El documental melodrámatico de María Cañas: Ética y estética del collage

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1 EL DOCUMENTAL MELODRAMÁTICO DE MARIA CAÑAS: ÉTICA Y ESTÉTICA DEL COLLAGE La regla de oro es que no hay regla de oro Bernard Shaw Los rescoldos de la heterodoxia Ser heterodoxo no es tarea fácil. Las formas de la heterodoxia son necesariamente cambiantes y están ligadas a la ortodoxia, que no es menos variable. Heterodoxias y ortodoxias constituyen siempre un conjunto íntimamente relacionado cuyos componentes evolucionan en paralelo. Por ello, las características de la voluntaria marginalidad de autores como María Cañas no se comprende más que si se trazan con claridad los límites del territorio del que pretende desmarcarse, que en este caso no corresponde sólo al ámbito del documental español contemporáneo, sino a la de todo el documental como forma cinematográfica específica. Es una característica del audiovisual contemporáneo que cualquier herejía significativa se dirija al corazón de todo el sistema. Al contrario de lo que planteaba Cervantes en su momento, ahora cuando el disidente cree estar luchando contra molinos de viento, en realidad lo está haciendo contra gigantes. No obstante, estas reglas se complican cuando descubrimos que, hacia el año 2005, en el momento en que aparecen los audiovisuales de Cañas (luego ya veremos por qué pueden y deben ser llamados documentales), el documental español, con José Luis Guerín, Joaquín Jordà y Basilio Martín Patino a la cabeza, ya había tomado él mismo un camino que podría ser tildado, si no de heterodoxo, por lo menos sí de discrepante respecto de las tendencias típicas del documental. De esta manera, las obras de Cañas, o bien se situarían en una radical heterodoxia de la heterodoxia o harían, por el contrario, que los últimos desvíos del documental español se recolocaran en una peculiar posición que sería por contraste ortodoxa. La perspectiva histórica nos dirá que ambas cosas han sucedido al unísono y que, por lo tanto, en el momento en que escribo, el panorama se divide entre heterodoxos antiguos y heterodoxos modernos o degenerados, como los denomina Josetxo Cerdán en una irónica coincidencia con la que sin duda sería la opinión de la rama más tradicional de los documentalistas si se ocupara de estos asuntos. De todas formas, cabe recordar lo que decía Pavese acerca de que «la riqueza de una obra de una generación- viene dada siempre por la cantidad de pasado que contiene» 1 , una apreciación que conviene tener presente a la hora de medir el alcance de cualquier rebeldía. No se trata de una discusión superflua porque, como digo, los movimientos que se han efectuado en el seno del cine documental durante los últimos años en todo el mundo exceden la 1 Cesar Pavese, El oficio de vivir, Barcelona, Bruguera, 1980, p. 434

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EL DOCUMENTAL MELODRAMÁTICO DE MARIA CAÑAS: ÉTICA Y ESTÉTICA DEL

COLLAGE

La regla de oro es que no hay regla de oro

Bernard Shaw

Los rescoldos de la heterodoxia

Ser heterodoxo no es tarea fácil. Las formas de la heterodoxia son necesariamente cambiantes y

están ligadas a la ortodoxia, que no es menos variable. Heterodoxias y ortodoxias constituyen siempre

un conjunto íntimamente relacionado cuyos componentes evolucionan en paralelo. Por ello, las

características de la voluntaria marginalidad de autores como María Cañas no se comprende más que si

se trazan con claridad los límites del territorio del que pretende desmarcarse, que en este caso no

corresponde sólo al ámbito del documental español contemporáneo, sino a la de todo el documental

como forma cinematográfica específica. Es una característica del audiovisual contemporáneo que

cualquier herejía significativa se dirija al corazón de todo el sistema. Al contrario de lo que planteaba

Cervantes en su momento, ahora cuando el disidente cree estar luchando contra molinos de viento, en

realidad lo está haciendo contra gigantes.

No obstante, estas reglas se complican cuando descubrimos que, hacia el año 2005, en el

momento en que aparecen los audiovisuales de Cañas (luego ya veremos por qué pueden y deben ser

llamados documentales), el documental español, con José Luis Guerín, Joaquín Jordà y Basilio Martín

Patino a la cabeza, ya había tomado él mismo un camino que podría ser tildado, si no de heterodoxo, por

lo menos sí de discrepante respecto de las tendencias típicas del documental. De esta manera, las obras

de Cañas, o bien se situarían en una radical heterodoxia de la heterodoxia o harían, por el contrario, que

los últimos desvíos del documental español se recolocaran en una peculiar posición que sería por

contraste ortodoxa. La perspectiva histórica nos dirá que ambas cosas han sucedido al unísono y que,

por lo tanto, en el momento en que escribo, el panorama se divide entre heterodoxos antiguos y

heterodoxos modernos o degenerados, como los denomina Josetxo Cerdán en una irónica coincidencia

con la que sin duda sería la opinión de la rama más tradicional de los documentalistas si se ocupara de

estos asuntos. De todas formas, cabe recordar lo que decía Pavese acerca de que «la riqueza de una

obra –de una generación- viene dada siempre por la cantidad de pasado que contiene»1, una apreciación

que conviene tener presente a la hora de medir el alcance de cualquier rebeldía.

No se trata de una discusión superflua porque, como digo, los movimientos que se han

efectuado en el seno del cine documental durante los últimos años en todo el mundo exceden la

1 Cesar Pavese, El oficio de vivir, Barcelona, Bruguera, 1980, p. 434

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importancia de las clasificaciones o las historias particulares y se convierten en marcas que trazan los

límites inestables de un nuevo territorio todavía en gran medida por explorar. Por eso, a veces es

necesario recurrir al término audiovisual para denominar una forma que se encuentra entre el cine de

ficción, la videocreación y el documental propiamente dicho, cuando no entre la poesía, la fotografía y la

pintura. Cualquier paso en falso en este terreno de arenas movedizas amenaza con tragarse al

caminante.

Todo ello es especialmente cierto en caso de autores como María Cañas que, a partir de unos

inicios claramente iconoclastas y algo gamberros, desembocan rápidamente en una forma de madurez

que, lejos de asentarse en el clasicismo, lo que hace es apuntar a nuevos horizontes. Puede decirse, por

tanto, que la heterodoxia de Cañas acaba creando las formas de una nueva estética del documental

precisamente porque el suyo es un documental substancialmente impuro. En este caso no es que la

heterodoxia acabe siendo asimilada, como tantas otras veces, por la ortodoxia, sino que se consolida en

un territorio nuevo en el que este juego dialéctico entre antiguos y modernos pierde todo sentido, dando

paso a un período de exploración estética mucho más productivo y profundo que el producido por los

viejos enfrentamientos. Hay un grupo de propuestas de María Cañas que se ajustan especialmente a

estos parámetros. Se trata de “El amor es el demonio” (2007), “Kiss the Fire”, “El coro del alma negra”

(2007) y “Kiss the Murder” (2008)2, una serie de piezas cortas a través de las que la autora inaugura una

nueva forma de documental que podría denominarse documental melodramático.

