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DESDE EL PATIO DE AZULEJOS
Secuencia I
Ibas subiendo cuando viste el cortejo bajando por la misma calle, a
una distancia como de tres o cuatro cuadras. Todo estaba bañado con esa
luz tan blanca de la hora. Sombras azules recortadas geométricamente sobre
el suelo de cemento Portland, traído especialmente para pavimentar los
territorios donde moran el oro y el poder.
Podías percibir todo el conjunto: a la cabeza iba un curita estrecho, de
un blanco rojizo, el cabello oscuro bien pegado a la cabeza, vestido con
sotana blanca y flanqueado por dos monaguillos abrumados bajo el peso del
sol y de los ornamentos religiosos. El curita llevaba una cruz cuyo latón era
evidente a las cuatro de la tarde. Detrás, venía la urna blanca, cargada por
seis u ocho hombres con sus mejores trajes, también blancos. Después, la
madre y las hermanas de la muerta, sollozantes y enlutadas. En total, no más
de veinte personas, pero yo he visto cortejos más tristes. La calle
reverberaba por el resplandor de Julio. Cuatro de la tarde. Nadie en los
quicios de las puertas, nadie en los alrededores. Quizá detrás de los
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postigos. Quizá mirando por las hendijas de las puertas. La sirena de un
barco que iba pasando sonó larga, lamentosamente. Tuuu tuuu tuuu tuuuu
tuuu.
Todo el mundo sabía, todo el mundo comentaba aquella muerte,
descrita con cuidado exquisito como crónica de costumbres por la poetisa
Josefina Ordaz en EL LUCHADOR. Amores desdichados, tragedia de los
tiempos, se llamaba la crónica. En ella se hacía la obligada referencia a
Shakespeare: Romeo y Julieta: los amoríos contrariados e infelices que
terminan en consolador veneno. Sin embargo, nadie podría probar jamás que
la muchacha se había suicidado. Frágil y pálida, toda su belleza había
residido en la juventud no tan lozana de cualquier hija de familia que habitara
en la periferia de las Grandes Casas, viviendo del resplandor de héroes
pasados, de espadas colgadas en la sala, al lado del retrato del Corazón de
Jesús.
Se podía comentar, como de hecho lo hacían, que la muchacha se
había enamorado de un viajante de comercio de dudosa estirpe, uno que
hacía versos y tenía buena labia y sonrisa fácil y tocaba el violín en las
tardes, llenando de melancolía a los que lo escuchaban. Se podía comentar
que el viajante de comercio era casado y que su costumbre era seducir a las
incautas y desaparecer, dejándoles recuerdos que se escondían en los
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cuartos más oscuros, o se disfrazaban de prodigiosos obsequios. Se podía
comentar que, a pesar de la oposición de la familia, la muchacha no había
soportado la atracción de aquella ambarina red que él le tendiera y que
había rendido sus murallas, se había entregado con la guardia baja y las
armas en el polvo a esas citas secretas en la alta noche: citas primero a
través de las rejas forjadas de las ventanas, después cerca del paredón y la
ceiba en el patio de la casa que, afortunadamente para los amores a
escondidas, era la última de la cuadra antes de que la calle naufragara en un
callejón hirsuto de malezas y pedregales. Se podía susurrar de besos y de
abrazos y de pasiones sin límite en el patio posterior, cerca de la letrina.
Después de todo, aquella era una casa sin hombres. Los que había habido
se los había llevado la pasión del oro o una herida por picadura de escorpión,
que es tan sañuda en estos tiempos. Las mujeres, como siempre, habían
vivido de la venta de granjerías: polvorosas y suspiros por la tarde,
empanadas de pescado por las mañanas y alguna costura de las más
sencillas. Y si nadie nunca las había molestado era porque su vida había
sido discreta y tranquila, ubicada en esa zona penumbrosa, amparadas por
el recuerdo de sus héroes. Se podía comentar que siempre hay alguna cabra
que tira al monte y que la muchacha pudo ser una de ésas. Lo cierto es que
el viajante desapareció sin dejar rastro. Cesaron los suspiros de algunas
noches, cuando andaba por el pueblo. Cesó el ladrido fúrico de los perros del
vecindario en noches sin luna. La muchacha apareció en público de vez en
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vez durante muchas semanas, siempre como rodeabrazada por melancolías
de violín. Pálida y más pálida. Ojeras azules y una delgadez de hilo. No hubo
toses ni pañuelos manchados, sino una lenta desecación del cuerpo y del
alma. Y un día murió, sin aviso y sin protesto. No hubo causas razonables
que mencionar. En verdad, nadie podía asegurar que no tenía derecho a
usar urna blanca, como se comentaba, ni tampoco Se podía decir que se
había suicidado (Hay tantas causas de muerte en estos días, en estos
lugares...! Pero la gente había preferido ver de lejos el velorio: la larga noche
iluminada con la escasa y amarillenta luz de las lámparas de carburo en el
patio, las conversaciones entrecortadas que sólo involucraban a la familia y a
algunos piadosos conocidos, el apagado murmullo de los rezos. Ninguno de
los vecinos ni de los sirvientes de las Grandes Casas más que vecinas, por
supuesto. Prohibida incluso la curiosidad. Y ahora la gente se escondía para
fingir que no veía el paso del cortejo, susurrando en contra de la audacia de
la urna blanca.
No esperabas que la cosa fuera a pasar a mayores, sin embargo. Si
habían conseguido un cura que acompañara el entierro, por más que fuera
ese cura escuálido y su cruz de latón, no sería tan grave la cosa, así que
viste con sorpresa cómo el cortejo enfiló hacia las escalinatas de la Catedral
(a quién se le habrá ocurrido, pensaste, porque la Catedral es para los
Grandes Muertos y no para los humildes, no para los sin nombre y sin
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amores y sin monedas de oro, a quién se le pudo haber ocurrido semejante
desafuero social, semejante violación de las costumbres, en vez de llevarla a
la capilla de las Siervas o a la Trinidad, pensaste tú también pensando lo que
todo el mundo pensaba) y comenzó a subir penosamente por la escalinata
hacia el atrio blanquísimo: la urna blanca con un sólido manojo de trinitarias
de un color naranja suave bien arreglado sobre la tapa. Los hombres de
blanco se descubrieron con una mano, bajaron sus sombreros
respetuosamente ante el triple portal majestuoso. Las mujeres de negro
adoptaron de repente un aire más tranquilo y se irguieron, no con orgullo, no
con soberbia, por supuesto, sino con la consciencia de que llegaban a la
Casa de Dios y de que allí iban a ser recibidas por sus limpios y modestos
procederes y no por lo que tuvieran en las arcas, como decía su fe, y que la
muchacha podría ser reivindicada ante todos.
Porque sólo era eso lo que buscaban: la admisión pública de la urna
blanca y el joven cadáver arrebatado por Dios, asumido por Dios en su
templo principalísimo, como un acto único de reivindicación ante la ciudad y
el mundo. Ya el cortejo se emparejaba en el atrio, cuadrando para entrar
cuando del sombreado interior salieron: era una pequeña comisión de las
Damas Marianas, con sus velos en blanco o en gris y sus rosarios y libros de
misa levantados como estandartes: una minúscula escuadra vestida de
sedas grises o con lunares y con rayas o con florecitas que fingían el
medioluto, adecuadamente peinadas según la hora y el lugar, jamás
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despeinadas ni sometidas por el rigor de la hora y el calor y el sol
desmedido. Se expandieron para evitar el paso del cortejo hacia la Iglesia.
Parlamentaron brevemente. Hubo de parte de la madre recién enlutada
algunos gritos de angustia, sofocados por el abrazo de las hijas. El curita con
su cruz de latón gestualizó frente a la firmeza de las Damas de la Escuadra.
No era posible, decían ellas, permitir que se hiciera un responso catedralicio.
No, no, no. Nisiquiera entrar. Usted lo sabe, padre. No es posible, decían, y
ellas lo sentían, porque sabían que la pobre madre y la pobre familia estaban
sufriendo y eran gente buena, claro está, nadie lo dudaba. Y la muchacha
también, Dios la perdone. Pero no: la Catedral era para las Grandes
Ocasiones. Y como el Obispo y el Deán estaban ausentes, a ellas tocaba la
defensa de los sitios sacros. Y que constara que no se le estaba negando la
sepultura en tierra buena, como se hubiera hecho en otros tiempos, más
atrasados, en esos casos dudosos y a pesar de cuanto se decía. Pero había
que comprender que ciertos límites no se pueden trasponer y que la
sociedad necesita de esos límites para que se mantengan el orden y el
sosiego.
Solamente tú estabas allí, abiertamente parada en la esquina.
Soportando el sol de Julio y la resonancia de la angustia ajena. La altiva
fachada catedralicia era en sí como la entrada a un mausoleo. Tal vez detrás
de los postigos, por las hendijas de las puertas, otros atestiguaban el
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asunto. Pero nada se movía. Ni una brisa que agitara la vegetación. La
cúpula azul del cielo de oro sobre todos nosotros, protagonistas de un
drama. O de una tragedia. Con un giro de derrota, el cortejo de la urna
blanca trazó una medialuna imaginaria en el atrio de la Catedral y descendió
las escalinatas. Siguió bajando por la calle Bolívar, hacia el poniente, rumbo
hacia las esquinas que lo llevaran a Centurión: otra iglesia, tierra en la cual al
fin reposar.
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Secuencia II
Por supuesto que tú tienes tus propios problemas, piensas, mientras
continúas caminando hacia tu casa, cuesta arriba de la Libertad. León tiene
tres días con fiebre alta, su cuerpecito de niño ardiendo por el resplandor de
esos carbones interiores, soasándose desde el núcleo de sí hacia su piel. O
resbalando en los sudores helados que surgen por efecto del cocimiento de
hierbas, o por cualquier otra causa, la misma enfermedad quizá. Pudiera ser
cualquier cosa: un catarro, una gripe un poco más fuerte que lo usual:
cualquier cosa. Pero no puedes dejar de pensar en el paludismo, esa
maldición casi bíblica que diezma, controla, amenaza permanentemente,
agobia cuando toca. Recuerdas las fiebres de tu niñez. Tenías unos seis
años cuando comenzaron, pero tu memoria registra el largo trayecto en su
compañía: eran como un rito: cerca de las cinco y media de la tarde se
presentaba el estremecimiento, calosfrío que te ponía la piel erizada,
carnedegallina, y te obligaba a buscar el refugio de la cama o del chinchorro
de moriche, que a ti te parecía más abrigante: ese hundimiento ventral, el
abrazolor de la palma brotando como un perfume de alivio, el tacto de las
sábanas limpias planchadas con polvo de semillas de albahaca e
impregnadas de tus olores. Y te cubrías con la cobija, aunque el calor
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estuviera calcinando. Te dejabas llevar por el frío ardiente. Te dejabas
arrastrar por esa corriente sólida y brutal que, no obstante, no te estrellaba
contra ninguna roca, sino te permitía flotar en algo algodonoso muy tenue.
Algo que te iba abrasando y abrasando la entraña y la cabeza. Pies y manos
helados. Pecho de carbones encendidos. Costillar restallante. Dolor en lo
profundo del ojo. Oscilaciones del sueño. Tu cuarto quedaba en la parte de
abajo de la casa de los abuelos, abierta un nivel más bajo que la calle,
especie de sótano sobre el cual se abrían a su vez las romanillas de los
pasillos de lo que era la casa en sí. La puerta de entrada y la ventana de ese
cuarto daban directamente hacia el corredor. Había más allá un jardín
pequeño lleno de trinitarias, helechos, belladelasonce y cayenas rojas,
rosadas y amarillas. En el jardín había también dos árboles: uno de sarrapia
y otro de pomalaca, que tenían perfumes selváticos y sensuales y que
insistían en sombrear sus territorios. Sólo entraba allí la ligera luz proveniente
del jardín, difuminada al atravesar el corredor: luz que se colaba por la puerta
entreabierta. Era, pues, aquél, un cuarto oscuro, donde tu madre prendía una
veladora casi siempre azul frente al altar donde convivían varias
generaciones de santos y vírgenes, un cruxifijo y un cuadro alegórico de la
Santísima Trinidad que siempre te llamaba la atención: el Padre era un
anciano de barbas blancas, con el porte erguido y bondadoso de mi abuelo,
el Hijo era un hombre de mediana edad, alto y delgado, de cabello largo,
luciendo los mismos dos dedos elevados que uno veía en cualquier templo y
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arreglándose sobre su semidesnudez una sugestiva túnica roja. Ambos
caminaban sobre nubes grises y revueltas. Sobre ambos estaba la paloma,
en extraña posición de alas abiertas, derramando rayos de luz amarilla con
bordecitos azules. En medio de la fiebre, ese cuadro venía hacia ti una y otra
vez más grande, más pequeño, cambiando de escenario, de vestido. En
algunas oportunidades, con una audacia sin límites, bajaban azulejos hasta
el jardín para picotear las pomalacas o devorar los insectos que moraban
entre la vegetación. Jugaban aquellos azulejos como si fueran rayos azules,
dejando estelas azules y ardiendo como llamas azules en un espacio que se
iba tornando dudoso ante ti. Se movían y cantaban con alta y agresiva
música, sin temores de ninguna naturaleza, ni siquiera cuando eran
perseguidos por los terroríficos pájarosnegros predadores. Y admirabas
silenciosamente su guerrera actitud y sus vigores. No era que sintieras
miedo en aquel cuarto, a pesar de la oscuridad y de los ojos de las imágenes
santas y del aspecto de las Tres Divinas Personas. Pero todo eso se mezcla
hasta el día de hoy en la mente con las pesadillas, con la angustia de las
pesadillas y la fiebre. Cuando sonaba el ANGELUS, tú sentías arriba el paso
de los visitantes de la hora, generalmente mujeres que venían a traer sus
manjares para vender antes de la cena, o los de tu madre y tus tías que se
arremolinaban para decir las oraciones o que se iban a la Catedral para
ocupar el banco de la última misa. Sonaban y resonaban en el piso de
madera, penetrándome el cerebro, claveteándote el cerebro.
