El documental melodrámatico de María Cañas: Ética y estética del collage
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EL DOCUMENTAL MELODRAMÁTICO DE MARIA CAÑAS: ÉTICA Y ESTÉTICA DEL
COLLAGE
La regla de oro es que no hay regla de oro
Bernard Shaw
Los rescoldos de la heterodoxia
Ser heterodoxo no es tarea fácil. Las formas de la heterodoxia son necesariamente cambiantes y
están ligadas a la ortodoxia, que no es menos variable. Heterodoxias y ortodoxias constituyen siempre
un conjunto íntimamente relacionado cuyos componentes evolucionan en paralelo. Por ello, las
características de la voluntaria marginalidad de autores como María Cañas no se comprende más que si
se trazan con claridad los límites del territorio del que pretende desmarcarse, que en este caso no
corresponde sólo al ámbito del documental español contemporáneo, sino a la de todo el documental
como forma cinematográfica específica. Es una característica del audiovisual contemporáneo que
cualquier herejía significativa se dirija al corazón de todo el sistema. Al contrario de lo que planteaba
Cervantes en su momento, ahora cuando el disidente cree estar luchando contra molinos de viento, en
realidad lo está haciendo contra gigantes.
No obstante, estas reglas se complican cuando descubrimos que, hacia el año 2005, en el
momento en que aparecen los audiovisuales de Cañas (luego ya veremos por qué pueden y deben ser
llamados documentales), el documental español, con José Luis Guerín, Joaquín Jordà y Basilio Martín
Patino a la cabeza, ya había tomado él mismo un camino que podría ser tildado, si no de heterodoxo, por
lo menos sí de discrepante respecto de las tendencias típicas del documental. De esta manera, las obras
de Cañas, o bien se situarían en una radical heterodoxia de la heterodoxia o harían, por el contrario, que
los últimos desvíos del documental español se recolocaran en una peculiar posición que sería por
contraste ortodoxa. La perspectiva histórica nos dirá que ambas cosas han sucedido al unísono y que,
por lo tanto, en el momento en que escribo, el panorama se divide entre heterodoxos antiguos y
heterodoxos modernos o degenerados, como los denomina Josetxo Cerdán en una irónica coincidencia
con la que sin duda sería la opinión de la rama más tradicional de los documentalistas si se ocupara de
estos asuntos. De todas formas, cabe recordar lo que decía Pavese acerca de que «la riqueza de una
obra –de una generación- viene dada siempre por la cantidad de pasado que contiene»1, una apreciación
que conviene tener presente a la hora de medir el alcance de cualquier rebeldía.
No se trata de una discusión superflua porque, como digo, los movimientos que se han
efectuado en el seno del cine documental durante los últimos años en todo el mundo exceden la
1 Cesar Pavese, El oficio de vivir, Barcelona, Bruguera, 1980, p. 434
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importancia de las clasificaciones o las historias particulares y se convierten en marcas que trazan los
límites inestables de un nuevo territorio todavía en gran medida por explorar. Por eso, a veces es
necesario recurrir al término audiovisual para denominar una forma que se encuentra entre el cine de
ficción, la videocreación y el documental propiamente dicho, cuando no entre la poesía, la fotografía y la
pintura. Cualquier paso en falso en este terreno de arenas movedizas amenaza con tragarse al
caminante.
Todo ello es especialmente cierto en caso de autores como María Cañas que, a partir de unos
inicios claramente iconoclastas y algo gamberros, desembocan rápidamente en una forma de madurez
que, lejos de asentarse en el clasicismo, lo que hace es apuntar a nuevos horizontes. Puede decirse, por
tanto, que la heterodoxia de Cañas acaba creando las formas de una nueva estética del documental
precisamente porque el suyo es un documental substancialmente impuro. En este caso no es que la
heterodoxia acabe siendo asimilada, como tantas otras veces, por la ortodoxia, sino que se consolida en
un territorio nuevo en el que este juego dialéctico entre antiguos y modernos pierde todo sentido, dando
paso a un período de exploración estética mucho más productivo y profundo que el producido por los
viejos enfrentamientos. Hay un grupo de propuestas de María Cañas que se ajustan especialmente a
estos parámetros. Se trata de “El amor es el demonio” (2007), “Kiss the Fire”, “El coro del alma negra”
(2007) y “Kiss the Murder” (2008)2, una serie de piezas cortas a través de las que la autora inaugura una
nueva forma de documental que podría denominarse documental melodramático.
Para fundamentar sus nuevas propuestas estéticas, Cañas se remite a unas formas lo
suficientemente antiguas y consolidadas como para que sea imprescindible reconsiderarlas de nuevo,
especialmente en conjunción con un medio como el documental en el que siempre se han prestado a
diversos malentendidos. Me refiero a la combinación del collage y el fotomontaje que, a veces, se han
confundido con un uso radical del montaje como en el caso de Vertov, cuando en realidad pertenecen a
un ámbito estético e incluso epistemológico distinto que sólo ahora se percibe correctamente. La
recuperación de una quiebra del espacio fotográfico en el ámbito de una imagen en movimiento con
vocación documentalista (o post-documentalista) abre indudablemente nuevos horizontes de la
representación. No es la primera, Cañas, en utilizar este dispositivo pero sí que parece ser la primera en
llevarlo más allá de lo simplemente estético para recuperar a través del mismo una serie de estados
emocionales de carácter histórico. Lo que confiere originalidad al proyecto de María Cañas es
precisamente que se plantee la recuperación y reutilización de un estado emocional ligado a imágenes
de archivo (de distinto tipo, pero todas históricamente reales al nivel emocional desde el que se
recuperan), para establecer un vínculo con el espectador actual que actúe no sólo sobre la vista, sino
que se conecte también con su núcleo íntimo, emocional. Ello también justifica la inclusión de estas
obran en un apartado que puede denominarse documental melodramático. Pero para comprender el
alcance de esta modalidad, es necesario plantearse antes una serie de cuestiones sobre la estética del
documental que resultan especialmente problemáticas cuando se contemplan desde el nuevo panorama
del denominado postcine.
El horizonte del postcine
Si hemos de hablar de postcine, y será imprescindible hacerlo si queremos orientarnos en el
panorama audiovisual contemporáneo, debemos enfrentaremos forzosamente a un proceso de revisión
de ciertos conceptos que el cine documental ha ido asimilando a lo largo de su historia sin querer advertir
la profunda implicación que los mismos tenían en su estructura estética. El documental clásico ha
funcionado de alguna manera por encima de ellos, aposentado en sus pilares como si la consistencia de
2 Producidos por “Animalario TV producciones” en colaboración con la Consejería de Cultura de la Junta de
Andalucía.
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los mismos estuviera fuera de toda duda, cuando en realidad era muy precaria y, si no lo parecía, era
porque nadie se preocupaba de comprobarla. Ahora que todo el andamiaje que sustenta la noción de
cine documental aflora a la superficie, no sólo ya no es posible seguir ignorando el alcance de esos
presupuestos básicos, sino que la duda sobre su consistencia desemboca en la duda sobre la propia
estabilidad de la noción de documental.
