Diego Velázquez: La Venus del espejo
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Sincronía Invierno / Winter Año 5 Número 13 diciembre 1999-marzo 2000 CUCSH-Universidad de Guadalajara ISSN 1562-384X
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Velázquez: La Venus del espejo
Abstract:
La Venus del espejo, también denominada La Venus de Rokeby, es posterior al
segundo viaje de Diego Velázquez a Italia. Se trata de un óleo de atmósfera íntima
y se acepta que desarrolla un tema mitológico, tratado en forma de alegoría,
protagonizado por: Venus y Cupido; sin embargo, la obra manifiesta la
intertextualidad de una escultura en la que se realiza una representación del
Hermafrodita dormido, e involucra también la inclusión de un reflejo particular, lo
que ha dado lugar a interpretaciones muy diversas que merecen ser consideradas.
De ello nos ocupamos en este trabajo.
Palabras clave:
Venus de Rokeby, Venus del espejo, Diego Velázquez, Hermafrodita, el espejo en
la pintura.
Sincronía Invierno / Winter Año 5 Número 13 diciembre 1999-marzo 2000 CUCSH-Universidad de Guadalajara ISSN 1562-384X
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VELÁZQUEZ: LA VENUS DEL ESPEJO Carmen V. Vidaurre Arenas CUAAD Universidad de Guadalajara
En su estudio sobre la “mise en abyme” en la pintura (1), el investigador en Historia
del Arte, Julián Gallego observa la importancia que el espejo ha desempeñado en
muy diversas obras plásticas y la principal función que la presencia del espejo suele
involucrar en un texto visual:
... un espejo nos muestra la relatividad de la percepción ocular, la variación de la perspectiva en relación con la inclinación del punto de referencia... (2)
El espejo es un cuadro dentro del cuadro, una imagen dentro de la imagen.
Los pintores flamencos los utilizaron para producir efectos de inclusión del
espectador potencial de la escena plasmada en la obra plástica (3). En Las Meninas
(4), Velázquez lo utiliza con similares propósitos, pues el espejo refleja lo que
“queda fuera” de la escena principal, pero también a quienes observan dicha
escena. La función que el espejo tendrá en otra de sus obras nos revela algunas de
las preocupaciones estéticas más importantes del pintor español, nos referimos a
La Venus del espejo.
La Venus del espejo (pintada hacia 1650, aproximadamente) obra que
también será denominada La Venus de Rokeby (5) es posterior al segundo viaje de
Velázquez a Italia. Se trata de un óleo de atmósfera íntima y de cromatismo
“evanescente”, de contrastes de color (cálidos y fríos), que los historiadores del arte
relacionan con la plástica de Giorgione, particularmente por la gama cromática, así
como con la producción de Tiziano, por ciertos elementos figurativos, principalmente
(6). La obra desarrolla un tema mitológico tratado en forma de alegoría,
protagonizado por: Venus y Cupido, como personificaciones de la belleza y el amor,
obra cuyas interpretaciones han sido muy diversas, por lo que merecen ser
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consideradas, tomando en cuenta el marco sociocultural en el que el lienzo se
produjo.
Antes de entrar en materia, es importante por ello señalar que en el desarrollo
de la plástica de siglo XVII se había producido un nuevo sentido que afectaba a la
alegoría, como género pictórico y literario, pues los artistas de la época habían
adoptado una tendencia a presentar la alegoría de manera directa y en forma tal
que se hiciera verosímil al espectador. Lo que significa que, al presentar, en esa
época, un mundo de conceptos humanizados, un mundo que no pertenecía al
ámbito de lo “real” sino de lo metafórico, lo conceptual, y lo imaginario, entraban en
juego una red de relaciones en las que se expresaba una tendencia marcada a
confundir lo “real” con lo “ficticio” y, más que a confundir, a presentar lo imaginario
como real. De este modo también, se ponía en crisis el eje de tensión que separaba
dos ámbitos diferenciados (representación y realidad) y se buscaba dar
corporeidad, hacer tangible, perceptible a los sentidos, lo que era meramente una
creación mental o simbólica.
Aunque esta tendencia estuvo marcada por una importante presencia de una
intertextualidad literaria en la plástica, no se trataba sólo de una subordinación o
dominante de la literatura sobre la pintura, la tendencia respondía a una cultura
emblemática característica del Barroco. El uso de la alegoría también se relacionaba
entonces con una concepción estética en la que la presencia de lo literario y lo
teatral eran destacados, y la alegoría expresaba un sentido intelectual que se
basaba en la comparación de diversos conceptos, presentados como “imágenes”,
para lograr exponer una idea final que con frecuencia era de tipo moral (7).
El empleo de elementos fabulosos, como medio retórico y forma de hacer
explícita la alegoría, entraba en los tópicos de las poéticas aristotélicas ya desde el
siglo XVI -señala Gallego-, y esta tradición adquirió nuevas funciones
posteriormente, porque la alegoría y la presencia de materiales mitológicos en las
artes plásticas llegó a constituir un sistema oscuro para los no iniciados, pero
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resultaba de fácil comprensión para los eruditos e intelectuales, fenómeno que
respondía a una estética elitista e intelectual, que también buscaba incorporar y
apropiarse de tradiciones múltiples, entre las que podían incluirse elementos
populares, aunque el arte exigiera para su comprensión dominios culturales amplios
y especializados. La literatura conceptista y culterana del Barroco ilustra claramente
lo señalado, pero los artistas plásticos habrían de incorporar también estos
recursos, a los que añadían otros que ponían el énfasis en destacar la naturaleza
esencialmente visual, óptica, de la pintura.
Los rasgos enumerados se harían notables en las obras mitológicas de
Velázquez, aunque es importante señalar que tales obras no fueron principalmente
reflexiones filosóficas para el pintor, como lo eran para Poussin, tampoco tuvieron
un carácter gratulatorio o ejemplarizante, como en Rubens, fueron producto de una
serie de investigaciones y de reflexiones sobre la especificidad de la pintura, y de
conceptualizaciones sobre la función ilusionista de la óptica, al mismo tiempo que
constituyeron juegos intelectuales que podían adquirir gran profundidad.
En La Venus del espejo, Velázquez emplea el tema del espejo y el de sus
propiedades perceptivas y multiplicadoras del espacio, prolongando así su reflexión
plástica en los aspectos que el espejo involucraba, como modificador de la vista y
de nuestra percepción de la realidad, para conducirnos a interpretaciones diversas
del mundo y de lo contemplado.
En los diversos géneros pictóricos: retrato, paisaje, escena, etc., la historia y
la mitología dejaban de ser, en la producción de Velázquez, temas separados, para
convertirse en formas que ilustraban e invitaban a hacer reflexiones sobre
experiencias racionales, se transformaban en ejercicios de recreación y de
reinterpretación de las cosas.
