Diversidad cultural en la literatura contemporánea. El caso de Doris Lessing
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Diversidad cultural en la literatura contemporánea1
Maricruz Castro Ricalde
Raymond Williams, uno de los principales impulsores de los estudios culturales
contemporáneos, recuerda de qué manera el término “cultura” fue transformándose a lo
largo del tiempo. Desde un primer significado vinculado con la idea de cultivar y una
correspondencia con los elementos de la naturaleza hasta otro ligado a atender, en
relación con el desarrollo humano; de la misma manera, la bifurcación apunta a sentidos
de orden abstracto (la cultura como un proceso) o en el terreno de lo concreto, lo
individual (“un modo de vida determinado, de un pueblo, un periodo, un grupo”).
(2003: 87-93)
El recorrido de Williams permite advertir la formación de un par de conceptos
nodales en la comprensión de las líneas del pensamiento del siglo XX, gestada desde
varias décadas atrás: la oposición entre naturaleza y cultura, barbarie y civilización. La
acción de los seres humanos sobre la naturaleza implicó, tanto en el siglo XVIII y XIX,
la validación de los imperios, la posesión de las colonias, el dominio de ciertos grupos
sobre otros, las ideas en torno del progreso como un recorrido lineal y continuo.
También produjo una separación entre lo que se dio por llamar la “alta cultura” (o
cultura a secas) y la “baja cultura” (o cultura popular), cuyas consecuencias son
previsibles, pues el arte pertenecía a la primera esfera, en tanto que las artesanías, a la
segunda. Las manifestaciones de las clases sociales con desventajas materiales o no eran
arte o bien formaban parte de la “cultura popular”, en un claro afán por jerarquizar una
por encima de la otra.
1 Publicado en: Castro Ricalde, Maricruz. (2009). “Diversidad cultural en la literatura contemporánea. El
caso de Doris Lessing” en Roberto Domínguez (coord.). Literatura: identidad, imaginación y poder.
México: ITESM, Miguel Ángel Porrúa, pp. 57- 79.
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El surgimiento de los estudios culturales, en los años setenta, posa la mirada
sobre grupos sociales emergentes, ignorados o estudiados desde otras perspectivas.
Proponen “considerar la cultura en sentido amplio, antropológico, […] el meollo de la
cuestión consiste entonces en comprender de qué manera la cultura de un grupo, y sobre
todo la de las clases populares, funciona como rechazo del orden social o, a la inversa,
como forma de adhesión a las relaciones de poder” (Mattelart y Neveu, 2004: 15). Sin
embargo, como bien plantea Nara Araújo, la existencia de una cultura popular no
implica ni una división ni una desarticulación, en relación con la “alta cultura” o la
cultura letrada. Por el contrario, ambas son concomitantes, “se inseminan y se
transforman” (2009: 70).
Los ejemplos de esa “contaminación” son variadísimos y aparecen en cualquier
manifestación cultural. La cada vez mayor inclusión de la técnica del cómic en películas
cuya búsqueda estética está fuera de toda duda; Natural Born Killers (Oliver Stone,
1994) o Sin City (Robert Rodríguez, 2005) son dos casos. Cómo Gasparín, “el fantasma
amistoso”, interviene en A Perfect World (Clint Eastwood, 1993), a través del disfraz
que el buscado asesino (Kevin Costner) le compra al pequeño Buzz; la parodia de los
“reality shows” en la mencionada cinta de Oliver Stone; Willy Wonka (Johnny Depp)
de Charlie and the Chocolate Factory (Tim Burton, 2005) es caracterizado, en
actitudes, maquillaje y vestuario, como Michael Jackson; de qué manera un programa
de concurso tan popular como Who Wants to be a Millionaire? puede convertirse en la
matriz estructurante de Slumdog Millionaire (Danny Boyle, 2008) hablan de ese ir y
venir entre la cultura de masas y otro tipo de productos. Pero también aparece,
multiplicadamente, el recorrido inverso: de lo “artístico” a lo “popular”: el traje del
asesino serial de la saga de Wes Craven, Scream (1996, 1997, 2000), es una clara
alusión al personaje central de la pintura “El grito” de Edward Munch; The Simpsons.
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Movie (David Silverman 2007) toma algunos de los supuestos, escenas y personajes del
documental An Inconvenient Truth (David Guggenheim, 2006) y varios de los capítulos
de dicha serie se sustentan en tramas de películas muy conocidas como The Shining
(Stanley Kubrick, 1980) o Cape Fear (segunda versión, más popular que la primera,
dirigida por Martin Scorsese, 1991).