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Invariablemente, tu padre bajaba a verte cuando estaba en la casa y te
contaba historias. Entraba con los dorados de su uniforme militar, te
acariciaba la cabeza rala y húmeda, te hablaba, aunque supiera lo poco que
estabas entendiendo de sus palabras, naufragada en ese mundo de fiebre y
de delirio que trae el paludismo. Entonces él te tomaba las manos y te
cantaba suavemente y tú sentías su amor corriendo hacia ti como una
transfusión.
Papá te contaba de dragones y princesas. Papá te leía MARGARITA,
Papá te recitaba La princesa está triste/)qué tendrá la princesa? Papá
poblaba de preciosas fantasías tus calenturas. Mamá era distinta: te traía las
tizanas calientes preparadas con hierbas, los bebedizos para bajar la fiebre y
las pastillas de quinina que tomabas cuatro veces al día, para ver si algún día
desaparecía de tu cuerpo esa plaga. Pero no tenía tiempo, ni era su
temperamento, el estar al lado de tu cabecera o el decirme palabras dulces.
Porque en verdad había demasiadas cosas que resolver en la casa: siempre
algún niño enfermo, siempre algo que faltaba, siempre una carta por escribir.
Y estaban tus tíos y tías, igualmente presurosos y ocupados. Y tu abuela,
encerrada en su cuarto esplendoroso de allá arriba, guardando sus glorias
pasadas, el aliento ancestral de sus próceres. Y tanta gente que venía y se
sentaba en el corredor después de la cena, en penumbras, para hablar de
cosas que no debían oír los niños. Eran historias de vergüenzas e
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inmoralidades que rondaban la vecindad. Eran susurros inaudibles de
crímenes del Gobierno y venganzas y desvergüenzas de los Presidentes de
Estado.
Los Montes siempre fueron miembros de una familia dura, como
tallada en algarrobo. Pocas debilidades y expansiones íntimas se permitían,
porque su vida estaba puesta más bien en cosas que competían a la
sociedad: luchas colectivas, cuestiones políticas, culturales, esas cosas. Tú
siempre oías hablar de asuntos como la necesidad de defender el Colegio
Federal de aquellos zafios dictadorzuelos que querían convertirlo en escuela
de párvulos después de haber sido Universidad. O la necesidad de apoyar la
formación del Círculo de Cultura y Bellas Artes para evitar que se siguieran
perdiendo las tradiciones de la región, que fue tan bella y tan próspera y tan
espiritual. O de que había que buscar en la oficina de la Casa Blohm un
paquete con libros que había enviado cualquier pariente desde las Europas.
O del contrato de otra maestra de francés, porque los niños estaban
deficientes en el uso de esa lengua. Durante semanas oí el lamento porque
no había dinero para enviar a Merceditas al colegio en Caracas, donde
aprendería francés y cultura universal, así que se tomó la decisión de la
escuela de la maestra María Machado, dama tan decente, donde sin duda
haría amiguitas de su edad y aprendería a comportarse, pues era cosa de
lástima el que esa enfermedad la tuviera confinada todo el tiempo entre
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cuatro paredes, pobre niña, si parece presa, porque en las mañanas estaba
tan débil que sólo tenía fuerzas para sentarse en los escalones y ponerse a
leer, llevando el sol, y por las tardecitas se metía en el cuarto con la fiebre y a
veces abría la puerta de par en par y seguía leyendo. Que eso no era normal
y terminaría por pasmarse y no encontraría hombre que la mirara, así que
seguiría leyendo y leyendo toda su vida. Que había que prohibirle que
entrara a la biblioteca del abuelo Ramón, porque la podía picar una tisis con
el polvo de los libros, y así sí, nadie la podría salvar.
Merceditas eras tú.
Eso fue durante años. Tu madre era de la estirpe de los Montes,
tallados en algarrobo. Cuando tu tío Félix se tuvo que ir por la audacia
azulejera de querer ser Presidente de la República, a pesar de que sabía que
el único autorizado para mandar, por la Gracia Divina, según su propia y
omnipotente fe y como si estuviera revestido del Poder Temporal de los
antiguos reyes era el General, los Montes se unieron en un solo grupo para
soportar la retaliación del gobierno, el cerco de la sociedad. Comenzaron
aquellos largos años de privaciones, de sutil persecución, de vacíos que
dejaban los que antes los habían adulado, en tiempos de Guzmán, por
ejemplo, y que después los veían peligrosos. No tenían tiempo los Montes
para andar con efusiones, siempre dedicados a solucionar problemas o a
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andar fugitivos y exiliados. Pero tu Papá, militar y todo, descontento y todo,
aquel hombre Carvajal de los Carvajales que habían llegado a Angostura en
el séquito del Libertador, según le gustaba decir, no estaba hecho de la
misma madera, sino que conservaba el corazón tierno y tenía el tiempo
distribuido de tal manera que le alcanzara para decirle a aquella hija
escuálida y enfermiza: -Merceditas, yo te quiero mucho, y quisiera que
tuvieras una buena educación, porque en esta mundo tan cruel la mujer que
no está bien educada es víctima de los verdugos sociales: un marido, unos
hijos, unos sobrinos, cualquiera que desee convertirla en servicio de adentro,
desvinculándola de su condición de ser humano, y tú tienes que entender lo
que te digo, y leer e instruirte y aprender francés e inglés y estar dispuesta
para sacarle a la vida el jugo íntegro, para defenderte de la misma vida, que
es a la vez aliada y enemiga, porque los tiempos están cambiando y se están
haciendo más difíciles.
Si no hubiera sido por la naturaleza de madera blanda de ese
Carvajal, que se te acercó con tales mensajes, no hubieras podido aguantar
tantas dificultades después, tantos embates de la existencia. O quizá
también sea porque algo te tocó de esa condición algarróbica de los Montes,
dura y recta, pero menos pegada al qué dirán los demás y las apariencias.
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Lo cierto es que León tiene fiebre. Ha tenido fiebre durante tres días y
se la han estado combatiendo con tés de hierbas. Pazote, sobre todo, porque
tu madre piensa que pueden ser parásitos. Te aterra que sea algo más,
porque no tendrías dinero para comprar las dosis de quinina o algún otro
preparado de aplicación larga. Quizá sería bueno que intentaras vender o
empeñar la cadena de cochanos con imagen de la Virgen del Coromoto. La
falta de dinero te está acorralando, aunque no quieras pensar en eso. Desde
que a Arocha se lo llevaron los fondos comenzaron a escasear. Es verdad
que nunca fueron ahorrativos, en especial tú, más dada a vivir al día, a jugar
el juego del día, a aprovechar la flor cotidiana. Comida nunca faltó. Siempre
hubo un techo sobre la cabeza. No faltaron vestidos decentes, ni dinero para
comprar libros. A veces se conseguía un buen vino para acompañar una
cena suculenta. )Qué más se puede pedir? Tal vez a Arocha le preocupaba
tu manera de vivir, tu forma de ser, como las aves y los lirios de que habla la
Biblia. Pero nunca dijo nada. Supongo que ésa era otra manera de demostrar
su amor. Una más, entre múltiples. Quién iba a pensarlo cuando lo conociste.
Vino a la ciudad atraído por los rumores de su riqueza: rumores
extemporáneos que no aclaraban su referencia a edades que ya estaban
declinando: se paseó por los grandes almacenes del balatá y del caucho y de
la sarrapia y del oro y estableció conexiones para agilizar un cierto comercio
de cueros entre estos predios y los Llanos del Centro y del Occidente. No era
muy alto, ni muy expansivo, ni muy vital, ni muy culto. Cuando uno lo conocía
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de cerca podía apreciarle una sonrisa hermosa y un fino sentido del humor
que traslucía en sus conversaciones informales y que a veces se fundía con
una cuidadosa cortesía, aprendida en su casa, situada allá, cerca de donde
el General moraba y demoraba el reloj político. A él no parecían importarle
esas cosas de la política. Asistía a las tertulias de los Montes invitado por
algunos comerciantes con los que tenía negocios. Todavía no se había ido el
tío Ramón y por no quebrantar tradiciones, la Abuela abría la casa una vez a
la semana. Conversaban de los precios del balatá, de las fluctuaciones del
oro, de la guerra europea y los gases y los soldados muertos, mientras
tomaban refrescos de parchita o de guayaba que tú llevabas, como buena
anfitriona, en bandejas de plata resguardadas del desastre, o quizá café. Y
así se descubrieron. Tú ya habías salido del marasmo de las fiebres
vespertinas y comenzabas a florecer en una joven no demasiado suculenta.
Más bien menuda y de apariencia frágil, con los cabellos negrísimos y los
ojos brillantes y llenos de curiosidad por la vida. Él habrá preguntado por ahí,
con esa maña que se dan los hombres para saber cosas de la mujer en la
cual se interesan, y le dirían que te gustaba leer, que en verdad te la
pasabas leyendo, y que más que una caja de chocolates o un pañuelito
bordado a mano por damas inglesas que eran viudas de guerra te gustaría
un buen libro, así que de alguna forma fue y consiguió Madame Bovary, en
una traducción fechada en Buenos Aires, bastante buena para ser verdad, y
tú, que la habías leído del francés unos años antes, no tuviste corazón para
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hacérselo saber, y tampoco para pensar que él estaba haciendo
insinuaciones deshonestas, porque ya se sabe de lo que trata Madame
Bovary. Desde entonces, desde ese primer libro, cada vez que regresaba de
alguno de sus destinos comerciales te traía otro libro y otro, acompañado por
esquelas escritas con letra pareja, ordenada, de trazos agudos como iglesias
góticas: Querida señorita Mercedes, empezaban invariablemente esos textos
de ofrenda a lo que él llamaba tu belleza, tu virtud, el cultivo de esa parcela
espiritual que él tanto admiraba. Y tú sabías, esperabas con temor y deseo
aquellos paqueticos y las notas que los acompañaban, sabiéndote hermosa
a los ojos de alguien, sabiéndote convertida en sueño, en ilusión, a los ojos
de alguien. Y toda la familia estaba consciente de aquel cortejo, aunque no
terminaban de aceptarlo.
Porque )sería conveniente que una muchacha que pertenecía a
familias de tanta prosapia intelectual, política y cultural se vinculara con un
hombre proveniente de quién sabe quiénes en un pueblito del centro y que,
además, era viajante de comercio? Cierto que no había muchos hombres
disponibles en la región, hombres con delicadeza que merecieran a una
muchacha como Merceditas, decían tu Madre y tus tías y hasta ciertas
primas mayores que pontificaban con secreto regocijo al vislumbrar un
destino de soltería, semejante al suyo. Y la situación económica de la familia
tampoco permitía esperar mucho más de la vida y las circunstancias. Porque
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de nombres y héroes pasados no se comía, sobre todo en estos tiempos tan
pragmáticos, tan dados a valorar el dinero, continuaban diciendo. No era que
Arocha fuera un mal muchacho, Dios nos libre de esos pensamientos: parece
bueno y asentado y es trabajador y debe ganar bastante bien, aunque no sea
para hacerse rico, pero es que uno no sabe de dónde viene, ni conoce a sus
padres, y sería preferible buscar un muchacho de por aquí, de la región,
aunque pudiera ser un poco violento y tarambana, pero del que uno podía
saber cómo se había criado. Además estaba el asunto de que vivía en los
aledaños del General y a lo mejor esa gente de su familia era partidaria del
gobierno, podrían serlo, claro, y eso sí era imposible, consentir un matrimonio
con gente aliada de los que habían hecho tanto daño a la familia de los
Montes y de paso a los Carvajal. Tu padre hacía tiempo había entregado
armas y pertrechos y sólo su fantasma se acercaba a conversarme en el
mismo cuarto penumbroso, oloroso a velas y a ojos de santos en los que
pasara el paludismo. Cuarto de las fiebres. Cama anchísima de espaldar en
caoba. Sábanas blanquísimas que siempre olían ligeramente a mastranto y
albahaca y agua de colonia Jean Marie Farina. Allí te encerrabas a pensar en
los vaivenes del primer amor y a leer los libros y las esquelas de Arocha.