Velázquez conocería al más grande maestro del ilusionismo de su tiempo,
Gian Lorenzo Bernini, quien tendría gran influencia en las prácticas pictóricas del
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ilusionismo barroco, dentro de una tendencia, típica de la época, orientada a
establecer conexiones o identificaciones; y, a la vez, diferenciaciones, entre la
realidad y el arte de la representación, tendencia que se hizo manifiesta tanto en los
temas mitológicos, como en los religiosos e incluso en otro tipo de temáticas en el
Barroco
En numerosas obras ilusionistas del Renacimiento y del Barroco se pretendía
unir el mundo de la realidad con la esfera de la producción artística, y se buscaba
hacer lo más verosímil posible las obras plásticas, para con ello equiparar la
creación intelectual y creativa, concebida también ésta como un medio para
comprender la realidad. Estos aspectos resultarían importantes en la producción de
Velázquez y en la de muchos de sus contemporáneos, que acusaban tendencias
hacia una exaltación de la labor intelectual y racional, científica del hombre, pero sin
desdeñar el mito, la religión, la fantasía, en sus producciones plásticas.
Sobre el asunto que ha elegido Velázquez en su obra nos parece necesario
señalar que era frecuente que se representara a Venus mirándose al espejo, así,
por ejemplo: hay tres ejemplares de una Venus de Tiziano en el tocador, con un
Cupido que sostiene un espejo donde ella se mira (en la National Gallery of
Wasington, la Ca’ d’Óro de Venecia y el Hermitage). Veronés reproduce la tópica
en Vanidad (Galería San Lucas de Roma), tema que ya tenía tiempo de figurar en
la plática y en el que un personaje femenino era representado mirándose al espejo.
Rubens coloca a Venus de espaldas, mientras Cupido tiene en alto la efigie de la
diosa reflejada, como un icono de devoción (Kunsthistorisches Museum de Viena).
Velázquez recrea el asunto de manera particular: reclina a su modelo como el
Hermafrodita dormido (8), estatua a la que el "pudor" hacia ver de espaldas en las
colecciones reales. De hecho, el pintor español había encargado un vaciado en
Roma de la escultura clásica del Hermafrodita del Museo de Louvre, con el propósito
de enviarlo a la colección real española (9). Este hecho, nos ofrece una primera
interrogante y nos plantea una serie de posibilidades de lectura, pues el modelo que
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Velázquez adoptó no fue el más común para representar a Venus; sino el de otro
personaje mitológico que poseía su propia tradición.
Debemos considerar que las pinturas mitológicas de Velázquez plantean el
desafío de determinar la forma en que se reinterpretaban las fuentes antiguas, pues
su enfoque al hacerlo no es uniforme en todas su producciones: hay obras que son
alegorías mitológicas trasladadas a un contexto sociocultural diferente
(contemporáneo al pintor), otras que son descriptivas, otras que exponen una
variación notable entre el texto antiguo y la nueva versión, y otras más que poseen
una ambigüedad que no se soluciona fácilmente (10). Su manera de ver, su
perspectiva ante las tradiciones mitológicas, parece cambiar a lo largo del tiempo, y
en un principio se inclina por la reproducción de convencionalismo e idealizaciones,
luego nos ofrece una visión personal que no está exenta de un enfoque distanciado,
crítico, astuto, ambiguo, por ejemplo, al desarrollar el tema de La Venus del espejo
y tomar como modelo importante para su figura femenina -la diosa Venus que
representaba el ideal divinizado de la belleza de una mujer-: la escultura del
Hermafrodita; es decir que, Velázquez parecería estar desde el principio fusionando
dos tradiciones distinta, las del Venus y la de uno de sus descendientes.
El Hermafrodita era un personaje mitológico que poseía una carga de
significaciones particulares. Algunos de los estudiosos del origen de los materiales
míticos involucrados en esta tradición han señalado que la figura del Hermafrodita
fuera tal vez procedente de Oriente, como muchas tradiciones incorporadas a la
tradición grecolatina. En el "Libro IV" de Las metamorfosis de Ovidio (11), conjunto
de relatos centrados en el tema de la transfiguración, se refiere la historia de
Salmacis y Hermafrodita, narrada por Alcitoe: El vagabundo hijo de Hermes
(Mercurio) y Afrodita (Venus), que gustaba de conocer los ríos, llega a un estanque
de aguas cristalinas en el que habita una ninfa que no practica la caza sino que se
dedica a bañar sus bellos miembros en el manantial, a peinar sus cabellos y
recostarse en el prado, ella se enamora del joven al que sorprende desnudo en las
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aguas y lo desea con tal intensidad que intenta seducirlo, en su abrazo amoroso él
busca separarse y ella ruega a los dioses que sus cuerpos jamás se separen, lo
cual le es concedido, produciéndose una peculiar transformación que hace de los
dos cuerpos uno solo, que no se parece ni a un hombre ni a una mujer y es al mismo
tiempo hombre y mujer, a juzgar por el texto: los miembros del joven y su voz se
tornan femeninos, aunque se conserva el sexo masculino. El joven, al ver su
transformación solicita que todo hombre que se sumerja en esas aguas sufra un
"afeminamiento", lo cual es concedido también.
El personaje del Hermafrodita representaba la fusión conflictiva de lo
femenino y lo masculino, ocasionada por el deseo corporal insatisfecho de un
personaje femenino que desea a quien no la desea. El personaje constituía una
conjunción de dos belleza narcisistas que sólo se complacían en su propio placer.
No involucra directamente una problemática de la identidad, como ocurre con
Narciso, sino una problemática que surgía de la tensión de un antagonismo no
resuelto, entre desear y poseer, y entre ser deseado y no desear ser poseído, pero
implica la historia de un deseo intenso que se impone, el deseo de una ninfa que se
ocupa sólo del cuidado de su propia imagen y hace de su deseo el motivo que ata
a su amado a ella, que lo funde a ella.
El material mitológico del Hermafrodita está claramente emparentado con el
mito de Narciso, pero constituye una variante, en la que la búsqueda del encuentro
no conduce a la muerte, sino: a una unión de contrarios, de personajes diferentes,
unión que es, a la vez, dramática y humorística. El mito involucraba una
transformación en la que se rompían los límites entre las diferenciaciones claras de
los roles o identidades de lo femenino/ lo masculino (12).
Ahora bien, en la versión escultórica del personaje del Hermafrodita tiene
lugar un fenómeno peculiar: se ofrece, al espectador de la escultura, un deseable
cuerpo femenino que, sorpresivamente se revela como algo que parecía ser lo que
es, pues se trata de un ser que posee un sexo masculino. La figura del Hermafrodita
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conducía al espectador a reflexionar sobre el hecho de que las cosas no son
siempre lo que parecen, y a reflexionar sobre el engaño de que pueden ser objeto
los sentidos, invitaba a tomar conciencia sobre un ilusionismo que hace caer en una
trampa o engaño inesperado. Al mismo tiempo, “materializaba” lo que era “ficticio”
o conceptual: la fusión en un solo ser del amante y el amado, de lo femenino y lo
masculino.
