Caballero, Adelaida. Cuando los Demonios Cantan.

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Presentación de Indran Amirthanayagam

Prólogo de José Kozer

Epílogo de E of Watain

Ediciones Edén

Todos los derechos reservados / ®Ediciones Edén 2007, ®Adelaida Caballero, 2007

Adelaida Caballero nació en Monterrey, en 1986. Comenzó a escribir a los seis años. A los

catorce publicó por primera vez (Cuervos en mi ventana, 2000). En 2007 dio a conocer

Cuando los demonios cantan, y obtuvo el Primer lugar (poesía) en el XVII Certamen de

Literatura Joven Universitaria, con Apología de los puntos cardinales (en Antes de

nosotros, UANL 2007). En 2009 colaboró con Oscar Carlquist y la banda sueca de

heavymetal RAM, leyendo poemas en su álbum Lightbringer (AFM Records, Alemania).

Ese mismo año, la Fundación Gloria Fuertes de Madrid le concedió el X Premio Gloria

Fuertes de Poesía Joven a su libro Mecánica del fuego (Torremozas, 2009). El Instituto de

los Mexicanos en el Exterior y Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (México) le

otorgan también en 2009 el primer lugar en el III Concurso de Historias de Migrantes a su

crónica titulada El triple exilio (en Historias de Migrantes, CONAPO-CONACULTA

2010). Horcas invisibles, su poemario más reciente, se publica en julio de 2013 por 2.0.1.3.

Editorial Alienígena y Yaxkin Melchy en la Ciudad de México.

Adelaida radica en Suecia desde 2008. Es antropóloga cultural y psicóloga social por la

Universidad de Uppsala y se dedica al desarrollo de metodologías para el análisis

neurohermenéutico de la intersubjetividad, con énfasis en la relación entre lenguaje

simbólico, discurso poético y memoria semántica.

Dice Adelaida que siempre aparece alguien para cuidarla. Me ocupo de esta

tarea en la presentación. Y lo haré porque quiero dejar mi huella al lado suyo en

esa calle de fantasía donde los poetas dejan sus rastros en el cimiento. Es una

poeta con bastante osadía, con un largo alcance de artimañas y un lenguaje puro

como un vaso de agua bendita con minerales volcánicos.

Me enteré de la poesía de Adelaida por una casualidad cuando entró en

un taller que organicé para honrar una visita a México de José Kozer. Veo que

hay un poema en el libro dedicado al maestro cubano-americano. Así debe ser

para el poeta al punto de despegar a regiones aún mas transparentes que las que

hemos encontrado sus mayores todavía labrando la tierra.

Digo, al punto, porque estos demonios no cantan aún con la experiencia

vivida —el horror, el horror, de Kurtz. Nuestra poeta joven bodhisattva ha

abierto apenas las puertas de su celda dorada. Sin embargo, la osadía le lleva a

jugar como Dios y empieza su poemario con “Génesis”:

Primero fue la noche Una mancha devorándonos el sueño, lunas verdes y esta lluvia vertical de la palabra desmemoria en verso hasta el olvido.

Pero en contraste al Dios Creador, esta poeta celebra la desmemoria, el

olvido deliberado mientras homenajea a Roberto Juarroz y su poesía vertical

quien en su turno

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saluda a Huidobro con su Altazor en picada.

Después de “Génesis” viene “Éxodo.” Lectores de las tradiciones

cristianas y judéicas, aún los musulmanes podrían situar esta poesía dentro de

sus herencias espirituales, sus libros fundadores. Imposible para mí no

interrogar el poeta ¿y los animistas, los ateos, los hinduistas, qué huesos vas a

dejar para que ellos puedan satisfacer su hambre?

Y la poeta responde con carcajadas. El tercer poema en el libro —ese

número mágico, la serie que siempre lleva el peregrino a su posada —se llama

“Etcétera”. ¿Cómo creerlo? Qué burla a las expectativas psicológicas del lector.

¿Y qué sucede en las etcéteras de nuestras vidas? Como dice el cuento: they

lived happily ever after. El poema empieza así:

Entonces fueron sus párpados. El ceño fruncido La boca de trueno Le vi desabrochado hasta el último botón de los olvidos.

Devoro el sexo salvaje y cicatrizante en este poema de lo cotidiano. Me

deleita ese último botón. Esta poeta es atrevida, llena de la sustancia que mueve

y conmueve el mundo

no solamente de los seres humanos sino también de los demonios.

En “Extravíos” grita “Soy la muerteamarte enloquecida de mirarlo / Soy

la incontenible muerteamante abierta en llamas”. Y el mago poeta, el alquimista

dice en “Quiromancia”:

Él lo supo. Yo le abrí las manos. Vi sobre su piel de pergamino la escritura arcana de la suerte. Dos pájaros negros me cayeron de los ojos, muertazul la tarde ensombrecida de presagios.

