Tabori, Paul- Historia De La Estupidez Humana ( Parte 1)

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HISTORIA DE LA ESTUPIDEZ HUMANA PAUL TABORI

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Libros Tauro

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INTRODUCCIÓN

Algunos nacen estúpidos, otros alcanzan el esta-do de estupidez, y hay individuos a quienes la estu-pidez se les adhiere. Pero la mayoría son estúpidosno por influencia de sus antepasados o de sus con-temporáneos. Es el resultado de un duro esfuerzopersonal. Hacen el papel del tonto. En realidad, al-gunos sobresalen y hacen el tonto cabal y perfecto.Naturalmente, son los últimos en saberlo, y uno seresiste a ponerlos sobre aviso, pues la ignorancia dela estupidez equivale a la bienaventuranza.

La estupidez, que reviste formas tan variadascomo el orgullo, la vanidad, la credulidad, el temor yel prejuicio, es blanco fundamental del escritor satí-rico, como Paul Tabori nos lo recuerda, agregandoque “ha sobrevivido a millones de impactos direc-tos, sin que éstos la hayan perjudicado en lo más

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mínimo”. Pero ha olvidado mencionar, quizás por-que es demasiado evidente, que si la estupidez desa-pareciera, el escritor satírico carecería de tema.

Pues, como en cierta ocasión lo señaló Christo-pher Morley, “en un mundo perfecto nadie reiría”.Es decir, no habría de que reírse, nada que fueraridículo. Pero, ¿podría calificarse de perfecto a unmundo del que la risa estuviera ausente? Quizás laestupidez es necesaria para dar no sólo empleo alautor satírico sino también entretenimiento a dosnúcleos minoritarios: 1) los que de veras son dis-cretos, y 2) los que poseen inteligencia suficientepara comprender que son estúpidos.

Y cuando empezamos a creer que una ligera do-sis de estupidez no es cosa tan temible, Tabori nospreviene que, en el trascurso de la historia humana,la estupidez ha aparecido siempre en dosis abun-dantes y mortales. Una ligera proporción de estupi-dez es tan improbable como un ligero embarazo.Más aún, las consecuencias de la estupidez no sóloson cómicas sino también trágicas. Son reideras,pero ahí concluye su utilidad. En realidad, sus con-secuencias negativas a todos influyen, y no sólo aquienes la padecen. El mismo factor que antaño hadeterminado persecuciones y guerras, puede ser la

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causa de la catástrofe definitiva en el futuro.Pero encaremos el problema con optimismo.

Acabando con la raza humana, la estupidez acabaríatambién con la propia estupidez. Y ése es un resul-tado que la sabiduría nunca supo alcanzar.

En su inquieto (y fecundo) libro, Paul Taboridescribe los aspectos divertidos y las horribles con-secuencias de la estupidez. El lector ríe y llora (anteel espectáculo humano) y sobre todo reflexiona. Amenos, naturalmente, que el lector sea estúpido.

Pero no es probable que la persona estúpida sesienta atraída por un libro como éste. Una de lasconcomitantes de la estupidez es la pereza, y ennuestro tiempo hay cosas más fáciles que leer unlibro (especialmente un libro sin ilustraciones y queno ha sido condensado). Tampoco trae un cadáveren la cubierta, ni una joven bella y apasionada.

Sin embargo, el lector que supere esta introduc-ción y el breve primer capítulo hallará despuésabundante derramamiento de sangre y erotismo, ytambién ingenio, rarezas, fantasmas y exotismo.Quizás no existe argumento, porque esta obra no esde ficción, pero hay algunos episodios auténticos (opor lo menos bastante probados), cualquiera de loscuales podría servir de base a un cuento... o a una

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pesadilla.Tabori muy bien podría haber llamado a su li-

bro: La anatomía de la estupidez, pues ha encarado eltema con el mismo bagaje de erudición y de entu-siasmo que Robert Burton aplicó en La Anatomía dela Melancolía. Aquí, lo mismo que en el tratado delsiglo XVII, hallamos una sorprendente colección deconocimientos raros, cuidadosamente organizados ybien presentados. Aparentemente, Tabori leyó todolo que existe sobre el tema, de Erasmo a Shaw y deOscar Wilde a Oscar Hammerstein.

El autor revela el tipo de curiosidad intelectualque no se atiene a las fronteras establecidas por lacátedra universitaria o por las especialidades cientí-ficas, y que es tan difícil hallar en nuestros días. Asemejanza del estudioso europeo de la generaciónanterior, o del hombre culto del Renacimiento, pasafácilmente de la historia a la literatura, y de ésta a laciencia, citando raros volúmenes de autores france-ses, alemanes, latinos, italianos y húngaros. Sin em-bargo, su prosa nunca es pesada ni pedante. Enlugar de exhibir un arsenal de notas eruditas, ocultalas huellas de su trabajo, del mismo modo que elcarpintero elimina el aserrín dejado por la sierra.

Aunque Tabori dice modestamente de su libro

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que es mero “muestrario”, se trata de un muestrarioprofundamente significativo. Si, como dice el autor,ésta no es la historia completa de la estupidez, sólonos resta sentirnos impresionados (y deprimidos)ante la vastedad del tema. Sería lamentable llegar ala conclusión de que es posible escribir sobre la es-tupidez del hombre un libro más voluminoso quesobre su sabiduría.

La fascinación que ejerce la obra de Tabori pro-viene precisamente de la variedad de los temasabordados. Obras antiguas, medievales y modernasle han suministrado toda suerte de hechos increíblesy de leyendas creíbles sobre este “astro siniestro quedifunde la muerte en lugar de la vida”. El autor citasorprendentes ejemplos de estupidez relacionadoscon la codicia humana, el amor a los títulos y a lasceremonias, las complicaciones del burocratismo,las complicaciones no menos ridículas del aparato yde la jerga jurídica, la fe humana en los mitos y laincredulidad ante los hechos, el fanatismo religioso,sus absurdos y manías sexuales, y la tragicómicabúsqueda de la eterna juventud.

Sí, éste es el lamentable archivo de la humanaestupidez, desde los vanos ritos de Luis XIV hastala autocastración de la secta religiosa de los skoptsi;

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desde el miembro de la Academia Francesa deCiencias que obstinadamente insistió en que el in-vento de Édison, el fonógrafo, era burdo truco deventrílocuo, a la técnica de Hermippus, que asegu-raba la prolongación de la vida mediante la inhala-ción del aliento de las jóvenes doncellas, desde la feen la vid que producía sólidas uvas de oro, al biblió-filo italiano que consagró veinticinco años a la crea-ción de una biblioteca de los libros más aburridosdel mundo. ¡Cuán estúpidos somos los mortales!

En general, Paul Tabori se contenta con relatarla historia de la estupidez, acumulando ejemplos ymás ejemplos. En su condición de estudioso objeti-vo, no deduce moralejas ni extrae lecciones. Sinembargo, como hombre sensible que es, experi-menta dolor y desaliento. “La estupidez”, nos dicecon tristeza, “es el arma más destructiva del hom-bre, su más devastadora epidemia, su lujo más cos-toso”.

¿Sugiere Tabori una cura efectiva de la estupi-dez? ¿Anticipa el pronto fin de esta peste? Tienealgunas ideas, relacionadas con la salud de la psiquis,y alienta ciertas esperanzas. Pero conoce demasiadobien a la raza humana, de modo que no puede pro-meter mucho. Habida cuenta de la experiencia de

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siglos, abrigar mayores esperanzas sería también darpruebas de estupidez.

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LA CIENCIA NATURAL DE LAESTUPIDEZ

Este libro trata de la estupidez, la tontería; laimbecilidad, la incapacidad, la torpeza, la vacuidad,la estrechez de miras, la fatuidad, la idiotez, la locu-ra, el desvarío. Estudia a los estúpidos, los necios,los seres de inteligencia menguada, los de pocas lu-ces, los débiles mentales, los tontos, los bobos, lossuperficiales; los mentecatos, los novatos y los quechochean; los simples, los desequilibrados, los chi-flados, los irresponsables, los embrutecidos. En élnos proponemos presentar una galería de payasos,simplotes, badulaques, papanatas, peleles, zotes,bodoques, pazguatos, zopencos, estólidos, majade-ros y energúmenos de ayer y de hoy. Describirá y

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analizará hechos irracionales, insensatos, absurdos,tontos, mal concebidos, imbéciles... y por ahí ade-lante. ¿Hay algo más característico de nuestra hu-manidad que el hecho de que el Thesaurus de Rogetconsagre seis columnas a los sinónimos, verbos,nombres y adjetivos de la “estupidez”, mientras lapalabra “sensatez” apenas ocupa una? La locura esfácil blanco, y por su misma naturaleza la estupidezse ha prestado siempre a la sátira y la crítica. Sinembargo (y también por su propia naturaleza) hasobrevivido a millones de impactos directos, sin queéstos la hayan perjudicado en lo más mínimo. So-brevive, triunfante y gloriosa. Como dice Schiller,aun los dioses luchan en vano contra ella.

Pero podemos reunir toda clase de datos de ca-rácter semántico sobre la estupidez, y a pesar de ellohallarnos muy lejos de aclarar o definir su significa-do. Si consultamos a los psiquiatras y a los psicoa-nalistas, comprobamos que se muestran muyreticentes. En el texto psiquiátrico común hallare-mos amplias referencias a los complejos, desequili-brios, emociones y temores; a la histeria, lapsiconeurosis, la paranoia y la obsesión; y los desór-denes psicosomáticos, las perversiones sexuales, lostraumas y las fobias son objeto de cuidadosa aten-

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ción. Pero la palabra “estupidez” rara vez es utiliza-da; y aún se evitan sus sinónimos.

¿Cuál es la razón de este hecho? Quizás, que laestupidez también implica simplicidad... y bien pue-de afirmarse que el psicoanálisis se siente descon-certado y derrotado por lo simple, al paso queprospera en el reino de lo complejo y de lo compli-cado.

He hallado una excepción (puede haber otras):el doctor Alexander Feldmann, uno de los máseminentes discípulos de Freud. Este autor ha con-templado sin temor el rostro de la estupidez, aun-que no le ha consagrado mucho tiempo ni espacioen sus obras. “Contrástase siempre la estupidez”,dice, “con la sabiduría. El sabio (para usar una defi-nición simplificada) es el que conoce las causas delas cosas. El estúpido las ignora. Algunos psicólogoscreen todavía que la estupidez puede ser congénita.Este error bastante torpe proviene de confundir alinstrumento con la persona que lo utiliza. Se atribu-ye la estupidez a defecto del cerebro; es, afírmase,cierto misterioso proceso físico que coarta la sen-satez del poseedor de ese cerebro, que le impidereconocer las causas, las conexiones lógicas queexisten detrás de los hechos y de los objetos, y entre

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ellos”.Bastará un ligero examen para comprender que

no es así. No es la boca del hombre la que come; esel hombre que come con su boca. No camina lapierna; el hombre usa la pierna para moverse. Elcerebro no piensa; se piensa con el cerebro. Si elindividuo padece una falla congénita del cerebro, siel instrumento del pensamiento es defectuoso, esnatural que el propio individuo no merezca el califi-cativo de discreto... pero en ese caso no lo llamare-mos estúpido. Sería mucho más exacto afirmar queestamos ante un idiota o un loco.

¿Qué es, entonces, un estúpido? “El ser huma-no”, dice el doctor Feldmann, “a quien la naturalezaha suministrado órganos sanos, y cuyo instrumentoraciocinante carece de defectos, a pesar de lo cualno sabe usarlo correctamente. El defecto reside, porlo tanto, no en el instrumento, sino en su usuario, elser humano, el ego humano que utiliza y dirige elinstrumento.”

Supongamos que hemos perdido ambas piernas.Naturalmente, no podremos caminar; de todos mo-dos, la capacidad de caminar aún se encuentraoculta en nosotros. Del mismo modo, si un hombrenace con cierto defecto cerebral, ello no lo con-

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vierte necesariamente en idiota; su obligada idiotezproviene de la imperfección de su mente. Esto nadatiene que ver con la estupidez; pues un hombre cu-yo cerebro sea perfecto puede, a pesar de todo, serestúpido; el discreto puede convertirse en estúpidoy el estúpido en discreto. Lo cual, naturalmente, se-ría imposible si la estupidez obedeciera a defectosorgánicos, pues estas fallas generalmente revistencarácter permanente y no pueden ser curadas.

Desde este punto de vista, la famosa frase deOscar Wilde conserva su validez: “No hay más pe-cado que el de estupidez”. Pues la estupidez es, enconsiderable proporción, el pecado de omisión, laperezosa y a menudo voluntaria negativa a utilizar loque la Naturaleza nos ha dado, o la tendencia a uti-lizarlo erróneamente.

Debemos subrayar, aunque parezca una pero-grullada, que conocimiento y sabiduría no son con-ceptos idénticos, ni necesariamente coexistentes.Hay hombres estúpidos que poseen amplios cono-cimientos; el que conoce las fechas de todas las ba-tallas, o los datos estadísticos de las importaciones yde las exportaciones puede, a pesar de todo, ser unimbécil. Hay hombres discretos cuyos conocimien-tos son muy limitados. En realidad, la extraordinaria

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abundancia de conocimientos a menudo disimula laestupidez, mientras que la sabiduría de un individuopuede ser evidente a pesar de su ignorancia... sobretodo si la posición que ocupa en la vida no nospermite exigirle conocimientos ni educación.

Lo mismo nos ocurre con los animales, los ni-ños y los pueblos primitivos. Admiramos la sagaci-dad “natural” de los animales, la vivacidad “natural”del niño o del hombre primitivo. Hablamos de la“sabiduría” de las aves migratorias, capaces de hallarun clima más cálido cuando llega el invierno; o delniño, que sabe instintivamente cuánta leche puedeabsorber su cuerpo; o del salvaje que, en su medionatural, sabe adaptarse a las exigencias de la Natu-raleza.

“Si nuestra pierna o nuestro brazo nos ofende”exclama con elocuencia Burton en La anatomía de lamelancolía, “nos esforzamos, echando mano de todoslos recursos posibles, por corregirla; y si se trata deuna enfermedad del cuerpo, mandamos llamar a unmédico; pero no prestamos atención a las enferme-dades del espíritu: por una parte nos acecha la luju-ria, y por otra lo hacen la envidia, la cólera y laambición. Como otros tantos caballos desbocadosnos desgarran las pasiones, que son algunas fruto de

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nuestra disposición, y otras del hábito; y una es lamelancolía, y otra la locura; ¿y quién busca ayuda, yreconoce su propio error, o sabe que está enfermo?Como aquel estúpido individuo que apagó la velapara que las pulgas que lo torturaban no pudiesenhallarlo...”

Burton señala aquí una de las principales carac-terísticas de la estupidez: apagar la vela- ahogar laluz- confundir la causa y el efecto. Las pulgas quenos pican prosperan en la oscuridad; pero nuestraestupidez supone que si no podemos verlas, ellastampoco nos verán... del mismo modo que el hom-bre estúpido vive siempre en la inconciencia de supropia estupidez. El hombre realmente discreto loes sin pensar. Su mente no es la fuente de su propiasabiduría, sino más bien el recipiente y el órgano deexpresión. El ego que piensa correctamente no tieneotra tarea que la de tomar nota de los deseos instin-tivos. A lo sumo, decide si es conveniente o no se-guir estos impulsos en las circunstancias dadas. Esta“crítica” no constituye una cualidad independientedel ego pensante, sino desarrollo final de un proce-so instintivo. Cuando cobra caracteres conscientes osuperconscientes, fracasa. Como previene Hazlitt:“La afectación del raciocinio ha provocado más lo-

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curas y determinado más perjuicios que ningún otrofactor”. En los niños y en los pueblos primitivos seobserva que el pensamiento está consagrado casiexclusivamente a la autoexpresión y no a la crea-ción. Pues toda actividad creadora es siempre re-sultado del instinto, por mucho que nos esforcemospor infundirle carácter consciente.

Existen individuos en quienes el instinto y elpensamiento están totalmente fusionados; en talcaso nos hallamos frente a un genio, un ser humanocapaz de expresar cabalmente sus cualidades huma-nas. Pero esto es posible únicamente cuando elhombre no utiliza el pensamiento para disimular suspropios instintos, sino más bien para darles másperfecta expresión. Todos los grandes descubri-mientos son fruto de la perfecta cooperación entreel instinto y la razón. Dice el doctor Feldmann:

“En la práctica médica a menudo observamosque los medios de expresión- el proceso de pensa-miento- parece desplazar completamente los ins-tintos, monopolizando o usurpando el lugar deéstos. El pensamiento es esencialmente una inhibi-ción, y si domina la vida espiritual del individuo,puede determinar la parálisis total de las emociones.En este caso nos hallamos ya ante una condición

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patológica, relacionada con el sentimiento de laanormalidad y de la enfermedad, capaz de provocarsufrimientos y de obligar al hombre a negar una delas más importantes manifestaciones de la vida hu-mana: sus emociones. Por lo tanto, es posible alcan-zar la sabiduría por dos caminos: absteniéndosetotalmente de pensar, y confiando exclusivamenteen los instintos, o pensando, pero sólo para expre-sar el propio yo. En su condición de seres emocio-nales, todos los hombres son iguales, del mismomodo que sólo existen pequeñas diferencias anató-micas entre todos los miembros de la raza humana.Por consiguiente, el hombre estúpido es tal porqueno quiere o no se atreve a expresar su propio yo; oporque su aparato pensante se ha paralizado, demodo que no es apto para la autoexpresión, de mo-do que el individuo no puede ver u oír las directivasimpartidas por sus propios instintos”.

Toda actividad humana es autoexpresión. Nadiepuede dar lo que no lleva en sí mismo. Cuando ha-blamos, o escribimos, o caminamos, o comemos, oamamos, estamos expresándonos. Y este yo queexpresamos no es otra cosa que la vida instintiva,con sus dos fecundas válvulas de escape: el instintode poder y el instinto sexual.

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Los animales, los niños, los hombres primitivosse esfuerzan por expresar su voluntad y sus deseossólo con el fin de satisfacer o de realizar su propiavoluntad. El obstáculo fundamental y permanenteque se opone a la realización de los deseos huma-nos, a la expresión de la voluntad humana, es laNaturaleza misma; pero en el transcurso del tiempose ha desarrollado cierta instintiva cooperación en-tre la Naturaleza y el hombre, de modo que al finambos factores son casi idénticos, o, por lo menos,uno de ellos se ha subordinado completamente alotro.

La vida social del hombre y la vida cultural de lahumanidad se han desarrollado de un modo extra-ño. La expresión de la voluntad y del deseo ha tro-pezado con dificultades cada vez mayores. De ellas,la primera y principal reviste carácter esencialmenteético. Pero expresar el deseo y la voluntad ha sidosiempre necesidad fundamental y general del hom-bre, independientemente de las normas éticas a lasque debió someterse. Digamos de pasada que dichasnormas constituyen el fundamento de toda nuestracultura. Pero, en esencia, todas las realizacionesculturales de la humanidad son expresiones de lavoluntad humana; es decir, realizaciones de deseos

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humanos.Y ésta es la razón, afirman algunos psicólogos,

de que puedan existir seres estúpidos; es decir, deque sea posible la contradicción entre el Homo sa-piens y la estupidez. Si el esfuerzo por satisfacer lospropios deseos o por expresar la propia voluntadtropieza con resistencias excesivas, dicha resistenciacobra carácter general, e incluye al instrumento fun-damental de expresión: el pensamiento.

Quizás esto parezca demasiado retorcido ycomplejo, pero un ejemplo sencillo servirá de apli-cación. Consideremos la estupidez aguda y tempo-raria que es fruto de la vergüenza. El sentimiento devergüenza es más intenso y más frecuente durante lapubertad. Arraiga en la sexualidad, y responde alhecho de que la madurez sexual resulta cada vezmás evidente. El ego, educado para negar u ocultaresta situación, siente que, sea cual fuere la actitudque adopte (hablar, caminar, etc.) siempre está ex-presando lo que, precisamente, se le ha enseñado aocultar. De este modo se crea una situación en vir-tud de la cual el adolescente no puede expresarse.Es decir, el sujeto no quiere hacerlo. Hay un vio-lento choque entre el deseo y la realización, entre lavoluntad y las fuerzas deformadoras. En la mayoría

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de los casos triunfa la represión. La derrota del de-seo y de la voluntad aparece como expresión de“estupidez”. Las risitas de las muchachas; el pasovacilante y torpe de los adolescentes; las extrañascontradicciones de la conducta de aquellas y de és-tos, son consecuencia de este conflicto.

Durante el desarrollo del ser humano, el cons-tante esfuerzo por obtener poder, la vergüenza sub-consciente ante su propio egocentrismo, y laestupidez aguda y temporaria que esta vergüenzaprovoca, surgen con caracteres cada vez más desta-cados. Sea cual fuere el centro de la actividad indi-vidual, el hombre aspira a destacarse del resto (ya setrate de jugar a los naipes o de amasar una fortuna).Al mismo tiempo, teme que su intención sea evi-dente... o demasiado evidente. Procura ocultarla,pero le inquieta la posibilidad de que sus esfuerzospor disimularla fracasen, o de que se frustre su pro-pia ambición. Por eso en muchos casos se abstienede actuar (estupidez pasiva) o actúa erróneamente(estupidez activa).

Si este sentimiento de vergüenza se torna cróni-co, también la estupidez se convierte en condicióncrónica. Con el tiempo, el hombre olvida que suestupidez no es más que un desarrollo secundario;

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siente como si su condición fuera la de un “estúpidonato”. A medida que la estupidez lo envuelve, y quese resigna a ella, le es cada vez más difícil adquirirconocimientos, y la ignorancia se suma a la estupi-dez, de modo que un par de anteojeras se agrega alotro.

Por consiguiente, la estupidez es esencialmentemiedo, nos dice el doctor Feldmann. Es el temor ala crítica; el temor a otras personas, o al propio yo.

Por supuesto, la estupidez tiene diferentes for-mas y manifestaciones. Algunas personas son estú-pidas sólo en su círculo familiar inmediato, o conciertas relaciones, o en público. Algunos son estúpi-dos sólo cuando necesitan hablar; otros, cuando seven obligados a escribir. Todas estas “estupideceslimitadas” pueden combinarse. Ocurre a menudoque los niños se muestran brillantes e inteligentes enel hogar, pero no en la escuela; en otros casos, ob-tienen buenos resultados en la escuela pero en elhogar revelan escasa capacidad. Ciertas personasdemuestran estupidez en las relaciones con el sexoopuesto... padecen una forma de impotencia mental.Hay hombres que preparan cuidadosamente el prin-cipio de la conversación, y luego no saben qué de-cir. Se retraen y renuncian a la tentativa, para evitar

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la derrota. El mismo fenómeno se observa en mu-chas mujeres, aunque ellas pueden refugiarse, en laconvención, todavía vigente, según la cual al hom-bre toca llevar el peso principal de la conversación.

La estupidez y el temor, ¿son sinónimos abso-lutos? Charles Richet, el eminente psicólogo e in-vestigador de ciencias ocultas, encaró derechamenteel problema... ¡y luego resolvió esquivarlo! Su defi-nición es de carácter negativo: “Estúpido no es elhombre que no comprende algo, sino el que locomprende bastante bien, y sin embargo procedecomo si no entendiera.” Yo diría que esta frase in-cluye demasiados elementos negativos. El doctor L.Loewenfeld, cuya obra Über die Dummheit (Sobre laestupidez), de casi 400 páginas, alcanzó dos edicio-nes entre 1909 y 1921, enfoca el problema de la es-tupidez desde el punto de vista médico; pero esteautor se interesa más por la clasificación que por ladefinición.

Agrupa del siguiente modo las formas de expre-sión a través de las cuales se manifiesta la estupidez:

“Estupidez general y parcial. La inteligencia de-fectuosa de los hombres de talento. La percepcióninmadura. La escasa capacidad de juicio. La desa-tención, las asociaciones torpes, la mala memoria.

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La torpeza, la simplicidad. La megalomanía, la vani-dad. La temeridad, la sugestionabilidad. El egotis-mo. La estupidez y la edad; la estupidez y el sexo; laestupidez y la raza; la estupidez y la profesión; laestupidez y el medio. La estupidez en la vida eco-nómica y social; en el arte y la literatura; en la cien-cia y la política.”

La famosa obra del profesor W. B. Pitkin, AShort Introduction to the History of Human Stupidity, fuepublicada en 1932, el mismo año en que publicó sulibro, aún más famoso, Life Begins at Forty!. La “bre-ve introducción” ocupa 574 páginas, lo cual de-muestra tanto el respeto del profesor Pitkin por sutema como su propia convicción de que el asunto esprácticamente inagotable. Pero también él evitaofrecer una definición histórica o psicológica.

El propio Richet, en su breve L’homme stupide, noencara definiciones ni clasificaciones. Describe, en-tre otras, las estupideces del alcohol, del opio y de lanicotina; la necedad de la riqueza y de la pobreza, dela esclavitud y del feudalismo. Aborda los proble-mas de la guerra, de la moda, de la semántica y de lasuperstición; examina brevemente la crueldad hacialos animales, la destrucción bárbara de obras de ar-te, el martirio de los precursores, los sistemas de

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tarifas protectoras, la explotación miope del suelo, ymuchos otros temas. Richet no atribuyó a su librocarácter de estudio científico; se satisfizo con pre-sentar algunos ingeniosos y variados pensamientos yejemplos. Algunos de sus capítulos poco tienen quever con la estupidez, y para establecer cierta tenuerelación entre el tema y el desarrollo se ve obligadoa ampliar desmesuradamente el sentido de la expre-sión.

Max Kemmerich consagró toda su vida a reunirhechos extraños y desusados de la historia de lacultura y de la civilización. Sus obras, entre las quese cuentan Kultur-Kuriosa, Modern-Kultur-Kuriosa, y laextensa Aus der Geschichte der menschlichen Dummheit(primera edición, Munich, 1912), son esencialmenteapasionados ataques contra las iglesias, contra todaslas religiones establecidas y contra los dogmas reli-giosos. Kemmerich era librepensador, pero de untipo especial, pues carecía del atributo más esencialdel librepensador: la tolerancia. La tremenda masade chismes históricos, rarezas y material iconoclastaque reunió incluyen apenas unas pocas contribucio-nes pertinentes a la historia de la humana estupidez.

Un húngaro, el doctor István Ráth-Végh, consa-gró casi diez años a reunir materiales y a escribir sus

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tres libros sobre la estupidez humana. Los tres vo-lúmenes se denominan La historia cultural de la estupi-dez, Nuevas estupideces de la historia cultural de lahumanidad, y (título un tanto optimista) El fin de laestupidez humana. El doctor Ráth-Végh, juez retirado,que durante la mitad de su vida había observado laslocuras y los vicios humanos con ojo frío y jurídico,estaba ampliamente equipado para la tarea: era lin-güista, experto historiador y hombre de profundassimpatías liberales. Pero también tenía limitaciones,confesadas francamente por él. Puesto que escribíaen la Hungría semifascista, debía limitarse al pasadoy evitar cualquier referencia a la política. No intentóanalizar ni realizar un estudio global; su objetivo fueentretener e instruir al lector dividiendo a las locurashumanas en distintos grupos. Las 800 páginas desus tres volúmenes representan quizás la más ricafuente de materiales originales sobre la estupidezhumana.

Remontándonos en la historia, hallamos otrosexploradores de esta selva lujuriosa y prácticamenteinfinita. En 1785, Johann Christian Adelung (autorprolífico, lingüista, y bibliotecario jefe de la Biblio-teca Real de Dresde) publicó en forma anónima suGeschichte der menschlichen Narrheit. Esta enorme obra

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estaba compuesta por siete volúmenes, pero su tí-tulo fue un error, pues poco tenía que ver con lahistoria. Era simplemente una colección de biogra-fías: vidas de alquimistas, impostores y fanáticosreligiosos. De ellos, sólo unos pocos eran expo-nentes o explotadores de la estupidez.

Sebastián Brant, hijo de un pobre tabernero deEstrasburgo, educado en los principios del huma-nismo en la Universidad de Basilea, publicó en 1494su brillante Barco de los Necios. A bordo de esta nota-ble nave, dirigida a Narragonia, viajaba una colec-ción sumamente variada de tontos, descritos en 112capítulos distintos, escritos en pareados rimados.Con el título The Shyp of Folys fue traducido porAlexander Barclay, el sacerdote y poeta escocés,aproximadamente catorce años después de la edi-ción original, y difundió en toda Europa la fama deBrant. Digamos de pasada que Barclay agregó bas-tante al original. Brant tenía un robusto sentido delhumor, y él mismo se puso a la cabeza de la “tropade necios”, porque poseía tantos libros inútiles que“no leía ni entendía”. En El barco de los necios el sen-tido humanista se combinaba con un espíritu real-mente poético y agudo, y podemos afirmar que, conligeras modificaciones de forma, la mayoría de los

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necios de Brant siguen a nuestro lado.Thomas Murner, continuador e imitador de

Brant, se educó en Estrasburgo, fue ordenado sa-cerdote a los diecinueve años, y viajó mucho; estu-dió en las universidades de París, Freiburg, Colonia,Rostock, Praga, Viena y Cracovia. Su Conspiración delos Necios y La Hermandad de los Picaros revelaron másingenio y una verba más franca y cruel que el ataquerelativamente suave que Brant llevó contra la estu-pidez. Clérigos, monjes y monjas, barones salteado-res y ricos mercaderes, reciben todos implacablecastigo; se presiente en Murner una conciencia so-cial muy avanzada con respecto a su tiempo (aun-que su vida personal poco armonizó con susprincipios).

En esta incompleta lista de exploradores de lahumana estupidez, he dejado para el final al másgrande de ellos. El Elogio de la locura de Erasmo deRotterdam es la más aguda sátira y el más profundoanálisis de la tontería humana. En la epístola de in-troducción, dirigida a Tomás Moro, el autor nosexplica cómo compuso su libro, durante sus “últi-mos viajes de Italia a Inglaterra”. Una atractiva ima-gen: el rollizo holandés, que avanzaba al trote cortode su cabalgadura, deja atrás el mediodía abundoso

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y claro, y se acerca al septentrión turbulento y hela-do, cavilando sobre la eterna estupidez de la huma-nidad, a la que nunca odió, y por el contrariocompadeció y comprendió perfectamente.

“Supuse que este juego de mi imaginación teagradaría más que a nadie, ya que sueles gustar mu-cho de este género de bromas, que no carecen, a mientender, de saber ni de gusto, y que en la condiciónordinaria de la vida te comportas como Demócrito(...) Pues siempre será una injusticia que, recono-ciéndose a todas las clases de la sociedad el derechoa divertirse no se consienta ningún solaz a los quese dedican al estudio; sobre todo si la chanza des-cansa en un fondo serio y si está manejada de talsuerte que un lector que no sea completamente ro-mo saque de ella más fruto que de las severas y apa-ratosas lucubraciones de ciertos escritores Y porconsiguiente, si alguno se considerase ofendido, o sila conciencia le acusa o, por lo menos, teme verseretratado en ella (...) el lector avisado comprenderádesde luego que nuestro ánimo ha sido más bienagradar que morder.”

He citado extensamente a Erasmo porque enestas pocas líneas de su carta de introducción secondensa casi todo el argumento de mi propio libro.

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Si yo fuera absolutamente honesto (pero ningúnautor puede serlo) aún reconocería que en las pági-nas del Elogio de la locura todo está dicho con másbrillo, concisión e inteligencia que lo que jamás po-dría atreverme a esperar de mi propia prosa. Sinembargo, como la humana estupidez se reproduce yflorece adoptando formas constantemente renova-das, considero que siempre hay lugar para una nue-va obra que describa y explore nuestra infinitalocura.

En cierto sentido, la estupidez es como la elec-tricidad. El más moderno diccionario técnico dicede la electricidad que es “la manifestación de unaforma de la energía atribuida a la separación o mo-vimiento de ciertas partes constituyentes de unátomo, a las que se da el nombre de electrones.”

En otras palabras, no sabemos qué es realmentela electricidad. Y aunque suprimamos la palabrasubrayada, el resto no constituye una definición. Laelectricidad es la “manifestación” de algo. De modoque, al esquivar la definición de la estupidez- pues el“tenor” de Feldmann o el enfoque negativo de Ri-chet no son, en realidad, una definición-seguimos elprecedente establecido por muchos sabios.

Cuando yo era niño, tenía un tutor privado bas-

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tante excéntrico. No creía en la eficacia de la memo-rización de versos o de fechas; y poseía audacia su-ficiente como para atreverse a obligar a su alumno aque hiciera trabajar su propia mente, independientey a menudo dolorosamente. Uno de los ejercicios delógica que me planteó consistía en establecer la rela-ción entre el sol y una variada colección de cosas:un vestido de seda, una moneda, una pieza escultó-rica, el diario. No era muy difícil establecer vínculosmás o menos directos entre el centro de nuestragalaxia y todo lo que existe sobre la tierra. Y, natu-ralmente, mi tutor trataba de demostrar que todo seorigina y tiene su centro en el sol, y que nada puededesarrollarse y sobrevivir sin él.

Si no podemos definir la estupidez (o si sóloformulamos una definición parcial), por lo menospodemos tratar de relacionar con ella la mayoría delas desgracias y debilidades humanas. Pues la estu-pidez es como una luz negra, que difunde la muerteen lugar de la vida, que esteriliza en lugar de fecun-dar, que destruye en lugar de crear. Sus expresionesforman legión, y sus síntomas son infinitos. Aquísólo podremos describir sus formas principales, yrealizaremos el examen detallado del fenómeno enel cuerpo de este libro.

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El prejuicio constituye ciertamente una de lasformas más notables de la estupidez. Ranyard West,en su Psychology and World Order, resume perfecta-mente las características del fenómeno:

“El prejuicio humano es universal. Su funda-mento es la humana necesidad de respeto. Son mu-chos los medios por los cuales la mente humanapuede esquivar los hechos; no existen, en cambio,recursos que permitan anular el deseo individual deaprobación. Los hombres y las mujeres necesitantener elevada opinión de sí mismos. Y con el fin dealcanzar este objetivo es preciso que nos disimule-mos de mil modos distintos la realidad de los he-chos. Negamos, olvidamos y justificamos nuestraspropias faltas y exageramos las faltas ajenas.”

Pero esto es sólo el fundamento del prejuicio. Si,por ejemplo, creemos que todos los franceses sonlibertinos, todos los negros negados mentales, y to-dos los judíos usureros, sólo de un modo vago eindefinido podemos atribuir estas posturas al “de-seo de autorrespeto”. Después de todo, es posibletener elevada opinión de nosotros mismos sin re-bajar al prójimo.

El prejuicio racial, quizás la forma más comúnde este matiz de la estupidez, es más o menos uni-

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versal. Así lo afirma G. M. Stratton en su Social Psy-chology of International Conduct (1929) y agrega que “escaracterístico de la naturaleza humana este tipo par-ticular de prejuicio”. Subraya, además, otros dosimportantes aspectos:

“A pesar de su universalidad, rara vez o nuncaes innato el prejuicio racial. No nace con el indivi-duo. Los niños blancos, por ejemplo, no demues-tran prejuicios contra los de color, o contra lasniñeras negras, hasta que los adultos se encargan deinfluirlos en ese sentido.”

(Concepto expresado con más concisión y belle-za por Oscar Hammerstein en la famosa canción deSouth Pacific: “Es necesario que te enseñen aodiar...”)

Finalmente, dice G. M. Stratton: “Este universaly adquirido prejuicio «racial», en realidad nada tienede racial. Puede observarse que no guarda relacióncon las características raciales; ni siquiera con lasdiferencias que existen entre diversos núcleos hu-manos, sino pura y exclusivamente con el senti-miento de una amenaza colectiva... El llamadoprejuicio «racial» es en realidad una mera reacciónbiológica del grupo a una pérdida experimentada oinminente, una reacción que no es innata, sino fruto

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de la tradición, renovada por las vivencias de nue-vos perjuicios sufridos.”

Por lo menos superficialmente esta explicaciónparece bastante razonable, y armoniza con la teoríadel doctor Feldmann, según la cual toda forma deestupidez es expresión de temor.

Pero quizás la cosa no sea tan sencilla. Pues si elprejuicio racial (expresión principal de esta formaparticular de imbecilidad) es simplemente asunto de“amenaza colectiva”, ¿cómo se explica que lo pa-dezcan personas que ni remotamente sufren laamenaza de negros, chinos o judíos? En cambio, laregla tiene gran número de excepciones allí donde laamenaza efectivamente existe... o por lo menos pa-rece existir. A pesar de las opiniones del eminenteseñor Stratton, creo que la actitud de los que alien-tan prejuicios raciales o de cualquier otra naturaleza,presupone una condición mental a la que debemosdenominar estupidez, aunque sólo sea por falta depalabra más apropiada. No es innata- en esto po-demos coincidir con el autor de Social Psychology ofInternational Conduct- y no es natural. Pero aunqueningún individuo se halle completamente liberadode prejuicios, el efecto de sus prejuicios sobre susactos lo convierte en estúpido reaccionario o hace

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de él un ser humano equilibrado. En otras palabras,el hombre discreto o inteligente podrá sublimar osuperar sus prejuicios; el estúpido, será inevitable-mente presa de ellos.

En términos generales, el prejuicio es ente pasi-vo. Quizás odiemos a todos los galeses, pero ello nosignifica que saldremos a la calle y acometeremos apuñetazos al primero de ellos que encontremos...aunque estuviéramos seguros de hacerlo con impu-nidad. En cambio, la intolerancia es casi siempreactiva. El prejuicio es un motivo; la intolerancia esuna fuerza propulsora. No fue prejuicio lo que im-pulsó a las diversas iglesias cristianas a exterminarsemutuamente los fieles; fue la intolerancia. Aquí,naturalmente, la historia es depositaria de anchaveta de estupidez. El hombre de prejuicios podránegarse a vivir entre irlandeses o japoneses; el into-lerante negará que los irlandeses o los japonesestengan siquiera derecho a vivir. A menudo ambasformas de estupidez coexisten, o una de ellas de-termina el desarrollo de la otra. El hombre de pre-juicios quizás se rehúse a enviar sus niños a escuelasabiertas a alumnos de cualquier raza; el intolerantehará cuanto esté a su alcance para suprimirlas.

En los capítulos que siguen expondré muchísi-

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mos casos de prejuicio y de intolerancia; la ilustra-ción histórica será harto más efectiva que cualquierteorización para demostrar la relación directa queexiste entre la estupidez y el terrible precio que lahumanidad debe pagar por sus prejuicios y sus ac-titudes de intolerancia.

La ignorancia, ¿es otra forma de la estupidez?Desde cierto punto de vista, sí... del mismo modoque la fiebre es parte de la enfermedad, sin ser laenfermedad misma. Ya hemos demostrado que elignorante no es necesariamente estúpido, ni el estú-pido es siempre ignorante. Pero ambas condicionesno pueden ser separadas absolutamente. A igualdadde posibilidades de educación, no es difícil determi-nar la línea que separa a la estupidez de la ignoran-cia. El niño o el adulto estúpidos aprendendificultosamente conceptos útiles, aunque aprendande corrido versos en latín o las fechas de las batallas.Por consiguiente, la estupidez alimenta y presuponela ignorancia; la condición aguda se convierte encrónica.

Estas tres formas o manifestaciones de la estu-pidez no son sino las más universales o comunes.La fatuidad o locura, la inconsecuencia y el fanatis-mo podrían ser objeto de diagnóstico y descripción

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separados, como los ingredientes tóxicos de un ve-neno complejo.

Pero existen también formas de la estupidez quepertenecen a una profesión o a una clase: la estupi-dez del cirujano (tan cabalmente descrita en Doctor’sDilemmas, de Shaw) que sólo cree en su bisturí; laestupidez del político, que supone que sus propiaspromesas incumplidas se olvidan tan fácilmentecomo los votos que depositó durante las sesionesdel Parlamento o del Congreso; la estupidez del ge-neral, que siempre está librando “la penúltima gue-rra”. Los ejemplos son infinitos. O la estupidez declase de la nobleza francesa antes de la Revolución;la estupidez suicida de gran parte de la historia es-pañola, incapaz de reconciliarse con la realidad ocon el paso de las épocas, la estupidez de los efendisárabes, en su cerril egoísmo y en la traición a loshumildes fellahin; la estupidez de los reaccionarios yde los anticuados, que impulsan la clandestinidaddel vicio, en lugar de intentar su cura... Sí, la lista esinterminable.

Todo esto poco importaría si el estúpido sólopudiera perjudicarse a sí mismo. Pero la estupidezes el arma humana más letal, la más devastadoraepidemia, el más costoso lujo.

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El costo de la estupidez es incalculable. Loshistoriadores hablan de cielos, de la cultura de laspirámides y de la decadencia de Occidente. Tratande ajustar a ciertas pautas los hechos amorfos, oniegan todo sentido y propósito al mundo y al de-venir nacional. Pero no es barata simplificaciónafirmar que las diversas formas de la estupidez hancostado a la humanidad más que todas las guerras,pestes y revoluciones.

En los últimos años, los historiadores han co-menzado a convenir en la idea de que el principiode las desgracias y de la decadencia de España debeubicarse en el período inmediato al descubrimientode América. Naturalmente, el descubrimiento no esla causa directa de esa decadencia (aunque don Sal-vador de Madariaga ha desarrollado en ingeniosoensayo las buenas razones por las cuales EspañaNO debía haber respaldado la empresa de Colón),sino la estupidez de la codicia; es decir, la codiciadel metal áureo. El examen atento del problemademuestra que la riqueza que España extrajo de Pe-rú o de Méjico costó por lo menos diez veces másen vidas, y descalabró no sólo la economía españolasino también la europea. Este sentimiento de codi-cia es anterior a España, y no ha desaparecido en los

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tiempos modernos. Hoy día, en que la mayor partedel oro mundial está guardado en los sótanos deFort Knox, continuamos sufriendo el influjo delmetal amarillo.

¿A cuántas familias, a cuántos individuos arrui-nó la estupidez del ansia de títulos, condecoracionesy ceremonias? En Versalles, en Viena o en El Esco-rial, ¿cuántos nobles hipotecaron sus propiedades yarruinaron el futuro de sus familias para gozar delfavor del soberano? ¿Cuánto ingenio, esfuerzo ydinero se invirtió en la tarea de alcanzar esta oaquella distinción? ¿Cuántas obras maestras queda-ron sin escribir mientras sus posibles autores hacíanlas visitas que son requisito de la elección a la Aca-demia Francesa? ¿Cuánto dinero fue a parar a lasarcas de los genealogistas para demostrar que tal ocual familia descendía de Hércules o del barónSmith?

Quizás la forma más costosa de estupidez es ladel papeleo. El costo es doble: la burocracia no so-lamente absorbe parte de la fuerza útil de trabajo dela nación, sino que al mismo tiempo dificulta el tra-bajo del sector no burocrático. Si se utilizara entextos escolares y libros de primeras letras un déci-mo del papel que consumen los formularios, Libros

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Blancos y reglamentaciones, se acabaría para siem-pre con el analfabetismo. Cuántas iniciativas frus-tradas, cuántas relaciones humanas destruidas acausa de la “insolencia de los empleados”, a causadel desarrollo múltiple y parasitario del papeleo.

“La ley es el fundamento del mundo”, dice unaantigua saga. Pero también, y con mucha frecuencia,la ley ha hecho el papel del tonto. En nuestros días,un juicio consume quizás menos tiempo que en laépoca de Dickens, pero cuesta cinco veces más. Losabogados viven sobre todo gracias a la estupidez dela humanidad; pero ellos mismos impulsan el proce-so cuando ahogan en verborrea legal lo que es ob-vio, demoran lo deseable y frustran el espíritucreador.

¿Cuánto ha pagado la humanidad por la estupi-dez de la duda? Si hubiera sido posible introducirtodas las invenciones útiles e importantes sin nece-sidad de luchar contra las argucias y la obstruccióndel escepticismo estúpido (pues también hay, natu-ralmente, la duda sana y constructiva), habríamostenido una vacuna contra la viruela mucho antes deJenner, buques de vapor antes de Fulton y avionesdécadas antes de los hermanos Wright. A veces laestupidez de la codicia y la estupidez de la duda se

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combinan en impía alianza (como en los casos enque una gran empresa compra la patente de una in-vención que amenaza su monopolio, y la archivadurante años, y quizás para siempre).

¿Y qué decir de la estupidez de la idolización delhéroe? Es el fundamento de todos los gobiernostotalitarios. Ninguna nación, ni siquiera los alema-nes, experimentan amor por la tiranía y la opresión.Pero cuando la estupidez del instinto gregario in-fecta la política, cuando la locura del masoquismonacional se generaliza, surgen los Hitler, los Musso-lini y los Stalin. Y quien crea que esto último cons-tituye una simplificación excesiva del problema, quelea unas pocas páginas de Mein Kampf; que estudielos discursos de Mussolini o las declaraciones deStalin.

No hay una sola línea que sea aceptable para lainteligencia o el cerebro normal. La mayoría de losconceptos son tan absurda tontería, que incluso unniño de diez años podría advertir la falsa lógica y laabsoluta vaciedad.

Y sin embargo, ha sido y es el alimento diario demillones de seres humanos. Han creído, durantevariables períodos de tiempo, que los cañones sonmejores que la manteca, que cierto árido desierto

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africano podía resolver el problema de la sobrepo-blación italiana, y que es provechoso al proletariadotrabajar en beneficio de un imperialismo burocráti-co que se oculta tras la barba de Carlos Marx.

¿Es necesario siquiera aludir al costo de esta es-tupidez masiva? Quince millones de muertos en unasola guerra, y destrucciones que no podrán sercompensadas ni en un siglo. En toda Alemania,¿hubo alguien capaz de ponerse de pie para decirle aHitler que era simplemente un imbécil? Hubo quie-nes lo calificaron de pillo, de loco, de soñador, (yalgunos hay que todavía lo creen un genio), pero laestupidez era lo suficientemente profunda comopara impedir que nadie hablara en voz alta. ¿Alguiense atrevió a decir a Mussolini que los italianos noestaban destinados a desempeñar el papel de nuevosromanos, y que un país podía prosperar sin necesi-dad de conquistas? Durante los últimos veinte añoshemos pagado el precio de ese silencio, y continua-remos pagándolo durante las próximas dos genera-ciones, y quizás durante más tiempo aún.

