"Conflicto versus consenso: de Cicerón a Aristóteles pasando por Carl Schmitt" en R. Cid López y...

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-171- CONFLICTO VERSUS CONSENSO: DE CICERÓN A ARISTÓTELES PASANDO POR CARL SCHMITT 1 Pedro LÓPEZ BARJA DE QUIROGA Universidad de Santiago de Compostela En estos últimos años, hemos podido advertir un renovado interés por la teoría política clásica, al hilo del debate entre republicanismo y liberalismo. 2 Uno de los ejes de ese debate lo constituye la recuperación, más o menos matizada, del pensamiento de Carl Schmitt, en particular, en lo referente a su crítica del liberalismo, en la que puede advertirse una cierta influencia de la teoría política grecorromana. Con estas páginas, quiero mostrar el lugar donde más claramente se aprecia esta influencia: la concepción del cuerpo político como una suma de dos o más grupos, frente a la perspectiva que adopta el liberalismo, que lo ve como un agregado de individuos. Esta concepción schmittiana, de raíz clásica, admite dos lecturas: la que se esfuerza por subrayar los elementos de conflicto que hay entre los grupos, por una parte, y por otra, la que busca el modo de alcanzar un consenso entre ellos. Empecemos por aclarar el término «representación». Con él nos referimos al hecho de que las leyes no las aprueba el conjunto de la ciudadanía sino sólo sus representantes. Ha de quedar claro que se trata únicamente de leyes, porque «representantes» los hay en casi todas las sociedades mínimamente complejas, incluso algunas bastante pequeñas recurren a «delegados» o «magistrados» electos, que tienen poder ejecutivo, por decirlo así, pero no la capacidad de hacer las leyes. Así definida, la representación es una invención moderna. Según Pocock (2002: 623), es la única idea nueva incorporada a la teoría política desde que los griegos y los romanos la inventaron. Por tanto, la representación no debería preocuparnos demasiado ahora, dado que nuestro objeto es la teoría política clásica. Volveremos a tratar sobre ella más adelante, por el momento será mejor centrarnos en otro término importante para nosotros: el «republicanismo». La «tradición» republicana ha puesto el mayor énfasis en la necesaria participación política de los ciudadanos. Pocock, a quien acabo de mencionar, dedicó bastantes páginas al análisis pormenorizado del «vivere civile» de Maquiavelo. Si el hombre es un «animal político», entonces el apolítico es sólo medio hombre, pues no ha desarrollado todas sus posibilidades como hombre (o como mujer). Resulta crucial que todos los ciudadanos tengan voz en las decisiones 1 Mi agradecimiento a Valentina Arena, de UCL, por sus comentarios a una versión previa de este artículo. 2 Véase Balot, 2009, en el capítulo VIII (Receptions), donde se pasa rápida revista al republicanismo de J. Pocock y Q. Skinner, así como a H. Arendt y Leo Strauss.

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CONFLICTO VERSUS CONSENSO: DE CICERÓN A

ARISTÓTELES PASANDO POR CARL SCHMITT1

Pedro LÓPEZ BARJA DE QUIROGA

Universidad de Santiago de Compostela

En estos últimos años, hemos podido advertir un renovado interés por la teoría política clásica, al hilo del debate entre republicanismo y liberalismo.2 Uno de los ejes de ese debate lo constituye la recuperación, más o menos matizada, del pensamiento de Carl Schmitt, en particular, en lo referente a su crítica del liberalismo, en la que puede advertirse una cierta influencia de la teoría política grecorromana. Con estas páginas, quiero mostrar el lugar donde más claramente se aprecia esta influencia: la concepción del cuerpo político como una suma de dos o más grupos, frente a la perspectiva que adopta el liberalismo, que lo ve como un agregado de individuos. Esta concepción schmittiana, de raíz clásica, admite dos lecturas: la que se esfuerza por subrayar los elementos de conflicto que hay entre los grupos, por una parte, y por otra, la que busca el modo de alcanzar un consenso entre ellos.

Empecemos por aclarar el término «representación». Con él nos referimos al hecho de que las leyes no las aprueba el conjunto de la ciudadanía sino sólo sus representantes. Ha de quedar claro que se trata únicamente de leyes, porque «representantes» los hay en casi todas las sociedades mínimamente complejas, incluso algunas bastante pequeñas recurren a «delegados» o «magistrados» electos, que tienen poder ejecutivo, por decirlo así, pero no la capacidad de hacer las leyes. Así definida, la representación es una invención moderna. Según Pocock (2002: 623), es la única idea nueva incorporada a la teoría política desde que los griegos y los romanos la inventaron. Por tanto, la representación no debería preocuparnos demasiado ahora, dado que nuestro objeto es la teoría política clásica. Volveremos a tratar sobre ella más adelante, por el momento será mejor centrarnos en otro término importante para nosotros: el «republicanismo».