Es curioso, pero a la vez estimulante, que una propuesta tan reducida y tan voluntariamente
marginal como la de María Cañas sea capaz de remover de manera tan drástica los cimientos de un
modo cinematográfico apuntalado por una ilustre e impresionante nómina de autores. Alguien podría
pensar que esto es consecuencia directa de la vocación heterodoxa, pero se equivocaría. En realidad el
panteón de los heterodoxos representa a tantos artistas olvidados como soldados la tumba del soldado
desconocido. No basta con ser heterodoxo para triunfar, y sin embargo sí que es bastante para
conseguir el fracaso. Lo único que puede salvar a un artista heterodoxo es haber conectado tan
íntimamente con la ortodoxia apropiada que pueda arremeter contra ella sin dejar de mirarla a los ojos. A
veces, esto no es sólo cuestión de valentía sino de sensibilidad.
Existen tres conceptos básicos que forman parte ineludible del tejido de todo documental pero
cuya complejidad este modo cinematográfico ha desestimado a lo largo de su historia. Estos conceptos
son la fotografía, el archivo y el sujeto. Que los documentales utilizan la fotografía se da por sentado y
cuando acuden al archivo lo hacen con la misma indolencia que quien hojea por curiosidad una revista
atrasada. El corpus melodramático de la obra de Cañas tiene la virtud de sacudir este núcleo
fundamental y hacernos ver que no puede pasarse por alto, especialmente por lo que se refiere a la
parte más delicada del mismo, el sujeto. Una vez se toma conciencia de la implicación que estas
funciones tienen en el documental, empieza rápidamente la labor desestabilizadora de las mismas que,
como el ácido que cae sobre el metal, abren agujeros en lo que antes parecía impenetrable. ¿La
fotografía o el archivo problemáticos en el cine documental? ¿Cómo podemos considerar problemático el
fenómeno fotográfico cuando toda la estética y la poética del documental clásico se basan en el hecho
de que es un medio que ha dejado atrás todos los problemas? ¿El archivo? Tratándose de un archivo
fotográfico (cinematográfico) no cabe plantearse tampoco muchas dudas sobre el mismo, a menos que
se pretenda hacer que tiemblen todos los cimientos del edificio. ¿Y el sujeto? ¿De qué sujeto estamos
hablando en un cine que alardea de haberlo eliminado? Cualquiera de los citados documentales
melodramáticos de Cañas nos lleva a pensar en esta triada que componen el fenómeno fotográfico
(entendido como fundamento epistemológico del cine), el archivo y el sujeto. Puede que la incertidumbre
provenga no tanto de la necesidad de hurgar en estos conceptos como del empeño en seguir
denominando documental a aquella producción que los considera incómodos, pero precisamente por ello
vale la pena insistir puesto que en ningún otro ámbito esta incomodidad sería tan obvia ni tan productiva.
Una vez iniciada, la corrosión epistemológica continúa, alcanzando capas cada vez más
profundas. Así cuando hablamos de fotografía afloran inmediatamente los problemas relacionados con la
visión y la mirada; cuando nos referimos al archivo, no podemos dejar de hablar de la memoria y de la
historia; y si nos encaramos con el sujeto, no tardamos en vernos frente a frente con el asunto de las
emociones. Éstas pertenecen a aquella parte más irreductible del sujeto, hasta el punto de que “siento
luego existo” hubiera sido quizá una forma más exacta de expresar sus ideas por parte de Descartes que
no la célebre frase acerca de la sustancialidad del pensamiento. Al fin y al cabo, el filósofo, al exponer el
resultado de su introspección, no estaba más que expresando un sentimiento que se refería a la
conciencia de que estaba pensando y que, por tanto, era más profundo y más básico que esta actividad
en concreto. Cuando al documentalista le traiciona su fundamental racionalismo, aliado oculto de la
impresión empirista que le transmite el aparato tecnológico, debería pensar en esta cuestión y darse
cuenta de que su mirada se fundamenta, quiera que no, en una emoción o un conglomerado de
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emociones. Como sea que Cañas no es una documentalista clásica, en su cine esta linealidad se
trastoca y las emociones aparecen en primer término, empañando con su fulgor la supuesta claridad de
lo fotográfico o dinamitando el positivismo elemental de las imágenes de archivo.
Todos estos disturbios provienen de la atracción ejercida por el sujeto, son marcas del mismo en
la textura del film. Cuando en el cine documental abrimos la caja de Pandora del sujeto todo un mundo
se tambalea. Dice Safranski, a propósito de un básico error de Marx, que «estamos influidos no tanto por
las cosas cuanto por nuestras opiniones sobre las cosas»3. No deduzcamos de ello algo tan sabido como
que el documentalista no nos ofrece hechos sino opiniones (sabido pero no siempre asumido) y vayamos
un poco más lejos de la mano de María Cañas en cuyas propuestas estas opiniones no sólo son siempre
emocionales, sino que florecen en forma de imágenes emocionales. Son imágenes que provienen de un
archivo que conecta con la propia memoria emocional de la autora a través de un espacio íntimo que los
documentales de la misma dejan entrever. El espacio íntimo es un espacio subjetivo creado
culturalmente pero gestionado por cada sujeto en particular. Cuando Virginia Woolf reclamaba la
necesidad de una habitación propia para las mujeres no hacía sino expresar la contrapartida material de
ese espacio íntimo que el sujeto había aquilatado lentamente como lugar de la autoconciencia del yo a lo
largo de los siglos anteriores. No poseer una habitación propia significaba para las mujeres no poder
hacer efectiva su independencia mental. Stirner, en su alegato individualista realizado en pleno siglo XIX,
tiene en cuenta la importancia de este espacio íntimo creado por el yo, «pues es este fantasma el que
produce el espacio de juego en el que después el yo se apoya teóricamente»4. He aquí, pues, que el
conjunto de obras melodramáticas de María Cañas son una ventana a su espacio íntimo donde la
memoria cinematográfica, pictórica o fotográfica, memoria visual en fin, se reconstituye en formas
comunicables, capaces de dejar constancia del hecho de un determinado proceso mental.
Utopías de lo real
El documentalista clásico trabaja con la idea de que su producto será más genuino cuanto más
lejos esté de lo subjetivo, de lo emocional y de lo íntimo. Considera que esta lejanía no sólo es posible y
deseable, sino que es ella la que distingue al modo documental de otros modos audiovisuales efectivos o
posibles. Ello nos otra cosa que una utopía instalada en el imaginario cinematográfico y que, desde allí,
ha regido sin demasiado fundamento el apartado del documental. Y, sin embargo, lo cierto es que el
documental, al actuar con materiales directamente extraídos de la realidad, lo que está haciendo desde
siempre y en primer lugar es subjetivar esa realidad, dotarla de una carga emocional. Esos materiales se
contemplan y procesan, por tanto, desde el espacio íntimo del documentalista, espacio que se convierte
así en un lugar de paso que transmuta todo cuando le atraviesa. Como afirma Hans Belting, «para que
una imagen se realice como tal, es necesario un acto de animación que la transporte a nuestra
imaginación desgajándola de su medio-soporte (…) cuando la contemplamos, la imagen nos parece por
decirlo de alguna manera “a través” de su medio»5. No sólo el espectador experimenta el medio de esta
manera, es decir, como puente entre la realidad y su imaginación, sino también el propio documentalista,
en el proceso de crear sobre el medio-soporte sus imágenes, pasa por la misma fase. Pero en este caso,
la imaginación es plenamente activa y esta actividad se realiza en el espacio donde el sujeto se
reconoce a sí mismo, es decir, en su intimidad entendida como núcleo instaurador de una curvatura en la
operación objetivadora del documental, de la misma manera que la luz se curva al transcurrir cerca de
una fuerza gravitatoria. Es en éste, más que en cualquier otro medio, donde esa curvatura se hace más
evidente, ya que la misma tiene sus efectos sobre lo que podríamos denominar huella de lo real, no tanto