¿Cuáles son los presagios de esta poeta enraizada en la tradición

cristiana? El lector los nota en muchos poemas. En “La Medalla Milagrosa,” la

búsqueda de certidumbre parece el objetivo. En “Mensual”, “dolores

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ancestrales nos ensanchan cada herida.” Y en estos hermosos versos que

terminan “Diacrónica”: Mi lengua / es un pensamiento rojo que camina entre

tus calles / donde nada, ni la lluvia, permanece”.

Cuando Adelaida escribe así, no hay otra opción que quitarse el

sombrero, todos los sombreros, y gritar bravo.

Merecen muchas felicidades estos temores de una joven perdida en el

Infierno con las tradiciones occidentales como su Virgilio. Algún día espero

que adopte también las tradiciones orientales en su poesía. Anda fuera de su

palacio esta joven Gautama ahora, lejos de las protecciones maternas y paternas,

de sus propias tradiciones. Se acerca a la tierra de los demonios.

Indran Amirthanayagam

Vancouver, Canadá

abril de 2007

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Imaginemos un martillo de platino golpeando sobre un yunque en carne viva,

imaginemos que con cada golpe se penetra más en la carne: esa intensidad signa

Cuando los demonios cantan de Adelaida Caballero, poemario donde cada

verso es un golpe que fija simultáneamente expresar (extirpar) dolor personal

trasvasándolo en poemas angustiados, desde un oído invocando músicas cada

vez más al fondo: desesperación existencial a la procura de un lenguaje, entre

diáfano y oscuro, que al extremarse anhela (precisa) forjarse una salida a la luz:

luz que se encuentra para volverse a perder, luz que se bifurca proliferante en

cuanto música clásica, mito escandinavo, mito azteca, y resurrección de formas

a través de un lenguaje ora prístino ora retorcido, lenguaje tradicional

conjugado con un lenguaje del recoveco y del pliegue barroco, siempre como

situación (existencial) en busca de una condición que se anhela ulterior.

“Me pesarán sus huellas como plomo” sería un verso emblemático de

este libro: contiene a la vez la claridad del lenguaje tradicional con la intensidad

de un dolor donde se entreveran lo alado y efímero de la huella (mercurial) con

la gravitación ineludible del plomo asesino, sellador de muertos en su sustrato

plutónico. Peso no sólo gravitacional en su sentido físico sino asimismo

espiritual: de espíritu desasosegado que penetra y penetra buscando el poro

abierto que conduzca al aire, se desteja del propio dolor, y acceda a la garantía

de un espacio iluminado, más quieto, donde hacer escritura es salud más que

desgarramiento: y donde la escritura se remanse en aposentos luminosos para

que el cuerpo, penetrado, segregue sus manchas y poluciones, y encuentre

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entonces su afirmada mansedumbre: un cuerpo que no es cepo, que no es

reducto claustrofóbico, sino espacio abierto, quizás redimido, como abiertos y

redimidos están los poemas que conforman este hermoso libro de Adelaida

Caballero.

José Kozer

Miami, Estados Unidos

abril de 2007

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La lluvia se mide por hombros, el fuego por nombres, por voces que callan

detrás de las puertas. Cuando una da a luz a la luz, los ojos se quiebran como

ventanales, las astillas cubren cada herida consecuente y los silencios, abren en

la duda tres acordes acrobáticos.

Los elefantes, los pájaros, los caballos, las ínsulas, el borde que hizo el

mundo con precisión de esfera, los mares y el desorden que sincroniza los

nodos son ángulos obtusos de algún cuerpo inabarcable. Qué lejos está lo que

no ha sido visto.

¿Nunca has querido cortarte las manos para ver si recuerdas que existe

también lo que no se toca? Escribirse desde el fondo, desde el centro, desde el

íntimo placebo de ejercitar la memoria que llora sobre el rostro de un recuerdo

embalsamado, abrirse cicatrices en los ojos y en las uñas; nada puede rotular lo

que se vive, ese tedio polvoriento del siglo XIX en todas partes, en los labios,

qué aburrido es sentarse a representar el oficio, qué cómico es el drama cósmico,

los arquetipos viejos, las musas, los mitos primarios.

Si tengo que decir algo sobre mí debo comenzar por mis manos feas o

este cabello largo al que deberías estar atado: ¡me aburro fácilmente! Adicta al

chocolate, odio los domingos y el sabor cáustico de la mañana siguiente. Me

dan miedo los pájaros. Todo a mi alrededor es blanco, azul o negro; siempre

hay niños que me siguen en los supermercados, hombres viejos en las calles y

perros sedientos que sueñan con mis pies pero tú sabes, lector (tienes que saber

después de todo, tú me conoces como yo conozco el invierno y sus gemidos de

Vivaldi, nosotros sabemos, todavía podemos recordarlo) lo que ellos no

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entienden: mi piel fue hecha para ser tu sábana, serpiente y bahía, pantera y

alcohol, luna de abril en donde hasta los montes se desdoblan.

