Tiempos políticos y tiempo histórico: occasio y coyuntura

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Tiempos políticos y tiempo histórico: occasio y coyuntura Resumen: Tomando como base las diferentes concepciones culturales del tiempo y proponiendo una distinción entre la política como un sector específico de las acciones humanas y lo político como un ámbito en el que se pueden ejercer acciones políticas pero también de otra índole, se desarrollan en este ensayo las modalidades de relación entre el tiempo de la política y el tiempo de lo político, sobre todo en la modernidad, cuando lo político aparece como esfera autónoma. Más aún, el desarrollo de la modernidad en el siglo XVIII replantea la conexión entre el tiempo de la política y de lo político y el tiempo de la historia: si antes de las ideologías del progreso las instituciones políticas eran conceptualizadas como producto de la historia, en ese siglo se comienza a gestar la idea de la posibilidad de cambiar la historia desde lo político y la política. Dos conceptos, uno antiguo y de tradición clásica, el otro relativamente nuevo, pueden ser sintomáticos de estas concepciones de tiempo: el primero es occasio, oportunidad, ocasión, momento oportuno, que jugó un papel importante en el cálculo político de Maquiavelo pero que ahora va siendo relegado a un segundo plano. El segundo es coyuntura, que no sólo ocupa el lugar del anterior sino que implica la idea de articulación entre plazos de la historia y entre la historia y la política. Cabe

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Tiempos políticos y tiempo histórico: occasio y coyuntura

Resumen: Tomando como base las diferentes concepciones culturales

del tiempo y proponiendo una distinción entre la política como un

sector específico de las acciones humanas y lo político como un

ámbito en el que se pueden ejercer acciones políticas pero

también de otra índole, se desarrollan en este ensayo las

modalidades de relación entre el tiempo de la política y el

tiempo de lo político, sobre todo en la modernidad, cuando lo

político aparece como esfera autónoma. Más aún, el desarrollo de

la modernidad en el siglo XVIII replantea la conexión entre el

tiempo de la política y de lo político y el tiempo de la

historia: si antes de las ideologías del progreso las

instituciones políticas eran conceptualizadas como producto de la

historia, en ese siglo se comienza a gestar la idea de la

posibilidad de cambiar la historia desde lo político y la

política.

Dos conceptos, uno antiguo y de tradición clásica, el otro

relativamente nuevo, pueden ser sintomáticos de estas

concepciones de tiempo: el primero es occasio, oportunidad,

ocasión, momento oportuno, que jugó un papel importante en el

cálculo político de Maquiavelo pero que ahora va siendo relegado

a un segundo plano. El segundo es coyuntura, que no sólo ocupa el

lugar del anterior sino que implica la idea de articulación entre

plazos de la historia y entre la historia y la política. Cabe

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mencionar que una versión menor de este texto fue presentada como

ponencia en el II Congreso Nacional de Antropología Social y

Etnología (Morelia, Mich., 19 al 21 de septiembre de 2012).

Adán Pando Moreno es antropólogo social titulado con una tesis

sobre el culto al Hermano San Simón en Guatemala. Maestro en

filosofía de la cultura por la Facultad de Filosofía de la

Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo con un trabajo

de tesis en el que se compara el Estado en El Príncipe de N.

Maquiavelo con la Utopía de T. Moro como producciones de la techné

política. En la actualidad está en el último año del doctorado en

el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UMSNH con un

proyecto sobre el oficio de consejero en el Renacimiento y el

ethos político de la modernidad. En su desempeño profesional ha

estado vinculado al quehacer político, en especial como analista

de coyuntura y asesor.

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Tiempos políticos y tiempo histórico: occasio y coyuntura

Antr. Adán Pando Moreno

1. Tiempo, cultura, historia.

Ha sido motivo de estudio para la antropología, social y

cultural, lo que podemos llamar las formas culturales del tiempo,

su representación y su uso. Para una disciplina que construyó su

autonomía epistémica en y desde el Occidente moderno, pero mirando

hacia las culturas no occidentales y premodernas, ha sido

relevante la comparación entre esas formas del tiempo en las

culturas tradicionales, ágrafas (llamadas primitivas en los

inicios evolucionistas de la disciplina) y las formas modernas.

Si bien es cierto que durante muchas décadas tuvo preeminencia el

estudio del tiempo en “los otros” y sólo recientemente ha cobrado

importancia el estudio del tiempo entre “nosotros”.

Desde los estudios ya clásicos de Henri Hubert a principios del

siglo XX hasta las reflexiones contemporáneas de Marc Augé,

pasando por M. Mauss, E, Durkheim, E. Leach, Edward T. Hall, C.

Lévi-Strauss y un largo etcétera (cfr. Estudios del Hombre, en

particular pp. 27 - 50), las formas culturales del tiempo en las

culturas tradicionales han sido analizadas, aproximadamente, con

los siguientes parámetros:

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a) La oposición de un tiempo continuo frente a uno discontinuo

tanto como la continuidad y la discontinuidad en el tiempo.

b) La oposición entre un tiempo ordinario y un tiempo

extraordinario.

c) La oposición entre la concepción del tiempo susceptible de

contarse en unidades isomorfas (en tamaño y cualidad) y la

concepción del tiempo en unidades inconmensurables.

d) La oposición entre el tiempo cíclico y el tiempo rectilíneo

y, por lo tanto, la dirección del tiempo, si es reversible o

recursivo.

