Paradojas nacionalistas. versión revisada

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PARADOJAS NACIONALISTAS2 * (versión revisada, después de comentarios. Gracias, amigos..) 2º Borrador (no citar) La nación democrática La moderna idea de nación (cívica, republicana, de ciudadanos) está estrechamente asociada al ideal democrático. Los reyes eran dueños de los territorios a título personal, como nosotros somos dueños de una casa o de un coche. Los Reyes Católicos eran dueños de América, literalmente, a título personal (“de sus Majestades”). Era propiedad suya, no de las Coronas de Castilla o Aragón y, menos aún, claro, de la nación. Sin ir tan lejos, Leopoldo II fue propietario del Congo hasta 1908, cuando se vio obligado a “donarlo” al Estado belga. A ese mundo se opondrá el espacio jurídico inaugurado por las naciones políticas. Explícitamente el artículo 2 de la Constitución gaditana de 1812 afirmaba: “La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”. La nación será una casa común de la cual no cabe excluir a nadie. Dentro de las fronteras, las leyes alcanzan a todos por igual, sin lugar para privilegios o derechos especiales. Un conjunto de ciudadanos se comprometen en la mutua defensa de sus derechos y libertades. En su versión más ideal, todos adoptan decisiones en las que todos pueden participar y que comprometen a todos. En la medida que han podido exponer sus propuestas, éstas han sido valoradas según criterios de racionalidad e imparcialidad y los procedimientos son pulcramente democráticos, nadie se puede sustraer a leyes que, gestadas en esas condiciones, capturan una idea de justicia. Ese ideal está detrás de fórmulas como * Versión parcial de un capítulo en un obra colectiva de próxima aparición en editorial Almuzara dedicada a analizar las tesis secesionistas desde distintas perspectivas.

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PARADOJAS NACIONALISTAS2*

(versión revisada, después de comentarios. Gracias, amigos..)

2º Borrador (no citar)

La nación democrática

La moderna idea de nación (cívica, republicana, de ciudadanos)

está estrechamente asociada al ideal democrático. Los reyes eran

dueños de los territorios a título personal, como nosotros

somos dueños de una casa o de un coche. Los Reyes Católicos eran

dueños de América, literalmente, a título personal (“de sus

Majestades”). Era propiedad suya, no de las Coronas de Castilla

o Aragón y, menos aún, claro, de la nación. Sin ir tan lejos,

Leopoldo II fue propietario del Congo hasta 1908, cuando se vio

obligado a “donarlo” al Estado belga. A ese mundo se opondrá el

espacio jurídico inaugurado por las naciones políticas.

Explícitamente el artículo 2 de la Constitución gaditana de 1812

afirmaba: “La Nación española es libre e independiente, y no es

ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”. La

nación será una casa común de la cual no cabe excluir a nadie.

Dentro de las fronteras, las leyes alcanzan a todos por igual,

sin lugar para privilegios o derechos especiales. Un conjunto de

ciudadanos se comprometen en la mutua defensa de sus derechos y

libertades. En su versión más ideal, todos adoptan decisiones

en las que todos pueden participar y que comprometen a todos.

En la medida que han podido exponer sus propuestas, éstas han

sido valoradas según criterios de racionalidad e imparcialidad y

los procedimientos son pulcramente democráticos, nadie se puede

sustraer a leyes que, gestadas en esas condiciones, capturan una

idea de justicia. Ese ideal está detrás de fórmulas como* Versión parcial de un capítulo en un obra colectiva de próxima aparición eneditorial Almuzara dedicada a analizar las tesis secesionistas desde distintasperspectivas.

“asamblea nacional”, “soberanía nacional”, inspirará a los

revolucionarios franceses, americanos y también a Marx.

Con un poco más de precisión, eso quiere decir que las naciones

modernas constituyen unos territorios políticos en donde rigen

dos reglas: unidad de justicia, según la cual las fronteras delimitan

un ámbito unitario de aplicación de principios normativos, de

derechos, de impuestos y servicios, y unidad de gobierno y acción,

por la cual las decisiones idealmente tomadas por todos

comprometen a todos. La primera regla es responsable de que los

ciudadanos del mismo Estado estén unidos por derechos y

obligaciones que no alcanzan a los individuos de otros países;

como en una familia, existiría una caja común a la que todos

contribuirían y podrían solicitar ayuda. La segunda opera según

un criterio de comunidad relevante: como sucede en una reunión

de vecinos, las decisiones las toman aquellos sobre quienes esas

mismas decisiones recaen. Todos pueden hacer oír sus razones y,

una vez atendidas y aceptadas, porque son justas, serán las

razones de todos, que cristalizan en las leyes. Nadie podrá

después decir que “como no me parece bien, no las acato”.

No cabe, por tanto, marcharse con “lo mío”. Porque no hay “mío”

antes de lo que es de todos. El territorio político es un

proindiviso, no una sociedad anónima. No es un contrato entre

partes. Madrid es tan mía como de un madrileño. O tan poco. Todo

es de todos sin que nada sea de nadie en particular. Se decide

dentro de ese espacio jurídico, no se decide ese espacio. Mi

propiedad es legítima porque existe previamente ese terreno

común, que, entre otras cosas, me permite disponer de mis cosas,

hacer uso de mi coche y que tú aceptes que, para disponer de él,

necesitas mi autorización o que lo intercambie por un dinero que

es tuyo y que los dos aceptemos mutuamente ese intercambio.

La democracia resulta imposible si una minoría, en desacuerdo

con las decisiones, amenaza con “marcharse con lo suyo”.