Ahora tengo que esconderme tras tus ojos, dejarte esta biblia del

apóstata en las manos y acostarme a dormir. Vas a sentirte solo y no hallarás

aquí piedra que no sea toda ella negra y muchas oraciones te dirán que te he

fallado. Más si tus dientes saben desvestirlos, debajo de las pieles escamosas de

estos monstruos, encontrarás espejos, perfumes, caracolas; árboles que te dirán

lo que ninguno te ha dicho y que no me da miedo decir porque lo sabrás de

cualquier modo: desde la letra primera del Génesis hasta la última sombra de la

lengua más oscura, desde los hielos del Norte hasta la hierba de la antigua

Teotihuacan, en el trayecto infinito de los viajes que poblaron esta sustancia de

nombres, calendarios y verdades; te tuve presente, lector, como a mi único

destinatario.

Adelaida Caballero

Monterrey, México

mayo de 2007

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Cuando los demonios cantan y yo me escondo

siempre aparece alguien para cuidarme

y alimentar a los monstruos

que suelo parir de repente.

Este libro es para la familia,

José Pulido, Sergio Wulschner

y para todas las personas que han pasado

dejando alguna marca en esta obra.

Gracias.

Cantan los demonios y la noche

todavía está abierta.

Primero fue la noche

Una mancha devorándonos el sueño,

lunas verdes

y esta

lluvia

vertical

de la palabra

desmemoria en verso hasta el olvido.

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Luego fue la luna

Un repique silencioso entre las manos

Antes del canto el acento,

barca cromática,

vértigo

de coral henchido de pleamares.

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Entonces fueron sus párpados,

el ceño fruncido,

la boca de trueno.

Le vi desabrochado hasta el último botón de los olvidos.

Luego el adiós y sus vestidos blancos,

su mortaja disfrazando la mordida de las aves.

Lloro muertos.

—Hey, ¿estás despierta?

—No. El sueño es piedra triangular sobre los ojos.

Una certeza incompleta que abrasa los cuerpos exhaustos.

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Él partió otra vez como los peces

esa huella suya en las arenas.

Los ahogados vuelven a mirar hacia la costa,

rugen en su lengua de abisal cada secreto.

En la casa crujen los silencios de madera.

Es tarde.

—No me duele ya.

Pero los ojos

desdibujan olas a la puerta.

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Luna en una lágrima, niño que envejece

Su cuerpo delgadísimo las voces de las vírgenes

Muebles. Cuerpos que se vuelven espirales

Terremotos siempre a punto de volverme sobre esos centros míos tan barrocos,

estos Bachs ya tan adentro de la sangre.

La callada despresencia de la aurora parte en cántigas la luz,

en luz los peces.

Yo me desperezo. Doy de tumbos

Lo recuerdo en clavecines que entrecortan los gemidos del violín de mi garganta.

Anochece. La ciudad viene quebrándome los pasos.

Otra vez el pescador de la pupila dilatada en la pantera.

Tras el cristal azul de su cintura,

los arcanos dictan el augurio de la suerte.

Una estrella aluza me despeina los cabellos

Soy la muerteamarte enloquecida de mirarlo.

Soy la incontenible muerteamante abierta en llamas.

Soy la muertealambre devorándole los ojos.

Todo él es lumen, piedra luna

Cuarzos que le arañan la retina hinchada en sal e insolaciones.

Letras que me atrapan en poemas sin salida.

Voy buscando.

Voy abriéndome pinchazos en la carne.

Sangro leche.

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Sangro en fusas,

acordeones,

un fagot

y mi voz es la palabra de las frutas,

una vela en el casquete de una nave.

La promesa marinera del regreso,

esa herida que le cae sobre la frente.

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La enredadera de su piel bajo el sereno

tuvo la inocencia de la Esfinge.

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para E

I

Para romperle los párpados

necesito la frenética embestida de las bocas.

Lenguas abrazadas,

una que muerda la cicatriz de la otra. Yo recuerdo.

Nací la madrugada del Beltán entre serpientes,

pájaros, hogueras, luna en Venus.

Fui canto a la medianoche antes de sus siete horas,

fuego que muerde la madera húmeda.

—No pises las sombras.

II

Llevas un par de alas negras, abiertas sobre la frente.

Cuando la palabra es de un vino oscuro

y hay nieve en la ventana de algún cuarto silencioso

un símbolo arcano, recto bajo los labios

hace volar las voces de mis ojos a tus dedos,

cada sílaba dormida vive en mariposa muerta

y nos buscamos

porque somos tan fecundos como el polvo.

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III

Sobre el estigma de la palma izquierda,

en el monte creciente, hieres mi nombre

con ese alfabeto antiguo y afilado

que sólo algunos dioses presentían: lúbrico grafema,

morderte el cuerpo es tragar luz a centellones,

incendios, númenes, los peces de la fuga por las márgenes

y las estrellas rojas.

