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Graciano González R. Arnaiz (ed.) RAZONES PARA (CON)VIVIR Perspectivas de Racionalidad Práctica BIBLIOTECA NUEVA

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Graciano González R. Arnaiz (ed.)

RAZONES PARA (CON)VIVIRPerspectivas de Racionalidad Práctica

BIBLIOTECA NUEVA

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Racionalidad Práctica y Sujeto Moral. La SUPERACIÓN de la Ontología en E. Levinas, Graciano González R. Arnaiz ......

Orientación filosófica e Interculturalidad, Josep M. Esquirol

Hannah Arendt y la peculiaridad de lo Político, José Miguel Marinas ...................................................................................

La Crisis de la Democracia Representativa en España, Juan Antonio Fernández Manzano ..................................................

Masa, Público y Nultitud: Una Historia conceptual del pre- cariado, Andoni Alonso y Sílvia Ferreira ...............................

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Reescribir el Estado: Norma Jurídica y Norma Tecnológica, Javier de la Cueva González-Cotera ........................................

Dos polaridades en la Racionalidad Práctica de la antigua China: Confucianismo y Taoísmo, Juan Luis Varona y Javier Bustamante Donas ..................................................................

Dos polaridades en la Racionalidad Práctica de la antigua China: Confucianismo y Taoísmo

Juan Luis Varona y Javier Bustamante Donas

1. La filosofía práctica en la antigua China

En Occidente, el pensamiento filosófico nace en un momen-to histórico bien definido con la Polis ateniense, con la sustitu-ción de gobiernos teocráticos por una meritocracia que exige diá-logo, debate. Se crea el ágora como un espacio físico y simbólico, un vacío que se rellena de voces y encuentros, que les permite a los atenienses identificarse y reconocerse a sí mismos como co-munidad. El hombre ya no escucha las voces de los dioses, y se descubre apartado de la sabiduría. Por eso la busca, dando a luz a la filosofía. La deliberación ética, el debate político, la argumen-tación discursiva y el pensamiento crítico sustituyen a las anti-guas leyes, a las explicaciones míticas. En Oriente, la filosofía china se desarrolla en un contexto histórico de crisis. Un período de decadencia, envuelto en continuas luchas feudales por el con-trol del territorio y por instituirse en el campeón del rey, alejado de un idealizado pasado de estabilidad y prosperidad donde un único y legitimado soberano gobernaba un pueblo feliz con su

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posición social. Este sentido de decadencia será una constante en todo el pensamiento chino antiguo y surge de uno de los textos más antiguos de la humanidad, considerado como el origen del pensamiento chino por contener reflexiones y especulaciones so-bre la naturaleza del mundo y del ser humano que han influido en toda la filosofía china (Cheng, 2009, 71, Mou, 2009, 11): se trata del ᯧ㍧ (Yì J!ng, libro de los cambios o de las mutaciones) transcrito habitualmente como I Ching y compilado durante la dinastía Zh!u (1122-256 a.C.).

El propio título de esta gran obra, escrita a lo largo de varios siglos, nos da la clave para entender el problema fundamental al que se orienta toda la filosofía práctica de la antigua China. Yì (ᯧ) significa cambio. Un cambio no cíclico, regular o anticipable. No es el día que sucede a la noche, ni el curso circular de las estacio-nes. Es un cambio impredecible que supone la ruptura de un orden establecido y la introducción momentánea del caos, de la incertidumbre (Ritsema y Sabbadini, 2010). Son tiempos de cambio. «Ojalá te toque vivir en tiempos interesantes», se decía como maldición en la antigua China. Tiempos en los que el pa-radigma —que define el ámbito de problemas y el conjunto de soluciones que pueden ser invocadas para afrontarlos— ya no resulta útil; el hombre pierde sus elementos de orientación. La tradición no es suficiente, ni tampoco la sabiduría basada en la costumbre. El día a día se trastoca, y se pone en duda lo que antes aparecía a todas luces como evidente. Los antiguos valores ya no sirven, pero aun no han sido sustituidos por otros nuevos que sirvan de consuelo y orientación. Pueden ser tiempos fértiles, pero todo parto implica dolor, transformación, salida a una nue-va luz... o caída en una profunda oscuridad:

Cuando no hay Yi durante años, meses y días, en esa esta-ción los cien cereales maduran, la administración es sabia, a los hombres de talento del pueblo se distingue, la casa está en paz y todo es sencillo. Cuando por años, meses y días la esta-ción tiene Yi, los cien cereales no maduran, la administra-ción es oscura y carece de sabiduría, los hombres de talento ocupan posiciones irrelevantes, la casa no está en paz (Sh" J#ng, en el Libro de los Documentos, apud Ritmesa y Sabbadi-ni, 2010, 2).

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El pensamiento ético y político clásico en Occidente se ha basado en el hombre como sujeto racional que tiene que hacer frente a lo largo de su existencia a estas situaciones de cambio. A través de su razón consigue discernir lo verdadero de lo falso en el orden del conocimiento, y lo adecuado de lo inadecuado en el orden de la acción. Por ello la razón práctica es recta razón, y su aplicación se lleva a cabo en un mundo cuyo sustrato es estable y permanente, basado en los conceptos de lo verdadero, lo bello y lo bueno. Esta fe, que da más peso a la permanencia que al cam-bio, se mantiene presente de una forma u otra desde los tiempos de Parménides hasta Kant. Es solo a partir de Schopenhauer cuando se postula una realidad radicalmente irracional, refracta-ria a los requisitos de la virtud, indescriptible en sus cambios e inaprensible por la razón. Una realidad más allá de un orden aparente, creado por la ilusión del velo de Maya.

Hoy en día la mecánica cuántica y la moderna teoría del caos colocan el desorden en el núcleo mismo de la existencia, pero es también la condición de posibilidad de los cambios, de las trans-formaciones. ¿Es el yì un periodo de cambio entre dos órdenes diferentes, o son los períodos de orden falsas y transitorias expe-riencias de estabilidad dentro de una corriente eterna y constante de cambio? Confucianismo y taoísmo responden de manera opuesta a esta cuestión, y de esta respuesta quizá deriva su forma de entender la sociedad y el orden social, dando lugar a dos pa-trones de racionalidad práctica prescriptivos, indicando cuáles son las claves de una vida digna, pero también restrictiva, seña-lando claramente las fronteras que no deben ser traspasadas. Per-manencia o cambio, Parménides o Heráclito.

Estas etapas de cambio se sitúan en la frontera entre el ser y el no-ser: nacimiento, paso del no-se al ser. Muerte, del ser al no-ser. La vida se sitúa en este equilibrio inestable entre orden y caos. Ni el orden puede ser perfecto, ni es deseable que así sea, pues conduce a la rigidez, a la repetición que olvida el origen de la práctica, al ritual que pierde el significado original con el paso del tiempo y las generaciones. Entropía, muerte térmica del univer-so, inercia, equilibrio termodinámico, estabilidad, simetría, con-gelación, mecanicismo, determinismo. Todo es demasiado pre-decible, no hay espacio para la sorpresa, para la vida. Pero el caos

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absoluto tampoco se sostiene a sí mismo: es asimetría, permanen-te transmutación espontánea, carente de reglas o propósito. Por ello la filosofía práctica china es un intento de dar respuesta a este juego de conceptos que representan lo vivo y lo inerte, lo estable y lo mutable, el 䱄 (y!n) y el 䱑 (yáng). Tanto el confucianismo como el taoísmo aceptan el modelo del cambio como una reali-dad radical a la que el hombre debe orientar un pensamiento en busca de sentido. Ninguno de estos dos polos subsiste por sí mis-mo, sino que requiere a su opuesto en una eterna danza. Por eso cuando en el Estado reina la estabilidad, ya se adivina el comien-zo de su decadencia. La paz llama a la guerra, tarde o temprano, y los conflictos son transiciones a nuevas cosmovisiones, a nuevas reglas del juego que el hombre debe conocer para orientar una recta conducta.

