de una vida inten-sa . Como cualquier adolescente, buscaban mostrar quiénes eran y encontrar el amor . En Bellas Artes hablaban de pintura y discutían sobre lenguaje visual, se manchaban con óleo y con yeso; había olor a trementina y a cigarrillos baratos, compartían opiniones sobre música y cine, sobre futurismo, fauvismo, estructuras y análisis de obra . Habían logrado sacar una revista estudiantil, escrita a mano y con dibujos propios . Se llamaba Bajo Bandera, como se deno-minaba al estado de los jóvenes que hacían el servicio militar . En ella las chicas hablaban de libertad, criticaban cualquier método de imposición, instaban a sacarse el corsé para expresar lo más profundo de las ideas y sentimientos del hombre . El artista debía ser libre, decían, rasgar con sus uñas el tejido que lo amordazaba a convenciones o prejuicios, rechazar el mercado, ser fiel a sí mismo .

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Sus únicos objetivos debían ser la Libertad, la Pasión, el Arte, y lo más importante: el Amor, eso que las atravesaba cotidianamente .

Ese anochecer de invierno del 79, la vida parecía mostrarles su lado más brillante y prometedor: la revista, su único ejemplar, había causado buena impresión entre algunos amigos, incluso un estudiante de otro curso la había pedido para llevársela a su casa y leerla entera, con la promesa de devolverla al día siguiente junto a un ejemplar de su propia publicación, que según les comentó, tenía más contenido político, aunque muchos de sus postulados se les parecían llamativamente . Ellas se fueron caminando orgullosas, en esa plenitud que da saber que el mundo puede estar al alcance de los propios sueños, puede ser mejorado con acciones y hones-tidad . Caminaban con un chico de otro curso que las acompañaba a la parada y después se iba a la suya, donde tomaba el colectivo hacia la provincia . Era gentil y muy bonito . Hacía frío, los tres llevaban bufandas de colores, abrigos tejidos a mano, pantalones de jean, grandes carpetas con bocetos de desnudos o estudios de huesos para la materia de anatomía comparada . Tenían la piel ter-sa, sueños de grandeza, la inocencia de la niñez aún perfilada en los rasgos juveniles . Caminaban juntos, cada uno tratando de des-lumbrar al otro, de decir algo inteligente, de mostrar que no eran ciudadanos del montón, sino personas únicas, con buenas ideas y talento . Justo cuando llegaron a la parada vieron que se acababa de ir el colectivo, estaban cansados de estar horas de pie, pintando o bocetando frente a los caballetes . A unos tres o cuatro metros había un banco de los que solía haber en los parques, sin respaldo, pero ancho y vacío . Cuatro metros, unas veinte baldosas desde ese sitio donde debían haber llegado unos minutos antes, donde ahora deberían esperar el próximo colectivo . Eran las seis y media de la tarde o poco más, el sol casi escondido al fondo del parque, las luces de la calle ya encendidas, los labios partidos por el frío y las mejillas ardientes por la charla y la pasión . De común acuerdo se fueron a sentar al banco, los tres . Dieciséis años tenían ellas, veinte tendría el amigo que las acompañaba, sus madres los esperaban en casa con una comida caliente para saber cómo les había ido

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en la escuela . Había tanto para contar, los proyectos crecían en el aire; reían, celebraban el ímpetu y la creatividad . Pero a los cinco minutos de haberse sentado en el banco vieron acercarse a un pa-trullero . El coche de luz intermitente se detuvo frente a ellos, y sin bajar, los policías que estaban dentro les hicieron señas para que se acercaran al cordón de la vereda . Sintieron el jean húmedo de frío y algo de miedo al levantarse, porque sabían que no era bueno eso de ser llamados por uniformados . Caminaron hasta ellos y entonces uno de los policías se bajó, y obligó al amigo de las chicas a ponerse contra el auto con las piernas abiertas, mientras preguntaban que hacían ahí y les pedían documentos . Los dedos se habían vuelto duros como los de los viejos, eran torpes buscando las cédulas de identidad entre los pinceles y los cigarrillos baratos . Costaba mantener la confianza, no tartamudear al decir que habían salido de la escuela de arte, que esperaban el colectivo para ir a sus casas, donde los esperaban sus padres . La voz salía balbuceante; la piel, a pesar del frío, empezaba a transpirar . Observaban las manos de los policías que se pasaban unos a otros los documentos, sentían la mirada de la gente que transitaba por la vereda y se apartaba rápido como si ellos fueran delincuentes a punto de sacar un arma y disparar . Los policías palpaban al amigo en los genitales, le daban golpes en la cabeza y le preguntaban si sabía que las chicas eran menores de edad . Somos compañeros de estudio, decían los tres . Qué estaban haciendo ahí en el banco, preguntaban ellos . Espe-rábamos el colectivo, contestaban . La parada es acá, les dijo uno, como si no lo supieran, pero los tres asintieron cabizbajos, el amigo incluso con las piernas abiertas y las manos apoyadas en el techo del automóvil policial . No pueden estar ahí, dijeron señalando el banco ahora vacío, y ninguno de ellos preguntó por qué, aunque no entendían el motivo ni lo entenderían nunca . Dónde viven, preguntaron . Les dijeron la dirección de sus casas, tratando de no equivocarse al pronunciar ningún número, de no apresurarse en decir un barrio, de sonar naturales como cuando sus padres les preguntaban qué hicieron hoy . Los policías se miraban entre ellos, seguían revisando los bolsos como si escondieran algo peli-

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groso . A juzgar por sus gestos parecía que de verdad esos dibujos y bocetos lo eran, aunque solo mostraban cuerpos desnudos . Ellas comenzaron a rogar en silencio que no les quedara en los bolsos algún apunte tomado para la revista, algo que fuera a hablar de libertad u oponerse a cualquier método de imposición . Los ojos de los policías inspiraban miedo y no seguridad . Las chicas y el amigo empezaron a dudar sobre ellos mismos, a dudar de los pin-celes y los cigarrillos, a pensar que era una suerte haber entregado el único ejemplar de la revista Bajo Bandera a otro estudiante . Hacía frío, se venía la noche, los colectivos pasaban por la calle, la vereda iba quedando vacía y seguían allí . En un momento por la radio del coche policial se escuchó una voz que pasó coordenadas con urgencia . En pocos minutos los oficiales les devolvieron los documentos mientras uno encendía la sirena . Al amigo le dijeron que se fuera a su parada, que si lo volvían a ver por la zona la iba a pasar mal . Ellas no pudieron despedirlo, ni le sonrieron ni agra-decieron por su gentileza al acompañarlas, no hablaron de arte o proyectos en común . Porque les habían ordenado que esperaran el colectivo ahí, de pie . Los policías y sus armas se subieron al auto y se fueron . Ellas obedecieron . Quietas y en silencio, sintiendo el miedo que corría como nunca por el cuerpo, apagando todo ímpetu, cualquier intención de mostrar los pensamientos que las habían enorgullecido hasta entonces . Casi cuarenta años después el silencio sigue estando cuando se preguntan qué hubiera pasado si ese llamado de radio no hubiera llevado a los policías hacia otra parte, qué si alguno de los tres hubiera olvidado su documento, equivocado un número, tartamudeado de más . Qué si en los bol-sos, en vez de dibujos y apuntes, hubiera estado la revista escrita con tanto entusiasmo y dedicación . Se preguntan también por qué temblaban así, si solo buscaban mostrar quiénes eran, si solo espe-raban el amor . Bajo Bandera no tuvo segundo número, y ellas no quisieron aceptar la publicación que el otro compañero trajo para mostrarles al día siguiente . Que a ambas revistas se las quedara él les pareció mejor .

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CaSaS VIeJaS en CaLLeS eMPedradaS

alejandra zina

A todos lados llevamos masas secas, especialmente si los que nos reciben tienen menos que nosotros . Papá dice: todos merece-mos probar las cosas buenas de la vida . Paramos en la confitería Itatí pero yo no bajo, me quedo a esperarlo en el asiento del acom-pañante mientras miro con envidia la gente en la vereda de enfren-te, hacen cola para entrar a la matinée del cine Atalaya . Cuando vuelve me da la bolsa para que la tenga y que quede claro que la visita soy yo .

Arranca suave, así maneja papá . Alguien contó que cuando era joven corría carreras con los amigos, pero es como si hablaran de otra persona . Son las cuatro de la tarde y el sol de la avenida Córdoba nos calienta los brazos . A la altura de Juan B . Justo pasa-mos por el negocio del abuelo, los dos giramos la cabeza hacia la vidriera y pensamos cosas diferentes . Yo no veo la hora de ir y él no ve la hora de cerrarlo . Muebles de fórmica a precio regalado, un local que se cae a pedazos y los sueldos de tres peones, todo pérdida . Maneja en silencio hasta un lugar de casas viejas, calles empedradas y terrenos baldíos . Estacionamos delante de una de esas casas . Le falta una lavada de cara, dice mirando el frente lleno de agujeros en el revoque .

Siempre es igual . Bajamos los dos, yo cargada con el paquete de masas, ropa limpia y zapatillas haciendo juego . La madre de Grisel sale a la vereda y recibe a papá con un abrazo que la hace colgarse un poco de su cuello . Él pregunta cómo va todo, si se arregla bien, si necesita algo, que para eso está . Ella se ríe, le faltan

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algunos dientes: vos sos muy bueno . Después combinan la hora de pasar a buscarme y se despiden con un abrazo igual que el anterior . Mientras ellos hablan, yo escucho los ladridos del otro lado de la reja .

Papá toca la bocina dos veces, es su último saludo antes de poner el motor en marcha . Entro a la casa despacio, cuidando de no tropezarme con nada . En el patio se amontonan tablones de madera, sillas sin patas o sin asiento, juguetes rotos; todo meado por el ovejero alemán . Es un perro policía y rompe todo, me dijo Grisel cuando lo trajeron de cachorro . Ahora que creció tienen que atarlo a un poste de la galería para que no se vaya encima de las visitas . El ovejero ladra y corre hasta que se acogota con la correa y no le queda más remedio que retroceder .

La madre se hace cargo de las masas secas y nos manda a jugar . Aunque la casa está llena de puertas y ventanas abiertas, los cuartos huelen a pucho con capas de incienso y humedad . Cuan-do entro me lloran los ojos, como si me hubiese golpeado la nariz contra una pared . En la biblioteca del recibidor están las tres fotos en blanco y negro apoyadas contra el lomo de los libros . En una, los dos amigos en malla, reyes de la Patagonia, posan abrazados delante de un lago gris que parece arena . Me cuesta reconocerlo joven, sin bigote, el pecho flaco y las tetillas como dos lunares os-curos . El papá de Grisel es su negativo, igual pero moreno .

En las otras fotos, el barbudo fuma un habano y la mujer de melena rubia sonríe con cara de estar mirando el mar . Cada vez que los veo se me ocurre lo mismo, que son novios y que se mata-ron en un accidente de auto . Ella me hace acordar a Grace Kelly y a la tapa de la revista donde la vi desvanecida contra la ventanilla . ¿No es así? ¿No es que los viejos se mueren de viejos y los jóvenes en accidentes espantosos?

—Vamos al fondo —dice Grisel, y sale corriendo sin espe-rarme .

Para llegar al jardín hay que atravesar la cocina . Ahí también entro despacio, es una casa familiar y extraña a la vez, dos por tres cambian los muebles de lugar y eso me desorienta . Apenas entro

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veo a la mujer sentada a la mesa . No tiene nada para entretenerse, solo su cigarrera, el encendedor y el cenicero . Acaba de aplastar el pucho y ya tiene los dedos adentro del atado . Fuma uno atrás de otro, como si no pudiera parar hasta terminarlo . Tiene el pelo recogido con una hebilla y su cara chupada hace que las órbitas de los ojos se vean más grandes . Es René, tía de Grisel, hermana de su mamá . No vive en la casa pero cada vez que voy ella está . La mayor parte del tiempo, fumando en la mesa de la cocina . Apenas la veo me saluda con su voz ronca y temblorosa, la voz de una mujer de ochenta años aunque tiene la mitad .

— Cuándo vas a dejar de crecer .No entiendo lo que quiso decir, pero lo tomo como un halago

y subo los hombros . — ¿Y tu viejo cómo anda?— Bien . Tuvo que llevar a mi hermana a un cumpleaños .— Ese Eduardo, corre demasiado .La mujer despega los labios como para decir algo más, suspira

y vuelve a pitar el cigarrillo . Los remolinos de humo le tapan la cara como un velo de novia .

— La nena se fue para allá — dice refiriéndose a su sobrina y mira hacia el jardín .