Estos cuatro pares de oposiciones son atravesados por un eje uno

de cuyos polos se imbrica, en particular, con el inciso d). Nos

referimos a la cuestión axial de la teleología del tiempo. Una

teleología puesta como predeterminada acaba por constituir un

determinismo; es decir, la idea de que existe una finalidad ya

establecida en el decurso del tiempo, que el devenir es un

advenir, conlleva que cualquier acontecimiento del presente pueda

ser leído ya como presagio, ya como revelación: el futuro le da

un sentido determinado al presente, le determina un sentido al

presente. Este es el caso claro de la escatología soteriológica

cristiana. En cierta forma es también la de los tiempos

circulares del mito. O, incluso, la de una noción de la física

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del universo que lleva al cosmos irremisiblemente a la entropía,

al punto de mínima energía. Pero, aunque parezca contradictorio,

no toda teleología tiene que ser predeterminada y determinista;

no al menos si se entiende que la tendencia a un fin no significa

ni la existencia previa de ese fin ni su conocimiento. Ni toda

concepción del tiempo y el devenir tiene que ser teleológica.

Habremos de regresar a esta cuestión axial pero por ahora

volvamos al enfoque cultural y sus cuatro pares de oposiciones.

Las culturas tradicionales, de manera típica aunque no

absolutamente, pueden concebir y vivir en un tiempo ordinario

continuo isomorfo, digamos el transitar de los días (sea cual sea

su forma de medirlos y contarlos); ese tiempo se rompe

cíclicamente en un momento determinado, al abrirse al tiempo

extraordinario epocal e inconmensurable de y en el rito, el cual

a su vez es un tiempo cíclico por definición. O, dicho de otra

forma, hay dos tiempos de distinta naturaleza que se cruzan: el

tiempo profano y el tiempo sagrado. Y, sin embargo, ambos son

tiempos cíclicos en el que la rueda del primero, del profano,

queda subsumida a la rueda del segundo, el sagrado (Eliade 1988,

Eliade 1993).

El pequeño sistema de cuatro pares de oposiciones antes

mencionado sirve de modelo para que otras categorías temporales

encuentren su lugar: duración, momento, instante, época, etapa,

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las divisiones antes/después, pasado/presente/futuro, occasio,

kairós, etc. A guisa de ejemplo, es sabido que en muchas culturas

tradicionales, tales como las sociedades tribales del África

occidental y central, hay dos pasados, uno de corta duración,

cercano cronológicamente al hablante, funcional y ordinario,

podríamos decirle cotidiano; y otro pasado denominado de manera

frecuente pero inexacta como “lejano” que es el pasado ancestral,

epocal, de duración indeterminada, de carácter casi sagrado que

tiende a fundirse en un tiempo mítico. Pues bien, un mismo

evento, un mismo acontecimiento puede pertenecer a ambos marcos de

referencia, según sea narrado: la muerte del padre del hablante

puede ser relatada anecdóticamente como algo que ocurrió hace

poco, el mes pasado, por una mordedura de víbora; pero es,

simultáneamente, el tránsito del penúltimo de los descendientes

de los ancestros del hablante a la comunidad en la que todos los

antepasados se reúnen (suponiendo que el hablante es en efecto el

último de los descendientes).

Conviene aquí tener en mente dos posturas sobre la distinción

dual del tiempo. La una, la de Norbert Elias, el tiempo como dato

natural pero con dos visiones, una “objetivista” y otra

“subjetivista”, según se entienda la primera de una manera

puramente física o la segunda dependiente de la conciencia

(Elias, 1997). Otra, la de Giacomo Marramao en su obra Kairós, en

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la que expone una partición entre el tiempo físico y el tiempo

psíquico, siguiendo un aforismo de Einstein pero, sobre todo,

como una “profunda e invisible herida” en el siglo XX: la

oposición (“desde Bergson hasta Husserl y Heidegger”) entre “la

sensación subjetiva e interior de la duración” y “un tiempo

impropio, inauténtico pero mesurable” (Marramao, 2008, todas las

comillas vinen de la p. 27). Sin embargo, ambas posturas no

necesariamente se corresponden de modo biunívoco entre sí. Lo que

ambas posturas comparten y que nos interesa rescatar es que, sea

lo que sea el tiempo, no parece haber manera de entenderlo en sí,

el tiempo no es independiente de nuestra percepción o noción o

conciencia de él, aún concediendo la existencia de un tiempo

físico que pudiera actuar y producir efecto.

Una parte de lo que Occidente se ha relatado, de su propia

versión de sí mismo, es que vive en un tiempo distinto, moderno,

un tiempo esencialmente marcado por lo continuo, ordinario,

susceptible de cronotomía, rectilíneo e irreversible. Un tiempo

pretendidamente fundado en hechos objetivos que concuerdan con un

relato racional mas, sobre todo, con un control real de la

sucesión, del ritmo, de la hora. Pero el principal descubrimiento y

sorpresa de la antropología --como ha ocurrido en otros casos de

su historia desde mediados del siglo XX- no ha sido sólo aquel

funcionamiento de las formas culturales del tiempo en las

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culturas tradicionales sino que estas formas culturales también

operan en el Occidente, así sea de modo paralelo o subrepticio y

sigiloso (cfr. Lévi-Strauss, sobre todo la segunda parte del

capítulo VIII “El tiempo recuperado”).

Al irse reconociendo esta factor común entre las culturas

tradicionales y la occidental resultó inevitable que impulsara un

giro en las concepciones del tiempo y de la historia. Como es

sabido, los llamados pueblos primitivos eran considerados como

pueblos ‘sin Historia’, no porque fuera imposible pensar un

movimiento de sus sociedades en el tiempo, sino (1) porque ese

movimiento era siempre el mismo, sin avance ni retroceso y (2)

porque son culturas que carecen de toda clase de documento (no

sólo escrito, incluso narrativo oral) que permitiera reconstruir

hitos pasados: no hay relato histórico (Historia) sólo hay mito;

más allá del tiempo funcional, toda referencia se sumirá en un in

illo tempore mítico. Digamos, de paso, que se creía que sólo se

superan estos dos puntos cuando estas culturas son absorbidas por

la ‘historia universal’, cuando entran al ámbito del mundo

occidental.

El enfoque que adoptó la antropología -y otras disciplinas junto

con ella- para superar esta palinodia fue reconocer que no todas

las culturas tienen la misma correspondencia entre su historia

objetiva (res gestae) y la narración de la misma (rerum gestarum).