Por eso y!n y yáng, unidos a los conceptos de estructura y forma (y!n), acción y energía (yáng), son opuestos que se necesi-tan mutuamente. Puro y!n significa un fotograma congelado, una estructura inerte. Puro yáng, fuego destructor, creación caó-tica y ausencia de forma. Como una flecha que en su movimien-to niega constantemente su posición en el instante anterior (Ritsema y Sabadini, 2010). En este juego de caos y orden apare-ce el universo y todos los seres. Esta explosión de vitalidad está representada en los 64 hexagramas del I Ching1.

Lo realmente interesante es que las olas de cambio son vistas en la filosofía occidental, sobre todo después de la caída de las escuelas helenísticas, como una consecuencia de la introducción de lo divino en los asuntos humanos (terremotos, cataclismos y enfermedades como castigos por la impiedad, la ciudad, la polis, como consecuencia de la caída del hombre por culpa del pecado original en San agustín, etc.). Sin embargo, para la filosofía china

1 En el uso oracular del I Ching, los hexagramas se componen a base de líneas y!n y yáng, que pueden ser fijas o mutantes. Cuando hay líneas mutantes, se tiene en cuenta para la interpretación adivinatoria también el hexagrama formado cambiando las líneas mutantes por su opuesto. Las líneas y!n y yáng rígidas son las mutantes: son el paso anterior a su transformación en su opues-to. Su rigidez es el germen del cambio, pues lo rígido no puede permanecer en tal estado por mucho tiempo. Las líneas flexibles son las fijas, pues lo que se adapta es lo que tiende a perdurar.

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el cambio, la danza entre orden y caos, no tiene ningún elemento causal relacionado con los actos de Dios, ni la intervención de poderes sobrenaturales. No se dialoga con dioses o demiurgos para alcanzar la verdad. Muy al contrario, el cambio permanente forma parte de la estructura radical de la realidad. Frente a ella, el hombre relaciona su ética con su inserción en la naturaleza, en la armonía que entiende el cambio como un momento más. El cambio es inevitable, y el gobernante debe estar preparado para ello. Aunque Confucio relacione el cambio con la benevolencia de los gobernantes, no está diciendo que con un comportamien-to recto puede evitarse el cambio, sino que se puede actuar sobre la dirección de este, provocando buenos efectos en lugar de con-secuencias perniciosas para los gobernados.

Esta actitud ética que relaciona hombre, naturaleza, sociedad y cambio, se desarrolla en forma de escuelas que proponen sus propios sistemas. Este es un elemento más que hace que poda-mos hablar de filosofía política china en lugar de simplemente pensamiento político chino. Primero, porque el cambio social y el curso de la historia obedece a reglas de carácter ontológico. Segundo, el cambio no es predecible, por lo que requiere sabidu-ría y método para poder abordarlo con garantías. Tercero, la edu-cación, el conocimiento del hombre y de la estructura de lo so-cial, así como de su inserción en un orden natural en que cual resuena lo microcósmico, tienen un papel esencial en el control del cambio o en la administración de sus consecuencias. Cuarto, al no haber intervención divina en el cambio, debemos confiar en nuestra razón: la filosofía no se orienta a entender el compor-tamiento de Dios ni a analizarlo ontológicamente, sino a propor-cionar reglas éticas y políticas que permitan al hombre vivir con armonía y felicidad. La filosofía china no es esencialmente meta-física, sino filosofía práctica. Tanto en su origen como en su mé-todo y sus objetivos. Una filosofía que es, históricamente, refrac-taria a las influencias del pensamiento religioso, y que intenta incidir sobre la sociedad y el mundo al no tener como referencia la paciencia en esta vida para alcanzar la gloria en la siguiente.

Por otro lado, la experiencia de la filosofía china desmiente la visión de Mircea Elíade y de Levy-Strauss sobre la visión cíclica del tiempo que caracteriza el orden social en los pueblos primiti-

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vos: las cuatro estaciones del año marcan los ciclos de la vida, y las leyendas remiten a un pasado heroico que ha de ser tomado como regla que debe repetirse para restaurar un orden que es necesario para la buena vida de la comunidad. No hay progreso, sino repetición. El tiempo no es una flecha sino un movimiento circular. El tiempo es cíclico también, y no un vector anisótropo que avanza sin poder volver atrás y sometido a la entropía. Según el Eclesiatés, «todo lo que ha sido es lo que será, y todo lo que se hizo, lo que se volverá a hacer». Frente a esta concepción semítica del cambio, China presenta, como hemos visto, otra totalmente diferente. La filosofía práctica china supone enfrentarse al pro-blema del cambio sin remitencia a una cosmogonía como ele-mento explicativo. No es la paruxía el fin de la historia, ni la virtuosa repetición de los ciclos agrícolas los que explican la his-toria, sino la danza entrelazada de orden y caos. Heráclito, por fin, respira de nuevo. Veamos cómo los dos grandes paradigmas de la filosofía práctica china gestionan el problema de la raciona-lidad práctica en sus vertientes ética y política.

2. Confucianismo: permanenciay virtud frente a la lejanía del CIELO

El pensamiento ético-político de Confucio se desarrolla en un contexto de crisis política, social y religiosa. Estas crisis pro-vienen de un gran cambio de dinastía: los Zh!u, pueblo nómada situado en los confines septentrionales del territorio Sh$ng, con-quistaron el territorio de estos e impusieron su propia dinastía en 1050 a.C. Con el pasar de los siglos y las nuevas conquistas, la amplitud del nuevo territorio era prácticamente ingobernable desde el esquema antiguo de una monarquía, lo que desencadenó un escenario típicamente feudal que acabó por consolidar una serie de gérmenes que habían empezado a aparecer con el cambio de dinastía. Para reforzar su poder y deslegitimar la dinastía ante-rior, los Zh!u se esforzaron por acabar con la antigua justifica-ción del poder Sh$ng, cuyos gobernantes se habían proclamado descendientes de la divinidad celeste (, ti"n, Cielo) y por ello garantes del orden entre los hombres, reproduciendo el orden

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que en la naturaleza impone el Cielo. Paralelamente se producirá un proceso de racionalización de la religión que concebirá a los dioses bien como antiguos soberanos deificados o como fuerzas impersonales de la naturaleza (Bauer, 2006, 47-50 y Maspero, 1950, 71). Si bien no desaparece del todo el elemento divino, la nueva legitimación del poder traerá consigo énfasis en aspectos que testimonian un cambio en el pensamiento chino: El Cielo es ahora una divinidad lejana que no responde automáticamente a los sacrificios correctamente realizados por el monarca (como ocurría en la época Sh$ng), sino que se limita a favorecer indirec-tamente a los gobernantes de mayor virtud (ᖋ, dé), llegando a convertirse con los siglos simplemente en una fuerza más de la naturaleza.

