Amelia Hernández Muiño 1 ROSALBA La peque
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DOMINIQUE FERNANDEZ
de la Academia Francesa
DONDE LAS AGUAS SE DIVIDEN
Traducción: Amelia Hernández Muiño
1
ROSALBA
La pequeña ciudad de Rosalba, en la punta Sur-Este de la isla, es la última
aglomeración urbana de cierta importancia. Vincenzo Starabba, marqués de Rudini, la
fundó en 1760, tal como lo atestigua una placa de mármol recientemente colocada frente
a la iglesia para recordar la fausta data que marcó el inicio de un “luminoso futuro”. La
Italia republicana no ha logrado borrar su pasado monárquico y feudal. Rosalba,
obsequio de un aristócrata cuyo preciado recuerdo parece mantenerse, está construida
alrededor de una plaza cuadrada muy amplia, de una extensión sorprendente para un
burgo de sólo unos miles de habitantes.
Originalmente esta plaza era el área donde se batía el trigo. Los jóvenes de la
comarca formaban una cadena para pisotear las espigas en cadencia, muchachos y
muchachas, juntos y revueltos por una vez. Una sola y única oportunidad para ellos de
compartir una actividad común y tomarse de las manos, libertad inconcebible fuera de
aquella ocasión, gesto prohibido durante todo el resto del año. Aprovechaban la ganga y
prolongaban la fiesta por varios días.
Los cuatro espacio de poder, la iglesia, la alcaldía, la delegación de carabineros, el
Banco de Sicilia, se reparten los cuatro lados de la plaza junto con el estanco de tabaco
y dos o tres bares, supuestamente lugares de esparcimiento. ¿Pero cómo podría esta
noción de “esparcimiento” entrar en la cabeza de campesinos y obreros agrícolas
criados en condiciones rudas, fortalecidos por una vida austera? Ellos conforman la
mayor parte de la población. El resto se compone de maestros de escuela, funcionarios
municipales, empleados del catastro, abogados sin causas, propietarios de unas fanegas
de tierra.
Estoy dando estos datos con la esperanza de que mis lectores, contrariamente a María
y su indiferencia, se interesen por la vida de estas gentes.
Los bares sólo son frecuentados por los hombres y ahí, de pie y de prisa, toman un
café excelente sin ponerle azúcar. Aunque el alcohol fuera más barato, no por ello les
gustaría: las bebidas alcohólicas son una afición ignorada en esta parte del mundo
demasiado saturada de sol para tener ganas de tomar algún excitante. La plaza está
cercada por una fila de encinas verdes, tan juntas que el follaje, espeso cual piel de oso,
forma una bóveda de una sola pieza. Centenares de aves ocultas en las ramas empiezan
a piar en cuanto se pone el sol. Yo me había asomado al umbral del bar “Splendido, el
antiguo “Splendid” italianizado por los fascistas que, con su susceptibilidad patriótica,
proscribieron los términos anglosajones. Y el nuevo nombre permaneció ya que ningún
alcalde, derechista o izquierdista, exigió recuperar las apelaciones originales.
Unos viejos campesinos, en camisa blanca y pantalón negro, ocupaban las escasas
sillas dispuestas en la acera. Con el sombrero negro inclinado hacia delante tapándoles
los ojos, dormitaban o miraban al vacío sin hablar, sin beber, con la espalda encorvada
por la edad, los miembros deformados por el reumatismo. Apoyados en sus bastones
plantados entre las piernas, no mostraron ninguna curiosidad al vernos pese a que nunca
más habían visto a un extranjero después del desembarco de los Aliados. Rosalba había
sido la primera ciudad ocupada por las fuerzas anglo-norteamericanas.
La juventud de hoy deambulaba bajo los árboles alrededor de la plaza, chicas con
chicas tomadas del brazo. La Iglesia no ha hecho sino retomar, endureciéndola, la
costumbre árabe traída a Sicilia por la ocupación musulmana de los siglos IX y X. Entre
uno y otro grupo se intercambiaban tímidos saludos. Los muchachos se daban codazos,
sacaban el pecho, movían los hombros, se tomaban por la cintura o el cuello, se tocaban
unos a otros ahí donde reside el honor de los varones, sin pudor, fanfarroneando por
impotencia y, con aires de conspiradores, comparando entre ellos los méritos de las
chicas a las que no tenían el valor de abordar. Italia se ha convertido en una gran nación
moderna, pero los sicilianos entre quince y cuarenta años siguen elucubrando hasta lo
infinito sobre la mujer, interrogándose acerca de su misterio sin nunca bajarla de su
pedestal. Es el tema que ocupa constantemente sus pensamientos. Para ellos “la mujer”
es un ídolo, es inaccesible fuera del matrimonio. Se casan muy tarde, como si en vez de
poseer prefirieran fantasear.
María, harta de esperarme dentro del auto, entró en el bar. La aparición de una
extraña en ese sitio suscitó un movimiento entre los jóvenes, risas, exclamaciones,
jactancias, manos rápidamente metidas en los bolsillos, todo el zafarrancho de la
frustración. Molesta al ver que atraía una atención tan indiscreta pues su silueta no tenía
competencia en la región, María ya empezaba a echar de menos Roma. Habíamos salido
de la capital quince días atrás y de Siracusa temprano en la mañana, después de visitar
concienzudamente ese enclave arqueológico y sus iglesias.
María tenía cabello moreno pero antes de viajar hacia el Sur se lo tiñó de rubio. El
mejor estilista de los Marioli la norueguizó.
- ¿Pero por qué lo hiciste? ¿Tú no sabes que…?
Le objeté que por allá el cabello rubio era tan raro que ella se iba a exponer a una
curiosidad molesta, suscitando una codicia inoportuna; fue en vano: ella se estaba
fabricando un pretexto para sentirse molesta en Sicilia. Cabello rubio y silueta esbelta,
algo como para exacerbar a los varones de todas las edades, todas las categorías, todas
las variedades, y dar cuerpo a sus prejuicios. Hija de un banquero del Piamonte, era la
primera vez que iba al Sur. Ya había desafiado a sus padres al haberse convertido en mi
pareja; yo, un joven sin fortuna y sin “apellido”, quería ser pintor. A los Fasullo di
Montefiori (habían obtenido la prerrogativa de juntar el apellido sonoro de la esposa y el
apellido insípido del esposo, pues el epíteto fasullo significa “simplón”, “tonto”) no les
podía agradar un pintor que no tenía ninguna garantía de éxito. María hizo caso omiso
del descontento de sus padres. Pero aun cuando rompió con la mayor parte de los
prejuicios de su familia, había uno que aceptaba sin discusión: Nápoles y el resto del
Mezzogiorno1 le inspiraban una injustificada mezcla de recelo, miedo y aversión. Para la
preparación de su tesis sobre los aborígenes del desierto de Gibson, había ido dos veces
a Australia y me hablaba de ese país con la simpatía cautelosa y la admiración
protectora de una investigadora científica. Pero explorar su propio país, eso nunca se le
había ocurrido. Juzgaba las costumbres sicilianas así como la realidad económica y
social sicilianas sólo en función del PIB nacional. Evidentemente, al considerarlas sólo
desde ese punto de vista, María no podía sino deplorar su “atraso” con respecto a la
Italia de Turín y Milán. Nunca había reflexionado acerca de la responsabilidad de la
gente del Norte.
- Ese Cavour2 con el que tu padre está tan encaprichado –le decía yo–, ¿habrá bajado
alguna vez más allá de Roma?
Lector de Píndaro3, Cavour se fundamentó en el mito griego del “granero” para
considerar a Sicilia como “fecunda en caballos” y “olorosa a cosechas”. Pero a raíz de
los terremotos y la desaparición de los ríos, el suelo de la isla se cuarteó, se fracturó,
quedando impropio para la labranza. Los cruzados de la Edad Media, al deforestar las
montañas para construir sus barcos, aceleraron el deterioro de los cultivos ya
empobrecidos por el enrarecimiento de las nubes y la falta de lluvia. De todos aquellos
cambios geológicos y climáticos, Cavour nada quiso saber.
A semejanza de aquel “humanista” y demás artífices del Risorgimento 4 que
consideraban a los sicilianos como una raza inferior, María estaba convencida de que
1 Literalmente, mediodía. Término con el que se señala todo el Sur de Italia, así como las islas de Cerdeña y Sicilia. Tradicionalmente, el nivel de desarrollo de esta región ha sido inferior al resto de Italia. (NdlT) 2 Político de ideas nacionalistas, el conde de Cavour fue una de las grandes figuras que promovieron la unificación de Italia en el siglo XIX. (NdlT) 3 Poeta lírico de la Antigüedad griega. Exaltó las virtudes de su patria a través de una obra grandilocuente. (NdlT) 4 Movimiento político, social y cultural que promovió en el siglo XIX y a principios del XX la unificación de Italia. Hasta entonces, la península italiana estaba formada por distintas entidades políticas que variaban según las guerras y las invasiones extranjeras: la República de Venecia, el reino Lombardo-
todas esas desgracias de la isla con las que los medios nos machacan los oídos: pobreza,
mafia, desempleo, corrupción, analfabetismo, matriarcado opresor, falta de libertad para
los jóvenes, e incluso la sequía que acaba con cualquier vegetación en esas tierras
calcinadas, sólo pueden venir de la mala índole de sus habitantes, indisciplinados,
crédulos, venales, holgazanes perdidos. Tan viciosa disposición les impide madurar. “El
más honrado es sólo el menos bribón”: así opinan en Piamonte y Lombardía acerca de
la gente del Sur.
Yo ya había pedido una leche de almendra, cuyo sabor dulce y amargo me encanta.
María, recelando de una bebida que no conocía y cuya blancura le pareció sospechosa,
se conformó con un vaso de agua mineral. Se sorprendió con su sabor ferruginoso, que
se debe a la acción de los gases volcánicos.
En Rosalba, donde el dinero no circula sino escasamente, no hay nada especial qué
ver. Rosalba no se ufana ni de un palacio ni de una mansión. El marqués de Rudini no
vivía en la ciudad que había fundado. La iglesia es de lo más común y corriente.
Ninguna casa se distingue de las demás. Las calles, trazadas a cordel, se cruzan en
ángulo recto. Junto a cada entrada hay una placa mortuoria con letras altas de varios
centímetros, cubitale como se dice en italiano. Antaño fueron negras; con el tiempo se
han puesto más claras, han perdido el color, y los méritos de los difuntos desplegándose
sobre los muros, el mar de lágrimas vertidas por su vida ejemplar y mencionadas en
esas placas, tampoco contribuyen a alegrar las calles. El alma del muerto no sale de su
casa cuando su cuerpo es llevado al cementerio, lo cual obliga a la familia a mantenerse
de luto permanentemente.
La quincalla Del Buono, señalada con la inscripción “Ferramente-Colori”, me
pareció merecedora de una visita. En esa especie de cueva en la que nos metimos, se
acumulaban en desorden utensilios domésticos y herramientas agrícolas, rollos de
Veneto, la República de Génova, el reino de Cerdeña, el reino de Nápoles, el reino de Sicilia, el reino de las Dos Sicilias, el gran ducado de Toscana, el Estado pontificio de Roma, etc. (NdlT)
rejillas para cercas y arneses para caballos, amuletos contra el mal de ojo y cataplasmas
para esguinces. María se impacientaba.
- ¡Uff! Rodar tantas horas para venir a perder el tiempo en un bazar…
- En todo caso –le dije, deseoso de ablandarla–, reconoce que en esta región que
permanece intacta, que permanece pura, apartada del itinerario de los vacacionistas,
nosotros somos los únicos turistas.
- Per forza… ¿A quién sino a ti puede agradarle ver a unos niños ambulantes
vendiendo cabezas de pescado en sus carretas? Cualquier agencia de viaje se arruinaría
si propusiera semejante circuito.
¿Para qué discutir? Ni yo mismo estaba seguro de lo que debía pensar, sólo podía
entrever la complejidad de ese mundo que, pese a la arcaica simplicidad de sus
tradiciones y a la transparencia de sus costumbres, no se descubre a primera vista.
Yo no tenía la intención de quedarme en Rosalba sino de llevar a María hasta la
punta de la isla, cinco o seis kilómetros más al Sur. Nuestros mapas señalaban el pueblo
de Marzapalo como el último puerto siciliano. De este lado, frente a Malta, la isla se
termina en un promontorio que separa el mar de Grecia y el mar de Italia. Alguna vez en
las postrimerías de la era cuaternaria, ese cabo tocó África. A mí siempre me han
atraído los confines –finis terrae, los extremos del mundo–, y ese cabo Passero
(Pachynum en los textos de Virgilio) por donde dobló Eneas, el fugitivo troyano, antes
de ir a poner pie en la Italia central donde su descendencia fundaría Roma, no sólo me
parecía el límite de Europa: me lo imaginaba como un lugar sin memoria, un territorio
nuevo exento de esas remembranzas históricas que agobian a Sicilia. Me alegraba de
que el hijo de Venus y Anquises no hubiera desembarcado ahí. Al fin un lugar, pensaba
yo, donde no habrá ni templos, ni mosaicos, ni vasijas pintadas, ni vestigios greco-
romanos de ninguna clase. Una semana viajando por Segesta, Selinunte, Agrigento,
Piazza Armerina me habían saciado. Ya no podía más de tanto visitar museos y
extasiarme ante unas ruinas. María, harta ella también de admirar lo que todo el mundo
admira, estaba totalmente de acuerdo conmigo. Queríamos ver un país viviente y no los
escombros de un pasado que se perdía en la noche de los tiempos. Fue el caserío de
Marzapalo, que pone de manifiesto un origen árabe, lo que nos decidió. Quizás los
saracenos habían fundado la aldea, suposición que me encantó. Seguramente, en este
extremo del mundo no íbamos a encontrar ni un zócalo de columna.
Atravesamos una región de tierras planas, de salinas, de viñedos escalonándose por
las colinas. Reconocí los almendros por sus hojas largas y puntiagudas. ¡Cuántas veces
desde entonces habré recorrido esa ruta! Nada ha cambiado. Los olivares centenarios
agitan su follaje azulado, rumoroso de notas metálicas. Unos invernaderos alargados y
abovedados relucen bajo el sol. Amontonados en las pendientes, parecen campamentos
de beduinos. Aquí y allá, una finca, un aprisco, una granja, una almazara de piedras
resquebrajadas, rompen la alineación de los viñedos. Tomates de un rojo vivo puestos a
secar con sus tallos verdes encima de grandes cañizos blancos, despliegan por el suelo
los colores de la bandera italiana. En la cima de una cuesta se nos apareció Marzapalo.
Rodeada de mar por tres lados y dominada por un faro, la aldea se extiende hacia abajo,
como si las corrientes que se chocan en ese cabo la hubieran arrastrado hasta esa costa.
Un poco más allá del faro, un camino de tierra gira a la izquierda. Por ahí metí el
auto sin percatarme de que estábamos entrando a una propiedad privada. El camino
descendía hacia el mar. De repente María me dijo: “¡Para! Esto es una propiedad
privada.” Seguimos a pie hasta una casa aislada. Baja, alargada, modesta, mal
mantenida, silenciosa, no podía ser ni una villa vacacional ni un centro de recreo. El
friso estaba desconchado. Por las ventanas de la planta baja, dotadas de unas rejas
oxidadas, vimos una especie de cobertizo donde guardaban redes de pescar y arpones.
Por todo lo ancho del primer y único piso corría una terraza con una barandilla. Desde
ahí, dos hombres observaban a través de unos binoculares unos puntos minúsculos en el
mar.
Frente a nosotros, en una plataforma de cemento de cinco o seis metros cuadrado, a
ras del agua y unida a tierra mediante un plano inclinado provisto de rieles, yacían unos
quince atunes colosales. Yo nunca había visto tanta cantidad de piezas de semejante
tamaño y tan magníficas. María, que amó a Ingrid Bergman en la película Stromboli
pese a lo cruel de la pesca del atún, tuvo que sobreponerse a su repugnancia ante los
chorros de sangre que enrojecían el cemento y las manos del los hombres. Éstos, medio
desnudos, renegridos por el sol, con la piel quemada por la sal, se afanaban con los
pescados, colocándoles un gancho en las fauces para subirlos uno por uno a un pequeño
vagón que, mediante un cabrestante, descendía por el plano inclinado. El carro
rechinaba bajo el peso y remontaba la pendiente hasta el suelo de tierra apisonada de
una antigua cocina. Hermoso ejemplo de arquitectura industrial, la edificación parecía
dejada al abandono. La chimenea de ladrillos estaba derrumbada, en el techo faltaban
muchas tejas, sólo se mantenía en buen estado la planta baja donde se depositaba el
atún. Unos mayoristas, con impermeables amarillos y llevando en sus gorras la
inscripción “Pescaderías Unidas de Catania”, los metían en unos camiones frigoríficos.
2
EN CASA DEL PRÍNCIPE
De repente se oyó por encima de nosotros una voz una voz que dijo: “Buongiorno…”
Uno de los dos ocupantes de la terraza nos señalaba con la mano una escalera en espiral.
Me sentí avergonzado por nuestro comportamiento. Fuimos recibidos con una cortesía
un poco burlona. El hombre, de unos cincuenta años de edad, llevaba unos shorts
arrugados color caqui, sandalias de cien liras, una camiseta antaño roja y ahora
descolorida por la acción combinada del sol y de muchas lavadas. Delgado, vivaz, sin
afeitar, con el cráneo desguarnecido, los pómulos salientes, entrecerrando unos ojos
llenos de malicia, se parecía a un retrato que me gustó en el pequeño museo de Cefalú,
cerca de Palermo, un cuadro pintado por Antonello de Messina. Pero María se sintió
desconcertada ante esas mejillas arrugadas por una sonrisa socarrona, esa mirada
sardónica de “marinero desconocido”, ese aspecto jovial de pirata divirtiéndose con la
buena broma que está a punto de hacer a expensas del bobo que le está mirando.
Incómoda, apartó la mirada. En el rostro curtido y requemado de nuestro anfitrión, su
afición a burlarse había puesto en las comisuras de sus labios las misma arruguitas de
alegría irónica.
- Discúlpenme un momento, estoy vigilando la pesca. Me están dando aviso de un
trío de peces espada.
Y apuntó sus binoculares hacia la alta mar.
A su lado estaba un hombre de mayor edad, cuya fuerte contextura, su cabeza en
forma de berenjena, capilares en las mejillas y una evidente propensión a la buena
comida y a la comodidad, contrastaban con sus aires recatados. De aspecto mucho más
cuidado que el otro, bien afeitado, vestido con camisa blanca de manga larga y pantalón
de dril recién planchado, calzando mocasines con suela de cuero, se levantó de su
asiento para saludarnos, alzó su panamá, aplastó una hormiga en la balaustrada y dio
dos pasos atrás, pendiente del hombre delgado para adaptarse a su comportamiento.
También nos dijo “buongiorno”. Sin darnos tiempo para pedir disculpas, nos invitó a
sentarnos en unas sillas plegables de lona descolorida. Lanzó un “Vincenzo, per
piacere”, y un viejo sirviente apareció renqueando, ataviado con una librea de un blanco
dudoso cuya chaqueta tenía los bordes de las mangas deshilachados.
- Tráenos café, por favor.
El sirviente necesitó un cuarto de hora para cumplir una misión que sólo tomaría dos
minutos en cualquier bar. Las tazas estaban decoradas con un blasón dorado, medio
borrado. ¿Dónde habíamos aterrizado?
- Soy el príncipe Fabrizio Mazarrola delle Campane –dijo el hombre delgado, pero
sin el menor ápice de autosuficiencia–.
No detecté en su voz ni un indicio de desdén hacia los dos turistas atrevidos. Más
bien parecía burlarse del contraste entre su ilustre apellido y la precariedad económica
en la que le veíamos.
- Y él es mi socio, el egregio ragioniere Palmiro Cazzone.
- Honor que usted me hace, Excelencia. Yo sólo soy su seguro servidor.
- No, no, ragioniere, es usted mi brazo derecho, mi muralla contra la adversidad, mi
pararrayos, mi salvador. Sin usted, hace tiempo que yo habría cerrado esta tonnara5…
Pero usted también, ragioniere, siéntese…
Ragioniere es una palabra difícil de traducir. Significa a la vez contador, intendente,
gerente, administrador, con el matiz adicional en Sicilia de manipulador oculto, agente
clandestino, secuaz y a la vez hombre de confianza. Un uomo di rispetto, compinche del
alcalde y el diputado, que lleva sombrero, traje, calzado de cuero y nunca pero nunca
jamás se pondría sandalias. En Sicilia no se hace ningún negocio, no se tiene éxito en
nada sin las combinaciones financieras, las relaciones políticas y la habilidad
maniobrera de un ragioniere.
5 Lugar donde se deposita el atún pescado. (NdlT)
Mientras el príncipe y María, conversando aparte, se congratulaban de tener en
común algunas amistades en la buena sociedad de Roma, el egregio signor Cazzone me
explicó en pocas palabras el funcionamiento de la tonnara y los problemas que
amenazaban su supervivencia. La pesca no faltaba, seguía remontando en grandes
bancos desde África, rodeando Sicilia de Este a Oeste durante el desove pero, debido a
la falta de capital, la pesca y la comercialización del atún y del pez espada se hallaban
en total insolvencia.
- Las lanchas, ya vetustas, no tienen buen mantenimiento, las redes se reparan mal
que bien, los arrejaques están desgastados, los hombres ya son demasiado viejos y se
quedan dormidos en sus remos en vez de acechar la presa. Hasta los propios peces
prefieren pasar de largo, hartos de un adversario equipado con aparejos tan obsoletos.
En vez de dejarse encerrar en la “cámara de la muerte” para ser arponeados hasta el
tuétano, se van adónde los barcos japoneses para ser pescados, intactos y vivos, en el
límite de las aguas territoriales.
En cuanto al príncipe, asistía impotente a la lenta decadencia del negocio que había
heredado de sus antepasados. ¿De qué recursos disponía para frenar su caída? Nunca
había trabajado. “¿Cómo podría hacerlo y así perder su rango?”, murmuró Cazzone,
dudando entre la condena a privilegios ya inadmisibles en estos años 60 y un resto de
admiración ante los prejuicios nobiliarios.
- Aunque nada le obliga a ello, don Fabrizio demuestra su buena voluntad y su apego
a la empresa con su empeño en vigilar desde la terraza las señales que desde alta mar le
envía el rais (ciertamente, si así designaban al jefe de la almadraba, estábamos en
territorio árabe). Su Excelencia, como puede usted constatarlo, se expone al sol sin
sombrero para ser el primero en enterarse del paso de los peces, la cantidad, el tamaño,
las expectativas de venta, expectativas a la baja año tras año.
El tono con el que me hacía esas confidencias, medio zalamero y medio guasón,
desmentía su tenor alarmante y no había que ser demasiado listo para descubrir el
motivo oculto del ragioniere: mientras fingía deplorar la situación, apreciaba sus
ventajas. Detrás de la apariencia lisonjera, aguardaba a que el príncipe se arruinara para
birlarle lo que quedara de la casa y las instalaciones. ¿De qué se le podría acusar? Era
un ayudante diligente, un profesional avisado, pero cuyo esfuerzo había fracasado ante
una fatalidad rematada por el irresponsable comportamiento del príncipe. Don Fabrizio,
nunca preocupado por equilibrar las cuentas, culminaba su temporada de veraneo –que
sólo le costaba el esfuerzo de sentarse durante cuatro meses delante de su casa, con unos
prismáticos colocados ante sus ojos– conformándose con meterse en el bolsillo los
ingresos que durante el invierno se gastaría en los casinos de Nápoles.
Desde luego, sólo fue más adelante cuanto entendí todo esto, pero desde el primer
día –cuando el ragioniere nos hizo visitar lo que llamaba la “fábrica”, esa planta baja de
la antigua factoría donde se almacenaban en hielo atunes y peces espada hasta que
venían los camiones que los cargaban para llevarlos a Catania– me dejó sorprendido el
júbilo que se percibía detrás de su lista de agravios achacados al personal. Según él, el
rais era un incompetente, los hombres unos holgazanes, robaban descaradamente a Su
Excelencia, él mismo había adelantado dinero varias veces para pagar la gasolina de los
camiones, y si las cosas seguían así, pronto… Pero en vez de afligirse viendo cómo el
negocio de su patrón se iba al garete, le regocijaba la idea de que ya no tendría que
esperar mucho tiempo más para la revancha de esa clase pobre de la que él mismo había
salido.
Yo sabía que en la parte oriental de Sicilia, desde Mesina hasta Siracusa, región de
medianos propietarios donde se ha implantado la burguesía, no existe la mafia,
concentrada como está por los lados de Palermo, Trapani, Agrigento, ahí donde el
gigantismo de los latifundios, el ausentismo de sus propietarios, el aislamiento y la
miseria de los campesinos han favorecido la tiranía de los intermediarios, facilitado el
crimen organizado, generado un ejercito delictivo. El caso del ragioniere Cazzone era
muy distinto. Él se limitaba a explotar la impericia del príncipe, sacando ventaja de la
desproporción entre sus títulos y sus capacidades. Sacando provecho de modo legal, por
así decirlo, a la decadencia de una clase víctima de su propia desidia. Él, personalmente,
parecía ser de un carácter muy bonachón. Cuando vio una lagartija en el techo del
hangar, enseguida se cubrió la cabeza con su sombrero, ¡temeroso de uno de los bichos
más inofensivos del mundo!
De vuelta a la terraza, cuya orientación hacia el Norte garantizaba por unas horas una
sombra misericordiosa, estábamos disfrutando de la vista al mar cuando María preguntó
si le podían dar un vaso de agua. “Vincenzo, per piacere…” El sirviente arrastró los pies
hasta nosotros. La nevera, por un absurdo tan barroco como la amalgama de estilos en el
Domo de Siracusa, se hallaba afuera, en una esquina de la terraza, expuesta a la
intemperie, manchada de feas salpicaduras amarillas, atacada por el óxido en sus
junturas. Vincenzo sacó una garrafita, le echó un polvo blanco de un sobrecito que se
sacó del bolsillo. El agua – supuse con razón que provenía del grifo, al ver esa maniobra
que ni siquiera trató de disimular– empezó a burbujear con exuberancia. “Acqua
frizzante” (agua picante), declaró el príncipe, y uno no sabía qué podía significar su
media sonrisa: si se burlaba de nosotros o si era un sarcasmo dirigido contra él mismo.
El ragioniere, en un tono conminatorio que contrastaba con la cortesía del príncipe,
quien siempre trataba con educación al sirviente, exigió agua sin gas y a temperatura
ambiente, y el pobre hombre se apresuró a traérsela tras haber renqueado hasta la
cocina.
María confesó que estaba subyugada. Desechando su reticencia, intercambió
conmigo una sonrisa de felicidad. El ragioniere dejó que nos extasiáramos ante el color
del mar, la pureza del cielo, lo espléndido del paraje, la belleza de Sicilia en general, y
de repente nos preguntó:
- Un familiar de Su Excelencia está vendiendo una casa en la aldea. ¿Por qué no la
compran, si tanto les gusta nuestra comarca?
Yo protesté:
- ¡Una casa! ¡Comprar una casa a tres mil kilómetros de París!
María, abonada a Casa Nostra como todas las mujeres de su clase y aficionada a la
decoración de interiores, quiso saber más.
- Pertenece a mi primo Francesco –dijo el príncipe–. ¡Pobre Francesco! La mandó
construir en el lugar más hermoso de la costa, dominando el mar, para pasar las
vacaciones con su amante pero ella, una inglesa que traía en sus maletas bacon envuelto
en celofán, no quiso quedarse más de una noche. Al día siguiente salió corriendo,
dejando plantado a mi primo. Se había quedado espantada por la pobreza de la aldea, el
aislamiento, las arañas, las lagartijas, el miedo a las serpientes, el viento que sopla
bastante fuerte en el promontorio. ¿Pero saben cuál fue el principal motivo de su huída?
¡Que Marzapalo no es un lugar donde ella podía exhibir sus atuendos! En este pueblo
perdido nadie mira cómo se visten las mujeres…
Se volvió hacia María, inclinando la cabeza con ese aire de connivencia que adopta
la gente de su clase, como queriendo decir que una mujer como ella no se dejaría
impresionar por el inconveniente de tener que renunciar a toda vida social y mundana en
un lugar cuyo valor provenía precisamente de su aislamiento agreste. Así entendió
María el gesto del príncipe y declaró que, aunque no tuviéramos ninguna intención de
comprarla, con gusto visitaría una casa en la que se puede soñar con una vida distinta a
la existencia frívola y agitada de las capitales, “tan agotadora y al fin y al cabo para
nada”. El elogio del retiro y la dicha no adulterada que éste produce resultaba tan falso
en él como en ella, pero los miembros de esa clase social dominan el arte de adornarse
con virtudes que les tienen sin cuidado.
- El marqués la cederá por unas migajas –dijo el ragioniere, levantándose para
acompañarnos–. Por unas migajas.
Se sentó en la parte trasera del auto pese a que yo habría preferido tenerle a mi lado
para que me guiara.
- ¡El puesto del muerto, nunca! –dijo, tocándose un cuerno de coral que le colgaba
del cuello–. Quien mira dentro de un pozo termina cayendo adentro.
Marzapalo nos pareció la aldea más mísera que encontramos en Sicilia. Niños medio
desnudos salían corriendo cuando pasábamos. Un agua podrida se estancaba en los
charcos del camino de tierra que venía a ser la calle principal. El auto espantaba nubes
de moscas verdes. Un niño, delgado y sucio, nos amenazó con el puño.
“Verdaderamente pulcro tu poblacho…”, murmuró María entre dos baches pero sin
acrimonia. Esta expedición, de la que nada esperaba, le parecía divertida. El ragioniere
nos confirmó que no había cloacas.
“¡Y hasta el final de la guerra no hubo ni electricidad! –agregó–. ¡Hasta el final de la
guerra! Al día siguiente del referendum6, en los cartelones que los habitantes
encolerizados enarbolaban se podía leer: ″Vogliamo la luce!″ (Queremos la luz). La
tropa llegó en refuerzo y disparó. Hubo un muerto y varios heridos graves. ¡Bella, la
República nueva! Aunque éramos pobres, ″Él″ nos respetaba. ″Él″ nunca habría tocado
a un figlio di mamma. Recuerdo que, de niño, yo salía a recoger hierbas y ortigas para
hacer sopa y unos caracoles minúsculos que mi madre ponía a hervir. Nunca había
carne, sólo el día de la Resurrección del Señor. ″Mata y come″, como dice el Evangelio.
Éramos doce hermanos, yo era el mayor. Mi madre metía botones en mi plato de sopa,
en mi plato de sopa metía botones. Para impedir que me la tragara rápido. Yo me habría
tragado la sopa de mis hermanos, que eran más lentos manejando la cuchara. Pero no
vayan a creer que no éramos felices. Si hubiera sido necesario, habríamos aceptado
sacrificios aún mayores para hacer realidad el Gran Sueño7.”
En verdad, no estoy muy seguro de lo que acabo de transcribir. Las alusiones
políticas de Cazzone no eran de las más claras. Además, se expresaba mitad en italiano
y mitad en siciliano. María, aunque acostumbrada a dialectos más exóticos, no se
tomaba la molestia de entenderle, irritada de que él no se expresara como se expresan en
Florencia o en Turín. Y así descubría yo que una joven investigadora del Norte de Italia
no mostraba hacia el lenguaje de sus compatriotas meridionales ni una centésima parte
de la atención y el respeto que le inspiraba el habla de los aborígenes australianos.
6 Referendum del 2 de junio de 1946 con el que los italianos determinaron la forma constitucional del Estado italiano al finalizar la segunda Guerra Mundial, proclamando la República italiana. (NdlT) 7 El proyecto del fascismo italiano era la creación de una Italia Imperial, la Grande Italia, que abarcaría las islas Iónicas, la parte italiana de Suiza, Dalmacia, Albania, el Dodecaneso griego, Malta, Córcega, Libia y Túnez. (NdlT)
Una ráfaga de viento llenó el auto de polvo. El ragioniere subió la ventanilla. Me
pareció que sería cortés preguntar qué había sido de sus siete hermanas y sus cuatro
hermanos.
- ¡Todos se fueron! ¡Uno tras otro! Dos a Estados Unidos, cuatro a Argentina, tres a
Canadá, dos a Australia.
- ¿Ninguno han regresado?
- El que se va nunca regresa.
- ¿Y usted nunca ha pensado en emigrar?
- Mis hermanos se fueron en barco, y desde entonces el servicio trasatlántico ha sido
eliminado.
- El avión es más cómodo…
- Yo nunca tomaré un avión –dijo él, muy serio–. Quien no mantiene los pies en la
tierra actúa contra natura.
- Sin embargo, Dios permitió tan gran invento.
- Hace tiempo que Dios abandonó a Sicilia.
Farfulló dos o tres aforismos más, de los que resultaba que ese “mucho tiempo”, si
comprendí bien, se remontaba sólo a unos veinte años atrás, es decir, a la caída del
fascismo.
- Además –agregó–, yo tenía que cuidar a la mamma. ¿Un figlio di mama dejando a
la mamma senza figlio? Un vero delitto (¿un hijo de mamá dejando a la mamá sin el
hijo? Un verdadero delito) que un siciliano nunca cometerá.
Muchas casas no tenían ni friso. Casi ninguna estaba terminada de construir. En
algunas se habían empezado a colocar cabillas y bloques de piedra por encima de la
planta baja, pero faltó el dinero para seguir con el piso de arriba. Todos los recursos
habían sido invertidos en los acabados: costosos marcos de metal dorado en las puertas,
antepechos de mármol en las ventanas, balcones con barandillas labradas como en los
palacios de Siracusa. Pero en la Siracusa del siglo XVIII esas rejas salientes, esas forjas
barrocas, eran necesarias para permitir que las damas se asomaran a tomar aire, sentadas
con sus vestidos de miriñaque.
María constató la ausencia de tiendas, aparte de un sólo Alimentari. Un altoparlante
colocado por encima de los anaqueles donde se veían algunas verduras raquíticas, soltó
una propaganda atronadora para la pizza, justo cuando íbamos a dejar la calle principal
para girar hacia el acantilado:
- Mezzogiorno! Mezzogiorno! Pizza fresca! Pizza calda! Nessun giorno senza pizza!
(¡Mediodía! ¡Pizza recién hecha! ¡Pizza caliente! ¡Ni un día sin pizza!)
El grito, lanzado y prolongado como una melodía árabe (Pizza frrresca-aa-a-a…)
nos persiguió un buen rato. Y quizás eso haya sido lo primero que me sedujo de esa
aldea a la que pronto me quedaría apegado. Qué hermoso sería, pensé, oír resonar en
horas fijas, cual canto de almuecín viniendo del minarete, esa llamada ronca lanzada
desde otro mundo.
3
LA CASINA
Marzapalo está construida a cierta distancia del mar y retirada de la costa, precaución
cuya pertinencia yo iba a descubrir demasiado tarde, habiendo aprendido a mis expensas
lo que es la acción corrosiva del aire salino, el efecto devastador de las tormentas. Sólo
en la práctica puede uno darse cuenta de lo rápido que se atascan las cerraduras, se
desintegran los contravientos, se comban las ventanas y dejan de cerrar. La casa en
venta estaba situada fuera de la aldea, a unos quinientos metros de la última vivienda y
al borde, o casi, del acantilado. Una casa abusiva, en una zona declarada como no apta
para la construcción. Pero de eso también me enteré posteriormente, constatando lo bien
fundado de la ley sobre el litoral pero lo fácil que era violarla impunemente.
Saliendo de la aldea, antes de llegar a nuestro destino tuvimos que recorrer un
camino lleno de baches a través de una llanura de matorrales. Esa landa, tapizada de
cañas, hinojos, agaves, que el viento curva en un mismo sentido, se extiende lejos hacia
la derecha, según nos dijo el ragioniere, y hasta el puerto pesquero resguardado en una
ensenada ubicada a media hora a pie a través de un sendero que bordea la costa. Me
indicó una edificación sin acabar delante de la cual nos detuvimos. Bajamos del auto y
pasamos por encima de un murito de piedras resecas. No fue difícil franquear ese límite
pues el murito estaba medio derrumbado. Entre las piedras habían crecido unos nopales.
Lo que estaba en venta no era ni una “casa” ni una “propiedad” sino un esbozo de
construcción en un terreno rocalloso, descuajado por la erosión.
- ¿¡Qué?! –exclamó María en francés–. ¿Quieren vendernos esta casucha? Lucien,
¿tú no te dejarás meter gato por liebre, verdad?
Sobre una base cuadrada de cemento se alzaba la “casucha” de un piso. La planta
baja era sólo un esbozo: cuadriláteros de paredes blancas someramente encaladas, con
rectángulos abiertos para las puertas y ventanas por venir. Constituía, por así decirlo, un
gran zócalo. Una escalera exterior, en cuya barandilla de forja se entrelazaban langostas
e hipocampos, subía a la parte inmediatamente utilizable: era una casa prefabricada
Grazia8, también cuadrada pero de menor tamaño, pues la terraza que la rodeaba mordía
en el espacio habitable. Estrecha por tres lados, esa terraza se ensanchaba frente al mar.
María exploró las habitaciones, dos cabinas bautizadas dormitorios, un salotto (recibo)
diminuto, una cocina enana, un cuarto de baño para renacuajos. Construida en madera,
lata y contrachapado, esa muestra de la industria helvética no tenía buen aspecto, y así
debía admitirlo yo mientras trataba de llevarme a María hacia la parte de la casa que
daba al mar.
Efectivamente, la casa en sí misma no era más que el pretencioso y calamitoso
remedo de una casa de playa, el sueño pequeño-burgués para una snob inglesa que
supuestamente lo compartiría con el marqués. Y todo lo que habíamos visto se quedaba
corto ante la grandeza, la pureza y la belleza del sitio. La mirada no tropezaba con
ninguna pequeñez, el paisaje no había cambiado desde el paso de Eneas: la costa de
Homero y Virgilio seguía intacta, protegida contra la lepra balnearia. El cabo Passero,
umbral que se abre a la eternidad, sólo limita con lo infinito.
El ragioniere nos alcanzó en la terraza. A María le parecía que la barandilla de la
escalera era como para morirse de risa, y que todo ese estilo suizo era igual de
recargado y ridículo; para convencerla, el ragioniere repetía:
- Pero sólo cuesta seis millones, signora. Es más, estoy seguro de que el marqués
podría dejársela por menos. Y quien paga menos gana más. Quien compra rebajado se
enriquece.
Seis millones de liras de la época: una bagatela, verdaderamente. El ragioniere no
estaba mintiendo. Me puse a evaluar la ventaja de tener a nuestra disposición el disfrute
de un refugio aislado, gracias al dinero heredado de mi profesor en la escuela de Bellas
Artes (él me había tomado cariño de modo inexplicable). La dicha de poder pintar,
liberado de toda vida social, sin imposición de horarios, cenas y vecinos, me parecía
8 Sergio Grazia es un fotógrafo italiano cuyas fotos de casas con estructura depurada son muy solicitadas por revistas de arquitectura y decoración. (NdlT)
inesperada. Ya no veía la hora de honrar al señor Vignole, cuyo legado recibí sin
comprender por qué me había preferido a mí antes que a otros alumnos suyos que tenían
más vocación y ya habían conseguido una galería donde vender sus cuadros, cosa de la
cual yo carecía, siendo la única salida para los míos proponerlos a los amigos y a las
ventas benéficas. Además, me gustaba cantar, era mi afición y no hay región en el
mundo más impregnada de bel canto que el terruño de Vincenzo Bellini, apodado por la
adulación enfática de sus compatriotas “el cisne de Catania”.
- María –le pregunté frente al mar, abrazándola– ¿se te ocurre algún otro lugar donde
podríamos ser felices? ¡Es un terreno de estudio para ti! Carlo Levi, el amigo de tu
padre, pensaba que Cristo se había detenido en Eboli, al Sur de Nápoles. Cristo, o sea
nuestra “civilización”, nuestros usos y costumbres, nuestras reglas, nuestras
convenciones… Entonces…
- Sí, Cristo si é fermato a Eboli (Cristo se detuvo en Éboli)… Recuerdo que cuando
yo era pequeña Carlo Levi nos leía fragmentos de su libro, y escuchándole hablar de
aquellas tradiciones tan extrañas de la Basilicata, donde Mussolini le había condenado
al exilio, o de las viviendas trogloditas de Matera, tan curiosas, surgió en mí el interés
por la etnología. Él hacía que me sintiera como desterrada, gratamente desterrada. Tenía
una manera de leer fluida, abundante, como untuosa, sabía comunicarnos esa agradable
sensación de exotismo que él mismo había experimentado.
- Ya ves, María, no valía la pena ir hasta Australia… Y Marzapalo está mucho más al
Sur que Eboli, quinientos kilómetros más al Sur.
Frente a nosotros, en un pequeño islote, un fortín castellano contemporáneo de la
batalla de Lepanto alzaba sus murallas rosas, casi intactas. Las olas rompían con
testaruda regularidad a los pies del acantilado. La superficie del mar, jaspeada por los
rayos del sol, tenía innumerables matices de azul, desde un verdadero índigo hasta los
más fines degradados del ultramar. Los visos cambiantes descendían del horizonte en
anchas rayas y en diagonal. A lo lejos pasaban buques petroleros con su línea de
flotación de color naranja, cargueros oscuros rumbo a Túnez, un ferry blanco a
destinación de Malta. Más cerca de nosotros, las lanchas de los pescadores regresaban al
puerto con ese sonido del motor de dos tiempos, sordo, regular, monótono, que con su
música constante y serena pone ritmo a la inmensidad. Por muy lejos que alcanzara la
mirada, no se descubría ninguna vela, ningún yate, ningún barco de recreo. Al parecer,
los cruceros ignoraban esos parajes. Era un mar útil, un mar de faenas y fatigas donde
cada cual se concentra en su labor, y no un mar de esparcimiento y de vacaciones; era
exactamente lo que nos hacía falta, habiendo decidido romper tres meses al año con la
sociedad, por razones privadas y profesionales.
Un lugar verdaderamente ideal: en la punta de la punta, sin contacto con el mundo
habitado. En ese desierto sólo están vivas las aguas, que cambian de color sin cesar.
Justo al pie de la casa, se dividen en dos masas bien distintas cuya juntura está marcada
por una línea más clara que indica un levantamiento del suelo en ese punto. Esa franja
submarina menos profunda, que a veces se desdibuja por la acción de las corrientes y a
veces se distingue a simple vista, une el fortín rosa al continente. Ahí termina el mar
Tirreno, que bordea la costa occidental de Italia, y ahí empieza el mar Iónico que se
extiende hacia el Oeste hasta Grecia. Las dos fosas del Mediterráneo se encuentran en
esa frontera trazada en la era durante la cual África se separó de Europa.
- En tiempo de calma, se puede ir a pie hasta el fortín y verán los conejos que
abundan en ese islote –nos dijo el ragioniere–.
- ¿Usted suele ir?
- Nunca.
Agregó que jamás se arriesgaría a hacer esa “expedición”, y tampoco iría por las
playas metiendo los pies en el agua.
- ¿Nunca se baña en el mar?
- Il mare è nemico.
El mar es enemigo: pronunció esa frase con un convencimiento y una energía que
ratificaban nuestras observaciones acerca de la natural antipatía que los sicilianos
sienten por el mar. ¿Se acordarán de que en el pasado el mar sólo les trajo colonos y
piratas, griegos, latinos, fenicios, turcos, árabes, normandos, españoles, piamonteses,
una ralea de predadores y saqueadores, de razas y lenguas varias pero igual de
codiciosas…? ¿O permanecerá vivaz el recuerdo de la malaria que infectó las costas
hasta el final de la guerra…? No tardaría yo en enterarme de que esas explicaciones sólo
existían en mi mente llenas de referencias históricas, pues el verdadero motivo de tal
hostilidad era otro.
María, todavía con el sarcasmo del príncipe resonando en sus oídos, temía que si se
confesara asustada por lo agreste del lugar la confundirían con “la amante inglesa” del
marqués. Reticente estaba, sí, pero por otros motivos. No tomaba en cuenta en absoluto
la falta de corso (avenida) en la aldea y de passeggiata (paseo) vespertina, ni la
imposibilidad de exhibir sus atuendos, pues cuando viajaba se vestía con un blue-jean y
una camiseta. Poco a poco fue confiándome sus motivos de preocupación, y nadie podía
reprochárselos: la lejanía de Turín y de París, la dificultad para comunicarnos con
nuestros allegados, los sentimientos que suscitaríamos en esa población de pescadores y
cultivadores, su propio temor de sentirse incómoda en un medio dominado por los
hombres, las reparaciones que había que emprender, la falta de comodidad en la que en
todo caso tendríamos que vivir, los frecuentes cortes de la electricidad, la falta de agua
corriente, el uso restringido de la ducha ya que la casa sólo estaba surtida por una
cisterna que se llenaba mediante camiones venidos de Rosalba –cuando venían–. Por
último objetó la fealdad redhibitoria de eso que pretendía ser una casa.
- Sí pero, por ejemplo, podríamos sustituir la escalera exterior –un horror,
efectivamente– con una escalera de caracol que instalaríamos en el salotto. En la aldea
habrá algún herrero…
Inventé mil maneras de arreglar la casa. De todos modos, nunca conseguiríamos otra
tan barata y en una ubicación tan hermosa. El ragioniere, con breves intervenciones,
ponderaba en sordina su precio irrisorio, formando con nosotros un trío de ópera bufa en
la mejor vena de los finales de Rossini.
María, soprano coloratura, tema de la congoja: Cielo, come brutta è questa casa Più brutta, brutta, non si può ! Yo, tenor lírico, exaltando el paisaje y el clima: Cara, cara, lasciati ubbriacar Da questa aria imbalsamata! Cazzone, bajo cómico, repitiendo su estribillo con un ostinato recalcado: Che occasione, che occasione stupenda Ma da spendere meno ci sarà!9
Mi única preocupación era lo exiguo de la parcela en venta, la quinta parte de una
hectárea a ojo de buen cubero. Si algún vecino se pusiera a construir, ¡adiós al
aislamiento y al silencio! Suposición ingenua, lo constato hoy en día, tantos años
después, al ver el acantilado más vacío que nunca. Más vacío, pues en aquella época, a
unos doscientos metros de la casina –el ragioniere nos comentó que así la llamaban en
la aldea, y en adelante así íbamos a llamarla nosotros– había otra casita, ésta de piedras
resecas, construida según el ancestral método, de una simplicidad bíblica, que consistía
en ensamblar las piedras sin ayuda de cemento, encajando minuciosa y naturalmente las
junturas. Aquella pequeña maravilla de candor y pureza estaba abandonada. Le faltaban
muchas tejas, no obstante lo cual el cuerpo principal parecía estar en buen estado.
Supuse que podría restaurarse sin gastar mucho, con la condición de hacerlo pronto,
antes de que el deterioro del techo provocara su ruina.
Al preguntar a Cazzone si podría comprarla junto con la casina, él negó con la
cabeza. La casita pertenecía pro indiviso a catorce hermanos, de los cuales sólo dos se
habían quedado en Marzapalo. Los demás, repartidos entre tres continentes, ni siquiera
habían informado dónde vivían. Nada se sabía de ellos desde el final de la guerra. “Sería
como vendimiar en Navidad”. En el transcurso de los años pude ver cómo aquel modelo
de construcción rústica fue cayendo en ruinas. Alguien se robó las tejas, las piedras
sirvieron para construir la alcantarilla municipal, después del techo se derrumbaron los
9 Traducido, no resulta tan gracioso: ¡Cielos, qué fea es esta casa / Más fea, fea, es imposible! ¡Querida, querida, déjate embriagar / Por la fragancia de este aire! ¡Qué oportunidad, qué estupenda oportunidad / Menos costoso nunca nada habrá! (NdlT)
muros, sólo quedó una base resquebrajada por las hierbas. La dispersión de los
propietarios, el absurdo respeto a los títulos de propiedad caducados, el formalismo de
los trámites iban borrando todo vestigio del habitat tradicional.
- No piense más en eso –concluyó el ragioniere–. No se pide a burro muerto que
rebuzne.
Además, según él, nada resultaría más fácil que ampliar la propiedad para descartar
los riesgos de vecindad. El campesino dueño de la landa que se extendía hasta el puerto
–me mostraba el terreno que habíamos atravesado al salir de la aldea– era uno de sus
amigos. Yo podría conseguir un par de hectáreas a un precio totalmente razonable.
- ¡No faltaría más: pagar caro por esa rocalla yerma y estéril! –siguió diciendo María
en francés–.
Palmiro Cazzone comprendió la palabra “estéril” (sterile en italiano), extendió el
brazo hacia el campo y pronunció estas palabras misteriosas:
- Aquí crecerá todo lo que usted quiera.
- ¿Qué te parece –pregunté a María– si nos tomamos el tiempo para reflexionar,
evaluar el costo de las obras, prospectar los recursos de la aldea, explorar los
alrededores, antes de decidirnos a favor o en contra?
Conciliadora, me contestó:
- También veremos las playas. Algo encontraremos en una de las vertientes del
promontorio, o en las dos. Aquí el acantilado es abrupto, uno no se puede bañar en el
mar y sería el colmo venir a Sicilia y no poder bañarse en el mar.
Quedarse unos días en Siracusa, pasear por las callejuelas de Ortigia, descender por
las latomie10, deambular por la región, llegar hasta Noto, hasta Modica, no nos
disgustaba. Mientras lo hablábamos entre los dos, el ragioniere consultaba su reloj y se
abanicaba con su sombrero, cada vez más nervioso.
- Tal vez tenga usted algo qué hacer –le dije–. No quisiéramos retrasarle.
10 Canteras de piedras cerca de Siracusa, que fueron utilizadas como campos de encarcelamiento. (NdlT)
- El reloj de la iglesia acaba de dar la una.
- Il tocco (el toque) –dijo María–.
- Disculpe. Vamos a llevarle de regreso.
- Oh, a mí no me importa la hora… Hombre de honor no se queja del hambre… A
buena conciencia, barriga llena…
No por ello dejaba de manipular su sombrero, y finalmente dijo:
- Es que mi mujer me está esperando en Rosalba. A la una y cincuenta y dos minutos
precisos ella mete los espaguetis en el agua hirviendo. Nos sentamos a la mesa a las dos
en punto. ¡Accidenti si me retraso por un minuto!
Le llevamos hasta la plaza Mayor de Rosalba sin volver a pasar por la tonnara del
príncipe.
