En torno a Rayuela de Julio Cortázar

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DOSSIER Julio CORTÁZAR 2

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DOSSIER

JulioCORTÁZAR

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JULIO CORTÁZAR

DOSSIER II

Julio CortázarDossier II

ÍNDICE

Rayuela (1963) ............................................................. 8Reseña ..................................................................... 9Recordando a la Maga .............................................. 11Entender, no inteligir ................................................. 15En torno a Rayuela de Julio Cortázar ....................... 21La crítica a la razón occidental en Rayuelade Julio Cortázar ...................................................... 24Rayuela - Fragmento ............................................. 41

Todos los fuegos, el fuego (1966) ............................... 92Reseña ..................................................................... 93Una semana después, «Autopista del Sur» ............. 94La autopista del sur ............................................... 96La salud de los enfermos ....................................... 125La señorita Cora..................................................... 144La isla a mediodía .................................................. 169Instrucciones para John Howell .......................... 178Todos los fuegos el fuego, de Julio Cortázar ............ 194Todos los fuegos, el fuego ...................................... 200El otro cielo ............................................................ 215

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La vuelta al día en ochenta mundos (1967) .............. 242Julios en acción ...................................................... 243Grave problema argentino: Querido amigo,estimado, o el nombre a secas ............................... 247Hay que ser realmente idiota para... ................... 250La embajada de los cronopios cronopios ............. 255El avión de los cronopios ...................................... 258Del sentimiento de no estar del todo................... 262El sentimiento de lo fantástico ............................. 269Un Julio habla de otro ........................................... 281Gardel ..................................................................... 286Estación de la mano ............................................... 290Del gesto que consiste en ponerse el dedoíndice en la sien y moverlo como quienatornilla y destornilla ............................................ 295De otra máquina célibe .......................................... 299De la seriedad en los velorios ............................... 309

62/Modelo para armar (1968) ..................................... 317Reseñas ................................................................... 31862/Modelo para armar (fragmento) ...................... 320

Último round (1969) ................................................... 366Los testigos ............................................................. 367Tu más profunda piel ............................................. 374La noche de Saint-Tropez...................................... 378Cristal con una rosa dentro .................................. 383Silvia ........................................................................ 386Del cuento breve y sus alrededores ..................... 400El Tesoro de la Juventud ...................................... 412Para una espeleología a domicilio ........................ 415Homenaje a una torre de fuego ............................ 418Ciclismo en Grignan .............................................. 421Cortísimo metraje .................................................. 425

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La inmiscusión terrupta ........................................ 426Pida la palabra pero tenga cuidado...................... 428Elecciones insólitas ............................................... 429De cara al ajo .......................................................... 430Situación del intelectual latinoamericano .......... 432

Octaedro (1974) ........................................................... 447Reseña ..................................................................... 448Cortázar: Una lección de geometría ......................... 449Manuscrito hallado en un bolsillo ........................ 458Las fases de Severo ................................................ 473

Índice volumen I ........................................................... 485Índice volumen III ......................................................... 490

Rayuela (1963)

RESEÑA

CON «RAYUELA» Cortázar llegó a ser reconocido por toda Amé-rica. La aparición de «Rayuela» fue una verdadera revolucióndentro de la novelística en lengua española: por primera vezun escritor llevaba hasta las últimas consecuencias la volun-tad de transgredir el orden tradicional de una historia y el len-guaje para contarla. El resultado es este libro único abierto amúltiples lecturas, lleno de humor, de riesgo y de una origi-nalidad sin precedentes. De entrada, el autor nos proponeelegir uno de los dos accesos: leer en el orden acostumbra-do y acabar en el capítulo 56 (al que siguen más capítulos,que denomina como «prescindibles»), o bien, seguir el «ta-blero de dirección», que nos remite de un capítulo a otro, pa-sando por variadas trampas o juegos: una omisión aparente,un doble y significativo envío. La función del lector es funda-mental en la obra de Cortázar, y especialmente en «Rayue-la», que propone nuevos caminos para rechazar la lecturapasiva. La obra se bifurca en dos ambientes físicos: el ‘Dellado de allá’, en París, con la relación de Oliveira y la Maga,el club de la serpiente, el primer descenso a los infiernos deHoracio, etcétera; y el ‘Del lado de aquí’, en Buenos Aires, conel encuentro de Traveler y Talita, el circo, el manicomio, el

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segundo descenso. «Escribía largos pasajes de Rayuela sintener la menor idea de dónde se iban a ubicar y a que res-pondían en el fondo (...) Fue una especie de inventar en elmismo momento de escribir, sin adelantarme nunca a lo queyo podía ver en ese momento». En esta novela el escritorcondensa sus propias obsesiones estéticas, literarias y vita-les en un mosaico casi inagotable donde toda una época sevio maravillosamente reflejada. Estilo y estructura, dice Na-bokov, hacen la novela. La perfección que alcanzan en «Ra-yuela» nos coloca (y esto fue claro desde que vio la luz, en1963) ante una de las mejores novelas escritas en nuestralengua.

RECORDANDO A LA MAGA

A MÁS de tres décadas de la publicación de Rayuela, Cortá-zar sigue hablándonos como un compañero de juegos, ca-paz de transmitirnos la sabiduría menos la solemnidad. Ho-racio Oliveira, bohemio e infiel, nos arrebata con su lirismo,con ese dedo que toca tu boca y al tocarte te inventa, segúnel fragmento famoso:

«... hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca quemi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entretodas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla conmi mano en tu cara, y que por un azar que no busco compren-der coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajode la que mi mano te dibuja...» (c.7, Rayuela)

¿Pero quién querría ser la Maga ? ¿O la misteriosa Pola?Ni con una ni con otra, Oliveira marcha en pos de su destinoprotagónico, ese errar que le conducirá al centro del manda-la y a otra mujer: Talita. Hasta tal punto la Maga, Pola y Talitason creación de Oliveira, que él puede predecir su transmi-gración:

por Amparo Arróspide. Traductora y filólogaPublicado en : Espéculo. Revista de

estudios literarios. UniversidadComplutense de Madrid

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«...Pero qué hermosa estabas en la ventana, con el grisdel cielo posado en una mejilla, las manos teniendo el libro, laboca siempre un poco ávida, los ojos dudosos. Había tantotiempo perdido en vos, eras de tal manera el molde de lo quehubieras podido ser bajo otras estrellas...»(c.34)

A él le repugna su propia prepotencia intelectual ante laMaga y se desdice de lo anterior segundos después:

«Oí, esto sólo para vos, para que no se lo cuentes a na-die. Maga, el molde hueco era yo, vos temblabas, pura y librecomo una llama, como un río de mercurio...»

Poeta un poco cursi en ocasiones, con ella da rienda suel-ta a este lirismo del que también se avergüenza a solas. Unmundo de contradicciones, un buscar de adolescente fervo-roso y novelesco. Volviendo a la narración, en ese momen-to, en la habitación donde la Maga no está, Horacio proyectasu vergüenza en lo que lee la mujer (una novela de Pérez Gal-dós): «pero mirá las cursilerías de este tipo... es sencillamen-te asqueroso como expresión».

En su conflicto (porque Horacio es un intelectual hones-to), emplea el sexo-amor como una de las pocas vías irraciona-les de acercamiento al centro del mandala. Cortázar aquí ledeja explayarse sin autocrítica, y estas expansiones de Ho-racio, tres décadas después, pueden hacernos reír incluso:

«...entonces había que besarla profundamente, incitarla anuevos juegos, y la otra, la reconciliada, crecía debajo de él ylo arrebataba, se daba entonces como una bestia frenética...»

Y también:

«A Oliveira le gustaba hacer el amor con la Maga porquenada podía ser más importante para ella y al mismo tiempo,de una manera difícilmente comprensible, estaba como pordebajo de su placer, se alcanzaba en él un momento y poreso se adhería desesperadamente y lo prolongaba, era comoun despertarse y conocer su verdadero nombre y después

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recaía en una zona siempre un poco crepuscular que encan-taba a Oliveira temeroso de imperfecciones...» (c.5)

Parece ser que, sin embargo, hablando no se entendíanmuy bien, porque «eran tan distintos y andaban por tan opues-tas cosas». La Maga se nos rehuye también como personajeporque está teñido del afán utópico y ácrata de Horacio; pormomentos resulta inverosímil. Sin embargo, la coherenciaintelectual y moral del narrador se trasluce, por ejemplo, en elanticlímax más triste de toda la obra, la muerte de Rocama-dour. Aquí no hay sentimentalismo, pero tampoco brutalidad.

La otra cara de la Maga es Gekrepten, la novia que pa-cientísima aguarda a Horacio en Buenos Aires. A la pobreGekrepten ni siquiera se le concede la categoría de persona-je, sólo la de caricatura. El diálogo con ella es absurdo hila-rante y devastador, pues Gekrepten encarna el habla que nadadice, que perpetúa inmovilismos, cuya contrapartida textualsería el diccionario de la Real Academia, el cementerio de losjuegos (c. 40).

Gekrepten y la Maga son figuras antagónicas, aunque nose conozcan, y parte de una simetría de oposiciones:

la Maga: Gekrepten:bohemia convencionalpromiscua monógamafascinante aburridahace bien el amor hace el amor pésimamenteSi Gekrepten es una «esperanza» y la Maga una «crono-

pia» ... cronopios y esperanzas se revelan a ratos tambiénManú/ Traveler y Talita, que acogen a Oliveira como lado deun triángulo. Desde la altura de la Maga (la que podemos ima-ginarnos gracias a él), Talita resulta menos atrayente, la ve-mos a través de la desazón de Oliveira, que envidia esta fe-licidad de la pareja, la fidelidad de Talita por Traveler, y lacensura por esto precisamente cuando él no ha ocultado loscelos que sintió por la Maga.

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«Era tan estúpido pensar en el amor cuando el amor erasolamente Manú, solamente Manú hasta la consumación delos tiempos...» (c.47)

Atando algunos cabos, podríamos intentar un primer es-bozo del «perfil» de Horacio en su relación con los persona-jes femeninos. Primero, Horacio es a ratos lúcido ante suatadura a los modelos genéricos de varón, que parecen be-neficiarle, pues le permiten atesorar libertad aparente (esa«soberana» libertad con que dibuja la boca del amante, esepoder darle su «verdadero nombre» a una mujer).

Sin embargo, esta libertad le lanza a una especie de des-integración interior, que alcanza su culminación cuando, enel capítulo 56, siente la llamada al vacío (o al centro del man-dala), desde la ventana de un manicomio. Entonces Horaciose debate entre sus propias limitaciones racionalistas , paravolver al delirio de la Santísima Trinidad femenina: la Maga,Talita y Pola le aguardan ahí abajo, en una de las casillas dela rayuela:

«Cómo transmitirle algo de eso que en el territorio de en-frente llamaban beso, un beso a Talita, un beso de él a la Magao a Pola, ese otro juego de espejos como el juego de volver lacabeza hacia la ventana...»

Lo demás es... Rayuela , y la tentación de seguirle la pis-ta a la evolución intelectual de Cortázar, que, en obras pos-teriores (pensemos en Usted se sentó a tu lado, 62/Modelopara armar, o en Nueva visita a Venecia) , logró acercarseaún más al misterio de la Otra.

ENTENDER, NO INTELIGIR

EN UN abril de hace casi cuarenta años (el año que viene secumplen) muchos lectores se asomaron por vez primera alfascinante juego al que un libro los comprometía si se ani-maban a empujar la piedrecita a la pata coja, a tratar de sal-var puentes y tablones entre ventanas, abismos sopesadosdesde la intelectualidad o la magia vislumbrada durante unlúcido y fatal momento. Rayuela ya es hoy una novela incues-tionable. Es también un libro ante el que no valen la indiferen-cia o el análisis racional y sopesado. Leer para abrir los ojosal mundo, al ser, a lo maravilloso. .

Las primeras palabras de Rayuela encierran ya la clave:«¿Encontraría a la Maga?» Buscándola Horacio Oliveira sepierde por un fabuloso París hecho de recuerdos, de imáge-nes y escenas que sirven de presentación para una mujerque es a un tiempo torpe y lúcida, capaz de aprehender, desdela inocencia, toda la poesía y la magia de un mundo que anteotros ojos podría parecer repetitivo y absurdo.

Buscando a la Maga o a un extraño “kibbutz del deseo”,comprometiéndose con el intento de descubrir una realidadanclada en lo maravilloso que puede acabar por llevarnos a

por Olga Osorio.Publicado en Espéculo. Revista de

estudios literarios. UniversidadComplutense de Madrid

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una desesperada locura, el lector que salta con Horacio Olivei-ra de París a Buenos Aires o de casilla en casilla de la rayuela,ya no puede ser nunca más ese lector hembra que el More-lli-Cortázar, el viejo escritor de la segunda parte, trataba dedestruir con su consciente eliminación de la palabra y la lite-ratura, para tratar de devolverles así todo su ser.

Es Rayuela un intento de abrir los ojos a la realidad au-téntica, a aquella que existe al margen del mundo creado porla cultura y la historia humanas. La Maga la conoce, sin sa-berlo. Pero ese conocimiento inconsciente no sirve para Oli-veira: sólo el que ha encontrado comprende el valor de lo queahora posee. Es como en la rayuela. Hay que partir de la tie-rra para, después de mucha pericia, llegar al cielo y, ya allí,emprender el retorno.

El gran fracaso de Oliveira es que trata de desprendersede lo intelectual desde la intelectualidad. Pero también ahí seencontraría su éxito en caso de lograrlo. Oliveira quiere re-gresar al territorio, a la vida, después de destruirla, la vidacomo obsesión eterna: «La vida, como un comentario de otracosa que no alcanzamos, y que está ahí al alcance del saltoque no damos». Y, finalmente, comprenderá que todo hallaz-go no hace sino abrir la puerta a un nuevo salto. ¿La renun-cia a lo absoluto? Quizá sólo la aceptación de la búsquedaeterna como verdadero centro de lo humano, como ese cen-tro que tanto buscaba Horacio sin saber que ya lo poseía.

El primer contrapunto de Horacio Oliveira es la Maga. Fren-te a su lucidez revestida de torpeza, los otros protagonistasde esa parte de Rayuela, de ese «lado de allá» —que es asícomo Cortázar bautiza a la capital francesa— parecen sim-ples caricaturas de unos intelectuales que vagan por el mun-do de la palabra, la lógica, la abstracción y la imagen, sin lo-grar jamás captar un solo instante de lo maravilloso, de esoque la Maga posee, sin saberlo, a raudales.

Pero, como hemos dicho, sólo la posesión de lo maravi-lloso es gratificante cuando se ha luchado por ella y se haalcanzado de un modo consciente. Podría decirse que hay

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dos maneras de ser sabio: desde la inocencia más absolutao desde la sabiduría total, desde una sabiduría que lo abar-que todo y así lo unifique.

Oliveira busca, sin duda, la segunda. Y el mensaje de Cor-tázar parece ser que el hallazgo podría hallarse a partir de laconjunción de ambas actitudes: ya que la sabiduría completaes imposible, ya que la inocencia absoluta es un sueño re-moto, podrían conciliarse para así conseguir lo que de otromodo sería inalcanzable.

Ya del «lado de acá», en Buenos Aires, el que más cer-ca está de esto es Traveler. Pero Cortázar repudia de nuevoen este personaje cualquier esperanza de una respuesta de-finitiva. Oliveira y Traveler mantienen una relación de envidiamutua que evidencia que ninguno de los dos ha conseguidoencontrar lo que buscaba. El fiel de la balanza será Talita, enla que Oliveira creerá ver una y otra vez a la Maga, Talita que,haciendo equilibrios en un tablón entre las ventanas de Hora-cio y Traveler, será símbolo y metáfora de la peculiar vincu-lación entre los dos viejos amigos.

Y, siguiendo con el peregrinar simbólico, Oliveira busca-rá a continuación un cielo (el ojo de la carpa del círculo) paraacabar bajando a los infiernos (la morgue del psiquiátrico). Apunto de dar el salto definitivo, Oliveira se dará cuenta de quesu búsqueda tampoco acabaría entonces. El posible final reto-ma el principio, la búsqueda sigue abierta.

No obtiene el lector, por tanto, ninguna respuesta defini-tiva y sí, sin embargo, muchos interrogantes que bien pudie-ran ser el revulsivo para el lector adormilado. Acerca de Ra-yuela dijo Cortázar lo siguiente: «Es un poco la síntesis demis diez años de vida en París, más los diez años anterio-res. Allí hice la tentativa más a fondo de que era capaz en esemomento para plantearme en términos de novela lo que otros,los filósofos, se plantean en términos metafísicos. Es decir,los grandes interrogantes, las grandes preguntas».

Si, como decía su compatriota Borges, todos los siste-mas filosóficos no son más que reconstrucciones ficticias

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de la realidad, similares a las creaciones literarias hijas de laimaginación humana, en Rayuela esto hace realidad a la in-versa. Rayuela, como el propio Cortázar afirma, trata de plan-tear en términos narrativos las grandes preguntas existencia-les de la humanidad. Pero, al contrario que los sistemas fi-losóficos que intentan encerrar a la realidad en un sistema ce-rrado de ideas, en Rayuela no se pretende aportar ningunasolución ni ninguna verdad absoluta. No se trata de explicarel mundo, sino de hacer patente la necesidad que de encon-trar dicha imposible explicación tienen los hombres.

Cortázar también explicitó la búsqueda y los móviles deHoracio Oliveira: «El problema central para el personaje deRayuela, con el que yo me identifico en este caso, es que éltiene una visión que podríamos llamar maravillosa de la rea-lidad. Maravillosa en el sentido de que él cree que la realidadcotidiana enmascara una segunda realidad que no es ni mis-teriosa, ni trascendente, ni teológica, sino que es profunda-mente humana, pero que por una serie de equivocacionesha quedado como enmascarada detrás de una realidad pre-fabricada con muchos años de cultura, una cultura en la quehay maravillas pero también profundas aberraciones, pro-fundas tergiversaciones. Para el personaje de Rayuela ha-bría que proceder por bruscas interrupciones en una reali-dad más auténtica».

La maravilla en lo cotidiano es sin duda lo que más pre-ocupó a Cortázar y lo más evidente en sus obras. El artíficede cronopios, famas y otros seres varios, logró integrar lomaravilloso en lo real rompiendo con los límites que la malllamada literatura de ficción imponía. El tigre que se paseapor el salón, el señor que relata en una carta cómo de prontose ha puesto a vomitar conejitos y el problema que esto le su-pone, sirven no para la evasión de lo real, sino para la másprofunda comprensión de la extraña arbitrariedad del mundohumano, de la confusión y el caos en el que el hombre vive,desconociéndose a sí mismo y desconociendo su propia viday entorno.

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Sigue así Cortázar la trayectoria iniciada por Borges, sibien hay bastantes diferencias entre ambos. Cortázar entra-rá en la tradición de la literatura occidental, abordando los eter-nos temas de esta: la búsqueda del hombre más auténtico yde una realidad más real.

Los principales obstáculos que encuentra Cortázar parala consecución de estos objetivos —y que señalará una yotra vez a lo largo de Rayuela— son el lenguaje y el uso decategorías lógicas de conocimiento e instrumentos raciona-les para aprehender la realidad.

Cortázar trata de huir de los viejos moldes de conocimien-to que predibujan el mundo. Sólo viéndolo con ojos nuevospodremos empezar a vivir en él verdaderamente. Lo que estáreivindicando es que el hombre se despoje de todo su bagajecultural e histórico, que vuelva a la inocencia. Estas dos pos-turas frente a la realidad quedan expresadas, por ejemplo,en un momento en que Horacio Oliveira habla de Mondrian yKlee. «Según vos, una tela de Mondrian se basta a sí mis-ma. Ergo, necesita de tu inocencia más que de tu experien-cia. Hablo de inocencia edénica, no de estupidez. Fíjate quehasta tu metáfora de estar desnudo delante del cuadro huelea preadanismo. Paradójicamente Klee es mucho más mo-desto porque exige la múltiple complicidad del espectador,no se basta a sí mismo. En el fondo Klee es historia y Mon-drian atemporalidad. Y vos te morís por lo absoluto».

Y, aunque Oliveira-Cortázar conoce el camino, sabe cómopuede acceder a esa realidad que busca, no es capaz de lle-gar hasta la meta deseada. Con respecto a la Maga dice:«Solamente Oliveira se daba cuenta de que la Maga se aso-maba a cada rato a esas grandes terrazas sin tiempo quetodos ellos buscaban dialécticamente».

«—No aprendas datos idiotas —le aconsejaba—. Por quéte vas a poner anteojos si no los necesitás».

Pero Oliveira no puede librarse de sus gruesos lentes deaumento. Y paradójicamente son ellos los que aumentan suceguera. La consciencia de eso es quizá el mayor sufrimien-

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to de Horacio. También sobre la Maga dice Horacio: «‘Cierralos ojos y da en el blanco’, pensaba Oliveira, ‘Exactamente elsistema Zen de tirar al arco. Pero da en el blanco simplemen-te porque no sabe que ese es el sistema. Yo en cambio...Toc toc. Y así vamos.»

Cortázar tenía su teoría estética sumamente elaborada.A partir de un trabajo continuado y de abundantísimas lectu-ras, Julio Cortázar alcanzó una madurez literaria conscientedesde la que se propuso unos objetivos claros, que alcanzanuno de sus máximos niveles en Rayuela.

Lejos de acomodarse, el escritor argentino no huyó nun-ca de la irónica autocrítica. Así, en el personaje de Morelli elescritor se refleja a sí mismo y hace explícita toda su teoríasobre la novela, pero mantiene un ánimo crítico desmontan-do en múltiples ocasiones sus propios argumentos.

Muchos críticos han señalado que los capítulos prescin-dibles de Rayuela son más pasto para estudiosos que unaverdadera aportación a la obra. Dicen que se trata de un jue-go más del escritor y es posible que sí sea. Con los capítu-los prescindibles Cortázar trata de crear la antinovela. Peroel «rollo chino» —así lo define él en un momento de la obra—de la primera parte es, en definitiva, lo que realmente sigueimplicando y conmoviendo al lector.

Escribir para entender. «Entender, no inteligir: entender».Y, para ello, destruir lo que ya se nos ha dado como punto departida, porque sólo así pueden la vida, la palabra o la cultura,volver a nacer para nosotros y, de esta forma, recuperar todosu sentido primigenio.

Rayuela es muchas cosas. Una novela y un juego al mis-mo tiempo. Una confesión y un revulsivo. Una búsqueda ymuchos hallazgos. Pero quizá, ante todo, Rayuela sea unaaproximación honesta tanto al lenguaje como a la vida. Unapuesta en duda de todo que sirve para hacer llegar un men-saje claro: hay que seguir buscando. Sólo entonces podre-mos estar seguros de que estamos vivos.

EN TORNO A RAYUELA DE JULIO CORTÁZAR

DENTRO de las opiniones que Cortázar dio en torno a su obraliteraria está lo siguiente: «Mucho de lo que he escrito se or-dena bajo el signo de la excentridad, puesto que vivir y escri-bir nunca admití una clara diferencia.» Y en efecto, Cortázarcompaginó su vida con la realidad social que le tocó vivir. Suamor por la política y la literatura son la piedra angular de suvida. Quizá los ejemplos más memorables sean: la revolu-ción sandinista, y su incansable búsqueda por nuevas for-mas de literatura.

Algunos estudiosos opinan que, el genio de Cortázar, lite-ralmente hablando, se encuentra en sus cuentos; otros que ensus novelas. Mi primer contacto con su escritura y el fervorprimero hacia su obra están en una novela: Rayuela, publi-cada en 1963.

Sobre esta novela se ha dicho mucho «que es un ejem-plo de contranovela», «que la obra es un juego y que cadalector deberá jugarlo a su manera», etcétera. Además puede

por Ernesto Castillo*

*Ernesto Castillo. Escritor originario de Monclova, Coah. Actualmenteradica en Monterrey N.L. México Editor de la revista Entorno Universitariode la UANL. Autor de «La oruga en la rosa».

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leerse de modos diferentes; ya sea intercalando los capítu-los, o siguiendo las indicaciones que viene al principio de laobra. Las presentes observaciones tan solo giran en derre-dor de la Maga y el grupo de amigos, elementos que dan lapauta para el gran valor de Rayuela. Cabe, pues, dar un sub-título a las siguientes opiniones: los planos de la realidad enRayuela.

El grupo de amigos que se mueve en torno a la Maga re-presentan cada uno una fase del pensamiento, y en ciertamedida cada quien representa al mundo. Aquí la Maga es laúnica con realidades tangibles. Esto, ante los antecedentesde las discusiones metafísicas del grupo. Aparte, en ocasio-nes nos damos cuenta que tal tipo de discusiones no quedanen el departamento de la Maga, sino que trascienden en elmodo de vivir de cada uno.

Ella es la única que trata de establecer realidades conconceptos comunes. Representa la duda entre los incansa-bles y complejos razonamientos del grupo. Pero, no duda por-que ella sepa más, no, sino por que, simplemente no les en-tiende, y quiere —en un momento dado— saber lo que plati-can. La Maga desconoce la teoría del Zen con respecto a lafelicidad o las propuestas de los filósofos eclécticos con res-pecto al mismo tema, sin embargo dice:

«No sé hablar de la felicidad pero eso no quiere decir queno la haya sentido». Lo que representa la Maga dentro delgrupo, es la claridad. Claridad que se trasluce en sus dudascasi primitivas. Son actos de supervivencia ante el cúmulode conocimientos que representan Oliveira, Ettiene, Horacio,Gregorovius y Ronald. Mientras que el grupo de amigos dis-cuten sobre el sentido de la vida, teorías del ritmo y filosofíalingüística, ella solo quiere saber de su bebé. En sus dudasy actitudes simboliza a la mujer de un modo muy distinto, sím-bolo éste que está muy lejos del estereotipo que conocemos:se revela ante la sociedad que la reprime, ante sus amigosque la cansan, y además, le despiertan a Rocamadour consus discusiones, a veces, casi bizantinas.

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Quizá la Maga sea un personaje complejo, pero esto esdifícil de aceptar, por lo siguiente. Muchas de las ideas quetenemos de ella no es por que las formula expresamente,sino que nos son transmitidas a través de Oliveira u Horacio,como por ejemplo, la idea del amor y la belleza representadapor ella.

Cortázar da a cada uno de los personajes libertad paraexpresarse. Explotar todo eso que se guarda en la concien-cia y el espíritu, y darlo a través de las imágenes poéticas, deideas razonadas es lo que hace Cortázar en Rayuela. Lasideas de ser y estar en el mundo que Cortázar va delineandoen sus personajes son su visión particular. Pero también escierto que lo que representa o nos quiere decir no lo vería-mos o sentiríamos si no fuese por la escritura, y por esa sen-sibilidad que nos arrastra por los rincones del espíritu.

LA CRÍTICA A LA RAZÓN OCCIDENTAL EN RAYUELA DE JULIO CORTÁZAR

EN 1976 Cortázar escribe «Politics and the Intellectual in LatinAmerica», artículo en el que explica la actitud de los intelec-tuales latinoamericanos. Según él, estos se podrían dividir endos: unos para los que la política es un compromiso y escri-ben de acuerdo a ello y otros que escriben de acuerdo a unnuevo concepto de literatura y de arte.

Su actitud ha sido muchas veces atacada por aquellosque le piden una «literatura proletaria», pero él no está deacuerdo con este tipo de literatura ya que «mostraría los va-lores del presente pero no transformaría el futuro».

La primera producción de Cortázar pertenece fundamen-talmente al género llamado «literatura fantástica» como loscuentos de Bestiario (1951) o las Historias de cronopios yfamas (1962).

Es aceptado por varios críticos que Rayuela (1963) su-pone para el autor un punto de inflexión en su trayectoria lite-raria, Boldy (1990), Alazraki (1987). Pues bien, apoyándomeen esto, en las opiniones de otros autores, en la trayectorialiteraria del propio Cortázar y su evolución en la toma de con-ciencia social y política, pretendo demostrar cómo Rayuela

por Nuria Montoya Caballero

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es el reflejo de la apertura social de Cortázar, que se mani-festará en su obra posterior, y cómo esta evolución está re-flejada en el libro a través de las corrientes literarias que enél se manifiestan.

Pretendo demostrar cómo una literatura como la de Cor-tázar es también revolucionaria ya que, como él mismo dicepretende «romper de manera externa e interna con la tradi-ción» (1976)

Según Fernando Gómez Redondo (1994):

«la ficción no tiene que ser concebida como lo no-real,sino como uno de los medios más valiosos (quizá el único)de poder conocer la realidad [...] una de las mejores formas deanalizar una sociedad consiste en observar la evolución de losdistintos modelos de ficción inventados para poder existir opara poder descifrar toda una serie de inquietudes que afectana esa época concreta. La ficción equivale a la imagen de larealidad que un tiempo histórico determinado precisa acuñarpara definir los ideales que entonces existen, o comprenderlas razones contrarias, es decir, asimilar los planteamientosde una decadencia moral y atisbar los principios que debenser modificados» (LL/127-128)

Rayuela es un libro de metaficción, un intento de recrearla realidad a través de la imaginación y de la palabra.

París «Del lado de allá» y Buenos Aires «Del lado de acá»(R/371) constituyen el marco espacial. Son los dos mundosen los que se mueve el protagonista. Este protagonista esHoracio Oliveira, alter-ego del autor «era clase media, era por-teño, era colegio nacional» (R/141). Es símbolo del buscadorcaracterístico de las obras de Cortázar, un ser que intentaescapar a las leyes impuestas por el mundo racional. Quierellegar a un estado primitivo, a la infancia histórica, a un mun-do vacío de grandes conceptos: amor, compasión , muerte...

Todo esto se plantea a través de una revolución (innova-ción) realizada en la estructura de la novela y en el lenguaje.El autor nos habla a través de Morelli en la tercera parte «De

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otros lados» (511) donde muestra cómo vive la creación deeste libro y el porqué de las elecciones que hace.

Este sería el esqueleto del libro, pero unido a esto hay unaenorme diversidad de temas: amor, sexo, política, jazz, arte...

No existe mucha acción, en el sentido de cosas que su-ceden, una historia de amor, la muerte del hijo de la Maga,concierto de Berthe Trepat, episodio con la clocharde, viajea Buenos Aires, encuentro con los amigos Traveler y Talita,trabajo en el circo primero y después en el manicomio, real-mente muy poco para un libro de más de 600 páginas, y esque todo el libro se mantiene a través del diálogo de los per-sonajes.

Rayuela, como ya he comentado, es un punto de inflexiónen la obra de Cortázar, por eso va a recoger todas las ten-dencias literarias, personajes... con los que hasta este mo-mento había estado trabajando. Todo se une en Rayuela comosi se tratara de un cóctel, o si queremos de un collage, conuna fuerza tal que acabará destruyendo la propia novela.

La búsqueda de Oliveira es la de una vida intuitiva. Se sien-te atrapado en las normas y conceptos que guían al hombreoccidental. Esta (nuestra) cultura, desde los griegos, ha sidoconfigurada tomando como eje central la razón. A través dela lógica se crea el lenguaje y a través de la lógica se creóuna realidad. Se atribuyen nombres a los objetos, los fenó-menos, los sentimientos... El problema es que no hay unacorrespondencia exacta entre el lenguaje y la realidad, lostérminos se desgastan, se manosean, de modo que llega unmomento en el que no recordamos a qué hacían alusión. Nosalejamos cada vez más de la realidad.

Esta idea aparece en Nietzsche (1872). El filósofo ale-mán en su análisis de la génesis de la tragedia, muestra comolos griegos dividen el arte en apolíneo y dionisíaco. Con es-tas dos divinidades artísticas, Apolo y Dionisio, contraponenel arte escultor, mundo del sueño, y el arte de la música, mun-do de la embriaguez

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«esos dos instintos tan diferentes marchan uno al ladodel otro, casi siempre en abierta discordancia entre sí y ex-citándose mutuamente a dar a luz frutos nuevos y cada vez másvigorosos, para perpetuar en ellos la lucha de aquella antíte-sis, sobre la cual sólo en apariencia tiende un puente la co-mún palabra ‘arte’ (LOT/40).»

El problema aparece, según Nietzsche, con la llegada delas teorías de Sócrates. Cortázar comparte esta opinión: «Alos quince años se había enterado del ‘sólo sé que no sé nada’,la cicuta concomitante le había parecido inevitable, no se de-safía a la gente en esa forma» (R/142)

Mientras que, en su deambular crítico por Atenas, por to-das partes topaba, al hablar con los más grandes hombresde estado, oradores, poetas y artistas, con la presunción delsaber. Con estupor advertía que todas aquellas celebridadesno tenían una idea correcta y segura ni siquiera de su profe-sión, y que la ejercían únicamente por INSTINTO. ‘Únicamen-te por instinto’: con esta expresión tocamos el corazón y elpunto central de la tendencia socrática. Con ella el socratis-mo condena tanto el arte vigente como la ética vigente: cual-quiera que sea el sitio a que dirija sus miradas inquisidoras,lo que ve es la falta de inteligencia y el poder de la ILUSIÓN,y de esa falta infiere que lo existente es íntimamente absur-do y repudiable. Partiendo de ese único punto Sócrates cre-yó tener que corregir la existencia: él, sólo él, penetra con gestode desacato y de superioridad, como precursor de una cultu-ra, un arte y una moral de especie completamente distinta.(LOT/117)

En Rayuela «solamente las ilusiones eran capaces demover a sus fieles, las ilusiones y no las verdades» (R/180)

Resulta necesario declarar que hasta este momento, eincluso por todo el futuro, el influjo de Sócrates se ha extendi-do sobre la posteridad como una sombra que se hace cadavez mayor en el sol del atardecer, así como que ese mismoinflujo obliga una y otra vez a recrear el arte. (LOT/125)

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Teniendo en cuenta que, en mi opinión Cortázar ha se-guido las ideas de Nietzsche al escribir Rayuela, es impor-tante destacar la importancia que las siguientes palabras tie-nen en la relación existente entre hispanoamérica y España:

Casi cada tiempo y cada grado de cultura han intentadoalguna vez, con profundo malhumor, liberarse de los griegos,porque, en presencia de estos, todo lo realizado por ellos, enapariencia completamente original y sinceramente admirado,parecía perder de súbito color y vida y reducirse, arrugado auna copia mal hecha, más aún, a una caricatura. Y de estamanera estalla siempre de nuevo una rabia íntima contra aquelpresuntuoso pueblecillo que se atrevió a calificar para siemprede ‘bárbaro’ a todo lo no nativo a su patria (LOT/126)

Importante para la figura del buscador son las palabrasde Lessing que tomo de Nietzsche: «se atrevió a declararque a él le importa más la búsqueda de la verdad que éstamisma»(LOT/127)

Nietzsche continúa mostrándonos cómo Sócrates intro-dujo la idea de la causalidad, «aquella inconclusa creenciade que, siguiendo el hilo de la causalidad, el pensar llega hastalos abismos más profundos del ser, y que el pensar es ca-paz no sólo de conocer, sino incluso de corregir el ser» (LOT/127)

Oliveira está convencido de la ineficacia de la razón: «Elhombre después de haberlo esperado todo de la inteligenciay el espíritu, se encuentra como traicionado» (R/506)

Cuando aquí ve, para su espanto, que, llegada a estoslímites, la lógica se enrosca sobre sí misma y acaba por mor-derse la cola; entonces irrumpe la nueva forma de conoci-miento, el conocimiento trágico, que, aun sólo para ser so-portado, necesita del arte como protector y remedio. (LOT/130)

«La Razón te saca un boletín especial, te arma el primersilogismo de una cadena que no te lleva a ninguna parte comono sea a un diploma» (R/673)

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A partir de aquí, Nietzsche nos habla de su idea de «ObraTotal»: la ópera, como la forma más sublime de arte, y den-tro de la ópera destaca especialmente la de Wagner.

Hay que tener en cuenta la importancia de la música paraCortázar. En especial Rayuela es una pequeña enciclopediadel Jazz:

La máquina Ellington los arrasó con la fabulosa payadade la trompeta y Baby Cox, la entrada sutil y como si nada deJohnny Hodges, el crescendo [...] entre riffs tensos y libres ala vez, pequeño difícil milagro» (R/195)

Desconozco si estas ideas románticas llegaron a Cortá-zar directamente por la lectura de las obras de Nietzsche osi por el contrario, las obtuvo a través de las obras de los sim-bolistas franceses. En este punto son importantes varios fac-tores: por un lado, Cortázar fue traductor de las obras de Poe.Hay una idea que aparece en estos tres autores. Nietzschecritica el diálogo socrático como forma de conocimiento. Poeen «Los asesinatos de la calle Morgue» nos dice:

«la diferencia en cuanto a la cantidad de información ob-tenida reside no tanto en la validez de la conclusión sino en lacalidad de la observación. Lo que se debe saber es qué ob-servar» (NE/94)

Por su parte Cortázar:«El hombre es el animal que pregunta. El día en que ver-

daderamente sepamos preguntar, habrá diálogo. Por ahoralas preguntas nos alejan vertiginosamente de las respues-tas» (R/727)

El punto de encuentro del simbolismo y las teorías deNietzsche está en Wagner, como dice García Ramos (1996)en su introducción a Las fuerzas extrañas de Lugones, ya que«el simbolismo pretende alcanzar verbalmente logros reser-vados tradicionalmente a la música».

Además todo esto se une en Cortázar a través de la «Li-teratura Fantástica». Está de más decir que es un génerocultivado por él en su primera época.

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Para analizar estas influencias voy a seguir a García Ra-mos:

«Las coordenadas culturales que representa el movimien-to simbolista originan en poesía un sistema de peculiar ex-presividad cuyo punto de partida estriba en la desconfianzacon que el poeta se enfrenta al lenguaje, vehículo común decomunicación y materia convencional de significados, paratransmitir una red de sensaciones, realidades y experiencias[...] De esa imposible trasmisión, que es tema constante enla literatura contemporánea, surge la necesidad del símbolo»(LFE/18)

Este movimiento, según Oscar Hahn (1982), encuentrasu desembocadura en el boom de los años 60.

Desde sus orígenes, la descripción o la interpretación deAmérica se alimenta de componentes maravillosos. Mas aesto hay que añadir las propias versiones autóctonas, de evi-dente naturaleza mítica o legendaria. Al iniciarse la formaciónde las literaturas nacionales en la Independencia americana,muchos acudirían al elogio de estos materiales

La prosa fantástica, según García Ramos, encuentra unimportante antecedente en el Pitagorismo, bajo cuya lógicael universo tiene proporción armónica musical y numérica re-sumida por E. Sábato (1982), y que encuentro presenta unagran coincidencia con el título del libro que estoy analizando,es decir, con el juego de la rayuela:

El 1 era el número místico por excelencia, puesto que erael origen de todos los demás, el que por desdoblamiento en-gendra la multiplicidad del mundo; el 2 es el signo de ese des-doblamiento o de esa oposición, como en la tesis y en la antí-tesis de Hegel; el 3, suma del origen y de la duplicidad, tieneque ser, necesariamente, un número sagrado; el 4 es el cua-drado de 2; la suma del 3 y del 4 da 7, prestigioso en mu-chas religiones...

Una idea fundamental para ver cómo la «Literatura Fan-tástica» constituye una crítica a la causalidad fundada por

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Sócrates, es el cambio del elemento esperado por el elemen-to sorprendente:

Practicar una literatura fantástica tiene derivaciones for-males en el texto que se produce, por el hecho de que se sus-tituye una cierta causalidad predecible por otra en la que im-pera lo sorprendente, lo nuevo (LFE/39)

Por eso, la «Literatura Fantástica» es en sí misma unacrítica de la Razón. Cómo dice Terry Peavler en «Julio Cor-tázar: An Overview» 1990), para Cortázar lo fantástico esalgo muy simple que puede ocurrir en la realidad de todos losdías. Cortázar ofrece a sus lectores un mundo real en el queocurre algo no real. Lo real y lo fantástico coexisten.

La literatura fantástica vuelve «la espalda a las leyes delmundo» (LFE/39).

Estas ideas me llevan a una relación que venía sospe-chando ya, que es la vinculación de La Maga, como su pro-pio nombre nos confirma, al mundo de la literatura fantástica.La Maga es un ser intuitivo: «No era capaz de creer en losnombres, tenía que apoyar el dedo sobre algo y sólo enton-ces lo admitía. Es como ponerse de espaldas a todo el Oc-cidente». (R/606)

Oliveira va a París. La Maga le deja entrever lo que él estábuscando: una vida vivida desde la intuición y no desde leyesracionales. Pero es muy difícil escapar a la razón y Oliveiralo intenta usando la lógica y la dialéctica, equivoca el cami-no, se da cuenta de la diferencia: «Hay otros ríos metafísi-cos, ella los nada [...] Yo los busco, los encuentro, los mirodesde el puente» (R/226).

Es importante el hecho de que Oliveira encontrara a LaMaga muchas veces estúpida. Tiene relación con las pala-bras que Poe nos dice en «Los asesinatos de la calle Mor-gue»:

«La facultad constructiva o combinatoria por la que en ge-neral se manifiesta el ingenio y a la que los frenólogos (erró-neamente a mi entender) han asignado un órgano diferente,

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considerándola una facultad primordial, ha sido con frecuen-cia observada en personas cuyo intelecto lindaba con la idio-tez, lo que ha provocado observaciones por parte de los estu-diosos del carácter» (NE/95)

Cortázar contrapone las dos tendencias literarias en elcapítulo 34, donde encontramos a La Maga leyendo un librode Galdós: «literatura fantástica» y Realismo.

En el capítulo 105 Morelli continua hablando del Realismo«Pienso en los gestos olvidados, en los múltiples ademanesy palabras de los abuelos, poco a poco perdidos, no hereda-dos, caídos uno tras otro del árbol del tiempo»(R/636)

Y es aquí donde enlazo con otra corriente literaria, el su-rrealismo, que se encuentra a lo largo de todo el libro, ya queal final Morelli dice: «Sólo en sueños, en la poesía, en el jue-go —encender una vela, andar con ella por el corredor— nosasomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto quevaya a saber si somos» (R/636)

Para llegar a su kibuttz tiene que empezar por destruir elamor: «Tal vez el amor fuera el enriquecimiento más alto, undador de ser; pero solo malográndolo se podía evitar su efec-to bumerang» (R/449).

Oliveira no será capaz de sentir compasión ante la muer-te de Rocamadour como rechazo a la moral impuesta porSócrates y los griegos:

Incluso los actos morales más sublimes, las emocionesde la compasión, del sacrificio, del heroísmo, y aquel sosie-go del alma, difícil de alcanzar, que el griego apolíneo llama-ba sophrosyne, fueron derivados, por Sócrates y por sus se-guidores simpatizantes hasta el presente, de la dialéctica delsaber y, por tanto, calificados de aprendibles (LOT/129).

Cortázar a través de Oliveira y con la voz de Morelli nosmuestra un camino. Es necesario destruirlo todo y crear algodistinto, partir de cero. Esto implica la destrucción de unomismo, la destrucción de las características que nos ligan auna patria, a una comunidad, y la destrucción del lenguaje:

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«Un satori es instantáneo y todo lo resuelve. Pero para llegara él había que desandar la historia de fuera y la de dentro».

Otra idea que resalta García Ramos respecto a la litera-tura fantástica es que

«lo fantástico suele llevar al lector al pesimismo. Es unametáfora degradante del universo [...] es manifestación palpa-ble de la fragilidad de lo real [...] En última instancia, lo fan-tástico remite, como lo poético, a lo perecedero: nace y mue-re en la imposibilidad del hombre para explicarse o enfrentar-se a su propia fugacidad en el mundo» (LFE/39)

Estas ideas culminan en la aventura con la clocharde,que ha sido calificado por Evelyn Picon como «episodio-ha-ppening». Oliveira dice «quiere tocar fondo mediante el ahon-damiento en el fango de la vida»:

Emmanuel hablaba todo el tiempo, se dirigía solemnesdiscursos entre hipo e hipo [...] Oliveira veía las placas de mu-gre en la frente, los gruesos labios manchados de vino [...]pisoteada por soldados borrachos que se divertían en mearcontra los senos mutilados (R/361)

Según Sosnowski (1973) «con la clocharde Emmanue-lle , (Oliveira) ha dado otro paso más atrás hacia la negaciónde la dignidad humana».

Cortázar lo que pretende es llegar a la realidad verdaderacomo Nietzsche y como los surrealistas. Pero, ¿dónde po-demos encontrarlo?

«Ese mundo no existe, hay que crearlo» (R/540).Cortázar nunca ha dejado de buscar su forma de expre-

sión. Lo buscado es lo que llama kibuttz del deseo o Yonder: «se puede matar todo menos la nostalgia del reino»(R/542).

Para el análisis del surrealismo en Cortázar voy a utilizarel libro de Evelyn Picon Garfield (1975).

Hay que volver a la infancia donde es más importante laintuición. «Desde la infancia apenas se me cae algo al suelotengo que levantarlo, porque si no lo hago va a ocurrir unadesgracia» (R/128).

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Al igual que los surrealistas, Cortázar considera al sueñocomo parte auténtica de la realidad. Con los sueños son re-velados los sentimientos reprimidos. En una conversacióncon Ossip, Oliveira deja entrever el sentimiento de pérdidadel mundo soñado al despertar ante lo falso e inútil de la vida

«Cuando te despertás, con los restos de un paraíso en-trevisto en sueños» (R/513)

Otra idea importante que comparten es el exorcismo delas fobias y su manifestación a través de animales: «Una deestas noches te voy a contar de allá. No me gusta, pero a lomejor es la única manera de ir matando al perro» (R/466)

La mujer surrealista sirve de puente entre las realidadesexterna e interna, como Talita encima de las tablas.

Una idea que aparece tanto en los surrealistas como enCortázar y Poe, es el tema de la noche. En Poe «Los asesi-natos de la calle Morgue»:

Una rareza de mi amigo era que adoraba la noche por lanoche misma «[...] Entonces salíamos a la calle, del brazo,siguiendo con los temas del día o vagando por ahí hasta muytarde, buscando entre las salvajes luces y sombras de la popu-losa ciudad esa infinidad de excitantes del espíritu que puedeproporcionar la observación tranquila» (NE/97)

Oliveira«Ya para entonces me había dado cuenta que buscar era

mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósitofijo, razón de los matadores de brújulas» (R/127)

La crítica iniciada por Nietzsche:

Pero ahora la ciencia, aguijoneada por su vigorosa ilusión,corre presurosa e indetenible hasta aquellos límites contralos cuales se estrella su optimismo, escondido en la esenciade la lógica. Pues la periferia del círculo de la ciencia tieneinfinitos puntos, y mientras aún no es posible prever en modoalguno cómo se podría alguna vez medir completamente elcírculo, el hombre noble y dotado tropieza inevitable, ya antesde llegar a la mitad de su existencia, con tales puntos límites

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de la periferia, donde su mirada queda fija en lo imposible deesclarecer (LOT/129)

continúa en Jarry, muy admirado por Córtazar,

La patafísica estudiará las leyes que rigen las excepcio-nes, y explicará el universo que lo complementa; o, menosambiciosamente, descubrirá un universo que puede y tal vezdebe ser visto en lugar del tradicional son también correlacio-nes de las excepciones, que aunque más frecuentes, sonhechos accidentales que, reduciéndose a excepciones pocoexcepcionales, no tienen ni siquiera el atractivo de la singula-ridad

y en Rayuela donde Oliveira que quiere encontrar la zona don-de se da la unidad de las contradicciones, pero se da cuentadel peso de la cultura:

«Habría que inventar la bofetada dulce, el puntapié de abe-jas. Pero en este mundo las síntesis últimas están por des-cubrirse. Perico tiene razón, el gran Logos vela» (R/164)

El lenguaje es el vehículo de la razón, Katheleen Geno-ver (1973)

«Desde el momento en que se adopta el lenguaje, se harecaído en el sistema, porque este sólo es el reflejo de unaordenación de aquello cuya existencia se debate y cuyo sen-tido se ignora [...] La Razón que había servido de base paraposeer la realidad se transforma en un medio para alienar alhombre de lo que le rodea».

Por lo tanto hay que destruirlo«Lo único claro en todo lo que ha escrito el viejo es que si

seguimos utilizando el lenguaje en su clave corriente [...] nosmoriremos sin haber sabido el verdadero nombre del día»(R/614). Hay que destruir el lenguaje a través del lenguajemismo «no se puede denunciar nada si no se hace dentrodel sistema al que pertenece lo denunciado» (R/619).

El gíglico es una jerga inventado por La Maga:

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«Apenas él le amelaba el noema, a ella se le agolpaba elclémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, ensustalos exasperantes» (R/533)

Y con Talita hace «juegos del cementerio»: «en jonucoestaban jonjonando dos jobs, ansiosos por joprarse» (R/393)

Este tipo de lenguaje sonoro no deja de recordarme elutilizado por Anthony Burgess en La naranja mecánica (1962),autor también muy preocupado por el lenguaje y su musica-lidad. Es una pena que no disponga del original, aunque creoque sería difícil para mí entenderlo, pero tengo en mis ma-nos una traducción de Aníbal Leal y Ana Quijada que SUENAbastante bien:

«Pero también se oían las golosas de los militsos queordenaban silencio, y hasta se slusaba el svuco de alguienque tolchocaban verdaderamente joroschó y que hací ouuuuu»(NM/64)

La estructura tripartita del libro también tiene relación conla música, en concreto, con el concierto «Kammerkonzert»de Bach:

La dedicatoria representa al Maestro y a sus dos discípu-los; los instrumentos están agrupados en tres categorías: pia-no, violín y una combinación de instrumentos de viento; suarquitectura es una construcción en tres movimientos enca-denados, cada uno de los cuales revela en mayor o menormedida una composición tripartita (R/712)

Finalmente, en el capítulo 99 del libro, Cortázar nos expli-ca como él ha intentado escapar a la razón, al lenguaje y a lanovela en sí, y esto, al fin y al cabo, es lo que representa Ra-yuela, es la definición misma del libro:

«Y por eso el escritor tiene que incendiar el lenguaje, aca-bar con las formas coaguladas e ir todavía más allá, poner enduda la posibilidad de que este lenguaje esté todavía en con-tacto con lo que pretende mentar. No ya las palabras en sí,porque eso importa menos, sino la estructura total de unalengua de un discurso» (R/620)

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«No se trata de sustituir la sintaxis por cualquier otro tru-co al uso. Lo que él quiere es transgredir el hecho literario to-tal, el libro, si querés» (R/620)

El libro queda atrapado entre dos capítulos, es decir, deforma circular, lo que recuerda la teoría del Eterno Retornode Nietzsche.

CONCLUSIÓN

Rayuela es ante todo un libro individualista «era siempreyo y mi vida, yo con mi vida frente a la vida de los otros» (R/135)

Supone la búsqueda por el escritor de una fórmula litera-ria que le acerque a la realidad. La novela que nos interesano es la que va colocando los personajes en la situación sinola que instala la situación en los personajes. Con lo cual es-tos dejan de ser personajes para volverse personas (R/657)

Hemos visto cómo Cortázar va desarrollándose a travésde las distintas tendencias.

La idea fundamental queda expuesta a través de la filo-sofía de Nietzsche: el lenguaje nos aleja de la realidad. Haceuna crítica a la cultura y al lenguaje que tiene sus anteceden-tes en Grecia. Es aquí donde se documentan los primerostextos escritos de occidente (Homero) y a través de sus filó-sofos se crean la lógica, los valores...

«Lo propio del sofista, según Aristófanes, es inventar razo-nes nuevas» (R/563). Cortázar, al igual que Nietzsche rechazatodo esto, ve que no lleva a ninguna parte y busca la realidadpor otros medios.»

Del simbolismo toma la importancia de la armonía de lossonidos. De la literatura fantástica una forma de acercamien-to a la realidad, a través de la sustitución de un elemento es-perado por uno sorprendente, Bestiario (1951).

Después de la literatura fantástica llega el surrealismo,que queda ejemplificado en Historias de cronopios y famas

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(1962). El surrealismo es otro punto de vista: pretende crear,destruyendo. Las vanguardias pretenden destruir todo la tra-dición anterior y partir de cero. Pretenden romper las barre-ras morales, sociales... que alejan al hombre de la verdad,dando una gran importancia a los sentidos, a los sueños, lalocura y al humor. Es importante para el surrealismo las in-vestigaciones de Freud acerca del sueño y del subconsciente.

Busca con todo ello una expresión propia. Todos estoselementos presentes en la literatura anterior se manifiestanen Rayuela.

Hay que tener en cuenta que en 1961 Cortázar viajó a Cubatras la revolución y que esta experiencia cambió su vida. Apartir de este momento política y literatura andarán paralelasen su vida, pero lo que no quiere hacer es mezclar una cosacon otra.

Como dice Evelyn Picon Garfield«Su meta no es solamente un cambio social sino tam-

bién y aun más importante una transformación de la actituddel hombre ante la realidad»

El absurdo es que salgas por la mañana a la puerta y en-cuentres la botella de leche en el umbral y te quedes tan tran-quilo porque ayer te pasó lo mismo y mañana te volverá apasar.

A lo largo de todo el libro sólo encontramos la negación ala acción

«valía más pecar por omisión que por comisión» (R/583)o

«La renuncia a la acción era la protesta misma y no sumáscara» (R/140)

Aunque respecto a la política no pueda aclarar nada, creoque su apertura social es evidente. Después de esta bús-queda personal de una forma de expresión, Cortázar se abriráde nuevo a la sociedad «¿quién trepa hasta el agujero si noes para querer bajar cambiado y encontrarse otra vez, perode otra manera, con su raza? (R/425)

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Con Rayuela Cortázar vuelve a la Argentina llevando conél nuevas ideas:

Como a Morelli se lo conocía mal en la Argentina, Oliveirales pasó los libros y les habló de algunas notas sueltas quehabía conocido en otro tiempo [...] durante una semana nose habló más que de Arlt y de cómo nadie le había pisado elponcho en un país donde se preferían las alfombras (R/677)

Esta obra supone la madurez literaria del escritor y es unaobra fundamental para la literatura ya no hispana sino univer-sal.

BIBLIOGRAFÍA

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Artículos

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Peavler, Terry J. 1990. «Julio Cortázar: An Overview» in JulioCortázar. Boston: Twayne Publishers, 1-22.

RAYUELA - FRAGMENTO

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¿ENCONTRARÍA a la Maga? Tantas veces me había bastadoasomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que daal Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo queflota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya susilueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a vecesandando de un lado a otro, a veces detenida en el pretilde hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cru-zar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en sudelgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sinsorpresa, convencida como yo de que un encuentro ca-sual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gen-te que se da citas precisas es la misma que necesita pa-pel rayado pare escribirse o que aprieta desde abajo eltubo de dentífrico.

Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina carade translúcida piel se asomaría a viejos portales en elghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una ven-dedora de papas fritas o comiendo una salchicha calien-

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te en el boulevard de Sebastopol. De todas maneras subíhasta el puente, y la Maga no estaba. Ahora la Maga noestaba en mi camino, y aunque conocíamos nuestros do-micilios, cada hueco de nuestras dos habitaciones defalsos estudiantes en París, cada tarjeta postal abriendouna ventanita Braque o Ghirlandaio o Max Ernst contralas molduras baratas y los papeles chillones, aun así nonos buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encon-trarnos en el puente, en la terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato en cualquier patio delbarrio latino. Andábamos sin buscarnos pero sabiendoque andábamos para encontrarnos. Oh Maga, en cadamujer parecida a vos se agolpaba como un silencio en-sordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa porderrumbarse tristemente, como un paraguas mojado quese cierra. Justamente un paraguas, Maga, te acordaríasquizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en un ba-rranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de mar-zo. Lo tiramos porque lo habías encontrado en la Placede la Concorde, ya un poco roto, y lo usaste muchísimo,sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en elmetro y en los autobuses, siempre torpe y distraída y pen-sando en pájaros pinto o en un dibujito que hacían dosmoscas en el techo del coche, y aquella tarde cayó un cha-parrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuandoentrábamos en el parque, y en tu mano se armó una ca-tástrofe de relámpagos y nubes negras, jirones de teladestrozada cayendo entre destellos de varillas desenca-jadas, y nos reíamos como locos mientras nos empapába-mos, pensando que un paraguas encontrado en una pla-za debía morir dignamente en un parque, no podía en-trar en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordónde la vereda; entonces yo lo arrollé lo mejor posible, lollevamos hasta lo alto del parque, cerca del puentecito

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sobre el ferrocarril, y desde allá lo tiré con todas mis fuer-zas al fondo de la barranca de césped mojado mientrasvos proferías un grito donde vagamente creí reconoceruna imprecación de walkiria. Y en el fondo del barrancose hundió como un barco que sucumbe al agua verde, alagua verde y procelosa, a la mer qui est plus félonesseen été qu’en hiver, a la ola pérfida, Maga, según enume-raciones que detallamos largo rato, enamorados de Join-ville y del parque, abrazados y semejantes a árboles moja-dos o a actores de cine de alguna pésima película húnga-ra. Y quedó entre el pasto, mínimo y negro, como un in-secto pisoteado. Y no se movió, ninguno de sus resortesse estiraba como antes. Terminado. Se acabo. Oh Maga,y no estábamos contentos.

¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts? Me pareceque ese jueves de diciembre tenía pensado cruzar a lavilla derecha y beber vino en el cafecito de la rue des Lom-bards donde madame Leonie me mire la palma de la manoy me anuncia viajes y sorpresas. Nunca te llevé a que ma-dame Leonie te mirara la palma de la mano, a lo mejortuve miedo de que leyera en tu mano alguna verdad so-bre mí, porque fuiste siempre un espejo terrible, una es-pantosa máquina de repeticiones, y lo que llamamosamarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos,con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos ve-las verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras unalenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de me-tro. De manera que nunca te llevé a que madame Leo-nie, Maga; y sí, porque me lo dijiste, que a vos no te gus-taba que yo te viese entrar en la pequeña librería de larue de Verneuil, donde un anciano agobiado hace milesde fichas y sabe todo lo que puede saberse sobre histo-riografía. Ibas allá a jugar con un gato, y el viejo te deja-ba entrar y no te hacía preguntas, contento de que a ve-

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ces le alcanzaras algún libro de los estantes más altos. Yte calentabas en su estufa de gran caño negro y no te gus-taba que yo supiera que ibas a ponerte al lado de esa estu-fa. Pero todo esto había que decirlo en su momento, soloque era difícil precisar el momento de una cosa, y aunahora, acodado en e1 puente, viendo pasar una pinazacolor borravino, hermosísima como una gran cucarachareluciente de limpieza, con una mujer de delantal blan-co que colgaba ropa en un alambre de la proa, mirandosus ventanillas pintadas de verde con cortinas Hansel yGretel, aun ahora, Maga, me preguntaba si este rodeotenía sentido, ya que para llegar a la rue des Lombardsme hubiera convenido más cruzar el Pont Saint-Michely el Pont au Change. Pero si hubieras estado ahí esa no-che, como tantas otras veces, yo habría sabido que el ro-deo tenía un sentido, y ahora en cambio envilecía mi fra-caso llamándolo rodeo. — Era cuestión, después de su-birme el cuello de la canadiense, de seguir por los mue-lles hasta entrar en esa zona de grandes tiendas que seacaba en el Chatelet, pasar bajo la sombra violeta de laTour Saint-Jacques y subir por mi calle pensando en queno te había encontrado y en madame Leonie.

Sé que un día llegué a París, sé que estuve un tiem-po viviendo de prestado, haciendo lo que otros hacen yviendo lo que otros ven. Sé que salías de un café de larue du Cherche-Midi y que nos hablamos. Esa tarde todoanduvo mal, porque mis costumbres argentinas me pro-hibían cruzar continuamente de una vereda a otra paramirar las cosas más insignificantes en las vitrinas ape-nas iluminadas de unas calles que ya no recuerdo. En-tonces te seguía de mala gana, encontrándote petulantey malcriada, hasta que te cansaste de no estar cansaday nos metíamos en un café del Boul’ Mich’ y de golpe, en-

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tre dos medialunas, me contaste un gran pedazo de tuvida.

Cómo podía yo sospechar que aquello que parecía tanmentira era verdadero, un Figari con violetas de anoche-cer, con caras lívidas, con hambre y golpes en los rinco-nes. Más tarde te creí, más tarde hubo razones, hubo ma-dame Leonie que mirándome la mano que había dormi-do con tus senos me repitió casi tus mismas palabras.“Ella sufre en alguna parte. Siempre ha sufrido. Es muyalegre, adora el amarillo, su pájaro es el mirlo, su horala noche, su puente el Pont des Arts.” (Una pinaza colorborravino, Maga, y por qué no nos habremos ido en ellacuando todavía era tiempo.)

Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdíalo necesario pare desencontrarnos minuciosamente. Comono sabías disimular me di cuenta en seguida de que paraverte como yo quería era necesario empezar por cerrarlos ojos, y entonces primero cosas como estrellas amari-llas (moviéndose en una jalea de terciopelo), luego sal-tos rojos del humor y de las horas, ingreso paulatino enun mundo — Maga que era la torpeza y la confusión perotambién helechos con la firma de la arena Klee, el circoMiró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un mundo don-de te movías como un caballo de ajedrez que se movieracomo una torre que se moviera como un alfil. Y entoncesen esos días íbamos a los cine-clubs a ver películas mu-das, porque yo con mi cultura, no es cierto, y vos pobre-cita no entendías absolutamente nada de esa estriden-cia amarilla convulsa previa a tu nacimiento, esa emul-sión estriada donde corrían los muertos; pero de repen-te pasaba por ahí Harold Lloyd y entonces te sacudíasel agua del sueño y al final te convencías de que todo ha-bía estado muy bien, y que Pabst y que Fritz Lang. Mehartabas un poco con tu manía de perfección, con tus za-

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patos rotos, con tu negativa a aceptar lo aceptable. Co-míamos hamburgers en el Carrefour de l’Odeon, y nosíbamos en bicicleta a Montparnasse, a cualquier hotel acualquier almohada. Pero otras veces seguíamos hastala Porte d’Orleans, conocíamos cada vez mejor la zonade terrenos baldíos que hay mas allá del Boulevard Jour-dan, donde a veces a medianoche se reunían los del Clubde la Serpiente para hablar con un vidente ciego, para-doja estimulante. Dejábamos las bicicletas en la calle ynos internábamos de a poco, parándonos a mirar el cieloporque esa es una de las pocas zonas de París donde elcielo vale más que la sierra. Sentados en un montón debasuras fumábamos un rato, y la Maga me acariciaba elpelo o canturreaba melodías ni siquiera inventadas, me-lopeas absurdas cortadas por suspiros o recuerdos. Yoaprovechaba para pensar en cosas inútiles, método quehabía empezado a practicar años atrás en un hospital yque cada vez me parecía más fecundo y necesario. Conun enorme esfuerzo, reuniendo imágenes auxiliares, pen-sando en olores y caras, conseguía extraer de la nada unpar de zapatos marrones que había usado en Olavarríaen 1940. Tenían tacos de goma, suelas muy fines, y cuan-do llovía me entraba el agua hasta el alma. Con ese parde zapatos en la mano del recuerdo, el resto venía solo:la cara de doña Manuela, por ejemplo, o el poeta Ernes-to Morroni. Pero los rechazaba porque el juego consistíaen recobrar tan solo lo insignificante, lo inostentoso, loperecido. Temblando de no ser capaz de acordarme, ata-cado por la polilla que propone la prórroga, imbécil a fuer-za de besar el tiempo, terminaba por ver al lado de loszapatos una latita de té Sol que mi madre me había dadoen Buenos Aires. Y la cucharita para el té, cuchara-rato-nera donde las lauchitas negras se quemaban vivas en lataza de agua lanzando burbujas chirriantes. Convencido

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de que el recuerdo lo guarda todo y no solamente a lasAlbertinas y a las grandes efemérides del corazón y losrincones, me obstinaba en reconstruir el contenido demi mesa de trabajo en Floresta, la cara de una mucha-cha irrecordable llamada Gekrepten, la cantidad de plu-mas cucharita que había en mi caja de útiles de quintogrado, y acababa temblando de tal manera y desesperán-dome (porque nunca he podido acordarme de esas plu-mas cucharita, sé que estaban en la caja de útiles, en uncomportamiento especial, pero no me acuerdo de cuán-tas eran ni puedo precisar el momento justo en que de-bieron ser dos o seis), hasta que la Maga, besándome yechándome en la cara el humo del cigarrillo y su alientocaliente, me recobraba y nos reíamos, empezábamos a an-dar de nuevo entre los montones de basura en busca delos del Club. Ya para entonces me había dado cuenta deque buscar era mi signo, emblema de los que salen de no-che sin propósito fijo, razón de los matadores de brúju-las. Con la Maga hablábamos de patafísica hasta cansar-nos, porque a ella también le ocurría (y nuestro encuen-tro era eso, y tantas cosas oscuras como el fósforo) caerde continuo en las excepciones, verse metida en casillasque no eran las de la gente, y esto sin despreciar a na-die, sin creernos Maldorores en liquidación ni Melmothsprivilegiadamente errantes. No me parece que la luciér-naga extraiga mayor suficiencia del hecho incontroverti-ble de que es una de las maravillas más fenomenales deeste circo, y sin embargo baste suponerle una concienciapara comprender que cada vez que se le encandila la ba-rriguita el bicho de luz debe sentir como una cosquillade privilegio. De la misma manera a la Maga le encanta-ban los líos inverosímiles en que andaba metida siem-pre por causa del fracaso de las leyes en su vida. Era delas que rompen los puentes con solo cruzarlos, o se acuer-

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dan llorando a gritos de haber visto en una vitrina el dé-cimo de lotería que acaba de ganar cinco millones. Pormi parte ya me había acostumbrado a que me pasarancosas modestamente excepcionales, y no encontraba de-masiado horrible que al entrar en un cuarto a oscuraspara recoger un álbum de discos, sintiera bullir en la pal-ma de la mano el cuerpo vivo de un ciempiés gigante quehabía elegido dormir en el lomo del álbum. Eso, y encon-trar grandes pelusas grises o verdes dentro de un paque-te de cigarrillos, u oír el silbato de una locomotora exac-tamente en el momento y el tono necesarios para incor-porarse ex oficio a un pasaje de una sinfonía de Ludwigvan, o entrar a una pissotière de la rue de Médicis y vera un hombre que orinaba aplicadamente hasta el momen-to en que, apartándose de su comportamiento, giraba ha-cia mí y me mostraba, sosteniéndolo en la palma de lamano como un objeto litúrgico y precioso, un miembrode dimensiones y colores increíbles, y en el mismo ins-tante darme cuenta de que ese hombre era exactamenteigual a otro (aunque no era el otro) que veinticuatro ho-ras antes, en la Salle de Géographie , había disertadosobre tótems y tabúes, y había mostrado al público, sos-teniéndolos preciosamente en la palma de la mano, bas-toncillos de marfil, plumas de pájaro lira, monedas ri-tuales, fósiles mágicos, estrellas de mar, pescados secos,fotografías de concubinas reales, ofrendas de cazadores,enormes escarabajos embalsamados que hacían temblarde asustada delicia a las infaltables señoras.

En fin, no es fácil hablar de la Maga que a esta horaanda seguramente por Belleville o Pantin, mirando apli-cadamente el suelo hasta encontrar un pedazo de géne-ro rojo. Si no lo encuentra seguirá así toda la noche, re-volverá en los tachos de basura, los ojos vidriosos, con-vencida de que algo horrible le va a ocurrir si no encuen-

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tra esa prenda de rescate, la señal del perdón o del apla-zamiento. Sé lo que es eso porque también obedezco aesas señales, también hay veces en que me toca encon-trar trapo rojo. Desde la infancia apenas se me cae algoal suelo tengo que levantarlo, sea lo que sea, porque sino lo hago va a ocurrir una desgracia, no a mí sino a al-guien a quien amo y cuyo nombre empieza con la inicialdel objeto caído. Lo peor es que nada puede contenermecuando algo se me cae al suelo, ni tampoco vale que lolevante otro porque el maleficio obraría igual. He pasa-do muchas veces por loco a causa de esto y la verdad esque estoy loco cuando lo hago, cuando me precipito a jun-tar un lápiz o un trocito de papel que se me han ido de lamano, como la noche del terrón de azúcar en el restau-rante de la rue Scribe, un restaurante bacán con monto-nes de gerentes, putas de zorros plateados y matrimo-nios bien organizados. Estábamos con Ronald y Etienne,y a mí se me cayó un terrón de azúcar que fue a parar aba-jo de una mesa bastante lejos de la nuestra. Lo primeroque me llamó la atención fue la forma en que el terrónse había alejado, porque en general los terrones de azú-car se plantan apenas tocan el suelo por razones parale-lepípedas evidentes. Pero este se conducía como si fue-ra una bola de naftalina, lo cual aumentó mi aprensión,y llegué a creer que realmente me lo habían arrancadode la mano. Ronald, que me conoce, miró hacia donde ha-bía ido a parar el terrón y se empezó a reír. Eso me diotodavía más miedo, mezclado con rabia. Un mozo se acer-có pensando que se me había caído algo precioso, una Par-ker o una dentadura postiza, y en realidad lo único quehacía era molestarme, entonces sin pedir permiso metiré al suelo y empecé a buscar el terrón entre los zapa-tos de la gente que estaba llena de curiosidad creyendo(y con razón) que se trataba de algo importante. En la

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mesa había una gorda pelirroja, otra menos gorda peroigualmente putona, y dos gerentes o algo así. Lo primeroque hice fue darme cuenta de que el terrón no estaba ala vista y eso que lo había visto saltar hasta los zapatos(que se movían inquietos como gallinas). Para peor el pisotenía alfombra, y aunque estaba asquerosa de usada elterrón se había escondido entre los pelos y no podía en-contrarlo. El mozo se tiró del otro lado de la mesa y yaéramos dos cuadrúpedos moviéndonos entre los zapa-tos-gallina que allá arriba empezaban a cacarear comolocas. El mozo seguía convencido de la Parker o el luisde oro, y cuando estábamos bien metidos debajo de lamesa, en una especie de gran intimidad y penumbra y élme preguntó y yo le dije, puso una cara que era como parapulverizarla con un fijador, pero yo no tenía ganas dereír, el miedo me hacía una doble llave en la boca del es-tómago y al final me dio una verdadera desesperación(el mozo se había levantado furioso) y empecé a agarrarlos zapatos de las mujeres y a mirar si debajo del arco dela suela no estaría agazapado el azúcar, y las gallinas ca-careaban, los gallos gerentes me picoteaban el lomo, oíalas carcajadas de Ronald y de Etienne mientras me mo-vía de una mesa a otra hasta encontrar el azúcar escondi-do detrás de una pata Segundo Imperio. Y todo el mundoenfurecido, hasta yo con el azúcar apretado en la palmade la mano y sintiendo cómo se mezclaba con el sudor dela piel, cómo asquerosamente se deshacía en una espe-cie de venganza pegajosa, esa clase de episodios todoslos días.

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AQUÍ había sido primero como una sangría, un vapuleode uso interno, una necesidad de sentir el estúpido pa-saporte de tapas azules en el bolsillo del saco, la llavedel hotel bien segura en el clavo del tablero. El miedo,la ignorancia, el deslumbramiento: Esto se llama así esose pide así, ahora esa mujer va a sonreír, más allá de esacalle empieza el Jardín des Plantes. París, una tarjetapostal con un dibujo de Klee al lado de un espejo sucio.La Maga había aparecido una tarde en la rue du Cherche-Midi, cuando subía a mi pieza de la rue de la Tombe Iss-oire traía siempre una flor, una tarjeta Klee o Miró, y sino tenía dinero elegía una hoja de plátano en el parque.Por ese entonces yo juntaba alambres y cajones vacíosen las calles de la madrugada y fabricaba móviles, perfi-les que giraban sobre las chimeneas, máquinas inútilesque la Maga me ayudaba a pintar. No estábamos enamo-rados, hacíamos el amor con un virtuosismo desapegadoy crítico, pero después caíamos en silencios terribles y

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la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo comoestopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamosy sentíamos que eso era el tiempo. La Maga acababa porlevantarse y daba inútiles vueltas por la pieza. Más deuna vez la vi admirar su cuerpo en el espejo, tomarse lossenos con las manos como las estatuillas sirias y pasarselos ojos por la piel en una lenta caricia. Nunca pude re-sistir el deseo de llamarla a mi lado, sentirla caer pocoa poco sobre mí, desdoblarse otra vez después de haberestado por un momento tan sola y tan enamorada frentea la eternidad de su cuerpo.

En ese entonces no hablábamos mucho de Rocama-dour, el placer era egoísta y nos topaba gimiendo con sufrente estrecha, nos ataba con sus manos llenas de sal.Llegué a aceptar el desorden de la Maga como la condi-ción natural de cada instante, pasábamos de la evoca-ción de Rocamadour a un plato de fideos recalentados,mezclando vino y cerveza y limonada, bajando a la carre-ra para que la vieja de la esquina nos abriera dos doce-nas de ostras, tocando en el piano descascarado de mada-me Nouguet melodías de Schubert y preludios de Bach, otolerando Porgy and Bess con bifes a la plancha y pepi-nos salados. El desorden en que vivíamos, es decir el or-den en que un bidé se va convirtiendo por obra natural ypaulatina en discoteca y archivo de correspondencia porcontestar, me parecía una disciplina necesaria aunqueno quería decírselo a la Maga. Me había llevado muy pococomprender que a la Maga no había que plantearle la rea-lidad en términos metódicos, el elogio del desorden lahubiera escandalizado tanto como su denuncia. Para ellano había desorden, lo supe en el mismo momento en quedescubrí el contenido de su bolso (era en un café de larue Réaumur, llovía y empezábamos a desearnos), mien-tras que yo lo aceptaba y lo favorecía después de haberlo

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identificado; de esas desventajas estaba hecha mi rela-ción con casi todo el mundo, y cuántas veces, tirado enuna cama que ni se tendía en muchos días, oyendo llorara la Maga porque en el metro un niño le había traído elrecuerdo de Rocamadour, o viéndola peinarse despuésde haber pasado la tarde frente al retrato de Leonor deAquitania y estar muerta de ganas de parecerse a ella,se me ocurría como una especie de eructo mental que todoese abecé de mi vida era una penosa estupidez porquese quedaba en mero movimiento dialéctico, en la elec-ción de una inconducta en vez de una conducta, de unamódica indecencia en vez de una decencia gregaria. LaMaga se peinaba, se despeinaba, se volvía a peinar. Pen-saba en Rocamadour, cantaba algo de Hugo Wolf (mal),me besaba, me preguntaba por el peinado, se ponía a di-bujar en un papelito amarillo, y todo eso era ella indi-solublemente mientras yo ahí, en una cama deliberada-mente sucia, bebiendo una cerveza deliberadamente ti-bia, era siempre yo y mi vida, yo con mi vida frente a lavida de los otros. Pero lo mismo estaba bastante orgullo-so de ser un vago consciente y por debajo de lunas y lu-nas, de incontables peripecias donde la Maga y Ronald yRocamadour, y el Club y las calles y mis enfermedadesmorales y otras piorreas, y Berthe Trépat y el hambre aveces y el viejo Trouille que me sacaba de apuros, por de-bajo de noches vomitadas de música y tabaco y vilezasmenudas y trueques de todo género, bien por debajo opor encima de todo eso no había querido fingir como losbohemios al uso que ese caos de bolsillo era un ordensuperior del espíritu o cualquier otra etiqueta igualmen-te podrida, y tampoco había querido aceptar que basta-ba un mínimo de decencia (¡decencia joven!) para salirde tanto algodón manchado. Y así me había encontradocon la Maga, que era mi testigo y mi espía sin saberlo, y

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la irritación de estar pensando en todo eso y sabiendoque como siempre me costaba mucho menos pensar queser, que en mi caso el ergo de la frasecita no era tan ergoni cosa parecida, con lo cual así íbamos por la orilla iz-quierda, la Maga sin saber que era mi espía y mi testigo,admirando enormemente mis conocimientos diversos ymi dominio de la literatura y hasta del jazz cool, miste-rios enormísimos para ella. Y por todas esas cosas yo mesentía antagónicamente cerca de la Maga, nos quería-mos en una dialéctica del imán y limadura, de ataque ydefensa, de pelota y pared. Supongo que la Maga se ha-cía ilusiones sobre mí, debía creer que estaba curado deprejuicios o que me estaba pasando a los suyos, siempremás livianos y poéticos. En pleno contento precario, enplena falsa tregua, tendí la mano y toque el ovillo París,su materia infinita arrollándose a sí misma, el magmadel aire y de lo que se dibuja en la ventana, nubes y bu-hardillas; entonces no había desorden, entonces el mun-do seguía siendo algo petrificado y establecido, un juegode elementos girando en sus goznes, una madeja de ca-lles y árboles y nombres y meses. No había un desordenque abriera puertas al rescate, había solamente sucie-dad y miseria, vasos con restos de cerveza, medias en unrincón una cama que olía a sexo y a pelo, una mujer queme pasaba su mano fina y transparente por los muslos,retardando la caricia que me arrancaría por un rato aesa vigilancia en pleno vacío. Demasiado tarde, siem-pre, porque aunque hiciéramos tantas veces el amor lafelicidad tenía que ser otra cosa, algo quizá más tristeque esta paz y este placer, un aire como de unicornio oisla, una caída interminable en la inmovilidad. La Magano sabía que mis besos eran como ojos que empezaban aabrirse más allá de ella, y que yo andaba como salido, vol-

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cado en otra figura del mundo, piloto vertiginoso en unaproa negra que cortaba el agua del tiempo y la negaba.

En esos días del cincuenta y tantos empecé a sentir-me como acorralado entra la Maga y una noción diferen-te de lo que hubiera tenido que ocurrir. Era idiota suble-varse contra el mundo Maga y el mundo Rocamadour,cuando todo me decía que apenas recobrara la indepen-dencia dejaría de sentirme libre. Hipócrita como pocos,me molestaba un espionaje a la altura de mi piel, de mispiernas, de mi manera de gozar con la Maga, de mis ten-tativas de papagayo en la jaula leyendo a Kierkegaard através de los barrotes, y creo que por sobre todo me mo-lestaba que la Maga no tuviera conciencia de ser mi tes-tigo y que al contrario estuviera convencida de mi sobe-rana autarquía; pero no, lo que verdaderamente me exas-peraba era saber que nunca volvería a estar tan cerca demi libertad como en esos días en que me sentía acorra-lado por el mundo Maga, y que la ansiedad por liberar-me era una admisión de derrota. Me dolía reconocer quea golpes sintéticos, a pantallazas maniqueos o a estúpi-das dicotomías resecas no podía abrirme paso por las es-calinatas de la Gare de Montparnasse a donde me arras-traba la Maga para visitar a Rocamadour. ¿Por qué noaceptar lo que estaba ocurriendo sin pretender explicar-lo, sin sentar las nociones del orden y de desorden, delibertad y Rocamadour como quien distribuye macetascon geranios en un patio de la calle Cochabamba? Tal vezfuera necesario caer en lo más profundo de la estupidezpara acertar con el picaporte de la letrina o del Jardínde los Olivos. Por el momento me asombraba que la Magahubiera podido llevar la fantasía al punto de llamarleRocamadour a su hijo. En el Club nos habíamos cansadode buscar razones, la Maga se limitaba a decir que su hijose llamaba como su padre pero desaparecido el padre

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había sido mucho mejor llamarlo Rocamadour, y man-darlo al campo para que lo criaran en nourrice. A vecesla Maga se pasaba semanas sin hablar de Rocamadour,y eso coincidía siempre con sus esperanzas de llegar aser una cantante de lieder. Entonces Ronald venía a sen-tarse al piano con su cabezota colorada de cowboy, y laMaga vociferaba Hugo Wolf con una ferocidad que hacíaestremecerse a madame Noguet mientras, en la piezavecina, ensartaba cuentas de plástico para vender en unpuesto del Boulevard de Sébastopol. La Maga cantandoSchumann nos gustaba bastante, pero todo dependía dela luna y de lo que fuéramos a hacer esa noche, y tambiénde Rocamadour porque apenas la Maga se acordaba deRocamadour el canto se iba al diablo y Ronald, solo en elpiano, tenía todo el tiempo necesario para trabajar susideas de bebop o matarnos dulcemente a fuerza de blues.

No quiero escribir sobre Rocamadour, por lo menoshoy, necesitaría tanto acercarme mejor a mí mismo, de-jar caer todo eso que me separa del centro. Acabo siem-pre aludiendo al centro sin la menor garantía de saberlo que digo, cedo a la trampa fácil de la geometría con quepretende ordenarse nuestra vida de occidentales: Eje,centro, razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgiaindoeuropea. Incluso esta existencia que a veces procu-ro describir, este París donde me muevo como una hojaseca, no serían visibles si detrás no latiera la ansiedadaxial, el reencuentro con el fuste. Cuántas palabras, cuán-tas nomenclaturas para un mismo desconcierto. A vecesme convenzo de que la estupidez se llama triángulo, deque ocho por ocho por ocho es la locura o un perro. Abra-zado a la Maga, esa concreción de nebulosa, pienso quetanto sentido tiene hacer un muñequito con miga de pancomo escribir la novela que nunca escribiré o defendercon la vida las ideas que redimen a los pueblos. El pén-

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dulo cumple su vaivén instantáneo y otra vez me insertoen las categorías tranquilizadoras: muñequito insignifi-cante, novela trascendente, muerte heroica. Los pongoen fila, de menor a mayor: muñequito, novela, heroísmo.Pienso en las jerarquías de valores tan bien exploradaspor Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo religio-so. Lo religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo religioso,lo estético. El muñequito, la novela. La muerte, el mu-ñequito. La lengua de la Maga me hace cosquillas. Roca-madour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, lascosquillas, la ética.

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EL TERCER cigarrillo del insomnio se quemaba en la boca deHoracio Oliveira sentado en la cama; una o dos veces ha-bía pasado levemente la mano por el pelo de la Maga dor-mida contra él. Era la madrugada del lunes, habían de-jado irse la tarde y la noche del domingo, leyendo, escu-chando discos, levantándose alternativamente para ca-lentar café o cebar mate. Al final de un cuarteto de Haydnla Maga se había dormido y Oliveira, sin ganas de seguirescuchando, desenchufó el tocadiscos desde la cama; eldisco siguió girando unas pocas vueltas, ya sin que nin-gún sonido brotara del parlante. No sabía por qué peroesa inercia estúpida lo había hecho pensar en los movi-mientos aparentemente inútiles de algunos insectos, dealgunos niños. No podía dormir, fumaba mirando la ven-tana abierta, la bohardilla donde a veces un violinista conjoroba estudiaba hasta muy tarde. No hacía calor, peroel cuerpo de la Maga le calentaba la pierna y el flanco

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derecho; se apartó poco a poco, pensó que la noche iba aser larga.

Se sentía muy bien, como siempre que la Maga y élhabían conseguido llegar al final de un encuentro sin cho-car y sin exasperarse. Le importaba muy poco la cartade su hermano, rotundo abogado rosarino que producíacuatro pliegos de papel avión acerca de los deberes filia-les y ciudadanos malbaratados por Oliveira. La carta erauna verdadera delicia y ya la había fijado con scotch tapeen la pared para que la saborearan sus amigos. Lo únicoimportante era la confirmación de un envío de dinero porla bolsa negra, que su hermano llamaba delicadamente“el comisionista”. Oliveira pensó que podría comprar unoslibros que andaba queriendo leer, y que le daría tres milfrancos a la Maga para que hiciese lo que le diera la gana,probablemente comprar un elefante de felpa de tamañocasi natural para estupefacción de Rocamadour. Por lamañana tendría que ir a lo del viejo Trouille y ponerle aldía la correspondencia con Latinoamérica. Salir, hacer,poner al día, no eran cosas que ayudaran a dormirse. Po-ner al día, vaya expresión. Hacer. Hacer algo, hacer elbien, hacer pis, hacer tiempo, la acción en todas sus bara-jas. Pero detrás de toda acción había una protesta, por-que todo hacer significaba salir de para llegar a, o mo-ver algo para que estuviera aquí y no allí, o entrar en esacasa en vez de no entrar o entrar en la de al lado, es de-cir que en todo acto había la admisión de una carencia,de algo no hecho todavía y que era posible hacer, la pro-testa tácita frente a la continua evidencia de la falta, dela merma, de la parvedad del presente. Creer que la ac-ción podía colmar, o que la suma de las acciones podíarealmente equivaler a una vida digna de este nombre,era una ilusión de moralista. Valía más renunciar, por-que la renuncia a la acción era la protesta misma y no

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su máscara. Oliveira encendió otro cigarrillo, y su míni-mo hacer lo obligó a sonreírse irónicamente y a tomarseel pelo en el acto mismo. Poco le importaban los análisissuperficiales, casi siempre viciados por la distracción ylas trampas filológicas. Lo único cierto era el peso en laboca del estómago, la sospecha física de que algo no an-daba bien, de que casi nunca había andado bien. No erani siquiera un problema, sino haberse negado desde tem-prano a las mentiras colectivas o a la soledad rencorosadel que se pone a estudiar los isótopos radiactivos o lapresidencia de Bartolomé Mitre. Si algo había elegidodesde joven era no defenderse mediante la rápida y an-siosa acumulación de una “cultura”, truco por excelen-cia de la clase media argentina para hurtar el cuerpo ala realidad nacional y a cualquier otra, y creerse a salvodel vacío que la rodeaba. Tal vez gracias a esa especie defiaca sistemática, como la definía su camarada Traveler,se había librado de ingresar en ese orden fariseo (en elque militaban muchos amigos suyos, en general de bue-na fe porque la cosa era posible, había ejemplos), que es-quivaba el fondo de los problemas mediante una espe-cialización de cualquier orden, cuyo ejercicio conferíairónicamente las más altas ejecutorias de argentinidad.Por lo demás le parecía tramposo y fácil mezclar proble-mas históricos como el ser argentino o esquimal, con pro-blemas como el de la acción o la renuncia. Había vividolo suficiente para sospechar eso que, pegado a las nari-ces de cualquiera, se le escapa con la mayor frecuencia:el peso del sujeto en la noción del objeto. La Maga erade las pocas que no olvidaban jamás que la cara de un tipoinfluía siempre en la idea que pudiera hacerse del comu-nismo o la civilización cretomicénica, y que la forma desus manos estaba presente en lo que su dueño pudierasentir frente a Ghirlandaio o Dostoievski. Por eso Oli-

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veira tendía a admitir que su grupo sanguíneo, el hechode haber pasado la infancia rodeado de tíos majestuosos,unos amores contrariados en la adolescencia y una faci-lidad para la astenia podían ser factores de primer or-den en su cosmovisión. Era clase media, era porteño, eracolegio nacional, y esas cosas no se arreglan así nomás.Lo malo estaba en que a fuerza de temer la excesiva lo-calización de los puntos de vista, había terminado porpesar y hasta aceptar demasiado el sí y el no de todo, amirar desde el fiel los platillos de la balanza. En Parístodo le era Buenos Aires y viceversa; en lo más ahinca-do del amor padecía y acataba la pérdida y el olvido. Ac-titud perniciosamente cómoda y hasta fácil a poco quese volviera un reflejo y una técnica; la lucidez terribledel paralítico, la ceguera del atleta perfectamente estú-pido. Se empieza a andar por la vida con el paso pacho-rriento del filósofo y del clochard, reduciendo cada vezmás los gestos vitales al mero instinto de conservación,al ejercicio de una conciencia más atenta a no dejarse en-gañar que a aprehender la verdad. Quietismo laico, ata-raxia moderada, atenta desatención. Lo importante paraOliveira era asistir sin desmayo al espectáculo de esaparcelación Tupac-Amarú, no incurrir en el pobre ego-centrismo (criollicentrismo, suburcentrismo, cultucen-trismo, folklocentrismo) que cotidianamente se procla-maba en torno a él bajo todas las formas posibles. A losdiez años, una tarde de tíos y pontificantes homilías his-tóricopolíticas a la sombra de unos paraísos, había ma-nifestado tímidamente su primera reacción contra el tanhispanoitaloargentino “¡Se lo digo yo!”, acompañado deun puñetazo rotundo que debía servir de ratificación ira-cunda. Glielo dico io! ¡Se lo digo yo, carajo! Ese yo, habíaalcanzado a pensar Oliveira, ¿qué valor probatorio te-nía? El yo de los grandes, ¿qué omnisciencia conjugaba?

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A los quince años se había enterado del “sólo sé que nosé nada”; la cicuta concomitante le había parecido inevi-table, no se desafía a la gente en esa forma, se lo digo yo.Más tarde le hizo gracia comprobar cómo en las formassuperiores de cultura el peso de las autoridades y lasinfluencias, la confianza que dan las buenas lecturas y lainteligencia, producían también su “se lo digo yo” fina-mente disimulado, incluso para el que lo profería: ahorase sucedían los “siempre he creído”, “si de algo estoy se-guro”, “es evidente que”, casi nunca compensado por unaapreciación desapasionada del punto de vista opuesto.Como si la especie velara en el individuo para no dejar-lo avanzar demasiado por el camino de la tolerancia, laduda inteligente, el vaivén sentimental. En un punto dadonacía el callo, la esclerosis, la definición: o negro o blan-co, radical o conservador, homosexual o heterosexual, fi-gurativo o abstracto, San Lorenzo o Boca Juniors, carneo verduras, los negocios o la poesía. Y estaba bien, por-que la especie no podía fiarse de tipos como Oliveira; lacarta de su hermano era exactamente la expresión deesa repulsa.

“Lo malo de todo esto”, pensó, “es que desemboca ine-vitablemente en el animula vagula blandula. ¿Qué ha-cer? Con esta pregunta empecé a no dormir. Oblomov,cosa facciamo? Las grandes voces de la Historia instan ala acción: Hamlet, revenge! ¿Nos vengamos, Hamlet, otranquilamente Chippendale y zapatillas y un buen fue-go? El sirio, después de todo, elogió escandalosamente aMarta, es sabido. ¿Das la batalla, Arjuna? No podés ne-gar los valores, rey indeciso. La lucha por la lucha mis-ma, vivir peligrosamente, pensá en Mario el Epicúreo,en Richard Hillary, en Kyo, en T. E. Lawrence... Feliceslos que eligen, los que aceptan ser elegidos, los hermo-

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sos héroes, los hermosos santos, los escapistas perfec-tos”.

Quizá. ¿Por qué no? Pero también podía ser que supunto de vista fuera el de la zorra mirando las uvas. Ytambién podía ser que tuviese razón, pero una razón mez-quina y lamentable, una razón de hormiga contra ciga-rra. Si la lucidez desembocaba en la inacción, ¿no se vol-vía sospechosa, no encubría una forma particularmentediabólica de ceguera? La estupidez del héroe militar quesalta con el polvorín, Cabral soldado heroico cubriéndo-se de gloria, insinuaban quizá una supervisión, un ins-tantáneo asomarse a algo absoluto, por fuera de toda con-ciencia (no se le pide eso a un sargento), frente a lo cualla clarividencia ordinaria, la lucidez de gabinete, de tresde la mañana en la cama y en mitad de un cigarrillo, eranmenos eficaces que las de un topo.

Le habló de todo eso a la Maga, que se había desper-tado y se acurrucaba contra él maullando soñolienta. LaMaga abrió los ojos, se quedó pensando.

—Vos no podrías —dijo—. Vos pensás demasiado an-tes de hacer nada.

—Parto del principio de que la reflexión debe prece-der a la acción, bobalina.

—Partís del principio —dijo la Maga—. Qué compli-cado. Vos sos como un testigo, sos el que va al museo ymira los cuadros. Quiero decir que los cuadros están ahíy vos en el museo, cerca y lejos al mismo tiempo. Yo soyun cuadro, Rocamadour es un cuadro. Etienne es un cua-dro, esta pieza es un cuadro. Vos creés que estás en estapieza pero no estás. Vos estás mirando la pieza, no estásen la pieza.

—Esta chica lo dejaría verde a Santo Tomás —dijoOliveira.

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—¿Por qué Santo Tomás? —dijo la Maga—. ¿Ese idio-ta que quería ver para creer?

—Sí, querida —dijo Oliveira, pensando que en el fon-do la Maga había embocado el verdadero santo. Feliz deella que podía creer sin ver, que formaba cuerpo con laduración, el continuo de la vida. Feliz de ella que esta-ba dentro de la pieza, que tenía derecho de ciudad en todolo que tocaba y convivía, pez río abajo, hoja en el árbol,nube en el cielo, imagen en el poema. Pez, hoja, nube, ima-gen: exactamente eso, a menos que...

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ASÍ HABÍAN empezado a andar por un París fabuloso, de-jándose llevar por los signos de la noche, acatando iti-nerarios nacidos de una frase de clochard, de una bohar-dilla iluminada en el fondo de una calle negra, detenién-dose en las placitas confidenciales para besarse en losbancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del gui-jarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo. LaMaga hablaba de sus amigas de Montevideo, de años deinfancia, de un tal Ledesma, de su padre. Oliveira escu-chaba sin ganas, lamentando un poco no poder intere-sarse; Montevideo era lo mismo que Buenos Aires y élnecesitaba consolidar una ruptura precaria (¿qué esta-ría haciendo Traveler, ese gran vago, en qué líos majes-tuosos se habría metido desde su partida? Y la pobre bobade Gekrepten, y los cafés del centro), por eso escuchabadisplicente y hacía dibujos en el pedregullo con una rami-ta mientras la Maga explicaba por qué Chempe y Gracie-la eran buenas chicas, y cuánto le había dolido que Luciana

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no fuera a despedirla al barco, Luciana era una snob, esono lo podía aguantar en nadie.

—¿Qué entendés por snob? —preguntó Oliveira, másinteresado.

—Bueno —dijo la Maga, agachando la cabeza con elaire de quien presiente que va a decir una burrada— yome vine en tercera clase, pero creo que si hubiera veni-do en segunda Luciana hubiera ido a despedirme.

—La mejor definición que he oído nunca —dijo Oli-veira.

—Y además estaba Rocamadour —dijo la Maga.Así fue como Oliveira se enteró de la existencia de

Rocamadour, que en Montevideo se llamaba modesta-mente Carlos Francisco. La Maga no parecía dispuestaa proporcionar demasiados detalles sobre la génesis deRocamadour, aparte de que se había negado a un abortoy ahora empezaba a lamentarlo.

—Pero en el fondo no lo lamento, el problema es cómovoy a vivir. Madame Iréne me cobra mucho, tengo quetomar lecciones de canto, todo eso cuesta.

La Maga no sabía demasiado bien por qué había ve-nido a París, y Oliveira se fue dando cuenta de que conuna ligera confusión en materia de pasajes, agencias deturismo y visados, lo mismo hubiera podido recalar enSingapur que en Ciudad del Cabo; lo único importanteera haber salido de Montevideo, ponerse frente a frentecon eso que ella llamaba modestamente “la vida”. La granventaja de París era que sabía bastante francés (morePitman) y que se podían ver los mejores cuadros, las me-jores películas, la Kultur en sus formas más preclaras. AOliveira lo enternecía este panorama (aunque Rocama-dour había sido un sosegate bastante desagradable, nosabía por qué), y pensaba en algunas de sus brillantesamigas de Buenos Aires, incapaces de ir más allá de Mar

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del Plata a pesar de tantas metafísicas ansiedades de ex-periencia planetaria. Esta mocosa, con un hijo en los bra-zos para colmo, se metía en una tercera de barco y se lar-gaba a estudiar canto a París sin un vintén en el bolsillo.Por si fuera poco ya le daba lecciones sobre la manerade mirar y de ver; lecciones que ella no sospechaba, so-lamente su manera de pararse de golpe en la calle paraespiar un zaguán donde no había nada, pero más allá unvislumbre verde, un resplandor, y entonces colarse fur-tivamente para que la portera no se enojara, asomarseal gran patio con a veces una vieja estatua o un brocalcon hiedra, o nada, solamente el gastado pavimento deredondos adoquines, verdín en las paredes, una mues-tra de relojero, un viejito tomando sombra en un rincón,y los gatos, siempre inevitablemente los minouche mo-rrongos miaumiau kitten kat chat cat gatto grises y blan-cos y negros y de albañal, dueños del tiempo y de las bal-dosas tibias, invariables amigos de la Maga que sabía ha-cerles cosquillas en la barriga y les hablaba un lenguajeentre tonto y misterioso, con citas a plazo fijo, consejos yadvertencias. De golpe Oliveira se extrañaba andandocon la Maga, de nada le servía irritarse porque a la Magase le volcaban casi siempre los vasos de cerveza o saca-ba el pie de debajo de una mesa justo para que el mozotropezara y se pusiera a maldecir; era feliz a pesar deestar todo el tiempo exasperado por esa manera de nohacer las cosas como hay que hacerlas, de ignorar resuel-tamente las grandes cifras de la cuenta y quedarse encambio arrobada delante de la cola de un modesto 3, oparada en medio de la calle (el Renault negro frenaba ados metros y el conductor sacaba la cabeza y puteaba conel acento de Picardía), parada como si tal cosa para mi-rar desde el medio de la calle una vista del Panteón a lo

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lejos, siempre mucho mejor que la vista que se tenía des-de la vereda. Y cosas por el estilo.

