Amelia Hernández Muiño 1 ROSALBA La peque

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DOMINIQUE FERNANDEZ de la Academia Francesa DONDE LAS AGUAS SE DIVIDEN Traducción: Amelia Hernández Muiño 1 ROSALBA La pequeña ciudad de Rosalba, en la punta Sur-Este de la isla, es la última aglomeración urbana de cierta importancia. Vincenzo Starabba, marqués de Rudini, la fundó en 1760, tal como lo atestigua una placa de mármol recientemente colocada frente a la iglesia para recordar la fausta data que marcó el inicio de un “luminoso futuro”. La Italia republicana no ha logrado borrar su pasado monárquico y feudal. Rosalba, obsequio de un aristócrata cuyo preciado recuerdo parece mantenerse, está construida alrededor de una plaza cuadrada muy amplia, de una extensión sorprendente para un burgo de sólo unos miles de habitantes. Originalmente esta plaza era el área donde se batía el trigo. Los jóvenes de la comarca formaban una cadena para pisotear las espigas en cadencia, muchachos y muchachas, juntos y revueltos por una vez. Una sola y única oportunidad para ellos de compartir una actividad común y tomarse de las manos, libertad inconcebible fuera de aquella ocasión, gesto prohibido durante todo el resto del año. Aprovechaban la ganga y prolongaban la fiesta por varios días. Los cuatro espacio de poder, la iglesia, la alcaldía, la delegación de carabineros, el Banco de Sicilia, se reparten los cuatro lados de la plaza junto con el estanco de tabaco y dos o tres bares, supuestamente lugares de esparcimiento. ¿Pero cómo podría esta

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DOMINIQUE FERNANDEZ

de la Academia Francesa

DONDE LAS AGUAS SE DIVIDEN

Traducción: Amelia Hernández Muiño

1

ROSALBA

La pequeña ciudad de Rosalba, en la punta Sur-Este de la isla, es la última

aglomeración urbana de cierta importancia. Vincenzo Starabba, marqués de Rudini, la

fundó en 1760, tal como lo atestigua una placa de mármol recientemente colocada frente

a la iglesia para recordar la fausta data que marcó el inicio de un “luminoso futuro”. La

Italia republicana no ha logrado borrar su pasado monárquico y feudal. Rosalba,

obsequio de un aristócrata cuyo preciado recuerdo parece mantenerse, está construida

alrededor de una plaza cuadrada muy amplia, de una extensión sorprendente para un

burgo de sólo unos miles de habitantes.

Originalmente esta plaza era el área donde se batía el trigo. Los jóvenes de la

comarca formaban una cadena para pisotear las espigas en cadencia, muchachos y

muchachas, juntos y revueltos por una vez. Una sola y única oportunidad para ellos de

compartir una actividad común y tomarse de las manos, libertad inconcebible fuera de

aquella ocasión, gesto prohibido durante todo el resto del año. Aprovechaban la ganga y

prolongaban la fiesta por varios días.

Los cuatro espacio de poder, la iglesia, la alcaldía, la delegación de carabineros, el

Banco de Sicilia, se reparten los cuatro lados de la plaza junto con el estanco de tabaco

y dos o tres bares, supuestamente lugares de esparcimiento. ¿Pero cómo podría esta

noción de “esparcimiento” entrar en la cabeza de campesinos y obreros agrícolas

criados en condiciones rudas, fortalecidos por una vida austera? Ellos conforman la

mayor parte de la población. El resto se compone de maestros de escuela, funcionarios

municipales, empleados del catastro, abogados sin causas, propietarios de unas fanegas

de tierra.

Estoy dando estos datos con la esperanza de que mis lectores, contrariamente a María

y su indiferencia, se interesen por la vida de estas gentes.

Los bares sólo son frecuentados por los hombres y ahí, de pie y de prisa, toman un

café excelente sin ponerle azúcar. Aunque el alcohol fuera más barato, no por ello les

gustaría: las bebidas alcohólicas son una afición ignorada en esta parte del mundo

demasiado saturada de sol para tener ganas de tomar algún excitante. La plaza está

cercada por una fila de encinas verdes, tan juntas que el follaje, espeso cual piel de oso,

forma una bóveda de una sola pieza. Centenares de aves ocultas en las ramas empiezan

a piar en cuanto se pone el sol. Yo me había asomado al umbral del bar “Splendido, el

antiguo “Splendid” italianizado por los fascistas que, con su susceptibilidad patriótica,

proscribieron los términos anglosajones. Y el nuevo nombre permaneció ya que ningún

alcalde, derechista o izquierdista, exigió recuperar las apelaciones originales.

Unos viejos campesinos, en camisa blanca y pantalón negro, ocupaban las escasas

sillas dispuestas en la acera. Con el sombrero negro inclinado hacia delante tapándoles

los ojos, dormitaban o miraban al vacío sin hablar, sin beber, con la espalda encorvada

por la edad, los miembros deformados por el reumatismo. Apoyados en sus bastones

plantados entre las piernas, no mostraron ninguna curiosidad al vernos pese a que nunca

más habían visto a un extranjero después del desembarco de los Aliados. Rosalba había

sido la primera ciudad ocupada por las fuerzas anglo-norteamericanas.

La juventud de hoy deambulaba bajo los árboles alrededor de la plaza, chicas con

chicas tomadas del brazo. La Iglesia no ha hecho sino retomar, endureciéndola, la

costumbre árabe traída a Sicilia por la ocupación musulmana de los siglos IX y X. Entre

uno y otro grupo se intercambiaban tímidos saludos. Los muchachos se daban codazos,

sacaban el pecho, movían los hombros, se tomaban por la cintura o el cuello, se tocaban

unos a otros ahí donde reside el honor de los varones, sin pudor, fanfarroneando por

impotencia y, con aires de conspiradores, comparando entre ellos los méritos de las

chicas a las que no tenían el valor de abordar. Italia se ha convertido en una gran nación

moderna, pero los sicilianos entre quince y cuarenta años siguen elucubrando hasta lo

infinito sobre la mujer, interrogándose acerca de su misterio sin nunca bajarla de su

pedestal. Es el tema que ocupa constantemente sus pensamientos. Para ellos “la mujer”

es un ídolo, es inaccesible fuera del matrimonio. Se casan muy tarde, como si en vez de

poseer prefirieran fantasear.

María, harta de esperarme dentro del auto, entró en el bar. La aparición de una

extraña en ese sitio suscitó un movimiento entre los jóvenes, risas, exclamaciones,

jactancias, manos rápidamente metidas en los bolsillos, todo el zafarrancho de la

frustración. Molesta al ver que atraía una atención tan indiscreta pues su silueta no tenía

competencia en la región, María ya empezaba a echar de menos Roma. Habíamos salido

de la capital quince días atrás y de Siracusa temprano en la mañana, después de visitar

concienzudamente ese enclave arqueológico y sus iglesias.

María tenía cabello moreno pero antes de viajar hacia el Sur se lo tiñó de rubio. El

mejor estilista de los Marioli la norueguizó.

- ¿Pero por qué lo hiciste? ¿Tú no sabes que…?

Le objeté que por allá el cabello rubio era tan raro que ella se iba a exponer a una

curiosidad molesta, suscitando una codicia inoportuna; fue en vano: ella se estaba

fabricando un pretexto para sentirse molesta en Sicilia. Cabello rubio y silueta esbelta,

algo como para exacerbar a los varones de todas las edades, todas las categorías, todas

las variedades, y dar cuerpo a sus prejuicios. Hija de un banquero del Piamonte, era la

primera vez que iba al Sur. Ya había desafiado a sus padres al haberse convertido en mi

pareja; yo, un joven sin fortuna y sin “apellido”, quería ser pintor. A los Fasullo di

Montefiori (habían obtenido la prerrogativa de juntar el apellido sonoro de la esposa y el

apellido insípido del esposo, pues el epíteto fasullo significa “simplón”, “tonto”) no les

podía agradar un pintor que no tenía ninguna garantía de éxito. María hizo caso omiso

del descontento de sus padres. Pero aun cuando rompió con la mayor parte de los

prejuicios de su familia, había uno que aceptaba sin discusión: Nápoles y el resto del

Mezzogiorno1 le inspiraban una injustificada mezcla de recelo, miedo y aversión. Para la

preparación de su tesis sobre los aborígenes del desierto de Gibson, había ido dos veces

a Australia y me hablaba de ese país con la simpatía cautelosa y la admiración

protectora de una investigadora científica. Pero explorar su propio país, eso nunca se le

había ocurrido. Juzgaba las costumbres sicilianas así como la realidad económica y

social sicilianas sólo en función del PIB nacional. Evidentemente, al considerarlas sólo

desde ese punto de vista, María no podía sino deplorar su “atraso” con respecto a la

Italia de Turín y Milán. Nunca había reflexionado acerca de la responsabilidad de la

gente del Norte.

- Ese Cavour2 con el que tu padre está tan encaprichado –le decía yo–, ¿habrá bajado

alguna vez más allá de Roma?

Lector de Píndaro3, Cavour se fundamentó en el mito griego del “granero” para

considerar a Sicilia como “fecunda en caballos” y “olorosa a cosechas”. Pero a raíz de

los terremotos y la desaparición de los ríos, el suelo de la isla se cuarteó, se fracturó,

quedando impropio para la labranza. Los cruzados de la Edad Media, al deforestar las

montañas para construir sus barcos, aceleraron el deterioro de los cultivos ya

empobrecidos por el enrarecimiento de las nubes y la falta de lluvia. De todos aquellos

cambios geológicos y climáticos, Cavour nada quiso saber.

A semejanza de aquel “humanista” y demás artífices del Risorgimento 4 que

consideraban a los sicilianos como una raza inferior, María estaba convencida de que

1 Literalmente, mediodía. Término con el que se señala todo el Sur de Italia, así como las islas de Cerdeña y Sicilia. Tradicionalmente, el nivel de desarrollo de esta región ha sido inferior al resto de Italia. (NdlT) 2 Político de ideas nacionalistas, el conde de Cavour fue una de las grandes figuras que promovieron la unificación de Italia en el siglo XIX. (NdlT) 3 Poeta lírico de la Antigüedad griega. Exaltó las virtudes de su patria a través de una obra grandilocuente. (NdlT) 4 Movimiento político, social y cultural que promovió en el siglo XIX y a principios del XX la unificación de Italia. Hasta entonces, la península italiana estaba formada por distintas entidades políticas que variaban según las guerras y las invasiones extranjeras: la República de Venecia, el reino Lombardo-

todas esas desgracias de la isla con las que los medios nos machacan los oídos: pobreza,

mafia, desempleo, corrupción, analfabetismo, matriarcado opresor, falta de libertad para

los jóvenes, e incluso la sequía que acaba con cualquier vegetación en esas tierras

calcinadas, sólo pueden venir de la mala índole de sus habitantes, indisciplinados,

crédulos, venales, holgazanes perdidos. Tan viciosa disposición les impide madurar. “El

más honrado es sólo el menos bribón”: así opinan en Piamonte y Lombardía acerca de

la gente del Sur.

Yo ya había pedido una leche de almendra, cuyo sabor dulce y amargo me encanta.

María, recelando de una bebida que no conocía y cuya blancura le pareció sospechosa,

se conformó con un vaso de agua mineral. Se sorprendió con su sabor ferruginoso, que

se debe a la acción de los gases volcánicos.

En Rosalba, donde el dinero no circula sino escasamente, no hay nada especial qué

ver. Rosalba no se ufana ni de un palacio ni de una mansión. El marqués de Rudini no

vivía en la ciudad que había fundado. La iglesia es de lo más común y corriente.

Ninguna casa se distingue de las demás. Las calles, trazadas a cordel, se cruzan en

ángulo recto. Junto a cada entrada hay una placa mortuoria con letras altas de varios

centímetros, cubitale como se dice en italiano. Antaño fueron negras; con el tiempo se

han puesto más claras, han perdido el color, y los méritos de los difuntos desplegándose

sobre los muros, el mar de lágrimas vertidas por su vida ejemplar y mencionadas en

esas placas, tampoco contribuyen a alegrar las calles. El alma del muerto no sale de su

casa cuando su cuerpo es llevado al cementerio, lo cual obliga a la familia a mantenerse

de luto permanentemente.

La quincalla Del Buono, señalada con la inscripción “Ferramente-Colori”, me

pareció merecedora de una visita. En esa especie de cueva en la que nos metimos, se

acumulaban en desorden utensilios domésticos y herramientas agrícolas, rollos de

Veneto, la República de Génova, el reino de Cerdeña, el reino de Nápoles, el reino de Sicilia, el reino de las Dos Sicilias, el gran ducado de Toscana, el Estado pontificio de Roma, etc. (NdlT)

rejillas para cercas y arneses para caballos, amuletos contra el mal de ojo y cataplasmas

para esguinces. María se impacientaba.

- ¡Uff! Rodar tantas horas para venir a perder el tiempo en un bazar…

- En todo caso –le dije, deseoso de ablandarla–, reconoce que en esta región que

permanece intacta, que permanece pura, apartada del itinerario de los vacacionistas,

nosotros somos los únicos turistas.

- Per forza… ¿A quién sino a ti puede agradarle ver a unos niños ambulantes

vendiendo cabezas de pescado en sus carretas? Cualquier agencia de viaje se arruinaría

si propusiera semejante circuito.

¿Para qué discutir? Ni yo mismo estaba seguro de lo que debía pensar, sólo podía

entrever la complejidad de ese mundo que, pese a la arcaica simplicidad de sus

tradiciones y a la transparencia de sus costumbres, no se descubre a primera vista.

Yo no tenía la intención de quedarme en Rosalba sino de llevar a María hasta la

punta de la isla, cinco o seis kilómetros más al Sur. Nuestros mapas señalaban el pueblo

de Marzapalo como el último puerto siciliano. De este lado, frente a Malta, la isla se

termina en un promontorio que separa el mar de Grecia y el mar de Italia. Alguna vez en

las postrimerías de la era cuaternaria, ese cabo tocó África. A mí siempre me han

atraído los confines –finis terrae, los extremos del mundo–, y ese cabo Passero

(Pachynum en los textos de Virgilio) por donde dobló Eneas, el fugitivo troyano, antes

de ir a poner pie en la Italia central donde su descendencia fundaría Roma, no sólo me

parecía el límite de Europa: me lo imaginaba como un lugar sin memoria, un territorio

nuevo exento de esas remembranzas históricas que agobian a Sicilia. Me alegraba de

que el hijo de Venus y Anquises no hubiera desembarcado ahí. Al fin un lugar, pensaba

yo, donde no habrá ni templos, ni mosaicos, ni vasijas pintadas, ni vestigios greco-

romanos de ninguna clase. Una semana viajando por Segesta, Selinunte, Agrigento,

Piazza Armerina me habían saciado. Ya no podía más de tanto visitar museos y

extasiarme ante unas ruinas. María, harta ella también de admirar lo que todo el mundo

admira, estaba totalmente de acuerdo conmigo. Queríamos ver un país viviente y no los

escombros de un pasado que se perdía en la noche de los tiempos. Fue el caserío de

Marzapalo, que pone de manifiesto un origen árabe, lo que nos decidió. Quizás los

saracenos habían fundado la aldea, suposición que me encantó. Seguramente, en este

extremo del mundo no íbamos a encontrar ni un zócalo de columna.

Atravesamos una región de tierras planas, de salinas, de viñedos escalonándose por

las colinas. Reconocí los almendros por sus hojas largas y puntiagudas. ¡Cuántas veces

desde entonces habré recorrido esa ruta! Nada ha cambiado. Los olivares centenarios

agitan su follaje azulado, rumoroso de notas metálicas. Unos invernaderos alargados y

abovedados relucen bajo el sol. Amontonados en las pendientes, parecen campamentos

de beduinos. Aquí y allá, una finca, un aprisco, una granja, una almazara de piedras

resquebrajadas, rompen la alineación de los viñedos. Tomates de un rojo vivo puestos a

secar con sus tallos verdes encima de grandes cañizos blancos, despliegan por el suelo

los colores de la bandera italiana. En la cima de una cuesta se nos apareció Marzapalo.

Rodeada de mar por tres lados y dominada por un faro, la aldea se extiende hacia abajo,

como si las corrientes que se chocan en ese cabo la hubieran arrastrado hasta esa costa.

Un poco más allá del faro, un camino de tierra gira a la izquierda. Por ahí metí el

auto sin percatarme de que estábamos entrando a una propiedad privada. El camino

descendía hacia el mar. De repente María me dijo: “¡Para! Esto es una propiedad

privada.” Seguimos a pie hasta una casa aislada. Baja, alargada, modesta, mal

mantenida, silenciosa, no podía ser ni una villa vacacional ni un centro de recreo. El

friso estaba desconchado. Por las ventanas de la planta baja, dotadas de unas rejas

oxidadas, vimos una especie de cobertizo donde guardaban redes de pescar y arpones.

Por todo lo ancho del primer y único piso corría una terraza con una barandilla. Desde

ahí, dos hombres observaban a través de unos binoculares unos puntos minúsculos en el

mar.

Frente a nosotros, en una plataforma de cemento de cinco o seis metros cuadrado, a

ras del agua y unida a tierra mediante un plano inclinado provisto de rieles, yacían unos

quince atunes colosales. Yo nunca había visto tanta cantidad de piezas de semejante

tamaño y tan magníficas. María, que amó a Ingrid Bergman en la película Stromboli

pese a lo cruel de la pesca del atún, tuvo que sobreponerse a su repugnancia ante los

chorros de sangre que enrojecían el cemento y las manos del los hombres. Éstos, medio

desnudos, renegridos por el sol, con la piel quemada por la sal, se afanaban con los

pescados, colocándoles un gancho en las fauces para subirlos uno por uno a un pequeño

vagón que, mediante un cabrestante, descendía por el plano inclinado. El carro

rechinaba bajo el peso y remontaba la pendiente hasta el suelo de tierra apisonada de

una antigua cocina. Hermoso ejemplo de arquitectura industrial, la edificación parecía

dejada al abandono. La chimenea de ladrillos estaba derrumbada, en el techo faltaban

muchas tejas, sólo se mantenía en buen estado la planta baja donde se depositaba el

atún. Unos mayoristas, con impermeables amarillos y llevando en sus gorras la

inscripción “Pescaderías Unidas de Catania”, los metían en unos camiones frigoríficos.

2

EN CASA DEL PRÍNCIPE

De repente se oyó por encima de nosotros una voz una voz que dijo: “Buongiorno…”

Uno de los dos ocupantes de la terraza nos señalaba con la mano una escalera en espiral.

Me sentí avergonzado por nuestro comportamiento. Fuimos recibidos con una cortesía

un poco burlona. El hombre, de unos cincuenta años de edad, llevaba unos shorts

arrugados color caqui, sandalias de cien liras, una camiseta antaño roja y ahora

descolorida por la acción combinada del sol y de muchas lavadas. Delgado, vivaz, sin

afeitar, con el cráneo desguarnecido, los pómulos salientes, entrecerrando unos ojos

llenos de malicia, se parecía a un retrato que me gustó en el pequeño museo de Cefalú,

cerca de Palermo, un cuadro pintado por Antonello de Messina. Pero María se sintió

desconcertada ante esas mejillas arrugadas por una sonrisa socarrona, esa mirada

sardónica de “marinero desconocido”, ese aspecto jovial de pirata divirtiéndose con la

buena broma que está a punto de hacer a expensas del bobo que le está mirando.

Incómoda, apartó la mirada. En el rostro curtido y requemado de nuestro anfitrión, su

afición a burlarse había puesto en las comisuras de sus labios las misma arruguitas de

alegría irónica.

- Discúlpenme un momento, estoy vigilando la pesca. Me están dando aviso de un

trío de peces espada.

Y apuntó sus binoculares hacia la alta mar.

A su lado estaba un hombre de mayor edad, cuya fuerte contextura, su cabeza en

forma de berenjena, capilares en las mejillas y una evidente propensión a la buena

comida y a la comodidad, contrastaban con sus aires recatados. De aspecto mucho más

cuidado que el otro, bien afeitado, vestido con camisa blanca de manga larga y pantalón

de dril recién planchado, calzando mocasines con suela de cuero, se levantó de su

asiento para saludarnos, alzó su panamá, aplastó una hormiga en la balaustrada y dio

dos pasos atrás, pendiente del hombre delgado para adaptarse a su comportamiento.

También nos dijo “buongiorno”. Sin darnos tiempo para pedir disculpas, nos invitó a

sentarnos en unas sillas plegables de lona descolorida. Lanzó un “Vincenzo, per

piacere”, y un viejo sirviente apareció renqueando, ataviado con una librea de un blanco

dudoso cuya chaqueta tenía los bordes de las mangas deshilachados.

- Tráenos café, por favor.

El sirviente necesitó un cuarto de hora para cumplir una misión que sólo tomaría dos

minutos en cualquier bar. Las tazas estaban decoradas con un blasón dorado, medio

borrado. ¿Dónde habíamos aterrizado?

- Soy el príncipe Fabrizio Mazarrola delle Campane –dijo el hombre delgado, pero

sin el menor ápice de autosuficiencia–.

No detecté en su voz ni un indicio de desdén hacia los dos turistas atrevidos. Más

bien parecía burlarse del contraste entre su ilustre apellido y la precariedad económica

en la que le veíamos.

- Y él es mi socio, el egregio ragioniere Palmiro Cazzone.

- Honor que usted me hace, Excelencia. Yo sólo soy su seguro servidor.

- No, no, ragioniere, es usted mi brazo derecho, mi muralla contra la adversidad, mi

pararrayos, mi salvador. Sin usted, hace tiempo que yo habría cerrado esta tonnara5…

Pero usted también, ragioniere, siéntese…

Ragioniere es una palabra difícil de traducir. Significa a la vez contador, intendente,

gerente, administrador, con el matiz adicional en Sicilia de manipulador oculto, agente

clandestino, secuaz y a la vez hombre de confianza. Un uomo di rispetto, compinche del

alcalde y el diputado, que lleva sombrero, traje, calzado de cuero y nunca pero nunca

jamás se pondría sandalias. En Sicilia no se hace ningún negocio, no se tiene éxito en

nada sin las combinaciones financieras, las relaciones políticas y la habilidad

maniobrera de un ragioniere.