Entonces la democracia rompe su vínculo con las decisiones

justas y se convierte en un juego de amenazas. Marcharse solo

está justificado cuando las reglas no se respetan. La democracia

no admite deserciones, si no quiere poner en peligro la justicia

de las decisiones. Esa es la radical novedad que inspira a los

Estados creados por las revoluciones democráticas: establecer

espacios jurídicos y políticos de realización de la libertad, la

justicia y la democracia. No es una casualidad que el lema

completo de la revolución francesa sea el de “libertad,

igualdad, fraternidad y unidad indivisible de la república”. Los

valores se han de satisfacer simultáneamente: la libertad de

unos pocos, la igualdad para los míos o la fraternidad entre los

de mi tribu están más cerca de la patología que de la salud

moral.

Por eso no tienen sentido las comparaciones habituales entre los

Estados y las relaciones contractuales. Los Estados no son

asociaciones voluntarias. Uno se apunta un club deportivo si

quiere. Y si quiere, se marcha sin dar explicaciones. Si nos

gusta un deporte raro, podemos fundar un club, buscar asociados

y si, por lo que sea, acuden demasiados, seleccionar a quienes

pueden entrar. En muchos casos, los socios incluso pueden

apuntarse en diverso grado, para ciertas horas o actividades.

Puede haber socios de distinto grado y condición. Los socios,

más tarde, pueden decidir acabar con la sociedad y marcharse

cada uno por su lado. Con las parejas, pues más o menos. Nada de

eso sucede con los Estados. A nadie le preguntan a cual quiere

afiliarse. Uno no decide ser español, francés o ruso. Se puede

marchar, por supuesto, y hasta cambiar de nacionalidad, pero su

marcha deja intacto al Estado y su territorio. Los Estados no

son un club social en el que uno se apunta y se va cuando

quiere. La idea del Estado como una sociedad de construcción

voluntaria, a la que cada uno acude (o se marcha) con “su”

territorio, presume una suerte de derecho anterior a las leyes,

natural, prepolítica. Las cosas son al contrario. Precisamente

porque no son asociaciones voluntarias es por lo que importan la

democracia y los derechos, que se dan dentro de un espacio

jurídico, dentro de una comunidad política. La unidad para estar

justificada también requiere de los otros principios, en

particular, de la buena democracia.

Dicho de otro modo: hay una radical incompatibilidad entre

democracia y secesión. En realidad, el único sentido en el que

cabe hablar de una justificación del derecho a la secesión

(remedial seccession) está asociada al deterioro de la calidad

democrática: la violación persistente de derechos humanos

básicos (o de territorios soberanos que han sido ocupados). El

“derecho” a la separación es, si acaso, derivado, como respuesta

a una violación sistemática de derechos básicos. La secesión,

para estar justificada, necesita algo más que la voluntad de

separarse: falta de democracia o injusticia. Si hay democracia,

no cabe la secesión. Si bastara la simple voluntad, se

pervertiría la democracia, al menos la mejor idea de democracia:

todos nos comprometemos a aceptar las decisiones que tomamos

entre todos porque las tomamos entre todos y respetamos los

derechos de todos. No habría objeción a que unos pocos (por

ejemplo, los ricos) dijeran que, como no les parecen bien las

decisiones democráticas que llevan a subir impuestos, esto es,

en las que ellos, en tanto ciudadanos, han participado, con

posibilidad de expresar sus opiniones y mediante sus votos, se

marcharán con “lo suyo”, con Marbella, por ejemplo. Por

supuesto, nadie en su sano juicio puede decir que los catalanes

o vascos, habitantes de las regiones más rica de España, con los

políticos mejor retribuidos y con una presencia más que notable

en todas las instituciones, ven socavados sus derechos.

Las paradojas de la nación

Nuestros nacionalismos, ocasionalmente, se presentan como

cívicos o republicanos. Por detrás de fórmulas secesionistas

como “derecho a decidir”, “voluntad de ser” o “derecho de

autodeterminación” parece latir el espíritu democrático de la

nación de ciudadanos. Pero es solo hojarasca. Si el nacionalismo

es cívico, no puede apostar por la ruptura de una comunidad

democrática, por no aceptar sus decisiones y excluir a una parte

de los ciudadanos. Levantar una frontera en una sociedad

democrática equivale, por definición, a romper una comunidad de

justicia y de decisión. Para justificar la ruptura el

nacionalismo necesita, tarde o temprano, apelar a una noción de

comunidad política apegada a la identidad, al “en tanto somos

especiales y distintos está justificado que, entre nosotros y no

con los demás, aceptemos decisiones, redistribuyamos y

aseguremos derechos”. Por eso las balanzas fiscales se

establecen entre Cataluña y España y no entre Barcelona y

Cataluña. El nacionalismo, inevitablemente, recala en una idea

de nación escasamente democrática, esencialista y excluyente.

Para comprobarlo basta con examinar las apelaciones a “derecho

a decidir”, o a “la voluntad de ser”, que, para resultar

inteligibles, necesitan apelar a la identidad. Como se ha dicho

mil veces, tales fórmulas resultan incompletas si no se precisa

el sujeto y el objeto: quién decide y qué se quiere decidir o

qué ser se quiere ser. Necesita especificar un sujeto y un

objeto: ¿quién decide o es? ¿Qué se decide o qué se quiere ser?

Cuando el nacionalismo intenta responder a tales preguntas,

inevitablemente, se encuentra con la nación étnica, que vincula

la ciudadanía no a la ley y la igualdad, sino a la cultura y la

identidad. Veámoslo.