Cuando el grupo musical inglés Queen lanzó en 1975, “Bohemian Rapsody”, sus
seguidores aplaudieron la estructura de la pieza. En ella se mezclaban, por lo menos,
tres géneros: la balada, el segmento de clara inspiración en la ópera clásica y el epílogo
de rock pesado. La letra de la canción también ofrece un ensamble que permite seguir
una historia o bien, entenderla como una metáfora de la despedida (de la vida, la
sociedad, el hogar, la pareja). Más de dos décadas después, la banda mexicana Molotov,
a manera de homenaje, lanzó su versión: “Rap, soda y bohemia”. Las transformaciones
son tan evidentes como los elementos constantes, gracias a los cuales jamás se pierde de
vista ni la melodía ni una de las líneas esbozadas en la narración original (un joven que
mata a otro). Fiel a su estilo, Molotov juega con los dobles sentidos y los tensa para
transmitir la hiperbólica violencia contemporánea. La escatología de sus composiciones
(“Mamalamía mamalamía”) mantienen guiños juguetones con el texto fuente y sus
libres traducciones (“But I'm just a poor boy and nobody loves me” por “yo soy un naco
y nadie me ama”) revelan uno de sus tópicos más constantes: la atmósfera de agresión
experimentada, en todo momento, por las clases sociales menos favorecidas.
Si Fred Mercury enseñó, con la potencia de su voz, el enriquecimiento que
proviene de la imbricación de los más diversos ritmos y géneros, Molotov –en una
forma por demás provocadora– pone en entredicho la hegemonía de los discursos
musicales en español, dentro de los cuales están “prohibidos” temas como los usos del
cuerpo, las visiones escatológicas, los ejercicios más diversos de la sexualidad, las
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“malas” palabras. La línea divisoria entre lo perteneciente a “la naquiza”, los incultos o
la clase “baja” se difumina, al escucharse en los ipods más costosos y los “antros” más
exclusivos. Su música muestra hasta qué punto los valores y las categorías discursivas
han cambiado en la última década.
Y si bien hemos abundado en referencias audiovisuales y musicales, la literatura
escrita de ficción no se queda atrás y sus expresiones son tan conocidas como añejas.
Baste recordar la obra novelesca del argentino, avecindado en México, Manuel Puig, la
cual se nutre de los llamados géneros “menores” como la radionovela o la telenovela
(mencionemos un título: La traición de Rita Hayworth, 1965) o mediante las películas
narradas en El beso de la mujer araña (1976), las cuales funcionan de manera eficaz
para acercar afectivamente al homosexual Molinita con el golpeado guerrillero
Valentín; los nombres de algunos capítulos de Las batallas en el desierto (1981) de José
Emilio Pacheco, tomados de conocidos boleros, estrategia que Ángeles Mastretta
conduce a su límite concediéndole a su texto más famoso, Arráncame la vida (1985), la
misma denominación de una famosa melodía de Agustín Lara, popularizada por una de
las cantantes más aclamadas en México, durante toda la década de los cuarenta, Toña
“La Negra”. Por si no fuera suficiente, también se insertan versos o estrofas de otras
melodías, al igual que Laura Esquivel introduce recetas completas de cocina para
organizar su famosa Como agua para chocolate (1992).
Tantos desplazamientos en los discursos contemporáneos indica la concepción
de la cultura como una red sígnica en movimiento continuo y, principalmente, como un
proceso que resemantiza, de manera incesante, tanto los signos que la integran como su
producción, circulación y consumo. De tantos intercambios se infiere la imposibilidad
de pensar en manifestaciones “altas” y “bajas”, expresiones “cultas” y para las masas,
debido a su extrema movilidad.
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Los antecedentes previos facilitan la enunciación del objetivo de las siguientes
líneas, el cual se centra en demostrar, a través de un corpus sustentado en el discurso de
ficción, cómo la literatura propone distintos modos de ver la vida y diversas formas de
ser y estar en el mundo. Subrayaré la diversidad cultural, en general, mediante el
análisis de un cuento: “El viejo jefe Mschlanga” de Doris Lessing. Esta selección se
sustenta en el enclave temporal del texto, generado en la segunda mitad del siglo XX; su
amplitud temática que va de la discriminación racial y las estrategias por evitar la
segregación, a la ética del discurso; y una multiplicidad de perspectivas teóricas que
cubren tanto los estudios post-coloniales como los de género. Contextualmente, hemos
escogido a una escritora muy visible, de acuerdo con el canon de la literatura occidental:
Lessing, premio Nóbel 2007, y cuya obra ha sido merecedora de los premios
internacionales más sobresalientes de las últimas décadas2.
Los géneros narrativos explorados en su prolífica trayectoria y la proyección de
un ideario inequívocamente identificado con las causas liberales de la segunda mitad del
siglo XX (un mundo más equitativo, a través de una visión feminista,
antisegregacionista y anticipadora de las denominadas perspectivas poscoloniales) le
habían reservado un lugar prominente, en las letras contemporáneas, desde la década de
los años sesenta. Sus primeros libros revelan los múltiples pliegues de los prejuicios
sociales, gracias a la mirada dirigida hacia África, el socialismo de la cual era militante
y las causas de las minorías. Con esos escritos: “She almost instantly became a popular
success both with critics and the reading public” (Reese, 2001: 341). Difícil soslayar
cómo las experiencias personales de la autora son asimiladas y aprovechadas en su
escritura ficcional, ángulo menos subrayado en la otra línea desarrollada por la autora:
la ciencia ficción. Pienso, no obstante, que a pesar de diferir sustancialmente los
2 Premio Médicis, 1976; varias veces finalistas del Booker Prize; Príncipe Asturias de las Letras, 2000; y
de los principales galardones otorgados en Austria, Italia e Inglaterra, entre muchos otros, hasta su
consagración definitiva con el Nóbel, a los 88 años de edad.