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Cada cultura podría tener sus procesos de historia objetiva (ya

sea que así lo nombre un observador interno o uno externo) y sus

estructuras narrativas y diégesis. Lo que hemos llegado a

identificar como cultura occidental se caracteriza por tener una

narración denotativa y metonímica, mientras que las culturas

tradicionales frecuentemente tienen una narrativa connotativa y

metafórica. Esta diferencia en el orden del relato queda más

descubierta cuando ‘historia’ no es concebido sólo en tiempo

pasado sino también futuro: a la narración mítico metafórica del

pasado le corresponde, en la mayoría de los casos, un tratamiento

profético del futuro. La profecía nunca se resuelve bajo la

fórmula de “todo seguirá igual”, si el tiempo narrativo mítico

del pasado parece un continuum uniforme, el tiempo narrativo

mítico del futuro (la profecía) parece siempre el de la ruptura.

La profecía siempre anuncia de modo simbólico un evento por

venir, un aparecer nuevo, un emerger, un acontecer, con mayor o

menor grado de inminencia.

La ciencia moderna, la historiografía moderna, sigue el modelo

epistémico de darle al pasado una explicación y al futuro una

predicción. En este proceder, sin embargo, hay que observar dos

puntos: primero, que la predicción supone como normal el

cumplimiento de las leyes –naturales o históricas, si se cree en

ellas-, es decir, la continuidad es la normalidad; la predicción

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de una excepción, de una anormalidad, causa alarma (y sería

análogo a la profecía). Es señal de la irrupción del caótico azar

en un mundo que debía estar regido por el continuismo de las

leyes. La clarividencia sobre el futuro, las funciones del

oráculo, el vaticinio, el augurio, el presagio, el auspicio, sólo

cobran sentido en cosmovisiones para las que el futuro es

inherentemente incierto. Segundo, que bien mirado el asunto, la

validez de la predicción futura está basada en la exactitud de la

explicación pasada, pero la explicación es ex post, está alimentada

con algo que pasó, que ya pasó, que está en el pasado. Luego,

nuestra capacidad de decir lo que va a venir tiene que ver con

nuestra capacidad de decir lo que fue. Reaparece aquella cuestión

axial que antes habíamos dejado un poco de lado, la cuestión

teleológica del tiempo reaparece ya sea con la misma imagen ya

sea con otro ropaje.

Debemos decir, entonces, que: (1) estas características

epistémicas modernas de una narración no mítico metafórica, sino

denotativo metonímica, son características conservadas en la

modernidad pero no inventadas por ella. Las encontramos en los

clásicos griegos y latinos, porque una parte de Occidente nació

antes de la modernidad. (2) No podemos eliminar la sospecha de

que, en el fondo, la narración metonímica sigue cumpliendo

funciones metafóricas, de que sólo hemos sustituido un mito por

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otro, aunque tengan estructuras diferenciadas (acercándonos al

sentido de la crítica de la secularización que hace Marramao

1989, pp 53 – 68 y 157 - 161).

En estas apretadas líneas tenemos como supuesto la hipótesis de

que la concepción moderna del tiempo, en general, es también, al

igual que en las culturas tradicionales, una serie de elecciones

sobre el mismo modelo de cuatro pares de oposiciones. No decimos

que sea el mismo conjunto de elecciones, no, por el contrario:

ante el mismo modelo, distintas culturas hacen sendas elecciones.

Cierto es que un conjunto numeroso que hemos englobado en la

categoría de culturas tradicionales tienen elecciones de opciones

muy semejantes (un tiempo cíclico discontinuo entre el tiempo

profano y el sagrado). También es cierto que ciertas

combinaciones de opciones son lógicamente impracticables (por

ejemplo, un tiempo extraordinario reversible), al menos para

culturas concretas, y, si las hallamos, es sólo como anécdota

literaria o como expresión artística (un tiempo rectilíneo

discontinuo de unidades isomorfas quizá sólo es concebible en la

música). Sabemos que esta suposición podría ser estudiada

interculturalmente con los mismos criterios expuestos más arriba;

podríamos preguntarnos, por ejemplo, si en un marco de tiempo

universal habría un tiempo continuo entre las culturas

tradicionales y entonces las modernas constituirían una

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discontinuidad extraordinaria respecto de las tradicionales;

podríamos convertir, pues, la pregunta en un problema de segundo

grado o construir un bonito oxímoron, pero los oximorones bien

construidos merecen deferencia, el trato digno de la ironía; en

esta ocasión habremos de seguir ese camino.

La idea central de este ensayo es, pues, que en la modernidad

existe un tiempo de la política y existe un tiempo de lo

político. Para poder explicar esta idea es preciso establecer la

diferencia entre la política y lo político.

2. Tiempos políticos.

Estos términos (la política, lo político) tienen sobre sí una

historia polémica. Por una parte, política es un concepto que ha

variado su extensión, o, mejor aún, un término que ha abrazado

varios conceptos. Desde el más básico que remonta a su origen

para abarcar todo lo referente a la vida de la polis y, por ende,

se hace coextensivo a lo cívico y lo público, y también lo

económico y lo social. Hasta el que lo entiende rudimentariamente

sólo como un enfrentamiento de sujetos o actores, que son o

representan fuerzas sociales, por alguna clase de poder (lo que

en inglés se entiende por politics), confrontación más no

necesariamente conflagración.

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La política es la suma vectorial de intentos de distintos sujetos

por realizar o actualizar (poner en acto) sus sendos proyectos de

vida comunitaria organizada en una sociedad. No hay política sin

polemática, sin pugna, sin lucha; pero la política no es

únicamente esa lucha.