5 Lugar donde se deposita el atún pescado. (NdlT)

Mientras el príncipe y María, conversando aparte, se congratulaban de tener en

común algunas amistades en la buena sociedad de Roma, el egregio signor Cazzone me

explicó en pocas palabras el funcionamiento de la tonnara y los problemas que

amenazaban su supervivencia. La pesca no faltaba, seguía remontando en grandes

bancos desde África, rodeando Sicilia de Este a Oeste durante el desove pero, debido a

la falta de capital, la pesca y la comercialización del atún y del pez espada se hallaban

en total insolvencia.

- Las lanchas, ya vetustas, no tienen buen mantenimiento, las redes se reparan mal

que bien, los arrejaques están desgastados, los hombres ya son demasiado viejos y se

quedan dormidos en sus remos en vez de acechar la presa. Hasta los propios peces

prefieren pasar de largo, hartos de un adversario equipado con aparejos tan obsoletos.

En vez de dejarse encerrar en la “cámara de la muerte” para ser arponeados hasta el

tuétano, se van adónde los barcos japoneses para ser pescados, intactos y vivos, en el

límite de las aguas territoriales.

En cuanto al príncipe, asistía impotente a la lenta decadencia del negocio que había

heredado de sus antepasados. ¿De qué recursos disponía para frenar su caída? Nunca

había trabajado. “¿Cómo podría hacerlo y así perder su rango?”, murmuró Cazzone,

dudando entre la condena a privilegios ya inadmisibles en estos años 60 y un resto de

admiración ante los prejuicios nobiliarios.

- Aunque nada le obliga a ello, don Fabrizio demuestra su buena voluntad y su apego

a la empresa con su empeño en vigilar desde la terraza las señales que desde alta mar le

envía el rais (ciertamente, si así designaban al jefe de la almadraba, estábamos en

territorio árabe). Su Excelencia, como puede usted constatarlo, se expone al sol sin

sombrero para ser el primero en enterarse del paso de los peces, la cantidad, el tamaño,

las expectativas de venta, expectativas a la baja año tras año.

El tono con el que me hacía esas confidencias, medio zalamero y medio guasón,

desmentía su tenor alarmante y no había que ser demasiado listo para descubrir el

motivo oculto del ragioniere: mientras fingía deplorar la situación, apreciaba sus

ventajas. Detrás de la apariencia lisonjera, aguardaba a que el príncipe se arruinara para

birlarle lo que quedara de la casa y las instalaciones. ¿De qué se le podría acusar? Era

un ayudante diligente, un profesional avisado, pero cuyo esfuerzo había fracasado ante

una fatalidad rematada por el irresponsable comportamiento del príncipe. Don Fabrizio,

nunca preocupado por equilibrar las cuentas, culminaba su temporada de veraneo –que

sólo le costaba el esfuerzo de sentarse durante cuatro meses delante de su casa, con unos

prismáticos colocados ante sus ojos– conformándose con meterse en el bolsillo los

ingresos que durante el invierno se gastaría en los casinos de Nápoles.

Desde luego, sólo fue más adelante cuanto entendí todo esto, pero desde el primer

día –cuando el ragioniere nos hizo visitar lo que llamaba la “fábrica”, esa planta baja de

la antigua factoría donde se almacenaban en hielo atunes y peces espada hasta que

venían los camiones que los cargaban para llevarlos a Catania– me dejó sorprendido el

júbilo que se percibía detrás de su lista de agravios achacados al personal. Según él, el

rais era un incompetente, los hombres unos holgazanes, robaban descaradamente a Su

Excelencia, él mismo había adelantado dinero varias veces para pagar la gasolina de los

camiones, y si las cosas seguían así, pronto… Pero en vez de afligirse viendo cómo el

negocio de su patrón se iba al garete, le regocijaba la idea de que ya no tendría que

esperar mucho tiempo más para la revancha de esa clase pobre de la que él mismo había

salido.

Yo sabía que en la parte oriental de Sicilia, desde Mesina hasta Siracusa, región de

medianos propietarios donde se ha implantado la burguesía, no existe la mafia,

concentrada como está por los lados de Palermo, Trapani, Agrigento, ahí donde el

gigantismo de los latifundios, el ausentismo de sus propietarios, el aislamiento y la

miseria de los campesinos han favorecido la tiranía de los intermediarios, facilitado el

crimen organizado, generado un ejercito delictivo. El caso del ragioniere Cazzone era

muy distinto. Él se limitaba a explotar la impericia del príncipe, sacando ventaja de la

desproporción entre sus títulos y sus capacidades. Sacando provecho de modo legal, por

así decirlo, a la decadencia de una clase víctima de su propia desidia. Él, personalmente,

parecía ser de un carácter muy bonachón. Cuando vio una lagartija en el techo del

hangar, enseguida se cubrió la cabeza con su sombrero, ¡temeroso de uno de los bichos

más inofensivos del mundo!

De vuelta a la terraza, cuya orientación hacia el Norte garantizaba por unas horas una

sombra misericordiosa, estábamos disfrutando de la vista al mar cuando María preguntó

si le podían dar un vaso de agua. “Vincenzo, per piacere…” El sirviente arrastró los pies

hasta nosotros. La nevera, por un absurdo tan barroco como la amalgama de estilos en el

Domo de Siracusa, se hallaba afuera, en una esquina de la terraza, expuesta a la

intemperie, manchada de feas salpicaduras amarillas, atacada por el óxido en sus

junturas. Vincenzo sacó una garrafita, le echó un polvo blanco de un sobrecito que se

sacó del bolsillo. El agua – supuse con razón que provenía del grifo, al ver esa maniobra

que ni siquiera trató de disimular– empezó a burbujear con exuberancia. “Acqua

frizzante” (agua picante), declaró el príncipe, y uno no sabía qué podía significar su

media sonrisa: si se burlaba de nosotros o si era un sarcasmo dirigido contra él mismo.

El ragioniere, en un tono conminatorio que contrastaba con la cortesía del príncipe,

quien siempre trataba con educación al sirviente, exigió agua sin gas y a temperatura

ambiente, y el pobre hombre se apresuró a traérsela tras haber renqueado hasta la

cocina.

María confesó que estaba subyugada. Desechando su reticencia, intercambió

conmigo una sonrisa de felicidad. El ragioniere dejó que nos extasiáramos ante el color

del mar, la pureza del cielo, lo espléndido del paraje, la belleza de Sicilia en general, y

de repente nos preguntó:

- Un familiar de Su Excelencia está vendiendo una casa en la aldea. ¿Por qué no la

compran, si tanto les gusta nuestra comarca?

Yo protesté:

- ¡Una casa! ¡Comprar una casa a tres mil kilómetros de París!

María, abonada a Casa Nostra como todas las mujeres de su clase y aficionada a la

decoración de interiores, quiso saber más.

- Pertenece a mi primo Francesco –dijo el príncipe–. ¡Pobre Francesco! La mandó

construir en el lugar más hermoso de la costa, dominando el mar, para pasar las

vacaciones con su amante pero ella, una inglesa que traía en sus maletas bacon envuelto

en celofán, no quiso quedarse más de una noche. Al día siguiente salió corriendo,

dejando plantado a mi primo. Se había quedado espantada por la pobreza de la aldea, el

aislamiento, las arañas, las lagartijas, el miedo a las serpientes, el viento que sopla

bastante fuerte en el promontorio. ¿Pero saben cuál fue el principal motivo de su huída?

¡Que Marzapalo no es un lugar donde ella podía exhibir sus atuendos! En este pueblo

perdido nadie mira cómo se visten las mujeres…

Se volvió hacia María, inclinando la cabeza con ese aire de connivencia que adopta

la gente de su clase, como queriendo decir que una mujer como ella no se dejaría

impresionar por el inconveniente de tener que renunciar a toda vida social y mundana en

un lugar cuyo valor provenía precisamente de su aislamiento agreste. Así entendió

María el gesto del príncipe y declaró que, aunque no tuviéramos ninguna intención de

comprarla, con gusto visitaría una casa en la que se puede soñar con una vida distinta a

la existencia frívola y agitada de las capitales, “tan agotadora y al fin y al cabo para

nada”. El elogio del retiro y la dicha no adulterada que éste produce resultaba tan falso

en él como en ella, pero los miembros de esa clase social dominan el arte de adornarse

con virtudes que les tienen sin cuidado.

- El marqués la cederá por unas migajas –dijo el ragioniere, levantándose para

acompañarnos–. Por unas migajas.

Se sentó en la parte trasera del auto pese a que yo habría preferido tenerle a mi lado

para que me guiara.

- ¡El puesto del muerto, nunca! –dijo, tocándose un cuerno de coral que le colgaba

del cuello–. Quien mira dentro de un pozo termina cayendo adentro.

Marzapalo nos pareció la aldea más mísera que encontramos en Sicilia. Niños medio

desnudos salían corriendo cuando pasábamos. Un agua podrida se estancaba en los

charcos del camino de tierra que venía a ser la calle principal. El auto espantaba nubes

de moscas verdes. Un niño, delgado y sucio, nos amenazó con el puño.

“Verdaderamente pulcro tu poblacho…”, murmuró María entre dos baches pero sin

acrimonia. Esta expedición, de la que nada esperaba, le parecía divertida. El ragioniere

nos confirmó que no había cloacas.

“¡Y hasta el final de la guerra no hubo ni electricidad! –agregó–. ¡Hasta el final de la

guerra! Al día siguiente del referendum6, en los cartelones que los habitantes

encolerizados enarbolaban se podía leer: ″Vogliamo la luce!″ (Queremos la luz). La

tropa llegó en refuerzo y disparó. Hubo un muerto y varios heridos graves. ¡Bella, la

República nueva! Aunque éramos pobres, ″Él″ nos respetaba. ″Él″ nunca habría tocado

a un figlio di mamma. Recuerdo que, de niño, yo salía a recoger hierbas y ortigas para

hacer sopa y unos caracoles minúsculos que mi madre ponía a hervir. Nunca había

carne, sólo el día de la Resurrección del Señor. ″Mata y come″, como dice el Evangelio.

Éramos doce hermanos, yo era el mayor. Mi madre metía botones en mi plato de sopa,

en mi plato de sopa metía botones. Para impedir que me la tragara rápido. Yo me habría

tragado la sopa de mis hermanos, que eran más lentos manejando la cuchara. Pero no

vayan a creer que no éramos felices. Si hubiera sido necesario, habríamos aceptado

sacrificios aún mayores para hacer realidad el Gran Sueño7.”

En verdad, no estoy muy seguro de lo que acabo de transcribir. Las alusiones

políticas de Cazzone no eran de las más claras. Además, se expresaba mitad en italiano

y mitad en siciliano. María, aunque acostumbrada a dialectos más exóticos, no se

tomaba la molestia de entenderle, irritada de que él no se expresara como se expresan en

Florencia o en Turín. Y así descubría yo que una joven investigadora del Norte de Italia

no mostraba hacia el lenguaje de sus compatriotas meridionales ni una centésima parte

de la atención y el respeto que le inspiraba el habla de los aborígenes australianos.

6 Referendum del 2 de junio de 1946 con el que los italianos determinaron la forma constitucional del Estado italiano al finalizar la segunda Guerra Mundial, proclamando la República italiana. (NdlT) 7 El proyecto del fascismo italiano era la creación de una Italia Imperial, la Grande Italia, que abarcaría las islas Iónicas, la parte italiana de Suiza, Dalmacia, Albania, el Dodecaneso griego, Malta, Córcega, Libia y Túnez. (NdlT)

Una ráfaga de viento llenó el auto de polvo. El ragioniere subió la ventanilla. Me

pareció que sería cortés preguntar qué había sido de sus siete hermanas y sus cuatro

hermanos.

- ¡Todos se fueron! ¡Uno tras otro! Dos a Estados Unidos, cuatro a Argentina, tres a

Canadá, dos a Australia.

- ¿Ninguno han regresado?

- El que se va nunca regresa.

- ¿Y usted nunca ha pensado en emigrar?

- Mis hermanos se fueron en barco, y desde entonces el servicio trasatlántico ha sido

eliminado.

- El avión es más cómodo…

- Yo nunca tomaré un avión –dijo él, muy serio–. Quien no mantiene los pies en la

tierra actúa contra natura.

- Sin embargo, Dios permitió tan gran invento.

- Hace tiempo que Dios abandonó a Sicilia.

Farfulló dos o tres aforismos más, de los que resultaba que ese “mucho tiempo”, si

comprendí bien, se remontaba sólo a unos veinte años atrás, es decir, a la caída del

fascismo.

- Además –agregó–, yo tenía que cuidar a la mamma. ¿Un figlio di mama dejando a

la mamma senza figlio? Un vero delitto (¿un hijo de mamá dejando a la mamá sin el

hijo? Un verdadero delito) que un siciliano nunca cometerá.

Muchas casas no tenían ni friso. Casi ninguna estaba terminada de construir. En

algunas se habían empezado a colocar cabillas y bloques de piedra por encima de la

planta baja, pero faltó el dinero para seguir con el piso de arriba. Todos los recursos

habían sido invertidos en los acabados: costosos marcos de metal dorado en las puertas,

antepechos de mármol en las ventanas, balcones con barandillas labradas como en los

palacios de Siracusa. Pero en la Siracusa del siglo XVIII esas rejas salientes, esas forjas

barrocas, eran necesarias para permitir que las damas se asomaran a tomar aire, sentadas

con sus vestidos de miriñaque.

María constató la ausencia de tiendas, aparte de un sólo Alimentari. Un altoparlante

colocado por encima de los anaqueles donde se veían algunas verduras raquíticas, soltó

una propaganda atronadora para la pizza, justo cuando íbamos a dejar la calle principal

para girar hacia el acantilado:

- Mezzogiorno! Mezzogiorno! Pizza fresca! Pizza calda! Nessun giorno senza pizza!

(¡Mediodía! ¡Pizza recién hecha! ¡Pizza caliente! ¡Ni un día sin pizza!)

El grito, lanzado y prolongado como una melodía árabe (Pizza frrresca-aa-a-a…)

nos persiguió un buen rato. Y quizás eso haya sido lo primero que me sedujo de esa

aldea a la que pronto me quedaría apegado. Qué hermoso sería, pensé, oír resonar en

horas fijas, cual canto de almuecín viniendo del minarete, esa llamada ronca lanzada

desde otro mundo.

3

LA CASINA

Marzapalo está construida a cierta distancia del mar y retirada de la costa, precaución

cuya pertinencia yo iba a descubrir demasiado tarde, habiendo aprendido a mis expensas

lo que es la acción corrosiva del aire salino, el efecto devastador de las tormentas. Sólo

en la práctica puede uno darse cuenta de lo rápido que se atascan las cerraduras, se

desintegran los contravientos, se comban las ventanas y dejan de cerrar. La casa en

venta estaba situada fuera de la aldea, a unos quinientos metros de la última vivienda y

al borde, o casi, del acantilado. Una casa abusiva, en una zona declarada como no apta

para la construcción. Pero de eso también me enteré posteriormente, constatando lo bien

fundado de la ley sobre el litoral pero lo fácil que era violarla impunemente.

Saliendo de la aldea, antes de llegar a nuestro destino tuvimos que recorrer un

camino lleno de baches a través de una llanura de matorrales. Esa landa, tapizada de

cañas, hinojos, agaves, que el viento curva en un mismo sentido, se extiende lejos hacia

la derecha, según nos dijo el ragioniere, y hasta el puerto pesquero resguardado en una

ensenada ubicada a media hora a pie a través de un sendero que bordea la costa. Me

indicó una edificación sin acabar delante de la cual nos detuvimos. Bajamos del auto y

pasamos por encima de un murito de piedras resecas. No fue difícil franquear ese límite

pues el murito estaba medio derrumbado. Entre las piedras habían crecido unos nopales.

Lo que estaba en venta no era ni una “casa” ni una “propiedad” sino un esbozo de

construcción en un terreno rocalloso, descuajado por la erosión.

- ¿¡Qué?! –exclamó María en francés–. ¿Quieren vendernos esta casucha? Lucien,

¿tú no te dejarás meter gato por liebre, verdad?

Sobre una base cuadrada de cemento se alzaba la “casucha” de un piso. La planta

baja era sólo un esbozo: cuadriláteros de paredes blancas someramente encaladas, con

rectángulos abiertos para las puertas y ventanas por venir. Constituía, por así decirlo, un

gran zócalo. Una escalera exterior, en cuya barandilla de forja se entrelazaban langostas

e hipocampos, subía a la parte inmediatamente utilizable: era una casa prefabricada

Grazia8, también cuadrada pero de menor tamaño, pues la terraza que la rodeaba mordía

en el espacio habitable. Estrecha por tres lados, esa terraza se ensanchaba frente al mar.

María exploró las habitaciones, dos cabinas bautizadas dormitorios, un salotto (recibo)

diminuto, una cocina enana, un cuarto de baño para renacuajos. Construida en madera,

lata y contrachapado, esa muestra de la industria helvética no tenía buen aspecto, y así

debía admitirlo yo mientras trataba de llevarme a María hacia la parte de la casa que

daba al mar.

Efectivamente, la casa en sí misma no era más que el pretencioso y calamitoso

remedo de una casa de playa, el sueño pequeño-burgués para una snob inglesa que

supuestamente lo compartiría con el marqués. Y todo lo que habíamos visto se quedaba

corto ante la grandeza, la pureza y la belleza del sitio. La mirada no tropezaba con

ninguna pequeñez, el paisaje no había cambiado desde el paso de Eneas: la costa de

Homero y Virgilio seguía intacta, protegida contra la lepra balnearia. El cabo Passero,

umbral que se abre a la eternidad, sólo limita con lo infinito.

El ragioniere nos alcanzó en la terraza. A María le parecía que la barandilla de la

escalera era como para morirse de risa, y que todo ese estilo suizo era igual de

recargado y ridículo; para convencerla, el ragioniere repetía:

- Pero sólo cuesta seis millones, signora. Es más, estoy seguro de que el marqués

podría dejársela por menos. Y quien paga menos gana más. Quien compra rebajado se

enriquece.

Seis millones de liras de la época: una bagatela, verdaderamente. El ragioniere no

estaba mintiendo. Me puse a evaluar la ventaja de tener a nuestra disposición el disfrute

de un refugio aislado, gracias al dinero heredado de mi profesor en la escuela de Bellas

Artes (él me había tomado cariño de modo inexplicable). La dicha de poder pintar,

liberado de toda vida social, sin imposición de horarios, cenas y vecinos, me parecía

8 Sergio Grazia es un fotógrafo italiano cuyas fotos de casas con estructura depurada son muy solicitadas por revistas de arquitectura y decoración. (NdlT)

inesperada. Ya no veía la hora de honrar al señor Vignole, cuyo legado recibí sin

comprender por qué me había preferido a mí antes que a otros alumnos suyos que tenían

más vocación y ya habían conseguido una galería donde vender sus cuadros, cosa de la

cual yo carecía, siendo la única salida para los míos proponerlos a los amigos y a las

ventas benéficas. Además, me gustaba cantar, era mi afición y no hay región en el

mundo más impregnada de bel canto que el terruño de Vincenzo Bellini, apodado por la

adulación enfática de sus compatriotas “el cisne de Catania”.

- María –le pregunté frente al mar, abrazándola– ¿se te ocurre algún otro lugar donde

podríamos ser felices? ¡Es un terreno de estudio para ti! Carlo Levi, el amigo de tu

padre, pensaba que Cristo se había detenido en Eboli, al Sur de Nápoles. Cristo, o sea

nuestra “civilización”, nuestros usos y costumbres, nuestras reglas, nuestras

convenciones… Entonces…

- Sí, Cristo si é fermato a Eboli (Cristo se detuvo en Éboli)… Recuerdo que cuando

yo era pequeña Carlo Levi nos leía fragmentos de su libro, y escuchándole hablar de

aquellas tradiciones tan extrañas de la Basilicata, donde Mussolini le había condenado

al exilio, o de las viviendas trogloditas de Matera, tan curiosas, surgió en mí el interés

por la etnología. Él hacía que me sintiera como desterrada, gratamente desterrada. Tenía

una manera de leer fluida, abundante, como untuosa, sabía comunicarnos esa agradable

sensación de exotismo que él mismo había experimentado.

- Ya ves, María, no valía la pena ir hasta Australia… Y Marzapalo está mucho más al

Sur que Eboli, quinientos kilómetros más al Sur.

Frente a nosotros, en un pequeño islote, un fortín castellano contemporáneo de la

batalla de Lepanto alzaba sus murallas rosas, casi intactas. Las olas rompían con

testaruda regularidad a los pies del acantilado. La superficie del mar, jaspeada por los

rayos del sol, tenía innumerables matices de azul, desde un verdadero índigo hasta los

más fines degradados del ultramar. Los visos cambiantes descendían del horizonte en

anchas rayas y en diagonal. A lo lejos pasaban buques petroleros con su línea de

flotación de color naranja, cargueros oscuros rumbo a Túnez, un ferry blanco a

destinación de Malta. Más cerca de nosotros, las lanchas de los pescadores regresaban al

puerto con ese sonido del motor de dos tiempos, sordo, regular, monótono, que con su

música constante y serena pone ritmo a la inmensidad. Por muy lejos que alcanzara la

mirada, no se descubría ninguna vela, ningún yate, ningún barco de recreo. Al parecer,

los cruceros ignoraban esos parajes. Era un mar útil, un mar de faenas y fatigas donde

cada cual se concentra en su labor, y no un mar de esparcimiento y de vacaciones; era

exactamente lo que nos hacía falta, habiendo decidido romper tres meses al año con la

sociedad, por razones privadas y profesionales.