Lo anterior resultaba particularmente atrayente para un artista que, como
Velázquez, había hecho objeto de su reflexión estos aspectos en la plástica.
Por otra parte, la escultura en cuestión concretaba un ideal estético de
belleza particular, pues el cuerpo representado en la escultura posee una belleza
que pervive hasta nuestros días, una belleza “clásica” y mostraba como verosímil,
lo “prodigioso”: la transfiguración y la fusión, la metamorfosis.
Parecería entonces que el artista español ha procedido de manera astuta:
pues, para el espectador que desconocía la intertextualidad escultórica que
involucra su obra pictórica, en relación con el mármol del Hermafrodita, su obra
representaba un tópico renovado de Venus frente al espejo. Para el espectador que
identificaba la intertextualidad, y el juego que se establecía con respecto a la
escultura antigua, el reflejo del espejo le ofrecía una nueva versión del Hermafrodita
que proponía varias posibilidades de lectura, pues en el lugar en donde debería
revelarse el sexo masculino del Hermafrodita, aparecía otra cosa: un rostro difuso,
que no descubría si el personaje reflejado era totalmente femenino o no, como
tampoco se daba una alternativa única para la distorsión del reflejo (en el reflejo se
ha visto también el rostro envejecido de Venus; o simplemente una distorsión propia
de los espejos antiguos). Es decir que, se producía un enmascaramiento que
conducía a varias posibilidades de solución, porque, por un lado, el pintor había
resaltado los aspectos "femeninos" del cuerpo de su Venus, al mismo tiempo que
no resolvía la identidad sexual del personaje presentado de espaldas al espectador,
ya que en lugar de mostrar su sexo, como en la escultura, nos mostraba el reflejo
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de su rostro, un rostro distorsionado, difuso, que no correspondía fielmente al que
se adivinaba en el trazo de la cara femenina, como si fuera una persona la que mira
al espejo, y otra la que se refleja.
En relación con la identificación del reflejo en el espejo de la Venus de
Velázquez se han desarrollado diversas hipótesis: hay quienes aceptan que el
reflejo del rostro corresponde al del personaje que se mira en él, adivinando en el
rostro de Venus incluso una media sonrisa que asocian a la Vanidad (13). Otros
más, observan que existen diferencias entre el rostro reflejado y el que
correspondería a Venus y ven en la distorsión una figura fantasmal (14), o ven en el
reflejo la recreación de tópico sobre las "edades de la mujer", de tal manera que,
Venus se mira joven en el espejo, para encontrar en él su rostro envejecido,
fenómeno que aludiría también al tema poético sobre la fugacidad del paso de la
vida y a la reflexión sobre el modo en que el presente se emplea. Además, las obras
que desarrollaban las edades del hombre y de la mujer eran también frecuentes en
la época de producción del lienzo del pintor español. (15)
Por otra parte, de ser cierta esta última interpretación se estaría ilustrando
una gran ironía: al presentar a Venus, encarnación de la belleza ideal, como un ser
que al mirarse en el espejo no puede ver el rostro de su belleza sino, sólo el de su
vejez. Tema opuesto al Triunfo de Venus, al “baño o aseo de Venus” (relacionado
con el de “Venus en el tocador”) y más vinculado con el Carpe diem y con las
alegorías de la Vanidad, para el que la figura de una diosa inmortal se prestaba
poco.
La Venus del espejo es una de las obras más importantes de su autor. La
mayor parte de los críticos están de acuerdo en señalar que el tema pintado por
Velázquez tenía numerosos antecedentes, constituía un ejemplo de recuperación
de tradiciones anteriores para convertirlas en objeto de una nueva versión que
incluía elementos originales y nuevas significaciones. Fue objeto de diversas
polémicas, debido a que se trata de una muy peculiar versión. Es uno de los pocos
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desnudos que pueden encontrarse en la pintura española de la época (16) y el único
que se conoce de Velázquez, pese a que se tiene certeza de que pintó otros, incluso
por encargo (17).
La interpretación más difundida de este óleo fue, durante algún tiempo, la de
una alegoría que presentaba al amor (Cupido) atado por "dulces lazos" a la imagen
de la Belleza (Venus), una Belleza que sólo pensaba en sí misma y daba la espalda
al espectador. De acuerdo con esta lectura del óleo de Velázquez, Venus evocaba
al personaje de Narciso, el joven de la tradición mitológica que amaba su propia
imagen y se complacía en su auto-contemplación, al mismo tiempo que se vinculaba
a la representación de la Vanidad, además, la Venus de Velázquez era una Venus
Calipigea y un “Triunfo de Venus” (representación de Venus triunfante como
encarnación de la belleza femenina).
En estas interpretaciones de la obra, los fenómenos señalados involucraban
también una fusión de mitos y tradiciones grecolatinas y barrocas, lo cual, como
hemos indicado antes, constituía una sistemática característica y recurrente en el
arte del periodo que le tocó vivir a Velázquez. Sin embargo, esa interpretación se
pondría en crisis, cuando diversos estudiosos del arte observaron que en el espejo
se reflejaba un rostro femenino difuso, espejo que por su colocación e inclinación
debía reflejar otra cosa (18), el sexo del personaje femenino y no su rostro (19).
Estas consideraciones obligaban a tomar en cuenta la posibilidad de una semántica
distinta del óleo, particularmente porque el espejo, era un elemento importante en
el arte de Velázquez y tenía una subrayada carga semántica, según lo podemos
apreciar en Las Meninas.
A la luz de las observaciones realizadas en la lectura más aceptada sobre el
óleo y el reflejo del espejo representado en él, el espejo representaba un rol
significante diferente al que se consideraría después: era un instrumento de
autoconocimiento, pues Venus parecía estar explorando con ese espejo, el aspecto
de su rostro. No miraba hacia un observador, veía, al enfocar una parte de su propio
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cuerpo (su rostro), un rostro difuso y distinto al que correspondería al trazo de la
cabeza del personaje. Cupido estaba atado a esta auto-contemplación cargada de
erotismo de un desnudo femenino en un lecho, un epitalamio, y se presentaba como
testigo y voyerista, como cómplice de esa experiencia de Venus. En el óleo de
Velázquez se dejaba al espectador potencial de la obra en un papel semejante al
de Cupido, como espectador de Venus, al mismo tiempo que la obra obligaba a
recrear mentalmente la ausencia involucrada en el reflejo, la imagen parcialmente
censurada del rostro, sustituida por un reflejo difuso.
Al asociar la obra con el mito del Hermafrodita y con las problemáticas que
presentaba el reflejo, se observaba en cambio, pues la representación establecía
una equiparación o una identificación entre el sexo y el rostro (metáfora o elemento
simbólico de la identidad) del personaje representado, destacando también la
importancia del reflejo que no respondía a las leyes de la óptica.