4
SIRACUSA
En mi memoria quedará como la época más feliz de nuestro amor aquellos días en
Villa Landolina, un hotel en plena decadencia pero más poético en su inconfortable
vetustez que cualquier gran hotel de muchas estrellas, una institución “histórica” de
Siracusa, y en Sicilia este epíteto va unido a todo lo que es suntuoso pero
desactualizado, ajado, remendado. Por sentido común e interés debió haberse restaurado
ese establecimiento que funcionaba en una antigua casona señorial. Tal vez mi error fue
haber creído que yo podría suscitar en María un apego a Sicilia a través de
características espirituales a las que su educación le impedía dar valor alguno:
entregarse al destino, ser fatalista, aceptar el descuido. Para mí, tales defectos se
engalanaban con una grandeza “filosófica”, pero a ella sólo le causaban impaciencia,
fastidio y desprecio. Un rasgo de carácter que a sus ojos era sólo dejadez lamentable,
negligencia de holgazanes, renuncia, yo lo consideraba como “sabiduría”.
¡Cómo me gustó nuestro cuarto! Inmenso, fresco, con persianas verde oliva cuyas
láminas inestables rayaban la penumbra con una luz dorada. Grifos de cobre y porcelana
surtían un agua amarillenta en una bañera con patas de elefante que necesitaba media
hora para vaciarse. Antes de llegar al cuarto había que recorrer tres salas en hilera,
rebosantes de aparadores, lámparas, canapés, confidentes, taburetes en x, banquetas
tapizadas, muebles borbónicos dorados macizos, carcomidos, inestables. Esas salas de
cuatro metros de altura estaban sumidas en una oscuridad y una humedad permanentes
pues nadie se arriesgaba a abrir las ventanas por temor a que se les soltaran las bisagras.
Aquel lujo inútil y caído en desuso, aquel deterioro tan distinguido, aquella
incomodidad voluptuosa no eran sólo, a mi entender, fruto de la indolencia: yo veía en
ello un arte de vivir. Todas las mañanas, una escuadrilla de domésticas pasaba sus
plumeros por mesas y sillas, levantando nubecillas de polvo que caían un poco más allá.
Una aspiradora jadeante cazaba las arañas que trepaban fuera de alcance hacia lo alto de
las cortinas. El principio de acción y el principio de inercia libraban entre sí una batalla
cuyo desenlace no habría dado lugar a dudas en cualquier otra parte. Pero en la vieja
Sicilia, todavía colmada de quimeras aristocráticas, lo útil, lo rentable, lo productivo se
hallan entre los últimos temas de preocupación. ¿En qué otro país del mundo la
administración de un hotel no tomaría en cuenta las expectativas de una clientela cada
día más exigente, y dejaría que un patrimonio inestimable se desvalorizara? El hotel se
hallaba casi vacío, sólo había tres habitaciones ocupadas.
- No mueven ni un dedo… –mascullaba María cuando las domésticas, echadas en las
poltronas de la entrada, la miraban entrar o salir, con su paso rápido y firme, su taconeo
sobre las baldosas de lava del Etna–.
Desde la terraza del hotel la vista abarcaba una cantera con más de veinte metros de
profundidad según lo que yo calculaba, oculta entre una frondosa vegetación. Era la
latomía de los capuchinos, así llamada por la cercanía de un convento. Las
remembranzas de la Antigüedad no nos soltaban. Aquella fosa fue utilizada como cárcel
para los siete mil atenienses del general Nicias, derrotados por los habitantes de
Siracusa en el año 413 antes de nuestra era. Todos murieron en lo hondo de ese vallejo
lleno de aromas, excepto los que habían sido indultados por el increíble motivo de
saberse de memoria extensos fragmentos de las tragedias de Eurípides y haber
declamado el lamento de Andrómaca y la desesperanza de Jasón. Aquella mezcla de
ferocidad guerrera y enternecimiento poético dejó a María indiferente.
Antes que las reminiscencias griegas, ella prefería las calles tortuosas y sombreadas
del barrio insular, Ortigia, una maraña de casas blancas apretadas una contra otra, un
laberinto de pasajes abovedados y de patios ocultos. Corte degli Angeli, Piazzetta
dell’Amore, Angolo del Mistero: ¡cómo me gustan esos nombres! Pero María me sacaba
de mi ensoñación:
- Ya podrían dar mantenimiento a sus palacios… –exclamaba frente a las opulentas
fachadas cuya toba clara, patinada y porosa, designada con el bonito nombre local de
giugiolena, se desmigajaba, desgastada por las intemperies. Y la complicada herrería de
los balcones, oxidada y herrumbrosa, corroída por el aire marino, se desintegraba.
- Cuando uno recibe en herencia una herrería de semejante valor, hay que
comprometerse a no dejar que se deteriore. Es una lástima ver estos tesoros
pulverizándose.
Yo amaba suficientemente a María como para estar seguro de que ella sólo pensaba
en el valor histórico, sin calcular el precio que se le podía sacar a algún anticuario.
Supo apreciar el antiguo ghetto judío, la giudecca, modesta y pobre, al borde del
mar, maraña de callejuelas tan estrechas que no se podía caminar de frente. Las matas
colgaban de las ventanas formando casi una bóveda por encima de nuestras cabezas.
Maravillada, María me precedía bajo ese domo de magnolias y buganvillas. “Baños
israelitas” pudimos leer en un cartel. Por una escalera estrecha y resbalosa bajamos a
diez metros bajo tierra, hasta el escondite que albergaba esas termas clandestinas. Los
judíos perseguidos, sentados sobre tres filas de escalones en torno a una alberca
cuadrada, practicaron ahí sus abluciones rituales.
La mayor parte del tiempo deambulábamos sin objetivo, al azar de los recodos y las
vueltas de una fantasiosa vialidad. Al final de cada calle se veía el mar brillante cuyo
olor, traído por el viento, llegaba hasta dentro de los patios. María se había aficionado a
la leche de almendras y a la granita de almendras, así que solíamos recalar en el bar
Minerva donde, para nuestro gusto, se servían las mejores. Al salir, para llegar a la plaza
sólo teníamos que pasar por delante del Duomo, y ante ese monumento compuesto de
diferentes elementos se reactivaban nuestras divergencias. Así como María aprobaba
que se hubiera incorporado a la basílica romana del siglo VII las columnas dóricas del
antiguo templo de Atenea pues, según ella, ambas épocas están emparentadas por la
nitidez de sus líneas, el rigor de su composición, su voluntaria sobriedad, asimismo le
parecía un contrasentido la fachada teatral agregada en el siglo XVIII. ¿Cómo
entusiasmarse ante un edificio, decía ella, cuyas diferentes partes no se armonizan?
- Reconoce que esos ángeles retozones, esos apóstoles gesticulantes, esos niños
mofletudos que pululan, encajados en esa obra maestra de la arquitectura románica (ella
siempre se enredaba con los términos “romano”, románico”, “romántico”), reconoce
que arruinan la pureza.
- ¿Por qué te parece que lo que no es tan simple resulta impuro?
Vieja polémica entre ambos. Orgullosa de que el barroco, con sus inventos
superabundantes y su elocuencia que ella calificaba de “ficticia”, no hubiera cuajado en
la Toscana ni roto la homogeneidad del decorado florentino, que resistió contra aquella
plétora ornamental, María concluía que la belleza sólo puede ser pobre, sobria, altanera,
severa, reducida a líneas rectas y sometida a un equilibrio estricto.
- Lucien, no me digas que esas hinchazones no te resultan exageradas…
- Es un asunto de gustos, María.
- Perjudican la emoción.
Yo no insistía. Impresionado por lo suntuoso de esa edificio cuya construcción
abarcó varios siglos, resultado de la concatenación y la superposición de las culturas que
habían florecido sin perjudicarse, yo pensaba en el contraste entre una ciudad de tan
excepcional riqueza, tanto en lo histórico como en lo artístico, y la mísera aldea de
Marzapalo que apenas si se diferenciaba de un campamento africano.
¿Acertaba yo al querer implantarnos? ¿Había pesado todas las consecuencias de una
decisión inevitablemente azarosa? ¿Había examinado suficientemente los motivos más
profundos por los que María podía dudar, más allá de sus temores acerca de los
inconvenientes materiales de la vida cotidiana? Dividida entre su arraigo familiar y la
curiosidad que la orientó hacia la etnología, desde muy temprano se debatía en ese
difícil conflicto. Yo empezaba a comprender cuánto valor había necesitado ella para
declarar a sus padres que renunciaba a estudiar ciencias políticas (también pensaron
para ella en una prestigiosa escuela de comercio) para dedicarse a estudiar las
poblaciones del desierto de Gibson. Preferir unos “salvajes” antes que la sociedad más
antigua y refinada de Europa, preparar una tesis tan especializada que la limitaría a un
puesto subalterno de docente, para ellos significaba rebajarse de nivel, fallar a su deber
de heredera, mofarse de los esfuerzos y los sacrificios consentidos por sus antepasados
para elevar a la familia hacia lo más alto de la jerarquía social y del éxito económico.
“¡Hija ingrata, traicionas nuestro mundo para interesarte por unos primitivos! ¿Acaso
has pensado en el salario que tendrás cuando seas una pobre profesora en una facultad
de provincia? ¿Crees que poniéndote en huelga con tus colegas obtendrás unos centavos
más de los ladrones que nos gobiernan? Qué hermoso porvenir te preparas…” Claro
está, demasiado educados para formular tales agravios en voz alta, sus padres se
limitaron a hacerle sentir su desaprobación.
Cuando ella tuvo que decidirse entre una brillante carrera en los negocios y un
estatus efectivamente mediocre al servicio del Estado, ella decidió. Pero no sin
remordimientos. Si uno ha sido educado con el concepto de que todo lo que no crece
con sostenido empuje disminuye y languidece, si el objetivo ansiado sólo puede ser
Londres o Nueva York (París había dejado de ser una opción válida desde que ella
estaba conmigo), ¿cómo no sentirse culpable por preferir la selva? Su relación con un
joven sin apellido y sin fortuna había agudizado el conflicto. Y ahora, con la
eventualidad de comprar la casina, se le volvía a plantear –guardando las distancias– el
mismo problema y las mismas responsabilidades. Instalarse en la parte más atrasada,
más desprovista del Mezzogiorno iba a ser una nueva declaración de guerra a los
principios inculcados.
Ella sólo tenía veinte años. A quienes sonrían al oírme calificar de “heroicas” las
decisiones que María había tomado y ésta que yo esperaba que tomara, debo recordar
que a esa edad y en el medio social de donde provenía, ella quedaba atrapada en una red
de códigos sociales de los que yo estaba afortunadamente exento. Es fácil ser libre
cuando no se depende de nadie. En los hombros de Lucien Collart, nadie había colocado
el peso de una tradición. Él se había iniciado nuevo en la vida.
Ante ciertas omisiones significativas, yo percibía la incomodidad y la preocupación
de María. En las tarjetas postales que enviaba a sus padres y que me invitaba a firmar
junto a ella, contaba el encuentro con el príncipe sin precisar que éste sobrevivía
dependiendo de un intendente sospechoso. Acerca de la casina y de nuestro proyecto de
comprarla, ni un comentario. Ni siquiera les pedía un consejo.
Dentro del Duomo, en una capilla lateral, nos detuvimos de pronto frente a uno de los
ornamentos más singulares: empotrado en la pared, por encima del altar, un blasón de
piedra dura hecho con el ensamblaje de alabastros y con una marquetería de mármoles
de distintos colores. Sobre un fondo negro, una copa amarilla presentando dos ojos con
gruesos párpados. Sin nariz, sin boca, sin barbilla. Vistos de frente, sin tomar en cuenta
ninguna perspectiva, posados nítidos y redondos como dos huevos fritos en un plato.
Dos ojos sin rostro ejerciendo un poder hipnótico: una mirada en estado puro, una
fuerza abstracta, una energía cortada de su fuente y por ello tanto más fascinante.
No podíamos dejar de mirar. El pie de la copa, un tallo rojo adornado con un
abombamiento amarillo, estaba cruzado diagonalmente con una palma y un puñal
trabados. A santa Lucía, protectora de Siracusa, le habían arrancado los ojos bajo el
reinado de Diocleciano. La naturaleza de aquel suplicio así como la palma, emblema del
martirio, explican que sólo estén representados los ojos, con el deseo de valorizarlos y
en un piadoso intento de exponerlos a la adoración de los fieles. ¿Y el puñal? ¿Fue el
instrumento de la enucleación? Esto resultaría contrario a la leyenda. Según Las vidas
de los santos y mártires de la Iglesia, del padre y ermita del desierto Publius Eutropion
–autoridad citada en la guía turística que consulté–, el verdugo no utilizó más que sus
diez dedos, cuya presión hizo saltar de la órbita los glóbulos oculares.
Un hombre de cabellos blancos, de gran elegancia pese a su traje raído, sus
alpargatas y su panamá de bordes deshilachados, prototipo de esos intelectuales de
provincia que se mantienen dignos en medio de su indigencia, había escuchado nuestros
comentarios. Unas mancuernas de oro sobresalían bajo las mangas de su chaqueta
desgastada. Se nos acercó y nos pidió permiso para ser nuestros cicerones. Se expresaba
lentamente, con una dicción impecable y en ese francés un tanto anticuado aprendido en
Montesquieu y en Voltaire, cuyas obras completas todavía se ven en las bibliotecas de
muchos eruditos. Un virrey Carracciolo, antiguo embajador del rey de Nápoles ante
Louis XV, había infundido en Sicilia el gusto por la Ilustración.
- La devoción hacia la santa sólo es una mampara. Los maridos que se creen
engañados por sus mujeres vienen a arrodillarse en este reclinatorio para dirigir un
doble ruego a Santa Lucía. En primer lugar, que la cegada ciegue al desgraciado y le
permita ignorar el asunto. Y también, si el ultraje se hace público y genera chismorreos
en la ciudad, que le autorice a utilizar el puñal contra la infiel. Hay que admitir que es
más simple matar con arma blanca que sacar los ojos de sus órbitas… Ésta es la
explicación del puñal, indudable alteración de la verdad histórica.
María, para quien todos los sicilianos eran beatos, se quedó atónita.
El lector de la Enciclopedia, cuya risa silbaba en su boca desdentada como un frotar
de hojas secas, concluyó:
- Ji ji ji… Lucía les da a la vez los ojos arrancados para no ver y el arma para
vengarse cuando ya la evidencia no se puede negar. ¿Saben cómo la llamamos? Santa
Madonna dei cornuti. El obispo está furioso y amenaza con excomulgarnos, pero
ustedes nunca oirán a un habitante de Siracusa “deslastrado del pensamiento correcto”
(comprenden lo que quiero decir…), a un siracusano “por encima de los prejuicios”,
llamándola de otro modo. La llaman Santa Madonna dei cornuti, Consolazione dei
beffati, Vendetta degli umiliati (Santa Madona de los cornudos, Consuelo de los
engañados, Venganza de los humillados), dicho esto con todo el respeto que le debemos
y con toda la veneración que nos inspira.
- Permesso –agregó al alejarse y se santiguó ante la pila de agua bendita pero ya
antes de salir de la iglesia se había vuelto a poner su panamá deshilachado.
De noche regresábamos al hotel en un coche de caballos para ahorrarnos una larga
avenida fastidiosa. El gerente nos esperaba en el primer escalón del peristilo decorado
con blasones, pagaba al cochero –cargando ese monto en nuestra factura, pues un
galantuomo no debe ensuciarse las manos manipulando billetes–. Luego, nos llevaba
hasta el comedor silencioso donde a menudo éramos los únicos comensales. Biombos
de seda, sillas con espaldar en forma de lira, lámparas tulipa con pantallas teñidas,
parteluces sin azogue y recargadas de motivos florales, encajes de herrería, aquello era
el epítome de la época en la que los últimos ricos de Sicilia experimentaron el Art
Nouveau. En ese marco Liberty, cuyas enrevesadas formas permitían desbordamientos
libertinos, un pintor había plasmado en las paredes a unas jóvenes ligeras de ropas
revoloteando en ronda sobre una alfombra de margaritas.
“Todo el tiempo pasta…”, suspiraba María, buscando inútilmente un risotto o una
milanesa en el menú presentado por un ceremonioso mayordomo con galones. En
cuanto al plato del día, los calamares rellenos –“demasiado pesados” – alternaban con el
pez espada al pesto –“nadando en aceite”–. Nos apetecían (sentíamos gola, según el
término italiano, más expresivo) los salmonetes “en salsa Arquímedes”, “especialidad
de la casa”, pero casi nunca quedaban. Arquímedes era el grande hombre de Siracusa,
pues había salvado la ciudad contra el ejército romano mediante una estratagema que se
hizo célebre: con espejos que captaban los rayos de sol para reflejarlos sobre las naves y
así incendiarlas, destruyó la flota que asediaba el puerto. El enemigo se retiró tras haber
perdido la mitad de sus naves. Nos preguntábamos si los salmonetes los cocinaban con
espejos, una receta que habría tenido la ventaja de evitarles tanta materia grasa. La
respuesta invariable era: “Esta noche no hay salmonetes.” La culpa era de los
salmonetes: “Se han vuelto astutos –nos decía con toda seriedad el mayordomo–. Los
muy traicioneros se escapan al oír acercarse las lanchas.”
María desconfiaba de los frutos de mar, pues el mar estaba “forzosamente
contaminado”. Mientras yo saboreaba cangrejos liliputienses y escupiñas bivalvas que
los niños recogían en las cavidades de las rocas del puerto (una noche me enfermé…),
ella masticaba los sempiternos espaguetis en salsa de tomate, dejando la mitad en el
plato. Para terminar, se tomaba una copa de limoncello dulce pero yo prefería el
amargor herbáceo de la averna.
5
CRIMEN DE HONOR Y REGADÍO DEL DESIERTO
- Mira –me dijo María, indignada–.
En la sala del desayuno, pintada de un blanco crudo, demasiado iluminada, sin
ningún encanto, amoblada con mesas y sillas de plexiglás, la única sala restaurada de la
Villa Landolina pero también la única inhóspita y en la que no nos gustaba demorarnos,
María me mostraba el periódico.
Se esté casado o soltero, la prima colazione (el desayuno), ese momento de intimidad
familiar para los primeros, de calidez doméstica para los segundos, no es importante
para los sicilianos, no les es necesario antes de iniciar la jornada. Prefieren entrar en el
bar y, de pie en la barra, discutir entre hombres de las noticias políticas que revisan y de
numerosos sucesos que comentan mientras hojean un ejemplar del periódico local
sostenido en una varilla de madera.
- Mira, no necesitan el puñal de santa Lucía para vengarse.
La Sicilia tenía como titular de primera página: “Delito d’onore”. El tribunal penal
de Catania acababa de dictar su veredicto en un caso de asesinato. Un tal Gaetano
Garofalo, charcutero en Siracusa, casado y sin hijos, enamorado de una de sus bellas
clientas, trató de deshacerse de su esposa Ginevra, mujer de lo más honrada, asidua de
la misa y perfecta casalinga (ama de casa) a quien nada se le podía reprochar, a no ser
el haberse vuelto menos amable para su marido. Después de mucho pensarlo, él no tuvo
más remedio que recurrir al “delito de honor”, utilizando el artículo 587 del código
penal, artículo causante de mucha controversia y al que este caso aportaba una suerte de
aval. “Quien dé muerte a su mujer, su hija o su hermana sorprendida en una relación
carnal ilegítima que ofenda su honor y el de su familia, será castigado de tres a siete
años de reclusión.” La corte, insensible ante los argumentos del abogado de la víctima
apoderado por una asociación feminista, se había limitado a la pena mínima: tres años
de cárcel (María: “¡Sólo tres años!”) para el charcutero asesino. “Sin duda –comentaba
el periodista– este veredicto parecerá bárbaro en los países protegidos por una
legislación laica, pero mientras en Italia no se instituya el divorcio, ¿qué otro recurso
tenemos para poner fin a un matrimonio en bancarrota?”
La indagación había demostrado que el marido no descubrió su “infortunio” por
casualidad sino que él mismo proveyó el amante y tendió la trampa a su mujer. Entre los
clientes de su negocio, Gaetano Garofalo se había fijado en un joven empleado de la
tienda La Standa conocido por su descaro. “Hé, Ninetto –le dijo al birichino (pícaro)
mientras le envolvía dos rebanadas de mortadela en una hoja de La Gazzetta del
Mezzogiorno–, necesito que lleves a mi casa una caja de vino, seis botellas del cenero
d’Avola que tanto le gusta a Ginevra, ya sabes. Aquí están las llaves. No hace falta tocar
el timbre: como Ginevra estará sola, no te abrirá.” Aquí, una palmada en el hombro del
muchacho y un guiño de ojo.
Fue muy fácil sorprender en la cama a la pareja ilícita. El marido “ultrajado” se había
escondido en el armario. Mató de un disparo de fusil a la esposa adúltera, verificó que
estaba muerta, sacó al amante desnudo de debajo de la cama, donde se había escondido,
le dio un abrazo afectuoso y fue a entregarse. “¿Quién podría culparle, quién podría
considerar esa acción como un crimen? Lo único que hizo fue apoyarse en la
disposición legal del delitto d’onore para reparar el perjuicio que sufrió.” La reacción
del público confirmaba el hecho de que esa ley fuera tan popular. Informado día a día de
los detalles del juicio, aclamó la decisión del tribunal y ovacionó al marido. La Standa
se conformó con transferir el empleado a otra sucursal en la misma provincia,
prometiéndole su reintegración al cabo de seis meses. El obispo subió al púlpito y echó
pestes contra todos los que pretextaran ese grano de arena introducido en los engranajes
de la Providencia para reclamar el divorcio y atentar contra la santidad del matrimonio.
- Mis queridos hermanos, mis queridas hermanas, Dios hizo del conjugo celebrado
por la Iglesia un sacramento indisoluble.
Todo el mundo en Siracusa deploraba la concatenación de los hechos pero se
alegraba de la feliz conclusión. “Este permiso otorgado por la ley –concluía el
periodista– ha caído en desuso en el resto de Italia. Es sólo en nuestra infortunada
Sicilia donde sigue siendo, hay que decirlo, necesario además de útil. Dejaremos de
considerarlo así cuando se nos ofrezca una mejor posibilidad de resolver una situación
sin salida.”
Fuera de sí, María rompió el periódico. Escandalizada por el cinismo de la
estratagema, indignada por la causa de flagrancia, se desquitó con el periodista,
acusándole de complacencia e hipocresía.
- Finge estar afligido pero se muestra solidario con el asesino. En vez de destapar la
superchería, como sería el deber de la prensa, la avala. Se ve que admira a un hombre
capaz de semejante determinación, y le siente orgulloso de una provincia donde
semejante abominación es posible. ¡Qué bella, tu Sicilia! Y en todo este enredo, la
víctima es un cero a la izquierda. ¡Pobre mujer, verdaderamente!
- Está bien… ¿Pero no te parece que ella actuó… un poco…? Acostándose con el
primero que pasa… En fin, el primero… ¿Su marido la descuidaba desde hacía cuánto
tiempo? En este asunto todo el mundo es culpable: el marido premeditando su crimen,
la legislación autorizándoselo, los jueces reduciendo la pena al mínimo, el público
aplaudiendo al asesino, el periodista preconizando la necesidad de matar, ¡y por último
Ninetto, un neófito, refugiándose debajo de la cama mientras despachan a su amante! La
Standa de Siracusa volverá a recibirle dentro de seis meses, y ese cobarde se dará aires
de héroe, y esas damas son tan tontas que van a querer acostarse con el mozo
“completamente desnudo” a quien el marido cornudo “abrazó afectuosamente”.
- Eso sí que no lo creo –dijo María–. No estamos en un sainete de Labiche11. Me
temo que los hermanos de la víctima van a querer el pellejo de Ninetto. El “código de
honor” exige que busquen venganza. Si le sacan de Siracusa es precisamente para que
se resguarde.
11 Eugène Labiche, dramaturgo francés del siglo XIX, célebre por sus sainetes en los que satirizaba a la burguesía de su época. (NdlT)
- ¡Qué bien! ¡Qué tierna, tu historia! Me quitas mis últimas ilusiones: yo pensaba que
La Standa no quería correr el riesgo de perder clientes por mantener entre su personal al
cómplice de un crimen…
María tenia razón, de acuerdo. Pero yo sentía confusamente que semejante razón,
soberana para una mentalidad occidental, no era la mejor herramienta para comprender
a Sicilia.
Todos los días regresábamos a la casina sin pronunciarnos aún, tan encantados con el
lugar como cautelosos con las trampas que nos acechaban. María, como buena turinesa
e hija de banquero, exigía presupuestos precisos, un extracto del catastro, un
justificativo de las hipotecas, piezas contables oficiales debidamente firmadas y
registradas. También quería una copia del permiso para construir pero, como nunca
existió el permiso, el príncipe le dijo que estaba archivado en Palermo y que pasarían
meses antes de ubicarlo.
- Cara signora, en Sicilia no dejamos que esos detalles nos estorben. Todo se arregla
con las combinazione, tanto el permiso como la falta de control sobre la falta de
permiso. La política es el arte de encontrar el punto débil del adversario. Cristo se
detuvo en Eboli pero Maquiavelo llegó hasta acá.
Pasábamos por la tonnara al mediodía en punto y recogíamos al ragioniere con el
asentimiento de don Fabrizio, interesado en que compráramos la casina. Estaba acosado
por un primo cargado de deudas que le pedía prestado.
Cuando llegábamos a la casina, Palmiro Cazzone ya ni siquiera se molestaba en
abrirnos la casa pues comprendía que no era esa casucha precaria lo que determinaría
nuestra decisión. Acerca de los gastos que había que hacer, se mantenía en la vaguedad
a la vez que afirmaba que pronto daría respuesta a nuestras legítimas preocupaciones.
El espectáculo que un día descubrimos nos dejó intrigados.
Ya he mencionado el terreno a la derecha de la “propiedad”, hacia el puerto. Uno se
pregunta qué podría crecer en esa landa excepto cañas, cactus y agaves cuyos altos
tallos cargados de flores erizaban el borde del acantilado. Un campesino parecía estar
aguardándonos. Había desenrollado desde la aldea medio kilómetro de manguera de
regar. Tan pronto como oyó el motor del auto, hizo como si estuviera regando.
- Bravo, Ciccio! –exclamó el ragioniere, saludándole a través de la ventanilla.
Se bajó del auto y avanzó a pasos cautelosos entre las excrecencias pedregosas. El
hombre sacudió la manguera para sacarle las últimas gotas, la dejó en el suelo, se secó
las manos en el pantalón y se inclinó ante el ragioniere.
- ¿Y las arvejas, Ciccio?
- Es lo que me temía, don Palmiro. Yo sabía que sólo los tomates iban a crecer, no
las arvejas, sólo los tomates.
- ¿Y entonces?
- Las arvejas ya crecerán.
- ¿Y las berenjenas?
- Grandes como balones de rugby.
- Tu tierra es buena tierra, Ciccio, buena tierra.
- Tan buena como peligroso es el hombre lobo en noches de luna llena.
- Le puedes sacar el ciento por ciento, más el beneficio proporcional.
- Una tierra tan preñada como una oveja en abril, don Palmiro. Tan fecunda como la
esposa nueve meses después de la boda. Tan abundante como una ubre de vaca antes del
ordeño.
- Un tesoro para tus hijos, tus nietos y hasta la cuarta generación.
- Doy gracias todos los días a la Madona de las siete espadas.
- Cuya bendición se extiende hasta este rincón del mundo olvidado por el gobierno.
- ¿Las arvejas… los tomates? –preguntó María, irritada por esa palabrería que a mí
me parecía poesía pura.
Cazzone soltó una carcajada.
- ¡No van a comprar dos hectáreas de buena tierra para no cultivarla!
El campesino dueño de las hectáreas, suponiendo que queríamos comprarlas para
cultivar hortalizas, había imaginado la puesta en escena de la manguera con el fin de
vender más caro. El hilo de agua, que serpenteaba por el suelo rocoso y desaparecía
absorbido por la arena, debía convencernos de que podríamos transformar ese monte en
un huerto. Ciccio pensaba engatusarnos con esa estratagema, pero cometía el error de
regar a pleno sol, sin aguardar al atardecer. Error suficiente para delatar la comedia
incluso ante nuestros ojos de citadinos.
No cabe en la mente de ningún habitante de Marzapalo que un terreno al borde del
mar tenga un valor. El marzapalense huye de la costa, no le gusta el mar, no sabe nadar,
no va a la playa. Il mare è nemico, yo comprendía ahora el verdadero sentido de esta
frase. No se explicaba ni por el remoto recuerdo de piratas y saqueos ni por el de la
malaria, más reciente. El mar es enemigo porque invade tierras, porque reseca y
destruye las plantas, porque roba terreno, lo que significa menos viñedos, menos
cultivos y, por ende, una considerable pérdida de beneficios. El mar no es nada, es un
vacío, una pérdida de espacio, una ausencia de tomates, un chiste cruel de la naturaleza.
Para esos terrícolas sólo importa la tierra, pero con la condición de que rinda. Les
parecía incomprensible que deseáramos tener una casa al borde del mar para estar solos
frente al horizonte, y un terreno adicional para protegernos de eventuales vecinos. Si yo
quería instalarme con “mi mujer” en ese acantilado y agregar a mi casa un terreno, no
podía ser más que con la firme intención de sacarle provecho.
El campesino recogió la manguera, la verificó poniendo cara de preocupación, dio un
paso adelante haciendo un último esfuerzo para humectar las matas espinosas. Su voz,
entre tenor y bajo, iba del fa2 al fa4. El trío bufo de María (soprano), Cazzone (bajo) y
yo (tenor) se amplió a cuarteto.
Ciccio, barítono, tema de la ilusión lírica: Quanti pomodori, quanti piselli Senza fatica il campo produrrà! Quante melanzane verrano a uscire Da questa terra non si può più grassa! 12
12 Cuántos tomates, cuántas arvejas / Sin esfuerzo este campo producirá / Cuántas berenjenas van a brotar / De una tierra que no podría ser más feraz! (NdlT)
Después de este ditirambo en homenaje a arvejas y berenjenas, un contrapunto con
nuestras voces discordantes animó alegremente nuestro conjunto: María clamó su
disgusto, yo mi entusiasmo, Cazzone se puso con sus cálculos y Ciccio con sus verduras
Soprano Cielo, come brutta è questa casa! Tenor Cara, cara, lasciati ubbriacar Bajo Che occasione, che occasione stupenda Barítono Quanti pomodori, quanti piselli
Lo absurdo de nuestro canto llevado por las ondas de la armonía nos elevaba a esas
alturas cenitales donde lo jocoso se hace realidad. ¿O no era esa mezcla de realismo
crítico y ceguera, de evaluación contable y utopía hortelana, de cinismo y exaltación, la
propia esencia de Sicilia? Uno se ilusiona con proyectos quiméricos de los que al
mismo tiempo hace mofa. Uno sueña que el desierto volverá a florecer y se burla de
semejante sueño. Se espera con pasión algún milagro a sabiendas de que nunca se
producirá. Sentimientos tan contradictorios que para expresarlos simultáneamente hacen
falta varias voces, la forma concertante de la parte final de una ópera.
Ciccio, de naturaleza doblemente taciturna como campesino y como siciliano, se
había superado a sí mismo. Se alejó, arrastrando la manguera detrás de él, sin
despedirse, sin una palabra, dejando encargado al ragioniere de ponderarnos la
excepcional fertilidad de su landa y fijar un precio proporcional.
6
EL MARQUÉS
Acompañados por el ragioniere, nos fuimos a firmar la opción de compra al
despacho del notario del príncipe, en Siracusa, plaza 2 de junio, frente a las ruinas del
templo de Apolo. En Sicilia el acto más rutinario puede dar un giro inesperado: don
Rosario Vella pasó más tiempo tratando de que el ventilador arrancara que
detallándonos los items del documento. Primero se montó en un taburete para empujar
las paletas con la mano. Luego se empeñó en desmontar el interruptor con la punta
mellada de su cortapapel, tan torpemente que recibió un corrientazo en el brazo. Aunque
la descarga no fue grave, primero gimió y se quejó de su “desgracia”. Luego, para
agradecer a la Madona de haberle “salvado del peligro”, ordenó a su mujer que fuera a
comprar flores, y no quiso iniciar el trámite sin antes haber colocado el ramo junto a una
litografía de la Madona en la silla de Raphaël, colgada en su despacho.
El despacho era un horno y nos estábamos ahogando. “Esperen –nos dijo–, tengo una
idea.” Quitó unos enormes registros apilados encima de una butaca, poniendo uno por
uno en el suelo aquellos in-folio encuadernados en pergamino grueso, y por último
desplazó la butaca, detrás de la cual descubrió, salidos de su funda aislante, retorcidos y
carbonizados, dos hilos de cobre que colgaban por la pared. Consternado, nos señaló ese
desperfecto para el que no había remedio.
- ¿No sería más sencillo dar un poco de aire? –preguntó María–.
- ¿Pero cómo?
María tomó la iniciativa abriendo la ventana, pero le costó trabajo pues las herrerías
estaban oxidadas y la falleba resistía a sus esfuerzos. Un soplo de aire marino barrió las
carpetas, de las que salió una nube de polvo, una pesada bruma de copos de polvo que
nos sofocó. Don Rosario, cuyo recelo se vio así justificado, farfulló algunas
apreciaciones poco amenas acerca de los métodos del “continente”. Aferrándose a la
falleba, cerró la ventana y volvió a llamar a su mujer para que le quitara el polvo de su
traje.
La opción de venta llenaba quince páginas manuscritas. Resultaría tedioso citar las
frases excesivamente largas y farragosas, inspiración del notario, un discurso apuntalado
por una jeringonza jurídica, corroborado por una prédica moral salpicada de citas latinas
donde el “honor” de las leyes del Estado se colocaba al mismo nivel que la “santidad”
de las prescripciones del Evangelio. De aquel galimatías se desprendía que en Sicilia el
derecho de propiedad es sagrado, intangible, inviolable, y que no resultaría pertinente
ponerlo en tela de juicio. Yo veía detrás de él las dos columnas del templo griego que
habían permanecido de pie. Puse mi media firma en las primeras catorce páginas y mi
firma completa en la última. El acta de compra fue firmada al verano siguiente en
Roma, ante el notario del marqués.
Francesco Bruno di Bellacasa, soltero y romano de adopción, nos había citado en el
Harry’s Bar, en la vía Veneto de Roma, encrucijada mundial de la café society y adonde
Hemingway se trajo de Venecia la receta del cóctel Bellini. La Dolce Vita13 había
puesto de moda esa calle. Una muchedumbre de mirones iba y venía entre la Porta
Pinciana y la Piazza Barberini. Deambulaban, curiosos de ver los lugares popularizados
por la película, acechando las vedettes de las que los periódicos publicaban fotos en sus
“páginas mundanas”, o se aglutinaban delante del Excelsior con la esperanza de
descubrir a alguna star saliendo del gran hotel, tal vez a la propia Anita Ekberg
precipitándose hacia la famosa fuente para meterse en el agua completamente vestida
delante de sus admiradores. El marqués nos aguardaba en la entrada del bar. Irritado par
la tonta curiosidad del gentío, enseguida nos llevó adentro.
“Signora”, dijo y se inclinó para besarle la mano. Francesco Bruno di Bellacasa,
cabello negro engominado, erguido, esbelto, vistiendo un traje inglés a cuadritos, un
pañuelo combinado con el corbatín, calzado inglés, mitad dandy, mitad maniquí, tenía
13 Célebre película de Federico Fellini, estrenada en 1960. (NdlT)
los ojos muy abiertos y yo no entendía a qué se debía. “Se estiró los párpados –me diría
María al salir del bar–. ¿Y el cabello, no has visto que se lo tiñe? Pero está impecable,
lleva muy bien sus cincuenta o cincuenta y cinco años.”
Descendiente de la poderosa familia instalada desde hacía varios siglos en el Sur-
Este de Sicilia (a la que también pertenecía el príncipe Mazzarolla delle Campane por el
lado de su madre), difería de su primo por su aspecto muy cuidado (no me le imaginaba
desaliñado, aunque estuviera de vacaciones o en la playa) y por el deseo de mantenerse
a la altura de su rango. Pero, igual que su primo, no sentía más que desprecio por la
joven República aunque lo manifestaba de otra manera, con un exagerado apego a los
modales de antaño. Ahora bien, pagaba el precio de tan absurda fidelidad. Hastiado de
la igualdad y demás lemas democráticos, “quimeras fabricadas por advenedizos”, y pese
a su estrechez económica, el marqués había rechazado, no sin altivez, un cargo en la
Administración pública.
- ¿Qué está leyendo? –le preguntó a María, viendo el libro con tapas amarillas que
tenía en la mano.
- Il gattopardo14.
Lo había comprado esa misma mañana por sugerencia mía, aun cuando el éxito de la
novela la hacía sospechosa ante sus ojos: seguía vendiéndose, estaba en la vitrina de
todas las librerías.
- ¡Ah, me lo imaginaba! –dijo el marqués, con una vehemencia que nos sorprendió–.
¿Cómo es que todos se han puesto a leer las elucubraciones de ese renegado? Quiere
convencernos de que los pequeños notables de la provincia han tomado el poder o lo
van a tomar. ¡Qué renuncia de parte de alguien que lleva uno de los nombres más
importantes de Sicilia! Además, publicar lo que uno escribe, de por sí ya es rebajarse
¿Qué necesidad tenía de publicar? ¿Por qué no vendió su blasón, ya que estaba? La
trama que imaginó es no sólo del peor gusto sino además absurda. ¿Quién puede creer
14 Novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, publicada en 1958, cuyo argumento transcurre entre fines del siglo XIX y principios el XX. (NdlT)
que Tancredi prostituye su título aliándose a esa Angélica que es una falta de todo? Y
resulta aún más extravagante que el tío de Tancredi, el príncipe Salina, en vez de
impedir esas artimañas, parece considerarlas so funny… Un verdadero aristócrata jamás
habría capitulado ante el alcalde del pueblo, ni aplaudido la desacertada unión de su
sobrino.
Yo no me atreví a decirle que la novela me había gustado.
- No ignoran ustedes –prosiguió– que los resultados del referendum de 1946 fueron
amañados por orden de los norteamericanos. En realidad, la monarquía ganó por varias
decenas de miles de votos, eso está comprobado. Pero al señor Truman le habría dado
urticaria si se hubiera gritado “¡Viva el rey!” en el país que podía convertirse en el eje
de su estrategia europea.
Hizo una pausa y continuó:
- Yo nunca más he vuelto a Siracusa desde que los lacayos que nos gobiernan se
cogieron la alcaldía para ellos. ¡Se atrevieron a tomar la fecha del referendum para
rebautizar como “2 de junio” la plaza donde mi tío-abuelo hizo construir su palacio!
Después de esa salida yo me dispuse a hablar de cifras, fechas y disposiciones
legales, creyendo que el marqués estaría deseando concluir el asunto. María me daba
codazos para que fuéramos al grano. Pero lo que se planteó fueron los méritos de los
diferentes whiskies que un deferente cameriere alineaba encima de la barra.
- ¿Cuál le agradaría hoy, signor marchese? Supongo que no será un blended…
- ¡Siempre con tu broma, Peppino!
- Entonces, un buen turboso.
- Está bien. Un Laphroaig.
- De buena cosecha, obviamente.
- Espera… Mejor un Glennfiddich… Bueno, no, escógelo tú mismo: esta mañana me
duele la cabeza…
- Es el siroco, signor marchese, el siroco…
- Gracias, Peppino… Será el siroco, efectivamente…
Dicho viento, que en verano lleva el agobiante calor del desierto africano hasta
Roma, no estaba soplando aquella mañana. La ciudad estaba envuelta en un delicioso
frescor. La brisa mecía el follaje de las encinas. Tal como su primo, el marqués nunca
había trabajado. Vigoroso, joven aún, en los momentos decisivos siempre le dolía la
cabeza y eso le impedía actuar con la determinación de la cual habría sido capaz sin esa
recurrente cefalea que él denominaba “hemicránea fatal”, haciendo un esfuerzo de
lenguaje que agotaba sus reservas de energía. Con el tren de vida que llevaba en París,
Londres y Roma, sus necesidades eran muy superiores a las del príncipe. Para
satisfacerlas, cada año se deshacía de alguna alhaja que le venía de su familia, o de
algún tapiz traído como dote de una antepasada francesa, o de un cuadro de algún gran
maestro incorporado a las colecciones de la familia desde el siglo XVII. Liquidar la
venta de una casa o un terreno que formaba parte de los restos de su patrimonio le
aportaba un complemento de recursos. Había cedido a un anticuario de la Vía dei
Coronari, por un precio inferior a la mitad de su valor, una ánfora del Ático inestimable
por haber estado en manos del emperador Federico II de Hohenstaufen en persona,
quien la había obsequiado a un ancestro del marqués como recompensa por proveer de
un equipamiento completo a doce caballeros de la sexta Cruzada.
Estos detalles provenían de Cazzone, quien me los contó con un desprecio apenas
disimulado. El marqués dilapidaba los restos de su fortuna en París dando fiestas
ruinosas en las que ni siquiera se divertía. Perdía grandes sumas en los casinos adonde
se dejaba llevar por unos hijos de papa forrados de dinero. Y para él, tan puntilloso en
materia de decoro, no era una falta de dignidad terminar sus noches en el “Moulin
Rouge” junto a “damitas” que no se conformaban con dejarse invitar a comer langosta y
beber champaña.
Su primo me comentó un curioso rasgo de carácter del marqués, que pudo haberle
otorgado una “buena situación” en la sociedad romana, tan ávida de escándalos.
Viviendo en la ciudad santa, el marqués era anticlerical y antipapista. Anticlerical por
tradición de su familia, en cuyo seno se leía a Voltaire desde hacía dos siglos;
antipapista por resentimiento y odio hacia la autoridad pontificia debido a un motivo
descabellado: porque el papa Gregorio IX excomulgó (¡en el siglo XIII!) a aquel mismo
emperador Federico II que había recompensado a su ancestro. Para el marqués, aquel
año 1239 puso fecha al inicio de una larga decadencia apostólica que desembocaba en la
vergogna de hoy en día. Según él, Pablo VI se acostaba con su secretario. Y si
promulgó su encíclica reafirmando la prohibición del matrimonio para los miembros del
clero, fue para reservarse un vivero de jóvenes sacerdotes frustrados por el celibato y
ávidos de dar cualquier salida a sus ardores. “¡Astuto, ese viejo bribón! En nombre del
adagio Quod licet jovi non licet bovi (Lo que es lícito para Júpiter no es lícito para
todos), se permite lo que está prohibido por el derecho canónico. Y nadie se atreve a
contradecirle. Suelta latinazos como si fueran fórmulas cabalísticas.”
No obstante, para gran decepción del príncipe que alentaba a su primo a adoptar una
“pose” de rebelde, éste respondía con indiferencia cuando le decían que podía
destacarse haciendo públicas sus blasfemias. Sus sarcasmos contra la hipocresía del
Vaticano harían las delicias de ciertos periódicos. La farsa de la castidad eclesiástica, el
ballet nocturno de los querubines deslizándose a pasos silenciosos por los pasillos del
palacio hasta la alcoba pontificia, ¡qué manjar de calidad para los gacetilleros! “La
Santa Sede, la santa sede, primo, la santa sede de la Santa Sede, ¿por qué privarse de
tan sublime juego de palabras? El papa tiene una sede que tal vez no sea tan santa…” El
marqués se negaba tercamente. No por temor a ser perseguido judicialmente, sino
porque a cualquier iniciativa que significara siquiera un mínimo de esfuerzo respondía
con su eterno: “Para qué…”
- ¿Él ha regresado a Sicilia? –pregunté a Cazzone–.
- Si. Regresa cada año, para las fiestas navideñas en la casa de campo donde se crió,
entre Noto y Modica. Bajo ningún pretexto faltaría a esa costumbre, ni dejaría de dormir
en la camita blanca de su cuarto de niño donde sólo cabe si encoge las piernas. Como
antaño, juega con sus soldados de plomo, lanza dardos, hojea su colección de
estampillas donde figuran rarezas como la efigie de Ferdinando de Borbón, rey de Dos
Sicilias. O de Víctor Emmanuel III, “emperador de Etiopía y rey de Albania”. A la hora
de acostarse, se tapa con la colcha que le bordaron para su sexto cumpleaños, cuando
aguardaba el beso materno para dormirse.
- ¿Su madre vive todavía?
Hacía varios años que había muerto, pero el marqués enseñó a Pasqualino, su viejo
mayordomo, a escenificar la escena del beso materno para así jugar el papel de su
madre. Pasqualino tenía que quedarse junto a la cama hasta que el marqués se durmiera.
Poseía una docena de perros machos de la raza muy rara de samoyedos moteados, de
los que se ocupaba para él una tía devota del marqués, en Modica. Podía haberlos
inscrito en los diversos concursos que se llevan a cabo cada invierno en Londres, Berlín,
Monte-Carlo, o Montecatini en Toscana, y llevarse medallas de oro y cheques. O ganar
aún más dinero alquilándolos para la reproducción. Pero de pronto surgía la famosa
migraña paralizante, echando a perder todos sus proyectos de resolver el desastre de sus
finanzas mediante el pedigrí de su jauría. El ragioniere le ofrecía su ayuda para
prepararle el viaje, el hospedaje, el traslado de los animales, el contacto con los
organizadores. El marqués aceptaba las propuestas, daba su acuerdo acerca de los
distintos puntos, pero el día del viaje anulaba todo, perdiendo el dinero que había
gastado en el proyecto.
- ¿El siroco, Eccellenza?
- Pues sí, mi querido Palmiro, has adivinado. Porca miseria! No hay nada qué hacer
contra ese maldito-maldito siroco. Otra vez esta “hemicránea fatal” oponiéndose a mis
resoluciones.
Mientras saboreaba a pequeños sorbos su Laphraig 1912 en el Harry’s bar, a lo
mejor se preguntaba si la suma que sacaría de la casina le permitiría aguantar hasta el
año siguiente.
Yo me había conformado con un Campari con soda, cosa que no mejoró su opinión
sobre mi persona. María, para complacerle, había pedido un single malt pero de menor
calidad y apenas si lo probó. El marqués pagó la cuenta y dejó como propina la mitad
del monto. A las preguntas del notario sólo contestaba con gestos cansados de la mano:
- Haga como le parezca conveniente.
- ¿Siete millones? –propuso el escribano, calculando su porcentaje–.
- Ni pensarlo, don Gregorio. Ya he dado mi palabra. Son seis millones.
Apenas si se tomó el trabajo de garabatear su firma al final del documento que le
despojaba de una casa de la cual una inglesa atolondrada, ignorante de la historia de
Sicilia e insensible ante la tragedia de una clase declinante, salió huyendo de las arañas.
Nunca más volvimos a ver al marqués.
Cinco o seis años después, al agotarse sus últimos recursos, ya enterrado Pasqualino
(y no sustituido, pues la nueva generación de domésticos exigía el cumplimiento de las
convenciones sindicales), ya vendida la camita blanca infantil junto con el resto de los
pesados muebles de caoba, los escasos bienes que aún poseía, legados por su tía para la
alimentación de los perros que morirían como él, sin posteridad, el marqués se fue de
este mundo andando de puntillas en sus elegantes Weston y con una bala de revolver en
la sien.
7
EL ACANTILADO Y EL PERRO
Menos de cien metros separaban la casina y el acantilado.
Esos cien metros eran la “propiedad” en la que todavía no nos habíamos animado a
aventurarnos. Nada parecía más fácil que franquear ese arpende y medio (según la
medida agraria todavía en uso por la región, de preferencia al sistema métrico) para ir a
ver si sería posible bañarnos entre las rocas. Tal vez se podría construir una especie de
escalera en la escarpadura, y abajo podríamos utilizar como trampolín una gruesa roca
plana, lo suficientemente ancha como para extender nuestros paños, con una fisura para
clavar un parasol, respondiendo al deseo de María.
Estábamos empezando por donde se termina: desde la casa al borde del acantilado,
esos cien metros de terreno eran casi impracticables. La bruma, la sal, el viento, a veces
las olas durante las grandes tormentas invernales, habían erosionado minuciosamente la
materia volcánica de esa meseta que cae a pique en el mar, y debíamos ver con mucho
cuidado dónde poníamos los pies. Era imposible avanzar entre esos espolones rocosos
irregulares, esas excrecencias verrugosas, esas crestas puntiagudas, esas aristas
cortantes, sin correr el riesgo de hacerse un esguince o de cortarse.
María, que llevaba sandalias trending, el último modelo de Marco Baldovino, se
detuvo a mitad de camino y dio media vuelta, renqueando. Al examinar una de sus
sandalias, constató un corte en la suela: por ahí se había desprendido una de las tiras, el
daño era irreparable. En vez de molestarse, hizo un gesto de indiferencia y echó el par
de sandalias al tobo de la basura, entre vainas de habas y huesos de duraznos. Así se
desechó, en un dos por tres, algo que a mí me habría costado tres meses de ahorro.
- ¡Te costaron dos mil liras! –le dije con un tono del que enseguida me arrepentí–.
Para el pincelador nacido en una familia pobre, con sus reflejos de hombre de
izquierda, resultaba chocante que no se escatimara en gastos. Era un tema que
tratábamos de evitar: ella, para tratar de olvidar el reproche insultante lanzado por su
primer novio cuando la dejó: el haber nacido “en una cuna de oro”; y yo, para no
parecer que recrimino la desigualdad entre las clases. En esa época, la aventura de Fidel
Castro daba un flameante aval a los clichés revolucionarios más trasnochados. La buena
conciencia, el sectarismo bienpensante de la izquierda se nutrían de la epopeya cubana.
En la escuela de Bellas Artes había una pequeña camarilla de guevaristas barbudos y
perentorios que jugaban al “hombre nuevo”, fumando habanos y tomando cerveza. Yo
compartía algunas de sus ideas, pero cualquier discusión con María sobre el tema se
habría agriado. Ella me acusaría de repetir esas consignas sin que ello me impidiera
instalarme ante mi caballete y vivir como un burgués. Nos ateníamos, pues, a cierta
neutralidad política entre ambos. Entre los peligros que nos acechaban como pareja, era
el único del que estábamos concientes.
Mientras yo me aventuraba con mis zapatillas entre las rocas, brincando de una a otra
para recoger unas florecitas de un azul malva que crecen en los intersticios y hacer un
ramillete para María, mis contorsiones entre el pedregal sólo podían suscitar en ella
nuevas dudas acerca de lo pertinente de nuestra adquisición. El ragioniere se había
cuidado de venir con nosotros. Se quedó en la plataforma de cemento que sirve de
zócalo a la casa, midiendo la fachada con una cadena de agrimensor y anotando en una
libreta la cantidad de toesas que había que encalar.
Las flores esparcidas por el acantilado tienen minúsculas gorgueras agrupadas por
quince o veinte sobre una cabezuela de color pardo. Acerqué la nariz a una de esas
flores: no olía. Toqué sus pétalos con el dedo: estaban secos. El tallo, esmirriado y
leñoso. Era una planta cuyo verticilo guarda su color aunque la flor se seque, por eso se
llama “inmortal”. Efectivamente, sólo las inmortales tenían suficiente energía para darse
en ese caos rocalloso. Los antiguos decían que los asfódelos florecen en los infiernos
aguardando las sombras errantes para favorecer su resurrección. ¿Para quién podían ser
útiles esas florecitas azul malva del acantilado? No eran bonitas, no estaban frescas sino
ya marchitas, resecas y arrugadas aunque en pleno florecimiento y vigor. Apenas
brotadas y ya marchitas. Sin duda inmortales, pero con esa manera irónica que en Sicilia
todo lo impregna, inmortales y descoloridas, inmortales con sólo un soplo de vida, a
semejanza de la antigua sociedad en vía de desaparición.