Un lugar verdaderamente ideal: en la punta de la punta, sin contacto con el mundo

habitado. En ese desierto sólo están vivas las aguas, que cambian de color sin cesar.

Justo al pie de la casa, se dividen en dos masas bien distintas cuya juntura está marcada

por una línea más clara que indica un levantamiento del suelo en ese punto. Esa franja

submarina menos profunda, que a veces se desdibuja por la acción de las corrientes y a

veces se distingue a simple vista, une el fortín rosa al continente. Ahí termina el mar

Tirreno, que bordea la costa occidental de Italia, y ahí empieza el mar Iónico que se

extiende hacia el Oeste hasta Grecia. Las dos fosas del Mediterráneo se encuentran en

esa frontera trazada en la era durante la cual África se separó de Europa.

- En tiempo de calma, se puede ir a pie hasta el fortín y verán los conejos que

abundan en ese islote –nos dijo el ragioniere–.

- ¿Usted suele ir?

- Nunca.

Agregó que jamás se arriesgaría a hacer esa “expedición”, y tampoco iría por las

playas metiendo los pies en el agua.

- ¿Nunca se baña en el mar?

- Il mare è nemico.

El mar es enemigo: pronunció esa frase con un convencimiento y una energía que

ratificaban nuestras observaciones acerca de la natural antipatía que los sicilianos

sienten por el mar. ¿Se acordarán de que en el pasado el mar sólo les trajo colonos y

piratas, griegos, latinos, fenicios, turcos, árabes, normandos, españoles, piamonteses,

una ralea de predadores y saqueadores, de razas y lenguas varias pero igual de

codiciosas…? ¿O permanecerá vivaz el recuerdo de la malaria que infectó las costas

hasta el final de la guerra…? No tardaría yo en enterarme de que esas explicaciones sólo

existían en mi mente llenas de referencias históricas, pues el verdadero motivo de tal

hostilidad era otro.

María, todavía con el sarcasmo del príncipe resonando en sus oídos, temía que si se

confesara asustada por lo agreste del lugar la confundirían con “la amante inglesa” del

marqués. Reticente estaba, sí, pero por otros motivos. No tomaba en cuenta en absoluto

la falta de corso (avenida) en la aldea y de passeggiata (paseo) vespertina, ni la

imposibilidad de exhibir sus atuendos, pues cuando viajaba se vestía con un blue-jean y

una camiseta. Poco a poco fue confiándome sus motivos de preocupación, y nadie podía

reprochárselos: la lejanía de Turín y de París, la dificultad para comunicarnos con

nuestros allegados, los sentimientos que suscitaríamos en esa población de pescadores y

cultivadores, su propio temor de sentirse incómoda en un medio dominado por los

hombres, las reparaciones que había que emprender, la falta de comodidad en la que en

todo caso tendríamos que vivir, los frecuentes cortes de la electricidad, la falta de agua

corriente, el uso restringido de la ducha ya que la casa sólo estaba surtida por una

cisterna que se llenaba mediante camiones venidos de Rosalba –cuando venían–. Por

último objetó la fealdad redhibitoria de eso que pretendía ser una casa.

- Sí pero, por ejemplo, podríamos sustituir la escalera exterior –un horror,

efectivamente– con una escalera de caracol que instalaríamos en el salotto. En la aldea

habrá algún herrero…

Inventé mil maneras de arreglar la casa. De todos modos, nunca conseguiríamos otra

tan barata y en una ubicación tan hermosa. El ragioniere, con breves intervenciones,

ponderaba en sordina su precio irrisorio, formando con nosotros un trío de ópera bufa en

la mejor vena de los finales de Rossini.

María, soprano coloratura, tema de la congoja: Cielo, come brutta è questa casa Più brutta, brutta, non si può ! Yo, tenor lírico, exaltando el paisaje y el clima: Cara, cara, lasciati ubbriacar Da questa aria imbalsamata! Cazzone, bajo cómico, repitiendo su estribillo con un ostinato recalcado: Che occasione, che occasione stupenda Ma da spendere meno ci sarà!9

Mi única preocupación era lo exiguo de la parcela en venta, la quinta parte de una

hectárea a ojo de buen cubero. Si algún vecino se pusiera a construir, ¡adiós al

aislamiento y al silencio! Suposición ingenua, lo constato hoy en día, tantos años

después, al ver el acantilado más vacío que nunca. Más vacío, pues en aquella época, a

unos doscientos metros de la casina –el ragioniere nos comentó que así la llamaban en

la aldea, y en adelante así íbamos a llamarla nosotros– había otra casita, ésta de piedras

resecas, construida según el ancestral método, de una simplicidad bíblica, que consistía

en ensamblar las piedras sin ayuda de cemento, encajando minuciosa y naturalmente las

junturas. Aquella pequeña maravilla de candor y pureza estaba abandonada. Le faltaban

muchas tejas, no obstante lo cual el cuerpo principal parecía estar en buen estado.

Supuse que podría restaurarse sin gastar mucho, con la condición de hacerlo pronto,

antes de que el deterioro del techo provocara su ruina.

Al preguntar a Cazzone si podría comprarla junto con la casina, él negó con la

cabeza. La casita pertenecía pro indiviso a catorce hermanos, de los cuales sólo dos se

habían quedado en Marzapalo. Los demás, repartidos entre tres continentes, ni siquiera

habían informado dónde vivían. Nada se sabía de ellos desde el final de la guerra. “Sería

como vendimiar en Navidad”. En el transcurso de los años pude ver cómo aquel modelo

de construcción rústica fue cayendo en ruinas. Alguien se robó las tejas, las piedras

sirvieron para construir la alcantarilla municipal, después del techo se derrumbaron los

9 Traducido, no resulta tan gracioso: ¡Cielos, qué fea es esta casa / Más fea, fea, es imposible! ¡Querida, querida, déjate embriagar / Por la fragancia de este aire! ¡Qué oportunidad, qué estupenda oportunidad / Menos costoso nunca nada habrá! (NdlT)

muros, sólo quedó una base resquebrajada por las hierbas. La dispersión de los

propietarios, el absurdo respeto a los títulos de propiedad caducados, el formalismo de

los trámites iban borrando todo vestigio del habitat tradicional.

- No piense más en eso –concluyó el ragioniere–. No se pide a burro muerto que

rebuzne.

Además, según él, nada resultaría más fácil que ampliar la propiedad para descartar

los riesgos de vecindad. El campesino dueño de la landa que se extendía hasta el puerto

–me mostraba el terreno que habíamos atravesado al salir de la aldea– era uno de sus

amigos. Yo podría conseguir un par de hectáreas a un precio totalmente razonable.

- ¡No faltaría más: pagar caro por esa rocalla yerma y estéril! –siguió diciendo María

en francés–.

Palmiro Cazzone comprendió la palabra “estéril” (sterile en italiano), extendió el

brazo hacia el campo y pronunció estas palabras misteriosas:

- Aquí crecerá todo lo que usted quiera.

- ¿Qué te parece –pregunté a María– si nos tomamos el tiempo para reflexionar,

evaluar el costo de las obras, prospectar los recursos de la aldea, explorar los

alrededores, antes de decidirnos a favor o en contra?

Conciliadora, me contestó:

- También veremos las playas. Algo encontraremos en una de las vertientes del

promontorio, o en las dos. Aquí el acantilado es abrupto, uno no se puede bañar en el

mar y sería el colmo venir a Sicilia y no poder bañarse en el mar.

Quedarse unos días en Siracusa, pasear por las callejuelas de Ortigia, descender por

las latomie10, deambular por la región, llegar hasta Noto, hasta Modica, no nos

disgustaba. Mientras lo hablábamos entre los dos, el ragioniere consultaba su reloj y se

abanicaba con su sombrero, cada vez más nervioso.

- Tal vez tenga usted algo qué hacer –le dije–. No quisiéramos retrasarle.

10 Canteras de piedras cerca de Siracusa, que fueron utilizadas como campos de encarcelamiento. (NdlT)

- El reloj de la iglesia acaba de dar la una.

- Il tocco (el toque) –dijo María–.

- Disculpe. Vamos a llevarle de regreso.

- Oh, a mí no me importa la hora… Hombre de honor no se queja del hambre… A

buena conciencia, barriga llena…

No por ello dejaba de manipular su sombrero, y finalmente dijo:

- Es que mi mujer me está esperando en Rosalba. A la una y cincuenta y dos minutos

precisos ella mete los espaguetis en el agua hirviendo. Nos sentamos a la mesa a las dos

en punto. ¡Accidenti si me retraso por un minuto!

Le llevamos hasta la plaza Mayor de Rosalba sin volver a pasar por la tonnara del

príncipe.

4

SIRACUSA

En mi memoria quedará como la época más feliz de nuestro amor aquellos días en

Villa Landolina, un hotel en plena decadencia pero más poético en su inconfortable

vetustez que cualquier gran hotel de muchas estrellas, una institución “histórica” de

Siracusa, y en Sicilia este epíteto va unido a todo lo que es suntuoso pero

desactualizado, ajado, remendado. Por sentido común e interés debió haberse restaurado

ese establecimiento que funcionaba en una antigua casona señorial. Tal vez mi error fue

haber creído que yo podría suscitar en María un apego a Sicilia a través de

características espirituales a las que su educación le impedía dar valor alguno:

entregarse al destino, ser fatalista, aceptar el descuido. Para mí, tales defectos se

engalanaban con una grandeza “filosófica”, pero a ella sólo le causaban impaciencia,

fastidio y desprecio. Un rasgo de carácter que a sus ojos era sólo dejadez lamentable,

negligencia de holgazanes, renuncia, yo lo consideraba como “sabiduría”.

¡Cómo me gustó nuestro cuarto! Inmenso, fresco, con persianas verde oliva cuyas

láminas inestables rayaban la penumbra con una luz dorada. Grifos de cobre y porcelana

surtían un agua amarillenta en una bañera con patas de elefante que necesitaba media

hora para vaciarse. Antes de llegar al cuarto había que recorrer tres salas en hilera,

rebosantes de aparadores, lámparas, canapés, confidentes, taburetes en x, banquetas

tapizadas, muebles borbónicos dorados macizos, carcomidos, inestables. Esas salas de

cuatro metros de altura estaban sumidas en una oscuridad y una humedad permanentes

pues nadie se arriesgaba a abrir las ventanas por temor a que se les soltaran las bisagras.

Aquel lujo inútil y caído en desuso, aquel deterioro tan distinguido, aquella

incomodidad voluptuosa no eran sólo, a mi entender, fruto de la indolencia: yo veía en

ello un arte de vivir. Todas las mañanas, una escuadrilla de domésticas pasaba sus

plumeros por mesas y sillas, levantando nubecillas de polvo que caían un poco más allá.

Una aspiradora jadeante cazaba las arañas que trepaban fuera de alcance hacia lo alto de

las cortinas. El principio de acción y el principio de inercia libraban entre sí una batalla

cuyo desenlace no habría dado lugar a dudas en cualquier otra parte. Pero en la vieja

Sicilia, todavía colmada de quimeras aristocráticas, lo útil, lo rentable, lo productivo se

hallan entre los últimos temas de preocupación. ¿En qué otro país del mundo la

administración de un hotel no tomaría en cuenta las expectativas de una clientela cada

día más exigente, y dejaría que un patrimonio inestimable se desvalorizara? El hotel se

hallaba casi vacío, sólo había tres habitaciones ocupadas.

- No mueven ni un dedo… –mascullaba María cuando las domésticas, echadas en las

poltronas de la entrada, la miraban entrar o salir, con su paso rápido y firme, su taconeo

sobre las baldosas de lava del Etna–.

Desde la terraza del hotel la vista abarcaba una cantera con más de veinte metros de

profundidad según lo que yo calculaba, oculta entre una frondosa vegetación. Era la

latomía de los capuchinos, así llamada por la cercanía de un convento. Las

remembranzas de la Antigüedad no nos soltaban. Aquella fosa fue utilizada como cárcel

para los siete mil atenienses del general Nicias, derrotados por los habitantes de

Siracusa en el año 413 antes de nuestra era. Todos murieron en lo hondo de ese vallejo

lleno de aromas, excepto los que habían sido indultados por el increíble motivo de

saberse de memoria extensos fragmentos de las tragedias de Eurípides y haber

declamado el lamento de Andrómaca y la desesperanza de Jasón. Aquella mezcla de

ferocidad guerrera y enternecimiento poético dejó a María indiferente.

Antes que las reminiscencias griegas, ella prefería las calles tortuosas y sombreadas

del barrio insular, Ortigia, una maraña de casas blancas apretadas una contra otra, un

laberinto de pasajes abovedados y de patios ocultos. Corte degli Angeli, Piazzetta

dell’Amore, Angolo del Mistero: ¡cómo me gustan esos nombres! Pero María me sacaba

de mi ensoñación:

- Ya podrían dar mantenimiento a sus palacios… –exclamaba frente a las opulentas

fachadas cuya toba clara, patinada y porosa, designada con el bonito nombre local de

giugiolena, se desmigajaba, desgastada por las intemperies. Y la complicada herrería de

los balcones, oxidada y herrumbrosa, corroída por el aire marino, se desintegraba.

- Cuando uno recibe en herencia una herrería de semejante valor, hay que

comprometerse a no dejar que se deteriore. Es una lástima ver estos tesoros

pulverizándose.

Yo amaba suficientemente a María como para estar seguro de que ella sólo pensaba

en el valor histórico, sin calcular el precio que se le podía sacar a algún anticuario.

Supo apreciar el antiguo ghetto judío, la giudecca, modesta y pobre, al borde del

mar, maraña de callejuelas tan estrechas que no se podía caminar de frente. Las matas

colgaban de las ventanas formando casi una bóveda por encima de nuestras cabezas.

Maravillada, María me precedía bajo ese domo de magnolias y buganvillas. “Baños

israelitas” pudimos leer en un cartel. Por una escalera estrecha y resbalosa bajamos a

diez metros bajo tierra, hasta el escondite que albergaba esas termas clandestinas. Los

judíos perseguidos, sentados sobre tres filas de escalones en torno a una alberca

cuadrada, practicaron ahí sus abluciones rituales.

La mayor parte del tiempo deambulábamos sin objetivo, al azar de los recodos y las

vueltas de una fantasiosa vialidad. Al final de cada calle se veía el mar brillante cuyo

olor, traído por el viento, llegaba hasta dentro de los patios. María se había aficionado a

la leche de almendras y a la granita de almendras, así que solíamos recalar en el bar

Minerva donde, para nuestro gusto, se servían las mejores. Al salir, para llegar a la plaza

sólo teníamos que pasar por delante del Duomo, y ante ese monumento compuesto de

diferentes elementos se reactivaban nuestras divergencias. Así como María aprobaba

que se hubiera incorporado a la basílica romana del siglo VII las columnas dóricas del

antiguo templo de Atenea pues, según ella, ambas épocas están emparentadas por la

nitidez de sus líneas, el rigor de su composición, su voluntaria sobriedad, asimismo le

parecía un contrasentido la fachada teatral agregada en el siglo XVIII. ¿Cómo

entusiasmarse ante un edificio, decía ella, cuyas diferentes partes no se armonizan?

- Reconoce que esos ángeles retozones, esos apóstoles gesticulantes, esos niños

mofletudos que pululan, encajados en esa obra maestra de la arquitectura románica (ella

siempre se enredaba con los términos “romano”, románico”, “romántico”), reconoce

que arruinan la pureza.

- ¿Por qué te parece que lo que no es tan simple resulta impuro?

Vieja polémica entre ambos. Orgullosa de que el barroco, con sus inventos

superabundantes y su elocuencia que ella calificaba de “ficticia”, no hubiera cuajado en

la Toscana ni roto la homogeneidad del decorado florentino, que resistió contra aquella

plétora ornamental, María concluía que la belleza sólo puede ser pobre, sobria, altanera,

severa, reducida a líneas rectas y sometida a un equilibrio estricto.

- Lucien, no me digas que esas hinchazones no te resultan exageradas…

- Es un asunto de gustos, María.

- Perjudican la emoción.

Yo no insistía. Impresionado por lo suntuoso de esa edificio cuya construcción

abarcó varios siglos, resultado de la concatenación y la superposición de las culturas que

habían florecido sin perjudicarse, yo pensaba en el contraste entre una ciudad de tan

excepcional riqueza, tanto en lo histórico como en lo artístico, y la mísera aldea de

Marzapalo que apenas si se diferenciaba de un campamento africano.

¿Acertaba yo al querer implantarnos? ¿Había pesado todas las consecuencias de una

decisión inevitablemente azarosa? ¿Había examinado suficientemente los motivos más

profundos por los que María podía dudar, más allá de sus temores acerca de los

inconvenientes materiales de la vida cotidiana? Dividida entre su arraigo familiar y la

curiosidad que la orientó hacia la etnología, desde muy temprano se debatía en ese

difícil conflicto. Yo empezaba a comprender cuánto valor había necesitado ella para

declarar a sus padres que renunciaba a estudiar ciencias políticas (también pensaron

para ella en una prestigiosa escuela de comercio) para dedicarse a estudiar las

poblaciones del desierto de Gibson. Preferir unos “salvajes” antes que la sociedad más

antigua y refinada de Europa, preparar una tesis tan especializada que la limitaría a un

puesto subalterno de docente, para ellos significaba rebajarse de nivel, fallar a su deber

de heredera, mofarse de los esfuerzos y los sacrificios consentidos por sus antepasados

para elevar a la familia hacia lo más alto de la jerarquía social y del éxito económico.

“¡Hija ingrata, traicionas nuestro mundo para interesarte por unos primitivos! ¿Acaso

has pensado en el salario que tendrás cuando seas una pobre profesora en una facultad

de provincia? ¿Crees que poniéndote en huelga con tus colegas obtendrás unos centavos

más de los ladrones que nos gobiernan? Qué hermoso porvenir te preparas…” Claro

está, demasiado educados para formular tales agravios en voz alta, sus padres se

limitaron a hacerle sentir su desaprobación.

Cuando ella tuvo que decidirse entre una brillante carrera en los negocios y un

estatus efectivamente mediocre al servicio del Estado, ella decidió. Pero no sin

remordimientos. Si uno ha sido educado con el concepto de que todo lo que no crece

con sostenido empuje disminuye y languidece, si el objetivo ansiado sólo puede ser

Londres o Nueva York (París había dejado de ser una opción válida desde que ella

estaba conmigo), ¿cómo no sentirse culpable por preferir la selva? Su relación con un

joven sin apellido y sin fortuna había agudizado el conflicto. Y ahora, con la

eventualidad de comprar la casina, se le volvía a plantear –guardando las distancias– el

mismo problema y las mismas responsabilidades. Instalarse en la parte más atrasada,

más desprovista del Mezzogiorno iba a ser una nueva declaración de guerra a los

principios inculcados.

Ella sólo tenía veinte años. A quienes sonrían al oírme calificar de “heroicas” las

decisiones que María había tomado y ésta que yo esperaba que tomara, debo recordar

que a esa edad y en el medio social de donde provenía, ella quedaba atrapada en una red

de códigos sociales de los que yo estaba afortunadamente exento. Es fácil ser libre

cuando no se depende de nadie. En los hombros de Lucien Collart, nadie había colocado

el peso de una tradición. Él se había iniciado nuevo en la vida.

Ante ciertas omisiones significativas, yo percibía la incomodidad y la preocupación

de María. En las tarjetas postales que enviaba a sus padres y que me invitaba a firmar

junto a ella, contaba el encuentro con el príncipe sin precisar que éste sobrevivía

dependiendo de un intendente sospechoso. Acerca de la casina y de nuestro proyecto de

comprarla, ni un comentario. Ni siquiera les pedía un consejo.

Dentro del Duomo, en una capilla lateral, nos detuvimos de pronto frente a uno de los

ornamentos más singulares: empotrado en la pared, por encima del altar, un blasón de

piedra dura hecho con el ensamblaje de alabastros y con una marquetería de mármoles

de distintos colores. Sobre un fondo negro, una copa amarilla presentando dos ojos con

gruesos párpados. Sin nariz, sin boca, sin barbilla. Vistos de frente, sin tomar en cuenta

ninguna perspectiva, posados nítidos y redondos como dos huevos fritos en un plato.

Dos ojos sin rostro ejerciendo un poder hipnótico: una mirada en estado puro, una

fuerza abstracta, una energía cortada de su fuente y por ello tanto más fascinante.

No podíamos dejar de mirar. El pie de la copa, un tallo rojo adornado con un

abombamiento amarillo, estaba cruzado diagonalmente con una palma y un puñal

trabados. A santa Lucía, protectora de Siracusa, le habían arrancado los ojos bajo el

reinado de Diocleciano. La naturaleza de aquel suplicio así como la palma, emblema del

martirio, explican que sólo estén representados los ojos, con el deseo de valorizarlos y

en un piadoso intento de exponerlos a la adoración de los fieles. ¿Y el puñal? ¿Fue el

instrumento de la enucleación? Esto resultaría contrario a la leyenda. Según Las vidas

de los santos y mártires de la Iglesia, del padre y ermita del desierto Publius Eutropion

–autoridad citada en la guía turística que consulté–, el verdugo no utilizó más que sus

diez dedos, cuya presión hizo saltar de la órbita los glóbulos oculares.

Un hombre de cabellos blancos, de gran elegancia pese a su traje raído, sus

alpargatas y su panamá de bordes deshilachados, prototipo de esos intelectuales de

provincia que se mantienen dignos en medio de su indigencia, había escuchado nuestros

comentarios. Unas mancuernas de oro sobresalían bajo las mangas de su chaqueta

desgastada. Se nos acercó y nos pidió permiso para ser nuestros cicerones. Se expresaba

lentamente, con una dicción impecable y en ese francés un tanto anticuado aprendido en

Montesquieu y en Voltaire, cuyas obras completas todavía se ven en las bibliotecas de

muchos eruditos. Un virrey Carracciolo, antiguo embajador del rey de Nápoles ante

Louis XV, había infundido en Sicilia el gusto por la Ilustración.