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enclaves entre ambas orientaciones literarias (la autobiográfica y la de ciencia ficción),
la apuesta de Lessing en torno de la conformación de sociedades más equitativas surca
toda su escritura. Esa capacidad de imaginar otros mundos, por más que se pregone la
imposibilidad del cambio, “es nuestra ave fénix” sostuvo en las palabras de aceptación
del máximo reconocimiento de las letras contemporáneas:
Let us suppose our world is ravaged by war, by the horrors that we all of us
easily imagine. […] But the storyteller will be there, for it is our imaginations
which shape us, keep us, create us -for good and for ill. It is our stories that will
recreate us, when we are torn, hurt, even destroyed. It is the storyteller, the
dream-maker, the myth-maker, that is our phoenix. (Lessing, 2007)
Doris Lessing y el problema de las identidades culturales
La experiencia infantil de la galardonada en el 2007 por la Academia Sueca,
Doris Lessing (1919), se nutrió con una fuerte militancia política y una convicción
social poderosa, en contra de la segregación racial. Los años que vivió, junto con sus
padres, en lo que hoy conocemos como la República de Zimbabwe y hasta 1980 fue una
colonia británica llamada Rodhesia del Sur, son capitalizados en una de sus primeras
obras, la colección de narraciones Éste era el país del viejo jefe (1951). En él se incluye
un cuento largo: “El viejo jefe Mshlanga”, cuya vigencia sociopolítica va de la mano
con las técnicas narrativas que sustentan la trama.
Por un lado, el texto se publica antes de que las universidades comenzaran a
investigar, formalmente, los efectos devastadores de los imperios colonizadores sobre
las regiones colonizadas. Frantz Fanon aún no escribe Los condenados de la tierra
(publicada en francés, en 1961) ni Edward Said, Orientalismo (1978). Estas obras son
fundamentales para el “boom” de los estudios poscoloniales, cuyo propósito no es sólo
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identificar las consecuencias, en el presente, de siglos de imposiciones políticas y
culturales, en África, Asia y Oceanía (Latinoamérica aparecería después, como objeto
de interés, desde esta óptica), sino descolonizar la cultura y el propio saber académico
(Rabasa, 2009: 218). Años después, el mismo Said propone otra visión, igualmente
talentosa e influyente, al afirmar que las identidades culturales europeas, en concreto, no
estaban exentas de las repercusiones causadas por sus larguísimas y forzadas estancias
en los territorios ocupados.
Simplificando un poco, las culturas europeas estaban también determinadas
porque no eran “lo otro”. Si seguimos a Said, la identidad de los franceses se fortaleció,
en los siglos XVIII y XIX, porque se contraponía al exotismo, la sensualidad y el
salvajismo de sus tierras africanas. De la misma manera que la de los británicos se
cohesionaba al distanciarse de la barbarie, la fecundidad y la exuberancia de la India o
esa idea sobre lo misterioso de Egipto y lo sobrenatural de sus creencias. La base de las
identidades culturales, entonces, radicaba en sus diferencias, sustentadas en redes de
índole cultural, transmitidas –sobre todo-, a través de discursos catalogados como
científicos (los de la biología, la geografía, la botánica, la filología, la historia y la
arqueología, por mencionar los más relevantes) (Said, 2005: 40-41).
Si bien, antes de Lessing se había escrito, de manera abundante, sobre las
colonias como marco espacial3, la atención se centraba, más bien, en las regiones en sí.
Tanto las miradas como las críticas intentaban problematizar el papel desempeñado por
los ingleses, franceses, belgas y europeos, en general, en sus relaciones con esas tierras,
marcadas por el poder y la autoridad. La autora originaria de Irán (Persia, en el
momento en que nació), en cambio, presenta a los nativos como personajes centrales de
3 Mencionemos unas pocas obras, tal vez las más conocidas por la visibilidad de sus autores: Mansfield
Park (1814) de Jane Austen, The Jungle Book (1894) de Rudyard Kipling, Heart of Darkness (1899) de
Joseph Conrad, Voyage au Congo de André Gide, Out of Africa (1937) de Isak Dinesen –seudónimo de
Karen Blixen.
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su cuento, a través de los ojos de una adolescente, quien ha aprendido a juzgarlos, desde
niña, de una manera que irá cambiando, conforme transcurre la narración. Lessing, por
lo tanto, ofrece un espacio literario a dos sujetos casi siempre olvidados por la
historiografía y las historias literarias: los colonizados (los habitantes autóctonos de
África del sur) y las jóvenes adolescentes.
El título del cuento apunta la relevancia de un personaje (el jefe Mshlanga),
quien será presentado hasta después de haber contextualizado la infancia de la chica y el
lugar en el que ha crecido. Lo contado, en apariencia, es desarrollado fuera de la
diégesis por un narrador en tercera persona, quien se refiere al mundo de la hija de un
hacendado blanco, cuyo nombre, el único que conocerán los lectores, es el concedido
por los nativos: “La llamaban “Nkosikaas” (jefa), hasta los niños negros de su edad”
(1973: 353)4. Con inteligencia, la autora recurre a ese narrador para hablar de la
situación social del lugar: el cambio continuo de los criados negros, debido a su
peregrinación incesante, en busca de mejores condiciones de vida. Las opciones eran
pocas: o servir en las tierras de los ingleses, por “puñados de maíz que se les daba dos
veces al día” o recibir unos pocos chelines al mes, trabajando en las minas de oro de
Johannesburgo.