¿Cuál es el costo de la credulidad, de la supersti-ción, del prejuicio, de la ignorancia? Imposible pa-garlo ni con todo el oro del universo. ¿Cuántopagamos por las locuras del amor... o mejor dicho,

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por el gran número de imbecilidades que florecenalrededor del instinto amoroso? Olvídese por uninstante el aspecto moral, y piénsese en la frustra-ción, la tortura, el poder destructivo de los amoresfracasados en el curso del tiempo. Por cada obramaestra de un amante afortunado, hubo un cente-nar de vidas desgraciadas, un millar de amores ini-ciados promisoriamente pero interrumpidos muchoantes de su fin lógico.

Moliere y otros cien autores han zaherido almédico incapaz y estúpido, al farsante y al charlatán.Con todo el respeto que la noble profesión médicamerece, diré que estos tipos humanos siempre exis-tieron y siempre existirán. ¡Cuántas muertes provo-caron las “curas milagrosas”, cuántos cuerposarruinados por los “elixires”! Hoy más que nuncaflorece la fe ciega en las drogas “milagrosas” y en lasterapias mentales. La existencia de los falsos médi-cos de la fe y de los anuncios en los diarios indios(en los que se ofrece curar, con el mismo producto,todas las enfermedades, desde los forúnculos a lalepra) demuestra que la estupidez humana no hacambiado.

Un tipo parecido de locura es el que hace laprosperidad del astrólogo y del palmista, del falso

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médium y del adivinador de la fortuna. Y cuando lasactividades de estos individuos sólo se reflejan enlas columnas de los diarios y en las ferias campesi-nas, podemos sonreír con tolerancia. Pero toda laestupidez y la superstición relacionada con la inútilbúsqueda de medios que permitan al hombre pene-trar el misterio de su propio futuro, y vincular consus propias y minúsculas preocupaciones los movi-mientos de las estrellas, toda esta extraña mezcla deseudo ciencia y pura charlatanería ha provocadotragedias y desastres suficientes como para llegar ala conclusión de que su costo es uno de los más ele-vados en el balance final de la estupidez humana.De esto último hay sólo un paso a la recurrentehisteria masiva sobre el fin del mundo, proclamadopara hoy o para mañana. Quizás el agricultor ya nodescuida sus campos, ni el artesano su banco detrabajo, como ocurría en siglos pasados, pero elplato volador, los ensueños alimentados por el gé-nero de la ciencia ficción, y las manías religiosas yde otro carácter promueven desastres periódicos.

Éstas son sólo unas pocas manifestaciones de laestupidez humana, pero su costo total en vidas y endinero alcanza cifras astronómicas. No pretendoinsinuar que haya muchas posibilidades de que el

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costo disminuya. Pero aunque poco nos aprovecha-rá para el futuro, deberíamos por lo menos no for-jarnos ilusiones con respecto a nuestro pasado y anuestro presente. Desde el principio del mundohemos pagado el precio de nuestra estupidez, ycontinuaremos haciéndolo hasta que eliminemos,mediante explosiones, toda forma de vida de la su-perficie de la tierra...

Este libro intenta presentar por lo menos lasprincipales facetas de la estupidez a lo largo del de-sarrollo histórico y en nuestros propios días. Noabriga la intención de deducir moralejas, y ni siquie-ra de sugerir remedios. Si bien es cierto que en GranBretaña a veces se condena a los delincuentes ha-bituales a períodos de “educación correctiva”, a na-die se le ha ocurrido todavía obligar a los estúpidosa someterse a un curso de sabiduría, ni ha intentadosuministrarles un mínimo de inteligencia. Gastamosmillones en la fabricación de bombas atómicas, peroen todo el mundo los maestros son los trabajadoresintelectuales peor pagados. La conclusión que detodo ello puede extraerse es tan obvia, que creemosmejor dejar que el lector llegue a ella por sí mismo.

Entre las dos guerras en Europa Central existióun insulto favorito, que adoptaba la forma de una

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pregunta. Solía preguntarse: “Dígame... ¿duele serestúpido?” Desgraciadamente, no duele. Si la estu-pidez se pareciera al dolor de muelas, ya se habríabuscado hace mucho lo solución del problema.Aunque, a decir verdad, la estupidez duele... sóloque rara vez le duele al estúpido.

Y ésta es la tragedia del mundo y el tema de estaobra.

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II

LA VORACIDAD DE MIDAS

1.

Antes de la Primera Guerra Mundial las islasPalau (anteriormente Pelew) pertenecían a Alema-nia, que en 1899 las habla comprado a España. Lue-go, en 1918, se convirtieron en mandato japonés.Con desprecio de la obligación impuesta por la Ligade las Naciones, el Japón las convirtió en bases for-tificadas, que le fueron muy útiles durante la Segun-da Guerra Mundial. Las islas Palau fueronescenarios de los más sangrientos combates libradosen el Pacífico, y la isla central, la de Yap, adquiriónotoriedad en la historia de la guerra. Actualmentetodo el grupo de islas se encuentra en manos nor-

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teamericanas.Pero mucho antes de los alemanes, los japone-

ses o los norteamericanos, Yap era famosa porcierta particularidad: su moneda. Aunque inocentesy primitivos, los nativos de bronceada piel conocíanla institución del dinero. El único inconveniente eraque Yap carecía absolutamente de metales; y si bienhabía abundancia de conchas, frutos y dientes deanimales, los habitantes de Yap llegaron a la conclu-sión de que un sistema monetario fundado en estosobjetos tan comunes carecería de la estabilidad ne-cesaria. Era preciso hallar un material tipo que po-seyera auténtico valor intrínseco.

En definitiva eligieron el producto de una islasituada a doscientas millas de distancia: las piedrasde una gran cantera, un material perfecto para lafabricación de ruedas de molino. La isla estaba agran distancia; extraer y dar forma a las piedras im-plicaba considerable esfuerzo. Por consiguiente, sedijeron los habitantes de Yap, habían hallado lamoneda perfecta.

Una piedra redonda y chata de aproximada-mente un pie de diámetro correspondía más o me-nos a media corona o a un dólar de plata. Si se laperforaba en el centro, se podía pasar un palo por el

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agujero, y llevarla al mercado... aunque el portadorno pudiera caminar muy erecto. Cuanto más grandela piedra, mayor su valor. La enorme piedra de mo-lino de doce pies de diámetro era el equivalente deun billete de mil dólares; y el agujero practicado enel centro podía dar cabida al jefe indígena más cor-pulento.

Pero, ¿cómo se utilizaba esta moneda? ¿Era pre-ciso trasladar estas piedras, cuyo peso era de variastoneladas, cada vez que se compraba o vendía algo?El pueblo de Yap era demasiado inteligente paraacometer tan pesada tarea. Se dejaban las piedras enel sitio original, en el jardín o en el patio del primerpropietario; adquirían la condición de propiedadinmueble, y se las transfería sencillamente a nombredel nuevo propietario. El pueblo de Yap carece delenguaje escrito, de modo que el convenio era pu-ramente verbal; pero era respetado más fielmenteque un documento de cincuenta páginas redactadopor un regimiento de abogados. En Yap había mu-chos hombres adinerados cuya “riqueza” se hallabadispersa por toda la isla. Naturalmente, tenían dere-cho a visitar su propiedad, a inspeccionarla, a sen-tarse en el agujero central y a satisfacer su orgullo depropietarios. Y en este orgullo se complacían tanto

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como el avaro que recuenta su dinero o el accionistaque corta sus cupones.

Pero la historia no acaba aquí. Yap sufre a me-nudo tifones tropicales. Tampoco son raros los ma-remotos. A veces se descargaban con enormeviolencia, y las grandes piedras iban a parar a laslagunas. Una vez superado el difícil momento, repa-radas las chozas y enterrados los muertos, los nati-vos se dedicaban a buscar el dinero que habíanperdido. Lo hallaban en el fondo de los lagos, cla-ramente visible gracias a la transparencia de lasaguas.

Pero, establecida la ubicación de las piedras, anadie se le pasaba por la cabeza la idea de rescatar-las. Hubiera sido tarea muy difícil; sea como fuerejamás se realizó el intento. El dinero, la riqueza es-taba allí; ni el prestigio familiar ni la situación indi-vidual sufrían porque esa riqueza estuvierasumergida en una o dos brazas de agua.

Actualmente, del 75 al 80 por ciento del oromundial está en Fort Knox, Kentucky. Se han dis-puesto complicadas precauciones contra la posibili-dad de ataque atómico. Basta mover una o dospalancas para inundar los depósitos. Pero aunque eloro está en depósitos subterráneos, y fácilmente

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podría quedar sumergido, el valor de la monedanorteamericana no se ha visto afectado en lo másmínimo.

El dólar es siempre el “todopoderoso dólar”,porque la gente sabe que el oro está allí. Y lo mismopuede decirse de todos los países que todavía seajustan al patrón oro. ¿Hay tanta diferencia entre eloro de Fort Knox y las ruedas de molino de Yap?

2.

La historia del oro es la historia de la humani-dad. Es también un importante ingrediente de lareligión, desde el becerro de oro a las estatuas dora-das cubiertas de joyas de las madonnas y de lossantos. La Edad Media sombría y rígida personificóla idea del oro en el judío del ghetto, ser desprecia-do, a menudo maltratado y cuya condición era se-mejante a la de un paria; un ser, en fin, excluido dela comunidad, a quien los pintores flamencos delsiglo XV reflejaron con ingenuo y venenoso odio.En aquellos siglos de tosquedad y rudeza el pueblosentía supersticioso temor del oro y de su ocultopoder; los alambiques de los alquimistas eran ins-

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trumentos de Satán. No existía auténtica compren-sión del valor del oro; se lo condenaba a la esterili-dad, y apenas intentaba multiplicarse y florecer, selo perseguía con el hierro y el fuego.

Las primeras transacciones bancarias revistieron,a los ojos del hombre medieval, el carácter de magiapura, y los misterios del capital provocaron en él lamisma inquietud que los fenómenos de cierta peli-grosa alquimia. En aquella limitada edad del hierro,los judíos fueron los únicos poseedores del secretoáureo. Con la mágica llave del crédito abrieron losbazares de Oriente, y con las fórmulas de su álgebradorada descifraron los misterios de la humanidad.Entre las poderosas murallas urbanas se levantaba elghetto, sombrío, ominoso y extraño, con sus calles ypasajes estrechos y sinuosos; era como la montañamagnética de las Mil y Una Noches, que atraía haciasí a las naves. Del mismo modo, el ghetto acumula-ba los tesoros áureos por conducto de invisiblescanales.

El orgulloso caballero golpeaba en medio de lanoche a la puerta del ghetto, tras de la cual los pa-rias del oro guardaban sus tesoros; un hombre deturbante de patriarca y oscuro caftán que le otorga-ba apariencia sacerdotal, abría la puerta, lenta y

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cautelosamente. Era “Nataniel”, el mismo que, se-gún aseguraban los gentiles, escupía sobre la sagradahostia y crucificaba niños en Viernes Santo. Sin em-bargo, los gentiles acudían a “Nataniel”... porquenecesitaban oro. Dentro de la casa, las sucias pare-des exteriores se convertían en desconcertante es-pectáculo de belleza y esplendor. Ricas telas y vasosbrillantes del Asia fabulosa, incienso indio, pesadassedas... Detrás de las cortinas bordadas de extrañabelleza, pálidas mujeres de grandes y húmedos ojosnegros contemplaban al caballero que hipotecaba sutierra y su castillo por unas cuantas piezas de oro.

Los reyes hacían lo mismo: primero tomabanprestado de los judíos, luego los nombraban tesore-ros y recaudadores de impuestos. Samuel Levi, teso-rero del rey Pedro de Castilla, fue un mago de lasfinanzas. “Un hombre amable y sereno”, dice elcronista, “a quien el Rey mandaba buscar cuandonecesitaba dinero. Graciosamente, lo llamaba DonSamuel. Y entonces se ideaba el nuevo impuesto.”En Francia, los judíos fueron precoces adeptos delnuevo arte. Después que se los expulsó, NicholasFlamel amasó una gran riqueza mediante especula-ciones con la propiedad judía. Fue su sucesor Ja-cques Coeur, en un período de dura prueba para el

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país. Organizó el comercio levantino, explotó lasminas e inventó la ciencia de la estadística; creó elsistema impositivo y aprovechó las más ricas fuen-tes financieras en beneficio de su país. Francia ex-propió la riqueza de este genio económico y lopremió desterrándolo; murió en una isla griega, po-bre y olvidado.

Con el tiempo, el maltratado “prestamista” seconvirtió en el respetado y poderoso banquero. Losmonarcas participaron en el negocio: Luis XI enFrancia, Enrique VII en Inglaterra, Fernando V enEspaña y el emperador Carlos V en todo el mundo.Poco a poco también los gentiles conocieron lossecretos del oro. Italia dio el ejemplo; los banqueroslombardos se convirtieron en el arquetipo repre-sentado otrora por los judíos. El comercio, la banca,la especulación todo lo que había sido condenado ydespreciado, se desarrolló con extraordinaria pom-pa. En las pequeñas repúblicas se abrieron casas decambio; a veces los hijos de los banqueros compra-ban con su oro la mano de princesas reales. Lasbanderas comerciales compitieron con las enseñasnacionales, y desde sus lagunas Venecia se elevó alas alturas del esplendor oriental. En sus Nozze diCana, Paolo Veronese presenta a estos principescos

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mercaderes, tipos sensuales, pero sin la debilidadoriental, huéspedes de monarcas. Todos ellos (losduques de Medici, los despóticos Sforza, que paga-ron el rescate de Francisco I, y los genoveses quefundaron Galatz, sobre el Danubio, una casa decambio en el corazón mismo del Islam) comenza-ron con los métodos y con el oro de los judíos. Eloro produjo milagros y creó el Renacimiento; y elmetal en bruto, adquirido por los comerciantes, sepurificó en la retorta del arte para transformarse enlas obras maestras de Cellini y D'Arfé.

En esa época Italia dio vida a la deslumbranteescena de la segunda parte del Fausto de Goethe, enla que el dios de la riqueza ya no es un ser ciego ymaltrecho, como en las sátiras de Luciano y deAristófanes, sino más bien un individuo de majes-tuosa belleza, de apariencia divina, reclinado en ca-rro triunfal, que saluda con mano esbelta cargada deanillos. Y con cada una de sus graciosas bendicio-nes, como en un cuento de hadas, llueven de loscielos gotas de diamante.

Y luego, Alemania, y el siglo de los Fugger. Lascomplejas operaciones bancarias pusieron fin a laépoca de la caballería, que había cobrado caracteresextremos. Mammón puso su planta victoriosa sobre

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el cuello de San Miguel. “En Augsburgo tengo untejedor que podría comprar fácilmente todo esto”,dijo desdeñosamente en París el emperador Carloscuando le mostraron las joyas de la corona. Si seestudian en Munich los retratos que pintó Holbeinde Antón Fugger y de su familia, pronto se adviertela presencia de una dinastía. El padre, en su cha-queta ribeteada de piel, parece un monarca nórdico,con su cabeza orgullosa y la expresión de quien tie-ne conciencia de su propio poder. En el otro cuadroestán arrodillados sus hijos, quienes sostienen rosa-rios en las manos; los niños, rígidos y precozmentegraves, como príncipes españoles, y las mujeres enactitud de elegante devoción, plenamente cons-cientes de que podrían levantar una iglesia para susanto patrón cuando se les antojara. La Madonnaaparece gentil y sonriente... sobre un fondo de oro.Frente a los retratos de Holbein hay dos caballerosde Durero. Han desmontado y tienen aire sombríoy contristado. Parecen mortalmente cansados yagobiados de preocupaciones, como si dijeran:“Malos son los tiempos...” En estas obras maestrashallamos expresado todo el sorprendente contrastedel siglo áureo: el ascenso del oro y la decadenciadel hierro.

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A medida que nos aproximamos a la época mo-derna, se acentúan el poder y la influencia del oro.En el siglo XVIII Inglaterra dejó de lado la armadu-ra del guerrero y vistió la chaqueta del empleado dela casa de cambio. La India, con todas sus maravillasy sus terrores, debió sufrir la conquista. Holanda seconvirtió en enorme astillero para sus mercaderes.Ambas naciones identificaron la política con el oro.El oro se convirtió en poder estatal, conquistador,soberano y civilizador... El príncipe de mercaderesque sube las escaleras de la Bolsa con un paraguasbajo el brazo, puede financiar al Gran Mogol, des-tronar rajás y equipar ejércitos enteros. En las ofici-nas revestidas de paneles de la Casa de la India sefusionan reinos lejanos y se trazan y borran lasfronteras de dominios fabulosos. El mercader quefuma su pipa de arcilla a la puerta de su oscura ofi-cina de Ámsterdam llega a los mismos mercados; yaquí es un comerciante en pimienta, y allí un prínci-pe... Ciertamente, estos hombres no inmovilizabansus capitales, y sea cual fuere la opinión que nosmerezcan a la luz de las modernas concepcioneseconómicas, en esta industriosa y tenaz adquisiciónde riqueza había cierta dramática grandeza que lospintores holandeses del siglo XVIII supieron expre-

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sar cabalmente en sus “cuadros de los mynheor”.En Francia el oro se convirtió relativamente tar-

de en factor poderoso. Todo se resistía a su domi-nio: la aristocracia, la moral, los prejuicios yespecialmente cierta repugnancia que caracterizó ala Edad Media francesa. El poder del oro se perso-nificó en los traitants, a quienes la corona arrendabalos impuestos. En las comedias, estos vampiros eranfiguras cómicas; pero en la vida real su función aca-rreaba resultados terriblemente trágicos. Eran eje-cutores del fisco, y en el más cruel sentido de lapalabra. En su carácter de extorsionadores realescon patente, eran el terror de la gente a la que sa-queaban implacablemente, y a la que podían expri-mir “hasta la última gota de sangre”. La riquezaescandalosa de estos individuos se tornó tan pro-verbial como su extrema inmoralidad, y en ellos elpueblo odiaba a la más despreciable encarnación deloro. Mientras en Inglaterra, Holanda, Italia y Ale-mania se obligó al oro a trabajar y a producir, enFrancia permaneció estéril y aun hostil durante mu-cho tiempo. Adoptó la forma de capital y sólo creóprovocativas formas de lujo y de frivolidad.

Pero los financistas franceses eran como bece-rros de oro a los que se engordaba para el sacrificio.

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Saint-Simon nos ofrece la horrible descripción deestos monopolistas del oro, en quienes la groseracodicia del procónsul se unía al piratesco espíritu deextorsión del sátrapa. “Le Roi veut” (El Rey lo quie-re) era la fórmula mágica de Voysin y de Desmaret.Sobre todo este último era un auténtico Ministro dela Usura; fue el mismo a quien Colbert sorprendióen delito de falsificación; después de varios años endesgracia retornó a la administración financiera ysentenció a Francia a la tortura de los “impuestosdel diezmo”. “Era oro”, dice Saint-Simon, “del quemanaba la sangre de los cuerpos torturados”.

Cuando Luis el Grande necesitaba dinero parasu Minotauro versallesco, los messieurs traitantseran los primeros hombres de Francia. Samuel Ber-nard, que se declaró en quiebra con deudas por cua-renta millones, y luego se elevó a las más altascumbres de la riqueza, se relacionó por vía matri-monial con las antiguas familias de Molé y de Aire-poix, y cierto día la corte, petrificada, lo vio caminaral lado del Rey Sol por los senderos de los jardinesde Marly. Saint-Simon reflexiona sobre las humilla-ciones a que debían someterse aun los monarcasmás poderosos. Naturalmente, se relacionaban conel oro. Y sin embargo, entonces Francia experi-

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mentaba aún general resentimiento con respecto alimplacable despotismo del oro; ¡no es difícil imagi-nar el efecto de la comedia de Moliére sobre lostensos y maltratados nervios de los contemporá-neos!

Al fin, la nobleza arruinada se sometió al poderdel oro. Cuando Madame de Grignan consintió enel matrimonio de su hijo con la heredera del “inten-dente general” Saint Arman, acuñó la frase: “Detiempo en tiempo, aún la mejor tierra debe recibirabono fresco”. El conde de Evreux casó con la hijade Crozat, que le aportó una dote de dos millones, yademás veinte millones “para el futuro”; pero jamástocó ni siquiera un cabello de su esposa. Cuando seenriqueció gracias a la fantástica estafa de John Law,devolvió la dote y envió a la joven de regreso a lacasa del padre.

3.

Ni la luz deslumbrante del sol naciente, ni elbrillo enceguecedor del mediodía, ni el esplendordel atardecer, jamás podrían inspirar o inflamar laimaginación humana en la misma medida que el frío

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centelleo del oro. Es cierto que fue frecuente la ado-ración religiosa del sol, pero se trataba de un cultomerecido por esta divinidad honesta y fidedigna.Pues hasta ahora nunca ocurrió que el sol se pusierasin levantarse de nuevo. El mito de Ícaro advertía alos mortales de la conveniencia de no acercarse de-masiado al astro, y la suerte de Faetón enseñaba queno debía jugarse con el tiempo, determinado por lamarcha del sol.

Pero piénsese en el oro, el más esquivo, el másvengativo, el más seductor de todos los dioses.Cuando no se lo busca, sus pepitas ruedan a los piesdel viajero, se acumulan en las orillas de los ríos, y elmetal revela sus ricas vetas al golpe casual de pico.Perseguido, centellea un instante, como una mujerjuguetona... y luego se oculta para siempre, sin dejarrastros. ¡Cuán a menudo un campo de oro se con-vierte en zona estéril, desaparece el polvo de oro delos ríos, y en las anchas vetas de las minas el mineralse extingue súbitamente!

Mientras los españoles, obsesionados por la ma-nía del oro, perseguían los tesoros de los caciques,llegaron a California. Allí revisaron cada choza, cadaaldea, cada pueblo indígena... pero no hallaron oro.Sin embargo, les hubiera bastado inclinarse, pues las

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partículas de oro estaban bajo las plantas de suspies. Soñaban con el fabuloso Eldorado, y no sabíanque ya estaban en él. ¡Cómo habrá gozado el espí-ritu del oro con la broma cruel que jugó a sus ado-radores!

Los aventureros europeos en busca de tesorosrecorrieron durante trescientos años el suelo de Ca-lifornia; pero a nadie se le ocurrió examinar lascentelleantes arenas de los arroyos, para comprobara qué obedecían los reflejos arrancados por la luzdel sol. En 1849, mientras se realizaban excavacio-nes para echar los cimientos de un molino, algoatrajo la atención de James Wilson Marshall, el sociode John A. Sutter; y entonces comenzó la gran fie-bre del oro. El oro había esperado tres siglos, eltiempo que la estupidez humana necesitó para verlo que estuvo siempre a la vista de todos.

El oro es un burlador, un bribón y un charlatán.Siempre logró fantástica publicidad, y lo rodearonmitos y leyendas que hallaron un público dispuestoy tontos a granel. Las antiguas crónicas abundan enrelatos sobre los sorprendentes milagros del oro; yalgunos de ellos han llegado hasta nuestros días.

Los centenares de toneladas del oro de Salo-món, los tesoros de Midas y de Creso, las manzanas

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doradas de las Hespérides, el vellón de Jasón... heaquí un hilo brillante que recorre las páginas de losanales precristianos. La riqueza de Fenicia, decía elrumor, se fundaba en el oro recibido de Hispania.Afirmábase que las naves fenicias retornaban conanclas de oro puro de sus viajes a Occidente, pueshabían agotado las mercancías y debían canjear lasanclas de hierro por otras del precioso metal.

En el siglo I a.C. Diodorus Siculus explicó estaedad de oro española. Afirmó que los nativos nadasabían del oro y no le atribulan valor; pero que encierta ocasión había estallado en los Pirineos un pa-voroso incendio de bosques, y que las llamas habíandevastado regiones enteras, fundiendo el oro ocultoen las montañas, el cual entonces fluyó cuesta abajo,en forma de arroyos del metal, con gran descon-cierto de los bárbaros, que lo contemplaban porprimera vez.

Pero los hombres estaban dispuestos a aceptarversiones más fantásticas aún. Muchos creían fir-memente que los animales conocían también el va-lor del metal más apreciado y codiciado por lahumanidad.

En su De Natura Animalium, Claudius Aelianus,el retórico romano que vivió tres o cuatrocientos

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años antes de Cristo, describió a los buitres que ani-daban entre las rocas estériles de Bactria. Con susgarras duras como el hierro, estas aves sagaces sepa-raban el oro del granito, y guardaban con celo ferozlos tesoros que reunían, por temor a la codicia delos humanos.

Plinio el Viejo se mostró escéptico con respectoa estos animales legendarios. Pero en cambio pre-sentó en su Historia Naturalis como un “hecho cien-tífico” el caso de las hormigas recolectoras de oro:

“Son muy admiradas las antenas de hormigasindias conservadas en el Templo de Hércules, enEritrea. En la región septentrional de la India vivenhormigas del color de los gatos; su tamaño es elmismo del lobo egipcio. Extraen el oro de la tierra.Lo acumulan durante la estación de invierno; enverano se ocultan bajo tierra para huir del calor.Entonces los indios roban el oro. Pero deben actuarcon mucha rapidez, pues cuando huelen la presenciadel ser humano, las hormigas salen de sus agujeros,persiguen a los ladrones y, si los camellos de éstosno son suficientemente veloces, destrozan a los in-trusos. Tal la velocidad y el ánimo feroz que el amoral oro despierta en estos animales.” (Tanta pernicitasferitasque est cum amore auri. Historia Naturalis, XI,

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XXXXVI.)De acuerdo con Heródoto, algunas de estas

hormigas habían sido capturadas y se las manteníaen la corte del rey de Persia.

Estrabón agrega en su Geographia que se apelabaa un ardid especial para robar el oro de las hormi-gas: los ladrones esparcían polvo envenenado cercade las madrigueras, y mientras los codiciosos ani-males se regodeaban con el cebo, se procedía a re-coger rápidamente el oro. Estrabón cita a otrosautores, lo cual demuestra que los escritores anti-guos no tenían la menor duda respecto de la reali-dad de estos extraños animales.

Sabemos que los eruditos de la Edad Mediaconsideraban casi sacrílega cualquier expresión deescepticismo con respecto a los autores antiguos.Era posible comentar sus obras, desarrollarlas... pe-ro no criticarlas. ¡No es de extrañar, entonces, que lahistoria de las hormigas recolectoras de oro se con-virtiera en parte integrante del zoológico medieval!

Brunetto Latini, preceptor de Dante, miembroprominente del partido güelfo, después de diez añosde exilio en Francia ocupó el puesto de canciller deFlorencia. Escribió una enciclopedia en prosa, LiLivres dou Trésor, en el dialecto del norte de Francia.

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Fue impreso por primera vez en italiano el año1474, y hace menos de cien años se publicó unaedición en el dialecto francés original. Latini realizóun cabal resumen de todos los tesoros del conoci-miento medieval. Redactó una enciclopedia en granescala: empieza con la creación del mundo y reúnetodos los materiales conocidos sobre geografía,ciencias naturales, astronomía... y aún política y mo-ral.

Las famosas hormigas fueron a refugiarse en elcapítulo sobre ciencias naturales. De acuerdo conLatini, los codiciosos animales acumulaban oro noen la India, sino en una de las islas etíopes. Quien seles aproximaba perecía. Pero los astutos moros ha-bían descubierto un hábil ardid que las despistaba.Tomaban una yegua madre, le aseguraban variossacos a los costados, remaban hasta las orillas de laisla, y desembarcaban a la yegua... sin el potrillo. Enla isla, la yegua hallaba bellos prados y pastaba hastala caída del sol. Entretanto, las hormigas veían lossacos, y comprendían la utilidad de los mismos co-mo recipientes del oro. Prontamente se ocupabanen llenarlos con el metal precioso. A la caída del sol,los ingeniosos etíopes acertaban al potrillo hasta laorilla del agua, frente a la isla. El animal relinchaba

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quejosamente, llamando a la madre; y cuando éstaoía el llamado, corría hacia el agua, con los sacosllenos de oro, y cruzaba a nado hasta la orillaopuesta. “Et s’en vient corrant et batant outre, ettout l’or qui est en coffres”.

Saltemos tres siglos. Sebastián Munster, el teó-logo y cosmógrafo, publicó en 1544 la primera des-cripción detallada del mundo en lengua alemana, lallamada Cosmographia Universa. Aquí la hormiga bus-cadora de oro aparece reproducida en un hermosograbado en cobre. La reproducción, un tanto primi-tiva, le atribuye la misma forma de la hormiga co-mún; sólo difiere en las proporciones,considerablemente mayores.

Pero no acaba aquí la historia de este insecto delarga memoria. Christophe De Thou, presidente delParlamento de París en la época de la matanza deSan Bartolomé y uno de los jefes del partido católi-co (su hermano redactó el borrador del Edicto deNantes), relata que en 1559 el Cha de Persia enviórico conjunto de regalos al sultán Solimán, entreellos una hormiga india del tamaño de un perro deregulares proporciones, y que era un animal salvajey montaraz. (“Inter quae erat formica indica canismediocris magnitudine, animal mordax et saevum”.)

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Posteriormente, cuando los velados ojos de laciencia comenzaron a abrirse y a ver más claramen-te, se realizaron algunas tentativas tendientes a ex-plicar el mito de la hormiga. De acuerdo con unateoría, la leyenda aludía realmente al zorro siberiano,de costumbres parecidas a las del topo. Ahora bien,los hombres sabios llegaron a la conclusión de que,puesto que el zorro es animal astuto, si excavabaprofundas cuevas en las montañas, seguramente nolo hacía por mera diversión... sin duda buscaba eloro de las vetas subterráneas. Pero se trata de unateoría de escaso fundamento, lo mismo que la queafirma la posibilidad de que otrora hayan existidohormigas gigantes (recuérdense las mutaciones ra-diactivas de cierta película de ciencia ficción) lascuales se habrían extinguido, como ocurrió a tantosotros animales históricos.

Es posible que la leyenda de la hormiga giganteadmita una explicación más realista. Alguien habrácomparado el trabajo de los mineros que perforanlas vetas subterráneas con la actividad de las hormi-gas. La comparación era adecuada y al mismo tiem-po atractiva. Pasó de boca en boca. Y bien sabemoscuál puede ser la suerte de los hechos sometidos aese tratamiento. Se agregaron circunstancias, se

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bordaron detalles; algún aficionado a la murmura-ción quiso provocar verdadera sensación en susoyentes; finalmente, la materia prima del rumor lle-gó a manos “profesionales”, que le infundieronforma de estupidez duradera y casi inmortal.

4.

Hace algunos años los periódicos publicaronuna nueva teoría sobre el núcleo interior de nuestroplaneta. Un erudito profesor había descubierto queno estaba formado de níquel ni de hierro, sino... ¡deoro! Su teoría se fundaba en la deducción de que,cuando los elementos líquidos que constituían lamasa de la tierra comenzaron a solidificarse, losmetales más pesados empezaron a hundirse, mien-tras que se elevaban en “burbujas” los componentesmás livianos. Por consiguiente, allí se encuentra to-do el oro que el hombre pudiera desear... suponien-do que pueda llegar al centro de la tierra.

Hoy día adoptamos una actitud un poco cínicacon respecto a estas teorías y descubrimientos. Perosi la misma teoría hubiese sido revelada en la anti-güedad, la excitación habría sido tremenda, y miles

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de individuos hubiesen comenzado a excavar la tie-rra, en busca de la gigantesca pepita de oro. Otrora,las leyendas de las minas de oro de Ofir- los tesorosde Eldorado- no fueron sueños afiebrados, sino tra-diciones aceptadas.

De todas las leyendas sobre el tema, la más anti-gua y firmemente arraigada fue el misterio de Ofir.

En el capítulo noveno del Primer Libro de losReyes se lee:

“E Hiram envió con la armada a sus servidores,marineros que conocían el mar, junto con los servi-dores de Salomón. Y llegaron a Ofir, y allí recogie-ron oro, cuatrocientos veinte talentos, y lo llevaronal rey Salomón.”

Pocos pasajes de la Biblia provocaron tantasdiscusiones, tantos sufrimientos y derramamientode sangre como estas pocas líneas.

En el original hebreo del Antiguo Testamento lapalabra no es “talentos” sino kikkar. En su obrasobre Ofir, A. Soetbeer dice que un kikkar equivalea 42.6 kilogramos (aproximadamente 93 libras). Porlo tanto, la flota llevaba una carga de aproximada-mente 17.892 kilogramos.

El Antiguo Testamento trae otras pocas refe-rencias al tráfico de oro, en las que se afirma que las

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naves de Salomón y de su aliado, Hiram de Tiro,visitaban Ofir una vez cada tres años y siempre re-tornaban completamente cargadas.

Aquí está, por lo tanto, la fuente del trono áureode Salomón, de sus quinientos escudos de oro, desus vasos y de otros muchos fabulosos tesoros, tanadmirados por la Reina de Saba después de su largoviaje a Jerusalén.

Pero, de pronto, la Biblia enmudece. Nunca másse menciona a Ofir. Las breves referencias no traenninguna indicación de la ubicación probable de lamisteriosa Ofir. Una breve nota al pie en The Bible ofToday (publicada en 1941) refleja las teorías antagó-nicas. Dice así: “Ofir: quizás puerto del Golfo Pér-sico. Algunos afirman que se hallaba en la costa deÁfrica; otros, en la costa de la India.”

¡Ciertamente, hay para elegir! Sin embargo, po-cos problemas bíblicos han fascinado tanto a lahumanidad, en el trascurso de los siglos, como laubicación de las “minas del rey Salomón”.

El problema de Ofir consumió montañas de pa-pel y ríos de tinta. Y para resolver la cuestión fuerongastados buen número de kikkars en impresiones dela más diversa índole.

Al principio, todos estos esfuerzos fueron reali-

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zados en gabinetes de estudio, sobre las mesas detrabajo de exploradores puramente teóricos. Losfilólogos buscaron nombres geográficos de sonidoo escritura semejante. Cuando aparecía alguno quesatisfacía todos los requerimientos, se anunciaba eldescubrimiento de Ofir. El término árabe Dopharatrajo la atención hacia Arabia; el nombre de la tribuabhira la llevó a la costa de la India. Alguien dio conun fragmento de la Biblia en el que se aludía al “orode Parvaim” (en el Libro Segundo de las Crónicas,donde se describe el oro utilizado en la construc-ción del templo). De modo que los eruditos llegarona la conclusión de que Ofir estaba obviamente en...¡Perú! Sin embargo, “Parvaim” quería decir “regio-nes orientales”. La expresión aludía al “oro de lasregiones orientales”, el oro más fino que se conocía.

Quienes identificaban el nombre bíblico con elterritorio africano estaban más cerca de la solucióndel misterio. Pero todo esto no era otra cosa que elfútil pasatiempo de los teorizadores. La investiga-ción cobró caracteres más serios y prácticos cuandolos exploradores comenzaron a recorrer las regionesdesconocidas de África.

La mayor sorpresa (y el indicio más promisorio)se halló en el África Oriental Portuguesa, cerca de la

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actual Sophala. El nombre mismo resultaba intere-sante, pues algunas traducciones de la Biblia llamanZophora a Ofir. La sensación fue mayor aún cuan-do se descubrieron antiguas minas de oro, aproxi-madamente a doscientas millas de la costa. Sobre laruta que lleva a dichas minas, cerca de la modernaZimbabwe (en Rhodesia) se hallaron las ruinas deun templo que mostraba indicios de la artesanía fe-nicia... el país del rey Hiram.

Y así fueron halladas las minas del rey Salomón.Pero, ¿se trataba realmente de ellas?

Los modernos exploradores de Ofir se mostra-ron escépticos. Era imposible, dijeron, que los ju-díos y los fenicios (que nada sabían de minería)hubieran creado una organización capaz de producirsemejantes cantidades de oro. Tampoco era proba-ble que hubiesen podido transportar el oro atrave-sando doscientas millas de jungla africana, endirección a la costa. Si el oro habla sido extraído allí,sólo los nativos podían haberlo hecho.

Muy bien, replicaron los hombres que creían enla existencia de Ofir. Probablemente Salomón e Hi-ram habían conseguido el oro mediante transaccio-nes comerciales.

Los escépticos menearon nuevamente la cabeza.

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Fenicia era un país consagrado al comercio. ¿Paraqué necesitaba el rey Hiram asociarse con Salomón,cuando muy bien podía encarar solo el asunto? ¡So-bre todo si se tiene en cuenta que debía aportar elcapital más valioso, los expertos hombres de mar!

Aparentemente, la investigación del caso de Ofirhabía llegado a un punto muerto.

Aquí, Karl Nieburr, el eminente historiador,aportó una hábil interpretación. La Biblia afirmaque la flota judeofenicia llevaba no sólo oro, sinotambién animales raros. Tukkivim, dice el texto he-breo: pavos reales, avestruces y otros semejantes.De acuerdo con Nieburr, se trata de un error delcopista. La palabra correcta no es tukkivim, sinosukivim... es decir, esclavos.

En su interesante obra Von rätselhaften Landern(Las tierras misteriosas), Richard Hennig reconstru-ye toda la historia a partir de este error. (El libro fuepublicado en 1925 en Munich e incluye una detalla-da bibliografía de la literatura sobre el caso de Ofir).Afirma el autor que Salomón y su socio no teníanminas cerca de Sophala, ni iban allí para comerciar.Simplemente, se trataba de campañas bien organi-zadas de piratería. El rey Hiram sabía bien lo quehacia. Su nación era un país de comerciantes y de

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marinos. Durante sus viajes descubrieron Sophala,el país del oro; pero el comercio, el intercambio demercancías, aparentemente no daba los resultadosapetecidos. El áureo tesoro de los nativos debía serobtenido por otros medios. El rey Salomón dispo-nía de un ejército bien adiestrado. Por lo tanto, Sa-lomón suministró los soldados, y el rey Hiram laarmada. Unidos, ambos monarcas lograron abrir lasvetas doradas de Ofir.

La discusión sobre Ofir, que se desarrolló a lolargo de siglos, es ejemplo típico de la elaboraciónde una teoría sobre la base de hechos puramenteimaginarios; de la búsqueda de una región allí dondeno estaba. Pero la manía del oro ha creado leyendasmás fantásticas aún.

5.

Perseguía al mundo antiguo la idea de que losmetales era entes orgánicos, que crecían y se desa-rrollaban como las plantas. Durante mucho tiempocirculó, atribuido a Aristóteles, un librito tituladoRelatos milagrosos. La obra era una falsificación,pero reflejaba las creencias de la época. Uno de los

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capítulos afirma que, si se entierra un trozo de oro,empieza a desarrollarse y finalmente brota del suelo.La ciencia natural del medioevo adoptó fielmente lapauta clásica y desarrolló aún más la teoría. Aquí yallá, decíase, hay en la tierra oro en estado blando,semilíquido. A veces ciertas plantas, especialmentela vid, hunden sus raíces en este oro blando y líqui-do, y absorben el precioso metal. De modo que eloro se eleva por las ramas, pasa a las hojas y aún alfruto.

Peter Martyr (Pietro Martire Vermigli), a quienCranmer llevó a Londres, y que posteriormente fueprofesor de teología en Oxford, declaró que en Es-paña había muchos de estos árboles “bebedores deoro”. Cuando una princesa portuguesa se compro-metió con un duque de Saboya, el novio envió a ladama regalos valuados en 120.000 táleros imperia-les. La corte de Lisboa estaba flaca de dinero, y res-pondió a tanta magnanimidad con varias“curiosidades raras”. Entre ellas se incluían: 1) docenegros de los cuales uno era rubio; 2) un gato dealgalia, vivo; 3) una gran plancha de oro puro; 4) unarbolito de finísimo oro... cultivado naturalmente.

La mayoría de los autores afirman que la vid esel vegetal más aficionado a la dieta áurea. En Fran-

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cia, una vid de oro (con brotes del mismo metal),fue hallada en los viñedos de Saint Martin la Plaint.Fue enviada al rey Enrique IV, quien sin duda sesintió muy complacido de que sus deseos se vieransatisfechos con creces por el fecundo suelo francés.Los sabios alemanes escribieron eruditas disertacio-nes sobre los “productos áureo” de los viñedos re-nanos. En los viñedos cultivados a lo largo delDanubio, del Main y del Neckar aparecieron tam-bién vástagos de oro, y luego hojas, y estas hojascontinuaron desarrollándose y floreciendo.

Pero la más famosa vid áurea fue descubierta enlos viñedos húngaros... o por lo menos eso creyeronlos contemporáneos. Inició la leyenda Marzio Ga-leotto, en su colección de anécdotas consagradas almonarca húngaro Matthias Corvinus. “Mencionaréun hecho fabuloso y milagroso, el cual, según seafirma, no ocurrió en ningún otro país”, escribeGaleotto. “Pues aquí el oro crece en forma de vás-tago, semejante a un cordel; a veces adopta la formade zarcillos, que envuelven el cuerpo de la viña, ge-neralmente de dos pulgadas de longitud, como loshemos visto a menudo. Dicen que con este oro na-tural es fácil fabricar anillos pues no es tarea com-plicada conseguir que el oro forme un círculo

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acomodado al grosor de nuestro dedo y que cons-tituyen excelente remedio para las torceduras. Yomismo tengo un anillo hecho con este tipo de oro”.

Y así comenzó la carrera legendaria del aurumvegetabile, el “oro que crece”.

Por lo demás, es absolutamente cierto que enlos viñedos húngaros se han hallado estos zarcillosde oro en forma de alambre espiralado.

Un médico alemán, E. W. Happel, reunió lasobservaciones contemporáneas en su libro: Relatio-nes Curiosae (1683, Hamburgo). Dos de los casoshabían ocurrido en Eperjes, en el norte de Hungría,y fueron informados por el doctor M. H. Franckes-tein, en larga carta a su amigo Sachs de Lewenheim,eminente médico de Breslau.

El viñador de un noble estaba descansando des-pués del trabajo, y de pronto advirtió un resplandoramarillo en el suelo. Lo examinó con atención y ha-lló que estaba enterrado profundamente. Con grandificultad consiguió arrancar un buen trozo. Llevóel objeto al orfebre. “Es oro puro, y del más fino”,dijo el experto. Feliz, el viñador vendió su hallazgoy regresó al lugar donde se había producido el mila-gro. Y ciertamente, el milagro hubo de repetirse: alcabo de pocos días, en el lugar del trozo arrancado

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apareció otro. La autenticidad del caso está demos-trada por las actas de un juicio; pues el viñadorcontinuó llevando al orfebre los trozos de oro, hastaque al fin se difundió el rumor, y tanto el propieta-rio del viñedo como el gobierno le iniciaron juiciopor haber iniciado la explotación del oro sin la de-bida autorización.

Otro caso: el arado de un campesino trajo a lasuperficie una raíz de oro de pocas pulgadas de lon-gitud. El hombre no advirtió el valor del objeto, y lotransformó en pieza de arreo. En cierta ocasión,había llevado cierta cantidad de madera a la ciudadde Eperjes, y se detuvo frente a la casa del orfebre;éste vio la extraña pieza, y la compró por una nada.

Todavía en el siglo XVIII muchos eruditos ca-vilaban sobre el caso del “oro vegetal” de Hungría.En el verano de 1718 la conocida revista BreslauerSammlungen le consagró un extenso artículo; en 1726(volumen XXXVI) publicó un informe de Kesmark,ciudad de Alta Hungría. De acuerdo con el mismo,los cosechadores de la propiedad de Andras Pon-gracz, un noble húngaro, hallaron una pieza de buentamaño de “oro natural” que pusieron en manos delamo, como correspondía. Se estableció el valor deloro en 68 guldens. (En aquellos tiempos un marco

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de Colonia equivalía a 72 guldens. Por consiguiente,el oro hallado era mas o menos la misma cantidadcontenida en un marco de Colonia: es decir, 233,81gramos, alrededor de 8 onzas troy.)

Pero ni esto fue suficiente para la hambrientaimaginación de los buscadores de oro. Y otro de susalimentos fueron las uvas de oro. Son relativamentefrecuentes los informes que aluden a la existencia deuvas en cuyo interior hay oro.

Matthew Held, el médico de corte de SigmundRackoczi, príncipe de Transilvania, relata que en unbanquete celebrado en Sarospatak, la antigua ciudaduniversitaria del nordeste de Hungría, se sirvieron alprincipio uvas de piel dorada.

El príncipe Carlos Batthyany, famoso caballerode su época, presentó un racimo semejante a la em-peratriz María Teresa. El hábil orfebre preparó unacaja de oro, y en su interior había un ciervo de oroque sostenía en la boca las uvas de oro. Después dela disolución de la monarquía dual, la caja fue recu-perada por Hungría, y conservada en el Museo Na-cional de Budapest. Está clasificada con el nombrede “Caja Tokay”. El racimo se secó y descompuso,pero bajo la piel de las uvas había auténticos granosde oro. Naturalmente, habían sido introducidos allí

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por el hábil orfebre.La noticia de la fruta milagrosa se difundió por

doquier... y llegó a la lejana Inglaterra. StephenWeszpremi, médico de la ciudad húngara de Debre-cen, describió en 1773 el remate, durante sus añosde estudiante, de los efectos de Richard Mead, elmédico de la corte.

“Un lord inglés”, escribe Weszpremi, “hombremuy rico, compró a muy elevado precio un racimode uvas secas y encogidas. Se creía que provenían deHungría y contenían gran cantidad de granos amari-llos que brillaban como oro”.

El rico par llevó el valioso racimo al profesorMorris, para que lo examinara. Weszpremi asistió alexperimento, que resultó desalentador. El supuestooro fue consumido por el fuego. “De modo que enbreve lapso el áureo racimo húngaro del lord inglésse convirtió en cenizas, juntamente con todas laslibras y los chelines que había pagado por él”.

¿Cuál era el fundamento de todas estas doradasfantasías?

Las raíces, los brotes y los zarcillos de oro noeran sino restos de antiguas joyas, celtas o de otraprocedencia. En situaciones de peligro, sus propie-tarios las enterraban, y cuando trataban de recupe-

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rarlas, algunas se rompían o perdían. Quizás lospropietarios habían perecido, y las joyas permane-cían bajo tierra hasta que alguna raíz se enredaba enellas y las llevaba a la superficie. Esos hilos de oroen forma de espiral abundan en los museos de todoel mundo.

En cuanto a las pepitas de oro, resultaron ser loshuevos vacíos de una sabandija bastante común. Elanimalito salía del huevo y abandonaba la cáscaraamarillenta para diversión de los coleccionistas deriquezas.