- La devoción hacia la santa sólo es una mampara. Los maridos que se creen

engañados por sus mujeres vienen a arrodillarse en este reclinatorio para dirigir un

doble ruego a Santa Lucía. En primer lugar, que la cegada ciegue al desgraciado y le

permita ignorar el asunto. Y también, si el ultraje se hace público y genera chismorreos

en la ciudad, que le autorice a utilizar el puñal contra la infiel. Hay que admitir que es

más simple matar con arma blanca que sacar los ojos de sus órbitas… Ésta es la

explicación del puñal, indudable alteración de la verdad histórica.

María, para quien todos los sicilianos eran beatos, se quedó atónita.

El lector de la Enciclopedia, cuya risa silbaba en su boca desdentada como un frotar

de hojas secas, concluyó:

- Ji ji ji… Lucía les da a la vez los ojos arrancados para no ver y el arma para

vengarse cuando ya la evidencia no se puede negar. ¿Saben cómo la llamamos? Santa

Madonna dei cornuti. El obispo está furioso y amenaza con excomulgarnos, pero

ustedes nunca oirán a un habitante de Siracusa “deslastrado del pensamiento correcto”

(comprenden lo que quiero decir…), a un siracusano “por encima de los prejuicios”,

llamándola de otro modo. La llaman Santa Madonna dei cornuti, Consolazione dei

beffati, Vendetta degli umiliati (Santa Madona de los cornudos, Consuelo de los

engañados, Venganza de los humillados), dicho esto con todo el respeto que le debemos

y con toda la veneración que nos inspira.

- Permesso –agregó al alejarse y se santiguó ante la pila de agua bendita pero ya

antes de salir de la iglesia se había vuelto a poner su panamá deshilachado.

De noche regresábamos al hotel en un coche de caballos para ahorrarnos una larga

avenida fastidiosa. El gerente nos esperaba en el primer escalón del peristilo decorado

con blasones, pagaba al cochero –cargando ese monto en nuestra factura, pues un

galantuomo no debe ensuciarse las manos manipulando billetes–. Luego, nos llevaba

hasta el comedor silencioso donde a menudo éramos los únicos comensales. Biombos

de seda, sillas con espaldar en forma de lira, lámparas tulipa con pantallas teñidas,

parteluces sin azogue y recargadas de motivos florales, encajes de herrería, aquello era

el epítome de la época en la que los últimos ricos de Sicilia experimentaron el Art

Nouveau. En ese marco Liberty, cuyas enrevesadas formas permitían desbordamientos

libertinos, un pintor había plasmado en las paredes a unas jóvenes ligeras de ropas

revoloteando en ronda sobre una alfombra de margaritas.

“Todo el tiempo pasta…”, suspiraba María, buscando inútilmente un risotto o una

milanesa en el menú presentado por un ceremonioso mayordomo con galones. En

cuanto al plato del día, los calamares rellenos –“demasiado pesados” – alternaban con el

pez espada al pesto –“nadando en aceite”–. Nos apetecían (sentíamos gola, según el

término italiano, más expresivo) los salmonetes “en salsa Arquímedes”, “especialidad

de la casa”, pero casi nunca quedaban. Arquímedes era el grande hombre de Siracusa,

pues había salvado la ciudad contra el ejército romano mediante una estratagema que se

hizo célebre: con espejos que captaban los rayos de sol para reflejarlos sobre las naves y

así incendiarlas, destruyó la flota que asediaba el puerto. El enemigo se retiró tras haber

perdido la mitad de sus naves. Nos preguntábamos si los salmonetes los cocinaban con

espejos, una receta que habría tenido la ventaja de evitarles tanta materia grasa. La

respuesta invariable era: “Esta noche no hay salmonetes.” La culpa era de los

salmonetes: “Se han vuelto astutos –nos decía con toda seriedad el mayordomo–. Los

muy traicioneros se escapan al oír acercarse las lanchas.”

María desconfiaba de los frutos de mar, pues el mar estaba “forzosamente

contaminado”. Mientras yo saboreaba cangrejos liliputienses y escupiñas bivalvas que

los niños recogían en las cavidades de las rocas del puerto (una noche me enfermé…),

ella masticaba los sempiternos espaguetis en salsa de tomate, dejando la mitad en el

plato. Para terminar, se tomaba una copa de limoncello dulce pero yo prefería el

amargor herbáceo de la averna.

5

CRIMEN DE HONOR Y REGADÍO DEL DESIERTO

- Mira –me dijo María, indignada–.

En la sala del desayuno, pintada de un blanco crudo, demasiado iluminada, sin

ningún encanto, amoblada con mesas y sillas de plexiglás, la única sala restaurada de la

Villa Landolina pero también la única inhóspita y en la que no nos gustaba demorarnos,

María me mostraba el periódico.

Se esté casado o soltero, la prima colazione (el desayuno), ese momento de intimidad

familiar para los primeros, de calidez doméstica para los segundos, no es importante

para los sicilianos, no les es necesario antes de iniciar la jornada. Prefieren entrar en el

bar y, de pie en la barra, discutir entre hombres de las noticias políticas que revisan y de

numerosos sucesos que comentan mientras hojean un ejemplar del periódico local

sostenido en una varilla de madera.

- Mira, no necesitan el puñal de santa Lucía para vengarse.

La Sicilia tenía como titular de primera página: “Delito d’onore”. El tribunal penal

de Catania acababa de dictar su veredicto en un caso de asesinato. Un tal Gaetano

Garofalo, charcutero en Siracusa, casado y sin hijos, enamorado de una de sus bellas

clientas, trató de deshacerse de su esposa Ginevra, mujer de lo más honrada, asidua de

la misa y perfecta casalinga (ama de casa) a quien nada se le podía reprochar, a no ser

el haberse vuelto menos amable para su marido. Después de mucho pensarlo, él no tuvo

más remedio que recurrir al “delito de honor”, utilizando el artículo 587 del código

penal, artículo causante de mucha controversia y al que este caso aportaba una suerte de

aval. “Quien dé muerte a su mujer, su hija o su hermana sorprendida en una relación

carnal ilegítima que ofenda su honor y el de su familia, será castigado de tres a siete

años de reclusión.” La corte, insensible ante los argumentos del abogado de la víctima

apoderado por una asociación feminista, se había limitado a la pena mínima: tres años

de cárcel (María: “¡Sólo tres años!”) para el charcutero asesino. “Sin duda –comentaba

el periodista– este veredicto parecerá bárbaro en los países protegidos por una

legislación laica, pero mientras en Italia no se instituya el divorcio, ¿qué otro recurso

tenemos para poner fin a un matrimonio en bancarrota?”

La indagación había demostrado que el marido no descubrió su “infortunio” por

casualidad sino que él mismo proveyó el amante y tendió la trampa a su mujer. Entre los

clientes de su negocio, Gaetano Garofalo se había fijado en un joven empleado de la

tienda La Standa conocido por su descaro. “Hé, Ninetto –le dijo al birichino (pícaro)

mientras le envolvía dos rebanadas de mortadela en una hoja de La Gazzetta del

Mezzogiorno–, necesito que lleves a mi casa una caja de vino, seis botellas del cenero

d’Avola que tanto le gusta a Ginevra, ya sabes. Aquí están las llaves. No hace falta tocar

el timbre: como Ginevra estará sola, no te abrirá.” Aquí, una palmada en el hombro del

muchacho y un guiño de ojo.

Fue muy fácil sorprender en la cama a la pareja ilícita. El marido “ultrajado” se había

escondido en el armario. Mató de un disparo de fusil a la esposa adúltera, verificó que

estaba muerta, sacó al amante desnudo de debajo de la cama, donde se había escondido,

le dio un abrazo afectuoso y fue a entregarse. “¿Quién podría culparle, quién podría

considerar esa acción como un crimen? Lo único que hizo fue apoyarse en la

disposición legal del delitto d’onore para reparar el perjuicio que sufrió.” La reacción

del público confirmaba el hecho de que esa ley fuera tan popular. Informado día a día de

los detalles del juicio, aclamó la decisión del tribunal y ovacionó al marido. La Standa

se conformó con transferir el empleado a otra sucursal en la misma provincia,

prometiéndole su reintegración al cabo de seis meses. El obispo subió al púlpito y echó

pestes contra todos los que pretextaran ese grano de arena introducido en los engranajes

de la Providencia para reclamar el divorcio y atentar contra la santidad del matrimonio.

- Mis queridos hermanos, mis queridas hermanas, Dios hizo del conjugo celebrado

por la Iglesia un sacramento indisoluble.

Todo el mundo en Siracusa deploraba la concatenación de los hechos pero se

alegraba de la feliz conclusión. “Este permiso otorgado por la ley –concluía el

periodista– ha caído en desuso en el resto de Italia. Es sólo en nuestra infortunada

Sicilia donde sigue siendo, hay que decirlo, necesario además de útil. Dejaremos de

considerarlo así cuando se nos ofrezca una mejor posibilidad de resolver una situación

sin salida.”

Fuera de sí, María rompió el periódico. Escandalizada por el cinismo de la

estratagema, indignada por la causa de flagrancia, se desquitó con el periodista,

acusándole de complacencia e hipocresía.

- Finge estar afligido pero se muestra solidario con el asesino. En vez de destapar la

superchería, como sería el deber de la prensa, la avala. Se ve que admira a un hombre

capaz de semejante determinación, y le siente orgulloso de una provincia donde

semejante abominación es posible. ¡Qué bella, tu Sicilia! Y en todo este enredo, la

víctima es un cero a la izquierda. ¡Pobre mujer, verdaderamente!

- Está bien… ¿Pero no te parece que ella actuó… un poco…? Acostándose con el

primero que pasa… En fin, el primero… ¿Su marido la descuidaba desde hacía cuánto

tiempo? En este asunto todo el mundo es culpable: el marido premeditando su crimen,

la legislación autorizándoselo, los jueces reduciendo la pena al mínimo, el público

aplaudiendo al asesino, el periodista preconizando la necesidad de matar, ¡y por último

Ninetto, un neófito, refugiándose debajo de la cama mientras despachan a su amante! La

Standa de Siracusa volverá a recibirle dentro de seis meses, y ese cobarde se dará aires

de héroe, y esas damas son tan tontas que van a querer acostarse con el mozo

“completamente desnudo” a quien el marido cornudo “abrazó afectuosamente”.

- Eso sí que no lo creo –dijo María–. No estamos en un sainete de Labiche11. Me

temo que los hermanos de la víctima van a querer el pellejo de Ninetto. El “código de

honor” exige que busquen venganza. Si le sacan de Siracusa es precisamente para que

se resguarde.

11 Eugène Labiche, dramaturgo francés del siglo XIX, célebre por sus sainetes en los que satirizaba a la burguesía de su época. (NdlT)

- ¡Qué bien! ¡Qué tierna, tu historia! Me quitas mis últimas ilusiones: yo pensaba que

La Standa no quería correr el riesgo de perder clientes por mantener entre su personal al

cómplice de un crimen…

María tenia razón, de acuerdo. Pero yo sentía confusamente que semejante razón,

soberana para una mentalidad occidental, no era la mejor herramienta para comprender

a Sicilia.

Todos los días regresábamos a la casina sin pronunciarnos aún, tan encantados con el

lugar como cautelosos con las trampas que nos acechaban. María, como buena turinesa

e hija de banquero, exigía presupuestos precisos, un extracto del catastro, un

justificativo de las hipotecas, piezas contables oficiales debidamente firmadas y

registradas. También quería una copia del permiso para construir pero, como nunca

existió el permiso, el príncipe le dijo que estaba archivado en Palermo y que pasarían

meses antes de ubicarlo.

- Cara signora, en Sicilia no dejamos que esos detalles nos estorben. Todo se arregla

con las combinazione, tanto el permiso como la falta de control sobre la falta de

permiso. La política es el arte de encontrar el punto débil del adversario. Cristo se

detuvo en Eboli pero Maquiavelo llegó hasta acá.

Pasábamos por la tonnara al mediodía en punto y recogíamos al ragioniere con el

asentimiento de don Fabrizio, interesado en que compráramos la casina. Estaba acosado

por un primo cargado de deudas que le pedía prestado.

Cuando llegábamos a la casina, Palmiro Cazzone ya ni siquiera se molestaba en

abrirnos la casa pues comprendía que no era esa casucha precaria lo que determinaría

nuestra decisión. Acerca de los gastos que había que hacer, se mantenía en la vaguedad

a la vez que afirmaba que pronto daría respuesta a nuestras legítimas preocupaciones.

El espectáculo que un día descubrimos nos dejó intrigados.

Ya he mencionado el terreno a la derecha de la “propiedad”, hacia el puerto. Uno se

pregunta qué podría crecer en esa landa excepto cañas, cactus y agaves cuyos altos

tallos cargados de flores erizaban el borde del acantilado. Un campesino parecía estar

aguardándonos. Había desenrollado desde la aldea medio kilómetro de manguera de

regar. Tan pronto como oyó el motor del auto, hizo como si estuviera regando.

- Bravo, Ciccio! –exclamó el ragioniere, saludándole a través de la ventanilla.

Se bajó del auto y avanzó a pasos cautelosos entre las excrecencias pedregosas. El

hombre sacudió la manguera para sacarle las últimas gotas, la dejó en el suelo, se secó

las manos en el pantalón y se inclinó ante el ragioniere.

- ¿Y las arvejas, Ciccio?

- Es lo que me temía, don Palmiro. Yo sabía que sólo los tomates iban a crecer, no

las arvejas, sólo los tomates.

- ¿Y entonces?

- Las arvejas ya crecerán.

- ¿Y las berenjenas?

- Grandes como balones de rugby.

- Tu tierra es buena tierra, Ciccio, buena tierra.

- Tan buena como peligroso es el hombre lobo en noches de luna llena.

- Le puedes sacar el ciento por ciento, más el beneficio proporcional.

- Una tierra tan preñada como una oveja en abril, don Palmiro. Tan fecunda como la

esposa nueve meses después de la boda. Tan abundante como una ubre de vaca antes del

ordeño.

- Un tesoro para tus hijos, tus nietos y hasta la cuarta generación.

- Doy gracias todos los días a la Madona de las siete espadas.

- Cuya bendición se extiende hasta este rincón del mundo olvidado por el gobierno.

- ¿Las arvejas… los tomates? –preguntó María, irritada por esa palabrería que a mí

me parecía poesía pura.

Cazzone soltó una carcajada.

- ¡No van a comprar dos hectáreas de buena tierra para no cultivarla!

El campesino dueño de las hectáreas, suponiendo que queríamos comprarlas para

cultivar hortalizas, había imaginado la puesta en escena de la manguera con el fin de

vender más caro. El hilo de agua, que serpenteaba por el suelo rocoso y desaparecía

absorbido por la arena, debía convencernos de que podríamos transformar ese monte en

un huerto. Ciccio pensaba engatusarnos con esa estratagema, pero cometía el error de

regar a pleno sol, sin aguardar al atardecer. Error suficiente para delatar la comedia

incluso ante nuestros ojos de citadinos.

No cabe en la mente de ningún habitante de Marzapalo que un terreno al borde del

mar tenga un valor. El marzapalense huye de la costa, no le gusta el mar, no sabe nadar,

no va a la playa. Il mare è nemico, yo comprendía ahora el verdadero sentido de esta

frase. No se explicaba ni por el remoto recuerdo de piratas y saqueos ni por el de la

malaria, más reciente. El mar es enemigo porque invade tierras, porque reseca y

destruye las plantas, porque roba terreno, lo que significa menos viñedos, menos

cultivos y, por ende, una considerable pérdida de beneficios. El mar no es nada, es un

vacío, una pérdida de espacio, una ausencia de tomates, un chiste cruel de la naturaleza.

Para esos terrícolas sólo importa la tierra, pero con la condición de que rinda. Les

parecía incomprensible que deseáramos tener una casa al borde del mar para estar solos

frente al horizonte, y un terreno adicional para protegernos de eventuales vecinos. Si yo

quería instalarme con “mi mujer” en ese acantilado y agregar a mi casa un terreno, no

podía ser más que con la firme intención de sacarle provecho.

El campesino recogió la manguera, la verificó poniendo cara de preocupación, dio un

paso adelante haciendo un último esfuerzo para humectar las matas espinosas. Su voz,

entre tenor y bajo, iba del fa2 al fa4. El trío bufo de María (soprano), Cazzone (bajo) y

yo (tenor) se amplió a cuarteto.

Ciccio, barítono, tema de la ilusión lírica: Quanti pomodori, quanti piselli Senza fatica il campo produrrà! Quante melanzane verrano a uscire Da questa terra non si può più grassa! 12

12 Cuántos tomates, cuántas arvejas / Sin esfuerzo este campo producirá / Cuántas berenjenas van a brotar / De una tierra que no podría ser más feraz! (NdlT)

Después de este ditirambo en homenaje a arvejas y berenjenas, un contrapunto con

nuestras voces discordantes animó alegremente nuestro conjunto: María clamó su

disgusto, yo mi entusiasmo, Cazzone se puso con sus cálculos y Ciccio con sus verduras

Soprano Cielo, come brutta è questa casa! Tenor Cara, cara, lasciati ubbriacar Bajo Che occasione, che occasione stupenda Barítono Quanti pomodori, quanti piselli

Lo absurdo de nuestro canto llevado por las ondas de la armonía nos elevaba a esas

alturas cenitales donde lo jocoso se hace realidad. ¿O no era esa mezcla de realismo

crítico y ceguera, de evaluación contable y utopía hortelana, de cinismo y exaltación, la

propia esencia de Sicilia? Uno se ilusiona con proyectos quiméricos de los que al

mismo tiempo hace mofa. Uno sueña que el desierto volverá a florecer y se burla de

semejante sueño. Se espera con pasión algún milagro a sabiendas de que nunca se

producirá. Sentimientos tan contradictorios que para expresarlos simultáneamente hacen

falta varias voces, la forma concertante de la parte final de una ópera.

Ciccio, de naturaleza doblemente taciturna como campesino y como siciliano, se

había superado a sí mismo. Se alejó, arrastrando la manguera detrás de él, sin

despedirse, sin una palabra, dejando encargado al ragioniere de ponderarnos la

excepcional fertilidad de su landa y fijar un precio proporcional.

6

EL MARQUÉS

Acompañados por el ragioniere, nos fuimos a firmar la opción de compra al

despacho del notario del príncipe, en Siracusa, plaza 2 de junio, frente a las ruinas del

templo de Apolo. En Sicilia el acto más rutinario puede dar un giro inesperado: don

Rosario Vella pasó más tiempo tratando de que el ventilador arrancara que

detallándonos los items del documento. Primero se montó en un taburete para empujar

las paletas con la mano. Luego se empeñó en desmontar el interruptor con la punta

mellada de su cortapapel, tan torpemente que recibió un corrientazo en el brazo. Aunque

la descarga no fue grave, primero gimió y se quejó de su “desgracia”. Luego, para

agradecer a la Madona de haberle “salvado del peligro”, ordenó a su mujer que fuera a

comprar flores, y no quiso iniciar el trámite sin antes haber colocado el ramo junto a una

litografía de la Madona en la silla de Raphaël, colgada en su despacho.

El despacho era un horno y nos estábamos ahogando. “Esperen –nos dijo–, tengo una

idea.” Quitó unos enormes registros apilados encima de una butaca, poniendo uno por

uno en el suelo aquellos in-folio encuadernados en pergamino grueso, y por último

desplazó la butaca, detrás de la cual descubrió, salidos de su funda aislante, retorcidos y

carbonizados, dos hilos de cobre que colgaban por la pared. Consternado, nos señaló ese

desperfecto para el que no había remedio.

- ¿No sería más sencillo dar un poco de aire? –preguntó María–.

- ¿Pero cómo?

María tomó la iniciativa abriendo la ventana, pero le costó trabajo pues las herrerías

estaban oxidadas y la falleba resistía a sus esfuerzos. Un soplo de aire marino barrió las

carpetas, de las que salió una nube de polvo, una pesada bruma de copos de polvo que

nos sofocó. Don Rosario, cuyo recelo se vio así justificado, farfulló algunas

apreciaciones poco amenas acerca de los métodos del “continente”. Aferrándose a la

falleba, cerró la ventana y volvió a llamar a su mujer para que le quitara el polvo de su

traje.

La opción de venta llenaba quince páginas manuscritas. Resultaría tedioso citar las

frases excesivamente largas y farragosas, inspiración del notario, un discurso apuntalado

por una jeringonza jurídica, corroborado por una prédica moral salpicada de citas latinas

donde el “honor” de las leyes del Estado se colocaba al mismo nivel que la “santidad”

de las prescripciones del Evangelio. De aquel galimatías se desprendía que en Sicilia el

derecho de propiedad es sagrado, intangible, inviolable, y que no resultaría pertinente

ponerlo en tela de juicio. Yo veía detrás de él las dos columnas del templo griego que

habían permanecido de pie. Puse mi media firma en las primeras catorce páginas y mi

firma completa en la última. El acta de compra fue firmada al verano siguiente en

Roma, ante el notario del marqués.

Francesco Bruno di Bellacasa, soltero y romano de adopción, nos había citado en el

Harry’s Bar, en la vía Veneto de Roma, encrucijada mundial de la café society y adonde

Hemingway se trajo de Venecia la receta del cóctel Bellini. La Dolce Vita13 había

puesto de moda esa calle. Una muchedumbre de mirones iba y venía entre la Porta

Pinciana y la Piazza Barberini. Deambulaban, curiosos de ver los lugares popularizados

por la película, acechando las vedettes de las que los periódicos publicaban fotos en sus

“páginas mundanas”, o se aglutinaban delante del Excelsior con la esperanza de

descubrir a alguna star saliendo del gran hotel, tal vez a la propia Anita Ekberg

precipitándose hacia la famosa fuente para meterse en el agua completamente vestida

delante de sus admiradores. El marqués nos aguardaba en la entrada del bar. Irritado par

la tonta curiosidad del gentío, enseguida nos llevó adentro.