Afuera hace calor y los mosquitos vuelan al ras del suelo . Es un fondo descuidado, con más tierra que pasto . Solo hay dos árbo-les, uno achaparrado y otro más alto, cuya copa pasa la medianera . Grisel mira la ramita que tiene inclinada sobre la tierra por donde sube una fila de hormigas negras . Me acerco sin ganas, en esa casa todo es un esfuerzo .

— ¿Qué hacés?— Un cohete .Hay conteo y hay lanzamiento . La ramita cargada de hormigas

hace un trompo en el aire y cae en un charco de barro . —Vamos al lado .No propone, da órdenes . Se abraza al tronco del árbol más alto

y empieza a trepar con brazos y piernas, rápida y flexible . Cuando llega a cierta altura, se cuelga de una rama gruesa, se arrastra con

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las manos y estira una pierna hasta engancharla en la pared de cemento . Se sienta a caballito de la medianera y salta al otro lado . Me toca a mí . En la trepada, los bordes de la corteza me raspan los muslos y los tobillos . Cuando llego a la rama imito los movi-mientos de Grisel: me arrastro con las manos y estiro una pierna hasta engancharla en la pared de cemento . Me siento a caballito y salto al otro lado . Un calambre me sube desde los pies, pero no me quejo . Lo que hay del otro lado son los cimientos y las vigas de una construcción que parece abandonada, rodeada de yuyos y arbustos que nos llegan a la cintura .

— ¿Y ahora qué hacemos? — pregunto . Mi iniciativa en esa casa es nula .

— Vamos a investigar .Caminamos hasta el fondo del terreno, espantando los mos-

quitos y separando los tallos que nos arañan las manos . Me freno para ver una rata gorda que corre apurada por la medianera y se pierde en la casa vecina . Es la primera vez que veo una de verdad . Grisel se da cuenta que en eso me lleva ventaja .

— Es raro que salgan de día — dice mirando por donde se escapó la rata .

— ¿Por qué?— Porque de noche pueden comer basura sin que las vean .— ¿Te dan miedo?— No . Ellas tienen miedo de nosotros, por eso corren .Yo la sigo mientras calculo cuánto falta para que vengan a

buscarme . Tiene que bajar el sol .Volvemos a parar cuando escuchamos los frenos de un auto

chillando en el asfalto, en realidad es ella la que para de golpe y voltea la cabeza en dirección a la calle . Sus cejas bajan y una arruga le parte el ceño al medio .

— ¿Qué pasa?Me hace callar apretándome el brazo . Aunque estamos quie-

tas, la goma de las zapatillas hace crujir el pasto . Vuelve a apre-tarme el brazo . Es injusto, mis pies no hacen más ruido que los de ella .

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Oímos el portazo del coche, pies apurados en el asfalto, un murmullo de voces, otro portazo . Siento el pellizco ardiente, su mano me está lastimando .

— Shhhh — dice apretando las mandíbulas .El auto vuelve a arrancar . El acelerador se escucha durante va-

rias cuadras hasta que se confunde con el ruido de otros motores, de otros neumáticos, con ese rugido lejano de la ciudad y del mar . Ahí me gustaría estar, en el mar . Pero todavía falta mi cumpleaños, el de mi hermana, navidad y año nuevo .

— ¿Quiénes eran? — pregunto tirando el cuerpo hacia atrás hasta zafarme de su mano .

— Los que te van a llevar — dice ella, y sonríe a medias . Grisel mira el agujero que empecé a cavar con un palo de

escoba que encontré entre los yuyos .— ¿No viene nadie acá?— Ahora no, antes venían los albañiles que hacían la casa .— ¿Y la van a terminar?— No sé .— Podrías enterrar algo en una bolsa y venir a buscarlo cuan-

do seas grande — digo— . Una carta, fotos, una cadenita .— ¿Para qué?— Para saber si están . Para tener un secreto .— Voy a enterrar una rata muerta .— No, algo tuyo .— Bueno, una de mi casa .— ¿Para qué querés los huesos de una rata?Se queda en silencio, yo creo que la estoy convenciendo .— Me hago — dice, y sale disparada hacia la vereda .Volvemos a entrar por la puerta de calle . El ovejero se levanta

de golpe y nos corre hasta que siente la cuerda apretándole el co-gote . Respira agitado, con la boca abierta, la baba chorreando entre los dientes . Yo me apuro para no quedar atrás . No quiero pasar ni un minuto con ese perro .

La casa está en silencio . Me asomo a la cocina y veo el cenicero con un cigarrillo entero enterrado entre las colillas . En la mesada

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quedó el paquete cerrado de masas secas . Me acerco, tiro del hilo y meto los dedos sin desarmar el envoltorio .

Grisel me grita desde el baño . — ¿Podés venir?— Después . — Por favor .— Ahora no puedo .— Te quiero decir algo .Sé que no va a parar hasta que vaya . Camino hasta el recibi-

dor y la veo sentada en el inodoro con la puerta abierta, mueve las piernas con el pantalón y la bombacha en los tobillos . Siempre que voy me obliga a acompañarla mientras caga . Quiere que le dé charla, que la escuche o que simplemente me quede con ella . Por suerte, alguien llama desde la calle .

Grisel estira un pie y se encierra dando un portazo . Detrás de la reja hay un pibe con pantalones negros y una camisa roja abotonada hasta el cuello . Lleva el pelo rapado a los costados, una cresta enrulada y los ojos delineados de negro .

— ¿Está René? — pregunta encajando su cara entre los barrotes .Yo niego con la cabeza .— Me dijo que viniera a esta hora .El ovejero ladra dos o tres veces y se sienta . El pibe tiene las

manos aferradas a los barrotes . La puerta está oxidada y dura de abrir, pero sin llave . Si quisiera, podría pasar . Estoy por contestarle que en realidad estamos solas cuando siento un brazo que me saca del medio . Grisel camina decidida y frena antes de llegar a la reja con los puños en la cintura .

— ¡Hola, enana!— Hola . La tía salió con mamá .— Bueno, no hay drama, me quedo mirando tele .— La tele se rompió .— ¿Escuchaste el TDK que te dejé?— Ahora estoy con una amiga .— ¿Pero escuchaste el tema del piano? Es nuevo, salió en una

zapada .

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El pibe apoya la frente contra uno de los barrotes, cierra los ojos y se pone a cantar con voz de mujer . El ovejero gime como si la canción lo pusiera triste .

— No te enojes, enana .— ¿Quién se enojó?— Yo te quiero un toco .— Ya sé .— Dale, dejame pasar . No seas malita .Grisel niega con la cabeza .— Yo hago la mía .— Te dije que no .El pibe chasquea la lengua y suelta los barrotes .— ¿Le digo a la tía que volvés a la noche?— Sí . No sé . Ahora me voy a la Nave .Nos tira un beso a cada una y cruza la calle sin mirar de dónde

vienen los autos . El ovejero se echa sobre sus cuatro patas, apoya el hocico en el piso y suspira extenuado .

— ¿Y ese quién era?— Mi primo .— No sabía que tenías un primo grande .— Vive con su papá, no viene mucho y cuando viene se pelea

con la tía . Ella dice que no parece su hijo y él se encierra en el baño a tomar pastillas .

— ¿Qué pastillas?— Unas para dormir . La tía dice que se las roba de la cartera .— ¿Y por qué no lo dejaste entrar?— Porque no . Te va a querer dar un chupón . Con todas mis

amigas hace lo mismo .

Nos arrodillamos sobre el asiento y de a poco bajamos la mon-taña de masas, empujando cada tanto con un sorbo frío de leche chocolatada . Hicimos todo lo que podíamos hacer juntas . Si es cierto que la tele está rota, no queda nada más . A Grisel no le gusta jugar a la vendedora, ni a los novios . No le gusta hacer de nadie que

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no sea ella misma . Tampoco le gustan los juegos de mesa . Estar con ella es eso: estar con ella . Movernos juntas de un lado para otro .

El ovejero vuelve a ladrar, pero de alegría . De lejos las dos mujeres se ven iguales salvo por el pelo oxigenado de la mamá de Grisel, un zanahoria pajoso que empieza unos centímetros por debajo de las raíces . Mamá usa una tintura muy natural, dice que es igual a su color . El de René es oscuro y crespo, como el de su hijo . Las dos vienen fumando en la misma posición, un brazo cruzado sobre el pecho y el otro a 90 grados con el pucho entre los dedos .

— Vino Andy — avisa Grisel apenas entran a la cocina .— ¿Cuándo? — pregunta René casi en un grito .— Recién .— Es un tarado, si lo esperaba a las ocho .— Me dijo que vuelve .— No va a venir, lo conozco — René barre la nube de humo

con la mano y se viene a sentar a la mesa .— ¿Y jugaron mucho? — la madre me acaricia la cabeza con

un rasquido suave . Su voz parece una puerta que se abre .— Bastante — miente su hija y sigue lamiendo el corazón de

membrillo de una masita .Las dos mujeres nos miran comer mientras fuman . Me gusta

cómo sostienen el tubito de ceniza sin que se les caiga . A René se le nota la bronca . La madre de Grisel parece contenta, nos mira como si fuésemos el final feliz de una película .

Cuando oigo la bocina me doy cuenta de que me había ol-vidado de él y me molesta sentir el portazo y saber que está en la vereda esperando .

Vamos en comitiva . René, Grisel, su mamá y yo atravesamos el patio mientras el ovejero mueve la cola y da vueltas en redondo con la lengua afuera, en unos minutos lo van a soltar . Papá, con su cara de misión cumplida, sonríe del otro lado de la reja . ¿Por qué no se saca esos anteojos de sol? Las mujeres lo abrazan a la vez y se apoyan en su pecho . Son tan menudas que entran las dos en un mismo abrazo .

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— Le decía a tu hija que tenés que parar — René lo palmea en el pecho, del lado izquierdo .

— Edu querido . Vos sabés cuánto te queremos, ¿no? ¿Lo sabés?Él responde yo también con voz entrecortada . Todos nos mez-

clamos en la despedida, René no se da cuenta pero me besa dos veces .

El viaje de vuelta, como el de ida, lo hacemos en silencio . Nun-ca me pregunta cómo la pasé, y si pregunta es dando por hecho la respuesta, ¿entonces la pasaron bien? En el fondo sabe que quisiera estar en otro lugar y con otra familia, que nada más voy porque él me lleva . Saltamos un poco con el empedrado . Cuándo carajo van a alisar todo esto, se queja . Me gustaría decir que tenemos la misma nariz, la misma piel lechosa y los mismos gustos, pero no es así . Estas calles me encantan y no quiero que nadie las alise .

De pronto me veo el rayón de sangre en el muslo y subo el dobladillo de la pollera para que se note mejor, a ver si se da cuenta y me pregunta y puedo echarle la culpa de algo . Pero él mira hacia delante y empieza a silbar . No sé por dónde estamos yendo hasta que leo el cartel en una esquina: Avenida Álvarez Thomas . Atrás hay nubes rosadas, largas como bifes . Adelante se está poniendo gris .

Ahora, aparte de silbar, golpea el volante con los dedos . Ya adiviné la canción y lo que viene . Cuando cruzamos Olleros se interrumpe y señala un lugar que no se ve, que ya no existe . Ahí estaba la casa donde nació . Veo una calle igual a las demás, un chico me saluda desde la esquina . Yo hago lo mismo: levanto la mano y lo saludo .

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1979

aníbal Jarkowski

Lo que cada uno llama ciudad es una figuración mental com-puesta según afectos, hábitos, preferencias y obligaciones que poco tienen que ver con las representaciones cartográficas, y de la que no tenemos conciencia hasta que no la abandonamos para habitar otra .

Damos el mismo nombre — por ejemplo, Buenos Aires— a lo que en realidad son ciudades distintas, sucesivas y más o menos inestables, del mismo modo que nos acomodamos a hablar de una generación o de una época cuando esos conceptos no tienen co-rrelación con nuestra experiencia del tiempo .

Decir que pertenecemos o pertenecimos a cierta época, como decir que vivimos durante años y años en una ciudad, es resignar-nos a la incomprensión de nuestra propia vida .

En mi caso, entre 1974 y 1978 el Colegio Nacional Mariano Moreno, en Rivadavia al 3500, fue el centro de una ciudad cuyos barrios eran mi casa en Lanús, donde vivía con mi hermano, mi padre y mi madre, que murió en abril de 1976; dos o tres man-zanas de Boedo, Almagro, Floresta y Villa Urquiza, donde vivían mis amigos, que eran, también, compañeros del colegio; el parque Chacabuco, en el que dos veces por semana teníamos clase de edu-cación física; y las calles y avenidas que unían esos lugares .

En 1979 dejé para siempre esa ciudad de mi adolescencia, cuando aprobé el examen de ingreso a la Facultad de Ciencias Económicas y, dos meses después, entré al servicio militar .