IV

Las serpientes caen de los cabellos,

lloran a un sol oscurecido de mayo.

Aquí no pisarás las sombras

porque se acostarán en tu espalda,

ese claro en donde bailan las desnudas

y después de que el azul se sobrevenga

yo como algún templo abandonado

mudaré de rostros hasta ser la piedra amorfa

no reconocida.

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Él lo supo. Yo le abrí las manos.

Vi sobre su piel de pergamino la escritura arcana de la suerte.

Dos pájaros negros me cayeron de los ojos,

muertazul la tarde ensombrecida de presagios.

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Cuando el agua hace gemir sordamente los cristales

los páginas, las ensoñaciones

y las voces caen entristecidas

como sobre las bocas de antiguos monumentos,

sola, lejos de la luz

la esclava abre una flor en la entrepierna,

las hojas acarician el hierro de los barandales.

La muerte es el peso de la ausencia

sobre la sombra prisionera contra el lecho.

Ido ya sobre los pasos de los otros,

más lejos de lo que está lo que no ha sido visto

él quiebra la tarde, el sueño le teme

huye de su costilla, ese piélago de corredores

porque en él las cicatrices emergen como las aves.

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Creció de mis dedos enfurecida de ausencias.

Se hizo de vino y láudano y de dolores ajenos.

Cayó en las dunas del rostro,

nadie quiso amamantarla.

Fue distancia y cuerdas en vibrato.

Tras el diluvio anochecido en la entrepierna

no fue voz, murió antes de él, dormida.

[La palabra rota entre los labios se resbala.]

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Lengua sobre el lunar junto al ojo de Aarón

En el sillón danzan el obelisco y la odalisca.

Basilisco bajo la almohada a las 3:55

Sólo el aire entra [por la ventana]

Caballo de espadas sobre la Sota de bastos

¿Ves lo que llevo en la mano? —Tócame las cuerdas,

víbrame una cruz sobre la frente

Cae bendita su salpicadura.

Aarón solía morir cabeza abajo como Pedro.

¡Qué pieles, Señor Jesucristo, Khalil Gibrán, mahometanos!

Sábana encintada policroma,

diván azul de curvas y de larvas.

Bajo su huella de pojkvän camina un santo.

Viste delgado arlequín blanco y negro en el fondo del pozo

[de su pupila izquierda.

El obelisco y la odalisca rompen en crines y en aves

Él besa el vientre de ella que lame las inscripciones.

Uno tiene la carne de pan.

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Una cabellos largos, perfiles rojos.

Sueño es tarde anaranjada entre las bocas,

las paredes blancas se derrumban como plumas.

Nada vuelve a serlo. Nada. Nombres. Caracoles.

Hace astillas, desdibuja otra mirada los cristales.

Y la odalisca se esconde y llora y danza y danza y parte.

Nada vuelve a ser como era entonces.

Nada en el sillón. Poemas. Versos. Desconsuelos.

Sombras que naufragan en la orilla de la calle.

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Rómpeme la luz, trígme, canta

espigas cosquilleándome el recuerdo.

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Toda vuelta azules cuando niña,

árbol de luciérnagas y luz

multiplicaba

—como el dios el pan, el vino, el pez—

la certidumbre.

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Toda la poesía desdibujada:

mana sangre el cuerpo a borbotones.

Ser mujer es casi ser verano.

Una lleva el fuego bajo el vientre

y la luna presa en cada párpado.

Dolores ancestrales nos ensanchan las heridas.

El ojo de nuestras madres —Safo, Medea, Eva, María—

nos ve piadoso, perfecto

por la hendidura que nombra la cicatriz femenina.

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Abro los ojos.

Tiro lo que llevo en cada mano.

Su piel duerme la memoria,

lame pesadillas, besa percusiones.

A veces soy una gran herida.

Otras soy una boca que quiere tocarte.

Y sentada en un lugar donde los pájaros

no pueden volar en círculos sobre nosotros

trato de escribir con una letra diferente

algo que olvidé cómo decirte.

Mi lengua

es un pensamiento rojo que camina entre tus calles

donde nada, ni la lluvia, permanece.

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En la oscura pesadilla de mi vientre

nuestros hijos que jamás serán ya nuestros.

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Su piel rompe mis pasos.

Ansiosa me examino,

me entrego a un tacto gris,

un tacto ingrávido.

Más pesarán sus huellas como plomo,

dolerán sus dedos como dardos.

Imaginación exánime, anémica, inconclusa.

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para Martin Rosendahl

Al término del noveno adiós cantaron los mares,

abrieron sus bocas negras, abismos a lo lejos.

Los elefantes, los pájaros, los caballos, las ínsulas,

la tierra fragmentada como un pan sobre el mantel,

entraron por las playas, tomaron las arenas,

se armó una multitud enfurecida a contramar.

Lunas y sudores pululantes arremeten.