Para fundamentar sus nuevas propuestas estéticas, Cañas se remite a unas formas lo

suficientemente antiguas y consolidadas como para que sea imprescindible reconsiderarlas de nuevo,

especialmente en conjunción con un medio como el documental en el que siempre se han prestado a

diversos malentendidos. Me refiero a la combinación del collage y el fotomontaje que, a veces, se han

confundido con un uso radical del montaje como en el caso de Vertov, cuando en realidad pertenecen a

un ámbito estético e incluso epistemológico distinto que sólo ahora se percibe correctamente. La

recuperación de una quiebra del espacio fotográfico en el ámbito de una imagen en movimiento con

vocación documentalista (o post-documentalista) abre indudablemente nuevos horizontes de la

representación. No es la primera, Cañas, en utilizar este dispositivo pero sí que parece ser la primera en

llevarlo más allá de lo simplemente estético para recuperar a través del mismo una serie de estados

emocionales de carácter histórico. Lo que confiere originalidad al proyecto de María Cañas es

precisamente que se plantee la recuperación y reutilización de un estado emocional ligado a imágenes

de archivo (de distinto tipo, pero todas históricamente reales al nivel emocional desde el que se

recuperan), para establecer un vínculo con el espectador actual que actúe no sólo sobre la vista, sino

que se conecte también con su núcleo íntimo, emocional. Ello también justifica la inclusión de estas

obran en un apartado que puede denominarse documental melodramático. Pero para comprender el

alcance de esta modalidad, es necesario plantearse antes una serie de cuestiones sobre la estética del

documental que resultan especialmente problemáticas cuando se contemplan desde el nuevo panorama

del denominado postcine.

El horizonte del postcine

Si hemos de hablar de postcine, y será imprescindible hacerlo si queremos orientarnos en el

panorama audiovisual contemporáneo, debemos enfrentaremos forzosamente a un proceso de revisión

de ciertos conceptos que el cine documental ha ido asimilando a lo largo de su historia sin querer advertir

la profunda implicación que los mismos tenían en su estructura estética. El documental clásico ha

funcionado de alguna manera por encima de ellos, aposentado en sus pilares como si la consistencia de

2 Producidos por “Animalario TV producciones” en colaboración con la Consejería de Cultura de la Junta de

Andalucía.

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los mismos estuviera fuera de toda duda, cuando en realidad era muy precaria y, si no lo parecía, era

porque nadie se preocupaba de comprobarla. Ahora que todo el andamiaje que sustenta la noción de

cine documental aflora a la superficie, no sólo ya no es posible seguir ignorando el alcance de esos

presupuestos básicos, sino que la duda sobre su consistencia desemboca en la duda sobre la propia

estabilidad de la noción de documental.

Es curioso, pero a la vez estimulante, que una propuesta tan reducida y tan voluntariamente

marginal como la de María Cañas sea capaz de remover de manera tan drástica los cimientos de un

modo cinematográfico apuntalado por una ilustre e impresionante nómina de autores. Alguien podría

pensar que esto es consecuencia directa de la vocación heterodoxa, pero se equivocaría. En realidad el

panteón de los heterodoxos representa a tantos artistas olvidados como soldados la tumba del soldado

desconocido. No basta con ser heterodoxo para triunfar, y sin embargo sí que es bastante para

conseguir el fracaso. Lo único que puede salvar a un artista heterodoxo es haber conectado tan

íntimamente con la ortodoxia apropiada que pueda arremeter contra ella sin dejar de mirarla a los ojos. A

veces, esto no es sólo cuestión de valentía sino de sensibilidad.

Existen tres conceptos básicos que forman parte ineludible del tejido de todo documental pero

cuya complejidad este modo cinematográfico ha desestimado a lo largo de su historia. Estos conceptos

son la fotografía, el archivo y el sujeto. Que los documentales utilizan la fotografía se da por sentado y

cuando acuden al archivo lo hacen con la misma indolencia que quien hojea por curiosidad una revista

atrasada. El corpus melodramático de la obra de Cañas tiene la virtud de sacudir este núcleo

fundamental y hacernos ver que no puede pasarse por alto, especialmente por lo que se refiere a la

parte más delicada del mismo, el sujeto. Una vez se toma conciencia de la implicación que estas

funciones tienen en el documental, empieza rápidamente la labor desestabilizadora de las mismas que,

como el ácido que cae sobre el metal, abren agujeros en lo que antes parecía impenetrable. ¿La

fotografía o el archivo problemáticos en el cine documental? ¿Cómo podemos considerar problemático el

fenómeno fotográfico cuando toda la estética y la poética del documental clásico se basan en el hecho

de que es un medio que ha dejado atrás todos los problemas? ¿El archivo? Tratándose de un archivo

fotográfico (cinematográfico) no cabe plantearse tampoco muchas dudas sobre el mismo, a menos que

se pretenda hacer que tiemblen todos los cimientos del edificio. ¿Y el sujeto? ¿De qué sujeto estamos

hablando en un cine que alardea de haberlo eliminado? Cualquiera de los citados documentales

melodramáticos de Cañas nos lleva a pensar en esta triada que componen el fenómeno fotográfico

(entendido como fundamento epistemológico del cine), el archivo y el sujeto. Puede que la incertidumbre

provenga no tanto de la necesidad de hurgar en estos conceptos como del empeño en seguir

denominando documental a aquella producción que los considera incómodos, pero precisamente por ello

vale la pena insistir puesto que en ningún otro ámbito esta incomodidad sería tan obvia ni tan productiva.

Una vez iniciada, la corrosión epistemológica continúa, alcanzando capas cada vez más

profundas. Así cuando hablamos de fotografía afloran inmediatamente los problemas relacionados con la

visión y la mirada; cuando nos referimos al archivo, no podemos dejar de hablar de la memoria y de la

historia; y si nos encaramos con el sujeto, no tardamos en vernos frente a frente con el asunto de las

emociones. Éstas pertenecen a aquella parte más irreductible del sujeto, hasta el punto de que “siento

luego existo” hubiera sido quizá una forma más exacta de expresar sus ideas por parte de Descartes que

no la célebre frase acerca de la sustancialidad del pensamiento. Al fin y al cabo, el filósofo, al exponer el

resultado de su introspección, no estaba más que expresando un sentimiento que se refería a la

conciencia de que estaba pensando y que, por tanto, era más profundo y más básico que esta actividad

en concreto. Cuando al documentalista le traiciona su fundamental racionalismo, aliado oculto de la

impresión empirista que le transmite el aparato tecnológico, debería pensar en esta cuestión y darse

cuenta de que su mirada se fundamenta, quiera que no, en una emoción o un conglomerado de

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emociones. Como sea que Cañas no es una documentalista clásica, en su cine esta linealidad se

trastoca y las emociones aparecen en primer término, empañando con su fulgor la supuesta claridad de

lo fotográfico o dinamitando el positivismo elemental de las imágenes de archivo.

Todos estos disturbios provienen de la atracción ejercida por el sujeto, son marcas del mismo en

la textura del film. Cuando en el cine documental abrimos la caja de Pandora del sujeto todo un mundo

se tambalea. Dice Safranski, a propósito de un básico error de Marx, que «estamos influidos no tanto por

las cosas cuanto por nuestras opiniones sobre las cosas»3. No deduzcamos de ello algo tan sabido como

que el documentalista no nos ofrece hechos sino opiniones (sabido pero no siempre asumido) y vayamos

un poco más lejos de la mano de María Cañas en cuyas propuestas estas opiniones no sólo son siempre

emocionales, sino que florecen en forma de imágenes emocionales. Son imágenes que provienen de un

archivo que conecta con la propia memoria emocional de la autora a través de un espacio íntimo que los

documentales de la misma dejan entrever. El espacio íntimo es un espacio subjetivo creado

culturalmente pero gestionado por cada sujeto en particular. Cuando Virginia Woolf reclamaba la

necesidad de una habitación propia para las mujeres no hacía sino expresar la contrapartida material de

ese espacio íntimo que el sujeto había aquilatado lentamente como lugar de la autoconciencia del yo a lo

largo de los siglos anteriores. No poseer una habitación propia significaba para las mujeres no poder

hacer efectiva su independencia mental. Stirner, en su alegato individualista realizado en pleno siglo XIX,

tiene en cuenta la importancia de este espacio íntimo creado por el yo, «pues es este fantasma el que

produce el espacio de juego en el que después el yo se apoya teóricamente»4. He aquí, pues, que el

conjunto de obras melodramáticas de María Cañas son una ventana a su espacio íntimo donde la

memoria cinematográfica, pictórica o fotográfica, memoria visual en fin, se reconstituye en formas

comunicables, capaces de dejar constancia del hecho de un determinado proceso mental.