Respeto al primer aspecto, las preguntas son inmediata ¿Por qué

Cataluña es un sujeto de decisión y Marbella no? ¿Por qué El

Valle de Arán sí y Hospitalet o Barcelona no? La respuesta

común (“porque unas son una nación y otros no”) es solo

aparente, cargada de falacias y circularidades, al menos,

mientras se quiera sostener en la supuesta "voluntad

democrática”. Si se quiere seguir sosteniendo un (imposible)

asidero “democrático”, no queda otra que apelar a la voluntad

nacional: el sujeto que decide es una nación, se dirá, porque

tiene voluntad de autogobierno colectivo. Pero, obviamente, esto

no aclara nada. ¿Cuál es el perímetro que nos permite reconocer

a ese sujeto? ¿Todos los españoles? ¿Solo los catalanes que

tienen esa voluntad? ¿Y los demás? Esos otros, a su vez,

¿constituirían otra nación o están sometidos a la voluntad de

los que sí tienen esa voluntad? Y, si es así, ¿por qué la

voluntad de una parte de los catalanes –esos que no están por

labor—no cuenta y, sin embargo, una parte –con toda probabilidad

menor—de los españoles, los catalanes que sí están por la labor,

sí que pueden decidir por su cuenta? ¿Podría considerarse un

sujeto de soberanía (indivisible) una Cataluña con un 40 % de

catalanes que no tuvieran esa voluntad, pero no una España en la

que apenas un 8% (algunos, muchos incluso, catalanes y vascos)

de españoles no quisieran ser españoles? Aun más, si una parte

puede decidir partir un país, ¿qué objeción habría al ejercicio

simétrico de levantar una frontera, esto es, a la expulsión de

una parte por decisión de otra, a echar a Extremadura de España?

Si esas preguntas colapsan es por una razón de principio: se

decide dentro de las fronteras, no se deciden las fronteras. Las

fronteras, todas, son resultados de geografía, guerras,

conquistas, enlaces matrimoniales, flujos económicos y

demográficos. Constituyen inevitables puntos de partida para el

ejercicio de la democracia. Para decidir necesitamos fronteras

que enmarquen un demos, unos votantes, y, por eso mismo, ese

demos no se puede fundamentar en la voluntad, en los votos. En

el fondo, lo que se muestra es el sinsentido de la idea

nacionalista de nación como “unidad de decisión sostenida en la

voluntad”. Eso se ve mejor cuando nos acercamos a la idea de

nación que está en la trastienda del nacionalismo de la voluntad

y que ha aparecido en buena parte de las apelaciones a “la

voluntad de los catalanes” en los últimos tiempos: hay una

nación cuando un conjunto de individuos cree que son….una

nación. Obviamente, eso es cualquier cosa menos una definición

satisfactoria, como tampoco lo es, por la misma razón, “catalán

es todo aquel que vive y trabaja en Cataluña y quiere ser…

catalán”. Desde un punto de vista formal no sirve, en tanto

incluye en la definición la palabra definida, con lo que nos

deja como al principio. Desde el punto de vista empírico, casi

peor: no sabe qué hacer con los que no participan de la

creencia. ¿Quedarían fuera de la nación? ¿Formarían parte de

otras naciones, según las creencias de cada subconjunto?

Desde el punto de vista político acorta el vuelo de la

reivindicación: la nación o pueblo cuyo derecho se invoca,

tendría una existencia condicional y frágil. Hace cinco años,

cuando no había tal voluntad ¿no existía la nación catalana ni,

por tanto, su derecho? O, todavía más, pues si no había nación,

porque no había voluntad, ¿qué sentido tenía el propio

nacionalismo, que habla en nombre de la nación? No solo eso,

sino la idea misma de decisión se complica: si se apela a la

voluntad para definir el sujeto de decisión, el supuesto sujeto

del derecho, el acto concreto de decidir: ¿solo los que tienen

la voluntad, que son la nación, son el sujeto y lo ejercen? En

ese caso, aunque solo votasen un 10%, esos constituirían la

nación y, como sujeto, “decidirían” con un (tautológico)

resultado del 100%. Para salir de todos esos atolladeros el

nacionalismo necesitará de una idea del sujeto de decisión que

no se sostenga en la voluntad. El trazo del perímetro de

decisión, la frontera que enmarca a los que tienen “el derecho a

decidir”, no podrá ser otro que la identidad. Pero vayamos a la

otra parte, donde también acaba por aparecer la identidad.

Las cosas no están más claras tampoco en la segunda parte de los

enunciados, en el qué se decide o qué se quiere ser. Ya se ha

dicho mil veces que el derecho a decidir queda suspendido en el

aire, que hay que precisar qué es lo que se decide. No se

decide decidir. En realidad, de lo que se está hablando es de

la decisión de marcharse y, en ese terreno, si existe el

derecho, las cosas están ya decididas, por definición: la

soberanía no se decide; cuando se decide es que ya se es

soberano. No se está decidiendo la soberanía, porque la

soberanía, si acaso, se justifica, como sucede cuando se apela a

la falta de derechos o a la ocupación, o se ejerce, día a día,

en decisiones concretas, acerca de esto o de lo otro. La

voluntad de autodeterminarse no es un argumento para justificar

la autodeterminación: no se puede apelar a la voluntad, que es

lo que se trata de determinar, precisamente, con el ejercicio

del supuesto derecho.

De lo que se está hablando aquí es de otra cosa: de lo que se

quiere ser. Y por ese camino nos encontramos con la otra

formula: la “voluntad de ser”. Una expresión que también resulta

incompleta. La voluntad de ser requiere precisar qué ser quiere

ser. Querer ser, en su sentido más inmediato, es un

despropósito: uno siempre es, haga lo que haga. Y las cosas no

se aclaran cuando se dice, en la expresión antes citada y

pareja: “es catalán…el que quiere ser catalán”. Como decía

Borges: “No hay que preocuparse de buscar lo nacional. Lo que

estamos haciendo nosotros ahora será lo nacional más adelante”.