3 Rüdinger Safranski, Nietzsche, biografía de su pensamiento, Barcelona, Tusquets, 2001, p. 137.
4 Safranski, Ob. Cit., p. 137.
5 Hans Belting, Pour une anthropologie des images, París, Gallimard, 2004, p. 43.
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en el sentido restrictivo que le da Bazin, sino en el mucho más amplio y productivo que le otorga Didi-
Huberman para quien tiene un gran potencial heurístico, sobre todo si el concepto se amplía a través del
de moldeado que «posee una capacidad particular para imponer la función de una especie de
inconsciente técnico»6. El cine documental asimila huellas, pero son huellas moldeadas por lo técnico y
lo subjetivo.
En realidad, el documental clásico no es tan clásico como parece, ya que inaugura la época de la
visión técnica, la de la memoria-fotografía y la de la imagen-emoción. Su presencia desborda por tanto
los planteamientos clásicos del arte mediante el instrumento de la cámara y la gestión de los archivos
audiovisuales que se han estado creando desde el inicio de la fotografía. Es a través de la actividad de
estos dispositivos que se produce la apropiación subjetivo-emocional de la realidad que caracteriza, o
debería caracterizar, al medio. Si el cine, como decía Pasolini, representa la realidad a través de la
propia realidad, el cine documental lo hace doblemente, de ahí su trascendencia epistemológica, puesto
que en él estos nuevos ámbitos tecno-psico-estéticos cuyas puertas abrió la fotografía están
directamente relacionados con la realidad. Es algo que se ha repetido muchas veces pero para sustentar
argumentos contrarios a los que estoy exponiendo. Por tanto no estará de más que insistamos en ello
para demostrar hasta qué punto las propuestas innovadoras de Cañas son un ejercicio de heterodoxia
establecida en el núcleo de una ortodoxia que no sólo ha sido olvidada sino expresamente reprimida. Los
documentales melodramáticos de la autora no serían, por consiguiente, sólo plasmaciones visuales de
su propia subjetividad sino que también constituirían la estética del retorno de aquello que la tradición
había querido soterrar.
El cine de ficción está ligado a la novela, con la novedad de que desplaza el eje de la visualidad
de la misma desde lo mental a lo óptico; el cine experimental está, por su parte, estrechamente
conectado con la pintura, con la novedad de que le añade el factor movimiento: el cine documental nace
en la confluencia de estas dos novedades, pero con el valor añadido de que todo ello se da sobre
réplicas de la propia realidad y, por lo tanto, establece un giro de ciento ochenta grados con respecto a la
posición epistemológica de los medios que le anteceden. Pero esta redistribución de la estética no
concierne únicamente al documental, si bien en su ámbito, como en el de la fotografía propiamente
dicha, se produce de forma más radical. La diferencia entre el documental y el cine de ficción reside, en
los planteamientos más puros de ambos, en el hecho de que uno trabaja con materiales directamente
extraídos de lo real y el otro consigue alcanzar esa realidad sólo indirectamente. La ficción utiliza re-
presentaciones, es decir elementos que son presentados de nuevo, a otro nivel: elementos que han sido
recompuestos a partir de una observación distante, imaginativa, de lo real. La ficción audiovisual se
basa, por tanto, en la semejanza y con ello abre el territorio de la metáfora para sus composiciones:
todas sus propuestas son, aunque sea a un nivel primario, metafóricas. En cambio el documental parece
instalarse en el ámbito de la metonimia, ya que actúa, si aceptamos el concepto de huella y moldeado
expuesto anteriormente, por contigüidad con respecto a lo real: nos presenta huellas de lo real, pero
huellas que han sido moldeadas consciente e inconscientemente. En la ficción audiovisual hay también
una presentación directa de las cosas pero éstas no aparecen como lo que son sino como lo que
pretender ser: la capa documental en ella brota, pues, como una destilación de lo ficticio que no hace
más que constatar la presencia real ante la cámara de esa ficción. En el terreno estricto del modo
documental los polos se invierten, de manera que es lo “ficticio” lo que se crea sobre una base
rigurosamente documental compuesta por formas hasta cierto punto contingentes. El documentalista
moldea la huella de lo real a través de la imagen fotográfica, como el escultor saca un molde del modelo
mediante el concurso de la arcilla. Pero el proceso técnico de moldeado en el documental no es tan
6 Georges Didi-Huberman, La ressemblence par contact. Archéologie, anachronism et modernité de l’empreinte,
París, Éditions de Minuit, 2008.
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automático como parece extraerse del ejemplo, sino que implica una serie de operaciones que no están
registradas por la conciencia, sino que pertenecen al inconsciente técnico del que habla Didi-Huberman,
inconsciente técnico que se refiere a la genealogía del aparato foto-cinematográfico. Es decir que la
imagen documental es, antes que nada, una huella moldeada según una serie de aprioris tecnológicos:
es lo que podríamos denominar una ficción técnica antes que se convierta en una ficción documental por
el uso metafórico que el documentalista pueda hacer del material metonímico que ha captado con la
cámara. Vemos aparecer de nuevo la profunda novedad del modo documental con respecto a otros
modos: las operaciones estético-epistemológico que en la ficción audiovisual quedan escondidas bajo el
velo del “como si”, en el documental están situada en la misma superficie y obligan al documentalista a
trabajar con ellas, quiera que no. En el caso de rechazar esa realidad o de ignorarla, todo el mecanismo
se trasladará al inconsciente óptico, que se sumará así a las maquinaciones del inconsciente técnico y
ambos seguirán su proceder más allá de lo que el cineasta pretenda estar haciendo. La mayoría de
documentales a lo largo de la historia del medio son fruto de operaciones de este tipo, lo que los
convierte en una especie de icebergs que ocultan la mayor parte de su trascendencia bajo la superficie.
Por ello, es de agradecer que ahora cineastas como María Cañas propongan un territorio donde el
documental de alguna forma se psicoanaliza.
Este aspecto de la forma documental que determinaba su verdadera e ignorada novedad ha
tardado mucho en ser reconocido. Lo que se refiere a su carga subjetiva está aún en gran medida por
descubrir, a pesar de la valentía de muchos documentalistas contemporáneos. Por lo tanto, aun
habiendo existido documentales poéticos como “Rain” (1929) de Joris Ivens desde muy temprano, o
aunque Grierson hubiese considerado la necesidad de subrayar el carácter creativo de la nueva forma
cinematográfica, o por mucho que apareciera muy pronto algún documental de carácter claramente
emocional/subjetivo como sin duda lo es “À propos de Nice” (1929) de Jean Vigo, o que Cavalcanti
efectuara con “Rien que les heures” (1926) un primerizo ensayo fílmico, a pesar de todo ello el
imaginario del documental clásico se fue creando de espaldas a estas tendencias, aposentado en la
tranquilizadora idea de que podía y debía actuar sin ningún tipo de coerción por parte del sujeto, puesto
que representaba en el ámbito cinematográfico al concepto de objetividad, el cual se habría impuesto en
la historia de la representación como las aguas de un río que finalmente regresan a su cauce después de
sortear mil impedimentos artificiales.