Utopías de lo real

El documentalista clásico trabaja con la idea de que su producto será más genuino cuanto más

lejos esté de lo subjetivo, de lo emocional y de lo íntimo. Considera que esta lejanía no sólo es posible y

deseable, sino que es ella la que distingue al modo documental de otros modos audiovisuales efectivos o

posibles. Ello nos otra cosa que una utopía instalada en el imaginario cinematográfico y que, desde allí,

ha regido sin demasiado fundamento el apartado del documental. Y, sin embargo, lo cierto es que el

documental, al actuar con materiales directamente extraídos de la realidad, lo que está haciendo desde

siempre y en primer lugar es subjetivar esa realidad, dotarla de una carga emocional. Esos materiales se

contemplan y procesan, por tanto, desde el espacio íntimo del documentalista, espacio que se convierte

así en un lugar de paso que transmuta todo cuando le atraviesa. Como afirma Hans Belting, «para que

una imagen se realice como tal, es necesario un acto de animación que la transporte a nuestra

imaginación desgajándola de su medio-soporte (…) cuando la contemplamos, la imagen nos parece por

decirlo de alguna manera “a través” de su medio»5. No sólo el espectador experimenta el medio de esta

manera, es decir, como puente entre la realidad y su imaginación, sino también el propio documentalista,

en el proceso de crear sobre el medio-soporte sus imágenes, pasa por la misma fase. Pero en este caso,

la imaginación es plenamente activa y esta actividad se realiza en el espacio donde el sujeto se

reconoce a sí mismo, es decir, en su intimidad entendida como núcleo instaurador de una curvatura en la

operación objetivadora del documental, de la misma manera que la luz se curva al transcurrir cerca de

una fuerza gravitatoria. Es en éste, más que en cualquier otro medio, donde esa curvatura se hace más

evidente, ya que la misma tiene sus efectos sobre lo que podríamos denominar huella de lo real, no tanto

3 Rüdinger Safranski, Nietzsche, biografía de su pensamiento, Barcelona, Tusquets, 2001, p. 137.

4 Safranski, Ob. Cit., p. 137.

5 Hans Belting, Pour une anthropologie des images, París, Gallimard, 2004, p. 43.

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en el sentido restrictivo que le da Bazin, sino en el mucho más amplio y productivo que le otorga Didi-

Huberman para quien tiene un gran potencial heurístico, sobre todo si el concepto se amplía a través del

de moldeado que «posee una capacidad particular para imponer la función de una especie de

inconsciente técnico»6. El cine documental asimila huellas, pero son huellas moldeadas por lo técnico y

lo subjetivo.

En realidad, el documental clásico no es tan clásico como parece, ya que inaugura la época de la

visión técnica, la de la memoria-fotografía y la de la imagen-emoción. Su presencia desborda por tanto

los planteamientos clásicos del arte mediante el instrumento de la cámara y la gestión de los archivos

audiovisuales que se han estado creando desde el inicio de la fotografía. Es a través de la actividad de

estos dispositivos que se produce la apropiación subjetivo-emocional de la realidad que caracteriza, o

debería caracterizar, al medio. Si el cine, como decía Pasolini, representa la realidad a través de la

propia realidad, el cine documental lo hace doblemente, de ahí su trascendencia epistemológica, puesto

que en él estos nuevos ámbitos tecno-psico-estéticos cuyas puertas abrió la fotografía están

directamente relacionados con la realidad. Es algo que se ha repetido muchas veces pero para sustentar

argumentos contrarios a los que estoy exponiendo. Por tanto no estará de más que insistamos en ello

para demostrar hasta qué punto las propuestas innovadoras de Cañas son un ejercicio de heterodoxia

establecida en el núcleo de una ortodoxia que no sólo ha sido olvidada sino expresamente reprimida. Los

documentales melodramáticos de la autora no serían, por consiguiente, sólo plasmaciones visuales de

su propia subjetividad sino que también constituirían la estética del retorno de aquello que la tradición

había querido soterrar.

El cine de ficción está ligado a la novela, con la novedad de que desplaza el eje de la visualidad

de la misma desde lo mental a lo óptico; el cine experimental está, por su parte, estrechamente

conectado con la pintura, con la novedad de que le añade el factor movimiento: el cine documental nace

en la confluencia de estas dos novedades, pero con el valor añadido de que todo ello se da sobre

réplicas de la propia realidad y, por lo tanto, establece un giro de ciento ochenta grados con respecto a la

posición epistemológica de los medios que le anteceden. Pero esta redistribución de la estética no

concierne únicamente al documental, si bien en su ámbito, como en el de la fotografía propiamente

dicha, se produce de forma más radical. La diferencia entre el documental y el cine de ficción reside, en

los planteamientos más puros de ambos, en el hecho de que uno trabaja con materiales directamente

extraídos de lo real y el otro consigue alcanzar esa realidad sólo indirectamente. La ficción utiliza re-

presentaciones, es decir elementos que son presentados de nuevo, a otro nivel: elementos que han sido

recompuestos a partir de una observación distante, imaginativa, de lo real. La ficción audiovisual se

basa, por tanto, en la semejanza y con ello abre el territorio de la metáfora para sus composiciones:

todas sus propuestas son, aunque sea a un nivel primario, metafóricas. En cambio el documental parece

instalarse en el ámbito de la metonimia, ya que actúa, si aceptamos el concepto de huella y moldeado

expuesto anteriormente, por contigüidad con respecto a lo real: nos presenta huellas de lo real, pero

huellas que han sido moldeadas consciente e inconscientemente. En la ficción audiovisual hay también

una presentación directa de las cosas pero éstas no aparecen como lo que son sino como lo que

pretender ser: la capa documental en ella brota, pues, como una destilación de lo ficticio que no hace

más que constatar la presencia real ante la cámara de esa ficción. En el terreno estricto del modo

documental los polos se invierten, de manera que es lo “ficticio” lo que se crea sobre una base

rigurosamente documental compuesta por formas hasta cierto punto contingentes. El documentalista

moldea la huella de lo real a través de la imagen fotográfica, como el escultor saca un molde del modelo

mediante el concurso de la arcilla. Pero el proceso técnico de moldeado en el documental no es tan

6 Georges Didi-Huberman, La ressemblence par contact. Archéologie, anachronism et modernité de l’empreinte,

París, Éditions de Minuit, 2008.

