La existencia de contradicciones performativas y su importancia para la crítica al falibilismo...

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Cuadernos del Sur

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Una solución a dos problemas para caracterizar en un marco modal agentes que razonan en contextos

Cuadernos del Sur

Manuel A. Dahlquist

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Departamento de HumanidadesUniversidad Nacional del Sur

Registro Nacional de la Propiedad Intelectual en trámiteQueda hecho el depósito que previene la Ley Nº11.723

Tapa: Imagen correspondiente al suplemento del primer numero de Cuadernos del Sur (1958).

ISSN 1668-7434Impreso en Argentina - Printed in Argentina

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Una solución a dos problemas para caracterizar en un marco modal agentes que razonan en contextos

DEPARTAMENTO DE HUMANIDADESUNIVERSIDAD NACIONAL DEL SUR

BAHIA BLANCA - ARGENTINA

Cuadernos Filosofía

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2010

Fi

ComitéEditor General

Cuadernos del Sur

Comité Editor Cuadernos del Sur

Filosofía

Consejo AsesorNº 38

SecretariaTécnica

María Cecilia Barelli (UNS)Marcelo Auday (UNS)Rebeca Canclini (UNS)Omar Chauvié (UNS)Norma Crotti (UNS)Laura del Valle (UNS)Graciela Hernández (UNS)Yolanda Hipperdinger (UNS)Claudia Iribarren (UNS)Juan Francisco Jiménez (UNS)Alicia Ramadori (UNS)Mariela Rígano (UNS)Mario Ritacco (UNS)

María Cecilia Barelli (UNS)Marcelo Auday (UNS)Rebeca Canclini (UNS)

Francisco Bertelloni (CONICET / UBA)Marcelo Boeri (CONICET)Alcira Bonilla (UBA)Enrique Corti (CONICET)Julio de Zan (CONICET)Anibal Fornari. (CONICET / Universidad Nacional del Litoral / Universidad Católica de Santa Fe)Arturo García Astrada (Universidad de Córdoba)Julia V. Iribarne (Academia Nacional de Ciencias)Javier Legris (UBA)Pablo Lorenzano (Universidad Nacional de Quilmes)Leiser Madanes (UBA)José A. Mainetti (CONICET)Ricardo Maliandi (CONICET / Universidad Nacional de Mar del Plata)Niels Öffenberger (Westfälische Wilhelms-Universität, Münster)Héctor J. Padrón (Universidad Nacional de Cuyo)Ubaldo Pérez Paoli (Universität Braunschweig)Dina Picotti (CONICET)José Pierpauli (Universidad Nacional de Santa Caterina, Florianópolis)Lucía Piossek de Zucchi (Universidad Nacional de Tucumán)Hermes A. Puyau (Universidad Kennedy)Eduardo Rabossi (UBA)María G. Rebok. (CONICET)Roberto Rojo (Universidad Nacional de Tucumán)Jorge Saltor (Universidad Nacional de Tucumán)Eduardo Scarano (UBA)Martin Schneider (Wëstfalische Wilhelms-Universität, Münster)Gerhard Vollmer (Universität Braunschweig)Roberto Walton (CONICET / UBA)

Carolina Sapienza

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Una solución a dos problemas para caracterizar en un marco modal agentes que razonan en contextos

INDICE

Cuadernos del Sur - Filosofía 38, 2009

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Pierre Bayle. el mal, la razón y la fe cristianaFernando Bahr

Una perspectiva de las funciones del relato en Hannah Arendt: verdad, significado y juicioCatalina Barrio

Poder de-otra-manera en situaciones de alteración del cuerpo propio. Aportes para una fenomenologíaAmelia Carolina Brieux Olivera

El sentimiento de lo sublime y el abismo de lo indeterminado en la estética de KantRomina Conti

El populismo en la perspectiva teórica de Ernesto Laclau: reflexión sobre su potencia analítica y normativaManuel Cuervo Sola

Metáforas del sujeto en El Tratado de la Naturaleza de David HumeLeandro Guerrero

La existencia de contradicciones performativas y su importancia para la crítica al falibilismo ilimitado en Karl-Otto ApelLeandro Gastón Indavera Stieben

Del fundamento pasivo y traumático del significar. Levinas y LacanMariana Leconte

Dejando de jugar al juego de la imitaciónJorge Mux

ArTíCUloS

ColABorACIÓN

Manuel A. Dahlquist

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183-188

189NoTA pArA ColABorADorES

rESEÑA

La crítica de Hegel a Kant: elementos para una revisión contemporánea de la cuestión Sittlichkeit – MoralitätSilvana de Robles

Foucault, Michel, Leçons sur la volonté de savoir. Cours au Collège de France (1970-1971), suivi de Le Savoir d’OEdipe, Paris, Gallimard/Seuil, 2011, colección “Hautes Études”, 316 páginas.Sandra Marcela Uicich

Colaboración Co

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Una solución a dos problemas para caracterizar en un marco modal agentes que razonan en contextos

pierre Bayle. El mal, la razón y la fe cristiana

Fernando Bahr*

El objetivo de este trabajo es reunir y ordenar los argumentos en torno al problema del mal que utilizó Pierre Bayle a comienzos del siglo XVIII para sostener que la fe en el Dios cristiano debe entenderse literalmente como una continua humillación de las luces naturales. Luego de presentar en general la posición que sostiene, se examinan tanto sus críticas a la “enfermedad racional” como su concepción de la cura que ofrece la fe. Finalmente, se destacan las diferencias de interpretación que se han dado al respecto entre filósofos y especialistas, diferencias que, a nuestro juicio, apuntan a una tensión existente en el núcleo de la cultura occidental y que Pierre Bayle supo presentar en toda su crudeza.

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Abstractresumen

Cuadernos del Sur - Filosofía 39, 2010

The aim of this paper is to collect and put in order the arguments about the problem of evil that were built up by Pierre Bayle at the beginning of the 18th. Century in order to sustain that Christian faith must be literally understood as a continuous humiliation of natural reason. After describing Bayle’s position in a general way, we examine his critics to “rational illness” as well as his conception of the therapy or cure offered by Christian faith. Finally, we emphazise the differences in intepretation of this topic among philosophers and specialists in Bayle’s thought. These differences, in our opinion, are signs of a tension, basic to Western culture, that Pierre Bayle knew how to present in all its roughness.

* (UNL/CONICET)

Fernando Bahr

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palabras clave: objeciones maniqueasteodicearazónterapia escépticafe

Key words: Manichaean objectionstheodicy, reasonskeptical therapyfaith

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Pierre Bayle. El mal, la razón y la fe cristiana

Introducción

En 1963, Elisabeth Labrousse, la principal promotora del rescate de Pierre Bayle para la Historia de la Filosofía Moderna, cerraba la biografía de este autor afirmando la posibilidad de que la fosa común de la Iglesia valona de Rotterdam se hubiera cerrado el último día de 1706, “antes que sobre los despojos de uno de los primeros deístas del siglo XVIII (…) sobre los de uno de los últimos maniqueos de la historia” (Labrousse, 1985:270-271). Veintidós años después, en 1985, iba a manifestar su arrepentimiento al respecto. Al final de la segunda edición de la biografía, en efecto, Labrousse reconoce que las críticas de Jean-Pierre Jossua eran justas y que aquella fórmula había sido “prematura y desgraciada” (Labrous-se, 1985:294)1: Bayle no podía ser entendido ni como maniqueo ni como deísta; era mejor concebirlo como militante de una fe cristiana que postulaba la bondad y la santidad de Dios de manera heroica, esto es, a pesar de que la creación le parecía más un teatro de marionetas o una pesadilla que una expresión de aque-llos atributos2.

El mea culpa de Elisabeth Labrousse es muy significativo. Hay que tener pre-sente que la conjetura de 1963 no era efecto de la prisa o el malentendido, pues por entonces Labrousse llevaba ya varios años estudiando a Bayle y había publicado un Inventaire critique de su correspondencia3 (Labrousse, 1961). La posibilidad del maniqueísmo, pues, tanto como la corrección posterior, nace más bien del desconcierto e indica sobre todo una apuesta. Dicho en otros términos, describe la inquietud teórica en la que se encuentra el intérprete frente a objetos tan resbaladizos como los escritos de Bayle, escritos “afilosóficos”, decía André Robinet, de antítesis que jamás conocen la síntesis, de aforismos que nunca al-canzan el sistema (Robinet, 1959:50). Y si tal desconcierto aparece cuando la

1 Jean-Pierre Jossua había objetado las palabras de Labrousse en un artículo titulado “Actualité de Bayle” publicado en la Revue des sciences philosophiques et théologiques (1967:411). Jossua fue autor de varios trabajos sobre Bayle, entre los que sobresale Pierre Bayle ou l’obsession du mal (1977).2 “[I]l a été tenté par le pessimisme intégral qui conçoit éventuellement un Dieu créateur –un Grand Architecte– mais à la façon d’un Malin génie, sans moralité, et, par suite, le monde, comme un théatre de marionettes, dont les fils sont tirés conformément à des lois implacables, celles qui régissent la matière. Mais à l’encontre de ce cauchemar, selon Bayle, milite une foi chrétienne qui postule –héroïquement– la bonté et la sainteté d’un Dieu dont pourtant, la Création, ne reflète pas, visiblement, de tels attributs” (Labrousse, 1985:294).3 Recordemos que Madame Labrousse vivió durante más de diez años en Argentina, siendo Profesora en la Universidad Nacional de Tucumán al igual que su marido, Roger Labrousse. En nuestro país publicó dos estudios (Descartes y su tiempo [1945]; El mal, [1956]) y varias traducciones (Cartas sobre la moral, [Descartes, 1945]; Todo en Dios [Voltaire, 1951]; De la dignidad del hombre [Pico della Mirandola, 1951]). Juan Adolfo Vázquez publicó una amable nota sobre el tema titulada “Recuerdos de Elisabeth en la Argentina” (Magdelaine, Pitassi, Whelan y McKenna [Comps.], 1996:9-14).

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atención se fija en tópicos como la moralidad o el saber científico, aparece con mayor fuerza aún en el momento en que examina precisamente el punto que motivó la rectificación de Labrousse: el problema del mal y su relación con la fe en un único Dios providente. A este problema, y sobre todo a las posiciones extremas que Bayle obtiene de su análisis, queremos dedicar el presente artículo.

Creer o razonar

Empecemos resumiendo el problema, o más bien el desafío, que Pierre Bayle ofreció a los teólogos y filósofos de su tiempo. Si unos imaginarios escépticos retomaran la doctrina maniquea de dos divinidades coeternas y enfrentadas, el Principio del Bien y el Principio del Mal, sin ánimo de creerla verdadera y sólo con el propósito de poner a prueba la teodicea cristiana en puntos cruciales de su despliegue (la doctrina del “permiso” del pecado, la relación entre libertad humana y providencia divina, la supuesta justicia del castigo eterno y el carácter aparentemente inevitable de los males físicos), saldrían fácilmente victoriosos del combate dialéctico y forzarían a los “defensores de la causa de Dios” a reconocer que sus explicaciones son incomprensibles para ellos mismos y constituyen más bien la expresión dulcificada de una creencia ciega.

El reto era muy molesto, pero, aun así, lo era menos que las consecuencias. Efectivamente, para Bayle ese fracaso de los teólogos era la contracara del triunfo de la fe y un “llamado a la humildad cristiana”. Lo dejó escrito con gran claridad en 1701, ante el pedido de aclaraciones que le hizo el Consistorio de la Iglesia Valona de Rotterdam por las ideas y expresiones audaces que se encontraban en la primera edición de su Dictionnaire historique et critique (1696)4.

Hay tanta gente que examina tan poco la naturaleza de la fe divina, y que tan raramente reflexionan sobre este acto de su espíritu, que se hace necesario sacarlos de su indolencia mediante una larga lista de las difi-cultades que rodean los dogmas de la religión cristiana. Es por un vivo conocimiento de estas dificultades por lo que aprendemos la excelencia de la fe, y de este favor divino. Aprendemos por la misma vía la necesidad de desconfiar de la razón y de recurrir a la gracia. Aquellos que no hayan asistido jamás a los grandes combates de la razón y la fe y que ignoren la fuerza de las objeciones filosóficas, ignoran una buena parte del agrade-

4 Siguiendo las observaciones del Consistorio, a esta segunda edición del Dictionnaire, publicada en diciembre de 1701, Bayle agrega cuatro “Eclaircissements” (“Sur les Athées”, “Sur les Manichéens”, “Sur les Pyrrhoniens” y “Sur les Obscénitez”) y corrige la redacción original del artículo sobre el profeta David. Recordemos que el Dictionnaire historique et critique en su versión definitiva reúne 2.035 artículos; a cada uno de ellos, Bayle agrega “Observaciones”, a veces mucho más largas que el cuerpo del artículo, y abundantes notas marginales.

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Pierre Bayle. El mal, la razón y la fe cristiana

cimiento que le deben a Dios, y del método para triunfar sobre todas las tentaciones de la razón incrédula y orgullosa (Bayle, 1740, IV:646).

La pregunta acerca del origan del mal era para Bayle ocasión inmejorable para esa reflexión acerca de la naturaleza de la fe divina, pues carece de respues-ta: “Está más allá de nuestra razón, y la filosofía puede sentir aquí su fortaleza y su debilidad” (Bayle, 1727-1731, III:683a. Cfr. Bayle, 1740, III:319a). Justamen-te, que haya permanecido como dificultad teórica en el seno del cristianismo revelaba para él que teólogos y filósofos, incluidos los primeros Padres, habían equivocado el camino. Acosados por sus detractores ante el acontecimiento de la caída de Adán, la fuente reconocida de todos los males, intentaron darle una solución racional en lugar de retirarse a su fuerte: la palabra de Dios. Este error de estrategia los llevó a un cúmulo de esfuerzos infructuosos, cuando la respuesta era mucho más simple: “Que Marción y todos los maniqueos razonen cuanto quieran para mostrar que bajo una providencia infinitamente buena y santa esta caída del hombre inocente no podría haber acontecido, ellos razonarán contra un hecho, y por eso se volverán ridículos” (Bayle, 1740, III:627a). Alcanzaba con esta máxima, “ab actu ad potentiam valet consecuentia”, y con este entimema, “ha sucedido, luego no repugna a la santidad y a la bondad de Dios”. En la Re-velación está el único depósito inexpugnable de argumentos (cfr. Bayle, 1740, III:306b, 319a y 635a). La palabra de Dios, por su sola presencia, desmiente todo lo que las máximas de los filósofos y las evidencias de la razón se atrevan a pre-sentar como verdadero: sabemos que Dios es infinitamente bueno y santo, vemos que ese Dios ha permitido la caída de Adán y ha condenado a sus descendientes a una eterna serie de desgracias; luego, por más que las luces naturales se obs-tinen en demostrar lo contrario, nada puede haber entre esos dos datos que sea últimamente inconciliable.

Ahora bien, esta “solución” requiere para su eficacia que los contrincantes reconozcan la divinidad de las Escrituras, lo cual ya generaría otro problema. Pero inclusive suponiendo que se lograra persuadir a los maniqueos históricos en este punto, el argumento parece dejar intocadas a las tropas dialécticas de los paganos y, lo que acaso es peor, a los escépticos maniqueos imaginados por el Dictionnaire, simples curiosos que, como dijimos, no tienen domicilio fijo ni posesiones que defender. ¿Qué valor podrán tener frente a ellos las pruebas del origen divino de la Biblia, pruebas que en todo caso apelan a la confianza, pero no a la demostración matemática? Bayle reconoce que ninguno.

¿Entonces? Entonces, eso mismo deberá servir de criterio para elegir con quien discutir: “creo que de entrada deberemos preguntar a nuestros adversarios, ¿admitís la Escritura? Y si responden que no, les diremos lo que se acostumbra a decir a los que niegan los principios, no disputaremos con vosotros por lo tanto” (Bayle, 1727-31, III:674a; cfr. Bayle, 1727-31, III:778a-b y 1740, III:627a). En el

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caso de que los adversarios contestaran que sí, la disputa ya está ganada, o mejor dicho, no hay disputa, porque ambas partes se rinden ante el imperio de la Pala-bra divina. En el caso de que contestaran que no, tampoco hay disputa, esta vez en nombre de la falta de principios comunes. Se rechaza así la discusión en el terreno originalmente propuesto, horizontal y sin peticiones de principios, para trasladarla a un nuevo ámbito presidido por un Dios perfecto por definición que inmediatamente la disuelve. Esto, que en términos de reglas de discusión puede parecer un fraude, es en realidad una aplicación estricta del precepto cristiano que niega acceso a la verdad a todo aquel que no crea ya en ella.

Ahora bien, observemos entonces cuáles son, en realidad, las alternativas a las que se enfrenta, según Bayle, el cristiano desafiado por el problema del mal: o aceptar las leyes del combate y salir inexorablemente derrotado; o creer sin razonar. En lugar de responder elaborando hipótesis o doctrinas que disculpen a Dios de la incriminación, por lo tanto, deberá recordar a Isaías, “los caminos de Dios no son los nuestros”, o a Pablo en la Epístola a los Romanos, “pero ¿puede la cosa formada decirle a aquel que la formó, por qué me has hecho así?”, y guar-dar silencio. Elevar la fe y someter la razón; creer y callarse (cfr. Bayle, 1727-31, III:683a y 763a; 1740, III:627a y 636a, I:335a).

Este sentido higiénico tendrían, pues, la larga serie de objeciones maniqueas. Descubriéndonos las incoherencias y errores, ellas nos enseñarían en carne pro-pia a no confiarnos en las soluciones vanas de los filósofos; mostrándonos las dudas y perplejidades que encierran, ellas nos ayudarían a librarnos de los falsos ídolos de la razón y a entregarnos agradecidos a la seguridad inconmovible de la fe5. Cada argumento en contra de la bondad de Dios, por lo tanto, se transfigura-ba de esta paradójica manera en una defensa de su majestad, y cuanto más cruda fuera la conclusión racional tanto más importante era su papel en la construcción de la vida cristiana, definida por Bayle como una valiente y continua humillación de las luces naturales:

Es más útil de lo que se piensa humillar la razón del hombre, mostrándole con qué fuerza las herejías más disparatadas, como ésta de los maniqueos, se burlan de sus luces y embrollan las ver-dades más importantes. Esto debe enseñar a los socinianos, para quienes la razón debe ser regla de la fe, que se meten por un camino de extravío, apropiado sólo para conducirlos poco a poco a negar todo, o a dudar de todo, y que se arriesgan a ser derrotados por la gente más execrable. ¿Qué hay que hacer entonces? Someter el

5 La alusión al lenguaje de Francis Bacon no es gratuita, pues también Bacon asimilaba la Revelación a “un narcótico para calmar y detener no sólo la vanidad de las especulaciones curiosas, en las que trabajan las escuelas, sino también la furia de las controversias, en las que trabaja la iglesia” (Bacon, 1973, II:97).

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Pierre Bayle. El mal, la razón y la fe cristiana

entendimiento a la obediencia de la fe, y no disputar jamás sobre ciertas cosas. En particular, no hay que combatir a los maniqueos más que por la Escritura y por el principio de sumisión, como hizo San Agustín (Bayle, 1740, III:629b).

razonar es enfermarse

Los socinianos eran para Bayle un caso típico de enfermedad racional. Esta secta, consolidada en el siglo XVI por Fausto Socin, intentó depurar a la religión cristiana de todos sus elementos incomprensibles; propuso sustituir las pruebas del sentimiento por argumentos lógicos y nociones evidentes. ¿A qué se vio con-ducida? A negar la Trinidad, en nombre del principio evidente de que las cosas iguales a una tercera son iguales entre sí; a negar la presciencia de los futuros contingentes, en nombre de la noción evidente de que no se puede saber cómo ocurrirá aquello que tiene diversas maneras igualmente posibles de ocurrir; a pro-clamar la eternidad de la materia, en nombre del principio evidente de que nada se hace de la nada; a defender la noción de un Dios extenso, y por consiguiente, limitado; a negar la eternidad de las penas infernales o defender como preferible el aniquilamiento directo del condenado. Rechazaron así la palabra de Dios, se transformaron en una pequeña cantera de herejías perseguida por todos los príncipes y denostada por el pueblo. ¿Consiguieron aun a este terrible precio un sistema coherente? No, pues sus adversarios encontraron mil puntos débiles en su doctrina por donde atacarlos (Bayle, 1740, IV:232a; cfr. Bayle, 1740, III:544b y 545b).

Al caso de los socinianos se van sumando otros a lo largo del Dictionnaire; el de Uriel Acosta o Da Costa, por ejemplo6. Éste, un portugués nacido a fines del siglo XVI como cristiano, se convierte al judaísmo por considerar que la ra-zón y la evidencia histórica estaban a favor de esta fe; pronto ese mismo afán de exactitud lo lleva, sin embargo, a negar muchas tradiciones judías al encontrarlas no avaladas por la Escritura, a impugnar la inmortalidad del alma y también la divinidad de los libros de Moisés. Adopta al fin una suerte de religión natural, comenta Bayle, de la cual también habría abjurado de haber vivido seis o siete años más, porque quienes adquieren el hábito de disputar acerca de todo en ma-teria de religión desembocan fatalmente en la destrucción de cualquier creencia. Fatalmente: por una ley inscrita en la esencia del instrumento de las disputas, la razón humana, cuando se la deja librada a sus propias fuerzas, a su propia vora-

6 Es interesante notar cómo Bayle no presenta su descripción de la naturaleza destructiva de la razón como un producto teórico, el fruto de una especulación, sino como una constatación avalada por los testimonios de la historia intelectual. Es un hecho, y aquí también parece valer la advertencia de que cualquier intento de razonar contra el mismo corre el riesgo de hacer el ridículo.

Fernando Bahr

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cidad (cfr. Bayle, 1740, IV:315).

La razón humana “es un principio de destrucción, no de edificación” (Bayle, 1740, III:306a), un arma tan letal en el ataque como impotente en la defensa. Podrá, acaso, construir o ayudar a construir una doctrina, pero es seguro que ape-nas haya terminado de hacerlo proveerá los medios para tirarla abajo (cfr. Bayle, 1740, I:707b y IV:81b-82a). Por ello, quien se entrega a un ejercicio indiscrimi-nado y autónomo de los principios racionales terminará ahogado por un desierto de dudas y perplejidades, incapaz ya de distinguir el error de la verdad. Lo dice el artículo Acosta en su moraleja final con otra metáfora, mucho más desagradable que las anteriores pero en la misma medida eficaz:

y podemos comparar a la filosofía con esos polvos tan corrosivos que después de haber consumido las carnes babosas de una herida, carcomerán la carne viva, y cariarán los huesos, y los horadarán hasta la médula. La filosofía refuta al principio los errores; pero, si no la detenemos allí, ataca también las verdades: y cuando la deja-mos actuar a su fantasía, va tan lejos que ya no sabe adónde está ni encuentra ya dónde asentarse (Bayle, 1740, I:69a)7.

Hay quienes conjeturaron que en la historia de Uriel Acosta Bayle pudo haber deslizado ciertos rasgos autobiográficos, o que, quizá, el autor del Dictionnaire, reconociendo como propio ese regocijo por la disputa y la inquisición que sufría el portugués, vio adelantado en él su propio destino y quiso evitarlo (Barber, 1952:121-123). Puede ser cierto. En cualquier caso, está claro que Bayle presenta la vía de la razón como un temible error y aconseja –a la manera de Maimónides (cfr. Popkin, 1965:25-29)– que los extraviados se dejen guiar por una instancia superior, que no puede ser sino la Revelación. E. D. James señaló que esta con-clusión o moraleja de Acosta no puede ser considerada heterodoxa. A partir de este artículo, decía, se puede inferir que Bayle reconoce en la razón un valor, aunque esencialmente crítico: el de descubrir los errores (las “carnes babosas” de la herida); admite también sus peligros, claro, pero allí está la Revelación para controlar las extravagancias en las que pudiera incurrir (cfr. James, 1962:308).

7 La misma metáfora aparece en “Euclide” (Bayle, 1740, II:415b), bajo los auspicios del rechazo de Montaigne a las disputas filosóficas (Essais, III, viii). Es muy interesante observar cómo esta concepción de la razón le impide a Bayle ilusionarse respecto del poder clarificador de la nueva filosofía cartesiana, aun cuando elogie su papel en contra del oscurantismo escolástico. Vale la pena citar el siguiente pasaje del artículo “Takkidin”: “Disipe la ignorancia y la barbarie, hará caer las supersticiones y la tonta credulidad del pueblo, tan fructífera para sus conductores, que abusan después de sus ganancias para arrojarse a la ociosidad y a la corrupción: pero esclareciendo a los hombres acerca de estos desórdenes, también se les despertarán las ganas de examinar todo, escudriñarán y sutilizarán tanto que ya no encontrarán nada que conforme a su miserable razón” (Bayle, 1740, IV:315b). Es claro que una idea como ésta basta para colocar entre signos de pregunta a las interpretaciones que hacen de Bayle un precursor consciente de la Ilustración del siglo XVIII.

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Pierre Bayle. El mal, la razón y la fe cristiana

En el acotado terreno que James se detuvo –una página de las miles que com-ponen el Dictionnaire–, su juicio es irreprochable. Pero el problema se plantea cuando se observa el modo cómo Bayle concibe ese “control” que la Revelación debe ejercer sobre la razón perpleja, por ejemplo, ante el origen del mal:

Aun cuando usted probara invenciblemente a un predestinador que su siste-ma está ligado necesaria e inevitablemente con esta consecuencia: Luego Dios es el autor del pecado; deberá conformarse con respecto a esa persona con una respuesta como ésta: Veo tan bien como usted la ligazón de mi principio con di-cha consecuencia, y mi razón, que la ve, no me provee de luces suficientes para hacerme comprender en qué me equivoco; pero no dejo de estar firmemente per-suadido de que Dios encuentra en los tesoros infinitos de su sabiduría un modo cierto de romper esa ligazón, un modo, digo, cierto y muy infalible, aunque me sea desconocido y sobrepase el alcance de mis luces. Un cristiano debe presumir principalmente de sumisión a la autoridad de Dios (Bayle, 1740, IV:218a).

“Veo tan bien como usted”, aparece allí la ventaja que resultaba difícil de recuperar una vez concedida, y sobre todo cuando eso que se ve había sido de-sarrollado y fundamentado con el mayor esmero a través de cientos de páginas. Bayle podía comparar su proceder con el de un fiscal que con toda legitimidad se declara en contra de la parte que ha recibido un tratamiento más claro y más bri-llante en su alegato (cfr. Bayle, 1727-1731, IV:42b); pero no hay que asombrarse si los lectores descubrían en el gesto de devoción final algo más bien semejante a la sonrisa del cirujano cruel que remueve la herida. Esa insistencia en las con-secuencias horribles que “las ideas del orden” derivaban del dogma cristiano, en particular, no podían dejar de parecerle inquietantes a un tiempo convencido de que nada podía tener una existencia muy duradera si tales “ideas del orden” no lo refrendaban. “Felices los que creen sin haber visto”, citaba Bayle (Bayle, 1727-31, IV:89a); pero todos entendían que la ceguera y la felicidad no podían ir de la mano, que nadie podía “burlarse” sensatamente de objeciones insolubles (cfr. Bayle, 1727-31, IV:42a)8, y que recomendar a los “verdaderos cristianos” alejarse “de los abismos cuyas profundidades los tragarían si quisieran sondearlas demasiado” (Bayle, 1727-31, III:819b) era apelar a una docilidad menos propia de hombres que de animales. Ya veremos como nuestro autor se defendió de tales cargos. Por ahora, bástenos subrayar esto: que cualquier intento por someter la teología a la filosofía estaba para Bayle condenado a la impiedad o al fracaso, pues quien acepta la intromisión de la razón en cuestiones religiosas queda fa-talmente contagiado de una enfermedad mortal y terminará destruyendo lo que quería originalmente fortalecer.

8 Leibniz rechaza específicamente esta posibilidad en el Discours préliminaire de los Essais de théodicée (Leibniz, 1969:98-99).

Fernando Bahr

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Creer es curar

Para Pierre Bayle el rechazo que su posición despertaba en la República de las Letras carecía de justificación. Reconocer que las objeciones de los maniqueos resultaban insolubles era actuar con buena fe, no engañar, buscar ser objetivo y ecuánime; todo ello sin moverse un paso de la tradición cristiana. El origen del mal nos resulta incomprensible; sabemos que Dios es infinitamente bueno y poderoso, pero la evidencia racional a nuestro alcance nos muestra que un Dios así no podría haber actuado tal como parece haberlo hecho. La dificultad es grande; las respuestas, débiles o inaceptables. ¿Qué debemos concluir sino que el misterio nos sobrepasa? ¿No ha sido ésta la conducta cristiana por excelencia desde San Pablo? ¿No hacemos acaso como cristianos “una profesión abierta de incomprensibilidad” (Bayle, 1740, IV:524b)?

A quienes se escandalizaban por las conclusiones del Dictionnaire, Bayle les recuerda por lo tanto que el cristianismo no es una filosofía sino un mensaje de Dios, insondable para la criatura. Buscar conciliarlo con las reglas racionales equivale a alterarlo en su esencia, y que no se pueda responder mediante la luz natural a las objeciones que proponen los incrédulos antes que un motivo de alboroto debería ser un motivo de tranquilidad. La “derrota” ante los maniqueos indica una consecuencia lógica, dado que el carácter esencial de los misterios era ser un objeto de fe y no de ciencia. “Dejarían de ser misterios si la razón pudiera resolver todas las dificultades; y así, en lugar de encontrar extraño que alguien confesara que la filosofía puede atacarlos pero no responder al ataque, deberíamos escandalizarnos si alguien dijera lo contrario” (Bayle, 1740, IV:631). Inténtese explicar el misterio de la Trinidad o el misterio de la Eucaristía en térmi-nos racionales y se obtendrá el mismo resultado. Nadie se molesta por ello. ¿Por qué molestarse entonces cuando alguien observa lo incomprensible de la con-ducta divina con respecto al origen del mal? Al fin y al cabo, los decretos sobre la caída del primer hombre y sobre las consecuencias de esa caída constituyen uno de los misterios más profundos de la religión cristiana; teólogos insospechables de heterodoxia están de acuerdo en esto, y se apoyan en las fuentes más antiguas de la fe. Los escritos de san Pablo, dice Bayle, nos enseñan que este gran apóstol, se planteó con el mayor rigor las dificultades de la predestinación, y no pudo salir de ellas más que proclamando el derecho absoluto de Dios sobre todas las criaturas y sometiendo sus dudas a la incomprensibilidad de los caminos divinos. “¿Se podría mostrar de una manera más clara que mediante tal solución cuán inexplicable es el dogma de los decretos de Dios sobre el destino de los elegidos y los réprobos?” (Bayle, 1740, IV:635).

Sin embargo, Bayle admite que las objeciones maniqueas apuntan a un blan-co distinto, más cercano al corazón del cristianismo, y que la irritación que pro-vocan está en directa relación con el problema al que se refieren.

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Pierre Bayle. El mal, la razón y la fe cristiana

Las objeciones que [la razón] propone contra los misterios de la Trinidad y de la Encarnación no se hacen sentir, por lo general, más que en aquellos que tiene cierto barniz de lógica y de metafísica; y como éstas pertenecen a las ciencias especulativas golpean menos al común de la gente; pero las que se proponen contra el pecado de Adán, y contra el pecado original, y contra la condena eterna de una infinidad de gente que no podía ser salvada sin una gracia eficaz que Dios no ha dado más que a sus elegidos, están fundadas sobre principios morales que todos conocen y que sirven continuamente de regla tanto a los sabios como a los ignorantes para juzgar si una acción es injusta o no lo es. Estos principios son de la última evidencia y actúan sobre la inteligencia y sobre el corazón, de suerte que todas las facultades del hombre se sublevan cuando es preciso imputarle a Dios una conducta que no está de acuerdo con esta regla (Bayle, 1740, IV:635).

Pero justamente esto, que el problema del mal se haga sentir en el común de la gente, en sus acciones cotidianas y en su lenguaje, marca según Bayle la gra-vedad del salto que implica la fe, por su desprecio a las objeciones filosóficas y su sumisión a la verdad revelada. Señalábamos antes esta cualidad paradójica de destruir para defender que expone el Dictionnaire. Creer en misterios tales como la Eucaristía o la Trinidad no requiere mayor esfuerzo, porque ni siquiera pensa-mos en su carácter incomprensible o nos conformamos con cualquier distinción verbal que se nos proponga. Un Dios autor del pecado, un Dios injusto que se divierte con los sufrimientos eternos de aquellos que no han podido evitar ser malvados, ataca en cambio los cimientos de cualquier fe, y por eso es allí –más que en ningún otro punto– donde deben obrar las palabras de Jesucristo: “Cree y te salvarás”.

Para apagar los ecos de cualquier intención subversiva, Bayle cita a favor de su proceder a los teólogos más representativos de la Reforma: Lutero, Melanch-ton, Zuinglio, Calvino, Teodoro de Beza. Todos, dice, interpretando los textos de la Escritura, llegaron a esta encrucijada de la fe y se atrevieron a mirarla de frente9. Del argumento acerca del origen del mal, efectivamente, se había valido Calvino para llamar a los cristianos a “temblar con Pablo ante un misterio tan profundo” y para calificar como “perversos” a los que intentaban medir la justicia

9 “Si Dios mismo ha declarado por su propia boca que endurecería el corazón del faraón, y si los escritores que han hablado según sus inspiraciones representan en cien pasajes, con términos tanto o más fuertes que aquéllos, su influencia sobre el pecado, ¿se debe tener escrúpulos en hablar como Calvino? Los que debilitan las palabras de la Escritura, y no se atreven a tomarlas en el sentido que primero se presentan in sensu obvio quem verba prae se ferunt, sino que les dan una significación muy alejada del sentido propio y literal, ¿no parecen imputarle al Espíritu Santo una extrema negligencia en la elección de los términos? Si la explicación literal dañara la gloria de Dios, ¿pueden ellos creer que el Espíritu Santo habría olvidado enseñarnos cómo deben ser tomados los términos? ¿Se atreverán a pensar que Dios tiene necesidad de que hagamos su apología?” (Bayle, 1727-31, III:859b. Cfr. Bayle, 1727-31, III:841-845).

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divina ante las normas de la justicia humana (cfr. Calvin, 1888:439-440). Ro-manos 11:20 es la referencia continua de los textos más duros de la Institution de Religione Christiana: “¿Quién eres tú, hombre, para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de barro puede decir a quien la modeló: por qué me hiciste así?” No es caprichoso, pues, que Bayle se haya servido del mismo pasaje, y de otros semejantes, para incluir las ideas del Dictionnaire en la tradición reformada se-parando tajantemente los dominios de la fe de los de la filosofía y considerando que la pretensión de conciliar las “máximas” racionales con la palabra de Dios era recaer en la herejía de los socinianos. “Si las Iglesias Reformadas de Francia hubieran creído que era posible conciliar la Providencia de Dios con respecto al mal con nuestras maneras ordinarias de juzgar acerca de la bondad, de la santidad y de la justicia, ¿habrían dicho adoramos humildemente los secretos que nos están ocultos sin inquirir por arriba de nuestra medida?” (Bayle, 1727-31, IV:6b-7a). Nadie hace esta confesión si se siente capaz de responder a las dificultades de los filósofos.

En los Eclaircissements agregados al final del Dictionnaire, Bayle presenta esta sumisión de las evidencias de la razón ante los hechos revelados por la Escritura como el gesto que distingue al hombre nuevo anunciado por los Evan-gelios. Confiar en las fuerzas de la razón, “[h]e allí el viejo hombre del que deben despojarse principalmente antes de estar en condición de recibir el don celeste, y de entrar en los caminos de la fe, la ruta elegida por Dios para la sal-vación eterna” (Bayle, 1740, IV:643). El ejemplo al que recurre para subrayar la incomunicación existente entre creer y saber es el del fracaso de san Pablo ante los filósofos paganos de Atenas. Éstos se indignaban y burlaban porque alguien quisiera convencerlos de su doctrina, reconociendo que era oscura y que la había recibido de Dios sin apenas entenderla, no exponiendo un sistema bien construido o principios evidentes. Se equivocaban, dice Bayle, san Pablo no quería disputar sino llevarlos a la verdad y a la salvación, dos caminos divergen-tes, como había enseñado Jesucristo:

Su designio [el de Jesucristo] ha sido primero confundir a toda la filosofía, y mostrar su vanidad. Él ha querido que su Evangelio estuviera en contra, no solamente de la religión de los paganos, sino también de los aforismos de su sabiduría; y que a pesar de este contraste entre sus propios principios y los del mundo pudiera triunfar sobre los gentiles por el ministerio de un pequeño número de ignorantes que no empleaba ni la elocuencia, ni la dialéctica, ni ninguno de los instrumentos necesarios para todas las otras revoluciones. Él ha querido que sus discípulos y los sabios de este mundo se trataran recíprocamen-te de locos; ha querido que así como el Evangelio les parecía una locura a los filósofos, la ciencia de éstos les pareciera a su vez una locura a los cristianos (Bayle, 1740, IV:642).

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Popkin consideró que el argumento bayleano se apoyaba sobre la distinción de dos tipos de certeza: la objetiva, de la ciencia, y la subjetiva, de la fe (cfr. Bayle, 1965:414)10. La primera se regula por las leyes de la dialéctica y por el valor de las pruebas; repleta de medios claros, su final, no obstante, es confuso o destructivo, según hemos visto: el afán de claridad no tarda en transformarse en un vértigo de dudas. La segunda produce una certidumbre perfecta, pero su obje-to no será jamás evidente; ante el ataque de los objetores, su respuesta no podrá ir mucho más allá de un “creo”, insuficiente como medio para convencer a otro de esa certeza. Bayle marca con claridad las diferencias: la razón pertenece al ámbito público, a la horizontalidad de la disputa, a la universalidad del lenguaje; la fe, al ámbito privado, a la verticalidad de la predicación, a la particularidad del sentimiento. De las convicciones filosóficas se pueden dar argumentos ante cualquiera; de las convicciones religiosas sólo se puede dar testimonio práctico de una certeza íntima que tanto más valiosa será cuanto menos razones externas a ella misma la sostengan.

Los pasajes de la Escritura se multiplican; a la condena del saber de este mun-do hecha por Pablo se agregan la de Santiago y la de Juan: la duda y la disputa son propias del hombre sin fe, que oscila como un barco en la tormenta y se aleja del Reino de los Cielos. Bayle los cita con profusión y puede concluir que todo aquel que se deje confundir por las objeciones de los incrédulos, incluyendo las de sus propios maniqueos-escépticos, no ha asumido plenamente la novedad del Evan-gelio y “tiene un pie puesto en la misma fosa que ellos” (Bayle, 1740, IV:644). “Seamos como niños”, pide. Sin embargo, ese pedido se acerca demasiado en ocasiones a un Kant que, después de haber probado hasta el hartazgo los daños que la “autoculpable minoría de edad” ocasiona en la conciencia, aconsejara no salir de ella. Aisladamente, la defensa es irreprochable; el contexto de ella, sin embargo, sugiere que la cuestión ya no apunta a si es posible creer en lo no evidente sino si es posible dejar de creer en lo evidente. A este punto seguirán di-rigiéndose todos sus adversarios, y Bayle ya no podrá encontrar allí un apoyo tan sólido como el que los teólogos reformados le brindaban en el primer aspecto. Defenderá una y otra vez su posición, pero sin despejar jamás cierta ambigüedad de fondo, acaso porque tal ambigüedad existe en los dos sentidos opuestos que connota la gratuidad de la fe, y porque la obra de la gracia para algunos puede ser la simple rémora del prejuicio y la ignorancia para otros11. En cualquier caso, la desconfianza que generó en sus contemporáneos indica muy bien que la cultura postcartesiana, a diferencia del Renacimiento tardío, parecía ya no poder aceptar semejante oposición entre razón y fe. Los defensores de la causa de Dios obser-

10 Popkin toma esta terminología a partir de la comparación con Kierkegaard.11 El mismo Bayle afirma explícitamente que la acción del Espíritu Santo es indistinguible, exteriormente por lo menos, de la acción, mucho más profana, de la educación o de la costumbre. Esta idea lo lleva en ocasiones a pintar un cuadro de la actitud religiosa que a ningún philosophe del siglo XVIII podía dejar de parecerle una burla.

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vaban, en efecto, que la propagación del Evangelio demandaba ahora teología y fundamentaciones metafísicas, no incompresión y misterios que aumentaran el riesgo de de transformar la majestad infinita de Dios en una simple ausencia12.

Consideraciones finales

Hemos mostrado las piezas piezas principales del rompecabezas bayleano. Los conflictos entre razón y fe, las dificultades insalvables a la hora de dar cuenta racionalmente de los dogmas cristianos, la necesidad de desconfiar de la razón, la fe como don divino y también como asilo de la ignorancia, el corte tajante entre aquello que creemos y aquello que las evidencias nos muestran como cier-to. Cada uno de estos elementos será desmenuzado a través de centenares de páginas en un combate con diversos antagonistas que Pierre Bayle recién pudo abandonar al morir, plume à la main, diez años después de la primera edición del Dictionnaire, el 28 de diciembre de 1706 (cfr. Bayle, 1740, I:ix).

¿Fue solamente un problema existencial, de un hombre amante de las para-dojas, que se cerró con su muerte? Basta recordar el hecho de que un filósofo como Leibniz escribió sus Essais de Théodicée. Sur la bonté de Dieu, la liberté de l’homme et l’origine du mal (1710) con el propósito de refutarlo para entender que sería un error creerlo así13. Los argumentos de Bayle, por otra parte, se mul-

12 Los Dialogues on Natural Religion de Hume, publicados de manera póstuma en 1779, se ocuparán especialmente de señalar estos cambios del discurso teológico de acuerdo a las nuevas exigencias de los tiempos: “Antes, uno de los tópicos teológicos más populares consistía en sostener que la vida humana era vanidad y miseria, y en exagerar todos los males y dolores que inciden sobre los hombres. Pero en los últimos años, vemos que los teólogos ya empiezan a retractarse de esa posición, y a sostener, aunque con cierta vacilación, que son más los bienes que los males, más los placeres que los dolores, aun en esta vida. Cuando la religión dependía completamente de los temperamentos y de la educación, se creía conveniente fomentar la melancolía, pues, de hecho, nunca recurre la humanidad con más prontitud a los poderes superiores que cuando está en esta disposición. Pero como los hombres ya han aprendido a formular principios y a sacar consecuencias, es necesario cambiar las baterías y utilizar aquellos argumentos que, por lo menos, presentan cierta resistencia al escrutinio y al examen” (Hume, 1993:115),). Al comienzo de los Dialogues, Philo, el personaje escéptico, había señalado que los teólogos del momento “hablan el idioma de los estoicos, platónicos y peripatéticos, no ya el de pirrónicos y académicos” (Hume, 1993:42).13 “Or, comme un des plus hábiles hommes de notre temps, dont l’éloquence était aussi grande que la pénétration, et qui a donné de grandes preuves d’une érudition très vaste, s’était attaché par je ne sais quel penchant à relever merveilleusement toutes les difficultés sur cette matière que nous venons de toucher en gros, on a trouvé un beau champ pour s’exercer en entrant avec lui dans le détail. On reconnaît que M. Bayle (car il est aisé de voir que c’est de lui qu’on parle) a de son côté tous les avantages, hormis celui du fond de la chose; mais on espère que la vérité (qu’il reconnaît lui-même se trouver de notre côté) l’emportera toute nue

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tiplicarán a partir de manuscritos clandestinos como Doutes des Pyrrhoniens (ca. 1711)14 y reaparecerán en la Mémoire (1725-1729) de Jean Meslier (cfr. Meslier, 2010:527-542)15 antes de volver a la imprenta de manera rotunda con el Systè-me de la nature de d’Holbach (cfr. Holbach, 2008, 388-197) o escondidos en la maestría literaria de Voltaire y Hume16. Lejos de ser un problema cerrado, pues, cabría la afirmación de que todo el siglo XVIII, incluyendo a Kant y Jacobi, puede ser entendido en este punto como un intento por resolver, en uno u otro sentido, el desafío de Bayle17.

De ellos, si exceptuamos la desconcertante Parte XII de los Dialogues on Na-tural Religion de Hume, el único que se tomó en serio la apuesta antirracional por la fe fue Friedrich Heinrich Jacobi18. Esa posibilidad, sin embargo, no recibió posteriormente verdadera atención y los pocos que recordaron a Bayle en el siglo XIX lo hicieron en tanto crítico manifiesto de la religión. Es lo que se nota en Lud-wig Feuerbach, autor que en 1838 le dedicó un estudio completo para descartar la apuesta de Jacobi y presentar las objeciones de Bayle a la teodicea como parte de un proyecto liberador de la razón y de la naturaleza humana (cfr. Feuerbach,

sur tous les ornements de l’éloquence et de l’érudition, pourvu qu’on la développe comme il faut; et on espère d’y réussir d’autant plus que c’est la cause de Dieu qu’on plaide, et qu’une des maximes que nous soutenons ici porte que l’assistance de Dieu ne manque pas à ceux qui ne manquent point de bonne volonté” (Leibniz, 1969:38-39).14 Cfr. Bibliothèque Royale de Belgique, ms. 15191, especialmente Doute VI: “Des attributs de Dieu”.15 Sobre la relación Bayle-Meslier se encontrarán algunas notas interesantes en Gianluca Mori, Bayle philosophe (1999).16 Hadyn Mason recuerda la cambiante relación de Voltaire con los argumentos maniqueos, que va desde la fascinación –en cuentos como Songe de Platon, de 1756, y Candide, de 1759–, hasta el rechazo de Questions sur l’Encyclopédie de 1765 (cfr. Mason, 2004:447-48). Para una visión de conjunto de la posición de Voltaire respecto del problema del mal, véase Voltaire (1964:67-72). En cuanto a la influencia de Bayle en Hume, y particularmente en los Dialogues on Natural Religion, es tan abundante como los trabajos que se han escrito al respecto; permítaseme remitir en tal sentido a dos artículos míos (Bahr, 1999:7-38 y 2002:33-45). 17 Respecto de la relación entre el “desafío maniqueo” de Bayle y las reflexiones kantianas acerca de la imposibilidad de una teodicea filosófica, véase Paganini (2000:628-30). Respecto del conocimiento que tenía Kant de los escritos de Bayle, véase Tomasoni (2004:485-88). Finalmente, respecto de F. H. Jacobi, véase Jacobi (1996:97-106); de hecho, Francesco Tomasoni en el artículo anteriormente citado (p. 489) afirma que esos pasajes de Jacobi dejan en claro “que recurría por lo tanto a Bayle para dirigir el criticismo kantiano hacia el fideísmo”, es decir, “intentar el salto peligroso de la fe”. 18 La otra excepción sería Georg Hamann, quien consideraba a la creencia religiosa tan independiente de la inteligencia como el gusto o la visión y que por ello, según cuenta Isaiah Berlin, tradujo para su vecino Kant el comienzo y el final de los Dialogues de Hume, donde el antirracionalismo se manifiesta con toda su fuerza, con el fin de que cayera en la cuenta de lo que significaba realmente ser cristiano (cfr. Berlin, 1997:89-91)

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1844:84-138). En el mismo sentido lo interpretó Karl Marx, quien en La sagrada familia destaca que Bayle, combatiendo la teología y reduciendo la fe a su última crudeza, preparó el materialismo histórico y adelantó el advenimiento emancipa-dor del ateísmo (Engels-Marx, 1845:200)19.

El notable progreso de los estudios sobre Bayle que comienza a darse en la segunda mitad del siglo XX prueba de todas maneras que ni Feuerbach ni Marx, ni tampoco la posibilidad de un Bayle positivista que sostuvo Jean Delvolvé en 1906, lograron dar por zanjada la cuestión20. Por el contrario, la autocorrección de Elisabeth Labrousse que tratamos al comienzo, así como la disparidad de lec-turas que hoy en día defienden los especialistas con vehemencia en estudios y congresos, revelan más bien que el desafío que propuso sigue estando vivo y toca de alguna manera el núcleo de la cultura occidental, cultura que se alimentó tanto de la racionalidad griega como de la fe judeo-cristiana y que, por tal moti-vo, suele suponer una conjunción y no una disyunción entre Atenas y Jerusalén. Pierre Bayle, como san Pablo, Tertuliano o, mucho más cerca en el tiempo, Leo Strauss, parece haber tomado en serio la disyunción, y por ello en su tensión per-sonal es posible descubrir una tensión cultural constitutiva de Occidente. En tal sentido, lo que una especialista llamó en su desánimo la “esquizofrenia” de Bayle puede dar todavía mucho que pensar (Whelan, 1989:197).

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19 Al respecto, son interesantes las consideraciones de L. Baronovitch, “Pierre Bayle and Karl Marx: Some Reflections on a Curious Connection” (1981).20 Se considera, con razón, que Bayle volvió a ser objeto de estudio en la comunidad académica internacional a partir de la publicación en 1959 de Pierre Bayle. Le philosophe de Rotterdam, volumen colectivo bajo la dirección de Paul Dibon (Amsterdam, Elsevier). Por su parte, la obra de Jean Delvolvé a la que nos referimos se titula Religion, critique et philosophie positive chez Pierre Bayle (1970).

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Artículos Ar

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Una perspectiva de las funciones del relato en Hannah Arendt:

verdad, significado y juicio

Catalina Barrio*

El presente trabajo tiene como objetivo a partir del pensamiento en Arendt, tra-bajar el tratamiento y la relación que existe entre el relato y los juicios. A partir de ello se fundamentará en fun-ción a ésta relación, qué se entiende por significado y verdad en el ámbito de los juicios reflexivos originalmente kantianos y qué vínculo podría pen-sarse desde el plano político entre la verdad de los hechos y lo narrado. Para ésta averiguación es preciso remitirse a los textos más tardíos de H. Arendt como por ejemplo The life of the mind (1878) o en Lectures on Kant`s Political Philosophy (1982) y a los comentarios específicos de dichos textos.