Oliveira ya conocía a Perico y a Ronald. La Maga lepresentó a Etienne y Etienne les hizo conocer a Grego-rovius; el Club de la Serpiente se fue formando en lasnoches de Saint-Germain-des-Prés. Todo el mundo acep-taba en seguida a la Maga como una presencia inevita-ble y natural, aunque se irritaran por tener que explicar-le casi todo lo que se estaba hablando, o porque ella ha-cía volar un cuarto kilo de papas fritas por el aire sim-plemente porque era incapaz de manejar decentementeun tenedor y las papas fritas acababan casi siempre enel pelo de los tipos de la otra mesa, y había que discul-parse o decirle a la Maga que era una inconsciente. Den-tro del grupo la Maga funcionaba muy mal, Oliveira sedaba cuenta de que prefería ver por separado a todos losdel Club, irse por la calle con Etienne o con Babs, me-terlos en su mundo sin pretender nunca meterlos en sumundo pero metiéndolos porque era gente que no esta-ba esperando otra cosa que salirse del recorrido ordina-rio de los autobuses y de la historia, y así de una mane-ra o de otra todos los del Club le estaban agradecidos ala Maga aunque la cubrieran de insultos a la menor oca-sión. Etienne, seguro de sí mismo como un perro o unbuzón, se quedaba lívido cuando la Maga le soltaba unade las suyas delante de su último cuadro, y hasta PericoRomero condescendía a admitir que-para-ser-hembra-la-Maga-se-las-traía. Durante semanas o meses (la cuen-ta de los días le resultaba difícil a Oliveira, feliz, ergosin futuro) anduvieron y anduvieron por París mirandocosas, dejando que ocurriera lo que tenía que ocurrir,queriéndose y peleándose y todo esto al margen de lasnoticias de los diarios, de las obligaciones de familia yde cualquier forma de gravamen fiscal o moral.

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Toc, toc.—Despertémonos —decía Oliveira alguna que otra

vez.—Para qué —contestaba la Maga, mirando correr las

péniches desde el Pont Neuf—. Toc, toc, tenés un pajari-to en la cabeza. Toc, toc, te picotea todo el tiempo, quie-re que le des de comer comida argentina. Toc, toc.

—Está bien —rezongaba Oliveira—. No me confun-dás con Rocamadour. Vamos a acabar hablándole en glí-glico al almacenero o a la portera, se va a armar un líoespantoso. Mirá ese tipo que anda siguiendo a la negrita.

—A ella la conozco, trabaja en un café de la rue deProvence. Le gustan las mujeres, el pobre tipo está so-nado.

—¿Se tiró un lance con vos, la negrita?—Por supuesto. Pero lo mismo nos hicimos amigas,

le regalé mi rouge y ella me dio un librito de un tal Re-tef, no... esperá, Retif...

—Ya entiendo, ya. ¿De verdad no te acostaste conella? Debe ser curioso para una mujer como vos.

—¿Vos te acostaste con un hombre, Horacio?—Claro. La experiencia, entendés.La Maga lo miraba de reojo, sospechando que le to-

maba el pelo, que todo venía porque estaba rabioso a cau-sa del pajarito en la cabeza toc, toc, del pajarito que lepedía comida argentina. Entonces se tiraba contra él congran sorpresa de un matrimonio que paseaba por la rueSaint-Sulpice, lo despeinaba riendo, Oliveira tenía quesujetarle los brazos, empezaban a reírse, el matrimoniolos miraba y el hombre se animaba apenas a sonreír, sumujer estaba demasiado escandalizada por esa conducta.

—Tenés razón —acababa confesando Oliveira—. Soyun incurable, che. Hablar de despertarse cuando por finse está tan bien así dormido.

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Se paraban delante de una vidriera para leer los tí-tulos de los libros. La Maga se ponía a preguntar, guián-dose por los colores y las formas. Había que situarle aFlaubert, decirle que Montesquieu, explicarle cómo Ray-mond Radiguet, informarla sobre cuándo Théophile Gau-tier. La Maga escuchaba, dibujando con el dedo en la vi-driera. “Un pajarito en la cabeza, quiere que le des decomer comida argentina”, pensaba Oliveira, oyéndose ha-blar. “Pobre de mí, madre mía.”

—¿Pero no te das cuenta que así no se aprende nada?—acababa por decirle—. Vos pretendés cultivarte en lacalle, querida, no puede ser. Para eso abonáte al Reader’sDigest.

—Oh, no, esa porquería.Un pajarito en la cabeza, se decía Oliveira. No ella,

sino él. ¿Pero qué tenía ella en la cabeza? Aire o gofio,algo poco receptivo. No era en la cabeza donde tenía elcentro.

“Cierra los ojos y da en el blanco”, pensaba Oliveira.“Exactamente el sistema Zen de tirar al arco. Pero daen el blanco simplemente porque no sabe que ése es elsistema. Yo en cambio... Toc toc. Y así vamos.”

Cuando la Maga preguntaba por cuestiones como lafilosofía Zen (eran cosas que podían ocurrir en el Club,donde se hablaba siempre de nostalgias, de sapienciastan lejanas como para que se las creyera fundamentales,de anversos de medallas, del otro lado de la luna siem-pre), Gregorovius se esforzaba por explicarle los rudi-mentos de la metafísica mientras Oliveira sorbía su per-nod y los miraba gozándolos. Era insensato querer ex-plicarle algo a la Maga. Fauconnier tenía razón, paragentes como ella el misterio empezaba precisamente conla explicación. La Maga oía hablar de inmanencia y tras-cendencia y abría unos ojos preciosos que le cortaban la

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metafísica a Gregorovius. Al final llegaba a convencersede que había comprendido el Zen, y suspiraba fatigada.Solamente Oliveira se daba cuenta de que la Maga seasomaba a cada rato a esas grandes terrazas sin tiempoque todos ellos buscaban dialécticamente.

—No aprendas datos idiotas —le aconsejaba—. Porqué te vas a poner anteojos si no los necesitás.

La Maga desconfiaba un poco. Admiraba terriblemen-te a Oliveira y a Etienne, capaces de discutir tres horassin parar. En torno a Etienne y Oliveira había como uncírculo de tiza, ella quería entrar en el círculo, compren-der por qué el principio de indeterminación era tan im-portante en la literatura, por qué Morelli, del que tantohablaban, al que tanto admiraban, pretendía hacer desu libro una bola de cristal donde el micro y el macro-cosmo se unieran en una visión aniquilante.

—Imposible explicarte —decía Etienne—. Esto es elMeccano número siete y vos apenas estás en el dos.

La Maga se quedaba triste, juntaba una hojita al bor-de de la vereda y hablaba con ella un rato, se la paseabapor la palma de la mano, la acostaba de espaldas o bocaabajo, la peinaba, terminaba por quitarle la pulpa y de-jar al descubierto las nervaduras, un delicado fantasmaverde se iba dibujando contra su piel. Etienne se la arre-bataba con un movimiento brusco y la ponía contra la luz.Por cosas así la admiraban, un poco avergonzados de ha-ber sido tan brutos con ella, y la Maga aprovechaba parapedir otro medio litro y si era posible algunas papas fri-tas.

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LA PRIMERA vez había sido un hotel de la rue Valette, an-daban por ahí vagando y parándose en los portales, lallovizna después del almuerzo es siempre amarga y ha-bía que hacer algo contra ese polvo helado, contra esosimpermeables que olían a goma, de golpe la Maga se apre-tó contra Oliveira y se miraron como tontos, HOTEL, lavieja detrás del roñoso escritorio los saludó compasiva-mente y qué otra cosa se podía hacer con ese sucio tiem-po. Arrastraba un pierna, era angustioso verla subir pa-rándose en cada escalón para remontar la pierna enfer-ma mucho más gruesa que la otra, repetir la maniobrahasta el cuarto piso.

Olía a blando, a sopa, en la alfombra del pasillo al-guien había tirado un líquido azul que dibujaba como unpar de alas. La pieza tenía dos ventanas con cortinas ro-jas, zurcidas y llenas de retazos; una luz húmeda se fil-traba como un ángel hasta la cama de acolchado amari-llo.

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La Maga había pretendido inocentemente hacer lite-ratura, quedarse al lado de la ventana fingiendo mirarla calle mientras Oliveira verificaba la falleba de la puer-ta. Debía tener un esquema prefabricado de esas cosas,o quizá le sucedían siempre de la misma manera, prime-ro se dejaba la cartera en la mesa, se buscaban los ciga-rrillos, se miraba la calle, se fumaba aspirando a fondo elhumo, se hacía un comentario sobre el empapelado, seesperaba, se cumplían todos los gestos necesarios paradarle al hombre su mejor papel, dejarle todo el tiemponecesario la iniciativa. En algún momento se habían pues-to a reír, era demasiado tonto. Tirado en un rincón, elacolchado amarillo quedó como un muñeco informe con-tra la pared.

Se acostumbraron a comparar los acolchados, las puer-tas, las lámparas, las cortinas; las piezas de los hotelesdel cinquième arrodissement eran mejores que las delsixième para ellos, en el septième no tenían suerte, siem-pre pasaba algo, golpes en la pieza de al lado o los cañoshacían un ruido lúgubre, ya por entonces Oliveira le habíacontado a la Maga la historia de Troppmann, la Maga es-cuchaba pegándose contra él, tendría que leer el relatode Turguéniev, era increíble todo lo que tendría que leeren esos dos años (no se sabía porqué eran dos), otro díafue Petiot, otra vez Weidmann, otra vez Christie, el ho-tel acababa casi siempre por darles ganas de hablar decrímenes, pero también a la Maga la invadía de golpe unamarea de seriedad, preguntaba con los ojos fijos en elcielo raso si la pintura sienesa era tan enorme como afir-maba Etienne, si no sería necesario hacer economías paracomprarse un tocadisco y las obras de Hugo Wolf, que aveces canturreaba interrumpiéndose a la mitad, olvida-da y furiosa.

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A Oliveira le gustaba hacer el amor con la Maga por-que nada podía ser más importante para ella y al mismotiempo, de una manera difícilmente comprensible, esta-ba como por debajo de su placer, se alcanzaba en él unmomento y por eso se adhería desesperadamente y lo pro-longaba, era como un despertar y conocer su verdaderonombre, y después recaía en una zona siempre un pococrepuscular que encantaba a Oliveira temeroso de per-fecciones, pero la Maga sufría de verdad cuando regre-saba a sus recuerdos y a todo lo que oscuramente necesi-taba pensar y no podía pensar, entonces había que besar-la profundamente, incitarla a nuevos juegos, y la otra, lareconciliada, crecía debajo de él y lo arrebataba, se dabaentonces como una bestia frenética, los ojos perdidos ylas manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz comouna estatua rodando por una montaña, arrancando eltiempo con las uñas, entre hipos y un ronquido quejum-broso que duraba interminablemente. Una noche le cla-vó los dientes, le mordió el hombro hasta sacarle sangreporque él se dejaba ir de lado, un poco perdido ya, y huboun confuso pacto sin palabras, Oliveira sintió como si laMaga esperara de él la muerte, algo en ella que no erasu yo despierto, una oscura forma reclamando una ani-quilación, la lenta cuchillada boca arriba que rompe lasestrellas de la noche y devuelve el espacio a las pregun-tas y a los terrores. Sólo esa vez, excentrado como un ma-tador mítico para quien matar es devolver el toro al mary el mar al cielo, vejó a la Maga en una larga noche de laque poco hablaron luego, la hizo Pasifae, la dobló y la usócomo un adolescente, la conoció y le exigió las servidum-bres de la más triste puta, la magnificó a constelación,la tuvo entre los brazos oliendo a sangre, le hizo beberel semen que corre por la boca como desafío al Logos, lechupó la sombra del vientre y de la grupa y se la alzó has-

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ta la cara para untarla de sí misma en esa última opera-ción de conocimiento que sólo el hombre puede dar a lamujer, la exasperó con piel y pelo y baba y quejas, la va-ció hasta lo último de su fuerza magnífica, la tiró contrauna almohada y la sábana y la sintió llorar de felicidadcontra su cara que un nuevo cigarrillo devolvía a la no-che del cuarto y del hotel.

Más tarde a Oliveira le preocupó que ella se creyeracolmada, que los juegos buscaran ascender a sacrificio.Temía sobre todo la forma más sutil de la gratitud quese vuelve cariño canino; no quería que la libertad, únicaropa que le caía bien a la Maga, se perdiera en una fe-minidad diligente. Se tranquilizó porque la vuelta de laMaga al plano del café negro y la visita al bidé se vio se-ñalada por la recaída en la peor de las confusiones. mal-tratada de absoluto durante esa noche, abierta a una po-rosidad de espacio que late y se expande, sus primeraspalabras de este lado tenían que azotarla como látigos, ysu vuelta al borde de la cama, imagen de una consterna-ción progresiva que busca neutralizarse con sonrisas yuna vaga esperanza, dejó particularmente satisfecho aOliveira. Puesto que no la amaba, puesto que el deseo ce-saría (porque no la amaba, y el deseo cesaría), evitarcomo la peste toda sacralización de los juegos. Durantedías, durante semanas, durante algunos meses, cada cuar-to de hotel y cada plaza, cada postura amorosa y cada ama-necer en un café de los mercados: circo feroz, operaciónsutil y balance lúcido. Se llegó así a saber que la Maga es-peraba verdaderamente que Horacio la matara, y queesa muerte debía ser de fénix, el ingreso al concilio delos filósofos, es decir s las charlas del Club de la Serpien-te: la Maga quería aprender, quería ins-truir-se. Horacioera exaltado, llamado, concitado a la función del sacrifi-cador lustral, y puesto que casi nunca se alcanzaban por-

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que en pleno diálogo eran tan distintos y andaban portan opuestas cosas (y eso ella lo sabía, lo comprendía muybien), entonces la única posibilidad de encuentro estabaen que Horacio la matara en el amor donde ella podía con-seguir encontrarse con él, en el cielo de los cuartos dehotel se enfrentaban iguales y desnudos y allí podía con-sumarse la resurrección del fénix después que él la hu-biera estrangulado deliciosamente, dejándole caer unhilo de baba en la boca abierta, mirándola extático comosi empezara a reconocerla, a hacerla de verdad suya, atraerla de su lado.

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LA TÉCNICA consistía en citarse vagamente en un barrio acierta hora. Les gustaba desafiar el peligro de no encon-trarse, de pasar el día solos, enturruñados en un café oen un banco de plaza, leyendo-un-libro-más. La teoríadel libro-más era de Oliveira, y la Maga la había acepta-do por pura ósmosis. En realidad para ella casi todos loslibros eran libros-menos, hubiese querido llenarse deuna inmensa sed y durante un tiempo infinito (calcula-ble entre tres y cinco años) leer la opera omnia de Goe-the, Homero, Dylan Thomas, Mauriac, Faulkner, Bau-delaire, Roberto Arlt, San Agustín y otros autores cuyosnombres la sobresaltaban en las conversaciones del Club.A eso Oliveira respondía con un desdeñoso encogersede hombros, y hablaba de las deformaciones rioplaten-ses, de una raza de lectores fulltime, de bibliotecas pulu-lantes de marisabidillas infieles al sol y al amor, de ca-sas donde el olor a tinta de la imprenta acababa con laalegría del ajo. En esos tiempos leía poco, ocupadísimo

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en mirar árboles, los piolines que encontraba por el sue-lo, las amarillas películas de la Cinemateca y las muje-res del barrio latino. Sus vagas tendencias intelectualesse resolvían en meditaciones sin provecho y cuando laMaga le pedía ayuda, una fecha o una explicación, las pro-porcionaba sin ganas, como algo inútil. “Pero es que vosya lo sabés”, decía la Maga, resentida. Entonces él se to-maba el trabajo de enseñarle la diferencia entre conocery saber, y le proponía ejercicios de indagación individualque la Maga no cumplía y que la desesperaban.

De acuerdo en que en ese terreno no lo estarían nun-ca, se citaban por ahí y casi siempre se encontraban. Losencuentros eran a veces tan increíbles que Oliveira seplanteaba una vez más el problema de las probabilida-des y le daba vuelta por todos lados, desconfiadamente.No podía ser que la Maga decidiera doblar en esa esqui-na de la rue de Vaugirard exactamente en el momentoen que él, cinco cuadras más abajo, renunciaba a subirpor la rue de Buci y se orientaba hacia la rue Monsieurle Prince sin razón alguna, dejándose llevar hasta dis-tinguirla de golpe, parada delante de una vidriera, ab-sorta en la contemplación de un mono embalsamado. Sen-tados en un café reconstruían minuciosamente los itine-rarios, los bruscos cambios, procurando explicarlos tele-páticamente, fracasando siempre, y sin embargo se ha-bían encontrado en pleno laberinto de calles, casi siem-pre acababan por encontrarse y se reían como locos, se-guros de un poder que los enriquecía. A Oliveira le fas-cinaban las sinrazones de la Maga, su tranquilo despre-cio por los cálculos más elementales. Lo que para él ha-bía sido análisis de probabilidades, elección o simple-mente confianza en la rabdomancia ambulatoria, se vol-vía para ella simple fatalidad. “¿Y si no me hubieras en-contrado?”, le preguntaba. “No sé, ya ves que estás aquí...”

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Inexplicablemente la respuesta invalidaba la pregunta,mostraba sus adocenados resortes lógicos. Después deeso Oliveira se sentía más capaz de luchar contra sus pre-juicios bibliotecarios, y paradójicamente la Maga se re-belaba contra su desprecio hacia los conocimientosescolares. Así andaban, Punch and Judy, atrayéndose yrechazándose como hace falta si no se quiere que el amortermine en cromo o en romanza sin palabras. Pero el amor,esa palabra...

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TOCO tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voydibujándola como si saliera de mi mano, como si por pri-mera vez tu boca se entre-abriera, y me basta cerrar losojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cadavez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te di-buja en la cara, una boca elegida entre todas, con sobe-rana libertad elegida por mí para dibujarla con mi manoen tu cara, y que por un azar que no busco comprendercoincide exactamente con tu boca que sonríe por debajode la que mi mano te dibuja.

Me mirás, de cerca me mirás, cada vez más de cercay entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez másde cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, sesuperponen y los cíclopes se miran, respirando confundi-dos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mor-diéndose con los labios, apoyando apenas la lengua enlos dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesa-do va y viene con un perfume viejo y un silencio. Enton-

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ces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar len-tamente la profundidad de tu pelo mientras nos besa-mos como si tuviéramos la boca llena de flores o de pe-ces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nosmordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un bre-ve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instan-tánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sa-bor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí comouna luna en el agua.

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ÍBAMOS por las tardes a ver los peces del Quai de la Mé-gisserie, en marzo el mes leopardo, el agazapado pero yacon un sol amarillo donde el rojo entraba un poco máscada día. Desde la acera que daba al río, indiferentes alos bouquinistes que nada iban a darnos sin dinero, espe-rábamos el momento en que veríamos las peceras (an-dábamos despacio, demorando el encuentro), todas laspeceras al sol, y como suspendidos en el aire cientos depeces rosa y negro, pájaros quietos en su aire redondo.Una alegría absurda nos tomaba de la cintura, y vos can-tabas arrastrándome a cruzar la calle, a entrar en el mun-do de los peces colgados del aire.

Sacan las peceras, los grandes bocales a la calle, yentre turistas y niños ansiosos y señoras que coleccio-nan variedades exóticas (550 fr. pièce) están las pecerasbajo el sol con sus cubos, sus esferas de agua que el solmezcla con el aire, y los pájaros rosa y negro giran dan-zando dulcemente en una pequeña porción de aire, len-

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tos pájaros fríos. Los mirábamos, jugando a acercar losojos al vidrio, pegando la nariz, encolerizando a las vie-jas vendedoras armadas de redes de cazar mariposas acuá-ticas, y comprendíamos cada vez peor lo que es un pez,por ese camino de no comprender nos íbamos acercandoa ellos que no se comprenden, franqueábamos las pece-ras y estábamos tan cerca como nuestra amiga, la vende-dora de la segunda tienda viniendo del Pont-Neuf, quete dijo: “El agua fría los mata, es triste el agua fría ...” Yyo pensaba en la mucama del hotel que me daba conse-jos sobre un helecho: “No lo riegue, ponga un plato conagua debajo de la maceta, entonces cuando él quiere be-ber, bebe, y cuando no quiere no bebe...” Y pensábamosen esa cosa increíble que habíamos leído, que un pez soloen su pecera se entristece y entonces basta ponerle unespejo y el pez vuelve a estar contento...

Entrábamos en las tiendas donde las variedades másdelicadas tenían peceras especiales con termómetro ygusanitos rojos. Descubríamos entre exclamaciones queenfurecían a las vendedoras —tan seguras de que no lescompraríamos nada a 550 fr. pièce— los comportamien-tos, los amores, las formas. Era el tiempo delicuescente,algo como chocolate muy fino o pasta de naranja marti-niquesa, en que nos emborrachábamos de metáforas yanalogías, buscando siempre entrar. Y ese pez era per-fectamente Giotto, te acordás, y esos dos jugaban comoperros de jade, y un pez era la exacta sombra de una nubevioleta... Descubríamos cómo la vida se instala en for-mas privadas de tercera dimensión, que desaparecen sise ponen de filo o dejan apenas una rayita rosada inmó-vil vertical en el agua. Un golpe de aleta y monstruosa-mente está de nuevo ahí con ojos bigotes aletas y del vien-tre a veces saliéndole y flotando una transparente cintade excremento que no acaba de soltarse, un lastre que

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de golpe los pone entre nosotros, los arranca a su per-fección de imágenes puras, los compromete, por decirlocon una de las grandes palabras que tanto empleábamospor ahí y en esos días.

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POR LA rue de Varennes entraron en la rue Vaneau. Llo-viznaba, y la Maga se colgó todavía más del brazo de Oli-veira, se apretó contra su impermeable que olía a sopafría. Etienne y Perico discutían una posible explicacióndel mundo por la pintura y la palabra. Aburrido, Olivei-ra pasó el brazo por la cintura de la Maga. También esopodía ser una explicación, un brazo apretando una cin-tura fina y caliente, al caminar se sentía el juego leve delos músculos como un lenguaje monótono y persistente,una Berlitz obstinada, te quie-ro te quie-ro te quie-ro.No una explicación: verbo puro, que-rer, que-rer. “Y des-pués siempre, la cópula”, pensó gramaticalmente Olivei-ra. Si la Maga hubiera podido comprender cómo de pron-to la obediencia al deseo lo exasperaba, inútil obedien-cia solitaria había dicho un poeta, tan tibia la cintura,ese pelo mojado contra su mejilla, el aire Toulouse Lau-trec de la Maga para caminar arrinconada contra él. Enel principio fue la cópula, violar es explicar pero no siem-

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pre viceversa. Descubrir el método antiexplicatorio, queese te quie-ro te quie-ro fuese el cubo de la rueda. ¿Y eltiempo? Todo recomienza, no hay un absoluto. Despuéshay que comer o descomer, todo vuelve a entrar en cri-sis. El deseo cada tantas horas, nunca demasiado dife-rente y cada vez otra cosa: trampa del tiempo para crearlas ilusiones. “Un amor como el fuego, arder eternamen-te en la contemplación del Todo. Pero en seguida se caeen el lenguaje desaforado.”

—Explicar, explicar —gruñía Etienne—. Ustedes sino nombran las cosas ni siquiera las ven. Y esto se llamaperro y esto se llama casa, como decía el de Duino. Pe-rico, hay que mostrar, no explicar. Pinto, ergo soy.

—¿Mostrar qué? —dijo Perico Romero.—Las únicas justificaciones de que estemos vivos.—Este animal cree que no hay más sentido que la vis-

ta y sus consecuencias —dijo Perico.—La pintura es otra cosa que un producto visual —dijo

Etienne—. Yo pinto con todo el cuerpo, en ese sentidono soy tan diferente de tu Cervantes o tu Tirso de no sécuánto. Lo que me revienta es la manía de las explica-ciones, el Logos entendido exclusivamente como verbo.

—Etcétera —dijo Oliveira, malhumorado—. Hablan-do de los sentidos, el de ustedes parece un diálogo desordos.

La Maga se apretó todavía más contra él. “Ahora éstava a decir alguna de sus burradas”, pensó Oliveira. “Ne-cesita frotarse primero, decidirse epidérmicamente.” Sin-tió una especie de ternura rencorosa, algo tan contradic-torio que debía ser la verdad misma. “Habría que inven-tar la bofetada dulce, el puntapié de abejas. Pero en estemundo las síntesis últimas están por descubrirse. Peri-co tiene razón, el gran Logos vela. Lástima, haría falta el

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amoricidio, por ejemplo, la verdadera luz negra, la anti-materia que tanto da que pensar a Gregorovius.”

—Che, ¿Gregorovius va a venir a la discada? —pre-guntó Oliveira.

Perico creía que sí, y Etienne creía que Mondrian.—Fijáte un poco en Mondrian —decía Etienne—.

Frente a él se acaban los signos mágicos de un Klee. Kleejugaba con el azar, los beneficios de la cultura. La sen-sibilidad pura puede quedar satisfecha con Mondrian,mientras que para Klee hace falta un fárrago de otrascosas. Un refinado para refinados. Un chino, realmente.En cambio Mondrian pinta absoluto. Te ponés delante,bien desnudo, y entonces una de dos: ves o no ves. El pla-cer, las cosquillas, las alusiones, los terrores o las deli-cias están completamente de más.

—¿Vos entendés lo que dice? —preguntó la Maga—.A mí me parece que es injusto con Klee.

—La justicia o la injusticia no tienen nada que vercon esto —dijo Oliveira, aburrido—. Lo que está tratan-do de decir esa otra cosa. No hagas en seguida una cues-tión personal.

—Pero por qué dice que todas esas cosas tan hermo-sas no sirven para Mondrian.

—Quiere decir que en el fondo una pintura como lade Klee te reclama un diploma ès lettres, o por lo me-nos ès poésie, en tanto que Mondrian se conforma conque uno se mondrianice y se acabó.

—No es eso —dijo Etienne.—Claro que es eso —dijo Oliveira—. Según vos una

tela de Mondrian se basta a sí misma. Ergo, necesita detu inocencia más que de tu experiencia. Hablo de ino-cencia edénica, no de estupidez. Fijáte que hasta tu metá-fora de estar desnudo delante del cuadro huele a prea-damismo. Paradójicamente Klee es mucho más modesto

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porque exige la múltiple complicidad del espectador, nose basta a sí mismo. En el fondo Klee es historia y Mon-drian atemporalidad. Y vos te morís por lo absoluto. ¿Teexplico?

—No —dijo Etienne—. C’est vache comme il pleut.—Tu parles, coño —dijo Perico—. Y el Ronald de la

puñeta, que vive por el demonio.—Apretemos el paso —lo remedó Oliveira—, cosa de

hurtarle el cuerpo a la cellisca.—Ya empiezas. Casi prefiero tu yuvia y tu gayina,

coño. Cómo yueve en Buenos Aires. El tal Pedro de Men-doza, mira que ir a colonizaros a vosotros.

—Lo absoluto —decía la Maga, pateando una piedri-ta de charco en charco—. ¿Qué es un absoluto, Horacio?

—Mirá —dijo Oliveira—, viene a ser ese momentoen que algo logra su máxima profundidad, su máximo al-cance, su máximo sentido, y deja por completo de ser in-teresante.

—Ahí viene Wong —dijo Perico—. El chino está he-cho una sopa de algas.

Casi al mismo tiempo vieron a Gregorovius que des-embocaba en la esquina de la rue de Babylone, cargandocomo de costumbre con un portafolios atiborrado de li-bros. Wong y Gregorovius se detuvieron bajo el farol (yparecían estar tomando una ducha juntos), saludándosecon cierta solemnidad. En el portal de la caza de Ronaldhubo un interludio de cierraparaguas comment ça va aver si alguien enciende un fósforo está rota la minuteriequé noche inmunda ah oui c’est vache, y una ascensiónmás bien confusa interrumpida en el primer rellano poruna pareja sentada en un peldaño y sumida profunda-mente en el acto de besarse.

—Allez, c’est pas une heure pour faire les cons —dijoEtienne.

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—Ta gueule —contestó una voz ahogada—. Montez,montez, ne vous gênez pas. Ta bouche, mon trésor.

—Salaud, va —dijo Etienne—. Es Guy Monod, un granamigo mío.

En el quinto piso los esperaban Ronald y Babs, cadauno con una vela en la mano y oliendo a vodka barato.Wong hizo una seña, todo el mundo se detuvo en la esca-lera, y brotó a capella el himno profano del Club de laSerpiente. Después entraron corriendo en el departa-mento, antes de que empezaran a asomarse los vecinos.

Ronald se apoyó contra la puerta. Pelirrojamente encamisa a cuadros.

—La casa está rodeada de catalejos, damn it. A lasdiez de la noche se instala aquí el dios Silencio, y guaydel que lo sacrilegue. Ayer subió a increparnos un fun-cionario. Babs, ¿qué nos dice el señor?

—Nos dice: “Quejas reiteradas.”—¿Y qué hacemos nosotros? —dijo Ronald, entre-

abriendo la puerta para que entrara Guy Monod.—Nosotros hacemos esto —dijo Babs, con un perfec-

to corte de mangas y un violento pedo oral.—¿Y tu chica? —preguntó Ronald.—No sé, se confundió de camino —dijo Guy—. Yo creo

que se ha ido, estábamos lo más bien en la escalera, y degolpe. Más arriba no estaba. Bah, qué importa, es suiza.

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Las nubes aplastadas y rojas sobre el barrio latinode noche, el aire húmedo con todavía algunas gotas deagua que un viento desganado tiraba contra la ventanamalamente iluminada, los vidrios sucios, uno de ellos rotoy arreglado con un pedazo de esparadrapo rosa. Más arri-ba, debajo de las canaletas de plomo, dormirían las palo-mas también de plomo, metidas en sí mismas, ejemplar-mente antigárgolas. Protegido por la ventana el parale-lepípedo musgoso oliente a vodka y a velas de cera, a ropamojada y a restos de guiso, vago taller de Babs ceramis-ta y de Ronald músico, sede del Club, sillas de caña,reposeras desteñidas, pedazos de lápices y alambre porel suelo, lechuza embalsamada con la mitad de la cabezapodrida, un tema vulgar, mal tocado, un disco viejo conun áspero fondo de púa, un raspar crujir crepitar ince-santes, un saxo lamentable que en alguna noche del 28 o29 había tocado como con miedo de perderse, sostenidopor una percusión de colegio de señoritas, un piano

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cualquiera. Pero después venía una guitarra incisiva queparecía anunciar el paso a otra cosa, y de pronto (Ronaldlos había prevenido alzando el dedo) una corneta se des-gajó del resto y dejó caer las dos primeras notas del tema,apoyándose en ellas como en un trampolín. Bix dio el sal-to en pleno corazón, el claro dibujo se inscribió en el si-lencio con un lujo de zarpazo. Dos muertos se batían fra-ternalmente, ovillándose y desentendiéndose. Bix y EddieLang (que se llamaba Salvatore Massaro) jugaban con lapelota I’m coming, Virginia, y dónde estaría enterradoBix, pensó Oliveira, y dónde Eddie Lang, a cuántas mi-llas una de otra sus dos nadas que en una noche futurade París se batían guitarra contra corneta, gin contra malasuerte, el jazz.

—Se está bien aquí. Hace calor, está oscuro.—Bix, qué loco formidable. Poné Jazz me Blues, viejo.—La influencia de la técnica en el arte —dijo Ronald

metiendo las manos en una pila de discos, mirando va-gamente las etiquetas—. Estos tipos de antes del longplay tenían menos de tres minutos para tocar. Ahora teviene un pajarraco como Stan Getz y se te planta vein-ticinco minutos delate del micrófono, puede soltarse agusto, dar lo mejor que tiene. El pobre Bix se tenía quearreglar con un coro y gracias, apenas entraban en calorzás, se acabó. Lo que habría rabiado cuando grababan dis-cos.

—No tanto —dijo Perico—. Era como hacer sonetosen vez de odas, y eso que yo de esas pajoterías no entien-do nada. Vengo porque estoy cansado de leer en mi cuar-to un estudio de Julián Marías que no termina nunca.

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Todos los fuegos, el fuego (1966)

RESEÑA

TODOS los fuegos el fuego — quizá el mejor de los libros derelatos de Julio Cortázar — reúne ocho cuentos de una soli-dez y belleza sorprendentes, entre los que se cuentan variosconsiderados ya como clásicos de la narrativa contemporá-nea. En «La autopista del sur», «Reunión», «El otro cielo»,«Todos los fuegos el fuego» y las otras cuatro narracionesque lo integran, Cortázar desgrana las claves obsesivas quele eran tan queridas: los temas del doble, la discontinuidaddel tiempo y del espacio, lo irracional como alternativa de locotidiano, con el uso frecuente de virajes constantes en laspersonas y tiempos verbales, y en fin, con una transgresióny distorsión renovadora de la forma narrativa. En este libro,publicado por primera vez en 1966, Cortázar logra hacernospartícipes de un juego ritual que eventualmente se convierteen una ceremonia; por medio del humor, de la parodia, y dela ternura más humana nos hace aliados y cómplices, y pidede nosotros, como todo gran autor, una disposición absolutapara entrar en ese mundo único y múltiple que él ha creado.

UNA SEMANA DESPUÉS, «AUTOPISTA DEL SUR»

LOS AUTOMOVILISTAS encendían los motores de sus vehículos,avanzaban unos metros y volvían a detenerse. A menos deuna semana del fallecimiento de Julio Cortázar, se producíaen París el peor embotellamiento de tránsito de su historia,el cual después afectaría toda Francia. Por la televisión, al-gunos famas-funcionarios intentaban explicar los motivos ala población.

«La situación caótica en las autopistas —justificaron convoz grave– se debe a la protesta de los camioneros que exi-gen un mayor control en los puestos aduaneros y la reduc-ción de los impuestos a la gasolina.» Del otro lado de la pan-talla, los cronopios-espectadores sonreían burlones. Ellossabían que no se trataba de un simple reclamo gremial. Unavez más, la realidad le hacía un guiño cómplice a la ficción ydaba vida a «La autopista del Sur», cuento incluido en Todoslos fuegos el fuego, y así rendía su homenaje al escritor ar-gentino.

La radio foto enviada por una agencia internacional mos-traba a dos camioneros jugando a la pelota en un tramo va-cío de la autopista, pero muchos creyeron reconocer en ellosa los jóvenes conductores del Simca. Los diarios, preocupa-

Nota del 1º/noviembre/1994. La Maga

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dos por la prolongación del conflicto —que duró una sema-na y que por extensión afectó a las autopistas de Austria, Ita-lia, Alemania Occidental y Suiza—, no hacían referencias alsistema de pequeñas comunidades en que se organizabanlos grupos de automóviles.

La búsqueda de soluciones se tomaba urgente. Los minis-tros de Transporte de la Comunidad Europea discutían cómorescatar a la gente de ese laberinto vial. Desde algún rincónde Montparnasse, Julio Cortázar sonreía.

LA AUTOPISTA DEL SUR

AL PRINCIPIO la muchacha del Dauphine había insistidoen llevar la cuenta del tiempo, aunque al ingeniero delPeugeot 404 le daba ya lo mismo. Cualquiera podía mi-rar su reloj pero era como si ese tiempo atado a la mu-ñeca derecha o el bip bip de la radio midieran otra cosa,fuera el tiempo de los que no han hecho la estupidez dequerer regresar a París por la autopista del sur un do-mingo de tarde y, apenas salidos de Fontainebleau, hantenido que ponerse al paso, detenerse, seis filas a cadalado (ya se sabe que los domingos la autopista está ínte-gramente reservada a los que regresan a la capital), po-ner en marcha el motor, avanzar tres metros, detenerse,charlar con las dos monjas del 2HP a la derecha, con lamuchacha del Dauphine a la izquierda, mirar por retro-visor al hombre pálido que conduce un Caravelle, envi-diar irónicamente la felicidad avícola del matrimonio delPeugeot 203 (detrás del Dauphine de la muchacha) quejuega con su niñita y hace bromas y come queso, o sufrirde a ratos los desbordes exasperados de los dos jovenci-tos del Simca que precede al Peugeot 404, y hasta bajar-

Gli automobilisti accaldati sembrano nom averestoria… Come realtà, un ingorgo automobilistico

impressiona ma non ci dice gran che.

Arrigo Benedetti “L’Espresso”,Roma, 21/6/1964

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se en los altos y explorar sin alejarse mucho (porque nun-ca se sabe en qué momento los autos de más adelante re-anudarán la marcha y habrá que correr para que los deatrás no inicien la guerra de las bocinas y los insultos), yasí llegar a la altura de un Taunus delante del Dauphi-ne de la muchacha que mira a cada momento la hora, ycambiar unas frases descorazonadas o burlonas con loshombres que viajan con el niño rubio cuya inmensa di-versión en esas precisas circunstancias consiste en ha-cer correr libremente su autito de juguete sobre los asien-tos y el reborde posterior del Taunus, o atreverse y avan-zar todavía un poco más, puesto que no parece que losautos de adelante vayan a reanudar la marcha, y contem-plar con alguna lástima al matrimonio de ancianos en elID Citroën que parece una gigantesca bañadera violetadonde sobrenadan los dos viejitos, él descansando los an-tebrazos en el volante con un aire de paciente fatiga, ellamordisqueando una manzana con más aplicación que ga-nas.

A la cuarta vez de encontrarse con todo eso, de ha-cer todo eso, el ingeniero había decidido no salir más desu coche, a la espera de que la policía disolviese de algu-na manera el embotellamiento. El calor de agosto se su-maba a ese tiempo a ras de neumáticos para que la in-movilidad fuese cada vez más enervante. Todo era olor agasolina, gritos destemplados de los jovencitos del Sim-ca, brillo del sol rebotando en los cristales y en los bor-des cromados, y para colmo sensación contradictoria delencierro en plena selva de máquinas pensadas para co-rrer. El 404 del ingeniero ocupa el segundo lugar de lapista de la derecha contando desde la franja divisoria delas dos pistas, con lo cual tenía otros cuatro autos a suderecha y siete a su izquierda, aunque de hecho sólo pu-diera ver distintamente los ocho coches que lo rodeaban

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y sus ocupantes que ya había detallado hasta cansarse.Había charlado con todos, salvo con los muchachos delSimca que caían antipáticos; entre trecho y trecho se ha-bía discutido la situación en sus menores detalles, y laimpresión general era que hasta Corbeil-Essones se avan-zaría al paso o poco menos, pero que entre Corbeil y Ju-visy el ritmo iría acelerándose una vez que los helicóp-teros y los motociclistas lograran quebrar lo peor del em-botellamiento. A nadie le cabía duda de que algún acci-dente muy grave debía haberse producido en la zona, úni-ca explicación de una lentitud tan increíble. Y con eso elgobierno, el calor, los impuestos, la vialidad, un tópicotras otro, tres metros, otro lugar común, cinco metros,una frase sentenciosa o una maldición contenida.

A las dos monjitas del 2HP les hubiera convenido tan-to llegar a Milly-la-Fôret antes de las ocho, pues lleva-ban una cesta de hortalizas para la cocinera. Al matri-monio del Peugeot 203 le importaba sobre todo no per-der los juegos televisados de las nueve y media; la mu-chacha del Dauphine le había dicho al ingeniero que ledaba lo mismo llegar más tarde a París pero que se que-jaba por principio, porque le parecía un atropello some-ter a millares de personas a un régimen de caravana decamellos. En esas últimas horas (debían ser casi las cin-co pero el calor los hostigaba insoportablemente) habíanavanzado unos cincuenta metros a juicio del ingeniero,aunque uno de los hombres del Taunus que se había acer-cado a charlar llevando de la mano al niño con su autito,mostró irónicamente la copa de un plátano solitario y lamuchacha del Dauphine recordó que ese plátano (si noera un castaño) había estado en la misma línea que suauto durante tanto tiempo que ya ni valía la pena mirarel reloj pulsera para perderse en cálculos inútiles.

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No atardecía nunca, la vibración del sol sobre la pis-ta y las carrocerías dilataba el vértigo hasta la náusea.Los anteojos negros, los pañuelos con agua de colonia enla cabeza, los recursos improvisados para protegerse,para evitar un reflejo chirriante o las bocanadas de loscaños de escape a cada avance, se organizaban y perfec-cionaban, eran objeto de comunicación y comentario. Elingeniero bajó otra vez para estirar las piernas, cambióunas palabras con la pareja de aire campesino del Aria-ne que precedía al 2HP de las monjas. Detrás del 2HPhabía un Volkswagen con un soldado y una muchachaque parecían recién casados. La tercera fila hacia el ex-terior dejaba de interesarle porque hubiera tenido quealejarse peligrosamente del 404; veía colores, formas, Mer-cedes Benz, ID, 4R, Lancia, Skoda, Morris Minor, el ca-tálogo completo. A la izquierda, sobre la pista opuesta,se tendía otra maleza inalcanzable de Renault, Anglia,Peugeot, Porsche, Volvo; era tan monótono que al final,después de charlar con los dos hombres del Taunus y deintentar sin éxito un cambio de impresiones con el soli-tario conductor del Caravelle, no quedaba nada mejorque volver al 404 y reanudar la misma conversación so-bre la hora, las distancias y el cine con la muchacha delDauphine.

A veces llegaba un extranjero, alguien que se desli-zaba entre los autos viniendo desde el otro lado de lapista o desde la filas exteriores de la derecha, y que traíaalguna noticia probablemente falsa repetida de auto enauto a lo largo de calientes kilómetros. El extranjero sa-boreaba el éxito de sus novedades, los golpes de las por-tezuelas cuando los pasajeros se precipitaban para co-mentar lo sucedido, pero al cabo de un rato se oía algu-na bocina o el arranque de un motor, y el extranjero sa-lía corriendo, se lo veía zigzaguear entre los autos para

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reintegrase al suyo y no quedar expuesto a la justa cóle-ra de los demás. A lo largo de la tarde se había sabidoasí del choque de un Floride contra un 2HP cerca de Cor-beil, tres muertos y un niño herido, el doble choque deun Fiat 1500 contra un furgón Renault que había aplas-tado un Austin lleno de turistas ingleses, el vuelco de unautocar de Orly colmado de pasajeros procedentes delavión de Copenhague. El ingeniero estaba seguro de quetodo o casi todo era falso, aunque algo grave debía ha-ber ocurrido cerca de Corbeil e incluso en las proximi-dades de París para que la circulación se hubiera para-lizado hasta ese punto. Los campesinos del Ariane, quetenían una granja del lado de Montereau y conocían bienla región, contaban con otro domingo en que el tránsitohabía estado detenido durante cinco horas, pero ese tiem-po empezaba a parecer casi nimio ahora que el sol, acos-tándose hacia la izquierda de la ruta, volcaba en cada autouna última avalancha de jalea anaranjada que hacía her-vir los metales y ofuscaba la vista, sin que jamás una copade árbol desapareciera del todo a la espalda, sin que otrasombra apenas entrevista a la distancia se acercara comopara poder sentir de verdad que la columna se estaba mo-viendo aunque fuera apenas, aunque hubiera que dete-nerse y arrancar y bruscamente clavar el freno y no sa-lir nunca de la primera velocidad, del desencanto insul-tante de pasar una vez más de la primera al punto muer-to, freno de pie, freno de mano, stop, y así otra vez y otravez y otra.

En algún momento, harto de inacción, el ingenierose había decidido a aprovechar un alto especialmenteinterminable para recorrer las filas de la izquierda, ydejando a su espalda el Dauphine había encontrado unDKW, otro 2HP, un Fiat 600, y se había detenido juntoa un De Soto para cambiar impresiones con el azorado

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turista de Washington que no entendía casi el francéspero que tenía que estar a las ocho en la Place de l’Opérasin falta you understand, my wife will be awfully an-xious, damn it, y se hablaba un poco de todo cuando unhombre con aire de viajante de comercio salió del DKWpara contarles que alguien había llegado un rato antescon la noticia de que un Piper Club se había estrelladoen plena autopista, varios muertos. Al americano el Pi-per Club lo tenía profundamente sin cuidado, y tambiénal ingeniero que oyó un coro de bocinas y se apresuró aregresar al 404, transmitiendo de paso las novedades alos dos hombres del Taunus y al matrimonio del 203. Re-servó una explicación más detallada para la muchachadel Dauphine mientras los coches avanzaban lentamen-te unos pocos metros (ahora el Dauphine estaba ligera-mente retrasado con relación al 404, y más tarde sería alrevés, pero de hecho las doce filas se movían práctica-mente en bloque, como si un gendarme invisible en el fon-do de la autopista ordenara el avance simultáneo sin quenadie pudiese obtener ventajas). Piper Club, señorita,es un pequeño avión de paseo. Ah. Y la mala idea de es-trellarse en plena autopista un domingo de tarde. Esascosas. Si por lo menos hiciera menos calor en los conde-nados autos, si esos árboles de la derecha quedaran porfin a la espalda, si la última cifra del cuentakilómetrosacabara de caer en su agujerito negro en vez de seguirsuspendida por la cola, interminablemente.

En algún momento (suavemente empezaba a anoche-cer, el horizonte de techos de automóviles se teñía de lila)una gran mariposa blanca se posó en el parabrisas delDauphine, y la muchacha y el ingeniero admiraron susalas en la breve y perfecta suspensión de su reposo; lavieron alejarse con una exasperada nostalgia, sobrevo-lar el Taunus, el ID violeta de los ancianos, ir hacia el

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Fiat 600 ya invisible desde el 404, regresar hacia el Sim-ca donde una mano cazadora trató inútilmente de atra-parla, aletear amablemente sobre el Ariane de los cam-pesinos que parecían estar comiendo alguna cosa, y per-derse después hacia la derecha. Al anochecer la colum-na hizo un primer avance importante, de casi cuarentametros; cuando el ingeniero miró distraídamente el cuen-takilómetros, la mitad del 6 había desaparecido y un aso-mo del 7 empezaba a descolgarse de lo alto. Casi todo elmundo escuchaba sus radios, los del Simca la habían pues-to a todo trapo y coreaban un twist con sacudidas que ha-cían vibrar la carrocería; las monjas pasaban las cuentasde sus rosarios, el niño del Taunus se había dormido conla cara pegada a un cristal, sin soltar el auto de juguete.En algún momento (ya era noche cerrada) llegaron ex-tranjeros con más noticias, tan contradictorias como lasotras ya olvidadas, No había sido un Piper Club sino unplaneador piloteado por la hija de un general. Era exac-to que un furgón Renault había aplastado un Austin, perono en Juvisy sino casi en las puertas de París; uno de losextranjeros explicó al matrimonio del 203 que el maca-dam de la autopista había cedido a la altura de Igny y quecinco autos habían volcado al meter las ruedas delante-ras en la grieta. La idea de una catástrofe natural se pro-pagó hasta el ingeniero, que se encogió de hombros sinhacer comentarios. Más tarde, pensando en esas prime-ras horas de oscuridad en que habían respirado un pocomás libremente, recordó que en algún momento habíasacado el brazo por la ventanilla para tamborilear en lacarrocería del Dauphine y despertar a la muchacha quese había dormido reclinada sobre el volante, sin preocu-parse de un nuevo avance. Quizá ya era medianoche cuan-do una de las monjas le ofreció tímidamente un sánd-wich de jamón, suponiendo que tendría hambre. El in-

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geniero lo aceptó por cortesía (en realidad sentía náu-seas) y pidió permiso para dividirlo con la muchacha delDauphine, que aceptó y comió golosamente el sándwichy la tableta de chocolate que le había pasado el viajantedel DKW, su vecino de la izquierda. Mucha gente habíasalido de los autos recalentados, porque otra vez lleva-ban horas sin avanzar; se empezaba a sentir sed, ya ago-tadas las botellas de limonada, la coca-cola y hasta losvinos de a bordo. La primera en quejarse fue la niña del203, y el soldado y el ingeniero abandonaron los autosjunto con el padre de la niña para buscar agua. Delantedel Simca, donde la radio parecía suficiente alimento, elingeniero encontró un Beaulieu ocupado por una mujermadura de ojos inquietos. No, no tenía agua pero podíadarle unos caramelos para la niña. El matrimonio delID se consultó un momento antes de que la anciana me-tiera las manos en un bolso y sacara una pequeña lata dejugo de frutas. El ingeniero agradeció y quiso saber sitenían hambre y si podía serles útil; el viejo movió nega-tivamente la cabeza, pero la mujer pareció asentir sinpalabras. Más tarde la muchacha del Dauphine y el in-geniero exploraron juntos las filas de la izquierda, sinalejarse demasiado; volvieron con algunos bizcochos ylos llevaron a la anciana del ID, con el tiempo justo pararegresar corriendo a sus autos bajo una lluvia de boci-nas.

Aparte de esas mínimas salidas, era tan poco lo quepodía hacerse que las horas acababan por superponerse,por ser siempre la misma en el recuerdo; en algún mo-mento el ingeniero pensó en tachar ese día en su agenday contuvo una risotada, pero más adelante, cuando em-pezaron los cálculos contradictorios de las monjas, loshombres del Taunus y la muchacha del Dauphine, se vioque hubiera convenido llevar mejor la cuenta. Las dia-

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rios locales habían suspendido las emisiones, y sólo elviajante del DKW tenía un aparato de ondas cortas quese empeñaba en transmitir noticias bursátiles.. Hacia lastres de la madrugada pareció llegarse a un acuerdo tá-cito para descansar, y hasta el amanecer la columna nose movió. Los muchachos del Simca sacaron unas camasneumáticas y se tendieron al lado del auto; el ingenierobajó el respaldo de los asientos delanteros del 404 y ofre-ció las cuchetas a las monjas, que rehusaron; antes deacostarse un rato, el ingeniero pensó en la muchacha delDauphine, muy quieta contra el volante, y como sin dar-le importancia le propuso que cambiaran de autos hastael amanecer; ella se negó, alegando que podía dormir muybien de cualquier manera. Durante un rato se oyó lloraral niño del Taunus, acostado en el asiento trasero don-de debía tener demasiado calor. Las monjas rezaban to-davía cuando el ingeniero se dejó caer en la cucheta y sefue quedando dormido, pero su sueño seguía demasiadocerca de la vigilia y acabó por despertarse sudoroso einquieto, sin comprender en un primer momento dóndeestaba; enderezándose, empezó a percibir los confusosmovimientos del exterior, un deslizarse de sombras en-tre los autos, y vio un bulto que se alejaba hacia el bordede la autopista; adivinó las razones, y más tarde tambiénél salió del auto sin hacer ruido y fue a aliviarse al bor-de de la ruta; no había setos ni árboles, solamente el cam-po negro y sin estrellas, algo que parecía un muro abs-tracto limitando la cinta blanca del macadam con su ríoinmóvil de vehículos, Casi tropezó con el campesino delAriane, que balbuceó una frase ininteligible; al olor de lagasolina, persistente en la autopista recalentada, se su-maba ahora la presencia más ácida del hombre, y el inge-niero volvió lo antes posible a su auto. La chica del Dau-phine dormía apoyada sobre el volante, un mechón de

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pelo contra los ojos; antes de subir al 404, el ingenierose divirtió explorando en la sombra su perfil, adivinan-do la curva de los labios que soplaban suavemente. Delotro lado, el hombre del DKW miraba también dormir ala muchacha, fumando en silencio.

Por la mañana se avanzó muy poco pero lo bastantecomo para darles la esperanza de que esa tarde se abri-ría la ruta hacia París. A las nueve llegó un extranjerocon buenas noticias: habían rellenado las grietas y pron-to se podría circular normalmente. Los muchachos delSimca encendieron la radio y uno de ellos trepó al techodel auto y gritó y cantó. El ingeniero se dijo que la noti-cia era tan dudosa como las de la víspera, y que el ex-tranjero había aprovechado la alegría del grupo para pe-dir y obtener una naranja que le dio el matrimonio delAriane. Más tarde llegó otro extranjero con la misma tre-ta, pero nadie quiso darle nada. El calor empezaba a su-bir y la gente prefería quedarse en los autos a la esperade que se concretaran las buenas noticias. A mediodíala niña del 203 empezó a llorar otra vez, y la muchachadel Dauphine fue a jugar con ella y se hizo amiga del matri-monio. Los del 203 no tenían suerte; a su derecha estabael hombre silencioso del Caravelle, ajeno a todo lo queocurría en torno, y a su izquierda tenían que aguantarla verbosa indignación del conductor de un Floride, paraquien el embotellamiento era una afrenta exclusivamen-te personal. Cuando la niña volvió a quejarse de sed, alingeniero se le ocurrió ir a hablar con los campesinosdel Ariane, seguro de que en ese auto había cantidad deprovisiones. Para su sorpresa los campesinos se mostra-ron muy amables; comprendían que en una situación se-mejante era necesario ayudarse, y pensaban que si alguiense encargaba de dirigir el grupo (la mujer hacía un ges-to circular con la mano, abarcando la docena de autos que

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los rodeaba) no se pasarían apreturas hasta llegar a Pa-ría. Al ingeniero lo molestaba la idea de erigirse en or-ganizador, y prefirió llamar a los hombres del Taunuspara conferenciar con ellos y con el matrimonio del Aria-ne. Un rato después consultaron sucesivamente a todoslos del grupo. El joven soldado del Volkswagen estuvoinmediatamente de acuerdo, y el matrimonio del 203 ofre-ció las pocas provisiones que les quedaban (la muchachadel Dauphine había conseguido un vaso de granadina conagua para la niña, que reía y jugaba). Uno de los hombresdel Taunus, que había ido a consultar a los muchachosdel Simca, obtuvo un asentimiento burlón; el hombre pá-lido del Caravelle se encogió de hombros y dijo que ledaba lo mismo, que hicieran lo que les pareciese mejor.Los ancianos del ID y la señora del Beaulieu se mostra-ron visiblemente contentos, como si se sintieran más pro-tegidos. Los pilotos del Floride y del DKW no hicieronobservaciones, y el americano del De Soto los miró asom-brado y dijo algo sobre la voluntad de Dios. Al ingenierole resultó fácil proponer que uno de los ocupantes delTaunus, en que tenía una confianza instintiva, se encar-gará de coordinar las actividades. A nadie le faltaría decomer por el momento, pero era necesario conseguir agua;el jefe, al que los muchachos del Simca llamaban Taunusa secas para divertirse, pidió al ingeniero, al soldado ya uno de los muchachos que exploraran la zona circun-dante de la autopista y ofrecieran alimentos a cambio debebidas. Taunus, que evidentemente sabía mandar, ha-bía calculado que deberían cubrirse las necesidades deun día y medio como máximo, poniéndose en la posiciónmenos optimista. En el 2HP de las monjas y en el Aria-ne de los campesinos había provisiones suficientes paraese tiempo, y si los exploradores volvían con agua el pro-blema quedaría resuelto. Pero solamente el soldado re-

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gresó con una cantimplora llena, cuyo dueño exigía encambio comida para dos personas. El ingeniero no en-contró a nadie que pudiera ofrecer agua, pero el viaje lesirvió para advertir que más allá de su grupo se estabanconstituyendo otras células con problemas semejantes;en un momento dado el ocupante de un Alfa Romeo senegó a hablar con él del asunto, y le dijo que se dirigie-ra al representante de su grupo, cinco autos atrás en lamisma fila. Más tarde vieron volver al muchacho del Sim-ca que no había podido conseguir agua, pero Taunus cal-culó que ya tenían bastante para los dos niños, la ancia-na del ID y el resto de las mujeres. El ingeniero le esta-ba contando a la muchacha del Dauphine su circuito porla periferia (era la una de la tarde, y el sol los acorrala-ba en los autos) cuando ella lo interrumpió con un gestoy le señaló el Simca. En dos saltos el ingeniero llegó hastael auto y sujetó por el codo a uno de los muchachos, quese repantigaba en su asiento para beber a grandes tra-gos de la cantimplora que había traído escondida en lachaqueta. A su gesto iracundo, el ingeniero respondióaumentando la presión en el brazo; el otro muchacho bajódel auto y se tiró sobre el ingeniero, que dio dos pasosatrás y lo esperó casi con lástima. El soldado ya veníacorriendo, y los gritos de las monjas alertaron a Taunusy a su compañero; Taunus escuchó lo sucedido, se acer-có al muchacho de la botella y le dio un par de bofetadas.El muchacho gritó y protestó, lloriqueando, mientras elotro rezongaba sin atreverse a intervenir. El ingenierole quitó la botella y se la alcanzó a Taunus. Empezabana sonar bocinas y cada cual regresó a su auto, por lo de-más inútilmente puesto que la columna avanzó apenascinco metros.

A la hora de la siesta, bajo un sol todavía más duroque la víspera, una de las monjas se quitó la toca y su com-

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pañera le mojó las sienes con agua de colonia. Las muje-res improvisaban de a poco sus actividades samaritanas,yendo de un auto a otro, ocupándose de los niños paraque los hombres estuvieran más libres: nadie se quejabapero el buen humor era forzado, se basaba siempre enlos mismos juegos de palabras, en un escepticismo de buentono. Para el ingeniero y la muchacha del Dauphine, sen-tirse sudorosos y sucios era la vejación más grande; loenternecía casi la rotunda indiferencia del matrimoniode campesinos al olor que les brotaba de las axilas cadavez que venían a charlar con ellos o a repetir alguna noti-cia de último momento. Hacia el atardecer el ingenieromiró casualmente por el retrovisor y encontró como siem-pre la cara pálida y de rasgos tensos del hombre del Cara-velle, que al igual que el gordo piloto del Floride se ha-bía mantenido ajeno a todas las actividades. Le parecióque sus facciones se habían afilado todavía más, y se pre-guntó si no estaría enfermo. Pero después, cuando al ira charlar con el soldado y su mujer tuvo ocasión de mi-rarlo desde más cerca, se dijo que ese hombre no estabaenfermo; era otra cosa, una separación, por darle algúnnombre. El soldado del Volkswagen le contó más tardeque a su mujer le daba miedo ese hombre silencioso queno se apartaba jamás del volante y que parecía dormirdespierto. Nacían hipótesis, se creaba un folklore paraluchar contra la inacción. Los niños del Taunus y el 203se habían hecho amigos y se habían peleado y luego sehabían reconciliado; sus padres se visitaban, y la mucha-cha del Dauphine iba cada tanto a ver cómo se sentíanla anciana del ID y la señora del Beaulieu. Cuando al atar-decer soplaron bruscamente una ráfagas tormentosas yel sol se perdió entre las nubes que se alzaban al oeste,la gente se alegró pensando que iba a refrescar. Caye-ron algunas gotas, coincidiendo con un avance extraordi-

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nario de casi cien metros; a lo lejos brilló un relámpagoy el calor subió todavía más. Había tanta electricidad enla atmósfera que Taunus, con un instinto que el ingenie-ro admiró sin comentarios, dejó al grupo en paz hasta lanoche, como si temiera los efectos del cansancio y el ca-lor. A las ocho las mujeres se encargaron de distribuirlas provisiones; se había decidido que el Ariane de loscampesinos sería el almacén general, y que el 2HP de lasmonjas serviría de depósito suplementario. Taunus ha-bía ido en persona a hablar con los jefes de los cuatro ocinco grupos vecinos; después, con ayuda del soldado yel hombre del 203, llevó una cantidad de alimentos a losgrupos, regresando con más agua y un poco de vino. Sedecidió que los muchachos del Simca cederían sus col-chones neumáticos a la anciana del ID y a la señora delBeaulieu; la muchacha del Dauphine les llevó dos man-tas escocesas y el ingeniero ofreció su coche, que llama-ba burlonamente el wagon-lit, a quienes lo necesitaran.Para su sorpresa, la muchacha del Dauphine aceptó elofrecimiento y esa noche compartió las cuchetas del 404con una de las monjas; la otra fue a dormir al 203 junto ala niña y su madre, mientras el marido pasaba la nochesobre el macadam, envuelto en una frazada. El ingenie-ro no tenía sueño y jugó a los dados con Taunus y su ami-go; en algún momento se les agregó el campesino del Aria-ne y hablaron de política bebiendo unos tragos del aguar-diente que el campesino había entregado a Taunus esamañana. La noche no fue mala; había refrescado y brilla-ban algunas estrellas entre las nubes.

Hacia el amanecer los ganó el sueño, esa necesidadde estar a cubierto que nacía con la grisalla del alba. Mien-tras Taunus dormía junto al niño en el asiento trasero,su amigo y el ingeniero descansaron un rato en la delan-tera. Entre dos imágenes de sueño, el ingeniero creyó

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oír gritos a la distancia y vio un resplandor indistinto;el jefe de otro grupo vino a decirles que treinta autos másadelante había habido un principio de incendio en unEstafette, provocado por alguien que había querido her-vir clandestinamente unas legumbres. Taunus bromeósobre lo sucedido mientras iba de auto en auto para vercómo habían pasado todos la noche, pero a nadie se leescapó lo que quería decir. Esa mañana la columna em-pezó a moverse muy temprano y hubo que correr y agi-tarse para recuperar los colchones y las mantas, perocomo en todas partes debía estar sucediendo lo mismonadie se impacientaba ni hacía sonar las bocinas. A me-diodía habían avanzado más de cincuenta metros, y em-pezaba a divisarse la sombra de un bosque a la derechade la ruta. Se envidiaba la suerte de los que en ese mo-mento podían ir hasta la banquina y aprovechar la fres-cura de la sombra; quizá había un arroyo, o un grifo deagua potable. La muchacha del Dauphine cerró los ojosy pensó en una ducha cayéndole por el cuello y la espal-da, corriéndole por las piernas; el ingeniero, que la mi-raba de reojo, vio dos lágrimas que le resbalaban por lasmejillas.

Taunus, que acababa de adelantarse hasta el ID, vinoa buscar a las mujeres más jóvenes para que atendierana la anciana que no se sentía bien. El jefe del tercer gru-po a retaguardia contaba con un médico entre sus hom-bres, y el soldado corrió a buscarlo. Al ingeniero, que ha-bía seguido con irónica benevolencia los esfuerzos de losmuchachitos del Simca para hacerse perdonar su trave-sura, entendió que era el momento de darles su oportu-nidad. Con los elementos de una tienda de campaña losmuchachos cubrieron la ventanilla del 404, y el wagon-lit se transformó en ambulancia para que la anciana des-cansara en una oscuridad relativa. Su marido se tendió

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a su lado, teniéndole la mano, y los dejaron solos con elmédico. Después las monjas se ocuparon de la anciana,que se sentía mejor, y el ingeniero pasó la tarde comopudo, visitando otros autos y descansando en el de Tau-nus cuando el sol castigaba demasiado; sólo tres veces letocó correr hasta su auto, donde los viejitos parecían dor-mir, para hacerlo avanzar junto con la columna hasta elalto siguiente. Los ganó la noche sin que hubiesen llega-do a la altura del bosque.

Hacia las dos de la madrugada bajó la temperatura,y los que tenían mantas se alegraron de poder envolver-se en ellas. Como la columna no se movería hasta el alba(era algo que se sentía en el aire, que venía desde el hori-zonte de autos inmóviles en la noche) el ingeniero y Tau-nus se sentaron a fumar y a charlar con el campesino delAriane y el soldado. Los cálculos de Taunus no corres-pondían ya a la realidad, y lo dijo francamente; por la ma-ñana habría que hacer algo para conseguir más provisio-nes y bebidas. El soldado fue a buscar a los jefes de losgrupos vecinos, que tampoco dormían, y se discutió elproblema en voz baja para no despertar a las mujeres.Los jefes habían hablado con los responsables de los gru-pos más alejados, en un radio de ochenta o cien automó-viles, y tenían la seguridad de que la situación era análo-ga en todas partes. El campesino conocía bien la región ypropuso que dos o tres hombres de cada grupo salieraal alba para comprar provisiones en las granjas cercanas,mientras Taunus se ocupaba de designar pilotos para losautos que quedaran sin dueño durante la expedición. Laidea era buena y no resultó difícil reunir dinero entrelos asistentes; se decidió que el campesino, el soldado yel amigo de Taunus irían juntos y llevarían todas las bol-sas, redes y cantimploras disponibles. Los jefes de losotros grupos volvieron a sus unidades para organizar ex-

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pediciones similares, y al amanecer se explicó la situa-ción a las mujeres y se hizo lo necesario para que la co-lumna pudiera seguir avanzando. La muchacha del Dau-phine le dijo al ingeniero que la anciana ya estaba mejory que insistía en volver a su ID; a las ocho llegó el médi-co, que no vio inconvenientes en que el matrimonio re-gresara a su auto. De todos modos, Taunus decidió queel 404 quedaría habilitado permanentemente como am-bulancia; los muchachos, para divertirse, fabricaron unbanderín con una cruz roja y lo fijaron en la antena delauto. Hacía ya rato que la gente prefería salir lo menosposible de sus coches; la temperatura seguía bajando ya mediodía empezaron los chaparrones y se vieron re-lámpagos a la distancia. La mujer del campesino se apre-suró a recoger agua con un embudo y una jarra de plás-tico, para especial regocijo de los muchachos del Simca.Mirando todo eso, inclinado sobre el volante donde ha-bía un libro abierto que no le interesaba demasiado, elingeniero se preguntó por qué los expedicionarios tar-daban tanto en regresar; más tarde Taunus lo llamó dis-cretamente a su auto y cuando estuvieron dentro le dijoque habían fracasado. El amigo de Taunus dio detalles:las granjas estaban abandonadas o la gente se negaba avenderles nada, aduciendo las reglamentaciones sobreventas a particulares y sospechando que podían ser ins-pectores que se valían de las circunstancias para poner-los a prueba. A pesar de todo habían podido traer unapequeña cantidad de agua y algunas provisiones, quizárobadas por el soldado que sonreía sin entrar en deta-lles. Desde luego ya no se podía pasar mucho tiempo sinque cesara el embotellamiento, pero los alimentos deque se disponía no eran los más adecuados para los dosniños y la anciana. El médico, que vino hacia las cuatroy media para ver a la enferma, hizo un gesto de exaspe-

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ración y cansancio y dijo a Taunus que en su grupo y entodos los grupos vecinos pasaba lo mismo. Por la radio sehabía hablado de una operación de emergencia paradespejar la autopista, pero aparte de un helicópteroque apareció brevemente al anochecer no se vieronotros aprestos. De todas maneras hacía cada vez menoscalor, y la gente parecía esperar la llegada de la nochepara taparse con las mantas y abolir en el sueño algu-nas horas más de espera. Desde su auto el ingeniero escu-chaba la charla de la muchacha del Dauphine con el via-jante del DKW, que le contaba cuentos y la hacía reír singanas. Lo sorprendió ver a la señora del Beaulieu quecasi nunca abandonaba su auto, y bajó para saber si ne-cesitaba alguna cosa, pero la señora buscaba solamentelas últimas noticias y se puso a hablar con las monjas.Un hastío sin nombre pesaba sobre ellos al anochecer;se esperaba más del sueño que de las noticias siemprecontradictorias o desmentidas. El amigo de Taunus lle-gó discretamente a buscar al ingeniero, al soldado y alhombre del 203. Taunus les anunció que el tripulante delFloride acababa de desertar; uno de los muchachos delSimca había visto el coche vacío, y después de un rato sehabía puesto a buscar a su dueño para matar el tedio. Na-die conocía mucho al hombre gordo del Floride, que tan-to había protestado el primer día aunque después aca-bara de quedarse tan callado como el piloto del Carave-lle.. Cuando a las cinco de la mañana no quedó la menorduda de que Floride, como se divertían en llamarlo loschicos del Simca, había desertado llevándose un valijade mano y abandonando otra llena de camisas y ropa in-terior, Taunus decidió que uno de los muchachos se ha-ría cargo del auto abandonado para no inmovilizar la co-lumna. A todos los había fastidiado vagamente esa de-serción en la oscuridad, y se preguntaban hasta dónde

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habría podido llegar Floride en su fuga a través de loscampos. Por lo demás parecía ser la noche de las gran-des decisiones: tendido en su cucheta del 404, al inge-niero le pareció oír un quejido, pero pensó que el solda-do y su mujer serían responsables de algo que, despuésde todo, resultaba comprensible en plena noche y en esascircunstancias. Después lo pensó mejor y levantó la lonaque cubría la ventanilla trasera; a la luz de unas pocasestrellas vio a un metro y medio el eterno parabrisas delCaravelle y detrás, como pegada al vidrio y un poco la-deada, la cara convulsa del hombre. Sin hacer ruido sa-lió por el lado izquierdo para no despertar a la monjas, yse acercó al Caravelle. Después buscó a Taunus, y el sol-dado corrió a prevenir al médico. Desde luego el hom-bre se había suicidado tomando algún veneno; las líneasa lápiz en la agenda bastaban, y la carta dirigida a unatal Ivette, alguien que lo había abandonado en Vierzon.Por suerte la costumbre de dormir en los autos estababien establecida (las noches eran ya tan frías que a na-die se le hubiera ocurrido quedarse fuera) y a pocos lespreocupaba que otros anduvieran entre los coches y sedeslizaran hacia los bordes de la autopista para aliviar-se. Taunus llamó a un consejo de guerra, y el médico es-tuvo de acuerdo con su propuesta. Dejar el cadáver alborde de la autopista significaba someter a los que ve-nían más atrás a una sorpresa por lo menos penosa: lle-varlo más lejos, en pleno campo, podía provocar la vio-lenta repulsa de los lugareños, que la noche anterior ha-bían amenazado y golpeado a un muchacho de otro gru-po que buscaba de comer. El campesino del Ariane y elviajante del DKW tenían lo necesario para cerrar her-méticamente el portaequipaje del Caravelle. Cuando em-pezaban su trabajo se les agregó la muchacha del Dau-phine, que se colgó temblando del brazo del ingeniero.

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Él le explicó en voz baja lo que acababa de ocurrir y ladevolvió a su auto, ya más tranquila. Taunus y sus hom-bres habían metido el cuerpo en el portaequipajes, y elviajante trabajó con scotch tape y tubos de cola líquida ala luz de la linterna del soldado. Como la mujer del 203sabía conducir, Taunus resolvió que su marido se haríacargo del Caravelle que quedaba a la derecha del 203;así, por la mañana, la niña del 203 descubrió que su papátenía otro auto, y jugó horas y horas a pasar de uno a otroy a instalar parte de sus juguetes en el Caravelle.

Por primera vez el frío se hacía sentir en pleno día, ynadie pensaba en quitarse las chaquetas. La muchachadel Dauphine y las monjas hicieron el inventario de losabrigos disponibles en el grupo. Había unos pocos puló-veres que aparecían por casualidad en los autos o en al-guna valija, mantas, alguna gabardina o abrigo ligero.Otra vez volvía a faltar el agua, y Taunus envió a tres desus hombres, entre ellos el ingeniero, para que tratarande establecer contacto con los lugareños. Sin que pudie-ra saberse por qué, la resistencia exterior era total; bas-taba salir del límite de la autopista para que desde cual-quier sitio llovieran piedras. En plena noche alguien tiróuna guadaña que golpeó el techo del DKW y cayó al ladodel Dauphine. El viajante se puso muy pálido y no se mo-vió de su auto, pero el americano del De Soto (que no for-maba parte del grupo de Taunus pero que todos aprecia-ban por su buen humor y sus risotadas) vino a la carreray después de revolear la guadaña la devolvió campo afue-ra con todas sus fuerzas, maldiciendo a gritos. Sin em-bargo, Taunus no creía que conviniera ahondar la hosti-lidad; quizás fuese todavía posible hacer una salida enbusca de agua.

Ya nadie llevaba la cuenta de lo que se había avan-zado ese día o esos días; la muchacha del Dauphine creía

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que entre ochenta y doscientos metros; el ingeniero eramenos optimista pero se divertía en prolongar y compli-car los cálculos con su vecina, interesado de a ratos enquitarle la compañía del viajante del DKW que le hacíala corte a su manera profesional. Esa misma tarde el mu-chacho encargado del Floride corrió a avisar a Taunusque un Ford Mercury ofrecía agua a buen precio. Tau-nus se negó, pero al anochecer una de las monjas le pi-dió al ingeniero un sorbo de agua para la anciana del IDque sufría sin quejarse, siempre tomada de la mano desu marido y atendida alternativamente por las monjas yla muchacha del Dauphine. Quedaba medio litro de agua,y las mujeres lo destinaron a la anciana y a la señora delBeaulieu. Esa misma noche Taunus pagó de su bolsillodos litros de agua; el Ford Mercury prometió conseguirmás para el día siguiente, al doble del precio. Era difícilreunirse para discutir, porque hacía tanto frío que nadieabandonaba los autos como no fuera por un motivo im-perioso. Las baterías empezaban a descargarse y no sepodía hacer funcionar todo el tiempo la calefacción; Tau-nus decidió que los dos coches mejor equipados se reser-varían llegado el caso para los enfermos. Envueltos enmantas (los muchachos del Simca habían arrancado eltapizado de su auto para fabricarse chalecos y gorros, yotros empezaron a imitarlos), cada uno trataba de abrirlo menos posible las portezuelas para conservar el calor.En alguna de esas noches heladas el ingeniero oyó llo-rar ahogadamente a la muchacha del Dauphine. Sin ha-cer ruido, abrió poco a poco la portezuela y tanteó en lasombra hasta rozar una mejilla mojada. Casi sin reso-nancia la chica se dejó atraer al 404; el ingeniero la ayu-dó a tenderse en la cucheta, la abrigó con la única mantay le echó encima su gabardina. La oscuridad era más den-sa en el coche ambulancia, con sus ventanillas tapadas

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por las lomas de la rienda. En algún momento el inge-niero bajó los dos parasoles y colgó de ellos su camisa yun pulóver para aislar completamente el auto. Hacia elamanecer ella le dijo al oído que antes de empezar a llo-rar había creído ver a lo lejos, sobre la derecha, las lucesde una ciudad.

Quizá fuera una ciudad pero las nieblas de la maña-na no dejaban ver ni a veinte metros. Curiosamente esedía la columna avanzó bastante más, quizás doscientos otrescientos metros. Coincidió con nuevos anuncios de laradio (que casi nadie escuchaba, salvo Taunus que se sen-tía obligado a mantenerse al corriente); los locutores ha-blaban enfáticamente de medidas de excepción que libe-rarían la autopista, y se hacían referencias al agotadortrabajo de las cuadrillas camineras y de las fuerzas poli-ciales. Bruscamente, una de las monjas deliró. Mientrassu compañera la contemplaba aterrada y la muchacha delDauphine le humedecía las sienes con un resto de per-fume, la monja hablo de Armagedón, del noveno día, dela cadena de cinabrio. El médico vino mucho después,abriéndose paso entre la nieve que caía desde el medio-día y amurallaba poco a poco los autos. Deploró la ca-rencia de una inyección calmante y aconsejó que lleva-ran a la monja a un auto con buena calefacción. Taunusla instaló en su coche, y el niño pasó al Caravelle dondetambién estaba su amiguita del 203; jugaban con sus au-tos y se divertían mucho porque eran los únicos que nopasaban hambre. Todo ese día y los siguientes nevó caside continuo, y cuando la columna avanzaba unos metroshabía que despejar con medios improvisados las masasde nieve amontonadas entre los autos.

A nadie se le hubiera ocurrido asombrarse por la for-ma en que se obtenían las provisiones y el agua. Lo úni-co que podía hacer Taunus era administrar los fondos

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comunes y tratar de sacar el mejor partido posible de al-gunos trueques. El Ford Mercury y un Porsche veníancada noche a traficar con las vituallas; Taunus y el inge-niero se encargaban de distribuirlas de acuerdo con elestado físico de cada uno. Increíblemente la anciana delID sobrevivía, perdida en un sopor que las mujeres secuidaban de disipar. La señora del Beaulieu que unosdías antes había sufrido de náuseas y vahídos, se habíarepuesto con el frío y era de las que más ayudaba a la mon-ja a cuidar a su compañera, siempre débil y un poco ex-traviada. La mujer del soldado y del 203 se encargabande los dos niños; el viajante del DKW, quizá para conso-larse de que la ocupante del Dauphine hubiera preferi-do al ingeniero, pasaba horas contándoles cuentos a losniños. En la noche los grupos ingresaban en otra vidasigilosa y privada; las portezuelas se abrían silenciosa-mente para dejar entrar o salir alguna silueta aterida;nadie miraba a los demás, los ojos tan ciegos como la som-bra misma. Bajo mantas sucias, con manos de uñas creci-das, oliendo a encierro y a ropa sin cambiar, algo de feli-cidad duraba aquí y allá. La muchacha del Dauphine nose había equivocado: a lo lejos brillaba una ciudad, y pocoy a poco se irían acercando. Por las tardes el chico delSimca se trepaba al techo de su coche, vigía incorregibleenvuelto en pedazos de tapizado y estopa verde. Cansa-do de explorar el horizonte inútil, miraba por milésimavez los autos que lo rodeaban; con alguna envidia descu-bría a Dauphine en el auto del 404, una mano acarician-do un cuello, el final de un beso. Por pura broma, ahoraque había reconquistado la amistad del 404, les gritabaque la columna iba a moverse; entonces Dauphine teníaque abandonar al 404 y entrar en su auto, pero al ratovolvía a pasarse en buscar de calor, y al muchacho delSimca le hubiera gustado tanto poder traer a su coche a

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alguna chica de otro grupo, pero no era ni para pensar-lo con ese frío y esa hambre, sin contar que el grupo demás adelante estaba en franco tren de hostilidad con elde Taunus por una historia de un tubo de leche conden-sada, y salvo las transacciones oficiales con Ford Mer-cury y con Porsche no había relación posible con los otrosgrupos. Entonces el muchacho del Simca suspiraba des-contento y volvía a hacer de vigía hasta que la nieve y elfrío lo obligaban a meterse tiritando en su auto.

Pero el frío empezó a ceder, y después de un períodode lluvias y vientos que enervaron los ánimos y aumen-taron las dificultades de aprovisionamiento, siguierondías frescos y soleados en que ya era posible salir de losautos, visitarse, reanudar relaciones con los grupos devecinos. Los jefes habían discutido la situación, y final-mente se logró hacer la paz con el grupo de más adelan-te. De la brusca desaparición del Ford Mercury se hablómucho tiempo sin que nadie supiera lo que había podi-do ocurrirle, pero Porsche siguió viniendo y controlandoel mercado negro. Nunca faltaban del todo el agua o lasconservas, aunque los fondos del grupo disminuían y Tau-nus y el ingeniero se preguntaban qué ocurriría el díaen que no hubiera más dinero para Porsche. Se habló deun golpe de mano, de hacerlo prisionero y exigirle querevelara la fuente de los suministros, pero en esos díasla columna había avanzado un buen trecho y los jefes pre-firieron seguir esperando y evitar el riesgo de echarlotodo a perder por una decisión violenta. Al ingeniero,que había acabado por ceder a una indiferencia casi agra-dable, lo sobresaltó por un momento el tímido anunciode la muchacha del Dauphine, pero después comprendióque no se podía hacer nada para evitarlo y la idea de te-ner un hijo de ella acabó por parecerle tan natural comoel reparto nocturno de las provisiones o los viajes furtivos

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hasta el borde de la autopista. Tampoco la muerte de laanciana del ID podía sorprender a nadie. Hubo que tra-bajar otra vez en plena noche, acompañar y consolar almarido que no se resignaba a entender. Entre dos de losgrupos de vanguardia estalló una pelea y Taunus tuvoque oficiar de árbitro y resolver precariamente la dife-rencia. Todo sucedía en cualquier momento, sin horariosprevisibles; lo más importante empezó cuando ya nadielo esperaba, y al menos responsable le tocó darse cuentael primero. Trepado en el techo del Simca, el alegre vi-gía tuvo la impresión de que el horizonte había cambia-do (era el atardecer, un sol amarillento deslizaba su luzrasante y mezquina) y que algo inconcebible estaba ocu-rriendo a quinientos metros, a trescientos, a doscientoscincuenta. Se lo gritó al 404 y el 404 le dijo algo Dauphi-ne que se pasó rápidamente a su auto cuando ya Taunus,el soldado y el campesino venían corriendo y desde el te-cho del Simca el muchacho señalaba hacia adelante y re-petía interminablemente el anuncio como si quisiera con-vencerse de que lo que estaba viendo era verdad; enton-ces oyeron la conmoción, algo como un pesado pero in-contenible movimiento migratorio que despertaba de uninterminable sopor y ensayaba sus fuerzas. Taunus lesordenó a gritos que volvieran a sus coches; el Beaulieu,el ID, el Fiat 600 y el De Soto arrancaron con un mismoimpulso. Ahora el 2HP, el Taunus, el Simca y el Arianeempezaban a moverse, y el muchacho del Simca, orgu-lloso de algo que era como su triunfo, se volvía hacia el404 y agitaba el brazo mientras el 404, el Dauphine, el2HP de las monjas y el DKW se ponían a su vez en mar-cha. Pero todo estaba en saber cuánto iba a durar eso; el404 se lo preguntó casi por rutina mientras se manteníaa la par de Dauphine y le sonreía para darle ánimo. De-trás, el Volkswagen, el Caravelle, el 203 y el Floride

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arrancaban, a su vez lentamente, un trecho en primeravelocidad, después la segunda, interminablemente la se-gunda pero ya sin desembragar como tantas veces, conel pie firme en el acelerador, esperando poder pasar atercera. Estirando el brazo izquierdo el 404 buscó la manode Dauphine, rozó apenas la punta de sus dedos, vio ensu cara una sonrisa de incrédula esperanza y pensó queiban a llegar a París y que se bañarían, que irían juntosa cualquier lado, a su casa o a la de ella a bañarse, a co-mer, a bañarse interminablemente y a comer y beber, yque después habría muebles, habría un dormitorio conmuebles y un cuarto de baño con espuma de jabón paraafeitarse de verdad, y retretes, comida y retretes y sá-banas, París era un retrete y dos sábanas y el agua ca-liente por el pecho y las piernas, y una tijera de uñas, yvino blanco, beberían vino blanco antes de besarse y sen-tirse oler a lavanda y a colonia, antes de conocerse deverdad a plena luz, entre sábanas limpias, y volver a ba-ñarse por juego, amarse y bañarse y beber y entrar en lapeluquería, entrar en el baño, acariciar las sábanas y aca-riciarse entre las sábanas y amarse entre la espuma y lalavanda y los cepillos antes de empezar a pensar en loque iban a hacer, en el hijo y los problemas y el futuro, ytodo eso siempre que no se detuvieran, que la columnacontinuara aunque todavía no se pudiese subir a la ter-cera velocidad, seguir así en segunda, pero seguir. Conlos paragolpes rozando el Simca, el 404 se echó atrás enel asiento, sintió aumentar la velocidad, sintió que po-día acelerar sin peligro de irse contra el Simca, y que elSimca aceleraba sin peligro de chocar contra el Beau-lieu, y que detrás venía el Caravelle y que todos acele-raban más y más, y que ya se podía pasar a tercera sinque el motor penara, y la palanca calzó increíblementeen la tercera y la marcha se hizo suave y se aceleró toda-

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vía más, y el 404 miró enternecido y deslumbrado a suizquierda buscando los ojos de Dauphine. Era natural quecon tanta aceleración las filas ya no se mantuvieran pa-ralelas. Dauphine se había adelantado casi un metro yel 404 le veía la nuca y apenas el perfil, justamente cuan-do ella se volvía para mirarlo y hacía un gesto de sorpre-sa al ver que el 404 se retrasaba todavía más. Tranqui-lizándola con una sonrisa el 404 aceleró bruscamente,pero casi en seguida tuvo que frenar porque estaba a pun-to de rozar el Simca; le tocó secamente la bocina y el mu-chacho del Simca lo miró por el retrovisor y le hizo ungesto de impotencia, mostrándole con la mano izquierdael Beaulieu pegado a su auto. El Dauphine iba tres me-tros más adelante, a la altura del Simca, y la niña del203, al nivel del 404, agitaba los brazos y le mostraba sumuñeca. Una mancha roja a la derecha desconcertó al404; en vez del 2HP de las monjas o del Volkswagen delsoldado vio un Chevrolet desconocido, y casi en seguidael Chevrolet se adelantó seguido por un Lancia y por unRenault 8. A su izquierda se le apareaba un ID que em-pezaba a sacarle ventaja metro a metro, pero antes deque fuera sustituido por un 403, el 404 alcanzó a distin-guir todavía en la delantera el 203 que ocultaba ya aDauphine. El grupo se dislocaba, ya no existía. Taunusdebía de estar a más de veinte metros adelante, seguidode Dauphine; al mismo tiempo la tercera fila de la izquier-da se atrasaba porque en vez del DKW del viajante, el404 alcanzaba a ver la parte trasera de un viejo furgónnegro, quizá un Citroën o un Peugeot. Los autos corríanen tercera, adelantándose o perdiendo terreno según elritmo de su fila, y a los lados de la autopista se veían huirlos árboles, algunas casas entre las masas de niebla y elanochecer. Después fueron las luces rojas que todos en-cendían siguiendo el ejemplo de los que iban adelante,

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la noche que se cerraba bruscamente. De cuando en cuan-do sonaban bocinas, las agujas de los velocímetros su-bían cada vez más, algunas filas corrían a setenta kiló-metros, otras a sesenta y cinco, algunas a sesenta. El 404había esperado todavía que el avance y el retroceso delas filas le permitiera alcanzar otra vez a Dauphine, perocada minuto lo iba convenciendo de que era inútil, queel grupo se había disuelto irrevocablemente, que ya novolverían a repetirse los encuentros rutinarios, los mí-nimos rituales, los consejos de guerra en el auto de Tau-nus, las caricias de Dauphine en la paz de la madruga-da, las risas de los niños jugando con sus autos, la ima-gen de la monja pasando las cuentas del rosario. Cuandose encendieron las luces de los frenos del Simca, el 404redujo la marcha con un absurdo sentimiento de espe-ranza, y apenas puesto el freno de mano saltó del auto ycorrió hacia adelante. Fuera del Simca y el Beaulieu (másatrás estaría el Caravelle, pero poco le importaba) no re-conoció ningún auto; a través de cristales diferentes lomiraban con sorpresa y quizá escándalo otros rostros queno había visto nunca. Sonaban las bocinas, y el 404 tuvoque volver a su auto; el chico del Simca le hizo un gestoamistoso, como si comprendiera, y señaló alentadora-mente en dirección de París. La columna volvía a poner-se en marcha, lentamente durante unos minutos y lue-go como si la autopista estuviera definitivamente libre.A la izquierda del 404 corría un Taunus, y por un segun-do al 404 le pareció que el grupo se recomponía, que todoentraba en el orden, que se podría seguir adelante sindestruir nada. Pero era un Taunus verde, y en el volantehabía una mujer con anteojos ahumados que miraba fija-mente hacia adelante. No se podía hacer otra cosa queabandonarse a la marcha, adaptarse mecánicamente a lavelocidad de los autos que lo rodeaban, no pensar. En el

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Volkswagen del soldado debía de estar su chaqueta decuero. Taunus tenía la novela que él había leído en losprimeros días. Un frasco de lavanda casi vacío en el 2HPde las monjas. Y él tenía ahí, tocándolo a veces con lamano derecha, el osito de felpa que Dauphine le habíaregalado como mascota. Absurdamente se aferró a la ideade que a las nueve y media se distribuirían los alimen-tos, habría que visitar a los enfermos, examinar la situa-ción con Taunus y el campesino del Ariane; después se-ría la noche, sería Dauphine subiendo sigilosamente asu auto, las estrellas o las nubes, la vida. Sí, tenía queser así, no era posible que eso hubiera terminado parasiempre. Tal vez el soldado consiguiera una ración deagua, que había escaseado en las últimas horas; de to-dos modos se podía contar con Porsche, siempre que sele pagara el precio que pedía. Y en la antena de la radioflotaba locamente la bandera con la cruz roja, y se corríaa ochenta kilómetros por hora hacia las luces que cre-cían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tan-to apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos des-conocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todoel mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamentehacia adelante.

LA SALUD DE LOS ENFERMOS

CUANDO inesperadamente tía Clelia se sintió mal, en lafamilia hubo un momento de pánico y por varias horasnadie fue capaz de reaccionar y discutir un plan de ac-ción, ni siquiera tío Roque que encontraba siempre la sa-lida más atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a laoficina, Rosa y Pepa despidieron a los alumnos de pianoy solfeo, y hasta tía Clelia se preocupó más por mamáque por ella misma. Estaba segura de que lo que sentíano era grave, pero a mamá no se le podían dar noticiasinquietantes con su presión y su azúcar, de sobra sabíantodos que el doctor Bonifaz había sido el primero en com-prender y aprobar que le ocultaran a mamá lo de Alejan-dro. Si tía Clelia tenía que guardar cama era necesarioencontrar alguna manera de que mamá no sospecharaque estaba enferma, pero ya lo de Alejandro se había vuel-to tan difícil y ahora se agregaba esto; la menor equivo-cación, y acabaría por saber la verdad. Aunque la casaera grande, había que tener en cuenta el oído tan afina-do de mamá y su inquietante capacidad para adivinardónde estaba cada uno. Pepa, que había llamado al doc-

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tor Bonifaz desde el teléfono de arriba, avisó a sus her-manos que el médico vendría lo antes posible y que de-jaran entornada la puerta cancel para que entrase sinllamar. Mientras Rosa y tío Roque atendían a tía Cleliaque había tenido dos desmayos y se quejaba de un inso-portable dolor de cabeza, Carlos se quedó con mamá paracontarle las novedades del conflicto diplomático con elBrasil y leerle las últimas noticias. Mamá estaba de buenhumor esa tarde y no le dolía la cintura como casi siem-pre a la hora de la siesta. A todos les fue preguntandoqué les pasaba que parecían tan nerviosos, y en la casase habló de la baja presión y de los efectos nefastos delos mejoradores en el pan. A la hora del té vino tío Ro-que a charlar con mamá, y Carlos pudo darse un baño yquedarse a la espera del médico. Tía Clelia seguía me-jor, pero le costaba moverse en la cama y ya casi no seinteresaba por lo que tanto la había preocupado al salirdel primer vahído. Pepa y Rosa se turnaron junto a ella,ofreciéndole té y agua sin que les contestara; la casa seapaciguó con el atardecer y los hermanos se dijeron quetal vez lo de tía Clelia no era grave, y que a la tarde si-guiente volvería a entrar en el dormitorio de mamá comosi no le hubiese pasado nada.

Con Alejandro las cosas habían sido mucho peores,porque Alejandro se había matado en un accidente deauto a poco de llegar a Montevideo donde lo esperabanen casa de un ingeniero amigo. Ya hacía casi un año deeso, pero siempre seguía siendo el primer día para loshermanos y los tíos, para todos menos para mamá ya quepara mamá Alejandro estaba en el Brasil donde una fir-ma de Recife le había encargado la instalación de una fá-brica de cemento. La idea de preparar a mamá, de insi-nuarle que Alejandro había tenido un accidente y queestaba levemente herido, no se les había ocurrido siquie-

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ra después de las prevenciones del doctor Bonifaz. Has-ta María Laura, más allá de toda comprensión en esasprimeras horas, había admitido que no era posible darlela noticia a mamá. Carlos y el padre de María Lauraviajaron al Uruguay para traer el cuerpo de Alejandro,mientras la familia cuidaba como siempre de mamá queese día estaba dolorida y difícil. El club de ingenieríaaceptó que el velorio se hiciera en su sede y Pepa, la másocupada con mamá, ni siquiera alcanzó a ver el ataúd deAlejandro mientras los otros se turnaban de hora en horay acompañaban a la pobre María Laura perdida en unhorror sin lágrimas. Como casi siempre, a tío Roque letocó pensar. Habló de madrugada con Carlos, que llora-ba silenciosamente a su hermano con la cabeza apoyadaen la carpeta verde de la mesa del comedor donde tan-tas veces habían jugado a las cartas. Después se les agre-gó tía Clelia, porque mamá dormía toda la noche y no ha-bía que preocuparse por ella. Con el acuerdo tácito deRosa y de Pepa, decidieron las primeras medidas, empe-zando por el secuestro de La Nación —a veces mamá seanimaba a leer el diario unos minutos— y todos estuvie-ron de acuerdo con lo que había pensado el tío Roque.Fue así como una empresa brasileña contrató a Alejan-dro para que pasara un año en Recife, y Alejandro tuvoque renunciar en pocas horas a sus breves vacaciones encasa del ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al pri-mer avión. Mamá tenía que comprender que eran nue-vos tiempos, que los industriales no entendían de senti-mientos, pero Alejandro ya encontraría la manera detomarse una semana de vacaciones a mitad de año y ba-jar a Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien todo eso,aunque lloró un poco y hubo que darle a respirar sus sa-les. Carlos, que sabía hacerla reír, le dijo que era una ver-güenza que llorara por el primer éxito del benjamín de

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la familia, y que a Alejandro no le hubiera gustado ente-rarse de que recibían así la noticia de su contrato. En-tonces mamá se tranquilizó y dijo que bebería un dedode málaga a la salud de Alejandro. Carlos salió brusca-mente a buscar el vino, pero fue Rosa quien lo trajo yquien brindó con mamá.

La vida de mamá era bien penosa, y aunque poco sequejaba había que hacer todo lo posible por acompañarlay distraerla. Cuando al día siguiente del entierro de Ale-jandro se extrañó de que María Laura no hubiese veni-do a visitarla como todos los jueves, Pepa fue por la tar-de a casa de los Novalli para hablar con María Laura. Aesa hora tío Roque estaba en el estudio de un abogadoamigo, explicándole la situación; el abogado prometióescribir inmediatamente a su hermano que trabajaba enRecife (las ciudades no se elegían al azar en casa de mamá)y organizar lo de la correspondencia. El doctor Bonifazya había visitado como por casualidad a mamá, y despuésde examinarle la vista la encontró bastante mejor perole pidió que por unos días se abstuviera de leer los dia-rios. Tía Clelia se encargó de comentarle las noticias másinteresantes; por suerte a mamá no le gustaban los noti-cieros radiales porque eran vulgares y a cada rato habíaavisos de remedios nada seguros que la gente tomabacontra viento y marea y así les iba.

María Laura vino el viernes por la tarde y habló delo mucho que tenía que estudiar para los exámenes dearquitectura.

—Sí, mi hijita —dijo mamá, mirándola con afecto—.Tenés los ojos colorados de leer, y eso es malo. Ponéteunas compresas con hamamelis, que es lo mejor que hay.

Rosa y Pepa estaban ahí para intervenir a cada mo-mento en la conversación, y María Laura pudo resistir yhasta sonrió cuando mamá se puso a hablar de ese píca-

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ro de novio que se iba tan lejos y casi sin avisar. La ju-ventud moderna era así, el mundo se había vuelto loco ytodos andaban apurados y sin tiempo para nada. Des-pués mamá se perdió en las ya sabidas anécdotas de pa-dres y abuelos, y vino el café y después entró Carlos conbromas y cuentos, y en algún momento tío Roque se paróen la puerta del dormitorio y los miró con su aire bona-chón, y todo pasó como tenía que pasar hasta la hora deldescanso de mamá.

La familia se fue habituando, a María Laura le costómás pero en cambio sólo tenía que ver a mamá los jue-ves; un día llegó la primera carta de Alejandro (mamáse había extrañado ya dos veces de su silencio) y Carlosse la leyó al pie de la cama. A Alejandro le había encanta-do Recife, hablaba del puerto, de los vendedores de papa-gayos y del sabor de los refrescos, a la familia se le ha-cía agua la boca cuando se enteraba de que los ananás nocostaban nada, y que el café era de verdad y con una fra-gancia... Mamá pidió que le mostraran el sobre, y dijo quehabría que darle la estampilla al chico de los Maroldaque era filatelista, aunque a ella no le gustaba nada quelos chicos anduvieran con las estampillas porque des-pués no se lavaban las manos y las estampillas habíanrodado por todo el mundo.