Siempre se es lo que se es, siempre se está instalado en la

propia identidad. En ese sentido, empeñarse en una política de

la identidad es un despropósito. La única política de la

identidad consistirá en no hacer nada, en no querer ser nada,

que es exactamente lo que no es la política, que es praxis, por

definición. Si se quiere evitar ese absurdo, se ha de asumir

que lo que se busca ser no es lo que se es, esto es, que la

política de la identidad persigue realizar una identidad que no

se tiene, o lo que es lo mismo, acabar con la identidad actual.

O bien, recrear la que se perdió, o la que se cree que se

perdió, pero no cualquiera, porque a no ser que se asuma una

identidad esencial que perdura por encima de las gentes, de sus

idas y venidas, de los cambios económicos, sociales o

culturales, se tendrá que escoger algún momento privilegiado.

Eso sería lo que se quiere ser o decidir ser. Otra vez, la

identidad.

Así las cosas, en un momento u otro el nacionalismo necesita

establecer un anclaje, para el sujeto de la decisión (la nación)

y para el objeto (la voluntad de qué). Los individuos que son

una nación porque creen que son una nación, han de creer en

algo, han de creer que comparten algo, su creencia ha de recaer

en algo. El segundo uso de nación (ese en el que creen) ha de

ser distinto del primero. La secesión, autodeterminación

(externa) de las naciones o los pueblos requiere precisar

antes de qué pueblo o nación se está hablando y ese no se

sostiene en la voluntad. Por otra parte, lo que se quiere ser

necesita dotarse de algún contenido, se ha de decidir algo. Al

final de ese camino el nacionalismo siempre se encuentra a la

identidad. En realidad, la identidad es objetivo se quiere

recrear para poder utilizarla como fundamento.

La nación de la identidad

El anclaje lo encuentra el nacionalismo en la identidad. La

tesis es antigua y está en el núcleo de la idea étnica de

nación. Entronca con el uso clásico, asociado al verbo «nacer» y

apunta a un colectivo que comparte un origen geográfico, una

raíz cultural, lingüística, a una etnia. Frente al universalismo

racionalista de la nación democrática, la particularidad de cada

pueblo dotado de su particular espíritu, de su diferencia

esencial, que se expresa en mil manifestaciones a través del

tiempo. El espíritu del pueblo (Volksgeist) románico que perdura

inmutable a través de los siglos, con independencia de los

cambios sociales, culturales o demográficos. Mientras la

ciudadanía está asociada al cumplimiento de la ley y, en ese

sentido, no admite grados, no se puede ser más o menos

ciudadano, la “ciudadanía” de la nación identitaria está

vinculada a participar de ciertos atributos de identidad o a los

rasgos o valores de ese pueblo esencial. En ese sentido se asume

que hay ciudadanos “más nacionales”, que participan en mayor

grado de la identidad. En unos casos, esas exigencias son

explícitas como sucede cuando el acceso a ciertos cargos

públicos se limita a los miembros de cierta religión (o se veta

a los de otros, a los judíos, por ejemplo). En otros, los

filtros son menos explícitos, como sucede cuando se imponen

requisitos lingüísticos arbitrarios –no asociados a las tareas a

realizar-- para el acceso a la nacionalidad (o a ciertas

posiciones sociales o laborales) o cuando se reclama “voluntad

de integración” en la cultura nacional. Los que flaquean se han

de esforzar por “integrarse en las formas de vida”, por asumir

las señas de identidad, para ser ciudadanos de pleno derecho han

de adoptar los patrones de una comunidad de identidad. De otro

modo, si no se asimilan, la nación de identidad, estaría en

peligro. Hace apenas diez años, lo resumió impecablemente Jordi

Pujol: “Tenemos que cuidarnos (del mestizaje), porque hay gente

que lo quiere, y ello sería el final de Cataluña. La cuestión

del mestizaje (…) para Cataluña es una cuestión de ser o no ser.

A un vaso se le tira sal y la disuelve; si se le tira un poco

más, y también la disuelve. Cataluña es como un árbol al que se

le injertan constantemente gentes e ideas desde hace siglos; y

eso sale bien siempre que no sea de una manera absolutamente

abusiva y que el “tronco sea sólido” (La Vanguardia, El

Periódico, 23/08/2004).

La identidad como fundamento de las sociedades políticas es, por

definición, excluyente. Sobre ese trasfondo se entienden

fórmulas como “autoodio”, “malos catalanes (o malos españoles) o

la extendida consideración de los discrepantes como

“anticatalanes”: la crítica a ciertas tesis de algunos (que

definen la identidad) se entienden como críticas a la comunidad

política sin más. La retórica de la identidad inmediatamente

traza una línea de demarcación con los diferentes y envilece el

debate político al restar grado de ciudadanía al discrepante.

Pero, además de por excluyente, la identidad es un asidero

peligroso porque prende pronto y con pocos mimbres, con

independencia de la fragilidad o el realismo del asidero. Basta

con que se crea que existe la identidad, sin que importe su

veracidad, para azuzar la discrepancia que, por patológica, no

tiene solución democrática, racional. Según muestran ciertos

experimentos, basta con decirle a un grupo de gentes que

comparten el último número de su DNI para que, de pronto,

empiecen a encontrar afinidades entre sí y diferencias en mil

cosas con los demás.