Describir “desde afuera” el mundo infantil, rodeado de esas “masas amorfas que
se juntaban y mezclaban y escabullían como renacuajos, seres sin rostro, que sólo
existían para servir” (353) resalta lo incomprendido por quien tiene pocos años de vida,
pero también subraya cómo la cultura normaliza situaciones susceptibles de verse desde
otras ópticas, si se poseen los conocimientos necesarios. Por eso, la escritora decide
plantear la desigualdad social, política y económica como algo “dado”, como el
universo en el que, sin importar el transcurrir de la vida, puede seguirse creyendo que
4 Debido a la reiteración con que citaremos este cuento, a partir de este momento sólo incluiremos en la
referencia, el número de la página correspondiente.
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las cosas son así y más todavía, esa situación es, supuestamente, favorable para todos.
De aquí que afirme: “La niña aprendió a considerarlos como algo natural: los criados de
la casa corrían cien metros para recoger un libro que ella hubiese dejado caer al suelo”
(353). Si bien, conforme crece, le surgen interrogantes, “las respuestas no eran fáciles
de aceptar y fueron acalladas con una arrogancia todavía mayor” (354).
Lessing, así, va estructurando una mirada en torno de la subalternidad. Si es
claro el binomio dominación-dominado en el caso de los blancos y los negros, de
manera paralela propone un vínculo similar entre los adultos y los niños ingleses, entre
quienes poseen un poder mayor e imponen sus reglas y quienes comienzan a
cuestionarlo y no les queda más remedio que aceptarlo.
Sólo hasta después de la introducción del cuento, en el momento en el que dará
inicio la anécdota central del mismo, se cambia al narrador y la voz se le confiere a la
adolescente (“Un atardecer, a mis catorce años, paseaba por la linde de un maizal recién
arado” (354)). El primer encuentro de la joven con el jefe Mshlanga y sus posteriores
acercamientos la marcan de tal manera, en cuanto al descubrimiento de un mundo
contenedor de muchos, de posibilidades diferentes de existencia, que a partir de
entonces comienza a disponer de una voz propia, puede hablar por ella misma.
Para “Nkosikaas”, el conocer al anciano es un verdadero hallazgo por múltiples
motivos. Por una parte, la indignación inicial de toparse frente a frente con un negro, sin
que éste realizara gesto alguno de apartarse de su camino, da paso a la vergüenza hacia
sí misma. La chica aquilata la fortaleza moral de Mshlanga, quien no cede el paso, dada
su condición de jefe de una tribu, pero eso tampoco lo motiva a ser descortés o déspota,
como la propia narradora. Por otra parte, la sensibiliza en relación con la existencia de
un “otro”: la masa informe de negros se transforma en un grupo de personas. El jefe
tiene un nombre, Mshlanga, y no se pierde en el anonimato de un conglomerado sin
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rostro. El salto cualitativo es enorme, en cuanto a la naturaleza de las interrogantes
suscitadas en la joven, a raíz de esa brevísima reunión, fruto de la casualidad. Los
nativos, ante sus ojos, no son otros animalitos más5, perseguidos por los bravos perros
para la diversión de los niños; de ser indistintos (todos iguales, ninguno identificable)
pasan a ser reconocibles, con nombres y vidas no necesariamente ligadas a las de sus
patrones. Y, sobre todo, entra en contacto con otra cultura que le muestra jerarquías
sociopolíticas diferentes a la suya. En síntesis, reconoce la otredad y el hecho de que ha
habido “saberes negados”, tomando la terminología de Homi Bhabha, dentro del
discurso dominante.
Otredad y ética del discurso
El cuento de Lessing se adelanta más de un par de décadas a las teorizaciones
alrededor del multiculturalismo y los mencionados estudios poscoloniales. La premiada
autora de El cuaderno dorado, con lucidez, entrevé la complejidad de trazar fronteras
entre el “yo” y los “otros”, pues sería imposible la concepción de uno mismo si no
hubiera un sentido de la diferencia, respecto de los demás. Como bien apunta Seyla
Benhabib, “se cree que la otredad implica falta de respeto, dominación y desigualdad”
(2006: 34), por lo que hay que convertir al “otro” en parte de la homogeneidad del
grupo al cual pertenece uno mismo. Esta última opción sí implicaría la carencia de
valoración positiva hacia quienes son distintos. Más aún: por quienes son
profundamente distintos. El concepto no es de ningún modo sencillo, pues entraña dos
movimientos contradictorios, en un primer vistazo (¿hay que desaparecer el concepto
del “otro” para considerarlo como uno, como a mí mismo? O ¿es preciso tener siempre
5 Antes de conocer a Mshlanga, a los negros se les compara con “renacuajos”, “pájaros”, “perrillos”. Es
decir, animales diminutos, pequeños, inofensivos. Pero también inasibles, móviles, difíciles de atrapar.