La «tradición» republicana ha puesto el mayor énfasis en la necesaria participación política de los ciudadanos. Pocock, a quien acabo de mencionar, dedicó bastantes páginas al análisis pormenorizado del «vivere civile» de Maquiavelo. Si el hombre es un «animal político», entonces el apolítico es sólo medio hombre, pues no ha desarrollado todas sus posibilidades como hombre (o como mujer). Resulta crucial que todos los ciudadanos tengan voz en las decisiones

1 Mi agradecimiento a Valentina Arena, de UCL, por sus comentarios a una versión previa de

este artículo. 2 Véase Balot, 2009, en el capítulo VIII (Receptions), donde se pasa rápida revista al

republicanismo de J. Pocock y Q. Skinner, así como a H. Arendt y Leo Strauss.

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que les afectan en tanto que miembros de la comunidad. Sin embargo, la movilización de todos los ciudadanos puede ser peligrosa, porque la situación política puede degenerar en «populismo», cuando el debate político es sustituido por las emociones de la masa, la «tiranía de la masa», que alarmaba a Cicerón, (de re

publ. 3, 45-47), como había alarmado a Aristóteles y a muchos otros a lo largo de la historia, entre quienes cabe citar a Ortega (1976: 144):

En una buena ordenación de las cosas públicas, la masa es lo que no actúa por sí

misma. Tal es su misión. Ha venido al mundo para ser dirigida, influida, representada, organizada (…) Pero no ha venido al mundo para hacer todo eso por sí. Necesita referir su vida a la instancia superior, constituida por las minorías excelentes.

Cuando esta situación «natural» se corrompe y la aristocracia pierde el gobierno

a favor de la masa, las consecuencias pueden ser letales. Este grave riesgo puede evitarse si todo el mundo, sin excepciones, se somete al imperio de la ley. Cuando la ley gobierna, protege a las minorías y a los individuos de los abusos, de manera que el humor cambiante de la masa no se traduce en una ley arbitraria y cambiante. Este sometimiento de todos a la ley es una exigencia también muy importante dentro de la tradición republicana. Para Philip Pettit (1999), es algo aún más importante que el «vivere civile». A su juicio, la participación política no es un fin en sí misma, pues la clave es vivir libremente, donde la libertad se entiende como «no dominación». La sociedad tiene que crear las condiciones necesarias para que nadie domine ni sea dominado, ya se trate de la mujer respecto de su marido o del empleado respecto de su patrono. Este entorno de no dominación lo crea y mantiene la ley, pero por este camino regresamos al punto de partida, esto es, a la cuestión de quién hace la ley: ¿el pueblo o sus representantes?

La representación como tal presenta varias ventajas: puede ayudar a proteger a las minorías contra la tiranía de la mayoría y proporciona un mecanismo adecuado para que la «voluntad popular» pueda expresarse de modo ordenado y pacífico. Lo cierto es que «voluntad popular» resulta un concepto de vagos contornos, referido en ocasiones a huelgas o manifestaciones o incluso a lo que algunos periodistas escriben en sus periódicos. No resulta absurda, por tanto, la idea de que unos representantes elegidos por el pueblo sean los encargados de discutir con calma y ordenadamente las cuestiones de interés público. Sin embargo, junto con las ventajas hay también algunos inconvenientes, en particular su carácter oligárquico. En un sistema representativo, los votantes ejercen su derecho (cuando lo hacen) cada cierto tiempo y se desentienden de la política de modo que, al final, el país lo gobiernan en exclusiva los representantes del pueblo, es decir, una exigua minoría. La representación, según sus críticos, crea ciudadanos pasivos, sin interés alguno por la política y esto tiene obvias consecuencias negativas: en particular, la rendición de cuentas en sentido amplio, la accountability anglosajona, se vuelve casi imposible si los ciudadanos no prestan atención a lo que hacen los políticos, dejándoles las manos libres. Incluso las elecciones pierden buena parte de su sentido si muchos

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votantes no saben quiénes son los candidatos ni las líneas maestras de sus respectivos programas electorales. Quizás, después de todo, la representación no sea tan buena idea.3