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Ar

Abstractresumen

Cuadernos del Sur - Filosofía 39, 2010

The present work has like objective from the thought in Arendt, to work the treatment and the relation that exists between the story and the judgments. From it will be based on function to this one relation, what is understood by meaning and truth in the scope of originally kantianos the reflective judgments and what bond could think from the political plane between the truth of the facts and the narrated thing. For this one inquiry of is precise to be sent to the most delayed texts of H. Arendt like for example The life the mind (1878) or in Lectures on Kant `s Political Philosophy (1982) and to the specific commentaries of these texts.

* Universidad Nacional de Lanús – CONICET. Correo electrónico: [email protected]

Catalina Barrio

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palabras clave: Relato JuicioVerdad

Fecha de recepción:26 de Agosto de 2011Aceptado para su publicación:24 de Mayo de 2012

Key-words: StoryJudgmentTruth

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Una perspectiva de las funciones del relato en Hannah Arendt: verdad, significado y juicio

Introducción

A partir de escritos tales como The Human Condition (1958) y Between Past and Future (1961), Arendt analiza las ideas de verdad y significado como dos conceptos no disociados de la acción humana. Esto significa, desde estos escritos tempranos de la autora, pensar que la categoría de verdad se relaciona con la de facticidad y posibilidad de acción. Desde esta perspectiva, lo significativo o el significado entendido como lo fácticamente válido implica pensar el sentido de la verdad como un criterio para justificar un hecho. Todo significado se identifica para la autora, con la función del discurso en un contexto y a su vez, con la expe-riencia de los hechos inscriptos en los relatos. Así, el juicio es uno de los relatos sujeto a interpretaciones y revisiones. Es por eso que Arendt recurre al juicio reflexivo kantiano para analizar la perspectiva hermenéutica de la verdad según el contexto donde se inscriba o enuncie.

La verdad en el ámbito de lo contingente revela no solo la verdad o falsedad de un hecho sino el agente narrador de un hecho. La explicación de la existencia de un quién para legitimar la verdad de un hecho se muestra en tres argumentos que en los escritos finales de la autora tales como The life of the mind (1978) o en Lectures on Kant`s Political Philosophy (1982) aparecen con más claridad. El primer argumento es la necesidad de comunicabilidad de aquello que se narra. El segundo está dirigido a la intersubjetividad o “mundo en común” compartido con otros que son los que juzgan lo que se narra. Y el tercero, la selección de los hechos a narrar que deben ser juzgados. Este trabajo rondará en estos tres ejes que básicamente son los que le dan sentido al mundo político y como conse-cuencia, determinan la verdad del discurso. Desde esta idea de la relación de verdad y significado con la figura del quién, mostraré que no es posible -a favor de Arendt- rebasar la significación fáctica de un criterio de verdad referido a los hechos narrados. Pero a diferencia de Arendt, sostendré que la irrebasabilidad fáctica -entendiendo por ella la única posibilidad de significar algo como ver-dadero, en este caso lo que se narra a partir de un hecho- no determina al agente, sino que el agente se determina desde sus posibilidades de acción. Las posibili-dades de acción surgen de una comprensión de los hechos que son inevitables eludir. El ejemplo que da Arendt al respecto es el de la peor crisis política en la historia: el totalitarismo del S XX.

la voz narrativa

Cuando Arendt habla de “narrar” alude a la voz narrativa. La “voz narrativa” a la que se refiere está asociada principalmente a tres cuestiones: la primera que es la que trabaja en Eichman in Jerusalem: A Reporto n the Banality of Evil (1963) está relacionada con la figura o el relato de Eichmann. Aquí la autora trabaja el

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rol del espectador en tanto constructor de cierto relato que no tiene que ver con garantizar la verdad de lo emitido, sino con pensar la validez de lo cometido y el modo en que se puede juzgar a partir de ello. La figura del espectador se vincula en éste caso con la del narrador. La segunda tiene que ver con el discurso narrado crítico, es decir, lo que Arendt trabaja en The Human Condition (1958) y en su en-sayo de 1961 titulado “The crisis in Culture: Its Social and Political Significance”. Esta perspectiva crítica de lo narrado tiene que ver con la formación de opiniones públicamente válidas en el espacio político y a su vez, con el contexto en donde se atienden las opiniones de los otros bajo la fuerza del argumento persuasivo público. La tercera categoría donde ella trabaja la idea de narración (esto aparece fundamentalmente en sus escritos más tardíos: Lectures on Kant´s Political Phi-losophy [1982] y The life of the mind [1978]) es el juicio político en colapso con la tradición, es decir, la facultad o la función del juicio reflexivo kantiano con el rol del filósofo como narrador. Aquí Arendt configura los aspectos mediante los cuales es posible pensar políticamente el juicio desde la validez ejemplar que el sujeto de la narración recoge para emitir y ser escuchado en el ámbito de lo público o de los juicios, tal como aparece en el caso Eichmann y también en el de Rahel Vernahen. A pesar de estas divisiones forzadas de los aspectos que Arendt trabaja desde el relato, hay un aspecto importante a tener en cuenta en el pensamiento de la autora y es que pareciera que la “narración” o la “voz nar-radora” tienen una función tan importante como el juicio reflexivo en el espacio político. Lo cierto es que a partir de la enunciación entendida como un caso más de la acción humana, se definen o se concretan el resto de las categorías arend-tianas pensadas políticamente. A mi criterio, esto se ve más claro en sus últimos escritos en donde la autora construye ontológicamente las funciones prácticas del pensamiento, la voluntad, el juicio, la libertad, etc. Lo que nos importa destacar en éste apartado es la relación entre el juicio y el relato. El juicio por su parte, no es cualquier juicio. Por “juicio” entiende Arendt la capacidad plural y comunica-tiva del relato. Donde se ha diluido el pensar en momentos de crisis emerge y se hace necesario el juicio reflexivo. Pues todo momento en el que nos encontramos imbuidos históricamente en una situación políticamente crítica, no nos permite tomar la distancia necesaria de los hechos para “detenernos a pensar”. Pero este detenernos a pensar en Arendt, no es plantearse para uno mismo cómo revertir una situación histórica y trágica vivida (tal como la menciona en Los orígenes del totalitarismo), sino que se trata de reflexionar conjuntamente a través de nuestra capacidad para juzgar los hechos. Así, la función del relato comparte con los juicios la capacidad reflexiva de pensar críticamente los hechos.

El agente es la figura enunciativa del narrador, es el “enunciador del relato” que se desdobla en la voz y la mirada en donde aparece el primer responsable de lo emitido: el espectador. El valor de lo narrado se define como la identidad del narrador que se disuelve porque sólo él (el espectador) enuncia los juicios narrativos en momentos de crisis. El agente narrador de un hecho no es quien

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participa del hecho sino quien lo especta. Arendt hace una distinción entre los agentes implicados y los actuantes narrativos. Pues para ella, no hay “actuantes narrativos” sino actores del espectáculo. Ahora, los únicos que tienen la capa-cidad de enunciar el juicio o juzgar un hecho son los espectadores (Arendt, 1978:260-261). En éste sentido la figura del espectador se asocia con el quién que refiere tanto a la voz narrativa como a los actuantes de los hechos. El quién y el qué de lo que se relata es lo mismo. El quién es el que valida el relato y el qué va necesariamente acompañado del contenido “demostrado” del relato que no está en relación con el autor del relato, es decir; con el que estuvo presente en el hecho histórico sino con quien produce el relato mediante enunciados con-struyendo una interpretación del hecho histórico. En éste sentido todo enunciado fáctico es un enunciado narrativo para Arendt:

La revelación del quién mediante el discurso, y el establecimiento de un nuevo comienzo a través de la acción, cae siempre dentro de la ya existente trama donde pueden sentirse sus inmediatas conse-cuencias […] las historias pueden registrarse en documentos y monu-mentos, pueden ser visibles en objetos de uso u obras de arte, pueden contarse y volverse a contar y trabajarse en toda clase de material (1998:184).

Lo que resulta relevante es cómo Arendt en The Human Condition disemina los significados de actor y autor de las tramas narradas:

Aunque todo el mundo comienza su vida insertándose en el mundo humano mediante la acción y el discurso, nadie es autor o productor de su propia vida […] las historias, resultado de la ac-ción y el discurso, revelan un agente, pero ese agente no es autor o productor. Alguien lo comenzó y es su protagonista en el doble sentido de la palabra, o sea, su actor y paciente, pero nadie es su autor (1998:184).

Siguiendo el argumento de la figura del actor/autor en Arendt, se podría decir que hay un desconcierto acerca del significado del relato que devela la figura del quién puesto que no se sabe quién es el que cuenta y cómo lo cuenta. En este sentido, la verdad de un enunciado no se remite a sus condiciones de enun-ciación, sino a sus condiciones de verificación del relato bajo la figura de “quién fue responsable de ese acto” (Arendt, 1998).

Lo cierto es que hay un presupuesto en la figura del “quién” y es el sujeto que interpreta y emite o narra el acto. Este presupuesto puede ser discutido desde

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el discurso del que narra. En este, el carácter de “cosa” u objeto narrado podría traducirse en hechos significativos que, al momento de ser narrados, adquieren validez. La significación narrativa entonces, puede tener dos referencias: la prim-era tiene que ver con el estatuto público de lo narrado. Pues implica pensar qué es lo que se cuenta en el ámbito de lo público (esa función la tiene el espectador de los acontecimientos y por medio de ese relato se construye un juicio acerca de cómo puede ser tratado ese caso “particularmente” en crisis. De aquí que nace el juicio reflexivo). Y la segunda, refiere a la condición intrínseca del humano que es la acción a juzgar y que siempre dependerá de quien la cuente (el quién de la acción narrativa). Ambos aspectos de la función narrativa significada, es decir, del objeto del relato o hecho y quien lo enuncia, van de la mano. Por éste mo-tivo es que se juzga a los agentes implicados en los hechos criminales en épocas de totalitarismos por ejemplo (un caso de ello vuelve a ser el de Eichmann). El antecedente en Arendt del sentido de “validez fáctica” se origina con Heidegger y la preeminencia del significado histórico del ser. En este sentido, lo que corre-sponda al ámbito del significado será lo enunciado y reconstruido históricamente mediante el discurso.

Arendt comparte con Heidegger la prioridad ontológico histórica de la ver-dad como ser en el mundo pero disiente en que eso corresponda al ámbito de lo verdadero o significativo. En primer lugar porque la verdad de un hecho refiere a casos particulares a partir de lo cual se interpreta la existencia de un agente en el mundo. Y en segundo lugar, porque afirmar la validez de un hecho exige un reconocimiento que se construye en el debate con los otros. Son las opiniones de los otros las que cuentan como constructo enunciativo del lenguaje en el ámbito de lo que Arendt llama “la mayor publicidad posible”. Algunos de los comenta-dores piensan que Arendt toma el concepto de lo público respecto al criterio de validez fáctica de Heidegger1.

Sin embargo, la filósofa no piensa como Heidegger el punto de partida de lo público en el ámbito de los juicios, pues para Heidegger lo privado es el mundo circundante que nos rodea y que nada tiene que ver con categorías políticas tal como lo plantea Arendt2. Tiene que ver más bien con la facticidad significativa del mundo que nos rodea. En el caso de Arendt, tanto lo público como lo privado se definen por su consentimiento histórico (Arendt, 1996:110-115). Este sentido de

1 Cf. Villa, Danna (1996), Arendt and Heidegger. The fate of the political. Aquí la autora hace una importante relación e incuso le dedica un capítulo entero a las funciones de lo público en relación a uno de los pasajes de Ser y tiempo de Heidegger. 2 Este significado acerca de lo privativo de lo público aparece en Ser y Tiempo cuando Heidegger menciona la distinción entre mundo circundante y mundo público: “La obra de la que nos ocupamos en cada caso no está solamente a la mano del mundo privado, por ejemplo en el lugar de trabajo, sino que lo está en el mundo público. Con el mundo público queda descubierta y accesible a cada cual la naturaleza del mundo circundante.” (1997: 98).

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Una perspectiva de las funciones del relato en Hannah Arendt: verdad, significado y juicio

lo público que Arendt trabaja en el artículo titulado “Qué es la autoridad” remite a que en primer lugar las significaciones de determinados conceptos tales como autoridad, publicidad, etc. nacen y se modifican legitimándose en la corriente histórica. En segundo lugar, Arendt busca a través de la experiencia política la naturaleza de estos conceptos que han modificado su función práctica a lo largo de la historia: “… todo está relacionado con el contexto funcional…” (1996:113).

Volviendo a la cuestión de la narración en vínculo con los juicios, se podría pensar el discurso narrativo como una estructura discursiva referida a los casos de totalitarismo o a casos críticos histórico-políticos. Uno podría pensar en que el modo de discurso sobre el que se apoya Arendt refiere esta estructura y podría ser provechoso para los fines narrativos de la voz que enuncia. Pues se compren-dería con mayor claridad la función no de develar la verdad o mentira sino la de transparentar las funciones narrativas en el ámbito de los juicios.

El juicio del espectador y las funciones del relato

“Juzgar” un pasado ocurrido tiene que ver con los hechos del pasado (Ar-endt, 1996:12-15) pero evaluar críticamente ese hecho tiene que ver con la voz que re-presenta ese pasado, es decir con la voz narrativa que conforma el relato del pasado. La verdad y el significado son instancias fácticas de la acción humana cuyo eje es el discurso narrado que se inscribe, en términos de Arendt, en una experiencia en particular que es la del totalitarismo. Es decir que únicamente en los momentos de crisis históricos es donde aparece el valor de lo narrado. No existe en la autora una ontología de la acción humana en el orden del discurso; sino que son los casos “particulares” los que relevan lo interesante del relato. Es por esto que Arendt trabajará con los juicios reflexivos kantianos a partir de una concepción reflexiva de los mismos. Esta instancia reflexiva supone predicar las formas en las que puede ser comprendido “para otros” el relato de un hecho históritcamente relevante. El problema radica en averiguar qué se considera, me-diante nuestra capacidad de juzgar reflexivamente, relevante y quién lo legitima como parte de la historia política. La filósofa menciona que “Mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano, mientras que su identidad física se presenta bajo la única forma del cuerpo y el sonido de la voz, sin necesidad de ninguna actividad propia.” (1998: 179).

Esto quiere decir, en términos de Heidegger, que el significado está determi-nado por la trama de relaciones humanas y cualquier hecho fáctico se limita a eso. A partir de esto es que las posibilidades de acción se proyectan. Esta proyec-ción, en términos de Arendt, la realiza el quién narrador, es decir, el espectador que hace posible comprender los hechos a partir de sus posibilidades de acción.

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El espectador “comprende la verdad de lo que versa el espectáculo, pero el precio es la retirada de toda participación en él” (Arendt, 1978: 93). Sin embargo, “retirarse de la acción” permite situarse, en el caso del espectador, más allá de la acción propiamente realizada, para juzgarla y comprender el significado de la acción cometida. El juicio del espectador permite incluir la apreciación de todo el conjunto que participa de la acción en su relato. El significado de los “asun-tos humanos” críticos lo trasmite el espectador. La cuestión está en qué trasmite cuando relata el significado del objeto a juzgar y si ese contenido es válido para ser juzgado. El espectador en el espacio público define el significado de lo re-latado bajo la categoría de la “imparcialidad”3 en donde reúne las opiniones de los otros y define el criterio decisivo a juzgar abarcando los diferentes puntos de vista (Hermsen, 1999:74).

La “imparcialidad” del espectador reproduce la imagen del hecho y hace corresponder con la realidad, la verdad del hecho. El objeto representado y re-producido mediante la imaginación es un particular, es decir, un hecho mediante el cual y, a partir del cual, se construye el significado de un relato. La operación de la imaginación y la reflexión guía o ilumina el sentido común (sensus commu-nis) para establecer un equilibrio entre lo particular (como hecho) y lo universal (Hermsen, 1999:76). Este equilibrio permite, en el relato, coordinar lo imaginado con la realidad. Sin embargo, para Arendt, esto implicaría que “(…) las imágenes siempre se pueden explicar y hacer admisibles -lo que les da una ventaja momen-tánea sobre la verdad de hecho- pero nunca pueden competir en estabilidad con lo que simplemente es porque resulta que es así y no de otro modo” (1996:271). Las imágenes re-producidas en el relato resultan ser actividades mentales que solo se manifiestan a través del lenguaje. La “necesidad de hablar” que presu-pone la existencia de espectadores, necesita de la comunicación con los otros para legitimar una verdad de hecho (Arendt, 1978:98). El carácter ontológico de lo que se juzga respecto a lo relatado consistiría entonces en que “El que dice lo que existe siempre narra algo, y en esa narración, los hechos particulares pierden su carácter contingente y adquieren cierto significado humanamente captable.” (Arendt, 1996:275). Esto significa que lo “humanamente captable” es condición de posibilidad del juzgar.

Lo cierto es que la figura del espectador en tanto portador de la reflexividad del juicio no implica estar narrando algo que no pertenece a su “mundo empíri-co”. Como bien señala Majid Yar, el punto de vista del espectador o narrador de los hechos se concentra en su aspecto subjetivo de cómo piensa él los hechos,

3 Arendt define lo “imparcial” como lo que “se obtiene considerando los puntos de vista de los demás” en donde el pensamiento “se amplía para tomar en consideración las ideas de los demás” (1992:42). Es un concepto que toma de la tercera crítica de Kant en donde la facultad por medio de la cual nos podemos poner en el lugar del otro permite “esto que se llama imaginación” (1992:43).

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es decir, captado como validez ejemplar. El juicio de gusto, en cambio, implica una visión universalista de los hechos, es decir, con pretensiones de validez uni-versal (Yar, 2000:15-16). Pues hay, según el autor, una disociación entre ambas concepciones, tanto desde el punto de vista del espectador como de las preten-siones del juicio reflexivo en Arendt. Este distanciamiento no permite incluir en la visión del espectador, la facticidad del juicio reflexivo porque de hecho, ya en Kant, no existe. Permite más bien confrontar el aspecto trascendental del juicio reflexivo con la función verdaderamente activa del agente involucrado en los hechos (2000:22).

Pareciera que en la propuesta de Yar, que es una de las visiones que analoga la función del juicio con la de la narración, hay importantes vestigios de la con-cepción que Gadamer plantea en la primera parte de Verdad y Método. En primer lugar, porque acepta únicamente como válida la función prhonética de la figura del espectador y, en segundo lugar, porque no cree que en Kant se pueda visu-alizar una teoría propia de la acción política (que Arendt rescata) saliéndose de la misma tradición histórica estética. El aspecto narrativo sería en términos de Kristeva, la realización de lo esencialmente político (2001:27). Por ende, nunca podría estar separada la función narrativa de los aspectos prácticos y participati-vos desde donde se debería reflexionar críticamente.

En este marco es posible preguntarse ¿qué se juzga cuando se narra y qué se significa, en términos de Arendt, cuando se narra? Estas preguntas en Arendt se resuelven, a mi criterio, de forma insuficiente. En primer lugar, porque no hay una concordancia en el ámbito del lenguaje, entre el enunciado y el quién, sino, y en términos de Ricoeur, entre el acto y sus consecuencias (2008:627). Este acto nunca está en relación, para Arendt, con una instancia lingüística en la que se identifique el actor y el agente responsable de los actos. Es este sentido y en el ámbito de lo significado, lo enunciado no trasparenta las implicancias morales y políticas del individuo con el hecho ocurrido. En segundo lugar, la figura del “quién”, en la autora, se limita a “las cualidades que puede compartir con otras personas acerca de lo narrado” (Arendt, 1998:181). Hay en Arendt un momento reflexivo del lenguaje en el actor de un hecho. Lo que no hay es una comprensión reflexiva del tipo de discurso que presupone reflexionar sobre un hecho. Esto es bien notable en Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, en donde la narración del acusado muestra lo siguiente: «Eichmann se declaró “inocente”, en el sentido en que se formula la acusación ¿en qué sentido se creía culpable entonces?» (2000:39). El problema que nace de la figura de Eichmann no es propiamente el hecho criminal que cometió, sino el modo en que narra lo sucedido. En este sentido, la narración de Eichmann debería ser juzgada, según Arendt, desde el sentido que este le otorga a los hechos y no desde su conciencia culpable. El significado de lo enunciado no corresponde a un estado de concien-cia intencional, en términos de Husserl, sino que lo significado está en estrecha relación con lo propiamente cometido. Es a partir de ello que se juzga y por tanto,

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en el caso de Eichmann, se condena.

La revelación del agente como ejecutor de un hecho criminal, como el caso de Eichmann, aparece en el discurso y la acción. El proceso de poder actuar y hablar produce una historia que se relata y que por medio de ella se identifica o no con el actor del hecho cometido. Aquí nace uno de los problemas en Arendt ¿en qué contexto y bajo qué condiciones el enunciado de un hecho cometido es legítimamente válido? Y ¿de qué se trata la revelación del quién en el discurso relatado? Estas preguntas son las que se irán respondiendo a lo largo del trabajo en donde se mostrará que todo relato supone la presencia de otros en el ámbito del juzgar y que este espacio del juzgar supone una instancia de análisis del discurso en donde se enuncia la verdad de lo pensado y cometido. La función del espectador en este sentido, y tal como lo interpreta George Kateb, no solo va dirigida a los creadores artísticos, sino que quienes juzgan la acción política también pueden ser actores políticos “mientras que casi todos los que valoran el arte no pueden crearlo” (2008:33).

Lo cierto es que Arendt se distancia de Kant respecto al juicio de gusto cuan-do piensa en la figura del espectador. Pero de un espectador también habilitado para ser actor no sólo de un hecho sino del mismo discurso narrado. La narración permite salirse de lo propiamente privado en el ámbito político (Kateb, 2008: 34).Y, por ende, permite que todo juicio se encuentre ligado al de los demás. Lo que importa en el marco de éste trabajo es dilucidar acerca de la posibilidad de sostener, desde Arendt, las funciones narrativas de los juicios reflexivos en el plano ontológico de la “verdad” o “mentira” de lo relatado. A mi criterio, esta cuestión no es en Arendt un punto “fuerte”, sino que es un espacio abierto para pensar otras posibilidades de acción política.

Es preciso pasar a especificar los conceptos de significado, verdad y juicio reflexivo para precisar estas posibles hipótesis.

la verdad de un relato

En el ensayo titulado “Verdad y Política” integrado como artículo en Between past and future (1968) se encuentran las primeras aproximaciones funcionales que hacen al sentido de la verdad en el ámbito de lo político. Dice Arendt: “nin-guna permanencia, ninguna perseverancia en el existir, puede concebirse siqui-era sin hombres deseosos de dar testimonio de lo que existe y se les muestra porque existe” (1996:241). La verdad es una verdad fáctica y no es posible que sea de otra manera. De ella nacen las posibilidades de cambio, de acuerdos, disertaciones y decisiones. Pero Arendt hace intervenir en el significado de ver-dad fáctica el espacio donde las significaciones se “crean”. Este es el modo de

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interpretar una verdad fáctica. Dichas significaciones tienen la particularidad de plasmarse en un ámbito que es el “espacio público” en donde las verdades de hecho se realizan. La verdad en este sentido la define como “(…) la verdad de hecho siempre está relacionada con otras personas: se refiere a acontecimientos y circunstancias en las que son muchos los implicados; se establece por testimonio directo y depende de declaraciones; sólo existe cuando se habla de ella (…)” (1996: 250). Arendt distingue la “verdad de hecho” de las “verdades filosóficas”. En primer lugar, porque la verdad filosófica nunca ha aspirado a las opiniones sino a las certezas. Y en segundo lugar, porque la verdad de un hecho está en rel-ación con otras personas y las verdades filosóficas tergiversan las verdades como si los hombres de acción fueran incapaces de ello (1996:250-256). El opuesto a la “verdad de hecho”, menciona Arendt en The life of the mind, no es el error ni la ilusión, sino la mentira deliberada (1978:59). En éste sentido, la verdad de hecho está íntimamente relacionada con la verdad de un hecho o con una “terrible verdad”, tal como lo menciona en On Revolution (1963). La verdad se encuentra estrechamente relacionada con los sentimientos humanitarios y con cierta pre-tensión por parte de Arendt, de fundar una nueva forma de trabajar el significado de “verdad” basado en la justicia y libertad (Canovan, 2008:68).

Entender la verdad en Arendt es referirse al acontecimiento histórico que la legitima. Las verdades “de hecho”, tal como lo menciona en “Verdad y Políti-ca” son una “opinión en su modo de afirmar la validez” (Arendt, 1996:252). La cuestión reside en si es posible pensar al relato desde sus formas de validez teniendo en cuenta un cierto tipo de reconstrucción de los hechos que mediante el recuerdo aparezca comprendido para la voz narrativa. Los ejemplos históricos de Arendt sobre esta cuestión están referidos al Holocausto o crímenes que pos-teriormente se han puesto en tela de juicio acusando a los testigos participantes de estas masacres. Para considerar con más precisión qué relación hay entre “ver-dad” y “juicio” necesitamos referirnos al concepto de historia en Arendt.

Por histórico no comprende un proceso lineal progresivo, sino que lo en-tiende como la experiencia de lo histórico mediante lo cual y a partir de lo cual juzgamos. En éste sentido Arendt se apoya más en la interpretación de Benjamin respecto al concepto “historia” entendiéndolo como construcción o misión del historiador que irrumpe o interrumpe la linealidad histórica en donde se crea, en éstas rupturas, un juicio crítico acerca de los hechos ocurridos. El significado es la producción realizada por el hombre mismo en el plano de lo narrativo. Pero en éste sentido, Arendt no cuestiona la identidad narrativa del agente que tiene como misión “saltar todo por los aires en el marco de un continuum histórico” (Arendt, 1998:10).

El significado de “historia” que nos compete aquí trabajar desde Arendt, es el que se relaciona con el concepto o las funciones propias de la imaginación. Entender la historia desde el plano de lo imaginado tiene que ver con “hacer

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presente aquello que está ausente” (Arendt, 1982:66). El presentar, mediante la imaginación, el componente “ausente” tiene que ver no con representarse un hecho tal cual fue, sino con las formas en cómo se interpreta aquello que acon-teció. Esta perspectiva hermenéutica del relato, supone dos caras de la historia con respecto a la verdad de los hechos y la reflexividad de los mismos mediante el juicio reflexivo kantiano. En primer lugar, aparece la figura de Eichmann (tra-ducible a muchos otros casos de la historia política) quien no ha sido capaz de hacerse cargo de las consecuencias de sus acciones y que debería haber contado con la imaginación como requisito último de su capacidad de pensar lo cometido (Ujaldón, 2004:212). En segundo lugar, el concepto de historia no sólo acontece como forma reflexiva para pensar desde el plano de la imaginación, sino que se encuentra conectado con lo propiamente mencionado, es decir, con la voz nar-rativa que hace de ese hecho una figura imaginable. Sobre este último aspecto nos detendremos.

Seyla Benhabib es una de las que ha interpretado las funciones del juicio reflexivo en el ámbito de lo narrado. Ella observa lo siguiente:

El “decidir sobre” implica una cierta capacidad interpretativa de considerar mi acto no sólo relacionado con otros sino bajo la forma en cómo será percibido e interpretado por otros (…). La identidad de una acción moral no es la que se puede interpretar a la luz de una regla general gobernando casos particulares, pero exige el ejer-cicio de la imaginación moral que activa nuestra capacidad para pensar las narrativas y descripciones posibles del acto a la luz de las cuales nuestras acciones se puedan entender por otras (1988:35)4.

La perspectiva interpretativa del modelo de acción, según Benhabib, tiene su fundamento en entender otros modos la fundación de la verdad en su sentido histórico. Este refiere a suponer una razón discursiva, tal como lo ha trabajado Habermas. Esta razón discursiva es la que permite la comprensión de lo reflex-ivo en el ámbito de lo relatado pero no desde la acción política, sino desde las funciones morales de los individuos en el ámbito de la política. Pues el único modo, para la autora, de entender el juicio reflexivo en Arendt es comprendi-endo racionalmente las formas mediante las cuales transmitimos la verdad de un hecho. Estas formas están relacionadas con la historia en tanto constructora de

4 “I decide upon, involves some interpretive ability to see my act not only as it relates to me but as it will be perceived and understood by others. [...] The identity of a moral action is not one that can be construed in light of a general rule goberning ̀ particular instances but entails the exercise of moral imagination that activates our capacity for thinking of possible narratives and act descriptions in light of wich our actions can be understood by others.” (1988:35).

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experiencias mediante las cuales podemos construir sólidamente una forma de comunicación ideal “poniéndome en el lugar de los otros” tal como lo plantea Kant y Arendt. Sin embargo, según lo plantea Beiner, los momentos de crisis que hacen necesario la aparición de la reflexividad y una voz que los legitime no se constituye ni tiene que ver con fundar una forma de racionalidad basada en la mutua comprensión. Está emparentada con los criterios del juicio que hallan su justificación en la comprensión de los hechos históricos (1982: 95-97).

Conclusión

A partir de estos análisis críticos de Arendt, pareciera que la función o es-tructura del relato en el ámbito de los juicios reflexivos es difícil de apresar. En primer lugar, porque Arendt no hace una reconstrucción sistemática del concepto de narración y tampoco, a mi criterio, lo asocia con las funciones del juicio re-flexivo en el ámbito político. Pareciera, y según Julia Kristeva, que en el plano de la narración o relato se introduce la cuestión de la imaginación y de esa función del espectador que entra en crisis frente a su propia situación histórica decadente (2001:75-76). Pero en sí mismo, el relato tiene una función hermenéutica en tanto que no hay una referencia o aproximación a definir cómo fue un hecho sino que todo hecho es interpretado según quién lo cuente. A lo largo de este trabajo, hemos referido al “quién” como un agente con figura y sin rostro, como la persona que transmite y legitima no solo un relato sino conceptos, tales como “autoridad”, “política”, “experiencia política”, etc. Esto que Arendt escribe en el conjunto de artículos que aparecen en Between past and future, ejemplifican de alguna forma, de qué se trata el discurso cuya voz enunciativa es la voz narrativa. También lo hemos visto en sus escritos más tempranos como Human Condition y en los más tardíos como The life of the mind. Lo cierto es que no ha sido profun-damente trabajado por Arendt la cuestión o relación que existe entre las funcio-nes narrativas o la voz narrativa que emite un relato en el espacio de los juicios y el juicio reflexivo entendido como juicio político. Habría que ver si es posible una propuesta tal en el espacio político.

Las razones por las cuales sería necesario considerar la función narrativa en el ámbito de los juicios reflexivos se podrían definir de la siguiente manera: 1) El principio funcional de lo narrativo implica considerar o al menos, interpretar comunitariamente, la validez de un hecho. 2) También develaría los modos de operación de la reflexividad de los hombres de acción. Esto pondría al descubi-erto el sentido propio de fundación para la constitución de seres libres tal como lo plantea Arendt y la identidad individual y comunitaria de los hombres en el espacio público. Es posible que este punto haya sido trabajado por varios autores como por ejemplo Ricoeur (cfr. 1992; 1996). Pero bien es sabido que la perspec-tiva ricoeuriana refiere un aspecto fenomenológico y no reflexivo político. A mi

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criterio, sería un interesante punto a discutir. Pues queda abierta la posibilidad al menos, de pensarlo y poder comprender de otra forma la acción política.

Así, se ha desarrollado a lo largo de este trabajo y desde la teoría arendtiana, que si se piensan las categorías de “verdad”, “significado” y “juicio” desde el ámbito de lo narrativo resulta inevitable comprender una instancia ontológica de la acción humana. Se ha demostrado que considerar las instancias fácticas del significado desde el plano de lo narrativo presupone no sólo la referencia a los hechos sucedidos, sino a los agentes que participan de esos hechos. Participar no es, en términos de Arendt, “una retirada de la acción” sino que es hacer pública la narración. Esto se ha demostrado en los juicios reflexivos, en donde hay una preeminencia de la reflexión solitaria del agente que narra, pero también es nece-saria la comunicabilidad e intersubjetividad en donde el relato se configura como válido. El juicio reflexivo y la significatividad narrativa han sido dos instrumentos discursivos para demostrar que en Arendt existe una dificultad interpretativa. La estructura narrativa no sólo atiende los casos particulares sino que determina al caso particular o hechos históricos como formativos y constitutivos del quién . En este sentido es que el sujeto narrativo porta la verdad de los hechos en tanto inter-pretación por medio de lo narrado. Los problemas con los que se encuentra Arendt en éste sentido son, por ejemplo, explicar en qué consiste la “validez ejemplar” en el ámbito de los juicios reflexivos. Si se toma en consideración la función narrativa como aquel relato que, consensuadamente aceptado, juzga un hecho entonces cómo mencionar, sin recurrir a un fundamento ontológico del discurso como ac-ción, la verdad fáctica en tanto se relate cómo fueron los hechos.

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poder de-otra-manera en situaciones de alteración del cuerpo propio. Aportes

para una fenomenología

Amelia Carolina Brieux Olivera*

El artículo presenta una figura de la identidad personal en situaciones de alteración del cuerpo propio: el yo puedo de otra manera. Dicha expre-sión del sí-mismo refleja el entrelaza-miento o quiasma entre los poderes o recursos del cuerpo propio y sus obstáculos, o no-poderes. Se analiza de qué manera las alteraciones del cu-erpo operan como interpelaciones, y cómo el sí-mismo responde fundando –atestando– sentidos nuevos de un poder hacer a través de los contenidos de la experiencia, en un entramado histórico y vital. Se trata de una noción alternativa a la de discapacidad, actualmente vigente

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Ar

Abstractresumen

Cuadernos del Sur - Filosofía 39, 2010

This abstract presents an image of per-sonal identity in alteration situations of the human body: it shows the I can in a different manner. This expression of the self reflects the intertwining or chiasm between the capacity and re-sources of its own human body as well as its obstacles and restrictions.We analyze how the alteration of the body operates in the manner of inter-pellations (or summons) and how the self responds by founding –or attesting – new meanings of a capacity for do-ing by experience contents, in a his-torical and vital framework.This article refers to discapacity as an alternative notion to that sustained by health sciences; their conception is

*Doctora de la Universidad de Buenos Aires, área Psicología (2008). Licenciada en Psicología, Universidad Católica Argentina (1996). Centro de Estudios Filosóficos Prof. Eugenio Pucciarelli, Academia Nacional de Ciencias Universidad de Buenos Aires. Correo electrónico: [email protected]

Amelia Carolina Brieux Olivera

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en ciencias de la salud; este concepto se basa en la consideración puramen-te objetiva del cuerpo -físico y/o men-tal- y de la incidencia causal de sus alteraciones en las posibilidades del hacer, provocando su limitación. El trabajo analiza e integra los funda-mentos para una fenomenología de la capacidad en situaciones de alter-ación, a partir de determinados desar-rollos de Maurice Merleau-Ponty y de Paul Ricoeur sobre el cuerpo propio, las dimensiones de la identidad, y la normatividad personal.

palabras clave:Alteraciones Sí-mismo Capacidad

Fecha de recepción:12 de Septiembre de 2011

Aceptado para su publicación:13 de Agosto de 2012

based on a purely objective consid-eration of the physical and/or mental body and its causal incidence on its alterations as well as on the possibil-ity of doing, which is the source of its limitation.The article analyzes and integrates the phenomenology principles of the ca-pacity of an alteration situation, based on certain philosophical develop-ments with regards the human body, the identity dimensions and personal standards by Maurice Merleau-Ponty and Paul Ricoeur.

Key words:Alterations self capacity

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Poder de-otra-manera en situaciones de alteración del cuerpo propio.

Introducción

El trabajo presenta y analiza la figura del yo puedo de otra manera o de una manera nueva, en situaciones de alteración del cuerpo propio. Se sostendrá que en tales situaciones la capacidad, en tanto dimensión del sí-mismo, reasume e integra recursos y obstáculos, instituyendo a través de ellos nuevas maneras de poder. Se estudiará entonces de qué manera las alteraciones del cuerpo operan como interpelaciones, y cómo el sí-mismo responde fundando –atestando– sen-tidos nuevos de un poder hacer a través de los contenidos de la experiencia, en un entramado histórico y vital.

Esta noción de capacidad en situaciones de alteración del cuerpo propio se presenta como alternativa epistemológica al concepto vigente de discapacidad en las ciencias de la salud: “(…) toda restricción o ausencia –debida a una de-ficiencia– de la capacidad para realizar una actividad en la forma en que se considera normal por un ser humano” (Instituto Nacional de Servicios Sociales, 1983: 55-56), asociada con la “pérdida o anormalidad de una estructura o fun-ción psicológica, fisiológica o anatómica” (Instituto Nacional de Servicios Socia-les, 1983: 56). Así, las anomalías –concepto descriptivo que refiere alteraciones o cambios en los órganos o funciones– son asimiladas conceptualmente a lo anormal –proveniente del norma latino, nomos o ley–esto es: “Etimológicamente contrario a la norma. Irregular, que no está conforme sea (A) al tipo medio, sea (B) al tipo ideal de la especie considerada” (Lalande, 1999: 60-61).

Lo anormal implica la referencia a un valor, se trata de un concepto norma-tivo o apreciativo. Frecuentemente los sentidos de ambos términos se han inter-cambiado, interpretándose anormal en un sentido descriptivo y anomalía en uno normativo. Este intercambio de sentidos posee implicancias en el tratamiento que se le ha dado al tema.

Las anomalías asimiladas a lo anormal o lo falto de ordenamiento, corre-sponden a un cuerpo considerado desde un punto de vista objetivo, conjunto integrado de órganos y funciones. El problema se reduce en esta noción de dis-capacidad a una relación de incidencia causal de la anomalía –despojada de su sentido existencial- sobre las posibilidades del hacer, provocando su disminución o su ausencia, como se indica “(…) en la forma en que se considera normal por un ser humano” (Instituto Nacional de Servicios Sociales, 1983: 55-56).

Al fundamentar una articulación de poderes y de no-poderes, se ubica el problema fuera de las relaciones de determinación causal de las alteraciones del cuerpo objetivo sobre la capacidad, considerada también desde un punto de vista exterior. El análisis se realiza desde la epistemología de una subjetividad encar-nada en el mundo, en el contexto de la existencia, donde las alteraciones o ano-malías son situaciones del cuerpo vivido o cuerpo propio. Este enfoque contrasta

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con la epistemología del cuerpo-objeto, o de un sujeto ideal, de la cual derivan las concepciones normalizadas del ser capaz o del ser discapacitado.

El cuerpo-organismo es pasado de todos los pasados, que ha de retomarse para continuar siendo –capaz– en el mundo. No se trata de una compensación o sustitución de un defecto, ni del acto de constitución de un sentido relativamente independiente de lo orgánico en sí. No la opera la conciencia como entidad discriminada de la corporalidad, ni se reduce a una operación física, sino que es el cuerpo intencional y significante el que se recoge y como verdadero gesto, instituye sentido a través de sus situaciones de alteración, en nuevas maneras de poder. Este movimiento se funda en el movimiento existencial.

Antecedentes sobre el tema

En Fenomenología, la experiencia del ser capaz ha sido abordada principal-mente a través de la figura del yo puedo. Cuando Edmund Husserl aplica a la corporalidad el ejercicio de la intencionalidad que le es propia, subraya la fun-ción de la “cinestesia”, especie de integración sensorio-motora en la percepción y en la acción, la que supone un yo puedo (Husserl, 1986). Tal cinestesia resulta precursora de la intencionalidad corporal a la que alude Maurice Merleau-Ponty (1997a) como expresión del poder hacer. La cinestesia designa la posibilidad de percibir y actuar de manera integrada con un cuerpo propio; poniendo en marcha tal motricidad perceptiva es posible obrar inmediata y mediatamente de modo corporal (Husserl, 1986).

Paul Ricoeur señala que la categoría del yo puedo: “tiene la ventaja de sacar a la luz el mediador más originario entre el orden del mundo y el curso de lo vivido el cuerpo propio” (Ricoeur, 2001: 248). Afirmará que “El cuerpo propio, (…) es el conjunto coherente de mis poderes y de mis no poderes; a partir de este sistema de los posibles de carne, el mundo se despliega como conjunto de uten-silios rebeldes o dóciles, de facilidades y de obstáculos” (Ricoeur, 2001: 249). En Soi-même comme un autre (Sí mismo como otro, 1996) distinguirá cuatro niveles en el poder de obrar: el de la palabra, el del hacer, el del narrar, y el de la imputación moral.

Merleau-Ponty ha estudiado las manifestaciones de la intencionalidad corpo-ral en la salud y en la enfermedad, planteando el problema de “reencontrar, de-trás de los hechos y los síntomas dispersos, el ser total del sujeto, si se trata de un normal, y la perturbación fundamental, si se trata de un enfermo” (Merleau-Ponty, 1997: 140). El ser total del sujeto alude a un cuerpo propio que es vehículo de todas las significaciones, conjunto de significaciones vividas enderezadas hacia su equilibrio, cuerpo dado en la experiencia al mismo tiempo que la posibilita

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Poder de-otra-manera en situaciones de alteración del cuerpo propio.

(Merleau-Ponty, 1997). La perturbación fundamental concierne a la distensión del arco intencional orientador del comportamiento (Merleau-Ponty, 1997a).

Entre los antecedentes directos sobre este estudio realizado por Merleau-Pon-ty se encuentran los desarrollos de Kurt Goldstein sobre la estructura del organ-ismo [1934], especialmente en lo que atañe a la comprensión de la salud como “responsividad” (Goldstein, 1951: 358). Este concepto surgido de los estudios de Grothe designa la correspondencia o concordancia entre las manifestaciones exteriores de la vida de un individuo y sus necesidades biológicas, comprendi-das como resultado de la confrontación entre su situación vital y su capacidad funcional fisiológica (Goldstein, 1951). Goldstein caracterizará la responsividad en la salud como “responsividad real” (Goldstein, 1951: 358) o capacidad de re-sponder a la elevación de las exigencias del medio, exigencias concordantes con las que el sujeto experimenta por alteraciones funcionales de su cuerpo; una “(…) adecuación entre sus capacidades que permanecen y el mundo, por ejemplo un estado ordenado (…) y esto utilizando las capacidades no dañadas para alcanzar un grado en que la vida continúa siendo valiosa (…) a pesar de la restricción” (Goldstein, 1971: 7). Asimismo, la enfermedad es definida como “responsividad defectuosa”, o “ataque a la capacidad de rendimiento y a su duración (…) suf-rimiento” (Goldstein, 1951: 347).

Considerando este antecedente, Georges Canguilhem (2005) presenta una noción de salud vinculada con la posibilidad de desviarse de la norma ha-bitual y fundar otras normas adecuadas a lo inédito de la situación. De esta forma se presenta una asociación epistemológica diferente entre las nociones de salud, normalidad y patología.

En el marco de la psicología y la psicopatología fenomenológicas caben se-ñalar los aportes de Ludwig Binswanger (1958), Eugène Minkowski (1968), Henri Maldiney (1991), junto con los ya indicados de Goldstein (1951) y Canguilhem (2005), quienes verifican que la enfermedad –incluso la denominada enferme-dad mental- no puede comprenderse como una forma puramente deficitaria, o puramente desordenada, sino como orden diferente en el cual se funda una nor-ma propia. En esta línea, Tellembach estudia las alteraciones a través del modo de ser melancólico, tarea que también realiza Blankenburg, quien además se aboca a la esquizofrenia (1971) retomando a Schütz y a Husserl en sus desarrollos. Ronald Laing, principal exponente de la antipsiquiatría, evoca a a Binswanger, y hasta los desarrollos sobre la intersubjetividad de J. Paul Sartre (1960). Asimismo Michel Foucault (1997) ha planteado una historia de la locura, en la cual los límites entre salud y enfermedad mental dejan de ser rígidos. En sus cursos del College de France (1974/1975) ha estudiado la categoría de los “anormales”, incorporada en Francia en el siglo XIX a través de los documentos de las pericias médico legales. Dicha categoría, que incluye a los lisiados, defectuosos o de-formes, y que no se encuentra en un campo de oposición sino de gradación de

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lo normal a lo anormal (Foucault, 2000) se vincula con una instancia de control o poder de normalización.

Paul Ricoeur afirma que lo normal y lo patológico pueden abordarse como “(…) una relación dialéctica de debate” (Ricoeur, 2001: 216). Así, “En lectura negativa, lo patológico significa déficit, deficiencia. En lectura positiva, significa una organización otra, que posee sus propias leyes” (Ricoeur, 2001: 219). La considerada desviación descubre –cual reverso– un ordenamiento inédito, como manifestación testimonial de un ser en proyecto (Ricoeur, 1996b) o sí-mismo.

En su fenomenología del hombre capaz señala que la capacidad de obrar concierne a una hermenéutica del sí-mismo previamente que a una ética o una ontología, y recíprocamente, las preguntas por la identidad conducen a la desig-nación del sí-mismo como ser capaz. (Ricoeur, 1996b). Asimismo en sus últimos desarrollos (2005), integra a la memoria y a la promesa en el ciclo de las capaci-dades humanas. La memoria pone de relieve la dimensión idem de la identidad personal, y la promesa, la dimensión ipse. Mientras que la identidad idem supone una jerarquía de significados cuyo nivel máximo lo constituye la permanencia en el tiempo ligada a la determinación de un sustrato –criterios de reconocimiento del sí-mismo tales como la unicidad, la semejanza cualitativa y la continuidad ininterrumpida entre las etapas del desarrollo–, la ipseidad no implica ninguna referencia “a un pretendido núcleo no cambiante de la personalidad” (Ricoeur, 1996a: 13). La memoria representa una forma de permanencia en el tiempo del sí-mismo ligada a la fijación, conservación y evocación de las experiencias. La promesa ejemplifica una manera de permanencia independiente de los cambios que puede experimentar el sujeto en sí mismo o en su situación. De esta forma se descubre en la identidad el quién, sujeto que se reconoce más allá de sus cam-bios, y a través de ellos.

Desarrolllo

Situaciones de alteración del cuerpo propio

Merleau-Ponty (1997a) describe el cuerpo como un conjunto de posibili-dades motrices que tienen una espontaneidad propia. Se trata de un yo puedo o motricidad que orienta una diversidad de contenidos hacia la unidad de un mundo vivido, respecto del cual el mundo objetivo no es una condición sufi-ciente ni necesaria. Por la intencionalidad corporal se instalan sentidos en el mundo confiriéndole a éste un carácter personal, en la medida en que, a su vez, los hechos o realidades del mundo permiten la expresión de tales sentidos. Se trata de un movimiento centrífugo y centrípeto, por el cual los sentidos no son creados por un pensamiento absoluto constituyente, ni son encontrados en una realidad constituida, sino que se fundan a través de la intencionalidad de

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un sujeto encarnado, cuando una intención corporal encuentra elementos de experiencia que permiten la expresión de un sentido, o recíprocamente, cuando los contenidos de la experiencia se despliegan en un acto dador de sentido que los asume y personaliza (Merleau-Ponty, 1997a). Cada nuevo presente posibilita que la intencionalidad corporal trascienda en nuevas intenciones de sentido que le permiten ordenar de otra forma los hechos de su experiencia; así compromete todos los ordenamientos pasados.

El mundo se manifiesta como el otro polo –junto con el cuerpo propio– de la paradoja de lo posible. El poder hacer se encuentra condicionado por el orden de los acontecimientos. Sobre la noción de poderes y de no-poderes se articula la de circunstancia, en tanto conjunto delimitado y situado de obstáculos y de permisos a través del orden del mundo.

La unidad del cuerpo propio revela una “estructura de implicación” (Mer-leau-Ponty, 1997a:174) o esquema corporal, esto es, una correspondencia entre sus miembros y funciones y las tareas a realizar, manifiesta a través de diversas combinaciones posibles u ordenamientos espontáneos del hacer, en los cuales se expresa esta relación de fundamentación recíproca o bilateral entre sentido y hechos o contenidos de experiencia.

La alteración del cuerpo propio refiere un sistema de modificaciones en tal estructura de implicación, reflejadas en dificultades para asumir los hechos es-pontáneamente. En las situaciones de alteración del cuerpo propio se distiende el “arco intencional” o “función fundamental” (Merleau-Ponty, 1997a:158), especie de “vector móvil” (Merleau-Ponty, 1997a:158) orientador del comportamiento, al posibilitar una coexistencia íntima o contacto directo con el mundo; saber originario que se da sin mediación de representación intelectual alguna, ni aun de funciones básicas como la percepción. Este arco que opera la unidad de la vida consciente integrando sentidos e inteligencia, sensibilidad y motricidad, proyecta o sitúa al sujeto bajo las relaciones de lo físico, el tiempo, lo ideológico y lo moral, lo humano (Merleau-Ponty, 1997a).

La situación de alteración no concierne entonces a un cuerpo considerado exclusivamente desde su dimensión física –punto de vista objetivo-, sino al cu-erpo existencial, cuerpo vivido o propio. Alude a un cambio en su ordenamiento que se expresa en la forma de responder a los requerimientos del mundo, de los otros, de sí-mismo.

la capacidad como dimensión del sí-mismo

Comprender la capacidad como dimensión del sí-mismo supone ubicar el problema de los poderes y de los no-poderes en el contexto de los fenómenos

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de la encarnación y de la temporalidad que los fundamenta. Implica la consid-eración del sí-mismo como reverso o invisible del cuerpo existencial. Sí-mismo que, como ser en proyecto, se edifica a través de las formas del obrar.

La noción de dimensionalidad, que en su ontología Merleau-Ponty (1997b) aplica a la cosa a fin de indicar que esta es rayo del mundo y articulación de éste con el sujeto que percibe, se ha referido en este trabajo a la capacidad. Como articulador de recursos y de obstáculos, la capacidad es también modalidad, el según o el cómo el sí-mismo expresa su identidad en el hacer a través de sus diferentes manifestaciones.