La representación involucraba un juego que propiciaba una fuerte
interrelación entre la parte posterior del cuerpo (las nalgas y la espalda) y la del
frente (el sexo y el rostro). Pues, Velázquez había realizado un desnudo de espaldas
(Venus Calipigea) y de este modo rompía con la tradición más difundida, mostraba
aquello que, generalmente, quedaba excluido en la representación visual del retrato
de un desnudo: la espalda, las nalgas, la parte posterior del cuerpo desnudo, sin
eliminar del todo la representación del rostro del personaje y "sugerir" la “identidad”
oculta en el retrato realizado en el óleo. “Sugerir” porque no era un reflejo que
materializara la belleza de Venus lo que se reflejaba en el “cristal”.
Observaremos que Velázquez modificó sólo un poco la postura que el
personaje del Hermafrodita tiene en la obra que le sirvió como una de sus bases a
seguir. Su Venus vuelve el rostro en dirección opuesta a la del Hermafrodita, de tal
manera que el espectador no puede verlo (en la escultura, el rostro es
marcadamente femenino y tiene los ojos cerrados, es un durmiente que se muestra
a la contemplación del espectador); la figura femenina de Velázquez se encuentra
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un poco levantada debido a que ella ha sido representada como quien sostiene su
cabeza apoyada sobre el brazo derecho doblado. La tela que se enreda en las
piernas del Hermafrodita figura en el lienzo colocada entre Venus y el espejo. Los
otros cambios corresponden al escenario, pues los lugares sobre los que se
recuestan los dos personajes son distintos y el personaje de Velázquez queda
ubicado en un espacio privado, una habitación que sólo es visible en forma muy
parcial. Velázquez ha incorporado además a Cupido y el espejo, elementos que
figuraban en una obra de Tiziano, en relación con Venus, representada de frente y
mirando, hacia su izquierda, su rostro en el espejo que sostiene Cupido; elementos
que, además, eran recurrentes en las representaciones de Venus, pero también en
las alegorías de la Vanidad, desde mucho tiempo atrás; pero no figuraban en
relación con el tema iconográfico del Hermafrodita.
La Venus de Velázquez se manifiesta así como más despierta y consciente
de sí misma y del entorno próximo, sus formas son más voluptuosas, pero el aspecto
escultórico que procede del intertexto, no se borra del todo. Su Venus también se
ofrece a la contemplación, al mismo tiempo que “rechaza” ver a quien la contempla,
sin cerrar los ojos sino: fijando su mirada en el espejo, es decir, convirtiéndose ella
misma en sujeto y objeto de contemplación, de autoconocimiento, o de su vanidad.
Otra obra de Tiziano, Venus y Adonis (1555), guarda también algunos puntos
de contacto, aunque menos importantes, con el óleo de Velázquez. Esa Venus de
Tiziano se muestra también de espaldas al espectador, semi-levantada porque
abraza el cuerpo de Adonis, personaje cuyo rasgo principal, de acuerdo con las
tradiciones, era su enorme belleza. En ese lienzo de Tiziano, hacia la izquierda del
espectador potencial, casi en el mismo lugar en el que se encuentra el Cupido del
óleo de Velázquez, se puede ver un niño, probablemente Cupido o un "puti" (tal
como correspondería a una ilustración de la anécdota referida por Ovidio sobre
Venus y Adonis). Venus lleva el cabello recogido y está desnuda también. Aunque
el escenario y la escena son distintos en la obra de Velázquez, ya que no figura el
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personaje de Adonis y Venus se encuentra "prendada", no de otra belleza sino, del
reflejo de la imagen del espejo, en el escenario de su lecho.
La comparación nos permite observar que Velázquez ha tomado diversas
fuentes: ha desarrollado la tópica del espejo que era elemento recurrente en las
ilustraciones alegóricas de la Vanidad y en algunas representaciones de Venus, la
tópica de vincular a Venus y a Cupido como en la escena de Venus y Adonis de
Tiziano, tomada de Las metamorfosis de Ovidio, y ha incluido motivos que proceden
de la escultura clásica del Hermafrodita, tema también tratado por Ovidio. Se trata
de una fusión de elementos que dan origen a un nuevo texto en el que se pueden
localizar signos y "contenidos" que procedían de otras obras y que al establecer una
nueva relación adquirían nuevos sentidos, permitiendo varias lecturas.
Una de estas lecturas es la que emerge de la correlación que se puede
establecer entre varios de los fenómenos presentes en el lienzo de Velázquez: la
intertextualidad de la escultura del Hermafrodita, unida a la representación de una
figura femenina desnuda de espaldas (cuyo sexo no vemos), la distorsión de la
imagen del reflejo en el espejo que, además, no podría reflejar el rostro del
personaje, salvo que éste estuviera viendo en realidad su sexo, y la anécdota mítica
referida por Ovidio del personaje del Hermafrodita, en la que se produce la fusión
de lo femenino y lo masculino, transformación que afecta a una belleza narcisista,
la de la ninfa que se enamora del hijo de Afrodita y Hermes.
Esta lectura es la más arriesgada porque supondría que el rostro que se
refleja en el espejo, y que está en lugar en el que debería estar el sexo del desnudo,
y del reflejo nítido de la cara del personaje femenino, es una fusión del rostro
femenino (de la modelo que sirve para representar al personaje) y el rostro de un
personaje masculino (el rostro del amante de la modelo que hubiera encargado el
lienzo, o incluso el propio pintor, que serviría aquí para aludir al personaje masculino
involucrado en el relato mítico del Hermafrodita) (20).
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Esta última hipótesis permitiría desarrollar dos lecturas distintas del óleo,
porque al incluir su propio rostro, o el del amante de la modelo, y fusionarlo con el
rostro de la modelo identificada como “Venus”, el pintor retomaba algunos
elementos procedentes del mito del Hermafrodita, ofreciendo en realidad una
variante del tema clásico de Las metamorfosis, pues no sería el sexo del personaje
escultórico el que haría evidente la fusión de lo femenino y lo masculino, sino el
reflejo de un rostro en el que se mezclaban facciones femeninas y masculinas de
manera discreta, salvaguardando además la identidad de la modelo desnuda, de su
amante y el “pudor”. Al mismo tiempo, y de acuerdo con esta lectura del óleo, el
pintor podría manifestar, veladamente, el deseo de unión corporal del personaje
masculino, quizá no satisfecho, hacia la modelo; o bien, astutamente expresaba, en
forma también velada, que cuando esa belleza femenina ideal se miraba al espejo
veía en éste: su rostro confundido con el rostro de quien era su amante (fuera quien
encargó el lienzo o el propio pintor).