En este nuevo contexto vivió el primer filósofo chino Confucio (ᄨᄤ, Kongzı) (552 o 553-479 a.C.)2, que ante el imperio de la fuerza en las continuas luchas feudales y la gran inestabilidad de la época, volvió su mirada hacia un pasado idealizado (los prime-ros siglos de la dinastía Zh!u [1050-770 a.C.]) para tratar de reconstruir las normas tradicionales que entonces habían garan-tizado la paz y prosperidad. Sumando su pensamiento a la nueva legitimación del poder, centró prácticamente toda su filosofía en la moral como saber crucial para poder transformar al ser huma-no y, por ende, a la sociedad. Es aquí donde se puede ver en Confucio un aspecto conservador a la vez que innovador. Con-servador, en primer lugar, porque llegará a decir que los ritos y las

2 Puesto que los textos de la China antigua sufrieron una reedición cons-tante durante varios siglos de discípulos que corregían y mejoraban el texto de su maestro, actualmente resulta prácticamente imposible conocer lo que fue el pensamiento original del iniciador de una corriente o escuela (por ejemplo, Confucio, Lao Zı o Zhu$ng zı) de los añadidos y modificaciones posteriores. Tan es así que algunos (por ejemplo, Lewis, 1999, 54) han sugerido hablar de «tradiciones textuales» mejor que de obras y autores en un sentido cerrado y fijo. Esta cuestión modifica sustancialmente la concepción occidental moderna y nos sitúa en una concepción de la autoría completamente diferente. En con-sonancia con esta cuestión, a lo largo de este artículo cuando se mencionan autores de la China clásica, no debe interpretarse que se está tratando de apun-tar a un supuesto original pensamiento de tal autor sino más bien aludiendo a las ideas que podemos encontrar en cada una de las obras fruto de la reedición a lo largo de los siglos.

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costumbres tradicionales son tan importantes que, incluso si ca-recen de vigencia en la nueva época, deben ser resignificados para mantener sus buenos efectos sobre la sociedad; dicho de otra ma-nera, por ser prácticas que consolidan y refuerzan una estructura social bien jerarquizada. Y en este sentido, será absoluta su con-fianza en que la jerarquía establecida es no solo deseable sino natural entre los hombres, como lo es en la naturaleza. En segun-do lugar, también puede verse un aspecto de innovación en cuan-to a su nueva fundamentación ética del poder frente a la antigua justificación religiosa. Tomando prestados momentáneamente dos conceptos que le son totalmente ajenos, no es descabellado mencionar que su concepto de humanidad (ҕ, rén) centra el pensamiento chino en el ser humano dotándolo de una mayor autonomía frente a la antigua heteronomía religiosa.

Otro ámbito en el que podemos encontrar este difícil equili-brio entre conservadurismo e innovación en Confucio compete a la relación con los textos clásicos3 que los magistrados del go-bierno, como parte fundamental de su educación, debían estu-diar y memorizar. Etimológicamente el verbo ᄺ (xué) «apren-der» o «estudiar» significa «imitar» (Nakamura, 1964, 214). Y Confucio entiende que esto no significa que aprender suponga meramente copiar información de manera acrítica, por lo que advierte que «estudiar sin pensar es inútil. Pensar sin estudiar es peligroso» (Analectas, II, 15, apud Leys, 1997, 45). En estas dos sentencias vincula ᄺ (xué) («aprender») a ᗱ (s!) que significa pensar, pero también memorizar. La idea de Confucio es que el ser humano debe mantener los ritos y costumbres sociales (lo que atañe a la posición social y a las acciones propias de cada clase y posición) y, en este sentido, se deben estudiar los textos clásicos y repetir los ritos, para educarse en la manera correcta de actuar (Slingerland, 2009, 114-117) siguiendo este «programa de edu-cación» ancestral. En el otro extremo tendremos al pensamiento taoísta, que criticará cualquier intento por imponer normas que ordenen la realidad social y política. Frente a Confucio, en lugar

3 Textos de historia, política, religión, poesía y adivinación entre los que se encontraba el I Ching y que fueron compilados como Ѩ㍧ (Wu J!ng, Cinco Clásicos).

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de intentar cambiar la realidad, esta otra corriente de pensamien-to propuso escapar del orden establecido para alcanzar la libertad espiritual y cultivar su ideal de vida en libertad, si no en comple-ta soledad (como recomiendan algunos autores taoístas) al menos sí en pequeñas comunidades rurales alejadas de la sofisticación y artificialidad de la vida urbana y palaciega.

No obstante los dos aspectos de innovación y conservaduris-mo, a lo largo de sus célebres Analectas pesa sin duda el último elemento, teniendo en cuenta que uno de los objetivos funda-mentales de su pensamiento es recuperar las antiguas tradiciones y mantener por encima de cualquier otra consideración la jerar-quía natural entre las diferentes posiciones que puede ocupar un ser humano. Así su sentido de humanidad o «benevolencia» (ҕ, rén) con el prójimo recoge la idea de la excelencia humana a partir de su naturaleza, solo que debemos destacar un pequeño detalle que hoy nos resulta extraño: la naturaleza de cada uno recoge su posición social. En este sentido dirá que el gobernante debe ser un ejemplo moral cuya perfección sea como la fija estre-lla Polar ante la que todas las demás estrellas se inclinan (Analec-tas, II, 1) o que solo el gobernante de virtud intachable será obe-decido sin necesidad de dar órdenes (Analectas, XIII, 6).

La humanidad es el centro de la filosofía confuciana, mas es connatural a ella la jerarquía, y solo en este marco las virtudes de cada individuo permiten cultivar y desarrollar la humanidad en cada uno. Pero si la virtud central es la del amor hacia otros seres humanos, se trata siempre de un amor desde abajo hacia arriba: amor a los padres, al hermano mayor, lealtad al príncipe (Bauer, 2006, 66-67). Diferentes amores que se resumen en la piedad fi-lial (ᄱ, xiào) y que debe corresponderse de arriba hacia abajo con la preocupación por los subordinados y su educación, que no olvidemos tiene un aspecto importante de adoctrinamiento en los ritos y costumbres que refuerzan la jerarquía. La moral se con-vierte así en la garantía de un orden social inmovilista con tal fuerza que las metáforas que utiliza Confucio para apoyar esta idea hablan del pueblo como hierba que se doblega ante el viento que es el carácter moral de las altas jerarquías (Analectas XII, 12). Lo cual no le impide decir que gobernar mediante castigos solo consigue un pueblo servil y sumiso, mientras que gobernar me-

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diante la excelencia moral de los altos cargos como ejemplo esti-mulará la vergüenza del pueblo y el deseo de ponerse a la altura de los mejores (Analectas, II, 3).

No está de más repetir aquí que Confucio no propone nin-gún cambio sustancial en las relaciones jerárquicas, sino una nue-va fundamentación ética de las mismas. Y en este empeño por reformar la moral y la política, manteniendo a la vez la estructura social y gubernamental, propone una rectificación de los nom-bres (ℷৡ, zhèngmíng). Con esta propuesta iniciará una intere-santísima polémica en la historia de la filosofía china respecto a las relaciones entre los sustantivos (ৡ, míng) y las realidades (ᆺ, shí) a las que designan. La idea de Confucio es que cada nombre contiene el significado original que describe cómo debe ser aque-llo que designa, por lo que es crucial adecuar cada cosa al signifi-cado original del término que lo designa; así por ejemplo, un gobernante debe comportarse según el significado original (esto es, antiguo) que lo designa (Fung, 1948, 42). Esta rectificación de los nombres tiene el objetivo de asegurar la honestidad y man-tener unida a la comunidad: las palabras y los actos son coheren-tes, permitiendo así unas relaciones sociales basadas en la con-fianza (, xìn) (Lewis, 1999, 84-85). La propuesta de Confucio tiene un primer nivel lingüístico que es de menor interés aquí, y se resumiría en dos aspectos: en primer lugar, en la necesidad de revisar las definiciones de cada sustantivo para asegurar una de-signación correcta; y, en segundo lugar, en la necesidad de aco-meter una buena interpretación de las sentencias de las obras clásicas (fuente de sabiduría inagotable), a través de la reflexión sobre el significado de los nombres que las forman.