La capacidad se destaca sobre un fondo que emerge en ella como el espe-sor de sus vacíos y de las diferencias que conjuga. Las otras maneras de poder configuradas representan el sentido de diferencias, vacíos, obstáculos. Asimismo, estas otras maneras se constituyen ontológicamente a través de la alteridad del propio cuerpo en situación de alteración. Aquí se descubre la capacidad como dimensión de un sí-mismo en cuanto otro, esto es, un sí mismo atravesado por la alteridad que representan sus alteraciones. Solo en este entrecruce o quiasmo pueden fundarse otras formas de poder. Ricoeur contextúa la noción de alteri-dad en la dimensión ontológica de la dialéctica de lo Mismo y lo Otro, cuya expresión principal se encuentra en los desarrollos platónicos. Integrando esta dialéctica con las acepciones del Ser de Aristóteles, afirma que en tanto el ser es acto, lo otro del acto será entonces pasividad. Así como la unidad analógica del obrar indicaba una serie de figuras reunidas en ella, la metacategoría de lo Otro dispersa estas figuras fenomenológicas, expresadas en experiencias de pasividad, las cuales se integran de formas diversas en el obrar. La pasividad resulta así atestación de la alteridad.

La dialéctica se desplegará aquí entre el poder hacer y el no poder. Las expe-riencias de pasividad sobrevienen al sí-mismo, y se especifican en tres órdenes: la pasividad frente al cuerpo propio, mediador entre el sí-mismo y un mundo no dominable por completo y por tanto, representante de diferentes grados de extra-ñeza; la pasividad frente a la interpelación o invocación del otro y su asignación de responsabilidad al sí; la pasividad frente a la propia conciencia, que interpela al sí-mismo desde su propio interior.

Será entonces el cuerpo en situación de alteración el fundamento ontológico de la atestación de la dimensión capaz del sí-mismo. La capacidad no se deriva directamente a la manera de una ontología de la sustancia, de la carne, ni aun del cuerpo, sino de su mediación, y por esta, de la atestación que el ipse realiza de sí, allí donde no es posible reconocerse en su mismidad. La afirmación de la capacidad como dimensión del sí-mismo se fundamenta en la atestación del ipse en tanto quién –capaz–, a través de la alteridad de su propio cuerpo, del mundo,

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de su interioridad. Lo que es atestado es la ipseidad, en su diferencia con la mismidad y en su relación dialéctica con la alteridad.

poder de -otra-manera

Se ha señalado que en tanto dimensión del sí-mismo, la capacidad retoma las alteraciones del cuerpo propio conjugando las dimensiones personal y espon-tánea o anónima de la existencia, aspectos que no se subordinan ni se reducen mutuamente, sino que se expresan de forma recíproca. Dicho movimiento se caracteriza por su ambigüedad: mundo de la vida e historia personal se entraman en la unidad de situaciones de hecho y situaciones de razón, de alteraciones y temporalización de sentidos, de racionalidad y contingencia.

Esta articulación de poderes y de no-poderes refleja una intencionalidad responsiva a la situación de distensión del arco intencional. Se trata de una in-stitución en la historia personal o trama de acontecimientos de sentido que im-plican la llamada a una continuación, exigencia de un advenir (Merleau-Ponty, 1968:61) que involucra al sujeto instituyente y a los otros que pueden retomar esta institución en la coexistencia, a través de un trabajo de memoria individual y comunitaria.

Yo puedo de-otra-manera es así institución, a través de las alteraciones y de los recursos descubiertos en ellas, de una nueva forma de enlazar los contenidos del mundo en una unidad vivida. Por ella se hará posible compartirlo en una experiencia intersubjetiva y social, al fundar la posibilidad de una retoma para el otro, o la llamada a una continuación, siguiendo la impronta del sentido.

Cabe aquí señalar que el cuerpo propio es “punto de vista sobre el mun-do, lugar donde el espíritu se inviste en una cierta situación física e histórica” (Merleau-Ponty, 2000: 39) y el mundo no es un objeto del pensamiento, sino “estilo universal del cual participan todos los seres perceptivos” (Merleau-Ponty, 2000:40). La capacidad articula esta perspectiva, esta situación física e histórica, con el estilo del mundo que habita, configurando una forma singular, personal de hacer en él: “La productividad misma o la libertad de la vida humana, lejos de negar nuestra situación, la utiliza y la torna manera de expresión” (Merleau-Ponty, 2000: 41).

Al articular recursos y obstáculos en las situaciones de alteración, la capa-cidad funda una respuesta a partir y a través de un suelo de condicionamientos –obstáculos o no-poderes–. Esto revela que tales condicionamientos no pueden considerarse absolutos. De otra manera designa que se ha operado un entra-mado, un quiasma, una articulación entre lo no-posible y lo posible, que se ha creado a través de lo dado u acontecido, que se ha fundado y establecido una

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forma nueva de poder a través de formas pasadas. Lo otro de las maneras remite a lo mismo que ha interpelado por esta fundación, una manera de existir que es tanto condicionamiento como condición de libertad, significación de la naturaleza y de la historia que configuran la subjetividad y las formas de comunicarse con el mundo:

He recibido con la existencia una manera de existir, un estilo. (…) Y, sin embargo, soy libre, no a pesar de estas mo-tivaciones o más acá de ellas, sino por su intermedio. Porque (…) esta determinada significación de la naturaleza y de la historia que soy yo, no limita mi acceso al mundo, es, por el contrario, mi medio de comunicarme con él (Merleau-Ponty, 1997a: 519)

Poder de-otra-manera implica que el obstáculo no es eliminado ni superado en forma absoluta, sino transformado a través de sus mismos elementos o condi-ciones de sentido. El fenómeno de la expresión revela una “buena ambigüedad” (Merleau-Ponty, 1962/2000: 48), una espontaneidad que reúne en un solo tejido el pasado y el presente, la naturaleza y la cultura. Yo puedo de otra manera expresa este entrelazamiento de recursos y de alteraciones –manifestaciones dis-tintas- en la potencia única temporal del sujeto. Es expresión, y particularmente, es atestación o afirmación del sí-mismo en la situación de alteración, su retoma e institución de sentido a través de ella.

Asimismo, las situaciones de alteración en tanto interpelaciones, se fundan en lo extraordinario o lo irreductible a un ordenamiento establecido:

Este primer llamado proviene, en términos más generales, de la interpelación de lo extraño que no ha sido despojado de tal condición mediante una incorporación al propio orden. (...) Se origina en la excedencia de posibilidades excluidas como reverso de la selección que ha dado lugar al orden que nos de-senvolvemos. A este tipo de interpelación no respondemos en forma repetitiva mediante una respuesta que ya está a nuestra disposición sino de manera creadora ‘en tanto damos lo que no tenemos’ 1 (Walton, 2006: 334).

Esto implica también que las situaciones de alteración no pueden ser com-prendidas como situaciones de deficiencia o ausencia de orden, sino como situa-ciones que atraviesan los ordenamientos previos.

1 Walton cita a Waldenfels (1997: 142).

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Poder de-otra-manera en situaciones de alteración del cuerpo propio.

La retoma de la situación de alteración en tanto interpelación de lo extraordi-nario: “(...) no es obtener algo a fin de poseerlo o consumirlo, sino hacerse cargo o tomar-sobre-sí a fin de hacer o decir algo. Esto significa que una interpelación extraña nos embarga o posee, y responder a ella es ‘acoger algo que nos sobrevi-ene y antecede, que, como interpelación, no se encuentra a la libre elección’”2 (Walton, 2006: 335).

La dialética libertad-dependencia atraviesa el poder-de-otra-manera; la ex-istencia implica inseparablemente alteraciones, distensiones y configuraciones diferentes del hacer, configuraciones en la alteración, por lo que transgresión y cumplimiento son sus dos facetas. Ambas se fundamentan recíprocamente, y no se da una síntesis acabada, sino una dialéctica sin síntesis, abierta, entre lo posible y lo imposible, entre lo mismo y lo otro.

Hacia una fenomenología

La tesis de la capacidad como articulador paradojal de poderes y de no-po-deres se funda en la subjetividad como fenómeno de la encarnación sostenido en la temporalidad (Merleau-Ponty, 1997a). Este análisis se integra con el de la dialéctica entre las dimensiones idem e ipse de la identidad personal, fundadas a su vez en dos modos de permanencia en el tiempo (Ricoeur, 1996a).

Merleau-Ponty aborda las dialécticas entre los niveles de la temporalidad en su Fenomenología de la percepción [1945]. Así, la dialéctica del segundo nivel del tiempo se despliega introduciendo, frente al tiempo originario como ritmo cíclico o forma constante, diversas modalidades de la temporalidad que respon-den a una decisión o fijación. Se opera aquí la relación de fundamentación entre pasividad y espontaneidad, formas cíclicas o ritmos habituales que son retoma-dos, reasumidos en una posición personal, sedimentando en la potencia única temporal aspectos naturales o dados con una singular forma de asumirlos. No se trata de la reunión de la dimensión pasiva y de la activa, sino de un ser pasivo y activo simultáneamente; ambos aspectos forman unidad en el movimiento de temporalización, sin fusionarse ni mezclarse.

La distensión del arco intencional se manifiestaría en dificultades en la articu-lación de ambos niveles. Se vería obstaculizada la virtualidad del movimiento intencional, el poder responder a las interrogaciones del mundo, sean habituales o actuales. Pero el obstáculo portaría el sentido de una interpelación hacia la otra dimensión temporal. Si en la salud, las manifestaciones distintas del tiempo se entrelazan o recubren y se fundamentan recíprocamente, formando una uni-

2 Walton cita a Waldenfels (1995: 614).

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dad dialéctica –siempre abierta, siempre en trance de advenir–, en la distensión o situación de alteración del cuerpo propio se distinguen entre sí, abriendo el ámbito de una interpelación sobre otras maneras de ser y hacer.

El yo no puedo en la habitualidad de su experiencia invocaría por un posible re-ordenamiento de la intencionalidad, a través de una decisión o fijación que involucre al cuerpo en lo actual. Se inauguraría así el sedimento de una habituali-dad nueva, a fin de rearticular la dialéctica cuerpo habitual-cuerpo actual.

Ejemplos de esta re-tensión del arco intencional otorgan los ciegos que leen a través del tacto –sistema braille–, sordos que hablan la lengua de señas, los pin-tores sin manos, etc. El saber retenido en el obstáculo, y que se confirma en la de-cisión actual es el saber leer, hablar, pintar, etc., y la novedad o recurso que funda la decisión personal es la manera de hacerlo ahora, un yo puedo de otra forma a través de la dialéctica yo-no puedo habitual y yo puedo actual. Se instituye a través de la decisión el sedimento de una nueva habitualidad, el leer a través del tacto, hablar a través de un lenguaje de señas, pintar con los pies, con la boca. Estos hechos confirman la naturaleza expresiva del cuerpo propio, su sinergia, su intersensorialidad. En estos fenómenos se opera la dialéctica entre habitualidades y actualidades, como manifestaciones diferentes que se entrelazan en un único movimiento temporal subjetivo.

Asimismo, no poder tomar una decisión que comprometa al cuerpo en lo actual e inmediato, movilizaría ordenamientos del hacer basados en el saber ha-bitual no obstaculizado, que en esa situación transmitirían un significado actual, inédito, como los primeros movimientos de un sujeto a quien se le ha incorpo-rado una prótesis o parte de ella, quien para poder integrarla en su cuerpo actual debe reordenar la habitualidad de su esquema a través de su saber sobre los movimientos anteriormente realizados con el miembro original.

Retomando la relación entre esta dialéctica y la de las dimensiones del sí-mismo de Paul Ricoeur, las alteraciones del cuerpo se relacionan entonces con cambios en la dimensión idem que dificultan el reconocimiento en el tiempo del sí en tanto siendo el mismo. La dimensión idem de la identidad se relaciona con el nivel impersonal del tiempo, o conjunto de habitualidades por las que es posible reconocer a alguien en su mismidad. El ipse se articula con dichos cambios, en la configuración y atestación de otras maneras de poder y de edificarse a través de ellas; se asocia con el nivel personal de la temporalidad, que corresponde a una de-cisión o fijación en el flujo temporal, y con el saber espontáneo del cuerpo propio.

El tercer nivel de análisis abordado por Merleau-Ponty se refiere a la diso-ciación entre el tiempo impersonal que continúa fluyendo y un tiempo personal

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que, ligado a una experiencia traumática, se detiene en un mundo momentáneo que deviene un estilo permanente de ser. La disociación a su vez, actúa retro-activamente sobre el movimiento primario de temporalización reflejando una distensión de la potencia indivisa o arco intencional sustentante del tiempo.

Esta dialéctica corresponde a la enfermedad del sí-mismo, ya que un momen-to se polariza y se configura como presente, afectando así la cohesión de la iden-tidad. La dimensión temporal personal se ha fijado en un momento particular de la vida del sujeto; por esto se afirma una distensión del arco intencional, ya que el movimiento de trascendencia que permite recoger y reasumir lo dado en una posición personal se ha detenido en un hecho o situación vividos. Los fenómenos del brazo fantasma, de la anosognosia y de la afonía, citados y desarrollados por Merleau-Ponty (1997a) dan cuenta de una motricidad singular que responde a la distensión del horizonte de relaciones habituales con el mundo; reflejan la desar-ticulación del saber del cuerpo. No obstante, la disociación del ser capaz vuelve a descubrir, como su revés, la vocación intencional del sí mismo. El rechazo de la amputación propio del miembro fantasma, el rechazo de la parálisis en la anosognosia, y el rechazo del otro en la afonía, reflejan la fijación a determinado nivel temporal, y el intento de preservar una zona de operaciones posibles para el yo, ante las dificultades actuales o habituales.

En este tercer nivel o disociación entre las dimensiones personal e imperson-al, idem e ipse se manifiestan en su polarización máxima. La emergencia de un yo no puedo radical implica a la vez, como lo expresara Merleau-Ponty, un “Yo comprometido en determinado mundo físico e interhumano, que sigue tendié-ndose hacia su mundo a pesar de las deficiencias o de las amputaciones (…)” (Merleau-Ponty, 1997a:97). Este yo comprometido se expresa a través de su ip-seidad, una ipseidad que no puede articularse con la alteración de su mismidad, sino que se fija en ella, se detiene y detiene el mundo de su vida en el momento de la alteración.

Estrechamente ligados a estos dos modos de permanencia en el tiempo del sí-mismo, Ricoeur ha incorporado las figuras de la memoria y de la promesa en el ciclo de las capacidades humanas (2005). La memoria pone de relieve la dimen-sión de la idemidad, y la promesa, la dimensión de ipseidad. En la retoma de la situación de alteración del cuerpo propio, y en la atestación de un poder de otra manera intervienen ambas, en el reencuentro con lo que se ha experimentado –coincidiendo el reconocimiento del pasado con el reconocimiento de sí mismo en una memoria meditante–, y en el compromiso con una subjetividad capaz-como-otra, que presupone y recapitula sus poderes y no-poderes.

Amelia Carolina Brieux Olivera

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Consideraciones finales

El estudio del yo puedo como motricidad que orienta los diversos contenidos de la experiencia hacia la unidad de un mundo vivido, configurando un saber corporal habitual y uno espontáneo, y del yo no puedo como su desarticulación o distensión, ha permitido investigar su dinamismo en las situaciones de alteración. En ellas, el sujeto experimenta un cambio o modificación en su poder de reto-mar las situaciones de hecho o dadas, y asumir una postura de sentido a través ellas. El cuerpo propio en situación de alteración plantea la pregunta acerca de los criterios de reconocimiento del sí-mismo que lo habita, como quién puede, quién no puede, o quién puede de otra manera o de una manera nueva cuando se producen alteraciones que afectan los criterios de reconocimiento del sí en su mismidad. La capacidad dimensionará en el orden del obrar una intencionalidad responsiva e identitaria, la atestación de otras formas de poder a través de estas situaciones de alteración.

La fenomenología del yo puedo de otra manera alcanza así a una ontología del sí-mismo, descubriendo la alteridad constitutiva y constituyente de su dimen-sión ipse (Ricoeur, 1996), siendo el cuerpo propio una de estas dimensiones de alteridad, junto a las alteridades del otro y del mundo.

De esta forma se ha presentado una noción fenomenológica alternativa a la fundada en la lógica de una relación causal de las alteraciones del cuerpo físico o mental sobre las posibilidades del hacer, determinando grados de integridad y funcionalidad (conceptos de discapacidad, disfuncionalidad y deficiencia). La capacidad se inscribe en el ámbito de las dimensiones del sí-mismo encarnado, lo cual posee derivaciones en la forma de comprender la relación entre alteración y capacidad.

Ricoeur señala que es dable el reconocimiento de “valores positivos” (2001: 226) en la alteración, valores que conciernen tanto a la relación reflexiva del sí-mismo, como a la relación con los otros. Así, la alteración también expresa “otra manera de ser-en-el-mundo. En este sentido el paciente posee una dignidad, objeto de respeto” (2001: 226). En cuanto a la dimensión ética, corresponde discernir en el sujeto en situación de alteración –Ricoeur utiliza el adjetivo handi-capé, englobando las deficiencias, lo patológico, y la enfermedad– los recursos de convivencia, de simpatía, de vivir y sufrir-con. Que los sujetos en situación de normalidad –desde la perspectiva de un idem social– recojan esta proposición de sentido, y “que los ayude a soportar su propia precariedad, su propia vulnerabili-dad, su propia mortalidad” (2001: 226).

El sentimiento moral que acompaña este trabajo capaz es denominado por Ricoeur, retomando los desarrollos de Paul Tillich, coraje de ser (2001, p. 225), en tanto actitud espiritual concomitante al trabajo de la memoria y la realización del

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Poder de-otra-manera en situaciones de alteración del cuerpo propio.

proyecto. El coraje de ser es la actitud opuesta al abatimiento, o el consentir a la tristeza, a la desesperanza, enlazando el trabajo de la memoria o reconocimiento de sí-mismo en los cambios, la promesa o atestación de un hacer posible a través de ellos, y la estima de sí.

Reconocerse en los cambios implicados en las alteraciones, a través de ellos; sostener y sostener-se en la promesa de un poder posible, frente a la alteridad del propio cuerpo, del mundo, de los otros. Tal poder de otra manera es institución de una forma de hacer signada por la respuesta a la situación de alteración de-venida interpelación, aceptando “(…) la ayuda como la traición de los azares exteriores, la transformación de la necesidad en contingencia e inversamente” (Merleau-Ponty, 1957: 105). El sí-mismo es responsivo haciendo suyo el acontec-imiento de la alteración en tanto acaecer dado, cerrado en su diferencia, y abierto en la invocación; “(…) me tomo a mí mismo como soy y respondo por todo eso. Obrar es (…) entregarse a esta ley” (Merleau-Ponty, 1957: 105).

Poder de-otra-manera que conserva las maneras anteriores transfor-mándolas, que las transforma en otras remitiéndose a ellas como fundamento de su identidad. Sí-mismo capaz que funda un sentido nuevo a través de lo que llamaba y anticipaba ese sentido; respuesta a lo que el propio cuerpo y el mundo –los otros, las cosas- le estaban requiriendo (cf. Merleau-Ponty, 1969: 95).

Solo reconociendo este movimiento que se funda en la estructura de la existencia misma, puede comprenderse lo imposible como condición de sentido de lo posible.

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El sentimiento de lo sublime y el abismo de lo indeterminado

en la estética de Kant

Romina Conti*

El trabajo aborda la problemática de lo sublime dentro de la totalidad del sistema kantiano y con especial ref-erencia a su estética. Se intenta com-probar la hipótesis de que la concep-ción kantiana de lo sublime implica el reconocimiento de que la unidad misma de las facultades humanas descansa en lo indeterminado. Para esto se parte de una reconstrucción mínima de la estética kantiana y su papel en la totalidad del sistema de Kant, para analizar luego en detalle el sentimiento de lo sublime en ese esce-nario y algunas de las más destacadas contribuciones al problema desde los aportes de la filosofía contemporánea.

35-50

Ar

Abstractresumen

Cuadernos del Sur - Filosofía 39, 2010

This paper tackles the problem of the sublime within Kant’s complete sys-tem and especially with reference to his aesthetics. We try to prove that Kant’s conception of the sublime im-plies the recognition that the unity of human faculties rests on the indeter-minate. In order to prove that we de-part from the reconstruction of Kant’s aesthetics and its role in his complete system, and then we analize in detail the sentiment of the sublime in that context, and some of the main contri-butions to the problem from the con-temporary philosophy.

* Universidad Nacional de Mar del Plata. Universidad Nacional de Lanús – CONICET. Correo electrónico: [email protected].

Romina Conti

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palabras clave: Sistema kantiano Juicio estético Sentimiento de lo sublime

Fecha de recepción:14 de Junio de 2010Aceptado para su publicación:01 de Febrero de 2012

Key-words: Kant´s System Aesthetic Judgment Sentiment of the Sublime

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El sentimiento de lo sublime y el abismo de lo indeterminado en la estética de Kant

Introducción

La Estética kantiana ha sido considerada, históricamente, como aquella que inaugura el camino autónomo de la disciplina dentro del universo filosófico. Aun así, es necesario recordar que la preocupación por la belleza, el arte y los sen-timientos que ambos despiertan se remonta mucho más atrás. Diferentes aspectos de lo que –a partir de la modernidad– se considera ora estética, ora filosofía del arte, están extensamente problematizados en los diálogos platónicos y en los tratados poéticos de Aristóteles y de Cicerón. Más tarde en las ideas de belleza de Giordano Bruno y de Campanella, en Vico y, desde luego, entrando ya en el período de gestación de la estética de Kant, en las obras de Ashley Cooper (Conde de Shafstesbury), de Burke o de Baumgarten, por mencionar solo algunos de los nombres más difundidos1.

Pese a tener antecedentes teóricos tan remotos, el surgimiento de la Esté-tica propiamente dicha se sitúa entre los siglos XVII y XVIII, coincidiendo con el nacimiento del subjetivismo moderno, y embanderado con el giro de la Ilus-tración que permitiría abandonar el intrincado campo de la mitología-religión-metafísica para adentrarse en el claro y distinto jardín de la reflexión crítica. Invirtiendo lo ocurrido durante la antigüedad, en la filosofía moderna “el pensa-miento crítico es lo principal y la metafísica el episodio” (Croce, 1993:105).

En este contexto, la Crítica del Juicio de Kant marca el punto capital en el que los historiadores de la Estética ven los lineamientos de esta disciplina que reflexiona sobre la dimensión estética del hombre, independientemente2 de su esfera gnoseológica, ética o antropológica. En esta última Crítica, Kant atiende al sentimiento sin supeditarlo de modo alguno a la lógica o a la moral. En diciembre de 1787, Kant le escribe a Reinhold anunciándole su reconocimiento de “tres partes de la filosofía, cada una de las cuáles tienen sus principios a priori”3, tres años más tarde vería la luz la Crítica del Juicio y Kant pasaría a la historia como el fundador de la estética como disciplina filosófica independiente.

Con todo, no hay que perder de vista que la estética de Kant “se labra en terreno de mediación trascendental” (Ravera, 1998:9), lo que nos obliga a con-

1 Para una noticia más amplia de los abordajes pre-modernos de algunos problemas estéticos puede verse el ensayo de Croce titulado “Iniciación, períodos y carácter de la historia de la Estética”, que forma parte de su Brevario de estética (1993).2 Pese a que diseña la estructura de la Estética como una “ciencia independiente”, Baumgarten deja supeditado el concepto de belleza al de perfección y esta última presupone siempre una pauta objetiva con la que comparar la representación o imagen que suscita el juicio estético, por lo que la independencia no puede afirmarse sin caer en una contradicción. Kant observa esto en el parágrafo 15 de la Crítica del Juicio.3 Vol. VII de la edición de las Obras completas de Kant, al cuidado de Harstenstein, Leipzig, editadas por Modes y Baumann en 1839.

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siderar no solamente su significancia en la historia de la Estética, sino en el seno mismo del sistema kantiano.

Ya en la Primera Introducción4 a la Crítica del Juicio, Kant situaba la obra en medio de sus análisis sobre la facultad cognoscitiva (Crítica de la Razón Pura) y sobre la facultad apetitiva (Crítica de la Razón Práctica), poniendo de relieve el papel de eslabón central que sería resaltado luego infinitas veces. Así, aunque tercera en el orden cronológico, la Crítica del Juicio es segunda en el orden sistemático de la filosofía kantiana y carga con la tarea de salvar el abismo que había quedado planteado entre entendimiento y razón, naturaleza y libertad, fenómeno y noúmeno. Aunque esta función mediadora sea un importante rasgo en la propuesta de la Tercera Crítica, no es el único que debería ubicarla en la lista de lecturas urgentes. Sumado a esto, no hay que perder de vista el hecho de que dicha obra está escrita luego de las críticas anteriores, de lo que con razón puede esperarse encontrar en ella “unas claves decisivas de la filosofía trascen-dental, desde las cuales la trayectoria y el sentido de esta aparecen bajo una distinta luz” (Oyarzún, 1991:8).

De lo expuesto se desprende que en el desarrollo de este texto kantiano con-fluyen gran cantidad de aportes no solo a la Estética como disciplina filosófica, sino también al sistema del idealismo trascendental y a la filosofía en su conjunto. Aportes que, justamente por su riqueza, no están exentos de críticas ni discusiones.

La presente reflexión se guía por las sospechas de que el “episodio metafísico” en la propuesta kantiana podría tener más implicancias de las que hasta ahora se le han concedido, de que ciertas ideas de esta tercera/segunda Crítica no solo reúnen, sino también cuestionan algunas certezas de los trabajos anteriores, y de que la independencia de la estética no es, en sentido estricto, la característica más relevante de la propuesta kantiana.

Estas dudas son generadas desde uno de los núcleos de la Crítica del Juicio: el del concepto de lo sublime, que será abordado en estas páginas en la convic-ción de que en él se encuentra uno de los puntos claves de la filosofía kantiana. En tal sentido, se partirá de un análisis de las características generales del sen-timiento estético, para pasar luego a la reconstrucción de la tensión en la que lo sublime se inserta en la experiencia del hombre y el modo en que se vincula con el problema de las facultades. Para esto último, se tendrán en cuenta algunas de las más sobresalientes interpretaciones contemporáneas. Con respecto al último problema, se intentará sostener la hipótesis de que la concepción kantiana de lo sublime implica el reconocimiento de que la unidad misma de las facultades

4 Texto que no fue publicado junto a la obra debido a su extensión desproporcionada. El manuscrito fue recuperado en 1899 y publicado recién en 1914 en las Obras Completas de Kant editadas por Cassirer.

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El sentimiento de lo sublime y el abismo de lo indeterminado en la estética de Kant

humanas descansa en lo indeterminado, caracterizado como un noúmeno en sentido positivo.

Sentimiento y juicio estético

En la Introducción a la Crítica del Juicio (CJ), Kant sostiene que las facultades del alma son tres, irreductibles a una fuente común: la facultad del conocimiento, el sentimiento de placer y displacer y la facultad de desear. Mientras que la fac-ultad de conocimiento tiene sus principios a priori en el entendimiento puro y la facultad de desear los tiene en la razón, el sentimiento de placer y displacer tiene sus principios a priori en el juicio.

A diferencia de lo que ocurre en el juicio de conocimiento (determinante), el juicio estético –al que se liga el sentimiento de placer–, no posee una ley a la que pueda subsumir aquellos fenómenos particulares que son objeto de su juicio y promover así un concepto. La primera gran distinción de la Estética kantiana consiste en esto: el juicio estético no va de lo general a lo particular, sino que debe ascender de lo particular a lo general y esto lo convierte en un juicio reflex-ionante. Para llevar a cabo esta tarea de ascender de lo particular a lo general, se hace necesario un principio que le permita fundar la unidad de todos los principios empíricos bajo otros principios que –sin dejar de ser empíricos– los abarquen a un nivel más alto. De este modo, el juicio reflexionante se da a sí mismo, como si fuera una ley, el principio trascendental que consiste en pensar el orden de las leyes particulares como si fuera el producto de una inteligencia que lo tiene como objetivo. De este modo, “la facultad de juzgar hace a priori de la técnica de la naturaleza el principio de su reflexión (…), solamente para poder reflexionar con arreglo a su propia ley subjetiva” (Kant, 1991:37).

La finalidad que se le atribuye al mundo de esta manera, no procede de ningún imperativo necesario y es meramente formal, sirve para pensar los fenó-menos particulares como contenidos en un orden. Esta finalidad que se supone en el orden de la naturaleza y del arte es, por tanto, un concepto a priori del juicio reflexionante, un principio trascendental del juicio.

Debido a que, según Kant, la obtención de todo propósito está asociada al sentimiento de placer, este “descubrimiento” de un orden en la naturaleza empírica, que presupone la facultad de juzgar reflexionante, da origen a un sen-timiento de placer que es conocido a priori. Es la comprobación de que hay un orden, que parece el cumplimiento de un fin propuesto, lo que nos causa un sen-timiento de placer que no se origina en datos empíricos sino en la representación de un principio a priori que –como tal- debe admitirse como experimentado por todo ser racional. La compleja vinculación entre el sentimiento de placer y la

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facultad de juzgar se evidencia en la contemplación estética: lo que representa la belleza de un objeto no es otra cosa que la relación subjetiva con el sujeto, la finalidad misma, esta idea de que algo tiene su origen en un propósito, es subje-tiva. No se trata de un dato cognoscible del objeto sino de un criterio con el que considerarlo.

La definición que Kant ofrece del juicio estético determina básicamente que es aquel juicio cuyo predicado no puede ser jamás conocimiento. En esta clase de juicios, una sensación oficia como fundamento de determinación. De esto se desprende que ese fundamento de determinación del juicio estético es el sen-timiento de placer y displacer, ya que se trata de un sentimiento meramente sub-jetivo, mientras que todas las sensaciones restantes pueden ser empleadas para el conocimiento. A diferencia de las categorías de espacio y tiempo, también subjetivas, el sentimiento de placer o displacer no puede llegar nunca a formar parte de conocimiento alguno.

Ahora bien, el placer derivado de la reflexión sobre la forma de las cosas –ya sea de la naturaleza o del arte– no designa únicamente una conformidad a fin de los objetos en relación con la facultad de juzgar reflexionante en el sujeto, con-forme al concepto de naturaleza, sino también, a la inversa, del sujeto en vista de los objetos, según su forma, e incluso su informidad, con arreglo al concepto de libertad; y por este medio ocurre que el juicio estético no solo es referido, como juicio de gusto, a lo bello, sino también, en cuanto originado en un sentimiento del espíritu, a lo sublime ( Kant, 1991:102).

Esto justifica que la Crítica de la facultad de juzgar estética5 se divida en dos análisis principales: el de lo bello y el de lo sublime. En ambos casos se trata de sentimientos estéticos que se enmarcan en los tipos de juicios descriptos más arriba. Sin embargo, como veremos más adelante, el sentimiento de lo sublime parece sustraerse a cualquier clasificación de las que hasta aquí se han presen-tado. No es la intención de este trabajo dar una descripción completa de la car-acterización kantiana de los juicios sobre la belleza, pero aún así, son necesarias algunas mínimas notas tendientes a posibilitar la visión del contraste que opera entre el sentimiento de lo bello y el de lo sublime.

Kant sostiene que el gusto es la facultad de discernir lo bello a través de un juicio y que es necesario definir los caracteres principales de los que consta el juicio: cualidad, cantidad, relación y modalidad. El primer libro de la CJ, la Analítica de lo bello, está destinado a esta definición. Del análisis allí compren-dido se desprenden las características kantianas de lo bello que han despertado

5 Por cuestiones de extensión y selección de núcleos problemáticos, no haremos aquí ninguna mención a la segunda parte de la Crítica del Juicio o Crítica de la facultad de juzgar, dedicada al juicio teleológico.

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El sentimiento de lo sublime y el abismo de lo indeterminado en la estética de Kant

polémica durante siglos: “lo bello es cierto placer desinteresado que los obje-tos representados suscitan en el sujeto”6, tiene la pretensión “de valer univer-salmente; lo que ocurre, por otra parte, sin concepto”, “implica una finalidad inmanente” y es reconocido “como materia de una satisfacción necesaria”7, esto último recurriendo al concepto de sentido común.

Lo cierto es que el juicio de gusto, que versa sobre lo bello, se sustenta so-bre un libre juego entre dos de las facultades humanas, hasta ahora abocadas al conocimiento, la imaginación y el entendimiento. La validez general del juicio de gusto se funda en la armonía entendimiento –imaginación que surge de ese juego libre y que puede experimentar todo ser racional–. La imaginación no des-borda en formas sin sentido sino que, gracias al entendimiento, configura algo que el juicio puede calificar, que posee un sentido “como si” obedeciera a algún propósito.

A diferencia de este tipo de juicios, aquellos que pertenecen a lo sublime no expresan un acuerdo entre entendimiento e imaginación, sino entre imaginación y razón. Deleuze sostiene, acertadamente, que esta armonía de lo sublime es extremadamente paradójica. Se avanzará sobre esto en el apartado siguiente.

lo sublime y el abismo de lo indeterminado

Antecedentes

A decir verdad, es necesario recordar que Kant se ocupa ya de la distinción entre lo bello y lo sublime en un texto de su etapa pre-crítica: las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, que se publican en 1763. Este breve texto es un ensayo que aborda lo que Kant considera las fuentes psicológicas, y también etnológicas, que generan los sentimientos mencionados y no constituye ninguna teoría sistemática al respecto. Aún así, se encuentran en medio de estas apreciaciones que se enuncian como una suerte de inventario de cosas bellas y cosas sublimes, algunas ideas que esbozan lo que luego podría ser desarrollado en la Crítica del Juicio.

6 Esta es la característica que distingue, en Kant, los juicios sobre lo bello de los juicios sobre lo agradable y lo bueno. Si bien estos también portan una satisfacción, no se trata de una satisfacción desinteresada sino que responde ora a la satisfacción de una necesidad, ora a un mando de la voluntad.7 Las descripciones citadas corresponden al estudio introductorio de la Crítica del Juicio a cargo de Francisco Larroyo (1997: 174-175).

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Según el propio Kant, las Observaciones pretenden tratar la emoción sensible: “este delicado sentimiento (…) es principalmente de dos clases: el sentimiento de lo sublime y el de lo bello. La emoción es en ambos agradable pero de muy diferente modo” (Kant, 1997:134). Lo sublime produce agrado pero unido a ter-ror, mientras que lo agradable en lo bello es “alegre y sonriente”. Así, la noche es sublime mientras el día es bello, la inteligencia es sublime y el ingenio bello, la cortesía es bella, la benevolencia sublime, y siguen los ejemplos. Como puede observarse aún en una lectura desatenta, Estética y Ética están estrechamente vinculadas en este tratado, aunque es probable que esta relación no se abandone en profundidad en la CJ.

Lo que, para esta investigación, puede rescatarse del breve texto temprano de Kant (si bien no es de seguro su concepción de la sensibilidad de la mujer ni de la humanidad en su conjunto) es la percepción de que lo sublime escapa, en cierta forma, a las capacidades del hombre. Es cierto que no se encuentra allí un desarrollo ni una explicación de la fuente de este exceso, pero sí observa Kant en una nota breve que “las sensaciones de lo sublime tienden las fuerzas del alma más enérgicamente” (Kant, 1997:136).

Para ampliar esta observación y profundizar verdaderamente en el problema de lo sublime habría que esperar veintisiete años a la Crítica del Juicio. Cassirer sos-tiene que en la Analítica de lo sublime que forma parte de esta obra “se revelan de un modo verdaderamente perfecto y en la más feliz de las combinaciones todos los aspectos del espíritu de Kant” (Cassirer, 1948:382). A la luz de las lecturas contem-poráneas podríamos agregar: y de los grandes problemas de su doctrina.

El apartado mencionado se ubica en el Segundo Libro de la Primera Sección de la CJ. Además de la analítica de lo sublime, el libro contiene una exposición de los juicios estéticos en general como juicios reflexivos y una deducción de los juicios estéticos a priori, que se refiere a los juicios sobre lo bello.

Reconstrucción

El tratamiento de lo sublime ocupa los parágrafos 23 al 30 en la Crítica del Juicio. Lo primero que Kant señala allí son las similitudes que hacen a los juicios sobre lo bello y sobre lo sublime miembros de una misma especie, a saber: juicios estéticos reflexionantes; lo que implica que la complacencia que en ambos se da no depende de una sensación (como la de lo agradable), ni de un concepto de-terminado (como la que se da en lo bueno). En ambos juicios, sin embargo, la complacencia se liga a un concepto, pero se trata de un concepto indeterminado. Estas son las razones por las que, el predicado de belleza y el de sublimidad, comparten –por así decirlo– el mismo lecho.

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El sentimiento de lo sublime y el abismo de lo indeterminado en la estética de Kant

La principal diferencia entre estos predicados atañe a la cuestión de los límites:

Lo bello de la naturaleza atañe a la forma del objeto, que con-siste en la limitación; lo sublime, por el contrario, también se hallará en un objeto desprovisto de forma, en la medida que es represen-tada la ilimitación en él o bien a causa de él, añadiéndosele, em-pero, el pensamiento de su totalidad; de manera que lo bello parece ser tomado por la presentación de un concepto indeterminado del entendimiento y lo sublime, en cambio, de un parecido concepto de la razón (Kant, 1991:158-159).

Aparecen aquí dos de las cuestiones claves del problema de lo sublime, su vínculo con lo ilimitado y, por esto, su parentesco con la razón. De lo expuesto se sigue que el placer de lo bello lo es en un sentido “positivo”, en cuanto apela a lo lúdico de la imaginación (y el entendimiento), y el placer de lo sublime, que es generado indirectamente y vinculado a un sentimiento de admiración o respeto, es placer “negativo”. Sumado a esto, la diferencia fundamental de lo sublime con respecto a lo bello, reside en que el primero puede escaparse a los límites de nuestra capacidad de representación e incluso abstraerse de la idea de conformidad a fin mencionada en el apartado anterior.8 Lo sublime queda, entonces, ligado a las ideas de la razón y al caos de la naturaleza, por lo que a excepción de la imaginación, nada parece ligarlo, ni siquiera mínimamente, al terreno del conocimiento.

Pese a haber puesto en duda la idea de una conformidad a fin (aunque sea subjetiva) en lo sublime, Kant inicia el §24 sosteniendo que el juicio sobre lo sublime posee las mismas características que aquel que versa sobre lo bello: pretensión de validez universal, carencia de interés alguno, necesidad y repre-sentación de una conformidad a fin subjetiva. Como lo bello atiende a la forma del objeto, aquel análisis puso el acento en la cualidad, pero la informidad que puede suscitar lo sublime, nos obliga a poner atención ahora, en primer término y como veremos un poco más adelante, a la cantidad.

Antes de pasar a la caracterización de lo sublime, Kant diferencia entre lo sublime matemático y lo sublime dinámico9. Se ha notado varias veces que la

8 Cfr. § 23 de la CJ.9 Recuérdese que en las Observaciones sobre le sentimiento de lo bello y lo sublime, el autor sostenía que existía un sublime terrorífico (como ante una tempestad), un sublime noble (como la “bondad apasionada”), y un sublime de magnificencia (como la Catedral de San Pedro, en Roma). Aunque con un desarrollo mucho mayor, la clasificación mencionada se mantiene en el texto crítico. El sublime terrorífico es ahora el que Kant llama dinámico, y las otras dos clases se incorporan en la de lo sublime matemático.

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Definición nominal de lo sublime, así como las caracterizaciones contenidas en los §26 y 27, quedan subordinadas a lo sublime matemático y lo sublime dinámi-co aparece tratado recién en el §28. Por lo pronto, en esta reconstrucción se expondrá la caracterización kantiana de lo sublime tomando en general su teoría para ambos modos de ser de lo sublime, y anotando solo aquellas diferencias que se presenten como centrales.

Toda vez que nos enfrentamos a un objeto que escapa a nuestra capacidad de limitación, es decir, que no podemos agrupar en una totalidad, surge en no-sotros el sentimiento de lo sublime. Ya sea que lo que nos exceda se trate de una cuestión de extensión (sublime matemático), o de una cuestión de fuerza, de poder (sublime dinámico), nuestra imaginación se revela insuficiente para apre-henderlo en una representación. La magnitud de los sublime es solo igual a sí misma, por lo que no es posible buscarlo en la naturaleza sino únicamente en nuestras ideas, “más en cuáles resida, debe ser reservado para la deducción” (Kant, 1991:164)10.

No puede haber nada en la naturaleza que, siendo objeto de los sentidos, pueda ser considerado como sublime, y esto porque lo sublime es aquello “en comparación con lo cual todo lo demás es pequeño”. Pero, sin embargo, ciertas representaciones de la naturaleza despiertan en nosotros el sentimiento de lo sublime. La razón de la existencia de lo sublime, o al menos eso parece sostener Kant, reside en que

En nuestra imaginación reside una tendencia a la progresión hacia lo infinito, y en nuestra razón, una pretensión de absoluta totalidad como idea real, esa misma inadecuación de nuestra facul-tad de estimación de magnitudes de las cosas del mundo sensorial para esta idea es lo que despierta el sentimiento de una facultad suprasensible en nosotros; y es el uso que de modo natural hace la facultad de juzgar de ciertos objetos en pro del último (sentimiento) y no, en cambio, el objeto de los sentidos, lo que es absolutamente grande, y ante él, todo otro uso es pequeño. Por lo tanto, ha de ser llamado sublime el temple del ánimo debido a una cierta represen-tación que da que hacer a la facultad de juzgar reflexionante, y no el objeto (Kant, 1991:164).

10 Aquí se da algo similar a lo que, un poco más atrás (§22), ocurrió en relación con aquel “principio constitutivo” ligado el sentido común y de cuya aplicación sería un ejemplo el juicio de gusto: Kant deja pendiente una cuestión que jamás retoma. En este caso en particular, la deducción de lo sublime no se realiza nunca y el autor justifica esta ausencia en el §30, sin recordar la cuestión que aquí dejó planteada.

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El sentimiento de lo sublime y el abismo de lo indeterminado en la estética de Kant

Y a esta definición agrega Kant: “sublime es aquello cuyo solo pensamiento da prueba de una facultad del ánimo que excede toda medida de los sentidos”. La exposición sigue por este camino, muchos de los pasajes siguientes se limitan a poner el acento, nuevamente, en el carácter subjetivo del juicio sobre lo sub-lime y a citar ejemplos que suscitan este tipo de juicios, por cierto en su versión “matemática”, es decir, debido a su magnitud. Son estos mismos ejemplos los que derivan en la exposición del conflicto que se encuentra a la base del sentimiento de lo sublime, entre imaginación y razón.

La imaginación alcanza su maximum al experimentar la imposibilidad para presentar la idea como una unidad. En su afán por ampliar ese maximum, vuelve a sumirse en sí misma y así arriba a una complacencia emotiva, a un tipo de placer que es muy distinto del provocado en lo bello. Pero ¿de dónde surge la determinación de la imaginación que la obliga a representar lo inmenso como una unidad? “Para poder siquiera pensar el infinito dado sin contradicción se requiere de una facultad en el ánimo humano que sea ella misma suprasensible” (Kant, 1991:168). De este modo queda ligado, para siempre, el sentimiento de lo sublime a la razón, así como antes se ligó el de lo bello, al entendimiento.

Solo a través de la razón y de su idea de noúmeno que –si bien no admite ninguna intuición–, es el fundamento de la intuición del mundo (A 93) en cuanto fenómeno llega a ser comprendida la idea de infinito. De este modo lo sublime queda también definido como la naturaleza de aquellos fenómenos cuya intu-ición remite a la idea de infinitud, siempre atendiendo a que no es el objeto el que se juzga sublime sino el sujeto de su estimación.

Hasta el momento, entonces, la relación entre las facultades del ánimo ha quedado determinada del siguiente modo en relación a la experiencia estética: la imaginación entabla un libre juego con el entendimiento logrando una armonía con los conceptos de este (sin determinación de los mismos), y, la misma imagi-nación concuerda subjetivamente con las ideas de la razón (también indetermi-nadas ellas) para suscitar su influjo en el sentimiento y dar lugar a lo sublime. El efecto de esta última relación entre las facultades no consiste en el mismo placer que provocaba la intuición de lo bello sino que se trata de ese placer negativo que ya se mencionó antes, o –lo que es lo mismo–, un displacer, unido también a un tipo de placer.

Esto amerita definitivamente una aclaración: al tiempo que la imaginación prueba sus límites cuando se ve forzada a una comprensión que no alcanza, tam-bién prueba su destinación. El sentimiento de lo sublime es lo que nos hace “intu-ible” la superioridad de la razón por sobre la sensibilidad. Se trata del sentimiento provocado en nosotros por la misma inadecuación de nuestra facultad (la imagi-

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nación) para alcanzar una idea que, también en nosotros, es ley (de la razón). Este sentimiento se cristaliza como respeto, particularmente por nuestra propia desti-nación suprasensible. Es la percepción de esta destinación, que genera respeto y se encarna en el sentimiento de lo sublime, la que nos produce placer.

Cassirer ha señalado que esta solución del problema de lo sublime entraña un nuevo problema crítico. “Al basar la idea de lo sublime sobre el mismo sen-timiento fundamental que lo ético en general, parece como si traspasáramos ya los linderos de la complacencia desinteresada para entrar en el terreno de la voluntad” (Cassirer, 1948:386). La única forma de sortear esta dificultad en la empresa crítica consiste en darnos cuenta de que existe un “procedimiento sub-repticio” por medio del que concebimos en lo sublime lo que en realidad es una determinación propiamente nuestra y no algo dado en el objeto. En esta autodeterminación de nuestra capacidad espiritual reside lo estético de nuestras intuiciones. Volveremos más adelante sobre esto.

Kant observa que la armonía entre imaginación y razón que da por resul-tado el displacer-placer de lo sublime se da por antagonismo. La cualidad del sentimiento de lo sublime reside en ser un sentimiento de displacer acerca de la facultad de juzgar estética, que –por su limitación–, descubre la conciencia de una potencia ilimitada en el sujeto mismo, provocando placer. De lo que se desprende que ese placer, “sólo por medio de un displacer es posible” (CJ/A102).

En lo sublime matemático el placer se liga al respeto. En lo sublime dinámico, en cambio, el placer se liga a la capacidad para inspirar temor, al poderío. Esto ocurre cuando, en el juicio estético, consideramos a la naturaleza como poderío que no tiene “prepotencia” sobre nosotros. Ante un temor real, no podríamos experimentar el sentimiento de lo sublime, lo que en esa naturaleza proyectamos es, pues, una suerte de temor hipotético al reparar en la potencialidad de la na-turaleza. En ambos sentimientos de lo sublime está en juego la misma relación: “una violencia que la razón ejerce sobre la imaginación sólo para ampliarla a la medida de su dominio propio (el práctico) y dejarla atisbar hacia el infinito que para ella es un abismo” (Kant, 1991:178).

Ya en las últimas líneas que dedica a lo sublime, Kant emprende una crítica a Burke, quien también había vinculado lo sublime al temor, pero lo había ligado al temor en sí, en otros términos, al temor presente y al instinto de conservación, por lo que lo sublime –para Burke– generaba dolor y una cierta clase de “estrem-ecimiento complaciente”. La acusación de Kant es que Burke no logra traspasar la barrera del psicologismo y de la exposición empírica que sí está, con mucho, superada en su propia teoría trascendental. Es la superación de esa barrera la que habilita para los juicios estéticos la pretensión de validez universal.

En la sección que sigue podrá verse, entre otras interpretaciones, la obser-

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El sentimiento de lo sublime y el abismo de lo indeterminado en la estética de Kant

vación que hace Lyotard a esta crítica de Kant a Burke y cómo se vincula esto con la hipótesis del presente trabajo. La reconstrucción hasta aquí realizada ha pretendido mostrar el hilo de la argumentación kantiana en torno a lo sublime a fin de proporcionar una imagen de lo que abordan las teorías expuestas en las próximas páginas.

Desde las lecturas contemporáneas

“lo bello sutura el abismo, lo sublime lo abre”Rosa María Ravera

(Estética y crítica: los signos del arte)

Esta última parte del trabajo se estructura como una sub-sección porque no refiere a otro tema que no sea el planteado en el segundo momento del desar-rollo. Sin embargo, las notas reunidas en torno a las diversas interpretaciones contemporáneas del concepto de lo sublime en Kant, se esgrimen también como argumentos para la fundamentación de los interrogantes planteados en la intro-ducción y las ideas suscitadas por ellos.

El sentimiento de lo sublime es un sentimiento de elevación por sobre nuestra naturaleza sensible hacia algo superior. Del mismo modo que en la moral, ese sentimiento esta comprendido por dos momentos: uno de dolor (negativo) y otro de placer o complacencia (positivo). Ambas dimensiones nos empujan más allá de los límites de lo cognoscible o fenoménico, señalando la naturaleza supra-sensible en el sujeto. Pero lo sublime señala aún algo más: no solo la naturaleza indeterminada del sujeto sino que también “apunta a lo nouménico que sirve de fundamento a la naturaleza externa” (Kogan, 1965:49).

En este mismo sentido, Bozal sostiene que la condición de lo sublime es una tercera forma de representación de la naturaleza en la que ya no predomina la unidad de lo diverso sino la ilimitación y el asombro. “Lo sublime escapa a la dialéctica unidad/falta de unidad que arbitraba el principio trascendental de la facultad de juzgar y, a la vez, escapa también al territorio determinado de la imaginación”. (Bozal, 1990, 85) Como recordará Deleuze en uno de sus trabajos, también la imaginación demuestra, en su vínculo con lo sublime, su destinación suprasensible. Y el destino común de la imaginación y lo sublime también po-dría leerse en la “ubicación” difusa que ambos tienen en la totalidad de la obra Crítica de Kant. Ya Heidegger11 (Cfr. 1996) explicó, sobradamente, de qué forma

11 Una interesante reflexión en torno al problema de la imaginación que recoge, también, la crítica heideggeriana, puede leerse en el artículo de Edgardo Gutiérrez: Imaginación y

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la imaginación se convertía –en Kant-, en una “facultad sin patria”. De forma similar, el análisis de lo sublime parece correr la misma suerte.