No podemos ignorar que la polisemia ha sido introducida en la obra por el
artista, pues hay hechos concretos que mantienen las ambigüedades y el misterio,
incluso si aceptamos que Velázquez ofrece una versión de Venus y no del
Hermafrodita en su lienzo (aunque la obra haya tenido tan diversos nombres que
eso nos indica que el pintor no le dio título y que las distintas denominaciones
responden a las lecturas que de la obra hicieron quienes la catalogaron). Estas
ambigüedades derivan de que al representar a Venus, Velázquez no ha seguido
únicamente el modelo de Tiziano o de otros maestros, ha elegido expresamente
como material intertextual la escultura de un Hermafrodita, y al hacerlo ha incluido
variaciones importantes, pero también ha conservado suficientes elementos para
que se reconozca la obra original de la cual parte. Ha evitado esclarecer, sin lugar
a dudas, cuál es el sexo de esa belleza pintada, no sólo porque no vemos su sexo,
tampoco vemos con nitidez su rostro; y aunque las formas corporales expusieran
una acentuación de los rasgos femeninos, al retratar un cuerpo que, a diferencia de
la escultura antigua, es menos delgado, menos "andrógino", y corresponde más
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claramente al prototipo de belleza hispana de la época; este último fenómeno podía
constituir una astucia mayor para hacer más visible el engaño, presentando un
asunto que podían resultar demasiado fantástico (la fusión de los dos sexos a causa
del poder de los dioses, en un solo ser), de manera que la versión ofrecida resultaba
más "asimilable", para el espectador, y podría ser considerada como una metáfora
de una realidad: la fusión de los amantes en un solo rostro, en una misma identidad,
en un mismo ser; en una forma menos explícita que la visión de un cuerpo
marcadamente femenino con un sexo, claramente masculino.
Sabemos que ésta tendencia a la verosimilitud y a la “elocuencia” visual
constituía un hecho generalizado en el arte de la época. Sabemos también que,
algunos artistas renacentistas y luego otro barrocos, habían hecho presente en las
obras artísticas una tendencia a darle a las tradiciones y mitos clásicos nuevos y
múltiples sentidos, en ocasiones para proponer lecturas morales, cristianas,
estéticas o filosóficas, que no necesariamente estaban involucradas en las
tradiciones originales, por lo que resultaba posible considerar la obra de Velázquez
como una versión más “verosímil” o “encubierta” del mito del Hermafrodita,
interpretado como símbolo de la unión corporal amorosa.
El arte de la época funcionaba mediante una sistemática recurrencia al
intertexto, la recuperación de una obra anterior de la que se ofrecían nuevas
versiones, de lo que encontramos abundantes ejemplos literarios, pero también en
la pintura.
Considerada entonces como una versión pictórica del Hermafrodita, la obra
involucraría un ejercicio intelectual y metafórico, al valerse de la alusión culta, en
lugar de la demostración o referencia directa, y abriría la posibilidad de lecturas
irónicas contenidas en el lienzo, pues incluso el personaje de Cupido, atado por
suaves lazos al espejo, referiría no a la figura de Venus y Cupido en el tocador de
la diosa, sino a la vanidad y al amor de la ninfa cuyo deseo derivó en una fusión de
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identidades, en que se ataban dos personajes en una misma identidad, en un mismo
ser.
Sin embargo, debido a que la tradición ha reconocido en esta obra la figura
de Venus mirándose al espejo y a que el rostro reflejado es lo suficientemente difuso
para permitir la posibilidad de otras interpretaciones del óleo, la hipótesis sólo puede
ser considerada como una de las lecturas posibles de la obra de Velázquez, y podría
argumentarse que la distorsión en el rostro puede deberse simplemente a un efecto
producido por imperfecciones en el espejo. Sea como sea, lo que nos demuestran
estos hechos es que Velázquez ha creado una obra cuya polisemia se multiplica,
cuya posibilidad de interpretaciones se manifiesta como diversa, rica, compleja,
pese a tratarse sólo, en apariencia, de un retrato de desnudo mitológico.
Las formas particulares que el intertexto podía adoptar en esa época eran
múltiples, iban desde la cita, la referencia, el homenaje, la parodia, a las variaciones
(deconstrucciones) más o menos originales. Estos fenómenos se conservarían por
largo tiempo, llegando incluso hasta nuestros días, en todas su modalidades (21).
Ahora bien, dentro de la categoría de "homenaje", por ejemplo, está realizada
una obra del siglo XX, del pintor mexicano José Castro Leñero, Desnudo frente al
espejo (1992), que recrea La Venus del espejo, de la National Gallery de Londres,
pintada por Velázquez.
No vamos a detenernos más, en las diversas interpretaciones del óleo de
Velázquez, para considerar la relación que esta obra guarda con respecto a la
versión que nos ofrece José Castro Leñero y lo cual puede esclarecer algunos
elementos involucrados en los dos textos plásticos considerados.
Podemos observar que, aunque las variantes entre la versión anterior y la
nueva versión no parecen significativas, adquieren importancia cuando las
interrelacionamos y las contextualizamos. Para lo cual vamos a considerar las dos
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obras, cuya comparación nos permitirá precisar algunos de los sentidos específicos
que cada una de ellas implica.
En la versión del siglo XX, del pintor mexicano, encontramos: 1. La
eliminación del personaje de Cupido. 2. La clara definición del rostro del espejo. 3.
La representación de una imagen que parece invadida por la humedad, una imagen
cuyos colores se presentan como escurridos, delicuescentes, manchando la imagen
de manera que ésta parece húmeda o dañada por el agua. En la versión de Castro
Leñero, la relación entre el desnudo femenino representado y el personaje de
Narciso se hace más fuerte que en la obra de Velázquez, pues recordaremos que
Narciso contempla en las aguas su propia imagen y acaba ahogándose en las aguas
en las que ve su imagen reflejada, por lo que la sugerencia de la humedad en su
obra se correlaciona con la anécdota mítica de Narciso, al eliminar la ambigüedad
que implica en Velázquez el rostro reflejado, pues, el reflejo del espejo nos revela
un rostro más nítido en la obra de Castro Leñero, y, de acuerdo con los cánones de
belleza contemporáneos, más bello que el reflejo de la versión española, más
claramente femenino y acorde al de la mujer que se refleja en él. Este reflejo mira
hacia el espectador potencial, involucrando al espectador en la escena
representada, con un rol diferente al que le ofrece el óleo de Velázquez: el
espectador se convierte en un espectador contemplado por un reflejo nítido cuyo
espacio se torna acuoso, es el espectador el que único contempla una imagen que
se vulnera por la liquidez húmeda que afecta el cuerpo y el resto de lo representado
en la imagen (la cortina, la tela que cubre el mueble sobre el cual descansa el cuerpo
femenino desnudo, un cuerpo más delgado que el de la Venus del óleo de
Velázquez), porque Cupido no aparece. El efecto de humedad destiñe y corre los
colores, evidenciando que se trata de una representación plástica, de una imagen,
de un conjunto de manchas de colores. Se invierte el fenómeno que tenía lugar en
la obra de Velázquez, en donde el reflejo es difuso y el resto de la representación
es nítido.