¿Qué tienen que decir, en este debate, Aristóteles y Cicerón? Tanto los griegos como los romanos entendían el cuerpo político básicamente como un compuesto, como una suma de diferentes partes. Por lo general, se trataba de una dicotomía: el senado y el pueblo, ricos y pobres, patricios y plebeyos, los pocos y los muchos… Con Hobbes, la perspectiva cambia: comienza a concebirse el cuerpo político como una agregación de individuos, en pie de igualdad (Bobbio, 1992: 15-33), aunque todavía Adam Ferguson (2010), en 1767, insistía con vehemencia en que el hombre aislado no existe, pues en todas partes vemos que espontáneamente forma grupos con sus semejantes, de manera que el llamado «estado de naturaleza» es una entelequia, no sirve como fundamento de una verdadera ciencia política. Ferguson era en esto fiel a las enseñanzas de los antiguos, para quienes las personas aisladas no tienen relevancia política, sólo los grupos, desiguales por otra parte, que en conjunto componen la ciudad. En Roma, el senado no hablaba en nombre del pueblo, los senadores no eran «representantes» del pueblo, sino que hablaban en su propio nombre y por su propia autoridad, contrapuesta y a veces enfrentada a la del pueblo. La asamblea del pueblo tenía su propia voz y a menudo, como digo, podía entrar en conflicto con la voluntad del senado. Cada una de las dos partes de la res

publica tenía autoridad por sí misma, sin que ninguna de ellas estuviera sometida a la otra. La conocida fórmula senatus populusque Romanus expresaba muy bien esta dualidad, esta diarquía esencial de la constitución romana.4

Cicerón y Aristóteles, de quienes nos ocuparemos en lo sucesivo, enfocaron de modo distinto esta dicotomía fundamental, la que separaba a los pobres de los ricos (en Aristóteles) o al senado del pueblo (en Cicerón). El político y filósofo romano adoptó lo que podría denominarse un enfoque schmitttiano, quiero decir que procedió a dividir la ciudadanía en «amigos y enemigos». Teniendo en cuenta el hecho de que Cicerón escribió sus libros unos dos mil años antes de que naciera Carl Schmitt, sería probablemente más ajustado a la verdad decir que este último asumió ideas ciceronianas, cosa que no puede descartarse, aunque no son las cuestiones de paternidad las que nos deben preocupar a nosotros ahora. Aristóteles, por su parte, planteó una propuesta menos agresiva. Su «régimen constitucional» (politeía) se apoyaba sobre una fórmula de consenso entre oligarquía (ricos) y democracia (pobres), mientras que, por el contrario, las propuestas ciceronianas se fundaban en el conflicto. Conflicto (es decir, Cicerón) frente a consenso (Aristóteles): esta es la dicotomía que vertebrará el cuerpo de las páginas que siguen.

3 Puede verse la crítica de la democracia liberal en Ovejero, 2008, así como, por el otro lado, la

defensa de la representación que hace Ruiz Soroa, 2009, aunque éste infravalora gravemente la participación política del dêmos en Atenas, al tener en cuenta sólo la asistencia a la asamblea, olvidándose de la participación en los jurados, la boulé, magistraturas sorteables, etc.

4 Sobre «los dos cuerpos de la república», vid. López Barja, 2007: cap. II.

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1. Cicerón

Presentar a Cicerón como defensor de un modelo de conflicto puede parecer paradójico, al menos a primera vista. Al fin y al cabo, su definición de populus

destaca el consenso como uno de los dos elementos esenciales que la integran (el otro es utilitas), pero este consenso no es el que puede haber entre las personas sino el consenso del derecho; esto es, la armonía que se establece entre las distintas normas, la ley natural en suma, que es la que transforma un agregado de personas en un populus (Sobre la república 1,39, vid. Cancelli, 1973). Algunos de sus más famosos eslóganes también ponían el acento en el consenso: pensemos en el consensus omnium bonorum o en la famosa concordia ordinum. Sin embargo, el consenso que defiende promueve el conflicto, porque no se abre a toda la comunidad política sino que pretende unir a una parte de los ciudadanos para enfrentarla con dureza al resto. Tomemos como ejemplo su discurso del 57 a.C. En defensa de

Sestio. La idea principal es la de defender un «consenso de todos los buenos» para poder hacer frente a los malos. Quienes se oponen a este consenso lo hacen porque están locos o bien porque les agobian las deudas o están deseosos de ocultar de este modo los graves delitos que cometieron. No les mueve la defensa de unas ideas ni la legítima ambición de gobernar su ciudad. Cicerón los describe, no como políticos, sino como criminales que aspiran a destruir la república. Esto, dicho en lenguaje moderno, equivale a describirlos como terroristas, en tanto que emplean la violencia para subvertir el orden constitucional:

Porque, entre un número tan grande de ciudadanos, hay multitud de ellos que, o

por miedo al castigo, conscientes de sus delitos, buscan revoluciones y cambios políticos, o que, por un innato desenfreno interior, se alimentan de discordias y subversiones civiles, o que, ante las dificultades de su patrimonio familiar, prefieren consumirse en el fuego de un incendio general antes que en el suyo propio (…) Son más los medios que atacan a la República que los que la defienden, porque los hombres audaces y malvados se ponen en movimiento a la menor señal (Cicerón, En defensa de Sestio 99-100, trad. de J.M. Baños, ed. Gredos, n.º 195, Madrid, 1994).

