Reseña-debate de Ignacio Fdez Sarasola, "Los partidos políticos en el pensamiento español"

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QUADERNI FIORENTINI per la storia del pensiero giuridico moderno 39 (2010) © Dott. A. Giuffrè Editore Spa - Milano

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QUADERNI FIORENTINIper la storia del pensiero giuridico moderno

39(2010)

© Dott. A. Giuffrè Editore Spa - Milano

IGNACIO FERNÁNDEZ SARASOLA, Los partidos políticos en el pensamientoespañol. De la Ilustración a nuestros días, Madrid, Marcial Pons,2009, 382 pp.

SEBASTIÁN MART-N

En un principio, el libro que pasamos a reseñar, culminación deuna línea de investigación cultivada por el autor desde hace años (1),dice abordar « la historia de la idea de partido, del concepto, de cómose percibieron los partidos políticos en la conciencia de los actores decada época » (p. 15). Con el paso de las páginas, el lector se percata deque está ante una monografía que abarca mucho más que la merareconstrucción histórica de la idea de partido. Es más, desde la pers-pectiva de la historia del pensamiento jurídico, me atrevería a señalarque el estudio de la construcción teórico-jurídica de los partidos cuentacon una presencia proporcionalmente menor, aunque en absolutocarente de importancia. Comienza con el examen de las ideas de JoséDonoso Cortés o Antonio Alcalá Galiano, se hace patente en el análisisde los tratados de derecho político circulantes en los años treinta (p.255 ss.), llega a su cénit con la valiosa recuperación de la tesis inéditasobre el particular de Francisco Ayala — uno de los momentos másdestacables del libro — (pp. 258-261), prosigue con el estudio de ladoctrina franquista, en la que sobresale la interpretación de Luis LegazLacambra (p. 293), y concluye con la reseña de ciertos diccionariospolíticos y de varios tratados y artículos publicados durante la transi-ción.

Junto a esta temática, que supone apenas una cuarta parte del

(1) Cultivo que ha ido rindiendo sus frutos: Los partidos políticos en el pensa-miento español (1783-1855), « Historia Constitucional » 1 (2000); La idea de partido enEspaña: de la Ilustración a las Cortes de Cádiz (1783-1814), « Cuadernos de Estudios delSiglo XVIII », 8-9 (1998/9), pp. 79-100; Idea de partido y sistema de partidos en elconstitucionalismo histórico español, « Teoría y realidad constitucional », 7 (2001), pp.217-235; Los conceptos de Cortes y parlamentarismo en la España del siglo XX, « Revistade las Cortes Generales », 62 (2004), pp. 141-178; La idea de partido político en la Españadel siglo XX, « Revista Española de Derecho Constitucional » 77 (2006), pp. 77-107.

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relato (2), nos encontramos con otros hilos conductores de mayorextensión, principalmente con dos: el primero hace referencia a ladimensión legislativa, institucional y organizativa de los partidos polí-ticos en la historia contemporánea española, y el segundo desentraña lasconcepciones que sobre éstos mantuvieron sus principales protagonis-tas, aquellos sujetos caracterizados por reflexionar sobre el partidodesde la praxis y la estrategia política, incluso desde la misma perte-nencia a formaciones partidarias. Si estamos, pues, ante una historia« de la idea de partido », y no frente a una historia política de lospartidos mismos, es porque acertadamente se da por entendido queésta, su idea, también se halla engastada tanto en los proyectos, leyes yprogramas que los iban perfilando como en las disquisiciones de suslíderes o de intelectuales atentos a la actualidad social.

Ocupada en describir los pormenores de su progresiva y cam-biante implantación, y partiendo de la constatación de que, « por logeneral, en los partidos la realidad ha precedido a las ideas » (p. 15),nuestra monografía se centra así, fundamentalmente, en concepcionesnacidas de la práctica política y la actividad legislativa, cuando no en losavatares de las propias agrupaciones partidarias. Para ilustrarnos sobretales extremos, y pese a la restricción editorial de buena parte de lasnotas bibliográficas (3), el autor se basa en un formidable repertoriodocumental, encomiable despliegue de fuentes que comprende textoslegislativos y obras de doctrina, discursos parlamentarios y artículos deprensa, discursos políticos y alocuciones académicas, memorias y epís-tolas, programas y manifiestos, textos literarios y citas elocuentes queintroducen cada uno de los epígrafes. Con tan heterogéneo material, secorre el riesgo de fundir lo dispar y de no distinguir estratos discursivoscon relativa autonomía. Creo, no obstante, que Fernández Sarasolasalva el peligro de una exposición heteróclita y logra ofrecernos unfresco completo de esta voz indispensable del léxico político moderno,ya sea en su aspecto más singular, como la noción de partido propug-nada por políticos decisivos tal que Antonio Cánovas, Francisco Silvelao Manuel Azaña, o bien en su aspecto más general, exponiendo « laideología » sobre los partidos imperante en cada período histórico y sustransformaciones sucesivas. Y tanto para comentar idearios personales

(2) Y acaso no pudiera extenderse más, dado que un objeto como los partidos,manifestación del carácter polémico de la toma de decisiones políticas, obstaculizaba elafán de sistema que caracterizó al derecho público desde la segunda mitad del siglo XIX

hasta su tecnificación en el XX.(3) El autor nos indica ya desde el comienzo del texto que ha debido « eliminar

dos tercios de las notas que originariamente lo acompañaban », supresión que intenta« compensar incluyendo en las fuentes y bibliografía todas las obras consultadas » (pp.18-19).

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como para describir los contornos sucesivos del citado concepto elautor se sirve de una convincente ordenación estructural.

A ella le preceden dos premisas de partida. La primera consiste enla tácita convicción del autor de que el modo más ético de organizar lacosa pública se identifica con los cánones de una moderada democraciapluralista. Tal presupuesto se hace patente, por ejemplo, en su eleccióncomo interlocutor histórico para narrar los pormenores del Sexenio de« los partidos más avanzados », « los demócratas y republicanos » (p.119), en sus valoraciones positivas sobre la República, « la primeraverdadera democracia española » (p. 246), o en la vinculación del« socialismo » con determinantes conquistas para la participación po-lítica y « la defensa del individuo » (p. 17).

La asunción legítima de principios políticos o juicios de valorapriorísticos comporta vidriosos problemas metodológicos. Lo máshonesto científicamente es reconocerlos de un modo abierto y claro,pues resulta inverosímil que tales pre-comprensiones no estén presentesen la elaboración de las ciencias sociales. En el caso de la historiografíapolítica, su adopción y contenidos son además fundamentales porquede ellos depende el resultado final, y de su mayor o menor proyecciónen los análisis se derivan riesgos específicos. Al igual que para elantropólogo implica un importante error de apreciación valorar unacultura que le es exótica con los parámetros de la propia, el historiadorno debe proyectar hacia el pasado valores fundadores de su presente.De hacerlo, incurriría en anacronismos y terminaría realizando unalectura teleológica y evolucionista del objeto tratado, como si por lafatalidad del destino estuviese abocado a tomar la forma que tiene en laactualidad. Ahora bien, el problema se complica para el examen deltracto histórico más contemporáneo, en el que comenzaron a circularvalores relacionados con la libertad, el individuo y la democracia sobrelos que supuestamente se asientan las últimas Constituciones europeas.En ese caso, oponer como contraste a los regímenes políticos que sesucedieron en los siglos XIX y XX los principios y metas del primerliberalismo, lejos de constituir un signo de anacronismo, supone unrecurso definitorio indispensable, pues desde el Estado liberal hasta lostotalitarismos pasando por las Repúblicas de entreguerras modularonsu identidad, de un modo u otro, en referencia a los valores inauguralesde la tradición democrática, social y liberal, ya fuese para cercenarlos ynegarlos o ya para llevarlos a término. Pero esto nos coloca ante unanueva disyuntiva, a saber: el discurso oficial en que se apoyaron losdiversos sistemas de ambos siglos invocaba la libertad, la democracia ylos derechos del individuo, pese a que el sentido de tales invocacionesno se correspondiese con el alcance que la libertad, la democracia y losderechos tuvieron en sus más exigentes formulaciones. Por lo tanto, elhistoriador se encuentra así ante una doble tarea, la de precisar elsignificado que en la cosmovisión hegemónica se atribuía a dichos

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términos políticos y la de definirlos en contraste con el sentido que éstostenían en su versión más completa y moral, que, repito, se suponevigente en la actualidad (4).

Toda esta digresión metodológica se justifica porque, como vere-mos, esta preferencia del autor por el pluralismo democrático tiene enel texto una función irregular. En términos generales, habría de facilitarel punto de comparación con los modelos políticos precedentes al de1978, sin interrumpir ni menoscabar la explicación del discurso políticooficial que les sirvió de base cultural. Y el caso es que así lo hace enbastantes ocasiones, tanto para denunciar la falta de pluralismo hasta1868, y aun durante el Sexenio (p. 128), como para poner de relieve elcarácter excluyente del bipartidismo auspiciado por Cánovas (p. 176).Por eso no se comprende el motivo de que desaparezcan las conviccio-nes pluralistas de fondo en otros momentos, quizá más decisivos, comoen buena parte del examen del régimen franquista. Se deduce queFernández Sarasola quiere evitar toda clase de anacronismo, cuidán-dose de oponer a realidades pretéritas el marco superior del pluralismodemocrático y prefiriendo atender a los atributos distintivos de cadauna de las declinaciones históricas de la idea de partido. Pero, como-quiera que no deja de oponerlo en otros fragmentos de la obra, el rangode que goza resulta confuso y el tenor de las conclusiones que alcanzapuede generar equívocos.

Baste por ahora citar, antes de seguir profundizando en él, un soloejemplo de este punto que tratamos: su preferencia por los políticosintransigentes y continuistas de la transición (p. 318), cuyos argumentosconsidera « más sólidos » y « consistentes » que los esgrimidos por losaperturistas porque, en definitiva, bajo el imperio de los principiosinconmovibles del « Movimiento » no cabían los partidos, aun disfra-zándolos de « asociaciones políticas » con relieve electoral. Si esto escierto, no sobra tampoco una mención expresa al trasfondo pluralista ydemocrático desde el que es posible sostener semejante convergencia,pues, en efecto, un sistema compuesto de una pluralidad de partidos,por irrisoria que fuese, era radicalmente incompatible con la supervi-vencia de la dictadura, lo cual hacía deseable la ruptura con esta últimamás que el rechazo de aquel sistema. Pero más allá del señalamiento dedicha incompatibilidad, interpretable como digo también en términosdemocráticos, la solidez y consistencia de los defensores integristas del

(4) Esa misma doble tarea traté de llevar a cabo en Penalística y penalistasespañoles a la luz del principio de legalidad (1874-1944), en « Quaderni Fiorentini », 36(2007), pp. 503-610, intentando combinar, por un lado, la crítica del pensamiento penalespañol en función de su proximidad o lejanía respecto de las garantías jurídico-penalesen su más pleno sentido, y por otro, la exposición del significado que los penalistasatribuían a tal principio cuando lo defendían o negaban.

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Movimiento equivalía tan solo a la solidez y consistencia de sus interesesparticulares protegidos por el régimen.