En conjunto, la leyenda no era otra cosa que elensueño dorado concebido por la estupidez, el jue-go afiebrado de cerebros infectados de codicia. Peroel “áureo racimo” era uno entre muchos sueños.Los sueños rayaban muy alto, se elevaban hasta loscielos. La propia Providencia, decían los soñadores,Dios y la Causa Final habían elegido al oro comointérprete de sus mensajes proféticos a la humani-dad.

En el ya mencionado ensayo de Weszpremi so-bre el “oro vegetal” hay este pasaje: “Hasta ahoranos hemos comportado con respecto a nuestro oroque crece como lo hizo Jacob Horstius ante eldiente áureo del muchacho silesiano, cuando se

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unió a Martin Rulandus y a otros sabios menorespara proclamarlo gran milagro de la naturaleza, yescribió un libro entero sobre él.”

Jacob Horstius fue profesor y decano de la Uni-versidad de Helmstat. Su libro, al que Weszpremi serefiere, fue publicado en Leipzig, en el año 1595,bajo este complicado título: De aureo dente maxillaripueri silessii, primum, utrum eius generatio naturalis fuerit,nec ne; deinde an digna eiurs interpretatio dari quaeat. Y laobra provocó una verdadera guerra en el mundo delsaber.

El punto de partida fue el caso del niño silesianoque, créase o no, había echado una muela de oro.Una auténtica muela de oro, en el lado izquierdo dela mandíbula inferior. La posición poseía enormesignificado.

Si un hombre de ciencia de esa época hubieradicho que había visto a un niño de cuyos oídos ma-naba mercurio, o a quien le había crecido una uñade cobre, lo habrían encerrado sin más trámites.Pero como el metal aludido en la historia de Hors-tius era el oro, se consideró con gran reverencia elcelestial milagro, y la ciencia aplicó todos sus pode-res en un esfuerzo por resolver el enigma.

El profesor Horstius elaboró una teoría, en la

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que desplegó brillante lógica.El niño había nacido el 22 de diciembre de

1585. El sol estaba bajo el signo de Aries, en con-junción con Saturno. Debido a las favorables condi-ciones astrológicas, las potencias que nutrieron elcuerpo del infante trabajaron con tan extraordinariocelo que produjeron oro en lugar de hueso.

Este argumento explicaba por sí solo el milagro.Pero a la influencia de las estrellas se agregaba unhecho de efectos muy conocidos por la ciencia mé-dica. Mientras la madre llevaba en su seno al niño,había visto objetos de oro, o monedas de ese metal,y luego se había tocado uno de los molares. Es biensabido que si una mujer embarazada desea ardien-temente algo, y al mismo tiempo su mano toca supropia cara, o la nariz, o el cuello, o cualquier otraparte del cuerpo, el niño llevará la imagen del objetodeseado bajo la forma de una marca de nacimientoen el mismo sitio. [Tal la teoría contemporánea delas influencias prenatales. El doctor Joubert, un mé-dico de gran cultura, en su libro sobre las supersti-ciones médicas, publicado en 1601, aconsejaba atodas las madres no tocarse el rostro en esos casos,y llevar rápidamente la mano a cierto lugar poste-rior... en realidad, el autor define exactamente el

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sitio; pues (dice con cierta sorna) nadie verá unamarca allí.]

Segundo problema: ¿Qué significa ese molar tanextraño?

Sin duda, escribe el erudito profesor, fue envia-do como aviso celestial. En Hungría, la brillantevictoria de Fulek, conquistada por los ejércitos cris-tianos sobre el turco pagano, fue seguida de san-grientas derrotas, como castigo a nuestros pecados.Pero Dios nos había dado esperanzas... pues unmolar de oro significa la proximidad de una Edadde Oro. El Emperador de Roma se disponía a ex-pulsar al turco de Europa, y luego comenzaría unaEdad de Oro de mil años. Pero como la muela ha-bía aparecido en la mandíbula inferior y del ladoizquierdo, era conveniente no alentar excesivas es-peranzas, pues la Edad de Oro se vería precedida deinquietudes y tribulaciones.

Todo esto parecía tan lógico y promisorio queMartin Ruland, médico de Regensburg, se apresuróa escribir otro libro, apoyando todas las afirmacio-nes de Horstius. Por otra parte, Johann Ingolstadterse mostró escéptico y atacó a Ruland. Ruland repli-có el ataque. Entonces entró en escena DuncanLiddel, quien adujo que Horstius no podía estar en

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lo cierto. ¿Por qué? Porque el 22 de diciembre de1585 el sol no podía haber estado bajo el signo deAries. Como los argumentos de una y de otra partese tornaban extremadamente difusos, Andreas Li-bovius, el muy respetado químico de Coburgo, losresumió y comentó en otro libro.

Finalmente, un médico de Breslau tuvo una idearazonable. “Examinemos al niño”, propuso. (Hastaese momento, a nadie se le había ocurrido nada pa-recido.) Al principio, el examen pareció favorecer alos creyentes. Un orfebre frotó el molar con ciertapiedra, y se comprobó que era auténtico oro. Peroun médico local llamado Rhumbaum descubrió unagrieta sospechosa en la parte superior de la muela.Examinó el sitio más atentamente, y resultó que lamuela se movía. La muela estaba cubierta por unadelgada capa de oro. No era una corona de oro co-mo las que se emplean en la moderna odontología;los ingeniosos padres habían apretado un botónhueco de oro contra el molar del niño.

La bella burbuja profética reventó estrepitosa-mente. Cien años después los turcos fueron expul-sados de Hungría (aunque no de Europa) pero aúnno se vislumbra el comienzo de la Edad de Oro. Otal vez Ovidio acertó cuando dijo que la Edad de

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Oro ya había llegado, y que el oro era nuestro amo;pues con oro se consigue a la mujer, y el oro paga elamor.

6.

La aureomicina es uno de los antibióticos re-cientes, pero el empleo medicinal del oro (aun encantidades minúsculas) no es ciertamente un hechonuevo. A fines de la década del veinte, un balneólo-go francés daba a sus pacientes inyecciones de orodestinadas a combatir el reumatismo. Sin duda eranmuy eficaces... sobre todo desde el punto de vistadel médico.

Sin embargo, el oro fue empleado como drogade carácter medicinal ya en tiempos de Plinio. Pos-teriormente, los médicos árabes lo convirtieron enel eje de toda su farmacopea. La terapia medievalpreservaba cuidadosamente las tradiciones. Erasimple cuestión de lógica; el rey de todos los meta-les “necesariamente debía poseer mayores poderescurativos que las sustancias innobles”.

La panacea favorita, casi universal, era el aurumpotabile, el oro potable. Cuando aludían a sus efec-

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tos, los médicos se dejaban dominar por líricostransportes. Generalmente se lo usaba como cor-dial, pero también era eficaz contra otras perturba-ciones. Una cuenta conservada en los archivos de lacorte de Luis XI demuestra que los médicos em-plearon oro líquido para curar la epilepsia del mo-narca; y las recetas ordenadas insumieron lacantidad de 96 monedas de oro.

El oro potable era preparado de muchos modosdistintos. En De triplici vita, de Marsilius Ficinus(publicado en 1489) aparece una receta; fue prepa-rada para el rey húngaro Matthias Corvinus:

“Todos los autores afirman que el oro es, entretodas las sustancias, la más suave y menos sujeta acorrupción. Debido a su brillo está consagrada alSol; su suavidad la subordina a Júpiter; por consi-guiente, es capaz de moderar milagrosamente consu humedad el calor natural y de impedir la corrup-ción de los humores corporales. Es capaz de intro-ducir el calor del sol y la tibieza de Júpiter en lasdiferentes partes del cuerpo. Con este fin es necesa-rio refinar la sustancia extremadamente dura del oroy facilitar su absorción. Es bien sabido que las po-ciones que influyen al corazón son las más efectivas,si se consigue mantener sus virtudes. Con el fin de

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que el organismo sufra lo menos posible, han deadministrarse las más pequeñas cantidades, y con lamayor cautela. Sería más aconsejable que se prepareoro líquido libre de toda sustancia extraña. Perohasta ahora ello sólo es posible si se fragmenta elmetal o se lo bate hasta transformarlo en hojas deoro.

“Veamos cómo es posible obtener oro potable.“Tómense flores de borraja, buglosa y melisa (al

que denominamos Bálsamo común) cuando el Solestá en el signo de Leo. Hiérvanse las flores junta-mente con azúcar blanca disuelta en agua de rosas;por cada onza del cocimiento agréguense tres hojasde oro. Ha de tomárselo con el estómago vacío, enpequeña cantidad de vino de color dorado.”

Atribuíase mayor eficacia al oro si se lo calenta-ba a fuego lento antes de agregarlo al cocimiento.Pero debía ser oro puro, no adulterado. El oro hún-garo (particularmente las monedas del rey Matías,con el cuervo de su escudo de armas) gozaba de lamás elevada reputación. Se lo utilizaba también co-mo remedio contra la ictericia, pues los médicosconsideraban simplemente lógico que la enferme-dad que tornaba amarillo al paciente debía ser cura-da mediante un metal amarillo; del mismo modo

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que los puntos rojos del sarampión cedían más rá-pidamente cuando se envolvía al enfermo en sába-nas rojas.

Tanto en el caso del sarampión como en el de laviruela el oro desempeñaba un papel curativo. ¿Aca-so había algo mejor para impedir las feas marcasfaciales que el oro, el cual- como todo el mundosabía- era un maravilloso cosmético? Alrededor de1726 se acuñaron en Francia nuevas monedas deoro. Los especialistas en belleza aconsejaron a lasdamas frotarse los labios con esas monedas. Pues,según afirmaban, el oro atraía la sangre, y los delica-dos labios cobrarían un hermoso color sin necesi-dad de apelar al lápiz labial.

Una teoría semejante recomendaba el oro paralas mujeres bellas que habían enfermado de viruela.Una delgada hoja de oro era aplicada sobre el rostrode la paciente; el estelar efecto del oro debía impedirla maligna obra de destrucción de la viruela. Ese fueel método aplicado a la condesa Nicholas Bercsenyi,segundo jefe del príncipe Francis Rakoczi en la lu-cha de los húngaros contra los Habsburgo. Desgra-ciadamente, el resultado no fue muy bueno.Kelemen Mikes, secretario de Rakoczi y amanuense,que escribió una larga y brillante serie de cartas des-

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de el exilio que sufrió entre los turcos el príncipederrotado, informó el 28 de diciembre de 1718:

“Las damas de calidad reciben tratamiento dis-tinto del que se aplica a las mujeres comunes. Tanpronto como la condesa cayó enferma, se reunió unejército de médicos; y cada uno tenía su propia opi-nión sobre el modo de impedir las señales de la en-fermedad y de preservar la belleza de la dama. Unode ellos aconsejó cubrir de oro el rostro de la en-ferma. Aceptóse el consejo; fue cubierta con hojasde oro, convirtiéndola en una imagen viviente. Des-pués, debió permanecer recluida cierto tiempo, peroal fin fue preciso quitar el oro; pues no podía cami-nar con el rostro dorado, y además sus mejillas rojaseran más bellas que las doradas. Se presentó enton-ces el dilema: ¿Cómo eliminar las hojas de oro? Niaguas ni pociones daban el menor resultado; final-mente, fue preciso usar agujas para liberar las meji-llas; tuvieron éxito en todo, menos en las hojas quecubrían la nariz, donde el oro se había secado de talmodo que la tarea resultó casi imposible. Al fin lolograron, pero la piel conservó un tono oscuro. Ra-zón por la cual a nadie aconsejo que se deje dorar lacara.”

La terapia áurea tuvo muchas otras variantes.

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Los convalecientes masticaban delgadas hojas deoro para recuperar fuerzas. Los antiguos venecianossazonaban sus comidas con limaduras de oro. Lasverrugas de Luis XIV fueron eliminados por eldoctor Vallot con “aceite de oro”. El doctor Caba-nés nos informa que el noble metal fue empleado aveces con fines más vulgares: como ingredientes delavativas o enemas.

Es difícil descubrir para qué servía el perfumede oro. Fue inventado por un orfebre de París lla-mado Tritton de Nanteville. Los diarios alemanes leconsagraron cierta atención en 1766, pero negarontodo valor práctico a la invención... probablementepor envidia nacionalista.

Algunos médicos prudentes temían que el oro,tomado directamente, pudiera perjudicar al pacien-te. De modo que inventaron un método sumamenteingenioso con el fin de aplicarlo indirectamente.Mezclaron limaduras de oro en el alimento de lasgallinas. A ésta les tocaba afrontar el riesgo, y pocoimportaba si el oro las perjudicaba; cuando llegaraese momento, la carne del animal habría absorbidola “virtud” del metal y el ave sería sacrificada. Lacarne de la gallina así alimentada era un medica-mento tan efectivo como cualquier otro preparado a

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base de oro. Pero se prevenía al paciente que nodebía comer la molleja. No porque pudiera perjudi-carle, sino porque quizás contenía un poco de oro,utilizable nuevamente. Por la misma razón, debíamantenerse a la gallina en una jaula, no fuera que elpródigo animal malgastara el precioso metal entrelas flores del campo.

Toda la terapia áurea fue resumida en una frasepor Samuel Koleseri, que publicó en 1717, cuandomás difundida se hallaba esta manía, un libro titula-do Auraria Romano-Dacica. Allí decía:

“¿Qué correspondencia guardan en medicina elValor y la Eficacia? Todo esto se parece a la lógicadel joven campesino cuyo padre enfermó. El hom-bre deseaba dar al anciano algún alimento exquisito.De modo que compró un canario de hermosa voz ylo frió para su doliente padre.”

7.

La más deslumbrante y trágica personificacióndel oro fue el sueño de Eldorado.

El primer grupo de aventureros partió a su con-quista en 1530. La última expedición tuvo lugar en

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1618. Estos hombres audaces soportaron las máshorribles privaciones, y su voluntad los llevó a reali-zar fantásticas hazañas. Sufrieron los tormentos delhambre, porque los movía un hambre devoradora...lo que los antiguos llamaron auri sacra fames.

La lengua se les adhirió al paladar; tenían la gar-ganta más seca que las arenas del desierto; pero esoera nada comparado con la sed que sólo podía cal-mar un mar de oro.

En sus vagabundeos se vieron acechados porinnúmeros peligros: las exhalaciones ponzoñosas delos pantanos, los mosquitos portadores de la mala-ria, el veneno paralizante de las flechas indias. Todolo soportaron, pues en sus venas ardía el veneno deloro.

Cruzaron las junglas sin caminos, vadearon lasrápidas corrientes de ríos desconocidos, treparonmontañas cubiertas de nieve, recorrieron miles demillas. Nunca sintieron la fatiga, pues pensaban ha-llar descanso y recompensa bajo las cúpulas doradasde la ciudad de Manoa.

Estos héroes, aventureros, asesinos y su-perhombres no sabían que estaban persiguiendouna quimera, un sueño insustancial, un tema de le-yenda. La estupidez de estos hombres rozaba lo he-

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roico y lo trágico; pero fue una estupidez costosa ysanguinaria.

Cuando los españoles interrumpieron la matan-za de indios y comenzaron a hablar con ellos, seenteraron de una leyenda que les aceleró los latidosdel corazón y les hizo hervir la sangre en las venaspor el deseo y la codicia del oro.

Hay un país, dijeron los indios, cuyo rey o sumosacerdote se cubre con polvo de oro en un festivalreligioso anual. Y luego se limpia el oro en un lagosagrado. Todo esto ocurre en una legendaria ciudadllamada Manoa u Omoa, la capital de un país en elque hay cantidades fabulosas de oro y de piedraspreciosas.

Esto fue suficiente para inflamar la imaginaciónde los españoles. Bautizaron “El dorado” al míticorey sacerdote. Luego aplicaron el mismo nombre,por extensión, a la propia ciudad de Manoa; y fi-nalmente, llamaron así a todo aquel país mítico.

Los rumores de la existencia de esta región ha-bían llegado de tiempo en tiempo a oídos de losespañoles. Prescott explica en su Historia de la Con-quista del Perú cómo, en 1511, cuando Vasco Núñezde Balboa estaba pesando cierta cantidad de oro quehabía obtenido de los nativos, “un joven jefe bárba-

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ro allí presente dio un puñetazo a la balanza, yarrojando al suelo el deslumbrante metal, exclamó:«Si esto es lo que ustedes tanto aprecian, al extremode que por conseguirlo están dispuestos a abando-nar sus lejanos hogares y a arriesgar la vida, puedoseñalarles una región donde comen y beben en vaji-lla de oro, y donde el oro es tan barato como entreustedes el hierro»”. El mito cobró impulso, hastaque se habló de montañas de oro que se elevaban alcielo, encegueciendo al espectador cuando sobreellas se reflejaba la luz del sol.

Naturalmente, los españoles hallaron oro enMéjico y en Perú; pero no era bastante. Su codiciadel brillante metal era insaciable; y, como es natural,no eran ellos únicos en quienes alentaba ese senti-miento.

Posteriormente apareció un español que afirmóhaber estado en Manoa, y que declaró haber sidohuésped del propio “Eldorado”. Éste, Juan Martí-nez, era teniente de Diego de Ordaz. El propio Or-daz era uno de los oficiales de la expedición deCortés; pertenecía a la casa del gobernador Ve-lásquez, gran enemigo de Cortés. El conquistadorde Méjico lo tenía por espía de sus propios actos, yen varias ocasiones procuró desembarazarse de él. A

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su vez, Ordaz disputó con Martínez, a quien acusa-ba de insubordinación. Lo sentenció a muerte, perola pena fue conmutada por otra un poco menosdrástica; Martínez fue depositado en una canoa sinremos y la embarcación lanzada a la deriva sobre lasaguas del Orinoco. Martínez, relató después quehabía sido recogido por algunos indios amigos, yllevado a Manoa, donde lo presentaron como curio-sidad al cacique reinante (pues en esos parajes jamáshabían visto a un blanco). Allí pasó siete meses ma-ravillosos. Martínez aseguró que la Ciudad del Oroera exactamente como había sido descrita en repeti-das ocasiones... o más fabulosa aún, pues en unasola calle había tres mil orfebres que trabajaban díay noche. Después de siete meses, “Eldorado” enviógraciosamente de retorno a Martínez, con adecuadaescolta y todo el oro que sus acompañantes podíantransportar. ¿Dónde estaba el oro? Desgraciada-mente, en el trayecto una tribu de indios había ata-cado la columna, matando a la escolta yapoderándose del metal.

Todo lo cual fue materia de un informe escritopor Juan Martínez. Cuando Sir Walter Raleigh cayósobre Trinidad e incendió la capital española en ungesto un tanto inamistoso, el atemorizado goberna-

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dor español trató de calmarlo con el informe deMartínez, probablemente porque abrigaba la espe-ranza de que Raleigh y sus hombres se consagrarana la búsqueda de Eldorado... o, por lo menos, sealejaran bastante de Trinidad. El gobernador juróque el informe original de Martínez se hallaba en lacapital de Puerto Rico, conservado en los archivosoficiales.

Aunque parezca extraño, Sir Walter creyó en elrelato. Su expedición partió en 1595... y fracasó, lomismo que las anteriores. De acuerdo con Raleigh,"Eldorado" o Manoa era una ciudad sobre el lagoParima, en Guayana. Así lo informó a la Reina Isa-bel, y agregó a la historia del gobernador de Trini-dad varios datos reunidos por Francisco López deGomara en su Historia general de las Indias (Medina,1553). Gomara nunca había estado en el NuevoMundo; pero, de acuerdo con Prescott, “disponía,gracias a su situación, de los mejores medios de in-formación”. Probablemente es bastante fidedignocon respecto a la conquista de Méjico y del Perú,pero por lo que se refiere a “Eldorado”, el eruditoprofesor de retórica de Alcalá demostró tanta cre-dulidad como sus colegas más ingenuos. He aquí sudescripción del palacio del cacique Guaynacapa:

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“Toda su vajilla, aún la que se emplea en la co-cina, es de oro. En sus departamentos hay enormesestatuas de oro puro. Hay también reproduccionesde tamaño natural de todos los animales de su país,cuadrúpedos, aves o peces. Tiene un jardín privado,donde descansa; y allí, todos los árboles, arbustos,flores y plantas son de oro purísimo. También po-see inmensas cantidades de oro, en forma de lingo-tes, apilados como si se tratara de simples trozos demadera”.

Más tarde, el erudito Alejandro von Humboldtrealizó un valeroso esfuerzo con el fin de desacre-ditar la leyenda de “Eldorado” y de demostrar lainexistencia de esa región. De acuerdo con Hum-boldt, en el territorio entre el Amazonas y el Orino-co hay gran cantidad de una sustancia dorada,carente de todo valor, la mica. A menudo cubre lasladeras de las montañas, y los rayos del sol ponientele arrancan reflejos dorados. Los guerreros de algu-nas tribus emplean el polvo de mica para frotarse lapiel, en lugar de aplicarse tatuajes o pintura.

Los indios odiaban a los conquistadores espa-ñoles, y utilizaron estos hechos para desorientarlos yseducirlos. Martínez desarrolló la leyenda, e inventóla historia de su propia visita a “Eldorado” para

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aprovechar la gloria del “descubridor”, y tambiénpara hacer olvidar su pasado poco limpio. Su famo-so informe jamás fue hallado, y el jardín dorado delcacique Guaynacapa surgió en la fértil y crédulaimaginación de Gomara.

La historia de la humanidad conoce pocos casosen que tan ridículos cuentos de hadas hayan sidoaceptados no sólo por belicosos aventureros, sinotambién por gobiernos de espíritu muy concreto, ypor fríos financistas.

Tracemos con la mayor brevedad posible el ba-lance del mítico sueño de Eldorado:

1530. Ambros Dalfinger, financiado por la ban-ca de Welser, en Augsburgo, parte con doscientossoldados y varios centenares de esclavos. Los escla-vos marchaban encadenados, sujetos por anchoscollares de hierro. Si alguno de ellos caía, agotado oenfermo, no se perdía tiempo en quitarle el collar nien socorrerlo; simplemente, se le cortaba la cabeza,y el látigo apuraba la marcha del resto. No hallaronel famoso Eldorado; y Dalfinger fue muerto poruna flecha india.

1536. Otro alemán, Georg Hohemut (por lomenos el nombre era de buen presagio, pues signifi-ca “elevado coraje”) partió con unos pocos centena-

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res de aventureros alemanes y españoles. La expedi-ción fue un completo fracaso. Hohemut fue muertopor un asesino español a sueldo, que lo apuñaló enel lecho.

1541. La última expedición alemana, bajo la di-rección de Felipe von Hutten. Al regreso de la inútilbúsqueda, su jefe fue decapitado por el gobernadorde Venezuela.

1552. El primer intento serio de los españoles,dirigido por Don Pedro de Ursúa, un noble de Na-varra. Con el fin de intimidar a las tribus salvajes,invitó a los jefes a una comida, y allí los asesinó atodos. El lugarteniente de Ursúa, Pedro Ramiro, fueasesinado por dos oficiales durante una disputa. Ur-súa mandó decapitar a los dos oficiales.

1560. Segunda expedición de Ursúa. Su nuevolugarteniente, Aguirre, organizó una conspiracióncontra Ursúa, y éste fue asesinado por sus propiossoldados.

1561. Bajo la dirección de Aguirre, la expediciónse convirtió en banda de delincuentes que saquea-ban y asesinaban. Sin embargo, a veces andaban tanescasos de alimentos que se veían obligados a con-tar los granos de cereal con que se alimentaban. Pororden de Aguirre, Martín Pérez asesinó a Sancho

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Pizarro, de cuya lealtad Aguirre sospechaba. Luegovino el turno de Pérez, también asesinado. Un lu-garteniente de Aguirre, Antonio Llamosa, bebió lasangre de Pérez para demostrar su lealtad. Aguirre,que evidentemente era un maníaco sadista, hizo eje-cutar a más de sesenta personas con los más fútilespretextos. En cinco meses de actividad saqueó cua-tro ciudades y diezmó a sus propios españoles...entre ellos a tres sacerdotes y cinco mujeres. Lastropas enviadas para capturarlo rodearon el campa-mento, y los hombres de Aguirre desertaron. Cuan-do comprendió que no había modo de huir mató apuñaladas a su propia hija. Fue atrapado y muerto.Su leal compañero, Llamosa, el bebedor de sangre,fue ahorcado junto con otros cómplices.

1595-1618. Varias expediciones emprendidaspor Sir Walter Raleigh. Con sus propios recursosequipó naves, y gastó más de 40.000 libras en la fútilbúsqueda. Su prisión y eventualmente su ejecuciónse debieron indirectamente a esa enloquecedorabúsqueda de Eldorado.

Ríos de sangre... y todo por un sueño que ni si-quiera era eso.

“Eldorado” fue sólo el más notable ejemplo delas innumerables leyendas nacidas en torno del oro

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y de sus desequilibrados y absurdos perseguidores.Se buscaba oro por doquier: en las montañas, en eldesierto, en la selva... y aun bajo el mar. ¡Piénsese enel dinero y las vidas sacrificados al galeón Tober-mory, hundido en las proximidades de la isla deMull, que ha resistido los intentos realizados du-rante tres siglos para recuperar el supuesto tesoro dela Armada! ¡Piénsese en las expediciones a la isla delos Cocos, en la búsqueda del tesoro de los piratas!Súmese el costo en vidas humanas y en esfuerzo-échese la cuenta en dinero, si así se lo prefiere- y elbalance será índice de la estupidez humana, siempredispuesta a ganar que la tontería merece siempre.

8.

Pero si fue difícil hallar, y más aún conservar eloro, siempre se soñó con la existencia de un atajo.Ese fue el sueño del alquimista. Y si los alquimistasno produjeron oro para quienes los patrocinaban,con cierta frecuencia lo obtuvieron para sí mismos,gracias a la inagotable veta de la estupidez humana.

Hace algunos años vino a mis manos una anti-gua guía austríaca. Su autor fue J. B. Küchelbecher;

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y su impresionante título, Allerneueste Nachricht vomRömisch-Kayserl. Hofe, nebs einer ausführlichen Historis-chen Beschreibung der Kayserlichen Residenz-Stadt Wien(Las últimas noticias de la Corte Imperial Romana,con una detallada descripción histórica de Viena, laCiudad de Residencia Imperial). La “Corte ImperialRomana” era la corte de los Habsburgo, amos delSacro Imperio Romano. El libro, publicado en1730, incluye un capítulo consagrado al Tesoro Im-perial de Viena, y en él se enumeran casi todas laspiezas que dicho tesoro contenía. Entre ellas se ha-llaba un trozo de oro valuado en trescientos duca-dos que cierto alquimista, J. K. Richthausen, habíaproducido a partir del plomo. Había realizado lahazaña en presencia de Su Majestad Real e Imperial,Fernando III, como lo demuestra la inscripción so-bre la pepita más grande (Exhibitum Pragae d. 15.Jan 1658. in praesentia Sacrae Caes. Maj. FerdinandIII). Otra pieza de la misma sección era un granmedallón redondo, con los retratos en relieve decuarenta y un miembros de la casa de Habsburgo.El medallón y la cadena habían sido de plata, peroun alquimista checo, Wenzel Seyler, los había“trasmutado parcialmente” en oro.

Sabemos algo de la carrera de ambos alquimis-

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tas. Richthausen recibió de Fernando III el título debarón. Leopoldo I ennobleció a Seyler y ordenóacuñar medallas especiales con su “oro artificial”, ysobre ellas se grabó la siguiente inscripción: AusWenzel Seylers Pulvers Macht bin ich von Zinn zuGold gemacht (Por el poder del polvo de WenzelSeyler, de plomo que era me convertí en oro).

En muchas otras colecciones había oro produ-cido por alquimistas. Aquí, medallas envueltas enterciopelo proclamaban orgullosamente la historiade las transmutaciones mágicas, allí, una copa deoro atestiguaba que había sido nada más que hierroantes de que, el arte misterioso de los alquimistas latransformara en el precioso metal. Küchelbechervio un clavo en la colección del Gran Duque deToscana; era mitad hierro, mitad oro. Los objetosde “plata artificial” constituían hazañas más mo-destas; entre ellos se hallaban los llamados tálerosKronemann, “manufacturados” por el barón Kro-nemann, alquimista de la corte de Cristián Ernesto,elector de Brandeburgo. El “material original” eraplomo y mercurio.

Los Habsburgo se hallaban particularmente in-teresados en la alquimia. El emperador Rodolfo,que prefería residir en Praga y no en Viena, buscaba

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en sus ratos de ocio el Elixir de la Vida y el Ele-mento Esencial. Tenía a su servicio una docena dealquimistas, y para ellos construyó una hilera de ca-sitas en el Hradsin, el castillo medieval que se eleva-ba sobre la ciudad de Praga. Eran tan pequeñas queparecían celdas o jaulas. Contábase que si un alqui-mista incurría en el desagrado del Emperador, se loarrojaba desde las almenas sobre las afiladas rocasde la ladera... y que varios sufrieron esa ingratamuerte.

La emperatriz María Teresa era una mujer inteli-gente; emitió un decreto en virtud del cual se prohi-bía la fabricación de oro en sus dominios. Pero sussucesores no siguieron tan discreto ejemplo. Corríaya el año 1860, cuando la corte de Viena cayó en ellazo que le tendieron tres estafadores internaciona-les. Parece casi increíble, pero la verdad es que du-rante dos años enteros estos sujetos trabajaron en laCasa de Moneda imperial, bajo la supervisión de losprofesores del Instituto Tecnológico de Viena. ¡Ha-bían prometido convertir cinco millones de guldensde plata en oro por valor de ochenta millones! Laadministración de la Casa de Moneda ya había pre-parado el presupuesto de la “fábrica de oro” pro-yectada, cuando al fin la Corte Imperial recuperó el

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sentido. Se expulsó a los impostores, se concedió elretiro al director de la Casa de Moneda y todos losdocumentos relativos a la ridícula aventura fueronescondidos en los archivos secretos. Allí fueron ha-llados en 1919, después del derrumbe de la monar-quía austrohúngara, y publicados para sorpresa ydiversión de la misma gente cuyos abuelos habíandebido pagar el costo de esta gigantesca locura.

Durante mil años ardió el fuego en los hornosmisteriosos de los alquimistas, durante mil años losgobernantes codiciosos persiguieron la quimera deloro artificial. Lo único que obtuvieron fueron algu-nas curiosidades conservadas en los estantes de losmuseos. Jamás se formularon una simple y elemen-tal pregunta: ¿por qué el poseedor de tan vital se-creto lo ofrecía a otros, en lugar de reservarlo parasu único y exclusivo beneficio? Les hubiera bastado“fabricar” unos pocos centenares de barras paracomprarse un ducado o un pequeño principado.

¿Cuál era el secreto de los Richthausen y de losSeyler... y de otros muchos? Un ardid extremada-mente hábil, cuyo éxito se debía exclusivamente aque se hacía víctima de él a gente que quería creer,que estaba muy dispuesta a dejarse engañar. He ha-llado el relato circunstanciado de una de estas im-

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posturas, y por ella podremos quizás explicarnos elmecanismo de las restantes. El relato aparece en unfolleto publicado en 1649 y reimpreso en 1655, bajoel siguiente título: Usufur, ein List- und Lustiger Betrug(Usufur- un astuto y divertido engaño). Su héroefue un personaje que se presentó bajo el nombre deDaniel de Transilvania; su víctima, el Gran Duquede Toscana.

Este Daniel comenzó su carrera como charlatánen la ciudad de Padua. Ciertamente, llama la aten-ción que un farsante pudiera instalarse a la sombrade la Universidad de Padua y reunir dos mil duca-dos de oro en poco años. Según parece, ayudabarealmente a sus enfermos, lo cual no debe sorpren-dernos, porque en aquellos tiempos llamar a un mé-dico equivalía a evocar la sombra del Ángel de laMuerte. Un médico experto, conocedor de su arte,empezaba por sangrar, aplicaba lavativas, ponía san-guijuelas y administraba eméticos; y una vez quehabía logrado debilitar al paciente, le hacía tragar lasmás atroces medicinas, de modo que el torturado“sujeto” perdía todo deseo de vivir. En cambio, laspíldoras de maese Daniel eran absolutamente ino-fensivas, y no perturbaban el pacífico trabajo tera-péutico de la Naturaleza.

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Pero el charlatán de Padua alimentaba más ele-vadas ambiciones. No lo satisfacía el lento desarro-llo de su fortuna. Preparó los detalles de su granimpostura con el cuidado que un buen general ha-bría puesto en el plan general de una gran campaña.En primer lugar, difundió la noticia de que habíadescubierto un misterioso polvo de inigualada efica-cia. Se trataba del famoso usufur. No se ocupabapersonalmente en la venta; lo suministraba a losfarmacéuticos y luego indicaba a los pacientes quelo compraran en los negocios. Las infinitesimalescantidades de usufur no podían perjudicar a los en-fermos; por consiguiente, a menudo curaban. Lafama de la nueva droga maravillosa se difundió portoda Italia. Daniel se negó a satisfacer encargos ypedidos que no provinieran de los farmacéuticosflorentinos... y ése fue el segundo paso de su cuida-doso plan.

El tercer paso consistió en ir a Florencia y soli-citar audiencia al Gran Duque. Sabía que el amo deToscana era apasionado creyente en la alquimia.Daniel reveló que había hallado el secreto de la fa-bricación del oro, y lo ofreció al duque. Sólo pedía,en cambio, 20.000 ducados de oro; y ello sólo encaso de tener éxito. La oferta parecía razonable, y el

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Gran Duque la aceptó; sólo exigió que se realizaraprimero una “prueba”. Daniel se prestó gustoso.Fue llevado al laboratorio privado del duque, e in-mediatamente comenzó la gran operación. Fundió ymezcló cobre y estaño; agregó cierto misteriosopolvo a los metales fundidos, y enfrió la mezcla ymostró a todos la amalgama: era oro. El orfebre dela corte examinó el resultado y declaró que la mez-cla de cobre y de estaño se había convertido real-mente en oro. Y entonces Daniel reveló el gransecreto: su panacea universal, el usufur, había logra-do el milagro. Y podía conseguirse usufur en latienda de cualquier farmacéutico. El Gran Duqueenvió inmediatamente mensajeros a varias farma-cias, elegidas al azar; él mismo fundió los metales yrealizó la mezcla, y todos las pruebas dieron el mis-mo resultado: en la retorta aparecía oro.

Daniel de Transilvania se vio abrumado de ho-nores. Fue alojado en el palacio ducal, se sentó a lamesa del duque, y dos chambelanes y cuatro valetsrecibieron orden de atender a su servicio. Cuandosalía del castillo, seis guardias acompañaban el ca-rruaje... lo cual, si bien se mira, era merecido honorpara tan grande hombre. El Gran Duque se sintióincapaz de controlar su exuberante felicidad; y re-

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solvió que en adelante él mismo se ocuparía en fa-bricar su propio oro. Tan conmovido estaba ante subuena fortuna, que depositó una calavera sobre elescritorio de su estudio, para que le recordaraconstantemente que todo ser humano es mortal,poniendo freno así a su propio exceso de confianzay de orgullo.

Daniel de Transilvania había cumplido su partedel acuerdo, y comenzó a insinuar indirectas sobrelos 20.000 ducados. Dejó entrever que debía dardote adecuada a sus hijas. También solicitó una bre-ve licencia, pues debía arreglar ciertos asuntos fami-liares en Francia. Se le concedió la licencia y se lepagó el dinero. El Gran Duque agregó algunos pre-ciosos dones: diamantes, un vaso de jaspe, una ca-dena de oro y rubíes. Y prometió que a su retornoDaniel sería nombrado canciller de Estado, recibiríaun palacio y se le tratarla como hermano. Y en esepapel, Daniel debía considerar como propio todo loque el Gran Duque poseía. (Excepto la Gran Du-quesa, agrega cautamente el cronista de la época.)

Una guardia de honor escoltó a Daniel hastaLeghorn, desde donde una nave debía llevarlo aMarsella. Daniel se mostró muy generoso. Distribu-yó trescientos táleros entre los soldados, regaló una

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cadena de oro al comandante de la tropa, y le entre-gó una carta que debía poner en manos del GranDuque. Y la misiva decía:

“¡Alteza serenísima! No podré pagaros las múl-tiples mercedes con que me habéis abrumado comono sea mediante una franca confesión. En caso deque Vuestra Gracia se proponga continuar la fabri-cación de oro, debo prevenirle que jamás obtendrámás oro que la cantidad contenida en el Usufur. Miintervención en el asunto se limitó a reducir un po-co de oro puro al estado de polvo, y a venderlo encierta mezcla a los farmacéuticos. Una vez consu-mido el polvo, Vuestra Gracia no podrá fabricarmás oro. Ruego a Vuestra Gracia que me perdone elengaño; las amabilidades que ha sabido dispensar-me, quiera el Señor recompensárselas de un modo ode otro. Y os pido un último favor: el reconoci-miento de que he sido moderado, y no llegué a en-gañaros más cruelmente aún. Y antes dedespedirme, dejadme deciros que no soy transilva-no, sino italiano; tampoco me llamo Daniel, sino deotro modo. Deseándoos la mejor salud, y recomen-dando a Vuestra Gracia a la infinita piedad de Dios,se despide Vuestro Obediente Servidor, el descu-bridor del Usufur.”

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Una vez que pasó el primer ataque de indigna-ción, el Gran Duque tomó a broma la impostura... opor lo menos, así lo afirma el cronista de la época.Sea como fuere, no cabe duda de que Europa enterafestejó el engaño.

El caso del crédulo Gran Duque nos mueve arisa, y estamos seguros de que nada semejante po-dría ocurrir en la época moderna. Pero el alquimistaprospera en el siglo XX con la misma frecuencia ygoza de idéntico prestigio. Por otra parte, encuentratontos y víctimas tan fácilmente como “Daniel deTransilvania” hace dos siglos. Uno de los más atre-vidos y exitosos “fabricantes de oro” operó enAlemania poco antes del régimen de Hitler. Hein-rich Kurschildgen era un joven de escasa educación,obrero de una fábrica de tinturas... hasta que ciertodía decidió convertirse en inventor. Equipó un pe-queño taller, al que dio el nombre de laboratorio,obtuvo dos patentes, y sobre tan frágil fundamentolevantó un sorprendente edificio de realizacionesimaginarias.

Su primera víctima fue un profesor de la Uni-versidad de Colonia; Kurschildgen explicó al eruditocaballero que había descubierto el modo de tornarradiactiva cualquier sustancia mediante ciertos rayos

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misteriosos. El profesor le creyó quizás el joven re-velaba una frágil chispa de auténtico brillo y contri-buyó con su “opinión experta”, la cual de ese modovino a respaldar las afirmaciones del “inventor”.Ahora, el “genio” autodidacta se convirtió en al-quimista hecho y derecho, y desarrolló su “magnífi-ca invención”; mediante la transformación de lamateria inorgánica en sustancia radiactiva podía,según afirmaba, fisionar el átomo y por consiguientefabricar oro.

Cualquiera hubiese creído que las víctimas po-tenciales recordarían la infinita serie de reyes, du-ques, nobles, abades y pueblo común que en elpasado habían sido objeto de engaños. Pero es in-dudable que Kurschildgen eligió hombres de cortamemoria o de extrema codicia. Un abogado deDusseldorf le entregó veinte mil marcos; un im-portante hombre de negocios de Colonia aportócincuenta mil para los trabajos destinados a “per-feccionar” el gran invento. Muy pronto los círculospolíticos derechistas de Alemania se interesaron enel “talentoso hijo de la patria”. Si se lograba fabricaroro, Alemania podría desembarazarse de la carga delas reparaciones, reconstruir su maltrecha economíay crear un nuevo ejército.

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Kurschildgen comenzó a volar muy alto. Prime-ro se entrevistó con Herr Perponcher, secretario delPartido Nacional Alemán, luego con el profesorHennig, otro miembro prominente de la misma or-ganización política, y finalmente con el gran Hu-genberg en persona, el millonario que controlaba unvasto imperio industrial, periodístico y cinematográ-fico. (Digamos de pasada que el oro era sólo uno delos “descubrimientos” del obrero de Hilden. “In-ventó” una máquina que curaba el cáncer; un arte-facto que con sus “rayos” detenía cualquier motor;un método destinado a purificar el acero... en reali-dad, parecía un genio universal.) Recibió ofertas deEstados Unidos y de Gran Bretaña, y un rico ban-quero suizo decidió pagarle un salario anual deveinticuatro mil francos y mantuvo al inventor y asu familia durante un año.

Finalmente, sobrevino el desastre, se desenmas-cararon los ardides de Kurschildgen, se demostró loinfundado de sus afirmaciones y fue condenado adiez años de prisión. Sin embargo, durante un pe-ríodo casi igual de tiempo consiguió desorientar yengañar a algunos de los mejores cerebros de Ale-mania. Y lo consiguió gracias a la estúpida codiciaque el oro despierta.

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Si la fabricación del oro, el redescubrimiento delinexistente secreto de los alquimistas, siempre hallóesperanzados favorecedores, los tesoros perdidos(nuevos o antiguos) también fueron cebo de la cre-dulidad. Esta antigua treta ha sido practicada una yotra vez. Uno de sus más hábiles exponentes en losúltimos años fue un alemán del Báltico llamadoGerhard von Redziwski, que alegaba haber descu-bierto en Siberia gran cantidad de oro, y que organi-zó una compañía con el fin de explotarlo. Teníatambién otro rubro comercial: persuadió a varioshombres de negocios alemanes para que financiaranuna expedición a Prusia Oriental, con el fin de re-cuperar el oro del ejército ruso que, según se afir-maba, había sido arrojado a uno de los lagosMasurianos en el curso de la Primera Guerra Mun-dial. Sus víctimas estaban dispersas por todo elReich, desde Saarbrücken a Neubabelsberg, y desdeNeukoln a Grosslichterfelde; y Redziwski (que de-sapareció a tiempo) ganó indudablemente bastanteoro, si no para sus crédulos fieles, por lo menos pa-ra sí mismo.

Una de las tentativas tragicómicas de convertirplomo en oro fue la que realizó Joseph Melville,hombre de ciencia de cierta reputación. Sus extra-

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ños experimentos fueron conocidos del públicocuando un joven irrumpió en su laboratorio deLondres y le disparó varios tiros. Melville se arrojósobre el agresor y consiguió desarmarlo. No acudióa la policía, y todo el incidente habría permanecidosecreto si uno de los vecinos de Melville, que oyólos disparos, no hubiera armado escándalo. El asal-tante fue arrestado; resultó ser el hijo de un ricohombre de negocios, propietario de una cadena depanaderías. Y durante el proceso salió a luz todo elasunto.

Después de muchos años de trabajo científicoserio, Melville se había dedicado a la alquimia. Es-tudió las obras de los “fabricantes de oro” medie-vales y llegó a la conclusión de que no se habíanequivocado al usar limaduras de hierro como mate-ria prima. Esto constituía, sin embargo, la etapa fi-nal, y debía ser alcanzada gradualmente. El primerpaso debía ser la transformación de plomo en oro.Sostuvo haber conseguido la transformación deplata en oro, pero consideraba que ese resultadocarecía de importancia, y concentró todos sus es-fuerzo en los experimentos con plomo. En 1926pronunció una conferencia en la sociedad alquimistade Londres, y en ella exhibió un gran trozo de oro,

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explicando con cierto detalle cómo lo había fabrica-do... a partir del plomo. Entre el público se hallabael señor Glean, el rico panadero, a quien impresio-naron mucho las afirmaciones de Melville, y quienle ofreció formar una sociedad para dedicarse a lafabricación de oro... la cual, dicho sea de pasada,debía ser más provechosa que la de pan.

El laboratorio del moderno alquimista fue ins-talado en el sótano de la panadería central, y Melvi-lle trabajó noche y día con el fin de mejorar sumétodo de “trasmutación”. Pero los trabajos insu-mían más y más dinero. El señor Glean pagaba sinmurmurar, con la esperanza del éxito. Finalmente,se cansó de esperar y exigió que Melville produjerainmediatamente el oro prometido. El alquimistapidió una semana de gracia y durante los siete díasrestantes apenas salió del laboratorio, en el que des-tilaba, fundía, martillaba y mezclaba su mágica po-ción. Al cabo de una semana retiró de la retorta lamisteriosa mezcla. Pero era el mismo plomo desiempre, sin el menor rastro de oro. Después de locual, el señor Glean expulsó a Melville con todossus aparatos y exigió la devolución del dinero ade-lantado. Melville se rehusó a pagar y desapareció.Entonces, el señor Glean (hijo) juró venganza, pro-

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bablemente porque su propio patrimonio habíadisminuido considerablemente. Melville había ins-talado un pequeño laboratorio en el sótano de unacasa del East End, y allí continuaba sus experimen-tos. El joven Glean consiguió hallarlo. Cuandoirrumpió en el laboratorio, depositó un trozo deplomo sobre el escritorio de Melville, y le gritó:

-¡Transforme esto en oro, ahora mismo... o de-vuelva el dinero de mi padre!

Melville pidió tiempo. El señor Glean (hijo)perdió la paciencia y le disparó un par de balas, lasque felizmente no dieron en el blanco. Después delproceso el impaciente joven fue puesto en libertadcondicional, y la familia Glean renunció para siem-pre al sueño de transformar plomo (y las gananciasobtenidas con el pan) en oro.

9.

¿Y qué decir de los que hallaron oro, de los fa-vorecidos por la fortuna?

Hugo von Castiglione fue el amo de un enormeimperio financiero e industrial en Europa Central yOriental... hasta que se excedió en los cálculos y el

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gigantesco edificio se derrumbó, arrastrando en lacaída a millones de seres humildes. La policía con-fiscó los papeles privados de Castiglione. Entre elloshallaron algunas anotaciones que reflejaban la filo-sofía de este fabricante de oro a quien la fortunasonreía. Algunas frases parecen parodias de SamuelSmiles; pero se trata de conceptos que eran toma-dos muy en serio, como lo demuestra la existenciadel propio Castiglione.

“No es ladrón el que roba, sino el que se dejasorprender.

Suerte es todo lo que me favorece. Verdaderasuerte es lo que me favorece y perjudica a otros.

Generosidad es el acto que después lamenta-mos.

Hay hombres orgullosos de su pobreza. Son lospoetas. Hay mujeres orgullosas de su fealdad. Sonlas intelectuales. Huye de ambos como de la peste.