Esta es la impresión que tiene Bozal cuando pregunta: “¿cuál es el ámbito de lo sublime?”. Cierto es que Kant rechaza que pertenezca al dominio estético del gusto porque intervienen ideas de la razón –lo que anula la inmediatez exigida a lo es-tético–, pero tampoco puede situarse en el conocimiento ya que pertenece al con-junto de los juicios estéticos, es decir, reflexionantes. Pero la respuesta de Bozal a la pregunta planteada sugiere, desde mi punto de vista, una solución no aceptable.

Cuando Kant habla aquí (§28) de la apreciación estética de las magnitudes o cuando, en la continuación de este texto, se refiere a que la naturaleza es juzgada en nuestro juicio estético como sub-lime porque excita nuestra fuerza, en ambos casos estético no se refiere al ámbito de la belleza y el gusto, sino al ámbito estético caracterizado en la Crítica de la razón pura (Bozal, 1990:87).

De esto se desprende que, según este autor, es en el dominio de esa sensibi-lidad (del conocimiento), en el que tiene lugar el juicio sobre lo sublime, lo que lo habilita a denominar “categorías estéticas a los principios bello y sublime”, del mismo modo que lo son las categorías de espacio y tiempo.

No puede negarse que el problema de la sensibilidad en Kant es muy comple-jo en lo que respecta a la distinción entre la sensación “estética” y la sensación de los principios a priori del conocimiento, pese a sus propias aclaraciones (§3). Sin embargo, esto no da razones para sostener la “nulidad” de tal distinción. El hecho de que en la representación de aquello que luego será enjuiciado estética-mente intervenga la sensibilidad propia del conocimiento (como receptividad que pertenece a esa facultad), no transforma la naturaleza de la sensibilidad esté-tica desde la que se emite el juicio sobre lo bello o sobre lo sublime. Los ámbitos continúan siendo diferentes, o al menos se trata de facultades distintas que actúan en el mismo ámbito (del sujeto) en “diversos momentos”. Puesto que en el caso del conocimiento, “la representación es referida al objeto, y en el primero, en cambio, únicamente al sujeto, y no sirve a conocimiento alguno, ni siquiera a aquél a través del cuál el sujeto se conoce a sí mismo” (Kant, 1991:124).

Lo expuesto pone en duda la tesis de Bozal en su conjunto, pese a que no discutiremos aquí todos sus puntos. Lo que interesa resaltar es que su observación es insuficiente para responder a la pregunta sobre el ámbito al que pertenece lo sublime, y que este interrogante queda aún abierto.

autonomía estética en la Crítica del juicio de Kant (1999: 169-176).

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El sentimiento de lo sublime y el abismo de lo indeterminado en la estética de Kant

La imposibilidad del infinito en el sujeto se esfumaba en la consideración teórica como una idea “dialéctica”, al decir de Cassirer. En el juicio sobre lo sublime, lo infinito aparece como una totalidad y verdad sentidas. Y es ese sen-timiento lo que permite captar al sujeto su capacidad para lo incondicionado: “Sublime es aquello cuyo sólo pensamiento da prueba de una facultad del ánimo que excede toda medida de los sentidos”. Por eso a diferencia del sentimiento de lo bello que “tranquiliza” al espíritu al poder armonizar con el entendimiento y, de esa forma, sutura el abismo de lo indeterminado, lo sublime abre ese abismo y se instala en él para quedarse.

Además de resistirse al ámbito del conocimiento, lo sublime se resiste al ám-bito de la moral: el sentimiento de lo sublime es aquel en el que “la voluntad se deshace” (Lyotard, 2003:110). Lyotard observa esto en un excelente análisis sobre la problemática del tiempo en lo sublime. El punto de partida de ese análisis es un obra de Barnett Newman12, titulada “The sublime ist now”, que para Lyotard “entra en diálogo” con la tradición filosófica del concepto de lo sublime, contradicién-dolo.

El punto de choque de esta propuesta con la concepción kantiana de lo sub-lime lo constituye el concepto de tiempo. Según el análisis de Lyotard, Kant ex-cluiría este concepto del tratamiento de lo sublime, pese a que en la obra de Burke que él mismo menciona como antecedente, la idea de sublimidad remitía a este concepto.

Para Lyotard, Kant despojó a la estética de Burke de este aspecto central que en ella sí estaba contenido. Pese a haber recuperado la idea burkeana de que existe una contradicción que es inherente a lo sublime, olvida o rechaza una apu-esta fundamental de Burke: que lo sublime se genera ante la amenaza de que no haya evento. Lo que aterroriza en lo sublime es que deje de suceder el sucede, es decir, aterroriza la cercanía de la muerte. Kant no enfrenta este problema, puesto que el tiempo al que se refiere, en la idea de infinito, no alcanza la indetermi-nación de lo completamente impensable. En esta acepción, lo sublime despoja al espíritu de su presunción con respecto al tiempo.

En la concepción de Lyotard, incluso el acuerdo que la imaginación “debe arreglar” con la razón, no llega a realizarse, ni siquiera el seno de la tensión que Deleuze identifica. Por eso lo sublime escapa a la respuesta, incluso a una respuesta de tipo trascendental, y se instala –simplemente– en el abismo de lo in-determinado y, por tanto, inexpresable. El conflicto “inicia” en la imaginación, es ella la que llega al borde y se suspende. En la obra citada anteriormente, Ravera recuerda que “frente a espectáculos grandiosos y desmesurados, por lo general

12 Pintor abstracto del S. XX, contemporáneo de Pollock, y que se considera un importante precursor del minimalismo.

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de la naturaleza, la imaginación sufre y se abisma. Se tensa, se desacomoda, se fuerza y se esfuerza en una relación que la supera tras el intento –típico del arte– de alcanzar lo que la excede siempre” (Ravera, 1998:27).

Es la razón la que “obliga” a la imaginación a confesar su impotencia13, por eso lo sublime despierta en el sujeto la conciencia de un vínculo entre imagi-nación y razón. Pero esta relación no es de concordancia, como en el caso de lo bello, sino de discordancia entre las posibilidades de la imaginación y las exigencias de la razón. La pérdida de libertad de la imaginación (al percatarse de los mandatos de la razón) provoca ya no un sentimiento de placer, sino de dolor. Este sentimiento se torna luego placer porque la imaginación se siente ilimitada debido a la desaparición de sus límites, en la medida en que la obstrucción es una presentación de lo infinito.

A partir de este desarrollo, que reconstruye en el tercer capítulo de su célebre libro sobre la filosofía kantiana, la lectura deleuzeana deriva, a mi entender cor-rectamente, que no es sólo la razón la que tiene un destino suprasensible en el sujeto, sino también la imaginación. Ambas ponen al sujeto, que en relación con el entendimiento está siempre limitado al fenómeno, en presencia del noúmeno (Cfr. CJ §26 – A91).

Cabe recordar que, en la segunda edición de la Critica de la Razón Pura, Kant había llamado la atención sobre la tendencia del pensamiento humano a transgredir los límites del campo de su legítimo ejercicio. La explicación de esa tendencia estaba fundamentada en la génesis de las categorías del entendimien-to, que no estaba en la sensibilidad. Esto posibilitaba que pareciera que se las pudiera aplicar más allá de los objetos de los sentidos:

Ahora bien, como el entendimiento no suministra otros concep-

13 Pese a que no es un tema que se aborde en este trabajo, es necesario recordar que este modo de referirse a la relación entre las facultades porta una gran cantidad de problemas. Con frecuencia se ha señalado como una falacia en la argumentación de las interpretaciones de Kant, hablar de las facultades en términos que podríamos denominar “personales”. Referirse a las facultades de este modo implicaría la idea de que hay un sujeto que puede operar “al margen” de las facultades, observándolas. Pero si esto fuera así, ¿con cuál de las facultades operaría en ese momento?, ¿es posible pensar en un sujeto más allá del conjunto de las facultades? Se trata de un problema no resuelto, ya que el mismo Kant utiliza este lenguaje en más de un pasaje. Por ejemplo, además del ya citado (§29- A109), cuando dice: “la complacencia en el objeto depende de la relación en que queremos poner a la imaginación; pero ella ha de mantener por sí misma al ánimo en ocupación libre” (§29- A118). Deleuze se explica del mismo modo y, a los fines de comprender los rasgos de la relación entre las facultades que –en este caso–, origina lo sublime, considero que es el lenguaje que colabora en mayor medida con la comprensión del proceso. Aún así no hay que perder de vista la limitación que porta, y el hecho de que se inscribe en el tantas veces criticado “lenguaje de las facultades”.

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El sentimiento de lo sublime y el abismo de lo indeterminado en la estética de Kant

tos que las categorías, supone que, al menos a través de estos con-ceptos puros del entendimiento, ha de ser posible pensar el objeto en el sentido de objeto en sí mismo. Pero con ello cae en el error de considerar el concepto de un ente inteligible, que es enteramente indeterminado, en cuanto algo exterior a nuestra sensibilidad, como un concepto determinado de un ente que podríamos conocer de algún modo por medio del entendimiento.

Si entendemos por noúmeno una cosa que no sea objeto de la intuición sensible, este noúmeno esta tomado en sentido negativo, ya que hace abstracción de nuestro modo de intuir la cosa. Si, por el contrario, entendemos por noúmeno el objeto de una intuición no sensible, entonces suponemos una clase especial de intuición, a saber, la intelectual. Pero esta clase no es la nuestra, ni podemos si-quiera entender su posibilidad. Este sería el noúmeno en su sentido positivo (Kant, 1978:269-270).

Podría ser posible revisar este análisis de Kant a la luz de sus propios desar-rollos sobre el sentimiento de lo sublime. Si bien esta revisión estaría en la línea del análisis deleuzeano, va un tanto más allá de él al hacerlo extensivo más allá del ámbito de las facultades. La propuesta es que la indeterminabilidad como constitutiva del sentimiento de lo sublime invade también el ámbito del juicio que de él se deriva.

Sin ser una cosa que aparezca como objeto de la intuición sensible, ni inscri-birse tampoco como objeto de una intuición intelectual (por supuesto impensable en Kant), aparece una idea de noúmeno en sentido positivo al vincularlo a la experiencia estética de lo sublime. Aún así, el concepto de noúmeno sigue siendo un límite, no puede predicarse su existencia ni su no existencia. Solo se aparece, se hace presente en lo sublime como producto de la tensión entre las facultades.

Tal como señala Deleuze, el acuerdo entre la imaginación y la razón se engen-dra efectivamente en el desacuerdo, el placer en el dolor. De este modo la imagi-nación descubre, en su propia pasión, el destino último de todas sus actividades.

Todo sucede como si las dos facultades se fecundasen recíprocamente y re-cobrasen así el principio de su génesis, una en las proximidades de su límite, otra más allá de lo sensible, pero ambas en un «punto de concentración» que define lo más profundo del alma como unidad suprasensible de todas las facultades (Deleuze, 2005:85).

De este modo, el autor sostiene que la Crítica del Juicio ha de ser el verdadero fundamento de las otras dos.

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En la medida en que toda concordancia determinada (como la que se da en el conocimiento) supone la existencia y posibilidad de una concordancia li-bre (como la del juicio estético), el juicio aparece como una facultad solo en el sentido de qué consiste en el conjunto armonioso de las facultades, “ya sea en una concordancia previamente determinada (…), ya sea, más profundamente, en una concordancia libre indeterminada, que constituye el objeto último de una «crítica del juicio» en general” (Deleuze, 2005:107).

Las opiniones e interpretaciones expuestas hasta aquí no pretenden agotar la totalidad de las lecturas contemporáneas de la estética kantiana, cosa que –por otra parte– sería imposible. Tampoco agotan siquiera los principales estudios so-bre los sublime en general 14. Simplemente pretenden ser un puñado de los que, tal vez, sean los principales análisis con respecto a las problemáticas planteadas al inicio de este texto. Con todo, y como ya ha sido señalado antes, se trata de una selección subjetiva que se propone como punto de partida para una dis-cusión fecunda.

palabras finales

Se estimó al principio de este trabajo, que el “episodio metafísico” en la pro-puesta kantiana podría tener más implicancias de las que hasta ahora se le han concedido. En relación con esto se trató de mostrar que, a diferencia del sen-timiento de lo bello, el de lo sublime no solo denota las características de un modo particular de la sensibilidad, sino que se liga al universo de lo indetermina-do, de lo nouménico, y solo así se justifica. Que el sentimiento de los sublime se instale “en el abismo de lo indeterminado” no afecta sólo a una cuestión estética, ya que –como quedó demostrado–, sobre él descansa la unidad de las facultades del sujeto, en especial la unidad imaginación –razón que, por esto mismo, se instala también en el dominio de lo suprasensible–.

En ese sentido, gran parte de las ideas de la Crítica del Juicio ponen en duda la interpretación de las otras críticas kantianas, al menos en cuanto a la autonomía de las facultades, y, con ello, la independencia de la Estética, popularmente ad-judicada a esta obra, se ve seriamente comprometida. Siguiendo nuevamente a Deleuze, el juicio es una facultad solo en la medida en que representa la unidad de todas las facultades. Y, desde el análisis aquí presentado, puede verse que es esa unidad la que queda comprometida con lo indeterminado que sacude a la imaginación y que se presenta ante el sentimiento de lo sublime. Ese destino su-

14 Son muchos los excelentes estudios sobre el concepto de lo sublime, por ejemplo, en relación al arte contemporáneo. Entre estos, tal vez uno de los más controvertidos sea el que expone Adorno en su Teoría Estética, lo que allí se sostiene que el concepto de lo sublime no puede aplicarse a la naturaleza sino únicamente al arte.

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El sentimiento de lo sublime y el abismo de lo indeterminado en la estética de Kant

prasensible del sujeto es, desde ya, incognoscible, pero aún así parece sostener la totalidad del edificio crítico trascendental.

Lo sublime se inserta en el espacio del límite, desde allí, sacude en su indeter-minación y –a la vez- habilita el vínculo complejo entre las facultades del alma. Sería importante no perder de vista estas notas en el planteo kantiano e instalar, de una vez y para siempre, la necesidad de volver a la Crítica del Juicio aún en relación a aquellos temas que se suponen no contemplados en ella.

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El populismo en la perspectiva teórica de Ernesto laclau:

reflexión sobre su potencia analítica y normativa

Manuel Cuervo Sola*

En el presente escrito realizamos un breve recorrido por la propuesta laclauiana, intentando señalar las potencialidades heurísticas de esta perspectiva teórica y paralelamente indagar en sus implicaciones político-normativas. Para ello, en un primer momento realizamos el abordaje de las principales categorías que conforman el entramado teórico de esta perspectiva, utilizando como punto de referencia empírica para pensar el alcance de las categorías la experiencia de emergencia del peronismo en la sociedad argentina en el año 1945. Posteriormente, y tomando como base la exposición realizada, intentamos preguntarnos

35-50

Ar

Abstractresumen

Cuadernos del Sur - Filosofía 39, 2010

We intend here a brief account of Laclau’s proposal, pointing the heuristic capabilities of this theoretical perspective, and analyzing at the same time its political and regulatory implications. We firstly deal with the main categories that constitute the theoretical framework of this perspective, taking as an empirical reference the occurrence of the Peronista movement within the Argentinean society during 1945. Afterwords, we question ourselves about the regulations implied by this theoretical approach, and about

*Lic. en Ciencia Política y Administración Pública. Becario de CONICET (INCIHUSA) Doc-torando en Ciencias Sociales (UNCu)

Manuel Cuervo Sola

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por el horizonte normativo implícito en esta perspectiva teórica y sobre la posibilidad de extraer de allí criterios orientativos para una praxis política con sentido emancipatorio.

palabras clave: EmancipaciónNormatividadPolíticaPopulismo

Fecha de recepción:14 de Junio de 2012

Aceptado para su publicación:3 de Septiembre de 2012

the possibility to draw some guiding criteria for a political praxis with an emancipatory sense.

Key words: EmancipationRegulationPoliticsPopulism

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El populismo en la perspectiva teórica de Ernesto Laclau

Ernesto Laclau ha desarrollado a lo largo de las últimas décadas una particular perspectiva teórica sobre los modos en que se producen los procesos de subje-tivación política en tiempos de dispersión y descentramiento del espacio social.

A partir de un distanciamiento respecto de aquellas perspectivas fundaciona-listas que han postulado un centro último de determinación y estructuración de la totalidad social, nuestro autor sostiene que no existe un más allá a partir del cual resultaría posible explicar la sociedad. Según Laclau, la sociedad es el resultado contingente del proceso de articulación política que la instituye, es decir, no es más que un intento siempre fallido de instituir, por medio de una articulación hegemónica, una totalidad homogénea a partir del espacio radicalmente hetero-géneo de lo social. Veámoslo en detalle a continuación.

la lógica de la equivalencia y de la diferencia en la articulación populista.

Inscripto en la tradición crítica del postestructuralismo, Laclau sostiene que una sociedad es un complejo de elementos en el cual las relaciones juegan el rol constitutivo. Para nuestro autor, una identidad social no se define en términos positivos, a partir de determinados atributos previos que le darían consistencia, sino que una identidad es lo que es solo a través de las relaciones diferenciales que exhibe con otros elementos del sistema circundante. Lo que hace, por ejem-plo, que a sea a no es un atributo o característica propio del elemento a. Su ser a descansa simplemente en su no ser b, c, etc. Solo a partir de la posición que ocupa a dentro de un sistema diferencial más amplio podemos distinguir qué es a.

Ahora bien, si una identidad social sólo puede ser percibida en cuanto tal a partir de las relaciones que la misma establece al interior del sistema diferencial en el que se encuentra, entonces, para pensar las identidades sociales resulta necesario determinar ese todo dentro del cual las identidades –en tanto dife-rentes– se constituyen. Nos encontramos aquí con la necesidad de aprehender conceptualmente la totalidad. Para ello, y dentro de la lógica de la argumenta-ción que venimos exponiendo, debemos aprehender en primer lugar sus límites, es decir, debemos distinguir entre la totalidad y aquello que le es diferente: su afuera. Pero aquí se nos presenta un problema, porque si estamos hablando de un todo que abarca todas las diferencias posibles, esa diferencia constitutiva que distingue la totalidad del afuera no puede ser exterior. De aquí se concluye que la única posibilidad de concebir un exterior a la totalidad es que ese exterior se encuentre constituido por algún elemento interior que la totalidad expulsa fuera de sí con el fin de constituirse como totalidad. Esta exclusión, por medio de la cual se instituye el fundamento de la totalidad, es un acto eminentemente político: la decisión de exclusión no puede fundarse en ninguna diferencia a priori, como si se tratase del mero reconocimiento de una cualidad preexistente

Manuel Cuervo Sola

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común a todos los elementos de la totalidad, sino que constituye en sí mismo la decisión política de fundar un sistema diferencial/equivalencial que articula esos elementos. Es decir, es solo a través de ese acto de exclusión, acto político por antonomasia, que la totalidad puede cerrarse sobre sí misma de manera tal que todos sus elementos, aunque diferentes entre sí, resulten equivalentes en su rechazo al elemento excluido. Esto implica que en el acto de constituir el afuera se constituye un adentro que recién luego, y solo como efecto retroactivo, pu-ede ser reconocido como un todo consistente enfrentado a su exterior. (Laclau, 2011:94 y ss.)

Sin embrago, según Laclau, ninguna rearticulación de la totalidad puede pre-tender ser definitiva. Cualquier intento de cerrar una totalidad sobre sí misma re-sulta siempre fallido. Ello se debe a que existe una heterogeneidad insuperable en la sociedad, un exceso que desborda cualquier sistema diferencial-equivalencial que la instituya y que no permite una clausura definitiva de la totalidad sobre sí misma. Para Laclau, permanece siempre presente la posibilidad de que lo hetero-géneo se abra paso en la escena e irrumpa dislocando las identidades y poniendo en crisis la totalidad social. Cuando esa irrupción de lo heterogéneo tiene lugar, se manifiesta bajo la forma de un antagonismo social que tiende a dividir la so-ciedad en dos polos contrapuestos.

Para poner un ejemplo histórico: el conjunto de eventos acaecidos en Argen-tina el 17 de octubre de 1945, cuando las masas trabajadoras salieron a pedir la liberación del hasta entonces Secretario de Trabajo, Coronel Perón, generó una dislocación en la sociedad argentina que quebró las identidades sociales, desar-ticuló la totalidad preexistente y rearticuló esas identidades en torno a nuevos significantes. La torsión que estos eventos introdujeron en la sociedad argentina de esos años fue tan profunda que todas las identidades políticas preexistentes se vieron forzadas a redefinirse en los términos políticos del antagonismo inscripto por la emergencia del peronismo1. A partir de los sucesos de 1945 un conjunto de diversos sectores sociales se identifican masivamente bajo la equivalencia abierta por el peronismo con el significante de justicia social. Este proceso tuvo lugar en un marco de clara confrontación política con un núcleo supuestamente pequeño de “intereses foráneos” que se manifestaban en contra del conjunto de medidas de reparación social que estaba implementando el gobierno por esos años, y que acuñó políticamente bajo el nombre de justicia social. Estos secto-res opositores, que fueron específicamente identificados en el discurso peronista como la oligarquía y la antipatria, ocuparon el lugar del afuera constitutivo que la identidad peronista precisaba para darle solidez a su interioridad.

A través de este doble movimiento de la interpelación populista del peronis-

1 Un detallado estudio de este proceso desde el punto de vista de la Teoría del Discurso Político puede consultarse en Groppo (2009).

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mo, y en virtud del éxito que tuvo en transformarse en el centro de la escena política del momento, el campo social argentino se estructuró durante esos años como el espacio antagónico de confrontación entre dos identidades irreconcili-ables: por un lado, el peronismo, que –articulando un conjunto de demandas sociales que permanecieron insatisfechas durante el régimen precedente, y en abierta confrontación contra las posiciones políticas de lo que denominó la oli-garquía–, estructuró una identidad colectiva que esgrimía la pretensión de ser portadora de la nacionalidad y fiel expresión de la totalidad del pueblo argentino; por otro lado, lo que se llamó en 1945 la Unión Democrática, cuyo elemento aglutinante fue el antiperonismo, y que logró articular un conjunto de identidades políticas de lo más variopintas, que iban desde el conservadurismo oligárquico católico hasta algunas expresiones de la tradición política del marxismo. Justa-mente, es en este segundo polo del antagonismo, y en el hecho de que en él se lograron articular expresiones políticas de tradiciones tan disímiles, en donde se puede percibir más claramente la torsión que la irrupción populista del per-onismo generó en el sistema de identidades diferenciales preexistente.

Llegados a este punto, y volviendo a la teorización laclauiana, podemos decir que la sociedad como totalidad es el resultado siempre precario de una decisión política de exclusión, que se encuentra permanentemente amenazada por la posibilidad de irrupción de aquello que no puede ser reducido a diferen-cia/equivalencia en los términos de la totalidad vigente. Ahora bien, para que dicha totalidad se mantenga estable frente a esta amenaza, es necesario que un significante vacío articule las equivalencias. Es decir, para que las identidades so-ciales instituidas en una totalidad social se reconozcan como partes de la misma no basta con el acto primigenio de exclusión. Es preciso que esa exclusión vaya acompañada paralelamente por la presentación de un significante que ocupe el lugar de representante de la totalidad en oposición al exterior excluido. Se trata de una operación por la cual una diferencia particular del sistema, en un proceso de vaciamiento de aquellos caracteres particulares que la hacen diferente, asume la representación de la totalidad social en oposición a su exterior constitutivo. A esta operación, consistente en que una particularidad ocupe el lugar de lo universal asumiendo la representación de la totalidad social, Laclau la denomina articulación hegemónica (2011:214 y ss.).

Para volver al ejemplo histórico, lo que estamos intentando mostrar es que –según Laclau– la totalidad podrá tomar consistencia, en tanto y en cuanto, cada una de las identidades diferenciales que alberga (p.e. trabajadores, amas de casa, estudiantes, empleados, etc.) se reconozca como parte de una identidad mayor representada por un significante vacío (en el discurso peronista: justicia social, íntimamente vinculada a la noción de patria, nación y pueblo argentino), que hegemoniza el sistema poniéndose en franca oposición al elemento excluido (p.e. antipatria, oligarquía). Es decir, es en ese doble movimiento de articulación y exclusión, que ocurre a un mismo tiempo y en una misma gestualidad política,

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donde reconocemos el carácter hegemónico del discurso peronista.

Hemos mostrado hasta aquí las categorías de análisis de Laclau que permiten comprender los elementos que estructuran una formación social hegemónica. Resulta necesario en este punto de la exposición mostrar con mayor detalle la dinámica del modelo, es decir, especificar las categorías con las cuales explica Laclau la crisis de una totalidad social y el cambio que se produce entre una ar-ticulación hegemónica y la siguiente, ya que es en esta dinámica donde se juega la posibilidad de distinguir entre una articulación hegemónica convencional y una articulación populista.

El punto de partida que toma nuestro autor para analizar la dinámica en una totalidad es la demanda social. La demanda constituye la unidad más elemental en el análisis laclauiano de la institución de lo social.

Para nuestro autor, una demanda social no es, en principio, más que una simple petición o reclamo realizado a las autoridades por alguna cuestión prob-lematizada. Sin embargo, las demandas sociales no permanecen circunscriptas en esta forma primaria. Independientemente de que obtengan una satisfacción total, parcial o nula, según la respuesta que brinde el régimen institucional vi-gente, las demandas se pueden articular de dos formas diversas: como deman-das democráticas o como demandas populares. Con el concepto de demanda democrática Laclau identifica aquellas que son incorporadas diferencialmente al sistema sin posibilitar la conformación de una cadena equivalencial alternativa. Se trata de aquellos casos en los que una demanda resulta articulada de manera aislada a la totalidad social, inscribiéndola como una nueva diferencia al interior del sistema diferencial vigente. Por ejemplo, estaríamos frente a una demanda de tipo democrática cuando una minoría sexual que reclama derechos familiares es atendida por el régimen vigente, accediendo a reconocer estos derechos, pero desde una lógica diferencial. Es decir cuando el régimen inscribe esos derechos como particulares, de un grupo particular de la sociedad, instituyendo una nueva diferencia y cerrando las posibilidades de comunicación con otras problemáticas que podrían ser equivalentes: p.e. otro tipo de problemas que pudieran tener también las familias heterosexuales bajo ese mismo régimen.

Sin embargo, este no es el único modo de circulación de una demanda. Po-dría ocurrir que, por un proceso de acumulación de demandas insatisfechas o que no han sido absorbidas plenamente por el sistema diferencial, vaya abriéndose un abismo cada vez mayor entre el sistema institucional y sectores crecientes de la población. Cuando una situación de estas características tiene lugar, puede ocurrir que, por un proceso de articulación política, una pluralidad de demandas diversas conforme una cadena equivalencial que constituya una identidad social cualitativamente superior a la mera sumatoria de las demandas particulares que resulten articuladas. En este caso, nos encontramos en presencia de una forma

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equivalencial de articulación de las demandas como demandas populares. Esta forma de articulación es, según Laclau, el modo típicamente populista de insti-tución del campo social, que construye, a partir de una pluralidad de demandas, una identidad social nueva bajo el nombre de un pueblo (Laclau, 2011:98-99).

Con lo afirmado hasta aquí, podemos decir que para Laclau existen dos lógicas íntimamente relacionadas que atraviesan y constituyen el espacio so-cial: la lógica de la diferencia y la lógica de la equivalencia. Según cuál de estas lógicas prime en la articulación de las demandas sociales será la forma de con-strucción de lo social que resulte. Cuando prima la lógica de la diferencia en la articulación estamos en presencia de una forma institucionalizada de construc-ción de lo social, que busca incorporar las particularidades sociales de manera aislada al sistema diferencial vigente2. Por el contrario, cuando la primacía se encuentra del lado de la lógica de la equivalencia estamos frente a una forma populista de construcción social; mediante ella se opera una claudicación par-cial de las particularidades, a favor de aquello que todas las particularidades tienen, equivalentemente, en común. Eso que es común a ellas es una diferen-cia que si bien está presente en la totalidad social vigente, resulta necesario expulsar para constituir una nueva totalidad. De allí el carácter eminentemente antagónico del discurso populista que apunta a la división de la sociedad en dos campos (Laclau, 2011:107-108).

Las precondiciones básicas entonces, para la emergencia del fenómeno populista son tres: que se haya producido una articulación equivalencial de de-mandas diversas, que en esa articulación se logre establecer una frontera interna antagónica que divida el campo social en dos y, finalmente, que este proceso alcance la unificación de estas demandas en un sistema estable de significación, en una identidad popular aglutinante.

El horizonte normativo de la propuesta laclauiana

Tal como hemos visto en las páginas precedentes, para Laclau una totalidad social es un sistema diferencial en el cual cada elemento tiene un lugar que está determinado por su posición diferencial respecto de los demás elementos. Según argumentamos, para que una totalidad pueda cerrarse sobre sí misma es preciso que un elemento o diferencia sea excluida y tome el lugar de exterioridad. Esta operación de exclusión hace posible el cierre de la totalidad sobre sí misma y la consiguiente institución de una interioridad de diferencias que cobra sentido a

2 Para Laclau el discurso que corresponde a una totalidad social vigente es siempre institu-cionalista, en la medida que intenta hacer coincidir los límites de la formación discursiva con los límites de la comunidad, incorporando cada particularidad como diferencia (Laclau, 2011:107).

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partir de aquello que las hace equivalentes entre sí: su oposición respecto de la diferencia excluida.

En función de las categorías teóricas hasta aquí expuestas, debemos recon-ocer que encontramos en la propuesta de Laclau una formidable potencialidad heurística para abordar los procesos políticos latinoamericanos. Sin embargo, cuando en el abordaje de un determinado proceso político, además de compren-derlo y explicarlo, pretendemos también justipreciar su potencialidad emanci-patoria, encontramos ciertas dificultades sobre las que quisiéramos reflexionar. Emprender esta tarea implica preguntarse por los aspectos axiológicos de esta perspectiva teórica, es decir, indagar sobre su horizonte normativo.

Para el abordaje de la dimensión normativa en la propuesta laclauiana co-menzaremos especulando sobre las implicancias políticas que alberga la dis-tinción entre diferencia y antagonismo. Sostiene Laclau que no ser b, no es lo mismo que ser no b; en el primer caso hay diferencia, en el segundo, oposición-antagonismo. Según nuestro autor, entre dos diferencias no hay nada antagónico a priori: para que el no ser b de a devenga en ser no b es preciso una operación política por la cual b sea expulsado de la totalidad como exterioridad, instituy-endo de ese modo una relación antagónica entre los términos. Este postulado de la perspectiva laclauiana significa que no hay ningún antagonismo social que sea evidente, natural, a priori. En este sentido entonces, nuestro autor plantea que no resulta sensato sostener que una situación de subordinación entre sectores socia-les (p.e. la relación diferencial que se establece entre capitalistas y trabajadores) implique, por sí misma, contradicción y antagonismo. Solo podría establecerse una correlación directa entre una relación de subordinación y un antagonismo si considerásemos esa relación a priori como ilegítima, es decir, como una rel-ación de opresión. Pero para establecer esa correlación resulta necesario postular el supuesto de una “naturaleza humana” y de un sujeto unificado: si podemos determinar a priori la esencia de un sujeto, toda relación que la niegue se torna automáticamente en una relación de opresión (Mouffe y Laclau, 2010:196). Sin embargo, para Laclau definir esa esencia humana resulta, si no imposible, al menos indeseable. Por esa razón, para que una relación de subordinación resulte ilegítima y derive en un antagonismo social, es necesario el pasaje por una de-cisión política, es decir, por una instancia de contingencia radical que sobrede-termine esa relación de subordinación identificándola como opresiva.

Este punto angular de la perspectiva teórica que estamos abordando tiene algunas derivaciones que pueden resultar controvertidas, ya que en tanto una decisión política no denuncie la ilegitimidad de una situación de subordinación, bautizándola con el nombre de la opresión, no es posible considerar como il-egítima u opresiva esa relación asimétrica. Las relaciones humanas, si no son atravesadas y articuladas políticamente, no son en sí mismas conflictivas y an-

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El populismo en la perspectiva teórica de Ernesto Laclau

tagónicas. Cualquier antagonismo es instituido por la decisión política y, fuera de él, no hay articulación social alguna.

Desde la perspectiva de Laclau, el acto de nombrar no significa una toma de conciencia de algo que ya estaba presente en la situación y que no había sido percibido todavía. En realidad el acto de nombrar instituye retroactivamente ese algo que ahora se ve, tal como si hubiese existido desde antes del momento mismo de la nominación3.

Sin dudas el planteo de Laclau sobre la imposibilidad de acceder a través de un simple acto de intelección, a una naturaleza humana que permitiría identifi-car una relación de subordinación como ilegitima/opresiva a priori constituye un punto de partida válido para el análisis político. Coincidimos con Laclau en que la ilegitimidad de la relación de subordinación emerge a posteriori, a partir de su puesta en cuestión o problematización. Entendemos que adoptar esta perspectiva nos permite tener la prudencia de no hipostasiar los valores de una cultura par-ticular para llevarlos por vía de la metafísica al lugar de valores universales y na-turales. Esta preocupación atraviesa buena parte de los debates contemporáneos sobre la legitimidad política4.

En definitiva, la solución teórica adoptada por Laclau resulta apropiada en lo tocante a la prudencia valorativa que exigen las condiciones postmetafísicas del pensar contemporáneo. Sin embargo, observamos un déficit en su propuesta cuando se trata de identificar criterios de legitimidad o normatividad política. Laclau, tal como lo ha reconocido en numerosas obras, aspira a la transformación de los sistemas sociales en un sentido igualitario (democrático) y libertario (plu-ralista). Sin embargo, la estructura categorial de su propia teoría no provee de

3 Quisiéramos señalar aquí que entendemos que no tienen las mismas implicancias políticas sostener que la ilegitimidad de una relación social asimétrica es un efecto retroactivo de un acto político de nominación –tal como lo hace Laclau–, que sostener –como lo hacen tal vez Enrique Dussel o Franz Hinkelammert– que lo que emerge a posteriori como ilegitimidad no es más que un a priori no visibilizado previamente o no suficientemente identificado para constituir una demanda social. En el primer caso no dejaríamos de estar en presencia del efecto absolutamente contingente y opinable de una correlación de fuerzas social de-terminada. Por el contrario, en la segunda opción, aquello que emerge (la dignidad humana vulnerada por la asimetría que ha sido puesta en cuestión) tiene una consistencia distinta, ya que implica poner en juego las condiciones mismas de posibilidad para que tenga lugar un acto de nominación y confrontación. Resulta interesante preguntarse en este punto cuál es el lugar que ocuparían los derechos humanos en uno y otro argumento.4 Incluso las posiciones del liberalismo político han incorporado esta preocupación, como ocurre por ejemplo con las propuestas teóricas de Habermas y de Rawls que, reconociendo también los peligros de la universalización de valores particulares, intentan, cada uno por caminos diversos, encontrar criterios de legitimidad política fundados en formas consensuales de democracia deliberativa.

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elementos de juicio desde los cuales se puedan establecer criterios para distinguir con claridad cuándo un accionar político puede estar orientándose hacia un hori-zonte político democrático y plural, y cuándo no.

El único criterio que nos ha resultado posible extraer por el momento se en-cuentra relacionado con la exigencia de considerar cualquier totalidad social que analicemos como “no natural” y como un intento de clausura siempre fallido. Judith Butler señaló en el marco de un debate entablado con nuestro autor que la tarea democrática por la que Laclau reclama consistiría en evitar que cualquier universalización dada de un contenido se vuelva definitiva, es decir, impedir que se cierre el horizonte temporal, el horizonte a futuro de la universalización (Butler y Laclau, 2008:414) Se trataría entonces de emprender acciones políticas en-caminadas a articular una diversidad de demandas a una cadena equivalencial populista que quiebre el campo social en dos, poniendo en cuestión las preten-siones universales de la totalidad.

Interrogantes y cierre

Llegados a este punto quisiéramos preguntar sobre las características que dis-tinguirían una cadena equivalencial populista o contra-hegemónica, orientada en un sentido emancipador o democrático, de una orientada en un sentido diverso. Tal como reconoce Laclau a lo largo de su obra La razón populista, el populismo es solo una forma de articulación de demandas y, como tal, no garantiza ningún sen-tido político predeterminado. Por ejemplo, mientras que Mao Tse Tung construyó un populismo arraigado en las masas desposeídas del campo, un movimiento pro-fundamente conservador como el que encarnó Margaret Tatcher en la Inglaterra de los años ’80 también se valió de formas populistas de articulación para emprender su programa de recortes del gasto social, elaborando un discurso que dividió la so-ciedad británica en dos campos contrapuestos: el de quienes “efectivamente” pro-ducían (trabajadores y empresarios) vs. el de los que vivían “a expensas de otros” (quienes vivían de la ayuda social o tenían empleos públicos). Esto nos muestra el amplio espectro ideológico que pueden cubrir las formas de articulación populista y la necesidad de buscar criterios que nos permitan discernirlas.

La única pista que encontramos en nuestro recorrido teórico para responder a la pregunta anterior es la siguiente: al parecer, según pudimos rastrear en algunas obras de Ernesto Laclau, aquello que podría distinguir una cadena equivalencial populista que se articule en un sentido emancipatorio sería el esfuerzo por incluir en su articulación aquello que la totalidad social vigente ha excluido para consti-tuirse. La posibilidad de expansión de un discurso cuyo núcleo de condensación de equivalencias se encuentre implicado en la inclusión de aquellos que han sido excluidos por el régimen instituido, sería el rasgo distintivo de los procesos populistas democratizadores.

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El populismo en la perspectiva teórica de Ernesto Laclau

Ahora bien, en este punto cabe preguntarse por la cuestión del cambio en Laclau. ¿Cuándo podría afirmarse, desde la perspectiva laclauiana, que una es-tructura hegemónica ha cambiado, y cuándo que simplemente se ha rearticula-do, manteniéndose igual? Para que un orden social pueda seguir siendo el mismo es necesario que no cambie el principio de exclusión sobre el que se articula. Un determinado orden social podría incorporar una multiplicidad de elementos heterogéneos como nuevas diferencias del sistema y permanecer, sin embargo, estable. Lo que no podría incorporar de ninguna manera sería aquella diferencia excluida a partir de la cual se ha instituido como totalidad. Si algo así ocurriera, la totalidad perdería su propia identidad y entonces sí podría confirmarse el cam-bio. Ahora bien ¿cómo cerciorarse de este cambio si aún el discurso político más radicalmente contrahegemónico que pueda imaginarse, se construye siempre en los márgenes de la totalidad social, más que en un imposible –puro– afuera? Es decir, ¿cómo reconocer que un discurso contrahegemónico está nombrando el vacío de la situación, si el propio discurso con el que se dice ese vacío debe reconocer, al menos en parte, el régimen de discurso de la totalidad vigente?5

De algún modo, lo que estamos intentando señalar es que la obra de Ernesto Laclau no proporciona elementos suficientes para pensar y orientar las prácticas políticas concretas en un sentido democratizador y emancipatorio. En el recor-rido de la obra de Laclau no aparecen explicitados con suficiente claridad los criterios axiológicos de su propuesta. De ello resulta la impresión general de que se está frente a una estructura de análisis estrictamente formal que renuncia a la discusión teórica sobre los fines que debieran orientar la política.

Antes de cerrar las conclusiones, cabe destacar el trabajo de revalorización del populismo que lleva a cabo Laclau, contraponiéndose a una larga tradición de pensamiento que lo estigmatiza como una expresión política informe y atrasa-da. En este aspecto, su obra constituye un aporte teórico y político valioso para la realidad política latinoamericana. En un momento histórico en que numerosas expresiones políticas populares desbordan los canales típicamente republicanos de expresión política, en diversos puntos de nuestro continente, el arsenal con-ceptual desarrollado por Laclau en torno a la cuestión del populismo resulta fun-damental para analizar y pensar estos procesos.

Finalmente, y a pesar del déficit normativo que hemos señalado, la obra laclauiana nos invita a repensar la actual coyuntura histórica desde coordenadas novedosas, prestando especial atención a la amenaza, siempre presente en las

5 Otra cuestión que podríamos preguntar aquí es si no será para las sociedades contemporá-neas el elemento excluido constitutivo una diferencia económica. Más allá de las insistencias de Laclau en plantear que las sociedades contemporáneas no tienen centro, ¿acaso no po-dríamos pensar en la diferencia económica, en tanto dismetría sobre los modos de acceso de colectivos y regiones a las cadenas de agregación de valor global, aquello que permanece excluido, vedado al debate público, y actuando finalmente como centro?

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secuencias políticas populistas, de que el proceso de inclusión se interrumpa y la lógica de la diferencia, y su concomitante exclusión política, vuelvan a dominar la escena.

Bibliografía

Butler, Judith. y Laclau, Ernesto (2008), “Los usos de la igualdad” en Critchley, Simon y Marchart, Oliver (comp.), Laclau. Aproximaciones críticas a su obra, Bue-nos Aires, FCE.

Groppo, Alejandro (2009), Los dos príncipes: Juan D. Perón y Getulio Vargas. Un estudio comparado del populismo latinoamericano, Villa María, Eduvim.

Laclau, Ernesto (2011), La razón populista. Buenos Aires, FCE.

Marchart, Oliver (2009), El pensamiento político posfundacional. La diferencia política en Nancy, Lefort, Badiou y Laclau. Buenos Aires, FCE.

Mouffe, Chantal y Laclau, Ernesto (2010), Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, Buenos Aires, FCE, 2010.

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la crítica de Hegel a Kant: elementos para una revisión

contemporánea de la cuestión Sittlichkeit - Moralität

Silvana de Robles*

Las tradiciones de la Sittlichkeit hege-liana y la Moralität kantiana son pre-sentadas, por lo general, como radical-mente enfrentadas. Esto se debe a que el carácter formal y abstracto de esta última significa, para Hegel, la más ab-soluta pérdida del carácter sustancial del “mundo ético” real. No obstante, tras un recorrido que indaga las gen-uinas razones de tal interpretación, se intentará mostrar aquí de qué manera la filosofía práctica contemporánea se resiste a entenderlas como mutua-mente excluyentes, siendo la notoria influencia de ambas tradiciones en la obra central de la filosofía política de John Rawls uno de los más contun-dentes ejemplos de este estado de la

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Ar

Abstractresumen

Cuadernos del Sur - Filosofía 39, 2010

The Hegelian Sittlichkeit and Kantian Moralität traditions are generally seen as radically opposed. This is due to that the formal and abstract nature of the latter meant for Hegel a loss of the substantial character of the real “ethi-cal world”. Nevertheless, after an in-quiry on the genuine reasons for that interpretation we will try to show how contemporary practical philosophy is reluctant to see them as mutually exclusive. Both traditions are particu-larly influential on the main work of the political philosophy of John Rawls, a striking example of the state of this question. Being a self-proclaimed fol-lower of Kant’s intentions, Rawls him-self took elements from both models

* Instituto Juan XXIII-Universidad del Salvador. Correo electrónico: [email protected]

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cuestión. En efecto, ello da muestras claras de que, aun siendo este último un autoproclamado continuador de las intenciones kantianas, ha debido asumir elementos de ambos modelos de pensamiento práctico a fin de abor-dar con éxito en su propia teoría la profunda complejidad del fenómeno ético-político contemporáneo.

palabras clave: Sittlichkeit Moralität Reconstrucción normativa

Fecha de recepción:13 de Septiembre de 2011

Aceptado para su publicación:28 de Noviembre de 2011

of practical thought in order to address successfully in his own theory the deep complexities of the contempo-rary ethical-political issue.

Key-words: Sittlichkeit Moralität Normative reconstruction

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La crítica de Hegel a Kant

Es, quizás, una de las más célebres consideraciones en torno al legado de la filosofía práctica moderna la asunción de que la noción hegeliana de Sittlich-keit representa una instancia clave en el cuestionamiento del carácter formal y abstracto con el que la Moralität kantiana quedaría configurada. Lo habitual ha sido desde entonces entender ambos modelos de pensamiento práctico como representantes característicos de dos maneras irreconciliables de entender el fenómeno moral. Sin embargo, se defenderá aquí la idea de que, por el contrario, es posible hallar en ellos –aun en sus propios términos– elementos capaces de superar un planteamiento tan aporético de la cuestión. En este sentido, se espera que la interpretación aquí sostenida se vea fortalecida por el reconocimiento de esta irreductible doble influencia en algunos importantes tópicos de la Teoría de la Justicia, obra fundacional de la filosofía política de John Rawls.

Para hacer esto posible, el artículo constará de tres apartados. En primer lugar, un recorrido básico por los momentos centrales de la célebre crítica de Hegel a Kant. En segundo término, una instancia que espera mostrar cómo la supuesta oposición entre ambos esquemas de pensamiento no tiene el carácter de excluy-ente que el propio Hegel le otorgaría. Y, finalmente –a modo de confirmación contemporánea de esta interpretación– un tercer apartado recorrerá algunos de los tópicos de influencia hegeliana que se suman a la mucho más reconocida herencia kantiana en la obra de Rawls mencionada. Esto, en el intento de hacer visible las razones que alientan la expectativa de una posible superación de los términos dicotómicos en los que, hasta ahora, ha venido siendo planteada la cuestión.

la crítica de Hegel a Kant

Un comienzo obligado para este análisis es la clarificación realizada por el propio Hegel acerca de que, aun cuando los términos “Moralität” y “Sittlichkeit” corrientemente son utilizados en su lengua como sinónimos, él los considerará con un sentido esencialmente diferente, dado que, a su juicio, en tanto el lengua-je kantiano recurre con preferencia al primero, los principios prácticos de aquella filosofía hacen imposible el punto de vista del segundo, al que incluso, piensa Hegel, “atacan” expresamente (Hegel, 1975:67). Así, para expresar la diferencia tan importante que establece el filósofo entre los términos Moralität y Sittlichkeit es posible adoptar convencionalmente las expresiones “moralidad” y “mundo ético” o “eticidad”, en donde la palabra “ético” tiene la ventaja de vincularse etimológicamente con el vocablo griego “éthos”, que significa “costumbre”, uso que Hegel asume que tiene su equivalente en el término alemán “Sitte”. Por su parte, el concepto de “moralidad” está vinculado a la voz latina “mores”, pero con ella Hegel quiere significar que la Moralidad en sentido kantiano es solo un momento y no el todo de la vida ética; ella corresponderá en su esquema al esta-

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dio de la reflexión subjetiva, situándose “entre la vida inmediata de un pueblo y la organización objetiva de la sociedad y del Estado” (Hyppolite, 1970:19).

Una vez dejado esto en claro, entonces, es posible afirmar que Hegel coincide en principio con Kant en que la verdadera “conciencia moral” es la disposición a “quererlo en sí y por sí bueno”. Sin embargo, difiere radicalmente de él en cuanto a que esto significa, en rigor, la necesidad de contar con “principios firmes” que sean para la conciencia “determinaciones objetivas por sí y deberes” (Hegel, 1975:168). La conciencia es, ciertamente, algo sagrado, pero si lo que el individuo “considera bueno es en realidad, bueno, sólo puede saberse examinando el contenido de lo que pretende ser bueno”. De no ser así, se trata, para él, de una “retórica acerca del deber por el deber mismo”, de una virtud para la que la “abstracción carente de esencia es la esencia” y, en definitiva, de una vida moral para la que los fines ideales son “como palabras vacuas que elevan el corazón y dejan la razón vacía, que son edificantes pero no edifican nada” (Hegel, 1966: 229).

Por el contrario, es claro para Hegel que la conciencia moral desea “verse realizada ella misma”, lo que significa transitar desde aquella “concepción moral del mundo” establecida por Kant, hacia la dimensión concreta y viviente que constituye la verdadera sustancia ética del obrar humano. Pero para ello es nece-sario conocer cuáles son los contenidos que habrán de ser efectivizados, dado que “si se parte de la determinación del deber como falta de contradicción o concordancia formal consigo mismo, que no es otra cosa que el establecimiento de la indeterminación abstracta, no se puede pasar a la determinación de deberes particulares”. Así, solo si “se admite y supone que la propiedad y la vida humana deben existir y ser respetadas, entonces cometer un robo o un asesinato es una contradicción”; de otro modo, el criterio de que “no debe haber contradicción no produce nada, porque allí donde no hay nada tampoco puede haber contradic-ción” (Hegel, 1975:166-167)1.

Por lo que es en este contexto del análisis de Hegel en el que el concepto de “eticidad” (Sittlichkeit) es presentado como el nivel de la “libertad concreta” por el que se produce la Aufhebung conceptual entre el “derecho formal o abstracto” (das abstrakte Recht) –deberes y derechos jurídicos– y la “moralidad” (Moralität) -para Hegel, propósitos e intenciones morales-. Así, entre la universalidad obje-

1 Como es sabido, Hegel se refiere, concretamente, al recurso kantiano de la no-contradicción en el proceso de selección de máximas susceptibles de ser universalizadas, convirtiéndose así en leyes morales. El ejemplo característico de este criterio fundacional en Kant es el de la “falsa promesa”, según el cual una promesa falsa es imposible de ser universalizada sin contradicción dado que, de hacerlo, todos sabrían que está permitido mentir de esa manera y ya nadie creería en tales promesas. La máxima, entonces, “se destruye a sí misma”. Este criterio se analiza en detalle en el segundo apartado, como parte sustancial de la argumentación que aquí se lleva adelante.

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La crítica de Hegel a Kant

tiva de la ley y la particularidad subjetiva de los preceptos e intenciones se da una tensión que el individuo percibe como obligación, como deber ser; pero es solo en la eticidad que se alcanza un “contenido fijo que es por sí necesario y una existencia que se eleva por encima de la opinión subjetiva y del capricho: las instituciones y leyes existentes en sí y por sí” (Hegel, 1975:195). Evidente-mente, se vislumbra ya, aquí, lo que ocurrirá más adelante cuando sea analizada la posición de John Rawls respecto de la importancia central de las instituciones vigentes, solo a partir de las cuales será factible dar cumplimiento al anhelo kan-tiano de dar el paso –en términos contemporáneos– de lo “convencional” a lo “posconvencional”.