La situación postcinematográfica del documental contemporáneo ha supuesto la finalización del
mito de un documental a través del que la realidad se presentaba a sí misma al espectador, así como
también ha puesto en evidencia la problemática operatividad de los conceptos básicos de la forma
documental a los que la vertiente clásica del mismo había vuelto la espalda y cuya recuperación permite
fundamentar hoy una nueva estética de esta forma cinematográfica. Ahora cabe hacerse la pregunta de
si tiene sentido seguir hablando de documental cuando se han derrumbado o se están derrumbando los
pilares que mantenían en pie el concepto clásico y nos permitían distinguirlo como forma independiente.
¿Puede seguir existiendo un modo documental cuando nos encontramos con que la fotografía pone de
manifiesto de manera inapelable su condición técnica y todo lo que ello implica, cuando es necesario
plantearse el hecho de que el archivo es antes que nada memoria y sólo después historia, y finalmente
cuando aparece en primer término la importancia del espacio íntimo del documentalista que la tecnología
digital se encarga de materializar? La respuesta debe ser necesariamente afirmativa: hay que seguir
hablando de documental, no sólo porque seguirán haciéndose documentales clásicos que cumplirán de
alguna manera la función positivista que le fue asignada en su momento a este espacio cinematográfico,
sino por algo mucho más determinante, es decir, porque el documental configura el territorio más
apropiado para pensar los cambios que conlleva la nueva reformulación de los parámetros clásicos, un
territorio adecuado también para delimitar las características de la estética correspondiente, cuyo
alcance es mucho mayor que el del documental propiamente dicho. Esta operación no puede
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emprenderla ni el cine de ficción ni las derivaciones del cine experimental que desembocaron en el video
primero y en el arte digital o electrónico después.
Si contemplamos la encrucijada desde esta perspectiva, nos daremos cuenta de que en realidad
no le estamos pidiendo al documental que ejecute ninguna función que no le fuera propia desde el
principio. Es cierto que, como modo cinematográfico, se instaló bajo los auspicios de la objetividad
científica y que, al querer ser su más genuino representante en el ámbito artístico, renunció a plantearse
su propios fundamentos, es decir, renunció a la modernidad (a pesar de estar tan ligado a ella), pero
nunca consiguió estos propósitos más que superficialmente, como lo prueba el hecho de que ahora es
posible repasar todas sus formas clásicas y extraer de ellas múltiples enseñanzas sobre aquello que al
parecer no existía en sus planteamientos. Es por ello que apelamos al concepto de inconsciente, tanto a
la noción de inconsciente óptico que acuñó Walter Benjamin, como a la de inconsciente técnico que han
elaborado independientemente Flusser, Stiegler o el citado Didi-Huberman y que tan necesaria es para
comprender los nuevos medios. En gran medida este inconsciente óptico es el reverso del sujeto y su
grado de incidencia es inversamente proporcional al grado de presencia activa del mismo. Como se
acostumbraba a afirmar en el ámbito renacentista de la pintura, todo pintor se pinta. Pero, tal como
añade Arasse7, este proceso de pintarse no se refiere tanto al autorretrato como a la destilación del
sujeto a través de las formas y motivos de la pintura. Del mismo modo que todo pintor se pinta -
inadvertidamente, podríamos decir-, también todo documentalista se expone a sí mismo a través de su
elección de formas y motivos, y ello de manera más directa que el cineasta de ficción que ha de abrirse
paso a través de la arquitectura de una historia que justifica en un primer momento todas cuantas
elecciones estéticas se realizan. El documentalista se proyecta directamente, por el contrario, sobre el
espejo de lo real y su rostro se dibuja sobre la superficie del mismo de manera mucho más clara que
quien se desliza por entre las bambalinas de la ficción. Esto en la época clásica, cuando no había
intención de expresar las instancias subjetivas. Ahora, cuando esta intención existe como fuerza
primigenia, el vigor del autorretrato se manifiesta con una pujanza inusitada. No se trata, sin embargo, de
un autorretrato al uso, excepto cuando el documentalista así lo quiere, sino de un documento sobre su
rostro íntimo, una exploración del inconsciente revelado, efectuada por otra revelación, la del
inconsciente técnico que pone al servicio de aquél multitud de nuevas herramientas.
Formas de la emoción
Las citadas producciones de María Cañas se instalan en este complejo enclave de
reconsideraciones y transformaciones. No podrían existir fuera del torbellino que estos procesos
organizan y por lo tanto son, entre otras cosas, un exponente visual de éste. Se trata, en primer lugar, de
ensayos fílmicos cuyos ingredientes básicos se encuentran en las emociones, las cuales son
visualizadas a través de los materiales de archivo. Es por ello que pueden calificarse también de
documentales melodramáticos, puesto que realizan una exploración de la memoria emocional tanto
pública y privada, es decir, un tipo de memoria que aglutina ambos valores y extrae de esa combinación
unas novedosas visualidades. A través de la apropiación de determinados materiales básicos de estas
memorias, relacionados, por ejemplo, con la historia del cine o de la pintura, nos presentan los
documentales melodramáticos de Cañas una radiografía de la realidad pasada y presente. ¿Por qué una
radiografía? Pues porque no vemos lo real visible directamente, sino que lo vislumbramos a través de las
capas emocionales que han aupado esa realidad hasta hacerla visible: son materiales de ficción
desprovistos de la apariencia ficticia a través de la que se presentaban originalmente en las películas de
las que formaban parte y que ahora son expuestos al desnudo como piezas fundamentales de nuestro
imaginario sentimental.
7 Daniel Arasse, Le sujet dans le tableau, París, Flammarion, 1997.
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La manera en que estos materiales aparecen estructurados, la forma de su enunciado,
podríamos decir, merece mención aparte porque constituye la superación del montaje clásico a partir del
nuevo espacio fílmico descubierto por Jean-Luc Godard y Anne Marie Mieville en sus distintas
colaboraciones. Se trata de un dispositivo que está más cerca del collage o el fotomontaje que del
montaje cinematográfico propiamente dicho, aunque también significa la puesta en práctica de una
nueva dimensión de estos dispositivos retóricos en la línea del Godard de “Histoire(s)”, obra que supone
la culminación de la retórica del nuevo espacio. Pero Cañas penetra de forma más profunda en el
sustrato emocional de los materiales de archivo de lo que lo hace Godard, que los utiliza a partir de una
plataforma supuestamente racional y con una finalidad tácitamente didáctica, a pesar de que es una
didáctica vehiculada por la estética. Esto convierte el empeño de Godard en una empresa mucho más
compleja que la de Cañas, pero también la aparta del campo del documental melodramático, que sigue
siendo de esta manera un territorio aún por acotar.