Llevé un ramillete a María, ofrenda que recibió con una sonrisa forzada, dejándola
encima de una caja abandonada por los albañiles.
Esa caja siguió ahí aún después de haber equipado los dos pisos con el somero
mobiliario comprado en La Standa de Siracusa. El ragioniere nos consiguió una cocina
a gas butano. Nunzio nos traería mensualmente, en su triciclo Vespa, una bombona
llena. Lo más difícil de encontrar fueron las lámparas para el dormitorio. “No vendemos
ese artefacto.” A nadie en Sicilia se le ocurre leer en la cama. Pero por fin conseguimos,
en una tienda de regalos en Siracusa, la única en el ramo, un modelo llamado “Aretusa”
(como la ninfa) y “recomendado a los recién casados”, con una pantalla plisada de estilo
tulipa y un pie de vidrio transparente y sinuoso en forma de mujer desnuda, que se
iluminaba por dentro y, cada vez que se prendía la lámpara, la mujer pasaba
alternativamente del azul al rosa y del rosa al azul.
Unos días después de la exploración del acantilado, un evento que a mí me dejó
perplejo y a María de nuevo indignada, nos abrió un poco más los ojos acerca de las
costumbres de Marzapalo.
Por un atajo que cruza diagonalmente el terreno que nos separaba de las primeras
casas del pueblo, llegó un muchacho con el pecho descubierto y pantalones cortos,
llevando terciada una pesada bolsa y arrastrando tras él un pastor alemán atado a una
cuerda. El muchacho no tenía más de doce años pero su rostro ya era maduro, sus
muslos musculosos estaban tostados por el sol, tenía vigor físico y andares decididos, el
carácter atrevido de los niños criados al aire libre. Fumaba una colilla pero me dio la
impresión de que no lo hacía por gusto sino para darse valor. Cada chupada le retorcía
la boca. Saltó por encima de una zanja y acometió un terraplén sin reducir el paso no
obstante la carga que llevaba al hombro. Sólo se detuvo una vez cuando, sofocado por el
humo, le dio un ataque de tos.
El perro, de buen tamaño aunque no hubiera alcanzado su madurez, con el hocico
amarrado con tiras de cuero que trataba de quitarse frotándose contra las rugosidades
del suelo, se arqueaba sobre las patas delanteras, negándose a avanzar mientras soltaba
sus quejidos. El muchacho tenía que voltearse a menudo hacia el perro y halar la cuerda
con las dos manos.
Saltaron por encima del pedazo de muro que, junto con unos cactus escuálidos y un
agave inclinado por los vientos, hacía las veces de cerca alrededor de la casina.
Atravesaron nuestro terreno y sólo se detuvieron al borde del acantilado. El muchacho,
ya por no haberse fijado en el auto, ya por considerarnos como unos intrusos, actuaba
como si estuvieran solos, el perro y él, sin tener que dar cuentas a nadie. Se agachó al
borde del vacío, lanzó la colilla al mar, y sacó del bolso una gran piedra cuadrada que
colocó con esfuerzo en el suelo.
Nosotros estábamos en ese momento en la terraza del primer piso, junto al ragioniere
que nos explicaba las obras que había que emprender. Las aguas de lluvia drenaban mal,
había que hacer unas aberturas en el murito de ladrillos e instalar un canalón. Los
listones de madera estaban podridos y había que reemplazarlos por lozas. Y adentro
resultaría más ventajoso sustituir el linóleo de la sala por baldosas de cerámica.
- Vaya, qué suerte tienen –exclamó como si de repente se hubiera acordado de una
circunstancia ventajosa para nosotros–. Tengo un primo que trabaja en ese ramo, en
Caltagirone. Puede venderles a precio de costo unas tejas moldeadas a la antigua y
baldosas fabricadas artesanalmente.
Apenas si le escuchábamos. ¿Qué estaba haciendo ese muchacho? ¿Qué tenía en
mente? Para atar el extremo de la cuerda alrededor de la piedra, buscaba en ésta
asperezas que impedirían que la cuerda se deslizara, operación que se le hacía difícil
porque el perro se debatía y trataba de escapar. A veces el muchacho se interrumpía
para acariciar el perro, rascarle el lomo, murmurarle unas palabras al oído. El animal se
calmaba bajo esa mano afectuosa, movía la cola mientras el muchacho le abrazaba la
cabeza, frotaba su mejilla en el hocico; jugueteaban como dos viejos amigos. Después,
el muchacho reanudaba su ocupación, crispando la mandíbula en el esfuerzo de hacer un
nudo más apretado, ayudándose con las irregularidades de la piedra.
Interrogué al ragioniere con la mirada. Él se mantenía impasible, como si no hubiera
nada más natural que el espectáculo de un muchacho y un perro unidos por una oscura
confusión de crueldad y amor.
De repente el muchacho se levantó. El perro, cada vez más inquieto y quejumbroso,
se alzó sobre sus patas traseras y trató una vez más de escapar. El muchacho lo tomó en
sus brazos musculosos y, desde el acantilado alto de al menos diez metros en ese sitio,
lo lanzó al vacío con la piedra atada al cuello. Entonces dio media vuelta y echó a correr
llorando. Volvió la cara hacia atrás varias veces y vimos unos lagrimones en sus
mejillas morenas.
María dio un grito.
- Se hizo justicia –masculló entre dientes el ragioniere–.
- ¿Qué justicia? –le gritó María, y casi se lo gritó en la cara–.
- El dueño del perro –dijo el ragioniere en tono severo– no se quitó el sombrero
cuando pasó la procesión. No se quitó el sombrero ante san Calógero. El santo que
protege el pueblo. Y la confraternidad del santo, después de que todos los miembros
deliberaron, reunidos en el coro de nuestra iglesia en torno a la estatua del santo, decidió
que no bastaría un exvoto para reparar el insulto: san Calógero, ofendido, pronto podría
retirarnos su protección y secar las cosechas (se santiguó). Sólo la mano inocente de un
niño podía calmarle.
- ¿Y usted forma parte de esa confraternidad? –le pregunté–.
Bajó la voz y murmuró, tapándose la boca con el sombrero:
- Solo en calidad de miembro suplente, puesto que vivo en Rosalba. Pero no le digan
nada a Su Excelencia, pues no comparte nuestras ideas.
- Y esa decisión de vengarse del dueño del perro, ¿usted la aprobó?
María se volvió hacia mí para descargar su ira:
- ¿A qué país de bárbaros me has traído?
Yo ya me precipitaba hacia la escalera y, tan rápido como pude, brincando por el
pedregal, corrí a averiguar qué le había pasado al perro. Me lo imaginé reventado contra
una roca o ahogado entre las olas. Pero, por milagro, la cuerda se había cortado con una
arista de la pared del acantilado de modo que el animal, deslastrado de la piedra y
habiendo caído al agua entre dos rocas, ni siquiera se veía herido. Se trepó a una de las
rocas, se sacudió, y ayudándose con unos salientes dispuestos como escalones naturales
(pensé que aplanándolos un poco podríamos acondicionarlos como una escalera),
reapareció sano y salvo en lo alto del acantilado. María ya había bajado de la terraza,
estaba delante de la casa y trató de atraer al perro llamándolo con los nombres de los
perros que ella conocía. Sin dignarse a responderle, el perro trotó hasta el sitio de donde
había sido lanzado al vacío, husmeó por el suelo, olfateó las piedras, encontró el olor del
muchacho y salió disparado hacia el pueblo, con un trozo de cuerda todavía en su
cuello, siguiendo el rastro del que quiso matarlo.
- ¿Lo ves, María? Es cosa de sicilianos. Aquí había una mezcla que se nos escapa:
delegación de venganza, ritos milenarios, supersticiones religiosas, desprecio por los
animales. Todos esos ingredientes incomprensibles para nosotros desembocan en una
especie de misa pagana que se concluye con la inmolación del chivo expiatorio. No
podemos oponernos a una costumbre tan profundamente arraigada en la historia de esta
isla. Aquí no hay ley que impida reparar un crimen imaginario mediante un sacrificio
aún más absurdo.
- ¡Pero es un niño! El perro está sano y salvo, pero el niño quedará marcado de por
vida por el gesto horrible que le obligaron a hacer.
- ¿Qué te hace creer que le obligaron?
- ¿No viste que estaba llorando?
- Deja las ideas que tienes acerca de los niños sicilianos…
- … y de la bondad, la gentileza, la educación de los sicilianos.
- Y acerca de los perros –agregué–.
Seguí con la mirada el animal que corría a entregarse de nuevo en manos de su
verdugo. Aceleró sus zancadas al acercarse al pueblo y desapareció en el recodo que
formaba la primera casa.
- Voy a ir a poner la denuncia en la alcaldía –dijo María–. Italia es un país de
derecho. Y el derecho europeo prohíbe torturar los animales.
Consultado, el ragioniere nos informó que no siendo Marzapalo una comuna, el
pueblo estaba adscrito a la alcaldía de Rosalba.
- El alcalde le dirá que el derecho no tiene mucha importancia ante las tradiciones
ancestrales.
- ¡Qué bellas, esas tradiciones!
- Un perro no representa más que una boca que hay que alimentar.
Tuve la imprudencia de decir:
- También los árabes detestan los perros.
Seguro que no fue la mejor manera de calmar a una piamontesa preocupada y
descontenta por el flujo de emigrantes hacia Turín, ciudad tan nítida, tan limpia, tan
“europea”.
8
PALMIRO Y OLINDA
El ragioniere comprendió que esa escena nos había disgustado. Le corría prisa
presentarnos a su yerno, el ingegnere Luigi Tulipano, que tenía sus “oficinas” en
Rosalba y, aunque no era ni arquitecto ni contratista, tenía sus arreglos con todas las
corporaciones. María quiso manejar el auto, yo me senté a su lado, Cazzone se montó
atrás, y nos fuimos hacia Rosalba.
“Gigi” se encargaría de establecer los presupuestos, reclutar la mano de obra,
coordinar las obras, supervisar a los obreros. Era un uomo di rispetto, exacto en sus
números, preciso en las cuentas. Sólo cobraba diez por ciento. En Sicilia alguien es
geómetra sólo con saber manejar una cadena de agrimensor y calcular la superficie de
una parcela, pero sería una afrenta no llamarle ingegnere; y al bachiller recién graduado
le corresponde enseguida el título de dottore.
- Mi yerno –nos dijo el ragioniere– es ante todo un hombre verdadero.
Verdadero: ¿qué entendía él por ese término?
El auto traqueteó por la calle principal de Marzapalo, María iba demasiado rápido,
los niños se refugiaban en los portales de las casas, los muchachos mayores le pintaban
cuernos, yo le supliqué que fuera más despacio pero sólo redujo la velocidad al llegar a
la parte de arriba del pueblo, después de la última casa. Cuando dejamos el faro a la
derecha, el ragioniere prosiguió:
- Antaño nadie se habría atrevido a vendernos pollos alimentados con hormonas.
- Pero es que antaño…
Yo quería objetar que los pollos alimentados con hormonas eran un invento reciente,
pero él me cortó.
- Ni a presentar mujeres en las elecciones.
Era la víspera de una elección regional. Percibí que él estaba deseoso de revelarnos
sus convicciones políticas.
- “Antaño” –le pregunté–, es decir: ¿antes de la guerra? En tiempos de …
- Perfectamente. En tiempos en que Él gobernaba Italia. Él nunca habría permitido
que los pollos alimentados con hormonas salieran al mercado. Mire usted, professore,
Él era un hombre verdadero que llevaba a su pueblo hacia lo alto. Él quería un pueblo
fuerte, sano, vigoroso, alimentado con pollos que no fueran tratados artificialmente.
- Pero, según me dijo usted, la electricidad llegó a Marzapalo sólo después de la
guerra. Ustedes comían caracoles a la luz de las velas. ¿Entonces, qué hizo Mussolini
por Sicilia?
- Le engañaban, professore, Le hacían creer que los créditos que Él nos otorgaba se
utilizaban conforme a sus órdenes. Dos veces vino a Sicilia, dos veces. Pronunció
discursos sobre la reforestación de las montañas y el abono de los pantanos. Él no sabía
que la conjura desviaba los fondos y se los metía en el bolsillo. Él no lo sabía.
- ¿La conjura?
- ¿Quién, si no, tiene la culpa de lo ocurrido? ¿Usted cree que sin las maniobras de la
conjura, se habría podido derrotar a un hombre como Él? Él nació invencible. Victoria o
muerte, tal era su consigna.
María se aguantaba a duras penas. Yo le hice una señal para que no le contestara.
- Desde el mismo 2 de mayo de 1945 –prosiguió el ragionieri, alentado por nuestro
silencio–, tres días después de la cobarde masacre de Como, el nuevo alcalde de
Rosalba reunió a todos los hombres en la sala de cine y les pidió que, uno por uno,
prestaran el “juramento democrático”, como él decía… Pues bien, profesore, yo fui el
único que se negó a perjurar. Cuando me tocó el turno, me levanté y dije en voz fuerte y
firme: “Yo no hago ese juramento. Ese juramento, no, yo no lo hago.” El alcalde me
expulsó del cine. Nadie se levantó para defenderme, nadie. ¡Ay! El pueblo italiano no
era digno de ser gobernado por Él. ¡Todos juraron en falso, todos! Y habiendo sido yo
el único en permanecerle fiel, me habrían destituido del cargo que ocupaba en los
archivos provinciales sin la intervención del príncipe, quien apreciaba mis competencias
y logró mi reintegración.
Justo en ese instante, con una curva cerrada, la carretera iniciaba el descenso hacia
las salinas y las bordeaba a lo largo de quinientos metros.
- Pare, signora, por favor, pare –dijo el ragionieri, sentado atrás–.
Se bajo del auto, dejó que María pasara la curva y luego se volvió a montar.
- Estas curvas son muy peligrosas –dijo, moviendo la cabeza–. Pericolisissimi.
Anoche vi en mis sueños un gato negro.
Ahora, en la subida hacia Rosalba el gato le conminaba por segunda vez a bajarse
antes de esa serie de curvas muy cerradas. En la canícula de mediodía, recorrió a pie los
quinientos metros de curvas. Después de lo cual, nervioso y jadeante, como si se
hubiera librado de un tremendo accidente, se dejó caer en la banqueta trasera,
llevándose la mano al corazón y murmurando palabras para invocar a san Calógero y
exorcizar los gatos negros.
Me costaba conciliar esos datos contradictorios: culto a Mussolini, elogio de la
“virilidad” nacional y pusilanimidad personal, a no ser que admitiera que la
pusilanimidad había sido uno de los resortes del fascismo. Aquel matón que hinchaba el
pecho y proclamaba la invencibilidad de la nación de César y Augusto agrupó a su
alrededor a todos los que sacaban provecho de sus bravatas, creyendo ser ellos mismos
unos héroes.
Palmiro Cazzone estaba orgulloso de su apellido, que a nosotros nos daba mucha
risa: cazzone, aumentativo de cazzo, el cazzo por excelencia. El hombre fuerte, el
hombre potente, dotado de una virilidad irresistible, el superhombre que, según su
mitología mitad higienista, mitad política, se habría debilitado comiendo pollo
alimentado con hormonas.
A su favor, y se lo señalé después a María, no se le podía acusar de oportunismo. En
vez de cambiar de chaqueta después de la guerra –como hicieron los fascistas en
general, convirtiéndose de la noche a la mañana en antifascistas y apresurándose a
inscribirse en la Democracia Cristiana–, él había reafirmado en público sus
convicciones, demostrando por fin el valor cuya ausencia había orientado su
compromiso político. “Victoria o muerte”: con esa cabeza en forma de berenjena, sus
mofletes y su papada, resultaba a la vez cómico y conmovedor. El inofensivo fanfarrón
–me dijo el príncipe– no había participado en ninguna expedición punitiva ni
denunciado a nadie ante las autoridades.
A María, uno de cuyos tíos había participado en la Resistencia en el maquis15
piamontés, le parecía algo odioso que él no sintiera ni remordimiento ni pesar. Yo no
opinaba así y me extrañaba esa terquedad absurda, nociva para su interés. Estaba
dispuesto a perdonarle sus baladronadas puesto que había pagado el precio: se pudo
quedar en los archivos provinciales pero en el nivel más bajo de la jerarquía, sin haber
obtenido jamás promoción alguna.
Fascista también era su comportamiento con las mujeres, lo descubrimos al
conocerle mejor. Yo me le imaginaba perfectamente entre sus veinte y cuarenta años,
pavoneándose en la Plaza Mayor, trajeado de negro, con la borla de la gorra rozándole
el hombro, un puñal envainado en el costado, un garrote en la mano, amedrentando a los
hombres, alardeando delante de las mujeres, gallo con las plumas alborotadas,
indiscutiblemente cazzone. Con ese comportamiento no sólo verbal, tal vez habría
logrado seducir a las gallinas del corral si su mujer, para frenar al fanfarrón, no le
hubiera sometido, sujetado, encerrado en la casa, vigilado estrechamente, como ningún
otro marido en el mundo lo era.
La signora Olinda nunca salía de su casa, a no ser para ir a misa. Sólo la vimos una
vez, una tarde que necesité consultar ciertos documentos del catastro y el ragioniere me
prometió que me los traería de la alcaldía. Nos abrió la puerta una mujer de imponente
gordura, superior a la de las mujeres casadas sicilianas, ya de por sí excesiva. Vestida de
negro de arriba abajo, con el cabello canoso recogido en un moño a la moda de los años
15 Término francés que engloba las regiones rurales y los grupos de combatientes clandestinos que, en distintas épocas históricas, se ocultaron en esas regiones del Sur de Europa para llevar a cabo luchas armada a favor de alguna causa. En Italia, esa forma de lucha se dio contra el fascismo italiano y la ocupación nazi durante la segunda Guerra Mundial. Entre estos combatientes o partigiani figuraban comunistas, socialdemócratas, demócratas cristianos, republicanos, monárquicos, anarquistas, etc. (NdlT)
treinta, el pecho comprimido en un corpiño de terciopelo, llevaba un cuello de encaje y
calzaba unos zapatos de tiras. Su marido todavía no había llegado a casa. Sin decir ni
media palabra, nos invitó a sentarnos junto a una mesa de caoba cubierta de un grueso
tapete, en una sala oscura. Ella se sentó frente a nosotros. Tenía por delante una
palangana llena de naranjas y mandarinas, y otra más pequeña que contenía las frutas ya
peladas. Tomó una naranja y le cortó la cáscara en espiral. Pensé que nos iba a explicar
lo que estaba haciendo, como para entrar en materia de alguna manera. Pero se quedaba
muda mientras seguía pelando el resto de la fruta de la palangana grande y echando las
peladuras en un balde colocado entre sus piernas, todo ello con gestos mecánicos y la
mirada fija en una reproducción en blanco y negro de la Madonna Sixtina de Raphaël
que tenía un marco fluorescente.
Así como el ragioniere era locuaz y deseoso de comunicarse, asimismo ella afirmaba
su poder con una actitud reservada y severa. María y yo nos pusimos a conversar en voz
baja entre nosotros pero pronto se nos quitaron las ganas de hablar y un silencio pesado,
compacto, se instaló en esa habitación donde las cortinas corridas sólo dejaban pasar
una luz parsimoniosa que caía sobre un arcón de madera oscura. En otro cofre, colocado
debajo de la Madonna Sixtina, se veía por la abertura de la tapa un paño bordado. El
péndulo de un reloj de roble iba y venía en ese sepulcro, con un sonido monótono. La
signora Olinda, cual antigua divinidad sacando su fuerza de su mutismo, hacía pesar
sobre nosotros el peso de su corpulencia y el enigma de su majestuosidad.
De pronto escuché una especie de estertor, entre quejido y recriminación,
proveniente del rincón más oscuro de la habitación. Una creatura, tan delgada que
parecía un esqueleto, surgió de la oscuridad, se acercó a la mesa trastabillando y, con un
gesto de avidez, tendió un plato a la signora. La signora rebuscó en la palangana
pequeña y llenó el plato de naranjas y mandarinas peladas. El espectro, que nos pareció
ser una muchacha, regresó a su escondite, temporalmente calmado.
- Poverina, le hacían falta –dijo brevemente la signora–.
La aparición había sido tan rápida, tan irreal, que no tuvimos oportunidad de
preguntar el nombre de esa muchacha, si es que era una muchacha y si es que
hubiéramos hecho preguntas: ¿era una pariente, una doméstica, por qué la falta de
cítrico la ponía en ese estado de desesperación, qué significaba esa dependencia?
La signora reanudó su tarea, llenando la palangana pequeña a medida que la grande
se vaciaba, como si esa actividad ininterrumpida que nos parecía tan extraña y las
quejas de ese fantasma apenas vislumbrado no necesitaran comentarios. En el silencio
que había vuelto a instalarse, se oía vagamente en el fondo de la habitación en tinieblas
el ruido de la boca masticando la fruta y escupiendo las pepitas. En torno a la mesa nada
había cambiado. La signora tomaba las naranjas una por una y les quitaba la cáscara
con una calma imperturbable y una regularidad de metrónomo.
Impaciente por saber qué misterio estaría ocultándose detrás de un ceremonial tan
curioso, yo pensaba que el ragioniere iba a satisfacer mi curiosidad. Estaba deseoso de
oír la llave en la cerradura. María disimulaba apenas su irritación.
Al cabo de una espera que me pareció interminable, sonó el timbre de la puerta. La
signora se levantó y pasó al vestíbulo para ir a abrir. El ragioniere nunca se llevaba la
llave y todavía me pregunto si obligaba a su mujer a quedarse en la casa para esperarle,
con el fin de restablecer una apariencia de autoridad, o si ella le confiscaba la llave para
vigilar sus idas y venidas, controlar su horario, mantenerse como ama y señora de la
pareja.
Cazzone entró detrás de ella, con el portafolio repleto de documentos y lo puso sobre
la mesa. Los sicilianos son de una exquisita hospitalidad pero nunca ofrecen nada de
beber a la hora en la cual ningún francés recibe a alguien sin proponerle el aperitivo. Ni
al ragioniere ni a su mujer se les ocurrió que un trago a la salud de la casina ayudaría a
remover ese papeleo.
Cazzone tomó una silla de caoba y terciopelo ajado que estaba junto a la pared y la
colocó al lado de la que ocupaba María pero, ante el ceño fruncido de su mujer, arrastró
la pesada silla hasta el otro lado de la mesa y se sentó frente a María. El ambiente seguía
siendo tan tieso y solemne que no me atreví a mencionarle ni las naranjas ni el fantasma
oculto en el fondo de la habitación. Nos pusimos a examinar los registros.
De vez en cuando el ragioniere miraba a María de soslayo cuando creía que su mujer
no le veía. De repente, ésta se levantó y se dirigió hacia la cocina, dejando la puerta
abierta. Sólo eran las seis, faltaban unas tres horas para la cena. Un olor a charcutería
llegó a la sala. Vi de lejos una fila de jamones y salamis colgando por encima del fogón,
junto a una mortadela ya empezada. La signora abrió un grifo, llenó un recipiente,
removió unos cubiertos dentro de un cajón. Y como si esa llamada al orden no bastara,
un ruido de ollas renovó la advertencia. Plácida y callada, ella sabía desatar el lenguaje
de los utensilios. Chisporroteo del aceite calentándose, sonido del cuchillo picando
cebollas en la tabla, golpeteo del pilón aplastando los tomates, un zafarrancho
sabiamente cacofónico que respondía a un objetivo preciso, según una antigua y eficaz
táctica de las matronas sicilianas: poner de relieve su devoción familiar y su abnegación
doméstica, culpabilizar al marido recordándole sobre quién recaen las tareas del hogar
de las que él disfruta tan egoístamente. ¿O acaso ellas, vestales y guardianas del hogar,
no han renunciado por espíritu de sacrificio a toda vida personal?
La tapa de una cazuela se cayó estrepitosamente sobre las lozas al suelo: es que aquel
día el marido se pasaba de la raya al atender a una joven y bonita forastera. Éste se
apresuró a despachar las últimas recomendaciones y se despidió de nosotros.
9
GIGI
¿Cuántas veces subí por la estrecha escalera que lleva a las “oficinas” del ingegnere
Luigi Tulipano? No eran “oficinas”, como tampoco él era ingeniero, sino una sola
habitación, un cuartucho bajo de techo, exiguo, en una callejuela perpendicular a la
Plaza Mayor de Rosalba. Una tabla colocada encima de dos caballetes, atestada de
planos y gráficos, un silla plegable de tela para él, dos para los visitantes, archivadores
metálicos hasta el techo, el reglamento catastral colocado en la pared junto a un
crucifijo de ébano, un ventilador que nunca vi funcionar, eso era el mobiliario. El
nacimiento de Venus de Boticelli, reproducido en forma de álbum e “intervenido” con el
agregado de un bikini, era todo el ornamento del cuchitril. Una foto en blanco y negro
de un hombre y una mujer de edad avanzada, colocada bajo una rama de olivo, colgaba
en la pared enfrente del ingegnere.
Cada verano, yo subía esos escalones temblando ante la idea de enterarme de algún
dato enojoso acerca de la casina. Él dejaba el cigarrillo y nos saludábamos a la siciliana
(acercando las mejillas pero sin tocarse). Enseguida me tranquilizaba: no, profesore, no
hay mayores daños, sólo las cerraduras de delante que tuve que cambiar, las paredes que
había que encalar de nuevo, una plancha de zinc en el techo arrancada por el viento
durante una tormenta en enero, el motor de la bomba que ya no funcionaba. Tanto por la
mujer de la limpieza, tanto por el camión de agua, tanto por la compra de una pequeña
escalera, tanto por cambiar la regadera de la ducha, ya inservible.
Me presentaba el registro donde había inscrito los gastos. Por supuesto, yo no tenía
manera de verificar si eran fidedignos pero él se habría ofendido si yo no hubiera
fingido examinar cuidadosamente sus cuentas antes de aprobarlas. Unos días después, le
entregaba el monto exacto. Año tras año, se repetía la ceremonia. Yo fui subiendo más
despacio la escalera que me iba pareciendo cada vez más empinada y él fue
levantándose más lentamente de su silla plegable de tela, pero el ritual nunca varió, ni el
saludo inicial, ni el apretón de manos final.
Una vez que yo dejaba encima del escritorio el fajo de billetes, él se mojaba el dedo
en una esponja húmeda, separaba uno por uno los billetes y los distribuía, según su
tamaño y valor, en varios montoncitos separados que ataba con una goma. No lo hacía
por desconfiar de mí de alguna manera sino para obedecer a las reglas de la civilidad
campesina, que aparta los sentimientos cuando se trata de negocios. Él quería hacer las
cosas con toda pulcritud: “Ninguna duda podrá hacer mella en nuestra amistad”, me
decía cuando terminaba de separar y contar los billetes, sacando un poco la lengua.
Ese mismo código le prohibía darme las gracias, incluso cuando yo le entregaba
junto al monto debido un pequeño obsequio que se metía en el bolsillo sin comentarios,
como si fuera un anexo lógico del contrato establecido entre ambos. Un bolígrafo, un
encendedor, una boquilla, que nunca había utilizado en mi presencia y yo no tenía
manera de saber si lo hacía de vez en cuando, si el obsequio le había gustado, o si le
había parecido sin ninguna utilidad. Tardé diez años en comprender por qué en Sicilia
nunca se agradece un regalo. Un regalo es un regalo, no es una moneda de cambio, no
exige ninguna contraparte, debe ser gratuito so pena de quedar reducido al rango de
mercancía. En francés, “merci” se deriva etimológicamente de “mercancía” y recalca el
valor “mercantil” de un obsequio. En italiano, “grazie” indica que se entrega como una
gracia, gratuitamente. El italiano da las gracias porque ha adoptado el código europeo.
El siciliano sigue siendo hombre de su nación.
Con la lista de los daños que había que reparar, descubrí lo que cuesta tener una casa
demasiado cerca del mar, una casa cuyas cerraduras se atascan, cuyos contravientos se
desbaratan, cuyas puertas tienen los largueros combados por la acción de la bruma y la
sal. Vivir en un puesto avanzado del Tercer mundo habitando una casa destartalada y
apartada del pueblo me trajo otros inconvenientes no menos desagradables. Durante el
otoño y el invierno los muchachos del pueblo, aburridos debido a la falta de algún
centro recreativo o de algún terreno deportivo, privados de distracciones, por ocio más
que por malevolencia, llegaban en bandas y se divertían lanzando piedras contra el
canalón, las lámparas exteriores, los bombillos dentro de las lámparas. Lo primero que
teníamos que hacer cada verano era barrer los vidrios rotos que cubrían el zócalo debajo
de las ventanas. La mujer encargada de arreglar la casa sólo limpiaba adentro.
Esa mujer se llamaba Augusta. Durante nuestra estancia, venía una vez por semana
para barrer la arena, cambiar las sábanas y llevarse la basura. Le preguntó a María,
ocupada escribiendo un capítulo de su tesis, por qué estaba copiando un libro. Para ella,
todos los libros habían sido escritos en un remoto pasado, de una vez por todas. No
concebía que hubiera gente escribiendo nuevos libros. Y mucho menos una mujer.
En cuanto al ingegnere, nunca entendió qué venía yo a hacer, ni por qué había
comprado una casa que no me producía ni una lira y me ocasionaba tantos gastos. Me
inclino a pensar que siempre mostró tanta meticulosa honradez no por escrúpulos de
conciencia sino por el orgullo de demostrar a una italiana del Norte lo injusto de sus
prejuicios.
Se había ofendido cuando María le preguntó si él tenía una cuenta bancaria en
Rosalba, ello a fin de poder pagarle con un depósito. “No me gusta que mi marido vaya
por ahí con tan importantes sumas de dinero.” Él había interpretado esa observación a
su manera: los estados de cuenta aseguran la transparencia de las operaciones bancarias,
no se puede adulterar las cifrar impresas y, de algún modo, públicas; así pues, María
desconfiaba de los pagos que no dejan huella y de los arreglos por debajo de la mesa.
Mientras yo recorría la columna de gastos, miraba de reojo la uña del meñique del
ingegnere: una uña larga, exageradamente larga, centrada, puntiaguda, bien cuidada,
pulida, nacarada. Yo había constatado, y era algo que me hacía gracia, que así también
la llevan en Sicilia los funcionarios regionales, los empleados municipales, los
directores de escuela, las profesiones liberales, todos los que presumen de pertenecer a
la clase de los “notables”. Quieren mostrar que no necesitan trabajar con sus manos.
“Moriremos sin haber tocado una herramienta”. Pero l’ ingegnere hacía trabajos
manuales, medía las tierras, removía la tierra en los linderos, colocaba él mismo los
hitos, manejaba los artefactos más pesados, era un miembro de la plebe rural que había
accedido paulatinamente a cierta buena posición sólo con su tenacidad.
Trabajaba duro, ignoraba los domingos, los días feriados, el mar, la playa, nunca se
tomaba un día de asueto. Eficaz, modesto, perseverante, taciturno, todas las mañanas se
le veía en su oficina, y todas las tardes en las obras. Su ambición de acceder a una rango
social más elevado sólo se denotaba por esa uña, estandarte de los galantuomi y
privilegio de los ociosos.
Era de muy baja estatura, como muchos de los campesinos que han crecido sin comer
carne ni pescado, excepto en los días de fiesta. El esqueleto, frustrado de proteínas
durante la adolescencia, alimentado con riggatoni (esa pasta corta, espesa e indigesta)
en salsa de tomate, con rebanadas de pan frotadas con aceite y ajo, con pizzas que llenan
el estómago, no llega a superar el metro sesenta. Con su silueta rechoncha, “Gigi”,
ancho de hombros, corto de piernas, parecía un tonel. Me costaba mucho entender lo
que me decía pues hablaba entre dientes, con medias palabras, frases lacónicas,
cortadas, incompletas, interrumpidas por risitas que parecían relinchos.
La foto de los dos viejos me intrigaba. Él siguió mi mirada y dijo:
- Genitori.
- Sus padres… ¿Dónde viven? –pregunté por cortesía–.
- Cementerio.
Su respuesta se limitó a esa sola palabra, recalcada por el acostumbrado relincho.
¿Acaso se habría liberado de ese culto a los muertos que obsesiona a los viejos
sicilianos?
Fascista, él también lo era pero sin la firmeza de su suegro. Dudaba de los méritos
del Duce, a no ser que considerara más prudente y de utilidad parecer partidario del
nuevo régimen. Y así, en la calle saludaba al alcalde demócrata-cristiano mientras el
ragioniere, ostensiblemente, guardaba puesto el sombrero.
En nuestra presencia, no intervenía en la conversación, dejaba que su suegro nos
diera sus peroratas sobre los pollos amañados con hormonas, las verduras aumentadas
con productos sintéticos, la venalidad de los diplomas, las trampas en las elecciones, las
intrigas de la “conjura”.
Gigi era ante todo un trabajador, con un temperamento sosegado, una mente
metódica, era tesonero, hábil y astuto, estaba exento de convicciones ideológicas.
Escéptico por oportunismo, preocupado por sus intereses, indiferente a la política, metía
todos los partidos en un mismo saco. Realista en el sentido estricto de la palabra, sólo
buscaba enriquecerse y se enriquecía rápidamente. Igual que su suegro, criticaba a las
antiguas señorías que dilapidaban su patrimonio jugando en Nápoles o en Roma,
incapaces de ganar un centavo ni de poner a rendir las pocas tierras que les quedaban.
No obstante, a diferencia de su suegro, no le intimidaban los títulos nobiliarios ni los
blasones. Para él, comportarse como el príncipe o el marqués era abdicar de sus
responsabilidades, venir a menos, colocarse al margen de los “hombres verdaderos”.
Consideraba que ya sólo se les debía un rispetto de apariencia que ocultaba un gran
desprecio.
Había emigrado en su juventud: como asistente de cocina en Caracas, donde había
vivido durante dos años metido en los sótanos de una compañía petrolera, pelando
verduras y fregando a la luz de los tubos de neón, sin ver nada del país ni adquirir
noción alguna de Venezuela; luego, como jefe de fila en una finca bananera en
Camerún, llamando “negros” a sus habitantes, sin empacho, con un desprecio sólo
comparable al de María por los italianos del Sur.
- ¡Tocan tam-tam, tam-tam, tam-tam –repetía, riéndose–. ¡Tam-tam, más tam-tam,
siempre tam-tam! ¡Tam-tam por aquí, tam-tam por allá!
María le preguntó inútilmente si recordaba otras impresiones de África. Desprovisto
de curiosidad tanto como de imaginación, nunca abrió otro libro sino la compilación de
leyes agrarias y un catálogo, impreso a dos columnas, de todo lo que uno puede soñar y
con los números de lotería correspondiente a cada sueño. Era una superstición que venía
de los tiempos más remotos y se había mantenido, igual que el culto a los santos o la
renovación de las flores ante los exvotos. ¿Soñaba con un caballo? Se jugaba el 19.
¿Con Rita Pavone? El 35. ¿Con alguna actriz de cine (nunca iba al cine)? El 72. ¿Con el
Papa? El 91. ¿Con el presidente de Estados Unidos? El 120. Mientras el personaje que
se le aparecía en sus sueños fuera más alto en la jerarquía de las celebridades, más
aumentaba el número que las simbolizaba y también más se acrecentaba la suma
prometida al ganador. Nos explicó detalladamente el sistema, confiado en que algún día
el plan daría sus frutos. No nos dio risa porque nos pareció que esa creencia, nada
razonable, era la única licencia poética que esa mente tan pragmática se permitía.
¿El objetivo de tanto empeño en su trabajo? Gigi me lo reveló cuando nos hicimos
más amigos. Después de rendir cuentas, me llevaba al Splendido, a tomar una leche de
almendras, y luego dábamos una vuelta “por la ciudad”, pero sólo cuando María no me
acompañaba porque él temía sus opiniones. Rubia –creía él–, vivaz, desenfadada,
elegante, ella le intimidaba, era como una especie de diosa situada demasiado alto por
encima de él, mientras que de mí no se sentía tan socialmente distante.
Su ambición secreta era ser propietario de una hermosa casa, con un garaje en el
subsuelo, una escalera interior en espiral y una terraza en el techo para poner a secar los
tomates. La quería en pleno centro de Rosalba, solo suya, ciento por ciento suya,
concebida y construida por él, amoblada y decorada por su mujer.
Hacíamos una escala en el estanco, después de lo cual él se fumaba un cigarrillo. El
tiempo que necesitaba para fumarlo correspondía exactamente al tiempo que
tardábamos para cruzar la Plaza Mayor en diagonal. Era de creer que medía sus
chupadas según la cantidad de metros a recorrer. Nunca pasábamos por los laterales, a la
sombra misericordiosa de las encinas verdes.
- Fanulloni…
Holgazanes. Estigmatizaba con esa palabra –más tajante en italiano– a los jóvenes
que deambulaban bajo el follaje. En la explanada de concreto, el sol pegaba duro.
Al dejar la plaza, Gigi me señalaba, a dos pasos, en la primera calle, via Roma, el
sitio que había escogido para su futura casa, en el que estaba ubicado un lagar destinado
a ser demolido. Con lujo de detalles técnicos, me describía las dimensiones de su futura
vivienda, el sitio previsto para el portal de la entrada, la cantidad de pisos, los materiales
de construcción –costosos– y la instalación –“artística”, precisaba él– del salotto (esa
misteriosa habitación de la cual yo no medía aún toda la importancia), todo lo cual sería
la consagración de su éxito.
La famosa uña larga aparecería entonces como el anuncio profético de su ascenso
social.
10
FILOMENA
Por ahora vivía con su mujer y sus dos hijas en un pequeño apartamento alquilado en
el segundo piso de un edificio modesto, alejado, detrás de la Plaza Mayor. Se casó con
la hija de Palmiro Cazzone al regresar de África, cuando los ahorros que había
acumulado fueron considerados por el raggioniere como un contrapeso suficiente a lo
humilde de sus orígenes.
Para mi sorpresa, pues es raro que los sicilianos reciban en sus casas, nos invitó a
almorzar, invitación que renovó durante dos o tres años hasta que se desalentó por lo
circunspecto de nuestro apetito. Esas comidas resultaban una ruda prueba a las dos de la
tarde, en plena canícula, en una habitación exigua de ambiente cerrado. Unas pesadas
cortinas de terciopelo impedían que entrara el sol pero también que circulara el aire. La
signora Tulipano (ni María pudo nunca llamarla por su nombre tan bonito: Filomena)
había puesto la mesa como para una boda: pesado mantel de damasco sacado del cofre
donde guardaba su ajuar, copas de Baccarat con pie (excepto para el ingegnere, quien
bebía al estilo alemán en una jarra con asa), platos en cerámica de Caltagirone, cubiertos
en plata maciza, porta-cuchillos de plata.
Nunca platos más indigestos asaltaron a estómago alguno, ya fuera cristiano, judío o
árabe. La pasta no era una pasta ordinaria, al dente, saludable, reconfortante, sino una
masa espesa y viscosa. Los espaguetis estaban mezclados con guisantes, berenjena
picada, tomates confitados cortados en cuatro, tocino en trozos, cubitos de queso de
cabra, pistachos, y no sé qué más. Como si esos agregados no hubieran bastado, todo
nadaba en una crema grasienta. La carne recibía un trato no menos atiborrado: una
mezcla de huevo, jamón, salchicha, ajo y cebolla rellenaba unas costillitas que habrían
acabado con Gargantúa. Y gigantescas porciones de la torta de cierre, una montaña de
masa con ron, merengue, crema, jarabe, frutas confitadas, de la que chorreaban ríos de
caramelo líquido, cual lava por las faldas del Etna. El ingegnere llenaba su jarra con una
mezcla de cerveza y vino, tomándosela de un trago. Aunque logramos limitarnos a un
poco de vino cortado con agua, nos fue imposible no comer lo que la signora sirvió en
nuestros platos con toda su autoridad. Al menos la primera vez. Porque al año siguiente,
antes de sentarnos a la mesa declaramos de entrada que el calor nos quitaba el apetito.
Yo dejé la mitad de la pasta.
- ¿El profesore está enfermo?
- No, no. Es que es demasiado.
- ¿No le ha gustado?
- Per caritá!
- ¿En su casa la hacen mejor?
Por más que elogié su spaghettata, ella no entendió por qué no me comía toda mi
porción, a no ser por una fatalidad que le estrujaba el corazón.
- Povero professore! Che sfortuna, essere malato in vacanze! (¡Pobre profesor, qué
desgracia enfermarse en vacaciones!)
Ella estaba dispuesta a admitir que María se comiera sólo una parte de su plato.
Admiradora de las actrices esbeltas, espigadas, que veía en la televisión o en la portada
ilustrada de las novelas que tomaba prestadas en la biblioteca del pueblo, comprendía
que la mujer del Norte respondiera a un ideal misterioso para ella aunque lo respetaba.
¿Pero el hombre? El hombre debe robustecerse al máximo mediante la comida. El
hombre debe mangiare forte forte, admirable expresión en la que se acumula, con la
repetición del adverbio, la frustración de mil años de hambruna.
Dí vueltas al tenedor clavado en la masa esponjosa y me tragué un bocado más.
- ¿Professore, seguro que no está enfermo?
Entonces yo ignoraba el drama que se ocultaba detrás de aquella aparición del
espectro en la sala de sus padres.
- Le aseguro que no, signora. Es que en Francia no estamos acostumbrados a comer
tanto.
Excusa banal, cuando lo correcto habría sido que yo rindiera un grandioso homenaje
a tanto fasto culinario mediante una barroca dilatación de mi aparato digestivo.
Mientras tanto, el ingegnere, con la cara roja después de las tres o cuatro jarras de la
mezcla que se tomaba de un trago, relinchaba por lo bajo, con pequeña sacudidas
silenciosas. ¿Acaso le dábamos risa? ¿Acaso el esfuerzo por conciliar la cortesía hacia
nuestros anfitriones y la capacidad de nuestros estómagos nos contraía la cara con
alguna mueca cómica?
María odiaba esos almuerzos. Yo me había dado cuenta con tristeza de que ella no
tenía ningún interés en estudiar esa sociedad siciliana que, no obstante, resultaba tan
original y tanto más curiosa para mí por encontrarse en plena transformación. ¿En qué
otro lugar se habría podido percibir mejor los cautelosos intentos de amotinarse y luchar
contra costumbres seculares? ¿Dónde aparecían más visibles las fisuras con las que se
resquebrajaban los usos y costumbres? El ingegnere, aunque apegado todavía a los ritos
de una sociedad rural arcaica, buscaba derribar las antiguas subordinaciones con el fin
de acceder a esa clase media cuyo desarrollo, junto con la destitución de la aristocracia
y el advenimiento de una nueva jerarquía social, traería cambios en Sicilia.
Alardear de sus riquezas domésticas era una primera señal. La religión del trabajo
cotidiano, sin domingos ni días de asueto, era un desafío a la holgazanería y a la dejadez
de los antiguos patrones de la isla. El respeto de los horarios, la honradez en las cuentas,
la seriedad profesional, eran pruebas de su aspiración a la modernidad. En cuanto a la
bulimia y a la indiferencia ante la sobrecarga corporal, no eran sino secuelas de un
atávico temor a la carencia.
La signora Filomena me intrigaba tanto como su marido. Retraída, poco habladora,
yo la sentía ajena –superior– al clásico tipo de la esposa siciliana. Dentro de ella se
libraba una lucha, tímida pero evidente, entre la antigua obediencia a las tradiciones y
ciertas veleidades de independencia. Al tercer almuerzo, en una patente insumisión al
código de la hospitalidad, puso en la mesa un hule a cuadros y no el mantel de damasco,
cambió las copas con pie por vasos de cartón, reemplazó nuestras servilletas de lino por
unas de papel. ¿Estaría yo equivocado al ver como un esbozo de feminismo en esa
manifiesta rebelión contra la vajilla, contra la obligación de fregar platos? El rechazo a
estropearse las manos y perder tiempo en las tareas domésticas iba acompañado con un
esfuerzo de coquetería. Llevaba ropa clara, muy estricta, sin fantasías pero, de lejos,
preferible a los trapos negros que convierten en cuervos a las mujeres casadas de
Rosalba.
De no haber estado tan encerrada en la tradición, ocultando lo que constituye el
encanto de una mujer, podría haber sido realmente bonita. Este “realmente” no es un
latiguillo. Filomena Tulipano, pese al dominio masculino que le impedía lucir atractiva,
tenía unos rasgos bastante puros, sólo hacía falta afinarlos con el maquillaje, y habría
bastado arreglar un poco su cabello color caoba para hacerlo resaltar. Ciertamente, uno
no puede combatir en todos los frentes a la vez y ella había escogido otro terreno para
afirmarse: no se ocupó de valorizarse a sí misma, decidió ser útil a los demás. En lugar
de quedarse confinada entre cuatro paredes, trabajaba afuera (con el permiso de su
marido y contra la opinión de su padre) dando clase a los niños de una escuela
evangélica. Y es que en Rosalba, en lo más recóndito de la Sicilia más conformista que
el resto de Italia, o así lo creíamos, había una comunidad y una iglesia valdenses16, y
además con sede propia. Nuevo motivo de asombro el encontrar una herejía en ese
pueblo aparentemente tan impregnado de papismo.
Filomena leía el periódico, cosa inusual en las mujeres. Recuerdo que una vez la
pareja se enteró de una noticia que suscitó una fuerte discusión entre ambos. Percibí que
nuestra llegada en ese momento aumentaba cierta tensión, provocando sobre todo en la
signora una incomodidad reveladora de su turbación. Un acontecimiento ya pasado
había vuelto a la actualidad. La gente casi se había olvidado de que Gaetano Garofalo,
charcutero, había asesinado a su esposa, Ginevra, sorprendida en flagrancia de adulterio
–adulterio organizado por él mismo, hay que recordarlo–. Pues bien: el caso volvió a la
16 Movimiento religioso surgido en el siglo XII en el sureste de Francia, preconizando la renuncia a los bienes materiales y el estudio de la Biblia. Hoy en día forma parte de la iglesia protestante. (NdlT)
actualidad de manera espectacular: los tres hermanos de la víctima habían descubierto al
empleado de La Standa en el lugar donde se escondía, cerca de Avola. El joven fue
llevado hasta un bosque, sometido a un juicio sumario, emasculado con un cuchillo de
caza, después atado a un árbol y ejecutado con dos disparos de fusil. El primero de los
tres hermanos disparó una bala de salva. Declaró que ese impío no valía la bala para
matarle. Los otros dos dispararon balas reales. Uno apuntó al corazón, otro al bajo-
vientre.
- Bien hecho. Fatto bene –gruñó el ingegnere–. Fue castigado por donde pecó.
Filomena no estaba de acuerdo en absoluto y, en la imposibilidad de expresar
claramente sus objeciones, sus vacilaciones delataban su desasosiego. Si no contradecía
a su marido, parecía aprobar unas costumbres que nosotros considerábamos como
bárbaras. Pero si insinuaba que la venganza “ojo por ojo, diente por diente” aplicada tan
brutalmente en ese bosque escena del crimen distaba de ser justa, castigando a un
inocente, su marido podía interpretar esa defensa como una provocación. Más aún, ¿no
sería como sugerir que el pecado de la signora Ginevra en realidad no lo era? Dicho de
otra manera, ¿ser la esposa de un hombre violento y falso –Garofalo demostró serlo con
su maquinación criminal– le daba la libertad de sustraerse a su dominio? Un punto de
vista obviamente insoportable en esa época y para un siciliano, incluso para el más
dispuesto a acoger las ideas nuevas. Al oír a Filomena pronunciando las palabras “dar la
libertad”, el ingegnere se tomó un trago de su mezcla tan bruscamente que estuvo a
punto de atragantarse. Y ni siquiera estoy seguro de que ella las hubiera pronunciado
claramente. Él se las habría leído en los labios.
La discusión terminó con un “Gigi” susurrado como una plegaria dirigida a su
marido, invitación a calmarse, declaración de fidelidad conyugal. Pero también leí en
esas dos sílabas deslizadas con voz temblorosa una protesta contra el horror de aquella
ejecución, una profesión de fe humanitaria, incluso quizás un murmullo de compasión
hacia el horroroso destino del joven empleado, así como una secreta aspiración a vivir
en un mundo más abierto al amor.
Cuando nos íbamos en el auto, María me dijo:
- Estás soñando, amigo mío (me llamaba “amigo mío” cada vez que quería enfriar mi
entusiasmo). Esa mujer nunca engañaría a su esposo. Ni siquiera se le ocurriría.
- Eso no impide que ella desapruebe, igual que tú, la cláusula del delitto d’onore. He
visto en su mirada una suplica para que no la creyéramos empeñada en defender esa ley
horrible. Ella me parece notablemente moderna. Trabaja. Y lo hace en una institución
que seguramente la vuelve sospechosa para una buena parte de Rosalba. ¿Y has visto –
proseguí, mientras María miraba la carretera con expresión porfiada, encerrada en su
idea preconcebida– lo bien que cría a sus hijas? Eso es otro testimonio de su
modernidad. Esas pequeñas no han dicho ni pío durante todo el almuerzo. Piensa en la
excesiva libertad que las familias sicilianas dan a los niños. ¿Recuerdas aquella cena en
casa de tus amigos de Palermo? ¿Y aquella reunión familiar a la que nos vimos
obligados a asistir en el hotel de Agrigente? Los niños se quedan en la cena hasta
cualquier hora, nunca se van a acostar, brincan y gritan haciendo un alboroto espantoso.
Una invitación a cenar se convierte en un suplicio. Pero la signora Tulipano impone a
sus hijas la disciplina indispensable para una educación saludable (mi tono de maestro
de escuela me avergonzaba un poco, pero es que María me irritaba con tanta
desconfianza).
- ¡Obviamente! –contestó–. Son niñas. Si fueran niños, les dejaría hacer lo que
quisieran porque aquí ellos son los reyes. No están sometidos a ningún horario, a
ninguna obligación. En Turín, en el apartamento de arriba vivía una familia napolitana
con cuatro salvajitos que eran tan mal educados, que gritaban tanto y alborotaban tan
adrede, alentados por sus padres, que nos vimos obligados a mudarnos. Hasta las doce
de la noche se oían alaridos, muebles arrastrados, carreras que ponían el techo a
temblar. Las niñas son formateadas, domesticadas, mutiladas para convertirlas en
buenas esposas, en buenas madres. Sólo tienen derecho a callarse y a ser obviadas.
11
EL PERIÓDICO SATÍRICO DEL PRÍNCIPE
Adquirí la costumbre de ir a la oficina del ingegnere yo solo.