Los nativos son para la niña, entonces, seres completamente diferentes a ella, aunque tampoco puede
identificarlos con claridad; le es imposible catalogarlos, pensar en ellos, de acuerdo con una identidad fija
y precisa, como la que –hipotéticamente– ella posee.
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en mente esas diferencias que lo separan de mí?). Si nos detenemos, sin embargo, en lo
expuesto, es posible percatarse de la necesidad de reconocer la otredad inherente en
todas las culturas y, al mismo tiempo, cómo el otro “siempre está también dentro
nuestro y es uno con nosotros. Un sí mismo es un sí mismo sólo porque se distingue de
un „otro‟ real, o más que nada imaginado” (Benhabib, 2006: 33).
Adoptar el nombre nativo, Nkosikaas, cuyo significado es “jefa”, condensa a la
perfección esa conciencia de cómo para los negros ella es la “otra” (la jefa),
simultáneamente a cómo ellos se “apropian” de la niña blanca, a través de ese bautizo,
esa nueva manera de que ella se conozca, gracias a la nomenclatura de los habitantes
autóctonos de sus tierras. La narradora va más allá y profundiza en las enormes
dificultades de la convivencia de varias culturas, en un mismo suelo, disputado y
controlado por sólo un grupo.
Lessing evade, por lo menos, dos de los riesgos más comunes, cuando se trata
de configurar al “otro”. El primero: el olvido alrededor de los sujetos que viven
inmersos en sus tradiciones, sus prácticas, sus rituales, sus condiciones materiales, sin
detenerse a pensar si ello conforma o no una cultura. Es decir, cada persona la
experimenta, sin la necesidad de asegurarse si sus acciones y sus pensamientos son
coherentes como una totalidad, como un todo homogéneo, que determina su integración
a un grupo dado. No obstante, en su ansia de aprehender al “otro”, los sujetos requieren
concebirlos a partir de ciertos rasgos, de un puñado de historias, de un número reducido
de símbolos. Elaboran “relatos”, que no son más que construcciones discursivas sobre el
“otro”, con el propósito de poder identificar si tal o cual persona guarda alguna
correspondencia con ese “otro” imaginado. El resultado, indica Benhabib, es la
restricción en la agenda de la conversación, al considerar “a los individuos como otros
generalizados, no concretos” (2006: 42). Esta teórica invita a reflexionar sobre el
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imperativo de un “universalismo interactivo” que acepte que “todos los seres morales
capaces de sensibilidad, habla y acción son socios morales de conversación en potencia”
(idem).
Este primer riesgo es advertido por la autora británica, al mostrar cómo los
nativos reconocen las disparidades entre sus acciones y la de los blancos. Su cultura los
separa de los ingleses poderosos y los convierte en los “otros”; peor aún: el color de su
piel, imborrable, imposible de desvanecer, los erige como el “otro” permanente. Son
parte de un mosaico homogéneo, todos son iguales: “¡Qué va uno a esperar de estos
negros salvajes!”, comentaba la familia, si su comportamiento no era el esperado.
Expresiones de esa naturaleza señalan, al mismo tiempo, la conciencia de esa brecha:
los blancos son de una forma; los negros, de otra. Los intercambios entre ambos bloques
son estrechos, entonces: los que corresponden a los patrones y los sirvientes; los cultos
y los primitivos; los agentes del progreso y los portadores del atraso de la civilización.
¿Cuándo los de un grupo distinguen a quienes no son ellos? Una de las razones
estriba en el concepto de pertenencia. Teun Van Dijk parte de la premisa de que quienes
se expresan proceden “como miembros de grupos o categorías sociales” (1998: 282) [el
énfasis proviene del original] y que esta pertenencia afecta a la totalidad de los
intercambios verbales. Por el puro hecho de formar parte o no de una comunidad, los
turnos conversacionales se restringen, los tópicos cambian, el estilo varía. La familia
Jordan reacciona, cuando se entera de quién trabaja en su casa. Ser, ante los patrones, el
hijo y heredero del jefe Mshlanga provoca respuestas múltiples. Comienzan “a mirar
con diferentes ojos al cocinero”. Se entabla un reconocimiento, si no de iguales, sí del
grupo hacia un “otro” poderoso. De poder a poder, hay algo que lo separa a él de la
masa dominada. Por eso la madre se apresta a establecer: “Pues más le valdrá no hacer
ninguna demostración de arrogancia conmigo” (357) y surgen comentarios como: “No
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cabe duda. Hay algo en él. Se ve a la legua. Lo lleva en la sangre” (358). La narradora
distingue ese antes y ese después. Observa el nerviosismo de la madre, traducido en
severidad extrema, inquieta por una rebeldía en potencia (una autoridad sujeta a otra,
nunca tarda en pronunciarse en contra). En la discusión final, entre el propietario de la
hacienda y el anciano jefe, llaman al hijo de éste, quien traduce sin titubeos, a diferencia
del joven intérprete de la escolta de Mshlanga. El dueño del lugar cambia su forma de
hablar y expone “con soltura en inglés”. El vástago del jefe, por tanto, es posicionado de
manera distinta, dada una condición social diferenciada asignada por los blancos: ya no
se le ve, ni se le trata, ni se le habla igual. Esto se trasluce en hechos, en apariencia poco
importantes, provenientes de la vida cotidiana, los cuales delatan la dinamicidad de los
discursos culturales, en función de las situaciones y las personas.