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Secuencia III
Cesó el ladrido del perro. La madrugada calurosa vuelve más duro el
insomnio. La cama es demasiado grande. Naufragas en ella con angustia y
deseo. La situación económica te apremia. No tienes dinero para comprar
comida en los próximos días y deberás someterte a los auxilios de caridad
familiar y hasta de alguna vecina solidaria. Recibir limosnas. El ardor de la
cara. Las grietas que aparecen en el corazón, en torno a los ojos y alrededor
de los labios. Sabe amarga la limosna. Vergüenza. Se llega a odiar al dador.
Si fuera por ti, soportarías hasta ver qué se puede conseguir. O hasta la
muerte. Pero están los niños. Ya es bastante para ellos estar tan limitados,
acogotados por las intervenciones de tantas mujeres disciplinándolos,
trazándoles fronteras a una libertad que pensaban sin límites. En días
pasados, sacaste la caja de tus joyas para empeñar algunas y conseguir
alguna reserva. Gran discusión. Toda la familia opinando. Si estuvieras sola,
podrías solucionar tus problemas de una u otra forma. Qué te importa el qué
dirán, el comentario a traspuerta: que si Merceditas está en la ruina, que si
los Montes no pueden ayudarla, que si eso le pasa por haberse metido en
cuestiones políticas, que si en eso salió a los tíos, que qué pueden decirle
todos ellos si son igualitos. Pero todo el mundo lo consideró y reconsideró en
inacabables jornadas nocturnas hasta obligarte a dejar las cosas como
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están. No sería bien visto que fueras a una Casa de Empeño con el
montoncito de cadenas y de anillos y te sometieras a la seca revisión del
prestamista, a su ojo escarnecedor que valoraría mirando por encima la
baratura del producto y diría, según su criterio, esto cuesta tanto y le doy
tanto, aunque quizá aumentaría un diez por ciento la cantidad, en
consideración a su familia, doña, como Usted sabe, o te rebajaría el
porcentaje de interés mensual que deberás pagar si quieres recuperar las
prendas desde un quince a un doce por ciento, un interés quizá imposible de
cubrir de todos modos.
Quien empeña una prenda empaña sus espejos: la figura se le vuelve
borrosa. Se te hace terrible entrar en ese comercio de pobres, en el hábito de
ese comercio donde uno va viendo cómo se pierden las prendas, los
artefactos, las antiguas platerías y cristales de la familia, en un remolino cada
vez más ávido que se nutre de resentimientos y de odio. El que va a
empeñar se siente amargado, humillado y resentido contra el que recibe su
prenda y le da dinero a cambio. Este se siente a la vez benefactor y malvado,
víctima y victimario del mismo sistema que abruma al otro en desgracia y por
eso mismo se resiente también. Lo único de lo que tienes certeza es de que
necesitas dinero con urgencia, tienes a uno de los niños enfermos, las niñas
necesitan zapatos, pronto comenzarán las clases, y aunque así no fuera, hay
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que pagar la fuente de leche diaria, y no tienes dinero. Casa sin hombres.
Casa que se mantiene solamente con el resplandor de sus muros: los
blasones, la tradición y la familia, mas no la propiedad. Tu madre dice que si
no hay con qué comer mañana, no se come. Es fácil decirlo. Tus hermanos
andan en el exilio, sus cartas llegan por oblicuas vías que confluyen en el
puerto de los Blohm. Arocha en la cárcel. El General vela como ave de
rapiña. A veces tienes la imagen de un zamuro que entra a la casa por una
ventana y devora a los niños en su cuna. )Qué presagio, qué respuesta hay
tras de esa tragedia onírica? Has pensado irte a trabajar a la calle. Hasta
conversaste con dos viejos amigos de la casa, ofreciéndote como secretaria.
Es verdad que tus conocimientos sobre manejos del comercio son precarios,
porque la escuela prepara para cosas inútiles. Para esos efectos, te servirá
quizá la aritmética, algo de geografía universal, inglés y francés, crees, para
descifrar los catálogos y las cartas de las casas que desde el exterior envían
o solicitan productos. Pero no sabes contabilidad, ni sabes escribir a
máquina, aunque puedes aprender. Dijiste que no sería tan malo irte a
trabajar en la calle. La reunión se prolongó horas y horas. Los esbirros y los
espías estarían viendo la luz filtrándose por las hendijas y curiosearían para
ver si habría alguna sesión conspirativa en esta casa de eternos
sospechosos. Vigilarían con cuidado toda la cuadra, irían a otras casas
marcados por la sospecha para ver si había reuniones similares. No hubo
ningún resultado. Las mujeres de esta familia e incluso los hombres
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consultados, amigos y apoyos espirituales, hasta el padre Ceballos, piensan
que no sería de buen ver que te fueras a trabajar a la calle: una mujer joven,
con tres hijos pequeños y el marido en la cárcel. Una dama de buena familia,
con responsabilidades morales que cumplir. )Qué explicación le podrías dar
a tus hijos el día de mañana?)No sabes que la reputación que se rompe es
como el agua que se bota de la jarra: imposible de recoger?)O como la
misma jarra de cristal que, al quebrarse, aunque se junten los pedazos y se
vayan pegando con ese pegalotodo alemán que es tan bueno de todas
maneras quedan las junturas y no es lo mismo? Te gustaría hablar con
Arocha de esas cosas, consultarle. Lo imaginas en la celda: )cómo será la
celda? Seguramente oscura. Te dicen que no le han puesto grillos, que no lo
han maltratado. Te dicen que el único maltrato que les dan es el
confinamiento en el sótano, sólo media hora a la semana para ver el sol y
nada más. Te lo dicen para consolarte, como si eso fuera poco.
Seguramente la canícula calcinará el penal: el olor animal del río inundará las
celdas, colándose por los barrotes oxidados, las rejas llenas de mugre
pestilente. Dicen que hay enfermos: tuberculosos, hepáticos, disentéricos.
Algunos sufren de hernias a causa del peso de los grillos. El calor, la tristeza
de oír tantos lamentos, los olores excrementales de toda una masa de
hombres, una como infinita desesperanza, será la atmósfera de esa cárcel
donde Arocha no paga más culpa que su amor por ti y su lealtad. Porque el
23
General, ése que sestea allá en Maracay, tiene extrañas ideas. Si la mujer se
mete en cuestiones políticas, el marido es el responsable, porque quién lo
manda a no ponerse duro con ella, a no decirle cómo debe ser su
comportamiento en sociedad. Mujer no es gente, dicen que dice el General.
El hombre es responsable y dueño de ella y, por lo tanto, debe pagar si no se
sabe comportar. Y entonces comienza a actuar el sistema con una calma
chicha: una calma que va generando una disolución lenta y morosa, como la
de una carroña echada al patio para que se descomponga a la vista de todos
y todos se alejen de ese centro que apesta y tiene gusanos. La mujer
confinada al aislamiento social. El hombre a la cárcel. Doble sentido y
movimiento de la culpa.
Dicen que en la cárcel, se deja uno llevar por el destino y su balumba
Si se puede aplacar el hambre se aplaca. Si no, se bebe agua, se duerme.
La diana, a las cinco de la mañana, despierta por igual a presos y tropa. A
las ocho de la noche se decreta el silencio. Cuando los presos tienen
esperanzas, los que tienen un régimen menos severo y pueden salir, se
quedan hablando en la puerta de los calabozos hasta que comienza el toque
de queda. Pero desde las seis todos se recogen. Algunos aprenden a leer y
escribir de la mano de los que ya saben, trabajosamente, a la luz de la bujía.
A ratos se escucha un desahogo vulgar y triste, una percepción de vacío
abdominal, de intestinos podridos. (La cárcel!(Arocha en la cárcel!
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pensamiento terrible que me angustia. Tú la culpable. )Qué le dirás a tus
hijos el día de mañana?)Qué pasará si algo irremediable le pasa a Arocha
en la cárcel por tu culpa?)Y qué harás sin su suave comprensión, sin su
tranquilo talante que aplaca las angustias, las prisas y los anhelos de tu
temperamento?
25
Secuencia IV
Lo peor para Arocha es seguramente la falta de aseo. El, un hombre
tan pulcro. Un hombre al que le gustan tanto los trajes de lino blanco, las
camisas blancas de algodón, traídas especialmente desde Trinidad, hechas
a mano por Madamas de anchas caderas y luego bordadas por ti con su
anagrama en el bolsillo. Un hombre que prefiere los pañuelos perfumados
con Agua de Colonia, no precisamente la Jean Marie Farina, que usa todo el
mundo y que es francesa, sino la propia Agua fabricada en Colonia de
Alemania: el perfume ligeramente más fuerte y picante que siempre te gusta
tanto, te enamora tanto. Un hombre que se bañaba tres veces al día en
tiempos normales y hasta más, cuando el calor apretaba, como en Agosto. Y
ahora debe estar sometido al comercio de piojos y liendres, al abusivo olor
de los calabozos: excrementos y orines frescos o rancios o mezclados, y
sudor que va formando costras sobre los cuerpos: una oleada de sudor se
seca y forma una costra y luego se vuelve a sudar y se vuelve a secar la
costra sobre la otra y así sucesivamente, hasta que uno se convierte en un
cachicamo de sudor, costra tras costra. Y luego la dificultad para afeitarse, la
necesidad de dejarse crecer cabello y barbas, aunque ésta a veces se trate
solamente de dos o tres vellos indios. No puedes dejar de imaginar cómo
hubiera sido si tú estuvieras en prisión en vez de él. Imaginas a los hombres
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de La Sagrada, esos feroces policías, empujándote calle abajo a
medianoche, como cuando se lo llevaron a él, rasgando los machetes contra
la piedra, diciéndote palabras soeces, insultándote o cambiando chistes
groseros sobre ti y tu aspecto asustado. Porque estabas asustada esa
noche, cuando llegaron. El corazón quería salírsete del pecho mientras
registraban, sacaban de los cuartos a las mujeres adormiladas en camisón y
a los niños, buscando quién sabe qué cosas. El Bachiller Muñoz, el
secretario del Prefecto, estaba entre ellos, revisando libros y papeles.
Sentías un frío como de fiebre recorriéndote la piel. Sentías el dolor en el
abdomen, la náusea. Sentías la palidez cubriéndote de pies a cabeza. Toda
tú desvaneciéndose, desdibujándose del miedo, del pánico. Y luego la culpa
de ver cómo sacaban a Arocha de la casa, con apenas un atado donde
llevaba una muda de ropa y sus cosas de aseo, que ni siquiera sé cómo te
permitieron darle, quizá porque el Bachiller Muñoz, con quien has hablado a
veces de Literatura Francesa, tuvo alguna consideración. O quizá porque
aun aquellos hombres estaban claros en que él no tenía más culpa que el de
dejarte establecer los límites de tu libertad.
27
Secuencia V
Arocha y tú se casaron por poder, después de una trayectoria de
amores demorados y oblicuos que fue necesario oponer a la también
sesgada oposición de tu familia. El matrimonio fue sencillo. Poca gente en el
acto, un almuerzo bien preparado para los íntimos. Brindis por la felicidad de
la novia, blanca de tules y encajes entre nubes de amigas y primas que
anhelaban el matrimonio y la familia y envidiaban la aventura que debía
acometer.
Imagen 1: El tío Ramón Montes espera en el zaguán, entre ese
ir y venir de parientes agitados, mujeres y niños que corren, se
apresuran, con sus trajes de fiesta y sus estelas perfumadas. El
tío Ramón Montes es un hombre sólido, vestido con un traje de
casimir gris, camisa impecablemente blanca, corbata a rayas
grises y azules y negras. Lleva botines negros bien lustrados y
un sombrero borsalino que mueve con cierto nerviosismo entre
las manos. Su mujer, la tía Cristina, es una dama menudita que
le limpia imaginarias pelusas al tío Ramón, cuidando de que su
apariencia sea perfecta. Ambos llegaron ayer desde Puerto
España y se irán dentro de dos días. Aunque no son
28
considerados peligrosos, La Sagrada no deja de vigilarlos,
dicen, o tal vez sea que tu tío Ramón está aprensivo. Ahora lo
divisas a medida que vas ascendiendo, emergiendo desde la
escalera que conduce desde tus habitaciones en el sótano
hacia el corredor donde todos esperan. Han estado trabajando
tres meses en la confección del vestido de novia y el ajuar. Se
han apresurado para terminar en Junio, ni antes, porque Mayo
no es un mes conveniente para las bodas, ni después, porque
Julio es un mes de navegación difícil. Así que hoy, 13 de Junio,
día de San Antonio, patrono de las familias, llevas el hermoso
vestido: falda de satén acampanada, ajustada a la cintura con
una pretina ancha de raso, no totalmente larga la falda sino a
media pierna, como es apropiado para una boda en la mañana,
y blusa de seda con las mangas anchas, ajustadas en los
puños y con botones perlados, como perlados son los zapatos
nuevos que calzo y las medias de seda. Tus primas y amigas
hicieron maravillas con tu pelo, rizándotelo y acomodándotelo
alrededor de la cabeza, de manera tal que el velo de encaje
blanco que había sido de tu abuela caiga sin aplastar las ondas
negrísimas. Estás usando un leve toque de maquillaje, rouge en
los labios y en las mejillas. Pero aun así no dejas de parecer
una niña crecida en su Primera Comunión. Llegas al corredor y
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tu mamá te entrega el bouquet de azahares y azucenas en que
estuvo afanándose parte de la noche. Te sientes mareada,
entre esa gente que parece multiplicarse cada vez más. Son las
seis de la mañana y el sol tiene una luz tenue. No ha
comenzado el calor y eso facilitará el camino hasta la capilla de
las Siervas del Santísimo, donde el padre Ceballos, espera. Es
extraña esta boda sin novio, esta boda adonde te diriges
inciertamente. Tú supones que a esta misma hora, Arocha
estará saliendo de su casa de San Luis, dirigiéndose a la iglesia
del brazo de su madre, acompañado de sus amigos y
familiares, para unirse en santo matrimonio con una ausencia.