La política es, dicho sea para simplificar, la práctica por

antonomasia de relación con el poder, principalmente el poder que

es en sí -o puede ser traducido como- dominio en el sentido

weberiano. El poder, en especial en cuatro sentidos: (a) poder

como fuerza, número, cantidad, contra con los medios necesearios

para un fin. (b) poder como mantenimiento del orden, regularidad,

capacidad de veto. (c) poder como obediencia, capacidad de mando,

ya sea con aquiescencia ya sea por disuasión del grupo mandado,

una fuerza simbólica. Por supuesto, no se considera aquí

‘política’ por apócope de ciencia política.

Por su parte, uno de los usos del término ‘político’ ha sido en

acepción puramente adjetiva, como Ch. Mouffé (pp. 15-21). En una

acepción sustantiva, ‘político’ fue difundido (tal vez acuñado)

por C. Schmidt en un sentido derivado del adjetivo ‘fenómeno

político’, algo similar de lo que acabamos de definir por

política: es una contienda que se basa en la diferencia real

entre bandos amigos y enemigos. Dicha contienda tiene un carácter

de grupo, que abarca a la sociedad, no de conflicto entre

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privados. Para Schmitt y sus seguidores, lo político es el punto

de máxima intensidad de los conflictos entre grupos antagónicos

cuya resolución definitiva sería en última instancia la fuerza

(aunque muchas veces no se llegue a la fuerza física, existe

siempre esta posibilidad en el horizonte. Cfr. Schmitt, 1963).

Pensamos que Schmitt confunde la condición mínima necesaria con

la situación normal suficiente. Su concepción dicotómica,

diríamos maniquea, en la que dos bandos y sólo dos entran en

antagonismo es la condición mínima de la pugna política,

analíticamente la más simple, pero en lo absoluto es la única ni

la que más comúnmente encontramos en la realidad.

Puede haber dos grupos y no ser siempre antagónicos, puede haber

dos grupos antagónicos y no resolverse siempre en pelea. Puede

haber dos grupos antagónicos y no caer en un juego de suma cero

(es posible que ganen los dos, empatar, o perder los dos). Esta

es la forma típica de antagonismo moderno que podemos llamar

‘económica’, siguiendo la definición de economía de Weber: cuando

dos grupos compiten por un mismo bien pero no uno contra el otro.

La relación mínima extrema como la platea Schmitt es la guerra,

en la cual no se compite por un bien sino por el dominio (o

aniquilación) del contrario (postura refutada ya por,

curiosamente, C. von Clausewitz). Y, claro, puede haber más de

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dos grupos. Entonces, además de las relaciones de antagonismo y

sus grados existirán las relaciones de filoagonismo y sus grados.

Por ello sostenemos que Schimtt acierta en señalar un espacio

social que se aparece como nuevo pero yerra en su intento de

definición de lo político porque, a fin de cuentas, lo

circunscribe a la política reducida a la potentia.

El marxismo, en una de sus muchas vertientes, se ha hecho eco de

esta distinción, pero en un sentido diferente al de C. Schmitt.

En un intento de integrar la línea althusseriana con el

pensamiento de Gramsci, Nicos Poulantzas entiende por ‘lo

político’ la supersestructura jurídico-política, vale decir, el

Estado; y por ‘la política’, “las prácticas políticas de clase”

(Poulantzas, p. 33). Esta idea fue ampliamente difundida gracias

al manual de materialismo histórico de Martha Harnecker; sin

embargo, con el pasar de los años Althusser afinaría mucho más su

propia concepción, y Poulantzas intentaría hacerlo también,

aunque sólo lo lograra en una medida menor no por falta de

voluntad sino por la abrupta interrupción de su vida.

Para nuestros propósitos, la importancia de la distinción radica

en que la política es un fenómeno transhistórico y de todas las

sociedades; mientras lo político es un ámbito específicamente

moderno. No podemos detenernos a pormenorizar otros conceptos de

lo político. Baste apuntar los desarrollos de E. Dussel (pp. 49-

16

51), quien atinadamente indica las distinciones que hace Schmitt

al interior de la categoría de enemigo, aunque a nuestro juicio

insuficientes para admitir las tesis del autor austriaco.

Lo político es el ámbito social, de dimensiones virtual

simbólicas y también fácticas, racionalizado y racionalizante:

racionalizado porque se ajusta a un sistema de conceptos

jurídicos y fácticos, conceptos cristalizados en instituciones

concretas, para cuya consecución como fines lo político es un

medio y a través del cual se intenta racionalizar la política.

Cuando decimos racionalizado y racionalizante implicamos ciertas

categorías o valores de sanción específicamente de lo político,

así, lo político está validado y valida, es legítimo y legitima,

etcétera.

En su carácter, de modo análogo a lo que ocurre con lo económico,

lo político es autónomo, autotélico y autorreferente. Pretende

ser de modo simultáneo la ‘cancha’, las reglas del juego de la

política y su árbitro. En cierta forma, es el único espacio

validado para hacer política si no se quiere caer en el argumento

de la violencia ilegítima, de la fuerza bruta.

Lo político se asume a sí mismo y se presenta como neutro, por

encima de las fuerzas políticas en juego, exactamente como la

teoría liberal del Estado, pero revela su índole política, de

actor y fuerza, cuando recurre a la razón de Estado (y, tal vez

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por eso, existe una especie de pasión culposa en los estadistas

cuando se recurre a ella, se alude al “no tuve más remedio que…”

como si no hubiera sido un acto volitivo sino una defensa

ineludible). El recurso de la razón de Estado descubre ante lo

público pero también ante los agentes de lo político ese carácter

inconsciente inconfesable de ser actor. No obstante, se reconoce

que no es un actor como cualquier otro: lo político siempre es

una metapolítica.

Es un ámbito demarcado por conceptos que señalan la frontera

entre lo jurídico y lo fáctico, entre la política formal y la

realpolitik: soberanía, legalidad, legitimidad, etcétera.

(Reconocemos la deuda que los párrafos anteriores tienen,

globalmente considerados, con las tesis de Bolívar Echeverría).

El ámbito de lo político aparece como un ethos (o, al menos, como

parte de un ethos) racionalizante de las acciones políticas.