No solo eso. También propicia un sentido patrimonial de la

política. Ese que se respira en las palabras de Pujol, que se

siente dueño de la identidad catalana, sin que importe, dicho

sea de paso, que, estadísticamente, Pujol sea una rareza, al

menos si nos atenemos a la frecuencia de los apellidos. Sólo

desde ese sentido patrimonial se entiende que un político, el

actual presidente de la Generalitat, entonces un simple

candidato, en pleno debate electoral, ante la presencia callada

de los políticos de izquierda, interrumpe a otro candidato para

decirle: “Miren si este país es tolerante que ustedes vienen

aquí, hablan en castellano en la televisión nacional de Cataluña

y no pasa nada". Lo más inquietante de todo es el “vienen

aquí”. No fue un pronto. En el acto organizado el pasado 21 de

febrero de 2014, con motivo del Día Internacional de la Lengua

Materna, por el Parlamento autonómico de Cataluña, se situaba

al castellano como uno más de los 270 idiomas extranjeros que se

hablan en Cataluña, junto al wólof, el urdú, el quechua, el

inglés, el amazig o el árabe. En las intervenciones se defendió

al catalán como la única "lengua común" en Cataluña porque es

"nuestra lengua nacional" y como exclusivo “factor de cohesión".

No está de más recordar que la lengua materna del más del 55 %

de los catalanes es el castellano. También la lengua común.

El nacionalismo catalán adopta la versión más clásica romántica;

la lengua como centro de gravitación. En 1977 el dirigente de

convergencia Trias Fargas lo expresaba con rotunda claridad: “La

esencia de Cataluña, el espíritu de Cataluña, la sangre de

Cataluña, es su idioma”. Oriol Junqueras cita directamente a

Herder para recordar que la lengua permite identifica a un

pueblo: “el Volksgeist” ("espíritu del pueblo" o el "carácter

nacional") se basa en la lengua y en la literatura populares. Y

él mismo se pregunta: "¿Tiene una nación algo más precioso que

la lengua de sus padres?".   Por eso mismo reconoce el derecho a

la autodeterminación al Valle de Arán, con apenas diez mil

personas, de las que solo 2800 hablan aranés: hay lengua, hay

identidad, hay nación, hay soberanía. (No está de más recordar

que, incluso en esos términos, la argumentación colapsa, a la

vista de cómo son las cosas. Los mismos argumentos que sirven

para invocar una la realidad nacional (cultural) asociada a la

lengua de Cataluña dentro de España servían para apelar a una

realidad nacional (cultural) asociada a la lengua del Área

Metropolitana dentro de Cataluña. En realidad, si el número de

hablantes es relevante --y debería serlo, puesto que apelamos a

la lengua-- con mucha más fuerza: la proporción de hablantes de

catalán en España es minúscula comparada con la proporción de

hablantes de castellano en Cataluña).

:

Pero vayamos al centro de la argumentación, que se sostiene en

tres pasos: a) la lengua proporciona una manera especial de

estructurar el trato con la realidad, el mundo de experiencias a

todos sus hablantes, una mirada compartida y hasta una

concepción del mundo; b) la identidad compartida fundamenta la

nación; c) la nación cultural es una unidad de decisión

legítima, soberana.

Ninguno de los pasos se sostiene. La tesis romántica según la

cual la lengua proporciona un particular mundo de experiencias,

conocida con hipótesis de Sapir-Whorf, en atención a dos

antropólogos lingüistas del siglo pasado que contribuyeron a

popularizarla, es despreciada hoy por la mayor parte de los

investigadores. Que yo carezca de una palabra para designar el

olor del metro a la hora punta o de otra para designar el olor

del la hierba recién cortada no quiere decir que confunda ambas

experiencias ni que me esté vedada la posibilidad de construir

una paráfrasis –como acabo de hacer—para distinguirlas. Si

acaso, la clásica tesis alcanza cierta validez para referirse a

lenguas muy separadas y en ámbitos de experiencia limitados (el

conteo de los indios pirahas es un ejemplo clásico). En todo

caso, carece de sentido en el caso de lenguas vecinas y con

mundos de experiencias compartidos. Por lo demás, desde el punto

de vista de cualquier idea medianamente realista de identidad

parecen más relevantes otras circunstancias, como el sexo, la

clase social y hasta las condiciones ambientales. Basta con

saber que vivo en una urbe para anticipar bastantes cosas acerca

de mi vida: modelos de transporte, de consumo, alimentación,

horarios, actividades diarias. Desde cualquier idea precisable

de identidad, yo tengo mucho más que ver con un parisino que con

una campesina peruana con la que comparto lengua.

No resulta menos endeble el supuesto de que la identidad,

cimentada en la lengua, fundamenta la nación. Por lo pronto,

deja fuera de la nación a la mayor parte de los catalanes, que

tienen como lengua materna el castellano. Por otra parte, desde

el punto de vista empírico, simplemente no se corresponde con

cómo son las cosas. La aspiración a naciones sostenidas en

comunidades culturales es un puro desatino. Llevada a sus

últimas consecuencias, conduce al mayor de los desórdenes, en

realidad, a un caos tribal en nuestro mundo, ya desordenado de

por sí, con sus casi doscientos Estados, y en que el sólo se

encuentran 25 Estados lingüísticamente homogéneos, entendiendo

por tales aquellos en los que el 90% o más de la población habla

la misma lengua. Vamos, que no podría funcionar ni siquiera en

el continente “más normalizado”, Europa, con 49 Estados y 225

lenguas, por no hablar de Nueva Guinea, que para responder a su

configuración lingüística, debería atomizarse en mil Estados,

a razón de una identidad lingüística por Estado.  Y las cosas,

ciertamente, no mejorarían si, en aras de vincular las naciones

de la identidad con los estados, como sucede con los proyectados

Euskal Herria o los Países Catalanes, las fronteras se

expandieran –en una suerte de Lebensraum-- buscando territorios

en donde se encuentren un número significativo de hablantes,

entre otras razones, porque, precisamente por la ausencia de

estados lingüísticamente homogéneos, otros muchos podrían

reclamar esos mismos territorios, invocando los mismos

principios.

