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Análisis Historiográfico del Contexto Arqueológico de los Grandes Murales de Baja California Reflexiones sobre su situación crono-cultural Larissa Mendoza Straffon Tesis de licenciatura en arqueología Escuela Nacional de Antropología e Historia, México
2004
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Contenido: I. Introducción ..................................................................................................................................... 1
II. La Península de Baja California y los Grandes Murales ................................................................ 3
El Desierto Central de Baja California ............................................................................................. 3
Los Grandes Murales ....................................................................................................................... 5
Definición y planteamiento del problema ...................................................................................... 7
Hipótesis de trabajo ...................................................................................................................... 11
Objetivos y metodología ............................................................................................................... 12
III. Historiografía de la tradición pictórica Gran Mural ................................................................... 15
La percepción histórica de Baja California .................................................................................... 15
El periodo misional ........................................................................................................................ 17
Los trabajos pioneros .................................................................................................................... 20
Primera mitad del siglo XX ............................................................................................................ 22
Segunda mitad del siglo XX ........................................................................................................... 30
Los nuevos datos ........................................................................................................................... 55
IV. Contextualización de los Grandes Murales ................................................................................ 57
Las secuencias culturales de Baja California ................................................................................. 57
El medioambiente de Baja California a través del tiempo ............................................................ 77
Relaciones etnolingüísticas en Baja California .............................................................................. 83
Los grupos humanos de Baja California ........................................................................................ 92
Prácticas mortuorias entre los grupos peninsulares ................................................................... 103
El arte rupestre Gran Mural ........................................................................................................ 109
V. Marco crono-cultural del Gran Mural. Reflexiones y propuestas ............................................ 118
Conclusiones ............................................................................................................................... 124
Consideraciones finales ............................................................................................................... 126
VI. Bibliografía ................................................................................................................................ 127
1
I. Introducción
La península de Baja California siempre ha sido una tierra legendaria. Desde antes
de su descubrimiento, las leyendas de amazonas, la reina Calafia y sus riquezas
atrajeron hacia ella exploradores y caza fortunas durante siglos. La realidad que
encontraron los primeros europeos que quisieron colonizarla, sin embargo, fue otra
completamente. Los primeros reportes sobre este lugar hablan de una tierra hostil
y pobre, cuyos habitantes apenas superaban la condición animal.
Durante la época misional, fue precisamente el arte rupestre Gran Mural del
centro peninsular el que dio paso a otra leyenda californiana. La espectacularidad
de estas manifestaciones convenció tanto a nativos como misioneros que en un
remoto pasado había habitado en esa región un pueblo de gigantes, de cuya
presencia sólo aquellas pinturas habían prevalecido.
Desde entonces, la magnitud de las manifestaciones rupestres
inevitablemente ha generado gran interés en el pasado de Baja California. Pero, en
la historia de la investigación arqueológica de la península, los viejos mitos dieron
paso a otros.
Uno de esos mitos, que ha perdurado con fuerza, es el “aislamiento cultural
de la península”; si bien es cierto que la peculiaridad de su geografía, incluso llevó
a que fuese registrada en la cartografía como una isla, a lo largo de este trabajo
veremos que la interacción humana en este territorio fue muy dinámica desde su
ocupación.
Igualmente, se ha postulado la simplicidad de los grupos cazadores-
recolectores que la habitaron originalmente; la ausencia de rasgos “civilizados”
entre los californios ha ocasionado que éstos sean calificados de “primitivos”. Pero,
del mismo modo, mostraremos que estos pueblos contaban con una alta
complejidad social que apenas comenzamos a vislumbrar, y que difícilmente
podríamos llamarlos “estáticos”.
2
Un tercer, y lamentable, mito recurrente en el estudio de Baja California es el
de “la escasez de trabajos de investigación acerca del territorio peninsular”. Ese
postulado quizá haya sido válido hasta la primera mitad del siglo XX, pero si
revisamos, encontraremos que la información sobre todos los aspectos de la
península es abundante. Esto es particularmente cierto en los ámbitos
antropológico, arqueológico e histórico, sobre todo si se compara con los datos
disponibles para otras regiones de nuestro país.
Podríamos preguntarnos entonces, si los trabajos sobre Baja California son
numerosos; ¿Cómo es que sabemos tan poco sobre su pasado?. El problema reside,
en parte, en que muchos de esos trabajos se han escrito sin realizar una crítica de
los estudios previos, por lo que los mismos aciertos y errores se siguen citando y
repitiendo, sin que se logre avanzar. En otras ocasiones, investigaciones relevantes
son pasadas por alto, ya que no coinciden con las ideas o intereses del autor.
Todo ello ha provocado la aparición de “leyendas” en la arqueología
peninsular. Un caso es el de la filiación crono-cultural del arte rupestre Gran
Mural. Desde que, en 1966, Clement Meighan propuso que; esta tradición debía
situarse en un periodo prehistórico tardío, dentro del complejo Comondú,
asociado con los grupos históricos cochimíes, ni siquiera evidencia arqueológica
contraria logró disipar aquel planteamiento.
Hoy, finalmente, no se puede evadir la obviedad de los nuevos datos, los
cuales colocan a la tradición mural en un contexto arqueológico sumamente
distinto, más de siete milenios antes del presente. Por tanto, resulta necesario
reevaluar la posición de las investigaciones pasadas, con el propósito de alcanzar
en el futuro un requerido avance en el conocimiento de la historia cultural de Baja
California.
El objetivo de este trabajo, pues, es ir más allá de los “mitos” de la
arqueología peninsular para explicar el devenir de la existencia humana en ese
singular territorio; un proceso que, más que legendario, es histórico.
3
II. La Península de Baja California y los Grandes Murales
El Desierto Central de Baja California
Baja California es una de las penínsulas más distintivas del mundo, siendo la
más estrecha y extensa que existe, abarca casi diez grados de latitud y tiene entre
30 y 240 kilómetros de anchura. Se encuentra separada del resto del territorio
nacional por el Mar de Cortés o Golfo de California y está unida al continente por
una estrecha franja al norte, en lo que conforma hoy la frontera política con
Estados Unidos de América. La línea costera es sumamente irregular, formando
numerosas bahías, puntas y ensenadas y, tanto en el Golfo como en el Pacífico se
encuentra rodeada por islas de distintos ambientes y tamaños.
La península cuenta con un clima semiárido, sin embargo su variada
topografía y sus vastos litorales crean una gran diversidad natural a través de sus
1300 kilómetros de extensión. Incluye distintas zonas ecológicas que van desde
bosques de coníferas en las sierras Juárez y San Pedro Mártir, al norte, hasta dunas
de arena en Guerrero Negro y los cabos. La región desértica ocupa casi tres cuartas
partes del territorio peninsular, extendiéndose por toda la porción central desde las
mencionadas sierras hasta bahía de La Paz, donde da inicio la región del Cabo.
Esta árida región biótica se conoce como el Desierto Central, abarcando entre los
paralelos 26° y 30° N está delimitado por las antiguas misiones de San Ignacio y
Guadalupe al sur y, San Fernando y Santa María al norte, e incluye al llamado
Desierto del Vizcaíno el cual se extiende hacia el oeste de San Ignacio. Esta zona
ecológica fue definida por Homer Aschmann y se distingue por ser un territorio
particularmente seco que presenta un patrón de precipitación bimodal, con un
promedio de 5cm de lluvia al año (1959: 5).
La orografía de Baja California está dominada por una serie de cadenas
montañosas que inicia al extremo sur con la sierra de San Lázaro y se continúa
hacia el norte con las sierras de La Giganta, Guadalupe, San Francisco, San Juan,
4
San Borja, San Pedro Mártir, Juárez y los Cucapás, en la frontera política con
California (Fig. 2).
El área que ocupa el Desierto Central abarca cuatro de las mencionadas
sierras; Guadalupe, San Francisco, San Juan y San Borja, en cuyos abrigos rocosos
se haya plasmada una gran cantidad de manifestaciones rupestres en un particular
estilo que fue bautizado por Harry Crosby con el nombre de Grandes Murales
(1975).
La comunidad vegetal en esta porción de la península pertenece al tipo
desierto sarcófilo, con comunidades menores de desierto micrófilo y desierto
sarcocrasicaule en la costa este, predominando las xerófitas aunque abundan
también los arbustos y bulbos. Entre las especies de flora más características
encontramos el cirio (Idiria columnaris), pitahaya agria (Machaerocereus gummosus),
pitahaya dulce (Lemaireocereus thurberi) cardón (Pachycereus pringlei), maguey
(Agave spp.), mesquite (Prosopis glandulosa), torote (Pachycormus discolor), datilillo
(Yucca valida), ocotillo (Fouquieria splendens) y palo adán (Fouquieria peninsularis).
En los oasis y al fondo de los cañones serranos destacan grandes poblaciones de
palmas (Wasingtonia robusta y Erythea armata).
La fauna corresponde a la representativa del desierto de Sonora.
Encontramos pequeños mamíferos como conejo, liebre, mapache, zorrillo, ardilla,
rata del desierto y rata canguro. Tres grandes herbívoros habitan la península; el
venado bura, el berrendo y el borrego cimarrón. Entre los principales
depredadores encontramos especies como coyote, zorro, gato montés y puma. La
diversidad de aves es amplia, son comunes la codorniz, el correcaminos, colibrí y
pájaro carpintero; destacan las rapaces como el zopilote, gavilán, halcón y águila
real. Hay también gran variedad de reptiles y en las acumulaciones de agua
abundan distintas especies de anfibios. En ambas costas la diversidad biológica es
sumamente abundante; las especies marinas más notables incluyen cetáceos como
la ballena gris, ballena azul, orca y delfín nariz de botella, mamíferos como el lobo
5
y el elefante de mar, cinco especies de tortuga marina, y una gran variedad de aves
marinas, peces y moluscos.
Esta breve descripción nos da una idea general de la abundancia de recursos
naturales aprovechables en el Desierto Central, así como del contexto ecológico en
el que habitaban los creadores del arte rupestre Gran Mural.
Los Grandes Murales
En la década de 1970 el escritor Harry Crosby designó como “Grandes
Murales” al estilo de arte rupestre que tiene lugar en las sierras centrales de Baja
California; a través del tiempo, este nombre ha sido acogido por los estudiosos del
tema. Las expresiones pictóricas son, sin embargo, sólo un aspecto del conjunto de
rasgos que conformaron una sociedad pasada. Aunque generalmente los términos
Grandes Murales y Gran Mural se usan indistintamente, en esta tesis hemos
optado por aplicar el término Gran Mural para referirnos solamente a la tradición
rupestre, entendiendo por tradición: “estilos de artefactos, complejos de
herramientas u otros objetos de cultura material, estilos arquitectónicos, prácticas
económicas o, estilos artísticos que trasciendan más de una fase o la duración de
un horizonte. La idea de tradición implica cierto grado de continuidad cultural aún
si hay patrones locales o regionales en el material arqueológico” (Darvil 2002)1.
Mientras que, por Grandes Murales haremos alusión a la cultura arqueológica en
su totalidad; siendo ésta “la categoría que se refiere al conjunto de contextos y
materiales que son efecto, entre otros factores, de la transformación material del
medio natural llevada a cabo por una sociedad en un rango temporal definido”
(Bate 1998: 178).
El Gran Mural constituye uno de los “grandes estilos rupestres del
continente americano” (Schobinger 1997: 127). La unicidad de esta tradición reside
1 Traducción propia
6
en la impresionante escala en la que están realizadas las imágenes así como la
precisión en la ejecución de sus motivos naturalistas. El valor histórico y estético de
estas manifestaciones fue reconocido por UNESCO en 1993, cuando incluyó a los
sitios de la sierra de San Francisco en la lista de Patrimonio Cultural de la
Humanidad. La importancia arqueológica de esta tradición es incalculable puesto
que nos ofrece una visión única de la vida ritual de los pueblos cazadores-
recolectores que alguna vez habitaron el desierto sudcaliforniano.
Dentro del Gran Mural se pueden observar algunas variaciones regionales y
temporales, pero los criterios generales que definen al estilo, como tal, son muy
específicos: la ubicación, dentro de las sierras centrales de Baja California; la
temática, derivada del mundo natural y sobrenatural; y el uso de ciertas normas
convencionales en el trazo de la imaginería. Entre estas convenciones destaca la
representación formal de los elementos mediante el uso de la perspectiva alterada
o la combinación de distintos planos en una misma figura con el fin de mostrar los
rasgos más particulares como las cornamentas de animales, los pies de humanos y
los pechos femeninos; así como la ausencia de rasgos anatómicos internos, el
relleno arbitrario de las figuras y, la paleta de colores que incluye el blanco, negro,
rojo y amarillo, en distintas tonalidades (Crosby 1997: 210).
Existen otras propiedades del arte rupestre Gran Mural que suelen ser
recurrentes pero que no se dan en todos los casos. Por ejemplo, se piensa en este
estilo como un arte monumental, cuando el tamaño de los motivos es sumamente
variado y abarca tanto impresionantes figuras de hasta cuatro metros como
pequeñas representaciones de algunos decímetros, lo que hace suponer un proceso
pictográfico complejo y poco estudiado en este aspecto. Al igual que las
superposiciones, las cuales no ocurren en todos los sitios rupestres.
Además de las pinturas, en varios sitios también se encuentran petroglifos,
por lo general abstractos, realizados mediante técnicas de percusión.
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El estilo Gran Mural es el más destacado y abundante en el área, pero
ciertamente no el único (Ritter 1991), lo cual sugiere una convivencia espacial, y
quizá temporal, de varias tradiciones culturales en Baja California.
Definición y planteamiento del problema
Las preguntas básicas que el investigador de las manifestaciones rupestres
trata o debe tratar de responder con su investigación no son distintas de las que
cualquier arqueólogo podría formularse al encontrarse frente a los restos
materiales de una sociedad pasada, esto es; ¿quién lo hizo o quiénes fueron sus
autores?, ¿Cómo, cuándo y por qué? Éstas han sido continuamente las preguntas
centrales en los estudios del arte rupestre Gran Mural (Grant 1974: 54). Por
supuesto que intentar contestar congruentemente alguna de ellas no es una tarea
nada fácil, especialmente cuando nos enfrentamos al legado de una sociedad
prehistórica o desaparecida. Pero el asunto se complica aún más cuando ese legado
consiste en manifestaciones rupestres, un material cuya función recae en los
ámbitos de la sicología social2, que comprende las creencias y el pensamiento
mágico.
En cuanto a los Grandes Murales, todas estas preguntas han sido
contestadas sólo parcialmente, en particular aquellas cuyas respuestas dependen
del corpus de información arqueológica la cual, siendo escaso, con cada nuevo
hallazgo parece contradecir las ideas y propuestas previamente establecidas.
Con respecto al “¿quiénes fueron sus autores?”, la idea más aceptada entre
los investigadores es que estas manifestaciones fueron realizadas por los
portadores de la “cultura Comondú”, un complejo arqueológico definido por
William Massey (1947; 1966) y que se refiere a la fase prehistórica de los grupos
yumanos peninsulares que habitaron el Desierto Central de Baja California hasta la
2 Psicología social entendida como el sistema de ideas y valores de la realidad social, compuesto por
conciencia y afectividad (Bate 1998: 63).
8
época misional, conocidos históricamente como cochimíes. Esta propuesta fue
inicialmente planteada por Clement Meighan (1966) y ha sido retomada por la
gran mayoría de los estudiosos de Baja California. Sin embargo, tanto el concepto
de un complejo arqueológico Comondú como su conexión con el arte rupestre
deben ser ampliamente cuestionados a la luz de nuevas evidencias.
El “¿cómo?” implica la respuesta más accesible para el arqueólogo. Ya desde
las crónicas de los misioneros que observaron las pinturas en el siglo XVIII se
menciona que no habría sido difícil para los nativos extraer pigmentos
multicolores de yacimientos locales. Hambleton (1977) indica que los colores se
obtuvieron de rocas y minerales. Análisis químicos recientes de la paleta utilizada
en el arte rupestre mostraron que el blanco está compuesto de yeso, el rojo y
amarillo u ocre de óxidos de hierro y el negro de manganeso (Gutiérrez y Hyland
2002: 270), aunque otros autores han observado también el uso de carbón para este
color (Fullola, et al. 1994). En efecto se han identificado fuentes de estos minerales
no lejos de los sitios con pinturas. Y en cuanto a las herramientas, Gutiérrez y
Hyland (op. cit.) mencionan el uso de morteros para triturar y extraer pigmentos,
pinceles de fibra vegetal para los trazos y, para pintar en los lugares más altos se
ha propuesto el uso de escaleras o andamios hechos con troncos de palmeras,
abundantes en los arroyos de los cañones (Hambleton op cit: 29).
Responder a la cuestión de “¿cuándo?” ha sido primordial en las
investigaciones, resultando uno de los trabajos más complicados debido a la
dificultad de relacionar el depósito arqueológico con el arte parietal.
Hasta mediados de la década de 1960 la antigüedad de los Grandes Murales
había sido caso de mera especulación. Desde los misioneros jesuitas hasta los
estudiosos modernos las opiniones habían diferido en este punto, algunos
suponiendo que debían de ser recientes y otros asignándoles una gran
profundidad temporal. Todo esto cambió a partir de 1966, año en el que el
arqueólogo norteamericano Clement Meighan publicó una datación radiocarbónica
9
realizada sobre un fragmento de madera recuperado de la superficie de cueva
Pintada. La fecha de 530+80 AP le dio bases a este autor para relacionar la
ocupación de la cueva con la realización de las pinturas y, así, el Gran Mural fue
atribuido a la cultura Comondú.
Desde entonces y durante décadas aquella fue la única fecha absoluta
relacionada con el contexto del arte rupestre mural. Aunque el mismo Meighan (op.
cit.) reconociera que la conexión entre la habitación del sitio y el arte rupestre no
era definitiva, diversos investigadores aceptaron la datación como indicativa de
un momento dentro de una larga tradición. Crosby, por ejemplo, calculó que el
origen de la tradición debía ubicarse al menos alrededor del primer milenio de
nuestra era. Viñas et al. (en Mirambel 1990: 251) sugirió también un origen
temprano para estas representaciones.
No fue sino hasta casi 30 años después que se dieron a conocer las primeras
fechas de radiocarbono obtenidas directamente sobre muestras de pigmento
tomadas de un panel de arte rupestre Gran Mural por la técnica de AMS3. El friso
seleccionado fue el de cueva del Ratón, también en la sierra de San Francisco. Se
dataron cuatro figuras las cuales arrojaron fechas del 3300 AC hasta 1655 DC, lo
cual sugería un periodo de cinco mil años de esta tradición rupestre (Fullola, et al.
op cit.). Estas fechas causaron gran controversia, sobre todo entre aquellos que
suponían un origen reciente para tales manifestaciones, y que incluso
desacreditaron la confiabilidad del procedimiento (Gutiérrez y Hyland op cit.: 344).
Por su parte, en 1992 el INAH emprendió un proyecto arqueológico en
aquella misma sierra, durante el cual se realizaron también fechamientos directos
a las pinturas de varios sitios, así como de los estratos arqueológicos excavados.
Las fechas obtenidas abarcaron todos los periodos de ocupación de la península,
desde el Pleistoceno tardío hasta la época misional (ibid.: 343), y aunque se advirtió
que la muestra era demasiado pequeña para delimitar con certeza el lapso de
3 Siglas para: Accelerator Mass Spectrometry
10
actividad pictórica, se planteó que su producción se podía ubicar de 3300 años AP
en adelante, cayendo en el periodo “prehistórico tardío Comondú” (ibid.: 344).
Recientemente, el proyecto del INAH se ha desplazado hacia la sierra de
Guadalupe y, una vez más, una de las prioridades ha sido la realización de
fechamientos absolutos para conocer la antigüedad de las pinturas rupestres. Así,
se dataron muestras tomadas de la afamada cueva de San Borjitas. Los resultados,
dados a conocer en diciembre del 2002, dieron fechas de hasta 7500 AP (Gutiérrez
2003). Este dato indica una continuidad aún mayor a la sugerida por las fechas de
cueva del Ratón, contradiciendo la filiación con la cultura Comondú propuesta
anteriormente para el estilo Gran Mural.
Por último tenemos el “¿por qué?”. Ésta, sin duda, es la pregunta más difícil
y al mismo tiempo la más relevante para la mayoría de los investigadores. ¿Qué
fue lo que condujo a estos grupos a crear y recrear los mismos motivos durante
miles de años? Para muchos la respuesta reside en las creencias en lo sobrenatural
y en el pensamiento mágico de los cazadores-recolectores. Recientemente,
Gutiérrez y Hyland (op cit.: 366) han propuesto que los Grandes Murales son una
manifestación regional de lo que han llamado el “complejo ceremonial
peninsular”, un conjunto de ideas y prácticas religiosas que dominó la vida de los
habitantes de la península de Baja California casi desde su poblamiento hasta la
actualidad.
Aquí es pertinente mencionar que a pesar de que no es el objetivo de nuestro
trabajo el dar una lectura interpretativa de las pictografías, estamos de acuerdo que
cualquier estudio de representaciones rupestres debería intentar ir más allá de una
simple descripción de las figuras para tratar de dar una explicación o
interpretación del contenido.
Sin embargo, consideramos que antes de atentar un estudio interpretativo
sería esencial esclarecer el contexto crono-cultural de los Grandes Murales, ya que
la reciente evidencia arqueológica parece demostrar que las respuestas dadas hasta
11
ahora por los investigadores a las preguntas básicas que deben responder son
insuficientes e incompletas y, por tanto, no logran explicar en términos generales la
gran complejidad de este fenómeno.
Creemos que esta falla se debe en primer lugar a la falta de trabajos
sistemáticos tanto de investigación como de análisis de información que incluyan a
las manifestaciones rupestres dentro de un contexto social. Y segundo, a la
ausencia de una revisión crítica de los estudios ya existentes. Por ello nos parece
necesario identificar las carencias y deficiencias en la información existente
contrastándolas con los datos arqueológicos y tratar de reconciliarlos o proponer
alternativas.
Hipótesis de trabajo
La hipótesis central del presente estudio trata de responder a las preguntas
de ¿quién y cuándo? Es decir, se enfoca en la filiación cultural y cronológica de los
Grandes Murales. Consideramos que sin una respuesta satisfactoria a estas
interrogantes el “¿por qué?” no podría ser entendido ni explicado.
En segunda instancia trata de responder a cuestiones que atienden a
problemas básicos para la comprensión de este fenómeno, por ejemplo; ¿cómo
pudo estructurarse la sociedad que creó el Gran Mural?, ¿Son los cambios
estilísticos en el arte rupestre resultado del contacto con otros grupos?, ¿Cuáles
grupos se pudieron ver involucrados?, ¿A partir de qué época y con qué intensidad
se pudieron dar tales contactos?, ¿Qué otras repercusiones en el ámbito económico
y social se dieron desde entonces?, ¿Compartieron estos grupos el mismo espacio o
se dio quizá un mestizaje entre ellos?. Éstas son sólo algunas entre tantas otras que
podrían formularse y cuyas respuestas podrían conformar nuevas hipótesis y
propuestas de investigación que permitirán ampliar la visión sobre el pasado
cultural de Baja California y su relación con las manifestaciones rupestres.
12
Como punto de partida, retomaremos las hipótesis finales planteadas por
Viñas et al. en su estudio sobre la temática del Gran Mural (en Mirambel 1990: 352).
Esto es, que la producción de estas manifestaciones rupestres involucró a grupos
de cazadores-recolectores con una organización social poco jerarquizada, quienes
plasmaron en las cuevas y abrigos rocosos sus creencias cosmogónicas, mitológicas
y rituales y; que pudieron mantener algún tipo de relación con el Suroeste
americano.
Tomando en cuenta, además, las fechas obtenidas de las cuevas San Borjitas
y El Ratón, podemos plantear hasta ahora que; el estilo pictórico Gran Mural
pertenece a una larga tradición iniciada por una ocupación pre-yumana antes del
quinto milenio AC y preservada por varias culturas arqueológicas y grupos
etnolingüísticos hasta hace unos 500 años.
Asimismo, intentaremos discernir si es posible que los cambios y diferencias
estilísticas, así como la aparición de otros estilos rupestres en las sierras centrales, y
la desaparición de la tradición Gran Mural pueden ser explicados por el contacto
con otros grupos y los desplazamientos de población a través de la península.
Objetivos y metodología
El fin de esta tesis es esbozar, a partir de los datos disponibles, una
explicación lo más coherente posible del complejo Grandes Murales, sus cambios,
desaparición y relación con el material arqueológico conocido para Baja California.
Para ello partiremos de la historia de la producción de información sobre el
arte rupestre Gran Mural, mediante la cual pretendemos completar un análisis de
su contexto crono-cultural, el cual nos permita acercarnos a la comprensión de este
fenómeno en su totalidad.
Para Bate (1998: 147) existen cinco instancias metodológicas que integran el
proceso general de inferencias que puede conducir al conocimiento de la historia
13
de las sociedades, estas son; 1) Producción de información, 2) Identificación de las
culturas arqueológicas, 3) Inferencia de culturas, 4) Inferencias de modos de vida y
formaciones sociales, 5) Explicación del desarrollo histórico concreto.
Dentro de este esquema, nuestro estudio se ubica en de la segunda instancia,
es decir, la identificación de las culturas arqueológicas. Ésta es una fase de acopio
de información y de análisis de confiabilidad de la misma. El fin primordial es
concluir con la definición de una secuencia crono-cultural, la cual servirá de base
para realizar inferencias que nos conduzcan a esbozar una explicación del
desarrollo histórico de los Grandes Murales.
Para cumplir exitosamente con esta tarea deberemos primero revisar por
orden cronológico la historiografía la arqueología de Baja California y, en
particular, del Desierto Central y el arte rupestre Gran Mural. Enseguida,
pasaremos a separar temáticamente la información más confiable obtenida del
análisis historiográfico y reordenarla “de acuerdo con una jerarquía de
confiabilidad” (ibid.: 178). Por último usaremos esta información para conformar
secuencias de eventos distinguibles que puedan relacionarse entre sí para
reconstruir el contexto de la actividad pictórica.
Recapitulando, los objetivos centrales de esta tesis son:
a) Analizar la bibliografía relevante a la arqueología del arte rupestre
Gran Mural.
b) Evaluar la información según su relevancia y confiabilidad.
c) Reordenar la información.
d) Definir un esquema crono-cultural para los Grandes Murales.
e) Esbozar una hipótesis explicativa del origen, evolución y
desaparición de la tradición pictórica Gran Mural
Finalmente, cabe mencionar que estamos convencidos de que el arte
rupestre debe ser tratado como un material arqueológico cuyo estudio puede
14
brindar tanta o más información como cualquier otro, pues “es una herramienta
sensible, visto a través de sus muchas manifestaciones estilísticas, para identificar
relaciones culturales, patrones de comunicación, evidencia de intercambio, y otros
tipos de contacto cultural. Cambios en el estilo y contenido del arte rupestre
frecuentemente son indicaciones de la adopción de nuevas ideologías y prácticas
religiosas, que a su vez reflejan otras transformaciones dentro de la matriz
cultural” (Schaafsma 1980: 1-2). Por tanto, consideramos que es un medio
insustituible para alcanzar nuestro fin último, que es entender y explicar a las
sociedades que nos han legado este patrimonio.
15
III. Historiografía de la tradición pictórica Gran Mural
En este capítulo trataremos de llevar a cabo una ordenación de la información
bibliográfica recopilada para después realizar un análisis de confiabilidad del
contenido “con el objetivo de descubrir, distinguir e identificar características y
cualidades de los fenómenos investigados” (Bate 1998: 178).
Con el fin de abarcar la mayor cantidad de información documental
relevante para esta tesis, en este apartado nos ocuparemos únicamente de los
trabajos que hemos podido consultar sobre la arqueología del arte rupestre Gran
Mural concretamente, así como la antropología y arqueología del Desierto Central,
dejando de lado los trabajos interpretativos y las numerosas descripciones y
reportes aislados4.
Igualmente, nos limitamos a presentar la información en la manera en que
los autores hicieron5, dejando la discusión para el próximo capítulo.
La percepción histórica de Baja California
La península de Baja California se ha distinguido siempre por su
singularidad ecológica y cultural atribuida a su situación geográfica. Por ello no
encaja del todo en las definiciones de las áreas culturales aledañas como el
Noroeste de México, el Suroeste de Estados Unidos o California; al menos no a
partir del paralelo 30°, límite norte del Desierto Central.
Durante la primera mitad del siglo XX, Paul Kirchhoff y Alexander Kroeber
distinguieron a la península como una entidad cultural de características únicas;
extensa, desértica y aislada. Kirchoff la incluyó dentro de Aridoamérica mientras;
el segundo señaló a la California peninsular como una subárea del subtipo cultural
Sonora-Gila-Yuma del Suroeste americano (Massey 1961: 411).
4 Véase el apéndice de esta tesis
5 Las citas tomadas de obras en inglés como aparecen en este capítulo son traducciones propias
16
Más recientemente fue incluida por Beatriz Braniff en el territorio de la
macroregión cultural conocida como la Gran Chichimeca, la cual comprende desde
la frontera norte de Mesoamérica hasta el paralelo 38° N, al sur de Utah y
Colorado. Dentro de esta clasificación, ubicó a Baja California en el territorio
“Norte”, al lado de Coahuila, Sonora y el Suroeste norteamericano; área cuyo
común denominador es quedar fuera de los límites mesoamericanos y contar con
un ambiente desértico que propició el que varios de los grupos que ahí poblaron
preservaran su modo de vida cazador-recolector hasta bien entrado el siglo XIX
(Braniff 2001: 8-10).
La peculiar situación de la península se ha visto reflejada también en su
percepción histórica, la cual en algunos aspectos comparte con los mencionados
estados del Noroeste mexicano, pero que ciertamente la diferencia del resto del
territorio nacional. Cassiano (1992: 105) ha hecho notar acertadamente que el
término “prehistoria” se aplica en México, y específicamente en Mesoamérica, para
referirse a la fase cazadora-recolectora, anterior a la aparición de la agricultura,
hacia c. 7000 años AP. Y, ya que los bajacalifornianos nunca practicaron el cultivo,
la “prehistoria” de la península va más allá de su descubrimiento y las primeras
exploraciones europeas en 1533, extendiéndose hasta el comienzo del periodo
misional, a finales del siglo XVII. Ya de ahí podemos darnos cuenta de la
percepción tan distinta que se tiene de Baja California y de sus habitantes, quienes
raramente han superado el adjetivo de “pueblos primitivos”.