Como a María no le gustaba pasearse por las calles de Rosalba, se quedaba
esperándome en el auto. Un día tuvo que hacer unas compras y fue testigo de una
escena que me contó con todo detalle. Estaba comprando pasta dental en la farmacia, y
en eso dos personas entraron con gran alboroto. Un hombre joven y robusto, en
franelilla, chupándose el dedo, empujado por una mujer de unos sesenta años en bata de
casa, despeinada como Lucia di Lammemoor en la escena de la locura según la puesta
en escena que habíamos visto en el Teatro Massimo de Palermo.
- ¡Figlio mio, povero figlio mio! Ti reggi? (¡Hijo mío, pobrecito! ¿Puedes
sostenerte?)
El hombre se había magullado un dedo mientras reparaba un grifo en la cocina. ¡Qué
problema! Todos los vecinos venían atrás. De la trastienda de la farmacia alguien sacó
una silla para que se sentara il povero ragazzo (treinta y cinco años, buena cara,
aprovechando la ocasión para ser mimado). Las comadres le metieron en la boca una
cantidad increíble de caramelos, bombones, gomitas. El boticario envió su asistente a
buscar el médico y el científico acudió con su maletín repleto como para disecar un
cadáver. Pero en vez de minimizar el incidente, prorrumpió en exclamaciones
compasivas:
- Signora Concettina, che disgrazia! Che sventura! Vediamo un po’ questo povero
dito così sfortunato! Coraggio, coraggio, figlio benedetto di Dio! (¡Señora Concettina,
qué desgracia, qué desventura! ¡Veamos un poco este pobre dedo tan desafortunado!
¡Ánimo, ánimo, hijo bendito de Dios!)
No había nada que ver, el “pobre dedo” víctima de semejante “desgracia” sólo estaba
blanco por un lado y rojo por otro y su dueño, pese a la mejor voluntad del mundo para
lucir agonizante, no paraba de tragar pastillas y frutas secas. Aprovechando al máximo
aquel maná que le caía del cielo, el figlio benedetto di Dio se atiborraba, mimado por el
coro femenino. Bastó una gota de sangre para llevar la compasión a su paroxismo.
Lloriqueos por una parte, voces de aliento por otra, era como un fuego artificial, un
traqueteo de chillidos, una salva de vociferaciones, lo cual confirmó la opinión negativa
de María acerca del homo meridionalis, pusilánime y llorón. A mí, aquella flameante
pirotecnia verbal me habría encantado por la gracia involuntaria de tan incongruente
pathos.
Cuando visitábamos al príncipe, conversábamos con él acerca de esas costumbres tan
jocosas para los forasteros. Por más que yo protestara, el príncipe me llamaba egregio
pittore.
- No se burle… Todavía soy un debutante.
- No, no… Usted debe llevar un título, un epíteto sonoro, unas mayúsculas, hay que
ir precedido de cascabeles, hay que agitar cencerros, es indispensable para adquirir el
debido rispetto.
Lejos de defender a sus compatriotas, abundaba en el parecer de María. Tutti buffoni,
tutti pagliacci. Por si yo lo dudara todavía, el príncipe me dio una tarjeta de
recomendación para el Círculo de Contertulios, copiado del de Siracusa y, según él,
auténtico concentrado del pintoresquismo local.
A María le agradaba su causticidad, su mordacidad; detrás de la guasa, ella percibía
su amargura pero no le gustaba que él mismo se incluyera en la turba de polichinelas y
charlatanes. Con su sentido cívico, le parecía chocante ver rebajándose a un hombre
cuya condición superior, sus restos de fortuna, su inteligencia, su lucidez política debían
alentar en él un comportamiento más responsable. En particular le reprochaba que se
burlara de un voluntariado que se había comprometido, en la parte Oeste de la isla, a
luchar contra la miseria, el desempleo, la corrupción, los abusos. El blanco favorito del
príncipe era Danilo Dolci, un arquitecto de Trieste instalado cerca de Palermo para
ayudar a los campesinos a organizar la resistencia contra la mafia. Burlas insoportables
para ella, pues su padre había participado en la fundación de Médicos Sin Fronteras y
subsidiaba esa organización.
- Es demasiado fácil –decía ella– cruzarse de brazos y burlarse de quienes hacen
algo. Tú no eres así. Al contrario. Tú crees en lo que haces.
Pronto renunció a acompañarme y yo me iba a la tonnara sin ella. Vincenzo me traía
mi vaso de agua sin que hiciera falta pedírselo, pero era el propio príncipe el que ahora
echaba el polvo mágico en el agua, frente a mí, ostensiblemente, con una risita
silenciosa.
- El pobre diablo –me dijo cuando el sirviente se metió en la casa– me pide de vez en
cuando el retroactivo de sus prestaciones. “¿Cuánto te debo, Vincenzo?” Y me pide una
suma reducida pero que es considerable. Yo hago como si calculara y le digo: “Tú estás
en el décimo puesto entre mis acreedores, si no me equivoco…” “Más o menos,
Excelencia.” “Muy bien, para demostrarte cuánto te estimo y cuánto me preocupo por lo
tuyo, pues tu mamma ya servía a mis padres, ahora te pongo en el octavo puesto.”
- ¿Y eso funciona?
- Basta con modificar la escala de un año a otro. Como él apenas sabe contar y esos
números no le dicen nada concreto, se va contento. Además, ¿acaso no tiene techo y
comida, viviendo a expensas de la tonnara? ¿Para qué quiere dinero en efectivo si no
sabría como gastarlo? No está casado, no tiene descendencia, yo no le perjudico en
nada. Es un sistema que durará mientras el ragioniere siga manteniendo la tonnara, es
decir, mientras estime que es más provechoso timarme manteniéndola activa que
cerrándola.
Yo esbozaba una vaga protesta.
- Por mi parte, yo estoy más que satisfecho con la honradez del ragioniere.
- Ttt ttt ttt… Por cierto, he sabido que usted estuvo en su casa. Supongo que le tocó
asistir a la sesión de las naranjas.
- Efectivamente. ¿Y por qué la signora Olinda tiene que pelar tantas naranjas? ¿Y
quién es la persona que parece no poder dejar de comerlas?
- ¿Ese espectro? Es la segunda hija, la hermana menor de esa Filomena que está
casada con su ingegnere.
- ¿La segunda hija? ¿Tienen una segunda hija? El ragioniere nunca me lo había
dicho.
- Se avergüenzan de ella. Figúrese que donna Rosa, como la llaman, se empeñó en
no engordar tanto como su madre y sólo se alimentaba con una dieta a base de leche y
vinagre, como se lo había aconsejado un charlatán de Catania. A la desdichada se le
encogió tan gravemente el estómago que ya no puede tragar sino naranjas y mandarinas.
Y quizás lo peor es que se ve obligada a comerlas incesantemente, naranja tras naranja,
como los conejos que tienen que comer sin tregua su hierba.
Una vez, el príncipe me confió que la pesca del atún era para él sólo la actividad que
le daba de comer, y que su verdadera pasión era un periódico satírico que publicaba en
Nápoles, del que redactaba todos los artículos. Sus blancos favoritos eran la retórica
nacionalista, la exaltación patriótica, la idiotez de los historiadores oficiales, el culto
incondicional a Garibaldi. La calle principal de Marzapalo había sido bautizada con el
nombre de ese “títere”.
- Un cretino, ese Garibaldi. Una marioneta manipulada por Cavour, quien nos lo
envió a Sicilia para apropiarse de nuestras riquezas con el pretexto de “liberarnos” de
los Borbones. Garibaldi prometió a los campesinos que de un día a otro se convertirían
en propietarios y vivirían con holgura, cuando en realidad se trataba de una expedición
colonial destinada a proveer al Piamonte con una mano de obra barata y un mercado
para sus productos industriales. Los campesinos quedaron más pobres y desposeídos
que antes, habiendo perdido sus protectores naturales, que eran las familias nobles de
los pueblos. El Estado, impersonal, lejano, indiferente, sólo se interesaba en ellos para
exprimirlos con impuestos y tasas. La huida de Francisco II, el fin de los Borbones de
Nápoles, la anexión de la isla al reino de Saboya, el mito del Risorgimento y de la
Unidad italiana hicieron un daño irreparable en Sicilia.
Paradojas o verdades, el príncipe no me daba la oportunidad de reflexionar ni de
presentar mis objeciones. Según él, la unificación italiana sólo había traído
padecimientos al antiguo reino de Nápoles y las Dos Sicilias. La aplicación en una
población rural del sistema fiscal vigente en las ciudades industriales; la pérdida de
mercados agrícolas extranjeros tras la revisión de los aranceles aduanales y del
proteccionismo instalado en las fronteras; la obligación del servicio militar que sacó del
campo la mano de obra agrícola, obligando a dejar los terrenos sin cultivar; la
confiscación de los bienes del clero y la eliminación de los monasterios, organismos
benefactores que asumían múltiples tareas sociales en un país desprovisto de hospicios,
escuelas, orfanatos y hospitales; todas aquellas medidas que se tomaron para desarrollar
la economía del Norte y reforzar el poder de Lombardía y Piamonte desangraron el Sur
y depauperaron a sus habitantes.
- ¿Sabía usted que nuestra monarquía, muy próspera antes de esa catástrofe, tenía
mucho adelanto con respecto al resto de Italia? ¿Qué la primera locomotora, el primer
barco a vapor, el primer acorazado salieron de los talleres y los astilleros napolitanos?
¿Qué la primera línea de ferrocarril fue la que unió Nápoles con Portici? ¿Qué surgían
fábricas –me señaló los restos deteriorados de la suya– por todas partes en el reino?
Todo aquello se vio aniquilado, de la noche a la mañana, por la traición de ese Cavour
que actuaba bajo las órdenes de los metalúrgicos piamonteses.
En su periódico se metía con los discursos rimbombantes del presidente del Consejo
de ministros y de los ministros, que prometían lanzar un programa excepcional de
subvenciones, primas, desgravámenes a favor del Mezzogiorno para “compensarlo” de
su inferioridad económica.
- ¡Ah, qué jesuitas! Lo que había que hacer era no arruinarlo…
Me mostró ejemplares de su Raglio dell’Asino (El rebuzno del burro), en mi opinión
muy bien concebido y redactado. Nada se salvaba de su vindicta. Los sarcasmos contra
los miembros del gobierno y los diputados cohabitaban con la tomadura de pelo a las
damas elegantes de Nápoles, que van al Teatro San Carlo sólo para pavonearse en los
intermedios y percatarse demasiado tarde de que todas están emperifolladas con la
misma falda balón.
En Italia llaman onorevole a quienes tienen una curul en la Cámara. El periódico del
príncipe se preguntaba si el “honor” del tal Amintore Fanfani17 iba más allá de la foto
que se tomaba todas las mañanas en la misa, si el “honor” del tal Giulio Andreotti18 le
permitía hacer la vista gorda acerca de la venalidad de los parlamentarios sicilianos que
le aseguraban una mayoría. Curiosamente, el príncipe trataba con más indulgencia a los
jefes comunistas, Palmiro Togliatti, Luigi Longo, Enrico Berlinguer, mencionados con
cierta deferencia y a veces como ejemplos. Cuando le expresé mi extrañeza, me dijo:
- Ésos son unos utopistas como los que a mí me gustan, unas mentes quiméricas que
tienen toda mi simpatía. Construyen castillos de naipes con una ingenuidad infantil. Me
encanta ver cómo preconizan sus pamplinas y anuncian tranquilamente que ya viene la
revolución. Se empecinan en unos programas sin futuro a sabiendas, en su fuero interno,
de que ninguno se hará realidad.
- A mí no me parece que carezcan tanto de discernimiento ni que estén tan poco
preocupados por la eficacia. La Realpolitik es un término de ellos.
- Ttt ttt ttt… Saben muy bien que Estados Unidos nunca permitirá que Italia entre en
la órbita de Moscú. ¿Se le olvida que la sexta flota norteamericana está anclada en el
puerto de Nápoles?
- Pero admitamos, como una hipótesis, que algún día los comunistas lleguen al
poder….
- El ragioniere aprovechará para quedarse acostado y que le traigan doble ración de
espaguetis para comérselos en la cama.
- Pero a usted le expropiarán.
- Yo sé.
17 Uno de los fundadores del partido demócrata-cristiano de Italia. Varias veces Primer Ministro. Presidente de la Asamblea General de la ONU a mediados de los años sesenta. (NdlT) 18 Dirigente del partido demócrata-cristiano durante la segunda mitad del siglo XX, enjuiciado varias veces por sus relaciones con la mafia, pero siempre absuelto. (NdlT)
- Estatizarán la tonnara.
- Ciertamente.
- Confiscarán el material para beneficio del Estado.
- Muy bien.
- ¿Cómo “muy bien”? Sólo le dejarán la camisa puesta.
- Y tendrán muchísima razón.
Yo le miraba, atónito.
- Pues sí: un viejo incapaz como yo, que sólo ha sabido dilapidar su herencia, no
merece tener más que lo que lleva encima.
Año tras año yo veía cómo la tonnara iba periclitando, cómo se reducía la flotilla
pesquera, con las pocas lanchas restantes trayendo cada vez menos atún. Y la
edificación estaba al borde de la ruina. Las tejas caídas del techo no habían sido
sustituidas y las lluvias invernales se comían las paredes, el material se deterioraba. El
príncipe ya vivía a crédito aunque sin perder su mordacidad, e incluso se mostraba cada
vez más insolente con sus acreedores.
Un día que fui a saludarle, me percaté de un cambio en el mobiliario de la terraza. En
vez de las sillas plegables, había sillas de madera. Cuatro sillas. El príncipe se levantó
de la suya y me invitó a sentarme al lado de él.
- ¡Ésta no, egregio pittore, ésta no!
Me invitó a sentarme en la silla ubicada a su izquierda y empujó detrás de él la silla
donde quise sentarme.
- Ésta está destinada al lector del tablero de la electricidad –me dijo, guasón–. Y la
que está ahí, al lado de usted, es para mis proveedores.
- ¿Y qué tienen de especial esas sillas?
- No voy a pedirle que las pruebe, no. Su amistad es demasiado valiosa para mí,
egregio pittore. Cada una de estas dos sillas ha recibido un pequeño tratamiento a mi
manera. Les han aserrado una pata de modo que mantienen de pie mientras nadie se
siente. Pero se desplomarán bajo el más leve peso. Al agente de la compañía de
electricidad, la silla en la que usted iba a sentarse le quitará por un buen rato las ganas
de regresar. Se va a caer patas arriba y sólo le quedará largarse con el rabo entre las
piernas. ¡Ja ja ja! Para ocultar que no cumplió su misión, él maquillará sus cifras y yo
tendré pagada mi deuda sin haber desembolsado ni un centavo. La otra silla está
aserrada de manera más hábil: un horrible crujido precederá la caída. Nunzio se asustó
tanto con ese ruido que ya no se atreve a sentarse en estas sillas. Piensa que el diablo le
castiga por haber tenido la audacia de exigir a una Excelencia el pago de su deuda. ¿No
le parece graciosísimo? Como le he dicho que no voy a negociar con él, que ni siquiera
voy a revisar mi deuda mientras no me haga el honor de sentarse a mi lado, cuando me
ve, balbucea sus deseos de buena salud y se larga sin reclamarme nada.
- ¿Seguramente conoce –le pregunté, divertido por la anécdota– al príncipe de
Palagonia a quien Goethe visitaba en su casa de Palermo?
- ¡Que si le conozco! ¡Ése sí que tenía recursos! Poseía un imponente mobiliario,
sillas tapizadas de terciopelo y sofás en los que sentaba a sus visitantes…
- … no sin antes haber disimulado debajo de la tela alfileres y clavos con la punta
hacia arriba, para ver a esos visitantes brincar como si fueran juguetes de resorte.
- ¡Qué tipo! ¡Yo no soy más que un modesto discípulo suyo! –dijo el príncipe
riendo–. Yo muerdo pero no pincho…
12
EL CÍRCULO DE CONTERTULIOS
Armado con la carta de recomendación que me había entregado el príncipe pero que
nadie me pidió, bajé varios escalones y abrí la puerta del Círculo de Contertulios, cita
obligada de unos quince caballeros vestidos con anticuada elegancia. El príncipe,
demasiado mordaz y agudo para soportar el ambiente del Círculo, ya había dejado de
asistir. El decorado “egipcio”, el mobiliario ficticio, las palmas en cartón, los
contertulios, envejecidos, echados en sus asientos entre un olor a tabaco frío y a sótano
húmedo, me causaron una impresión mixta. La institución era anticuada pero
conmovedora; María se limitó a reírse.
El local era un antiguo depósito de granos construido en un lado de la plaza, mitad
planta-baja, mitad sótano: un único cuarto, espacioso, de unos cien metros cuadrados.
Una de las paredes estaba cubierta por un tapiz en el que, pese a lo torpe de la ejecución
y a los colores desvaídos, se podía reconocer a Aída al borde del Nilo cuando la esclava
etíope, prisionera del faraón, ocultándose tras un seto de papiros, invoca en un aria
célebre la patria perdida, motivo incongruente para una plegaria clandestina. Las otras
tres paredes estaban cubiertas de una tela a rayas, rasgada en varias partes. Los sofás,
voluminosos, tapizados con pana rayada color berenjena, se reflejaban en unos espejos
cuyos marcos de madera tallada, sobrecargados de ornamentos, aún guardaban aquí y
allá el recuerdo desteñido del dorado original. Había faltado financiamiento o
imaginación para completar el decorado. El conjunto tenía algo de bombonera barroca y
algo de funeraria.
Los socios pagaban un derecho de entrada de cincuenta mil liras, más una cotización
anual; todos se comprometían a asistir en traje de chaqueta y corbata. Llegaban al
atardecer y se derrumbaban en las otomanas hundidas. Abogados sin causas, médicos
retirados, terratenientes desplumados por sus intendentes, dottori con improbables
diplomas, propietarios arruinados, pasaban ahí un par de horas antes de regresar a casa
para la cena.
Encima de unas mesas bajas con patas de esfinge se acumulaban periódicos de ayer,
enganchados en una varilla de madera, juegos de naipes incompletos, caducos catálogos
de muebles y ropa, panfletos de la democracia-cristiana olvidados ahí después de las
últimas elecciones, bandejitas de bombones que nadie probaba, ceniceros que se
vaciaban una vez por semana. Bajo una araña de doce bombillos, de los cuales sólo uno
funcionaba, los miembros del Círculo leían los grandes titulares, echaban un vistazo a
las viñetas, asentían con la cabeza, ahuyentaban una mosca.
Mi aparición no suscitó ninguna extrañeza. ¿Quién era yo? Nunca me lo preguntaron,
ni la primera vez, ni después. Ningún murmullo, ninguna frase intercambiada en voz
baja me hizo sentir que yo era un extraño para ellos. A lo mejor se preguntaban qué
venía a hacer un forastero en un grupo estrictamente masculino que no debía de tener
ningún atractivo para él, pero su curiosidad no era tanta como para no volver enseguida
a su letargo, echados en los sofás. Yo iba sin corbata y sin chaqueta, pero nadie
protestó. A veces alguna palabra rompía el espeso silencio. La “tertulia” se limitaba a
algunos saludos intercambiados al entrar y al salir.
Todos exhibían uñas desmesuradamente largas –no una sola uña, como el ingegnere,
sino dos o tres en cada mano–, y supongo que se reunían todas las tardes sólo para
reforzar entre ellos el sentimiento de pertenecer a una elite de ociosos en ese rincón de
Sicilia tan pobre que no se podía ser otra cosa que pescador, carretero o albañil.
Gracias a la intervención del príncipe, el ragioniere tenía sus entradas en el círculo.
Una vez le pregunté por qué no había ninguna mujer entrando o saliendo del círculo, y
si esa ausencia obedecía a algún artículo de los estatutos, o si las murmuraciones
desaconsejaban su presencia, o si sus maridos se lo impedían, o si ellas no manifestaban
el deseo de venir. Respondió a todas las preguntas con un seco y perentorio:
- Mai donne.
Mujeres, nunca; pero ¿por qué? ¿Porque de seis a ocho tienen que meterse en la
cocina para preparar la cena? Era el motivo más probable. De haber estado mejor
enterado de los hábitos sicilianos, yo habría podido detectar otro motivo. Ellos no
excluían a “la mujer” en general sino a “sus mujeres”, las únicas que tenían a mano, sus
esposas ya entradas en carnes. No tenían ganas de estar viendo todas las tardes en ese
Círculo la imagen de su decepción y el símbolo de su fracaso. El destino se había
burlado de ellos convirtiendo, al cabo de varios años de vida conyugal, las esbeltas y
graciosas jóvenes a las que habían cortejado en corpulentas matronas.
“¡Se les saluda, caballeros!” El que así entraba de vez en cuando, cuál ráfaga de
viento, con una exuberancia y un desparpajo que contrariaba las costumbres del Círculo,
era un hombre de mucha prestancia, en la plenitud de la vida, con buen cuerpo, un
rostro abierto no obstante un desgaste precoz que le ponía arrugas alrededor de los ojos
y le apagaba algo de la alegría de vivir en su mirada. La expresión “desengañado de la
vida” no resultaría inapropiada en él, aunque se aplicara a un hombre joven aún. Hijo de
un propietario de viñedos, Antonio Guarini había estudiado pintura en Siracusa. Por fin
tenía yo alguien con quien conversar. Al no estar sujeto a ninguna profesión, él
cultivaba lo que denominaba, con un sentido del humor desilusionado, “la quimera del
arte”. Era una actividad que consistía en amarrar sus diversos enseres en el
portaequipaje de su Ducati roja de 250 cm3 para irse por la costa en busca de un paisaje
sugestivo donde colocaría su caballete. Como no era ningún tonto, Antonio empezaba a
aburrirse de pintarrajear puestas de sol y paisajes marinos que exponía en las salas de
fiestas, con los gastos costeados por su padre. Ventas: cero. Ni los vestigios
melancólicos de una fábrica de aceite abandonada, ni los acantilados engalanados de
espuma, ni las caravanas de burros por el camino del contrabando, ningún cuadro
conseguía comprador. A sus treinta años, quizás más, seguía viviendo en casa de sus
padres. Aunque provisto por ellos de una renta sustancial que le habría permitido
instalarse por su cuenta, no tenía ninguna intención de mudarse.
- ¿Qué hijo –me dijo el ragioniere, muy serio– sería tan ingrato y cruel para romperle
el corazón a su madre con una separación tan precoz?
Y otra vez, tocando de nuevo el tema, completó mi instrucción:
- El Norte nos acusa de ser como conejos. De que las familias demasiado grandes
hacen imposible el desarrollo económico. Es el más falso de todos los estereotipos
acerca del Mezzogiorno, uno de los que más nos perjudican. ¿Sabe usted que en Rosalba
muchas parejas no quieren tener hijos para ahorrarse el dolor de ver cómo se alejarán
algún día? Mi hermano y mi cuñada no sufrirán ese dolor: Teresa no tiene el corazón lo
suficientemente sólido como para soportar semejante prueba.
Así pues, Antonio vivía en la casa donde había nacido. Sus cuadros se acumulaban
en el sótano, entre los toneles de vino y las filas de botellas, “lo cual demuestra –me
decía él, con fingido énfasis– la indiferencia de los ciudadanos de Rosalba ante los
prodigios de los que un pincel puede ser capaz.”
Nunca iba al Círculo sin llevar con él los bocetos de sus grandes proyectos, buscando
la aprobación de los galantuomi presentes. Aunque hasta entonces sólo había recibido
rechazos, esta vez Antonio creyó que le había llegado la hora cuando sorprendió al más
asiduo de los conterturlios, el conde Giuseppe Saronno di Grinzani, Beppe para los
íntimos, absorto en el estudio de un catálogo de ropa balnearia. Tenía abierto el álbum
publicitario de La Standa en la página de los trajes de baño femeninos y miraba, con la
boca abierta, las seductoras modelos en bikini. Beppe era uno de los que tenía mayor
influencia en el Círculo. Y siempre insistía para que se renovara el decorado.
Antonio abrió su portafolio y sacó unos dibujos muy bonitos que le mostró. En uno
de éstos se veía unas náyades tomadas de las manos, completamente desnudas, con una
simple guirnalda de flores en la cintura, formando una ronda alrededor de una charca
donde flotaban flores de loto. Para otra pared, Antonio había pensado en la leyenda, tan
cara a los habitantes de Siracusa y sus alrededores, de la ninfa Aretusa perseguida por el
río Alfeo. Y por último, para completar el programa, el rapto de Proserpina capturada
por Plutón en el centro de Sicilia y arrastrada a las profundidades de los Infiernos, en el
lugar ocupado actualmente por la pequeña ciudad de Enna.
- Sería un ciclo de pinturas sicilianísimas y auténticamente mitológicas, sin la
hipocresía del velo –afirmó Antonio–. Habrá caracoleos de náyades, galopes de
cazadores en traje de Afrodita, ramilletes de vírgenes coronadas de flores, ondulaciones
de brazos y piernas en armonía con las molduras del techo. Ya verán cómo las curvas de
sus cuerpos juveniles se corresponden con las hojas de acanto grabadas en los marcos de
los espejos.
- La inversión será costosa. Y no sé si los honorables socios estarán de acuerdo para
duplicar o triplicar su cotización.
- Pintaré la primera pared gratuitamente, y las demás me las pagarán sólo si les
gustan y al precio que ustedes mismos fijen.
El conde evaluó cuán agradable sería, para él mismo y para los miembros del
Círculo, la contemplación de esos conjuntos de bellas mujeres en las paredes mientras
estaban echados en el desgastado acolchado de los sofás. Lánguidas oceánides, sílfides
empapadas saliendo del agua, relucientes, sacudiéndose tras el baño de eterna juventud:
las odaliscas del Cairo y las huríes19 de los cuentos orientales no podían tener más
atractivos. Antonio puso a circular sus dibujos. Despertándose de su sopor, de pronto
animados, los galantuomi no ocultaron su entusiasmo, pero cuando el pintor volvió a
exponerles el proyecto de convertir esos bocetos en frescos murales, se les acabó el
entusiasmo y negaron con la cabeza. El propio Beppe, con un último suspiro, rechazó el
ofrecimiento de Antonio.
- ¿Pero porqué? –le pregunté–.
- Es que nosotros aquí no cambiamos lo que ya está.
- ¿Incluso cuando las mejoras son deseadas y, además, fáciles de realizar y no tan
caras?
19 Vírgenes. (NdlT)
- Usted no conoce Sicilia. Lo que ya está debe permanecer inmutable. Así como
hemos vivido, asimismo seguiremos viviendo. Hay que hacer lo que siempre se ha
hecho. Una tía mía en Catania se toma su helado en el balcón, en plena canícula, bajo
cuarenta grados, y el helado se derrite antes de llevárselo a la boca. El interior de su
apartamento es fresco pero en Catania uno “se toma el helado en el balcón”. Por más
que le diga que semejante costumbre es absurda, ella me replica que su madre, su abuela
y todas sus bisabuelas y tatarabuelas desde los tiempos más remotos siempre se tomaron
su helado en el balcón.
Antonio y yo salimos del Círculo, deseosos de escapar del aire encerrado para
respirar la pureza de la noche. Las tiendas iban cerrando una por una. Unos pocos
adultos regresaban de prisa a sus hogares mientras que la juventud invadía la plaza. El
loco del pueblo, con su gorra de cascabeles en la cabeza, comía pistachos sentado en un
banco. El estrépito de los centenares de pájaros instalados en las encinas era
ensordecedor. Antonio amarró con bandas elásticas en su Ducati el portafolio que
contenía sus bocetos.
El helado que llegaba derretido a la boca de su tía no me parecía suficientemente
explicativo de por qué le habían rechazado su oferta de embellecer el Círculo.
- ¿Será que temen una pelea conyugal?
- Sus esposas nunca entran aquí.
- Y entonces ¿por qué se privan de algo que les gustaría?
- La vista de estas damiselas en su estado natural les remitiría a la miseria de sus
vidas fallidas. Me equivoqué ofreciéndoles la tentación de un paraíso que les resultaría
inaccesible.
Y se despidió con una conclusión desengañada.
- La invitación a lo local ha sido un fiasco.
- ¿Por qué no expone en Catania, en Palermo? ¿O en el continente?
Hizo un gesto de indiferencia.
- Podría intentar suerte en un medio más abierto.
Su reacción me dejó estupefacto.
- No, gracias… ¡No quiero ser juzgado por desconocidos!
Una cosa lleva a la otra y, apoyado en la barra del Splendido, me confesó lo duro qué
es ser joven en Rosalba, sin novia, sin amante. Me despedí de él y regresé a la casina
donde María, inepta para cocinar la pasta de la cena o negada a cenar todas las noches
ese plato que me encantaba, me esperaba delante de la casa, silbando una canción. Cada
vez que le hablaba de Antonio, su reacción era cortante: “¡Un bueno para nada! ¡Uno
más! Pierdes tu tiempo con tipos de esa calaña. ¡Es que los coleccionas! No veo qué le
encuentras de interesante…” Logró hacerme sentir culpable de interesarme por la única
persona en Rosalba que podía convertirse en amigo mío.
- Me dejas esperando por estar con una nulidad. Es un indolente que no quiere
exponer porque es incapaz de soportar la competencia.
- Te aseguro que no le falta talento. A mí me gustaría tener su habilidad.
- ¡Ya que estás, encárgale una vista del acantilado con tu casa colgada por encima del
mar! –insistió ella, cada vez más molesta y recalcando el tu con una patadita en el
suelo–. Ése que se ufana con sus náyades, metiéndoselas por los ojos a tus momias,
apuesto que nunca ha tenido una aventura…
“Ni novia ni amante”, me había dicho él. Yo quise saber más, y al salir del Círculo
me quedaba un rato con él, tomándonos una última copa. Yo le observaba con atención:
este hombre joven, de buena pinta, dotado de un ingreso confortable, hecho para ser
afortunado en el amor –“un buen esqueleto” decía el farmacéutico, acostumbrado a
atender espaldas adoloridas, “un don Juan” según nuestros estereotipos–, ¿cómo era
posible que no tuviera un amorío? Ciertamente, no disponer de una vivienda
independiente, vivir bajo el escrutinio de sus padres, sin un espacio propio, impide toda
vida privada. Nessuna donna. Los hoteles sólo aceptaban parejas casadas. Pero él tenía
recursos para alquilar un pequeño apartamento. Era entonces que el figlio di mamma
dentro de él resultaba más fuerte que el hombre. Lo que decía el ragioniere quedaba
confirmado: una devoción filial exagerada no permite emanciparse.
Sin embargo, esa explicación no me satisfacía. Por supuesto, yo no excluía la
primera que me había venido a la mente, y el lector ya la habrá pensado, pero ésa
tampoco me satisfacía: no sólo Cristo se detuvo en Éboli, tampoco Platón se llevó a sus
discípulos más al Sur. ¿Pero por qué sospechar que Antonio echaba de menos los usos
de la antigua Grecia? Sólo pintaba mujeres, y todos los sábados se iba en su moto hasta
la discoteca Blue Sky, instalada en Villa Landolina en un sótano que se comunicaba con
las latomías de los capuchinos.
María había adivinado la verdad mucho antes que yo.
- Él no quiere ser libre, ¿entiendes? No quiere. Se queda con sus padres para tener un
pretexto. A ese pusilánime le asustan las mujeres. Prefiere quedarse empantanado en la
frustración. Las busca pero se detiene justo a tiempo. Sin casa propia, tiene un
argumento insoslayable para nunca “llegar a nada” con alguna chica más moderna a la
que pueda conocer en Siracusa.
La discoteca instalada en el sótano incitaba a las turistas alemanas y holandesas a
prolongar una estancia cuyo motivo principal no era echarse crema y broncearse. María
afirmaba que entre las mujeres a las que Antonio invitaba a bailar, más de una,
formadas en el Norte, seducidas por ese “buen mozo” (que esas “estúpidas” equiparaban
con un Apolo), estarían dispuestas a llevar más lejos la aventura.
- Pero es que a los sicilianos les aterra acostarse con una mujer porque ven alzarse
por encima de la cama el fantasma fatal del matrimonio.
Por fin admití que Antonio era de los que se paralizan con el espantajo de una
esposa. Trayendo una pareja de regreso a la barra después de haber bailado, le diría:
“Me gustaría, pero por desgracia la mala suerte hace que no tenga ″casa propia″…” Y al
salir de la discoteca, delante de la que saliera con él hasta la entrada del hotel porque no
había perdido toda esperanza, Antonio, tratando de no quedar tan mal y de redorar su
figura gravemente deslucida por su escapatoria, se montaba en su moto roja y hacía
rugir el motor al máximo antes de arrancar bruscamente. En su maquina estruendosa,
entre una nube de grava y los grititos que daba la chica, desaparecía en una nube de
polvo, como un dios en la bruma.
13
EN UNA PLAYA DE CALABRIA
Se puede ser celoso por naturaleza, celoso gratuitamente, y María padecía de esos
celos sin motivo. Cada vez que ella se ausentaba de París para ir a ver a sus padres en
Italia, yo tenía que prometerle que me limitaría a un afiche gráfico o a un cartel
publicitario y que no trabajaría con una modelo. Estaba convencida de que ninguna
bella mujer me dejaba indiferente, lo cual es algo natural en un pintor, decía ella con
tono desenfadado para ocultar su ansiedad.
Ya habíamos tenido una pelea en el Museo Arqueológico de Siracusa delante de la
Afrodita Anadiomena, llamada por los italianos Venere callipiggia según el texto púdico
e incomprensible de la plaquita colocada en la base. Los griegos no eran tan timoratos.
“Venus calipigia” significa “Venus nalguda” y así llamaban, sin empacho, ante los
niños y la familia, a esa diosa que se levanta el peplo para mirarse el culo.
- ¡Qué fea es! –dije yo, con la mayor buena fe del mundo–.
Pero los celosos sospechan inmediatamente que algo es mentira. María abrió su
Guide Bleu20 y me recitó parte del ditirambo que esa gorda provocó en Maupassant: No
tiene cabeza, le falta un brazo, pero nunca la forma humana me ha parecido más
admirable y más perturbadora. Es la mujer tal cual es, tal como la amamos, tal como la
deseamos, tal como queremos abrazarla. Es una Venus carnal, soñamos con verla
acostada cuando la vemos de pie.
- Para mí –exclamé, en tono tal vez innecesariamente enérgico–, ¡ese paquete de
carne es horrendo!
- ¡Ah, te has delatado! –me dijo, riéndose–. Tu excesiva reacción me demuestra que
esa Venus te parece hermosa pero temes confesarlo. Si no te sintieras tan atraído, no la
20 Libritos muy populares en Francia desde 1916, que forman toda una colección de guías turísticas con informaciones sobre circuitos viales y hoteleros, sobre arte, arquitectura, etc. para visitar cualquier país. (NdlT)
rechazarías tan groseramente. No hace falta consultar al doctor Sigmund para validar
este diagnóstico.
- Maupassant no tenía ninguna noción de lo que es el arte, ninguna aptitud para
discernir lo bello de lo feo. Basta con que recomiende alguna obra para saber que ésta es
horrible. Tengo veinte libros que demuestran su falta de tino. A ese hedonista vulgar le
gustaban las mujeres gordas, de carne y hueso, de mármol o en pintura, en su cama, en
una barquita por el Sena o en un museo. Tenía lo que se dice un gusto de tambor-mayor.
Más de una vez he visto alterarse el rostro expresivo de María, pero nunca se le
crispó tan bruscamente, mientras su mano estrujaba con gesto convulsivo el ala de su
sombrero de paja.
- Maupassant tenía todos los defectos pero no el de la hipocresía (ella ya no se reía).
Esa estatua puede gustar a unos más que a otros. Pero declarar que es fea es ser un
tartufo. “Cúbrase ese seno que yo no quiero ver…”
Pero enseguida agregó:
- ¡Ay, perdóname! Freud nos fastidia con su manía de sacar de cualquier afirmación
una conclusión exactamente contraria. “¿Dices que lamentas haber olvidado que tenías
esa cita? Pues entérate de que, en secreto, no tenía ganas de ir.” En secreto, en secreto,
en las profundidades de tu inconsciente… (Puso una voz grave para que estas palabras
sonaran más ridículas) Olvida lo que te acabo de decir. ¡A mí también esa estatua me
parece muy-muy fea!
En la tarde volvió a disculparse.
- Querido, tu María fue verdaderamente estúpida con esa reacción intempestiva…
Para que se quedara tranquila, le conté el percance que tuvo Maupassant en Palermo.
Durante una recepción en su honor en el Hotel de las Palmas, acosó tanto a una condesa,
le rogó con tanta insistencia que le fijara un día y una hora para estar con ella a solas,
que ella fingió aceptar. Pero en vez de escribirle su nombre y su dirección en la hojita de
papel que él le dio, se limitó a una palabra insultante: “¡Cochino!”
A María le hizo gracia la anécdota. “¡Qué tonta y ridícula he sido!”, repitió.
Decidimos que en el futuro evitaríamos mirar las estatuas.
En los últimos días de junio nos fuimos en auto de París hasta la casina. Era una
semana de viaje de la que nunca nos cansábamos.
Escoger como primera etapa Bourg-en-Bresse para impregnarnos de mediocridad
francesa y saciarnos con la bajeza del ideal francés encarnado por el Museo de la
Gallina. Pasar revista a esos platos decorados de gallinas, esos saca-corchos cuya
empuñadura de porcelana es un gallo; ver el retrato de un alcalde de otra época,
escogido porque tenía la boca “como culo de gallina”; leer en las vitrinas unas odas a
las gallináceas o las rimas en alejandrinos de unos poetas locales glorificando a Enrique
IV por su poule au pot21 dominical; oír la voz gutural de Aimé Barelli cantando “Viens
poupoule, viens poupoule, viens…” (Ven pollita, ven pollita, ven) ¡Ufff, rápido, dejar
atrás ese gallinero y los sueños que representa! ¡Rápido, pasar al otro lado de los Alpes
y dirigirnos hacia la belleza!
Detenernos en Génova, cuyas callejuelas tortuosas caen directo al puerto –“una
Venecia desnivelada”, decía María–; pasear por Pisa, vestigio austero y melancólico de
la Edad-Media encastrado en los graciosos meandros del Arno; dormir en Nápoles,
donde el Sur nos agarra por el cogote, populoso, colorido, ruidoso, pródigo de lo que no
posee, fastuosamente mísero (María habría preferido detenerse en Roma); pasar por
Calabria, tierra adentro detrás de las montañas, donde los olivos gruesos como robles
cubren con su follaje opulento los campos de limones y naranjas que, a su vez, dan
sombra a los huertos, según el sistema de tres niveles de cultivos practicado en los oasis
africanos; esperar en Villa San Giovanni el ferry que huele a cabras y a gasoil; cruzar,
apoyados en la borda, despeinados y casi ebrios de viento y olores fuertes, el estrecho
de Mesina recorrido por cargueros provenientes de Salónica, Túnez, Estambul; hacer
escala en Mesina, desorientados por la lengua en la que se interpelan los estibadores del
21 Olla de gallina, plato tradicional francés. En el siglo XVII, el rey de Francia, Enrique IV declaró su voluntad de que hasta los más pobres campesinos pudieran comerse su olla de gallina todos los domingos. (NdlT)
puerto; bordear la costa de la parte oriental de Sicilia, olorosa a azahar, llamado zagara
en recuerdo de los árabes que introdujeron los naranjos en la isla; pasar cerca de los
bloques de lava vomitados por el cráter del Etna y que han rodado cuesta abajo hasta la
carretera; llegar a Siracusa y degustar en el bar Minerva, a la sombra de la catedral,
nuestra primera leche de almendra. Con la puntualidad de un rito, año tras año hacíamos
el mismo trayecto por zonas relativamente prósperas que no resultaban demasiado
incómodas de recorrer como turistas.
Me habría gustado mucho pasar alguna vez por la otra costa, la costa adriática,
descubrir Bari, Lecce, Trani, Altamura, visitar las catedrales románicas, el castillo de
Federico envuelto en tanto misterio, recogerme en Taranto ante la presunta tumba de
Choderlos de Laclos22, pero el nombre que los franceses dan a la provincia de Puglia –
m “Pouilles”23–, molestaba a María. Por más que le expliqué que era una mala
traducción del nombre latino “Apulia”, que lo correcto en francés sería decir: “Apulie”,
ella se empeñó en que los franceses la llaman así porque consideran que es una región
pobre, atrasada, sucia, desprovista de todo interés.
Por la prolongada cuesta mediterránea de Calabria, tan pronto como Salerno queda
atrás, abundan las calas con arena fina. Protegidas del viento del Este por las montañas
que dominan la costa, ofrecen deliciosos refugios. Por donde uno mire, la vista es
admirable. Se puede pensar que acaso fue en este litoral, hoy en día agreste, donde nació
la civilización occidental, si es que las naves troyanas hicieron escala rumbo a la futura
Roma….
En la playa de Maratea, donde solíamos tomarnos un par de horas de descanso,
María, recostada junto a mí, me sacó de mi ensoñación.
- ¿No te sientes frustrado al ver que las italianas bellas, tan numerosas en las playas
de Toscana, van desapareciendo a medida que bajamos hacia el Sur? A partir de
22 Escritor francés del siglo XVIII, autor de Las relaciones peligrosas, novela considerada en su época como escandalosa. (NdlT) 23 En francés, “pouilleux” significa “piojoso”. (NdlT)
Calabria, por no decir a partir de tu Sicilia, no se ve ninguna mujer en traje de baño.
Mira: aquí sólo hay muchachos.
Diez o doce adolescentes, flacos, morenos, desgarbados, casi desnudos con un trapo
atado mal que bien en la cintura con una cuerdita, se disponían a jugar con un balón.
Sólo uno tendría más de quince años, estaba cubierto más decentemente, con un
calzoncillo de lana tejida pero demasiado estrecho para su joven virilidad en plena
exuberancia. Los demás le acosaban, todos querían tenerle en su equipo. “¡Andrea,
Andrea!”, gritaban mientras brincaban a su alrededor. “¡Andrea!”, y le halaban por los
brazos, se aferraban a sus piernas, terminaban rodando todos por las arena.
- Tienes razón, María, no hay ni una muchacha en la playa. Pobres chicos, ¡estarán
más frustrados que yo! –exclamé, besándola en el cuello, pues no le gustaba que la
besara en la boca delante de la gente–.
Los muchachos se sacudían como potros, correteaban tras el balón, se perseguían por
la orilla de la playa, salpicándose. El balón se les escapaba, se iba a la deriva, la
corriente se lo llevaba hacia alta mar, y el único que sabía nadar se lanzaba a rescatarlo,
batiendo el agua con grandes gestos torpes. Mientras tantos, sus compañeros se
abrazaban por la cintura o por los muslos, se dejaban caer hacia atrás. El llamado
Andrea derribó a un chico de trece años, le mantuvo en el suelo con la presión de sus
rodillas, agarrándole las muñecas, sujetándoselas firmemente. El pequeño, aplastado,
estaba sofocándose por la presión.
- ¡Suéltame! –gemía–.
El otro no aflojaba su apretujón.
- Es curioso ver cómo juegan, Lucien. Parece que se divierten más luchando entre
ellos que jugando con el balón.
- Es la edad –dije yo, y enseguida, no sé por qué, me sonrojé–.
Para que ella no me viera sonrojado, di unos pasos hacia ellos. Me hicieron señas
para que me acercara. Llegué hasta el borde del agua y me rodearon, de repente
calmados y silenciosos.
- ¿Qué haces? –me gritó María–.
- Me gustaría jugar con ellos.
- Pero ya es tarde, “amigo mío”. Hay que llegar a tiempo al barco.
No insistí con los muchachos. Y para disimular frente a ellos, que seguían agrupados
a mi alrededor, esperando que el “viejo” formara dos equipos y organizara un partido
más serio, fingí haber ido hasta la orilla sólo para lanzar algunas piedras, haciéndolas
rebotar bajo los aplausos de los chicos, después de lo cual regresé junto a María. Tan
pronto como estuvimos secos, doblamos las toallas y nos fuimos hacia el auto.
- Ciao –gritó uno de los muchachos, coreado por los demás–.
- Les habría encantado jugar un partido contigo –comentó María–.
Lo dijo con un tono extraño en el que sólo percibí una compasión simpática hacia mi
parte infantil. Ya me había llamado “amigo mío”, como cada vez que quería recalcar mi
falta de madurez.
El mayor de los muchachos, ese Andrea de unos dieciséis o diecisiete años de edad,
ya musculoso y robusto, corrió hacia nosotros, trepó el talud y nos alcanzó al borde de
la carretera. ¿Qué quería? Primero se quedó callado; luego, sobreponiéndose a su
timidez, nos pidió con su acento calabrés, entrecortado y ronco pero con mucha cortesía,
que le lleváramos hasta el pueblo. El agua chorreaba por su cuerpo delgado. Noté la piel
más clara donde termina la espalda y se forman las nalgas, mientras el chico trataba de
subirse el calzón de baño. María siguió mi mirada.
- No hay problema –le dije al muchacho–.
- Ni se te ocurra –dijo María, en un brusco ataque de ira–. Está todo mojado.
Recuerdo perfectamente esas palabras, desprovistas de toda lógica. Con una
temperatura de treinta y cinco grados, tal vez cincuenta dentro del auto, ¿qué
inconveniente había? Por otra parte, ella no era una mujer que se preocupara por unas
manchas de humedad en la tapicería. Podría haber objetado, más coherente con sus
prejuicios: “No te confíes… No sabemos quién es… No hay que confiar en el primero
que pase… Se sabe que Calabria está considerada como una región insegura…” Pero
no, su único argumento fue: “Imposible, está todo mojado.”
Incómodo ante el muchacho, hice un gesto a manera de disculpa, sonriendo y con
una mirada significativa hacia María. Él la miró aviesamente, mascullando en su
dialecto un “Li mortacci tuoi!” (¡Los muertos tuyos!) desprovisto de amabilidad.
Un kilómetro más allá, cambiando de opinión una vez más, María dijo:
- Pero qué tonta… Debimos haberle llevado. Calabria es la región menos conocida
de Italia y él nos habría instruido al respecto. ¿Por qué no has insistido? De haber sido
una mujer, ¡no habrías renunciado tan rápido! ¿O es que no te parecía simpático? A
menos que…
De nuevo puso esa cara extraña al mirarme. Pero hasta ahí llegó esa conversación y
no supe qué se podía conjeturar de su misterio reserva.
14
NUEVA DISCREPANCIA
Siguiendo por Calabria, después de Maratea –y la relación entre el incidente de la
playa y lo que voy a narrar se hará obvia sólo más adelante–, escogimos Tropea como
etapa, uno de los pueblos más espectaculares de la costa, construido sobre un acantilado
a pique sobre el mar. Desde ese gran balcón que domina el mar, el panorama es
imponente. A lo lejos se perfilan varios islotes rocosos; sobre uno de esos pitones que
surgen del mar se alza un santuario, al parecer de los benedictinos. Pero lo curioso es
que las ventanas de las casas de ese pueblo no dan a esa vista tan magnífica sino a las
callejuelas, oscuras y húmedas incluso en verano.
- Es por las tormentas repentinas –nos dijo el camarero del restaurante–. Son
verdaderos tornados que arrastran torbellinos de arena africana, barren todo a su paso,
se meten en tromba dentro de las casas.
Su conocimiento de las leyendas mitológicas nos dejó asombrados:
- El monstruo Esquila vigila más abajo en la costa. Él y su compadre el monstruo
Caribdis acechan el paso de los barcos para levantar olas y desatar un huracán. Caribdis
tiene seis cabezas para poder devorar mayor cantidad de marinos.
Bajó la voz para confiarnos, santiguándose, que el año pasado su hermano, grumete
en La Bella Desconocida, se había ahogado durante un naufragio tan brusco como
imprevisible. La noticia salió incluso en la tele.
En la fachada y por encima de las puertas de la mayoría de las casas colgaban ramos
o guirnaldas de cebollas rojas, especialidad local. Nos mostraron dos bombas sin
explotar, instaladas a cada lado del portal de la catedral, enarcadas y pintadas de negro,
que habían caído en un jardín el 4 de agosto de 1943. Vimos las otras atracciones que
forman parte de la fama de Tropea: dinteles y marcos esculpidos de la época de los
angevinos24, y pequeñas joyerías especializadas en el coral.
Como lo pintoresco nos cansaba rápidamente, nos refugiamos en un café. En el
fondo de la sala, unos jóvenes sacudían inútilmente una rocola que había dejado de
funcionar. Un ejemplar del Corriere della Sera estaba encima de una mesa. Este diario
editado en Milán había aumentado su circulación en los centros balnearios desde que se
publicaba por entregas el viaje del escritor y cineasta Pier Paolo Pasolini por las costas
italianas. El enfant terrible italiano se había comprometido a dar la vuelta completa de
la península en un Fiat 1100. Salió de Trieste y ya iba por la mitad de su reportaje
intitulado La larga ruta de la arena. Sicilia, y más precisamente la punta meridional de
la Sicilia oriental, era el tema de su entrega más reciente. María me leyó lo que decía de
“nuestra pequeña ciudad”, de “nuestras” playas. No podía haber una descripción más
enojosa para ser leída por ella.
24 En 1266 el conde Charles d’Anjou, hijo el rey de Francia Luis VIII, con la anuencia del papa Clemente, impuso su dominio en Sicilia IV hasta 1282, cuando la sublevación conocida como las Vísperas Sicilianas acabó con dicha dominación para luego ofrecer la corona siciliana a Pedro III de Aragón. (NdlT)
15
ROSALBA EN JULIO
“Es imposible estar más al Sur. Dejo atrás Nota y Avola. Llego a Rosalba, pequeña
ciudad con mucha animación, llena de gente estupenda, pero no me detengo, sigo más al
Sur hasta Capo Passero: una lengua de tierra amarilla con un faro blanco, cercada por un
bosque de higueras y, más allá, unas tapias que se deterioran. Y todavía no me detengo,
sigo bajando hasta Marzapalo, pequeña aldea pobre, oculta al otro lado de esa lengua de
tierra, con varias filas de casas rojas y aguas negras corriendo por canaletas
perpendicularmente a las calles. La gente se queda fuera de sus casas, son los seres más
hermosos de Italia, una raza muy pura, elegante, fuerte y suave a la vez. Pero todavía no
me detengo, llego hasta el pequeño puerto y la carretera termina al pie de una tapia que
bordea el mar. A la izquierda, bajo un techo amarillo, hay unas diez lanchas en estado
calamitoso; a la derecha, una playa cercada de higueras monumentales. Y no me
detengo: allá adelante hay una pequeña isla de arena e higueras con una antigua torre.
Pregunto a uno de los jóvenes que suelen sentarse en la tapia:
- ¿Cómo se llama esa isla? ¿Puedes llevarme hasta allá?
- Es la isla de Marzapalo –contesta, desconcertado porque probablemente para él esa
isla no tenga nombre.