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automático como parece extraerse del ejemplo, sino que implica una serie de operaciones que no están

registradas por la conciencia, sino que pertenecen al inconsciente técnico del que habla Didi-Huberman,

inconsciente técnico que se refiere a la genealogía del aparato foto-cinematográfico. Es decir que la

imagen documental es, antes que nada, una huella moldeada según una serie de aprioris tecnológicos:

es lo que podríamos denominar una ficción técnica antes que se convierta en una ficción documental por

el uso metafórico que el documentalista pueda hacer del material metonímico que ha captado con la

cámara. Vemos aparecer de nuevo la profunda novedad del modo documental con respecto a otros

modos: las operaciones estético-epistemológico que en la ficción audiovisual quedan escondidas bajo el

velo del “como si”, en el documental están situada en la misma superficie y obligan al documentalista a

trabajar con ellas, quiera que no. En el caso de rechazar esa realidad o de ignorarla, todo el mecanismo

se trasladará al inconsciente óptico, que se sumará así a las maquinaciones del inconsciente técnico y

ambos seguirán su proceder más allá de lo que el cineasta pretenda estar haciendo. La mayoría de

documentales a lo largo de la historia del medio son fruto de operaciones de este tipo, lo que los

convierte en una especie de icebergs que ocultan la mayor parte de su trascendencia bajo la superficie.

Por ello, es de agradecer que ahora cineastas como María Cañas propongan un territorio donde el

documental de alguna forma se psicoanaliza.

Este aspecto de la forma documental que determinaba su verdadera e ignorada novedad ha

tardado mucho en ser reconocido. Lo que se refiere a su carga subjetiva está aún en gran medida por

descubrir, a pesar de la valentía de muchos documentalistas contemporáneos. Por lo tanto, aun

habiendo existido documentales poéticos como “Rain” (1929) de Joris Ivens desde muy temprano, o

aunque Grierson hubiese considerado la necesidad de subrayar el carácter creativo de la nueva forma

cinematográfica, o por mucho que apareciera muy pronto algún documental de carácter claramente

emocional/subjetivo como sin duda lo es “À propos de Nice” (1929) de Jean Vigo, o que Cavalcanti

efectuara con “Rien que les heures” (1926) un primerizo ensayo fílmico, a pesar de todo ello el

imaginario del documental clásico se fue creando de espaldas a estas tendencias, aposentado en la

tranquilizadora idea de que podía y debía actuar sin ningún tipo de coerción por parte del sujeto, puesto

que representaba en el ámbito cinematográfico al concepto de objetividad, el cual se habría impuesto en

la historia de la representación como las aguas de un río que finalmente regresan a su cauce después de

sortear mil impedimentos artificiales.

La situación postcinematográfica del documental contemporáneo ha supuesto la finalización del

mito de un documental a través del que la realidad se presentaba a sí misma al espectador, así como

también ha puesto en evidencia la problemática operatividad de los conceptos básicos de la forma

documental a los que la vertiente clásica del mismo había vuelto la espalda y cuya recuperación permite

fundamentar hoy una nueva estética de esta forma cinematográfica. Ahora cabe hacerse la pregunta de

si tiene sentido seguir hablando de documental cuando se han derrumbado o se están derrumbando los

pilares que mantenían en pie el concepto clásico y nos permitían distinguirlo como forma independiente.

¿Puede seguir existiendo un modo documental cuando nos encontramos con que la fotografía pone de

manifiesto de manera inapelable su condición técnica y todo lo que ello implica, cuando es necesario

plantearse el hecho de que el archivo es antes que nada memoria y sólo después historia, y finalmente

cuando aparece en primer término la importancia del espacio íntimo del documentalista que la tecnología

digital se encarga de materializar? La respuesta debe ser necesariamente afirmativa: hay que seguir

hablando de documental, no sólo porque seguirán haciéndose documentales clásicos que cumplirán de

alguna manera la función positivista que le fue asignada en su momento a este espacio cinematográfico,

sino por algo mucho más determinante, es decir, porque el documental configura el territorio más

apropiado para pensar los cambios que conlleva la nueva reformulación de los parámetros clásicos, un

territorio adecuado también para delimitar las características de la estética correspondiente, cuyo

alcance es mucho mayor que el del documental propiamente dicho. Esta operación no puede

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emprenderla ni el cine de ficción ni las derivaciones del cine experimental que desembocaron en el video

primero y en el arte digital o electrónico después.

Si contemplamos la encrucijada desde esta perspectiva, nos daremos cuenta de que en realidad

no le estamos pidiendo al documental que ejecute ninguna función que no le fuera propia desde el

principio. Es cierto que, como modo cinematográfico, se instaló bajo los auspicios de la objetividad

científica y que, al querer ser su más genuino representante en el ámbito artístico, renunció a plantearse

su propios fundamentos, es decir, renunció a la modernidad (a pesar de estar tan ligado a ella), pero

nunca consiguió estos propósitos más que superficialmente, como lo prueba el hecho de que ahora es

posible repasar todas sus formas clásicas y extraer de ellas múltiples enseñanzas sobre aquello que al

parecer no existía en sus planteamientos. Es por ello que apelamos al concepto de inconsciente, tanto a

la noción de inconsciente óptico que acuñó Walter Benjamin, como a la de inconsciente técnico que han

elaborado independientemente Flusser, Stiegler o el citado Didi-Huberman y que tan necesaria es para

comprender los nuevos medios. En gran medida este inconsciente óptico es el reverso del sujeto y su

grado de incidencia es inversamente proporcional al grado de presencia activa del mismo. Como se

acostumbraba a afirmar en el ámbito renacentista de la pintura, todo pintor se pinta. Pero, tal como

añade Arasse7, este proceso de pintarse no se refiere tanto al autorretrato como a la destilación del

sujeto a través de las formas y motivos de la pintura. Del mismo modo que todo pintor se pinta -

inadvertidamente, podríamos decir-, también todo documentalista se expone a sí mismo a través de su

elección de formas y motivos, y ello de manera más directa que el cineasta de ficción que ha de abrirse

paso a través de la arquitectura de una historia que justifica en un primer momento todas cuantas

elecciones estéticas se realizan. El documentalista se proyecta directamente, por el contrario, sobre el

espejo de lo real y su rostro se dibuja sobre la superficie del mismo de manera mucho más clara que

quien se desliza por entre las bambalinas de la ficción. Esto en la época clásica, cuando no había

intención de expresar las instancias subjetivas. Ahora, cuando esta intención existe como fuerza

primigenia, el vigor del autorretrato se manifiesta con una pujanza inusitada. No se trata, sin embargo, de

un autorretrato al uso, excepto cuando el documentalista así lo quiere, sino de un documento sobre su

rostro íntimo, una exploración del inconsciente revelado, efectuada por otra revelación, la del

inconsciente técnico que pone al servicio de aquél multitud de nuevas herramientas.

Formas de la emoción

Las citadas producciones de María Cañas se instalan en este complejo enclave de

reconsideraciones y transformaciones. No podrían existir fuera del torbellino que estos procesos

organizan y por lo tanto son, entre otras cosas, un exponente visual de éste. Se trata, en primer lugar, de

ensayos fílmicos cuyos ingredientes básicos se encuentran en las emociones, las cuales son

visualizadas a través de los materiales de archivo. Es por ello que pueden calificarse también de

documentales melodramáticos, puesto que realizan una exploración de la memoria emocional tanto

pública y privada, es decir, un tipo de memoria que aglutina ambos valores y extrae de esa combinación

unas novedosas visualidades. A través de la apropiación de determinados materiales básicos de estas

memorias, relacionados, por ejemplo, con la historia del cine o de la pintura, nos presentan los

documentales melodramáticos de Cañas una radiografía de la realidad pasada y presente. ¿Por qué una

radiografía? Pues porque no vemos lo real visible directamente, sino que lo vislumbramos a través de las

capas emocionales que han aupado esa realidad hasta hacerla visible: son materiales de ficción

desprovistos de la apariencia ficticia a través de la que se presentaban originalmente en las películas de

las que formaban parte y que ahora son expuestos al desnudo como piezas fundamentales de nuestro

imaginario sentimental.