“Signora”, dijo y se inclinó para besarle la mano. Francesco Bruno di Bellacasa,

cabello negro engominado, erguido, esbelto, vistiendo un traje inglés a cuadritos, un

pañuelo combinado con el corbatín, calzado inglés, mitad dandy, mitad maniquí, tenía

13 Célebre película de Federico Fellini, estrenada en 1960. (NdlT)

los ojos muy abiertos y yo no entendía a qué se debía. “Se estiró los párpados –me diría

María al salir del bar–. ¿Y el cabello, no has visto que se lo tiñe? Pero está impecable,

lleva muy bien sus cincuenta o cincuenta y cinco años.”

Descendiente de la poderosa familia instalada desde hacía varios siglos en el Sur-

Este de Sicilia (a la que también pertenecía el príncipe Mazzarolla delle Campane por el

lado de su madre), difería de su primo por su aspecto muy cuidado (no me le imaginaba

desaliñado, aunque estuviera de vacaciones o en la playa) y por el deseo de mantenerse

a la altura de su rango. Pero, igual que su primo, no sentía más que desprecio por la

joven República aunque lo manifestaba de otra manera, con un exagerado apego a los

modales de antaño. Ahora bien, pagaba el precio de tan absurda fidelidad. Hastiado de

la igualdad y demás lemas democráticos, “quimeras fabricadas por advenedizos”, y pese

a su estrechez económica, el marqués había rechazado, no sin altivez, un cargo en la

Administración pública.

- ¿Qué está leyendo? –le preguntó a María, viendo el libro con tapas amarillas que

tenía en la mano.

- Il gattopardo14.

Lo había comprado esa misma mañana por sugerencia mía, aun cuando el éxito de la

novela la hacía sospechosa ante sus ojos: seguía vendiéndose, estaba en la vitrina de

todas las librerías.

- ¡Ah, me lo imaginaba! –dijo el marqués, con una vehemencia que nos sorprendió–.

¿Cómo es que todos se han puesto a leer las elucubraciones de ese renegado? Quiere

convencernos de que los pequeños notables de la provincia han tomado el poder o lo

van a tomar. ¡Qué renuncia de parte de alguien que lleva uno de los nombres más

importantes de Sicilia! Además, publicar lo que uno escribe, de por sí ya es rebajarse

¿Qué necesidad tenía de publicar? ¿Por qué no vendió su blasón, ya que estaba? La

trama que imaginó es no sólo del peor gusto sino además absurda. ¿Quién puede creer

14 Novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, publicada en 1958, cuyo argumento transcurre entre fines del siglo XIX y principios el XX. (NdlT)

que Tancredi prostituye su título aliándose a esa Angélica que es una falta de todo? Y

resulta aún más extravagante que el tío de Tancredi, el príncipe Salina, en vez de

impedir esas artimañas, parece considerarlas so funny… Un verdadero aristócrata jamás

habría capitulado ante el alcalde del pueblo, ni aplaudido la desacertada unión de su

sobrino.

Yo no me atreví a decirle que la novela me había gustado.

- No ignoran ustedes –prosiguió– que los resultados del referendum de 1946 fueron

amañados por orden de los norteamericanos. En realidad, la monarquía ganó por varias

decenas de miles de votos, eso está comprobado. Pero al señor Truman le habría dado

urticaria si se hubiera gritado “¡Viva el rey!” en el país que podía convertirse en el eje

de su estrategia europea.

Hizo una pausa y continuó:

- Yo nunca más he vuelto a Siracusa desde que los lacayos que nos gobiernan se

cogieron la alcaldía para ellos. ¡Se atrevieron a tomar la fecha del referendum para

rebautizar como “2 de junio” la plaza donde mi tío-abuelo hizo construir su palacio!

Después de esa salida yo me dispuse a hablar de cifras, fechas y disposiciones

legales, creyendo que el marqués estaría deseando concluir el asunto. María me daba

codazos para que fuéramos al grano. Pero lo que se planteó fueron los méritos de los

diferentes whiskies que un deferente cameriere alineaba encima de la barra.

- ¿Cuál le agradaría hoy, signor marchese? Supongo que no será un blended…

- ¡Siempre con tu broma, Peppino!

- Entonces, un buen turboso.

- Está bien. Un Laphroaig.

- De buena cosecha, obviamente.

- Espera… Mejor un Glennfiddich… Bueno, no, escógelo tú mismo: esta mañana me

duele la cabeza…

- Es el siroco, signor marchese, el siroco…

- Gracias, Peppino… Será el siroco, efectivamente…

Dicho viento, que en verano lleva el agobiante calor del desierto africano hasta

Roma, no estaba soplando aquella mañana. La ciudad estaba envuelta en un delicioso

frescor. La brisa mecía el follaje de las encinas. Tal como su primo, el marqués nunca

había trabajado. Vigoroso, joven aún, en los momentos decisivos siempre le dolía la

cabeza y eso le impedía actuar con la determinación de la cual habría sido capaz sin esa

recurrente cefalea que él denominaba “hemicránea fatal”, haciendo un esfuerzo de

lenguaje que agotaba sus reservas de energía. Con el tren de vida que llevaba en París,

Londres y Roma, sus necesidades eran muy superiores a las del príncipe. Para

satisfacerlas, cada año se deshacía de alguna alhaja que le venía de su familia, o de

algún tapiz traído como dote de una antepasada francesa, o de un cuadro de algún gran

maestro incorporado a las colecciones de la familia desde el siglo XVII. Liquidar la

venta de una casa o un terreno que formaba parte de los restos de su patrimonio le

aportaba un complemento de recursos. Había cedido a un anticuario de la Vía dei

Coronari, por un precio inferior a la mitad de su valor, una ánfora del Ático inestimable

por haber estado en manos del emperador Federico II de Hohenstaufen en persona,

quien la había obsequiado a un ancestro del marqués como recompensa por proveer de

un equipamiento completo a doce caballeros de la sexta Cruzada.

Estos detalles provenían de Cazzone, quien me los contó con un desprecio apenas

disimulado. El marqués dilapidaba los restos de su fortuna en París dando fiestas

ruinosas en las que ni siquiera se divertía. Perdía grandes sumas en los casinos adonde

se dejaba llevar por unos hijos de papa forrados de dinero. Y para él, tan puntilloso en

materia de decoro, no era una falta de dignidad terminar sus noches en el “Moulin

Rouge” junto a “damitas” que no se conformaban con dejarse invitar a comer langosta y

beber champaña.

Su primo me comentó un curioso rasgo de carácter del marqués, que pudo haberle

otorgado una “buena situación” en la sociedad romana, tan ávida de escándalos.

Viviendo en la ciudad santa, el marqués era anticlerical y antipapista. Anticlerical por

tradición de su familia, en cuyo seno se leía a Voltaire desde hacía dos siglos;

antipapista por resentimiento y odio hacia la autoridad pontificia debido a un motivo

descabellado: porque el papa Gregorio IX excomulgó (¡en el siglo XIII!) a aquel mismo

emperador Federico II que había recompensado a su ancestro. Para el marqués, aquel

año 1239 puso fecha al inicio de una larga decadencia apostólica que desembocaba en la

vergogna de hoy en día. Según él, Pablo VI se acostaba con su secretario. Y si

promulgó su encíclica reafirmando la prohibición del matrimonio para los miembros del

clero, fue para reservarse un vivero de jóvenes sacerdotes frustrados por el celibato y

ávidos de dar cualquier salida a sus ardores. “¡Astuto, ese viejo bribón! En nombre del

adagio Quod licet jovi non licet bovi (Lo que es lícito para Júpiter no es lícito para

todos), se permite lo que está prohibido por el derecho canónico. Y nadie se atreve a

contradecirle. Suelta latinazos como si fueran fórmulas cabalísticas.”

No obstante, para gran decepción del príncipe que alentaba a su primo a adoptar una

“pose” de rebelde, éste respondía con indiferencia cuando le decían que podía

destacarse haciendo públicas sus blasfemias. Sus sarcasmos contra la hipocresía del

Vaticano harían las delicias de ciertos periódicos. La farsa de la castidad eclesiástica, el

ballet nocturno de los querubines deslizándose a pasos silenciosos por los pasillos del

palacio hasta la alcoba pontificia, ¡qué manjar de calidad para los gacetilleros! “La

Santa Sede, la santa sede, primo, la santa sede de la Santa Sede, ¿por qué privarse de

tan sublime juego de palabras? El papa tiene una sede que tal vez no sea tan santa…” El

marqués se negaba tercamente. No por temor a ser perseguido judicialmente, sino

porque a cualquier iniciativa que significara siquiera un mínimo de esfuerzo respondía

con su eterno: “Para qué…”

- ¿Él ha regresado a Sicilia? –pregunté a Cazzone–.

- Si. Regresa cada año, para las fiestas navideñas en la casa de campo donde se crió,

entre Noto y Modica. Bajo ningún pretexto faltaría a esa costumbre, ni dejaría de dormir

en la camita blanca de su cuarto de niño donde sólo cabe si encoge las piernas. Como

antaño, juega con sus soldados de plomo, lanza dardos, hojea su colección de

estampillas donde figuran rarezas como la efigie de Ferdinando de Borbón, rey de Dos

Sicilias. O de Víctor Emmanuel III, “emperador de Etiopía y rey de Albania”. A la hora

de acostarse, se tapa con la colcha que le bordaron para su sexto cumpleaños, cuando

aguardaba el beso materno para dormirse.

- ¿Su madre vive todavía?

Hacía varios años que había muerto, pero el marqués enseñó a Pasqualino, su viejo

mayordomo, a escenificar la escena del beso materno para así jugar el papel de su

madre. Pasqualino tenía que quedarse junto a la cama hasta que el marqués se durmiera.

Poseía una docena de perros machos de la raza muy rara de samoyedos moteados, de

los que se ocupaba para él una tía devota del marqués, en Modica. Podía haberlos

inscrito en los diversos concursos que se llevan a cabo cada invierno en Londres, Berlín,

Monte-Carlo, o Montecatini en Toscana, y llevarse medallas de oro y cheques. O ganar

aún más dinero alquilándolos para la reproducción. Pero de pronto surgía la famosa

migraña paralizante, echando a perder todos sus proyectos de resolver el desastre de sus

finanzas mediante el pedigrí de su jauría. El ragioniere le ofrecía su ayuda para

prepararle el viaje, el hospedaje, el traslado de los animales, el contacto con los

organizadores. El marqués aceptaba las propuestas, daba su acuerdo acerca de los

distintos puntos, pero el día del viaje anulaba todo, perdiendo el dinero que había

gastado en el proyecto.

- ¿El siroco, Eccellenza?

- Pues sí, mi querido Palmiro, has adivinado. Porca miseria! No hay nada qué hacer

contra ese maldito-maldito siroco. Otra vez esta “hemicránea fatal” oponiéndose a mis

resoluciones.

Mientras saboreaba a pequeños sorbos su Laphraig 1912 en el Harry’s bar, a lo

mejor se preguntaba si la suma que sacaría de la casina le permitiría aguantar hasta el

año siguiente.

Yo me había conformado con un Campari con soda, cosa que no mejoró su opinión

sobre mi persona. María, para complacerle, había pedido un single malt pero de menor

calidad y apenas si lo probó. El marqués pagó la cuenta y dejó como propina la mitad

del monto. A las preguntas del notario sólo contestaba con gestos cansados de la mano:

- Haga como le parezca conveniente.

- ¿Siete millones? –propuso el escribano, calculando su porcentaje–.

- Ni pensarlo, don Gregorio. Ya he dado mi palabra. Son seis millones.

Apenas si se tomó el trabajo de garabatear su firma al final del documento que le

despojaba de una casa de la cual una inglesa atolondrada, ignorante de la historia de

Sicilia e insensible ante la tragedia de una clase declinante, salió huyendo de las arañas.

Nunca más volvimos a ver al marqués.

Cinco o seis años después, al agotarse sus últimos recursos, ya enterrado Pasqualino

(y no sustituido, pues la nueva generación de domésticos exigía el cumplimiento de las

convenciones sindicales), ya vendida la camita blanca infantil junto con el resto de los

pesados muebles de caoba, los escasos bienes que aún poseía, legados por su tía para la

alimentación de los perros que morirían como él, sin posteridad, el marqués se fue de

este mundo andando de puntillas en sus elegantes Weston y con una bala de revolver en

la sien.

7

EL ACANTILADO Y EL PERRO

Menos de cien metros separaban la casina y el acantilado.

Esos cien metros eran la “propiedad” en la que todavía no nos habíamos animado a

aventurarnos. Nada parecía más fácil que franquear ese arpende y medio (según la

medida agraria todavía en uso por la región, de preferencia al sistema métrico) para ir a

ver si sería posible bañarnos entre las rocas. Tal vez se podría construir una especie de

escalera en la escarpadura, y abajo podríamos utilizar como trampolín una gruesa roca

plana, lo suficientemente ancha como para extender nuestros paños, con una fisura para

clavar un parasol, respondiendo al deseo de María.

Estábamos empezando por donde se termina: desde la casa al borde del acantilado,

esos cien metros de terreno eran casi impracticables. La bruma, la sal, el viento, a veces

las olas durante las grandes tormentas invernales, habían erosionado minuciosamente la

materia volcánica de esa meseta que cae a pique en el mar, y debíamos ver con mucho

cuidado dónde poníamos los pies. Era imposible avanzar entre esos espolones rocosos

irregulares, esas excrecencias verrugosas, esas crestas puntiagudas, esas aristas

cortantes, sin correr el riesgo de hacerse un esguince o de cortarse.

María, que llevaba sandalias trending, el último modelo de Marco Baldovino, se

detuvo a mitad de camino y dio media vuelta, renqueando. Al examinar una de sus

sandalias, constató un corte en la suela: por ahí se había desprendido una de las tiras, el

daño era irreparable. En vez de molestarse, hizo un gesto de indiferencia y echó el par

de sandalias al tobo de la basura, entre vainas de habas y huesos de duraznos. Así se

desechó, en un dos por tres, algo que a mí me habría costado tres meses de ahorro.

- ¡Te costaron dos mil liras! –le dije con un tono del que enseguida me arrepentí–.

Para el pincelador nacido en una familia pobre, con sus reflejos de hombre de

izquierda, resultaba chocante que no se escatimara en gastos. Era un tema que

tratábamos de evitar: ella, para tratar de olvidar el reproche insultante lanzado por su

primer novio cuando la dejó: el haber nacido “en una cuna de oro”; y yo, para no

parecer que recrimino la desigualdad entre las clases. En esa época, la aventura de Fidel

Castro daba un flameante aval a los clichés revolucionarios más trasnochados. La buena

conciencia, el sectarismo bienpensante de la izquierda se nutrían de la epopeya cubana.

En la escuela de Bellas Artes había una pequeña camarilla de guevaristas barbudos y

perentorios que jugaban al “hombre nuevo”, fumando habanos y tomando cerveza. Yo

compartía algunas de sus ideas, pero cualquier discusión con María sobre el tema se

habría agriado. Ella me acusaría de repetir esas consignas sin que ello me impidiera

instalarme ante mi caballete y vivir como un burgués. Nos ateníamos, pues, a cierta

neutralidad política entre ambos. Entre los peligros que nos acechaban como pareja, era

el único del que estábamos concientes.

Mientras yo me aventuraba con mis zapatillas entre las rocas, brincando de una a otra

para recoger unas florecitas de un azul malva que crecen en los intersticios y hacer un

ramillete para María, mis contorsiones entre el pedregal sólo podían suscitar en ella

nuevas dudas acerca de lo pertinente de nuestra adquisición. El ragioniere se había

cuidado de venir con nosotros. Se quedó en la plataforma de cemento que sirve de

zócalo a la casa, midiendo la fachada con una cadena de agrimensor y anotando en una

libreta la cantidad de toesas que había que encalar.

Las flores esparcidas por el acantilado tienen minúsculas gorgueras agrupadas por

quince o veinte sobre una cabezuela de color pardo. Acerqué la nariz a una de esas

flores: no olía. Toqué sus pétalos con el dedo: estaban secos. El tallo, esmirriado y

leñoso. Era una planta cuyo verticilo guarda su color aunque la flor se seque, por eso se

llama “inmortal”. Efectivamente, sólo las inmortales tenían suficiente energía para darse

en ese caos rocalloso. Los antiguos decían que los asfódelos florecen en los infiernos

aguardando las sombras errantes para favorecer su resurrección. ¿Para quién podían ser

útiles esas florecitas azul malva del acantilado? No eran bonitas, no estaban frescas sino

ya marchitas, resecas y arrugadas aunque en pleno florecimiento y vigor. Apenas

brotadas y ya marchitas. Sin duda inmortales, pero con esa manera irónica que en Sicilia

todo lo impregna, inmortales y descoloridas, inmortales con sólo un soplo de vida, a

semejanza de la antigua sociedad en vía de desaparición.

Llevé un ramillete a María, ofrenda que recibió con una sonrisa forzada, dejándola

encima de una caja abandonada por los albañiles.

Esa caja siguió ahí aún después de haber equipado los dos pisos con el somero

mobiliario comprado en La Standa de Siracusa. El ragioniere nos consiguió una cocina

a gas butano. Nunzio nos traería mensualmente, en su triciclo Vespa, una bombona

llena. Lo más difícil de encontrar fueron las lámparas para el dormitorio. “No vendemos

ese artefacto.” A nadie en Sicilia se le ocurre leer en la cama. Pero por fin conseguimos,

en una tienda de regalos en Siracusa, la única en el ramo, un modelo llamado “Aretusa”

(como la ninfa) y “recomendado a los recién casados”, con una pantalla plisada de estilo

tulipa y un pie de vidrio transparente y sinuoso en forma de mujer desnuda, que se

iluminaba por dentro y, cada vez que se prendía la lámpara, la mujer pasaba

alternativamente del azul al rosa y del rosa al azul.

Unos días después de la exploración del acantilado, un evento que a mí me dejó

perplejo y a María de nuevo indignada, nos abrió un poco más los ojos acerca de las

costumbres de Marzapalo.

Por un atajo que cruza diagonalmente el terreno que nos separaba de las primeras

casas del pueblo, llegó un muchacho con el pecho descubierto y pantalones cortos,

llevando terciada una pesada bolsa y arrastrando tras él un pastor alemán atado a una

cuerda. El muchacho no tenía más de doce años pero su rostro ya era maduro, sus

muslos musculosos estaban tostados por el sol, tenía vigor físico y andares decididos, el

carácter atrevido de los niños criados al aire libre. Fumaba una colilla pero me dio la

impresión de que no lo hacía por gusto sino para darse valor. Cada chupada le retorcía

la boca. Saltó por encima de una zanja y acometió un terraplén sin reducir el paso no

obstante la carga que llevaba al hombro. Sólo se detuvo una vez cuando, sofocado por el

humo, le dio un ataque de tos.

El perro, de buen tamaño aunque no hubiera alcanzado su madurez, con el hocico

amarrado con tiras de cuero que trataba de quitarse frotándose contra las rugosidades

del suelo, se arqueaba sobre las patas delanteras, negándose a avanzar mientras soltaba

sus quejidos. El muchacho tenía que voltearse a menudo hacia el perro y halar la cuerda

con las dos manos.

Saltaron por encima del pedazo de muro que, junto con unos cactus escuálidos y un

agave inclinado por los vientos, hacía las veces de cerca alrededor de la casina.

Atravesaron nuestro terreno y sólo se detuvieron al borde del acantilado. El muchacho,

ya por no haberse fijado en el auto, ya por considerarnos como unos intrusos, actuaba

como si estuvieran solos, el perro y él, sin tener que dar cuentas a nadie. Se agachó al

borde del vacío, lanzó la colilla al mar, y sacó del bolso una gran piedra cuadrada que

colocó con esfuerzo en el suelo.

Nosotros estábamos en ese momento en la terraza del primer piso, junto al ragioniere

que nos explicaba las obras que había que emprender. Las aguas de lluvia drenaban mal,

había que hacer unas aberturas en el murito de ladrillos e instalar un canalón. Los

listones de madera estaban podridos y había que reemplazarlos por lozas. Y adentro

resultaría más ventajoso sustituir el linóleo de la sala por baldosas de cerámica.

- Vaya, qué suerte tienen –exclamó como si de repente se hubiera acordado de una

circunstancia ventajosa para nosotros–. Tengo un primo que trabaja en ese ramo, en

Caltagirone. Puede venderles a precio de costo unas tejas moldeadas a la antigua y

baldosas fabricadas artesanalmente.

Apenas si le escuchábamos. ¿Qué estaba haciendo ese muchacho? ¿Qué tenía en

mente? Para atar el extremo de la cuerda alrededor de la piedra, buscaba en ésta

asperezas que impedirían que la cuerda se deslizara, operación que se le hacía difícil

porque el perro se debatía y trataba de escapar. A veces el muchacho se interrumpía

para acariciar el perro, rascarle el lomo, murmurarle unas palabras al oído. El animal se

calmaba bajo esa mano afectuosa, movía la cola mientras el muchacho le abrazaba la

cabeza, frotaba su mejilla en el hocico; jugueteaban como dos viejos amigos. Después,

el muchacho reanudaba su ocupación, crispando la mandíbula en el esfuerzo de hacer un

nudo más apretado, ayudándose con las irregularidades de la piedra.

Interrogué al ragioniere con la mirada. Él se mantenía impasible, como si no hubiera

nada más natural que el espectáculo de un muchacho y un perro unidos por una oscura

confusión de crueldad y amor.