Lo anterior tiene ventajas y desventajas en cuanto a la investigación
histórica. En general, el Norte de México se ha idealizado como un paraíso del
prehistoriador, como un oasis para estudiar a los pueblos prehistóricos de
cazadores americanos. Este es especialmente el caso en la península, como lo
expresa el primer artículo nacional dedicado al arte rupestre Gran Mural: “Baja
California, en el terreno de la antropología, ha sido siempre una de las grandes
incógnitas de México y aun del continente. Debido a su particular formación
17
geográfica, ya que es la más estrecha de las grandes penínsulas y la única que no
tiene continuación en una cadena de islas, se comportó como un verdadero callejón
sin salida donde quedaron encerrados muchos vestigios de tiempos antiguos. Por
ellos, sabemos que la Baja California promete ser un riquísimo campo de estudio
para los prehistoriadores mexicanos” (Dahlgren y Romero en Mirambel 1990: 150).
Mientras la virtual extinción de la población nativa en el centro y sur de la
península atrajo a arqueólogos e historiadores en busca de contextos poco
alterados que les abrieran una ventana a la prehistoria americana, gracias a la
tardía colonización civil europea de la Alta y Baja California, iniciada hacia la
segunda mitad del siglo XVIII, fue posible la conservación de algunas tradiciones
ancestrales, especialmente en la zona fronteriza, lo que resultó de gran interés para
antropólogos pioneros como North, Meigs, Kelly y Kroeber, y para aquellos que les
han seguido.
Por otro lado tenemos que, los pobladores nativos de la península, como la
mayoría de los cazadores-recolectores, han sido largamente considerados pueblos
poco evolucionados, culturalmente pobres y socialmente incapaces de grandes
logros tecnológicos. De esta forma, la importancia del estudio referente a la
historia, ambiente y cultura de estos grupos se ha visto minimizada y opacada por
el interés en las “grandes culturas” de Mesoamérica y el suroeste norteamericano.
En este análisis veremos de qué forma esta visión de Baja California y las
preconcepciones sobre sus habitantes han afectado la historia de la investigación
arqueológica de la región y, en particular, el estudio del arte rupestre Gran Mural.
El periodo misional
En 1535, tras haber enviado dos fallidas expediciones de reconocimiento
hacia Baja California, Hernán Cortés arribó al puerto de Santa Cruz, hoy La Paz,
donde permaneció durante dieciocho meses. Poco se sabe de lo ocurrido durante
18
esta estancia, excepto que el intento de crear ahí una colonia no prosperó. En 1539,
el conquistador envió una nueva expedición a cargo de Francisco de Ulloa, cuyas
relaciones ofrecen una primera impresión sobre los habitantes de la recién
descubierta península.
A éste le siguieron otros navegantes, exploradores, piratas, cazadores de
perlas y religiosos, que en más de una ocasión intentaron sin éxito establecer
asentamientos fijos en la península, especialmente en bahía de La Paz, durante el
siglo XVI y principios del XVII; es a ellos a quienes debemos los más tempranos
testimonios sobre la vida aborigen en Baja California6.
Tras los numerosos fracasos de colonización, incluyendo el de la primera
misión jesuítica de San Bruno, a cargo del padre Eusebio Francisco Kino de 1683 a
1685, la orden religiosa de la Compañía de Jesús solicitó quedar a cargo de la
conquista espiritual de aquellas tierras. Así, dio inicio el periodo misional en Baja
California con la fundación de la misión de Nuestra Señora de Loreto Conchó en
16977.
Durante más de sesenta años los misioneros jesuitas anotaron, con menor o
mayor detalle, muchos aspectos de la vida cotidiana de los habitantes nativos,
relatos que más tarde fueron recopilados en varios volúmenes a manera de
crónicas y memorias, después de la expulsión de la Orden del territorio novo
hispano en 1768. Entre estos reportes destacan los de los padres Kino, Salvatierra,
Píccolo, Baegert, Taraval, Link, Tirsch y Del Barco. Es en la obra de éste último
autor donde encontramos el primer testimonio de la existencia del arte rupestre
mural. Resulta desafortunado que el descubrimiento de las pinturas por los padres
tuviera lugar en sus últimos años de estancia en la península, por lo que no
llegaron a realizar más estudios que la somera descripción de un par de sitios. Del
Barco transcribió “a la letra” las experiencias de los religiosos José Mariano Rothea
6 Michael Mathes (1992) ofrece una recopilación de testimonios de los contactos pre-misionales en Baja
California 7 Para una historia detallada de la fundación de las misiones y la colonización de Baja California véase:
Rodríguez Tomp 2002
19
y Francisco Escalante, quienes visitaron cuevas pintadas en las cercanías de las
misiones de San Ignacio y Santa Rosalía, respectivamente.
El relato del primero de estos misioneros cuenta lo siguiente: “Pasé después
a registrar varias cuevas pintadas; pero sólo hablaré de una, por ser la más
especial. Ésta tendría de largo como diez o doce varas, y de hondo unas seis varas:
abierta de suerte que toda era puerta por un lado. Su altura (según me acuerdo),
pasaba de seis varas. Su figura como de medio cañón de bóveda, que estriba sobre
el mismo pavimento. De arriba hasta abajo toda estaba pintada con varias figuras
de hombres, mujeres y animales.” (Del Barco 1972: 211)
En la relación de Escalante se habla de otra cueva “como de diez varas de
largo, cinco o más de ancho y seis de alto con poca diferencia; mas no está en forma
de bóveda, sino de cielo raso, formado de una sola peña tan gruesa y firme que
mantiene sobre sí un alto cerro. Este cielo raso está pintado y lleno de figuras ya de
animales y ya de hombres armados de arcos y flechas, representando las cazas de
los indios. Estas pinturas se conservan bien claras y perceptibles no obstante el
estar sobre la desnuda piedra sin otro aparejo, y que en tiempos húmedos y de
nieblas no puede dejar de humedecerse el aire de la misma cueva. Por lo demás,
dice que es pintura tosca; que está muy lejos de los primores de este arte. No
obstante, da a entender que sus autores tenían más aplicación, más habilidad y
más conocimientos que los naturales de aquel país.” (ibid.: 212)
Tanto Clavijero como Del Barco (op cit.: 209) nos dicen que cuando los
sacerdotes indagaron sobre las pinturas entre los cochimíes, estos aseguraron no
tener relación alguna con aquellas y que éstas habían sido creadas por una
desaparecida “nación gigantesca venida del norte” (Clavijero 1990: 49). Los jesuitas
no dudaron esta disociación ya que estaban convencidos que sus misionados no
eran capaces de semejante tarea, como lo expresa Clavijero; “No siendo aquellas
pinturas y vestidos propios de las naciones salvajes y embrutecidas que habitaban
la California cuando llegaron los españoles, pertenecen sin duda a otra nación
20
antigua, aunque no sabemos cuál fue” (ibid.). Así que, los misioneros le restaron
importancia a las pinturas cuya existencia, salvo por algunas escasas líneas, pasó
casi desapercibida durante siglos.
Los trabajos pioneros
Tras la expulsión de los jesuitas de la Nueva España, Baja California quedó
prácticamente despoblada, ya que para entonces una gran parte de la población
nativa se había extinguido y los sobrevivientes fueron en su mayoría reubicados en
misiones muchas veces alejadas de sus lugares de origen. Transcurrió así casi un
siglo en que el arte rupestre de las sierras peninsulares quedó olvidado.
Los primeros informes y registros modernos de sitios y materiales
arqueológicos regionales fueron realizados hacia finales del siglo XIX. El precursor
fue el médico holandés Herman Frederik Carel Ten Kate quien, impulsado por su
interés en los indígenas sudcalifornianos, en 1883 exploró el territorio de los Cabos,
al sur del paralelo 24°. A lo largo de su viaje por la isla Espíritu Santo, la costa y el
interior de la península visitó una serie de cuevas funerarias, muchas de ellas
vandalizadas, de las cuales recuperó y analizó un total de siete cráneos y otras
partes de esqueletos humanos. Los huesos, con una excepción, estaban pintados
de rojo y habían sido depositados por separado en envoltorios de hoja de palma.
Con respecto a los materiales arqueológicos que pudo observar, reportó dos
conchas de madreperla asociadas a uno de los entierros, puntas de proyectil en la
superficie de los sitios y, en varios casos, pictografías. Ten Kate (1979) infirió que
las osamentas pertenecían a indios pericúes, quienes habitaban el extremo sur de la
península a la llegada de los europeos. A partir de las mediciones de los cráneos,
notó un parecido con los grupos melanésicos y el tipo Lagoa Santa de Brasil, que
entonces se suponía el más antiguo de América, por lo que propuso que el grupo
21
pericú representaba una reminiscencia de los más antiguos pobladores de Baja
California.
Por último, desligó los entierros de cualquier relación física o cultural con
los yumanos cuya práctica funeraria tradicional era la cremación, no la
inhumación. Éste fue pues fue el primero de los trabajos académicos dedicados al
pasado peninsular, marcando el inicio de la investigación científica en la región.
En adelante nos referiremos a los trabajos que tratan específicamente sobre
el área y tema de interés de esta tesis8.
El primer reporte formal que tenemos sobre los Grandes Murales
específicamente fue publicado en 1895 por León Diguet, ingeniero químico y
naturalista francés que residió en Santa Rosalía, empleado por la compañía minera
El Boleo. En sus exploraciones a través de la península, entre los paralelos 23° y
29°, Diguet visitó más de treinta sitios arqueológicos con arte rupestre, al cual
sugirió dividir en dos categorías; petroglifos y pinturas. Encontró que los primeros
muchas veces consistían en motivos abstractos, mientras las segundas
frecuentemente mostraban imágenes figurativas.
Entre las pinturas distinguió aquellas encontradas en las serranías del centro
de la península, por ser las más espectaculares y abundantes. Sobre ellas notó que,
“la naturaleza de los temas representados consiste en caracteres ideográficos, en
personajes, en animales, estos dos últimos con frecuencia están asociados a manera
de formar escenas de la vida, tales como la caza, batallas, etcétera” (en Mirambel
1990: 132). Estas pictografías “poseen a veces una talla superior a los dos metros” y
están situadas en los techos y paredes de cuevas y abrigos “a alturas que
sobrepasan a veces los 10 metros” (ibid.). Además del estilo y la temática, observó
también la cromática, técnica, soporte, asociaciones y distribución de las figuras,
así como su aparente relación con el paisaje, destacando que los lugares donde
8 Para un recuento de los trabajos arqueológicos en la península véase: Ritter 1991; Gutiérrez y Hyland 2002
22
fueron realizadas se encuentran en lo alto de las sierras generalmente cerca de una
fuente de agua.
Ya que los relatos jesuíticos y los trabajos de Ten Kate, únicas referencias
con que contaba, niegan una relación entre los pueblos históricos y los “vestigios
pictográficos”, Diguet reflexiona: “El origen de estas pinturas halladas por todo el
recorrido de la península californiana es absolutamente desconocido, y no será más
que mediante un estudio profundo de la Alta California, del desierto del Colorado
y de las regiones situadas al norte de las fronteras mexicanas, que se podrá precisar
sobre su proveniencia étnica” (ibid.: 142). Sin embargo, esto no fue impedimento
para que elaborara su propia propuesta en la cual, los pintores habrían sido
integrantes de una tribu nómada del norte que “no habiendo encontrado una tierra
conveniente para establecerse, habría atravesado el golfo para ganar las tierras del
continente mexicano” (ibid.: 144).
Como vemos, Diguet supone que el origen del arte rupestre peninsular se
encuentra en el contexto del suroeste norteamericano, mientras su continuidad
debería buscarse en el norte de México. Es notable que para él Baja California no
representa un “callejón sin salida” como propondrían más adelante Kroeber y
Rogers, sino una región culturalmente dinámica que pudo permitir y sustentar el
paso y ocupación de varios grupos a través del tiempo.
Además de ofrecer las descripciones de las cuevas que visitó, entre ellas el
Ratón, San Borjitas, El Palmarito y Los monos de San Juan, Diguet hizo notas
respecto a su estado de conservación y su ubicación, lo que resultó de gran valor
para estudios posteriores como los de Massey, Dahlgren, Hambleton y Crosby.
Primera mitad del siglo XX
Las publicaciones sobre la arqueología de Baja California permanecieron
prácticamente nulas durante casi cuarenta años; fue en un corto periodo de poco
23
más de diez años que surgieron los trabajos que constituirían los cimientos de la
arqueología y antropología de la península. Los investigadores que colaboraron en
este proceso fueron los arqueólogos norteamericanos Malcolm J. Rogers y William
C. Massey, principalmente.
En 1939 el primero publicó su importante obra Early Lithic Industries of the
Lower Basin of the Colorado River and Adjacent Desert Areas y, a pesar de que
“desafortunadamente el trabajo del autor sobre el área litoral de Sur y Baja
California no fue impreso” (p. 70), contiene referencias sobre la distribución de
materiales arqueológicos en el área, incluyendo a la península dentro de un amplio
patrón regional.
Basándose en análisis tipológicos, Rogers propuso una secuencia de
industrias líticas que en gran parte continúa vigente, aunque la cronología ha sido
corregida. En esta secuencia, el complejo San Dieguito-Playa9 muestra las
manifestaciones más tempranas de un patrón lítico concreto, el cual aparentemente
tuvo una gran continuidad en el sur de California, oeste de Arizona y,
especialmente en Baja California, donde “transcurrió suficiente tiempo para que
muchas de las formas antiguas cayeran en desuso, quizá por un cambio en la
economía” (p. 71), cada vez más avocada a la recolección.
Rogers observó material San Dieguito a lo largo de toda la península por lo
que, basado en el esquema de poblamiento en capas horizontales de Kroeber,
supuso que los pericúes eran los herederos de esta tecnología, la cual había
sobrevivido con ellos hasta el periodo del contacto: “En el oeste se ha podido
establecer una migración al sur bien definida, hacia el cul-de-sac de la península de
Baja California, y en esta región se desarrollaron las fases más tardías [del
complejo]. El tipo de cráneo seudo-australoide es tan característico de los cráneos
tempranos desde la región de Santa Bárbara hasta la punta de Baja California que
9 Para una definición véase: capítulo 3
24
es muy probable que los pueblos históricos no-yumanos de esta última región
fuesen los descendientes de la gente San Dieguito” (ibid.).
Rogers ubicó al complejo San Dieguito-Playa alrededor del 1500 AC; hoy la
mayoría de los investigadores lo sitúan en 8000-7000 AC.
La siguiente industria en la secuencia es el complejo Pinto-Gypsum10, el cual
es tan distinto del Playa que para Rogers “debe marcar la incursión de un nuevo
grupo en la región” (ibid.), proveniente del norte de California. Al inicio de este
periodo se da una gran proliferación de puntas de proyectil cuyo patrón fue en
general estable. Originalmente lo dató entre 800 AC y 200 DC, pero en la
actualidad se reconocen como dos complejos separados; Pinto, el más antiguo,
entre 5000-2000 AC y, Gypsum entre 1500 AC y 600 DC.
El patrón lítico del llamado complejo Amargosa11 difiere muy poco en sus
inicios del Pinto-Gypsum, por lo que Rogers consideró que no se trataba de un
grupo cultural diferente sino que podría haber derivado, incluso, de una fase
tardía de este último. Rogers identificó la industria Amargosa en el sureste de
California y parte de Arizona y la situó entre 200 y 900 DC.
El siguiente periodo de ocupación está relacionado con un tercer grupo
étnico, los yumanos; según las observaciones del autor éste no excedió los 600
años. Y, por último, la ocupación de los pueblos históricos Shoshoneano y Pauite
no pudo alcanzar más de tres siglos.
Como vemos, las fechas ofrecidas por Rogers para su modelo han sido casi
completamente corregidas, esto es de entenderse puesto que en el tiempo en que
este trabajo fue realizado sólo se contaba con métodos de datación relativa y como
el mismo autor escribió, sin dataciones exactas “aún fechas aproximadas para las
industrias locales tempranas no pueden ser establecidas” (p. 70). Sin embargo, la
secuencia básica presentada en esta obra sigue en uso y fijó la base de la
arqueología para el oeste de Arizona, sur de California y la península.
10
Para una definición véase: capítulo 3 11
Para una definición véase: capítulo 3
25
Rogers mantuvo su interés en la zona y en An Outline of Yuman Prehistory de
1945 pretende dar cuenta del origen, desarrollo y difusión del complejo cultural
yumano12 en el suroeste norteamericano, la Alta y Baja California.
En esta obra plantea que, tras el fin de la tradición San Dieguito, el cual
ubicó a comienzos de la era cristiana pero que hoy se estima en el 6000 AC, un
nuevo grupo étnico proveniente del norte parece haber arribado a la costa sur de
California. Esta nueva población se conoce arqueológicamente como cultura La
Jolla13 y está definida sobre todo por sitios costeros con concheros y entierros. Los
artefactos típicos de este complejo son metates cóncavos, manos, lascas y tajadores
simples. Rogers consideró que en las últimas fases de esta cultura se manifiesta un
horizonte temprano pre-cerámico del complejo yumano.
Aproximadamente ochocientos o novecientos años más tarde se dio un
cambio en el patrón arcaico con la expansión de los grupos yumanos hacia el este,
a través del desierto californiano, la cual culminó en la ocupación del valle del río
Colorado y las regiones montañosas del noroeste de Arizona. En esta última zona,
el complejo Amargosa (200-900 DC) fue reemplazado por un patrón claramente
yumano cuyos materiales incluyen el metate poco profundo, mano, mortero
redondo, cuchillo triangular, punta de flecha triangular y punzón de hueso. En sus
fases más tardías aparece la cerámica yumana, aspecto que define a este complejo
cultural, y se practicó una agricultura incipiente en las zonas más favorables.
A partir de las secuencias cerámicas de regiones adyacentes, Rogers estimó
el inicio del periodo Yumano I en el siglo IX y su fin cerca del 1050 DC. Es posible
que el origen de la cerámica yumana se encuentre en la influencia de las culturas
Pueblo o de la zona Gila-Sonora. Hacia finales de este periodo algunos tipos
cerámicos y técnicas de manufactura desaparecen abruptamente, lo que para el
autor sugiere la entrada de un nuevo grupo a la región.
12
Véase “cultura Hakataya” en: capítulo 3 13
Para una definición véase: capítulo 3
26
Durante el periodo Yumano II, ubicado de 1050 DC a 1500 DC, hubo una
rápida difusión de la cerámica propia y una probable expansión de los grupos
yumanos hacia nuevos territorios. Fechada por Rogers alrededor de 1400 DC, esta
última incursión yumana se evidencia arqueológicamente en el sur de California y
Nevada, el occidente de Arizona y el centro y norte de Baja California.
El principio del periodo Yumano III, hacia 500 años AP, está marcado por
desplazamientos de población, algunos masivos y súbitos, ocasionados entre otros
factores por drásticos cambios ecológicos como la desecación del lago posglaciar
Blake Sea en California. Para Rogers, este fue el principal factor que impulsó la
expansión yumana hacia la península de Baja California: “Aunque los yumanos del
desierto quizá habían causado cierta presión sobre la población de la costa del
Pacífico en la California norteamericana y mexicana antes de esta época, el súbito
impacto ocasionado por los grandes grupos que abandonaron la mitad occidental
del desierto del Colorado se reflejó en una migración menos pasiva que la
sucedida anteriormente. Ya que el litoral del Pacífico al norte estaba bloqueado por
los shoshoneanos, el flujo se dirigió principalmente a la península de Baja
California, cuyas montañas centrales contaban con una escasa población pre-
yumana” que bajo estas circunstancias se vio desplazada “hacia la mitad sur de la
península” (p. 194).
Esta propuesta coincide con el modelo de ocupación en capas horizontales
de Kroeber y explica la presencia de grupos no yumanos al sur de la península. No
obstante, una de las mayores críticas que se ha hecho a Rogers es que presenta a
Baja California como un callejón sin salida, aislado geográfica y culturalmente.
Aun así, este esquema serviría como punto de partida para los investigadores de la
historia cultural de Baja California.
William C. Massey podría ser considerado como el investigador con mayor
influencia en los estudios sobre historia cultural bajacaliforniana. Sus primeros
27
trabajos en la península estuvieron enfocados en la región de los Cabos y a la larga
realizó exploraciones hasta el límite norte del Desierto Central.
En 1947 dio a conocer el resultado de un amplio reconocimiento
arqueológico de la península bajo el título de Brief Report on Archaeological
Investigations in Baja California. En este texto Massey toma como base los trabajos de
Rogers pero reconoce la necesidad de estudiar la región en términos de su
unicidad, distinguiéndola de California y el Suroeste norteamericano; “Baja
California tiene su propio periodo de prehistoria bajo las peculiares condiciones
geográficas impuestas por su peninsularidad” (p. 345). Ofrece un panorama
general sobre la distribución lingüística de los grupos nativos históricos e intenta
relacionarla con los materiales arqueológicos encontrados en los mismos
territorios.
Sobre la filiación lingüística menciona que, el sur de California y norte de la
península estaban ocupados por grupos yumanos como los diegueño y kiliwa, y al
sur “mientras los cochimí eran también de habla yumana, los guaicurá, pericú y
huichití, con sus varias subdivisiones eran no-yumanos” (p. 345); más todos
parecen pertenecer a la superfamilia lingüística hokana.
Arqueológicamente encontró que, en la zona del Cabo, relacionada
etnográficamente con los grupos pericú, hichití y cora, son comunes los concheros,
puntas de proyectil grandes, metates, átlatl, entierros y, cuevas funerarias
conteniendo bultos mortuorios pintados con ocre, como aquellos descritos por Ten
Kate y Diguet años antes. Al norte, en la región de bahía de la Magdalena, habitada
por los guaycuras, observó sitios costeros, sitios cercanos a fuentes permanentes de
agua y, materiales líticos trabajados con gran habilidad. En el Desierto Central,
ocupado históricamente por los cochimí y laymon, los artefactos más frecuentes
son metates, pequeñas puntas de proyectil triangulares aserradas y, concheros en
las zonas costeras.
28
El territorio entre el límite norte del Desierto Central y el paralelo 30° estaba
poblado por los cochimíes norteños, ahí observó numerosos sitios con lítica
toscamente tallada. En los alrededores de la laguna seca de Chapala, Massey
reconoció artefactos de la industria Playa-San Dieguito y materiales
presumiblemente del complejo Pinto-Gypsum. Fue el primero en reportar estas
industrias tan al sur, e hizo notar que la lítica de Chapala se encuentra en
condiciones fisiográficas similares a las de los complejos Mojave y Playa, cerca de
lagos pluviales extintos.
Finalmente, en la zona de la frontera política actual, hogar de los grupos
yumanos, además de la característica cerámica se topó con una gran variedad de
piezas líticas, sobre todo en los sitios del litoral Pacífico.
En este primer acercamiento de Massey a la historia de Baja California
básicamente retoma el modelo de Rogers para explicar la “estratigrafía”
etnolingüística de la península. La división geográfica entre los grupos yumanos y
no-yumanos parece confirmar que estos últimos se vieron empujados hacia el sur.
Por otro lado, aunque no ofrece un esquema propio, supo reconocer que la
ocupación de la península era más larga y antigua de lo que se había planteado
hasta entonces; “La invasión yumana de la península puede haber sido tardía, pero
la península había estado habitada mucho tiempo antes de su llegada” (p. 357).
En 1949 Massey sintetizó la etnografía y la lingüística de la región en Tribes
and Languages of Baja California con la intención de revisar y corregir el mapa de
distribución de los grupos y lenguas nativas de la península.
La familia lingüística yumana se extiende desde el norte de Arizona hacia el
sur, a través de los desiertos de California y dentro de la península de Baja
California. La rama californiana de esta familia incluye a grupos como los
diegueño, paipai y kiliwa pero, Massey consideró que existía suficiente evidencia
etnográfica para crear otra subdivisión que abarcara el centro de la península.
Según las fuentes, los grupos que caen dentro de esta división parecen haber
compartido una misma lengua, distinta del yumano hablado al norte, a la que los
29
misioneros llamaron “cochimí”. Los hablantes de cochimí o nebe y sus variantes –
borjeño, ignacieño, cadegomeño, laymon, monqui y didiu14–, de las cuales al
parecer algunas eran tan distintas entre sí que podrían ser consideradas como
lenguas separadas más que dialectos, conforman así el grupo yumano peninsular.
Además del yumano de california y el yumano peninsular, Massey identificó otros
tres idiomas no-yumanos en la porción sur de la península; el huichiti, el guaicura
y el pericú, conformando una nueva familia lingüística, la Guaicuriana15.
De estos tres últimos el huichití parece haber sido el más extendido,
abarcando a las tribus cora, aripe, periúe y huichití, en los alrededores de La Paz.
El pericú, como grupo tanto como idioma, no estaba relacionado con los demás de
la península, ocupando el extremo sur y las islas Santa Catalina, San José, Espíritu
Santo y Cerralvo, en el mar de Cortés. Por último, describe a los guaicuras como
una banda belicosa cuya lengua se hablaba en la costa del Pacífico desde Todos
Santos y a través de los llanos de Magdalena hasta Loreto.
En este ensayo encontramos que Massey se aleja de la propuesta de Rogers y
considera más probable que las tribus peninsulares sureñas se hubiesen asentado
en sus tierras por ser éstas las más favorables y no forzados por la presión de sus
vecinos del norte, ya que “no existe ninguna evidencia que apoye la idea de que los
yumanos condujeron a los guaicurianos hacia el extremo de la península” (p. 304).
Igualmente plantea que la diferenciación entre las lenguas yumanas y las yumano
peninsulares se desarrolló in situ, por lo que “es extremamente dudoso que pueda
argumentarse [como lo hizo Rogers] que los yumanos peninsulares representan
una invasión muy tardía de Baja California [...] Es más razonable creer que estos
grupos, como los laymon, cadegomeño, ignacieño y borjeño, habían estado en Baja
California por un muy largo periodo, y que llegaron antes de que sus parientes
lingüísticos del norte adoptaran rasgos como la cerámica” (p. 305); es decir antes
del siglo IX DC.
14
Esta división ha sido revisada y corregida por Laylander (1987) 15
La filiación de estas lenguas ha sido revisada por León-Portilla (2000); véase: capítulo 3
30
Con este trabajo Massey estableció la distribución etno-lingüística de Baja
California que, a pesar de que ha sufrido cambios y correcciones a través del
tiempo, aún funge como base de la gran mayoría de las investigaciones sobre el
pasado cultural de la península.
Segunda mitad del siglo XX
Como hemos visto hasta ahora, desde el reporte de León Diguet, el arte
rupestre no había sido motivo de estudio hasta que, en 1951 apareció en la revista
mexicana Impacto un artículo que presentaba algunas cuevas pintadas visitadas
por el fotoperiodista Fernando Jordán. El interés que generó este reportaje condujo
a la primera investigación oficial patrocinada por el INAH en aquel mismo año. El
estudio se centró en la cueva San Borjita, en la sierra de Guadalupe, y estuvo a
cargo del antropólogo Javier Romero y la arqueóloga Barbro Dahlgren, quienes
casi inmediatamente dieron a conocer un los resultados del breve estudio.
Apoyándose en las exploraciones de Diguet, delimitaron la distribución del
arte rupestre mural entre los paralelos 26° y 28°. Para San Borjita, ofrecieron una
descripción general, un reporte sobre su estado de conservación y, una tipología de
los motivos con el fin de elaborar una cronología relativa de estilos: “Tomando
como punto de partida las formas, los colores y las superposiciones, hemos
clasificado las figuras en tres tipos: Espantajos, Cardones y Bicolores. Estos tipos
pueden corresponder a distintas capas culturales o diversas fases en el desarrollo
artístico de una misma cultura. Fuera de esta división nos quedan cinco figuras
que hemos llamado Excéntricas por no encajar del todo dentro del esquema” (en
Mirambel 1990: 169). Encontraron así que, los espantajos parecían ser los motivos
más antiguos, los cardones una etapa intermedia de transición y, los bicolores,
representaban una última fase.
31
Aunque estos autores no contaban con datos suficientes para emitir una
opinión sobre la edad del arte rupestre mural, proponen un esquema general para
la prehistoria bajacaliforniana: “Con base en las pinturas de San Borjita, en los
estudios de pictografías de Diguet y en los descubrimientos arqueológicos de
diversos investigadores, podemos sugerir varias posibilidades para la prehistoria
de la península. Por una parte, una gran antigüedad de ciertas culturas líticas que
florecieron bajo un clima óptimo, probablemente a fines de la última glaciación,
cuando en sus desiertos hubo bastante humedad para alimentar lagos como la hoy
desecada Laguna de Chapala del Territorio Norte de Baja California; por otra
parte, del estudio de los entierros se desprende que pertenecieron a un grupo
humano, según todas las posibilidades considerado como uno de los más viejos del
Continente: el de Lagoa Santa o neoaustraloide, que pudo haber sobrevivido en
Baja California durante mucho tiempo, como también en el centro y el este de
Texas” (ibid.: 173-174).
Este trabajo constituye el primer registro y análisis de arte rupestre en Baja
California a cargo de especialistas e incluye importantes aportaciones como un
primer intento de establecer una cronología relativa del periodo de elaboración
basada en la estratigrafía cromática del friso. Asimismo, es notable que la intención
de este trabajo no se centra sólo en el estudio de la pintura, si no que la toma como
una herramienta para explicar el pasado peninsular.
Un año más tarde, en 1952, el geógrafo americano Homer Aschmann reportó
la existencia de una punta de proyectil tipo Clovis en una colección particular en el
poblado de San Joaquín, cerca de San Ignacio. El artefacto, trabajado en basalto de
grano fino, fue encontrado en la ladera de un arroyo permanente cercano a aquella
población. Este hallazgo extendió el horizonte prehistórico de la península, ya que
demostraba la ocupación cultural para cuando menos finales del Pleistoceno.
En 1957 se publicaron los resultados del análisis que realizó Brigham Arnold
sobre el material lítico de los yacimientos de la laguna seca de Chapala, ubicada en
la latitud 29° 15’ N, así como sus estudios sobre cambios en el paisaje y el clima
32
bajacaliforniano desde el Pleistoscéno y su relación con la prehistoria humana de la
región. Arnold propuso una secuencia de tres complejos líticos según su forma y
distribución, los cuales corresponderían a tres fluctuaciones en el nivel de la
laguna. El más antiguo es el “elongate-biface” o bifacial alargado, el segundo es el
más abundante y variado, el “scrapper-plane” o raspador plano y, el complejo “flake-
core-chopper” o lasca-núcleo-tajador. Aunque la antigüedad de hasta 70,000 años
que Arnold atribuyó a sus complejos no tuvo aceptación, su secuencia tipológica
fue la primera clasificación de materiales locales en Baja California y sus estudios
sobre paleoclima son todavía fundamentales en la investigación regional.