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Excepto por cuarenta días de invierno, en los que junto a cien-tos de soldados estuve confinado en uno de los páramos de Campo de Mayo recibiendo instrucción militar, pasé la mayor parte de ese año en el cuartel del regimiento 601 de ingenieros, en Villa Martelli .

La ciudad en la que entonces viví, a diferencia de la anterior, ya no tuvo un centro — es decir, una zona cargada de valores y experiencias que comprometieran con intensidad mi imaginación y mis deseos—, sino que estaba compuesta por partes que eran no solo heterogéneas, sino adversas entre sí; el cuartel, contiguo a otros también inabarcables y hostiles; mi casa en Lanús; y algunos esporádicos suburbios como el edificio de la facultad sobre la ave-nida Córdoba — donde apenas asistí a algunas clases y rendí unos pocos exámenes parciales— ; una discoteca en la esquina de Gaona y Donato Álvarez, frente a la plaza Irlanda, en la que, cuando te-nía franco en el cuartel, me reencontraba con algunos amigos del colegio; y la vereda y el frente nocturnos de una casa de altos en la calle Potosí, muy cerca del Hospital Italiano .

Viví en esa ciudad hasta fines de 1979 .

Durante bastante tiempo, cada vez que mi hijo más chico me pidió que lo llevara a conocer Tecnópolis* le ofrecí alguna razón distinta para no hacerlo . Quedaba a trasmano en relación con nuestro barrio; recorrer el predio, por lo que había escuchado, nos

* Tecnópolis es una megamuestra de ciencia, tecnología, industria y arte organi-zada por la Secretaría General de la Presidencia de la Nación . Se realiza de julio a noviembre de cada año a partir de 2011, en un predio de 50 hectáreas, ahora conocido como Parque del Bicentenario, en el barrio de Villa Martelli, partido de Vicente López . Hasta entonces ese lugar era la sede de las distintas unidades del batallón 601 del ejército argentino, entre ellas el cuartel del regimiento de ingenieros, al que se hace referencia en estas notas .

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llevaría horas y horas; los fines de semana, por lo que se decía, lo visitaba tanto público que se volvía imposible, siquiera, entrar a los distintos pabellones; por lo que había leído, la exposición ya había cerrado por esa temporada y tendríamos que esperar a la siguiente .

Sin embargo, lo que mejor sabía era que Tecnópolis ocupa, desde 2010, los terrenos donde antes estaban afincados una serie de cuarteles militares; entre ellos, el del regimiento de ingenie-ros 601 .

Recién hace algunos meses admití, de manera franca aunque nada más que ante mí mismo, que los sucesivos argumentos que le había ofrecido a mi hijo eran penosas, frágiles excusas para no confiarle la perturbación que me causaba la idea de volver, así fuera solo por una vez, a esa parte de la ciudad en la que viví hace más de treinta años .

Había pasado el mediodía cuando encontramos una mesa y unos bancos vacíos y nos sentamos a almorzar al aire libre .

Hasta ese momento me había dejado llevar a lo largo del cami-no que mi hijo fue prefiriendo según su curiosidad; presté atención a cada cosa que él me señalaba, pero todo el tiempo, a la par, había buscado algo del cuartel — las cuadras donde los soldados dormía-mos, la plaza de armas, los galpones, los tinglados, el comedor, el arsenal, la enfermería, el edificio de la comandancia, el casino de los oficiales, el de los suboficiales, las torres de vigilancia, el campo de entrenamiento— que quedara en pie . Nada más que el cielo abierto y la intensa luz de la mañana de octubre me resultaron familiares .

Comimos a la sombra de unos eucaliptos, conversamos sobre lo que habíamos visto y sobre lo que aún nos quedaba por ver . Cuando despejamos de sobras la mesa, mi hijo abrió un plano sobre la madera y se inclinó para leerlo . Fue recién entonces que, en el hueco de aire que dejó su cabeza al inclinarse, vi más allá un edificio de dos plantas con una rampa exterior de cemento que llevaba de una a otra .

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Habíamos pasado varias veces frente al edificio, pero sin que le prestara atención porque ahí funciona la radio que transmite música e informaciones para orientar a los visitantes; solo de lejos reconocí que ese había sido el edificio de guardia .

Hacíamos veinticuatro horas de guardia cada diez días .A las siete de la mañana soldados de las distintas compañías

del regimiento formábamos un único pelotón y permanecíamos en posición de firmes delante del edificio; a partir de ese momento, quedábamos sustraídos de las rutinas del cuartel y de las órdenes de cualquier otro superior que no fueran el oficial y los suboficiales de guardia .

Tras la orden de descanso, un suboficial elegía seis soldados, los hacía subir a la caja de un camión y se los llevaba fuera del cuartel para cubrir la custodia de un pequeño barrio de chalets idénticos, en los que vivían las familias de algunos de los oficiales .

A los demás nos dividían en tres grupos de quince soldados cada uno . El primero marchaba para relevar a los centinelas que integraban la guardia del día anterior y todavía seguían aposta-dos; el resto de los soldados empezaba ocupándose del orden y la limpieza de las dos plantas del edificio; abajo, un despacho grande donde tenía que presentarse cualquiera que entrara o saliera del cuartel, una pequeña habitación detrás, con un catre y un armario, la cocina, el baño, la sala de comunicaciones y tres calabozos; arri-ba, una habitación cuadrangular, con camas de hierro, montadas de a tres, y el baño de los soldados .

El primer puesto vigilaba la entrada principal al cuartel, sobre la avenida de los Constituyentes, y era el único donde los guardias quedaban a resguardo del frío, el sol o la lluvia . Cuando un grupo llegaba hasta allí, el suboficial a cargo mandaba a los soldados en-trar a la garita más amplia de las dos que franqueaban el portón de entrada, dejar los fusiles encastrados en un armero y alinear-se hombro con hombro . Sucesivamente nos ordenaba bajarnos la bombacha de fajina y el calzoncillo hasta la altura de las rodillas,

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recoger la chaqueta con la mano izquierda y llevarla hasta el pecho y, sobre la palma abierta de la otra mano, sostener el miembro a la vista del suboficial .

Nos miraba de arriba abajo, uno por uno, y con otra orden nos mandaba componer el uniforme, recoger el fusil y salir de la garita .

Dos soldados quedaban apostados en la entrada; los demás continuábamos la ronda cubriendo cada uno de los puestos hasta llegar al último, en los fondos del cuartel, donde colindaban los basurales de tres regimientos contiguos . Allí hacían guardia los soldados que hubieran recibido sanciones graves y los que al mos-trar el miembro hubiesen dado cuenta de identidad judía .

Cada turno de guardia duraba entre dos horas y tres horas y después nos reintegrábamos al edifico; excepto para los que que-daban apostados en el basural, que jamás podían saber después de cuánto tiempo serían relevados .

En cuanto a su prestigio, su poder y su influencia, el arma de ingenieros es la más irrelevante del ejército argentino . Eso fue siempre así y también durante la última dictadura, y seguramente me preservó de ser testigo de atrocidades como las que militares de otras armas cometieron por esos años; de hecho, pasado el tiempo, salió a la luz que en uno de los cuarteles contiguos al del regimiento de ingenieros funcionó un campo clandestino de detención .

Nada más tuve ante los ojos hechos, ruines también, pero que no llegaron a atormentarme . En una ocasión, por ejemplo, un sargento de apellido Cabrera nos ordenó a tres soldados que subiéramos a la caja de un camión y nos ocultáramos debajo de unas bolsas de lona para que no nos registraran al salir del cuartel . Condujo hasta un corralón de materiales y allí nos hizo bajar y apostarnos en la entrada con los fusiles en ristre . Cuando el dueño se acercó, el sargento le dijo que en el cuartel necesitaban levantar algunas aulas para que los soldados analfabetos pudieran hacer la escuela primaria .

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Dos peones del corralón nos ayudaron a colmar la caja del camión con ladrillos y bolsas de cemento; nos fuimos y ya era casi de noche cuando descargamos todo en un terreno donde el sargento tenía pensado construirse una casa .

Las miserias que conocí ese año — la ignorancia, el resenti-miento, la obsecuencia, el antisemitismo, la traición menuda, el alcoholismo— no respondían exactamente a las específicas cir-cunstancias de esos años, sino que en realidad caracterizaban físi-ca, moral e ideológicamente a los suboficiales y a los oficiales del ejército argentino, como se hizo transparente para toda la sociedad durante la Guerra de Malvinas . Puede parecer extraño, pero en mi caso, las evidencias materiales de vivir en la dictadura no las percibí dentro sino fuera del cuartel, y sus principales responsables no fueron militares sino civiles .

La fábrica en la que mi padre trabajaba como matricero es-taba a siete u ocho cuadras de la casa de Lanús . Ocupaba unas diez manzanas y se dedicaba a la producción de acoplados para camiones y bujías para el encendido de motores .

Funcionaba con dos turnos de ocho horas cada uno, pero durante casi veinte años mi padre entró a esa fábrica a las seis de la mañana y salió a las seis de la tarde, de lunes a viernes, y des-pués del mediodía los sábados . Esa constancia de las horas extra fue la que permitió que con su salario pudiera mantenernos a mí, a mi hermano y a mi madre, que se ocupaba de nosotros y de los trabajos de la casa .

A mediados de los años setenta, entre obreros y empleados, en la fábrica trabajaban mil doscientas personas .

En casa no teníamos biblioteca y nuestros únicos libros, du-rante la infancia, eran los manuales de grado y los libros de lectura que mi hermano y yo usábamos en la escuela .

En el corazón de la fábrica, sin embargo, había una biblioteca

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de la que los obreros podían retirar libros en préstamo . Apenas distinguió en mí la inclinación a leer y escribir por gusto propio, mi padre me acercó una novela traída de esa biblioteca; me resulta sencillo desprender que fue un sábado, después del mediodía, por-que aquella vez apuré la lectura para que el lunes mi padre pudiera devolver el libro y traerme otro .

Como se dedicaba a la industria pesada, por razones de se-guridad solo los obreros y empleados podían entrar a la fábrica, de manera que jamás llegué a conocer la biblioteca y tampoco a la mujer que elegía los libros para mí, aunque fue de esos estantes y de las manos de esa bibliotecaria de donde venían las novelas que me convirtieron para siempre en el lector que sigo siendo .

Cuando repaso en la memoria los títulos me doy cuenta de que aquella mujer no consideraba, por ejemplo, la extensión, ni el tema, ni el estilo de lo que elegía cada vez, ni atendía a que las novelas estuviesen o no premeditadas como lecturas para niños o para jóvenes; imagino que, sencillamente, se limitaba a decidir entre lo que tenía a su disposición en los estantes y prefiriendo siempre a los que, en términos amplios, se consideraba escritores importantes . Con esas determinaciones materiales y simbólicas, al terminar la escuela primaria ya había leído autores que después seguí leyendo por mi cuenta .

A partir de 1976 y con la aplicación del plan económico, sostenido por las Fuerzas Armadas pero decidido en todos sus pormenores por amanuenses de grupos políticos, empresarios y financieros, la producción de la fábrica empezó a derrumbarse . La exportación de acoplados a países de América Latina, en particular a Cuba, quedó clausurada; la especulación financiera desplazó al trabajo genuino y la producción agraria a la industrial . De manera gradual, la empresa para la que trabajaba mi padre redujo las horas extra, hasta eliminarlas; siguieron luego las suspensiones rotativas del personal y más tarde comenzó la oferta de acuerdos informales en dinero a los obreros y empleados que presentaran la renuncia .

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Cuando ya llevaba algunos meses en el cuartel traté de aprove-char mi reciente condición de alumno universitario y pedí permiso para ir a la facultad los miércoles a la tarde, cuando las rutinas diarias del cuartel se interrumpían hasta la mañana siguiente .

Asistí a algunas clases aunque, sin tiempo ni lugar para es-tudiar a conciencia, reprobé todos los exámenes parciales a los que me presenté . Para conservar el permiso de salida oculté esos fracasos en el cuartel y los miércoles empecé a tomar los colectivos que me llevaban a mi casa .

Una de esas tardes encontré a mi padre sentado a la mesa de la cocina . Pensé que había dado parte de enfermo en la fábrica, pero cuando le pregunté qué hacía en casa a esa hora me dijo que no me preocupara, que estaba bien, aunque tendría que salir a buscar trabajo .

Algunas semanas después de que me dieran de baja en el ser-vicio militar empecé a trabajar como empleado de escritorio en un taller en Pompeya, donde se confeccionaban prendas de cuero para una empresa norteamericana .

Casi al mismo tiempo, mi padre consiguió trabajo como tor-nero en el turno noche — desde las diez hasta las seis de la mañana siguiente— de una fábrica de chocolates en el barrio de Saavedra .

Durante la semana casi no había ocasión de que mi hermano, mi padre y yo estuviésemos juntos en la casa de Lanús .