Pero sin duda la dimensión moral y política del problema es la que más relevancia tiene en Confucio: Para el mantenimiento de una buena sociedad es primordial la honestidad, pues si las palabras no se corresponden con los actos nadie confiará en nadie y la vida de la comunidad no será posible. Es el equivalente al célebre «pacta sunt servanda» latino. Solo que en Confucio esta preocupación sobre el significado de los nombres toma la forma de una nueva justificación de la jerarquía: Las correctas definiciones de los nombres deben servir de guía a los miembros de una socie-dad, y así «gobernante», «padre», «obediencia», «deber», «hijo»,

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«ministro» y demás, incluyen en su significado original verdadero (léase: el significado antiguo) la lista de funciones y modos de comportamiento propios de cada uno de ellos. Puesto que cada nombre contiene el significado original que describe cómo debe ser aquello que designa, es crucial adecuar cada cosa al significado original del término. El resultado será que la comunidad se man-tendrá unida y correctamente estructurada, pues cada uno cono-cerá su posición y sus obligaciones.

Lo que está aquí en juego es precisamente el significado del término 䘧 (dào) del que parten tanto los confucianos como los taoístas, solo que con concepciones muy distintas del mismo. El término dào tiene una extraordinaria importancia en toda la filo-sofía práctica china y se podría decir que prácticamente todos los autores se refieren a él reinterpretando su significado. Puesto que para Confucio hay un orden moral en el universo (y de ahí el sentido del deber ya dado que acabamos de ver), dào es el térmi-no que designa la manera de conducirse (el camino) ideal que debe tomar la sociedad y, por ende, la manera de actuar de todo ser humano, puesto que es un ser eminentemente social, aunque evidentemente también ocupa un puesto en la naturaleza. Preci-samente en este punto los taoístas enfatizarán la integración del ser humano en la naturaleza (incluso al margen de la sociedad), mientras que los confucianos no entienden la vida humana si no es plenamente inserta en el tejido social.

Para Confucio dào describe la correcta vida en sociedad, esto es, la cooperación de todos para el beneficio mutuo basada en la virtud natural de la benevolencia (ҕ, rén), que el cielo (, ti"n) (recuérdese, ya sin un sentido personal sino una fuerza natural) había procurado a todos los seres para conseguir una unidad ar-mónica en la Naturaleza (Needham y Ling, 1956, 11-12) o, di-cho en términos actuales, la interacción entre los elementos de un ecosistema. Por tanto, hay un dào del Cielo, que describe el orden natural y moral del universo, y un dào de los hombres (obviamente en consonancia con aquel) que vendría a describir el modo de vida humano correcto, esto es, acorde al orden universal y, por ello mismo, moral, al cumplir con el deber propio de los hombres: de manera general, cooperar en sociedad siendo bene-volentes; y de manera particular, actuando conforme a la manera

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propia de un hijo, un padre o un gobernante. Por el contrario, para el primer taoísmo solo habrá un único dào, el del universo, pues se privilegia la relación del hombre con la naturaleza frente a su relación con otros hombres.

Es interesante señalar que tanto taoístas como confucianos consideran que la sociedad de su época está en cierta medida corrompida y, por tanto, aleja a los seres humanos de su natura-leza original. Los confucianos propondrán una rectificación de los nombres para recuperar la vida tradicional que idealizan; el modo de vida correcto (dào) se manifiesta en los ritos, la música y la li-teratura de la época de esplendor de los Zh!u que deben, por tanto, ser recuperados. Mientras que los taoístas proponen un abandono de la vida social (con diferentes intensidades según los autores, desde el simple apartamiento de los asuntos públicos hasta el abandono radical de la vida social para vivir solo en la naturaleza) para recuperar una vida en comunión con la natura-leza, igualmente idealizada. La obra taoísta Zhu"ng zı ridiculiza frecuentemente a Confucio como alguien confinado en una rec-titud moral artificial, sin tener en cuenta valores más universales que superen el punto de vista meramente humano. El punto de confrontación aquí está precisamente en la idea del dào: Confu-cio sí describe un orden universal (el dào del Cielo) del que ema-na el dào de los hombres; pero para el taoísmo ese dào celeste confuciano no es tal, puesto que peca de antropocentrismo al considerar toda la naturaleza desde el estrecho punto de vista humano.

Es curioso como dos concepciones de la racionalidad práctica tan distintas puedan usar tantos términos comunes. Otro de es-tos términos es el ⛵⚎ (wú wéi) que literalmente significa no hacer, pero es sin duda más adecuado traducirlo como no inter-venir, en el sentido de no desvirtuar o torcer el curso de un pro-ceso para que pueda desarrollarse correctamente. Esta es la idea general del término en la que coinciden confucianismo y taoísmo aunque con grandes diferencias: Para Confucio el ser humano debe dejarse llevar sin intervenir en el orden establecido, debe por ello mantener los ritos y costumbres sociales (lo que atañe a la posición social y a las acciones propias de cada clase y posición) y, en este sentido, se deben estudiar los textos clásicos y repetir los

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ritos para educarse en la manera correcta de actuar. Por el contra-rio, para el taoísmo prácticamente todo esfuerzo humano, desde luego toda convención social, es un estorbo para los procesos naturales que deben dejarse fluir en su supuesta perfección. La idea de Confucio es que todo hombre tiene una serie de deberes que debe cumplir. El wú wéi se aplica a no tratar de cambiar el tejido social y actuar conforme a sus deberes, siguiendo su (mìng, destino), sin preocuparse del éxito o fracaso, simplemente cumpliendo con su deber porque es lo correcto y ello le propor-cionará felicidad. Frente a esta actitud se encuentra la angustia del ignorante que vive preocupado por los beneficios que espera por todo lo que hace. Es tan fuerte en Confucio el sentido de no intervención en la estructura social y los deberes naturales im-puestos por la posición de cada uno, que llega a proponer la ab-negación más absoluta de uno mismo renunciando a cualquier deseo individual en favor de las virtudes públicas (en este contex-to, obligaciones) que solo son posibles en la relación (jerárquica) con otros (Analectas XII, 1).

Y la libertad que entiende Confucio será aquella que proven-ga de una fortísima educación (muchos diríamos hoy en día adoctrinamiento), dado que a través del aprendizaje de las cos-tumbres tradicionales y la incorporación de los deberes propios en cada uno, todo ello se acaba convirtiendo en una segunda naturaleza adquirida, en una forma de ser que surge ya espontá-neamente; y entonces desaparece cualquier oposición, cualquier deseo individual por apartarse de lo que cada uno está obligado a hacer. Esto es lo que le permite decir:

«A los 15 años me dediqué a aprender. A los 30, me establecí. A los 40, no tenía dudas. A los 50, conocí la voluntad del Cielo. A los 60, mi oído estaba sintonizado. A los 70, sigo todos los deseos de mi corazón sin quebrantar ninguna ley» (Analectas II, 4, apud Leys, 1997, 43).

Pero para los taoístas esto es justamente un adoctrinamiento, una perversión de la naturaleza que en absoluto necesita ser co-rregida o educada. La diferencia del modelo moral estriba en que si la moral confuciana lo sería de la excelencia (lo mejor que hay en el ser humano se consigue a través de su perfeccionamiento adoctrinante), la moral taoísta lo sería de la espontaneidad natu-

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ral, del fluir, del no destacar por el correcto cumplimiento de las normas establecidas en sociedad. Para un taoísta la naturaleza no crea siempre formas bellas, pero sí son formas de vida originales y duraderas (al respecto, se puede tomar el ejemplo de la historia en la que se cuenta que el árbol más inútil es el que más tiempo sobrevive (Zhu$ng zı I, 3).