La tromba avanzó a los patios, abrió las ventanas de los dormitorios

donde los hombres abrieron los brazos.

Desnudo y confundido, el joven Odín juega con sus cabellos,

la enredadera solar que lame el círculo perfecto de sus hombros,

ese horizonte inasible que vuelve los oídos a la costa,

esa mancha húmeda que desde el otro lado

hace vértigo la luz no amanecida donde hasta la música lo besa,

muerde sus omóplatos divinos,

esa armadura de As, bosque de arándanos, nieve.

El dios presiente de pronto a la pantera en los edredones,

encuentra el abrazo furtivo, la posesión que impaciente

bebe de los jugos enervantes de los sexos,

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rompe los listones de la lengua ennegrecida,

con su voz bestial multiplica la noche, corrompe las aguas

y a través del aro místico de la nariz que lo busca

hace saltar serpientes, leones, mariposas.

El hermoso Odín de carne y hielo, abierto desde el vientre

por un pez, tiembla, grita en does, se desarma;

cae, rueda por el piso deshojada la bitácora de un viaje

que no existe, ese melancólico alfiler en el insomnio,

templo en que la piedra retó a muerte a la memoria de los ríos,

ese vientre seco, el relámpago, una fosa oscura

donde la pantera escupe flores y rubíes.

Ha cubierto el ojo verde, bruma penetrada en el almizcle,

una pócima de pieles y lagartos que se tocan,

que cantan en la lengua de los cuerpos celestes,

ese lúbrico aneurisma que abdicado en ser insecto

remata los vestidos de los ídolos, ese huir exacerbado

de corriente ultramarina, el pergamino arcano

que enumera los secretos de la iniciación.

Fue su cuello el puerto, las naves enemigas le ofrendaron

leche de ubres cósmicas, sangre consagrada en el cenit,

miel silvestre concebida de la menta,

eucalipto, valeriana que transforma cicatrices en azul,

el solsticio que fondea los alicantes en que el fénix,

una brújula de sombra incandescente,

lanza runas y epitafios sobre el valle en que las piras se erigieron.

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Con las pieles extendidas sobre los dorados muslos,

el bello Odín mira el amanecer en el pelaje de la fiera que dormita

costados como urnas, ofrendas, libaciones.

La tromba retrocede hasta la playa en procesión,

una horda interminable que les amarra los pies,

alarga los hemisferios acerados de la ausencia

y rompe las amarras del navío palpitante:

los puentes se levantan para que los amantes

crucen la herida atlántica entre continentes.

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Ella es ambas bocas,

hembra y pez,

monstruo bicéfalo

cuando él gime agónico,

animal ensangrentado

y se aferra al suelo pantanoso

de su sexo.

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Cuentan que la lluvia habita la acequia trapezoidal de su rostro

y la vadea silenciosa la Aurora de rosáceos dedos

El tiempo se hizo líquido en sus hombros

La mañana exhausta entre los muslos

El ruido del camino descampado

es vértigo y ventana

sol y polvo.

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Los cabellos son versos al aire,

lúgubres galeras que naufragan

en la costa negra de tu axila.

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I

No temas a la ausencia del invierno,

sabe limpiar la tierra de los pasos que anduviste.

Cuando nací no sé

si era primavera o era rayos.

Una luz vacía en los cristales del cunero.

Llovía, sí lo supe

con la misma certidumbre de las cosas que son nuestras

Tú tenías un año y siete meses.

Te veía como no ves las cosas que se fueron.

No me temas. Yo seré la madre de la tierra.

El bosque ya me nombra ¿no lo escuchas?

Adelaida, Adelaida —dice.

Era yo pequeña cuando el sol para saberte.

No soñaba con cumplir los Hados. No sabía

lo que estaba escrito entre las hojas.

Oficio de mariposa es morir en septiembre —alguien dijo

No podemos encontrarnos

en medio de este espiral hacia abajo —dijiste.

Nadie predijo el olvido de los que apenas nacen

—pero ¿no sueñas mi voz endurecida, callas

como una vibración, un pájaro aturdido, huellas?—.

También lloré los mares para que no te ahogaras

y nuestras manos se abrieran un mediodía en Stockholm

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Lanza al agua piedras de las ruinas.

Que no te sangre en ecos la memoria.

Adelaida, Adelaida —dice el bosque.

II

Yo era la tierra de donde nacimos. Ambos cordones

—Tu destino hilaré de oro,

tu estirpe será del hielo y de las aves,

hágase la aurora —dijo Skuld. Y le naciste.

Yo vivía en el tiempo. Una rueda oscurecida de materia

donde los relojes sueñan que son pinos.

Cantaron los bosques.

Una diosa azteca se hizo planta de maíz, después mujeres.

Cihuacóatl dijo: yo te haré del grano de mi grano.

Será tu palabra recuerdo de lo que no fuiste

y tu estirpe nigromante. Sabrás leer las suertes.