—Les pasan la lengua para pegarlas —decía siem-pre mamá— y los microbios quedan ahí y se incuban, essabido. Pero dásela lo mismo, total ya tiene tantas queuna más...

Al otro día mamá llamó a Rosa y le dictó una cartapara Alejandro, preguntándole cuándo iba a poder to-marse vacaciones y si el viaje no le costaría demasiado.Le explicó cómo se sentía y le habló del ascenso que aca-baban de darle a Carlos y del premio que había sacadouno de los alumnos de piano de Pepa. También le dijo

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que María Laura la visitaba sin faltar ni un solo jueves,pero que estudiaba demasiado y que eso era malo parala vista. Cuando la carta estuvo escrita, mamá la firmóal pie con un lápiz, y besó suavemente el papel. Pepa selevantó con el pretexto de ir a buscar un sobre, y tía Cle-lia vino con las pastillas de las cinco y unas flores parael jarrón de la cómoda.

Nada era fácil, porque en esa época la presión demamá subió todavía más y la familia llegó a preguntarsesi no habría alguna influencia inconsciente, algo que des-bordaba del comportamiento de todos ellos, una inquie-tud y un desánimo que hacían daño a mamá a pesar delas precauciones y la falsa alegría. Pero no podía ser, por-que a fuerza de fingir las risas todos habían acabado porreírse de veras con mamá, y a veces se hacían bromas yse tiraban manotazos aunque no estuvieran con ella, ydespués se miraban como si se despertaran bruscamen-te, y Pepa se ponía muy colorada y Carlos encendía uncigarrillo con la cabeza gacha. Lo único importante en elfondo era que pasara el tiempo y que mamá no se diesecuenta de nada. Tío Roque había hablado con el doctorBonifaz, y todos estaban de acuerdo en que había que con-tinuar indefinidamente la comedia piadosa, como la ca-lificaba tía Clelia. El único problema eran las visitas deMaría Laura porque mamá insistía naturalmente en ha-blar de Alejandro, quería saber si se casarían apenas élvolviera de Recife o si ese loco de hijo iba a aceptar otrocontrato lejos y por tanto tiempo. No quedaba más re-medio que entrar a cada momento en el dormitorio y dis-traer a mamá, quitarle a María Laura que se manteníamuy quieta en su silla, con las manos apretadas hastahacerse daño, pero un día mamá le preguntó a tía Cleliapor qué todos se precipitaban en esa forma cuando Ma-ría Laura venía a verla, como si fuera la única ocasión

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que tenían de estar con ella. Tía Clelia se echó a reír y ledijo que todos veían un poco a Alejandro en María Lau-ra, y que por eso les gustaba estar con ella cuando venía.

—Tenés razón, María Laura es tan buena —dijomamá—. El bandido de mi hijo no se la merece, creéme.

—Mirá quién habla —dijo tía Clelia—. Si se te cae lababa cuando nombrás a tu hijo.

Mamá también se puso a reír, y se acordó de que enesos días iba a llegar carta de Alejandro. La carta llegóy tío Roque la trajo junto con el té de las cinco. Esa vezmamá quiso leer la carta y pidió sus anteojos de ver cer-ca. Leyó aplicadamente, como si cada frase fuera un bo-cado que había que dar vueltas y vueltas paladeándolo.

—Los muchachos de ahora no tienen respeto —dijo sindarle demasiada importancia—. Está bien que en mi tiem-po no se usaban esas máquinas, pero yo no me hubieraatrevido jamás a escribir así a mi padre, ni vos tampoco.

—Claro que no —dijo tío Roque—. Con el genio quetenía el viejo.

—A vos no se te cae nunca eso del viejo, Roque. Sabésque no me gusta oírtelo decir, pero te da igual. Acordátecómo se ponía mamá.

—Bueno, está bien. Lo de viejo es una manera de de-cir, no tiene nada que ver con el respeto

—Es muy raro —dijo mamá, quitándose los anteojosy mirando las molduras del cielo raso—. Ya van cinco oseis cartas de Alejandro, y en ninguna me llama... Ah,pero es un secreto entre los dos. Es raro, sabés. ¿Por quéno me ha llamado así ni una sola vez?

—A lo mejor al muchacho le parece tonto escribírte-lo. Una cosa es que te diga... ¿cómo te dice?...

—Es un secreto —dijo mamá—. Un secreto entre mihijito y yo.

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Ni Pepa ni Rosa sabían de ese nombre, y Carlos se en-cogió de hombros cuando le preguntaron.

—¿Qué querés, tío? Lo más que puedo hacer es falsi-ficarle la firma. Yo creo que mamá se va a olvidar de eso,no te lo tomés tan a pecho.

A los cuatro o cinco meses, después de una carta deAlejandro en la que explicaba lo mucho que tenía que ha-cer (aunque estaba contento porque era una gran oportu-nidad para un ingeniero joven), mamá insistió en que yaera tiempo de que se tomara unas vacaciones y bajara aBuenos Aires. A Rosa, que escribía la respuesta de mamá,le pareció que dictaba más lentamente, como si hubieraestado pensando mucho cada frase.

—Vaya a saber si el pobre podrá venir —comentó Rosacomo al descuido—. Sería una lástima que se malquistecon la empresa justamente ahora que le va tan bien y estátan contento.

Mamá siguió dictando como si no hubiera oído. Susalud dejaba mucho que desear y le hubiera gustado vera Alejandro, aunque sólo fuese por unos días. Alejandrotenía que pensar también en María Laura, no porque ellacreyese que descuidaba a su novia, pero un cariño no vivede palabras bonitas y promesas a la distancia. En fin, es-peraba que Alejandro le escribiera pronto con buenasnoticias. Rosa se fijó que mamá no besaba el papel des-pués de firmar, pero que miraba fijamente la carta comosi quisiera grabársela en la memoria. “Pobre Alejandro”,pensó Rosa, y después se santiguó bruscamente sin quemamá la viera.

—Mirá —le dijo tío Roque a Carlos cuando esa nochese quedaron solos para su partida de dominó—, yo creoque esto se va a poner feo. Habrá que inventar algunacosa plausible, o al final se dará cuenta.

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—Qué sé yo, tío. Lo mejor será que Alejandro contes-te de una manera que la deje contenta por un tiempo más.La pobre está tan delicada, no se puede ni pensar en...

—Nadie habló de eso, muchacho. Pero yo te digo quetu madre es de las que no aflojan. Está en la familia, che.

Mamá leyó sin hacer comentarios la respuesta evasi-va de Alejandro, que trataría de conseguir vacaciones ape-nas entregara el primer sector instalado de la fábrica.Cuando esa tarde llegó María Laura, le pidió que inter-cediera para que Alejandro viniese aunque no fueramás que una semana a Buenos Aires. María Laura le dijodespués a Rosa que mamá se lo había pedido en el únicomomento en que nadie más podía escucharla. Tío Roquefue el primero en sugerir lo que todos habían pensadoya tantas veces sin animarse a decirlo por lo claro, y cuan-do mamá le dictó a Rosa otra carta para Alejandro, in-sistiendo en que viniera, se decidió que no quedaba másremedio que hacer la tentativa y ver si mamá estaba encondiciones de recibir una primera noticia desagrada-ble. Carlos consultó al doctor Bonifaz, que aconsejó pru-dencia y unas gotas. Dejaron pasar el tiempo necesario,y una tarde tío Roque vino a sentarse a los pies de la camade mamá, mientras Rosa cebaba un mate y miraba por laventana del balcón, al lado de la cómoda de los remedios.

—Fijáte que ahora empiezo a entender un poco porqué este diablo de sobrino no se decide a venir a vernos—dijo tío Roque—. Lo que pasa es que no te ha queridoafligir, sabiendo que todavía no estás bien.

Mamá lo miró como si no comprendiera.—Hoy telefonearon los Novalli, parece que María Lau-

ra recibió noticias de Alejandro. Está bien, pero no va apoder viajar por unos meses.

—¿Por qué no va a poder viajar? —preguntó mamá.

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—Porque tiene algo en un pie, parece. En el tobillo,creo. Hay que preguntarle a María Laura para que diga loque pasa. El viejo Novalli habló de una fractura o algo así.

—¿Fractura de tobillo? —dijo mamá.Antes de que tío Roque pudiera contestar, ya Rosa

estaba con el frasco de sales. El doctor Bonifaz vino enseguida, y todo pasó en unas horas, pero fueron horaslargas y el doctor Bonifaz no se separó de la familia has-ta entrada la noche. Recién dos días después mamá sesintió lo bastante repuesta como para pedirle a Pepa quele escribiera a Alejandro. Cuando Pepa, que no había en-tendido bien, vino como siempre con el block y la lapice-ra, mamá cerró los ojos y negó con la cabeza.

—Escribíle vos, nomás. Decíle que se cuide.Pepa obedeció, sin saber por qué escribía una frase

tras otra puesto que mamá no iba a leer la carta. Esa no-che le dijo a Carlos que todo el tiempo, mientras escri-bía al lado de la cama de mamá, había tenido la absolutaseguridad de que mamá no iba a leer ni a firmar esa car-ta. Seguía con los ojos cerrados y no los abrió hasta lahora de la tisana; parecía haberse olvidado, estar pen-sando en otras cosas.

Alejandro contestó con el tono más natural del mun-do, explicando que no había querido contar lo de la frac-tura para no afligirla. Al principio se habían equivocadoy le habían puesto un yeso que hubo de cambiar, pero yaestaba mejor y en unas semanas podría empezar a cami-nar. En total tenía para unos dos meses, aunque lo maloera que su trabajo se había retrasado una barbaridad enel peor momento, y...

Carlos, que leía la carta en voz alta, tuvo la impresiónde que mamá no lo escuchaba como otras veces. De cuan-do en cuando miraba el reloj, lo que en ella era signo de

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impaciencia. A las siete Rosa tenía que traerle el caldocon las gotas del doctor Bonifaz, y eran las siete y cinco.

—Bueno —dijo Carlos, doblando la carta—. Ya vesque todo va bien, al pibe no le ha pasado nada serio.

—Claro —dijo mamá—. Mirá, decíle a Rosa que seapure, querés.

A María Laura, mamá le escuchó atentamente las ex-plicaciones sobre la fractura de Alejandro, y hasta le dijoque le recomendara unas fricciones que tanto bien le ha-bían hecho a su padre cuando la caída del caballo en Ma-tanzas. Casi en seguida, como si formara parte de la mis-ma frase, preguntó si no le podían dar unas gotas de aguade azahar, que siempre le aclaraban la cabeza.

La primera en hablar fue María Laura, esa misma tar-de. Se lo dijo a Rosa en la sala, antes de irse, y Rosa se que-dó mirándola como si no pudiera creer lo que había oído.

—Por favor —dijo Rosa—. ¿Cómo podés imaginarteuna cosa así?

—No me la imagino, es la verdad —dijo María Lau-ra—. Y yo no vuelvo más, Rosa, pídanme lo que quieran,pero yo no vuelvo a entrar en esa pieza.

En el fondo a nadie le pareció demasiado absurda lafantasía de María Laura, pero tía Clelia resumió el sen-timiento de todos cuando dijo que en una casa como lade ellos un deber era un deber. A Rosa le tocó ir a lo delos Novalli, pero María Laura tuvo un ataque de llantotan histérico que no quedó más remedio que acatar sudecisión; Pepa y Rosa empezaron esa misma tarde a ha-cer comentarios sobre lo mucho que tenía que estudiarla pobre chica y lo cansada que estaba. Mamá no dijo nada,y cuando llegó el jueves no preguntó por María Laura.Ese jueves se cumplían diez meses de la partida deAlejandro al Brasil. La empresa estaba tan satisfecha desus servicios, que unas semanas después le propusieron

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una renovación del contrato por otro año, siempre queaceptara irse de inmediato a Belén para instalar otrafábrica. A tío Roque le parecía eso formidable, un grantriunfo para un muchacho de tan pocos años.

—Alejandro fue siempre el más inteligente —dijomamá—. Así como Carlos es el más tesonero.

—Tenés razón —dijo tío Roque, preguntándose depronto qué mosca le habría picado aquel día a María Lau-ra—. La verdad es que te han salido unos hijos que va-len la pena, hermana.

—Oh, sí, no me puedo quejar. A su padre le hubieragustado verlos ya grandes. Las chicas, tan buenas, y elpobre Carlos, tan de su casa.

—Y Alejandro, con tanto porvenir.—Ah, sí —dijo mamá.—Fijáte nomás en ese nuevo contrato que le ofrecen...

En fin, cuando estés con ánimo le contestarás a tu hijo;debe andar con la cola entre las piernas pensando quela noticia de la renovación no te va a gustar.

—Ah, sí —repitió mamá, mirando al cielo raso—. Decí-le a Pepa que le escriba, ella ya sabe.

Pepa escribió, sin estar muy segura de lo que debíadecirle a Alejandro, pero convencida de que siempre eramejor tener un texto completo para evitar contradiccio-nes en las respuestas. Alejandro, por su parte, se alegrómucho de que mamá comprendiera la oportunidad quese le presentaba. Lo del tobillo iba muy bien, apenas pu-diera pediría vacaciones para venirse a estar con ellosuna quincena. Mamá asintió con un leve gesto, y pregun-tó si ya había llegado La Razón para que Carlos le leye-ra los telegramas. En la casa todo se había ordenado sinesfuerzo, ahora que parecían haber terminado los sobre-saltos y la salud de mamá se mantenía estacionaria. Loshijos se turnaban para acompañarla; tío Roque y tía Cle-

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lia entraban y salían en cualquier momento. Carlos leleía el diario a mamá por la noche, y Pepa por la maña-na. Rosa y tía Clelia se ocupaban de los medicamentos ylos baños; tío Roque tomaba mate en su cuarto dos o tresveces al día. Mamá no estaba nunca sola, no preguntabanunca por María Laura; cada tres semanas recibía sin co-mentarios las noticias de Alejandro; le decía a Pepa quecontestara y hablaba de otra cosa, siempre inteligente yatenta y alejada.

Fue en esta época cuando tío Roque empezó a leerlelas noticias de la tensión con el Brasil. Las primeras lashabía escrito en los bordes del diario, pero mamá no sepreocupaba por la perfección de la lectura y después deunos días tío Roque se acostumbró a inventar en el mo-mento. Al principio acompañaba los inquietantes tele-gramas con algún comentario sobre los problemas queeso podía traerle a Alejandro y a los demás argentinosen el Brasil, pero como mamá no parecía preocuparsedejó de insistir aunque cada tantos días agravaba un pocola situación. En las cartas de Alejandro se mencionabala posibilidad de una ruptura de relaciones, aunque elmuchacho era el optimista de siempre y estaba conven-cido de que los cancilleres arreglarían el litigio.

Mamá no hacía comentarios, tal vez porque aún fal-taba mucho para que Alejandro pudiera pedir licencia,pero una noche le preguntó bruscamente al doctor Boni-faz si la situación con el Brasil era tan grave como de-cían los diarios

—¿Con el Brasil? Bueno, sí, las cosas no andan muybien —dijo el médico—. Esperemos que el buen sentidode los estadistas...

Mamá lo miraba como sorprendida de que le hubieserespondido sin vacilar. Suspiró levemente, y cambió laconversación. Esa noche estuvo más animada que otras

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veces, y el doctor Bonifaz se retiró satisfecho. Al otro díase enfermó tía Clelia; los desmayos parecían cosa pasaje-ra, pero el doctor Bonifaz habló con tío Roque y aconsejóque internaran a tía Clelia en un sanatorio. A mamá, queen ese momento escuchaba las noticias del Brasil que letraía Carlos con el diario de la noche, le dijeron que tíaClelia estaba con una jaqueca que no la dejaba moversede la cama. Tuvieron toda la noche para pensar en lo queharían, pero tío Roque estaba como anonadado despuésde hablar con el doctor Bonifaz, y a Carlos y a las chicasles tocó decidir. A Rosa se le ocurrió lo de la quinta deManolita Valle y el aire puro; al segundo día de la jaque-ca de tía Clelia, Carlos llevó la conversación con tantahabilidad que fue como si mamá en persona hubiera acon-sejado una temporada en la quinta de Manolita que tan-to bien le haría a Clelia. Un compañero de oficina de Car-los se ofreció para llevarla en su auto, ya que el tren erafatigoso con esa jaqueca. Tía Clelia fue la primera en que-rer despedirse de mamá, y entre Carlos y tío Roque lallevaron pasito a paso para que mamá le recomendaseque no tomara frío en esos autos de ahora y que se acor-dara del laxante de frutas cada noche.

—Clelia estaba muy congestionada —le dijo mamá aPepa por la tarde—. Me hizo mala impresión, sabés.

—Oh, con unos días en la quinta se va a reponer lomás bien. Estaba un poco cansada estos meses; me acuer-do de que Manolita le había dicho que fuera a acompa-ñarla a la quinta.

—¿Sí? Es raro, nunca me lo dijo.—Por no afligirte, supongo.—¿Y cuánto tiempo se va a quedar, hijita?Pepa no sabía, pero ya le preguntarían al doctor Bo-

nifaz que era el que había aconsejado el cambio de aire.Mamá no volvió a hablar del asunto hasta algunos días

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después (tía Clelia acababa de tener un síncope en el sa-natorio, y Rosa se turnaba con tío Roque para acompa-ñarla).

—Me pregunto cuándo va a volver Clelia —dijo mamá.—Vamos, por una vez que la pobre se decide a dejar-

te y a cambiar un poco de aire...—Sí, pero lo que tenía no era nada, dijeron ustedes.—Claro que no es nada. Ahora se estará quedando

por gusto, o por acompañar a Manolita; ya sabés cómoson de amigas.

—Telefoneá a la quinta y averiguá cuándo va a vol-ver —dijo mamá.

Rosa telefoneó a la quinta, y le dijeron que tía Cleliaestaba mejor, pero que todavía se sentía un poco débil,de manera que iba a aprovechar para quedarse. El tiem-po estaba espléndido en Olavarría.

—No me gusta nada eso —dijo mamá—. Clelia ya ten-dría que haber vuelto.

—Por favor, mamá, no te preocupés tanto. ¿Por quéno te mejorás vos lo antes posible, y te vas con Clelia yManolita a tomar sol a la quinta?

—¿Yo? —dijo mamá, mirando a Carlos con algo quese parecía al asombro, al escándalo, al insulto. Carlos seechó a reír para disimular lo que sentía (tía Clelia esta-ba gravísima, Pepa acababa de telefonear) y la besó en lamejilla como a una niña traviesa.

—Mamita tonta —dijo, tratando de no pensar en nada.Esa noche mamá durmió mal y desde el amanecer pre-

guntó por Clelia, como si a esa hora se pudieran tenernoticias de la quinta (tía Clelia acababa de morir y ha-bían decidido velarla en la funeraria). A las ocho llama-ron a la quinta desde e1 teléfono de la sala, para que mamápudiera escuchar la conversación, y por suerte tía Cle-lia había pasado bastante buena noche aunque el médi-

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co de Manolita aconsejaba que se quedase mientras si-guiera el buen tiempo. Carlos estaba muy contento conel cierre de la oficina por inventario y balance, y vino enpiyama a tomar mate al pie de la cama de mamá y a dar-le conversación.

—Mirá —dijo mamá—, yo creo que habría que escri-birle a Alejandro que venga a ver a su tía. Siempre fueel preferido de Clelia, y es justo que venga.

—Pero si tía Clelia no tiene nada, mamá. Si Alejan-dro no ha podido venir a verte a vos, imagináte...

—Allá él —dijo mamá—. Vos escribíle y decíle queClelia está enferma y que debería venir a verla.

—¿Pero cuántas veces te vamos a repetir que lo detía Clelia no es grave?

—Si no es grave, mejor. Pero no te cuesta nada escri-birle.

Le escribieron esa misma tarde y le leyeron la cartaa mamá. En los días en que debía llegar la respuesta deAlejandro (tía Clelia seguía bien, pero el médico de Ma-nolita insistía en que aprovechara el buen aire de la quin-ta), la situación diplomática con el Brasil se agravó to-davía más y Carlos le dijo a mamá que no sería raro quelas cartas de Alejandro se demoraran.

—Parecería a propósito —dijo mamá—. Ya vas a verque tampoco podrá venir él.

Ninguno de ellos se decidía a leerle la carta de Ale-jandro. Reunidos en el comedor, miraban al lugar vacíode tía Clelia, se miraban entre ellos, vacilando.

—Es absurdo —dijo Carlos—. Ya estamos tan acos-tumbrados a esta comedia, que una escena más o menos...

—Entonces llevásela vos —dijo Pepa, mientras se lellenaban los ojos de lágrimas y se los secaba con la ser-villeta.

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—Qué querés, hay algo que no anda. Ahora cada vezque entro en su cuarto estoy como esperando una sor-presa, una trampa, casi.

—La culpa la tiene María Laura —dijo Rosa—. Ellanos metió la idea en la cabeza y ya no podemos actuarcon naturalidad. Y para colmo tía Clelia...

—Mirá, ahora que lo decís se me ocurre que conven-dría hablar con María Laura —dijo tío Roque—. Lo máslógico sería que viniera después de sus exámenes y lediera a tu madre la noticia de que Alejandro no va a po-der viajar.

—Pero a vos no te hiela la sangre que mamá no pre-gunte más por María Laura, aunque Alejandro la nom-bra en todas sus cartas?

—No se trata de la temperatura de mi sangre —dijotío Roque—. Las cosas se hacen o no se hacen, y se acabó.

A Rosa le llevó dos horas convencer a María Laura,pero era su mejor amiga y María Laura los quería mu-cho, hasta a mamá aunque le diera miedo. Hubo que pre-parar una nueva carta, que María Laura trajo junto conun ramo de flores y las pastillas de mandarina que le gus-taban a mamá. Sí, por suerte ya habían terminado los exá-menes peores, y podría irse unas semanas a descansar aSan Vicente.

—El aire del campo te hará bien —dijo mamá—. Encambio a Clelia... ¿Hoy llamaste a la quinta, Pepa? Ah,sí, recuerdo que me dijiste... Bueno, ya hace tres sema-nas que se fue Clelia, y mirá vos...

María Laura y Rosa hicieron los comentarios del caso,vino la bandeja del té, y María Laura le leyó a mamá unospárrafos de la carta de Alejandro con la noticia de la in-ternación provisional de todos los técnicos extranjeros,y la gracia que le hacía estar alojado en un espléndidohotel por cuenta del gobierno, a la espera de que los can-

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cilleres arreglaran el conflicto. Mamá no hizo ningunareflexión, bebió su taza de tilo y se fue adormeciendo. Lasmuchachas siguieron charlando en la sala, más alivia-das. María Laura estaba por irse cuando se le ocurrió lodel teléfono y se lo dijo a Rosa. A Rosa le parecía que tam-bién Carlos había pensado en eso, y más tarde le habló atío Roque, que se encogió de hombros. Frente a cosas asíno quedaba más remedio que hacer un gesto y seguir le-yendo el diario. Pero Rosa y Pepa se lo dijeron tambiéna Carlos, que renunció a encontrarle explicación a me-nos de aceptar lo que nadie quería aceptar.

—Ya veremos —dijo Carlos—. Todavía puede ser quese le ocurra y nos lo pida. En ese caso...

Pero mamá no pidió nunca que le llevaran el teléfonopara hablar personalmente con tía Clelia. Cada mañanapreguntaba si había noticias de la quinta, y después sevolvía a su silencio donde el tiempo parecía contarse pordosis de remedios y tazas de tisana. No le desagradabaque tío Roque viniera con La Razón para leerle las últi-mas noticias del conflicto con el Brasil, aunque tampocoparecía preocuparse si el diariero llegaba tarde o tío Ro-que se entretenía más que de costumbre con un proble-ma de ajedrez. Rosa y Pepa llegaron a convencerse de quea mamá la tenía sin cuidado que le leyeran las noticias,o telefonearan a la quinta, o trajeran una carta de Ale-jandro. Pero no se podía estar seguro porque a vecesmamá levantaba la cabeza y las miraba con la mirada pro-funda de siempre, ni la que no había ningún cambio, nin-guna aceptación. La rutina los abarcaba a todos, y paraRosa telefonear a un agujero negro en el extremo del hiloera tan simple y cotidiano como para tío Roque seguirleyendo falsos telegramas sobre un fondo de anunciosde remates o noticias de fútbol, o para Carlos entrar conlas anécdotas de su visita a la quinta de Olavarría y los

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paquetes de frutas que les mandaban Manolita y tía Cle-lia. Ni siquiera durante los últimos meses de mamá cam-biaron las costumbres, aunque poca importancia tuvieraya. El doctor Bonifaz les dijo que por suerte mamá nosufriría nada y que se apagaría sin sentirlo. Pero mamáse mantuvo lúcida hasta el fin, cuando ya los hijos la ro-deaban sin poder fingir lo que sentían.

—Qué buenos fueron conmigo —dijo mamá—. Todoese trabajo que se tomaron para que no sufriera.

Tío Roque estaba sentado junto a ella y le acarició jo-vialmente la mano, tratándola de tonta. Pepa y Rosa, fin-giendo buscar algo en la cómoda, sabían ya que María Lau-ra había tenido razón; sabían lo que de alguna manerahabían sabido siempre.

—Tanto cuidarme... —dijo mamá, y Pepa apretó lamano de Rosa, porque al fin y al cabo esas dos palabrasvolvían a poner todo en orden, restablecían la larga co-media necesaria. Pero Carlos, a los pies de la cama, mi-raba a mamá como si supiera que iba a decir algo más.

—Ahora podrán descansar —dijo mamá—. Ya no lesdaremos más trabajo.

Tío Roque iba a protestar, a decir algo, pero Carlosse le acercó y le apretó violentamente el hombro. Mamáse perdía poco a poco en una modorra, y era mejor nomolestarla.

Tres días después del entierro llegó la última cartade Alejandro, donde como siempre preguntaba por la sa-lud de mamá y de tía Clelia. Rosa, que la había recibido,la abrió y empezó a leerla sin pensar, y cuando levantóla vista porque de golpe las lágrimas la cegaban, se diocuenta de que mientras la leía había estado pensandoen cómo habría que darle a Alejandro la noticia de lamuerte de mamá.

LA SEÑORITA CORA

NO ENTIENDO por qué no me dejan pasar la noche en la clí-nica con el nene, al fin y al cabo soy su madre y el doctorDe Luisi nos recomendó personalmente al director. Po-drían traer un sofá cama y yo lo acompañaría para quese vaya acostumbrando, entró tan pálido el pobrecitocomo si fueran a operarlo en seguida, yo creo que es eseolor de las clínicas, su padre también estaba nervioso yno veía la hora de irse, pero yo estaba segura de que medejarían con el nene. Después de todo tiene apenas quin-ce años y nadie se los daría, siempre pegado a mí aun-que ahora con los pantalones largos quiere disimular yhacerse el hombre grande. La impresión que le habrá he-cho cuando se dio cuenta de que no me dejaban quedar-me, menos mal que su padre le dio charla, le hizo ponerel piyama y meterse en la cama. Y todo por esa mocosade enfermera, yo me pregunto si verdaderamente tieneórdenes de los médicos o si lo hace por pura maldad. Perobien que se lo dije, bien que le pregunté si estaba segurade que tenía que irme. No hay más que mirarla para dar-se cuenta de quién es, con esos aires de vampiresa y ese

We’ll send your love to college,all for a year or two.

And then perhaps in time the boywill do for you.

The trees that grow so high(Canción folklórica inglesa.)

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delantal ajustado, una chiquilina de porquería que secree la directora de la clínica. Pero eso sí, no se la llevóde arriba, le dije lo que pensaba y eso que el nene no sabíadónde meterse de vergüenza y su padre se hacía el des-entendido y de paso seguro que le miraba las piernas comode costumbre. Lo único que me consuela es que el am-biente es bueno, se nota que es una clínica para personaspudientes; el nene tiene un velador de lo más lindo paraleer sus revistas, y por suerte su padre se acordó de traerlecaramelos de menta que son los que más le gustan. Peromañana por la mañana, eso sí, lo primero que hago es ha-blar con el doctor De Luisi para que la ponga en su lugara esa mocosa presumida. Habrá que ver si la frazada loabriga bien al nene, voy a pedir que por las dudas le de-jen otra a mano. Pero sí, claro que me abriga, menos malque se fueron de una vez, mamá cree que soy un chico yme hace hacer cada papelón. Seguro que la enfermerava a pensar que no soy capaz de pedir lo que necesito,me miró de una manera cuando mamá le estaba protes-tando... Está bien, si no la dejaban quedarse que le va-mos a hacer, ya soy bastante grande para dormir solo denoche, me parece. Y en esta cama se dormirá bien, a estahora ya no se oye ningún ruido, a veces de lejos el zum-bido del ascensor que me hace acordar a esa película demiedo que también pasaba en una clínica, cuando a me-dianoche se abría poco a poco la puerta y la mujer paralí-tica en la cama veía entrar al hombre de la máscara blan-ca...

La enfermera es bastante simpática, volvió a las seisy media con unos papeles y me empezó a preguntar minombre completo, la edad y esas cosas. Yo guardé la re-vista en seguida porque hubiera quedado mejor estar le-yendo un libro de veras y no una fotonovela, y creo queella se dio cuenta pero no dijo nada, seguro que todavía

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estaba enojada por lo que le había dicho mamá y pensa-ba que yo era igual que ella y que le iba a dar órdenes oalgo así. Me preguntó si me dolía el apéndice y le dije queno, que esa noche estaba muy bien. “A ver el pulso”, medijo, y después de tomármelo anotó algo más en la plani-lla y la colgó a los pies de la cama. “¿Tenés hambre?”, mepreguntó, yo creo que me puse colorado porque me tomóde sorpresa que me tuteara, es tan joven que me hizo im-presión. Le dije que no, aunque era mentira porque a esahora siempre tengo hambre. “Esta noche vas a cenar muyliviano”, dijo ella, y cuando quise darme cuenta ya mehabía quitado el paquete de caramelos de menta y se iba.No sé si empecé a decirle algo, creo que no. Me daba unarabia que me hiciera eso como a un chico, bien podía ha-berme dicho que no tenía que comer caramelos, pero lle-várselos... Seguro que estaba furiosa por lo de mamá yse desquitaba conmigo, de puro resentida; que sé yo, des-pués que se fue se me paso de golpe el fastidio, queríaseguir enojado con ella pero no podía. Qué joven es, cla-vado que no tiene ni diecinueve años, debe haberse re-cibido de enfermera hace muy poco. A lo mejor vienepara traerme la cena; le voy a preguntar cómo se llama,si va a ser mi enfermera tengo que darle un nombre. Peroen cambio vino otra, una señora muy amable vestida deazul que me trajo un caldo y bizcochos y me hizo tomarunas pastillas verdes. También ella me preguntó cómome llamaba y si me sentía bien, y me dijo que en esta pie-za dormiría tranquilo porque era una de las mejores dela clínica, y es verdad porque dormí hasta casi las ochoen que me despertó una enfermera chiquita y arrugadacomo un mono pero muy amable, que me dijo que podíalevantarme y lavarme pero antes me dio un termómetroy me dijo que me lo pusiera como se hace en estas clíni-cas, y yo no entendí porque en casa se pone debajo del

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brazo, y entonces me explicó y se fue. Al rato vino mamáy qué alegría verlo tan bien, yo que me temía que hubie-ra pasado la noche en blanco el pobre querido, pero loschicos son así, en la casa tanto trabajo y después duer-men a pierna suelta aunque estén lejos de su mamá queno ha cerrado los ojos la pobre. El doctor De Luisi entrópara revisar al nene y yo me fui un momento afuera por-que ya esta grandecito, y me hubiera gustado encontrár-mela a la enfermera de ayer para verle bien la cara y po-nerla en su sitio nada más que mirándola de arriba a aba-jo, pero no había nadie en el pasillo. Casi en seguida sa-lió el doctor De Luisi y me dijo que al nene iban a ope-rarlo a la mañana siguiente, que estaba muy bien y enlas mejores condiciones para la operación, a su edad unaapendicitis es una tontería. Le agradecí mucho y aprove-ché para decirle que me había llamado la atención la im-pertinencia de la enfermera de la tarde, se lo decía por-que no era cosa de que a mi hijo fuera a faltarle la aten-ción necesaria. Después entré en la pieza para acompa-ñar al nene que estaba leyendo sus revistas y ya sabíaque lo iban a operar al otro día. Como si fuera el fin delmundo, me mira de un modo la pobre, pero si no me voya morir, mamá, hacéme un poco el favor. Al Cacho le sa-caron el apéndice en el hospital y a los seis días ya esta-ba queriendo jugar al fútbol. Andáte tranquila que estoymuy bien y no me falta nada. Sí, mamá, sí, diez minutosqueriendo saber si me duele aquí o más allá, menos malque se tiene que ocupar de mi hermana en casa, al finalse fue y yo pude terminar la fotonovela que había empe-zado anoche. La enfermera de la tarde se llama la seño-rita Cora, se lo pregunté a la enfermera chiquita cuandome trajo el almuerzo; me dieron muy poco de comer y denuevo pastillas verdes y unas gotas con gusto a menta;me parece que esas gotas hacen dormir porque se me

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caían las revistas de la mano y de golpe estaba soñandocon el colegio y que íbamos a un picnic con las chicas delnormal como el año pasado y bailábamos a la orilla de lapileta, era muy divertido. Me desperté a eso de las cua-tro y media y empecé a pensar en la operación, no quetenga miedo, el doctor De Luisi dijo que no es nada, perodebe ser raro la anestesia y que te corten cuando estásdormido, el Cacho decía que lo peor es despertarse, queduele mucho y por ahí vomitás y tenés fiebre. El nenede mamá ya no está tan garifo como ayer, se le nota enla cara que tiene un poco de miedo, es tan chico que casime da lástima. Se sentó de golpe en la cama cuando mevio entrar y escondió la revista debajo de la almohada.La pieza estaba un poco fría y fui a subir la calefacción,después traje el termómetro y se lo di. “¿Te lo sabés po-ner?”, le pregunté, y las mejillas parecía que iban a re-ventársele de rojo que se puso. Dijo que sí con la cabezay se estiró en la cama mientras yo bajaba las persianasy encendía el velador. Cuando me acerqué para que mediera el termómetro seguía tan ruborizado que estuve apunto de reírme, pero con los chicos de esa edad siem-pre pasa lo mismo, les cuesta acostumbrarse a esas co-sas. Y para peor me mira en los ojos, por que no le pue-do aguantar esa mirada si al final no es más que una mu-jer, cuando saqué el termómetro de debajo de las fraza-das y se lo alcancé, ella me miraba y yo creo que se son-reía un poco, se me debe notar tanto que me pongo colo-rado, es algo que no puedo evitar, es más fuerte que yo.Después anotó la temperatura en la hoja que está a lospies de la cama y se fue sin decir nada. Ya casi no meacuerdo de lo que hablé con papá y mamá cuando vinie-ron a verme a las seis. Se quedaron poco porque la seño-rita Cora les dijo que había que prepararme y que eramejor que estuviese tranquilo la noche antes. Pensé que

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mamá iba a soltarle alguna de las suyas pero la mirónomás de arriba abajo, y papá también pero yo al viejo leconozco las miradas, es algo muy diferente. Justo cuan-do se estaba yendo la oí a mamá que le decía a la señori-ta Cora: “Le agradeceré que lo atienda bien, es un niñoque ha estado siempre muy rodeado por su familia”, oalguna idiotez por el estilo, y me hubiera querido morirde rabia, ni siquiera escuché lo que le contestó la seño-rita Cora, pero estoy seguro de que no le gusto, a lo mejorpiensa que me estuve quejando de ella o algo así.

Volvió a eso de las seis y media con una mesita de esasde ruedas llena de frascos y algodones, y no sé por quede golpe me dio un poco de miedo, en realidad no eramiedo pero empecé a mirar lo que había en la mesita, todaclase de frascos azules o rojos, tambores de gasa y tam-bién pinzas y tubos de goma, el pobre debía estar empe-zando a asustarse sin la mamá que parece un papagayoendomingado, le agradeceré que atienda bien al nene,mire que he hablado con el doctor De Luisi, pero sí, se-ñora, se lo vamos a atender como a un príncipe. Es bo-nito su nene, señora, con esas mejillas que se le arrebo-lan apenas me ve entrar. Cuando le retiré las frazadashizo un gesto como para volver a taparse, y creo que sedio cuenta de que me hacía gracia verlo tan pudoroso. “Aver, bajáte el pantalón del, piyama”, le dije sin mirarloen la cara. “¿El pantalón?”, preguntó con una voz que sele quebró en un gallo. “Sí, claro, el pantalón”, repetí, yempezó a soltar el cordón y a desabotonarse con unosdedos que no le obedecían. Le tuve que bajar yo mismael pantalón hasta la mitad de los muslos, y era como melo había imaginado. “Ya sos un chico crecidito”, le dije,preparando la brocha y el jabón aunque la verdad es quepoco tenía para afeitar. “¿Cómo te llaman en tu casa?”,le pregunté mientras lo enjabonaba. “Me llamo Pablo”,

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me contestó con una voz que me dio lástima, tanta era lavergüenza. “Pero te darán algún sobrenombre”, insistí, yfue todavía peor porque me pareció que se iba a poner allorar mientras yo le afeitaba los pocos pelitos que anda-ban por ahí. “¿Así que no tenés ningún sobrenombre? Sosel nene solamente, claro.” Terminé de afeitarlo y le hiceuna seña para que se tapara, pero él se adelantó y en unsegundo estuvo cubierto hasta el pescuezo. “Pablo es unbonito nombre”, le dije para consolarlo un poco; casi medaba pena verlo tan avergonzado, era la primera vez queme tocaba atender a un muchachito tan joven y tan tími-do, pero me seguía fastidiando algo en él que a lo mejorle venía de la madre, algo más fuerte que su edad y queno me gustaba, y hasta me molestaba que fuera tan bo-nito y tan bien hecho para sus años, un mocoso que yadebía creerse un hombre y que a la primera de cambioseria capaz de soltarme un piropo.

Me quedé con los ojos cerrados, era la única manerade escapar un poco de todo eso, pero no servía de nadaporque justamente en ese momento agregó: “¿Así que notenés ningún sobrenombre. Sos el nene solamente, cla-ro”, y yo hubiera querido morirme, o agarrarla por la gar-ganta y ahogarla, y cuando abrí los ojos le vi el pelo casta-ño casi pegado a mi cara porque se había agachado parasacarme un resto de jabón, y olía a shampoo de almen-dra como el que se pone la profesora de dibujo, o algúnperfume de esos, y no supe qué decir y lo único que seme ocurrió fue preguntarle: “¿Usted se llama Cora, ver-dad?” Me miró con aire burlón, con esos ojos que ya meconocían y que me habían visto por todos lados, y dijo:“La señorita Cora.” Lo dijo para castigarme, lo sé, igualque antes había dicho: “Ya sos un chico crecidito”, nadamás que para burlarse. Aunque me daba rabia tener lacara colorada, eso no lo puedo disimular nunca y es lo

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peor que me puede ocurrir, lo mismo me animé a decir-le: “Usted es tan joven que... Bueno, Cora es un nombremuy lindo.” No era eso, lo que yo había querido decirleera otra cosa y me parece que se dio cuenta y le molesté,ahora estoy seguro de que está resentida por culpa demamá, yo solamente quería decirle que era tan joven queme hubiera gustado poder llamarla Cora a secas, perocómo se lo iba a decir en ese momento cuando se habíaenojado y ya se iba con la mesita de ruedas y yo teníaunas ganas de llorar, esa es otra cosa que no puedo im-pedir, de golpe se me quiebra la voz y veo todo nublado,justo cuando necesitaría estar más tranquilo para decirlo que pienso. Ella iba a salir pero al llegar a la puertase quedó un momento como para ver si no se olvidabade alguna cosa, y yo quería decirle lo que estaba pensan-do pero no encontraba las palabras y lo único que se meocurrió fue mostrarle la taza con el jabón, se había sen-tado en la cama y después de aclararse la voz dijo: “Se leolvida la taza con el jabón”, muy seriamente y con un tonode hombre grande. Volví a buscar la taza un poco paraque se calmara le pase la mano por la mejilla. “No te afli-jas, Pablito”, le dije. “Todo irá bien, es una operación denada.” Cuando lo toqué echó la cabeza atrás como ofen-dido, y después resbaló hasta esconder la boca en el bor-de de las frazadas. Desde ahí, ahogadamente, dijo: “Pue-do llamarla Cora, ¿verdad?” Soy demasiado buena, casime dio lástima tanta vergüenza que buscaba desquitar-se por otro lado, pero sabía que no era el caso de cederporque después me resultaría difícil dominarlo, y a unenfermo hay que dominarlo o es lo de siempre, los líosde María Luisa en la pieza catorce o los retos del doctorDe Luisi que tiene un olfato de perro para esas cosas. “Se-ñorita Cora”, me dijo tomando la taza y yéndose. Me diouna rabia, unas ganas de pegarle, de saltar de la cama y

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echarla a empujones, o de... Ni siquiera comprendo cómopude decirle: “Si yo estuviera sano a lo mejor me trata-ría de otra manera.” Se hizo la que no oía, ni siquiera diovuelta la cabeza, y me quedé solo y sin ganas de leer, singanas de nada, en el fondo hubiera querido que me con-testara enojada para poder pedirle disculpas porque enrealidad no era lo que yo había pensado decirle, tenia lagarganta tan cerrada que no sé cómo me habían salidolas palabras, se lo había dicho de pura rabia pero no eraeso, o a lo mejor sí pero de otra manera.

Y sí, son siempre lo mismo, una los acaricia, les diceuna frase amable, y ahí nomás asoma el machito, no quie-ren convencerse de que todavía son unos mocosos. Estotengo que contárselo a Marcial, se va a divertir y cuan-do mañana lo vea en la mesa de operaciones le va a ha-cer todavía más gracia, tan tiernito el pobre con esa cara-cha arrebolada, maldito calor que me sube por la piel,como podría hacer para que no me pase eso, a lo mejorrespirando hondo antes de hablar, qué sé yo. Se debe ha-ber ido furiosa, estoy seguro de que escuchó perfecta-mente, no sé cómo le dije eso, yo creo que cuando le pre-gunté si podía llamarla Cora no se enojó, me dijo lo deseñorita porque es su obligación pero no estaba enojada,la prueba es que vino y me acarició la cara; pero no, esofue antes, primero me acarició y entonces yo le dije lode Cora y lo eché todo a perder. Ahora estamos peor queantes y no voy a poder dormir aunque me den un tubode pastillas. La barriga me duele de a ratos, es raro pa-sarse la mano y sentirse tan liso, lo malo es que me vuel-vo a acordar de todo y del perfume de almendras, la vozde Cora, tiene una voz muy grave para una chica tan jo-ven y linda, una voz como de cantante de boleros, algoque acaricia aunque esté enojada. Cuando oí pasos en elcorredor me acosté del todo y cerré los ojos, no quería

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verla, no me importaba verla, mejor que me dejara en paz,sentí que entraba y que encendía la luz del cielo raso, sehacía el dormido como un angelito, con una mano tapán-dose la cara, y no abrió los ojos hasta que llegué al ladode la cama. Cuando vio lo que traía se puso tan coloradoque me volvió a dar lástima y un poco de risa, era dema-siado idiota realmente. “A ver, m’hijito, bájese el panta-lón y dése vuelta para el otro lado”, y el pobre a puntode patalear como haría con la mamá cuando tenía cincoaños, me imagino, a decir que no y a llorar y a metersedebajo de las cobijas y a chillar, pero el pobre no podíahacer nada de eso ahora, solamente se había quedado mi-rando el irrigador y después a mí que esperaba, y de gol-pe se dio vuelta y empezó a mover las manos debajo delas frazadas pero no atinaba a nada mientras yo colgabael irrigador en la cabecera, tuve que bajarle las frazadasy ordenarle que levantara un poco el trasero para correr-le mejor el pantalón y deslizarle una toalla. “A ver, subíun poco las piernas, así esta bien, echáte más de boca,te digo que te eches mas de boca, así.” Tan callado queera casi como si gritara, por una parte me hacía graciaestarle viendo el culito a mi joven admirador, pero denuevo me daba un poco de lástima por él, era realmentecomo si lo estuviera castigando por lo que me había di-cho. “Avisá si está muy caliente”, le previne, pero no con-testó nada, debía estar mordiéndose un puño y yo no que-ría verle la cara y por eso me senté al borde de la cama yesperé a que dijera algo, pero aunque era mucho líquidolo aguantó sin una palabra hasta el final, y cuando ter-minó le dije, y eso sí se lo dije para cobrarme lo de antes:“Así me gusta, todo un hombrecito”, y lo tapé mientrasle recomendaba que aguantase lo más posible antes deir al baño. “¿Querés que te apague la luz o te la dejo has-ta que te levantes?”, me preguntó desde la puerta. No sé

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como alcancé a decirle que era lo mismo, algo así, y es-cuché el ruido de la puerta al cerrarse y entonces me tapéla cabeza con las frazadas y qué le iba a hacer, a pesarde los cólicos me mordí las dos manos y lloré tanto quenadie, nadie puede imaginarse lo que lloré mientras lamaldecía y la insultaba y le clavaba un cuchillo en el pe-cho cinco, diez, veinte veces, maldiciéndola cada vez ygozando de lo que sufría y de cómo me suplicaba que laperdonase por lo que me había hecho.

Es lo de siempre, che Suárez, uno corta y abre, y enuna de esas la gran sorpresa. Claro que a la edad del pibetiene todas las chances a su favor, pero lo mismo le voyhablar claro al padre, no sea cosa que en una de esas ten-gamos un lío. Lo más probable es que haya una buena re-acción, pero ahí hay algo que falla, pensá en lo que pasóal comienzo de la anestesia: parece mentira en un pibede esa edad. Lo fui a ver a las dos horas y lo encontré bas-tante bien si pensás en lo que duró la cosa. Cuando en-tró el doctor De Luisi yo estaba secándole la boca al po-bre, no terminaba de vomitar y todavía le duraba la anes-tesia pero el doctor lo auscultó lo mismo y me pidió queno me moviera de su lado hasta que estuviera bien des-pierto. Los padres siguen en la otra pieza, la buena se-ñora se ve que no está acostumbrada a estas cosas, de gol-pe se le acabaron las paradas, y el viejo parece un trapo.Vamos, Pablito, vomitá si tenés ganas y quejáte todo loque quieras, yo estoy aquí, sí, claro que estoy aquí, el po-bre sigue dormido pero me agarra la mano como si se es-tuviera ahogando. Debe creer que soy la mamá, todos creeneso, es monótono. Vamos, Pablo, no te muevas así, quie-to que te va a doler más, no, dejá las manos tranquilas,ahí no te podes tocar. Al pobre le cuesta salir de la anes-tesia. Marcial me dijo que la operación había sido muylarga. Es raro, habrán encontrado alguna complicación:

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a veces el apéndice no está tan a la vista, le voy a pre-guntar a Marcial esta noche. Pero sí, m’hijito, estoy aquí,quéjese todo lo que quiera pero no se mueva tanto, yo levoy a mojar los labios con este pedacito de hielo en unagasa, así se le va pasando la sed. Sí, querido, vomitá más,aliviáte todo lo que quieras. Qué fuerza tenés en las ma-nos, me vas a llenar de moretones, sí, sí, llorá si tenésganas, llorá, Pablito, eso alivia, llorá y quejáte, total es-tás tan dormido y creés que soy tu mamá. Sos bien boni-to, sabés, con esa nariz un poco respingada y esas pesta-ñas como cortinas, pareces mayor ahora que estas tanpálido. Ya no te pondrías colorado por nada, verdad, mipobrecito. Me duele, mamá, me duele aquí, dejáme queme saque ese peso que me han puesto, tengo algo en labarriga que pesa tanto y me duele, mamá, decíle a la en-fermera que me saque eso. Sí, m’hijito, ya se le va a pa-sar, quédese un poco quieto, por qué tendrás tanta fuer-za, voy a tener que llamar a María Luisa para que me ayu-de. Vamos, Pablo, me enojo si no te estás quieto, te va adoler mucho más si seguís moviéndote tanto. Ah, pareceque empezás a darte cuenta, me duele aquí, señorita Cora,me duele tanto aquí, hágame algo por favor, me duele tan-to aquí, suélteme las manos, no puedo más, señorita Cora,no puedo más.

Menos mal que se ha dormido el pobre querido, la en-fermera me vino a buscar a las dos y media y me dijo queme quedara un rato con él que ya estaba mejor, pero loveo tan pálido, ha debido perder tanta sangre, menos malque el doctor De Luisi dijo que todo había salido bien.La enfermera estaba cansada de luchar con él, yo no en-tiendo por qué no me hizo entrar antes, en esta clínicason demasiado severos. Ya es casi de noche y el nene hadormido todo el tiempo, se ve que está agotado, pero meparece que tiene mejor cara, un poco de color. Todavía

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se queja de a ratos pero ya no quiere tocarse el vendajey respira tranquilo, creo que pasará bastante buena no-che. Como si yo no supiera lo que tengo que hacer, peroera inevitable; apenas se le pasó el primer susto a la bue-na señora le salieron otra vez los desplantes de patrona,por favor que al nene no le vaya a faltar nada por la no-che, señorita. Decí que te tengo lástima, vieja estúpida,si no ya ibas a ver cómo te trataba. Las conozco a estas,creen que con una buena propina el último día lo arre-glan todo. Y a veces la propina ni siquiera es buena, peropara qué seguir pensando, ya se mandó a mudar y todoestá tranquilo. Marcial, quedáte un poco, no ves que elchico duerme, contáme lo que pasó esta mañana. Bueno,si estás apurada lo dejamos para después. No, mirá quepuede entrar María Luisa, aquí no, Marcial. Claro, el se-ñor se sale con la suya, ya te he dicho que no quiero queme beses cuando estoy trabajando, no está bien. Parece-ría que no tenemos toda la noche para besarnos, tonto.Andáte. Váyase le digo, o me enojo. Bobo, pajarraco. Sí,querido, hasta luego. Claro que sí. Muchísimo.

Está muy oscuro pero es mejor, no tengo ni ganas deabrir los ojos. Casi no me duele, qué bueno estar así res-pirando despacio, sin esas náuseas.. Todo está tan calla-do, ahora me acuerdo que vi a mamá, me dijo no sé qué,yo me sentía tan mal. Al viejo lo miré apenas, estaba alos pies de la cama y me guiñaba un ojo, el pobre siem-pre el mismo. Tengo un poco de frío, me gustaría otrafrazada. Señorita Cora, me gustaría otra frazada. Pero siestaba ahí, apenas abrí los ojos la vi sentada al lado dela ventana leyendo un revista. Vino en seguida y me arro-pó, casi no tuve que decirle nada porque se dio cuentaen seguida. Ahora me acuerdo, yo creo que esta tarde laconfundía con mamá y que ella me calmaba, o a lo mejorestuve soñando. ¿Estuve sonando, señorita Cora? Usted

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me sujetaba las manos, verdad? Yo decía tantas pavadas,pero es que me dolía mucho, y las náuseas... Discúlpe-me, no debe ser nada lindo ser enfermera. Sí, usted seríe pero yo sé, a lo mejor la manché y todo. Bueno, nohablaré mas. Estoy tan bien así, ya no tengo frío. No, nome duele mucho, un poquito solamente. ¿Es tarde, seño-rita Cora? Sh, usted se queda calladito ahora, ya le hedicho que no puede hablar mucho, alégrese de que no leduela y quédese bien quieto. No, no es tarde, apenas lassiete. Cierre los ojos y duerma. Así. Duérmase ahora.

Sí, yo querría pero no es tan fácil. Por momentos meparece que me voy a dormir, pero de golpe la herida mepega un tirón o todo me da vueltas en la cabeza, y tengoque abrir los ojos y mirarla, está sentada al lado de laventana y ha puesto la pantalla para leer sin que me mo-leste la luz. ¿Por qué se quedará aquí todo el tiempo? Tie-ne un pelo precioso, le brilla cuando mueve la cabeza. Yes tan joven, pensar que hoy la confundí con mamá, esincreíble. Vaya a saber qué cosas le dije, se debe haberreído otra vez de mí. Pero me pasaba hielo por la boca,eso me aliviaba tanto, ahora me acuerdo, me puso aguacolonia en la frente y en el pelo, y me sujetaba las manospara que no me arrancara el vendaje. Ya no está enoja-da conmigo, a lo mejor mamá le pidió disculpas o algoasí, me miraba de otra manera cuando me dijo: “Cierrelos ojos y duérmase.” Me gusta que me mire así, parecementira lo del primer día cuando me quitó los carame-los. Me gustaría decirle que es tan linda, que no tengonada contra ella, al contrario, que me gusta que sea ellala que me cuida de noche y no la enfermera chiquita. Megustaría que me pusiera otra vez agua colonia en el pelo.Me gustaría que me pidiera perdón, que me dijera quela puedo llamar Cora.

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Se quedó dormido un buen rato, a las ocho calculé queel doctor De Luisi no tardaría y lo desperté para tomar-le la temperatura. Tenía mejor cara y le había hecho biendormir. Apenas vio el termómetro sacó una mano fuerade las cobijas, pero le dije que se estuviera quieto. Noquería mirarlo en los ojos para que no sufriera pero lomismo se puso colorado y empezó a decir que él podíamuy bien solo. No le hice caso, claro, pero estaba tan ten-so el pobre que no me quedó más remedio que decirle:“Vamos, Pablo, ya sos un hombrecito, no te vas a ponerasí cada vez, verdad?” Es lo de siempre, con esa debili-dad no pudo contener las lágrimas; haciéndome la queno me daba cuenta anoté la temperatura y me fui a pre-pararle la inyección. Cuando volvió yo me había secadolos ojos con la sábana y tenía tanta rabia contra mí mis-mo que hubiera dado cualquier cosa por poder hablar,decirle que no me importaba, que en realidad no me im-portaba pero que no lo podía impedir. “Esto no duelenada”, me dijo con la jeringa en la mano. “Es para queduermas bien toda la noche.” Me destapé y otra vez sen-tí que me subía la sangre a la cara, pero ella se sonrióun poco y empezó a frotarme el muslo con un algodón mo-jado. “No duele nada”, le dije porque algo tenía que de-cirle, no podía ser que me quedara así mientras ella meestaba mirando. “Ya ves”, me dijo sacando la aguja y fro-tándome con el algodón. “Ya ves que no duele nada.Nada te tiene que doler, Pablito.” Me tapó y me pasó lamano por la cara. Yo cerré los ojos y hubiera querido es-tar muerto, estar muerto y que ella, me pasara la manopor la cara, llorando.

Nunca entendí mucho a Cora pero esta vez se fue ala otra banda. La verdad que no me importa si no entien-do a las mujeres, lo único que vale la pena es que lo quie-ran a uno. Si están nerviosas, si se hacen problema por

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cualquier macana, bueno nena, ya está, deme un beso yse acabó. Se ve que todavía es tiernita, va a pasar unbuen rato ante de que aprenda a vivir en este oficio mal-dito, la pobre apareció esta noche con una cara rara yme costó media hora hacerle olvidar esas tonterías. To-davía no ha encontrado la manera de buscarle la vueltaa algunos enfermos, ya le pasó con la vieja del veintidóspero yo creía que desde entonces habría aprendido unpoco, y ahora este pibe le vuelve a dar dolores de cabe-za. Estuvimos tomando mate en mi cuarto a eso de lasdos de la mañana, después fue a darle la inyección y cuan-do volvió estaba de mal humor, no quería saber nada con-migo. Le queda bien esa carucha de enojada, de tristona,de a poco se la fui cambiando, y al final se puso a reír yme contó, a esa hora me gusta tanto desvestirla y sentirque tiembla un poco como si tuviera frío. Debe ser muytarde, Marcial. Ah, entonces puedo quedarme un ratotodavía, la otra inyección le toca a las cinco y media, lagalleguita no llega hasta las seis. Perdonáme, Marcial,soy una boba, mirá que preocuparme tanto por ese mo-coso, al fin y al cabo lo tengo dominado pero de a ratosme da lástima, a esa edad son tan tontos, tan orgullosos,si pudiera le pediría al doctor Suárez que me cambiara,hay dos operados en el segundo piso, gente grande, unoles pregunta tranquilamente si han ido de cuerpo, lesalcanza la chata, los limpia si hace falta, todo eso char-lando del tiempo o de la política, es un ir y venir de co-sas naturales, cada uno está en lo suyo, Marcial, no comoaquí, comprendés. Sí, claro que hay que hacerse a todo,cuántas veces me van a tocar chicos de esa edad, es unacuestión de técnica como decís vos. Sí, querido, claro.Pero es que todo empezó mal por culpa de la madre, esono se ha borrado, sabés, desde el primer minuto hubocomo un malentendido, y el chico tiene su orgullo y le

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duele, sobre todo que al principio no se daba cuenta detodo lo que iba a venir y quiso hacerse el grande, mirar-me como si fueras vos, como un hombre. Ahora ya ni lepuedo preguntar si quiere hacer pis, lo malo es que se-ría capaz de aguantarse toda la noche si yo me quedaraen la pieza. Me da risa cuando me acuerdo, quería decirque sí y no se animaba, entonces me fastidió tanta tonte-ría y lo obligué para que aprendiera a hacer pis sin mo-verse, bien tendido de espaldas. Siempre cierra los ojosen esos momentos pero es casi peor, esta a punto de llo-rar o de insultarme, está entre las dos cosas y no puede,es tan chico, Marcial. Y esa buena señora que lo ha dehaber criado como un tilinguito, el nene de aquí y el nenede allí, mucho sombrero y saco entallado pero en el fon-do el bebe de siempre, el tesorito de mamá. Ah, y justa-mente le vengo a tocar yo, el alto voltaje como decís vos,cuando hubiera estado tan bien con María Luisa que esidéntica a su tía y que lo hubiera limpiado por todos la-dos sin que se le subieran los colores a la cara. No, la ver-dad, no tengo suerte, Marcial.

Estaba soñando con la clase de francés cuando en-cendió la luz del velador, lo primero que le veo es siem-pre el pelo, será porque se tiene que agachar para las in-yecciones o lo que sea, el pelo cerca de mi cara, una vezme hizo cosquillas en la boca y huele tan bien, y siemprese sonríe un poco cuando me esta frotando con el algo-dón, me frotó un rato largo antes de pincharme y yo lemiraba la mano tan segura que iba apretando de a pocola jeringa, el líquido amarillo que entraba despacio, ha-ciéndome doler. “No, no me duele nada.” Nunca le podrédecir: “No me duele nada, Cora.” Y no le voy a decir seño-rita Cora, no se lo voy a decir nunca. Le hablaré lo menosque pueda y no la pienso llamar señorita Cora aunque

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me lo pida de rodillas. No, no me duele nada. No, gra-cias, me siento bien, voy a seguir durmiendo. Gracias.

Por suerte ya tiene de nuevo sus colores pero toda-vía esta muy decaído, apenas si pudo darme un beso, y atía Esther casi no la miró y eso que le había traído lasrevistas y una corbata preciosa para el día en que lo lle-vemos a casa. La enfermera de la mañana es un amor demujer, tan humilde, con ella si da gusto hablar, dice queel nene durmió hasta las ocho y que bebió un poco de le-che, parece que ahora van a empezar a alimentarlo, ten-go que decirle al doctor Suárez que el cacao le hace mal,o a lo mejor su padre ya se lo dijo porque estuvieron ha-blando un rato. Si quiere salir un momento, señora, va-mos a ver cómo anda este hombre. Usted quédese, señorMorán, es que a la mamá le puede hacer impresión tantovendaje. Vamos a ver un poco, compañero. ¿Ahí duele?Claro, es natural. Y ahí, decíme si ahí te duele o sola-mente está sensible. Bueno, vamos muy bien, amiguito.Y así cinco minutos, si me duele aquí, si estoy sensiblemás acá, y el viejo mirándome la barriga como si me laviera por primera vez. Es raro pero no me siento tran-quilo hasta que se van, pobres viejos tan afligidos peroqué le voy a hacer, me molestan, dicen siempre lo queno hay que decir, sobre todo mamá, y menos mal que laenfermera chiquita parece sorda y le aguanta todo conesa cara de esperar propina que tiene la pobre. Mirá quevenir a jorobar con lo del cacao, ni que yo fuese un niñode pecho. Me dan unas ganas de dormir cinco días segui-dos sin ver a nadie, sobre todo sin ver a Cora, y desper-tarme justo cuando me vengan a buscar para ir a casa. Alo mejor habrá que esperar unos días más, señor Morán,ya sabrá por De Luisi que la operación fue más compli-cada de lo previsto, a veces hay pequeñas sorpresas. Cla-ro que con la constitución de ese chico yo creo que no ha-

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brá problema, pero mejor dígale a su señora que no va aser cosa de una semana como se pensó al principio. Ah,claro, bueno, de eso usted hablará con el administrador,son cosas internas. Ahora vos fijáte si no es mala suerte,Marcial, anoche te lo anuncié, esto va a durar mucho másde lo que pensábamos. Sí, ya sé que no importa pero po-drías ser un poco más comprensivo, sabés muy bien queno me hace feliz atender a ese chico, y a él todavía me-nos, pobrecito. No me mirés así, por que no le voy a te-ner lástima. No me mirés así.

Nadie me prohibió que leyera pero se me caen las re-vistas de la mano, y eso que tengo dos episodios por ter-minar y todo lo que me trajo tía Esther. Me arde la cara,debo de tener fiebre o es que hace mucho calor en estapieza, le voy a pedir a Cora que entorne un poco la ven-tana o que me saque una frazada. Quisiera dormir, es loque más me gustaría, que ella estuviese allí sentada le-yendo una revista y yo durmiendo sin verla, sin saber queestá allí, pero ahora no se va a quedar más de noche, yapasó lo peor y me dejarán solo. De tres a cuatro creo quedormí un rato, a las cinco justas vino con un remedio nue-vo, unas gotas muy amargas. Siempre parece que se aca-ba de bañar y cambiar, está tan fresca y huele a talco per-fumado, a lavanda. “Este remedio es muy feo, ya sé”, medijo, y se sonreía para animarme. “No, es un poco amar-go, nada más”, le dije. “¿Cómo pasaste el día?”, me pre-guntó, sacudiendo el termómetro. Le dije que bien, quedurmiendo, que el doctor Suárez me había encontradomejor, que no me dolía mucho. “Bueno, entonces podéstrabajar un poco”, me dijo dándome el termómetro. Yono supe qué contestarle y ella se fue a cerrar las persia-nas y arregló los frascos en la mesita mientras yo me to-maba la temperatura. Hasta tuve tiempo de echarle unvistazo al termómetro antes de que viniera a buscarlo.

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“Pero tengo muchísima fiebre”, me dijo como asustado.Era fatal, siempre seré la misma estúpida, por evitarleel mal momento le doy el termómetro y naturalmente elmuy chiquilín no pierde tiempo en enterarse de que estavolando de fiebre. “Siempre es así los primeros cuatrodías, y además nadie te mandó que miraras”, le dije, másfuriosa contra mí que contra él. Le pregunté si había movi-do el vientre y me dijo que no. Le sudaba la cara, se lasequé y le puse un poco de agua colonia; había cerradolos ojos antes de contestarme y no los abrió mientras yolo peinaba un poco para que no le molestara el pelo en lafrente. Treinta y nueve era mucha fiebre, realmente.“Tratá de dormir un rato”, le dije, calculando a qué horapodría avisarle al doctor Suárez. Sin abrir los ojos hizoun gesto como de fastidio, y articulando cada palabra medijo: “Usted es mala conmigo, Cora.” No atiné a contes-tarle nada, me quedé a su lado hasta que abrió los ojos yme miró con toda su fiebre y toda su tristeza. Casi sindarme cuenta estiré la mano y quise hacerle una cariciaen la frente, pero me rechazó de un manotón y algo de-bió tironearle en la herida porque se crispó de dolor. An-tes de que pudiera reaccionar me dijo en voz muy baja:“Usted no sería así conmigo si me hubiera conocido enotra parte.” Estuve al borde de soltar una carcajada, peroera tan ridículo que me dijera eso mientras se le llena-ban los ojos de lágrimas que me pasó lo de siempre, medio rabia y casi miedo, me sentí de golpe como desam-parada delante de ese chiquilín pretencioso. Conseguí do-minarme (eso se lo debo a Marcial, me ha enseñado a con-trolarme y cada vez lo hago mejor), y me enderecé comosi no hubiera sucedido nada, puse la toalla en la perchay tapé el frasco de agua colonia. En fin, ahora sabíamosa quñé atenernos, en el fondo era mucho mejor así. En-fermera, enfermo, y pare de contar. Que el agua colonia

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se la pusiera la madre, yo otras cosas que hacerle y selas haría sin más contemplaciones. No sé por qué me que-dé más de lo necesario. Marcial me dijo cuando se lo con-té que había querido darle la oportunidad de disculpar-se, de pedir perdón. No sé, a lo mejor fue eso o algo dis-tinto, a lo mejor me quedé para que siguiera insultándo-me, para ver hasta dónde era capaz de llegar. Pero se-guía con los ojos cerrados y el sudor le empapaba la fren-te y las mejillas, era como si me hubieran metido en aguahirviendo, veía manchas violeta y rojas cuando apretabalos ojos para no mirarla sabiendo que todavía estaba allí,y hubiera dado cualquier cosa para que se agachara y vol-viera a secarme la frente como si yo no le hubiera dichoeso, pero ya era imposible, se iba a ir sin hacer nada, sindecirme nada, y yo abriría los ojos y encontraría la no-che, el velador, la pieza vacía, un poco de perfume toda-vía, y me repetiría diez veces, cien veces, que había he-cho bien en decirle lo que le había dicho, para que apren-diera, para que no me tratara como a un chico, para queme dejara en paz, para que no se fuera.

Empiezan siempre a la misma hora, entre seis y sie-te de la mañana, debe ser una pareja que anida en lascornisas del patio, un palomo que arrulla y la paloma quele contesta, al rato se cansan, se lo dije a la enfermerachiquita que viene a lavarme y a darme el desayuno, seencogió de hombros y dijo que ya otros enfermos se ha-bían quejado de las palomas pero que el director no que-ría que las echaran. Ya ni sé cuánto hace que las oigo,las primeras mañanas estaba demasiado dormido o do-lorido para fijarme, pero desde hace tres días escucho alas palomas y me entristecen, quisiera estar en casaoyendo ladrar a Milord, oyendo a tía Esther que a estahora se levanta para ir a misa. Maldita fiebre que no quie-re bajar, me van a tener aquí hasta quién sabe cuándo,

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se lo voy a preguntar al doctor Suárez esta misma maña-na, al fin y al cabo podría estar lo más bien en casa. Mire,señor Morán, quiero ser franco con usted, el cuadro noes nada sencillo. No, señorita Cora, prefiero que ustedsiga atendiendo a ese enfermo, y le voy a decir por qué.Pero entonces. Marcial... Vení, te voy a hacer un café bienfuerte, mirá que sos potrilla todavía, parece mentira. Es-cucha, vieja, he estado hablando con el doctor Suárez, yparece que el pibe...

Por suerte después se callan, a lo mejor se van volan-do por ahí, por toda la ciudad, tienen suerte las palomas.Qué mañana interminable, me alegré cuando se fueronlos viejos, ahora les da por venir más seguido desde quetengo tanta fiebre. Bueno, si me tengo que quedar cua-tro o cinco días mas aquí, qué importa. En casa sería me-jor, claro, pero lo mismo tendría fiebre y me sentiría tanmal de a ratos. Pensar que no puedo ni mirar una revis-ta, es una debilidad como si no me quedara sangre. Perotodo es por la fiebre, me lo dijo anoche el doctor De Lui-si y el doctor Suárez me lo repitió esta mañana, ellos sa-ben. Duermo mucho pero lo mismo es como si no pasarael tiempo, siempre es antes de las tres como si a mí meimportaran las tres o las cinco. Al contrario, a las tresse va la enfermera chiquita y es una lástima porque conella estoy tan bien. Si me pudiera dormir de un tirón has-ta la medianoche seria mucho mejor. Pablo, soy yo, la se-ñorita Cora. Tu enfermera de la noche que te hace dolercon las inyecciones. Ya sé que no te duele, tonto, es unabroma. Seguí durmiendo si querés, ya está. Me dijo: “Gra-cias” sin abrir los ojos, pero hubiera podido abrirlos, séque con la galleguita estuvo charlando a mediodía aun-que le han prohibido que hable mucho. Antes de salir medi vuelta de golpe y me estaba mirando, sentí que todoel tiempo me había estado mirando de espaldas. Volví y

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me senté al lado de la cama, le tomé el pulso, le arreglélas sábanas que arrugaba con sus manos de fiebre. Memiraba el pelo, después bajaba la vista y evitaba mis ojos.Fui a buscar lo necesario para prepararlo y me dejó ha-cer sin una palabra, con los ojos fijos en la ventana, ig-norándome. Vendrían a buscarlo a las cinco y media enpunto, todavía le quedaba un rato para dormir, los pa-dres esperaban en la planta baja porque le hubiera he-cho impresión verlos a esa hora. El doctor Suárez iba avenir un rato antes para explicarle que tenían que com-pletar la operación, cualquier cosa que no lo inquietarademasiado. Pero en cambio mandaron a Marcial, me tomóde sorpresa verlo entrar así pero me hizo una seña paraque no me moviera y se quedó a los pies de la cama le-yendo la hoja de temperatura hasta que Pablo se acos-tumbrara a su presencia. Le empezó a hablar un poco enbroma, armó la conversación como él sabe hacerlo, el fríoen la calle, lo bien que se estaba en ese cuarto, él lo mi-raba sin decir nada, como esperando, mientras yo me sen-tía tan rara, hubiera querido que Marcial se fuera y medejara sola con él, yo hubiera podido decírselo mejor quenadie, aunque quizá no, probablemente no. Pero si ya losé, doctor, me van a operar de nuevo, usted es el que medio la anestesia la otra vez, y bueno, mejor eso que se-guir en esta cama y con esta fiebre. Yo sabía que al finaltendrían que hacer algo, por qué me duele tanto desdeayer, un dolor diferente, desde mis adentro. Y usted, ahísentada, no ponga esa cara, no se sonría como si me vi-niera a invitar al cine. Váyase con él y béselo en el pasi-llo, tan dormido no estaba la otra tarde cuando usted seenojó con él porque la había besado aquí. Váyanse los dos,déjenme dormir, durmiendo no me duele tanto.

Y bueno, pibe, ahora vamos a liquidar este asunto deuna vez por todas, hasta cuándo nos vas a estar ocupan-

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do una cama, che. Contá despacito, uno, dos, tres. Así vabien, vos seguí contando y dentro de una semana estáscomiendo un bife jugoso en casa. Un cuarto de hora a ga-tas, nena, y vuelta a coser. Había que verle la cara a DeLuisi, uno no se acostumbra nunca del todo a estas co-sas. Mirá, aproveché para pedirle a Suárez que te rele-varan como vos querías, le dije que estás muy cansadacon un caso tan grave; a lo mejor te pasan al segundo pisosi vos también le hablás. Esta bien, hacé como quieras,tanto quejarte la otra noche y ahora te sale la samarita-na. No te enojés conmigo, lo hice por vos. Sí, claro que lohizo por mí pero perdió el tiempo, me voy a quedar conél esta noche y todas las noches. Empezó a despertarsea las ocho y media, los padres se fueron en seguida por-que era mejor que no los viera con la cara que tenían lospobres, y cuando llegó el doctor Suárez me preguntó envoz baja si quería que me relevara María Luisa, pero lehice una seña de que me quedaba y se fue. María Luisame acompañó un rato porque tuvimos que sujetarlo y cal-marlo, después se tranquilizó de golpe y casi no tuvo vó-mitos; está tan débil que se volvió a dormir sin quejarsemucho hasta las diez. Son las palomas, vas a ver, mamá,ya están arrullando como todas las mañanas, no sé porqué no las echan, que se vuelen a otro árbol. Dame la mano,mamá, tengo tanto frío. Ah, entonces estuve soñando, meparecía que ya era de mañana y que estaban las palomas.Perdóneme, la confundí con mamá. Otra vez desviaba lamirada, se volvía a su encono, otra vez me echaba a mítoda la culpa. Lo atendí como si no me diera cuenta deque seguía enojado, me senté junto a él y le mojé los la-bios con hielo. Cuando me miró, después que le puse aguacolonia en las manos y la frente, me acerqué más y le son-reí. “Llamáme Cora”, le dije. “Yo sé que no nos entendi-mos al principio, pero vamos a ser tan buenos amigos,

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Pablo.” Me miraba callado. “Decíme: Sí, Cora.” Me mira-ba, siempre. “Señorita Cora”, dijo después, y cerró losojos. “No, Pablo, no”, le pedí, besándolo en la mejilla, muycerca de la boca. “Yo voy a ser Cora para vos, solamentepara vos.” Tuve que echarme atrás, pero lo mismo me sal-picó la cara. Lo sequé, le sostuve la cabeza para que seenjuagara la boca, lo volví a besar hablándole al oído. “Dis-cúlpeme”, dijo con un hilo de voz, “no lo pude contener”.Le dije que no fuera tonto, que para eso estaba yo cuidán-dolo, que vomitara todo lo que quisiera para aliviarse.“Me gustaría que viniera mamá”, me dijo, mirando a otrolado con los ojos vacíos. Todavía le acaricié un poco elpelo, le arreglé las frazadas esperando que me dijera algo,pero estaba muy lejos y sentí que lo hacía sufrir todavíamás si me quedaba. En la puerta me volví y espere; te-nia los ojos muy abiertos, fijos en el cielo raso. “Pablito”,le dije. “Por favor, Pablito. Por favor, querido.” Volví has-ta la cama, me agaché para besarlo; olía a frío, detrás delagua colonia estaba el vómito, la anestesia. Si me quedoun segundo más me pongo a llorar delante de él, por él.Lo besé otra vez y salí corriendo, bajé a buscar a la ma-dre y a María Luisa; no quería volver mientras la madreestuviera allí, por lo menos esa noche no quería volver ydespués sabía demasiado bien que no tendría ningunanecesidad de volver a ese cuarto, que Marcial y MaríaLuisa se ocuparían de todo hasta que el cuarto quedaraotra vez libre.

LA ISLA A MEDIODÍA

LA PRIMERA vez que vio la isla, Marini estaba cortésmenteinclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando lamesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuer-zo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras éliba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se de-moraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamen-te si valdría la pena responder a la mirada insistente dela pasajera, una americana de las muchas, cuando en elóvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, lafranja dorada de la playa, las colinas que subían hacia lameseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa delvaso de cerveza, Marini sonrió a la pasajera. “Las islasgriegas”, dijo. “Oh, yes, Greece”, repuso la americana conun falso interés. Sonaba brevemente un timbre y el ste-ward se enderezó, sin que la sonrisa profesional se bo-rrara de su boca de labios finos. Empezó a ocuparse deun matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero enla cola del avión se concedió unos segundos para mirarotra vez hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y elEgeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla

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de un blanco deslumbrante y como petrificado, que alláabajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y las ca-letas. Marini vio que las playas desiertas corrían haciael norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando apique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque lamancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser unacasa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrirla lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la ven-tanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte in-terminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; eraexactamente mediodía.

A Marini le gustó que lo hubieran destinado a la lí-nea Roma-Teherán, porque el pasaje era menos lúgubreque en las líneas del norte y las muchachas parecían siem-pre felices de ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatrodías después, mientras ayudaba a un niño que había per-dido la cuchara y mostraba desconsolado el plato del pos-tre, descubrió otra vez el borde de la isla. Había una di-ferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó sobreuna ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la islatenía una forma inconfundible, como una tortuga que sa-cara apenas las patas del agua. La miró hasta que lo lla-maron, esta vez con la seguridad de que la mancha plo-miza era un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibu-jo de unos pocos campos cultivados que llegaban hastala playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas de lastewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. Elradiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendióde su interés. “Todas esas islas se parecen, hace dos añosque hago la línea y me importan muy poco. Sí, muéstre-mela la próxima vez.” No era Horos sino Xiros, una delas muchas islas al margen de los circuitos turísticos.“No durará ni cinco años —le dijo la stewardess mien-tras bebían una copa en Roma—. Apúrate si piensas ir,

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las hordas estarán allí en cualquier momento, GengisCook vela.” Pero Marini siguió pensando en la isla, mi-rándola cuando se acordaba o había una ventanilla cercacasi siempre encogiéndose de hombros al final. Nada deeso tenía sentido, volar tres veces por semana a medio-día sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces porsemana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estabafalseado en la visión inútil y recurrente; salvo, quizá, eldeseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes demediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbra-dora franja blanca al borde de un azul casi negro, y lascasas donde los pescadores alzarían apenas los ojos paraseguir el paso de esa otra irrealidad.

Ocho o nueve semanas después, cuando le propusie-ron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Ma-rini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa ma-nía inocente y fastidiosa. Tenía en el bolsillo el libro don-de un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xi-ros más detalles que los habituales en las guías. Contes-tó negativamente, oyéndose como desde lejos, y despuésde sortear la sorpresa escandalizada de un Jefe y dos se-cretarias se fue a comer a la cantina de la compañía don-de lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de Car-la no lo inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitablepero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia li-dia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann habíaencontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que lospescadores empleaban como pilotes del pequeño mue-lle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi ensegui-da; los pulpos eran el recurso principal del puñado dehabitantes, cada cinco días llegaba un barco para cargarla pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agen-cia de viajes le dijeron que habría que fletar un barco es-pecial desde Rynos, o quizá se pudiera viajar en la falúa

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que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo sabríaMarini en Rynos donde la agencia no tenía correspon-sal. De todas maneras la idea de pasar unos días en laisla no era más que un plan para las vacaciones de junio;en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a Whi-te en la línea de Túnez, y después empezó una huelga yCarla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Mari-ni fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, dondehabía librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganasen buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a ratos un ma-nual de conversación. Le hizo gracia la palabra kalimeray la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acos-tó con ella, supo de su abuelo en Odos y de unos doloresde garganta inexplicables. En Roma empezó a llover, enBeirut lo esperaba siempre Tania, había otras historias,siempre parientes o dolores; un día fue otra vez la líneade Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó tantotiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardesslo trató de mal compañero y le hizo la cuenta de las ban-dejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a lastewardess a comer en el Firouz y no le costó que le per-donaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejóque se hiciera cortar el pelo a la americana; él le hablóun rato de Xiros, pero después comprendió que ella pre-fería el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosasasí, en infinitas bandejas de comida, cada una con la son-risa a la que tenía derecho el pasajero. En los viajes devuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la maña-na, el sol daba contra las ventanillas de babor y dejabaapenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería es-perar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que en-tonces podía quedarse un largo minuto contra la venta-nilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba unpoco irónicamente del trabajo. Una vez sacó una foto de

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Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de laisla, había subrayado las raras menciones en un par delibros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el locode la isla, y no le molestó. Carla acababa de escribirleque había decidido no tener el niño, y Marini le enviódos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para lasvacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por unaamiga que probablemente se casaría con el dentista deTreviso. Todo tenía tan poca importancia a mediodía,los lunes y los jueves y los sábados (dos veces por mes,el domingo).

Con el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa erala única que lo comprendía un poco; había un acuerdo táci-to para que ella se ocupara del pasaje a mediodía, ape-nas él se instalaba junto a la ventanilla de la cola. La islaera visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siem-pre tan limpio y el mar la recortaba con una crueldadtan minuciosa que los más pequeños detalles se iban ajus-tando implacables al recuerdo del pasaje anterior: la man-cha verde del promontorio del norte, las casas plomizas,las redes secándose en la arena. Cuando faltaban las re-des Marini lo sentía como un empobrecimiento, casi uninsulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para repetirla imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero dela cámara ya que apenas le faltaba un mes para las va-caciones. No llevaba demasiado la cuenta de los días; aveces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán,casi siempre su hermano menor en Roma, todo un pocoborroso, amablemente fácil y cordial y como reemplazan-do otra cosa, llenando las horas antes o después del vue-lo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estú-pido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanillade la cola, sentir el frío cristal como un límite del acua-

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rio donde lentamente se movía la tortuga dorada en elespeso azul.

Ese día las redes se dibujaban precisas en la arena,y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquier-da, al borde del mar, era un pescador que debía estar mi-rando el avión. “Kalimera”, pensó absurdamente. Ya notenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría eldinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres díasestaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, son-rió pensando que treparía hasta la mancha verde, queentraría desnudo en el mar de las caletas del norte, quepescaría pulpos con los hombres, entendiéndose por se-ñas y por risas. Nada era difícil una vez decidido, un trennocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio, laescala en Rynos, la negociación interminable con el ca-pitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las es-trellas, el sabor del anís y del carnero, el amanecer en-tre las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el ca-pitán lo presentó a un viejo que debía ser el patriarca.Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente, mi-rándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y Marini en-tendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la falúaagotaba su inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cin-co casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios.

Los muchachos rieron cuando Klaios discutió drac-mas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mi-rando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desdeel aire, una habitación pobre y limpia, un jarro de agua,olor a salvia y a piel curtida.

Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y despuésde quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse unpantalón de baño y unas sandalias, echó a andar por laisla. Aún no se veía a nadie, el sol cobraba lentamenteimpulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un poco

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ácido, mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diezcuando llegó al promontorio del norte y reconoció la ma-yor de las caletas. Prefería estar solo aunque le hubieragustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo in-vadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capazde pensar o de elegir. La piel le quemaba de sol y de vien-to cuando se desnudó para tirarse al mar desde una roca;el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por co-rrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta, volviómar afuera, se abandonó de espaldas, lo aceptó todo enun solo acto de conciliación que era también un nombrepara el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría dela isla, que de alguna manera iba a quedarse para siem-pre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a Feli-sa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vi-vir de la pesca en un peñón solitario. Ya los había olvi-dado cuando giró sobre sí mismo para nadar hacia laorilla.

El sol le secó enseguida, bajó hacia las casas dondedos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a en-cerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las re-des. Uno de los hijos de Klaios lo esperaba en la playa, yMarini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho vaci-ló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja.Después fue corriendo hacia una de las casas, y volviócasi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio, des-lumbrante bajo el sol de las once.

Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar lascosas. “Kalimera”, dijo Marini, y el muchacho rió hastadoblarse en dos. Después Marini repitió las frases nue-vas, enseñó palabras italianas a Ionas. Casi en el hori-zonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió queahora estaba realmente solo en la isla con Klaios y lossuyos. Dejaría pasar unos días, pagaría su habitación y

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aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocie-ran bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos.Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andarlentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y tre-pó saboreando cada alto, volviéndose una y otra vez paramirar las redes en la playa, las siluetas de las mujeresque hablaban animadamente con Ionas y con Klaios y lomiraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha ver-de entró en un mundo donde el olor del tomillo y de lasalvia era una misma materia con el fuego del sol y labrisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después,con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca ylo guardó en el bolsillo del pantalón de baño. No seríafácil matar al hombre viejo, pero allí en lo alto, tenso desol y de espacio, sintió que la empresa era posible. Esta-ba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había duda-do que pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de espal-das entre las piedras calientes, resistió sus aristas y suslomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejana-mente le llegó el zumbido de un motor.

Cerrando los ojos se dijo que no miraría el avión, queno se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, queuna vez más iba a pasar sobre la isla. Pero en la penum-bra de los párpados imaginó a Felisa con las bandejas,en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y sureemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra lí-nea, alguien que también estaría sonriendo mientras al-canzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de lucharcontra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en elmismo momento vio el ala derecha del avión, casi sobresu cabeza, inclinándose inexplicablemente, el cambio desonido de las turbinas, la caída casi vertical sobre el mar.Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las rocasy desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le

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ocultaba el lugar de la caída, pero torció antes de llegara la playa y por un atajo previsible franqueó la primeraestribación de la colina y salió a la playa más pequeña.La cola del avión se hundía a unos cien metros, en un si-lencio total. Marini tomó impulso y se lanzó al agua, espe-rando todavía que el avión volviera a flotar; pero no seveía más que la blanda línea de las olas, una caja de car-tón oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída,y casi al final, cuando ya no tenía sentido seguir nadan-do, una mano fuera del agua, apenas un instante, el tiem-po para que Marini cambiara de rumbo y se zambullerahasta atrapar por el pelo al hombre que luchó por afe-rrarse a él y tragó roncamente el aire que Marini le deja-ba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo pocoa poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpovestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la carallena de espuma donde la muerte estaba ya instalada,sangrando por una enorme herida en la garganta. De quépodía servir la respiración artificial si con cada convul-sión la herida parecía abrirse un poco más y era comouna boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancabaa su pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, legritaba entre borbotones algo que él ya no era capaz deoír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y más atráslas mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodea-ban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender cómohabía tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarsedesangrándose hasta ahí. “Ciérrale los ojos”, pidió llo-rando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, bus-cando algún otro sobreviviente. Pero, como siempre, es-taban solos en la isla y el cadáver de ojos abiertos era loúnico nuevo entre ellos y el mar.

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INSTRUCCIONES PARA JOHN HOWELL

PENSÁNDOLO después —en la calle, en un tren, cruzandocampos— todo eso hubiera parecido absurdo, pero un tea-tro no es más que un pacto con el absurdo, su ejercicioeficaz y lujoso. A Rice, que se aburría en un Londres oto-ñal de fin de semana y que había entrado al Aldwych sinmirar demasiado el programa, el primer acto de la piezale pareció sobre todo mediocre; el absurdo empezó en elintervalo cuando el hombre de gris se acercó a su buta-ca y lo invitó cortésmente, con una voz casi inaudible, aque lo acompañara entre bastidores. Sin demasiada sor-presa pensó que la dirección del teatro debía estar ha-ciendo una encuesta, alguna vaga investigación con fi-nes publicitarios. “Si se trata de una opinión”, dijo Rice,“el primer acto me parece flojo, y la iluminación, por ejem-plo...” El hombre de gris asintió amablemente pero sumano seguía indicando una salida lateral, y Rice enten-dió que debía levantarse y acompañarlo sin hacerse ro-gar. “Hubiera preferido una taza de té”, pensó mientrasbajaba unos peldaños que daban a un pasillo lateral y sedejaba conducir entre distraído y molesto. Casi de golpe

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se encontró frente a un bastidor que representaba unabiblioteca burguesa; dos hombres que parecían aburrir-se lo saludaron como si su visita hubiera estado previstae incluso descontada. “Desde luego usted se presta ad-mirablemente”, dijo el más alto de los dos. El otro hom-bre inclinó la cabeza, con un aire de mudo. “No tenemosmucho tiempo”, dijo el hombre alto, “pero trataré de ex-plicarle su papel en dos palabras”. Hablaba mecánica-mente, casi como si prescindiera de la presencia real deRice y se limitara a cumplir una monótona consigna. “Noentiendo”, dijo Rice dando un paso atrás. “Casi es me-jor”, dijo el hombre alto. “En estos casos el análisis esmás bien una desventaja; verá que apenas se acostumbrea los reflectores empezará a divertirse. Usted ya conoceel primer acto; ya sé, no le gustó. A nadie le gusta. Es apartir de ahora que la pieza puede ponerse mejor. De-pende, claro.” “Ojalá mejore”, dijo Rice que creía haberentendido mal, “pero en todo caso ya es tiempo de queme vuelva a la sala”. Como había dado otro paso atrás nolo sorprendió demasiado la blanda resistencia del hom-bre de gris, que murmuraba una excusa sin apartarse.“Parecería que no nos entendemos”, dijo el hombre alto,“y es una lástima porque faltan apenas cuatro minutospara el segundo acto. Le ruego que me escuche atenta-mente. Usted es Howell, el marido de Eva. Ya ha vistoque Eva engaña a Howell con Michael, y que probable-mente Howell se ha dado cuenta aunque prefiere callarpor razones que no están todavía claras. No se mueva,por favor, es simplemente una peluca.” Pero la admoni-ción parecía casi inútil porque el hombre de gris y el hom-bre mudo lo habían tomado de los brazos; y una mucha-cha alta y flaca que había aparecido bruscamente le esta-ba calzando algo tibio en la cabeza. “Ustedes no querránque yo me ponga a gritar y arme un escándalo en el tea-

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tro”, dijo Rice tratando de dominar el temblor de su voz.El hombre alto se encogió de hombros. “Usted no haríaeso”, dijo cansadamente. “Sería tan poco elegante... No,estoy seguro que no haría eso. Además la peluca le que-da perfectamente, usted tiene tipo de pelirrojo.” Sabien-do que no debía decir eso, Rice dijo: “Pero yo no soy unactor.” Todos, hasta la muchacha, sonrieron alentándolo.“Precisamente”, dijo el hombre alto. “Usted se da muybien cuenta de la diferencia. Usted no es un actor, ustedes Howell. Cuando salga a escena, Eva estará en el sa-lón escribiendo una carta a Michael. Usted fingirá no dar-se cuenta de que ella esconde el papel y disimula su tur-bación. A partir de ese momento haga lo que quiera. Losanteojos, Ruth.” “¿Lo que quiera?”, dijo Rice, tratandosordamente de liberar sus brazos mientras Ruth le ajus-taba unos anteojos con montura de Carey. “Sí, de eso setrata”, dijo desganadamente el hombre alto, y Rice tuvocomo una sospecha de que estaba harto de repetir las mis-mas cosas cada noche. Se oía la campanilla llamando alpúblico, y Rice alcanzó a distinguir los movimientos delos tramoyistas en el escenario, unos cambios de luces;Ruth había desaparecido de golpe. Lo invadió una indig-nación más amarga que violenta, que de alguna maneraparecía fuera de lugar. “Esto es una farsa estúpida”, dijotratando de zafarse, “y les prevengo que...” “Lo lamento”,murmuró el hombre alto. “Francamente hubiera pensa-do otra cosa de usted. Pero ya que lo toma así...” No eraexactamente una amenaza, aunque los tres hombres lorodeaban de una manera que exigía la obediencia o la lu-cha abierta; a Rice le pareció que una cosa hubiera sidotan absurda o quizá tan falsa como la otra. “Howell entraahora”, dijo el hombre alto, mostrando el estrecho pasa-je entre los bastidores. “Una vez allí haga lo que quiera,pero nosotros lamentaríamos que...” Lo decía amable-

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mente, sin turbar el repentino silencio de la sala; el te-lón se alzó con un frotar de terciopelo, y los envolvió unaráfaga de aire tibio. “Yo que usted lo pensaría, sin em-bargo”, agregó cansadamente el hombre alto. “Vaya aho-ra.” Empujándolo sin empujarlo, los tres lo acompañaronhasta la mitad de los bastidores. Una luz violeta encegue-ció a Rice; delante había una extensión que le pareció infi-nita, y a la izquierda adivinó la gran caverna, algo comouna gigantesca respiración contenida, eso que despuésde todo era el verdadero mundo donde poco a poco em-pezaban a recortarse pecheras blancas y quizá sombre-ros o altos peinados. Dio un paso o dos, sintiendo que laspiernas no le respondían, y estaba a punto de volverse yretroceder a la carrera cuando Eva, levantándose preci-pitadamente, se adelantó y le tendió una mano que pa-recía flotar en la luz violeta al término de un brazo muyblanco y largo. La mano estaba helada, y Rice tuvo la im-presión de que se crispaba un poco en la suya. Dejándo-se llevar hasta el centro de la escena, escuchó confusa-mente las explicaciones de Eva sobre su dolor de cabeza,la preferencia por la penumbra y la tranquilidad de labiblioteca, esperando a que callara para adelantarse alproscenio y decir en dos palabras, que los estaban esta-fando. Pero Eva parecía esperar que él se sentara en elsofá de gusto tan dudoso como el argumento de la piezay los decorados, y Rice comprendió que era imposible,casi grotesco, seguir de pie, mientras ella, tendiéndoleotra vez la mano, reiteraba la invitación con una sonrisacansada. Desde el sofá distinguió mejor las primeras fi-las de platea, apenas separadas de la escena por la luzque había ido virando del violeta a un naranja amarillen-to, pero curiosamente a Rice le fue más fácil volversehacia Eva y sostener su mirada que de alguna manera loligaba todavía a esa insensatez, aplazando un instante

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más la única decisión posible a menos de acatar la locu-ra y entregarse al simulacro. “Las tardes de este otoñoson interminables”, había dicho Eva buscando una cajade metal blanco perdida entre los libros y los papeles dela mesita baja, y ofreciéndole un cigarrillo. MecánicamenteRice sacó su encendedor, sintiéndose cada vez más ridí-culo con la peluca y los anteojos; pero el menudo ritualde encender los cigarrillos y aspirar las primeras boca-nadas era como una tregua, le permitía sentarse más có-modamente, aflojando la insoportable tensión del cuer-po que se sabía mirado por frías constelaciones invisi-bles. Oía sus respuestas a las frases de Eva, las palabrasparecían suscitarse unas a otras con un mínimo esfuer-zo, sin que se estuviera hablando de nada en concreto;un diálogo de castillo de naipes en el que Eva iba ponien-do los muros del frágil edificio, y Rice sin esfuerzo in-tercalaba sus propias cartas y el castillo se alzaba bajola luz anaranjada hasta que al terminar una prolija ex-plicación que incluía el nombre de Michael (“Ya ha vistoque Eva engaña a Howell con Michael”) y otros nombresy otros lugares, un té al que había asistido la madre deMichael (¿o era la madre de Eva?) y una justificación an-siosa y casi al borde de las lágrimas, con un movimientode ansiosa esperanza Eva se inclinó hacia Rice como siquisiera abrazarlo o esperara que él la tomase en los bra-zos, y exactamente después de la última palabra dichacon una voz clarísima, junto a la oreja de Rice murmuró:“No dejes que me maten”, y sin transición volvió a su vozprofesional para quejarse de la soledad y del abandono.Golpeaban en la puerta del fondo y Eva se mordió los la-bios como si hubiera querido agregar algo más (pero esose le ocurrió a Rice, demasiado confundido para reaccio-nar a tiempo), y se puso de pie para dar la bienvenida aMichael que llegaba con la fatua sonrisa que ya había

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enarbolado insoportablemente en el primer acto. Unadama vestida de rojo, un anciano: de pronto la escena sepoblaba de gente que cambiaba saludos, flores y noticias.Rice estrechó las manos que le tendían y volvió a sentar-se lo antes posible en el sofá, escudándose tras de otrocigarrillo; ahora la acción parecía prescindir de él y elpúblico recibía con murmullos satisfechos una serie debrillantes juegos de palabras de Michael y los actores decarácter, mientras Eva se ocupaba del té y daba instruc-ciones al criado. Quizá fuera el momento de acercarse ala boca del escenario, dejar caer el cigarrillo y aplastar-lo con el pie, a tiempo para anunciar: “Respetable públi-co...” Pero acaso fuera más elegante (No dejes que me ma-ten) esperar la caída del telón y entonces, adelantándo-se rápidamente, revelar la superchería. En todo eso ha-bía como un lado ceremonial que no era penoso acatar; ala espera de su hora, Rice entró en el diálogo que le pro-ponía el anciano caballero, aceptó la taza de té que Evale ofrecía sin mirarlo de frente, como si se supiese ob-servada por Michael y la dama de rojo. Todo estaba enresistir, en hacer frente a un tiempo interminablemen-te tenso, ser más fuerte que la torpe coalición que pre-tendía convertirlo en un pelele. Ya le resultaba fácil ad-vertir cómo las frases que le dirigían (a veces Michael, aveces la dama de rojo, casi nunca Eva, ahora) llevabanimplícita la respuesta; que el pelele contestara lo previ-sible, la pieza podía continuar. Rice pensó que de habertenido un poco más de tiempo para dominar la situación,hubiera sido divertido contestar a contrapelo y poner endificultades a los actores; pero no se lo consentirían, sufalsa libertad de acción no permitía más que la rebelióndesaforada, el escándalo. No dejes que me maten, habíadicho Eva; de alguna manera, tan absurda como el resto,Rice seguía sintiendo que era mejor esperar. El telón cayó

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sobre una réplica sentenciosa y amarga de la dama derojo, y los actores le parecieron a Rice como figuras quesúbitamente bajaran un peldaño invisible: disminuidos,indiferentes (Michael se encogía de hombros, dando laespalda y yéndose por el foro), abandonaban la escenasin mirarse entre ellos, pero Rice notó que Eva giraba lacabeza hacia él mientras la dama de rojo y el anciano sela llevaban amablemente del brazo hacia los bastidoresde la derecha. Pensó en seguirla, tuvo una vaga esperan-za de camarín y conversación privada. “Magnífico”, dijoel hombre alto, palmeándole el hombro. “Muy bien, real-mente la ha hecho usted muy bien.” Señalaba hacia eltelón que dejaba pasar los últimos aplausos. “Les ha gus-tado de veras. Vamos a tomar un trago.” Los otros doshombres estaban algo más lejos, sonriendo amablemen-te, y Rice desistió de seguir a Eva. El hombre alto abrióuna puerta al final del primer pasillo y entraron en unasala pequeña donde había sillones desvencijados, un ar-mario, una botella de whisky ya empezada y hermosísi-mos vasos de cristal tallado. “Lo ha hecho usted muy bien”,insistió el hombre alto mientras se sentaban en torno aRice. “Con un poco de hielo ¿verdad? Desde luego, cual-quiera tendría la garganta seca.” El hombre de gris seadelantó a la negativa de Rice y le alcanzó un vaso casilleno. “El tercer acto es más difícil pero a la vez más en-tretenido para Howell”, dijo el hombre alto. “Ya ha vistocómo se van descubriendo los juegos.” Empezó a expli-car la trama, ágilmente y sin vacilar. “En cierto modousted ha complicado las cosas”, dijo. “Nunca me imaginéque procedería tan pasivamente con su mujer; yo hubie-ra reaccionado de otra manera.” “¿Cómo?”, preguntó se-camente Rice. “Ah, querido amigo, no es justo preguntareso. Mi opinión podría alterar sus propias decisiones,puesto que usted ha de tener ya un plan preconcebido.