Un sábado esperamos a mi padre para desayunar pero no llegó . Al mediodía llamamos a la fábrica y nos dijeron que había sa-lido a las seis, como siempre . Al mediodía fuimos hasta Saavedra; en la garita de entrada de la fábrica nos repitieron lo que alguien nos había dicho por teléfono y nos aconsejaron averiguar en la comisaría del barrio .

Un cabo de la policía nos confirmó que mi padre estaba en uno de los calabozos . Lo habían detenido esa mañana en la parada del colectivo junto a otros tres compañeros de trabajo; todos en estado de ebriedad . Nos dijo que no podíamos hablar con él y que

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no se sabía a qué hora podría llegar a salir . Le pedimos que nada más le avisara que ya estábamos al tanto de las cosas y lo íbamos a esperar en la vereda de enfrente .

Los compañeros de la fábrica fueron saliendo durante la tarde, pero mi padre no apareció hasta las once de la noche .

Cruzó la calle, nos sonrió y nos preguntó si ya habíamos co-mido . Mientras esperábamos el colectivo en la parada quiso saber si las cosas me iban bien en el trabajo . Le dije que sí .

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Una Vez en Un SUeño

Patricia Suárez

Me pego un tiro con una palabraque alguna vez me fue tan transparente

Adrián Abonizio

Cuando entra a la casa el padre está emocionado; su esposa lo emociona siempre que hace estas cosas y él intenta hacérselo comprender a la hija . La llama por su nombre, que es el nombre más lindo del mundo porque se le ocurrió a él y lo festeja de una manera que parece que se le hubiera ocurrido la fórmula química para combatir el cáncer . La nena levanta apenas la vista de un cua-derno donde anota cosas que nadie sabe bien qué clase de cosas sean: tal vez conjuros . Ana Paula, repite más fuerte . Le dice, con un nudo en la garganta, que la madre es un ser muy espiritual: hoy, cuando estuvieron en la Escuela Científica Basilio, por el cuerpo de la madre bajaron los muertos que tenían algo que reclamar y apro-vecharon su cuerpo: almas en pena que tomaron la voz de la madre y aclararon el crimen, la situación en que ellos fueron muertos . La nena lo mira con ojos transparentes; hace dos semanas que ella cocina en esa casa y no tiene una palabra de reproche a ninguno que le salga pronunciar en voz alta . Sencillamente quiere decirle que no está bien que los hijos cocinen a sus padres, ni que ella deba levantar a la madre a las diez de la mañana con un café fuerte para ir al trabajo, que estas cosas son del mundo al revés; aunque la madre esté haciendo una obra de bien con el espiritismo; trayendo la justicia a este país . No está del todo bien, no está para nada bien . Hace poco escuchó en la radio que en Inglaterra los hijos pueden divorciarse de sus padres y se lo mencionó a la madre . La madre

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estaba tiñéndose el pelo de un color sangre seca, en el baño, y la nena se lo escupió; la madre le partió la cara de un cachetazo, bien fuerte, porque, la verdad sea dicha, para la madre era más doloroso educar así a la hija que para la hija la mejilla golpeada .

Oye a la madre pasar por la cocina e ir a hundirse en la cama de matrimonio, deshecha por el agotamiento . Ser médium es una tarea que agota mucho, exprime el alma y uno puede morir en el momento de hacer pasar los muertos por el cuerpo de uno . La madre no muere porque tiene el don, porque lo heredó de la tía Máxima, la tía que vive en San Lorenzo y a quien usa Carlos Gardel para venir a la tierra y manifestarse . El padre, ante los pasos de su esposa, susurra conmovido: «Bajaron los Shocklender al cuerpo de tu mamá» . La nena asiente; no tiene la menor idea de quiénes son los Shocklender ni por qué elegirían hacerse oír por su madre, a quien ella hace dos semanas que le pide que por favor vaya a la escuela a la reunión de padres y la madre ni se mosquea . Una vaca le prestaría más atención; eso es lo que piensa para sus adentros . Pobres los Shocklender si esperan que la madre haga algo por ellos . «Sé buena con tu mamá, Ana Paula, no la hagas renegar que está muy cansada» . Ana Paula se encoge de hombros y recita para sus adentros parte del salmo El Señor es mi Luz y mi Salvación porque Dios no ve con buenos ojos el espiritismo y la brujería y ella piensa así porque son ellos mismos, los espiritistas de sus padres los que la mandan a una escuela católica, donde la Virgen María, que parió virgen, está sostenida en el aire en el frontispicio de la institución escolar y cincuenta monjas obsecuentes se persignan cuando ven la imagen . «Los mataron los militares a los Shocklender», aclara la madre con un hilo de voz y de pronto a Ana Paula le parece que su madre es una mujer muy vieja que ya está en edad de morirse pero se niega a irse de este mundo, «no fueron los hijos como di-cen por ahí, sino los militares . Ay, Dios mío, qué exhausta estoy, la pobre señora Shocklender se negaba a irse de mi cuerpo: estaba muy angustiada» . Ana Paula suspira; el agotamiento de la madre quiere decir que ella debe hacer las cosas de la casa por hoy y ma-ñana; para eso es una niña, ¿no? Las hijas vienen al mundo para

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ayudar a la madre, suele decir la perversa de la madre espiritista que condesciende con los seres del Más Allá y no con ella que está reprobando inglés porque no entiende un pito de lo que le habla Miss Nancy en la escuela . «Los Shocklender», le narra el padre quedamente, «era un matrimonio muy poderoso, con negocios muy sucios, que hacían cosas asquerosas con los hijos y por eso se supone, la policía supone, que los hijos se vengaron, pero no, no fueron los hijos . Tu madre acaba de saber la verdad; la señora Shocklender estuvo más de cuarenta y cinco minutos en el cuerpo de tu madre, que lloraba a lágrima viva y se daba la cabeza contra la mesa . Los espectadores estábamos muy preocupados; no sería la primera vez que un médium muere de un infarto al corazón en un trance . Yo estaba muy preocupado, pero no me dejaban sacar a Myriam, a tu madre, del trance . Porque despertarlos en ese mo-mento puede ser fatal . Tu madre reveló que fueron los militares, ¿verdad, Myriam? Ahora presentaremos un recurso a la Justicia para que se haga cargo de esta revelación, la declaración de la se-ñora Shocklender a través de la boca de tu madre» . La madre dice que sí y se seca las lágrimas con el reborde del vestido; suena llena de mocos cuando habla: «Bestias, bestias», murmura .

Ana Paula les había preparado unos sándwiches para que ce-nen los tres, jamón, queso, lechuga, huevo duro, tomate, aceituna verde sin el carozo y partida al medio, mucha mayonesa, mucha salsa golf; le gusta el modo de preparar sándwiches de Wellington Wimpy, Wimpy, el amigo de Popeye, que hace unos sándwiches tan altos que en los Estados Unidos abrieron cadenas de sandwicherías que llevan su nombre . Preparó más sándwiches de la cuenta y bajó los sobrantes a la casa de Luisito y Victoria, que también estaban solos . Obviamente no lo contó a su madre ni a su padre pero estuvo hasta las diez de la noche en la casa de Luisito y Victoria leyendo historietas, en el piso de abajo . Tiene prohibido ir a la casa de Lui-sito y Victoria; la nena supone que la prohibición se debe a que Luisito le enseña a decir malas palabras, pero no está segura . Tal vez sea por algo que la madre intuye en la familia de Luisito, en el padre de Luisito que es divorciado y eso no puede ser sino dañino

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para un niño, o tal vez el aura de Luisito tenga los peores colores que pueda imaginarse para una persona . El naranja es el peor co-lor para un aura . Ana Paula tiene una lista de prohibiciones que excede un rollo de máquina registradora; no puede juntarse con Indiana, la hija del churrero, no puede mirar a los chicos porque se te echan encima en un respiro con malas intenciones; no puede ir a natación; no puede contradecir a las monjas franciscanas de la escuela, debe hacerles caso en todo aunque no en todo, porque ellos son judíos y no quieren que se sepa, así que a las monjas hay que tomárselas un poco en solfa; tampoco puede salir después de las siete porque los militares salen a perseguir a los guerrilleros y uno puede recibir un tiro por error . Están encima del taller me-cánico a la hora que ella está en la escuela y ella lo lamenta por la pajarera donde el mecánico criaba tordos y jilgueros . Había pája-ros más grandes también, uno parecía un tero y el otro un chajá; sin embargo eso no es posible porque el tero y el chajá no viven en cautiverio; se apestan y se mueren . El tero, si uno lo tuviera en cautiverio, da unos gritos de alerta que le saltan los tímpanos a la gente . Cuando hay susto y sobresalto por los gritos o algún dispa-ro, los jilgueros no cantan y un día, al final, todos los cardenales amanecieron muertos . Pobrecitos los pajaritos, qué culpa tienen de lo que hacen los atroces de esos hombres . El padre guarda en el taller el Renolcito y los sábados, antes, solía mirar la pelea con el mecánico . Ahora deja el auto estacionado en la calle . Después que los soldados hicieron cuartel en la terraza, una noche quemaron el Supercoop; fueron ellos los que quemaron el Supercoop; todos lo vieron hacerlo, pero de pronto no habían sido ellos, sino que habían sido los guerrilleros . Sin lugar a dudas, los guerrilleros o son mágicos e invaden el cuerpo de los militares para delinquir o tal vez los dominan con la mente, les ordenan que hagan esto o lo otro, como quemar el Supercoop . Esto de los guerrilleros es un verdadero problema, como fue con la señorita Patricia, la de actividades prácticas, que les permitía leer los libros de aventuras, de Nancy Drew y de los Hardy Boys en vez de hundir la mente en esas horribles bufandas que tenían que tejer; bufandas como

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para ahorcarse . Por suerte, Ana Paula tenía una buena abuela que las tejía por ella . Llevaba bufandas por todas las nenas de la clase que preferían leer y santo remedio: hasta que la señorita Patricia no apareció más por la escuela . Desapareció la señorita Patricia, la guerrillera, decían . Las monjas habían protegido a la señorita Patricia dándole ese trabajo de maestra para que no desapareciera, pero ella tenía el destino de desaparecer, porque era cien veces, mil veces, cien mil veces preferible al postre de vainillas y almíbar que tendrían que aprender a hacer antes de fin de año . Esto último Ana Paula y las otras nenas lo pensaban de la señorita Patricia . Ana Paula sospechaba que la señorita Patricia se había hecho una fina columna de aire y de pronto, por el poder de su mente, ha-bía aparecido en otro lugar del mundo más dichoso, donde nadie tenía frío en el cuello y donde ninguno tenía ganas de ahorcarse . Teletransportación se llama ese fenómeno: la señorita Patricia se había teletransportado a un lugar mejor . ¿Qué harán sin la señorita Patricia, pensaron las niñas? Hicieron mueblecitos para las muñe-cas con broches de la ropa; se desarman, se les quita la bisagra de metal, y después se los pega con engrudo o con cola de carpintero en forma de sillitas o camitas para las muñecas pequeñas y se les pasa barniz . Esta actividad la mar de estúpida tiene un nombre y su nombre es bricolaje . Indefectiblemente, porque están malditos por la señorita Patricia, los mueblecitos para las muñecas siempre se despegan .

Indiana, la hija del churrero, tampoco puede visitar a Ana Paula porque su madre le dijo que en esa manzana ronda el sátiro de la tortafrita, que es un sátiro que ataca especialmente a las niñas de 11 años que están distraídas . Un día, tienen planeado las dos, se irán lo más lejos en el mundo: desaparecerán como la señorita Patricia . Ana Paula e Indiana sospechan que el lugar ideal para desaparecer del ojo avizor de la familia debe ser una gran ciudad, con mucha, tantísima gente, donde impere el anonimato y nadie pueda recordar haberte visto alguna vez; de esa manera uno estaría siendo nuevo todos los días a los ojos de los paseantes . La madre de la churrera acaba de tener un hijo, de darle un hermanito a India-

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na, que es hijo de otro hombre, lejano, forastero, y no del padre . La madre de la churrera se lo explicó así a las hijas y al padre: ella de pronto se enamoró de otro hombre que no era el padre, le vino un arrebato y después le vino este hijo rubio y de ojos celestes que no es del padre moreno de todos ellos, de Indiana y los tres hermanos, sino que es del rubísimo enamorado .