III

Le nací a mi madre una mañana

de esas que los astros justifican.

El cielo dormido enfureció. Me hizo naufragio.

Una luz vacía en los cristales del cunero.

No era yo tan chica cuando el Sol para saberte,

la lengua de mi madre se hizo de ojos y presagios.

Soy el agua. Los montes han dicho algún nombre que no conocían.

Adelaida, Adelaida –dicen.

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Bajo tu cuerpo germinan serpientes que flotan.

IV

Oficio de mariposa es morir en septiembre –alguien dijo.

Yo cerré los cuerpos que no escuchan

la lectura frágil del espejo que los duerme.

Un silencio fúnebre de noche los ensombra.

V

Para callar la luz hay que dejarla

andar entre nosotros. No recuerdo

si fui número o letra o fui cuadrado.

No fingí el poeta. Lo llevaba

en medio de los rostros, nauseabundo.

VI

Fue en abril la luna avergonzada de ser hembra.

Estalló en el sueño la memoria adormecida

del primer recuerdo entrecortado donde el vientre.

La serpiente danza caracoles a tu oído.

Árbol lo recuerda:

era alguna vez una mujer que descubriste

cuando en el principio de la noche tras los ojos.

Los colores cantan el secreto de las vírgulas.

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VII

Hierba entre los labios conmovida de ser fuego.

Uno de los hombres trae la piedra,

es hija de la diosa como yo y tiene mi sangre.

Entra por el pecho y late en pájaros, se duerme.

Es soles amarillos que se acuestan en tus hombros.

¿Recuerdas el lugar, esa mancha enrojecida de girarse,

un dolor agudo como luz, lo ingenuo del relámpago?

Te nombran desde que éramos fragmento blanquecino.

VIII

Cantabas, rompías arcoiris en los dientes

Fui la entristecida la aferrándose a las cuerdas

—cada letra es una hoja que presiente

la noche que se ensancha hasta quedar semidesierta-—.

El cielo inhabitado es animal ultramarino

IX

Fue como en tormenta la ruptura,

músculos de légamo y el ruido ensangrentados

por el doble filo del cuchillo maternal.

La salamandra

boca vuelta al Norte para hablarte,

Adelaida, Adelaida —dice.

Tus dedos me heredaban profecías a los ojos.

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Nos perdimos. Hablábamos en lenguas que no fueron.

Tu nombre no sé si era 0 ó O,

así de círculo la mano blanca, el pulgar

escandinavo hasta la uña

Ceño recogido cuando marchas en verano

—Párteme como la lluvia, como a la cintura

de la odalisca que canto cuando te llamo en silencio.

Rompieron en ciclón las oraciones.

Los pájaros cortaron en el aire lo que vi sobre mis palmas.

Después viajé el solsticio para verte.

[Ahora que nos hemos vuelto pasto,

apáganos la noche y no hagas ruido.

Deja a los presagios escribir sobre nosotros

lumbre vuelta luz. Que cada signo

llore en cicatrices a escondidas]

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Lejos del adiós semidesierto

donde no es tu lengua la incendiaria movilidad de la estepa,

tu frente la arena,

aquí

vuelcas la carne en agujeros y ondas.

Tu madre es la tierra, una Ceres oscura,

su sangre la piedra que traga tu voz cuando el llanto.

Si lloras escupes espigas de los ojos y las venas.

Eres tan amarillo que el Sol no te toca.

Extiendes la telaraña del cuerpo sobre la sábana.

Las mariposas nocturnas danzan en círculos sobre tu boca.

Aquí en el silencio,

en medio de la oscuridad amenazante

un ópalo brilla bajo tu ceja izquierda.

El jaguar nos ronda.

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Siempre llegarás a esta ciudad –para otro lugar no esperes

no hay barco para ti, no hay camino Así como tu vida la arruinaste aquí

en este lugar pequeño, en toda la Tierra la destruiste. Kavafis

Tú también quisiste como el hombre de Kavafis deshacerte.

Despeinar

la luz de la memoria en el costado de otra luna vespertina.

Pero la ciudad te rompe el cuerpo y te succiona.

Corta una

y otra

y otra

y otra vez

y te entimisma

y muerde las interminables ganas de llorarte en otros mares casi extintos y en los ojos.

Esa vieja pérdida te corta en cien los brazos

Jala tus cabellos en la espera de otros hijos,

de otros muertos

que no duerman en la sangre de tus miedos amarillos

La misma ciudad en su lecho espinoso envenena y marchita tus plantas sureñas.

La misma ciudad es la misma marisma del asesinato en tu carne de soles.

La misma ciudad de carbunclo rojizo,

la loba que araña tu pecho tan ancho

tu centro de luz hierbaverde

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tu sombra de indio cansado.

No hay polvos de olvido para la cruz que te entierras

en el costado amargo de tus memorias culposas.

No hay aguazul para tus manosturbias

tus manostruosas.