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¿O no? Como Rice callaba, agregó: “Si le digo eso es pre-cisamente porque no se trata de tener planes preconcebi-dos. Estamos todos demasiado satisfechos para arriesgar-nos a malograr el resto.” Rice bebió un largo trago de whis-ky. “Sin embargo, en el segundo acto usted me dijo quepodía hacer lo que quisiera”, observó. El hombre de grisse echó a reír, pero el hombre alto lo miró y el otro hizoun rápido gesto de excusa. “Hay un margen para la aven-tura o el azar, como usted quiera”, dijo el hombre alto.“A partir de ahora le ruego que se atenga a lo que voy aindicarle, se entiende que dentro de la máxima libertaden los detalles.” Abriendo la mano derecha con la palmahacia arriba, la miró fijamente mientras el índice de laotra mano iba a apoyarse en ella una y otra vez. Entredos tragos (le habían llenado otra vez el vaso) Rice escu-chó las instrucciones para John Howell. Sostenido porel alcohol y por algo que era como un lento volver hacíasí mismo que lo iba llenando de una fría cólera, descu-brió sin esfuerzo el sentido de las instrucciones, la pre-paración de la trama que debía hacer crisis en el últimoacto. “Espero que esté claro”, dijo el hombre alto, con unmovimiento circular del dedo en la palma de la mano.“Está muy claro”, dijo Rice levantándose, “pero ademásme gustaría saber si en el cuarto acto...” “Evitemos lasconfusiones, querido amigo”, dijo el hombre alto. “En elpróximo intervalo volveremos sobre el tema, pero ahorale sugiero que se concentre exclusivamente en el terceracto. Ah, el traje de calle, por favor.” Rice sintió que elhombre mudo le desabotonaba la chaqueta; el hombrede gris había sacado del armario un traje de tweed y unosguantes; mecánicamente Rice se cambió de ropa bajo lasmiradas aprobadoras de los tres. El hombre alto habíaabierto la puerta y esperaba; a lo lejos se oía la campa-nilla. “Esta maldita peluca me da calor”, pensó Rice aca-

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bando el whisky de un solo trago. Casi en seguida se en-contró entre nuevos bastidores, sin oponerse a la ama-ble presión de una mano en el codo. “Todavía no”, dijo elhombre alto, más atrás. “Recuerde que hace fresco en elparque. Quizás si se subiera el cuello de la chaqueta...Vamos, es su entrada.” Desde un banco al borde del sen-dero Michael se adelantó hacia él, saludándolo con unabroma. Le tocaba responder pasivamente y discutir losméritos del otoño en Regent’s Park, hasta la llegada deEva y la dama de rojo que estarían dando de comer a loscisnes. Por primera vez —y a él lo sorprendió casi tantocomo a los demás— Rice cargó el acento en una alusiónque el público pareció apreciar y que obligó a Michael aponerse a la defensiva, forzándolo a emplear los recur-sos más visibles del oficio para encontrar una salida; dán-dole bruscamente la espalda mientras encendía un ciga-rrillo, como si quisiera protegerse del viento, Rice mirópor encima de los anteojos y vio a los tres hombres entrelos bastidores, el brazo del hombre alto que le hacía ungesto conminatorio (debía estar un poco borracho y ade-más se divertía, el brazo agitándose le hacia una graciaextraordinaria) antes de volverse y apoyar una mano enel hombro de Michael. “Se ven cosas regocijantes en losparques”, dijo Rice. “Realmente no entiendo que se pue-da perder el tiempo con cisnes o amantes cuando se estáen un parque londinense.” El público rió más que Micha-el, excesivamente interesado por la llegada de Eva y ladama de rojo. Sin vacilar Rice siguió marchando contrala corriente, violando poco a poco las instrucciones enuna esgrima feroz y absurda contra actores habilísimosque se esforzaban por hacerlo volver a su papel y a ve-ces lo conseguían, pero él se les escapaba de nuevo paraayudar de alguna manera a Eva, sin saber bien por quépero diciéndose (y le daba risa, y debía ser el whisky) que

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todo lo que cambiara en ese momento alteraría inevita-blemente el último acto (No dejes que me maten). Y losotros se habían dado cuenta de su propósito porque bas-taba mirar por sobre los anteojos hacia los bastidores dela izquierda para ver los gestos iracundos del hombrealto, fuera y dentro de la escena estaban luchando contraél y Eva, se interponían para que no pudieran comuni-carse, para que ella no alcanzara a decirle nada, y ahorallegaba el caballero anciano seguido de un lúgubre cho-fer, había como un momento de calma (Rice recordabalas instrucciones: una pausa, luego la conversación so-bre la compra de acciones, entonces la frase reveladorade la dama de rojo, y telón), y en ese intervalo en queobligadamente Michael y la dama de rojo debían apar-tarse para que el caballero hablara con Eva y Howell dela maniobra bursátil (realmente no faltaba nada en esapieza), el placer de estropear un poco más la acción lle-nó a Rice de algo que se parecía a la felicidad. Con un ges-to que dejaba bien claro el profundo desprecio que le ins-piraban las operaciones arriesgadas, tomó del brazo aEva, sorteó la maniobra envolvente del enfurecido y son-riente caballero, y caminó con ella oyendo a sus espal-das un muro de palabras ingeniosas que no le concer-nían, exclusivamente inventadas para el público, y encambio sí Eva, en cambio un aliento tibio apenas un se-gundo contra su mejilla, el leve murmullo de su voz ver-dadera diciendo: “Quedáte conmigo hasta el final”, que-brado por un movimiento instintivo, el hábito que la ha-cía responder a la interpelación de la dama de rojo, arras-trando a Howell para que recibiera en plena cara las pa-labras reveladoras. Sin pausa, sin el mínimo hueco quehubiera necesitado para poder cambiar el rumbo que esaspalabras daban definitivamente a lo que habría de venirmás tarde, Rice vio caer el telón. “Imbécil”, dijo la dama

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de rojo. “Salga, Flora”, ordenó el hombre alto, pegado aRice que sonreía satisfecho. “Imbécil”, repitió la damade rojo, tomando del brazo a Eva que había agachado lacabeza y parecía como ausente. Un empujón mostró elcamino a Rice que se sentía perfectamente feliz. “Imbé-cil”, dijo a su vez el hombre alto. El tirón en la cabeza fuecasi brutal, pero Rice se quitó él mismo los anteojos y lostendió al hombre alto. “El whisky no era malo” dijo. “Siquiere darme las instrucciones para el último acto...” Otroempellón estuvo a punto de tirarlo al suelo y cuando con-siguió enderezarse, con una ligera náusea, ya estaba an-dando a tropezones por una galería mal iluminada; el hom-bre alto había desaparecido y los otros dos se estrecha-ban contra él; obligándolo a avanzar con la mera presiónde los cuerpos. Había una puerta con una lamparilla na-ranja en lo alto. “Cámbiese”, dijo el hombre de gris alcan-zándole su traje. Casi sin darle tiempo a ponerse la cha-queta, abrieron la puerta de un puntapié, el empujón losacó trastabillando a la acera, al frío de un callejón queolía a basura. “Hijos de perra, me voy a pescar una pul-monía”, pensó Rice, metiendo las manos en los bolsillos.Había luces en el extremo más alejado del callejón, des-de donde venía el rumor del tráfico. En la primera es-quina (no le habían quitado el dinero ni los papeles) Ricereconoció la entrada del teatro. Como nada impedía queasistiera desde su butaca al último acto, entró al calordel foyer, al humo y las charlas de la gente en el bar; lequedó tiempo para beber otro whisky, pero se sentía in-capaz de pensar en nada. Un poco antes de que se alza-ra el telón alcanzó a preguntarse quién haría el papel deHowell en el último acto, y si algún otro pobre infeliz es-taría pasando por amabilidades y amenazas y anteojos;pero la broma debía terminar cada noche de la mismamanera porque en seguida reconoció al actor del primer

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acto, que leía una carta en su estudio y la alcanzaba auna Eva pálida y vestida de gris. “Es escandaloso”, co-mentó Rice volviéndose hacia el espectador de la izquier-da. “¿Cómo se tolera que cambien de actor en mitad deuna pieza?” El espectador suspiró fatigado. “Ya no sesabe con estos autores jóvenes”, dijo. “Todo es símbolo,supongo.” Rice se acomodó en la platea saboreando malig-namente el murmullo de los espectadores que no pare-cían aceptar tan pasivamente como su vecino los cam-bios físicos de Howell; y sin embargo la ilusión teatrallos dominó casi en seguida; el actor era excelente y laacción se precipitaba de una manera que sorprendió in-cluso a Rice, perdido en una agradable indiferencia. Lacarta era de Michael, que anunciaba su partida de Ingla-terra; Eva la leyó y la devolvió en silencio; se sentía queestaba llorando contenidamente. Quédate conmigo has-ta el final, había dicho Eva. No dejes que me maten, ha-bía dicho absurdamente Eva. Desde la seguridad de laplatea era inconcebible que pudiera sucederle algo enese escenario de pacotilla; todo había sido una continuaestafa, una larga hora de pelucas y de árboles pintados.Desde luego la infaltable dama de rojo invadía la melan-cólica paz del estudio donde el perdón y quizá el amorde Howell se percibían en sus silencios, en su maneracasi distraída de romper la carta y echarla al fuego. Pare-cía inevitable que la dama de rojo insinuara que la parti-da de Michael era una estratagema, y también que Ho-well le diera a entender un desprecio que no impediríauna cortés invitación a tomar el té. A Rice lo divirtió va-gamente la llegada del criado con la bandeja; el té pare-cía uno de los recursos mayores del comediógrafo; sobretodo ahora que la dama de rojo maniobraba en algún mo-mento con una botellita de melodrama romántico mien-tras las luces iban bajando de una manera por completo

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inexplicable en el estudio de un abogado londinense.Hubo una llamada telefónica que Howell atendió con per-fecta compostura (era previsible la caída de las accioneso cualquier otra crisis necesaria para el desenlace); lastazas pasaron de mano en mano con las sonrisas perti-nentes, el buen tono previo a las catástrofes. A Rice lepareció casi inconveniente el gesto de Howell en el mo-mento en que Eva acercaba los labios a la taza, su brus-co movimiento y el té derramándose sobre el vestido gris.Eva estaba inmóvil, casi ridícula; en esa detención ins-tantánea de las actitudes (Rice se había enderezado sinsaber por qué, y alguien chistaba impaciente a sus es-paldas), la exclamación escandalizada de la dama de rojose superpuso al leve chasquido, a la mano de Howell quese alzaba para anunciar algo, a Eva que torcía la cabezamirando al público como si no quisiera creer y despuésse deslizaba de lado hasta quedar casi tendida en el sofá,en una lenta reanudación del movimiento que Howellpareció recibir y continuar con su brusca carrera hacialos bastidores de la derecha, la fuga que Rice no vio por-que también él corría ya por el pasillo central sin queningún otro espectador se hubiera movido todavía. Ba-jando a saltos la escalera, tuvo el tino de entregar su ta-lón en el guardarropa y recobrar el abrigo; cuando llega-ba a la puerta oyó los primeros rumores del final de lapieza, aplausos y voces en la sala; alguien del teatro co-rría escaleras arriba. Huyó hacia Kean Street y al pasarjunto al callejón lateral le pareció ver un bulto que avan-zaba pegado a la pared; la puerta por donde lo habíanexpulsado estaba entornada, pero Rice no había termi-nado de registrar esas imágenes cuando ya corría por lacalle iluminada y en vez de alejarse de la zona del tea-tro bajaba otra vez por Kingsway, previendo que a nadiese le ocurriría buscarlo cerca del teatro. Entró en el

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Strand (se había subido el cuello del abrigo y andaba rápi-damente, con las manos en los bolsillos) hasta perdersecon un alivio que él mismo no se explicaba en la vaga re-gión de las callejuelas internas que nacían en ChanceryLane. Apoyándose contra una pared (jadeaba un poco ysentía que el sudor le pegaba la camisa a la piel) encen-dió un cigarrillo y por primera vez se preguntó explíci-tamente, empleando todas las palabras necesarias, porqué estaba huyendo. Los pasos que se acercaban se in-terpusieron entre él y la respuesta que buscaba; mien-tras corría pensó que si lograba cruzar el río (que estácerca del puente de Blackfriars) se sentiría a salvo. Serefugió en un portal, lejos del farol que alumbraba la sali-da hacia Watergate. Algo le quemó la boca, se arrancóde un tirón la colilla que había olvidado; y sintió que ledesgarraba los labios. En el silencio que lo envolvía tra-tó de repetirse las preguntas no contestadas, pero iró-nicamente se le interponía la idea de que sólo estaría asalvo si alcanzaba a cruzar el río. Era ilógico, los pasostambién podrían seguirlo por el puente; por cualquiercallejuela de la otra orilla; y sin embargo eligió el puen-te, corrió a favor de un viento que lo ayudó a dejar atrásel río y perderse en un laberinto que no conocía hastallegar a una zona mal alumbrada; el tercer alto de lanoche en un profundo y angosto callejón sin salida lopuso por fin frente a la única pregunta importante, y Ricecomprendió que era incapaz de encontrar la respuesta.No dejes que me maten, había dicho Eva, y él había he-cho lo posible, torpe y miserablemente, pero lo mismo lahabían matado, por lo menos en la pieza la habían mata-do y él tenía que huir porque no podía ser que la piezaterminara así, que la taza de té se volcara inofensiva-mente sobre el vestido de Eva y sin embargo Eva resba-lara hasta quedar tendida en el sofá; había ocurrido otra

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cosa sin que él estuviera allí para impedirlo, quédate con-migo hasta el final, le había suplicado Eva, pero lo ha-bían echado del teatro, lo habían apartado de eso quetenía que suceder y que él, estúpidamente instalado ensu platea, había contemplado sin comprender o compren-diéndolo desde otra región de sí mismo donde había mie-do y fuga y ahora, pegajoso como el sudor que le corríapor el vientre, el asco de sí mismo. “Pero yo no tengo nadaque ver”, pensó. “Y no ha ocurrido nada; no es posibleque cosas así ocurran.” Se lo repitió aplicadamente; nopodía ser que hubieran venido a buscarlo, a proponerleesa insensatez, a amenazarlo amablemente; los pasos quese acercaban tenían que ser los de cualquier vagabundo,unos pasos sin huellas. El hombre pelirrojo que se detu-vo junto a él casi sin mirarlo, y que se quitó los anteojoscon un gesto convulsivo para volver a ponérselos des-pués de frotarlos contra la solapa de la chaqueta, era sen-cillamente alguien que se parecía a Howell, al actor quehabía hecho el papel de Howell y había volcado la tazade té sobre el vestido de Eva. “Tire esa peluca”, dijo Rice,“lo reconocerán en cualquier parte”. “No es una peluca”,dijo Howell (se llamaría Smith o Rogers, ya ni recorda-ba el nombre en el programa). “Qué tonto soy”, dijo Rice.Era de imaginar que habían tenido preparada una copiaexacta de los cabellos de Howell, así como los anteojoshabían sido una réplica de los de Howell. “Usted hizo loque pudo”, dijo Rice, “yo estaba en la platea y lo vi; todoel mundo podrá declarar a su favor”. Howell temblaba,apoyado en la pared. “No es eso”, dijo. “Qué importa, silo mismo se salieron con la suya.” Rice agachó la cabeza;un cansancio invencible lo agobiaba. “Yo también tratéde salvarla”, dijo, “pero no me dejaron seguir”. Howell lomiró rencorosamente. “Siempre ocurre lo mismo”, dijocomo hablándose a sí mismo. “Es típico de los aficiona-

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dos, creen que pueden hacerlo mejor que los otros, y alfinal no sirve de nada.” Se subió el cuello de la chaqueta,metió las manos en los bolsillos. Rice hubiera queridopreguntarle: “¿Por qué ocurre siempre lo mismo? Y si esasí, ¿por qué estamos huyendo?” El silbato pareció en-golfarse en el callejón, buscándolos. Corrieron largorato a la par, hasta detenerse en algún rincón que olía apetróleo, a río estancado. Detrás de una pila de fardosdescansaron un momento; Howell jadeaba como un pe-rro y a Rice se le acalambraba una pantorrilla. Se la fro-tó, apoyándose en los fardos, manteniéndose con dificul-tad sobre un solo pie. “Pero quizá no sea tan grave”, mur-muró. “Usted dijo que siempre ocurría lo mismo.” Howellle puso una mano en la boca; se oían alternadamente dossilbatos. “Cada uno por su lado” dijo Howell. “Tal vez unode los dos pueda escapar.” Rice comprendió que tenía ra-zón pero hubiera querido que Howell le contestara prime-ro. Lo tomó de un brazo, atrayéndolo con toda su fuerza.“No me dejes ir así”, suplicó. “No puedo seguir huyendosiempre, sin saber.” Sintió el olor alquitranado de los far-dos, su mano como hueca en el aire. Unos pasos corríanalejándose; Rice se agachó, tomando impulso, y partióen la dirección contraria. A la luz de un farol vio un nom-bre cualquiera: Rose Alley. Más allá estaba el río, algúnpuente. No faltaban puentes ni calles por donde correr.

María Elvira Luna Escudero-AlieGeorgetown University

Publicado en Espéculo. Revista deestudios literarios. Universidad

Complutense de Madrid

TODOS LOS FUEGOS EL FUEGO, DE JULIO CORTÁZAR

EL RELATO de Julio Cortázar: «Todos los fuegos el fuego» cons-ta de dos argumentos paralelos con un desenlace común quenos remite al título del cuento. Las dos historias simultáneasy en muchos momentos yuxtapuestas, están divididas en die-ciocho secuencias narradas en su inmensa mayoría en elpresente del indicativo y desde el punto de vista de la omnis-ciencia. Observamos también una visión poliédrica porquetenemos las manifestaciones de diferentes conciencias.

La estructura del relato es fantástica puesto que la simul-taneidad de las dos historias es imposible desde el punto devista espacio-temporal. Sin embargo, considerada cada his-toria independientemente, podemos afirmar que la trama decada una es más bien de tipo realista.

La primera historia nos sitúa en un circo de la Roma Im-perial, los personajes principales son: el procónsul, su espo-sa Irene, y el gladiador Marco. El procónsul ha adivinado laatracción de Irene hacia Marco y ha decidido vengarse; Irenedeberá presenciar la muerte casi segura de Marco en la are-na. La historia terminará con una catástrofe total ocasionadapor un incendio en el circo romano.

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La segunda historia se desarrolla en un espacio urbano-interior; en una ciudad moderna donde también las relacio-nes de los personajes tienen la forma de un triángulo amoro-so. Jeanne es la amante traicionada que no acepta la sole-dad a la cual ha sido relegada con la mayor indiferencia delmundo, y ante un futuro incierto y un presente insoportable,opta por el suicidio. Roland y Sonia su nueva amante, pere-cen juntos, víctimas de un incendio causado por sus propioscigarrillos.

Es interesante destacar que las dos historias están biendelimitadas al principio; pero hacia el séptimo párrafo empie-zan a entretejerse, a yuxtaponerse en un mismo párrafo. Esimportante recalcar que este primer punto de contacto estádado por una alusión al fuego:

«Ah, dice Roland, frotando un fósforo. Jeanne oye distin-tamente el frote, es como si viera el rostro de Roland mien-tras aspira el humo, echándose un poco atrás con los ojosentornados. Un río de escamas brillantes parece saltar de lasmanos del gigante negro y Marco tiene el tiempo preciso parahurtar el cuerpo a la red». (p. 119)

La segunda yuxtaposición o amalgama ocurre dos párra-fos más adelante hacia la segunda mitad:

«’El veneno’, se dice Irene, ‘alguna vez encontraré el vene-no; pero ahora acéptale la copa de vino, sé la más fuerte,espera tu hora’. La pausa parece prolongarse como se pro-longa la insidiosa galería negra donde vuelve intermitente lavoz lejana que repite cifras. Jeanne ha creído siempre que losmensajes que verdaderamente cuentan están en algún mo-mento más acá de toda palabra; quizás esas cifras digan más,sean más que cualquier discurso para el que las está escu-chando atentamente, como para ella el perfume de Sonia, elroce de la palma de su mano en el hombro antes de marchar-se han sido más que las palabras de Sonia». (p. 121)

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Esta segunda amalgama entre las historias nos presen-ta un doble panorama de incomunicación y soledad tanto enIrene, la esposa del procónsul, como en Jeanne la amantetraicionada por Roland. Otra interesante yuxtaposición senos ofrece más adelante, algunos párrafos antes del final delrelato:

«[...] su mano sigue inmóvil junto al gato y apenas si undedo busca todavía el calor de su piel, la recorre brevementeantes de detenerse otra vez entre el flanco tibio y el tubo depastillas que ha rodado hasta ahí. Alcanzado en pleno estó-mago el nubio aúlla, echándose hacia atrás, y en ese últimoinstante en que el dolor es como una llama de odio, toda lafuerza que huye de su cuerpo se agolpa en el brazo para hun-dir el tridente en la espalda de su rival boca abajo». (p. 124)

Observamos aquí cómo la agonía de las víctimas de am-bos triángulos amorosos se desarrolla de manera simultá-nea. La voz que dicta números y sirve de trasfondo a la ten-sa conversación entre Roland y Jeanne, también grafica laincomunicación entre los seres humanos:

«Desde muy lejos la hormiga dicta ochocientos ochentay ocho. ‘No vengas’ dice Jeanne, y es divertido oír las pala-bras mezclándose con las cifras, no ochocientos vengas ochentay ocho, ‘no vengas nunca más, Roland’». (p. 123)

El símbolo del infinito en matemáticas es el número ochocolocado horizontalmente, y no es casual que la repeticiónde este número se vincule a las últimas palabras de Jean-ne: «Nunca más». Algunos de los muchos símbolos del nú-mero ocho son: autodestrucción, oposición, justicia con pie-dad, pasiones violentas, inmortalidad, castigo, etc. La cifra888 simboliza el número sagrado de Jesús en el alfabeto he-breo. La incomunicación y el desencuentro entre los sereshumanos también están señalados a través de las palabrasde Jeanne:

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«’Soy yo’ dice la voz de Jeanne [...]. ‘Soy yo repite inútil-mente Jeanne’». (p.116). Más adelante tenemos otro ejem-plo de incomunicación y soledad:

«Soy yo dice Jeanne pero se lo ha dicho más a ella mis-ma que a ese silencio opuesto en el que bailan, como en untelón de fondo, algunas chispas de sonido». (p. 118). La so-ledad y la incomunicación de Irene se reflejan también en lamisma página:

«Como siempre, como desde una ya lejana noche nup-cial, Irene se repliega al límite más hondo de sí misma mien-tras por fuera condesciende y sonríe y hasta goza». (p. 118)

Es relevante señalar algunas pistas, motivos o anticipa-ciones del desenlace desde las diferentes conciencias quese expresan en el relato: «Irene no sabe lo que va a seguir ya la vez es como si lo supiera...» (p. 115), y después tene-mos esta frase reveladora:

«[...] siente el signo de la muerte que el procónsul ha di-simulado en una alegre sorpresa pública, el signo que sóloella y quizá Marco puedan comprender...» (p. 118)

Marco presiente su final :

«No necesita pensar, no sabe casi pensar pero el instintole dice que esa arena es mala [...] Esa noche ha soñado conun pez, ha soñado con un camino solitario entre columnasrotas...» (p. 116)

La imagen del pez se repite y esto es sumamente inte-resante porque el pez simboliza entre otras cosas, la liber-tad, la mujer y el sacrificio. Según Cirlot:

«En esencia, el pez posee una naturaleza doble; por suforma de uso es una suerte de ‘pájaro de las zonas inferiores’y símbolo del sacrificio y de la relación entre el cielo y la tie-rra». (Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de Símbolos, p. 360)

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Marco sabe ya que su muerte es inminente: «Agazapa-do, pronto a saltar, Marco siente en la piel, en lo hondo delestómago que la muchedumbre lo abandona». (p. 121). Te-nemos ahora otra anticipación del propio final desde la con-ciencia atormentada de Jeanne:

«[...] nada como no sea el receptor que empezará a pe-sar espantosamente entre sus dedos, una cosa muerta quehabrá que rechazar sin mirarla». (p. 120)

Los puntos de contacto entre las dos historias se clarifi-can mejor si tomamos en consideración algunos de los mu-chos símbolos atribuidos al fuego: energía espiritual, esenciade la vida, poder, guerra, pasiones prohibidas, destrucción,purificación, etc. El fuego ha sido considerado por muchasculturas antiguas como el más noble de los elementos y hasido venerado en casi todas las mitologías: la persa, la grie-ga, la romana, etc.

El fuego, de acuerdo a la interpretación anarquista de Ba-kunin es «el fuego destructor» que luego daría origen a la nue-va sociedad. Tomando en cuenta las connotaciones del fue-go, el título del cuento podría leerse también «Todas las pa-siones, la pasión», o «Todas las destrucciones, la destruc-ción», etc. De acuerdo a Heráclito, como señala Cirlot, el fue-go es un agente de transformación ya que todas las cosasse originan en el fuego y vuelven a él. Cirlot hace referenciaa la distinción de dos formas de fuego que explica MariusSchneider:

«[...] por su dirección (intencionalidad); el fuego del ejefuego-tierra (erótico, calor solar, energía física) y el del ejefuego-aire (místico, purificador, sublimador, energía espiritual),que se corresponde exactamente con el simbolismo de laespada (destrucción física, decisión psíquica). El fuego, deconsiguiente, imagen energética, puede hallarse al nivel de lapasión animal o al de la fuerza espiritual. [...] Pero el fuego esel ultraviviente. Realiza el bien (calor vital) y el mal (destruc-ción, incendio). Sugiere el anhelo de destruir el tiempo y lle-

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varlo todo a su final. El fuego es la imagen arquetipo de lo fe-noménico en sí. Atravesar el fuego es símbolo de trascenderla condición humana, según Eliade en Mitos, sueños y miste-rios.» (p.210)

El fuego destruye y purifica y además en este hermosorelato es el accidente, que une las dos historias paralelas quese van tejiendo paulatinamente hasta yuxtaponerse. Dichashistorias difieren en tiempo, espacio y tema; pero sin embar-go a través del fuego de la pasión y la purificación, tendránun mismo final de destrucción. Pues en esencia como lo de-muestra Cortázar; todos los fuegos son un mismo fuego, ytodas las pasiones son acaso una misma pasión.

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

Cortázar, Julio. Todos los fuegos el fuego. Buenos Aires: Sud-americana, 1966.

Cirlot, Juan-Eduardo. Diccionario de símbolos. Barcelona:Labor, 1992.

TODOS LOS FUEGOS, EL FUEGO

ASÍ SERÁ algún día su estatua, piensa irónicamente el pro-cónsul mientras alza el brazo, lo fija en el gesto del salu-do, se deja petrificar por la ovación de un público quedos horas de circo y de calor no han fatigado. Es el mo-mento de la sorpresa prometida; el procónsul baja el bra-zo, mira a su mujer que le devuelve la sonrisa inexpresi-va de las fiestas. Irene no sabe lo que va a seguir y a lavez es como si lo supiera, hasta lo inesperado acaba encostumbre cuando se ha aprendido a soportar, con la in-diferencia que detesta el procónsul, los caprichos del amo.Sin volverse siquiera hacia la arena prevé una suerte yaechada, una sucesión cruel y monótona. Licas, el viñate-ro, y su mujer Urania son los primeros en gritar un nom-bre que la muchedumbre recoge y repite: “Te reservabaesta sorpresa”, dice el procónsul. “Me han asegurado queaprecias el estilo de ese gladiador”. Centinela de su son-risa, Irene inclina la cabeza para agradecer. “Puesto quenos haces el honor de acompañarnos aunque te hastíanlos juegos”, agrega el procónsul, “es justo que procureofrecerte lo que más te agrada”. “¡Eres la sal del mun-

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do!”, grita Licas. “¡Haces bajar la sombra misma de Martea nuestra pobre arena de provincia!” “No has visto másque la mitad”, dice el procónsul, mojándose los labios enuna copa de vino y ofreciéndola a su mujer. Irene bebeun largo sorbo, que parece llevarse con su leve perfumeel olor espeso y persistente de la sangre y el estiércol.En un brusco silencio de expectativa que lo recorta conuna precisión implacable, Marco avanza hacia el centrode la arena; su corta espada brilla al sol, allí donde elviejo velario deja pasar un rayo oblicuo, y el escudo debronce cuelga negligente de la mano izquierda. “¿No irása enfrentarlo con el vencedor de Smirnio?”, pregunta ex-citadamente Licas. “Mejor que eso”, dice el procónsul.“Quisiera que tu provincia me recuerde por estos jue-gos, y que mi mujer deje por una vez de aburrirse”. Ura-nia y Licas aplauden esperando la respuesta de Irene,pero ella devuelve en silencio la copa al esclavo, ajena alclamoreo que saluda la llegada del segundo gladiador.Inmóvil, Marco parece también indiferente a la ovaciónque recibe su adversario; con la punta de la espada tocaligeramente sus grebas doradas.

“Hola”, dice Roland Renoir, eligiendo un cigarrillocomo una continuación ineludible del gesto de descolgarel receptor. En la línea hay una crepitación de comuni-caciones mezcladas, alguien que dicta cifras, de golpeun silencio todavía más oscuro en esa oscuridad que elteléfono vuelca en el ojo del oído. “Hola”, repite Roland,apoyando el cigarrillo en el borde del cenicero y buscan-do los fósforos en el bolsillo de la bata. “Soy yo”, dice lavoz de Jeanne. Roland entorna los ojos, fatigado, y se es-tira en una posición más cómoda. “Soy yo”, repite inútil-mente Jeanne. Como Roland no contesta, agrega: “Soniaacaba de irse”.

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Su obligación es mirar el palco imperial, hacer el sa-ludo de siempre. Sabe que debe hacerlo y que verá a lamujer del procónsul y al procónsul, y que quizá la mujerle sonreirá como en los últimos juegos. No necesita pen-sar, no sabe casi pensar, pero el instinto le dice que esaarena es mala, el enorme ojo de bronce donde los rastri-llos y las hojas de palma han dibujado los curvos sende-ros ensombrecidos por algún rastro de las luchas prece-dentes. Esa noche ha soñado con un pez, ha soñado conun camino solitario entre columnas rotas; mientras searmaba, alguien ha murmurado que el procónsul no lepagará con monedas de oro. Marco no se ha molestadoen preguntar, y el otro se ha echado a reír malvadamen-te antes de alejarse sin darle la espalda; un tercero, des-pués, le ha dicho que es un hermano del gladiador muer-to por él en Massilia, pero ya lo empujaban hacia la ga-lería, hacia los clamores de fuera. El calor es insoporta-ble, le pesa el yelmo que devuelve los rayos del sol con-tra el velario y las gradas. Un pez, columnas rotas; sue-ños sin un sentido claro, con pozos de olvido en los mo-mentos en que hubiera podido entender. Y el que lo ar-maba ha dicho que el procónsul no le pagará con mone-das de oro; quizá la mujer del procónsul no le sonría estatarde. Los clamores le dejan indiferente porque ahoraestán aplaudiendo al otro, lo aplauden menos que a élun momento antes, pero entre los aplausos se filtran gri-tos de asombro, y Marco levanta la cabeza, mira hacia elpalco donde Irene se ha vuelto para hablar con Urania,donde el procónsul negligentemente hace una seña, ytodo su cuerpo se contrae y su mano se aprieta en el puñode la espada. Le ha bastado volver los ojos hacia la gale-ría opuesta; no es por allí que asoma su rival, se han al-zado crujiendo las rejas del oscuro pasaje por donde sehace salir a las fieras, y Marco ve dibujarse la gigantes-

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ca silueta del reciario nubio, hasta entonces invisible con-tra el fondo de piedra mohosa; ahora sí, más acá de todarazón, sabe que el procónsul no le pagará con monedasde oro, adivina el sentido del pez y las columnas rotas.Y a la vez poco le importa lo que va a suceder entre elreciario y él, eso es el oficio y los hados, pero su cuerposigue contraído como si tuviera miedo, algo en su carnese pregunta por qué el reciario ha salido por la galeríade las fieras, y también se lo pregunta entre ovacionesel público, y Licas lo pregunta al procónsul que sonríepara apoyar sin palabras la sorpresa, y Licas protestariendo y se cree obligado a apostar a favor de Marco; an-tes de oír las palabras que seguirán, Irene sabe que elprocónsul doblará la apuesta a favor del nubio, y que des-pués la mirará amablemente y ordenará que le sirvan vinohelado. Y ella beberá el vino y comentará con Urania laestatura y la ferocidad del reciario nubio; cada movi-miento está previsto aunque se lo ignore en sí mismo,aunque puedan faltar la copa de vino o el gesto de la bocade Urania mientras admira el torso del gigante. Enton-ces Licas, experto en incontables fastos de circo, les haránotar que el yelmo del nubio ha rozado las púas de la rejade las fieras, alzadas a dos metros del suelo, y alabará lasoltura con que ordena sobre el brazo izquierdo las es-camas de la red. Como siempre, como desde una ya leja-na noche nupcial, Irene se repliega al límite más hondode sí misma mientras por fuera condesciende y sonríe yhasta goza; en esa profundidad libre y estéril siente elsigno de muerte que el procónsul ha disimulado en unaalegre sorpresa pública, el signo que sólo ella y quizá Mar-co pueden comprender, pero Marco no comprenderá, tor-vo y silencioso y máquina, y su cuerpo que ella ha desea-do en otra tarde de circo (y eso lo ha adivinado el pro-cónsul, sin necesidad de sus magos lo ha adivinado como

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siempre, desde el primer instante) va a pagar el preciode la mera imaginación, de una doble mirada inútil so-bre el cadáver, de un tracio diestramente muerto de untajo en la garganta.

Antes de marcar el número de Roland, la mano deJeanne ha andado por las páginas de una revista de mo-das, un tubo de pastillas calmantes, el lomo del gatoovillado en el sofá. Después la voz de Roland ha dicho:“Hola”, su voz un poco adormilada y bruscamente Jean-ne ha tenido una sensación de ridículo, de que va a de-cirle a Roland eso que exactamente la incorporará a lagalería de las plañideras telefónicas con el único, iróni-co espectador fumando en un silencio condescendiente:“Soy yo”, dice Jeanne, pero se lo ha dicho más a ella mis-ma que a ese silencio opuesto en el que bailan, como enun telón de fondo, algunas chispas de sonido. Mira sumano, que ha acariciado distraídamente al gato antes demarcar las cifras (¿y no se oyen otras cifras en el teléfo-no, no hay una voz distante que dicta números a alguienque no habla, que sólo está allí para copiar obediente?),negándose a creer que la mano que ha alzado y vuelto adejar el tubo de pastillas es su mano, que la voz que aca-ba de repetir: “Soy yo”, es su voz, al borde del límite. Pordignidad, callar, lentamente devolver al receptor a suhorquilla, quedarse limpiamente sola. “Sonia acaba deirse”, dice Jeanne, y el límite está franqueado, el ridícu-lo empieza, el pequeño infierno confortable.

“Ah”, dice Roland frotando un fósforo. Jeanne oye dis-tintamente el frote, es como si viera el rostro de Rolandmientras aspira el humo, echándose un poco atrás conlos ojos entornados. Un río de escamas brillantes parecesaltar de las manos del gigante negro y Marco tiene el

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tiempo preciso para hurtar el cuerpo a la red. Otras ve-ces —el procónsul lo sabe, y vuelve la cabeza para quesolamente Irene lo vea sonreír— ha aprovechado de esemínimo instante que es el punto débil de todo reciariopara bloquear con el escudo la amenaza del largo triden-te y tirarse a fondo, con un movimiento fulgurante, ha-cia el pecho descubierto. Pero Marco se mantiene fuerade distancia, encorvadas las piernas como a punto de sal-tar, mientras el nubio recoge velozmente la red y prepa-ra el nuevo ataque. “Está perdido”, piensa Irene sin mi-rar al procónsul que elige unos dulces de la baraja que leofrece Urania. “No es el que era”, piensa Licas lamentan-do su apuesta. Marco se ha encorvado un poco, siguiendoel movimiento giratorio del nubio; es el único que aúnno sabe lo que todos presienten, es apenas algo que aga-zapado espera otra ocasión, con el vago desconcierto deno haber hecho lo que la ciencia le mandaba. Necesita-ría más tiempo, las horas tabernarias que siguen a lostriunfos, para entender quizá la razón de que el procón-sul no vaya a pagarle con monedas de oro. Hosco, esperaotro momento propicio; acaso al final, con un pie sobreel cadáver del reciario, pueda encontrar otra vez la son-risa de la mujer del procónsul; pero eso no lo está pen-sando él, y quien lo piensa no cree ya que el pie de Mar-co se hinque en el pecho de un nubio degollado.

“Decídete”, dice Roland, “a menos que quieras tener-me toda la tarde escuchando a ese tipo que le dicta nú-meros a no sé quién. ¿Lo oyes?” “Sí”, dice Jeanne, “se looye como desde muy lejos. Trescientos cincuenta y cua-tro, doscientos cuarenta y dos”. Por un momento no haymás que la voz distante y monótona. “En todo caso”, diceRoland, “está utilizando el teléfono para algo práctico”.La respuesta podría ser la previsible, la primera queja,

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pero Jeanne calla todavía unos segundos y repite: “So-nia acaba de irse”. Vacila antes de agregar: “Probable-mente estará llegando a tu casa”. A Roland le sorpren-dería eso, Sonia no tiene por qué ir a su casa. “No mien-tas”, dice Jeanne, y el gato huye de su mano, la mira ofen-dido. “No era una mentira”, dice Roland. “Me refería a lahora, no al hecho de venir o no venir. Sonia sabe que memolestan las visitas y las llamadas a esta hora”. Ocho-cientos cinco, dicta desde lejos la voz, cuatrocientos die-ciséis. Treinta y dos. Jeanne ha cerrado los ojos, espe-rando la primera pausa en esa voz anónima para decirlo único que queda por decir. Si Roland corta la comuni-cación le restará todavía esa voz en el fondo de la línea,podrá conservar el receptor en el oído, resbalando másy más en el sofá, acariciando el gato que ha vuelto a ten-derse contra ella, jugando con el tubo de pastillas, escu-chando las cifras, hasta que también la otra voz se cansey ya no quede nada, absolutamente nada como no sea elreceptor que empezará a pesar espantosamente entresus dedos, una cosa muerta que habrá que rechazar sinmirarla. Ciento cuarenta y cinco, dice la voz. Y todavíamás lejos, como un diminuto dibujo a lápiz, alguien quepodría ser una mujer tímida pregunta entre dos chasqui-dos: “¿La estación del Norte?”

Por segunda vez alcanza a zafarse de la red, pero hamedido mal el salto hacia atrás y resbala en una manchahúmeda de la arena. Con un esfuerzo que levanta en viloal público, Marco rechaza la red con un molinete de laespada mientras tiende el brazo izquierdo y recibe en elescudo el golpe resonante del tridente. El procónsul des-deña los excitados comentarios de Licas y vuelve la ca-beza hacia Irene que no se ha movido. “Ahora o nunca”,dice el procónsul. “Nunca”, contesta Irene. “No es el que

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era”, repite Licas, “y le va a costar caro, el nubio no ledará otra oportunidad, basta mirarlo”. A distancia, casiinmóvil, Marco parece haberse dado cuenta del error;con el escudo en alto mira fijamente la red ya recogida,el tridente que oscila hipnóticamente a dos metros desus ojos. “Tienes razón, no es el mismo”, dice el procón-sul. “¿Habías apostado por él, Irene?” Agazapado, pron-to a saltar, Marco siente en la piel, en lo hondo del estó-mago, que la muchedumbre lo abandona. Si tuviera unmomento de calma podría romper el nudo que lo parali-za, la cadena invisible que empieza muy atrás pero sinque él pueda saber dónde, y que en algún momento es lasolicitud del procónsul, la promesa de una paga extraor-dinaria y también un sueño donde hay un pez y sentirseahora, cuando ya no hay tiempo para nada, la imagen mis-ma del sueño frente a la red que baila ante los ojos y pa-rece atrapar cada rayo de sol que se filtra por las desga-rraduras del velario. Todo es cadena, trampa; endere-zándose con una violencia amenazante que el públicoaplaude mientras el reciario retrocede un paso por pri-mera vez, Marco elige el único camino, la confusión y elsudor y el olor a sangre, la muerte frente a él que hay queaplastar; alguien lo piensa por él detrás de la máscarasonriente, alguien que lo ha deseado por sobre el cuerpode un tracio agonizante. “El veneno”, se dice Irene, “al-guna vez encontraré el veneno, pero ahora acéptale lacopa de vino, sé la más fuerte, espera tu hora”. La pausaparece prolongarse como se prolonga la insidiosa galeríanegra donde vuelve intermitente la voz lejana que repi-te cifras. Jeanne ha creído siempre que los mensajes queverdaderamente cuentan están en algún momento másacá de toda palabra; quizá esas cifras digan más, seanmás que cualquier discurso para el que las está escuchan-do atentamente, como para ella el perfume de Sonia, el

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roce de la palma de su mano en el hombro antes de mar-charse han sido tanto más que las palabras de Sonia.Pero era natural que Sonia no se conformara con un men-saje cifrado, que quisiera decirlo con todas las letras, sa-boreándolo hasta lo último. “Comprendo que para ti serámuy duro”, ha repetido Sonia, “pero detesto el disimuloy prefiero decirte la verdad”. Quinientos cuarenta y seis,seiscientos sesenta y dos, doscientos ochenta y nueve.“No me importa si va a tu casa o no”, dice Jeanne, “aho-ra ya no me importa nada”. En vez de otra cifra hay unlargo silencio. “¿Estás ahí?”, pregunta Jeanne. “Sí”, diceRoland dejando la colilla en el cenicero y buscando sinapuro el vaso de coñac. “Lo que no puedo entender...”,empieza Jeanne. “Por favor”, dice Roland, “en estos ca-sos nadie entiende gran cosa, querida, y además no segana nada con entender. Lamento que Sonia se haya pre-cipitado, no era ella a quien le tocaba decírtelo. Malditosea, ¿no va a terminar nunca con esos números?” La vozmenuda, que hace pensar en un mundo de hormigas, con-tinúa su dictado minucioso por debajo de un silencio máscercano y más espeso. “Pero tú”, dice absurdamente Jean-ne, “entonces, tú...”

Roland bebe un trago de coñac. Siempre le ha gusta-do escoger sus palabras, evitar los diálogos superfluos.Jeanne repetirá dos, tres veces cada frase, acentuándo-las de una manera diferente; que hable, que repita mien-tras él prepara el mínimo de respuestas sensatas quepongan orden en ese arrebato lamentable. Respirandocon fuerza se endereza después de una finta y un avancelateral; algo le dice que esta vez el nubio va a cambiar elorden del ataque, que el tridente se adelantará al tirode la red. “Fíjate bien”, explica Licas a su mujer, “se lohe visto hacer en Apta Iulia, siempre los desconcierta”.

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Mal defendido, desafiando el riesgo de entrar en el cam-po de la red, Marco se tira hacia delante y sólo entoncesalza el escudo para protegerse del río brillante que es-capa como un rayo de la mano del nubio. Ataja el bordede la red pero el tridente golpea hacia abajo y la sangresalta del muslo de Marco, mientras la espada demasia-do corta resuena inútilmente contra el asta. “Te lo habíadicho”, grita Licas. El procónsul mira atentamente elmuslo lacerado, la sangre que se pierde en la greba do-rada; piensa casi con lástima que a Irene le hubiera gus-tado acariciar ese muslo, buscar su presión y su calor,gimiendo como sabe gemir cuando él la estrecha parahacerle daño. Se lo dirá esa misma noche y será intere-sante estudiar el rostro de Irene buscando el punto dé-bil de su máscara perfecta, que fingirá indiferencia has-ta el final como ahora finge un interés civil en la luchaque hace aullar de entusiasmo a una plebe bruscamenteexcitada por la inminencia del fin. “La suerte lo ha aban-donado”, dice el procónsul a Irene. “Casi me siento cul-pable de haberlo traído a esta arena de provincia; algode él se ha quedado en Roma, bien se ve.” “Y el resto sequedará aquí, con el dinero que le aposté”, ríe Licas. “Porfavor, no te pongas así”, dice Roland, “es absurdo seguirhablando por teléfono cuando podemos vernos esta mis-ma noche. Te lo repito, Sonia se ha precipitado, yo que-ría evitarte ese golpe”. La hormiga ha cesado de dictarsus números y las palabras de Jeanne se escuchan dis-tintamente; no hay lágrimas en su voz y eso sorprende aRoland, que ha preparado sus frases previendo una ava-lancha de reproches. “¿Evitarme el golpe?”, dice Jeanne.“Mintiendo, claro, engañándome una vez más”. Rolandsuspira, desecha las respuestas que podrían alargar hastael bostezo un diálogo tedioso. “Lo siento, pero si siguesasí prefiero cortar”, dice, y por primera vez hay un tono

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de afabilidad en su voz. “Mejor será que vaya a verte ma-ñana, al fin y al cabo somos gente civilizada, qué diablos”.Desde muy lejos la hormiga dicta: ochocientos ochenta yocho. “No vengas”, dice Jeanne, y es divertido oír las pa-labras mezclándose con las cifras, no ochocientos ven-gas ochenta y ocho. “No vengas nunca más, Roland”. Eldrama, las probables amenazas de suicidio, el aburrimien-to como cuando Marie Josée, como cuando todas las quelo toman a lo trágico. “No seas tonta”, aconseja Roland,“mañana lo comprenderás mejor, es preferible para losdos”. Jeanne calla, la hormiga dicta cifras redondas: cien,cuatrocientos, mil. “Bueno, hasta mañana”, dice Rolandadmirando el vestido de calle de Sonia, que acaba de abrirla puerta y se ha detenido con un aire entre interrogati-vo y burlón. “No perdió tiempo en llamarte”, dice Soniadejando el bolso y una revista. “Hasta mañana, Jeanne”,repite Roland. El silencio en la línea parece tendersecomo un arco, hasta que lo corta secamente una cifra dis-tante, novecientos cuatro. “¡Basta de dictar esos núme-ros idiotas!”, grita Roland con todas sus fuerzas, y antesde alejar el receptor del oído alcanza a escuchar el clicken el otro extremo, el arco que suelta su flecha inofensi-va. Paralizado, sabiéndose incapaz de evitar la red queno tardará en envolverlo, Marco hace frente al gigantenubio, la espada demasiado corta inmóvil en el extremodel brazo tendido. El nubio afloja la red una, dos veces,la recoge buscando la posición más favorable, la hace gi-rar todavía como si quisiera prolongar los alaridos delpúblico que lo incita a acabar con su rival, y baja el tri-dente mientras se echa de lado para dar más impulso altiro. Marco va al encuentro de la red con el escudo en alto,y es una torre que se desmorona contra una masa negra,la espada se hunde en algo que más arriba aúlla; la are-

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na le entra en la boca y en los ojos, la red cae inútilmen-te sobre el pez que se ahoga.

Acepta indiferente las caricias, incapaz de sentir quela mano de Jeanne tiembla un poco y empieza a enfriar-se. Cuando los dedos resbalan por su piel y se detienen,hincándose en una crispación instantánea, el gato se que-ja petulante; después se tumba de espaldas y mueve laspatas en la actitud de expectativa que hace reír siemprea Jeanne, pero ahora no, su mano sigue inmóvil junto algato y apenas si un dedo busca todavía el calor de su piel,la recorre brevemente antes de detenerse otra vez en-tre el flanco tibio y el tubo de pastillas que ha rodado has-ta ahí. Alcanzado en pleno estómago el nubio aúlla, echán-dose hacia atrás, y en ese último instante en el que eldolor es como una llama de odio, toda la fuerza que huyede su cuerpo se agolpa en el brazo para hundir el triden-te en la espada de su rival boca abajo. Cae sobre el cuer-po de Marco, y las convulsiones lo hacen rodar de lado;Marco mueve lentamente un brazo, clavado en la arenacomo un enorme insecto brillante.

“No es frecuente”, dice el procónsul volviéndose ha-cia Irene, “que dos gladiadores de ese mérito se matenmutuamente. Podemos felicitarnos de haber visto un raroespectáculo. Esta noche se lo escribiré a mi hermano paraconsolarlo de su tedioso matrimonio”.

Irene ve moverse el brazo de Marco, un lento movi-miento inútil como si quisiera arrancarse el tridente hun-dido en los riñones. Imagina al procónsul desnudo en laarena, con el mismo tridente clavado hasta el asta. Peroel procónsul no movería el brazo con esa dignidad últi-ma; chillaría pataleando como una liebre, pediría per-

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dón a un público indignado. Aceptando la mano que letiende su marido para ayudarle a levantarse, asiente unavez más; el brazo ha dejado de moverse, lo único que que-da por hacer es sonreír, refugiarse en la inteligencia. Algato no parece gustarle la inmovilidad de Jeanne, siguetumbado de espaldas esperando una caricia; después,como si le molestara ese dedo contra la piel del flanco,maúlla destempladamente y da media vuelta para ale-jarse, ya olvidado y soñoliento.

“Perdóname por venir a esta hora”, dice Sonia. “Vitu auto en la puerta, era demasiada tentación. Te llamó,¿verdad?” Roland busca un cigarrillo. “Hiciste mal”, dice.“Se supone que esa tarea les toca a los hombres, al fin yal cabo he estado más de dos años con Jeanne y es unabuena muchacha”. “Ah, pero el placer”, dice Sonia sir-viéndose coñac. “Nunca le he podido perdonar que fueratan inocente, no hay nada que me exaspere más. Si te digoque empezó por reírse, convencida de que le estaba ha-ciendo una broma”. Roland mira el teléfono, piensa en lahormiga. Ahora Jeanne llamará otra vez, y será incómo-do porque Sonia se ha sentado junto a él y le acaricia elpelo mientras hojea una revista literaria como si busca-ra ilustraciones. “Hiciste mal”, repite Roland atrayendoa Sonia. “¿En venir a esta hora?”, ríe Sonia cediendo alas manos que buscan torpemente el primer cierre. Elvelo morado cubre los hombros de Irene que da la espal-da al público, a la espera de que el procónsul salude porúltima vez. En las ovaciones se mezcla ya un rumor demultitud en movimiento, la carrera precipitada de losque buscan adelantarse a la salida y ganar las galeríasinferiores, Irene sabe que los esclavos estarán arrastran-do los cadáveres, y no se vuelve; le agrada pensar que elprocónsul ha aceptado la invitación de Licas a cenar en

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su villa a orillas del lago, donde el aire de la noche la ayu-dará a olvidar el olor a la plebe, los últimos gritos, unbrazo moviéndose lentamente como si acariciara la tie-rra. No le es difícil olvidar, aunque el procónsul la hos-tigue con una minuciosa evocación de tanto pasado quela inquieta; un día Irene encontrará la manera de quetambién él olvide para siempre, y que la gente lo creasimplemente muerto. “Verás lo que ha inventado nues-tro cocinero”, está diciendo la mujer de Licas. “Le ha de-vuelto el apetito a mi marido, y de noche...” Licas ríe ysaluda a sus amigos, esperando que el procónsul abra lamarcha hacia las galerías después de un último saludoque se hace esperar como si lo complaciera seguir mi-rando la arena donde enganchan y arrastran los cadáve-res. “Soy tan feliz”, dice Sonia apoyando la mejilla en elpecho de Roland adormilado. “No lo digas”, murmura Ro-land, “uno siempre piensa que es una amabilidad”. “¿Nome crees?”, ríe Sonia. “Sí, pero no lo digas ahora. Fume-mos”. Tantea en la mesa baja hasta encontrar cigarrillos,pone uno en los labios de Sonia, acerca el suyo, los en-ciende al mismo tiempo. Se miran apenas, soñolientos, yRoland agita el fósforo y lo posa en la mesa donde en al-guna parte hay un cenicero. Sonia es la primera enadormecerse y él le quita muy despacio el cigarrillo de laboca, lo junta con el suyo y los abandona en la mesa, res-balando contra Sonia en un sueño pesado y sin imáge-nes. El pañuelo de gasa arde sin llama al borde del ceni-cero, chamuscándose lentamente, cae sobre la alfombrajunto al montón de ropas y una copa de coñac. Parte delpúblico vocifera y se amontona en las gradas inferiores;el procónsul ha saludado una vez más y hace una seña asu guardia para que le abran paso. Licas, el primero encomprender, le muestra el lienzo más distante del viejovelario que empieza a desgarrarse mientras una lluvia

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de chispas cae sobre el público que busca confusamentela salida. Gritando una orden, el procónsul empuja a Ire-ne siempre de espaldas e inmóvil. “Pronto, antes de quese amontonen en la galería baja”, grita Licas precipitán-dose delante de su mujer. Irene es la primera que hueleel aceite hirviendo, el incendio de los depósitos subte-rráneos; atrás, el velario cae cobre las espaldas de losque pugnan por abrirse paso en una masa de cuerpos con-fundidos que obstruyen las galerías demasiado estrechas.Los hay que saltan a la arena por centenares, buscandootras salidas, pero el humo del aceite borra las imáge-nes, un jirón de tela flota en el extremo de las llamas ycae sobre el procónsul antes de que pueda guarecerseen el pasaje que lleva a la galería imperial. Irene se vuel-ve al oír su grito, le arranca la tela chamuscada tomándo-la con dos dedos, delicadamente. “No podremos salir”,dice, “están amontonados ahí abajo como animales”.Entonces Sonia grita, queriendo desatarse del brazo ar-diente que la envuelve desde el sueño, y su primer alari-do se confunde con el de Roland que inútilmente quiereenderezarse, ahogado por el humo negro. Todavía gri-tan, cada vez más débilmente, cuando el carro de bom-beros entra a toda máquina por la calle atestada de cu-riosos. “Es en el décimo piso”, dice el teniente. “Va a serduro, hay viento del norte. Vamos”.

EL OTRO CIELO

Ces yeux ne t’apparticnnentpas... tró les as-tu pris?

IV, 5.

ME OCURRÍA a veces que todo se dejaba andar, se ablanda-ba y cedía terreno, aceptando sin resistencia que se pu-diera ir así de una cosa a otra. Digo que me ocurría, aun-que una estúpida esperanza quisiera creer que acaso hade ocurrirme todavía. Y por eso, si echarse a caminar unay otra vez por la ciudad parece un escándalo cuando setiene una familia y un trabajo, hay ratos en que vuelvo adecirme que ya sería tiempo de retornar a mi barrio pre-ferido, olvidarme de mis ocupaciones (soy corredor debolsa) y con un poco de suerte encontrar a Josiane y que-darme con ella hasta la mañana siguiente.

Quién sabe cuánto hace que me repito todo esto, y espenoso porque hubo una época en que las cosas me suce-dían cuando menos pensaba en ellas, empujando apenascon el hombro cualquier rincón del aire. En todo casobastaba ingresar en la deriva placentera del ciudadanoque se deja llevar por sus preferencias callejeras, y casi

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siempre mi paseo terminaba en el barrio de las galeríascubiertas, quizá porque los pasajes y las galerías han sidomi patria secreta desde siempre. Aquí, por ejemplo, elPasaje Güemes, territorio ambiguo donde ya hace tantotiempo fui a quitarme la infancia como un traje usado.Hacia el año veintiocho, el Pasaje Güemes era la caver-na del tesoro en que deliciosamente se mezclaban la en-trevisión del pecado y las pastillas de menta, donde sevoceaban las ediciones vespertinas con crímenes a todapágina y ardían las luces de la sala del subsuelo dondepasaban inalcanzables películas realistas. Las Josianede aquellos días debían mirarme con un gesto entre ma-ternal y divertido, yo con unos miserables centavos enel bolsillo pero andando como un hombre, el chambergorequintado y las manos en los bolsillos, fumando un Com-mander precisamente porque mi padrastro me había pro-fetizado que acabaría ciego por culpa del tabaco rubio.Recuerdo sobre todo olores y sonidos, algo como una ex-pectativa y una ansiedad, el kiosco donde se podían com-prar revistas con mujeres desnudas y anuncios de falsasmanicuras, y ya entonces era sensible a ese falso cielode estucos y claraboyas sucias, a esa noche artificial queignoraba la estupidez del día y del sol ahí afuera. Me aso-maba con falsa indiferencia a las puertas del pasaje don-de empezaba el último misterio, los vagos ascensores quellevarían a los consultorios de enfermedades venéreas ytambién a los presuntos paraísos en lo más alto, con mu-jeres de la vida y amorales, como les llamaban en los dia-rios, con bebidas preferentemente verdes en copas bise-ladas, con batas de seda y kimonos violeta, y los departa-mentos tendrían el mismo perfume que salía de las tien-das que yo creía elegantes y que chisporroteaban sobrela penumbra del pasaje un bazar inalcanzable de frascos

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y cajas de cristal y cisnes rosa y polvos rachel y cepilloscon mangos transparentes.

Todavía hoy me cuesta cruzar el Pasaje Güemes sinenternecerme irónicamente con el recuerdo de la ado-lescencia al borde de la caída; la antigua fascinación per-dura siempre, y por eso me gustaba echar a andar sinrumbo fijo, sabiendo que en cualquier momento entraríaen la zona de las galerías cubiertas, donde cualquier sór-dida botica polvorienta me atraía más que los escapara-tes tendidos a la insolencia de las calles abiertas. La Ga-lerie Vivienne, por ejemplo, o el Passage des Panoramascon sus ramificaciones, sus cortadas que rematan en unalibrería de viejo o una inexplicable agencia de viajes don-de quizá nadie compró nunca un billete de ferrocarril,ese mundo que ha optado por un cielo más próximo, devidrios sucios y estucos con figuras alegóricas que tien-den las manos para ofrecer una guirnalda, esa GalerieVivienne a un paso de la ignominia diurna de la ruéRéau-mur y de la Bolsa (yo trabajo en la Bolsa), cuántode ese barrio ha sido mío desde siempre, desde muchoantes de sospecharlo ya era mío cuando apostado en unrincón del Pasaje Güemes, contando mis pocas monedasde estudiante, debatía el problema de gastarlas en un barautomático o comprar una novela y un surtido de cara-melos ácidos en su bolsa de papel transparente, con uncigarrillo que me nublaba los ojos y en el fondo del bol-sillo, donde los dedos lo rozaban a veces, el sobrecito delpreservativo comprado con falsa desenvoltura en una far-macia atendida solamente por hombres, y que no tendríala menor oportunidad de utilizar con tan poco dinero ytanta infancia en la cara.

Mi novia, Irma, encuentra inexplicable que me gustevagar de noche por el centro o por los barrios del sur, ysi supiera de mi predilección por el Pasaje Güemes no

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dejaría de escandalizarse. Para ella, como para mi ma-dre, no hay mejor actividad social que el sofá de la saladonde ocurre eso que llaman la conversación, el café yel anisado. Irma es la más buena y generosa de las mu-jeres, jamás se me ocurriría hablarle de lo que verdade-ramente cuenta para mí, y en esa forma llegaré algunavez a ser un buen marido y un padre cuyos hijos seránde paso los tan anhelados nietos de mi madre. Supongoque por cosas así acabé conociendo a Josiane, pero nosolamente por eso ya que podría habérmela encontradoen el boulevard Pois-soniére o en la rué Notre-Dame-des-Victoires, y en cambio nos miramos por primera vezen lo más hondo de la Galerie Vivienne, bajo las figurasde yeso que el pico de gas llenaba de temblores (las guir-naldas iban y venían entre los dedos de las Musas polvo-rientas), y no tardé en saber que Josiane trabajaba enese barrio y que no costaba mucho dar con ella si se erafamiliar de los cafés y amigo de los cocheros. Pudo sercoincidencia, pero haberla conocido allí, mientras llovíaen el otro mundo, el del cielo alto y sin guirnaldas de lacalle, me pareció un signo que iba más allá del encuen-tro trivial con cualquiera de las prostitutas del barrio.Después supe que en esos días Josiane no se alejaba dela galería porque era la época en que no se hablaba másque de los crímenes de Laurent y la pobre vivía aterra-da. Algo de ese terror se trasformaba en gracia, en ges-tos casi esquivos, en puro deseo. Recuerdo su manera demirarme entre codiciosa y desconfiada, sus preguntasque fingían indiferencia, mi casi incrédulo encanto alenterarme de que vivía en los altos de la galería, mi in-sistencia en subir a su bohardilla en vez de ir al hotel dela me du Sentier (donde ella tenía amigos y se sentía pro-tegida). Y su confianza más tarde, cómo nos reímos esanoche a la sola idea de que yo pudiera ser Laurent, y qué

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bonita y dulce era Josiane en su bohardilla de novela ba-rata, con el miedo al estrangulador rondando por Parísy esa manera de apretarse más y más contra mí mien-tras pasábamos revista a los asesinatos de Laurent.

Mi madre sabe siempre si no he dormido en casa, yaunque naturalmente no dice nada puesto que sería ab-surdo que lo dijera, durante uno o dos días me mira en-tre ofendida y temerosa. Sé muy bien que jamás se le ocu-rriría contárselo a Irma, pero lo mismo me fastidia la per-sistencia de un derecho materno que ya nada justifica, ysobre todo que sea yo el que al final se aparezca con unacaja de bombones o una planta para el patio, y que el re-galo represente de una mañera muy precisa y sobreen-tendida la terminación de la ofensa, el retorno a la vidacorriente del hijo que vive todavía en casa de su madre.Desde luego Josiane era feliz cuando le contaba esa cla-se de episodios, que una vez en el barrio de las galeríaspasaban a formar parte de nuestro mundo con la mismallaneza que su protagonista. El sentimiento familiar deJosiane era muy vivo y estaba lleno de respeto por lasinstituciones y los parentescos; soy poco amigo de confi-dencias pero como de algo teníamos que hablar y lo queella me había dejado saber de su vida ya estaba comen-tado, casi inevitablemente volvíamos a mis problemasde hombre soltero. Otra cosa nos acercó, y también eneso fui afortunado, porque a Josiane le gustaban las ga-lerías cubiertas, quizá por vivir en una de ellas o porquela protegían del frío y la lluvia (la conocí a principios deun invierno, con nevadas prematuras que nuestras gale-rías y su mundo ignoraban alegremente). Nos habitua-mos a andar juntos cuando le sobraba el tiempo, cuandoalguien —no le gustaba llamarlo por su nombre— esta-ba lo bastante satisfecho como para dejarla divertirseun rato con sus amigos. De ese alguien hablábamos poco,

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luego que yo hice las inevitables preguntas y ella me con-testó las inevitables mentiras de toda relación mercena-ria; se daba por supuesto que era el amo, pero tenía elbuen gusto de no hacerse ver. Llegué a pensar que no ledesagradaba que yo acompañara algunas noches a Josia-ne, porque la amenaza de Laurent pesaba más que nun-ca sobre el barrio después de su nuevo crimen en la ruéd’Aboukir, y la pobre no se hubiera atrevido a alejarsede la Galerie Vivienne una vez caída la noche. Era comopara sentirse agradecido a Laurent y al amo, el miedoajeno me servía para recorrer con Josiane los pasajes ylos cafés, descubriendo que podía llegar a ser un amigode verdad de una muchacha a la que no me ataba ningu-na relación profunda. De esa confiada amistad nos fui-mos dando cuenta poco a poco, a través de silencios, detonterías. Su habitación, por ejemplo, la bohardilla pe-queña y limpia que para mí no había tenido otra reali-dad que la de formar parte de la galería. En un princi-pio yo había subido por Josiane, y como no podía que-darme porque me faltaba el dinero para pagar una nocheentera y alguien estaba esperando la rendición sin má-cula de cuentas, casi no veía lo que me rodeaba y muchomás tarde, cuando estaba a punto de dormirme en mi po-bre cuarto con su almanaque ilustrado y su mate de pla-ta como únicos lujos, me preguntaba por la bohardilla yno alcanzaba a dibujármela, no veía más que a Josiane yme bastaba para entrar en el sueño como si todavía laguardara entre los brazos. Pero con la amistad vinieronlas prerrogativas, quizá la aquiescencia del amo, y Josia-ne se las arreglaba muchas veces para pasar la noche con-migo, y su pieza empezó a llenarnos los huecos de un diá-logo que no siempre era fácil; cada muñeca, cada estam-pa, cada adorno fueron instalándose en mi memoria yayudándome a vivir cuando era el tiempo de volver a mi

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cuarto o de conversar con mi madre o con Irma de la po-lítica nacional y de las enfermedades en las familias.

Más tarde hubo otras cosas, y entre ellas la vaga si-lueta de aquél que Josiane llamaba el sudamericano, peroen un principio todo parecía ordenarse en torno al granterror del barrio, alimentado por lo que un periodistaimaginativo había dado en llamar la saga de Laurent elestrangulado. Si en un momento dado me propongo laimagen de Josiane, es para verla entrar conmigo en elcafé de la rué des Jeuneurs, instalarse en la banquetade felpa morada y cambiar saludos con las amigas y losparroquianos, frases sueltas que en seguida son Laurent,porque sólo de Laurent se habla en el barrio de la Bol-sa, y yo que he trabajado sin parar todo el día y he so-portado entre dos ruedas de cotizaciones los comenta-rios de colegas y clientes acerca del último crimen deLaurent, me pregunto si esa torpe pesadilla va a acabaralgún día, si las cosas volverán a ser como imagino queeran antes de Laurent, o si deberemos sufrir sus macabrasdiversiones hasta el fin de los tiempos. Y lo más irritante(se lo digo a Josiane después de pedir el grog que tantafalta nos hace con ese frío y esa nieve) es que ni siquierasabemos su nombre, el barrio lo llama Laurent porqueuna vidente de la barrera de Clichy ha visto en la bolade cristal cómo el asesino escribía su nombre con un dedoensangrentado, y los gacetilleros se cuidan de no contra-riar los instintos del público. Josiane no es tonta peronadie la convencería de que el asesino no se llama Lau-rent, y es inútil luchar contra el ávido terror parpadean-do en sus ojos azules que miran ahora distraídamente elpaso de un hombre joven, muy alto y un poco encorvado,que acaba de entrar y se apoya en el mostrador sin salu-dar a nadie.

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—Puede ser —dice Josiane, acatando alguna reflexióntranquilizadora que debo haber inventado sin siquierapensarla—. Pero entretanto yo tengo que subir sola a micuarto, y si el viento me apaga la vela entre dos pisos...La sola idea de quedarme a oscuras en la escalera, y quequizá...

—Pocas veces subes sola —le digo riéndome.—Tú te burlas pero hay malas noches, justamente

cuando nieva o llueve y me toca volver a las dos de lamadrugada...

Sigue la descripción de Laurent agazapado en un re-llano, o todavía peor, esperándola en su propia habita-ción a la que ha entrado mediante una ganzúa infalible.En la mesa de al lado Kikí se estremece ostentosamentey suelta unos grititos que se multiplican en los espejos.Los hombres nos divertimos enormemente con esos es-pantos teatrales que nos ayudarán a proteger con másprestigio a nuestras compañeras. Da gusto fumar unaspipas en el café, a esa hora en que la fatiga del trabajoempieza a borrarse con el alcohol y el tabaco, y las muje-res comparan sus sombreros y sus boas o se ríen de nada;da gusto besar en la boca a Josiane que pensativa se hapuesto a mirar al hombre —casi un muchacho— que nosda la espalda y bebe su ajenjo a pequeños sorbos, apo-yando un codo en el mostrador. Es curioso, ahora que lopienso: a la primera imagen que se me ocurre de Josia-ne y que es siempre Josiane en la banqueta del café, unanoche de nevada y Laurent, se agrega inevitablementeaquél que ella llamaba el sudamericano, bebiendo su ajenjoy dándonos la espalda. También yo le llamo el sudameri-cano porque Josiane me aseguró que lo era, y que lo sa-bía por la Rousse que se había acostado con él o poco me-nos, y todo eso había sucedido antes de que Josiane y laRousse se pelearan por una cuestión de esquinas o de

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horarios y lo lamentaran ahora con medias palabras por-que habían sido muy buenas amigas. Según la Rousse élle había dicho que era sudamericano aunque hablara sinel menor acento; se lo había dicho al ir a acostarse conella, quizá para conversar de alguna cosa mientras aca-baba de soltarse las cintas de los zapatos.

—Ahí donde lo ves, casi un chico... ¿Verdad que pare-ce un colegial que ha crecido de golpe? Bueno, tendríasque oír lo que cuenta la Rousse.

Josiane perseveraba en la costumbre de cruzar y se-parar los dedos cada vez que narraba algo apasionante.Me explicó el capricho del sudamericano, nada tan ex-traordinario después de todo, la negativa terminante dela Rousse, la partida ensimismada del cliente. Le pre-gunté si el sudamericano la había abordado alguna vez.Pues no, porque debía saber que la Rousse y ella eranamigas. Las conocía bien, vivía en el barrio, y cuando Jo-siane dijo eso yo miré con más atención y lo vi pagar suajenjo echando una moneda en el platillo de peltre mien-tras dejaba resbalar sobre nosotros —y era como si ce-sáramos de estar allí por un segundo interminable—una expresión distante y a la vez curiosamente fija, lacara, de alguien que se ha inmovilizado en un momentode su sueño y rehúsa dar el paso que lo devolverá a lavigilia. Después de todo una expresión como esa, aunqueel muchacho fuese casi un adolescente y tuviera rasgosmuy hermosos, podía llevar como de la mano a la pesa-dilla recurrente de Laurent. No perdí tiempo en propo-nérselo a Josiane.

—¿Laurent? ¡Estás loco! Pero si Laurent es... Lo maloera que nadie sabía nada de Laurent, aunque Kikí y Al-bert nos ayudaran a seguir pesando las probabilidadespara divertirnos. Toda la teoría se vino abajo cuando elpatrón, que milagrosamente escuchaba cualquier diálo-

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go en el café, nos recordó que por lo menos algo se sabíade Laurent: la fuerza que le permitía estrangular a susvíctimas con una sola mano. Y ese muchacho, vamos...Sí, y ya era tarde y convenía volver a casa; yo tan soloporque esa noche Josiane la pasaba con alguien que yala estaría esperando en la bohardilla, alguien que teníala llave por derecho propio, y entonces la acompañé has-ta el primer rellano para que no se asustara si se le apa-gaba la vela en mitad del ascenso, y desde una gran fati-ga repentina la miré subir, quizá contenta aunque me hu-biera dicho lo contrario, y después salí a la calle nevaday glacial y me puse a andar sin rumbo, hasta que en al-gún momento encontré como siempre el camino que medevolvería a mi barrio, entre gente que leía la sexta edi-ción de los diarios o miraba por las ventanillas del tran-vía como si realmente hubiera alguna cosa que ver a esahora y en esas calles.

No siempre era fácil llegar a la zona de las galeríasy coincidir con un momento libre de Josiane; cuántas ve-ces me tocaba andar solo por los pasajes, un poco decep-cionado, hasta sentir poco a poco que la noche era tam-bién mi amante. A la hora en que se encendían los picosde gas la animación se despertaba en nuestro reino, loscafés eran la bolsa del ocio y del contento, se bebía a lar-gos tragos el fin de la jornada, los titulares de los perió-dicos, la política, los prusianos, Laurent, las carreras decaballos. Me gustaba saborear una copa aquí y otra másallá, atisbando sin apuro el momento en que descubriríala silueta de Josiane en algún codo de las galerías o enalgún mostrador. Si ya estaba acompañada, una señal con-venida me dejaba saber cuándo podría encontrarla sola;otras veces se limitaba a sonreír y a mí me quedaba elresto del tiempo para las galerías; eran las horas del ex-plorador y así fui entrando en las zonas más remotas del

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barrio, en la Galerie Sainte-Foy, por ejemplo, y en losremotos Passages du Caire, pero aunque cualquiera deellos me atrajera más que las calles abiertas (y había tan-tos, hoy era el Passage des Princes, otra vez el PassageVerdeau, así hasta el infinito), de todas maneras el tér-mino de una larga ronda que yo mismo no hubiera podi-do reconstruir me devolvía siempre a la Galerie Vivien-ne, no tanto por Josiane aunque también fuera por ella,sino por sus rejas protectoras, sus alegorías vetustas,sus sombras en el codo del Passage des Petits-Péres, esemundo diferente donde no había que pensar en Irma yse podía vivir sin horarios fijos, al azar de los encuen-tros y de la suerte. Con tan pocos asideros no alcanzo acalcular el tiempo que pasó antes de que volviéramos ahablar casualmente del sudamericano; una vez me habíaparecido verlo salir de un portal de la rué Saint-Marc,envuelto en una de esas hopalandas negras que tanto sehabían llevado cinco años atrás junto con sombreros decopa exageradamente alta, y estuve tentado de acercar-me y preguntarle por su origen. Me lo impidió el pensaren la fría cólera con que yo habría recibido una interpe-lación de ese género, pero Josiane encontró luego quehabía sido una tontería de mi parte, quizá porque el sud-americano le interesaba a su manera, con algo de ofensagremial y mucho de curiosidad. Se acordó de que unasnoches atrás había creído reconocerlo de lejos en la Ga-lerie Vivienne, que sin embargo él no parecía frecuen-tar.

—No me gusta esa manera que tiene de mirarnos—dijo Josiane—. Antes no me importaba, pero desde aque-lla vez que hablaste de Laurent...

—Josiane, cuando hice esa broma estábamos con Kikíy Albert. Albert es un soplón de la policía, supongo quelo sabes. ¿Crees que dejaría pasar la oportunidad si la

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idea le pareciera razonable? La cabeza de Laurent valemucho dinero, querida.

—No me gustan sus ojos —se obstinó Josiane—. Y ade-más que no te mira, la verdad es que te clava los ojos perono te mira. Si un día me aborda salgo huyendo, te lo digopor esta cruz.

—Tienes miedo de un chico. ¿O todos los sudameri-canos te parecemos unos orangutanes?

Ya se sabe cómo podían acabar esos diálogos. Íbamosa beber un grog al café de la rué des Jeuneurs, recorría-mos las galerías, los teatros del boulevard, subíamos a labohardilla, nos reíamos enormemente. Hubo algunas se-manas —por fijar un término, es tan difícil ser justo conla felicidad— en que todo nos hacía reír, hasta las tor-pezas de Badinguet y el temor de la guerra nos diver-tían. Es casi ridículo admitir que algo tan desproporciona-damente inferior como Laurent pudiera acabar con nues-tro contento, pero así fue. Laurent mató a otra mujer enla rué Beauregard —tan cerca, después de todo— y enel café nos quedamos como en misa y Marthe, que habíaentrado a la carrera para gritar la noticia, acabó en unaexplosión de llanto histérico que de algún modo nos ayu-dó a tragar la bola que teníamos en la garganta. Esa mis-ma noche la policía nos pasó a todos por su peine másfino, de café en café y de hotel en hotel; Josiane buscó alamo y yo la dejé irse, comprendiendo que necesitaba laprotección suprema que todo lo allanaba. Pero como enel fondo esas cosas me sumían en una vaga tristeza —lasgalerías no eran para eso, no debían ser para eso—, mepuse a beber con Kikí y después con la Rousse que mebuscaba como puente para reconciliarse con Josiane. Sebebía fuerte en nuestro café, y en esa niebla caliente delas voces y los tragos me pareció casi justo que a media-noche el sudamericano fuera a sentarse a una mesa del

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fondo y pidiera su ajenjo con la expresión de siempre,hermosa y ausente y alunada. Al preludio de confiden-cia de la Rousse contesté que ya lo sabía, y que despuésde todo el muchacho no era ciego y sus gustos no mere-cían tanto rencor; todavía nos reíamos de las falsas bo-fetadas de la Rousse cuando Kikí condescendió a decirque alguna vez había estado en su habitación. Antes deque la Rousse pudiera clavarle las diez uñas de una pre-gunta imaginable, quise saber cómo era ese cuarto.“Bah, qué importa el cuarto”, decía desdeñosamente laRousse, pero Kikí ya se metía de lleno en una bohardi-lla de la rué Notre-Dame-des-Victoires, sacando comoun mal prestidigitador de barrio un gato gris, muchos pa-peles borroneados, un piano que ocupaba demasiado lu-gar, pero sobre todo papeles y al final otra vez el gatogris que en el fondo parecía ser el mejor recuerdo de Kikí.

Yo la dejaba hablar, mirando todo el tiempo hacia lamesa del fondo y diciéndome que al fin y al cabo hubierasido tan natural que me acercara al sudamericano y ledijera un par de frases en español. Estuve a punto dehacerlo, y ahora no soy más que uno de los muchos quese preguntan por qué en algún momento no hicieron loque habían pensado hacer. En cambio me quedé con laRousse y Kikí, fumando una nueva pipa y pidiendo otraronda de vino blanco; no me acuerdo bien de lo que sentíal renunciar a mi impulso, pero era algo como una veda,el sentimiento de que si la trasgredía iba a entrar en unterritorio inseguro. Y sin embargo creo que hice mal, queestuve al borde de un acto que hubiera podido salvarme.Salvarme de qué, me pregunto. Pero precisamente deeso: salvarme de que hoy no pueda hacer otra cosa quepreguntármelo, y que no haya otra respuesta que el humodel tabaco y esa vaga esperanza inútil que me sigue porlas calles como un perro sarnoso.

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Où sont-ils passes, les becs de gaz? Quesont-elles devenues, les vendeuses d’amour?

VI, 1.

POCO a poco tuve que convencerme de que habíamos en-trado en malos tiempos y que mientras Laurent y las ame-nazas prusianas nos preocuparan de ese modo, la vidano volvería a ser lo que había sido en las galerías. Mi ma-dre debió notarme desmejorado porque me aconsejó quetomara algún tónico, y los padres de Irma, que tenían unchalet en una isla del Paraná, me invitaron a pasar unatemporada de descanso y de vida higiénica. Pedí quincedías de vacaciones y me fui sin ganas a la isla, enemista-do de antemano con el sol y los mosquitos. El primer sá-bado pretexté cualquier cosa y volví a la ciudad, anduvecomo a los tumbos por calles donde los tacos se hundíanen el asfalto blando. De esa vagancia estúpida me quedaun brusco recuerdo delicioso: al entrar una vez más enel Pasaje Güemes me envolvió de golpe el aroma del café,su violencia ya casi olvidada en las galerías donde el caféera flojo y recocido. Bebí dos tazas, sin azúcar, saborean-do y oliendo a la vez, quemándome y feliz. Todo lo que si-guió hasta el fin de la tarde olió distinto, el aire húmedodel centro estaba lleno de pozos de fragancia (volví a piehasta mi casa, creo que le había prometido a mi madrecenar con ella), y en cada pozo del aire los olores eranmás crudos, más intensos, jabón amarillo, café, tabaconegro, tinta de imprenta, yerba mate, todo olía encarni-zadamente, y también el sol y el cielo eran más duros yacuciados. Por unas horas olvidé casi rencorosamenteel barrio de las galerías, pero cuando volví a cruzar elPasaje Güemes (¿era realmente en la época de la isla?Acaso mezclo dos momentos de una misma temporada,

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y en realidad poco importa) fue en vano que invocara laalegre bofetada del café, su olor me pareció el de siem-pre y en cambio reconocí esa mezcla dulzona y repugnan-te del aserrín y la cerveza rancia que parece rezumar delpiso de los bares del centro, pero quizá fuera porque denuevo estaba deseando encontrar a Josiane y hasta con-fiaba en que el gran terror y las nevadas hubiesen llega-do a su fin. Creo que en esos días empecé a sospecharque ya el deseo no bastaba como antes para que las cosasgirasen acompasadamente y me propusieran alguna delas calles que llevaban a la Galerie Vivienne, pero tam-bién es posible que terminara por someterme mansamen-te al chalet de la isla para no entristecer a Irma, paraque no sospechara que mi único reposo verdadero esta-ba en otra parte; hasta que no pude más y volví a la ciu-dad y caminé hasta agotarme, con la camisa pegada alcuerpo, sentándome en los bares para beber cerveza, es-perando ya no sabía qué. Y cuando al salir del último barvi que no tenía más que dar la vuelta a la esquina parainternarme en mi barrio, la alegría se mezcló con la fati-ga y una oscura conciencia de fracaso, porque bastabamirar la cara de la gente para comprender que el granterror estaba lejos de haber cesado, bastaba asomarse alos ojos de Josiane en su esquina de la rué d’Uzés y oírledecir quejumbrosa que el amo en persona había decidi-do protegerla de un posible ataque; recuerdo que entredos besos alcancé a entrever su silueta en el hueco deun portal, defendiéndose de la cellisca envuelta en unalarga capa gris.

Josiane no era de las que reprochan las ausencias, yme pregunto si en el fondo se daba cuenta del paso deltiempo. Volvimos del brazo a la Galerie Vivienne, subi-mos a la bohardilla, pero después comprendimos que noestábamos contentos como antes y lo atribuimos vaga-

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mente a todo lo que afligía al barrio; habría guerra, erafatal, los hombres tendrían que incorporarse a las filas(ella empleaba solemnemente esas palabras con un ig-norante, delicioso respeto), la gente tenía miedo y rabia,la policía no había sido capaz de descubrir a Laurent. Seconsolaban guillotinando a otros, como esa misma ma-drugada en que ejecutarían al envenenador del que tan-to habíamos hablado en el café de la rué des Jeuneursen los días del proceso; pero el terror seguía suelto enlas galerías y en los pasajes, nada había cambiado desdemi último encuentro con Josiane, y ni siquiera había de-jado de nevar.

Para consolarnos nos fuimos de paseo, desafiando elfrío porque Josiane tenía un abrigo que debía ser admi-rado en una serie de esquinas y portales donde sus ami-gas esperaban a los clientes soplándose los dedos o hun-diendo las manos en los manguitos de piel. Pocas veceshabíamos andado tanto por los boulevares, y terminé sos-pechando que éramos sobre todo sensibles a la protec-ción de los escaparates iluminados; entrar en cualquie-ra de las calles vecinas (porque también Liliane tenía quever el abrigo, y más allá Francine) nos iba hundiendo pocoa poco en el espanto, hasta que el abrigo quedó suficien-temente exhibido y yo propuse nuestro café y corrimospor la rué du Croissant hasta dar la vuelta a la manzanay refugiarnos en el calor y los amigos. Por suerte paratodos la idea de la guerra se iba adelgazando a esa horaen las memorias, a nadie se le ocurría repetir los estri-billos obscenos contra los prusianos, se estaba tan biencon las copas llenas y el calor de la estufa, los clientesde paso se habían marchado y quedábamos solamente losamigos del patrón, el grupo de siempre y la buena noti-cia de que la Rousse había pedido perdón a Josiane y sehabían reconciliado con besos y lágrimas y hasta rega-

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los. Todo tenía algo de guirnalda (pero las guirnaldaspueden ser fúnebres, lo comprendí después) y por eso,como afuera estaban la nieve y Laurent, nos quedába-mos lo más posible en el café y nos enterábamos a me-dianoche de que el patrón cumplía cincuenta años detrabajo detrás del mismo mostrador, y eso había que fes-tejarlo, una flor se trenzaba con la siguiente, las botellasllenaban las mesas porque ahora las ofrecía el patrón yno se podía desairar tanta amistad y tanta dedicación altrabajo, y hacia las tres y media de la mañana Kikí com-pletamente borracha terminaba de cantarnos los mejo-res aires de la opereta de moda mientras Josiane y laRousse lloraban abrazadas de felicidad y ajenjo, y Albert,casi sin darle importancia, trenzaba otra flor en la guir-nalda y proponía terminar la noche en la Roquette don-de guillotinaban al envenenador exactamente a las seis,y el patrón descubría emocionado que ese final de fiestaera como la apoteosis de cincuenta años de trabajo hon-rado y se obligaba, abrazándonos a todos y hablándonosde su esposa muerta en el Languedoc, a alquilar dos fia-cres para la expedición.

A eso siguió más vino, la evocación de diversas ma-dres y episodios sobresalientes de la infancia, y una sopade cebolla que Josiane y la Rousse llevaron a lo sublimeen la cocina del café mientras Albert, el patrón y yo nosprometíamos amistad eterna y muerte a los prusianos.La sopa y los quesos debieron ahogar tanta vehemencia,porque estábamos casi callados y hasta incómodos cuan-do llegó la hora de cerrar el café con un ruido intermi-nable de barras y cadenas, y subir a los fiacres donde todoel frío del mundo parecía estar esperándonos. Más noshubiera valido viajar juntos para abrigarnos, pero el pa-trón tenía principios humanitarios en materia de caba-llos y montó en el primer fiacre con la Rousse y Albert

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mientras me confiaba a Kikí y a Josiane quienes, dijo,eran como sus hijas. Después de festejar adecuadamentela frase con los cocheros, el ánimo nos volvió al cuerpomientras subíamos hacia Popincourt entre simulacrosde carreras, voces de aliento y lluvias de falsos latiga-zos. El patrón insistió en que bajáramos a cierta distan-cia, aduciendo razones de discreción que no entendí, ytomados del brazo para no resbalar demasiado en la nie-ve congelada remontamos la rué de la Roquette vagamen-te iluminada por reverberos aislados, entre sombras mo-vientes que de pronto se resolvían en sombreros de copa,fiacres al trote y grupos de embozados que acababanamontonándose frente a un ensanchamiento de la calle,bajo la otra sombra más alta y más negra de la cárcel.Un mundo clandestino se codeaba, se pasaba botellas demano en mano, repetía una broma que corría entre car-cajadas y chillidos sofocados, y también había bruscossilencios y rostros iluminados un instante por un yes-quero, mientras seguíamos avanzando dificultosamentey cuidábamos de no separarnos como si cada uno supie-ra que sólo la voluntad del grupo podía perdonar su pre-sencia en ese sitio. La máquina estaba ahí sobre sus cin-co bases de piedra, y todo el aparato de la justicia aguar-daba inmóvil en el breve espacio entre ella y el cuadrode soldados con los fusiles apoyados en tierra y las ba-yonetas caladas. Josiane me hundía las uñas en el brazoy temblaba de tal manera que hablé de llevármela a uncafé, pero no había cafés a la vista y ella se empecinabaen quedarse. Colgada de mí y de Albert, saltaba de tan-to en tanto para ver mejor la máquina, volvía a clavarmelas uñas, y al final me obligó a agachar la cabeza hastaque sus labios encontraron mi boca, y me mordió histé-ricamente murmurando palabras que pocas veces le ha-bía oído y que colmaron mi orgullo como si por un mo-

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mento hubiera sido el amo. Pero de todos nosotros elúnico aficionado apreciativo era Albert; fumando un ci-garro mataba los minutos comparando ceremonias, ima-ginando el comportamiento final del condenado, las eta-pas que en ese mismo momento se cumplían en el inte-rior de la prisión y que conocía en detalle por razonesque se callaba. Al principio lo escuché con avidez paraenterarme de cada nimia articulación de la liturgia, has-ta que lentamente, como desde más allá de él y de Josia-ne y de la celebración del aniversario, me fue invadien-do algo que era como un abandono, el sentimiento inde-finible de que eso no hubiera debido ocurrir en esa for-ma, que algo estaba amenazando en mí el mundo de lasgalerías y los pasajes, o todavía peor, que mi felicidad enese mundo había sido un preludio engañoso, una tram-pa de flores como si una de las figuras de yeso me hubie-ra alcanzado una guirnalda mentida (y esa noche yo ha-bía pensado que las cosas se tejían como las flores en unaguirnalda), para caer poco a poco en Laurent, para deri-var de la embriaguez inocente de la Galerie Vivienne yde la bohardilla de Josiane, lentamente ir pasando al granterror, a la nieve, a la guerra inevitable, a la apoteosisde los cincuenta años del patrón, a los fiacres ateridosdel alba, al brazo rígido de Josiane que se prometía nomirar y buscaba ya en mi pecho dónde esconder la caraen el momento final. Me pareció (y en ese instante lasrejas empezaban a abrirse y se oía la voz de mando deloficial de la guardia) que de alguna manera eso era untérmino, no sabía bien de qué porque al fin y al cabo yoseguiría viviendo, trabajando en la Bolsa y viendo de cuan-do en cuando a Josiane, a Albert y a Kikí que ahora sehabía puesto a golpearme histéricamente el hombro, yaunque no quería desviar los ojos de las rejas que ter-minaban de abrirse, tuve que prestarle atención por un

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instante y siguiendo su mirada entre sorprendida y bur-lona alcancé a distinguir casi al lado del patrón la silue-ta un poco agobiada del sudamericano envuelto en la ho-palanda negra, y curiosamente pensé que también esoentraba de alguna manera en la guirnalda, y que era unpoco como si una mano acabara de trenzar en ella la florque la cerraría antes del amanecer. Y ya no pensé másporque Josiane se apretó contra mí gimiendo, y en la som-bra que los dos reverberos de la puerta agitaban sin ahu-yentarla, la mancha blanca de una camisa surgió comoflotando entre dos siluetas negras, apareciendo y des-apareciendo cada vez que una tercera sombra volumino-sa se inclinaba sobre ella con los gestos del que abraza oamonesta o dice algo al oído o da a besar alguna cosa,hasta que se hizo a un lado y la mancha blanca se defi-nió más de cerca, encuadrada por un grupo de gentes consombreros de copa y abrigos negros, y hubo como unaprestidigitación acelerada, un rapto de la mancha blan-ca por las dos figuras que hasta ese momento habían pa-recido formar parte de la máquina, un gesto de arrancarde los hombros un abrigo ya innecesario, un movimien-to presuroso hacia adelante, un clamor ahogado que po-día ser de cualquiera, de Josiane convulsa contra mí, dela mancha blanca que parecía deslizarse bajo el armazóndonde algo se desencadenaba con un chasquido y una con-moción casi simultáneos. Creí que Josiane iba a desma-yarse, todo el peso de su cuerpo resbalaba a lo largo delmío como debía estar resbalando el otro cuerpo hacia lanada, y me incliné para sostenerla mientras un enormenudo de gargantas se desataba en un final de misa conel órgano resonando en lo alto (pero era un caballo querelinchaba al oler la sangre) y el reflujo nos empujó en-tre gritos y órdenes militares. Por encima del sombrerode Josiane que se había puesto a llorar compasivamente

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contra mi estómago, alcancé a reconocer al patrón emo-cionado, a Albert en la gloria, y el perfil del sudamerica-no perdido en la contemplación imperfecta de la máqui-na que las espaldas de los soldados y el afanarse de losartesanos de la justicia le iban librando por manchas ais-ladas, por relámpagos de sombra entre gabanes y brazosy un afán general por moverse y partir en busca de vinocaliente y de sueño, como nosotros amontonándonos mástarde en un fiacre para volver al barrio, comentando loque cada uno había creído ver y que no era lo mismo, noera nunca lo mismo y por eso valía más porque entre larué de la Roquette y el barrio de la Bolsa había tiempopara reconstruir la ceremonia, discutirla, sorprenderseen contradicciones, jactarse de una vista más aguda o deunos nervios más templados para admiración de últimahora de nuestras tímidas compañeras.

Nada podía tener de extraño que en esa época mi ma-dre me notara más desmejorado y se lamentara sin disi-mulo de una indiferencia inexplicable que hacía sufrir ami pobre novia y terminaría por enajenarme la protec-ción de los amigos de mi difunto padre gracias a los cua-les me estaba abriendo paso en los medios bursátiles. Afrases así no se podía contestar más que con el silencio,y aparecer algunos días después con una nueva plantade adorno o un vale para madejas de lana a precio reba-jado. Irma era más comprensiva, debía confiar simple-mente en que el matrimonio me devolvería alguna vez ala normalidad burocrática, y en esos últimos tiempos yoestaba al borde de darle la razón, pero me era imposiblerenunciar a la esperanza de que el gran terror llegara asu fin en el barrio de las galerías y que volver a mi casano se pareciera ya a una escapatoria, a un ansia de pro-tección que desaparecía tan pronto como mi madre em-pezaba a mirarme entre suspiros o Irma me tendía la

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taza de café con la sonrisa de las novias arañas. Estába-mos por ese entonces en plena dictadura militar, unamás en la interminable serie, pero la gente se apasiona-ba sobre todo por el desenlace inminente de la guerramundial y casi todos los días se improvisaban manifes-taciones en el centro para celebrar el avance aliado y laliberación de las capitales europeas, mientras la policíacargaba contra los estudiantes y las mujeres, los comer-cios bajaban presurosamente las cortinas metálicas y yo,incorporado por la fuerza de las cosas a algún grupo dete-nido frente a las pizarras de La Prensa, me preguntabasi sería capaz de seguir resistiendo mucho tiempo a lasonrisa consecuente de la pobre Irma y a la humedad queme empapaba la camisa entre rueda y rueda de cotiza-ciones, Empecé a sentir que el barrio de las galerías yano era como antes el término de un deseo, cuando basta-ba echar a andar por cualquier calle para que en algunaesquina todo girara blandamente y me allegara sin es-fuerzo a la Place des Victoires donde era tan grato de-morarse vagando por las callejuelas con sus tiendas yzaguanes polvorientos, y a la hora más propicia entraren la Galerie Vivienne en busca de Josiane, a menos quecaprichosamente prefiriera recorrer primero el Passagedes Panoramas o el Passage des Princes y volver dandoun rodeo un poco perverso por el lado de la Bolsa. Aho-ra, en cambio, sin siquiera tener el consuelo de recono-cer como aquella mañana el aroma vehemente del caféen el Pasaje Güemes (olía a aserrín, a lejía), empecé aadmitir desde muy lejos que el barrio de las galerías noera ya el puerto de reposo, aunque todavía creyera en laposibilidad de liberarme de mi trabajo y de Irma, de en-contrar sin esfuerzo la esquina de Josiane. A cada mo-mento me ganaba el deseo de volver; frente a las piza-rras de los diarios, con los amigos, en el patio de casa,

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sobre todo al anochecer, a la hora en que allá empeza-rían a encenderse los picos de gas. Pero algo me obliga-ba a demorarme junto a mi madre y a Irma, una oscuracertidumbre de que en el barrio de las galerías ya no meesperarían como antes, de que el gran terror era el másfuerte. Entraba en los bancos y en las casas de comerciocon un comportamiento de autómata, tolerando la coti-diana obligación de comprar y vender valores y escucharlos cascos de los caballos de la policía cargando contrael pueblo que festejaba los triunfos aliados, y tan pococreía ya que alcanzaría a liberarme una vez más de todoeso que cuando llegué al barrio de las galerías tuve casimiedo, me sentí extranjero y diferente como jamás mehabía ocurrido antes, me refugié en una puerta cocheray dejé pasar el tiempo y la gente, forzado por primera veza aceptar poco a poco todo lo que antes me había pareci-do mío, las calles y los vehículos, la ropa y los guantes,la nieve en los patios y las voces en las tiendas. Hastaque otra vez fue el deslumbramiento, fue encontrar a Jo-siane en la Galerie Coibert y enterarme entre besos ybrincos de que ya no había Laurent, que el barrio habíafestejado noche tras noche el fin de la pesadilla, y todoel mundo había preguntado por mí y menos mal que porfin Laurent, pero dónde me había metido que no me en-teraba de nada, y tantas cosas y tantos besos. Nunca lahabía deseado más y nunca nos quisimos mejor bajo eltecho de su cuarto que mi mano podía tocar desde la cama.Las caricias, los chismes, el delicioso recuento de los díasmientras el anochecer iba ganando la bohardilla. ¿Lau-rent? Un marsellés de pelo crespo, un miserable cobar-de que se había atrincherado en el desván de la casa don-de acababa de matar a otra mujer, y había pedido graciadesesperadamente mientras la policía echaba abajo lapuerta. Y se llamaba Paúl, el monstruo, hasta eso, fíja-

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te, y acababa de matar a su novena víctima, y lo habíanarrastrado al coche celular mientras todas las fuerzasdel segundo distrito lo protegían sin ganas de una mu-chedumbre que lo hubiera destrozado. Josiane había teni-do ya tiempo de habituarse, de enterrar a Laurent en sumemoria que poco guardaba las imágenes, pero para míera demasiado y no alcanzaba a creerlo del todo hastaque su alegría me persuadió de que verdaderamente yano habría más Laurent, que otra vez podíamos vagar porlos pasajes y las calles sin desconfiar de los portales. Fuenecesario que saliéramos a festejar juntos la liberación,y como ya no nevaba Josiane quiso ir a la rotonda del Pa-lais Royal que nunca habíamos frecuentado en los tiem-pos de Laurent. Me prometí, mientras bajábamos can-tando por la rué des Petits Champs, que esa misma no-che llevaría a Josiane a los cabarets de los boulevares, yque terminaríamos la velada en nuestro café donde a fuer-za de vino blanco me haría perdonar tanta ingratitud ytanta ausencia.