En el último año de la década de 1950, apareció The Central Desert of Baja
California: Demography and Ecololgy, Aschmann integró exitosamente en esta obra la
información ecológica, histórica, etnográfica, lingüística y arqueológica con la que
hasta entonces se contaba para el centro de la península. Se enfoca en el territorio
que históricamente estuvo ocupado por los cochimíes y nos ofrece una visión
general sobre la vida de estos grupos antes y después del contacto con occidente.
Sobre el tema que nos ocupa, Aschmann menciona: “Las pictografías y petroglifos
de Baja California son muy abundantes y están ampliamente distribuidos. Como
en otras partes de Norteamérica, su origen es un enigma. El clima seco
probablemente ha sido especialmente favorable para la preservación de los colores
de las pictografías, los cuales se cree son todos de origen mineral. Los colores –con
frecuencia sorprendentemente brillantes– rojo, amarillo, verde, negro y blanco
fueron usados en patrones a veces geométricos y a veces naturalistas. Los
misioneros parecen haber estado convencidos de que las pictografías fueron
realizadas por un pueblo extinto que poseía una civilización más avanzada que las
tribus que encontraron. Meigs encontró que los Kiliwa conocían varias pictografías
dentro de su territorio, pero no podían ofrecer ninguna leyenda respecto a su
origen” (pp: 43-44).
En 1961, William Massey y Carolyn Osborne publicaron una detallada
descripción así como un breve análisis de los materiales que el naturalista
33
americano Edward Palmer extrajo de una cueva funeraria a finales del siglo XIX en
Bahía de los Ángeles, frontera norte del territorio ocupado por los yumanos
peninsulares. Dicha colección incluía los restos de seis individuos adultos y uno o
más infantes y, artefactos asociados a los entierros, que más tarde serían
identificados por Massey como elementos de la “cultura Comondú”, como
cordelería, lítica, ornamentos de concha, hueso y una capa de cabello humano.
Tras el análisis de estos materiales se concluyó que, contrario a lo propuesto
por Rogers; “Sin duda los yumanos de la península entraron mucho antes de la
llegada de la alfarería a la región del desierto del Colorado. Ni la colección Palmer
ni materiales idénticos provenientes de niveles históricos en la parte central de la
península pueden ser explicados como resultado de una invasión de Baja
California posterior a 1450 por pueblos que representan la última fase de la
secuencia yumana en el sur de California” (p. 351).
En ese mismo año Massey dio a conocer un breve artículo cuyo objetivo era
“refinar las dos propuestas pioneras de la antropología de Baja California [de
Kroeber y Kirchhoff] reevaluando la posición de la península y sus diferencias
culturales internas” (p. 412).
En las dos propuestas mencionadas Baja California cae dentro del Gran
Suroeste norteamericano y Norteamérica Árida, respectivamente, por su parte;
Massey la incluye en un área desértica que abarca desde la Gran Cuenca hasta el
norte de México, cuyas culturas “del Desierto” están formadas por grupos
cazadores-recolectores distinguibles de las poblaciones agrícolas de las culturas
“del Oasis”.
34
Este modelo supone que Baja California fue poblada de norte a sur, cada
nuevo grupo desplazando a los anteriores, conformando así capas culturales
secuenciadas a lo largo de la península; con los habitantes más antiguos en la zona
de los Cabos y los ocupantes más recientes en la cuenca del Colorado.
Massey dividió a los indios históricos en tres grupos etno-lingüísticos;
yumanos californianos, yumanos peninsulares y la familia guaicura, que incluye a
los pericúes. Las diferencias lingüísticas de estos grupos coinciden con diferencias
culturales de la misma intensidad que parecen indicar distintas migraciones donde
las culturas, una vez establecidas, se desarrollaron localmente.
En la arqueología reconoce algunos tipos comunes para California como el
complejo temprano San Dieguito, la cultura costera de La Jolla y las culturas
desérticas Pinto, Gypsum y Amargosa. Regionalmente, distingue las culturas de
Las Palmas en la zona sur y, Comondú en la región Central.
Por último, señala que la mayor diferenciación cultural se da hacia el interior
de la península, donde el aislamiento fue más marcado; “Desde un punto de vista
antropológico, Baja California comenzaba alrededor del paralelo 30; los grupos al
norte corresponden con pueblos de origen similar en el sur de California. Dentro
de la península propiamente, existen dos subáreas: el desierto central (yumano
peninsular) y el sur, con la región del Cabo (guaicura)” (p. 421).
Esta noción sería explicada más extensivamente en Archaeology and
Ethnohistory of Lower California, de 1966, resultado de casi dos décadas de
investigación regional.
Partiendo de la idea que el hombre pobló la península de forma
descendente, Massey plantea que, “el punto de comparación más probable a la
prehistoria y etnohistoria de la península yace en los datos arqueológicos y
etnográficos directamente al norte” (p. 38). Entonces, los antecedentes culturales y
físicos de las poblaciones peninsulares deberían reflejarse en la arqueología del sur
de California y suroeste de Arizona.
35
Efectivamente, a lo largo de la península Massey pudo reconocer materiales
de manifestaciones culturales asociadas al paso del norte. La más antigua, sin
contar la punta Clovis reportada en 1952, es el complejo San Dieguito o Playa,
aunque escaso y prácticamente limitado a la zona fronteriza. La siguiente de estas
manifestaciones es el complejo La Jolla, estimado de 1000 AC a 1450 DC, el cual,
dice, está presente en la costa del Pacífico desde el sur de California hasta Rosario.
Las fases I y II del complejo Amargosa equivalen, para Massey, a las
industrias Pinto Basin y Gypsum Cave, respectivamente. La primera se encuentra
abundantemente en toda la península mientras; la segunda es frecuente de San
Ignacio a la región del cabo, con mayor concentración en la costa del golfo, cerca de
Loreto y Mulegé. La cultura Amargosa, tal como la definió Rogers, es aquí una
tercera fase poco representada en la península, con algunos ejemplares al sur.
Antes de la aparición de la cerámica yumana, alrededor de 700 DC, en Baja
California, debajo del paralelo 30, se habían ya desarrollado dos culturas locales
subsecuentes: Las Palmas y Comondú. La cultura de Las Palmas se extiende desde
La Paz hasta Cabo San Lucas y se conoce principalmente por cuevas funerarias en
las que predominan los entierros secundarios teñidos de rojo ocre envueltos en
hojas de palma o piel de venado.
La cultura Comondú abarca desde bahía de los Ángeles hasta el poblado del
cual toma su nombre y parece haber sido tanto prehistórica como histórica. Este
complejo arqueológico fue inicialmente reconocido en las excavaciones de las
cuevas Caguama y Metate en sierra de La Giganta, entre la población de Comondú
y Loreto. De estos trabajos resultaron materiales diagnósticos identificados
también en la colección Palmer, de bahía de los Ángeles, y la colección Castaldí de
piezas líticas provenientes del área de Mulegé-Loreto. Como estos materiales se
encontraron ocasionalmente conviviendo con aquellos del periodo misional,
Massey concluyó que, “por extensión, Comondú fue la cultura común de los
yumanos peninsulares históricos del centro de la península” (p. 50).
36
Asimismo, reitera la distribución lingüística en que distingue dos familias; la
yumana y la guaicura. Esta última ocupaba desde el sur de Loreto hasta los Cabos
e incluye a las lenguas guaicura, huichití, cora, aripe, periue, isleño y pericú.
Massey supuso que, los miembros de la familia guaicura “deben de representar un
poblamiento temprano de Baja California que quedó restringido al sur por al
menos dos migraciones de yumano-hablantes”(p. 53).
El yumano peninsular, por su parte, incluía los idiomas borjeño, ignacieño,
cadegomeño, laymon y monqui-didiu o cochimí. Tal diversificación lingüística
sugiere al autor que estas lenguas se desarrollaron al interior de la península, lo
cual indicaría que los grupos de filiación yumana no entraron tardíamente, como
había sugerido Rogers, sino por lo menos antes del siglo XVIII DC.
Con este trabajo Massey resume la historia cultural de Baja California en un
esquema que aún prevalece, sustentado en la estratificación cronológica de los
grupos que la habitaron.
A principio de la década de los sesenta el escritor norteamericano Erle
Stanley Gardner fue informado por los rancheros de la sierra de San Francisco
sobre la existencia de un extenso abrigo rocoso con figuras pintadas de llamativos
colores y espectacular tamaño en el arroyo de San Pablo notó. Gardner, quien
viajaba en helicóptero, sobrevoló la cueva y, de vuelta en su país, publicó un
artículo en la revista Life proclamando el “descubrimiento” de un arte rupestre
magnificente en el corazón de Baja California (Gardner 1962). En visitas
consecuentes, Gardner se hizo acompañar por el arqueólogo Clement Meighan,
quien se propuso realizar la primera investigación científica sobre el “recién
redescubierto” arte rupestre. El equipo registró nueve sitios desde el aire y visitó
cuatro; cueva Gardner, como llamaron a cueva Pintada, Las Flechas, El Palmarito
y, Pájaro Negro o La Soledad.
La prioridad de Meighan era ubicar cronológicamente el periodo de
realización de las pinturas a fin de relacionarlas con la prehistoria cultural. Así,
37
realizó fechamientos radiocarbónicos sobre fragmentos de madera encontrados en
la superficie de cueva Pintada y, en 1966 dio a conocer los resultados.
La fecha de 1435+80 DC parecía confirmar que las manifestaciones rupestres
podían atribuirse a la cultura Comondú, la cual ocupaba el mismo espacio
geográfico y, ahora podía suponerse, temporal que las pinturas: “Las cuevas
pintadas claramente son parte de esta cultura, y la lista de elementos característicos
de la cultura Comondú debe ser ampliada para incluir elaboradas pinturas
rupestres como elementos diagnósticos de esta ocupación” (p. 374).
En el informe de la datación, Gordon Ferguson, del laboratorio de
radiocarbono de la UCLA, advierte que la fecha obtenida no debe tomarse como
evidencia de la edad del arte rupestre: “Las pinturas son prehispánicas y por tanto
anteriores a cerca de 1700 DC. La fecha de la muestra podría aplicarse a las
pinturas ya que la fecha indica cuándo el abrigo estuvo habitado por el hombre.
Sin embargo, el depósito es poco profundo y no estratificado; y sin duda ha habido
visitas intermitentes de personas recientemente. Los artefactos presumiblemente se
pueden asociar con el periodo de las pinturas rupestres, pero esto no puede ser
probado” (p. 379).
La fecha situaba la ocupación de cueva Pintada entre 1352 y 1512 DC,
cayendo en una etapa prehistórico tardía que coincidía tanto con los relatos
jesuíticos como con el esquema cultural de Massey; por tanto, y a pesar de la
advertencia de Ferguson, Meighan no dudó en afirmar que “aunque la fecha es
válida para la ocupación del abrigo, no proporciona una fecha directa para las
pinturas. Asumiendo que las pinturas fueron realizadas al mismo tiempo que los
abrigos fueron ocupados (y no hay razón para pensar lo contrario), creo que la
fecha de radiocarbono es un verdadero indicador de la edad de las pinturas” (ibid.).
Por otro lado, debido a la aparente uniformidad de estilo y temática,
Meighan supuso que la tradición debía tener poca profundidad temporal, pues
“los aspectos básicos de estilo y contenido parecen haber persistido a través del
38
tiempo. Esto a cambio sugiere un periodo de tiempo relativamente corto durante el
cual el arte floreció – unas cuantas generaciones o como máximo dos siglos” (p.
389).
En resumen, Meighan ofrece el primer intento de ubicar el arte rupestre de
las sierras centrales de Baja California en un contexto cronológico y cultural. El
resultado parecía señalar que las pinturas formaban parte de la cultura Comondú,
la cual desarrolló la tradición pictórica hacia el siglo XIV DC para ser abandonada
unos doscientos años antes de que los españoles entraran a la región.
Meighan, sin embargo, no fue el primero en realizar fechamientos
radiocarbónicos en Baja California; entre 1960 y 1966 la Universidad de California
fechó muestras provenientes de distintos sitios y yacimientos arqueológicos a lo
largo de la península, cuyo listado fue dado a conocer en 1968 por James Moriarty.
Además de las fechas, se incluyeron también interpretaciones ecológicas,
climatológicas, geológicas y arqueológicas sobre los contextos datados.
Las muestras que arrojaron fechas más tempranas, entre 7,400 y 4,700 años
AP, provenían de acumulaciones de conchas en yacimientos costeros tanto del
Pacífico como del Golfo. Los sitios más destacables son Punta Minitas, Bahía de los
Ángeles, La Paz, Punta Cabras y Bahía San Quintín. En Punta Minitas se localizó
un entierro flexionado cuya antigüedad se estimó entre 5500 y 7000 AP, periodo en
que este tipo de entierros era común en el sur de California para la cultura La Jolla.
Asimismo, los concheros alrededor de Bahía de los Ángeles arrojaron fechas de
6100+200, indicando una ocupación continua durante al menos seis mil años.
Las implicaciones arqueológicas de estas fechas absolutas fueron profundas,
ya que por fin parecía quedar demostrado que el poblamiento cultural de la
península había sido temprano, largo e ininterrumpido.
En 1969 Meighan publicó una nueva versión de su trabajo arriba
mencionado en el que sostenía la filiación cultural que asignó anteriormente al arte
rupestre mural pero reconsideraba su antigüedad, tomando la fecha de
39
radiocarbono como indicador de una fase final de la tradición pictórica cuyo origen
supuso unos 500 años antes, alrededor del primer milenio de nuestra era.
El panorama arqueológico hasta el final de la década de 1960 indicaba así
que, la evidencia más temprana de ocupación en Baja California se remontaba a
finales del Pleistosceno, representada por una punta tipo Clovis, seguida por
industrias tempranas como los complejos San Dieguito y Chapala. Las oleadas
posteriores pudieron haber entrado por dos rutas; desde el oeste por el sur de
California, donde encontramos asentamientos orientados al mar, como la cultura
La Jolla. La segunda posibilidad era una entrada por el noroeste a través del
desierto, donde predomina una economía de caza como en la cultura Amargosa o
Pinto-Gypsum, que se manifiesta del paralelo 30° N hasta la región del Cabo.
La estratificación cronológica de lengua y cultura dejada por este patrón de
poblamiento señalaba a la cultura de Las Palmas, en la región de los cabos, como
una reminiscencia muy antigua de los primeros pobladores provenientes del oeste
norteamericano. Para la zona central se proponía que la cultura Comondú había
entrado antes de 700 DC, siendo ésta la fase prehistórica de los cochimíes, cuyos
antepasados directos legaron el arte rupestre mural, el cual tuvo un periodo de
realización estimado entre 1000 y 1500 DC.
La década de 1970 vio la continuidad y surgimiento de investigaciones
arqueológicas en la península, siendo uno de los periodos más productivos en
cuanto al registro y estudio del arte rupestre Gran Mural.
En 1974, el estudioso de arte rupestre de Estados Unidos Campbell Grant
publicó un volumen dedicado al análisis de las pictografías de Baja California, el
cual incluía también la traducción de la obra de León Diguet al inglés. Este trabajo
repasa brevemente la historia del registro de la etnografía, antropología y arte
rupestre bajacaliforniano, aportando a este cuerpo de información la primera
clasificación estilística de arte parietal peninsular.
40
Desde el sur de California, en el condado de San Diego, hasta la sierra de
Juárez, al norte de la península, se extiende el estilo “Peninsular Range
Representational” o Figurativo de la Cordillera Peninsular, el cual incluye pinturas
de motivos abstractos y figuras antropomorfas. En los cañones al este de sierra
Juárez predominan petroglifos en patrones no figurativos del estilo Abstracto de
la Gran Cuenca (Great Basin Abstract), los cuales encuentran semejanza en
manifestaciones similares del desierto californiano.
En la región de los cabos destacan las pinturas de estilo Figurativo del Cabo
(Cape Representational) y, al extremo sur, el Abstracto del Cabo (Cape Abstract).
En el Desierto Central conviven dos estilos, el Cochimí Abstracto (Cochimí
Abstract) de petrograbados y pinturas y, a partir del paralelo 28°, el Cochimí
Figurativo (Cochimí Representational).
Este último se encuentra al interior de las sierras centrales y está dominado
por motivos realistas de hombres y animales, pintados a escala natural o mayor,
frecuentemente bicolores y delineados en blanco. La ausencia de manifestaciones
parecidas en regiones adyacentes lleva al autor a concluir que “el espectacular
estilo Cochimí Figurativo representa un florecimiento artístico único centrado en
un ambiente de oasis en un arroyo aproximadamente 100 millas de largo” (p. 83).
Retomando a Meighan, Grant asocia al estilo con la cultura Comondú: “es posible
que las pinturas fueran realizadas por grupos cochimíes dentro de este periodo
cultural” (p. 115). Cronológicamente dice,“podría tener considerablemente menos
de mil años de antigüedad y la tradición de pintar pudo haber continuado hasta la
llegada de los Jesuitas, hacia el final del siglo diecisiete” (p. 127).
Grant reporta y describe varios sitios importantes con pinturas y petroglifos
como cueva de La Serpiente, El Palmarito y San Borjitas. Sobre este último sitio,
además ofrece una tipología, secuencia relativa de los motivos y atiende a
cuestiones sobre el proceso técnico de creación, como la obtención de pigmentos y
su aplicación.
41
Desde finales de la década de los sesenta el escritor californiano Harry
Crosby comenzó a explorar la península subcaliforniana donde a su encuentro con
la pintura mural se dio a la tarea de investigarla. Desde 1971, con la ayuda de los
rancheros locales y más tarde en compañía del fotógrafo mexicano Enrique
Hambleton, se dedicó a localizar y registrar más de doscientos sitios con arte
rupestre en las sierras de San Francisco, Guadalupe, San Juan y San Borja. Muchos
de estos lugares aparecen en su libro de 1975, The Cave Paintings of Baja California,
un comprensible trabajo que incluye una amplia descripción de los sitios
arqueológicos más representativos de cada sierra, así como un análisis de los
antecedentes históricos, etnográficos y arqueológicos del arte rupestre.
Crosby reconoció que las pictografías de Baja California constituyen un “arte
distinguible con su propio juego único de características” para el cual acuñó el
término de “Grandes Murales”. Bajo este título colectivo incluyó a todas aquellas
manifestaciones rupestres (1) “pintadas en las paredes o techos de cuevas o abrigos
rocosos, o incluso superficies de roca abierta, a elevaciones sobre los 600 pies en la
península de Baja California entre los 26° 20’ y 21° de latitud norte”; (2) “derivadas
de observaciones de criaturas en el mundo natural”; (3) “pintadas en tamaño
natural o mayor”; (4) “pintadas en tamaño menor al natural”; (5) de silueta
“reconocible pero formalizada” y; (6) “carentes de detalles naturales, pero rellenas
con patrones artísticos arbitrarios” (1997: 210-211).
Dentro del propio estilo distinguió cinco variantes o “escuelas” separadas
geográficamente: a) Rojo sobre granito, en la sierra de San Borja, con figuras rojo
oscuro cuya silueta se funde con el relleno; b) San Francisco, en la sierra del mismo
nombre y las adyacentes de San Juan y Guadalupe, con figuras realistas a gran
escala generalmente rellenas en rojo, negro o bicolores; c) San Borjitas, al noreste de
la sierra de Guadalupe, donde dominan figuras antropomorfas de cuerpo
“bulboso” y relleno en distintos patrones; d) Trinidad, en el sureste de la sierra de
Guadalupe, con figuras realistas y delicadas comúnmente rellenas con líneas
42
conectadas, y; e) Semiabstracto, en el extremo sur de la misma sierra de
Guadalupe, con variedad de patrones abstractos y esquemáticos (ibid.: 213-215).
Desde entonces, esta división ha tenido algunas modificaciones a medida
que han aumentado los registros de sitios (Ritter 1991, Gutiérrez y Hyland 2002).
Con respecto a la supuesta filiación cultural del arte rupestre Crosby
consideró que no existía información suficiente para relacionarlo directamente con
los habitantes históricos de la península: “La única conexión segura entre los
Pintores y los cochimíes es la ocupación del mismo terreno en épocas distintas” (op.
cit.: 222). De ahí que prefiera el término de “Pintores” para designar al grupo que
le dio origen.
Sobre la edad del arte rupestre, se basó en las fuentes misionales y sus
observaciones en campo para argumentar una antigüedad mayor a la asignada
hasta entonces. Además de las numerosas sobreposiciones, notó que hay una gran
diferencia en cuanto al estado de conservación entre unas pinturas y otras, por lo
que concluyó: “Si las más nuevas tienen más de 500 años, como yo creo, entonces
sería lógico argumentar que las más antiguas han estado en la superficie de la roca
durante 2000 o más años” (ibid.: 224).
La gran importancia de este trabajo, además de que representa uno de los
registros más completos, es que difundió masivamente el arte rupestre de la
península central impulsando el interés por su estudio y conservación tanto en
investigadores e instituciones como aficionados, habitantes locales y autoridades.
En 1978 Meighan colaboró en un compendio de artículos que reportaban
siete sitios con petroglifos a lo largo de Baja California. En su propia aportación
hizo notar las principales dificultades de la investigación en el arte rupestre, éstas
son; la necesidad de desarrollar métodos de registro sistemático con el fin de lograr
un corpus de material amplio y completo, buscar mejores técnicas de datación
relativa y absoluta y, alcanzar una interpretación plausible (en Mirambel 1990:
179).
43
Siguiendo los tres puntos mencionados, ofrece una comparación entre los
motivos pintados y grabados, observando que en los primeros predominan los
elementos naturalistas de figuras humanas y animales, mientras en los segundos
son comunes los abstractos y esquemáticos. Esta diferencia, nos dice, se puede
explicar de dos maneras; la primera apunta a una diferencia de contexto social: “Si
los dos son contemporáneos, entonces debe haber una marcada diferencia
funcional entre ellos, debido a las diferencias estilísticas”. La segunda, indicaría
una diferencia en el contexto temporal: “parece más probable que la diferencia
entre los dos tipos de sitios sea principalmente cronológica” (ibid.: 185).
Respecto a la ubicación cronológica, enlista las técnicas hasta ese momento
más apropiadas para datar el arte rupestre; las relativas, a partir de la observación
de ciertos factores como superposición, distribución horizontal dentro de un sitio,
seriación estilística y comparación y, afectación medioambiental. Y por otro lado, el
fechamiento absoluto aplicado a artefactos asociados, como el carbono 14 o la
hidratación de obsidiana. Sobre estas últimas dos técnicas, sin embargo, apunta la
problemática de relacionar directamente los materiales datados con el arte
rupestre, sin duda reevaluando su propia posición de doce años antes: “la única
fecha objetiva vinculada al arte rupestre en Baja California es de radiocarbono [...]
la datación se hizo a partir de un artefacto de madera encontrado en el sitio
(alrededor de 1300 DC) y esta fecha ha sido aplicada a las numerosas pinturas del
mismo abrigo [cueva Pintada], y por extensión al estilo del arte hallado a gran
distancia en el centro de la península. Esto es de hecho una forma poco
convincente e incierta de fechar la evidencia, ya que no estamos seguros de que el
artefacto de madera fuera hecho en el mismo tiempo que las pinturas rupestres,
pero, sin embargo, la consideramos” (ibid.: 188). De esta forma, clasificó los
petroglifos peninsulares en tres periodos: Temprano (antes de 1000 DC), donde
predominan elementos geométricos y abstractos; Tardío (de 1100 a 1500 DC), con
44
elementos naturalistas, incluyendo las grandes figuras pintadas del arte mural y; el
Periodo Histórico (posterior a 1700 DC), con motivos derivados de las misiones.
Por último, Meighan señala que es obligación del investigador hacer uso de
la información que tenga a su alcance para ofrecer un análisis interpretativo del
arte rupestre, a pesar de la dificultad que esto representa. Si bien la interpretación
corre el peligro de caer en la especulación, formulada adecuadamente podría
acercarnos a un mejor entendimiento de estas manifestaciones y, aunque “no hay
manera de tener pruebas de que nuestra respuesta es correcta”, dice, “lo más que
podemos esperar para ello es una explicación lógica del arte en términos de lo que
es posible y probable en un área dada y en un nivel de complejidad cultural” (ibid.:
197). Para ello sugiere examinar algunos temas que frecuentemente se relacionan
con el contenido del arte rupestre en todo el mundo como son las marcas de
identidad, la actividad shamánica y, la evidencia etnohistórica de los mitos y la
religión.
Cabe resaltar que en este trabajo Meighan muestra una visión más amplia
respecto a la complejidad del arte rupestre de la que había mantenido en la década
anterior y las necesidades que aquí plantea han guiado la investigación de estas
manifestaciones durante los últimos veinte años.
Otro importante volumen que surgió a partir de las exploraciones de Crosby
fue La pintura rupestre de Baja California, de Enrique Hambleton, en 1979. El
contenido es básicamente descriptivo, pero constituye un importante registro
fotográfico.
En un intento por comprender el proceso de realización de las pinturas, en
alguna de sus visitas a los sitios, el autor experimentó con la construcción de
andamios de troncos de palmera para sustentar la hipótesis de que éstos fueron
utilizados para alcanzar los lugares más altos de los abrigos, con resultados
positivos.
45
Esta obra resulta de gran relevancia puesto que por muchos años fue el
único libro publicado en México, y en español, dedicado a este patrimonio.
Debemos destacar también los esfuerzos que este fotógrafo y estudioso ha
realizado desde entonces por la difusión y preservación del arte rupestre de Baja
California Sur.
De 1971 a 1973 Eric Ritter, quien se convertiría en uno de los arqueólogos
más activos en la península, realizó varias excavaciones en Bahía Concepción,
ubicada en la costa del golfo debajo del paralelo 27°. En 1979 se publicaron en
Estados Unidos, y un año más tarde en México, los resultados de estas
investigaciones.
El objetivo de su estudio era establecer una relación entre el patrón de
asentamiento con el paisaje y la distribución de recursos a fin de reconocer los
cambios en la ecología cultural y la actividad de la población de Bahía Concepción
a través del tiempo. Además de proponer una historia cultural tentativa para la
región, sustentada por fechas de radiocarbono, lecturas de hidratación de
obsidiana y la comparación de cronologías para la Gran Cuenca, el desierto de
Mojave y el Suroeste de Estados Unidos.
Ritter trabaja desde el punto de vista de la antropología y ecología cultural,
por lo que su metodología e interpretaciones giran en torno a la interacción entre el
hombre y su ambiente natural. Asimismo, contrasta el registro arqueológico con la
etnografía para elaborar sus conclusiones sobre cambios culturales. De esta forma
observó que, el patrón de subsistencia de los habitantes de la costa estaba regido
por la rotación estacional, generada por la cambiante disponibilidad de recursos;
esto parece haber influido todos los aspectos de la sociedad como son el
parentesco, la estructura política, la religión y la economía.
Sobre la historia cultural mantiene que la evidencia arqueológica no es
suficiente para establecer una fecha sobre la ocupación inicial de la península, pero
la estima entre 6,000 y 8,000 AC, según las tradiciones líticas observadas. Para el
46
Arcaico temprano y medio están presentes los complejos líticos Pinto y Elko. De
5,000 AC a 1,000 AC Ritter define la Tradición Concepción, caracterizada por series
de puntas de proyectil grandes semejantes a las Pinto, San Pedro, Zacatecas y Elko.
Posteriormente, ubica la Tradición Coyote, la cual perduró hasta el 1,000 DC; ésta
incluye puntas tipo La Paz, Gypsum, Loreto y Elko, artefactos como perforadores
líticos, punzones de hueso, concheros, arte rupestre y entierros. En esta fase es
evidente la explotación intensiva de los recursos marinos y, distinguió dos posibles
focos de ocupación, uno de litoral y otro de montaña.
La siguiente ocupación reconocible se asignó a la cultura Comondú “la
tradición cultural prehistórica más tardía y mejor conocida”, ubicada
cronológicamente desde el 1,000 DC hasta tiempos históricos. Incluyó como
materiales diagnósticos de esta cultura los mismos definidos por Massey, además
de murales pictográficos grandes y las prácticas de cremación y entierro
secundario.
La relación que Ritter encontró entre la geomorfología y la distribución de
los sitios fue la siguiente; los campamentos abiertos y abrigos con evidencia de
ocupación se localizan dentro de los cañones en la sierra, cerca de tinajas y
manantiales; los sitios habitacionales grandes se ubican a lo largo de la costa, cerca
de estuarios y playas; los talleres líticos, campamentos pequeños y estaciones de
cacería están en las crestas y cumbres de las montañas; mientras que, la región
entre los litorales y las sierras presentan pocos sitios.
A partir de lo mencionado Ritter concluyó que, en la región de Bahía de
Concepción el patrón de asentamiento coincide con el patrón de explotación; los
sitios mayores se localizan a lo largo de la costa y al interior de los cañones
montañosos, donde los recursos son más abundantes. Esto pudo favorecer el
establecimiento de poblaciones semi-permanentes y especializadas en el
aprovechamiento de productos locales. Este esquema ocupacional parece haber
tenido una continuidad de tres a cinco mil años, con un aparente incremento de
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población hacia los últimos mil años que coincide con un aumento en la ocupación
habitacional de los abrigos rocosos serranos.
Este trabajo representa sólo el primero de una serie de investigaciones que
Ritter ha seguido realizando hasta años recientes. Como vemos sus resultados
revelaron una gran variedad de recursos naturales disponibles así como una
complejidad social mayor de lo que se había esperado para Baja California,
ampliando así la percepción histórica de la península y sus pobladores y marcando
las nuevas directivas de la investigación arqueológica en la península.
Los intentos de los misioneros jesuitas, exploradores, investigadores
pioneros, aficionados y arqueólogos por conocer el pasado cultural de Baja
California, a partir de la década de 1980 finalmente fructificaron en trabajos
científicos de investigación sistemática y, desde entonces hemos visto surgir varios
proyectos arqueológicos dedicados tanto a la investigación de la prehistoria
peninsular como al estudio del arte rupestre Gran Mural.