3. Taoísmo4: la inserción del hombreen un proceso único de cambio constante

El pensamiento ético-político taoísta parte de una posición opuesta al confuciano. Si este último buscaba legitimar la jerar-quía política y la estructura social, el modelo del taoísmo es siem-pre la naturaleza (el dào), sustrato original de todo cuanto existe y, por tanto, modelo a seguir en cualquier cuestión. Como hemos visto, también Confucio tenía por modelo al dào, solo que lo entendía como el orden de dominio del Cielo sobre la Tierra, re-producible en la sociedad humana como el gobierno del sobera-no sobre sus súbditos. En otra dirección completamente diferen-te, el primer taoísmo entenderá al dào como el proceso total de la naturaleza, una corriente viva de constante cambio en la que to-dos los elementos están absolutamente relacionados. Por ello, cualquier constructo humano (incluida la vida en sociedad y sus costumbres y desde luego cualquier artefacto técnico) son juzga-das desde el primer momento como intentos artificiales por do-minar y, por ello, subvertir, alterar y pervertir el orden natural.

4 El término «taoísmo» resulta tremendamente problemático por ser una construcción occidental que agrupa corrientes filosóficas y corrientes religiosas que van nada menos que desde el siglo iii a.C. hasta nuestros días. Puesto que una reflexión sobre esta cuestión excede en mucho los límites de este capítulo, el término «taoísmo» que empleamos aquí no tendrá más pretensión que refe-rirse a las primeras manifestaciones de esta corriente de pensamiento (concre-tamente de los autores entre el siglo iii a.C. hasta el iii d. C.) sin que con ello pretendamos cometer ningún anacronismo pues, hasta el siglo i d.C. no se instituyó ninguna escuela taoísta como tal y, hasta entonces, solo se puede ha-blar de autores con ideas comunes, por lo que en todo caso se les podría consi-derar proto-taoístas.

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Cada ser natural tiene su propia virtud (ᖋ, dé), es decir, la capa-cidad de ser como es y desarrollar las funciones que le son propias de manera natural; de forma que cualquier educación o interven-ción sobre estas direcciones naturales es una alteración del equi-librio de cada ser con la corriente total de vida. En consonancia con estos presupuestos, la acción moral y política ha de ser la de la no intervención (wú wéi), en unos sentidos cercanos al estoi-cismo y al relativismo escéptico occidentales. Al respecto convie-ne recordar que la moral taoísta a la que nos estamos refiriendo data de los siglos iii-iv a.C., por lo que debe entenderse en el sentido antiguo de la descripción de un modo de vida encamina-do a conseguir la felicidad. Es una moral de la felicidad y, como tal, tiene un fuerte componente teleológico. No está de más re-cordar que no se trata en ningún caso de un sistema racional que busque la fundamentación de la moral como empresa intelectual. En los textos clásicos encontramos una serie de recomendaciones y consejos para conseguir una vida feliz, a través de breves histo-rias y fábulas que ejemplifican no tanto unas reglas fijas como el planteamiento correcto que saca al ser humano de su limitada perspectiva y le coloca en su sitio, es decir, en la realidad de un ser sin ninguna perspectiva privilegiada sobre la realidad, un peque-ño punto inserto en la totalidad de la corriente viva que es el dào. Si se advierte falta de fundamentación o debilidad en la fuerza de obligación de estos consejos, es que se están comparando, ana-crónicamente, con preocupaciones muy posteriores a su tiempo y con sistemas éticos fundamentados racionalmente al estilo oc-cidental moderno y contemporáneo.

El modo típico de ofrecer estos consejos es a través de una bre-ve historia que ejemplifica la actitud de un sabio que logra superar las dificultades que a muchos otros preocupan. Acostumbrados a las reflexiones morales, estas historias, que suelen concluir con al-gún consejo o simplemente con alguna pregunta paradójica, pue-den resultar insuficientes como parte de un pensamiento moral desarrollado. Sin embargo, tales narraciones no tienen la intención moralizante de ejemplificar un modelo a seguir sino más bien, si-guiendo uno de los rasgos característicos del pensamiento chino antiguo, suscitar la reflexión en el lector para que extraiga por sí mismo sus conclusiones en lugar de darle una respuesta correcta.

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El objetivo fundamental del pensamiento moral y político del taoísmo (siguiendo el rasgo de tomar a la naturaleza por mo-delo) será desarrollar las funciones naturales del ser humano (su ᖋ, dé) para que espontáneamente viva en armonía no solo con los demás hombres sino también con toda la naturaleza. La con-secuencia directa de esta armonía será una felicidad muy superior a aquella que proviene del contento material, la fama o la posi-ción social o política. Si los confucianos creían que la naturaleza del ser humano es eminentemente social —y, por tanto, solo puede desarrollarse plenamente cumpliendo sus deberes socia-les— los pensadores taoístas creerán por el contrario que la socie-dad corrompe la capacidad natural del hombre para estar en ar-monía con su entorno. Se puede decir que, de diferentes mane-ras, buscan desaprender los modos sociales —que incluyen tanto acciones como actitudes y pensamientos— para acabar dejando libre al cuerpo y a la conciencia para integrarse en la corriente de interrelaciones propia de la naturaleza:

¿Sabes por qué la virtud deja de ser verdadera, y por dón-de se escapa la sabiduría? La virtud deja de ser verdadera por causa de la fama, y la sabiduría se escapa por culpa de las dis-putas. La fama es ocasión de que los hombres se avasallen unos a otros; la sabiduría, arma con que los hombres luchan entre sí. Uno y otra son instrumentos nefastos, y con ellos no se puede llevar a la perfección la conducta del hombre (Zhu$ng zı IV, 1 apud Preciado, 1996, 58).

Tengo oído que en Chu hay una tortuga prodigiosa, que murió tres mil años ha. Vuestro rey la guarda en el salón noble de su palacio, envuelta en un paño y dentro de un cofre de bambú. Esa tortuga, ¿quiso morir para que sus huesos fueran venerados, o hubiese preferido seguir viva aun arrastrando su cola por el fango? (...) ¡Idos ya! (...) También yo prefiero arras-trar mi cola por el fango (Zhu$ng zı XVII, 5 apud Preciado, 1996, 178).

Lo mejor, por tanto, que puede hacer cualquier soberano es no intervenir (wú wéi), que en el caso taoísta se refiere a la no interrupción de los procesos naturales y de los flujos de intercam-bio entre los hombres y entre los hombres con su medio natural.

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Siendo la naturaleza el modelo de perfección, de la misma manera que ningún bosque necesita de la mano humana para existir —dado que es un ecosistema donde todo tiene su función— el ser humano debe olvidar las represiones sociales y reintegrarse en la naturaleza dejando simplemente que su cuerpo haga lo que natu-ralmente por sí mismo tiende a hacer, y solo así se integrará por completo en el flujo de intercambios de la naturaleza. Y así el consejo moral se convierte en consejo político:

Cuantas más prohibiciones en el mundo,mayor es la miseria de las gentes.Cuantas más herramientas tiene el pueblo,mayor desorden reina en el Estado.Cuanto más sabe el pueblomás productos extraños surgen por doquier.Cuanto mayor es la cantidad de objetos preciosos,más abundan ladrones y bandoleros.Por eso dice el sabio:No actúo, y el pueblo se reforma por sí mismo;gusto de la quietud, y el pueblo rectifica por sí mismo;de nada me ocupo, y el pueblo se enriquece por sí mismo;es mi deseo no tener deseos,y el pueblo se torna simple por sí mismo.