Tiende a igualarse con el Estado, pero parece más útil

metodológicamente, entender por un lado lo político y por otro el

Estado como dos conjuntos que se intersectan en mayor o menor

superficie. En realidad, desde el punto de vista histórico, es la

noción de res publica, la república, lo que parece más cercano a la

idea de lo político.

Lo político se configura en la modernidad a partir de reacomodos

y ‘expropiaciones’ de otras esferas propias de la vida social

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premoderna. Por ejemplo, para que existiera lo político y fuera

socialmente reconocido (es decir, que el conjunto de la sociedad

avalara, incluso sin participar, la existencia de este espacio)

debía existir un espacio público, diferenciado a la vez tanto en

lo real de lo colectivo-comunitario, como en lo formal del

derecho público heredado de Roma. Un espacio público abstracto,

el espacio en el que habitaran las formas legales, incluso y no

obstante, contra con el consenso comunitario concreto (existen

suficientes casos históricos que ejemplifican la oposición desde

el siglo XV, aún el XIV, entre los intereses ‘públicos’ de una

comunidad y lo que comienza a ser el ‘interés público’, el

‘supremo interés de la nación’: Castilla, las colonias en el

Nuevo Mundo, etc).

Si bien es cierto que la esfera de lo político no es la única que

aparece en la modernidad sino que aparece también, por ejemplo,

la esfera de lo económico (como parte del proceso de

secularización o laicización), es preciso señalar que todas estas

esferas son independientes unas de otras. No queremos decir que

no estén concatenadas, al contrario, cada una de las esferas está

intersectada con otra u otras, pero no hay ninguna relación de

determinación entre ellas.

Lo político, entonces, comprende tanto dimensiones virtual

simbólicas (o, mejor dicho, fictas): los relictos que quedaron del

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imperium y que la modernidad supo aprovechar; como reales: los

fragmentos reacomodados del dominium, ahora más primordialmente

económico que de señorío territorial. Pero, si bien no cabe duda

de que el dominium constituye el elemento fundacional de todo

poder individual (uno tiene el poder de hacer libre uso y abuso de

sus propiedades, de su cuerpo, etc.), es precisamente ese

carácter el que lo excluye del poder público: lo político no debe ni

puede ser visto como patrimonio de ningún individuo.

Refirámonos ahora a la cuestión temporal entre la política y lo

político. El tiempo de la política se ha ido afinando a lo largo

de los siglos: es el tiempo del cálculo, del momento oportuno

para actuar (cuándo y cómo actuar en función de la obtención de

un beneficio propio o la reducción de un perjuicio propio o la

obtención de un perjuicio del adversario o la minimización de un

beneficio del adversario o una combinación de éstas). Pero no

pasemos por alto que ha sido también, entre otros, un tiempo

estacional, en una época en que las acciones militares eran

imposibles en el invierno europeo, la capacidad de disuasión en

esa estación variaba notablemente.

Hemos hecho mención constante acerca del papel racionalizador de

lo político sobre la política, no obstante, hay que aclarar que

la racionalización de la política no es moderna en lo absoluto,

es muy antigua (y por eso los consejos de SunTzu o de Frontino,

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de Xenofonte o de Tácito, de Kautilya o de Maquiavelo, siguen

siendo útiles). La racionalización de la política de es muy

antigua en tanto cuanto es racionalización de la eficacia: ¿qué

acción es “mejor”, más eficaz, para llevar a cabo los planes?

Eficacia que bien puede entenderse en un estrecho sentido militar

o en una fórmula más compleja de cálculo entre beneficio, costo y

riesgo. Puede ser entendida, incluso, como una racionalidad

técnica.

El tiempo de lo político, en cambio, es un tiempo moderno. Pero,

dado que, según hemos asentado, es un ámbito que intenta

racionalizar la política bajo criterios específicos y que subordinen la

racionalidad polemática (de lucha, de pugna) propia de la política, uno de los

factores que habrá de intentar racionalizar es, entre otros, el

tiempo de la política. Como dijimos, los fundamentos de esta

racionalización ya existían y de ellos se aprovechó la

modernidad.

La diferencia sustancial es que antes del advenimiento de la

modernidad, la concepción de la política era subsidiaria de la

religión y de la ética (entendida en su sentido deóntico formal).

En clave explicativa, la política era un epifenómeno de la

historia: las formas de gobierno, las constituciones, los

ejércitos eran producto de la historia. Los grandes personajes,

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los héroes, los militares, los autarcas, pasaban a la historia,

ellos por ellos mismos. No hacían pasar a la historia.

La modernidad inventó la posibilidad de invertir el orden. La

puerta, como en las cocinas, se empuja y se abre para los dos

lados. Una política de tiempo racionalizado conforme a la

historia: la política pudiendo cambiar de rumbo la historia. Luc

Ferry en Filosofía Política II apunta a algo semejante apoyándose

en Castoriadis; “la historia es un proceso simultáneamente racional

y dominable” (Ferry, 1997, p. 11). Con base en la creencia de que

la historia tiene una racionalidad causal la historia “puede ser

el objeto de una <<ciencia>>” (ibidem) que conocerá plenamente su

objeto y marcará fines de la acción humana (ibidem): así sería

ciencia explicativa y moral fundada. Cierto es que Ferry hace su

análisis principalmente para desentrañar el transfondo del

totalitarismo staliniano y siguiendo una concepción peculiar de

historicismo (muy cercana a la de Popper). Ahora bien, Ferry

atribuye la originalidad de esta concepción de racionalidad

histórica al idealismo alemán pero, a juicio nuestro, los

elementos que señala Ferry se encuentran ya presentes en las

ideologías del progreso. Habría, del mismo modo, una diferencia

en la teleología de lo histórico y de lo político entre estas dos

posiciones, teleología que tiene sus efectos sobre la concepción

del tiempo. Lamentablemente excede los límites de este ensayo la

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profundización que ameritarían las tesis de Ferry (en especial

las preguntas de la p. 16), tarea que habrá de esperar mejor

ocasión.