Nunca hagas mal innecesariamente. Hazlo en lamedida que te de provecho y placer.

Quien tiene menos que yo es un imbécil; quientiene más, es un ladrón.

Dicen de mí que soy ladrón, sinvergüenza y es-tafador. No discutiré estas afirmaciones. Pero nocabe duda de que si fuera pobre y miserable, me

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considerarían un tipo agradable y simpático, buenmozo y atractivo. La gente me compadecería y medejaría morir de hambre. Evidentemente, no deseocorrer esa suerte. Poseo un corazón tierno y noquiero que el mundo sufra achaques de concienciapor mi causa. Prefiero ser yo quien sufra por elmundo. Mi corazón está mejor equipado para latarea.

Todo cuanto aún no ha sido descubierto, mepertenece.

Todo cuanto han descubierto otros, me lo roba-ron.

El otro día uno de mis rivales me elogió. Dijo:«A este hombre no es posible sacarle dinero».

Si conseguiste engañar a alguien, no te enorgu-llezcas de tu genio. Quizás fue pura suerte y no ta-lento.”

Esta es la voz de Midas. El oro ha sido su “ali-mento metálico” desde el principio de los tiempos.La estupidez lo ha cebado y continuará haciéndolomientras exista el mundo.

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III

DESPUÉS DE USTED, SEÑOR

“La ceremonia realza todas las cosas”SELDEN.

1.

Tuvo que ser (casi podríamos decir que inevita-blemente) un historiador alemán, Johann ChristianLünig, quien consagrara casi dos décadas a la tareade reunir material para su magnum opus, a la que de-nominó Theatrum Ceremoniale, y que publicó en Leip-zig el año 1719. Es una obra en dos volúmenes, ypesa aproximadamente veinte libras. Describe, ana-liza, explica y detalla todo el ceremonial que regía lavida de las cortes europeas imperiales, reales y du-

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cales; es decir, que la regía con todo el vigor de uncódigo legal supremo. Además, el decidido autor(decidido a no ahorrar nada a sus lectores) describeuna serie de acontecimientos cortesanos, e incluye eldetalle exacto de la etiqueta y organización. Consa-gra varias páginas a la llegada de cierto minúsculopríncipe alemán a un sitio, a su partida en direccióna otro lugar, a una visita ducal, o a cierta actividadreal.

El libro de Lünig fue en realidad una tremendacolección de material en bruto, sin mayor sistema nicorrelación. Otro autor, Julius Bernhard von Rohrse sintió tentado de construir sobre ese fundamentoun sistema “científico” completo. Diez años des-pués de la aparición del libro de Lünig, publicó enBerlín su Einleitung zur Ceremonial-Wiesenschaft dergrossen Herren (Introducción a la ciencia del ceremo-nial de los Grandes Señores). Titulo bastante mo-desto; sin duda von Rohr confiaba en que elpequeño injerto que había plantado se transformaríaen robusto roble. Creía firmemente que había fun-dado una nueva rama de la ciencia... y que su obraera una importante contribución al cuerpo del co-nocimiento humano. Lünig compartía la opinión deSelden sobre la necesidad de la ceremonia, y la re-

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sumía con impecable lealtad:“Dado que nuestros gobernantes personifican

en el mundo la imagen del Todopoderoso, es nece-sario que tengan el mayor parecido posible con elSeñor. Dios es el principio del orden, el cual se ma-nifiesta en todo lo creado. Cuanto más deseen susrepresentantes mundanos parecerse a El, mayor hade ser el orden que deberá regir sus vidas y sus ac-tos. Es más probable que la chusma siga el ejemplode su gobernante, que no los mandatos de la ley. Siel pueblo observa que en la vida del amo hay unorden útil, lo seguirá; lo cual promueve la prosperi-dad y el bienestar de todo el país. Si la gente con-templa por doquier confusión y desorden, llegará ala conclusión de que ese gobernante no es la autén-tica imagen del original (es decir, de Dios). Desapa-rece el respeto, y esas naciones se convierten envíctimas del caos. Por eso los grandes monarcas handictado leyes que sus siervos deben obedecer y queel propio soberano acata.”

Parece un poco exagerado afirmar que todos losreyes y príncipes son “imágenes de Dios”... espe-cialmente porque algunos de ellos vivían de un mo-do que mal podía ser considerado santo. Pero por lomenos Herr Lünig ofrece una teoría y una justifica-

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ción. Y, después de todo, buen número de empera-dores y de reyes afirmaron que gobernaron “por laGracia de Dios”, o que contaban con alguna otraforma de aprobación directamente emanada de laDivinidad.

Que los gobernantes son los alter ego de Diosera principio fundamental del Imperio Bizantino;aunque, por supuesto, esta misma norma había sidoaceptada, en distintas formas, en países tan diversoscomo Egipto, la India y los imperios precolombinosde América del Sur, sin hablar del período final delImperio Romano, que se enorgullecía de poseerunos cuantos “dioses”, además de Claudio.

En el año 404 de nuestra era los emperadoresArcadio y Honorio consideraron necesario discipli-nar a los funcionarios de la corte. Arcadio, españolpor nacimiento, fue el primer emperador del Impe-rio Romano de Oriente; a la muerte de su padreTeodosio I, se dividió por vez primera el ImperioRomano. Honorio, su hermano menor, nació enConstantinopla, heredó la mitad occidental del Im-perio, y residió casi siempre en Milán y en Rávena.Ninguno de ellos fue modelo de gobernante; fueronmanejados por sus esposas, por eunucos, por pre-fectos pretorianos y por otros favoritos. Sin embar-

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go, ninguno de ellos dudó jamás de su propia divi-nidad. He aquí la cláusula final del edicto conjunto:“Todos aquellos que, movidos de audacia sacrílega,desafíen nuestra divinidad, serán privados de susempleos y de su propiedad”.

Destaquemos que esta orden tonante fue emiti-da no por emperadores romanos paganos, sino másbien por gobernantes cristianos. La carta escrita odictada por un emperador bizantino tenía caráctersagrado, y sus leyes eran “revelaciones celestiales”.Y para dirigirse oficialmente a tan exaltados perso-najes era preciso usar la fórmula “Vuestra Eterni-dad”.

En su carácter de “imagen de Dios”, el empera-dor exigía adoratio, adoración. La despiadada eti-queta de la corte obligaba no sólo a sus propiossúbditos sino también a los enviados extranjeros apostrarse en presencia del emperador. Liutprand,obispo de Cremona y autor de varias importantesobras históricas, fue embajador del rey de Italia antela corte de Bizancio. Al principio rehusó postrarseante ningún ser humano, pero al fin se vio obligadoa ceder. En el informe de su embajada describe elacto de presentación de sus credenciales.

El emperador estaba sentado en un trono de

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oro, bajo la sombra de un árbol del mismo metal.Era un árbol completo, con sus correspondientesramas y hojas de oro. Sobre las ramas había pájarosmecánicos hábilmente construidos; a ambos ladosdel trono, leones de tamaño natural, fundidos enoro puro, clavaban en el visitante sus ojos de rubí.Cuando el enviado entró en la sala, los pájaros me-cánicos comenzaron a gorjear y los leones a rugir.Se disiparon los escrúpulos del obispo; inmediata-mente se postró, y lo mismo hicieron sus dosacompañantes. Pero cuando levantó nuevamentelos ojos, el emperador y el trono habían desapareci-do. Una maquinaria secreta los había elevado a con-siderable altura, y los ojos del emperador despedían“rayos divinos” que sorprendieron e intimidaron alos embajadores.

Durante el reinado de Diocleciano los títulosfueron establecidos y descritos con minucioso cui-dado. El propio emperador era el “Amo Sacratísi-mo”. Se lo denominaba también Jovian o Dominus.Su compañero en el gobierno, Marco Aurelio Vale-rio Maximiano, recibió el sobrenombre de “Hercu-lius”, o Segundo Augusto. Los dos césares a quienesDiocleciano y Maximiano eligieron como represen-tantes y sucesores, Cayo Valerio Galerio y Flavio

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Valerio Constancio, fueron también llamados “sa-crosantos”, y los miembros de su familia fuerontodos nobilissimi y nobilissima. Pero esto fue sólo elprincipio. Estaban los Siete Ilustres, el Chambelánprincipal, el representante de éste (que era ministrodel Interior), el canciller o Quaestor Sacri Palatii, elministro de Finanzas, y, finalmente, el comandanteen jefe de la caballería y la infantería. Todos elloseran miembros del Consistorio Sagrado. Los patri-cios y los gobernadores principales tenían el títulode spectabili; es decir, “expectables”; los Sumos Sa-cerdotes eran honorati, los senadores clarissimi, losjueces perfectissimi, los chambelanes egregii, tantosi actuaban en las chancillerías como si trabajabanen la corte. Los funcionarios civiles como inferioreseran los decurii, los recaudadores de impuestos, quesólo merecían el calificativo de respectabili.

Estos eran los títulos... pero también existían re-glas exactas sobre el modo de dirigirse a estos dig-natarios. A algunos debía decírseles “VuestraPonderosidad”, y a otros “Vuestra Sabiduría”.Ciertos funcionarios podían sentirse ofendidos si seles decía “Vuestra Amplitud”, en lugar de “VuestraExcelsitud”. Expresiones como “Vuestra Venera-ción” o “Vuestra Sagacidad” eran utilizados con

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minucioso cuidado, con la debida consideracióntanto a la importancia como a la jerarquía de cadafuncionario. Se necesitaba un par de años de estudioprofundos antes de conocer a fondo la baraúnda detítulos y de fórmulas.

2.

Otros gobernantes europeos no exigían el mis-mo tributo de humildad que era obligado en la cortede Bizancio. (Aunque, como podemos verlo en Anay el rey de Siam, la postración completa subsistió enSiam y en otros países asiáticos hasta bien entradoel siglo XIX y aún durante el siglo XX). Se conten-taban con una reverencia o genuflexión. Parece queesta forma de homenaje, elegante pero incómoda,fue desarrollada por la notoria etiqueta española. Lahallamos en Madrid y en Viena; es probable que enesta última ciudad haya sido adoptado al mismotiempo que otras tradiciones españolas de losHabsburgo. Tanto les agradaba a los emperadoresde Austria, que procuraron aumentar las oportuni-dades en que el cortesano debía caer de rodillas.Todos los peticionantes debían caer sobre ambas

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rodillas cuando entregaban sus documentos; enotras ocasiones, bastaba una sola rodilla. Cuando elemperador atravesaba la ciudad, todos debían arro-dillarse; no se exceptuaban de ello ni siquiera losaltos dignatarios, si sus carruajes se cruzaban con eldel emperador. En ese caso, debían descender delvehículo y arrodillarse en la calle.

Bajo el reinado de María Teresa se prestó menosatención a la regla. Cuando Lessing, el gran crítico ydramaturgo, fue recibido en audiencia, este hombrede letras, poco habituado a las costumbres de loscortesanos, tropezó con sus propias piernas, pero laemperatriz lo dispensó graciosamente del ejercicio.

José II, un hombre que estaba muy avanzadocon respecto a su tiempo, y que además odiaba lasceremonias, abolió completamente la comedia. Elmismo día de su ascenso al trono emitió una pro-clama en la que prohibía toda clase de “hazañasgimnásticas”. En eso seguía la pauta fijada por Fe-derico el Grande, que el 30 de agosto de 1783 emi-tió una proclama, leída en todas las iglesias, envirtud de la cual se prohibía la genuflexión; pues esehomenaje, decía el documento, se debía sólo a Diosy no a un ser humano.

A pesar de toda la idolatría que caracterizó a la

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corte de Versalles, en esto no siguió el ejemplo es-pañol. Por una u otra razón, se trataba de una prác-tica reñida con la tradición francesa. En cambio, laspiernas de los cortesanos ingleses sufrían duraspruebas, impuestas por las minucias del ceremonial.En 1547, el mariscal Vieilleville fue invitado a al-morzar con el rey Eduardo VI. En sus memoriasdescribe la escena con conmovida indignación:

“Los Caballeros de la Jarretera servían la mesa.Llevaban los platos, y cuando se acercaban a la altamesa, se arrodillaban. Recibía los platos el LordChambelán, y de rodillas los ofrecía al Rey. A losfranceses nos parece harto extraño que caballerosde las más famosas familias de Inglaterra, estadistasy generales eminentes debían arrodillarse de esemodo; cuando entre nosotros aún los pajes sólo searrodillan en la puerta, en el momento de entrar alsalón.”

Durante el reinado de Isabel las rodillas tuvieronque trabajar más aún. Paul Henzner, el viajero ale-mán, relata en su Itinerarium Gernmniae, Galliae, An-gliae, etc. (Nuremberg, 1612) cómo se tendía la mesade la reina. Cierto dignatario de la corte, a quien nopudo identificar, entró primero con un bastón, se-guido por otro caballero que llevaba un mantel.

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Ambos hicieron tres genuflexiones frente a la mesavacía y el segundo caballero tendió el mantel; nue-vamente tres genuflexiones, y salieron solemne-mente. Después, entraron otros dos caballeros; unode ellos llevaba un salero, un plato y el pan; el otro,provisto también de un bastón de ceremonias, loprecedía con gran dignidad. También hicieron tresgenuflexiones antes y después de depositar los ob-jetos. Luego aparecieron dos damas, con el cubierto(hasta ese momento, no había tenedores). Como decostumbre, tres genuflexiones. Sonó una fanfarria yredoblaron los tambores; aparecieron los soldadosde la guardia real y depositaron sobre la mesa vein-ticuatro platos de oro. La reina no había aparecidoaún, pero en cambio entró una tropa de damas decompañía. Levantaron los platos (con apropiadasreverencias) y los trasladaron a las habitaciones inte-riores... pues Isabel había decidido comer sola. Eli-gió un plato o dos, y los otros volvieron a la sala debanquetes, donde fueron consumidos por las damasde compañía.

Esta costumbre se mantuvo hasta el reinado deCarlos II. El conde Filiberto de Gramont, el de lalengua viperina y mirar agudo, contempló las genu-flexiones de los servidores la primera vez que fue

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invitado a un banquete de la corte. El conde, quehabía sido desterrado de Francia a causa de ciertoescandaloso affaire con una delas amantes de LuisXIX, fue preguntado por Carlos:

-¿Verdad que no es lo mismo en su país? ¿Sirvende este modo al rey de Francia?

El conde no pudo reprimir su ingenio malicioso.-Debo confesaros que no, majestad. Pero tam-

bién he de reconocer mi error. Al principio creíaque estos caballeros se arrodillaban para disculparsepor el pésimo alimento que sirven a Vuestra Majes-tad.

En la corte de Viena en 1731 todavía se combi-naba la genuflexión y el besamanos, como lo explicaJohann B. Küchelbecher en su Allerneueste Nachrichtvom Römisch-Kayserl. Hofe (Hanover, 1730):

“El más señalado favor que el plebeyo puede re-cibir es que se le permita besar la mano de su Ma-jestad Imperial. Ocurre del siguiente modo: quiensolicita este supremo favor debe presentarse prime-ro ante el Chambelán principal y solicitar su ayuda.Si el Chambelán principal está dispuesto a conce-derla, fija inmediatamente el día en que se otorgaráel favor real. En la fecha señalada, la persona se pre-senta en la residencia imperial y se reúne con el

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Chambelán principal. Se la coloca a poca distanciade la puerta por la cual pasa el emperador cuando sedirige a la mesa. Apenas aparece el emperador, lapersona admitida para el besamanos dobla una ro-dilla y besa las manos del emperador y de la empe-ratriz, mientras éstos pasan; y los monarcasextienden la mano con ese fin. Ello ocurre casi dia-riamente, y especialmente los días festivos, cuandocasi todos son admitidos a la ceremonia del besa-manos.”

Sin duda, era un señalado favor, aunque dispen-sado democráticamente.

3.

Naturalmente, el arquetipo de toda ceremoniafue la famosa (o notoria) etiqueta española. Era tanrígida, y provocaba tantas anomalías que había desuministrar a los cronistas y a los coleccionistas deanécdotas material casi inagotable.

El mortal común no podía tocar la persona au-gusta de la realeza española. En cierta ocasión, elcaballo de la reina española se encabritó y desmontóa su majestad; pero el pie de ésta quedó aferrado al

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estribo. Intervinieron dos oficiales y la liberaron,salvándola de una muerte segura. Pero los valerososguerreros huyeron inmediatamente como alma quelleva el diablo, saliendo del país para evitar la penamáxima en que habían incurrido por haber puestosus manos sobre el cuerpo sacrosanto de la reina.

Felipe III sufrió quemaduras mortales frente asu propia chimenea, porque los cortesanos no lo-graron hallar a tiempo al grande de España a quiencorrespondía mover el sillón del rey.

En invierno la reina de España debía estar en ellecho a las nueve de la noche. Si olvidaba la norma,y se demoraba en la mesa, sus damas de compañíase arrojaban sobre ella, la desvestían y la arrastrabana la cama.

La prometida de Felipe IV, María Ana de Aus-tria, fue recibida ceremoniosamente en cada una delas ciudades que atravesó durante el viaje a Madrid.En cierto lugar el alcalde intentó regalarle un par demedias de seda, obra maestra de la artesanía local.Sin embargo, el mayordomo apartó la caja con lasmedias y declaró solemnemente: “Ya es tiempo deque sepáis, señor alcalde, que la reina de España notiene piernas”. De acuerdo con la leyenda, la pro-metida del rey se desmayó, horrorizada, porque cre-

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yó que tan pronto llegara a Madrid le amputarían laspiernas para satisfacer las exigencias de la etiqueta.

La anécdota que ahora relataremos es la másconocida de todas. Tuvo cierto papel en la Revolu-ción Francesa. En el debate sobre la Constitución,un miembro de la Asamblea Nacional propuso unapetición al rey, la que debía comenzar con la frase:¡”La Nación deposita su homenaje a los pies de SuMajestad!” Pero Mirabeau echó a perder la hermosafrase: “¡El Rey no tiene pies!” rugió con su voz deleón.

Pero las anécdotas, los relatos, las leyendas tena-ces tienen alas y pies. Circulan por el mundo, y pa-san de un siglo a otro. Cuando pretendemosinvestigar su origen, nos perdemos en una marañaimpenetrable. No hay pruebas fehacientes de queestos ridículos excesos de la etiqueta española hayansido siempre reales. Lünig se muestra muy cautelosoen sus alusiones, y remite- para “mayores detalles”-a las memorias de la condesa d'Aulnoy.

Marie Catherine Jumel de Berneville, condesad'Aulnoy (u Aunoy) fue una de las primeras inte-lectuales, y escribió gran número de cuentos de ha-das y novelas, además de libros de viajes ymemorias. La mayoría de sus obras ha caído en el

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olvido, aunque L’oiseau bleu inspiró el bello Pájaroazul de Maeterlinck. En 1690 publicó sus memoriasde la corte española. Este libro se convirtió enfuente de todos los mitos, leyendas y anécdotasposteriores; aun Isaac d'Israeli lo utilizó para com-poner su Curiosities of Literature; y graves historiado-res le atribuyeron veracidad absoluta. Sin embargo,es muy probable que la condesa aplicara a sus me-morias los métodos propios del cuento de hadas yque presentara como hecho real muchos chismes oanécdotas de carácter satírico.

Sin embargo, es perfectamente cierto que los re-yes de España, intoxicados por su propio poder ab-soluto, se convirtieron en prisioneros de unaetiqueta absolutamente rígida, cuyo formalismoellos mismos desarrollaron. Se ataron de pies y ma-nos... aunque las ligaduras estuvieran entretejidascon hilos de oro. Cada hora de sus vidas estaba es-trictamente regulada por un horario inmutable. Aunla vida amorosa del rey de España estaba regida porla etiqueta. Lünig, súbdito leal que carecía absolu-tamente del sentido del humor, describe el mo-mento de exaltación en que el rey sale con elpropósito de hacer una visita nocturna a su reina:

“Calza pantuflas, y cubre sus hombros un

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manto de seda negra. En la derecha lleva una espadadesnuda, en la izquierda una linterna. Del brazo iz-quierdo cuelga una botella, que no sirve para bebersino para otros propósitos nocturnos (... nicht zumtrincken, sondern sonst bey Nacht-Zeiten gebrauchtwird).”

Realmente, la figura de ese amante era sin dudaun espectáculo terrorífico.

4.

Los primeros reyes franceses odiaban la idea desilenciar la voz fresca y libre del ingenio gálico conla mordaza de la etiqueta y del ceremonial. Adopta-ron las tradiciones de la corte borgoñona, pero tu-vieron buen cuidado de reservarse oportunidadesque les permitían establecer contacto directo con elmundo de los mortales comunes. Enrique IV favo-reció el uso de un lenguaje directo y franco. Prohi-bió a sus hijos que lo llamaran “Monsieur”... queríaser sencillamente “papá”. Tampoco aceptó la estú-pida institución de las cortes alemanas...” los niñosde azotes”. Eran hijos de nobles, compañeros dejuegos de los jóvenes príncipes de la sangre; y cuan-

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do éstos últimos se portaban mal, los “niños deazotes” recibían el castigo correspondiente. EnriqueIV dio instrucciones especiales al tutor de su hijopara que le aplicara una buena azotaina cuando elniño se portara mal. En una carta fechada el 14 denoviembre de 1607 escribe lo siguiente: “Deseo yordeno que el Delfín sea castigado siempre que semuestre obstinado o culpable de inconducta; porexperiencia personal sé que nada aprovecha tanto aun niño como una buena paliza”.

El gran cambio sobrevino bajo el reinado deLuis XIV. El monarca amaba la vida de la corte, yse complacía en el eterno movimiento y en el calei-doscópico color de Versalles. Pero dicho movi-miento debía ser orbital: Luis XIV era el Sol,alrededor del cual giraba todo el universo, y su per-sona era la única fuente de calor y de luz.

Reorganizó y desarrolló la etiqueta española deacuerdo con sus propios gustos. Conservó el cuelloajustado, pero en lugar del rígido corte español,procuró obtener un toque de belleza con encaje deChantilly. He aquí lo que dice Voltaire en su Épocade Luis XIV:

“Deseaba que la gloria que emanaba de su pro-pia persona se reflejara en los que le rodeaban, de

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manera que todos los nobles debían ser honrados,pero ninguno poderoso, ni siquiera su hermano o elPríncipe. Con este fin falló en favor de los pares ellargo pleito que sostenían con los presidentes delparlamento. Estos últimos reclamaban el privilegiode hablar antes que los pares, y de hecho se habíanposesionado de él. Luis decidió, en el curso de unconsejo extraordinario, que en presencia del rey, ydurante las sesiones de la Alta Cámara en su carác-ter de cuerpo judicial, los pares debían hablar antesque los presidentes, como si dicha prerrogativa seoriginara directamente en la presencia del monarca;y en el caso de las asambleas que no eran cuerposjudiciales, permitió la vigencia de la antigua costum-bre.

“Con el fin de distinguir a los principales corte-sanos, se idearon casacas azules, bordadas de oro yplata. Los hombres dominados por la vanidad con-sideraban señalado favor el permiso de usar estasprendas. Eran casi tan ansiadas como el collar de laorden de San Luis. Cabe mencionar, ya que aquí setrata de pequeños detalles, que entonces se llevabanlas casacas sobre un jubón, adornado con cintas, ysobre esta casaca se ajustaba un tahalí, del que col-gaba la espada. Alrededor del cuello se usaba tam-

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bién una suerte de cinta de encaje, y un sombrerocon dos filas de plumas. Esta moda, que duró hasta1684, prevaleció en toda Europa, con excepción deEspaña y Portugal. Casi todos los países se enorgu-llecían de imitar a la corte de Luis XIV.

“Introdujo en su casa un sistema que todavíaperdura (Voltaire escribía en 1752), reguló las jerar-quías y funciones, y creó nuevos puestos para elservicio de su propia persona, entre ellos el de GranMaestre del Guardarropa. Restableció las mesas es-tablecidas por Francisco I, y aumentó su número.Doce de ellas estaban reservadas para los oficialesque cenaban en la presencia del rey, y se las tendíacon el mismo cuidado y profusión que se puedeobservar en la mesa de muchos soberanos.”

“Creó nuevos puestos para el servicio de su per-sona”. La frase parece inofensiva y razonable. Peroen este caso Voltaire se expresa con excesiva mode-ración... o quizás con indispensable prudencia. (Doscapítulos de su libro debieron ser omitidos durantemucho tiempo.) Veamos un poco... ¿qué hay detrásde esta frase inocente? Asistamos al momento enque el rey despierta, y examinemos el caso desde elpunto de vista del siglo XX.

Era deber del jefe de lacayos separar las cortinas

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de la cama real, al principio de la mañana. Su MuyCristiana Majestad se dignaba abrir un ojo, y luegoel otro. Los lacayos permitían el paso a los dignata-rios autorizados a presenciar la solemne ceremonia.Entraban los príncipes de la sangre, seguidos por elchambelán principal de la corte, el Gran Maestre delGuardarropa mencionado por Voltaire, y cuatrochambelanes comunes de la corte.

Se levanta el telón... y comienza la ceremonia deldespertar.

El rey descendía del famoso lecho colocado enel centro preciso del palacio... el foco de Versalles,del mismo modo que el sol era el centro del sistemasolar, y el Rey Sol lo era de su corte. Después debreve plegaria, el jefe de lacayos derramaba sobrelas manos reales unas pocas gotas de eau de vie per-fumada, las que representaban las abluciones. ElPrimer Chambelán ofrecía las zapatillas reales, luegoentregaba la bata real al Gran Maestre del Guarda-rropa, y ayudaba a Su Majestad a vestirla. El rey sesentaba en su sillón. El barbero de la corte quitabael gorro de dormir real y peinaba los cabellos delmonarca, mientras el primer Chambelán sostenía unespejo.

No se trata de detalles muy interesantes, pero en

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la vida de Versalles poseían enorme significado ygran importancia. Acomodar las zapatillas en el piereal o ayudar a Su Majestad a ponerse la bata repre-sentaban señalados favores que todos los cortesanosenvidiaban amargamente.

El orden estricto que se seguía durante la cere-monia fue establecido por el propio rey, y debía seracatado sin el más leve desvío. Hasta el día de lamuerte o enfermedad final del monarca, el primerchambelán fue siempre el encargado de acercarle laszapatillas, y el Gran Maestre del Guardarropa seocupó en pasarle la bata. Proponer un cambio delceremonial hubiera sido inconcebible y habría equi-valido a una revolución.

Esta era la primera parte, el aspecto íntimo deldespertar. Seguía luego el segundo acto, más solem-ne.

Los servidores apostados a la entrada de la ha-bitación abrían las amplias puertas. Entraba la corte.Duques y pares, embajadores, mariscales de Francia,ministros de la Corona, presidentes de los parla-mentos... dignatarios de todo tipo y pelaje. Ocupa-ban los lugares cuidadosamente establecidos deantemano, del lado exterior de la barrera dorada quedividía el dormitorio en dos partes, y contemplaban

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el espectáculo con silenciosa ansiedad. Era, cierta-mente, un espectáculo de gran gala, en el cual repre-sentaba el primer papel, como siempre, el supremodignatario y principal actor de Francia.

Escena primera: El rey se quita la bata. El GranMaestre del Guardarropa ayudaba por la derecha, eljefe de lacayos por la izquierda. Sin duda, la bata erauna prenda menos trascendente que la camisa. Mu-cho más complejo era el acto en virtud del cual elrey se despojaba de la camisa de noche y se ponía lacamisa de día. Un caballero de cámara la entregabaal primer chambelán, que la pasaba al duque de Or-leáns, cuyo rango sólo era inferior al del propio rey.El rey recibía la camisa de manos del duque, se laponía sobre los hombros, y con la ayuda de doschambelanes se quitaba la camisa de noche y seacomodaba la de día.

La función de gala continuaba. Los funcionariosde la corte ayudaban a Su Majestad a completar suarreglo, a ponerse los zapatos, a asegurar las hebillasde diamantes, a colgar la espada y la cinta de la or-den elegida por el monarca. El Gran Maestre delGuardarropa (generalmente el duque de más edad)desempeñaba un papel importantísimo. Sostenía ensus manos las ropas usadas el día anterior mientras

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el rey retiraba los pequeños objetos de uso diario ylos trasladaba a los bolsillos de la ropa que estabavistiendo; también presentaba al monarca en unabandeja de oro, tres pañuelos bordados, para que elrey eligiera uno; y entregaba a Su Majestad el som-brero, los guantes y el bastón.

En los días nublados, si se necesitaba luz, se da-ba también una oportunidad a algún miembro delpúblico. El chambelán principal preguntaba en vozbaja al rey quién debía sostener el candelabro. SuMajestad nombraba a este o a aquel dignatario, quecon el pecho hinchado de orgullo se encargaba desostener el candelabro de dos brazos durante eltiempo que duraba el tocado real. Obsérvese bien:candelabro de dos brazos... pues Luis había regula-do también el empleo de velas y de candelabros enel complicado sistema de la etiqueta de la corte.Sólo el rey tenía derecho a un candelabro de dosbrazos, los demás debían contentarse con un can-delabro de un brazo.

Este principio fue aplicado a todos los aspectosde la vida. Luis gustaba de las chaquetas recamadasde oro... por consiguiente, hubiera sido inconcebibleque el mortal común usara nada semejante. Pero,como raro favor, permitía que ciertos individuos

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meritorios recamaran de oro sus chaquetas. Se otor-gaba un permiso escrito, firmado por Su Majestad yrefrendado por el primer ministro. Esas chaquetastenían un nombre especial: justaucorps á brevet,chaquetas certificadas”.

Cuando el espectáculo cotidiano concluía, el reyabandonaba la cámara y los cortesanos lo seguían.Pero en la cámara real se desarrollaba entonces unabreve “ceremonia secundaria”. Era preciso arreglarel lecho real. No, por cierto, apresuradamente, co-mo suele ocurrir con la mayoría de las camas comu-nes. Este procedimiento tenía también sus reglasescritas. Un lacayo se colocaba a la cabecera de lacama, y el otro a los pies, y el tapicero de palacioarreglaba el augusto lecho. Debía hallarse presenteuno de los chambelanes, con el fin de vigilar elcumplimiento de las reglas de la operación.

La propia cama, lo mismo que los restantesmuebles o artículos de uso cotidiano, debía ser tra-tada con el debido respeto. Quien pasaba la barreraque dividía la cámara estaba obligado a realizar unagenuflexión ante el lecho.

La costumbre del despertar fue adoptada pormuchas cortes europeas. Johann Küchelbecher des-cribe en 1732 una ceremonia semejante en el Ho-

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fburg de Viena. La principal diferencia era aquí que elrey cumplía la ceremonia en una habitación cercanaa la cámara, a la que entraba cubierto con una bata.Allí, sus chambelanes lo vestían, lavaban y peinaban.El lever de los Habsburgo era más exclusivo que elde Versalles; no se admitía a nadie sin un examenestricto de sus antepasados y de la pureza de su san-gre.

Aún más complicado era el ceremonial de lamesa.

Cuando llegaba el momento de la comida deLuis XIV, el ujier principal golpeaba con su bastónla puerta de los Guardias Reales, y reclamaba en vozalta: “¡Caballeros, cubierto para el Rey!”

Cada uno de los oficiales de la Guardia Real re-cogía el plato o cubierto que le había sido enco-mendado, y la procesión se encaminaba hacia elgran salón comedor; a la cabeza marchaba el ujierprincipal, luego los oficiales, y a ambos lados losguardias. Depositaban la carga sobre la mesa de ser-vicio, y por el momento sus funciones habían con-cluido; tender la mesa era tarea de incumbencia deotros funcionarios de la corte. Una vez que habíancumplido su misión, el chambelán de servicio cor-taba el pan e inspeccionaba la vajilla. Después de

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comprobar que todo estaba en orden, el ujier prin-cipal rugía nuevamente: “¡Caballeros, carne para elrey!”

Los guardias se ponían en posición de firmes ycierto número de dignatarios de la corte marchabana la habitación vecina, donde examinaban atenta-mente los platos destinados a la mesa real. Elchambelán de la corte los disponía en correcto or-den; luego tomaba dos rebanadas de pan y las em-papaba ligeramente en la salsa o jugo de las viandas.Probaba una y ofrecía la otra al mayordomo princi-pal. Si estos altos dignatarios consideraban que losplatos tenían buen sabor, la procesión se formabanuevamente; a la cabeza se colocaba otra vez el ujierprincipal con su bastón, detrás el chambelán de lacorte con su vara de oro, luego el chambelán con unplato, el mayordomo principal con el segundo, elinspector de la cocina real con el tercero, y detrásvarios dignatarios de diferentes categorías. Los pla-tos eran escoltados por guardias armados de carabi-nas... ¡probablemente para evitar que alguien robaralos alimentos!

Una vez que los preciosos alimentos habían lle-gada al comedor, se anunciaba al rey- con arreglo aformalidades estrictamente prescritas- que el al-

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muerzo o la cena estaban servidos. El servicio de lamesa era tarea de seis nobles chambelanes. Unocortaba la carne, otro la servía, el tercero la ofrecía,y así sucesivamente. Cuando el rey deseaba beber, elcopero de la corte exclamaba: “¡Bebida para el Rey!”

Doblaba la rodilla frente a Su Majestad, se diri-gía a la alacena y recibía del bodeguero de la corteuna bandeja con dos jarros de cristal. Uno conteníavino, el otro agua. Otra genuflexión, y entregaba labandeja al chambelán encargado del servicio; esteúltimo mezclaba un poco de vino y agua en su pro-pio vaso, probaba el líquido, y luego devolvía labandeja al copero. Después de este procedimientosolemne y ceremonioso el rey podía beber al fin.

Con cada plato se repetía la misma ceremonia.Cuando el día tan minuciosamente regulado

acababa y el rey se retiraba, se reproducían las ce-remonias del lever, pero a la inversa, como en unfilm que la cámara pasara de adelante para atrás.Baste decir que las abluciones nocturnas eran unpoco más abundantes que las escasas gotas de eaude vie de la mañana. Se disponía una toalla sobredos bandejas de oro, y un extremo estaba húmedo,y el otro seco. El rey utilizaba la parte húmeda parafrotarse la cara y las manos, y se quitaba la humedad

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con la parte seca de la toalla. Innecesario es subrayarque la presentación de la toalla era función muyhonrosa, y estaba reservada a los príncipes de lasangre. La etiqueta de la corte distinguía los dife-rentes aspectos de este sencillo acto con minuciosadelicadeza. Si también estaban presentes los hijos olos nietos del monarca, la toalla pasaba de manosdel chambelán principal al príncipe de más elevadajerarquía. Si alrededor del rey había otros príncipesde la sangre, entregaba la toalla uno de los lacayos.

Este mínimo detalle nos indica que el Rey Solestaba bañado en gloria, en la humilde adoración desus súbditos, y en muchas otras cosas... pero nuncaen agua.

Esta cotidiana idolatría ocupaba a un enjambrede dignatarios y funcionarios de la corte, de compli-cados y extensos títulos. La cocina real ocupaba nomenos de noventa y seis supervisores nobles, entreellos treinta y seis mayordomos, dieciséis inspecto-res, doce chambelanes y un chambelán principal. Elpersonal de la cocina sumaba cuatrocientos cuarentay ocho individuos, sin contar los servidores emplea-dos en ella y los servidores que atendían a los servi-dores.

Tan gigantesco incremento de las jerarquías

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cortesanas tenía cierto fundamento real. En la des-lumbrante corte de este monarca de suprema vani-dad vivía un hombre equilibrado y comprensivo:Colbert, el ministro de finanzas. Se le ocurrió aColbert que, si era necesario que el país se vieraagobiado por los impuestos, bien podía establecerseun impuesto sobre la vanidad. Colbert vendía lostítulos y las jerarquías de la corte. El más barato erael título de maestro de cocina: costaba sólo ochomil francos. En proporción con el grado de impor-tancia, se elevaba el costo: el mayordomo principal,por ejemplo, pagaba un millón y medio de francospor su deslumbrante puesto. Colbert confirió a estadudosa transacción cierto aire de respetabilidadprometiendo pagar un interés anual sobre el capitalque se depositaba. Sin duda, se pagaba el interés,pero los compradores sabían muy bien que jamásvolverían a ver su capital, y trataban de compensar-se por otros medios. De acuerdo con los cálculos delos historiadores, robaron cinco veces más que elinterés de la inversión realizada.

Todo esto podría haber sido un fenómeno sinimportancia, un capítulo ridículo pero secundario dela historia de la estupidez humana. Sin embargo, sucosto fue enorme, no sólo para Francia sino para

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Europa en general. Por doquier aparecieron peque-ñas (y a veces no tan pequeñas) reproducciones dela corte de Versalles. Los pequeños príncipes ale-manes, así como los grandes duques y los noblesquisieron imitar al Rey Sol. Innumerables dominiosy principados se arruinaron debido al estúpido de-seo de emular a Luis XIV. Los soldados de Hesseque fueron vendidos y terminaron sus días en tierraextranjera, las innumerables y sucias “empresas co-merciales” de los amos continentales se originaronprincipalmente en este sentimiento de vanidad. ElRey Sol podía sentirse orgulloso; era el centro nosólo de su corte y de Francia, sino de todo el mun-do civilizado.

5.

Cuando moría un rey de Francia, se embalsama-ba el cadáver y se lo enterraba después de cuarentadías. Entretanto, el ataúd descansaba en un féretroricamente decorado, cubierto de brocato dorado yribeteado de armiño. Sobre el féretro se colocabauna efigie de cera del difunto, con una corona en lacabeza y un cetro en la mano.

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Se dispensaban a esta efigie de cera los mismoshonores que al propio rey en vida, cuando se le-vantaba por la mañana, comía durante el día y seacostaba por la noche. Naturalmente, se omitían lasceremonias del lever y el coucher, pero se observabacuidadosamente toda la etiqueta de las comidas. Losoficiales de la corte traían los platos con el mismoceremonial complicado; los altos dignatarios los pa-saban y los aceptaban con idéntica solemnidad; congrave expresión mezclaban y paladeaban el vino; ycuando ofrecían las perfumadas servilletas, observa-ban celosamente los derechos de precedencia.Además de los chambelanes, estaba presente toda lacorte; todo aquel que tenla derecho a asistir a losbanquetes reales insistía en presenciar la alimenta-ción de la efigie de cera.

Y la figura de cera contemplaba silenciosamentelas entradas y salidas, y las reverencias y genuflexio-nes. Pero su rostro pintado no sonreía.

¿Cuál fue el origen de este estúpido ceremonial?Ciertamente, tuvo cierto papel en ello la infinita

vanidad de los cortesanos. Durante cuarenta díaspodían continuar representando sus papeles, y go-zando de sus privilegios y jerarquías. Tan pronto seasignaba cierta función a un cortesano, era imposi-

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ble detener a los demás. El segundo insistía en susderechos, y lo mismo hacía el tercero o el quincua-gésimo. Por consiguiente, no era mala idea alimen-tar la vanidad de estos hombres permitiéndoles darde almorzar y de cenar a la efigie de cera.

Pero, ¿dónde se originó la idea misma?Para descubrirlo, es preciso remontarse a la épo-

ca de los emperadores romanos.Herodiano, el historiador griego que escribió

una historia de Roma entre los años 180 y 238 denuestra era, nos da la respuesta. Este autor explicaque después de la muerte de un emperador, se de-positaba la imagen de cera sobre un diván de marfilcolocado en el salón del palacio. Los senadores,vestidos de luto, pasaban el día alrededor del empe-rador de cera, cuyo rostro tenía la palidez de lamuerte. Afuera, el populacho espera y observa. Detanto en tanto los médicos examinan al invalido decera e informan con tristeza que está empeorando.Al séptimo día se anuncia oficialmente la muerte.Entonces se realiza la apotheosis, el funeral real; seenciende tremenda hoguera y se deifica al empera-dor.

Luis XVIII fue el último monarca francés paraquien se preparó una imagen de cera. Pero se su-

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primió la ceremonia de las comidas. Pues era famo-so el tremendo apetito del rey ciudadano, y los mi-nistros de su sucesor temieron que la risa homéricade la multitud conmoviera las ventanas del palacio.

La realeza difunta también acarreaba problemas.John Stow nos cuenta que Enrique I, después defallecer, mató a su propio médico:

“Se había prometido gran recompensa al médicopara que abriera su cabeza [la del rey] y extrajera elcerebro, pero el hedor lo mató, y por consiguienteno pudo gozar de la recompensa prometida.”

Los ojos, el cerebro y las entrañas del rey fueronenterrados en Ruán; el resto de su cuerpo fue cu-bierto de sal y envuelto en cueros vacunos, “debidoal hedor que envenenaba a los que estaban alrede-dor”. Y todo por la locura de haberse hartado delampreas.

El entierro de Enrique VIII tampoco fue muyceremonioso. Un documento contemporáneo, con-servado en la colección Sloane, relata que el cadáverpasó una noche entera en un convento profanadoque había servido de cárcel a Catalina Howard:

“El rey, a quien llevaban a Windsor para ser en-terrado, estuvo toda la noche entre las derruidasmurallas de Sión; y como el ataúd de plomo sufrió

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por el movimiento del carruaje, la sangre de Enri-que manchó el piso de la iglesia.

“Por la mañana vinieron plomeros para soldar elataúd, y entre ellos- tiemblo al escribir esto- apare-ció súbitamente un perro, que lamió la sangre delrey...”

¡Largo camino se habla recorrido desde la efigiede cera celosamente alimentada durante cuarentadías!

6.

En 1810 la mitad occidental de Haití se convir-tió en república. Su presidente fue el general HenriChristophe, nacido esclavo en Granada, y hábil lu-garteniente de Pierre Dominique Toussaint L'Ou-verture en la revolución de 1791 contra losfranceses.

La carrera de Christophe había sido meteórica.Nacido en la esclavitud, se liberó por sus propiosesfuerzos, y luego fue cocinero de un conde francés.Posteriormente se consagró a la carrera de las ar-mas, y demostró su valor en varias guerras de me-nor importancia, hasta que alcanzó la jerarquía de

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general.Debe decirse en su honor que permaneció fiel a

su esposa a través de todas las vicisitudes de su ca-rrera. Ella era haitiana, y también había sido cocine-ra. Napoleón era el ideal y modelo de Christophe.El corso había comenzado desde abajo; ¿por qué nopodía emularlo?

Durante su presidencia, obtenida gracias al ase-sinato de Jean Jaeques Dessalines- el emperadorJacques I de tan particular estilo- Christophe echólos cimientos de su Propia realeza. El ceremonial yla etiqueta fueron regulados de acuerdo con el mo-delo francés. Se ha conservado un ejemplar de laGaceta Oficial haitiana, en el que se describen deta-lladamente las festividades del cumpleaños de laesposa del presidente.

El titular del amarillento diario (en francés) diceasí:

GACETA OFICIAL DEL ESTADO DE HAITÍ30 DE AGOSTO DE 1810

SÉPTIMO AÑO DE LA INDEPENDENCIA

“El 15 de agosto”, dice el editorial, “se vio se-ñalado por un sentimiento de general regocijo. To-

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dos se sintieron poseídos por el exaltado entusias-mo que generalmente acompaña el cumpleaños deSu Alteza, la esposa del Presidente. Como los au-ténticos patriotas haitianos se interesan por los másmenudos detalles relacionados con el objeto de sucariño y respeto, daremos un relato minucioso detodos los brillantes éxtasis que han hecho tan so-berbia esta magnífica fiesta”.

Los soberbios éxtasis comenzaron la noche an-terior, cuando varias salvas dieron la señal “para elestallido de la alegre y general intoxicación”. En lascimas de las montañas se encendieron hogueras. Seiluminó la capital. Se desplegaron estandartes y car-teles en los que se expresaba la lealtad y el aprecioinspirados por las cualidades de la “virtuosa con-sorte”. A medianoche se celebró un concierto al airelibre, en el que “se cantaron varios solos y duetos enelogio del cumpleaños, con el fuego interior y elhondo poder expresivo que sólo el tributo a la vir-tud puede inspirar. Después de la serenata el públi-co se retiró de mala gana a dormir, para levantarse aprimera hora de la mañana, al son de pífanos ytrompetas, que señalaban la aproximación del mo-mento apasionadamente esperado y el principio dela grata pompa de las festividades”.

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Los distinguidos huéspedes se reunieron a lasseis de la mañana (hora bastante temprana, deacuerdo con las normas europeas) en el palacio,donde el Maestro de Ceremonias presentó a SuGracia y Alteza, la Consorte del Presidente. El pri-mer ministro pronunció un discurso de salutación,que concluyó con una plegaria de agradecimiento alTodopoderoso por haber hecho al afortunado Haitíel don de Su obra maestra, Su Gracia y Alteza, laConsorte del Presidente. (Así dice la Gaceta Ofi-cial.)

Aunque muy conmovida, Su Gracia replicó bre-vemente. De todos modos, aún esas pocas palabrasfueron una hazaña, pues no sabía leer ni escribir, ydebió aprender el discurso de memoria y de oídas.

“¡Caballeros!”, dijo. “Mi corazón, que apreciacabalmente vuestro homenaje, sólo desea ser cadadía más digno del respeto y del amor del pueblohaitiano”.

Debe reconocerse que fue un discurso sencillo einteligente. Sin embargo, para la Gaceta Oficial fuealgo apenas menos precioso que una oración deDemóstenes o que la sabiduría del rey Salomón.

“Ante estas palabras, inspiradas por la personifi-cación misma de la Modestia y de la Bondad, el pú-

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blico reunido emitió un murmullo de profundoafecto. El viajero extraviado en el desierto, que alfin da con una fuente refrescante y allí sacia su sed,no puede sentir mayor placer que el que embargó elalma del pueblo haitiano cuando oyó tan noblespalabras.”

Enfermante servilismo, nauseabundas adulacio-nes, se dirá. Algo que sólo es posible entre estospobres negros, que tratan de imitar a otros paísesmás civilizados y también más artificiosos.

Podemos reír ante el florido estilo y la infantiladulación de la Gaceta Oficial. Pero compárense losfragmentos anteriores con estas líneas:

“Fue siempre gran amigo y sabio consejero delos trabajadores intelectuales, y especialmente de losliteratos. Confirió a los escritores el orgulloso títuloy la misión: ¡ser los constructores del espíritu! Y élconcibió el lema eterno de la literatura mundial pro-gresista: ¡escribir la verdad!”