7 Daniel Arasse, Le sujet dans le tableau, París, Flammarion, 1997.

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La manera en que estos materiales aparecen estructurados, la forma de su enunciado,

podríamos decir, merece mención aparte porque constituye la superación del montaje clásico a partir del

nuevo espacio fílmico descubierto por Jean-Luc Godard y Anne Marie Mieville en sus distintas

colaboraciones. Se trata de un dispositivo que está más cerca del collage o el fotomontaje que del

montaje cinematográfico propiamente dicho, aunque también significa la puesta en práctica de una

nueva dimensión de estos dispositivos retóricos en la línea del Godard de “Histoire(s)”, obra que supone

la culminación de la retórica del nuevo espacio. Pero Cañas penetra de forma más profunda en el

sustrato emocional de los materiales de archivo de lo que lo hace Godard, que los utiliza a partir de una

plataforma supuestamente racional y con una finalidad tácitamente didáctica, a pesar de que es una

didáctica vehiculada por la estética. Esto convierte el empeño de Godard en una empresa mucho más

compleja que la de Cañas, pero también la aparta del campo del documental melodramático, que sigue

siendo de esta manera un territorio aún por acotar.

En un momento en que la sed de realidad en todos los medios audiovisuales es total, María

Cañas traspasa la frontera del realismo al uso y alcanza el corazón de lo real para convertirlo en un

acervo de energía para un nuevo realismo que el postcine documental, o postdocumental, está

actualmente poniendo al descubierto desde distintos frentes, ya sea el autobiográfico, el ensayo o las

distintas formas de tratamiento del archivo. Los inicios neodadaístas de Cañas garantizan que esta

incursión en el melodrama no sea pueril. Si en 1958, lejos de la efervescencia de los orígenes, aún podía

Max Ernst asegurar que Dada fue por encima de todo una reacción moral, ello significa que estas

reacciones tienden a agotarse más lentamente que las estéticas que las plasman y que por lo tanto

pueden servir de fuente que nutra otras estéticas renovadas. No cabe duda de que hay una reacción

moral tras obras como “El perfecto cerdo” (2005) o “La cosa nuestra” (2006), pero no es menos obvio

que esta reacción se traslada posteriormente a una nueva concepción del medio y lo vivifica. Si Cañas

se hubiera quedado en esos primeros intentos de furor juvenil, sería equiparable a tantos otros artistas

que engrosan una lista tan anónima como bienintencionada. De igual manera, si hubiera hecho acto de

presencia directamente con los montajes melodramáticos, sin haber pasado por el neo-dadaísmo de sus

orígenes como artista, estos montajes correrían el peligro de no ser del todo comprendidos.

Si Bill Nichols no sólo acepta sino que propone la existencia de un tipo de documental poético, o

de una vertiente poética del documental, y la sitúa además en los mismos orígenes de ese modo

cinematográfico, no cabe escandalizarse ante la posibilidad de un documental melodramático que surge

de entre las formas más contemporáneas del mismo. Hablar de un documental poético significa aceptar

que lo real ha sido utilizado como material metafórico para crear una determinada expresión de carácter

lírico. Este lirismo es peculiar, como todo lo que entra en el territorio del documental desde otros

ámbitos, y no se refiere directamente a una instancia subjetiva, sino que propone un lirismo de lo

objetivo, algo así como una paradójica fusión de la lírica y la épica. Las sinfonías urbanas típicas de los

años veinte del pasado siglo, serían ejemplos claros de este híbrido que constituía una novedad retórica

del nuevo modo cinematográfico: a saber, la expresión del alma (la lírica) a través de “objetos” reales o

imágenes de la realidad (la épica). Es lo que parecía intuir Grierson cuando afirmaba que «el documental

realista, con sus calles y ciudades y suburbios pobres, y mercados y comercios y fábricas, ha asumido

para sí mismo la tarea de hacer poesía donde ningún poeta entró antes y donde las finalidades

suficientes para los propósitos del arte no son fácilmente observadas»8, aunque da la impresión de que

la perspectiva del documentalista inglés cuando hacía estas afirmaciones no era lo suficientemente

radical como para descubrir lo que se escondía detrás de las mismas, ya que no hablaba realmente de la

posibilidad de una modificación poética de la ontología de lo real, sino sólo de una poesía de la realidad,

8 Grierson, John "Postulados del documental" en Joaquin Romaguera y Homero Alsina, Fuentes y

Documentos del Cine, Barcelona, Edit. Gustavo Gili, 1980.

9

es decir, de un realismo “sucio” trascendido por la acción poética, quizá a la manera de Baudelaire.

Nosotros debemos ir mucho más lejos.

El melodrama implica dar un paso más allá de la lírica. La lírica puede ser excesiva, pero nunca

en la medida en que lo es fundamentalmente la forma melodramática que se basa en el exceso y, por lo

tanto, no es excesiva en el sentido propio del término. El exceso en la forma melodramática es

fundamental: el melodrama es una estética del exceso. Con ello, la imagen fotográfica recupera, a través

del documental, esa dimensión barroca que, según Bazin, ella misma desterró de la pintura. Pero el

melodrama documental se ocupa de las formas emocionales más que de los problemas de la semejanza

que quedan de esta manera en un segundo término. Por lo tanto, no cabe esperar que el nuevo

documental melodramático se emplee en melodramatizar directamente lo real, como puede hacer el

docudrama u otras destilaciones del mestizaje entre documental y ficción que también caracterizan

algunos aspectos del nuevo documental. De la misma manera que el documental poético se encargó, o

se encarga, de expresar líricamente lo real objetivo, el documental melodramático se dispone a efectuar

una curiosa operación que podríamos catalogar de objetivar lo lírico, lo emocional.

No se trata, por lo tanto, de expresar situaciones emocionales, ni poetizar líricamente la

visualidad de lo real, sino de proponer directamente visualizaciones de lo emotivo, arrancadas del

archivo de lo real que han alimentado, entre otros medios, el cine y la fotografía a lo largo de casi dos

siglos. Este concepto de archivo de lo real es básico para comprender los nuevos procedimientos

documentales, y no sólo los relacionados con el cine de apropiación o el found footage film. Ahora que

prácticamente todo el mundo dispone de un teléfono móvil con cámara incorporada y que, por lo tanto,

lleva consigo a todas horas un dispositivo capaz de ir archivando la realidad con mayor celeridad que las

cámaras fotográficas o cinematográficas, incluso las digitales, pueden hacer, es decir, ahora que la

imagen se asimila no ya a la rapidez de la escritura, sino a la inmediatez de la palabra hablada, ahora,

en fin, en que prácticamente ningún suceso o acontecimiento de cierta relevancia en todo el mundo deja

de ser captado por una cámara de un tipo u otro, ahora podemos considerar que estamos ante una

memoria audiovisual que se instala sobre nuestros recuerdos como una segunda realidad anterior. Me

refiero a lo que, parafraseando al célebre espacio de Internet, podríamos denominar una Second Life

(segunda vida) pero no como propuesta lúdica y paralela, sino como parte integrante de la propia

ontología de lo real a la que se añade así su propia memoria como elemento integrante de su paisaje. Es

la premisa que fundamenta “Imitation of Life” (2003) de Mike Hoolboom, otro posible documental

melodramático.

En este panorama de obsesiva audiovisualización de lo real, la realidad se balancea

constantemente entre el acontecimiento y la memoria del mismo, es decir, entre el directo y el archivo.