En un momento en que la sed de realidad en todos los medios audiovisuales es total, María
Cañas traspasa la frontera del realismo al uso y alcanza el corazón de lo real para convertirlo en un
acervo de energía para un nuevo realismo que el postcine documental, o postdocumental, está
actualmente poniendo al descubierto desde distintos frentes, ya sea el autobiográfico, el ensayo o las
distintas formas de tratamiento del archivo. Los inicios neodadaístas de Cañas garantizan que esta
incursión en el melodrama no sea pueril. Si en 1958, lejos de la efervescencia de los orígenes, aún podía
Max Ernst asegurar que Dada fue por encima de todo una reacción moral, ello significa que estas
reacciones tienden a agotarse más lentamente que las estéticas que las plasman y que por lo tanto
pueden servir de fuente que nutra otras estéticas renovadas. No cabe duda de que hay una reacción
moral tras obras como “El perfecto cerdo” (2005) o “La cosa nuestra” (2006), pero no es menos obvio
que esta reacción se traslada posteriormente a una nueva concepción del medio y lo vivifica. Si Cañas
se hubiera quedado en esos primeros intentos de furor juvenil, sería equiparable a tantos otros artistas
que engrosan una lista tan anónima como bienintencionada. De igual manera, si hubiera hecho acto de
presencia directamente con los montajes melodramáticos, sin haber pasado por el neo-dadaísmo de sus
orígenes como artista, estos montajes correrían el peligro de no ser del todo comprendidos.
Si Bill Nichols no sólo acepta sino que propone la existencia de un tipo de documental poético, o
de una vertiente poética del documental, y la sitúa además en los mismos orígenes de ese modo
cinematográfico, no cabe escandalizarse ante la posibilidad de un documental melodramático que surge
de entre las formas más contemporáneas del mismo. Hablar de un documental poético significa aceptar
que lo real ha sido utilizado como material metafórico para crear una determinada expresión de carácter
lírico. Este lirismo es peculiar, como todo lo que entra en el territorio del documental desde otros
ámbitos, y no se refiere directamente a una instancia subjetiva, sino que propone un lirismo de lo
objetivo, algo así como una paradójica fusión de la lírica y la épica. Las sinfonías urbanas típicas de los
años veinte del pasado siglo, serían ejemplos claros de este híbrido que constituía una novedad retórica
del nuevo modo cinematográfico: a saber, la expresión del alma (la lírica) a través de “objetos” reales o
imágenes de la realidad (la épica). Es lo que parecía intuir Grierson cuando afirmaba que «el documental
realista, con sus calles y ciudades y suburbios pobres, y mercados y comercios y fábricas, ha asumido
para sí mismo la tarea de hacer poesía donde ningún poeta entró antes y donde las finalidades
suficientes para los propósitos del arte no son fácilmente observadas»8, aunque da la impresión de que
la perspectiva del documentalista inglés cuando hacía estas afirmaciones no era lo suficientemente
radical como para descubrir lo que se escondía detrás de las mismas, ya que no hablaba realmente de la
posibilidad de una modificación poética de la ontología de lo real, sino sólo de una poesía de la realidad,
8 Grierson, John "Postulados del documental" en Joaquin Romaguera y Homero Alsina, Fuentes y
Documentos del Cine, Barcelona, Edit. Gustavo Gili, 1980.
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es decir, de un realismo “sucio” trascendido por la acción poética, quizá a la manera de Baudelaire.
Nosotros debemos ir mucho más lejos.
El melodrama implica dar un paso más allá de la lírica. La lírica puede ser excesiva, pero nunca
en la medida en que lo es fundamentalmente la forma melodramática que se basa en el exceso y, por lo
tanto, no es excesiva en el sentido propio del término. El exceso en la forma melodramática es
fundamental: el melodrama es una estética del exceso. Con ello, la imagen fotográfica recupera, a través
del documental, esa dimensión barroca que, según Bazin, ella misma desterró de la pintura. Pero el
melodrama documental se ocupa de las formas emocionales más que de los problemas de la semejanza
que quedan de esta manera en un segundo término. Por lo tanto, no cabe esperar que el nuevo
documental melodramático se emplee en melodramatizar directamente lo real, como puede hacer el
docudrama u otras destilaciones del mestizaje entre documental y ficción que también caracterizan
algunos aspectos del nuevo documental. De la misma manera que el documental poético se encargó, o
se encarga, de expresar líricamente lo real objetivo, el documental melodramático se dispone a efectuar
una curiosa operación que podríamos catalogar de objetivar lo lírico, lo emocional.
No se trata, por lo tanto, de expresar situaciones emocionales, ni poetizar líricamente la
visualidad de lo real, sino de proponer directamente visualizaciones de lo emotivo, arrancadas del
archivo de lo real que han alimentado, entre otros medios, el cine y la fotografía a lo largo de casi dos
siglos. Este concepto de archivo de lo real es básico para comprender los nuevos procedimientos
documentales, y no sólo los relacionados con el cine de apropiación o el found footage film. Ahora que
prácticamente todo el mundo dispone de un teléfono móvil con cámara incorporada y que, por lo tanto,
lleva consigo a todas horas un dispositivo capaz de ir archivando la realidad con mayor celeridad que las
cámaras fotográficas o cinematográficas, incluso las digitales, pueden hacer, es decir, ahora que la
imagen se asimila no ya a la rapidez de la escritura, sino a la inmediatez de la palabra hablada, ahora,
en fin, en que prácticamente ningún suceso o acontecimiento de cierta relevancia en todo el mundo deja
de ser captado por una cámara de un tipo u otro, ahora podemos considerar que estamos ante una
memoria audiovisual que se instala sobre nuestros recuerdos como una segunda realidad anterior. Me
refiero a lo que, parafraseando al célebre espacio de Internet, podríamos denominar una Second Life
(segunda vida) pero no como propuesta lúdica y paralela, sino como parte integrante de la propia
ontología de lo real a la que se añade así su propia memoria como elemento integrante de su paisaje. Es
la premisa que fundamenta “Imitation of Life” (2003) de Mike Hoolboom, otro posible documental
melodramático.
En este panorama de obsesiva audiovisualización de lo real, la realidad se balancea
constantemente entre el acontecimiento y la memoria del mismo, es decir, entre el directo y el archivo.
Todo cuanto se produce se convierte inmediatamente en archivo, incluso lo que se produce a partir de
aquellos dispositivos que se podrían considerar erróneamente extensiones del ojo, como las cámaras de
vigilancia. Vivimos, por lo tanto, en un mundo proustiano en el que la memoria y la realidad se mezclan
constantemente, pero de una manera tal que es la memoria, el archivo, lo que resulta más consistente
puesto que se puede evocar cuando se quiera a través de muy diversas tecnologías, mientras que lo real
continúa siendo fugaz por naturaleza. Lo que tenemos ahora es un pasado-presente convertido en
imagen que sustituye la condición pasajera de la propia realidad. Este pasado-presente, como en la obra
de Proust, se encarga de construir las arquitecturas que organizan nuestra percepción inmediata cuando
ésta es todavía posible. ¿Hay un documental capaz de dar cuenta de esta nueva forma que adquiere la
realidad y que demanda ser visualizada? El documental melodramático, entre otros, lo intenta. Y
específicamente los documentales melodramáticos de María Cañas lo consiguen.