Si la primera premisa consiste en esta asunción irregular y tácitade la ética democrática, la segunda se corresponde con el concepto-tipode partido que al autor sirve de guía en su prospección historiográfica.Esta acepción — según la cual el partido es una « asociación » coagu-lada en torno a una ideología compartida que aspira a « conquistar elpoder para realizar su programa » (p. 236) — es la que marca ladivisoria entre la prehistoria de los partidos y su andadura en sentidoestricto. El gozne entre ambas etapas lo encarna un nombre propio,Andrés Borrego, primer formulador de esa « idea moderna de partido »en la historia intelectual hispana (pp. 101-109), la cual obtuvo deManuel Azaña su versión más acabada, aquella que transitaba de « laopinión pública nacional » a las « opiniones en plural » y disolvía losmitos políticos ilustrados y liberales del « bien público », la « voluntadgeneral » o el interés común (p. 247, p. 265). Este concepto típicofunciona además como punto de contraste para poder apreciar, por unlado, lo poco que en realidad tenían de partido la Unión Patriótica dePrimo de Rivera o la Falange del franquismo, y por otro, lo que lesquedaba para serlo a las dos corrientes de la familia liberal y a lasagrupaciones parlamentarias que éstas formaron en la España anteriora 1868, consideradas más bien como « tendencias ideológicas carentesde organización y líderes » (p. 61) y desprovistas de « un programadefinido » y de la indispensable « cohesión interna » (p. 75). Por eso nose entiende el motivo que lleva al autor a denominarlas, de todasformas, como partidos. Se infiere que su objetivo, propio de la historiaconceptual, no es sino ir revelando los diferentes significados que en elvocabulario político y periodístico de la época fueron atribuidos alcampo semántico « partido », antes incluso de que éste hubiese sidoconcebido, o se hubiese materializado, en términos modernos (5). Pero,en todo caso, no faltan las ocasiones en que el lector no puede distinguircon claridad si dichas « tendencias » — que no nacían del derecho deasociación, ni expresaban pluralismo alguno, ni contaban con progra-mas verdaderos sometidos al refrendo electoral — son calificadas comopartidos por fidelidad a las fuentes de la época o por vaguedadconceptual.

Como se decía, junto a los dos postulados descritos, el abundantecaudal de hechos relatados en nuestro texto viene además articuladopor una certera distribución basada en principios generales. Cierto esque en el relato prepondera la narración de hechos en detrimento de la

(5) Así, por ejemplo, indica que, en tiempos del Trienio, « diarios como LaColmena, El Espectador, El Zurriago o El Amigo del Pueblo comenzaron a referirse aexaltados y moderados como partidos. De esta forma superaban la primera idea departido como facción » (p. 61).

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exposición estructural. Ello acarrea algunas reiteraciones, comunes, porotra parte, a la historiografía con más vocación informativa que teórica,y visibles, por ejemplo, en el estudio de los autores críticos con lospartidos y el régimen parlamentario, los cuales, pese a sus particulari-dades accidentales, convergían en la defensa de un conjunto reducidode axiomas fácilmente identificable. Pero lo relevante es que, al lado delas habituales remisiones internas, que traban el texto y agilizan unalectura de por sí amena, la exposición se ordena en función de ciertosreferentes que aparecen con frecuencia, orientando al lector y permi-tiéndole sistematizar sus conclusiones. Tales referentes se condensan enla oposición binaria entre Estado y sociedad, marco en el que soninscritas las diferentes acepciones y las variadas dimensiones del par-tido, visto que, en definitiva, « los partidos se concibieron en algúnmomento como émulos ya del Estado, ya de la sociedad » (p. 18).

Este esquema implícito permite que la problemática tratada en ellibro se despliegue con claridad y en toda su extensión. Referido a lasociedad, el partido, entre otras cosas, se relaciona con el alcance delderecho de asociación, se topa con el dilema de si ha de representar lapresunta unidad social o la pluralidad ideológica que caracteriza a lacomunidad, se vincula de un modo revelador con los idearios quepretende materializar y, más recientemente, se halla en tensión con lasfórmulas de participación directa y con la existencia de agrupacioneselectorales. Y referido al Estado, el partido entabla relaciones con sutrasunto en las cámaras, el « grupo parlamentario » — ya sea apoyandoal gobierno o en la oposición —, se debate entre ser un « instrumentoal servicio del parlamentarismo », como en el sistema bipartidista, o unórgano supremo del Estado mismo, como en las dictaduras, y se colocaen la compleja posición de destinatario de unas normas que él mismo hacontribuido a producir.

Con la estructura abocetada y el acopio documental mencionado,Fernández Sarasola nos propone un recorrido exhaustivo a través de lasdiferentes etapas que jalonan la historia española, desde las décadas dela Ilustración hasta la más palpitante actualidad. Por su legítima voca-ción de dirigirse al « público interesado en la política » (p. 18), y no soloal especialista, nuestro libro detalla los aspectos más relevantes de cadauno de dichos períodos. Es aquí, en la recreación instrumental de lahistoria política española, donde el recensor se aleja más de los postu-lados del autor y donde quizá se alojen los puntos más débiles del libro,al menos en la medida en que la referencia al pluralismo político deja defuncionar o funciona intermitentemente, con el resultado de trasladar allector juicios y observaciones contradictorios entre sí.

No creo, por ejemplo, que el liberalismo gaditano se aproximetanto a Rousseau, ni que esté tan liberado de referencias premodernas,ni que su concepto de Constitución sea ya, a esas alturas, « racional-normativo » (p. 37), algo incompatible con el sostenimiento de princi-

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pios tradicionales inamovibles hasta para el poder constituyente (6).Tampoco caracterizaría exactamente a las Constituciones de 1837 y1845 por su naturaleza transaccional, flexible y proclive a favorecercierto pluralismo dadas sus continuas « remisiones a la ley » (p. 92) y,por consiguiente, a la dialéctica parlamentaria. Y no lo haría precisa-mente por la vigencia presupuesta de dichos principios inalterables, porel establecimiento extraconstitucional, y por tanto no sujeto a discusiónen las cámaras, de aspectos fundamentales para la construcción delEstado y por la acostumbrada elaboración gubernamental de las leyes,dato que restaba protagonismo a las Cortes (7). Y aun considerando quetales Constituciones se caracterizan por dichas señas, lo más quehabrían propiciado sería la división funcional para la praxis parlamen-taria del liberalismo en dos grupos diferenciados, fenómeno todavíaalejado del partido como institución política. Tampoco me convenceque el Sexenio, igual de propenso que los regímenes anteriores yposteriores a los estados de excepción y a la represión extralegal decierta criminalidad, fuese ajeno al aseguramiento del orden público,

(6) Sabido es que existe abundante y actual bibliografía sobre el particular, quese decide ignorar, y hasta el mismo Fernández Sarasola sostiene que los herederos delliberalismo doceañista mantenían « la idea de que existían determinados principiosintangibles que quedaban al margen de toda discusión » (p. 81). Además, al obviar ellastre jurisdiccional de este primer liberalismo y la persistencia corporativa en la sociedadhispana de principios del siglo XIX, se deja en consecuencia de mencionar uno de losprincipales motivos que impedían el florecimiento de los partidos. Y con respecto alconcepto de Constitución defendido por los primeros liberales, no está de más volver alsignificado original de la legitimidad racional-normativa para apreciar hasta qué puntono puede identificarse por entero con ella una norma con numerosas referenciashistoricistas. Para ello, cf. Max WEBER, Economía y Sociedad. Esbozo de sociologíacomprensiva (19564), México, FCE, 199310, pp. 173 ss. 1993.

(7) Fernández Sarasola cita en este sentido el clásico estudio de Juan IgnacioMARCUELLO BENEDICTO, La práctica parlamentaria en el reinado de Isabel II, Madrid,Publicaciones del Congreso de los Diputados, 1986, como bibliografía válida « portodos » (p. 93, n. 52) para documentar el asunto de la « parlamentarización » de laMonarquía. En él se identifica, como rasgo estructural de dicho sistema parlamentario,la práctica « de delegaciones legislativas acordadas por las Cortes en favor del poderejecutivo […] en campos tan relevantes como el de las leyes orgánicas, las leyes deCódigos e, inclusive, las leyes de Presupuesto », p. 23. Y a dicha práctica se añadía unejercicio de la iniciativa legislativa mayoritariamente gubernamental y una relegación dela iniciativa parlamentaria a campos secundarios, pp. 88 y 249. El mismo FernándezSarasola, páginas más adelante, caracteriza el « parlamentarismo liberal » por « ‘discutiry no legislar’ » (p. 252). Se percibe así hasta qué limitado punto la dinámica parlamen-taria encuadrada en las Constituciones isabelinas pudo contribuir a la generación delpluralismo y, con ello, de los partidos.

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rasgo que el autor atribuye tan solo a la Restauración (p. 114) (8). Y, porúltimo, me resulta algo excesiva la calificación de la « Constitucióninterna » como « exitosa construcción » de Cánovas del Castillo (p.175), visto que procedía, en todas sus facetas, de bastante atrás (9).

Estas indicaciones, de cualquier modo, patentizan unas divergen-cias que solo muestran que la historia político-constitucional hispana essusceptible de variadas lecturas (10), aunque unas, a mi entender,guarden mayor fidelidad a las fuentes que otras. Caben, sin embargo,algunas otras apreciaciones que señalan, sino contradicciones, sí desdeluego tensiones evidentes en los planteamientos de Fernández Sarasola.Por ejemplo, cuando se abre el capítulo dedicado a la República con eltítulo « El pluralismo ‘excesivo’ » y se cierra concluyendo que, « [f]rac-cionada España en dos bloques, desoída la llamada a la unidad política,la suerte de la República estaba echada » (p. 281), el lector esperatropezar con muchas de las convenciones de tono conservador quesobre aquel régimen han ido consolidándose en la última década, enespecial la que vincula una situación de ingobernabilidad con un golpede Estado poco menos que inevitable. Alguna desde luego hay, comocreer que « uno de los grandes males que impregnaron la SegundaRepública [fue] su escasa capacidad de conciliación » (p. 247), vicioque no pertenecía tanto al sistema constitucional republicano — tanintegrador que daba cabida política a la región, la mujer, el trabajadory a todos los partidos — como a los políticos, sectores y movimientosque lo destrozaron. Mas, pese a tal consideración, lo que el estudiosohallará realmente es una representación progresista del tracto republi-cano. Dicha imagen se torna perceptible, en primer término, con lacalificación de la República como modelo que abolía « la artificiosi-dad » de los regímenes anteriores, acababa con « los partidos denotables » y permitía por fin que « los partidos emergieran del pueblo »(pp. 246-249), algo totalmente extraño para el corrupto, falsario y

(8) Para deshacer cierta mitología liberal resulta de suma utilidad la lectura deManuel BALLBÉ, Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983),Madrid, Alianza, 19852.

(9) Basta abrir la fuente bibliográfica que emplea el autor para saber que« Constitución interna es un concepto recurrente a lo largo de todo el constitucionalismodel siglo XIX », cuya función consistió en « oponerse a las pretensiones constitucionali-zadoras basadas en principios propiamente liberales », Almudena BERGARECHE GROS, Elconcepto de constitución interna en el constitucionalismo de la Restauración española,Madrid, CEPC, 2002, p. 11.

(10) Obsérvese que casi todas las objeciones realizadas sobre la visión que de lahistoria constitucional decimonónica transmite nuestra monografía convergen en unpunto: en señalar que no es tenido en cuenta el pesado lastre tradicional, y por tantopreconstitucional, que la caracterizaba.