Hay que leer mucho sobre los poderes de la mente y entre-narse para poder salir del cuerpo de uno apenas sostenido con el hilo de plata e ir a buscar en qué geografía le gustaría a una vivir . Eso hay que estudiarlo con extremo cuidado porque uno puede ir a parar a donde no quiere; por ejemplo, hay un lugar en Libia que llega a tener 70°C y 57°C a la sombra; y hay otro a mil kilómetros de Moscú donde hace 60°C bajo cero: todos estos datos los supo leyendo el Lo sé todo, la enciclopedia de su desilusión . En la casa tenían siete tomos y ella los leyó con fruición todo un verano, todo sobre los sacrificios humanos de los aztecas, los siete trabajos de Hércules o Heracles, según lo pronuncien los griegos o los roma-nos, todo sobre Newton y su manzana, Mozart y el piano, sobre las guerras púnicas . Iba por el tomo cinco cuando descubrió que el saber total de la humanidad no estaba solo en esos siete tomos sino que había catorce malditos tomos más, en la biblioteca de la escuela, y que para colmo de males, las monjas egoístas no le per-mitían llevárselos a casa para leerlos . Iba en los recreos a leerlos, pero la bibliotecaria, la novicia Ida, flaca y enjuta, estrábica para más males, pasaba vigilante a cada momento para dar el visto bue-no o el malo a lo que ella leía . ¿Chibchas? No, a la novicia Ida los chibchas no le parecían buena lectura para una niña, en especial esa parte que detalla cómo se hacía el potaje para que a las adoles-centes chibchas les bajara la menstruación y entonces, a los doce o trece años, la casaban con un guerrero chibcha . (Si hacía cuentas, Ana Paula ya estaba en edad de casarse con un guerrero chibcha, nada más tenía que bajarle la regla y se largaba con él .) Le quitaba el libro de las manos y le ponía otro . Shunko, que sí era, a criterio de la novicia, la lectura propicia para una niña católica . ¿Por qué no desaparecía la novicia Ida? ¿Por qué Dios era tan injusto que

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desaparecía a las personas que se llevaban bien con Ana Paula? Estaba escrito: nunca podría saberlo todo, qué destino más infame le había tocado por ilusionarse con esos siete libros del Lo sé todo de la casa . ¿Por qué su madre no acababa de comprar las colec-ciones completas de enciclopedias? Ahora estaba metida pagando la compra de treinta libros del Reader’s Digest, grises y ubicados bien en lo alto de la biblioteca . Ella tenía prohibido tocarlos porque debían lucir grises impecables para hacer juego con los sillones grises del living . A lo mejor los de la Escuela Científica Basilio eran unos detallistas con eso del composé de los colores y los muebles y cuando vinieran a la casa querían que todo estuviera en la armo-nía necesaria . Ni más ni menos, Ana Paula lo sabía: era la madre quien destrozaba los libros, tachaba párrafos enteros con esmalte rojo de las uñas, los pobres libros eran objeto de una censura para niños que hacía a los libros poco más que incomprensibles . El mé-dico en casa; tres tomos de diccionario, El libro de los animales salvajes, El Quijote y La Ilíada y La Odisea en versiones infantiles, ilustradas . Había un libro escondido entre la vajilla en la casa de la abuela, la madre de su madre, Tu bebé y tú, donde aparecía el asunto de la fecundación, el embrión, el feto y el parto . Lo del par-to puede quitarle el sueño a más de uno; una cosa espantosa que le sucede a la mujer en la mitad del vientre . Ella leyó todo, pero todo de todo, el diccionario incluido y al final había inclinado su corazón por Héctor . Sí, Héctor . Porque Aquiles podría ser muy galán y semidiós, pero Héctor era como ella quería que fuera un hombre, una persona, ella misma: podía luchar hasta el final por aquello en lo que creía . El lugar adonde desaparecería de la vista de su madre, cuando Ana Paula fuera mayor, sería una biblioteca, viviría rodeada de libros, haría murallas de libros que esa mujer que le dio el ser no pudiera trepar, por muy largas que se dejara las uñas . Ana Paula viviría dentro de esa muralla como una artillera, y solo bajaría el puente levadizo para que entrara su amor, de vez en cuando, el príncipe que ella había soñado y le cantaría a él y bailaría con él, como la Bella Durmiente en la película que la llevó a ver la abuela: «Y mi ensoñación se hará realidad/ y te adoraré como

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aconteció en mi sueño ideal» y él, el Príncipe Azul al oír la voz de Ana Paula aparecería de la nada, como en la película aparece en el bosque y ella se asusta . Por eso el Príncipe Azul le dice en la película: «Usted perdone, yo no he querido asustarla . ¿Cree usted que soy un extraño? Pero ¿no te acuerdas? Ya nos habíamos cono-cido antes, por supuesto . Tú misma lo has dicho . ¡Una vez en un sueño!», y entonces él le canta: «Eres tú el dulce ideal que yo soñé/ eres tú, tus ojos me vieron con ternuras de amor/ al mirarme así, el fuego encendió mi corazón/ y mi ensoñación se hará realidad y te adoraré como aconteció en mi sueño ideal» .

Entonces, ya no desaparecían, ninguno de los dos .Porque los personajes de los cuentos nunca desaparecen .Aunque su Príncipe azul tal vez desaparezca alguna vez .Había historias de gente que se separaba .Pero separarse no es desaparecer .Uno, al fin y al cabo, puede elegir querer para siempre .

La madre la llama para preguntarle si había té en la cocina . Está muy mal, comenta, tiene una angustia devoradora: habría que avisar a la policía para que busque por las pistas indicadas por la señora Shocklender durante la sesión . Ana Paula necesita ayuda para la prueba de matemática con las fracciones y la división de fracciones que es algo imposible de entender; tiene una Recupe-ratoria en dos días y nadie sabe decirle cómo carajo funciona la división de fracciones: era un asunto demoniaco . Ninguno de sus padres había demostrado en días anteriores y menos hoy el menor interés en ayudarla . Hacía menos de dos semanas que acababa de sacarse el primer regular de su vida y el día que le devolvieron la prueba lloró a moco tendido . ¡Una mala nota! ¡Nunca había tenido una mala nota!; y lloraba por ella, claro que por ella, porque a su madre y a su padre les importaba dos pepinos si sus notas eran buenas o malas, porque era gente muy libertaria para el asunto de las notas, pero para ella sí, las notas eran fundamentales, porque tener buenas notas la ponía en mejor posición frente a los directi-

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vos de la escuela, a las ignaras de las monjas, y el día de mañana, si estaba bien aspectada, si recibía una beca, por ejemplo, podría mandarse a mudar sin decir siquiera adiós de esa casa y vivir en cualquier parte, aun en El Azizia con sus 57 grados arriba u Oym-yakón con sus 60 abajo .

Observa a su madre que en ese instante tapa su boca contra la almohada para ahogar su llanto de desesperación . De la única que Ana Paula tenía conciencia que hubiera llorado igual alguna vez era la Madrastra de Blancanieves y bien merecido que lo tenía .

«¿Te traigo agua, mamá?», pregunta, fría .«Ana Paula, ¿vos creés que los hijos pueden matar a sus pa-

dres? ¿Podrá ser algo así o me están engañando los espíritus? Mirá si vamos a denunciar el crimen a la comisaría y nos detienen por hablar mal de los militares . A la gente que los militares detienen le pasan cosas tremendas, dicen . Por eso debemos cuidarnos, Ana Paula . ¿Puede un hijo odiar tanto a su madre o a su padre como para convertirse en criminal?«

«…»«¿Puede…?»«…»«No me contestás . Nena .»«…»«¿Qué pensás, que estás tan silenciosa?»El padre llega de la cocina chorreando mayonesa de los sánd-

wiches . El padre está lleno de motivos de felicidad con la familia espiritual que tiene, extrasensorial; está emocionado; su esposa lo emociona siempre que hace estas cosas en la Escuela Científica Basilio y él intenta hacérselo comprender a la hija . La llama por su nombre, que es el nombre más lindo del mundo porque se le ocurrió a él y lo festeja de una manera que parece que se le hubiera ocurrido la fórmula química para combatir el cáncer .

«Ana Paula», murmura, «al cuerpo de tu mamá bajaron los Shocklender . La esposa de los Shocklender que murió asesina-da en circunstancias inciertas y que todos creen que fueron los pobrecitos de los hijos . Pero no fueron los hijos, no . Fueron los

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militares que matan todo lo verde que crece, hasta los pajaritos, los cardenales del taller mecánico . Sí, fueron ellos . Mataron a los cardenales a hondazos por practicar puntería y al estúpido del tero que chillaba alejando a quienes querían pisarle el nido . Pero el tero del taller de don Lucrecio chillaba porque estaba loco, no tenía ni huevos, ni pichones en los nidos a los que defender . No tenía ni siquiera a la compañera: se la habían matado los militares porque hacía mucha bulla y alertaba a los terroristas . Don Lucrecio hasta está seguro de que la clavaron en un palito y se la comieron asada: para mí que exagera .»

Ana Paula miró el reloj y dio las doce pasadas .En el mundo de los cuentos, Cenicienta olvidaba su zapatito .«Voy a tener un cero en la prueba de matemáticas», piensa

Parte III

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federico Jeanmaire

El delantal no está tan blanco . Lo sé . No está impecable . La cul-pa la tuvo el empujón que me dio Mariano durante el recreo largo . Pero por suerte mamá no lo vio . Menos mal . Ayer me lo saqué me-dia cuadra antes de entrar a casa . Le di un beso más largo que otras veces, la abracé, y le mentí que había tenido calor, que no se enojara, que ya mismo iba corriendo a colgarlo bien colgado del respaldo de la silla del cuarto, que no se había arrugado, que se lo juraba .

Y me creyó .Creo .No estoy seguro porque no estoy seguro de nada y porque a

veces pasa que parece que me cree y después me doy cuenta de que no me creyó . Pero sí . Esta vez, parece que sí . Ahí estaba el delantal, esta mañana, esperándome sobre el respaldo de la silla . Igualito a como yo lo había dejado . Por suerte, también, mamá estaba más dormida que de costumbre mientras desayunábamos . Redormida . Y ni me miró . Estaba tan dormida que no le entendí casi nada de lo que me dijo . Que no sabía si iba a tener clases, que había habido un golpe, muy tarde, como a las tres, que no me quedara paveando por ahí, que si no había clases volviera rápido a casa .

Un golpe .No sé .Capaz que se cayó . O fue papá . O se cayó la señora directora

o una de las maestras . Si se cayó alguna de las maestras, ojalá que haya sido la de matemáticas . Odio a la vieja estúpida de matemá-ticas . Pero no sé . No entendí . La verdad es que no entendí una

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sola palabra de lo que quiso decirme mientras desayunábamos . Y tampoco se me ocurrió pedirle que me explicara mejor . Si le preguntaba algo, en una de esas, para contestarme me miraba con más atención y entonces se daba cuenta de que el delantal estaba sucio y me retaba .

La puerta de la escuela estaba cerrada y, en los alrededores, los chicos amontonados .

Hablaban todos al mismo tiempo .Uno decía una cosa y otro le tapaba la boca con otra . A los

gritos . Por eso no me acerqué . Parece que había un cartel pegado en la puerta que avisaba que no había clases . Eso lo entendí . Pero muy poco más . Un golpe, repetían . Otra vez . Daba la impresión de que esa mañana alguien se había golpeado y el mundo entero estaba tan dormido que no podían explicarlo .

¿O sería yo?Empecé a dudar .Siempre termino dudando de mí mismo cuando pasa cual-

quier cosa . Aunque no tenga nada que ver conmigo . Dudé justo hasta que Mariano se me acercó por detrás y me dijo que no había clases, que el día estaba relindo, que estaba bueno para ir con los otros chicos a jugar a las escondidas al parque Sarmiento, que éra-mos libres, que había que aprovechar . Le contesté que sí, claro . Y él, enseguida, se encargó de convencer a los demás .

Fuimos .Unos cuantos . Como diez .Caminamos las cuatro cuadras que nos separaban del parque

sin que nos viera nadie . Ni siquiera perros había en la calle . Era miércoles pero parecía un domingo: los únicos que estábamos des-piertos en el pueblo, a esa hora, éramos nosotros . Solos y libres . Un gran día . Por supuesto, apenas llegamos no pudimos ponernos de acuerdo acerca de quién contaba . Ni siquiera pudimos ponernos de acuerdo acerca de cómo elegir al que tendría que contar . Es aburrido, contar . Es más divertido esconderse . Por eso . De todos modos, cansado de discutir, Gonzalo ya estaba a punto de largarse a llorar, Mariano dijo que éramos todos unos tarados, que él mis-

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mo lo haría, que fuéramos a escondernos, que iba a contar solo hasta cien .

Y empezó a contar .Me metí detrás de la imagen de la Virgen de Luján que está

encerrada como en un ranchito en medio del parque . El primer lugar que encontré . El lugar que me quedaba más cerca . Tenía mie-do de que Mariano hiciera trampa y saliera antes de llegar a contar hasta cien . Pero no . No hizo trampa . Y a medida que escuchaba pasar los números me arrepentía cada vez más de haber elegido ese lugar tan fácil . Mariano me descubriría enseguida .