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Otro aspecto interesante a considerar en la versión más moderna de la
escena es que en esta obra contemporánea, la espalda, las caderas y las piernas
del personaje femenino son afectadas por las manchas que escurren los colores,
detalle que al ser relacionado con la historia de la obra de Velázquez se vuelve
particularmente significativo, pues, en 1914, Mary Richardson, una sufragista y
militante feminista, dañó la obra de Velázquez, por considerar que en la misma se
representaba a la mujer como objeto sexual y por considerar que se denigraba en
esta representación a la figura femenina. La mujer rasgó el lienzo en diversas
partes, afectando, sobre todo, la espalda y las caderas del desnudo representado
por pintor barroco (22). Esta anécdota histórica resulta evocada por el fenómeno
que se ofrece en la nueva versión de Castro Leñero, al señalar justamente esas
partes del desnudo mediante las manchas de colores escurridos. Los signos portan
así una plusvalía semántica para el observador que cuente con una competencia
cultural que le permita reconocer en ellos una referencia a la historia del lienzo de
Velázquez. Pues, parecería que se han recuperado los elementos de la lectura
hecha por la sufragista inglesa y el desnudo figura como marcadamente reificado,
cosificado (no podemos ignorar al verlo que se trata de una imagen dañada y no de
una figura o personaje “real”). En la obra moderna podemos observar un efecto
distinto al que pretendía la obra de Velázquez: el pintor moderno destaca que la
imagen es una representación, un cuadro. Velázquez buscaba hacer creíble,
tangible, real, su representación, su construcción intelectual y mitológica, plasmada
a través de colores.
La comparación de dos obras que parecen tan semejantes nos revela
contenidos ideológicos muy distintos, porque el óleo de Velázquez hace presente
un conjunto de rasgos que corresponden al desarrollo de una serie de tendencias
que se habían gestado en Europa ya desde fines del siglo XVI, relacionadas con la
recuperación de un fuerte naturalismo en la plástica que estaría vinculado, en sus
orígenes, a las obras de Caravaggio:
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... el problema del realismo, tal como lo plantea Carvaggio, se inserta [...] dentro de una nueva manera de observar la realidad. Su pintura es una reflexión acerca de las posibilidades del ojo como órgano de visión, que se traduce en un realismo [...] constituía una interpretación ubérrima de la poética aristotélica de la mímesis que había experimentado una revalorización a partir de la segunda mitad del siglo XVI, y que en XVII constituye una de las bases fundamentales de las teorías estéticas que vieron en su retórica uno de los más firmes puntales. De esta manera, Aristóteles y Cicerón se convierten en los autores más citados por los tratadistas del siglo XVII [...] La retórica mezcla lo verdadero con lo probable; ambos aspectos pueden convertirse en un medio para convencer al espectador. De ahí procede el ilusionismo, la técnica, alcanzando un efecto y una impresión subjetiva de la realidad. El aspecto teatral del Barroco también se basa en esto; tanto el teatro como las artes plásticas, la literatura y la vida oficial están sometidos al mismo principio de la ilusión y del convencimiento. (23)
De hecho, en la obra de los diversos autores de la época de Velázquez se
puede constatar el uso de las propiedades de persuasión aplicadas a la alegoría, la
presencia de los efectos de verosimilitud, el uso de un naturalismo basado en un
sentido clásico de las figuras, a lo se debe agregar la propuesta de una lectura
racionalista de las obras.
Otro elemento importante que figura en relación con el óleo de Velázquez es
el uso del intertexto y la forma en que se asume este recurso, pues aunque los
autores de la época harán uso frecuente de la intertextualidad, se trata de una
intertextualidad múltiple que da base a una obra posterior que tiene un sentido que
surge de la relación de los contenidos que las obras anteriores aportan a la nueva.
El tipo de intertexto a los que recurrieron los artistas del siglo XVII y algunos del
siglo XVI está claramente delimitado:
Caravaggio no tuvo reparos en inspirarse en algunas de sus obras en modelos tomados directamente de Miguel Ángel o Rafael [...] Recoge modelos de Campagnola, Peterzano y, sobre todo, [...] de Romanino [...] Rubens, mantiene de igual manera complejas y constantes relaciones con la época anterior [...] el estudio de Tiziano, Paolo Veronese y Tintoretto [...] Había reunido mármoles y estatuas que llevó e hizo conducir de Roma con toda clase de antigüedades [...] Anibal Carracci [...conocerá] el Laocoonte y las obras de Miguel Ángel, sin cuya bóveda de la Sixtina no comprenderíamos los frescos del Palacio Farnesio. De esta forma [el arte clásico], Miguel Ángel, Correggio y [la tradición de] Venecia [...] sirvieron de base histórica para formular el clasicismo barroco. (24)
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En el texto de José Castro Leñero, en cambio, hay un solo intertexto y se
evidencia el hecho de que el observador está mirando una imagen, no una escena
naturalista, se pone en juego lo que dentro del arte contemporáneo se ha dado en
llamar una de las múltiples formas intrarreferencialidad y que consiste en indicar,
dentro de una obra, que se está viendo o leyendo una obra de ficción, un texto
artístico, y que, por más que pueda parecer real, lo representado no es sino una
representación.
La ambigüedad del reflejo hacía posibles muy diversas lecturas que la obra
contemporánea elimina, pues el reflejo es nítido, claro, por lo que no se presta al
juego de diversas interpretaciones o lecturas, reduciendo la polisemia. Al mismo
tiempo, el efecto de inclusión del potencial espectador en la representación es más
fuerte en la obra del pintor mexicano, que en la obra de Velázquez, lo cual, debido
a la desnaturalización de la escena, trae como consecuencia la inclusión y
asimilación de lo real a la ficción, y no a la inversa, como ocurre con los textos del
siglo XVII.
Este fenómeno se puede localizar en muchas obras del siglo XX, unido a una
recuperación del idealismo alemán que en México ha tenido una enorme influencia
que inicia a principios de siglo y se continúa hasta el presente, como lo harán
manifiestas las obras literarias de Octavio Paz, por ejemplo.
En El laberinto de la soledad no sólo han sido localizadas huellas del
idealismo alemán, en este ensayo, centrado en la problemática de la identidad
nacional, la identidad individual y en la problemática relación entre hombre/mujer, el
mito de Narciso sirve para dar inicio a la obra y forma parte de toda una
problematización de la identificación que se aborda a lo largo del texto literario (26).
La identificación atañe, en la obra plástica de Castro Leñero, a la relación con
esa mirada que el reflejo del personaje femenino dirige al potencial espectador, que
queda ubicado en el papel que correspondería a un Narciso que observa un reflejo
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de sí mismo en una imagen delicuescente, "acuosa", de una figura femenina. Este
fenómeno tiene varias consecuencias: el pintor hace ver, al potencial espectador de
su obra, el rostro del reflejo tal como él lo debía ver, en la misma perspectiva y
enfoque (casi frontalmente y desde atrás de la figura). De esta manera, la figura
femenina se transforma en un "otro yo" que se refleja al mirar la imagen y se
transfiere al espectador el papel anecdótico que tuviera Narciso en el antiguo mito.