Tú supones, porque si así no fuera, todos nosotros estaríamos
siendo los actores de una terrible tragicomedia, adecuada a los
aconteceres de esta ciudad, especie de escenario teatral
convertido en permanencia. Tienes náuseas y el corazón te
golpea en el pecho como golpea contra las rejas de una jaula
un pájaro recién enjaulado. Así te sientes. Capturada en una
jaula por alguna suerte de amable encantador, indecisa entre la
dicha y el miedo, percibiendo el dolor tras el aparente destino
feliz que todos y todas te auguran. Salen a la calle y te
sorprende la cantidad de espectadores que se ha reunido para
ver el cortejo. Irán caminando, dos cuadras solamente bajando
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la cuesta. Caminas como en sueños. Resplandores oníricos.
Casi no entiendes lo que te hablan, en medio del tumulto de
sangre que te invade la cabeza y los oídos. Desde media
cuadra antes escuchas las voces dulcísimas del coro de las
monjas en el Ave María de Brahms. La capilla está en
restauración y por esos sus muros exteriores muestran los
ladrillos desnudos. No olvidarás jamás esa imagen: el edificio
rojizo iluminado por el sol amarillo, naciendo entre nubosidades
que refrescan el resplandor inmenso que va surgiendo como
todos los días, como cada amanecer, para estallar en
plenitudes de luz y de calor un poco más tarde.
****
31
Secuencia VI
No es fácil trasladarse desde Angostura a los Valles de Aragua. Hay
que hacer una inmensa travesía en barco por el Orinoco hasta el Océano y el
Mar de las Antillas: yo, muchacha aún, viajando sola en un camarote de
primera del vapor Apure, llevando dos baúles con el ajuar y un paquete con
una jofaina de porcelana y su aguamanil, regalo especialísimo que me había
sido donado por la familia en pleno. El río produce vértigo. Es animal de
sólida piel móvil, serpiente hecha de láminas de oro, como oro derretido que
se embulla, se enreda en remolinos sin espuma en los bordes, se vuelve a
veces espejo minucioso que susurra con enigmático aliento. Sobre tal animal
el vapor chapalea. A veces encuentra resistencias. Pasan los islotes de
bórax que la creciente arrastra. El vapor va hacia el este y el sol de la
mañana penetra frontal sobre su quilla, resplandeciendo. Las orillas vienen
perfumadas de selva. Extraños seres surgen por todas partes. Seres de lo
profundo que tratan de comunicarnos secretos lisonjeros y antiguos.
Delfines, nutrias, rayabalzas, rayas, eran sus nombres Ibamos tocando
muelles. Construcciones de madera bien adentradas en el cuerpo del río.
Poblaciones pequeñas donde indios que olían a yuca amarga ofrecían
pequeñas tallas de madera. En todas partes se hacía un rebulicio a la
llegada del vapor. En todas partes había descargadores, olorosos a canela,
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mujeres que traían cartas, buhoneros, gente que ofrecía granjerías. Cuando
el vapor salió por la Boca de la Serpiente hasta el Océano, me fui a la proa.
Era uno de esos atardeceres donde todos los tonos del naranja se
despliegan en el horizonte y la luz solar se demora en desaparecer. Dejaba
atrás mis hogares fluviales. Dejaba atrás mi infancia cuando aún no había
terminado de secar la leche de las comisuras: niña aún de dieciocho años, el
corazón me palpitaba sin un ritmo determinado, el llanto mojaba mis
pestañas, pero sin correr. Entonces pensé en aquello que nos habían dicho
en la escuela acerca de Colón y el Paraíso Terrenal: el sol se derramaba con
esplendores de fuego y el agua lo recibía, fundiendo la luz en aquel raro
combate de tonos. Nosotros eramos nada ante toda aquella fuerza. Quizá el
Paraíso Terrenal es la propia muerte, lugar donde se alcanza al fin la
inocencia de la niñez. De allí fuimos a Puerto España, donde paramos dos
días y luego llegamos a Güiria, antes de emprender el largo cabotaje hasta
Puerto Cabello. El mar es muy distinto del río. Un olor seco y agudo se
desprende de su cuerpo. Por las noches, hay una especie de atmósfera
mineral que proviene tal vez de la condensación del salitre y de la pétrea
marea. Por momentos, perdía contacto con la realidad. Eran once días sin
contacto con gente conocida. Suspendida entre el pasado y el futuro, ese
presente aventurando era la vital imagen de una libertad que parecía no
tener fronteras. En el vapor había dos familias trinitarias que iban hasta
Maracaibo, atraídas por rumores de una prosperidad esplendorosa.
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Emigraban sin nada, con las ganas de empezar en otra parte, quizá. Ni
siquiera hablaban bien el castellano, pero nos sentábamos juntos a la mesa y
compartíamos en inglés el pan y los incidentes de la travesía. Una de las
familias llevaba una niña recién nacida que mamaba feliz de los pechos de
su madre al aire libre y al sol. La madre le cantaba con una voz clara:
Nobody, nobody told me
What nobody, nobody knows:
Hide the face in a veil of light,
Put on the silver shoes,
Thou are the Stranger I know best
Thou are the sweet heart, who
Come from de Land between Wake and Dream,
Cold with the morning dew
Era hermoso pensar en la pequeña como una minúscula princesa
venida de esa Tierra entre el Despertar y el Sueño, calzada con zapatos de
plata y rodeada de luminosa túnica. Había un amor tan grande en la canción
y en el acto de cantarla mientras amamantaba que deseé ardientemente
tener pronto un hijo entre los brazos. Un hijo propio. En Puerto Cabello,
Arocha me esperaba y nada me había preparado para lo que vendría
después, pues en los libros eso se menciona con muchas palabras y las
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mujeres de mi casa sólo me había dicho que era una obligación y que debía
cumplirla para cumplir con la familia. Arocha fue considerado: no se burló del
camisón blanco y largo hasta los pies que nunca quise quitarme. Ni se burló
de mi sorpresa ante su condición de animal unicorne, ni del temor que me
hizo quedarme quieta bajo él sintiendo la desgarradura allá dentro. Allí
estuvimos una breve tarde, una breve noche, un breve amanecer, antes de
emprender el viaje hacia ese su pueblo, orlado de vegetaciones abundantes,
carnosas, distintas en olor u y textura de aquéllas selváticas que había
dejado atrás.
No es cierto que los Arocha fueran unos nadie en aquellos predios,
como predijeran algunas suspicacias de los Montes. La familia estaba
ordenada como una de las doce principales en las jerarquías del pueblo de
San Luis de Cura. Había allí una iglesia perfumada de lirios y un poeta que
acostumbraba leer en voz alta a Darío y Amado Nervo bajo la sombra de los
samanes todas las tardes, rodeado de gente embelesada por la música de
sus palabras. Y yo, que había dejado la mayor parte de mis libros en
Angostura, pronto tuve otros, nuevos. Leí y releí IFIGENIA, sintiéndome
confundida ante la escritura de esa mujer que escribía con tanta tersura y
cuidado, de esa mujer que trataba con tanta elegancia y propiedad la historia
colectiva de las muchachas de la época, de esa mujer tan hermosa y
delicada como mostraban las fotografías y de la que decían que era
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partidaria del gobierno hasta el tuétano, lo que para mí resultaba
incomprensible: )qué necesidad tenía ella, preciosa, inteligente, instruida, me
preguntaba, de meterse en política?)cómo es posible que no entienda que la
gente aquí necesita que se defienda su libertad de una tiranía infame? En
todo caso )por qué no se mantenía al margen, sin decir nada, sin opinar?
pensaba yo al enterarme del escándalo de Barranquilla, donde un grupo de
exiliados patriotas la había abucheado, había saboteado sus conferencias,
que sin duda serían tan finas y agudas y que trataban del papel de la mujer
en la sociedad actual. Y leí también DOÑA BÁRBARA, de Rómulo Gallegos,
comparándola casi sin querer con IFIGENIA, encontrando que IFIGENIA estaba
mucho más cerca de mi corazón y de mi gusto.
Entonces comencé a escribir en un cuaderno de Contabilidad
desechado por Arocha, uno de negras tapas duras. A escribir cuentos por las
tardes, cuando Arocha no estaba y yo fingía que iba a tomar una siesta para
que nadie me molestara y así poder robarle a mis quehaceres el rato
suficiente como para construir con palabras un mundo. Todos los jueves por
la tardecita llegaba de Caracas un paquete con periódicos, sobre todo "El
Universal" y alguna revista "Elite" o "Billiken", y entonces yo leía allí los
poemas y los cuentos que allí venían, tratando de descifrar las claves por las
que yo debía seguir un camino similar. Me seguían gustando los franceses,
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incluso ese moroso Marcel Proust, cuya historia de los Guermantes leí en
tomos incompletos editados baratamente y en traducciones más o menos
buenas, por azar encontradas en una librería de Maracay, en un viaje de
placer que se acortó por efecto del gasto en libros que hiciéramos. Prefería a
Balzac y a Flaubert e incluso a Zolá, que contaban historias de todos los días
y las contaban con un lenguaje que era fácil de entender para todo el mundo,
pero que era sostenido por una compleja armazón: porque la Literatura es,
entendí entonces, la posibilidad de confeccionar un texto literario sin que se
note que uno lo está haciendo adrede. Y el texto literario me parecía como
un mosquitero: tul grueso y protector de un mundo íntimo, sostenido por
frágiles alambres que servían para darle base a sus formas. Luego nos
mudamos a otro pueblo, más hacia el llano, por cosas de los negocios de
Arocha, y allí pude ver la gente de que hablaban los escritores de "Elite" y
percibir las diferencias que había entre el modelo y la vida. Llegué a la
conclusión de que era necesario escuchar y observar a esa gente durante
mucho tiempo para poder asimilar sus formas y sus maneras y poder escribir
sobre ellos y sus vidas. Así que era mejor, pensaba, escribir sobre lo que uno
sabía, lo que había experimentado o lo que conocía. Eso me puso en un
conflicto crítico, pues estaba pisando el terreno de los grandes literatos y
quizá no estaba en lo cierto, así que preferí callarme y leer más. Y un día
llegamos a Caracas, donde nos instalamos en la pensión de doña María
Ruiz, allá por Santa Rosalía, frente a la iglesia. Yo iba a misa en esa iglesia,
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atendida por un cura anciano. Era una construcción patéticamente
descuidada. Las velas siempre estaban torcidas en los candelabros, que
eran hermosos pero enmohecidos por el tiempo y el descuido. Las imágenes
parecían bañadas de aceite, lo que les daba cierto aire de cosa
embalsamada. Pero a mí me gustaba la seca voz de su campana, que en
cierto modo me recordaba el tono argénteo de la Catedral de Angostura. Y
había allí una dama que cantaba con voz llena de pureza, tal como la que
tenía Dorita Pulgar allá en mi pueblo, y se acompañaba con un órgano
precioso, de voz profundísima. En algunas ocasiones, iba a la iglesia de
Santa Teresa, con su doble portal y sus majestuosos altares, porque me
gustaba ese aire parisino que tenía, la corte de altivos mendigos que se
ubicaban en la plaza adyacente y hasta las prostitutas francesas que acudían
a ciertas horas a la iglesia y prendían velas ante el Nazareno o San Judas
por sus familias en Nantes o en Marsella y porque Dios las protegiera del
puñal alevoso de algún gabón. O incluso llegaba a San Francisco o Catedral,
pero más rara vez, porque esas son iglesias como de paso, sin gente fija que
les dé calidez y forma. Eramos pobres Arocha y yo, porque la vida en la
capital es cara y difícil, aunque uno desde lejos crea lo contrario y sueñe con
el progreso de las ciudades grandes. Arocha trabajaba de contador en la
Squibb y ganaba un sueldo modestísimo. Ahorrábamos para salir de la
pensión, para poder tener los hijos que queríamos, para poder darnos algún
gusto, un viaje. Aspirábamos a tener la casita en San José o La Pastora que
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después tuvimos. Pero en aquellos días, salíamos a caminar por la Plaza
Bolívar, rodeando el Capitolio y la Universidad de San Francisco y nos
deteníamos a ver la retreta y las innumerables palomas y la gente que se
reunía en "La Suiza" a tomar café o chocolate, gente de postín, mujeres con
hermosos vestidos y sombreros adornados con florecillas minúsculas. Y
nosotros los mirábamos desde lejos, porque no nos era posible permitirnos el
gasto de sentarnos allí. Pero disfrutábamos de esa vida, porque estábamos
juntos.