Todo cuanto se produce se convierte inmediatamente en archivo, incluso lo que se produce a partir de

aquellos dispositivos que se podrían considerar erróneamente extensiones del ojo, como las cámaras de

vigilancia. Vivimos, por lo tanto, en un mundo proustiano en el que la memoria y la realidad se mezclan

constantemente, pero de una manera tal que es la memoria, el archivo, lo que resulta más consistente

puesto que se puede evocar cuando se quiera a través de muy diversas tecnologías, mientras que lo real

continúa siendo fugaz por naturaleza. Lo que tenemos ahora es un pasado-presente convertido en

imagen que sustituye la condición pasajera de la propia realidad. Este pasado-presente, como en la obra

de Proust, se encarga de construir las arquitecturas que organizan nuestra percepción inmediata cuando

ésta es todavía posible. ¿Hay un documental capaz de dar cuenta de esta nueva forma que adquiere la

realidad y que demanda ser visualizada? El documental melodramático, entre otros, lo intenta. Y

específicamente los documentales melodramáticos de María Cañas lo consiguen.

En sus documentales melodramáticos, en sus ensayos emocionales, Cañas recurre

primordialmente, como otros impulsores del apropiacionismo, al archivo cinematográfico para extraer de

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él imágenes preñadas con una carga emocional indeterminada que se utiliza como material básico de

emociones complejas. Son imágenes emocionales en estado puro que han experimentado esta

transformación al haber sido extraídas del continuo en el que cumplían determinadas funciones

dramáticas y narrativas. Lo mismo ocurre cuando se utiliza el archivo documental: las imágenes

resultantes se transforman al dejar atrás el contexto histórico en el que cumplían una función ilustrativa o

testimonial, para exponer en primer término su carácter emocional correspondiente a su carácter

memorístico más que histórico. Estas operaciones de desarraigo de las imágenes hace aparecer en la

superficie de las mismas, como primer motor de su asimilación, aquel magma emocional que quedaba

más o menos soterrado cuando estaban cumpliendo sus funciones en el contexto concreto al que

pertenecían. Obras como “Home Stories” (1990) de Matthias Müller constituyen una perfecta exposición

de este fenómeno: la pieza, de poco más de cinco minutos, está compuesta por un conjunto de

imágenes que muestran diversas acciones efectuadas por mujeres: abrir o apagar una luz, subir o bajar

unas escaleras, abrir o cerrar una puerta, etc. La mayoría de estas imágenes pertenecen a películas que

pueden adscribirse al género cinematográfico del melodrama, concretamente al denominado “melodrama

doméstico”, pero lo que aparece en esta nueva manera de visualizarlas conjuntamente que propone

Müller es una emoción melodramática formalizada. Una forma que es emocionalmente pura, ya que no

está ligada a una narración encargada de modular funcionalmente su contenido emotivo con el fin de

ligarlo a una situación de carácter moral. Esta separación de las imágenes de su contexto sin dejar que

se conviertan en imágenes inertes, algo fundamental en el nuevo tratamiento del archivo, hace que las

imágenes y las acciones que representan se perciban bajo el prisma de la extrañeza. Esta es otra

característica del nuevo melodrama, la condición siniestra de su modo expositivo.

Emociones puras y extremas, por un lado, y sentimiento de extrañeza son las condiciones del

nuevo melodrama, aquel en el que se instala el documental melodramático de María Cañas. Los

materiales que utiliza, provenientes esencialmente de melodramas cinematográficos pero también

ocasionalmente transitados por formas de la pintura que actúan a modo de collage, nos muestran la

condición siniestra de lo que antes fue considerado normal, incluso familiar, apelando así a la definición

clásica de lo siniestro: el proceso por el que algo que nos es familiar, se desfamiliariza y nos revela un

aspecto no sólo inusitado sino inquietante de sí mismo.

El fotomontaje y las ruinas del recuerdo

La apelación al collage nos conduce a otro punto sensible de la nueva disposición del

documental contemporáneo que María Cañas utiliza de manera trascendental en las producciones que

nos ocupan. Se trata de la revitalización de este dispositivo, el collage, y de su análogo, el fotomontaje

en los nuevos documentales, especialmente los que pertenecen a la categoría del film-ensayo. Ambos

dispositivos retóricos han estado ligados a una función primordialmente estética, de la que se ha

desprendido en la mayoría de ocasiones una expresión política o ética, como sucede de manera

eminente con los fotomontajes de Hartfield o de Renaud, por ejemplo. Desde la perspectiva estética,

podemos decir que el collage y el fotomontaje pasan por dos etapas fundamentales, al margen de sus

posibles intenciones críticas. La primera corresponde al período modernista del fragmento, del que el

fotomontaje se muestra como el máximo exponente, ya que, a pesar de que equivale a la operación del

montaje cinematográfico, sobre todo el de carácter más experimental (Vertov, Richter, etc.), expresa

mucho mejor que éste el impulso de la fragmentación y la ruptura de la imagen clásica que esta estética

supone. La segunda etapa se refiere a la utilización del fragmento ya constituido para elaborar nuevas

disposiciones, una nueva arquitectura de lo real. El ejemplo más claro de esta operación lo tenemos en

las obras del norteamericano Joseph Cornell, en su recopilación de objetos e imágenes para

confeccionar composiciones generalmente situadas en determinados receptáculos que los acogen de un

modo situado formalmente entre el marco de un cuadro y un escenario teatral.

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Es cierto que el fotomontaje nunca ha constituido una pura operación destructiva, excepto entre

los seguidores más estrictos del dadaísmo. Lo que han mostrado los fotomontajes han sido

recomposiciones de los resultados del proceso de fragmentación. Pero en el fotomontaje clásico, como

en el montaje experimental, se tiene la sensación, y así lo expresan la obras correspondientes, de que se

están recombinando los materiales de lo real fotográfico, mientras que en las obras de Cornell vemos

aparecer ya la sensibilidad del archivo moderno, es decir, la elaboración de una memoria activa no

compuesta sólo de trazos de lo real sino de recuerdos materializados. No son las imágenes de una

realidad fragmentada, hecha pedazos, lo que vemos, sino una nueva realidad compuesta a partir de las

ruinas de la anterior, a través de la utilización de materiales que ya han perdido el contacto fundamental

con su contexto, con el nicho de lo real al que estaban unidos, pero que conservan su fuerza emocional

ligada a la propia condición de objetos o de imágenes. Las obras de Cornell son híbridos que resultan de

la combinación de las técnicas y la estética del collage y del fotomontaje: esa es su principal novedad,

que lo es a pesar de que se supone que ya Rodchenko efectuaba lo que se denomina fotocollage, la

originalidad del cual no traspasaba sin embargo los límites del estricto fotomontaje. Las composiciones

de Cornell son, por el contrario, un verdadero ensamblaje de ambas técnicas. Del collage retienen los

mecanismos de inserción de objetos en un medio distinto al que pertenecen; del fotomontaje, la

combinación inusitada de esos objetos. Cornell no trabaja, por lo tanto, con fragmentos, sino con restos,

residuos, de lo real: no trabaja con trozos de lo real que se presentan como piezas de un puzle

dispuestas a ser recombinadas lógicamente aunque de momento aparezcan deslavazadas, sino con

objetos desfamiliarizados, que han perdido el aura que les confería su contacto con la realidad y a los

que, por lo tanto, no les es posible regresar impunemente de ese limbo en el que están situados: cuando

el artista los recupera son objetos muertos y, por consiguiente, espectrales. El mundo que resulta de

estas operaciones de reciclaje de Cornell es un mundo en el que los objetos antaño familiares se han

vuelto extraños, son siniestros porque se han apartado de su entorno familiar y nos muestran

perspectivas que no corresponden a aquellas para las que habían sido creados. La operación no sólo

añade nuevas dimensiones al objeto, sino que nos revela condiciones ocultas del mismo, pero estas

condiciones ocultas no son transitorias, como parece proponer el fotomontaje clásico siempre al borde

de una esperada redención de sus materiales, sino definitivas: vienen de otro mundo y a lo único que

conducen es al panorama de ese otro mundo. Cornell compone, por tanto, escenarios o paisajes

epistemológicos: no se trata simplemente de hacer coincidir objetos heterogéneos o imágenes

contradictorias (como los surrealistas o como Eiseinstein, cada cual a su manera), para desvelar ciertas

dimensiones ocultas de una realidad que se considera estable y por tanto recuperable, sino que la

coincidencia de los objetos construye el paisaje en el que esa coincidencia es posible. Sucede igual con

las propuestas de Cañas, sólo que en este caso se trata de escenarios emocionales: las emociones

visualizadas conforman el paisaje emocional donde esas emociones son posibles.