Por lo que el texto plástico enuncia, de una manera distinta, algo similar a lo que
Octavio Paz refiere en su célebre ensayo y que él aplica de modo exclusivo al
adolescente: La toma de consciencia del ser se da a través del enfrentamiento con
una imagen, la nuestra o la de otro, al que comparamos con nosotros. Este
enunciado que forma parte de una ilustración metafórica recurrente dentro de las
corrientes psicologistas de la problemática de la identidad. No vamos a detenernos
en las consecuencias de estos fenómenos. Nuestra intención se limita a precisar
ciertas diferencias entre dos obras que guardan una relación estrecha y a destacar
la importancia que las variaciones involucran, pese a parecer, en una visión
superficial, poco importantes.
Mientras que la obra de Velázquez nos permite reconocer en la figura
femenina representada, simultáneamente, a Venus en compañía de Cupido, una
representación de la Vanidad, una nueva versión del Hermafrodita, del narcisismo
femenino, y una representación del autoconocimiento del personaje, vinculada con
lo corporal. En la obra de Castro Leñero, el personaje femenino se nos presenta
como un Narciso femenino que conlleva una potencial inclusión del espectador. La
identificación con Venus aparece como parcialmente bloqueada, observaremos que
incluso ha sido eliminada del título de la versión mexicana (Desnudo frente al
espejo) y sólo surge de manera indirecta por el reconocimiento del homenaje. La
identificación con la Vanidad también aparece bloqueada, pues el personaje
representado puede lo mismo estarse contemplando que estar mirando a otro (al
pintor o al potencial espectador). La identificación con el Hermafrodita también está
bloqueada y es totalmente indirecta (no figura la tela que aparecía en la obra de
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Velázquez y que remite a la escultura, pues el modelo a seguir para el pintor
mexicano ha sido el texto de Velázquez, y no la escultura de mármol).
Por todo lo anterior podemos afirmar que la versión moderna no sólo nos
ofrece una reducción semántica de la versión anterior, nos ofrece una versión más
unívoca, menos ambigua, pero también menos rica, y en la que el mito de Narciso
se destaca, al mismo tiempo que los procesos de modernización afectan a los
elementos antiguos (el marco del espejo es más "moderno", el tipo somático de la
figura es más actual).
La reducción no sólo afecta a la ambigüedad de las múltiples identificaciones
posibles que ofrecía la obra de Velázquez, también se hace manifiesta a nivel de
los colores, de los juegos de luces y sombras, del número de elementos
representados, de los detalles s, las texturas, la simbología (se eliminan diversos
símbolos visuales: el lazo, el Cupido), de los intertextos, que se utilizan en la versión
moderna. La inclinación y la ubicación del espejo se alteran, lo que trae como
consecuencia destacar el papel del espejo en relación con la importancia del cuerpo
femenino, en la obra contemporánea.
La idealización de la belleza sufre también un proceso de reducción en la
obra moderna. Al mismo tiempo, en el texto se incluyen signos que expresan la
vulneración, signos que no aparecen en la versión antigua (los colores que se
corren, las manchas sobre el cuerpo femenino, las sombras que "devoran" el pie
derecho del personaje, la ausencia de color de fondo en el extremo izquierdo inferior
de la obra plástica, las sombras agudizadas que impiden ver la definición de ciertos
límites y detalles que se pierden). Esta vulnerabilidad está también relacionada con
la expresión de lo efímero de la imagen: contemplamos una imagen que se está
borrando, que parece disolverse ante nuestros ojos.
Mientras que en la obra de Castro Leñero, las diversas interpretaciones
estarían determinadas por el espectador, en la obra de Velázquez esas diversas
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interpretaciones estarían propiciadas por las propias características de los signos
figurados en el óleo, por la presencia de múltiples intertextos, como ocurre con
algunos poemas de Sor Juana, que hacen posibles dobles o triples lecturas del
poema debido a que así fue planeado por la autora que jugaba con estas
posibilidades. El arte del siglo XVII expresaba un juego intelectual en el que eran
coparticipes el autor y el receptor por igual, constituían un dialogo intelectual del que
no se eliminaban reflexiones científicas sobre la percepción y la verosimilitud y
reflexiones filosóficas sobre la identidad, el mito y la tradición cultural y estética,
anterior y contemporánea. La obra moderna, en cambio, parece más orientada
hacia la reflexión psicológica y a hacer destacar la "evidencia" de la representación,
los efectos del tiempo sobre ésta, la fugacidad de las cosas.
Esto no hace una obra mejor que otra, estas consideraciones dependerán de
los valores y la óptica desde la cual se realice la valoración, estos fenómenos
permiten señalar que se trata de dos obras diferentes, que funcionan de forma
distinta e involucran sentidos diversos.
Las obras de Velázquez serían objeto de numerosos homenajes, por parte
de algunos muy destacados pintores del siglo XX (Picasso, Dalí, Gironella), pero
estos homenajes se pueden localizar a lo largo de los años e incluyen también a
artistas plásticos que por sus posturas ideológicas y estéticas parecerían alejados
de la obra de Velázquez. Por ejemplo, hacia 1778, Goya realiza su primera serie de
grabados. Se trata de copias al aguafuerte de dieciséis óleos de Velázquez,
pertenecientes a la Colección Real que Goya pasó al grabado. Sabemos también
que, además, Goya copió en tela algunos de los retratos de Velázquez. Estos
fenómenos constituyen algunas de las pruebas de la enorme importancia que
tendría en el desarrollo de la plástica posterior la obra de ese pintor que supo
conjuntar mito, ilusionismo, intertextualidad y enigmas que conducían a un ejercicio
intelectual lúdico.
NOTAS
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1. Julián Gallego, El cuadro en el cuadro, Madrid, Cátedra, 1991. 2. Julián Gallego, Op. cit., p. 99.
3. Un ejemplo de esto nos lo ofrece la obra de Jan van Eyck, Matrimonio de los
Arnolfini, 1434; otro lo encontramos en Un orfebre en su taller o san Eloy (1449) de Petrus Christus, así como en el óleo titulado El cambista y su mujer (1514) de Quentin Massys.
4. Diego Velázquez, Las Meninas o La familia de Felipe IV, óleo sobre tela, 318 X
276, Museo del Prado.
5. Diego Velázquez, La Venus del espejo o La Venus de Rokeby, también llamada Venus y Cupido, Mujer desnuda, etc., entre 1647-1651, óleo sobre tela, 122 × 177 cm, National Gallery de Londres.
6. Se pueden consultar los trabajos de Alfonso E. Pérez Sánchez, pero sobre todo
el trabajo de Luis Monreal sobre este lienzo, en Obras maestras de la pintura, t. VI, Barcelona, Planeta, 1983, pp. 94 y ss.
7. Sobre estos aspectos se pueden consultar, entre otras, las obras de Santiago
Sebastián, Contrarreforma y barroco, Madrid, Alianza, 1989; Emilio Orozco Díaz, Temas del barroco, Granada, Universidad de Granada, 1989; Fernando Checa Cremades y José Miguel Morán Turina, El Barroco, Madrid, Itsmo, 1989.