“Tomamos su barca y, remando lentamente, cruzamos ese brazo de mar que, con los
últimos destellos de luz, se ha puesto turquesa y rosa. Desembarcamos en la isla, del
lado opuesto al pueblo, más abajo de la torre. Y en la semi-oscuridad de la noche tan
suave, tan perfumada, me baño en la más pobre y remota playa de Italia.”
- Bueno… ¿Por qué crees que a Pasolini no le ha gustado Marzapalo? –me pregunta
María–.
- ¿Qué no le ha gustado? No sé... Lo que él hace es constatar, simplemente. A ti
también, al principio, te chocó la pobreza y el aislamiento de ese pueblo. Pasolini es un
hombre del Norte, de la región de Friul, la parte más septentrional de Italia que limita
con Austria y Yugoslavia. Cuando escribe: “Es imposible estar más al Sur”, se percibe
un primer juicio moral. “Pequeña aldea pobre” y su consecuencia lógica: “muros
deteriorados”, “lanchas en estado calamitoso”, vegetación que se reduce a las áridas
“higueras” y, por supuesto, sin cloacas, o sea que en este rincón apartado de todo, la
gente es sucia por naturaleza. Por muy inteligente que uno sea, uno conserva los
prejuicios de su medio original.
- Bueno, ya veo que no quieres contestarme –me dice–.
La mirada de María es fría, se ha quitado los lentes de sol para escudriñarme.
- Entonces voy a formular mi pregunta de otra manera. En tu opinión, ¿por qué se
dirige a ese joven?
- Porque quería ir hasta la isla. Le hacía falta una lancha y alguien que la manejara.
- Precisamente, ¿no te parece curioso que haya expresado semejante deseo? Esa isla,
¿nosotros hemos querido visitarla alguna vez? Es un pobre pedacito de islote, carente de
todo interés, de eso te das cuenta sin tener que hacer el esfuerzo de ir hasta allá. A
nosotros a lo mejor podría atraernos el fortín rosa. Pero todo el mundo sabe que para
ese iconoclasta las “torres antiguas” no tienen ningún atractivo.
- ¡Pero es que él quería llegar lo más al Sur posible!
- Ése era su motivo oficial.
- No veo adónde quieres llegar.
- ¡Estás ciego! ¿Acaso el apetito geográfico, el deseo de incluir en su inventario unos
cactus adicionales, justificaban su curiosidad?
De nuevo, clavó en mí su mirada inquisitiva. Le quité el periódico de las manos y le
señalé las últimas líneas del reportaje.
- Se bañó en el mar admirando el color del agua “con los últimos destellos de luz”.
Te cito sus propias palabras. Él quería bañarse lo más al Sur posible, experimentar lo
que se siente cuando ya no hay nada más allá. Ese hombre siempre está ávido de
experiencias, de llegar al límite. Tú estás buscando cinco patas al gato. Aquí no hay
ningún misterio.
- Sí sí… Pero eso no explica el tono amargo y decepcionado de su relato. Yo no te
creía tan temeroso de abordar ciertos temas. Pareces una verdadera mosquita muerta
negándote a leer entre líneas. ¿Quieres que te ponga los puntos sobre las ies? Pasolini
descendió hasta ese caserío perdido pensando encontrar ahí chicos más “disponibles”
(recalcó la palabra), más dóciles, más complacientes que los de Roma. Roma donde, al
cabo de varios siglos de inmovilismo, de repente las costumbres han evolucionado por
influencia del laxismo que vino de Norteamérica. Y se han hecho tan laxas y flexibles,
tan acomodaticias, que ahora los chicos pueden acostarse con las chicas, lo cual estaba
prohibido. Esos chicos, obligados a contenerse hasta el matrimonio, Pasolini los
conseguía a cambio de poca cosa. Bastaba un billete de cien liras. A veces ni siquiera
hacía falta dinero: un sandwich ¡y listo! Aquellos chicos frustrados, bien contentos que
estaban de conseguir otra solución. ¿O acaso él no lo ha escrito más de una vez, que la
permisividad sexual es una catástrofe? Claro: porque acaba con su vivero. Cualquier
muchacha bonita con la que ya no es obligatorio casarse resulta mil veces más atractiva
que un tipo de cuarenta y cinco años. Cuando tienes veinte años y puedes escoger, no lo
puedes dudar. Yo pensé primero, ingenuamente, que Pasolini criticaba la facilidad de
las relaciones, la desmonetización del amor, que denunciaba el amor fácil al alcance de
todos, sin seriedad ni compromiso. ¡Una especie de Savonarola, pues! Vituperador de
otra época, cuando mientras más costaba conquistar a alguien, más se valorizaba. Dante
y Beatrice, Petrarca y Laura, aquellos eran los modelos que Italia ofrecía al mundo…
Fue mi padre quien me abrió los ojos: “Ese hombre al que consideras como un idealista
–me dijo– sólo es un deshonesto, un pérfido que sólo busca su propio interés. No
entiendo por qué se le permite escribir en la prensa.”
- María, un banquero tiene que odiar necesariamente a Pasolini. Alguien que todos
los días, en el periódico más importante de Italia, acusa al gobierno, pone la derecha en
la picota, vilipendia la democracia-cristiana, arrastra por el fango a los poderosos de las
finanzas, no puede sino exasperar a tu padre.
- Lucien, en el asunto que nos ocupa no se trata de política. ¿Por qué esos ataques tan
furiosos contra la permisividad sexual por parte de un hombre conocido por ser el
paladín de las libertades? A Pasolini no le importa la calidad del amor, es un maniático
del sexo. El sentimiento le importa un pepino. Sus diatribas son las de un egoísta que
sólo piensa en su utilidad personal, un obseso que evalúa sus posibilidades de éxito y se
percata de que van disminuyendo drásticamente.
“La educación católica –prosiguió María– había impuesto un tabú a las chicas. Pero
desde que los jóvenes pueden tener una sexualidad normal, ya no pierden tiempo por los
caminos verdes, que según los curas son ″las vías vergonzosas del pecado″. Ahora la
mercancía va a escasear, se va a encarecer y, además, se volverá peligrosa. Habrá que
pagarla bien, por cuenta y riesgo de cada cual. Aquello que era natural, ″puro″,
inmediato, casi gratuito, se ha convertido en un comercio lucrativo.
“Pero queda el Sur, afortunadamente, el Sur y su atraso de cincuenta años con
respecto a los hábitos, o de dos mil años con respecto a la inocencia. El Sur que sigue
siendo pagano y sin principios, sin prohibiciones, sin tabúes. ¡La ″pureza″, pues! ″Yo
todavía no me detengo″: lo suyo es una carrera frenética hacia el placer. ¿Y por qué
sigue cayendo cada vez más bajo? Porque mientras más se distancia de la Italia moderna
″servilmente″ alineada con Estados Unidos, más se convence de que nada de los viejos
tiempos ha cambiado. ¡Es imposible que en la punta más extrema de la bota italiana, en
las riberas del mar Iónico, enfrente del Peloponesio, no quede nada de la esencia griega!
Su primera impresión no puede ser más favorable: se ha topado con los jóvenes ″más
hermosos de Italia″. Es tanto su entusiasmo que Pasolini llega hasta considerar esa raza
de rústicos mal educados como ″elegante″ y ″suave″. Gente ″estupenda″. ¡Reconoce
que son los últimos epítetos que a ti y a mí se nos ocurrirían!
“Y he aquí el repentino desencanto. En esa playa desierta, solicita al joven de la
barca un servicio que espera obtener sin dificultad, pues confía en la perpetuación de las
antiguas costumbres. Pasolini ve en los jóvenes de Marzapalo a los descendientes de los
pastores de Virgilio y Teócrito, y les atribuye un candor ″arcadiano″. Una serie de
circunstancias favorables alienta su proyecto: el aislamiento del lugar, la arena caliente
aún por el día de sol, la ″semi-oscuridad″ providencial tan ″suave″, el ″perfume″ de la
noche tan propicio. Confía en que ni la Iglesia ni el Estado se van a oponer a la
Naturaleza en ese extremo del mundo adonde nunca ha llegado la historia. Como Cristo
se detuvo en Éboli, quinientos kilómetros más al Norte, los efectos de la civilización
judeo-cristiana no habrán alcanzado Marzapalo, ni siquiera un leve eco de los anatemas
de Moisés o de las fulminaciones de san Pablo. Es posible, piensa él, que el muchacho
tome la iniciativa.
“Y no, no ha vacilado en aceptar el paseo en barca. Sin embargo, mira tú, el tipo se
niega a obedecerle. Yo estoy segura de que Pasolini escogió ese lugar fuera de la vista
de todos –″del lado opuesto al pueblo, más abajo de la torre″ – para bañarse desnudo en
el mar con el muchacho y luego… Nadie va a denunciar nada. No habrá que cuidarse
demasiado. Pero nada de eso bastó para engatusar al jovenzuelo. ¡La cosa falló! Es que
en el Sur la gente tiene su orgullo –concluye María, cada vez más animada–, ¡y
entonces despachado el pajarraco! ¡No se van a dejar enredar por un marico! Y el
marico se venga de ese fracaso denigrando ″la lengua de tierra amarilla y la pequeña
aldea pobre″ que no le han suministrado el esperado botín.”
Lo incongruente de tales deducciones no me impresionó tanto como la jovialidad de
María y la irónica franqueza de su lenguaje: “marico”, ¿cuándo había utilizado ella esta
palabra? Y “engatusar al jovenzuelo” era una expresión graciosa aunque inapropiada
para uno de esos rudos (aunque “elegantes”) hijos de marino sentados en la tapia del
puerto.
Pero eso no era lo más asombroso. Yo me preguntaba por qué María me reprochaba
no haber adivinado lo que era evidente para ella. Ciertamente, no coincidíamos con
respecto al artículo de Pasolini. Yo no había visto lo que saltaba a la vista. ¿Era eso un
motivo para mostrarse tan agresiva conmigo? Si yo la entendía bien, me acusaba no sólo
de estar ciego sino de “no querer” ver. Según ella, me daba miedo abordar el tema. ¿Qué
extravagancia se le había metido en la cabeza?
16
ACUERDO PERFECTO
Esos fueron los únicos incidentes del viaje, pronto olvidados gracias al esplendor del
paisaje que nos acompañó hasta el embarcadero de Villa San Giovanni. Ioppolo,
Nicotera, Gioia Tauro, Palmi, blancas aldeas encaramadas en las laderas de la costa, tan
encantadoras eran sus escarpaduras como melodiosa la música de sus nombres, y con
qué frescura nos arrullaban en la penumbra de sus callejuelas…
María disfrutaba en esos pueblos, compraba tarjetas postales, se sentaba en algún
murito para escribirlas, buscaba la oficina de correos, preguntaba por los mejores
helados, cogía flores malvas en los macizos de buganvillas y se las colocaba en el
sombrero. Prolongaba deliciosamente las paradas sin estar recordándome, como en
Maratea, la necesidad de abreviarlas para llegar a tiempo al barco.
Ya nada perturbaba nuestra armonía. La providencia que vela por los amantes felices
apartó de nosotros los motivos de contrariedad. Llegamos a Villa San Giovanni sin
toparnos con nadie más. La travesía del estrecho de Mesina ahuyentó las últimas
sombras. El cielo puro, el agua turquesa, el olor a algas y óxido, el continente
alejándose, la sensación de cruzar una frontera y abordar en la verdadera vida tras un
desgaste de energía en el prolongado invierno citadino, todo contribuía a maravillarnos.
En la cubierta del ferry, apoyado en la baranda junto a María, la abracé por los hombros
y ella se apretó contra mí. Para iniciar un nuevo verano que iba a marcar una existencia
nueva, no era posible guardar el menor resentimiento. Aquel instante estaba iluminado
por las ganas de vivir en perfecta armonía, la certeza de lograrlo, la idea del hermoso
sueño que íbamos a compartir. Y aún faltaba la suprema felicidad de cada año, el gran
impacto: el encantamiento que empezaba cuando dejábamos atrás la pequeña ciudad de
Rosalba, pasando por delante del faro de Marzapalo y las fracturas de la costa que
señalan esa extremidad de Europa.
¿Por qué nos sentíamos tan conmovidos? Una campiña de tierras bajas, una aldea sin
carácter, casas comunes y corrientes, campesinos taciturnos y su incomprensible
dialecto: ciertamente, ya no se trataba de esa Italia brillante y cálida que amábamos
apasionadamente. Un verano en la casina se asemejaba a una temporada de exilio.
Ambos, solos el mundo, recobrábamos fuerzas con el contacto de ese suelo hostil, con
la desnudez de los elementos primarios, mar, sol, viento, polvo, en medio de esa
naturaleza acogedora. Marzapalo, detenido en una época arcaica, nos obligaba a
despojarnos de nuestra parte social. En el desierto afloraba otro yo, nacido de la
denegación de nuestras costumbres urbanas.
Devueltos a lo esencial, nuevos, puros, en el encantamiento de una renovación
absoluta, ya no éramos los citadinos de París o Turín, éramos los contemporáneos de la
primera aurora en la tierra. Tan pronto como abrí los contravientos de la casina del lado
que da al mar y respiré a pleno pulmón el aire vivificante del mar, experimenté el
éxtasis de una resurrección.
Ambos adorábamos la música; uno de los primeros artefactos traídos a la casina fue
un tocadiscos que compramos en París, en la tienda de discos de un amigo en la calle
Jacob. Metí en el auto unos veinte discos, El clave bien temperado, los tres Cuartetos
Razumovski de Beethoven, Don Giovanni, la sonata de César Franck, La creación del
mundo, El viaje de invierno, compañeros de siempre, presencias familiares y
apaciguadoras, indispensables para nuestra felicidad, creía yo. Pues bien: pianos y
violines nos parecieron incongruentes en este sitio; demasiado civilizado el saxofón de
Darius Milhaud; la voz humana fuera de lugar; la ópera aún más desubicada. Oír los
trinos de una soprano o los rugidos de un tenor en estas llanuras pedregosas
desentonaba tanto como un pato prensado en el plato de un vegetariano. El fragor del
acantilado como el eco sordo de los abismos, la pulsión rítmica de las olas contra los
escollos, la letanía de la resaca: ¿cómo podían las obras “compuestas”, aún las más
cargadas de emoción, no parecer ruidos superfluos si se comparaban con los rumores
que ascendían desde la noche de los tiempos? Aquí la belleza creada por los hombres, la
belleza sabia, resultaba desafinada. Nos llevamos de vuelta a París el aparato y los
discos sin arrepentirnos, al verano siguiente, de sólo disponer de la música del viento en
los tallos secos, las olas tomando por asalto los rompe-olas, los chillidos de las gaviotas
a la zaga de los barcos.
Tomaba a María de la mano y me la llevaba de compras, un término desabrido para
designa una expedición nada prosaica. El llamado a la pizza difundido por el
altoparlante de Nunzio vibraba por la landa, tan solemne y desgarrador como el llamado
a la oración que baja a horas fijas desde lo alto de los minaretes. A cada lado de la calle
bautizada –de modo tan malhadado, según el príncipe– Giuseppe Garibaldi, las mujeres
sacaban sus asientos ante las puertas de las casas pero sentándose de espaldas a la calle
y con los pies hacia la casa: ingenuo y conmovedor compromiso entre la antigua
prohibición de salir de la casa y la nueva aspiración a la libertad. Por fin se había
construido la cloaca, y la cantidad de mosca se redujo a la mitad. Los niños ya no
echaban a correr cuando pasábamos: sólo nos observaban serios y distantes, sin una
sonrisa.
Yo esperaba que siempre guardaran ese fondo de primitivismo. De uno a otro año
notábamos tres cosas: el mejoramiento del nivel económico, la persistencia de los
prejuicios populares, el progreso del mal gusto. Un balcón dorado con herrería
serpentina, una puerta con un vitral recargado, una virgen de yeso colocada frente a la
iglesia, hacían que lamentara la intrusión de las bellas artes en la pequeña ciudad.
Para replicar a la estatua mariana, la municipalidad de Rosalba, ahora socialista,
proveyó farolas cuyo poste estaba terminado como un pico de pez espada, por encima
del globo que tenía forma de barca. Los bares se habían dotado de violentas luces de
neón, además de rocolas que vomitaban a todo volumen las canciones ya pasadas de
moda de Domenico Modugno (Nel blu dipinto di blu) y el éxito del joven Gianni
Morandi (Credo nell’amore), agradables gorgoritos si se escuchaban un par de veces,
pero que había que soportar todo el día, sin fin. Las mulas iban desapareciendo, el olor a
gasolina sustituía el del estiércol, unas ruidosas máquinas de tres ruedas remplazaban
las carretas pintadas. Con el tubo de escape eliminado, esos triciclos producían
explosiones estrepitosas que eran la delicia de la gente. Y en sus costados se veían,
pintarrajeadas en rojo, azul y amarillo, como antaño en las tablas de madera de las
carretas, unas figuras ingenuas inspiradas en el teatro de marionetas. Héroes, santos y
bandidos glorificados sin discernimiento, Calogero, Carlomagno, Orlando, Garibaldi,
Lucky Luciano, Salvatores Giuliano, Padre Pío, John Kennedy, todos, bienhechores o
bandidos, fraternizaban en una épica promiscuidad.
Además de los dos bares y del bazar de Nunzio, la única tienda que había era un
antro sin luz donde dos espantajos vestidas de negro, sentadas en la penumbra, la
signora y la signorina Del Monaco, vendían de mala gana estampillas, sobres,
bolígrafos, cuadernos cuadriculados, cigarrillos, tabaco al detal, material de costura,
regaderas para la ducha, así como un mezcolanza de borradores, elásticos, cintas,
horquillas, jarabes para la tos, pomadas contra los calambres, utensilios domésticos
apilados a la buena de Dios y bajo el polvo, tal cual Pompeya bajo las cenizas. Digo que
vendían de mala gana porque cuando se les pedía algún artículo, ellas empezaban
diciendo que no lo tenían, aunque estuviera dentro de alguna caja o debajo de un
montón de cosas y no podían seguir negándose. Creo que el esfuerzo de explorar
aquella montaña de objetos como se excava un enclave arqueológico, y exhumar el
estuche o el frasco solicitado, no les costaba tanto como el dolor de separarse de su
mercancía. Vivían fuera del mundo, ignorantes de las necesidades comerciales, sin
ninguna idea de qué es lo tuyo y qué es lo mío, guardianas de verdades primigenias,
Parcas inmersas en una totalidad sepulcral de la que no querían soltar nada, tan ausentes
de lo que las rodeaban, tan ajenas al tiempo, a la historia, que era imposible saber quién
de esas dos creaturas sin forma ni edad era la madre o la hija. Quedaban conservadas en
el fondo de su subterráneo, cobijadas bajo el amontonamiento de objetos, como dos
momias ya embalsamadas para el sueño eterno.
Temprano en la mañana, cuando el sol apenas estaba iniciando su curva ascendente,
yo instalaba mi caballete en la terraza. De tanto recorrer las galerías parisinas para
presentarles mis cuadros, logré conseguir una en la calle Mazarine. Además los Fasullo
di Montefiore, con sus relaciones, me habían procurado otras dos en Italia, una en Roma
y otra en Turín. “Las puertas del éxito se abren ante él”, escribió el padre de María,
confesando con esa pomposa ironía el poco caso que hacía de mi talento. Yo me tomaba
a pecho aceptar el desafío y cumplir con mis contratos. Pero en materia de puertas y de
esperanzas de éxito, ante mí sólo se abrían el mar, el fortín español rosa en su islote, la
línea de demarcación más clara entre las dos cuencas del Mediterráneo, algunas lanchas
de pescadores al pie del acantilado; a veces, a lo lejos, petroleros negros, lentos,
llegando cargados desde Libia o saliendo vacíos de Augusta, con su línea de flotación
señalada por una raya naranja; el barco-correo de Malta, todo blanco, un día sí, un día
no; a mi izquierda, la casita que yo no había logrado comprar, que se desagregaba año
tras año y que pronto, bajo la acción combinada del clima y de los ladronzuelos, sólo
sería una ruina; y a mi derecha, la landa que se perdía de vista hacia el puerto.
¿Qué podía yo pintar de todo eso? Tratando de plasmar en mi tela los bordes
recortados del acantilado, la escasa floración de las inmortales, la masa compacta del
oleaje, comprendí por qué no ha habido pintores en Sicilia –Antonello de Mesina, el
único que se hizo un nombre, se había ido muy pronto a Venecia–. Pintar exige que un
pintor tenga ante sí algo “pintoresco”. La extensión llana, vacía, inmóvil, uniforme,
desplegada ante mis ojos cambiaba de color mientras el sol iba ascendiendo. Durante el
día, el exceso de luz mata los colores, destruye los matices, aplasta las superficies, pone
en todas las cosas una capa homogénea de gris. Incluso a la hora en que yo me ponía a
pintar, los rayos ya más oblicuos no lograban reavivar un lugar sin relieve ni variedad
de tonos. ¿Cómo no va a ser un impedimento semejante ausencia de motivos?
Para reconfortarme, yo apelaba a Nicolas de Staël, quien pintó algunos de sus
cuadros más hermosos en Sicilia, creo que cerca de Agrigente; entonces, igual que él
pero según mis modestos recursos, trataba de plasmar con anchas pinceladas la
desnudez, la soledad, la “barbarie” del paisaje. Cuando la reverberación se hacía más
intensa, yo tenía que mantener los ojos bien abiertos para hacer las cosas bien. “Los ojos
bien abiertos para devorar el objeto”: este verso de un poeta italiano me parecía el único
credo posible para un pintor confrontado con la estructura desnuda del universo. Yo
mantenía ese ejercicio de contemplación hasta ver todo turbio. Y llegaba el instante, tan
mágico como cruel e imposible de seguir aguantando, en el que una mancha única y
luminosa absorbía el universo cuyos contornos se desvanecían al descomponerse los
volúmenes. Era como una rueda gigantesca, un disco de fuego cuyos rayos actuaban en
el vacío en un espacio ilimitado. Se me perdían los puntos de apoyo y de referencia. Un
globo incandescente me quemaba los párpados. Yo no podía proseguir, soltaba los
pinceles.
Otro obstáculo me impedía trabajar: la convicción de que no había comprado esta
casa para venir a pintar sino para olvidar el mundo adulterado de las galerías, para
olvidar lo arbitrario de los círculos, evitar la avidez obsequiosa de los marchands,
resguardarme del esnobismo idiota de los compradores, escapar a la ignorancia
pretenciosa de los críticos de arte, huir del horrendo cortejo de sonrisas hipócritas,
golpes bajos asesinos, falsas promesas, adulaciones irresponsables, que acompaña
inevitablemente este oficio. Más aún, sentía el deseo de dejar por un tiempo toda
pintura, la verdadera y la falsa, la pura y la venal; de dejar atrás esa masa de
convenciones, prejuicios, compromisos que se meten en nuestra vida interior,
oprimiéndola con el pretexto de la cultura. Quería limpiarme el espíritu de los aportes
acumulados durante el invierno, deslastrarlo de esos recuerdos, borrar las impresiones
buenas o malas dejadas por decenas de exposiciones visitadas, inauguraciones
padecidas, espectáculos y conciertos a menudo más cronófagos, dispersivos y ociosos
que sustanciales: la sencillez metafísica de este lugar de retiro se armonizaba con mi
exigencia de verdad. Yo quería regresar a al estado de pobreza espiritual que permite
meterse dentro de uno mismo para sacar, de lo que hay de único en cada uno de
nosotros, fuerzas para construir la obra propia en vez de reflejar las de los demás.
17
PASEOS POR EL PUERTO
Obviamente, yo evitaba compartir esas reflexiones con María. Ella había accedido de
mala gana a comprar la casina y sólo lo hizo por creer que el aislamiento resultaría
favorable para mi trabajo. Ahora parecía que ella empezaba a cogerle gusto al lugar,
continuando en la planta baja, más fresca, sus investigaciones acerca de los aborígenes.
“Va bene?”, me lanzaba a veces desde abajo, con voz clara y jovial. “¿Vas avanzando
según tu deseo?” Y yo le contestaba según la fórmula convenida entre ambos, y como
una cantilena: “Va bene, va benone, va benissimo” aún cuando el último de mis deseos
fuera “ir avanzando”.
Ella me daba clases de inglés. En esa época, no era una lengua tan necesaria como lo
es actualmente. Yo la aprendía no porque pretendía utilizarla sino por el simple placer
de estudiarla con María, en el sofá de mimbre que habíamos conseguido en la tienda de
“Mobiliario Romantico” de Siracusa. Aquellos momentos que pasamos leyendo juntos a
Patrick Brydone, Norman Douglas, George Gissing, viendo el mismo mar que había
inspirado sus relatos, forman parte de mis más felices recuerdos de la casina. Yo
sostenía el libro extendiendo los brazos, ella pasaba las páginas, nuestras rodillas
rozándose, me dolían los brazos, se acababa la lección, teníamos demasiadas ganas de
besarnos.
Cuando queríamos instalar las sillas plegables delante de la casa y aprovechar el
frescor matinal, una bandada de niños imberbes y de adolescentes ya provistos de una
vigorosa vellosidad salían corriendo de entre las rocas hacia la aldea, mientras que los
más atrevidos se quedaban ocultándose. Habían estado aguardando el momento en el
que María se pondría a tomar sol en traje de baño. Esa obsesión de los muchachos era
exasperante para ella; se quejaba de que el deseo rondaba continuamente a su alrededor;
sentía que en cada parte de su cuerpo se posaban, como ventosas que se le adherían a la
piel, esas miradas, esos alientos, esas bocas, esas manos, así que prefería quedarse
dentro de la casa. “La culpa es tuya –me provocaba decirle–, no debiste teñirte de
rubia.”
Recorriendo la costa occidental a lo largo de varios kilómetros, habíamos ubicado
una playa inmensa y casi siempre desierta, impropiamente bautizada “Isla de las
Corrientes” pues no era una isla pero ahí una antigua casamata de la Marina nacional,
ahora en ruinas, instalada en un peñasco que se conectaba con tierra firma mediante una
delgada diga de concreto. Cuando no íbamos a esa playa en auto, bajábamos hasta el pie
del acantilado hacia las once de la mañana, para bañarnos en el mar.
Nos habían acondicionado en forma de escalera la pared escalada por el perro, pero
dejándola suficientemente estrecha, irregular, incómoda y peligrosa a fin de disuadir a
las familias de querer utilizarla para el picnic dominical. Dos rocas planas que parecían
lozas, casi a ras del agua, nos servían de pontón, de trampolín y de solarium. María se
tendía boca abajo para que no se le marcara el sostén, pues no habría sido prudente
quitárselo. Yo me abstuve de comentarle algo que vi más de una vez: cinco o seis pares
de ojos clavados, desde lo alto del acantilado, en su espalda y sus muslos. “Miradas que
queman”, para decirlo al estilo de las publicaciones populares con las que la signora
Filomena Tulipano se enteraba de la vida de las actrices de Hollywood.
Al final de la tarde salíamos a nuestro paseo cotidiano, pasando a la derecha de la
casa a lo largo del acantilado, hacia el puerto. El acantilado va descendiendo
paulatinamente; el sendero entre cañas y agaves casi alcanza el nivel del mar. El
ragioniere, para ponderar los méritos del negocio que hicimos por su mediación, nos
había afirmado que en ese sitio pronto se edificaría un “hotel de mil camas” cuya
proximidad aumentaría considerablemente el valor de la casina: era su manera muy
personal de enfatizar los artículos de La Sicilia, el diario de Catania, que había
publicado un reportaje rimbombante dedicado a Punta Calafarina, anunciando como
inminente el desarrollo del turismo balneario en esa región. “Fondos públicos y dineros
privados se disponen, en un magnánimo impulso de solidaridad, a unir sus esfuerzos
para valorizar un sector hasta ahora descuidado, y ello en vista de aliviar a Sicilia de sus
males seculares.” En realidad, esta parte de la costa no podía ser más estéril e ingrata, ni
este litoral pedregoso más impropio a la euforia vacacional. No había pre-playa (lo que
los italianos llaman de manera más ilustrativa y sugestiva bagnasciuga, la orilla que
está alternativamente mojada o seca), ni un centímetro cuadrado de arena, el borde del
mar estaba erizado de rocas puntiagudas, bañarse ahí resultaba impracticable, no había
ni un sólo árbol para protegerse, sólo una vegetación raquítica. Nada que resultara
conveniente para la industria del ocio.
A unos cien metros de la orilla del mar había una casucha, cuadrada, de una sola
habitación bajo un techo de tejas: cabaña o barraca, más parecida a un depósito de
herramientas que a una vivienda, la única edificación construida en ese terreno
inhóspito donde a nadie se le ocurriría construir algo. Servía de garita a un soldado
uniformado cuya presencia en ese sitio desértico resultaba tan incongruente que quise
verificar su condición de militar. Descalzo, sentado en una roca, con la viandera y el
fusil colocados junto a él, estaba chupándose un tallo de hinojo cuando le sorprendimos
en esa actitud de descuido. Se levantó de un sólo movimiento, quiso ponerse sus botas,
se dio cuenta de que no le daría tiempo, renunció a calzarse y recuperó la pose
reglamentaria. Volviéndose hacia el mar, se llevó la mano a la frente como una visera,
con el gesto de quien acecha si algún asaltante pudiera surgir en el horizonte. Yo entablé
la conversación. Un jeep del campo militar de Siracusa le traía hasta aquí todas las
mañanas y le recogía al atardecer. Llevaba a cabo su vigilancia durante doce horas,
centinela “asignado a la seguridad de Sicilia” –como nos lo afirmó, enderezándose en
una posición de firme de lo más cómica en ese pedregal abandonado–. Oriundo de la
región de Las Marcas, se le había encomendado “la defensa de la patria”. María
murmuró en francés: “¿Se dará cuenta de que nos dice algo tan absurdo?” Para alentarle
en esa guardia, ni siquiera tenía el recurso de pensar que su función era de utilidad.
Hacía tiempo que la guerra había terminado, ya no había que temer más guerras ni más
peligros, ahora el mar sólo traía a las costas veleros de recreo provenientes de Taormina
y, unas pocas veces, yates ingleses matriculados en Malta. Los emigrantes sólo afluirían
desde África cincuenta años después.
Tomamos la costumbre de dar un rodeo para intercambiar algunas palabras con él,
aunque no fuera muy locuaz. Excepto algunas expresiones tomadas de la jerga
administrativa, hablaba con dificultad el italiano enseñado en la escuela y ya en gran
parte olvidado. Su uniforme, descolorido por el sol, era un andrajo. Como alimento
tenía que conformarse con una ensalada fría de macarrones y una naranja. Una
cantimplora de agua tibia completaba su viático. Sin pedírnoslo expresamente, nos dio a
entender con un gesto tímido que le gustaría fumarse un cigarrillo. Nosotros no
fumábamos pero fue una ocasión para hacer que las dos viejas lechuzas pusieran su
antro patas arriba para vendernos unos paquetes de Nazionali. El soldado se metía el
paquete en el bolsillo sin agradecer ni demostrar de alguna manera lo grato que le
resultaba ese obsequio. Luego volvía a sentarse en su roca y se ponía a fumar,
silencioso, clavando los ojos en el suelo entre sus pies. Y de repente le asaltaba la idea
de “su deber”: ¿acaso la libertad que se tomaba podía incitar a los extranjeros a dudar de
su patriotismo? Enseguida se ponía de pie, dejaba caer su colilla y aplastándola con su
pie descalzo, se estiraba la casaca deshilachada. Luego volvía a sentarse para hablarnos
de su mamma que le enviaba desde Pesaro paquetes de turrones y caramelos. Tan pronto
como nos despedíamos de él para proseguir nuestro camino, fingía reanudar su
vigilancia clavando la mirada en el mar. Jamás, proclamaba con su posición marcial
recuperada, jamás se permitiría aflojar la disciplina, a no ser por el afán de mostrar, al
conversar con los visitantes de paso, que en el ejército se es educado.
Desde ahí, la costa se replegaba para cobijar el puerto de Marzapalo dentro de una
abertura que no habría podido ofrecer un fondeo seguro sin esa mole construida con
gruesos bloques de cemento, financiada por la Cassa del Mezzogiorno, débil
compensación por la falta de un dispensario, de una carretera asfaltada, una oficina de
correos, una escuela decente, un camión de bomberos, un servicio regular de autobús;
prueba indirecta del desprecio que el gobierno de Roma sentía hacia el antiguo reino de
Nápoles. En este punto, uno no podía sino estar de acuerdo con el príncipe.
Las lanchas, grandes barcazas con cubierta y cabina, equipadas con un radar y
tripuladas por seis hombres, chapoteaban unas al lado de otras en el agua aceitosa.
Llegábamos hasta el otro extremo del malecón, hecho de bloques sin tallar por el lado
que daba al mar, acondicionado como vía transitable para las camionetas de carga y
descarga. Unos pescadores limpiaban cajas, otros aceitaban los engranajes, o llenaban
las bodegas con bloques de hielo comprados en la cooperativa, con miras a la próxima
salida. Los grumetes estaban encargados de enrollar el cordaje en los cabrestantes,
fregar la borda, regar la cubierta.
Era un espectáculo con una animación común a todos los puertos de pescadores, sólo
que aquí una atracción picante se agregaba al caer la noche. Unos Fiat 500, liliputienses
alvéolos de metal, remontaban el malecón y se estacionaban en fila bajo el fanal y su
linterna roja giratoria que señalaba la entrada al puerto para los barcos. Así parpadeaban
las lamparillas delante de los prostíbulos italianos, antes de que fueran eliminados –doce
años después de haber sido eliminados en Francia–. Cada uno de esos autos servía de
vestuario, de cuarto y de paraíso para alguna pareja. Como no podían estar juntos en
otra parte, los novios impacientes, las parejas adúlteras o los jóvenes que querían
desvirgarse pidiendo ayuda a alguna viuda, recurrían a esas alcobas ambulantes.
Pegaban periódicos en los vidrios, prendían las luces de cruce, y se entregaban a
clandestinas voluptuosidades clandestinas que sacudían el pequeño habitáculo sobre sus
resortes maltratados.
Desde el extremo del malecón nos íbamos al mercado de pescado: un simple techo
colocado encima de cuatro postes. Era la única edificación del puerto, junto con la
cooperativa Tuttomare, los tanques de fuel-oil y las cisternas llenas de ese vino de
dieciocho grados que los franceses importan para mezclarlo con vino peleón de
Languedoc. Una venta de pescado frito, abierta por un boloñés que se había dejado
engañar por las promesas de “desarrollo turístico” exaltadas en La Sicilia, se vio
obligada a cerrar a los dos años, por falta de clientela. De la barraca desmontada sólo
quedaba el suelo de madera. Aquel boloñés, acostumbrado a los paseos campestres en
su provincia, la grassa Emilia, la fértil Emilia, ignoraban que a los sicilianos no les
gustas comer fuori casa, excepto en las grandes ocasiones, para algún bautizo, alguna
boda, un éxito escolar de los hijos. Pero entonces quieren un “verdadero restaurante”,
pues no consideran como suficientemente distinguido (signorile) sentarse debajo de un
cobertizo en torno a una mesa con mantel de papel para comer pescado frito.
En el mercado, la subasta empezaba muy temprano en la tarde. A mí me habría
gustado presenciarla pero María, detractora del comercio pesquero, se oponía a ir a
avalar, so pretexto de que era algo pintoresco, una organización del trabajo
particularmente vergonzosa, según decía ella. Es que de vez en cuando María Fasullo di
Montefiore quería recordarme que se puede ser hija de un banquero y a la vez
preocuparse por la justicia social. Tuve que reconocer que aquella explotación de la
mano de obra no podía ser más chocante. Las lanchas pertenecían a navieros de Catania,
los mayoristas se quedaban con todo el pescado, el pescado resultaba demasiado caro
para quienes lo capturaban. Los pescadores salían al mar a las tres de la mañana, en la
noche fría, fatal para los pulmones, y sólo regresaban a las dos o las tres de la tarde,
curtidos por la sal y el sol, pero todo lo que se traían en sus lanchas y en sus redes, tras
haber faenado doce horas seguidas, se iba en los camiones de las Pescherie Riunite di
Catania.
Ante los tenderetes regularmente salpicados con agua fresca, los niños que nunca
probarían ese pescado miraban, sin envidia, como si fueran maravillas de la naturaleza
que sería un sacrilegio tocar, los róbalos de aletas traslúcidas, los pargos fosforescentes,
los dorados de reflejos plateados, las langostas arrancadas a las rocas de Lampedusa.
Todo salía de Catania en avión, hacia Roma y Milán, para la mesa de los ricos.
En Marzapalo, centro pesquero, no había pescadería. La de Rosalba no vendía más
que sardinas y anchoas sin valor. Non mangia chi lo prende… (No lo come quien lo
pesca…). A María no le gustaba ese dicho local que desvalorizaba el trabajo, ratificaba
la división de clases, favorecía el someterse a la fatalidad. Una vez que se llevaban todo
lo que se había comprado, sólo quedaban unas canastas con las sobras despreciadas por
los pescaderos, que se vendían a un precio abordable. Dentro de un tobo de agua clara,
junto a una caja llena de salmonetes comunes, descubrí vivito y coleando un mújol
encorsetado con rayas doradas desde la cabeza hasta la cola. Al verlo, recordé algo que
leí en la Historia natural de Plinio, que muestra lo cruel que es el mundo de la pesca
también para los peces. Esa variedad muy lujosa de salmonetes era muy solicitada por
los antiguos romanos, no sólo por su carne sino por su piel, pues les gustaba observar en
la mesa sus coletazos y la progresiva decoloración durante la agonía.
18
EL PAÑUELO DE LUCKY LUCIANO
Año tras año, ninguna novedad venía a perturbar las costumbres de la aldea. La vida
seguía su curso, no diría que monótono, pues es un peyorativo incapaz de expresar lo
que la hacia tan atractiva para mí, pero sí igual, uniforme, sin cambios, en armonía con
lo azul del cielo, la encrespadura del oleaje, la serena belleza del firmamento nocturno.
Parecía imposible un imprevisto. Así pués, a inicios de aquel verano, cuando volví a la
tonnara de visita, cuál no fue mi asombro al enterarme de que no vería al príncipe en
todo la temporada. Se había “alejado”, llamado por “operaciones de gran envergadura”
que iban a durar “mucho tiempo”, me dijo el ragioniere con aires misteriosos. En
ausencia del príncipe, éste le había encomendado una “misión” de la mayor importancia
(y sacó el pecho): “transformar” la tonnara. Y el año que viene, o en dos o tres años a lo
sumo –agregó, siempre con tapujos y cada vez más imbuido de su función–, ya vería yo
los efectos “milagrosos” de esa metamorfosis. En vano quise averiguar algo más: se
mantuvo callado acerca del “gran proyecto” cuya ejecución empezaría “dentro de unos
meses”.
- ¿Y Vincenzo, ya no está?
- ¿Cómo no iba a seguir a su amo? Il padrone è il padrone.
Al regresar a París me esperaba otra sorpresa cuando abrí mi correo. Adornada con el
blasón dorado y en relieve de los Mazzarola delle Campane, una invitación nos
anunciaba la boda de “don Fabrizio” con una señorita Springfield, hija del dueño de
unas grandes fábricas de harina en Minnesota. El sobre había sido consignado en el
correo de Saint-Paul, capital de ese Estado norteamericano. Me pareció un
acontecimiento increíble: hasta entonces, el príncipe había tratado de ignorar la
decadencia de su clase y se consolaba de sus desengaños personales a través de la ironía
y el sarcasmo. Pero ahora empezaba a velar por sus intereses, sentaba cabeza, se
rebajaba de rango, se aburguesaba mediante una alianza ventajosa pero humillante.
Según María, esta vuelta de la vida no era tan sorprendente: los aristócratas sicilianos
arruinados pero incapaces de buscarse un trabajo (“¿Pero qué se creen ellos que son?”)
se casan gustosamente con ricas norteamericanas, “plebeyas con dinero”, tontas
encantadas de colocar una corona heráldica en sus logotipos comerciales. Era dando y
dando. Un poco de realpolitik en esas cabezas locas sicilianas. Pensé que el príncipe iba
a utilizar los beneficios de los molinos norteamericanos para restaurar la tonnara:
quedaba así aclarado el secreto de las famosas “transformaciones” anunciadas por el
ragioniere.
Pero un tiempo después, leí en La Stampa –uno de cuyos accionistas era el padre de
María, y nosotros estábamos abonados– que se había producido un escándalo en
Illinois: desvío de fondos, apuestas trucadas en las carreras hípicas, tráfico de autos
robados, contrabando de estupefacientes, chantajes. “Odore di maffia”, intitulaba el
diario. Y se mencionaba al príncipe. Sospechoso de haber participado en varias de esas
malversaciones investigadas por la justicia norteamericana, salió huyendo y pidió asilo
en Cuba. Así pues, esa simpatía por los comunistas que tan a menudo me había
confesado no era cosa inventada. ¡Ah, cómo me habría gustado estar en La Habana para
ver la acogida reservada por Fidel Castro a un bagazo de esa clase dirigente europea que
tanto despreciaba sin ocultarlo!
Luego, me puse a pensar en esta circunstancia más que extraña: ¿a consecuencia de
cuáles eventos o encuentros el dinero de los Springfield había financiado una red de
estafas en vez de ir a la tonnara? Las preguntas se me agolpaban en la mente. ¿Cómo es
que el príncipe terminaba envuelto en tales chanchullos? ¿Qué amistades trabó en
Estados Unidos? ¿Dónde conoció a esa gente? ¿Acaso la doncella desposada no era más
que una coartada? ¿El príncipe frecuentaba de verdad la malavita de Chicago? Toda la
prensa italiana se concentró en el caso y yo seguí con avidez su desarrollo.
Alejandro Dumas nunca habría imaginado nada más novelesco que esta seguidilla de
aventuras. Un tal Calogero Petrosini, oriundo de Rosalba (vaya, vaya…), estaba metido
de lleno en el caso. Había servido durante treinta años en casa del príncipe, cuando éste
en la flor de la edad y en la integridad de su fortuna podía tener varios domésticos. En
1939 Petrosini, personaje fuera de serie, había emigrado a Estados Unidos donde se
convirtió, por medios que aún estaban por dilucidar, nada más y nada menos que en uno
de los lugartenientes del famoso gangster siciliano Lucky Luciano, nacido en Lercara
Friddi, cerca de Palermo, emigrado a principios de siglo a Nueva York, uno de los jefes
de la mafia internacional, contemporáneo y amigo del napolitano Al Capone. Un fajo de
cartas incautado por la policía demostraba que ese Petrosini, fiel al príncipe, nunca dejó
de escribirse con su antiguo patrón. ¿Cómo explicar que éste hubiera estado en contacto,
aún veinte años después de la guerra, con un bandido notorio? El secreto de tan
improbable colusión constituía el nudo del caso. Para tratar de poner las cosas en claro,
los diarios publicaban cada día algún episodio poco conocido de la historia siciliana.
Para mí fue una revelación.
Por una coincidencia que me encantó, Marzapalo, mísero campamento africano,
había jugado un papel esencial en la liberación de Sicilia. El 2 de julio de 1943, una
semana antes de que los Aliados zarparan de sus bases en Túnez y desembarcaran en la
costa Sur, apareció en el cielo de Marzapalo un avión de caza norteamericano. Se vio el
aparato descender hacia la tonnara pasándole a ras del techo: en la carlinga pintada de
amarillo se destacaba una gran L negra. Del avión cayó un paquete sobre la terraza.
Contenía un pañuelo del mismo color amarillo y marcado con la misma L negra. Había
un papel con membrete del Waldorf Astoria y unas líneas garabateadas en dialecto
siciliano. Ese galimatías, firmado precisamente por el tal Calogero Petrosini, anunciaba
que los “toros” llegarían pronto con la mayoría de las “vacas”, las “carretas” y los
“arneses” y que, debido a esa afluencia de “hocicos” suplementarios, los “amigos”
debían preparar establos para los bovinos y pasto para alimentarlos.
Quiso la casualidad (¿pero era casualidad?) que Vincenzo –a quien también
conocemos y en aquella época ya era sirviente del príncipe– recogiera el papel. Fue el
primero en tener conocimiento del mensaje. ¿Acaso era él también miembro de la
“familia”? En el estado actual de la investigación, el asunto todavía no estaba resuelto
pero, según una de las hipótesis manejadas, si luego el príncipe se dejó atrapar en el
engranaje de la delincuencia fue porque estaba “supeditado” a su sirviente, pese a su
aspecto insignificante –le recordé renqueando por la terraza, endosando su librea
desgastada, agregando en nuestros vasos un poco de polvo efervescente al agua del
grifo–, con su silueta borrosa, su servilismo bonachón, según una de las estratagemas
más comunes utilizadas por la mafia.
Lo cierto era que el origen y el destino del mensaje caído del avión no dejaban lugar
a dudas. Lucky Luciano, condenado desde 1936 en Estados Unidos a treinta y ocho
años de cárcel, ponía en conocimiento a sus “amigos” de Sicilia, con quienes nunca
había perdido contacto, que debían disponerse a acoger al “toro” (el general aliado), los
“torillos” (los oficiales de su estado-mayor), sus tropas (las “vacas”), sus tanques (las
“carretas”) y sus pertrechos (los “arneses”), y que debían facilitarles el desembarco y la
conquista de la isla. Había otras recomendaciones más, transmitidas por Calogero
Petrosini, jefe de la red siciliana de resistencia y puesto en libertad (otro punto oscuro
del caso) en Estados Unidos: inutilizar los cañones instalados por las tropas italianas,
reventar los cauchos de sus vehículos, sabotear los convoyes militares de la Wehrmacht,
interferir sus telecomunicaciones, engañar a los oficiales con falsas informaciones
acerca del lugar de desembarco, incitar a los soldados italianos a que desertaran, etc. Y
así se hizo. Centenares de pañuelos amarillos idénticos fueron lanzados sobre la región:
el prestigio de Lucky Luciano seguía tan intacto que bastaba la simple L negra con
fondo amarillo caída del cielo para que la población se movilizara, pusiera en
desbandada el ejército de Mussolini y perturbara gravemente la estrategia al alto mando
alemán.
Los colores del avión y del pañuelo no habían sido escogidos al azar. “La
fanfarronería de la mafia se manifiesta así descaradamente”, recalcaba la prensa. El
color amarillo hacía alusión al oro ganado con la prostitución y la droga, el color negro
aludía a la pena capital que sancionaba a los delatores: encantadores símbolos que no
incomodaron al príncipe, tal como ironizaban la mayoría de los artículos al respecto.
Los Aliados desembarcaron a cada extremo del acantilado donde veinte años después
iba a construirse la casina. Me gustaba imaginar que unos grupos de soldados habían
salido de las barcazas en botes neumáticos, tocaron tierra en las dos rocas planas de
nuestro solarium y treparon por el acantilado clavando pitones en la pared. Rosalba fue
la primera ciudad europea liberada y, gracias al talismán amarillo y negro, en pocos días
el Sur de Sicilia fue conquistado y ocupado sin combate. La primera casa adonde llegó
el “toro” con su estado mayor fue precisamente la tonnara, y así la otra parte de la
prensa, más favorable al príncipe, dijo que no había por qué suponer que él tuviera
contacto con la mafia: el honor de haber recibido y hospedado al general Harold George
Alexander, que no era norteamericano sino –clamorosa prueba a favor del príncipe–
súbdito de Su Majestad británica, se debía a lo extenso de las relaciones del príncipe con
la alta sociedad internacional, y particularmente con la gentry londinense.
Este episodio y los relatos que generó suscitaron unas polémicas de nunca acabar.
Parecía inverosímil que Lucky Luciano, desde su celda, hubiera tenido el poder de
organizar aquella gigantesca operación militar y de garantizar su éxito. Sicilia es la cuna
de leyendas fantásticas: en el cráter del Etna se oye a Vulcano golpeando su yunque, a
Empédocles reclamando su sandalia caída dentro del volcán, a Démeter gritando en
busca de su hija Perséfona, junto a la cuna de los recién nacidos se coloca una tijera para
cortar el camino al mal de ojo. ¿Pero cómo admitir que con un simple pañuelo se gane
una guerra mundial? Los escépticos tuvieron que reconsiderar sus dudas cuando otros
dos hechos extraordinarios fueron señalados.
1º Durante la guerra y no obstante haber sido clasificado como el “primero” del gran
bandidaje y el enemigo number one de Estados Unidos, Lucky Luciano tuvo un régimen
carcelario más flexible. Sometido hasta entonces a una vigilancia especial, fue
transferido desde el muy duro penitenciario de Sing-Sing hasta la prisión más clemente
de Dannemora.
2º Después de finalizada la guerra, en 1946 los norteamericanos dejaron en libertad
al gangster aunque todavía debía cumplir veintiocho años de cárcel. ¿Y por qué tal
excepción, por qué tal indulto sin fundamento jurídico y contra el que la fiscalía de
Roma había protestado inútilmente, si no era para recompensarle por haber puesto la
mafia al servicio de los Aliados, aportando una decisiva contribución a la victoria?
Lucky Luciano, cuyo verdadero nombre era Salvatore Lucania, designado así desde
su nacimiento como “el salvador” del mundo civilizado, bien merecía su apodo de
“Lucky” (Suertudo). Apenas liberado, se fue a La Havana donde hizo masivas
inversiones en los casinos. Creo no haber sido el único en preguntarse si el príncipe,
obligado a huir de Estados Unidos, escogió Cuba para refugiarse porque sabía que, pese
a la caída de Batista, al cambio de régimen, a la eliminación de los casinos y al
advenimiento de una dictadura austera, podría contar con importantes sumas que fueron
ocultadas allá para él.
Un detalle llamaba poderosamente la atención: para soltar el paquete por encima de
la tonnara, el avión había escogido la hora –las dos de la tarde– en la que Palmiro
Cazzone ya se había ausentado para ir a comer la pasta doméstica en Rosalba, seguida
por la no menos sacrosanta siesta. Nadie sino Vincenzo –y no un hombre como
Cazzone, que profesaba su apego a Mussolini– podía recibir el pañuelo y la nota. Así
pues, si los Aliados conocían las costumbres del ragioniere y evitaron que el mensaje
cayera en manos de un fascista, es porque estaban bien informados. También tenían que
estar seguros de la complicidad de Vincenzo. Por último, había otro argumento que
sostenía la teoría de la connivencia entre la mafia siciliana y los servicios de
información norteamericanos: lo más lógico habría sido que los Aliados desembarcaran
en Cerdeña, donde la guarnición alemana era diez veces menos numerosa, y la
proximidad de esa isla con Toscana les habría ofrecido bases más cómodas para invadir
la península. Desde Olbia habrían podido llegar a Roma fácilmente. El mariscal
Badoglio, comandante en jefe de las fuerzas italianas, ha escrito que fue un error
estratégico de los Aliados escoger Sicilia, en la extremidad meridional de Italia. Pero
ignoraba el formidable apoyo con el que éstos contaban en esa isla, mientras que en
Cerdeña, tierra de cabras y corderos, no existía ninguna organización clandestina apta
para facilitarles la operación. ¡Rocambolesco príncipe!