Conocimos otra gente, como nosotros, que se reunía en la Plaza a la
salida de la Universidad y discutían la situación del país. Allí estaban los
hermanos Jóvito y Luis Villalba, por ejemplo. Jóvito siempre inquieto, tan
delgado y efervescente. Y Rómulo Betancourt, que era un muchacho callado
y comedido, dado al uso de adjetivos rimbombantes, adorador de Darío y de
Lugones, que parecía respetar en mí más mi condición de sobrina de Félix
Montes que mi propio ser de Merceditas Carvajal. Había un muchacho
apuesto que se llamaba Inocente Palacios y un Miguel Otero Silva, que
escribía versos. Y otros muchachos con quienes solíamos hablar de poesía
francesa y de música. Y de política, por supuesto. Todos añorábamos una
mayor libertad, una mayor participación en las decisiones de la nación. Había
gente de Angostura en la Universidad. Gente con la cabeza clara: los
muchachos del grupo "Oriflama", como José Miguel Gómez o Pablo Ruggieri,
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que después revolverían las tranquilas aguas culturales de la ciudad, que
suele ser tan tradicionalista y conservadora. A veces nos acercábamos al
Teatro Nacional, sobre todo en tiempo de zarzuela o de ópera, e incluso
íbamos a ciertas funciones los domingos en vermouth, más barato y menos
exigente en cuestión de vestidos. Caracas era en ese entonces un hervidero
de ideas y posibilidades, un fluido y corrientoso río que propiciaba todo
intercambio y toda mezcla. Pero la vida no era fácil y tuvimos que pensar en
regresar.
Aun en la Pensión de María Ruiz, con esa agua helada del tanque,
Arocha se bañaba tres veces al día.
A veces quisiera que lo mandaran a hacer carreteras, a exponerse a
las fiebres, al agotamiento, a las mordeduras de serpientes: a lo que sea.
Pero al aire libre y no en ese encierro. Sin grillos, es verdad y sin embargo
encierro, donde se consume su vida. Él me escribe con cierta frecuencia.
Cinco veces, algún guardia amarillento me ha permitido visitarlo, un poco
temeroso de sus acciones. Cinco veces en un año y cuatro meses. Hay en la
Cárcel gente presa desde los tiempos de don Silverio, diez años o más,
constructores de la calle de Piedra Azul, de la que sacaron toneladas de roca
suficientes para pavimentar el Paseo Falcón. En algunos casos, la familia ni
siquiera sabe dónde están. Porque ellos no saben leer ni escribir ni pueden
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mandar aviso con nadie. Así que Arocha me ha impuesto la tarea de
escribirle a la familia de esa gente y hacerles llegar noticias de los suyos. El
oficio de correo en estos casos es demorado y riesgoso, pero lo ejecuto con
placer. Aprovecho para ejercitar mi escritura, recreando mundos,
estableciendo espacios. Pero tengo que ser prudente. No es cosa de
ocasionar más angustia a los otros, sino de tranquilizarlos de alguna forma.
Uno de esos hombres, uno llamado Rengel, fue uno de los constructores de
la calle de Piedra Azul. En una de las visitas él me contó cómo fue. Imagino a
aquel puñado de hombres combatiendo con la piedra, abriendo un boquete
en la piedra tan antigua, proveniente del fuego original. Ellos tuvieron que
usar dinamita para destrozarla y la trituraron luego con mandarria y pico y
aplanaron el camino y colocaron las piedras una por una, usando una mezcla
que debía durar años y años. En el futuro, la gente pasará por esa calle y
quién sabe si pensará en los hombres que la construyeron. Son apenas unos
metros )cuántos?)doce, quince?. Los hombres pasaron tres años abriendo
esa breve calle en pendiente, empedrándola con las piedras sacadas de la
Piedra Azul que allí estaba: roca ígnea milenario quebrada para mayor gloria
del gomecismo al que se oponían. Pero al menos respiraban la luz y veían el
río.
Imagen 2: El 16 de Julio, desde hace por lo menos cinco años,
el padre Nieto saca la procesión de la Virgen del Carmen. La
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capillita, humildísima, se llena ese día de rosas, se ilumina con
el fervor de las velas. Como está justo al cuartelillo de La
Sagrada, los sagrados van a la misa y ese único día parecen
ser iguales que todo el mundo: son aceptados, son tocados y
ellos se portan con respeto y tolerancia. Así que ese día
permiten la procesión y aceptan que se detenga todo un
misterio del rosario frente a la Cárcel y los sagrados de adentro
le dan licencia a los presos menos riesgosos para que se
asomen a las ventanas enredadas de cintas metálicas. Son las
cinco de la tarde cuando nos detenemos. Los niños cantan
Venid y vamos todos/ con flores a María/ flores a porfía/
que nuestra madre es. El padre Nieto comienza el misterio:
Dios te salve, María/ llena eres de Gracia/ el Señor es contigo/
y las voces le responden desde todas partes. El río luce esta
tarde como un bronce azul. Su olor es de creciente. Los
pecadores han dejado por esta tarde las atarrayas, y esperan la
bendición del padre Nieto reunidos cerca de la Cruz del Perdón.
Una bandada de azulejos viene directamente desde la ceiba del
Mirador, como si alguien los mandara con un mensaje. Pasan
sobre la pequeña muchedumbre y vuelan muy cerca del muro y
sus ventanas enredadas donde ojos sin distintivos nos miran
ávidamente. Casi tan ávidamente como miramos madres,
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esposas, novias, hijas desde aquí, salvaguardadas por el
escudo de las oraciones. La Virgen del Carmen sostiene al
Niño. De sus manos pende el escapulario que salva de morir
quemado y de morir ahogado.
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Secuencia VII
Comencé a trabajar en la Casa de Comercio de don Hilario Machado.
Me decidí una tarde de fines de Agosto, cuando estaba yo viendo a los
curiareros. Gran espectáculo: el hombre de la atarraya se para en la parte de
adelante de la curiara en tanto que uno o dos canaleteros la guían en el
torrente inmenso y pardo de ese corcel con crin de espuma que es el río.
Jinetes en el cuerpo del agua, los atarrayeros se ven como estrechas figuras
verticales, frágiles entre la inmensidad que los circunda. Van, como en un
baile, elaborando complicadas rutas en busca del cardumen, lanzan la red
sutil en un solo impulso de fuerza y solidez. La red resplandece en el sol
brevemente antes de hundirse y arrastrar la curiara un trecho, buscando el
hermoso animal acuático que vive en la entraña mientras el pescador tensa
los músculos y los canaleteros maniobran en medio del oleaje y el remolino.
No faltó esa tarde el hombre que se lanzó al río para nadar entre la
turbulencia de las pailas, como casi siempre lo hacen. Agosto es el mes de la
muerte. Hay un oscuro llamado en esa voz de la creciente, sobre todo
cuando la luna está creciendo también. Los hombres demuestran su valor
lanzándose al agua, cruzando a nado en diagonal de orilla a orilla, en casos
más extremos. O ceden al impulso suicida, entregándose, desapareciendo
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para siempre: comida para el fango y los peces, diezmo pagado al Cuerpo
Fluvial. Yo estaba parada en el muro nuevo que construyeron sobre la Laja,
entre la gente del pueblo que comentaba la pesca y los incidentes del día y
compraba el fruto fluvial por unos cuantos pesos, porque es muy barato
debido al prolífico don del río en este tiempo. Sabía que no estaba bien lo
que estaba haciendo: parada a las dos o tres de la tarde de un día de
semana, con la cabeza descubierta y entre tanta gente que no se medía para
decir sus groserías. Eso dirían las señoras de las Casas, si pudieran verme.
Eso diría también mi madre. Pero aquella era la vida plena, pulposa y
sensual: la vida que crecía y se multiplicaba para mayor gloria de Dios,
aunque poca de aquella gente lo supiera. Había otras mujeres por allí,
vendiendo granjerías y jugos de parchita o de papelón con limón, para
refrescar el calor, con hielo abundante comprado en la planta nueva. Era
como un mercado donde todo placer de los sentidos, inclusive el dado por la
contemplación del paisaje, estaba permitido. Tanta libertad de maneras me
confundía y suscitaba mi envidia. )Por qué tenía yo que contener mis
impulsos, amarrar mis instintos, someterme a las rígidas estructuras de
conducta que me habían impuesto las tradiciones, aunque eso significara
dejarme avasallar por las circunstancias?)Cómo podíamos considerarnos
superiores, si estábamos como encarcelados por tradiciones que ya no
servían para el tráfico usual de la existencia? Para sobrevivir, había dado a
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escondidas a Eligio mi cadena de cochanos para que la empeñara,
pidiéndole que fuera a casa de Yusef, un turco nuevo que no podía saber de
cuál casa iba aquel sirviente y que con toda seguridad creyendo que Eligio
robara la prenda, le había dado solamente unos cuantos pesos, suficientes,
sin embargo, para cubrir algunos gastos. La familia de Arocha había
mandado un giro también, pero quise comprarle a él un par de alpargatas y
dos camisas frescas, porque el pobre andaba en harapos y descalzo en
aquel estercolero y tenía una pústula en el pie derecho de la que me había
escrito con una mezcla de repulsión y temor. Le escribí a Arocha diciéndole
de mi decisión de trabajar en la calle, ya desesperada, cuando le mandé
esas cosas. No he recibido respuesta. Percibo su confusión. La percibo
pegada a los muros exteriores de la Cárcel, allí adonde voy a veces para
sentirme más cerca de él. Percibo su cólera, su impotencia y quizá hasta la
línea de culpabilizaciones que me toca. Mas lo único que hice para merecer
este castigo fue emitir mis opiniones, participar en ciertas reuniones,
organizar algunos donativos para los que combaten en la oscuridad la
dictadura del General. Y a veces tengo mis dudas )será la Democracia, en
verdad, la mejor forma de gobierno?)No necesitará este pueblo desmandado
y descorsetado un guía, un hombre fuerte que domine sus instintos y oriente
su camino?)Qué sucedería si de pronto se les concediera libertad plena,
pleno uso de sus derechos de pueblo?)No serían las elecciones una forma
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de entronizar mediante la manipulación de los instintos a gente incapaz cuyo
único mérito sea ser popular?)No sería la Democracia una manera de
masificar la corrupción? Y, sin embargo, tampoco es el modelo gomecista la
respuesta, he pensado. No es el terror, la imposición, una forma de gobernar
correcta. Sí. Hice lo justo. No me arrepiento. Seguiré haciendo lo justo.
Sueño a veces con una mañana en la Plaza Bolívar, quizá una mañana de
Febrero, que es un mes de grandes y graves cambios, cuando me pare en la
tribuna de concreto y dé un discurso sobre libertades y justicias a la gente
reunida fervorosamente, cuando ya el General se haya ido y todo sea una
esperanza abierta como flor de cayena. Y hablaré en ese discurso de Pío
Tamayo, quien ha sacrificado su vida por todos nosotros. Y hablaré de
Andrés Eloy Blanco, quien con sus versos ha hecho más por la causa de la
libertad que otros con sus balas. Y hablaré de Rómulo Gallegos, quien ha
decidido vivir en la torre de su honestidad antes que someterse al espacio
abierto del favor del gobierno. Sin pedir nada. Ni dinero, ni piedad. Sueño
con poder orientar los intereses de ese pueblo que ríe y sufre con tanta
fuerza, inconsciente quizá de su destino. Y sueño con escribir, con tener
tiempo y lugar para escribir. Quizá hasta una habitación propia. Pero la vida
tendrá que pasarme varias pruebas de esfuerzo antes, creo.
Lo cierto es que esa tarde, iluminada por Agosto, deslumbrada de el
sol, bajé por la calle Babilonia y me llegué a la Casa de Comercio de los
47
Machado y, sin pensarlo dos veces, acepté la propuesta que don Hilario me
hiciera casi un mes atrás de quedarme para ser su secretaria y manejar las
cartas con las casas extranjeras, en inglés y en francés, y escribirlas a
máquina, archivarlas y clasificarlas, y si era posible más adelante, llevar los
libros de cuentas.
Imagen 3: Hoy es domingo por la tarde. Me duele la cabeza y
me siento deprimida. Tal vez se trate de que se acercan mis
días. Las niñas juegan allá afuera, gritando y riendo en el patio.