El contraste se establece entre los defensores de la república y los criminales que

pretenden destruirla. Conviene no dejarse engañar por la retórica de Cicerón. Él dice que salvo unos cuantos agitadores comprados (las famosas conductae contiones), la mayoría de los ciudadanos romanos son optimates porque coinciden en lo fundamental respecto de la res publica; pero resulta que estos furiosi, estos desesperados por su propia ruina económica o moral, eran senadores también, políticos de mucho prestigio e influencia, miembros de la oligarquía, si bien defensores de ideas populares. Cicerón, sin embargo, no reconoce tener nada en común con ellos, no hay ningún espacio compartido en el que ambas partes puedan convivir. Los expulsa de la ciudadanía, pues quienes atacan los fundamentos de la res publica, como hacen los populares, pierden automáticamente la condición de

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ciudadanos. De este modo, Cicerón convierte a sus rivales políticos en enemigos públicos. Su enfrentamiento contra Catilina lo transforma en una guerra justa, librada contra un enemigo público y lo mismo vale para Marco Antonio.5 Por eso, Cicerón se opone con vehemencia a cualquier iniciativa conciliadora (como la embajada de paz de enero del 43) y no descansa hasta que el senado declara a Marco Antonio hostis publicus el 26 de abril de ese mismo año. En cuanto a Clodio, Cicerón no tiene ninguna duda de que su asesinato estaba plenamente justificado (En

defensa de Milón 2, 6; 29, 78; 33, 89). Todo esto no pretende «absolver» a sus rivales ni convertirlos en meras víctimas de los ataques del arpinate. Marco Antonio, por mencionarlo sólo a él, no se limitaba a criticar a Cicerón en el senado sino que tuvo todo el respaldo de las legiones hasta que Octavio maniobró para ponérselo más difícil. No se trata ahora de «juzgar» a Cicerón, sino de comprender que su planteamiento rechaza de plano todo acuerdo con quien no respalde las ideas optimates; divide, en suma, al cuerpo político en amigos y enemigos. Ya sean los ordines (senadores y equites) o los boni (optimates), el consenso que Cicerón pregona quiere fortalecer la cohesión de una parte de la res publica para derrotar a la otra.

Como es sabido, la prouocatio era una de las piedras angulares de la constitución republicana, recogida y regulada en numerosas leyes a lo largo del tiempo. Gracias a ella, los tribunos de la plebe tenían el derecho de proteger a los ciudadanos, si lo consideraban oportuno, contra los abusos de los magistrados, que veían de este modo limitado su poder coercitivo. La condena a muerte, si intervenía alguno de los tribunos de la plebe, sólo podría dictarla o bien la asamblea del pueblo o bien un tribunal de jurados (quaestio), pero ninguno de los magistrados. Este obstáculo, muy engorroso cuando se trataba de asuntos políticos que atraían con facilidad la atención de los tribunos de la plebe, Cicerón lo solventó sorteándolo, quiero decir, negándoles a sus enemigos políticos la condición de ciudadanos. De esta manera, los cónsules podrían, en virtud de su imperium, y a la vista de sus delitos, condenarlos a muerte por ellos. Dicho de otro modo: los ciudadanos, al menos los de una cierta relevancia, tenían la salvaguardia de la prouocatio, podían invocar la protección de los tribunos, pero los rivales de Cicerón, convertidos en enemigos públicos, perdieron esa defensa. El tratamiento que merecían unos y otros era radicalmente distinto.

En este punto es donde creo que puede observarse una clara coincidencia entre las ideas ciceronianas y lo que se conoce como «derecho penal del enemigo» (Jakobs y Cancio, 2003). La idea es simple, se trata de separar dos derechos penales distintos: uno, el ordinario, conserva su orientación garantista, de protección de los derechos del justiciable; el otro, el «Feindstrafrecht» se guía por criterios de eficacia, lo preside la idea de anticipación, porque lo que busca es desarticular al enemigo, impedirle cometer futuros crímenes, ya que los suyos no son delitos ordinarios, sino actos terroristas que quieren destruir el orden constitucional. Puesto que lo que está

5 Palam iam cum hoste, nullo impediente, bellum iustum gerimus, Cic. Cat. 2, 1, 1. Para Marco Antonio, vid. Filípicas 8, 12.