Volviendo entonces al esquema hegeliano, las diferencias con Kant parecen ahondarse aún más en la medida en que el concepto de Sittlichkeit evoluciona, a su vez, en tres momentos dialécticos en los que, en primer lugar, esta realiza el tránsito desde la “familia” -entendida como “la sustancialidad inmediata del espíritu” que “se determina por su unidad sentida, el amor” (Hegel, 1975:205) – hacia la esfera de la “sociedad civil” (bürgerliche Gessellschaft), cuya configu-ración desintegra, por el contrario, a juicio de Hegel, aquella unidad sustancial básica (Hegel, 1975:204). Pero ello significa entonces que en esta dimensión social la persona concreta “es para sí un fin particular, en cuanto totalidad de necesidades” aun cuando “está en relación con otra particularidad, de manera que sólo se hace valer y se satisface por medio de la otra…”. De este modo, “en la sociedad civil cada uno es fin para sí mismo y todos los demás no son nada para él. Pero sin relación con los demás no puede alcanzar sus fines; los otros son, por lo tanto, medios para el fin de un individuo particular”(Hegel, 1975:227).

Por eso es que, para Hegel, cuando el modo de interacción propio de la sociedad civil es trasladado al tercer momento dialéctico de la Sittlichkeit, es decir, al “Estado” (der Staat), la expansión de esta esfera de la vida social significa para él la desaparición de la asociación política como tal. Se produce con ello la oclusión de lo político por lo social, y aquel ámbito se transforma en un pseu-doespacio público en el que los sujetos se comportan solo como propietarios y consumidores. Esto significa, en suma, que “el interés del individuo en cuanto tal se ha transformado en el fin último” (Hegel, 1975:284), en tanto, por el contrario, es necesario reconocer que “la unión como tal es ella misma el fin y el contenido verdadero”.

De allí que el filósofo presente su propio concepto de Estado como “fin y realidad de la universalidad sustancial y de la vida pública consagrada a ella” (Hegel, 1975:204), volviéndose para él inadmisible como fundamento de su ori-gen la doctrina del contrato social, en la que la gestación del Estado depende del “arbitrio” de los individuos. Para Hegel, en cambio, la intromisión de tales relaciones de propiedad privada en las cuestiones del Estado es la que provoca las mayores confusiones en el derecho público y en la realidad (Hegel, 1975:109-

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110). Por lo que -como se verá más adelante-, Rawls procurará también superar esta visión del contrato social como mero articulador de intereses individuales para pasar a concebirlo como un acuerdo muy peculiar, en el que los hipotéticos contratantes se someten a estrictas restricciones cognitivas acerca de sí mismos a fin de establecer reglas verdaderamente justas para todos.

Pero sería en la actualidad Charles Taylor quien observara con agudeza que, en este sentido, se da en Hegel un claro distanciamiento respecto de lo que es hoy caracterizado como la “teoría causal de la acción”, según la cual se acepta como un hecho la capacidad de los sujetos para dar inicio a comportamientos solo como resultado de elecciones conscientes individuales. Tales maneras de ac-tuar tienen su origen, según este modelo, en deseos e intenciones particulares, de modo que los comportamientos colectivos son entendidos simplemente como el resultado de la totalidad de las acciones convergentes de tales individuos (Taylor, 2005:98-118).

Por el contrario, Hegel se distancia de esta posición al afirmar que, en la eticidad, lo “universal” deja de ser, como en aquel moralismo, un “ser en sí” ab-stracto, y se convierte en un “ser para otro”. Como tal, lo universal no ha desapa-recido, sino que ha adquirido un nuevo significado que es el del “reconocimiento de la acción por parte de las otras individualidades” (Hegel, 1966:373). Por lo que, desde esta óptica, tal reconocimiento amplía la noción de “particularidad” humana haciendo que la autoconciencia sólo exista por mediación de las demás, que son quienes contribuyen a la “convicción del deber” (Hegel, 1966:373).

Hegel llega así al convencimiento de que la “buena conciencia” (Gewissen) que él promueve es claramente diferenciable de la “conciencia honrada” (Be-wusstsein) de Kant, ya que aquélla constituye el “alma bella” que ha encontrado la forma de reunificar -gracias a la aceptación de sus sentimientos- la concep-ción rígida del deber con la inclinación espontánea de la naturaleza (Hegel, 1966:384). Aunque, para ser capaz de constituirse como conciencia objetiva, el “alma bella” debe formar parte de una comunidad en la que lo que cuenta no es tanto la acción en cuanto tal como la seguridad que cada cual da a los demás de la pureza de sus intenciones (Hegel, 1966:382; Taylor, 2005: 99-111). En suma, Hegel pretende significar con esto que el Estado de una sociedad dada encarna y da expresión a una cierta “autocomprensión” del agente y su comunidad, muy diferente del mero modus vivendi al que, a su juicio, conducen el modelo de la Moralität kantiana, juntamente con la teoría clásica del contrato social.

Por lo que –continuando con la interpretación de Taylor– Hegel está dando muestras aquí de estar vinculado a lo que, frente a la “teoría causal de la ac-ción”, es caracterizado ahora como la “teoría cualitativa de la acción”, según la cual las conductas humanas están imbuidas por las finalidades que las dirigen de tal modo que estas no son ontológicamente separables de aquéllas. Más aún,

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La crítica de Hegel a Kant

una acción puede ser, en su inicio, totalmente irreflexiva; puede tratarse de algo realizado sin plena conciencia, siendo esta el objetivo a alcanzar. Desde esta óptica, entonces, el sujeto y todas sus funciones están ineludiblemente “encar-nadas” dado que éste es, en primer lugar, un “animal racional”, un ser viviente que piensa, y, en segundo término, un ser “expresivo” para el que el pensar se da siempre y necesariamente en un determinado medio, como manifestación de todo un proceso vital.

Pero esto significa, en definitiva, para Hegel, que la acción no corresponde en último término exclusivamente a los individuos, sino que hay acciones cuya matriz es irreductiblemente colectiva. El “agente” puede ser también, en cierta forma, la comunidad dado que es en ella que la actividad alcanza nociones de sí cada vez más adecuadas a través de conceptos y símbolos, pero también por la mediación de instituciones y prácticas comunes, entendidas en este contexto como formas de acción transindividual. Por lo que cabe adelantar aquí que, una vez más, este aspecto de la interpretación de Hegel tendrá importantes implican-cias en la teoría ético-política de Rawls.

Lo cierto es que resulta inevitable afirmar aquí que Hegel se muestra, en ver-dad, mucho más cercano al modelo aristotélico de comunidad ético-política que a la interpretación kantiana, en la medida en que insiste en que los hombres “más sabios” de la antigüedad han sabido formular “la máxima de que la sabiduría y la virtud consisten en vivir de acuerdo con las costumbres de su pueblo” (Hegel, 1966:211). Así, solo “en una comunidad ética es fácil señalar qué debe hacer el hombre y cuáles son los deberes que debe cumplir para ser virtuoso. No tiene que hacer otra cosa que lo que es conocido, señalado y prescrito por las circunstan-cias” (Hegel, 1975: 199), logrando que el hábito ético se convierta en una “se-gunda naturaleza” que ocupe el lugar de la primera voluntad meramente natural.

Hacia una posibilidad de superación de la dicotomía Sittlichkeit-Moralität en los propios términos de Hegel y Kant

Ahora bien, aun cuando de lo analizado se desprende una evidente diver-gencia en numerosos aspectos de ambos modelos de pensamiento ético-político, es posible entender, al mismo tiempo, que la prefiguración hegeliana de la dis-tinción entre “sociedad” (Gessellschaft) y “comunidad” (Gemeinschaft)2 -delin-eada en torno de los conceptos de “sociedad civil” y “Estado”- puede convertirse también en un punto de partida central en orden a clarificar hasta dónde llega, efectivamente, la supuesta oposición que caracterizaría a estos dos modelos en sentido amplio.

2 Difundida particularmente como tal a partir de la obra de Tönnies (1912).

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En efecto, es cierto que la idea de “sociedad civil” de Hegel es entendida en la actualidad como la conceptualización plena de la idea de “sociedad”, concebida como “aquellas esferas de socialización en donde los sujetos concuerdan en con-sideraciones racionales ajustadas a fines, con el objeto de obtener la recíproca maximización del provecho individual” (Honneth, 1999:10). A diferencia de esto, el “Estado” del sistema hegeliano –entendido a la manera de la koinonía aristo-télica, como unidad que posee un télos inmanente– caracterizaría plenamente la idea de “comunidad” asumida como aquella “forma de socialización en la que los sujetos, en razón de su procedencia común, proximidad local, o convicciones axiológicas compartidas, han logrado un grado tal de consenso implícito que lle-gan a sintonizar en los criterios de apreciación” (Ídem). No obstante, esta última caracterización ha mantenido abierto el interrogante acerca de cómo interpretar nociones tales como “criterios (comunes) de apreciación” o, más aún, la propia idea hegeliana de que “la unión como tal es ella misma el fin”.

Tal interrogante logra clarificarse, sin embargo, en la medida en que es recon-ocido el hecho de que tanto la “primacía de la actividad del grupo” como la “formación de lazos positivos” entre sus miembros no tiene por qué significar necesariamente la existencia de un “sujeto social” o de un “organismo moral” munido de una única Weltanschauung asumida colectivamente. Por el contrario, de aceptarse como central la existencia de un “bien de comunidad”, este debe poder coexistir con la constatación de que la tendencia evolutiva de la vida social moderna –tal como también lo entendiera Hegel– ha ido orientándose consis-tentemente hacia una cada vez mayor particularización de las valoraciones y los objetivos de vida (Honneth, 1999:9). En este sentido, como es sabido, el Hegel maduro llegaría al crucial reconocimiento de que el Estado moderno no puede ser ya concebido de acuerdo con el modelo del Estado antiguo3.

Por lo que parte fundamental de tal transición quedaría reflejada en el con-texto de su propio concepto de “derecho abstracto”, en este caso a través de la noción normativa de “persona” (Hegel, 1975: 71). Es decir que, aunque se trata todavía de un ser “finito” y “perfectamente determinado”, el sujeto se tiene como yo abstracto en todos los aspectos, por lo que se ve a sí mismo “como in-finito, universal y libre”. En otras palabras, Hegel asegura aquí que tal capacidad para la abstracción da a cada persona acceso a la dimensión jurídica y, con ella,

3 En efecto, mientras que para el joven Hegel la libertad no era todavía el “libre arbitro” del individuo, sino más bien la relación armoniosa entre el individuo y la ciudad -es decir, mientras que el ciudadano antiguo era libre precisamente porque no oponía la libertad privada a la pública y pertenecía por completo a la polis-, con posterioridad acepta Hegel que tal relación se ve profundamente modificada en el Estado moderno, en gran parte debido a que el cristianismo y el derecho romano dejarán instaladas las verdaderas raíces del “individualismo moderno” a través del principio de la “subjetividad del ser por sí”. (Hegel, 1975:230).

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La crítica de Hegel a Kant

a la posibilidad de conceptualizar el fundamento del derecho abstracto, cuyo precepto señala: “sé una persona y respeta a los demás como persona” (Hegel, 1975:72). De modo que ser capaz de concebir “leyes y principios pensados, es decir, universales” es lo que le posibilita su actuar en el mundo conforme a ellos (Hegel, 1975:284). Sin embargo, dado que en el derecho formal no se atienden los intereses particulares, como tampoco las causas personales que determinan a cada voluntad respecto de la acción concreta, el derecho abstracto significa “sólo un permiso o una autorización”; se limita a algo negativo: “no lesionar la personalidad y lo que de ella se sigue. Solo hay, por tanto, prohibiciones jurídi-cas” (Hegel, 1975:73).

Pero, al mismo tiempo, Hegel admite también que “el yo es igualmente el tránsito de la indeterminación indiferenciada a la diferenciación, al determinar y poner una determinación en la forma de un contenido y un objeto” (Hegel, 1975:42). Este segundo momento de la “determinación” es, entonces, “al igual que el primero, negatividad y eliminación: es la eliminación de la primera nega-tividad abstracta” (Hegel, 1975: 43). Lo que significa, en concreto, que “al cumplir con su deber el individuo debe encontrar al mismo tiempo de alguna manera su propio interés, su satisfacción y su provecho, y de su situación en el Estado debe nacer el derecho de que la cosa pública devenga su propia cosa particular” (Hegel, 1975:294). La moderna noción de “persona libre” involucra entonces no solo la capacidad de seguir reglas y elegir entre unas determinadas opciones de hecho sino, fundamentalmente, la de proponerse objetivos personales.

De manera que es posible afirmar que -acercándose en esto a Kant- Hegel se distancia aquí, claramente, de la concepción de los Estados antiguos en los que “el fin subjetivo era directamente uno con el querer del Estado”, dado que el propósito de vida del sujeto moderno –afirma– le es dado por sí mismo, es el producto de su propia decisión; y esto constituye la marca distintiva de la modernidad en la que el individuo reclama “una opinión, un querer y una con-ciencia propios” (Hegel, 1975:295). Hegel está refiriéndose, así, en este caso, a la capacidad para la “autodeterminación”, entendida como la potencialidad del ser humano para dar forma y expresión a unos objetivos de vida personales. Por lo que, en sus propios términos, se da aquí un punto de contacto con la interpre-tación kantiana en torno al sujeto político a partir de la modernidad y, con ello, un acercamiento central entre ambas posiciones, especialmente en el sentido del reconocimiento, por parte de Hegel, de que Estado moderno tiene cruciales diferencias con el Estado antiguo, con todo lo que ello implica.

Ahora bien, es posible observar que –tal como se vio en el primer apartado– para Hegel, el mayor motivo de crítica a Kant es lo que aquél interpreta como la elaboración “formal y abstracta” de este, “vacía” de contenidos sustanciales. Sin embargo, cabe ahora sostener en favor de Kant que esto no tiene por qué ser entendido de este modo. En efecto, es posible afirmar aquí que, aun sin decirlo en

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términos explícitos, Kant reconocería claramente, ya en su momento, la centrali-dad de aquel horizonte normativo de partida al que Hegel más tarde aludirá con insistencia. Esto no es otra cosa que aquello a lo que Kant se refiere en términos del “conocimiento moral vulgar de la razón” sobre el que el agente se encuentra situado, y que puede ser asumido en definitiva, como el mundo ético, corpo-reizado en la Sittlichkeit hegeliana.

No obstante, es evidente también que el objetivo de Kant estaría puesto en lo que él concibió como la necesaria transición hacia el “conocimiento filosófico”4 de tal orden normativo básico, en el sentido de la capacidad humana de som-eterlo a examen a la luz de la razón. De allí que Kant fuera plenamente consci-ente de que la aplicación del principio a la máxima nada añadiría a su “materia” o “contenido”, porque éste viene ya dado por las costumbres establecidas por el contexto del que el sujeto forma parte.

Así, su expectativa estaría dada, más específicamente, por la posibilidad de que dicho examen permitiera elaborar un juicio ético sobre ellas. Y es en este sentido que se interroga retóricamente Kant: “Por consiguiente, ¿no sería lo me-jor atenerse en las cuestiones morales al juicio de la razón vulgar y, a lo sumo, emplear la filosofía sólo para exponer más cómodamente, en forma completa y fácil de comprender, el sistema de las costumbres y las reglas de las mismas para el uso (…)?”A lo que inmediatamente se responde que esto no es posible porque cuando la razón ordena preceptos surge una “dialéctica natural”, esto es, una tendencia a discutirlos, a poner en duda su validez, y a acomodarlos en lo posible a deseos e inclinaciones, “algo que en última instancia la misma razón práctica vulgar no puede aprobar” (Kant, 1998:40-41). Por lo que, en rigor, más que “va-ciar” de contenidos a la vida moral, su intención habría sido la de examinarlos racionalmente a fin de fortalecer la disposición a su cumplimiento o admitir la necesidad de su puesta en cuestión.

En tal sentido, puede resultar significativo retomar aquí el célebre ejemplo de Kant acerca del préstamo que a alguien le fuera confiado (Kant, 1998:64-65). Señala al respecto Jean Hyppolite que Hegel lo interpreta del siguiente modo: «Quiero saber si debo devolverlo (…). Si no lo devuelvo, destruyo la idea del depósito o, para expresar las cosas de una manera más general, la idea de propie-dad. La determinación de la propiedad me da, en efecto, la siguiente tautología: “La propiedad es la propiedad, y la propiedad de otro es la propiedad de otro”».

Pero, pregunta Hegel, qué contradicción habría si no hubiera ninguna propie-dad. “Con igual razón podría decirse: ‘La no propiedad es la no propiedad’. Si se quiere saber si la propiedad debe existir es necesario no permanecer en esta

4 Tal es, como es sabido, el título de la primera parte de su Fundamentación: “Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón al conocimiento filosófico” (Kant, 1998:25).

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determinación abstracta” (Hyppolite, 1970:85). En otras palabras, para Hegel, la “propiedad” en cuestión solo tiene sentido dentro de un conjunto “histórico y humano”, porque de lo contrario se comete un “paralogismo”: en tanto debe poder erigirse la máxima de la acción en ley universal, la universalidad resultante es puramente formal debido a que es posible aplicarla tanto a una determinación como a la determinación contraria, haciendo que el principio de la moralidad sea, igualmente, el principio de la inmoralidad (Hyppolite, 1970:84).

Sin embargo, es necesario aceptar aquí que Kant es consciente de que su punto de partida es el conjunto “histórico y humano” de las costumbres de la sociedad de su tiempo, las que en este caso indican que, efectivamente, existe la propiedad. Pero entonces, el recurso de la “no-contradicción” no se propone en absoluto determinar qué acciones son contradictorias con las costumbres es-tablecidas, en tanto indicio clave de que, por ello, serían “incorrectas” –lo cual tendría un claro sesgo conservador–, sino detectar la posible contradicción en la máxima que el propio agente se propone adoptar en el contexto de tal vida ética en cuestión.

Es decir, la exigencia kantiana de no-contradicción en la máxima del agente significa, más precisamente, la intención del sujeto autónomo surgido en la modernidad de establecer interacciones justas con los demás miembros de la sociedad, entendido esto como el carácter definitorio del sentido moderno de “moralidad”. Se da aquí, ciertamente, un distanciamiento de la idea tradicional de mores entendida como el conjunto de normas meramente vigentes –en el sentido clásico de mores institutaque maiorum– que no tendría en cuenta to-davía, plenamente, la cuestión de la licitud o ilicitud de estas normas en función de algún criterio posible de evaluación (Guariglia, 1996:13). Esto sí ocurre, en cambio, con el ejemplo del depósito –que no es más que una variante del de la “falsa promesa”– en el que Kant da las razones por las que rechaza una máxima tal tras intentar universalizarla:

Enseguida veo que nunca puede valer como ley natural universal ni concor-dar consigo misma sino que tiene que ser necesariamente contradictoria porque la universalidad de una ley que diga que quien crea estar en apuros puede prom-eter lo que se le ocurra proponiéndose no cumplirlo haría imposible la promesa misma y el fin que puede obtenerse con ella, ya que nadie creería que recibe una promesa y todos se reirían de tales expresiones como de un vano engaño (Kant, 1998:64-65).

En este sentido, también Jürgen Habermas afirmaría en la actualidad que Kant no se expone a la objeción de que, a causa de la definición formal o pro-cedimental del principio moral, solo consiga formular “enunciados tautológicos”, pues estos principios exigen no solo –como Hegel en su momento supuso– con-sistencia lógica o semántica, sino la aplicación de un “punto de vista moral”

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a unos contenidos sustanciales preexistentes en el “mundo de la vida”. Dice Habermas al respecto:

No se trata de la forma gramatical de enunciados normativos universales, sino de si todos podemos querer que una norma en tela de juicio pueda cobrar obligatoriedad general (fuerza de ley). Los contenidos que se someten a examen a la luz del principio moral no vienen generados por los filósofos, sino por la vida. Los conflictos de acción que han de juzgarse moralmente y resolverse en términos consensuales brotan de la práctica comunicativa cotidiana, son algo con lo que la razón examinadora de máximas se encuentra ahí ya, no algo que inventen los filósofos (Habermas, 2003:115-116).

Por lo que, tal como es contemporáneamente entendido, Kant se habría va-lido, para realizar esta tarea, de dos criterios capaces de orientar al agente en tal clarificación. En primer lugar, el de la coherencia, en la medida en que la fórmula del imperativo contribuye a detectar aquellas máximas que no pueden ser uni-versalizadas debido a su carácter “parasitario” (Hospers, 1979:404-405); es decir, aquellas que solo son posibles para el agente en tanto los otros sujetos no actúen del mismo modo. De convertirse en ley universal, en cambio, tales máximas re-sultan imposibles de ser puestas en práctica, cuadro de situación que se traduce en la afirmación acerca de que ellas se “destruyen” a sí mismas (Kant, 1998:39). Tal es el caso de la “falsa promesa”: mentir, al pretender ser universalizado, im-pide el propio acto de mentir. O, dicho en otros términos, se necesita un contexto veraz para que la mentira funcione.

Pero no menos importante es el segundo criterio adoptado implícitamente por Kant, esto es, el de la reversibilidad, según el cual su imperativo categórico prohíbe las máximas imposibles de universalizar debido a que el agente mismo no querrá optar por hacerlo una vez que considere atentamente lo que supone tal universalización. No es difícil ver que el agente que examina su máxima se encuentra, por definición, en el extremo activo de la acción; pero al llevarla al nivel de la universalización advierte que, en ciertos casos, tendrá que estar en el extremo pasivo de tal interacción y, por consiguiente, no consentirá reglas que vayan contra sí mismo cuando se inviertan los roles (Cfr. Hospers, 1979:407 y ss.).

Dicho en otros términos, Kant intenta evitar aquí que el agente incurra en un “absurdo moral”, ya que así como en el terreno teórico constituye un absurdo contradecir lo que se viene manteniendo desde el comienzo de la argumenta-ción, en el mundo moral constituye una “injusticia” o un “agravio” la acción de invalidar hacia otros lo que el agente moral asume como el trato “correcto” hacia sí mismo. Por lo que un criterio tal -que indica evitar esgrimir la propia excepcio-

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nalidad frente a los demás- sirve, al menos en grandes rasgos, para distinguir un código “moral” de uno “amoral” (Cfr. Körner, 1981:126).

Visto de este modo, entonces, toda vez que el agente se plantea la pregunta acerca de si, en circunstancias similares, otras personas podrían realizar o no el mismo acto en cuestión, más que resultados en sentido “lógico”, se los obtiene en sentido “psicológico” ya que la posible “injusticia” de la acción es más clara-mente advertida cuando se evalúan los actos ajenos, sin estar de por medio los argumentos con los que el agente suele autojustificarse. Es posible, así, llegar más fácilmente a la conclusión de que tal acto es un acto injusto y, de allí, que también lo sería en el caso propio. En suma, la convicción de Kant es que solo de tal ejercicio, estimulado en forma consistente a través de la educación, proviene la capacidad ética básica para ejercer la imparcialidad; capacidad que resulta central también a la hora de establecer interacciones transcontextuales justas, más allá de los límites de la propia comunidad.

De modo que esto en absoluto significa negar la base “sustancial” sobre la que se realiza tal procedimiento. Más aún, el postulado introducido por Kant acerca del carácter de “fin en sí mismo” atribuible a todo ser humano –que es lo que el filósofo tiene en mente cuando propone tratar a los demás como “iguales morales” y, de allí, evitar la propia excepcionalidad–, es concebido aquí como “el más significativo elemento de la experiencia moral de nuestra cultura tal como lo encontramos expresado no solo en los juicios morales de sentido común, sino en las innumerables obras de arte y manifestaciones de creencias religiosas” (Körner, 1981:131).

Por lo que, en efecto, esto permite afirmar que también desde la óptica de la Moralität kantiana resulta indiscutible que la base moral de una comunidad constituye el horizonte normativo a partir del cual habrá de efectivizarse cual-quier procedimiento de justificación. Sin embargo, esto no es interpretado ya en el sentido de que resulte ser ella misma el criterio último posible a cuya luz habrá de ser valorada. Así, al menos, lo interpreta el propio Kant para quien “(...) la razón humana vulgar se ve impulsada, no por alguna necesidad de especulación (…) sino por motivos prácticos, a salir de su círculo y dar un paso en el campo de una filosofía práctica, para recibir aquí enseñanza y clara advertencia acerca del origen de su principio (...)”. O, en otros términos, “en la razón práctica vulgar, cuando se cultiva, se va construyendo entonces una dialéctica invertida, que la obliga a pedirle ayuda a la filosofía, del mismo modo que sucede con la razón en el uso teórico (...)” (Kant, 1998:41-42).

Es decir que, así como Hegel nos ofrece, en sus propios términos, un acer-camiento al enfoque kantiano en cuanto al reconocimiento de la gran diferencia existente entre la concepción del Estado moderno y el antiguo, al tiempo que también llega distinguir las dos capacidades esenciales del sujeto político que tal

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Estado genera, con todo lo que ello implica, se vio aquí que, por parte de Kant, es posible valorar –más de lo que Hegel admitiría– su reconocimiento, al menos implícito, del orden normativo básico de una sociedad dada como punto de par-tida indiscutido para la “reconstrucción normativa” que él mismo propone. Están dados, entonces, los elementos centrales para que autores posteriores, como es el caso de John Rawls -que será abordado aquí solo en algunos aspectos muy ge-nerales-, se nutran de ambos legados, enriqueciéndose con aquellas diferencias que, sin embargo, resultan compatibles.

Influencia hegeliana en algunos tópicos importantes de la Teoría de la Justicia de rawls

En efecto, tal como se anunció al comienzo de este trabajo, es posible sos-tener, llegado este punto de la investigación, que aun cuando, habitualmente, son mucho más remarcadas la claras filiaciones de Rawls respecto de la elaboración kantiana, será posible ver, en este nuevo contexto, que su planteamiento se ar-ticula, también, armónicamente con algunos de los principales tópicos centrales de la construcción ético-política de Hegel.

Así, como se adelantó en el primer apartado, una primera influencia de Hegel en Rawls se observa en el hecho de que, tal como aquél alentara, a diferencia del contrato social clásico, que se constituía aún entre “partes privadas” conscientes de sus propios intereses y dispuestas a defenderlos, en su Teoría de la Justicia Rawls presenta la idea de una nueva forma contractual. En efecto, esta no queda ya establecida a la manera clásica de la “sociedad privada” –tal como Rawls la denomina–, sino respondiendo a la exigencia central, instalada por el “velo de la ignorancia” que, como es sabido, establece la exclusión deliberada de todo conocimiento acerca de tales intereses propios, para concentrarse, en cambio, en las características humanas básicas, comunes y compartidas que hacen del contrato rawlsiano, ya no un contrato social ordinario, sino un intento de delinear una “unión social” mucho más cercana al ideal del Estado hegeliano (Cfr. Rawls, 1993:163 y ss.; Schwarzenbach, 1991:557).

Así, si bien para Rawls lo que vincula a sus miembros entre sí es, fundamen-talmente, un “claro deseo de justicia” y la “firme valoración de las instituciones y actividades políticas como ‘bienes en sí’” (Cfr. Rawls, 1993:522 y ss.), la idea subyacente es, en definitiva, la identificación con un “estilo de vida en común” que, centrado, en este caso, en los valores de libertad, igualdad y fraternidad implícitos en los dos principios de justicia, funciona como un bien en sentido amplio, aun cuando no involucre -a la manera del Estado antiguo- una monolítica visión “comprehensiva” del mundo (Taylor, 2005:181-184). De allí que tal fin común requiera de una educación y unas prácticas socializadoras orientadas en

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tal sentido, capaces de generar algo semejante a aquélla “segunda naturaleza” que Hegel propusiera en su momento.

Un segundo punto de contacto entre ambos filósofos se da, a su vez, en torno a la valoración central de la capacidad para la “autodeterminación” que, tal como se vio en el segundo apartado, caracteriza –según el derecho abstracto de Hegel– a la personalidad moderna junto con la capacidad para la “abstracción”, es decir, para desarrollar un “sentido de justicia”. Efectivamente, aquélla está referida a lo que Rawls retoma ahora como la disposición a formular, revisar y perseguir racional-mente una particular concepción del bien, lo que involucra a su vez la posibilidad de hacer planes, tener objetivos, y, muy especialmente, de expresarse en la esfera pública, dando forma a una vital “autorrealización” (Rawls, 1993:476).

Por lo que, refiriéndose, en este sentido, al “principio aristotélico”, Rawls re-cupera la idea clásica de que los seres humanos disfrutan tanto del ejercicio per-sonal de sus capacidades más complejas como de asistir al desenvolvimiento, por parte de los demás de unas facultades bien desarrolladas (Rawls, 1993:471 y ss). Advierte entonces que es preciso “encontrarle un gran espacio” a este principio porque, de no hacerlo, los seres humanos encontrarían “vacía e insulsa su cultura y forma de vida” (Rawls, 1993:474; Schwarzenbach, 1991:553).

De modo que, en consonancia con la interpretación de Taylor respecto de la “teoría cualitativa de la acción”, y cercano, también en esto, a la idea hegeliana de “reconocimiento recíproco”, Rawls entiende aquí que, en la medida en que las prácticas sociales y las actividades cooperativas se refuerzan a través de la imaginación de muchos individuos, contribuyen a un conjunto más complejo de aptitudes y nuevas formas de hacer las cosas que fortalecen, a su vez, el sentido de la “unión social” (Cfr. Rawls, 1993:474 y ss; Schwarzenbach, 1991:553).

Finalmente, en tercer y último lugar –al menos a los fines de esta investig-ación– es posible afirmar que la mayor influencia de Hegel en Rawls sería la no-toria convicción de este en torno al hecho de que el “punto de vista moral” debe ser entendido como situado en cada comunidad ética, aceptada como la base de convicciones moralmente arraigadas, a partir de las cuales la razón práctica pu-ede, sin embargo, alcanzar cierta objetividad. En efecto, Rawls acepta claramente la dimensión empírica de los sujetos contratantes de su “posición original”, en el sentido de que son seres que conocen los sucesos generales que han ido dado forma a su sociedad y su tiempo, y se proponen elaborar sus criterios de justicia a partir de dicha base; ellos tienen presente, así, gran parte de los acontecimientos que maduraron tardíamente en Europa, por lo que son individuos “modernos”, y no una naturaleza humana “ahistórica”.

De modo que, hasta los célebres “principios de justicia” de Rawls, pasan a ser también “contingentes” en el sentido de haber sido elegidos en la posición original “a la luz de hechos generales” (Rawls, 1993:638). Remarca al respecto

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este autor que “…la cuestión que hay que subrayar aquí es la de que no existe ninguna objeción a que la elección de los primeros principios descanse en los datos generales de la economía y de la psicología. Tal y como lo hemos visto se supone que las partes en la posición original conocen los datos generales acerca de la sociedad humana” (Rawls, 1993:186). Esto queda más claro aún en su teoría del “equilibrio reflexivo”, desde el momento en que este parte de los “juicios ponderados” –aquellos profundamente asumidos por la población en un momento determinado–, para intentar conciliarlos por la razón con los más am-plios principios de justicia y, de ser necesario, ajustar luego estos en conformidad con aquéllos (Rawls, 1993:37-39). Es decir que se da aquí una articulación de “ida y vuelta” entre los juicios morales de sentido común y los principios, en un movimiento constante de ajuste mutuo5.

En suma, el punto de partida es, también para Rawls, siempre lo ya efectiva-mente vigente; por lo que el concepto hegeliano de Sittlichkeit mantiene en él un lugar central, sin lugar a dudas, capaz de llevarlo a la convicción de que todo intento de fundamentación que, a la manera de la Moralität kantiana, pretenda efectuarse en nombre de razón y en pos de la más fructífera actuación del “punto de vista moral”, permanecerá ligado indefectiblemente a su propio horizonte nor-mativo de partida en una reestructuración sin fin de las normas y las instituciones.

Conclusiones finales

Volviendo ahora la mirada al planteo más general, abordado por este tra-bajo en torno de la cuestión Sittlichkeit-Moralität, es posible afirmar, llegado este punto, que no otra cosa pretendería significar la tradición de la Moralität kan-tiana, que la de adjudicarse una tarea de “reconstrucción normativa” (Guariglia, 1996:17; Maliandi, 2004:17-30), en el sentido de “reargumentar” las normas de la tradición heredada dignas de ser salvaguardadas y ser capaz de poner en cuestión, por el contrario, aquellas que no logran sobrellevar tal consideración.

En otros términos, se ha llegado en la actualidad al reconocimiento de que, en tanto la Sittlichkeit hegeliana representa el nivel de la “facticidad normativa” o las costumbres efectivamente vigentes en una comunidad, y es entendida –tal como remarcara Hegel– como la única instancia capaz de ejercer la normativi-dad directa, en el sentido de indicar a través de sus normas qué es lo que moral-mente debe hacerse en un cierto contexto social, la Moralität kantiana constituye, por su parte, el momento de revisión de tal praxis espontáneamente vivida, con lo que inaugura un nuevo nivel, ahora de principios, por el que va en busca de

5 Por lo que no se trata en Rawls –como tampoco en Hegel– de una “reconstrucción radical” de la vida moral sino de “the attempt to clarify and sistematize what we have ‘all along’ been doing”. (Schwarzenbach, 1991:544).

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La crítica de Hegel a Kant

las razones más generales para justificar –o no– las normas concretas de aquel nivel anterior. De modo que tal Moralität no indica ya tanto qué es lo que concre-tamente debe hacerse, como el porqué. O, en otros términos, solo establece en nombre de qué razones una norma determinada debe ser obedecida.

La idea aquí es que toda “reconstrucción normativa” es, en definitiva, un “sa-ber sapiente” que se distingue del “saber sabido” –objeto de tal reconstrucción– en cuanto a que, a diferencia de este, es un saber consciente. Sin embargo, al ser reconstruido, el saber sabido no solo se vuelve consciente de sí, sino que resulta profundizado y clarificado por el propio saber sapiente que, a partir de allí, queda integrado a su vez en esta misma autocomprensión (Cfr. Maliandi, 2004:29-30).

En suma, el argumento desarrollado a lo largo de este trabajo no haría sino confirmar la propia convicción hegeliana –que sin duda Rawls suscribe plena-mente– acerca de que “la filosofía es su tiempo aprehendido en pensamientos” –die Philosophie [ist] ihre Zeit in Gedanken erfaßt– (Hegel, 1975:24), ya que esta fórmula es la que mejor expresa el proceso de creciente complejización que caracteriza, en definitiva, a la “reflexión del éthos”. Es cierto que en Hegel tal afirmación pretendería ser, en principio, una llamada de atención en torno a lo inconducente de elaborar teorías filosóficas sobre lo que “debe ser”, si esto sig-nifica desconocer lo que en verdad es. No obstante, no sería posible evitar que la reflexión ética viniera a sumarse al éthos que la estimulara, haciendo que la Moralität kantiana quede integrada, a su vez, como parte fundamental de la Sit-tlichkeit de las sociedades democráticas de nuestro tiempo. Es que, como Hegel supo también advertir,

Como configuración general de la historia (...), la dirección de buscar en el interior de sí y de saber y determinar a partir de sí mismo lo que es justo y bueno, aparece en épocas en las que lo que rige como tal en la realidad y las costumbres no puede satisfacer a una voluntad superior; cuando el mundo de la libertad existente le ha de-venido infiel, aquella voluntad ya no se encuentra a sí misma en los deberes vigentes y debe tratar de conquistar en la interioridad ideal la armonía que ha perdido en la realidad (Hegel, 1975:170-171).

Por lo que todo esto nos lleva a la conclusión de que es posible aceptar los célebres cuestionamientos de Hegel a la Moralität kantiana sin necesidad de ver en ello un real antagonismo entre ambos. Por el contrario, aquella crítica puede ser entendida hoy como legítima reacción ante una muy peculiar forma de car-acterizar un proceso que, en rigor, precedería históricamente incluso a la propia formulación kantiana, pero que, sin duda, este supo conceptualizar como nadie. Esto es, el inevitable desarrollo de una instancia crítica capaz de distanciarse de la facticidad normativa y examinarla, aunque todavía en función de aquel nivel

Silvana de Robles

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más básico que toda Sittlichkeit representa. Se trata, en suma, de aceptar la base empírica de las decisiones éticas y darles fundamento, en el reconocimiento de que la tarea no es tanto la de “rehacer” por completo la vida moral espontánea como la de clarificar y sistematizar -en términos de su licitud o ilicitud- aquello que “ya hemos venido haciendo” (Schwarzenbach, 1991:544).

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la existencia de contradicciones performativas y su importancia

para la crítica al falibilismo ilimitado en Karl-otto Apel

Leandro Gastón Indavera Stieben*

El trabajo tiene dos objetivos centra-les. El primer objetivo será responder estas preguntas: ¿Es posible evitar caer en auto-contradicciones performati-vas utilizando el lenguaje ordinario? Y ¿por qué es necesario e importante que el lenguaje ordinario tenga la pro-piedad de auto-referencialidad? A los efectos de responder estas preguntas abordaré las concepciones filosóficas de Karl-Otto Apel, expuestas funda-mentalmente en La transformación de la Filosofía. El segundo objetivo será mostrar cómo el concepto de “auto-contradicción performativa” le es cen-tralmente útil a Karl-Otto Apel. Si en Habermas el planteamiento de las au-

35-50

Ar

Abstractresumen

Cuadernos del Sur - Filosofía 39, 2010

In this paper, two central topics are analyzed. Firstly, two questions will be answered: Is it possible to avoid performative self-contradictions using ordinary language? And, Why is it so important and necessary for ordinary language to be self-referential? Apel’s Towards a transformation of Philoso-phy will be used in order to answer both. Having analyzed the possibility of performative self-contradictions, I will show their importance in Apel’s undertaking of showing the mistakes of falibilisim when claiming the im-possibility of an ultimate foundation for valid and universal principles of our speech acts.

* Universidad Nacional de Chilecito - Universidad Nacional de La Plata - Universidad Nacional de Quilmes CONICET. Correo electrónico: [email protected]

Leandro Gastón Indavera Stieben

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to-contradicciones performativas sirve para hacer una crítica a aquellos que intentan hacer una crítica totalizadora de la razón, intentaré mostrar cómo en Apel el planteamiento de las auto-contradicciones performativas le es de gran utilidad para mostrar el error del falibilismo totalizador en tanto que sostiene la imposibilidad de cualquier fundamentación última. En especial, una fundamentación última de los principios válidos universales consti-tutivos de nuestros actos de habla.

palabras clave: ApelFalibilismoFundamentación

Fecha de recepción:30 de Julio de 2011

Aceptado para su publicación:28 de Marzo de 2012

Key words: ApelFalibilismFoundation

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La existencia de contradicciones performativas y su importancia para la crítica al falibilismo ...

Introducción1

En El discurso filosófico de la modernidad, Habermas realiza una crítica a aquellos autores que pretenden hacer una crítica totalizadora de la razón; es decir, a aquellos autores que se sustenten en parte en algún supuesto argumen-tativo que incluya ciertos aspectos racionales para derribar toda pretensión de racionalidad. Así, sostiene que Nietzsche, por ejemplo, lleva el dilema de la crítica de la razón a la auto-referencialidad. Nietzsche, al pretender criticar la razón, critica sus propios fundamentos con los cuales critica la razón. Si la crítica totalizadora de la razón se basa en la filosofía nietzscheana de la voluntad de poder, se necesitaría fundamentar la validez de dicha filosofía y, por ende, toda crítica totalizadora en el proyecto nietzscheano acabaría minando sus propios supuestos (cfr. Habermas, 1989a:125). Habermas sostiene que ante el tema de la crítica totalizadora, autores como Nietzsche se enfrentan a la siguiente perple-jidad: si no quieren renunciar al efecto de un último desenmascaramiento de la razón y proseguir la crítica totalizadora, tienen que mantener indemne al menos un criterio para poder explicar la corrupción de todos los criterios racionales (cfr. Habermas, 1989a:158)2.

En Dialéctica negativa, Adorno advierte muy bien el problema que está detrás de la crítica totalizadora de la razón; a saber: la autocrítica de la razón, cuando procede en términos totalizadores, se ve envuelta en la auto-contradicción real-izativa (performativer widerspruch), “consistente en no poder dejar convicta de su naturaleza autoritaria a la razón centrada en el sujeto si no es recurriendo a los propios medios de ésta” (Habermas, 1989a:150, 225).

El uso del concepto “auto-contradicción realizativa” o, dicho vagamente, la idea de una contradicción auto-referencial consistente en auto-refutar un enun-ciado en el mismo acto de enunciación es muy útil, como se ha mostrado, para la crítica llevada a cabo por Habermas a algunos representantes del postestructur-alismo. Pero, ¿qué es exactamente una “auto-contradicción realizativa”, a veces llamada “auto-contradicción performativa” o “auto-contradicción pragmática”? y ¿qué consecuencias filosóficas tiene plantear la existencia de auto-contradiccio-nes performativas?

Uno de los objetivos del presente trabajo es responder lo más acabadamente posible estas dos preguntas que se plantearon anteriormente. Pero no sólo eso.

1 Agradezco los útiles comentarios del referato anónimo.2 El agudo análisis de Habermas no sólo apunta a Nietzsche. Heidegger, Derrida, Bataille y Foucault también son objeto de crítica en tanto que todos caen en contradicciones autorreferenciales (cfr. Habermas, 1989a:260, 299, 334 y 335).

Leandro Gastón Indavera Stieben

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La respuesta a estas preguntas es propedéutica para la consumación de los dos objetivos centrales que me planteo en este trabajo.

El primer objetivo será responder estas preguntas: ¿Es posible evitar caer en auto-contradicciones performativas utilizando el lenguaje ordinario? y ¿por qué es necesario e importante que el lenguaje ordinario tenga la propiedad de auto-referencialidad? A los efectos de responder estas preguntas abordaré las concep-ciones filosóficas de Karl-Otto Apel, expuestas fundamentalmente en La transfor-mación de la Filosofía, e intentaré ver los fundamentos referidos a la necesidad del planteamiento de la posibilidad de auto-contradicciones de carácter perfor-mativo en los distintos actos de habla y la crítica apeliana a soluciones lógico-semánticas consistentes en escindir los planos lingüísticos de tal forma que no exista la posibilidad de que se den auto-contradicciones performativas en los actos de habla. Además, se estudiarán también en este trabajo, a los efectos de responder a la pregunta por la posibilidad de evitar caer en auto-contradicciones performativas, las críticas sostenidas por Habermas a las posibles vías de escape de la enunciación de auto-contradicciones performativas propuestas por algunos filósofos contemporáneos.

El segundo objetivo de este trabajo es el siguiente: una vez establecida la posibilidad del planteamiento de la existencia de auto-contradicciones performa-tivas, intentaré mostrar cómo el concepto de “auto-contradicción performativa” le es centralmente útil a Karl-Otto Apel. Si en Habermas el planteamiento de las auto-contradicciones performativas sirve para hacer una crítica a aquellos que in-tentan hacer una crítica totalizadora de la razón, intentaré mostrar cómo en Apel el planteamiento de las auto-contradicciones performativas le es de gran utilidad para mostrar el error del falibilismo totalizador en tanto que sostiene la imposibi-lidad de cualquier fundamentación última. En especial, una fundamentación últi-ma de los principios válidos universales constitutivos de nuestros actos de habla.

El concepto de auto-contradicción performativa

Jürgen Habermas desarrolla sucintamente el concepto de auto-contradicción performativa explicando que ocurre una auto-contradicción performativa cuando un acto de habla “kp” descansa en presupuestos no contingentes cuyo contenido proposicional contradice la proposición “p” (cfr. Habermas, en Benhabib & Dall-mayr, 1990:77). Veamos un ejemplo de cómo sería una contradicción performa-tiva dado por Apel (cfr. Apel, 1975): Un hablante determinado sostiene: (a) “Yo no existo (aquí y ahora)”. Sin embargo, al enunciar (a), el hablante indefectible-mente realiza un supuesto existencial. Es decir, el contenido proposicional que está supuesto en el mismo acto de la enunciación de (a) es (b): “Yo existo (aquí y ahora)” donde “Yo” en (a) y (b) refiere a una misma persona (cfr.Habermas, en

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La existencia de contradicciones performativas y su importancia para la crítica al falibilismo ...

Benhabib & Dallmayr, 1990:77). En este ejemplo, el acto de habla “Yo no existo (aquí y ahora)” se contradice con el contenido proposicional del presupuesto necesario de que el hablante exista como condición de posibilidad de enunciar que no existe.

Otro ejemplo de lo que constituye una auto-contradicción performativa bien puede ser el siguiente: un hablante enuncia la siguiente frase: (a) “Todo acto de habla que enuncié, estoy enunciando y enunciaré es una absoluta mentira”. Al emitir (a), el hablante cae en una auto-contradicción performativa porque el su-puesto no contingente que está implícito en (a) es (b): “el contenido proposicional contenido en (a) es una absoluta mentira; por ende, no todo acto de habla que enuncié, estoy enunciando y enunciaré es una absoluta mentira”.

En resumidas cuentas, por lo que hemos visto hasta ahora, se comete una auto-contradicción performativa, pragmática o realizativa cuando determinado hablante realiza un acto de habla cuyo contenido proposicional se autorefuta en el mismo acto de enunciación porque se contradice con el contenido proposicio-nal de supuestos que son inherentes indefectiblemente a la realización de dicho acto de habla.

Ahora bien, ¿qué consecuencias filosóficas tiene plantearse el concepto de contradicción performativa? Para responder este interrogante, primero debemos adentrarnos en algunos supuestos que están detrás de las concepciones filosófi-cas apelianas.

los actos de habla y la institucionalidad del lenguaje

En Actos de habla, John Searle sostiene que el uso de los elementos lingüís-ticos está gobernado por ciertas reglas. De ahí que la teoría del lenguaje forme parte de la teoría de la acción, ya que hablar un lenguaje es una forma de con-ducta gobernada por reglas (cfr. Searle, 1986:22). Searle distingue entre reglas regulativas y reglas constitutivas. Donde la regla es puramente regulativa, nos explica, la conducta que está de acuerdo con la regla podría recibir la misma descripción o especificación exista o no la regla, con tal de que la especificación o descripción no haga referencia explícita a la regla. Pero, donde se dan reglas constitutivas, la conducta que está de acuerdo con la regla puede recibir des-cripciones que no podría recibir si la regla determinada no existiese. Justamen-te de estas reglas constitutivas depende la estructura semántica de un lenguaje, ya que ésta es una realización convencional de conjuntos de reglas constituti-vas subyacentes y los actos de habla son realizados sobre la base de esas reglas constitutivas. Es menester aclarar que según Searle, estas reglas constitutivas de nuestro discurso y actos de habla no son convenciones de lenguajes particulares

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o de hablantes de determinadas “tribus urbanas” o agrupaciones con criterios nomológico-lingüísticos singulares. Más bien, dichas reglas constitutivas inhieren a todos los hablantes, quienes generalmente reconocen desviaciones a dichas reglas (cfr. Searle, 1986:42-51).

Apel, en consonancia con los planteos de Searle, también sostendrá que el lenguaje es una institución de la cual no podemos sustraernos. No es un hecho bruto y ciego sin regulación. Siguiendo la definición de Gehlen de “institución”3, Apel sostendrá el carácter institucional del lenguaje, en tanto sistema guiado por reglas constitutivas inherentes (cfr. Apel, 1985:191-210; Searle, 1986:60).

la necesidad de un abordaje pragmático de los actos de habla

En el apartado anterior se vio cómo Apel, siguiendo a Searle (entre otros), sos-tiene el carácter institucional del lenguaje. Ahora bien, ¿Qué implicancias tiene esto en relación a generar una concepción relativa al abordaje apropiado del he-cho lingüístico? John Searle sostiene que, en tanto sistema gobernado por reglas de uso de los hablantes, el estudio de los actos de habla no debe ser formal. Por esta razón, el estudio del lenguaje, en tanto que conducta gobernada por reglas, no debe ceñirse solamente a reglas de formación y transformación de los signos que solo tenga en cuenta la relación de los signos entre sí (sintaxis). Tampoco es posible que el estudio del lenguaje se reduzca a análisis semánticos que solo consideren la relación del signo lingüístico con la realidad y no atiendan a las reglas inherentes a las prácticas discursivas (semántica). Es necesario, pues, ade-más, un abordaje pragmático del lenguaje. Es decir, un abordaje que dé cuenta de los actos de habla en tanto fruto de ciertas reglas que los hablantes comparten y, por ende, que dé cuenta de la relación de los hablantes entre sí en un determi-nado acto de habla. Como bien señala Apel, abandonar el análisis pragmático, el semántico o el sintáctico (dejar fuera alguna de estas tres dimensiones en el análisis del proceso semiótico) sería cometer una “falacia abstractiva” (cfr. Crelier 2010:37-38).

las consecuencias filosóficas del planteamiento de la existencia de auto-contra-dicciones performativas

¿Qué consecuencias filosóficas tiene plantear la posibilidad de auto-contra-dicciones performativas para el análisis de los actos de habla? En primer lugar, si el lenguaje es un hecho institucional, entonces está gobernado por reglas. Una

3 “Toda consolidación de nuestro comercio activo con el mundo exterior y con los demás capaz de darle a nuestro comportamiento un cariz de obligatoriedad”.

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de las reglas es que un acto de habla no deba contradecirse en el mismo acto de enunciación. Habermas, por ejemplo, en Teoría de la Acción Comunicativa sostiene que una de las patologías de la conversación (desviaciones de la situa-ción ideal de habla) es la auto-contradicción (cfr. Habermas, 1989b:228). Ahora bien, uno podría argumentar en contra de la existencia de auto-contradicciones performativas sosteniendo que una contradicción se da cuando se afirma algo y su contrario; es decir, cuando se afirma a la vez y en el mismo sentido dos enun-ciados con diferentes valores de verdad, cuya diferencia radica en que uno es la negación del otro. Si el hecho de la aplicación de valores de verdad es exclusivo de la semántica, ¿cómo es posible hablar de una auto-contradicción performativa o pragmática? Apel responderá muy bien este interrogante sosteniendo que el aspecto pragmático también guarda cierto tipo de relación con la verdad. No se trata de que nuestros actos de habla se correspondan con ciertos criterios ex-tralingüísticos lógico–semánticos que nos dan el valor de verdad de algo. Por el contrario, la estructura lógico–semántica se funda en determinadas “visiones de mundo” y usos de lenguaje (cfr. Apel, 1985:123, 125. Tomo I).