En 1981 el prehistoriador y especialista en arte rupestre Ramón Viñas,
entonces de la Universidad de Barcelona, viajó a la sierra de San Francisco, visita
que conllevó a tres campañas de recorrido y registro de sitios con pintura rupestre
en esta zona, que concluyeran en 1985. Al año siguiente, presentó un análisis de la
imaginería de esta sierra señalando los motivos más recurrentes, estilo, color,
técnica y especialmente, la temática y asociaciones entre figuras.
A partir de ese análisis se plantearon cinco fases tentativas en el proceso
pictórico; 1) grandes figuras naturalistas realizadas a uno o dos colores, 2)
pequeñas figuras esquemáticas a un solo color y en ocasiones perfiladas en blanco,
3) humanas naturalistas bicolores de gran tamaño, 4) humanas naturalistas
grandes biseccionadas y perfiladas en blanco, 5) pequeñas y medianas figuras
monocromas abstracto-esquemáticas. Se hizo notar que tanto el color como la
situación y asociación de los motivos podrían implicar sistemas codificados de
significados.
48
Se distinguieron siete técnicas de realización pictórica; 1) tinta plana, 2)
silueteado, en ocasiones punteado, 3) silueteado y rayado, 4) silueteado, una o dos
tintas planas y rayado, 5) silueteado, una o dos tintas planas, en ocasiones
punteado, 6) silueteado a dos colores y una o dos tintas planas y, 7) dos
silueteados, una o dos tintas planas, en ocasiones rayado. Y temáticamente, se
reconocieron cuatro grupos de motivos; figuras humanas, figuras de animales,
instrumentos y, figuras esquemático-abstractas.
Viñas, como Crosby, también puso en duda el supuesto horizonte cultural y
cronológico del Gran Mural asignado a la cultura Comondú, asegurando que no
había suficiente evidencia para sustentar tal propuesta y, sobre la fecha obtenida
por Meighan dice: “En nuestra opinión las dataciones sólo vienen a demostrar la
ocupación de estas cuevas hasta la llegada de los misioneros [...] pero en ningún
caso nos fecharía el proceso pictográfico de los grandes murales” (en Mirambel
1990: 251). Por el contrario, fue sugerido que su origen podría remontarse a varios
milenios antes de nuestra era.
Finalmente, con base en la observación de la temática, se propuso que el arte
rupestre mural fue realizado por una población de cazadores-recolectores con una
organización social poco jerarquizada, que plasmó en las cuevas sus creencias,
mitos y rituales y, se advirtió una posible relación con el Suroeste americano.
Este trabajo además de presentar un profundo análisis del arte rupestre,
incluyó una propuesta para realizar un proyecto arqueológico dedicado al estudio
de estas manifestaciones, el cual se realizaría tres años más tarde.
En 1991 Ritter presentó una clasificación del arte rupestre peninsular por
zonas geográfico-estilísticas en la que distinguió seis conjuntos principales (fig. X):
1) La Rumorosa, en territorio Diegueño en la zona fronteriza, con motivos
principalmente pintados de estilo abstracto-geométrico; 2) Tradición Arcaico
Occidental (Western Archaic Tradition), en la vertiente del Colorado y la costa
norte del golfo, principalmente con petroglifos de composición abstracto-
49
geométrica; 3) Abstracto del Norte (Northern Abstract), desde el paralelo 32° N
hasta Bahía de Los Ángeles, incluye tanto petroglifos como pinturas con algunos
motivos figurativos; 4) Gran Mural (Great Mural), desde Bahía de los Ángeles
hasta la región de Loreto, principalmente de pinturas figurativo-naturalistas y,
petroglifos abstracto-geométricos; 5) Sierra de la Giganta, desde el sur de Loreto
hasta la bahía de La Paz, principalmente pinturas de motivos abstracto-
geométricos y algunos figurativos; 6) Región del Cabo (Cape Region), abarcando el
extremo sur de la península, con motivos figurativo-naturalistas y abstracto-
geométricos, principalmente pintados.
Ritter hace notar que varios de estos complejos estilísticos conviven
geográficamente, mientras otros se dan en total aislamiento y, aunque las
diferencias entre ellos puedan atribuirse fácilmente a distintas filiaciones culturales
y cronológicas “probablemente existen explicaciones más complejas incluyendo no
sólo diferencias temporales, sino variaciones inter e intra-culturales, difusión
estilística, o préstamo”; por ello propone evaluar el concepto de estilo “a la luz de
la interacción grupal, representación idiosincrásica, variación funcional mostrada
mediante distintas representaciones, y la superposición temporal o inclusive el uso
de un mismo sitio por múltiples culturas” (p. 25).
Esta división presenta claramente el panorama general de las tradiciones
rupestres a lo largo de la península, por lo que conforma una referencia de gran
valor para el estudio del arte parietal en Baja California.
Derivado de las exploraciones de Viñas, Rubio, Sarriá y del Castillo entre
1989 y 1992 la Universidad de Barcelona llevó a cabo un proyecto de investigación
enfocado en el estudio del poblamiento prehistórico de las sierras centrales de Baja
California, dirigido por José María Fullola. El objetivo era construir un esquema
crono-cultural de la región mediante excavaciones arqueológicas y el análisis del
arte rupestre Gran Mural. Durante esos tres años se documentaron cientos de
sitios, se registraron poco más de sesenta abrigos con manifestaciones pictóricas en
50
las sierras de San Francisco y Guadalupe y, se realizaron excavaciones en los sitios
Cueva del Ratón y San Gregorio, localizados en la primera sierra.
Mediante la observación de las superposiciones cromáticas y estilísticas se
corroboraron las cinco fases propuestas antes por Viñas, según los tipos básicos de
antropomorfos en la sierra de San Francisco, los cuales mostraban una secuencia
cronológica precisa sustentada por dataciones absolutas: “las grandes figuras
monocromas corresponden a la fase A más antigua, seguidas por las bicolores de
tamaño grande y mediano o fase B; después vienen las figuras monocromas de
rasgos esquemáticos y tamaño mediano o fase C y, finalmente, las figuras más
pequeñas y esquemáticas son las más modernas, fase D” (Fullola, et al. 1993: 6).
Una de las aportaciones más importantes de este proyecto fue el
fechamiento radiocarbónico de muestras de pigmento tomadas de Cueva del
Ratón, en la sierra de San Francisco, cuyo mural “contiene ejemplos de todas las
fases estilísticas identificadas en esta sierra” (ibid.: 7). Las fechas obtenidas de las
pinturas iban de la más antigua en 5290+80 AP a la más moderna de 295+115 AP,
indicando una continuidad en el proceso pictórico de aproximadamente 5000 años.
A partir de estos datos se propusieron tres fases de ocupación para la sierra
de San Francisco: 1) Grandes Murales, fase precochimí que corresponde a las
poblaciones de cazadores-recolectores autores de las pinturas de gran tamaño
(fases A y B), entre finales del cuarto e inicios del tercer milenio AC. 2) Una
segunda fase precochimí que corresponde a las figuras de la fase C, fechada hacia
el siglo VII DC. 3) Periodo cochimí, a partir del siglo XIII DC.
Los fechamientos directos de las pinturas pretendían poner fin a más de un
siglo de especulación ubicando al arte mural en un contexto cronológico definido,
sin embargo la antigüedad que revelaron produjo una gran controversia entre los
investigadores que sostenían la filiación cochimí de las pinturas, quienes pusieron
en duda los resultados y aún el procedimiento de las dataciones. No obstante, para
los que aceptaron estas fechas como una aproximación al origen y duración de la
51
tradición Gran Mural, este proyecto amplió en gran manera el entendimiento del
proceso pictórico.
Durante 1991 la arqueóloga Laura Esquivel inició un proyecto del INAH en
la sierra de Guadalupe, en el que se realizaron actividades de recorrido de
superficie, registro sistemático, catalogación y conservación de vestigios,
reportando cerca de 150 sitios arqueológicos.
Esquivel encontró que en la sierra de Guadalupe convivían motivos
rupestres de distintas tradiciones, por lo que consideró a la región y su particular
estilo como “de transición” entre el Gran Mural y el abstracto-representativo del
sur. El estilo de la sierra de Guadalupe está dominado formalmente por la técnica
del rayado y, temáticamente por la figura recurrente del ciervo o venado.
Asimismo, según la superposición de motivos observó que, el estilo de esta región
parece preceder temporalmente al Gran Mural característico de la sierra de San
Francisco (1994: 8). Este breve proyecto amplió el panorama rupestre de la
península revelando la riqueza arqueológica de la sierra de Guadalupe, la cual
anteriormente se había considerado como un área periférica de San Francisco.
De 1993 a 1994 se llevó a cabo el proyecto Arte rupestre de Baja California
Sur, a cargo de la arqueóloga María de la Luz Gutiérrez, del centro INAH de aquel
estado. Los resultados de esta investigación no fueron publicados sino hasta el año
2002 en conjunto con el investigador norteamericano Justin Hyland.
Este trabajo se enfocó en la pintura rupestre de la sierra de San Francisco,
específicamente, con el objetivo de “identificar y comprender los contextos social,
espacial y ecológico en donde se dio la producción del Gran Mural”, así como
“entender por qué esta conducta simbólica se desarrolló en este lugar y en este
tiempo, el origen del sistema simbólico y el papel que desempeñó en la vida social
prehistórica” (p. 34). Esto se haría mediante el reconocimiento, registro, excavación
y análisis de sitios y materiales arqueológicos de la región, así como el uso de la
analogía etnográfica para la parte interpretativa.
52
Los autores retoman el esquema de estratificación etnolingüística de la
península, a partir del cual proponen una estancia territorial larga y estable de las
lenguas y, por tanto, de los grupos históricos peninsulares, tanto que “es alta la
probabilidad de que el registro arqueológico de Baja California atañe, al menos
para la segunda mitad del Holoceno, a los grupos yumano-cochimí, guaycura y
pericú” (p. 65).
Para el arte rupestre de la península retomaron la clasificación de Ritter y,
para el estilo Gran Mural en particular retomaron la división de Crosby
distinguiendo cuatro subestilos: Sierra de San Francisco, San Borjitas, La Trinidad
y, los subestilos semiabstractos meridionales.
Entre los materiales identificables de mayor antigüedad que se reportaron
están dos puntas de proyectil tipo Clovis; una de ellas es un fragmento basal que se
encontró al sur de San Ignacio y está elaborada en obsidiana procedente del Valle
del Azufre, en los alrededores del volcán Las Tres Vírgenes; la otra es una punta
completa de sílex proveniente de la zona de San Francisco de la Sierra. Pero, los
artefactos más abundantes tanto en las excavaciones como en el recorrido de
superficie fueron identificados como pertenecientes al complejo cultural Comondú.
Los análisis químicos realizados sobre los pigmentos de las pinturas
rupestres para identificar los minerales utilizados en su elaboración mostraron que
para el color negro se usó óxido de manganeso, el blanco estaba compuesto de
yeso y, para los tonos de rojo y amarillo se usaron óxidos de hierro.
Con el fin de ubicar cronológicamente el periodo pictórico se recurrió tanto
al fechamiento por radiocarbono de distintos materiales y pigmentos como a la
hidratación de obsidiana, sin embargo para este último método se concluyó que la
muestra era “muy pequeña como para poder evaluar lecturas individuales o
derivar información cronométrica confiable” (p. 326). En cambio, las dataciones de
radiocarbono abarcaron un amplio rango temporal de más de diez milenios.
53
El primer conjunto de 81 fechas corresponde a materiales provenientes del
depósito arqueológico del sitio Los Corralitos y las cuevas Pintada, La Soledad y
Cuesta Blanca. La más temprana de ellas, de 10860+90 AP, provino de un
fragmento de carbón recuperado en cueva Pintada y, en cueva de La Soledad se
encontró una pieza de cordel datada en 6990+60 AP, después de la cual “existe un
lapso de casi 3700 años antes de la siguiente fecha, que es de 3300+50 AP” (p. 329),
incluyendo ésta, nueve fechas caen entre 3400 y 1800 AP, mientras el resto incide
después de este momento y hasta 200 AP.
Un segundo grupo de dataciones radiocarbónicas corresponde a restos óseos
humanos encontrados en una cueva funeraria cercana al poblado de San Francisco.
Algunos de estos huesos al parecer están pintados de rojo y mostraron una
antigüedad promedio de 3400 años.
En tercer lugar, se ofrecen los resultados del fechamiento del carbono
contenido en muestras de pigmento, el cual “proviene de un oxalato derivado de
un aglutinante hecho a base de jugo de cactus que se agregó a la pintura negra” (p.
337). Las muestras tomadas de los sitios San Gregorio II y La Palma, arrojaron
fechas de 2985+65 AP y 3245+65 AP, respectivamente.
Por último, se dató una serie de materiales con residuos de pigmentos o
pintura excavados en las tres cuevas arriba mencionadas. Las fechas obtenidas
caen en un rango que va de 30+60 AP a 1760+60 AP y aunque el contexto de donde
se recuperaron en muchos casos se encontró alterado, los autores señalan que “el
patrón global indica la asociación de artefactos relacionados con la actividad
pictórica con los depósitos fechados hacia 200 AD [DC] y después” (p. 339).
Cabe mencionar que los autores encuentran una serie de “incongruencias
interesantes” en los fechamientos realizados años antes para cueva del Ratón.
Específicamente, señalan que parece poco probable que el Gran Mural, siendo una
tradición pictórica tan homogénea, tuviese una continuidad de varios milenios.
Además que las dataciones más tempranas, de 5290+80 AP y 4845+60 AP, no
54
coinciden en ningún caso con las fechas obtenidas por ellos, las cuales inician en
aproximadamente 3000 AP (p. 336).
En tanto que las fechas más antiguas son consideradas “problemáticas”, se
plantea entonces una profundidad temporal menor en la que, la tradición Gran
Mural “podría situarse en 3300 AP en adelante, con un probable incremento en la
actividad pictórica (que [...] puede o no estar relacionada con la pintura
monumental, o bien puede no estar exclusivamente relacionada con esa actividad)
hacia 1500 AP” (p. 341). Por otro lado, la evidencia de ocupación parece indicar
“un incremento significativo de la población en los primeros siglos AD, con un
decremento significativo alrededor de AD 1300, seguido por un rápido rebote” (p.
343) hacia los siglos XV y XVI, durante el “periodo prehistórico tardío comondú”.
Como ya se había visto, los autores estimaron la ocupación yumana del
centro peninsular en al menos 5000 AP, así que en cuanto al contexto cultural del
arte rupestre concluyen: “La distribución de las fechas de los sitios murales y la
recuperación de abundantes artefactos disagnósticos comondú corrobora las
conjeturas sostenidas largamente acerca de la filiación cultural de los Gran Mural.
Ante el peso de la actual evidencia, es poco probable que los Gran Mural hayan
sido producidos por otros que no fueran las poblaciones proto-cochimí o cochimí
de la península central” (p. 408).
En el aspecto interpretativo incluyeron al arte rupestre mural dentro del
grupo de elementos que componen lo que llamaron el “complejo ceremonial
peninsular”, un “complejo religioso persistente, consistente y de amplia
distribución en la península” (p. 345) que incluye también los típicos instrumentos
del chamán histórico en Baja California como son; la capa de cabello humano,
tablas ceremoniales de madera, figuras de efigies, pipas de piedra, bastones de
madera ceremoniales, sonajas y abanicos de plumas. Este complejo, según los
autores, se relaciona con la veneración de ancestros basada en los linajes y se
manifiesta principalmente en las ceremonias de duelo e iniciación y el discurso
55
mitológico. De ahí que se propone una asociación entre ciertos motivos rupestres,
locaciones y grupos familiares; “Específicamente los datos de los tocados en la
imaginería Gran Mural conjugan tres dimensiones o temas que se relacionan entre
sí: los tocados como representaciones de ancestros de linaje; la asociación del linaje
a lugares específicos, en este caso, a los grandes arroyos, y la producción de la
imaginería Gran Mural como parte de la ejecución de rituales basados en los
linajes” (p. 378).
Por último, se hace una breve revisión de cómo se logró el plan de manejo
que actualmente se aplica a la zona arqueológica de la sierra de San Francisco.
En resumen, este trabajo revisa los esquemas de la historia cultural
peninsular ya existentes para definir al arte rupestre Gran Mural como un
desarrollo local con una duración de al menos tres mil años, el cual forma parte de
un complejo religioso panyumano ejercido en el centro peninsular por los grupos
cochimíes, cuya manifestación arqueológica tardía equivale al complejo Comondú.
Los nuevos datos
Hasta donde hemos visto se podría decir, pues, que la investigación del arte
rupestre Gran Mural se encontraba divida en dos corrientes. Por un lado, los
investigadores que ubicaban el origen de esta tradición pictórica alrededor de 1300
AC, asociándola directamente con el complejo arqueológico Comondú y el grupo
histórico cochimí. Y por otro, aquellos que sugerían una mayor profundidad
cronológica, de al menos cinco milenios, planteando una filiación cultural pre-
cochimí aún no determinada.
Esta situación dio un drástico giro en diciembre del año 2002, cuando se
anunciaron los resultados de nuevos fechamientos directos realizados al arte
rupestre de la sierra de Guadalupe por el Dr. Alan Watchman, como parte del
56
proyecto “Identidad social, comunicación visual y arte rupestre”, dirigido por
María de la Luz Gutiérrez.
Este proyecto, aún en pie, tiene como objetivo delimitar la distribución del
estilo Gran Mural y sus variantes al interior de los sitios y a lo largo del territorio,
mediante “la identificación del patrón de asentamiento y subsistencia, la tipología
de sitios y artefactos líticos, la excavación, la identificación de yacimientos de
materias primas y el fechamiento de muestras provenientes de contextos
excavados y de superficie”; así como también “establecer una cronología confiable
para el arte rupestre” (Gutiérrez 2003: 44).
Los primeros frutos de dicho estudio están rescribiendo la prehistoria de
Baja California pues en uno de los sitios más representativos del Gran Mural, como
es la cueva de San Borjitas, se obtuvo la fecha más antigua de 5500 AC, lo cual
indica que “la tradición Gran Mural en esta sierra comenzó hace por lo menos 7500
años y que hubo cerca de 5000 años de producción continua del mismo repertorio
rupestre” (ibid.: 45).
Por tanto, resulta obvio que esta última información requiere una
reevaluación de los planteamientos precedentes con el fin de formular hipótesis
que respondan a la nueva evidencia, en lugar de seguir intentando adaptar los
datos a las viejas hipótesis; error tan recurrente en la práctica arqueológica.
57
IV. Contextualización de los Grandes Murales
A continuación procederemos al análisis y reordenamiento de la información
recopilada, al tiempo que trataremos de “evaluar hasta qué punto garantizan la
validez de la red de asociaciones en que se basa la identificación de las culturas
arqueológicas” (Bate 1998: 186). Pasamos así a la organización temática y
presentación de la información en categorías que comprenden las secuencias
culturales de la península, las condiciones medioambientales a través del tiempo,
la distribución etnolingüística de Baja California, las antiguas poblaciones
peninsulares y la situación crono-cultural del arte rupestre Gran Mural.
El objetivo aquí es ofrecer una interpretación de los datos arqueológicos
tomando en cuenta los eventos, condiciones y procesos tecnológicos, lingüísticos,
medioambientales y culturales.
Las secuencias culturales de Baja California
Repasaremos las clases de materiales, industrias, contextos y objetos
incluidos en la definición de una cultura arqueológica, revisando los complejos
arqueológicos involucrados en las secuencias culturales propuestas para la
península, prestando especial atención a las manifestaciones del Desierto Central.
A través de los sesenta años de investigación sobre la arqueología de Baja
California, han sido tres los autores que han hecho propuestas sobre su historia
cultural. El primero, Malcolm J. Rogers, sólo se ocupó de la porción más
septentrional de la península, mientras que el segundo esquema, de William C.
Massey, abarcó desde el paralelo 30° N hasta la región del Cabo. La tercera
secuencia, de Eric Ritter, se puede aplicar a toda la porción central del territorio.
Tenemos así que, el primer esquema de distribución cultural y secuencia
deposicional de materiales arqueológicos para Baja California fue ofrecido por
Rogers, quien planteó que el complejo lítico más temprano de la región, San
58
Dieguito- Playa, tuvo una larga permanencia en todo el territorio peninsular e
incluso sugirió que “es muy probable que los pueblos históricos no yumanos de
dicha región fuesen los descendientes de la gente San Dieguito” (1939: 71).
En el Sur de California y norte de Baja California, inmediatamente tras la
desaparición del pueblo San Dieguito, Rogers identificó la entrada de un nuevo
grupo mediante una serie de depósitos de concha que parecen tener continuidad
hasta tiempos históricos y estratigráficamente se dividen en tres fases. La última de
esas etapas muestra un origen yumano, mientras las dos anteriores corresponden a
lo que llamó cultura La Jolla (1945: 171).
El origen del complejo yumano fue ubicado alrededor del siglo nueve de
nuestra era en la región del Desierto de Mojave y el valle del río Colorado, donde
le precedió la industria Amargosa. Las primeras dos fases de la cultura yumana
están marcadas por la evolución y difusión de su cerámica y la interacción con
culturas vecinas del suroeste americano como la Hohokam, Anasazi, Mogollón y el
área Gila-Sonora.
Desde el segundo periodo se observa una probable expansión de los grupos
yumanos, la cual se vería aumentada hacia comienzos de la tercera fase, bajo
influencia de los movimientos poblacionales ocasionados por la desecación de
importantes fuentes de agua del suroeste norteamericano. Rogers propuso
entonces que la expansión yumana alcanzó la península hacia el siglo XVI DC,
apoderándose del territorio del pueblo La Jolla cuyo “hábitat estaba confinado a un
delgado frente en el Pacífico, y los belicosos yumanos se habrían topado sino con
ligera oposición a conducirlos hacia la mitad sur de la península” (ibid.: 194).
Massey retomó el esquema delineado por Rogers bajo el supuesto de que el
hombre pobló Baja California desde el norte, lo que indicaba que los antecedentes
etnoculturales de los pueblos peninsulares debían encontrarse en el sur de
California y suroeste de Arizona, cuya estratigrafía vertical duplicaría los estratos
horizontales de la península, en donde las ocupaciones y tradiciones culturales
59
más antiguas se ubicarían al extremo sur (1966b: 43). Esta propuesta se basó en
gran parte en el análisis de los materiales incluidos en la colección Castaldí, un
conjunto de artefactos arqueológicos reunido durante la primera mitad del siglo
XX por el sacerdote de Santa Rosalía, César Castaldí. La colección, hoy perdida,
incluía principalmente una gran variedad de piezas líticas provenientes del centro
y sur de la península, así como materiales arqueológicos recolectados en los
alrededores de Mulegé (Massey 1966a).
En su secuencia, Massey (1966b) sugiere una posible ocupación Clovis
basado en la punta de ese tipo reportada por Aschmann y en sus propias
excavaciones de restos de fauna pleistocénica con muestras de una probable
alteración humana. Sin embargo, la primera industria que identifica con seguridad
es la San Dieguito-Playa, la cual ocurre en el centro y norte de la península, con
especimenes presentes en la región de la frontera con California, en la colección
Castaldí y en las cercanías de la Laguna Seca de Chapala, donde se ha relacionado
con el complejo temprano bifacial-alargado definido por Arnold.
Después de San Dieguito, señala que el complejo Pinto Basin está bien
representado en toda la península; en la industria Chapala de Arnold corresponde
al complejo raspador-plano y en el sur de California a la industria Amargosa I.
Presenta una gran incidencia en la colección Castaldí y es común en el centro-sur
peninsular, con mayor frecuencia entre los llanos de Magdalena y bahía de La Paz.
Las puntas de proyectil tipo Gypsum Cave son también frecuentes en el
centro-sur, de San Ignacio a la región del Cabo, con mayor concentración en la
costa del golfo, en las cercanías de Loreto y Mulegé. Este complejo corresponde a la
industria Amargosa II del suroeste de Estados Unidos y se encuentra
frecuentemente con elementos del complejo Pinto. Además de las puntas
diagnósticas, Massey reconoció dos variantes locales, designadas puntas La Paz y
cuchillos Loreto.
60
Massey encontró que los materiales de las poblaciones costeras La Jolla, que
ocuparon el litoral del Pacífico al sur de California, son escasos en la península, con
sólo algunas acumulaciones de concha probablemente asociadas a esta cultura en
el golfo de California y el Pacífico, hasta la altura de Rosario. Mientras el complejo
Amargosa, tal como lo definiera Rogers, es también raro con apenas algunos
ejemplares de puntas en la colección Castaldí.
Posterior a estos complejos y perdurando hasta tiempos históricos se ubica
la tradición local Comondú de Baja California central; extendida desde bahía de
Los Ángeles, al norte, hasta el poblado de Comondú, al sur. Ésta es la cultura de
los yumanos peninsulares históricos, los cochimíes, y parece no mostrar ninguna
relación con el complejo Pinto-Gypsum, que tiene una distribución similar.
Una segunda tradición local pre-yumana es la cultura de Las Palmas, la cual
abarca desde el istmo de La Paz hasta Cabo San Lucas. Massey la definió a partir
de la costumbre de depositar en cuevas bultos funerarios de piel de venado u hojas
de palma conteniendo restos óseos pintados con ocre. Los artefactos diagnósticos
para esta cultura fueron pocos, por lo que no la pudo asociar a ninguna tradición
lítica, aunque sugirió una posible relación con el complejo Pinto-Gypsum, y la
asoció con los concheros de la costa.
La secuencia cultural provista por Ritter (1980, 1985) está sustentada en los
resultados de sus investigaciones en la región de bahía Concepción, al centro-sur
de la península sobre la costa del golfo, y áreas interiores adyacentes; así como en
fechas de radiocarbono, lecturas de hidratación de obsidiana y las fechas de tipos
diagnósticos y secuencias arqueológicas de la Gran Cuenca, Desierto del Mojave y
el suroeste de Estados Unidos.
Para este autor, la evidencia de poblamiento más temprana indica una
posible ocupación relacionada con la Co-tradición Lítica Occidental (Western Lithic
Co-Tradition) de California, destacando la presencia de artefactos de posible
filiación Lake Mojave, la cual se ha estimado hasta en 10000 años AP.
61
Localmente, la primera ocupación intensiva se remonta a lo que Ritter llamó
Tradición Concepción, la cual se caracteriza por la presencia de puntas de proyectil
del tipo Pinto, San Pedro, Zacatecas y Elko. Un momento posterior corresponde a
la Tradición Coyote, la cual presenta puntas La Paz, Gypsum, Loreto y Elko; así
como concheros, entierros y arte rupestre abstracto. En este periodo Ritter
encuentra evidencia de explotación marina intensiva, y propone un foco de
ocupación costeño y otro serrano.
Durante la ocupación más tardía, de la cultura Comondú, se identificaron
pequeñas puntas triangulare aserradas, entierros secundarios y cremación, y se
incluyen aquí las grandes pinturas murales de las sierras.
Estos datos y las posteriores investigaciones del mismo Ritter en Bahía de los
Ángeles (1998) indican que el centro de la península ha contado con una
ocupación cultural constante desde hace al menos seis milenios, durante los cuales
prevalecieron ciertos patrones de asentamiento y subsistencia en función de la
disponibilidad natural de recursos.
En 1983, Fermín Reygadas y Guillermo Velázquez revisaron las secuencias
de Massey y Ritter mientras realizaban un estudio sobre el grupo pericú. En esta
secuencia revisada se plantea primero una ocupación asociada al complejo San
Dieguito-Playa, distribuido no más al sur de la Laguna de Chapala.
Aquél está seguido por la Tradición Concepción, la cual fue igualada con la
Amargosa I de Massey, debido a la presencia diagnóstica de puntas Pinto en
ambas definiciones. La distribución de esta ocupación se extiende al sur de la
Laguna de Chapala, Bahía Concepción, los llanos de Magdalena, las serranías de
bahía de La Paz y en la región del Cabo.
Posteriormente ubican la Tradición Coyote, semejante a la Amargosa II de
Massey, caracterizada por la inclusión de puntas Gypsum. Ésta se localiza del
centro peninsular, alrededor de Loreto, hasta las inmediaciones de La Paz.
62
La cultura Comondú, señalan, se encuentra por todo el centro peninsular
entre bahía de los Ángeles y bahía Concepción y cronológicamente “debió haber
existido de comienzos de la era cristiana hasta unos cien o doscientos años antes de
la llegada de los conquistadores al continente americano” (p. 5).
La cultura de Las Palmas abarca la zona de los cabos en el extremo sur de la
península y parece haber tenido continuidad hasta tiempos históricos, por lo que
fue considerada por los autores como “la fase arqueológica del grupo étnico de los
pericúes” (p. 12).
Secuencia cultural propuesta por Malcolm Rogers para el Suroeste y norte de Baja
California (1939, 1945):
Complejo/ Industria Temporalidad Distribución
Yumano III 1500 – 1700 DC Suroeste de Arizona, sur de California y
norte de Baja California
Yumano II 1050 – 1500 DC Valle del río Colorado, incluyendo el
noreste de Baja California
Yumano I 800 – 1050 DC Desierto del Mojave, cuenca del Colorado
Amargosa I y II 200 DC – 900 DC Noreste de Arizona, desierto del Mojave
La Jolla I y II 1 – 1500 DC Costa sur de California y norte de Baja
California
Pinto-Gypsum 1000 AC – 200 DC Sureste de California y Nevada
San Dieguito-Playa 2000 AC – 1000 AC Sur de California y Baja California
63
Secuencia cultural propuesta por William Massey para Baja California (1966b):
Complejo/ Industria Temporalidad Distribución
Cultura Comondú Antes de 700 DC -
1700 DC
Centro, desde Bahía de Los Ángeles hasta
Comondú
Cultura Las Palmas ¿? Pre-yumana De La Paz a Cabo San Lucas
Amargosa III 200 DC – 900 DC Centro-sur (escasa)
La Jolla 1000 AC – 1450 DC Del sur de California hasta Rosario, BC
Gypsum Cave o
Amargosa II
7500 AC - ¿? De San Ignacio hasta Los Cabos,
concentraciones en Loreto y Mulegé
Pinto Basin o
Amargosa I
7500 AC -¿? Chapala, centro, bahía de La Paz, Llanos
de Magdalena, región del Cabo
San Dieguito-Playa 8000 AC Norte, centro-norte de Baja California
Clovis (¿?) 10000 AC Centro, región de San Ignacio
Secuencia cultural propuesta por Eric Ritter para Baja California central (1980,
1985):
Complejo/ Industria Temporalidad Distribución
Cultura Comondú 1000 DC – 1700 DC Desierto Central
Tradición Coyote 1000 AC – 1000 DC Centro- sur, región de Bahía Concepción
Tradición
Concepción
5500 AC – 1000 AC Centro- sur, región de Bahía Concepción
Lake Mojave / Co-
tradición lítica
occidental
8000 AC – 6000 AC Centro- sur, región de Bahía Concepción
64
Secuencia cultural propuesta por Fermín Reygadas y Guillermo Velázquez para
Baja California (1983):
Complejo/ Industria Temporalidad Distribución
Las Palmas ¿? – siglo XVII DC Extremo sur, región del Cabo
Comondú 100 – 1300 DC Centro de la península, de bahía de los
Ángeles a bahía Concepción
Tradición Coyote 2000 AC – 1000 DC Centro y sur de la península
Tradición
Concepción
5000 AC – 2000 AC Laguna de Chapala, Bahía Concepción,
Magdalena, La Paz y región del Cabo
San Dieguito- Playa 8000 AC – 6000 AC Del sur de California a Laguna Chapala
Más recientemente, Serafín (1995) propuso tres fases líticas para la sierra de
San Francisco: Clovis, caracterizada por puntas de proyectil acanaladas; Arcaica,
incluyendo puntas Elko, lanceoladas y pedunculadas, y; Tardía, situada después
de 1300 DC y diagnosticada por la presencia de puntas Cottonwood Triangular.