Sus retozos me llegan en forma de oleadas dolorosas que
golpean mis sienes y mi frente y me producen mareos. León
está al lado, con la abuela, seguramente adormilado con el
ruido de la mecedora donde Mamá se distrae mientras teje,
según su costumbre. Hay un silencio como de luto en la casa.
Todo el mundo camina con precaución. Todo el mundo evita
mirarse de frente. Hay un silencio denso, un silencio que vuelve
pesada la atmósfera que se había ido aligerando desde las
densidades de Julio y Agosto. Ahora, a fines de Septiembre,
todo tiende al vuelo fácil, al juego de la brisa leve y más fresca
que va anunciando ya la Navidad. Septiembre anuncia la
alegría. Las escuelas comienzan. Hay niños de nuevo en las
calles, yendo y viniendo con sus uniformes blancos,
48
acompañados de indias cuidadoras o en grupos de hermanitos.
La Plaza Bolívar se llena con voces y juegos. Los muchachos
del Colegio Federal se reúnen en las escalinatas por las tardes.
Rasgan las guitarras. Entonan canciones. Ríen, saludables y
fuertes.
49
Secuencia VIII
Nada había sucedido hasta hoy y parecía que las cosas iban a
encaminarse por vías de esperanza, pero sucedieron dos acontecimientos
que alteraron en curso de la vida aquí, en la casa de los Montes tallados de
algarrobo. Alguien dijo, quizá Coromoto Arnao en una tertulia de "La
Glaciére", que unos versos míos habían aparecido publicados en "Elite".
Coromoto andaba feliz y orgulloso, porque él me había estimulado para que
publicara regularmente en "El Luchador", aunque fuera bajo un pseudónimo.
Cada dos semanas, yo le llevaba alguna cosa, bajo nombres distintos e
insospechables, porque no quería comprometer a la familia en esas
aventuras. Porque una cosa era ser dama culta e instruida y otra, muy
distinta, era la de ponerse en evidencia escribiendo en un periódico.
Coromoto me sugirió que buscara solamente uno, para que los lectores
pudieran identificarse con la autora. Entonces me puse a pensar toda una
noche y escogí un nombre cualquiera y lo adopté como si fuera otra
naturaleza. No niego que me sentí como una George Sand de la selva
profunda, sólo que sin fumar, ni ponerme pantalones. Lo cierto es que había
estado publicando versos y algún cuento, sin que lo supieran más que
algunos allegados: Arocha, por supuesto, que es ()era?) mi primer lector, y
50
Coromoto, quien me puso en las manos libros de García Lorca, a quien
admiraba mucho, y que eran novedad en España. Coromoto mandó mis
versos a Caracas y salieron publicados con una notica muy simpática donde
decía que habían llegado desde Guayana. Un mes después publicaron uno
de los cuentos. Gran movimiento en la ciudad: en todas partes se
comentaba: )quién es esa Lucila Palacios que escribe versos de amor? Dice
en la prensa que también escribe cuentos donde la realidad se abre como
una herida. Lucila Palacios escribe cuentos realistas, qué cosa terrible, como
si hubiera poco que hacer en una casa decente, pero )quién es esta Lucila
Palacios? Será Luz, la de Coromoto, con un nombre falso. Sin que nadie
supiera saltaron por todas partes perros de caza. Revolvieron ALuchadores@
viejos para ver si descubrían una pista. Dicen que un tal Ostos, bachiller
humanista que hace notas sociales y de quien se sospecha es confidente del
Bachiller Muñoz, revisó el escritorio de Coromoto y encontró un original. De
puño y letra. No vaciló en sacarlo al aire. Lucila Palacios es Mercedes,
comentaron entonces: )qué Mercedes? pues cuál va a ser, la de Arocha, la
de los Montes, como si poca desgracia tuvieran, ahora una sabihonda en la
familia. Pero, bueno )y con qué tiempo Merceditas puede dedicarse a
escribir, si no es descuidando a sus hijos?)y con qué tiempo, si hasta
trabaja? comenzó a decir la gente. Pero no hubieran tenido certezas de no
ser por el orgullo de Coromoto en "La Glaciére", que me perjudicó desde el
51
primer brote: Lucila Palacios )tú sabías eso? es Merceditas Carvajal, qué
escándalo, comenzaron a comentar en las tertulias vespertinas, mientras
seguían rebuscando entre "Luchadores " viejos para releer los versos.
Porque por algo ella publica bajo un antifaz, en vez de hacerlo con el propio
nombre en la "Alondra" de la maestra Anita, revista tan fina y distinguida
donde escriben tantas señoritas y señoras decentes de por aquí. Por alguna
razón se esconde Merceditas Carvajal tras un disfraz de alguna Lucila
Palacios, nombre pagano. Así se escondía la Concepción Acevedo
)recuerdan? Para mantener sus diálogos de amor bajo el nombre de Rebeca
o Raquel, judío en todo caso. Y ellas, con más rigor que los sagrados,
comenzaron, suerte de Erinnias fluviales, a revisar, a vigilar mis pasos. Yo,
sin saberlo. Y esta mañana, en misa de once, me hicieron el vacío. Ninguna
de las Anitas de la calle Constitución me saludó al pasar. Ninguna de las
Marujas. Ninguna de las Rosa Elenas. Ninguna de las María Luisas. Mi
madre y mis hermanas se sintieron humilladas. Golpeadas. Arrastradas por
el fango. Ellas conocían el tono de los comentarios: pero sí, siempre hay una
desgracia en la familia, imagínate que ahora los Montes tienen entre los
suyos una señora que escribe versos y trabaja en la calle. Y, mujer que sabe
latín, ni encuentra marido, ni tiene buen fin. Ellas hablan mucho, tienen
muchas teorías de que sus abuelos trajeron la cultura a Guayana, porque
sabían que la cultura es el progreso y todo lo demás. Pero una cosa es ver el
52
espectáculo y otra muy diferente el darlo. Porque es que las artistas no son
mujeres como nosotras, dicen. Para los hombres es diferente: ellos son de la
calle. Mientras que la mujer es de la casa. Si hasta San Pablo lo dice en la
Biblia, dirá el cura Pinto, Deán de la Catedral. Esas modas modernas van a
llevar todo a la perdición: pronto las mujeres andarán de pantalones,
ocupando el puesto de los hombres, se portarán como hombres y querrán
entrar a la iglesia sin velo que cubra su impudor. La mujer debe estar en la
casa, cuidar a los hijos, ocuparse de que el fogón esté encendido, el café
recién colado y los dulces a punto. La mujer debe cumplir con sacrificio el
deber que le impone la vida: cuidar de la estabilidad y la paz de la casa,
ayudar al marido a prosperar y a los hijos a crecer. La mujer debe saber
hasta cuál límite puede llegar. Pero esta Merceditas, dirán, no se conformó
con meterse en cosas de la política, que hasta se podría entender eso, pues
toda su familia ha andado en esos andares desde hace bastante tiempo,
aunque de eso resultó que el pobre Arocha haya ido a la cárcel, el inocente,
sino que se puso a escribir, como si ella fuera una Teresa de La Parra, que
será lo que sea, pero vive en París, y decidió trabajar en la calle, donde
ninguna señora decente, casada y con tres hijos, va, a menos que deba
hacer diligencias.
53
Yo me la paso recordando a George Sand, también escondida detrás
de un personaje de teatro que a fuerza de hacérsele indispensable para
sobrevivir se transformó en parte de su vida, pero no me atrevo a asumir sus
audacias. Ya fue bastante terrible pasar ese rato inmensamente largo entre
el segundo y tercer toque de misa, sentada mirando al frente, sin entender el
altar dorado donde refulge la pequeña imagen de la Virgen de las Nieves.
Mujer que sabe latín... Pero no se trata de eso, no es el conocimiento, ni la
lectura, dice Mamá, severamente, sino del asunto ése de trabajar en la calle,
exponiéndote a las tentaciones y a la maledicencia, dice. De las tentaciones
mejor ni hablo, porque es cierto que algunos caballeros que antes jamás lo
hubieran pensado siquiera, a veces me han hecho sutilísimas insinuaciones.
O al menos eso creo. Me miro al espejo y encuentro que estoy en el punto
sazonado de mi belleza y de mi vida, entrando a la plenitud. Tengo calor en
las venas. Soy una mujer de carne y huesos. Sin embargo, hay algo en mí
que me vuelve helada por dentro ante cualquier otro que no sea Arocha. Por
supuesto, Mamá no ha dicho que no necesitábamos el dinero, ni objetó que
yo lo gastara mejorando la comida y pagando las deudas. Con una cara
trágica se negó a tocarlo. Pero no llegó al extremo de negarse a usar las
cosas que se compraron. Hubo algún llanto a escondidas, un par de
comentarios altaneros de mis primas. Después, llegó la carta de Arocha,
dándome su apoyo, diciendo que había hecho lo correcto. Quizá él intuyó mi
incertidumbre, la indefensión en que me encontraba, la cólera y la impotencia
54
que me estaban arrebatando de la vida. Las niñas necesitaban zapatos, un
par de vestidos nuevos. León tenía que tomar un reconstituyente, después
de los fiebrones que sufriera. Josefina estaba pálida, le daban ahogos
inexplicables y quizá debía tomar también una emulsión de bacalao. Yo
misma necesitaba algo. Un par de zapatos, porque los míos de salir tenían
ya trece composturas y remiendos y no aguantaban más. Una vara de batista
para hacerme unos bloomers, vara y media de encaje de media pulgada,
para los adornos. Cosas necesarias, de mujer. Nada de vanidades. Y allí en
el comercio, con don Hilario, yo estaba aprendiendo a escribir a máquina y
algo de contabilidad. Nadie podía saber si en el futuro no sería posible que
yo pudiera usar esos conocimientos de manera más fructífera, en nuestro
propio beneficio. Arocha pensaba igual y eso lo dijo en su carta. Cuando
saliera de la cárcel, nos iríamos al llano y montaríamos un negocio, quizá en
Tucupido, donde habíamos dejado buenos amigos una vez y donde pude
escribir mi primer cuento. Entonces yo podría ayudarlo con esas cosas de
números y correspondencia y archivo. El trabajo sería como una escuela.
Arocha me pidió que comprara un cuaderno y comenzara a tomar notas de lo
que pasaba, algo así como un diario, no tanto personal sino de costumbres y
pareceres: estampas de la ciudad y del campo, opiniones. Algo así como un
álbum de fotografías y daguerrotipos llevados por escrito. Todo eso estaba
en su carta, pasada y traspasada por manos amigas, semi-mercenarias,
tristes y dolientes, alegres y rápidas. La carta llegó cabalgando los avatares y
55
Mamá y las otras mujeres de la familia la sintieron como un Certificado de
Buena Conducta expedido por una autoridad superior a la de todas ellas, a
pesar de todo.
56
Secuencia IX
Hay algo raro en esas cartas que van y vienen desde las cárceles.
Tienen una cualidad matizada por la esperanza, el sentimiento, el miedo y la
doble condición de idealismo y sordidez del comercio que les permite
circular. Hay una mujer que vive al pie de las escalinata de la calle Carabobo.
Se llama Nancy y su padre era uno de esos corsos tardíos que siguieron
llegando después del supuesto agotamiento de la veta de oro. Murió o se
perdió en la selva, qué más da. Nadie sabe y a nadie le importa. La madre
murió hace dos años y Nancy tuvo que afrontar sola la vida. Ella comercia
con gente de La Sagrada, que tiene un puesto en la parte de abajo del
Colegio Federal: les vende lencería traída de Trinidad, les vende colonias
finas y jabones de olor. Les vende encajes, cintas y peinetas para sus
queridas, consigue algunos productos con los americanos de La SOCONY,
esa Casa de Contratación para el asunto del petróleo que queda en la calle
Bolívar: consigue whiskey y leche en polvo, mantequilla y avena quaker, un
queso de Holanda bastante bueno, mentol para usos íntimos y glostora para
el pelo, además de platos y tazas de plástico, que son la novedad. Nunca he
sabido cómo obtiene lo que vende, pero sé que gana sin abusar. Los de La
Sagrada le pagan por partes y Nancy obtiene de ellos, además, pequeños
favores: así que ella, sin más ni más y casi sin conocerme, me ha venido
57
pasando las cartas para Arocha en estos días. Yo voy cada semana a las
escalinatas, al salir del trabajo. A veces subo y veo el crepúsculo desde esa
altura majestuosa donde seguramente dejaron también la vida los presos de
don Silverio. La amarga memoria de este hombre se cierne aún hoy sobre la
ciudad. Desde la altura de la escalinata se ven también las casitas de
bahareque El Zanjón. De allí sale el antiguo olor del fogón de leña. De allí
brota el griterío de los niños y los cantos de hombres que tocan y beben bajo
los árboles, espantando las plagas con sahumerios. En El Zanjón viven
pescadores, pequeños artesanos y buhoneros de los más pobres. Al lado
mismo del plexo corazón de las Grandes Casas, se extienden el roquerío y
las casitas humildes. En rojo dorado se trazó la marca de una gran
inundación que llegó hasta allí, pero quién sabe cuándo, mucho antes de que
don Joaquín situara por estos sitios la ciudad.