De este modo, concebir la existencia de auto-contradicciones performativas consiste en sostener que todo acto de habla descansa en supuestos que son ne-cesarios para su realización (en virtud de las reglas que gobiernan los actos de habla). Así, una auto-contradicción performativa se produce cuando el contenido proposicional de estos supuestos entra en contradicción con el contenido propo-sicional del acto de habla. Como bien señala Crelier,

«la proposición enunciada se encuentra en contradicción con algo implícito en el acto de habla que la enuncia. Por ejemplo, en el enunciado “no tengo ninguna pretensión de comprensibilidad”, el contenido enunciado se opone al presupuesto, implícito en la misma en tanto acto de habla (en su parte performativa), de que esta misma proposición pretende ser comprensible» (Crelier, 2010:43).

Eludiendo las auto-contradicciones performativas: las propuestas de russell, Tarski y las propuestas de exención de obligaciones discursivas

La famosa paradoja del mentiroso se puede expresar sencillamente del si-guiente modo: Epiménides el cretense dice: “Todos los cretenses emiten siempre dichos falsos”. ¿Es verdad entonces que “Todos los cretenses emiten siempre di-chos falsos”? Si es verdad, entonces es falso que todos los cretenses emiten siem-pre dichos falsos (porque el enunciado fue dicho por un cretense). Para solucio-nar esta paradoja (entre otras), Russell propuso la teoría de los tipos, que formuló por primera vez en el apéndice B de la Principia Mathematica (cfr. Russell, 1963). En resumidas cuentas, lo que propone la teoría de los tipos es que no se considere

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el dicho de Epiménides, por ejemplo, como autorreferencial. Más bien, se pro-pone generar una jerarquía metalingüística que elimine toda posibilidad de un uso autorreferencial del lenguaje que conlleve a contradicciones de ese tipo. Con una solución de este estilo, “Todos los cretenses emiten siempre dichos falsos” pasaría a pertenecer al lenguaje objeto, mientras que el hecho de que Epiménides diga que “Todos los cretenses emiten siempre dichos falsos” correspondería al metalenguaje. No habría contradicción, por ende, en sostener “Todos los creten-ses emiten siempre dichos falsos” y en sostener que Epiménides, siendo cretense, emite dicho enunciado; pues corresponden a diferentes niveles de discurso.

Tarski, por otro lado, tomará una postura análoga. O’Connor explica que, en el proceso de construcción de su teoría semántica de la verdad, Tarski restringirá la aplicación del término “verdad” a las oraciones y tratará de que el concep-to “verdad” sea adecuado material y formalmente; entendiendo por adecuación material la condición de que la definición tarskiana no sea meramente estipula-tiva sino que represente de algún modo el uso histórico y cotidiano del término. De ese modo, el uso del término verdad implica adecuación a la realidad, tal cual lo encontramos explicitado en Aristóteles. Tarski introduce el concepto de adecuación material del término verdad del siguiente modo: Si tomamos una frase tan familiar como la siguiente: (1) “La nieve es blanca”, y preguntamos por las condiciones bajo las cuales aceptaríamos esa oración la respuesta sería: (2) La oración: “La nieve es blanca” es verdadera sí y solo si efectivamente la nieve es blanca (cfr. Tarski, 1944 y O’Connor, 1975).

Lo que interesa para este trabajo es que Tarski establece una diferenciación fundamental entre (1) y (2). Mientras que en (1) “La nieve es blanca” está siendo usada (al pertenecer al lenguaje objeto dice algo con respecto al mundo), en (2) “La nieve es blanca” está siendo mencionada (se dice algo sobre la oración “La nieve es blanca” pero no se la está usando para referirse a alguna propiedad particular de la nieve). O’Connor nos advierte que esta diferenciación entre uso y mención no es inútil, sino que le sirve a Tarski para eludir algunas paradojas. Tarski mismo reconoce que cualquier lenguaje natural es capaz de generar an-tinomias y contradicciones. Por ejemplo, si yo enuncio: (3) “Esta frase es falsa”, claramente se ve que caigo en una contradicción. La frase (3) refiere a sí misma y dice de sí misma que es falsa. Pero, si es efectivamente falsa, lo que dice no es verdad. Y, si en realidad la frase es falsa, entonces la frase es verdadera.

Ahora bien, Tarski propone especificar un lenguaje formal en donde no sea posible que surjan dichas contradicciones en aras de definir precisamente la no-ción de verdad. De este modo, Tarski evitará usar el lenguaje ordinario para llevar a cabo su empresa. En vez de usar lenguajes “semánticamente cerrados” (como el lenguaje ordinario que permite la autorreferencialidad), Tarski deberá escindir en planos lingüísticos distintos los lenguajes formales que utilizará; separando entre lenguaje objeto y metalenguaje (cfr. O’Connor, 1975:91-94). De este modo, se

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propone formular un lenguaje en donde no sea posible caer en auto-contradic-ciones performativas.

Horkheimer y Adorno, en los pasajes más radicales de Dialéctica de la Ilustra-ción, criticarán la ley de no-contradicción para luego dejar abierta la posibilidad de la auto-contradicción performativa y no tratar más de superar teóricamente dicho escollo (cfr. Habermas, 1989a:159-160; Berciano, 1995:36).

Por otro lado, autores como Heidegger, Foucault o Derrida tratarán de escapar a las paradojas que trae aparejado el uso autorreferencial de la razón reclamando una atención especial a las reglas que regulan sus discursos. Heidegger reclama para su uso rememorativo del pensar (Andenken) un estatus especial; a saber, la exención de obligaciones discursivas. La disolución de las auto-contradicciones performativas, en definitiva, es posible si se toma a las obras filosóficas como obras literarias (cfr. Habermas, 1989a:228, 366).

rechazo de la exención de obligaciones discursivas: Habermas.

Habermas va a sostener que tanto la dialéctica negativa, la genealogía, la deconstrucción, etc:

(…) “entablan pretensiones de validez para inmediatamente desmentirlas, aunque paradójicamente reclaman cierta validez veritativa de lo que dicen: El que la crítica autorreferencial de la razón... tenga... su asiento en todas partes y en ninguna, la vuelve casi inmune contra toda interpretación que quiera competir con ella. Tales discursos tornan movedizos los cánones institucionali-zados del falibilismo; permiten, cuando la argumentación ya está perdida, recurrir todavía a un último argumento, a saber: que el oponente ha malentendido el sentido del juego de lenguaje de que se trata, que en su forma de responder ha cometido un error cate-gorial” (Habermas, 1989a:397 y 398)4.

Pero, no solo Habermas critica a estos autores lo que él considera implícito en todo discurso racional o acto de habla comunicativo; a saber: el estar expresán-dose inteligiblemente, el entenderse con los demás y el hecho de que la meta de la comunicación es el acuerdo (cfr. Habermas, 1989b:300-301). Más aún, la críti-ca más eficaz de Habermas contra la pretensión de aquellos que intentan salvarse de cometer auto-contradicciones performativas en una crítica totalizadora de la

4 El resaltado es mío.

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razón es que, aun dándole el status especial que ellos piden para sus discursos, el problema de la autorreferencialidad vuelve a aparecer, junto con el consiguien-te cometido de auto-contradicciones preformativas. El intento de autores como Heidegger y Foucault es poner en marcha un discurso especial que pretende desarrollarse fuera del horizonte de la razón sin ser irracional. Para tal efecto, “la razón ha de poder dejar criticarse en sus formas históricas desde la perspectiva de lo otro excluido de ella... pero para ello es menester un... acto de autorreflexión” (Habermas 1989a: 366 y 367). Es decir, estos autores necesitan a la razón para que ella misma, en el proceso de autorreflexión, produzca “lo otro” que ha que-dado oculto en la historia del ser o del pensamiento (cfr. Maliandi 1993:40-44).

rechazo a la escisión de los niveles de lenguaje: la crítica de Apel a Tarski y a russell

Apel sostiene que la explicación tarskiana de la verdad se refiere a la ver-dad en un determinado lenguaje formal que no es el lenguaje natural usado en nuestros actos de habla. A diferencia de la lógica medieval basada en el latín, la semántica de la lógica contemporánea se basa en un lenguaje formal a priori, según Apel. En consonancia con esta línea, la propuesta de Tarski es establecer un lenguaje formal a priori que establezca las reglas del significado y de la verdad. De ese modo, Tarski evita los problemas de la autorreferencialidad del lenguaje natural mediante la separación del lenguaje objeto (lenguaje natural) respecto de un metalenguaje formalizado.

Ahora bien, Apel sostiene que una empresa de tales características no es con-cebible. La explicación que nos brinda es que el lenguaje formalizado creado por Tarski debe su significado al lenguaje natural; de él obtiene el semántico lógico el significado para la construcción de sus reglas de formación y transformación. Si el lenguaje formalizado de Tarski recibe su significado del lenguaje natural, el lenguaje formalizado no puede escapar a la autorreferencialidad y, por ende, pierde todo sentido su creación. Además, como muy bien sugiere Apel, la propia pretensión de no autorreferencialidad de Tarski hace que su teoría caiga en una auto-contradicción performativa si Tarski pretende sostener lo siguiente: “ha de ser válido para todas las lenguas, que ninguna de ellas pueda usarse de forma autorreferencial” (Apel, 1987:61).

La escisión en varios niveles de discurso que propone Russell permitiría eli-minar paradojas tales como las del mentiroso; además de evitar la caída en auto-contradicciones performativas mediante la eliminación del uso autorreferencial del lenguaje. Pero, al mismo tiempo que resuelve estos problemas, imposibilita hacer enunciados sobre enunciados o establecer proposiciones de carácter uni-versal; es decir, proposiciones sobre todas las proposiciones. Ahora bien, si este es el problema, ¿por qué es tan importante reflexionar sobre el lenguaje desde el

125

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lenguaje mismo? No trataré este tema en detalle aquí pero sí es importante anali-zar sucintamente la respuesta que nos da Apel a este interrogante.

En primer lugar, Apel sostiene que, según Wittgenstein,

(…) la teoría de los tipos implica que no pueda decirse nada sobre la “forma lógica” del lenguaje, ya que esto presupondría un lenguaje autorreflexivo. Pero, por otra parte, puesto que la “forma lógica” del lenguaje es, a la vez, la forma lógica del mundo (descrip-tible) y, por tanto, el tema propio de la filosofía (analítico–lingüísti-ca), la teoría semántica de los tipos... supone la autodisolución de la filosofía (Apel, 1985:175).

Así, reflexionar desde el lenguaje sobre el lenguaje mismo implica reflexionar sobre el mundo. En ello radica la importancia de la posibilidad de un análisis au-torreflexivo del lenguaje, que además es condición de posibilidad de la Filosofía.

Apel: De la transformación del kantismo a la pregunta por la validez de las reglas de los juegos del lenguaje

Apel entiende, en el marco de la llamada “transformación semiótica del kan-tismo”, que la respuesta a la pregunta por la posibilidad de la experiencia, o por los a priori que constituyen la experiencia, no debe basarse en un análisis de las facultades cognoscitivas del sujeto trascendental. Más bien, los a priori de la ex-periencia deben buscarse en las reglas del uso del lenguaje (cfr. Apel, 1985:209). Ahora bien, estas reglas no se pueden uno estipular arbitrariamente. Siguiendo a Wittgenstein, Apel sostiene que no se siguen determinadas reglas lingüísticas por elección individual. A diferencia del solipsismo metodológico sostenido por autores como Carnap, Apel concuerda con Wittgenstein en que uno solo no pue-de seguir una regla; la regla es establecida por la comunidad de los hablantes (cfr. Apel, 1985:77, 230 y siguientes). A diferencia del solipsismo, esta mirada apeliana de que las reglas no se pueden construir subjetivamente permite saber si se está realmente siguiendo una regla o no. Ahora bien, si Apel concuerda con Wittgenstein en el hecho de la existencia de innumerables juegos lingüísticos, ¿cómo podemos establecer cuáles son las reglas apropiadas para todos ellos? Si para comprender una regla de determinado juego lingüístico debo participar en él, me quedan dos opciones: a) solo comprendo las reglas de juego del juego lingüístico del cual participo y me es imposible comprender las reglas de juego de los demás juegos lingüísticos o b) debo encontrar un juego lingüístico que esté capacitado para dar cuenta de las reglas de juego de los demás juegos lingüísticos y establecer sus condiciones de validez. El juego lingüístico capaz de la empresa

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de la opción b) es la Filosofía. Apel sigue a Wittgenstein: el filósofo, en tanto crí-tico de lenguaje, al describir un juego lingüístico utiliza el juego lingüístico filo-sófico, que está conectado con todos los demás juegos lingüísticos. Sin embargo, aunque la Filosofía participa en todos los juegos lingüísticos dados tiene que estar en condiciones de mantener una distancia crítica respecto de otros juegos lingüísticos (cfr. Apel, 1985:242, 243, 331).

Si las reglas de los juegos de lenguaje son establecidas por la comunidad, ¿cómo pueden ser justificadas dichas reglas? Apel sostiene que esto es posible con la jus-tificación pragmática trascendental, consistente en mostrar que la validez de las reglas de los juegos linguísticos radica en la precondición para la posibilidad de la comunicación lingüística. Las reglas encuentran su validez en tanto son condi-ciones de posibilidad de los juegos lingüísticos y de la comprensión humana. En La Transformación de la Filosofía, Apel plantea el siguiente problema: supongamos que un grupo de inventores y descubridores científicos de nuevos enfoques metó-dicos no siguen las reglas de juego lingüísticas correspondientes. ¿Se puede decir que, basados en la concepción de la justificación empírica, estos hombres utilizan reglas de juego no validas o peor aún que están siguiendo un lenguaje privado? La respuesta apeliana es negativa. Más bien, sostiene que “sólo podemos postular una instancia para controlar el seguimiento humano de reglas: el juego lingüístico ideal, en sentido normativo, de una comunidad ideal de comunicación” (Apel, 1985:331).

Apel sostiene que todo el que argumenta presupone siempre simultáneamente dos cosas: una comunidad real de comunicación y una comunidad ideal de co-municación que nos proporciona reglas. Se trata de reglas que no podemos negar como normas sobre la base de nuestras decisiones privadas, ya que son condición de posibilidad de la comunicación y la realización de las pretensiones de validez del discurso (es decir, hemos aceptado también una ética discursiva) (cfr. Apel, 1985:407). Según Habermas, Apel sostiene, además, que para identificar tales re-glas tenemos que abandonar la perspectiva del observador de hechos que se rela-ciona con el comportamiento y pensar “en lo que necesariamente hemos de presu-poner ya siempre en nosotros mismos y en los demás como condiciones normativas de la posibilidad de entendimiento y en lo que en este sentido necesariamente hemos aceptado ya siempre” (cfr. Habermas 1989b: 299-300). Por ejemplo, quien argumenta seriamente presupone la corresponsabilidad, la igualdad de derechos de los participantes de los juegos lingüísticos (cfr. Apel, 1987:158).

la aplicación del concepto “auto-contradicción performativa” en la crítica al falibilismo ilimitado

A lo largo de su obra, Apel sale al cruce del falibilismo ilimitado y del pan-criticismo, posturas que niegan la posibilidad de una fundamentación última del

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La existencia de contradicciones performativas y su importancia para la crítica al falibilismo ...

conocimiento, la moral y las reglas universales validas de todo acto de habla. Hans Albert (uno de los representantes del pancriticismo y del falibilismo ilimi-tado y con quien Apel mantuvo una disputa muy interesante en el período de posguerra de la Segunda Guerra Mundial) propone una seria objeción contra todos los intentos para proveer una justificación a los principios morales y, en el caso de Apel, a los principios de la ética del discurso que pretenden una validez universal. Basándose en el trilema de Münchhausen, Albert sostiene que todo intento de fundamentación última de principios universales recae en estas tres posibilidades: a) la justificación incurre en una regresión al infinito, b) se rompe arbitrariamente la cadena de deducción que se utiliza para justificar la existencia de principios universales o c) se realiza una argumentación circular para jus-tificar la existencia y validez de dichos principios universales. Como ninguna de estas tres posiciones es racionalmente aceptable para justificar la validez de los principios éticos con pretensiones de validez universal, Albert sostiene que la única manera de poder justificar dichos principios es recurrir a la evidencia privada no criticable. Pero, como el conocimiento con pretensión de validez es a priori público y no privado, no es posible establecer una fundamentación última y todo conocimiento es, por ende, falible. Y, como todo conocimiento es falible, el intento pragmático–trascendental de fundamentación última de las reglas que gobiernan nuestros actos de habla también es falible (cfr. Albert, 1968:23-29; Apel, 1987:111-113; Badillo, 1991:84).

¿Cómo se puede atacar esta posición del falibilismo ilimitado? Quizá no sea fácil de atacar y Apel es consciente de ello. Si se plantea que la postura del fali-bilismo ilimitado es falsa; entonces, se tendría que reconocer que es verdadera la postura del falibilismo ilimitado. Pues, como todo es falible, la postura misma del falibilismo ilimitado lo es y esto haría verdadera en definitiva la postura del falibilismo ilimitado.

Aristóteles, en el libro IV de la Metafísica, sostiene que hay algunos que afir-man que lo mismo puede ser y no ser y que es posible creerlo además. Aristó-teles, en cambio, sostiene que es imposible ser y no ser a la vez y en el mismo sentido (principio que tiene como uno de los más firmes). Sin embargo, quienes niegan el principio de no contradicción, por ignorancia, piden que este principio sea demostrado:

Es, en efecto, ignorancia el desconocer de qué cosas es preciso y de qué cosas no es preciso buscar una demostración. Y es que, en suma, es imposible que haya demostración de todas las cosas (se caería, desde luego, en un proceso al infinito y, por tanto, no habría así demostración), y si no es preciso buscar demostración de cier-tas cosas, tales individuos no serían capaces de decir qué principio es el que postulan que se considere mayormente tal (Aristóteles, 1994:1006 a5-a10).

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Pero, aun cuando no se pueda demostrar este principio porque caeríamos en una de las tres alternativas del trilema de Münchhausen, es posible “de-mostrar” refutativamente la imposibilidad de que algo sea y no sea a la vez con el sólo hecho de que el que lo cuestione diga algo. Si el oponente no dice nada, tampoco por ende critica el principio de no-contradicción, y no tenemos necesidad de refutarlo, pues sería equiparable a un vegetal. En cambio, si el oponente niega el principio de no-contradicción, por el solo hecho de hablar significativamente lo está aceptando; pues el principio de no-contradicción es condición necesaria de todo lenguaje significativo; es decir, si hay lenguaje significativo, entonces se debe aceptar el principio de no-contradicción (cfr.Aristóteles, 1994:1006 a20- a25).

Apel va a tomar una estrategia análoga a la de Aristóteles a la hora de refutar la postura del falibilismo ilimitado. Si las reglas del juego de lenguaje ideal son universales y por ende permitirían constituir un canon de normatividad para el discurso, aquel que niegue las reglas de validez universal del discurso cometería una auto-contradicción performativa. Habermas explica claramente cómo es la estrategia de Apel: en aras de sostener la validez universal de las reglas de juego del lenguaje ideal, un individuo presupone la validez del principio de univer-salización de dichas reglas. Pero, presuponiendo el trilema de Münchhausen, un oponente sostiene que fundar la validez universal de las reglas de la ética discursiva no tiene sentido porque se caería indefectiblemente en una de las tres opciones del trilema. Al sostener esto, diría Apel, el oponente se vería envuelto a sí mismo en una auto-contradicción performativa ya que, al sostener sus argu-mentos, el oponente debe hacer suposiciones que son inevitables en cualquier juego argumentativo, suposiciones cuyo contenido proposicional contradice el principio que pretende sostener el oponente. Efectivamente, el oponente, al rea-lizar su objeción, necesariamente asume la validez de al menos aquellas reglas lógicas que son irremplazables si entendemos sus palabras como una refutación (cfr. Habermas, en Benhabib & Dallmayr, 1990:77). Como bien sostiene Malian-di, « (…) para que la actitud de dudar tenga algún sentido es preciso que se posean también algunas certezas o convicciones. Esas convicciones representan “paradigmas” del uso lingüístico con sentido, es decir que ofrecen la base indis-pensable para establecer una argumentación de cualquier tipo que sea (incluso la argumentación del falibilismo)» (Maliandi, 1997:167).

El concepto de auto-contradicción performativa servirá a Apel para hacer una crítica del falibilista ilimitado “demostrando” refutativamente (a la manera de Aristóteles) que todo acto de habla está gobernado por reglas válidas universales. Sin embargo, por un lado, la posibilidad de la existencia de auto-contradicciones performativas se basa en la posibilidad de que, debido a la necesaria existen-cia de supuestos inherentes a todo acto de habla, se contradigan en el mismo acto de habla el contenido proposicional de dicho acto de habla y el conteni-do proposicional de los supuestos que inhieren necesariamente a dicho acto de

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La existencia de contradicciones performativas y su importancia para la crítica al falibilismo ...

habla. Por otro lado, la existencia de las reglas válidas universales de una ética discursiva se “demuestra” refutativamente justamente apelando a la existencia de auto-contradicciones performativas. Si es así, ¿no constituiría esto un círculo vicioso en donde las reglas validas universales permiten comprender la existen-cia de auto-contradicciones performativas y a su vez dichas reglas necesitan de la auto-contradicción performativa para fundarse refutativamente a raíz de los dichos del falibilista ilimitado? Apel se percata muy bien de esta posible crítica. En La Transformación de la Filosofía, Apel sostiene que si la lógica presupone la ética (en este caso, si el concepto de auto-contradicción performativa presupone reglas derivadas de una ética discursiva), surgiría una grave objeción contra la posibilidad de fundamentar racionalmente la ética. Podría argumentarse, sostiene Apel, que toda fundamentación presupone la validez de la lógica; pero si ésta, por su parte, presupone la validez de la ética, parece imposible fundamentar la ética y la lógica, porque todo intento en este sentido conduciría a un círculo o a una regresión al infinito (cfr. Apel, 1985:383. Tomo II). La respuesta de Apel la encontramos en La Transformación de la Filosofía:

Es fácil percatarse de que, en realidad, este argumento condena-ría al fracaso nuestro proyecto de “fundamentar la ética”, si en filo-sofía debiéramos entender por fundamentación última la deducción en el marco de un sistema axiomático. Ahora bien, la advertencia de que la lógica no puede fundamentarse en este sentido, porque es ya siempre presupuesta para toda fundamentación, ¿no constituye justamente la propuesta típica de una “fundamentación filosófica” en el sentido de la reflexión trascendental sobre las condiciones de posibilidad y validez de toda argumentación? Cuando comproba-mos, en el contexto de una discusión filosófica sobre fundamentos, que algo no puede ser fundamentado por principio, porque es con-dición de posibilidad de toda fundamentación, no hemos consigna-do meramente una aporía en el procedimiento deductivo, sino que hemos alcanzado un conocimiento tal como lo entiende la reflexión trascendental (Apel, 1985:385-386).

De este modo, Apel deja bien en claro que su fundamentación no se basa en un modelo axiomático deductivo. Solo es posible concebir que el proceso de fundamentación es deductivo si se deja de lado el aspecto pragmático de la argumentación, aspecto que Apel trata de recuperar (cfr. Apel 1975:149-150). Como ya hemos visto, Apel demuestra refutativamente la existencia de reglas universales válidas apelando a la imposibilidad de que sin tales reglas pueda efectuarse un discurso argumentativo significativo; es decir, funda tales reglas como condición de posibilidad de todo discurso argumentativo.

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Todavía, empero, resta contestar una pregunta más. ¿Qué validez tiene el principio que sostiene que en los actos de habla no se tiene que dar la auto-contradicción performativa? Este punto es interesante para entender la crítica de Apel a los representantes del falibilismo ilimitado. Si los falibilistas caen en una auto-contradicción performativa en sus argumentaciones, al igual que Foucault, Derrida y Heidegger (entre otros), no habría ningún inconveniente en sus argu-mentaciones si no existiera un principio que diga: cualquier sujeto racional x, si quiere presentar un discurso argumentativo serio, no tiene que caer en auto-con-tradicciones performativas. Tanto Habermas como Apel sostienen este principio, siendo para el último un principio válido universalmente e independiente de las contrastaciones empíricas sin el cual no podría darse un discurso argumentativo serio. Pero, volvamos a la pregunta: ¿Qué validez tiene este principio? La respues-ta es apelar a la demostración trascendental, como en el resto de los principios válidos universalmente. Este principio es válido justamente porque es condición de posibilidad de un discurso argumentativo serio. Independientemente de las opiniones de los native speakers, se debe aceptar este principio como universal-mente válido (cfr. Apel, 1987:123-125). En Teoría de la verdad y ética del discur-so, Apel establece que la respuesta a la pregunta: ¿Por qué aceptar el principio de no-auto-contradicción performativa? O ¿por qué ser racional? Respondida en el ámbito de una pretensión de demostración deductiva, nos llevaría a una res-puesta que apele a una decisión irracional de por qué ser racional. Ahora bien, esta misma pregunta puede ser respondida racionalmente en el ámbito de una reflexión trascendental que muestre las condiciones de posibilidad de los actos de habla: al enunciar la pregunta acerca del porqué de aceptar el principio de no–auto-contradicción performativa, el hablante está presuponiendo el principio de no–auto-contradicción performativa. Si no lo presupusiera, no podría ni si-quiera enunciar con sentido la pregunta (cfr. Apel, 1987:131-132).

Conclusiones

En la introducción a este trabajo se plantearon dos preguntas que se esta-blecieron como propedéuticas: ¿Qué es exactamente una “auto-contradicción realizativa”, a veces llamada “auto-contradicción performativa” o “auto-contra-dicción pragmática”? y ¿qué consecuencias filosóficas tiene plantear la existencia de contradicciones performativas?

Las dos fueron respondidas inmediatamente. En primer lugar, se sostuvo la definición explicitada por Habermas, consistente en afirmar que una auto-con-tradicción performativa es un tipo de contradicción que ocurre cuando se enun-cia un acto de habla cuyo contenido proposicional entra en contradicción con el contenidos proposicional de supuestos que son inherentes y necesarios para que ese mismo acto de habla haya sido enunciado. La validez de sostener la

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La existencia de contradicciones performativas y su importancia para la crítica al falibilismo ...

posibilidad de que se cometan auto-contradicciones de tipo performativo radica en que, como el lenguaje es un hecho gobernado por reglas, los actos de habla tienen supuestos que le son inherentes como condición de posibilidad misma de la enunciación de los actos de habla. Es decir, el uso de un enunciado “x” en una trama discursiva no responde solamente a criterios veritativo–funciona-les en relación con la realidad que sean estipulados independientemente de la trama discursiva. Más bien, la “aceptabilidad” de un enunciado “x” en una trama discursiva “y” depende también en gran parte de todos los enunciados que con-stituyen la condición de posibilidad de que se enuncie “x” con pretensión de sentido (los supuestos no contingentes inherentes a “x”). De este modo, es válido plantear la posibilidad de auto-contradicciones performativas en el caso en que enunciemos algo cuyo contenido proposicional contradiga el contenido proposi-cional de enunciados que constituyen su condición de posibilidad.

El primer objetivo planteado para este trabajo era responder: ¿Es posible elu-dir las auto-contradicciones performativas utilizando el lenguaje ordinario? y ¿por qué es necesario e importante que el lenguaje ordinario tenga la propiedad de au-torreferencialidad? A lo largo de la exposición se mostró que tanto los esfuerzos de Tarski y Russell como los de Heidegger, Foucault o Derrida para escapar a la posibilidad de auto-contradicciones performativas no mostraron sus frutos. Si se utiliza un lenguaje ordinario con pretensiones de significatividad, no se está ex-ento de la posibilidad de cometer auto-contradicciones performativas. Pero, ¿qué tal si inventamos un lenguaje para hablar del mundo que no sea autorreferencial? De ese modo podríamos generar un lenguaje que excluya toda posibilidad de que caigamos en auto-contradicciones performativas. Sin embargo, con un len-guaje así no podríamos reflexionar sobre el mundo, y eso significaría el fin de la filosofía, como hemos visto. En definitiva, es importante usar el lenguaje natural autorreflexivo si queremos decir algo sobre el mundo. He allí su importancia y necesidad.

El segundo objetivo planteado en este trabajo era ver cómo Apel se sirve del concepto de auto-contradicción performativa para atacar las posiciones del falibilismo ilimitado. Efectivamente, se vio cómo la crítica de Apel muestra que el falibilista ilimitado, al intentar construir una crítica a la posibilidad de una fun-damentación última de los principios universales válidos de una ética discursiva, cae en una auto-contradicción performativa porque con el sólo hecho de enun-ciar críticas con pretensiones de significatividad acepta también los principios universales válidos que inhieren a toda posibilidad de discurso argumentativo. Y acepta también, por ende, el principio de no-auto-contradicción performativa.

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Metáforas del sujeto en el Tratado de la Naturaleza

Humana de David Hume1

Leandro Guerrero*

Este trabajo toma las dos metáforas más importantes de las que se sirve Hume en su tratamiento del self (Trat-ado de la Naturaleza Humana, Libro 1, Parte 4, Sección 6) e identifica re-spectivamente en base a ellas dos líneas de lectura en torno a su teoría del sujeto. Por un lado, la lectura es-tándar ha hecho mucho hincapié en la inconsistencia de la teoría humeana del “haz” de percepciones, que tiene su reflejo en la metáfora de la mente como teatro. Por otro lado, lecturas posteriores han dado más importan-cia a la afirmación humeana de que la mente es un “sistema” de percep-ciones, y han estimado como mucho más precisa y adecuada la concomi-

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Ar

Abstractresumen

Cuadernos del Sur - Filosofía 39, 2010

This paper studies the two most im-portant metaphors used by Hume in his account on the self (Treatise of Human Nature, Book 1, Part 4, Sec-tion 6) and elaborates upon them the features of two general lines of inter-pretation concerning his theory of the subject. On one hand, the standard reading brings attention specially on Hume’s inconsistent “bundle” of per-ceptions theory of the self, which has its reflex over the “mind as it were a theatre” metaphor. On the other hand, more recent interpretations have given more importance to Hume’s claim that the mind is properly understood as a “system” of perceptions, and have es-timated as much more accurate and

* Universidad de Buenos Aires. Correo electrónico: [email protected] Algunas de las ideas expuestas en este trabajo están extraídas de una investigación mayor, que conforma mi tesis de licenciatura (FFyL, UBA).

Leandro Guerrero

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tante metáfora de la mente como república. Sin embargo, como ambas metáforas y tesis sobre la mente tienen lugar en la misma sección, ambas lec-turas fallan desde un punto de vista hermenéutico en tomar sólo uno de estos aspectos. Ofrecemos aquí una lectura que contiene a ambos en con-junto consistentemente, a través de un examen de la oposición entre las me-táforas basado en el contexto en que Hume se sirve de cada una de ellas. Con ello mostramos que, en realidad, son dos caras de una misma moneda, necesarias en la doble argumentación destructiva y constructiva desplegada por Hume en esa sección.

palabras Clave: SujetoMenteMetáfora

Fecha de recepción:09 de Agosto de 2012

Aceptado para su publicación:13 de Septiembre de 2012

precise his other metaphor: the “mind as a Commonwealth” metaphor. Nev-ertheless, being that both metaphors and thesis of the self are included in the same section, both interpretations fail hermeneutically in taking only one of these aspects as relevant. We offer here an interpretation that holds together consistently the two claims, through an exam of the opposition between the metaphors based on the context in which Hume makes use of each one of them. In doing so, we show they are actually two sides of the same coin, that is, that they are neces-sary to Hume’s destructive/construc-tive double argument developed in that section.

Keywords: SelfMindMetaphor

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Metáforas del sujeto en el Tratado de la Naturaleza Humana de David Hume

Introducción

Desde el mismo momento en que vio la luz, en enero de 1739, la sección 6 de la Parte 4 del Libro 1 del Tratado de la Naturaleza Humana1, titulada “De la identidad personal”, ha resultado particularmente desconcertante para muchos de sus lectores, críticos e intérpretes. Consecuentemente se cuenta entre las partes más frecuentemente leídas de la obra de Hume y, a la vez, entre las más incomprendidas.

Este desconcierto general al que hacemos referencia está, en parte, curiosa-mente fomentado por el propio Hume, quien adjuntó a la publicación del Libro 3 del Tratado (aparecido en octubre de 1740) un Apéndice en donde expresa de forma críptica una disconformidad con respecto a sus opiniones sobre el tema, que sin embargo no queda nunca claramente formulada. Hume aparentemente reconoce algún tipo de defecto en sus opiniones o en su exposición, lo que ha llevado a muchos intérpretes contemporáneos a regresar sobre la sección con-cerniente a la identidad personal únicamente con la intención de señalar di-cha falla. Estos intentos se han mostrado enteramente fútiles, debido en parte al carácter sub-determinado del Apéndice.

La obra de Hume ha provocado comentarios encontrados desde los días en que este aún gozaba de buena salud. Sin embargo, las lecturas que se ofrecían sobre su pensamiento filosófico hasta inicios del siglo pasado por lo general repa-raban de una forma excesivamente crítica y negativa en muchas de sus páginas, al punto de tomar toda su empresa filosófica como un pernicioso y forzado es-cepticismo, destructor de las máximas establecidas y del sentido común. Solo contemporáneamente se ha visto revitalizada la lectura y seria interpretación de su obra (filosófica e histórica).

No obstante, su tratamiento del self 2 siguió siendo leído a lo largo del si-glo xx como profunda y estrictamente escéptico, destructor de cualquier tipo de

1 Como es ya tradicional, haremos mención a esta obra de forma abreviada dentro del cuerpo del trabajo únicamente como Tratado. Para referir pasajes particulares o en caso de cita, abreviaremos con la letra T, seguida del número de libro, parte, sección y párrafo. Así mismo incluiremos la paginación estándar de la edición de Selby-Bigge: T1.4.6.5. SB 253 (Treatise of Human Nature, Libro I, Parte 4, sección 6, párrafo 5 – página 253 de la edición Selby-Bigge). Para hacer referencia a alguno de los tres Libros en particular, utilizaremos únicamente T1, T2 o T3 respectivamente2 Existen algunas complejidades para verter de forma precisa el término inglés self al cas-tellano. Sin duda se trata de un término polisémico, que puede adquirir distintos matices según el contexto en que se utilice. Como tendremos oportunidad de notar, Hume es mu-chas veces equívoco al respecto lo que dificulta aún más la tarea. Anthony Pitson (2002), por ejemplo, distingue entre dos aspectos del self, uno mental y otro agente. En este trabajo lo traduciremos por “sujeto”, pero en ocasiones en que no sea del todo equiparable a dicha traducción, optaremos por dejarlo en inglés.

Leandro Guerrero

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identidad personal o identidad del sujeto a través del tiempo. Del mismo modo, con respecto a la forma en que Hume presentaba su argumento en la sección, como ya hemos sugerido, se lo exhibe como contra-intuitivo, inconsistente, falaz y enteramente insatisfactorio (en este sentido el Apéndice era tomado como una prueba de que el propio Hume así lo consideraba también). Solo recientemente han aparecido algunas lecturas más favorables, que reivindican con firme apoyo textual la consistencia y la solidez de la argumentación de Hume, a la vez que se extienden hacia otras secciones del Tratado en busca de una formulación más completa de la teoría humeana del sujeto.

Una forma sugerente y útil de pensar esta oposición entre comentadores es a través de dos metáforas que el propio Hume emplea dentro de la sección dedica-da al self y que expresan muy bien las líneas que han tomado ambos grupos. Nos proponemos abordar estas dos líneas interpretativas sobre la base de un examen del uso de ambas metáforas y mostrar que al poner cada una de estas líneas inter-pretativas su atención principalmente en una de estas metáforas (en desmedro, re-spectivamente, de la otra) han entablado una oposición que promueve en ambos casos una lectura sesgada, parcial y, por ende, incompleta de la teoría humeana de la mente y del sujeto. Una vez que hayamos mostrado esto, ofreceremos una perspectiva que permite (y aun más: requiere) incluir ambas figuras metafóricas en una teoría única e integral de la mente, como las dos caras de una misma moneda, para poder obtener una imagen de conjunto consistente.

El objetivo de este trabajo, por ende, es muy preciso y limitado en su alcance. Sin duda hay una enorme conjunto de discusiones muy importantes que Hume lleva a cabo a lo largo del primer Libro del Tratado, en especial aquella en torno a la causalidad, aquella en torno a nuestra creencia en la existencia independi-ente de los objetos externos y aquella titulada “De la inmaterialidad del alma”, sección que articula una serie de argumentos escépticos en contra de algunas tesis racionalistas tradicionales. Todo esto es de suma importancia para una inter-pretación adecuada de la teoría humeana de la subjetividad. Lo mismo sucede con el desarrollo posterior del Tratado, en especial las teorías de las pasiones en el Libro 2 y las discusiones morales y filosófico-políticas que Hume despliega en el último Libro del Tratado. Sin embargo, no serán éstas discusiones que entren dentro de este trabajo.

Muchos de los intérpretes que tendremos ocasión de mencionar ofrecen her-ramientas interpretativas precisas en la reconstrucción de una “teoría humeana del sujeto”. Ofrecer esta teoría del sujeto en clave humeana es un objetivo com-partido por todo intérprete. Para ello, empero, es requisito ofrecer antes un apara-to hermenéutico sólido que lo sustente. En esta oportunidad, por cuestiones de espacio, no intentaremos formular los lineamientos de una teoría del sujeto en la filosofía de Hume, ni responder con contundencia a algunos de estos intérpretes, sino que buscamos únicamente reconstruir una hermenéutica más adecuada y

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Metáforas del sujeto en el Tratado de la Naturaleza Humana de David Hume

ajustada del texto humeano, requisito previo para dicha formulación, contra lo que consideramos algunas fallas en la lectura de estos comentadores. Por ello mismo nos concentraremos únicamente en la sección sobre la identidad per-sonal, que es la que más ha llamado la atención de estos intérpretes, pero que no puede considerarse el único texto relevante en una teoría humeana de la subjetividad.

Dos metáforas y dos líneas interpretativas

El texto de la sección 6 de la Parte 4 del Libro 1 del Tratado consta de 23 pár-rafos. La primera de las metáforas a las que hicimos referencia, tiene lugar en el párrafo cuarto. Este es el pasaje y la metáfora que abraza la interpretación están-dar de la teoría humeana de la identidad personal. Transcribimos a continuación el párrafo completo.

But setting aside some metaphysicians of this kind, I may venture to affirm of the rest of mankind, that they are nothing but a bundle or collection of different perceptions, which succeed each other with an inconceivable rapidity, and are in a perpetual flux and move-ment. Our eyes cannot turn in their sockets without varying our per-ceptions. Our thought is still more variable than our sight; and all our other senses and faculties contribute to this change; nor is there any single power of the soul, which remains unalterably the same, perhaps for one moment. The mind is a kind of theatre, where sev-eral perceptions successively make their appearance; pass, re-pass, glide away, and mingle in an infinite variety of postures and situa-tions. There is properly no simplicity in it at one time, nor identity in different; whatever natural propension we may have to imagine that simplicity and identity. The comparison of the theatre must not mis-lead us. They are the successive perceptions only, that constitute the mind; nor have we the most distant notion of the place, where these scenes are represented, or of the materials, of which it is composed. (T1.4.6.4. SB 253 – énfasis agregado)

La metáfora del teatro nutre a la interpretación estándar, según la cual la teoría humeana del self no es otra cosa que la teoría del haz (bundle) de percep-ciones. Estos comentadores adoptan una postura negativa respecto de esta carac-terización del sujeto y derivan sus críticas de inconsistencia a partir de ella. Un haz (bundle) es un amontonamiento, un manojo azaroso, un conjunto arbitrario, desordenado y que no sigue ningún patrón conocido que regule las relaciones

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que mantienen las partes entre sí. De aquí se sigue que o bien Hume ha disuelto a conciencia cualquier vía posible para explicar la identidad del sujeto a través del tiempo y de sus percepciones, o bien si realmente intenta dar dicha explicación, su intento ha resultado enteramente infructuoso.

No hay sujeto que trascienda esa cadena de percepciones que se muestran caóticamente escurridizas, sin otra relación más que su constante y continuo fluir una seguida de la otra. Pero tampoco hay conexión real alguna que la mente pueda percibir entre percepciones, ni otra cosa más que ellas (pues la mente únicamente percibe percepciones, no mentes), por ende, algunos de estos intér-pretes sostienen que la posibilidad de concebir un sujeto genuinamente unificado a través de dicha serie quedaría irremediablemente disuelta3. Con distintas vari-antes, esta versión defectuosa de la teoría del haz4 ha sido atribuida a Hume por varios de sus comentadores.

Entre las características generales que pueden divisarse en estas lecturas, una de las más reveladoras (y que contrastará fuertemente con el otro tipo de lecturas) es que las interpretaciones desfavorables de Hume, únicamente toman como su teoría del sujeto y la identidad personal algunas de las cosas dichas por Hume en T1.4.6. y sus respectivos comentarios sobre el tema en el Apéndice. Entre ellos, pocos hay que tomen en cuenta la distinción que Hume propone entre “identidad personal con respecto al pensamiento y la imaginación” e “identidad personal con respecto a nuestras pasiones y el interés que tenemos por nosotros mismos”. Pero aquellos pocos que sí dan cuenta de ella, consideran igualmente que no existe otra teoría humeana, u otra dimensión dentro de su teoría de la subjetivi-dad sino que se mantienen en la opinión de que lo único que hay que analizar al tratar el tema del self en Hume es sólo T1.4.6. (Cf. Thiel 2011:396-398)5. Conse-cuentemente, al intentar ubicar la inconsistencia a la que Hume se refiere en el Apéndice, siempre dirigen sus miradas a esta sección.

3 Esto sostiene, por ejemplo, Fogelin (1985:106-107), que propone entender la inconsisten-cia en el tratamiento humeano en términos del requisito de un sujeto empírico unitario que plantea el resto de Tratado (sujeto empírico que el denomina “genuino”) y no de una mera ficción (que según entiende Fogelin es lo que Hume ha conseguido como corolario de la sección sobre la identidad personal).4 Utilizo “teoría del haz” para traducir un concepto bastante empleado entre intérpretes (no así por Hume mismo): “bundle theory of the self”. Generalmente suele utilizarse este término para mentar la totalidad de la propuesta humeana relativa a la identidad personal y, en gran medida, se lo emplea críticamente para marcar incongruencias o inconsistencias en su teoría de la subjetividad. Por ejemplo Stroud (1977:133), Dicker (1998:31), Noonan (1999:81, 200-201). Una excepción es la de Pitson (2002:44).5 Las referencias bibliográficas dentro del texto se harán entre paréntesis consignando el apellido del autor, año de edición y, luego de dos puntos, el número de página o páginas: (Pitson 2002:52).

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Metáforas del sujeto en el Tratado de la Naturaleza Humana de David Hume

También sucede entre algunos de ellos que suelen confundir el objetivo de Hume dentro de T1.4.6. Muy claramente Stroud (1977), Dicker (1998) y Noonan (1999), y quizás también en Fogelin (1985) sostienen con cierta seguridad que lo que Hume está discutiendo es la idea que los seres humanos nos formamos sobre nosotros mismos6, y que el carácter invariable e ininterrumpido son rasgos que el común de la gente se atribuye al identificarse como el mismo sujeto en y a través del tiempo. Como mostraremos más adelante, es muy difícil entender así la discusión. Hume, en cambio, propone implícita y explícitamente7 su discusión como un debate con y contra otras posturas filosóficas, ya de cuño cartesianas ya de cuño lockeanas.

Según Stroud (1977), el problema en la argumentación de Hume es que no puede dar cuenta de cómo es que hay distintas series causalmente discretas y conectadas que, sin embargo, forman parte de distintos sujetos8. Garret (1997) reduce aquel problema a otro que considera anterior: aun si hubiera una única persona, no se explica cómo es posible que se formen esos haces de percepcio-nes9. Fogelin (1985:106-107) cree que Hume ha desvinculado nuestras percep-ciones para poder refutar a Berkeley, pero que luego le resulta imposible volver a reunirlas y vincularlas. En definitiva, sugiere Fogelin, el problema es que Hume requiere de un sujeto empírico genuino para el resto del Tratado y no únicamente una ficción, que es lo que le ha quedado.

A comienzos de este siglo, han surgido lecturas revisionistas tendientes a reparar el enfoque excesivamente crítico y bregando por una lectura más cui-dadosa y cercana a los textos, bajo la sospecha de que Hume estaba diciendo bastante más de lo que tradicionalmente se creía. Esta postura, que se opone de forma concreta a las interpretaciones estándar de la teoría humeana de la sub-jetividad, ha tomado como su bandera otra descripción del self que Hume hace

6 O incluso la creencia en nuestra identidad personal, lo que es aún más discutible. Nunca, a lo largo de la sección “De la identidad personal”, utiliza Hume el término “creencia” o el verbo “creer”.7 Implícita porque en la sección “De la identidad personal” Hume no hace referencia di-recta a ningún filósofo, aunque por las características que atribuye a la teoría que critica y por la mención a “algunos filósofos” o “algunos metafísicos” parece indudable la referen-cia cartesiana. Explícitamente, Hume menciona a Descartes en el Abstract (1938: 25). En cuanto a Locke, la referencia es en cambio únicamente implícita, con la opinión de Hume según la cual el debate sobre la identidad personal ha adquirido en Inglaterra una reciente popularidad y especialmente en la exposición de los límites que presenta la memoria para dar cuenta de la génesis de la identidad personal.8 Adicionalmente, sugiere Stroud, dicha incapacidad es síntoma de la insuficiencia explica-tiva de la teoría de la ideas en general. (Cf. Stroud, 1977:134, 139-140).9 Garret estima que dicha incapacidad es síntoma únicamente de una insuficiencia en los medios representativos y explicativos de la psicología humeana: las impresiones, las ideas y los tres principios de asociación (Cf. Garret, 1997:180-186).

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solo unos pocos párrafos más adelante en la sección sobre la identidad personal. El párrafo decimonoveno dice:

As to causation; we may observe, that the true idea of the human mind, is to consider it as a system of different perceptions or different existences, which are linked together by the relation of cause and ef-fect, and mutually produce, destroy, influence, and modify each oth-er. Our impressions give rise to their correspondent ideas; said these ideas in their turn produce other impressions. One thought chaces another, and draws after it a third, by which it is expelled in its turn. In this respect, I cannot compare the soul more properly to anything than to a republic or commonwealth, in which the several members are united by the reciprocal ties of government and subordination, and give rise to other persons, who propagate the same republic in the incessant changes of its parts. And as the same individual republic may not only change its members, but also its laws and constitutions; in like manner the same person may vary his character and disposi-tion, as well as his impressions and ideas, without losing his identity. Whatever changes he endures, his several parts are still connected by the relation of causation. And in this view our identity with regard to the passions serves to corroborate that with regard to the imagination, by the making our distant perceptions influence each other, and by giving us a present concern for our past or future pains or pleasures. (T1.4.6.19. SB 261 – énfasis agregado)

Comentadores como Pitson (2002), Swain (2006) y McIntyre (2009) han in-tentado remplazar la antigua etiqueta de mero “haz (bundle) de percepciones” por la (que creen) más adecuada formulación de “sistema (system) de percepcio-nes”. Las razones son patentes: sin duda resulta mucho más satisfactorio consid-erar que la mente es un sistema, es decir, un conjunto de elementos ordenados que mantienen ciertas relaciones pautadas y que poseen además algún tipo de jerarquía que permite a algunos de estos elementos depender de otros y al mismo tiempo que otros dependan de ellos.

En este caso la metáfora de la república nutre a esta otra interpretación, según la cual la mente no es un conjunto errático y caótico de elementos amontonados sino un sistema. Y aun más, es precisamente el conjunto de reglas que subordinan algunos miembros a otros y que pautan el comportamiento y las relaciones entre ellos lo que forma la república/mente. No existe una república por fuera de sus miembros en relación, del mismo modo que no hay una sustancia pensante ni trascendente ni inmanente a las percepciones que componen la mente. Esto, sin embargo, no impide que haya una mente unificada e idéntica a través del tiempo,

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del mismo modo que no nos impide representarnos un conjunto de ciudadanos regidos por instituciones como una república10.

En principio, los tres comentarios que hemos mencionado pretenden dar una lectura que rescate aspectos positivos del tratamiento humeano: su pertinencia, su consistencia, su importancia en relación con la totalidad de la obra. Estos intérpretes no creen que aquello que Hume tiene para decir sobre la identidad personal comience y acabe únicamente en T1.4.6. (y el Apéndice), sino que tien-den a extender sus consideraciones hacia temáticas anteriores y principalmente posteriores dentro del Tratado.

En general, este grupo de intérpretes se aproxima al laberinto del apéndice con una estrategia distinta a la que hemos mencionado anteriormente. Sostienen que la afirmación de la inconsistencia y el absurdo que Hume dice haber encon-trado en su tratamiento del mundo intelectual ha de ser cotejada con algunas indicaciones que Hume da no en T1.4.6., sino en la sección inmediatamente anterior, T1.4.5. (“De la inmaterialidad del alma”). Allí, según dicen, puede en-contrarse un justificativo de las palabras de Hume en el Apéndice. A través de este giro, pretenden dar una comprensión de esa dificultad que no reste mérito al desarrollo humeano, sosteniendo con cierta plausibilidad que en realidad Hume no abandona nunca la concepción de la subjetividad que esboza en T1.4.6.