Y fue así, nomás .Gritó salgo y en menos de tres segundos ya me había encon-

trado .Tampoco le pude ganar en la corrida hasta la casa, nadie le

gana una carrera a Mariano . Mucho menos yo . La próxima me iba a tocar contar a mí . Por salame . Resultaba casi imposible imagi-nar que alguien librara para todos, repito que nadie le gana una carrera a Mariano . Después fueron cayendo de a uno o incluso de a dos, Pedro y Manuel se habían trepado al mismo árbol . Al rato, solo faltaba Gonzalo . Mariano lo buscaba y lo buscaba . Pero nada . Y pasaba el tiempo . Tanto, que cuando Mariano se alejaba, nos preguntábamos entre los que habíamos quedado cerca de la casa si alguien lo había visto esconderse . Y no . Nadie lo había visto . Había desaparecido .

Entonces Mariano se sentó . Dejó de buscar . Dijo que estaba aburrido, que no le encontraba la gracia a lo que estaba haciendo Gonzalo, que estuviese adonde estuviese, ya había tenido suficien-tes oportunidades para ganarle de mano cuando él se había alejado, que se iba a su casa, que eso es lo que seguramente había hecho Gonzalo sin avisarnos, que nosotros hiciéramos lo que quisiéra-mos, que él no jugaba más .

Y no jugamos más .

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CrónICa detaLLada deL 24 de Marzo de 1976

Martín Kohan

El día empezó muy temprano (empezó, habrá empezado) . Madrugamos (habremos madrugado), entre rezongos y parsimo-nias, con el otoño recién empezado, con el desayuno ya esperando . Nos vestimos (nos habremos vestido) con el uniforme del colegio, mi hermana y yo (de ahí el plural que empleo: mi hermana estaba ahí) . La corbata me habrá molestado, el pantalón de franela tam-bién (porque siempre molestaban) .

A mi mamá le tocaba la arenga para que no se nos hiciera tarde, de modo que seguramente arengó: que tomáramos la leche, que tragáramos el pan . De fondo habrá sonado la ducha: una de esas largas duchas matutinas que mi papá destinaba, según creo, a cavilar amargamente sobre la desventura de la venta de muebles, que es a lo que se dedicaba .

El micro escolar pasaba a las ocho menos cuarto; ocho menos cuarto, seguramente, pasó . El hombre que lo manejaba tenía un apellido inolvidable: Zurzolo . Usaba boina y también bigote; si al doblar con el largo micro en una esquina apretada tocaba algún coche estacionado, meneaba la cabeza con aire de resignación, y con esa sabiduría (la de que no todo se puede en la vida) seguía adelante sin más .

Los días en el colegio transcurrían, y entonces puedo infe-rir que este transcurrió, divididos en dos mitades casi iguales: a la mañana, el castellano, la Argentina, los cuadernos forrados de azul; a la tarde, los cuadernos forrados de verde, el hebreo, Israel .

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La partición del día la operaban el almuerzo en el comedor escolar y el recreo al que se llamaba largo (denominación feliz que, no obstante, nos hacía sentir que todos los otros recreos, por compa-ración, eran cortos) .

Volvimos a casa (habremos vuelto) a eso de las cinco de la tarde, y nos recibió (nos habrá recibido) Norma, la chica que nos cuidaba (ella fue la que me hizo hincha de Boca . Ese año estuvimos contentos, porque Boca ganó los dos campeonatos de la tempo-rada: el Metropolitano, contra Unión de Santa Fe, en cancha de River; el Nacional, contra River, en cancha de Racing) .

Hicimos los deberes en la mesa del comedor; a las seis mi mamá volvió del trabajo, después de un viaje en colectivo de una hora y media de duración; a eso de las ocho llegó mi papá, ape-sadumbrado, desde la mueblería (habremos hecho, habrá vuelto, habrá llegado: son todas cosas que deduzco) . Nos mandaron a bañar, primero a mi hermana y después a mí, ya que es lo que solían; después de las nueve, cenamos, porque es lo que solíamos .

Delante nuestro, la tele . Puede que Kojak o puede que Starsky y Hutch: alguna del bien contra el mal .

No más tarde de las diez y media de la noche, supongo, nos fuimos a dormir .

Así pasó, habrá pasado el día . Conjugo de esta manera porque la verdad es que no me acuerdo . No me acuerdo de cómo fue, para nada . No por ser demasiado chico, porque de días anteriores sí me acuerdo, y muy bien (del día de la muerte de Troilo, por ejemplo, o del día de la muerte de Perón); pero este ha quedado en blanco, perdido o entreverado, en mi frondosa memoria de infancia .

Se diluyó, por lo que veo, en el fluir de los otros días . Colijo, por lo tanto, que ya estaba funcionando a pleno, en mi casa, en mi familia, en mi entorno, en mí, esa máquina tan poderosa, tan aceitada, tan decisiva: la de hacer que la vida y sus rutinas siguieran siempre adelante, como si tal cosa, como si nada .

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CronoLoGÍa InVertIda deL 24 de Marzo de 1976 (GoLPe a GoLPe)

Laura Lenci

Las fechas redondas producen una tentación, un engaño y un riesgo . La tentación de rememorar acontecimientos, el enga-ño de confundir el acontecimiento con los procesos históricos, el riesgo de la hipertrofia y la saturación — el riesgo, como dice Pilar Calveiro, de que de tanto repetir una misma verdad, terminemos alentando el olvido en vez del recuerdo .

Es por eso que me propongo construir una cronología, un minuto a minuto del golpe de marzo de 1976, para desarmarla . Quiero diluir ese día en los días previos, en los meses previos, en los años previos . Quiero atomizar la imagen (históricamente falsa) de que fuimos sorprendidos por un rayo en medio de un cielo azul . Reemplazar el golpe por los golpes .

Repasando los diarios, la tentación es decir que el golpe no fue el 24 de marzo sino el 23, o que fue el 24 de diciembre de 1975, cuando fue anunciado (o, para ciertos sectores, prometido) .

Pero en espacios más pequeños el golpe fue antes aún . En mi espacio, en la Universidad Nacional de La Plata, el golpe fue el 8 de octubre de 1974, cuando grupos parapoliciales secuestraron y asesinaron a Rodolfo Achem y a Carlos Miguel, funcionarios de la UNLP y militantes del peronismo revolucionario . Ese día se cerró la universidad y no se volvió a abrir hasta marzo de 1975: el golpe ya estaba dado y la universidad era otra . Y elijo mencionar mi golpe solo como un ejemplo, porque si presto atención a otros espacios — territoriales, institucionales o subjetivos— las cronolo-gías se destartalan y las fechas redondas se agrietan .

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Entonces desafío mi formación, mi vicio histórico — la treta de hacer creer que podemos ver la película del pasado desde el principio— , y doy vuelta el tiempo como una media . Quiero mi-rar esos días al revés, quiero ver al acontecimiento como punto de llegada y no como punto de partida para poder rastrearlo .

«Unos hombres que son mantenidos bajo la presión del miedo son preparados para aceptarlo todo», dijo Giorgio Agamben . Así las cosas, los golpes nos fueron acostumbrando al golpe, y cuando finalmente ocurrió estábamos resignados, estábamos derrotados .

24 de marzo de 1976

10:50Asumen los comandantes .Ya estaba. Había sucedido. La orden había sido cumplida. El

golpe había triunfado. Esta vez sin resistencia callejera en un país donde tantas veces la política se definió (y se define) en las calles. No hubo oposición explícita, ni tropas leales y rebeldes, diría que no hubo sorpresas. Poquito antes de las once de la mañana asu-mieron los tres comandantes. Todavía no se había decidido quién sería el que cumpliera las funciones de presidente, pero la tradición decía que iba a ser Videla, porque el ejército siempre fue el ejército, aunque en este golpe, como en el del 55, la armada tuvo una im-portancia mayúscula, y Massera tenía grandes ambiciones. Iban a faltar unos años para que se diera la discusión del «cuarto hombre», es decir que el comandante del ejército y el presidente no fueran la misma persona.

10:00El comunicado número 22 suprime los espectáculos públicos,

tanto culturales como deportivos . A eso se debe sumar el feriado escolar, bancario y cambiario .

Todo suprimido, menos el partido de fútbol contra Polonia. El operativo mundial ’78 ya estaba en marcha. ¿Es que si suprimían el

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fútbol tal vez hubiera habido protestas, esas que no se produjeron por el derrocamiento del gobierno? «Veinticinco millones de argentinos/ jugaremos el Mundial.»

6:00Los partes número 15 y 16 comunican que «quien causare

lesiones graves o muerte del personal militar y de las fuerzas de seguridad será recluido por tiempo indeterminado o penado con la muerte» . También comunican que «se han creado en todo el territorio del país los Consejos de Guerra Especiales estables que determina el artículo 483 del Código de Justicia Militar, los que aplicarán el procedimiento sumario establecido en los artículos 481 a 501 del Código de Justicia Militar» .

Pena de muerte, consejos de guerra especiales estables, código de justicia militar: parafernalia normativa, estado de excepción en esta-do puro. Establecer la norma estricta para no cumplirla. La pena de muerte se aplicó — iba a escribir a diestra y a siniestra, pero en rea-lidad solo fue a siniestra— pero sin siquiera los juicios sumarios de los consejos de guerra. Así funcionó el progresivo avance del estado terrorista: establecieron normas cada vez más duras, al tiempo que las prácticas represivas rebasaban las propias normas. Si la hipocre-sía es el homenaje del vicio a la virtud, lo que primó fue vicio puro.

4:40Las emisoras de radio divulgan el comunicado 8: la Junta de

Comandantes da cuenta de que en el país reina tranquilidad y se garantiza el normal abastecimiento de alimentos a la población .

No pasa nada, acá no pasa nada de nada. Solamente hubo un golpe de estado.

4:10Arriba el vuelo militar de la presidenta depuesta a San Carlos

de Bariloche . El lugar de detención elegido es la estancia «El Mes-sidor», una residencia oficial del Gobierno de Neuquén, construida en 1942 por el arquitecto Alejandro Bustillo .

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Palabras que resuenan: la presidenta «depuesta». Cuando la palabra Perón estaba prohibida por el decreto 4161 de 1956, los diarios lo mencionaban como el «presidente depuesto», cuando no lo llamaban «el tirano prófugo». Resonancias del último golpe que remite a los anteriores. Repertorios de palabras y de actos.

3:25Comunicado Nº 1: «Se comunica a la población que, a par-

tir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas . Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones» . Firmado: general Jorge Rafael Videla, almirante Emilio Eduardo Massera y brigadier Orlando Ramón Agosti .

Palabras clave: control operacional, acatamiento, emanen, intervención drástica, personal en operaciones, Videla, Massera y Agosti. Y otra palabra: nos convertimos en habitantes, dejamos de ser ciudadanos o sencillamente el pueblo para ser habitantes. Y otra más: primer golpe de estado que no se autoproclama como revolu-ción, porque en este caso es la revolución la que fue derrotada, y el golpe era claramente una contrarrevolución triunfante.

3:21Comienza a funcionar la red nacional de radiodifusión, que

emite la marcha militar «Ituzaingó» antes de la lectura del primer comunicado del Comando de Operaciones .

Paradojas, o no tanto: la marcha «Ituzaingó» es, junto con la banda presidencial y el bastón de mando, uno de los tres atributos inherentes al cargo de Presidente de la Nación Argentina. La bus-co y la escucho. No es una de las más conocidas, pero me resuena familiar. Debe ser porque las asonadas militares y los golpes de es-tado fueron una de las constantes de mi infancia, y había dos datos

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sonoros que los caracterizaban: las marchas militares en las radios argentinas — sería «Ituzaingó», supongo— , y en mi casa la voz del locutor uruguayo Ariel Delgado, porque cuando la mano se ponía complicada, cuando en 1962, 1963, 1966 se rumoreaba que estaban por derrocar al gobierno, en mi casa y en muchas otras se escuchaba Radio Colonia para saber qué pasaba en la Argentina.

3:00A esa hora exacta arriban a la casa de gobierno de la provincia

de Buenos Aires varios camiones militares y jeeps . Asume como gobernador de la provincia el general Adolfo Sigwald .

Las asunciones fueron escalonadas, la toma de poder se fue dando en distintos momentos, de acuerdo a un cronograma que desconocemos. Según el relato de los diarios el gobernador Calabró estaba con un grupo de colaboradores en la Casa de Gobierno de la Provincia, en La Plata. Estaban esperando que fueran a desalojarlos. Y los diarios dicen que Sigwald dio un discurso, a las tres de la ma-ñana y sin público. Es una escena cinematográfica: la madrugada, un puñado de personas esperando el fin, un general y su tropa, y un discurso grandilocuente sin público.

2:30Uno de los aviones presidenciales, el Tango 02, traslada a Isa-

bel Perón a Villa La Angostura, provincia de Neuquén . Solo le permiten llevar unas pocas pertenencias y a su ama de llaves como acompañante .