8. Hermafrodita dormido (copia romana de un original del siglo II antes de Cristo),
obra realizada en mármol, 169 cm X 231 cm.
9. Philippe Daudy, “El siglo XVII”, en Historia de la pintura, t. III, Bilbao, Asuri de Ediciones, 1989, pp. 494-495.
10. En El triunfo de Baco, por ejemplo, el pintor no ha pintado una escena mitológica
que formara parte de la tradición narrativa sobre el dios; Baco está representado como personificación de la embriaguez. En Mercurio y Argos, en cambio, se ilustra una escena que forma parte de la tradición mitológica del personaje de Argos, contenida en Las metamorfosis de Ovidio. Otra obra de temática mitológica ofrece mayores dificultades de interpretación y vinculación con las tradiciones, aunque se hayan identificado referencias al texto de Ovidio en ella, porque el tema representado tenía poca tradición pictórica, hablamos de La fragua de Vulcano. En Las hilanderas o la fábula de Aracne traslada a un contexto contemporáneo la escena de la competencia mitológica entre la diosa y la hilandera, al mismo tiempo que incluye referencias intertextuales a los ignudi pintados por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina (en la figura de las dos protagonistas del primer plano), y referencias intertextuales a El rapto de Europa de Tiziano en el gobelino que figura al fondo del escenario; al mismo tiempo que transforma la obra en una escena en la que se representa el cinetismo del girar de la rueca que manipula la diosa. La obra, sin embargo, para quienes no tomaran en cuenta la referencia mitológica, podía ser interpretada como una
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escena de costumbres. Es importante tomar en cuenta que tanto en Mercurio y Argos, La fragua de Vulcano y Las hilanderas, Velázquez ilustra pasajes de Las metamorfosis de Ovidio y llama la atención que sólo en El triunfo de Baco y en La Venus del espejo no se hayan identificado referencias al texto latino.
11. Ovidio, Las metamorfosis, México, Porrúa (Col. “Sepan Cuántos…”, no. 316), 1990. Venus figura en relación con varias anécdotas en el libro, en relación con Adonis, con Marte, con Ino, en relación con las Propétides y los Cerastas, con Pigmalión, y aunque aparece en compañía de Cupido no se describe ninguna escena o anécdota directamente relacionada con lo que nos presenta Velázquez en su obra. Sin embargo, es importante señalar que Venus con un espejo es un motivo relacionado con el “Triunfo” de Venus, como símbolo de la belleza y el amor, en la tradición iconográfica.
12. Consultar: Constantino Falcón Martínez, Emilio Fernández-Galiano y Raquel López Melero en Diccionario de la mitología clásica, Madrid, Alianza, 1989.
13. Nina Ayala Mallory, Del Greco a Murillo. La pintura española del Siglo de Oro
1556-1700, Madrid, Alianza, 1991, pp. 159-160; Luis Monreal, op. Cit., p. 94.
14. Julián Gallego, “Velázquez y el arte moderno”, en El Correo, vol. XIII, diciembre de 1960, Buenos Aires-Madrid, p. 24.
15. Las edades del hombre y las edades de la mujer fueron representadas en la pintura y la literatura desde el Renacimiento y con frecuencia en el Barroco, entre los escritores que abordaron el tema se encuentran Góngora y Quevedo, en la pintura se deben mencionar las obras de Hans Baldung, quien también las relaciona con el motivo del espejo y el tema de la Vanidad, como siglos después lo haría Francisco de Goya. Tiziano trataría el tema de las edades del hombre en tanto en el óleo de 1512, así llamado, como en Alegoría del tiempo y la prudencia.
16. Alfonso E. Pérez Sánchez, Pintura barroca en España 1600-1750, Madrid, Cátedra, 1996, p. 230.
17. Luis Monreal, op. Cit., p. 94.
18. Ángel Campo y Francés, ha observado ya la perspectiva imposible del reflejo del
espejo en la obra de Velázquez en su trabajo “La Venus de Velázquez”, en Academia, no. 78, 1994, pp. 53-66.
19. Pedro Navascués Palacio, “La Venus, herida”, en Descubrir el Arte, no.4, a. I, Junio de 1999, pp. 84-85.
20. Jonathan Brown, Velázquez. Pintor y cortesano, Madrid, Alianza Editorial, 1986,
p. 182.
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21. Para comprobarla la lectura entre paréntesis, se tendría que comparar el rostro reflejado y los autorretratos de Velázquez de esa época -aunque el pintor haría manifiesto su propósito de figurar dentro de sus propias obras (en Las Meninas, por ejemplo)- y el rostro de la modelo; o el rostro de la modelo y el rostro de quien fuera su amante. La identidad de la modelo de la obra no ha sido establecida con suficiente consenso, sin embargo, muchos de los estudiosos del trabajo de Velázquez señalan o sugieren que se trata de la misma modelo de Las hilanderas o la fábula de Aracne. La obra figura registrada en 1651, en la colección del joven hijo del primer ministro de Felipe IV, famoso personaje tanto por ser un mujeriego, como por ser patrocinador de arte, y quien más tarde se convertiría en el Marqués del Carpio y luego en virrey de Nápoles.
22. La obra de Velázquez sería a su vez intertexto en abundantes trabajos pictóricos
a lo largo de los años, entre estos trabajos se pueden señalar obras de Dominique Ingres: La gran odalisca (1814); Marià Fortuny: Odalisca (1862); Karl Bodganovich Venig: Desnudo reclinado con espejo (s.f.); Jacques-Andre-Joseph: The wave and the Pearl (1862); Vincent Van Gogh: Desnudo femenino de espaldas (1887); Pierre Auguste Renoir: Mujer desnuda de espaldas (1909); Julio Romero de Torres: El pecado (1913); Ernst Ludwig Kirchner: Muchacha desnuda ante el espejo (s.f.).
23. Pedro Navascués Palacio, “La Venus, herida”, en Descubrir el Arte, no.4, a. I,
Junio de 1999, pp. 84-85.
24. Fernando Checa Cremades y José Miguel Morán Turina, El Barroco, Madrid, Itsmo, 1989, p. 29.
25. Fernando Checa Cremades y José Miguel Morán Turina, Op. cit., pp. 34-37.
26. Al respecto se pueden consultar los estudios de Claud Fell: “Vuelta a El laberinto
de la soledad”, en Cahiers du Monde Hispanique et Luso-Brésilien, no. 24, vol. 25, 1975, pp. 171-189; Edmond Cros, Literatura, ideología y sociedad, Madrid, Gredos, 1986, entre otros. En la primera página del ensayo más célebre de Octavio Paz con la que da inicio su reflexión sobre la problemática de la identidad, podremos leer:
A todos, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la adolescencia […] El adolescente se asombra de ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclinado sobre el río de su conciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo, deformado por el agua, es el suyo.
Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México, Fondo de Cultura Económica, 1970. Pasaje que evoca ya el mito de Narciso, al que se hará referencia en repetidas ocasiones en el ensayo, por variadas razones.