Una vez establecidas las secuencias culturales existentes para Baja
California, pasaremos a revisar los complejos e industrias que las componen con el
fin de entender el panorama arqueológico del que forman parte.
Comenzaremos, entonces, por la ocupación más temprana planteada para la
península, a partir del hallazgo de tres puntas tipo Clovis (Aschmann 1952,
Gutiérrez y Hyland 2002: 263). En el sur de California, estas puntas se han
estimado en aproximadamente 11500-11000 AP (Fiedel 1996: 142). Pero, veamos
primeramente la definición de la cultura Clovis:
Cultura del Paleoindio Temprano datada en el periodo 9500-9000 AC y
representada ampliamente en el área de las planicies del centro y sur de
Norteamérica. Las comunidades de la cultura Clovis son bien conocidas como
65
cazadoras de presa mayor, con especial preferencia por el mamut y el bisonte.
También consumían presas menores como venado y conejo, y utilizaban recursos
vegetales. Arqueológicamente se reconocen principalmente por una distintiva
industria de piedra tallada que incluye a las puntas Clovis. La cultura Clovis es a
veces llamada Llano (Darvil 2002: 91)16.
El artefacto más típico de la industria Clovis es una punta de proyectil de
forma lanceolada, por lo regular de 7 a 15 cm de largo, bifacial, finamente tallada,
con una característica acanaladura en la base, generalmente por las dos caras. La
antigüedad de esta industria se atribuye a que casi todos los sitios están asociados
con la matanza de megafauna pleistocénica, lo que también ha apuntado a una
especialización en la caza mayor (Fiedel 1996:77).
Las investigaciones arqueológicas parecen mostrar que los grupos Clovis
atravesaban grandes distancias en busca de materia prima y que podían haber
establecido territorios circulares amplios, con un radio aproximado de 160 km
(ibid.: 91). Igualmente, parece muy probable que estos grupos hayan “establecido
extensas redes de complementación económica mediante las cuales obtienen
recursos distantes y explotan diversos medios” aprovechando así “un amplio
espectro de recursos animales y vegetales” (Bate y Terrazas, en prensa).
Las tres puntas acanaladas de Baja California fueron recuperadas en
superficie, por lo que no se ha podido establecer una relación directa con un
contexto pleistocénico. No obstante, es sabido que Massey reportó huesos fósiles
de bisonte, camello y caballo aparentemente cortados y quemados, sugiriendo
manipulación por parte de grupos humanos contemporáneos (1947: 352).
Dos de estas puntas fueron halladas en los alrededores de San Ignacio,
mientras la tercera se encontró no muy lejos, cerca del poblado de San Francisco de
la Sierra. Gutiérrez y Hyland (2002) han podido establecer que, al menos una de
ellas es de manufactura local, realizada en obsidiana proveniente del yacimiento
16
Traducción propia
66
de Valle del Azufre, en el campo volcánico Tres Vírgenes. Los mismos
investigadores obtuvieron además una fecha radiocarbónica calibrada de 11040-
10620 AC (ibid.: 329) en cueva Pintada, en la sierra de San Francisco. Por otro lado,
los mencionados restos faunísticos fueron excavados en el arroyo de Comondú
(Massey op cit.), a unos 200 km al sur de San Ignacio. Y, en la década de los
ochenta se reportaron restos de mamut cerca de San Joaquín, lo que para Gutiérrez
y Hyland “podría representar algo más que un evento fortuito” (op cit.: 321).
Aunque esta evidencia no es suficiente para plantear una definitiva
ocupación Clovis en Baja California, la posibilidad de un poblamiento tanto o más
temprano del centro peninsular está presente, tal como sugieren los recientes
trabajos de Gruhn y Bryan (Chandler 2003). Sólo podemos esperar que éstas y
futuras investigaciones y hallazgos arqueológicos aporten más y mejores datos al
respecto.
Aquellos complejos arqueológicos que existieron durante la transición del
Pleistoceno tardío al Holoceno temprano c. 9050-6050 AC han sido agrupados
dentro de la “Tradición de los Lagos Pluviales Occidentales” (Western Pluvial Lakes
Tradition); incluyendo al llamado complejo San Dieguito (Chartkoff en Gibbon
1998: 106), que se encuentra distribuido a través de la costa sur de California, norte
de Baja California, suroeste de Nevada y oeste de Arizona, y se define como una
unidad cultural temprana (c. 8000-7000 AC) identificada en 1929 en el área
de San Diego, en la costa de California, por MJ Rogers, quien más tarde (1939) la
asoció con los complejos Malpais y Playa I y II del sur de California y los desiertos
del sur, oeste y centro de Nevada. Como hoy se percibe, este complejo representa
una antigua tradición distinguible de la Cultura del Desierto en su dependencia de
la caza más que de la recolección. Los artefactos típicos son cuchillos foliáceos,
pequeñas puntas de proyectil foliáceas, puntas pedunculadas y muescadas,
raspadores de varias formas, herramientas para gravar y lascas talladas en forma
de luna creciente. Los utensilios de molienda de cualquier tipo escasean
67
notablemente. En 1970 S.F. Bedwell incluyó las manifestaciones desérticas del
complejo San Dieguito en su Tradición de los Lagos Pluviales Occidentales (Robert
L. Bettinger en Jelks 1988: 431)17.
Los datos sobre el poblamiento San Dieguito para el centro y sur de Baja
California no son del todo claros, no obstante en el centro-norte del territorio
Rogers y Massey reconocieron una fuerte presencia de este complejo. Los
instrumentos líticos más representativos son, como se ha visto, las puntas bifaciales
foliáceas, raspadores toscos, machacadores, percutores y cuchillos en forma de
luna creciente o “media luna”.
Este complejo ha sido incluido en la Tradición de los Lagos Pluviales
Occidentales “por su recurrencia en las orillas de los lagos secos posglaciares”
(Fiedel op cit.: 143), como es en el caso de la Laguna de Chapala en Baja California.
Ya que este tipo de contexto es también frecuente en los hallazgos de puntas
acanaladas, se ha sugerido, por un lado, que la población San Dieguito
probablemente seguía un patrón de asentamiento y subsistencia similar al de los
Clovis, con una predilección por la caza evidenciada en la marcada ausencia de
piedras de molienda (ibid.). Por otro lado, se dice que el declive en la producción
de puntas de proyectil y el aumento en la manufactura de tajadores y raspadores
reflejan la creciente importancia del procesamiento de recursos vegetales
(Chartkoff op cit.).
Una aparente ocupación contemporánea a San Dieguito ha sido sugerida por
Massey (1947: 354), Ritter (1985: 401) y Davis (1971) con base en la presencia de
posibles puntas de proyectil del tipo Lake Mojave, datadas entre 8000 y 6000 AC en
áreas adyacentes, así como de bifaciales ovalados que podrían atribuirse a la Co-
tradición Lítica Occidental, de la misma antigüedad, en varios sitios de la zona de
bahía Concepción. El complejo Lake Mojave se considera también una expresión
de la Tradición de los Lagos Pluviales Occidentales (Moratto 1984: 96).
17
Traducción propia
68
Rastrear las primeras industrias de la península, sin embargo, ha resultado
problemático debido a la carencia de materiales que quizá, como nota Ritter (op
cit.), se deba no sólo a la ausencia de ocupaciones intensivas tempranas, sino
también a factores que posiblemente han alterado o destruido los contextos
arqueológicos más antiguos como; la desaparición de la costa pleistocénica, los
cambios en los niveles marinos y, la erosión y deposición del terreno.
A lo largo de la costa sur de California, las diferentes culturas que siguieron
al complejo San Dieguito después de 6000 AC han sido englobadas en una
tradición común llamada Encinitas (Fiedel op cit.):
Unidad cultural de los valles del sur de California, reconocida y definida
por primera vez por C. N. Warren en 1968. Datada entre 6000-1000 AC, la tradición
incorpora a los complejos La Jolla, Oak Grove, Topanga y complejos Millingstone
relacionados y, se caracteriza por piedras de molienda, crudas herramientas para
tajar y cortar y, la ocurrencia relativamente escasa de puntas de proyectil. (Michael
J. Moratto en Jelks 1988: 155)18.
La tradición Encinitas está representada en Baja California por la cultura La
Jolla:
Manifestación arqueológica del suroeste de California y Baja California
datada en c. 6000-1000 AC. Primero descrita en 1939 por MJ Rogers, quien la llamó
cultura de los concheros [Shell Midden Culture], esta tradición está caracterizada por
piedras de molienda, discoidales y dentadas. Muchos sitios La Jolla son concheros
situados alrededor de lagunas (ibid.: 256)19.
Acumulaciones de concha asignadas a esta cultura se han localizado en la
costa del Pacífico desde Santa Bárbara, California hasta Ensenada y las
18
Traducción propia 19
Traducción propia
69
inmediaciones de Rosario, en Baja California (Rogers 1945; Massey 1966b). En la
zona de San Diego y norte de la península, al parecer la cultura La Jolla
permaneció hasta 1000-1500 DC (Fiedel op cit.), donde posteriormente fue
reemplazada o absorbida por los antecesores de los Diegueño y grupos yumanos
históricos (Rogers 1945: 173).
Los materiales típicos La Jolla son el metate cóncavo, manos de formas
variadas, lascas de piedra tallada, tajadores crudos hechos de cantos rodados y,
quizá, puntas de proyectil de madera (ibid.: 172). Esta evidencia sugiere una
dependencia fundamental de la recolección de semillas y moluscos.
Moriarty (1968) dató concheros a lo largo de la costa peninsular del Pacífico,
de Tijuana a Rosario. Las fechas más tempranas se obtuvieron en los sitios Punta
Cabras (6400+200 AP), bahía San Quintín (6165+250 AP) y Punta Minitas
(7020+260 AP, 6140+250 AP). En este último sitio se reportaron, además, metates y
otros artefactos atribuibles a La Jolla, así como un entierro flexionado
aparentemente sin alteración fechado en c. 5500-7000 AP (p. 28). Rogers (op cit.)
menciona también la presencia de entierros primarios en concheros habitacionales
La Jolla, especialmente durante su primera fase.
En el sur de la Cuenca y el desierto de California, la fase San Dieguito (c.
7000-5000 AC) fue seguida por lo que Rogers llamó inicialmente complejo Pinto-
Gypsum:
Unidad cultural del desierto del sur de California definido en 1939 por MJ
Rogers, quien lo dató entre 800 AC y 200 DC. Incluía las puntas Pinto, puntas
Gypsum Cave, bifaciales plano-convexos, raspadores planos, tajadores,
machacadores y piedras de molienda. Casi todos los esquemas subsecuentes los
reconocieron como complejos individuales Pinto y Gypsum; Pinto es el más
temprano de los dos. La mayoría de los investigadores hoy fecharían al Pinto c.
70
5000 - 2000 AC y al Gypsum c. 1500 AC – 600 DC (Robert L. Bettinger en Jelks 1988:
374)20.
El complejo Pinto Basin incluye herramientas de piedra tallada, cuchillos
foliáceos y cinco variantes de puntas Pinto, cuyo tipo básico es una punta tallada,
pedunculada, con esquinas redondeadas y base cóncava, muchas veces aserrada
(Massey 1966b: 45). Rogers (1939: 47) consideró problemática esta clasificación ya
que ninguna de las puntas de proyectil asociadas con esta industria es única en la
arqueología americana, ni peculiar para la duración de un horizonte. Meighan ha
hecho notar que Pinto es una serie o una forma, más no un tipo (1989: 114); y
debido a la amplia extensión espacio-temporal de estas puntas no son indicadores
cronológicos precisos.
No obstante, los datos parecen indicar que la tradición Pinto se originó hace
al menos 7000 años en los desiertos del suroeste americano y a través del tiempo se
expandió hacia el norte de la Gran Cuenca, donde alcanza sus fechas más tardías
(ibid.). En ocasiones, el complejo Pinto se ha visto como un desarrollo del complejo
Lake Mojave (Moratto 1984: 411), presente en Bahía Concepción (Ritter 1985: 401).
Entre los artefactos Pinto, las manos y piedras de molienda de cualquier tipo
están ausentes. Los campamentos parecen haber sido temporales y estacionales,
ocupados por grupos de tamaño reducido (ibid.: 413).
En el Desierto del Mojave, el complejo Pinto Basin fue continuado por la fase
Amargosa; en esta región las dos industrias se mezclan con frecuencia y la
diferencia entre ambas es poca, por lo que se ha supuesto que la última es una
evolución de la primera (Rogers 1939: 72). De ahí que Massey (1966b) relacionara
en su secuencia al complejo Pinto/Gypsum con Amargosa I y II, respectivamente.
En Baja California, la industria Pinto parece haberse introducido por el
noroeste, a través del Desierto del Colorado y, se ha asociado también con el
complejo raspador-plano de la industria Chapala (Massey op cit.) y la tradición
20
Traducción propia
71
Concepción del centro (Ritter 1980, 1985). Se encuentra distribuida a lo largo de la
península desde Laguna de Chapala hasta Cabo San Lucas, con mayor ocurrencia
entre Loreto y La Paz. Se ha notado que, a lo largo de su distribución, el uso de las
puntas Pinto continuó durante el periodo Gypsum (Meighan op cit.).
El periodo Gypsum se identifica mediante la presencia de puntas Gypsum
Cave, Humboldt de base cóncava, Elko Eared, Elko Corner-notched, o cualquier
combinación de las anteriores, y se ha ubicado entre 2000 AC y 500 DC (Moratto op
cit.: 415). La punta tipo Gypsum Cave es una punta de proyectil grande, de
pedúnculo corto, escotadura ancha y cuerpo triangular.
El complejo Gypsum, además de las puntas de proyectil mencionadas,
incluye puntas foliáceas, cuchillos de base rectangular, raspadores tallados,
perforadores en forma de T, tajadores y machacadores. También las manos y
piedras de molienda se volvieron relativamente comunes durante este periodo y se
introdujeron el mortero y majar (ibid.: 416).
Se ha reconocido una continuidad cultural entre los materiales de los
periodos Pinto y Gypsum, aunque durante el último se ha observado una mayor
influencia del Suroeste y la expansión de grupos de habla numic (ibid.: 417-418).
En Baja California, este complejo se encuentra asociado con la industria
Amargosa II (Massey op cit.) y la tradición Coyote (Ritter op cit.). La punta Gypsum
Cave está bien representada a lo largo del centro-sur peninsular y se han
reconocido dos variantes locales de la misma; puntas La Paz y cuchillos Loreto
(Massey op cit.). Los artefactos Pinto y Gypsum coinciden frecuentemente y ambos
ocurren ocasionalmente, a su vez, con unas puntas espigadas de pedúnculo
partido, muescas basales y cuerpo trapezoidal asignadas a la serie Elko (Ritter
1985),
una serie de puntas de proyectil de piedra tallada, grandes y aserradas,
distribuidas a través del oeste desértico; incluye dos tipos diferentes: Elko Eared y
Elko Corner-notched. Fechada c. 1300 AC – 700 DC en el oeste y la Gran Cuenca
72
central, se piensa que la serie data de al menos 5500 AC en el este de la Gran
Cuenca (David Hurst Thomas en Jelks 1988: 151)21.
Puntas de esta categoría han sido reconocidas en la zona de Bahía
Concepción (Ritter op cit.) y también parecen tener una alta incidencia en la sierra
de San Francisco (Gutiérrez y Hyland 2002: 258).
En el suroeste de Estados Unidos, el complejo Gypsum precedió a la llamada
industria Amargosa, una
unidad cultural de los desiertos del sureste de California, especialmente en
la vecindad del río Amargosa, identificada en 1939 por MJ Rogers, quien reconoció
dos fases (I y II) y la dató entre 200 y 900 DC. Se dijo que amargosa I estaba
caracterizada por grandes campamentos estacionales y grandes puntas de proyectil
de esquinas muescadas, y Amargosa II por pequeños campamentos estacionales y
puntas de proyectil similares en forma a aquellas de la fase I pero más largas o más
pequeñas. (Robert L. Bettinger en Jelks op cit.: 11)22.
En el sentido de la definición original, la cultura Amargosa se encuentra
prácticamente ausente en la península, salvo unos pocos especimenes reconocidos
en la colección Castaldí del centro-sur (Massey 1966b: 46); aunque su supuesta
ausencia se podría deber a que no ha sido correctamente identificada.
En la secuencia de Rogers (1939, 1945) esta última industria antecede a la
cultura cerámica yumana23 del sur de California, la cual está fechada en el norte de
Baja California c. 700-1000 DC. Se supone que antes de esta fecha grupos de habla
21
Traducción propia 22
Traducción propia 23
Cultura Hakataya (cultura Yumana): cultura cerámica prehistórica que ocupó partes del suroeste de
Arizona, sur de California y norte de Baja California después de c. 200 DC, anteriormente en ocasiones fue
llamada cultura Yumana. Se han reconocido tres divisiones Hakataya: la división Laquish en la parte baja de
los ríos Colorado y Gila en Arizona; la división Pataya [700 DC – periodo misional] en el norte de Baja
California, sur de California y oeste de Arizona y; la división Sinagua en el área al sur de Flagstaff, Arizona,
en las cuencas de los ríos Verde, East Verde, Tonto y Agua Fría. (Albert H. Schroeder en Jelks 1988: 197;
traducción propia)
73
yuma se encontraban ya establecidos en el centro de la península y, se cree que
ellos fueron los portadores del conjunto de elementos conocido como cultura
Comondú.
Algunos de los artefactos que se han designado como diagnósticos para este
complejo incluyen: pequeñas puntas de proyectil “comondú” triangurales y
aserradas, puntas “guajademí” de la serie Elko, pipas tubulares de piedra pulida o
“chacuacos”, punzones de hueso, silbatos de carrizo, cestería y cordelería, redes de
nudo cuadrado, cuentas de olivella, ornamentos de concha, metates planos y
ligeramente cóncavos, manos sencillas, ganchos “pitahayeros”, capas de cabello
humano o “pachugos”, prácticas funerarias de cremación y entierro secundario, y
grandes murales pictográficos (Massey 1966b; Ritter 1980, 1985).
La cultura Comondú, originalmente definida por Massey (op cit.),
aparentemente abarcó toda la porción central de la península, de los paralelos 26° a
29° N, y ha sido asociada con los grupos yumanos peninsulares o cochimíes
históricos; aunque Reygadas y Velázquez la atribuyeron más bien al grupo
guaycura, con base en los datos etnográficos (1983: 22).
Cronológicamente, el inicio del complejo Comondú no ha sido establecido
del todo. Massey (op cit.) calculó su fecha de inserción en la península antes del
siglo VIII DC; Ritter (1998) la ubica hace 1000-1500 años y; Reygadas y Velázquez
suponen que se originó “a comienzos de la era crisitiana” (op cit.: 5). Otros autores,
como Gutiérrez y Hyland, sólo señalan su origen en un “periodo prehistórico
tardío” (op cit.: 93).
Igualmente, la definición de esta cultura muestra varias dificultades.
Volviendo a Massey, él notó que la cultura Comondú “coincide a grandes rasgos
con la distribución de la lengua yumano peninsular” (1961: 420) y que los
materiales ocurrían en contextos tanto prehistóricos como históricos, de ahí que la
relacionara directa y exclusivamente con los grupos que se engloban bajo el
término “cochimíes”. En nuestra opinión esto resulta incierto puesto que se basa en
74
una coincidencia geográfica para el momento de la incursión Jesuita en la
península cuando debemos recordar que, existe suficiente evidencia etnográfica
para afirmar que la lengua y la cultura material no necesariamente coinciden en
sus patrones de distribución (Cameron 1995: 107). Tal como Reygadas y Velázquez
(op.cit.) observaron, es posible que otros grupos considerados parte de la familia
etnolingüística guaycura hayan tenido una cultura material semejante a la de los
cochimíes antes y después del contacto.
De ser así, el complejo Comondú no puede sostener una asociación exclusiva
con los cochimíes, sino que debe ser ampliado para incluir también a los grupos
etnolingüísticos guaycura y monqui, por lo que su delimitación geográfica se
extendería, entonces, hasta las inmediaciones de bahía de La Paz.
Según Massey, los artefactos comondú fueron reconocidos entre los indios
Laymón y por extensión conformaban la cultura material de los yumanos
peninsulares (1966b: 50); pero la filiación étnica de dicho grupo tampoco es clara.
Del Barco menciona que “los laimones son los mismos que los cochimíes del norte
[de Loreto], aunque el nombre de laimones no sólo comprende a éstos sino
también a algunas rancherías de la misma nación monqui o lauretana” (1973: 172).
Y, el padre Piccolo distinguió a los cochimíes “notando que su lengua era muy
distinta de la de los laymón de Loreto” (Aschmann 1959: 52).
Asimismo, si analizamos los supuestos elementos diagnósticos que
componen al complejo Comondú veremos que, excepto las pinturas murales,
ninguno es exclusivo del centro peninsular. Los mencionados artefactos de hueso,
concha, madera, fibras y piedra pulida se pueden encontrar en toda la extensión de
la península y en ocasiones más allá. Inclusive el uso de un elemento tan peculiar
como la capa de cabello humano no es único de esta región, ha sido reportado
también al sur, en territorio guaycura, (Aschmann 1959: 114) y al norte, entre los
kiliwa (Meigs 1939: 50).
75
En cuanto a la lítica tallada tenemos que, las puntas de proyectil “comondú”
pequeñas y aserradas se relaciona con el uso del arco, el cual se cree fue
introducido a la península durante el primer o segundo milenio DC (Ritter 1998:
27). En el sur de California la aparición de este instrumento se ha fechado después
de c. 500 DC (Moratto 1984: 566). De hecho, las “pequeñas puntas triangulares son
la extensión peninsular del tipo prehistórico tardío e histórico ‘cottonwood
triangular’ difundido a todo lo largo del desierto occidental” (Gutiérrez y Hyland
op cit.: 254), fechadas en el Suroeste alrededor de 1000 DC (Fiedel 1996: 151).
Pareciera entonces que el único elemento particularmente comondú es el
arte rupestre mural de las sierras centrales. Sin embargo, los fechamientos
absolutos recientes (Gutiérrez 2003) ubican el origen de esta tradición pictórica
fuera de los límites temporales de tal complejo. No obstante, Viñas ha notado que
la presencia de manifestaciones rupestres de estilo esquemático-abstracto en los
sitios Gran Mural debe atribuirse a una ocupación tardía cochimí (Viñas et al. 2000:
181).
Otro punto de confusión lo presenta el uso indiscriminado de los términos
“complejo” y “cultura” para referirse a los elementos reconocidos como Comondú.
Aclaremos que, complejo “es un término muy general usado en la arqueología para
referirse a un subdivisión cronológica de amplios grupos de tipos de artefactos
definidos, como herramientas líticas o cerámica” o “una configuración recurrente
de elementos o entidades dentro de un sistema mayor” (Darvil 2002). Mientras,
cultura se refiere a “un conjunto de artefactos constantemente recurrente que se
asumen como representativos de un grupo particular de actividades realizadas en
un periodo y lugar determinados” (ibid.).
De tal modo que, para el caso de Comondú el término de “cultura” parece
más apropiado, si es que como es nuestra intención, bajo este término se pretende
comprender a los materiales que reflejan las actividades realizadas por un grupo
social determinado en un rango espacio-temporal definido.
76
Tomando en consideración los puntos arriba mencionados, sería necesario
redefinir la cultura Comondú; para ello se requieren más trabajos arqueológicos,
pero por ahora proponemos la siguiente aproximación (Aschmann 1959; Massey
1961, 1966; Ritter 1980, 1985):
Cultura arqueológica tardía del Desierto Central de Baja California, definida
en 1966 por William C. Massey. Actualmente, se puede ubicar de c. 500 DC hasta el
siglo XVIII DC. Está relacionada con los antecesores de los grupos peninsulares
históricos y, era una cultura adaptada a las condiciones desérticas del centro
peninsular, cuya población dependía de la recolección, pesca y caza. Es notable la
ausencia de cerámica y el cultivo del cualquier tipo. Los materiales característicos
incluyen elementos como; pequeñas puntas de proyectil de piedra tallada, cestería,
cordelería, metates cóncavos poco profundos, ornamentos de concha, artefactos de
uso ceremonial como “chacuacos” de piedra, tablas ceremoniales y capas de
cabello humano, arte rupestre mural y monocromo esquemático-abstracto y, las
prácticas funerarias de cremación y entierro.
Aquí queremos recalcar que, como Ashchmann reconociera, “los indios
históricos del Desierto Central quizá no hayan sido los descendientes lineales de
los ocupantes anteriores en un sentido biológico o lingüístico, pero es muy
probable que fuesen los herederos culturales de mucha de la experiencia humana
en su tierra” (op cit.: 51). Por eso, aunque los cochimíes no reconocían
concientemente ninguna relación con el Gran Mural, es posible que en su cultura
sobreviviera parte de la esencia que sostuvo aquella tradición durante milenios.
Por último, la cultura de Las Palmas, al igual que la Comondú, merece una
profunda revisión que no es parte de este trabajo; no obstante, cabe resaltar que en
años recientes se han realizado trabajos arqueológicos intensivos en la región del
Cabo así como nuevos fechamientos que la ubican temporalmente en c. 1200-1700
DC (Stewart et al. 1998; Fujita 2003: 43).
77
La secuencia arqueológica de Baja California concluye con el periodo
misional (1697-1767) y la reducción de los habitantes peninsulares, cuya cultura y
existencia misma llegara a un trágico fin como consecuencia de la actividad
misional.
Hemos intentado conciliar las distintas secuencias crono-culturales
existentes para Baja California (Rogers 1945; Massey 1966b; Ritter 1980, 1985):
Complejo/ Industria Temporalidad Distribución
Las Palmas 750 AP – s. XVIII Región del Cabo
Comondú 1450 AP – s. XVIII Centro (latitud 26°-30°N); de Bahía de Los
Ángeles a Loreto (y bahía de La Paz¿?)
Gypsum Cave -
Coyote
3500 – 1450 AP Centro y sur de la península; de San
Ignacio hasta Los Cabos
Pinto Basin -
Concepción
7500 – 3500 AP Desde Laguna Seca de Chapala hasta la
región del Cabo
La Jolla (Encinitas) 8000 – 3000 AP De California sur a Bahía de Los Ángeles
Lake Mojave (TLPO) 10000 – 8000 AP Noreste-centro de Baja California
San Dieguito (TLPO) 10000 - 8000 AP Noroeste-centro de Baja California
Clovis (¿?) 12000 - 10000 AP Centro-sur de Baja California
El medioambiente de Baja California a través del tiempo
En este apartado trataremos de dar cuenta de las condiciones climáticas
correspondientes a la ocupación cultural de Baja California esbozando la posible
relación de las poblaciones con el entorno, basada en la disponibilidad de recursos.
Según se ha visto, durante el Pleistoceno superior el poblamiento Clovis
parece haber logrado ocupar gran parte del territorio norteamericano: “Las pautas
de distribución de las evidencias arqueológicas y paleoambientales permiten
78
suponer que las poblaciones durante el paleoindio temprano eran abundantes,
pero se encontraban dispersas en extensos territorios que eran explotados por
grupos reducidos que sólo se concentraban ocasionalmente con el fin de realizar
actividades colectivas” (Bate y Terrazas, en prensa). Sin embargo, los patrones
medioambientales de los que dependía el éxito de estos grupos estaba por cambiar.
En la escala de tiempo geológico, el comienzo del Holoceno ha sido
establecido arbitrariamente en 10000 años AP, pues alrededor de esa fecha se dio
un pronunciado cambio climático que transformó el medio ambiente de la era
glacial a condiciones similares a las del presente (H.E. Wright en Gibbon 1998: 370).
Los cambios posglaciares están marcados principalmente por el aumento
global de la temperatura, la retracción de las capas de hielo hacia los polos, el
ascenso del nivel del mar hasta más de 100 m. y la extinción masiva de la
megafauna que hasta entonces dominaba el paisaje.
Tras las drásticas transformaciones ecológicas que ocurrieron con el fin del
Pleistoceno en todo el planeta, los estudios del paleoambiente indican que el clima
de Baja California ha permanecido relativamente estable durante el Holoceno y
que, el bioma peninsular no ha sufrido grandes variaciones desde el comienzo de
este periodo (Montúfar 1994). Los cambios en la vegetación peninsular al parecer
han sido cuantitativos más que cualitativos (Ritter 1985), con la retracción del
bosque de tipo mediterráneo hacia las montañas del norte y la expansión del
bosque espinoso (Fiedel 1996: 107).
Los cañones y valles han concentrado desde entonces gran variedad de
recursos animales y vegetales, así como fuentes permanentes de agua. Estos
habrían sido, pues, sitios favorables para la habitación y las actividades de caza y
recolección como lo demuestran los hallazgos de artefactos Clovis y fechamientos
tempranos (11040-10620 AC) en la sierra de San Francisco (Gutiérrez y Hyland
2002).