Esta vez la presidenta depuesta no es enviada a la isla Martín García, que fue el lugar de detención de Irigoyen, Perón y Frondizi. La mandan al lejano sur, y sola (como loca mala, diría un amigo de mi adolescencia). Siempre me pregunté qué pensaría «su ama de llaves» de tener que quedar detenida con «la señora». Otra escena ci-nematográfica: dos mujeres custodiadas, que poco tienen en común, detenidas en un caserón lejano.

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2:00Las Fuerzas Armadas ya ocupan todos los puestos estratégicos

del país . Comienzan a detener a funcionarios y a dirigentes sindi-cales . Salvo un breve tiroteo en la sede metropolitana de la UOM, el golpe avanza sin resistencia .

El golpe avanzaba antes del golpe. Avanzaba «sin resistencias». Esta vez no parece haber habido disidencias en las Fuerzas Armadas, ni rebeldes y leales como en el 55, o en el 62 y el 63.

1:15Un oficial de la Marina indica a los cronistas de la Casa de

Gobierno que en pocos minutos se dará a conocer una proclama militar y pide a los periodistas no utilizar los teléfonos de la sala de prensa hasta nueva orden .

Se anunciaba la proclama militar, ya estaba todo dicho. Me da un cierto pudor usar el remanido título del libro de García Márquez, pero esta parece ser la crónica de una muerte anunciada.

0:55En el Ministerio de Trabajo, su titular, Miguel Unamuno, se

reúne con varios sindicalistas . Entre ellos figuran Rogelio Papagno, Néstor Carrasco, Oscar Smith, Felipe Mascalli, Adalberto Wimer, Maximiliano Castillo, Jorge Triaca, Héctor Chacón, Osvaldo Pa-paleo y su asesor Carlos Campolongo . Minutos después, un perio-dista llama por teléfono al ministro y le comenta que el operativo militar se ha puesto en marcha y que han detenido a la Presidenta .

Parece que los últimos en enterarse de lo que pasa son los miem-bros del gobierno.

0:52En el helicóptero en el que la presidenta supuestamente se va

a la quinta de Olivos el piloto recibe una orden cifrada por radio que lo obliga a aterrizar en el playón militar del aeroparque de Bue-nos Aires . Cuando el helicóptero toca tierra, tropas de la Fuerza Aérea lo rodean . Cuando la tripulación y los pasajeros bajan, una

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comisión militar, integrada por el general José Rogelio Villarreal, el contralmirante Rogelio Santamaría y el brigadier Basilio Lami Dozo, rodea a la Presidenta . El general Villarreal le dice: «Señora, en nombre de las Fuerzas Armadas, está usted arrestada» .

¿Es este el momento del golpe, cuando la presidenta constitu-cional de los argentinos es arrestada por miembros de las Fuerzas Armadas?

0:49La viuda de Perón sube al helipuerto de la Casa Rosada y as-

ciende al helicóptero, acompañada por el secretario técnico de la presidencia, Julio González, el jefe de la custodia personal, Rafael Luissi, y otros custodios .

El miedo: de acuerdo con lo que dicen los diarios Isabel viajaba en helicóptero porque «era peligroso» viajar en auto, porque podía haber un atentado «subversivo». De nuevo los efectos del miedo, y además el peso de las palabras: el atentado subversivo — el que sub-vierte el orden constitucional— lo produjeron las Fuerzas Armadas, pero su justificación fue el accionar de unas «bandas de delincuentes subversivos» imprecisas, casi abstractas. Del miedo al terror solo hay un paso.

0:35Lorenzo Miguel, Bittel, Unamuno y Martiarena se retiran de

la Casa de Gobierno con la intención de seguir sesionando en el Ministerio de Trabajo . El líder metalúrgico y Bittel coinciden ante los periodistas: «Tranquilos, muchachos, que no hay golpe» . Los periodistas le preguntan a Lorenzo Miguel, pero al mismo tiempo le dan información: movimientos de tropas en todo el país, deten-ción de sindicalistas, allanamiento en un local de la UOM .

Son pocos los que quedan en la Casa Rosada. Me vuelve el re-cuerdo o la imagen del derrocamiento de Illia en 1966, que se quedó esperando a quienes iban a destituirlo, que se resistió individualmen-te a la destitución, y que terminó yéndose solo, caminando.

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23 de marzo de 1976

24:00Ante versiones sobre movimientos de tropas y la posible lle-

gada de los militares al Congreso, los legisladores justicialistas se retiran de ambas cámaras . El presidente provisional del Senado, Ítalo Argentino Luder, hace lo propio llevándose varias carpetas .

Uno de los problemas para reconstruir la historia argentina es que a nuestros archivos les faltan cientos de miles o millones de documentos. Esta entrada de los diarios del 23 de marzo es una de las explicaciones de esas faltas: los golpes de estado fueron también formas de eliminación de evidencias. Desaparecieron los documen-tos, como desaparecieron los cuerpos.

23:45La radio y TV oficiales informan que hay «reuniones de tra-

bajo» en la Rosada .Los medios de comunicación informan lo que se puede infor-

mar. Las reuniones de trabajo a la medianoche son datos para en-trever la inminencia del golpe. A partir del 24 de marzo, pero sobre todo del 25 de abril de 1976, toda la información fue filtrada por una censura estatal explícita, sin contar con el efecto del terror que pro-vocó, también, autocensura en muchos. Y sin contar con que muchos otros acordaban con la dictadura, y desinformaban con convicción.

23:00El Ejército comienza a tomar posiciones en la ciudad . Las

tropas, reducidas pero bien pertrechadas, controlan la periferia y los accesos . De manera simultánea es ocupada la sede central del Automóvil Club Argentino, y efectivos de la Marina cierran los accesos al puerto y se concentran en vehículos de transporte . Tam-bién comienza el movimiento de blindados desde Magdalena hacia La Plata, y camiones con soldados se dirigen al Gran Buenos Aires .

En mi memoria la llegada de los tanques desde Magdalena es otro dato reiterado, como la voz de Ariel Delgado. A cada asonada

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militar la precedía la noticia de que se venían los tanques a La Pla-ta. Para mi generación, los tanques — y los golpes— fueron parte importante de nuestra educación política y de nuestra educación sentimental.

22:30Desde Mendoza se anuncia que la policía provincial se acuar-

telaría a partir de la medianoche . El clima era de «absoluta calma», pero desde varios días antes habían llegado efectivos militares de la guarnición del Ejército de Uspallata .

Entonces desde varios días antes ya la suerte estaba echada en Mendoza. El ejército en las calles, la policía acuartelada, y esa calma absoluta que se parece tanto a la paz de los cementerios.

Llega al helipuerto de la Casa Rosada un aparato de la Fuerza Aérea . Había sido pedido por Isabel Perón para trasladarse a la residencia de Olivos, porque le habían sugerido que no viajara en auto porque los terroristas podrían intentar algún atentado .

El miedo, y el superlativo del miedo que es el terror. Terror, terroristas, estado terrorista.

22:20Los miembros del Regimiento de Granaderos a Caballo refuer-

zan las guardias de la Casa de Gobierno: así, soldados con uniforme de combate toman posición en el interior del edificio y restringen los accesos . Se cerró el aeroparque a aviones privados . También están tomadas las centrales eléctricas y otros lugares estratégicos .

Ropa de combate, tanques en las calles de Buenos Aires, ¿se-rán los de Magdalena, que como siempre salieron del cuartel y se encaminaron hacia la ciudad? La guerra, la guerra como metáfora, como profecía autocumplida, como justificación del terror. Pero sin fundamento cierto.

21:30Las estaciones de servicio reciben órdenes de vender combus-

tible solo a vehículos militares .

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¿Qué faltaba para el golpe? ¿Quién daba las órdenes? Desde oc-tubre de 1975 las Fuerzas Armadas tenían la prerrogativa de actuar en todo el territorio nacional en el aniquilamiento de la «subver-sión». Eso que empezaron en febrero en Tucumán se extendió a todo el país. ¿Quién se atrevía a desobedecer una orden que provenía de las Fuerzas Armadas, si eran la verdadera autoridad?

21:15Las hermanas de Eva Duarte de Perón piden la devolución

del cadáver, en tanto se difunde que Casildo Herrera ya está en Montevideo, y que él se había «borrado» .

Hay cadáveres. Y hay cadáveres que se trapichean como mer-cancías, como prendas de negociación, como objetos de venganza o de revancha. Se ha escrito bastante acerca del cadáver de Eva, pero la de-manda por la devolución de ese cuerpo muerto embalsamado es lla-mativa, porque puede pensarse como síntoma de lo inminente. Que las hermanas Duarte pidieran la devolución de ese cadáver mostraba una experiencia: para ellas un nuevo golpe significaba el riesgo de una nueva desaparición del cuerpo muerto, como en 1955. Y otro puente que marca las continuidades con el pasado, porque la desaparición de los cuerpos fue una de las características del accionar represivo en la Argentina.

21:00En la segunda parte de la reunión con los comandantes, el

ministro Deheza les ofrece cargos en el gabinete, en varias gober-naciones provinciales, el adelantamiento de las elecciones y hasta el cierre del Congreso Nacional .

Les ofrecieron todo, les ofrecieron que en vez de un golpe tra-dicional dieran un golpe como el del Uruguay de 1973, es decir que se clausuraran los cuerpos del Poder Legislativo, pero que el Poder Ejecutivo continuara en manos de los civiles, aunque totalmente con-dicionado. Pero eso no era suficiente.

Videla, Massera y Agosti rechazan la propuesta de cuajo: «Ya es tarde», dicen . Igualmente acuerdan una nueva reunión para el día siguiente, en el edificio Libertador .

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Ya es tarde, dicen los comandantes. Una mentira más. Están esperando, impacientemente, diría yo, que se cumpla el plazo de noventa días que estableció Videla, desde Tucumán, el día de la Nochebuena de 1975, en el marco del Operativo Independencia. Y ahora pienso que para Tucumán el golpe se produjo en febrero de 1975, cuando se sancionaron los decretos que permitieron la inter-vención de las Fuerzas Armadas, especialmente del Ejército, en el aniquilamiento de la «subversión» en esa provincia. De allí en más, el despliegue del terrorismo de estado con todas sus características, allí empezaron a funcionar los primeros centros clandestinos de de-tención, como la Escuelita de Famaillá.

20:30Mientras aguarda el resultado de las tratativas del ministro

Deheza, la Presidenta convoca a una reunión de gabinete . Entre otros, participan los ministros Roberto Ares (Interior), Miguel Unamuno (Trabajo), Pedro Saffores (Justicia), Aníbal Demarco (Bienestar Social) y Pedro Arrighi (Cultura y Educación); los sin-dicalistas Lorenzo Miguel (titular de las 62 Organizaciones), Ro-gelio Papagno (Construcción) y Néstor Carrasco (Sindicato de la Carne), los gobernadores Carlos Juárez ( Santiago del Estero) y Deolindo Felipe Bittel (Chaco) .

Se retira el ministro del Interior de la Casa de Gobierno y cuando los periodistas le preguntan por qué había una reunión con los comandantes responde «los motivos son obvios» .

Los diarios del miércoles 24 de marzo, haciendo leña del árbol caído, contaban que en medio de las reuniones «la señora de Perón» festejó el cumpleaños de una colaboradora, con un brindis en el que entonaron el Feliz Cumpleaños.

17:00El gobernador de Santiago del Estero, Carlos Juárez, les anun-

cia a miembros de la UCR, el Partido Intransigente, el Partido Comunista, el Partido Socialista Popular, el Partido Popular Cris-tiano, el Partido Revolucionario Cristiano y el Partido Socialista

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Unificado sobre una inminente entrevista entre la Presidenta y los tres comandantes, para poner fin a la crisis . Luego del anuncio se resuelve la creación de la comisión bicameral para crear un pro-grama de emergencia .

La presidenta, la señora de Perón, Isabelita, María Estela Mar-tínez de Perón, la Yegua. Pocos meses después del golpe, recuerdo, circulaba un versito popular: «Con la yegua y con el brujo / vivíamos en el lujo. / Con el rata y el oreja / corremos la coneja. / Qué vuelvan los ladrones, lará lará lará». Una mujer desbordada por un país que le quedaba grande. Una imagen patética, descontrolada, inerme.

11:00El gobierno intenta una última jugada: manda al ministro

de Defensa, José Deheza, a negociar una salida institucional con los comandantes en jefe de las tres Fuerzas Armadas Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti . No hay acuerdo y pasan a un cuarto intermedio .