De repente el muchacho se levantó. El perro, cada vez más inquieto y quejumbroso,

se alzó sobre sus patas traseras y trató una vez más de escapar. El muchacho lo tomó en

sus brazos musculosos y, desde el acantilado alto de al menos diez metros en ese sitio,

lo lanzó al vacío con la piedra atada al cuello. Entonces dio media vuelta y echó a correr

llorando. Volvió la cara hacia atrás varias veces y vimos unos lagrimones en sus

mejillas morenas.

María dio un grito.

- Se hizo justicia –masculló entre dientes el ragioniere–.

- ¿Qué justicia? –le gritó María, y casi se lo gritó en la cara–.

- El dueño del perro –dijo el ragioniere en tono severo– no se quitó el sombrero

cuando pasó la procesión. No se quitó el sombrero ante san Calógero. El santo que

protege el pueblo. Y la confraternidad del santo, después de que todos los miembros

deliberaron, reunidos en el coro de nuestra iglesia en torno a la estatua del santo, decidió

que no bastaría un exvoto para reparar el insulto: san Calógero, ofendido, pronto podría

retirarnos su protección y secar las cosechas (se santiguó). Sólo la mano inocente de un

niño podía calmarle.

- ¿Y usted forma parte de esa confraternidad? –le pregunté–.

Bajó la voz y murmuró, tapándose la boca con el sombrero:

- Solo en calidad de miembro suplente, puesto que vivo en Rosalba. Pero no le digan

nada a Su Excelencia, pues no comparte nuestras ideas.

- Y esa decisión de vengarse del dueño del perro, ¿usted la aprobó?

María se volvió hacia mí para descargar su ira:

- ¿A qué país de bárbaros me has traído?

Yo ya me precipitaba hacia la escalera y, tan rápido como pude, brincando por el

pedregal, corrí a averiguar qué le había pasado al perro. Me lo imaginé reventado contra

una roca o ahogado entre las olas. Pero, por milagro, la cuerda se había cortado con una

arista de la pared del acantilado de modo que el animal, deslastrado de la piedra y

habiendo caído al agua entre dos rocas, ni siquiera se veía herido. Se trepó a una de las

rocas, se sacudió, y ayudándose con unos salientes dispuestos como escalones naturales

(pensé que aplanándolos un poco podríamos acondicionarlos como una escalera),

reapareció sano y salvo en lo alto del acantilado. María ya había bajado de la terraza,

estaba delante de la casa y trató de atraer al perro llamándolo con los nombres de los

perros que ella conocía. Sin dignarse a responderle, el perro trotó hasta el sitio de donde

había sido lanzado al vacío, husmeó por el suelo, olfateó las piedras, encontró el olor del

muchacho y salió disparado hacia el pueblo, con un trozo de cuerda todavía en su

cuello, siguiendo el rastro del que quiso matarlo.

- ¿Lo ves, María? Es cosa de sicilianos. Aquí había una mezcla que se nos escapa:

delegación de venganza, ritos milenarios, supersticiones religiosas, desprecio por los

animales. Todos esos ingredientes incomprensibles para nosotros desembocan en una

especie de misa pagana que se concluye con la inmolación del chivo expiatorio. No

podemos oponernos a una costumbre tan profundamente arraigada en la historia de esta

isla. Aquí no hay ley que impida reparar un crimen imaginario mediante un sacrificio

aún más absurdo.

- ¡Pero es un niño! El perro está sano y salvo, pero el niño quedará marcado de por

vida por el gesto horrible que le obligaron a hacer.

- ¿Qué te hace creer que le obligaron?

- ¿No viste que estaba llorando?

- Deja las ideas que tienes acerca de los niños sicilianos…

- … y de la bondad, la gentileza, la educación de los sicilianos.

- Y acerca de los perros –agregué–.

Seguí con la mirada el animal que corría a entregarse de nuevo en manos de su

verdugo. Aceleró sus zancadas al acercarse al pueblo y desapareció en el recodo que

formaba la primera casa.

- Voy a ir a poner la denuncia en la alcaldía –dijo María–. Italia es un país de

derecho. Y el derecho europeo prohíbe torturar los animales.

Consultado, el ragioniere nos informó que no siendo Marzapalo una comuna, el

pueblo estaba adscrito a la alcaldía de Rosalba.

- El alcalde le dirá que el derecho no tiene mucha importancia ante las tradiciones

ancestrales.

- ¡Qué bellas, esas tradiciones!

- Un perro no representa más que una boca que hay que alimentar.

Tuve la imprudencia de decir:

- También los árabes detestan los perros.

Seguro que no fue la mejor manera de calmar a una piamontesa preocupada y

descontenta por el flujo de emigrantes hacia Turín, ciudad tan nítida, tan limpia, tan

“europea”.

8

PALMIRO Y OLINDA

El ragioniere comprendió que esa escena nos había disgustado. Le corría prisa

presentarnos a su yerno, el ingegnere Luigi Tulipano, que tenía sus “oficinas” en

Rosalba y, aunque no era ni arquitecto ni contratista, tenía sus arreglos con todas las

corporaciones. María quiso manejar el auto, yo me senté a su lado, Cazzone se montó

atrás, y nos fuimos hacia Rosalba.

“Gigi” se encargaría de establecer los presupuestos, reclutar la mano de obra,

coordinar las obras, supervisar a los obreros. Era un uomo di rispetto, exacto en sus

números, preciso en las cuentas. Sólo cobraba diez por ciento. En Sicilia alguien es

geómetra sólo con saber manejar una cadena de agrimensor y calcular la superficie de

una parcela, pero sería una afrenta no llamarle ingegnere; y al bachiller recién graduado

le corresponde enseguida el título de dottore.

- Mi yerno –nos dijo el ragioniere– es ante todo un hombre verdadero.

Verdadero: ¿qué entendía él por ese término?

El auto traqueteó por la calle principal de Marzapalo, María iba demasiado rápido,

los niños se refugiaban en los portales de las casas, los muchachos mayores le pintaban

cuernos, yo le supliqué que fuera más despacio pero sólo redujo la velocidad al llegar a

la parte de arriba del pueblo, después de la última casa. Cuando dejamos el faro a la

derecha, el ragioniere prosiguió:

- Antaño nadie se habría atrevido a vendernos pollos alimentados con hormonas.

- Pero es que antaño…

Yo quería objetar que los pollos alimentados con hormonas eran un invento reciente,

pero él me cortó.

- Ni a presentar mujeres en las elecciones.

Era la víspera de una elección regional. Percibí que él estaba deseoso de revelarnos

sus convicciones políticas.

- “Antaño” –le pregunté–, es decir: ¿antes de la guerra? En tiempos de …

- Perfectamente. En tiempos en que Él gobernaba Italia. Él nunca habría permitido

que los pollos alimentados con hormonas salieran al mercado. Mire usted, professore,

Él era un hombre verdadero que llevaba a su pueblo hacia lo alto. Él quería un pueblo

fuerte, sano, vigoroso, alimentado con pollos que no fueran tratados artificialmente.

- Pero, según me dijo usted, la electricidad llegó a Marzapalo sólo después de la

guerra. Ustedes comían caracoles a la luz de las velas. ¿Entonces, qué hizo Mussolini

por Sicilia?

- Le engañaban, professore, Le hacían creer que los créditos que Él nos otorgaba se

utilizaban conforme a sus órdenes. Dos veces vino a Sicilia, dos veces. Pronunció

discursos sobre la reforestación de las montañas y el abono de los pantanos. Él no sabía

que la conjura desviaba los fondos y se los metía en el bolsillo. Él no lo sabía.

- ¿La conjura?

- ¿Quién, si no, tiene la culpa de lo ocurrido? ¿Usted cree que sin las maniobras de la

conjura, se habría podido derrotar a un hombre como Él? Él nació invencible. Victoria o

muerte, tal era su consigna.

María se aguantaba a duras penas. Yo le hice una señal para que no le contestara.

- Desde el mismo 2 de mayo de 1945 –prosiguió el ragionieri, alentado por nuestro

silencio–, tres días después de la cobarde masacre de Como, el nuevo alcalde de

Rosalba reunió a todos los hombres en la sala de cine y les pidió que, uno por uno,

prestaran el “juramento democrático”, como él decía… Pues bien, profesore, yo fui el

único que se negó a perjurar. Cuando me tocó el turno, me levanté y dije en voz fuerte y

firme: “Yo no hago ese juramento. Ese juramento, no, yo no lo hago.” El alcalde me

expulsó del cine. Nadie se levantó para defenderme, nadie. ¡Ay! El pueblo italiano no

era digno de ser gobernado por Él. ¡Todos juraron en falso, todos! Y habiendo sido yo

el único en permanecerle fiel, me habrían destituido del cargo que ocupaba en los

archivos provinciales sin la intervención del príncipe, quien apreciaba mis competencias

y logró mi reintegración.

Justo en ese instante, con una curva cerrada, la carretera iniciaba el descenso hacia

las salinas y las bordeaba a lo largo de quinientos metros.

- Pare, signora, por favor, pare –dijo el ragionieri, sentado atrás–.

Se bajo del auto, dejó que María pasara la curva y luego se volvió a montar.

- Estas curvas son muy peligrosas –dijo, moviendo la cabeza–. Pericolisissimi.

Anoche vi en mis sueños un gato negro.

Ahora, en la subida hacia Rosalba el gato le conminaba por segunda vez a bajarse

antes de esa serie de curvas muy cerradas. En la canícula de mediodía, recorrió a pie los

quinientos metros de curvas. Después de lo cual, nervioso y jadeante, como si se

hubiera librado de un tremendo accidente, se dejó caer en la banqueta trasera,

llevándose la mano al corazón y murmurando palabras para invocar a san Calógero y

exorcizar los gatos negros.

Me costaba conciliar esos datos contradictorios: culto a Mussolini, elogio de la

“virilidad” nacional y pusilanimidad personal, a no ser que admitiera que la

pusilanimidad había sido uno de los resortes del fascismo. Aquel matón que hinchaba el

pecho y proclamaba la invencibilidad de la nación de César y Augusto agrupó a su

alrededor a todos los que sacaban provecho de sus bravatas, creyendo ser ellos mismos

unos héroes.

Palmiro Cazzone estaba orgulloso de su apellido, que a nosotros nos daba mucha

risa: cazzone, aumentativo de cazzo, el cazzo por excelencia. El hombre fuerte, el

hombre potente, dotado de una virilidad irresistible, el superhombre que, según su

mitología mitad higienista, mitad política, se habría debilitado comiendo pollo

alimentado con hormonas.

A su favor, y se lo señalé después a María, no se le podía acusar de oportunismo. En

vez de cambiar de chaqueta después de la guerra –como hicieron los fascistas en

general, convirtiéndose de la noche a la mañana en antifascistas y apresurándose a

inscribirse en la Democracia Cristiana–, él había reafirmado en público sus

convicciones, demostrando por fin el valor cuya ausencia había orientado su

compromiso político. “Victoria o muerte”: con esa cabeza en forma de berenjena, sus

mofletes y su papada, resultaba a la vez cómico y conmovedor. El inofensivo fanfarrón

–me dijo el príncipe– no había participado en ninguna expedición punitiva ni

denunciado a nadie ante las autoridades.

A María, uno de cuyos tíos había participado en la Resistencia en el maquis15

piamontés, le parecía algo odioso que él no sintiera ni remordimiento ni pesar. Yo no

opinaba así y me extrañaba esa terquedad absurda, nociva para su interés. Estaba

dispuesto a perdonarle sus baladronadas puesto que había pagado el precio: se pudo

quedar en los archivos provinciales pero en el nivel más bajo de la jerarquía, sin haber

obtenido jamás promoción alguna.

Fascista también era su comportamiento con las mujeres, lo descubrimos al

conocerle mejor. Yo me le imaginaba perfectamente entre sus veinte y cuarenta años,

pavoneándose en la Plaza Mayor, trajeado de negro, con la borla de la gorra rozándole

el hombro, un puñal envainado en el costado, un garrote en la mano, amedrentando a los

hombres, alardeando delante de las mujeres, gallo con las plumas alborotadas,

indiscutiblemente cazzone. Con ese comportamiento no sólo verbal, tal vez habría

logrado seducir a las gallinas del corral si su mujer, para frenar al fanfarrón, no le

hubiera sometido, sujetado, encerrado en la casa, vigilado estrechamente, como ningún

otro marido en el mundo lo era.

La signora Olinda nunca salía de su casa, a no ser para ir a misa. Sólo la vimos una

vez, una tarde que necesité consultar ciertos documentos del catastro y el ragioniere me

prometió que me los traería de la alcaldía. Nos abrió la puerta una mujer de imponente

gordura, superior a la de las mujeres casadas sicilianas, ya de por sí excesiva. Vestida de

negro de arriba abajo, con el cabello canoso recogido en un moño a la moda de los años

15 Término francés que engloba las regiones rurales y los grupos de combatientes clandestinos que, en distintas épocas históricas, se ocultaron en esas regiones del Sur de Europa para llevar a cabo luchas armada a favor de alguna causa. En Italia, esa forma de lucha se dio contra el fascismo italiano y la ocupación nazi durante la segunda Guerra Mundial. Entre estos combatientes o partigiani figuraban comunistas, socialdemócratas, demócratas cristianos, republicanos, monárquicos, anarquistas, etc. (NdlT)

treinta, el pecho comprimido en un corpiño de terciopelo, llevaba un cuello de encaje y

calzaba unos zapatos de tiras. Su marido todavía no había llegado a casa. Sin decir ni

media palabra, nos invitó a sentarnos junto a una mesa de caoba cubierta de un grueso

tapete, en una sala oscura. Ella se sentó frente a nosotros. Tenía por delante una

palangana llena de naranjas y mandarinas, y otra más pequeña que contenía las frutas ya

peladas. Tomó una naranja y le cortó la cáscara en espiral. Pensé que nos iba a explicar

lo que estaba haciendo, como para entrar en materia de alguna manera. Pero se quedaba

muda mientras seguía pelando el resto de la fruta de la palangana grande y echando las

peladuras en un balde colocado entre sus piernas, todo ello con gestos mecánicos y la

mirada fija en una reproducción en blanco y negro de la Madonna Sixtina de Raphaël

que tenía un marco fluorescente.

Así como el ragioniere era locuaz y deseoso de comunicarse, asimismo ella afirmaba

su poder con una actitud reservada y severa. María y yo nos pusimos a conversar en voz

baja entre nosotros pero pronto se nos quitaron las ganas de hablar y un silencio pesado,

compacto, se instaló en esa habitación donde las cortinas corridas sólo dejaban pasar

una luz parsimoniosa que caía sobre un arcón de madera oscura. En otro cofre, colocado

debajo de la Madonna Sixtina, se veía por la abertura de la tapa un paño bordado. El

péndulo de un reloj de roble iba y venía en ese sepulcro, con un sonido monótono. La

signora Olinda, cual antigua divinidad sacando su fuerza de su mutismo, hacía pesar

sobre nosotros el peso de su corpulencia y el enigma de su majestuosidad.

De pronto escuché una especie de estertor, entre quejido y recriminación,

proveniente del rincón más oscuro de la habitación. Una creatura, tan delgada que

parecía un esqueleto, surgió de la oscuridad, se acercó a la mesa trastabillando y, con un

gesto de avidez, tendió un plato a la signora. La signora rebuscó en la palangana

pequeña y llenó el plato de naranjas y mandarinas peladas. El espectro, que nos pareció

ser una muchacha, regresó a su escondite, temporalmente calmado.

- Poverina, le hacían falta –dijo brevemente la signora–.

La aparición había sido tan rápida, tan irreal, que no tuvimos oportunidad de

preguntar el nombre de esa muchacha, si es que era una muchacha y si es que

hubiéramos hecho preguntas: ¿era una pariente, una doméstica, por qué la falta de

cítrico la ponía en ese estado de desesperación, qué significaba esa dependencia?

La signora reanudó su tarea, llenando la palangana pequeña a medida que la grande

se vaciaba, como si esa actividad ininterrumpida que nos parecía tan extraña y las

quejas de ese fantasma apenas vislumbrado no necesitaran comentarios. En el silencio

que había vuelto a instalarse, se oía vagamente en el fondo de la habitación en tinieblas

el ruido de la boca masticando la fruta y escupiendo las pepitas. En torno a la mesa nada

había cambiado. La signora tomaba las naranjas una por una y les quitaba la cáscara

con una calma imperturbable y una regularidad de metrónomo.

Impaciente por saber qué misterio estaría ocultándose detrás de un ceremonial tan

curioso, yo pensaba que el ragioniere iba a satisfacer mi curiosidad. Estaba deseoso de

oír la llave en la cerradura. María disimulaba apenas su irritación.

Al cabo de una espera que me pareció interminable, sonó el timbre de la puerta. La

signora se levantó y pasó al vestíbulo para ir a abrir. El ragioniere nunca se llevaba la

llave y todavía me pregunto si obligaba a su mujer a quedarse en la casa para esperarle,

con el fin de restablecer una apariencia de autoridad, o si ella le confiscaba la llave para

vigilar sus idas y venidas, controlar su horario, mantenerse como ama y señora de la

pareja.

Cazzone entró detrás de ella, con el portafolio repleto de documentos y lo puso sobre

la mesa. Los sicilianos son de una exquisita hospitalidad pero nunca ofrecen nada de

beber a la hora en la cual ningún francés recibe a alguien sin proponerle el aperitivo. Ni

al ragioniere ni a su mujer se les ocurrió que un trago a la salud de la casina ayudaría a

remover ese papeleo.

Cazzone tomó una silla de caoba y terciopelo ajado que estaba junto a la pared y la

colocó al lado de la que ocupaba María pero, ante el ceño fruncido de su mujer, arrastró

la pesada silla hasta el otro lado de la mesa y se sentó frente a María. El ambiente seguía

siendo tan tieso y solemne que no me atreví a mencionarle ni las naranjas ni el fantasma

oculto en el fondo de la habitación. Nos pusimos a examinar los registros.

De vez en cuando el ragioniere miraba a María de soslayo cuando creía que su mujer

no le veía. De repente, ésta se levantó y se dirigió hacia la cocina, dejando la puerta

abierta. Sólo eran las seis, faltaban unas tres horas para la cena. Un olor a charcutería

llegó a la sala. Vi de lejos una fila de jamones y salamis colgando por encima del fogón,

junto a una mortadela ya empezada. La signora abrió un grifo, llenó un recipiente,

removió unos cubiertos dentro de un cajón. Y como si esa llamada al orden no bastara,

un ruido de ollas renovó la advertencia. Plácida y callada, ella sabía desatar el lenguaje

de los utensilios. Chisporroteo del aceite calentándose, sonido del cuchillo picando

cebollas en la tabla, golpeteo del pilón aplastando los tomates, un zafarrancho

sabiamente cacofónico que respondía a un objetivo preciso, según una antigua y eficaz

táctica de las matronas sicilianas: poner de relieve su devoción familiar y su abnegación

doméstica, culpabilizar al marido recordándole sobre quién recaen las tareas del hogar

de las que él disfruta tan egoístamente. ¿O acaso ellas, vestales y guardianas del hogar,

no han renunciado por espíritu de sacrificio a toda vida personal?

La tapa de una cazuela se cayó estrepitosamente sobre las lozas al suelo: es que aquel

día el marido se pasaba de la raya al atender a una joven y bonita forastera. Éste se

apresuró a despachar las últimas recomendaciones y se despidió de nosotros.

9

GIGI

¿Cuántas veces subí por la estrecha escalera que lleva a las “oficinas” del ingegnere

Luigi Tulipano? No eran “oficinas”, como tampoco él era ingeniero, sino una sola

habitación, un cuartucho bajo de techo, exiguo, en una callejuela perpendicular a la

Plaza Mayor de Rosalba. Una tabla colocada encima de dos caballetes, atestada de

planos y gráficos, un silla plegable de tela para él, dos para los visitantes, archivadores

metálicos hasta el techo, el reglamento catastral colocado en la pared junto a un

crucifijo de ébano, un ventilador que nunca vi funcionar, eso era el mobiliario. El

nacimiento de Venus de Boticelli, reproducido en forma de álbum e “intervenido” con el

agregado de un bikini, era todo el ornamento del cuchitril. Una foto en blanco y negro

de un hombre y una mujer de edad avanzada, colocada bajo una rama de olivo, colgaba

en la pared enfrente del ingegnere.

Cada verano, yo subía esos escalones temblando ante la idea de enterarme de algún

dato enojoso acerca de la casina. Él dejaba el cigarrillo y nos saludábamos a la siciliana

(acercando las mejillas pero sin tocarse). Enseguida me tranquilizaba: no, profesore, no

hay mayores daños, sólo las cerraduras de delante que tuve que cambiar, las paredes que

había que encalar de nuevo, una plancha de zinc en el techo arrancada por el viento

durante una tormenta en enero, el motor de la bomba que ya no funcionaba. Tanto por la

mujer de la limpieza, tanto por el camión de agua, tanto por la compra de una pequeña

escalera, tanto por cambiar la regadera de la ducha, ya inservible.

Me presentaba el registro donde había inscrito los gastos. Por supuesto, yo no tenía

manera de verificar si eran fidedignos pero él se habría ofendido si yo no hubiera

fingido examinar cuidadosamente sus cuentas antes de aprobarlas. Unos días después, le

entregaba el monto exacto. Año tras año, se repetía la ceremonia. Yo fui subiendo más

despacio la escalera que me iba pareciendo cada vez más empinada y él fue

levantándose más lentamente de su silla plegable de tela, pero el ritual nunca varió, ni el

saludo inicial, ni el apretón de manos final.

Una vez que yo dejaba encima del escritorio el fajo de billetes, él se mojaba el dedo

en una esponja húmeda, separaba uno por uno los billetes y los distribuía, según su

tamaño y valor, en varios montoncitos separados que ataba con una goma. No lo hacía

por desconfiar de mí de alguna manera sino para obedecer a las reglas de la civilidad

campesina, que aparta los sentimientos cuando se trata de negocios. Él quería hacer las

cosas con toda pulcritud: “Ninguna duda podrá hacer mella en nuestra amistad”, me

decía cuando terminaba de separar y contar los billetes, sacando un poco la lengua.