La soberanía de las naciones†

Pero los problemas mayores se encuentran en el último paso, en

la vinculación de la Nación con la soberanía, un supuesto que

apunta por detrás de la fórmula, que es un lamento, de “las

naciones sin estado”. En realidad, estamos ante otra petición de

principio.  Lo que se está diciendo es «la nación tiene derecho

a la soberanía porque es una nación» o, en otra presentación,

«la nación constituye una unidad de decisión política porque la

nación es soberana». Si se quieren hacer inteligibles esos

† En este epígrafe recupero algunos pasos expuestos previamente en “El nacionalismo, con respeto”, Revista de Libros, 69, 2002.

juicios, hay que pagar el alto precio de incurrir en la falacia

naturalista: la (imposible) inferencia de un enunciado normativo

(la atribución de derecho) a partir, exclusivamente, de un

enunciado descriptivo. Dicho de otro modo, para poder inferir

del (supuesto) hecho nacional (“X es una nación”) el derecho a

la secesión (“X es soberana”) necesitamos una premisa adicional,

normativa, un juicio de valor: “toda nación tiene derecho a la

soberanía”. Algo que no es evidente sin más. Los seres humanos

se pueden clasificar según mil criterios: lengua, estatura,

sexo, religión, clase social, color de la piel, parentesco,

ideas políticas, aficiones deportivas, preferencias sexuales.

Aun si admitimos que la “nación” es un criterio inequívoco de

clasificación, esto es, que en presencia de un individuo

estamos en condiciones de determinar «su» nación, de asignarlo a

un grupo y sólo a uno, no se ve por qué el grupo en cuestión

tiene autoridad legítima sobre ciertos ámbitos, no se ve, por

ejemplo, por qué del hecho de que un conjunto de individuos

participen de la misma lengua haya que considerarlos una unidad

legítima de decisión sobre política hidráulica, sanidad o I+D.

Desde luego, no es respuesta aceptable apelar al hecho empírico

de que «ese grupo de gente crea que tiene autoridad legítima».

También los reyes se creían soberanos.

No faltan los intentos de evitar incurrir en la falacia

naturalista. Pero ninguno resulta satisfactorio. El primero

consiste en estirar la definición de nación e incluir en ella lo

que se necesita: un componente normativo. Si la nación se

entiende como «un grupo humano que constituye una autoridad

legítima», la inferencia anterior resulta impecable. Como todas

las tautologías. El problema real, naturalmente, persiste: ¿cuál

es el fundamento normativo que convierte a la nación en una

autoridad legítima? Los trucos se pueden llevar a cabo por

recorridos más tortuosos, alguno de los cuales ya lo hemos

explorado. Por ejemplo, cabe incluir en la definición de nación

el requisito de «vocación de autogobierno». Una nación sería un

grupo humano que, además de compartir ciertos rasgos “objetivos”

identitarios (lengua, cultura, etc.), tiene “voluntad de

autogobierno”. Pero eso no hace más que situarnos un paso más

atrás, porque la pregunta persiste: “¿la vocación de

autogobierno del grupo nacional está justificada?”. No resulta

una respuesta aceptable invocar el hecho de que exista la

creencia, la vocación: el que la gente crea en algo nada nos

dice acerca de la calidad (epistémica) de su creencia. Dios no

existe porque aumente el número de creyentes y ninguna prueba de

la existencia de Dios apela al hecho de que la gente crea en

Dios.

Otra estrategia para resolver el problema de la justificación de

la legitimidad, para evitar la falacia naturalista, apela a la

importancia de preservar los rasgos que identifican a la nación,

apelación que se acostumbra a acompañar y apoyar en una

conjetura empírica según la cual el mejor modo de preservarlos

es asegurar al grupo la titularidad del poder político. En este

caso, además del problema empírico de si es verdad que la

soberanía es el mejor modo de asegurar la preservación de la

identidad nacional, la carga del argumento recae en la presunta

bondad de –preservar– las características que identifican a la

nación. No cabe responder: “son valiosas porque son las de la

nación o lo fueron en el pasado” a menos que estemos dispuestos

a defender tradiciones nacionales sexistas y racistas, que tanto

abundan en todas las tradiciones. Hay que responder en serio a

la pregunta de por qué valen o por qué son buenas y, si no se

quiere incurrir en argumentos circulares, no vale decir: “por

qué esos rasgos definen o definían al grupo como nación”.

Tampoco cabe decir que “el grupo humano es titular de

legitimidad en el territorio de la nación porque es distinguible

de los demás por su identidad (religión, conciencia de grupo,

lengua, historia, etc.)”. Todos los grupos son, en algún sentido

y por definición, distinguibles de los demás. E incluso muchos

de ellos, además del rasgo que los une, presentan escasa

varianza interior en muchos otros, en prácticas y modos de

vida. Los habitantes de Marbella, por ejemplo, tienen modelos

de consumo, educación, medios de transporte, casas y modelos

reproductivos bastante parecidos, incluso una homogeneidad

climática que, seguramente, se percibe en el color de la piel y

hasta en las enfermedades. Y lo mismo, por el otro lado, los

que viven en las banlieues de París. Se trata de grupos bien

precisos pero no por ello disponen de soberanía, y aun menos en

nombre de “la preservación de sus señas de identidad”.