“El movimiento mundial de la paz vio en él alhombre cuyas palabras y cuya actividad científica ypolítica se orientó siempre hacia el futuro pacíficode la humanidad. Su último discurso llamó a todoslos hombres honestos a defender la paz, la libertad,la independencia nacional y los derechos humanos.

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Estas palabras constituyen los hitos deslumbrantes einmortales de los partidarios de la paz, y les indicanexactamente el camino a seguir.”

¿Hay tanta diferencia entre la Gaceta Oficialhaitiana de 1810 y la Gaceta Literaria húngara del 21de diciembre de 1954? ¿Entre la descripción de lafiesta de cumpleaños de la consorte de HenriChristophe y el articulo en que se celebró (póstu-mamente) el septuagésimo quinto cumpleaños decierto José Vissarionovich Dzhugaslivili... es decir,de José Stalin?

El presidente Christophe no lo fue por muchotiempo. El 2 de junio de 1811 “él y su esposa fueroncoronados solemnemente en Cape Francoise” (in-forma el Annual Register):

“como rey y reina de Haití, por un arzobispotitular, después de lo cual ofreció una espléndidafiesta, en la que estuvieron presentes dos capitanesingleses y todos los marinos de las naves mercantesinglesas y norteamericanas. Su Majestad bebió a lasalud de su hermano, el Rey de Gran Bretaña, yvotó por su éxito en la lucha contra el tirano fran-cés. Ha creado varios grados de nobleza, y ha de-cretado la organización de una guardia real, de unaorden de caballería y de una jerarquía eclesiástica; y

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probablemente representará su papel de monarcacon tanta dignidad aparente como cualquiera de losque últimamente se han elevado a esa jerarquía enEuropa.”

¡Pero el Annual Register se quedaba corto! Elnuevo rey ansiaba realizar los mayores esfuerzos enbeneficio de la gloria y del brillo de su corte. Seguíaimitando a su modelo, Napoleón, a cuya “recientecorona” el Annual Register se refería con mal disi-mulada sorna en la frase final del párrafo citado. ElAlmanaque de la Corte de Haití para el año 1813menciona a los miembros de la familia real y a losdignatarios de la corte. He aquí algunos párrafos:

La familia real: Su Majestad, Henri I, rey deHaití, y Su Consorte, Su Majestad Maríe Ludovique,reina de Haití. Los niños reales, a saber, el Delfín,seguido del príncipe Jacob Víctor, las princesasEmethyste y Athenais Henriette, de las cuales laprincesa Emethyste lleva el titulo de Madame Pre-miere.

Príncipes y princesas de la sangre: El príncipeNoele, hermano de Su Majestad la Reina. MadameCelestine, esposa de aquel. El príncipe Jean, primode Su Majestad el rey. Madame Marie Augustine,viuda del finado príncipe Gonaives.

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Los pares del dominio: El príncipe Noele, coro-nel de guardias. El príncipe Jean, gran almirante.Los mariscales del dominio. (Aquí viene la lista deduques y condes.)

Los pares de la corona: El Despensero principal,el Copero principal, el Lord Chambelán, el Maestrojefe de los establos, el Lord Maestre de la Caza, elLord Maestre de Ceremonias.

La casa real de la reina: Un Despensero princi-pal, dos Damas de Compañía principales, doceDamas de Compañía comunes, un Chambelán prin-cipal, dos Chambelanes, cuatro Mayordomos delestablo, un secretario privado y una nube de pajes.

El Delfín tenía otra casa, y a ella estaban asigna-dos un Gran Mayordomo y dos tutores.

¿Dónde encontró Henri Christophe, ex esclavoy ex cocinero, tantos dignatarios y funcionarios?

El Almanaque de la Corte nos informa que SuMajestad estableció una nobleza hereditaria. Paraempezar creó once duques, veinte vizcondes, treintay nueve barones y once caballeros.

El Almanaque, que trae abundante información,detalla el ceremonial de la corte. Sus Majestades re-cibían todos los jueves. El rey y la reina se sentabanen sillones; los otros lo hacían con arreglo al rango

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de cada uno, exactamente como en la corte francesaantes de la Revolución. Las princesas de la sangreocupaban sillas de respaldo alto, pero las otras da-mas debían contentarse con taburetes... es decir,asientos de escasa altura y sin respaldo.

Se prohibía a los invitados saludarse entre sí enpresencia de Sus Majestades. También estabaprohibido dirigirse a Sus Majestades sin previo per-miso del Maestro de Ceremonias.

Y así por el estilo. Hasta el 8 de octubre de1820, en que estalló una revuelta militar. El reyHenri vio conmoverse y vacilar su trono, y se pegóun tiro.

La familia real negra, la corte negra, los paresnegros... todo se sumergió en el olvido, sin dejarrastros.

Sin embargo, menos de treinta años después re-surgió en Haití la gloria de la corona. Pero esta vezno fue una simple corona real, sino imperial.

Faustin Elie Soulouque fue general y político. Ala edad de sesenta y dos años fue elegido presidente;dos años después, en 1849, se proclamó emperador,con el nombre de Faustin I. La importante ceremo-nia tuvo lugar el 26 de agosto de 1849. Como no sedisponía de una corona de oro se improvisó un ar-

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tefacto de cartón dorado, que el presidente del Se-nado depositó solemnemente sobre la cabeza delnuevo emperador. Faustin I se sintió tan profunda-mente conmovido, que eligió palabras un tanto ina-propiadas para iniciar sus funciones, pues exclamó:“¡Viva la libertad! ¡Viva la igualdad!”

Faustin I organizó su corte imperial sobre elmolde de la que había tenido Henri I. Creó pares yaltos dignatarios, fundó una orden de caballería.Entre los funcionarios de la corte había un LordGran Panadero, instituido a imitación del GrandPenatier francés. Se produjo cierta confusión, puesnadie atinaba a establecer las funciones reales deeste caballero. Desconcertado, el hombre pidió au-diencia al Emperador, pero éste resolvió muy gra-ciosamente el problema: “C'est quelque chose debon” (Es algo bueno).

El nombre de Lord Gran Panadero era condede la Limonada. Lo cual parece un tanto extraño.Pero había otro llamado duque de la Mermelada. Ycuando se repasan los títulos de la nueva aristocra-cia, se descubren otros títulos sorprendentes:

Duque de las Mejillas Rojas (Duc de Dondon).Duque del Puesto Avanzado (Duc de l'Avancée).Conde del Río Torrencial (Comte d'Avalasse). Con-

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de del Terrier Rojo (Comte du Terrier Rouge). Ba-rón de la Jeringa (Baron de la Seringue). BarónAgujero Sucio (Baron de Sale-Trou). Conde Núme-ro Dos (Comte de Numero-Deux).

Qué había detrás de toda esta imbecilidad hai-tiana?

Cuando el emperador Faustin creaba un par,también daba al beneficiario cierta extensión de tie-rra plantaciones más o menos extensas confiscadasa sus antiguos propietarios. Era bien sabido que lanobleza de Francia, a la que tanto se imitaba, toma-ba su nombre de las propiedades que ocupaba, porlo cual se consideró aconsejable que la nueva aristo-cracia negra se denominara según la propiedad decada uno. Pero las plantaciones no tenían nombrestan atractivos o melodiosos como los antiguos cas-tillos de la nobleza francesa; los viejos propietarioslas habían bautizado con los nombres de los pro-ductos elaborados, o de acuerdo con la ubicación dela propiedad, o con cierta particular cualidad delsuelo, etc. Así, la patente de nobleza del hombreque poseía limonares era el título de conde de laLimonada; el nuevo propietario de una fábrica dejaleas se enorgullecía de que lo llamaran duque de laMermelada. Es muy posible que pocos de ellos

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comprendieran las particulares connotaciones dealgunos de los nuevos títulos.

El 18 de abril de 1852 el emperador Faustin de-cidió coronarse, junto con su esposa, por segundavez. En esta ocasión utilizaron una auténtica coronade oro, y la ceremonia se ajustó a los lineamientosgenerales de la coronación imperial de Napoleón. Allector que desee representarse la escena, le bastarárecordar el famoso cuadro de David, pero cambian-do la pigmentación de los personajes, de modo quetendrá ante sí pares negros, mariscales mulatos, ydamas de compañía de piel de ébano o cuarteronas.

Réstanos describir la Guardia Real. Eran los fa-voritos del emperador... y gastó una fortuna enellos. Ordenó magníficos uniformes, que fueronencargados a Marsella. La firma comercial entregómagníficos uniformes; y como adorno comple-mentario, cada uno de ellos llevaba una pequeñaplaca de metal.

Cierto día llegó a Haití un viajero francés, yasistió a una revista de los Guardias Reales. Las ex-trañas plaquitas de metal atrajeron su atención. Seacercó a uno de los guardias y examinó atentamenteel objeto. Sobre la placa había una inscripción enletras muy pequeñas. No se trataba de un lema im-

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perial, sino de una leyenda muy comercial y prosai-ca. Decía: “Sardines a l’huile. Barton et Cie. Lo-rient”.

¡El contratista marsellés no corría muchos ries-gos! Sabía que ni los guardias reales ni el propioemperador habían aprendido a leer, y por lo tantoconsideró, que no era peligroso adherir a los uni-formes placas de metal recortadas de viejas latas desardinas.

Desgraciadamente, la Guardia Real no se mos-tró digna de su magnífico uniforme. En 1859, cuan-do estalló la inevitable revolución, desertódesvergonzadamente y abandonó al emperador; demodo que Faustin I resolvió olvidarse de mermela-das, limonadas y demás miembros de la noblezaCon toda su familia huyó a Jamaica, y allí terminósu vida, en el exilio, siguiendo así hasta el fin a sumodelo napoleónico.

Los extraños títulos, las ridículas pretensionesde los negros nos mueven a risa. Pero la raza blancano tiene derecho a sentirse muy superior. He aquíuna lista de títulos y jerarquías recogida de la prensade los Estados Unidos:

Portero ayudante en ejercicio (del Senado de losEstados Unidos).

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Presidente general de las Hijas de la RevoluciónNorteamericana.

Editor Emérito Extranjero.Gran Brujo Imperial.Gran Dragón de Florida.Caballero de la Camelia Blanca.Kleagle de California.Alguno de estos títulos, ¿es menos original que

el de duque de las Mejillas Rojas o barón de la Je-ringa? Sin duda, varios de ellos pertenecen a organi-zaciones muy especiales, como el Ku Klux Klan,pero su existencia demuestra que aún en los demo-cráticos Estados Unidos la gente gusta de los títu-los... sobre todo cuando son propios.

7.

En el Imperio Bizantino se hallaban rígidamenteregulados no sólo los títulos y el ceremonial de lacorte, sino también las modas. Únicamente el empe-rador tenía derecho a usar zapatos rojos. Era uno delos signos exteriores del poder imperial, como ladiadema. Después de la caída de Constantinopla, loszapatos rojos realizaron un largo viaje en el tiempo

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y en el espacio, y finalmente aparecieron en París.La travesía fue áspera, sin duda, pues los zapatosperdieron suela y parte superior, y sólo quedó eltaco. El taco rojo- talon rouge- se convirtió en parteintegral del vestido de la corte; y distinguía al nobleagregado a la corte del resto de los mortales.

Cada corte se convirtió en un mundo cerrado;un mundo pequeño o grande, deslumbrante comoVersalles o sombrío como El Escorial. Y tambiénformaban un mundo los castillos de los príncipesalemanes, que se esforzaban con todos los recursosa su alcance por emular a sus grandes modelos. Estemundo no era esférico; se parecía a una pirámidegraduada. En el vértice se hallaba el rey o el empe-rador; sobre las gradas, que se ensanchaban paulati-namente, se hallaban, de pie o arrodillados, loscortesanos, cada uno en el lugar señalado, de acuer-do con las reglas minuciosamente reguladas de lajerarquía y de la precedencia.

Jerarquía, grado, posición, nivel... ¡el sueño y laambición de todo cortesano! Preceder a otro, aun-que sólo fuera en un grado, acercarse otro escalón alídolo de las alturas... aunque el trono no fuera elceremonioso sillón de oro donde se tomaban deci-siones de Estado, sino un mueble mucho más pro-

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saico con un agujero en el centro.A riesgo de que se nos considere un poco esca-

tológicos, debemos consagrar cierto espacio al ce-remonial y a la mística de este artículo doméstico.Francisco I, rey de Francia, había introducido ya elcargo de portador de la silla (porte-chaise d'affaires).Los dignatarios honrados con ese título desempe-ñaban sus funciones ataviados con uniformes espe-cialmente diseñados, cubiertos de medallas yportando espada. Las tareas relacionadas con lachaise eran de las más codiciadas en la corte, pues silos resultados eran satisfactorios, Su Majestad dis-pensaba sus favores con generosidad. Otrora, el es-pectáculo revestía carácter más o menos público.Sin embargo, Luis XIV, hombre de gran delicadezay tacto, decidió que acto tan íntimo no debía serejecutado ante los ojos de una multitud muy nume-rosa. Cuando usaba el poco atractivo trono, durantemedia hora, poco más o menos, sólo permitía lapresencia de los príncipes y princesas de la sangre,de Madame de Maintenon, de sus ministros, y de losprincipales dignatarios de la corte... es decir, un gru-po de apenas cincuenta personas.

La llamada chaise percée merecía el respeto quese le tenía, pues se la construía con la pompa y el

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lujo apropiados. Catalina de Médicis tenía dos: unaforrada de terciopelo azul, y otra de terciopelo rojo.Después de la muerte de su esposo mandó construirotra silla, forrada en terciopelo negro, como expre-sión de duelo.

Cuando Fernando IV, rey de Nápoles, iba alteatro, un destacamento especial de guardias reales,dirigido por un coronel, lo acompañaba llevando elimportante artefacto. Y cada vez que el monarcavisitaba el teatro, se repetía el interesante espectá-culo: un destacamento de guardias en uniforme degala, marchaba con antorchas del palacio al teatro, yen el medio iba el augusto trono privado. Por dondepasaba la extraña procesión, los soldados saludaban,y los oficiales se cuadraban en posición de firmes,con la espada desenvainada.

Los problemas extremadamente delicados deprecedencia y de jerarquía a menudo exigían las másminuciosas distinciones y obligaban a intervenir alos propios gobernantes. Aun el más insignificantepríncipe alemán emitía decretos oficiales destinadosa regular la precedencia en la corte. Por ejemplo,Carlos Teodoro, Elector de Pfalz, puso a todos losempleados y servidores relacionados con los esta-blos bajo las órdenes de su Lord Mayordomo del

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Establo... pero los tutores y los instructores de losnobles pajes también pertenecían a esta categoría:Praeceptores et Professores Philosophiae, dice eltexto, de modo que evidentemente el Elector no serefería a los profesores de equitación. Los gentilesfilósofos probablemente aceptaron con resignaciónque su rango en la corte fuera el mismo de los pala-freneros y de los cocheros; después de todo, eraevidente que los caballos ducales tenían precedenciasobre los vulgares jacos. Pero habrán lamentado loreducido de sus salarios... y con toda razón. Se pa-gaba al cochero ducal trescientos guldens anuales, ydoscientos cincuenta a su ayudante. Los doce trom-peteros de la corte también recibían doscientos cin-cuenta guldens; pero los professores philosophiaedebían contentarse con doscientos guldens. (Sinduda se les tenía tanto respeto como a “Papá Ha-ydn”, a quien el príncipe Esterhazy contrató paradirigir la orquesta ducal lo que seguramente le per-mitió vivir mejor; pero debió llevar librea, y su con-trato incluía una cláusula según la cual debía estarlimpio y sobrio “durante las horas de trabajo”. Qui-zás el grado honorario que Oxford le concedió,ayudó a disipar el amargo regusto que le habrá pro-ducido ese tratamiento.)

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La compleja trama de la precedencia en la cortemerece estudio objetivo. El enfoque más efectivoconsiste en examinar el sistema de la corte de Ver-salles. Estudiemos la circulación de la sangre en estecomplicado organismo, pues aquí la fiebre de jerar-comanía alcanzó su punto más alto.

En el más elevado escalón de la pirámide se ha-llaban los príncipes de la sangre, otros príncipes, ylos pares, nimbados de áurea gloria. Los pares eranlos nobles hereditarios y los magnates de Francia, ypertenecían simultáneamente al parlement y al Con-sejo de Estado. Este grupo, el más elevado de to-dos, detentaba los más altos privilegios y la supremajerarquía. El resto de la nobleza venía después agran distancia de aquellos.

Debemos destacar que existía considerable dife-rencia entre Jerarquía y poder. Un hombre podía serun ministro todopoderoso, un general victorioso,un gobernador colonial, o presidente de un parle-ment de gran autoridad; en la vida de la corte surango era muy inferior al de un joven príncipe queacababa de salir de la adolescencia. En campaña, losmariscales de Francia tenían precedencia sobre lospríncipes y los pares, pero en la vida de la corte ca-recían de rango, y sus esposas no tenían derecho al

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codiciado y envidiado tabouret.“¡El divino tabouret!” como lo llama Mlle. de

Sévigné en una de sus cartas. El taburete era unmueble sin brazos ni respaldo, más parecido a unasillita plegable que a un sillón. Sin embargo, a pesarde su insignificancia, desempeñó extraordinario pa-pel en la vida de la corte francesa.

Cuando el rey o la reina tomaban asiento en elcírculo de la corte, todos los caballeros tenían dere-cho a sentarse... no en un sillón, sino sólo en uno deesos famosos tabourets. De todos modos, las damascondenadas a mantenerse de pie podían alentarciertas esperanzas. Se les permitía compartir el pri-vilegio del tabouret... cuando el rey y la reina no es-taban presentes. La posibilidad de dichaeventualidad fue cuidadosamente estudiada por laetiqueta de la corte, y sus reglas se combinaron enun sistema. Se desarrolló una ley del taburete, delmismo modo que en el curso de la historia se de-senvolvieron paulatinamente las tradiciones legales.

Seamos un poco más específicos:Los hijos de la familia real se sentaban en tabou-

rets en presencia de sus padres; en otras ocasiones,podían ocupar sillones. Los nietos reales podíansolicitar tabourets sólo cuando los hijos del rey es-

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taban presentes; en las restantes ocasiones, tambiénellos podían acomodarse en sillones. Las princesasde la sangre debían contentarse con tabourets enpresencia de la pareja real y de los hijos de ésta; pe-ro en presencia de los nietos del rey gozaban de unprivilegio especial: un sillón sin brazos, pero quepor lo menos tenía respaldo donde apoyarse. Tam-poco se las privaba totalmente de la gloria implícitaen el sillón... pero en presencia de damas de rangoinferior.

Estas normas no agotaban los problemas ni lasposibilidades; era preciso considerar la situación delos altos dignatarios del Estado y de la corte. Loscardenales debían estar de pie en presencia del rey;pero en compañía de la Reina y de los niños realesse les ofrecía tabourets; cuando sólo estaban pre-sentes príncipes y princesas de la sangre, podíanreclamar sillones. Los príncipes extranjeros y losgrandes de España debían estar de pie ante la parejareal y sus hijos; frente a los nietos reales podíanocupar un tabouret; en presencia de príncipes y deprincesas de la sangre tenían derecho a sentarse ensillones. (Sin duda había considerable desplaza-miento de muebles en la corte francesa, al compásde las idas y venidas de la familia real.)

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La ley del tabouret incluye muchos otros as-pectos, pero no podemos ocuparnos de todos. Qui-zás sea éste el lugar apropiado para citar el libro deMarzio Galeotto sobre la casa del rey Matthias Cor-vinus de Hungría. Beatriz, la esposa italiana del rey,introdujo una práctica particular: si ella se sentaba,lo mismo podían hacer las damas de compañía; yestaban autorizadas a hacerlo sobre cualquier tipode silla, sin necesidad de permiso especial. Un cor-tesano muy escrupuloso mencionó el hecho al reyMatthias, y criticó la falta de formalidad; sin duda,mucho mejor era dejar de pie a las damas.

-Oh, no, que se sienten- replicó Su Majestad-son tan terriblemente feas, que mucho más ofende-rían la vista del espectador si se quedaran de pie.

La ley del tabouret es sólo una pequeña muestrade la tremenda variedad de privilegios y derechos deque gozaba la alta nobleza. Era una dieta refinada ysutil con la que se alimentaba la vanidad, y el goceera más intenso porque todo se hacía públicamente.

En las recepciones de la corte las damas de ran-go inferior besaban el ruedo de la túnica de la reina.También las princesas y las esposas de los pares te-nían derecho a rendir este homenaje, pero el privile-gio estaba claramente determinado: se les permitía

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besar la tela un poco por encima del ruedo.La cola de los vestidos también estaba estricta-

mente regulada, según nos explica Saint- Simon:La reina- once anas.Hijas de la pareja real- nueve anas.Nietas de la pareja real- siete anas.Princesas de la sangre- cinco anas.Otras princesas- tres anas.Y como una ana equivale a una yarda, o poco

más, aún las simples princesas disponían de tela su-ficiente para dar a sus vestidos una cola majestuosa.

Las damas de compañía bebían de una pequeñacopa. Privilegio de las princesas era que, además, seles diera un platito de vidrio. En cierta ocasión Mlle.de Valois, princesa de la sangre, tuvo por compañe-ra de viaje a la duquesa de Villars, una simple prin-cesa que no era de sangre real. En realidad, ambastenían derecho al platito de vidrio. La lucha comen-zó durante la primera comida. Mademoiselle deValois exigió que NO se ofreciera el plato a sucompañera; pues en ese caso, ¿cómo podía estable-cer su precedencia una princesa de la sangre? A suvez, madame de Villars declaró que tenía derecho arecibir el plato, dado su rango de princesa. Esta gra-ve discusión acabó en ruptura total. Como era im-

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posible resolver el problema, pues se carecía de tra-dición práctica con respecto a los platos de vidrio,decidieron abstenerse de beber durante todas lascomidas que se hicieron en ese viaje, prefiriendo lastorturas de la sed antes que ceder un ápice.

En todo caso, estas damas litigiosas comíanjuntas. No era el caso de aquel conde alemán, dequien C. Meiners relata en su Geschichte des weiblichenGeschlechtes (Historia del sexo femenino, Hanover,1788) que se casó con una archiduquesa austriaca.Era un matrimonio de amor, pero el pobre conde sequejaba amargamente: “Podemos dormir en elmismo lecho, pero no se nos permite comer a lamisma mesa”.

Minima non curat praetor, afirma el proverbiolatino. “Las cosas pequeñas poco importan”. Quizásasí es, amenos que se esté infectado del virus de lavanidad. Pues en Versalles aún las cosas más fútilesposeían prodigiosa importancia.

Era privilegio de las princesas poner un toldoescarlata sobre el techo de sus carruajes. Pero loshijos y los nietos de la pareja real necesitaban distin-guirse de algún modo. Gozaban, pues, del privilegioespecial de llevar el toldo escarlata clavado al techodel carruaje. Esta situación suscitó un grave pro-

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blema, pues el príncipe Condé (príncipe de la san-gre) exigió el mismo derecho para las princesas de lasangre. Pero las intrigas de la corte impidieron laaudaz innovación, de modo que el indignado Condéarrancó completamente el toldo escarlata del ca-rruaje de su esposa y (con gran consternación detodo el mundo) entró sin él al palacio real.

Entró al palacio... he aquí una observación im-portante. Los carruajes de los nobles de rango infe-rior al de príncipe no podían traspasar el patiointerior; una vez llegados a la porte-cochere debíandetenerse, y sus ocupantes caminaban hasta la en-trada.

Si el rey visitaba uno de sus castillos en provin-cias, toda la corte lo seguía. En los castillos se reser-vaba a cada uno la correspondiente habitación.Pajes de librea azul escribían con tiza sobre la puertael nombre del personaje de la corte Monsieur X oMadame Y. Pero ni siquiera esta sencilla tarea sesalvaba de la comedia de la precedencia. El absurdode la etiqueta gobernaba en los corredores de Marlyo de Fontainebleau. Las damas y los caballeros derango excepcional tenían derecho a una palabra su-plementaria: pour, para Monsieur X o Madame Y.

Las cuatro letras de la palabra pour, trazadas con

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tiza, constituían valiosa distinción. Sólo se concedíaa los príncipes de la sangre, a los cardenales y a larealeza extranjera, de modo que esta delicada distin-ción convertía al rey en anfitrión personal de sushuéspedes privilegiados.

Los embajadores extranjeros expresaron la másprofunda indignación ante la ausencia del pour ensus respectivas puertas. Pero todos los esfuerzosfueron en vano; Luis XIV se negó obstinadamente arectificar su decisión. El día que la princesa D'Ur-sins conquistó el privilegio se produjo tremendasensación. La dama consiguió probar que eramiembro de cierta familia real extranjera... y pocodespués el paje vestido de azul aparecía frente a lapuerta de la habitación ocupada por la princesa yagregaba solemnemente las cuatro letras.

“Francia entera”, escribió feliz madame D'Ur-sins a su esposo, “se apresuró a felicitarme porquehabla alcanzado este pour deseado con pasión. To-dos me demostraron extraordinario respeto. El casoha provocado gran sensación en París”. (Henri Bro-chet: Le rang et Vétiquette sous Vancien régime, Paris,1934.)

Mayor aún fue la sensación (casi un terremoto ouna erupción volcánica) cuando los dos hijos de

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Luis XIV y de Mlle. de Montespan atravesaron lacámara del Parlement de París. Sí, la atravesaron, ypor el medio.

¿Por qué esa sensación? Debemos recordar queLuis quería más a los bastardos reales que a suspropios hijos legítimos. Los abrumó de títulos y dehonores. Uno de ellos, el duque de Maine, fue co-ronel a la madura edad de cuatro años, y cuandocumplió los doce fue nombrado gobernador real deLanguedoc. El otro, el conde de Tolosa, tenla onceaños cuando fue nombrado gobernador... perocuando cumplió los cinco años su padre lo habíahecho Gran Almirante de Francia. Ambos realiza-ron una magnifica carrera; pero desde el punto devista de la precedencia sus progresos no fueron muynotables. Los legítimos príncipes de la sangre teníanun rango superior. Era preciso hallar remedio alproblema. El 29 de julio de 1714 apareció un edictoreal, que reguló la función de los dos niños en elParlement de París y les concedió los mismos dere-chos que poseían los príncipes de la sangre.

Bajo el ancien régime, el Parlement de París eraen realidad la Suprema Corte de Francia. Sus miem-bros eran los pares, los príncipes y las princesas dela sangre. Estos últimos gozaban de considerables

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privilegios. Cuando se leía la nómina, el presidenteno mencionaba los nombres de los príncipes; selimitaba a mirarlos. Cuando se dirigía a ellos, se des-cubría. Al llegar o al partir, dos porteros los escolta-ban. Pero esto era sólo el comienzo. El verdaderoprivilegio se expresaba en el modo de ocupar susrespectivos asientos. Los pares y los simples prínci-pes no podían cruzar el salón para llegar a sus sillas,y debían caminar a lo largo de las paredes. Sólo elpresidente y los príncipes de la sangre podían cruzarpor el centro del salón.

Saint-Simon describe detalladamente el día me-morable en que los dos bastardos reales alcanzarontan glorioso privilegio. Fue, sin duda, una gran oca-sión.

8.

Cuando el rey Juan Sobieski de Polonia derrotóal Gran Visir turco Kara Mustafá y levantó el sitiode Viena, se reunió en solemne encuentro con Leo-poldo, el emperador Habsburgo. El palatino o vi-rrey polaco se postró a los pies del emperador yquiso besarle las botas. Sobieski se encolerizó y lo

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obligó a incorporarse.“¡Palatin! ¡Point de bassesse!” le gritó.La palabra tiene muchos significados: bajeza,

mezquindad, vulgaridad, acto bajo o mezquino. Pe-ro la mejor traducción es servilismo.

La palabra servilismo proviene del latín servus,servidor; pero en Occidente el servidor rara vez onunca ha sido abyecto esclavo. Pocos son los amosque exigieron que se les besara o lamiera las botas.En Inglaterra esa actitud fue siempre objeto de des-precio; en los Estados Unidos decayó y murió, aho-gada por el vigoroso aire de la democracia.

Pero el servilismo reviste muchas formas, y elservilismo del cortesano fue siempre el más estúpi-do de todos. Este servilismo se expresa del modomás notable y vigoroso en la actitud que afirma que“la sangre real no es motivo de deshonra”. Tanto elsimple burgués como el altanero par se sentíanigualmente orgullosos y felices de que sus hijas, oquizás la propia esposa, sirvieran al placer del prín-cipe o del monarca. El adulterio fue un pasatiempoen Francia bajo Luis XII, la norma bajo Luis XIV yun deber durante la Regencia. La Chronique scandaleu-se de las cortes abunda en episodios de esta natura-leza. Su expresión culminante fue quizás el famoso

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Pare de Cerfs de Luis XIV. Pero las galantes aventu-ras de Carlos II o las aventuras eróticas de Augustoel Fuerte fueron apenas menos generales y famosas.En Galanteries des rois de France, de Sauval; en Les favo-rites des rois de France, de Chateauneuf; en Amours etgalanteries des rois de France, de SaintEdna, o en losseis volúmenes de Jean Hervez (La Régence galante;Les maitresses de Louis XV, etc.) el estudioso de losrecovecos de la historia hallará amplio material. LaSaxe galante, el libro del barón Pollnitz sobre la vidaamorosa de Augusto el Fuerte, alcanzó una docenade ediciones. No hay escasez de material cuando seinvestiga la estupidez del servilismo.

El cocu, el esposo cornudo, es figura bastantefamiliar. Hay muchas teorías sobre el motivo de quese atribuya al esposo engañado la posesión de cuer-nos visibles o invisibles. “Llevar cuernos”, dice elBrewer Dictionary of Phrase and Fable, “es ser maridoengañado. Es probable que esta antigua expresiónse relaciones con la caza. En la estación del aparea-miento, el ciervo elige varias hembras, que constitu-yen su harén, hasta que otro ciervo desafía susderechos. Si cae derrotado, permanecerá solo hastaque encuentre un ciervo más débil, que tendrá queabandonar su propio harén. Como los ciervos tie-

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nen cuernos, y otros machos les arrebatan sus com-pañeros, es evidente la aplicación a la frase en cues-tión”.

Pues yo creo que es cualquier cosa menos “evi-dente”; pues en el caso de los ciervos el “cornudo”es el macho fuerte, el que tiene éxito; sin embargo,hay otras teorías: Llevar cuernos: Esta expresión seorigina en la antigua práctica de adherir o injertar lasespuelas de un gallo castrado a la raíz de la crestaextirpada, donde crecían y se convertían en cuernos,a veces de varias pulgadas de longitud.

En apoyo de esta teoría se hace referencia a lapalabra alemana Hahnrei, de la que se afirma quesignifica tanto capón como cornudo. El único in-conveniente de esta teoría reside en que capón, enalemán, no es Hahnrei, sino Kapaun o Kapphahn.De todos modos, podemos dejar el problema libra-do a la sabiduría de los filólogos.

Hay una explicación más probable, que relacio-na al cornudo y a sus cuernos con Andrónico I,emperador de Bizancio, que reinó durante dos añosy fue nieto de Alejo I (Comneno). Gran parte de suvida sufrió las consecuencias de su propia conducta,harto licenciosa. Pasé doce años en prisión hastaque, en un intento de recuperar el poder, fue derri-

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bado por Isaac Angelus y asesinado por la multitudenfurecida. Elegía sus amantes entre las esposas delos dignatarios de la corte. Como forma de com-pensación, se regalaba al esposo un extenso territo-rio o parque de caza; y corno símbolo de su nuevapropiedad, el beneficiario podía clavar las astas deun ciervo sobre la puerta de su residencia. Y todo elque pasaba frente a una puerta así cornificada podíahacerse una idea bastante clara del grado de fideli-dad conyugal de ese hogar.

Equivocada o cierta, por lo menos esta explica-ción refleja la opinión y la creencia públicas.

Véanse las reacciones de Edward Hyde, LordClarendon, cuya hija Ana se convirtió en esposasecreta del duque de York, el futuro Jacobo II. Loabrumaba la idea de que la realeza “se había mez-clado con sangre común”, aunque en el caso se tra-tara de su propia hija. Y en una reunión del Consejose expresó así:

“Prefería con mucho que su hija fuera la pros-tituta del duque, y no la esposa; pues no estaba obli-gado a proteger a una prostituta del más grande delos príncipes; y que la indignidad que él mismo pa-decía, con placer la sometería al mejor juicio deDios.

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“Pero si hubiera razón para sospechar la exis-tencia de otra situación, estaba dispuesto a emitir unjuicio positivo, con el cual, así lo esperaba, habríande coincidir sus señorías:

“Que el rey ordenara el inmediato envío de amujer a la Torre, donde debía ser encerrada en unamazmorra, bajo estricta guardia, para que nadie pu-diera verla; y que luego se aprobara un acta del Par-lamento, para que se la decapitara... a lo cual no sóloprestaría su consentimiento, pues de buena ganasería el primero en proponerlo...” (Clarendon, Life).

No es de extrañar que el conde perdiera el favorde Carlos II, ni que fuera acusado y desterrado, yacabara sus días en el exilio. Su peculiar sentido mo-ral era, hasta cierto punto, servilismo a la inversa; nohubiera tenido inconveniente en que su hija fueraconcubina del duque de York, pero la considerabaindigna de ser la esposa del duque de modo que,contra su propia voluntad, vino a ser el abuelo de lareina María y de la reina Ana.

En el hogar de una familia de clase media de laciudad de Augsburgo se conserva el recuerdo de unepisodio más inocente. Allí, bajo vidrio, está el re-trato de cera y la golilla de encaje de Gustavo Adol-fo, rey de Suecia. Relata la historia de estas reliquias

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una tableta de mármol adherida al vidrio:“Esta golilla fue usada por el rey de Suecia,

Gustavo Adolfo, que la regaló a mi bien amada es-posa, Jacobina Lauber, en ocasión de la visita delmuy respetado rey a Augsburgo. Como mi bienamada esposa era la más hermosa doncella de nues-tra ciudad, fue muy graciosamente elegida por SuMajestad como compañera de danza en el baile degala organizado por el alcalde y los regidores. Elmotivo del gracioso don fue que, cuando Su Ma-jestad intentó entretenerse con la doncella arribamencionada, ella rechazó con virginal modestiaciertas familiaridades, y causó con sus dedos losagujeros que se observan en esta golilla.”

La golilla exhibe considerables deterioros, lo quedemuestra que el encuentro fue más que tormento-so. Se la ha considerado una curiosidad notable,pues en su Den kwürdigkeiten (Memorabilia, Ulm,1819) Samuel Bauer le consagra un capítulo entero.

El conde La Garde, en sus memorias sobre lavida alegre del Congreso de Viena (1815), relata laaventura de la condesa húngara Kohary. Después deuna función de gala, el numeroso público que des-cendía la gran escalinata de la Ópera se vio obligadoa esperar que los diversos emperadores y reyes su-

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bieran a sus respectivos carruajes. En medio de laapretada multitud alguien tuvo la malhadada idea depellizcar a la condesa en un lugar particularmentedelicado de su anatomía. La condesa era una altivabelleza magiar, y sin vacilar se volvió y aplicó alofensor dos violentas bofetadas. Y no se intimidó aldescubrir que se trataba de Lord Steward, mediohermano de Lord Castlereagh y embajador británicoen Viena.

Durante los siglos XV y XVI los zares de Rusiaelegían esposa de acuerdo con un método un pocoextraño. Organizaban en todo el país la búsqueda decandidatas y las reunían en Nidji-Novgorod, la ca-pital, donde se celebraba un gran concurso de belle-za. Eran elegibles todas las muchachas sanas ybellas, sin que importara que fuesen ricas o pobres,nobles o plebeyas. He aquí el úkase emitido porIván el Terrible en 1546:

“En nombre de Iván Vassilievich, Gran Príncipede todas las Rusias, dado en Novgorod, nuestra ca-pital, a los príncipes y boyardos que habiten a unadistancia de cincuenta a doscientas verstas de No-vgorod. He elegido a N....... y a N....... y les he con-fiado la tarea de examinar a todas aquellas devuestras hijas que puedan hallarse en condiciones de

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ser nuestra prometida. Tan pronto recibáis estacarta, los que tengan hijas solteras deberán acudirinmediatamente con ellas a Novgorod Grande...Quienes oculten a sus hijas y no las presenten anuestros boyardos se atraerán grandes desgracias yterribles castigos. Circulad esta carta entre vosotros,sin que esté más de una hora en poder de cadauno.”

Una vez que los enviados del zar habían selec-cionado a las candidatas de cada capital de provin-cia, las más bellas eran enviadas a Moscú. El primerzar que eligió esposa en tan singulares condicionesfue Vassili Ivanovich. En Moscú se reunieron milquinientas jóvenes, cada una de ellas acompañadade su familia. Iván el Terrible eligió del mismo mo-do a su primera y bien amada esposa, AnastasiaRomanov. Su tercer matrimonio fue también resul-tado de un concurso de belleza del que participarondos mil jóvenes, Después de cuidadosos exámenes,este numeroso grupo quedó reducido a dos docenasde muchachas, y luego a una docena, todas atenta-mente revisadas por médicos y parteras. Las docejóvenes eran igualmente sanas y fuertes, e igual-mente bellas. Después de mucha reflexión, el zareligió a María Sobakin y (puesto que se había toma-

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do tanto trabajo) eligió también novia para su hijoIván, una muchacha llamada Eudocia Saburov.

El príncipe A. Galitzin relata que, después deenviudar, Alexis Romanov hizo una visita al boyar-do Matveev, propietario de una bella y bien organi-zada finca. El dueño de casa presentó ante el zar a lajoven Natalia Narichkin, huérfana de un viejo ami-go. Alexis se enamoró de ella y pocos días despuésregresó a pedirla en matrimonio. Matveev cayó derodillas y rogó al zar que no violara la costumbre; sise casaba con la joven sin el habitual concurso debelleza, tanto la joven como Matveev, que era sututor, serían asesinados por los rivales encoleriza-dos. Alexis aceptó; sesenta jóvenes fueron enviadasal Kremlin, y se efectuó un concurso falso, en el quetodo estaba resuelto de antemano. Natalia contrajomatrimonio con Alexis y fue madre de Pedro elGrande.

9.

El servilismo, la humildad, la degradación hansobrevivido al paso de los siglos y no son fenóme-nos raros ni sorprendentes. Los aristócratas cono-

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cían sus deberes para con la realeza. Pero es real-mente extraño que los ídolos vivientes pudieran so-portar tanto incienso y adulación durante tantotiempo y en dosis tan repetidas.

Aquí, la estupidez era bifronte: se expresabatanto en el gobernante como en el súbdito. Descon-cierta comprobar que las “divinidades humanas”aceptaban sin el menor sonrojo estos desvergonza-dos himnos de alabanza. También aquí los mejoresejemplos son los franceses; en otros países huboidéntico grado de obediencia y de humillación, perola literatura francesa ofrece la mejor documentación.

Ronsard fue celebrado por sus contemporáneoscomo príncipe de los poetas y poeta de los prínci-pes. En este último papel concibió una oda a Enri-que III... que, como todos sabían, era el másinmoral y el peor de todos los reyes que habíanocupado el trono de Francia. El ritmo es exquisito,y las rimas son verdaderos cantos de la lengua fran-cesa; pero sería lamentable pérdida de tiempo in-tentar reproducirlos en verso. Veamos latraducción, en sencilla prosa:

“Europa, Asia y África son muy pequeños parati, que serás Monarca del universo entero; El Cieloreveló la existencia de América en el centro del

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océano, para que el Gran Todo fuera dominio fran-cés, obedeciera vuestras órdenes y, así como vuestrocetro subyugó al Polo Norte, triunfara también so-bre el Sur. Cuando seáis Amo del Globo, cerraréispor doquier los templos de la Guerra; la paz y lavirtud florecerán en la tierra. Júpiter y Enriquecompartirán el mundo; uno, como emperador delos Cielos, y el otro como emperador de la Tierra.”

Quizás corresponda citar el texto original de lasúltimas dos líneas.

Jupiter et Henri le monde partirontL’un Empereur du Ciel, et l’autre de la Terre.Infortunadamente, este bello sueño de paz ja-

más cobró realidad.El incienso más espeso y nauseabundo fue el

que se quemó en honor de Luis XIV. El turista querecorre los salones y las cámaras de Versalles se de-tiene, desconcertado y sorprendido, ante los bri-llantes murales de la Galerie des Glaces; en ellosLuis aparece en el papel de victorioso señor de laguerra, héroe de cien batallas, y conquistador depueblos. Las desvergonzadas falsificaciones y de-formaciones de los serviles pintores cubrieron hec-táreas de tela, hasta que al fin el propio Luis acabópor creer que él, y no sus generales, era quien había

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ganado las batallas. Bien es cierto que nadie pintólas batallas que Luis perdió.

Le Brun, que trabajó durante dieciocho años enla decoración del palacio de Versalles, quizás se ex-cusaba íntimamente con el argumento de que loscuadros habían sido ordenados, y los temas decidi-dos de antemano, de modo que se limitaba a hacertodo lo posible con los materiales dados. Pero nadieobligó a la Academia Francesa, al grupo de los in-mortales, a ofrecer un premio por un ensayo querespondiera a la siguiente pregunta: “¿Cuál de lasvirtudes del Rey merece el primer lugar?” Aunqueevidentemente era de gran interés público dilucidarcon claridad tan esencial problema, los académicoscambiaron de idea y el concurso fue olvidado deli-beradamente.

Durante el mismo reinado otro incidente echó aperder el historial de la Academia.

El l de octubre de 1684 murió el gran Corneille,y quedó vacante su puesto en la Academia. El du-que de Maine, de catorce años de edad, era ya, co-mo sabemos, gobernador de Languedoc; pero en laocasión concibió más elevadas ambiciones. Comu-nicó a Racine, director de la Academia, su deseo desuceder a Corneille. Racine convocó una reunión de

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los Inmortales, y les presentó el pedido. La ilustrereunión encargó a su director que transmitiera estehumilde mensaje: “Aunque no hubiera vacante, nohay miembro de la Academia que no esté dispuestoa morir con una sonrisa en los labios para dejar sulugar al Duque.”

Esta vez correspondió al propio Rey Sol (comoque no estaba en juego su persona) impedir la elec-ción del bastardo real.

No es que Luis XIV fuera siempre tan escrupu-loso. En cierta ocasión se celebró en Versalles unbaile de máscaras. Uno de los cortesanos se disfrazóde abogado, con túnica y peluca. Sobre el pechollevaba una placa con cuatro versos. De acuerdocon la copla, el supuesto abogado consideraba queLuis era el más grande de todos los mortales, y poreso estaba seguro de ganar el juicio:

De tant d'Avocats que nous sommes,Je ne scaurais plaider qu avec un bon succes,Je soutiens que Louis est le plus grand des

hommes,Et je suis asseuré de gagner mon proces.El fiel cortesano presentó su poema al rey, que

tuvo la amabilidad de aceptarlo y de recompensar la“ingeniosa idea” con su real aprobación.

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La “literatura de los lacayos” floreció lujuriosadurante el reinado del Rey Sol. Con este material sepodrían llenar varios volúmenes, los que serviríancomo elemento de prueba en el proceso a la estupi-dez humana. Los impresores solían estar a la alturade los autores. Cierto Colombar publicó un ensayosobre las hazañas del rey en la caza y en el tiro.Después de esforzados e ingeniosos cálculos, llegó ala conclusión de que hasta ese preciso momento SuMajestad había derribado 104 ciervos, 27 corzos y57 liebres, además de 50 jabalíes y 4 lobos. Cálculosdetallados demostraron que el monarca había reco-rrido exactamente 3.255 millas mientras practicabael noble deporte.

La manifestación menos ingeniosa de servilismoera la imitación: pensar como el príncipe; procedercomo él se dignaba hacerlo; o aun copiar cierto mi-núsculo detalle exterior, algún insignificante amane-ramiento que identificara al imitador con su ídoloreal.

Cuando al fin María Antonieta quedó embara-zada, las damas de la corte adoptaron la moda de lamaternidad con la velocidad de un incendio enmatorral reseco. Se idearon polleras forradas conalmohadillas diestramente dispuestas... y todas pare-

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cían embarazadas. Pero no era suficiente: el éxitoexigía mayor astucia y aplicación. De tiempo entiempo cambiaban la ubicación y el tamaño de lasalmohadillas, para armonizar con el bendito estadode Su Majestad. Las “polleras estacionales” dieronabundante trabajo a los modistas. Se las denomina-ba quart de terme, demi-terme, etc. de acuerdo conla proporción de los inevitables nueve meses queellas representaban.

Cuando el pequeño delfín llegó al mundo (unmundo que sería su refugio, pero no por muchotiempo) se le convirtió inmediatamente en caballerode la Orden de San Luis, y en propietario de variosregimientos. Su primer acto público, ante los dig-natarios de la corte, fue obedecer a las exigencias dela naturaleza, gesto habitual en la mayoría de losniños de pecho. Este augusto proceso biológico fueaplaudido con delicia por los espectadores. Pocosdías después, los tejedores de París, los tintoreros ylos diseñadores estaban muy atareados produciendoel color de última moda, denominado Caca Dau-phin. Se trata de un hecho histórico y no de unainvención republicana.

En la corte de Versalles se produjo un hechomás excitante aún, de trascendentes y graves conse-

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cuencias. En las crónicas de la corte fue el episodioconocido como la “Fístula de Luis XIV”. Es unahistoria muy larga, pero será mejor que la relatemosbrevemente, despojada de sus innumerables deta-lles.

El Rey Sol tenía una fístula, es decir, una úlceraprofunda. Se hallaba en un sitio un tanto embarazo-so. Después de muchos fútiles intentos de curarla,resolvió permitir una intervención quirúrgica. Eltrascendental acontecimiento tuvo lugar el 18 denoviembre de 1686, en presencia de Madame deMaintenon y de Louvois. La operación fue un éxi-to... tanto para el paciente como para los médicos.El primer cirujano recibió un título de nobleza ytrescientas mil libras, los tres ayudantes cuarenta,ochenta y cien mil libras, respectivamente; y loscuatro farmacéuticos doce mil libras cada uno.