Ese mismo código le prohibía darme las gracias, incluso cuando yo le entregaba

junto al monto debido un pequeño obsequio que se metía en el bolsillo sin comentarios,

como si fuera un anexo lógico del contrato establecido entre ambos. Un bolígrafo, un

encendedor, una boquilla, que nunca había utilizado en mi presencia y yo no tenía

manera de saber si lo hacía de vez en cuando, si el obsequio le había gustado, o si le

había parecido sin ninguna utilidad. Tardé diez años en comprender por qué en Sicilia

nunca se agradece un regalo. Un regalo es un regalo, no es una moneda de cambio, no

exige ninguna contraparte, debe ser gratuito so pena de quedar reducido al rango de

mercancía. En francés, “merci” se deriva etimológicamente de “mercancía” y recalca el

valor “mercantil” de un obsequio. En italiano, “grazie” indica que se entrega como una

gracia, gratuitamente. El italiano da las gracias porque ha adoptado el código europeo.

El siciliano sigue siendo hombre de su nación.

Con la lista de los daños que había que reparar, descubrí lo que cuesta tener una casa

demasiado cerca del mar, una casa cuyas cerraduras se atascan, cuyos contravientos se

desbaratan, cuyas puertas tienen los largueros combados por la acción de la bruma y la

sal. Vivir en un puesto avanzado del Tercer mundo habitando una casa destartalada y

apartada del pueblo me trajo otros inconvenientes no menos desagradables. Durante el

otoño y el invierno los muchachos del pueblo, aburridos debido a la falta de algún

centro recreativo o de algún terreno deportivo, privados de distracciones, por ocio más

que por malevolencia, llegaban en bandas y se divertían lanzando piedras contra el

canalón, las lámparas exteriores, los bombillos dentro de las lámparas. Lo primero que

teníamos que hacer cada verano era barrer los vidrios rotos que cubrían el zócalo debajo

de las ventanas. La mujer encargada de arreglar la casa sólo limpiaba adentro.

Esa mujer se llamaba Augusta. Durante nuestra estancia, venía una vez por semana

para barrer la arena, cambiar las sábanas y llevarse la basura. Le preguntó a María,

ocupada escribiendo un capítulo de su tesis, por qué estaba copiando un libro. Para ella,

todos los libros habían sido escritos en un remoto pasado, de una vez por todas. No

concebía que hubiera gente escribiendo nuevos libros. Y mucho menos una mujer.

En cuanto al ingegnere, nunca entendió qué venía yo a hacer, ni por qué había

comprado una casa que no me producía ni una lira y me ocasionaba tantos gastos. Me

inclino a pensar que siempre mostró tanta meticulosa honradez no por escrúpulos de

conciencia sino por el orgullo de demostrar a una italiana del Norte lo injusto de sus

prejuicios.

Se había ofendido cuando María le preguntó si él tenía una cuenta bancaria en

Rosalba, ello a fin de poder pagarle con un depósito. “No me gusta que mi marido vaya

por ahí con tan importantes sumas de dinero.” Él había interpretado esa observación a

su manera: los estados de cuenta aseguran la transparencia de las operaciones bancarias,

no se puede adulterar las cifrar impresas y, de algún modo, públicas; así pues, María

desconfiaba de los pagos que no dejan huella y de los arreglos por debajo de la mesa.

Mientras yo recorría la columna de gastos, miraba de reojo la uña del meñique del

ingegnere: una uña larga, exageradamente larga, centrada, puntiaguda, bien cuidada,

pulida, nacarada. Yo había constatado, y era algo que me hacía gracia, que así también

la llevan en Sicilia los funcionarios regionales, los empleados municipales, los

directores de escuela, las profesiones liberales, todos los que presumen de pertenecer a

la clase de los “notables”. Quieren mostrar que no necesitan trabajar con sus manos.

“Moriremos sin haber tocado una herramienta”. Pero l’ ingegnere hacía trabajos

manuales, medía las tierras, removía la tierra en los linderos, colocaba él mismo los

hitos, manejaba los artefactos más pesados, era un miembro de la plebe rural que había

accedido paulatinamente a cierta buena posición sólo con su tenacidad.

Trabajaba duro, ignoraba los domingos, los días feriados, el mar, la playa, nunca se

tomaba un día de asueto. Eficaz, modesto, perseverante, taciturno, todas las mañanas se

le veía en su oficina, y todas las tardes en las obras. Su ambición de acceder a una rango

social más elevado sólo se denotaba por esa uña, estandarte de los galantuomi y

privilegio de los ociosos.

Era de muy baja estatura, como muchos de los campesinos que han crecido sin comer

carne ni pescado, excepto en los días de fiesta. El esqueleto, frustrado de proteínas

durante la adolescencia, alimentado con riggatoni (esa pasta corta, espesa e indigesta)

en salsa de tomate, con rebanadas de pan frotadas con aceite y ajo, con pizzas que llenan

el estómago, no llega a superar el metro sesenta. Con su silueta rechoncha, “Gigi”,

ancho de hombros, corto de piernas, parecía un tonel. Me costaba mucho entender lo

que me decía pues hablaba entre dientes, con medias palabras, frases lacónicas,

cortadas, incompletas, interrumpidas por risitas que parecían relinchos.

La foto de los dos viejos me intrigaba. Él siguió mi mirada y dijo:

- Genitori.

- Sus padres… ¿Dónde viven? –pregunté por cortesía–.

- Cementerio.

Su respuesta se limitó a esa sola palabra, recalcada por el acostumbrado relincho.

¿Acaso se habría liberado de ese culto a los muertos que obsesiona a los viejos

sicilianos?

Fascista, él también lo era pero sin la firmeza de su suegro. Dudaba de los méritos

del Duce, a no ser que considerara más prudente y de utilidad parecer partidario del

nuevo régimen. Y así, en la calle saludaba al alcalde demócrata-cristiano mientras el

ragioniere, ostensiblemente, guardaba puesto el sombrero.

En nuestra presencia, no intervenía en la conversación, dejaba que su suegro nos

diera sus peroratas sobre los pollos amañados con hormonas, las verduras aumentadas

con productos sintéticos, la venalidad de los diplomas, las trampas en las elecciones, las

intrigas de la “conjura”.

Gigi era ante todo un trabajador, con un temperamento sosegado, una mente

metódica, era tesonero, hábil y astuto, estaba exento de convicciones ideológicas.

Escéptico por oportunismo, preocupado por sus intereses, indiferente a la política, metía

todos los partidos en un mismo saco. Realista en el sentido estricto de la palabra, sólo

buscaba enriquecerse y se enriquecía rápidamente. Igual que su suegro, criticaba a las

antiguas señorías que dilapidaban su patrimonio jugando en Nápoles o en Roma,

incapaces de ganar un centavo ni de poner a rendir las pocas tierras que les quedaban.

No obstante, a diferencia de su suegro, no le intimidaban los títulos nobiliarios ni los

blasones. Para él, comportarse como el príncipe o el marqués era abdicar de sus

responsabilidades, venir a menos, colocarse al margen de los “hombres verdaderos”.

Consideraba que ya sólo se les debía un rispetto de apariencia que ocultaba un gran

desprecio.

Había emigrado en su juventud: como asistente de cocina en Caracas, donde había

vivido durante dos años metido en los sótanos de una compañía petrolera, pelando

verduras y fregando a la luz de los tubos de neón, sin ver nada del país ni adquirir

noción alguna de Venezuela; luego, como jefe de fila en una finca bananera en

Camerún, llamando “negros” a sus habitantes, sin empacho, con un desprecio sólo

comparable al de María por los italianos del Sur.

- ¡Tocan tam-tam, tam-tam, tam-tam –repetía, riéndose–. ¡Tam-tam, más tam-tam,

siempre tam-tam! ¡Tam-tam por aquí, tam-tam por allá!

María le preguntó inútilmente si recordaba otras impresiones de África. Desprovisto

de curiosidad tanto como de imaginación, nunca abrió otro libro sino la compilación de

leyes agrarias y un catálogo, impreso a dos columnas, de todo lo que uno puede soñar y

con los números de lotería correspondiente a cada sueño. Era una superstición que venía

de los tiempos más remotos y se había mantenido, igual que el culto a los santos o la

renovación de las flores ante los exvotos. ¿Soñaba con un caballo? Se jugaba el 19.

¿Con Rita Pavone? El 35. ¿Con alguna actriz de cine (nunca iba al cine)? El 72. ¿Con el

Papa? El 91. ¿Con el presidente de Estados Unidos? El 120. Mientras el personaje que

se le aparecía en sus sueños fuera más alto en la jerarquía de las celebridades, más

aumentaba el número que las simbolizaba y también más se acrecentaba la suma

prometida al ganador. Nos explicó detalladamente el sistema, confiado en que algún día

el plan daría sus frutos. No nos dio risa porque nos pareció que esa creencia, nada

razonable, era la única licencia poética que esa mente tan pragmática se permitía.

¿El objetivo de tanto empeño en su trabajo? Gigi me lo reveló cuando nos hicimos

más amigos. Después de rendir cuentas, me llevaba al Splendido, a tomar una leche de

almendras, y luego dábamos una vuelta “por la ciudad”, pero sólo cuando María no me

acompañaba porque él temía sus opiniones. Rubia –creía él–, vivaz, desenfadada,

elegante, ella le intimidaba, era como una especie de diosa situada demasiado alto por

encima de él, mientras que de mí no se sentía tan socialmente distante.

Su ambición secreta era ser propietario de una hermosa casa, con un garaje en el

subsuelo, una escalera interior en espiral y una terraza en el techo para poner a secar los

tomates. La quería en pleno centro de Rosalba, solo suya, ciento por ciento suya,

concebida y construida por él, amoblada y decorada por su mujer.

Hacíamos una escala en el estanco, después de lo cual él se fumaba un cigarrillo. El

tiempo que necesitaba para fumarlo correspondía exactamente al tiempo que

tardábamos para cruzar la Plaza Mayor en diagonal. Era de creer que medía sus

chupadas según la cantidad de metros a recorrer. Nunca pasábamos por los laterales, a la

sombra misericordiosa de las encinas verdes.

- Fanulloni…

Holgazanes. Estigmatizaba con esa palabra –más tajante en italiano– a los jóvenes

que deambulaban bajo el follaje. En la explanada de concreto, el sol pegaba duro.

Al dejar la plaza, Gigi me señalaba, a dos pasos, en la primera calle, via Roma, el

sitio que había escogido para su futura casa, en el que estaba ubicado un lagar destinado

a ser demolido. Con lujo de detalles técnicos, me describía las dimensiones de su futura

vivienda, el sitio previsto para el portal de la entrada, la cantidad de pisos, los materiales

de construcción –costosos– y la instalación –“artística”, precisaba él– del salotto (esa

misteriosa habitación de la cual yo no medía aún toda la importancia), todo lo cual sería

la consagración de su éxito.

La famosa uña larga aparecería entonces como el anuncio profético de su ascenso

social.

10

FILOMENA

Por ahora vivía con su mujer y sus dos hijas en un pequeño apartamento alquilado en

el segundo piso de un edificio modesto, alejado, detrás de la Plaza Mayor. Se casó con

la hija de Palmiro Cazzone al regresar de África, cuando los ahorros que había

acumulado fueron considerados por el raggioniere como un contrapeso suficiente a lo

humilde de sus orígenes.

Para mi sorpresa, pues es raro que los sicilianos reciban en sus casas, nos invitó a

almorzar, invitación que renovó durante dos o tres años hasta que se desalentó por lo

circunspecto de nuestro apetito. Esas comidas resultaban una ruda prueba a las dos de la

tarde, en plena canícula, en una habitación exigua de ambiente cerrado. Unas pesadas

cortinas de terciopelo impedían que entrara el sol pero también que circulara el aire. La

signora Tulipano (ni María pudo nunca llamarla por su nombre tan bonito: Filomena)

había puesto la mesa como para una boda: pesado mantel de damasco sacado del cofre

donde guardaba su ajuar, copas de Baccarat con pie (excepto para el ingegnere, quien

bebía al estilo alemán en una jarra con asa), platos en cerámica de Caltagirone, cubiertos

en plata maciza, porta-cuchillos de plata.

Nunca platos más indigestos asaltaron a estómago alguno, ya fuera cristiano, judío o

árabe. La pasta no era una pasta ordinaria, al dente, saludable, reconfortante, sino una

masa espesa y viscosa. Los espaguetis estaban mezclados con guisantes, berenjena

picada, tomates confitados cortados en cuatro, tocino en trozos, cubitos de queso de

cabra, pistachos, y no sé qué más. Como si esos agregados no hubieran bastado, todo

nadaba en una crema grasienta. La carne recibía un trato no menos atiborrado: una

mezcla de huevo, jamón, salchicha, ajo y cebolla rellenaba unas costillitas que habrían

acabado con Gargantúa. Y gigantescas porciones de la torta de cierre, una montaña de

masa con ron, merengue, crema, jarabe, frutas confitadas, de la que chorreaban ríos de

caramelo líquido, cual lava por las faldas del Etna. El ingegnere llenaba su jarra con una

mezcla de cerveza y vino, tomándosela de un trago. Aunque logramos limitarnos a un

poco de vino cortado con agua, nos fue imposible no comer lo que la signora sirvió en

nuestros platos con toda su autoridad. Al menos la primera vez. Porque al año siguiente,

antes de sentarnos a la mesa declaramos de entrada que el calor nos quitaba el apetito.

Yo dejé la mitad de la pasta.

- ¿El profesore está enfermo?

- No, no. Es que es demasiado.

- ¿No le ha gustado?

- Per caritá!

- ¿En su casa la hacen mejor?

Por más que elogié su spaghettata, ella no entendió por qué no me comía toda mi

porción, a no ser por una fatalidad que le estrujaba el corazón.

- Povero professore! Che sfortuna, essere malato in vacanze! (¡Pobre profesor, qué

desgracia enfermarse en vacaciones!)

Ella estaba dispuesta a admitir que María se comiera sólo una parte de su plato.

Admiradora de las actrices esbeltas, espigadas, que veía en la televisión o en la portada

ilustrada de las novelas que tomaba prestadas en la biblioteca del pueblo, comprendía

que la mujer del Norte respondiera a un ideal misterioso para ella aunque lo respetaba.

¿Pero el hombre? El hombre debe robustecerse al máximo mediante la comida. El

hombre debe mangiare forte forte, admirable expresión en la que se acumula, con la

repetición del adverbio, la frustración de mil años de hambruna.

Dí vueltas al tenedor clavado en la masa esponjosa y me tragué un bocado más.

- ¿Professore, seguro que no está enfermo?

Entonces yo ignoraba el drama que se ocultaba detrás de aquella aparición del

espectro en la sala de sus padres.

- Le aseguro que no, signora. Es que en Francia no estamos acostumbrados a comer

tanto.

Excusa banal, cuando lo correcto habría sido que yo rindiera un grandioso homenaje

a tanto fasto culinario mediante una barroca dilatación de mi aparato digestivo.

Mientras tanto, el ingegnere, con la cara roja después de las tres o cuatro jarras de la

mezcla que se tomaba de un trago, relinchaba por lo bajo, con pequeña sacudidas

silenciosas. ¿Acaso le dábamos risa? ¿Acaso el esfuerzo por conciliar la cortesía hacia

nuestros anfitriones y la capacidad de nuestros estómagos nos contraía la cara con

alguna mueca cómica?

María odiaba esos almuerzos. Yo me había dado cuenta con tristeza de que ella no

tenía ningún interés en estudiar esa sociedad siciliana que, no obstante, resultaba tan

original y tanto más curiosa para mí por encontrarse en plena transformación. ¿En qué

otro lugar se habría podido percibir mejor los cautelosos intentos de amotinarse y luchar

contra costumbres seculares? ¿Dónde aparecían más visibles las fisuras con las que se

resquebrajaban los usos y costumbres? El ingegnere, aunque apegado todavía a los ritos

de una sociedad rural arcaica, buscaba derribar las antiguas subordinaciones con el fin

de acceder a esa clase media cuyo desarrollo, junto con la destitución de la aristocracia

y el advenimiento de una nueva jerarquía social, traería cambios en Sicilia.

Alardear de sus riquezas domésticas era una primera señal. La religión del trabajo

cotidiano, sin domingos ni días de asueto, era un desafío a la holgazanería y a la dejadez

de los antiguos patrones de la isla. El respeto de los horarios, la honradez en las cuentas,

la seriedad profesional, eran pruebas de su aspiración a la modernidad. En cuanto a la

bulimia y a la indiferencia ante la sobrecarga corporal, no eran sino secuelas de un

atávico temor a la carencia.

La signora Filomena me intrigaba tanto como su marido. Retraída, poco habladora,

yo la sentía ajena –superior– al clásico tipo de la esposa siciliana. Dentro de ella se

libraba una lucha, tímida pero evidente, entre la antigua obediencia a las tradiciones y

ciertas veleidades de independencia. Al tercer almuerzo, en una patente insumisión al

código de la hospitalidad, puso en la mesa un hule a cuadros y no el mantel de damasco,

cambió las copas con pie por vasos de cartón, reemplazó nuestras servilletas de lino por

unas de papel. ¿Estaría yo equivocado al ver como un esbozo de feminismo en esa

manifiesta rebelión contra la vajilla, contra la obligación de fregar platos? El rechazo a

estropearse las manos y perder tiempo en las tareas domésticas iba acompañado con un

esfuerzo de coquetería. Llevaba ropa clara, muy estricta, sin fantasías pero, de lejos,

preferible a los trapos negros que convierten en cuervos a las mujeres casadas de

Rosalba.

De no haber estado tan encerrada en la tradición, ocultando lo que constituye el

encanto de una mujer, podría haber sido realmente bonita. Este “realmente” no es un

latiguillo. Filomena Tulipano, pese al dominio masculino que le impedía lucir atractiva,

tenía unos rasgos bastante puros, sólo hacía falta afinarlos con el maquillaje, y habría

bastado arreglar un poco su cabello color caoba para hacerlo resaltar. Ciertamente, uno

no puede combatir en todos los frentes a la vez y ella había escogido otro terreno para

afirmarse: no se ocupó de valorizarse a sí misma, decidió ser útil a los demás. En lugar

de quedarse confinada entre cuatro paredes, trabajaba afuera (con el permiso de su

marido y contra la opinión de su padre) dando clase a los niños de una escuela

evangélica. Y es que en Rosalba, en lo más recóndito de la Sicilia más conformista que

el resto de Italia, o así lo creíamos, había una comunidad y una iglesia valdenses16, y

además con sede propia. Nuevo motivo de asombro el encontrar una herejía en ese

pueblo aparentemente tan impregnado de papismo.

Filomena leía el periódico, cosa inusual en las mujeres. Recuerdo que una vez la

pareja se enteró de una noticia que suscitó una fuerte discusión entre ambos. Percibí que

nuestra llegada en ese momento aumentaba cierta tensión, provocando sobre todo en la

signora una incomodidad reveladora de su turbación. Un acontecimiento ya pasado

había vuelto a la actualidad. La gente casi se había olvidado de que Gaetano Garofalo,

charcutero, había asesinado a su esposa, Ginevra, sorprendida en flagrancia de adulterio

–adulterio organizado por él mismo, hay que recordarlo–. Pues bien: el caso volvió a la

16 Movimiento religioso surgido en el siglo XII en el sureste de Francia, preconizando la renuncia a los bienes materiales y el estudio de la Biblia. Hoy en día forma parte de la iglesia protestante. (NdlT)

actualidad de manera espectacular: los tres hermanos de la víctima habían descubierto al

empleado de La Standa en el lugar donde se escondía, cerca de Avola. El joven fue

llevado hasta un bosque, sometido a un juicio sumario, emasculado con un cuchillo de

caza, después atado a un árbol y ejecutado con dos disparos de fusil. El primero de los

tres hermanos disparó una bala de salva. Declaró que ese impío no valía la bala para

matarle. Los otros dos dispararon balas reales. Uno apuntó al corazón, otro al bajo-

vientre.

- Bien hecho. Fatto bene –gruñó el ingegnere–. Fue castigado por donde pecó.

Filomena no estaba de acuerdo en absoluto y, en la imposibilidad de expresar

claramente sus objeciones, sus vacilaciones delataban su desasosiego. Si no contradecía

a su marido, parecía aprobar unas costumbres que nosotros considerábamos como

bárbaras. Pero si insinuaba que la venganza “ojo por ojo, diente por diente” aplicada tan

brutalmente en ese bosque escena del crimen distaba de ser justa, castigando a un

inocente, su marido podía interpretar esa defensa como una provocación. Más aún, ¿no

sería como sugerir que el pecado de la signora Ginevra en realidad no lo era? Dicho de

otra manera, ¿ser la esposa de un hombre violento y falso –Garofalo demostró serlo con

su maquinación criminal– le daba la libertad de sustraerse a su dominio? Un punto de

vista obviamente insoportable en esa época y para un siciliano, incluso para el más

dispuesto a acoger las ideas nuevas. Al oír a Filomena pronunciando las palabras “dar la

libertad”, el ingegnere se tomó un trago de su mezcla tan bruscamente que estuvo a

punto de atragantarse. Y ni siquiera estoy seguro de que ella las hubiera pronunciado

claramente. Él se las habría leído en los labios.

La discusión terminó con un “Gigi” susurrado como una plegaria dirigida a su

marido, invitación a calmarse, declaración de fidelidad conyugal. Pero también leí en

esas dos sílabas deslizadas con voz temblorosa una protesta contra el horror de aquella

ejecución, una profesión de fe humanitaria, incluso quizás un murmullo de compasión

hacia el horroroso destino del joven empleado, así como una secreta aspiración a vivir

en un mundo más abierto al amor.