El nuevo documental melodramático es hijo de este impulso representado por Cornell, más que

de las primeras manifestaciones del fotomontaje de Hartfield, Rodchenko o Hannah Höch. Forma parte

del mismo imaginario que la estética de Cornell porque ambos obedecen a la misma sugestión que

ejerce la nueva perspicacia del archivo. El fotomontaje clásico estaría, por lo tanto, cerca del documental

típico, hasta el punto de que podríamos decir que los fotomontajes serían en este sentido

“documentales”, si bien carentes de movimiento. ¿Dónde se sitúa, por consiguiente, el montaje

cinematográfico (fotomontaje más movimiento) en este panorama? El montaje podemos entenderlo

como reconsideración de la realidad o re-estructuración narrativa de lo real. En la mesa de edición, las

imágenes son todas documentos y, por regla general, documentos fragmentarios, cuya vida permanece

latente a la espera de ser resucitados a través del flujo del movimiento que la operación de montaje

restituirá en ellos (en el caso del montaje digital, el fenómeno es más complejo pero básicamente sigue

siendo el mismo). El fotomontaje también utiliza fragmentos de lo real visual, fragmentos de la visualidad

del mundo (si los denomináramos imágenes quizá seríamos más exactos pero no más claros). ¿De qué

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tipo de imágenes se trata? Obviamente, como en el cine, se trata en gran medida de imágenes

fotográficas, aunque pueden introducirse collages de otros medios: también en el cine puede haberlos,

como sucede con los intertítulos de las películas mudas. ¿Aceptamos el término de imágenes

fotográficas para denominar los materiales básicos del fotomontaje y del montaje cinematográfico y

distinguirlos así de otro tipo de imágenes como, por ejemplo, las pictóricas? Parece lo más sensato,

efectivamente, pero ello nos conduce de inmediato al terreno del documental, ya que nos damos cuenta

de que es en él donde se sitúa el eje de las nuevas formas estéticas que inauguraron la fotografía y su

fenomenología correspondiente, los nuevos modos de presentación y representación. Aunque hablemos

de cine de ficción, en este caso de montaje de cine de ficción, el argumento básico se dirime igualmente

en el territorio fotográfico del documental.

Documental y ciencia

He ligado antes el documental con el proyecto de la objetividad científica y ello sigue siendo

válido a pesar de que en el postcine esta posición se complica. El nexo ya no es ideológico, no forma

parte de un mito, sino que se despliega en sus verdaderas dimensiones, aquellas que convierten al

documental, incluso el más subjetivo, en una indagación epistemológica, en una representación directa

de la fenomenología del conocimiento. El documental clásico quiso ser el representante artístico del

imaginario de la ciencia, aunque llegara en un momento en que la pura objetividad que pretendía heredar

de ella ya se estaba descomponiéndose en el propio interior de ésta: vale la pena tenerlo en cuenta para

comprender hasta qué punto sigue siendo necesario contar con un dispositivo de raíces pretendidamente

neoclásicas como el documental en una era tan barroca como la nuestra, es decir, no tanto para

garantizar la mirada neoclásica como para poner al día y comprender las implicaciones de la barroca. Si

adoptamos, por lo tanto, el vocabulario científico, podemos decir que la ficción trabaja con modelos,

mientras que el documental hace experimentos. La ficción confecciona modelos de la realidad,

transforma sus presupuestos básicos en hipótesis a las que confiere una forma realista para ver cómo se

comportan. El documental, por su parte, se emplea directamente sobre la realidad visual, como sucede

con el experimento científico. Los cierto es que ninguno de los dos medios obra directamente sobre la

realidad, puesto que el documentalista se aplica a ella a través del entramado técnico ligado a la

tecnología foto-cinematográfica, mientras que el científico efectúa sus experimentos por medio de un

entramado también tecnológico que puede resumirse a las técnicas de laboratorio o expandirse hasta la

complejidad monumental de un acelerador de partículas. Ambos precisan de un aparato para que la

realidad se les muestre de manera fidedigna. Ambos experimentan con lo real para extraer del mismo un

significado. El documental, entendido en su sentido más amplio, propone pues una estética del

experimento, mientras que la ficción propone una estética del modelo. Luego, en el documental, a esa

primera estética (que corresponde a la del fotomontaje clásico) se le aplican dispositivos retóricos que

acercan el producto a la ficción, pero la base de todo ello siguen siendo los elementos de lo real visible.

Este camino de retorno de lo documental a lo ficticio es equiparable al camino de ida que recorre la

misma ciencia a partir de una ficción primaria, puesto que de alguna manera, también el científico está

ligado con aquel aspecto de la ficción que es el modelo, dado que el entramado tecnológico que hace

posible el experimento es la trasposición de un modelo que, a su vez, es la concreción de una teoría

equiparable a nivel formal a una operación ficticia, en cuanto a hipotética. ¿De qué nos sirve esta

perspectiva protocientífica en una época en que parece superada por la propia complejidad de de la

epistemología contemporánea? Nos sirve, diría yo, para tener claras las dimensiones del documental

contemporáneo, para darnos cuenta de que el cambio radical de sus formas no agota las posibilidades

del medio, sino que las coloca en la dirección adecuada, aquella que es más afín a los actuales

problemas del conocimiento de una realidad polifacética y multidimensional.

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El documental, surgido del imaginario del paradigma positivista, supone el inicio de la superación

de este mismo paradigma, superación que culmina en el actual postcine cuando las paradojas que el

modo desarrollaba desde un buen principio se hacen ineludibles. Si bien es el film-ensayo en concreto la

forma que mejor representa esta superación de los planteamientos iniciales, puesto que reconduce al

documental a una posición que era la genuina aunque se mantenía ignorada, se puede decir que todo

documental constituye una “experimentación” sobre lo real, sobre sus condiciones psicológicas, sociales,

políticas, estéticas, así como sobre las necesarias combinaciones psico-dramáticas, socio-políticas,

político-estéticas, etc. Esta experimentación, de carácter estético pero tan ontológica como la que puede

ejecutarse a través del experimento científico propiamente dicho, es una de las formas a través de las

que se manifiesta la confluencia actual entre el arte y la ciencia que da lugar a nuevos saberes.