79
No obstante la relativa estabilidad ambiental de Baja California, el territorio
ha sufrido una gradual desecación; en lo que hoy es desierto en la época glacial y
posglacial temprana existieron lagos pluviales, de los cuales el mejor conocido es
Laguna Seca Chapala, sobre el paralelo 30° N al interior de la península. Esos lagos
pluviales parecen haber tenido la capacidad de sostener ricos ecosistemas que
ofrecían una atractiva fuente de recursos alimenticios para los grupos humanos.
No es de sorprender, entonces, que justamente en los alrededores de Chapala se
encuentran algunas de las manifestaciones culturales más antiguas de la península,
como la industria San Dieguito (Rogers 1945; Massey 1966b).
Al igual que las lagunas y cañadas, el mar fue también una fuente
permanente de alimentos para las primeras poblaciones peninsulares. Sitios
costeros como Rosario, Bahía San Quintín, Bahía Concepción y Bahía de los
Ángeles presentan muestras de ocupación, a veces continua, desde el Holoceno
temprano (Rogers op cit.; Moriarty 1968; Davis 1971; Ritter 1985, 1998; Chandler
2003). La evidencia de la actividad de recolección de moluscos parece indicar una
posible transición de una economía avocada en la caza mayor y la ocupación de
grandes territorios durante el Pleistoceno, hacia una economía más diversificada y
local (Chartkoff en Gibbon 1998: 785).
Los estudios de paleoclima han revelado que la temperatura máxima
existente durante el presente interglaciar se alcanzó a mediados del Holoceno.
Dicho periodo de máximo calentamiento y sequedad que afectó a gran parte de
Norteamérica y Europa en la época posglacial se ha denominado Altitermal o
Hipsotermal.
El comienzo y final de este periodo probablemente fueron distintos en cada
región, debido a diferencias de latitud, altitud y circulación atmosférica. En el
centro-oeste norteamericano se ha fechado en c. 6050-3050 AC (H. E. Wright, Jr. en
ibid.: 371).
80
Las temperaturas en este lapso llegaron a ser tan elevadas como 2° a 3° C
más que en la actualidad, aunque los periodos cálidos y secos se alternaban con
periodos más fríos y húmedos (W. Raymond Wood en ibid.: 381). Asimismo, el
calentamiento global favoreció el deshielo, ocasionando que el nivel del mar
subiera aproximadamente 40 metros (Moratto 1984: 544, 549).
Durante el Altitermal, además de las temperaturas elevadas, se dio un
decremento de las precipitaciones. Las implicaciones de estos cambios variaron de
una localidad a otra, pero el efecto regional que parece haber tenido mayor
impacto fue la desertización de vastas áreas del occidente norteamericano y la
consecuente reducción y desecación de los lagos pluviales (ibid.).
A esta última causa se atribuye el aparente vacío poblacional del centro y
suroeste de Estados Unidos entre 6000 y 3500 AC (Fiedel 1996: 146). En Baja
California, en cambio, parece no haber ningún intervalo de desocupación (Rogers
1945: 170), a pesar de la desaparición del cuerpo acuífero de Chapala. Es posible
que esto se deba a la ya mencionada estabilidad climática, así como la variedad de
recursos disponibles a lo largo de este territorio, en la costa y las serranías.
De cualquier forma, los cambios ambientales seguramente influyeron directa
o indirectamente en la península y, en consecuencia, se observa un incremento en
la recolección de semillas y moluscos, mientras la práctica de la cacería al parecer
pasa a segundo término, como se evidencia por ejemplo en los sitios La Jolla y los
asentamientos costeros. Este cambio de dirección, de la caza a una dependencia
fundamental de la recolección, dice Fiedel, “puede haber estado estimulado por la
migración de recolectores desplazados desde el interior, quienes fueron incapaces
de hacer frente a la aridez del Altitermal” (op cit.: 147).
El Altitermal nos es de especial interés ya que a este periodo se remontan los
más recientes fechamientos de la tradición pictórica Gran Mural (Gutiérrez 2003).
Proponemos, pues, que esta tradición rupestre surge como resultado del encuentro
e interacción de los distintos grupos sociales que confluyeron en la península de
Baja California en ese momento.
81
Entre 5000 y 3500 AC se ha reconocido la duración de un periodo húmedo al
oeste del Desierto del Mojave, en este lapso parece estar situado el complejo Pinto
Basin. Se ha postulado, que este conjunto cultural evolucionó del complejo Lake
Mojave y que representa una población nómada no muy extensa dependiente de la
caza y la recolección, pero carente de una tecnología de piedras de molienda, que
se agrupaba en campamentos estacionales temporales (Moratto 1984: 414).
Hace aproximadamente 4000 – 5000 años, aparentemente se establecieron las
condiciones ambientales actuales, que permitieron el repoblamiento del suroeste
norteamericano entre el 3500 y el 1500 AC (Fiedel op cit.: 146).
En el sur de California la tradición Encinitas fue seguida por la tradición
Campbell c. 3000 AC, la cual observa un incremento en la producción de puntas de
proyectil de piedra, cuchillos y raspadores, sugiriendo que la caza comenzaba a
retomar importancia (ibid.: 148). También en Baja California se da un aumento en la
realización de instrumentos líticos, manifestado en los complejos Pinto y Gypsum
que predominaron durante la segunda mitad del Holoceno.
El inicio del periodo Gypsum coincide con el comienzo de un periodo
húmedo conocido como “Pequeño pluvial”, alrededor de 2000 AC. Las condiciones
de este momento permitieron una ocupación más intensiva de las áreas desérticas.
Las piedras de molienda y morteros se volvieron comunes, indicando la
incorporación de granos, semillas y el mesquite en la dieta, evidencia de la
diversificación de la subsistencia. Al parecer, los campamentos se volvieron
permanentes, aunque su ocupación siguió siendo estacional. Asimismo, se da un
incremento de las relaciones grupales e intercambio a larga distancia, reflejada en
la distribución de la concha de abulón y olivella (Moratto 1984: 419-420).
Entonces, hasta el periodo Gypsum el centro peninsular parece haberse
regido por un patrón de asentamiento y subsistencia basado en el movimiento
rotacional de los grupos humanos entre la costa y el interior, aprovechando la
disponibilidad estacional de los recursos. Pero, Ritter (1985: 401) ha notado que
hacia el fin de este periodo se comienza a dar una intensificación en la explotación
82
de recursos locales, promoviendo el establecimiento de dos focos de ocupación
semi-permanente; uno costero y otro serrano, concentrado en los cañones.
Esto parece concordar con los datos aportados por Gutiérrez y Hyland,
quienes mencionan un incremento significativo de la población -o de la ocupación-
en la sierra de San Francisco durante los primeros siglos de nuestra era (2002: 343).
La transición a este nuevo patrón de asentamiento/subsistencia habría
favorecido el desarrollo de sistemas de intercambio de bienes y la interacción intra
e intergrupal (Ritter 1998: 36). Ésta al parecer fue la forma de ocupación que
predominaría durante el periodo Comondú (ibid.).
A partir de aproximadamente 1100 DC el suroeste norteamericano presentó
importantes movimientos demográficos. Estos desplazamientos, que de alguna
forma debieron de influir en la población peninsular, alcanzaron su máximo a
finales del siglo XIII DC impulsados, se cree, por la “Gran sequía” de 1276-1299 DC.
Adicionalmente, se ha descubierto una irrupción en el patrón climático de largo
plazo a escala regional entre 1250 y 1450, intervalo en el que se observó una
completa desintegración del régimen de precipitación bimodal característico del
oeste de Norteamérica (Ahlstrom et al. 1995: 136), del cual Baja California forma
parte (Gutiérrez y Hyland 2002: 105).
Las tierras bajas de California estuvieron sólo remota o intermitentemente
habitadas durante este periodo. Hacia el final de este lapso de inestabilidad del
patrón pluvial, c. 1430 DC, se aprecia un crecimiento tanto de la población como de
la complejidad cultural en la región (Moratto 1984: 567).
En Baja California el mismo efecto podría estar reflejado en el decremento
demográfico de la sierra de San Francisco alrededor de 1300 DC y el repunte de la
población/ocupación durante el siglo XV DC (Gutiérrez y Hyland op cit.: 343), así
como el incremento de sitios y comunidades costeras y, la interacción social entre
el litoral y el interior a partir de c. 1000 AP (Ritter 1998: 39).
Podemos suponer que durante el periodo seco, las comunidades de las
sierras peninsulares se habrían movido entonces hacia sitios que ofrecieran una
83
mejor disponibilidad de alimentos, como la costa, congregándose en campamentos
mayores. Las implicaciones sociales de mayor impacto pudieron manifestarse en
cambios en el patrón de asentamiento que ocasionaran una interrupción en las
redes de intercambio de recursos.
Las condiciones y cambios ambientales y culturales que se establecieron
entre los siglos XV y XVII DC configuraron lo que sería el panorama etnolingüístico
histórico de la región. En la península, al parecer se retomó el modelo de
habitación semi-permanente de litoral y montaña, como lo indican las crónicas
jesuíticas donde se distingue entre indios “playanos” e indios serranos (del Barco
1973: 177).
Relaciones etnolingüísticas en Baja California
Al contrario de lo que frecuentemente se menciona en la literatura
antropológica, la evidencia arqueológica indica que Baja California de ningún
modo fue un “callejón sin salida” con una población estática, al margen de lo que
acontecía en el ámbito regional; sino que muy probablemente los sucesos
ambientales y sociales de las zonas adyacentes afectaban directa o indirectamente a
las comunidades peninsulares. De la misma manera, la lingüística señala que “en
este territorio privó un despliegue de relaciones de muy diversa índole, que
implicaba la transmisión de rasgos culturales a través del espacio y del tiempo, con
base primordialmente en las posibilidades del medio natural al que estaban
ligados los distintos grupos de habitantes” (Rodríguez 2002: 44).
La reconstrucción etnolingüística de California nos es de gran ayuda en este
punto, puesto que constituye la referencia más cercana con que contamos para
entender la distribución etno-cultural en relación con la arqueología a escala
regional.
84
Michael Moratto (1984: 531) ha hecho notar que California muestra un
intrincado espectro lingüístico tipo mosaico que incluye numerosos grupos,
familias e idiomas aislados. Ello se ha atribuido a repetidas incursiones de
hablantes de distintas lenguas y movimientos poblacionales que, a su vez, deben
de manifestarse en el registro arqueológico; aunque reiteramos que la lengua y la
cultura material no siempre están relacionadas.
El grupo lingüístico hokano, que incluye seis familias (shasta, palaihniha,
pomoa, yumana y chumash) y cinco idiomas aislados, parece ser el más antiguo de
toda la región. La discontinuidad geográfica de las lenguas hokanas, su
diferenciación interna y la glotocronología conllevan a pensar que este grupo tuvo
una distribución continua en California de gran profundidad temporal (ibid.: 536).
El hokano podría estar relacionado con los estratos culturales más
tempranos de la región por lo que se ha propuesto que sus hablantes originales
fueron los primeros en establecerse en este territorio, de 8000-11000 AP,
remontándose hasta la Tradición de los Lagos Pluviales Occidentales (ibid.: 544).
Una posible evidencia de la gran antigüedad de este grupo en el área es la
aparente continuidad arqueológica de más de 8000 años en algunas partes del
suroeste de California, particularmente en la costa, donde los idiomas hokanos se
hablaron hasta tiempos históricos. La seriación entre la tradición Encinitas,
incluyendo al complejo La Jolla, y las tradiciones Campbell y los diegueño por un
lado, y Canaliño y los chumash por otro, es un ejemplo (ibid.: 551). Igualmente, la
presencia casi exclusiva de lenguas de filiación hokana en la península de Baja
California24 se ha tomado como indicador de la extensa temporalidad de este
grupo en la zona (ibid.).
Se ha asumido que, durante el Altitermal debió darse una gran
diversificación dentro del conjunto hokano ocasionada por el distanciamiento
24
Se ha podido establecer una relación definitiva entre el yumano y las lenguas cochimíes (Troike 1976;
Mixco 1978); no así con la familia o rama guaycura, aunque ésta ha sido tentativamente ubicada dentro del
grupo hokano (Gutiérrez y Hyland 2002: 65). La filiación de la lengua pericú sigue siendo desconocida
(León-Portilla 2000:71).
85
geográfico y los desplazamientos demográficos, impulsados en parte por los
cambios en las condiciones ambientales (ibid.: 551).
Alrededor de 2000 AC las lenguas hokanas del sur de California fueron
finalmente separadas de los miembros septentrionales de su grupo por
poblaciones intrusivas de la familia uto-azteca. A partir de ese momento
consiguientes oleadas takic (cajilla, luiseño, hopi) y numic (mono, pauite,
tübatulabal), de la misma familia, continuaron ganando terreno. Pero la
persistencia de rasgos yumanos hacia la costa occidental implica la permanencia de
las poblaciones hokanas en la zona hasta el periodo histórico (ibid.: 566).
Hipotéticamente, entonces, que la tradición Clovis habría estado asociada a
un poblamiento pre-hokano. Mientras, los complejos San Dieguito y La Jolla
muestran una probable relación con las lenguas hokanas (ibid.: 544).
Se ha propuesto que cerca del Altitermal medio una comunidad de habla
proto-uto-azteca se extendía por el norte de Arizona, suroeste de Nevada y este de
California. Arqueológicamente, esta distribución estaría asociada con el complejo
Pinto (ibid.: 551) del suroeste de la Gran Cuenca y los desiertos del Mojave y
Colorado, donde se supone que esta tradición tuvo su origen (Meighan 1989: 116).
Este planteamiento es consistente con las observaciones de Rogers, quien
notó una marcada irrupción cultural con la aparición del complejo Pinto, atribuida
por él a la incursión de un nuevo grupo étnico procedente del norte (1939: 71).
Se piensa que el proto-uto-azteca comenzó a diversificarse antes de 3000 AC
y, para el 2000 AC la invasión uto-azteca alcanzó el suroeste de California; esta
expansión coincide con la aparición del complejo Gypsum (Moratto op cit.: 559).
Después de 500 DC se observa una fuerte influencia hakataya en los
desiertos sureños del Colorado y Mojave, marcada por la aparición del arco y
flecha y la cerámica Buff and Brown y Tizon Brown (ibid.: 566).
Alrededor de 1000 DC poblaciones de filiación numic comenzaron a
expandirse desde su centro de origen en el sureste de California; este movimiento
86
está ilustrado arqueológicamente por las pequeñas puntas de flecha de tipo Desert
Side-notched y Cottonwood Triangular (ibid.: 569).
A lo largo de la vertiente occidental del río Colorado, el extremo sur de
California y norte de Baja California, el grupo lingüístico hokano prevaleció hasta
el siglo XVIII en la forma de la familia yumana, la cual ha sido directamente
relacionada con la división Pataya de la cultura Hakataya, estimada de c. 600 DC a
la época histórica (Michael Trinkley en Jelks 1988: 67).
Algunos idiomas de esta rama han sobrevivido hasta hoy en California y el
extremo norte de Baja California a pesar de las difíciles condiciones que han
enfrentado sus hablantes tanto en la época misional y colonial como la actual. En el
territorio mexicano éstos son el cucapá, kiliwa, paipai, tipai (diegueño) y kumiai,
aunque desafortunadamente están en peligro de desaparecer a medida que sus
hablantes se extinguen física y culturalmente (Rodríguez 2002: 263).
Para el resto de la península, el panorama se vuelve algo más oscuro. Los
estudiosos modernos, igual que los misioneros jesuitas en su tiempo, no han
logrado ponerse de acuerdo sobre cuántos dialectos, idiomas y familias lingüísticas
ocupaban este extenso territorio al momento del contacto y aún menos sobre su
correcta distribución y parentesco.
87
La mayoría de los reportes jesuíticos distinguen tres lenguas peninsulares
debajo del paralelo 30° N; cochimí, guaycura y pericú, las cuales a su vez han sido
asociadas a tres distintas naciones.
El primer investigador que se dio a la difícil tarea de tratar de discernir la
distribución lingüística de Baja California fue William Massey (1949). Éste agrupó
los idiomas peninsulares en dos familias; yumana y guaycura. La familia yumana
se compone de dos ramas, la californiana y la peninsular. La primera integra a los
idiomas propiamente yumanos antes mencionados y, la segunda a las lenguas
entendidas bajo el término “cochimí”. La familia guaycura comprende en este
esquema al resto de los idiomas, incluyendo al pericú. Esta clasificación, sin
embargo, ha sido corregida a través del tiempo.
Miguel León-Portilla (1976) ha señalado que las lenguas guaycura y pericú
no parecen estar relacionadas, por lo que deberían ser consideradas como dos
familias independientes, cuyo origen y filiación siguen siendo discutidos. Más
tarde, Mauricio Mixco (1978) propuso subdividir al cochimí en norteño y sureño y
colocarlo como una nueva familia al lado del yumano, como lo había sugerido ya
antes Rudolph C. Troike (1976). Y, por último, el esquema delineado en 1987 por
Donald Laylander25 (Rodríguez 2002: 39) reconoce una familia más, la monqui de
Loreto, que Massey (op cit.: 290) había puesto en la familia yumano peninsular.
De estos idiomas, el mejor documentado y estudiado, gracias a su gran
extensión durante la época misional, ha sido el cochimí del centro peninsular,
aunque en realidad aún no se sabe con seguridad el número de lenguas y dialectos
que este término incluye, ni sus divisiones y relaciones internas.
Hasta hoy, se ha podido determinar una relación genética entre el yumano y
el cochimí (Troike op cit.), los cuales podrían tener un origen geográfico común
ubicado en o cerca del norte peninsular (Mixco op cit.). Esto implicaría una larga
25
Por desgracia no hemos podido consultar este volumen personalmente, por lo que los datos aquí
presentados están sujetos a la interpretación de los autores intermedios.
88
residencia de las lenguas hokano-yumanas en el sur de California y norte de Baja
California, desde donde se habrían difundido hacia regiones vecinas.
Con base en la fecha glotocronológica de 2700 años sugerida por Robles
(1965) para la diversificación interna del yumano, Gutiérrez y Hyland han
propuesto que “la separación del cochimí-yumano en el protocochimí y
protoyumano pudo haber tenido lugar en un periodo de tiempo aún no medido,
pero considerablemente antiguo, anterior a los 2500 años” y que “es alta la
probabilidad de que el registro arqueológico de Baja California atañe, al menos
para la segunda mitad del Holoceno, a los grupos yumano-cochimí, guaycura y
pericú” (2002: 65).
Sin embargo, no hay suficientes datos que apoyen esta última aseveración;
aunque los antecedentes de los pueblos peninsulares históricos y sus respectivos
idiomas se encuentren tempranamente dentro o próximos a Baja California, el
marco lingüístico de California y la movilidad étnica regional hacen más probable
que la geografía etnolingüística reportada en la etnografía peninsular haya tomado
su forma definitiva durante los últimos dos milenios.
La confusión sobre la distribución de los grupos étnicos e idiomas en Baja
California se remonta a las fuentes históricas. Por ejemplo, la obra del Padre
Miguel del Barco se compiló originalmente con el fin de rectificar la información
errónea ofrecida en la Noticia de la California del también jesuita Miguel Venegas
(Del Barco 1972: xi). En ella, Del Barco advertía sobre la dificultad para distinguir a
los distintos pueblos peninsulares y su habla: “es de notar que en el territorio de
una nación y lenguaje suele haber algunas rancherías de las otras lenguas y
naciones. Demás de esto, estas naciones generales se subdividen en otras menores,
a que se añade que una misma lengua suele tener diversos nombres, y las
rancherías y naciones pequeñas suelen tomar el nombre, no de la lengua, sino de
otras circunstancias” (ibid.: 172).
89
Tales malentendidos podrían deberse en gran parte a que los escritores,
antiguos y modernos, muchas veces no han tomado en cuenta la flexibilidad de las
fronteras territoriales y la movilidad de los californios. Aunado a esto, los
desplazamientos demográficos y peleas intergrupales que tuvieron lugar poco
antes y durante los primeros años del contacto26, así como la pronta desaparición
de pueblos enteros al poco tiempo de la fundación de las misiones empañan
nuestra comprensión de la situación etnolingüística en la península.
Esta problemática se ha visto reflejada en la literatura académica, donde las
lenguas peninsulares aparecen agrupadas en tres, cuatro o cinco familias divididas,
o no, en subfamilias o ramas.
Por tanto, con el fin de proveer una visión más clara al lector sobre la
distribución etnolingüística de Baja California para el siglo XVI DC, hemos
reordenado aquí la información recopilada de acuerdo con el mapa delineado por
Laylander (Rodríguez 2002: 39):
Familia Rama Lengua/Dialecto
Yumano Californiana
River Delta Pai Kiliwa
Mohave, maricopa, quechan Tipai, cucapá, kumiai Paipai Kiliwa
Yumano Peninsular o Cochimí
Cochimí norteño Cochimí sureño
Juigrepa, borjeño ignacieño Cadegomeño, javiereño
Monqui -- Monqui
Guaycura
Guaycura Huichití
Guaycura, callejúe Huichití, periúe, aripe, cora
Pericú -- Pericú, isleño
Los datos con que contamos hasta ahora, aunque limitados, nos permiten
hacer algunas inferencias generales sobre la distribución y asociación
etnolingüística de Baja California a través del tiempo.
26
Véase: Mathes 1975
90
Tenemos que, desde cuando menos comienzos del Holoceno, el sur de
California y presumiblemente Baja California sostuvieron una ocupación hokana
que tempranamente se asentó en la costa del Pacífico, desarrollando una cultura
relativamente permanente y estable, como se muestra en la seriación entre las
culturas San Dieguito, La Jolla y Yumana diegueño.
El noreste de la península, especialmente en la vertiente del río Colorado, y
la costa del golfo parecen haber sido áreas de mayor interacción cultural desde las
ocupaciones más tempranas, como indica la presencia de los materiales Lake
Mojave y la aparente ruta de entrada de los complejos Pinto y Gypsum. Y,
podríamos suponer que también fue esta zona por donde se difundió el uso del
arco y flecha y las puntas tipo Cottonwood durante el periodo Comondú.
El contacto por intercambio entre los yumanos del sur de California y los
pueblos agricultores del suroeste norteamericano ha sido demostrado a través de
la presencia de la cerámica hohokam desde al menos 600 DC y hasta el periodo
histórico. Las rutas de comercio llegaban hasta la costa pacífica de California e
incluían bienes como algodón, concha, turquesa y cerámica (Kehoe 1992: 403).
El estudio del arte rupestre sugiere que la presencia de petroglifos del estilo
Great Basin Abstract (1000 AC – 1500 DC) a través del occidente de Sonora y
Arizona y el Desierto del Colorado podría indicar que toda esta región sostuvo una
red de intercambio de información desde c. 1000 AC (Shaafsma 1980: 41). La
existencia de estilos similares en Baja California hasta la altura de Bahía de los
Ángeles (Ritter 1991) podría indicar que los habitantes de la península también
participaban de esta cadena de comunicación.
También los pueblos adscritos a la cultura Hohokam (300 AC – 1450 DC)
viajaban fuera de su propio territorio en el sur de Arizona hacia el oeste,
adentrándose en territorio yumano, o hacia el sur en expediciones de concha o sal
dirigidas al Golfo de California (Shaafsma op cit.: 99). Además, la presencia
temprana de concha de abulón en el sitio de Snaketown, en Arizona, evidencia el
91
contacto con la península, pues este molusco se encuentra únicamente en las costas
del Pacífico (Braniff 2001: 238, 242).
La persistencia de tales tratos se hace patente entre los yumanos de la rama
River, cuya cultura material ha sido definida como “una versión simplificada de
los hohokam”, mientras los de la rama Pai muestran algunos rasgos Pueblo de la
cultura Anasazi (Kehoe op cit.: 151).
Además del contacto terrestre, la navegación parece haber permitido
establecer relaciones con grupos a lo largo y a través del golfo. Se cree que al
menos era así entre los habitantes del centro peninsular y los seris de Sonora
(Heizer y Massey 1953), con quienes compartían un buen número de elementos
culturales y lingüísticos. Esto se ha interpretado como evidencia de un largo
periodo de contacto o bien del posible origen peninsular de los seris27.
Aquí vale la pena también tomar en consideración algunos reportes
etnográficos premisionales, de los siglos XVI y XVII, en que se insinúa el comercio
trans-peninsular y el intercambio de maíz por productos marinos entre las
poblaciones yumanas y los ocupantes de la costa sur de Baja California (Mathes
1981: 46-47).
En resumen tenemos, pues, una población peninsular si no en su totalidad,
al menos en su mayoría de filiación lingüística hokana, la cual ocupó este territorio
desde el Holoceno temprano.
A partir del Altitermal, c. 5000 AC, los habitantes de Baja California parecen
haber entrado en constante interacción tanto dentro como hacia fuera de la
península, especialmente con las poblaciones uto-aztecas que comenzaban a
avanzar a través del suroeste norteamericano y el sur de California. Las influencias
de estos contactos podrían estar manifiestas en los tipos líticos Pinto Basin,
Gypsum Cave y Cottonwood, que probablemente se adentraron a la península por
el noroeste.
27
Véase: Gutiérrez y Hyland 2002: 67-68
92
Los datos anteriormente presentados nos dejan entrever una Baja California
que difícilmente se puede calificar de aislada, por el contrario, quizá fuese posible
afirmar que los grupos que la habitaron aportaron y adoptaron elementos
culturales que afectaron tanto a su ámbito material como psicológico, por lo cual
podríamos esperar que las relaciones implícitas en dichos elementos, y sus cambios
a través del tiempo, se vean también reflejadas en el arte rupestre peninsular.
Los grupos humanos de Baja California
La península que constituye el límite geográfico de esta investigación fue
bautizada originalmente con el nombre de California. A medida que las misiones y
la expansión española se extendió hacia el norte, esta porción del territorio pasó a
ser conocida como la Antigua y, en última instancia, la Baja California (León-
Portilla 2000). Es por ello que sus ocupantes naturales fueron conocidos con el
nombre de californios.
En este apartado intentaremos dar cuenta, dentro de lo posible, del sistema
de vida y subsistencia que llevaba la población original de Baja California con base
en los datos arqueológicos y etnográficos disponibles.
La arqueología social iberoamericana, a partir del materialismo histórico, ha
desarrollado un modelo explicativo para la diversidad de modos de vida y la
transición entre los distintos niveles de desarrollo de la complejidad social. Desde
esta perspectiva, los cazadores-recolectores han sido divididos en pretibales y
tribales, formaciones sociales preclasistas que se caracterizan por una tecnología
basada en la apropiación de los alimentos (Bate 1998: 83).
Los cazadores-recolectores pretribales se distinguen porque la producción
(por apropiación) y el consumo se limitan a sólo lo necesario para la subsistencia,
por lo que no se producen excedentes. La fuerza de trabajo y los instrumentos de
producción son colectivos es decir que, están a disposición de la comunidad,
93
mientras que no ejercen propiedad sobre los medios naturales de producción como
son tierra, vegetación, fauna, etcétera (ibid.).
Como la obtención de alimentos se genera mediante la apropiación de
recursos (caza, pesca y recolección), la subsistencia depende básicamente de la
productividad natural del entorno. Ello condiciona que estas sociedades 1) tiendan
a no sobreexplotar el medio ambiente; 2) adopten un sistema de vida nómada,
siguiendo la disponibilidad temporal de las especies que conforman su dieta y; 3)
mantengan ciclos de producción-consumo breves y continuos, condicionados por
la restricción del almacenaje y conservación de alimentos (ibid.: 84).
En este sentido, la economía es precaria, puesto que el riesgo de escasez es
permanente e impredecible, pero previsible. Este problema se resuelve mediante el
establecimiento de relaciones de reciprocidad extensiva, intra e intergrupal, las
cuales se manifiestan en el intercambio de bienes y servicios (ibid.). Los lazos de
reciprocidad son reforzados en la vida cotidiana y a través de rituales (ibid.: 85).
En cuanto a la organización social, la unidad doméstica es la célula básica
de producción, que por lo general coincide con la unidad de reproducción
biológica, es decir la familia nuclear, que al mismo tiempo incluye los distintos
niveles de división del trabajo por género y edad (ibid.). Las unidades domésticas
se agrupan a su vez en bandas mínimas u hordas, cuyo tamaño suele estar
convencionalmente determinado para alcanzar un equilibrio entre el número de
individuos y la efectividad del sistema de alianzas. Así, los grupos pretribales
tienden a mantener niveles demográficos estables limitando socialmente el
crecimiento de la población28.
En la formación pretribal no existen instituciones administrativas o
coercitivas, sino que cuentan con estructuras de toma de decisiones conformadas
por los líderes al nivel de la unidad doméstica y la banda mínima. Las ceremonias
y el chamanismo son las únicas actividades institucionales recurrentes. El chamán
28
Véase: Bate y Terrazas: en prensa
94
es el único especialista y su figura frecuentemente coincide con la del jefe o líder,
aunque su función no lo excluye de cumplir con sus deberes domésticos de género
y edad (Bate 1986: 15).
Cuando las relaciones de reciprocidad y la organización social ya no
resuelven las condiciones de precariedad y no satisfacen las necesidades de
mantenimiento y reproducción de la población, se inicia un proceso de
transformación conocido como revolución tribal (Bate 1998: 86). Este proceso no
conduce necesariamente a la práctica de la agricultura o el pastoreo, sino que se da
al nivel de la estructura social y las relaciones de producción.
La principal diferencia entre las sociedades pretribales y tribales reside en
que estas últimas sí ejercen la propiedad efectiva sobre los medios naturales de
producción. Por tanto, estas sociedades deben desarrollar distintas estrategias que
les permitan asegurar la propiedad real sobre los objetos de trabajo y evitar su
apropiación por otros pueblos (ibid.).
Una de tales estrategias es el crecimiento demográfico, posibilitado por la
intensificación de la producción. Pero garantizar la disponibilidad de los medios
de producción requiere, además, una nueva estructura social basada en el
compromiso de asistencia recíproca para la defensa de la propiedad comunal, esto
es la organización tribal. Esta forma de organización está construida sobre la base
de las relaciones de parentesco clasificatorio (ibid.), no consanguíneo. Es decir, el
parentesco “político” y las “relaciones de adhesión” que permiten “definir las
normas de apareamiento y filiación” (Bate y Terrazas, en prensa).