Movilización de tropas, los hospitales militares — pero también algunos de los civiles— enviaban a los enfermos que se podían mover a sus casas y acopiaban plasma. ¿Se estaban preparando para una guerra? Al intendente del partido de González Chaves, Berino Fra-tini, en la provincia de Buenos Aires, le ordenaron que transfiriera el gobierno municipal al V Cuerpo de Ejército con asiento en Bahía Blanca. ¿Gobierno militar local?

Los rumores del golpe se multiplicaban. Era un día de otoño muy húmedo, como suele ser el otoño en el Río de la Plata. Los sín-tomas eran variados pero inequívocos, sobre todo con los diarios del miércoles en las manos.

* * *

Una vez, no me acuerdo cuándo, me enseñaron una especie de juego nemotécnico para recordar las fechas de los golpes de estado en la Argentina . Solo había que recordar el primero o el último, y a partir de allí se sumaba o se restaba . Era así: 1930 más

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13 es 1943; 1943 más 12 es 1955; 1955 más 11 es 1966; 1966 más 10 es 1976 .

A pesar de que se saltea el derrocamiento de Frondizi en 1962 — creo que la justificación es que no fue reemplazado por un mi-litar sino por un civil, pero esa ya es otra historia—, el jueguito tiene su gracia por varias razones . Primero, porque tal como está armado en el ejemplo que puse, funciona como una especie de cuenta regresiva (13, 12, 11, 10), y en ese sentido el 24 de marzo de 1976 es un punto de llegada . Pero, si invertimos la cuenta, si empe-zamos con 1976 y restamos 10, y a 1966 le restamos 11; y a 1955 le restamos 12; y a 1943 le restamos 13, llegamos a 1930 . Y entonces podemos ver raíces, progresiones de largo aliento, procesos en los que aparece el estado deviniendo en terrorista, y podemos rastrear cuándo fue la primera vez que un cuerpo muerto fue desapareci-do, cuándo partes del aparato del estado se dedicaron a subvertir aquello que supuestamente defendían, cuándo un acontecimiento aislado y aparentemente poco significativo se fue convirtiendo en un repertorio represivo, cuándo las reiteraciones dejaron de ser meras casualidades .

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Sobre LoS aUtoreS

Juan José Becerra (Junín, 1965) . Publicó los libros de ensayo Grasa (2007), La vaca. Viaje a la pampa carnívora (2007) y Patriotas (2009), y las novelas Santo (1994), Atlántida (2001), Miles de años (2004), Toda la verdad (2010), La interpretación de un libro (2012) y El espectáculo del tiempo (2015) . Escribe guiones y es columnista de medios .

Eduardo Berti (Buenos Aires, 1964) . Periodista cultural, edi-tor, guionista de cine y televisión, traductor y autor de no ficción: Spinetta: Crónica e iluminaciones (1988) y Rockolo-gía: Documentos de los 80 (1989); publicó las novelas Agua (1997), La mujer de Wakefield (1999), Todos los Funes (2004), La sombra del púgil (2008) y El país imaginado (2011), y los libros de cuentos Los pájaros (1994), La vida imposible (2002) y Lo inolvidable (2010) .

Gabriela Cabezón Cámara (Buenos Aires, 1968) . Periodista y escritora . Su primera novela, La Virgen Cabeza, fue publicada en 2009; le siguió en 2011 la nouvelle titulada Beya . Le viste la cara a Dios y en 2015 la novela Romance de la negra rubia .

Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) . Narrador, principalmente novelista, también ha publicado poemas y numerosos ensa-yos . Entre sus títulos más importantes se cuentan las novelas

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Lenta biografía (1990), Moral (1990), El aire (1992), Cinco (1996), El llamado de la especie (1997), Los planetas (1999), Boca de lobo (2000), Los incompletos (2004), Baroni: un via-je (2007), Mis dos mundos (2008), La experiencia dramática (2012); los relatos reunidos en Modo linterna (2013); y los libros de ensayos El punto vacilante. Literatura, ideas y mundo privado (2005) y Últimas noticias de la escritura (2015) .

Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) . Entre sus obras des-tacan las novelas Bajar es lo peor (1994), Cómo desaparecer completamente (2004) y Chicos que vuelven (2011); Mitología celta (ensayo, 2007), Los peligros de fumar en la cama (cuentos, 2009), Alguien camina sobre tu tumba: Mis viajes a cemente-rios (crónicas, 2013) y La hermana menor, un retrato de Silvina Ocampo (biografía, 2014) . Es periodista .

Carlos Gamerro (Buenos Aires, 1962) . Traductor y crítico li-terario . Autor de las novelas Las Islas (1998), El sueño del señor juez (2000), El secreto y las voces (2002), La aventura de los bustos de Eva (2004), Un yuppie en la columna del Che Guevara (2011); el volumen de cuentos El libro de los afectos raros (2005); los ensayos Harold Bloom y el canon literario (2003), El nacimiento de la literatura argentina y otros ensa-yos (2006), Claves de lectura (2008), Ficciones barrocas. Una lectura de Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Cortázar, Onetti y Felisberto Hernández (2010) y Facundo o Martín Fierro (2015) .

Fernanda García Lao (Mendoza, 1966) . Escritora, dramaturga y poeta . Es autora de las novelas Muerta de hambre (2005), La perfecta otra cosa (2007), La piel dura (2011), Vagabun-das (2011), Fuera de la jaula (2014) y Amor invertido (2015), esta última en coautoría con Guillermo Saccomanno . Escri-bió también el volumen de relatos y cuentos Cómo usar un cuchillo (2013) .

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Inés Garland (Buenos Aires, 1960) . Escritora y traductora . Sus principales obras son las novelas El rey de los centauros (2006), Piedra, papel o tijera (2009), El jefe de la manada (2014); y los libros de cuentos Una reina perfecta (2008) y La arquitectura del océano (2014) . Participó en las antologías Cuentos de luz y sombra (2005) y Las otras islas (2014) .

Aníbal Jarkowski (Lanús, 1960) . Como novelista publicó Rojo amor (1993), Tres (1998) y El trabajo (2007); también la tri-logía de cuentos «Los meses (sin pan y sin trabajo)» . Es autor de numerosos artículos y ensayos, entre otros, sobre Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, Ezequiel Martínez Estrada, David Viñas, Abelardo Castillo, Oliverio Girondo . Enseña literatura argentina en la Universidad de Buenos Aires .

Federico Jeanmaire (Baradero, 1957) . Además de narrador, es un reconocido especialista en Cervantes, a quien consagró la biografía Miguel (1990) y el ensayo Una lectura del Qui-jote (2004) . Entre sus títulos más destacados se cuentan las novelas Desatando casi los nudos (1986), Prólogo anotado (1993), Montevideo (1997), Mitre (1998), Los zumitas (1999), Una virgen peronista (2001), Papá (2003), Países Bajos (2004), La patria (2006), Vida interior (2008), Más liviano que el aire (2009), Fernández mata a Fernández (2011), Las madres no les decimos esas cosas a las hijas (2012) y La guerra civil (2014) .

Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) . Publicó las novelas La pér-dida de Laura (1993), El informe (1997), Los cautivos (2000), Dos veces junio (2002), Segundos afuera (2005), Museo de la Revolución (2006), Ciencias morales (2007), Cuentas pen-dientes (2010), Bahía Blanca (2012); los libros de ensayos Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón, cuerpo y po-lítica (1998, con Paola Cortés Rocca), Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin (2004), Narrar a San Mar-tín (2005) y El país de la guerra (2014); y los volúmenes de

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cuentos Muero contento (1994) y Una pena extraordinaria (1998) . Enseña teoría literaria, entre otras materias, en varias universidades .

Alejandra Laurencich (Buenos Aires, 1963) . Narradora; fun-dadora y directora editorial de la revista literaria La Balandra . Publicó los libros de cuentos Coronadas de gloria (2001), His-torias de mujeres oscuras (2007) y Lo que dicen cuando callan (2013); y las novelas Vete de mí (2009) y Las olas del mundo (2014) . Es además autora del volumen El taller. Nociones sobre el oficio de escribir (2014) .

Laura Lenci (La Plata, 1959) . Profesora de historia . Enseña his-toria argentina reciente en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata y es profesora de historia comparada de América Latina en el Siglo XX de la Maestría en Historia y Memoria de la misma universidad . Investigadora del Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (Conicet-UNLP), ha publicado artículos relaciona-dos con violencia y política en la Argentina reciente . En la colección de Historia de la Provincia de Buenos Aires publicó un estudio referido al proceso de formación del estado terro-rista entre 1955 y 1983 .

Esteban López Brusa (La Plata, 1964) . Fue codirector de la re-vista La muela del juicio y de «ediciones el broche» . Ha publi-cado las novelas La temporada (1999), La yugoslava (2004), Huevo o cigota (2009), Industrial (2012) y Guanaco (2015) . Es docente de literatura y escritura .

Julián López (Buenos Aires, 1965) . Actor de teatro, periodista cultural y escritor . En 2004 publicó el libro de poemas Biena-mado y desde 2006 codirige el ciclo de lecturas Carne Argen-tina . En 2013 publicó Una muchacha muy bella, su primera novela .

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Sebastián Martínez Daniell (Buenos Aires, 1971) . Escritor y editor . Publicó las novelas Semana (2004) y Precipitaciones aisladas (2010) . Participó de las antologías de relatos breves Buenos Aires / Escala 1:1 (2007), Uno a uno (2008) y Hablar de mí (2010) . Es uno de los responsables de la editorial Entropía .

Sergio Olguín (Buenos Aires, 1967) . Editor, periodista y escritor . Publicó el volumen de cuentos Las griegas (1998) y las nove-las Lanús (2002), Filo (2003), El equipo de los sueños (2004) y Springfield (2007) (estas dos últimas para jóvenes), Oscura monótona sangre (2010), La fragilidad de los cuerpos (2012), Las extranjeras (2014) y Cómo cocinar un plato volador (no-vela infantil, 2011) . Fue fundador de la revista V de Vian y cofundador y primer director de la revista de cine El Amante .

Mario Ortiz (Bahía Blanca, 1965) . Poeta, traductor, ensayista y profesor de literatura en la Universidad Nacional del Sur . Entre 2000 y 2015 publicó sucesivas entregas de su trabajo poético, bajo el título Cuadernos de lengua y literatura, del I al VIII . En 2014 se editó Estomba . Entre 1985 y finales del siglo XX, Ortiz formó parte del colectivo «Poetas mateístas» y del proyecto editorial y poético VOX .

Patricia Ratto (Tandil, 1963) . Docente y escritora . Publicó las novelas Pequeños hombres blancos (2006), Nudos (2008) y Trasfondo (2012) .

Carlos Ríos (Santa Teresita, 1967) . Es autor de los libros de poe-mas Media romana (2001), La salud de W. R . (2005), La re-cepción de una forma (2006) y Nosotros no (2011) . Entre sus novelas y relatos se destacan Manigua (2009), A la sombra de Chaki Chan (2011), Cuaderno de Pripyat, El artista sanitario (2012), Perder la cabeza (2013) . En 2014 publicó Unidad de traslado, En saco roto, Lisiana y Cuaderno de campo, y en 2015 Obstinada pasión y Rebelión en la ópera (2015) .

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Ernesto Semán (Buenos Aires, 1969) . Historiador e investigador, docente universitario y escritor . Publicó numerosos artículos de su especialidad, y las novelas La última cena con José Stalin (2006), Todo lo sólido (2007) y Soy un bravo piloto de la nueva China (2011) .

Patricia Suárez (Rosario, 1969) . Publicó numerosos libros, entre los que se cuentan las novelas Aparte del principio de la rea-lidad (1998), Perdida en el momento (2004), Un fragmento de la vida de Irene S. (2004), Álbum de polaroids (2008), Causa y efecto (2008), Lucy (2010), y volúmenes de cuentos como La italiana (2000) y Esta no es mi noche (2005) . Es autora de varias piezas teatrales (Las polacas de 2003, La Germania de 2005, entre tantas) y de numerosas novelas y relatos para ni-ños, entre otros, Habla el Lobo (2004), El Intrépido Medio Pollo (2007), Habla la Madrastra (2009), Chat de Ratones (2010), Pollito Matón tiene novia (2013) .

Paula Tomassoni (La Plata, 1970) . Publicó Leche merengada (no-vela, 2015), Pez y otros relatos (cuentos, 2015) y El paralelo (cuentos, 2015) . Escribe reseñas literarias en bazaramericano .com y en otros medios especializados .

Alejandra Zina (Buenos Aires, 1973) . Escritora y periodista cul-tural . Es autora del libro de cuentos Lo que se pierde (2005) y de la novela Barajas (2011) . Publicó además la antología Eró-tica argentina (2000) y es coautora de la compilación En pri-mera persona. Correspondencia argentina en dos siglos (2003) . Ha publicado cuentos, notas y reseñas en diferentes medios argentinos y españoles . Es una de las organizadoras del ciclo de lecturas Carne Argentina .