Le imagino en la terraza, descifrando el mensaje con la ayuda de Vincenzo,
seguramente más ducho que él en el conocimiento del dialecto siciliano. Il toro en
italiano es lu tavaru en siciliano y esa palabra se extiende a todo lo que parece tener
mando. Ni por un instante pensé que el príncipe había actuado por fe patriótica, por odio
al fascismo o por simpatía hacia los norteamericanos. Para este misántropo, la alianza
entre el crimen organizado y el ejército de liberación era la prueba de que la historia no
es más que una serie de imposturas. Sí, qué gran bufonería fue aquella colusión entre
unas nobles intenciones y unos recursos crapulosos. En aquella farsa con aires de
cruzada se asociaron la utopía humanitaria de unos y los intereses criminales de otros.
La religión de los “derechos humanos” sólo triunfó gracias al apoyo de quienes los
desprecian y no valoran la vida humana. Altos principios y bajos fondos, aspiración a la
libertad y afán de lucro se alaron para obrar por el grandioso malentendido de “la
victoria de las fuerzas del Bien sobre las fuerzas del Mal”, según la consigna convertida
por los manuales de historia en una verdad y un acto de fe. ¡Y todo ello – pensaría el
príncipe– gracias a un pañuelo recogido por mi sirviente! Pero observé que,
aparentemente, don Fabrizio no había sacado ningún beneficio material de su
colaboración con los Aliados: éstos demostraron su reconocimiento sólo a Lucky
Luciano. Al príncipe le dejaron hastiarse en una tonnara que ya empezaba a
deteriorarse. Una subvención, aunque fuera mínima, otorgada como una “ayuda a la
reconstrucción” para no herir su amor propio, le habría permitido reparar la techumbre y
la chimenea de la fábrica, las lanchas y el material de pesca. Es posible que el príncipe,
gran señor, hubiera rechazado toda recompensa, pero lo más probable es que los
Aliados se hubieran olvidado de él. Varios de los oficiales a los que dio su hospitalidad
perdieron la vida en la contra-ofensiva alemana en las Ardenas. El general Alexander,
promovido a mariscal y nombrado secretario de Estado para la Defensa en su país, tenía
otras prioridades que atender antes que pensar en aquél que había sido su anfitrión
durante un par de días. Los veintiocho años de cárcel perdonados al gangster mientras
que nadie había tendido una mano al príncipe para frenar su decadencia no hicieron sino
acrecentar su pesimismo y su inclinación a la sátira.
Mi apego a la casina se había hecho mayor aún desde que me enteré del papel jugado
por Marzapalo en la derrota de los nazis. Pero María nada quiso escuchar de mis
razones. Se burló de mí cuando alabé el prestigio que adquiría una casa construida en el
sitio escogido por los Aliados para lanzarse a la conquista de Europa. Refutaba la teoría
del pañuelo, calificándola de “novela por entregas”. Según ella, la ayuda de la mafia
sólo había sido secundaria, por no decir nula. ¿O es que se me olvidaba el papel, mucho
más importante para la liberación de Italia, jugado por los grupos armados de la
Resistencia? Los primeros maquis se habían formado en Piamonte, en las estribaciones
de los Alpes, eso lo sabía ella de primera mano pues su tío había comandado un grupo.
Y el resto de la península no tardó en seguir el ejemplo. La lucha clandestina, que tuvo
sus héroes y sus muertos, agrupó a miles de combatientes. Sobre todo en el Norte, claro
está, pero el Mezzogiorno, por emulación, también se incorporó al movimiento.
¡Cómo hacer concordar ambas versiones? A mí me parecía que la Resistencia poco
se había manifestado en Nápoles y nada en Sicilia: ¿no era María quien estaba
fabulando al suponer una leva espontánea de combatientes en el Sur? Algunos de los
más serios y reputados historiadores del fascismo colocan la historia del pañuelo de
Lucky Luciano entre las ficciones tan poco creíbles como las del hombre-lobo que
enloquece en luna llena. Pero aun cuando afirman que los Aliados no necesitaron en
absoluto a la mafia para tomar Sicilia, también desmienten la existencia de algún
maquis. Afirman que el ejército italiano, mal equipado, mal alimentado, mal
comandado, se había entregado por sí mismo sin que nadie le incitara a capitular. Los
cañones encargados de defender la isla eran de madera. Sólo gracia al refuerzo de una
división alemana, Palermo pudo aguantar una semana más antes de ser tomada. No
obstante, la “fábula” del pañuelo, tan pintoresca y que refuerza buenamente la leyenda
de los bandidos generosos, cuenta con una cantidad de adeptos.
Nunca más volví a ver al príncipe. La heredera de las grandes fábricas de harina de
Minnesota había obtenido el divorcio puesto que la prensa anunció luego su boda con
un magnate el petróleo de Pennsylvania. ¿Qué fue de la vida de don Fabrizio? ¿Se
quedó en Cuba? ¿Al servicio activo del régimen? ¿Cómo consultor en materia
pesquera? ¿Le retienen como rehén? ¿El régimen le ha metido en la cárcel? ¿El príncipe
habrá pasado de su casa en ruinas a los muros inexpugnables de una cárcel de Estado?
No se puede descartar ninguna de estas hipótesis, por contradictorias que sean.
Conociendo al príncipe, pienso que él sería el primero en reírse de nuestro asombro y en
sostener que todas estas hipótesis tienen el mismo grado de probabilidad. Para un
hombre cuyo cinismo se acomoda con todas las paradojas, sería un inagotable motivo
de burla de sí mismo.
Cuando pregunté por él, el ragioniere se limitó a decir, clavando una severa mirada
en el indiscreto:
- Mai più. (Nunca más.)
19
APOTEOSIS DE PALMIRO CAZZONE
Antes de irse a Estados Unidos para casarse y vivir las aventuras que acabo de
relatar, al príncipe se le había ocurrido una especulación a la vez “honesta”, “lucrativa
para él” y “provechosa para el desarrollo económico de Sicilia”, según el ragioniere que
por fin compartió con nosotros lo que sabía.
El atún se hacía cada día más escaso, la tonnara estaba periclitando y los ingresos ya
no cubrían los gastos de mantenimiento, así que al príncipe se le había metido en la
cabeza que debía renovar las viejas edificaciones, cambiar su función y convertirlas en
un “complejo hotelero” provisto de todo el equipamiento necesario. Pura locura,
obviamente: ni los locales destartalados, ni el lugar rocoso, a orillas del mar pero sin
playa, ni la ausencia de un servicio adecuado de vías y obras o de un estacionamiento,
se prestaban para una explotación turística. Cuando me enteré, al verano siguiente, de lo
que el príncipe había imaginado, no pude dejar de pensar que su talante bromista había
concebido un último embrollo. Si decidió montar una empresa tan aleatoria, no fue tanto
con la seria intención de hacerla prosperar –pues ya había decidido bajarse del barco
que zozobraba– sino para hundir voluntariamente lo que quedaba de su fortuna siciliana.
Y para colmo de perversidad, convenció al ragioniere para que colocara todos sus
ahorros en el negocio. No había que ser demasiado malicioso para engañar a alguien tan
crédulo. Pero si el proyecto fracasaba, el intendente también quedaría en bancarrota.
Demasiado ingenuo para comprender tales sutilezas, con una sonrisa de orgullo en
los labios, Palmiro Cazzone nos recibió en el primer piso de la tonnara. Ahí había
instalado una oficina con el fin de proceder a la liquidación de los bienes muebles e
inmuebles del príncipe, cuyo regreso lucía cada días más improbable según nos dijo.
Precisó que el príncipe le había dejado un acta notariada que le convertiría en
propietario de tales bienes al cabo de dieciocho meses de ausencia sin que el expatriado
hubiera dado noticia suya, y ése era el caso.
El ragioniere podía haberse quedado en su casa para proceder a esas operaciones.
Sospecho que si se instaló donde vivió el príncipe, fue sólo para sentirse príncipe a su
vez y disfrutar de su ilusión. Contrató para su servicio a un viejo campesino y le endosó
el andrajo con galones dejado por Vincenzo; el campesino, igual que en la época del
príncipe, echaba en el vaso ese polvo que ponía efervescente el agua de grifo. Cazzone
decía que prefería ese brebaje antes que el agua mineral comercial, tan sospechosa para
él como los pollos alimentados con hormonas y tan peligrosa para la salud, pero el
verdadero motivo era ese deseo de mimetizarse. Se sentaba en la butaca de madera
dorada, “auténtica reliquia borbónica”, el único mueble que el príncipe había salvado de
una mansión que poseía cerca de Ragusa, deshabitada desde hacía mucho tiempo y
cayéndose a pedazos. Nunca en vida del príncipe su administrador se habría atrevido a
ocupar ese asiento donde el rey Ferdinando había posado su augusta persona durante su
exilio en Sicilia.
“Vengan”, nos dijo bajando con nosotros a la planta baja. Había desarrollado una
contextura, una seguridad impresionantes: ya no era el contador astuto que conocimos al
principio sino un jefe de empresa cuya larga experiencia había encontrado por fin su
coronación. Por orden suya, se vendieron las redes y los arpones ya inútiles desde la
desaparición del atún y el cierre de la almadraba. En el suelo de tierra apisonada, en
lugar de las herramientas de pesca se amontonaban –me costó creer lo que mis ojos
veían– unos treinta bidés y lavamanos. Sí, unos bidés y unos lavamanos en porcelana
blanca, de la marca Villoresi, el tipo más común de bidés y lavamanos, listos para
equipar los hipotéticos cuartos de baño del quimérico complejo hotelero. En la misma
planta baja, más allá, una colección no menos considerable de pocetas de w.c. con sus
pequeños tanques de agua ocupaba el espacio del atún. En cuanto a las lanchas, estaban
fuera del agua en la parte posterior del islote, en un cobertizo que no se veía desde la
casina. Sólo se podía acceder por la única playa de arena, la playa adonde quiso ir
Pasolini llevado por el muchacho del puerto.
El ragioniere se frotaba las manos, como un hombre cuyo deseo largamente
acariciado estaba cumpliéndose. La coronación de su carrera de intendente y
administrador se materializaba en la posesión de materiales hidro-sanitarios. ¡Qué
símbolo! Pero su amor propio no parecía sufrir por ello. Ya pensaría luego en el gasto
ocasionado por esa adquisición, restando importancia a los montos mucho más
importantes que debía pagar por los presupuestos del arquitecto, las facturas de los
contratistas y la paga de los albañiles. Las deudas dejadas por el príncipe le parecían una
prueba de la confianza que el ragioniere había lograr obtener por parte de su amo. En
resumen, los sinsabores que le aguardaban no estropearían nada de su satisfacción por
haberse adueñado de la tonnara, por muy cargada de deudas que ésta estuviera.
Esa empresa satisfacía a la vez su vanidad nobiliaria y su devoción a Mussolini. ¿O
es que el Duce no había proclamado en Roma, durante los juegos quinquenales del año
X, ante los doscientos cincuenta atletas reunidos en el estadio desprovisto de equipos
sanitarios: “¡Pueblo de la Loba25, Pueblo heredero de César y de Augusto, Pueblo cuyo
valor merece todas la atención de tu Jefe, Pueblo que ningún Rubicón26 podrá detener,
te prometo un cuarto de baño para cada familia, y en cada cuarto de baño una ducha
energética apropiada para la virilidad de los hombres y una bañera confortable para que
las madres se recuesten, se aseen, preparen para su tarea heroica a los futuros pioneros y
porta-estandartes de la Patria!” Palmiro Cazzone, radiante, nos confesó que había visto
al Hombre Verdadero en su sueño. Bajado de la gasolinera donde fue colgado por la
conjura27, había llegado a Marzapalo en helicóptero para decorarle, a él, Palmiro
25 Según la mitología, Roma fue fundada por los gemelos Rómulo y Remo, hijos del dios Marzo y una ninfa. Al nacer, Marzo, temiendo ser desplazado por ellos cuando crecieran, ordenó que fueran abandonados. Pero una loba los rescató y los amamantó. Algunos estudiosos señalan que quien los rescató fue una prostituta apodada “Lupa” (loba, en italiano). (NdlT) 26 Pequeño río que Julio César cruzó con su ejército, a sabiendas de que así provocaría una sangrienta guerra por el poder contra su rival Pompeyo. (NdlT) 27 En 1945, capturado por la Resistencia, Benito Mussolini fue ejecutado junto a su amante Clara Petacci y otros dirigentes fascistas. Los cadáveres iban a ser violentados por la muchedumbre, así que el Comité de Liberación Nacional ordenó que fueran llevados a Milán y colgados por los pies en la viga de una gasolinera, y se permitió que la gente escupiera e insultara los restos del dictador. En ese mismo lugar, un año antes habían sido ejecutados quince partigiani en represalia por un atentado de la Resistencia contra los ocupantes nazis. (NdlT)
Cazzone, en recompensa por su fidelidad indefectible. En presencia de todos los
habitantes reunidos, embobados y mudos de admiración, el Duce le había colocado en el
pecho la cruz del Mérito itálico en primera clase. La vanidad del ragioniere podía ser
motivo de risa pero lo cierto era que estando ya en posesión de los antiguos bienes del
príncipe, había ascendido varios grados en la consideración pública. Recorría las calles
sacando el pecho. Aunque nadie olvidaba lo duro que era en los negocios, todos se
quitaban el sombrero para saludarle en su paseo.
¡A qué precipicios habría sido arrojado por sus fantasías si la Providencia no se
hubiera apiadado de él! Para celebrar el inicio de las obras destinadas a transformar la
vieja tonnara fuera de uso en el Palazzo del Mare que iba a ser “lo mejor de la hotelería
siciliana”, según repetían los periódicos a cual más, un banquete al aire libre fue
organizado en la Plaza Mayor de Rosalba por la alcaldía, halagada en sus convicciones
democráticas y socialistas por esa metamorfosis de la mansión señorial en un
establecimiento abierto a todos. Comiendo un muslo de gallineta, al ragioniere se le
quedó atravesado un hueso en la garganta. En medio del alborozo despreocupado, nadie
se dio cuenta del percance sino cuando su raudal de elocuencia se agotó y el ragioniere
empezó a boquear, aferrándose al mantel y tumbando las botellas de Nero d’Avola,
hasta que se desplomó encima de la mesa, con el cuello amoratado. En vano se le
prodigaron los primeros auxilios. Unos le daban golpes en la espalda, otro le metió los
dedos en la garganta, otro trató de darle de beber un vaso de agua, otros invocaban la
Madona o pedían ayuda a san Calogero, a cuya cofradía Palmiro Cazzone aportaba
regularmente su óbolo. El farmacéutico probó con un revulsivo de harina de mostaza, la
mujer del farmacéutico con un emético. Una comadre, dotada de mayor sentido común
tuvo la idea que nadie tuvo de deshacerle la corbata y desabrocharle los primeros
botones de la camisa. No resultaron eficaces las plegarias ni tampoco los intentos de
remediar la situación. El ragioniere expiró en la trastienda de la farmacia. Dios le cerró
los ojos para siempre, sin permitirle asistir al desastre adonde sus quimeras le iban a
llevar.
La signora Filomena se había ausentado un momento para aguardar, en la entrada de
la aldea, la camioneta del bar Minerva que traía de Siracusa la gigantesca torta del
postre, rematada por un ángel en pasta de almendras y pistachos del Etna. Acudió justo
a tiempo para recibir el último suspiro de su padre. En cuanto a la signora Olinda, para
acompañar a su marido y participar en el festín, había tenido cuidado de pelar
previamente dos palanganas llenas de naranjas y mandarinas para su segunda hija que se
quedó en la casa. Y en esa ocasión puso de manifiesto su excepcional fortaleza de
ánimo: en vez de dar por terminado el ágape y suspender las demás festividades, ordenó
que todos siguieran comiendo y bebiendo. Y todos se quedaron en la mesa. La comilona
que se había iniciado alegremente bajo las encinas acabó no menos alegremente en
banquete fúnebre.
De aquel acontecimiento nos llegaron varias versiones que iban modificándose año
tras año, a medida que a los agravios contra la mano derecha del príncipe daban paso a
la admiración por el capitán de industria. El hueso de gallineta desapareció de la
leyenda, sustituido por piadosos eufemismos: “efecto previsible del exceso de trabajo”,
“inevitable consecuencia del afán puesto en sus tareas”. Pero una indisposición, aun
causada por el exceso de trabajo, no explica que alguien se asfixie. Entonces alguien
recordó el rugido de ira e indignación que había salido de su pecho cuando exponía a los
comensales los impuestos que él tendría que pagar para tener derecho a lucrarse con las
liberalidades del príncipe. Esos impuestos se iban a llevar una cuarta parte del capital
cuyo valor, por lo demás, había sido ampliamente sobrestimado por la rapacidad fiscal.
Exasperado por la avidez del gobierno, que sólo reconocía la donación a cambio de
pagos exorbitantes y sin dar ni un centavo de exoneración para un proyecto que iba a
generar un maná turístico, cayendo en “lluvia vivificante sobre nuestra tierra sedienta de
progreso”, el ragioniere sucumbió después de esa metáfora. Un justo furor pudo más
que su voluntad de progreso, y no el fémur de un trivial gallinácea. Para convencernos
de que murió como un héroe, nos contaron que el féretro había sido colocado en el
edículo octogonal de la Plaza Mayor, una especie de quiosco donde el orfeón municipal
se presenta el día de san Pedro y san Pablo. Toda la aldea desfiló ante sus restos
mortales.
- Sólo faltó que se quemara el féretro –dijo María, con un gesto de indiferencia–. Así
se quemaban a los semi-dioses en la Antigüedad durante las ceremonias de sacrificios
rituales.
No obstante, desdeñando las emociones humanas, sin un gesto de compasión hacia
aquellos corazones duramente afectados, la justicia siguió su curso inexorable. Los
fiscales acudidos desde Siracusa precintaron la tonnara con “los sellos de la
vergüenza”, así llamados unánimemente por la población. El material hidro-sanitario
fue subastado, junto con el mobiliario del príncipe que no produjo ni la mitad del monto
obtenido por los bidés y los tanques de agua. La butaca borbónica fue liquidada por el
equivalente de tres pocetas de w.c., pues el ebanista designado como experto certificó
que se trataba de una imitación, reservándosela para él. Y después de aquella brutal
liquidación, el primer piso de la vivienda, la terraza, el depósito de la planta baja, la
fábrica de conservas de atún cerrada desde hacía mucho tiempo pero que todavía
pudimos ver de pie, todo fue derrumbándose paulatinamente.
Iniciábamos nuestra estancia en Marzapalo con un peregrinaje por los lugares a
través de los cuales nos habíamos apegado a la aldea. Pero malezas y zarzas habían
invadido la carretera de acceso a la tonnara y la volvieron infrecuentable. Teníamos que
bajar a pie y abrirnos paso. La velocidad con la que se deterioran las cosas en Sicilia es
inimaginable. Sin duda, los habitantes del pueblo contribuyen a ello al robarse las
piedras, pero es como si éstas se desinteresaran de sí mismas, como si lamentaran haber
sido ensambladas, como si encontraran en su dislocación la alegría de la fatalidad
cumplida. Así, los sicanes28 habrán sentido la misma emoción vivificante al ser
suplantados por los griegos, los griegos cuando llegó el turno de los romanos, los
romanos cuando cedieron el paso a los árabes, los árabes a los normandos, los
28 Población autóctona de Sicilia desde la era megalítica. (NdlT)
normandos a los españoles. La energía al servicio de la destrucción propia: es el aspecto
más impactante de los sicilianos.
Yo caminaba al azar entre los desprendimientos de rocas y las ruinas. Sólo quedaba
en pie un pedazo de pared. Y junto a éste, por una suprema ironía, permanecía una muy
hermosa estatua de un joven desnudo: quizás un cazador, según el arco colocado
verticalmente contra su pierna y el perro agazapado a sus pies. Pero un cazador más
dispuesto a recibir golpes en su cuerpo desnudo y expuesto, que a asestarlos con su
arma inútil. Igual que san Sebastián, parecía aguardar las flechas que abatirían su joven
belleza y le harían rodar en el polvo de los escombros.
María se acercaba hasta la plataforma de cemento donde habíamos visto por primera
vez el atún recién pescado. Unos ferreteros ya se habían llevado los rieles, las vagonetas
y los garfios. Ella apartaba con el pie los trozos de ladrillos caídos de la chimenea ya
completamente desplomada. Era demasiado turinesa para ser sensible a la poesía del
fracaso, por ende este triple naufragio de un linaje, de una empresa, de una casa, esta
abdicación de la razón, esta fatalidad de la ruina iban socavando la confianza puesta por
ella inicialmente en nuestros veranos sicilianos.
Y así, dos o tres años después de la huída del príncipe, decidió que ya sólo vendría a
la casina durante un mes; si yo quería, me quedaría solo hasta finalizar las vacaciones;
ella, por su parte, ya no podía apartarse tanto tiempo de sus investigaciones. Tal fue su
pretexto, que ocultaba su desaliento y su irritación de no ver más que impotencia y
estropicio por todas partes en Sicilia.
20
GIGI EN LA GLORIA
Cuando finalizó el período de luto y la hija de Palmiro Cazzone recuperó así el
derecho de recibir, fuimos nuevamente invitados para el almuerzo anual. Esta vez, en la
casa que el ingegnere se había construido, según sus planos, en el centro de Rosalba, vía
Roma, a dos pasos de la Plaza Mayor, como tanto tiempo lo deseó. Eran dos pisos en
piedra de sillería y unos balcones con barrotes dorados en zig-zag sin los cuales,
definitivamente, en Sicilia uno no es nadie. Hasta ahí la semejanza con las casitas de
Marzapalo. Habiendo tocado el timbre, comprendimos que teníamos ante nosotros no la
casucha embellecida de un campesino sino un palazzo de ciudad, digno del galantuomo
en el que se había convertido Luigi Tulipano. La puerta se abrió sola, sin hacer ruido, y
entré detrás de María en un vestíbulo sin ventanas, iluminado por un proyector giratorio
que emitía rayos de cuatro colores diferentes. Grandes baldosas de mármol cubrían el
suelo. Una alfombra de cáñamo estrecha y alargada, para limpiarse la suela de los
zapatos según la invitación de un cartelito fijado en la pared, llevaba hasta la escalera.
Dotada de una barandilla dorada, la escalera se enrollaba en espiral en torno a una
columna de yeso imitando la porfirina. Desde lo alto, una voz cordial nos invitó a subir.
La visita por las habitaciones, bajo la dirección del ingegnere maniobrando decenas de
interruptores cual piloto de avión con sus palancas, se inició en unos cuartos dejados en
penumbra. En la semi-oscuridad relucían las baldosas de mármol, el mobiliario en roble
barnizado, las rechonchas cómodas laqueadas, los apliques en hierro de forja, las arañas
con colgantes de cerámica. Por cortesía, avanzábamos unos pocos pasos dentro de las
habitaciones mientras el ingegnere se quedaba en el umbral y accionaba alguno de los
interruptores de los que tan orgulloso se sentía: la persiana, con un leve sonido de
láminas metálicas, subía sola. Un relincho más prolongado recalcaba tal proeza, y
nosotros nos quedábamos con la boca abierta sin tener que fingir mucho: el mobiliario
nos parecía aún más cursi a la luz del sol.
El tablero de las mesas de centro, colocado sobre patas doradas, era de mármol; el
respaldo de las butacas tenía un apoya-cabeza, como en los vagones de ferrocarril en
primera clase, y la signora había adicionado unos tapetes de encaje. Por doquier
señoreaba, adornado con un crespón negro, el retrato del ragioniere Palmiro Cazzone en
sus atuendos más diversos: su traje de intendente, el sombrero de copa de su boda, la
braga de pescadero, su uniforme negro de los fascistas. Varios de esos cuartos,
desocupados por los momentos, se destinaban a los familiares. Las dos hijas, Giuliana y
Prisca, estaban de vacaciones en Noto, en casa de unos tíos. Aunque ahora ya tenían
veinte años, seguían compartiendo una habitación y seguirían condenadas a compartirla
mientras no se casaran. En cada una de las camas gemelas había un cubrecama rosa
salpicado de lentejuelas plateadas; en la pared, al lado de un crucifijo estaba una foto de
James Dean, y la gorra roja con borla negra del abuelo resplandecía, colocada como una
reliquia encima del tablero de mármol de la cómoda y bajo un globo de vidrio
esmerilado.
Después, el ingegnere nos invitó a pasar al cuarto conyugal. Con un guiño de ojo,
precisó que lo había concebido para el uso específico al que estaba destinado. No
obstante, costaba imaginar un mobiliario menos excitante para la libido. Una cama
monumental, negra, en una madera parecida al ébano, un armario negro ocupando toda
una pared, con puertas de vidrio y forrado en satén malva, y dos mesitas de noche no
menos masivas y fúnebres, equipaban ese cuarto donde se respiraba el ambiente pesado
de un mausoleo y no el gozo de una alcoba. Recordé una cena de boda a la que
habíamos asistido por casualidad en un hotel de San Leone que daba a una playa de
Agrigente. Los comensales no despegaban los labios, los recién casados comían sin
hablar: en Sicilia, el matrimonio es sinónimo de petrificación y de encierro. En la
habitación de los Tulipano todo era pesado, siniestro, caro, ostentoso, horriblemente
triste e irremediablemente feo.
Felicitamos al ingegnere pero nos anunció que aún faltaba por ver lo mejor. De
hecho, sólo habíamos visitado los cuartos. De la cocina en el segundo piso donde la
signora se agitaba, llegaban sonidos de ollas y vajilla. Nuestro anfitrión, en un alarde de
orgullo, abrió de repente una puerta de dos hojas y nos introdujo en una habitación de
dimensiones imponentes, sumida en la penumbra igual que las demás. Pulsó tres teclas,
solicitando nuestra atención ante este nuevo acto de magia: las persianas de las tres
ventanas se enrollaron al unísono, con un chisporroteo de fritura. Las sillas, las butacas,
el sofá, todo ello adosado a las paredes como espectros, desaparecían bajo unas
cubiertas grises. Aquí y allá asomaba algún pie torneado y dorado. Según la opulencia
de las formas que dilataban los sudarios, se adivinaba que eran esos muebles
considerados como “barrocos”, comprados por recomendación de los catálogos
especializados en “lo auténtico”.
Las cortinas de terciopelo colgando de varillas doradas, el embaldosado en
marquetería de mármol multicolor, las tres arañas con colgantes de cristal: en ese exceso
dispendioso, en ese despliegue de fasto costoso, se manifestaba una pretensión de
igualar a la desaparecida clase señorial. Luigi Tulipano, librado de su suegro, retomaba
por cuenta suya la quimera aristocrática ausente de su mente en los sótanos de
Venezuela y en las plantaciones de bananas de Camerún. “Tam-tam, tam-tan, tam-tam y
más tam-tam”, yo me acordé de su imitación, de su tono burlón. Hoy en día las cosa se
habían puesto serias y era conveniente mostrar cierto recogimiento. Así que
examinamos con solemnidad la galería de tesoros acumulados por la pareja.
El bargueño, demasiado voluminoso para ponerle una cubierta, con su tallado de
tahitianas en pareo y de cocoteros, se sostenía en unas patas de elefante. Jarrones de
alabastro estaban posados en unos trípodes de ébano. Biombos con paisajes chinos
ocultaban los radiadores. Unos hierros con cabeza de esfinges montaban la guardia
delante de una falsa chimenea. Colocados en los rincones, dos armarios con puertas de
vidrio contenían la vajilla para el café y para el postre, así como una docena de flautas
para el espumante. Las tazas de porcelana traslúcida con ribetes dorados, las cucharas
doradas con mango cincelado cual encaje, la paleta para las tartas también cincelada,
dorada y muy trabajada, el cristal biselado de los vasos, todo ello inspiraba un inmenso
respeto al ingegnere mientras nos lo mostraba a través de la vitrina. Se adivinaba que
nunca utilizaba esas tazas y esas flautas, como tampoco quitaba las cubiertas de las
butacas para buscar, en los espesores del terciopelo, alguna compensación a su vida
laboriosa.
La signora nos llamó desde arriba. ¿Dónde íbamos a almorzar? No habíamos visto
ningún comedor en el primer piso. La casona sólo tenía el primer piso habitable. La
planta baja servía de garaje para el Fiat giardinetta y de despensa para guardar el vino,
el aceite, las nueces, las almendras, las conservas de salsa de tomate. El segundo piso se
reducía a una terraza sobre la que el ingegnere había construido tres cuartos: una cocina,
una antecocina y un depósito para las frutas, las verduras, el bacalao seco. Construcción
abusiva, como él mismo confesó con cierto orgullo, emitiendo para convencerme su
relincho de caballo: un hombre como él colocándose por encima de la ley y por encima
de los poderes; o a lo mejor quería sugerir que se había vuelto lo bastante influyente
como para poder conseguir el permiso municipal.
La mesa estaba puesta en el centro de la cocina, entre el fregadero y la nevera.
Mantel y servilletas de papel. Vasos de plástico, de los que se regalan como cortesía
para los clientes de La Standa. Vajilla blanca que se vende rebajada en el Upim29. Yo
comprendía que anteriormente, en la vivienda provisional, ella hubiera simplificado el
servicio, pero aquí, en medio de ese lujo, que ella renunciara a todo decoro era algo que
me oprimía extrañamente el corazón.
Afuera, en la parte descubierta de la terraza, varios centenares de tomates se secaban
al sol. “Professore –me dijo la signora, que había seguido mi mirada–, la mitad de mi
vida está dedicada a los tomates, sacrificada por los tomates, perdida por culpa de los
tomates. Recoger los tomates en los invernaderos, machacar los tomates para la salsa,
rellenar los tomates, poner a secar los tomates, preparar las conservas de tomates para el
invierno, así paso mis tardes en vez de preparar mis clases para los alumnos”. El tono
29 Unico Prezzo Italiano Milano, UPIM, cadena de tiendas de ropa y enseres a bajo precio para el hogar, fue fundada a principios del siglo XX en Milán y se extendió luego a las principales ciudades de Italia. En los años 60 fue adquirida por el grupo Fiat. (NdlT)
dolido delataba un sentimiento de injusticia. Estaba acusando al destino por condenarla
a desperdiciar en tareas monótonas lo que le quedaba de juventud. Y el ingegnere, que
nos había precedido en la terraza, asentía moviendo la cabeza ante las veleidades de
emancipación de su mujer, con la seguridad de que ella nunca cedería a la tentación.
Nunca dejaría de acomodar los tomates y de meterlos en tarros de vidrio según las
recetas transmitidas por su madre y establecidas por la tradición. Nunca su marido se
vería en la situación de no reconocer a la mujer con la que se había casado. La rebelión
de Filomena, Cazzone de soltera, no iría más allá de una cantilena quejumbrosa donde
la palabra “tomate”, salmodiada como un “Ave María” en las letanías de la iglesia,
aplicaba en su espíritu un bálsamo consolador.
Y sin embargo, ella me parecía cada vez más diferente a las demás mujeres de
Rosalba. Aun cuando todavía ignoraba lo que los artificios agregan al atractivo natural,
cierta relajación en su peinado confirmaba el intento de emancipación que había
manifestado en su apartamento anterior. Seguía llevando el moño igual que su madre,
apretado en el tope del cráneo y sostenido por una cinta pero esa cinta, en vez de ser
negra, tenía la coquetería de convertirse en azul celeste, y un mechón rebelde le caía
sobre la mejilla. Había descubierto la pintura para uñas pero, imitando a su marido, sólo
se había puesto la laca bermeja en la uña del meñique.
Nos sentamos en torno a la mesa. La signora nos sirvió un entremés de tomates y
anchoas y luego pescado frito y ensalada de lechuga. Aunque nosotros nos habríamos
deseado una comida distinta ni más copiosa, ésta contravenía tan extremadamente a los
usos de la hospitalidad siciliana que a mí me pareció evidente la intención de polemizar.
A medida que el ingegnere se sumía en la utopía borbónica, la signora iba liberándose
del papel de ama de casa que su padre y su madre, y después su marido, le habían
asignado. Yo admiraba su valor, convencido de que si se permitía ofrecernos en su
cocina un menú tan austero era porque en ella estaba reforzándose la conciencia recién
adquirida de su dignidad.
Al llegar al postre –duraznos y albaricoques en un platón de agua fría–, ya que no
podía felicitarla por sus platos, le alabé su casa.
- Y sin embargo, professore…
Movió la cabeza pensativamente y dio un profundo suspiro.
- Y sin embargo, el apartamento es muy pequeño. Nos falta un cuarto de estar. Ahí es
donde me habría gustado recibirles.
- ¿El cuarto de estar? ¿No es ese magnífico salón…?
- ¡Oh no! Lo que ustedes han visto es el salotto. En cuanto al salotto, hemos
cumplido. Pero nos hace falta el soggiorno
- ¿Cuál es la diferencia?
Yo quería que ella me lo dijera.
- El salotto sólo debe utilizarse excepcionalmente. Hasta ahora lo hemos abierto una
sola vez, para recibir las condolencias al morir mi papá y sólo volveremos a abrirlo para
la boda de nuestras hijas, y luego para el bautizo de nuestros nietos.
- ¿Cómo? Esa gran sala llena de muebles imponentes…
- …no puede ser utilizada todos los días. Professore, el salotto es el alma entrañable
de la casa. Sería una profanación utilizarlo para la vida cotidiana. Debe reservarse sólo
para las ceremonias. Así que necesitaríamos un cuarto de estar, un soggiorno, para
comer, ver la televisión, leer las revistas, pasar veladas agradables… Pero nos falta
espacio.
- No tenemos sitio –masculló el ingegnere, escupiendo los huesos de la fruta en su
plato–.
Nuevo suspiro de la signora.
- No pensemos más en eso –dijo mientras apilaba en el fregadero los platos sucios,
según los tamaños.
De un armario en imitación de madera sacó unos vasos de cartón para el café, luego
llenó la cafetera napolitana y la puso en el fogón.
- En cambio –prosiguió–, queremos invertir en la decoración, ¿verdad Gigi? Me lo
prometiste. Saben, él me ha dado carta blanca pero yo necesito los consejos que usted
pueda darme. Usted es un artista, y seguramente habrá visto la Gioconda de verdad.
Cuento con usted para ayudarme. ¡Me da tanto miedo equivocarme! ¿Me ayudará?
¡Prométamelo! Yo no tengo ninguna experiencia. Por ejemplo, ¿qué le parecen esos tres
paisajes de Antonio Guarini que hemos comprado?
En el pasillo yo había alcanzado a ver una serie en fundido encadenado de unas
puestas de sol pintarrajeadas por ese descarado. Parecía mermelada de naranja untada en
papel secante.
- Nos costaron en total setenta mil liras. Yo no sabía que nuestro Antonio tenía tanto
talento.
El ingegnere intervino para precisar que en su casa no admitía ningún cuadro que
costara más de veinte mil liras.
- ¿A usted también le gustan, professore? Yo tenía tanto miedo de equivocarme… Es
que en Rosalba no tenemos muchos puntos de referencia. Usted me habría disculpado si
yo no hubiera escogido como es debido, ¿verdad? Afortunadamente, Antonio es un
valor seguro, eso se lo escuché a alguien en Siracusa. ¿Pero no resulta demasiado
moderno? A mí me gusta que haya figuras, como en las fotonovelas. Sin una figura, el
cuadro resulta pobre.
- El professore es enemigo de las figuras –dijo el ingegnere, pues me había visto en
la casina yuxtaponer en mis telas una variedad de manchas y formas geométricas de
colores lisos–.
- Lo sé, Gigi, ya me lo has dicho. Pero sabe usted, professore, nosotros todavía no
tenemos grandes pretensiones. Nos conformaríamos con una hermosa escena de pesca.
Mi marido preferiría una escultura. Dice que una escultura se parece más al modelo.
- Fifi, ve a buscar el catálogo.
La signora bajó al otro piso, oímos cerrarse la tapa de un cofre. Regresó con un
grueso catálogo del Castello dei viostri sogni, empresa especializada en las listas de
boda por correspondencia. Además de los artículos de uso corriente tales como
casilleros para guardar los cubiertos, manteles individuales, conjuntos de sábanas,
robots para moler el café o pelar los tomates, el catálogo proponía una selección de
reproducciones en tamaño real de las estatuas más célebres “desde la Antigüedad hasta
nuestros días”. Junto a esas obras maestras también figuraban fuentes adornadas con
palomas, una oveja dando de mamar a su cachorro, un cupido lanzando su flecha, una
ballena que escupía agua cada cinco minutos. Un Garibaldi clavando la bandera italiana
en la torre Eiffel era lo que quedaba en materia de propaganda fascista: la nota
explicativa precisaba que este artículo, habiéndose vendido en miles de ejemplares, ya
estaba amortizado y se vendía a buen precio.
La signora, ruborizándose por su propia audacia, se inclinaba por el David de
Miguelangel. El catálogo, “por respeto a las familias”, lo proponía con una hoja de parra
plateada o dorada, al gusto del cliente. “¿Gigi, no quieres?” Pero Gigi, seducido por las
formas carnosas de la Venus de Milo –reconstituida con ambos brazos–, decidió otra
cosa.
Al año siguiente, tras la puerta de entrada con abertura eléctrica, junto a la escalera
de caracol, la Venus nos mostró su cuerpo semi-desnudo. Como el modelo en alabastro
chocaba la sensibilidad de la signora por un excesivo realismo que resaltaba los
pezones, los Tulipano acordaron comprar la versión delgada en resina sintética.
21
LA AGRESIÓN
Un día me llegó mi apartado de correos en Rosalba una carta de Paul y Marcel, dos
conocidos míos de la Escuela de Bellas Artes. Como se disponían a venir a Sicilia,
tenían en mente pasar unos días en mi casa, “por ende” y sin siquiera preguntarme si me
agradaría la visita y si María estaría dispuesta a recibirles, querían saber cómo se llega a
la casina. Eran pintores como yo y vivían en pareja. Yo había evitado que María los
conociera, seguro de que a ella no le gustaría el estilo “bohemio elegante” que ellos
exhibían y que a mí mismo me irritaba a veces, pese a la camaradería que nos unía por
nuestro trabajo. Igual que mucha gente que presume de ser elegante, ocultaban mal un
fondo de grosería.
- Sabes, yo comprenderé que te niegues. Puedo inventar cualquier pretexto. ¡Llegar
así sin ser invitados, qué abuso! Pero no me extraña: son dos homosexuales.
Ella me replicó con vivacidad, como si yo la hubiera ofendido.
- ¿Qué te crees tú? ¿Qué tienes tú contra los homosexuales? ¿Qué prejuicios hay en
ti? Algunos de mis mejores amigos lo son. ¿Crees que me molestaría recibirles en mi
casa?
- Pero lo que dijiste de Pasolini el otro día…
- Me importa un pepino si Pasolini es homosexual. Lo que me disgusta es la
utilización política que hace de la homosexualidad. Explota sexualmente a jóvenes de
clase pobre so pretexto de liberarlos de la opresión capitalista… Les dice: sodomizar y
dejarse sodomizar (sobre todo, dejarse sodomizar, pensará él) es desafiar a la Iglesia, y
desafiar a la Iglesia, mofarse de la ley, retar a la opinión pública, es hacer un acto
revolucionario… El cazzo tomando el poder por asalto… ¡A otro perro con ese hueso!
Ésa es la María a la que amo, pensé yo: vivaz, inteligente, desenmascarando a los
hipócritas, no dejándose engatusar, franca en su lenguaje para expresar lo que la
molesta.
- Sácate de la cabeza –prosiguió– la idea de que yo tengo algo contra los
homosexuales. El director del laboratorio antropológico de Turín es homosexual. El
decano de la facultad quiso destituirlo cuando se enteró, y fui yo quien lanzó la petición
exigiendo su mantenimiento en el cargo. Un investigador de primer nivel. Un tipo
estupendo en todos los aspectos… ¿Y por qué nunca me has presentado a esa pareja que
quiere venir?
- Es que son muy pegajosos, sabes. La prueba es este atrevimiento.
Le di la carta para que la leyera.
- Está bien. Efectivamente, mejor les dices que no. Aparentemente yo soy un cero a
la izquierda para ellos. No vamos a permitir que unas gentes que no tienen ningún
respeto por la privacidad, ningún escrúpulo en molestar, vengan a perturbar nuestra
tranquilidad.
El incidente quedó resuelto con un beso. Pero al poco tiempo, dos incidentes
ensancharon la brecha entre nosotros.
La brecha se había abierto con la adquisición de la casina. Recordemos que María no
había aceptado de buena gana instalarse en el fin del mundo. Pese a los momentos de
perfecta armonía y las semanas de tranquila felicidad, después de aquella primera cuña
encajada en nuestra unión, la brecha seguía abriéndose. María no sólo se mantenía ajena
a Sicilia, siempre predispuesta contra esas costumbres que no tenía interés en estudiar,
sino que nunca reconocía esas afinidades que ataban el espíritu y el corazón de su
compañero de vida a esta comarca.
Por mi parte, yo carecía de lógica y eso no ayudaba a que ella me entendiera: “Eres
un hombre de izquierda pero te dejas impresionar por la vieja Sicilia aristocrática y
feudal.” Yo quería pintar y dar a conocer mi pintura, pero admiraba la desidia que en
Sicilia lleva todas las cosas a la ruina. Poco a poco se me quitaban las ganas de pintar,
pasaba varios días sin tomar los pinceles. “La pintura, qué vanidad…” Ésa era la
consigna de un fracasado, según ella, la excusa para no mover un dedo. Yo quería lograr
mi relación amorosa con María pero pasaba horas contemplando la línea entre dos
mares, como si una masa compacta que se fisuraba tuviera una atracción fascinante.
El primero de los dos episodios demostró hasta qué punto yo podía ser incoherente.
Siendo adepto del nudismo en las playas de Rosellón30, no se me había ocurrido ni por
un segundo que en un país sujeto a la moral vaticana siempre hay que ser cauteloso.
Para broncearnos en condiciones más agradables, debíamos ir en auto hasta la isla de
las Corrientes, más bien una especie de islote que surge al final de una playa siempre
azotada por el viento y las olas, de quinientos metros de largo y desierta las más de las
veces. El islote no presenta ningún interés. No es más que una gran roca abrupta donde
la Marina militar construyó antaño una pequeña fortificación, ahora abandonada desde
hacía tiempo: cada año se cae al mar algún pedazo de pared, una plancha de zinc, una
barra de hierro oxidado. El oleaje se ha tragado el estrecho malecón de concreto por el
que se une a tierra firme. A nadie se le ocurriría ir allí.
A la playa sólo se puede acceder por el extremo donde termina la carretera
transitable. Ahí basta entonces dejar el auto en una plazoleta de tierra apisonada y seguir
a pie hasta el islote para estar solos y casi totalmente seguros de no ser molestados.
Durante la semana, la playa está desierta en toda su extensión. El domingo, las pocas
familias que van a hacer picnic en la arena –los adultos sin bañarse en el mar, sólo se
bañan los niños y sin ir más allá de donde todavía hay pie–, se quedan cerca del área de
estacionamiento, tanto para vigilar los autos como por temor a las lagartijas y por pereza
de caminar. Dejábamos atrás a toda esa gente para dirigirnos hacia el otro extremo de la
playa, extender nuestras toallas e iniciar una prolongada tarde de farniente, fuera de
alcance de sus voces y sus miradas.
Aunque no hubiera sido tan grande la distancia, igual quedábamos ocultos por un
grueso cactus y un frondoso tamarisco a cuya sombra colocábamos nuestras cosas. El
cactus se hallaba a cincuenta metros de nosotros, el tamarisco a diez metros, y no me
30 Región del Sur de Francia en la costa Oeste del Mediterráneo, que presenta una gran oferta de turismo naturista. (NdlT)
parecía una imprudencia broncearnos integralmente a diez metros de nuestra ropa,
detrás de la doble muralla del cactus y del tamarisco, a quinientos metros de las
familias.
El agua era pura, fresca, constantemente agitada. Sólo los buenos nadadores pueden
resistir a esas corrientes que dan su nombre al islote. Entre los mejores momentos de
aquellos veranos están esas largas sesiones nadando juntos, las carreras contra el viento,
el empeño en encarar las olas, la alegría de golpear rítmicamente el agua y comprobar la
energía de nuestros brazos y piernas, los esfuerzos para volver a tocar fondo luchando
contra el oleaje. Luego nos recostábamos en la arena, con los brazos extendido,
extenuados, felices de disfrutar del aislamiento en una playa donde las únicas huellas
eran las de nuestros pasos. Quería llevar a María hasta las dunas para hacer el amor bajo
el sol pero ella me decía que debíamos cuidarnos: “Tú sabes que siempre hay algún
chico acechando, incluso cuando creemos estar solos.” La verdad es que para ella el
amor era algo que se hace en la oscuridad y en secreto.
En cambio, sí la convencí de quitarnos los trajes de baño, dejarlos junto a nuestra
ropa bajo el tamarisco, bañarnos desnudos y luego secarnos. Teníamos un desafío:
quién aguantaría más tiempo al sol sin echarse crema.
Un día –era el 15 de agosto–, desde el extremo de la playa donde unas treinta
personas se habían reunido para celebrar el día de la Asunción, vi que tres o cuatro
muchachos se apartaban del grupo; a esa distancia, no parecían tener más de diecisiete o
dieciocho años. María dormitaba boca abajo, con la cabeza entre sus brazos. Me pareció
inútil despertarla por tan poca cosa. Los muchachos se detuvieron lejos, a unos cien
metros del cactus, y dieron media vuelta. Me quedé dormido yo también. María me
despertó bruscamente. Ahora eran siete u ocho y de todas las edades: un mocoso de
ocho años que no dejaba de resoplar por la nariz, unos pilluelos de doce años, unos
adolescentes riéndose, unos hombres hechos y derechos, malencarados, el mayor de los
cuales, peludo como un mono, nos señalaba. Detenidos al otro lado del cactus, parecían
concertarse acerca de lo que debían hacer. Luego dieron media vuelta.
La escena se repitió varias veces: regresaban de a tres, de a cinco, de a ocho, a veces
los mismos, a veces otros distintos, pero siempre en grupo. Avanzaban hasta el punto
donde podían observar a su antojo la desnudez de María pero de soslayo, haciendo
como si no miraban y fingiendo examinar las pencas del grueso cactus. Por fin pensé
que ya iban a dejarnos en paz, cuando una nueva banda, más numerosa, se puso en
movimiento: por la cantidad, eran todos los hombres de los distintos picnics, tal vez
quince o más. Caminaban más rápido. Los niños se entretenían pateando el agua pero
los adultos avanzaban con paso decidido. Me asusté: los andares fuertes, las mandíbulas
crispadas, las caras obtusas… Nuestra situación era tanto más embarazosa porque, como
he dicho, el tamarisco bajo el cual estaban nuestras cosas se hallaba a unos diez metros
del sitio que habíamos escogido para recostarnos bajo el sol. Nuestras cosas, o sea, la
botella de agua, las sandalias, la fruta, las máscaras, las camisas, mi bermuda y el short
de María, pero también nuestros trajes de baño.
Me tapé con la toalla y le dije a María que se tapara lo mejor posible. La tropa ya
había pasado el cactus y se detuvo detrás del tamarisco. Dos o tres asomaron las cabezas
y nos miraron descaradamente. Sin más preámbulo, el mono nos interpeló: no había
mayor ofensa contra “sus madres, sus hijas, sus hermanas” que desnudarse “en
público”, nuestro comportamiento era un ultraje hasta “para sus primas”, éramos unos
desvergonzados molestando a unas “inocentes”, haciendo caso omiso de su pudor.
¿Acaso no teníamos moral? Peor aún, ¿acaso éramos turcos o mahometanos para atentar
de manera tan blasfema contra la virginidad de la Inmacolata, precisamente el día en el
que se conmemoraba su milagrosa ascensión al cielo, llevada por los ángeles? Las
“mujeres de mala vida” –terminó diciendo– no tenían cabida en esta playa. Sus palabras
no fueron formuladas con la claridad con que las resumo, fueron dichas torpemente,
masculladas, farfulladas, mugidas, mientras que los demás, plantados firmes y con los
brazos en jarra, aprobaban con gruñidos.
- Está bien, está bien –dije –, ya vamos a vestirnos.
Exhorté a María a ir agachados hasta nuestras ropas y ponernos los trajes de baño. A
quinientos metros de ahí, las madres, las hijas, las hermanas, las primas, no podían ni
siquiera sospechar que atentábamos contra su pudor mientras ellas masticaban las pizzas
frías. Los hombres habían inventado el pretexto de defender la virtud familiar y vengar
el honor mariano para poder mirar furtivamente a María. Pero éramos dos contra quince
o veinte, ¿de qué servía protestar, ni siquiera discutir? Habría sido una imprudencia.
- Está bien –repetí, mientras avanzaba agachado–, no sabíamos, disculpen…
Ya estaban dando media vuelta sin insistir. Antes de irse, el mono escupió hacia el
matorral, amenazándonos con tomar represalias si tuviéramos la audacia de reincidir.
- Prometido, prometido… –balbuceé, pendiente de no lucir tan ridículo mientras me
contorsionaba para vestirme.
Los adolescentes se reían, toqueteándose. Un moreno con bigotes recogió unas
piedras y nos las arrojó con todas sus fuerzas. María evitó por muy poco una piedra. Sin
esa última agresión, la escena me habría parecido cómica. ¡Pobres tipos! Con esa
bufonada revelaban la miseria de su vida sexual. El mecanismo psicológico era muy
fácil de desmontar: 1º Acudir para regodearse del espectáculo. 2º Avergonzarse de
haber acudido para regodearse por el espectáculo, pues así confesaban la opresión y la
frustración a las que estaban condenados. 3º Restablecer el sentimiento de la virilidad
propia mediante un acto autoritario. 4º Lograr convertir la codicia impotente en una
expedición punitiva y retirarse vanagloriándose de una victoria.
Desafortunadamente, María se tomó las cosas en un sentido primario. Me di cuenta
de que estaba a punto de echarse a llorar. Había sido un agravio contra su dignidad de
mujer, la habían insultado. Estaba temblando, envuelta en su toalla.
- Vámonos –dijo, descompuesta–. Es horrible… horrible.
Irse. Era más fácil decirlo que hacerlo puesto que nuestro auto se hallaba en la
plazoleta, al otro extremo de la playa, y había que pasar junto a unas cuarenta personas
que nos mirarían descaradamente comentando el percance. María, con su camisa Pucci
de lunares ampliamente escotada y sus shorts demasiado cortos habría suscitado una
nueva andanada de risas socarronas e insultos.
- Será mejor esperar a que se vayan –dije–.