Por unas pocas horas bebí hasta los bordes el tiempofeliz de las galerías, y llegué a convencerme de que elfinal del gran terror me devolvía sano y salvo a mi cielode estucos y guirnaldas; bailando con Josiane en la ro-tonda me quité de encima la última opresión de ese in-terregno incierto, nací otra vez a mi mejor vida tan lejosde la sala de Irma, del patio de casa, del menguado con-suelo del Pasaje Güemes. Ni siquiera cuando más tarde,charlando de tanta cosa alegre con Kikí y Josiane y elpatrón, me enteré del final del sudamericano, ni siquie-ra entonces sospeché que estaba viviendo un aplazamien-to, una última gracia; por lo demás ellos hablaban del sud-americano con una indiferencia burlona, como de cual-quiera de los extravagantes del barrio que alcanzan a lle-nar un hueco en una conversación donde pronto nace-

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rán temas más apasionantes, y que el sudamericano aca-bara de morirse en una pieza de hotel era apenas algomás que una información al pasar, y Kikí discurría yasobre las fiestas que se preparaban en un molino de laButte, y me costó interrumpirla, pedirle algún detallesin saber demasiado por qué se lo pedía. Por Kikí acabésabiendo algunas cosas mínimas, el nombre del sudame-ricano que al fin y al cabo era un nombre francés y queolvidé en seguida, su enfermedad repentina en la rué duFaubourg Montmartre donde Kikí tenía un amigo que lehabía contado; la soledad, el miserable cirio ardiendo so-bre la consola atestada de libros y papeles, el gato grisque su amigo había recogido, la cólera del hotelero a quienle hacían eso precisamente cuando esperaba la visita desus padres políticos, el entierro anónimo, el olvido, lasfiestas en el molino de la Butte, el arresto de Paúl elmarsellés, la insolencia de los prusianos a los que ya eratiempo de darles la lección que se merecían. Y de todoeso yo iba separando, como quien arranca dos flores se-cas de una guirnalda, las dos muertes que de alguna ma-nera se me antojaban simétricas, la del sudamericano yla de Laurent, el uno en su pieza de hotel, el otro disol-viéndose en la nada para ceder su lugar a Paúl el marse-llés, y eran casi una misma muerte, algo que se borrabapara siempre en la memoria del barrio. Todavía esa no-che pude creer que todo seguiría como antes del granterror, y Josiane fue otra vez mía en su bohardilla y aldespedirnos nos prometimos fiestas y excursiones cuan-do llegase el verano Pero helaba en las calles, y las noti-cias de la guerra exigían mi presencia en la Bolsa a lasnueve de la mañana; con un esfuerzo que entonces creímeritorio me negué a pensar en mi reconquistado cielo,y después de trabajar hasta la náusea almorcé con mi ma-dre y le agradecí que me encontrara más repuesto. Esa

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semana la pasé en plena lucha bursátil, sin tiempo paranada, corriendo a casa para darme una ducha y cambiaruna camisa empapada por otra que al rato estaba peor.La bomba cayó sobre Hiroshima y todo fue confusión en-tre mis clientes, hubo que librar una larga batalla parasalvar los valores más comprometidos y encontrar unrumbo aconsejable en ese mundo donde cada día era unanueva derrota nazi y una enconada, inútil reacción de ladictadura contra lo irreparable. Cuando los alemanes serindieron y el pueblo se echó a la calle en Buenos Aires,pensé que podría tomarme un descanso, pero cada ma-ñana me esperaban nuevos problemas, en esas semanasme casé con Irma después que mi madre estuvo al bor-de de un ataque cardíaco y toda la familia me lo atribu-yó quizá justamente. Una y otra vez me pregunté por qué,si el gran terror había cesado en el barrio de las gale-rías, no me llegaba la hora de encontrarme con Josianepara volver a pasear bajo nuestro cielo de yeso. Supongoque el trabajo y las obligaciones familiares contribuían aimpedírmelo, y sólo sé que de a ratos perdidos me iba acaminar como consuelo por el Pasaje Güemes, mirandovagamente hacia arriba, tomando café y pensando cadavez con menos convicción en las tardes en que me habíabastado vagar un rato sin rumbo fijo para llegar a mi ba-rrio y dar con Josiane en alguna esquina del atardecer.Nunca he querido admitir que la guirnalda estuviera de-finitivamente cerrada y que no volvería a encontrarmecon Josiane en los pasajes o los boulevares. Algunos díasme da por pensar en el sudamericano, y en esa rumia des-ganada llego a inventar como un consuelo, como si él noshubiera matado a Laurent y a mí con su propia muerte;razonablemente me digo que no, que exagero, que cual-quier día volveré a entrar en el barrio de las galerías yencontraré a Josiane sorprendida por mi larga ausen-

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cia. Y entre una cosa y otra me quedo en casa tomandomate, escuchando a Irma que espera para diciembre, yme pregunto sin demasiado entusiasmo si cuando lleguenlas elecciones votaré por Perón o por Tamborini, si vota-ré en blanco o sencillamente me quedaré en casa toman-do mate y mirando a Irma y a las plantas del patio.

La vuelta al día en ochenta mundos(1967)

JULIOS EN ACCIÓN

A LO largo del siglo XIX, el refugio en la metafísica era elrecurso mayor frente al timer mortis, las miserias del hicet nunc y el sentimiento del absurdo por el que nos de-finimos y definimos el mundo. Entonces vino Jules Lafor-gue, que en un sentido se adelantó como cosmonauta alotro Jules, y mostró un recurso más sencillo: ¿para quéla vaporosa metafísica cuando teníamos a mano la físicapalpable? En una época en que todo sentimiento opera-ba como un bumerang, Laforgue lanzó el suyo como unajabalina contra el sol, contra el desesperante misteriocósmico.

encore a cet astreEspèce de soleil! tu songes: –Voyez-les,Ces pantins morphinés, buveurs de lait d’anêsseEt de café; sans trêve, en vain, je leur caresseL’échine de mes feux, ils vont étiolés!––Eh! c’est toi, qui n’as plus que des rayons gelés!Nous, nous, mais nous crevons de santé, de jeunesse!C’est vrai, la Terre n’est qu’une vaste kermesse,Nous hourrahs de gaîté courbent au loin les blés.

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Toi seul, claques des dents, car tes taches accruesTe mangent, ô Soleil, ainsi que des verruesUn vaste citron d’or, et bientôt, blond moqueur,Après tant de couchants dans la pourpre et la goire,Tu seras en risée aux étoiles sans coeur,Astre jaune et grêlé, flamboyante écumaire!

Dicho sea al pasar (pero es un paso privilegiado), en1911 Marcel Duchamp hizo un dibujo para este poema,de donde habría de salir su Nu descendant un escalier.Normalísima secuencia patafísica.

Que estaba en lo cierto lo ha probado el tiempo: en elsiglo XX nada puede curarnos mejor del antropocentris-mo autor de todos nuestros males que asomarse a la fí-sica de lo infinitamente grande (o pequeño). Con cual-quier texto de divulgación científica se recobra vivamen-te el sentimiento del absurdo, pero esta vez es un senti-miento al alcance de la mano, nacido de cosas tangibleso demostrables, casi consolador. Ya no hay que creer por-que es absurdo, sino que es absurdo porque hay que creer.

Mis eruditas lecturas del correo científico de Le Mon-de (sale los jueves) tienen además la ventaja de que envez de sustraerme al absurdo me incitan a aceptarlo comoel modo natural en que se nos da una realidad inconce-bible. Y esto ya no es lo mismo que aceptar la realidadaunque se la crea absurda, sino sospechar en el absurdoun desafío que la física ha recogido sin que pueda saber-se cómo y en qué va a terminar su loca carrera por el do-ble túnel del tele y del microscopio (¿será realmente dobleese túnel?).

Quiero decir que un claro sentimiento del absurdonos sitúa mejor y más lúcidamente que la seguridad deraíz kantiana según la cual los fenómenos son mediati-zaciones de una realidad inalcanzable pero que de todas

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maneras les sirve de garantía por un año contra toda ro-tura. Los cronopios tienen desde pequeños una nociónsumamente constructiva del absurdo, por lo cual les pro-duce gran sobresalto ver cómo los famas se quedan tantranquilos cuando leen una noticia como la siguiente: Lanueva partícula elemental (“N. Asterisco 3245”) posee unavida relativamente más larga que la de las otras partícu-las conocidas, aunque sólo alcanza a un milésimo de mi-llonésimo de millonésimo de millonésimo de segundo.(LeMonde, jueves 7 de julio de 1966.)

—Che Coca —dice el fama después de leer esta in-formación—, alcanzáme los zapatos de gamuza que estatarde tengo una reunión importantísima en la Sociedadde Escritores. Se va a discutir la cuestión de los juegosflorales en Curuzú Cuatiá y ya estoy veinte minutes atra-sado.

A todo esto varios cronopios se han excitado enor-memente porque acaban de enterarse de que a lo mejorel universo es asimétrico, lo que va en contra de la másilustre de todas las ideas recibidas. Un investigador lla-mado Paolo Franzini, y su mujer Juliet Lee Franzini (¿seha advertido cómo a partir de un Julio que redacta y otroJulio que diseña se van incorporando aquí dos Jules yahora una Juliet, a base de una noticia aparecida un 7de julio?) saben muchísimo sobre el mesón eta neutro,que salió del anonimato poco ha y que tiene la curiosaparticularidad de ser su propia anti-partícula. Apenasse lo descompone, el mesón produce tres pi-mesones delos cuales uno es neutro, pobrecito, y los otros dos sonpositivo y negativo respectivamente para enorme tran-quilidad de todo el mundo. Hasta que (los Franzini depor medio) se descubre que la conducta de los dos pi-mesones no es simétrica; la armoniosa noción de que laantimateria es el reflejo exacto de la materia se pincha

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como un globito. ¿Qué va a ser de nosotros? Los Franzi-ni no se han asustado en absoluto; está muy bien que losdos pi-mesones sean hermanos enemigos, porque eso ayu-da a reconocerlos e identificarlos. Hasta la física tienesus Talleyrand.

Los cronopios sienten pasar por sus orejas el vientodel vértigo cuando leen al final de la noticia: “Así, gra-cias a esa asimetría, podrá llegarse quizá a la identifica-ción de los cuerpos celestes compuestos de antimateria,siempre que esos cuerpos existan como pretenden algu-nos basándose en las irradiaciones que emiten.” Y siem-pre el jueves, siempre Le Monde, siempre algún Julio atiro.

En cuanto a los famas, ya lo dijo Laforgue desde unade sus cabinas espaciales:

La plupart vit et meurt sans soupçonner l’histoireDu globe, sa misère en l’éternelle gloire,Sa future agonie au soleil moribond.Vertiges d’univers, cieux à jamais en fête!Rien, ils n’auront rien su. Combien même s’en vontSans avoir seulement visité leur planète.

P.S. Cuando anoté: “Normalísima secuencia patafísica” luegode indicar ese enlace Laforgue-Duchamp, que de una manera uotra me envuelve siempre, no imaginaba que una vez más tendríapasaje al mundo de los grandes transparentes. La misma tarde(11/12/1966), después de trabajar en este texto, decidí visitar unaexposición dedicada a Dada. El primer cuadro que vi al entrar fueel Nu descendant un escalier, enviado especialmente a París porel museo de Filadelfia.

GRAVE PROBLEMA ARGENTINO: QUERIDO AMIGO,ESTIMADO, O EL NOMBRE A SECAS

USTED se reirá, pero es uno de los problemas argentinosmás difíciles de resolver. Dado nuestro carácter (proble-ma central que dejamos por esta vez a los sociólogos) elencabezamiento de las cartas plantea dificultades hastaahora insuperables. Concretamente, cuando un escritortiene que escribirle a un colega de quien no es amigo per-sonal, y ha de combinar la cortesía con la verdad, ahíempieza el crujir de plumas. Usted es novelista y tieneque escribirle a otro novelista; usted es poeta, e ídem;usted es cuentista. Toma una hermosa hoja de papel, ypone: “Señor Oscar Frumento, Garabato 1787, BuenosAires.” Deja un buen espacio (las cartas ventiladas sonlas más elegantes) y se dispone a empezar. No tiene nin-guna confianza con Frumento; no es amigo de Frumento;él es novelista y usted también; en realidad usted es me-jor novelista que él, pero no cabe duda de que él piensalo contrario. A un señor que es un colega pero no un ami-go no se le puede decir: “Querido Frumento.” No se lepuede decir por la sencilla razón de que usted no lo quie-

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re a Frumento. Ponerle querido es casi lascivo, en todocaso una mentira que Frumento recibirá con una sonri-sa tetánica. La gran solución argentina parece ser, en esoscasos, escribir: “Estimado Frumento.” Es más distante,más objetivo, prueba un sentimiento cordial y un recono-cimiento de valores. Pero si usted le escribe a Frumentopara anunciarle que por paquete postal le envía su últi-mo libro, y en el libro ha puesto una dedicatoria en la quese habla de admiración (es de lo que más se habla en lasdedicatorias), ¿cómo lo va a tratar de estimado en la car-ta? Estimado es un término que rezuma indiferencia, ofi-cina, balance anual, desalojo, ruptura de relaciones, cuen-ta del gas, cuota del sastre. Usted piensa desesperada-mente en una alternativa y no la encuentra; en la Argen-tina somos queridos o estimados y sanseacabó. Hubo unaépoca (yo era joven y usaba rancho de paja) en que mu-chas cartas empezaban directamente después del lugary la fecha; el otro día encontré una, muy amarillita la po-bre, y me pareció un monstruo, una abominación. ¿Cómole vamos a escribir a Frumento sin identificarlo (Fru-mento) y luego calificarlo (querido/estimado)? Se com-prende que el sistema de mensaje directo haya caído endesuso o quede reservado únicamente para esas cartasque empiezan: “Un canalla como usted, etc.”, o “Le doy 3días para abonar el alquiler”, cosas así. Más se piensa,menos se ve la posibilidad de una tercera posición entrequerido y estimado; de algo hay que tratarlo a Frumen-to, y lo primero es mucho y lo segundo frigidaire.

Variantes como “apreciado” y “distinguido” quedandescartadas por tilingas y cursis. Si uno lo llama “maes-tro” a Frumento, es capaz de creer que le está tomandoel pelo. Por más vueltas que le demos, se vuelve a caeren querido o estimado. Che, ¿no se podría inventar otracosa? Los argentinos necesitamos que nos desalmidonen

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un poco, que nos enseñen a escribir con naturalidad: “PibeFrumento, gracias por tu último libro”, o con afecto: “Ñato,qué novela te mandaste”, o con distancia pero sincera-mente: “Hermano, con las oportunidades que había en lafruticultura”, entradas en materia que concilien la vera-cidad con la llaneza. Pero será difícil, porque todos no-sotros somos o estimados o queridos, y así nos va.

HAY QUE SER REALMENTE IDIOTA PARA...

HACE años que me doy cuenta y no me importa, pero nun-ca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me pareceun tema muy desagradable, especialmente si es el idio-ta quien lo expone.

Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda,pero prefiero ponerla de entrada y calentita sobre el pla-to aunque los amigos la crean exagerada, en vez de em-plear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y quedespués los mismos amigos opinen que uno se ha queda-do corto. En realidad no pasa nada grave pero ser idio-ta lo pone a uno completamente aparte, y aunque tienesus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como unanostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente don-de amigos y parientes están reunidos en una misma inte-ligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellospara sentir que no hay diferencia apreciable y que todova benissimo. Lo triste es que todo va malissimo cuandouno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatrocon mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mi-mos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que

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apenas empiece la función voy a encontrar que todo esuna maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemen-te, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan comovisiones sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las ma-nos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el bordedel pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber te-nido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a unaexposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes ex-traordinarias están haciendo o mostrando cosas que ja-más se habían imaginado antes, inventando un lugar derevelación y de encuentro, algo que lava de los momen-tos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo eltiempo.

Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuandollega el intervalo me levanto entusiasmado y sigo aplau-diendo a los actores, y le digo a mi mujer que los mimoschecos son una maravilla y que la escena en que el pes-cador echa el anzuelo y se ve avanzar un pez fosfores-cente a media altura es absolutamente inaudita. Mi mu-jer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pron-to me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, deagujero ronco y húmedo) que su diversión y sus aplau-sos no han sido como los míos, y además casi siempre haycon nosotros algún amigo que también se ha divertido yha aplaudido pero nunca como yo, y también me doy cuen-ta de que está diciendo con suma sensatez e inteligenciaque el espectáculo es bonito y que los actores no son ma-los, pero que desde luego no hay gran originalidad en lasideas, sin contar que los colores de los trajes son medio-cres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas ycosas. Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso —lo dicenamablemente, sin ninguna agresividad— yo comprendoque soy idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidadocada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la

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caída repentina en la idiotez le llega como al corcho quese ha pasado años en el sótano acompañando al vino dela botella y de golpe plop y un tirón y no es más que cor-cho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bai-larines tailandeses, porque me han parecido admirablesy he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentesy sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen comopor debajo de las uñas, y eso que comprendo perfecta-mente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no hade ser tan bueno como a mí me parecía (pero en reali-dad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada,sencillamente estaba transportado por lo que ocurríacomo idiota que soy, y me bastaba para salirme y andarpor ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y pue-do tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mu-jer o con mis amigos porque sé que tienen razón y queen realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar porel entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligenciay la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado ysobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijoEpícteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acabade conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la so-frosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellosy a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no es-cuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mien-tras trato de retener todavía las últimas imágenes delpez fosforescente que flotaba en mitad del escenario, aun-que ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificadopor las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar yno me queda más remedio que admitir la mediocridadde lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado por-que acepto cualquier cosa que tenga colores y formas unpoco diferentes. Recaigo en la conciencia de que soy idio-ta, de que cualquier cosa basta para alegrarme de la cua-

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driculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he ama-do y gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice,la obra de otros idiotas que han estado pescando o bai-lando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi esun consuelo pero un consuelo siniestro el que seamostantos los idiotas que esa noche se han dado cita en esasala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor es que a losdos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, yla crítica coincide casi siempre y hasta con las mismaspalabras con lo que tan sensata e inteligentemente hanvisto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy segurode que no ser idiota es una de las cosas más importan-tes para la vida de un hombre, hasta que poco a poco mevaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido,por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno delos lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosuratan maravillosa que no pude menos que ponerme en cucli-llas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo miran-do su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa do-ble línea delicada que corta su pecho en el agua del lagoy que se va abriendo hasta perderse en la distancia. Mientusiasmo no nace solamente del pato, es algo que elpato cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hojaseca que se balancea en el borde de un banco, o una grúaanaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azulde la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno en-tra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas ytodo va a ir sucediendo prodigiosamente, el sándwichde jamón, los botones para encender o apagar la luz (unablanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo esome parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerloahí a mi alcance me llena de una especie de sauce inte-rior, de una verde lluvia de delicia que no debería termi-nar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo

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es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idio-ta, pero eligen las palabras) y que no es posible entusias-marse así por una tela de araña que brilla al sol, puestoque si uno incurre en semejantes excesos por una tela dearaña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en queden King Lear? A mí eso me sorprende un poco, porqueen realidad el entusiasmo no es una cosa que se gastecuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno esinteligente y tiene sentido de los valores y de la histori-cidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un ladoa otro del Bois de Boulogne para ver mejor el pato, esono me impedirá esa misma noche dar enormes saltos deentusiasmo si me gusta como canta Fischer Dieskau. Aho-ra que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusias-marse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le gus-te, sin que un dibujito en una pared tenga que verse me-noscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto enPadua. La idiotez debe ser una especie de presencia yrecomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita ama-rilla, ahora me gusta “L’année dernière à Marienbad”,ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíblelocomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gustaese cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gustatanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota per-fecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza per-dido en su goce, hasta que la primera frase inteligentelo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscarpresuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al sue-lo, comprendiendo y a veces aceptando porque tambiénun idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otrocartel, y así siempre.

LA EMBAJADA DE LOS CRONOPIOS CRONOPIOS

LOS CRONOPIOS viven en diversos países, rodeados de unagran cantidad de famas y de esperanzas, pero desde haceun tiempo hay un país donde los cronopios han sacadolas tizas de colores que siempre llevan consigo y han di-bujado un enorme SE ACABÓ en las paredes de los fa-mas, y con letra más pequeña y compasiva la palabra DE-CÍDETE en las paredes de las esperanzas, y como conse-cuencia de la conmoción que han provocado estas ins-cripciones, no cabe la menor duda de que cualquier cro-nopio tiene que hacer todo lo posible para ir inmediata-mente a conocer ese país. Cuando se ha decidido ir in-mediatamente a conocer ese país, lo primero que suce-de es que la embajada del país de los cronopios comisionaa varios de sus empleados para que faciliten el viaje delcronopio explorador, y por lo regular este cronopio sepresenta a la embajada donde tiene lugar el diálogo si-guiente, a saber: Buenas salenas cronopio cronopio.Buenas salenas, usted saldrá en el avión del jueves. Fa-

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vor llenar estos cinco formularios, favor cinco fotos defrente. El cronopio viajero agradece, y de vuelta en sucasa llena fervorosamente los cinco formularios que leresultan complicadísimos, aunque por suerte una vez lle-nado el primero no hay más que copiar las mismas equi-vocaciones en los cuatro restantes. Después este crono-pio va a un Fotomatón y se hace retratar en la forma si-guiente: las cinco primeras fotos muy serio, y la últimasacando la lengua. Esta última el cronopio se la guardapara él y está contentísimo con esa foto. El jueves el cro-nopio prepara las valijas desde temprano, es decir quepone dos cepillos de dientes y un calidoscopio, y se sien-ta a mirar mientras su mujer llena las valijas con las co-sas necesarias, pero como su mujer es tan cronopio comoél, olvida siempre lo más importante a pesar de lo cualtienen que sentarse encima para poder cerrarlas, y enese momento suena el teléfono y la embajada avisa queha habido una equivocación y que deberían haber toma-do el avión del domingo anterior, con lo cual se suscitaun diálogo lleno de cortaplumas entre el cronopio y laembajada, se oye el estallido de las valijas que al abrirsedejan escapar osos de felpa y estrellas de mar disecadas,y al final el avión saldrá el próximo domingo y favor cin-co fotos de frente. Sumamente perturbado por el carizque toman los acontecimientos, el cronopio concurre a laembajada y apenas le han abierto la puerta grita con to-das las amígdalas que él ya ha entregado las cinco fotosjunto con los cinco formularios. Los empleados no le ha-cen mayor caso y le dicen que no se inquiete puesto queen realidad las fotos no son tan necesarias, pero que encambio hay que conseguir en seguida un visado checos-lovaco, novedad que sobresalta violentamente al crono-pio viajero. Como es sabido, los cronopios son propen-sos a desanimarse por cualquier cosa, de manera que

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grandes lágrimas ruedan por sus mejillas mientras suspi-ra: ¡Cruel embajada! Viaje malogrado, preparativos inúti-les, favor devolverme las fotos. Pero no es así, y diecio-cho días más tarde el cronopio y su mujer despegan enOrly y se posan en Praga después de un viaje donde lomás sensacional es como de costumbre la bandeja de plás-tico recubierta de maravillas que se comen y se beben,sin contar el tubito de mostaza que el cronopio guardaen el bolsillo del chaleco como recuerdo. En Praga cundeuna modesta temperatura de quince bajo cero, por lo cualel cronopio y su mujer casi ni se mueven del hotel de trán-sito donde personas incomprensibles circulan por pasi-llos alfombrados. De tarde se animan y toman un tran-vía que los lleva hasta el puente de Carlos, y todo estátan nevado y hay tantos niños y patos jugando en el hie-lo que el cronopio y su mujer se toman de las manos ybailan tregua y bailan catala diciendo así: ¡Praga, ciudadlegendaria, orgullo del centro de Europa! Después vuel-ven al hotel y esperan ansiosamente que vengan a bus-carlos para seguir el viaje, cosa que por milagro no suce-de dos meses más tarde sino al otro día.

EL AVIÓN DE LOS CRONOPIOS

LO PRIMERO que se nota al entrar en el avión de los crono-pios es que estos cronopios tienen muy pocos aviones yse ven obligados a aprovechar lo más posible el espacio,con lo cual este avión se parece más bien a un ómnibus,pero eso no impide que a bordo prolifere una gran ale-gría porque casi todos los pasajeros son cronopios y al-gunas esperanzas que regresan a su país, y los otros soncronopios extranjeros que al principio contemplan bas-tante estupefactos el entusiasmo de los que vuelven a supaís hasta que al final aprenden a divertirse a la mane-ra de los otros cronopios y en el avión reina un clima deconversatorio sólo comparable al estrépito de sus vene-rables motores que es propiamente la muerte en trestomos. A todo esto pasa que el avión tiene que despegara las veintiuna, pero apenas los pasajeros se han insta-lado y están temblando como suele y debe hacerse en esoscasos, aparece una lindísima aeromoza que da a conocerel discurso siguiente, a saber: Manda decir el capi queabajo todos y que hay retraso de dos horas. Es un hechoconocido que los cronopios no se preocupan por cosas así,

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puesto que en seguida piensan que la compañía les va aservir grandes vasos de jugos de diferentes colores en elbar del aeropuerto, sin contar que podrán seguir com-prando tarjetas postales y enviándolas a otros cronopios,y no solamente sucede todo eso sino que además la com-pañía les manda servir una cena suculenta a las once dela noche y los cronopios pueden así cumplir uno de lossueños de su vida, que es comer con una mano mientrasescriben tarjetas postales con la otra. Luego vuelven alavión que tiene un aire de querer volar, y en seguida laaeromoza les trae mantas azules y verdes y hasta los arro-pa con sus lindas manos y apaga la luz a ver si se callanun poco, cosa que sucede bastante más tarde con granindignación de las esperanzas y de unos cuantos crono-pios extranjeros que están acostumbrados a dormirse ape-nas les apagan la luz en cualquier parte. Desde luego elcronopio viajero ya ha ensayado todos los botones y palan-quitas a su alcance, porque eso le produce una gran feli-cidad, pero vano es su deseo de que al apretar el botóncorrespondiente venga la aeromoza a traerle otro pocode jugo o a arroparlo mejor en la manta verde que le hatocado, porque muy pronto se comprueba que la aero-moza está durmiendo como un osito a lo largo de los tresasientos que con gran astucia siempre se reservan lasaeromozas en esas circunstancias. Apenas el cronopioha decidido resignarse y dormir, se encienden todas lasluces y un camarero se pone a distribuir bandejas, conlo cual el cronopio y su mujer se frotan las manos y di-cen así, a saber: Nada comparable a un buen desayunodespués de un sueño reparador, sobre todo si viene contostadas. Tan comprensibles ilusiones se ven cruelmen-te diezmadas por el camarero, que empieza a distribuirbebidas con nombres misteriosos y poéticos tales comoañejo en la roca, que hace pensar en una estampa con un

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viejo pescador japonés, o mojiito, que también hace pen-sar en algo japonés. En todo caso al cronopio le pareceextraordinario que los hayan arrancado del sueño con elsolo objeto de sumirlos inmediatamente en el delirio alco-hólico, pero no tarda en comprender que todavía es peorpuesto que la aeromoza aparece con bandejas donde en-tre otras cosas hay una tortilla, un helado de almendray un plátano de aplastantes dimensiones. Como apenashacen cinco horas que la compañía les ha servido una cenacompleta en el aeródromo, al cronopio esta comida le pa-rece más bien innecesaria, pero el camarero le explicaque nadie podía prever que cenarían tan tarde y que sino le gusta no la coma, cosa que el cronopio considerainadmisible, y así tras de absorber la tortilla y el heladocon gran perseverancia, se guarda el plátano en el bolsi-llo interior izquierdo del saco, mientras su mujer hacelo mismo en el bolso. Esta clase de episodios tiene la vir-tud de acortar los viajes en el avión de los cronopios, yes así que después de una escala en Gander donde no su-cede nada digno de mención, porque el día en que suce-da algo en un sitio como Gander será tan insólito comosi una marmota ganara un torneo de ajedrez, el avión delos cronopios entra en cielos muy azules, y por debajohay un mar todavía más azul, y todo se pone tan azul portodas partes que los cronopios saltan entusiasmados, yde pronto se ve un palmar y uno de los cronopios gritaque ya no le importa si el avión se cae, proclamación pa-triótica recibida con cierta reserva por parte de los cro-nopios extranjeros y sobre todo de las esperanzas, y asíes como se llega al país de los cronopios. Desde luego elcronopio viajero visitará el país y un día, cuando regreseal suyo, escribirá las memorias de su viaje en papelitosde diferentes colores y las distribuirá en la esquina desu casa para que todos puedan leerlas. A los famas les

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dará papelitos azules, porque sabe que cuando los famaslas lean se pondrán verdes, y nadie ignora que a un cro-nopio le gusta muchísimo la combinación de estos doscolores. En cuanto a las esperanzas, que se ruborizanmucho al recibir un obsequio, el cronopio les dará pape-litos blancos y así las esperanzas podrán apantallarselas mejillas y el cronopio desde la esquina de su casa verádiversos y agradables colores que se van dispersando entodas direcciones llevándose las memorias de su viaje.

DEL SENTIMIENTO DE NO ESTAR DEL TODO

SIEMPRE seré como un niño para tantas cosas, pero uno deesos niños que desde el comienzo llevan consigo al adul-to, de manera que cuando el monstruito llega verdade-ramente a adulto ocurre que a su vez éste lleva consigoal niño, y nel mezzo del camin se da una coexistencia pocasveces pacífica de por lo menos dos aperturas al mundo.

Esto puede entenderse metafóricamente pero apun-ta en todo caso a un temperamento que no ha renuncia-do a la visión pueril como precio de la visión adulta, yesa yuxtaposición que hace al poeta y quizá al criminal,y también al cronopio y al humorista (cuestión de dosisdiferentes, de acentuación aguda o esdrújula, de eleccio-nes: ahora juego, ahora mato) se manifiesta en el senti-miento de no estar del todo en cualquiera de las estruc-turas, de las telas que arma la vida y en las que somos ala vez araña y mosca.

Mucho de lo que he escrito se ordena bajo el signo dela excentricidad, puesto que entre vivir y escribir nun-ca admití una clara diferencia; si viviendo alcanzo a di-simular una participación parcial en mi circunstancia,

Jamais réel et toujours vraiANTONIN ARTAUD

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en cambio no puedo negarla en lo que escribo puesto queprecisamente escribo por no estar o por estar a medias.Escribo por falencia, por “descolocación”; y como escri-bo desde un intersticio, estoy siempre invitando a queotros busquen los suyos y miren por ellos el jardín don-de los árboles tienen frutos que son, por supuesto, pie-dras preciosas. El monstruito sigue firme.

Esta especie de constante lúdica explica, si no justi-fica, mucho de lo que he escrito o he vivido. Se repro-cha a mis novelas —ese juego al borde del balcón, ese fós-foro al lado de la botella de nafta, ese revólver cargadoen la mesa de luz— una búsqueda intelectual de la nove-la misma, que sería así como un continuo comentario dela acción y muchas veces la acción de un comentario.

Me aburre argumentar a posteriori que a lo largo deesa dialéctica mágica un hombre-niño está luchando porrematar el juego de su vida: que sí, que no, que en ésta está.Porque un juego, bien mirado, ¿no es un proceso que par-te de una descolocación para llegar a una colocación, a unemplazamiento – gol, jaque mate, piedra libre? ¿No es elcumplimiento de una ceremonia que marcha hacia la fi-jación final que la corona?

REALISMO INGENUO

El hombre de nuestro tiempo cree fácilmente que suinformación filosófica e histórica lo salva del realismoingenuo. En conferencias universitarias y en charlas decafé llega a admitir que la realidad no es lo que parece,y está siempre dispuesto a reconocer que sus sentidos loengañan y que su inteligencia le fabrica una visión tole-rable pero incompleta del mundo. Cada vez que piensametafísicamente se siente «más triste y más sabio», pero

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su admisión es momentánea y excepcional mientras queel continuo de la vida lo instala de lleno en la aparien-cia, la concreta en torno de él, la viste de definiciones,funciones y valores.

Ese hombre es un ingenuo realista más que un rea-lista ingenuo. Basta observar su comportamiento frentea lo excepcional, lo insólito; o lo reduce a fenómeno es-tético o poético («era algo realmente surrealista, te juro»)o renuncia en seguida a indagar en la entrevisión quehan podido darle un sueño, un acto fallido, una asocia-ción verbal o causal fuera de lo común, una coincidenciaturbadora, cualquiera de las instantáneas fracturas delcontinuo.

Si se lo interroga, dirá que no cree del todo en la rea-lidad cotidiana y que sólo la acepta pragmáticamente.Pero vaya si cree, es en lo único que cree. El sentido desu vida se parece al mecanismo de su mirada.

A veces tiene una efímera conciencia de que cada tan-tos segundos los párpados interrumpen la visión que suconciencia ha decidido entender como permanente y con-tinua; pero casi de inmediato el pestañeo vuelve a serinconsciente, el libro o la manzana se fijan en su obsti-nada apariencia.

Hay como un acuerdo de caballeros entre la circuns-tancia y los circunstanciados: tú no me sacas de mis cos-tumbres, y yo no te ando escarbando con un palito. Peroahora pasa que el hombre-niño no es un caballero sinoun cronopio que no entiende bien el sistema de líneasde fuga gracias a las cuales se crea una perspectiva sa-tisfactoria de esa circunstancia, o bien, como sucede enlos collages mal resueltos, se siente en una escala dife-rente con respecto a la de la circunstancia, una hormigaque no cabe en un palacio o un número cuatro en el queno caben más que tres o cinco unidades.

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A mí esto me ocurre palpablemente, a veces soy másgrande que el caballo que monto, y otros días me caigoen uno de mis zapatos y me doy un golpe terrible, sincontar el trabajo para salir, las escalas fabricadas nudoa nudo con los cordones y el terrible descubrimiento, yaen el borde, de que alguien ha guardado el zapato en unropero y que estoy peor que Edmundo Dantés en el cas-tillo de If porque ni siquiera hay un abate a tiro en losroperos de mi casa.

Y me gusta, y soy terriblemente feliz en mi infierno,y escribo amenazado por ese paralaje verdadero, porese estar siempre un poco más a la izquierda o más alfondo del lugar donde se debería estar para que todo cua-jara satisfactoriamente en un día más de vida sin con-flictos.

Dedo en el ventilador

Desde muy pequeño asumí con los dientes apretadosesa condición que me dividía de mis amigos y a la vez losatraía hacia el raro, el diferente, el que metía el dedo enel ventilador.

No estaba privado de felicidad; la única condición eracoincidir de a ratos (el camarada, el tío excéntrico, la vie-ja loca) con otro que tampoco calzara de lleno en su ma-trícula, y desde luego no era fácil; pero pronto descubrílos gatos, en los que podía imaginar mi propia condi-ción, y los libros donde la encontraba de lleno. En esosaños hubiera podido decirme los versos quizá apócrifosde Poe:

From childhood’s hour I have not beenAs others were; I have not seenAs others saw; I could not bringMy passions from a common spring –

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Pero lo que para el virginiano era un estigma (luci-ferino, pero por ello mismo monstruoso) que lo aislaba ycondenaba,

And all I loved, I loved aloneno me divorció de aquellos cuyo redondo universo sólotangencialmente compartía. Hipócrita sutil, aptitud paratodos los mimetismos, ternura que rebasaba los límitesy me los disimulaba: las sorpresas y las aflicciones de laprimera edad se teñían de ironía amable.

Me acuerdo: a los once años presté a un camarada Elsecreto de Wilhelm Storitz, donde Julio Verne me pro-ponía como siempre un comercio natural y entrañablecon una realidad nada desemejante a la cotidiana. Miamigo me devolvió el libro: «No lo terminé, es demasia-do fantástico.» Jamás renunciaré a la sorpresa escanda-lizada de ese minuto. ¿Fantástica, la invisibilidad de unhombre? Entonces, ¿sólo en el fútbol, en el café con le-che, en las primeras confidencias sexuales podíamos en-contrarnos?

Adolescente, creí como tantos que mi continuo extra-ñamiento era el signo anunciador del poeta, y escribí lospoemas que se escriben entonces y que siempre son másfáciles de escribir que la prosa a esa altura de la vida querepite en el individuo las fases de la literatura.

Con los años descubrí que si todo poeta es un extra-ñado, no todo extrañado es poeta en la acepción genéri-ca del término. Entro aquí en terreno polémico, recojael guante quien quiera.

Si por poeta entendemos funcionalmente al que es-cribe poemas, la razón de que los escriba (no se discutela calidad) nace de que su extrañamiento como personasuscita siempre un mecanismo de challenge (desafío)and response (respuesta); así cada vez que el poeta essensible a su lateralidad, a situación extrínseca en una

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realidad aparentemente intrínseca, reacciona poética-mente (casi diría profesionalmente, sobre todo a partirde su madurez técnica); dicho de otra manera, escribepoemas que son como petrificaciones de ese extrañamien-to, lo que el poeta ve o siente en lugar de, o al lado de, opor debajo de, o en contra de, remitiendo este de a loque los demás ven tal como creen que es, sin desplaza-miento ni crítica interna.

Los poemas vienen de la extrañeza

Dudo de que exista un solo gran poema que no hayanacido de esa extrañeza o que no la traduzca; más aún,que no la active y la potencie al sospechar que es preci-samente la zona intersticial por donde cabe acceder.

También el filósofo se extraña y se descoloca delibe-radamente para descubrir las fisuras de lo aparencial, ysu búsqueda nace igualmente de un challenge and res-ponse; en ambos casos, aunque los fines sean diferen-tes, hay una respuesta instrumental, una actitud técni-ca frente a un objeto definido.

Pero ya se ha visto que no todos los extrañados sonpoetas o filósofos profesionales. Casi siempre empiezanpor serlo o por querer serlo, pero llega el día en que sedan cuenta de que no pueden o que no están obligados aesa response casi fatal que es el poema o la filosofía fren-te al challenge del extrañamiento.

Su actitud se vuelve defensiva, egoísta si se quierepuesto que se trata de preservar por sobre todo la luci-dez, resistir a la solapada deformación que la cotidiani-dad codificada va montando en la conciencia con la acti-va participación de la inteligencia razonante, los mediosde información, el hedonismo, la arterioesclerosis y elmatrimonio inter alia (entre otras cosas).

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Los humoristas, algunos anarquistas, no pocos crimi-nales y cantidad de cuentistas y novelistas se sitúan eneste sector poco definible en el que la condición de ex-trañado no acarrea necesariamente una respuesta de or-den poético. Estos poetas no profesionales sobrellevansu desplazamiento con mayor naturalidad y menor bri-llo, y hasta podría decirse que su noción del extrañamien-to es lúdica por comparación con la respuesta lírica o trá-gica del poeta.

Mientras éste libra siempre un combate, los extraña-dos a secas se integran en la excentricidad hasta un pun-to en que lo excepcional de esa condición, que suscita elchallenge para el poeta o el filósofo, tiende a volversecondición natural del sujeto extrañado, que así lo ha que-rido y que por eso ha ajustado su conducta a esa acepta-ción paulatina.

Pienso en Jarry, en un lento comercio a base de hu-mor, de ironía, de familiaridad, que termina por inclinarla balanza del lado de las excepciones, por anular la di-ferencia escandalosa entre lo sólito y lo insólito, y per-mite el paso cotidiano, sin response concreta porqueya no hay challenge, a un plano que (a falta de mejor nom-bre) seguiremos llamando realidad pero sin que sea yaun flatus vocis (vocablo sin contenido) o un peor es nada.

EL SENTIMIENTO DE LO FANTÁSTICO

Moderador: Cortázar se incorpora de lleno al ám-bito literario argentino en 1938 con su libro Presen-cia . Algunas revistas de la época recogen sus colabo-raciones firmadas con el nombre de Julio Denis. (...)Cortázar empieza siendo un poeta, también lo serásiempre en cierto modo. Puede sorprender que Cortá-zar, el mismo que años más tarde escribiera Historiade Cronopios, Los Premios y Rayuela, se haya ini-ciado con un volumen de “Sonetos” en su libro Pre-sencia, pero no sorprenderá a quien descubra las lí-neas de fuerza y la constante aspiración a una formaestética que asume en sus libros. No es casual su ad-miración a Keats, ni su preocupación continua por ellenguaje y por la fijación de la multiplicidad del espí-ritu en la palabra.

YO HE sido siempre y primordialmente considerado comoun prosista. La poesía es un poco mi juego secreto, la guar-do casi enteramente para mí y me conmueve que esta no-che dos personas diferentes hayan aludido a lo que yohe podido hacer en el campo de la poesía. (...) he pensa-

(Conferencia dada por Julio Cortázaren la Universidad Católica

Andrés Bello – Caracas)

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do que me gustaría hablarles concretamente de literatu-ra, de una forma de literatura: el cuento fantástico.

Yo he escrito una cantidad probablemente excesivade cuentos, de los cuales la inmensa mayoría son cuen-tos de tipo fantástico. El problema, como siempre, estáen saber qué es lo fantástico. Es inútil ir al diccionario,yo no me molestaría en hacerlo, habrá una definición, queserá aparentemente impecable, pero una vez que la ha-yamos leído los elementos imponderables de lo fantásti-co, tanto en la literatura como en la realidad, se escapa-rán de esa definición.

Ya no sé quién dijo, una vez, hablando de la posibledefinición de la poesía, que la poesía es eso que se quedaafuera, cuando hemos terminado de definir la poesía ,creo que esa misma definición podría aplicarse a lo fan-tástico, de modo que, en vez de buscar una definición pre-ceptiva de lo que es lo fantástico, en la literatura o fue-ra de ella, yo pienso que es mejor que cada uno de uste-des, como lo hago yo mismo, consulte su propio mundointerior, sus propias vivencias y se plantee personalmen-te el problema de esas situaciones, de esas irrupciones,de esas llamadas coincidencias en que de golpe, nuestrainteligencia y nuestra sensibilidad, tiene la impresiónde que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no secumplen del todo o se están cumpliendo de una maneraparcial, o están dando su lugar a una excepción.

Ese sentimiento de lo fantástico como me gusta lla-marle, porque creo que es sobre todo un sentimiento eincluso un poco visceral, ese sentimiento me acompañaa mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño,antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué aaceptar la realidad tal como pretendían imponérmela yexplicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempreel mundo de una manera distinta, sentí siempre, que en-

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tre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas yseparadas, hay intersticios por los cuales, para mí al me-nos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía expli-carse con leyes, que no podía explicarse con lógica, queno podía explicarse con la inteligencia razonante.

Ese sentimiento, que creo se refleja en la mayoría demis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; encualquier momento les puede suceder a ustedes, les ha-brá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en cualquiermomento que podemos calificar de prosaico, en la cama,en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o le-yendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad yes por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipode experiencias siente la presencia de algo diferente,siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fan-tástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gentedotada de sensibilidad para lo fantástico, ese sentimien-to, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a de-cirlo, en cualquier momento y consiste sobre todo en elhecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad deltiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acep-ta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquili-zado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, poruna especie de, de viento interior, que los desplaza y quelos hace cambiar.

Un gran poeta francés de comienzos de este siglo, Al-fred Jarry, el autor de tantas novelas y poemas muy her-mosos, dijo una vez, que lo que a él le interesaba verda-deramente no eran las leyes, sino las excepciones de lasleyes; cuando había una excepción, para él había una rea-lidad misteriosa y fantástica que valía la pena explorar,y toda su obra, toda su poesía, todo su trabajo interior,estuvo siempre encaminado a buscar, no las tres cosaslegisladas por la lógica aristotélica, sino las excepciones

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por las cuales podía pasar, podía colarse lo misterioso,lo fantástico, y todo eso no crean ustedes que tiene nadade sobrenatural, de mágico, o de esotérico; insisto en quepor el contrario, ese sentimiento es tan natural para algu-nas personas, en este caso pienso en mí mismo o piensoen Jarry a quien acabo de citar, y pienso en general entodos los poetas; ese sentimiento de estar inmerso enun misterio continuo, del cual el mundo que estamos vi-viendo en este instante es solamente una parte, ese sen-timiento no tiene nada de sobrenatural, ni nada de ex-traordinario, precisamente cuando se lo acepta como lohe hecho yo, con humildad, con naturalidad, es entoncescuando se lo capta, se lo recibe multiplicadamente cadavez con más fuerza; yo diría, aunque esto pueda escan-dalizar a espíritus positivos o positivistas, yo diría quedisciplinas como la ciencia o como la filosofía están enlos umbrales de la explicación de la realidad, pero nohan explicado toda la realidad, a medida que se avanzaen el campo filosófico o en el científico, los misterios sevan multiplicando, en nuestra vida interior es exacta-mente lo mismo.

Si quieren un ejemplo para salir un poco de este te-rreno un tanto abstracto, piensen solamente en eso queutilizamos continuamente y que es nuestra memoria.Cualquier tratado de psicología nos va a dar una defini-ción de la memoria, nos va a dar las leyes de la memo-ria, nos va a dar los mecanismos de funcionamiento dela memoria. Y bien, yo sostengo que la memoria es unode esos umbrales frente a los cuales se detiene la cien-cia, porque no puede explicar su misterio esencial, esamemoria que nos define como hombres, porque sin ellaseríamos como plantas o piedras; en primer lugar, no sési alguna vez se les ocurrió pensarlo, pero esa memoriaes doble; tenemos dos memorias, una que es activa, de

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la cual podemos servirnos en cualquier circunstancia prác-tica y otra que es una memoria pasiva, que hace lo que leda la gana: sobre la cual no tenemos ningún control.

Jorge Luis Borges escribió un cuento que se llama“Funes el memorioso”, es un cuento fantástico, en el sen-tido de que el personaje Funes, a diferencia de todos no-sotros, es un hombre que posee una memoria que no haolvidado nada, y cada vez que Funes ha mirado un árbola lo largo de su vida, su memoria ha guardado el recuer-do de cada una de las hojas de ese árbol, de cada una delas irizaciones de las gotas de agua en el mar, la acumu-lación de todas las sensaciones y de todas las experien-cias de la vida están presentes en la memoria de ese hom-bre. Curiosamente en nuestro caso es posible, es posibleque todos nosotros seamos como Funes, pero esa acumu-lación en la memoria de todas nuestras experiencias per-tenecen a la memoria pasiva, y esa memoria solamentenos entrega lo que ella quiere.

Para completar el ejemplo si cualquiera de ustedespiensa en el número de teléfono de su casa, su memoriaactiva le da ese número, nadie lo ha olvidado, pero si eneste momento, a los que de ustedes les guste la músicade cámara, les pregunto cómo es el tema del andante delcuarteto 427 de Mozart, es evidente que, a menos de serun músico profesional, ninguno de ustedes ni yo pode-mos silbar ese tema y sin embargo, si nos gusta la músi-ca y conocemos la obra de Mozart, bastará que alguienponga el disco con ese cuarteto y apenas surja el temanuestra memoria lo continuará. Comprenderemos en eseinstante que lo conocíamos, conocemos ese tema porquelo hemos escuchado muchas veces, pero activamente, po-sitivamente, no podemos extraerlo de ese fondo, dondequizá como Funes, tenemos guardado todo lo que hemosvisto, oído, vivido.

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Lo fantástico y lo misterioso no son solamente lasgrandes imaginaciones del cine, de la literatura, los cuen-tos y las novelas. Está presente en nosotros mismos, eneso que es nuestra psiquis y que ni la ciencia, ni la filo-sofía consiguen explicar más que de una manera prima-ria y rudimentaria.

Ahora bien, si de ahí, ya en una forma un poco másconcreta nos pasamos a la literatura, yo creo que uste-des están en general de acuerdo que el cuento, como gé-nero literario, es un poco la casa, la habitación de lo fan-tástico. Hay novelas con elementos fantásticos, pero sonsiempre un tanto subsidiarios, el cuento en cambio, comoun fenómeno bastante inexplicable, en todo caso para mí,le ofrece una casa a lo fantástico; lo fantástico encuentrala posibilidad de instalarse en un cuento y eso quedó de-mostrado para siempre en la obra de un hombre que esel creador del cuento moderno y que se llamó Edgar AllanPoe. A partir del día en que Poe escribió la serie genialde su cuento fantástico, esa casa de lo fantástico, que esel cuento, se multiplicó en las literaturas de todo el mun-do y además sucedió una cosa muy curiosa y es que Amé-rica Latina, que no parecía particularmente preparadapara el cuento fantástico, ha resultado ser una de las zo-nas culturales del planeta, donde el cuento fantástico haalcanzado sus exponentes, algunos de sus exponentesmás altos. Piensen, los que se preocupan en especial deliteratura, piensen en el panorama de un país como Fran-cia, Italia o España, el cuento fantástico no existe o exis-te muy poco y no interesa, ni a autores, ni a lectores; mien-tras que, en América Latina, sobre todo en algunos paí-ses del cono sur: en el Uruguay, en la Argentina... ha ha-bido esa presencia de lo fantástico que los escritores hantraducido a través del cuento. Cómo es posible que enun plazo de treinta años el Uruguay y la Argentina ha-

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yan dado tres de los mayores cuentistas de literaturafantástica de la literatura moderna. Estoy naturalmen-te citando a Horacio Quiroga, a Jorge Luis Borges y aluruguayo Felisberto Hernández, todavía injustamente,mucho menos conocido.

En la literatura lo fantástico encuentra su vehículoy su casa natural en el cuento y entonces, a mí personal-mente no me sorprende, que habiendo vivido siemprecon la sensación de que entre lo fantástico y lo real nohabía límites precisos, cuando empecé a escribir cuentosellos fueran de una manera casi natural, yo diría casi fa-tal, cuentos fantásticos.

(...) Elijo para demostrar lo fantástico uno de mis cuen-tos “La noche boca arriba” y cuya historia, resumida muysintéticamente, es la de un hombre que sale de su casaen la ciudad de París, una mañana, en una motocicletay va a su trabajo, observando, mientras conduce su moto,los altos edificios de concreto, las casas, los semáforos yen un momento dado equivoca una luz de semáforo y tie-ne un accidente y se destroza un brazo, pierde el senti-do y al salir del desmayo, lo han llevado al hospital, lohan vendado y está en una cama, ese hombre tiene fie-bre y tiene tiempo, tendrá mucho tiempo, muchas sema-nas para pensar, está en un estado de sopor, como con-secuencia del accidente y de los medicamentos que lehan dado; entonces se adormece y tiene un sueño; sueñacuriosamente que es un indio mexicano de la época delos aztecas, que está perdido entre las ciénagas y se sien-te perseguido por una tribu enemiga, justamente los az-tecas que practicaban aquello que se llamaba la guerraflorida y que consistía en capturar enemigos para sacri-ficarlos en el altar de los dioses.

Todos hemos tenido y tenemos pesadillas así, sienteque los enemigos se acercan en la noche y en el momen-

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to de la máxima angustia se despierta y se encuentra ensu cama de hospital y respira entonces aliviado, porquecomprende que ha estado soñando, pero en el momentoen que se duerme la pesadilla continúa, como pasa a ve-ces y entonces, aunque él huye y lucha es finalmente cap-turado por sus enemigos, que lo atan y lo arrastran ha-cia la gran pirámide, en lo alto de la cual están ardiendolas hogueras del sacrificio y lo está esperando el sacer-dote con el puñal de piedra para abrirle el pecho y qui-tarle el corazón. Mientras lo suben por la escalera, enesa última desesperación, el hombre hace un esfuerzopor evitar la pesadilla, por despertarse y lo consigue;vuelve a despertarse otra vez en su cama de hospital,pero la impresión de la pesadilla ha sido tan intensa, tanfuerte y el sopor que lo envuelve es tan grande, que pocoa poco, a pesar de que él quisiera quedarse del lado dela vigilia, del lado de la seguridad, se hunde nuevamen-te en la pesadilla y siente que nada ha cambiado. En elminuto final tiene la revelación. Eso no era una pesadi-lla, eso era la realidad; el verdadero sueño era el otro.Él era un pobre indio, que soñó con una extraña, impen-sable ciudad de edificios de concreto, de luces que no eranantorchas, y de un extraño vehículo, misterioso, en elcual se desplazaba, por una calle.

Si les he contado muy mal este cuento es porque, meparece, que refleja suficientemente la inversión de valo-res, la polarización de valores, que tiene para mí lo fan-tástico y, quisiera decirles además, que esta noción delo fantástico no se da solamente en la literatura, sino quese proyecta de una manera perfectamente natural en mivida propia.

Terminaré este pequeño recuento de anécdotas conalgo que me ha sucedido hace aproximadamente un año.Ocho años atrás escribí un cuento fantástico que se lla-

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ma “Instrucciones para John Howell”, no les voy a con-tar el cuento; la situación central es la de un hombre queva al teatro y asiste al primer acto de una comedia, máso menos banal, que no le interesa demasiado; en el in-tervalo entre el primero y el segundo acto dos personaslo invitan a seguirlos y lo llevan a los camerinos, y an-tes de que él pueda darse cuenta de lo que está suce-diendo, le ponen una peluca, le ponen unos anteojos y ledicen que en el segundo acto él va a representar el pa-pel del actor que había visto antes y que se llama JohnHowell en la pieza.

“Usted será John Howell”. Él quiere protestar y pre-guntar qué clase de broma estúpida es ésa, pero se dacuenta en el momento de que hay una amenaza latente,de que si él se resiste puede pasarle algo muy grave, pue-den matarlo. Antes de darse cuenta de nada escucha quele dicen “salga a escena, improvise, haga lo que quiera,el juego es así”, y lo empujan y él se encuentra ante elpúblico... No les voy a contar el final del cuento, que esfantástico, pero sí lo que sucedió después.

El año pasado recibí desde Nueva York una carta fir-mada por una persona que se llama John Howell. Esapersona me decía lo siguiente: “Yo me llamo John Ho-well, soy un estudiante de la universidad de Columbia,y me ha sucedido esto; yo había leído varios libros suyos,que me habían gustado, que me habían interesado, a talpunto que estuve en París hace dos años y por timidezno me animé a buscarlo y hablar con usted. En el hotelescribí un cuento en el cual usted es el protagonista, esdecir que, como París me ha gustado mucho, y usted viveen París, me pareció un homenaje, una prueba de amis-tad, aunque no nos conociéramos, hacerlo intervenir austed como personaje. Luego, volví a N.Y., me encontrécon un amigo que tiene un conjunto de teatro de aficio-

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nados y me invitó a participar en una representación;yo no soy actor, decía John, y no tenía muchas ganas dehacer eso, pero mi amigo insistió porque había otro ac-tor enfermo. Insistió y entonces yo me aprendí el papelen dos o tres días y me divertí bastante. En ese momen-to entré en una librería y encontré un libro de cuentossuyos donde había un cuento que se llamaba “Instruccio-nes para John Howell”. ¿Cómo puede usted explicarmeesto, agregaba, cómo es posible que usted haya escritoun cuento sobre alguien que se llama John Howell, quetambién entra de alguna manera un poco forzado en elteatro, y yo, John Howell, he escrito en París un cuentosobre alguien que se llama Julio Cortázar?

Yo los dejo a ustedes con esta pequeña apertura, so-bre el misterio y lo fantástico, para que cada uno apelea su propia imaginación y a su propia reflexión y desdeluego, a partir de este minuto estoy dispuesto a dialogary a contestar, como pueda, las preguntas que me hagan.

DE RAYUELAS, CRONOPIOS Y DUDAS

¿Por qué en la publicación definitiva de Rayuela seexcluyó el capítulo 126?

(...) Bueno, me agrada la posibilidad de contestarlemuy brevemente por qué el capítulo fue excluido.Ese capítulo fue lo primero que yo escribí de la novela,comencé escribiendo, y luego me di cuenta de que no po-día seguir si no iba un poco hacia atrás y comenzaba ellibro desde una etapa anterior. Usted sabe que la prime-ra parte sucede en París y la segunda en Buenos Aires,ese capítulo sucedía en Buenos Aires; yo interrumpí esaparte de mi trabajo porque estaba completamente blo-queado y necesitaba desarrollar antes la parte de París.

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Es una simple cuestión de técnica, de necesidad interior.(...) Un buen día empalmé, empaté, conecté aquello quehabía escrito, con lo que estaba escribiendo en ese mo-mento y seguí adelante y terminé el libro. Pero enton-ces me di cuenta de que el último capítulo, que sucedeen el manicomio donde Oliveira y su amigo Traveler tie-nen un último diálogo antes del desenlace final, coinci-día muy de cerca con el primero que yo tenía ya un pocoolvidado y que se molestaban mutuamente; pasó una cosaque tiene una cierta belleza: haber comenzado un libropor un capítulo, haber luego hecho toda la parte ante-rior a ese capítulo, luego haber hecho toda la parte poste-rior y luego, antes de editar el libro, sacar ese capítulo.

Eso me ha hecho siempre pensar en la forma en quelos arquitectos de la Edad Media construían las bóve-das; colocaban una determinada piedra sobre la cual ibanapoyando todas las demás y una vez que la bóveda esta-ba fija y consolidada quitaban la primera piedra, porqueya no era necesaria. Curiosamente, sin proponérmelo,hubo ese mismo esquema que responde a una cierta ar-monía que no puedo explicar pero que es así.

¿El personaje de Oliveira es la representación deusted mismo y de su propia vida?

Yo creo que, en todo novelista hay, en toda novela haysiempre algún elemento autobiográfico; me parece casiimposible ese ideal, que tal vez en algún momento tuvie-ron los novelistas naturalistas franceses, de escribir no-velas sin la menor intervención personal del autor, esdecir, como si el autor se desdoblara y, guardando su vidaprivada fuera de la novela, le dedicara solamente su ta-lento y su técnica. En todo caso, yo no pertenezco a esaespecie. Es evidente que a lo largo de todas mis novelasy en algunos de mis cuentos también estoy proyectado,

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pero no hay que entender por eso que se trata de una au-tobiografía deliberada, viciosa y un poco narcisista com-placiente.

En Oliveira hay rasgos de mi propia vida de cuandome fui a vivir a Francia. Todos los primeros capítulos deeso que se llama vida de bohemia en París, de los lati-noamericanos que nos ganábamos la vida haciendo pa-quetes o lavando automóviles y defendiéndonos comopodíamos, todo eso sí, todo eso sale de experiencias per-sonales, pero siempre transpuestas, modificadas, yo di-ría potenciadas literariamente.

¿Cuál es su definición personalísima de lo que esun cronopio?

Al igual que lo fantástico los cronopios no se dejandefinir. Están ahí, y, y hay que tener cuidado con ellosporque en el mismo minuto en que uno se va a sentar yaellos te han quitado la silla, pero es lo más que se puedeacercar a una definición.

¿Qué tiene de fantástico el hombre nuevo suponien-do que lo fantástico es una realidad completa y al-canzable?

Bueno, aquí hay un problema de vocabulario suma-mente complicado, porque lo que tiene de fantástico elhombre nuevo es que no existe todavía. Todos nosotrostenemos nuestra idea de eso que se ha dado en llamar“el hombre nuevo” y creo que la lucha en común que mu-chos libramos está justamente dirigida por ese esquema,por ese deseo de llegar a una nueva concepción de lo hu-mano, pero no hemos llegado todavía, estamos muy lejosde eso y el hombre nuevo es un hombre nuevo en un pla-no a futuro...

UN JULIO HABLA DE OTRO

Este texto fue escrito mientras Julio Silva y yoarmábamos La vuelta al día en ochenta mundos; lasreferencias del primer párrafo apuntan a otros dosJulios: Laforgue y Verne.

ESTE LIBRO se va haciendo como los misteriosos platos dealgunos restaurantes parisienses en los que el primeringrediente fue puesto quizás hace dos siglos, fond decuisson al que siguieron incorporándose carnes, vegeta-les y especias en un interminable proceso que guarda enlo más profundo el sabor acumulado de una infinita coc-ción. Aquí hay un Julio que nos mira desde un daguerro-tipo, me temo que algo socarronamente, un Julio que es-cribe y pasa en limpio papeles y papeles, y un Julio quecon todo eso organiza cada página armado de una pacien-cia que no le impide de cuando en cuando un rotundo ca-rajo dirigido a su tocayo más inmediato o al scoth tapeque se le ha enroscado en un dedo con esa vehemente

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necesidad que parece tener el scoth tape de demostrarsu eficacia.

El mayor de los Julios guarda silencio, los otros dostrabajan, discuten y cada tanto comen un asadito y fu-man Gitanes. Se conocen tan bien, se han habituado tan-to a ser Julio, a levantar al mismo tiempo la cabeza cuan-do alguien dice su nombre, que de golpe hay uno de ellosque se sobresalta porque se ha dado cuenta de que el li-bro avanza y que no han dicho nada del otro, de ése querecibe los papeles, los mira primero como si fuesen obje-tos exclusivamente mensurables, pegables y diagrama-bles, y después cuando se queda solo empieza a leerlosy cada tanto, muchos días después, entre dos cigarrillos,dice una frase o deja caer una alusión para que este Ju-lio lápiz sepa que también él conoce el libro desde aden-tro y que le gusta. Por eso este Julio lápiz siente ahoraque tiene que decir algo sobre Julio Silva, y lo mejor serácontar por ejemplo cómo llegó de Buenos Aires a Parísen el 55 y unos meses después vino a mi casa y se pasóuna noche hablándome de poesía francesa con frecuen-tes referencias a una tal Sara que siempre decía cosasmuy sutiles aunque un tanto sibilinas. Yo no tenía tantaconfianza con él en ese tiempo como para averiguar laidentidad de esa musa misteriosa que lo guiaba por elsurrealismo, hasta que casi al final me di cuenta que setrataba de Tzara pronunciado como pronunciará siem-pre, por suerte, este cronopio que poco necesita de labuena pronunciación para darnos un idioma tan rico comoel suyo. Nos hicimos muy amigos, a lo mejor gracias aSara, y Julio empezó a exponer sus pinturas en París ya inquietarnos con dibujos donde una fauna en perpetuametamorfosis amenaza un poco burlonamente con des-colgarse en nuestro living-room y ahí te quiero ver. Enesos años pasaron cosas increíbles, como por ejemplo que

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Julio cambió un cuadro por un autito muy parecido a unbote de yogurt al que se entraba por el techo de plexi-glás en forma de cápsula espacial, y así ocurrió que comoestaba convencido de manejar muy bien fue a buscar suflamante adquisición mientras su mujer se quedaba es-perándolo en la puerta para un paseo de estreno. Conalgún trabajo se introdujo en el yogurt en pleno barriolatino, y cuando puso en marcha el auto tuvo la impre-sión de que los árboles de la acera retrocedían en vez deavanzar, pequeño detalle que no lo inquietó mayormenteaunque un vistazo a la palanca de velocidades le hubie-ra mostrado que estaba en marcha atrás, método de des-plazamiento que tiene sus inconvenientes en París a lascinco de la tarde y que culminó en el encuentro nada for-tuito del yogurt con una de esas casillas inverosímilesdonde una viejecita friolenta vende billetes de lotería.Cuando se dio cuenta, el mefítico tubo de escape del autose había enchufado en el cubículo y la provecta dispen-sadora de la suerte emitía esos alaridos con que los pari-sienses rescatan de tanto en tanto el silencio cortés desu alta civilización. Mi amigo trató de salir del auto paraauxiliar a la víctima semiasfixiada, pero como ignorabala manera de correr el techo de plexiglás se encontró másencerrado que Gagarin en su cápsula, sin hablar de lamuchedumbre indignada que rodeaba el luctuoso esce-nario de incidente y hablaba ya de linchar a los extran-jeros como parece ser la obligación de toda muchedum-bre que se respete.

Cosas como ésa le han ocurrido muchas a Julio, peromi estima se basa sobre todo en la forma en que se pose-sionó poco a poco de un excelente piso situado nada menosque en una casa de la rue de Beaune donde vivieron losmosqueteros (todavía pueden verse los soportes de hie-rro forjado en los que Porthos y Athos colgaban las es-

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padas antes de entrar en sus habitaciones, y uno imagi-na a Constance Bonacieux mirando tímidamente, desdela esquina de la rue de Lille, las ventanas de las cualesD’Artagnan soñaba quimeras y herretes de diamantes).Al principio Julio tenía cocina y una alcoba; con los añosfue abriéndose paso a otro salón más vasto, luego ignoróuna puerta tras de la cual, al cabo de tres peldaños, ha-bía lo que es ahora su taller, y todo eso lo hizo con unaobstinación de topo combinada con un refinamiento a loTalleyrand para calmar a propietarios y vecinos compren-siblemente alarmados ante ese fenómeno de expansiónjamás estudiado por Max Planck. Hoy puede jactarse detener una casa con dos puertas que dan a calles diferen-tes, lo que prolonga la atmósfera que uno imagina cuan-do el cardenal de Richelieu pretendía acabar con los mos-queteros y había toda suerte de escaramuzas y encerro-nas y voto a bríos, como siempre decían los mosqueterosen las traducciones catalanas que infamaron nuestra ni-ñez.

Este cronopio recibe ahora a sus amigos con una co-lección de maravillas tecnológicas entre las que se desta-can por derecho propio una ampliadora de tamaño natu-ral, una fotocopiadora que emite borborigmos inquietan-tes y tiende a hacer su voluntad cada vez que puede, sinhablar de una serie de máscaras negras que lo hacen sen-tirse a uno lo que realmente es, un pobre blanco. Y elvino, cuya selección rigurosa no me extenderé porquesiempre es bueno que la gente conserve sus secretos, sumujer, que padece con invariable bondad a los cronopiosque rondan el taller, y dos niños indudablemente inspi-rados por un cuadro encantador, El pintor y su familia,de Juan Bautista Mazo, yerno de Diego Velázquez.

Éste es Julio que ha dado forma y ritmo a la vueltaal día. Pienso que de haberlo conocido, el otro Julio lo

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hubiera metido junto con Michel Ardan en el proyectillunar para acrecer los felices riesgos de la improvisa-ción, la fantasía, el juego. Hoy enviamos otra especie decosmonautas al espacio, y es una lástima. ¿Puedo termi-nar esta semblanza con una muestra de las teorías esté-ticas de Julio, que preferentemente no deberán leer lasseñoras? Un día en que hablábamos de las diferentesaproximaciones al dibujo, el gran cronopio perdió la pa-ciencia y dijo de una vez para siempre: “Mirá, che, a lamano hay que dejarla hacer lo que se le da en las pelo-tas”. Después de una cosa así, no creo que el punto finalsea indecoroso.

GARDEL

HASTA hace unos días, el único recuerdo argentino quepodía traerme mi ventana sobre la rue de la Gentilly erael paso de algún gorrión idéntico a los nuestros, tan ale-gre, despreocupado y haragán como los que se bañan ennuestras fuentes o bullen en el polvo de las plazas.

Ahora unos amigos me han dejado una victrola y unosdiscos de Gardel. En seguida se comprende que a Gar-del hay que escucharlo en la victrola, con toda la distor-sión y la pérdida imaginables; su voz sale de ella comola conoció el pueblo que no podía escucharlo en persona,como salía de zaguanes y de salas en el año veinticuatroo veinticinco. Gardel-Razzano, entonces: La cordobesa,El sapo y la comadreja, De mi tierra. Y también su vozsola, alta y llena de quiebros, con las guitarras metálicascrepitando en el fondo de las bocinas verde y rosa: Minoche triste, La copa del olvido, El taita del arrabal. Paraescucharlo hasta parece necesario el ritual previo, darlecuerda a la victrola, ajustar la púa. El Gardel de los pick-ups eléctricos coincide con su gloria, con el cine, con unafama que le exigió renunciamiento y traiciones. Es más

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atrás, en los patios a la hora del mate, en las noches deverano, en las radios a galena o con las primeras lampa-ritas, que él está en su verdad, cantando los tangos quelo resumen y lo fijan en las memorias. Los jóvenes pre-fieren al Gardel del El día que me quieras, la hermosavoz sostenida por una orquesta que lo incita a engolarsey a volverse lírico. Los que crecimos en la amistad de losprimeros discos sabemos cuánto se perdió de Flor de fan-go a Mi Buenos Aires querido, de Mi noche triste a Sus ojosse cerraron. Un vuelco de nuestra historia moral se re-fleja en ese cambio como en tantos otros cambios. El Gar-del de los años veinte contiene y expresa al porteño en-cerrado en su pequeño mundo satisfactorio: la pena, latraición, la miseria, no son todavía las armas con que ata-carán, a partir de la otra década, el porteño y el provin-ciano resentidos y frustrados. Una última y precaria pu-reza preserva aún del derretimiento de los boleros y elradioteatro. Gardel no causa, viviendo, la historia que yase hizo palpable con su muerte. Crea cariño y admira-ción, como Legui o Justo Suárez; da y recibe amistad, sinninguna de las turbias razones eróticas que sostienen elrenombre de los cantores tropicales que nos visitan, o lamera delectación en el mal gusto y la canallería resenti-da que explican el triunfo de un Alberto Castillo. Cuan-do Gardel canta un tango, su estilo expresa el del pue-blo que lo amó. La pena o cólera ante el abandono de lamujer son pena y cólera concretas, apuntando a Juana oa Pepa, y no ese pretexto agresivo total que es fácil des-cubrir en la voz del cantante histérico de este tiempo,tan bien afinado con la histeria de sus oyentes. La dife-rencia de tono moral que va de cantar “Lejana BuenosAires, ¡qué linda que has de estar!” como lo cantaba Gar-del, al ululante “¡Adiós, pampa mía!” de Castillo, da la

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tónica de ese viraje a la que aludo. No sólo las artes ma-yores reflejan el proceso de una sociedad.

Escucho una vez más Mano a mano, que prefiero acualquier otro tango y a todas las grabaciones de Gar-del. La letra, implacable en su balance de la vida de unamujer que es una mujer de la vida, contiene en pocasestrofas “la suma de los actos” y el vaticinio infalible dela decadencia final. Inclinado sobre ese destino, que porun momento convivió, el cantor no expresa cólera ni des-pecho. Rechiflao en su tristeza, la evoca y ve que ha sidoen su pobre vida paria sólo una buena mujer. Hasta el fi-nal, a pesar de las apariencias, defenderá la honradezesencial de su antigua amiga. Y le deseará lo mejor, in-sistiendo en la calificación:

Que el bacán que te acamalatenga pesos duraderos,que te abrás en las paradascon cafishos milongueros,y que digan los muchachos:“Es una buena mujer”.Tal vez prefiero este tango porque da la justa medi-

da de lo que representa Carlos Gardel. Si sus cancionestocaron todos los registros de la sentimentalidad popu-lar, desde el encono irremisible hasta la alegría del can-to por el canto, desde la celebración de glorias turfísti-cas hasta la glosa del suceso policial, el justo medio enque se inscribe para siempre su arte es el de este tangocasi contemplativo, de una serenidad que se diría hemosperdido sin rescate. Si este equilibrio era precario, y exi-gía el desbordamiento de baja sensualidad y triste hu-mor que rezuma hoy de los altoparlantes y los discos po-pulares, no es menos cierto que cabe a Gardel haber mar-cado su momento más hermoso, para muchos de noso-tros definitivo e irrecuperable. En su voz de compadre

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porteño se refleja, espejo sonoro, una Argentina que yano es fácil evocar.

Quiero irme de esta página con dos anécdotas quecreo bellas y justas. La primera es a la intención —y oja-lá al escarmiento— de los musicólogos almidonados. Enun restaurante de la rue Montmartre, entre porción y por-ción de almejas a la marinera, caí en hablarle a Jane Ba-thori de mi cariño por Gardel. Supe entonces que el azarlos había acercado una vez en un viaje aéreo. “¿Y qué lepareció Gardel?”, pregunté. La voz de Bathori —esa vozpor la que en su día pasaron las quintaesencias de De-bussy, Fauré y Ravel— me contestó emocionada: “Il étaitcharmant, tout a fait charmant. C’était un plaisir de cau-ser avec lui”. Y después, sinceramente: “Et quelle voix!”

La otra anécdota se la debo a Alberto Girri, y me pa-rece resumen perfecto de la admiración de nuestro pue-blo por su cantor. En un cine del barrio sud, donde exhi-ben Cuesta abajo, un porteño de pañuelo al cuello espe-ra el momento de entrar. Un conocido lo interpela des-de la calle: “¿Entrás al biógrafo? ¿Qué dan?” Y el otro,tranquilo: “Dan una del mudo...”

París, mayo de 1953.

ESTACIÓN DE LA MANO

LA DEJABA entrar por la tarde, abriéndole un poco la hojade mi ventana que da al jardín, y la mano descendía li-geramente por los bordes de la mesa de trabajo apoyán-dose apenas en la palma, los dedos sueltos y como dis-traídos, hasta venir a quedar inmóvil sobre el piano, oen el marco de un retrato, o a veces sobre la alfombra co-lor vino.

Amaba yo aquella mano porque nada tenía de volun-tariosa y sí mucho de pájaro y de hoja seca. ¿Sabía ellaalgo de mí? Sin titubear llegaba a la ventana por las tar-des, a veces de prisa —con su pequeña sombra que depronto se proyectaba sobre los papeles— y como urgien-do que le abriese; y otras lentamente, ascendiendo porlos peldaños de la hiedra donde, a fuerza de escalarla,había calado un camino profundo. Las palomas de la casala conocían bien; con frecuencia escuchaba yo de maña-na un arrullar ansioso y sostenido, y era que la mano an-daba por los nidos, ahuecándose para contener los pe-chos de tiza de los más jóvenes, la pluma áspera de losmachos celosos. Amaba las palomas y los bocales de agua

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fresca; cuántas veces la encontré al borde de un vaso decristal, con los dedos levemente mojados en el agua quese complacía y danzaba. Nunca la toqué; comprendía queaquello hubiera sido desatar cruelmente los hilos de unacaecer misterioso. Y muchos días anduvo la mano pormis cosas, abrió libros y cuadernos, puso su índice —conel cual sin duda leía— sobre mis más bellos poemas y losfue aprobando uno a uno.

El tiempo transcurría. Los sucesos exteriores a loscuales debía mi vida someterse con dolor, principiarona ondular como curvas que sólo de sesgo me alcanzaban.Descuidé mi aritmética, vi cubrirse de musgo mi más pro-lijo traje; apenas salía ahora de mi cuarto, a la esperacadenciosa de la mano, atisbando con ansiedad el pri-mer —y más lejano y hundido— roce en la hiedra.

Le puse nombres; me gustaba llamarla Dg, porque eraun nombre sólo para pensarse. Incité su probable vani-dad dejando anillos y pulseras sobre las repisas, espian-do su actitud con secreta constancia. Varias veces creíque se adornaría con las joyas, pero ella las estudiabadando vueltas en torno sin tocarlas, a semejanza de unaaraña desconfiada; y aunque un día llegó a ponerse unanillo de amatista fue sólo por un instante y lo abandonócomo si le quemara. Yo me apresuré a esconder las jo-yas en su ausencia y desde entonces me pareció que es-taba más complacida.

Así declinaron las estaciones, unas esbeltas y otrascon semanas ceñidas de luces violentas, sin que sus lla-madas premiosas llegaran hasta nuestro ámbito. Todaslas tardes volvía la mano, mojada con frecuencia por laslluvias otoñales, y la veía ponerse de espaldas sobre laalfombra, secarse prolijamente uno dedo con otro, a ve-ces con menudos saltos de cosa satisfecha. En los atarde-ceres de frío su sombra se teñía de violeta. Yo colocaba

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entonces un brasero a mis pies y ella se acurrucaba y ape-nas bullía, salvo para recibir, displicente, un álbum congrabados o un ovillo de lana que le gustaba anudar y re-torcer. Era incapaz, lo advertí pronto, de estarse largorato quieta. Un día encontró una artesa de arcilla y seprecipitó sobre la novedad; horas y horas modeló la ar-cilla mientras yo, de espaldas, fingía no preocuparmepor su tarea. Naturalmente, modeló una mano. La dejésecar y la puse sobre el escritorio para probarle que suobra me agradaba. Pero era un error: como a todo artis-ta, a Dg terminó por molestarle la contemplación de esaotra mano rígida y algo convulsa. Al retirarla de la habi-tación, ella fingió por pudor no haberlo advertido.

Mi interés se tornó bien pronto analítico. Cansadode maravillarme, quise saber; he ahí el invariable y fu-nesto fin de toda aventura. Surgían las preguntas acer-ca de mi huésped: ¿Vegeta, siente, comprende, ama? Ima-giné “tests”, tendí lazos, apronté experimentos. Habíaadvertido que la mano, aunque capaz de leer, jamás es-cribía. Una tarde abrí la ventana y puse sobre la mesaun lapicero, cuartillas en blanco, y cuando entró Dg memarché para dejarla libre de toda timidez. Por la cerra-dura vi que hacía sus paseos habituales y luego, vacilan-te, iba hasta el escritorio y tomaba el lapicero. Oí el ara-ñar de la pluma, y después de un tiempo ansioso entréen el cuarto. Sobre el papel, en diagonal y con letra per-filada, Dg había escrito: “Esta resolución anula todas lasanteriores hasta nueva orden”. Jamás pude lograr quevolviese a escribir.

Transcurrido el periodo de análisis, comencé a que-rer de veras a Dg. Amaba su manera de mirar las floresde los búcaros, su rotación acompasada en torno a unarosa, aproximando la yema de los dedos hasta rozar lospétalos, y ese modo de ahuecarse para envolver una flor,

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sin tocarla, acaso su manera de aspirar la fragancia. Unatarde que yo cortaba las páginas de un libro recién com-prado, observé que Dg parecía secretamente deseosa deimitarme. Salí entonces a buscar más libros, y pensé quetal vez le agradaría formar su propia biblioteca. Encon-tré curiosas obras que parecían escritas para manos, comootras para labios o cabellos, y adquirí también un puñaldiminuto. Cuando puse todo sobre la alfombra —su lu-gar predilecto— Dg lo observó con su cautela acostum-brada. Parecía temerosa del puñal, y recién días despuésse decidió a tocarlo. Yo seguía cortando mis libros parainfundirle confianza, y una noche (¿he dicho que sólo alalba se marchaba, llevándose las sombras?) principió ellaa abrir sus libros y separar las páginas. Pronto se des-empeñó con una destreza extraordinaria; el puñal en-traba en las carnes blancas u opalinas con gracia cente-lleante. Terminada la tarea colocaba el cortapapel sobreuna repisa —donde había acumulado objetos de su pre-ferencia: lanas, dibujos, fósforos usados, un reloj pulse-ra, montoncitos de ceniza— y descendía para acostarsede bruces en la alfombra y principiar la lectura. Leía agran velocidad, rozando las palabras con un dedo; cuan-do hallaba grabados, se echaba entera sobre la página yparecía como dormida. Noté que mi selección de libroshabía sido acertada; volvía una y otra vez a ciertas pági-nas (“Etude de Mains” de Gautier; un lejano poema míoque comienza: “Poder tomar tus manos...”; “le Gant deCrin” de Reverdy) y colocaba hebras de lana para recor-darlas. Antes de irse, cuando yo dormía ya en mi diván,encerraba sus volúmenes en un pequeño mueble que atal propósito le destiné; y nunca hubo nada en desordenal despertar.

De esta manera sin razones —plenamente basada enla simplicidad del misterio— convivimos un tiempo de

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estima y correspondencia. Toda indagación superada,toda sorpresa abolida, ¡qué acaecer total de perfecciónnos contenía! Nuestra vida, así, era una alabanza sin des-tino, canto puro y jamás presupuesto. Por mi ventanaentraba Dg y con ella el ingreso de lo absolutamentemío, rescatado al fin de la limitación de los parientes ylas obligaciones, recíproco en mi voluntad de complacera aquella que de tal forma me liberaba. Y vivimos así,por un tiempo que no podría contar, hasta que la san-ción de lo real vino a incidir en mi flaqueza, ardida decelos por tanta plenitud fuera de sus cárceles pintadas.Una noche soñé: Dg se había enamorado de mis manos—la izquierda, sin duda, pues ella era diestra— y apro-vechaba mi sueño para raptar a la amada cortándola demi muñeca con el puñal. Me desperté aterrado, compren-diendo por primera vez la locura de dejar una arma enpoder de aquella mano. Busqué a Dg, aún batido por lasturbias aguas de la visión; estaba acurrucada en la al-fombra y en verdad parecía atenta a los movimientos demi siniestra. Me levanté y fui a guardar el puñal dondeno pudiera alcanzarlo, pero después me arrepentí y selo traje, haciéndome amargos reproches. Ella estaba comodesencantada y tenía los dedos entreabiertos en una mis-teriosa sonrisa de tristeza.

Yo sé que no volverá más. Tan torpe conducta pusoen su inocencia la altivez y el rencor. ¡Yo sé que no vol-verá más! ¿Por qué reprochármelo, palomas, clamandoallá arriba por la mano que no retorna a acariciarlas?¿Por qué afanarse así, rosa de Flandes, si ella no te in-cluirá ya nunca en sus dimensiones prolijas? Haced comoyo, que he vuelto a sacar cuentas, a ponerme mi ropa, yque paseo por la ciudad el perfil de un habitante correcto.

DEL GESTO QUE CONSISTE EN PONERSE EL DEDO ÍNDICEEN LA SIEN Y MOVERLO COMO QUIEN ATORNILLA

Y DESTORNILLA

LA PALABRA piantado es una de las contribuciones cultu-rales del Río de la Plata. Los lectores al norte del para-lelo 32 tomarán nota de que viene de “piantare”, en ita-liano mandarse mudar, aceptación ilustrada por un ro-tundo tango donde también se oye el ruido de rotas ca-denas: Pianté de la noria... ! se fue mi mujer!

Nótese que el que se va está ido, voz que castizamen-te significa chiflado; al importar e imponer a los pianta-dos en detrimento de los idos, reiteramos los argentinosuna de nuestras más caras aspiraciones que, como todoel mundo sabe, consiste en sustituir una palabra españo-la por otra italiana siempre que sea posible, y sobre todosi no lo es. Yo, por ejemplo, de muy chico era un ido, perohacia los doce años alguien me trató de piantado y la fa-milia adoptó el neologismo con arreglo al sano principioprecedente. Desde luego el interior del país está menosexpuesto a estas sustituciones terminológicas, y es justodecir que si la capital se enorgullece de un meritorio

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porcentaje de piantados, en cambio nuestras provinciascontinúan repletas de idos; la querella lingüística no tie-ne importancia frente a la esperanza de que la suma deidos y piantados alcance algún día a contrarrestar la in-fluencia de los cuerdos, con los cuales nos está yendo hastaahora como usted sabe.

[...]La diferencia entre un loco y un piantado está en que

el loco tiende a creerse cuerdo mientras que el pianta-do, sin reflexionar sistemáticamente en la cosa, sienteque los cuerdos son demasiado almácigo simétrico y re-loj suizo, el dos después del uno y antes del tres, con locual sin abrir juicio, porque un piantado no es nunca unbien pensante o una buena conciencia o un juez de tur-no, ese sujeto continúa su camino por abajo de la vereday más bien a contrapelo, y así sucede que mientras todoel mundo frena el auto cuando ve la luz roja, él aprietael acelerador y Dios te libre.

Para entender a un loco conviene ser psiquiatra, aun-que nunca alcanza; para entender a un piantado bastacon el sentido del humor.

Todo piantado es cronopio, es decir que el humor re-emplaza gran parte de esas facultades mentales que ha-cen el orgullo de un prof o un doc, cuya sola salida encaso de que les fallen es la locura, mientras que ser pian-tado no es ninguna salida sino una llegada. [...] Pruebasal canto: Viene y dice usted es marco polo no le digo síque es me dice y cómo lo sabe le digo por ese paquete quelleva en la mano me dice no veo relación le digo yo sí medice a ver le digo marco polo importó los fideos me dicey entonces qué le digo usted lleva un paquete de fideosme dice pero esto no es un paquete de fideos sino de azú-car le digo usted está loco me dice el loco es usted le digo

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no señor usted es el que está loco si no sabe que es mar-co polo me dice.

Este diálogo velocísimo ocurrió en la esquina de larue Blomet y la rue des Favorites y coincidió con una demis épocas más porosas, me bastaba salir a la calle o abriruna carta o levantar el tubo del teléfono para que ahí nomás se me descolgara un piantado. En mi juventud cono-cí a unos cuantos, pero siempre de lejos, muy serio, sindarme, en aquel entonces yo también por pura delicade-za iba perdiendo mi vida, me quedaba obstinadamenteen la cordura (sigo, pero siempre como de vuelta, asom-brándome). En esa época en que iba conociendo de lejosa algunos piantados, irrumpe por derecho propio donFrancisco Musitani, que vivía en el pueblo de Chivilcoyy amaba de tal manera el verde que su casa lo estaba ín-tegramente y para más seguridad se llamaba “La Verde-pura”; su santa esposa y apabullados hijos andaban ves-tidos de verde como el jefe de la familia, que cortaba ycosía personalmente la ropa de todos para atajar cismasy heterodoxias, y que se paseaba por el pueblo en una bi-cicleta verde en cuyo manubrio, si recuerdo bien, habíaentre cuatro y siete campanillas y cornetas de diferen-tes tamaños, sonidos y finalidades (para la esquina, lamedia cuadra, la vereda de los pares o los impares, laplaza, el domingo, etc.). Don Francisco Musitani teníaen el banco una barbaridad de plata que había ganadovendiéndoles fonógrafos a los paisanos en la época enque las victrolitas His Master’s Voice iban imponiendoliteralmente su marca de fábrica en la economía ruralargentina. Armado de victrolas con bocinas infaltable-mente verdes, nuestro amigo recorría las estancias enun sulky verde tirado por un caballo verde; este caballo,víctima de la misma pasión que llevó a Leonardo a do-rar a un niñito para una alegoría en casa de los Sforza,

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no tardó en morirse por asfixia cutánea o como se llame:en mi tiempo quedaban aún testigos de su paso por losranchos y de la acentuada estupefacción de los paisanos.

Gran piantado, Don Francisco era consecuentemen-te genial. Así, al construir “La Verdepura”, decidió queun acentuado declive desde las habitaciones del fondohasta la calle simplificaría enormemente las labores delimpieza a cargo de su esposa; bastaría así echar un bal-de de agua en el fondo de la casa para que este dócil ele-mento se volcara en la calle llevándose todas las pelusas(verdes). Y no es por nada que he citado las pelusas: DonFrancisco odiaba las panaderías que acondicionan el panen bolsas y sacos pues sostenía que las pelusas de la ar-pillera ponían en peligro la salud popular. Todos losaños, los muchachos del Colegio Nacional le pedían parala fiesta de fin de curso una conferencia sobre los peli-gros de la pelusa, y Musitani se presentaba con su me-jor traje verde y varios panes contaminados que exhibíaante un público que creía vengarse así de una excentri-cidad que lo desasosegaba. Asistí a la conferencia de1942, vi cómo se fabrican las buenas conciencias colecti-vas; aquel piantado, tan solo frente a la horda de cuer-dos satisfechos y de chiquilines ya embarcados en la rec-ta vía, tenía algo de heraldo absurdo, de botella verdeque flota en la orilla con su mensaje que nadie entende-rá porque no ha sido escrito con la mano derecha y tam-poco con la izquierda. Y, claro, ellos lo aplaudían con lasdos.

DE OTRA MÁQUINA CÉLIBE

Michel Sanouillet, Marchand du selLe Terrain Vague, París, 1958, p.7

NO TENGO a mano los medios de comprobarlo, pero en ellibro de Michel Sanouillet sobre Marcel Duchamp se afir-ma que el marchand du sel estuvo en Buenos Aires en1918. Por misterioso que parezca, ese viaje debió respon-der a la legislación de lo arbitrario cuyas claves segui-mos indagando algunos irregulares de la literatura, ypor mi parte estoy seguro de que su fatalidad la pruebala primera página de las Impressions d’Afrique: «El 15de marzo de 19..., con la intención de hacer un largo via-je por las curiosas regiones de la América del Sud, meembarqué en Marsella a bordo del Lyncée, rápido paque-bote de gran tonelaje destinado a la línea de Buenos Ai-res.» Entre los pasajeros que llenarían con la poesía delo excepcional el libro incomparable de Raymond Rou-ssel, no podía faltar Duchamp que debió viajar de incóg-nito pues jamás se habla de él, pero que sin duda jugó alajedrez con Roussel y habló con la bailarina Olga Tchewo-

Fabriquées à partir du langage, les machines sontcette fabrication en acte; elles sont leur propre

naissance répétée en elles-mêmes; entre leurs tubes,leurs roues dentées, leurs systèmes de métal,

I’écheveau de leurs fils, elles emboîtent le procedédans lequel elles sont emboîtés.

Michel Foucault, Raymond Roussel

N’est-ce pas des Indes que Raymond Roussel envoyaun radiateur électrique à une amie qui lui demandait

un souvenir rare de là-bas?

Roger Vitrac, Raymond Roussel

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nenkoff cuyo primo, establecido desde joven en la Repú-blica Argentina, acababa de morir dejándole una peque-ña fortuna amasada con plantaciones de (sic) café. Tam-poco cube dudar de que Duchamp trabara amistad conpersonas tales como Balbet, campeón de pistola y esgri-ma, con La Ballandière-Maisonnial, inventor de un flo-rete mecánico, y con Luxo, pirotécnico que iba a BuenosAires para lanzar en las bodas del joven barón Balleste-ros un fuego artificial que desplegaría la imagen del no-vio en el espacio, idea que según Roussel denunciaba elrastacuerismo del millonario argentino pero que, agre-ga, no carecía de originalidad. Menos probable me pare-ce que se relacionara con los miembros de la compañíade operetas o con la trágica italiana Adinolfa, pero es se-guro que habló largamente con el escultor Fuxier, crea-dor de imágenes de humo y de bajorrelieves líquidos; enresumen, no es difícil deducir que buena parte de los pa-sajeros del Lyncée debieron interesar a Duchamp y be-neficiarse a su vez del contacto con alguien que de algu-na manera los contenía virtualmente a todos.

Como es lógico, la crítica seria sabe que todo esto noes posible, primero porque el Lyncée era un navío imagi-nario, y segundo porque Duchamp y Roussel no se co-nocieron nunca (Duchamp cuenta que vio una sola vez aRoussel en el café de La Régence, el del poema de CésarVallejo, y que el autor de Locus Solus jugaba al ajedrezcon un amigo. «Creo que omití presentarme», agrega Du-champ). Pero hay otros para quienes esos inconvenien-tes físicos no desmienten una realidad más digna de fe.No solamente Duchamp y Roussel viajaron a Buenos Ai-res, sino que en esta ciudad habría de manifestarse unaréplica futura enlazada con ellos por razones que tam-poco la crítica seria tomaría demasiado en cuenta. JuanEsteban Fassio abrió el terreno preparatorio inventan-

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do en pleno Buenos Aires una máquina para leer las Nou-velles impressions d’Afrique en la misma época en queyo, sin conocerlo, escribía los primeros monólogos dePersio en Los premios apoyándome en un sistema deanalogías fonéticas inspirado por el de Roussel; años mástarde Fassio se aplicaría a crear una nueva máquina des-tinada a la lectura de Rayuela, completamente ajeno alhecho de que mis trabajos más obsesionantes de esos añosen París eran los raros textos de Duchamp y las obras deRoussel. Un doble impulso abierto convergía poco a pocohacia el vértice austral donde Roussel y Duchamp volve-rían a encontrarse en Buenos Aires cuando un inventory un escritor que quizá años atrás también se habían mi-rado de lejos en algún café del centro, omitiendo presen-tarse, coincidieran en una máquina concebida por el pri-mero para facilitar la lectura del segundo. Si el Lyncéenaufragó en las costas africanas, algunos de sus prodi-gios llegaron a estas tierras y la prueba está en lo quesigue, que se explicará como en broma para despistar alos que buscan con cara solemne el acceso a los tesoros.

Cronopios, vino tinto y cajoncitos

Por Paco y Sara Porrúa, dos lados del indefinible po-lígono que va urdiendo mi vida con otros lados que se lla-man Fredi Guthmann, Jean Thiercelin, Claude Tarnandy Sergio de Castro (puede haber otros que ignoro, par-tes de la figura que se manifestarán algún día o nunca),conocí a Juan Esteban Fassio en un viaje a la Argentina,creo que hacia 1962. Todo empezó como debía, es deciren el café de la estación de Plaza Once, porque cualquie-ra que tenga un sentimiento sagaz de lo que es el caféde una estación ferroviaria comprenderá que allí los en-

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cuentros y los desencuentros tenían que darse de entra-da en un territorio marginal, de tránsito, que eran cosade borde. Esa tarde hubo como una oscura voluntad ma-terial y espesa, un alquitrán negativo contra Sara, Paco,mi mujer y yo que debíamos encontrarnos a esa hora ynos desencontramos, nos telefoneamos, buscamos en lasmesas y los andenes y acabamos por reunirnos al cabode dos horas de interminables complicaciones y una sen-sación de estar abriéndonos paso los unos hacia los otroscomo en las peores pesadillas en que todo se vuelve pos-tergación y goma. El plan era ir desde allí a la casa deFassio, y si en el momento no sospeché el sentido de laresistencia de las cosas a esa cita y a ese encuentro, mástarde me pareció casi fatal en la medida en que todo or-den establecido se forma en cuadro frente a una sospe-cha de ruptura y pone sus peores fuerzas al servicio dela continuación. Que todo siga como siempre es el idealde una realidad a la medida burguesa y burguesa ella mis-ma (por ser de medida); Buenos Aires y especialmenteel café del Once se coaligaron sordamente para evitarun encuentro del que no podía salir nada bueno para laRepública. Pero lo mismo llegamos a la calle Misiones(hay nombres que...), y antes de las ocho de la noche está-bamos bebiendo el primer vaso de vino tinto con el Pro-veedor Propagador en la Mesembrinesia Americana, Ad-ministrador Antártico y Gran Competente OGG, ademásde regente de la cátedra de trabajos prácticos rousselia-nos. Tuve en mis manes la máquina para leer las Nouve-lles impressions d’Afrique, y también la valija de MarcelDuchamp; Fassio, que hablaba poco, servía en cambiounos sándwiches de tamaño natural y mucho vino tinto,y acabó sacando una kodak del tiempo de los pterodácti-los con la que nos fotografió a todos debajo de un para-guas y en otras actitudes dignas de las circunstancias.