El segundo peligro aludido sitúa en la mesa del debate la ética del discurso. En
este caso, ¿tiene derecho Lessing, mediante su narración, a representar al “otro”?, ¿no es
implícito el sesgo eurocéntrico en sus palabras, al ser blanca, inglesa, educada desde los
valores occidentales? Si ella le da la palabra al jefe Mshlanga y a algunos miembros de
su tribu es porque tiene el poder de darlos a conocer y ellos, en cambio, no pueden
construirse a sí mismos, a través de un campo discursivo que circule más allá de los
límites audibles de su propia cultura. Y ¿cómo elude el escollo de mostrarlos como
totalidades, como parte de una cultura compacta y sin fisuras y, en este sentido,
impostarlos, falsearlos como sujetos?
La ética del discurso invita a conocer los contextos más disímiles y autoriza a
quienes pueden representarse y, por ende, a representar a los otros, si éstos no pueden
hacerse oír. Ésta es, incluso, una obligación de orden moral que todos deberían adoptar,
siempre y cuando a los otros se les trate con la convicción de su igualdad y se les
enuncie, en un marco de argumentación y debate. De aquí la relevancia de las posturas
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atentas y de escucha, en relación con los otros: sus relatos (manifestados de las formas
más diversas: la oralidad, las artes plásticas, sus costumbres, sus rituales, entre muchas
otras) propician su aprehensión como individuos y no como los “otros” generalizados,
homogéneos, en bloque (Benhabib, 2006: 42-44).
Lessing dibuja situaciones específicas y propone a los miembros de la tribu del
jefe Mshlanga como seres humanos reales, afectados por las acciones de quienes han
hablado por ellos. El cambio de un narrador que ve desde afuera y se troca en una
narradora testigo va en pos de la credibilidad de quien ha visto, escuchado y
experimentado, de primera mano, lo contado. Las descripciones del viejo dirigente, más
y más anciano en cada uno de los encuentros, sin que por ello pierda un ápice de su
dignidad, buscan fortalecer la configuración de un personaje particular para, así,
apartarlo de un conglomerado sin rostro y sin identidad.
La joven no escoge cuándo y dónde nacer, sin embargo, los lectores
atestiguamos tanto la conciencia de su agencia como la manera en que la va
robusteciendo. Desde la primera vez en que traba contacto con el patriarca, la narradora
decide articular otro tipo de discurso, cuya función complementa, se confronta con el
que ha crecido o lo enriquece. La manera de pensar de los blancos se ve ensanchada con
las ideas de “Nikosikaas”, quien involucra en sus redes discursivas códigos
provenientes de otro entorno cultural. Primero, por curiosidad, busca toparse con el
anciano; después, ella decide ir hasta el poblado en donde vive; posteriormente,
atestigua el enfrentamiento entre su padre y el dirigente; por último, de manera
implícita, da su veredicto, en el que se adhiere a un pueblo nativo del que ya no queda
nada.
Marcada por la intención de comunicarse, entablar diálogos, conocer de cerca la
diferencia, la adolescente procura tejer redes de interlocución, en un contexto poco
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propicio para ello. “Vamos, hijita, no debes hablar con los indígenas”, le dice su madre
(354), mientras su padre le replica al jefe: “No voy a discutir más. Me quedó con las
cabras” y remata, escuetamente, la narradora: “No había más que decir” (364). Ella, en
cambio, actúa, a pesar de contar con un margen restringido, debido a su edad, su raza,
su pertenencia al género femenino, su historia personal y su adscripción a una clase
social. Interviene para ocasionar los encuentros, según he mencionado, pero también
busca información, ata cabos, interroga, investiga. Cita la vez en que recoge la frase de
un viejo explorador acerca de la vastísima extensión territorial, “Así llamó a nuestro
distrito: „La región del Gran Jefe‟, sin emplear para nada nuestro apellido” (356).
Transmite vívidamente la sensación de cómo las creencias de la niñez van viniéndose
abajo, como las de una propiedad incuestionable, un don de mando natural, un orden del
mundo ancestral. En su lugar, va forjando la convicción de residir en un suelo disputado
en su posesión; la existencia de un poder superior al de las armas y el autoritarismo; la
duda en torno de que la justicia prevalezca en las decisiones de su padre, la policía, el
Delegado o el gobierno británico.
“Nikosikaas” modifica la condición de esos otros sociales. De ser “participantes
ausentes” en el contexto social (se habla de ellos sin mediar transacción alguna no
jerarquizada o unidireccional; se dirigen a ellos, pero de forma oblicua), la joven los
suma a su contexto comunicativo. En este cuento, el paradigma es su interés por
conocer más de cerca el mundo de Mshlanga y su intento de dialogar con él. Y digo
“paradigma”, pues podría argumentarse cómo no narra su involucramiento con otros
negros, carentes de mando o ausentes en las historias de poder, presentes en los libros o
los relatos circulantes. Su impotencia –generada por las restricciones identitarias ya
referidas– le impide entablar otro tipo de relación. En cambio, la narradora del inicio, la
adulta que enuncia heterodiegéticamente (aquélla que ve desde la distancia del tiempo y
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la madurez los hechos de su niñez y su adolescencia), está consciente de su anhelo de
acercarse al otro, a través de la palabra y lo inadecuado de haber decidido ir a la aldea
de Mshlanga. La mujer, ahora, puede reflexionar: “Es posible que hoy sienta una
necesidad apremiante de conocer a esos hombres y mujeres como personas, de que me
acepten como amiga; pero la verdad es que entonces había salido de casa con el solo
deseo de satisfacer mi curiosidad” (362).