Tuvimos que aguantar una larga espera hasta el atardecer, untándonos varias capas
de crema en la piel quemada por el sol. En vano traté de que María se calmara. Aquella
larga tarde endureció en ella la aversión contra una comarca donde la aparición de una
mujer en la playa levanta un revuelo de mirones que la acusan de ser una
desvergonzada. Y mientras más razonaba yo, exponiendo los motivos históricos que
explican y excusan lo que es una apariencia de pudor en la Italia meridional sometida a
la influencia de los curas, más me reprochaba ella mi indiferencia ante la gravedad de la
humillación a la que había sido sometida.
22
LA MEDUSA
Para que María se iniciara a la belleza literaria y poética del Sur, yo le había dado a
leer L’isola di Arturo, la mejor novela italiana del siglo XX. Su autora, Elsa Morante,
era de padre siciliano y su libro tiene como marco una pequeña isla meridional, tal vez
la isla Procida, cerca de Nápoles, pero a lo mejor es Favignana, una de las islas eólicas
junto a las islas Lipari o Stromboli. Arturo es un adolescente de catorce años cuyos
sentidos se abren ante el esplendor de un paisaje paradisíaco. Nunca se ha evocado
mejor lo maravilloso que es descubrir los aromas, los sonidos, las variaciones del clima
en medio de una naturaleza virgen aún. Estaciones, murmullo del oleaje, bajamar en las
playas, resaca contra las rocas, aleteos, piar de pájaros, sopor del mediodía, frescor del
atardecer, palmeras, agaves, sombras movedizas, destellos de luz: al crecer alejado de la
sociedad de los humanos, Arturo adquiere una completa y armoniosa percepción del
universo, que le mantiene en un permanente estado de encantamiento.
A María le gustó el libro y me lo devolvió disculpándose por haber doblado la
esquina de unas páginas y haber subrayado unas palabras. Nunca lo había leído, como
tantos italianos, incluyendo a los más interesados por la novela contemporánea. Pero la
novela, publicada pocos años después de la guerra, en plena boga del verismo y el
neorrealismo, maltratada por la crítica, se había impuesto poco a poco. Ese exaltado
himno a la creación, que aparta a los lectores de la actualidad social para purificarle al
contacto de los elementos naturales, no pudo llegar en peor momento en un país que
aclamaba a Rossellini, Anna Magnani, El ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica y La
terra trema de Visconti.
María formuló una sola duda, aparentemente anodina pero de la cual yo me iba a
acordar posteriormente.
- En este libro que tanto te gusta, ¿qué papel juegan las mujeres? Las mujeres no
tienen importancia. Definitivamente, tu Sur es una región de hombres.
Después de lo cual tuvimos una pequeña pelea sin gravedad acerca de un asunto de
vocabulario. Yo había calificado a Elsa Morante de grand écrivain31.
- ¡Pero es una mujer, una escritora!
- María, en Francia lo que tomamos en consideración es la función, no el sexo.
- Precisamente. Porque para ustedes, alguien que escribe no puede ser sino un
hombre. Sobre todo si ese alguien tiene talento. Ustedes no admiten que pueda ser una
mujer.
- ¿Y no es lo mismo en Italia?
- Ustedes los franceses tildan de machistas a los italianos, y eso suele ser verdad,
pero en Italia tenemos desde hace tiempo la palabra scrittrice, que es el femenino de
scrittore. También tenemos pittrice para el pittore, mientras que en Francia utilizan una
expresión idiota: “mujer que pinta”. Y ahora dicen auteure como femenino de auteur, y
es peor aún, ¡un verdadero barbarismo! Hay que decir autrice, siguiendo el modelo de
acteur / actrice.
Yo no insistí, encantado de verla tomar su revancha de la humillación en la playa.
Pequeña victoria del feminismo, bienvenida para ella pero que no le bastó para recobrar
la serenidad. En el estado de malestar en el que ahora vivía, su irritación permanente
aprovechaba el más mínimo pretexto para mostrase más fría conmigo. El esfuerzo que
hacía para no mostrarse más agresiva eran tan visible que yo sentía acercarse el
momento en el que María ya no se aguantaría más.
Cuando el mar estaba en calma, bajábamos por el acantilado para ir a bañarnos. “La
subidita del perro”, como yo la denominaba (y no era la mejor manera de que María
olvidara aquel horrible rasgo de crueldad), nos llevaba hasta la orilla del mar, con aguas
muy profundas en ese sitio. Me costaba comprender que en italiano la palabra “mar”
fuera masculina32, de tan femenino que me parecía el movimiento de las olas y tan
31 En francés, Grand écrivain es masculino, no tiene femenino (en español “gran escritora”). Hasta años recientes, el francés no tenía femenino para ciertas palabras. Por fuerza de género, se han propuesto algunas soluciones tales como lo que aquí expresan los personajes. (NdlT) 32 “Mer”, en francés, es femenino. (NdlT)
materno el balanceo de la marejada. Si los sicilianos sintieran lo mismo que yo, no
dirían “il mare è nemico”. Pero en Sicilia el mar es masculino, objeto de lucha, de
competencia, de desafío. Así se lo comenté a María, curioso de ver qué deducciones
sacaría. Me dejó sorprendido.
- ¡Deberías alegrarte! –me dijo–. ¡Si en Marzapalo hubiera una de esas playas donde
se puede instalar parasoles y sillas de extensión, la aldea se habría convertido en
estación balnearia, los precios habrían subido, y el dinero que te legó tu bienhechor no
habría bastado para comprarte la casa!
Era obvio. Pero me pareció que ella y yo no hablábamos de lo mismo cada vez que la
conversación giraba en torno a Sicilia.
María prosiguió, como si las palabras que se le acababan de escapar sólo fueran el
inicio de algo que tenía ganas de decirme desde hacía tiempo acerca de un tema que
nunca habíamos abordado, pues el legado se había producido antes de conocernos.
- ¡Bien que te consintió, ese señor Vergnole! Era una pequeña fortuna, en verdad…
Habrá tenido un motivo muy poderoso para hacer de ti su heredero. ¡Qué mecenas! A
menos que… Ya sabemos que en ese medio ocurren tantas cosas…
¿Por qué ese tono irónico, y con esa pizca de celos? ¿Por qué esas fórmulas
despreciativas: “ese señor”, “qué mecenas” (eufemismo que sobreentiende una
motivación sospechosa), “en ese medio”? ¿Por qué ese resentimiento contra alguien
que, sin haber sido familia mía, tuvo la generosidad de legarme aquella suma? ¿Y
además, cómo es que se le había quedado el nombre del señor Vergnole, pronunciado
por mí en escasas oportunidades? Ahora irritado, yo estuve a punto de contestarle:
“Bien que te aprovechas de esa herencia, no parece que te incomode…”, pero habría
sido mezquino de mi parte, y también habría sido confesar que como pareja nos
rebajábamos a una pelea de borrachos. ¿Qué quiso decir?, me pregunté. ¿A qué vienen
esas alusiones? El señor Vergnole, especialista de Morandi, Carrá, Casorati, De Pisis,
De Chirico33, era asesor artístico en el hotel Drouot34 en materia de pintura italiana.
¿Acaso Marías sugería que yo influí en él para que certificara como auténtico un cuadro
dudoso, con el fin de que se metiera en el bolsillo comisión más importante? ¿O, al
contrario, sería que quizás yo había comprado en subasta, para él y a buen precio, un
cuadro falsificado a sabiendas de que era auténtico?
Pero yo estaba muy lejos de poder adivinar las segundas intenciones de María.
La insinuación ácida se aclaró para mí sólo mucho después, ya demasiado tarde para
impedir que las sospecha se hubiera enraizado en su mente exasperada. Hasta entonces
yo sólo me había fijado en lo que me ofendía. ¡Era tan fácil ironizar acerca de la
excesiva confianza con la que me honró el señor Vergnole! Me distinguió entre sus
estudiantes, y su error fue sobrestimar mi capacidad. El sarcasmo de María me hería en
carne viva. Era como recalcar que mi trabajo no estaba a la altura de las expectativas.
Que yo había engañado a mi viejo profesor en cuanto a mi talento. Y que pese al apoyo
de dos o tres galerías, sólo los amigos complacientes o los ministerios compraban mis
cuadros. El estacionamiento público de la calle Saint-Honoré me había encargado una
“instalación”, unos metales cromados con forma de tubos de escape, que fue mi contrato
más importante. El famoso diez por ciento… Yo estaba tardando en abrirme camino.
Ella me amaba lo suficiente como para no señalármelo pero, de vez en cuando y aquel
día en particular, se impuso su talante impetuoso. Le habría gustado verme más
combativo; soñar frente al mar era “perder mi tiempo”; cuando me veía arrugar los ojos
bajo el sol para llenarme de sensaciones en vez de tomar mis pinceles para expresarlas,
María ya no disimulaba su irritación.
Para evitar nuevas discusiones, me zambullí en el agua transparente, tan clara y
límpida que se podían distinguir, entre las plantas acuáticas que tapizan la base de las
rocas, los centenares de minúsculas concreciones que aprovechan el más mínimo
intersticio para incrustarse en él. Una infinita variedad de animalitos marinos, con o sin
33 Importantes pintores italianos de la primera mitad del siglo XX. (Ndl) 34 Renombrada casa de subastas de obras de arte y piezas antiguas ubicada en París, y una de las más importantes de Europa. La empresa pertenece al banco francés Paribas. (NdlT)
concha, holoturias con papilas retractables, cangrejo con caparazón lanoso, veneras
operculadas, se aferran a ese caos pedregoso erizado de algas flotantes. Por esas
honduras pasan las especies más curiosas de peces. Las anémonas de mar –a las cuales
el profesor Aronnax del Instituto Oceanográfico de Nápoles, en cuyos libros yo
aprendía todos estos términos, decora con el bonito nombre de actinias– despliegan,
como los pétalos de una flor misteriosa, filamentos que van del rosa anaranjado al lila.
Había que tener cuidado con los erizos de mar escondidos en las cavidades, con los
cangrejos aplanados disimulados en los agujeros, así como con las medusas que a veces
van solitarias y a veces nadan en grupo: unas se asemejan a sombrillas hemisféricas
rayadas con líneas casi imperceptibles, otras a campanas con los colores del arco-iris en
sus bordes, y otras tienen forma de canasta volcada de la que cuelgan pálidos ramilletes.
Poco visibles bajo su cúpula traslúcida, se desplazan agitando sus tentáculos.
Estuve a punto de avisar a María del peligro. La medusa es para los italianos un
particular objeto de horror. El pavor que les causa se remonta a la Antigüedad, cuando
la deificaban con el nombre de Medusa: era de las tres hermanas Gorgonas la más
peligrosa y pérfida, sus ojos dilatados tenían el poder de petrificar al imprudente que la
mirara. Por mi parte, en la medusa yo sólo veía un intento de la naturaleza por crear un
ser intermedio entre lo sólido y el agua o, para decirlo como el profesor Aronnax, la
primera etapa entre el mundo de los orígenes, completamente líquido, y su
condensación en cuerpos individualizados y distinguibles. Yo estaba admirando el
gracioso ballet de esos delicados zoófitos, preguntándome cómo capturar uno de ellos
sin que se deshiciera como una gelatina o se evaporara fuera de su medio natural,
cuando María que, con máscara y arpón, iba tras un mero, de repente emergió del agua
gritando y arrancándose la máscara: acababa de toparse con un cuerpo gelatinoso y
sentía una quemadura que le “devoraba” el vientre. La ayudé a salir del agua pero ella
no dejaba de gritarme e insultarme: “¡Desgraciado! ¿Por qué no me avisaste?” Se
precipitó hacia la roca que nos servía de solarium y ahí se quedó tendida boca arriba,
con los brazos extendidos, como aplastada por una sensación de espanto.
- Pero no tienes nada –le dije–. Sólo la piel un poco enrojecida, eso es todo. En una
hora se te habrá olvidado. Cálmate. Stai buona. No hay que hacer tanto escándalo por
un incidente benigno, sin ninguna consecuencia y de corta duración.
Debí quedarme callado… María cuzó los brazos en su pecho y se encogió sobre sí
misma, como si yo la hubiera ultrajado. Era evidente, ahora me doy cuenta, que esa
urticación aunque benigna físicamente reactivaba en ella el conflicto generado por la
compra de la casina. Mal que bien, María había superado su descontento, pero éste
seguía latente, presto a resurgir. La desproporción entre lo blando y viscoso de la
medusa y la sensación de quemadura (que ella sentía de verdad) me revelaba su estado
anímico. Con aquel elemento fortuito, el malestar vago, indefinido, que renacía en ella
durante nuestras vacaciones en Sicilia se convirtió en violenta repulsión. Las estrías
rojas que le marcaban la piel clamaban por ella la fobia que no se atrevía a confesarme.
Detestaba esta comarca donde el mar, que justificaba nuestro exilio, rebullía de
ventosas, tentáculos, pinzas, pinchos, trompas. Y estaba resentida conmigo por tomarme
a la ligera un disgusto pasajero que era la señal de una aversión generalizada.
Hasta la noche, se encerró en un sentimiento hostil. Más para quedarse sola que por
confiar en la eficacia de un remedio, me envió adonde las Del Monaco madre e hija con
el fin de buscar en los recovecos de su torre de Babel alguna loción calmante, y ella
misma se la aplicó en el abdomen, rechazando mi ayuda.
- A ti que tanto te gusta L’isola di Arturo –me dijo por fin–, abre ese libro en la
página que he marcado… Ahí… ¡Qué bello, ese paraíso que te parece idílico!
El padre de Arturo acaba de ser picado por una medusa. Su hijo presencia la escena.
Para complacerla, leí el fragmento en voz alta. Al verse el torso estriado con rayas
inflamada, mi padre fue invadido por un terror que le dejó pálido hasta los labios. Salió
huyendo lejos de la orilla y se dejó caer al suelo boca arriba, con los brazos
extendidos, como un herido ya presa de la náusea de la agonía. Me senté a su lado. Yo
mismo había sido víctima más de una vez de los erizos de mar, las medusas y otras
creaturas marinas, sin nunca dar importancia a sus agresiones. Pero ahora que mi
padre era la víctima, un sentimiento trágico y solemne se apoderó de mí. Por la playa y
por toda la superficie del mar pesó un gran silencio, y el grito de una gaviota
rompiendo ese silencio me pareció el quejido de una mujer, el lamento de una Furia.
- Magnífico –dije yo– pero esto es literatura. ¡Invocar una tragedia de la Antigüedad,
invocar a las Furias, por un simple prurito…!
María me lanzó una mirada de odio. Para ella, la verdadera tragedia –pero lo
comprendí demasiado tarde– era que yo llevaba más de diez años subestimando el
esfuerzo que ella hacía para venir aquí conmigo cada verano y considerar que era una
estancia agradable. Invitarla a la “calma”, exhortarla a stare buona como se le diría a
una niña caprichosa, minimizar la importancia del incidente, darle el nombre
desacertadamente jocoso de “prurito” a ese mal que la carcomía, era negar el sacrificio
que hacía para nuestras vacaciones.
23
EL TERRENO DE FÚTBOL
De vez en cuando el ingegnere venía a visitarnos en su vieja giardinetta traqueteante
(un pequeño Fiat convertido en vehículo utilitario). Yo le ofrecía una cerveza de
cincuenta centilitros en una jarra comprada expresamente para él en La Standa de
Siracusa. El escudo pintado en el vidrio representaba una sirena con el pecho desnudo.
El ingegnere vaciaba el medio litro de un sólo trago. María se retiraba al primer piso, él
sacaba un cigarrillo del bolsillo y me pedía fuego, yo le entregaba la caja de fósforos
(¿adónde había ido a parar mi encendedor…?)
Gigi me daba noticias de Rosalba, y la mayoría del tiempo éstas se reducían a una
necrología. Había mucha gente muy vieja en Rosalba y entre tantos centenarios la
muerte tenía para escoger. Gigi había ido a Palermo para desposar a su hija menor,
Giuliana, con el propietario de una empresa de mudanzas y de recolección de
deshechos. No le había gustado esa ciudad. Mientras él se iba a la cama, Fifi iba a la
ópera y se quedó entusiasmada con las trompetas de Aída, compró para el salotto un
elefante de yeso de cincuenta centímetros de alto.
La zona moderna de Palermo era muy hermosa con sus avenidas rectilíneas y sus
filas de palmeras, pero el tráfico vehicular se hacía imposible debido a la gran cantidad
de autos.
- Roba dell’altro mondo. (Cosas de otro mundo.)
En cuanto al viejo puerto, todavía no habían retirado los escombros de la guerra
- Incapaci!
A nosotros también nos había llamado la atención, más de treinta años después de las
hostilidades, tantos muros calcinados alrededor de la cala que abriga las lanchas
pesqueras.
- Bombardamento.
¿Y quién había bombardeado?
- Americani.
Gigi fingía condenar la inercia de los poderes públicos que no habían removido los
escombros ni reconstruido la zona pero, según un comentario que se le escapó,
comprendí que los felicitaba por conservar así el testimonio de la barbarie aliada.
- Tre mila morti.
Poco a poco, veía resurgir aquellas mismas opiniones del suegro que Gigi parecía
haber obviado mientras vivía. El edificio del correo en Palermo, muestra de esa
arquitectura cubo-futurista en boga durante el fascismo, le impresionó mucho más que
los palacios borbónicos, y reprochaba a sus propietarios la desidia con la que dejaban
que sus bienes se deterioraran.
- Fanulloni. (Holgazanes)
Convalidé su opinión confesándole que me había sentido tan decepcionado al
constatar que, excepto el palacio Gangi recientemente restaurado para que Visconti
filmara ahí El gatopardo, la nobleza palermitana había renunciado a mantener sus
mansiones.
- Deficienti.
Él no entró a ninguna iglesia, pero la signora se quedó deslumbrada ante las paredes
completamente revestidas de mármol.
Era la primera vez que el ingegnere viajaba desde que regresó de Camerún, y estaba
bien decidido a no moverse nunca más de Rosalba. Pensé en los sicilianos que
emigraron masivamente a principios del siglo XX: no había nada más lógico que su
aspiración, hoy en día, a una vida sedentaria.
- ¿Cuántos hombres de Rosalba se fueron antaño a América, ingegnere?
Sacó su libreta, desenroscó el capuchón mordisqueado de una vieja pluma fuente,
garabateó algo, se humectó el dedo para arrancar la hoja y me la tendió, acechando mi
reacción:
- Tutti.
Después de los comentarios, dábamos una vuelta por la propiedad. Gigi insistía para
que me deshiciera de algunas piedras de la vieja tapia que aún permanecía en pie, así
como de algunas higueras. ¿Qué estaba esperando, me decía él, para cerrar mi terreno
con una cerca cubierta de un producto anti-óxido? Resultaría mucho más signorile
(digno, respetable, según la mitología siciliana que aplica el término no tanto al señor
como a la señoría), más bonito y seguro que ese montón de piedras desprendidas. Por
supuesto, ya me parecía demasiado triste que la hermosa tapia antigua estuviera
demolida en sus tres cuartas partes, y yo no tenía la más mínima intención de
remplazarla por una de esas horrendas barreras de cercas pintadas de verde espinaca que
tanto gustan en la región.
Por puro placer de escucharle repetir su broma, le pregunté:
- ¿Y qué haremos con esas piedras y esas higueras cuando las hayamos removido?
- Museo.
Un guiño y un relincho rituales acompañaban la broma, repetida cuatro o cinco
veces.
- ¡Museo, ji ji ji… Museo!
Apenas si entre los dos lográbamos levantar mediante un anillo de hierro la placa que
tapaba la cisterna. Con un palo marcado por varios tajos, él verificaba el nivel del agua;
un indicador de nivel tan precario que nos faltaba el agua una vez sí y una vez no. La
bañera, que no utilizábamos –preferíamos la ducha–, nos servía de cisterna.
Gigi inspeccionaba cada cuarto, terminando por la cocina, dándome siempre el
mismo consejo: yo debía “llevar al museo” lo que había servido desde hacía ya
demasiado tiempo, los utensilios fuori moda traídos de Francia en los primeros tiempos
de nuestra instalación, una silla de extensión cuya tela estaba desgastada por el sol, un
sartén que se pegaba, una tostadora de los años cincuenta.
- Antichitá! (Antiguallas)
Aquella mañana, me propuso llevarme a Rosalba donde un asunto sin mayor
importancia requería mi presencia. Percibí cierta incomodidad en el tono de su voz.
Según él, no era nada. Davvero niente, verdaderamente nada. Un simple formalismo.
No sería tan “nada” si tanto insistía para decirme que no era nada. Me informó que el
municipio de Rosalba (al cual Marzapalo está adscrito) había decidido acceder a un
deseo formulado por la aldea desde hacía tiempo.
- ¿De qué se trata?
Por trocitos le fui arrancando el secreto. Estaban considerando construir un estadio
de fútbol reclamado por las familias. Los padres estaban preocupados por la ociosidad
de los jóvenes y todas sus consecuencias. Una banda de menores se había introducido
en la iglesia para apoderarse de dos candelabros de plata, más por ocio que por otra
cosa. San Calógero no pudo impedir el sacrilegio. Una devota afirmó que vio lágrimas
deslizándose por las mejillas de la Virgen de yeso instalada delante de la iglesia. Unos
escolares habían arrojado piedras contra las farolas en forma de pez-espada, quebrando
una decena de globos con sus bombillos, ahí también por falta de actividades deportivas
organizadas para ellos. La Sicilia relató los hechos, que se repetían en forma alarmante,
la gente empezaba a asustarse. De Siracusa salió un vehículo con carabineros.
Indagación, vigilancia, controles de identidad, perquisiciones.
- ¿En qué me concierne eso?
- Cadastro.
Por recomendación de los especialistas en calcio y con la aprobación del Concejo
Municipal, tras haber consultado una “amplia muestra” de sus administrados y
diligenciado una “investigación en profundidad”, el alcalde puso su mirada en las dos
hectáreas que yo había comprado al campesino. Sólo faltaba redactar y firmar el decreto
de expropiación.
- ¿Estoy obligado a aceptar?
- Investimento prioritario. (Inversión prioritaria)
- ¿Y si me niego?
- Articolo duecento ottant’otto del Codice rurale. (Artículo doscientos ochenta y
ocho del Código rural).
Yo sería indemnizado, obviamente. De todos modos se trataría de algo ventajoso
para mí, puesto que esas dos hectáreas no me producían ni un tomate ni una arveja.
- Niente di niente, professore. Non è vero? (Nada de nada, profesor. ¿No es cierto?)
En camino hacia Rosalba repitió varias veces ese niente di niente para ayudarme a
tragar la píldora. La oferta, según entendí, sólo podía ser módica. Gigi deploró una vez
más que yo hubiera dejado sin cultivar un terreno “tan fértil” con el que pude haber
pagado mis gastos de mantenimiento.
Una singularidad en su forma de manejar me distrajo de su parloteo. Al iniciarse la
pendiente hacia la salina, abordamos las curvas que tanto atemorizaron a su difunto
suegro. Definitivamente, esos ciento cincuenta metros de carretera merecerían una
estrella en la guía de curiosidades sicilianas. El ingegnere puso el motor en neutro y lo
apagó. Se había enriquecido, su casa era la más hermosa de Rosalba, una de sus hijas
tenía un noviazgo con el hijo del notario de Siracusa, la otra se había ido a Palermo para
casarse con un empresario dueño de seis camiones de mudanza y diez camiones de
volteo para recoger los deshechos. No por ello a Gigi se le olvidaba que su fortuna la
había adquirido lira a lira y seguía siendo el campesino pobre, laborioso y tesonero de
antaño; para él, no bajar una pendiente en rueda libre significaba un despilfarro de
gasolina.
La suma que me propuso el alcalde resultó más irrisoria que módica.
“La necessità… I nostri ragazzi, questi benedetti di Dio…” (La necesidad…
Nuestros muchachos benditos de Dios…), soltó el alcalde mientras que abría ante mí el
libro del catastro y su asistente desplegaba los planos donde la ubicación de mi terreno
estaba señalada con un círculo rojo. “Il dovere civico per noi tutti… Rimediare alla
delinquenza…” (El deber cívico de todos nosotros… Poner remedio a la
delincuencia…) No dudaba de mi acuerdo. “Il calcio redentore… Veda il Brasile con
Pelé… La Francia, patria dei diritti dell’uomo e del cittadino…” (El fútbol redentor…
Mire Brasil con Pelé…Francia, patria de los derechos humanos y del ciudadano…)
Me daban una semana para responder a las “legítimas esperanza de la población”. El
ingegnere, afligido, movía la cabeza.
María se puso furiosa.
- Escogieron tus dos hectáreas porque pertenecen a un extranjero sin recursos para
defenderse. Te dejas expoliar por quienes creías que eran tus amigos. Hace cuántos años
que estás aquí, que les pagas tu agua, que les compras tu mortadela y tu fruta, ¡y mira
cómo te tratan!
Estaba indignada por tanta ingratitud –cuando yo nunca había dejado de ponderar el
carácter generoso de los sicilianos, su desinterés, su hospitalidad– y a la vez tan molesta
conmigo que el agua, la mortadela, la fruta que compartíamos entre ambos se había
convertido en “mi” agua, “mi” mortadela, “mi” fruta. Lo que significaba: “Yo nunca me
he dejado engañar por los precios abusivos que Nunzio te aplica y por los beneficios
que hace a costa tuya.” ¡Nunzio, el más honesto de los comerciantes! Sus tomates eran
más baratos que en el mercado de Rosalba, yo lo había verificado.
En este asunto del estadio, para María el resentimiento contra el extranjero y el deseo
mezquino de venganza parecían evidentes. Había que castigar a quien se negaba a
desbrozar la landa para cultivar verduras. Crimen de lesa-majestad, esta negativa de la
siembra. Yo había ofendido la tierra madre.
- Reconoce que para construir un estadio no se puede escoger un lugar peor.
Lo reconocí. En leve pendiente, erizado de excrecencias rocosas, con sólo un vistazo
era obvio que el terreno resultaba impropio para el fútbol. Otro inconveniente, no menos
grave que los de la pendiente y las aristas cortantes: ahí el viento soplaba
permanentemente. Pero ya sea por tontería e impericia, ya sea efectivamente con la
intención de perjudicarme y de realizar, además, una fructífera operación electoral a
expensas mías, las autoridades municipales me obligaron a firmar.
Los trabajos se iniciaron inmediatamente. Un bulldozer manejado por un bombero de
Rosalba trató de aplanar el suelo pero éste permaneció desnivelado, abollado, escabroso.
Se le colocó alrededor del terreno una cerca metálica de cuatro metros de altura que
costó una fortuna. Gasto tan inútil como faraónico puesto que no podía frenar el viento
del Este o la tramontana, según los días. Y en cuanto a parar el balón, ya las cañas, los
agaves, los madroños, los cactus que bordeaban el terreno oponían suficiente obstáculo.
- ¡Idiota, es a ti a quien tienen en la mira al erigir esa muralla simbólica que te
excluye de la aldea, y así te dan a entender que por más que te inclines ante ellos, nunca
te aceptarán!
A unos veinte metros de la casina, afortunadamente del lado desprovisto de
ventanas, esa cerca era muy fea, semejante a una cerca de colegio en una ZEP35, y
desfiguraba el paisaje. El estropicio se completó con la construcción de una especie de
bunker de concreto, rechoncho, aplastado, de un gris sucio, horrendo, destinado al
vestuario y las duchas (era el colmo, pues no había ni tuberías, ni agua corriente, ni
cisterna). El alcalde socialista de Rosalba, rodeado de autoridades civiles y religiosas,
del capitán de bomberos y del presidente de la liga de fútbol para la provincia de
Siracusa, vino a inaugurar el estadio en presencia de toda la población reunida. La
arenga acerca de las virtudes del deporte fue seguida por exhortaciones para que la
juventud se dedicara a actividades sanas. La jornada culminó en medio del alborozo con
un lanzamiento de balones y fuegos artificiales.
No había pasado una semana cuando unos pillos cortaron la cerca con cizallas, se
metieron por la brecha y se robaron no sólo las puertas y las ventanas del bunker sino
también todo el material hidro-sanitario: regaderas, grifos, lavamanos, pocetas de w.c.,
tanques de agua (sin agua). Se habrían llevado hasta las tejas si el techo no hubiera sido
una losa de concreto. Recién construida, la casamata se convirtió en una ruina:
impresionante aceleración del movimiento histórico natural.
La cerca, demasiado alta y frágil, no resistió mucho más tiempo. Cuando volvimos el
verano después de su instalación, la mitad yacía en el suelo. Habían desaparecido
tramos completos, arrancados por los vientos o robados; otros, caídos al suelo, ya se
35 Zona de Educación Prioritaria. Escuelas establecidas en los años 80 por el gobierno francés en zonas socialmente desfavorecidas y dotándolas de recursos suplementarios para reducir las tradicionales desigualdades escolares, con el lema: “Dar más a quienes más necesitan”. (NdlT)
estaban oxidando. Varios de los postes que sostenían la cerca se habían desplomado y
ya estaban parcialmente recubiertos por las hierbas. Contigua a ese montón de chatarra,
la casina se asemejaba cada día más a un carromato de gitanos plantado en un solar.
María no parecía estar descontenta, esperando que ante esta otra afrenta yo me
decidiría a vender la casa.
24
SOSPECHAS
Sin desalentarse ante las condiciones desastrosas del terreno ni desanimarse con la
falta de vestuario y duchas para los niños o la falta de graderío y quiosco de bebidas
para los adultos en un estadio no obstante presentado como “lo más moderno, el último
alarido”, los habitantes de Rosalba y de lugares circunvecinos aplaudieron la iniciativa:
la juventud por fin tendría la posibilidad de farsi onore (honrarse). Aldeas, pueblos o
pequeñas ciudades –Calafarina, Maucini, Ispica, Noto, Portapalo, Burgio, Macari,
Marzamemi, Pozallo–, cada comuna se apresuró a fichar su equipo y uniformarlo.
Los domingos hacia las seis de la tarde, por el camino polvoriento que hasta entonces
sólo utilizábamos nosotros dos, llegaban los autos al estadio, estacionándose detrás de la
casina. Toda la familia venía a ver el partido disputado por unos muchachos de quince
años, o a lo sumo de diecisiete o dieciocho años. Bañados, restregados, peinados por sus
madres, lucían un uniforme llamativo. Marzapalo no jugaba todos los domingos, pero
cuando le tocaba, los autos acudían más numerosos y se estacionaban casi junto a la
casa. Ese abuso desató (o redobló) la animadversión de María pero nunca se atrevió a
protestar.
Los chicos de la aldea llevaban pantalón corto amarillo con un atún rojo vivo en
escudo, una camiseta amarilla a rayas rojas en zigzag, una bandana amarilla y roja,
medias combinadas y, al igual que los demás equipos, zapatos de tacos. El Ministerio de
los deportes financiaba este último elemento, demasiado costoso para los padres. Las
comunas se habían asociado para contratar como asesor el entrenador del CSC de
Catania. Inspeccionaba los equipos por turno, y venía en su Alfa-Romeo roja
descapotable acompañado por una mujer joven y rubia, cuya blusa estampada con
espigas de trigo era una publicidad para la pasta Barilla.
A través de lo que quedaba de la cerca veíamos correr a los jugadores en sus bellos
uniformes recién planchados. Pero en el calor aún tan fuerte, pronto se quitaban las
camisetas, las lanzaban a sus madres que las doblaban cuidadosamente, se quedaban con
el torso desnudo y se arremangaban los bermudas hasta bien arriba de los muslos. Lo
más divertido era seguir sus vanos esfuerzos para recuperar el balón. No es que fueran
torpes, es que ni los más experimentados podían contra el viento. Aquí el juego no
consistía en dominar el balón con el pie, dirigiéndolo según la voluntad del jugador;
consistía en correr a toda velocidad detrás del balón que rodaba por sí solo y más rápido
que el más rápido de los chicos. Y solía largarse más allá de los límites del terreno, por
encima de las cañas y los agaves. A veces hasta muy lejos. Para recuperarlo había que
abrirse paso entre los cactus, evitar las asperidades y aristas del terreno, brincar en el
pedregal cuidando de no lesionarse las rodillas o los pies. Más de uno regresaba de la
peligrosa expedición frotándose los tobillos o renqueando.
Por un gol protestado, el partido se detenía, llovían los insultos, los dos equipos se
iban a las manos. En un instante, el resurgir de primitivas impulsiones barría con la
disciplina que prometían tener. La calma sólo quedaba restablecida con la expulsión de
los más belicosos, uno por cada campo, o dos, siempre en igual cantidad para evitar que
las madres se desataran, también ellas, y que la fiesta deportiva degenerara en un
pugilato.
El espectáculo me parecía tan divertido –a la vez que tan benéfico para la
comunidad, puesto que la energía gastada galopando en todas las direcciones no se
utilizaría para romper vidrios y desmontar canalones en las casas desocupadas– que
tomé la costumbre de asistir al partido todos los domingos.
Instalaba mi silla de plegable, mi caballete y mi caja de creyones junto a la pared de
la casina. Aquellas batallas contra el viento, aquellas carreras heroicas condenadas al
fracaso, aquel enloquecido desgaste muscular tan inútil como espectacular, todo me
encantaba. Ahí veía reunido lo que más me gustaba de Sicilia: el desafío a los poderes
públicos, simbolizado por el saqueo del equipamiento hidro-sanitario; la justificada
desconfianza hacia las alcaldías, hacia el Estado, que prescribían la higiene sin proveer
la aducción del agua; el papel sustitutivo asumido por las madres que venían con tobos
llenos de agua para echársela a su niños; la confianza en la vitalidad individual, culto
jactancioso, desordenado, anárquico, sin ilusión alguna acerca del resultado; el sentido
de la belleza personal, con sus relucientes uniformes nuevos, ese rey del mar bordado
como efigie, esos arneses de gala; el deseo de respetabilidad: un árbitro con uniforme
color sangre de res, inflexible con el reglamento; deseo contrarrestado por la pasión del
fraude: zancadillas solapadas, puñetazos ilícitos, lesiones fingidas; la atracción por las
ceremonias: una trompeta municipal para señalar los goles, petardos comprados donde
las Parcas para saludar a los ganadores; y ni hablar del sentido del humor, voluntario o
involuntario, resultante del contraste entre lo minucioso del apresto y la absurda
elección del lugar.
Yo esperaba que María se divirtiera tanto como yo por lo cómico que resultaba poner
los equipos a jugar en traje de gala sobre un terreno inadaptado. En Turín igual que en
Francia, hay subvenciones, seguros contra accidentes, instalaciones deportivas
adecuadas, hay garantías, seguridad, bienestar, pero se ha perdido la energía. Aquí, yo
admiraba lo contrario: la virtù en estado puro que dista mucho de desalentarse ante las
condiciones ingratas y más bien tiende así a florecer. La victoria, la voluntad de meter
goles, recompensa del esfuerzo, no contaban tanto para esos chicos como la necesidad
de bregar y lograr proezas innecesarias. Todo por el lucimiento, nada por la eficacia. Y
las familias, para quienes esos partidos eran una novedad, aplaudían cada vez que el
balón saltaba por encima de los límites y se perdía en la maleza.
María se acercaba hasta el borde de la terraza, se asomaba por encima de la baranda,
me miraba dibujar, yo le hacía una alegre señal con la mano, sin ninguna respuesta por
su parte: se quedaba inmóvil; yo le sonreía, ella no movía ni un músculo de la cara; yo
insistía, ella daba media vuelta y se metía en la casa; cenábamos en silencio.
Cuando decidió hablar, resultó peor.
- ¡Parece que ellos también te miran a ti! –me dijo una noche–. ¿Por qué no vas junto
a ellos cuando termina el partido? Si tanto te gustan, anda a discutir con ellos mientras
se visten. ¿Quién te lo impide? ¿Por qué te aguantas las ganas?
Como yo no le contestaba, ella siguió:
- A mí también me parecen bellos. Éstos se ven mejor que los de la isla de las
Corrientes. Comprendo que te sientas atraído. Con ese uniforme tan lindo, esos
gamberros se convierten en querubines.
Y así todos los domingos. Cantidad de zancadillas, pullas e indirectas de toda clase,
que lograban irritarme. Ella detestaba a esos chicos, detestaba a todos los jóvenes de
Sicilia porque, siendo tan impúdicamente curiosos, le impedían un bronceado integral.
Eso, yo podía comprenderlo pero no era motivo para negar lo divertido del espectáculo,
y menos aún para tratar de prohibirme que yo lo disfrutara. Al año siguiente ella
multiplicó sus sarcasmos. Yo no podía mirar un partido sin que luego ella me acosara
durante la cena.
- Es extraño cómo has cambiado últimamente.
- ¿Yo he cambiado?
- Ya no eres el mismo, “amigo mío”.
- ¿Y por qué habré cambiado?
- A lo mejor es mera fantasía de mi parte…
- ¿Hay algo que quieras reprocharme?
- Déjalo así…
- Si tienes algo contra mí…
- ¡Tonterías!
- Pero, bueno, explícate.
- ¡Eres tú quien debería explicarse!
- ¡María, estoy harto de tus indirectas!
- ¡Vamos, ten un poquito de valor, examínate!
- No hay nada que examinar.
- ¡Vaya! No te has preguntado, por ejemplo, por qué te interesa más el fútbol que la
pintura…
En vano, le puse como ejemplo al que yo consideraba como mi maestro, Nicolas de
Staël. Tras un periodo de depresión, él retomó su pintura precisamente porque quedó
impresionado por unos futbolistas a los que vio correr en París, durante un partido
nocturno en el Parque de los Príncipes, con el busto tenso, los brazos buscando
equilibrio, las piernas estiradas por el esfuerzo. Los cuadros inspirados por aquel partido
resultaron desconcertantes para el público, y como el pintor de unos bloques de color
sin formas retornaba así a lo figurativo, los críticos hablaron de traición. En las manchas
azules y rojas se distinguían perfectamente las siluetas de los jugadores, la grama del
terreno, las tribunas del estadio.
- Fue una intuición genial, una cuchufleta contra el conformismo general. Esos
críticos, ¡todos unos borregos! Si es que no están pagados por las galerías… Nicolas de
Staël había comprendido que el arte abstracto estaba topándose contra una pared.
María hizo un gesto de indiferencia. Su constante nerviosismo me estropeaba las
vacaciones. Yo aguardaba con impaciencia los partidos del domingo en la noche.
Alusiones, pullas, sarcasmos, silencios en las comidas, malhumor en la cama, todo se
valía.
Pasó un año más. Y una noche, después de un partido que me pareció de lo más
regocijante, ella perdió el control:
- ¡Tan lindos que son! ¡Te enternecen sus piruetas! No les quitas el ojo de encima…
Si te vieras cómo los miras… ¡Haz algo por ellos si tanto los amas!
¡Vaya! Ahí era donde María quería llegar. Yo conocía su hostilidad contra Sicilia
pero nunca pensé que se dejara cegar con semejante sospecha…
- Pero María, es que el deporte practicado de esa manera se convierte en algo
verdaderamente divertido.
- Pues claro… Entonces diviértete… Diviértete hasta el final…
- ¿Y ahora qué tratas de insinuar?
- Que no deberías pararte a mitad de camino.
- ¿A mitad de camino? ¿De qué camino?
- Sí… ¿Qué estás esperando?
- ¿Qué quieres que yo espere?
- Por ejemplo, podrías traerte uno a casa.
- ¿Un qué?
- ¡No te hagas el inocente! Uno bien cubierto de polvo y de sudor…
- No te entiendo…
- ¡Hipócrita!
- ¿Por qué me dices eso?
- Yo creía que eras un hombre libre…
- María…
- … sin prejuicios ni tabús.
- ¡Basta!
Se puso a hacerme preguntas, a molestarme, ni siquiera me daba tiempo a
preguntarme si en sus preguntas había alguna verdad que justificara su loca
imaginación. Ella decidió que yo era culpable y cualquier cosa que yo dijera para
defenderme la exacerbaría aún más.
- El guardameta con su nariz respingona, ¿te gusta, verdad?
Hice un gesto de indiferencia.
- No dejas de dibujarlo, de frente, de perfil… Te levantas de la silla y llegas hasta el
borde del terreno para captarlo en todos los ángulos.
- Porque él no tiene que correr todo el tiempo como los demás.
- ¿En serio?
- Pocas veces tiene la posibilidad de intervenir… El balón se las ingenia para pasar
lejos de la meta, o al lado, o por encima. Él es el único que se queda inmóvil casi todo el
tiempo, el único al que logro captar para dibujarlo.
- Un poco larga y farragosa tu explicación, ¿non è vero?
- Consigo en ese chico un modelo que me libera del arte abstracto y me regresa a lo
figurativo.
- ¡Lo figurativo, qué buen pretexto!
Cometí la imprudencia de agregar:
- Me gustaría pintarlo porque tiene unas pecas y un cabello rubio rojizo que no puedo
plasmar con creyones.
- ¡Mira tú! Tiene pecas… ¡Una rareza que no puedes dejar escapar! Tráetelo, a ese
niño… En casa será más fácil pintarlo…
- Ya me ocupé suficientemente de él.
- Pero el arte no es la única manera de ocuparte de él…
Yo detestaba esa manera de hablar con alusiones veladas.
- ¿Y a qué equipo pertenece?
- Al equipo de Ravanello.
- ¿Cómo lo sabes si se quitan sus camisetas? ¿Fuiste a hablar con él?
- Ya gritan bastante el nombre de los equipos desde las gradas…
En vez de reconocer su derrota, ella retomaba la ofensiva.
- ¿Cuándo te vas a decidir?
- ¿A qué tengo que decidirme?
- Obviamente, sería arriesgado, ¿pero no resultaría más excitante?
- ¿De qué riesgos estás hablando?
- La manera en qué le miras…
Le puse la mano en la boca:
- ¡María! ¿Te has vuelto completamente loca o qué?
Ella se zafó con un gesto de horror.
- ¡No me toques!
La sentí al borde de la histeria.
Sin embargo, había momentos de calma entre nosotros. Pero María no dejaba de
tenderme trampas.
- Está bien, admitamos que tu interés por esa primitiva forma de jugar fútbol esté
dictada por una curiosidad etnológica. Es algo que puedo aceptar, sabes.
- Etnológica, eso es…
- ¡Qué rápido te agarras de esa palabra! Ya estás tranquilo… ¡Ah! Cómo una simple
palabra puede tranquilizar la conciencia… Has conseguido una coartada científica para
tener derecho a huronear unos chicos medio desnudos.
Nerviosismo, puertas batiendo, silencios prolongados… Yo no sabía que actitud
adoptar: ¿debía tratar de tranquilizarla o, al contrario, ignorar ese chantaje y hacer caso
omiso? A veces yo aprovechaba el domingo para llevarme a María a cenar en Siracusa.
Nos deteníamos en Noto, pequeña ciudad totalmente barroca, olvidada durante siglos,
resucitada por Antonioni en su película L’avventura, cuyo éxito internacional reveló y
popularizó un decorado de palacios e iglesias único en el mundo por su homogeneidad.
Pero fue justamente en Noto, en la explanada frente a la catedral, donde a uno de los
personajes de la película, el arquitecto, se le cayó el tintero al tomar repentinamente
conciencia de su incapacidad para rivalizar con una belleza tan perfecta. Ese gran
charco de tinta desparramándose por los escalones simbolizaba su fracaso. A María no
le gustó la película precisamente por esa escena pues me alentaba, ya derrotado por el
espectáculo insuperable del mar, según ella, a dejar mis pinceles. “Tu eterno: para
qué…” Y nuestras peleas, desplazándose a otro terreno, se reanudaban con más fuerza.
La aversión de María hacia Noto se reforzó, obligándonos a acortar la visita.
Negado a sentirme culpabilizado, a veces yo colocaba ostensiblemente mis
accesorios de trabajo junto a la casina, frente a los futbolistas. De vez en cuando venía
Antonio Guarini pero aunque él estaba deseoso de renovar sus temas, estimaba que éste
no era adecuado para la clientela compradora. Él se iba al cabo de un rato, pero yo me
quedaba hasta el final. Sólo cambió de opinión una vez, cuando vio el descapotable rojo
del asesor estacionado bajo el tamarisco de la esquina, y adentro la rubia arreglándose
las uñas en sostén y minifalda, había dejado su blusa estampada con espigas de trigo en
el respaldo del asiento. Antonio aguardó hasta el final del partido y le pidió permiso
para pintarla. Desdeñosa, ella ni siquiera le contestó. Antonio no volvió más.
Cuando me metía en la casa, el recibimiento de María era glacial. Sentada en la
galería, sin siquiera haberse molestado en arreglarse un poco, ella que solía ser tan
coqueta, pelaba compulsivamente unas verduras, cosa que abominaba. Yo trataba de
hablarle, ella se iba a la cocina. Yo la seguía, ella removía ruidosamente cacerolas y
utensilios para no tener que contestar. A veces ni siquiera bajaba del piso. Recorría la
terraza de un lado a otro, pisando las tablas de madera que habíamos dejado pese a los
consejos del ragioniere. Yo oía su paso duro, insistente. Preparaba yo solo la cena,
ponía yo solo la mesa, traía yo solo los platos a la mesa. Con voz apagada, la llamaba
para cenar. Comíamos sin intercambiar más de dos palabras. Ella ya sólo bebía agua.
Tras un último bocado, se iba a la cama. Tomaba somníferos sin disimulo. Vuelta hacia
la pared, enseguida se quedaba dormida, o fingía que se quedaba dormida.
Todavía hacíamos el amor (siempre por la tarde, cuando el cuerpo tiene todo su
vigor) pero nada hay nada como los preliminares para revelar el abismo que se abre
entre dos personas que ya no se aman. En la luz cruda de la tarde, ella se quitaba la ropa
y se dejaba caer en la cama, tiesa. Cualquier lámina anatómica era más expresiva. Se
quedaba con los ojos muy abiertos, frunciendo los labios, apretando la mandíbula, y
volvía la cabeza cuando yo buscaba sus labios. Todo en ella resultaba duro, hostil,
helado. Era como estar con un pedazo de madera. Con los brazos pegados al cuerpo, me
miraba sin que sus ojos reflejaran alguna emoción. Creo que ella ya no sentía nada; peor
aún: que ya no quería sentir nada. María me dejaba ir y venir dentro de ella por un resto
de compasión. Tan pronto como yo me dejaba caer a su lado, agotado y sudoroso, ella
se levantaba para ocuparse de sus cosas, lisa, indiferente, desenfadada, con un suspiro
de alivio. La amargura de un goce breve estropeado por su negación a participar me
sacaba a mí también de la cama.
Un domingo, al final del partido que había acabado más tarde que lo acostumbrado y
con la victoria del equipo local lograda después de una prolongación, María me dijo que
le dolía la cabeza y que se iba a acostar sin cenar.
- No tienes más que calentarte un trozo de pizza.
En vez de irse a nuestro cuarto de la planta baja, se encerró en el piso de arriba, en el
pequeño cuarto donde guardábamos las maletas. Ahí había un catre sin sábanas ni
almohadas pues encima dejábamos los accesorios de pesca submarina. Oí que arrojaba
al suelo las máscaras y las chapaletas, arrastraba una silla, acomodaba el catre. Luego
apagó la luz, justo en el instante en que empezaban los fuegos artificiales en el cielo de
Marzapalo.
25
DONDE LAS AGUAS SE DIVIDEN
No tengo muchas ganas de contar lo que siguió: la casina puesta en venta por común
acuerdo –último acuerdo concluido sin pelea–, la inspección desconsolada de todos los
cuartos de la casa, la revisión de cofres y armarios, el examen de lo que contenían,
nuestros veranos, nuestra felicidad, nuestras esperanzas expuestas encima del linóleo.
Pero no todo fue tan penoso. Recuerdo, por ejemplo, los ataques de risa en Siracusa,
en el despacho de don Rosario, la batalla emprendida por él contra las decenas de
zancudos y parásitos alados que campeaban impunemente en sus archivos, volaban de
un montón a otro, se pegaban del techo para burlarse del notario. “Othopteri et
dictiopteri nefandi et excecrandi…” (Ortópteros y dictiópteros nefastos y execrables),
profería en latín para dar más dignidad a sus gesticulaciones. Las moscas, chiripas y
otros insectos voladores evitaban hábilmente su palmeta que levantaba una espesa nube
de polvo. Mientras escalaba por los muebles, nos anunció con circunloquios de notario
lo que ya sabíamos pues las formalidades para la venta de bienes inmuebles son
idénticas en un país y otro. Nos dijo que “la obligación de respetar las disposiciones
inscritas en el artículo 372, parágrafo 23, etc.” le obligaba a hacer una pregunta
indiscreta al signore professore a quien, en otras circunstancias, jamás se habría
atrevido a solicitar “la más mínima atestación” pero, en la ocurrencia, “las leyes siendo
lo que son” y “en vista de que el acta no sería válida si…”
- Al grano… al grano –masculló María, asfixiada por el polvo–.
- Lo que él quiere saber es si la casa tiene una hipoteca.
- Una hipoteca –prosiguió don Rosario– no es propiamente un motivo de vergüenza
aunque, considerando que cada cual tiene su amor propio, a veces podría… Es que mi
futura nuera me cuenta en términos entusiastas las magníficas mejoras aportadas por el
professore y la signora a la casa del difunto señor marqués, pax animæ suæ, y resultaría
inadecuado insistir en un punto tan insignificante… Y, ciertamente, si sólo dependiera
de mí… Sin embargo… lex universa est par omnibus et æquabilis… (La ley es igual y
uniforme para todos)
- No está hipotecada –dije yo, tajante–.
- Es también lo que me dijo mi futura nuera… No obstante… Melius abundare quam
deficere… (Es mejor que abunden y no que falten)
Lo que siguió fue más expedito. Después de un corto preámbulo en el que don
Rosario me aseguró que “un procedimiento reglamentario” sería por demás ofensivo
para un personaje “tan eminente como il signor professore”, me propuso de buenas a
primeras venderme un falso certificado de no-hipoteca que me evitaría trámites
prolongados en Palermo, hasta de varios meses, así como fastidiosas demoras en el
Archivio statale desbordado por la “plétora” de solicitudes. Pese al precio exorbitante y
corriendo el riesgo de que María me tratara de bobo, acepté lo que él me presentó como
una “oferta” excepcional, dictada por la “profunda amistad” que unía a nuestros dos
pueblos, pues en 1870 Garibaldi había luchado por Francia y por las “ideas inmortales”,
etc. Verificó el monto y se metió los billetes en el bolsillo con sorprendente destreza, y
me entregó el documento ya listo.
En el auto, durante el trayecto de regreso, se nos apagó la alegría a medida que
íbamos acercándonos a la casina. La última operación sería la más penosa. Había que
seleccionar, separar lo tuyo de lo mío, trazar la frontera, romper. Decidimos empacar
pocas cosas personales y llevar el resto al vertedero público a la entrada del puerto.
Tuvimos que hacer varios viajes. Arrojamos todo en bloque, incluso el material de
buceo, y todavía veo el destello de la máscara en medio de los deshechos y el tubo
alzándose como el mástil de un buque naufragado.