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en juego es nada menos que la supervivencia del Estado, se adelanta el castigo, equiparando la comisión del delito y su tentativa, y se quebrantan las garantías procesales, recurriendo a la incomunicación del detenido. El principio básico que sustenta este derecho penal es, a mi juicio, nítidamente ciceroniano: se trata de actuar contra algunos ciudadanos como si hubiesen voluntariamente declinado su ciudadanía, de modo que, si ya no son ciudadanos, puedan ser tratados simplemente como «enemigos».

Los vínculos que unen este «derecho penal del enemigo» con Carl Schmitt, por un lado, y con las doctrinas de la administración Bush sobre la «war on terror», por otro, son conocidos y han sido puestos de relieve en varias ocasiones.6 En lo que se refiere a Schmitt, el Estado ha de procurar la paz dentro de sus fronteras y, por eso, está capacitado para determinar por sí mismo también al enemigo interior, afirma Schmitt (1991: 75) con una referencia explícita a continuación al mundo clásico y en concreto, a la declaración de hostis, entre otras medidas (proscripción, ostracismo, etc.). El «enemigo interior» no es un delincuente común sino un opositor político, que se enfrenta violentamente, con toda intensidad, a nuestro modo de ser, que busca destruirnos.

La aplicación de este derecho penal de enemigos a la «war on terror» fue un trabajo colectivo en el que sobresalió John Yoo, miembro del «think-tank» neoconservador «American Enterprise Institute», profesor de derecho en Berkeley y sobre todo, «deputy assistant attorney general in the office of the Legal Counsel of the US Department of Justice» entre 2001 y 2003. A él se le atribuye, en particular, un memorando de 14 de marzo de 2003, que sencillamente orillaba todas las leyes nacionales e internacionales que regulasen el tratamiento debido a los prisioneros: el presidente de los Estados Unidos podía hacer con ellos lo que creyera conveniente para la seguridad nacional (Horton, 2005). Es verdad que la mayoría de estos prisioneros no son ciudadanos de Estados Unidos, pero cuando se trata de la dicotomía «amigo/enemigo», las cuestiones de nacionalidad resultan irrelevantes, como lo muestra el caso, entre otros, de Yaser Hamdi, ciudadano de Estados Unidos, prisionero en Guantánamo. El gobierno norteamericano argumentó que, debido a su condición de «combatiente-enemigo», había perdido todos sus derechos como ciudadano. El tribunal de distrito determinó lo siguiente (McClintock, 2007):

This case appears to be the first in American jurisprudence where an American

citizen has been held incommunicado and subjected to an indefinite detention in the continental United States without charges, without any findings by a military tribunal and without access to a lawyer. Despite the fact that Yaser Esam Hamdi («Hamdi») has not been charged with an offence nor provided access to counsel, the Respondents contend that his present detention is lawful because he has been classified as an enemy combatant.

6 Véase, por ejemplo, Scott Horton, 2005; y Ramón Campderrich, 2007.

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Se han planteado algunas dudas en cuanto a la relación entre J. Yoo y C. Schmitt, sobre todo porque las obras de Schmitt, debido a su antisemitismo y a sus notorios vínculos con el nazismo, tuvieron muy escasa presencia en los Estados Unidos. Es verdad, sin embargo, que el interés por Schmitt claramente ha renacido a raíz del hundimiento de la URSS y la crisis del marxismo, pero con todo, creo que la conexión entre ambos no fue directa, sino que se estableció a través de una tercera figura, el reconocido como mentor intelectual del neoconservadurismo: Leo Strauss (Frachon y Vernet, 2004). Pese a ser judío, Leo Strauss mantuvo una intensa relación intelectual y, durante un corto periodo de tiempo, también personal con Carl Schmitt (Meier, 2008). Aun discrepando de él en algunos aspectos fundamentales, no cabe duda de que lo admiraba y es probable que animase a sus alumnos de Chicago a leer algunas de sus obras.

Regresemos ahora a Cicerón, pero mirándolo desde la perspectiva de Schmitt. En El concepto de lo político, Schmitt sitúa en el centro la seguridad, como tarea esencial del Estado, al que define como una unidad política organizada,

internamente apaciguada, territorialmente cerrada sobre sí e impermeable para

extraños (Schmitt, 1991: 76). De esta seguridad que el Estado proporciona a sus ciudadanos deriva su legitimidad para exigir de ellos obediencia, incluso hasta el límite de tener que arriesgar su propia vida. Por eso, para Schmitt el principio protección/obligación de Hobbes tiene tanta importancia: a su juicio, protego ergo

obligo es el cogito ergo sum de la política. ¿Qué constituye la política, según Cicerón? ¿Cómo define él la ciuilis scientia?