Cuando la joven considera sus armas no como instrumentos de defensa, sino
como dispositivos para la supervivencia (la cacería, en concreto) y se desvanecen sus
temores hacia los negros, otrora peligros potenciales, se modifican las masas informes y
los paisajes borrosos: “Mis pies se afianzaron en la tierra africana y supe ver con nitidez
las formas de la colina y del árbol” (357). Entiende que ese suelo había sido hollado por
pies ancestrales que no eran los suyos ni los de los demás blancos. “Pero al mismo
tiempo pensaba: también me pertenece. Yo me he criado aquí; este país es tanto mío
como de los negros. Y hay sitio más que suficiente para todos, sin tener que expulsarnos
unos a otros de aceras y caminos” (357).
La anterior sería una postura muy extendida, desde mediados del siglo XX, la
del multiculturalismo “mosaico”, cultivada en Estados Unidos y Canadá6. El sustantivo
apunta hacia la delimitación de los grupos culturales, en cuanto a la posibilidad de fijar
sus límites y sus fronteras. Arroja la visión de homogeneidad, de sociedades compactas
unidas por las mismas tradiciones y prácticas, las cuales las separan con nitidez de otros
conjuntos humanos. En función de esta perspectiva de corte liberal, se pronuncian leyes,
se promueven políticas nacionales, en pos de la convivencia armónica y el crecimiento
equilibrado de todos los grupos. Esto, señala, tiende a borrar lo que los distancia para
6 Cabe mencionar la existencia de teóricos que diferirían en cuanto a reunir a ambas naciones, en su
vinculación con este concepto. Por el contrario, ellos acordarían en la existencia de un multiculturalismo
“mosaico” en Canadá que se opondría al ficticio “melting pot” estadounidense (Morán Escobedo, 2001:
155).
17
configurar una idea conveniente, pero ilusoria, de igualdad de todas y cada una de las
etnias, religiones o lenguas (Velasco Arroyo, 2001: 117). El resultado es la formación
de “ghettos” culturales, de barrios diferenciados, de días feriados no compartidos,
manifestaciones notorias en los países citados.
El respeto mutuo hacia las diferencias, reflexiona la narradora del cuento
analizado, bastaría para facilitar la convivencia entre blancos y negros. Es decir, expresa
esa perspectiva del “mosaico”, en el que ambos grupos estarían juntos, pero no
imbricados; formarían un bloque (como si varios ladrillos se unieran sin mezclarse entre
sí) y su resultado sería una nación unida, gracias a haber aceptado la existencia de su
diversidad. La complicación emerge ante la revelación de que el futuro heredero del jefe
Mshlanga trabaja como cocinero en la casa de la adolescente, pues mientras el viejo
líder habite en las praderas y no dependa de los ingleses, de manera evidente, para ella
es sencillo separar un mundo de otro; cada uno opera según reglas específicas, pero en
ellos prevalece una jerarquía aplicada isotópicamente por la narradora. Es decir, los
conocimientos occidentales son aplicados de manera semejante a una cultura que no lo
es. Por eso, cuando un futuro jefe negro debe obedecer a su familia blanca (a su padre, a
su madre, a ella misma), asoma un gran número de cuestionamientos, debido a los
roces, a las fricciones culturales (¿por qué un heredero mantiene los ojos bajos ante los
blancos?), incomprensibles desde la lógica anterior.
La fuerza subversiva de “lo menor”
Los estudios poscoloniales descentraron los discursos de la racionalidad
occidental, considerada durante siglos como la única posible, como la mejor opción para
la propagación del progreso a escala mundial. Contribuyeron a “la rehabilitación de las
sensibilidades indisociables de los lugares, de las situaciones geoculturales” (Mattelart,
18
Neveu, 2004: 142). Identificar las estrategias de dominación y desigualdad entre los
grupos sociales es tarea tanto de los historiadores, sociólogos y antropólogos, como de
quienes estudian las expresiones artísticas más variadas: la poesía, la narrativa, la ópera
(Walia, 2001: 20).
El cuento de Doris Lessing despliega su fuerza anticipatoria y una coherencia
argumentativa articulada teóricamente sólo hasta varios años más tarde. Su narradora se
aleja del sujeto romántico, invencible o victimado, heroína victoriosa o trágica, tan
usual en las narraciones decimonónicas. A mediados del siglo XX, esta escritora hace a
un lado la fragmentación promovida por los renovadores de la narrativa moderna como
Marcel Proust, James Joyce y Virginia Woolf y, en su lugar, prefiere desarrollar su
historia, siguiendo una línea temporal con rupturas mínimas en su avance hacia un
futuro. Posee, sin embargo, algunos ases estructurales bajo la manga: la narración se
realiza en retrospectiva, en una muy disfrazada armazón de cajas chinas. Es decir, una
voz adulta introduce el texto hasta llegar al problema central del mismo (el encuentro de
dos culturas, en las personas de la adolescente blanca y el viejo negro) para ceder su
lugar a un “yo”. Casi imperceptiblemente, el juego temporal también sufre alteraciones,
pues el pasado de la joven es leído como si transcurriera en el presente de la lectura.