La idea del tránsito de la historia a la política es clásico, la

idea de la posibilidad del movimiento inverso se fue dando

paulatinamente y la encontramos cristalizada a mediados del siglo

XVIII en que adquirió un carácter definitivo con la noción de

progreso. Como sabemos, la noción de progreso requería el

sustrato del tiempo rectilíneo, un tiempo no cíclico, no

elíptico, pero, además, que fuera ascendente. El precedente de

esta noción de tiempo para la historia es la historia de

salvación de Agustín de Hipona.

Tenemos, entonces, dos lógicas que no son necesariamente

homogéneas y compatibles, pero que la modernidad ha puesto

juntas: la política y lo político. Entre ambas puede haber

contradicciones concretas de funcionamiento. Pero, sobre todo,

sostienen relaciones diferentes con la historia.

El tiempo de lo político se quisiera continuo, ordinario, lineal

y ascendente (y, en este otro sentido, sólo sería newtoniano si

hay una fuerza que la impulse más allá de la inercia). Es el

tiempo del progreso en el cual lo político es el ámbito que

ordena, que organiza, que conduce esa fuerza. Conducir es

voluntario pero el progreso es una fuerza inmaterial, ciega;

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todos los pueblos tenderían a progresar si no hubiera algo que

los lastra, que los detiene. Se racionaliza mejor un cambio

simplemente acumulativo, incrementalista, utilitario.

Frente al tiempo de lo político, el tiempo de la política parece

feraz, es el tiempo que lo político trata de domeñar. El tiempo

de la política es discontinuo, donde lo único constante es el

cambio, o, quizá, el cambio no es permanente pero es lo esencial

en la política, la alteración en el sistema de fuerzas. El tiempo

de la política no se mide, entonces, por unidades repetibles,

sino por momentos singulares extraordinarios. En la política un

día nunca es necesariamente igual al otro. La política parece

avanzar a saltos, con espasmos, si consideramos que ‘avanzar’

siempre será relativo a la estrategia de los actores en juego.

Parece que lo político reclamará siempre un gobierno de leyes, y

la política siempre uno de hombres, pero esta impresión es falsa.

Los pares de conceptos asociados ordinario – ley (y toda su

constelación semántico política: orden, estabilidad, etc.) es

también una idea antigua que fue expropiada y adaptada por la

modernidad. El otro par conceptual extraordinario – acción (y

toda su constelación semántico política: corte, ruptura, cambio,

revolución, héroe, etc.) no fue, en cambio, adoptado por la

modernidad sino sólo en el ámbito mítico de la fundación del

Estado.

24

El tiempo de la política, objeto que lo político trata de

racionalizar, se muestra como de índole contraria a ese ámbito

racionalizador. El principal elemento común es que ambas

concepciones han dejado de lado el tiempo cíclico. Pero la

política siempre conservará un halo primitivo, un poco salvaje,

tradicional, respecto de los esfuerzos domesticadores de lo

político. Aunque no se reduzca a pura potentia ese factor estará

siempre presente en la política.

Esta es la razón por la cual algunas teorías, como el

decisionismo de C. Schimtt y ciertos paradigmas del marxismo,

entienden que el punto de máxima condensación del poder es la

capacidad de decretar lo extraordinario político, el estado de

excepción, la razón de Estado y/o la Revolución. Ese punto de

máxima condensación del poder es el punto en que lo político se

abre necesariamente a la política, pues la excepción siempre lo

es del ámbito de lo político y siempre se resuelve por el

concurso de la política. Por eso mismo, afirmamos que el punto de

máxima condensación del poder es también la cuestión de la

sucesión, especie de contraparte especular del estado de

excepción, la sucesión quiere suponer la continuidad del orden

(“el rey ha muerto, ¡viva el Rey!”), la sucesión se presenta como

el cambio ordenado por lo cual incuba, de modo latente, el

potencial de irrupción de la política.

25

3. Occasio y coyuntura.

Podemos preguntarnos ahora sobre un fragmento de tiempo

cualitativo (una crononimia) de suma importancia para ambos

tiempos políticos: ¿es la occasio un concepto de la política o de

lo político?

El texto de G. Marramao Kairós estudia tanto las vicisitudes

filológicas como la historia del concepto. Nos dice que más que

corresponder al tempus se acerca al concepto de occasio, y trata de

devolverlo al Lebenswelt; el kairós habría perdido parte de su

sentido de momento crucial, momento oportuno, para remitir a “…la

calidad del acuerdo y de la mezcla oportuna de elementos distintos…”

(Marramao, 2008, p. 15), aunque por ello mismo llegara a ser uno

de los ingredientes patogénicos de la modernidad: “Llegados a

este punto se produce una hipertrofia de la expectativa,

patología que se corresponde con una restricción progresiva (sic)

del espacio de la experiencia.” (idem, p. 21).

No podemos reseñar con plenitud la teoría de Marramao pero

debemos adelantar que no estamos totalmente de acuerdo con su

versión. Estamos parcialmente de acuerdo con el diagnóstico (el

síndrome de la prisa, para el caso del libro mencionado) pero

pensamos que la etiología se halla en una especie de

esquizotemporalidad constitutiva de la modernidad, al menos en el

ámbito político, en lo que hemos venido llamando tiempos políticos.

26

La modernidad nos colocó en una especie de concepción relativista

del tiempo donde dos marcos de referencia funcionan en el mismo

lugar (un poco al modo de Einstein). Eso es esquizoide. Produce

una peculiar fractura del tiempo porque no es el hiato del tiempo

sucesivo, no es una dis-continuidad sino la simultaneidad de dos

lógicas.