Imagen 1: Me impresiona el teatro en ruinas: aquella joya
arquitectónica creada por Guzmán y tan ardientemente
defendida como emblema de lo que era la ciudad. Aquella
tacita de plata donde relumbraban los espectáculos más
afamados del mundo conocido: aquellos que venían para
deleitar a los Barones del Caucho de Manaos, pero se detenían
en esta plaza prestigiosa: Angostura La Vieja, de damas con
abanicos amarfilados y caballeros de linosa elegancia. Luego,
58
inauguraron allí mismo las magias del cinematógrafo: esas
maravillosas historias en fotogramas móviles que encantan a la
gente sin importar edad ni condición. Y ahora aquel Teatro, que
pareció siempre ser un espíritu más que un edificio, yace
sepultado en el olvido, refugio de animales, despojo. El piano
está lleno de polvo, las butacas forradas de terciopelo están
comidas por los jejenes y las polillas y las cucarachas y las
ratas y toda clase de plagas. El telón cae en jirones azul oscuro
sobre el escenario vacío para siempre. Y todo porque la esposa
de don Silverio, la hija de doña Zoa, cogió una noche cuando
fue al teatro una gripe fuerte que se transformó en tisis
galopante y se fue, aún en la más tierna juventud, glamorosa
flor: Salomé moderna, dejando de nuevo el lecho del marido al
arbitrio de su madre. Ya don Silverio no está, pero su huella
aparece indeleble en cada recodo: una huella aterrorizante o
indignante, pero ante la que nunca se puede ser indiferente.
Por supuesto que a Nancy no le importan las cuestiones políticas. Por
alguna razón indeterminada, por instinto de rebeldía o por compasión hacia
los otros, sirve de correo entre presos y familiares. No se interroga sobre sus
motivos. De hecho, ese tráfico le permite incluso captar clientes, porque
hasta yo misma he comprado un par de veces las cosas que ofrece. Pero
59
ése no es su motivo, ni aun si uno especulara mucho. Con ella vive Nurieidis,
una mujer de rara hermosura: hija de una negra haitiana y de un francés del
mediodía, combina las exuberancias de su cuerpo con la finura de rasgos de
la cara, las manos y los pies. Nurieidis lee el destino de la gente en la ceniza
del tabaco, los caracoles y las cartas del Tarot. Ella me dijo que, leyendo la
ceniza para mí en siete oportunidades distintas y con distintas posiciones de
la luna, había entrevisto un gran destino: dolor y pena, pero también viajes
hacia remotos países y un gran destino. Un día me dijo extrañada que había
interpetado que yo jamás moriría, pero que por supuesto eso no podía ser.
Nuriedis canta con melodiosa voz canciones que escucha en la radio por las
noches. Ninguna de estas mujeres se plantea los problemas que se leen en
las revistas. Ellas viven natural, sencillamente: limpian su casa, cultivan sus
flores, hacen su trabajo, se entregan al amor, aceptan el dolor y los celos,
soportan lo que deben soportar, comen y beben y se visten y respiran con
gusto el aire puro, caminan garbosas bajo el sol y van al mercado y a la orilla
del río recibiendo los halagos de los hombres con una risa de mensajes
diagonales. No pertenecen a la misma ciudad, a la misma sociedad a la que
yo pertenezco. Envidio su pureza intrínseca, su condición humana tan
palpable y creíble, sin corsets ni entumecimientos ni códigos de abanico ni
distracciones ni máscaras. A su casa van con alegre libertad muchos tipos
humanos, incluyendo sagrados quienes, despojados de su personaje esbirral
son hombres del pueblo, humildes y sensatos. Por supuesto, dudo mucho de
60
que Mamá apruebe estas relaciones. Ella se horrorizaría de las maneras
sueltas y del altar donde se mezclan estampas del Corazón de Jesús y la
Virgen del Coromoto con las Divinidades Africanas, iluminadas todas con
varios velones perfumados especialmente traídos de Trinidad. Incluso dudo
de que las apruebe Arocha. Pero aun así yo persisto en venir, disfruto de
estas visitas que me enriquecen de una manera que difícilmente se puede
medir con las varas normales.
Por aquí mismo queda una casa de mala reputación, verdadera
curiosidad cultural, especie de lenocinio o sitio de encuentro de mariposos. A
ella concurren los músicos y parranderos insignes de la ciudad, sin importar
su condición económica, su jerarquía política o su nivel social. Dicen que el
hijo de una familia ilustre de la Plaza Miranda lo creó en tiempos de Guzmán,
para halagar sus gustos y los de un Manager inglés que llegó aquí por lo del
oro. También dicen que un retrato de Oscar Wilde guarda el dintel de la
puerta como en otras casas ponen una imagen de la Trinidad o de Cristo y
un ramito de sábila. Dicen que allí Pérez Soto acostumbraba a disfrazarse de
centurión romano y se dejaba cortejar por negros vestidos con túnicas
verdes. Pero quizá todo eso sea especulación manejada por los poetas de la
tertulia de El Príncipe, que se reúnen en "El Hijo de la Noche" y son muy
fantasiosos. Lo cierto es que muchos mariposos frecuentan la casa de
Nancy, en parte porque les agrada su conversación graciosa, en parte
61
porque consultan las artes predictivas de Nuriedis y en parte porque se
enloquecen por las ropas interiores de seda y satén y encaje que se venden
aquí. Uno de ellos, que se hace llamar André, por más señas, blanco y
delicado como una palomita turca, maneja con excelencia el arte de la
costura y me confeccionó dos blusas y un par de vestidos para las niñas
cobrándome tan poco que pienso que sólo lo hizo para que no me sintiera
mal si no me cobraba. Lo supe y se lo agradezco, porque necesitaba esas
cosas. Pero mi mayor deseo sería el de cambiar o por lo menos aliviar el
rechazo que la gente siente por estas personas. Periódicamente, los curas
desde el púlpito aprovechan su poder para ventilar el contraste entre virtudes
públicas y vicios ocultos. Se habla también de vicios públicos, sobre todo si
pertenecen a la gente del común. Pero de virtudes ocultas no hablan. Jamás.
Los curas desde el púlpito tienen voz omnipotente y omnímoda. Cambian los
destinos. Transforman la historia. Por ejemplo, cada 24 de Julio, cuando el
Obispo o el Deán Pinto encabezan los cantos del Te Deum en Acción de
Gracias porque Dios conserva la vida del General, ellos están influyendo de
una forma directa, concreta, sutil y real, mágicamente en la mente y el
corazón de la gente, proyectando la fuerza de sus invocaciones. El General,
es verdad, debe estar senil a estas alturas de la vida, y quizá hasta muerto,
pero Julio a Julio en las iglesias del país se reza por la buena suerte de
tenerlo. El General hace tiempo tiene neblina en el cerebro. El General tiene
la próstata vuelta un pedazo de esponja: llena de humedad, amarillenta,
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ahuecada e hinchada. El General tiene los canales de la orina llenos de
arena y piedrecillas de calcio. Los chorritos que bota son débiles e
irregulares y vive más pendiente de la frecuencia de sus ganas y el dolor que
le provoca la satisfacción de su necesidad que de los asuntos del gobierno.
En su lugar mandan: algún corrupto doctor, algún primo abusivo, algún
edecán particularmente cercano y de cierto muy querido, los hijos del
General y hasta su primera mujer, en calidad de Reina Madre de la estirpe,
todos con acta de bautizo expedida en algún pueblo andino, porque es así:
andino es el presidente, andino el gobernador, como dice la copla. Y de
alguna manera andinos son los señores curas, que dan gracias a Dios de
que tal estado de cosas se esté prolongando y que deciden la vida y la
muerte, el ostracismo y el reconocimiento público. Todavía están frescas las
diatribas que desde el púlpito se lanzaron contra las Sociedades Espiritistas,
Espiritualistas y Teosóficas, saludadas con fervor por los oriflamistas en su
revista. Y si es verdad que la iglesia no ha podido acabarlas, exterminarlas
de raíz y desparecerlas de la faz de la ciudad, eso no quiere decir que de vez
en vez no lancen sus ataques, sus requisitorias de Inquisición, contra éste o
aquél, acusándolo a voz en cuello de anticlerical, positivista y masón. De
hecho, hasta el padre Ceballos, tan comprensivo en su forma cotidiana, hace
unos meses perdió los estribos y criticó a Rómulo Gallegos con esos mismos
adjetivos que aluden a la descreencia y la masonería, y en verdad sin más
motivo que el de haber leído un fragmento de la novela que se llamará
63
CANAIMA, publicado en "El Luchador", donde se alude al amancebamiento del
personaje con una india de la selva. Ese Gallegos, dijo, anda malponiendo
en el mundo a la gente de Guayana, tronaba desde el púlpito. Los
angostureños no se andan amancebando con indias, ni las persiguen en los
patios o las selvas. Los de Guayana La Vieja no son capaces de malbaratar
su sangre en estirpes bastardas, gritaba en desmesura emocional. Pero
Ceballos, que se sepa, no es linaje de por aquí y él no tiene ni siquiera una
generación de muertos en el cementerio de Centurión. Y como si fuera
mentira esa verdad del amancebamiento. Mentira es lo que nosotros vivimos.
Mentira es creer que todo el mundo se puede medir con nuestras varas y
valores.
64
Secuencia X
Pasó el festejo y comenzaron a apagarse las bujías del alumbrado.
Desde el corredor abierto a la madrugada veo cómo se van oscureciendo en
secuencia esos puntos de luz que destacan como cocuyos en la cúpula de
encaje verde que es la ciudad. Es otro año que comienza. El amanecer es
gris, apenas una raya de luz que crece lenta, muy lentamente. Hay pocos
pájaros. En vez de un principio, esta mañana parece la del final. Ojalá fuera
de esta tiranía, de esta cólera soterrada, de esta peste interior que nos está
matando. En Navidad, Arocha participó de una protesta interna de los presos
y hasta los carceleros por la severidad de la clausura y la mala calidad de la
comida que les da el nuevo alcaide. Como respuesta, les remacharon grillos
en los tobillos a los presos y arrestaron por un mes a los carceleros que
participaron en el asunto. Se suspendieron las visitas y el tráfico de cartas.
No se aceptaron los pequeños obsequios de la temporada. Los familiares de
los presos nos pudimos de acuerdo para vestirnos de fiesta y ponernos en
todo el frente de la cárcel. Algunos llevaron instrumentos musicales y se
improvisaron parrandas. Nos quedamos toda la tarde del 24 hasta las nueve
o diez de la noche. Pero cuando lo quisimos hacer otra vez ayer, los
sagrados no nos dejaron pasar porque embochinchábamos a la gente. Un
poco como resultado de esa fiesta extravagante y dolorosa, Josefina se me
65
enfermó con gripe fuerte y fiebre. Luego comenzó a sentir ahogos en el
pecho, a toser y a botar sangre por la nariz. Llamamos al doctor Aristeguieta
y le mandó a poner paños de agua de rosas en la frente, a que durmiera con
la cabeza un poco alta para que no se ahogara si le venía mucha sangre y a
que le pusiera emplastos de antiflogistina en el pechito, pero nada que se ha
aliviado. Persisten los síntomas, a pesar de que Mamá preparó un jarabe
espeso con flor de cayena roja doble, miel, canela y aceite de oliva, para
aflojar el pecho y calmar la tos. Limpiamos bien el cuarto, porque pensamos
que tal vez le hacía daño el polvo. Hemos estado cambiando las sábanas
cada dos días. Todo eso representa un esfuerzo adicional para todos
nosotros. Tengo que ir al trabajo, Mamá se queda, Tamara y María de Jesús,
las sirvientas de siempre, se quedan junto con ella. Todo el mundo vela la
fiebre y el ahogo de Josefina, tratando a la vez de distraer a Carmencita y a
León, que se quieren meter al cuarto. Por las noches, me quedo yo y
aprovecho para leer y escribir. Tengo varios cuentos terminados y ahora
quiero iniciarme con una obra de teatro, porque con el tiempo he llegado a la
comprensión de que hay tres vías para que un escritor concilie con más
facilidad su relación con la gente, su papel como escritor y su papel como
miembro de una sociedad: los artículos de fondo que se publican en los
periódicos y revistas, la poesía y el cuento y la novela y el teatro. Pero entre
todos ellos, el teatro podría ser el rey, porque permite transformar la palabra
en gesto y exponerla desnudamente ante un público que va predispuesto a
66
creer la verdad que se le está proponiendo. Yo estoy escribiendo artículos de
fondo en "El Luchador", una semana sí y una semana no, bajo el nombre de
guerra de Lucila Palacios. Quizá no son artículos de fondo, sino más bien
crónicas, estampas, impresiones, comentario sobre algún libro leído, pero a
la gente les gusta y hasta han suavizado su aspereza inicial y el rechazo
hacia mi ambición de escribir. Cierto que tuvimos que cambiar de
costumbres: ya no vamos más a misa de once en la Catedral, sino a la de
ocho y media en las Siervas. Pero hemos encontrado por ahí, en el mercado,
en la Plaza Bolívar, a la salida de la escuela y hasta en algún festejo familiar
a que nos invitan a esas personas que al principio nos sacaron el cuerpo y
nos criticaron tanto y que ahora, por lo menos socialmente, nos tratan otra
vez. Nadie se engaña, sin embargo. Todos percibimos la hipocresía tras las
figuras de la amabilidad, pero )qué se puede hacer? Lo importante es que
estoy escribiendo, pues, con mucha pasión, robándole tiempo al trabajo en la
oficina de don Hilario Machado, robándole tiempo al sueño de la noche,
compartiendo el esfuerzo de escribir con el de cuidar la enfermedad de
Josefina, sacando una parcela de la angustia de sentirla consumirse sin
saber exactamente cómo y por qué.