En tanto que scientia, su contenido consiste en definir qué es la res publica, en distinguir las diferentes clases de res publicae y en determinar cuál de ellas es la mejor. Dicho de otro modo, la principal preocupación del teórico de la política (en este punto, Cicerón coincide con Polibio) consiste en estudiar las causas del cambio constitucional con el fin de retrasarlo en la medida de lo posible. Los populares, según Cicerón, lo que pretenden es precisamente el cambio constitucional, avanzar hacia la ciuitas popularis (democracia en el esquema ciceroniano) alterando el fundamento de la res publica, que es el respeto a la propiedad privada de los ciudadanos.

El consensus omnium bonorum quiere reunir en torno a si a los amigos (optimates) para librar una lucha a muerte contra los enemigos (populares). Cicerón pretende utilizar la ley (senatus consultum ultimum) en el espacio en el que esta ya no existe, porque ha quedado suspendida: quiere invocar la ley natural para invadir de ley el terreno en el que esta cesa, el terreno que Agamben (2004) denomina «el estado de excepción». Como señala Agamben, la ley funciona mediante la dialéctica que une auctoritas (senado) con potestas (pueblo). El senado no puede actuar por sí solo, su auctoritas lo constriñe a «ser garante» de los actos de un tercero (magistrado o pueblo), pero mediante el senatus consultum ultimum, el senado quiebra esa dialéctica, actuando en soledad, por propia iniciativa. Al defender la vigencia del senatus consultum ultimum y, más tarde, al impulsar otras medidas ilegales contra Marco Antonio, Cicerón se sitúa plenamente dentro de ese «estado de excepción»,

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que es el terreno en el que nacen los dictadores, o bien, en la Roma antigua, el espacio que dio paso a la pura auctoritas: el Principado de Augusto. 2. Aristóteles

En opinión de G. Maddox (2002), la defensa republicana de Cicerón que hace Ph. Pettit carece por completo de sentido porque el arpinate era «elitista hasta el fondo». Sin duda, Maddox tiene razón. Entre los diferentes eslóganes políticos inventados por Cicerón, uno de los más conocidos era otium cum dignitate y su objetivo era, claramente, el de forjar una silenciosa mayoría, obediente a las instrucciones de los principes. Cicerón, como es sabido, criticó con dureza el abstencionismo político de algunos epicúreos, considerándolo simple cobardía, pero su cólera se justificaba por el momento crítico que vivía Roma, porque en esa situación nadie debía mantenerse al margen, seguir viviendo en el plácido retiro del Jardín. Cuando la res publica amenaza con derrumbarse, todo el mundo debe acudir en su ayuda. El resto del tiempo, los principes se ocupan de gobernar a la mayoría de los ciudadanos, que sólo ansían otium cum dignitate: la tarea de los principes consiste en reprimir la leuitas de la multitud (Cicerón, En defensa de Milón, 8, 22). Cicerón, desde luego, era un elitista convencido, pero lo mismo puede decirse de Aristóteles y de prácticamente cualquier otro pensador de la Antigüedad clásica.

La Política de Aristóteles comienza con una afirmación rotunda: la dominación está justificada cuando hay desigualdad natural, como sucede con la dominación del varón sobre la mujer o sobre el esclavo que lo es por naturaleza, pero cuando ambas partes son esencialmente iguales, entonces nadie tiene el derecho de dominar al otro, y ha de establecerse un turno rotatorio, de manera que cada parte sea sucesivamente dominante y dominada. Esta afirmación ha sido a veces mal interpretada, como si se refiriese a individuos aislados, cuando, de hecho, Aristóteles está hablando de grupos (esclavos por naturaleza, hombres, mujeres), no de individuos sueltos, una abstracción que, como veremos, sólo a partir de Hobbes cobrará relevancia para el pensamiento político. En cada polis hay diferentes grupos, que han de establecer relaciones equitativas entre sí, porque si no se hace de este modo, la pólis se vuelve injusta e inestable, de manera que probablemente acabe por sublevarse la parte que se considera injustamente tratada. Hay grupos muy diferentes en cada pólis, pero a Aristóteles le interesan especialmente dos: los ricos y los pobres. Para Aristóteles es de importancia crucial buscar una fórmula que permita conciliar democracia (el gobierno de los pobres) con oligarquía (el gobierno de los ricos) o, dicho de otro modo, hacer compatible el principio de libertad (todos los libres deben tomar parte en el gobierno) y el principio de propiedad (sólo los ricos deben tomar parte en el gobierno):

Para saber cuál sería entonces la idea de igualdad con la que ambas partes

estarían de acuerdo, se deben examinar los criterios con que unos y otros definen lo que es justo. Dicen ambos que aquello que decida la mayor parte de los ciudadanos, esto es soberano. Aceptemos este principio, pero no sin más ni más.