En sus documentales melodramáticos, en sus ensayos emocionales, Cañas recurre
primordialmente, como otros impulsores del apropiacionismo, al archivo cinematográfico para extraer de
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él imágenes preñadas con una carga emocional indeterminada que se utiliza como material básico de
emociones complejas. Son imágenes emocionales en estado puro que han experimentado esta
transformación al haber sido extraídas del continuo en el que cumplían determinadas funciones
dramáticas y narrativas. Lo mismo ocurre cuando se utiliza el archivo documental: las imágenes
resultantes se transforman al dejar atrás el contexto histórico en el que cumplían una función ilustrativa o
testimonial, para exponer en primer término su carácter emocional correspondiente a su carácter
memorístico más que histórico. Estas operaciones de desarraigo de las imágenes hace aparecer en la
superficie de las mismas, como primer motor de su asimilación, aquel magma emocional que quedaba
más o menos soterrado cuando estaban cumpliendo sus funciones en el contexto concreto al que
pertenecían. Obras como “Home Stories” (1990) de Matthias Müller constituyen una perfecta exposición
de este fenómeno: la pieza, de poco más de cinco minutos, está compuesta por un conjunto de
imágenes que muestran diversas acciones efectuadas por mujeres: abrir o apagar una luz, subir o bajar
unas escaleras, abrir o cerrar una puerta, etc. La mayoría de estas imágenes pertenecen a películas que
pueden adscribirse al género cinematográfico del melodrama, concretamente al denominado “melodrama
doméstico”, pero lo que aparece en esta nueva manera de visualizarlas conjuntamente que propone
Müller es una emoción melodramática formalizada. Una forma que es emocionalmente pura, ya que no
está ligada a una narración encargada de modular funcionalmente su contenido emotivo con el fin de
ligarlo a una situación de carácter moral. Esta separación de las imágenes de su contexto sin dejar que
se conviertan en imágenes inertes, algo fundamental en el nuevo tratamiento del archivo, hace que las
imágenes y las acciones que representan se perciban bajo el prisma de la extrañeza. Esta es otra
característica del nuevo melodrama, la condición siniestra de su modo expositivo.
Emociones puras y extremas, por un lado, y sentimiento de extrañeza son las condiciones del
nuevo melodrama, aquel en el que se instala el documental melodramático de María Cañas. Los
materiales que utiliza, provenientes esencialmente de melodramas cinematográficos pero también
ocasionalmente transitados por formas de la pintura que actúan a modo de collage, nos muestran la
condición siniestra de lo que antes fue considerado normal, incluso familiar, apelando así a la definición
clásica de lo siniestro: el proceso por el que algo que nos es familiar, se desfamiliariza y nos revela un
aspecto no sólo inusitado sino inquietante de sí mismo.
El fotomontaje y las ruinas del recuerdo
La apelación al collage nos conduce a otro punto sensible de la nueva disposición del
documental contemporáneo que María Cañas utiliza de manera trascendental en las producciones que
nos ocupan. Se trata de la revitalización de este dispositivo, el collage, y de su análogo, el fotomontaje
en los nuevos documentales, especialmente los que pertenecen a la categoría del film-ensayo. Ambos
dispositivos retóricos han estado ligados a una función primordialmente estética, de la que se ha
desprendido en la mayoría de ocasiones una expresión política o ética, como sucede de manera
eminente con los fotomontajes de Hartfield o de Renaud, por ejemplo. Desde la perspectiva estética,
podemos decir que el collage y el fotomontaje pasan por dos etapas fundamentales, al margen de sus
posibles intenciones críticas. La primera corresponde al período modernista del fragmento, del que el
fotomontaje se muestra como el máximo exponente, ya que, a pesar de que equivale a la operación del
montaje cinematográfico, sobre todo el de carácter más experimental (Vertov, Richter, etc.), expresa
mucho mejor que éste el impulso de la fragmentación y la ruptura de la imagen clásica que esta estética
supone. La segunda etapa se refiere a la utilización del fragmento ya constituido para elaborar nuevas
disposiciones, una nueva arquitectura de lo real. El ejemplo más claro de esta operación lo tenemos en
las obras del norteamericano Joseph Cornell, en su recopilación de objetos e imágenes para
confeccionar composiciones generalmente situadas en determinados receptáculos que los acogen de un
modo situado formalmente entre el marco de un cuadro y un escenario teatral.
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Es cierto que el fotomontaje nunca ha constituido una pura operación destructiva, excepto entre
los seguidores más estrictos del dadaísmo. Lo que han mostrado los fotomontajes han sido
recomposiciones de los resultados del proceso de fragmentación. Pero en el fotomontaje clásico, como
en el montaje experimental, se tiene la sensación, y así lo expresan la obras correspondientes, de que se
están recombinando los materiales de lo real fotográfico, mientras que en las obras de Cornell vemos
aparecer ya la sensibilidad del archivo moderno, es decir, la elaboración de una memoria activa no
compuesta sólo de trazos de lo real sino de recuerdos materializados. No son las imágenes de una
realidad fragmentada, hecha pedazos, lo que vemos, sino una nueva realidad compuesta a partir de las
ruinas de la anterior, a través de la utilización de materiales que ya han perdido el contacto fundamental
con su contexto, con el nicho de lo real al que estaban unidos, pero que conservan su fuerza emocional
ligada a la propia condición de objetos o de imágenes. Las obras de Cornell son híbridos que resultan de
la combinación de las técnicas y la estética del collage y del fotomontaje: esa es su principal novedad,
que lo es a pesar de que se supone que ya Rodchenko efectuaba lo que se denomina fotocollage, la
originalidad del cual no traspasaba sin embargo los límites del estricto fotomontaje. Las composiciones
de Cornell son, por el contrario, un verdadero ensamblaje de ambas técnicas. Del collage retienen los
mecanismos de inserción de objetos en un medio distinto al que pertenecen; del fotomontaje, la
combinación inusitada de esos objetos. Cornell no trabaja, por lo tanto, con fragmentos, sino con restos,
residuos, de lo real: no trabaja con trozos de lo real que se presentan como piezas de un puzle
dispuestas a ser recombinadas lógicamente aunque de momento aparezcan deslavazadas, sino con
objetos desfamiliarizados, que han perdido el aura que les confería su contacto con la realidad y a los
que, por lo tanto, no les es posible regresar impunemente de ese limbo en el que están situados: cuando
el artista los recupera son objetos muertos y, por consiguiente, espectrales. El mundo que resulta de
estas operaciones de reciclaje de Cornell es un mundo en el que los objetos antaño familiares se han
vuelto extraños, son siniestros porque se han apartado de su entorno familiar y nos muestran
perspectivas que no corresponden a aquellas para las que habían sido creados. La operación no sólo
añade nuevas dimensiones al objeto, sino que nos revela condiciones ocultas del mismo, pero estas
condiciones ocultas no son transitorias, como parece proponer el fotomontaje clásico siempre al borde
de una esperada redención de sus materiales, sino definitivas: vienen de otro mundo y a lo único que
conducen es al panorama de ese otro mundo. Cornell compone, por tanto, escenarios o paisajes
epistemológicos: no se trata simplemente de hacer coincidir objetos heterogéneos o imágenes
contradictorias (como los surrealistas o como Eiseinstein, cada cual a su manera), para desvelar ciertas
dimensiones ocultas de una realidad que se considera estable y por tanto recuperable, sino que la
coincidencia de los objetos construye el paisaje en el que esa coincidencia es posible. Sucede igual con
las propuestas de Cañas, sólo que en este caso se trata de escenarios emocionales: las emociones
visualizadas conforman el paisaje emocional donde esas emociones son posibles.