(Dào dé j!ng5, 20 apud Preciado, 2006, 257).

Este dejar hacer y no intervenir o no reprimir (wú wéi) con-tiene la típica idea china de los problemas que trae realizar cual-quier actividad en exceso, puesto esto tiene la indeseable conse-cuencia de generar el efecto contrario al que cabría esperar. De nuevo, el ritmo de la naturaleza como modelo. Una idea que aparece claramente reflejada en una historia del Mencio que cuen-ta cómo el hijo tonto de un campesino quería hacer que las cose-chas crecieran más rápido tirando de los tallos de las plantas. En conclusión, el sabio taoísta aparece como un ser apartado de la

5 䘧ᖋ㍧, Dào dé j!ng se ha venido transcribiendo anteriormente como Tao Te King o Tao Te Ching. Como en el resto del capítulo, seguimos la con-vención oficial actual Pinyin.

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vida social, viviendo en soledad en la naturaleza y sin apenas ac-tuar (en el sentido de actividades propias de los hombres en so-ciedad), sino simplemente dejando libre su espontaneidad natu-ral. Y así el gobernante, que no le queda más remedio que vivir en sociedad, debe dejar que la convivencia se armonice sola:

En los tiempos de perfecta virtud los hombres moraban en compañía de las aves y de las bestias, y con todos los seres juntos vivían; ¿cómo, pues, habrían podido distinguir entre el hombre de honor y el hombre vulgar? Iguales en la ausencia de conocimiento, todos vivían conforme a su propia natura-leza6; iguales en la ausencia de ambiciones, todos eran puros y sencillos. Siendo puros y sencillos, se podía preservar la naturaleza7 de las gentes (Zhu$ng zı, IX, 1, apud Preciado, 1996, 107).

Son claros aquí los paralelismos con el planteamiento de Rousseau acerca del estado de naturaleza, básicamente en la idea de que en un pasado idílico (más metafórico para el filósofo fran-cés y probablemente no tanto para Zhu"ng zı) los hombres vivían en armonía entre ellos y con el resto de la naturaleza, y es la so-ciedad la que introduce tendencias antinaturales que conducen al desorden y a la infelicidad. El fragmento continúa:

Aparecieron los sabios, y se esforzaron por practicar la be-nevolencia y se desvivieron por ejercitar la justicia; y fue en-tonces cuando la confusión empezó a reinar en el mundo. Ablandaron a los hombres con la música y los complicaron con los ritos, y fue entonces cuando las divisiones empezaron a surgir en el mundo. ¿Cómo podrá haber vasos de sacrificio si no es tallando la madera virgen? ¿Cómo podrá haber cetros rituales si no es quebrando el jade blanco? ¿Cómo podrá haber benevolencia y justicia si no es abandonando el Tao y su Virtud?8 (...) Destruir la madera virgen para fabricar utensilios es el crimen del carpintero; arruinar el Tao y su virtud es el crimen del sabio (Zhu$ng zı IX, 1, ibíd.).

6 ᖋ, dé.7 ᗻ, xìng.8 䘧ᖋ, dào dé.

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Estos sabios (㘪Ҏ, shèng rén, en el original) son eruditos (término usado especialmente para referirse a los confucianos) que no tienen nada que ver con los hombres verdaderos (ⳳҎ, zh#n rén) o los hombres superiores (㟇Ҏ, zhì rén), que son expre-siones que hacen referencia al verdadero sabio taoísta para dife-renciarlo del mero erudito. Mientras que los verdaderos sabios vi-ven en armonía con la naturaleza, los otros, tratando de mejorar la naturaleza humana, introducen la idea del esfuerzo y la coher-ción para adaptar al hombre al mundo. Es la crítica fundamental del Zhu"ng zı al confucianismo9: no hay nada malo en la natura-leza humana que deba ser enderezado, no hay que esforzarse (ac-tuar, ⚎, wéi) sino todo lo contrario, hay que dejar que la virtud natural de cada uno aflore interviniendo lo menos posible (⛵⚎, wú wéi, no actuar). Todo intento por gobernar a los hombres e inculcarles el sentido de la justicia y la benevolencia provoca jus-tamente el efecto contrario: la perversión de su naturaleza y el deseo de rebelión que trae el caos a la sociedad.

Zì rán (㞾✊) y dé (ᖋ)

Estos dos conceptos explican toda esta cuestión en el taoís-mo: Zì (㞾) significa «uno mismo» y rán (✊) se usa para indicar «así» o «de tal manera», por lo que zì rán apunta a algo que se desarrolla por sí mismo según su propia naturaleza o modo pro-pio de ser; podría traducirse como «naturalidad» y no como «Naturaleza».

El modelo del hombre es la Tierra,el modelo de la Tierra es el Cielo,el modelo del Cielo es el dào,el modelo del dào es la naturalidad (zì rán).

(Dào dé j!ng, 11 [versión de Guodian]traducción propia).

9 Toda mención a los ritos (⾂� ı) y la música (ῖ, yuè) o la benevolencia y la justicia (ҕ㕽, rén yì) es una clara alusión a Confucio, por la importancia de estos conceptos en sus textos y filosofía.

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Estas líneas siguen esa estructura que recuerda a una jerarquía pero que no hablan de dominio sino más bien de norma supre-ma: El modo de proceder del dào (origen, ley del mundo y la propia totalidad de todo cuanto existe) es la naturalidad (zì rán), el desarrollo propio de cada cosa según su propio modo de ser. Y el modo propio de ser de cada cosa es su dé (ᖋ), su virtud en el sentido de fuerza o capacidad propia de cada cosa y que le hace ser como es (en este sentido recuerda al sentido aristotélico de naturaleza). El dào no es por tanto en el primer Dào dé j!ng un principio creador, sino aquello que hace que las cosas sean como son. Y no como un primer motor aristotélico, que es ajeno al mun-do, el dào es el proceso natural mismo, o mejor, el ciclo natural mismo (pues no hay principio ni final) en el que cada ser desarrolla su actividad según su dé. El dào no es natura naturata sino Natura Naturans. Estos dos conceptos están profundamente vinculados con el wú wéi: Si el modelo de acción es el del zì rán, entonces no hay apenas nada que hacer, pues todo se desarrolla correctamente por sí mismo, según su propia naturaleza. Conforme a ello, el sa-bio (y el gobernante) no debe intervenir excesivamente en ningún proceso para evitar violentarlo y desvirtuarlo (sacarlo de su natura-leza, de su modo propio de ser). De la misma manera que no se puede conseguir que una planta crezca más rápido tirando de ella, tan solo se puede favorecer su proceso natural de crecimiento con pequeños cuidados que en lugar de entorpecer o violentar, favore-cen su proceso natural de crecimiento. Joseph Needham (1956, 70) considera que este pensamiento, en la aplicación política que será típica en las versiones posteriores del taoísmo, es muy próximo al anarquismo al defender que si las plantas crecen mejor sin la intervención humana, también los hombres prosperan mejor sin la interferencia del Estado (recordemos el anterior capítulo 20 del Dào dé j!ng). Por eso en el sexto capítulo de la versión más antigua de esta obra se dice que el sabio no desea nada, ni siquiera actúa (en el sentido de wú wéi) y simplemente favorece el curso natural de las cosas. En el fondo no es sino la fórmula general para referir que las acciones ordinarias de los hombres en sociedad, preocupados por explotar la naturaleza, engañar al cliente o vecino, acumular bienes materiales y demás acciones que buscan obtener beneficios cada vez mayores, les mantienen en un perpetuo deseo imposible de

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satisfacer por entero. Frente a todas esas acciones contra la natura-leza propone el no actuar (wú wéi) y dejarse llevar favoreciendo los procesos naturales y sociales según sus propios ritmos (zì rán), sin intentar dominarlos. El dé del dào es wú wéi, es decir, puesto que el dào es el ciclo natural mismo y cada ser actúa según su propia naturaleza (dé y zì rán), entonces no hay nada que hacer, sino sim-plemente dejar que todo suceda por sí mismo (wú wéi).