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Puesto que si resulta que la ciudad la constituyen dos grupos, los ricos y los pobres, lo que ambos grupos decidan, o lo que decida la mayoría, que tenga una carácter soberano; ahora bien, si toman decisiones contrarias, que prevalezca el parecer de la mayoría, es decir, los que tienen el censo más elevado (Aristóteles, Política VI, 1318b, trad. de E. García, Madrid, 2005, editorial Istmo).

Aristóteles ve la ciudad de una manera muy semejante a como la ve Cicerón,

dividida en dos grupos, cada uno de los cuales rechaza someterse a la voluntad del otro: ricos y pobres, los pocos y los muchos, equivalen, en Roma, al senado y al pueblo, entendiendo por «pueblo-pobres» a aquellos que están fuera del gobierno oligárquico (en Aristóteles) o del senado (en Cicerón).7 Pero si el punto de partida es común a ambos, el desarrollo del argumento es diferente, porque Aristóteles busca el consenso, no el conflicto. Busca una fórmula que combine ambos criterios de legitimidad y lo que hace es darle valor a las decisiones acordadas por los muchos precisamente porque son muchos. A su juicio, las decisiones tomadas por un amplio grupo de personas tienen más probabilidades de ser correctas que las adoptadas por un individuo aislado, incluso si, tomados individualmente, cada uno de los miembros de la multitud es menos «valioso» que cada uno de los aristócratas. Esta conclusión aristotélica se conoce en la literatura moderna como «teoría de la sumatoria», debido a que se trata en realidad de una pura suma de opiniones, pues no se requiere que la multitud alcance un acuerdo tras deliberar sino más bien mediante votación. Puede haber deliberación, pero no es algo imprescindible, dado que simplemente el «valor» de cada uno se suma al de los demás para obtener un valor mayor que el de los miembros de la élite.

Antes de proseguir y ver cómo llega Aristóteles a hacer compatibles ambos criterios de legitimidad (ricos-pobres), debemos recordar que, a su juicio, hay tres «partes» en cada politeía: la que delibera, la que juzga y, por último, los magistrados. Estas tres partes de alguna manera anuncian lo que será la división de poderes de Montesquieu, aunque hay obvias e importantes diferencias, pero no es esta la cuestión que ahora nos ocupa. Lo importante para nosotros es que, partiendo de esta tripartición, Aristóteles define al ciudadano como aquel que puede participar en la parte que delibera y en la que juzga. Aristóteles considera insuficiente o inadecuada la definición tradicional de ciudadano como aquel que es hijo de ciudadano y aporta una definición creada por él. En ella se destaca, cierto, la participación, lo que es adecuado, porque la pólis se concibe como «escuela de virtud» y esta, la areté, no se adquiere mediante el puro conocimiento sino ejercitándola. La virtud de la justicia la adquiere y la desarrolla el ciudadano poniéndola en práctica al formar parte de un jurado, la valentía, formando parte del ejército, y así sucesivamente. Se entiende, pues, que Aristóteles insista en la participación, pero no tanto que la reduzca a dos de las tres partes de la politeía. ¿Por qué excluye a los magistrados de su definición de ciudadano? La respuesta está

7 El concepto de «pueblo» en Cicerón está especialmente abierto a manipulaciones interesadas,

como ha mostrado Mas, 2009.

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en la teoría de la sumatoria. En Grecia (y particularmente en Atenas), los jurados solían ser muy amplios, de 201 ó 401 miembros que acordaban el veredicto sin ninguna clase de deliberación, mediante el voto. Los jurados y las asambleas (la parte «que delibera») eran esas «multitudes» que pueden tomar decisiones acertadas porque «suman» un cierto valor entre todos. Las magistraturas, en cambio, las ejercían individuos solos o en pequeño número, de manera que era preferible reservarlas a las personas más «valiosas», es decir, a los ricos.