El nuevo documental melodramático es hijo de este impulso representado por Cornell, más que
de las primeras manifestaciones del fotomontaje de Hartfield, Rodchenko o Hannah Höch. Forma parte
del mismo imaginario que la estética de Cornell porque ambos obedecen a la misma sugestión que
ejerce la nueva perspicacia del archivo. El fotomontaje clásico estaría, por lo tanto, cerca del documental
típico, hasta el punto de que podríamos decir que los fotomontajes serían en este sentido
“documentales”, si bien carentes de movimiento. ¿Dónde se sitúa, por consiguiente, el montaje
cinematográfico (fotomontaje más movimiento) en este panorama? El montaje podemos entenderlo
como reconsideración de la realidad o re-estructuración narrativa de lo real. En la mesa de edición, las
imágenes son todas documentos y, por regla general, documentos fragmentarios, cuya vida permanece
latente a la espera de ser resucitados a través del flujo del movimiento que la operación de montaje
restituirá en ellos (en el caso del montaje digital, el fenómeno es más complejo pero básicamente sigue
siendo el mismo). El fotomontaje también utiliza fragmentos de lo real visual, fragmentos de la visualidad
del mundo (si los denomináramos imágenes quizá seríamos más exactos pero no más claros). ¿De qué
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tipo de imágenes se trata? Obviamente, como en el cine, se trata en gran medida de imágenes
fotográficas, aunque pueden introducirse collages de otros medios: también en el cine puede haberlos,
como sucede con los intertítulos de las películas mudas. ¿Aceptamos el término de imágenes
fotográficas para denominar los materiales básicos del fotomontaje y del montaje cinematográfico y
distinguirlos así de otro tipo de imágenes como, por ejemplo, las pictóricas? Parece lo más sensato,
efectivamente, pero ello nos conduce de inmediato al terreno del documental, ya que nos damos cuenta
de que es en él donde se sitúa el eje de las nuevas formas estéticas que inauguraron la fotografía y su
fenomenología correspondiente, los nuevos modos de presentación y representación. Aunque hablemos
de cine de ficción, en este caso de montaje de cine de ficción, el argumento básico se dirime igualmente
en el territorio fotográfico del documental.
Documental y ciencia
He ligado antes el documental con el proyecto de la objetividad científica y ello sigue siendo
válido a pesar de que en el postcine esta posición se complica. El nexo ya no es ideológico, no forma
parte de un mito, sino que se despliega en sus verdaderas dimensiones, aquellas que convierten al
documental, incluso el más subjetivo, en una indagación epistemológica, en una representación directa
de la fenomenología del conocimiento. El documental clásico quiso ser el representante artístico del
imaginario de la ciencia, aunque llegara en un momento en que la pura objetividad que pretendía heredar
de ella ya se estaba descomponiéndose en el propio interior de ésta: vale la pena tenerlo en cuenta para
comprender hasta qué punto sigue siendo necesario contar con un dispositivo de raíces pretendidamente
neoclásicas como el documental en una era tan barroca como la nuestra, es decir, no tanto para
garantizar la mirada neoclásica como para poner al día y comprender las implicaciones de la barroca. Si
adoptamos, por lo tanto, el vocabulario científico, podemos decir que la ficción trabaja con modelos,
mientras que el documental hace experimentos. La ficción confecciona modelos de la realidad,
transforma sus presupuestos básicos en hipótesis a las que confiere una forma realista para ver cómo se
comportan. El documental, por su parte, se emplea directamente sobre la realidad visual, como sucede
con el experimento científico. Los cierto es que ninguno de los dos medios obra directamente sobre la
realidad, puesto que el documentalista se aplica a ella a través del entramado técnico ligado a la
tecnología foto-cinematográfica, mientras que el científico efectúa sus experimentos por medio de un
entramado también tecnológico que puede resumirse a las técnicas de laboratorio o expandirse hasta la
complejidad monumental de un acelerador de partículas. Ambos precisan de un aparato para que la
realidad se les muestre de manera fidedigna. Ambos experimentan con lo real para extraer del mismo un
significado. El documental, entendido en su sentido más amplio, propone pues una estética del
experimento, mientras que la ficción propone una estética del modelo. Luego, en el documental, a esa
primera estética (que corresponde a la del fotomontaje clásico) se le aplican dispositivos retóricos que
acercan el producto a la ficción, pero la base de todo ello siguen siendo los elementos de lo real visible.
Este camino de retorno de lo documental a lo ficticio es equiparable al camino de ida que recorre la
misma ciencia a partir de una ficción primaria, puesto que de alguna manera, también el científico está
ligado con aquel aspecto de la ficción que es el modelo, dado que el entramado tecnológico que hace
posible el experimento es la trasposición de un modelo que, a su vez, es la concreción de una teoría
equiparable a nivel formal a una operación ficticia, en cuanto a hipotética. ¿De qué nos sirve esta
perspectiva protocientífica en una época en que parece superada por la propia complejidad de de la
epistemología contemporánea? Nos sirve, diría yo, para tener claras las dimensiones del documental
contemporáneo, para darnos cuenta de que el cambio radical de sus formas no agota las posibilidades
del medio, sino que las coloca en la dirección adecuada, aquella que es más afín a los actuales
problemas del conocimiento de una realidad polifacética y multidimensional.
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El documental, surgido del imaginario del paradigma positivista, supone el inicio de la superación
de este mismo paradigma, superación que culmina en el actual postcine cuando las paradojas que el
modo desarrollaba desde un buen principio se hacen ineludibles. Si bien es el film-ensayo en concreto la
forma que mejor representa esta superación de los planteamientos iniciales, puesto que reconduce al
documental a una posición que era la genuina aunque se mantenía ignorada, se puede decir que todo
documental constituye una “experimentación” sobre lo real, sobre sus condiciones psicológicas, sociales,
políticas, estéticas, así como sobre las necesarias combinaciones psico-dramáticas, socio-políticas,
político-estéticas, etc. Esta experimentación, de carácter estético pero tan ontológica como la que puede
ejecutarse a través del experimento científico propiamente dicho, es una de las formas a través de las
que se manifiesta la confluencia actual entre el arte y la ciencia que da lugar a nuevos saberes.
Cualquier operación documentalista es, por ello, una operación trascendental, como cualquier
operación científica lo es o pretende serlo, ya que se dirige al corazón de la realidad. Pero no por ello el
cine documental debe abandonar el ámbito de lo estético que en él es preferente: sus actividades
fílmicas son operaciones estéticamente trascendentales que nos ofrece perspectivas inéditas sobre una
realidad inmediata. No sobre un modelo de lo real, sino sobre lo real en sí, convertido en imágenes. Un
documental melodramático constituye, en este contexto, un ensayo sobre las emociones, sobre la
construcción de las mismas a través de las imágenes de los medios, sobre la posibilidad de su
reconfiguración, sobre las relaciones entre el imaginario privado y el imaginario público, sobre la historia
íntima, en fin, como trasfondo y alternativa a una historia oficial que se pretende abierta y absoluta. Es un
ensayo a modo de experimento, es decir, una acción que recupera las técnicas del bricoleur, aquellas
que privilegian «el principio no orientado de “esto puede servir”; la apertura al “movimiento incidente”, al
azar técnico, a la “ausencia de proyecto”; pero también a la posibilidad de “resultados brillantes e
imprevistos”; el carácter “heteróclito” de los materiales y de las operaciones; pero también el deseo de
que un solo gesto sea “apto para ejecutar un gran número de tareas diversas”»9.