Concordamos con Marramao en que sería deseable recobrar ese

sentido de la vida con una concepción “kairológica” (el término

es de Marramao) que nos permitiera conducirnos frente a la

impersonal razón instrumental. Pero, además de este bonito

proyecto, pensamos que la misma modernidad se ha impuesto la

búsqueda de la conducción de la historia y ha creído que dicha

conducción está en lo político, ¿o será en la política?

¿Puede la rueda de la historia (imagen deudora, sin duda, de la

rueda de la Fortuna) girar en torno al eje de la política? Están

aquí puestos sobre la mesa una noción determinista y necesaria de

lo histórico, cultural y social (determinismo en varias formas:

la Fortuna, el fatuum, las leyes naturales, las leyes históricas

con la misma fuerza que las naturales, designios divinos), frente

a una de la libertad, la voluntad y la acción (cuestión

emparentada con aquella de Luc Ferry tratada un par de páginas

atrás). Podría parecer una reedición del “mitad Fortuna, mitad

virtù” de Maquiavelo. De hecho, lo es, porque lo que de moderno

27

tenga Maquiavelo no radica tanto en sus soluciones (que en cuanto

a la política son casi antiguas) como en sus problemas.

Hoy en día, en el terreno político, occasio ha sido traducido por

coyuntura. A veces así se hace, si bien en sus orígenes occasio

sólo podía pertenecer o a la esfera de la moral y los deberes

(como en Cicerón) o a la esfera de la política.

Nos inclinamos, empero, por discernir entre occasio y coyuntura;

la primera, ocasión, como oportunidad, momento propicio, momento

oportuno, justo, pero un tanto aleatorio, dependiente de ese 50%

de Fortuna que Maquiavelo le atribuye. La occasio parece

presentarse, se nos da o nos es dada, y hay que tomarla. Mientras

que coyuntura puede ser entendida en otras facetas distintas. Por

la importancia que ha cobrado el concepto de coyuntura en el

pensamiento latinoamericano amerita un breve examen.

El término procede de la ciencia económica desde inicios del

siglo XX. “… expresa la voluntad de superar lo discontinuo de las

distintas curvas establecidas por los estadísticos para captar la

interdependencia de todas las variables…” (Nueva Historia, p.

193). Tenía un uso metodológico “…un método que permitiría

revelar el mayor número posible de correlaciones entre las series

aparentemente más alejadas…” (ibidem). El término coyuntura es un

útil metodológico que pretende dar cuenta con criterios de

28

coherencia de series estadísticas presentes, concretas, pero en

apariencia inconexas.

La expansión de la disciplina de la historia económica hizo que

prontamente se exportara el término. La coyuntura es vista como

una especie de ‘respiración’ o ‘pulso’ de la historia de la

economía. En la década de los treinta, Labrousse distingue tres

tipos de movimiento histórico en la economía: de larga duración,

oscilaciones cíclicas y variaciones estadísticamente anómalas que

se presentan perentoriamente. El segundo tipo de movimiento, el

oscilatorio, será parcialmente identificado con la coyuntura

(Nueva Historia, pp. 206–207).

Para mediados del siglo pasado, la historiografía en general ya

se había apropiado del término. F. Braudel, en un planteamiento

similar al de Labrousse pero que rebasa los márgenes de la

historia económica, propone el tiempo de las estructuras, el de

las coyunturas y el de los acontecimientos, largo, mediano y

corto plazo respectivamente, cada uno con sus rasgos propios. De

importancia es el comienzo de esos contrarios complementarios que

serán desde entonces la estructura y la coyuntura (Pomian, pp.

110-111). Será Pierre Vilar, en los setenta, quien abundará en la

relación entre estructura y coyuntura en un marco marxista y de

ampliación sociológica del término.

29

Ya para ese momento el término coyuntura tenía un uso político

con un claro contenido histórico. En este sentido, coyuntura va a

ser tomado, por una parte, como sinónimo de situación presente,

momento actual, correlación de fuerzas en un momento determinado,

o, según la clásica expresión de Lenin, “el análisis concreto de

una situación concreta”. Es el rostro de la política. Todavía en

este nivel de los orígenes puede haber una lectura un poco más

profunda como condiciones de posibilidad para una acción

política. La coyuntura es una disposición particular, una

‘posición’ (como en ajedrez) de los elementos que entran en juego

(incluyendo la estrategia de los actores); hay que resaltar que

es la posición en un tiempo.

Nicos Poulantzas escribe poco antes del famoso libro de P. Vilar

(la primera edición en francés del libro de Poulantzas es de

1968) y ofrece una definición de coyuntura que retoma la misma

oposición respecto de estructura y resalta tres notas

distintivas: (1) su carácter presente, actual; (2) su carácter

social clasista, como enfrentamiento de fuerzas sociales; y (3)

su naturaleza práctico política, relacionada con estrategias y

previsión política (Poulantzas, pp. 110-113). Textos de L.

Althusser (Contradicción y Sobredeterminación, Para Leer El Capital) y de E.

Balibar han sido tomados como antecedentes (o como el lugar en el

que se encuentran las ideas germinales) de esta tesis de

30

Poulantzas. Cierto es que gracias a la difusión de los manuales

de Martha Harnecker esta concepción de coyuntura cobró cartel en

los medios políticos latinoamericanos.

Entre los autores de honda influencia en el pensamiento político

y sociológico latinoamericano, Wallerstein hará una concisa

recuperación de Braudel para lo que el aquel llama la “invención

del tiempoespacio” (sic, Wallerstein, p. 149) como componente de

la comprensión histórica y se inclina por interpretar la historia

coyuntural de Braudel como una de mediano plazo y cíclica “…

cualquier mitad, por así decirlo, de una curva acampanada en una

gráfica” (p. 150).

Para Hugo Zemelman (pensador chileno, avecindado durante muchos

años en México y recientemente fallecido) la coyuntura es

claramente un momento de inflexión de la historia desde los

proyectos políticos y se muestra partidario de rescatar la noción

de “historias posibles” de Braudel.