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oligárquico turnismo impuesto durante la Restauración (11). En segundainstancia, con la indicación de que 1931 supuso « una depuración de unparlamentarismo seriamente herido » (p. 249). En tercer lugar, con laútil recordación de que las tácticas de obstruccionismo parlamentario,lejos de ser inventadas o producidas por la República, venían deatrás (12). Y en cuarto — pero no último — lugar, con el muy oportunoapunte de que la República trató « de poner en práctica » un « parla-mentarismo racionalizado » que se caracterizaba, entre otras cosas, por« fortalecer al Gobierno » y favorecer « la formación de mayoríasestables » para evitar « la excesiva atomización política del Parla-mento » (p. 252), es decir, por unos rasgos muy distantes de ese« pluralismo excesivo » que parecía denunciar la titulación del capítulo.

De similar manera procede el autor con su generoso retrato delfranquismo posterior a la Ley Orgánica del Estado de 1967. Sobre esteasunto volveremos enseguida, pero puede ahora señalarse que estepresunto « intento de apertura », que supuestamente incrementaba« los cauces de participación ciudadana » (p. 303), puede ser interpre-tado de modo alternativo, en concreto como una desesperada estrategiade supervivencia y perpetuación en el poder más que como síntoma detímido democratismo o de incipiente rectificación (13). Pero, indepen-dientemente de la interpretación realizada, la cuestión es que no casadel todo bien creer, por una parte, que se estaba ante « un relevanteavance hacia la modernización » (p. 304), y por la otra, criticar el cínicoy « casi nulo » asociacionismo que estatuyó el régimen nacional-católico(pp. 310-311).

Estas observaciones, centradas en la ilustración general de lahistoria política española llevada a cabo por Fernández Sarasola, aun-que a veces afectan al estudio del objeto central, no restan méritoalguno al notorio esfuerzo reconstructivo exhibido por el autor. De talesfuerzo, verdaderamente digno de elogio, dan testimonio numerosasmanifestaciones: la atención prestada a las condiciones que hicieron

(11) Séame permitido introducir un recuerdo relacionado con el pluralismodemocrático republicano. Cuando en el otoño del año 2000 consulté por vez primera elDiario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la II República me llamó poderosa-mente la atención cómo todos los hoy denominados grupos parlamentarios se llamabanentonces « minorías », independientemente de la proporción de su presencia en laCámara.

(12) De ahí que en un temprano 1930, como Sarasola nos hace saber, la DerechaLiberal Republicana de Niceto Alcalá Zamora renegase ya del parlamentarismo que« derriba y no combate », p. 252.

(13) Intento al menos sugerir esa lectura en Sebastián MARTÍN, Génesis yestructura del ‘nuevo’ Estado (1933-1947), en Federico FERNÁNDEZ-CREHUET, DanielGARCÍA LÓPEZ (eds.), Derecho, memoria histórica y dictaduras, Granada, Comares, 2009,pp. 79-135.

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posible el rechazo, la emergencia y la proliferación de los partidos y sucostosa liberación del estigma de facciosos; el análisis de asuntosvinculados a la temática principal como el derecho de asociación o lasconcepciones de la representación política y la voluntad general; larenuncia, en lo que el texto tiene de historia intelectual, a realizar unahagiografía al uso, dando por consiguiente cabida a voces solo aparen-temente periféricas, que contaban, como en el caso de Manuel Llorente,con el logro de plasmar por vez primera, incluso antes de AndrésBorrego, una idea positiva y pluralista de los partidos (p. 73); y, porúltimo, en lo que tiene de historia más política, cabe destacar unostensible ánimo de exhaustividad, apoyado en el ya citado vigordocumental, que permite al lector conocer las aventuras partidarias deJoaquín Costa y de Ortega y Gasset, el intento de Primo por instaurarun bipartidismo compartido entre Unión Patriótica y el Partido Socia-lista, el novedoso concepto de partido que supuso la irrupción delFrente Popular, la posición inicialmente perdedora del tradicionalismoen el régimen franquista, los entresijos legislativos e institucionales de lademocracia orgánica y los términos exactos de problemas y fenómenosactuales como la ilegalización de partidos políticos por motivos deseguridad — más que por « irradiación o maximización democrática »(p. 332) —, el surgimiento de novedosas, significativas y ascendentesformaciones como Unión Progreso y Democracia o la discriminaciónpositiva por razones de género en los cargos públicos.

Y es que nuestro libro cuenta con varios hilos conductores que loatraviesan por entero y le permiten abordar un repertorio tan variadode temas. A lo largo de sus páginas, como cuestiones recurrentes,aparecen, en efecto, diversos asuntos de calado. Los resortes y eldesenvolvimiento de la actividad parlamentaria, las relaciones entre lospoderes del Estado (14), los reparos que a lo largo de dos siglos seopusieron al régimen parlamentario, el fenómeno de las coaliciones, elsistema del turnismo, sus antecedentes y las causas de su crisis ydisolución, las líneas de fuerza que condujeron a los partidos de masas,las posibles vertientes — orgánica, individualista, mixta — de larepresentación política y la configuración interna y el mapa de lospartidos operantes en la escena hispana, desde las agrupaciones cató-licas y nacionalistas hasta los partidos de clase, son algunos de lostópicos que el lector podrá ver examinados en este estudio. Un ricoentramado de materias en el que destaca una problemática específica,esencial para la teoría y la historia políticas, a saber: los complicadosvínculos entre el pluralismo y la unidad, entendidos como factoresindispensables, pero en tensión permanente, de la organización social.

(14) Objeto del que Fernández Sarasola es buen conocedor: vid. su trabajoPoder y libertad. Los orígenes de la responsabilidad del Ejecutivo en España (1808-1823),Madrid, CEPC, 2000.

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En este sentido, puede decirse que estamos ante una historia del(accidentado y maltrecho) pluralismo político en España. Aunque no seindague en sus motivos últimos, una de las conclusiones más claras dellibro hace referencia a la inexorabilidad de la fragmentación ideológicaen una sociedad desencantada, suerte de entropía política que afectóhasta a los colectivos supuestamente más cohesionados por sus creen-cias dogmáticas, según demuestran las escisiones y divisiones aconteci-das en el seno de los partidos nacionalistas, católicos y socialistas (pp.147, 152, 158) o en el interior mismo de los partidos únicos en que seapoyaron las dictaduras de Primo y Franco (pp. 242, 295, 306). Y en elpolo opuesto, el de la unidad, también se contempla en nuestramonografía una cumplida exposición de sus diferentes modulacioneshistóricas, o, lo que es igual, de la reiterada estrategia desarrollada pordeterminados sectores políticos para erigirse en representantes exclu-sivos de la nación, con la consiguiente proscripción de las restantessensibilidades ideológicas, descalificadas sistemáticamente, y por inte-resado y duradero influjo de la experiencia revolucionaria francesa,como « facciones ». Una apropiación ilegítima de la representaciónnacional que no solo fue patrimonio del partido único franquista o desu precedente primorriverista, sino también de las tendencias liberales,coincidentes en su rechazo del pluralismo por incompatible con la« razón » o la « unidad nacional » (p. 89), o del mismo liberalismodoceañista y « exaltado » (p. 57), el cual, Siéyes mediante, reducía lanación al estrato burgués (15).

Como ya se ha insinuado, el lugar notable que ocupa esteproblema ético de la exclusión del pluralismo en algunos pasajes deltexto contrasta con su práctica e incomprensible postergación en eltratamiento del franquismo. La causa de esta desatención relativa acasosea la adopción de un enfoque inmanente al propio régimen franquista,optando así por representarlo con las propias categorías que éste acuñópara concebirse a sí mismo y presentarse (o legitimarse) ante la historia.De ahí que la crítica más fundamentada en este particular, muyoportuna por otra parte, se refiera al desfase entre los grandilocuentesy revolucionarios principios nacionalsindicalistas y la más prosaicarealidad del franquismo.

El problema abierto por esta perspectiva inmanente es de notablemagnitud. A mi entender, no puede justificarse con el prurito de evitarlos anacronismos, puesto que después de 1931 los ideales democráticosy pluralistas eran ya contemporáneos al franquismo, ni con el pretexto

(15) A este respecto, continúa teniendo plena vigencia la lectura que Foucaulthizo de Siéyes, distinguiendo en su concepto de nación « las condiciones jurídico-formales » — asamblea representativa y legislación común — de las « sustanciales » o« histórico-funcionales ». Vid. Hay que defender la sociedad. Curso del Collège de France(1975-1976), Madrid, Akal, 2003, pp. 187-192.

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de estar realizando exclusivamente historia institucional o del derecho,dado que las instituciones y leyes franquistas respondían y reflejabanunos determinados supuestos sociales de ineludible análisis. ¿Basta, porejemplo, con que el Fuero de los Españoles mencionase ciertos dere-chos o con que algún eximio franquista hablase de Constitución paraconcluir que ésta y aquéllos gozaban de vigencia durante la dictadura?Pues igual de evidente que la respuesta a este interrogante resulta quelos procuradores en Cortes no representaron nunca « a toda la Na-ción », ni aun después de las leyes supuestamente reformistas y pormucho que así comenzase a entenderlo, abandonando las concepcionesorgánicas, una imposible « teoría constitucional » (16) (p. 305). Y larazón de esta imposibilidad es que, con la mayor parte de la ciudadaníaexcluida por la fuerza de la esfera pública, nunca, ni antes ni tras 1967,se dieron los cauces para que quienes ocupaban asiento en las Cortesdel Reino ostentasen tal representatividad. Puede objetarse que laconsideración plasmada en el libro solo hace referencia a un cambio enla doctrina política y en la legislación franquistas, pero ni ello impide elpertinente señalamiento de dicha exclusión violenta ni tampoco exo-nera de analizar cuáles eran las condiciones de producción, igual deexcluyentes, de esa doctrina y de dicha legislación.

La misma impresión traslada el parecer según el cual las reformasde la dictadura podían realizarse « sin contradicción manifiesta » de-bido a « la flexibilidad del Movimiento » (pp. 306, 307). Lo que causaperplejidad y desconcierto no es ya el contraste de esta observación conel carácter « permanente e inalterable » de los principios del Movi-miento, según el tenor de la ley que los declaraba, sino la creencia deque éste era « evolutivo » y se regía, como Franco afirmaba, por unasuerte de « Constitución abierta », que le comunicaba esa flexibilidad« tan distinta de la rigidez característica de los textos liberales » (p.306). Al conceder crédito a las valoraciones que sobre el régimen hacíasu principal valedor, acaso se oscurezcan las verdaderas causas de esaaparente ductilidad de la dictadura, más relacionadas, a mi juicio, conla insignificancia de las reformas, con la arbitrariedad constitutiva delsistema y con las modificaciones imprescindibles para lograr que ésteperdurase, remontando la presión social e internacional que lo mellaba.De hecho, hasta qué punto el régimen franquista continuó reaccio-nando con virulencia frente a cualquier tentativa pluralista real lo

(16) Para Fernández Sarasola, « la reforma de la democracia orgánica en 1967supuso un cambio significativo de teoría constitucional. Si alguna vez habían existidodudas acerca de la representatividad de los procuradores, a partir de la Ley Orgánicadel Estado éstas quedaban disipadas. Los diputados ostentaban una representatividadpolítica ya que, aunque elegidos por los distintos grupos orgánicos, en realidadrepresentaban a toda la Nación, y no sólo a los sectores que los habían designado »,p. 305.