Es fácil imaginar la tensión y la expectativa quese apoderaron de Versalles antes de la operación, ensu transcurso y después. Durante meses fue el únicotema de conversación. Quienes padecían la mismadolencia se consideraban muy afortunados. Los ci-rujanos practicaban en estos felices pacientes laopération du Roi, y el propio monarca recibía in-formes sobre la evolución del enfermo. Se trataba

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de una extraordinaria distinción, que elevaba al felizmortal sobre los sombríos abismos de la envidiageneral. Naturalmente, esta situación tuvo extrañasconsecuencias. Muchos que no tenían ninguna fís-tula acudían secretamente a los cirujanos y les ofre-cían grandes sumas para que practicaran laoperación real. Dionis, uno de los más conocidoscirujanos de París, tuvo a su puerta por lo menos atreinta y cinco nobles, todos los cuales rogaban quese los operara... por supuesto, sin el menor motivo.El médico se negó firmemente, ante lo cual sus pre-suntos pacientes se enfurecieron y reclamaron ser“atendidos”, arguyendo que la operación podía serdañina para ellos, no para los médicos, y que por lotanto la negativa de los galenos carecía de razón.

En su juventud, Luis XIV se complacía en apa-recer sobre el escenario, en ballets y espectacularesproducciones musicales. Naturalmente, se le pro-clamó el más grande actor de todos los tiempos.Otro soberano, Federico Guillermo I de Prusia, fa-voreció el arte pictórico. Sus cuadros inundaron losmuseos alemanes. Era un artista por demás diligen-te, aunque el tiempo que podía consagrar al trabajocreador era muy limitado. Pintaba todos los días, dedos a tres de la tarde. A las tres de la tarde inte-

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rrumpía la labor, ante la llegada de su ayudante decampo, que acudía en busca del santo y seña. Losproductos del pincel real eran regalados a los gene-rales y a los ministros favoritos; sin duda ese favorles agradaba más que un ascenso o que una recom-pensa en metálico. Su gracia real era inagotable; yaún se extendía a las damas de Berlín, a las que jo-vialmente pellizcaba en cierta parte de su anatomíacuando por la mañana las encontraba en la calle...hora en que, de acuerdo con sus ideas muy estrictas,debían hallarse ocupadas en la cocina. (Kinder, Kir-che, Küche,- niños, iglesia, cocina- fue una trinidadinstituida por Federico Guillermo; una trinidad queha sobrevivido en la era nazi.)

Para algunos de sus ministros era cosa naturalrecibir las instrucciones reales en forma pictórica.Los abogados de Berlín habían descubierto un ardidmuy eficaz para llegar al rey. Federico Guillermotenía pasión por los hombres de elevada estatura;había reclutado personalmente a los famosos grana-deros, todos los cuales debían tener más de seis piesde altura. Los abogados berlineses sobornaban auno u otro de los amados guardias, para que pre-sentara peticiones al rey en el sentido deseado por elletrado, como si el guardia estuviese interesado per-

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sonalmente en el caso. Si el rey estaba de buen hu-mor, cualquiera de los langer Kerl (tipos altos) po-día obtener casi todo lo que pidiese. Pero sedescubrió el ardid y Federico Guillermo se encoleri-zó, ordenó a Cocceji, su ministro de Estado, queredactara un decreto que prohibiese esas estratage-mas y castigase al abogado que las utilizara. El mi-nistro redactó un borrador de decreto, pero debíaconsultar al monarca sobre la pena. El rey estabapintando, y de excelente humor, pero no se sentíainclinado a interrumpir el impulso creador. De mo-do que sobre el borde de la tela dibujó un patíbulo,un patíbulo del cual colgaba un abogado; y a un la-do, como para subrayar la desgracia del hombre deleyes, se balanceaba un perro. El ministró tomó de-bida nota de la decisión de Su Majestad, y completóel decreto: “Todos los abogados que en el futuroutilicen la intervención de los granaderos reales se-rán colgados en compañía de un perro.” Ya estabaimpreso el decreto cuando se descubrió el exceso decelo y de servilismo del ministro. Se retiró el decre-to, y se destruyó también el pictograma real.

Pero el rey continuó pintando, hasta que, casiparalizado por la artritis, apenas pudo sostener elpincel. Aun entonces persistió, y firmaba sus telas:

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Fridericus Wilhelmus in tormentis pinxit. Y los cua-dros que no se regalaban, eran vendidos a preciosreales... a quienes buscaban el favor real.

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IV

EL ÁRBOL GENEALÓGICO

1.

El título que los amos de Birmania exhibían or-gullosamente era: “Rey de Reyes, a Quien todos losrestantes príncipes acatan; Regulador de las Esta-ciones; Todopoderoso Director de Mareas y To-rrentes; Hermano Menor del Sol; Propietario de losVeinticuatro Paraguas”.

Los príncipes malayos de Sumatra se denomina-ban:

“Amo del Universo, Cuyo Cuerpo brilla como elSol; a quien Dios ha creado tan perfecto como laLuna Llena; Cuyos Ojos brillan como la Estrella delNorte; Que, al elevarse, arroja sombra sobre todo

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Su dominio; Cuyos Pies huelen dulcemente...” etc.En cuanto al atributo mencionado en último

término, sabemos que Enrique IV de Francia erafamoso precisamente por lo contrario; quizás poreso se contentaba con que se dirigieran a él con elsimple apelativo de “Sire”.

El Cha de Persia, el Gran Turco o los mahara-jaes de la India exigían que sus respectivos nombresfueran seguidos de una florida hilera de pomposotítulos.

La manía de los títulos fue don de Asia a Euro-pa. Floreció con particular lujuria en las cortes delos pequeños príncipes alemanes. Aunque parezcaextraño, no era exactamente el gobernante quienpromovía esta fiebre obsesiva; en realidad, se ali-mentaba sobre todo en la vanidad de la nobleza in-ferior y de los burgueses. Los príncipes gobernantesse contentaban con el título de Durchlaucht (AltezaSerena), aunque este título se convirtió posterior-mente en otro más impresionante: Allerdur-chlauchtigster (Alteza Serenísima). Los reyes exigíanque, además, se les diera el título de Gross-machtigster (Muy Todopoderoso), sin duda un po-co tautológico. Un Libro de Títulos (Titularbuch)publicado durante el reinado del emperador Habs-

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burgo Leopoldo II declaraba que el emperador deAustria tenía derecho a ser llamado Unüberwin-dlichster (Muy Inconquistable). Su Majestad Impe-rial se arrogó el título durante dos breves años;como falleció antes de la declaración de la guerracontra la Francia revolucionaria, no presenció laburla que de su titulo hizo el Corso.

Más o menos a mediados del siglo XV se llamóa los condes Wohlgeborner (Bien nacidos), perodebieron esperar dos siglos hasta ascender a Ho-chgeborner (de alta cuna). Aunque parezca raro,cuando ambos se unían para formar Hochwohlge-borner (de buena y elevada cuna) indicaban un ran-go inferior... el de barón. Pero si se trataba de un“barón imperial”, el título se convertía en algo im-presionante: Reichsfreyhochwohlgeborner (Debuena, libre, alta e imperial cuna).

La “nobleza ordinaria” también siguió la modade los gregüescos, que al principio insumían veinti-cinco anas de tela, hasta que la locura exhibicionistaaumentó la longitud a ochenta, noventa y aún cientotreinta anas.

Samuel Baur, deán de Gotinga, en su obra Histo-rische Memorabilien (Augsburgo, 1834) recogió lasmodificaciones sufridas por los títulos de nobleza

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en el trascurso de tres siglos. Es imposible traduciralguno de ellos. Podemos traducir los títulos deEhrbar, Wohledler, Hocheler, Hochedelgeborner yHochwohlgeborner, por “Honorable, Muy Noble,Muy Honorable, Muy Alto y Muy Noble, Muy Altoy Muy Honorable”... aunque no sea muy fácil pro-nunciarlos. Pero, ¿qué decir de Ehrenvester y deGestrenger? El primero alude al que defiende supropio honor; el segundo tiene un acento profun-damente servil, como si un siervo o súbdito se re-gocijara en la severidad de su amo.

De acuerdo con Baur, los títulos de noblezaevolucionaron así:

1446: Ehrbarer Junker. (Honorable noble: Enrealidad, Junker significa noble joven.)

1460: Gestrenger Herr (Amo severo a pesar deque el diccionario trae el significado de “gracioso”.)

1569: Ehrenvester. (En términos generales, “deelevados principios”.)

1577: Ehrenvester und Ehrbar. (Honorable y deelevados principios.)

1590: EdIer, ehrenvester und gestrenger Junker.(Combinación de los tres títulos anteriores.)1600: Wohledler, gestrenger, grossgünstiger

Junker.

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(Muy noble, de elevados principios y muy favo-rable.)

1624: WohledIer, gestrenger, vester und man-nhafter grossgünstiger Junker, mächtiger Forderer.(Muy noble, de elevados principios, firme, viril, fa-vorable, poderoso patrono.)

1676: Hochedelgeborner, WoNgeborner, ges-trenger, vester und mannhafter, grossgünstiger Jun-ker, mächtiger Förderer. (Más o menos lo mismoque el anterior, excepto el agregado de “elevado ynoble nacimiento” y de “bien nacido”.)

1706: Hochwohlgeborner... y todo lo demás,como en 1676. (Una ligera modificación: la compo-sición de la palabra que significa “de elevado y no-ble nacimiento”.)

1707: Hochwohlgeborner, gnädiger, etc. (Aquíse ha agregado “gracioso”.)

Como se ve, los mortales comunes tenían quetomar, aliento para dirigirse a los nobles. Y el usoconstante empañaba la gloria de los títulos. Delmismo modo que las buenas amas de casa se sentíanfelices de poder comprar las ropas usadas de lasdamas nobles, los burgueses se apoderaban de lostítulos desechados. El regidor urbano ingresaba enel consejo municipal con el título de Wohlgeborner

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(bien nacido), aunque fuera jorobado o rengo, in-corporaban nuevos apéndices (propios de la casamedia) a los títulos nobiliarios en desuso y alimen-taban su propia vanidad con este plumaje de pavoreal.

El Titularbuch, publicado a fines del siglo XVIII,trae instrucciones completas sobre el modo de en-cabezar cartas a personas de cualquier rango y fun-ción.

Quien se dirigía al alcalde de una ciudad libre delImperio, debía comenzar así: “Al bien nacido, es-tricto, de elevados principios, de grande y eminenteerudición, de grande y eminente sabiduría, Alcalde...

(Aquí las referencias a la erudición y a la sabidu-ría eran atributos particulares de la clase media.)

Un médico de la corte tenía también sus propiostítulos: “Al médico de alta cuna, de gran experienciay elevados principios, muy erudito N. N., famosodoctor en ciencias médicas, alto médico de la corteducal”.

La imbecilidad de esta manía de los títulos se di-fundió por toda la sociedad de clase media... hastalos mayordomos y zapateros remendones.

Quien se dirigía a un estudiante universitariodebía utilizar la siguiente fórmula: “Al noble y muy

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erudito Herr. N. N., que se aplica diligentemente ala sabiduría”. Los vendedores de libros, los fabri-cantes de pelucas y los joyeros exigían el adjetivo de“distinguido”. Un sastre era hombre “cuidadoso yde elevados principios” (Dem Ehrenvesten undVorsichtigen Meister N. N., Schnider zu X.). Unfabricante de botas tenía idéntico derecho a ser lla-mado “cuidadoso”, pero cierto delicado matiz lohacia “respetable” en lugar de hombre de “elevadosprincipios”. El mayordomo ducal, que no eramiembro de ninguna corporación, debía contentarsecon el titulo de “bien nombrado” (Wohlbestalltet).

Las mujeres, naturalmente, no tenían derecho atan sonoros y complicados títulos. En Alemania yen Austria se limitaban a apoderarse de un frag-mento de las funciones, actividades o profesionesde sus esposos. Así, se convirtieron en Frau Doktor,Frau Professor, Frau General, Frau Rat (Consejero).Hasta cierto punto, esto era razonable. Pero una vezcomenzada la infección, no hubo modo de atajarla.Y así aparecieron la señora Recaudadora de Im-puestos, la señora Trompetera de la Corte, la señoraHúsar de Cámara, la señora Guardabosque Monta-do, la señora Fabricante de botones para la Corte, laseñora Armera Ducal y así por el estilo.

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Y las damas, benditas sean, arraigaron firme-mente en los títulos. El trascurso de los siglos nologró conmoverlas. Hacía mucho tiempo que la ma-yoría de los hombres había dejado de lado los ridí-culos títulos y condecoraciones, y ellas todavía seadherían tenazmente a los suyos. Hace veinticincoaños los diarios de Munich publicaron cierto día lassiguientes noticias fúnebres:

Frau Walburga T., 36, Steuerassistengattin (Es-posa del recaudador de impuestos delegado).

Martha M., 3, Oberwachtmeisterskind (Hija delveterano sargento de policía).

Elizabeth H., 77, Hofrathstocheter (Hija delconsejero de la corte).

Quizás el descarrío de los europeos continenta-les suscite en nosotros una sonrisa. Pero consulte-mos el Almanach de Whitaker de hace apenas diezaños. Incluye un extenso capítulo sobre las “Fór-mulas de encabezamiento”. Allí nos enteramos deque el título de los arzobispos es: “El Muy Reve-rendo, Su Gracia el Lord Arzobispo de...”, y que espreciso dirigirse a ellos con la fórmula “Milord ar-zobispo” o “Vuestra Gracia”. Los arzobispos y car-denales de la Iglesia Católica Romana tienentambién gran variedad de títulos y de fórmulas, que

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van de “Su Eminencia el Cardenal...” o “Su Emi-nencia el cardenal arzobispo de...” a “El muy reve-rendo arzobispo de...” Los obispos son “Virtuososreverendos...” Una baronesa es simplemente “Labaronesa”, pero al dirigirse a ella es necesario utili-zar la fórmula “Milady”. He aquí una lista parcial deotros títulos y fórmulas:

Baronets- Sir (con el nombre de pila), y por es-crito “Sir Robert A... Bt.”

Esposas de los baronets- “Vuestra señoría” o“Lady A...” sin nombre de pila, A MENOS que setrate de la hija de un duque, de un marqués, o de unconde, en cuyo caso se dirá “Milady Mary A...” ; sise trata de la hija de un vizconde o de un barón “LaHonorable Lady A...”

Barones- “El Justo y Honorable Lord... y recibi-rá el tratamiento de “Milord...” Sin embargo, el casomerece una importante nota al pie. Los miembrosdel Consejo Privado “de acuerdo con una costum-bre largamente establecida” también tienen derechoa ser llamados “El Justo y Honorable”; pero unpríncipe de la sangre incorporado al Consejo Priva-do es siempre “Su Alteza Real”, un duque siguesiendo “Su Gracia”... y así sucesivamente. El títulode los pares de rango inferior al de marqués, sean o

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no consejeros privados, es el de “Justo y Honora-ble”, sin la palabra “El”, aunque de costumbre seagrega esta última partícula.

Obispos- Título: “El Justo y Reverendo LordObispo de...” , pero la fórmula de tratamiento es“Milord”. Los obispos de la Iglesia Católica Roma-na reciben el tratamiento siguiente: “El Justo y Re-verendo Obispo de...” Para ellos, nada de “milord”.

Rabino principal- “El muy reverendo...”Condesas- Título: “La condesa de...” pero fór-

mula de tratamiento: “Milady”.Y así continúa la lista, que incluye, entre otros

rangos, jueces de los tribunales de condado, DameCommanders y Dames Grand Cross, duquesas, du-ques, condes, caballeros de diversas categorías,marqueses, pares, consejeros privados, jueces muni-cipales, duques reales, vizcondesas y vizcondes, sinolvidar a las esposas de los baronets y de los caba-lleros. A veces las diferencias entre los distintostratamientos son un tanto engañosas, pero conbuena memoria y sangre fría se consigue sobreviviral tema.

¿Y en los democráticos Estados Unidos? Lostítulos no son muchos; de todos modos, el Informa-tion Please Almanach llena con ellos nada menos que

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cuatro páginas... desde el presidente (que es “Hono-rable”) a un capellán del ejército o de la armada (querecibe el simple tratamiento de “capellán”).

Naturalmente, los títulos y las fórmulas de tra-tamiento son necesarios. Sólo cuando se conviertenen ídolos y en materia prima de un snobismo inso-portable se incorporan a la historia de la estupidezhumana. Infortunadamente, ello ocurre con bas-tante frecuencia. Mientras escribo esto, me viene ala memoria un anuncio escrito a mano, desplegadoen la vidriera de un café balcánico... un lugar muysucio y de pésima reputación. Decía así:

AQUÍ TODO EL MUNDO ES HERRDOCTOR

¡Y no cabe duda de que el propietario había da-do en la tecla!

2.

Pocos son los hombres inmunes al orgullo máso menos inocente de su genealogía. Nos gusta ha-blar de nuestros padres y de nuestros abuelos, sinque para el caso importe si fueron santos o pecado-res. Para los que no han conseguido distinguirse, la

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genealogía familiar es a menudo un factor vital. Yaún hay quienes como aquel horrible extrovertido,Mr. Bounderby, en Hard Times experimentan unasuerte de maligno orgullo a la inversa en el hecho devenir del arroyo, aunque sabemos que en el caso deMr. Bounderby ello era pura imaginación.

Se ha dicho de la genealogía que es la ciencia delos snobs, y ciertamente, en su nombre se han co-metido los más extraños crímenes intelectuales (ytambién reales). Nadie negará que se trata de un te-ma fascinante; es también muy amplio, y en relacióncon el problema de la estupidez humana sólo nece-sitamos examinar un aspecto: el de esos antropoidesque trepan a los árboles genealógicos ajenos; es de-cir, los “Fabricantes de antepasados nobles”. Noaludo con esto a los genealogistas serios y reputa-dos, como los eruditos editores del Debrett, de losque hay muchos, sino más bien a esas serviles cria-turas que han utilizado sus conocimientos y su ca-pacidad literaria para elucubrar fantásticas tablasgenealógicas de príncipes y de nobles. A través de lamanipulación de enorme masa de hechos, han pro-curado demostrar que, por ejemplo, los antepasadosde su patrocinador lucharon en Troya contra losgriegos... o fueron reyes y profetas del Antiguo

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Testamento.Hace algunos años se halló un interesante do-

cumento en los archivos del Ministerio de Guerrade Gran Bretaña.

Contenía la genealogía de los reyes anglosajones,la que se remontaba directamente al propio Adán.Sin duda, la Biblia afirma que todos descendemosde Adán; pero pocos son los mortales comunes quepueden permitirse probarlas diversas etapas de estalínea genealógica. Para costear investigación seme-jante, es preciso ser rico y poderoso.

Cuando se lee un documento de este tipo, seexperimenta la tentación de desecharlo como estú-pido ejemplo del snobismo de los antiguos. Es in-dudablemente tonto, pero sería grave error negarlesignificado. Antaño estos ficticios árboles genealó-gicos tenían gran importancia; en su preparación seocupaba una multitud de eruditos; los resultados dela investigación se publicaban en libros cuidadosa-mente impresos, y las masas pagaban piadosos tri-buto a la ilustre familia vinculada con el propioSalvador. Y como veremos, no se trata de una bro-ma de gusto más que dudoso.

Esta absurda exageración que no comprendía lablasfemia cometida; la vanidad que no retrocedía

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ante la figura misma de Jesús... todo ello revela cuánprofundamente inficionada de estupidez estaba elalma humana. La moderna concepción de la filoso-fía de la historia coloca a la historia de las ideas muypor encima del materialismo histórico. Sin embargo,cuando examinamos el gran número de obras con-sagradas a la historia espiritual de la humanidad, nohallamos entre ellas una enciclopedia completa de laestupidez humana. Este libro no aspira a llenar esevacío; pero es evidente que existe necesidad de unaobra de ese tipo. Aunque tal vez jamás sea posibleescribirla, porque el tema es excesivamente vasto.

Los árboles genealógicos espurios y fantásticosrepresentan un capítulo importante de esta enciclo-pedia inédita. El documento hallado en los archivosde Londres probablemente se basa en el trabajo deStatyer, quien compiló una genealogía para JacoboI, la que también comenzaba con Adán. Prudenciode Sandoval (1550-1621), historiador español yobispo de Pamplona, había precedido a Statyer altrazar el árbol genealógico de Carlos V. Con el finde demostrar que la casa real española era más anti-gua que cualquier otra dinastía europea, Sandovalconsagró tremendo celo e industria a la tarea, re-montándose a lo largo de ciento veinte generacio-

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nes, hasta llegar al Padre Adán.A principios del siglo XVII, Johannes Messe-

nius, el poeta, dramaturgo e historiador sueco, em-prendió una tarea semejante. Demostró que losreyes de Suecia descendían en línea directa de Adán,y en sus tablas cronológicas utilizó ampliamente lagenealogía del Antiguo Testamento.

Es preciso discernir la intención que se escondíatras de esta inmensa labor. Adán no era el antepasa-do importante; después de todo, lo era también detoda la humanidad. Pero si se remontaba la genea-logía familiar, una vez que los exploradores habíanllegado a Abraham no era difícil DESCENDER,siguiendo los detalles incluidos en el Evangelio deSan Mateo, y establecer vínculos familiares con SanJosé. Poco importaba que la familia así glorificadafuera católica o protestante; tampoco era obstáculoel sacrilegio o la blasfemia que así se cometía.

Estos nobles y monarcas que sacrificaban elbuen gusto, bien merecida tenían la sátira de Boi-leau, en la que expresaba su ansiedad... Pues, ¿acasono podía existir cierta solución de continuidad,oculta o inexplorada, en la línea de antepasados?Después de todo, las mujeres son criaturas frágiles,y el adulterio no era de ningún modo raro entre la

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realeza y la nobleza:“Mais qui m`assurera que en long cercle d’ansA leurs fameux époux vos Ayeules fidellesAu douceurs des galans furent toujours rebe-

lles?”La gloria de los “descendientes directos” de

Adán, el orgullo de las casas reales inglesa, españolay sueca provocaban considerable envidia... perotambién emulación. Una antigua familia de la aristo-cracia francesa, el clan de los Lévis, recogió el desa-fío. Se trataba de una familia rica, muy rica ydistinguida, que habla figurado en la historia deFrancia desde el siglo XI, y habla dado al país variosmariscales, embajadores, gobernadores y otros dig-natarios. Posteriormente se elevaron al rango ducal.Pero, no contentos con la fama y el honor que otrospodían alcanzar, contrataron a un genealogista, elcual muy pronto descubrió que la familia descendíade la tribu de Leví, de destacado papel en el Anti-guo Testamento. El punto de partida fue el nombredel clan; y no fue difícil reunir los datos necesarios,utilizando un poco de imaginación y deformandobastante los hechos. En esos tiempos, ¿quién se hu-biera atrevido a poner en duda la verdad de esaafirmación?

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Desde ese día, la familia Lévis se mostró extre-madamente orgullosa de su parentesco bíblico. Re-lacionadas con este orgullo excesivo circulabanmuchas anécdotas más o menos auténticas. LadySydney Morgan, en uno de sus libros de viajes porFrancia (publicado en 1818) relata la visita a uno delos de los castillos de los Lévis. En uno de los salo-nes encontró un gran cuadro al óleo de la SagradaVirgen, sentada en su trono, y frente a ella, arrodi-llado, uno de los Lévis. Con arreglo a la antigua yrepulsiva tradición artística (cuya moderna contra-partida son los “globos” con leyendas en las histo-rietas cómicas), de la boca de la Virgen salía unacinta con estas palabras: Mon cousin, couvrezvous... (Primo mío, cubrios)

¡La Virgen pedía a su primo que se cubriera yque no hiciera cumplidos!

Cuando uno de los duques de Lévis subía a sucarruaje para asistir al servicio divino en Notre Da-me, decía en voz alta a su cochero: “¡Chez ma cou-sine, cocher!” (¡a lo de mi prima, cochero!)

Esta estupidez parece bien autenticada (Peignotla refiere en su Predicatoriana, Dijon, 1841, página181, nota). A principios del siglo XIX la familia Lé-vis aún se aferraba a la leyenda de su antigua ascen-

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dencia hebrea. Y el ejemplo fue contagioso. Ciertadama, miembro de la antigua familia alemana de losDalberg, también encargó un cuadro, en el que unode sus antepasados aparecía arrodillado frente a laVirgen, y ésta decía: “¡Levántate, querido pariente!”

Los barones Pons eran menos ambiciosos... re-clamaban por antepasado a Poncio Pilatos. Encierto ocasión se encontraron los jefes de las fami-lias Lévis y Pons. El duque de Lévis se volvió conaire de reproche hacia el barón de Pons: “¡Bien, ba-rón, debéis reconocer que vuestros parientes hanmaltratado rudamente a los míos!” (Albert Cim:Nouvelles récréations littéraires, París, 1921).

Valiosa contrapartida del famoso cuadro de losLévis era el que poseía la familia francesa de losCroy, igualmente antigua. El cuadro representaba elDiluvio. Entre las olas se elevaba una mano quesostenía un rollo de pergamino, y también alcanzabaa verse la cabeza de un hombre, que apenas emergíade las aguas. Y de la boca del hombre que se ahoga-ba surgía una leyenda: “¡Salvad los documentos dela familia Croy!” (Sauvez les titres de la maison de Croy.Baur: Denkwürdigkeiten, Ulm, 1819).

Otra familia que aspiraba a vincularse con elAntiguo Testamento era el clan de los Jessé. El ge-

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nealogista familiar también fundó su trabajo en elnombre de la familia, relacionándolo con el pasajedel Evangelio según San Mateo que dice: “Obedengendró a Jesse, y Jesse al rey David”. En 1688 senombró una comisión oficial, con el fin de investi-gar las afirmaciones de la familia Jessé. La comisiónprodujo un documento que se ha conservado. En élse examinan el escudo de la familia y buena cantidadde documentos. Las conclusiones finales afirmanque se trata de una reivindicación bien fundada yque es muy probable que exista cierta relación entrela familia Jessé y el rey David. (“... ce que contribuebeaucoup a persuader l’opinión publique que cetterace tient en quelque facon a cette grande race deJessé, la plus noble, la plus glorieuse et la plus con-nue du monde.” El informe completo de la comi-sión fue publicado por H. Gourdon de Genouillacen Les mysteres de blason, París, 1868, página 73 y si-guientes.)

La familia provenzal de Baux reivindicaba ante-pasados un poco más modestos. Se trataba de unclan distinguido y poderoso; algunos de sus miem-bros se elevaron a la jerarquía de príncipes reinan-tes. El escudo de armas era una estrella de plata encampo rojo. La estrella indicaba que la familia des-

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cendía en línea directa de uno de los tres Reyes Ma-gos, Baltasar. Los eruditos historiadores de Marsellaaceptaron gravemente la afirmación, como si setratara de un hecho probado... aunque entre elloshabía hombres tan amantes de la verdad como elconsejero estatal Antoine de Ruffi. Ruffi era hom-bre extremadamente recto; cuando alimentaba unamínima duda sobre alguno de sus fallos en un juiciocivil, pagaba al perdedor la suma exacta que éstehabía perdido. Sin embargo, sus nobles escrúpulos ysu rígido sentido de la justicia no le impidieronaceptar que el rey Baltasar era un auténtico antepa-sado de la familia Baux.

También los Habsburgo estuvieron a punto deincurrir en pecado de genealogía. Sólo un pequeñodetalle los obligó a desistir de la ascendencia bíbli-ca... y por consiguiente “no aria”.

El emperador Maximiliano tenía a su servicio unhistoriador, Johann Stab, o Stabius, según la latini-zación habitual de los apellidos. Era hombre muyerudito y un poco poeta; en 1502, el Colegio dePoetas de Viena lo coronó solemnemente “HijoFavorito de las Musas”. Debía su carrera sobre todoal favor del emperador, y trató de demostrar su gra-titud. Estableció el árbol genealógico de los Habs-

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burgo, en el que Cam, el hijo de Noé, aparecía co-mo antepasado de la dinastía imperial; y determinólas sucesivas generaciones con la lógica perfecta deun desequilibrado. Interesaba mucho al emperadorla antigua gloria de la familia, y por cierto no seoponía a que sus cortesanos descubrieran su paren-tesco con diversos santos y héroes clásicos.

Pero, ¿Noé antepasado de los Habsburgo? Lacosa era un poco sospechosa.

Maximiliano consideró conveniente remitir elproblema a la facultad de teología de la Universidadde Viena.

Por supuesto, los eruditos caballeros no se sin-tieron muy cómodos en sus sítiales. Era inútil mal-decir a Stabius, cuyo servilismo había originado elproblema... de todos modos, ya no podían esqui-varlo. Felizmente para ellos, lograron posponer lasolución de mes en mes... hasta que, a su debidotiempo, el emperador falleció. Su sucesor no de-mostró interés por los parentescos bíblicos, y la“obra maestra” de Stabius fue archivada discreta-mente. (La historia del caso aparece en M. Ber-mann, Alt und Neu Wien, Viena, 1880.)

La manufactura de árboles genealógicos se con-virtió en ocupación literaria más y mas popular. Era

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un buen método de ganar dinero. No menos decincuenta y nueve autores trabajaron en la genealo-gía de la casa de Brandeburgo. Consagraron ex-traordinaria laboriosidad al importante material,reunieron todas las fuentes imaginables, revisaronarchivos, y exploraron cementerios. El resultadofinal fue publicado con este esplendoroso título:Brandenburgischer Ceder-Hain (Bosquecillo de cedrosbrandenburgués). Un trabajo similar fue el Tro-phaeum Domus Estorás, ricamente ilustrado con gra-bados, que establece el origen de la familia húngarade los Esterhazy en... ¡Atila, el “azote de Occiden-te”, el rey de los hunos!

3.

Es prueba significativa de la vanidad humana elhecho de que alguna gente, en su anhelo de hallarantecesores ilustres, no se oponga a que el vínculosea fruto del amor adúltero o del nacimientos debastardos. “La sangre real a nadie ensucia”, declara-ban (lo mismo que los serviles cortesanos cuyas es-posas eran amantes del rey). Esta particularmentalidad explica la fantástica genealogía que algu-

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nos “leales” cortesanos presentaron a Napoleón.Los genealogistas del bonapartismo comenzaron

con la leyenda del Hombre de la Máscara de Hierro.En aquellos tiempos aún se creía que el miste-

rioso prisionero de la Bastilla, que sólo podía apare-cer con el rostro cubierto por una máscara dehierro, no era otro que el que había sido el hermanomellizo de Luis XIV. Afirmábase que había sidosepultado en la Bastilla porque, habiendo nacidopocos minutos antes que el Rey Sol, tenía mayoresderechos al trono. El barón Gleichen fue aún máslejos. Sostuvo que el Hombre de la Máscara de Hie-rro era el verdadero rey, y que Luis era hijo del cul-pable amor de la reina con Mazarino. Después de lamuerte de Luis XIII, decía Gleichen, la pareja cul-pable cambió los niños, y el hijo bastardo de Ana deAustria ascendió al trono, mientras que el auténticoDelfín se veía obligado a llevar la máscara de hierropor el resto de su vida, para que nadie pudiera versu rostro, en el que se reconocerían los rasgos pro-pios de los Borbones.

Hoy puede afirmarse que el misterioso prisione-ro era el conde italiano Matthioli, embajador delduque de Mantua. El noble conde se había hechoculpable de espionaje, y Luis XIV se enfureció de

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tal modo que, con desprecio del derecho interna-cional, ordenó el arresto del Matthioli; fue encarce-lado primero en la Fortaleza de Pignerol, luego en laisla Santa Margarita y finalmente en la Bastilla (don-de murió en 1703). La “máscara de hierro” era enrealidad de seda, y constituía una especial concesiónque se hacía al detenido; se le permitía pasear por elpatio interior de la prisión, pero sólo cuando llevabala máscara. Las delicadas complicaciones interna-cionales justificaban esta pequeña precaución.

Los genealogistas inventaron una bella fábulapara establecer cierta relación entre Napoleón y elHombre de la Máscara de Hierro. De acuerdo conesta versión, la hija del gobernador de la Isla deSanta Margarita se apiadó del pobre prisionero; seenamoraron, y la joven concibió un hijo. Natural-mente, era preciso sacar de la cárcel al niño,. Unapersona de confianza lo llevó a Córcega, donde lle-gó a la edad adulta. Usaba el nombre de la madre yaquí aparecía el vínculo que era Bonpart. El restono exigió mucha imaginación. Bonpart se convirtióen Bonaparte, o en su forma italiana, Buonaparte.Los Bonaparte eran descendientes de este hijo delamor, y Napoleón era bisnieto del Hombre de laMáscara de Hierro, el cual, a su vez, era el legítimo

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heredero del trono francés. De modo que el Corsono era un simple usurpador, y por el contrario teníatodo el derecho del mundo al título y a la gloria im-periales.

No fueron pocos los que aceptaron este fárragode tonterías. Funck Brentano publicó el texto de unmural en el que se advertía a los rebeldes de la Ven-dée que no debían creer en los “ponzoñosos rumo-res” según los cuales Napoleón era descendiente delos Borbones y tenía derecho a gobernar a Francia.

¿Y qué opinaba el propio Napoleón?“¡Tonterías” declaró. “¡La historia de la familia

Bonaparte empezó el 18 Brumario!”Uno de los más serviles y desvergonzados fabri-

cantes de árboles genealógicos fue Antoine du Pinet(1515-1584), traductor de Plinio y autor de muchoslibros eruditos.

Se le encomendó la tarea de establecer los ante-cedentes de la ilustre familia Agoult. Eligió comopunto de partida la figura de un lobo que aparecíadibujado en el escudo de armas de la familia. Sobretan frágiles cimientos levantó un inexistente Impe-rio Pomeranio, creó una legendaria princesa Valdu-gue, y un joven llamado Hugo, que también eratotalmente inventado. Un asunto amoroso, un hijo...

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y el resto es fácil de imaginar. El niño fue enviadosecretamente a casa de una niñera, pero en el bos-que un lobo se apoderó del infante, lo llevó a sucubil, y allí lo crió, junto a sus propios cachorros.Luego, el rey fue a cazar y mató a la loba. Se descu-brió todo, y el joven recibió la bendición paterna;hay luego un matrimonio, un tanto tardío. El mu-chacho creció, contrajo matrimonio con la hija delemperador de Bizancio; el hijo de este joven casócon una princesa de la familia real rusa... y así por elestilo, por los siglos de los siglos, hasta llegar a Die-trich, el sajón.

La familia Agoult aceptó esta insensatez sinformular la menor objeción. En cambio, Pierre Ba-yle atacó rudamente a Pinet, y lo declaró indigno deltítulo de historiador.

Pero, ¿qué habría dicho Bayle si hubiera leído elsabroso relato de Saxo Grammaticus, el historiadordel siglo XII, sobre la joven noble que, mientras sepaseaba por el bosque, fue secuestrada por un oso?El enamorado animal la llevó a su cueva y allí la tu-vo durante varios meses. Le daba alimento y bebiday... bueno, fácil es conjeturar el resto. Unos cazado-res mataron a la bestia, y devolvieron a su hogar a lamuchacha. Pocos meses después dio a luz un niño

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perfecto... sólo que un poco más peludo que lonormal. El niño fue bautizado con el nombre deBjorn (Oso). Se convirtió en un hombre fuerte ypoderoso, y fue un jefe justo y recto. Pues cuandohalló a los cazadores, los ejecutó, diciendo: que lesdebía gratitud por haber salvado a su madre; ¡peroque el honor lo obligaba a vengar la muerte de supadre! Los descendientes de Bjorn fueron los reyesde Dinamarca.

Sin duda el relato de la muchacha que concibióun hijo después de vagabundear por el bosque esabsolutamente verídico. No es improbable que,cuando su airado padre la interrogó, haya replicadocon una sonrisita tonta: “Fue Bjorn...”

El más absurdo árbol genealógico fue induda-blemente el que preparó Etienne de Lusignan(1537-1590). Este erudito historiador era parientelejano de la gran familia Lusignan, que había gober-nado a Chipre durante más de tres siglos. Su escudode armas mostraba una sirena, que sostenía un es-pejo en la mano izquierda, mientras se peinaba loscabellos con la derecha.

Era Melusina (o Melisenda), el hada más famosade los romances franceses, la heroína de los roman-ces escritos en el siglo XV por Jean d'Arras, y tam-

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bién de innumerables libros y relatos. Fue una mu-chacha de áspero carácter, que encerró al padre enuna alta montaña porque trató mal a la madre deMelusina. Por este acto irrespetuoso fue condenadaa convertirse todos los sábados en serpiente de lacintura para abajo. Se enamoró de Raymond, condede Lusignan, y casó con él, pero hizo jurar a su es-poso que jamás la visitaría en sábado, ni tratarla desaber lo que hacía ese día. Durante cierto tiempoRaymond cumplió su promesa y ambos vivieronfelices. Tuvieron varios hijos. Pero un día el condeno pudo dominar su curiosidad; se ocultó en la ha-bitación a la que Melusina solía retirarse, y fue testi-go de la transformación de su esposa. Melusina sevio obligada a abandonar a su esposo, y “a vagarpor doquier como un espectro”... aunque otras ver-siones afirman que el conde la encerró en la maz-morra del castillo.

Este cuento de hadas sin duda sedujo a la aristo-cracia francesa. Por lo menos cuatro casas (Lusig-nan, Rohan, Luxemburgo y Sassenaye) incluyeron aMelusina entre sus antepasados.

En realidad, esta invención genealógica carecíade todo fundamento. Los Lusignan vivían en unantiguo castillo que, según se afirmaba, estaba en-

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cantado por la infeliz Melusina. En Francia, un sú-bito grito se llama aún hoy un cri de Mélusine, alu-diendo a la exclamación desesperada de Melusinacuando fue descubierta por el esposo. En Poitoutodavía se preparan tortas de jengibre, que llevanimpresas la imagen de una bella mujer, bien coiffée,con una cola de serpiente. Se hornean para la feriade Mayo, alrededor de Lusignan, y todavía recibenel nombre de Mélusines.

Afírmase que Melusina aparece cuando unmiembro de la familia Lusignan está próximo a mo-rir; y entonces vuelve alrededor del castillo, lanzan-do quejosos gritos. De acuerdo con ciertoshistoriadores, el origen de la leyenda es el nombrede Lucina, la diosa romana de las parturientas, aquien las madres, en el momento de dar a luz, lla-maban en ayuda con sus gritos de dolor. Mater Lu-cina se convirtió en Mére Lucine, y finalmente enMélusine. Sea cual fuere la verdad de esta teoría, losLusignan poseen un escudo de armas extraordina-riamente atractivo: una bañera de plata, con duelascelestas y brillante entre ellas el cuerpo desnudo dela hermosa sirena...

No todos los escudos de armas eran tan pinto-rescos. Carlos XI de Francia dio patente de nobleza

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al esposo de su niñera. El escudo de armas elegidofue al mismo tiempo eficaz y simbólico: una vaca deplata con una corona entre los cuernos, sobre uncampo rojo.

En 1430 el rey Segismundo ennobleció a MiguelDabi, barbero de la corte. El escudo de armas fuediseñado por el propio beneficiario. Tenía tres mo-lares, mientras una mano que se elevaba sosteníaorgullosamente un cuarto.

Más sorprendente aún fue el escudo de armas deSteven Varallyay, burgués de Hust, en Alta Hungría,elevado a la nobleza en 1599. Fue recompensadopor el príncipe húngaro Andrés Bathory... y la re-compensa quiso premiar la extraordinaria habilidadcon que maese Varallyay ejecutaba ciertas operacio-nes destinadas a mitigar el ardor de los padrillos dela caballeriza del príncipe. En campo de azur el bra-zo derecho de un hombre levantaba un mazo demadera; debajo se veía la vívida e inequívoca repre-sentación de la parte de la anatomía del padrillo quesufría la operación.

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4.

Las universidades alemanas de los siglos XVI yXVII produjeron bachilleres y doctores como si yase hubiera inventado la producción en serie. Se de-sarrolló una nueva clase social: la aristocracia de lossabios. Los hombres de ciencia eran muy respetados(casi tanto como los científicos de la era atómica);los príncipes honraban a los sabios, el pueblo lestemía y admiraba. No es de extrañar, pues, que sehincharan de orgullo; ese sentimiento se desarrollócon un ritmo desconocido hasta entonces. Pero ha-bía un inconveniente: la nueva aristocracia carecíade los nombres distinguidos y sonoros, de la pátinade vejez de la aristocracia de cuna. Tuvieron queconquistar la inmortalidad con los nombres senci-llos y aún vulgares de sus padres, y estos nombresse destacaban ingratamente a pesar de las montañasde pulida prosa latina con que pretendían cubrirlos.

Schurtzfleisch (Carne de delantal) o Lam-merschwanz (Cola de cordero) no eran nombresmuy apropiados para ascender al Olimpo. Podíatemerse que las Musas arrojaran a puntapiés a se-mejantes candidatos a la fama. Era preciso hallar elmodo de pulir, de tornar aceptables nombres tan

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toscos y vulgares.Uno de los métodos fue un tanto primitivo.

Consistió en agregar simplemente la terminaciónlatina “us” al nombre alemán. Así, Conrad SamuelSchurtzfleisehius, el erudito profesor de la Univer-sidad de Wittenberg se vio liberado del vergonzosorecordatorio de su humilde cuna, y el “us” (como elfrancés “de” y el alemán “von”) lo convirtió en me-ritorio miembro de la orden de los sabios.

Los autores de libros importantes usaron du-rante siglos este “us”, y al cabo alcanzaron ciertanobleza y distinción; si alguien podía ostentar este“us”, se le consideraba hombre de profundos cono-cimientos; en cambio, los mortales comunes no te-nían derecho a usarlo. En las portadas de los librosy en las citas era posible distinguir a un sabio graciasal aristocrático “us”, que no sólo tenía buen sonido,sino que también era práctico... porque se podíadeclinarlo. Si alguien, por ejemplo, se llamaba senci-llamente “Bullinger”, el texto latino lo condenaba aeterna rigidez, en su condición de obstinado e infle-xible nominativo. Pero “Bullingerus” tenía toda lagracia y la flexibilidad de una palabra latina; era po-sible declinar todos los casos, y decir Bullingerum,Bullingeri, Bullingero. Y si varios miembros de la

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misma familia figuraban en el mundo de las letras,se los podía enumerar gracias a las formas “Bullin-geros, Bullingerorum...” etc.

Sin embargo, aparentemente nadie comprendiócuán estúpido y bárbaro era agregar la partícula lati-na “us” a un nombre alemán; los monstruos asíconcebidos pasaban de contrabando a los textosclásicos, y destruían la armonía de conjunto... aun-que algunas obras estuvieran escritas en latín maca-rrónico. La cosa no tenía tan mal aspecto cuando setrataba de nombres sencillos, por ejemplo Hallerus,Gesnerus, Mollerus, Happebus, Morhoflus,Gerhardus, Forsterus; y además, centenares denombres alemanes latinizados se popularizaron a lolargo de siglos de uso; el lector los aceptaba, y olvi-daba gradualmente su grotesca incongruencia. Peronombres como Buxtorfius, Nierembergius, Ravens-pergius, Schwenckfeldius, y Pufendorfius, resultanun poco extraños, y en el caso de Schreckefuchsius,el erudito profesor de matemáticas de la Universi-dad de Freiburg, la latinización no mejoraba muchola situación.

Los propietarios de estos nombres alemanes du-ros y guturales llegaron a la conclusión de que el“us” no los hacía melodiosos ni clásicos; de modo

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que adoptaron otro método: tradujeron sus nom-bres poco elegantes al griego y al latín, y la pilosaoruga teutónica se convirtió entonces en mariposaclásica de hermosos colores. El excelente Lam-merschwanz (cola de cordero) se convirtió en Cas-parus Arnurus, y con ese nombre comenzó aenseñar lógica y ética en la Universidad de Jena; elerudito doctor Rindfleisch (Carne de vaca) se con-virtió en Bucretius; el pomeranio Brodkorb (Ca-nasta de pan) firmó sus trabajos con el magníficonombre de Artocophinus.

He aquí una pequeña colección de estas mágicastransformaciones, con las traducciones aproximadasde los nombres alemanes:

Oecolampadius era: Hausschein (Brillo de la ca-sa).

Melanchton era: Schwarzfeld (Campo negro).Apianus era: Bienewitz (Ingenio de abeja).Copernicus era: Köppernik.Angelocrator era: Engelhart (Angel duro).Archimagrius era: Küchenmaster (Maestro de

cocina). Lycosthenes era: Wolfhart (Lobo duro).Opsopoeus era: Koch (Cocinero).Osiander era: Hosenenderle (Puntita de los

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pantalones). Pelargus era: Storch (Cigueña)Siderocratas era: Eisenmenger (Mezclador de

hierro).Avenarius era: Habermann.Camerarius era: Kammermeister (Chambelán).Parsimonius era: Karg (Escaso, parco).Pierius era: Birnfeld (Huerta de perales).Ursisalius era: Beersprung (Salto de oso).Malleolus era: Hemmerlin (Martillito).Pepericornus era: Pfefferkorn (Grano de pi-

mienta).Otras naciones adoptaron esta tonta moda. Así,

el suizo Chauvin latinizó su honesto nombre y loconvirtió en Calvinus. Y el belga Weier se convirtióen Wierus, el polaco Stojinszky en Statorius, el fran-cés Ouvrier en Operarius, y el inglés Bridgewater enAquapontanus.

Podríamos agregar miles de nombres a la lista.Ni siquiera la sangrienta sátira de la Epistolas Obscu-rorum Virorum pudo curar a los aludidos de la maníade la “clasicización”, a pesar de que las famosascartas utilizaban nombres como Mammotrectus,Buntemantellus, Pultronius, Cultrifex, Pardorman-nus, Fornacifisis, etc. Fue obra de la suerte que el

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inventor de la imprenta, Hans Gensfleisch, nacierademasiado temprano como para aficionarse a taleslocuras. Si hubiera vivido cien años después, ahorahablaríamos de Ansericarnosus en lugar de referir-nos a las Biblias de Gutemberg.