De este modo, hemos llegado a la fórmula que Aristóteles estaba buscando: una constitución mixta (politeía), donde los pobres ejercen su mayoría en la asamblea y los jurados, pero sólo los ricos pueden ser magistrados. Esta fórmula está en íntima conexión con su definición de ciudadano, porque, de este modo, la exclusión de los pobres de las magistraturas no les priva de la ciudadanía, sino sólo de una parte de la politeía. Ambos criterios (libertad y propiedad) encuentran cabida en la constitución y ni los ricos ni los pobres se ven explotados por la otra parte de la pólis. Esta constitución mixta resulta, por tanto, bastante estable, es una de las llamadas justas, no de las desviadas (tiranía, democracia y oligarquía), aunque no sea la constitución ideal, que es la descrita en los libros VII y VIII de la Política, el gobierno de los mejores, donde el único criterio relevante es la virtud, no el número de personas ni su riqueza.

3. Conclusiones

1. Nuestra primera conclusión tiene algo de paradójico: las ideas del republicanismo clásico, en particular la exigencia de participar en política, se encuentran mejor representadas en los oponentes de Cicerón que en el propio arpinate. Aunque no contamos, por desgracia, con ninguna obra de teoría política escrita desde una óptica popularis, podemos afirmar que uno de los objetivos de los populares era el de ampliar el tamaño de la asamblea, dando cabida en ella, o mayor peso, a grupos tradicionalmente discriminados (como los libertos). Además, los populares pusieron el énfasis en la ley y, por tanto, en las deliberaciones de la asamblea, introduciendo el voto secreto para reducir la influencia en ella de la nobilitas. Cicerón, en cambio, consideraba que las decisiones incumbían a unos pocos. Es verdad que en su tratado Sobre el orador, defiende que el orador sea el verdadero político, porque él es el único que tiene capacidad para convencer. El filósofo puede tener amplios conocimientos de ética o de política, pero careciendo de la oratoria, sus ideas no llegarán a materializarse. En cambio el orador no sólo debe dominar esas materias, sino que debe saber convencer, arrastrar a la mayoría. En este limitado sentido, podemos ver en Cicerón a un precedente de la democracia deliberativa moderna (Remer, 1999), pero sigue siendo cierto que el público al que Cicerón debía convencer era el reducido del senado mejor que el más amplio de las asambleas o las contiones. Su elitismo le impedía preocuparse demasiado por la opinión de la multitud. Por el lado griego de nuestra investigación sucede algo semejante. La constitución mixta (politeia) resulta, a nuestros ojos, la menos excluyente, pero no es la que Aristóteles prefiere, no es la constitución ideal.

ConfLiCto versus Consenso: de CiCerón a aristóteLes Pasando Por CarL sChmitt

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2. El Estado debe proporcionar seguridad, según el principio de protección-obligación de Hobbes que Schmitt rescata. El equivalente en la pólis es la obsesiva búsqueda de la estabilidad, de los mecanismos para evitar el cambio constitucional o al menos retrasarlo en lo posible. Esto Cicerón lo hace expulsando al enemigo (los populares), negándole toda influencia política, mientras que Aristóteles sigue el camino contrario: pone los medios para ampliar el respaldo de los dos grupos, ricos y pobres, a la constitución involucrando a ambos en el gobierno y reconciliando ambos criterios de legitimidad. Lo que para Cicerón justificaba la más dura de las condenas (los populares desafían nuestro modo de concebir la res publica o bien los ricos y los pobres justifican de manera contradictoria su derecho a gobernar), Aristóteles lo convierte en el punto de partida para una nueva definición de ciudadano y un nuevo modo de entender la pólis.

3. La piedra angular de la democracia moderna es la noción de ciudadanos libres e iguales. La representación, es decir, el hecho de confiar la redacción de la ley a un cuerpo de representantes, se apoya sobre esta premisa, como ha mostrado Pocock. Su raíz se encuentra en Hobbes, en la medida en que, frente a la tradición aristotélica (y ciceroniana), la unidad básica de su construcción es el individuo, mientras que para Schmitt ese lugar lo ocupa siempre un grupo, ya sea el Estado, un partido político o una banda de partisanos (Slomp, 2009: 48-49). Algunos autores actuales, como Chantal Mouffe (1999) entre otros, recuperan el punto de partida schmittiano poniendo en cuestión la misma noción de igualdad. No se trata tanto, en el caso de Mouffe, de grupos, sino de identidades: mujeres, obreros, homosexuales, ecologistas, nacionalistas, dotados de una cierta coherencia interna, una vez que entran a formar parte de la dialéctica amigo-enemigo. Pero recuperar a Schmitt supone recuperar la noción de lo político entendido como el enfrentamiento entre grupos, supone poner en cuestión la idea básica del liberalismo (la ciudadanía igualitaria) y rechazar, por tanto, la representación como forma de hacer las leyes. Bibliografía

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