Y lloras la muerteamarte

cuerpo con cuerpo

en el último resquicio de la tarde

mientras la ciudad se ríe desde la sombra.

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Los cánones. La luz que me lame la herida.

Cada vértebra caliente de buscarlo.

El cuerpo que se mece, se estremece.

Las cosas en su triste despresencia.

Los relojes. La noche estrellada. Los hijos. Las caries.

Los amores ineludibles, su fin inevitable

y luego la muerte, su oscuro redoble.

Los pájaros aúllan sobre la piedra.

Mnemósine lenta, avanza.

Teje madreselvas en la carne,

flor sobre los cuerpos en reposo

—cae el hilo negro de las horas

en el campo abierto de la noche.

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a José Kozer

Hordas infinitas, mujeres plomo

Lluvia metálica en rostros metálicos

Llave de Fa, corva y siniestra

Oído amorfo, homúnculo anidando

en el cadáver de otro homúnculo.

Tristeza es la armadura vulnerable

Ojos errados,

cabizbajas las huestes,

rompe un himen silencioso el olifante como en tardes de Roldán:

ejércitos plomizos me disputan.

Bestias doloridas las ideas.

El fuego

mis mujeres muertas en combate.

47

A veces era un tálamo siniestro,

la luna pavorosa, el terraplén

donde las manos nos sudaban de repente

al brincar al otro lado,

el musgo crecido sobre el hormigón de la baranda,

las espinas del limonero en los brazos

o a veces sólo el rostro que hizo el viento

al ondear la hierba en ambos lados del camino.

Él estaba en todas partes, como el polvo.

Las cosas emigraron con el tiempo,

esa herida del tapiz,

una mancha de madera en la pared

y el espejo roto de vergüenza.

Debí entonces aprender que para no perdernos

hay que abrazarnos al cuerpo de los que no están.

48

En la noche vuelta alfiletero de los años

sigo sin saber qué fue primero

si la sugestión o el signo zodiacal que lo limita

a sentirse un toro bravo y negro

enloquecido.

Banderilla verde la sospecha del engaño.

El dolor agudo de su lomo

manchas de la tarde agonizando sobre el suelo.

49

Las leyes que nos habitan

El viento que lame lo destructible

La carne mordida en rezos

Horas abiertas

Una mirada que pasa de uno que pasa

El canto,

nido de sierpes bajo la almohada cuando no hay luna.

Y qué si le abro mi vena,

la más oscura,

el campo donde me ahorcan las pesadillas,

la sal en la sábana.

Memoria es niña muerta. Madre llora

y mientras

bajo el agónico destello de la musa

una mujer la imita, se vuelve cordero

y lo sacrifican.

50

Cuerpo abierto a mediodía

traen las olas.

Todos los pájaros lloran

la inocencia del albatros.

51

Levanto la gasa y lo contemplo largo rato y en silencio espanto las moscas con la mano.

Walt Whitman

Vientos de cal, arena y agua

El bramar del diablo en aleteo furtivo

Brahms, el mar, la tarde.

Un piano que abre surcos en los dedos.

Sábanas que lamen cada línea de su mano.

El cabello besa la espalda

como la geografía a la tierra.

Luego de la luz a hondo y sombra,

toco nombres que me alumbran cascabeles

(do, fa; do, mi);

junio encendido es una pira entre las bocas.

52

Este ir y venir de las mareas

rompe en voces, venas y distancia.

Todos los otoños por las calles

gritan, se descuelgan de los hombros.

En el áureoamante caracol del primer tiempo

él suspira luz en las paredes

y dibuja negras espirales que lo miran.

53

Hagamos esta mañana blanca de horas rotas

como que él duerme aún ese sueño cansado de ojos grandes como barcas.

Medias lunas negras los párpados.

Porque en la marcha obtusa de los días que me faltan

nada más me agita la canción de los minutos.

Dedos tintazul acariciándome los ojos.

Hagamos de cuenta que ya no tarda en abrirme la noche larga

y bebamos un poco de agua mientras nos arden

esos tiempos blancos de jugar a adivinarle

la postura exacta en que nos habla desde lejos.

54

a José Pulido

I

Yo lo miraba a la sombra de las pupilas dilatadas,

los hombros rectos y la cabeza erguida.

Vestido con aquella delgadez que es más desnuda

tiraba los anzuelos a mi espalda como un viejo pescador de pesadillas.

Dije en el dialecto de las sombras

poses de letargo y de pantera.

Le amarré los ojos a la noche —la penumbra húmeda, dormida

que nos vuelve elásticos los cuerpos—.

Y todas las voces aguardaban.

Y todas las horas aguardaban.

Un halo celeste rompe ahora la pupila negra, dilatada.

Él tira como cuentas las plegarias sobre el mármol de la catedral

y sus viejos ángeles le besan las heridas.

Huyen. A su lado se desvisten.