Debo confesar que la moderna manía de losseudónimos me parece muy íntimamente relaciona-da con esta costumbre de los siglos XVI y XVII.Puedo comprender inmediatamente por qué SamuelSpewack escribe novelas policiales bajo el nombrede “A. A. Abbot” (además, lo coloca automática-mente al principio de cualquier lista alfabética), opor qué Euphrasia Emeline Cox prefiere llamarseLewis Cox. Pero, ¿por qué demonios J. C. Squire seconvirtió en Solomon Eagle o Robert WilliamAlexander se disfrazó de Joan Butler? ¿Acaso Cle-ment Dane es más eufónico que Winifred Ashton?¿O Kirk Deming es mejor que Harry Sinclair Dra-go? Incluso prefiero Cecil William Mercer aDornford Yates, o Grace Zaring Stoile a EthelVance... pero quizás estas damas y estos caballerosaciertan cuando prefieren Peter Trent a LawrenceNelson, o Anya Seton en lugar de señora de Ha-milton Chase.

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5.

La nueva aristocracia adquirió hermosos nom-bres, pero aún carecía de antecedentes y de árbolesgenealógicos. Era preciso remediar esta situación;los nuevos e impresionantes nombres necesitaban elrespaldo de una firme reivindicación del título nobi-liario. Así, comenzó a prestarse atención a las res-pectivas historias familiares, y se procuró tomarnota de todos los Smith, Jones y Miller que habíansido famosos, sin hablar de los Schmidt, los Wolfylos Müller (Pido disculpas: se trata de los Schmidius,los Wolfius y los Müllerus). Goez, superintendentede Lubeck, escribió un libro sobre los Schmidt fa-mosos, y lo tituló De clanis Schmidiis. (Se publicaronobras semejantes en Inglaterra, en Estados Unidos,y sobre todo en Escocia.)

Los Wolf fueron inmortalizados en una tesisdoctoral que un erudito miembro del numerosoclan presentó a la Universidad de Leipzig (De Nomi-nibus Lupinus).

En cuanto a los Müller, existió el proyecto deconsagrarles una extensa obra; desgraciadamente,sólo se dio cima a un fragmento. En su obra Ho-

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monymoscopia, Johannes Mollerus, profesor deFlensburgo, prometió escribir la historia de losMüller, y aún anticipó el título: Mola Musarum Casta-lia (lo cual puede traducirse aproximadamente comoEl molino, fuente de Castalia de las Musas). ComoMüller significa molinero, el resultado es un bonitojuego de palabras. El erudito historiador danés seproponía reunir bajo este sonoro título a todos loshombres de ciencia cuyo nombre tuviera relacióncon molinos y con el oficio de molinero. Pensabaocuparse de los bien conocidos Moller, Müller, Mo-litor, Molinary, Molinas, Molinnetto, Myliuses,Meulens, Mollenbeck, Mühlrad, Mühlberg, Mühl-bach, Mills, Millar, Miller, Millins, Mills, Milmores,Milnes, Milners... y aun del clan húngaro de losMolnarus. Pero, para grave y eterno detrimento dela gloria de molinos y de molineros, la gran obranunca apareció. El autor sólo dio un anticipo, bajola forma de un apéndice a su Homonymoscopia, enel que enumeró cincuenta Müller, con una detalladadescripción de la obra cumplida por cada uno. Losotros Müller sólo aparecieron en cifras estadísticas,y el breve extracto hizo agua la boca de los historia-dores, aunque el apetito de éstos habría de perma-necer eternamente insatisfecho.

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De todos modos, el profesor Mollerus publicóalgunas estadísticas sobre los nombres de pila delclan Müller-Miller. Había cuatro Juanes entre losMolitor, 8 entre los Myliuses, 3 entre los Molanos, 4entre los Mühlmann, y ninguno entre los Mülpfort.Por otra parte, hasta 1697 los sencillos Müller teníannada menos que 44 Juanes o Johann. En las filas delmismo clan aparecían 9 Andrés, 3 Arnoldos, 2 Bal-tasares, 5 Bernardos, 2 Carlos, 6 Gaspares, 7 Cristi-nos, 6 Danieles, 7 Joaquines, 2 Tobías... y así por elestilo. Había también 4 Juanes Jorges y 4 JuanesJacobos, lo cual elevaba el número de Juanes a untotal general de 52.

Pero lo anterior es poco comparado con el casode los Mayer, uno de los apellidos alemanes máscomunes, mas frecuente que todos los Smith, Jonesy Robinson reunidos. El excelente doctor Paulini,uno de los más versátiles y benévolos autores delbarroco, preparó la lista de los Mayer famosos. Cla-sificó 207 nombres, con arreglo a la actividad enque se habían destacado (derecho, medicina, teolo-gía, etc.). Incluyó todas las variaciones del apellido:Mayer, Maier, Meyer, Meier... y aun los que eranMeyer “sólo a medias”, como Strohmeyer, Stolma-yer, Listmayer, Gastmayer, Ziegenmayer, Spitmeyer,

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Kirchmeyer, Stallmeyer, Hintermeyer, Wischmeyer,Distermeyer, Hunermeyer, Múnchmeyer, Buchme-yer, Hundemeyer y otros muchos. El doctor Paullinireconoció que el profesor Joaquín Mayer, de Gotin-ga, lo había ayudado mucho.

Parece que esta plétora de Mayer provocó con-siderable sensación en el mundo de la ciencia y de lagenealogía, pues el profesor Joaquín Mayer inicióinvestigaciones independientes y combinó los re-sultados de su arduo trabajo en un librito muy inte-resante, publicado bajo el título de AntiquitatesMeierianae (Gottinga, 1700).

Hasta ese momento, los filólogos habían creídoque el apellido Mayer o Meier provenía del latínmajor, y significaba simplemente una persona decierta autoridad puesta al frente de los servidores,etc. En las propiedades rurales eran mayordomos;en las aldeas, regidores o alcaldes. Pero el profesorMayer, de Gottinga, descubrió que se trataba de unerror; los ancestrales Mayer formaban un núcleomucho más distinguido. El nombre se originaba,según este estudioso, en el céltico mar, mär, mir,que significaba “caballo” y posteriormente, por víade transferencia, “jinete”. Los antiguos germanos, lomismo que los franceses hoy, escribían ai el sonido

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ä, de modo que mär se convirtió en Mair y poste-riormente en Maier.

Una vez aclarada esta etimología, el mundo de laciencia no tuvo inconveniente en aceptar las poste-riores deducciones del profesor de Gottinga. Deacuerdo con ellas, los antepasados de los Mayereran caballeros y, como pertenecían a la aristocracia,probablemente dieron algunos príncipes a la antiguaGermania. Aun Italia los honró, como lo demuestrael caso de la familia Marius, que dio siete cónsules aRoma. Profundizando más aún el tema, el eruditoprofesor llegó al Dios de la Guerra, cuyo nombreera también de origen celta. La palabra mar signifi-caba “caballo, jinete, guerrero”. El propio Marte eraun antiguo Mayer, para mayor gloria y honor de lafamilia. (El profesor excluyó al clan Marcius, proba-blemente porque se sintió avergonzado de Coriola-no.)

También en Francia los Mayer habían conquis-tado una posición importante. De sus filas salieronlos Maires du Palais, los Maierus Palatinus, es decir,la más elevada dignidad palaciega. Aún hoy el LordMayor es el principal magistrado en cualquier ciu-dad. Ciertamente, los Mayer llegaron muy lejos...por lo menos en la tarea de prestar el nombre de la

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familia para la denominación de altas funciones.Desgraciadamente, después los Mayer alemanes

se empobrecieron y perdieron el lustre que les otor-gaba tan noble origen. Pero aun en la pobreza losMayer hicieron cuanto estuvo a su alcance para au-mentar la gloria y la fama del clan: en 1598 la esposadel campesino Hans Maier dio a luz trillizos, hechoque en sí mismo quizás no haya sido hazaña muyconsiderable; pero ese mismo año las ovejas del po-bre Maier produjeron tres corderos cada una, y aúnsu vaca comprendió que estaba obligada a añadirtres terneros a la prosperidad general de la casa.

Pero no acaba aquí la gloria de los Mayer. Elnombre sirvió para designar naciones, ciudades yríos. La tribu de los Marcoman, hombres viriles y deinclinaciones guerreras, sin duda pertenecía al mis-mo núcleo familiar. Entre las ciudades, Marburg,Merseburg, Wismar, y aun la holandesa Alkmaarson monumentos a la antigua y olvidada fama. Lomismo puede decirse del río Morava (de acuerdocon el viejo nombre de Marus o Mairus); y del Ma-ros, que corre a través de Hungría y de Rumania.

El profesor Mayer no se detuvo en los confinesde Europa. Franqueando sucesivos escalones celtas,escitas y tártaros, siguió la pista del gran clan hasta

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el lejano Oriente. Las palabras tártaras Mirza, Murzasignificaban “jefe de jinetes”, y el término Emir, delmismo origen, indicaba una jerarquía importante,tanto entre los persas como entre los árabes. Y to-dos eran Mayer. Finalmente, el buen profesor hizoflamear su bandera sobre el noble edificio que hablaerigido en honor de su familia. Los Mayer, afirmó,incluso habían producido un profeta en beneficiode la humanidad, pues el profeta Elijah era conoci-do en Palestina por el nombre de Mar-Elijah.

Hoy, la fantástica filología y las conclusionespoco científicas del profesor del siglo XVIII nosmueven a risa. Pero sus investigaciones fueron con-sideradas muy seriamente durante casi dos siglos.

La locura de la vanidad es tenaz y desafía a lapropia realidad.

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V

LA ESTUPIDEZ DEL BUROCRATISMO

1.

Dice un proverbio turco: “Si Alá te da autori-dad, también te dará la inteligencia necesaria paraque sepas mandar”. Como muchos proverbios, éstees al mismo tiempo peligroso y falso. Por lo que serefiere a la burocracia, la adquisición de autoridadmuy frecuentemente determina la pérdida de la in-teligencia, la atrofia de la mente y un estado crónicode estupidez.

Nadie negará que los funcionarios guberna-mentales son seres humanos. Y no cabe duda deque la mayoría son excelentes esposos, padresafectuosos y buenos ciudadanos. Pero, sea cual fue-

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re la edad del sujeto, o el país en que desempeñansus funciones, tan pronto se apoderan de un escri-torio y de un mueble para archivo de papeles le ocu-rre algo misterioso y terrible. La letra reemplaza alespíritu, el precedente anula a la iniciativa, y la nor-ma se sobrepone a la piedad y a la comprensión.Hay muchas excepciones, pero cada una de ellasconstituye la confirmación de la regla. Las oficinasgubernamentales son viveros de estupidez, y de-sempeñan el mismo papel que las aguas estancadasen el caso del mosquito anopheles. Es inevitable:aún el burócrata más inteligente sucumbe a la infec-ción.

El papeleo oficial, símbolo de la burocracia, escasi tan antiguo como la humanidad. Los egipciostenían una burocracia muy desarrollada; el imperiode Diocleciano, que ya se agrietaba por todas partes,se sostenía precariamente en pie gracias a una admi-nistración de fantástica complicación. Esos inocen-tes papeles han sido vestidura de tiranuelos ycadenas de la libertad y de la empresa privada.Thackeray concibió la teoría de que Hércules niñoluchó contra montañas de papeles oficiales, nocontra serpientes. Shakespeare lanzó sus dardoscontra la “insolencia del burócrata”. Los romances

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de Voltaire satirizaron al mismo tiempo a sacerdotesy a políticos, pero el gran escritor reservó sus fle-chas más agudas para los “caballeros de la ignoran-cia, los paladines del papelerío, los campeones de laconfusión”. Es decir, la burocracia.

A Dickens corresponde el mérito de haberidentificado a la burocracia con la ineficacia y la es-tupidez. En la inmortal figura de Bumble creó elarquetipo del burócrata torpe y miope, y desde en-tonces el personaje ha hecho carrera. La cálida in-dignación de Dickens despojó al burócrata de todasu vanidad y autosuficiencia, aunque no lo mató,porque en realidad es inmortal. Carlyle se mostrómás violento aún en su ataque a la burocracia, a laque odiaba tanto que a veces perdía todo sentido dela proporción (aunque también era capaz de mostrarsentido práctico). Enfurecido por las reglas y nor-mas del Museo Británico, fundó con varios amigosuna gran institución, la London Library, cuyos sus-criptores podían llevar libros a casa (privilegio quela biblioteca del Museo Británico todavía niega a suslectores).

Para mí, el perfecto burócrata estará siempre re-presentado por el Schupo (policía) berlinés, a quienconocí poco después de llegar a la capital alemana.

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Necesitaba ir a una calle de los suburbios del oestede la ciudad, y me dirigí al policía de uniforme ver-de. Me escuchó atentamente, y luego me suministróla información necesaria con voz seca y rápida. Lasinstrucciones eran muy complicadas, e implicabandos cambios de ómnibus, varios desvíos a la dere-cha y a la izquierda, el cruce de algunas plazas yunos cuantos detalles más. Me fatigué del asunto amitad de la explicación y decidí que, una vez en ca-mino, preguntarla nuevamente. De modo que agra-decí cortésmente al Schupo y empecé a alejarme.Pero su mano enguantada me aferró del hombro yme obligó a dar media vuelta.

-¡No me agradezca!- ladró- ¡Repítalo!

2.

El primer síntoma de la incapacidad mental delburócrata es su lenguaje. Del mismo modo queciertos desórdenes mentales provocan tartamudeo,ecolalia y otros defectos del habla, así la burocraciacrea un lenguaje burocrático. Eric Partridge ofreceuna definición de notable moderación, pues afirmaque es el “tipo de fraseo que ha sido asociado a me-

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nudo justificadamente con las oficinas del gobier-no”. Y cita en su brillante Usage and Abusage un bre-ve pasaje que se refiere a los pequeñoscomerciantes:

“... los siguientes artículos de esta ley se aplica-rán solamente a los comercios, es decir a aquellosartículos de la sección seis y de la sección ocho quese refieren a la aprobación por los ocupantes de ne-gocios, de las órdenes emitidas con arreglo a lassecciones de los artículos del párrafo c) de la sub-sección 1) de la sección siete y a los artículos delpárrafo a) de la sección doce...”

Se trata de un caso relativamente benigno. Apropósito, recordamos ahora la réplica de un de-partamento del gobierno al pedido de provisión deun libro. Se informaba al solicitante que estaba“autorizado a conseguir la obra en cuestión me-diante compra realizada por los conductos comer-ciales normales”. En otras palabras, se le autorizabaa comprarlo en una librería.

La pasión por las palabras largas, por las frasescomplicadas, por la expresión tautológica es innataen el burócrata. En Gran Bretaña la enfermedadalcanzó tal gravedad (y provocó tan considerablepérdida de tiempo) que Sir Ernest Gowers, miem-

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bro eminente del servicio civil, decidió escribir unlibro titulado Plain Words (Palabras francas). En élprocuró demostrar cómo se podía emplear un len-guaje mejor y más sencillo. El libro fue aclamado... yprácticamente no tuvo la menor influencia. Un mi-nisterio ordenó veinte ejemplares, y una semanadespués produjo la siguiente obra maestra:

“El consumidor individual rara vez utiliza si-multáneamente todas las luces y demás artefactoseléctricos. Por consiguiente, la máxima demanda enun momento dado (la “demanda máxima del con-sumidor”) es menor que la suma total que se obten-dría si todas las lamparillas eléctricas y todos losartefactos (la “capacidad instalada del consumidor”)funcionaran simultáneamente”.

El asunto parece muy impresionante, hasta quese elimina el exceso de palabras. Y entonces se des-cubre el verdadero significado del párrafo: que si seencienden todas las luces de la casa y se conectantodos los artefactos eléctricos, se gastará más co-rriente que en caso de utilizar menor número deluces y de aparatos. Pues una de las característicasmás destacadas de la estupidez burocrática es hacercomplejo lo que es simple, sinuoso lo directo, yconvertir al clisé en profunda y reveladora verdad.

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Véase, por ejemplo, esta fórmula mágica:P S M V N---- = R + B- --- + C- --- + B- --- + A- ---PO SO NO VA NA

Se trata, sin duda, del método de producción dela bomba de hidrógeno, o del elixir Supremo de laVida. En realidad, es la fórmula oficial que los em-presarios fúnebres de Francia deben aplicar cuandocalculan el precio de los funerales en cualquier ciu-dad de más de 20.000 habitantes.

No he podido conseguir el significado de todaslas letras. Pero M sobre NO, por ejemplo, repre-senta la variación del precio del forraje destinado alos caballos que tiran del vehículo en el que setransporta el ataúd. ¡No es de extrañar que la tasa denatalidad haya aumentado mucho en Francia, al pa-so que ha disminuido la de mortalidad! Es evidenteque la gente teme morir.

Si los empresarios fúnebres de Francia se ven endificultades, ¿qué decir de los dentistas ingleses?Pues con arreglo a las disposiciones del NationalRealth Service, deben calcular sus honorarios sobre labase de las siguientes instrucciones:

“El párrafo II del artículo 3 del reglamento re-

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formado deberá ser sustituido por el siguiente pá-rrafo:

II. En cualquiera de los meses del mismo año laremuneración no excederá la que resulte de sumar ala remuneración de los meses anteriores del año, lacantidad que sea el producto de la suma standardmultiplicada por el número de meses del año quehaya expirado al fin del mes para el cual se está rea-lizando el cálculo, agregado a la mitad de cualquierexceso autorizado de honorarios respecto de eseproducto que, salvo los artículos de este reglamento,hubiera derecho a cobrar en dichos meses, exclu-yendo, para todos los fines de este párrafo, el mesde enero de 1949.”

Después de luchar con esta kilométrica frase, eldentista tiene todo el derecho del mundo a equivo-carse de muela. Y todavía nadie ha aclarado por quéel pobre enero de 1949 ha sido excluido de todo elarreglo.

Se creería que en los Estados Unidos, habidacuenta del genio norteamericano para la frase di-recta y sencilla, la permanente transformación y elenriquecimiento del idioma evita estos fangales bu-rocráticos. Pero la burocracia es la misma en todo elmundo. Un plomero de Nueva York preguntó al

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Bureau of Standards de los Estados Unidos si acon-sejaba el uso de ácido clorhídrico para la limpieza decañerías tapadas; recibió esta breve y desconcertanterespuesta:

“La eficacia del ácido clorhídrico es indiscutible,pero el residuo corrosivo es incompatible con lapermanencia del metal.”

El buen hombre necesitó un buen rato paradescubrir el significado de la frase: “¡No use ácidoclorhídrico! ¡Se comerá las cañerías!”

Y un funcionario de Washington informó a susuperior:

“El contacto verbal con el señor Blank respectode la notificación de promoción adjunta ha puestode relieve la formulación adjunta en la que se desta-ca que prefiere declinar el nombramiento.”

Treinta y una palabras en lugar de cinco: “Blankno desea el empleo”.

En Nueva Zelandia un funcionario del gobiernoinspeccionó cierta propiedad propuesta para asientode un campo de deportes. Su informe fue perfectoejemplo de burocratismo:

“De la diferencia de elevación con respecto a laescasa profundidad de la propiedad se deduce cla-ramente que el contorno impide toda posibilidad de

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desarrollo razonable con fines de recreación activa.”También en este caso llevó cierto tiempo descu-

brir que el lote tenía una pendiente muy pronuncia-da.

El humor inconsciente caracteriza a la estupideztanto como el papeleo interminable. He aquí un pá-rrafo de cierta reglamentación británica:

“En la Categoría Nueces (descascaradas) (queno son maníes), la expresión Nueces se refiere adichas nueces, distintas de los maníes, las cuales, sino fuera por esta disposición de enmienda, no me-recerían la denominación de Nueces (descascaradas)(distintas de los maníes), por tratarse de Nueces(descascaradas).”

Gracias a una dosis considerable de control demí mismo, me abstendré de formular el comentarioque este párrafo merece.

Sir Alan Herbert, novelista, político e ingeniobrillante, resumió el espíritu de la burocracia cuando“tradujo” la frase famosa de Nelson, “Inglaterraespera que cada uno cumpla con su deber”, al len-guaje burocrático:

“Inglaterra presume que, en relación con la ac-tual situación de emergencia, el personal encararálos problemas, y realizará apropiadamente las fun-

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ciones asignadas a los respectivos grupos ocupacio-nales.”

Felizmente, Nelson no sucumbió a esta enfer-medad verbal, pues de lo contrario es muy probableque Trafalgar se hubiera perdido.

3.

Las guerras modernas han diezmado a muchospaíses; pero cada una de ellas han engendrado mi-llones de burócratas. Engordan con la escasez yprosperan en los momentos de crisis. La paz jamáspuede ofrecerles tantas oportunidades de ejercer suspequeñas tiranías, de utilizar el papeleo para regi-mentar al individuo y de amargar la vida de sus se-mejantes. Ninguna guerra fue ganada porfuncionarios; varias estuvieron a punto de ser per-didas por ellos.

Uno de los más valiosos ejemplares de mi colec-ción de tonterías burocráticas data de la PrimeraGuerra Mundial, y es francés. El fonctionnaire fran-cés ha sido inmortalizado y crucificado por muchasplumas brillantes, desde Rabelais a Moliére y deBalzac a Tristan Bernard; pero ninguno de ellos in-

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ventó tan maravilloso monumento al burocratismocomo el que me comunicó el venerable CharlesHumbert, ex senador por el departamento de Meu-se.

El asunto comenzó el 14 de noviembre de 1915,cuando el ministro de Guerra dirigió una carta alcomandante en jefe. El gobierno había ordenado laformación de un censo de todos los obreros meta-lúrgicos y afines que prestaban servicio en el ejérci-to. Sin embargo, uno de los regimientos deinfantería territorial resistió la medida y prohibió asus hombres que inscribieran sus nombres... proba-blemente porque el comandante de la unidad temíaperder algunos de sus hombres en beneficio de laindustria de municiones.

La carta del ministro, debidamente firmada porel subsecretario de Estado, fue recibida al día si-guiente por la Primera Sección del Comandante enJefe en Remiremont. Fue enviada al Estado Mayorgeneral del Séptimo Ejército, en Belfort, el 17 denoviembre, y remitida al día siguiente al coman-dante general de la Undécima División. En el tra-yecto el documento había adquirido cinco sellos yonce firmas (todo ello, en el curso de tres días). Elgeneral pasó la carta al Deuxieme Bureau, la sección

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de inteligencia de la división. Allí descansó cuatrodías, durante los cuales, evidentemente, se reflexio-nó profundamente sobre el candidato a chivo emi-sario. Finalmente, el 23 de noviembre, se eligió paraese papel al coronel jefe del regimiento territorial. El29 de noviembre el coronel envió una respuesta enla cual, con contenida cólera, señalaba que en suregimiento se había preparado la nómina de trabaja-dores metalúrgicos tres meses antes, y que, por con-siguiente, el ministro de Guerra no podía acusarlo aél de insubordinación.

El Deuxieme Bureau decidió realizar una nuevatentativa. Esta vez la víctima elegida fue el regi-miento 105. El 6 de diciembre el coronel del regi-miento 105 replicaba que había realizado el censo eldía 30 de octubre; y para mayor seguridad, repetíalas cifras. Belfort hizo otra tentativa el regimiento209 y recibió otra indignada respuesta. De modoque devolvió el documento (cubierto ahora de sellosnegros y firmas ilegibles) al Estado Mayor generaldel Séptimo Ejército. El 8 de diciembre el EstadoMayor informó respetuosamente que todos los re-gimientos territoriales habían obedecido la ordendel Ministerio. Sin embargo, parece que el coman-dante en jefe logró interceptar la comunicación, y

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montó en cólera. El 11 de diciembre devolvió eldocumento al comando general del grupo Belfort,con esta observación: “Ustedes no han contestadola pregunta. ¿Se prohibió o no se prohibió a los sol-dados participar en el censo general de obreros?”

Es probable que el general que comandaba elgrupo de Belfort se haya encogido de hombros, ha-ya lanzado un juramento gálico, y luego comenzaratodo de nuevo. Envió la carpeta que ahora era bas-tante más abultada al comandante general de la 105División, y exigió “acción inmediata”. Al día si-guiente, el general de la 105 división remitió la do-cumentación al coronel de la brigada 209. Elcoronel no tenía a quién regalársela, y replicó que éljamás había prohibido a sus hombres nada que nofuera desertar; y ciertamente, no les había impedidoregistrarse como obreros metalúrgicos. De todosmodos, necesitaba cascos de acero; ¿podía haceralgo el general?

El Estado Mayor de la 105 división se negó aintervenir en tan frívolo asunto. Una vez recibido elinforme del coronel, envió la carpeta al general acargo de la brigada 214, quien, a su vez, lo pasó alteniente coronel al mando de la brigada territorial346. Este teniente coronel fue más lejos aún que sus

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colegas. Replicó que no había prohibido a ningunode sus soldados ni tampoco a los oficiales inscribirseen las listas de obreros metalúrgicos.

La carpeta regresó a las oficinas del general enjefe del Séptimo Ejército. El calendario señalaba yael 27 de diciembre, y el general replicó al coman-dante en jefe que ningún regimiento territorial habíadejado de cumplir con su deber y, por favor, ¿no sepodía dar por terminado el asunto?

Dos días después, el comandante en jefe devol-vió toda la correspondencia al subsecretario deGuerra. El 3 de enero, el documento (cubierto defirmas y sellos) llegó al punto de partida. Mejor di-cho, debió llegar. Pero un funcionario de escasoespíritu patriótico lo robó y lo entregó al senadorHumbert. Y fue discutido en el Senado francés y enla prensa. Y quince años después, el senador me loregaló.

Entre las dos guerras mejoramos nuestras ar-mas, nuestras tácticas y, naturalmente, nuestra bu-rocracia. Pero en el curso de la Segunda GuerraMundial, el burocratismo prosperó, con más fuerzae impulso que nunca.

Nada, por pequeño o insignificante que fuera,escapó al control de la burocracia. En el período en

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que los Estados Unidos padecieron cierta escasez decarne, Wáshington pidió a Hollywood que no inclu-yera en las películas escenas de espantadas de gana-do; probablemente por temor a que la vista de tantoganado en pie provocara una revolución de los queya habían agotado las tarjetas de racionamiento decarne.

Pero el ejemplo clásico de burocratismo entiempos de guerra fue publicado por el New Yorkeren 1944. El hecho ocurrió en Fort Monmouth, locual puede o no haber tenido cierto valor profético,en vista de las investigaciones que posteriormentehabría de realizar el senador McCarthy. Citemos elarticulo del señor White:

“Así como la yarda lineal se define mediante doshilos tendidos sobre una barra de aleación de plati-no conservados en un depósito del gobierno, la bu-rocracia se define mediante un documento que obraen nuestro poder: el formulario de tres páginas quedebe ser llenado por el civil empleado en FortMonmouth que haya perdido un níquel en una má-quina automática y desee el reembolso de la sumaperdida. Incluye dieciséis preguntas que deben sercontestadas bajo juramento, ante notario público:fecha, nombre, puesto y sueldo, dirección local y

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número de teléfono, dirección particular y númerode teléfono, suma perdida y tipo de máquina en laque se perdió el dinero, ubicación de la máquina,explicación detallada de la pérdida (“Adhiéranse ynumérense hojas adicionales”), nombre y direcciónde empleadores anteriores, descripción del níquel(“Fecha u otros elementos de identificación, mutila-ciones, etc.”), nombre y dirección de cualquier testi-go de la pérdida, nombre y dirección de tresreferencias, clasificación militar, nombre del padre ynombre de soltera de la madre, declaración de ciu-dadanía del solicitante y de ambos padres, y una de-claración, con fechas y lugares, de todas las penasjudiciales, incluidas las condenas por violaciones delas leyes de tránsito. El formulario concluye con lasiguiente frase: «POR LO TANTO, respetuosa-mente solicito el reintegro de la cantidad de... centa-vos»... Si el punto de hervor del agua puede serdenominado arbitrariamente 100º C., bien podemosllamar a la burocracia en estado de fusión 100º C. F.M. (Cuestionario de Fort Monmouth), y éste será elpunto de partida de la discusión ulterior...”

Me temo que el señor White está en un error. Ariesgo de molestar a mis lectores norteamericanos,debo señalar que los británicos superan al hombre

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que redactó el cuestionario de Fort Monmouth.Todavía existen unas cuantas cosas en las que elViejo Mundo es ligeramente superior al Nuevo, y elburocratismo es una de ellas.

Véase el caso del profesional que solicitó cupo-nes de nafta durante la última guerra para viajar en-tre su casa y su oficina. Se rechazó la primerasolicitud, y se indicó al peticionante que podía viajaren ómnibus. El hombre escribió nuevamente, seña-lando que el primer ómnibus partía de la zona a las9 de la mañana, y que, por consiguiente, llegaría tar-de al trabajo. Después de considerable demora, re-cibió un pequeño número de cupones. La cartaadjunta decía:

“Después de examinar su pedido, se le han con-cedido X unidades que le permitirán utilizar su co-che sólo para llegar hasta el lugar de trabajo; pues leadvertimos que deberá regresar a su residencia pormedio del transporte público.”

El profesional tragó saliva y preguntó si debíacomprar un automóvil nuevo (imposible de obtenerdurante la guerra) cinco veces por semana. Pero nohubo respuesta a su pregunta.

El uso de petróleo o de nafta estaba reglamen-tado por centenares de párrafos, cláusulas y sub-

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cláusulas. Los empresarios de pompas fúnebres deFrancia tuvieron que luchar solamente con la fór-mula que les permitía calcular el costo de un funeral;sus colegas británicos hallaron que los carruajesdonde se transporte el ataúd estaban clasificadoscomo “vehículos comerciales”, empleaban naftaespecialmente teñida de rojo, y en cambio los vehí-culos que transportaban a deudos y amigos eran“coches de alquiler”, que usaban nafta blanca. Ysólo a último momento se evitó que éstos fueranclasificados como vehículos de placer”.

Otro caso de burocratismo absurdo fue el delhombre de Kensington, Londres, que perdió unapierna a principios de la guerra. De acuerdo con losreglamentos, tenía derecho a una ración extra dejabón, de modo que presentó la correspondientesolicitud. A su debido tiempo recibió los cuponescomplementarios... por seis meses. Cuando pasó esemedio año, solicitó más cupones. Una comunica-ción oficial le indicó que podría obtenerlos si pre-sentaba un certificado que atestiguara que aúncarecía de la pierna.

El burocratismo es al mismo tiempo estúpido ypomposo, y tiende a atribuir gran importancia alsecreto y a la reserva de las actuaciones. Las dos

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palabras: “secreto militar” han servido para disimu-lar multitud de pecados y de ineptitudes en todas lasguerras, de modo que hoy son ya ligeramente ridí-culas... especialmente desde que se transformaronen “secreto supremo” o en “altamente confiden-cial”.

Véase el caso de la mujer de Providencia quedurante la última guerra recibió un misterioso y ex-citante llamado telefónico... Larga distancia deseabasaber si ella aceptaba una comunicación de Miami.“No podemos decirle quién la llama”, informó laoperadora. “Es un secreto militar”. La dama no eratonta y tenía un hijo en las fuerzas armadas, de mo-do que aceptó el llamado y comprobó que su con-jetura no andaba descaminada. Efectivamente, era elhijo que estaba en la marina. Las primeras palabrasdel muchacho fueron: “Hola, mamá, habla George.No puedo decirte dónde estoy... ¡secreto militar!”

Durante la ofensiva aérea contra Londres, losamplios refugios subterráneos del Ministerio de In-formación (alojados en la Universidad de Londres),sirvieron de oficinas a una muchedumbre de perio-distas, la mayoría de ellos británicos, y algunos nor-teamericanos y continentales. Había una estrictadivisión entre ambos grupos. Mientras se desarro-

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llaban los ataques aéreos, afluía al local la informa-ción sobre los lugares alcanzados y el grado de gra-vedad de los daños. No era posible publicar elnombre de los lugares bombardeados, pero los dia-rios podían referirse a “una escuela en el norte deLondres”, o a “una iglesia en la City”. Se considera-ba que esta información era altamente confidencial,y era leída a los corresponsales británicos agregadosal Ministerio en una habitación interior del refugio,donde no se admitía la presencia de corresponsalesextranjeros.

Hasta aquí, todo parece normal. Pero a veces ellugar era un poco ruidoso, y el funcionario ministe-rial debía levantar la voz para hacerse oír. No habíapuertas que separaran a las distintas habitaciones delrefugio. Y no era preciso aguzar el oído para distin-guir las voz estentórea que rugía a pocos metros dedistancia. A veces, esta lamentable falta de forma-lismo iba más lejos aún. Por ejemplo, cuando algu-nos de los periodistas británicos se hallaban en elbar, comiendo o charlando, la secretísima lista delos daños aparecía adherida a una vitrina de noticias,de modo que todo el mundo pudiera verla. Así, losperiodistas no británicos no sólo debían ser discre-tamente sordos, sino también ciegos.

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Al principio de la guerra, cuando se arrojaronsobre Alemania las primeras hojas de propaganda,un colega suizo y yo acudimos a un alto funcionariodel Ministerio y le pedimos una copia del materiallanzado por los británicos. Se negó en redondo.Apelamos a una autoridad superior, y se nos recha-zó nuevamente. Exasperados, pedimos una explica-ción. Entonces se nos dijo solemnemente, y sin elmenor rastro de ironía: “Oh, no podemos hacer talcosa ¡Sería revelar información al enemigo!”

Después de esto, bien podemos considerar leveel caso en que el ejército norteamericano debió or-ganizar el envío de soldados calificados a ciertoscolegios, con el fin de que siguieran cursos de inge-niería. Dada la naturaleza de la mentalidad burocrá-tica, no debe extrañarnos que la inscripción en losdiversos institutos de enseñanza se hiciera por or-den alfabético, con el resultado de que trescientoshombres fueron enviados a un pequeño colegio su-reño. De los trescientos, doscientos noventa y ochose llamaban Brown, lo cual sin duda facilitó muchola tarea del personal administrativo y docente.

Todos sabemos que la guerra es un infierno. Yel burocratismo contribuye a avivar las llamas, y aahondar el dolor de las heridas.

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4.

En El Inspector General, Gogol erigió inmortalmonumento a la estupidez de los burócratas. El jo-ven y hábil aventurero que engaña a toda la ciudadtiene éxito no por la falta de honradez sino por laimbecilidad de los distintos funcionarios. Y sonfuncionarios gubernamentales precisamente porqueson estúpidos, afirma Gogol; y si en definitiva re-sultan más lamentables que ridículos, ello se debetambién a la desusada profundidad de la estupidezque padecen.

El burocratismo es ciertamente peligroso cuan-do está aislado en los límites de una oficina del go-bierno; lo es aún más cuando toma contacto con lavida real. Los impuestos, los derechos aduaneros, laagricultura, las reglamentaciones industriales y co-merciales, son todas esferas que han dado materiapara innumerables bromas e infinitas dificultades ennuestras vidas agobiadas por el peso de la burocra-cia.

Tomemos, ante todo, el caso de los impuestos.Afirmase que un impuesto popular es un ente im-posible... tanto, por lo menos, como un recaudador

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de impuestos popular. Los recaudadores británicosse han quejado de su condición de parias sociales...Ningún club de cierta categoría los acepta comomiembros, porque se teme la posibilidad de que sedediquen al espionaje aun fuera de las horas de tra-bajo. Lo cual, naturalmente, es injusto; pero tam-bién, por otra parte, bastante razonable.

Tomemos un año que podemos considerarpromedio durante el cual sólo dos personas en todoel territorio de Estados Unidos se vieron empujadasal suicidio por la necesidad de llenar los formularios.Una de ellas llegó a realizar la tarea, y garabateó unanota: “Creo que estoy enloqueciendo”... y se pegóun tiro. La otra fue un hombre que mató a su espo-sa y luego se suicidó con un rifle, dejando el for-mulario en blanco sobre el escritorio como últimomensaje al mundo. En su crónica sobre estos episo-dios, el New Yorker agregó que “varias personashabían debido ser internadas en instituciones paraenfermos mentales... pero siempre es difícil estable-cer si hubo otros factores que contribuyeron al de-senlace”. Ese mismo año un hombre fue multadoen Londres, de acuerdo con una ley de 1745, por“arrojar dinero al recaudador de impuestos al mis-mo tiempo que formulaba comentarios insultantes”.

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La pena parece bastante leve. Sin embargo, todoesto ha ocurrido en la etapa en que sólo se trata dellenar los formularios, sin efectuar todavía pago deninguna clase. La etapa final ha determinado aunmayores tragedias y angustias.

El recaudador de impuestos y su mentalidad bu-rocrática pueden inmovilizar y arruinar muchas in-dustrias y negocios. Ocurrió en la región de losMidlands que uno de estos caballeros visitó una fá-brica con el fin de fijar el impuesto a las ventas delos artículos producidos en el establecimiento. Elinspector fijó la vista en un llavero de cuero dechancho. Durante más de un año se había vendidocon sólo el 33�% de impuesto sobre la venta. Peroen esa ocasión el inspector advirtió un hecho in-quietante y perturbador. El llavero tenía una aplica-ción de cuero dedos pulgadas de largo. Lo cualsignificaba que debía pagar el impuesto; lo cual, a suvez, elevaba el precio de fábrica de 2 chelines 2 pe-niques a 3 chelines 8 peniques.

El inspector se marchó para reflexionar sobre elcaso, y más tarde telefoneó a la fábrica. Media pul-gada, dijo, permitiría la venta del llavero libre deimpuestos. El director de la compañía entendió quedebía quitar media pulgada de la lengüeta de cuero.

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Pero a vuelta de correo le llegó una carta del ins-pector: “No he dicho reducir media pulgada... sino amedia pulgada”. Después de esta decisión final lafábrica interrumpió la producción de los llaveros.Pues con una lengüeta de sólo media pulgada lasllaves corrían peligro de caerse.

Hay ejemplos más notables aún de los actitudespeculiares de los inspectores británicos del impuestosobre las ventas. Una jarra de metal es objeto deadorno, y tiene un impuesto del 33�%; si puede serutilizada para contener agua caliente, está libre deimpuestos. Una campanilla de forma normal sufre el33�% de impuesto; si la campanilla tiene la formade una mujer vestida de crinolina, el impuesto seeleva al 100%, porque se trata “de una figura ani-mada”. No hay impuesto sobre los barómetros, pe-ro el que tenga forma de rueda de timón, conagarraderas salientes, tiene el 100% de impuesto. Unjuego de cubiertos sufre un impuesto del 66�%;pero si los cubiertos están no sólo en la caja sinotambién en la tapa, se reduce el impuesto a la mitad.Una valija de cuero tiene el 100%... si cierra. En ca-so contrario, se la clasifica como bolsón para com-pras y no tiene impuestos, aunque lleve un cierrerelámpago lateral. El impuesto sobre los cepillos y

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los peines, si no se venden en una caja, es del 33�%; sobre los espejos, del 100%. Si los cepillos, elpeine y el espejo se venden en una caja, soportan unimpuesto del 100%.

En Gran Bretaña había al fin de la última guerra22.000 decretos y normas que afectaban a la activi-dad comercial, reunidos en 28 sólidos volúmenes,cuyo precio era de 65 libras. Desde la introduccióndel impuesto sobre las ventas, se vende un prome-dio de ocho ejemplares diarios. Y todo fabricanteque infrinja una sola cláusula se hace pasible de ac-ción legal inmediata y posiblemente de una multasustancial.

A veces el inspector de impuestos se convierteen personaje de una historia de Kafka, completa-mente divorciada de la realidad. Cierto ciudadanonorteamericano descubrió, en el acto de llenar suplanilla de impuestos, que el año anterior había pa-gado setenta y dos dólares de más, y pidió que se leacreditaran sobre el impuesto del año en curso. Po-cas semanas después recibió un cheque de setenta ydos dólares, reembolsados por el gobierno. Igno-rante de que la augusta Oficina de Impuestos Inter-nos nada sabía del asunto, ingresó el cheque y gastóel dinero. El 15 de junio, con la factura de la segun-

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da cuota del impuesto anual, recibió un aviso en elsentido de que se le habían acreditado setenta y dosdólares del pago efectuado el año anterior, deacuerdo con el pedido formulado por el propio in-teresado. Consciente de que llevaba al gobierno se-tenta y dos dólares de ventaja (y de queposiblemente era culpable de algo) escribió a su re-caudador de impuestos internos, explicando detalla-damente todo el asunto. Y pocos días despuésrecibió la siguiente respuesta: “Estimado señor:Cuando se considere su declaración, su pedido deque se le acrediten setenta y dos dólares a su cuentade este año por el exceso pagado el año anteriorserá casi seguramente rechazado”.

De todos modos, el caso anterior constituye unaexperiencia agradable comparada con la que vivió laseñora Jean Stephens, de Saint John Wood, Lon-dres. La señora Stephens era telefonista de un ex-portador del West End. Cierto día la mujer quelimpiaba su departamento le dio una idea. La mujerdijo que muchas personas de su país (Irlanda delSur) deseaban trabajar en Inglaterra. “Fundaré unaagencia de servicio doméstico”, decidió la señoraStephens. Pero como no estaba muy segura del as-pecto financiero del problema, pidió consejo a la

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oficina impositiva local. Preguntó lo siguiente: “Siencuentro un sitio apropiado y abro el negocio,¿qué impuesto deberé pagar?” El empleado replicóque debería presentar una declaración de ingresosuna vez iniciado el negocio. Entretanto, anotó ladirección de la señora Stephens.

Seis semanas después, llegaron los primerosformularios, en los que se exigía el pago de im-puestos sobre los ingresos del negocio. Pero la se-ñora Stephens continuaba en su puesto detelefonista. Aún no había hallado local. Telefoneó ala oficina de impuestos y explicó la situación. Fueinútil. Seis semanas después (y desde entonces conmatemática regularidad) llegaron nuevos formula-rios, exigiendo el pago de los correspondientes im-puestos. Finalmente, llegó un cálculo concreto. Elnegocio, afirmábase, producía 500 libras anuales.Correspondía pagar el primer semestre de impues-tos, es decir, 112,10 libras. Cuando la señora Ste-phens protestó, señalando que era imposible gravarun negocio inexistente, se le indicó firmemente queeso estaba fuera de la cuestión; se había realizado uncálculo, y lo único que podía hacer era apelar la es-timación practicada... y dentro de los veintiún días,pues de lo contrario se vería obligada a pagar el im-

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puesto total.Quizás G. B. Stern estuvo en lo cierto cuando

dijo: “El recaudador del impuesto sobre la rentaposiblemente es un tiburón, aunque yo jamás lo hevisto, ni como pez ni como ser humano; pues sólome he relacionado con una colección de formulariosen sobres especiales, cuya repelente transparenciapermitía distinguir mi nombre y dirección en el en-cabezamiento de la carta”.

Los funcionarios de la aduana, pilares de la ho-nestidad y sin duda hombres de considerable capa-cidad intelectual en la vida privada, también sufrenla letal influencia del burocratismo. De lo contrario,¿cómo explicar el triste caso del agricultor galenseque poseía un magnífico rebaño de ganado Suffolk?Solicitó una licencia para exportar varios animales.Fue concedida, “con la condición de que se adhirie-ran placas de bronce a los cuernos de los animales”.

Pero el ganado de Suffolk es famoso porque ca-rece de cuernos.

O el caso de aquellos inspectores de aduana yu-goslavos, que adoptaron una actitud muy suspicazante varias cajas de película virgen que una compa-ñía alemana quiso importar para el rodaje de unfilm. Insistieron en abrir todas las cajas. La película,

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expuesta a la luz, se arruinó completamente. Perolos reglamentos habían sido cumplidos al pie de laletra.

O el caso del navegante aficionado cuyo velero(con motor fuera de borda) rompió amarras en sufondeadero de la costa oriental de Gran Bretaña.Nada supo de la nave durante dos semanas, y en-tonces llegó una carta muy cortés, fechada en unpequeño puerto belga. La embarcación había sidohallada por un pesquero belga, y llevada a puerto.Todo estaba a salvo, incluidos los aparejos de pescay una botella de oporto. ¿Tendría el propietario labondad de retirar la embarcación?

Muy complacido, el hombre se preparó para re-cuperar su velero. Pero la cosa no era tan sencilla.Necesitaba una licencia de importación de la Juntade Comercio antes de reintegrar la nave a puertoinglés. Y tres veces le negaron el permiso que soli-citaba... ¡porque era necesario proteger a la industrianaviera británica!

Quizás el caso más lamentable fue el de Mr. Al-fred Foster, a quien un amigo de Helsinki, Finlan-dia, envió una bolsa de papas (159 libras, para serexactos). La Aduana afirmó: “Usted necesita unalicencia de importación”. La Junta de Comercio

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afirmó: “Usted necesita un certificado sanitario.Debemos asegurarnos de que esas papas no hancrecido en tierras infestadas y que no se ha halladomosca colorada en un radio de 31 millas del lotedonde se cultivaron las papas”. Además, el señorFoster sólo podía consumir 22 libras de papas, y laJunta de Comercio deseaba conocer el nombre ydirección de todas las personas que recibirían elresto de las papas.

El señor Foster escribió a su amigo finlandés yle pidió que no olvidara el certificado sanitario. Ypronto recibió la respuesta: “Demasiado tarde. Laspapas ya llegaron a puerto Salford. Y, de todos mo-dos, aquí en Finlandia nunca supimos que fuerapreciso certificar la salud de las papas”.

En este punto las relaciones entre el señor Fos-ter y el gobierno británico comenzaron a complicar-se. La Junta de Comercio archivó la lista de losprobables consumidores de las papas, y entregó alseñor Foster la licencia de importación. Sin embar-go, la Aduana retuvo las papas hasta la eventual pre-sentación del certificado sanitario. El Ministerio deAgricultura no podía suministrar el documento por-que no había intervenido en el cultivo de los tubér-culos.

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El asunto descansó pacíficamente unas ochosemanas. Finalmente, llegó una carta: “Sin certifica-do, no hay papas. Destrúyalas o envíelas de regresoa Helsinki”. Ahora bien, Helsinki está por mar a1.200 millas de Inglaterra, y el señor Foster hubieradebido gastar más devolviéndolas que comprando lamisma cantidad en Inglaterra. De todos modos, cre-yó que era una lástima destruirlas, a pesar de que yaestaban completamente brotadas, de modo que pre-guntó a la Aduana si era posible regalarlas al capitándel carguero finlandés que las había transportado.La respuesta fue negativa. De modo que las papasfueron destruidas y el burócrata imbécil se sintiófeliz.

5.

Sería un error creer que la estupidez del buro-cratismo se limita a los funcionarios gubernamen-tales. Es enfermedad contagiosa, y puede floreceren cualquier organización que ejerza autoridad so-bre las actividades humanas. Y se desarrolla parti-cularmente en los sindicatos.