Cualquier operación documentalista es, por ello, una operación trascendental, como cualquier

operación científica lo es o pretende serlo, ya que se dirige al corazón de la realidad. Pero no por ello el

cine documental debe abandonar el ámbito de lo estético que en él es preferente: sus actividades

fílmicas son operaciones estéticamente trascendentales que nos ofrece perspectivas inéditas sobre una

realidad inmediata. No sobre un modelo de lo real, sino sobre lo real en sí, convertido en imágenes. Un

documental melodramático constituye, en este contexto, un ensayo sobre las emociones, sobre la

construcción de las mismas a través de las imágenes de los medios, sobre la posibilidad de su

reconfiguración, sobre las relaciones entre el imaginario privado y el imaginario público, sobre la historia

íntima, en fin, como trasfondo y alternativa a una historia oficial que se pretende abierta y absoluta. Es un

ensayo a modo de experimento, es decir, una acción que recupera las técnicas del bricoleur, aquellas

que privilegian «el principio no orientado de “esto puede servir”; la apertura al “movimiento incidente”, al

azar técnico, a la “ausencia de proyecto”; pero también a la posibilidad de “resultados brillantes e

imprevistos”; el carácter “heteróclito” de los materiales y de las operaciones; pero también el deseo de

que un solo gesto sea “apto para ejecutar un gran número de tareas diversas”»9.

La concavidad de los espejos

María Cañas rastrea en los archivos emocionales del cine y la pintura y descubre destellos de

pulsiones todavía vivas que expresan y explican muchos delirios actuales. Las imágenes

cinematográficas colocadas en el nuevo contexto dejan de ser retazos de ficción y nos ofrecen aquello

que ocultaban en su contexto original, el hecho de que eran la argamasa que mantenía unida la realidad

y la ponía en disposición de ser unilateralmente comprendida. Cañas experimenta con las imágenes,

prueba con ellas nuevas combinaciones de las que surgen emociones inusitadas que nos proponen

horizontes de pensamiento inesperados.

Cañas se declara deudora de la sensibilidad de pintores como Goya o Fuseli, pero se olvida de

dos escritores cuya vecindad estilística es muy significativa para alguien que cuya obra está

profundamente ligada a la imagen. Se trata de Valle-Inclán y de Gómez de la Serna. Es cierto que el

impulso melodramático de cañas está muy cerca de las terribles alegorías de Goya, así como del horror

gótico de Fuseli: de ello no cabe ninguna duda y la textura visual de sus documentales melodramáticos

así lo atestiguan. Pero también es verdad que su sensibilidad le acerca al proceso de deformación de lo

real que los escritores citados emprendieron en sus obras y que corresponde a esa curvatura que el

sujeto impone a la realidad a través del documental. Meyerhold hablaba de una “deformación

esclarecedora” mediante la cual los personajes de sus obras adquirían su auténtica dimensión

histórica10

. Tanto Valle-Inclán como Gómez de la Serna efectúan desde la literatura una parecida

9 Didi-Huberman, Ob. Cit., p. 33 (el autor parafrasea “El pensamiento salvaje” de Lévi-Strauss)

10 Juan Antonio Hormigón, Ramón del Valle-Inclán: la política, la cultura, el realismo y el pueblo, Madrid, Alberto

Corazón Editor, 1972, p. 345.

14

deformación de lo real que es equiparable a la que emprende Cañas en toda su obra, tanto la neo-

dadaísta como la melodramática. La curvatura que produce la presencia del sujeto en la imagen real de

los documentales equivale a los espejos cóncavos que, según Valle, deforman la realidad para producir

el esperpento o al proceso de escultura que de la Serna aplica a la visión de la realidad para dar lugar a

sus greguerías. Pero lo que en la literatura o en el teatro es un dispositivo retórico que se fundamenta

necesariamente en lo grotesco, en el documental aparece en las mismas raíces de su realismo por

cuanto es una aplicación directa de una fuerza gravitatoria, la del sujeto, que se ejerce, consciente o

inconscientemente, a través de la tecnología. Ello no quiere decir que luego esta curvatura no pueda

acentuarse hasta que el espejo donde se refleja la realidad alcance el grado de concavidad del de Valle

o que el movimiento de las imágenes no pueda componer elaboraciones tan alambicadas como las que

estructura el enunciado de la greguería de Gómez de la Serna.

Estos dispositivos retóricos afectan a dos dimensiones distintas de las formas de exposición,

aunque ambas deforman esclarecedoramente, como quería Meyerhold. Por un lado, el espejo cóncavo

deforma las imágenes, mientras que la greguería lo que deforma primordialmente es el tiempo. Las

greguerías son como haikus en prosa de la misma manera que los propios haikus son como greguerías

poéticas: en ambos casos la realidad se nos presenta elípticamente, aunque con el haiku advertimos la

faceta simple de lo real, mientras que la greguería nos muestra la compleja. Las dos operaciones, sin

embargo, han reestructurado igualmente lo real, lo han deformado para que podamos verlo mejor.

Las greguerías de Gómez de la Serna son el resultado de una mirada atenta a la realidad que la

filtra y la devuelve convenientemente deformada para que exprese aquello que ocultaba en su serena

apariencia. Valle-Inclán recompone drásticamente la imagen de lo real en sus ficciones, pero sobre todo

esta operación es efectiva cuando la ejerce sobre la realidad histórica, como sucede en su serie

inacabada “El ruedo Ibérico”, un conjunto de obras en las que el espejo deformante del autor se aplica

sobre la historia de España. Aparece aquí un rescoldo de documental, de operación archivo, que hace

que el resultado sea más drástico que el que se obtiene en el territorio de lo ficticio. La historia filtrada

por la memoria y la imaginación da lugar a una caricatura de carácter dramático que es inusitada porque

la caricatura, como se sabe, acostumbra a alimentarse de lo cómico. De la misma manera, el gracejo a

veces pueril de las greguerías descubre su dimensión corrosiva cuando éstas se contemplan más como

operaciones epistemológicas que como simples ocurrencias más o menos chistosas. En ambos casos, lo

real se transforma sin perder del todo sus cualidades que, fruto de esta transformación, nos revelan

aquello que hasta el momento habían escondido a la visión cuando ésta se acercaba con pretensiones

de objetividad.

La misma heterogeneidad que descubrimos al analizar las raíces de la obra de Cañas, implica ya

la existencia de un tipo de collage que alimenta las corrientes subterráneas de la misma. En este sentido,

la propia textura de estos documentales melodramáticos es producto no sólo de su voluntaria operación

de mestizaje, apropiación y reencuentro sino también de las tensiones que pugnan en sus entrañas y

que suben libremente a la superficie en el momento en que ésta se desembaraza de una encorsetada

idea de realismo, aunque sin perder de vista la realidad. Como hacían Valle Inclán y Gómez de la Serna,

cada cual a su manera. Elementos dispersos de una historia deformada se aglutinan en las escenas de

Valle a modo de imágenes calidoscópicas; las perspectivas compiten en las greguerías de de la Serna

para confeccionar el retrato centelleante de una realidad inadvertida. En su obra, como en la de Cañas,

el texto es primordialmente la respuesta a las tensiones de un inconsciente de lo real que había sido

olvidado: la forma estética de un clamor ético.

La estética melodramática de María Cañas se inscribe pues en este ámbito, con lo que sus

actividades documentales –documental del inconsciente, del sujeto, de la imaginación, de la memoria,

documental incluso de la historia recompuesta a la manera de Valle- se ven infiltradas no sólo por las

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corrientes de la pintura que genuinamente la autora reclamaba, sino también por el impulso de una

escritura crítica en gran parte olvidada y cuya presencia nos hace conscientes de la profundidad que

puede alcanzar el documental contemporáneo, una vez se ha librado de todos sus disfraces.

Josep M. Català

Publicado en: Sonia García López y Laura Gómez Vaquero (Eds.): Piedra, papel y tijera. El collage en

el cine documental, Madrid, Ocho y medio, 2009.