Adicionalmente, han sabido reparar en la distinción humeana entre la identi-dad personal con respecto al pensamiento o imaginación y la identidad personal con respecto a nuestras pasiones (T1.4.6.5.) identificando la primera de estas alternativas con aquello que Hume lleva a cabo en esta misma sección T1.4.6. y la segunda, en cambio, con el tratamiento de las pasiones (T2). Pitson (2002) ha sido uno de los primeros en explicitar el doble aspecto determinante de la no-ción humeana de self: que denomina el aspecto mental y el aspecto agente (que incluye lo volitivo, lo pasional, lo motivacional y lo corporal). Swain (2006), en cambio, es uno de los pocos intérpretes que ha propuesto una muy interesante lectura escéptica a la vez que consistente y sistemática del Apéndice. McIntyre (2009) propone un fuerte paralelismo entre T1.4.2. (la sección sobre el escepti-cismo con respecto a los sentidos) y T1.4.6., y ha mostrado en qué medida pu-eden encontrarse en la obra posterior de Hume indicios de que se ha mantenido siempre de la misma opinión respecto de su teoría del self, incluso sin referirse directamente al tema.

10 Este fuerte paralelismo Estado-Individuo no es para nada nuevo. Únicamente para citar uno de los casos paradigmáticos de la tradición, cf. Platón, República, Libro 4. Un desarro-llo exhaustivo de este paralelismo y sus implicancias supondría un trabajo que excede con creces los límites del presente.

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Los méritos de esta línea interpretativa son por ende innegables. Sin embargo, esta oposición así entablada, nos impide reparar en una cuestión igualmente in-negable. Hume hace referencia a ambas tesis y hace uso de ambas metáforas dentro de la misma sección T1.4.6. En unas pocas páginas aparecen sendas for-mulaciones a primera vista divergentes junto con sus respectivas formulaciones metafóricas. Es convicción de este trabajo que una perspectiva de conjunto sobre el tema tiene que incorporar simultáneamente las dos vertientes en oposición. Para ello se requiere una lectura integral de la sección en cuestión y un análisis contextual del uso de las metáforas.

Análisis del texto de la sección 1.4.6. sobre la identidad personal.

Una lectura de conjunto de la sección sobre identidad personal permite divi-dir el texto en cuatro partes:

1) T1.4.6.1-5: presentación del tema y argumentación en contra de la idea racio-nalista de self.

2) T1.4.6.6-14: rodeo a través de la identidad de los objetos.

3) T1.4.6.15-21: discusión de la naturaleza y el origen de nuestra idea de self.

4) T1.4.6.22-23: recapitulación y conclusión de la sección.

1) Hume introduce las opiniones que ha de discutir no como opiniones vulgar-es, comúnmente aceptadas por todos en algún momento de nuestras vidas, sino que se trata de cierta (aún no sabemos cuál) tesis filosófica particular (T1.4.6.1.). ¿Quiénes son estos filósofos en los que está pensando? No queda dicho explíci-tamente, aunque un poco más adelante los llama “metafísicos” (metaphysicians, T1.4.6.4 SB 252). La postura que discutirá en la sección, y especialmente en estos primero 5 párrafos, es aquella que sostiene la perfecta identidad (i.e. carácter invariable e ininterrumpido) y simplicidad del sujeto. Además de esto, se supone que esas características son inmediatamente accesibles a la mente a través de algún tipo de contemplación o intuición intelectual.

Una vez que ha descrito a satisfacción los rasgos principales de esta doctrina, Hume se encarga de rechazarla en un párrafo muy breve. Aplica su principio de la copia y encuentra, entonces, que cualquier idea que tengamos ha de haber aparecido, en un primer momento, como impresión; y debido a que lo único que diferencia a una impresión de su idea correspondiente es su vivacidad o fuerza en la concepción, pero en modo alguno su contenido o naturaleza, debemos encontrar las mismas características que decimos hay en la idea, en la impresión que la causa. Si decimos que las características principales de este self son la

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invariabilidad y la continuidad, luego la impresión a partir de la cual la copiamos ha de tener esos mismos rasgos. Ahora bien, no tenemos ninguna impresión que se mantenga la misma (inmutable) a través del curso completo de nuestras vidas (ininterrumpida), por ende no hay una idea de self, al menos mientras se la en-tienda de ese modo.

Con esta lectura cuidadosa queda eliminada la posibilidad de interpretar que Hume rechace como ininteligible toda noción de self. Niega que sea inteligible una noción de yo11, un sujeto de tipo cartesiano, es decir tal como lo había car-acterizado en el párrafo anterior; pero eso no significa que no pueda defenderse alguna concepción de otro tipo, que sea no obstante satisfactoria.

Hume, entonces, propone un cambio de objetivos. Al quedar ya descartada la tesis metafísica de la sustancialidad del sujeto12, es dentro del planteo humeano igualmente importante explicar cómo es que, si todo eso es falso, igualmente prestamos asentimiento a ese tipo de opiniones. En otras palabras, como ya ha hecho en otras situaciones, Hume se propone explicar cómo surge o cuál es la causa de la gran inclinación o propensión que se tiene a adscribir identidad a percepciones sucesivas y a suponer que poseemos una existencia invariable e ininterrumpida a lo largo de toda nuestra vida. ¿Pero de quién es la propensión que se explicará? Hume no lo dice, y se limita a hablar en primera persona del plural; sin embargo, si seguimos el hilo de la argumentación tal como la hemos planteado, son los filósofos quienes llegan a la falsa idea de self. Tendrá que ser, entonces, la falsa opinión de los filósofos la que haya que explicar. Si tomamos el ejemplo de T1.4.2., donde Hume explica primero la opinión vulgar acerca de la existencia independiente de los objetos externos para luego dar cuenta, a partir de ella, de la opinión filosófica, presumiblemente podríamos esperar que aquí suceda lo mismo.

2) Hume comienza, dentro de su discusión sobre la identidad personal, otra sobre la identidad de los objetos, volviendo a temas que parecían ya estar resuel-tos. No obstante, no es meramente un comentario anecdótico, sino que Hume le dedica ocho párrafos al tema (mucho más que a su crítica al self entendido cartesianamente). No es anecdótico por indicación textual del propio Hume. Ex-iste una “gran analogía” entre ambas formas de adscribir identidad. Para explicar perfectamente la identidad personal debemos dar este rodeo nuevamente a través de la identidad de los cuerpos. Es un requisito, y de gran relevancia. En el fondo, lo que estaría diciendo Hume es que no se trata de un discusión dentro de otra

11 Hemos reservado los términos “yo” y “puro yo” para hacer referencia al sujeto de la tradición racionalistas cartesiana, con sus rasgos de pura intelectualidad (puro pensamiento en general) e inmediata accesibilidad reflexiva (intuición intelectual).12 Esta crítica se inscribe en la crítica general de Hume a la metafísica y en particular a la noción de sustancia, que tienen lugar a lo largo del Libro 1.

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distinta, sino que, muy por el contrario, se trata de poner de manifiesto hasta qué punto son ambas la misma discusión. En definitiva, Hume buscará sostener que los criterios para la atribución de identidad son los mismos para objetos tanto como para sujetos. Esto, como veremos inmediatamente, tiene implicancias difícilmente asimilables para una teoría de la identidad personal que hasta el momento Hume parecía no haber mencionado pero que ya podemos ver sí com-parte dentro de la economía de T1.4.6. un lugar principal junto con la cartesiana. Nos referimos a la teoría lockeana de la identidad personal.

Si Hume ha desarticulado la idea cartesiana de sustancialidad y la del puro yo pensante, ha de construir ahora una propia alternativa teórica que dé cuenta de la constitución de la subjetividad; y según entiende Hume esa alternativa ha de ser construida en diálogo con Locke, pues es esa noción de identidad personal el otro cuerno de este problema.

Ha sido indicado por algunos comentadores13 hasta qué punto Locke ha re-chazado algunas tesis cartesianas al mismo tiempo que ha mantenido, voluntaria o involuntariamente, muchos de los supuestos del filósofo francés. Si bien es cierto que Locke logra en su formulación desprender una discusión en torno a la identidad personal de los debates en torno a la naturaleza de las sustan-cias, concediéndole cierta autonomía epistémica y quitándole relativamente el peso metafísico que tenía en la formulación cartesiana, mantiene aún una fuerte impronta cartesiana. Por un lado, Locke sostiene que el tema de la identidad personal no puede ni debe ser resuelto apelando a consideraciones sustanciales sino únicamente a criterios epistémicos que nos permitan determinar cuando podemos atribuir o no identidad a un objeto (o a un sujeto). Esta inflexión será importante para entender algunas de las opiniones de Hume y el lugar de prepon-derancia que tendrá en ellas el problema de los criterios.

Por otro lado, Locke continúa suponiendo que la cuestión de la identidad personal sigue siendo tal que ha de resolver cada uno para sí mismo. En otras palabras, Locke elimina el carácter fuertemente metafísico de la discusión car-tesiana pero mantiene aún su férreo individualismo. Se trata de un criterio en-teramente privado, que cada uno aplica a sí mismo. Nadie tiene un poder sobre otro, cada uno, a través de su consciencia y reflexión, sostiene Locke, es quien ha de determinar su continuidad a través del tiempo, su adscripción de identidad y de responsabilidad de sus actos. Sobre la base de esta caracterización, puede vislumbrarse otro rasgo clave del planteo lockeano que es su carácter exclusiva-mente “intelectual”. Es el propio individuo, en un ámbito privado al que nadie tiene acceso o influencia, y solo a través de su razón reflexiva, quien determina y concibe su propia continuidad e identidad. Hume rechazará todos estos rasgos

13 Para un excelente estudio comparativo cf. Jolley (2000:1-27).

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fuertemente racionalistas lockeanos en la conformación de la subjetividad: el individualismo, la privacidad, la racionalidad, la reflexividad y el carácter vol-untario extremos.

Hume concede a otros filósofos14 anteriores que en lo que respecta a una masa de materia, en el más estricto de los sentidos, podemos atribuirles identi-dad únicamente cuando la misma permanece invariable e ininterrumpida. Esta noción de identidad perfecta, o filosófica, supone que el agregado o la sustrac-ción de una parte, por minúscula que sea, destruye completamente la identi-dad del objeto. Sin embargo la concesión es engañosa. Inmediatamente Hume desestima ese criterio, pero no porque sea incorrecto (de hecho él reconoce que es filosóficamente correcto) sino mucho más simplemente porque nuestra mente no se rige naturalmente por él. Nuestra imaginación raramente es tan precisa, y aquello que debemos explicar no es la precisión, sino los principios que dan cuenta del comportamiento de nuestra imaginación.

Con esto Hume busca distinguir entre dos ideas diametralmente opuestas: la idea de identidad y la idea de diversidad. La primera es la idea filosófica de aquello que se mantiene invariado e ininterrumpido a través de una (supuesta) variación de tiempo; mientras que la segunda hace referencia a varios objetos distintos. Pero cuando estos objetos distintos existen en sucesión y conectados por una relación cercana (semejanza y causalidad), en nuestra forma natural y común de pensar generalmente confundimos ambas ideas. Esto no sólo porque haya semejanza entre ellas, sino también porque hay una cercana semejanza entre las dos acciones de la imaginación, al menos para la sensación que ten-emos de ella. La tranquila contemplación y reposo en un objeto invariable se asemeja a una transición fácil e ininterrumpida entre objetos diversos, pero relacionados.

Esta semejanza es causa de “error” con respecto a la atribución de identi-dad a objetos materiales, ya que provoca sustituir una noción por la otra. Esta inclinación, no obstante, es tan general que no podemos evitar caer en ella, incluso después de tomar conciencia de que lo hacemos. Por esa misma razón las correcciones que podamos hacer mediante reflexión solo temporalmente pueden sostener el criterio filosófico, volviendo insensiblemente a adoptar el impulso irrefrenable de la imaginación ante la menor disminución de nuestro cuidado o atención.

En definitiva, las dificultades y las paradojas que se infieren de estos criterios de la imaginación resultan de su comparación con parámetros de precisión estricta y “filosófica”, que en última instancia nadie aplica naturalmente. Por lo

14 Probablemente Descartes y Locke.

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tanto, cuando Hume llama ficticia a la atribución de identidad no considera con ello que sea errónea, sino muy por el contrario imperfecta, solo si la compara-mos con criterios más estrictos, aunque no por eso universalmente empleados15.

3) La identidad que le atribuimos a la mente no es capaz de recorrer todas las percepciones y reunirlas en una sola que borre sus diferencias, i.e. no existe el puro pensar o puro percibir. La unidad e identidad de la mente es consecuencia, luego, de la conexión entre las percepciones que la componen. Ahora bien, el entendimiento en ningún caso puede percibir una conexión real entre dos exis-tencias distintas. La conclusión, aun sin sorprender, no deja de ser contundente: nuestra idea de identidad es producto16 de nuestra reflexión. Es requisito indis-pensable que se den ciertas características en el objeto, i.e. regularidad y uni-formidad entre nuestras percepciones; sin ellas no podría darse en la mente una inclinación a atribuirle identidad. Y esto sucede en cualquier clase de atribución de identidad, no solo en el caso de nuestra propia mente.

Pero si la identidad es una cualidad que nosotros atribuimos a las distintas percepciones solo hay tres únicos principios que unen ideas en la imaginación: semejanza, causalidad y contigüidad. Será pues alguno de estos candidatos el responsable. Su tarea no será otra que producir esa transición fácil entre nuestras percepciones que hace considerarlas como una mente. Hume apelará a la seme-janza y a la causalidad.

Comenzando con la semejanza, Hume la emparenta estrechamente con la memoria. Qué otra cosa, se pregunta, es la memoria sino aquella facultad que nos hace presentes percepciones pasadas. Sin duda, una idea o imagen de una percepción pasada indefectiblemente se asemejará al original. La memoria y la compleja reproducción vinculante de percepciones y recuerdos aumentan expo-nencialmente la semejanza entre las percepciones, lo cual facilita la transición de la imaginación entre las mismas.

15 Los criterios exactos o filosóficos, entiende Hume, son los que se emplean en la ciencia (ya sea moral o natural) y deben su precisión a su carácter reflexivo. El filósofo moral o natu-ral puede corregir o perfeccionar nuestros criterios naturales de forma tal que resulten más eficaces, pero Hume entiende que no existe ningún criterio absoluto o ideal. Los criterios “perfectos” se utilizan siempre en determinados contextos (filosófico-científicos) pero ade-más de ser falibles (i.e. pueden ser constantemente corregidos y perfeccionados) no puede aislárselos de estos contextos pragmáticos.16 Con este término, “producir” o “ser producido”, estamos haciendo referencia a rela-ciones causales en estrictos términos humeanos, i.e. conjunción constante, contigüidad y prioridad temporal de la causa sobre el efecto. En ese caso, decir que la idea de identidad personal es un producto de nuestra reflexión no es otra cosa que decir que dicha idea regularmente tiene lugar en la mente luego de que ésta reflexiona sobre las percepciones que la componen.

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Sin embargo, si esto fuera todo, no tendríamos idea de la identidad de nues-tra mente. La memoria únicamente nos pone en contacto con la continuidad de nuestras percepciones y de alguna forma permite además tomar consciencia de la “extensión” de los vínculos entre percepciones; pero Hume cree que no es esta la fuente de la identidad personal. La memoria descubre la identidad personal, y por eso de alguna forma contribuye a su producción, pero no es ella quien la origina. Sin duda extendemos esa idea, considerándonos los mismos no solo en tiempos pasados de los que ya no tenemos recuerdo, sino aun en tiempos futuros de los cuales todavía no tenemos percepción alguna (y por ende desconocemos, aunque podamos suponerla, si habrá o no algún tipo de semejanza). Nuestra idea de identidad personal trasciende pues aquello que podemos recordar17, i.e. las semejanzas percibidas cuando reflexionamos sobre la corriente de pensamien-tos. Sin embargo, es a través de ella que llegamos a la “fuente” de la identidad personal.

La memoria tiene otra tarea importante, que es la de darnos a conocer las cadenas de conjunciones constantes y repeticiones en la experiencia sobre cuya base adquirimos la idea de causalidad. De no ser por la memoria careceríamos de una noción de causalidad entre percepciones. La memoria descubre y contribuye de forma esencial a la producción de la identidad personal, pero es el principio causal el que la conforma. El rasgo que caracteriza al principio causal por sobre los otros dos es precisamente que se extiende fuera de la experiencia e inclina a la mente a formarse juicios o expectativas en casos futuros desconocidos.

Pero eso no es todo. Hume advierte la importancia de esta conclusión. El resultado de su discusión no ha sido explicar el concepto filosófico de identi-dad perfecta. Transitando el camino de nuestros principios de asociación, Hume ha formulado una idea de identidad personal que, a diferencia de la creencia en la existencia de los cuerpos externos, no presenta inconsistencias. En efecto, en T1.4.2. la creencia en los cuerpos, cuya adopción es explicada por una in-clinación instintiva y natural, se mostraba sumamente defectuosa al reflexionar sobre ella. Pero aquí no discute Hume una creencia, sino precisamente una idea fruto de la reflexión sobre nuestras percepciones. Son dos cosas muy distintas, y por ende es un error pensar que la discusión de T1.4.6. es paralela a la de T1.4.2., como muchos intérpretes piensan. Muy por el contrario, aunque haya ciertas similitudes superficiales, el objeto de la discusión de Hume es otro. No está de-scribiendo una creencia, ni el mecanismo por el cual llegamos a una creencia, en realidad buscaba el origen de una idea falsa y dio con la verdadera idea. Repárese en el inicio del pasaje citado anteriormente: “(…) that the true idea of the human mind, is to consider it as a system of different perceptions or different existences, which are linked together by the relation of cause and effect, and

17 Crítica que probablemente va dirigida contra la teoría lockeana de la identidad personal (cf. nota 8).

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mutually produce, destroy, influence, and modify each other” (T1.4.6.19 SB 261 – énfasis agregado) 18. Obsérvese que al momento de caracterizar la verdadera idea de mente humana, Hume omite sus desafiantes términos (heap o bundle) y utiliza uno mucho más apropiado: sistema. La mente no es meramente un amon-tonamiento o paquete fortuito de percepciones, muy por el contrario la unidad de la mente queda mucho mejor expresada a través de la noción de sistematización: las percepciones tienen una disposición, están relacionadas causalmente (esto incluye relaciones de tiempo, semejanza y conjunciones constantes) y podemos suponer alguna jerarquización entre ellas. Nuestra mente no es un rejunte arbi-trario, sino que hay cierta inclinación que da unidad a la mente y nos permite adscribirle, reflexivamente, una identidad a través del tiempo.

4) El anteúltimo párrafo Hume lo dedica a sostener que sin mayores esfuer-zos puede extenderse su crítica a la perfecta identidad metafísica hacia la de la perfecta simplicidad.

El último párrafo de alguna forma concluye la totalidad de T1.4. bajo la premisa de que aquello que se ha dicho en esa miscelánea de argumentos o bien ha ilustrado o confirmado cosas anteriormente dichas, o bien allana el camino para las cosas que vendrán. Nuevamente queda aquí explicitado el vínculo que Hume está tendiendo entre su teoría de la subjetividad y la totalidad de su obra: ya para apuntalar temáticas anteriores (como la causalidad o la existencia inde-pendiente de los objetos externos) o para enmarcar el tratamiento de temáticas posteriores (la subjetividad en su dimensión pasional, moral, política).

4. Contextos argumentativos y usos retóricos de las metáforas

A través de este abreviado recorrido a lo largo de la sección sobre la identidad personal, se pone de manifiesto la estrategia argumentativa dual esgrimida por Hume. La misma estructura toda la sección y supone una aproximación doble: por un lado, destructiva y, por el otro, constructiva19.

18 Sin duda esperaríamos que Hume utilizara aquí self (sujeto) y no mind (mente), aunque es de notar, como habíamos advertido antes (cf. nota 3), que Hume es muchas veces equívoco y ambiguo en la forma de utilizar su terminología y su vocabulario específico. Mind, self y personal identity (identidad personal) no pueden considerarse rápidamente como sinónimos o siquiera como intercambiables. La noción de sujeto (self) presupone e incluye la de mente (mind), y son ambas independientes de la asignación de identidad personal (personal identity).19 Esta división dual de la argumentación humeana ha adoptado diversas formas en varios intérpretes y se ha transformado en objeto de discusión entre especialistas. Si bien no es parte de nuestro propósito ingresar en ella, puede fácilmente rastrearse en la bibliografía es-pecializada. Stroud (1977) refiere a dicha estrategia como “fase negativa” y “fase positiva”, rescatando con ello la impronta escéptica de la primera y naturalista de la última. Fogelin

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Esto que denominamos aproximación destructiva de la argumentación hu-meana responde a los intereses escépticos que el filósofo escocés antepone fr-ente a los sistemas metafísicos contra los cuales se enfrenta. La primera parte de T1.4.6. (párrafos 1 a 5) es el lugar donde Hume despliega sus argumentos escépticos, en oposición al cogito cartesiano y a sus implicancias metafísicas ininteligibles.

Luego, Hume lleva a cabo un rodeo a través del análisis de los criterios que utilizamos para atribuir identidad a objetos externos, que resulta necesario para lo que tendrá que decir respecto del tema que realmente lo convoca, el sujeto y la identidad personal. En lo que hemos distinguido como una tercera parte dentro de la sección (T1.4.6.15-21) se expone en toda su envergadura el esfuerzo teórico y argumentativo de Hume para dar cuenta positiva de nuestra verdadera idea de la mente y de la identidad personal respecto del pensamiento o imaginación. A través de esta segunda instancia constructiva, Hume ofrece una forma genuina20 de pensar la mente y la identidad personal.

Una vez que se repone este doble contexto argumentativo y se repara en los momentos en que tienen lugar cada uno de ellos dentro de la economía del texto, podemos ya vislumbrar con mucha mayor claridad cuál es el fin que motiva la elección de Hume de metáforas tan significativas en cada caso en particular. Cada una de ellas puede concentrar toda una idea no solo transmitiendo la po-tencia intelectual que de por sí tienen, sino también apelando en su carácter retórico al ámbito sentimental y emocional del lector: la metáfora puede hacer que una idea sea percibida más rápidamente y sin obstáculos, a través no del sólo entendimiento, sino de las emociones y sensaciones sublimes que moviliza en cada uno de nosotros.

La metáfora del teatro, Hume la utiliza claramente en un contexto crítico de la tradición sustancialista. Es un teatro de percepciones pero del cual no sabemos nada, ni siquiera dónde se lleva a cabo la función: es un teatro (performance) sin teatro (edificio). Hume ya está en condiciones, en ese instante, de ofrecer una primera caracterización de lo que realmente podemos llamar una mente. En este contexto crítico, entonces, Hume afirma que no es nada más que un haz (bundle) o colección de diferentes percepciones en perpetuo flujo y movimiento. Se suele considerar que esta es toda la tesis humeana sobre la identidad personal. Pues bien, basta tener en cuenta que aún restan cerca del veinte párrafos para que termine la sección (y resta todavía todo T2) para entrever que se trata de una con-clusión, cuanto menos, apresurada. Es aquí mismo que Hume hace uso de esta famosa metáfora del teatro. La mente es como un teatro, donde hay muchas figu-

(1985) utiliza, con algo más de precisión, la terminología “estrategias argumentativas” y “estrategias genéticas”, remarcando el carácter escéptico de ambos procedimientos.20 Cf. nota 4.

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ras que entran y salen de escena pero sin que podamos saber en qué edificio se lleva a cabo la obra. En definitiva, aquello que Hume quiere establecer, echando mano de estos medios, es el carácter enteramente variable e interrumpido del flujo mental: la mente no es ni simple ni idéntica a sí misma a través del tiempo, en el sentido metafísico estricto que se ha intentado darle.

La otra metáfora, aunque ahonda en esta dirección, es, en cambio, distinta. Aquí ya tenemos ante nosotros un verdadero sistema, o hemos de decir con may-or propiedad, dos verdaderos sistemas colocados en paralelo: el sujeto (dimen-sión privada) y la república (dimensión pública). Orden subjetivo y orden político comparten varias cosas en común: no es la identidad metafísica inmutable de sus partes componentes esenciales aquello que los define y especifica sus na-turalezas sino más bien aquellas reglas y principios que ordenan, jerarquizan y coordinan las relaciones que sistemáticamente se dan entre sus varios fugaces y momentáneos elementos. Ciudadanos o percepciones, ambos son efímeros, van y vienen, mueren y dan a luz a nuevas generaciones con características similares pero nunca estrictamente idénticas. La ley que oficia de marco (jurídico en un caso, cognitivo en el otro) entre ciudadanos y percepciones, regula el compor-tamiento y marca ciertas pautas que, aun vulnerables o falibles, nos permiten pensar y establecer ciertos patrones de acción social (en el caso de una república) tanto como individual (en el caso del sujeto).

Conclusión

Hume se sirve de una metáfora que remarca especialmente el carácter cam-biante, múltiple, complejo e irreductible del flujo de la conciencia en el marco de un contexto destructivo de la tradición racionalista. Su intención es echar por tierra de la forma más clara y penetrante posible algunas de sus tesis más arraigadas: el que haya una sustancia pensante, con una facultad de intuición in-telectual, que posea un conocimiento inmediato de su puro y simple pensar, etc.

Más adelante, cuando este proceder escéptico ya está consumado y se dis-pone a elaborar su propia alternativa, Hume se sirve de otras herramientas y apela a otro tipo de metáforas que le permitan expresar el tipo de unión que se da en el sujeto dentro de ese haz de percepciones. El haz o colección de percepciones es por lo tanto imprescindible para la organización de la mente como sistema. Sin estos hechos empíricos dados a la experiencia, sin que haya un conjunto de percepciones que se presenten con cierta regularidad y uniformidad, no podría formarse en la mente una idea de sí misma en tanto sistema causal21.

21 La única intérprete que ha reparado en la importancia de esta regularidad y uniformidad dada a nuestra experiencia interna es Swain (2006). En efecto, sin éstas poco podríamos

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Metáforas del sujeto en el Tratado de la Naturaleza Humana de David Hume

Comenzando por el haz, es de notar que Hume utiliza esta aproximación al self inmediatamente después de reconocer su incapacidad para encontrar una impresión que origine una idea de yo sustancial, puro pensamiento, simple e invariable a lo largo de toda la vida. El contexto es altamente crítico y el uso que hace del término ‘haz’ es para describir lo más crudamente posible lo único que, fenomenológicamente, puede encontrar al hacer introspección sobre su propia mente. Hemos visto ya que la verdadera idea de mente es la de sistema. La idea de sistema incluye la de haz: un sistema es una colección de elementos que guar-dan cierto orden entre sí, relaciones específicas y una cierta jerarquía entre las partes. Al decir que únicamente somos un haz, Hume prepara y dispone esos el-ementos independientes sobre los cuales se construirá poco después (agregando el principio de orden y relación entre ellos, que es la causalidad –y en menor medida también la semejanza–) ese sistema que es la mente. Hay efectivamente un hecho bruto innegable que es la cadena de percepciones: a partir del mismo, por las semejanzas y conjunciones constantes que se dan en la imaginación que percibe dicha cadena, se forma en ella la idea de mente como sistema.

Como se había adelantado al inicio de este trabajo, ambas formulaciones son necesarias y complementarias, cual dos caras de una misma moneda. La primera es necesaria para desterrar al sujeto cartesiano, pero por sí misma insuficiente para dar cuenta de nuestra identidad personal. La segunda es una formulación mucho más satisfactoria en este sentido, pero se erige y reposa sobre la primera, pues de no haber un haz de percepciones no habría ningún elemento para formar un sistema de percepciones.

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Del fundamento pasivo y traumático del significar.

levinas y lacan

Mariana Leconte*

El lenguaje como significación o senti-do está en lugar de otra cosa que falta. Responde al vacío central –traumáti-co- del campo del goce. Es suplencia fallida y, por lo tanto, al mismo tiempo reveladora de la falta que intenta su-plir. En razón de esta función de su-plencia, el lenguaje se encuentra es-tructuralmente alienado en el campo del goce. El intento de este artículo es dar cuenta de estas tesis del psi-coanálisis lacaniano y extraer de ellas algunas precisiones para la compren-sión de la diferencia entre Decir y Di-cho en la fenomenología levinasiana

35-50

Ar

Abstractresumen

Cuadernos del Sur - Filosofía 39, 2010

The language as significance or sense is in the place of something that is ab-sent. It responds to the central –trau-matic– gap of the enjoyment’s field. It is a failed substitute and, therefore and at the same time, it reveals the lack that he intends to replace. Because of this function of substitution, the language is, in a structural way, alienated in the enjoyment’s field. The intention of this article is to explain these theories of lacanian psychoanalysis and to extract some precisions for the comprehen-sion of the difference between Saying and Said in levinasian phenomenol-

* Universidad Nacional del Nordeste - Instituto de Investigaciones Geo-Históricas - CONICET. Correo electrónico: [email protected]

Mariana Leconte

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del lenguaje, particularmente en lo que atañe a la articulación del orden sensible (vulnerabilidad) y el orden de las significaciones ideales.

palabras clave: LenguajeTraumaSignificaciónLacan-Lévinas

Fecha de recepción:14 de Julio de 2011

Aceptado para su publicación:6 de Diciembre de 2012

ogy of language, particularly in what concerns to the articulation of sensible order (vulnerability) and the order of ideal significances.

Key-words: LanguageTraumaSignificanceLacan-Lévinas

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Del fundamento pasivo y traumático del significar. Levinas y Lacan

Introducción

Podría decirse que uno de los motivos que rigen todo el impulso de la filosofía levinasiana es el de desmentir el primado del ámbito fenomenológico o la exclu-sividad de la significación fenomenal, señalando frente a esta otro modo de “sig-nificar”: el de aquello que no es fenómeno, que no puede reducirse a vivencia de mi conciencia, a identidad reunida a partir de la multiplicidad de sus escorzos y, de este modo, comprendida. “La fenomenología es un método filosófico, pero la fenomenología –comprehensión por iluminación- no constituye el acontec-imiento último del ser” (Levinas, 1977:54). Este «acontecimiento último del ser» –que se referirá en la segunda obra capital de Levinas a lo “de otro modo que ser”– se busca en la significancia ética, la de la alteridad del otro, la de aquello de él que, en cuanto inasumible, inquieta mi actividad sintética y, aun cuando no se muestra, significa de otro modo. El límite de la fenomenología se encuentra, para Levinas, en que no pone límites a la noematización1. Para Levinas, la alteridad del otro y su afección no son comprensibles, no son nóema, no son fenómenos ni es su destino la fenomenalización. Se trata de una alteridad ética, se trata de aquello del otro que no es reductible a un logos, de su afección inasumible y por eso traumática, de aquello que no puedo comprender pero que, precisamente porque no puede integrarse en las síntesis de identificación de mi conciencia, y sin embargo, me afecta, me inquieta, es la condición de posibilidad de mi trascendencia del encierro monádico. A esta trascendencia se refiere Levinas en el prefacio a Totalidad e Infinito cuando habla de la “aspiración a la exterioridad radical” (Levinas, 1977:54). El acceso a la exterioridad radical del otro no está enmarcado en la estructura nóesis-nóema: solo puede ser ético. El encuentro con la alteridad del otro se produce en la conmoción de mi conciencia que su prox-imidad realiza, en la interpelación que su diferencia aún no reducida a síntesis alguna produce en mí, revelándome a la vez esta diferencia y mi situación de asignado a ella, de sujeto a ella en mi vulnerabilidad a su afección.

En Totalidad e Infinito este ámbito de significación que es anterior a la fenom-enalización se llama ética o metafísica y designa la relación que va hacia el otro como Deseo y no como saber. En De otro modo que ser o más allá de la Esencia

1 “(…) Au plan de l’intentionnalité langagière, soulignons que les deux axes de la sémantique des Recherches logiques, à savoir l’axe référentiel de l’acte intentionnel visant un objet, et l’axe idéalisant qui permet la réitération des actes d’expression, selon leur unité idéelle de signification, ces deux axes donc sont ici subvertis à la faveur d’un passage global du sens à la trace que l’on peut décrire à la fois comme basculement de l’omnitemporalité de l’idéalité du sens à la pré-temporalité de l’assignation traumatique à la responsabilité, comme retournement de l’acte intentionnel (donation du sens) en une archipassivité d’une affection...comme la conversion d’une signification idéelle théorétique et sans sujet à un acte de communication éthique qui me fait responsable de l’autre au prix d’une blessure” (Duportail, 2005:23).

Mariana Leconte

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(Levinas, 1987), la relación entre lo fenoménico y lo no-fenoménico se expresa lingüísticamente por la dialéctica del Decir y lo Dicho. El Decir designa mi ex-posición vulnerable al otro, la revelación de su rostro en su afección e inquietud de mi identificación y la respuesta de sustitución que provoca en mí. Lo Dicho en que el Decir es recogido lo traiciona ya y significa el lenguaje nominal que corona el proceso de identificación de la conciencia fenomenológica. La signifi-cación de lo Dicho, aunque es primera en el orden del aparecer, es segunda en el orden del sentido, porque halla su significancia en la relación ética, en el Decir traicionado en toda identificación. La filosofía levinasiana convoca, por ello, a una reducción de la reducción, para seguir en lo Dicho la huella del Decir. El sentido del ser se deriva de lo otro que él, la significación de lo Dicho, remite a la significancia del Decir, la razón como logos racional tiene su fuente en la razón como proximidad. El lenguaje, en su verdad fenomenológica, “aparecería antes bien como la relación asimétrica de un sujeto sensible a ese no-objeto que es el otro”, y en ese sentido portaría necesariamente “en la organización misma de sus funciones esenciales (significar, comunicar, etc), los estigmas de esta relación an-árquica inconmensurable con el campo de la conciencia de objeto”2.

Levinas juega la indexicalidad de la enunciación en contexto –el sujeto es huella del Otro en sí- contra la expresividad lógica de los enunciados, su esencial intención de un objeto en medio de la significación. Ya no es más una donación de sentido sino una indicación de herida la que se juega en la archi-pasividad de una sustitución significante del uno al otro, al precio de una carne expu-esta a la persecución del Otro, cuyo único texto mudo y estigmático es: heme aquí3.

Como se ve, el señalamiento levinasiano de una significancia anterior a la sig-nificación de lo Dicho es correlativo de una revalorización de la sensibilidad en su inmediatez y en sus caracteres originarios, como vulnerabilidad y exposición al gozo y a la herida; con otras palabras: como la encarnada susceptibilidad del

2 “(...) Le langage –dans sa vérité phénoménologique, apparaîtrait bien plutôt comme la relation dissymétrique d’un sujet sensible à ce non-objet qu’est autrui. Par suite, le langage porterait nécessairement, lui aussi, dans l’organisation même de ses fonctions essentielles (signifier, communiquer, etc), les stigmates de cette relation an-archique, incommensurable au champ de la conscience d’objet”, (Duportail, 2005:24).3 “(...) Levinas joue l’indexicalité de l’enonciation en contexte –le sujet est trace de l’Autre en soi- contre l’expressivité logique des énoncés, leur essentielle visée d’un objet au moyen de la signification. Ce n’est plus une donation active de sens mais une indication de blessure qui se joue dans la archi-passivité d’une substitution signifiante de l’un á l’autre, au prix d’une chair exposée à la persécution de l’Autre, dont l’unique texte muet et stigmatique est: me voici!” (Duportail, 2005:25).

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Del fundamento pasivo y traumático del significar. Levinas y Lacan

sujeto a la afección del gozo –felicidad y complacencia en sí– y de la herida –in-minencia del dolor–. Lo sensible, antes de ser materia del conocimiento, es pa-sividad pura, exposición a la afección, vulnerabilidad, “inmediatez a flor de piel” que al ser asumida por el conocimiento y referida en la intuición a lo universal, aparece ya “desensibilizada”, anestesiada o suspendida. En ese sentido, el saber supone una ruptura con la inmediatez de la sensibilidad y, de algún modo, una abstracción.

Estos dos rasgos de la filosofía levinasiana, expresados desde su comprensión del lenguaje en clave de diferencia discursiva entre Dicho y Decir, a saber: esta diferencia y su correlativa valoración de la sensibilidad qua vulnerabilidad, au-torizan, a nuestro criterio, la relación con la distinción psicoanalítica entre enun-ciado y enunciación. No se trata solo de las similitudes que estos rasgos permiten encontrar entre Levinas y Lacan, sino sobre todo del lugar que ellos ocupan en ambos al interior de sus desarrollos teóricos. Tanto en Levinas como en Lacan, el traumatismo de la afección es necesario o condición de posibilidad de la consti-tución de la subjetividad humana en cuanto tal. Trauma paradójico: escapando a la significación sería, sin embargo, constitutivo de la subjetividad y origen de toda significación posible, en posesión de una función cuasi-trascendental. Por otra parte, el correlato de este carácter constitutivo del trauma es, en ambos, la revalorización de la sensibilidad, del goce –a la vez disfrute y sufrimiento– en cuyo seno hace su aparición lo traumático.

En los parágrafos que siguen nos referiremos a algunas tesis centrales de la comprensión del lenguaje inherente al psicoanálisis lacaniano. La apuesta de este artículo es repensar el pensamiento levinasiano desde esta referencia4, lo que no supone en ningún sentido un desconocimiento de la diferencia epistémica que se pone en juego. En el mantenimiento de esta diferencia reside, a nuestro criterio, la fecundidad de esta puesta en paralelo; no pretendemos, por ello, solaparla en nuestro desarrollo y esperamos que quede puesta en evidencia de modo sufici-ente a lo largo del texto5.

4 Como bien señala Duportail en el libro ya citado, la apuesta bien puede contribuir, en el otro extremo de esta relación, al programa de una elucidación fenomenológica del psicoanálisis.5 Es menester dejar en claro, sin embargo, que esta apuesta se realiza desde una perspectiva filosófica, que es la de nuestra formación. Pedimos disculpas por las “torsiones” que el intento de traducción que implicó este trabajo realice involuntariamente sobre el espacio del discurso psicoanalítico.

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II El lenguaje como intento de sutura de la falta

En primer lugar, nos referiremos a lo que falta, o simplemente a “la falta” en expresión psicoanalítica. ¿Qué es eso que falta y de qué orden es? ¿Qué status tiene? Aclarado esto expondremos en qué sentido el lenguaje viene a intentar suplirla, a ocupar su lugar.

La cuestión de la falta puede ser abordada desde diferentes frentes y es difícil decidir desde cuál hacerlo. Podríamos empezar diciendo que la cuestión de la falta remite a la del sujeto escindido y a la de la muerte y, consecuentemente, a las problemáticas de la castración, de la labilidad del objeto de la pulsión, de los laberintos del deseo y la estructura del significante.

El sujeto humano no es un individuo de la naturaleza. En él, la necesidad nunca es mera necesidad6. “El ser humano se complace de sus necesidades, es feliz de sus necesidades”, dice Levinas (1977:133). El psicoanálisis explica que entre la necesidad y su objeto, media en el hombre el lenguaje. Dado el desam-paro inicial, el niño, para alimentarse, ha de articular una demanda: un llanto, un grito... Demanda que deberá ser interpretada por la madre, y a la que responderá de modo adecuado –alimentando al niño– o inadecuado –por ejemplo, inter-pretando que tiene sueño en lugar de hambre–. Haya sido o no satisfecho en su necesidad, el niño, por ser hablante y sexuado, verá decepcionada su demanda, pues la demanda no expresa solo la necesidad sino también aquel deseo de com-pletud que la satisfacción de la necesidad no colma. Por su parte, en esta relación primordial, también está en juego el deseo de la madre, quien formula su propia demanda al niño. Si la demanda se obtura por una respuesta anticipada y masiva a lo que prevé como posibles necesidades del niño, las consecuencias podrán ser patógenas. Es decir que, para que sea posible la emergencia del deseo, es inevi-table una diferencia entre lo que se espera y lo que se recibe, entre la necesidad y la demanda. La castración en la madre es necesaria para que el deseo del niño pueda surgir. Podemos encontrar ya aquí una primera articulación de la “falta”.

En segundo lugar, la falta aparece en el contexto de la triangulación edípica, como castración simbólica, ligada a la experiencia de la diferencia de los sexos. Todo niño, según ya Freud había precisado, sostiene tempranamente en su fan-tasía la premisa de la no-diferencia entre los sexos. La confrontación con la

6 “La vida que yo gano no es una existencia desnuda; es una vida de trabajo y alimento; hay allí contenidos que no sólo le preocupan, sino que la «ocupan», que la «entretienen», de los que ella es gozo. Aún si el contenido de la vida asegurara mi vida, el medio es en seguida buscado nuevamente como fin y la persecución de este fin llega a ser fin a su vez. Así, las cosas son siempre más que lo estrictamente necesario, forjan la gracia de la vida” (Levinas, 1977:130-131).

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experiencia de que “algunos tienen” y “otras no tienen”, patentiza la diferencia y hace caer la pretensión de totalidad cuya defensa articulaba la premisa. La experiencia de la diferencia implica la experiencia de la parcialidad inherente al sujeto. La dinámica de las relaciones triangulares edípicas tendrá su motor en esta experiencia y sus consecuencias. El resultado positivo del complejo de Edipo será el desprendimiento del sujeto del lugar primario del aprendizaje, del cuerpo de referencia primero: de la madre. Allí hay otra vez un corte necesario a la estructura del sujeto, operado por una ley simbólica puesta en vigor por la función del padre: la ley del incesto. “Si la prohibición del incesto no incidiera sobre los datos del aprendizaje sexual, si no «marcara» al cuerpo erógeno del sujeto, podría ocurrir hasta la ruina completa de su historia de ser sexuado. La teoría ha bautizado dicho corte con el nombre de castración” (Masotta, 2006:45). Para la génesis de un sujeto, es necesaria la privación, el corte que agujeree por la instauración del orden simbólico lo pleno de lo real, instituyendo un vacío que quiebre la totalidad y establezca un límite. Lo real es el lugar donde todo es posible. Esa posibilidad total es la que será limitada por la operación de la cas-tración. “Nuestro sujeto del inconsciente sólo aparece como el correlato de un agujero abierto en lo infinitamente pleno. El sujeto solo sobreviene como Uno allí donde lo real está afectado por una falta” (Nasio, 2004:102).

La experiencia de la diferencia de los sexos se expresa como la falta de un significante en la cadena de significantes que constituyen el inconsciente: el sig-nificante que falta es precisamente aquel que podría establecer una relación de completud entre lo masculino y lo femenino. Lacan expresa esta situación estruc-tural con la fórmula: “No hay relación sexual”.

La dificultad estructural del sujeto humano con la sexualidad tiene que ver con la indeterminación del objeto de la pulsión, objeto que no viene dado o predeterminado por el instinto, como en el caso del animal, sino que es lábil y, consecuentemente, ingresa en los laberintos del deseo que el corte de lo sim-bólico sobre lo real diseña.

En relación a las características subjetivas de esta falta, de este corte en lo real (orden de hecho) que es instaurado por un orden simbólico (orden de derecho) podríamos decir:

a) La falta no es algo anodino sino que constituye para el sujeto parlante un traumatismo: el sujeto no quiere saber nada de eso que la decepción de la premisa universal introduce: que hay “corte” en lo real, fisuras, agujeros, heridas, a saber: la castración. El niño no quiere saber nada de la diferencia de los sexos. Esa temprana relación al saber es constitutiva de la sexualidad. Lo traumático procede del hecho de que la sexualidad humana está parasitada por el discurso, posee una lógica independiente de las determinaciones biológicas y dependiente de la significancia del lenguaje, es decir, dependiente de la efectuación de la estructura.

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b) La falta es estructural y estructurante del sujeto.

c) La falta no es absoluta sino relativa a una intención, a un orden de derecho. Se debe al desfase entre una intención y la plenificación de la significación7 que no da lo esperado.

El efecto de esta condición estructural es el inconsciente, el hecho de que en lo dicho se dice otra cosa que no se sabe, el hecho de que se porta un saber al que se está sujeto ignorándolo. Se define al inconsciente como un saber porque posee una lógica propia –en cada caso singular- y autónoma, que se evidencia en la puesta en primer plano de un decir que no solo no tiene sentido para el hablante o el interlocutor, sino que además no está destinado a recibir uno. Desde la terminología de Saussure retomada por Lacan: un significante es lo que representa a un sujeto para otro significante, que no está destinado a que-dar ligado a un significado sino que remite a otro significante de la cadena que conforma el inconsciente8. Se trata de un “saber”, además, en tanto hace advenir involuntariamente un decir en un dicho circunstancial –palabra, gesto o acto-, y lo hace volver a advenir reiteradamente al lenguaje hablado o corporal, siempre en el momento oportuno para interrogarnos de modo pertinente. Aparece en el momento justo como el elemento adecuado para suscitar en el paciente o en el analista una nueva pregunta.

Por otra parte, la condición estructural de la falta hace posible esta dinámica, en tanto tiene por efecto que ese saber inconsciente posea una estructura: se ar-ticule al modo de un conjunto de elementos discretos bordeado por un elemento que ha sido extraído de su trama. Un conjunto menos uno, bordeado por ese uno. El elemento extraído de la trama deja un agujero en la trama o en la cadena y, por ello mismo, está limitado en su borde. La falta de un elemento en la trama da consistencia al conjunto (limitándolo) y al mismo tiempo asegura la dinámica in-terna de sus elementos. Porque el conjunto no es un todo pleno sino agujereado, la cadena de los elementos que lo conforman –llamados por Lacan significantes- está en constante movimiento9.

Como consecuencia de todo esto, el sentido no pertenece, para el psicoanáli-sis, al signo ni al “yo” emisor del discurso, sino que se constituye retroactivamente por efecto de la circulación de la cadena significante y la asociación incesante de

7 En términos fundamentales de la fenomenología husserliana.8 A diferencia del signo, que es algo que significa para alguien, el significante “solo es significante para otros significantes”.9 Que el inconsciente está estructurado como un lenguaje no significa sino que es una estructura cuyo elemento constitutivo es el significante o, con otras palabras, que obedece a una lógica: la lógica de los significantes, que es un ordenamiento significante que se manifiesta sin cesar.

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un significante con otro significante (metonimia). “El alcance del sentido desbor-da infinitamente los signos manipulados por el individuo” dice Lacan (1983:320). Por lo tanto, el significante no conlleva un sentido unívoco y final. Cada nuevo significante provocará una nueva modificación del sentido.

La dimensión simbólica del lenguaje genera ese resto inarticulable que falta, esa falta estructural que hace imposible un sentido único, pleno y cerrado. Apre-sado en lo ilusorio del “yo” que pretende ser dueño de su discurso, apresado en la función del lenguaje como dicho o significación, el sujeto da la espalda a la emergencia de la verdad.

Yo del dominio ilusorio sobre los signos, apuntalado en el desconocimiento del carácter de significantes que en realidad éstos poseen. Yo que, al constituirse en obstáculo para la producción del sentido, determina que la precipitación de este último sólo sea po-sible allí donde su discurso sólido y coherente tropieza, se enreda, vacila; donde se denuncia la verdad que él pretende ignorar: su imposibilidad de dominar el lenguaje que en realidad lo domina.(...) En la lengua falta entonces un sentido «propio» de las palabras, toda ella es metáfora, sustitución de un real ausente (Braunstein et al., 1999:112).

La palabra está en lugar de otra cosa que falta, la satisfacción que procura, (satisfacción ligada a la búsqueda y el deseo que articula) tanto vela como devela el vacío que intenta cubrir. Y, por ello mismo, esas satisfacciones no serán nunca más que sustitutos fallidos.

“No hay metalenguaje” decía Lacan para expresar esta situación: es decir, no hay un punto de referencia externo que pueda convertir al lenguaje en código unívoco y exacto. “La última palabra, la palabra que vendría a cerrar el sentido definitivamente, es seguida siempre de otra. Después de decir, aún resta qué decir. Aún es el lugar del deseo, imposible de silenciar” (Lacan, 1974).

El lenguaje y su articulación con el goce

Para el psicoanálisis, lenguaje y goce no se encuentran en una relación an-tinómica: “Sólo hay goce en el ser que habla y porque habla. Y porque sólo hay palabra en relación con un goce que por ella es hecho posible a la vez que coartado” (Braunstein, 2005:13). ¿Qué significa esto? En el ejemplo dado anteriormente para mostrar cómo el niño debe demandar para ver satisfecha su necesidad y depende de la interpretación de un otro para alcanzar el objeto de

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esa satisfacción, se ve ya claramente lo que esta cita que leímos señala. El otro no puede satisfacer plenamente esa demanda, porque esa demanda es imposible de satisfacer. Pide el todo, y el otro, en cuanto otro limitado (“castrado”, “atravesado por el lenguaje”) no tiene con qué responder a eso. De modo tal que el niño alucinará el objeto de deseo (el pecho), el que se convierte en un sustituto del objeto total. Que ese deseo total que es el goce aparezca recién en un ser que habla y porque habla se explica, por un lado, por el desvalimiento de la situación “natural” del hombre: el instinto se halla en él debilitado: no puede subsistir sin otro que le provea los objetos de sus necesidades. Inserto ya en una relación en este nivel básico, el hombre no es nunca un ser de meras necesidades. El instinto provee al animal el objeto y los mecanismos para obtenerlo. El niño, en cam-bio, debe pedir y en esta relación primordial entran ya en escena elementos que dependen de lo simbólico (del deseo de la madre, del lugar de ese hijo para la madre, etc). Por otra parte, el goce se define como el deseo imposible y lo que lo caracteriza como tal imposible es el corte que opera el lenguaje: el corte que el lenguaje ha operado en el Otro encargado de responder a la demanda del niño (y que lo ha constituido como sujeto barrado, tachado), el corte que la castración (La Ley fundamental y universal de la prohibición del incesto) impondrá al niño y que lo constituirá, a su vez, como sujeto en falta.

Y no es que el deseo esté desnaturalizado por la alienación y por tener que expresarse como demanda por medio de la palabra; no es que el deseo caiga bajo el yugo del significante o que éste lo desvíe o lo trastorne, no, es que el deseo sólo es deseo por la me-diación del orden simbólico que lo constituye como tal. La palabra es esa maldición sin la cual no habría sujeto, ni deseo, ni mundo (Braunstein, 2005:17).