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Poco después volví a Francia, y dos años más tarde mellegaron los documentos, anunciados sigilosamente porPaco Porrúa que había participado con Sara en la etapaexperimental de la lectura mecánica de Rayuela. No meparece inútil reproducir ante todo el membrete y enca-bezamiento de la trascendental comunicación:

Seguían diversos diagramas, proyectos y diseños, yuna hojita con la explicación general del funcionamien-to de la máquina, así como fotos de los cientificos de lasSubcomisiones Electrónica y de Relaciones Patabrow-nianas en plena labor. Personalmente nunca entendí de-masiado la máquina, porque su creador no se dignó faci-litarme explicaciones complementarias, y como no hevuelto a la Argentina sigo sin comprender algunos deta-lles del delicado mecanismo. Incluso sucumbo a esta pu-blicación quizá prematura e inmodesta con la esperanzade que algún lector ingeniero descifre los secretos de laRAYUEL-O-MATIC, como se denomina la máquina enuno de los diseños que, lo diré abiertamente, me parececulpable de una frívola tendencia a introducirla en elcomercio, sobre todo por la nota que aparece al pie:

CATEDRA DE TRABAJOS PRACTICOS ROUSSELIANOSComisión de Rayuela

Subcomisiones Electrónica y deRelaciones Patabrownianas

INSTITUTO DE ALTOSESTUDIOS PATAFISICOS

DE BUENOS AIRES

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Se habrá advertido que la verdadera máquina es laque aparece a la izquierda; el mueble con aire de tricli-nio es desde luego un auténtico triclinio, puesto que Fas-sio comprendió desde un comienzo que Rayuela es unlibro para leer en la cama a fin de no dormirse en otrasposiciones de luctuosas consecuencias. Los diseños 4 y 5ilustran admirablemente esta ambientación favorable,sobre todo el número 5 donde no faltan ni el mate ni elporrón de ginebra (juraría que también hay una tosta-dora eléctrica, lo que me parece una pituquería):

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Nunca entenderé por qué algunos diseños venían nu-merados mientras otros se dejaban situar en cualquierparte, que he imitado respetuosamente. Pienso que éstedará una idea general de la máquina:

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No hay que ser Werner von Braun para imaginar loque guardan las gavetas, pero el inventor ha tenido buencuidado de agregar las instrucciones siguientes:

A — Inicia el funcionamiento a partir del capítulo73(sale la gaveta 73 ); al cerrarse ésta se abre la Nº l, y asísucesivamente. Si se desea interrumpir la lectura, porejemplo en mitad del capítulo 16, debe apretarse el bo-tón antes de cerrar esta gaveta.

B — Cuando se quiera reiniciar la lectura a partirdel momento en que se ha interrumpido, bastará apre-tar este botón y reaparecerá la gaveta Nº 16, continuán-dose el proceso.

C — Suelta todos los resortes, de manera que puedaelegirse cualquier gaveta con sólo tirar de la perilla. Dejade funcionar el sistema eléctrico.

D — Botón destinado a la lectura del Primer Libro,es decir, del capítulo 1 al 56 de corrido. Al cerrar la ga-veta Nº 1, se abre la Nº 2, y así sucesivamente.

E — Botón para interrumpir el funcionamiento en elmomento que se quiera, una vez llegado al circuito final:58 - 131 - 58 - 131 - 58, etcétera.

F — En el modelo con cama, este botón abre la parteinferior, quedando la cama preparada.

Los diseños 1, 2 y 3 permiten apreciar el modelo concama, así como la forma en que sale y se abre esta últi-ma apenas se aprieta el botón F.

Atento a las previsibles exigencies estéticas de losconsumidores de nuestras obras, Fassio ha previsto mo-delos especiales de la máquina en estilo Luis XV y LuisXVI.

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En la imposibilidad de enviarme la máquina por ra-zones logísticas, aduaneras e incluso estratégicas que elColegio de Patafisíca no está en condiciones ni en áni-mo de estudiar, Fassio acompañó los diseños con un grá-fico de la lectura de Rayuela (en la cama o sentado).

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La interpretación general no es difícil: se indican cla-ramente los puntos capitales comenzando por el de par-tida (73), el capítulo emparedado (55) y Los dos capítulosdel ciclo final (58 y 131). De la lectura surge una proyec-ción gráfica bastante parecida a un garabato, aunque qui-zá los técnicos puedan explicarme algún día por qué lospesos se amontonan tanto hacia los capítulos 54 y 64. Elanálisis estructural utilizará con provecho estas proyeccio-nes de apariencia despatarrada; yo le deseo buena suerte.

DE LA SERIEDAD EN LOS VELORIOS

UNA VEZ que volvía a Francia a bordo de uno de los cope-tones barquitos de nuestra Flota Mercante del Estado(conozco el Río Bermejo y el Río Belgrano, me acuerdodel capitán Locatelli en begonias, del camarero Francis-co que era un gallego como ya no se usan, y de un bar-man en cuya escuela aprendí a preparar el Corazón deIndio, cocktail que, como su nombre lo indica, es popula-rísimo en Bélgica), tuve la suerte de compartir tres se-manas de buen tiempo con el doctor Alejandro Gancedo,su mujer y sus dos hijos, todos ellos a cual más cronopio.Pronto se descubrió que Gancedo era de la raza de Man-silla y de Eduardo Wilde, el causeur que frente a unacopa y un habano se vuelve su propia obra maestra y que,como el otro Wilde, pone el genio en la vida aunque ensus libros no falte el talento.

De muchos relatos de Gancedo guardo un recuerdoque prueba la eficacia con que eran narrados (todo cuen-to es como se lo cuenta, la conciencia de que fondo y for-ma no son dos cosas es lo que hace al buen narrador oral,que no se diferencia así del buen escritor aunque los pre-

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juicios y los editores estén a favor de este último). Deentre esos relatos elijo, sabiendo que lo malogro, la his-toria de cómo unos conocidos de Gancedo que llamaréprudentemente Lucas Solano y Copitas, fueron a un ve-lorio y lo que pasó en él.

A Solano le tocó acarrear el pésame en nombre de loscompañeros de oficina del difunto, changa que lo abru-mó al punto de buscar apoyo moral en el mostrador deun bar de la calle Talcahuano donde ya estaba Copitasen abierta demostración de lo acertado del sobrenom-bre. A la sexta grapa Copitas condescendió a acompañara Solano para levantarle el ánimo, y cayeron al velorioen alto grado de emoción etílica. Le tocó a Copitas en-trar el primero en la capilla ardiente, y aunque en su vidahabía vista al muerto, se acercó al ataúd, lo contemplórecogido, y volviéndose a Solano le dijo con ese tono quesólo suscitan y quizá oyen los finados:

—Está idéntico.A Solano esto le produjo un tal ataque de hilaridad

que sólo pudo disimularlo abrazándose estrechamente aCopitas, que a su vez lloraba de risa, y así se quedarontres minutos, sacudidos los hombros por terribles estre-mecimientos, hasta que uno de los hermanos del difun-to que conocía vagamente a Solano se les acercó para con-solarlos.

—Créanme, señores, jamás me hubiera imaginado queen la oficina lo querían tanto a Pedro —dijo—. Como noiba casi nunca...

Canti di prigionia

Con permiso de Dallapiccola éste es otro relato deGancedo en que interviene Lucas Solano. En los tiem-pos de una dictadura militar, es decir cuando usted quie-

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ra, Solano y un grupo de amigos se reunían en una obraen construcción para tomar vino y charlar haste la ma-drugada. Por qué se juntaban allí no lo sé, pero sí queesa noche la policía lanzó una de esas redadas donde vana parar pescados de todas clases, aunque lo único que sebuscaba era a los comunistas por un lado y a los nacio-nalistas católicos por el otro, que coincidían misteriosa-mente en desvelar al coronel de turno. En la volteadacayeron Solano y su barra, que no tenían la menor militan-cia política, y todo el mundo fue a parar al patio de unacomisaría para eso que llaman identificación.

—En seguida los comunistas se pusieron de un lado—le contaba después Solano a Gancedo— y los católicosdel otro, de manera que nosotros nos quedamos en el me-dio. Como al rato ya circulaban rumores de paliza y depicana eléctrica, los comunistas se pusieron a cantar “LaInternational”. Apenas los oyeron, los católicos se larga-ron con “Oh María madre mía”.

—¿Y ustedes qué cantaban? —preguntó Gancedo.—¿Nosotros? Bueno, nosotros cantábamos “Percanta

que me amuraste”...

Más sobre la seriedad y otros velorios

¿Quién nos rescatará de la seriedad?, pregunto pa-rafraseando un verso de Ricardo Molinari. La madureznacional, supongo, que nos llevará a comprender por finque el humor no tiene por qué seguir siendo el privile-gio de anglosajones y de Adolfo Bioy Casares. Cito exprofeso a Bioy, porque su humor es de los que empiezanpor admitir honestamente los límites de su literaturamientras que la seriedad se cree omnímoda desde el so-neto hasta la novela, y segundo porque logra esa livianaeficacia que puede ir mucho más lejos (cuando la usa un

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Leopoldo Marechal, por ejemplo) que tanto tremendis-mo dostoievskiano al cuete que prolifera en nuestras pla-yas. Por lo demás esas playas van mucho más allá de Mardel Plata: con Jean Cocteau, a su manera un Bioy Casa-res francés, ha ocurrido también que los “comprometi-dos” de cualquier bando y los serios de solemnidad comoFrançois Mauriac han pretendido relegarlo a esas coci-nas del establecimiento feudal de la literatura donde hayel rincón de los bufones y los juglares. Y no hablemos deJarry, de Desnos, de Duchamp... En su espasmódico Who’sAfraid of Virginia Woolf?, Edward Albee le hace decir aalguien: “La más profunda señal de la malevolencia so-cial es la falta de sentido del humor. Ninguno de los mono-litos ha sido capaz de aceptar jamás una broma. Lea lahistoria. Conozco bastante bien la historia.” También no-sotros conocemos bastante bien la historia literaria paraprever que Dargelos y Elizabeth vivirán más que Thérè-se Desqueyroux, y que el padre Ubu tirará al pozo, consu chochet à nobles, a todos los héroes de Jean Anouilh yde Tennessee Williams.

Esa pulga prodigiosa llamada Man Ray escribió unavez: “Si pudiéramos desterrar la palabra serio de nues-tro vocabulario, muchas cosas se arreglarían.”

Pero los monolitos velan con su aire de tortugonesamoratados, como tan bien los retrata José Lezama Lima.Oh, quién nos rescatará de la seriedad para llegar porfin a ser serios de veras en el plano de un Shakespeare,de un Robert Burns, de un Julio Verne, de un CharlesChaplin. ¿Y Buster Keaton? Ese debería ser nuestro ejem-plo, mucho más que los Flaubert, los Dostoievski y losFaulkner en los que sólo reverenciamos la carga de pro-fundidad mientras olvidamos a Bouvard y Pécuchet, ol-vidamos a Foma Fomich, olvidamos la sonrisa con queel caballero sureño respondió a una invitación de la Casa

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Blanca: “Un almuerzo a quinientas millas queda dema-siado lejos para mí.” En cada escuela latinoamericanadebería haber una gran foto de Buster Keaton, y en lasfiestas patrias el director pasaría películas de Chaplin yde Keaton para fomento de futuros cronopios, mientraslas maestras recitarían “La morsa y el carpintero” o porlo menos algo de Guido y Spano, por ejemplo la versiónal alemán de la Nenia, que empieza:

Klage, klage, Urataú,In den Zweigen des Yatay.War einmua ein ParaguayWo geboren Ich und du:Klage, klage, Urataú!Pero seamos serios y observemos que el humor, des-

terrado de nuestras letras contemporáneas (Macedonio,el primer Borges, el primer Nalé, César Bruto, Marechala ratos, son outsiders escandalosos en nuestro hipódro-mo literario) representa mal que les pese a los tortugo-nes una constante del espíritu argentino en todos los re-gistros culturales o temperamentales que van de la afi-lada tradición de Mansilla, Wilde, Cambaceres y Payróhasta el humor sublime del reo porteño que en la plata-forma del tranvía 85 más que completo, mandado a ca-llar en sus protestas por su guarda masificado, le con-testa: “¿Y qué querés? ¿Que muera en silencio?” Sin ha-blar de que a veces son los guardas los humoristas, comoaquel del ómnibus 168 gritándole a un señor de aire im-portante que hacía tintinear interminablemente la cam-panilla para bajarse: “¡Acabála, che, que aquí estamo alónibu, no a la iglesia!”

¿Por qué diablos hay entre nuestra vida y nuestra li-teratura una especie de “muro de la vergüenza”? En elmomento de ponerse a trabajar en un cuento o una no-vela el escritor típico se calza el cuello duro y se sube a

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lo más alto del ropero. A cuántos conocí que si hubieranescrito como pensaban, inventaban o hablaban en las me-sas de café o en las charlas después de un concierto o unmatch de box, habrían conseguido esa admiración cuyaausencia siguen atribuyendo a las razones deploradascon lágrimas y folletos por las sociedades de escritores:snobismo del público que prefiere a los extranjeros sinmirar lo que tiene en casa, alevosa perversidad de loseditores, y no sigamos que va a llorar haste el nene.

Hiato egipcio entre una escritura demótica y otra hie-rática: nuestro escriba sentado asume la solemnidad delque habita en el Louvre tan pronto le saca la fundita a laRemington, de entrada se le adivina el pliegue de la boca,la amarga experiencia humana asomando en forma derictus que, como es notorio, no se cuenta entre las mue-cas que faciliten la mejor prosa. Estos ñatos creen que laseriedad tiene que ser solemne o no ser; como si Cervan-tes hubiera side solemne, carajo. Descuentan que la serie-dad deberá basarse en lo negativo, lo tremendo, lo trági-co, lo Stavrogin, y que sólo desde ahí nuestro escritor ac-cederá (en los dos sentidos del término) a los signos po-sitivos, a un posible happy end, a algo que se asemeje unpoco más a esta confusa vida donde no hay maniqueoque llegue a nada.

Asomarse al gran misterio con la actitud de un Ma-cedonio se les ocurre a muy pocos; a los humoristas lespagan de entrada la etiqueta para distinguirlos higiéni-camente de los escritores serios. Cuando mis cronopioshicieron algunas de las suyas en Corrientes y Esmeral-da, una eminente intelectual exclamó: “¡Qué lástima, pen-sar que era un escritor tan serio!” Sólo se acepta el hu-mor en su estricta jaulita, y ojo con trinar mientras sue-na la sinfónica porque lo dejamos sin alpiste para queaprenda.

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En fin, señora, el humor es all pervading o no es, comosiempre lo supieron Juan Filloy, Shakespeare y MaxErnst; reducido a sus propias fuerzas, solo en la jaulita,dará Three Men on a Boat pero jamás Sancho en la ínsu-la, jamás mi tío Toby, jamás el velorio del pisador de ba-rro. Le aclaro entonces que el humor cuya alarmante ca-rencia deploro en nuestras tierras reside en la situaciónfísica y metafísica del escritor que le permite lo que paraotros serían errores de paralaje, por ejemplo ver las agu-jas del reloj del comedor en la una y media cuando ape-nas son las doce y veinticinco, y jugar con todo lo quebrinca de esa fluctuante disponibilidad del mundo y suscriaturas, entrar sin esfuerzo en la ironía, el understate-ment, la ruptura de los clisés idiomáticos que contaminanuestras mejores prosas tan seguras de que son las docey veinticinco como si las doce y veinticinco tuvieran algu-na realidad fuera de la convención que las decidió congran concurso de cosmógrafos y pendolistas de Magun-cia y de Ginebra. Y esto de los clisés idiomáticos no esbroma; se puede verificar el predominio de un lenguajehierático en las letras sudamericanas, un lenguaje queen su más alto nivel da por ejemplo El siglo de las luces,mientras todo el resto se agruma en una prosa que mástiene que ver con la sémola que con la vida que pretendeencarnar.

En la Argentina hay índices de un divertido proceso;por reacción contra la prosa de los tortugones amorata-dos, unos cuantos escritores más jóvenes se han puestoa escribir “hablado”, y aunque los mejores lo hacen muybien la mayoría le ha errado al bochín y se está hundien-do todavía más que los acrisolados (palabra que éstos co-locan siempre en alguna parte). A mí me parece que noes con pasar del calor del crisol al de la cancha de Rácingque haremos nuestra literatura. Un Roberto Arlt escri-

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bía idiomáticamente mal porque no estaba equipado parahacerlo de otra manera; pero tener una cultura de pri-mera fuerza como suelen tenerla los argentinos y caeren una escritura de pizzería me parece a lo sumo unareacción de chiquilín que se decreta comunista porque elpapá es socio del Club del Progreso.

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62/Modelo para armar (1968)

RESEÑAS

REALIZACIÓN de una idea de novela, esbozada por Morelli (unasuerte de doble de Cortázar), en el capítulo 62 de «Rayue-la». Liberada de la causalidad psicológica y de las limitacio-nes de tiempo y espacio, la narración transcurre indistinta-mente en París, Londres o Buenos Aires. Escrita con preci-sión de relojero y con la inteligencia y el humor incompara-bles de Cortázar, esta novela lleva al extremo uno de los pro-yectos más ambiciosos y originales de la literatura en lenguaespañola.

La literatura de Cortázar llevada a sus últimas consecuen-cias, 62/Modelo para armar es el summum del trabajo corta-zariano; un modelo literario en el cual «la transgresión deja deser tal», y en el que el lector también deja de serlo para con-vertirse en una parte activa que va destejiendo imagen trasimagen, frase tras frase, con el fin de descubrir el hilo con-ductor del relato, y dar forma y figura a los personajes. 62/Modelo para armar es la consecuencia directa del capítulo62 de Rayuela: hacer un libro en el que se rompa el tiempoy las conductas ordinarias descubran lo fantástico. «Todo

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sería como una inquietud, un desasosiego, un desarraigo con-tinuo». Así, la obra igual transcurre en Londres, París o Bue-nos Aires, y los personajes en una misma secuencia pasandel diálogo al monólogo. A cada lector le corresponde la gratatarea de unir pieza tras pieza hasta conjuntar este 62/Modelopara armar.

62/MODELO PARA ARMAR (FRAGMENTO)

“QUISIERA un castillo sangriento”, había dicho el comen-sal gordo.

¿Por qué entré en el restaurante Polidor? ¿Por qué,puesto a hacer esa clase de preguntas, compré un libroque probablemente no habría de leer? (El adverbio eraya una zancadilla, porque más de una vez me había ocu-rrido comprar libros con la certidumbre tácita de que seperderían para siempre en la biblioteca, y sin embargolos había comprado; el enigma estaba en comprarlos, enla razón que podía exigir esa posesión inútil.) Y ya en lacadena de preguntas: ¿Por qué después de entrar en elrestaurante Polidor fui a sentarme en la mesa del fon-do, de frente al gran espejo que duplicaba precariamen-te la desteñida desolación de la sala? Y otro eslabón aubicar: ¿Por qué pedí una botella de Sylvaner?

(Pero esto último dejarlo para más tarde; la botellade Sylvaner era quizá una de las falsas resonancias enel posible acorde, a menos que el acorde fuese diferentey contuviera la botella de Sylvaner como contenía a la

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condesa, al libro, a lo que acababa de pedir el comensalgordo.)

Je voudrais un château saignant, había dicho el co-mensal gordo.

Según el espejo, el comensal estaba sentado en la se-gunda mesa a espaldas de la que ocupaba Juan, y así suimagen y su voz habían tenido que recorrer itinerariosopuestos y convergentes para incidir en una atenciónbruscamente solicitada. (También el libro, en la vitrinadel boulevard Saint-Germain: un repentino salto adelan-te de la portada blanca NRF, un venir hacia Juan comoantes la imagen de Hélène y ahora la frase del comensalgordo que pedía un castillo sangriento; como ir a sentar-se obedientemente en una mesa absurda del restauran-te Polidor, de espaldas a todo el mundo.)

Desde luego Juan debía ser el único parroquiano paraquien el pedido del comensal tenía un segundo sentido;automática, irónicamente, como buen intérprete habi-tuado a liquidar en el instante todo problema de traduc-ción en esa lucha contra el tiempo y el silencio que es unacabina de conferencias, había hecho trampa, si cabía ha-blar de trampa en esa aceptación (irónica, automática)de que saignant y sanglant se equivalían y que el comen-sal gordo había pedido un castillo sangriento, y en todocaso había hecho trampa sin la menor conciencia de queel desplazamiento del sentido en la frase iba a coagularde golpe otras cosas ya pasadas o presentes de esa no-che, el libro o la condesa, la imagen de Hélène, la acep-tación de ir a sentarse de espaldas en una mesa del fon-do del restaurante Polidor. (Y haber pedido una botellade Sylvaner, y estar bebiendo la primera copa del vinohelado en el momento en que la imagen del comensal gor-do en el espejo y su voz que le llegaba desde la espalda

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se habían resuelto en eso que Juan no sabía cómo nom-brar, porque cada cadena o coágulo no eran más que unatentativa de situar al nivel del lenguaje algo que se dabacomo una contradicción instantánea, que cuajaba y huíasimultáneamente, y eso no entraba ya en el lenguaje ar-ticulado de nadie, ni siquiera de un intérprete avezadocomo Juan.

En todo caso no había por qué complicar los hechos.El comensal gordo había pedido un castillo sangriento,su voz había concitado otras cosas, sobre todo el libro yla condesa, un poco menos la imagen de Hélène (quizápor más cercana, no más familiar pero más próxima a lavida de todos los días, mientras que el libro era una no-vedad y la condesa un recuerdo, curioso recuerdo por lodemás porque no se trataba tanto de la condesa como deFrau Marta y de lo que había pasado en Viena en el Ho-tel Rey de Hungría, pero todo era en última instancia lacondesa y finalmente la imagen dominante había sido lacondesa, tan clara como el libro o la frase del comensalgordo o el perfume del Sylvaner).

“Hay que admitir que tengo una especie de genio parafestejar las nochebuenas”, pensó Juan sirviéndose la se-gunda copa a la espera de los hors d’oeuvre. De algunamanera el acceso a lo que acababa de sucederle era unpoco la puerta del restaurante Polidor, el haber decidi-do, de golpe y sabiendo que era estúpido, empujar esapuerta y cenar en esa triste sala. ¿Por qué entré en elrestaurante Polidor, por qué compré el libro y lo abrí alazar y leí también al azar una frase cualquiera apenasun segundo antes que el comensal gordo pidiera un bifecasi crudo? Apenas intente analizar meteré todo en laconsabida fiambrera reticular y lo falsearé insanable-mente. A lo sumo puedo tratar de repetir en términosmentales esto que ha ocurrido en otra zona, procurando

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distinguir entre lo que formaba parte de ese brusco con-glomerado por derecho propio y lo que otras asociacio-nes pudieron incorporarle parasitariamente.

Pero en el fondo sé que todo es falso, que estoy ya le-jos de lo que acaba de ocurrirme y que como tantas otrasveces se resuelve en este inútil deseo de comprender,desatendiendo quizá el llamado o el signo oscuro de lacosa misma, el desasosiego en que me deja, la instantá-nea mostración de otro orden en el que irrumpen recuer-dos, potencias y señales para formar una fulgurante uni-dad que se deshace en el mismo instante en que me arra-sa y me arranca de mí mismo. Ahora todo eso no me hadejado más que la curiosidad, el viejo tópico humano: des-cifrar. Y lo otro, la crispación en la boca del estómago, laoscura certidumbre de que por allí, no por esta simplifi-cación dialéctica, empieza y sigue un camino.

Claro que no basta, finalmente hay que pensar y en-tonces el análisis, la distinción entre lo que forma ver-daderamente parte de ese instante fuera del tiempo y loque las asociaciones le incorporan para atraerlo, parahacerlo más tuyo, ponerlo más de este lado. Y lo peor serácuando trates de contarlo a otros, porque siempre llegaun momento en que hay que tratar de contarlo a un ami-go, digamos a Polanco o a Calac, o a todos a la vez en lamesa del Cluny, esperando quizá vagamente que el he-cho de contarlo desencadene otra vez el coágulo, le dépor fin un sentido. Estarán allí, escuchándote, y tambiénestará Hélène, te harán preguntas, querrán ayudarte arecordar, como si el recuerdo sirviera de algo despojadode esa otra fuerza que en el restaurante Polidor habíasido capaz de anularlo como pasado, mostrarlo como cosaviva y amenazante, recuerdo escapado de su dogal detiempo para ser, en el mismo instante en que desapare-cía otra vez, una forma diferente de vida, un presente

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pero en otra dimensión, una potencia actuando desde otroángulo de tiro. Y no había palabras, porque no había pen-samiento posible para esa fuerza capaz de convertir jiro-nes de recuerdo, imágenes aisladas y anodinas, en unrepentino bloque vertiginoso, en una viviente constela-ción aniquilada en el acto mismo de mostrarse, una con-tradicción que parecía ofrecer y negar a la vez lo que Juan,bebiendo la segunda copa de Sylvaner, contaría más tar-de a Calac, a Tell, a Hélène, cuando los encontrara en lamesa del Cluny, y que ahora le hubiera sido necesarioposeer de alguna manera como si la tentativa de fijar eserecuerdo no mostrara ya que era inútil, que estaba echan-do paladas de sombra contra la oscuridad.

“Sí”, pensó Juan suspirando, y suspirar era la preci-sa admisión de que todo eso venía de otro lado, se ejer-cía en el diafragma, en los pulmones que necesitaban res-pirar largamente el aire. Sí, pero también había que pen-sarlo porque al fin y al cabo él era eso y su pensamien-to, no podía quedarse en el suspiro, en una contraccióndel plexo, en el vago temor de lo entrevisto. Pensar erainútil, como desesperarse por recordar un sueño del quesólo se alcanzan las últimas hilachas al abrir los ojos; pen-sar era quizá destruir la tela todavía suspendida en algocomo el reverso de la sensación, su latencia acaso repe-tible. Cerrar los ojos, abandonarse, flotar en una dispo-nibilidad total, en una espera propicia. Inútil, siemprehabía sido inútil; de esas regiones cimerias se volvía máspobre, más lejos de sí mismo. Pero pensar cazadoramen-te valía al menos como reingreso en este lado, y así elcomensal gordo había pedido un castillo sangriento y degolpe habían sido la condesa, la razón de que él estuvie-ra sentado frente a un espejo en el restaurante Polidor,el libro comprado en el boulevard Saint-Germain y abier-

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to en cualquier página, el coágulo fulminante (y tambiénHélène, por supuesto) en una concreción instantánea-mente desmentida por su incomprensible voluntad denegarse en la misma afirmación, disolverse en el acto decuajar, quitándose importancia después de herir de muer-te, después de insinuar que no era nada importante, merojuego asociativo, un espejo y un recuerdo y otro recuer-do, lujos insignificantes de la imaginación ociosa. “Ah, note dejaré ir así”, pensó Juan, “no puede ser que una vezmás me ocurra ser el centro de esto que viene de otraparte, y quedarme a la vez como expulsado de lo más mío.No te irás tan fácilmente, algo has de dejarme entre lasmanos, un pequeño basilisco, cualquiera de las imáge-nes que ahora ya no sé si formaban parte o no de esa ex-plosión silenciosa...” Y no podía impedirse sonreír mien-tras asistía, testigo sardónico, a su pensamiento que lealcanzaba ya la percha del pequeño basilisco, una aso-ciación comprensible porque venía de la Basilisken Hausde Viena, y allí, la condesa... El resto lo invadía sin re-sistencia, era hasta fácil apoyarse en el hueco central,eso que había sido plenitud instantánea, mostración a lavez negada y escondida, para incorporarle ahora un có-modo sistema de imágenes analógicas conectándose conel hueco por razones históricas o sentimentales. Pensaren el basilisco era pensar simultáneamente en Hélène yen la condesa, pero la condesa era también pensar enFrau Marta, en un grito, porque las criaditas de la con-desa debían gritar en los sótanos de la Blutgasse, y a lacondesa tenía que gustarle que gritaran, si no hubiesengritado a la sangre le habría faltado ese perfume de he-liotropo y marisma.

Sirviéndose otra copa de Sylvaner, Juan alzó los ojoshasta el espejo. El comensal gordo había desplegado Fran-ce-Soir y los títulos a toda página proponían el falso alfa-

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beto ruso de los espejos. Aplicándose, descifró algunaspalabras, esperando vagamente que así, en esa falsa con-centración, que era a la vez voluntad de distracción, ten-tativa de repetir el hueco inicial por donde se había des-lizado la estrella de evasivas puntas, concentrándose enuna estupidez cualquiera como descifrar los títulos deFrance-Soir en el espejo y distrayéndose a la vez de loque verdaderamente importaba, acaso la constelaciónbrotaría intacta del aura todavía presente, se sedimen-taría en una zona más allá o más acá del lenguaje o delas imágenes, dibujaría sus radios transparentes, la finahuella de un rostro que sería a la vez un clip con un pe-queño basilisco que sería a la vez una muñeca rota en unarmario que sería una queja desesperada y una plaza re-corrida por incontables tranvías y Frau Marta en la bor-da de un pontón. Tal vez ahora, entrecerrando los ojos,alcanzara a sustituir la imagen del espejo, territorio in-tercesor entre el simulacro del restaurante Polidor y elotro simulacro vibrando todavía en el eco de su disolu-ción; quizá ahora pudiera pasar del alfabeto ruso en elespejo al otro lenguaje que se había asomado al límitede la percepción, pájaro caído y desesperado de fuga, ale-teando contra la red y dándole su forma, síntesis de redy de pájaro en la que solamente había fuga o forma de redo sombra de pájaro, la fuga misma prisionera un instan-te en la pura paradoja de huir de la red que la atrapabacon las mínimas mallas de su propia disolución: la con-desa, un libro, alguien que había pedido un castillo san-griento, un pontón al alba, el golpe de una muñeca des-trozándose en el suelo.

El alfabeto ruso sigue ahí, oscilando entre las manosdel comensal gordo, contando las noticias del día comomás tarde en la zona (el Cluny, alguna esquina, el canal

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Saint-Martin que son siempre la zona) habrá que empe-zar a contar, habrá que decir algo porque todos ellos estánesperando que te pongas a contar, el corro siempre in-quieto y un poco hostil al comienzo de un relato, de algu-na manera están todos allí esperando que empieces a con-tar en la zona, en cualquier parte de la zona, ya no se sabedónde a fuerza de ser en tantas partes y tantas noches ytantos amigos, Tell y Austin, Hélène y Polanco y Celia yCalac y Nicole, como otras veces le toca a alguno de ellosllegar a la zona con noticias de la Ciudad y entonces tetoca a ti ser parte del corro que espera ávidamente queese otro empiece a contar, porque de alguna manera enla zona hay como una necesidad entre amistosa y agre-siva de mantener el contacto, de saber lo que ocurre yaque casi siempre ocurre algo que alcanza a valer paratodos, como cuando sueñan o anuncian noticias de la Ciu-dad, o vuelven de un viaje y entran otra vez en la zona(el Cluny por la noche, casi siempre, el territorio comúnde una mesa de café, pero también una cama o un slee-ping caro un auto que corre de Venecia a Mantua), la zonaentre ubicua y delimitada que se parece a ellos, a Ma-rrast y a Nicole, a Celia y a monsieur Ochs y a Frau Mar-ta, participa a la vez de la Ciudad y de la zona misma, esun artificio de palabras donde las cosas ocurren con igualfuerza que en la vida de cada uno de ellos fuera de la zona.Y por eso hay como un presente ansioso aunque ningunode ellos esté ahora cerca del que los recuerda en el res-taurante Polidor, hay salivas de asco, inauguraciones,floricultores, hay Hélène siempre, Marrast y Polanco, lazona es una ansiedad insinuándose viscosamente, proyec-tándose, hay números de teléfono que alguien discarámás tarde antes de dormirse, vagas habitaciones dondese hablará de esto, hay Nicole luchando por cerrar unavalija, hay un fósforo que se quema entre dos dedos, un

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retrato en un museo inglés, un cigarrillo que golpea con-tra el borde del atado, un naufragio en una isla, hay Calacy Austin, búhos y persianas y tranvías, todo lo que emer-ge en el que irónicamente piensa que en algún momen-to tendrá que ponerse a contar y que acaso Hélène no es-tará en la zona y no lo escuchará aunque en el fondo todolo que él vaya a decir sea siempre Hélène. Bien puedesuceder que no solamente esté solo en la zona como aho-ra en el restaurante Polidor donde los otros, incluso elcomensal gordo, no cuentan para nada, sino que decirtodo eso sea estar todavía más solo en una habitacióndonde hay un gato y una máquina de escribir; o quizá seralguien que en el andén de una estación mira las com-binaciones instantáneas de los insectos que revoloteanbajo una lámpara. Pero también puede ocurrir que losotros estén en la zona como tantas otras veces, que la vidalos envuelva y se oiga la tos de un guardián de museomientras una mano busca lentamente la forma de unagarganta y alguien sueña con una playa yugoslava, mien-tras Tell y Nicole llenan una valija con desordenadas ro-pas y Hélène mira largamente a Celia que se ha puestoa llorar de cara a la pared, como lloran las niñas buenas.

Puesto a pensar a la espera de que le trajeran los horsd’oeuvre, a Juan no le resultaba demasiado difícil reha-cer el itinerario de la noche. Primero, quizá, venía el li-bro de Michel Butor comprado en el boulevard Saint-Germain; antes había un deambular desganado por lascalles y la llovizna del barrio latino, sintiendo como acontrapelo el vacío de la nochebuena en París cuando todoel mundo se ha metido en su casa y solamente quedangentes de aire indeciso y de alguna manera cómplice, quese miran de reojo en los mostradores de los cafés o enlas esquinas, casi siempre hombres pero también una

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que otra mujer que lleva un paquete quizá como una dis-culpa por estar ahí en la calle un veinticuatro de diciem-bre a las diez y media de la noche, y a Juan le habían dadoganas de acercarse a alguna de las mujeres, ninguna deellas joven ni bonita pero todas solitarias y como excep-cionales, para preguntarle si realmente llevaba algunacosa en el paquete o si no era más que un bulto de tra-pos o de diarios viejos cuidadosamente atados, una menti-ra que la protegía un poco más de ese andar a solas mien-tras todo el mundo estaba en su casa.

Lo segundo a tener en cuenta era la condesa, su sen-timiento de la condesa que se había definido en la esqui-na de la rué Monsieur le Prince y la rué de Vaugirard,no porque en esa esquina hubiera nada que pudiese re-cordarle a la condesa como no fuera quizá un pedazo decielo rojizo, un olor a húmedo que salía de un portal yque bruscamente habían valido como terreno de contac-to, de la misma manera que la casa del basilisco en Vienahabía podido darle en su día un paso hacia el territoriodonde esperaba la condesa. O acaso lo blasfematorio, latransgresión continua en que había debido moverse lacondesa (si se aceptaba la versión de la leyenda, la cróni-ca mediocre que Juan había leído años atrás, tanto tiem-po antes de Hélène y de Frau Marta y de la casa del basi-lisco en Viena), y entonces la esquina con el cielo rojizo yel portal mohoso se aliaban a la inevitable conciencia deque era nochebuena para facilitar el paso de la condesa,su de otra manera inexplicable presencia en Juan, por-que no podía dejarse de pensar que a la condesa teníaque haberle gustado particularmente la sangre en unanoche como esa, entre campanas y misa de gallo el sa-bor de la sangre de una muchacha retorciéndose atadade pies y manos mientras tan cerca los pastores y el pe-sebre y un cordero que lavaba los pecados del mundo. De

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manera que el libro comprado un momento antes, el pasa-je de la condesa y entonces sin transición la puerta ano-dina y lúgubremente iluminada del restaurante Polidor,la entrevisión de una sala casi desierta envuelta en unaluz que la ironía y el malhumor sólo podían calificar decárdena, con unas mujeres armadas de anteojos y ser-villetas, el leve calambre en la boca del estómago, la re-sistencia a entrar porque no había ninguna razón paraentrar en un sitio semejante, el rápido y rabioso diálogode siempre en esos castigos de la propia perversidad: Sí/No/ Por qué no/ Tenés razón, por qué no/ Entra enton-ces, cuanto más lúgubre más merecido/ Por imbécil, cla-ro/ Unto us a boy is born, glory hallelujah/ Parece la mor-gue/ Es, entra/ Pero la comida debe ser horrenda/ No tenéshambre/ Es cierto, pero tendré que pedir algo/ Pedí cual-quier cosa y bebé/ Es una idea/ Un vino helado, muy he-lado/ Ya ves, entra. Pero si había que beber, ¿por quéentré en el restaurante Polidor? Conocía tantos barcitossimpáticos en la orilla derecha por el lado de la rué Cau-martin, donde además siempre podría acabar festejandola nochebuena en el retablo de una rubia que me canta-ría algún noël de la Saintonge o de la Camargue y nos di-vertiríamos bastante. Por eso, puesto a pensar, lo menoscomprensible era la razón por la que finalmente habíaentrado en el restaurante Polidor después de ese diálo-go, dando un empujón casi beethoveniano a la puerta,metiéndome en el restaurante donde ya unos anteojos yuna servilleta a la altura del sobaco venían decididamen-te hacia mí para llevarme a la peor mesa, la mesa came-lo de cara a la pared pero con la pared disfrazada de es-pejo como tal vez tantas otras cosas esa noche y todas lasnoches y sobre todo Hélène, de cara a la pared porquedel otro lado donde en circunstancias normales cualquierparroquiano hubiera podido sentarse dando el frente a

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la sala, la respetable dirección del restaurante Polidorhabía erigido una enorme guirnalda de material plásti-co con luces de colores para demostrar la preocupaciónque le merecían los sentimientos cristianos de su ama-ble clientela. Imposible sustraerse a la fuerza de todoeso: si de todas maneras yo había consentido en sentar-me a una mesa de espaldas a la sala, con el espejo pro-poniéndome su estafa por encima de la horrible guirnal-da de navidad (les autres tables sont réservées, monsieur/Ça ira comme ça, madame/ Merci, monsieur/) algo que seme escapaba pero que a la vez tenía que ser profunda-mente mío acababa de forzarme a entrar y a pedir esabotella de Sylvaner que hubiera sido tan fácil y tan agra-dable pedir en otra parte, entre otras luces y otras ca-ras.

Suponiendo que el que cuenta contara a su manera,es decir que ya mucho estuviera tácitamente contado paralos de la zona (Tell, que todo lo comprende sin palabras,Hélène, a quien nada le importa cuando te importa a ti),o que de unas hojas de papel, de un disco fonográfico, unacinta magnetofónica, un libro, un vientre de muñeca sa-lieran pedazos de algo que ya no sería lo que están es-perando que empieces a contar, suponiendo que lo conta-do no tuviera el menor interés para Calac o Austin y encambio atrajera desesperadamente a Marrast o a Nicole,sobre todo a Nicole que te ama sin esperanza, suponien-do que empezaras a murmurar un largo poema donde sehabla de la Ciudad que también ellos conocen y temen ya veces recorren, si al mismo tiempo o como una susti-tución te fueras sacando la corbata y te inclinaras paraofrecerla, previamente arrollada con mucho cuidado, aPolanco que la contempla estupefacto y termina por pasár-sela a Calac que no quiere aceptarla y consulta escanda-

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lizado a Tell que aprovecha para hacerle trampa en elpoker y ganarle el pozo; suponiendo absurdos así, queen la zona y en ese momento pudieran ocurrir cosas se-mejantes, habría que preguntarse si tiene sentido el queestén ahí esperando que empieces a contar, que en todocaso alguien empiece a contar, y si el buñuelo de bana-na en que está pensando Feuille Morte no reemplazaríaharto mejor esa vaga expectativa de los que te rodeanen la zona, indiferentes y obstinados a la vez, exigentesy burlones como tú mismo con ellos cuando te toca a tiescucharlos o verlos vivir sabiendo que todo eso vienede otra parte o se va quién sabe adonde, y que por esomismo es lo que cuenta para casi todos ellos.

Y tú, Hélène, ¿también me mirarás así? Veré irse aMarrast, a Nicole, a Austin, despidiéndose apenas conun gesto que parecerá un encogimiento de hombros, o ha-blando entre ellos porque también ellos tendrán que con-tar, habrán traído noticias de la Ciudad o estarán a pun-to de tomar un avión o un tren. Veré a Tell, a Juan (por-que puede ocurrir que también yo vea a Juan en ese mo-mento, en la zona), veré a Feuille Morte, a Harold Ha-roldson, y veré a la condesa o a Frau Marta si estoy enla zona o en la Ciudad, los veré yéndose y mirándome.Pero tú, Hélène, ¿te irás también con ellos, o vendráslentamente hacia mí con las uñas manchadas de despre-cio? ¿Estabas en la zona o te soñé? Mis amigos se van rien-do, nos encontraremos otra vez y hablaremos de Londres,de Boniface Perteuil, de la Ciudad. Pero tú, Hélène, ¿ha-brás sido una vez más un nombre que levanto contra lanada, el simulacro que me invento con palabras mien-tras Frau Marta, mientras la condesa se acercan y memiran?

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—Quisiera un castillo sangriento —había dicho el co-mensal gordo.

Todo era hipotético, pero se podía admitir que si Juanno hubiera abierto distraídamente el libro de Michel Bu-tor una fracción de tiempo antes que el cliente hicierasu pedido, los componentes de eso que le apretaba el es-tómago se habrían mantenido dispersos. Y así había ocu-rrido que con el primer trago de vino helado, a la espe-ra de que le trajesen una coquille Saint-Jacques que notenía ganas de comer, Juan había abierto el libro paraenterarse sin mayor interés de que en 1791 el autor deAtala y de René se había dignado contemplar las catara-tas del Niágara, de las que dejaría una descripción ilus-tre. En ese momento (estaba cerrando el libro porque notenía ganas de leer y la luz era pésima) oyó distintamenteel pedido del comensal gordo y todo se coaguló en el actode alzar los ojos y descubrir en el espejo la imagen delcomensal cuya voz le había llegado desde atrás. Imposi-ble separar las partes, el sentimiento fragmentado dellibro, la condesa, el restaurante Polidor, el castillo san-griento, quizá la botella de Sylvaner: quedó el cuajo fue-ra del tiempo, el privilegiado horror exasperante y de-licioso de la constelación, la apertura a un salto quehabía que dar y que él no daría porque no era un saltohacia nada definido y ni siquiera un salto. Más bien alrevés, porque en ese vacío vertiginoso las metáforas sal-taban hacia él como arañas, como siempre eufemismos orellenos de la inaprehensible mostración (otra metáfo-ra), y además la vieja de los anteojos le estaba poniendopor delante una coquille Saint-Jacques y esas cosas ha-bía que agradecerlas siempre de palabra en un restau-rante francés o todo empezaba a andar de mal en peorhasta los quesos y el café.

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(De la Ciudad, que en adelante se mencionará sin ma-yúscula puesto que no hay razón para extrañarla —en elsentido de darle un valor privilegiado por oposición alas ciudades que nos eran habituales— conviene hablardesde ahora porque todos nosotros estábamos de acuer-do en que cualquier lugar o cualquier cosa podían vin-cularse con la ciudad, y así a Juan no le parecía imposi-ble que de alguna manera lo que acababa de ocurrirle fue-se materia de la ciudad, una de sus irrupciones o sus ga-lerías de acceso abriéndose esa noche en París como hu-biera podido abrirse en cualquiera de las ciudades adon-de lo llevaba su profesión de intérprete. Por la ciudadhabíamos andado todos, siempre sin quererlo, y de re-greso hablábamos de ella, comparábamos calles y playasa la hora del Cluny. La ciudad podía darse en París, po-día dársele a Tell o a Calac en una cervecería de Oslo, aalguno de nosotros le había ocurrido pasar de la ciudada una cama en Barcelona, a menos que fuera lo contra-rio. La ciudad no se explicaba, era; había emergido algu-na vez de las conversaciones en la zona, y aunque el pri-mero en traer noticias de la ciudad había sido mi pare-dro, estar o no estar en la ciudad se volvió casi una ruti-na para todos nosotros, salvo para Feuille Morte. Y yaque de eso se habla, con la misma razón hubiera podidodecirse que mi paredro era una rutina en la medida enque siempre había entre nosotros alguno al que llamá-bamos mi paredro, denominación introducida por Calacy que empleábamos sin el menor ánimo de burla puestoque la calidad de paredro aludía como es sabido a unaentidad asociada, a una especie de compadre o sustitutoo baby sitter de lo excepcional, y por extensión un dele-gar lo propio en esa momentánea dignidad ajena, sin per-der en el fondo nada de lo nuestro, así como cualquierimagen de los lugares por donde anduviéramos podía

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ser una delegación de la ciudad, o la ciudad podía dele-gar algo suyo (la plaza de los tranvías, los portales conlas pescaderas, el canal del norte) en cualquiera de loslugares por donde andábamos y vivíamos en ese tiempo.

No era demasiado difícil explicarse por qué había pe-dido una botella de Sylvaner, aunque en el momento dedecidirlo no hubiera estado pensando en la condesa pues-to que el restaurante Polidor le interponía el descubri-miento entre lúgubre e irónico del espejo, llevándose suatención por otros lados. A Juan no se le escapaba quede alguna manera la condesa había estado presente enel acto aparentemente espontáneo de preferir el Sylva-ner helado a cualquier otro vino de los que enorgullecíanal restaurante Polidor, como en otros tiempos habría es-tado presente a través del recelo y del terror, ejerciendoentre sus cómplices y hasta sus víctimas una fuerza quenacía acaso de la manera de sonreír, de inclinar la cabe-za, o más probablemente del tono de la voz o el olor dela piel, en todo caso una influencia insidiosa que no re-quería una presencia activa, que actuaba siempre comopor debajo; y pedir sin reflexión previa una botella deSylvaner, que contenía en sus primeras sílabas como enuna charada las sílabas centrales de la palabra dondelatía a su vez el centro geográfico de un oscuro terrorancestral no pasaba en definitiva de una mediocre aso-ciación fonética. Ahora el vino estaba allí vivo y fragan-te, ese vino que se había objetivado al margen de lo otro,del coágulo en fuga, y Juan no podía dejar de sentirlocomo una burla irónica mientras bebía su copa y la sa-boreaba en un plano irrisoriamente accesible, sabiendoque no era más que una adherencia sin valor a lo que ver-daderamente hubiese querido apresar y que estaba yatan lejos. Pero en cambio el pedido del comensal gordo

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tenía otro sentido, exigía preguntarse si el hecho de ha-ber mirado distraídamente el libro de Michel Butor unsegundo antes que se escuchara la voz que pedía un cas-tillo sangriento, había establecido una aceptable rela-ción causal, o si en el caso de no haber abierto el libro ytropezado con el nombre del autor de Atala, el pedidodel comensal gordo hubiera resonado en el silencio delrestaurante Polidor para aglutinar los elementos aisla-dos o sucesivos, en vez de mezclarse anodinamente a tan-tas otras voces y murmullos en la modorra distraída delhombre que bebía Sylvaner. Porque ahora Juan podía re-construir el instante en que había escuchado el pedido,y estaba seguro de que la voz del comensal gordo se ha-bía hecho oír exactamente en uno de esos huecos que seproducen en todo murmullo colectivo y que la imagina-ción popular atribuye no sin una oscura inquietud a unaintervención desacralizada y reducida a broma de buenasociedad: pasa un ángel. Pero no siempre los ángeles sehacen perceptibles a todos los presentes, y así ocurreque alguien dice su palabra, pide su castillo sangrientoexactamente en mitad del hueco que el ángel ha abiertoen el sonido, y esa palabra adquiere un halo y una reso-nancia casi insoportables que hay que ahogar de inme-diato con risas y frases manidas y un nuevo concierto devoces, sin contar la otra posibilidad que Juan había vis-to en seguida, la de que sólo para él se hubiera abiertoese agujero en el sonido, puesto que a los comensales delrestaurante Polidor poco podía interesarles que alguienpidiera un castillo sangriento en la medida en que paratodos ellos no era más que un plato del menú. Si no hu-biera hojeado un segundo antes el libro de Michel Bu-tor, ¿se habrían congelado las conversaciones, le hubie-ra llegado la voz del comensal gordo con esa recortadanitidez? Probablemente sí, incluso seguramente sí, por-

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que la elección de la botella de Sylvaner mostraba unapersistencia por debajo de la distracción, la esquina dela rué de Vaugirard seguía presente en la sala del res-taurante Polidor, de nada valían el espejo con sus nue-vas imágenes, la exploración del menú y la risa que sequería lustral frente a la guirnalda con las lucecitas; allíestabas, Hélène, todo seguía siendo un pequeño clip conla imagen de un basilisco, una plaza con tranvías, la con-desa que de alguna manera lo resumía todo. Y yo habíavivido demasiadas agresiones de esos estallidos de unapotencia que venía de mí mismo contra mí mismo comopara no saber que si algunos eran meros relámpagos quecedían a la nada sin dejar más que una frustración (losdeja vu monótonos, las asociaciones significativas peromordiéndose la cola), otras veces, como eso que me aca-baba de ocurrir, algo se agitaba en un territorio entra-ñable, me hería de lleno como un zarpazo irónico que fue-se al mismo tiempo el golpe de una puerta en plena cara.Todos mis actos en esa última media hora se situabanen una perspectiva que sólo podía tener sentido desdelo que me había sucedido en el restaurante Polidor, anu-lando vertiginosamente cualquier enlace causal ordina-rio. Y así el hecho de haber abierto el libro y mirado dis-traídamente el nombre del vizconde de Chateaubriand,ese mero gesto que lleva a un lector crónico a echar unaojeada a cualquier página impresa que entra en su cam-po visual, había como potenciado lo que inevitablemen-te había de seguir, y la voz del comensal gordo mutilan-do como se estilaba en París el nombre del autor de Ata-la me había llegado distintamente en un hueco del ru-mor del restaurante que, sin el encuentro del nombre com-pleto en una página del libro, no se hubiera producidopara mí. Había sido necesario que mirara vagamente unapágina del libro (y que comprara el libro media hora an-

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tes sin saber bien por qué) para que esa casi horrible niti-dez del pedido del comensal gordo en el brusco silenciodel restaurante Polidor desencadenase el zarpazo conuna fuerza infinitamente más arrasadora que cualquierade las evidencias tangibles que me rodeaban en la sala.Pero a la vez, puesto que mi reflexión se situaba a nivelverbal, a palabra impresa y pedido de un plato, a Sylva-ner y castillo sangriento, de nada valía conjeturar que lalectura del nombre del autor de Atala había podido serel factor desencadenante ya que ese nombre había nece-sitado a su vez (y viceversa) que el comensal gordo for-mulara su pedido, duplicando sin saberlo uno de los ele-mentos que harían fraguar instantáneamente el todo.“Sí”, se dijo Juan terminando la coquille Saint-James,“pero a la vez tengo el derecho de pensar que si no hu-biera abierto el libro un momento antes, la voz del co-mensal gordo se hubiera confundido con el murmullo dela sala”. Ahora que el comensal gordo seguía hablandoanimadamente con su mujer, comentando fragmentos delalfabeto ruso de France-Soir, a Juan no le parecía, pormás atención que prestaba, que su voz dominara la desu mujer y las de los otros comensales. Si había escucha-do (si había creído escuchar, si le había sido dado escu-char, si había tenido que escuchar) que el comensal gor-do quería un castillo sangriento, el agujero en el aire te-nía que haberlo abierto el libro de Michel Butor. Pero élhabía comprado el libro antes de llegar a la esquina dela rué de Vaugirard, y sólo al llegar a la esquina habíasentido la presencia de la condesa, se había acordado deFrau Marta y de la casa del basilisco, había reunido todoeso en la imagen de Hélène. Si había comprado el librosabiendo que lo compraba sin necesidad y sin ganas, ysin embargo lo había comprado porque el libro iba a abrirleveinte minutos después un agujero en el aire por donde

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se descargaría el zarpazo, toda posible ordenación de loselementos parecía impensable y eso, se dijo Juan bebien-do su tercera copa de Sylvaner, era en el fondo el resu-men más aprovechable por decirlo así de eso que le ha-bía ocurrido: lección de cosas, mostración de cómo unavez más el antes y el después se le destrozaban en las ma-nos, dejándole una fina inútil lluvia de polillas muertas.

De la ciudad se irá hablando en su momento (hay in-cluso un poema que se citará o no se citará), así como demi paredro podía hablar cualquiera de nosotros y él a suvez podía hablar de mí o de otros; ya se ha dicho que laatribución de la dignidad de paredro era fluctuante ydependía de la decisión momentánea de cada cual sin quenadie pudiese saber con certeza cuándo era o no el pare-dro de otros presentes o ausentes en la zona, o si lo ha-bía sido y acababa de dejar de serlo. La condición de pare-dro parecía consistir sobre todo en que ciertas cosas quehacíamos o decíamos eran siempre dichas o hechas pormi paredro, no tanto para evadir responsabilidades sinomás bien como si en el fondo mi paredro fuese una formadel pudor. Sé que lo era, sobre todo para Nicole o Calaco Marrast, pero además mi paredro valía como testimo-nio tácito de la ciudad, de la vigencia en nosotros de laciudad, que habíamos aceptado a partir de la noche enque por primera vez se había hablado de ella y se habíanconocido sus primeros accesos, los hoteles con verandastropicales, las calles cubiertas, la plaza de los tranvías;a nadie se le hubiera ocurrido pensar que Marrast o Po-lanco o Tell o Juan habían hablado los primeros de la ciu-dad, porque eso era cosa de mi paredro, y así atribuir cual-quier designio o cualquier ejecución a mi paredro teníasiempre una faceta vuelta hacia la ciudad. Éramos pro-fundamente serios cuando se trataba de mi paredro o

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de la ciudad, y nadie se hubiera negado a acatar la con-dición de paredro cuando alguno de nosotros se la impo-nía por el mero hecho de darle ese nombre. Desde luego(todavía hay que aclarar estas cosas) las mujeres tam-bién podían ser mi paredro, salvo Feuille Morte; cual-quiera podía ser el paredro de otro o de todos y el serlole daba como un valor de comodín en la baraja, una efi-cacia ubicua y un poco inquietante que nos gustaba te-ner a mano y echar sobre el tapete llegado el caso. In-cluso había veces en que sentíamos que mi paredro esta-ba como existiendo al margen de todos nosotros, que éra-mos nosotros y él, como las ciudades donde vivíamos eransiempre las ciudades y la ciudad; a fuerza de cederle lapalabra, de aludirlo en nuestras cartas y nuestros en-cuentros, de mezclarlo en nuestras vidas, llegábamos aobrar como si él ya no fuera sucesivamente cualquierade nosotros, como si en algunas horas privilegiadas sa-liera por sí mismo, mirándonos desde fuera. Entoncesnos apresurábamos, en la zona, a instalar nuevamente ami paredro en la persona de cualquiera de los presen-tes, a sabernos el paredro de otro o de otros, apretába-mos las filas en torno a la mesa del Cluny, nos reíamosde las ilusiones; pero llegaba poco a poco el tiempo en quereincidíamos casi sin advertirlo, y de postales de Tell onoticias de Calac, del tejido de llamados telefónicos ymensajes que iban de destino a destino, se iba alzandootra vez una imagen de mi paredro que ya no era la deninguno de nosotros; muchas cosas de la ciudad debie-ron venir de él, porque nadie las recordaba como dichaspor otro, de alguna manera se incorporaban a lo que yasabíamos y a lo que ya habíamos vivido de la ciudad, lasaceptábamos sin discusión aunque fuera imposible saberquién las había traído primero; no importaba, todo esovenía de mi paredro, de todo eso respondía mi paredro.

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La comida era mala pero por lo menos estaba frentea él, como la cuarta copa de vino helado, como el cigarri-llo entre los dedos; todo lo demás, las voces y las imáge-nes del restaurante Polidor le llegaban por la vía del es-pejo y quizá por eso, o por estar ya en la segunda mitadde la botella de Sylvaner, Juan acabó sospechando quela alteración del tiempo que se le había vuelto evidentea través de la compra del libro, el pedido del comensalgordo y la tenue sombra de la condesa en la esquina dela rué de Vaugirard, encontraba una curiosa rima en elespejo mismo. La brusca ruptura que había aislado el pedi-do del comensal gordo y que vanamente había queridosituar en términos inteligibles de antes y después, ri-maba de alguna manera con ese otro desencadenamien-to puramente óptico que el espejo proponía en términosde delante y detrás. Así, la voz que había pedido un cas-tillo sangriento había venido desde atrás, pero la bocaque pronunciaba las palabras estaba ahí en el espejo, de-lante de él. Juan se acordaba distintamente de haber al-zado la vista del libro de Michel Butor y mirado la ima-gen del hombre gordo en el preciso momento en que ibaa hacer el pedido. Desde luego sabía que eso que estabaviendo era el reflejo del comensal gordo, pero de todasmaneras la imagen se situaba delante de él; y entoncesse produjo el hueco en el aire, el paso del ángel, y la vozle llegó desde atrás, la imagen y la voz se dieron desdedirecciones opuestas para centrarse en su atención brus-camente despierta. Y precisamente porque la imagenestaba delante como si la voz viniera desde mucho másatrás, desde un atrás que no tuviera nada que ver con elrestaurante Polidor ni con París ni con esa maldita no-chebuena; y todo eso rimaba, por decirlo de algún modo,con los antes y los después en los que vanamente habíayo querido insertar los elementos de eso que cuajaba como

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una estrella en mi estómago. De sólo una cosa podía es-tar seguro: de ese hueco en el rumor gastronómico delrestaurante Polidor en el que un espejo de espacio y unespejo de tiempo habían coincidido en un punto de in-soportable y fugacísima realidad antes de dejarme otravez a solas con tanta inteligencia, con tanto antes y atrásy delante y después.

Más tarde, con el sabor a borra de un mal café, cami-nó bajo la llovizna hacia el barrio del Panteón, fumó re-fugiado en un portal, borracho de Sylvaner y cansancio,obstinándose todavía vagamente en reavivar esa mate-ria que cada vez se volvía más lenguaje, arte combinato-ria de recuerdos y circunstancias, sabiendo que esa mis-ma noche o al día siguiente en la zona, todo lo que con-tara estaría irremisiblemente falseado, puesto en orden,propuesto como enigma de tertulia, charada de amigos,la tortuga que se saca del bolsillo como a veces mi pare-dro sacaba del bolsillo al caracol Osvaldo para alegríade Feuille Morte y de Tell: los juegos idiotas, la vida.

De todo eso iba quedando Hélène, como siempre susombra fría en lo más hondo del portal donde me habíarefugiado de la llovizna para fumar. Su fría distante in-evitable sombra hostil. Otra vez, siempre: fría distanteinevitable hostil. ¿Qué venías a hacer aquí? No teníasderecho a estar entre las cartas de esa secuencia, no erastú quien me había esperado en la esquina de la rué de Vau-girard. ¿Por qué te obstinabas en sumarte, por qué unavez más oiría tu voz hablándome de un muchacho muer-to en una mesa de operaciones, de una muñeca guardadaen un armario? ¿Por qué llorabas otra vez, odiándome?

Seguí andando solo, sé que en algún momento me hicellevar hasta el barrio del canal Saint-Martin por meranostalgia, sintiendo que allí tu sombra menuda se volve-

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ría menos enemiga, quizá porque alguna vez habías con-sentido en caminar conmigo a lo largo del canal, mien-tras a la altura de cada vago reverbero yo sentía brillarun instante, entre tus senos, el clip con la imagen del ba-silisco. Vencido por la noche, por el restaurante Polidor,la sensación del zarpazo en pleno vientre cedía comosiempre a la inercia: volveríamos a vivir por la mañana,glory hallelujah. Fue entonces, creo, cuando de tanta fa-tiga me vino la oscura comprensión que había buscadocon armas inútiles frente al espejo del restaurante Poli-dor, y entendí por qué tu sombra había estado todo eltiempo ahí, rondando como rondan las larvas del círculomágico, queriendo entrar en la secuencia, ser cada uñadel zarpazo. Tal vez fue en ese momento cuando al finalde un interminable caminar entreví la silueta de FrauMarta en el pontón que se deslizaba sin ruido por un aguacomo de mercurio; y aunque eso había ocurrido en la ciu-dad, al término de una interminable persecución, ya nopodía parecer me imposible ver a Frau Marta en esa no-chebuena de París, en ese canal que no era el canal de laciudad. Me desperté (hay que darle un nombre, Hélène)en un banco, al alba; todo me facilitaba una vez más laexplicación atendible, el sueño donde se mezclan los tiem-pos, donde tú, que en ese momento dormirías sola en tudepartamento de la rué de la Clef, habías estado conmi-go, donde yo había llegado hasta la zona para contar esascosas a los amigos, y donde mucho antes había cenadocomo en un banquete fúnebre, entre guirnaldas y alfabe-tos rusos y vampiros.

Entro de noche a mi ciudad, yo bajo a mi ciudaddonde me esperan o me eluden, donde tengo que

/huir

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de alguna abominable cita, de lo que ya no tiene/nombre,

una cita con dedos, con pedazos de carne en un/armario,

con una ducha que no encuentro, en mi ciudad hay/duchas,

hay un canal que corta por el medio mi ciudady navíos enormes sin mástiles pasan en un silencio

/intolerablehacia un destino que conozco pero que olvido al

/regresar,hacia un destino que niega mi ciudaddonde nadie se embarca, donde se está para

/quedarseaunque los barcos pasen y desde el liso puente

/alguno esté mirando mi ciudad.

Entro sin saber cómo en mi ciudad, a veces otras/noches

salgo a calles o casas y sé que no es en mi ciudad,mi ciudad la conozco por una expectativa

/agazapada,algo que no es el miedo todavía pero tiene su forma

/y su perro y cuando es mi ciudadsé que primero habrá el mercado con portales y

/con tiendas de frutas,los rieles relucientes de un tranvía que se pierde

/hacia un rumbodonde fui joven pero no en mi ciudad, un barrio

/como el Once en Buenos Aires, un olor a colegio,paredones tranquilos y un blanco cenotafio, la calle

/Veinticuatro de Noviembrequizás, donde no hay cenotafios pero está en mi

/ciudad cuando es su noche.

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Entro por el mercado que condensa el relente de/un presagio

indiferente todavía, amenaza benévola, allí me/miran las fruteras

y me emplazan, plantan en mí el deseo, llegar/adonde es necesario y podredumbre,

lo podrido es la llave secreta en mi ciudad, una/fecal industria de jazmines de cera,

la calle que serpea, que me lleva al encuentro con/eso que no sé,

las caras de las pescaderas, sus ojos que no miran y/es el emplazamiento,

y entonces el hotel, el de esta noche porque/mañana o algún día será otro,

mi ciudad es hoteles infinitos y siempre el mismo/hotel,

verandas tropicales de cañas y persianas y vagos/mosquiteros y un olor a canela y azafrán,

habitaciones que se siguen con sus empapelados/claros, sus sillones de mimbre

y los ventiladores en un cielo rosa, con puertas que/no dan a nada,

que dan a otras habitaciones donde hay/ventiladores y más puertas,

eslabones secretos de la cita, y hay que entrar y/seguir por el hotel desierto

y a veces es un ascensor, en mi ciudad hay tantos/ascensores, hay casi siempre un ascensor

donde el miedo ya empieza a coagularse, pero/otras veces estará vacío,

cuando es peor están vacíos y yo debo viajar/interminablemente

hasta que cesa de subir y se desliza horizontal, en/mi ciudad

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los ascensores como cajas de vidrio que avanzan en/zig-zag

cruzan puentes cubiertos entre dos edificios y/abajo se abre la ciudad y crece el vértigo

porque entraré otra vez en el hotel o en las/deshabitadas galerías de algo

que ya no es el hotel, la mansión infinita a la que/llevan

todos los ascensores y las puertas, todas las/galerías,

y hay que salir del ascensor y buscar una ducha o/un retrete

porque sí, sin razones, porque la cita es una ducha/o un retrete y no es la cita,

buscar la dicha en calzoncillos, con un jabón y un/peine

pero siempre sin toalla, hay que encontrar la toalla/y el retrete,

mi ciudad es retretes incontables, sucios, con/portezuelas de mirillas

sin cerrojos, apestando a amoníaco, y las duchasestán en una misma enorme cuadra con el piso

/mugrientoy una circulación de gentes que no tienen figura

/pero que están ahíen las duchas, llenando los retretes donde también

/están las duchas,donde debo bañarme pero no hay toallas y no haydonde posar el peine y el jabón, donde dejar la

/ropa, porque a vecesestoy vestido en mi ciudad y después de la ducha

/iré a la cita,andaré por la calle de las altas aceras, una calle

/que existe en mi ciudad

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y que sale hacia el campo, me aleja del canal y los/tranvías

por sus torpes aceras de ladrillos gastados y sus/setos,

sus encuentros hostiles, sus caballos fantasmas y/su olor de desgracia.

Entonces andaré por mi ciudad y entraré en el/hotel

o del hotel saldré a la zona de los retretes/rezumantes de orín y de excremento,

o contigo estaré, amor mío, porque contigo yo he/bajado alguna vez a mi ciudad

y en un tranvía espeso de ajenos pasajeros sin/figura he comprendido

que la abominación se aproximaba, que iba a/ocurrir el Perro, y he querido

tenerte contra mí, guardarte del espanto,pero nos separaban tantos cuerpos, y cuando te

/obligaban a bajar entre un confuso movimientono he podido seguirte, he luchado con la goma

/insidiosa de solapas y caras,con un guarda impasible y la velocidad y

/campanillas,hasta arrancarme en una esquina y saltar y estar

/solo en una plaza del crepúsculoy saber que gritabas y gritabas perdida en mi

/ciudad, tan cerca e inhallable,para siempre perdida en mi ciudad, y eso era el

/Perro, era la cita,inapelablemente era la cita, separados por siempre

/en mi ciudad dondeno habría hoteles para ti ni ascensores ni duchas,

/un horror de estar sola mientras alguien

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se acercaría sin hablar para apoyarte un dedo/pálido en la boca.

O la variante, estar mirando mi ciudad desde la/borda

del navío sin mástiles que atraviesa el canal, un/silencio de arañas

y un suspendido deslizarse hacia ese rumbo que no/alcanzaremos

porque en algún momento ya no hay barco, todo es/andén y equivocados trenes,

las perdidas maletas, las innúmeras víasy los trenes inmóviles que bruscamente se

/desplazan y ya no es el andén,hay que cruzar para encontrar el tren y las maletas

/se han perdidoy nadie sabe nada, todo es olor a brea y a

/uniformes de guardas impasibleshasta trepar a ese vagón que va a salir, y recorrer

/un tren que no termina nuncadonde la gente apelmazada duerme en

/habitaciones de fatigados muebles,con cortinas oscuras y una respiración de polvo y

/de cerveza,y habrá que andar hasta el final del tren porque en

/alguna parte hay que encontrarse,sin que se sepa quién, la cita era con alguien que

/no se sabe y se han perdido las maletasy tú, de tiempo en tiempo, estás también en la

/estación pero tu trenes otro tren, tu Perro es otro Perro, no nos

/encontraremos, amor mío,te perderé otra vez en el tranvía o en el tren, en

/calzoncillos correré

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por entre gentes apiñadas y durmiendo en los/compartimientos donde una luz violeta

ciega los polvorientos paños, las cortinas que/ocultan mi ciudad.

Hélène, si les dijera que todo lo que están esperando(porque están ahí, esperando que alguien empiece a con-tar, a poner orden), si les dijera que todo se resume enese lugar sobre la chimenea de mi casa en París, entreuna pequeña escultura de Marrast y un cenicero, dondehay el espacio preciso que siempre reservé para posartu carta, esa que no me escribiste nunca. Si les dijera dela esquina de la rué de l’Estrapade donde te esperé a me-dianoche en la llovizna, dejando caer una colilla tras otraen el charco sucio donde temblaba una estrella de sali-va. Pero contar, tú lo sabes, sería poner orden como quiendiseca pájaros, y también en la zona lo saben y el prime-ro en sonreír sería mi paredro, el primero en bostezarsería Polanco, y también tú, Hélène, cuando en lugar detu nombre fuera poniendo anillos de humo o figuras delenguaje. Mira, hasta el final me resistiré a aceptar queeso tuvo que ser así, hasta el final preferiré nombrar aFrau Marta que me lleva de la mano por la Blutgasse don-de todavía se dibuja en su niebla de moho el palacio dela condesa, me obstinaré en sustituir a una niña de Pa-rís por una de Londres, una cara por otra, y cuando mesienta acorralado al borde de tu nombre inevitable (por-que siempre estarás ahí para obligarme a decirlo, paracastigarte y vengarte a la vez en mí y por mí), me queda-rá el recurso de volver a jugar con Tell, de imaginar en-tre tragos de slívovitz que todo sucedió fuera de la zona,en la ciudad si quieres (pero allí puede ser peor, allí pue-den matarte), y además estarán los amigos, estarán Ca-lac y Polanco jugando con canoas y laudistas, estará la

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noche común, la de este lado, la protectora con periódi-cos y Tell y hora de Greenwich.

Hélène, ayer me enviaron desde Italia una postal cual-quiera con una vista de Bari en colores. Mirándola al re-vés con los ojos entornados, panal de infinitas celdas cen-telleantes con su orla marina en lo más alto, se diluía enuna abstracción de una prolija delicadeza. Entonces re-corté un sector donde no sobresalían edificios notablesni avenidas de ilustre anchura; ahí está, apoyado en elpote donde guardo lápices y pipas. Lo miro y no es unaciudad italiana; urdimbre minuciosa de diminutos com-partimientos rosados y verdes, blancos y celestes, orga-niza una instancia de pura belleza. Tú ves, Hélène, asípodría yo contar mi Bari, cabeza abajo y recortada, enotra escala, desde otro peldaño, y entonces ese punto ver-de que valora todo el plano superior de mi pequeña joyade cartón apoyada en el pote, ese punto verde que será(podríamos verificarlo con dos horas de avión y un taxi)la casa del número tanto de la calle tal, donde viven hom-bres y mujeres que se llaman así y así, ese punto verdevale de otra manera, puedo hablar de él como lo que espara mí, derogando una casa y sus habitantes. Y cuandome mido contigo, Hélène, creo que desde siempre eresel punto verde pequeñito en mi recorte de cartulina, pue-do mostrarlo a Nicole o a Celia o a Marrast, puedo mos-trártelo a ti cuando nos enfrentamos en una mesa delCluny y hablamos de la ciudad, de los viajes, entre bro-mas y anécdotas y el caracol Osvaldo que se refugia dul-cemente en la mano de Feuille Morte. Y detrás está elmiedo, la negativa a admitir lo que esta noche me tira-ron a la cara un espejo, un comensal gordo, un libro abier-to al azar, un olor a moho saliendo de un portal. Pero aho-ra escúchame, aunque estés durmiendo sola en tu depar-tamento de la rué de la Clef: el silencio también es trai-

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ción. Hasta el final pensaré que puedo haberme equivo-cado, que las evidencias que te manchan contra mí, queme vomitan cada mañana en una vida que ya no quiero,nacen quizá de que no supe encontrar el verdadero or-den y de que tú misma no entendiste nunca lo que esta-ba pasando, Hélène, que no entendiste la muerte del mu-chacho en la clínica, la muñeca de monsieur Ochs, el llan-to de Celia, que simplemente echaste mal las cartas, in-ventaste un gran juego que te vaticinó lo que no eras, loque todavía me obstino en querer que no seas. Y si mecallara traicionaría, porque las barajas están ahí, comola muñeca en tu armario o la huella de mi cuerpo en tucama, y yo volveré a echarlas a mi manera, una y otravez hasta convencerme de una repetición inapelable oencontrarte por fin como hubiera querido encontrarteen la ciudad o en la zona (tus ojos abiertos en esa habi-tación de la ciudad, tus ojos enormemente abiertos sinmirarme); y callar entonces sería vil, tú y yo sabemosdemasiado de algo que no es nosotros y juega estas ba-rajas en las que somos espadas o corazones pero no lasmanos que las mezclan y las arman, juego vertiginoso delque sólo alcanzamos a conocer la suerte que se teje y deste-je a cada lance, la figura que nos antecede o nos sigue,la secuencia con que la mano nos propone al adversario,la batalla de azares excluyentes que decide las posturasy las renuncias. Perdóname este lenguaje, el único posi-ble. Si me estuvieras escuchando asentirías, con ese ges-to grave que a veces te acerca un poco más a la frivoli-dad del narrador. Ah, ceder a esa moviente armazón deredes instantáneas, aceptarse en la baraja, consentir aeso que nos mezcla y nos reparte, qué tentación, Hélène,qué blando boca arriba sobre un mar en calma. Mira aCelia, mira a Austin, esos alciones flotando en la con-formidad. Mira a Nicole, pobrecita, que sigue mi sombra

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con las manos juntas. Pero demasiado sé que para ti vi-vir es hacer frente, que nunca aceptaste autoridad; aun-que sólo sea por eso, sin siquiera hablar de mí o de tan-tos otros que también jugaron los juegos, me obligo a seresto que no escucharás o escucharás irónica, dándomeasí la última razón de que lo diga. Ya ves que no hablopara otros aunque sean otros los que escuchan: dime, siquieres, que sigo jugando con palabras, que también yolas mezclo y las tiro en el tapete. Reina de corazones, ríe-te una vez más de mí. Dilo: No podía impedirlo, era cur-si como un corazón bordado. Yo seguiré buscando el ac-ceso, Hélène, cada esquina me verá consultar un rumbo,todo entrará en la cuenta, la plaza de los tranvías, Nicole,el clip que llevabas la noche del canal Saint-Martin, lasmuñecas de monsieur Ochs, la sombra de Frau Marta enla Blutgasse, lo importante y lo nimio, todo lo barajaréotra vez para encontrarte como quiero, un libro compra-do al azar, una guirnalda con luces, y hasta la piedra dehule que buscó Marrast en el norte de Inglaterra, la pie-dra de hule para tallar la estatua de Vercingétorix en-cargada y pagada a medias por la municipalidad de Ar-cueil para consternación de vecinos bien pensantes.

“Menos mal”, pensó mi paredro, “menos mal que ésterenuncia por un momento al ditirambo y a la mántica, yse acuerda de cosas como la piedra de hule, por ejemplo.No está completamente perdido si todavía es capaz deacordarse de la piedra de hule”.

—Estamos esperando, che —dijo mi paredro—. Yasabemos lo que pasó en el restaurante, si es que en rea-lidad pasó alguna cosa. ¿Y después?

—Seguramente llovía finito —dijo Polanco—. Siem-pre es así cuando uno.

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—¿Cuándo uno qué? —preguntó Celia. Polanco miróa Celia y movió tristemente la cabeza.

—A todos nos ocurren cosas así —insistió Celia—.Son formas de paramnesia, es sabido.

—Bisbis bisbis —dijo Feuille Morte que se excitabamuchísimo con los términos científicos.

—Cállese, m’hijita —le dijo Polanco a Celia—. Déje-se de andarle poniendo corchos a las botellas, la sed estáantes que la saciedad y vale mucho más. Claro que en elfondo estuviste muy bien, porque cuando éste se entu-siasma con sus coágulos o lo que sea se nos pone verda-deramente.

Hélène seguía callada, fumando despacio un cigarri-llo rubio, atenta y ajena como siempre que yo hablaba.No la había mencionado ni una sola vez (¿qué les conté,finalmente, qué rara mezcla de espejos y Sylvaner paraalegrarles la nochebuena?), y sin embargo era como si sesupiese aludida, se refugiaba detrás del cigarrillo, en al-guna observación casual a Tell o a Marrast, seguía cor-tésmente el relato. Si hubiéramos estado solos creo queme hubiera dicho: “No soy responsable de la imagen queanda a tu lado”, sin sonreír pero casi amablemente. “Sime ocurriera soñar contigo, tú no serías responsable”,podría haberme dicho Hélène. “Pero eso no era un sue-ño”, le hubiese contestado yo, “y tampoco sé con certezasi tenías algo que ver o si te incorporaba por rutina, porestúpida costumbre”. No era difícil imaginar el diálogo,pero si hubiese estado solo con Hélène ella no me hubie-ra dicho eso, probablemente no me hubiera dicho nada,atenta y ajena; una vez más la incluía sin derecho, imagi-nariamente, como un consuelo por tanta distancia y tan-to silencio. Ya nada teníamos que decirnos Hélène y yo,que nos habíamos dicho tan poco. De alguna manera quea los dos se nos escapaba y que quizá estaba tan clara en

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lo que había sucedido esa noche en el restaurante Poli-dor, no coincidíamos ya en la zona o en la ciudad, aun-que nos encontráramos en una mesa del Cluny y hablá-ramos con los amigos, a veces entre nosotros brevemen-te. Sólo yo me obstinaba todavía en esperar; Hélène per-manecía allí, atenta y ajena. Si en el último reducto demi honradez ella y la condesa y Frau Marta se sumabanen una misma abominable imagen, ¿no me había dichoalguna vez Hélène —o me lo diría después, como si yono lo hubiese sabido desde siempre— que la única ima-gen que podía guardar de mí era la de un hombre muer-to en una clínica? Intercambiábamos visiones, metáforaso sueños; antes o después seguíamos solos, mirándonostantas noches por encima de las tazas de café.

Y puesto que de sueños se trata, cuando a los tárta-ros les da por los sueños colectivos, materia paralela ala de la ciudad pero cuidadosamente deslindada porquea nadie se le ocurriría mezclar la ciudad con los sueños,que sería como decir la vida con el juego, se vuelven deuna puerilidad que repugnaría a las personas serias.

Casi siempre empieza Polanco: Mira, soñé que esta-ba en una plaza y que encontraba un corazón en el sue-lo. Lo levanté y latía, era un corazón humano y latía, en-tonces lo llevé a una fuente, lo lavé lo mejor que pudeporque estaba lleno de hojas y de polvo, y fui a entregar-lo a la comisaría de la rué de l’Abbaye. Es absolutamen-te falso, dice Marrast. Lo lavaste pero después lo envol-viste irrespetuosamente en un diario viejo y te lo echas-te al bolsillo del saco. Cómo se lo va a echar al bolsillodel saco si estaba en mangas de camisa, dice Juan. Yoestaba correctamente vestido, dice Polanco, y el corazónlo llevé a la comisaría y me dieron un recibo, eso fue lomás extraordinario del sueño. No lo llevaste, dice Tell,

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te vimos cuando entrabas en tu casa y escondías el co-razón en un placard, ese que tiene un candado de oro.Vos imagínate a Polanco con un candado de oro, se ríegroseramente Calac. Yo el corazón lo porté a la comi, dicePolanco. Bueno, consiente Nicole, a lo mejor ése era elsegundo, porque todos sabemos que encontraste por lomenos dos. Bisbis bisbis, dice Feuille Morte. Ahora quelo pienso, dice Polanco, encontré cerca de veinte. Diosde Israel, me había olvidado de la segunda parte del sue-ño. Lo encontraste en la Place Maubert debajo de unamontaña de basura, dice mi paredro, te vi desde el caféLes Matelots. Y todos latían, dice Polanco entusiasmado.Encontré veinte corazones, veintiuno con el que ya ha-bía llevado a la policía, y todos estaban latiendo comolocos. No lo llevaste a la policía, dice Tell, yo te vi cuan-do lo escondías en el placard. En todo caso latía, conce-de mi paredro. Puede ser, dice Tell, el latido me tienepor completo sin cuidado. No hay como las mujeres, diceMarrast, que un corazón esté latiendo o no lo único queven es un candado de oro. No te pongas misógino, dicemi paredro. Toda la ciudad estaba cubierta de corazo-nes, dice Polanco, me acuerdo muy bien, era rarísimo. Ypensar que al principio solamente me acordaba de uncorazón. Por algo se empieza, dice Juan. Y todos latían,dice Polanco. De qué les podía servir, dice Tell.

¿Por qué el doctor Daniel Lysons, D.C.L., M.D., sos-tenía en la mano un tallo de hermodactylus tuberosis? Loprimero que hizo Marrast, que por algo era francés, con-sistió en explorar la superficie del retrato (pintado enmala época por Tilly Kettle) buscando una explicacióncientífica, críptica o nada más que masónica; después con-sultó el catálogo del Courtauld Institute, que se limitabainsidiosamente a proporcionar el nombre de la planta.

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Era posible que en tiempos del doctor Lysons las virtu-des emolientes o revulsivas del hermodactylus tuberosisjustificaran su presencia en las manos de un D.C.L., M.D.,pero no se podía estar seguro y esto, a falta de mejor cosapor el momento, tenía preocupado a Marrast.

Otra cosa que lo preocupaba en esos días era un anun-cio del New Statesman que microscópica y recuadrada-mente decía: Are you sensitive, intelligent, anxious or alittle lonely? Neurotics Anonymous are a lively, mixedgroup who believe that the individual is unique. Detailss. a. e., Box 8662. Marrast había empezado por meditarsobre el anuncio en la penumbra de la habitación delGresham Hotel; junto a la ventana apenas entornadapara no dejar entrar las horrendas siluetas de los edifi-cios de la acera opuesta de Bedford Avenue y sobre todoel ruido de los autobuses 52, 52 A, 895 y 678, Nicole pin-taba aplicadamente gnomos sobre papel cansón y sopla-ba de cuando en cuando los pincelitos.

—Es inútil —había dicho Marrast después de estu-diar el anuncio—. Como ellos me creo sensible, ansiosoy un tanto solitario, pero es un hecho que no soy inteli-gente puesto que no consigo entender la relación entreesas características y la noticia de que los NeuróticosAnónimos creen en la individualidad como algo único ensu género.

—Oh —dijo Nicole, que no parecía haber escuchadodemasiado—. Tell sostiene que muchos de esos anunciosestán en clave.

—¿Tú crees que yo sería un buen neurótico anónimo?—Sí, Mar —dijo Nicole, sonriéndole como desde le-

jos y recogiendo el color necesario para la capucha delsegundo gnomo de la izquierda.

Marrast dudó un rato entre tirar el periódico o pe-dir los detalles ofrecidos en el anuncio, pero al final deci-

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dió que el problema del tallo de hermodactylus tuberosisera más interesante y combinó las dos cosas escribiendoa la casilla de correo 8662 para decir secamente que losNeuróticos Anónimos serían mucho más útiles a la so-ciedad y sobre todo a sí mismos si dejaban tranquilas susindividualidades únicas en su género y concurrían encambio a la sala segunda del (seguían los detalles) paratratar de resolver el enigma del tallo. Envió la carta comoanónimo, cosa que le parecía eminentemente lógica aun-que Calac y Polanco no dejaron de hacerle notar que suapellido se situaba demasiado más allá de los white cliffsof Dover como para que los sensibles y ansiosos neuróti-cos le hicieran demasiado caso. Los días de Londres ibanpasando en cosas así porque Marrast no tenía ganas deocuparse de la piedra de hule después de unas primerasdiligencias aburridas, y eso que apenas volviera a Fran-cia tendría que ponerse a esculpir la efigie imaginaria deVercingétorix que ya tenía medio vendida a la munici-palidad de Arcueil y que por falta de una buena piedrade hule no había podido empezar. Todo eso se iba comoquedando adelante, en un futuro que no le interesabademasiado; prefería andar por Londres, casi siempre soloaunque a veces Nicole salía con él y vagaban silenciosos,con espaciados comentarios corteses, por el West End oal término del viaje de cualquier autobús que tomabansin siquiera mirar el número. En esos días todo estabaestancado para Marrast, le costaba despegarse de cadacosa, de cada mesa de café o de cada cuadro de un museo,y cuando volvía al hotel y encontraba a Nicole que se-guía pintando gnomos para un libro infantil y se negabaa salir o salía por pura bondad hacia él, la repetición co-tidiana de las mismas frases previstas, de las mismassonrisas en los mismos ángulos de la conversación, todaesa mueblería entre cursi y angustiosa que era su len-

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guaje de entonces lo llenaba de un oscuro pánico. Enton-ces se iba a buscar a los dos argentinos instalados en unhotel cercano, o se pasaba las tardes en algún museo oleyendo el periódico en los parques, recortando anunciospor hacer algo, para irse acostumbrando poco a poco a queNicole no le preguntara dónde había estado, que simple-mente alzara la vista de los gnomos y le sonriera con lasonrisa de otros tiempos pero nada más que eso, la son-risa vacía, la costumbre de una sonrisa donde tal vez ha-bitaba la lástima.

Dejó pasar cuatro o cinco días, y una mañana volvióal Courtauld Institute donde hasta entonces lo habíantenido por chiflado porque se quedaba interminablemen-te delante del retrato del doctor Daniel Lysons y casi nomiraba el Te rerioa de Gauguin. Como al pasar le pre-guntó al menos ceremonioso de los guardianes si la pin-tura de Tilly Kettle tenía alguna celebridad que él, po-bre francés ignorante aunque escultor, ignoraba. El guar-dián lo miró con alguna sorpresa y condescendió a infor-marle que, cosa curiosa ahora que lo pensaba, en esosdías una buena cantidad de gente se había obstinado enestudiar atentamente el retrato, por lo demás sin resul-tados notables a juzgar por sus caras y sus comentarios.La más empecinada parecía ser una señora que había apa-recido con un enorme tratado de botánica para verificarla exactitud de la atribución vegetal, y cuyos chasquidosde lengua habían sobresaltado a varios contempladoresde otros cuadros de la sala. A los guardianes los alarma-ba ese inexplicable interés por un cuadro tan poco con-currido hasta entonces, y ya habían informado al super-intendente, noticia que provocó en Marrast un regocijomal disimulado; se esperaba en esos días a un inspectorde la dirección de museos, y se llevaba una contabilidaddiscreta de los visitantes. Marrast llegó a enterarse con

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una perversa indiferencia de que el retrato del doctorLysons había tenido más público esa semana que el Bardes Folies-Bergères de Manet, que era un poco la Gio-conda del Instituto. Ya no podía dudar de que los Neu-róticos Anónimos se habían sentido tocados en lo másvivo de su sensibilidad, su inteligencia, su ansiedad y su(little) soledad, y que el enérgico latigazo postal los es-taba arrancando a la autocompasión demasiado tangibleen el anuncio para precipitarlos a una actividad acercade cuyos fines ninguno de ellos, empezando por el insti-gador, tenía la menor idea.

La menor idea. Relativo, porque Marrast era de losque tendían a entender complicando (según él, provo-cando) o a complicar entendiendo (según él y quizá otros,porque todo entender multiplica), y esa disposición acen-tuadamente francesa era un tema recurrente en las char-las de café con Juan o Calac o mi paredro, gente con laque se veía en París y que discutía con el empecinamien-to que suscita esa especie de privilegio diplomático, desalvoconducto intelectual y moral que flota en la atmósfe-ra de los cafés. Va en esos días londinenses Calac y Polan-co habían puesto en duda la fecundidad de las interfe-rencias desatadas por Marrast, y en algo debían tenerrazón los dos salvajes pampeanos puesto que el tallo dehermodactylus tuberosis seguía tan enigmático como alprincipio. Pero el tallo había sido apenas un pretexto parasalir desganadamente de ese círculo dentro del cual Nico-le pintaba gnomos o andaba con él por las calles, sabien-do que al final, que ni siquiera era un final, habría másgnomos y más silencios apenas rotos por los comenta-rios corteses y neutrales que podía provocar una vitrinade tienda o una película. A Marrast no lo consolaba quelos neuróticos anónimos hubieran encontrado un motivopara salir momentáneamente de sus propios círculos,

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pero haber desatado esa actividad valía como una com-pensación vicaria, un sentirse menos encerrado en el suyo.“La embriaguez del poder”, se dijo echando una últimamirada al retrato del doctor Lysons. “Consuelo de idio-tas, siempre.” A todo esto su diálogo con el guardián erael perfecto estereotipo que podía seguirse sin dejar depensar por cuenta propia. Es raro de todos modos/ Sí,señor, antes no lo miraba nadie/ Y ahora, de golpe, así.../Empezó hace unos tres días, y sigue/ Pero no veo a na-die que se interese demasiado/ Es temprano, señor, lagente viene a partir de las tres/ Yo no le encuentro nadade particular a ese retrato/ Yo tampoco, señor, pero esuna pieza de museo/ Ah, eso sí/ Un retrato del siglo die-ciocho/ (Del diecinueve) Ah, claro/ Sí, señor/ Bueno, ten-go que irme/ Muy bien, señor/

Algunas variantes entre el martes y el sábado.Como eran apenas las once de la mañana y Nicole le

había pedido que la dejara terminar una de las láminasantes del almuerzo, a Marrast le sobraba tiempo para en-contrarse con Mr. Whitlow, que tenía una pinturería alpor mayor del lado de Portobello Road, y averiguar si nopodrían enviarle a Francia una piedra de hule de cientocincuenta metros cúbicos. Mr. Whitlow juzgó que la cosaera posible en principio siempre que Marrast le explica-ra mejor cómo tenía que ser la piedra de hule porque noparecía un mineral que abundara en las canteras de Sus-sex, y quién y cuándo y cómo la iba a pagar. A Marrast letomó poco tiempo advertir que la municipalidad de Ar-cueil no constituía una noción demasiado precisa paraMr. Whitlow, a pesar de sus connotaciones estéticas queun pinturero no hubiese debido ignorar, y sospechó quedetrás de tanta ignorancia se escondía un típico resenti-

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miento británico por la indiferencia que Francia expla-yaba acerca de la vida y la obra de Turner o de Sickert.

—Quizá sería bueno que usted se diera una vueltapor Northumberland —aconsejó Mr. Whitlow con un aireestudiado que a Marrast le recordó el gesto de quitarseuna mosca de la manga sin parecer demasiado descortéscon el insecto.

—Me convendría más comprar la piedra en Londres—dijo Marrast, que odiaba el campo y las abejas.

—Para esas piedras no hay como Northumberland, yyo puedo darle una presentación para un colega que enun tiempo le vendía materiales a Archipenko y a Sir Ja-kob Epstein.

—Me sería difícil viajar ahora —dijo Marrast—. Ten-go que quedarme en Londres a la espera de que se re-suelva un problema en un museo. ¿Por qué no le escribea su colega y averigua si tiene piedras de hule y si pue-de enviar una a Arcueil?

—Desde luego —dijo Mr. Whitlow, que parecía pen-sar lo contrario.

—Me daré una vuelta la semana que viene. Ah, ya queestamos, ¿conoce al superintendente del Courtauld Ins-titute?

—Oh sí —dijo Mr. Whitlow—, precisamente es un pa-riente lejano de mi mujer. (“El mundo es pequeño”, pen-só Marrast con más delicia que sorpresa.) Harold Ha-roldson, un ex pintor de naturalezas muertas, escandi-navo por la rama paterna. Perdió un brazo en la prime-ra guerra, un tipo excelente. Nunca pudo acostumbrarsea pintar con la mano izquierda. Curioso que un hombrepueda ser solamente su mano derecha para algunas co-sas, ¿verdad? En el fondo creo que encontró el gran pre-texto para colgar la paleta, nadie le hacía caso. Insistíaen amontonar zapallos en sus cuadros, no es un tema que

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halague. Entonces Sir Winston lo nombró superinten-dente y ahí hace maravillas con la pintura de los demás.¿A usted le parece que en realidad somos dos, el de laizquierda y el de la derecha? ¿Uno útil y el otro inservi-ble?

—Es una cuestión sutil —dijo Marrast—, habría queexplorar más a fondo la noción del hombre-micro-cosmo.Y yo, con esta preocupación de la piedra de hule...

—En todo caso es el superintendente —dijo Mr. Whit-low—. Pero si usted quiere verlo por lo de la piedra, leprevengo que entre sus funciones no figura la de...

—De ninguna manera—dijo Marrast—. Lo de la pie-dra me lo va a arreglar usted con su colega de las monta-ñas, estoy seguro. Simplemente me alegro de haberlepreguntado por él, y que resulte ser un pariente suyo,porque simplifica mi deber. Dígale —articuló distinta-mente Marrast— que tenga cuidado.

—¿Cuidado? —dijo Mr. Whitlow, poniendo por pri-mera vez un cierto contenido humano en la voz.

De lo que siguió, sólo las palabras de Marrast teníanalgún interés: No es más que una presunción /.../ Estoysólo de paso en Londres y no creo ser el más indicadopara /.../ Una conversación escuchada por casualidad enun pub /.../ Hablaban en italiano, es todo lo que puedo de-cirle /.../ Prefiero que no mencione mi nombre, usted pue-de decírselo directamente, como pariente /.../ De nada,no faltaba más.

Más tarde, después de una interminable caminatapor el Strand basada en el cálculo hipotético del númerode gnomos que le faltaba pintar a Nicole, se concedió ellujo de admitir con una satisfacción de electricista queel inesperado parentesco de Harold Haroldson y Mr.Whitlow había cerrado eficazmente uno de los contactosdel circuito. Las primeras soldaduras habían estado apa-

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rentemente desprovistas de toda relación entre sí, comoir uniendo piezas de un meccano sin proponerse ningu-na construcción en particular, y de golpe, pero eso no eratan nuevo entre nosotros cuando se lo pensaba un poco,la piedra de hule llevaba a Mr. Whitlow y éste a HaroldHaroldson que a su vez conectaba con el retrato del doc-tor Lysons y los neuróticos anónimos. A mi paredro unacosa así le hubiera parecido natural, y probablementetambién a Juan que tendía a verlo todo como en una gale-ría de espejos, y que por lo demás ya debía haberse dadocuenta de que Nicole y yo habíamos entrado a formar par-te, desde una tarde en una carretera italiana, de ese cali-doscopio que él se pasaba la vida queriendo fijar y descri-bir. En Viena (si estaba en Viena, pero debía estar por-que Nicole había recibido una postal de Tell tres díasantes, andaba por Viena y se estaba metiendo como siem-pre en historias absurdas, aunque poco derecho tenía yoa decir eso de Juan a menos de media hora de mi conver-sación con Mr. Whitlow y la noticia sobre la especialistaen botánica que se pasaba las tardes estudiando el tallodel hermodactylus tuberosis), en Viena podría ocurrirque Juan tuviera tiempo sobrado para pensar en noso-tros, en Nicole perdida en algo que ni siquiera era unabandono porque nadie la había abandonado, y en mí to-mándome ahora esta cerveza tibia y preguntándome quéiba a hacer, qué me quedaba por hacer.

Con un dedo libre, pues los otros se dividían entre elvaso y el cigarrillo, Marrast dibujó una especie de topocon espuma de cerveza y lo vio disiparse poco a poco enel mantel de plástico amarillo. “Sería tan simple si él laquisiera”, pensó, retocando la barriga del topo. TambiénJuan podía estar pensando alguna cosa así, la rosa delcalidoscopio se hubiera fijado graciosamente, con su abu-rrida simetría inevitable, pero nadie podía ser y quitar a

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la vez una astillita azul o una cuenta púrpura, si agitabael tubo y la figura se armaba por su cuenta ya no se po-día ser a la vez la mano y la figura. Quizá, pensó Marrastempezando otro dibujo, todavía se pudiera confiar en al-gún juego de fuera, algo al margen de sentimientos y vo-luntades y en todo caso nadie le quitaba ahora la sardó-nica diversión de pensar en la cara de Harold Harold-son cuando recibiera la segura y casi fatal llamada tele-fónica de Mr. Whitlow. “Entrenémonos”, pensó Marrastmirando el reloj que marcaba el último gnomo de Nicoleen el Gresham Hotel, “no hagamos como ella, inmóvil ensu silla, dejándose usar por lo que le ocurre, astillita azulen la rosa de Juan. Muy pronto, por desgracia, uno delos tres hará lo convencional, dirá lo que hay que decir,cometerá la tontería estatuida, se irá o volverá o se equi-vocará o llorará o se matará o se sacrificará o se aguan-tará o se enamorará de otro o le darán una beca Gu-ggenheim, cualquiera de los pliegues de la gran rutina,y dejaremos de ser lo que fuimos, nos volveremos la masabien pensante y bien actuante. Mejor entrenarse, her-mano, en juegos más dignos del ocio del artista, no haymás que imaginar la cara de Harold Haroldson en estemismo momento, se reforzarán las guardias, usted no seme mueve de la sala dos, pondremos células fotoeléctri-cas, hay que pedir créditos, hablaré con Scotland Yard,me subirá la presión, iré a ver al doctor Smith, desde aho-ra poco azúcar en el café, preferiría que no vayamos alcontinente, querida, es un momento crítico en el institu-to, mis obligaciones, comprendes”. Encogiéndose de hom-bros echó por la borda la infinita serie de consecuenciasposibles (ya había llegado al momento en que la esposade Harold Haroldson devolvía el juego de valijas espe-cialmente compradas para el viaje a Cannes, mi esposose ve precisado a renunciar a sus vacaciones, oh sí es tan

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lamentable pero las circunstancias) y caminó hacia el hotelcon la idea de buscar a Calac y a Polanco para que al-morzaran con él y Nicole, la estopa necesaria, el relle-no de los diálogos, el alivio de no tener que encontrar losojos de Nicole, de que Nicole mirara a los amigos y se rie-ra de las noticias y las aventuras, de Harold Haroldsony de la piedra de hule, otra vez en la zona con los dos tár-taros argentinos, en la zona donde todavía era posibleentenderse con dignidad, sin el clima de la habitacióndel Gresham Hotel, el silencio al entrar o las frases ama-blemente explicativas, los gnomos terminados y secos, elbeso que él posaría en el pelo de Nicole, la sonrisa bon-dadosa de Nicole.