Bajo estas circunstancias surgen instituciones que rigen la defensa bélica de
la propiedad colectiva, las relaciones y alianzas intercomunitarias y la
administración de la economía. De ahí que resulte necesario consolidar la figura de
un verdadero líder o un grupo de ellos, formando un consejo tribal. De esta
manera, las insipientes estructuras de poder de las sociedades pretribales se
vuelven instituciones especializadas en las sociedades tribales. La reciprocidad
95
ahora se restringe a grupos con los que se han establecido alianzas manifestadas
principalmente en las relaciones de parentesco clasificatorio, que cobran así una
mayor importancia.
La revolución tribal dentro de una sociedad se puede dar por la presión de
varios factores, tanto internos como externos. Al interior, Lourandos (1988) ha
demostrado que; la intensificación de la apropiación de recursos y el consumo en el
contexto de las actividades intergrupales (rituales, festividades, ceremonias,
intercambios, etc.) y la competencia entre comunidades pueden conducir a un
incremento de la producción más allá de lo necesario para la subsistencia,
generando a la larga la transición hacia un nivel socioeconómico más complejo.
Por presión externa, la tribalización “como un proceso en cadena que afecta
a diversas comunidades en relación de vecindad es, por lo general, impulsada
inicialmente por comunidades productoras de alimentos” (Bate op cit.: 86).
Deben considerarse además otras situaciones que pueden propiciar
transformaciones en los patrones culturales como; cambios climáticos,
contingencias ecológicas, conflictos sociales, migraciones de nuevos grupos,
adopción de nuevas tecnologías, etcétera.
En Baja California ya sea que uno de estos factores, o la conjunción de
varios29, haya entrado en acción, a comienzos de la era cristiana observamos un
cambio en el patrón de asentamiento peninsular que podría estar reflejando el paso
de los californios de una organización pretribal a una tribal.
Según hemos visto, durante la mayor parte de la prehistoria de Baja
California los grupos humanos que la ocuparon probablemente hacían uso de todo
el territorio peninsular y sus recursos mediante un sistema de rotación estacional
que permitía el libre acceso a las distintas fuentes de alimento y materias primas.
Sin embargo, hacia finales del periodo Gypsum, c. 1450 AP, las circunstancias
29
Véase: Ritter 1998: 36-37
96
parecen haber favorecido el establecimiento de comunidades semi-permanentes
en la costa y en la sierra, especializadas en la explotación de productos locales.
Como influencia externa tenemos que, a comienzos de la era cristiana los
grupos hohokam que se asentaron en el río Gila entraron en contacto los
antepasados de los yuma o quechan, mohave y maricopa, quienes absorbieron
importantes elementos de aquella cultura, incluyendo la cerámica y el cultivo de
maíz, frijol y calabaza (Kehoe 1992: 151). Estas prácticas a la larga serían adoptadas
por todos los grupos yumanos, dando lugar a la cultura Hakataya.
La sedentarización de las comunidades yumanas al norte de Baja California
pudo haber ejercido presión sobre el resto de los grupos peninsulares a distintos
niveles; por un lado, al adueñarse de los territorios por ellos transitados e
impedirles el acceso a los recursos ahí encontrados. Por otro, al romper las
relaciones que habrían entablado con ellos previamente.
En consecuencia, esto pudo conducir a los cazadores-recolectores
sudcalifornianos a abandonar el patrón de nomadismo estacional y agruparse en
comunidades semi-sedentarias divididas geográficamente, cada una explotando
recursos locales, e incorporadas en un amplio sistema de complementación
económica compuesto por extensas redes de alianza e intercambio30.
De esta manera, algunos grupos alcanzaron cierto grado de especialización
en el aprovechamiento de recursos. Las comunidades costeras desarrollaron
técnicas e instrumentos avocados a la pesca y recolección de moluscos, como la
elaboración de redes y balsas31. Mientras los habitantes del interior refinaron la
tecnología de la caza, como lo demuestra la adopción del arco y flecha.
Este momento de transición de un sistema de rotación a uno de explotación
localizada marcaría el inicio de la cultura Comondú (Ritter op cit.) y de la
distribución de los grupos peninsulares históricos.
30
Véase: Bate 1986: 11-13 31
Véase: Heizer y Massey: 1953; Aschmann 1959: 71-76
97
Se ha calculado que al inicio de la época misional la península contaba con
cerca de 38 000 habitantes distribuidos entre el paralelo 31° N y el Cabo (Rodríguez
2002: 197). De todo el territorio, la porción sur, quizá por ser la más rica en recursos
naturales, era entonces la región más densamente poblada (ibid.: 202).
Aschmann, por su lado, estimó que el Desierto Central sostenía una
población de alrededor de 18 000 personas (ibid.: 209), esparcidos entre las sierras y
el litoral. Gutiérrez y Hyland (2002: 329) han notado un incremento demográfico al
interior de la sierra de San Francisco entre 400 y 200 AP, fechas que coinciden con
el momento de contacto y la fundación de las misiones. Esto no podría indicar otra
cosa que la búsqueda de refugio por parte de los indígenas quienes, a decir de los
padres, se hacían “cimarrones” para escapar, la mayor parte de las veces
inútilmente, del control jesuítico y las epidemias (Rodríguez op cit.: 221).
A primera vista, la etnografía de Baja California presenta un escenario
complejo y confuso lleno de terminología cambiante y testimonios contradictorios.
Pero una vez adentrados en su estudio, esta documentación ofrece una rica fuente
de datos sobre la vida de las sociedades autóctonas de la península.
Así, por ejemplo, Aschmann (1959) logró extraer una visión general de los
grupos que habitaron el Desierto Central hasta el siglo XIX, conocidos como
cochimíes. Massey dice que, originalmente, “cochimí es una palabra monqui para
designar a las tribus que vivían al norte de Loreto, y fue registrada por primera vez
por el Padre Salvatierra en 1698” (1949: 288). El término fue usado posteriormente
por los jesuitas, y hoy por los historiadores, para denominar a un sinnúmero de
bandas y varios grupos étnicos, aparentemente relacionados lingüísticamente, que
habitaban entre los paralelos 25° y 30° N. Entre ellos están los didiús, noys, güimes,
lijués, juigrepa y, a veces se incluye erróneamente a los edúes, laymones y
monquis32.
32
Véase: Del Barco 1973: 172
98
La unidad social básica de los cochimíes era la familia monogámica,
consistente de hombre, mujer e hijos preadolescentes (Aschmann op cit.: 120). Al
parecer, el matrimonio no era estricta pero sí usualmente exogámico y la residencia
era patrilocal (ibid.: 121).
La unión de varias familias en una banda u horda es conocida en Baja
California como “ranchería”. El tamaño de esta unidad, según las fuentes, variaba
de veinte a cincuenta familias. En el Desierto Central las rancherías habrían
consistido de entre 50 y 200 personas (ibid.: 122). Es posible que la ranchería típica
estuviera conformada por uno o más clanes patrilineales poco organizados (ibid.:
123) y que, las alianzas entre rancherías se establecieran a partir de las relaciones
de parentesco clasificatorio resultantes del intercambio de mujeres.
En tiempos de abundancia de alimentos y de ceremonias, las rancherías se
agrupaban en campamentos mayores como una unidad social definida,
participando de actividades comunales. Al otro lado, en épocas de escasez se
dividían en pequeños grupos esparcidos de una o pocas familias (ibid.), y parece
haber sido común regular el equilibrio entre el número de habitantes y la
disponibilidad de alimentos mediante las prácticas del infanticidio y el aborto
(Clavijero 1990: 62; Del Barco 1973: 191).
Particularmente en la costa, la abundancia de recursos permitía
ocasionalmente la existencia de plusproducto, el cual generalmente era
intercambiado o regalado y su uso restringido socialmente mediante normas y
tabúes (Aschmann op cit.: 99-100). Los californios no practicaban el
almacenamiento sistemático de alimentos; los misioneros reportan que los indios
consumían su comida tan pronto la obtenían, con la excepción de algunas nueces,
semillas y harinas (ibid.: 76-77). La acumulación de productos, de hecho, se
sancionaba y era causa de conflictos bélicos, como evidencia el ataque a la recién
fundada misión de Loreto (Rodríguez op cit.: 135).
99
Para la toma de decisiones, en situaciones cotidianas la ranchería operaba
como una democracia mientras que para asuntos que involucraban a la
comunidad, como ceremonias o ataques, existía una aristocracia de chamanes o
ancianos que representaban a varias rancherías a manera de un consejo tribal
(Aschmann op cit.). Cada ranchería contaba así con un jefe o líder elegido por su
prestigio, de edad avanzada, que muchas veces era también el chamán, cuya
función era organizar y representar a la banda, más que ejercer autoridad (ibid.:
124).
Los enfrentamientos entre rancherías generalmente se daban por rencillas
personales relacionadas con venganzas, además de los ataques que tenían por fin
el robo de mujeres y las peleas por recolectar alimentos en territorios ajenos (ibid.:
126). Y aunque los conflictos entre bandas usualmente eran resueltos sin recurrir a
la violencia, es evidente que los cochimíes tenían la capacidad de organizarse
bélicamente como demuestra el testimonio de Salvatierra sobre el ya mencionado
asalto a la misión de Loreto (Rodríguez op cit.: 63-65).
La convivencia entre rancherías se daba en determinados periodos al año,
durante los cuales se realizaban ceremonias, intercambios y juegos. El Padre
Píccolo, por ejemplo, reporta una de estas congregaciones en las inmediaciones de
San Ignacio, donde en ocasiones especiales supuestamente llegaban a juntarse
hasta 50 rancherías (ibid.: 198), aunque lo común parece haber sido la reunión de
cinco a veinte bandas (Aschmann op cit.: 125).
Las épocas de mayor abundancia de alimentos, como la temporada de
pitahaya, tendían el escenario para este tipo de celebraciones, que llegaban a durar
hasta veinticinco días (ibid.: 128). Estas reuniones seguramente servían también
para reforzar alianzas, hacer ajustes demográficos y acuerdos territoriales.
Aschmann atribuyó la aparente unidad lingüística dentro del Desierto
Central a una ausencia de territorialidad entre los cochimíes, no obstante existen
referencias a un fuerte sentido de pertenencia de las rancherías con respecto a la
región donde habitaban (Rodríguez op cit.: 186).
100
Asimismo, es claro que por convención era sabido a cuál banda
correspondía qué territorio, puesto que toda ranchería que quisiera gozar de los
recursos disponibles en cierto lugar debía solicitar el permiso de la banda residente
(ibid.: 151, 153). Y el hecho de que tal permiso no podía ser negado señala que
aunque la posesión del territorio fuera particular, su derecho de disposición y uso
era comunal33.
Tampoco parece haber sido imposible la alianza entre bandas de distinta
lengua (ibid.), e incluso el matrimonio entre sus integrantes, en cuyo caso la
descendencia pasaría a formar parte del grupo paterno (Aschmann op cit.: 121).
Aunque los datos para el resto de los grupos peninsulares, los llamados
guaycuras y pericúes, son más escasos, éstos parecen haber sostenido una
organización social y condiciones de vida más o menos semejantes a las arriba
descritas.
Los grupos conocidos como guaycuras, que incluyen también a los callejúes,
huichitíes, aripes, coras y periúes, ocupaban la zona debajo de Loreto hasta las
inmediaciones de La Paz. Se dice que la cultura guaycura guardaba “considerable
semejanza con la de los pericúes” aunque “sus rancherías tenían menos cohesión”
que las de los últimos (León-Portilla 2000: 80). Aparentemente dicha “nación” era
sumamente belicosa, pues las fuentes constantemente hacen referencia a las
“guerrillas” entre las mismas rancherías de esta denominación y hacia con los
cochimíes, al norte, y los pericúes, al sur.
Mathes (1975) ha hecho notar que las diferencias entre crónicas tempranas
de exploradores y las fuentes misionales apuntan a reacomodos geográficos de las
poblaciones peninsulares durante los primeros cien años de contacto. El más
evidente de ellos siendo el desplazamiento de los pericúes de la región de bahía de
33
Para una discusión sobre territorialidad y propiedad de la tierra entre cazadores-recolectores véase: Bate
1986: 17-21; Ingold 1986: 131-158
101
La Paz por sus “enemigos”, la conflictiva nación de los guaycuras. Es muy
probable que más de estos cambios se hayan dado antes de y durante el periodo
misional, lo cual explicaría en parte la confusión de datos en la etnografía.
El extremo sur de la península es considerado la zona con mayor
abundancia de recursos, tanto marinos como terrestres. Ello parece haber
contribuido a que ahí se desarrollaran asentamientos semipermanentes más
tempranamente y, consigo, una organización social algo más sofisticada que la del
resto de los grupos peninsulares, como se infiere por la variedad y complejidad de
las prácticas mortuorias ahí encontradas (Fujita 2003).
El último remanente de esta tradición fue el grupo pericú. La singularidad
de esta sociedad fue notada por Miguel del Barco, al señalar que: “los pericúes son
una nación totalmente separada de las dichas naciones [guaycuras...] así en
territorio como en lengua, trato y parentesco” y, “con ninguna otra estaba ni está
mezclada” (1973: 174-175).
Los pericúes siendo habitantes de la región del Cabo, y como ya se ha dicho
probablemente ocupantes originales de la bahía de La Paz, casi seguramente
fueron el primer grupo peninsular en establecer contacto con los europeos, por lo
que su existencia se vio afectada por el encuentro antes que la de los demás
californios y fue también la primer etnia peninsular en desaparecer.
En cuanto a la organización social, se ha advertido que las bandas pericúes
estaban “formadas por grupos no muy numerosos, emparentados entre sí y que
obedecían a un jefecillo que, en ocasiones, ostentaba también poderes mágicos y
religiosos. Cada ranchería se movía en un ámbito espacial que tenía por propio”, y
“no era raro que los integrantes de una ranchería se enfrentaran con los de otra”
(León-Portilla op cit.: 76). Dos rasgos que se han reconocido como exclusivos de
este grupo son el uso del átlatl y la poligamia.
Durante la época misional, fueron los pericúes quienes más activamente se
rebelaron ante la conquista cultural y espiritual, siendo ésta una de las causas de su
102
temprana extinción. Estos nativos, de hecho, emprendieron el ataque contra las
misiones más efectivo y mejor organizado que tuviera lugar en la península, el
levantamiento de 1734 (Rodríguez op cit.: 181-183). Si bien en este caso la
motivación fue mayor y las circunstancias totalmente distintas a las pre-misionales,
la planeación de este asalto hace difícil creer que los pericúes no hubiesen podido
poner un alto a los avances guaycuras en sus tierras, ya que además del poder
organizativo demostrado, el grupo pericú era una “nación mucho más numerosa
que todas las otras del sur juntas” (Del Barco op cit.: 407).
Lo anterior nos lleva a considerar que, a pesar de las “continuas guerrillas”
entre estos grupos, es posible que al final bandas de distinta lengua sostuvieran
relaciones y alianzas, como indica un posible caso de bilingüismo guaycura-pericú
(Rodríguez op cit.: 153). Varios testimonios también apuntan a que existía una
constante comunicación entre las distintas bandas y “naciones”, trascendiendo
límites geográficos y etnolingüísticos (ibid.: 122).
En este sentido, se puede decir que la rigidez de las fronteras lingüísticas ha
sido sobreestimada. Los ejemplos etnográficos, por el contrario, dejan ver que con
el fin de asegurar su subsistencia, los californios “tenían que estar ligados a una
capacidad de relacionarse con bandas distribuidas en territorios amplios, y no
necesariamente hablantes de la misma lengua o similar dialecto” (ibid.: 151). De
esta manera y con todo y las citadas rencillas, los cochimíes debían mantener
relaciones amistosas con sus vecinos guaycuras y éstos, a su vez, con los cercanos
pericúes.
Todo este marco de intrincadas relaciones se vio profundamente afectado ya
desde los primeros encuentros con los europeos, y con el inicio de la etapa
misional sufrió transformaciones irreversibles que sacudieron las bases mismas de
la sociedad californiana que no tardó en sucumbir ante el cambio, la opresión y la
enfermedad.
103
En resumen podemos decir que, al momento del contacto con Occidente, a lo
largo de la península de Baja California habitaban grupos que se encontraban en
distintos estados de desarrollo de la complejidad social. A grandes rasgos, sin
embargo, ha sido posible establecer que durante el periodo Comondú las
sociedades comprendidas entre el límite norte del Desierto Central y extremo sur
peninsular presentaban las características de una comunidad tribal no
jerarquizada34.
Prácticas mortuorias entre los grupos peninsulares
El estudio de las prácticas mortuorias entre los californios por desgracia no
ha corrido con mejor suerte que el de la investigación etnolingüística. Es decir,
también en este caso la evidencia arqueológica es escasa y dispersa y la
información etnográfica, ambigua y confusa.
Los restos humanos aparentemente más antiguos hasta hoy encontrados en
la península de Baja California corresponden a entierros flexionados exhumados
en las inmediaciones de bahía San Quintín, fechados entre c. 7000 y 3000 años AP
(Moriarty 1968: 28; Uriarte 1974: 132) y atribuidos a la cultura La Jolla en la que, al
parecer, la inhumación era la costumbre mortuoria generalizada.
Hacia la fase final de la tradición jollana Rogers identificó la aparición de
rasgos característicamente yumanos, entre ellos los cementerios de cremación
(1945: 174).
Teresa Uriarte (op cit.) reportó que entre los Diegueño, Cucapá, Paipai y
Kiliwa, todos de filiación yumana, la incineración del cuerpo y las pertenencias del
difunto se realizó hasta época reciente y aunque esta costumbre hoy se encuentra
fuera de uso, los anteriores grupos recuerdan que esa fue la costumbre
34
Bate distingue dos fases generales de las sociedades tribales “una fase inicial que llamamos comunidad
tribal no jerarquizada y una fase desarrollada o terminal [...] que es la comunidad tribal jerarquizada o
cacical” (1998: 88).
104
generalizada en la época premisional. Todos ellos comparten también ceremonias
similares relacionadas con la muerte y la conmemoración de los difuntos. La
evidencia de una unidad en las prácticas mortuorias entre estas etnias es bastante
clara.
Entre los yumanos peninsulares la cremación del cadáver también parece
haber sido la forma más común de disposición, tal como ilustra el padre Tamara:
“Aunque pocos años ha quemaban sus difuntos, [...] ya desde que recibieron el
santo bautismo los entierran” (Rodríguez 2002: 289). Sin embargo, existen
referencias a que también se usaba la inhumación, como ésta de Alonso Crouley:
“Cuando no queman a sus muertos, los entierran sentados, acompañados de los
instrumentos apropiados a su sexo” (Uriarte op cit.: 131).
En Loreto, presumiblemente entre los monquis, el padre Salvatierra “llega a
congratularse del cambio que se está operando entre los nativos, cuya costumbre
funeraria tradicional consistía en quemar los cadáveres, que gracias a su
intervención comenzaban a permitir que se les enterrara” (Rodríguez op cit.: 198).
Los guaycuras aparentemente también usaban tanto la incineración como el
entierro para disponer de sus muertos. Algunas fuentes mencionan que ambos
métodos se ejercían indistintamente, como dice Clavijero: “Luego que moría el
enfermo se procedía sin ningún aparato al funeral, el cual se hacía
indiferentemente según les era más cómodo, o sepultando el cadáver o
quemándole” (1990: 67).
Pero, otros reportes más bien sugieren que el destino del cuerpo obedecía al
tipo de muerte sufrida (Uriarte op cit.: 116). El padre Nápoli, por ejemplo, relata
que en la misión de La Paz al morir un hombre de la nación guaycura: “Lloraron
sus parientes y le quemaron la casita de ramada (así hacen cuando muere uno para
que no se mezcle en los otros el mal hechizo), como también el arco y flecha y sus
trast[ec]itos. Se les mandó que no los quemen como hacían antes, y se dispuso la
sepultura, pero ellos no querían que se sepultara derecho, porque es sólo privilegio
105
de los que mueren flechados en pelea; los otros, o se queman o se entierran
retorcidos” (ibid.: 271). De este último pasaje podemos deducir que además de la
cremación se usaban el entierro flexionado y extendido. La costumbre, también
observada entre los yumanos, de deshacerse de las pertenencias del difunto
obedece a una restricción económica, pues ello evita la acumulación de bienes por
quienes habrían de obtener la herencia.
En la región de La Paz, encontramos un reporte premisional del explorador
Francisco de Ortega, quien pudo presenciar el funeral y entierro de un joven
“príncipe” (León-Portilla 2000: 173), entre lo que podía haber sido una ranchería de
filiación cora o pericú.
En el extremo sur, Massey (1947) identificó cuatro distintas prácticas
mortuorias; entierro flexionado, entierro extendido, entierro secundario en cueva
funeraria y cremación. Los casos de sitios estratificados son tan escasos en todo
Baja California que vale la pena mencionar que en bahía de Los Frailes los restos
quemados se encontraron en superficie; debajo, un esqueleto extendido y; en la
sección más profunda, un entierro flexionado (p. 348).
La región del Cabo es la zona que muestra una mayor variabilidad y
sofisticación en cuanto a las prácticas mortuorias. Los restos humanos en esta zona
han sido localizados en concheros y cuevas, extendidos y flexionados, articulados
y desarticulados, expuestos y envueltos, y en su mayoría acompañados de
distintos tipos de ofrendas (Fujita 2003). Esto corresponde, sin duda, al grado de
complejidad social alcanzado por las comunidades peninsulares más australes.
La costumbre mortuoria mejor conocida de la península es la de “Las
Palmas”, cuyo rasgo característico son los envoltorios funerarios hechos de hoja de
palma o piel de venado. Se encuentran entierros primarios y secundarios, aunque
sólo los últimos presentan el diagnóstico pigmento rojo ocre. El inicio de esta
tradición ha sido fechado c. 1050 DC y su fin, ya entrado el siglo XVIII (Stewart, et
al), por lo que ha sido asociada con el grupo pericú.
106
Para la parte central de la península contamos con varios datos
arqueológicos que ejemplifican distintas prácticas mortuorias a lo largo del
territorio.
En la zona de Bahía de Los Ángeles, en el límite norte del Desierto Central,
se ha identificado un patrón regional variable de enterramiento que, según Ritter,
refleja divisiones sociales internas durante el periodo Comondú (1998: 27). En este
patrón funerario, el entierro está limitado a cementerios o locaciones apartadas en
las montañas o en pequeños abrigos rocosos y cuevas tapiadas, lejos de los sitios
residenciales. Las tumbas múltiples son comunes y los materiales asociados muy
variados. También es común la presencia de cantos pulidos, amontonamientos de
piedras, caminos y áreas despejadas, elementos que quizá señalan algún
comportamiento ritual. Los métodos de disposición incluyen primordialmente el
entierro primario flexionado y entierro secundario y, en menor frecuencia, la
cremación o incineración post-enterramiento y el entierro extendido.
Massey y Osborne (1961) analizaron el material de la colección Palmer
proveniente de una cueva funeraria en la misma locación, que contenía un entierro
múltiple, incluyendo uno o varios infantes. Entre los artefactos asociados destacan
un fragmento de cordel de algodón, que podría indicar contacto con sociedades
agricultoras (p. 351). Esto es muy posible, considerando que dicha área
representaba la frontera entre los yumanos peninsulares y los yumanos de
California. También son notables una capa de plumas y otra de cabello humano,
artículos relacionados con la parafernalia chamánica en la península. Este y otros
elementos llevaron a Massey a suponer que uno de los individuos sepultados fue
un guama o hechicero cochimí, depositado en la cueva junto con el equipo
característico de su oficio (ibid.).
Al sur del Desierto Central, en Bahía Concepción, Ritter y Schulz
reconocieron la cremación y el entierro secundario, confinado a abrigos rocosos
habitacionales y pequeñas cuevas funerarias, como las prácticas mortuorias más
107
frecuentes en el área durante el periodo prehistórico tardío (1975: 43). En algunos
casos se observó que aparentemente los restos habían sido cubiertos con rocas y
cantos rodados y los abrigos, tapiados (ibid.: 45). Una de estas cuevas fue datada en
c. 1280 DC. En la misma zona, se recuperó también un entierro en un conchero
fechado c. 220 DC, lo cual podría representar un cambio en la costumbre mortuoria
(ibid.: 49).
En la sierra de San Francisco, Gutiérrez y Hyland han reportado la existencia
de una cueva funeraria alterada cuya entrada también parece haber estado
parcialmente tapiada. De tal sitio se recuperaron algunos huesos humanos teñidos
con pigmento rojo y, posiblemente, negro. Esto estaría señalando que se trataba de
un entierro secundario y, mediante análisis químicos se determinó que la cueva
contenía un mínimo de ocho individuos. Los restos fueron fechados arrojando una
antigüedad de entre 3090+60 y 3380+50 AP o 1770 y 1130 AC (2002: 334).
Los mismos autores han propuesto incluir el arte rupestre mural dentro de
una tradición funeraria cuya esencia es compartida por todos los pueblos yumanos
(ibid.: 358), sin embargo, es difícil aceptar esta postura puesto que el rasgo
unificador más característico de la práctica mortuoria yumana, la cremación, como
hemos visto no era la única práctica usada entre los grupos históricos y
prehistóricos del centro peninsular.
Hasta ahora, todas las prácticas mortuorias reportadas en Baja California
parecen aludir a actividades de tipo exclusivamente funerario. No obstante, en la
mayoría de los casos ha sido casi imposible señalar los límites temporales entre las
distintas tradiciones observadas, debido a la ausencia de estratigrafía, la pobreza
del contexto arqueológico, o su alteración. Aún así, trataremos de destacar algunos
de los rasgos más evidentes que nos permitan identificar las distintas costumbres
funerarias usadas en la prehistoria peninsular.
Tenemos, entonces, que en la porción más septentrional de la península,
entre las culturas jollana y yumana, se pasó de una tradición mortuoria de entierro
108
a una de cremación (Rogers 1945: 174), la cual perduraría hasta hace menos que un
siglo.
Del Desierto Central en adelante, en cambio, la práctica más extendida en
tiempo y espacio parece haber sido el entierro dentro de cuevas funerarias, ya
fuese sencillo o múltiple, primario o secundario. Las fechas de 1770 a 1130 AC en la
sierra de San Francisco (Gutiérrez y Hyland op cit.) y de 1280 DC (Ritter op cit.) en
Bahía Concepción podrían estar indicando la larga continuidad de esta costumbre.
En segundo lugar, predominó el uso de la cremación y, por último, el entierro
primario en espacios abiertos.
En general, en Baja California los restos humanos antiguos son escasos y
fragmentarios, por lo que desafortunadamente no se han realizado muchos
estudios acerca de las características bioculturales de las poblaciones locales.
Aunque, recientemente se ha retomado el antiguo debate sobre la antigüedad y
filiación de las poblaciones del extremo sur peninsular. José González et al. (2003),
tras analizar 33 cráneos provenientes de entierros del área de los Cabos,
concluyeron que los rasgos craneofaciales de los individuos estudiados muestran
gran afinidad con cráneos paleoamericanos. De ahí que, se han inclinado por
sostener la hipótesis de que los antepasados directos de los pericúes podrían
representar el remanente de una población paleoamericana proveniente de Surasia
y el Pacífico, la cual habría compartido un ancestro común con los antiguos
australianos y otras poblaciones más sureñas, como las de Lagoa Santa en Brasil.
A pesar de estos intentos, resulta válido afirmar que el registro arqueológico
referente a las actividades funerarias en Baja California tendrá que ser ampliado y
los análisis de los restos humanos deberán ser intensificados antes de poder
establecer con mayor certeza su secuencia cronológica y relación con culturas
arqueológicas y grupos étnicos particulares.
Sin embargo, podemos decir que la variabilidad de prácticas mortuorias
dentro de un determinado periodo alude a diferencias internas entre distintos
109
segmentos de la población. Pero por otro lado, no podemos descartar que la
coexistencia espacial de distintas costumbres funerarias a través del tiempo nos
podría estar remitiendo a contactos, invasiones, migraciones y/o intercambio
económico y cultural entre poblaciones diferentes (Terrazas 2003).
El arte rupestre Gran Mural
Uno de los objetivos centrales en el estudio de las manifestaciones rupestres
es su ubicación dentro de una línea temporal con el fin de entender el contexto en
que se produjeron, especialmente si su filiación cultural es desconocida.
En el caso del arte mural de Baja California, el primer intento fue llevado a
cabo por Clement Meighan (1966), como ya se ha revisado. La fecha radiocarbónica
de 1435+80 DC, obtenida de un fragmento de madera recolectado en cueva
Pintada, parecía ubicar el periodo de producción rupestre dentro en una época
inmediatamente anterior al descubrimiento de la península, cayendo dentro de lo
que se había definido como cultura Comondú.
Esta datación no satisfizo, sin embargo, a aquellos investigadores que
postulaban “la relativa antigüedad del fenómeno Gran Mural” (Crosby 1997: 224).
En este caso, la fecha se tomó como indicador de una fase tardía y, posiblemente
final, de la tradición. A partir de la superposición de imágenes, por ejemplo,
Crosby argumentó que era muy posible asumir que las pinturas más antiguas
podrían llegar a tener 2000 años, o más (ibid.).
En la misma tendencia, Viñas señaló que la fecha en cuestión sólo
demostraba la ocupación de la cueva, más no una relación con el proceso
pictográfico el cual, implicó, podría tener un origen temprano; “Señalemos que en
otros yacimientos de la península se han podido verificar ocupaciones mucho más
antiguas para culturas de cazadores-recolectores, y que prueban la existencia de
habitats en torno al V-VII milenio AC” (en Mirambel 1990: 251).
110
En 1994 se publicaron las primeras dataciones de radiocarbono realizadas
directamente sobre los pigmentos por la técnica de AMS. Las muestras fueron
tomadas del panel de cueva del Ratón, en la sierra de San Francisco. Los resultados
obtenidos fueron los siguientes: 5290+80 AP, figura humana de gran tamaño;
4845+60 AP, figura de puma de gran tamaño; 1325+435-360 AP, figura humana de
tamaño mediano y; 295+115 AP, figura de cuadrúpedo de tamaño mediano
(Fullola et al. 1994; Viñas et al. 2000). Aparentemente, la última fecha “no debe ser
considerada por razones de contaminación” (Gutiérrez y Hyland 2002: 335).
Estos fechamientos levantaron una gran controversia, pues colocaban el
proceso pictórico Gran Mural más allá del periodo Comondú y su relación con los
grupos históricos atribuyéndole, además, una duración de más de cinco milenios.