El sacrificio de la casina no me habría afligido y lastimado tanto si hubiera logrado
salvar nuestro amor; pero ya antes de los preparativos para nuestra partida y pese a una
relativa tregua, yo sabía que sería imposible regresar atrás. Nuestra historia de amor y
nuestro destino como pareja estaban unidos a esa casa por un lazo demasiado simbólico
para esperar un reacomodo.
Aunque aparentemente María se había olvidado de sus reproches, sin embargo yo
percibía en algunas alusiones que se le escapaban que el “asunto” se mantenía en
primera línea dentro de sus preocupaciones. Para no parecer tan insistente, ella desviaba
la conversación hacia temas anodinos. No obstante, más de una vez sentí que me
apuntaba. Nuevas revelaciones acerca de Lucky Luciano, cuyo papel en la victoria de
los Aliados nos había parecido tan intrigante y divertido, le dieron el pretexto para un
comentario ad hominem particularmente irritante, aun cuando no parecía haber ninguna
relación entre las aventuras de aquel gangster y los sinsabores de nuestra pareja.
Después de haber regresado a Italia, Lucky Luciano fue asesinado en 1962 en
Nápoles al bajarse del avión. En el estuche de medicinas que tomaba para su
cardiopatía, una mano invisible había introducido una píldora envenenada. ¿Ajuste de
cuentas entre mafiosos, o voluntad del FBI de preservar la imagen de una guerra
“limpia”, ganada sólo por la fuerza militar? Todavía se discutía sin fin los pro y los
contra de cada una de ambas hipótesis cuando la publicación de las memorias de Lucky
Luciano aportó un desmentido clamoroso a la piadosa ficción según la cual el éxito del
desembarco en Sicilia se debió a la acción de “las fuerzas democráticas”. En febrero de
1942 Lucky Luciano dio orden a sus lugartenientes de incendiar y hundir en el puerto de
Nueva York el paquebote francés Normandie, que los norteamericanos iban a utilizar
para transportar tropas. Habiendo demostrado así su poder, el gangster negoció su
puesta en libertad, prometiendo colaborar con los servicios de información
norteamericanos. “Y con la eficacia que se le conocía”, comenté. No habíamos olvidado
el cuento del pañuelo amarillo marcado con la L negra. María aprovechó la ocasión para
alabar el valor y la abnegación de los partigiani italianos en el amonte. Ellos sí que no
necesitaron apoyarse en bandidos. Muy mal equipados, carentes de armas y de
entrenamiento para manejarlas, acorralados en las montañas en medio de un frío glacial
de hasta diez grados bajo cero, habían resistido a los nazis, inmovilizando con valentía
una de esas divisiones alemanas. Apresados, prefirieron morir bajo la tortura antes que
denunciar a sus compañeros.
¿A qué venía tan largo discurso? Tras una breve pausa, María siguió diciendo:
- Entre aquellos héroes, no hubo sino un sólo traidor. ¿Sabes por qué? Porque la vida
privada de aquel hombre, según me contó mi tío, daba pie al chantaje. Con la promesa
de que la Gestapo no divulgaría su secreto, el jefe de la red Onore e Patria confesó los
nombres de los demás miembros. Siguiendo sus indicaciones, la Gestapo arrestó y
fusiló a unos veinte partigiani. Mi tío logró escapar a esa redada. Aquel hombre, Mateo
della Volpe, era director de un banco. Un buen tipo, por lo demás, muy estimable, que
hasta tenía su ideal político. Pero tenía también un talón de Aquiles que nunca se
perdona, sobre todo en el mundo de los negocios. Para resguardar su vida privada y
salvar su reputación en las esferas financieras, fatalmente acabó como Judas. Cuando la
vida de los hombres está en juego, es un error confiar en un hombre que no tiene la
conciencia tranquila y vive obnubilado por el temor a un escándalo.
- En Francia también –le contesté, irritado por sus sempiternas amalgamas– el
vínculo entre traición y vida privada (la palabra más cruda no fue pronunciada) ha dado
de qué hablar. Quien se crea obligado a esconderse, siempre estará dispuesto a todo para
que no le descubran nada. Siempre se citan los mismos ejemplos: Bonnard, Brasillach,
Jouhandeau, sus hábitos y la necesidad de ocultarlos, para explicar esa conducta cobarde
durante la Ocupación alemana. Al parecer, la costumbre y la vergüenza de tener que
mentir crean “fatalmente” una disposición a traicionar. Hasta el presidente de Gaulle
pensaba así cuando quiso “moralizar” a los franceses mediante una nueva ley. Pues
bien, ya va siendo hora de acabar con ese estereotipo. Ahí están los ejemplos en ambos
lados, y tan probatorios en un lado como en el otro: Jean Desbordes, antiguo protegido
de Jean Cocteau, se incorporó al maquis, fue capturado por los alemanes y murió bajo la
tortura sin haber hablado. Daniel Cordier, segundo jefe del Consejo Nacional de la
Resistencia, quien tenía entre sus manos la vida de miles de resistentes…
- ¡No me digas que también él era…!
- Pues sí. Y eso no le impidió comportarse con heroísmo. Más de una vez arriesgó su
vida en misiones peligrosas. ¡Piensa en las responsabilidades que tenía! Jean Moulin36
conocía su secreto y no por ello dejó de confiar en él.
Nuestra pequeña pelea no tuvo consecuencias. Podríamos haber prolongado nuestra
vida conyugal si la desconfianza y la sospecha de María que pesaban contra mí no
hubieran estropeado y alterado cada uno de nuestros días. De vez en cuando dejaba ver
su resentimiento. En París, cuando el calor se volvía asfixiante, íbamos a nadar a la
piscina Deligny, instalada debajo del puente de la Concordia. Un día, acabando de salir
de la piscina, se puso a pelear conmigo en la calle reprochándome haberme “interesado”
por los chicos. En su vocabulario, yo los “miraba con disimulo” mientras que ella
simplemente los “miraba”. En realidad, yo estuve todo el tiempo dormido. Fue ella
quien los observó mientras nadaban o se acostaban encima de sus toallas, la vi cuando
me desperté. ¿Pero para qué defenderme y por qué buscar pelea yo también? Habría
sido una actitud miserable de mi parte. Cruzamos el puente, tan impulsados por el
nerviosismo que caminamos más de la cuenta y sólo fue en la estación de la Ópera
cuando tomamos el metro. El regreso lúgubre echó a perder el beneficio de la natación.
Hicimos varios viajes. Después de Madrid y Toledo –donde La mujer barbuda de
Ribera, crudamente realista, nos agradó más que las figuras sublimadas de El Greco–,
llegamos de noche al parador de Granada, agotados por ocho horas de carretera. María,
en vez de encerrarse enseguida en el cuarto de baño, se quedó junto a mí en la entrada
de la habitación, contando las monedas con las que yo estaba pagando al joven que
había cargado con nuestras maletas por los interminables pasillos de lo que era un
antiguo convento. Luego, en tono agrio, me preguntó si mi intención era dar semejante
propina a todos los jóvenes domésticos del parador.
36 Habiendo logrado unificar todos los movimientos que luchaban contra la ocupación de los nazis en Francia, Jean Moulin fue designado jefe del Consejo Nacional de la Resistencia. Dos años antes de finalizar la guerra, fue capturado por la Gestapo y torturado hasta caer en coma y morir. Está considerado como uno de los grandes héroes de la Resistencia francesa. (NdlT)
Al día siguiente la llevé a Fuente Vaqueros para visitar la casa natal de Federico
García Lorca, y luego a Viznar, donde fue fusilado y echado a una fosa común junto con
un centenar de mártires de la barbarie franquista. María aprovechó para declarar que era
“vergonzoso” lo que alegaba un biógrafo inglés, a saber, que el poeta español, “figura
pura” de la resistencia, no habría sido fusilado sólo por sus convicciones políticas. El
inglés, empeñado en “mancillar” la gloria de García Lorca, osaba calificar de “venganza
privada” aquel noble y ejemplar sacrificio por el ideal republicano. “Drama de los celos,
frecuente en semejante medio”, según ese propalador de chismes.
- Espero que no te hayas creído esa calumnia –me dijo ella, en tono venenoso–.
A menudo, pasábamos la velada leyéndonos recíprocamente tal o cual pasaje de un
libro cuando nos gustaba un libro. Billy Budd, y luego Ilusiones perdidas, y Tonio
Kröger37 nos quitaron las ganas de seguir haciéndolo. La incomodidad alternaba con el
placer. Cuando leíamos alguna novela, ¿qué garantía teníamos de no conseguir
alusiones demasiado evidentes para ignorarlas? Sería más vergonzoso eludir esas
páginas y nuestra subsiguiente incomodidad. Ni mi paciencia, ni los reproches que le
hacían nuestros amigos, nada lograba desmontar las sospechas de María. Por supuesto,
como siempre en tales circunstancias, entre esos amigos no faltó alguien para echar leña
al fuego. Siempre hay alguna de esas hienas merodeando alrededor de una pareja para
acabar con ella. Nunca más quise volver a ver a Albert después de haberse dado el
gusto, a fin de que María siguiera con esas ideas, de citarle las celebridades que no
consideraban las ventajas del clima, la belleza y el encanto de los paisajes como la única
atracción de Nápoles y Sicilia. A raíz de esos chismorreos, sin darse cuenta de la
perfidia, ella se puso a pensar en los motivos que pudieron llevarme a escoger esa tierra
de nadie llena de piedras y maleza.
- ¡Confiesa que en ese desierto árido lo que te sedujo no fue el encanto de un
veraneo! Yo no soy una idiota a quien le pueden meter gato por liebre…
37 Novelas de Herman Melville, Honoré de Balzac y Thomas Mann, respectivamente. (NdlT)
Su conclusión fue que, necesariamente, siguiendo el ejemplo de esos artistas,
escritores y fotógrafos mencionados por el amigo, yo también había visto en ese rincón
perdido una cualidad “inconfesable”. La duda quedó sembrada de nuevo en la mente de
María. Ya no dejó de espiarme, y yo sentía que era el objeto de una vigilancia
permanente. Todos los lugares a los cuales, por algún tiempo aún, nos llevó nuestra vida
vagabunda quedaron envenenados por esas sospechas, hasta que me pareció necesario
acabar con una unión que se había convertido en algo no sólo penoso sino degradante.
26
DEMASIADO TARDE
El ingegnere se ofreció para conseguir un comprador por el precio que habíamos
acordado. Al cabo de un año, me escribió que nadie quería la casina porque estaba
demasiado cerca del mar, demasiado expuesta a los vientos, en mal estado, sin cerca,
etc., y que ese precio era demasiado alto. Deseoso de hacerme un favor, propuso
comprarla él mismo con la condición de poner un precio “razonable”. Finalmente la
adquirió a precio de ganga. Yo estaba entre sus manos, habría sido inútil seguir
discutiendo, además tenía prisa por deshacerme de lo que se me había convertido en una
carga y un remordimiento.
No tuve que presenciar la venta, que se hizo por poder.
Al verano siguiente tomé, yo solo, el avión a Catania. Quería recuperar en la casa
algunos libros y una cerámica de Caltagirone. El ingegnere me lo tenía apartado: “lo
que pertenece al professore es sagrado”, tuvo el descaro de decirme después de haberme
desplumado. María había regresado a Florencia, a casa de su madre, antes de irse a
Australia donde iba a quedarse varios meses. Después “ya veríamos”, según la fórmula
hipócrita que escamotea lo brutal de una decisión.
Prisca, la mayor de las hijas Tulipano, casada desde hacía dos años con el hijo del
notario de Siracusa, fue a buscarme al aeropuerto en un Fiat 1100. Era la primera mujer
de Rosalba en manejar un auto. De su padre tenía el físico macizo e ingrato; de su
madre, la aspiración al arte tal como lo demostraba la Gioconda bordada en color
escarlata en su camiseta amarillo mostaza. El salto generacional le había soltado la
melena, abierto el escote, remplazado la falda por un pantalón, calzado los pies con
sandalias. Pero su tez, que seguía siendo tan blanca como un yogur, demostraba la
persistencia del antiguo orgullo de distinguirse de la plebe rural por el color de la piel.
Atravesamos Rosalba sin detenernos en la Plaza Mayor ni entrar en el “Splendido”
donde antaño saboreé mi primera leche de almendras. Por la estrecha carretera de
Marzapalo, que ella abordó sin frenar y cuyas curvas sorteaba con esa intrépida
petulancia de las feministas empeñadas en demostrar sus capacidades (ahora era yo
quien recomendaba prudencia, aferrándome a mi asiento con ambas manos), me daba
noticias de Marzapalo con una jovialidad donde yo percibía cierta condescendencia ante
unas costumbres y unas tradiciones que consideraba como periclitadas, pero también
con una confianza conmovedora en los procedimientos “modernos” que iban a permitir
a ese paesaccio (pueblucho) acceder al confort “europeo”. A diferencia de su padre,
incapaz de articular bien, Prisca pronunciaba cada sílaba con la precisión enseñada en la
escuela.
Yo iba a ver las innovaciones aportadas a la casina. “¡No la va a reconocer!” Pero a
pesar del embellecimiento, reprochaba a su padre que obligara a su madre a pasar ahí las
vacaciones. Nadie en la familia sabía nadar, ni ella tampoco sabía, me confesó. No la
tentaba en absoluto bañarse en el mar. “Aquí eso no se hace”.
Nunzio se había retirado, dejando la tienda a su hijo, y éste instaló un mostrador de
níquel, un molino eléctrico de café, una sorbetera “también eléctrica”, contenedores
“selectivos” para las diversas variedades de tomates. El llamado a la pizza seguía
marcando el ritmo de la vida monótona de Marzapalo pero ahora venía de un disco que
se disparaba automáticamente cada dos horas.
Berto, el propietario del bar donde hasta entonces los consumos se hacían de pie,
había colocado en la acera unos sillones de resina plastificada color verde botella. En su
establecimiento renovado se servían licores importados, de marca inglesa y francesa,
cuando antes sólo se podía escoger entre una grappa que “raspa el gaznate” y el
“insípido amaretto” (me encantaba por su sabor a goma que me recordaba mi infancia,
cuando me chupaba los pinceles clavados en el centro de los potes de pintura).
La signora Del Monaco había muerto a los noventa y nueve años, dejando a su hija
la tienda, el desorden y el disgusto de no haber podido enterrar a una centenaria.
La gran novedad era la apertura de una carnicería en la esquina de la calle Garibaldi
con la calle Cavour, y de una pescadería al final del corso que va hacia el puerto.
- ¿Y el hotel? ¿El que iban a instalar en los locales de la tonnara? ¿Lo abrieron?
¿Recibe a muchos clientes?
- ¡Usted siempre bromeando, professore! En Sicilia, una vez que se precinta un local,
todo queda bloqueado durante veinte años. Mi suegro podría contarle muchas cosas
acerca de los enredos que retrasan todo procedimiento y demoran el caso más ínfimo.
De la cerca alrededor del estadio y del propio estadio, nada quedaba. Un cuadrado de
tierra apisonada, en medio de la maleza que había vuelto a adueñarse del terreno, era la
única señal de que ahí unos chicos forcejearon con más coraje que eficacia. En cuanto a
mi antigua “propiedad”, estaba cerrada por una cerca metálica pintada con el famoso
producto anti-óxido. Nada más feo en sí mismo e incongruente en ese paisaje desértico
y árido como esa cerca rojiza aguardando una segunda mano de pintura que la pondría
de un color verde espinaca. El ingegnere había cumplido su sueño instalando un portal
electrónico cuyos barrotes de hierro dibujaban un paquidermo, el famoso elefante de
Aída.
- Las puertas se abren a control remoto. Ya verá, professore –me dijo Prisca-. Se
abren por sí solas, desde adentro.
Se bajó del auto, pulsó un botón en el poste, gritó su nombre en el intercomunicador,
oí la voz de la signora entre un sonido de fritura, y las dos puertas se abrieron con una
lentitud absurdamente solemne en ese desierto pedregoso.
Prisca me hizo entrar por la parte de atrás de la casa, directamente a la cocina. La
signora, atareada, se disculpó por acogerme alla buona. “Cuando el professore vea a mi
marido, comprenderá a qué situación particular me estoy enfrentando.” Estaba ocupada
untando en unos crackers suecos una capa de mermelada dietética. Unas verduras se
cocinaban a fuego lento en una olla, y ella las removía de vez en cuando con una
cuchara de madera: estaba preparando una decocción de no sé cuántas hierbas y plantas
medicinales, previamente puestas a macerar o a hervir en ollas separadas, según grados
distintos de temperatura y diferentes tiempos de ebullición. Tres meses antes, a su
marido le había dado un mareo. Según el galeno de Rosalba que le ordenó esa dieta, el
ingegnere padecía de una sobrecarga ponderal peligrosa para el corazón.
Posteriormente, una lumbrera médica, proveniente de Siracusa y pagada el doble por
haber tenido que desplazarse, trató a su colega de burro y diagnosticó un sofoco causado
por el exceso de trabajo pero recetó el mismo medicamento: tisanas de hierbas
recogidas bajo el claro de luna o impregnadas aún del rocío matinal, y reposo. Pechuga
de pollo sin sal. Nada de carnes rojas que recalientan la sangre, ni de atún que obstruye
las arterias.
Mientras me lo relataba, la signora no dejaba de persignarse y gemir por su desgracia
mientras medía en un recipiente graduado la dosis del brebaje recetado. “Povero Gigi
mio!” Y encomendaba de nuevo a Dios la buona anima de su marido, quien se negaba a
recibir al cura pues no tenía pecados que confesar. Es que don Artemisio, ¡un santo
varón!, quiso acudir desde el principio.
La enfermedad de su marido, verdadera o imaginaria, había producido en la signora
un cambio que me dejó consternado. Yo ya no reconocía a la ávida lectora de revistas
de moda, ni a la docente de la escuela valdense. Filomena Tulipano se había sumido en
el conformismo doméstico de donde, por un tiempo, la habían sacado sus lecturas y sus
veleidades de emancipación social. La resignación cristiana, la sumisión conyugal y la
devoción de la cocinera le habían chupado la cara, apagado la mirada, enrojecido los
párpados, encorvado los hombros, escamoteado las formas aún jóvenes de su cuerpo
debajo de unas batas de algodón desgastado que no parecían ropa sino harapos. En el
Sur de Italia, un marido enfermo acaba con la poesía de las mujeres, amarrándolas a la
servidumbre hogareña.
Mientras la signora se lamentaba, yo tomaba nota de los cambios aportados en la
cocina. María, indiferente a los detalles materiales de la vida, la equipó someramente.
Mi antigua nevera abollada había sido remplazada por una Zanussi de doscientos litros,
la cocina de bombona por una placa eléctrica, el viejo pipote sin tapa para la basura por
un recipiente con apertura automática. Las paredes antaño simplemente encaladas
estaban cubiertas de baldosas cuyos motivos representaban alternativamente peces y
pájaros. Toda una batería de ollas y sartenes, compradas en una rebaja de Upim y
ordenadas por orden decreciente de tamaño, relucía por encima de un magnífico
aparador de madera tallada que los Tulipano se cogieron de la difunta tonnara. En el
escurreplatos, ofrecido en prima, había unos vasos y un plato. Por encima del fregadero,
un corazón de cerámica roja atravesado por una flecha negra llevaba grabado en letras
góticas este proverbio:
Amore, amore
Eterno tradittore
Una breve discusión entre la hija que quiso quitar el corazón y la madre que trató de
impedírselo me informó que la signora no estaba conforme con el matrimonio de su hija
menor, Giuliana. La discusión giraba en torno a dos puntos:
1º Se había casado con un palermitano, contraviniendo otro proverbio que prohíbe
casarse fuera de su parroquia:
Dove sei nata
Sposo ti trova
(Donde hayas nacido
Esposo encontrarás)
2º Se había casado por amor, sin consultar a sus padres, falta mucho más grave, de lo
cual me percaté con la discusión siguiente:
- No insistas, hija mía. Mejor recemos a santa Lucía para que perdone a los
culpables.
- ¡Pero Giuliana y Liborio se aman! ¡Se aman desde el inicio! ¡Fue amor a primera
vista!
- ¿Y qué? ¿Quién te metió en la cabeza que una debe casarse porque se ha
enamorado?
- Mamá…
- El amor es algo individual, pasajero, sin fundamento, sin valor, un capricho que no
dura… Uno deja de amar tan rápido como empezó a amar… Devuélveme ese corazón
que dice la verdad. (Volvió a colocarlo por encima del fregadero). El matrimonio es
para toda la vida –concluyó con un tono amargo en el que creí percibir un profundo
resentimiento–.
- Antes, quizás… –replicó la hija–.
- ¿Antes? ¿O sea que de repente podrías dejar de criar a tus hijos, de comparar los
precios de la comida en el mercado, de velar por el bienestar de tu marido, de
administrar tu hogar…?
- Pero dime: ¿tu amabas a papá?
- ¡Obviamente!
- ¿Estabas enamorada de él?
La signora hizo un gesto de indiferencia.
- Mis padres me dijeron: él será tu esposo.
- Mamá, en nuestra generación nuestra felicidad la escogemos personalmente.
- La felicidad no es el objetivo del matrimonio.
- Nosotros colocamos la felicidad por encima del deber.
- El matrimonio es una consagración imposible deshacer.
- Hoy en día no, mamá
- Porque se cometió el error de introducir el divorcio –dijo la signora en tono agrio–.
Mussolini nunca lo habría permitido.
Prisca me acompañó al piso de arriba hasta la terraza, donde el ingegnere estaba
sentado de espalda al mar. Con dos de sus nietos jugando a sus pies, contemplaba la
fachada recién pintada de la casina, que ahora era su casa, roba sua (pertenencia suya).
Había perdido mucho peso. En su cráneo, anteriormente redondo como una pelota y
barnizado como una berenjena, se le veían las venas brotadas. Sin levantarse, me dio un
apretón de manos, las suyas estaban deformadas por la artrosis. Primero me quedé
impresionado ante su deterioro tan rápido como ostensible pero enseguida me esforcé
por mostrarme jovial. Nos pusimos a conversar acerca de temas mil veces machacados
entre nosotros. Él seguía siendo indiferente al mar y detestando el lucro cesante que
representaba pero estaba orgulloso de haberse comprado la casa al mare. Su ascenso en
la sociedad de Rosalba había alcanzado su cúspide. Con la posesión de una villeta, el
campesino que venía de la clase más pobre ascendía hasta el rango de las antiguas
señorías destronadas. No era de su parte una vanidad nobiliaria sino el orgullo de haber
logrado que se reconociera la primacía del trabajo sobre el nacimiento.
Por los suspiros y gemidos de su mujer, yo pensé que iba a encontrar a un hombre
quejumbroso, lloriqueando y recriminando constantemente. Pero el ingegnere me dejó
sorprendido: mientras que su mujer regresaba al modelo siciliano, él se desmarcaba de
ese modelo por su gallardía ante la idea de la muerte. Lúcido en cuanto al deterioro de
su salud, enfrentaba con serenidad lo que la Providencia le había reservado al final de
una existencia bien llevada. Sostenido por un sentido estoico de la fatalidad, podía irse
en paz, rodeado de su familia a la que había asegurado un buen porvenir.
Su humor campesino no había perdido nada de su mordiente. A mi deseo de pronta
recuperación contestó con una broma donde el tradicional recelo ante el Estado se
combinaba con un resto de credulidad popular. Primero me dijo que ningún remedio
podía protegerle contra el desgaste de los órganos y los huesos. Y que él había colgado
una cabeza de ajos por encima de su cama y su mujer había colocado encima de la
mesita de noche una tijera abierta para ahuyentar el mal de ojo, pero ya no creía tanto en
esos cuentos. Y menos aún confiaba (aquí, un relincho) en el tratamiento aplicado por el
médico de Rosalba que venía a visitarle cada dos días. No era más que un zoquete,
como todos los de su profesión, un intrigante que atendía gratuitamente al asesor de la
oficina de asuntos sanitarios, el mismo que le vendió el diploma, un tipo capaz de
cauterizar una pata de palo.
- ¡No hables así, papá –protestó Prisca, escandalizada–.
La ingenua fe de su hija en los progresos de la medicina, las atenciones de su mujer,
los cirios que ésta encendía en la iglesia, las misas que encargaba, las limosnas que don
Artemisio le sonsacaba, los novenarios que le imponía para castigarla por haber
enseñado en esa escuela valdense de herejes, la cocina dietética, la recogida nocturna de
las plantas medicinales y la preparación meticulosa de tisanas, la eliminación del pan y
de la cerveza, su robusta constitución, no pudieron impedir que el ingegnere falleciera
dos años después.
La esquela que me lo informó enumeraba en dos páginas con orla negra sus
excepcionales méritos. Al final de una larga lista de trabajos realizados, campos
catastrados, casas construidas, servicios suministrados durante una vida laboriosa
ininterrumpida (lo cual era cierto), su viuda y sus hijos insistían en sus virtudes
cristianas y la ejemplar piedad del difunto.
27
ÚLTIMA VISITA
Los océanos no eran lo único que me separaba de María. Yo contestaba sus cartas de
Australia sólo con noticias insignificantes: la salud, las entrevistas en las galerías, los
probables éxitos, las esperanzas para mi carrera. Ella, después de la invariable
invocación: “Amigo mío”, fríamente escrita al inicio de la carta como para avisarme que
ni sus sentimientos ni su disposición hacia mí iban a cambiar, me daba a conocer las
investigaciones “de campo” que llevaba a cabo valiéndose de nuestra “experiencia” en
Sicilia y que le permitían, gracias a lo que pasó entre nosotros dos, renovar por
completo su “temática”. Me agradecía haberle “abierto los ojos” acerca de un tema que
“también” estaba presente en las sociedades “primitivas”.
Yo me preguntaba adónde quería llegar ella.
La sexta carta fue un poco más explícita. No obstante, igual que antes, no se atrevía a
abordar el tema frontalmente. “Te hablo como etnóloga”, me decía. Y hablaba de las
reacciones “saludables”, “valientes” y “constructivas” de los cazadores aborígenes que
luchan contra ciertos hábitos de convivencia dentro de la tribu. Las costumbres que
adoptan “en ciertas ocasiones” (durante las expediciones de caza o de pesca acampando
bajo carpas o durmiendo al aire libre) son “meramente circunstanciales”, precisaba. No
ceden a ello por propia voluntad, al contrario: apenas regresan al hogar, “combaten”
dichos hábitos “virilmente” para garantizar la “perpetuación de la especie”.
Desalentado por esa fraseología, irritado por lo que sobreentendía, a mí ya no me
interesaba prolongar esa discusión.
Si bien nuestra correspondencia se espació, me costaba poner un punto final a tantos
años de complicidad, de intercambio, de felicidad. Y entonces una idea vino a
inquietarme. ¿Será que María, aunque nunca me lo hubiera dicho, esperando de mí un
mismo anhelo, deseó tener un hijo y yo no comprendí lo que ella esperaba de mí?
Viniendo de un doble linaje prolífico (cinco tíos y tías del lado paterno, tres del
materno) y ella misma con tres hermanos (uno casado, dos comprometidos, y una
hermana casada y ya embarazada), tal vez estaba convencida de que en todo hombre
hay en lo más hondo de él un deseo biológico y moral de “perpetuar la especie”, y que
si yo nunca expresé un deseo de ser padre sólo se debía a ese “talón de Aquiles” al que
tanto le gustaba aludir. La vocación de la naturaleza no es la esterilidad, la pareja debe
renovarse como la naturaleza en primavera, y así fue montando esa acusación en su
mente afiebrada. Pero ya era demasiado tarde para disipar el malentendido, y entre
nosotros había tantos otros más…
El primero tenía que ver sin duda con la idea de Sicilia que cada uno de los dos se
hacía. Para ella, era un agregado, un fardo con el que la península cargaba, “una bala de
cañón histórica”, no era Italia. Para mí, era la quintaesencia de Italia. Un día (ya lejano)
en que salimos de Roma y luego tomamos la antigua carretera hacia Nápoles que
alcanza la costa en Terracina, le mostré un arco monumental ornado con una dedicatoria
al rey Ferdinando que señalaba, en el siglo XVIII, la entrada al reino de las Dos Sicilias:
“Aquí comienza la verdadera Italia”. Creyendo que se trataba de una broma, ella no
reaccionó. Sin embargo esa puerta monumental sí indicaba una frontera, pero entre esos
dos mundos separados María no dudaba de cuál era el suyo.
Dejando atrás una tierra fecunda, árboles umbrosos, gente de habla toscana y con las
mismas costumbres que en Roma o en Turín, con todas las características de la
“civilización”, se abría ante nosotros una naturaleza árida, una vegetación raquítica,
cactus, mujeres vestidas de negro, pesadas, sentadas a orillas de la carretera detrás de
unos montones de sandías, hablando un dialecto ronco. Ahí empezaba África. Yo
mismo ni siquiera sabía por qué veía tanto encanto en ese Sur ingrato que me atraía tan
irresistiblemente. Mientras más avanzábamos, más feliz me sentía. Después de
Campania venía Calabria; después de Calabria, Sicilia. Y a medida que yo me
esponjaba, María se encogía. Quizás ella tenía razón y sus críticas contra las “taras” del
Mezzogiorno eran fundadas: si la verdadera Italia empezaba ahí, tal como yo lo
afirmaba, es que desde Giotto y Dante los esfuerzos para hacer de Italia un gran país
moderno habían resultado inútiles. La florentina no podía sino rebelarse ante semejante
opinión.
Ella no había contestado a mi afirmación frente al arco de triunfo de Terracina pues
qué se le puede contestar a un bromista cuando afirma que un lisiado corre más rápido
que un hombre con sus dos piernas. Después de su última carta, yo quise ir por última
vez al lugar donde se había originado el malentendido que estuvo latente entre nosotros
durante años y que, con un pretexto que nada tenía que ver con la verdad de fondo,
explotó de repente, pulverizando nuestro amor. Me llevé para leer en el avión uno de los
últimos regalos que me hizo María: Le père Goriot de Balzac, después de comentarle
que nunca lo había leído ¿Se prevalió ella del título, sin más, sin siquiera haber vuelto a
leer el libro, sólo para que enfocarme en una idea a la que yo parecía reacio? ¿Quiso
ella, con esa última deferencia, en un supremo gesto de afecto, que yo me justificara por
nunca haber querido ser padre? Efectivamente, según la imagen tan calamitosa de la
paternidad que se desprende de esa novela, daba grima criar hijos… Pero un detalle
histórico sí me había interesado: durante los años de la Revolución francesa Goriot,
fabricante de fideos y negociante de granos, todavía lograba procurarse, trigo y cereales
en Sicilia, hoy en día reducida a montañas peladas y sabanas sin cultivos. Hasta en la
llanura bajando hacia Catania, donde las propiedades están parceladas en huertos, los
cultivos se ven amarillentos y secos. En esa tierra infecunda sólo pueden crecer
naranjales y limoneros, gracias a su origen africano. Y a mí ya me corría prisa respirar
el aroma de la zagara.
No avisé ni a la signora ni a su hija, y alquilé un auto en el aeropuerto para estar solo
con mis recuerdos. Ése iba a ser probablemente mi último viaje a Sicilia. Volví a ver el
castillo que habíamos observado en nuestro primer viaje, en un espolón a la salida de
Catania: en el mismo estado embrionario de antaño, alzaba por encima del mar su masa
octogonal y seguía siendo ni más ni menos que un gran armatoste de cemento. Habían
labrado la madera del portón, colocado herrerías en los balcones, almenas en la torre,
atalayas en el camino de ronda, y dado unos toques finales a los dinteles, pero el interior
seguía estando vacío. Faltó el dinero necesario para hacerlo habitable. A no ser que una
inconsciente voluntad de no sufrir la desilusión producida por toda obra acabada
hubiera interrumpido las obras. No era sino una estructura abierta, una idea que no fue
más allá de los planos, una quimera. Sin pisos, sin escaleras, sin puertas, sin ventanas,
ciega carcasa de una ambición abortada. Cada vez que pasábamos frente a esa masa
abandonada, nos burlábamos del propietario. Pero ahora comprendí que si yo no me
hubiera dejado influenciar por María –siempre dispuesta a hacer mofa de cualquier cosa
que le pareciera un reto al sentido común–, habría reconocido, en esa manera de
privilegiar los ornamentos inútiles en detrimento de lo esencial, la quintaesencia del
concepto siciliano de la vida. Una hija de banquero no puede concebir que la gloria de
lo superfluo resulte tan gozosa.
Tomé la carretera a Siracusa. Con un crédito de la Cassa del Mezzogiorno, tal como
indicaban unos grandes carteles que exhibían los detalles de la subvención, se estaba
construyendo una autopista para comunicar Catania con Agrigente, bordeando casi todo
el tiempo la costa. Ocho kilómetros después de Siracusa, esa autopista quedaba
bruscamente interrumpida, y todo hacía pensar que no se trataba de una suspensión
temporal. La maquinaria, ya atacada por el óxido, yacía en medio del terreno. Un bloque
de concreto colgaba del cable de una grúa. Más allá, todo seguía igual: la antigua
carretera no apta para el tráfico vehicular, el alquitrán ondeado bajo el efecto del sol, los
huecos en la calzada, la ausencia de asfalto a lo largo de varios kilómetros, los tramos
de vía única que obligaban a subirse por el talud, las hileras de cactus resecos bajo una
capa de polvo. Pasé por Rosalba sin detenerme.
Como tampoco tenía ganas de que alguien me reconociera en Marzapalo, doblé hacia
la casina sin pasar por la calle Garibaldi. Nada de lo que yo sabía de la familia Tulipano
me había preparado para el espectáculo que me esperaba una vez pasado el recodo del
camino.
La cerca ya oxidada pese a la pintura verde espinaca y cortada por cizallas en casi
toda su extensión, el portal desbaratado, el friso de la planta baja cayéndose por placas
enteras, los canalones rotos colgando en el vacío, los contravientos oscilando en sus
bisagras y batiendo contra las paredes, los globos eléctricos exteriores destrozados, las
rejas que protegían las ventanas de la planta baja arrancadas o retorcidas, todo revelaba
el abandono. Era obvio que la signora y su hija ya no venían más, ni siquiera los
domingos. Así quedaba sellado el destino de lo que se había iniciado con una
extravagancia del marqués Francesco. ¿Quién compraría tal ruina a la viuda del
ingegnere? Una vez robado todo lo que aún pudiera servir, de la bien llamada casa
abusiva sólo quedaría un montón de escoria. Avancé una última vez hacia el borde del
acantilado para contemplar la línea que dividía las aguas, escuchar el golpeo de la
resaca contra las rocas entre los dos mares, y dar la despedida más melancólica al fortín
rosa encaramado en el tope del islote como la Jerusalén celeste de los cuadros
renacentistas. Por la línea del horizonte se deslizaba un paquebote de crucero, llevando
de Catania a La Valette a unos turistas que “conocerían” el Mediterráneo sin saber que,
comparadas con las curiosidades de Malta, las tierras agrestes del cabo Passero son
superiores en interés, belleza y fuerza poética. La escalera del perro, desgastada por la
continua erosión de la roca caliza y por el embate del oleaje invernal, había vuelto al
estado de escombros. Las florecitas malvas seguían creciendo en los huecos de las
rocas, encogidas, secas, indestructibles, armadas para resistir al tiempo. Con razón eran
llamadas inmortales, pues todo lo demás naufragaba. Me torcí el tobillo por querer
recoger un ramillete.
¿Y si yo hubiera comprado un estudio en Trouville con el dinero del señor Vignole?
Pregunta estúpida que me llevó a pensar en lo insípido que resultaría un verano sin el
Mediterráneo.
¿Qué era lo que me gustaba en esos paisajes? ¿Qué me aportaban de indispensable?
¿Un estímulo para pintar? No, puesto que yo me limité a pintar formas geométricas que
podría haber pintado en cualquier otra parte, y yo había estado más de una vez a punto
de renunciar a seguir pintando. Pasé en revista todas las hipótesis. ¿Los “colores”
tradicionalmente asociados a estas costas? Tampoco, puesto que la costa que yo había
escogido para instalarme era particularmente incolora. ¿El cielo? ¿La luz? No tienen la
variedad, la variabilidad, lo pintoresco, lo delicioso de la luz y del cielo de Normandía.
¿La gentileza de los habitantes? Son tan taciturnos, distantes e insondables que yo no
dejaba ni un momento de sentirme como un extraño entre ellos. ¿Las remembranzas de
la Antigüedad para un amante de Virgilio y Homero como yo? Menos aún, puesto que
las civilizaciones latina y griega han dejado sus huellas por toda Sicilia excepto por esa
comarca.
Tratando de definir lo que representa la palabra “Mediterráneo” para mí, sólo se me
ocurrían estereotipos: un arte de vivir sin los accesorios de la felicidad, una plenitud sin
motivo, voces, sonidos, alientos, olores, el aire tibio sobre la piel, la noche tan templada
como el día, la sensualidad por doquier, pero todo contrarrestado por una moral severa,
una dulzura que flota, impalpable, imposible de asir, una corriente difusa que no se deja
atrapar pero fecunda la imaginación, la pintura de Henri Matisse, la música de Darius
Milhaud… ¡Ah, qué sé yo!, pensé finalmente pero con la confusa sensación de no haber
reconocido otros motivos.
Con mi ramillete de inmortales en la mano, cuyos pétalos resecos confirmaban que
yo no había demostrado mucho sentido común al instalarme en un lugar donde sólo
crecen flores encogidas, incoloras, inodoras, en vez de los ricos arrietes que pude haber
tenido en Normandía, me volteé una vez más hacia el mar: ¡Cuánto vacío, al fin y al
cabo, en esa extensión inmóvil! ¡Qué aburrida profusión de nada, qué falta de
estimulante, qué negación de todo lo que aporta alegría de vivir! Ya me lo había dicho
María:
- Si lo que querías era destruirte y destruir nuestra relación, no pudiste haber
escogido un mejor lugar…
Y, con más perfidia aún, una vez que ella me descubrió contemplando en el cielo
oscuro la titilante aparición de las estrellas:
- Es la actitud de un hombre que, sintiéndose incapaz de realizar su ambición, busca
la manera de volverla irrisoria.
28
DESPEDIDA
Mientras regresaba, pensativo, hacia la casa, vi a un muchacho en bermuda que
bajaba desde la terraza deslizándose por un tramo de canalón desprendido. Llevaba bajo
el brazo el precioso toallero de cerámica comprado por María en la mejor fábrica de
Caltagirone e instalado por Nunzio en el cuarto de baño. Originalmente azul y blanco,
adornado de estrellas y soles en relieve gracia al procedimiento de litofanía importado
de Alemania para graduar los espesores de la pasta, con el transcurrir del tiempo, la
humedad de los inviernos y la falta de mantenimiento, ya estaba tan raspado,
resquebrajado, desvaído, que nos había parecido inútil llevárnoslo.
El tramo del canalón cedió bajo el peso, el muchacho perdió el equilibrio, se raspó
con el borde de la ventana y se quejó:
- Maledetta casa! Por un trasto que ni siquiera podré vender bien…
Arremangándose hasta la ingle el bermuda demasiado ancho, desteñido y sostenido
por un cordón, se examinó la parte superior del muslo donde se veía un poquito de
sangre. Delgado, demasiado para su edad, posiblemente no comía lo suficiente. Sin
prestarme atención, se presionaba la herida con los dedos. Me acerqué para señalarle mi
presencia. Estaba agachado y no dejaba de quejarse.
- ¿Estás herido?
- Maledetta, maledetta casa! Primero la muñeca y ahora el muslo.
Se frotó la muñeca, inflamada y adolorida.
- ¿Hace tiempo que está deshabitada?
- ¡Eh… qué sé yo! Lo seguro es que aquí ya no vive ningún cristiano.
- ¿Pero por qué?
- ¡Llena de lagartijas y arañas como está!
- ¿Te asustan las lagartijas y las arañas?
Se santiguó.
- Mamma mia! Sólo de mencionarlo se me pone la carne de gallina… Son negras, se
arrastran, pululan, se escurren entre los dedos, se meten en los cabellos… ¡Jesús! Las he
visto pelearse y devorarse en un frasco de vidrio olvidado en el fregadero. ¡Qué susto! Y
todo por un cachivache que nadie querrá comprar. ¿Conoce a alguien a quien le pudiera
interesar?
La idea de desplumar a un tonto le ponía un destello en los ojos.
- ¿Tal vez a usted?
Lo dudé un instante. No me quedaba ningún recuerdo de la casina. Había vendido
los muebles con la casa, incluyendo una marioneta de tamaño natural comprada en el
Teatro dei Pupi en Siracusa. Dejaba atrás todos esos años tan llenos de emociones y de
imágenes con las manos vacía. No obstante, sería demasiado deprimente conservar un
accesorio de cuarto de baño como reliquia de nuestro amor…
- No.
- ¿De verdad que no lo quiere?
- ¿Cómo te llamas?
- Concetto.
- Concetto, ¿qué voy a hacer yo con semejante trasto?
- Realmente es un trasto.
Movió la cabeza y ya no insistió.
- ¿Has oído hablar de una pareja de forasteros que vivieron varios años en esta casa?
- ¡Sí, gente más bien rara!
- ¿Un pintor con una rubia?
- ¡Exacto! Il signor pittore y su mujer. El viejo Nunzio todavía se acuerda de ellos,
les surtía las bombonas de gas. Realmente dos personas que no eran como los demás…
Vivían cómodos. ¡A ésos no les faltaba el queso en la pasta! No tenían hijos. ¿Le parece
normal que unos cristianos no tengan hijos? Vivían apartados, no se sabía qué hacían
por aquí… El signore iba él mismo de compras, cargaba con las botellas y todo lo
demás mientras que la muñeca se bronceaba las nalgas al sol, nunca se había visto algo
así… Mi hermano me contaba unas bien buenas, en esa época yo era un niñito… Seguro
que la casa ya no tiene arreglo, cuando se fue la gente, las arañas tomaron el lugar.
¿Tiene un pañuelo? ¡Mire, estoy sangrando! ¡Accidenti al que me obligó a arrancar ese
pedazo de cosa de la pared! Se me medio dislocó la muñeca…
Tenía un aspecto tan derrotado, con su toallero inútil, que sentí una especie de
ternura. ¿Qué vida podía llevar en Marzapalo un joven de dieciséis o diecisiete años?
Ya no había estadio, no había cine, los proyectos del hotel quedaron en el abandono, el
turismo en punto muerto, no había nada que esperar de la escuela, ninguna formación
profesional, ningún dinero que ganar, un porvenir de desempleo, ningún contrapeso a la
pobreza, a la falta de trabajo, al aburrimiento. Le di un kleenex. Lo agarró sin dar las
gracias y se lo pasó por la herida.
Sentí una especie de vergüenza por dejar que se llevara sólo un utensilio estropeado.
¿Acaso era yo como esos ricos que pretenden alimentar a los desfavorecidos del
Mezzogiorno con sólo unas migajas caídas de la mesa? ¿Qué otra cosa podía pensar el
muchacho? Para él, sólo fuimos unos vacacionistas egoístas que se aprovecharon de la
pobreza de la aldea para vivir en la abundancia sin gastar mucho. Se desnudan para
ponerse al sol y luego se van, indiferentes a lo que les rodea. Me sentí tan culpable que,
sin pensarlo, me le acerqué y me agaché junto a él para ayudarle a curarse. Y cuando iba
a ponerle la mano en el muslo, el muchacho gritó:
- ¿Qué quiere de mí?
Con sorprendente agilidad, se puso de pie, se acomodó el bermuda y se apoyó contra
la pared. Apretando los muslos, se cruzó los brazos en el pecho.
- Nada –le dije, y yo también me puse de pie–. Yo era el propietario de la casa.
¡Tienes razón, qué lugar para quedarse a vivir! Hay que saber apreciar estos paisajes…
Yo también me lesioné varias veces, tropezando en las rocas. Mira –agregué,
mostrándole una cicatriz en mi brazo–.
- ¿El pintor era usted? Últimamente vemos a muchos forasteros merodeando por
aquí… De verdad que algunos tienen un aspecto especial… Por ejemplo, los tres tipos
que quisieron llevarnos a mi hermano y a mí en su 4x4 con vidrios ahumados. Un
carrazo, y no se veía nada por dentro. Oyeron hablar de la isla de las Corrientes pero no
sabían dónde queda.
- ¿Y se montaron con ellos?
- Mi hermano aceptó. Y a la noche, cuando regresó, tenía una cara rara, yo que se lo
digo…
- ¿Te contó lo que hicieron?
- No. Sólo me dijo: “Nunca más lo volveré a hacer.” Ay… me duele la muñeca…
Busqué la manera de dejarle una mejor impresión de la casina.
- El toallero estaba nuevo cuando lo compré, era bonito.
- ¿Pero para qué sirve?
Le di un billete de cinco mil liras.
- Toma, es lo que me costó. En ese estado, nadie te lo comprará. Espero que así no
tengas un recuerdo tan malo de esta casa.
Agarró el billete pero sin dejar su expresión terca y desconfiada.
- ¿Y por cierto, por qué me preguntó cómo me llamo? ¿Qué le importa?
Me miraba con ojos de sospecha, como si fuera imposible que un desconocido le
regalara semejante suma sin esperar algo a cambio. Nos miramos unos instantes en
silencio. Era un rubio de ojos azules, de esa raza de normandos de tez pálida que se
puede conseguir en Sicilia. De repente, dejando ahí el toallero y olvidándose de su
herida, tomó impulso y echó a correr. Le vi saltar por encima de un poste caído del
antiguo estadio y huir por la landa hacia el seto de cañas.
Desconcertado y contrariado no pude dejar de seguir con la mirada los brincos
increíblemente ágiles y llenos de gracia de aquel cachorro de ciervo. “¿Y si María no
estaba equivocado en su intuición? –pensé entonces– ¿Si adivinó, si acertó?” Recordé
las últimas veces que habíamos hecho el amor, su actitud helada. ¿Frialdad calculada,
acaso? ¿Había comprendido antes que yo, por unos indicios delatores aquí y allá, lo que
me trabajaba por dentro sin saberlo yo? ¿Había tratado de darme un pretexto para
facilitar la ruptura, demasiado generosa para convertirse en un obstáculo si tal era mi
destino? Me dijo una vez: “El emblema de Sicilia es esa Gorgona que vimos en el
museo de Siracusa, una cara haciendo muecas, unas serpientes como cabellera, una
mirada mortal. A ti también, amigo mío, te atrapó. Soy impotente contra sus
maleficios.” Yo no contesté, no quise saber si tras esas misteriosas palabras había algún
sentido.
¡La Gorgona! ¿Pero cómo se le ocurrió a María pensar que la Gorgona me había
embrujado? “No había ningún sentido en sus palabras –pensé de repente–. Fue la
obsesión de una mujer celosa.” Yo no me separaba de una foto que llevaba en el
bolsillo. Mi amigo Kevin la había tomado recientemente. La saqué de la cartera para
mirar el hermoso rostro de Patricia y ahuyentar mis dudas. Estábamos instalados en la
terraza de La Closerie des Lilas. Ella me sonreía, yo le sonreía. Ese día le dije: “Vamos
a la joyería Cartier a buscar la sortija de tres anillos que encargué para ti.” Era loo más
que yo podía hacer, en espera de que María se decidiera a devolverme mi libertad. Ya se
esbozaba un nuevo porvenir para mí. Sí, con Patricia, un porvenir que se basaba en
nuestro amor recíproco. A ella, yo no lo dejaría ir. En vez de viajar, tendríamos hijos.
¿Acaso esa decisión de tener una familia no era una prueba que desmentía las
insinuaciones de María?
¿Una “prueba”? Nuevo cambio en mi mente. No, para María no sería ninguna
prueba, tuve que reconocerlo. Ella me citaría diez casos de amigos de su familia que se
habían casado porque en el mundo de los negocios el matrimonio a partir de los
veinticinco años es una necesidad.
- ¡Pero yo no vivo en el mundo de los negocios, María!
- E va là… ¡Todos necesitan tranquilizar su conciencia!
Tales eran mis pensamientos, me sentía en la más extrema confusión, y en eso el
muchacho, que había regresado a escondidas y se había trepado al techo del bunker de
las duchas, silbó para llamar mi atención. Se contoneaba y daba brincos, me enseñaba el
puño y de repente se quitó la franela y la lanzó a sus espaldas. Hinchando el pecho y
estirándose, me hizo una señal obscena a la siciliana.
Cada vez más confundido, fui a dejar el ramillete dentro del auto y me fui caminando
hasta la aldea, como antaño. Las variadas innovaciones superficiales no habían
modificado la fisonomía de Marzapalo, que seguía siendo la aldea subdesarrollada de
siempre. Me convencí de que iba a dejar atrás un fragmento intacto de la antigua Sicilia,
desheredada y magnífica. Las casas inacabadas eran tan numerosas como la primera vez
que vine. Los marcos de las puertas en metal dorado seguían adornando las fachadas sin
frisar. Delante de la iglesia, las orejas y la nariz de la estatua en yeso de la Virgen, que
los niños destrozaron con sus hondas, no habían sido reparadas. De pie en la entrada de
la iglesia, don Artemisio aguardaba, con los brazos cruzados debajo de su sotana. Se
quitó el solideo y entró detrás de dos devotas que iban a confesarse. Las mujeres que se
sentaban delante de sus casas seguían dando la espalda a la calle. Los ancianos,
apoyados en sus bastones, los adolescentes deambulando, los niños de cuclillas en el
polvo, nada había cambiado.
No sabía qué hacer. ¿Recorrer por última vez la calle Garibaldi, espiado por un
centenar de miradas que se apartaban a mi paso? ¿Entrar en la tienda de Nunzio
modernizada por su hijo pero que seguía siendo el bazar donde seguramente las latas de
conservas vencidas se acumulaban en los anaqueles como antes? ¿Ir a instalarme al bar,
frente a Berto, incapaz de preparar correctamente una leche de almendras? Los whiskies
que servía, demasiado comunes para el gusto lujoso del marqués, sólo podían haber
gustado a su inglesa tonta. Me hacía falta una cinta para atar mi ramillete de inmortales.
La que sobrevivía de las dos Parcas hurgó en su cueva, echando pestes contra el
inoportuno.
SUMARIO
1. Rosalba
2. En casa del príncipe
3. La casina
4. Siracusa
5. Crimen de honor y regadío en el desierto
6. El marqués
7. El acantilado y el perro
8. Palmiro y Olinda
9. “Gigi”
10. Filomena
11. El periódico satírico del príncipe
12. El Círculo de contertulios
13. En una playa de Calabria
14. Nueva discrepancia
15. Rosalba en julio
16. Acuerdo perfecto
17. Paseos por el puerto
18. El pañuelo de Lucky Luciano
19. Apoteosis de Palmiro Cazzone
20. Gigi en la gloria
21. La agresión
22. La medusa
23. El terreno de fútbol
24. Sospechas
25. Donde las aguas se dividen
26. Demasiado tarde