Así, el lector crece ideológicamente junto con ella; descubre al otro, a la par de la chica;
llega a un punto de avance imposible como la misma “Nkosikaas” y, en ese
movimiento, la última palabra se le concede al receptor.
Las elecciones formales del texto analizado se entrelazan indisolublemente con
las líneas temáticas expuestas en él. La insistente voz de la narradora es abrumadora al
compararla con la práctica ausencia de intervenciones en estilo directo o, incluso,
indirecto. Los diálogos son escuetos, aunque el mayor espacio concedido, en el marco
de tal brevedad, son los concernientes a las pocas entrevistas entre los dos sujetos
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centrales del cuento. Éste es, por lo tanto, un buen ejemplo de una literatura moderna, la
cual registra la necesidad de una dosis de solipsismo, con el propósito del sujeto de
explicarse a sí mismo su incapacidad para converger ya no sólo con los miembros de su
propio grupo social, sino con los “otros” culturales.
Resalta la escasa atracción de la narradora por hablar del universo blanco, las
relaciones familiares, los vínculos sociales en el territorio colonizado y, en contraste, la
fascinación por un orden social apartado por completo de lo conocido (en su
individualización y no como la “masa informe” aludida) hasta entonces. Al “profundo
abismo entre las dos identidades culturales supuestas” (Said, 2005: 41), el texto se
obstina en buscar maneras de tender puentes propicios para la interacción. Lessing
despliega el problema de la separación de los roles femeninos y masculinos, su
concepción como entidades fijas y naturalizadas y despliega las correspondencias de la
desigualdad, en todos los niveles. Desde la perspectiva de la subalternidad, permite
Discutir la dinámica bipolar con la que el pensamiento occidental ha articulado
sus saberes y demostrar en la práctica del análisis, que la misma lógica que da
cuenta de la relación entre élite y subalterno, ayuda a entender la relación entre
lo local y lo global, el estado y la sociedad, el multiculturalismo y la
heterogeneidad (Rodríguez, 2001: 6).
La adolescente posee conciencia plena de la primera violación incurrida: no está
permitido a una joven blanca pasear “sola por la pradera como pudiera hacerlo un
hombre blanco. Además, por esa zona sólo tenían derecho a circular los funcionarios de
gobierno” (362). La segunda trasgresión apunta a las reglas impuestas por la autoridad
hacia el conglomerado social, fuera del color que fuera. En ambas circunstancias, ella
cuestiona las representaciones compartidas por los miembros de su cultura y, así, la
identificación con sus prácticas y sus creencias. Al mismo tiempo, esa libertad de
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tránsito experimentada en África del Sur, aunque trasgresora a las normas de su grupo,
favorece una introspección sobre las diferencias de género. Su mirada recorre con
libertad tanto lo que ocurre en la esfera pública como la privada, en relación con el
choque cultural entre el poder blanco y la impotencia negra. Es justamente su condición
de menor, de invisible, el hecho de ser una mujer adolescente, la que le permite entrar y
salir de los dos ámbitos, ser testigo silencioso, registrar lo ocurrido, dado lo inocuo de
su presencia.
Detalles “menores” como un encuentro entre un viejo jefe negro y una
adolescente blanca, son el suelo fertilizado por Doris Lessing para trascender un
concepto como el de “cultura”. La escritora no se refiere a monumentos, fechas,
nombres grabados en letras de oro o personajes incluidos en las enciclopedias. “La
cultura es siempre histórica, y siempre está anclada en un lugar, un tiempo y una
sociedad determinados”, advierte Edward Said (Walia, 2001: 52). Ella elige un
momento en donde los efectos de la Segunda Guerra Mundial han desviado la atención
y el interés hacia los efectos de la colonización de los imperios europeos. Se decanta por
los grupos minoritarios, los desplazados, los desposeídos, los ignorados. Y sin perder de
vista su estatuto de mujer y su propia condición de subalterna, en razón del género y la
edad de la voz narrativa, apuesta por una versión heterodoxa, no oficial y libertaria de la
cultura.
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Sobre la autora
Maricruz Castro Ricalde. Doctora en letras modernas, realizó un segundo doctorado en
ciencias de la comunicación, en la Universidad del País Vasco. Es miembro del S.N.I. nivel 2 y
profesora investigadora del ITESM, campus Toluca. Es autora de Ficción, narración y
polifonía. El universo narrativo de Sergio Pitol (2000), coeditora de Escrituras en contraste.
Femenino/masculino en la literatura mexicana del siglo XX (2004), Josefina Vicens. Un vacío
siempre lleno (2006), editora de Puerta al tiempo: Literaturas de Latinoamericana del siglo XX
(2007), entre otros. Ha recibido numerosos reconocimientos como ensayista y crítica literaria.