El Tao los engendra,la virtud10 los alimenta,la materia les da forma,y una figura (concreta) los determina.Por eso los diez mil seres respetan al Tao y honran a la virtud.Si se respeta al Tao,y se honra a la virtud,no es porque alguien los haya encumbrado,sino porque (ambos) siempre se mantienen en la espontánea naturalidad11

(Dào dé j!ng, 14, apud Preciado, 2006, 245).

Siendo este el modo de proceder del dào, así debe actuar tam-bién el sabio. El ejemplo perfecto, modelo a seguir para el sabio, es el niño, pues no tiene prejuicios ni ha sido «domesticado» por la sociedad, es espontáneo y todo sucede en él con naturalidad (zì rán), nada en él es artificial, es flexible y por eso puede adaptarse fácilmente a los procesos naturales de aquello con lo que se en-cuentra. Esta imagen del niño es muy recurrente en el Dào dé j!ng y modelo perfecto no solo de acción moral sino también guía de acción política:

El hombre de honda virtudse asemeja a un recién nacido.(...) El día entero, libre de cuidados,su armonía es perfecta.

(Dào dé j!ng, 17 [versión de Guodian]apud Preciado, 2006, 179).

10 ᖋ, dé.11 㞾✊, zì rán.

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El sentido último del pensamiento taoísta será la comunidad que el ser humano tiene con la naturaleza, muy por encima de cualquier comunidad o asociación humana formada artificial-mente. No aparece aquí ninguna sociabilidad natural y privile-giada entre hombres, pues el ser humano es un animal más, her-mano de los pájaros, los árboles y las montañas. Toda la naturale-za no tiene nada que envidiar a la música de los hombres (Ҏ㈳, rén lài), que estos producen con sus flautas fabricadas al precio de matar un animal para usar sus huesos o mutilar un árbol o un bambú. Es muy superior la música de la Tierra (㈳, dì lài), que es aquella que proviene del sonido del viento al pasar por todas las oquedades de la Tierra:

A las veces el viento no se levanta, mas en cuanto lo ha-cen, rugen las oquedades todas. ¿Es que no has oído el ulular de un poderoso viento? En las anfractuosidades de las boscosas montañas encuéntranse enormes árboles de cien palmos de circunferencia, cuyas oquedades semejan narices, bocas, ore-jas, huecos de vigas, cercados, morteros, zafareches o charcas. Penetra el viento por esas cavidades y produce diversidad de sonidos: ora estrépito de torrente, ora el silbar de una flecha, ora semeja un bostezo, o bien profunda aspiración; a veces suena a llamada, o a gemido, a voz del profundo valle, o a atormentado lamento (Zhu$ng zı II, 1 apud Preciado, 1996, 42-43).

Y por encima de esta se encuentra la música del Cielo (㈳, ti"n lài), que apunta a la concepción del dào (䘧): vendría a ser la totalidad de todo lo que ha descrito, tanto el viento, como los sonidos, como el silencio, como el origen de todos ellos. En el Zhu"ng zı se explica que el sonido que produce el viento se debe a las cualidades naturales de cada cavidad y que, cuando cesa, esas cualidades dejan de manifestarse. Sobre esta fuerza se pregunta «¿acaso hay alguien en el origen de todo esto?» (Zhu$ng zı II, 1, ibíd.). Con esta pregunta remite al claro ateísmo palpable a lo largo de todo el Zhu"ng zı, acorde al cual todo cuanto existe for-ma parte de un único proceso vivo en constante transformación, no hay ningún nivel trascendente, no hay otros planos de reali-dad, pura inmanencia. Esta sería la concepción del dào en el

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Zhu"ng zı, que queda claramente ilustrada en la oposición de la música intencional del hombre al soplar por una flauta con la mú-sica del Cielo, que no la produce nadie, sino que es el resultado de la acción de todo cuanto existe. En consonancia con ello, el sabio quiere hacer desaparecer su yo porque este es producto de una ilusión que consiste en creer que los seres son algo indepen-diente y están separados unos de otros. Por el contrario, el sabio sabe que todo forma parte de ese proceso vivo, de esa música del Cielo, de ese dào que no es nada diferente del propio proceso, sino simplemente un nombre que se le da. Este planteamiento no niega que exista el yo o las cosas: cada ser tiene unas cualidades naturales (una virtud, ᖋ, dé) pero no existiría sin los intercam-bios que realiza con el resto (aire, alimento y demás interaccio-nes). Se critica un concepción de una identidad fija e indepen-diente de todo lo demás, es más bien una identidad relacional y cambiante: Nada permanece siendo igual durante todo el tiempo en el que existe, así como tampoco es lo que es por sí solo; por ejemplo, el aire, el agua y los alimentos atraviesan a los seres vi-vos, permanecen durante un tiempo en ellos formando parte de sus cuerpos y, en algún momento, se expulsan y pasan a formar parte de otra cosa. Lo mismo pasa con las percepciones, pensa-mientos y sentimientos.

Una noche Zhuang Zhou soñó que era una mariposa: una mariposa que revoloteaba, que iba de un lugar a otro con-tenta consigo misma, ignorante por completo de ser Zhou. Despertóse a deshora y vio, asombrado, que era Zhou. ¿Zhou había soñado que era una mariposa? ¿O era una mariposa la que estaba soñando que era Zhou? Entre Zhou y la mariposa había sin duda una diferencia. A esto lo llaman «mutación de las cosas» (Zhu$ng zı II, 7 apud Preciado, 1996, 53).

4. La fundamentación de la sociabilidaden el plano político del confucianismo y el taoísmo

El confucianismo como filosofía política defiende el papel fundamental de la virtud de la humanidad, que está asociada a la práctica de la benevolencia, la lealtad, el respeto, y la reciproci-

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dad. Confucio describe cinco relaciones fundamentales en la so-ciedad: entre gobernador y ministro, entre padre e hijo, entre marido y mujer, entre hermano mayor y hermano menor, y entre amigos. Cada una de estas relaciones jerárquicas supone un con-junto de obligaciones. Para el superior, la obligación de protec-ción. Para el inferior, la obligación de la lealtad y el respeto12. En último término, el Cielo es la fuente máxima de moralidad. El emperador gobierna por mandato del Cielo. Además de la virtud, los sacrificios y rituales forman parte, junto al culto a los antepa-sados, de los elementos esenciales de sostenimiento de la vida social.