La concavidad de los espejos
María Cañas rastrea en los archivos emocionales del cine y la pintura y descubre destellos de
pulsiones todavía vivas que expresan y explican muchos delirios actuales. Las imágenes
cinematográficas colocadas en el nuevo contexto dejan de ser retazos de ficción y nos ofrecen aquello
que ocultaban en su contexto original, el hecho de que eran la argamasa que mantenía unida la realidad
y la ponía en disposición de ser unilateralmente comprendida. Cañas experimenta con las imágenes,
prueba con ellas nuevas combinaciones de las que surgen emociones inusitadas que nos proponen
horizontes de pensamiento inesperados.
Cañas se declara deudora de la sensibilidad de pintores como Goya o Fuseli, pero se olvida de
dos escritores cuya vecindad estilística es muy significativa para alguien que cuya obra está
profundamente ligada a la imagen. Se trata de Valle-Inclán y de Gómez de la Serna. Es cierto que el
impulso melodramático de cañas está muy cerca de las terribles alegorías de Goya, así como del horror
gótico de Fuseli: de ello no cabe ninguna duda y la textura visual de sus documentales melodramáticos
así lo atestiguan. Pero también es verdad que su sensibilidad le acerca al proceso de deformación de lo
real que los escritores citados emprendieron en sus obras y que corresponde a esa curvatura que el
sujeto impone a la realidad a través del documental. Meyerhold hablaba de una “deformación
esclarecedora” mediante la cual los personajes de sus obras adquirían su auténtica dimensión
histórica10
. Tanto Valle-Inclán como Gómez de la Serna efectúan desde la literatura una parecida
9 Didi-Huberman, Ob. Cit., p. 33 (el autor parafrasea “El pensamiento salvaje” de Lévi-Strauss)
10 Juan Antonio Hormigón, Ramón del Valle-Inclán: la política, la cultura, el realismo y el pueblo, Madrid, Alberto
Corazón Editor, 1972, p. 345.
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deformación de lo real que es equiparable a la que emprende Cañas en toda su obra, tanto la neo-
dadaísta como la melodramática. La curvatura que produce la presencia del sujeto en la imagen real de
los documentales equivale a los espejos cóncavos que, según Valle, deforman la realidad para producir
el esperpento o al proceso de escultura que de la Serna aplica a la visión de la realidad para dar lugar a
sus greguerías. Pero lo que en la literatura o en el teatro es un dispositivo retórico que se fundamenta
necesariamente en lo grotesco, en el documental aparece en las mismas raíces de su realismo por
cuanto es una aplicación directa de una fuerza gravitatoria, la del sujeto, que se ejerce, consciente o
inconscientemente, a través de la tecnología. Ello no quiere decir que luego esta curvatura no pueda
acentuarse hasta que el espejo donde se refleja la realidad alcance el grado de concavidad del de Valle
o que el movimiento de las imágenes no pueda componer elaboraciones tan alambicadas como las que
estructura el enunciado de la greguería de Gómez de la Serna.
Estos dispositivos retóricos afectan a dos dimensiones distintas de las formas de exposición,
aunque ambas deforman esclarecedoramente, como quería Meyerhold. Por un lado, el espejo cóncavo
deforma las imágenes, mientras que la greguería lo que deforma primordialmente es el tiempo. Las
greguerías son como haikus en prosa de la misma manera que los propios haikus son como greguerías
poéticas: en ambos casos la realidad se nos presenta elípticamente, aunque con el haiku advertimos la
faceta simple de lo real, mientras que la greguería nos muestra la compleja. Las dos operaciones, sin
embargo, han reestructurado igualmente lo real, lo han deformado para que podamos verlo mejor.
Las greguerías de Gómez de la Serna son el resultado de una mirada atenta a la realidad que la
filtra y la devuelve convenientemente deformada para que exprese aquello que ocultaba en su serena
apariencia. Valle-Inclán recompone drásticamente la imagen de lo real en sus ficciones, pero sobre todo
esta operación es efectiva cuando la ejerce sobre la realidad histórica, como sucede en su serie
inacabada “El ruedo Ibérico”, un conjunto de obras en las que el espejo deformante del autor se aplica
sobre la historia de España. Aparece aquí un rescoldo de documental, de operación archivo, que hace
que el resultado sea más drástico que el que se obtiene en el territorio de lo ficticio. La historia filtrada
por la memoria y la imaginación da lugar a una caricatura de carácter dramático que es inusitada porque
la caricatura, como se sabe, acostumbra a alimentarse de lo cómico. De la misma manera, el gracejo a
veces pueril de las greguerías descubre su dimensión corrosiva cuando éstas se contemplan más como
operaciones epistemológicas que como simples ocurrencias más o menos chistosas. En ambos casos, lo
real se transforma sin perder del todo sus cualidades que, fruto de esta transformación, nos revelan
aquello que hasta el momento habían escondido a la visión cuando ésta se acercaba con pretensiones
de objetividad.
La misma heterogeneidad que descubrimos al analizar las raíces de la obra de Cañas, implica ya
la existencia de un tipo de collage que alimenta las corrientes subterráneas de la misma. En este sentido,
la propia textura de estos documentales melodramáticos es producto no sólo de su voluntaria operación
de mestizaje, apropiación y reencuentro sino también de las tensiones que pugnan en sus entrañas y
que suben libremente a la superficie en el momento en que ésta se desembaraza de una encorsetada
idea de realismo, aunque sin perder de vista la realidad. Como hacían Valle Inclán y Gómez de la Serna,
cada cual a su manera. Elementos dispersos de una historia deformada se aglutinan en las escenas de
Valle a modo de imágenes calidoscópicas; las perspectivas compiten en las greguerías de de la Serna
para confeccionar el retrato centelleante de una realidad inadvertida. En su obra, como en la de Cañas,
el texto es primordialmente la respuesta a las tensiones de un inconsciente de lo real que había sido
olvidado: la forma estética de un clamor ético.
La estética melodramática de María Cañas se inscribe pues en este ámbito, con lo que sus
actividades documentales –documental del inconsciente, del sujeto, de la imaginación, de la memoria,
documental incluso de la historia recompuesta a la manera de Valle- se ven infiltradas no sólo por las
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corrientes de la pintura que genuinamente la autora reclamaba, sino también por el impulso de una
escritura crítica en gran parte olvidada y cuya presencia nos hace conscientes de la profundidad que
puede alcanzar el documental contemporáneo, una vez se ha librado de todos sus disfraces.
Josep M. Català
Publicado en: Sonia García López y Laura Gómez Vaquero (Eds.): Piedra, papel y tijera. El collage en
el cine documental, Madrid, Ocho y medio, 2009.