Inevitablemente, para justificar la legitimidad de la nación

como unidad de decisión política, se necesita algún eslabón

argumental normativo que no apele a la nación misma, a la

tradición o a los rasgos «nacionales». Los nacionalistas,

también por aquí ---ahora sin incluirla en la idea de nación--

invocan la existencia de una “voluntad de autogobierno” (o de

“ser”) que no aclara nada en tanto invoca aquello que necesita

justificación: lo que estamos evaluando es si esa voluntad tiene

fundamento. Que un derecho no se reclame no quiere decir que no

esté justificado. Las mujeres de la India, privadas de muchos

derechos, no los reclamen e, incluso, se muestren satisfechas de

su situación, según confirman las encuestas. Y al revés: que se

reclaman derechos no quiere decir que estén justificados. El

mundo está lleno de reyes jubilados pidiendo la restitución de

sus reinados y de ricos que, un día sí y otro también, se quejan

de unos impuestos que no dudan en calificar como

“confiscatorios”.

Los nacionalistas, inasequibles al desaliento, buscan otros

eslabones en donde amarrar su argumentación. Por ejemplo,

intentan mostrar que preservar la tradición “es bueno” por

alguna otra razón, porque refuerza la autonomía, protege la

identidad, garantiza la diversidad, proporciona un contexto de

elección, mejora la autoestima o allana los vínculos

comunitarios. Cada uno de esos argumentos es discutible, pero lo

relevante, desde el punto de vista de la fundamentación, es que

cuando el nacionalismo acude a ellos deja de ser nacionalista.

Si la preservación de la nación como unidad legítima de

autogobierno se justifica en otros valores, si la estrategia

nacionalista se justifica en nombre de principios más básicos,

se disuelven las justificaciones nacionalistas. El concepto de

nación se convierte en puramente contingente y tendría que

abandonarse si se viera que hay un modo mejor de preservar los

rasgos, de defenderlos o, incluso más, si se mostrara que hay

valores más básicos, más importantes, a atender que los que

presuntamente asegura la preservación de los rasgos nacionales.

No resulta improbable que, sin ir más lejos, el mejor medio de

asegurar la autonomía consista en descalificar las tradiciones y

combatir el nacionalismo que, como alguien recordó, no es más

que la tiranía del origen.

La identidad de la nación

La nación republicana arranca como un escenario para la

materialización de los ideales de libertad, justicia y

democracia. A la vez, precisamente porque no es un club privado

como el de fumadores de pipa o de aficionados al mus, en el que

uno se apunta o se borra, no cabe imponer reglas de admisión,

identidades que excluyan a ciudadanos. Cuando en 1933 Alemania

convierte en oficial la bandera del partido nazi de alguna

manera se estaba diciendo a los ciudadanos de otros partidos que

no eran alemanes. En la nación republicana todos caben siempre

que se comprometan con los principios republicanos. Ningún

proyecto político puede imponer en el espacio público sus

banderas o señas de identidad. En un ayuntamiento no se puede

instalar otra bandera que la de todos, que no es de nadie en

particular.

Por supuesto, eso no quiere decir que los ideales que inspiran a

la nación de ciudadanos se consigan. Es cierto que, en muchos

casos, incluso cuando existe un explícito laicismo cultural o

religioso, se acaban favoreciendo ciertas culturas o religiones.

Con todo, esa circunstancia, cuando sucede, es objeto de crítica

o, cuando menos, se vive como problema, a diferencia de lo que

sucede en la nación identitaria, en la que la ocupación del

espacio público y el cultivo de la identidad se consideran

objetivos políticos por sí mismos, unos bienes no necesitados de

justificación.

En la nación de ciudadanos se honran e invocan unos principios

que nada tienen que ver con la identidad. Es una diferencia

fundamental con la nación de los nacionalistas: en un caso se

ve como un problema la patrimonialización de los espacios

públicos o la exclusión de ciudadanos en nombre de la

identidad, en el otro sucede exactamente lo contrario, que se

aspira a ocupar el espacio público y la identidad oficia como un

ideal regulador. La obsesión nacionalista por la integración,

vinculada a patrones culturales, es la mejor prueba: hay una

identidad que se juzga correcta y los demás, si quieren ser

ciudadanos completos, han de amoldarse a ella. Una identidad que

se confunde con un proyecto político o religioso de parte. En el

Vaticano, por poner un ejemplo extremo, nadie pide explicaciones

de la presencia –y algo más que presencia—exclusiva de la

religión católica en todas las instituciones. Cuando los

nacionalistas instalan sus banderas de parte en los

Ayuntamientos actúan de modo parecido (o cuando sostienen que el

F. C. Barcelona representa a Cataluña).

Pero hay algo más. Y es que muchas de las acusaciones a los

Estados democráticos porque “también alientan identidades” le

están reprochando al Estado, a cualquier Estado, lo que no puede

dejar de ser, si es Estado. Muchas de las acusaciones de

españolismo o de centralismo son simples críticas –de pésima

calidad--- a cualquier presencia del Estado, sea la que sea,

tenga que ver con la cultura o no, como simple institución

política. No está de más recordar que, sobre todo cuando está

sometido a un auténtico control democrático, el poder del Estado

permite materializar la justicia, redistribuir y asegurar que

los poderosos no puedan someter a los débiles, Por definición,

esas actividades requieren el ejercicio de ciertos monopolios

(de la violencia, por citar al clásico) y, por lo mismo, suponen

centralización, algo que, no se opone, dicho sea del paso, al

autogobierno. La descentralización no es esencialmente buena y,

desde luego, nada tiene que ver con el autogobierno, con el

control democrático de las instituciones. Mi control sobre el

Gobierno de Madrid, a seiscientos kilómetros de distancia, es

bastante mayor que el que tengo sobre el de la Generalitat, que

está a menos de tres kilómetros. La política no es la

agrimensura.