El pensamiento político confuciano se centra en las relacio-nes entre las personas y la creación de una sociedad armónica fundamentada en el ejercicio de la virtud. Según Confucio, la virtud que debe actuar como piedra angular es la piedad filial. A través del ejercicio y la promoción de esta virtud, se puede trans-formar no solo la familia, sino también la comunidad, el Estado, y el universo. En el marco de la familia, la piedad filial se mani-fiesta en rituales de respeto y veneración a los mayores. En el marco del Estado, se expresa en forma de lealtad de los súbditos al soberano y a sus leyes, pues a través de estas demuestra su amor por el pueblo. Sin embargo, el taoísmo no presta tanta atención al ejercicio de las virtudes cívicas ni al ejercicio de la piedad filial. Muy al contrario busca la concordia entre los seres humanos y la naturaleza. Dicha concordia no puede estar sometida a leyes de-finidas. El sabio taoísta no sigue un modelo rígido de comporta-miento, sino que se adaptan las circunstancias. Sabe bien que lo que en un momento puede ser una virtud, en otro momento o en otra situación se convierte en un defecto. De hecho, el ejerci-cio de las virtudes cívicas puede ser un obstáculo para la promo-ción de la concordia y la solidaridad entre los hombres. La razón

12 En cierto modo nos encontramos una concepción de la sociedad muy cercana al pensamiento aristotélico. Ambos sabios coinciden en que el hombre es sociable por naturaleza y desarrolla su potencialidad en el seno de la misma. Por otro lado, Aristóteles también destaca la importancia de las relaciones je-rárquicas a la hora de organizar la sociedad: el padre sobre hijo, el hombre so-bre la mujer, el amo sobre el esclavo.

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de ello es que cuantas más leyes haya y más impositivas sean, más llaman a su transgresión. Otra razón proviene del mismo carácter del obrar de la naturaleza. La naturaleza, o la divinidad, actúa sin un propósito. Y así también actúa el sabio, quien no busca con su acción nada distinto de la propia acción (wú wéi).

Aplicando al plano de la política la doctrina del no actuar, el buen gobernante gobierna sin intervenir, sin gobernar, respetan-do libre curso de los acontecimientos. Actuando de esta forma, la sociedad humana se ordenará por sí misma, de forma espontá-nea. Esta espontaneidad fue alabada en tiempos modernos por Mao, quien afirmaba que las masas debían educarse a sí mismas. Esta actitud anti confuciana de Mao se manifestó en los años 70 como uno de los impactos de la revolución cultural, de profunda orientación anti confuciana. Seguir el camino del dào y el camino de no actuar serán, en definitiva, los puntos de apoyo principales de la postura vital adoptada por el sabio taoísta. Esta actitud na-turalista y antipolítica será consecuencia quizá de la nostalgia por una época heroica y gloriosa, decididamente agrícola y nada tec-nológica, en la que el taoísmo sitúa una sociedad idealizada. Su ética personal transcenderá los conceptos de bien y mal. Son tan solo expresiones de una mente dicotomizada, racionalizada. Las diferencias con Confucio son claras: mientras que el confucianis-mo confirma la necesidad del protocolo, el respeto total de la je-rarquía y del orden social y las responsabilidades sociales del hombre, el taoísmo aboga por una anarquía que permita desple-gar el elemento natural, la espontaneidad de los individuos. Será una actitud proto-anarquista y revolucionaria que vendrá aflo-rando de manera recurrente a lo largo de la historia de China. Se rechaza tanto la autoridad del emperador como su propio funda-mento: la autoridad del Cielo. El rechazo a las normas sociales será también un rechazo a toda idea de un Dios dotado de una inteligencia rectora y providente sobre el mundo. De esta forma el hombre perfecto debe adoptar una actitud de permanencia en la quietud, en la simplicidad natural, apostando por la ignorancia frente al conocimiento. Debemos aclarar que cuando el taoísmo habla de conocimiento se refiere a aquel saber teórico apartado de la esencia de lo natural que provoca los conflictos entre los seres humanos y complica su existencia. La ausencia de deseos, la

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ausencia de propósito, la ausencia de espíritu de lucha suponen nuevos pasos en el camino de la unificación con el dào.

Las virtudes cívicas de Confucio, el rén, sus principios y cate-gorías morales, la justicia, la benevolencia, la piedad filial, supo-nen un abandono de la solidaridad y de la bondad natural del hombre, un abandono del camino del dào. Buscar la inmortali-dad a través de la fama, de las riquezas, de las posiciones políticas aventajadas, supone para el taoísmo una transgresión de la exis-tencia. Vivir como un buen recuerdo en el corazón de los demás no es el ideal de vida eterna para el taoísmo. Las convenciones sociales, los rituales, suponen «un debilitamiento de la lealtad y de la honestidad y son el principio del desorden». Y por dicha razón el maestro Lao propone abandonar santidad y sabiduría, darle espalda a la destreza y el beneficio, reducir día a día conoci-mientos y deseos, para retornar al estado de la primera infancia. Este será el ideario político del sabio taoísta: volver a la infancia como persona, volver a la infancia de la sociedad. El dào no será nunca el Cielo de Confucio. No representa la más alta montaña ni el báculo del poder. Representa el útero materno como primer momento de la infancia, que ofrece protección y refugio a la na-turaleza del hombre. El sabio confuciano se coloca a la cabeza de su sociedad; en el punto más alto, dirige todos con su sabiduría. Debe ser recto tanto en su fondo como en su apariencia, ya que todos cuentan sus manchas, todos ven sus ocultaciones. Sin em-bargo, el sabio taoísta rechaza la posición de privilegio, rechaza también las honras sociales. No vive para dejar ninguna herencia de fama, honores o riquezas a sus descendientes, no pretende perpetuarse en su memoria. Sabe que la dureza de la roca, la grandeza de la montaña, no es poder suficiente frente la natura-leza. Cuando llega el huracán, la más alta torre se derrumba ante la fuerza del viento, mientras que una brizna de hierba cede en un primer momento para volver a levantarse tras el azote des-tructor. El sabio taoísta sigue una actitud paralela al adversario epicúreo. Busca la paz de su espíritu fuera de la sociedad. Busca su felicidad apartado de los puestos de altura, y el lugar de ser como la montaña prefiere parecerse al agua, que todo invade. La metáfora del valle sustituye a la de la montaña, pues igual que el agua busca siempre el camino más bajo y más fácil de

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recorrer, así el sabio también colocándose por debajo de todos, estará en el lugar correcto.

Es sabio porque sabe. Y sabe que las diferencias entre bien y mal, verdadero y falso, beneficio y perjuicio, vida y muerte, tie-nen una naturaleza vacía, ilusoria, que obedece a las creaciones de una mente dicotómica alejada de una libertad radical. En el fondo, es un estado de conciliación de los opuestos, similar a los conceptos de Giordano Bruno y Nicolás de Cusa. Un estado místico en el que el hombre se unifica con el universo, donde todas las ilusiones des-aparecen, donde todo conflicto se disuelve. Quizá por esa razón el sabio taoísta no es necesariamente pacifista, ya que considera la guerra y la paz dos momentos necesarios dentro de un gran proceso universal. Dejando fluir, dejando actuar, los hombres evitarán el conflicto. Sin embargo, cuando intentan evitarlo, más profundizan en él. El sabio no pretende tener soluciones políticas, ensalza la debilidad la humildad. Solo preservando la integridad de la persona se consigue preservar la integridad de la sociedad. Solo la integridad de la sociedad permitirá la integración del hombre con la naturale-za, la unificación con el dào. Si te sitúas detrás, te colocas delante si no te importas a ti mismo, te conservas. Solo negando el interés personal se puede realizar dicho interés, y si te abstienes de la lucha, el mundo no podrá luchar contra ti.

El pensamiento filosófico político del sabio taoísta es com-pletamente paradójico para la mente occidental. Solo a través de la mínima intervención, del obrar sin propósito, se consigue la gran utilidad. Y así afirma el Zhu$ng zı: «quien obra el bien no debe buscar la fama, quien obra el mal no debe buscar el castigo. Si tomamos como norma invariable acomodarlos en todo a la vacuidad, podremos conservar la vida, podremos guardar la inte-gridad natural, podremos alimentar el cuerpo, podremos alcan-zar la longevidad» (Preciado, 1996, 15).

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