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demuestran documentos como el decreto-ley de 16 de agosto de 1968,aprobado en plena ‘modernización aperturista’ y dirigido a reprimir conmedidas militares todas las conductas que pretendiesen alterar los« valores intangibles » del Movimiento; clara prueba, como puedeobservarse, de que la dictadura, hasta su mismo final, solo suporesponder con las armas y los sables frente a cualquier verdaderointento de democratización. Y es que la democracia parlamentaria nofue el resultado de una evolución interna del Estado franquista sino unaconquista de la sociedad ejecutada contra el régimen.

La ausencia del referente ético del pluralismo democrático, estaóptica reacia a juzgar a cada instante las intenciones y exclusiones realesdel oficialismo franquista, hacen además que se incurra en la mayor, yacaso única, omisión en un libro distinguido por su exhaustividad. Merefiero al olvido de la decisiva experiencia del Partido Comunistadurante la dictadura, que no equivale tan solo a la historia de laresistencia antifascista en la clandestinidad, ni se agota en un episodiomás de las formaciones clasistas, sino que transmite también variacionesde interés en el concepto mismo de partido y en el de sus funcionespolítico-sociales, pues pocos partidos hasta el momento habían desem-peñado una función de socialización y educación política tan intensacomo lo hizo el comunista, del que puede hasta afirmarse que forjó unasub-sociedad, con todas sus solidaridades, interdependencias y jerar-quías, en el interior mismo de la sociedad. De haberse atendido a estepunto — y podía haberse hecho, pues Fernández Sarasola es conscientede que los partidos habitaban « en los extra muros del sistema » (p. 315)—, se habría enriquecido además el relato de la transición, cuyadecantación electoral estuvo determinada por el ánimo expreso deexcluir del gobierno al comunismo.

Estamos, pues, ante un libro de contrastes. Por un lado, siempresegún mi discutible opinión, cuenta con fragilidades en su enmarquehistórico del objeto y con esta notoria omisión recién aludida. Pero, porotro, nos encontramos ante un ensayo muy bien redactado, de gratalectura, con un inusitado soporte documental, con estructura expositivade fondo y con un afán abarcador, signo a mi juicio de calidad yexcelencia investigadoras, que permite al estudioso ver examinados consoltura prácticamente todos los temas imaginables relacionados con lahistoria de los partidos políticos en la España contemporánea. Sulectura deja incluso, al menos al lector hispano (17), una duda desaso-segante en relación a su presente político: vista la misión que han ido

(17) Aunque no solo, pues la problemática quizá posea rango general: vid. losinformes de Michael STOLLEIS, Heinz SCHÄFFER y René A. RHINOW sobre el interrogan-te Parteienstaatlichkeit. Krisensymptome des demokratischen Verfassungsstaats?,en « Veröffentlichungen der Vereinigung der Deutschen Staatsrechtslehrer » 44 (1985),pp. 6-168.

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cumpliendo los partidos, ora sosteniendo la unidad y el poder delEstado, ora canalizando la pluralidad ideológica de la sociedad, ¿escoherente que en el tiempo de la democracia constitucional, en el quehabría de primar el pluralismo sobre la razón de Estado, se cuente conun sistema, el llamado bipartidismo, enderezado principalmente agarantizar la gobernabilidad y la estabilidad de la institución estatal? Sien un régimen democrático prevalece un modelo de corte estatalista,tendente a los « partidos de notables » y compatible incluso con laprohibición de agrupaciones mediante leyes estatuidas ad hoc, ¿dóndese localiza el fallo?, ¿dónde se ubica, y cuáles son los supuestos, delpunto de inflexión que nos aleja de la lógica constitucional paraarrojarnos de nuevo en brazos de la lógica estatal?, ¿de qué modo, endefinitiva, cabe cohonestar las exigencias constitucionales del plura-lismo con las inercias insuperables de un « Estado de partidos » en elque éstos, que no llegan a sumar más de dos, « monopolizan lademocracia »?

IGNACIO FERNÁNDEZ SARASOLA

REFLEXIONES METODOLÓGICAS Y SUSTANTIVASEN TORNO A LOS PARTIDOS POLÍTICOS

Cuando el profesor Pietro Costa me comentó la posibilidad decomentar en los Quaderni Fiorentini la valiosa recensión del profesorMartín a mi libro Los partidos políticos en el pensamiento español,reconozco que me asistió una inquietante duda. Por una parte, siemprees un placer inaugurar una nueva sección en una revista tan prestigiosacomo ésta, y más cuando el objetivo es impulsar el debate intelectual.En el otro lado de la balanza se situaba mi reticencia a que el lector sepudiera quedar con la “contrarréplica” más que con la recensión en símisma, debido a ser yo quien tuviera — al menos provisionalmente —la última palabra.

Finalmente, ha pesado más el primer aspecto que el segundo,como el lector puede fácilmente colegir. En la decisión también hainfluido la recensión efectuada por el profesor Martín. Una recensióntan meditada como la que ha elaborado, bien merece un diálogo queespero pueda resultar fructífero.

No quisiera comenzar mi exposición (o acaso diré defensa argu-mentativa) sin agradecer muy sinceramente al citado profesor su tra-bajo, escrito además con gran claridad (algo no siempre habitual, pordesgracia, en una época tan dada a farragosas posmodernidades), queconvierte su lectura en tan grata como clarificadora e interesante. Porotra parte, tampoco es frecuente encontrarse con profesores que aco-

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metan con rigor la ingrata tarea de recensionar, tomándose la molestiade leer en profundidad el libro y de reflexionar sobre él. Algo que elprofesor Martín ha realizado con creces, lo cual es un adicional motivode gratitud.

Aunque creo que el tono de la recensión muestra que, entérminos generales, el libro le ha parecido al profesor Martín deinterés, y de hecho no ahorra elogios que también agradezco, encuen-tra en él algunos puntos controvertidos, como no puede ser de otraforma. Pero incluso en estos puntos de divergencia, el profesorMartín reconoce que se deben a las diversas lecturas que son posiblesen la historia constitucional. Da muestras el comentarista, así, de unaamplitud de miras, y de una generosidad intelectual que por desgraciaescasean cada vez más en el campo de la historia constitucionalespañola, que se ha contaminado de los peores vicios de la academia:abundan los sectarismos, hasta el punto de que algunos “talibanes dela historia constitucional” actúan como auténticos gremios académi-cos, descalificando cualquier alternativa metodológica que no encaje— o elogie — lo que ellos consideran la única, incontrovertible ypatente verdad. Una forma de pensar (aunque quizás el verbo aquíresulte excesivo) que se va extendiendo, y por desgracia conviertecualquier alternativa de diálogo en estéril.

Puesto que no es éste el caso, y el escrito del profesor Martín sesitúa en las antípodas de ese talante que acabo de referir, creo que aquísi cabe el diálogo que nos ofrecen las páginas de los Quaderni Fiorentiniy, de resultas, voy a centrarme en las cuestiones que el recensorencuentra más vidriosas de mi libro. Cuestiones que, desde mi perspec-tiva, podrían resumirse en dos: por una parte, un problema de índolemetodológica, y por otra (aunque relacionado con el anterior) algunosaspectos sustantivos referentes al modo de interpretar determinadasfases de la historia político-constitucional española. Siguiendo estaspremisas, dividiré mis argumentos en esas dos direcciones.

Aunque desde mi punto de vista la historia constitucional, sidesea tener vocación de plenitud, debe abordar el estudio de su objetodesde varias perspectivas (normativa, institucional, política y doctri-nal) (1), es evidente que ese mismo objeto condiciona el mayor o menorpeso del enfoque que se haya de emplear. Tratándose de un análisissobre el de partido político en el pensamiento español, huelga decir que

(1) Joaquín VARELA SUANZES-CARPEGNA, Algunas reflexiones metodológicas sobrela historia constitucional, « Historia Constitucional », 8, 2007 (http://hc.rediris.es/08/index.html). El texto fue previamente publicado en francés, en el número 68 de la“Revue Française de Droit Constitutionnel”, octubre de 2006. También en 2006 sepublicó, esta vez en italiano, en el número 12 del « Giornale di Storia Costituzionale ».Vid. igualmente mi trabajo Sobre el objeto y el método de la Historia Constitucionalespañola, « Teoría y Realidad Constitucional », 21, 2008, pp. 435-446 y « Revista General

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predominará la perspectiva doctrinal. Así visto, tanto las normas comoel desarrollo institucional y las prácticas políticas se toman en conside-ración sólo en la medida en que traslucen una determinada forma deentender los partidos.

Ahora bien, teniendo en cuenta este enfoque doctrinal, el profe-sor Martín considera que el libro incurre en una inconsistencia meto-dológica, por cuanto parte de una precomprensión de los partidos y deuna preferencia “ética” por un modelo político concreto (la democraciapluralista) proyectando luego hacia el pasado ambas categorías. Si elloconduce a un incorrecto anacronismo, el problema se ve agravado (ysigo citando al recensor) porque en otras ocasiones el libro trata deevitarlo, buscando el significado que ha tenido el concepto de partidoen cada fase histórica. De ahí que la transferencia de categorías actualesal pasado (anacronismo) mixturado con el análisis del significadoconcreto que tuvieron términos e instituciones en esas mismas épocas(contextualización) acabe supuestamente por incurrir en equívocos ofalta de coherencia metodológica.

No obstante, creo que esa inconsistencia que se atribuye al librono es rigurosamente tal. El estudio de una categoría jurídico-políticaentraña desde mi punto de vista una primera definición del objeto deestudio, sin la cual es imposible analizar el pasado. En este caso, opartimos de una idea de lo que deba entenderse por partido político, oel resultado será una caótica confusión, toda vez que ni autor ni lectortendrán claro ni tan siquiera cuál es el objeto del libro. Es evidente quela definición que se haga ha de ser general, para permitir encajar en ellarealidades históricas dispares y evitar anacronismos: por ejemplo, sidefinimos un partido político en los términos en los que lo hace la actualConstitución española del 78 en su artículo sexto, y como lo desarrollala Ley Orgánica 6/2002, todo lo más que encontraremos en el pasadoserán aproximaciones mayores o menores a ese concepto, pero noverdaderos partidos que respondan milimétricamente a los patronesactuales. Que un partido es una asociación unida por vínculos ideoló-gicos y con aspiración de obtener el poder público es una definicióncanónica, aceptada tanto por constitucionalistas como por los estudio-sos de ciencia política, y que permite diferenciar los partidos de otrasinstituciones y realidades asociativas, como los sindicatos, las asociacio-nes profesionales y mercantiles o los grupos de presión. ¿Supone estepunto de partida una extrapolación? En absoluto. En palabras de OttoBrunner, se trata de optar por una “metodología dogmática” que evita

de Derecho Constitucional », 5, 2008, pp. 1-12. Más recientemente, y con caráctermásgeneral: La Historia Constitucional: método e historiografía a la luz de un bicentenariohispánico, « Forum Historiae Iuris » (http://s6.rewi.hu-berlin.de/online/fhi/), 2009.

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que el discurso científico se convierta en “una colección de datos deanticuario” (2).

Este primer concepto general de partido nos permitirá discrimi-nar en el pasado aquellas doctrinas que se refieren a una realidadaproximada a ella, de las que tratan de cuestiones radicalmente distin-tas. Por tanto, no creo que exista anacronismo alguno en definir elobjeto de estudio, sino apenas un afán de clarificar éste al lector, algo,por cierto, que no siempre se hace. Qué mayor confusión que empezaruna historia intelectual de los partidos sin tomar como referencia quénotas básicas los caracterizan.