Por supuesto, eso no quiere decir que los ciudadanos de la

nación republicana no acaben por converger en una identidad. El

funcionamiento de un Estado requiere una trama institucional

compartida, que incluye el conocimiento de la ley (de ahí

proceden las referencias de las constituciones ---de la

Revolución Francesa, de la República española-- a la obligación

de conocer la lengua común,: era el modo de que lo ciudadanos

conocieran sus derechos (recogidos en leyes escritas) y la

posibilidad de participar en los debates democráticos), unos

símbolos compartidos (matrículas, cuerpos de seguridad, marinas

mercantes), documentos, censos, sistemas de pesos y medidas,

convenciones de circulación viaria, funcionamiento de los

mercados, y mil cosas más.

En ese sentido se puede decir que también en el nacionalismo

cívico se cumple la frase atribuida a Garibaldi, que no era de

Garibaldi, sino de Massimo D'Azeglio: “Hemos hecho Italia; ahora

debemos hacer italianos": una vez existe una nación política, la

propia dinámica institucional y la lealtad entre los

conciudadanos propician vínculos culturales. En este caso, los

vínculos son posteriores a la nación política y estarían

asociados a un compromiso cívico con una comunidad democrática.

Como subproducto de ese proceso, o para facilitarlo, se acaban

por sedimentar tramas culturales compartidas. Pero tales tramas

no son requisitos para la ciudadanía, sino resultado de la

práctica de la ciudadanía. En la medida que, por ejemplo,

existe una lengua mayoritaria o una lengua franca (que puede ser

la segunda lengua de muchos ciudadanos, aunque no sea la

mayoritaria, como sucedió con muchas de las repúblicas

americanas cuando extendieron el español una vez se

independizaron de España), la propia dinámica que invita a hacer

uso de aquellos dispositivos que permiten entenderse con más

usuarios o que manejan más usuarios llevará al Estado a

favorecer su aprendizaje o consolidación. El decreto de Nueva

Planta podía ser terrible, pero poco tuvo que ver en la

expansión del castellano en un país sin instrucción pública, ni

medios de comunicación de masas, con la mayor parte de la

población analfabeta y que rara vez, si alguna, se trataba con

notarios o abogados. Esa expansión se debe más al enorme peso en

España, y también en Cataluña, del castellano, que lo convertía

en la lengua del comercio y del las comunicaciones (amén de la

editorial). Una ventaja posicional que, mediante economías de

red, acaba por invitar a todos a transitar por la senda más

eficaz. Como sucede en mil asuntos. Si una mayoría usa los kilos

en lugar de las libras o conduce por la derecha, mejor que todos

recalemos en esos equilibrios: espontáneamente lo harán muchos

ciudadanos (son equilibrios de red) y hará bien el Estado en

facilitarles las cosas. Pero eso es en buena medida un

subproducto o una consecuencia del funcionamiento del Estado, no

su condición de posibilidad. Nada que ver con el nacionalismo

identitario. Para poner un ejemplo, en la nación Cherokee, si lo

que nos importa es la identidad cultural, la lengua oficial

deberá ser el Cherokee, aunque solo la hablen el 8 % de los

Cherokees. Si lo que nos importa es la nación democrática –y el

acceso a la información, la comunicación con otros ciudadanos,

el conocimiento, incluido el de la propia historia—la lengua

oficial deberá el inglés, la lengua de la mayor parte de los

Cherokees.

El otro problema no es práctico, sino de principio: la

existencia misma de las fronteras nacionales. El nacionalismo

cultural busca extenderlas allá donde encuentra un germen de

identidad, donde, por ejemplo, se encuentre un número

significativo de hablantes. El equivalente de los Países

Catalanes o Euskal Herria –con mayor realismo histórico y

demográfico-- sería una España con pretensiones imperiales que,

atendiendo a una pareja proporción de hablantes reales a la

invocada por los nacionalistas, debería alcanzar buena parte de

los Estados Unidos. Una locura.

Pero la nación democrática también tiene sus problemas. Pues si,

por una parte, intenta materializar los ideales de justicia

dentro de sus fronteras, por otra, se asienta en una inevitable

arbitrariedad de principio: nacer del lado malo de las

fronteras, una circunstancia azarosa, supone una fuente de

penalización. Nadie es responsable de nacer aquí o allá y, sin

embargo, esa circunstancia, que no es elegida, acaba por

traducirse en desigualdades de recursos y oportunidades. En ese

sentido, la nación republicana se levanta sobre la negación de

los principios que aspira a honrar. El Estado, instrumento de

materialización de justicia y democracia, enmarca un territorio

político que es perímetro de injusticia y de ausencia de

democracia. Es una paradoja inaugural que no tiene una fácil

solución, pero sí tiene un camino: la eliminación de fronteras

en aras de ampliar los ámbitos de justicia y democracia. Esa es

una línea de avance y, a la vez, una indicación de donde está el

retroceso: en levantar nuevas fronteras, poner bridas a la

democracia y la justicia. Una frontera es una mala cosa. Pero

levantar una donde no existía es todavía peor. Quienes quieren

levantar fronteras, en una suerte de xenofobia superlativa, no

es que no quieran a los extranjeros como conciudadanos, es que

quieren a los conciudadanos como extranjeros. En una parte del

territorio común unos cuantos deciden que los otros se verán

desprovistos de todos los derechos, sin que ni siquiera se les

dé ocasión de decir esta boca es mía. La defensa del derecho

unilateral a levantar una frontera es la defensa del derecho de

una minoría a privar de la condición de ciudadanos a una

mayoría.