Este punto amerita un paréntesis con dos notas: primera, la

eclosión del análisis de coyuntura en que ver con una práctica

política directa. En la década de los sesenta en América Latina,

empezando en Brasil, los cambios de orientación eclesiástica a

partir del CELAM da lugar a una intensificación de los grupos

llamados Comunidades Eclesiales de Base (CEBs), una de las tareas

de estos grupos era el “análisis de la realidad” bajo el modelo

31

de “veo- juzgo-actúo”; de este análisis de la realidad y su

contacto con las luchas populares y teorías políticas de

izquierda se pasó al análisis de coyuntura. Se escribieron y

publicaron decenas de manuales de análisis de coyuntura los

cuales o bien hicieron eco directo o bien sirvieron para

catalizar un proceso que ya estaba en marcha. El hecho es que

los movimientos populares, la academia, la izquierda la social y

la partidista, las organizaciones de la sociedad civil y muchos

partidos políticos de otros signos y grupos empresariales

hablaban con soltura del análisis de coyuntura entre los años

setenta y ochenta.

Segunda nota, que es evidente que en una vertiente del marxismo

existe una íntima relación entre la recuperación del concepto de

lo político y el de coyuntura (véase lo dicho sobre Althusser,

Poulantzas y Harnecker en los apartados 2 y 3 de este ensayo) y

que esta íntima relación entraña una concepción tanto de la

historia como de la política. Existe una concordancia teórica en

esa vertiente del marxismo que vindica la vía armada

revolucionaria como transformación de la estructura social entre

la acción política y el cambio histórico, para lograr esa

concordancia se no sirve el término occasio sino que se precisa el

concepto de coyuntura que manejan.

32

Esta digresión sirve perfectamente de puente con la otra cara de

la coyuntura: la de una articulación entre el plano funcional y

el trascendental o estructura, el tiempo cotidiano y el tiempo de

la historia. En el fondo, las concepciones contemporáneas de

coyuntura implican esa interpenetración entre lo político y lo

histórico: la potencialidad de la política de hacer historia, o

de hacer historia con la política, pero a través de lo político.

La coyuntura, en cualquiera de sus dos facetas (como escala de

tiempo o como articulación y que no están reñidas entre sí),

presenta algunos problemas con relación a la dirección del

tiempo. En todo análisis de coyuntura como en toda acción operada

en la coyuntura, con ese privilegio del presente, no se trata de

explicar el pasado sino de prever el futuro. En este sentido, la

política no puede ser una ‘práctica científica’, como quedo dicho

en el primer apartado. La política establece una relación entre el futuro cercano

y posible y el presente, pero en ese orden preciso.

En política, la situación ideal de una coyuntura es aquella en

que el momento estratégico coincide con el táctico. Quiere decir

que una sola acción cobra el significado de toda una maniobra;

pero también que una acción que en otro momento o en otro

contexto hubiera sido meramente funcional (reactiva,

profiláctica, etc.) adquiere ahora el significado de cambio

histórico. Este otro rostro de la coyuntura muestra una relación

33

temporal distinta, aquí la flecha del tiempo corre del presente hacia el futuro

incluso lejano, muy lejano.

No está por demás abundar que lo expresado en lo últimos párrafos

ha sido un largo debate que ha enfrentado los paradigmas del

marxismo, es el conocido debate sobre el derrumbe. Si la teoría

clásica decía que el capitalismo llegaría a su fin con la

intensificación cataclísmica de las crisis periódicas ¿para qué

intentar la revolución? Y si no había tal derrumbe, la teoría

estaría equivocada y, entonces, ¿para qué intentar la revolución?

Se ve el problema del determinismo y de la teleología de la

historia. Y no puede dejar de repercutir en el nexo entre

política e historia: las coyunturas ¿llegan o se hacen? ¿Son

parte de una dinámica histórica determinada o las pueden generar

los sujetos socio-históricos?

4. Consideraciones finales.

Con lo expuesto, pensamos que el concepto de occasio ha sido

confinado a la política (y no a lo político) por pertenecer,

además, a una época en la que la puerta de la historia aún no se

había abierto hacia lo político. Coyuntura, en cambio, un

neologismo, presenta el caso contrario: pronto pasó a significar

el momento de relación o articulación entre estructura y

acontecimiento, o entre largo y mediano plazo, o entre la

historia y lo político.

34

Pero lo político no es una esfera “pura”, no puede ponerse en

acto si no es con la política. ¿Es la política la que cambia la

historia? ¿Es la pura potentia? Pareciera la revancha de una

política domesticada. Como si fuera la manera en que la política

infiltra su orden ‘dionisiaco’ en lo político ‘apolíneo’. Es la

política la que obliga a lo político a autoconcebirse como un

antes y un después, como un parteaguas de ciertos momentos de la

historia.

La política emplazando al ámbito de lo político a tomar partido:

o se reduce a pura política y renuncia a su sentido meta-, o

bien, sigue siendo metapolítica pero entonces debe encarnar

también una metahistoria y revelar el trasfondo de su

temporalidad mítica.

J. Almino habla de una división temporal, de un “tiempo

dividido”, al que se ve empujado lo político, un imaginario que

proyecta un (su) pasado que es superado por este (nuestro)

presente hacia un futuro luminoso. Centrado también en el

presente, con la carga de deseo puesta hacia el futuro, se ve en

la necesidad de recontar la historia de una manera escindida,

discontinua, aún sin caer en el decisionismo.

Estamos en capacidad de afirmar que todos los actores políticos

conciben la coyuntura, con ese o con otro nombre, al menos en el

primer sentido. Pero en el segundo sentido es inherente, sin

35

duda, a la lógica de los Estados y de las teorías e ideologías

revolucionarias que se inscriben dentro del proyecto de

modernidad.

El determinismo en la historia contra el voluntarismo en

política. La política no como espacio sino como tiempo de la

acción libre. Otra vez dos tiempos, o uno sólo en dos ámbitos.

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