Aclarado este extremo, creo que merece la pena detenerme ahoraen la idea que sostiene el profesor Martín de que el libro trasluce unapreferencia “ética” por el pluralismo democrático que afecta al estudio.El propio profesor Martín deja claro que la indiferencia política y éticaes muchas veces (por no decir siempre) imposible en las cienciassociales, y que constituye un lastre que conviene asumir de antemano,tratando simplemente de matizarlo hasta donde sea posible. Ahorabien, en este caso estimo que no hay razón para imputárseme unapreferencia (que en su caso sería política más que ética) por ningúnmodelo concreto de democracia. La cuestión es otra radicalmentedistinta. Como bien indicaba Blunschli (3), etimológicamente el término“partido” presupone una parte de la totalidad y, por tanto, es consu-stancial a los partidos el pluralismo. De ahí que estos germinen prin-cipalmente en las democracias, donde se tiene presente el valor de unasminorías que han de ser representadas y cuyas aspiraciones socialestambién han de tener la oportunidad de canalizarse hacia el Estado (4).

Así pues, el pluralismo es un dato que acompaña siempre a lospartidos. Si en el libro en ocasiones me refiero a actitudes que históri-camente impidieron el pluralismo (desde el primer liberalismo hasta lasdictaduras) no es por una preferencia “ética” hacia él, sino simplementeporque el rechazo del pluralismo y las concepciones holistas actúancomo impedimentos intelectuales para la formación de asociacionespolíticas. Donde no hay pluralismo no surge la necesidad de instru-mentos para encauzarlo y, de resultas, los partidos son prescindibles,por lo que tampoco emergen en la conciencia política. Creo, por tanto,que guardo una absoluta coherencia en mis argumentaciones y que noarranco de precomprensión alguna: simplemente busco en la historiadónde ha habido mayor percepción del pluralismo porque es el queposibilita en mayor medida que se forme la conciencia de partido. Baste

(2) Otto BRUNNER, El historiador y la historia de la Constitución y del Derecho, en« Revista de las Cortes Generales », 11, 1987, p. 15.

(3) M. BLUNSCHLI, La politique, Paris, Librairie Guillaumin et. Cie., 1879.(4) Como ya percibió con clarividencia Hans KELSEN, De la esencia y valor de la

democracia, Oviedo, edición de Juan Luis Requejo Pagés, KRK, 2006, pp. 70 y ss.

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un ejemplo para comprobar esta realidad: la mayor abundancia enEspaña de teorías sobre los partidos viene a coincidir con un momentohistórico, la revolución de 1868, en el que se empieza a reconocer comonunca el pluralismo social y político. Es entonces, como demuestro enmi estudio, cuando empiezan a emerger múltiples visiones de lospartidos que hasta entonces eran impensables. Del mismo modo,cuando Andrés Borrego decide dedicar un estudio analítico a lospartidos es porque empieza a percatarse de la necesidad de que lossistemas políticos acojan un cierto pluralismo (5).

En un sentido contrario, y así lo sostengo en el libro, no escoincidencia que el liberalismo revolucionario rechazase los partidos,toda vez que renegaba también del pluralismo político. De ahí lasreveladoras palabras de Palarea en el Trienio Liberal negando que sepudiera denominar a los liberales como un partido (6). Una actitud enla que coincidieron los movimientos contrarios a la democracia inorgá-nica. Así, cuando José María Pemán teoriza sobre la Unión Patriótica,huye en un principio del término partido o, todo lo más, la califica comoun partido “antipartido” (7). El pluralismo no es, pues, una preferenciaética mía de partida, sino un condicionante científico para que elconcepto estudiado pueda emerger.

Determinado el objeto de estudio en sus nociones básicas, en miestudio he intentado seguir dos líneas de análisis que, seguramente porimprecisión mía, parecen ser las que han causado cierta perplejidad algeneroso comentarista de mi libro. Por una parte, he tratado deexplorar aquellas fórmulas asociativas o grupales que, constituyendo dealgún modo un precedente de los partidos, permitían que poco a pocose fuera tomando conciencia de la existencia o necesidad de aquéllos. Ysiempre lo hago, desde luego, evitando cualquier descontextualización.Así, menciono los diferencias ideológicas que separaron a los actorespolíticos y sociales en diversos estadios históricos: por ejemplo lasdistinciones entre serviles, afrancesados y liberales (durante la guerra dela Independencia), entre exaltados y moderados (en el Trienio), o entreliberales y carlistas (durante la etapa isabelina). Divisiones cuyo nombreidentificativo ya les imprimía una conciencia grupal ideológica relevante

(5) Andrés BORREGO, De la organización de los partidos en España, consideradacomo medio de adelantar la educación constitucional de la nación, Madrid, Imprenta deAnselmo Santa Coloma, 1855.

(6) « Me he admirado mucho de oír al Sr. Moreno Guerra llamar partido a losliberales: los serviles son un partido; los afrancesados son un partido, pero los liberaleses toda la Nación; los liberales no son, ni han sido nunca, un partido; son, lo repito, todala Nación ». Diario de Sesiones (Legislatura de 1820), vol. I, n. 12, 16 de julio de 1820,p. 164.

(7) José María PEMÁN, El hecho y la idea de la Unión Patriótica, Madrid,Imprenta Artística Sáez Hermanos, 1929.

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para la futura idea de partido. Del mismo modo me refiero a lasagrupaciones ideológicas que se fueron percibiendo dentro del Parla-mento (antecedentes de nuestros actuales grupos parlamentarios) por-que supusieron una bipolarización política que sirvió para tomar con-ciencia del bipartidismo. Y, en fin, también menciono por ejemplo a lasSociedades Patrióticas, porque entre sus integrantes subyacía una co-munión de intereses políticos que apunta a esa cohesión ideológicacaracterística de los partidos. En todo caso, la referencia a estos gruposse instrumentaliza en el libro: no se estudian en cuanto tales, sino sóloen la medida que sirvieron para que se cobrara conciencia de lospartidos.

Pero, junto a este análisis de formas asociativas que, con acierto elprofesor Martín tilda de “prehistoria de los partidos”, también man-tengo un discurso paralelo: el estudio semántico del término mismo de“partido”, es decir, el significado contextual que se fue concediendo aese sustantivo. Se trata de un estudio stricto sensu del concepto mismo,en un línea de investigación cuyas principales referencias se encuentranen Brunner y Kossellek, y que han cultivado con tanto éxito en elmundo iberoamericano autores como Javier Fernández Sebastián, JuanFrancisco Fuentes (8), Elías Palti o José Carlos Chiaramonte, integran-tes todos ellos del Proyecto Iberoamericano de Historia Conceptual (9).

La confusión que el recensor aprecia — y que, insisto una vezmás, seguramente sea culpa de no haber resultado yo suficientementeclaro — deriva de la confluencia, y el estudio en paralelo, de ambaslíneas de análisis: la prospección de agrupaciones que condujeron apercibir los partidos, y el estudio semántico del término “partido” en símismo considerado. Visto así, no creo que haya contradicción en misafirmaciones: las tendencias y agrupaciones previas a 1868 sirvieronpara ir tomando conciencia de los partidos, pero no fueron general-mente designados como tales ni tan siquiera por sus integrantes. Nohabía, por tanto, una plena asunción de que fuesen partidos (según elsignificado que se daba concepto), aunque contribuyeron a forjar esaimagen. Por el contrario, partidos únicos como la Unión Patriótica,Falange o, posteriormente FET de las JONS sí fueron concebidos como

(8) Estos dos autores son editores (y autores de gran parte de las voces) de dosespléndidos diccionarios conceptuales: Diccionario político y social del siglo XIX español,Madrid, Alianza, y tores (y autores de gran parte de las voces) avier Fernncia de lospartidos. se estudian en cuanto tales, sino s 2002 y social del siglo XX español, Madrid,Alianza, 2008.

(9) La propuesta metodológica y los objetivos de esta red, en: http://www.iber-conceptos.net/. Sobre las diversas iniciativas científicas en torno a esta red, véase JavierFernández SEBASTIÁN/Elías José PALTI, Novedades en historia político-conceptual e inte-lectual iberoamericana. Redes, Foros, Congresos, Publicaciones y Proyectos, « HistoriaConstitucional », 7 (http://www.historiaconstitucional.com).

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partidos según la conciencia jurídica de su época, por más que sedistancien de lo que hoy consideraríamos como verdaderos partidospolíticos.

En este sentido, debo insistir en que no he dedicado el libro amensurar en términos actuales qué asociaciones pretéritas encajandentro de los esquemas de los partidos modernos, porque eso sí sería unanacronismo, del que he huido en todo momento. En la formaciónhistórica del concepto de partido, muchas de las realidades que seconcibieron como tales no encajarían en lo que hoy denominaríamoscomo partidos: algunas prescindían del pluralismo (los partidos únicosya citados), otras del fin de alcanzar el poder público (por ejemplo, laconcepción orteguiana de partido) e incluso del carácter asociativo (laidea de partido como órgano del Estado), pero todos ellos son objeto deestudio porque integran las diversas imágenes que se han ido forjandode los partidos.

Por no extenderme más en las precisiones metodológicas, abor-daré ahora otras discrepancias, en este caso de carácter sustantivo, queme separan de las observaciones vertidas por el profesor Martín en suextensa recensión. Discrepancias que, citando al recensor, se refieren,ante todo, a la “recreación instrumental de la historia española”. Melimitaré aquí a exponer, en cada fase político-constitucional, los argu-mentos en los que sustento mi postura.

El primer punto de discrepancia se refiere al liberalismo gaditano,que el profesor Martín considera que ni era tan rousseauniano comosostengo, ni la Constitución de 1812 tan racional-normativa. En elnúcleo de su argumento reside (cito textualmente) el que no he tenidoen cuenta “el pesado lastre tradicional, y por tanto preconstitucional”que caracterizó a ese primer movimiento constitucional.

En realidad, creo que esta crítica se encuentra tan enquistada ennuestra historiografía constitucional que hace tiempo que he perdido lafe en el fruto de cualquier diálogo al respecto. El asunto sobre tradi-ción/innovación en las Cortes de Cádiz es lo suficientemente antiguocomo para que ya debiera entenderse superado, pero no es así. Antesbien, en pleno bicentenario de las magnas Cortes gaditanas, parececobrar nuevos impulsos.

En todo caso, lamento si me veo obligado a reproducir aquíargumentos que cualquier conocedor de la polémica ya habrá oídohasta el hastío. En primer lugar, sobre la aproximación del primerliberalismo a Rousseau, creo que hay que aclarar ciertos aspectos. Elprimero es que, aquellos que rechazan esa influencia, tienden a identi-ficar, erróneamente, el liberalismo con los diputados liberales de lasCortes de Cádiz. Cualquiera que conozca la vida parlamentaria sabeque un grupo ideológicamente definido (hoy un partido político) no secomporta exactamente igual en el hemiciclo que fuera del Parlamento.Hay múltiples factores que entrañan un cambio de actitud en el

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momento en que el político se sienta en su escaño: desde la transacciónparlamentaria para lograr objetivos, hasta la necesidad de justificarsecon amplias capas de la población o, en fin, la responsabilidad comogobernantes que obliga a veces a matizar o ceder en ciertas posturasradicales.