Último round (1969)

LOS TESTIGOS

CUANDO le conté a Polanco que en mi casa había una mos-ca que volaba de espaldas, siguió uno de esos silenciosque parecen agujeros en el gran queso del aire. Claro quePolanco es un amigo, y acabo por preguntarme cortés-mente si estaba seguro. Como no soy susceptible le ex-pliqué en detalle que había descubierto la mosca en lapágina 231 de Olvier Twist, es decir que yo estaba leyen-do Oliver Twist con puertas y ventanas cerradas, y queel levantar la vista justamente en el momento en que elmaligno Sykes iba a matar a la pobre Nancy, vi tres mos-cas que volaban patas arriba. Lo que entonces dijo Po-lanco es totalmente idiota, pero no vale la pena transcri-birlo sin explicar antes cómo pasaron las cosas.

Al principio a mí no me pareció tan raro que una mos-ca volara patas arriba si le daba la gana, porque aunquejamás había visto semejante comportamiento, la cienciaenseña que eso no es una razón para rechazar los datosde los sentidos frente a cualquier novedad. Se me ocu-rrió que a lo mejor el pobre animalito era tonto o teníalesionados los centros de orientación y estabilidad, pero

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poco me bastó para darme cuenta de que esa mosca eratan vivaracha y alegre como sus dos compañeras que vo-laban con gran ortodoxia patas abajo. Sencillamente estamosca volaba de espaldas, lo que entre otras cosas le per-mitía posarse cómodamente en el cielo raso; de tanto entanto se acercaba y se adhería a él sin el menor esfuer-zo. Como todo tiene su compensación, cada vez que se leantojaba descansar sobre mi caja de habanos se veía pre-cisada a rizar el rizo, como tan bien traducen en Barcelo-na los textos ingleses de aviación, mientras sus dos com-pañeras se posaban como reinas sobre la etiqueta “madein Havana” donde Romeo abraza enérgicamente a Julie-ta. Apenas se cansaba de Shakespeare, la mosca despe-gaba de espaldas y revoloteaba en compañía de las otrasdos formando esos dos insensatos que Pauwels y Bergierse obstinan en llamar brownianos. La cosa era extraña,pero a la vez tenía un aire curiosamente natural, comosi no pudiera ser de otra manera; abandonando a la po-bre Nancy en manos de Sykes (¿qué se puede hacer con-tra un crimen cometido hace un siglo?), me trepé al si-llón y traté de lidiar más de cerca un comportamientoen el que rivalizaban lo supino y lo insólito. Cuando laseñora Fotheringham vino a avisarme que la cena esta-ba servida (vivo en una pensión), le contesté sin abrir lapuerta que bajaría en dos minutos y, de paso, ya que latenía orientada en el tema temporal, le pregunté cuántovivía una mosca. La señora Fotheringham, que conoce asus huéspedes, me contestó sin la menor sorpresa queentre diez y quince días, y que no dejara enfriar el pas-tel de conejo. Me bastó la primera de las dos noticias paradecidirme —esas decisiones son como el salto de la pan-tera— a investigar y a comunicar al mundo de la cien-cia mi diminuto aunque alarmante descubrimiento.

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Tal como se lo conté después a Polanco, vi en segui-da las dificultades prácticas. Vuele boca abajo o de es-paldas, una mosca se escapa de cualquier parte con pro-bada soltura aprisionada en un bocal e incluso en unacaja de vidrio puede perturbar su comportamiento o ace-lerar su muerte. De los diez o quince días de vida, ¿cuán-tos le quedaba a este animalito que ahora flotaba patasarriba en un estado de gran placidez, a treinta centíme-tros de mi cara? Comprendí que si avisaba al Museo deHistoria Natural, mandarían a algún gallego armado deuna red que acabaría en un plaf con mi increíble hallaz-go. Si la filmaba (Polanco hace cine, aunque con muje-res), corría el doble riesgo de que los reflectores estro-peasen el mecanismo de vuelo de mi mosca, devolvién-dolo en una de esas a la normalidad con enorme desen-canto de Polanco, de mí mismo y hasta probablementede la mosca, aparte de que los espectadores futuros nosacusarían sin duda de un innoble truco fotográfico. Enmenos de una hora (había que pensar que la vida de lamosca corría con una aceleración enorme si se la com-paraba con la mía) decidí que la única solución era ir re-duciendo poco a poco las dimensiones de mi habitaciónhasta que la mosca y yo quedáramos incluidos en un mí-nimo de espacio, condición científica imprescindible paraque mis observaciones fuesen de una precisión intacha-ble (llevaría un diario, tomaría fotos, etc.) y me permi-tieran preparar la comunicación correspondiente, no sinantes llamar a Polanco para que testimoniara tranquili-zadoramente no tanto sobre el vuelo de la mosca comoacerca de mi estado mental.

Abreviaré la descripción de los infinitos trabajos quesiguieron, de la lucha contra el reloj y la señora Fothe-ringham. Resuelto el problema de entrar y salir siem-pre que la mosca estuviera lejos de la puerta (una de las

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otras dos se había escapado la primera vez, lo cual erauna suerte; a la otra la aplasté implacablemente contraun cenicero) empecé a acarrear los materiales necesa-rios para la reducción del espacio, no sin antes explicar-le a la señora Fotheringham que se trataba de modifica-ciones transitorias, y alcanzarle por la puerta apenas en-tornada sus ovejas de porcelana, el retrato de lady Ha-milton y la mayoría de los muebles, esto último con elriesgo terrible de tener que abrir de par en par la puer-ta mientras la mosca dormía en el cielo raso o se lavabala cara sobre mi escritorio. Durante la primera parte deestas actividades me vi forzado a observar con mayor aten-ción a la señora Fotheringham que a la mosca, pues veíaen ella una creciente tendencia a llamar a la policía, conla que desde luego no hubiese podido entenderme porun resquicio de la puerta. Lo que más inquietó a la seño-ra Fotheringham fue el ingreso de las enormes planchasde cartón prensado, pues naturalmente no podía com-prender su objeto y yo no me hubiera arriesgado a con-fiarle la verdad pues la conocía lo bastante como parasaber que la manera de volar de las moscas la tenía ma-jestuosamente sin cuidado; me limité a asegurarle queestaba empeñado en unas proyecciones arquitectónicasvagamente vinculadas con las ideas de Palladio sobre laperspectiva en los teatros elípticos, concepto que reci-bió con la misma expresión de una tortuga en circuns-tancias parecidas. Prometí además indemnizarla por cual-quier daño, y unas horas después ya tenía instaladas lasplanchas a dos metros de las paredes y del cielo raso,gracias a múltiples prodigios de ingenio, “scotchtape” yganchitos. La mosca no me parecía descontenta ni alar-mada; seguía volando patas arriba, y ya llevaba consu-mida buena parte del terrón de azúcar y del dedalito deagua amorosamente colocados por mí en el lugar más có-

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modo. No debo olvidarme de señalar (todo era prolija-mente anotado en mi diario) que Polanco no estaba ensu casa, y que una señora de acento panameño atendíael teléfono para manifestarme su profunda ignoranciadel paradero de mi amigo. Solitario y retraído como vivo,sólo en Polanco podía confiar; a la espera de su reapari-ción decidí continuar el estrechamiento del “hábitat” dela mosca a fin de que la experiencia se cumpliera en con-diciones óptimas. Tuve la suerte de que la segunda tandade planchas de cartón fuera mucho más pequeña que laanterior, como puede imaginarlo todo propietario de unamuñeca rusa, y que la señora Fotheringham me viera aca-rrearla e introducirla en mi aposento sin tomar otras me-didas que llevarse una mano a la boca mientras con la otraelevaba por el aire un plumero tornasolado.

Preví, con el temor consiguiente, que el ciclo vital demi mosca se estuviera acercando a su fin; aunque no ig-noro que el subjetivismo vicia las experiencias, me pare-ció advertir que se quedaba más tiempo descansando olavándose la cara, como si el vuelo la fatigara o la abu-rriera. La estimulaba levemente con un vaivén de la mano,para cerciorarme de sus reflejos, y la verdad era que elanimalito salía como una flecha patas arriba, sobrevola-ba el espacio cúbico cada vez más reducido, siempre deespaldas, y a ratos se acercaba a la plancha que hacía decielo raso y se adhería con una negligente perfección quele faltaba, me duele decirlo. Cuando aterrizaba sobre elazúcar o mi nariz. Polanco no estaba en su casa.

Al tercer día, mortalmente aterrado ante la idea deque la mosca podía llegar a su término en cualquier mo-mento (era irrisorio pensar que me la encontraría de es-paldas en el suelo, inmóvil para siempre e idéntica a to-das las otras moscas) traje la última serie de planchas,que redujeron el espacio de observación a un punto tal

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que ya me era imposible seguir de pie y tuve que fabri-carme un ángulo de observación a ras del suelo con ayu-da de los almohadones y una colchoneta que la señoraFotheringham me alcanzó llorando. A esta altura de mistrabajos el problema era entrar y salir: cada vez habíaque apartar y reponer con mucho cuidado tres planchassucesivas, cuidando no dejar el menor resquicio, hastallegar a la puerta de mi pieza tras de la cual tendían aamontonarse algunos pensionistas. Por eso, cuando es-cuché la voz en el teléfono, solté un grito que él y su oto-rrinolaringólogo calificarían más tarde severamente. Ini-cié entonces un balbuceo explicativo, que Polanco cortóofreciéndose a venir inmediatamente a casa, pero comolos dos y la mosca no íbamos a caber en un pequeño es-pacio, entendí que primero tenía que ponerlo en conoci-miento de los hechos para que más tarde entrara comoúnico observador y fuera testigo de que la mosca podíaestar loca, pero yo no. Lo cité en el café de la esquina desu casa, y ahí, entre dos cervezas, le conté.

Polanco encendió la pipa y me miró un rato. Eviden-temente estaba impresionado, y hasta se me ocurre queun poco pálido. Creo haber dicho ya que al comienzo mepreguntó cortésmente si yo estaba seguro de lo que ledecía. Debió convencerse, porque siguió fumando y me-ditando, sin ver que ya no quería perder tiempo (¿y si yaestaba muerta, y si ya estaba muerta?) y que pagaba lascervezas para decidirlo de una vez por todas.

Como no se decidía me encolericé y aludí a su obli-gación moral de secundarme en algo que sólo sería creí-do cuando hubiera un testigo digno de fe. Se encogió dehombros, como si de pronto hubiera caído sobre él unaabrumadora melancolía.

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—Es inútil, pibe —me dijo al fin—. A vos a lo mejorte van a creer aunque yo no te acompañe. En cambio amí...

—¿A vos? ¿Y por qué no te van a creer a vos?—Porque es todavía peor, hermano —murmuró Polan-

co—. Mirá no es normal ni decente que una mosca vuelede espaldas. No es ni siquiera lógico si vamos al caso.

—¡Te digo que vuela así! —grité, sobresaltando a va-rios parroquianos.

—Claro que vuela, así. Pero en realidad esa moscasigue volando como cualquier mosca, sólo que le tocó serla excepción. Lo que ha dado media vuelta es todo el res-to —dijo Polanco—. Ya te podés dar cuenta de que na-die me lo va a creer, sencillamente porque no se puededemostrar y en cambio la mosca está ahí bien clarita. Demanera que mejor vamos y te ayudo a desarmar los car-tones antes de que te echen de la pensión, no te parece.

TU MÁS PROFUNDA PIEL

CADA memoria enamorada guarda sus magdalenas y lamía —sábelo, allí donde estés— es el perfume del tabacorubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfagade tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, elhumo que tapiza las gargantas, sino esa vaga equívocafragancia que deja la pipa, en los dedos y que en algúnmomento, en algún gesto inadvertido, asciende con sulátigo de delicia para encabritar tu recuerdo, la sombrade tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas.

No me mires desde la ausencia con esa gravedad unpoco infantil que hacía de tu rostro una máscara de jo-ven faraón nubio. Creo que siempre estuvo entendido quesólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del al-cohol y las calles vacías de la medianoche. De ti tengomás que eso, pero en el recuerdo me vuelves desnuda yvolcada, nuestro planeta más preciso fue esa cama don-de lentas, imperiosas geografías iban naciendo de nues-tros viajes, de tanto desembarco amable o resistido deembajadas con cestos de frutas o agazapados flecheros, ycada pozo, cada río, cada colina y cada llano los hallamos

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en noches extenuantes, entre oscuros parlamentos dealiados o enemigos. ¡Oh viajera de ti misma, máquina deolvido! Y entonces me paso la mano por la cara con ungesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos tetrae otra vez para arrancarme a este presente acostum-brado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lechodonde vivimos las interminables rutas de un efímero en-cuentro.

Yo aprendía contigo lenguajes paralelos: el de esa geo-metría de tu cuerpo que me llenaba la boca y las manosde teoremas temblorosos, el de tu hablar diferente, tulengua insular que tantas veces me confundía. Con el per-fume del tabaco vuelve ahora un recuerdo preciso que loabarca todo en un instante que es como un vórtice, séque dijiste “Me da pena”, y yo no comprendí porque nadacreía que pudiera apenarte en esa maraña de cariciasque nos volvía ovillo blanco y negro, lenta danza en queel uno pesaba sobre el otro para luego dejarse invadirpor la presión liviana de unos muslos, de unos brazos,rotando blandamente y desligándose hasta otra vez ovi-llarse y repetir las caídas desde lo alto o lo hondo, jineteo potro arquero o gacela, hipogrifos afrontados, delfinesen mitad del salto. Entonces aprendí que la pena en tuboca era otro nombre del pudor y la vergüenza, y que note decidías a mi nueva sed que ya tanto habías saciado,que me rechazabas suplicando con esa manera de escon-der los ojos, de apoyar el mentón en la garganta para nodejarme en la boca más que el negro nido de tu pelo.

Dijiste “Me da pena, sabes”, y volcada de espaldasme miraste con ojos y senos, con labios que trazaban unaflor de lentos pétalos. Tuve que doblarte los brazos, mur-murar un último deseo con el correr de las manos por lasmás dulces colinas, sintiendo como poco a poco cedías yte echabas de lado hasta rendir el sedoso muro de tu es-

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palda donde un menudo omóplato tenía algo de ala deángel mancillado. Te daba pena, y de esa pena iba a na-cer el perfume que ahora me devuelve a tu vergüenzaantes de que otro acorde, el último, nos alzara en una mis-ma estremecida réplica. Sé que cerré los ojos, que lamíla sal de tu piel, que descendí volcándote hasta sentirtus riñones como el estrechamiento de la jarra donde seapoyan las manos con el ritmo de la ofrenda; en algúnmomento llegué a perderme en el pasaje hurtado y prie-to que se llegaba al goce de mis labios mientras desdetan allá, desde tu país de arriba y lejos, murmuraba tupena una última defensa abandonada.

Con el perfume del tabaco rubio en los dedos ascien-de otra vez el balbuceo, el temblor de ese oscuro encuen-tro, sé que una boca buscó la oculta boca estremecida, ellabio único ciñéndose a su miedo, el ardiente contornorosa y bronce que te libraba a mi más extremo viaje. Ycomo ocurre siempre, no sentí en ese delirio lo que aho-ra me trae el recuerdo desde un vago aroma de tabaco,pero esa musgosa fragancia, esa canela de sombra hizosu camino secreto a partir del olvido necesario e instan-táneo, indecible juego de la carne oculta a la conciencialo que mueve las más densas, implacables máquinas delfuego. No eras sabor ni olor, tu más escondido país sedaba como imagen y contacto, y sólo hoy unos dedos ca-sualmente manchados de tabaco me devuelven el instan-te en que me enderecé sobre ti para lentamente recla-mar las llaves de pasaje, forzar el dulce trecho donde tupena tejía las últimas defensas ahora que con la boca hun-dida en la almohada sollozabas una súplica de oscuraaquiescencia, de derramado pelo. Más tarde compren-diste y no hubo pena, me cediste la ciudad de tu más pro-funda piel desde tanto horizonte diferente, después defabulosas máquinas de sitio y parlamentos y batallas. En

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esta vaga vainilla de tabaco que hoy me mancha los de-dos se despierta la noche en que tuviste tu primera, tuúltima pena. Cierro los ojos y aspiro en el pasado ese per-fume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a esteahora donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo.

LA NOCHE DE SAINT-TROPEZ

A LAS diez de la noche el muelle y la ciudad, el muelle yla cubierta de los yates con las escalerillas que bajan almuelle y a la ciudad, la gente de la ciudad, los que vera-nean y recorren los muelles, los pasajeros de los yatesanclados junto al muelle y la gente de la ciudad, un mag-ma resbalando bajo las luces de los cafés y las tiendas dela calle del puerto, los reflectores y las farolas de los ya-tes, una sola masa fluyendo y resbalando de las calles almuelle, de los yates a la calle, el magma de los adoles-centes resbalando y fluyendo en el mundo de los adultosresbalando y fluyendo en el mundo de los viejos, un irri-sorio esqueleto de tránsito porque ese cuerpo es plásticoy fluyente, Saint-Tropez de noche resbala y fluye comoun licor seminal, una interminable lentísima eyaculaciónque fluye y resbala de los muelles a los yates, de las ca-lles al muelle, las minifaldas y los cabellos platinados ylos pantalones ajustándose a las hendeduras y las salien-tes, una circulación sin leyes definidas, muelle arriba ocalle abajo, cadenas doradas con cruces entre senos abier-tos como magnolias, espléndidos maricas con vinchas de

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colores y brazos apretados contra las caderas, las manosegipciamente hacia fuera, parejas enlazadas en las cu-biertas de los yates, en el muelle, en la calle, el encuen-tro y desencuentro de los transistores llevados con unaoscilante indiferencia de donde la música y las voces delas emisoras interfieren para inventar nuevos ruidos,mezclas efímeras como el cruzarse de los colores de lasblusas y los cabellos, a veces un contacto de manos y delabios que se inventa y se prolonga cuando una parejarompe la fluencia para fijarse en su sueño o su ilusióndel instante, inmóvil en cualquier punto de una calle,del muelle, de la cubierta de un yate, besándose en unaabolición del tiempo que parece precipitar todavía másel deslizamiento seminal que avanza y ondula de los ya-tes a las calles, de los muelles a los yates bajo los reflecto-res y el rumor de la ciudad: cualquier puesto de observa-ción en las cubiertas, en el muelle o en la calle es el mis-mo puesto de observación, desde cualquier lugar se veráel idéntico resbalar del mundo de los adolescentes do-minando el mundo de los adultos, las parejas ambiguasy los solitarios todavía más ambiguos, el ir y venir priva-do de sentido, paseo de prisioneros de oro, desfile decondenados a un ocio interminablemente caro y preca-rio a una búsqueda que se prolonga de los muelles a lascalles, de los yates al muelle, un desconocerse total quemezcla y confunde muchachas semidesnudas, homosexua-les abrazados a su propia hermosura como Narcisos lán-guidos que han pasado todo el día eligiendo la pulseraque ahora lucen con la sonrisa desdeñosa que será santoy seña para el marino noruego o la vieja yanqui propon-gan los primeros cocktails, un deslizarse de muslos y gru-pas, pies desnudos y hombros bruñidos, de los yates almuelle, de un café a un restaurante, inacabablemente lamisma diversidad de pieles y lenguajes y risas y músi-

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cas, sin otro fin que un fin de noche menos monótono queayer, que el de perfeccionar acaso una experiencia arrasa-dora, un grito entre labios mordidos o drogas liberado-ras, la escondida ansiedad que mueve esa serpiente sincabeza ni cola atada a su propia recurrencia: salvo la mo-tocicleta inmóvil, plantada como un toro en mitad del mue-lle, casi al lado de la escalerilla de uno de los yates don-de se baila y se bebe y se mira de lejos esa motocicletacromada que está ahí desde el comienzo de la noche por-que su dueño ha debido subir a cualquiera de los yates otiene una cita en cualquiera de las habitaciones de venta-nas abiertas sobre el muelle, una Harley Davidson fuerade serie, un minotauro plateado que parece pesar pro-fundamente sobre el suelo con una fuerza que viene demás allá de sus ruedas y su doble soporte, una máquinadiseñada para domar el espacio y el viento, un huso dealuminio terminado en un doble caño de escape y abrién-dose a la velocidad desde un manubrio bajo y pegado alos flancos, una silla de cuero rojo como un enorme co-razón horizontal donde las miradas fijas en la motocicle-ta imaginan acaso las nalgas de un inglesito millonarioa ciento veinte por hora en un amanecer de colinas, des-nudo al final de una orgía llevando en el asiento traseroa una mulata de pelo tendido por el viento y los senosaplastados contra los omóplatos del que acelera la motoen pleno delirio de autopista y horizonte, cualquier fanta-seo de los que se detienen para mirar la máquina petrifi-cada recogida en sí misma como un rencor pronto a rugiry lanzarse contra la multitud que fluye y resbala del mue-lle a las calles, de los yates a los muelle, deteniéndosede a uno, en parejas o en grupos estrepitosos que rodeanla Harley Davidson abandonada por su dueño al pie dela escalerilla de un yate donde quizá no está entre los quebeben champagne en la cubierta y bailan semidesnudos,

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sustituyéndose y recomponiéndose bajo sombras de más-tiles y furtivos descensos a las cabinas, y ahora algunamuchacha toca con la punta del dedo el vientre de la moto-cicleta, apoya una mano en el manubrio, hace el gesto decabalgar la silla roja y a veces la cabalga, se instala en-tre risas incómodas o insolentes, finge echarse hacia ade-lante para acelerar a fondo la máquina inmóvil que la re-chaza desdeñosa, la obliga a bajarse, a ceder el lugar aun marinero borracho que salta sobre la moto, aferra elmanubrio e imita el rugido del motor, está a punto detumbarla hasta que un compañero lo arranca del asientocon broncas y palabrotas, y están los que fingen indife-rencia o saben de mecánica, los hombres apreciando eldoble caño de escape, el tamaño del motor incrustadoen el vientre gentil del toro de plata, la mujer oscura-mente excitada por una máquina que la llevaría a un gocede hoteles de lujo, a las fiestas de Fellini o Pieyre deMandiargues, como vísperas del departamento con aireacondicionado y peces de colores, los abrigos de leopar-do y los cheques libérrimos, la auténtica vida sin un ama-necer de mecanografía o empleo de tienda, y a veces nisiquiera tanto american dream, solamente la aventuraque justifique el veraneo, una invitación, un gesto, unacarrera entre dunas al anochecer, el taciturno sueco oel italiano ocasional que la baje de la moto con un empu-jón desdeñoso para tenderla boca arriba o boca abajo enla arena y poseerla sin placer ni ruedas, fríamente comola máquina inmóvil y atenta al estupro, el toro cromadoque una mujer rubia de senos temblorosos acaricia aho-ra mientras su amigo la olvida para perderse en un exa-men de cilindros, cuentakilómetros y espejos retroviso-res: el Omphalos, el centro de la noche de Saint-Tropez,lugar de pasaje, borde en el que se detiene estremecidala multitud de los elegidos, los privilegiados del mundo

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occidental, la flor de la cultura europea, los dones máspreciosos de la sociedad de consumo, la esperanza delcristianismo y el liberalismo y la libre empresa, los ado-lescentes de bocas húmedas y secos indecisos, las muje-res y los hombres que coronan las estirpes y las naciona-lidades en las calles y el muelle y los yates, mezclándosey fluyendo en un sordo, rencoroso orgasmo colectivo queamarga las bocas y quema los vientres y las grupas: lamotocicleta codiciada, acariciada, violada, masturbadapor ojos, manos, pelos, espaldas, nalgas de los que la con-templan, giran en torno de ella, bromean, fingen despre-ciarla o conocerla íntimamente, fingen ignorarla mien-tras la adoran, se prosternan ante ella, bajo ella, se so-meten a su dominio, la motocicleta macho cabrío delsabbath de Saint-Tropez exigiendo el beso más torpe delas brujas platinadas, de los maricas húmedos de amor,epílogo lujoso de un tiempo que se pudre como una or-quídea, fosforescente y baboso, bellísimo de fuegos fa-tuos, resbalando en su vómito de lujo, caviar mal digeri-do: desde la cubierta de tu yate, Joyce Mansour, eso seve también, eso se ve realmente tan bien.

CRISTAL CON UNA ROSA DENTRO

EL ESTADO que definimos como distracción podría ser dealguna manera una forma diferente de la atención, sumanifestación simétrica más profunda situándose en otroplano de la psiquis; una atención dirigida desde o a tra-vés e incluso hacia ese plano profundo. No es infrecuen-te que en el sujeto dado a ese tipo de distracciones (loque se llama papar moscas) la presentación sucesiva devarios fenómenos heterogéneos cree instantáneamenteuna aprehensión de homogeneidad deslumbradora. Enmi condición habitual de papador de moscas puede ocu-rrirme que una serie de fenómenos iniciada por el ruidode una puerta al cerrarse, que precede o se superpone auna sonrisa de mi mujer, al recuerdo de una callejuelaen Antibes y a la visión de una rosa en un vaso, desen-cadene una figura ajena a todos sus elementos parcia-les, por completo indiferente a sus posibles nexos aso-ciativos o causales, y proponga —en ese instante fulgu-ral e irrepetible y ya pasado y oscurecido— la entrevi-sión de otra realidad en la que eso que para mí era rui-do de puerta, sonrisa y rosa constituye algo por comple-

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to diferente en esencia y significación. Suele señalarsetambién que la imagen poética es una re-presentaciónde elementos de la realidad usual articulados de tal ma-nera que su sistema de relaciones favorece esa mismaentrevisión de una realidad otra. La diferencia estribaen que el poeta es el enajenador involuntario o volunta-rio pero siempre intencionado de esos elementos (intuirla nueva articulación, escribir la imagen), mientras queen la vivencia del papador de moscas la entrevisión seda pasiva y fatalmente: la puerta se golpea, alguien son-ríe, y el sujeto padece un extrañamiento instantáneo.Personalmente proclive a las dos formas, la más o me-nos intencionada y la totalmente pasiva, es esta últimala que me arranca con mayor fuerza de mí mismo paraproyectarme hacia una perspectiva de la realidad en laque desgraciadamente no soy capaz de hacer pie y per-manecer. A señalar que en el ejemplo, los elementos dela serie: puerta que se golpea - sonrisa - Antibes - rosa -, cesan de ser lo que connotan los términos respectivos,sin que pueda saberse qué pasan a ser. El deslizamientoocurre un poco como en el fenómeno del déjà vu: apenasiniciada la serie, digamos: puerta - sonrisa -, lo que si-gue (Antibes - rosa -) pasa a ser parte de la figura totaly cesa de valer en tanto que “Antibes” y “rosa”, a la vezque los elementos desencadenantes (puerta - sonrisa) seintegran en la figura cumplida. Se está como ante unacristalización fulgurante, y si la sentimos desarrollarsetemporalmente: 1) puerta, 2) sonrisa, algo nos asegurairrefutablemente que es sólo por razones de condiciona-miento psicológico o mediatización en el continuo espa-cio-tiempo. En realidad todo ocurre (es) a la vez: la “puer-ta”, la “sonrisa” y el resto de los elementos que dan lafigura, se proponen como facetas o eslabones, como unrelámpago articulante que cuaja el cristal en un acaecer

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sin estar en la duración. Imposible que lo que retenga-mos, puesto que no sabemos desplazarnos. Queda unaansiedad, un temblor, una vaga nostalgia. Algo estabaahí, quizá tan cerca. Y ya no hay más que una rosa en suvaso, en este lado donde a rose is a rose is a rose y nadamás.

SILVIA

VAYA a saber cómo hubiera podido acabar algo que ni si-quiera tenía principio, que se dio en mitad y cesó sin con-torno preciso, esfumándose al borde de otra niebla, entodo caso hay que empezar diciendo que muchos argen-tinos pasan parte del verano en los valles del Luberon,los veteranos de la zona escuchamos con frecuencia susvoces sonoras que parecen acarrear un espacio más abier-to, y junto con los padres vienen los chicos y eso es tam-bién Silvia, los canteros pisoteados, almuerzos con bifesen tenedores y mejillas, llantos terribles seguidos de re-conciliaciones de marcado corte italiano, lo que llamanvacaciones en familia. A mí me hostigan poco porque meprotege una justa fama de mal educado; el filtro se abreapenas para dejar paso a Raúl y a Nora Mayer, y desdeluego a sus amigos Javier y Magda, lo que incluye a loschicos y a Silvia, el asado en casa de Raúl hace unos quin-ce días, algo que ni siquiera tuvo principio y sin embar-go es sobre todo Silvia, esta ausencia que ahora pueblami casa de hombre solo, roza mi almohada con su medu-sa de oro, me obliga a escribir lo que escribo con una ab-

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surda esperanza de conjuro, de dulce golem de palabras.De todas maneras hay que incluir también a Jean Borelque enseña la literatura de nuestras tierras en una uni-versidad occitana, a su mujer Liliane y al minúsculo Re-naud en quien dos años de vida se amontonan tumultuo-sos. Cuánta gente para un asadito en el jardín de la casade Raúl y Nora, bajo un vasto tilo que no parecía servirde sedante a la hora de las pugnas infantiles y las dis-cusiones literarias. Llegué con botellas de vino y un solque se acostaba en las colinas, Raúl y Nora me habíaninvitado porque Jean Borel andaba queriendo conocer-me y no se animaba solo; en esos días Javier y Magda sealojaban también en la casa, el jardín era un campo debatalla mitad sioux mitad galorromano, guerreros em-plumados se batían sin cuartel con voces de soprano ybolas de barro, Graciela y Lolita aliadas contra Álvaro, yen medio del fragor el pobre Renaud tambaleándose consus bombachas llenas de algodón maternal y una tenden-cia a pasarse todo el tiempo de un bando a otro, traidorinocente y execrado del que sólo habría de ocuparse Sil-via. Sé que amontonó nombres, pero el orden y las ge-nealogías también tardaron en llegar a mí, me acuerdoque bajé del auto con las botellas bajo el brazo y a los po-cos metros vi asomar entre los arbustos la vincha de Bi-sonte Invencible, su mueca desconfiada frente al nuevoCara Pálida; la batalla por el fuerte y los rehenes se li-braba en torno a una pequeña tienda de campaña verdeque parecía el cuartel general de Bisonte Invencible. Des-cuidando culpablemente una ofensiva acaso capital, Gra-ciela dejó caer sus municiones pegajosas y terminó delimpiarse las manos en mi pescuezo; después se sentóimborrablemente en mis piernas y me explicó que Raúly Nora estaban arriba con los otros grandes y que ya ven-

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drían, detalles sin importancia al lado de la ruda bata-lla del jardín.

Graciela se ha sentido siempre en la obligación deexplicarme cualquier cosa, partiendo del principio deque me considera tonto. Por ejemplo esa tarde el chiqui-to de los Borel no contaba para nada, no te das cuentade que Renaud tiene dos años, todavía se hace caca en labombacha, hace un rato le pasó y yo le iba a avisar a lamamá porque Renaud estaba llorando, pero Silvia se lollevó al lado de la pileta, le lavó el culito y le cambió laropa, Liliane no se enteró de nada porque sabés, se eno-ja mucho y por ahí le da un chirlo, entonces Renaud sepone a llorar de nuevo, nos fastidia todo el tiempo y nonos deja jugar.

—¿Y los otros dos, los más grandes?—Son los chicos de Javier y de Magda, no te das cuen-

ta, sonso. Álvaro es Bisonte Invencible, tiene siete años,dos meses más que yo y es el más grande. Lolita tieneseis pero ya juega, ella es la prisionera de Bisonte Inven-cible. Yo soy la Reina del Bosque y Lolita es mi amiga,de manera que la tengo que salvar, pero seguimos ma-ñana porque ahora ya nos llamaron para bañarnos. Álva-ro se hizo un tajo en el pie, Silvia le puso una venda. Sol-táme que me tengo que ir.

Nadie la sujetaba, pero Graciela tiende siempre a afir-mar su libertad. Me levanté para saludar a los Borel quebajaban de la casa con Raúl y Nora. Alguien, creo que Ja-vier, servía el primer pastis; la conversación empezó conla caída de la noche, la batalla cambió de naturaleza yedad, se volvió un estudio sonriente de hombres que aca-ban de conocerse; los chicos se bañaban, no había galosni sioux en el jardín, Borel quería saber por qué yo novolvía a mi país, Raúl y Javier sonreían con sonrisas com-patriotas. Las tres mujeres se ocupaban de la mesa;

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curiosamente se parecían, Nora y Magda unidas por elacento porteño mientras el español de Liliane caía delotro lado de los Pirineos. Las llamamos para que bebie-ran el pastis, descubrí que Liliane era más morena queNora y Magda pero el parecido subsistía, una especie deritmo común. Ahora se hablaba de poesía concreta, delgrupo de la revista Invenção; entre Borel y yo surgía unterreno común, Eric Dolphy, la segunda copa iluminabalas sonrisas entre Javier y Magda, las otras dos parejasvivían ya ese tiempo en que la charla en grupo libera an-tagonismos, ventila diferencias que la intimidad acalla.Era casi de noche cuando los chicos empezaron a apare-cer, limpios y aburridos, primero los de Javier discutien-do sobre unas monedas, Álvaro obstinado y Lolita petu-lante, después Graciela llevando de la mano a Renaudque ya tenía otra vez la cara sucia. Se juntaron cerca dela pequeña tienda de campaña verde; nosotros discutía-mos a Jean-Pierre Faye y a Philippe Sollers, la noche in-ventó el fuego del asado hasta entonces poco visible en-tre los árboles, se embadurnó con reflejos dorados y cam-biantes que teñían el tronco de los árboles y alejaban loslímites del jardín; creo que en ese momento vi por pri-mera vez a Silvia, yo estaba sentado entre Borel y Raúl,y en torno a la mesa redonda bajo el tilo se sucedían Ja-vier, Magda y Liliane; Nora iba y venía con cubiertos yplatos. Que no me hubieran presentado a Silvia parecíaextraño, pero era tan joven y quizá deseosa de mante-nerse al margen, comprendí el silencio de Raúl o de Nora,evidentemente Silvia estaba en la edad difícil, se negabaa entrar en el juego de los grandes, prefería imponer au-toridad o prestigio entre los chicos agrupados junto a latienda verde. De Silvia había alcanzado a ver poco, elfuego iluminaba violentamente uno de los lados de la tien-da y ella estaba agachada allí junto a Renaud, limpián-

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dole la cara con un pañuelo o un trapo; vi sus muslos bru-ñidos, unos muslos livianos y definidos al mismo tiempocomo el estilo de Francis Ponge del que estaba hablán-dome Borel, las pantorrillas quedaban en la sombra aligual que el torso y la cara, pero el pelo largo brillaba depronto con los aletazos de las llamas, un pelo tambiénde oro viejo, toda Silvia parecía entonada en fuego, enbronce espeso; la minifalda descubría los muslos hastalo más alto, y Francis Ponge había sido culpablementeignorado por los jóvenes poetas franceses hasta que aho-ra, con las experiencias del grupo de Tel Quel, se recono-cía a un maestro; imposible preguntar quién era Silvia,por qué no estaba entre nosotros, y además el fuego en-gaña, quizá su cuerpo se adelantaba a su edad y lossioux eran todavía su territorio natural. A Raúl le inte-resaba la poesía de Jean Tardieu, y tuvimos que expli-carle a Javier quién era y qué escribía; cuando Nora metrajo el tercer pastis no pude preguntarle por Silvia, ladiscusión era demasiado viva y Borel bebía mis palabrascomo si valieran tanto. Vi llevar una mesita baja cercade la tienda, los preparativos para que los chicos cena-ran aparte; Silvia ya no estaba allí, pero la sombra bo-rroneaba la tienda y quizá se había sentado más lejos ose paseaba entre los árboles. Obligado a ventilar opinio-nes sobre el alcance de las experiencias de Jacques Rou-baud, apenas si alcanzaba a sorprenderme de mi interéspor Silvia, de que la brusca desaparición de Silvia medesasosegara ambiguamente; cuando terminaba de de-cirle a Raúl lo que pensaba de Roubaud, el fuego fue otravez fugazmente Silvia, la vi pasar junto a la tienda lle-vando de la mano a Lolita y a Álvaro; detrás venían Gra-ciela y Renaud saltando y bailando en un último avatarsioux; por supuesto Renaud se cayó de boca y su primerchillido sobresaltó a Liliane y a Borel. Desde el grupo se

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alzó la voz de Graciela: “¡No es nada, ya pasó!”, y los pa-dres volvieron al diálogo con esa soltura que da la mo-notonía cotidiana de los porrazos de los sioux; ahora setrataba de encontrarle un sentido a las experienciasaleatorias de Xenakis por las que Javier mostraba uninterés que a Borel le parecía desmesurado. Entre loshombros de Magda y de Nora yo veía a lo lejos la siluetade Silvia, una vez más agachada junto a Renaud, mostrán-dole algún juguete para consolarlo; el fuego le desnuda-ba las piernas y el perfil, adiviné una nariz fina y ansio-sa, unos labios de estatua arcaica (¿pero no acababa Borelde preguntarme algo sobre una estatuilla de las Cícla-das de la que me hacía responsable, y la referencia deJavier a Xenakis no había desviado el tema hacia algomás valioso?). Sentí que si alguna cosa deseaba saber enese momento era Silvia, saberla de cerca y sin los pres-tigios del fuego, devolverla a una probable mediocridadde muchachita tímida o confirmar esa silueta demasia-do hermosa y viva como para quedarse en mero espec-táculo; hubiera querido decírselo a Nora con quien teníauna vieja confianza, pero Nora organizaba la mesa y po-nía servilletas de papel, no sin exigir de Raúl la comprainmediata de algún disco de Xenakis. Del territorio deSilvia, otra vez invisible, vino Graciela la gacelita, la sa-belotodo; le tendí la vieja percha de la sonrisa, las ma-nos que la ayudaron a instalarse en mis rodillas; me valíde sus apasionantes noticias sobre un escarabajo peludopara desligarme de la conversación sin que Borel me cre-yera descortés, apenas pude le pregunté en voz baja siRenaud se había hecho daño.

—Pero no, tonto, no es nada. Siempre se cae, tienesolamente dos años, vos te das cuenta. Silvia le puso aguaen el chichón.

—¿Quién es Silvia, Graciela?

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Me miró como sorprendida.—Una amiga nuestra.—¿Pero es hija de alguno de estos señores?—Estás loco —dijo razonablemente Graciela—. Silvia

es nuestra amiga. ¿Verdad, mamá, que Silvia es nuestraamiga?

Nora suspiró, colocando la última servilleta junto ami plato.

—¿Por qué no te volvés con los chicos y dejás en paza Fernando? Si se pone a hablarte de Silvia vas a tenerpara rato.

—¿Por qué, Nora?—Porque desde que la inventaron nos tienen aturdi-

dos con su Silvia —dijo Javier.—Nosotros no la inventamos —dijo Graciela, aga-

rrándome la cara con las dos manos para arrancarme alos grandes—. Preguntáles a Lolita y a Álvaro, vas a ver.

—¿Pero quién es Silvia? —repetí.Nora ya estaba lejos para escuchar, y Borel discutía

otra vez con Javier y Raúl. Los ojos de Graciela estabanfijos en los míos, su boca sacaba como una trompita en-tre burlona y sabihonda.

—Ya te dije, bobo, es nuestra amiga. Ella juega connosotros cuando quiere, pero no a los indios porque nole gusta. Ella es muy grande, comprendés, por eso lo cui-da tanto a Renaud que solamente tiene dos años y se hacecaca en la bombacha.

—¿Vino con el señor Borel? —pregunté en voz baja—.¿O con Javier y Magda?

—No vino con nadie —dijo Graciela—. Preguntáles aLolita y a Álvaro, vas a ver. A Renaud no le preguntésporque es un chiquito y no comprende. Dejáme que metengo que ir.

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Raúl, que siempre parece asistido por un radar, searrancó a una reflexión sobre el letrismo para hacermeun gesto compasivo.

—Nora te previno, si les seguís el tren te van a vol-ver loco con su Silvia.

—Fue Álvaro —dijo Magda—. Mi hijo es un mitóma-no y contagia a todo el mundo.

Raúl y Magda me seguían mirando, hubo una fracciónde segundo en que yo pude haber dicho: “No entiendo”,para forzar las explicaciones, o directamente: “Pero Sil-via está ahí, acabo de verla”. No creo, ahora que tengodemasiado tiempo para pensarlo, que la intervención dis-traída de Borel me impidiera decirlo. Borel acababa depreguntarme algo sobre La casa verde; empecé a hablarsin saber lo que decía, pero en todo caso no me dirigíaya a Raúl y a Magda. Vi a Liliane que se acercaba a lamesa de los chicos y los hacía sentarse en taburetes y cajo-nes viejos; el fuego los iluminaba como en los grabadosde las novelas de Héctor Malot o de Dickens, las ramasdel tilo se cruzaban por momentos entre una cara o unbrazo alzado, se oían risas y protestas. Yo hablaba de Fu-shía con Borel, me dejaba llevar corriente abajo en esabalsa de la memoria donde Fushía estaba tan terrible-mente vivo. Cuando Nora me trajo un plato de carne lemurmuré al oído: “No entendí demasiado eso de los chi-cos”.

—Ya está, vos también caíste —dijo Nora, echandouna mirada compasiva a los demás—. Menos mal que des-pués se irán a dormir porque sos una víctima nata, Fer-nando.

—No les hagas caso —se cruzó Raúl—. Se ve que notenés práctica, tomás demasiado en serio a los pibes. Hayque oírlos como quien oye llover, viejo, o es la locura.

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Tal vez en ese momento perdí el posible acceso al mun-do de Silvia, jamás sabré por qué acepté la fácil hipóte-sis de una broma, de que los amigos me estaban toman-do el pelo (Borel no, Borel seguía por su camino que yallegaba a Macondo); veía otra vez a Silvia que acababade asomar de la sombra y se inclinaba entre Graciela yÁlvaro como para ayudarlos a cortar la carne o quizá co-mer un bocado; la sombra de Liliane que venía a sentar-se con nosotros se interpuso, alguien me ofreció vino;cuando miré de nuevo, el perfil de Silvia estaba comoencendido por las brasas, el pelo le caía sobre un hom-bro, se deslizaba fundiéndose con la sombra de la cintu-ra. Era tan hermosa que me ofendió la broma, el mal gus-to, me puse a comer de cara al plato, escuchando de reojoa Borel que me invitaba a unos coloquios universitarios;si le dije que no iría fue por culpa de Silvia, por su invo-luntaria complicidad en la diversión socarrona de misamigos. Esa noche no vi más a Silvia; cuando Nora seacercó a la mesa de los chicos con queso y frutas, entreella y Lolita se ocuparon de hacer comer a Renaud quese iba quedando dormido. Nos pusimos a hablar de One-tti y de Felisberto, bebimos tanto vino en su honor queun segundo viento belicoso de sioux y de charrúas envol-vió el tilo; trajeron a los chicos para que dijeran buenasnoches, Renaud en los brazos de Liliane.

—Me tocó una manzana con gusano —me dijo Gracie-la con una enorme satisfacción—. Buenas noches, Fer-nando, sos muy malo.

—¿Por qué, mi amor?—Porque no viniste ni una sola vez a nuestra mesa.—Es cierto, perdonáme. Pero ustedes tenían a Silvia,

¿verdad?—Claro, pero lo mismo.

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—Éste se la sigue —dijo Raúl mirándome con algoque debía ser piedad—. Te va a costar caro, esperá a quete agarren bien despiertos con su famosa Silvia, te vas aarrepentir, hermano.

Graciela me humedeció el mentón con un beso queolía fuertemente a yogurt y a manzana. Mucho más tar-de, al final de una charla en la que el sueño empezaba asustituir las opiniones, los invité a cenar en mi casa. Vi-nieron el sábado pasado hacia las siete, en dos autos, Ál-varo y Lolita traían un barrilete de género y so pretextode remontarlo acabaron inmediatamente con mis crisan-temos. Yo dejé a las mujeres que se ocuparan de las be-bidas, comprendí que nadie le impediría a Raúl tomarel timón del asado; les hice visitar la casa a los Borel y aMagda, los instalé en el living frente a mi óleo de JulioSilva y bebí un rato con ellos, fingiendo estar allí y es-cuchar lo que decían; por el ventanal se veía el barrileteen el viento, se escuchaban los gritos de Lolita y Álvaro.Cuando Graciela apareció con un ramo de pensamientosfabricado presumiblemente a costa de mi mejor cantero,salí al jardín anochecido y ayudé a remontar más alto elbarrilete. La sombra bañaba las colinas en el fondo delvalle y se adelantaba entre los cerezos y los álamos perosin Silvia, Álvaro no había necesitado de Silvia para re-montar el barrilete.

—Colea lindo —le dije, probándolo, haciéndolo ir yvenir.

—Sí pero tené cuidado, a veces pica de cabeza y esosálamos son muy altos —me previno Álvaro.

—A mí no se me cae nunca —dijo Lolita, quizá celosade mi presencia—. Vos le tirás demasiado del hilo, nosabés.

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—Sabe más que vos —dijo Álvaro en rápida alianzamasculina—. ¿Por qué no te vas a jugar con Graciela, noves que molestás?

Nos quedamos solos, dándole hilo al barrilete. Espe-ré el momento en que Álvaro me aceptara, y supiera queera tan capaz como él de dirigir el vuelo verde y rojo quese desdibujaba cada vez más en la penumbra.

—¿Por qué no trajeron a Silvia? —pregunté, tirandoun poco del hilo.

Me miró de reojo entre sorprendido y socarrón, y mesacó el hilo de las manos, degradándome sutilmente.

—Silvia viene cuando quiere —dijo recogiendo el hilo.—Bueno, hoy no vino, entonces.—¿Qué sabés vos? Ella viene cuando quiere, te digo.—Ah. ¿Y por qué tu mamá dice que vos la inventaste

a Silvia?—Mirá como colea —dijo Álvaro—. Che, es un barri-

lete fino, el mejor de todos.—¿Por qué no me contestás, Álvaro?—Mamá se cree que yo la inventé —dijo Álvaro—. ¿Y

vos por qué no lo creés, eh?Bruscamente vi a Graciela y a Lolita a mi lado. Ha-

bían escuchado las últimas frases, estaban ahí mirándo-me fijamente; Graciela removía lentamente un pensa-miento violeta entre los dedos.

—Porque yo no soy como ellos —dije—. Yo la vi, sa-ben.

Lolita y Álvaro cruzaron una larga mirada, y Gracielase me acercó y me puso el pensamiento en la mano. Elhilo del barrilete se tendió de golpe. Álvaro le dio juego,lo vimos perderse en la sombra.

—Ellos no creen porque son tontos —dijo Graciela—.Mostráme dónde tenés el baño y acompañáme a hacerpis.

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La llevé hasta la escalera exterior, le mostré el bañoy le pregunté si no se perdería para bajar. En la puertadel baño, con una expresión en la que había como un reco-nocimiento, Graciela me sonrió.

—No, andáte nomás, Silvia me va a acompañar.—Ah, bueno —dije luchando contra vaya a saber qué,

el absurdo o la pesadilla o el retardo mental—. Enton-ces vino, al final.

—Pero claro, sonso —dijo Graciela—. ¿No la ves ahí?La puerta de mi dormitorio estaba abierta, las pier-

nas desnudas de Silvia se dibujaban sobre la colcha rojade la cama. Graciela entró en el baño y oí que corría elpestillo. Me acerqué al dormitorio, vi a Silvia durmien-do en mi cama, el pelo como una medusa de oro sobre laalmohada. Entorné la puerta a mi espalda, me acerquéno sé cómo, aquí hay huecos y látigos, un agua que correpor la cara cegando y mordiendo, un sonido como de pro-fundidades fragosas, un instante sin tiempo, insoporta-blemente bello. No sé si Silvia estaba desnuda, para míera como un álamo de bronce y de sueño, creo que la videsnuda aunque luego no, debí imaginarla por debajo delo que llevaba puesto, la línea de las pantorrillas y losmuslos la dibujaba de lado contra la colcha roja, seguí lasuave curva de la grupa abandonada en el avance de unapierna, la sombra de la cintura hundida, los pequeñossenos imperiosos y rubios. “Silvia”, pensé, incapaz detoda palabra, “Silvia, Silvia, pero entonces...”. La voz deGraciela restalló a través de dos puertas como si me gri-tara al oído: “¡Silvia, vení a buscarme”. Silvia abrió losojos, se sentó en el borde de la cama; tenía la misma mini-falda de la primera noche, una blusa escotada, sandaliasnegras. Pasó a mi lado sin mirarme y abrió la puerta.Cuando salí, Graciela bajaba corriendo la escalera y Li-liane, llevando a Renaud en los brazos, se cruzaba con

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ella camino del baño y del mercurocromo para el porra-zo de las siete y media. Ayudé a consolar y a curar, Bo-rel subía inquieto por los berridos de su hijo, me hizo unsonriente reproche por mi ausencia, bajamos al livingpara beber otra copa, todo el mundo andaba por la pin-tura de Graham Sutherland, fantasmas de ese tipo, teo-rías y entusiasmos que se perdían en el aire con el humodel tabaco. Magda y Nora concentraban a los chicos paraque comieran estratégicamente aparte; Borel me dio sudirección, insistiendo en que le enviara la colaboraciónprometida a una revista de Poitiers, me dijo que partíana la mañana siguiente y que se llevaban a Javier y a Mag-da para hacerles visitar la región. “Silvia se irá con ellos”,pensé oscuramente, y busqué una caja de fruta abrillanta-da, el pretexto para acercarme a la mesa de los chicos,quedarme allí un momento. No era fácil preguntarles,comían como lobos y me arrebataron los dulces en la me-jor tradición de los sioux y los tehuelches. No sé por quéle hice la pregunta a Lolita, limpiándole de paso la bocacon la servilleta.

—¿Qué sé yo? —dijo Lolita—. Preguntále a Álvaro.—Y yo qué sé —dijo Álvaro, vacilando entre una pera

y un higo—. Ella hace lo que quiere, a lo mejor se va porahí.

—¿Pero con quién de ustedes vino?—Con ninguno —dijo Graciela, pegándome una de

sus mejores patadas por debajo de la mesa—. Ella estuvoaquí y ahora quién sabe, Álvaro y Lolita se vuelven a laArgentina y con Renaud te imaginás que no se va a que-dar porque es muy chico, esta tarde se tragó una avispamuerta, qué asco.

—Ella hace lo que quiere, igual que nosotros —dijoLolita.

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Volví a mi mesa, vi terminarse la velada en una nie-bla de coñac y de humo. Javier y Magda se volvían a Bue-nos Aires (Álvaro y Lolita se volvían a Buenos Aires) ylos Borel irían el año próximo a Italia (Renaud iría el añopróximo a Italia).

—Aquí nos quedamos los más viejos —dijo Raúl. (En-tonces Graciela se quedaba pero Silvia era los cuatro,Silvia era cuando estaban los cuatro y yo sabía que jamásvolverían a encontrarse).

Raúl y Nora siguen todavía aquí, en nuestro valle delLuberon, anoche fui a visitarlos y charlamos de nuevobajo el tilo; Graciela me regaló un mantelito que acaba-ba de bordar con punto cruz, supe de los saludos que mehabían dejado Javier, Magda y los Borel. Comimos en eljardín, Graciela se negó a irse temprano a la cama, jugóconmigo a las adivinanzas. Hubo un momento en que nosquedamos solos, Graciela buscaba la respuesta a la adi-vinanza sobre la luna, no acertaba y su orgullo sufría.

—¿Y Silvia? —le pregunté, acariciándole el pelo.—Mirá que sos tonto —dijo Graciela—. ¿Vos te creías

que esta noche iba a venir por mí solita?—Menos mal —dijo Nora, saliendo de la sombra—.

Menos mal que no va a venir por vos solita, porque yanos tenían hartos con ese cuento.

—Es la luna —dijo Graciela—. Qué adivinanza tansonsa, che.

DEL CUENTO BREVE Y SUS ALREDEDORES

ALGUNA vez Horacio Quiroga intentó un “Decálogo delperfecto cuentista”, cuyo mero título vale ya como unaguiñada de ojo al lector. Si nueve de los preceptos sonconsiderablemente prescindibles, el último me parecede una lucidez impecable: “Cuenta como si tu relato notuviera interés más que para el pequeño ambiente detus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No deotro modo se obtiene la vida en el cuento”.

La noción de pequeño ambiente da su sentido máshondo al consejo, al definir la forma cerrada del cuento,lo que ya en otra ocasión he llamado su esfericidad;pero a esa noción se suma otra igualmente significativa,la de que el narrador pudo haber sido uno de los perso-najes, es decir que la situación narrativa en sí debe na-cer y darse dentro de la esfera, trabajando del interiorhacia el exterior, sin que los límites del relato se veantrazados como quien modela una esfera de arcilla. Dichode otro modo, el sentimiento de la esfera debe preexis-tir de alguna manera al acto de escribir el cuento, comosi el narrador, sometido por la forma que asume, se mo-

Léon L. affirmait qu’il n’y avait qu’une chose de plusépouvantable que l’Épouvante: la journée normale,le quotidien, nous-mêmes sans le cadre forgé pourl’Épouvante. —Dieu a créé la mort. Il a créé la vie.Soit, déclamait LL. Mais ne dites pas que c’est Luiqui a également créé la “journée normale”, la “vie

de-tous-les-jours“. Grande est mon impiété, soit.Mais devant cette calomnie,

devant ce blasphème, elle récule.PIOTR RAWICZ, Le sang du ciel.

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viera implícitamente en ella y la llevara a su extrematensión, lo que hace precisamente la perfección de la for-ma esférica.

Estoy hablando del cuento contemporáneo, digamosel que nace con Edgar Allan Poe, y que se propone comouna máquina infalible destinada a cumplir su misión na-rrativa con la máxima economía de medios; precisamen-te, la diferencia entre el cuento y lo que los francesesllaman nouvelle y los anglosajones long short story se basaen esa implacable carrera contra el reloj que es un cuen-to plenamente logrado: basta pensar en “The Cask ofAmontillado”, “Bliss”, “Las ruinas circulares” y “The Ki-llers”. Esto no quiere decir que cuentos más extensos nopuedan ser igualmente perfectos, pero me parece obvioque las narraciones arquetípicas de los últimos cien añoshan nacido de una despiadada eliminación de todos loselementos privativos de la nouvelle y de la novela, losexordios, circunloquios, desarrollos y demás recursosnarrativos; si un cuento largo de Henry James o de D.H. Lawrence puede ser considerado tan genial comoaquéllos, preciso será convenir en que estos autores tra-bajaron con una apertura temática y lingüística que dealguna manera facilitaba su labor, mientras que lo siem-pre asombroso de los cuentos contra el reloj está en quepotencian vertiginosamente un mínimo de elementos,probando que ciertas situaciones o terrenos narrativosprivilegiados pueden traducirse en un relato de proyec-ciones tan vastas como la más elaborada de las nouvelles.

Lo que sigue se basa parcialmente en experienciaspersonales cuya descripción mostrará quizá, digamos des-de el exterior de la esfera, algunas de las constantes quegravitan en un cuento de este tipo. Vuelvo al hermanoQuiroga para recordar que dice: “Cuenta como si tu re-lato no tuviera interés más que para el pequeño am-

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biente de tus personajes, de los que pudiste ser uno”. Lanoción de ser uno de los personajes se traduce por lo ge-neral en el relato en primera persona, que nos sitúa derondón en un plano interno. Hace muchos años, en Bue-nos Aires, Ana María Barrenechea me reprochó amisto-samente un exceso en el uso de la primera persona,creo que con referencia a los relatos de “Las armas se-cretas”, aunque quizá se trataba de los de “Final del jue-go”. Cuando le señalé que había varios en tercera perso-na, insistió en que no era así y tuve que probárselo libroen mano. Llegamos a la hipótesis de que quizá la terce-ra actuaba como una primera persona disfrazada, y quepor eso la memoria tendía a homogeneizar monótona-mente la serie de relatos del libro.

En ese momento, o más tarde, encontré una suertede explicación por la vía contraria, sabiendo que cuandoescribo un cuento busco instintivamente que sea de al-guna manera ajeno a mí en tanto demiurgo, que eche avivir con una vida independiente, y que el lector tenga opueda tener la sensación de que en cierto modo estáleyendo algo que ha nacido por sí mismo, en sí mismo yhasta de sí mismo, en todo caso con la mediación perojamás la presencia manifiesta del demiurgo. Recordéque siempre me han irritado los relatos donde los per-sonajes tienen que quedarse como al margen mientrasel narrador explica por su cuenta (aunque esa cuenta seala mera explicación y no suponga interferencia demiúr-gica) detalles o pasos de una situación a otra. El signode un gran cuento me lo da eso que podríamos llamar suautarquía, el hecho de que el relato se ha desprendidodel autor como una pompa de jabón de la pipa de yeso.Aunque parezca paradójico, la narración en primera per-sona constituye la más fácil y quizá mejor solución delproblema, porque narración y acción son ahí una y la mis-

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ma cosa. Incluso cuando se habla de terceros, quien lohace es parte de la acción, está en la burbuja y no en lapipa. Quizá por eso, en mis relatos en tercera persona,he procurado casi siempre no salirme de una narraciónstrictu senso, sin esas tomas de distancia que equivalena un juicio sobre lo que está pasando. Me parece una va-nidad querer intervenir en un cuento con algo más quecon el cuento en sí.

Esto lleva necesariamente a la cuestión de la técni-ca narrativa, entendiendo por esto el especial enlace enque se sitúan el narrador y lo narrado. Personalmenteese enlace se me ha dado siempre como una polarización,es decir que si existe el obvio puente de un lenguaje yen-do de una voluntad de expresión a la expresión misma,a la vez ese puente me separa, como escritor, del cuentocomo cosa escrita, al punto que el relato queda siempre,con la última palabra, en la orilla opuesta. Un verso ad-mirable de Pablo Neruda: Mis criaturas nacen de un lar-go rechazo, me parece la mejor definición de un procesoen el que escribir es de alguna manera exorcizar, recha-zar criaturas invasoras proyectándolas a una condiciónque paradójicamente les da existencia universal a la vezque las sitúa en el otro extremo del puente, donde ya noestá el narrador que ha soltado la burbuja de su pipa deyeso. Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento bre-ve plenamente logrado, y en especial los cuentos fantás-ticos, son productos neuróticos, pesadillas o alucinacio-nes neutralizadas mediante la objetivación y el trasladoa un medio exterior al terreno neurótico; de todas ma-neras, en cualquier cuento breve memorable se percibeesa polarización, como si el autor hubiera querido des-prenderse lo antes posible y de la manera más absolutade su criatura, exorcizándola en la única forma en quele era dado hacerlo: escribiéndola.

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Este rasgo común no se lograría sin las condicionesy la atmósfera que acompañan el exorcismo. Pretenderliberarse de criaturas obsesionantes a base de mera téc-nica narrativa puede quizá dar un cuento, pero al faltarla polarización esencial, el rechazo catártico, el resulta-do literario será precisamente eso, literario; al cuentole faltará la atmósfera que ningún análisis estilístico lo-graría explicar, el aura que pervive en el relato y poseeráal lector como había poseído, en el otro extremo del puen-te, al autor. Un cuentista eficaz puede escribir relatosliterariamente válidos, pero si alguna vez ha pasado porla experiencia de librarse de un cuento como quien se qui-ta de encima una alimaña, sabrá de la diferencia que hayentre posesión y cocina literaria, y a su vez un buen lec-tor de cuentos distinguirá infaliblemente entre lo queviene de un territorio indefinible y ominoso, y el produc-to de un mero métier. Quizá el rasgo diferencial más pe-netrante ¿lo he señalado ya en otra parte? sea la tensióninterna de la trama narrativa. De una manera que nin-guna técnica podría enseñar o proveer, el gran cuentobreve condensa la obsesión de la alimaña, es una presen-cia alucinante que se instala desde las primeras frasespara fascinar al lector, hacerle perder contacto con ladesvaída realidad que lo rodea, arrasarlo a una sumer-sión más intensa y avasalladora. De un cuento así se salecomo de un acto de amor, agotado y fuera del mundocircundante, al que se vuelve poco a poco con una mira-da de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas vecesde alivio y tantas otras de resignación. El hombre queescribió ese cuento pasó por una experiencia todavía másextenuante, porque de su capacidad de transvasar la ob-sesión dependía el regreso a condiciones más tolerables;y la tensión del cuento nació de esa eliminación fulgu-rante de ideas intermedias, de etapas preparatorias, de

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toda la retórica literaria deliberada, puesto que habíaen juego una operación en alguna medida fatal que no to-leraba pérdida de tiempo; estaba allí, y sólo de un mano-tazo podía arrancársela del cuello o de la cara. En todocaso así me tocó escribir muchos de mis cuentos; inclusoen algunos relativamente largos, como Las armas secre-tas, la angustia omnipresente a lo largo de todo un díame obligó a trabajar empecinadamente hasta terminarel relato y sólo entonces, sin cuidarme de releerlo, bajara la calle y caminar por mí mismo, sin ser ya Pierre, sinser ya Michèle.

Esto permite sostener que cierta gama de cuentosnace de un estado de trance, anormal para los cánonesde la normalidad al uso, y que el autor los escribe mien-tras está en lo que los franceses llaman un “état second”.Que Poe haya logrado sus mejores relatos en ese estado(paradójicamente reservaba la frialdad racional para lapoesía, por lo menos en la intención) lo prueba más acáde toda evidencia testimonial el efecto traumático, con-tagioso y para algunos diabólico de The Tell-tale heart ode Berenice. No faltará quien estime que exagero estanoción de un estado exhorbitado como el único terrenodonde puede nacer un gran cuento breve; haré notar queme refiero a relatos donde el tema mismo contiene la“anormalidad”, como los citados de Poe, y que me basoen mi propia experiencia toda vez que me vi obligado aescribir un cuento para evitar algo mucho peor. ¿Cómodescribir la atmósfera que antecede y envuelve el actode escribirlo? Si Poe hubiera tenido ocasión de hablarde eso, estas páginas no serían intentadas, pero él callóese círculo de su infierno y se limitó a convertirlo en TheBlack Cat o en Ligeia. No sé de otros testimonios que pue-dan ayudar a comprender el proceso desencadenante ycondicionante de un cuento breve digno de recuerdo;

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apelo entonces a mi propia situación de cuentista y veoa un hombre relativamente feliz y cotidiano, envuelto enlas mismas pequeñeces y dentistas de todo habitante deuna gran ciudad, que lee el periódico y se enamora y vaal teatro y que de pronto, instantáneamente, en un viajeen el subte, en un café, en un sueño, en la oficina mien-tras revisa una traducción sospechosa acerca del analfa-betismo en Tanzania, deja de ser él-y-su-circunstancia ysin razón alguna, sin preaviso, sin el aura de los epilép-ticos, sin la crispación que precede a las grandes jaque-cas, sin nada que le dé tiempo a apretar los dientes y arespirar hondo, es un cuento, una masa informe sin pala-bras ni caras ni principio ni fin pero ya un cuento, algoque solamente puede ser un cuento y además en segui-da, inmediatamente, Tanzania puede irse al demonioporque este hombre meterá una hoja de papel en la má-quina y empezará a escribir aunque sus jefes y las Na-ciones Unidas en pleno le caigan por las orejas, aunquesu mujer lo llame porque se está enfriando la sopa, aun-que ocurran cosas tremendas en el mundo y haya que es-cuchar las informaciones radiales o bañarse o telefoneara los amigos. Me acuerdo de una cita curiosa, creo quede Roger Fry: un niño precozmente dotado para el dibu-jo explicaba su método de composición diciendo: First Ithink and then I draw a line round my think (sic). En elcaso de estos cuentos sucede exactamente lo contrario:la línea verbal que los dibujará arranca sin ningún “think”previo, hay como un enorme coágulo, un bloque total queya es el cuento, eso es clarísimo aunque nada pueda pa-recer más oscuro, y precisamente ahí reside esa especiede analogía onírica de signo inverso que hay en la com-posición de tales cuentos, puesto que todos hemos soña-do cosas meridianamente claras que, una vez despiertos,eran un coágulo informe, una masa sin sentido. ¿Se sue-

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ña despierto al escribir un cuento breve? Los límites delsueño y la vigilia, ya se sabe: basta preguntarle al filó-sofo chino o a la mariposa. De todas maneras si la ana-logía es evidente, la relación es de signo inverso por lomenos en mi caso, puesto que arranco del bloque infor-me y escribo algo que sólo entonces se convierte en uncuento coherente y válido per se. La memoria, traumati-zada sin duda por una experiencia vertiginosa, guardaen detalle las sensaciones de esos momentos, y me per-mite racionalizarlos aquí en la medida de lo posible. Hayla masa que es el cuento (¿pero qué cuento? No lo sé ylo sé, todo está visto por algo mío que no es mi concien-cia pero que vale más que ella en esa hora fuera del tiem-po y la razón), hay la angustia y la ansiedad y la maravi-lla, porque también las sensaciones y los sentimientosse contradicen en esos momentos, escribir un cuento asíes simultáneamente terrible y maravilloso, hay una des-esperación exaltante, una exaltación desesperada; esahora o nunca, y el temor de que pueda ser nunca exa-cerbado el ahora, lo vuelve máquina de escribir corrien-do a todo teclado, olvido de la circunstancia, aboliciónde lo circundante. Y entonces la masa negra se aclara amedida que se avanza, increíblemente las cosas son deuna extrema facilidad como si el cuento ya estuviera es-crito con una tinta simpática y uno le pasara por encimael pincelito que lo despierta. Escribir un cuento así noda ningún trabajo, absolutamente ninguno; todo ha ocu-rrido antes y ese antes, que aconteció en un plano donde“la sinfonía se agita en la profundidad”, para decirlo conRimbaud, es el que ha provocado la obsesión, el coáguloabominable que había que arrancarse a tirones de pala-bras. Y por eso, porque todo está decidido en una regiónque diurnamente me es ajena, ni siquiera el remate delcuento presenta problemas, sé que puedo escribir sin

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detenerme, viendo presentarse y sucederse los episo-dios, y que el desenlace está tan incluido en el coáguloinicial como el punto de partida. Me acuerdo de la ma-ñana en que me cayó encima una flor amarilla: el bloqueamorfo era la noción del hombre que encuentra a un niñoque se le parece y tiene la deslumbradora intuición deque somos inmortales. Escribí las primeras escenas sinla menor vacilación, pero no sabía lo que iba a ocurrir,ignoraba el desenlace de la historia. Si en ese momentoalguien me hubiera interrumpido para decirme: “Al fi-nal el protagonista va a envenenar a Luc”, me hubieraquedado estupefacto. Al final el protagonista envenenaa Luc, pero eso llegó como todo lo anterior, como una ma-deja que se desovilla a medida que tiramos; la verdad esque en mis cuentos no hay el menor mérito literario, elmenor esfuerzo. Si algunos se salvan del olvido es por-que he sido capaz de recibir y transmitir sin demasiadaspérdidas esas latencias de una psiquis profunda, y elresto es una cierta veteranía para no falsear el misterio,conservarlo lo más cerca posible de su fuente, con su tem-blor original, su balbuceo arquetípico.

Lo que precede habrá puesto en la pista al lector: nohay diferencia genética entre este tipo de cuentos y lapoesía como la entendemos a partir de Baudelaire. Perosi el acto poético me parece una suerte de magia de se-gundo grado, tentativa de posesión ontológica y no ya físi-ca como en la magia propiamente dicha, el cuento no tie-ne intenciones esenciales, no indaga ni transmite un co-nocimiento o un “mensaje”. La génesis del cuento y delpoema es sin embargo la misma, nace de un repentinoextrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen“normal” de la conciencia; en un tiempo en que las eti-quetas y los géneros ceden a una estrepitosa bancarro-ta, no es inútil insistir en esta afinidad que muchos en-

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contrarán fantasiosa. Mi experiencia me dice que, dealguna manera, un cuento breve como los que he trata-do de caracterizar no tiene una estructura de prosa. Cadavez que me ha tocado revisar la traducción de uno de misrelatos (o intentar la de otros autores, como alguna vezcon Poe) he sentido hasta qué punto la eficacia y el sen-tido del cuento dependían de esos valores que dan sucarácter especifico al poema y también al jazz: la tensión,el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro deparámetros pre-vistos, esa libertad fatal que no admitealteración sin una pérdida irrestañable. Los cuentos deesta especie se incorporan como cicatrices indelebles atodo lector que los merezca: son criaturas vivientes, or-ganismos completos, ciclos cerrados, y respiran. Ellosrespiran, no el narrador, a semejanza de los poemas per-durables y a diferencia de toda prosa encaminada atransmitir la respiración del narrador, a comunicarla amanera de un teléfono de palabras. Y si se pregunta:Pero entonces, ¿no hay comunicación entre el poeta (elcuentista) y el lector?, la respuesta es obvia: La comu-nicación se opera desde el poema o el cuento, no por me-dio de ellos. Y esa comunicación no es la que intenta elprosista, de teléfono a teléfono; el poeta y el narradorurden criaturas autónomas, objetos de conducta impre-visible, y sus consecuencias ocasionales en los lectoresno se diferencian esencialmente de las que tienen parael autor, primer sorprendido de su creación, lector azo-rado de sí mismo.

Breve coda sobre los cuentos fantásticos

Primera observación: lo fantástico como nostalgia.Toda suspension of disbelief obra como una tregua en elseco, implacable asedio que el determinismo hace al hom-

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bre. En esa tregua, la nostalgia introduce una varianteen la afirmación de Ortega: hay hombres que en algúnmomento cesan de ser ellos y su circunstancia, hay unahora en la que se anhela ser uno mismo y lo inesperado,uno mismo y el momento en que la puerta que antes ydespués da al zaguán se entorna lentamente para dejar-nos ver el prado donde relincha el unicornio.

Segunda observación: lo fantástico exige un desarro-llo temporal ordinario. Su irrupción altera instantánea-mente el presente, pero la puerta que da al zaguán hasido y será la misma en el pasado y el futuro. Sólo la al-teración momentánea dentro de la regularidad delata lofantástico, pero es necesario que lo excepcional pase aser también la regla sin desplazar las estructuras ordina-rias entre las cuales se ha insertado. Descubrir en unanube el perfil de Beethoven sería inquietante si duraradiez segundos antes de deshilacharse y volverse fragatao paloma; su carácter fantástico sólo se afirmarla en casode que el perfil de Beethoven siguiera allí mientras elresto de las nubes se conduce con su desintencionadodesorden sempiterno. En la mala literatura fantástica,los perfiles sobrenaturales suelen introducirse como cu-ñas instantáneas y efímeras en la sólida masa de lo con-suetudinario; así, una señora que se ha ganado el odiominucioso del lector, es meritoriamente estrangulada aúltimo minuto gracias a una mano fantasmal que entrapor la chimenea y se va por la ventana sin mayores ro-deos, aparte de que en esos casos el autor se cree obli-gado a proveer una “explicación” a base de antepasadosvengativos o maleficios malayos. Agrego que la peor li-teratura de este género es sin embargo la que opta porel procedimiento inverso, es decir el desplazamiento delo temporal ordinario por una especie de “fulltime” delo fantástico, invadiendo la casi totalidad del escenario

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con gran despliegue de cotillón sobrenatural, como en elsocorrido modelo de la casa encantada donde todo rezu-ma manifestaciones insólitas, desde que el protagonistahace sonar el aldabón de las primeras frases hasta la ven-tana de la buhardilla donde culmina espasmódicamenteel relato. En los dos extremos (insuficiente instalaciónen la circunstancia ordinaria, y rechazo casi total de estaúltima) se peca por impermeabilidad, se trabaja con ma-terias heterogéneas momentáneamente vinculadas peroen las que no hay ósmosis, articulación convincente. Elbuen lector siente que nada tienen que hacer allí esa manoestranguladora ni ese caballero que de resultas de unaapuesta se instala para pasar la noche en una tétrica mora-da. Este tipo de cuentos que abruma las antologías delgénero recuerda la receta de Edward Lear para fabricarun pastel cuyo glorioso nombre he olvidado: se toma uncerdo, se lo ata a una estaca y se le pega violentamente,mientras por otra parte se prepara con diversos ingre-dientes una masa cuya cocción sólo se interrumpe paraseguir apaleando al cerdo. Si al cabo de tres días no seha logrado que la masa y el cerdo formen un todo homo-géneo, puede considerarse que el pastel es un fracaso,por lo cual se soltará al cerdo y se tirará la masa a la ba-sura. Que es precisamente lo que hacemos con los cuen-tos donde no hay ósmosis, donde lo fantástico y lo habi-tual se yuxtaponen sin que nazca el pastel que esperá-bamos saborear estremecidamente.

EL TESORO DE LA JUVENTUD

LOS NIÑOS son por naturaleza desagradecidos, cosa com-prensible puesto que no hacen más que imitar a sus aman-tes padres; así los de ahora vuelven de la escuela, aprie-tan un botón y se sientan a ver el teledrama del día, sinocurrírseles pensar un solo instante en esa maravilla tec-nológica que representa la televisión. Por eso no seráinútil insistir ante los párvulos en la historia del pro-greso científico, aprovechando la primera ocasión favo-rable, digamos el paso de un estrepitoso avión a reac-ción, a fin de mostrar a los jóvenes los admirables resul-tados del esfuerzo humano.

El ejemplo del “jet” es una de las mejores pruebas.Cualquiera sabe, aun sin haber viajado en ellos, lo querepresentan los aviones modernos: velocidad, silencioen la cabina, estabilidad, radio de acción. Pero la cienciaes por antonomasia una búsqueda sin término, y los “jets”no han tardado en quedar atrás, superados por nuevasy más portentosas muestras del ingenio humano. Contodos sus adelantos esos aviones tenían numerosas des-ventajas, hasta el día en que fueron sustituidos por los

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aviones de hélice. Esta conquista representó un impor-tante progreso, pues al volar a poca velocidad y altura elpiloto tenía mayores posibilidades de fijar el rumbo y deefectuar en buenas condiciones de seguridad las manio-bras de despegue y aterrizaje.

No obstante, los técnicos siguieron trabajando en bus-ca de nuevos medios de comunicación aun más aventa-jados, y así dieron a conocer con breve intervalo dos des-cubrimientos capitales: nos referimos a los barcos de va-por y al ferrocarril. Por primera vez, y gracias a ellos, selogró la conquista extraordinaria de viajar al nivel delsuelo, con el inapreciable margen de seguridad que ellorepresentaba.

Sigamos paralelamente la evolución de estas técni-cas, comenzando por la navegación marítima. El peligrode los incendios, tan frecuente en alta mar, incitó a losingenieros a encontrar un sistema más seguro: así fue-ron naciendo la navegación a vela y más tarde (aunquela cronología no es segura) el remo como el medio másaventajado para propulsar las naves.

Este progreso era considerable, pero los naufragiosse repetían de tiempo en tiempo por razones diversas,hasta que los adelantos técnicos proporcionaron un méto-do seguro y perfeccionado para desplazarse en el agua.Nos referimos por supuesto a la natación, más allá de lacual no parece haber progreso posible, aunque desde lue-go la ciencia es pródiga en sorpresas.

Por lo que toca a los ferrocarriles, sus ventajas erannotorias con relación a los aviones, pero a su turno fue-ron superados por las diligencias, vehículos que no con-taminaban el aire con el humo del petróleo o el carbón,y que permitían admirar las bellezas del paisaje y el vi-gor de los caballos de tiro. La bicicleta, medio de trans-porte altamente científico, se sitúa históricamente en-

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tre la diligencia y el ferrocarril, sin que pueda definirseexactamente el momento de su aparición. Se sabe en cam-bio, y ello constituye el ultimo eslabón del progreso, quela incomodidad innegable de las diligencias aguzó el in-genio humano a tal punto que no tardó en inventarse unmedio de viaje incomparable, el de andar a pie. Peato-nes y nadadores constituyen así el coronamiento de lapirámide científica, como cabe comprobar en cualquierplaya cuando se ve a los paseantes del malecón que a suvez observan complacidos las evoluciones de los bañis-tas. Quizá sea por eso que hay tanta gente en las playas,puesto que los progresos de la técnica, aunque ignora-dos por muchos niños, terminan siendo aclamados porla humanidad entera, sobre todo en la época de las va-caciones.

PARA UNA ESPELEOLOGÍA A DOMICILIO

LOS RITOS de pasaje de la raza parecen oscilar monótona-mente de la historia a la videncia, de las prestigiosaspuertas del pasado a las inciertas del futuro. Los perso-najes de una novela de James Ballard, favorecidos porun mundo en revuelta entropía, tienden a organizar sussueños en procura de una verdad primordial, y descien-den oníricamente hacia los orígenes, desandando el iti-nerario de la especie hasta volver a descubrir en susvisiones las selvas de helechos, el primer sol cargado depolen vital, el inútil punto de partida; historiadores per-fectos de sí mismos, se lanzan ebrios de pasado en buscadel sol de mediodía, van cayendo en un despertar de ca-tástrofe donde los espera una muerte irrisoria. De algu-na manera esa aberración me parece un símbolo del hom-bre contemporáneo, vidente de la historia o historiadorde la videncia, empecinado en creer que las puertas (decuerno) se abren a su espalda o lo esperan (de marfil) enel horizonte. He llegado a convencerme de que esas puer-tas están pintadas en una muralla de humo y de papel.Hablo ahora de otro pasaje que se deja adivinar through

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a glass, darkly. Con la más convencional de las sonrisas,Barba Azul ordena: “Jamás abras esa puerta”, y la pobremuchacha que algunos llaman Anima no cumplirá el des-tino que la heroína de la leyenda le proponía con un oscu-ro signo de complicidad. No solamente no abrirá la puer-ta sino que sus mecanismos de defensa llegarán a ser tanperfectos que Anima no verá la puerta, la tendrá al al-cance del deseo y seguirá buscando el paso con un libroen la mano y una bola de cristal en la otra. ¿No quieresla verdadera llave, Anima? En Judas ha podido verse lamáquina necesaria para que la redención teológica cuaja-ra en su espantoso precio de maderas cruzadas y de san-gre; Barba Azul, esa otra versión de Judas, sugiere quela desobediencia puede operar la redención aquí y aho-ra, en este mundo sin dioses. A la luz de figuras arquetí-picas toda prohibición es un claro consejo: abre la puer-ta, ábrela ahora mismo. La puerta está bajo tus párpa-dos, no es historia ni profecía. Pero hay que llegar a ver-la, y para verla propongo soñar puesto que soñar es unpresente desplazado y emplazado por una operación ex-clusivamente humana, una saturación de presente, untrozo de ámbar gris flotando en el devenir y a la vez ais-lándose de él en la medida en que el soñante está en supresente, que concita fuera de todo tiempo y espacio kan-tianos las desconcertadas potencias de su ser. En esepresente para el que Anima no sabe todavía usar susfuerzas liberadas, en esa pura vivencia donde el soñantey su sueño no están distanciados por categorías del en-tendimiento, donde todo hombre es a la vez su sueño,estar soñando y ser lo que sueña, la puerta espera al al-cance de la mano. No hay más que abrirla (“Jamás abrasesa puerta” dio Barba Azul) y la manera es esta: hay queaprender a despertar dentro del sueño, imponer la vo-luntad a esa realidad onírica de la que hasta ahora sólo

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se es pasivamente autor, actor y espectador. Quien lle-gue a despertar a la libertad dentro de su sueño habráfranqueado la puerta y accedido a un plano que será porfin un novum organum. Vertiginosas secuelas se abrenaquí al individuo y a la raza: la de volver de la vigilia oní-rica a la vigilia cotidiana con una sola flor entre los de-dos, tendido el puente de la conciliación entre la nochey el día, rota la torpe máquina binaria que separaba aHipnos de Eros. O más hermosamente, aprender a dor-mirse en el corazón del primer sueño para llegar a en-trar en un segundo, y no sólo eso: llegar a despertar den-tro del segundo sueño y abrir así otra puerta, y volver asoñar y despertarse dentro del tercer sueño, y volver asoñar y a despertar, como hacen las muñecas rusas. “Ja-más abras esa puerta” dice Barba Azul. ¿Qué harás tú,animula vagula blandula?

HOMENAJE A UNA TORRE DE FUEGO

NADIE les ha enseñado a hacer lo que están haciendo; na-die le enseña al árbol la forma de dar sus hojas y sus fru-tos. No se han dejado utilizar, como tantas veces en otrostiempos, a manera de cabezas de puente o pavos de laboda; hoy están solos frente a una realidad resquebraja-da, son una inmensa muchedumbre que no acepta ya re-ajustarse para ingresar ventajosamente en ese mundoque se da a llamar moderno, que no acepta que ese mun-do los recupere con la hipócrita reconciliación paternalfrente a los hijos pródigos. Algo como una fuente de puravida, algo como un inmenso amor enfurecido se ha alza-do por encima de los inconformismos a medias, a la to-rre de mando de las tecnocracias, en la fría soberbia delos planes históricos, de las dialécticas esclerosadas. Noes el momento de explicar o de calificar esta rebelión con-tra todos los esquemas prefijados; su sola existencia, aquíy en tantos otros países del mundo, la forma inconteni-ble en que se manifiestan, bastan y sobran como pruebade su validez y su verdad. Nada piden los estudiantesque no sea de alguna manera una nueva definición del

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hombre y la sociedad; y lo piden en la única forma en quees posible pedirlo en este momento, sin reivindicacio-nes parciales, sin nuevos esquemas que pretendan sus-tituir a los vigentes. Lo piden con una entrega total desu persona, con el gesto elemental e incuestionable desalir a la calle y gritar contra la maquinaria aplastantede un orden desvitalizado y anacrónico. Los estudiantesestán haciendo el amor con el único mundo que aman yque los ama; su rebelión es el brazo primordial, el encuen-tro en lo más alto de las pulsiones vitales.

En el pabellón de la Argentina, ¿cómo no iba a mani-festarse ese salto hacia una realidad auténtica cuandobajo su techo se venía reiterando la injusticia, la discri-minación, la estafa moral que no era más que el reflejode lo que sucede allá en la patria, allá en los países deAmérica Latina? Tomar esa residencia ha significado paralos estudiantes entrar escoba en mano en una casa su-cia para limpiarle el polvo de mucha ignominia, de mu-cha hipocresía. Pero en el fondo esto es sólo un episodiodentro de un contexto infinitamente más rico, que no seengañen los que quieran ver en ese gesto una mera opo-sición política en el plano nacional. Detrás de la ocupa-ción de lo que es propio hay una conciencia que va mu-cho más allá del perímetro de una residencia universi-taria; simbólicamente, poéticamente, estos muchachoshan tomado a la Argentina entera para devolverla a suverdad tanto tiempo falseada; y decir eso es decir tam-bién América Latina, es sentir a través de este impulsoy esta definición toda la angustia de un continente trai-cionado desde dentro y desde fuera. Cómo no compren-der, entonces, el sentido más profundo que tiene hoy aquí,entre nosotros, la evocación del ejemplo vivo del Che,cómo no comprender que lo sintamos tan cerca de los jó-venes que se baten en la calles y dialogan en los anfitea-

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tros. Pero esto no es un homenaje labial; no hemos derecaer una vez más en los esquemas del respeto solem-ne, de las conmemoraciones a base de palmas y oratoria.Para el Che sólo podía y sólo puede haber un homenaje;el de alzarse como lo hizo él contra la alienación del hom-bre, contra su colonización física y moral. Todos los estu-diantes del mundo que luchan en este mismo momentoson de alguna manera el Che. No siempre hacen faltacirujanos para transplantar un corazón en otro cuerpo;el suyo está latiendo en cada estudiante que libra estecombate por una vida más digna y hermosa.

CICLISMO EN GRIGNAN

INSISTO en desconfiar de la casualidad, esa fachada de unestablishment ontológico que se obstina en mantener ce-rradas las puertas de las más vertiginosas aventuras hu-manas, es decir que si después de leer un libro de Geor-ges Bataille yo hubiera bebido una copa de vino en uncafé de Grignan, la chica de la bicicleta no se hubiera si-tuado antes, con esa aura que cierne los instantes privi-legiados; al establecer un enlace entre el libro y la esce-na, la memoria hubiera tejido la malla causal, la explica-ción simplificadora de toda cadena eslabonada por un con-dicionamiento favorable a la tranquilidad del espíritu yal rápido olvido. No fue así, pero primero hay que decirque Grignan se honra con el recuerdo de madame de Se-vigné, y que el cafecito con mesas al aire libre está situa-do a la sombra del monumento donde esta señora, plu-ma de mármol en la mano, sigue escribiéndole a su hijalas crónicas de un tiempo al que no tenemos acceso. De-jando el auto a la sombra de un plátano, fui a descansarde tanto viraje en las colinas; me gustan esos pueblos tran-quilos del mediodía, allí se sirve el vino en unas copas

Elle se branlai sur la selle avec unebrusquerie de plus en plus forte. Ellen´avait donc pas plus que moi épuisé

l´orage évoqué par sa nudité.Histoire de l´oeil.

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de vidrio espeso que la mano toma como si volviera a en-contrarse con algo oscuramente familiar, una materiacasi alquímica que ya no existe en las ciudades. La pla-zoleta estaba amodorrada, de cuando en cuando un autoo un carricoche le entornaban los ojos, y las tres amigascharlaban y reían cerca de las mesas, dos de ellas a piey la otra en su bicicleta un poco ladeada, un modelo qui-zá demasiado grande para ella, un pie descansando entierra y el otro jugando distraídamente con los pedales.

Eran adolescentes, las bellas de Grignan, los prime-ros bailes y los últimos juegos: la ciclista, la más bonitallevaba el pelo largo, recogido como cola de caballo quese agitaba a un lado y otro con cada risa, con alguna mi-rada hacia las mesas del café; las otras no tenían su gra-cia de potranca, estaban como enclavadas en personajesya decididos y ensayados, las burguesitas con todo el fu-turo escrito en la actitud; pero eran tan jóvenes y la risales venía desde la misma fuente común, saltaba en el airede mediodía, se mezclaba con las palabras, las tonterías,ese diálogo de las niñas que apunta a la alegría y no alsentido. Tardé en darme cuenta de por qué la ciclistame interesaba de alguna manera. Estaba de perfil, casivuelta de espaldas por momentos, y al hablar subía y ba-jaba livianamente en la silla de la bicicleta; bruscamen-te vi. Había otros parroquianos en el café, cualquiera po-día ver, las dos amigas, ella misma podía saber lo queestaba ocurriendo: me tocó a mí (y a ella, pero en otrosentido). Ya no miré más que eso, la silla de la bicicleta,su forma vagamente acorazonada, el cuero negro termi-nado en una punta acorazonada y gruesa, la falda de li-viana tela amarilla moldeando la grupa pequeña y ceñi-da, los muslos calzados a ambos lados de la silla pero quecontinuamente la abandonaban cuando el cuerpo se echa-ba hacia delante y bajaba un poco en el hueco del cuadro

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metálico; a cada movimiento la extremidad de la silla seapoyaba un instante entre las nalgas, se retiraba, volvíaa apoyarse. Las nalgas se movían al ritmo de la charla ylas risas, pero era como si al buscar nuevamente el con-tacto de la silla la estuvieran provocando, la hicieran avan-zar a su vez, había un mecanismo de vaivén interminabley eso ocurría bajo el sol en plena plaza, con gente miran-do sin ver, sin comprender. Entonces era así, entre la pun-ta de la silla y la caliente intimidad de esas nalgas ado-lescentes no había más que la malla de un slip y la del-gada tela amarilla de la falda. Bastaban esas dos nimiasvallas para que Grignan no asistiera a algo que hubieseprovocado la más violenta de las reacciones, la chica se-guía apoyándose y alejándose rítmicamente de la silla,una y otra vez la gruesa punta negra se insertaba entrelas dos mitades del joven durazno amarillo, lo hendíahasta donde la elasticidad de la tela la dejaba, volvía asalir, recomenzaba; la charla y las risas duraban como lacarta que madame de Sevigné seguía escribiendo en suestatua, la lenta cópula per angostam viam se cumplíacadenciosa, interminable, y a cada avance o retroceso elpelo en cola de caballo saltaba hacia un lado, azotandoun hombro y la espalda; el goce estaba presente aunqueno tuviera dueño, aunque la chica no se diera cuenta deese goce que se volvía risa, frases sueltas, diálogo de ami-gas; pero algo en ella lo sabía, su risa era la más aguda,sus gestos los más exagerados, estaba como salida de símisma, entregada a una fuerza que ella misma provoca-ba y recibía, hermafrodita inocente buscando la fusiónconciliadora, devolviendo en follaje estremecido tantasavia primera.

Por supuesto me fui, llegué a París, y cuatro días des-pués alguien me prestó Histoire de l´oeil de Georges Ba-taille; cuando leí la escena de Simone desnuda en la bi-

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cicleta, alcancé en toda su salvaje hermosura lo que tra-tan de alentar los primeros párrafos de este texto, talvez demasiado ciclista.

CORTÍSIMO METRAJE

AUTOMOVILISTA en vacaciones recorre las montañas del cen-tro de Francia, se aburre lejos de la ciudad y de la vidanocturna. Muchacha le hace el gesto usual del auto-stop,tímidamente pregunta si dirección Beaune o Tournus.En la carretera unas palabras, hermoso perfil morenoque pocas veces pleno rostro, lacónicamente a las pre-guntas del que ahora, mirando los muslos desnudos con-tra el asiento rojo. Al término de un viraje el auto salede la carretera y se pierde en lo más espeso. De reojo sin-tiendo cómo cruza las manos sobre la minifalda mientrasel terror poco a poco. Bajo los árboles una profunda gru-ta vegetal donde se podrá, salta del auto, la otra portezue-la y brutalmente por los hombros. La muchacha lo miracomo si no, se deja bajar del auto sabiendo que en la sole-dad del bosque. Cuando la mano por la cintura para arras-trarla entre los árboles, pistola del bolso y a la sien. Des-pués billetera, verifica bien llena, de paso roba el autoque abandonará algunos kilómetros más lejos sin dejarla menor impresión digital porque en ese oficio no hayque descuidarse.

LA INMISCUSIÓN TERRUPTA

COMO no le melga nada que la contradigan, la señora Fifase acerca a la Tota y ahí nomás le flamenca la cara de unrotundo mofo. Pero la Tota no es inane y de vuelta le arre-mulga tal acario en pleno tripolio que se le ladea hastael copo.

—¡Asquerosa! —brama la señora Fifa, tratando son-sonarse el ayelmado tripolio que ademenos es de saténrosa. Revoleando una mazoca más bien prolapsa, con-tracarga a la crimea y consigue marivolarle un suño a laTota que se desporrona en diagonía y por un momentohoradra el raire con sus abroconjantes bocinomias. Porsegunda vez se le arrumba un mofo sin merma a flamen-carle las mecochas, pero nadie le ha desmunido el en-cuadre a la Tota sin tener que alanchufarse su contrago-fia, y así pasa que la señora Fifa contrae una plica demiercolamas a media resma y cuatro peticuras de esasque no te dan tiempo al vocifugio, y en eso están arre-mulgándose de ida y de vuelta cuando se ve perciveniral doctor Feta que se inmoluye inclótumo entre las gla-diofantas.

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—¡Payahás, payahás! —crona el elegantorium, suje-tirando de las desmecrenzas empebufantes. No ha ter-minado de halar, cuando ya le están manocrujiendo elfano, las colotas, el rijo enjuto y las nalcunias, mofo quearriba y suño al medio y dos miercolamas que para qué.

—¿Te das cuenta? —sinterruge la señora Fifa.—¡El muy cornaputo! —vociflama la Tota.Y ahí nomás se recompalmean y fraternulian como

si no se hubieran estado polichantando más de cuatrocafotos en plena tetamancia; son así la tofifas y las fito-tas, mejor es no terruptarlas porque te desmunen el per-siglotio y se quedan tan plopas.

PIDA LA PALABRA PERO TENGA CUIDADO

CUANDO el catedrático doctor Lastra tomó la palabra, éstale zampó un mordisco de esos que dejan la mano hechamoco. Al igual que más de cuatro, el doctor Lastra nosabía que para tomar la palabra hay que estar bien segu-ro de sujetarla por la piel del pescuezo si, por ejemplo,se trata de la palabra ola, pero que a queja hay que to-marla por las patas, mientras que asa exige pasar deli-cadamente los dedos por debajo como cuando se blandeuna tostada antes de untarle la manteca con vivaz aje-treo.

¿Qué diremos de ajetreo? Que se requieren las dosmanos, una por arriba y otra por abajo, como quien sos-tiene a un bebé de pocos días, a fin de evitar las vehe-mentes sacudidas a que ambos son proclives. ¿Y procli-ve, ya que estamos? Se la agarra por arriba como un ra-banito, pero con todos los dedos porque es pesadísima.¿Y pesadísima? De abajo, como quien empuña una ma-traca. ¿Y matraca? Por arriba, como una balanza de fe-ria. Yo creo que ahora usted puede seguir adelante doc-tor Lastra.

ELECCIONES INSÓLITAS

NO ESTÁ convencido.No está para nada convencidoLe han dado a entender que puede elegir entre una

banana, un tratado de Gabriel Marcel, tres pares de cal-cetines nilón, una cafetera garantida, una rubia de cos-tumbres elásticas o la jubilación antes de la edad regla-mentaria, pero sin embargo no está convencido.

Su reticencia provoca el insomnio de algunos funcio-narios, de un cura y de la policía local.

Como no está convencido, han empezado a pensar sino habría que tomar medidas para expulsarlo del país.

Se lo han dado a entender, sin violencia, amablemente.Entonces ha dicho: “en ese caso, elijo la banana”.Desconfían de él, es natural.Hubiera sido mucho más tranquilizado que eligiese

la cafetera o por lo menos, la rubia.No deja de ser extraño que haya preferido la banana.Se tiene la intención de estudiar nuevamente el caso.

DE CARA AL AJO

MADRID (España), 11 de mayo de 1968 (Reuter).Alrededor de trescientos simpatizantes nazis espa-

ñoles asistieron a una misa celebrada en una iglesia deMadrid en memoria de Adolfo Hitler, con ocasión del vi-gésimotercer aniversario de la muerte del Führer. Losorganizadores habían distribuido tarjetas de duelo enlas que aparecía impresa una cruz, e invitaban a asistir“a una misa por el descanso del alma del Führer y de to-dos aquellos que murieron a su lado en defensa de la ci-vilización cristiana y occidental”.

Entre los asistentes que colmaban la iglesia de SanMartín, había falangistas con sus camisas azules, y vete-ranos de la “División Azul” española que combatió juntoa los alemanes en el frente ruso.

Cuando el sacerdote se retiró del altar, un hombreque vestía camisa azul y ostentaba una cruz gamada enla chaqueta, gritó: “¡Oremos por el caído!”. Terminadala misa, los asistentes se reunieron frente a la iglesia,

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levantando el brazo derecho a la manera nazi, y canta-ron el himno falangista”De cara al sol”.

La policía estuvo presente, pero no intervino paranada.