Con base en esas dataciones, Viñas et al. perfilaron dos grandes etapas de
producción Gran Mural; una fase temprana, entre fines del cuarto milenio y
principios del tercero AC, caracterizada por grandes figuras realistas y, una tardía
en torno al siglo VII DC, en la que se muestra el declive de la tradición por la
aparición de figuras más reducidas y el incremento de elementos abstractos y
esquemáticos (2000: 180).
Las fechas de cueva del Ratón, sin embargo, en más de una ocasión han sido
rechazadas sobre la base de que la continuidad que implican “puede parecer un
periodo sorprendentemente largo para una tradición rupestre relativamente
homogénea caracterizada por convenciones estilísticas rígidas” (Gutiérrez y
Hyland op cit.: 336). Un segundo argumento es que las fechas no mostraron
relación con el depósito arqueológico, el cual corresponde a una ocupación tardía,
de los siglos XVII a XVIII DC. Y por último, se ha dicho que “la secuencia de figuras
fechadas parece contradecir sus verdaderas relaciones de sobreposición” (ibid.)35.
En 2002 se dieron a conocer otras dos fechas directas, obtenidas de muestras
provenientes de los sitios San Gregorio II y cueva de La Palma, también en sierra
35
Véase: Loubser 1997
111
de San Francisco. Éstas arrojaron un rango de 2985+65 AP y 3245+65 AP,
respectivamente (ibid.: 337). De forma que, la tradición Gran Mural quedó situada
“por lo menos desde 3300 AP en adelante” (ibid.: 341).
No obstante, la distribución de fechas resultante de la evidencia de
ocupación en la sierra de San Francisco condujo a Gutiérrez y Hyland a sostener
una asociación de los Grandes Murales con la cultura Comondú y las poblaciones
proto-cochimí o cochimí (ibid.: 408).
Pero, más recientemente se hizo pública nueva información que demuestra
la gran antigüedad de las manifestaciones rupestres murales, asegurando que:
“Actualmente se cuenta con un número considerable de fechas, de las cuales la
más antigua es la de la cueva de San Borjitas (7500 a.p.), en la Sierra de Guadalupe.
Así, se puede decir que la tradición Gran Mural en esta sierra comenzó hace por lo
menos 7500 años, y que hubo cerca de 5000 años de producción continua del
mismo repertorio rupestre” (Gutiérrez 2003: 45).
Evidentemente, estos nuevos datos nos obligan a reconsiderar todos los
esquemas previamente planteados. Y a pesar de que aún “la muestra actual de
fechas directas es muy pequeña y potencialmente problemática para fechar con
certeza probabilística el periodo de actividad Gran Mural” (Gutiérrez y Hyland op
cit.: 336), también es cierto que, con todo y sus limitaciones y controversias,
constituyen una base sobre la que podemos comenzar a reconstruir el contexto
cronológico y cultural en que se produjo este singular fenómeno.
Tabla de fechamientos directos del arte rupestre Gran Mural:
Sitio Fecha AMS Publicada por:
Cueva del Ratón 1325+435 AP Fullola et al. (1994)
San Gregorio II 2985+65 AP Gutiérrez y Hyland (2002)
Cueva de La Palma 3245+65 AP Gutiérrez y Hyland (2002)
Cueva del Ratón 4845+60 AP Fullola et al. (1994)
Cueva del Ratón 5290+80 AP Fullola et al. (1994)
San Borjitas 7500 AP (aprox.) Guitiérrez (2003)
112
Tenemos así que, las fechas más antiguas para el arte rupestre Gran Mural se
remontan al episodio climático conocido como Altitermal (6050 - 3050 AC).
Durante este periodo prevalecieron altas temperaturas que ocasionaron cambios
ambientales significativos que afectaron especialmente al centro-suroeste de la
actual unión americana. Las consecuencias más graves de estos cambios fueron la
desertización de grandes áreas y la desaparición de los lagos posglaciales.
La evidencia arqueológica indica un serio decremento demográfico en el
Suroeste entre 8000 y 5500 AP, el cual ha sido atribuido a dicho suceso. Sin
embargo, el sur de California y Baja California presentan evidencia de continuidad
habitacional durante ese transcurso.
Se ha planteado que el evidente aumento en la recolección de semillas y
moluscos que se da en esta área durante la fase La Jolla podría haber sido
disparado por la llegada de grupos recolectores provenientes del Suroeste y la
Gran Cuenca, obligados a desplazarse en busca de un hábitat más favorable. Se
puede asumir que algunas de estas oleadas se hayan adentrado en la península de
Baja California, territorio rico en recursos y con un medioambiente más estable.
Proponemos aquí que en este contexto podría encontrarse el origen de la
tradición Gran Mural. Esto implicaría que muy posiblemente fueron formaciones
sociales pretribales las que se vieron involucradas en el surgimiento de esta
manifestación.
Estas poblaciones habrían llevado un patrón de subsistencia basado en un
sistema de rotación estacional mediante el cual abarcaban distintos nichos
ecológicos durante el año, siguiendo los ciclos de vida naturales de las especies
aprovechadas.
La producción de representaciones rupestres en comunidades cazadoras-
recolectoras por lo general se da en el seno de actividades ceremoniales de carácter
colectivo y, comúnmente corren a cargo de un especialista que suele cumplir
también con la función de chamán.
113
Las ceremonias además de cumplir con su función más inmediata como
puede ser la celebración de un matrimonio, funeral, rito de paso, cambio de
estación, etcétera atienden a una amplia variedad de necesidades y obligaciones
socioeconómicas; “tienen el objetivo de crear o reproducir sistemas de
conocimientos o valores que rijan las relaciones sociales, regulando sus formas u
organizándolas coercitivamente” (Bate 1998: 197).
Como ya se ha visto, las sociedades apropiadoras dependen de las relaciones
de reciprocidad generalizada para asegurar su subsistencia. Y en este sentido, la
celebración ritual es la manera más explícita de reforzar los lazos de afinidad y
alianza entre individuos, unidades domésticas, bandas y comunidades. Y, el
encuentro de grupos sociales diferentes requiere el establecimiento de nuevas
relaciones y, en consecuencia, de mecanismos para mantenerlas y reafirmarlas.
Debemos considerar también el papel de la locación del arte rupestre. Las
sierras de San Borja, San Juan, San Francisco y Guadalupe presentan una
geomorfología particular que permite la formación de cavidades y abrigos en las
paredes de las cañadas, las cuales además ofrecen una enorme riqueza de especies
animales, vegetales y agua dulce dentro de la aridez y esterilidad del desierto, lo
que con seguridad las convertía en lugares de especial significado e importancia.
Podría parecer extraño, pues, que no exista evidencia arqueológica de
habitación extensiva al interior de las sierras antes del periodo Comondú. Pero, es
precisamente en la riqueza natural y la relevancia simbólica de estos sitios que
podríamos hallar una explicación. La presencia del arte rupestre indica el probable
estatus “sagrado” de los cañones serranos, por lo que es de suponer que el acceso
habría estado socialmente restringido y controlado, limitándose a expediciones de
caza y recolección y a reuniones ceremoniales. Ello también habría jugado un papel
económico, pues de esa manera se evitaba que ciertas bandas abusaran de la
abundancia de recursos ofrecida por los oasis ahí ubicados.
114
A esto se podría atribuir la escasez de elementos Pinto y Gypsum en el
depósito arqueológico de los sitios que presentan arte rupestre mural; sin dejar de
mencionar la reutilización de los artefactos y la ausencia de estratigrafía. Es
probable, pues, que los campamentos habitacionales de este periodo se encuentren
fuera de los cañones; podría resultar de gran interés que investigaciones y
proyectos arqueológicos futuros pongan a prueba esta idea.
Se ha notado además que los abrigos con pictografías y grabados suelen
encontrase cerca de fuentes acuíferas permanentes, como arroyos y tinajas (Ritter
1985). Esto podría tener una doble función; por un lado, la presencia de agua
resulta favorable para la concurrencia de grupos numerosos y por otro, se aboca el
carácter del vital líquido en el ámbito del pensamiento mágico.
En este sentido, se puede decir que, “el arte rupestre es parte de la
naturaleza, y sólo alcanza la totalidad de su significado en el contexto del paisaje
que lo contiene” (Clottes 2002: 6).
La sierra de Guadalupe es el área que presenta una mayor variedad de
estilos pictóricos rupestres en la región. Ya Esquivel (1994: 8) notó que las
manifestaciones parietales de esta sierra parecen ser temporalmente anteriores a
las de San Francisco; esto aunado a las fechas tempranas obtenidas en la cueva de
San Borjitas nos lleva a plantear que, posiblemente en la sierra de Guadalupe
resida el foco de origen del estilo mural. Por supuesto, estudios futuros proveerán
más datos que nos permitan profundizar a este respecto.
La larga continuidad de la tradición Gran Mural demuestra su éxito como
herramienta de cohesión social. Así, la producción mural sobrevivió mientras el
mismo sistema de vida estuvo vigente. Esto no quiere decir que la sociedad se haya
mantenido estática, sino que las fuerzas y relaciones de producción se sostuvieron
en equilibrio a pesar de todo. Por el contrario, podemos esperar que los cambios
culturales, tecnológicos y subsistenciales ocurridos a través de tan largo tiempo se
vean de alguna manera reflejados también en el arte parietal, quizá más que en
cualquier otro material arqueológico.
115
Schaafsma ha resaltado ya la sensibilidad de las manifestaciones rupestres
con respecto a las variaciones culturales: “La uniformidad estilística resulta de una
red panregional de intercambio de información, y el grado de homogeneidad en
una región depende de la eficiencia de la comunicación intergrupal. Un repertorio
compartido de elementos en el arte rupestre, tipos de figuras, complejos de figuras,
y formas estéticas –o sea estilo– indica entonces participación dentro de un sistema
ideográfico determinado y, a su vez, dentro de una red determinada de
comunicación. La distribución espacial y temporal de un estilo, una vez
determinada, se puede ayudar a definir el rango de la red de comunicación y, por
tanto, del sistema sociocultural tratado. Las diferencias regionales dentro del estilo
podrían denotar variación regional dentro de la cultura” (1980: 8).
Por ejemplo, Viñas ha notado que en los sitios aparentemente más
tempranos de la sierra de San Francisco la figura del venado tiene un papel
primordial en los paneles rupestres, mientras que en frisos supuestamente
posteriores es el borrego cimarrón es el elemento que cobra mayor importancia
(Viñas, et al. 2000). Kehoe, por su lado, menciona que los cambios climáticos que se
dieron después de 3000 AC en el Suroeste orillaron a ciertas poblaciones a
trasladarse a tierras altas, donde el borrego cimarrón se convirtió en la principal
fuente de alimento. Y hacia 1500 AC, este animal era la presa más cazada toda la
región (1992: 364). En este caso, sería provechoso si se pudiera establecer una
relación entre ambos datos mediante el fechamiento absoluto de figuras y sitios
específicos. Desafortunadamente, no se ha publicado hasta ahora la lista de figuras
que fueron sometidas a fechamiento por Gutiérrez, Hyland y Watchman, esto
habría permitido hacer algunas comparaciones estilísticas que nos ayudarían a
entender mejor el proceso evolutivo del estilo Gran Mural.
116
Anteriormente se ha señalado ya que hacia finales del periodo Gypsum (c.
500 DC) parece haber tenido lugar una transformación social evidenciada en un
nuevo patrón de asentamiento y subsistencia sustentado en la explotación y
ocupación semipermanente de territorios menos extensos y, la creación de extensos
circuitos de intercambio de bienes.
Esta transición implica una crisis del sistema de relaciones solidarias, las
cuales ahora se restringen sólo a aquellos grupos con quienes se establecen
alianzas por medio del parentesco clasificatorio. El colapso del modo de
producción pretribal conllevaría, pues, a un declive de la tradición Gran Mural.
En tanto que el esquema de relaciones expresadas en y a través de la
creación del arte rupestre ya no cumple con su función, se puede esperar que esta
actividad pierda importancia, como parece haber sucedido hacia la fase tardía
esbozada por Viñas et al. (2000). Aún así, la primordial función que debió tener la
tradición rupestre en la vida social fue suficiente para mantenerla vigente a pesar
de las transformaciones internas e influencias externas.
Las extensas redes de intercambio regional que surgieron a partir de este
momento abarcaban tanto a grupos agricultores como cazadores-recolectores y
pescadores del Suroeste, Alta y Baja California. Estos contactos también se dejan
ver en el arte rupestre peninsular, en el que aparecen entonces motivos ajenos a la
tradición mural como son los abstractos y esquemáticos, comunes en la imaginería
rupestre del Suroeste, los desiertos de California y la Gran cuenca36. Otra evidencia
de tal influencia es la adopción del arco y flecha.
Desde el siglo XII DC se registraron grandes desplazamientos demográficos a
lo largo de todo el suroeste norteamericano. Estos movimientos se intensificaron
con la sequía de 1276-1299 DC. Al mismo tiempo, se dio una interrupción en el
régimen pluvial bimodal de la región que perduró hasta 1450 DC. Estas fechas
36
Como es el caso de la cueva del Porcelano, véase: Viñas, et al. 2000
117
coinciden con una aparente desocupación de las sierras centrales peninsulares
durante el siglo XIV DC y un incremento de los sitios costeros.
Podemos suponer que la conjunción de estos factores irrumpió con fuerza en
los circuitos de complementación económica afectando especialmente la
interacción social. Es posible, entonces, que la desintegración de alianzas y redes
de relaciones intergrupales condujera al abandono gradual del Gran Mural.
Debemos discernir, pues, con la inclusión de esta tradición pictórica dentro
del “complejo ceremonial peninsular” propuesto por Gutiérrez y Hyland (2002:
378). Aunque dicho esquema, en todo caso, pudiera aplicarse al periodo Comondú,
antes de ese momento ciertamente no podemos hablar de “linajes” y la ocupación
de los cañones y arroyos de las sierras centrales con fines habitacionales. A partir
de 1430 se dio un repunte demográfico en toda la región, conformándose
finalmente la distribución etnolingüística reportada por las fuentes históricas.
La creación de arte rupestre en un contexto ceremonial prevaleció, sin
embargo, como parte del bagaje cultural de los cazadores-recolectores, en la
medida que forma parte de todo un sistema de comunicación y conocimiento que
incluye a la mitología, la cosmovisión y el pensamiento religioso. Un ejemplo
podría ser lo que Viñas (2004) ha identificado como motivos abstractos y
esquemáticos atribuibles a los grupos cochimíes en algunos de los principales sitios
Gran Mural, como Cueva Pintada. No hay duda de que estos lugares fueron
reutilizados por estos californios en su función original como lugares rituales, pero
también en una época tardía fueron usados para habitación, pues buscaban en ellos
protección contra el régimen misional.
En resumen podemos decir que, la tradición pictórica Gran Mural no fue
producto exclusivo de un solo grupo, ni se puede explicar a través del aislamiento
cultural de la península, sino que, como Casiano (1992) había ya sugerido, el arte
rupestre fue realizado durante largos periodos de tiempo por grupos de diferentes
filiaciones culturales.
118
V. Marco crono-cultural del Gran Mural. Reflexiones y propuestas
Aquí integraremos los datos resultantes del acopio, análisis y
reordenamiento de la información en una síntesis descriptiva que abarque en lo
posible los distintos aspectos de la sociedad autora del arte rupestre Gran Mural,
con el fin de reconstruir a grandes rasgos el contexto en el que se desarrolló.
Proponemos para este fenómeno social el nombre de “cultura de los
Grandes Murales” ya que la tradición rupestre es su rasgo más singular y
duradero, a través del cual podemos identificar la extensión espacial y cronológica
de dicha cultura arqueológica.
Tenemos, pues, que Baja California fue poblada por el hombre cuando
menos desde el Pleistoceno Superior. Hasta ahora, la ocupación más temprana de
la península está representada por la cultura de los cazadores Clovis, la cual se
sitúa entre 12000 y 10000 años AP.
Hacia el fin de la era glacial, los grupos humanos se concentraron alrededor
de los lagos pluviales, que se formaron durante la transición al Holoceno, e
incrementaron la exploración de recursos vegetales y marinos. Durante este
periodo surge la cultura San Dieguito en la costa sur de California, la cual perduró
en el interior de Baja California hasta c. 8000 AP.
Según las dataciones de San Borjitas, el origen del arte rupestre Gran Mural
podría ubicarse como mínimo en 7500 AP. Esta fecha coincide con el inicio del
episodio climático Altitermal en Norteamérica occidental y el periodo cultural
Pinto-Concepción en el centro-sur peninsular. El nacimiento de la práctica pictórica
podría apuntar a la aparición de nuevas circunstancias socioeconómicas locales
impulsadas por los cambios medioambientales que se dieron entonces a escala
regional.
La paulatina desertización de California, el Suroeste y la Gran Cuenca
durante el Altitermal suscitó que grupos originarios de aquellas zonas se vieran en
la necesidad de trasladarse hacia ambientes más favorables. La península
119
representó un hábitat atractivo puesto que mantuvo un clima y paisaje
comparablemente estables a lo largo de aquél periodo, además de contar con una
gran diversidad de nichos ecológicos y recursos aprovechables dentro de un
territorio relativamente reducido.
La interpretación de los datos lingüísticos y arqueológicos señalan que para
este momento las poblaciones humanas de la península eran de filiación
etnolingüística hokana y contaban con una organización social pretribal y una
economía de apropiación basada en la recolección y la caza estacionales. Tenían un
patrón de vida nómada y una sociedad estructurada a partir de relaciones de
reciprocidad generalizada entre comunidades e individuos.
El conjunto de utensilios domésticos y herramientas líticas de estos grupos
era sencillo y estaba enfocado en la procuración de alimentos, destacando los
cuchillos, tajadores y raspadores. Explotaban territorios extensos que ofrecían una
vasta riqueza de medios provenientes de diversos ecosistemas; marino, lacustre y
terrestre. Y, se asentaban en campamentos temporales alrededor de los lagos
pluviales supervivientes, el litoral, los cañones y arroyos al interior de las sierras.
Algunos de los grupos que comenzaron a desplazarse geográficamente a
partir del Altitermal pertenecían también al tronco hokano, pero aquellos
originarios del Suroeste y la Gran Cuenca al parecer habrían formado parte de una
población de habla proto-uto-azteca y, a ellos se atribuye la difusión del complejo
Pinto.
El relativamente súbito incremento demográfico en Baja California
ocasionado por la llegada de distintos grupos debió requerir ciertas adaptaciones
culturales. Entre las más importantes podríamos citar; a) una mejor organización y
definición de los movimientos geográfico-estacionales; con el fin de evitar la
sobreexplotación de parajes y asegurar la disponibilidad de recursos; b) un mejor
aprovechamiento de tales recursos; por ejemplo mediante la diversificación de la
dieta, como se aprecia en el aumento de la recolección y el consumo de plantas y; c)
120
la necesaria integración de las nuevas comunidades dentro del circuito de
reciprocidad e intercambio.
Este tipo de ajustes sociales suele resolverse prácticamente en la arena de las
ceremonias y reuniones colectivas. En este sentido podemos plantear que la
tradición pictórica Gran Mural surgió, o cobró importancia, como una estrategia
para establecer y reafirmar lazos de afinidad social.
La elección de cuevas y abrigos rocosos en los cañones de las sierras
centrales para la creación estas manifestaciones podría residir en la importancia
simbólica que pudieron sustentar estos sitios en la cosmovisión y como lugares de
“culto”, reservados para la realización de actividades ceremoniales y rituales.
El lugar del arte rupestre dentro de un sistema de pensamiento y un
complejo cultural compartido y su función intrínseca como unificador social
pueden ayudar a explicar la larga continuidad del arte rupestre Gran Mural, pues
en él se reflejan y a través de él se refuerzan los sistemas de valores de la sociedad.
En el contexto ceremonial, las normas, creencias y valores colectivos están
contenidos y son expresados en la mitología, la historia oral y las actividades
rituales, como la realización del arte rupestre.
Desde el inicio de esa tradición pictórica, también los modelos
subsistenciales y tecnológicos parecen haber permanecido más o menos invariables
a lo largo de aproximadamente cinco milenios. Alrededor de 4000-3500 AP, se
estima que la expansión uto-azteca alcanzó al Suroeste y, el complejo Pinto dio
paso al Gypsum, pero sin que los artefactos del primero cayeran en desuso o
fuesen reemplazados por el segundo. Más bien, se observa la adopción de las
nuevas formas líticas sin que exista un rompimiento con las antiguas industrias.
Esta aparente estabilidad, manifestada en la continuidad de las tecnologías
líticas, el patrón de asentamiento y subsistencia, y el arte rupestre Gran Mural, nos
permite delimitar el rango espacio-temporal que ocupó la cultura arqueológica de
121
los Grandes Murales. Geográficamente, esta manifestación abarcó el Desierto
Central de Baja California y cronológicamente, se extendió de c. 5500 AC a 500 DC.
Grosso modo, podemos distinguir dos fases37 de los Grandes Murales. La
primera, Pinto-Concepción, definida por la presencia de artefactos líticos del
complejo Pinto, con una duración de c. 5500-2000 AC. Y, la fase Gypsum-Coyote,
caracterizada por puntas Gypsum, La Paz, Elko, cuchillos Loreto y tecnología de
molienda, ubicada de c. 2000 AC – 500 DC.
Podemos mencionar aquí algunos elementos diagnósticos de la cultura de
los Grandes Murales que perduraron a lo largo de ambas fases:
o El arte rupestre de estilo Gran Mural.
o Puntas de proyectil grandes, raspadores, cuchillos, tajadores y
perforadores.
o La práctica mortuoria predominante de entierro en cuevas funerarias.
o Poblaciones reducidas y altamente móviles que explotaban
cíclicamente diversos ecosistemas.
o Asentamiento en campamentos estacionales temporales.
o Una economía basada en la caza y recolección estacional.
o Una organización social pretribal.
No debemos olvidar que a pesar de la supuesta continuidad cultural, la
sociedad está viva y en constante renovación, por lo que esto no implica la
ausencia de cambios a través del tiempo, sino que indica la eficacia de la estructura
socioeconómica para resolver las necesidades de los grupos humanos que la
conformaron. Las diferencias espaciales y/o temporales en las formas culturales
pueden deberse a distinta funcionalidad, modificaciones en las relaciones
intergrupales, adaptaciones sociales, difusión o préstamo, entre otras causas.
37
Entendemos por fase: unidad en la que prevalecen patrones distintivos de artefactos o la unidad estilística
de un complejo (Chartkoff en Gibbon 1998: 113; traducción propia).
122
De esta manera, aún a través de lo que podría parecer una uniformidad
temática y estilística en el arte rupestre Gran Mural, se observan variaciones
formales que pueden estar reflejando distintos momentos de la tradición pictórica;
la evolución del estilo, influencias externas y, últimamente, cambios sociales; como
el paso al periodo Comondú.
El fin del periodo Gypsum, durante los primeros siglos de nuestra era,
observó una transformación de los esquemas socioeconómicos y culturales que
hasta entonces habían prevalecido. El patrón de asentamiento y subsistencia, que
consistía de campamentos menores, esparcidos y eventuales en territorios amplios
para explotar cíclicamente distintos ambientes, fue suplantado por uno de
concentraciones mayores y semi-permanentes en espacios relativamente
delimitados que permitían intensificar el aprovechamiento de recursos locales en la
costa y el interior.
Dicha transición marca el cambio de una formación pretribal a una tribal, lo
cual implica también un incremento de población en toda la región, la
especialización de las comunidades, el establecimiento de amplios circuitos de
intercambio y, la aparición de sistemas de alianza basados en las relaciones de
parentesco clasificatorio. Este nuevo modelo social define al periodo Comondú, el
cual se extiende hasta la época histórica.
Con esta nueva organización surgieron también amplios sistemas de
complementación económica e intercambio que transportaban a través de la región
no sólo bienes, sino también individuos e ideas. Algunos de los contactos mejor
conocidos se dieron entre los grupos yumanos de california y la cultura Hohokam,
cuyas incursiones en la península probablemente influyeron también en los grupos
que se encontraban ahí asentados.
El Gran Mural definitivamente sobrevivió aquel momento histórico. Sin
embargo, junto con todo el orden socioeconómico, los sistemas de pensamiento
colectivo también entraron en crisis y ello se manifiesta en un declive de esta
123
práctica pictórica. Es evidente la constante exposición de los grupos peninsulares a
influencias externas, pues entonces se introducen a Baja California tradiciones
rupestres originarias de California, el Suroeste y la Gran Cuenca, que incluso en
algunos sitios se encuentran conviviendo con una etapa final del arte mural. Otros
rasgos ajenos que fueron adoptados de aquellas zonas por los californios son el
arco y la tecnología lítica de puntas de flecha.
La cultura arqueológica Comondú tiene una distribución geográfica que
abarca desde el límite norte del Desierto Central hasta la región de bahía de La Paz,
y temporalmente se sitúa de c. 500 DC hasta el siglo XVIII DC. Los aspectos más
característicos de esta cultura son:
o Arte rupestre Gran Mural tardío, abstracto y esquemático.
o Puntas de flecha pequeñas, triangulares y aserradas.
o Prácticas mortuorias de entierro y cremación.
o Poblaciones medianas, especializadas en la explotación local.
o Asentamientos mayores y semi-permanentes.
o Una subsistencia basada sobre todo en la recolección de plantas y
moluscos y, en segundo término, la caza y pesca estacional.
o Amplios circuitos de complementación económica; dentro y hacia
fuera de la península.
o Una organización social tribal estructurada a partir de las relaciones
de parentesco clasificatorio.
Hacia finales del siglo XIII DC tuvieron lugar drásticos cambios climáticos y
demográficos que afectaron profundamente el modo de vida de los grupos
humanos a escala regional. En Baja California, la irrupción del régimen pluvial
bimodal, entre 1250 y 1450 DC, condujo a los grupos del interior a concentrarse en
la costa, lo cual alteró las redes de intercambio y, fundamentalmente, las relaciones
grupales.
124
Todo ello habría conducido a la pérdida gradual de la tradición Gran Mural,
por lo que podríamos esperar que las fechas más tardías de estas manifestaciones
se remonten al siglo XIV DC.
Desde 1430 DC, las condiciones ambientales permitieron a las poblaciones
peninsulares repoblar las sierras y el interior. A partir de entonces, los sitios Gran
Mural fueron reutilizados por los grupos cochimíes tanto en su función original de
lugares ceremoniales, como para habitación temporal.
En la época misional y colonial, los cañones de las sierras fueron recurridas
por los indígenas para refugiarse del dominio europeo y el azote de las epidemias.
Con la extinción de los habitantes originarios del Desierto Central, la mayor parte
de estos lugares no volvieron a ser ocupados. En los últimos cien años, los abrigos
y cuevas pintados más accesibles han sido “redescubiertos” por los rancheros y sus
cabras, así como algunos viajeros e investigadores.
Hoy son los arqueólogos e historiadores quienes se han dado a la tarea de
visitar las sierras centrales de Baja California con el fin de registrar y documentar la
mayor cantidad de sitios rupestres Gran Mural con el fin de estudiar y preservar
este magnífico patrimonio cultural.
Conclusiones
Desde hace años se venía haciendo evidente que era necesario reconsiderar
los esquemas propuestos para el pasado cultural de Baja California. En este
aspecto, el arte rupestre Gran Mural ha señalado el camino de la arqueología
peninsular. La cuestión de la filiación crono-cultural de esa tradición pictórica nos
ha llevado a esbozar modelos sobre la ocupación y desarrollo humanos en ese
territorio.
Esos modelos han ido cambiando a medida que el cuerpo de información
arqueológica ha ido aumentando. Tradicionalmente, el arte mural se había incluido
125
dentro del “complejo arqueológico Comondú”, atribuido a los grupos peninsulares
históricos conocidos como cochimíes.
En su momento, las dataciones de cueva del Ratón, que colocaban a la
tradición Gran Mural en 5000 años AP, convocaron a replantear la secuencia
ocupacional del Desierto Central y las asociaciones entre materiales arqueológicos
y poblaciones humanas. Y aunque ese llamado no fue del todo atendido, una vez
más la información proveniente de la tradición Gran Mural nos obliga a reflexionar
sobre los modelos de la prehistoria regional.
La antigüedad de 7500 años AP estimada para el friso de la cueva de San
Borjitas ha requerido una cuidadosa reevaluación del contexto arqueológico del
Gran Mural. El resultado, más que rechazar, nos ha llevado a enriquecer los
planteamientos existentes. Y esperamos que, del mismo modo, la presente
propuesta sea analizada, evaluada, corregida y ampliada conforme los datos sobre
la historia cultural de Baja California se incrementen.
Por lo pronto, podemos formular las siguientes hipótesis con respecto a la
tradición rupestre Gran Mural del Desierto Central de Baja California:
1) Su fecha más temprana, c. 7500 AP, cae dentro del episodio climático
Altitermal (6050-3050 AC).
2) Surge en el seno de grupos cazadores-recolectores pretribales.
3) Se da en el contexto de actividades ceremoniales.
4) En ella se expresan, y a través de ella se refuerzan los sistemas de valores
que condicionan la cohesión social.
5) Involucró a más de un grupo etnolingüístico.
6) Implicó, al menos, a dos culturas arqueológicas; Grandes Murales (7500 –
1450 AP) y Comondú (1450 - 150 AP)
Proponemos también la siguiente secuencia cultural para el Desierto
Central de Baja California:
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Cultura Temporalidad
Comondú 1450 – 300 AP
Grandes Murales Fase Gypsum- Coyote 3500 – 1450 AP
Grandes Murales Fase Pinto-Concepción 7500 – 3500 AP
La Jolla 8000 – 3000 AP
Tradición de los Lagos Pluviales Occidentales 10000 – 8000 AP
Clovis 12000 - 10000 AP
Tradición Pictórica Gran Mural
Consideraciones finales
Hoy por hoy, continúa siendo válido que “las pinturas rupestres de Baja
California [...] constituyen la mejor clave para la resolución del problema histórico
de la Península” (Dahlgren y Romero 1951: 162).
Por tanto, esperamos que este trabajo sirva como un punto de partida para
que futuras investigaciones prosigan en la reconstrucción y explicación del
desarrollo cultural de los grupos humanos que han habitado Baja California.
Asimismo, hemos intentado mostrar que el arte rupestre es una herramienta
invaluable en la investigación arqueológica, cuya sensibilidad refleja los procesos
históricos por los que ha pasado una sociedad. Por ello, es necesario que los
estudios consiguientes mantengan una visión totalizadora del fenómeno rupestre,
analizándolo dentro de su contexto arqueológico general, y no como una
manifestación artística aislada.
127
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