Así visto, es cierto que dentro de las Cortes de Cádiz la aproxi-mación a Rousseau no es tan evidente. Aunque existe, desde luego. Sepercibe con toda claridad en el conde de Toreno, como ha demostradosu más reputado biógrafo (10), y también en muchas de las argumenta-ciones de los diputados americanos como Mejía, a la hora de defenderel derecho de sufragio de las castas y la igualdad representativa deultramar con la metrópoli, basándose en la soberanía popular (11).Incluso entre los liberales metropolitanos que huían de conceptos tanrousseaunianos como pacto social, estado de naturaleza o igualdad, nofaltan abundantes referencias a la idea de voluntad general, y al votocomo instrumento para indagar cuál fuese ésta. « Si por los principiosciertos que se han proclamado aquí, — decía el diputado Traver en eldebate sobre el artículo 139 del proyecto de Constitución — la ley esexpresión general de la voluntad del pueblo, siendo los representanteslos que expresan esta voluntad, no puede la mitad y uno mas tener la dela nación. Dos terceras partes llevan a lo menos la mayoría verdadera,y forman (digámoslo así) la expresión de la voluntad general, o de lanación a quien representan » (12). Si esto no es influencia de Rousseau,sino herencia del Antiguo Régimen, visión corporativa de la sociedad,adscripción al régimen polisinodial, y anclaje con las pragmáticas reales,debe ser que yo no he entendido bien a Rousseau, o que los diputadosgaditanos escribían en unas claves arcanas que no he sabido compren-der.

Pero si nos situamos extramuros del Parlamento, la afirmación deque Rousseau (y de paso Mably, por cierto) no fue influyente, meresulta todavía más difícil de sostener. Que las obras de Rousseaucircularon por España con extraordinaria fluidez es algo que se hallasuficientemente documentado, al punto que ni el cierre ideológico delas fronteras decretado por Floridablanca pudo evitar esa circulación.Pero, además, en 1799 José Marchena (de forma anónima) traducía porvez primera el Contract Social de Rousseau, agotándose la primeraedición casi de inmediato, al punto de tener que imprimir ese mismo

(10) Cfr. Joaquín VARELA SUANZES-CARPEGNA, El conde de Toreno. Biografía de unliberal (1786-1843), Madrid, Marcial Pons Historia, 2005.

(11) Vid. Joaquín VARELA SUANZES-CARPEGNA, La teoría del Estado en los orígenesdel constitucionalismo hispánico (Las Cortes de Cádiz), Madrid, CEC, 1983. Hay unanueva edición del 2010 en prensa.

(12) Diario de Sesiones, 4 de octubre de 1811.

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año una segunda en Londres (13). La influencia de Rousseau se sienteincluso entre algunos intelectuales poco identificados con sus doctrinas,como Cabarrús (14) e incluso, en algunas referencias, en Jovellanos (15).Y en el caso de los liberales resulta más que evidente. Basta leer a FlórezEstrada (16) o a Valentín de Foronda (17), que en ocasiones no sóloresume, sino que prácticamente plagia al ginebrino. Como en la “Con-sulta al país” también lo plagia (sin citarlo) uno de los informantesliberales, Antonio Panadero, cuya exposición está extraída de lasConsideraciones sobre el gobierno de Polonia (18). El propio Jovellanosseñaló que la juventud española estaba muy influida por Rousseau (19);y Argüelles mencionaba a Lord Holland que las únicas teorías políticasque se conocían en la fase constituyente de 1811 eran las de Francia (20);influencia que el propio José María Blanco White reconoció haber

(13) Vid. Lucienne DOMERGE, Notes sur la première édition en langue espagnoledu Contrat social (1799), Madrid, Mélanges de la Casa de Velázquez, vol. II, 1967, pp.375-416; Juan Francisco FUENTES, José Marchena. Biografía política e intelectual, Barce-lona, Crítica, 1989, pp. 182-186.

(14) Conde de CABARRÚS, Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinióny las leyes oponen a la felicidad pública (1795), Madrid, Fundación Banco Exterior, 1990,pp. 36, 40, 44, 46, 74-75, 80 y 88.

(15) Gaspar Melchor de JOVELLANOS, Discurso leído por el autor en su recepcióna la Real Academia de la Historia, sobre la necesidad de unir al estudio de la Legislaciónel de nuestra Historia y antigüedades (1780), en Obras publicadas e inéditas, Madrid,Atlas, 1963, vol. XLVI (I), pp. 288- 298.

(16) Me remito al respecto al conjunto de textos que analizan su pensamientopolítico en Joaquín VARELA SUANZES-CARPEGNA (edit.), Álvaro Flórez Estrada (1766-1853).Política, economía, sociedad, Oviedo, Junta General del Principado de Asturias, 2004, asícomo el monográfico dedicado a esta figura en « Historia Constitucional », núm. 5, 2004(http://www.historiaconstitucional.com).

(17) La admiración de Foronda por Rousseau le llevó a resumir el “ContratoSocial” en su obra, Cartas sobre la obra de Rousseau titulada Contrato Social, en las quese vacía todo lo interesante de ella, y se suprime lo que puede herir la Religión CatólicaApostólica Romana (1814), La Coruña, Oficina de Don Antonio Rodríguez, 1814. Enesta obra, Foronda rechaza expresamente las ideas góticas (pp. 130) y el valor de las leyesantiguas españolas (pp. 186).

(18) Antonio Panadero, 2 de febrero de 1809, en Miguel ARTOLA, Los orígenesde la España contemporánea, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1976, vol. II, pp.648.

(19) Gaspar Melchor de JOVELLANOS, Carta a Lord Holland (Muros, 5 dediciembre de 1810), en Obras completas, Gijón, Instituto Feijoo de Estudios del SigloXVIII, 1992, vol. V, p. 423.

(20) Carta de Agustín Argüelles a Lord Holland (Madrid, 8 de febrero de 1823).En: Manuel MORENO ALONSO, Confesiones políticas de don Agustín de Argüelles, « Revistade Estudios Políticos », 54, 1986, pp. 250.

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tenido hasta su posterior adscripción a la anglofilia (21). Por no hablarde los cientos de referencias que en la prensa liberal existe entre 1808y 1814 a la idea rousseauniana de la ley como expresión de la voluntadgeneral del pueblo (22). Reconozco que todavía no he hallado nadie quejustifique documentalmente que Rousseau fue intrascendente, o queJovellanos y Argüelles mentían cuando señalaban esas influencias. Delmismo modo que nadie me ha explicado todavía cómo puede recha-zarse la influencia del constitucionalismo francés en el proyecto consti-tucional gaditano, cuando, entre otros muchos puntos en común, ésteincluso contenía una declaración de derechos — luego suprimida porprudencia — copiada de las declaraciones francesas de 1789 y 1793.

Y es que si la influencia de un particular pensador, Rousseau, esclara, no menos lo es la repercusión que el constitucionalismo revolu-cionario francés tuvo como modelo en la Constitución de 1812. Porsupuesto que no se trata de una opinión mía, sino que me atrevería adecir que de la mayor parte de la historiografía española (23) que, desdeluego, no se ha dejado influir por las interesadas opiniones de Alvarado,Vélez o el Manifiesto de los Persas. Así, tampoco coincido con elprofesor Martín en su rechazo a la idea “racional-normativa” en lasCortes de Cádiz. Dos son los argumentos en las que el recensor fundasu oposición a mis planteamientos: la existencia de “principios tradi-cionales inamovibles hasta para el poder constituyente” y el caracterís-tico historicismo gaditano. Por lo que se refiere al primer asunto, nocoincido en su idea de que los liberales entendiesen que había princi-pios tradicionales inamovibles, ni yo sostengo tal cosa en ningún mo-mento: en el libro señalo que había principios que, en efecto, sepresumían intangibles, ¡pero no tradicionales, sino lógico-jurídicos!Para los liberales, la nación no podía constitucionalmente desprendersede su soberanía, ni establecer una tiranía, ni negar los derechos subje-tivos, ni claudicar de su poder legislativo, pero no por razones históri-

(21) Blanco White reconoció su cambio de talante en « El Español », vol. VI,enero de 1813, pp. 3-19, justificándolo por su conocimiento del gobierno británico. Estecambio de ideas ha sido señalado certeramente por Manuel MORENO ALONSO, Las ideaspolíticas de « El Español », « Revista de Estudios Políticos », núm. 39, 1984, pp. 65 y ss.Vid. también, del mismo autor: Las ideas constitucionales de Blanco White, en Juan CanoBueso (edit.), Materiales para el estudios de la Constitución de 1812, Madrid, Tecnos,1989, pp. 521 y ss.

(22) Pueden consultarse, a modo de ejemplo, el Semanario Patriótico, El Con-ciso, El Sensato, El Revisor Político, El Diario de Mallorca, El Observador Político yMilitar de España, La Abeja Española y El Tribuno del Pueblo Español. En todos ellosexisten referencias de clara raigambre rousseauniana.

(23) Cfr. Jean-René AYMES, Le débat idéologico-historiographique autour desorigines françaises du libéralisme espagnol: Cortès de Cadix et Constitution de 1812,« Historia Constitucional », 4, 2003, pp. 45-102.

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cas, sino porque suponía una negación misma de la soberanía de lacolectividad (nueva coincidencia con Rousseau, por cierto). Pero deja-ron claro que la Nación, en cuanto soberana, podía cambiar totalmentesi así lo deseaba las Leyes Fundamentales, y que el pasado no vinculabaal poder constituyente. Y así lo expusieron con rotundidad cuandodefendieron en el artículo tres de la Constitución el adverbio “esencial-mente” (“la soberanía reside esencialmente en la Nación”) y lograronimponer en dicho artículo que a la Nación le correspondía « establecersus leyes fundamentales » (24). Por otra parte, el concepto racional-normativo de Constitución no es incompatible con la existencia delímites tanto al poder constituyente (límites iusracionales, si se adscribea esta corriente) como al poder constituyente-constituido, como de-muestra la existencia de cláusulas de intangibilidad y límites implícitosa la reforma constitucional presentes en muchas de las Constitucionesdel siglo XX.

Por lo que se refiere al historicismo, nuevamente nos hallamosante un tema controvertido. Como ya he sostenido en alguna otraocasión, el historicismo es un instrumento argumentativo en las Cortesde Cádiz (25) (por eso se incluye en el Discurso Preliminar, sin referen-cias en el articulado), pero no atañe al poder constituyente. Según acabode recordar, las Cortes no se sentían atadas por el pasado, simplementese decidían a respetarlo o, por mejor decir, a contemplar los principiosbásicos de un pasado concreto, el de la Constitución gótica. Es más, laargumentación historicista del Discurso Preliminar no es, en muchoscasos, sino una herencia de la Junta Central y de la Instrucción a la Juntade Legislación redactada por Jovellanos. No debe olvidarse que lastareas de la Junta de Legislación se tuvieron en cuenta, al menosteóricamente, en la Comisión de Constitución, al punto de llamar a su

(24) Vuelvo a remitirme aquí a la obra de Joaquín VARELA SUANZES-CARPEGNA, Lateoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico (Las Cortes de Cádiz),cit., que tiene por objeto principal precisamente analizar el poder constituyente y el dereforma constitucional en las Cortes gaditanas. Su libro demuestra con sólidos argu-mentos la idea liberal de poder constituyente, próxima a Sieyès. A esos argumentos,añadiría palabras tan claras como las de Argüelles, cuando afirmó que en la Junta Centralse habían visto obligados a señalar que no existía una Constitución en España (Argüelles,Sesión de 12 de diciembre, en Semanario Patriótico, 3 de enero de 1811, pág. 146),añadiendo que las Cortes estaban llamadas a ejercer un “poder constituyente” (Sesión de9 de diciembre de 1810; Semanario Patriótico, núm. XXXVIII, 27 de diciembre de 1810,pág. 129). Las citas en este mismo sentido son demasiado numerosas para reproducirlasaquí. Tampoco puede decirse que el juramento realizado por los diputados al juntarse lasCortes de Cádiz les vinculó necesariamente, atándolos a lastres tradicionales. El DecretoI pone de relieve lo poco que les importó el juramento.