SITUACIÓN DEL INTELECTUAL LATINOAMERICANO

Saignon (Vaucluse).10 de mayo de 1967A Roberto Fernández Retamar en La Habana

MI QUERIDO Roberto: Te debo una carta, y unas páginaspara el número de la Revista que tratará de la situacióndel intelectual latinoamericano contemporáneo. Por loque verás a renglón casi seguido, me resulta más senci-llo unir ambas cosas; hablando contigo, aunque sólo seadesde un papel por encima del mar, me parece que al-canzaré a decir mejor algunas cosas que se me almido-narían si les diera el tono del ensayo, y tú ya sabes queel almidón y yo no hacemos buenas camisas. Digamos en-tonces que una vez más estamos viajando en auto rumboa Trinidad y que después de habernos apoderado con granastucia de los dos mejores asientos, con probable cólerade Mario, Ernesto y Fernando apiñados en el fondo, re-anudamos aquella conversación que me valió pasar tresmaravillosos días en enero último, y que de alguna ma-nera no se interrumpirá jamás entre tú y yo. Prefiero

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este tono porque palabras como “intelectual” y “latino-americano” me hacen levantar instintivamente la guar-dia, y si además aparecen juntas me suenan en seguidaa disertación del tipo de las que terminan casi siempreencuadernadas (iba a decir enterradas) en pasta españo-la. Súmale a eso que llevo dieciséis años fuera de Lati-noamérica, y que me considero sobre todo como un cro-nopio que escribe cuentos y novelas sin otro fin que elperseguido ardorosamente por todos los cronopios, esdecir su regocijo personal. Tengo que hacer un gran es-fuerzo para comprender que a pesar de esas peculiari-dades soy un intelectual latinoamericano; y me apresu-ro a decirte que si hasta hace pocos años esa clasifica-ción despertaba en mí el reflejo muscular consistente enelevar los hombros hasta tocarme las orejas creo que loshechos cotidianos de esta realidad que nos agobia (¿rea-lidad esta pesadilla irreal, esta danza de idiotas al bordedel abismo?) obligan a suspender los juegos, y sobre todolos juegos de palabras. Acepto, entonces, considerarmeun intelectual latinoamericano, pero mantengo una re-serva: no es por serlo que diré lo que quiero decirte aquí.Si las circunstancias me sitúan en ese contexto y dentrode él debo hablar, prefiero que se entienda claramenteque lo hago como un ente moral, digamos lisa y llanamen-te como un hombre de buena fe, sin que mi nacionalidady mi vocación sean las razones determinantes de mis pa-labras. El que mis libros estén presentes desde haceaños en Latinoamérica no invalida el hecho deliberado eirreversible de que me marché de la Argentina en 1951y que sigo residiendo en un país europeo que elegí sinotro motivo que mi soberana voluntad de vivir y escribiren la forma que me parecía más plena y satisfactoria. He-chos concretos me han movido en los últimos cinco añosa reanudar un contacto personal con Latinoamérica, y

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ese contacto se ha hecho por Cuba y desde Cuba; pero laimportancia que tiene para mí ese contacto no se derivade mi condición de intelectual latinoamericano; al con-trario, me apresuro a decirte que nace de una perspecti-va mucho más europea que latinoamericana, y más éticaque intelectual. Si lo que sigue ha de tener algún valor,debe nacer de una total franqueza, y empiezo por seña-larlo a los nacionalistas de escarapela y banderita quedirecta o indirectamente me han reprochado muchas ve-ces mi “alejamiento” de mi patria o, en todo caso, mi nega-tiva a reintegrarme físicamente a ella. En última instan-cia, tú y yo sabemos de sobra que el problema del inte-lectual contemporáneo es uno solo, el de la paz fundadaen la justicia social, y que las pertenencias nacionalesde cada uno sólo subdividen la cuestión sin quitarle sucarácter básico. Pero es aquí donde un escritor alejadode su país se sitúa forzosamente en una perspectiva di-ferente. Al margen de la circunstancia local, sin la inevi-table dialéctica del challenge and response cotidianosque representan los problemas políticos, económicos osociales del país, y que exigen el compromiso inmediatode todo intelectual consciente, su sentimiento del pro-ceso humano se vuelve por decirlo así más planetario,opera por conjuntos y por síntesis, y si pierde la fuerzaconcentrada en un contexto inmediato, alcanza en cam-bio una lucidez a veces insoportable pero siempre escla-recedora. Es obvio que desde el punto de vista de lamera información mundial, da casi lo mismo estar en Bue-nos Aires que en Washington o en Roma, vivir en el pro-pio país o fuera de él. Pero aquí no se trata de informa-ción sino de visión. Como revolucionario cubano, sabesde sobra hasta qué punto los imperativos locales, los pro-blemas cotidianos de tu país, forman por así decirlo unprimer círculo vital en el que debes obrar e incidir como

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escritor, y que ese primer círculo en el que se juega tuvida y tu destino personal a la par de la vida y el destinode tu pueblo, es a la vez contacto y barrera con el restodel mundo, contacto porque tu batalla es la de la huma-nidad, barrera porque en la batalla no es fácil atender aotra cosa que a la línea de fuego. No se me escapa quehay escritores con plena responsabilidad de su misiónnacional que bregan a la vez por algo que la rebasa y launiversaliza; pero bastante más frecuente es el caso delos intelectuales que, sometidos a ese condicionamientocircunstancial, actúan por así decirlo desde fuera haciaadentro, partiendo de ideales y principios universalespara circunscribirlos a un país, a un idioma, a una ma-nera de ser. Desde luego no creo en los universalismosdiluidos y teóricos, en las “ciudadanías del mundo” en-tendidas como un medio para evadir las responsabilida-des inmediatas y concretas “Vietnam, Cuba, toda Lati-noamérica” en nombre de un universalismo más cómodopor menos peligroso; sin embargo, mi propia situaciónpersonal me inclina a participar en lo que nos ocurre atodos, a escuchar las voces que entran por cualquier cua-drante de la rosa de los vientos. A veces me he pregun-tado qué hubiera sido de mi obra de haberme quedadoen la Argentina; sé que hubiera seguido escribiendo por-que no sirvo para otra cosa, pero a juzgar por lo que lle-vaba hecho hasta el momento de marcharme de mi país,me inclino a suponer que habría seguido la concurridavía del escapismo intelectual, que era la mía hasta en-tonces y sigue siendo la de muchísimos intelectuales ar-gentinos de mi generación y mis gustos. Si tuviera queenumerar las causas por las que me alegro de haber sa-lido de mi país (y quede bien claro que hablo por mí so-lamente, y de manera a título de parangón) creo que laprincipal sería el haber seguido desde Europa, con una

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visión des-nacionalizada, la revolución cubana. Para afir-marme en esta convicción me basta, de cuando en cuan-do, hablar con amigos argentinos que pasan por París conla más triste ignorancia de lo que verdaderamente ocu-rre en Cuba; me basta hojear los periódicos que leen vein-te millones de compatriotas; me basta y me sobra sen-tirme a cubierto de la influencia que ejerce la informa-ción norteamericana en mi país y de la que no se salvan,incluso creyéndolo sinceramente, infinidad de escrito-res y artistas argentinos de mi generación que comulgantodos los días con las ruedas de molino subliminales dela United Press y las revistas “democráticas” que mar-chan al compás de Time o de Life. Aquí ya puedo hablaren primera persona, puesto que de eso se trata en los tes-timonios que nos has pedido. Lo primero que diré es unaparadoja que puede tener su valor si se la mide a la luzde los párrafos anteriores en que he tratado de situar-me y situarte mejor ¿No te parece en verdad paradójicoque un argentino casi enteramente volcado hacia Euro-pa en su juventud, al punto de quemar las naves y venir-se a Francia, sin una idea precisa de su destino, haya des-cubierto aquí, después de una década, su verdadera con-dición de latinoamericano? Pero esta paradoja abre unacuestión más honda: la de si no era necesario situarseen la perspectiva más universal del viejo mundo, desdedonde todo parece poder abarcarse con una especie deubicuidad mental, para ir descubriendo poco a poco lasverdaderas raíces de lo latinoamericano sin perder poreso la visión global de la historia y del hombre. La edad,la madurez, influyen desde luego, pero no bastan paraexplicar ese proceso de reconciliación y recuperación devalores originales; insisto en creer (y en hablar por mímismo y sólo por mí mismo) que, si me hubiera quedadoen la Argentina, mi madurez de escritor se hubiera tra-

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ducido de otra manera, probablemente más perfecta ysatisfactoria para los historiadores de la literatura, perociertamente menos incitadora, provocadora y en últimainstancia fraternal para aquellos que leen mis libros porrazones vitales y no con vistas a la ficha bibliográfica ola clasificación estética. Aquí quiero agregar que de nin-guna manera me creo un ejemplo de esa “vuelta a los orí-genes” —telúricos, nacionales, lo que quieras— que ilus-tra precisamente una importante corriente de la litera-tura latinoamericana, digamos Los pasos perdidos y, máscircunscritamente, Doña Bárbara. El telurismo como loentiende entre ustedes un Samuel Feijóo, por ejemplo,me es profundamente ajeno por estrecho, parroquial yhasta diría aldeano; puedo comprenderlo y admirarloen quienes no alcanzan, por razones múltiples, una vi-sión totalizadora de la cultura y de la historia, y concen-tran todo su talento en una labor “de zona”, pero me pare-ce un preámbulo a los peores avances del nacionalismonegativo cuando se convierte en el credo de escritoresque, casi siempre por falencias culturales, se obstinanen exaltar los valores del terruño contra los valores asecas, el país contra el mundo, la raza (porque en eso seacaba) contra las demás razas. ¿Podrías tú imaginarte aun hombre de la latitud de un Alejo Carpentier convir-tiendo la tesis de su novela citada en una inflexible ban-dera de combate? Desde luego que no, pero los hay quelo hacen, así como hay circunstancias de la vida de lospueblos en que ese sentimiento del retorno, ese arqueti-po casi junguiano del hijo pródigo, de Odiseo al final deperiplo, puede derivar a una exaltación tal de lo propioque, por contragolpe lógico, la vía del desprecio más in-sensato se abra hacia todo lo demás. Y entonces ya sa-bemos lo que pasa, lo que pasó hasta 1945, lo que puedevolver a pasar. Quedamos, entonces, para volver a mí que

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soy desganadamente el tema de estas páginas, que la pa-radoja de redescubrir a distancia lo latinoamericano en-traña un proceso de orden muy diferente a una arrepen-tida y sentimental vuelta al pago. No solamente no hevuelto al pago sino que Francia, que es mi casa, me si-gue pareciendo el lugar de elección para un tempera-mento como el mío, para mis gustos y, espero, para loque pienso todavía escribir antes de dedicarme a la ve-jez, tarea complicada y absorbente como es sabido. Cuan-do digo que aquí me fue dado descubrir mi condición delatinoamericano, indico tan sólo una de las consecuen-cias de una evolución más compleja y abierta. Ésta no esuna autobiografía, y por eso resumiré esa evolución enel mero apunte de sus etapas. De la Argentina se alejóun escritor para quien la realidad, como lo imaginaba Ma-llarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hom-bre para quien los libros deberán culminar en la reali-dad. Ese proceso comportó muchas batallas, derrotas,traiciones y logros parciales. Empecé por tener concien-cia de mi prójimo, en un plano sentimental y por decirloasí antropológico; un día desperté en Francia a la evi-dencia abominable de la guerra de Argelia, yo que de mu-chacho había seguido la guerra de España y más tarde laguerra mundial como una cuestión en la que lo funda-mental eran principios e ideas en lucha. En 1957 empe-cé a tomar conciencia de lo que pasaba en Cuba (anteshabía noticias periodísticas de cuando en cuando, vaganoción de una dictadura sangrienta como tantas otras,ninguna participación afectiva a pesar de la adhesión enel plano de los principios). El triunfo de la revolucióncubana, los primeros años del gobierno, no fueron ya unamera satisfacción histórica o política; de pronto sentíotra cosa, una encarnación de la causa del hombre comopor fin había llegado a concebirla y desearla. Comprendí

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que el socialismo, que hasta entonces me había parecidouna corriente histórica aceptable e incluso necesaria, erala única corriente de los tiempos modernos que se basa-ba en el hecho humano esencial, en el ethos tan elemen-tal como ignorado por las sociedades en que me tocabavivir, en el simple, inconcebiblemente difícil y simpleprincipio de que la humanidad empezará verdadera-mente a merecer su nombre el día en que haya cesado laexplotación del hombre por el hombre. Más allá no eracapaz de ir, porque, como te lo he dicho y probado tan-tas veces, lo ignoro todo de la filosofía política, y no lle-gué a sentirme un escritor de izquierda a consecuenciade un proceso intelectual sino por el mismo mecanismoque me hace escribir como escribo o vivir como vivo, unestado en el que la intuición, la participación al modomágico en el ritmo de los hombres y las cosas, decide micamino sin dar ni pedir explicaciones. Con una simplifi-cación demasiado maniquea puedo decir que así comotropiezo todos los días con hombres que conocen a fondola filosofía marxista y actúan sin embargo con una con-ciencia reaccionaria en el plano personal, a mí me suce-de estar empapado por el peso de toda una vida en la fi-losofía burguesa, y sin embargo me interno cada vez máspor las vías del socialismo. Y no es fácil, y ésa es preci-samente mi situación actual por la que se pregunta enesta encuesta. Un texto mío que publicaste hace poco enla revista “Casilla del camaleón” puede mostrar una par-te de ese conflicto permanente de un poeta con el mun-do, de un escritor con su trabajo. Pero para hablar de misituación como escritor que ha decidido asumir una ta-rea que considera indispensable en el mundo que lo ro-dea, tengo que completar la síntesis de ese camino quellegó a su fin con mi nueva conciencia de la revolucióncubana. Cuando fui invitado por primera vez a visitar tu

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país, acababa de leer Cuba, isla profética, de Waldo Frank,que resonó extrañamente en mí, despertándome a unanostalgia, a un sentimiento de carencia, a un no estar ver-daderamente en el mundo de mi tiempo aunque en esosaños mi mundo parisiense fuera tan pleno y exaltantecomo lo había deseado siempre y lo había conseguido des-pués de más de una década de vida en Francia. El con-tacto personal con las realizaciones de la revolución, laamistad y el diálogo con escritores y artistas, lo positi-vo y lo negativo que vi y compartí en ese primer viaje ac-tuaron doblemente en mí; por un lado tocaba otra vez larealidad latinoamericana de la que tan alejado me habíasentido en el terreno personal, y por otro lado asistía coti-dianamente a la dura y a veces desesperada tarea de edi-ficar el socialismo en un país tan poco preparado en mu-chos aspectos y tan abierto a los riesgos más inminen-tes. Pero entonces sentí que esa doble experiencia noera doble en el fondo, y ese brusco descubrimiento medeslumbró. Sin razonarlo, sin análisis previo, viví depronto el sentimiento maravilloso de que mi caminoideológico coincidiera con mi retorno latinoamericano;de que esa revolución, la primera revolución socialistaque me era dado seguir de cerca, fuera una revoluciónlatinoamericana. Guardo la esperanza de que en mi se-gunda visita a Cuba, tres años más tarde, te haya mos-trado que ese deslumbramiento y esa alegría no se que-daron en mero goce personal. Ahora me sentía situadoen un punto donde convergían y se conciliaban mi con-vicción en un futuro socialista de la humanidad y mi re-greso individual y sentimental a una Latinoamérica dela que me había marchado sin mirar hacia atrás muchosaños antes. Cuando regresé a Francia luego de esos dosviajes, comprendí mejor dos cosas. Por una parte, mi has-ta entonces vago compromiso personal e intelectual con

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la lucha por el socialismo entraría, como ha entrado, enun terreno de definiciones concretas, de colaboración per-sonal allí donde pudiera ser útil. Por otra parte, mi tra-bajo de escritor continuaría el rumbo que le marca mimanera de ser, y aunque en algún momento pudiera re-flejar ese compromiso (como algún cuento que conoces yque ocurre en tu tierra) lo haría por las mismas razonesde libertad estética que ahora me están llevando a escri-bir una novela que ocurre prácticamente fuera del tiem-po y del espacio histórico. A riesgo de decepcionar a loscatequistas y a los propugnadores del arte al servicio delas masas, sigo siendo ese cronopio que, como lo decía alcomienzo, escribe para su regocijo o su sufrimiento per-sonal, sin la menor concesión, sin obligaciones “latinoa-mericanas” o “socialistas” entendidas como a prioris prag-máticos. Y es aquí donde lo que traté de explicar al prin-cipio encuentra, creo, su justificación más profunda. Séde sobra que vivir en Europa y escribir “argentino” es-candaliza a los que exigen una especie de asistencia obli-gatoria a clase por parte del escritor. Una vez que parami considerable estupefacción un jurado insensato meotorgó un premio en Buenos Aires, supe que alguna cé-lebre novelista de esos pagos había dicho con patrióticaindignación que los premios argentinos deberían darsesolamente a los residentes en el país. Esta anécdota sin-tetiza en su considerable estupidez una actitud que al-canza a expresarse de muchas maneras pero que tiendesiempre al mismo fin; incluso en Cuba, donde poco po-dría importar si habito en Francia o en Islandia, no hanfaltado los que se inquietan amistosamente por ese su-puesto exilio. Como la falsa modestia no es mi fuerte,me asombra que a veces no se advierta hasta qué puntoel eco que han podido despertar mis libros en Latinoamé-rica se deriva de que proponen una literatura cuya raíz

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nacional y regional está como potenciada por una expe-riencia más abierta y más compleja, y en la que cada evo-cación o recreación de lo originalmente mío alcanza suextrema tensión gracias a esa apertura sobre y desde unmundo que lo rebasa y en último extremo lo elige y lo per-fecciona. Lo que entre ustedes ha hecho un Lezama Lima,es decir, asimilar y cubanizar por vía exclusivamente li-bresca y de síntesis mágico-poética los elementos másheterogéneos de una cultura que abarca desde Parmé-nides hasta Serge Diaghilev, me ocurre a mí hacerlo através de experiencias tangibles, de contactos directoscon una realidad que no tiene nada que ver con la infor-mación o la erudición pero que es su equivalente vital, lasangre misma de Europa. Y si de Lezama puede afirmar-se, como acaba de hacerlo Vargas Llosa en un bello ensa-yo aparecido en la revista Amaru, que su cubanidad seafirma soberana por esa asimilación de lo extranjero alos jugos y a la voz de su tierra, yo siento que también laargentinidad de mi obra ha ganado en vez de perder poresa ósmosis espiritual en la que el escritor no renunciaa nada, no traiciona nada sino que sitúa su visión en unplano desde donde sus valores originales se insertan enuna trama infinitamente más amplia y más rica y por esomismo —como de sobra lo sé yo aunque otros lo nie-guen— ganan a su vez en amplitud y riqueza, se reco-bran en lo que pueden tener de más hondo y de más va-ledero. Por todo esto, comprenderás que mi “situación”no solamente no me preocupa en el plano personal sinoque estoy dispuesto a seguir siendo un escritor latino-americano en Francia. A salvo por el momento de todacoacción, de la censura o la autocensura que traban laexpresión de los que viven en medios políticamente hos-tiles o condicionados por circunstancias de urgencia, miproblema sigue siendo, como debiste sentirlo al leer Ra-

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yuela, un problema metafísico, un desgarramiento conti-nuo entre el monstruoso error de ser lo que somos comoindividuos y como pueblos en este siglo, y la entrevisiónde un futuro en el que la sociedad humana culminaríapor fin en ese arquetipo del que el socialismo da una vi-sión práctica y la poesía una visión espiritual. Desde elmomento en que tomé conciencia del hecho humano esen-cial, esa búsqueda representa mi compromiso y mi de-ber. Pero ya no creo, como pude cómodamente creerloen otro tiempo, que la literatura de mera creación ima-ginativa baste para sentir que me he cumplido como es-critor, puesto que mi noción de esa literatura ha cambia-do y contiene en sí el conflicto entre la realización indivi-dual como la entendía el humanismo, y la realización co-lectiva como la entiende el socialismo, conflicto que al-canza su expresión quizá más desgarradora en el Marat-Sade de Peter Weiss. Jamás escribiré expresamente paranadie, minorías o mayorías, y la repercusión que tenganmis libros será siempre un fenómeno accesorio y ajeno ami tarea; y sin embargo hoy sé que escribo para, que hayuna intencionalidad que apunta a esa esperanza de unlector en el que reside ya la semilla del hombre futuro.No puedo ser indiferente al hecho de que mis libros ha-yan encontrado en los jóvenes latinoamericanos un ecovital, una confirmación de latencias, de vislumbres, deaperturas hacia el misterio y la extrañeza y la gran her-mosura de la vida. Sé de escritores que me superan enmuchos terrenos y cuyos libros, sin embargo, no enta-blan con los hombres de nuestras tierras el combate fra-ternal que libran los míos. La razón es simple, porque sialguna vez se pudo ser un gran escritor sin sentirse par-tícipe del destino histórico inmediato del hombre, eneste momento no se puede escribir sin esa participaciónque es responsabilidad y obligación, y sólo las obras que

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la trasunten, aunque sean de pura imaginación, aunqueinventen la infinita gama lúdica de que es capaz el poe-ta y el novelista, aunque jamás apunten directamente aesa participación, sólo ellas contendrán de alguna inde-cible manera ese temblor, esa presencia, esa atmósferaque las hace reconocibles y entrañables, que despiertaen el lector un sentimiento de contacto y cercanía. Si estono es aún suficientemente claro, déjame completarlo conun ejemplo. Hace veinte años veía yo en un Paul Valéryel más alto exponente de la literatura occidental. Hoycontinúo admirando al gran poeta y ensayista, pero yano representa para mí ese ideal. No puede representar-lo quien, a lo largo de toda una vida consagrada a la medi-tación y a la creación, ignoró soberanamente (y no sóloen sus escritos) los dramas de la condición humana queen esos mismos años se abrían paso en la obra epónimade un André Malraux y, desgarrada y contradictoriamen-te pero de una manera admirable precisamente por esedesgarramiento y esas contradicciones, en un André Gide.Insisto en que a ningún escritor le exijo que se haga tribu-no de la lucha que en tantos frentes se está librando con-tra el imperialismo en todas sus formas, pero sí que seatestigo de su tiempo como lo querían Martínez Estraday Camus, y que su obra o su vida (¿pero cómo separar-las?) den ese testimonio en la forma que les sea propia.Ya no es posible respetar como se respetó en otros tiem-pos al escritor que se refugiaba en una libertad mal en-tendida para dar la espalda a su propio signo humano,a su pobre y maravillosa condición de hombre entre hom-bres, de privilegiado entre desposeídos y martirizados.Para mí, Roberto, y con esto terminaré, nada de eso esfácil. El lento, absorbente, infinito y egoísta comercio conla belleza y la cultura, la vida en un continente dondeunas pocas horas me ponen frente a los frescos de Giotto

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o los Velázquez del Prado, en la curva del Rialto del GranCanal o en esas salas londinenses donde se diría que laspinturas de Turner vuelven a inventar la luz, la tenta-ción cotidiana de volver como en otros tiempos a una en-trega total y fervorosa a los problemas estéticos e inte-lectuales, a la filosofía abstracta, a los altos juegos delpensamiento y de la imaginación, a la creación sin otrofin que el placer de la inteligencia y de la sensibilidad,libran en mí una interminable batalla con el sentimien-to de que nada de todo eso se justifica éticamente si almismo tiempo no se está abierto a los problemas vitalesde los pueblos, si no se asume decididamente la condi-ción de intelectual del tercer mundo en la medida en quetodo intelectual, hoy en día, pertenece potencial o efec-tivamente al tercer mundo puesto que su sola vocaciónes un peligro, una amenaza, un escándalo para los queapoyan lenta pero seguramente el dedo en el gatillo dela bomba. Ayer, en Le Monde, un cable de la UPI transcri-bía declaraciones de Robert McNamara. Textualmente,el secretario norteamericano de la defensa (¿de qué de-fensa?) dice esto: “Estimamos que la explosión de un nú-mero relativamente pequeño de ojivas nucleares en cin-cuenta centros urbanos de China destruiría la mitad dela población urbana (más de cincuenta millones de per-sonas) y más de la mitad de la población industrial. Ade-más, el ataque exterminaría a un gran número de per-sonas que ocupan puestos clave en el gobierno, en la esfe-ra técnica y en la dirección de las fábricas, así como unagran proporción de obreros especializados.” Cito ese pá-rrafo porque pienso que, después de leerlo, un escritordigno de tal nombre no puede volver a sus libros como sino hubiera pasado nada, no puede seguir escribiendo conel confortable sentimiento de que su misión se cumpleen el mero ejercicio de una vocación de novelista, de poe-

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ta o de dramaturgo. Cuando leo un párrafo semejante,sé cuál de los dos elementos de mi naturaleza ha ganadola batalla. Incapaz de acción política, no renuncio a misolitaria vocación de cultura, a mi empecinada búsque-da ontológica, a los juegos de la imaginación en sus pla-nos más vertiginosos; pero todo eso no gira ya en sí mis-mo y por sí mismo, no tiene ya nada que ver con el có-modo humanismo de los mandarines de occidente. En lomás gratuito que pueda yo escribir asomará siempre unavoluntad de contacto con el presente histórico del hom-bre, una participación en su larga marcha hacia lo mejorde sí mismo como colectividad y humanidad. Estoy con-vencido de que sólo la obra de aquellos intelectuales querespondan a esa pulsión y a esa rebeldía se encarnaráen las conciencias de los pueblos y justificará con su ac-ción presente y futura este oficio de escribir para el quehemos nacido.

Un abrazo muy fuerte de tu Julio.

Octaedro (1974)

RESEÑA

EN OCTAEDRO lo político y lo social están contenidos dentro delos límites de un género, el cuento, que el gran escritor ar-gentino vuelve a ensanchar aquí de manera prodigiosa. Loscuentos: «Liliana llorando», «Los pasos en las huellas», «Ma-nuscrito hallado en un bolsillo», «Verano», «Ahí pero dónde,cómo», «Lugar llamado Kindberg», «Las fases de Severo»,«Cuello de gatito negro». Los temas: el amor, el sueño, laenfermedad, la muerte, la infancia, el umbral entre lo cotidia-no y lo fantástico. En la geometría perfecta de la obra corta-zariana, Octaedro es una figura imprescindible.

CORTÁZAR: UNA LECCIÓN DE GEOMETRÍA

I

CON ELOCUENCIA, la solapa de la edición española de Octaedroinforma al lector:

“Después de Todos los fuegos el fuego, su anterior volu-men de cuentos, Octaedro continúa y acaso completa el ci-clo de relatos iniciados en el ya lejano Bestiario y en el queJulio Cortázar ha ido fijando sus obsesiones personales ylas del tiempo en que le tocó habitar. (...) Ocho caras de unnítido poliedro que el escritor argentino dibuja con un lengua-je estrechamente ceñido a la índole especial de cada histo-ria, buscando esa difícil unidad dentro de lo diverso que da aun volumen de relatos un lugar privilegiado en la memoria.”

La unidad en la diversidad, la continuidad de unas obse-siones personales y de una época: ésta es una buena sínte-sis del último libro publicado por Cortázar. Desde cierto pun-to de vista, el título del volumen es casi más significativo queel conjunto de los relatos que el volumen propone. Porque enese título, y por medio de una metáfora, Cortázar orienta laatención del lector hacia una consideración unitaria de la seriede ocho relatos. El título, además, subraya una de las cons-

Por Emir Rodríguez Monegal, crítico yensayista uruguayo.

En: Plural, México, nº 40,1975, pp. 74-80.

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tantes de su meditación crítica: la obsesión geométrica quele hizo componer su más famosa obra, Rayuela, según elmodelo de un laberinto bidimensional (hecho, a la vez, de tiem-po y espacio), y que en su segunda novela importante, 62,Modelo para armar, continúa la misma exploración a dos nive-les: el de la fabricación textual según el molde del juguete lla-mado “Meccano”, y el de la integración temática por el inter-cambio espacial de las tres ciudades en que se sitúa la ac-ción. En Octaedro el título revela la pasión geométrica.

El octaedro es, como se sabe, uno de los cinco cuerposregulares que registra la geometría. Con cierta ingenuidad lodefine el Diccionario de Autoridades:

Term. de geometría. Uno de los cinco cuerpos regularesque consta de ocho triángulos equiláteros iguales. Es vozGriega. Lat. Octaedrum. (Edición facsímil de la Real Acade-mia, 1969, III, p. 16).

Menos ingenuo, el Littré (en la reedición de Gallimard-Ha-chette, V, 928) advierte que hay dos tipos de octaedro, el re-gular, que es el único que ha definido el Diccionario de Auto-ridades, y el simétrico, que en vez de triángulos equiláteros,está formado por ocho triángulos isósceles iguales. Una rápi-da excursión por otros diccionarios permitiría descubrir otrascomplejidades. Así, por ejemplo, la Compact Edition of theOxford English Dictionary (esa que hay que leer con lupa yque es de 1971) trae una cita de un tratado de Geología de1851 en que se abre una inesperada perspectiva sobre la es-tructura interna del octaedro. Transcribo y traduzco:

Si tomamos un cubo y le cortamos los ocho extremoshasta que las caras originales desparecen, lo habremos con-vertido en un octaedro (I, p. 1972)

El mismo diccionario, en la definición de la palabra, octa-hedral (perteneciente al octaedro), incluye otra cita fascinan-te, esta vez de la traducción inglesa hecha por Andrew Reid,de un tratado francés de química, obra de J. P. Macquer. Latraducción es de 1758; he aquí mi traducción:

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Estos sólidos octaédricos son pirámides triangulares,cuyos ángulos han sido cortados, de modo que cuatro de sussuperficies son hexágonos, las otras cuatro triángulos. (I, p.1972)

Es posible que una más larga exploración de dicciona-rios y tratados de geometría (disciplina a la que abandonéhace ya casi cuarenta años) pudiera arrojar más luces. Peroéstas son ya suficientes ahora. El octaedro es una estructu-ra a la vez regular y compleja. Esto ya basta para nuestro pro-pósito de descifrar, mínimamente, el último libro de Cortázar.

II

Es conocida la preocupación de Cortázar con las figu-ras. En el libro de Luis Harss, Los Nuestros (Buenos Aires:Editorial Sudamericana, 1966), se reproduce una conversa-ción del crítico con el autor argentino. Allí comenta Cortázarlos monólogos de Persio en su primera novela, Los premios,y observa:

“Persio ve las cosas desde lo alto como las gaviotas. Esdecir, es una especie de visión total y unificadora. Allí tuvepor primera vez una intuición que me sigue persiguiendo, dela que se habla en Rayuela y que yo quisiera poder desarro-llar ahora a fondo en un libro. Es la noción de lo que yo llamolas figuras. Es como el sentimiento —que muchos tenemos,sin duda, pero que yo sufro de una manera intensa— de queaparte de nuestros destinos individuales somos parte de fi-guras que desconocemos. Pienso que todos nosotros com-ponemos figuras. Por ejemplo, en este momento podemosestar formando parte de una estructura que se continúa qui-zás a doscientos metros de aquí, donde a lo mejor hay otraspersonas que no nos conocen como nosotros no las cono-cemos. Siento continuamente la posibilidad de ligazones, decircuitos que se cierran y que nos interrelacionan al margen

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de toda explicación racional, y de toda relación humana”. (pp.277-278)

En la entrevista, Cortázar recuerda también una frase deJean Cocteau, con la que refuerza su argumento: “Nosotrosvemos la Osa Mayor, pero las estrellas que la forman no sa-ben que son la Osa Mayor.” O dicho de otro modo: las figurassólo existen para el contemplador, no para los personajes quelas forman. Lo que nos devuelve a la geometría, y (también)a la retórica. Porque esa figura geométrica regular que es eloctaedro es a la vez una figura compleja. Sus ocho caraspueden ser triángulos equiláteros iguales o pueden ser trián-gulos isóceles iguales. Esas ocho caras visibles escondendos pirámides unidas por la común base cuadrilátera. Perotambién esas pirámides pueden ser cortadas de modo queofrezcan en sus vértices caras exagonales. Asimismo, el oc-taedro puede ser concebido no a partir de dos pirámides sinode un solo cubo cuyas caras han sido cortadas hasta per-der su forma original.

Las posibilidades geométricas son muchas, pues. Es de-cir: una cosa es el octaedro simple, y otra el simétrico: unacosa es la estructura que se desarrolla a partir de dos pirá-mides o la que se desarrolla a partir de un cubo. En todoslos casos, la figura geométrica que vemos es el resultado deuna transformación, o desvío, de otra figura geométrica mássimple: la pirámide, el cubo. Lo que nos lleva a la retórica.

III

En retórica, figura implica también transformación. Se-gún la definición del Littré (III, p. 1567), que traduzco, las figu-ras son:

Ciertas formas del lenguaje que dan al discurso más gra-cia y vivacidad, brillo y energía.

Para Ducrot/Todorov (Dictionnaire encyclopédique desscienes du langage, París: Seuil, 1972, p. 349) lo que carac-

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teriza a la figura es que se presenta como un “desvío”, undistanciamiento, con respecto a la expresión llamada “nor-mal”. El significado está implícito en el Littré. En efecto, ese“desvío” está codificado por la retórica, por lo tanto está éltambién normalizado, pero conserva su marca de separa-ción. De la misma manera, la figura del octaedro reconoceuna norma (la que ingenuamente definía el Diccionario deAutoridades) y unas variaciones, o complejidades que permi-ten reconocer en la figura habitual (las ocho caras regulares,los ocho triángulos iguales), otras figuras posibles: los otrostriángulos isóceles; las dos pirámides que comparten unamisma base rectangular; las dos pirámides truncas con suscaras hexagonales; el cubo primordial que ha ido perdiendopor una operación quirúrgica de sus seis caras, la figura (queen francés también quiere decir: cara) original.

Esta pequeña excursión geométrico-retórica permitirá,me parece, explorar con un poco más de confianza, el últi-mo libro de cuentos de Julio Cortázar.

IV

La primera observación que vale la pena hacer es que,en efecto, cada cuento es autónomo y, a la vez, parte de unafigura más compleja que es el libro mismo. Un rápido repasode los ocho cuentos puede ayudar a aclarar el punto.

1) “Liliana llorando” se sitúa en el territorio familiar paralos lectores de Cortázar de una agonía. Aquí el enfermo esel propio relator; la persona a la que hay que ocultar la grave-dad de la situación es la mujer de él, Liliana. Hay una solucióntrucada e irónica (a la manera de Maupassant o de HoracioQuiroga) pero no me corresponde revelarla. Baste decir queel cuento propone una figura al comienzo y revela la posibili-dad de otra, u otras, más tarde. Un mecanismo y una situa-ción similar habían sido empleados por Cortázar en “La sa-lud de los enfermos”.

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2) “Los pasos en las huellas” podría ser definido comouna aclimatación porteña de los Aspern Papers de Henry Ja-mes, tal como lo indica el autor desde un epígrafe. Aquí uncrítico escribe la vida de un famoso si bien desconocido poe-ta argentino para descubrir que la historia que contó era par-cialmente falsa. Unas cartas íntimas que citaba no contabansino una parte de la verdad. Otra vez las figuras parecen con-figurar una situación pero revelan otra. Hay ecos de otro cuen-to célebre de Cortázar, “El perseguidor”. En esta nueva ver-sión, los personajes dobles del creador y el crítico son pre-sentados en forma menos herocia (id est: romántica). La iro-nía es por consiguiente más eficaz.

3) “Manuscrito hallado en un bolsillo” explora una variantede la ruleta rusa: en vez de ponerse en la sien un revólver car-gado con una sola bala, el relator y protagonista juega a en-tablar relaciones con mujeres que ve en el metro de París ya las que aborda (o no) según un complicado cálculo de es-taciones y correspondencias. Otra vez las figuras, la super-posición de mujeres y destinos (en el sentido que el tránsitoda a la palabra, y en el más general también). Hay aquí ecosde otro juego famoso en los anales cortazarianos: esos en-cuentros casuales (fatales) de Oliveira y la Maga en las ca-lles de París que registra Rayuela, y que a su vez eran ecode otros encuentros no menos célebres contados por AndréBreton en Nadja (1928).

4) “Verano” es una pesadilla sobre una niña que está pa-sando la noche con un matrimonio amigo y parece querer in-troducir en la casa un monstruo terrible. Si Cortázar no hu-biera explorado ya desde Bestiario (1950) estos territorios delos sobrenatural y del horror visceral, casi obsceno, podríapensarse que el cuento deriva de una lectura nocturna de TheExorcist (William Peter Blatty, 1971), o de la vulgarísima pelí-cula de William Friedkin (1973). El final del cuento no resuel-ve el misterio y hasta propone otra configuración.

5) “Ahí pero dónde, cómo” evoca tiempos distintos y su-perpone textos diversos para comunicar una realidad que fue

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vivida por el protagonista y relator en Europa y en Argentina,pero ahora es vivida en una sola dimensión: la del texto quese está escribiendo. Figuras que se muestran y se contradi-cen, una vez más.

6) “Lugar llamado Kindberg” resume la aventura de unanoche entre el protagonista (hombre maduro, traductor) y unaaccesible muchacha chilena que encuentra en una carreteraen Francia. Por miedo a la vida, por resabios burgueses, elhombre no sigue la aventura. El desenlace, como suele pa-sar en Cortázar, es deliberadamente trágico pero el tono iró-nico de la narración impide la catarsis. La historia se sitúamás cerca de Un homme et une femme, la popularísima pe-lícula de Claude Lelouche (1966). Otra vez, Cortázar juegacon las figuras de lo que fue, lo que pudo haber sido, lo quequiso decir él, lo que ella dijo, o no.

7) “Las fases del Severo” es el recuento de una larga ago-nía en que el enfermo pasa por distintas fases hasta asumirla última. Pero todo se muestra, nada se explica, y la danzade figuras posibles o simplemente sugeridas continúa ince-sante dentro del espacio laberíntico del texto.

8) “Cuello de gatito negro” relata el previsible encuentrode una pareja en el metro, la visita ritual al café, el ascenso alcuarto de ella, el inevitable combate sexual. Pero aquí hayuna desviación: de pronto en la oscuridad se entabla una lu-cha obscena con algo que puede ser un animal feroz, quepuede ser él (convertido en un asesino), o ella, la mulata, con-vertida en una pantera negra. El desenlace no es claro y cadalector (según sus tendencias) puede elegir uno distinto. Lasfiguras aquí son simples pero no por ello menos complejas.Un eco de “El otro cielo” es reconocible para el aficionadocortazariano.

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V

Con la excepción de tres, los cuentos de este volumenson relatos. Es decir: están contados por un narrador explí-cito que dice “yo” y que es el protagonista o el principal testigode la acción que narra. Las tres excepciones (cuentos nú-meros 4, 6, 8) se privilegian de un narrador impersonal y ubi-cuo pero no omnisciente. Ese narrador sabe mucho pero nosabe todo, o por lo menos no lo dice. En realidad, es un na-rrador que se pega a uno de los personajes y cuenta la ac-ción desde una perspectiva. Es lo que la crítica estructuralis-ta francesa llama un narrador avec (con). Esa perspectivaequivale a la de un narrador testigo. De esa manera, la apa-rente variedad de recursos narrativos (cinco “relatos” contratres narraciones “objetivas”) se disuelve: la diversidad escon-de la unidad. Como las dos pirámides cuya unión por la basecompone el octaedro, o como ese cubo desfigurado en cadauna de sus caras hasta la transformación total en octaedro,el volumen de Cortázar (un sólido regular también) juega conlas figuras hasta revelar su secreta unidad.

Por otra parte, la tercera persona de los relatos sin narra-dor explícito demuestra ser, a una lectura atenta, una tercerapersona limitada que funciona como personaje dentro de lahistoria. Gracias a sus limitaciones, el verdadero autor (Cor-tázar) puede esconderse y sugerir otras figuras, otras lectu-ras. Todo sucede como si Cortázar quisiera hacernos creerque no hay autor, que sólo hay un volumen (el texto de ochofases, el octaedro verbal) que el lector debe descodificar porsí solo.

Pirámide escondida o trunca, cubo obliterado, el octaedroofrece superficies regulares, simétricas, perfectas. Pero loque ofrece no es sino la apariencia de lo que esconde. Den-tro, en la dimensión virtual de la figura, hay otra cosa. Dentrode cada relato, el mundo pesadillesco, nocturno, alucinatoriode Cortázar, desgarra la fácil y elegante piel de la narracióny ruge como un animal obsceno y feroz.

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Releo lo escrito y observo que nada he dicho de otrasobsesiones de Cortázar (y del tiempo que le ha tocado vivir)que son visibles en estos cuentos: así, en el cuento número5 hay una alusión a las noticias de Chile; en el cuento núme-ro 8, otra de Biafra, Israel, los estudiantes de La Plata. Perocomo estas alusiones apenas componen una mínima partedel texto, del sólido, quedará para otra vez la exploración delo que significan en la configuración general del texto grandeque se llama Cortázar.

MANUSCRITO HALLADO EN UN BOLSILLO

AHORA que lo escribo, para otros esto podría haber sidola ruleta o el hipódromo, pero no era dinero lo que busca-ba, en algún momento había empezado a sentir, a decidirque un vidrio de ventanilla en el metro podría traerme larespuesta, el encuentro con una felicidad, precisamenteaquí donde todo ocurre bajo el signo de la más implaca-ble ruptura, dentro de un tiempo bajo tierra que un tra-yecto entre estaciones dibuja y limita así, inapelablemen-te abajo. Digo ruptura para comprender mejor (tendríaque comprender tantas cosas desde que empecé a jugarel juego) esa esperanza de una convergencia que tal vezme fuera dada desde el reflejo en un vidrio de ventani-lla. Rebasar la ruptura que la gente no parece advertiraunque vaya a saber lo que piensa esa gente agobiadaque sube y baja de los vagones del metro, lo que buscaademás del transporte esa gente que sube antes o des-pués para bajar después o antes, que sólo coincide en unazona de vagón donde todo está decidido por adelantadosin que nadie pueda saber si saldremos juntos, si yo ba-jaré primero o ese hombre flaco con un rollo de papeles,

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si la vieja de verde seguirá hasta el final. Si esos niñosbajarán ahora, está claro que bajarán porque recogen suscuadernos y sus reglas, se acercan riendo y jugando a lapuerta mientras allá en el ángulo hay una muchacha quese instala para durar, para quedarse todavía muchas es-taciones en el asiento por fin libre, y esa otra muchachaes imprevisible, Ana era imprevisible, se mantenía muyderecha contra el respaldo en el asiento de la ventani-lla, ya estaba ahí cuando subí en la estación Etienne Mar-cel y un negro abandonó el asiento de enfrente y a nadiepareció interesarle y yo pude resbalar con una vaga ex-cusa entre las rodillas de los dos pasajeros sentados enlos asientos exteriores y quedé frente a Ana y casi enseguida, porque había bajado al metro para juzgar unavez más el juego, busqué el perfil de Margrit en el refle-jo del vidrio de la ventanilla y pensé que era bonita, queme gustaba su pelo negro con una especie de ala breveque le peinaba en diagonal la frente.

No es verdad que el nombre de Margrit o de Ana vi-niera después o que sea ahora una manera de diferen-ciarlas en la escritura, cosas así se daban decididas ins-tantáneamente por el juego, quiero decir que de ningu-na manera el reflejo en el vidrio de la ventanilla podíallamarse Ana, así como tampoco podía llamarse Margritla muchacha sentada frente a mí sin mirarme, con losojos perdidos en el hastío de ese interregno en el quetodo el mundo parece consultar una zona de visión queno es la circundante. Salvo los niños que miran fijo y delleno en las cosas hasta el día en que les enseñan a si-tuarse también en los intersticios a mirar sin ver con esaignorancia civil de toda apariencia vecina, de todo con-tacto sensible, cada uno instalado en su burbuja, alinea-do entre paréntesis, cuidando la vigencia del mínimo airelibre entre rodillas y codos ajenos, refugiándose en Fran-

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ce-Soir o en los libros de bolsillo aunque casi siempre comoAna, unos ojos situándose en el hueco entre lo verdade-ramente mirable, en esa distancia neutra y estúpida queiba de mi cara a la del hombre concentrado en el Figaro.Pero entonces Margrit, si algo podía yo prever era queen algún momento Ana se volvería distraída hacia la ven-tanilla y entonces Margrit vería mi reflejo, el cruce demiradas en las imágenes de ese vidrio donde la oscuri-dad del túnel pone su azogue atenuado, su felpa moraday moviente que da a las caras una vida en otros planos,les quita esa horrible máscara de tiza de las luces muni-cipales del vagón y sobre todo, oh sí, no hubieras podidonegarlo, Margrit, las hace mirar de verdad esa otra caradel cristal porque durante el tiempo instantáneo de ladoble mirada no hay censura, mi reflejo en el vidrio noera el hombre sentado frente a Ana y que Ana no debíamirar de lleno en un vagón de metro, y además la queestaba mirando mi reflejo ya no era Ana sino Margrit enel momento en que Ana había desviado rápidamente losojos del hombre sentado frente a ella porque no estababien que lo mirara, al volverse hacia el cristal de la ven-tanilla había visto mi reflejo que esperaba ese instantepara levemente sonreír sin insolencia ni esperanza cuan-do la mirada de Margrit cayera como un pájaro en su mi-rada. Debió durar un segundo, acaso algo más porquesentí que Margrit había advertido esa sonrisa que Anareprobaba aunque no fuera más que por el gesto de ba-jar la cara, de examinar vagamente el cierre de su bolsode cuero rojo; y era casi justo seguir sonriendo aunqueya Margrit no me mirara porque de alguna manera el ges-to de Ana acusaba mi sonrisa, la seguía sabiendo y ya noera necesario que ella o Margrit me miraran, concentra-das aplicadamente en la nimia tarea de comprobar elcierre del bolso rojo.

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Como ya con Paula (con Ofelia) y con tantas otras quese habían concentrado en la tarea de verificar un cierre,un botón, el pliegue de una revista, una vez más fue elpozo donde la esperanza se enredaba con el temor en uncalambre de arañas a muerte, donde el tiempo empeza-ba a latir como un segundo corazón en el pulso del jue-go; desde ese momento cada estación del metro era unatrama diferente del futuro porque así lo había decididoel juego; la mirada de Margrit y mi sonrisa, el retrocesoinstantáneo de Ana a la contemplación del cierre de subolso eran la apertura de una ceremonia que alguna vezhabía empezado a celebrar contra todo lo razonable, pre-firiendo los peores desencuentros a las cadenas estúpi-das de una causalidad cotidiana. Explicarlo no es difícilpero jugarlo tenía mucho de combate a ciegas, de tem-blorosa suspensión coloidal en la que todo derrotero al-zaba un árbol de imprevisible recorrido. Un plano delmetro de París define en su esqueleto mondrianesco, ensus ramas rojas, amarillas, azules y negras una vasta perolimitada superficie de subentendidos seudópodos: y eseárbol está vivo veinte horas de cada veinticuatro, unasavia atormentada lo recorre con finalidades precisas,la que baja en Châtelet o sube en Vaugirard, la que enOdeón cambia para seguir a La Motte-Picquet, las dos-cientas, trescientas, vaya a saber cuántas posibilidadesde combinación para que cada célula codificada y pro-gramada ingrese en un sector del árbol y aflore en otro,salga de las Galeris Lafayette para depositar un paque-te de toallas o una lámpara en un tercer piso de la rueGay-Lussac.

Mi regla del juego era maniáticamente simple, era be-lla, estúpida y tiránica, si me gustaba una mujer, si megustaba una mujer sentada frente a mí, si me gustaba unamujer sentada frente a mí junto a la ventanilla, si su re-

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flejo en la ventanilla cruzaba la mirada con mi reflejo enla ventanilla, si mi sonrisa en el reflejo de la ventanillaturbaba o complacía o repelía al reflejo de la mujer en laventanilla, si Margrit me veía sonreír y entonces Anabajaba la cabeza y empezaba a examinar aplicadamentelo mismo que la sonrisa fuera acatada o respondida o ig-norada, el primer tiempo de la ceremonia no iba más alláde eso, una sonrisa registrada por quien la había mere-cido. Entonces empezaba el combate en el pozo, las ara-ñas en el estómago, la espera con su péndulo de estaciónen estación. Me acuerdo de cómo me acordé ese día: aho-ra eran Margrit y Ana, pero una semana atrás habían sidoPaula y Ofelia, la chica rubia había bajado en una de laspeores estaciones, Montparnasse-Bienvenue que abresu hidra maloliente a las máximas posibilidades de fraca-so. Mi combinación era con la línea de la Porte de Vanvesy casi en seguida, en el primer pasillo, comprendí quePaula (que Ofelia) tomaría el corredor que llevaba a lacombinación con la Mairie d’Issy. Imposible hacer nada,sólo mirarla por última vez en el cruce de los pasillos,verla alejarse. Descender una escalera. La regla del jue-go era ésa, una sonrisa en el cristal de la ventanilla y elderecho de seguir a una mujer y esperar desesperada-mente que su combinación coincidiera con la decididapor mí antes de cada viaje; y entonces —siempre, hastaahora— verla tomar otro pasillo y no poder seguirla, obli-gado a volver al mundo de arriba y entrar en un café yseguir viviendo hasta que poco a poco, horas o días o se-manas, la sed de nuevo reclamando la posibilidad de quetodo coincidiera alguna vez, mujer y cristal de ventani-lla, sonrisa aceptada o repetida, combinación de trenesy entonces por fin sí, entonces el derecho de acercarmey decir la primera palabra, espesa de estancado tiempo,

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de inacabable merodeo en el fondo del pozo entre las ara-ñas del calambre.

Ahora entrábamos en la estación Saint-Sulpice, al-guien a mi lado se enderezaba y se iba, también Ana sequedaba sola frente a mí, había dejado de mirar el bolsoy una o dos veces sus ojos me barrieron distraídamenteantes de perderse en el anuncio del balneario termal quese repetía en los cuatro ángulos del vagón. Margrit nohabía vuelto a mirarme en la ventanilla pero eso proba-ba el contacto, su latido sigiloso; Ana era acaso tímida osimplemente le parecía absurdo aceptar el reflejo de esacara que volvería a sonreír para Margrit; y además lle-gar a Saint-Sulpice era importante porque si todavía fal-taban ocho estaciones hasta el fin del recorrido en laPorte d’Orléans, sólo tres tenían combinaciones con otraslíneas, y sólo si Ana bajaba en una de esas tres me que-daría la posibilidad de coincidir; cuando el tren empeza-ba a frenar en Saint-Placide miré a Margrit buscándolelos ojos que Ana seguía apoyando blandamente en las co-sas del vagón como admitiendo que Margrit no me mira-ría más, que era inútil esperar que volviera a mirar elreflejo que la esperaba para sonreírle.

No bajó en Saint-Placide, lo supe antes de que el trenempezaba frenar, hay ese apresto del viajero, sobre todode las mujeres que nerviosamente verifican paquetes, seciñen el abrigo o miran de lado al levantarse, evitandorodillas en ese instante en que la pérdida de velocidadtraba y atonta los cuerpos. Ana repasaba vagamente losanuncios de la estación, la cara de Margrit se fue borran-do bajo las luces del andén y no pude saber si había vuel-to a mirarme; tampoco mi reflejo hubiera sido posibleen esa marea de neón y anuncios fotográficos, de cuer-pos entrando y saliendo. Si Ana bajaba en Montparnas-se-Bienvenue mis posibilidades eran mínimas; cómo no

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acordarme de Paula (de Ofelia) allí donde una cuádru-ple combinación posible adelgazaba toda previsión; y sinembargo el día de Paula (Ofelia) había estado absurda-mente seguro de que coincidiríamos, hasta último mo-mento había marchado a tres metros de esa mujer lentay rubia, vestida como con hojas secas, y su bifurcación ala derecha me había envuelto la cara como un latigazo.Por eso ahora Margrit no, por eso el miedo, de nuevo po-día ocurrir abominablemente en Montparnasse-Bienve-nue; el recuerdo de Paula (de Ofelia), las arañas en el pozocontra la menuda confianza en que Ana (en que Mar-grit). Pero quién puede contra esa ingenuidad que nosva dejando vivir, casi inmediatamente me dije que tal vezAna (que tal vez Margrit) no bajaría en Montparnasse-Bienvenue sino en una de las otras estaciones posibles,que acaso no bajaría en las intermedias donde no me es-taba dado seguirla; que Ana (que Margrit) no bajaría enMontparnasse-Bienvenue (no bajó), que no bajaría en Va-vin, y no bajó, que acaso bajaría en Raspail que era la pri-mera de las dos últimas posibles; y cuando no bajó y supeque sólo quedaba una estación en la que podría seguirlacontra las tres finales en que ya todo daba lo mismo, bus-qué de nuevo los ojos de Margrit en el vidrio de la venta-nilla, la llamé desde un silencio y una inmovilidad quehubieran debido llegarle como un reclamo, como un olea-je, le sonreí con la sonrisa que Ana ya no podía ignorar,que Margrit tenía que admitir aunque no mirara mi re-flejo azotado por las semiluces del túnel desembocandoen Denfert-Rochereau. Tal vez el primer golpe de fre-nos había hecho temblar el bolso rojo en los muslos deAna, tal vez sólo el hastío le movía la mano hasta el me-chón negro cruzándole la frente; en esos tres, cuatro se-gundos en que el tren se inmovilizaba en el andén, lasarañas clavaron sus uñas en la piel del pozo para una vez

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más vencerme desde adentro; cuando Ana se enderezócon una sola y limpia flexión de su cuerpo, cuando la vide espaldas entre dos pasajeros, creo que busqué toda-vía absurdamente el rostro de Margrit en el vidrio ence-guecido de luces y movimientos. Salí como sin saberlo,sombra pasiva de ese cuerpo que bajaba el andén, hastadespertar a lo que iba a venir, a la doble elección finalcumpliéndose irrevocable.

Pienso que está claro, Ana (Margrit) tomaría un ca-mino cotidiano o circunstancial, mientras antes de su-bir a ese tren yo había decidido que si alguien entrabaen el juego y bajaba en Denfert-Rochereau, mi combina-ción sería la línea Nation-Étoile, de la misma maneraque si Ana (que si Margrit) hubiera bajado en Châteletsólo hubiera podido seguirla en caso de que tomara lacombinación Vicennes-Neuilly. En el último tiempo dela ceremonia el juego estaba perdido si Ana (si Margrit)tomaba la combinación de la Ligne de Sceaux o salía di-rectamente a la calle; inmediatamente, ya mismo por-que en esa estación no había los interminables pasillosde otras veces y las escaleras llevaban rápidamente adestino, a eso que los medios de transporte también sellamaba destino. La estaba viendo moverse entre la gen-te, su bolso rojo como un péndulo de juguete, alzando lacabeza en busca de los carteles indicadores, vacilandoun instante hasta orientarse hacia la izquierda; pero laizquierda era la salida que llevaba a la calle.

No sé cómo decirlo, las arañas mordían demasiado,no fui deshonesto en el primer minuto, simplemente laseguí para después quizá aceptar, dejarla irse por cual-quiera de sus rumbos allá arriba; a mitad de la escaleracomprendí que no, que acaso la única manera de matar-las era negar por una vez la ley, el código. El calambreque me había crispado en ese segundo en que Ana (en

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que Margrit) empezaba a subir la escalera vedada, cedíade golpe a una laxitud soñolienta, a un gólem de lentospeldaños; me negué a pensar, bastaba saber que la se-guía viendo, que el bolso rojo subía hacia la calle, que acada paso el pelo negro le temblaba en los hombros. Yaera de noche y el aire estaba helado, con algunos coposde nieve entre ráfagas y llovizna; sé que Ana (que Mar-grit) no tuvo miedo cuando me puse a su lado y le dije:“No puede ser que nos separemos así, antes de habernosencontrado”.

En el café, más tarde, ya solamente Ana mientras elreflejo de Margrit cedía a una realidad de cinzano y depalabras, me dijo que no comprendía nada, que se llama-ba Marie-Claude, que mi sonrisa en el reflejo le había he-cho daño, que por un momento había pensado en levan-tarse y cambiar de asiento, que no me había visto seguir-la y que en la calle no había tenido miedo, contradicto-riamente, mirándome en los ojos, bebiendo un cinzano,sonriendo sin avergonzarse de sonreír, de haber acepta-do casi en seguida mi acoso en plena calle. En ese mo-mento de una felicidad como de oleaje boca arriba, deabandono a un deslizarse lleno de álamos, no podía de-cirle lo que ella hubiera entendido como locura o maníay que lo era pero de otro modo, desde otras orillas de lavida; la hablé de su mechón de pelo, de su bolso rojo desu manera de mirar el anuncio de las termas, de que nole había sonreído por donjuanismo ni aburrimiento sinopara darle una flor que no tenía, el signo de que me gus-taba, de que me hacía bien, de que viajar frente a ella,de que otro cigarrillo y otro cinzano. En ningún momen-to fuimos enfáticos, hablamos como desde un ya conoci-do y aceptado, mirándonos sin lastimarnos, yo creo queMarie-Claude me dejaba venir y estar en su presentecomo quizá Margrit hubiera respondido a mi sonrisa en

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el vidrio de no mediar tanto molde previo, tanto no tie-nes que contestar si te hablan en la calle o te ofrecen ca-ramelos y quieren llevarte al cine, hasta que Marie-Clau-de, ya liberada de mi sonrisa a Margrit, Marie-Claudeen la calle y el café había pensado que era una buena son-risa, que el desconocido de ahí abajo no le había sonreí-do a Margrit para tantear otro terreno, y mi absurda ma-nera de abordarla había sido la sola comprensible, la solarazón para decir que sí, que podíamos beber una copa ycharlar en un café.

No me acuerdo de lo que pude contarle de mí, tal veztodo salvo el juego pero entonces tan poco, en algún mo-mento nos reímos, alguien hizo la primera broma, des-cubrimos que nos gustaban los mismos cigarrillos y Ca-therine Deneuve, me dejó acompañarla hasta el portalde su casa, me tendió la mano con llaneza y consintió enel mismo café a la misma hora del martes. Tomé un taxipara volver a mi barrio, por primera vez en mí mismocomo en un increíble país extranjero, repitiéndome quesí, que Marie-Claude, que Denfert-Rochereau, apretan-do los párpados para guardar mejor su pelo negro, esamanera de ladear la cabeza antes de hablar, de sonreír.Fuimos puntuales y nos contamos películas, trabajo, ve-rificamos diferencias ideológicas parciales, ella seguíaaceptándome como si maravillosamente le bastara esepresente sin razones, sin interrogación; ni siquiera pa-recía darse cuenta de que cualquier imbécil la hubiesecreído fácil o tonta; acatando incluso que yo no buscaracompartir la misma banqueta en el café, que en el tramode la rue Froidevaux no le pasara el brazo por el hom-bro en el primer gesto de una intimidad, que sabiéndolacasi sola —una hermana menor, muchas veces ausentedel departamento en el cuarto piso— no le pidiera su-bir. Si algo no podía sospechar eran las arañas, nos ha-

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bíamos encontrado tres o cuatro veces sin que mordie-ran, inmóviles en el pozo y esperando hasta el día en quelo supe como si no lo hubiera estado sabiendo todo el tiem-po, pero los martes, llegar al café, imaginar que Marie-Claude ya estaría allí o verla entrar con sus pasos ági-les, su morena recurrencia que había luchado inocente-mente contra las arañas otra vez despiertas, contra latransgresión del juego que sólo ella había podido defen-der sin más que darme una breve, tibia mano, sin másque ese mechón de pelo que se paseaba por su frente. Enalgún momento debió darse cuenta, se quedó mirándo-me callada, esperando; imposible ya que no me delatarael esfuerzo para hacer durar la tregua, para no admitirque volvían poco a poco a pesar de Marie-Claude, contraMarie-Claude que no podía comprender, que se queda-ba mirándome callada, esperando; beber y fumar y ha-blarle, defendiendo hasta lo último el dulce interregnosin arañas, saber de su vida sencilla y a horario y her-mana estudiante y alergias, desear tanto ese mechón ne-gro que le peinaba la frente, desearla como un término,como de veras la última estación del último metro de lavida, y entonces el pozo, la distancia de mi silla a esa ban-queta en la que nos hubiéramos besado, en la que mi bocahubiera bebido el primer perfume de Marie-Claude an-tes de llevármela abrazada hasta su casa, subir esa es-calera, desnudarnos por fin de tanta ropa y espera.

Entonces se lo dije, me acuerdo del paredón del ce-menterio y de que Marie-Claude se apoyó en él y me dejóhablar con la cara perdida en el musgo caliente de su abri-go, vaya a saber si mi voz le llegó con todas sus palabras,si fue posible que comprendiera; se lo dije todo, cada de-talle del juego, las improbabilidades confirmadas desdetantas Paulas (desde tantas Ofelias) perdidas al términode un corredor, las arañas en cada final. Lloraba, la sen-

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tía temblar contra mí aunque siguiera abrigándome, sos-teniéndome con todo su cuerpo apoyado en la pared delos muertos; no me preguntó nada, no quiso saber porqué ni desde cuándo, no se le ocurrió luchar contra unamáquina montada por toda una vida a contrapelo de símisma, de la ciudad y sus consignas, tan sólo ese llantoahí como un animalito lastimado, resistiendo sin fuerzaal triunfo del juego, a la danza exasperada de las arañasen el pozo.

En el portal de su casa le dije que no todo estaba per-dido, que de los dos dependía intentar un encuentro le-gítimo; ahora ella conocía las reglas del juego, quizásnos fueran favorables puesto que no haríamos otra cosaque buscarnos. Me dijo que podría quince días de licen-cia, viajar llevando un libro para que el tiempo fuera menoshúmedo y hostil en el mundo de abajo, pasar de una com-binación a otra, esperarme leyendo, mirando los anun-cios. No quisimos pensar en la improbabilidad, en queacaso nos encontraríamos en un tren pero que no basta-ba, que esta vez no se podría faltar a lo preestablecido;le pedí que no pensara, que dejara correr el metro, queno llorara nunca en esas dos semanas mientras yo la bus-caba; sin palabras quedó entendido que si el plazo se ce-rraba sin volver a vernos a sólo viéndonos hasta que dospasillos diferentes nos apartaran, ya no tendría sentidoretornar al café, al portal de su casa. Al pie de esa es-calera de barrio que una luz naranja tendía dulcementehacia lo alto, hacia la imagen de Marie-Claude en su de-partamento, entre sus muebles, desnuda y dormida, labesé en el pelo, ella no buscó mi boca, se fue apartandoy la vi de espaldas, subiendo otra de las tantas escalerasque se las llevaban sin que pudiera seguirlas; volví a piea mi casa, sin arañas, vacío y lavado para la nueva espe-ra; ahora no podían hacerme nada, el juego iba a reco-

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menzar como tantas otras veces pero con solamente Ma-rie-Claude, el lunes bajando a la estación Coureonnespor la mañana, saliendo en Max Dormoy en plena noche,el martes entrando en Crimée, el miércoles en PhilippeAuguste, la precisa regla del juego, quince estaciones enlas que cuatro tenían combinaciones, y entonces en laprimera de las cuatro sabiendo que me tocaría seguir ala línea Sevres-Montreuil como en la segunda tendríaque tomar la combinación Clichy-Porte Dauphine, cadaitinerario elegido sin razón especial porque no podía ha-ber ninguna razón, Marie-Claude habría subido quizácerca de su casa, en Denfert-Rocherau o en Corvisart,estaría cambiando en Pasteur para seguir hacia Falguie-rre, el árbol mondrianesco con todas sus ramas secas, elazar de las tentaciones rojas, azules, blancas, punteadas;el jueves, el viernes, el sábado. Desde cualquier andénver entrar los trenes, los siete u ocho vagones, consin-tiéndome mirar mientras pasaban cada vez más lentos,correrme hasta el final y subir a un vagón sin Marie-Clau-de, bajar en la estación siguiente y esperar otro tren, se-guir hasta la primera estación para buscar otra línea,ver llegar los vagones sin Marie-Claude, dejar pasar untren o dos, subir en el tercero, seguir hasta la terminal,regresar a una estación desde donde podía pasar a otralínea, decidir que sólo tomaría el cuarto tren, abandonarla búsqueda y subir a comer, regresar casi en seguida conun cigarrillo amargo y sentarme en un banco hasta el se-gundo, hasta el quinto tren. El lunes, el martes, el miér-coles, el jueves, sin arañas porque todavía esperaba, por-que todavía espero en este banco de la estación CheminVert, con esta libreta en la que una mano escribe parainventarse un tiempo que no sea solamente esa intermi-nable ráfaga que me lanza hacia el sábado en que acasotodo habrá concluido, en que volveré solo y las sentiré

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despertarse y morder, sus pinzas rabiosas exigiéndomeel nuevo juego, otras Marie-Claudes, otras Paulas, la rei-teración después de cada fracaso, el recomienzo cance-roso. Pero es jueves, es la estación Chemin Vert, afueracae la noche, todavía cabe imaginar cualquier cosa, in-cluso puede no parecer demasiado increíble que en el se-gundo tren, que en el cuarto vagón, que Marie-Claude enun asiento contra la ventanilla, que haya visto y se en-derece con un grito que nadie salvo yo puede escucharasí en plena cara, en plena carrera para saltar al vagónrepleto, empujando a pasajeros indignados, murmuran-do excusas que nadie espera ni acepta, quedándome depie contra el doble asiento ocupado por piernas y para-guas y paquetes, por Marie-Claude con su abrigo gris con-tra la ventanilla, el mechón negro que el brusco arran-que del tren agita apenas como sus manos tiemblan so-bre los muslos en una llamada que no tiene nombre, quees solamente eso que ahora va a suceder. No hay necesi-dad de hablarse, nada se podría decir sobre ese muro im-pasible y desconfiado de caras y paraguas entre Marie-Claude y yo; quedan tres estaciones que combinan conotras líneas, Marie-Claude deberá elegir una de ellas,recorrer el andén, seguir uno de los pasillos o buscar laescalera de salida, ajena a mi elección que esta vez notransgrediré. El tren entra en la estación Bastille y Ma-rie-Claude sigue ahí, la gente baja y sube, alguien dejalibre el asiento a su lado pero no me acerco, no puedosentarme ahí, no puedo temblar junto a ella como ellaestará temblando. Ahora vienen Ledru-Rollin y Froidher-be-Chaligny, en esas estaciones sin combinación. Marie-Claude sabe que no puedo seguirla y no se mueve, el jue-go tiene que jugarse en Reuilly-Diderot o en Daumesnil;mientras el tren entra en Reuilly-Diderot aparto los ojos,no quiero que sepa, no quiero que pueda comprender que

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no es allí. Cuando el tren arranca veo que no se ha movi-do, que nos queda una última esperanza, en Daumesnilhay tan sólo una combinación y la salida a la calle, rojo onegro, sí o no. Entonces nos miramos, Marie-Claude haalzado la cara para mirarme de lleno, aferrado al barro-te del asiento soy eso que ella mira, algo tan pálido comolo que estoy mirando, la cara sin sangre de Marie-Clau-de que aprieta el bolso rojo, que va a hacer el primer ges-to para levantarse mientras el tren entra en la estaciónDaumesnil.

LAS FASES DE SEVERO

TODO estaba como quieto, como de alguna manera con-gelado en su propio movimiento, su olor y su forma queseguían y cambiaban con el humo y la conversación envoz baja entre cigarrillos y tragos. El Bebe Pessoa habíadado ya tres fijas para San Isidro, la hermana de Severocosía las cuatro monedas en las puntas del pañuelo paracuando a Severo le tocara el sueño. No éramos tantospero de golpe una casa resulta chica, entre dos frases searma el cubo transparente de dos o tres segundos de sus-pensión, y en momentos así algunos debían sentir comoyo que todo eso, por más forzoso que fuera, nos lastima-ba por Severo, por la mujer de Severo y los amigos de tan-tos años.

Como a las once de la noche habíamos llegado con Ig-nacio, el Bebe Pessoa y mi hermano Carlos. Éramos unpoco de la familia, sobre todo Ignacio que trabajaba enla misma oficina de Severo, y entramos sin que se fija-ran demasiado en nosotros. E1 hijo mayor de Severo nospidió que pasáramos al dormitorio, pero Ignacio dijo quenos quedaríamos un rato en el comedor; en la casa había

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gente por todas partes, amigos o parientes que tampocoquerían molestar y se iban sentando en los rincones o sejuntaban al lado de una mesa o de un aparador para ha-blar o mirarse. Cada tanto los hijos o la hermana de Se-vero traían café y copas de caña, y casi siempre en esosmomentos todo se aquietaba como si se congelara en supropio movimiento y en el recuerdo empezaba a aletearla frase idiota: “Pasa un ángel”, pero aunque después yocomentara un doblete del negro Acosta en Palermo, o Ig-nacio acariciara el pelo crespo del hijo menor de Severo,todos sentíamos que en el fondo la inmovilidad seguía,que estábamos como esperando cosas ya sucedidas o quetodo lo que podía suceder era quizá otra cosa o nada, comoen los sueños, aunque estábamos despiertos y de a ra-tos, sin querer escuchar, oíamos el llanto de la mujer deSevero, casi tímido en un rincón de la sala donde debíanestar acompañándola los parientes más cercanos.

Uno se va olvidando de la hora en esos casos, o comodijo riéndose el Bebe Pessoa, es al revés y la hora se olvi-da de uno, pero al rato vino el hermano de Severo paradecir que iba a empezar el sudor, y aplastamos los puchosy fuimos entrando de a uno en el dormitorio donde ca-bíamos casi todos porque la familia había sacado los mue-bles y no quedaban más que la cama y una mesa de luz.Severo estaba sentado en la cama, sostenido por las al-mohadas, y a los pies se veía un cobertor de sarga azul yuna toalla celeste. No había ninguna necesidad de estarcallado, y los hermanos de Severo nos invitaban con ges-tos cordiales (son tan buenas gentes todos) a acercarnosa la cama, a rodear a Severo que tenía las manos cruza-das sobre las rodillas. Hasta el hijo menor, tan chico,estaba ahora al lado de la cama mirando a su padre concara de sueño.

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La fase del sudor era desagradable porque al final ha-bía que cambiar las sábanas y el piyama, hasta las almo-hadas se iban empapando y pesaban como enormes lágri-mas. A diferencia de otros que según Ignacio tendían aimpacientarse, Severo se quedaba inmóvil, sin siquieramirarnos, y casi enseguida el sudor le había cubierto lacara y las manos. Sus rodillas se recortaban como dosmanchas oscuras, y aunque su hermana le secaba a cadamomento el sudor de las mejillas, la transpiración bro-taba de nuevo y caía sobre la sábana.

—Y eso que en realidad está muy bien —insistió Ig-nacio que había quedado cerca de la puerta—. Sería peorsi se moviera, las sábanas se pegan que da miedo.

—Papá es hombre tranquilo —dijo el hijo mayor deSevero—. No es de los que dan trabajo.

—Ahora se acaba —dijo la mujer de Severo, que ha-bía entrado al final y traía un piyama limpio y un juegode sábanas. Pienso que todos sin excepción la admira-mos como nunca en ese momento, porque sabíamos quehabía estado llorando poco antes y ahora era capaz deatender a su marido con una cara tranquila y sosegada,hasta enérgica. Supongo que algunos de los parientes ledijeron frases alentadoras a Severo, yo ya estaba otra vezen el zaguán y la hija menor me ofrecía una taza de café.Me hubiera gustado darle conversación para distraerla,pero entraban otros y Manuelita es un poco tímida, a lomejor piensa que me intereso por ella y prefiero perma-necer neutral. En cambio el Bebe Pessoa es de los quevan y vienen por la casa y por la gente como si nada, yentre él, Ignacio y el hermano de Severo ya habían for-mado una barra con algunas primas y sus amigas, hablan-do de cebar un mate amargo que a esa hora le vendríabien a más de cuatro porque asienta el asado. Al final nose pudo, en uno de esos momentos en que de golpe nos

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quedábamos inmóviles (insisto en que nada cambiaba,seguíamos hablando o gesticulando pero era así y de algu-na manera hay que decirlo y darle una razón o un nom-bre) el hermano de Severo vino con una lámpara de ace-tileno y desde la puerta nos previno que iba a empezarla fase de los saltos. Ignacio se bebió el café de un tragoy dijo que esa noche todo parecía andar más rápido; fuede los que se ubicaron cerca de la cama, con la mujer deSevero y el chico menor que se reía porque la mano de-recha de Severo oscilaba como un metrónomo. Su mujerle había puesto un piyama blanco y la cama estaba otravez impecable; olimos el agua colonia y el Bebe le hizoun gesto admirativo a Manuelita, que debía haber pen-sado en eso. Severo dio el primer salto y quedó sentadoal borde de la cama, mirando a su hermana que lo alen-taba, con una sonrisa un poco estúpida y de circunstan-cias. Qué necesidad había de eso, pensé yo que prefierolas cosas limpias; y qué podía importarle a Severo quesu hermana lo alentara o no. Los saltos se sucedían rít-micamente: sentado al borde de la cama, sentado contrala cabecera, sentado en el borde opuesto, de pie en el me-dio de la cama, de pie sobre el piso entre Ignacio y el Bebe,en cuclillas sobre el piso entre su mujer y su hermano,sentado en el rincón de la puerta, de pie en el centro delcuarto, siempre entre dos amigos o parientes, cayendojusto en los huecos mientras nadie se movía y solamentelos ojos lo iban siguiendo, sentado en el borde de la cama,de pie contra la cabecera, de cuclillas en el medio de lacama, arrodillado en el borde de la cama, parado entreIgnacio y Manuelita, de rodillas entre su hijo menor yyo, sentado al pie de la cama. Cuando la mujer de Seve-ro anunció el fin de la fase, todos empezaron a hablar almismo tiempo y a felicitar a Severo que estaba como aje-no; ya no me acuerdo quién lo acompañó de vuelta a la

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cama porque salíamos al mismo tiempo comentando lafase y buscando alguna cosa para calmar la sed, y yo mefui con el Bebe al patio a respirar el aire de la noche y abebernos dos cervezas del gollete.

En la fase siguiente hubo un cambio, me acuerdo, por-que según Ignacio tenía que ser la de los relojes y en cam-bio oímos llorar otra vez a la mujer de Severo en la salay casi enseguida vino el hijo mayor a decirnos que ya em-pezaban a entrar las polillas. Nos miramos un poco ex-trañados con el Bebe y con Ignacio, pero no estaba exclui-do que pudiera haber cambios y el Bebe dijo lo acostum-brado sobre el orden de los factores y esas cosas; piensoque a nadie le gustaba el cambio pero disimulábamos alir entrando otra vez y formando círculo alrededor de lacama de Severo, que la familia había colocado como co-rrespondía en el centro del dormitorio.

El hermano de Severo llegó el último con la lámparade acetileno, apagó la araña del cielo raso y corrió la mesade luz hasta los pies de la cama; cuando puso la lámparaen la mesa de luz nos quedamos callados y quietos, mi-rando a Severo que se había incorporado a medias entrelas almohadas y no parecía demasiado cansado por lasfases anteriores. Las polillas empezaron a entrar por lapuerta, y las que ya estaban en las paredes o el cielo rasose sumaron a las otras y empezaron a revolotear en tor-no de la lámpara de acetileno. Con los ojos muy abiertosSevero seguía el torbellino ceniciento que aumentaba cadavez más, y parecía concentrar todas sus fuerzas en esacontemplación sin parpadeos. Una de las polillas (eramuy grande, yo creo que en realidad era una falena peroen esa fase se hablaba solamente de polillas y nadie hu-biera discutido el nombre) se desprendió de las otras yvoló a la cara de Severo; vimos que se pegaba a la meji-lla derecha y que Severo cerraba por un instante los ojos.

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Una tras otra las polillas abandonaron la lámpara y vo-laron en torno de Severo, pegándose en el pelo, la bocay la frente hasta convertirlo en una enorme máscara tem-blorosa en la que sólo los ojos seguían siendo los suyos ymiraban empecinados la lámpara de acetileno donde unapolilla se obstinaba en girar buscando entrada. Sentí quelos dedos de Ignacio se me clavaban en el antebrazo, ysólo entonces me di cuenta de que también yo temblabay tenía una mano hundida en el hombro del Bebe. Alguiengimió, una mujer, probablemente Manuelita que no sa-bía dominarse como los demás, y en ese mismo instantela última polilla voló hacia la cara de Severo y se perdióen la masa gris. Todos gritamos a la vez, abrazándonos ypalmeándonos mientras el hermano de Severo corría aencender la araña del cielo raso; una nube de polillas bus-caba torpemente la salida y Severo, otra vez la cara deSevero, seguía mirando la lámpara ya inútil y movía cau-telosamente la boca como si temiera envenenarse con elpolvo de plata que le cubría los labios.

No me quedé ahí porque tenían que lavar a Severo yya alguien estaba hablando de una botella de grapa enla cocina, aparte de que en esos casos siempre sorpren-de cómo las bruscas recaídas en la normalidad, por de-cirle así, distraen y hasta engañan. Seguí a Ignacio queconocía todos los rincones, y le pegamos a la grapa conel Bebe y el hijo mayor de Severo. Mi hermano Carlos sehabía tirado en un banco y fumaba con la cabeza gacha,respirando fuerte; le llevé una copa y se la bebió de untrago. El Bebe Pessoa se empecinaba en que Manuelitatomara un trago, y hasta le hablaba de cine y de carre-ras; yo me mandaba una grapa tras otra sin querer pen-sar en nada, hasta que no pude más y busqué a Ignacioque parecía esperarme cruzado de brazos.

—Si la última polilla hubiera elegido... —empecé.

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Ignacio hizo una lenta señal negativa con la cabeza.Por supuesto, no había que preguntar; por lo menos enese momento no había que preguntar; no sé si compren-dí del todo pero tuve la sensación de un gran hueco, algocomo una cripta vacía que en alguna parte de la memo-ria latía lentamente con un gotear de filtraciones. En lanegación de Ignacio (y desde lejos me había parecido queel Bebe Pessoa también negaba con la cabeza, y que Ma-nuelita nos miraba ansiosamente, demasiado tímida paranegar a su vez) había como una suspensión del juicio, unno querer ir más adelante; las cosas eran así en su pre-sente absoluto, como iban ocurriendo. Entonces podía-mos seguir, y cuando la mujer de Severo entró en la coci-na para avisar que Severo iba a decir los números, deja-mos las copas medio llenas y nos apuramos, Manuelitaentre el Bebe y yo, Ignacio atrás con mi hermano Carlosque llega siempre tarde a todos lados.

Los parientes ya estaban amontonados en el dormi-torio y no quedaba mucho sitio donde ubicarse. Yo aca-baba de entrar (ahora la lámpara de acetileno ardía enel suelo, al lado de la cama, pero la araña seguía encendi-da) cuando Severo se levantó, se puso las manos en losbolsillos del piyama, y mirando a su hijo mayor dijo: “6”,mirando a su mujer dijo: “20”, mirando a Ignacio dijo: “23”,con una voz tranquila y desde abajo, sin apurarse. A suhermana le dijo 16, a su hijo menor 28, a otros parientesles fue diciendo números casi siempre altos, hasta que amí me dijo 2 y sentí que el Bebe me miraba de reojo yapretaba los labios, esperando su turno. Pero Severo sepuso a decirles números a otros parientes y amigos, casisiempre por encima de 5 y sin repetirlos jamás. Casi alfinal al Bebe le dijo 14, y el Bebe abrió la boca y se estre-meció como si le pasara un gran viento entre las cejas, sefrotó las manos y después tuvo vergüenza y las escondió

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en los bolsillos del pantalón justo cuando Severo le de-cía 1 a una mujer de cara muy encendida, probablemen-te una parienta lejana que había venido sola y que casino había hablado con nadie esa noche, y de golpe Igna-cio y el Bebe se miraron y Manuelita se apoyó en el mar-co de la puerta y me pareció que temblaba, que se con-tenía para no gritar. Los demás ya no atendían a sus nú-meros, Severo los decía igual pero ellos empezaban a ha-blar, incluso Manuelita cuando se repuso y dio dos pasoshacia adelante y le tocó el 9, ya nadie se preocupaba ylos números terminaron en un hueco 24 y un 12 que lestocaron a un pariente y a mi hermano Carlos; el mismoSevero parecía menos concentrado y con el último se echóhacia atrás y se dejó tapar por su mujer, cerrando los ojoscomo quien se desinteresa u olvida.

—Por supuesto es una cuestión de tiempo —me dijoIgnacio cuando salimos del dormitorio—. Los númerospor sí mismos no quieren decir nada, che.

—¿A vos te parece? —le pregunté bebiéndome de untrago la copa que me había traído el Bebe.

—Pero claro, che —dijo Ignacio—. Fijáte que del 1 al2 pueden pasar años, ponéle diez o veinte, en una de esasmás.

—Seguro —apoyó el Bebe—. Yo que vos no me afli-gía.

Pensé que me había traído la copa sin que nadie sela pidiera, molestándose en ir hasta la cocina con todaesa gente. Y a él le había tocado el 14 y a Ignacio el 23.

—Sin contar que está el asunto de los relojes —dijomi hermano Carlos que se había puesto a mi lado y meapoyaba la mano en el hombro—. Eso no se entiende mu-cho, pero a lo mejor tiene su importancia. Si te toca atra-sar...

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—Ventaja adicional —dijo el Bebe, sacándome la copavacía de la mano como si tuviera miedo de que se me ca-yese al suelo.

Estábamos en el zaguán al lado del dormitorio, y poreso entramos de los primeros cuando el hijo mayor deSevero vino precisamente a decirnos que empezaba lafase de los relojes. Me pareció que la cara de Severo habíaenflaquecido de golpe, pero su mujer acababa de peinar-lo y olía de nuevo a agua colonia que siempre da confian-za. A mí me rodeaban mi hermano, Ignacio y el Bebe comopara cuidarme el ánimo, y en cambio no había nadie quese ocupara de la parienta que había sacado el 1 y que es-taba a los pies de la cama con la cara más roja que nun-ca, temblándole la boca y los párpados. Sin siquiera mi-rarla Severo le dijo a su hijo menor que adelantara, y elpibe no entendió y se puso a reír hasta que su madre loagarró de un brazo y le quitó el reloj pulsera. Sabíamosque era un gesto simbólico, bastaba simplemente ade-lantar o atrasar las agujas sin fijarse en el número de ho-ras o minutos, puesto que al salir de la habitación volve-ríamos a poner los relojes en hora. Ya a varios les tocabaadelantar o atrasar, Severo distribuía las indicacionescasi mecánicamente, sin interesarse; cuando a mí me tocóatrasar, mi hermano volvió a clavarme los dedos en elhombro; esta vez se lo agradecí, pensando como el Bebeque podía ser una ventaja adicional aunque nadie pudie-ra estar seguro; y también a la parienta de la cara colo-rada le tocaba atrasar, y la pobre se secaba unas lágri-mas de gratitud, quizá completamente inútiles al fin yal cabo, y se iba para el patio a tener un buen ataque denervios entre las macetas; algo oímos después desde lacocina, entre nuevas copas de grapa y las felicitacionesde Ignacio y de mi hermano.

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—Pronto será el sueño —nos dijo Manuelita—, mamámanda decir que se preparen.

No había mucho que preparar, volvimos despacio aldormitorio, arrastrando el cansancio de la noche; pron-to amanecería y era día hábil, a casi todos nos espera-ban los empleos a las nueve o a las nueve y media; de gol-pe empezaba a hacer más frío, la brisa helada en el pa-tio metiéndose por el zaguán, pero en el dormitorio lasluces y la gente calentaban el aire, casi no se hablaba ybastaba mirarse para ir haciendo sitio, ubicándose alre-dedor de la cama después de apagar los cigarrillos. Lamujer de Severo estaba sentada en la cama, arreglandolas almohadas, pero se levantó y se puso en la cabecera;Severo miraba hacia arriba, ignorándonos miraba la ara-ña encendida, sin parpadear, con las manos apoyadas so-bre el vientre, inmóvil e indiferente miraba sin parpa-dear la araña encendida y entonces Manuelita se acercóal borde de la cama y todos le vimos en la mano el pañue-lo con las monedas atadas en las cuatro puntas. No que-daba más que esperar, sudando casi en ese aire encerra-do y caliente, oliendo agradecidos el agua colonia y pen-sando en el momento en que por fin podríamos irnos dela casa y fumar hablando en la calle, discutiendo o no lode esa noche, probablemente no pero fumando hasta per-dernos por las esquinas. Cuando los párpados de Severoempezaron a bajar lentamente, borrándole de a poco laimagen de la araña encendida, sentí cerca de mi oreja larespiración ahogada del Bebe Pessoa. Bruscamente ha-bía un cambio, un aflojamiento, se lo sentía como si nofuéramos más que un solo cuerpo de incontables pier-nas y manos y cabezas aflojándose de golpe, compren-diendo que era el fin, el sueño de Severo que empezaba,y el gesto de Manuelita al inclinarse sobre su padre ycubrirle la cara con el pañuelo, disponiendo las cuatro

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puntas de manera que lo sostuvieran naturalmente, sinarrugas ni espacios descubiertos, era lo mismo que esesuspiro contenido que nos envolvía a todos, nos tapabaa todos con el mismo pañuelo.

—Y ahora va a dormir —dijo la mujer de Severo—.Ya está durmiendo, fíjense.

Los hermanos de Severo se habían puesto un dedo enlos labios pero no hacía falta, nadie hubiera dicho nada,empezábamos a movernos en puntas de pie, apoyándo-nos unos en otros para salir sin ruido. Algunos mirabantodavía hacia atrás, el pañuelo sobre la cara de Severo,como si quisieran asegurarse de que Severo estaba dor-mido. Sentí contra mi mano derecha un pelo crespo yduro, era el hijo menor de Severo que un pariente habíatenido cerca de él para que no hablara ni se moviera, yque ahora había venido a pegarse a mí, jugando a cami-nar en puntas de pie y mirándome desde abajo con unosojos interrogantes y cansados. Le acaricié el mentón, lasmejillas, llevándolo contra mí fui saliendo al zaguán y alpatio, entre Ignacio y el Bebe que ya sacaban los atadosde cigarrillos; el gris del amanecer con un gallo allá enlo hondo nos iba devolviendo a nuestra vida de cada uno,al futuro ya instalado en ese gris y ese frío, horriblemen-te hermoso. Pensé que la mujer de Severo y Manuelita(tal vez los hermanos y el hijo mayor) se quedaban aden-tro velando el sueño de Severo, pero nosotros íbamos yacamino de la calle, dejábamos atrás la cocina y el patio.

—¿No juegan más? —me preguntó el hijo de Severo,cayéndose de sueño pero con la obstinación de todos lospibes.

—No, ahora hay que ir a dormir —le dije—. Tu mamáte va a acostar, andáte adentro que hace frío.

—Era un juego, ¿verdad, Julio?—Sí, viejo, era un juego. Andá a dormir, ahora.

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Con Ignacio, el Bebe y mi hermano llegamos a la pri-mera esquina, encendimos otro cigarrillo sin hablar mu-cho. Otros ya andaban lejos, algunos seguían parados enla puerta de la casa, consultándose sobre tranvías o taxis;nosotros conocíamos bien el barrio, podíamos seguir jun-tos las primeras cuadras, después el Bebe y mi hermanodoblarían a la izquierda, Ignacio seguiría unas cuadrasmás, y yo subiría a mi pieza y pondría a calentar la pavadel mate, total no valía la pena acostarse por tan pocotiempo, mejor ponerse las zapatillas y fumar y tomar mate,esas cosas que ayudan.

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ÍNDICE VOLUMEN I

Biografía ...................................................................... 10

La otra orilla (1945) .................................................. 16Publican los cuentos completos y una obracrítica de Cortázar .................................................. 17Plagios y traducciones ......................................... 19

I. El hijo del vampiro ...................................... 19Prolegómenos de la astronomía ......................... 24

I. De la simetría interplanetaria ................... 24II. Los limpiadores de estrellas ..................... 26III. Breve curso de oceanografía .................... 31

Bestiario (1951) ......................................................... 35Reseñas ................................................................. 36Comentarios de Cortázar ....................................... 38Jorge Luis Borges: Bestiario y política .................... 41Incesto y especialización del psiquismo en«Casa tomada» de Cortázar .................................. 43Casa tomada ......................................................... 68Carta a una señorita en París ............................. 75

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Una lectura de «Lejana» de Bestiario ..................... 86Lejana .................................................................... 98Cefalea .................................................................. 108Circe ...................................................................... 123Bestiario ................................................................ 141Ómnibus ................................................................ 159

Final de juego (1956)................................................. 171Reseña ................................................................... 172Comentario ............................................................. 173Continuidad de los parques ................................ 176No se culpe a nadie .............................................. 179El río ...................................................................... 185Los venenos .......................................................... 189La puerta condenada ........................................... 205Torito ..................................................................... 215Relato con un fondo de agua ............................... 224«Las Ménades» de Julio Cortázar: mito clásicoy recreación literaria ............................................... 232Las Ménades ......................................................... 244El ídolo de las Cícladas ....................................... 260Una flor amarilla .................................................. 270La banda ................................................................ 279Los amigos ........................................................... 285Después del almuerzo ......................................... 288Axolotl ................................................................... 299La noche boca arriba ............................................ 306Final de juego ....................................................... 316

Las armas secretas (1959) ........................................ 330Reseñas ................................................................. 331Abelardo Castillo habla sobre Cortázar .................. 333Prólogo a «Cartas de mamá»por Jorge Luis Borges ......................................... 339

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Cartas de mamá ................................................... 341Las voces narrativas en «Las babas del diablo»de Julio Cortázar .................................................... 364Las babas del diablo ............................................. 372Cortázar habla sobre «El perseguidor»y Charlie Parker ...................................................... 390El perseguidor ...................................................... 397

Historias de cronopios y de famas (1962) ............... 464Reseñas ................................................................. 465Comentario ............................................................. 467Julio Cortázar habla sobre Historias de cronopiosy de famas.............................................................. 469Breve aproximación al humor en Historias decronopios y de famas ............................................. 474Instrucciones ........................................................ 482

La tarea de ablandar el ladrillo ..................... 482Instrucciones para llorar ................................ 484Instrucciones para cantar ............................... 484Instrucciones-ejemplos sobre la forma detener miedo ...................................................... 485Instrucciones para entender tres pinturasfamosas ............................................................. 486Instrucciones para matar hormigasen Roma ............................................................ 490Instrucciones para subir una escalera .......... 492Preámbulo a las instrucciones para darcuerda al reloj .................................................. 494Instrucciones para dar cuerda al reloj .......... 494

Ocupaciones raras................................................ 496Simulacros ........................................................ 496Etiqueta y prelaciones .................................... 500Correos y Telecomunicaciones ...................... 502Pérdida y recuperación del pelo .................... 503

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Tía en dificultades ........................................... 505Tía explicada o no ............................................ 507Los posatigres .................................................. 508Conducta en los velorios ................................. 510

Material plástico .................................................. 516Maravillosas ocupaciones ............................... 516Vietato introdurre biciclette .......................... 517El diario a diario ............................................. 518Fin del mundo del fin ...................................... 519Progreso y retroceso ....................................... 521Camello declarado indeseable ....................... 522Aplastamiento de las gotas ............................ 523Cuento sin moraleja ........................................ 523¿Qué tal, López? .............................................. 526

Historias de cronopios y de famas ..................... 528I. Primera y aún incierta aparición delos cronopios, famas y esperanzas ................. 528

Costumbres de los famas ........................... 528Alegría del cronopio ................................... 529Tristeza del cronopio .................................. 530

II. Historias de cronopios y de famas ............ 530Viajes ............................................................ 530Conservación de los recuerdos .................. 531Relojes .......................................................... 532El almuerzo ................................................. 532Pañuelos ...................................................... 533Comercio ...................................................... 533Filantropía................................................... 535El canto de los cronopios ........................... 536Historia ........................................................ 536La cucharada estrecha ............................... 537La foto salió movida.................................... 537Eugenesia .................................................... 538Su fe en las ciencias .................................... 538

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Inconvenientes en los servicios públicos . 540Haga como si estuviera en casa ................. 541Terapias ....................................................... 541Lo particular y lo universal ....................... 542Los exploradores ........................................ 543Educación de príncipe ................................ 543Pegue la estampilla en el ángulosuperior derecho del sobre ........................ 544Telegramas .................................................. 545Sus historias naturales .............................. 546El baile de los famas ................................... 548

ÍNDICE VOLUMEN III

Fantomas contra los vampirosmultinacionales (1975) ........................................... 10Tribunal Russell II. Sobre la situación de los paísesde América Latina ..................................................... 64

Silvalandia (1975) ....................................................... 75

Alguien que anda por ahí (1977) ................................ 86Reseña ..................................................................... 87Cambio de luces ..................................................... 88Vientos alisios ........................................................ 100Apocalipsis de Solentiname .................................. 111Alguien que anda por ahí ...................................... 120

Un tal Lucas (1979) ..................................................... 128Reseña ..................................................................... 129Lucas, sus pudores ................................................. 131Lucas, su patriotismo ............................................ 134Lucas, su patrioterismo ......................................... 136Lucas, su patiotismo .............................................. 138

Lucas, sus desconciertos ....................................... 140Lucas, sus estudios sobre la sociedadde consumo ............................................................. 142Lucas, sus largas marchas ..................................... 143Lucas, sus métodos de trabajo .............................. 145Lucas, sus soliloquios ............................................ 146Lucas, sus traumatoterapias................................. 149Lucas, su lucha con la hidra .................................. 152Lucas, sus hospitales (I) ........................................ 155Lucas, sus clases de español ................................. 158Lucas, sus amigos ................................................... 161Amor 77 ................................................................... 167Maneras de estar preso ......................................... 168Lazos de familia ..................................................... 171Burla burlando ya van seis delante...................... 173Destino de las explicaciones ................................. 175Un pequeño paraíso ............................................... 176

Queremos tanto a Glenda (1980) ............................... 180Reseña ..................................................................... 181Orientacion de los gatos ........................................ 183Queremos tanto a Glenda ..................................... 188Historia con migalas .............................................. 197Texto en una libreta ............................................... 209«Grafitti»: un análisis ................................................ 227Graffiti .................................................................... 242

Deshoras (1982) ........................................................... 248Reseña ..................................................................... 249Cortázar habla sobre Deshoras ............................... 250Fin de etapa ............................................................ 258Atar a la(s) rata(s): escritura palíndromay producción literaria (a partir del cuento«Satarsa» de Julio Cortázar) .................................... 270

El alcance del juego de las palabras en «Satarsa»,de Julio Cortázar ...................................................... 281Satarsa .................................................................... 308La escuela de noche ............................................... 325Deshoras ................................................................. 350

Poesía ........................................................................... 367Cortázar habla sobre la poesíay Salvo el crepúsculo .............................................. 368Un poeta llamado Cortázar ....................................... 3751950 año del Libertador ........................................ 381Adriano a Antinoo .................................................. 382After such pleasures .............................................. 383Ándele ..................................................................... 384Antes, después... ..................................................... 390Aquí Alejandra ....................................................... 392A una mujer ............................................................ 396A un general ........................................................... 398Billet doux .............................................................. 399Bolero ...................................................................... 400Bruma ...................................................................... 401Canada Dry ............................................................. 403Cantos argentinos .................................................. 405Cantos italianos ..................................................... 407Ceremonia recurrente ........................................... 410Che ........................................................................... 411Cinco poemas para Cris ........................................ 412Cinco últimos poemas para Cris .......................... 414Démons et merveilles ............................................ 418Después de las fiestas ........................................... 419Doble invención ...................................................... 420El breve amor ......................................................... 421El encubridor .......................................................... 422El futuro .................................................................. 424

El interrogador ...................................................... 426El niño bueno .......................................................... 427El simulacro ............................................................ 428Encantación ............................................................ 429Encargo ................................................................... 430Enter el recitante................................................... 431Esta ternura ........................................................... 433Estatua de Maillol .................................................. 434Fauna y flora del río .............................................. 435Ganancias y pérdidas ............................................ 437Hablen, tienen tres minutos ................................. 438Happy New Year .................................................... 440Inflación qué mentira ............................................ 441La camarada ........................................................... 443La hiedra ................................................................. 444La lenta máquina del desamor... .......................... 445La mufa.................................................................... 446Le dome ................................................................... 447Ley del poema ........................................................ 448Los amantes ............................................................ 450Los amigos .............................................................. 452La patria.................................................................. 453Milonga.................................................................... 456Nocturno ................................................................. 457No me des tregua ................................................... 458Noticias para viajeros ............................................ 459Objetos perdidos .................................................... 461Otros cinco poemas para Cris ............................... 462Para escuchar con audífonos................................. 465Para leer en forma interrogativa ......................... 469Pectoral segundo .................................................... 470Poema ...................................................................... 472Policrítica en la hora de los chacales ................... 473Policronías .............................................................. 484

Por tarjeta ............................................................... 486Quizá la más querida ............................................. 487Rechiflao en mi tristeza ........................................ 488Resumen en otoño .................................................. 489Romance de los vanos encuentros ........................ 490Siempre empezó a llover ....................................... 493Si he de vivir ........................................................... 494Sueñe sin miedo, amigo ......................................... 495Tala .......................................................................... 497Una carta de amor.................................................. 499

Para terminar... ........................................................... 500Conversaciones con Cortázar .................................. 501Julio Cortázar ........................................................... 521Tras el último sueño, con pánico y a carcajadas ...... 528

Índice volumen I ............................................................. 534Índice volumen II ............................................................ 539