La Unión de Plomeros de Gran Bretaña, por

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ejemplo, lucha colectivamente contra las bicicletas.Ha prohibido estrictamente a sus miembros la con-currencia al trabajo en ese tipo de vehículo. Sir JohnW. Stephenson, secretario de la Unión de Plomeros,ha explicado la prohibición con la maravillosa lógicadel burócrata:

“Nuestra regla se remonta a los primeros tiem-pos de la bicicleta, cuando los empleadores poníancomo condición indispensable que sus asalariadosfueran al trabajo en bicicleta. El sindicato consideróinjusto que sus miembros más ancianos se vieranobligados a andar en bicicleta. Y otros plomeros nocomprendían la necesidad de gastar dinero en lacompra de una bicicleta.”

De modo que andar en bicicleta se convirtió eninfracción a las normas sindicales, punible con unamulta de 20 chelines, que se aplicaba a todo plome-ro que utilizara ese vehículo para ir al trabajo... sinque importara si el interesado estaba o no de acuer-do. Sin embargo, los ayudantes de los plomerospueden utilizar bicicletas. Sólo les está prohibido alos oficiales plomeros... lo cual, naturalmente, esfruto de la perfecta lógica burocrática. En este sen-tido, los Estados Unidos son mucho más tolerantes.En Dakota del Norte, por ejemplo, un maquinista

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de locomotora que quería llevarse el tren a casa, alfinal de la jornada, tenía derecho a ello, siempre queconsiguiera los indispensables ayudantes. De locontrario, debía abandonar el tren y pagarse el bi-llete de regreso. Los maestros de escuela dePennsylvania podían encerar los pisos de la escuelalos sábados, para ganar un poco más de dinero...siempre que los ordenanzas regulares no aceptaranesas tareas.

Considérese, en cambio, el triste caso de la se-ñora Muriel George, que quería ser peluquera enNorthumberland. Su esposo, el señor Ronald Geor-ge, era gerente ayudante de la sociedad cooperativalocal. La señora abrió una peluquería en un edificiorecién construido, y tuvo bastante éxito. Pero en-tonces intervino la cooperativa y declaró: “Eso noes posible. En nuestra organización hay un depar-tamento de peluquería; usted no puede competircon nosotros mientras su esposo trabaja en la orga-nización”.

Se desarrolló una prolongada batalla, pues losdirectores de la sociedad ofrecieron al señor Georgela alternativa de renunciar o de inducir a su esposa acerrar el negocio. El matrimonio George se negó aaceptar ninguna de las dos posibilidades. En defini-

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tiva, se vieron obligados a abandonar su hogar y elnegocio, para mudarse a otra parte del país, dondeel señor George consiguió empleo en una coopera-tiva que no tenía departamento de peluquería.

Quizás el lector recuerde la lucha más o menossemejante que Anton Karas, el famoso tocador decítara de El tercer hombre tuvo que librar cuando qui-so abrir una Heuriger (posada) en el suburbio vienésde Sievering. Invirtió todos sus ahorros en la aven-tura y solicitó una licencia. Pero tropezó con la opo-sición de la corporación de taberneros. “Si lasautoridades permiten el funcionamiento del negociode Karas”, declaró solemnemente la organizaciónde patrones, “ello equivaldría a la aplicación enAustria del principio de libre empresa”.

¡Sin duda, una perspectiva terrible! Karas fuemultado en 15 libras mientras se sustanciaba la ape-lación contra el primer fallo, que ordenaba el cierredel negocio. La Corte declaró: “La culpabilidad delacusado resulta probada por sus anuncios en diariosy por su propia confesión de que ha servido porcio-nes de pollo frito con vino”. A pesar de esta es-pantosa confesión, Karas apeló a la CorteConstitucional, y entretanto continuó en su desa-fiante actitud de servir pollo y vino al mismo tiempo

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que tocaba el tema de Harry Lime.Perdió la apelación. Otro tabernero del mismo

distrito decidió retirarse y por una suma sustancial levendió su licencia. Y entonces la unión de patronostaberneros pareció satisfecha... pues se había man-tenido el sagrado principio del monopolio de laventa de pollo frito y vino.

La estupidez burocrática se esfuerza tambiénpor interferir en el funcionamiento de la Naturaleza.En Egipto, la señora Nazla el Hakim, directora deuna escuela de El Cairo, llamó a todas las maestras yles espetó una conferencia. Después de criticar eltrabajo, la apariencia general y la moral de sus su-bordinadas, dijo lo siguiente: “Puedo autorizarlas atener hijos sólo durante el mes de junio. De lo con-trario, se perturba el desarrollo normal del año es-colar”.

El amor puede reírse de muchas cosas... pero node las directoras de escuela. Y las maestras de ElCairo se vieron obligadas a vivir en constante te-mor, no fuera que la cigüeña demostrara hacia ladirectora menos respeto que el que las propiasmaestras debían expresar.

La burocracia tampoco cree en la justicia. Hacealgunos años se incendió la casa del brigadier C. E.

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Hudson, en Chudleigh, Devon. El brigadier Hud-son llamó a la telefonista y le pidió que enviara a losbomberos. Acudieron con mucha demora, y la casaresultó completamente destruida. ¿Qué había ocu-rrido? Como siempre, la burocracia. La telefonistasospechó que se trataba de una broma. De modoque telefoneó al sargento de la policía local. El buenhombre dormía profundamente. Al fin se levantó,se vistió, y fue en su coche hasta la casa. Cuandocomprobó que el incendio era real, telefoneó alcuerpo de bomberos.

Luego, vino el epílogo... un ejemplo perfecto delo que significa añadir el insulto a la injuria. Pues laAdministración de Correos pidió al brigadier quepagara el teléfono destruido durante el incendio dela casa. Muy irritado, el militar replicó que bien po-dían olvidarse del reclamo, “en vista de que el ins-trumento podía haberse salvado si el serviciotelefónico hubiera funcionado más eficazmente”.Pero la Administración de Correos se mostró infle-xible. Según parece, perder la casa no era suficiente;el infortunado brigadier tuvo que pagar el instru-mento que, precisamente, no le había suministradola ayuda que tanto necesitaba.

En cierto sentido, las democracias occidentales

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son afortunadas, pues en ellas es posible ventilarpúblicamente las estupideces cometidas por la bu-rocracia. A veces se logra presionar a través de laopinión pública, y entonces se remedian ciertas si-tuaciones. (Aunque a menudo son soluciones tar-días e inadecuadas.) Pero en los países totalitarioslas víctimas no pueden acudir siguiera a ese recurso(o por lo menos su utilización está severamenterestringida). En los países comunistas la llamada“autocrítica marxista” es generalmente un arma em-pleada contra quienes (voluntaria o involuntaria-mente) se han apartado de la línea del partido; yaunque Pravda e Izvestia publiquen una columna deabusos y de estupideces burocráticas, en general elpoderoso aparato del Estado sólo puede ser atacadopor motivos políticos nunca por razón de su inefi-ciencia. Pues la burocracia es la nueva clase gober-nante; el jefe partidario ha reemplazado al noble y alcapitalista. En muchos casos se ha convertido enclase hereditaria, pues los funcionarios comunistasse preocupan de conseguir excelentes sinecuras paralos miembros de su familia.

No es necesario señalar que la burocracia co-munista es ineficaz. Los rusos siempre tuvieron lamanía de los dokumenti, y muchos planes quinque-

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nales se ahogaron en un mar de papeles. Nunca ol-vidaré la figura del sargento ruso, con su manchadatúnica y sus bien lustradas charreteras, que examinonuestros pasaportes en la frontera de la zona rusobritánica de Austria. Insistió en que le presentára-mos dokumenti, hasta que al fin nos vimos obliga-dos a entregarle cuentas de hotel, menús, y elitinerario mimeografiado de la Asociación de Au-tomovilistas. Estudió celosamente el material du-rante más de media hora; y como sostenía algunosde los papeles al revés, no creo que haya obtenidomucha información de todo ello. Pero la considera-ble masa de papeles seguramente lo convenció deque éramos personas que viajábamos legalmente, demodo que al fin nos dejó pasar... aunque no de muybuena gana.

Cuán estúpido puede ser el burocratismo comu-nista lo demuestra el lamentable caso de una granfábrica húngara, que debía ser completada paracierta fecha, pues sus productos estaban destinadosa alimentar otra media docena de fábricas. Se dabanfechas y más fechas, pero la fábrica no estaba lista.Se concedieron otros tres meses; sin embargo, fal-taba mucho para completar el trabajo.

Al fin, se envió una comisión especial al lugar de

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la construcción. Volvió con informes alarmantes: aese paso, dijo, jamás se concluiría el trabajo. Tantosdepartamentos habían participado en la planifica-ción de la fábrica, era tanta la gente que procurabaesquivar responsabilidades, que en el lugar de lasobras reinaba el más completo caos. Entre otrascosas, los planes establecían la construcción de dosedificios diferentes en el mismo lote; y durante me-ses nadie se había atrevido a señalar el error. Ungrupo de obreros estaba levantando un galpón enun extremo, y otra cuadrilla había recibido orden dederribarlo, porque se habían modificado los planes;pero el capataz de la primera cuadrilla no había re-cibido aviso de los cambios introducidos. Se habíacomenzado la construcción de un gran edificio parala administración antes de haber excavado el lugarpara los correspondientes cimientos; se habían ten-dido rieles sobre un lote destinado a construcción...y así por el estilo, hasta que, presas de la más abso-luta desesperación, en la imposibilidad de ponerorden en la confusión, resolvieron abandonar todoel proyecto.

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6.

El lector dirá que he presentado aquí una selec-ción deliberadamente unilateral de casos particula-res; que casi todos los burócratas son eficientes eirreprochables. No es mi intención afirmar que lagran mayoría de los burócratas o empleados sonestúpidos; pero sí creo que cada habitante de esteplaneta puede citar por lo menos un ejemplo deestupidez burocrática. Muchos podemos citar unaveintena o más aún. Y si se suman todos los casosaislados, resulta un total impresionante.

No es de extrañar, pues, que hayamos desarro-llado una suerte de órgano protector contra la buro-cracia; y que en nuestros planes y cálculos dejemoscierto espacio para los extravíos y las estupidecesdel aparato burocrático.

El arquetipo clásico del humilde ciudadano quese defiende contra las fuerzas ciegas e intangibles dela burocracia es el buen soldado Schweik, el héroecómico de nuestra época. Enfrenta a la estupidezcon estupidez; pero la suya es una especie de idiotezinspirada, con la que procura asegurar su propia su-pervivencia. Y su astucia es mucho mayor que la delos héroes de Kafka, que luchan contra fuerzas cie-

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gas identificadas por algunos críticos con la formi-dable burocracia de los Habsburgo, y por otros conel pecado original de la humanidad. Schweik sobre-vive y siempre sobrevivirá, pues la burocracia nopuede atrapar a un sujeto tan resbaladizo, ni envol-ver a un individuo cuya pasividad es expresión de lamás cabal agilidad.

En nuestro mundo moderno Schweik tiene mu-chos descendientes y camaradas. Así, por ejemplo,una firma británica de fabricantes de muebles escri-bió a uno de sus clientes: “Señor: Después que us-ted nos envió su estimada orden por 20 sillonesmedianos de roble, la Junta de Comercio dividió laorden y aprobó la entrega de sólo diez unidades. Lerogaríamos que nos envíe otra orden por 20 sillonespara que la Junta de Comercio la reduzca a la mitady tengamos de ese modo la cantidad necesaria deunidades”. Y a una joven norteamericana que soli-citaba un nuevo talonario de cupones de raciona-miento, para reemplazar al que había perdido, se lepidió que relatara detalladamente lo que había he-cho para hallar el anterior. Y respondió con magní-fica sencillez: “Miré en todas partes”. Creo que estamujer había heredado parte del espíritu inmortal deSchweik; lo mismo que el caballero norteamericano

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que introdujo mil cigarrillos en Dinamarca, a pesarde que los reglamentos sólo autorizan cincuenta porcada viajero. La noche antes de salir de NuevaYork, este ingenioso turista encendió uno por unolos cigarrillos, aspiré una pitada y los apagó. Habíahallado el punto ciego de la ley... la cual no prohibíala introducción de colillas de cigarrillos.

Simpatizo con el hombre que, cuando encuentrala pregunta “Raza” en una solicitud de visa, contestasimplemente con la palabra: “Humana”. Admiro elespíritu de una mujer norteamericana que durante laúltima guerra estuvo empleada en el Ministerio deMarina. Decidió renunciar. Cuando comunicó susintenciones, sus superiores le explicaron que elasunto no era tan sencillo. Debía explicar por es-crito los motivos de su decisión, obtener el permisocorrespondiente y esperar que adiestraran a su re-emplazante... y así por el estilo. La mujer regresó asu escritorio, caviló durante algunos instantes, y lue-go mecanografió brevemente una hoja de papel, queintrodujo en un sobre. En la cubierta del sobre es-cribió: “No abrir hasta las 3.30 p.m.”, y la entregó aljefe de sección. Como buen burócrata que era, elhombre abrió el sobre a las 3.30 en punto. El men-saje que halló adentro era seco y definitivo: “Me

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marché a casa”.Casi idéntico ingenio demostró un jefe de de-

partamento de un gran edificio gubernamental deLondres que se vio trasladado de un día para otro,con todo su personal, a un salón excesivamente pe-queño para las necesidades del trabajo. Como la salavecina estaba vacía, solicitó se le permitiera ocupar-la, pero el pedido fue denegado. Era preciso adoptaruna decisión rápida, de modo que consiguió unamesa y varias sillas, y puso a dos de sus empleados atrabajar en la habitación de marras. Luego pidiónuevamente, por conducto oficial, que se le permi-tiera utilizar el sitio. Después de varias semanas deespera, se repitió la misma negativa anterior. Pasa-ron otras tantas semanas, y al fin se encontró ca-sualmente con el funcionario encargado de ladistribución de los locales; consiguió acorralarlo, yle preguntó por qué no le cedían aquel sitio (su-puestamente) vacío. El hombre respondió que “sereservaba la habitación para darle el mejor destinoposible”. El departamento necesitó siete meses paradescubrir lo que había ocurrido... y entonces seconcedió autorización; al mismo tiempo, se aplicóuna reprimenda al jefe de departamento por “haberadoptado una actitud unilateral”. Soportó la repren-

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sión con auténtica paciencia cristiana.

7.

El señor Philip Fothergill, presidente del PartidoLiberal británico, pronunció hace años un discursoen el que resumió la estupidez y la malignidad delburocratismo, mediante una versión moderna de laparábola del buen samaritano:

“El samaritano halló al hombre herido a la veradel camino, y telefoneó a los hospitales de Jerusalény de Jericó. Debido a cierta desgraciada desinteli-gencia entre ambas instituciones, se produjo unademora de varias horas en el envío de una ambulan-cia, y cuando el vehículo llegó al lugar la víctima yahabía muerto.

“No es posible censurar la actitud del samarita-no que hizo tan poco. Debe recordarse que era ciu-dadano de una potencia sospechosa. Más aún, lavisa de su pasaporte probablemente estaba vencida,y si hubiera caído en manos de la policía local segu-ramente habría sido encarcelado o deportado porlas autoridades judías, en su condición de extranjeroindeseable”...

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Sería posible escribir nuevamente cada uno delos cuentos de hadas, cada parábola, cada relato deheroísmo según se vería afectado hoy por la estupi-dez burocrática. Pero ésta no es, ciertamente, unafuerza mítica o alegórica. En sus efectos generales,es quizás la forma más peligrosa y destructiva de laestupidez.

8.

Cuando el burocratismo alcanza su forma máselevada, más peligrosa y más aristocrática recibe elnombre de protocolo diplomático, de etiqueta in-ternacional, de procedimiento propio del servicioexterior. Sea que debamos ver en el diplomático aun hombre “pagado para mentir”, como afirmócierto francés cínico, o a un “espía glorificado y pri-vilegiado”, como afirmó un norteamericano, estásometido a leyes y a reglamentos que en algunoscasos tienen siglos de antigüedad, y son hoy aúnmás insensatos que originalmente.

Durante una generación entera una tremendaacumulación de archivos amontonó polvo en la bi-blioteca de la corte y del Estado de Baviera, en Mu-

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nich. A principios dela década de 1870, SebastiánBrunner, prelado papal e ilustre historiador, exami-nó esta terrible montaña de papel y publicó los re-sultados de su trabajo en dos interesantesvolúmenes (Der Humor in der Diplomatie, “El humoren la diplomacia”, Viena, 1872). Los archivos quehabía estudiado contenían los informes de los em-bajadores imperiales de Austria en Baviera de 1750a 1790. Cómo estos informes estaban en Munich,cuando originalmente habían sido dirigidos a Viena,es un misterio que el propio Brunner no fue capazde resolver. Como lo indica el título de la obra, setrata de un trabajo humorístico; lo cual no significa,naturalmente, que Sus Excelencias desplegaran mu-cho ingenio o que en sus despachos relataran histo-rias cómicas. Las citas que monseñor Brunnerutiliza son todas extremadamente decorosas y elestilo es un tanto pedestre; los autores jamás habráncreído posible que los lectores modernos hallarannada reidero en sus largas, solemnes y pomposasparrafadas.

Se trata de un desfile de mezquinas intrigas de lacorte; las conspiraciones y tramoyas de dignatariossin importancia, los problemas de título, de rango yde precedencia; es decir, hormigas convertidas en

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elefantes y montículos elevados a la categoría demontañas.

El 10 de abril de 1756 el embajador austríaco sequeja amargamente de que sus sirvientes- ¡vestidosde librea!- deben pagar cierto derecho de peaje sillegan a las puertas de Munich después del toque dequeda. Pregunta si los lacayos del embajador bávaroen Viena están sometidos a la misma exacción. Re-cibe una respuesta afirmativa. De modo que el em-bajador austríaco decide amenazar con el despido acualquiera de sus servidores que se demore fuera desu residencia... cuando viste la librea que le sirve deuniforme. La discusión de este problema insumiótrece hojas de papel de oficio. Finalmente, el 30 deabril, el embajador informa el canciller austríaco,príncipe Kaunitz, que el Elector de Baviera ha re-nunciado graciosamente al pago del peaje. “No po-dría decir si este desenlace favorable fue resultadode mi firmeza tenaz o si el Elector deseaba demos-trar los sentimientos personales que le inspiro o siconstituye el reconocimiento de la diferencia queexiste entre un representante imperial y el de unelectorado”.

El 6 de abril de 1770, cuatro páginas para in-formar sobre los preparativos de la visita a Munich

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de una archiduquesa austríaca. Había obstáculoscasi insuperables. El embajador austríaco exigía quela guardia de nobles que acompañaba a la archidu-quesa pudiera cabalgar hasta el patio interior delpalacio del Elector. El Elector se negó obstinada-mente; la visitante podría ser acompañada sola-mente hasta las puertas del palacio. Y en estaocasión de nada sirvió la tenacidad; el gobernantebávaro no cedió.

27 de marzo de 1778: Una conferencia, presidi-da por el Elector, para decidir un candente proble-ma: si la cinta de la Orden bávara de San Jorgedebía ser llevada sobre el hombro izquierdo o sobreel derecho. La conferencia se inclinó por este últimocriterio. El embajador se sorprendió mucho cuando,en la primera recepción de la corte después de lamencionada conferencia, el Elector llevó su propiacinta sobre el hombro izquierdo. El informe agre-gaba una circunstancia atenuante: “Sin embargo, SuExcelencia tuvo cuidado de llevar el Vellón de Oroen un lugar muy conspicuo”.

En la masa de informes, los problemas y las dis-cusiones sobre cuestiones de precedencia ocupanun lugar prominente. Los enviados se aferraban aestos asuntos con desesperada tenacidad. No se

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avenían a ceder ni una pulgada de los privilegiosdebidos a sus respectivos amos. El principio fun-damental era doble: obtener el homenaje debido alseñor de cada cual, e impedir que el embajador o elministro de otra corte gozara de los mismos privile-gios.

En 1761, el conde Podstaski participó en laelección del obispo de Passau, en carácter de repre-sentante del emperador. No se trataba de una cere-monia eclesiástica, sino civil; el emperador, en sucondición de señor, otorgaba las propiedades epis-copales al nuevo obispo, Clemens, príncipe real dela casa de Sajonia. Se trataba de una brillante y me-morable ocasión.

Pero desde el principio mismo se produjo unlamentable choque entre el enviado imperial y elcapítulo de Passau. El conde señaló el caso de unaceremonia similar, realizada en 1723, y exigió quelos dos canónigos designados para recibirlo, rodea-dos por todo el séquito episcopal, lo esperaran alpie de la primera escalera, y que la misma escoltaceremonial lo acompañara mientras subía la segundaescalera, hasta el salón donde se realizaba la cere-monia de investidura. Por su parte, el maestro deceremonias del capítulo presentó al conde un ante-

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cedente aún más antiguo, que se remontaba a 1680;de acuerdo con este último, los dos canónigos noestaban obligados a recibir al enviado imperial al piedel primer tramo de escaleras, sino en el descansoentre el primer tramo y el segundo. Debido alapremio de tiempo, el conde se vio obligado a ce-der, pero aclaró terminantemente que se reservabasus derechos y que no consideraba la emergenciacomo precedente para el futuro.

Tuvo mucho más éxito cuando se discutió ladisposición de los asientos. Durante la elección sesentó bajo un baldaquín negro, sobre un sillón cu-bierto de paño negro. Cuando el capítulo lo llamó,su sillón se distinguía de los ocupados por los canó-nigos gracias a un ribete dorado. Durante el ban-quete de celebración el sillón que ocupaba estabaforrado de terciopelo rojo. Bebió a la salud del em-perador en un vaso de cristal servido en bandeja deoro; en cambio, brindó por el capítulo y por susmiembros en un vaso común; a su vez, el nuevoobispo bebió a la salud del conde en un vaso contapa de plata.

Tampoco omite el conde la descripción de suubicación en la mesa del Consejo. Los canónigos, adextro latere, se hallaban cerca de la mesa; los que

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estaban a la izquierda retiraron sus sillas para que elenviado imperial pudiera llegar a la mesa con todadignidad y seguridad.

Al estudiar estos detalles, se advierte cuán difícilfue sin duda la vida de un diplomático. No es deextrañar, entonces, que todavía en la década de1950, el señor Marcus Cheke, vicemariscal del servi-cio diplomático de Su Majestad, tuviera que com-poner una guía especial de las cortesías quenecesitan desplegar los jóvenes diplomáticos britá-nicos; para lo cual creó un mítico John Bull que va aMauritania como tercer secretario del embajador deSu Majestad, Sir Henry Sello (como se ve, aquí aúnlos nombres tienen carácter burocrático). El pobre yjuvenil John Bull comete una gaffe tras otra, y se vesuperado y desbordado por el tercer secretario de laembajada de Holanda, un hombre mucho más ex-perimentado. Este último vive sus días como unperfecto diplomático:

“Almuerza con un banquero, toma cóctels enalguna de las legaciones, cena con un diputado, pasala velada en casa de una dama que es amiga intimadel Ministro de Finanzas”

Parece un programa muy divertido, aunque cabesu poner que el tercer secretario dedica muy poco

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tiempo al trabajo de la oficina. El señor Cheke dabuenos consejos sobre la conducta en las comidasoficiales, recepciones, fiestas, partidas de bridge “enla casa de un extranjero”, relaciones con la prensa, yaún funerales:

“Muchas conexiones políticas muy interesanteshan sido establecidas por el jefe de una misión ex-tranjera en el curso de un convulsivo apretón demanos mientras desfilaba el cortejo fúnebre, y sehan consolidado ofreciendo a esa relación recientetrasladarla a su casa desde el cementerio, en el cochedel embajador.”

Duda: ¿Qué ocurre si la persona que es una“conexión política muy interesante” a) está dema-siado abrumada por el dolor para estrechar manos,convulsivamente o de cualquier otro modo, o b)tiene su propio automóvil?

Es posible que para el joven John Bull la eti-queta sea menos rígida y la precedencia menos im-perativa; pero sus antecesores en la diplomacianecesitaban estar constantemente en guardia, puesno podían prever cuándo darían el paso en falso quepodía significar una vergonzosa caída. Por eso esta-ban siempre inquietos, siempre alertas, ocupados enlibrar eterna guerra de guerrillas sobre privilegios y

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precedencias.El conde Ottingen, enviado del emperador Leo-

poldo I, se reunió con los embajadores del Sultán enun lugar denominado Zalankemen, Hungría orien-tal. En el acto de desmontar, ambos grupos se vigi-laban con ojos de lince, pues quien tocaba primeroel suelo debía realizar una humilde reverencia frenteal otro, todavía sentado en su montura. El condeaustríaco era viejo y corpulento, y no estaba encondiciones de desmontar de un salto. Mientrasforcejeaba por bajar del caballo, los representantesturcos permanecieron en la misma postura, con unpie en el estribo. Finalmente, el conde logró llegar alsuelo... y en el mismo instante los turcos tambiéntocaron tierra.

La planta del pie no era la única parte del cuerpoque desempeñaba un papel importante en la diplo-macia; también era preciso vigilar otra región delcuerpo, ubicada en un lugar muy diferente. La tradi-ción afirmaba que quien se sentaba primero adquiríapreeminencia. En la conferencia de paz de Kar-lowac, se aplicó una ingeniosa idea con el fin de sa-tisfacer los escrúpulos de precedencia de losrepresentantes austrohúngaros, turcos, polacos yvenecianos. Se construyó un salón circular, formado

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por una sola cámara, con una mesa redonda en elmedio. El pabellón de madera tenía cuatro puertas,y las tiendas de los enviados estaban frente a lascuatro entradas. A una señal convenida los embaja-dores abandonaban simultáneamente sus respecti-vas tiendas, abrían con estricta precisión la puertaque correspondía a cada uno y se sentaban en elmismo instante en los respectivos sillones. De esemodo, ninguno reconocía preeminencia a los de-más, y se salvaguardaba la dignidad de las cuatropotencias.

Un problema semejante inspiró la misma solu-ción a John o’Groat o por lo menos, así lo afirma laleyenda. John o’Groat (o Jan Groot) fue de Holandaa Escocia con sus dos hermanos, durante el reinadode Jacobo IV, y se estableció sobre la costa nordestede Escocia. Con el tiempo, los o’Groat prosperaron,y su número aumentó; al cabo, se contaban ochofamilias del mismo nombre. Una vez por año sereunían en la casa construida por el fundador de lafamilia; pero llegó el momento en que se planteó elespinoso problema de la precedencia, y Johno’Groat prometió que la próxima vez que acudierantodos quedarían satisfechos. Construyó una sala deforma octogonal, con una puerta en cada uno de los

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lados, y en el centro del recinto colocó una mesatambién octogonal. Y esta construcción en las pro-ximidades de Duncansby Head fue llamada despuésla “casa de John o’Groat”.

En cierta ocasión Federico el Grande nombróembajador en la corte de Versalles a un coronel, y elmilitar en cuestión tenía sólo una mano. La cortefrancesa quedó sumida en profunda perplejidad. Seles ocurrió que si nombraban embajador en Berlín aun hombre entero, el Rey de Prusia se reiría de losfranceses. Se discutió y examinó el problema, hastaque al fin hallaron un diplomático que sólo teníauna pierna... que debió exclusivamente a esa defi-ciencia el nombramiento de embajador en la cortede Prusia.

Quizás se trata solamente de una anécdota, o deuna invención satírica, pero la obra Some choice obser-vations of Sir John Finett, Knight and master of the ceremo-nies, etc. (1565) incluye únicamente hechosrelacionados con las curiosidades de la burocracia ydel ceremonial. Sus “observaciones selectas” fueronpublicadas sólo después de la muerte del autor;nunca pensó darlas a conocer, y escribió sus memo-rias sólo por placer personal.

Sir John se vio en graves dificultades con el

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obstinado embajador veneciano. El astuto italianohabía sido invitado a cierto festival de la corte, peroantes de comprometerse, mandó buscar al maestrode ceremonias y pidió que le repitiera, palabra porpalabra, el texto de la invitación enviada al embaja-dor francés. Luego, insistió en que su invitaciónfuera redactada exactamente del mismo modo, sinomisión de una coma o de una mayúscula. Sir Johnaceptó y se marchó a casa, abrigando la esperanzade haber resuelto el problema. Poco después llegóotro mensajero, jadeante y excitado: el enviado ve-neciano deseaba saber si también estaría presente elrepresentante del Gran Duque. Sí, replicó Sir John.En ese caso, dijo el mensajero, rogaba al maestro deceremonias que le informara cuál de los dos (el re-presentante del Gran Duque o el enviado de Vene-cia) recibiría PRIMERO la invitación, porque deello dependía la asistencia del diplomático venecia-no. ¿Qué podía hacer Sir John? Aseguró al repre-sentante de la República que él sería el favorecido.

La maniobra diplomática más exitosa del maes-tro de ceremonias fue su arbitraje entre los embaja-dores español y francés, cuyas disputas eraninterminables. El problema era grave, y hubo decelebrarse una conferencia. ¿Cuál de los dos debía

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sentarse a la derecha del nuncio papal? Por desgra-cia, el mencionado nuncio sólo tenía un lado dere-cho. Sir John se vio en un aprieto, pero al findescubrió una solución brillante. Pidió al represen-tante papal que mandara buscar al nuncio residenteen París. Monseñor se echó a reír e hizo lo que se lepedía. Ahora era muy natural que el nuncio de Parísse sentara a la derecha del londinense. Y por suparte, los dos belicosos embajadores podían hacerlodonde mejor quisieran. El francés eligió el asientode la izquierda, porque de ese modo estaba más cer-ca del nuncio de Londres; el español votó por el dela derecha, porque así, aunque a un asiento de dis-tancia, el lugar que ocupaba era más distinguido. Yambos se sintieron satisfechos.

A veces era inútil apelar a ardides o a recursosingeniosos. Los propios embajadores resolvían elasunto apelando a la fuerza.

Así ocurrió en Londres, en septiembre de 1661.Llegó un nuevo embajador sueco, que en su propianave remontó el Támesis. Con arreglo a la etiquetade la corte, el carruaje real lo esperaba en la Torre;el enviado subía al coche y era trasladado a Whi-tehall. Los carruajes de los restantes diplomáticosextranjeros solían unirse a la procesión. Y aquí sur-

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gió la violenta disputa: ¿Cuál de los carruajes debíaseguir inmediatamente al que ocupaba el embajadorsueco? ¿El español o el francés? El rey Carlos seencogió de hombros y declaró que los caballeros encuestión bien podían arreglárselas solos. Así lo hi-cieron, de acuerdo con sus propios métodos diplo-máticos.

El gobierno inglés sabía que este ajuste decuentas podía degenerar en batalla campal; por con-siguiente, procuró mantener a sus propios ciudada-nos fuera del asunto. Las tropas formaron unasólida muralla destinada a impedir el paso de loscuriosos. Los ingleses no se inquietaron mucho antela posibilidad de que hubiera cierto número de ca-bezas rotas, o de que se produjeran situaciones másgraves aún, siempre que el caso afectara solamente aextranjeros.

El embajador sueco debía llegar a las tres de latarde. El cortejo español apareció a las diez de lamañana... es decir, el carruaje y cincuenta hombresarmados. Los franceses acudieron un poco más tar-de, y ocuparon una posición menos ventajosa. Porotra parte, reunieron para la ocasión unos cientocincuenta hombres: cien soldados a pie y cincuentajinetes.

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Apareció la nave con el embajador: el enviadosueco desembarcó y ocupó su sitio en el carruajereal. Apenas éste inició su marcha, los antagonistas,que habían estado lanzándose miradas de fuego, searrojaron al ataque. Los españoles formaron unalínea para proteger su propio carruaje, que aprove-chando su mejor posición avanzó en pos del diplo-mático sueco. Los franceses lanzaron una andanaday luego desenvainaron las espadas. Fue una batallaen toda regla. Los españoles lucharon con desespe-rada furia, y no cedían una pulgada al número supe-rior de los franceses. Hubo doce muertos y cuarentaheridos. Es decir, hubo otra víctima... un burgués deLondres cuya curiosidad resultó fatal, y que recibióun balazo en la cabeza.

Aparentemente, los franceses eran mejores tác-ticos, pese a todo el heroísmo de sus oponentes.Habían puesto en reserva otra tropa montada, conla misión de perseguir al carruaje español, atacarlo ycortar las tiraderas del vehículo. Todo se desarrollóde acuerdo con el plan, salva que, milagrosamente,las espadas no hacían mella en las tiras de cuero.Pues los españoles fueron más astutos aún: habíanpuesto cadenas de hierro en lugar de tiraderas co-munes, y las habían cubierto de cuero para disimular

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los eslabones de metal.Concluyó la batalla, pero la disputa continuó de-

sarrollándose con más furia que antes. Luis XIV,encolerizado, se arrancó la peluca. Envió de vueltaal embajador español, y llamó al representante fran-cés en Madrid. Pareció que estallaba la guerra. PeroEspaña tenía conciencia de su propia debilidad, ydebió ceder. En presencia de la. corte de Versalles yde veintiséis enviados extranjeros, el marqués deFuentes, embajador de España, formuló una solem-ne declaración, en la que España reconocía la pre-cedencia de Francia. Para conmemorar esteacontecimiento, de tan trascendental importancia,Luis mandó acuñar una medalla. De un lado habíauna cabeza coronada de laureles, del otro estaba elrey sentado bajo el baldaquín de su trono, y ante elmonarca el embajador español, en actitud, de evi-dente humildad, rodeado por los restantes diplomá-ticos extranjeros. La inscripción de la medalla decía:IUS PRAECEDENDI ASSERTUM,CONFITENTE HISPANORUM ORATORE. ¡Locual valía sin duda tanto como una docena de cam-pañas victoriosas!

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VI

LA ESTUPIDEZ DE LA JUSTICIA

1.

Antaño, el juez se ponía sus vestiduras, se ajus-taba la peluca, y abandonaba su condición de serhumano. Era una máquina que dispensaba justicia...o lo que entonces se consideraba justicia. Expulsabade su mente la frase de San Pablo: “Pues la letramata, pero el espíritu da vida.” San Lucas lo expresócon mayor claridad aún: “¡Desgraciados de voso-tros, abogados! ¡Pues habéis perdido la llave del sa-ber!”

El juez- el juez que condena, el hombre del pá-rrafo y del precedente- no se interesaba por la per-sona del acusado ni por la intención que el hecho

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ocultaba, sino sólo por el hecho mismo. Las penasprescritas por la ley eran aplicadas sin piedad. Nohabía circunstancias atenuantes, ni piedad, ni com-prensión.

Eran los jueces que aplicaban el concepto deretribución, y que han sobrevivido hasta nuestrosdías. En el otro extremo de la escala se encuentranlos jueces demasiado humanos. Parecen particular-mente frecuentes en los Estados Unidos, donde unmagistrado de Nueva York invitó al acusado a sen-tarse con él y a tomar una taza de café; donde otro,en Greenville, Mississippi, resolvió poner a votaciónde los espectadores si cierto asesino convicto debíamorir en la silla eléctrica o ser condenado a prisiónperpetua. Finalmente se resolvió sentenciarlo a pri-sión, por la holgada mayoría de quinientos noventavotos contra diez. O está el caso del juez de circuitode Harlan, Kentucky, que entró tambaleando al tri-bunal, después de una francachela, y descubrió queacusadores y acusados estaban cansados de espe-rarlo. Al día siguiente se aplicó a sí mismo unamulta de doce dólares por haber bebido en exceso,pero no se puede afirmar que esa medida logrararestaurar su deteriorada dignidad.

El juez medieval, con toda su terrible majestad,

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jamás se habría hecho culpable de semejante con-ducta. Podía emborracharse, pero ciertamente jamásse aplicaba multas. Tampoco era raro que enviaraniños al patíbulo. En la famosa Biblioteca Széchenyide Budapest hallé una detallada descripción del pro-ceso de una niña de trece anos, Margarete Dissler,que en 1780, en pleno período del Iluminismo, fuesentenciada a morir decapitada. En el volumen co-rrespondiente a 1681 del Sonntagischer Postilion de

Berlín (N° 30) hay un informe sobre el caso de unamuchacha de catorce años de edad, que fue sor-prendida cuando pegaba fuego a una casa. Hoy di-ríamos que se trata de una piromaníaca, ytrataríamos de curarla mediante un cuidadoso tra-tamiento psiquiátrico. En 1681 fue condenada amuerte, decapitada y su cuerpo quemado pública-mente. El Vossische Zeitung trae en el número 112 de1749 la crónica del proceso a una bruja, en la regiónde Baviera. La bruja fue quemada, y se descubrióque había iniciado en sus “malignas prácticas” a unaniña de ocho años. La niña fue arrastrada al patíbu-lo, donde el verdugo le abrió las venas.

Tiempos de horror, que es mejor olvidar. Ex-cepto que, en la Alemania nazi y en Rusia comunis-ta, la edad límite para la responsabilidad penal ha

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descendido hasta el punto en que muchachos y ni-ñas adolescentes han sido enviados a prisiones,campos de concentración o, en centenares de casos,ejecutados por el hacha o por el pelotón de fusila-miento. A medida que desaparecía el sentido de jus-ticia de estos países, se revivían sin vacilar principiosy castigos propios del Medioevo.

Hoy, una sirvienta que cediera a la tentación yrobara unos pocos chelines sufriría una multa o se-ría puesta en libertad condicional; hace un siglo odos era colgada.

Hoy, la infortunada madre soltera que destruye asu hijo en un acceso de terror, va a la cárcel por po-cos meses o años; antaño, era enterrada viva, y se leclavaba una estaca en el corazón.

La justicia de épocas más primitivas no renun-ciaba a sus rígidas exigencias de retribución aunqueel malhechor escapara. Se aplicaba la sentencia ineffigie. Si el delincuente había sido condenado amuerte, se fabricaba un muñeco de paja; el artefactoera transportado a la plaza principal de la ciudad,donde se armaba el patíbulo.

Allí, en presencia de la efigie, se leía solemne-mente la sentencia; y luego se ordenaba al verdugoque cumpliera su deber. Sin olvidar una sola de las

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exigentes normas de su oficio, el verdugo ahorcabaal “condenado”. Únicamente omitían llamar a unmédico para que certificara la muerte.

Si la sentencia era particularmente severa y or-denaba quemar el cuerpo, también se ejecutaba esaparte; el verdugo retiraba el cuerpo “muerto” delcriminal y colocaba el “cadáver” sobre una hoguera,para edificación y entretenimiento del público.

La letra implacable y feroz de la ley debía seraplicada rigurosamente, aunque el criminal estuvieramuerto.

El inhumano principio de la retribución (desdecierto punto de vista podría hablarse de una “retri-bución nacionalizada”) debía obtener satisfacción.

Un buen ejemplo de lo antedicho es la exhuma-ción de Cromwell y de sus compañeros, que habíansido sepultados en la abadía de Westminster. Losregicidas debían ser castigados aún en la tumba. El30 de enero de 1661 (aniversario de la ejecución deCarlos I) los ataúdes de Cromwell y de sus dos aso-ciados fueron retirados de sus sitios y los cadáveresdescompuestos fueron llevados a Tyburn. Allí se losdejó colgados hasta el anochecer, en que fueron de-capitados y enterrados bajo el patíbulo. Natural-mente, este raro espectáculo atrajo considerable

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público. Las damas de la aristocracia consideraronun deber acercarse a Tyburn y recrear sus ojos en lanovedosa escena. Sin duda tenían excelentes ner-vios. Pepys registra en su diario los acontecimientosdel día: oyó un sermón, recibió una carta de suhermano y llamó a Lady Batten... que acababa deregresar de Tyburn, con la señora Pepys. Es evi-dente que el hecho le pareció bastante natural, puesen sus anotaciones no formula ningún comentariosobre la excursión.

Es característico del formalismo del antiguosistema judicial que los casos criminales se desarro-llaran de acuerdo con las mismas reglas y procedi-mientos aplicados a los casos en que se juzgaba apersonas vivas. La única diferencia consistía en quese nombraba a un representante del cadáver, paraque desempeñara el papel de abogado defensor...pues desgraciadamente el cadáver no podía argu-mentar. He aquí el procedimiento en el caso de lossuicidas, según el relato de un informe fechado en1725:

“El fiscal del Rey en Fontain-des-Nonnes iniciójuicio criminal contra Jacques de la Porte, empleadodel tribunal de Marcilly, en su carácter de defensordel cadáver de Charles Hayon. En el curso de la au-

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diencia se estableció que el arriba mencionadoCharles Hayon, residente en Chaussée, se mató vo-luntaria y malignamente, atándose las piernas yarrojándose al arroyo, donde se ahogó. Se sentencióal cadáver a permanecer boca abajo, desnudo, sobreuna parrilla de madera, y a ser arrastrado en ese es-tado por las calles de la comuna de Chaussée.”

Se han conservado también los documentos delproceso en que se juzgó el cadáver del asesino deEnrique III (Collection des meilleurs dissertations, etc., porC. Leber, J. B. Salgues & J. Cohen, París, 1826. Elinforme aparece en el volumen XVIII de la serie.)

Nueve testigos fueron llamados a declarar, y to-dos declararon bajo juramento que Jacques, Clé-ment había apuñalado al rey, y que entonces losguardias reales y los cortesanos se habían arrojadosobre el asesino, matándolo en pocos instantes. To-dos conocían bien el episodio, pero ello poco im-portaba. Se leyó la sentencia en nombre de EnriqueIV, sucesor del monarca asesinado, y después delpreámbulo habitual, se estableció lo siguiente:

“Su Majestad, después de oír la recomendacióndel Consejo Judicial, ordeno que el cadáver del arri-ba mencionado Clément sea descuartizado atandocuatro caballos a los cuatro miembros, y luego

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quemado, y las cenizas arrojadas al río, para destruirtodo rastro de su recuerdo. Dado en Saint Cloud, el2 de agosto de 1589. Firmado: Enrique.”

Y más abajo se lee una anotación:“Sentencia ejecutada el mismo día”En Francia el descuartizamiento era sentencia

reservada a los regicidas. Enrique IV no sabía quetambién él caería víctima de la daga de un asesino, yque Ravaillac, su matador, sufriría vivo la mismasuerte que corrió el cadáver de Clément.

¡”Para eliminar todo rastro de su recuerdo”!¿Acaso el gobierno soviético no siguió el ejemplodel siglo XVI cuando ordenó a los suscriptores de laEnciclopedia Soviética eliminar las páginas quecontenían la biografía y la fotografía de LavrentiBeria? ¿O cuando Goebbels ordenó que Lorelei, deHeine, fuera incluido en los libros de texto alemanescon la indicación: “Autor desconocido”? El princi-pio es el mismo, aunque las aplicaciones (o los su-jetos sufrientes) sean distintos.

La cosa era un poco menos trágica cuando la leydescargaba sobre objetos todo su draconiano vigor.

El 8 de abril de 1498, la muchedumbre florenti-na, que se había rebelado contra Savonarola, saqueóel monasterio de San Marcos. Uno de los adeptos

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del gran reformador echó a vuelo las campanas. Aloír la señal, la gente del monasterio se reunió y re-sistió un tiempo; al fin, la turba triunfó. El resto eshistoria bien conocida. Pero poca gente sabe que lahorrible muerte de Savonarola en la hoguera no sa-tisfizo el espíritu de venganza del partido victorioso.También la campana debía ser castigada. Ese mismoverano los prohombres de la ciudad dieron su fallo.La campana fue retirada de la torre y, arrastrada porasnos, fue paseada por toda la ciudad, mientras elverdugo la azotaba... lo mismo, precisamente, quehicieron los esbirros de Jerjes con el Helesponto.

2.

Aún más extraños que los casos relativos a ca-dáveres o a objetos inanimados fueron los juicios enque se acusaba a animales.

Mucho se ha escrito sobre estas extrañas aberra-ciones, blanco fácil de muchos humoristas. Pero laley de la Edad Media (y aún de épocas más moder-nas) castigaba a los animales sobre la base de unsistema lógico.

Algunos de estos juicios buscaban la eliminación

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o expulsión de plagas animales. Esta categoría deprocesos caía bajo la autoridad de los tribunaleseclesiásticos... quizás porque la Biblia se ocupa detantos casos y tribulaciones semejantes.

La otra categoría era el juicio a animales que de-linquían “individualmente”; aquí, el objetivo eracastigarlos por sus “malvadas actitudes”. Estos eranjuzgados por los tribunales civiles.

De todos los desastres naturales sufridos du-rante la Edad Media, las plagas animales eran losmás espectaculares y más temidos. Langostas, oru-gas, escarabajos, serpientes, ranas, ratas, ratones,topos... parecía que periódicamente se rompía elequilibrio de la Naturaleza, y estas pequeñas pestesse combinaban para devastar regiones enteras. Searruinaban las cosechas, y a menudo se padecíahambre. La ciencia medieval nada podía hacer. Lagente no obtenía ayuda de los eruditos, y se volvíahacia el cielo y la religión.

Tan súbitos y despiadados ataques sólo podíanexplicarse mediante la acción de una fuerza demo-níaca y sobrehumana. No era que las langostas de-voraran las cosechas, ni que los ratones royeran lasraíces... el demonio o sus ayudantes se habían pose-sionado de los dañinos animales.

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El pueblo aterrorizado esperaba que sus sacer-dotes combatieran la plaga maldiciendo o exorci-zando al Espíritu Maligno.

Pero esta excomunión o exorcización tenía suspropias reglas, estrictamente determinadas. El for-malismo de la Edad Media habla arraigado en la leycanónica tan profundamente como en el derechocivil; ello es fácil de explicar, pues en ambas esferaseran casi siempre juristas legos los que deformabany retorcían, tejían y entretejían, corregían y fabrica-ban, los párrafos y las cláusulas.

Por consiguiente era preciso observar los for-malismos legales y las reglas del tribunal aún en elproceso de la excomunión: acusación, nombra-miento de un defensor, proceso, discurso de la acu-sación y discurso de la defensa, sentencia. Todo locual hoy nos parece bastante cómico; pero desde elpunto de vista de la época no era más extraño quemuchas tradiciones que han sobrevivido hastanuestros días. Aún se busca pólvora oculta en lossótanos del Parlamento británico, lo mismo que entiempos de Guy Fawkes; no hace mucho tiempo unabogado de Jersey planteó ante el Tribunal Real elantiguo derecho normando a echar mano del Cla-meur de Haro en un litigio de tierras. El alguacil sigue