(25) La Constitución española y su proyección europea e iberoamericana, « Fun-damentos », 2, 2000, pp. 372 y ss.

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seno a miembros de aquélla (Argüelles y Ranz Romanillos). Me seríaahora muy largo detallar este punto, pero quien lea los dictámenes deJovellanos y las Actas de la Junta de Legislación, y luego las coteje conel Discurso Preliminar, hallará muchas referencias comunes.

Finalmente, y por no detenerme más en este punto tantas y tantasveces discutido, no coincido tampoco con esa idea de “lastre jurisdic-cional” del primer liberalismo (26) y la incidencia que el profesor Martíndice tener en el concepto de partido, aunque no explica cómo. Doctri-nalmente — y ésta es la perspectiva del libro — los liberales no vieronataduras jurisdiccionales, por más que institucionalmente tuvieran queconvivir con ellas (27), les gustase o no, porque, como es obvio, ningunaConstitución puede hacer tabula rasa con el pasado. Pero el argumento

(26) Sin duda se adhiere aquí el recensor a las teorías, caras a cierta escuela dehistoriadores del Derecho, de la denominada “Constitución jurisdiccional”. Sin em-bargo, si hay que aplicar un adjetivo a la Constitución de Cádiz, no es el de jurisdiccional,sino el de “asamblearia”. Las Cortes eran constitucionalmente el centro del Estado, y lafunción jurisdiccional estaba mediatizada por la Asamblea: el Parlamento interpretaba laley, decidía indirectamente sobre los titulares de los juzgados (a través del Consejo deEstado), determinaba legalmente toda la planta jurisdiccional (arts. 271-275 y 278 de laConstitución), así como los procedimientos (art. 286) y exigía responsabilidad a losjueces por infracción constitucional (Título X). Por no hablar que en la práctica, lasCortes exigieron responsabilidad también por infracciones legales (no sólo constitucio-nales) y ejercieron por sí mismas funciones judiciales, amén de que las más relevantesnormas del Estado, Leyes y Decretos, no estaban sujetos a control jurisdiccional alguno.Por otra parte, la propia Constitución alteraba la organización judicial del AntiguoRégimen, por ejemplo eliminando las funciones gubernativas de los tribunales (estable-ciendo la exclusividad de la función judicial) y creando nuevos órganos judiciales comoel Tribunal Supremo de Justicia. Así las cosas, se entiende que los propios autores delconcepto de “Constitución jurisdiccional” reconozcan que su propuesta no ha tenidodemasiada implantación en España. Cfr. Carlos GARRIGA / Marta LORENTE, Cádiz, 1812.La Constitución jurisdiccional, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,2007, pp. 17.

(27) El mantenimiento de procedimientos y órganos judiciales del AntiguoRégimen se fijó por vía de Decretos y órdenes de las Cortes, pero no en términosconstitucionales. De ahí que no se entienda que se hable de “Constitución jurisdiccio-nal”. En su caso, se podría hablar de “legislación jurisdiccional”. En este caso seconfunde normativa constitucional con desarrollo institucional de la misma. De hecho,estimo que buena parte de la falta de entendimiento sobre esta cuestión deriva deconfundir los planos normativo-doctrinales y el institucional. No puede negarse que enla práctica existieron insalvables dificultades para desprenderse de fórmulas del AntiguoRégimen (empezando por la publicidad normativa), pero esas ataduras no están presen-tes en la mayor parte del articulando constitucional. Por otra parte, también es cierto quequienes sostienen ese lastre con el pasado, empezando por el propio profesor Martín,silencian procedimientos y fórmulas de actuación que son novedosos, como el nuevo

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no sirve en absoluto para negar el carácter racional-normativo de laConstitución. La actual norma fundamental española por supuesto queno derogó toda la planta judicial preconstitucional, ni toda la legislaciónfranquista (ni tan siquiera en materia de derechos fundamentales,donde, por ejemplo, el derecho de petición se reguló por una leyfranquista nada menos que hasta el 2001) e incluso declara la vigenciade fueros históricos (Disposición adicional primera) y atiende a condi-cionantes también históricos para la conformación de las autonomías(art. 143 y 147.2.a). Visto desde este prisma, sería igual de válido decirque nuestra actual Constitución es histórica, convive con el pasado ysufre lastres nada menos que del franquismo.

Lleva razón, sin embargo, el profesor Martín cuando señala quela existencia de una sociedad corporativa supuso un lastre para elflorecimiento de los partidos. Ahora bien, ése no es el objeto de milibro, que no trata del nacimiento fáctico de los partidos, sino del origeny evolución del concepto. Se trata, vuelvo a decirlo, de un estudiodoctrinal: por supuesto que no me ocupo de la sociedad corpora-tiva (28), como tampoco lo hago de la emergencia de la sociedadburguesa o de la influencia de la economía, por poner sólo dosejemplos.

Por lo que se refiere a otras fases políticas, nuevamente noshallamos ante aspectos muy opinables, en los que no me ha quedadomás remedio que ser sucinto, por no ser objeto principal del libro.Cuando digo que la Constitución de 1837 contuvo factores de transac-ción, estoy citando estudios de reputados especialistas que, con buentino, han mostrado cómo el liberalismo progresista trató de eliminaralgunas de las tachas que se habían imputado a la Constitución de 1812,admitiendo factores como el bicameralismo, la flexibilidad constitucio-nal, el sistema electoral directo o el reforzamiento de la Corona (29).Respecto de la Constitución de 1845, por supuesto que ésta no fue enabsoluto transaccional; de hecho siguió el patrón conservador, sinrecoger ni tan siquiera las aspiraciones del ala más progresista delconservadurismo español. Ahora bien, lo que señalo en mi trabajo esque la exclusión del articulado de gran parte del contenido “reglamen-tario” que se incluyó en la Constitución de 1812 es un elemento que

sistema de exigencia de responsabilidad a los agentes regios, o la posibilidad de que lasCortes conociesen en exclusiva de las infracciones constitucionales.

(28) Aun así, debo decir que en el libro sí menciono la estructura corporativa dela sociedad como lastre conceptual para los partidos, concretamente entre los realistas,que eran quienes sustentaban una idea estamental de la comunidad (pp. 44-45).

(29) Cfr. Joaquín VARELA-SUANZE-CARPEGNA, La Constitución española de 1837:una Constitución transaccional, en Política Constitución en España (1808-1978), Madrid,CEPC, 2007, pp. 311 y ss. La misma idea late en varios de los artículos del monográficodedicado a esta Constitución en la « Revista de Derecho Político », 20, 1984.

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permitía, al menos en teoría (la práctica siguió unos derroteros biendistintos), matizaciones legislativas, algo imposible al amparo del con-stitucionalismo revolucionario (que además había proclamado unaintangibilidad temporal absoluta). Que existían límites es evidente, perono hay mayor límite que el hipertrofiar el contenido constitucional,sustrayendo de la decisión legislativa toda suerte de cuestiones políticas.En el Sexenio revolucionario, por su parte, sigo sosteniendo que hubouna apuesta por la libertad, como demuestra la emergencia entonces dela doctrina de los derechos naturales. Nuevamente creo que la discre-pancia se debe a que el profesor Martín está leyendo el libro, comobuen historiador del Derecho, más en clave institucional que doctrinal.Algo, por cierto, en lo que no incurre al matizar mi afirmación de quela idea de Constitución interna de Cánovas fue una « exitosa construc-ción » ya que, coincido con él, remonta sus orígenes mucho antes (30) y,por ejemplo, halla claros ecos en el pensamiento político de Jovellanosya en la década de 1780, sobre todo desde su Discurso de recepción a laReal Academia de la Historia y, cómo no, en su Memoria en defensa dela Junta Central (1811) pero no es menos cierto que Cánovas popularizóel concepto y logró insertarlo en el entramado constitucional comonunca hasta entonces se había hecho.

Donde la recensión del profesor Martín alcanza mayores cuotasde distancia respecto del libro es, quizás, en mi análisis de la IIRepública y del régimen franquista. Reconozco que me ha sorprendidoun poco una cierta sospecha de “conservador”, o de hacer un “generosoretrato del franquismo”. Lo cual, por cierto, me parece incoherente conla previa afirmación del recensor de que tengo una preferencia “ética”por la democracia pluralista. Quizás es un riesgo cuando se escribe decuestiones políticas: que por muchas cautelas que se adopten, siemprese puede acabar salpicado por la política misma, de modo que el objetode estudio acabe por cobrar vida propia y absorba al autor. En realidad,creo que mi libro es todo lo aséptico posible, porque siempre me handisgustado los historiadores a los que falta el suficiente distanciamientocon el objeto de estudio y que tratan con especial deferencia a unospersonajes y tendencias, y desprecian a otros.

Que mis afirmaciones no encierran valoraciones políticas creo quedebiera desprenderse del texto, y si no es así, he errado doblemente,porque muy mal tengo que haberlo hecho para que se me puedaconsiderar que arrastro cierta complacencia con la etapa franquista.Que la II República supuso exclusión no es una “convención de tonoconservador”, sino algo que hemos asumido en la democracia españoladesde la transición. Una somera lectura de los debates constituyentes de

(30) Vid. Joaquín VARELA SUANZES-CARPEGNA, La doctrina de la Constituciónhistórica. De Jovellanos a Cánovas, « Fundamentos », 6 (en prensa, por cortesía delautor).

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1977 evidencian que las fuerzas más democráticas, y las más críticas conel franquismo, admitieron la falta de consenso que caracterizó a la IIRepública. Del mismo modo, entre los ponentes del anteproyectoconstitucional, especialmente críticos fueron personas tan poco “con-servadoras” como Gregorio Peces-Barba. Incluso las célebres negocia-ciones entre Abril y Guerra tuvieron como objeto impedir que volvieraa repetirse una situación ya vivida, entre otras en 1931, cuando lamayoría arrollaba a las fuerzas minoritarias en el proceso constituyente.Que la II República supuso un factor de integración en muchos puntos,como bien señala el profesor Martín, es indudable: por eso precisa-mente en mi trabajo la denomino como la primera democracia verda-dera que conoció nuestro país y basta ver que fue el principal referentede nuestro actual texto constitucional. Pero también es cierto queaquella Constitución — en muchos aspectos más progresista que lapresente — introdujo también factores excluyentes de no poco caladoque fueron, precisamente, los que intentaron no volver a reproducirseen 1978. Unas exclusiones derivadas de que el texto nació de laarrolladora fuerza de la conjunción republicano-socialialista, que in-cluso descartó en su totalidad el anteproyecto elaborado por la Comi-sión Jurídica Asesora. Tanto las palabras de Azaña (partidario, comodigo en el libro, de que el partido mayoritario arrasara a los minorita-rios), como el discurso de Jiménez de Asúa al presentar el proyectoconstitucional muestran una escasa vocación transaccional (31).