Gritan. En sus dientes se sacuden

los dorados polvos y los siglos.

55

II

Una tarde gris le emprendió el vuelo.

Las cortinas rojas del balcón fueron abiertas.

Un hombre y una mujer caminan bajo los arcos castaños de la frente materna.

Él se mira al espejo.

Descubre en su rostro otro rostro que reconstruye en recuerdos de alguna

[infancia que no recuerda.

III

Cuando los demonios cantan, la noche se cierra.

IV

En la soledad de la recámara

un aire extraño enreda en mis cabellos sus doce alas.

Las tinieblas lentas nos amarran los designios.

Las pupilas hondas, dilatadas.

No más voces líquidas que suden

lágrimas de tierra, marcos de ventana.

Luna de ciudad entre la hierba —digo y el secreto

llueve a cántaros sobre la madera adormecida—.

¿Qué hay tras el cristal de su cintura?

Pez de pez, de luz, el niño nada

en el laberíntico espesor de mi laguna.

Un rumor nocturno son las hojas que se irisan.

56

V

Dije en el dialecto de las sombras poses de letargo y de pantera,

ojos de cisterna profundísima.

VI

Mira la ciudad por el balcón; sucia,

desigual enredadera.

Cómo caen sus velos de viudez y telaraña.

Era aquél el tiempo en que sus dedos lo sabían.

VII

La madrugada dormida entre barandales negros

soñaba con sierpes como un nido de manchas

—bajo sus huesos, se despereza el áspid de mi espina:

ondula, danza místico, se busca

en una forma pálida que enmarquen las mareas—.

Pero en la oscuridad del lecho ajeno

se desvanece el viejo pescador de pesadillas.

Cae tras el estruendo de un espasmo,

retumba su respiración titánica en la boca azul de Nyx.

Rompen en sollozos las plazuelas

y se vuelven púrpuras las manos de los célibes

57

si besan la sangre a esa hora desteñida.

VIII

No más voces líquidas. La calle se desdobla en pasos.

Una vértebra lumbar de la memoria rompe en desazón.

Las incisiones, diminutas bocas que lo nombran.

IX

Las cortinas rojas se levantan como faldas.

Luego del umbral se desvanece

esa sombra suya entre la sombra.

58

Es con ropas rasgadas y remolinos en el cabello que salgo del embravecido desierto

que es el mundo de Adelaida. Un mundo a través del cual cada uno de nosotros, los

que hemos sentido el corazón encendido, vagará si bien con un extraño sentido de

familiaridad, todavía con la furiosa curiosidad de un niño.

Sigo con impaciencia las los sinuosos caminos de estas letras a través de

antiguas noches estrelladas, catacumbas inquietas y bosques espesos y permanezco

asombrado por su gracia. A veces están en el borde entre ser imágenes abstractas y

realidades físicas. Todavía, como un oasis en el desierto de la mente, desaparecen

mientras que las abrazamos. Y seguimos estando perdidos; tallando, conociendo,

buscando. Ninguno de los jugosos huesos de este libro está siendo lanzado al alcance

del lector. El hambre no debe ser satisfecha aquí, pero sí realzada. Éste es un libro que

provoca la manifestación de ese deseo ardiente dentro de nuestros corazones. Cosas

peligrosas, hermosas.

Con la determinación de una quién dibuja su último suspiro, Adelaida exhala

el horror exquisito de la pasión embravecida. Hay aquí palabras que con su calor

tropical y salados fluidos humedecen las paredes de arenisca levantadas para cercar la

bóveda que es la mente humana, permitiendo al lector receptivo una ojeada de eso que

miente más allá de todas las restricciones emocionales y barreras innatas. Y por esa

virtud, este trabajo no es temeroso de ningún dios, por el contrario, los mismos dioses

deben temerle.

Perdido en el infierno, que sea así, preferible es eso que estar atrapado en el

paraíso.

E of Watain

Estocolmo, Suecia

mayo de 2007

59

Presentación

de Indran Amirthanayagam, 4

Prólogo

de José Kózer, 7

Al lector, 9

Génesis, 12

Éxodo, 13

Etcétera, 14

Marejada, 15

Extravíos, 16

Edipo, 18

Preludio, 19

Quiromancia, 21

1867, 22

La palabra, 23

Romance del obelisco y la odalisca, 24

Canción, 26

La medalla milagrosa, 27

Mensual, 28

Diacrónica, 29

Onírica, 30

Soledad, 31

Desde la boca de antiguos monumentos, 32

Bicéfalo, 35

Maitines, 36

Viajes, 37

Presagios, 38

Mictlán, 43

Pérdidas, 44

Modus Operandi I, 46

Batallas, 47

Penumbra, 48

Tauro, 49

Modus Operandi II, 50

Charles Baudelaire, 51

Bahía, 52

Evocación, 53

A larga distancia, 54

Cum daemones canunt nox clauditur, 55

Epílogo

de E of Watain, 59