Imagen 5: Conocí a un actor llamado Eugenio. Estaba
rondando las ruinas del Teatro Bolívar una tarde, cuando yo
aparecí por la esquina, de regreso de la casa de Nancy. Es un
errante, un aventurero y un bohemio, que lee versos de José
67
Asunción Silva y adopta las poses del maldito. Yo no sé de
dónde viene, ni cuál es el nombre de su familia, ni si Eugenio es
su nombre verdadero. El estaba buscando posada barata y
segura y antes de que los sagrados le dieran una gratuita en
las mazmorras de la Prefectura y lo llevaran a picar piedra en
las carreteras o, en el más optimista de los casos, lo
expulsaran en la primera chalana que saliera del muelle, yo lo
llevé a casa de Nancy, que lo aceptó como a un hermano del
alma. Ignoro cómo se han estrechado tanto las relaciones entre
ellos, pero ciertamente parecen parientes de la misma sangre.
Eugenio fue el que me dio la visión del teatro como arte político,
arte de la política tal vez. El me dijo que el teatro es la
continuación de la política por otras vías, frase extravagante si
las hay, que me suena conocida aunque no puedo identificar.
De cualquier manera, para escribir yo debería tener una mesa, un
estante con los diccionarios y libros que vaya necesitando, una máquina
moderna, papeles y lápices y cuadernos o libretas. Debería tener un espacio
íntimo y no ocupar la mesa del comedor cuando todos están acostados,
iluminándome con una lámpara de carburo, para no molestar con la luz de la
bujía a los niños que duermen en los aledaños. Debería disponer de un
tiempo propio y no pasar a escondidas en las horas del trabajo los
68
manuscritos que me van saliendo por las noches. Debería poder leer sin
tener que estar a la vez remendando ropas de niños, o planchando, o
escogiendo los frijoles para el cocido de mañana. Ya los ojos se me han
desgastado, no sé si por el llanto o por tanto hacer esfuerzos con poquísima
luz y el próximo mes tendré que comprar anteojos para poder distinguir las
letras pequeñas en las formas que tengo que leer y en los catálogos y
contratos. Mamá puede ensartar una aguja sin lentes y yo tengo que andar
usando una lupa para distinguir cuáles letras y cuáles números corresponden
en un rol de maquinarias, y no se diga de algunos libros, que tienen la letra
demasiado pequeña e impresa como con tinta gris, por lo que resulta casi
imposible para mí descifrar lo que dicen. (Ay, Dios, tanto cansancio! El
amanecer del nuevo año se abre ya como una flor sobre la ciudad que
descansa aún, dormida del cansancio, trasnochada. Escribo, con la tentación
de creer que algo puede quedar de mí cuando el fin llegue.
Imagen 6: Un hombre de espaldas con un bastón en la mano.
Su rostro, bien visible, aparece de tres cuartos de perfil. Sobre
el hombro derecho lleva la vara y la bolsa de los vagabundos.
Es un bufón de corte, con las calzas rotas, acompañado de un
gato que se recuesta de su pierna. El vagabundo lleva también
un gorro que desciende hasta su nuca y tapa sus orejas. Lleva
una chaqueta roja, ceñida con una tela amarilla en la cintura.
69
Las calzas son azules, las zapatillas, rojas. Es extraño, pero se
parece en el sueño a Eugenio. Impulsividad. Inconsciencia.
Nada/Todo. )El Teatro?)Qué es el Teatro, sino el Mundo
incompasivo donde nos movemos?
70
Secuencia XI
Unos Dodge Brothers traídos especialmente por la SOCONY para sus
trabajos y vendidos luego cuando fueron innecesarios, son los que viajan
entre Angostura y San Félix.. La SOCONY es la Standard Oil of New York,
filial de la Standard Oil, todas de la casa de Rockefeller. Millones. Millones.
Andan sus técnicos por aquí buscando minerales. Hasta dicen que tienen un
pueblo hacia el norte del río. El águila apoyando al bagre. Cuándo, cuándo
se ha visto que bagre no sea comida de ave de rapiña. La condición animal
se ha trastocado también en la fantasía popular. El viaje hasta San Félix, en
carro, por camino de tierra, suele tardar cinco horas. En vapor es más
cómodo y más corto, pero dada la naturaleza de mi carga, mejor escoger
esta vía. Uno debe llevarse su cantimplora con agua, porque hay dos
paradas para hacer necesidades y con muy pocas posibilidades de
encontrar más que dudosos jugos de papelón y tragos de ron barato. Yo tuve
que ir a San Félix un lunes de Febrero, y me tocó viajar con un americano
que iba para las minas del Yuruari en busca de aventuras y una señora
mayor y su hija que iban para Upata. Muy decentes, ellas. El caballero, pese
a ser americano, también era una persona sin tacha. De la casa salí con la
excusa de que iba a hacer una diligencia del trabajo. Del trabajo salí con le
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presunción de que iba a hacer una gestión para la casa. A más nadie dije
nada, ni comuniqué nada, porque desde que mi tío Félix le pidió a aquel
hombre, Reinaldo Galvez, que hiciera contacto conmigo, he vivido entre la
incertidumbre de estar haciendo lo correcto, el miedo de hacerlo, el miedo de
no hacerlo, el deseo de servir, el deseo de escapar. Me duelen la cabeza y la
garganta. El calor es terrible y se agrava por el polverío del camino. Lo cierto
es que llevo un bolso lleno de armas y municiones y un dinero para
entregárselo a un agente que estará esperando en el Mercado de San Félix
mañana a las once de la mañana. Pernoctaré en San Félix, quién sabe
adónde. Como las señoras que van a Upata seguirán, no me podré seguir
acompañando de ellas. Quizá el americano conozca un buen lugar. Le
pregunto. Sí, él sabe. Hay una pensión familiar que dirigen las señoritas
Guerrero, ubicada en la calle Bermúdez. )Cerca del Mercado? Sí, bastante
cerca, interviene el chofer, y entonces se generaliza una conversación sobre
hospedajes y pensiones y sitios de comida. El asunto, que no me atrevo a
preguntar, es cuánto cuesta, porque viajo con el mínimo de plata: lo que
Reinaldo Galvez pudo darme resguñando de las finanzas de guerra. Porque
de eso se trata: de fomentar un alzamiento contra Gómez. Un alzamiento
que esta vez sí será exitoso, dicen ellos, que esta vez sí derrocará al
General, que se encuentra enfermo y debilitado. Ya están comprometidas
doce guarniciones en todo el país. Aquí, andan atricherándose los hombres
bajo el mando de uno de los Sifontes y un tal Núñez, al que yo conozco.
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Sobre todo en las minas, se ha venido creciendo lo que llamó Pérez Soto el
fariseísmo impenitente del Yuruari. Por telégrafo se transmitirán la orden para
tomar los mandos. Hay grupos de civiles en las principales ciudades del país,
que apoyarán a los militares. Se ha conseguido el respaldo de ciertos
gobiernos extranjeros, como el de México y el de Estados Unidos. Betancourt
y Leoni y Villalba sólo están esperando que se den los primeros fuegos para
venir a ponerse al frente del movimiento y acelerar la caída del régimen.
Luego, se convocarán a elecciones. Será, por fin, la Democracia: el tiempo
de la Libertad. El alzamiento está planificado para finales de este mes. Mi tío
Félix me envió un mensaje explícito. Me distinguió mandandome a hacer un
trabajo de hombres. Pudiera sentirme orgullosa. Mientras tanto, yo voy en
este carro, atravesando el polverío que se levanta por todas partes, para
entregar un bolso con armamento y un dinero a alguien sin rostro: )quién es
él?)o será ella?
Al regreso le escribiré a Arocha, contándoselo todo. No sé cómo lo
haré, porque si la carta cayera en manos de extraños o enemigos,
fracasarían los planes y todos estaríamos en peligro. De hecho, lo que estoy
haciendo pone en riesgo mortal a los que quiero: a mis hijos, sobre todo. He
pensado tanto en eso que me duele el occipital como si se me hubiera
instalado allí otro órgano, invisible y presionante, que me fuerza a dejarle
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sitio y me altera el equilibrio del propio cuerpo. Quise consultar a Nurieidis
antes de salir y me dijo que las cartas hablaban de muchas muertes a mi
alrededor. Muerte y dolores. Prolongadas enfermedades. Féretros y cruces
en el cementerio. Y otra vez muerte y dolor. En medio de todo, en medio de
tanto desastre, La Sacerdotisa y El Loco: un libro y un comodín. Hasta
Nuriedis me dijo para dónde va Usted, Merceditas, quédese en su casa, que
la mujer no es de la calle ni fue hecha por Dios para coger los trabajos de los
hombres.
Imagen 7: La Sacerdotisa es una mujer sentada, con un libro
abierto sobre la falda y tocada con una triple corona. En el
sueño, tiene mi cara. Estoy representada de tres cuartos de
perfil, mirando hacia la izquierda. Llevo puesta una túnica roja
sobre la que se despliega un manto azul. Un velo blanco cae
desde mi cabeza hasta mi espalda: la Casa, el Santuario, la
Ley, la Poesía, el templo oculto, el Ser Binario, la Mujer, la
Madre. Influencia saturniana pasiva.
Nurieidis, esta vez, hizo otro rito: puso un cuenco con agua en el
centro de la mesa, encendió tres velas rojas en forma de triángulo y colocó
un pequeño platillo con pólvora que encendió con la candela del tabaco
antes de comenzar la lectura de las barajas. Grandes, aterradoras, esas
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barajas. Ahora pienso en las flores fucsia que se ven desde el corredor de mi
casa de la Libertad, al lado de la casa de mis abuelos. No sé, nunca he
sabido, el nombre de ese árbol, de esas flores que parecen cuentas de una
joyería impresionante y escandalosa. Y pienso también en las innumerables
veces que he visto cómo los azulejos llegan a la baranda del corredor, la
recorren sin miedo, aletean como breves llamas, breves resplandores de azul
intenso, regalándonos con sus cantos y sus presencias. Desde que yo era
una niña han estado yendo y viniendo y sé que desde mucho, muchísimo
antes de que yo existiera, venían, como conservando alguna memoria
antigua. Desde la escalera donde yo reposaba de la debilidad de las fiebres,
yo veía aquellos azulejos, admiraba su destreza en el vuelo, la audacia con
que comían las migajas de pan que les dejaba Mamá en la baranda, sin
temor a la jaula, al carcelero posible. Admiraba el fulgor luminoso de sus
raudos cuerpos azules: raudos cuerpos azules: no hay que decir pájaro: hay
que crearlo con palabras, dice el Poeta.
El polvo de la carretera se mete por mis fosas nasales, entra por los
tubos respiratorios, mancha de rojo mis pulmones. No: ya lo sé. Este viaje
no tiene objetivo. El General morirá en su cama, agarrotado de intensos
dolores, sufriendo por la intoxicación de su sangre, pero en su cama de Las
Delicias, sin haber dejado ni un solo día de imponer su tenaz figura de
campesino taimado y salvaje al país apisonado por su bota de militar. Los
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hilos trágicos de su familia se tejerán en torno a su lecho para alejar a su
estirpe del usufructo del poder. Pero el General morirá en su cama, lo sé. Y
todo esto es inútil, porque muchas muertes habrá antes de que yo cumpla el
sueño o, mejor dicho, el destino que siento manifestarse en mi alma y en mis
huesos: Después de esa muerte, (habrá tanto aún por qué luchar!
Y yo )qué seré, qué será de mi vida? )seré una Gran Madre de
Familia, aquélla que sabe y a la cual se consultan los detalles del mundo y
de la vida cotidiana?)seré una escritora famosa, leída por sus
contemporáneos en cualquier lugar del globo terrestre, inmortal en su
escritura? Tengo tantas cosas por las cuales vivir que no quiero pensar que
al final del camino de San Félix podría esperarme la Muerte. Que me espera
la Muerte. La Muerte. Y que eso significará el hundimiento definitivo del
trasatlántico donde va todo lo que amo y lo que sueño.