No sirve de excusa afirmar que tales vicios respondieron más a lospolíticos que el propio sistema constitucional, porque aquéllos fueronlos autores de éste, y el propio sistema constitucional permitía talesexclusiones. Desde luego que excluyente fue la política “expropiadora”(lato sensu) del Gobierno cuando se disolvió la Compañía de Jesús, ocuando se privó de sus bienes a los colaboradores con el GeneralSanjurjo o, en fin, cuando se sustrajo a varios Grandes de España de casicuatrocientas mil hectáreas laborales, todo ello sin indemnización al-guna. Pero esa política de tierra quemada (nunca mejor dicho) veníaposibilitada por el propio texto constitucional, cuyo artículo 44 permi-tía hasta tres formas de supresión de la propiedad privada (expropia-ción, socialización y nacionalización), las dos últimas sin necesidad deindemnización alguna. Y las críticas a esta intransigencia constitucionalno vinieron sólo de la derecha, como sostiene erróneamente el recensor,sino de juristas nada conservadores, como Nicolás Pérez Serrano oAlfonso Posada. Éste último tildaría a la mayoría constituyente de“intransigente” en muchos puntos, como la organización de las Cortes

(31) Sobre este proceso constituyente me remito a la muy reciente obra deSantos JULIÁ, La Constitución de 1931, en la colección dirigida por Miguel ARTOLA, LasConstituciones Españolas, vol. VIII, Madrid, Iustel, 2009.

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o el problema religioso, y dejaría claro que la Constitución había sidoelaborada con un deseo de “revancha” (32).

Y es que, en efecto, la crítica razonable a la Constitución de 1931no es la que vertieron las fuerzas franquistas (que se limitaron aliquidarla de forma ilegítima creando un régimen que sí que eratotalmente excluyente) sino que se puede hacer hoy a partir de unademocracia de consenso; y muchas veces perdemos esto de vista, alpunto de que parece que nuestra actual norma suprema es menos“democrática” que la del 31 (33). A más apertura constitucional, másdemocracia (34), aunque en ocasiones el legislador haya aprovechadoesa misma apertura para restringir opciones, algo perceptible, porcierto, en la actual legislación española sobre partidos políticos (35).

Por lo que se refiere al franquismo, los expertos en esta etapapolítica coinciden en señalar que fue mucho menos uniforme de lo que

(32) Adolfo POSADA, La Nouvelle Constitution Espagnole, Paris, Librairie duRecueil Sirey, 1932, pp. 117.

(33) Dejo aparte la idea de que el fraccionamiento político condujo a la GuerraCivil, porque en ningún momento afirmo en mi libro tal disparate. Lo que sí es cierto,y así lo reconocen los principales especialistas en la II República, es que la Repúblicapolíticamente había quedado maltrecha y las fuerzas del Frente Popular eran conscientesde ello; de ahí su llamada a la unidad. Vid. Javier TUSELL, Las elecciones del FrentePopular, Madrid, Edicusa, 1971.

(34) Cfr. Ignacio de OTTO, Derecho Constitucional. Sistema de fuentes, Barce-lona, Ariel, 1988, pp. 46 y ss., así como, del mismo autor: La Constitución abierta,« Revista de Occidente », 54, 1985. Ambos textos se recogen en las Obras completas,Universidad de Oviedo-CEPC, 2010, en prensa.

(35) Como sostengo en el libro, el cambio de un concepto procedimiental a unconcepto material de democracia ha llevado a prohibir partidos que realicen conductasno democráticas, entre las que se incluyen limitaciones a ciertas libertades como las deexpresión y asociación. Ei profesor Martín incurre en evidentes errores iurídicos cuandoconsidera que este cambio legislativo se debe más a motivos de seguridad que a una visexpansiva del concepto de democracia. Constitucionalmente un partido sólo puedeilegalizarse por afectar a la seguridad cuando incurre en un ilícito penal (según estableceel límite inmanente positivo previsto en el artículo 22 CE). La ilegalización que prevé elartículo 9 de la Ley 2/2006 no es penal y refiere a la inobservancia del funcionamientodemocrático que impone el art. 6 (y no el 22 CE). Se trata, por tanto, de una limitación(en realidad, sticto sensu, una delimitación) establecida para proteger el bien jurídicoconstitucional “democracia” previsto en el artículo 1.1 CE como principio estructural(límite lógico) y en el art. 6 CE (límite positivo), y no para tutelar el derecho fundamentala la seguridad (art. 17 CE). Si el TC ha declarado constitucional la Ley es precisamenteporque ha interpretado la referencia constitucional a la democracia del artículo 6 en unsentido expansivo, como sostengo en mi libro; si lo que se pretendiese la Ley fuesetutelar la “seguridad”, su artículo 9 habría sido declarado inconstitucional en su mayoría,si no en su totalidad. A tales efectos basta con consultar la STC 48/2003, de 12 de marzo.

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se trató de difundir, merced a la confluencia de diversas fuerzaspolíticas más unidas por el rechazo al liberalismo y a la democraciainorgánica, que por una común ideología. Basta ver los conflictosinternos de liderazgo suscitados a raíz de la unión entre la Falange y elPartido Tradicionalista. También es cierto que el propio Franco y susideólogos trataron de mostrar que el Movimiento no era estático, yadmitía evolución (36); no son palabras que diga yo, ni creo dar aentender en el libro que me alineo con esta postura, si no quesimplemente reproduzco lo que mencionan los actores políticos parajustificar los cambios inevitables que sufrió el régimen dictatorial en suscuarenta años de singladura. La contradicción que sin duda existe entreesa concepción evolutiva del Movimiento y la intangibilidad de susprincipios no es mía, sino de la doctrina franquista.

Que a partir de 1967 se produjo una apertura del régimen estambién algo bien documentado; yo me limito a afirmarlo y ciertamenteno me detengo a analizar si se trataba de un problema de supervivencia(obviamente que así era) porque una vez más tengo que insistir en queanalizo ideologías, no aspectos sociológicos o políticos (37). En términosde democracia moderna ese avance fue timorato, y el reconocimientodel asociacionismo escaso, pero no creo que exista contradicción alafirmar a un tiempo que supuso un “relevante avance”. Lo que tenemosque examinar no es lo que vendrá después, la Constitución del 78, sinolo que había antes, y el mismo reconocimiento de una representaciónfamiliar, negada desde la instauración misma de las Cortes, permitióque emergieran las llamadas Cortes itinerantes y el inicio de una tibiacorriente crítica. Pero creo que, precisamente por ello, y frente a lo quesostiene el profesor Martín, soy perfectamente coherente al decir que lapostura del sector más reaccionario del franquismo era la más consi-stente: si el Movimiento contenía principios inamovibles, como laconcepción orgánica de la democracia, lo coherente en términos jurí-dico-políticos era negar el asociacionismo político, y lo incoherente eralo que pretendían las corrientes críticas, esto es, establecerlo al amparo

(36) Francisco FRANCO, Declaraciones a la “Asssociated Press” (29 de enero de1946), en Agustín del Río Cisneros (compilador), Pensamiento político de Franco.Antología, Madrid, Servicio Informativo Español, 1964, p. 225; ID., Mensaje de fin de año(31 de diciembre de 1955), ibídem, p. 226; ID., Declaraciones al “New York Times” (19de marzo de 1957), en ibídem, p. 227. Véase que tales declaraciones empiezan en 1946,es decir, una vez finalizada la II Guerra Mundial, y una vez que la victoria de los aliadosobliga al dictador a modular su orientación totalitarista.

(37) De nuevo el recensor acude a hechos donde yo analizo doctrinas cuandodice que “la democracia parlamentaria no fue el resultado de una evolución interna delEstado franquista, sino de una conquista de la sociedad ejecutada contra el régimen”.Desde luego que así es, pero ése es un análisis de historia política (e incluso podría verseasí en términos de lógica jurídica), no de historia de las doctrinas políticas.

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de un régimen dictatorial. Las únicas soluciones coherentes eran omantener el status quo (como pretendían los más inmovilistas delrégimen dictatorial) (38) o romperlo (como finalmente se hizo en laTransición), pero no intentar articularlo desde dentro del sistema.Tertium non datur. Considerar que esta afirmación mía implica « pre-ferencia por los políticos intransigentes y continuistas de la transición »sólo puede justificarse por volver a valorar en términos éticos o políticosafirmaciones que yo sostengo en un sentido absolutamente científico.En este aspecto, creo que, quien muestra preferencias éticas es el propioprofesor Martin, y éstas no le permiten percibir con claridad afirma-ciones que se vierten en términos cientificos.

El mismo rescate de la idea de “Constitución” llevada a cabo porautores como Rodríguez Carvajal muestra un cambio intelectual (elúnico que me interesa subrayar) en un régimen que había denominadoa sus normas básicas “Leyes Fundamentales” con tal de huir de untérmino, el de “Constitución”, que les evocaba liberalismo y democraciainorgánica. Que lo que digo es absolutamente correcto lo muestra elhecho de que la Constitución española de 1978 al final no surgió de unamera evolución del régimen franquista, sino de una ruptura con aquél,llevada a efecto a través de la Ley para la Reforma Política, que aunemanada de los procedimientos de las Leyes Fundamentales, derogabaimplícitamente cláusulas intangibles de los principios del Movimiento.

Ciertamente, para tener reticencias sobre si debía aceptar elamable ofrecimiento del profesor Costa, el resultado ha sido más largode lo esperado, pero reitero que, cuando una recensión está tancuidadosamente elaborada como la que ahora me ocupa, bien merece lapena debatirla con detenimiento. Creo que buena parte de las críticasdel recensor se fundamentan en introducir en la discusión planosdistintos al meramente doctrinal del que se ocupa el libro: aspectoséticos, fácticos, políticos e institucionales. Las críticas, y eso me recon-forta, se reducen cuando se atiende sólo a mi análisis doctrinal, que esprecisamente el único del que se ocupa el libro. No quiero con ellodecir que todos los demás aspectos sean intrascendentes. Desde luegoque no lo son, y en muchas de las afirmaciones que sobre ellos hace elprofesor Martín convengo plenamente. Lo que sucede es, simplemente,que no se trata del enfoque de un libro que trata de los partidos “en elpensamiento”, es decir, en el mundo de las ideologías.

En todo caso, quisiera que mis observaciones a la generosarecensión del profesor Martín no se vieran como una confrontación,

(38) Una vez más el recensor se aleja del objeto del libro (las doctrinas) cuandoseñala que, esta coherencia era “tan sólo la solidez y consistencia de sus interesesparticulares protegidos por el régimen”. Tal afirmación de materialismo histórico nocontempla que los intereses subyacentes (sociales, políticos, económicos, o del orden quefueren) no son objeto de un libro que se ocupa de las doctrinas.

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sino como un mero diálogo sustentado en planteamientos distintos ycon un objetivo de intercambio intelectual. Si la recensión no resultasetan interesante, o el interlocutor con quien debato no demostrara tantasolvencia, desde luego que habría declinado la amable propuesta delprofesor Costa. Me alegra haberla aceptado, porque el trabajo delprofesor Martín me ha permitido volver a reflexionar sobre este temaque ambos tenemos por interés común. Gracias, pues, tanto al profesorCosta, como al profesor Martín, por haberme brindado, de distintaforma, esta oportunidad de dialogar en los Quaderni Fiorentini.

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