El deseo es el goce ya limitado por la apelación subjetivante del Otro. La intervención del Otro es así antitética del goce pleno, real sin agujeros ni cortes del que es necesario ser desalojado para devenir sujeto. El Otro, puerta de acceso a lo simbólico, expulsa del paraíso y lo constituye como perdido. La palabra es siempre palabra de la Ley que prohíbe el goce. “A partir de entonces está cerrado el camino de regreso a la Cosa [al objeto total, al goce pleno] y sólo queda el del destierro y la habitación en el lenguaje” (Braunstein, 2005:17).

La amalgama entre el goce, como aspiración al goce total imposible o como goce limitado, traducible por el deseo, y el lenguaje es evidente desde entonces. El goce, que es goce del cuerpo y por el cuerpo, es bordeado por el lenguaje, pero permanece inefable, como lo heterogéneo al lenguaje. En tanto tal, hace su aparición cada vez que la palabra falla y el paciente es superado por un decir que ignoraba.

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Del fundamento pasivo y traumático del significar. Levinas y Lacan

Por ello, el inconsciente estructurado como un lenguaje depende también del goce, que le es extraño, que el lenguaje no logra expresar, aunque sí circunscribir. En este sentido, cabe señalar que una de las funciones del análisis es circunscribir el goce con el recurso a la palabra.

Esta función del lenguaje implica ineludiblemente una particular relación con el goce y por ello cabe señalar que “...el goce ejerce un efecto específico sobre los diferentes niveles lógicos superiores del lenguaje”10. Este efecto puede descri-birse en tres direcciones fundamentales:

a) La palabra no se reduce a una función signitiva: es también goce, satisfac-ción parcial.

b) El sentido de las palabras no se reduce a su significado. Remite a los sig-nificantes que circunscriben el goce real. Y el goce, como real, es aquello que no cesa de no escribirse, por lo que:

c) Hace participar al lenguaje de una dinámica de la que vive sin saber: En tanto el lenguaje queda sometido a la dinámica del deseo, cuyo motor y energía es el goce, es decir, al movimiento metonímico del deseo que aspira a esa totali-dad imposible, negada en el punto de partida pero anhelada como horizonte al mismo tiempo inalcanzable y esperable, el lenguaje se constituye como intento siempre fallido de apresar lo inapresable, es decir, como respuesta a un impo-sible.

En tanto el lenguaje nunca es mero lenguaje significativo, residen en él para el hombre amenazas más graves que las de la sintaxis errónea. Del lenguaje en su relación al goce pende el acceso del hombre a la subjetividad y en su escenario se ponen en juego los elementos nodales que darán por resultado una determi-nada posición subjetiva.

Conclusiones. Consecuencias para la comprensión de la relación entre Decir y Dicho

Para los autores de referencia en este trabajo –Levinas y Lacan–, la afectividad entendida como goce o vulnerabilidad atravesados por el Otro es condición de posibilidad de la razón. Hay aquí ya un punto de apoyo desde el que pensar su cercanía, al menos, formal.

10 « (...) la jouissance exerce un effet spécifique sur les différents niveaux logiques supérieurs du langage.», (Duportail, 2005:113).

Mariana Leconte

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Por caminos distintos, Levinas y Lacan resultan aliados a la hora de poner en tela de juicio la reducción del lenguaje a su función signitiva, en nombre de esa dimensión proto-lingüística en que lenguaje y afecto, lenguaje y sensibilidad, lenguaje y goce se co-originan. Pretender la univocidad absoluta, desligar lo Di-cho de aquello de lo que vive, es correr el riesgo de la inhumanidad, porque la humanidad –el lenguaje humano–se articula en un goce atravesado por el len-guaje (por el límite y la finitud, por la interpelación del Otro) que hace posible un mundo como espectáculo ofrecido y como mundo compartido y que asocia lo cuerdo a la posibilidad del deseo, goce limitado, condición de posibilidad de una relación ética –en el sentido levinasiano–. Condición de posibilidad de la razón, entendida ya no como la certeza intocada, no atravesada ni agujereada que su-pone la negación de la alteridad, sino como razón lingüística, intencionalidad responsiva “que puede conocer la alienación en otro que la atraviesa de parte a parte y por consecuencia la pone permanentemente bajo tensión sin suprimirla” (Duportail, 2005:14).

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Dejando de jugar al juego de la imitación

Jorge Mux*

El clásico experimento mental de Alan Turingacerca de la indistinguibilidad entre una máquina y un humano pre-tende poner a prueba la capacidad de respuesta de una máquina de estados discretos, pero no queda claro qué pu-ede esperarse a partir de las respuestas dadas por la máquina, dado que las clases de contraste entre las alternati-vas de respuesta que suscita la prueba no son lo suficientemente marcadas para establecer algún tipo de decisión epistémica. Por otra parte, en el test resulta crucial la capacidad de hacer preguntas del interrogador y la ca-pacidad de engaño de la máquina, elementos que agregan un grado de

35-50

Ar

Abstractresumen

Cuadernos del Sur - Filosofía 39, 2010

Alan Turing’s classical thought ex-periment on the indistinguishability between a machine and a human be-ing relies upon testing a discrete state machine’s ability to reply questions. However, what to expect from the answers given by the machine dur-ing the experiment remains unclear, as the ways to contrast those replies are not well defined enough to serve as a basis for any epistemic decision. Moreover, the test is crucially depen-dent on the interrogator’s ability to ask questions and the machine’s ability to deceive the experiment’s judge. These elements add some level of arbitrari-

* Licenciado en Filosofía. Profesor adjunto de las cátedrasFilosofía del Lenguajey Problemas de la Filosofía en la Universidad Nacional del Sur.

Jorge Mux

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Sandra Marcela Uicich

arbitrariedad a la prueba. En su lugar se propone un test en el cual no se evaluará la capacidad de pensamiento de una máquina sino la posibilidad de que dicha máquina sea un modelo –parcial o total–no trivial del pensam-iento.

palabras clave: MenteMáquinaTuring

Fecha de recepción:24 de Agosto de 2010

Aceptado para su publicación:26 de Agosto de 2011

ness to the test. We propose instead a test which will not try to assess a machine’s ability to think, but the possibility of that machine’s being a (non trivial) partial or total model of thought.

Key-Words: MindMachineTuring

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Dejando de jugar al juego de la imitación

Michel FOUCAULT, Leçons sur la volonté de savoir. Cours au Collège de France (1970-1971)

Cuando Alan Turing propone el clásico juego de la imitación, no pretende responder a la pregunta “¿Pueden pensar las máquinas?” porque la considera carente de sentido. En su lugar, propone la pregunta “¿Qué sucede cuando una máquina juega el juego de la imitación?”. Al hablar de “máquina”, Turing excluye expresamente a los seres biológicos. El resultado del test pone de relieve que la capacidad pararesponder y engañar son los elementos cruciales para lograr una indistinguibilidad entre computadora y humano.

Turing presenta en primer lugar un problema – el de la posibilidad de que las máquinas piensen– y luego sustituye ese problema por otro: “¿qué sucede cuando una máquina juega al juego de la imitación?”. Es muy común en filosofía la sustitución del planteo de un problema por otro, con la esperanza de que las respuestas al nuevo problema puedan ser más claras y precisas que las del prim-ero. Sin embargo,¿es lícito sustituir un problema de naturaleza conceptual por otro puramente operacional? ¿En qué sentido esta sustitución nos da respuestas importantes? La estrategia de Turing consiste en calificar de “carente de sentido” al problema inicial, dado que el término “pensar” resulta demasiado impreciso.La noción de “sinsentido” está en consonancia con el positivismo lógico y po-dríamos parafrasearla del siguiente modo: “no es posible encontrar un método de verificación (para la proposición o el término en cuestión)”. Aparentemente, la pregunta “¿pueden pensar las máquinas?” nos induce a una “actitud peligro-sa”, dado que nos embarcaríamos en las acepciones corrientes de “pensar” y de “máquina” (Turing, 1984:11). Mientras el término “pensar”, en su acepción cor-riente, parece ser “peligroso” y nos lleva a una formulación “carente de sentido”, el término “máquina” puede ser definido con precisión: una máquina es una computadora digital de estados discretos. Sin embargo, ¿es correcto decir que no tenemos un “método de verificación” para el término “pensar”? El propio positiv-ismo lógico, de la mano del primer Wittgenstein, se ocupó de este término y de su especial relación con el lenguaje –factores ambos decisivos para la operatividad del test de Turing–. Para el positivismo lógico es absurdo considerar un pensam-iento que no posea soporte linguístico o, dicho de otro modo, un pensamiento que no sea, por principio, comunicable. Los positivistas lógicos no niegan que en la mente humana hay elementos incomunicables, pero éstos quedan relegados a la categoría de “representaciones” o “ideas” (Vorstellungen). De esta manera, re-ducido convenientemente el rango del concepto “pensamiento”, podemos decir que el pensamiento equivale a lo que es linguísticamente comunicable: el pensa-miento es un proceso mental cuyo correlato objetivo es el lenguaje. Así, para el positivismo lógico solo es pensamiento aquello que puede ser objeto del estudio de la lógica, y con esta identificación consigue que la psicología no pueda inter-ferir en su objeto.

Ahora bien, ¿es toda expresión linguística la expresión de un pensamiento? Por supuesto que no: solo expresan pensamientos aquellas porciones del lengua-je que afirman algo sobre el mundo: aquellas expresiones de las cuales podemos

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predicar verdad o falsedad. Una pregunta es, en el mejor de los casos, un pensa-miento incompleto, cuya completud estará dada por la pregunta más su respec-tiva respuesta. De este modo, el positivismo lógico realiza una reducción de ambos conceptos de manera tal que uno es la contracara del otro. El problema del origen del lenguaje y del pensamiento quedan reducidos a un solo problema, y resulta absurdo preguntar si el lenguaje es anterior al pensamiento o viceversa, puesto que ambos son idénticos, excepto por el hecho de que el lenguaje es el soporte material del pensamiento. Desde esta perspectiva verificacionista, es evidente que la pregunta “¿pueden pensar las máquinas?” no es un sinsentido, dado que ambos términos clave de la pregunta pueden definirse con precisión1. Turing no necesitaba trocar un problema por otro, al menos no por las razones que él aduce con respecto al “sinsentido” del primer problema: parece perfecta-mente posible asignarle sentido a esa pregunta inicial.

En segundo lugar, ¿qué se gana con modificar la pregunta inicial? O, en otras palabras, ¿por qué la segunda pregunta, “¿qué sucede cuando una máquina jue-ga al juego de la imitación?” es mejor que la pregunta inicial? Sin duda, esta pre-gunta tiene la ventaja de que, dado el experimento propuesto, es fácil responder lo que sucedería en cada caso. Si somos engañados de manera sistemática por un ordenador digital, quizás podríamos decir que el ordenador se comporta de manera casi humana, o que aparenta un enorme grado de inteligencia y vivaci-dad. Un problema central con la formulación de esta pregunta es que no queda claro cuál es la clase de contraste(Van Fraassen, 1977:1143–1150)que se espera con ella. Una clase de contraste es una clase de alternativas frente a las que se contrapone el hecho cuya explicación se requiere. En cambio, con la pregunta original, las clases de contraste pueden quedar mucho más marcadas y de ese modo puede acotarse mejor el aspecto crucial que esperamos obtener de la ob-servación. Pongamos ejemplos de diferentes clases de contraste para la primera pregunta:

1Podría pensarse, desde luego, que Turing no fue partidario del verificacionismo. Pero, en ese caso, ¿por qué habría de calificar de “sinsentido” a la noción de pensar, sin más análi-sis? Su método tiene todo el aspecto del método carnapiano, según el cual aquello que no puede reducirse a un lenguaje protocolar es un sinsentido. Es posible, también, que Turing sólo se haya comportado como verificacionista en este punto y que, por lo demás, no com-partiera tal concepción. Si es así, sólo resta señalar que, desde fuera del verificacionismo, el término pensar posee pleno significado y que, fuera de todo sesgo académico, existen seres a quienes tradicionalmente se les atribuye pensamiento y que, para que se les pueda atribuir tal predicado, es necesario que cumplan fuertes requisitos objetivos. Esos seres son, desde luego, las personas y probablemente algunos animales, los cuales son, precisamente, aquellos a quienes Turing no les atribuye el predicado “ser una máquina”.

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Dejando de jugar al juego de la imitación

Michel FOUCAULT, Leçons sur la volonté de savoir. Cours au Collège de France (1970-1971)

CASo A

1. ¿Por qué dices que Carlos es(tá) consciente? (En contraste a “Carlos está des-mayado”)

2. ¿Por qué dices que la computadora es consciente? (En contraste a “No tiene consciencia en absoluto, como tampoco posee inconsciencia”)

Como se ve aquí, cuando atribuimos pensamiento a una máquina no quere-mos decir, con ello, que las máquinas no pensantes son máquinas desmayadas o algo por el estilo. El contraste que queremos marcar queda claro, y resulta rel-evante que nuestra pregunta haga precisamente esa distinción.

Ahora pongamos ejemplos de contraste para la segunda pregunta:

CASo B

1. ¿Por qué dices que Carlos ha jugado al juego de la imitación? (En contraste con “Carlos no ha jugado al juego de la imitación”)

2. ¿Por qué dices que esta máquina ha jugado al juego de la imitación? (En con-traste a “Esta máquina no ha jugado al juego de la imitación”)

Como se puede ver, en el caso B las relaciones de contraste son poco mar-cadas y no hacemos una gran ganancia conceptual si contestamos ambas pre-guntas. En cambio, en el caso A, es claro que con el término “pensar” queremos significar algo nuevo; queremos establecer un nuevo tipo de contraste entre enti-dades con propiedades heterogéneas. En ese sentido, la primera pregunta parece mejor que la segunda.

Por otra parte, ¿qué se puede decir del tipo de respuestas esperables para la segunda pregunta? Más arriba apuntábamos a la posibilidad de que alguien pu-eda decir que la máquina piensa, o que tiene una vivacidad casi humana. Es aquí donde parece descansar el carácter crucial del juego de la imitación: en lo que se diga de la máquina después del test. He aquí que, si el humano ha sido engañado por la máquina, es posible que su conclusión sea “estoy frente a un ser humano”. Pero, ¿cómo podemos establecer las condiciones por las cuales una persona pu-ede ser engañada? Y, más importante aun, ¿podemos sacar alguna conclusión acerca de la máquina, a partir del engaño en que hemos caído? Por un lado, es fácil que una máquina nos engañe, tal como lo han demostrado experimentos con programas del tipo ELIZA o PARRY: el interlocutor puede no sospechar que está hablando con un programa, pero no por una especial capacidad de engaño de dicha máquina, sino porque no tiene motivos iniciales para creer en algo

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extraño. Cuando algunos psicólogos fueron llevados a dialogar con el paranoico PARRY, en algunos casos diagnosticaron que PARRY tenía una severa lesión ce-rebral, ¡pero en ningún momento pensaron que aquello con lo cual dialogaban no era humano! (Boden, 1984:143) Esto podría mostrar que aun en casos límite, podemos creer que una actitud es humana sin que efectivamente lo sea. Por otra parte, el sujeto que realiza las preguntas puede ser alguien con escaso cono-cimiento del mundo, tímido, introvertido e incluso autista. Tampoco debemos olvidar que en este experimento juegan dos seres humanos. ¿Qué decir de la otra persona, la que compite con la computadora? Podría equivocarse al transmitir por el teletipo, o podría desconocer cuestiones elementales, o puede tener un corpus de conocimiento diferente debido a que proviene de una extracción social dis-tinta de quien pregunta, o puede ser extranjero. El experimento parece diseñado para que sea realizado por personas de extracciones sociales semejantes, con cierta homogeneidad en su educación y cierta fluidez en el diálogo. Por ello, cuenta con una cantidad infinita de cláusulas ceterisparibus, que dependen de quien hace las preguntas y del sujeto humano que está al otro lado de la terminal y que juega a “parecer humano”. Estas cláusulas vuelven a la “capacidad de en-gañar” de la máquina virtualmente irrelevante.

¿Por qué es problemática la pregunta “pueden pensar las máquinas”?

Probablemente el calificativo de sinsentido se debe a que “¿Pueden pensar las máquinas?” es un tipo de pregunta desviada. Una expresión es desviada cuando se la utiliza en un contexto inusual, proyectando la intensionalidad del término en un uso no común. Dado que “pensar” es por definición una propiedad de seres biológicos, hacer la pregunta para algo que no sea biológico no parece ten-er pertinencia: cuando realizamos el análisis componencial del término “pensar” puede saltar a la vista que ninguna de las unidades léxicas del análisis de “pen-sar” nos remite al concepto “máquina”. Sin embargo, una proposición “desviada” puede convertirse en “no desviada” si se encuentran contextos de uso que am-plíen la referencia (Putnam, 1984:113). El término “navegar”, por ejemplo, solo tenía aplicaciones navales hasta que se lo utilizó en computación: ganó un con-texto de uso sin perder su contexto original. Sin embargo, existe una diferencia entre el término “navegar” y el término “pensar”. Quien dice “estoy navegando en internet” no pretende que se entienda el término “navegar” como un proceso funcionalmente idéntico al de la navegación por mar o por río. En cambio, cu-ando preguntamos si las máquinas pueden pensar no sólo proyectamos un nuevo contexto de uso; también pretendemos que en ese contexto de uso la intensión del término se conserve tal como en su contexto original. No queremos preguntar si la máquina hace como si pensara: queremos saber si podemos atribuirle con propiedad todo aquello que le atribuimos a los seres que piensan. Pero aquí la indeterminación es aun mayor: ¿tenemos en claro qué debe atribuirse a un ser

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Michel FOUCAULT, Leçons sur la volonté de savoir. Cours au Collège de France (1970-1971)

para que lo califiquemos de “pensante”? Si dudamos acerca de la capacidad de pensamiento de una computadora, ¿por qué no dudar, también, de la capacidad pensante de otros seres humanos? No conocemos aun cuáles son las condiciones necesarias y suficientes para atribuir pensamiento a algo, y este parece un buen argumento para calificar de sinsentido a cualquier programa que se proponga preguntar si tal o cual cosa piensa.

Por otra parte, si aceptamos que una determinada máquina puede pensar, cor-remos el peligro de apresurarnos. Quizás lo que la máquina haga sea un sustituto funcional muy grosero del pensamiento. Podríamos decir que la máquina en-tiende, que deduce, que habla, pero a condición de que todos estos términos se usen de un modo que no reflejen toda la riqueza semántica del auténtico pensar.

Otro problema que se suscita con el término pensar es que, cuando se deter-mina que algo no puede pensar, no queda claro hasta qué punto se trata de una imposibilidad lógica o puramente empírica. Para algunos –como John Searle– la capacidad de pensamiento solo puede darse en un sistema que posea los mis-mos poderes causales que el cerebro (Searle, 1983:468) (lo cual es, o bien una indicación demasiado trivial, o bien demasiado vaga); para otros –como David Chalmers– la conciencia que acompaña al pensamiento es una propiedad con-comitante de los procesos funcionales de ciertos sistemas muy especializados, aunque virtualmente irreductible a esos puros procesos funcionales (Chalmers, 1999). Estas definiciones no permiten visualizar si una máquina digital artifi-cial2podría contener esos poderes causales á laSearle o si podría verse acom-pañada de esa propiedad concomitante e irreductible á laChalmers. ¿Mediará una cuestión de tiempo, investigación y tecnología para crear esas propiedades / poderes causales, o más bien estas definiciones nos cierran dicha posibilidad? Como señala Dennett acerca de los “misteriosos poderes causales del cerebro” que invoca Searle, es posible que otros seres humanos no los tengan, o tengan principios muy diferentes (Dennett,1987:234). ¿Será esto una prueba de que po-dría haber sistemas de complejidad suficiente como para tener un pensamiento, pero que no piensan? ¿Qué pasaría si descubriésemos que los polacos tienen poderes causales muy diferentes a los del resto del mundo? Incluso, como bien afirma Putnam, un sistema no tiene por qué conocer los propios poderes causales que lo inducen a estar en un determinado estado, o a pasar de un estado a otro, a menos que otro sistema –sea externo, sea un subsistema– pueda escanear esos procesos y comunicarlos al sistema principal. Pero desde una perspectiva pura-mente de primera persona (puramente cartesiana), la posibilidad de afirmar de manera tajante que la estructura biológica humana es condición causal suficiente para crear consciencia es, por lo menos, problemática, pues dicha estructura

2 Aquí recalcamos el término “artificial”, dado que tanto Searle como Chalmers admiten que el cerebro es una máquina digital de procesos masivamente paralelos. En ambos casos, admiten dentro de la definición de “máquina” aquello que Turing dejó explícitamente fuera.

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donde se buscan los poderes causales sólo puede obtenerse desde una perspec-tiva de tercera persona3.

Chalmers parece tener un problema similar de perspectiva. ¿Cómo, si no desde una visión de primera persona, podemos corroborar –si es que podemos– que un sistema tiene esa extraña propiedad irreductible llamada conciencia? La conciencia no es deducible a partir del diseño, ni a partir de la complejidad, ni a partir de cualquier poder causal presente en los niveles más bajos. ¿De qué modo podríamos atribuir conciencia, entonces? Quizás soy el único ser consciente del universo, y la perspectiva en tercera persona no puede acudir en mi auxilio para zanjar esta cuestión: todo lo que veo allí son sistemas funcionalmente idénticos a mí –mejor dicho: eso es lo que pude inferir a partir de un escaneo en tercera persona que los subsistemas sensoriales han hecho de mi cuerpo, de otros cuer-pos y de sus conductas–, pero no puedo deducir conciencia en ninguno de ellos4.

Searle ha negado con entusiasmo y vigor que el test de Turing pueda darnos una explicación relevante del fenómeno de la conciencia. Chalmers sería más cauto en este punto, aunque tal vez podría invocar que cualquier computadora está acompañada de un aunque sea minúsculo estado de conciencia concomi-tante a cualquier proceso de información.

¿Y dónde está el modelo?

El desafío de Turing puede verse desde otra perspectiva que podría evitar en parte los problemas semánticos y metodológicos de su planteo inicial. A la pregunta “¿qué sucede cuando una máquina juega al juego de la imitación?” podemos trocarla por otra que pueda captar una clase de contraste más intere-sante y que, de paso, ponga en juego no solo los poderes verbales de una máqui-

3A la perspectiva de tercera persona –en contraposición de la “fenomenología” o “perspec-tiva de los qualia”–Dennett la denomina “heterofenomenología”.4Chalmers no analiza el solipsismo como un caso plausible y relevante. La plausibilidad, según Chalmers, está dada por la “no arbitrariedad” de alguna propiedad. ¿Por qué –argu-menta- existirían muchos sistemas funcionalmente semejantes a mí mismo, pero yo habría de ser el único de esos sistemas que posee conciencia? La línea que divide a “mí mismo” de los otros debe trazarse, a su juicio, de manera arbitraria y requiere una ulterior argu-mentación. Sin embargo, admite que la plausibilidad sólo es parte de una presuposición general de coherencia e invariancia organizacional que no puede probarse empíricamente y que, por lo tanto, debe aceptarse como un supuesto epistémico. Si no se presupone una cosa tal como la coherencia entre la conciencia y la psicología, podríamos encontrar que el mundo se comporta de manera arbitraria, y de este modo jamás podríamos especificar leyes. Los presupuestos epistémicos funcionan como una apuesta de que la realidad funcio-na mediante leyes y no de manera arbitraria. Cf: Chalmers, 1999, tercera parte, cap. 6 y 7.

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Michel FOUCAULT, Leçons sur la volonté de savoir. Cours au Collège de France (1970-1971)

na digital, sino también la capacidad de encajar con nuestras teorías acerca de cómo funciona la mente. En otras palabras: modificaremos el test para que el humano al otro lado del teletipo pueda ver cómo fue diseñada la máquina, tanto desde el punto de vista del hardware como del software. Esto es cambiar el juego completamente, y requerirá no sólo de la competencia lingüística promedio del “participante”, sino también de una enorme destreza técnica: el participante de-berá ser un experto. En otras palabras: no nos conformaremos con el sospechoso “engaño” que la máquina puede hacer o no; queremos ir más allá de dicho en-gaño y desentrañar los mecanismos funcionales de la computadora.

Para ello debemos preguntar si la máquina en cuestión es un modelo de la mente. Reemplazamos, entonces, la pregunta de Turing por esta otra: “¿Encon-trará el experto que la máquina es un modelo (no trivial) de la mente?”

Esta pregunta ha sido contestada de manera enérgicamente negativa por parte de quienes afirman que necesariamente una máquina artificial nunca puede tener una mente. Sin embargo, para que algo sea un modelo no debe ser idéntico a lo modelado. Además, la noción de modelo no presupone características físicas del sistema, sino características estructurales: el modelo empírico requiere de un modelo formal. Los pasos, entonces, para buscar un modelo de las cosas que nos rodean en el mundo son los siguientes: partimos de un sistema dado; estudiamos su historia5, elaboramos su estructura –cuanto más detallada sea la historia, más precisa será la estructura– o modelo formal; a partir de allí elaboramos una teoría y, finalmente, elaboramos un modelo empírico. A partir de este modelo, podemos diseñar –hipotética o actualmente– otros sistemas que cumplan con la estructura de dicho modelo. Un modelo –sea formal o empírico– puede ser instanciado (parcial o totalmente) por una multitud de sistemas en la naturaleza, o por uno solo o por ninguno. Dado que existiría la posibilidad de que no se encontraran sistemas naturales que cumplan con el modelo, salvo quizás en un único caso difícil –por ejemplo, el del cerebro humano–, podemos elaborar sistemas menos complejos –aunque con crecientes grados de complejidad– que sirvan de modelo a los variados procesos funcionales del cerebro humano. Si disponemos de una teoría –buena o mala– acerca del funcionamiento de los procesos cognitivos, podríamos elaborar un modelo para instanciar dicha teoría en un diseño arti-ficial. Exactamente esto es lo que ha hecho Colby con su programa paranoide Parry: se basó en teorías acerca de la paranoia, especialmente en el enfoque de procesamiento de información de S. S. Tomkins (Tomkins: 1963). Tomkins sugiere que el paranoico humano está en estado de vigilancia permanente intentando maximizar la detección de insultos y de minimizar la humillación: he aquí el componente teórico. El programa paranoide rastrea las oraciones en busca de pistas que sugieran daños explícitos e implícitos. Algo similar puede decirse del

5“Historia” entendida como la descripción de las propiedades de un sistema.

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programa ELIZA de Weizembaum, el cual pretende imitar la estructura de diálogo de una psicóloga no directiva cuya descripción teórica clásica –repetimos: buena o mala– se encuentra en Rogers (1951). Bastan unas pocas líneas de diálogo con PARRY o con ELIZA para que salte a la vista la pobreza conceptual y la imposi-bilidad manifiesta de atribuirle conciencia a esos programas. Sin embargo, eso no refleja que el modelo proyectado deba ser necesariamente incorrecto (desde luego, lo es si los basamentos teóricos en los que se apoya dicho modelo son manifiestamente erróneos); podemos elaborar sistemas muy simples que solo den cuenta de determinada estructura funcional en algunos aspectos muy reducidos, dejando de lado otras cuestiones más complejas: esta es una estrategia útil para aislar hipótesis. Por ejemplo, PARRY pretende ser un paranoico puro6, con lo cual, si tanto la teoría como la implementación son correctas, se podrían deducir cuestiones importantes relacionadas con la paranoia en general.

En la pregunta formulada más arriba, “¿Encontrará el experto que la máquina es un modelo (no trivial) de la mente?” pusimos entre paréntesis la “no triviali-dad”. Esta es una restricción cautelosa, pues los modelos triviales de la mente se obtienen a partir de descripciones muy generales y corremos el riesgo de que, si partimos de modelos tan bastos, encontremos que ciertos agregados –que ni siquiera entran en la categoría de sistemas– se “comporten” de acuerdo a ese modelo (quizás puede haber un nivel de descripción en el cual el cerebro y los papeles amontonados por el viento tengan algo en común). Pero esta restricción pone en riesgo toda la argumentación anterior: ¿Cómo distinguir los modelos relevantes –epistémicamente relevantes–de aquellos que no lo son? Aquí se debe tomar una decisión metodológica para lo cual se deberá tener en cuenta qué tan exhaustiva es la historia del sistema modelado, y qué tan detallada sea la teoría elaborada a partir de esa historia. Daniel Dennett(1987)ofrece un interesante y muy ilustrativo método de decisióndebemos proyectar diversos tipos de actitudes hacia los sistemas, y estas actitudes nos devolverán el tipo de descripción que necesitamos. Existen tres tipos de actitudes básicas: la actitud física, según la cual sólo nos contentamos con la historia física de un sistema; la actitud de diseño, según la cual nos interesan sus componentes funcionales y la actitud intencional, desde la cual esperamos encontrar un sistema que posee creencias y actitudes proposicionales. Un grupo de papeles amontonados por el viento puede descri-birse, sin pérdida de información –esto es: sin dejar de lado detalles importantes de la historia7–desde la actitud física. Los programas PARRY y ELIZA, si bien parecen ser intencionales en una primera ojeada, nos muestran a través de su frecuentación que solo utilizan un número limitado de rutinas que pueden ser

6 Otra cuestión es, por supuesto, preguntar si tal modelo fue correctamente implementado o no en el diseño. 7 La palabra “historia” se utiliza solo para hablar de sistemas, pero un grupo de papeles no entra en esta categoría. Por lo tanto, la estoy usando aquí en un sentido marginal, como la descripción de cada uno de los componentes de ese agregado contingente y no modelable.

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descriptas sin pérdida8 por la actitud de diseño. Finalmente, los seres humanos y los animales se comportan como si tuvieran creencias y en esos casos les atri-buimos la actitud intencional.

Despejar el camino: proyectos y conclusiones.

Un modelo no trivial de la mente no tiene por qué ser un modelo total de la mente y un modelo de la mente –sea total o sea parcial– no tiene por qué pensar. La modelización de las características funcionales relevantes de algo no tiene por qué reproducir los efectos de dichas características. Un modelo es puramente virtual y sus efectos sólo se pueden entender –parcialmente al menos– cuando se lo implementa en un sistema ¿Podemos esperar, entonces, que la implementación de un modelo muy detallado sí produzca el esperado chispazo? Esta es una de las preguntas clave de la filosofía de la mente. Es probable que Turing diga “sí” y Searle diga “no”. Sin embargo, ambos autores –famosos por sus experimentos mentales- omitieron algo en sus experimentos que podía ayudar a encender el fuego: el contacto de la “máquina” con el mundo exterior. El hombre encerrado en el cuarto chino de Searle, al igual que la computadora de Turing, no tienen medio de saber qué pasa afuera. La máquina de Turing, porque no posee sentidos. El “demonio de Searle”, porque está confinado a una habitación. Al igual que PARRY, el hombre encerrado en la habitación china no comprende los símbolos de entrada; solo los manipula de acuerdo a reglas establecidas. Esto lo expresa Searle diciendo que de la sola sintaxis no puede esperarse comprensión; esto es: semántica. Ahora bien, la máquina de Turing podría remedar su incapacidad para responder acerca de cuestiones básicas como “¿Sientes que hace calor aquí?” con el agregado de métodos de escaneo y pautas sensoriales (dejemos de lado el problema de la viabilidad empírica de tales métodos). Si agregamos un mé-todo de escaneo, le hemos dado al sistema algún tipo de “semántica natural”: el sistema debe interpretar la estimulación fotónica, o la vibración de las moléculas, o lo que fuere para lo cual el método de escaneo esté preparado. Cuanto más rico, detallado y ágilmente actualizable sea el escaneo, y cuanto más rápido

8 Nuevamente podríamos replicar: “¿Qué quiere decir aquí “sin pérdida”? ¿Cómo puedo sa-ber si no estoy dejando de lado alguna descripción del sistema que es relevante?” Una vez más, aquí debemos tomar una decisión metodológica y argüir que sabemos inductivamente qué esperamos encontrar en un sistema dado. No es la mejor estrategia –después de todo, podría ocurrir que hasta los sillones tuvieran pensamientos profundos, como parodiaba Wittgenstein-, pero resulta una buena apuesta a partir de nuestro contacto con el mundo. Quizás PARRY tenga intenciones y deseos reales (sea lo que se quiera decir con “real” y “tenga”), pero dado que estas actitudes son jerárquicas –un sistema intencional está “mon-tado” sobre un sistema previamente “diseñado”- lo único que hacemos es ser cautelosos si nos detenemos en la historia del diseño y dejamos de lado (por dudosa, o por lo que fuere) la supuesta historia intencional.

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y mejor pueda procesar dichos detalles, el sistema podrá ser más fiable en sus respuestas, las cuales deben surgir sobre la base de una interpretación inicial. Podría replicarse que esta no es una auténtica semántica. Dennett, sin embargo, postula que no existe tal “semántica de verdad”; todo lo que tenemos son estruc-turas sintácticas que se comportan como si produjeran estructuras semánticas9. El procesamiento de una multitud de estímulos por parte del cerebro y su cor-respondiente “contaminación” con el lenguaje forman un sistema complejo que crea (inventa, proyecta) una semántica ulterior a partir de esa semántica natural de los estímulos. Según Dennett, somos sistemas satisfactores, no optimizadores. Esto significa que nuestro cerebro tiende a completar información faltante y a sacar conclusiones apresuradas porque, como productos que han evolucionado a partir de un contacto rico, directo y continuo con su ambiente, debemos tomar decisiones rápidas aunque no sean lógicamente perfectas. Esa es, entonces toda la semántica que necesitamos postular: la que extraemos a partir de los estímulos del medio ambiente, dentro del cual está incluido el medio social. Un modelo funcional de la mente no puede dejar afuera el contacto con el medio. Por ello, si queremos responder a nuestra pregunta de manera completa, “¿Encontrará el experto que la máquina es un modelo total (no trivial) de la mente?”, primero debemos asegurarnos de que esa máquina tenga un contacto tan rico con el me-dio ambiente como lo tenemos todos aquellos a los que nos dirigimos adoptando la actitud intencional. Según StevanHarnard(1989) para poder dar fiabilidad a este test, debemos elaborar un “test deTuring total”, en el cual no solo se pondrían en consideración las capacidades computacionales –la capacidad de responder a preguntas que requieren cierto desarrollo deductivo o inductivo– sino también las robóticas –las que surgen del escaneo del ambiente–.

Lo segundo que debemos hacer es cerciorarnos de que la teoría utilizada no contiene errores, que es lo suficientemente detallada y exhaustiva para no resultar trivial, que el modelo empírico elaborado es correcto y que la implementación se ajusta a todo el proceso anterior. Para ninguno de estos pasos hay un camino despejado, pero gran parte de los estudios filosóficos de los últimos cincuenta años apunta a desmalezar la arquitectura conceptual folk que se interpone entre la descripción de los sistemas intencionales y la subsecuente teoría.

Hemos modificado el experimento de Turing por otro; y consiguientemente reemplazamos la pregunta. No nos interesa qué opina un sujeto de prueba par-ticular y no calificado; nos interesan las opiniones de un experto. Tampoco abor-damos la pregunta acerca de si la máquina piensa, pero sí podemos establecer si se trata de un modelo no trivial del pensamiento de acuerdo con las mejores teorías vigentes acerca de lo mental.

9 En La Actitud Intencional, Dennett no es demasiado explícito con esta aseveración y sólo se limita explicarla mediante analogías y ejemplos.

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Dejando de jugar al juego de la imitación

Michel FOUCAULT, Leçons sur la volonté de savoir. Cours au Collège de France (1970-1971)

Apéndice: Wittgenstein y la proyección de la actitud humana

Mientras una buena parte de los esfuerzos actuales ahonda en el desmantela-miento de los conceptos de psicología popular, otra corriente nacida a partir del Wittgenstein de las Investigaciones Filosóficas tiende a reivindicar tales concep-tos. Para Wittgenstein, según la interpretación que hace Kripke(2006), las perso-nas tienen una mente, poseen pensamientos, creencias, temores y deseos porque se los atribuimos por medio de una actitud por la cual decidimos interpretar al sujeto de ciertas conductas como humano. Esa actitud es preproposicional y no surge a partir de una evaluación de las conductas; tiene un carácter espontáneo y consiste básicamente en una proyección más que en una inducción a partir de casos.

Si a los tres tipos de actitud que enunciaba Dennett (física, de diseño, inten-cional) le agregamos este cuarto tipo, el de la actitud prelingüística de atribución de humanidad, no solo encontramos seres intencionales sino que además entre ellos a algunos los calificaremos de personas. Este último tipo de actitud no con-templada por Dennett puede convertirse en crucial para distinguir cualquier ser intencional de uno que, específicamente, tiene objetivos humanos y que reclama para sí un reconocimiento diferente con respecto a otros seres intencionales.

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Jorge Mux

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reseñas re

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re

Michel FoUCAUlT, Leçons sur la volonté de savoir. Cours au Collège de France

(1970-1971), suivi de Le Savoir d’OEdipe, paris, Gallimard/Seuil, 2011, colección

“Hautes Études”, 316 páginas.

Sandra Marcela Uicich*

Fecha de recepción:13 de Agosto de 2012

Aceptado para su publicación:17 de Septiembre de 2012

Cuadernos del Sur - Filosofía 39, 2010

Por primera vez se publica la transcripción del primer curso de Michel Fou-cault en el Collège de France, en una edición a cargo de Daniel Defert. Consta de doce lecciones dictadas con frecuencia semanal entre el 9 de diciembre de 1970 y el 17 de marzo de 1971, a poco de asumir su cargo de profesor de la cátedra de “Historia de los sistemas de pensamiento” en esa prestigiosa institución. La lección inaugural como profesor reemplazante de Jean Hyppolite la dió el 9 de diciembre y se publicó en ese momento; se conoce en español como El orden del discurso (Foucault, 1992).

Junto a las lecciones del curso y el resumen correspondiente1, se publican dos conferencias: “Leçon sur Nietzsche. Comment penser l’histoire de la verité avec Nietzsche sans s’appuyer sur la vérité”2 y “Le Savoir d’OEdipe”3. “Leçon sur Nietzsche”, conferencia de Foucault en abril de 1971 en la Universidad McGill

1 El resumen de cada curso se publicaba habitualmente en el Anuario del Collège de France; el de éste se publicó en Annuaire du Collège de France, 71e année, 1971, pp. 245-249.2 “Lección sobre Nietzsche. Cómo pensar la historia de la verdad con Nietzsche sin apoyarse en la verdad”.3 “El saber de Edipo”.

*Departamento de Humanidades-Departamento de Economía, Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca, Argentina. Correo electrónico: [email protected].

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(Montreal), se corresponde con la parte final de la segunda lección del curso, del 16 de diciembre de 1970, según se deduce de las anotaciones de una alumna asistente, ya que no se conserva en el manuscrito original de las lecciones. Esta conferencia tiene una innegable cercanía temática y conceptual con “Nietzsche y su crítica del conocimiento”, la primera del ciclo de cinco conferencias que dictó en 1973 en Río de Janeiro (Brasil), conocidas como La Verdad y las Formas Jurídicas (Foucault, 2003b: 11-33). “Le Savoir d’OEdipe” es una conferencia en la State University de Nueva York, en marzo de 1972. Es una ampliación de la última lección del curso, del 17 de marzo de 1971. Sobre el tema de la tragedia de Edipo y su relación con el saber hay otras versiones, como la segunda confe-rencia en Río de Janeiro en 1973, “Edipo y la verdad” (Foucault, 2003b: 37-61).

En cuanto a las “Leçons sur la volonté de savoir”4, y a diferencia de cursos posteriores, no hay registro oral, ya que no se usaban todavía los minigrabadores que, en años subsiguientes, poblarán el escritorio del disertante5. Solo se conser-van los manuscritos del curso, excepto parte de la segunda lección, como señalé, que Foucault expone en Montreal.

Defert señala en “Situation du cours” (pp. 258-279) que en las lecciones apa-recen varias referencias subrepticias a publicaciones de la época: Les Maîtres de vérité dans la Grèce archaïque de Dettiene (Detienne, 1981), Différence et Répé-tition de Deleuze (Deleuze, 2002), y las traducciones al francés de Über Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinne de Nietzsche (Nietzsche, 1998) y de los dos tomos de Nietzsche de Heidegger, que hace Pierre Klossowski (Heidegger, 2000a). ¿Qué importancia tiene este curso en ese contexto? Pone de relieve la enseñanza de Nietzsche de que el conocimiento es una invención (Cfr. Nietzs-che, 1998: 17). Y de que a lo largo de la historia de Occidente ha operado una determinada voluntad de saber que ha pretendido que el conocimiento establece una relación entre un sujeto que conoce y un objeto a ser conocido, que son con-dición previa de esa relación, sin asumir que tanto sujeto como objeto emergen en y por esa relación de conocimiento.

Foucault madura poco a poco la noción de “voluntad de saber”. Ya en este curso la utiliza y en el primer tomo de Historia de la sexualidad, La voluntad de saber (Foucault, 2006), publicado en 1976, es desmontada como motor, soporte e instrumento del dispositivo occidental de la sexualidad. Foucault identifica una “voluntad de saber” que no es asimilable ni al “deseo de conocimiento” aristoté-

4 “Lecciones sobre la voluntad de saber”.5 Sobre la incomodidad de Foucault frente al (numeroso) auditorio de sus seminarios, con el que no tiene ningún intercambio, y que llena su mesa de grabadores portátiles, se puede leer la “Advertencia” de François Ewald y Alessandro Fontana publicada en las traducciones al español de los cursos de Foucault de la editorial Fondo de Cultura Económica.

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Michel FOUCAULT, Leçons sur la volonté de savoir. Cours au Collège de France (1970-1971)

lico ni a la “voluntad de verdad” que Heidegger emparienta con la voluntad de poder de Nietzsche –quien en su interpretación sigue preso aún en la metafísica–.

Heidegger es el oponente no nombrado en este curso. En “De la esencia de la verdad”, Heidegger afirma: “El carácter abierto del comportarse, en cuanto aquello que hace internamente posible la conformidad tiene su fundamento en la libertad. La esencia de la verdad (...) es la libertad” (Heidegger, 2000b: 158). Contra esta ideología de la verdad como efecto de la libertad, que sostiene que la verdad es libre de toda determinación de la voluntad, y que la voluntad “debe ser libre para poder dar acceso a la verdad. La libertad es el ser de la verdad; y es el deber de la voluntad” (p. 206), Foucault afirma que la esencia de la verdad no es la libertad. Como señala en La voluntad de saber, “la verdad no es libre por naturaleza, ni siervo el error, sino que su producción está toda entera atrave-sada por relaciones de poder” (Foucault, 2006: 76). La verdad se inscribe en el complejo campo de las relaciones de poder que distribuyen verdad y no-verdad estratégicamente.

Foucault hace una relectura de Nietzsche para llevar adelante una genealogía del saber: de las ciencias, las disciplinas, las prácticas discursivas que estudió en obras anteriores bajo la lupa arqueológica (Foucault, 1976; 2002; 2003a). Como él mismo define en la primera lección de este curso, estas obras fueron intentos de una morfología de la voluntad de saber, es decir, un análisis del modo en que se entendió el conocimiento, de las prácticas del conocer de distintas ciencias o disciplinas y de la concepción de la verdad en la historia de Occidente. Se trataba entonces de determinar el juego de tres nociones: saber, verdad y conocimiento, a lo que Foucault agregará, a lo largo de este curso y en obras posteriores, una cuarta: el poder.

La genealogía es su programa presente y futuro. Intenta establecer una teoría de la voluntad de saber que sirva de fundamento a los análisis históricos de los saberes económicos, políticos y sociales de la cultura occidental. En esta teoría, que en el curso se esboza, hay un análisis de las concepciones del sujeto y del objeto en la teoría del conocimiento. Si en la tradición filosófica el conocimiento se ha planteado como el establecimiento de una relación entre sujeto y objeto, si la distinción del conocimiento verdadero respecto del que no lo es se relaciona con la adecuación de la conciencia o el pensamiento a la realidad, si la filosofía ha buscado incesantemente esa verdad, entonces el descaro de Nietzsche –que tan bien ensalza Foucault– consiste en mostrar que la verdad es una invención, nunca adecuada, nunca espejeante sino producto de una lucha compleja por determinar y fijar un mundo que es, de por sí, deviniente y múltiple; que sujeto y objeto no son el fundamento del conocimiento o su matriz esencial, sino produc-tos que emergen en la misma operación de conocer, esquematizar, fijar y recortar sobre el fondo blanco de la realidad. “Las cosas no están hechas para ser vistas o

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conocidas. No vuelven hacia nosotros una cara inteligible que observaríamos y esperaríamos que nuestra mirada las atraviese”, señala Foucault (p. 196).

Dos paradigmas de la voluntad de saber se oponen aquí: Aristóteles y Nietzsche. Foucault se detiene en la afirmación aristotélica, en el primer libro de la Metafísica, de que todos los hombres tienen, por naturaleza, el deseo de conocer (désir de connaître). Esto implica que existe un deseo en los hombres, que es universal, y que está dado en la naturaleza genérica del ser humano. Aristóteles inscribe el deseo de conocimiento en la sensación, por lo tanto, “en el placer y en el cuerpo” (p. 14). El conocimiento (sensorial, por supuesto) está subyacente como principio del deseo, de entrada relacionado con la verdad, con el acceso a las cosas mismas en lo que tienen de cualidades propias. En cambio, en Nietzsche el conocimiento “es un efecto ilusorio de la afirmación fraudulenta de la verdad” (p. 209). El conocimiento no es del orden de lo na-tural, no está inscrito en la naturaleza humana, no hay conocimiento en sí, es decir, “la relación sujeto-objeto (y todos sus derivados como a priori, objetivi-dad, conocimiento puro, sujeto constituyente) es en realidad producida por el conocimiento en lugar de servirle de fundamento” (p. 202).

En este curso Foucault rescata la senda nietzscheana que separa conoci-miento y verdad. Porque

(...) ni el hombre ni las cosas ni el mundo están hechos para el conocimiento; el conocimiento sobreviene – no está precedido por ninguna complicidad, no está garantizado por ningún poder. (...) La verdad sobreviene, precedida por la no-verdad, precedida sobre todo por alguna cosa de la que no se puede decir ni que es verdadera ni que es no-verdadera, porque es anterior al reparto propio de la verdad. La verdad emerge de aquello que es extraño al reparto de la verdad (p. 200).

¿De dónde emerge la verdad si no es de la sensación, de la realidad misma a la que se adecua el pensamiento, o de las esencias que puede aprehender el nous o la estructura cognoscitiva del hombre? Del conflicto, de la lucha, del juego de deseos e impulsos, de la violencia hecha a las cosas para imponer algo a lo que denominamos “verdad”. En definitiva, la verdad es una no-verdad, es una mentira, una ilusión y hasta un conjunto de errores que se han cano-nizado. En la perspectiva nietzscheana que Foucault abraza hay dos grandes límites: la imposibilidad de alcanzar verdades esenciales y la imposibilidad del fundamento ontológico, porque no hay esencia detrás de la apariencia. Como señalaba Nietzsche en el fragmento póstumo 40[53] de 1885:

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Michel FOUCAULT, Leçons sur la volonté de savoir. Cours au Collège de France (1970-1971)

La apariencia, tal como yo la entiendo, es la efectiva y única realidad de las cosas, (...) yo no contrapongo ‘apariencia’ a ‘reali-dad’, sino que, al revés, tomo la apariencia como la realidad que se opone a transformarse en un imaginario mundo de la verdad (Nietzsche, 2010: 859-860).

No hay esencia detrás de la apariencia: siempre hay solo apariencia. No hay verdad a ser descubierta tras la voluptuosidad del fenómeno: ponemos una ver-dad, la construimos, la producimos, la modelamos desde una apuesta política, o bien a la unidad, el orden y la totalidad –como denuncia Nietzsche en la historia de la filosofía occidental– o bien a la pluralidad, la multiplicidad y la diferencia.

En sucesivas lecciones, Foucault muestra una serie de ejemplos históricos de cómo se ha luchado por la verdad: no por encontrarla, no por descubrirla, sino por imponerla o definirla. Describe detalladamente, en la Grecia clásica, la expulsión de los sofistas de la ciudad (Platón), el rechazo de los sofismas en la lógica por ser manipulación de las palabras y falso razonamiento (Aristóteles), o en la sociedad griega arcaica, la búsqueda de la ley (nómos) justa que asegure el orden de la ciudad, o la medida justa de los intercambios comerciales a través de la institución de la moneda. Analiza, asimismo, las transformaciones de los tipos de discurso –jurídico, poético– ligados institucionalmente a la verdad en Homero y Hesíodo. En todos estos casos, muestra cómo se establece una verdad constatable, visible, medible, sumisa a leyes que rigen el orden del mundo: así se fijaba también lo que era no-verdad. Como enseña Nietzsche, de lo que se trató siempre es de producir la verdad, es decir, de fijar una distinción entre lo verdadero y lo no-verdadero.

¿Por qué aún hoy, transcurridos cuarenta años, estas lecciones nos siguen enseñando algo? Porque muestran descarnadamente la trama de las verdades hoy sostenidas como inmaculadas, puras e inocentes. Porque denuncian la abo-minable falsedad, la imposible neutralidad, en el corazón de los saberes hoy intocables del campo científico –y también, político, moral y social–. En fin, por-que muestran una vez más cuánto de Nietzsche sigue latiendo en el corazón del pensamiento foucaultiano, y cuánto de la filosofía nietzscheana sigue brotando a borbotones cada vez que es necesario –una vez más, nuevamente– desmontar las dominaciones, las servidumbres y las “verdades” arraigadas.

Sandra Marcela Uicich

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------------------------ (2010), Fragmentos póstumos (1882-1885). Volumen III, Tec-nos, Madrid.

Las citas sin referencia bibliográfica corresponden al curso que aquí se reseña, en traducción propia.

Nota para colaboradores

Nc

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