Cuando nos íbamos en el auto, María me dijo:

- Estás soñando, amigo mío (me llamaba “amigo mío” cada vez que quería enfriar mi

entusiasmo). Esa mujer nunca engañaría a su esposo. Ni siquiera se le ocurriría.

- Eso no impide que ella desapruebe, igual que tú, la cláusula del delitto d’onore. He

visto en su mirada una suplica para que no la creyéramos empeñada en defender esa ley

horrible. Ella me parece notablemente moderna. Trabaja. Y lo hace en una institución

que seguramente la vuelve sospechosa para una buena parte de Rosalba. ¿Y has visto –

proseguí, mientras María miraba la carretera con expresión porfiada, encerrada en su

idea preconcebida– lo bien que cría a sus hijas? Eso es otro testimonio de su

modernidad. Esas pequeñas no han dicho ni pío durante todo el almuerzo. Piensa en la

excesiva libertad que las familias sicilianas dan a los niños. ¿Recuerdas aquella cena en

casa de tus amigos de Palermo? ¿Y aquella reunión familiar a la que nos vimos

obligados a asistir en el hotel de Agrigente? Los niños se quedan en la cena hasta

cualquier hora, nunca se van a acostar, brincan y gritan haciendo un alboroto espantoso.

Una invitación a cenar se convierte en un suplicio. Pero la signora Tulipano impone a

sus hijas la disciplina indispensable para una educación saludable (mi tono de maestro

de escuela me avergonzaba un poco, pero es que María me irritaba con tanta

desconfianza).

- ¡Obviamente! –contestó–. Son niñas. Si fueran niños, les dejaría hacer lo que

quisieran porque aquí ellos son los reyes. No están sometidos a ningún horario, a

ninguna obligación. En Turín, en el apartamento de arriba vivía una familia napolitana

con cuatro salvajitos que eran tan mal educados, que gritaban tanto y alborotaban tan

adrede, alentados por sus padres, que nos vimos obligados a mudarnos. Hasta las doce

de la noche se oían alaridos, muebles arrastrados, carreras que ponían el techo a

temblar. Las niñas son formateadas, domesticadas, mutiladas para convertirlas en

buenas esposas, en buenas madres. Sólo tienen derecho a callarse y a ser obviadas.

11

EL PERIÓDICO SATÍRICO DEL PRÍNCIPE

Adquirí la costumbre de ir a la oficina del ingegnere yo solo.

Como a María no le gustaba pasearse por las calles de Rosalba, se quedaba

esperándome en el auto. Un día tuvo que hacer unas compras y fue testigo de una

escena que me contó con todo detalle. Estaba comprando pasta dental en la farmacia, y

en eso dos personas entraron con gran alboroto. Un hombre joven y robusto, en

franelilla, chupándose el dedo, empujado por una mujer de unos sesenta años en bata de

casa, despeinada como Lucia di Lammemoor en la escena de la locura según la puesta

en escena que habíamos visto en el Teatro Massimo de Palermo.

- ¡Figlio mio, povero figlio mio! Ti reggi? (¡Hijo mío, pobrecito! ¿Puedes

sostenerte?)

El hombre se había magullado un dedo mientras reparaba un grifo en la cocina. ¡Qué

problema! Todos los vecinos venían atrás. De la trastienda de la farmacia alguien sacó

una silla para que se sentara il povero ragazzo (treinta y cinco años, buena cara,

aprovechando la ocasión para ser mimado). Las comadres le metieron en la boca una

cantidad increíble de caramelos, bombones, gomitas. El boticario envió su asistente a

buscar el médico y el científico acudió con su maletín repleto como para disecar un

cadáver. Pero en vez de minimizar el incidente, prorrumpió en exclamaciones

compasivas:

- Signora Concettina, che disgrazia! Che sventura! Vediamo un po’ questo povero

dito così sfortunato! Coraggio, coraggio, figlio benedetto di Dio! (¡Señora Concettina,

qué desgracia, qué desventura! ¡Veamos un poco este pobre dedo tan desafortunado!

¡Ánimo, ánimo, hijo bendito de Dios!)

No había nada que ver, el “pobre dedo” víctima de semejante “desgracia” sólo estaba

blanco por un lado y rojo por otro y su dueño, pese a la mejor voluntad del mundo para

lucir agonizante, no paraba de tragar pastillas y frutas secas. Aprovechando al máximo

aquel maná que le caía del cielo, el figlio benedetto di Dio se atiborraba, mimado por el

coro femenino. Bastó una gota de sangre para llevar la compasión a su paroxismo.

Lloriqueos por una parte, voces de aliento por otra, era como un fuego artificial, un

traqueteo de chillidos, una salva de vociferaciones, lo cual confirmó la opinión negativa

de María acerca del homo meridionalis, pusilánime y llorón. A mí, aquella flameante

pirotecnia verbal me habría encantado por la gracia involuntaria de tan incongruente

pathos.

Cuando visitábamos al príncipe, conversábamos con él acerca de esas costumbres tan

jocosas para los forasteros. Por más que yo protestara, el príncipe me llamaba egregio

pittore.

- No se burle… Todavía soy un debutante.

- No, no… Usted debe llevar un título, un epíteto sonoro, unas mayúsculas, hay que

ir precedido de cascabeles, hay que agitar cencerros, es indispensable para adquirir el

debido rispetto.

Lejos de defender a sus compatriotas, abundaba en el parecer de María. Tutti buffoni,

tutti pagliacci. Por si yo lo dudara todavía, el príncipe me dio una tarjeta de

recomendación para el Círculo de Contertulios, copiado del de Siracusa y, según él,

auténtico concentrado del pintoresquismo local.

A María le agradaba su causticidad, su mordacidad; detrás de la guasa, ella percibía

su amargura pero no le gustaba que él mismo se incluyera en la turba de polichinelas y

charlatanes. Con su sentido cívico, le parecía chocante ver rebajándose a un hombre

cuya condición superior, sus restos de fortuna, su inteligencia, su lucidez política debían

alentar en él un comportamiento más responsable. En particular le reprochaba que se

burlara de un voluntariado que se había comprometido, en la parte Oeste de la isla, a

luchar contra la miseria, el desempleo, la corrupción, los abusos. El blanco favorito del

príncipe era Danilo Dolci, un arquitecto de Trieste instalado cerca de Palermo para

ayudar a los campesinos a organizar la resistencia contra la mafia. Burlas insoportables

para ella, pues su padre había participado en la fundación de Médicos Sin Fronteras y

subsidiaba esa organización.

- Es demasiado fácil –decía ella– cruzarse de brazos y burlarse de quienes hacen

algo. Tú no eres así. Al contrario. Tú crees en lo que haces.

Pronto renunció a acompañarme y yo me iba a la tonnara sin ella. Vincenzo me traía

mi vaso de agua sin que hiciera falta pedírselo, pero era el propio príncipe el que ahora

echaba el polvo mágico en el agua, frente a mí, ostensiblemente, con una risita

silenciosa.

- El pobre diablo –me dijo cuando el sirviente se metió en la casa– me pide de vez en

cuando el retroactivo de sus prestaciones. “¿Cuánto te debo, Vincenzo?” Y me pide una

suma reducida pero que es considerable. Yo hago como si calculara y le digo: “Tú estás

en el décimo puesto entre mis acreedores, si no me equivoco…” “Más o menos,

Excelencia.” “Muy bien, para demostrarte cuánto te estimo y cuánto me preocupo por lo

tuyo, pues tu mamma ya servía a mis padres, ahora te pongo en el octavo puesto.”

- ¿Y eso funciona?

- Basta con modificar la escala de un año a otro. Como él apenas sabe contar y esos

números no le dicen nada concreto, se va contento. Además, ¿acaso no tiene techo y

comida, viviendo a expensas de la tonnara? ¿Para qué quiere dinero en efectivo si no

sabría como gastarlo? No está casado, no tiene descendencia, yo no le perjudico en

nada. Es un sistema que durará mientras el ragioniere siga manteniendo la tonnara, es

decir, mientras estime que es más provechoso timarme manteniéndola activa que

cerrándola.

Yo esbozaba una vaga protesta.

- Por mi parte, yo estoy más que satisfecho con la honradez del ragioniere.

- Ttt ttt ttt… Por cierto, he sabido que usted estuvo en su casa. Supongo que le tocó

asistir a la sesión de las naranjas.

- Efectivamente. ¿Y por qué la signora Olinda tiene que pelar tantas naranjas? ¿Y

quién es la persona que parece no poder dejar de comerlas?

- ¿Ese espectro? Es la segunda hija, la hermana menor de esa Filomena que está

casada con su ingegnere.

- ¿La segunda hija? ¿Tienen una segunda hija? El ragioniere nunca me lo había

dicho.

- Se avergüenzan de ella. Figúrese que donna Rosa, como la llaman, se empeñó en

no engordar tanto como su madre y sólo se alimentaba con una dieta a base de leche y

vinagre, como se lo había aconsejado un charlatán de Catania. A la desdichada se le

encogió tan gravemente el estómago que ya no puede tragar sino naranjas y mandarinas.

Y quizás lo peor es que se ve obligada a comerlas incesantemente, naranja tras naranja,

como los conejos que tienen que comer sin tregua su hierba.

Una vez, el príncipe me confió que la pesca del atún era para él sólo la actividad que

le daba de comer, y que su verdadera pasión era un periódico satírico que publicaba en

Nápoles, del que redactaba todos los artículos. Sus blancos favoritos eran la retórica

nacionalista, la exaltación patriótica, la idiotez de los historiadores oficiales, el culto

incondicional a Garibaldi. La calle principal de Marzapalo había sido bautizada con el

nombre de ese “títere”.

- Un cretino, ese Garibaldi. Una marioneta manipulada por Cavour, quien nos lo

envió a Sicilia para apropiarse de nuestras riquezas con el pretexto de “liberarnos” de

los Borbones. Garibaldi prometió a los campesinos que de un día a otro se convertirían

en propietarios y vivirían con holgura, cuando en realidad se trataba de una expedición

colonial destinada a proveer al Piamonte con una mano de obra barata y un mercado

para sus productos industriales. Los campesinos quedaron más pobres y desposeídos

que antes, habiendo perdido sus protectores naturales, que eran las familias nobles de

los pueblos. El Estado, impersonal, lejano, indiferente, sólo se interesaba en ellos para

exprimirlos con impuestos y tasas. La huida de Francisco II, el fin de los Borbones de

Nápoles, la anexión de la isla al reino de Saboya, el mito del Risorgimento y de la

Unidad italiana hicieron un daño irreparable en Sicilia.

Paradojas o verdades, el príncipe no me daba la oportunidad de reflexionar ni de

presentar mis objeciones. Según él, la unificación italiana sólo había traído

padecimientos al antiguo reino de Nápoles y las Dos Sicilias. La aplicación en una

población rural del sistema fiscal vigente en las ciudades industriales; la pérdida de

mercados agrícolas extranjeros tras la revisión de los aranceles aduanales y del

proteccionismo instalado en las fronteras; la obligación del servicio militar que sacó del

campo la mano de obra agrícola, obligando a dejar los terrenos sin cultivar; la

confiscación de los bienes del clero y la eliminación de los monasterios, organismos

benefactores que asumían múltiples tareas sociales en un país desprovisto de hospicios,

escuelas, orfanatos y hospitales; todas aquellas medidas que se tomaron para desarrollar

la economía del Norte y reforzar el poder de Lombardía y Piamonte desangraron el Sur

y depauperaron a sus habitantes.

- ¿Sabía usted que nuestra monarquía, muy próspera antes de esa catástrofe, tenía

mucho adelanto con respecto al resto de Italia? ¿Qué la primera locomotora, el primer

barco a vapor, el primer acorazado salieron de los talleres y los astilleros napolitanos?

¿Qué la primera línea de ferrocarril fue la que unió Nápoles con Portici? ¿Qué surgían

fábricas –me señaló los restos deteriorados de la suya– por todas partes en el reino?

Todo aquello se vio aniquilado, de la noche a la mañana, por la traición de ese Cavour

que actuaba bajo las órdenes de los metalúrgicos piamonteses.

En su periódico se metía con los discursos rimbombantes del presidente del Consejo

de ministros y de los ministros, que prometían lanzar un programa excepcional de

subvenciones, primas, desgravámenes a favor del Mezzogiorno para “compensarlo” de

su inferioridad económica.

- ¡Ah, qué jesuitas! Lo que había que hacer era no arruinarlo…

Me mostró ejemplares de su Raglio dell’Asino (El rebuzno del burro), en mi opinión

muy bien concebido y redactado. Nada se salvaba de su vindicta. Los sarcasmos contra

los miembros del gobierno y los diputados cohabitaban con la tomadura de pelo a las

damas elegantes de Nápoles, que van al Teatro San Carlo sólo para pavonearse en los

intermedios y percatarse demasiado tarde de que todas están emperifolladas con la

misma falda balón.

En Italia llaman onorevole a quienes tienen una curul en la Cámara. El periódico del

príncipe se preguntaba si el “honor” del tal Amintore Fanfani17 iba más allá de la foto

que se tomaba todas las mañanas en la misa, si el “honor” del tal Giulio Andreotti18 le

permitía hacer la vista gorda acerca de la venalidad de los parlamentarios sicilianos que

le aseguraban una mayoría. Curiosamente, el príncipe trataba con más indulgencia a los

jefes comunistas, Palmiro Togliatti, Luigi Longo, Enrico Berlinguer, mencionados con

cierta deferencia y a veces como ejemplos. Cuando le expresé mi extrañeza, me dijo:

- Ésos son unos utopistas como los que a mí me gustan, unas mentes quiméricas que

tienen toda mi simpatía. Construyen castillos de naipes con una ingenuidad infantil. Me

encanta ver cómo preconizan sus pamplinas y anuncian tranquilamente que ya viene la

revolución. Se empecinan en unos programas sin futuro a sabiendas, en su fuero interno,

de que ninguno se hará realidad.

- A mí no me parece que carezcan tanto de discernimiento ni que estén tan poco

preocupados por la eficacia. La Realpolitik es un término de ellos.

- Ttt ttt ttt… Saben muy bien que Estados Unidos nunca permitirá que Italia entre en

la órbita de Moscú. ¿Se le olvida que la sexta flota norteamericana está anclada en el

puerto de Nápoles?

- Pero admitamos, como una hipótesis, que algún día los comunistas lleguen al

poder….

- El ragioniere aprovechará para quedarse acostado y que le traigan doble ración de

espaguetis para comérselos en la cama.

- Pero a usted le expropiarán.

- Yo sé.

17 Uno de los fundadores del partido demócrata-cristiano de Italia. Varias veces Primer Ministro. Presidente de la Asamblea General de la ONU a mediados de los años sesenta. (NdlT) 18 Dirigente del partido demócrata-cristiano durante la segunda mitad del siglo XX, enjuiciado varias veces por sus relaciones con la mafia, pero siempre absuelto. (NdlT)

- Estatizarán la tonnara.

- Ciertamente.

- Confiscarán el material para beneficio del Estado.

- Muy bien.

- ¿Cómo “muy bien”? Sólo le dejarán la camisa puesta.

- Y tendrán muchísima razón.

Yo le miraba, atónito.

- Pues sí: un viejo incapaz como yo, que sólo ha sabido dilapidar su herencia, no

merece tener más que lo que lleva encima.

Año tras año yo veía cómo la tonnara iba periclitando, cómo se reducía la flotilla

pesquera, con las pocas lanchas restantes trayendo cada vez menos atún. Y la

edificación estaba al borde de la ruina. Las tejas caídas del techo no habían sido

sustituidas y las lluvias invernales se comían las paredes, el material se deterioraba. El

príncipe ya vivía a crédito aunque sin perder su mordacidad, e incluso se mostraba cada

vez más insolente con sus acreedores.

Un día que fui a saludarle, me percaté de un cambio en el mobiliario de la terraza. En

vez de las sillas plegables, había sillas de madera. Cuatro sillas. El príncipe se levantó

de la suya y me invitó a sentarme al lado de él.

- ¡Ésta no, egregio pittore, ésta no!

Me invitó a sentarme en la silla ubicada a su izquierda y empujó detrás de él la silla

donde quise sentarme.

- Ésta está destinada al lector del tablero de la electricidad –me dijo, guasón–. Y la

que está ahí, al lado de usted, es para mis proveedores.

- ¿Y qué tienen de especial esas sillas?

- No voy a pedirle que las pruebe, no. Su amistad es demasiado valiosa para mí,

egregio pittore. Cada una de estas dos sillas ha recibido un pequeño tratamiento a mi

manera. Les han aserrado una pata de modo que mantienen de pie mientras nadie se

siente. Pero se desplomarán bajo el más leve peso. Al agente de la compañía de

electricidad, la silla en la que usted iba a sentarse le quitará por un buen rato las ganas

de regresar. Se va a caer patas arriba y sólo le quedará largarse con el rabo entre las

piernas. ¡Ja ja ja! Para ocultar que no cumplió su misión, él maquillará sus cifras y yo

tendré pagada mi deuda sin haber desembolsado ni un centavo. La otra silla está

aserrada de manera más hábil: un horrible crujido precederá la caída. Nunzio se asustó

tanto con ese ruido que ya no se atreve a sentarse en estas sillas. Piensa que el diablo le

castiga por haber tenido la audacia de exigir a una Excelencia el pago de su deuda. ¿No

le parece graciosísimo? Como le he dicho que no voy a negociar con él, que ni siquiera

voy a revisar mi deuda mientras no me haga el honor de sentarse a mi lado, cuando me

ve, balbucea sus deseos de buena salud y se larga sin reclamarme nada.

- ¿Seguramente conoce –le pregunté, divertido por la anécdota– al príncipe de

Palagonia a quien Goethe visitaba en su casa de Palermo?

- ¡Que si le conozco! ¡Ése sí que tenía recursos! Poseía un imponente mobiliario,

sillas tapizadas de terciopelo y sofás en los que sentaba a sus visitantes…

- … no sin antes haber disimulado debajo de la tela alfileres y clavos con la punta

hacia arriba, para ver a esos visitantes brincar como si fueran juguetes de resorte.

- ¡Qué tipo! ¡Yo no soy más que un modesto discípulo suyo! –dijo el príncipe

riendo–. Yo muerdo pero no pincho…

12

EL CÍRCULO DE CONTERTULIOS

Armado con la carta de recomendación que me había entregado el príncipe pero que

nadie me pidió, bajé varios escalones y abrí la puerta del Círculo de Contertulios, cita

obligada de unos quince caballeros vestidos con anticuada elegancia. El príncipe,

demasiado mordaz y agudo para soportar el ambiente del Círculo, ya había dejado de

asistir. El decorado “egipcio”, el mobiliario ficticio, las palmas en cartón, los

contertulios, envejecidos, echados en sus asientos entre un olor a tabaco frío y a sótano

húmedo, me causaron una impresión mixta. La institución era anticuada pero

conmovedora; María se limitó a reírse.

El local era un antiguo depósito de granos construido en un lado de la plaza, mitad

planta-baja, mitad sótano: un único cuarto, espacioso, de unos cien metros cuadrados.

Una de las paredes estaba cubierta por un tapiz en el que, pese a lo torpe de la ejecución

y a los colores desvaídos, se podía reconocer a Aída al borde del Nilo cuando la esclava

etíope, prisionera del faraón, ocultándose tras un seto de papiros, invoca en un aria

célebre la patria perdida, motivo incongruente para una plegaria clandestina. Las otras

tres paredes estaban cubiertas de una tela a rayas, rasgada en varias partes. Los sofás,

voluminosos, tapizados con pana rayada color berenjena, se reflejaban en unos espejos

cuyos marcos de madera tallada, sobrecargados de ornamentos, aún guardaban aquí y

allá el recuerdo desteñido del dorado original. Había faltado financiamiento o

imaginación para completar el decorado. El conjunto tenía algo de bombonera barroca y

algo de funeraria.

Los socios pagaban un derecho de entrada de cincuenta mil liras, más una cotización

anual; todos se comprometían a asistir en traje de chaqueta y corbata. Llegaban al

atardecer y se derrumbaban en las otomanas hundidas. Abogados sin causas, médicos

retirados, terratenientes desplumados por sus intendentes, dottori con improbables

diplomas, propietarios arruinados, pasaban ahí un par de horas antes de regresar a casa

para la cena.

Encima de unas mesas bajas con patas de esfinge se acumulaban periódicos de ayer,

enganchados en una varilla de madera, juegos de naipes incompletos, caducos catálogos

de muebles y ropa, panfletos de la democracia-cristiana olvidados ahí después de las

últimas elecciones, bandejitas de bombones que nadie probaba, ceniceros que se

vaciaban una vez por semana. Bajo una araña de doce bombillos, de los cuales sólo uno

funcionaba, los miembros del Círculo leían los grandes titulares, echaban un vistazo a

las viñetas, asentían con la cabeza, ahuyentaban una mosca.

Mi aparición no suscitó ninguna extrañeza. ¿Quién era yo? Nunca me lo preguntaron,

ni la primera vez, ni después. Ningún murmullo, ninguna frase intercambiada en voz

baja me hizo sentir que yo era un extraño para ellos. A lo mejor se preguntaban qué

venía a hacer un forastero en un grupo estrictamente masculino que no debía de tener

ningún atractivo para él, pero su curiosidad no era tanta como para no volver enseguida

a su letargo, echados en los sofás. Yo iba sin corbata y sin chaqueta, pero nadie

protestó. A veces alguna palabra rompía el espeso silencio. La “tertulia” se limitaba a

algunos saludos intercambiados al entrar y al salir.

Todos exhibían uñas desmesuradamente largas –no una sola uña, como el ingegnere,

sino dos o tres en cada mano–, y supongo que se reunían todas las tardes sólo para

reforzar entre ellos el sentimiento de pertenecer a una elite de ociosos en ese rincón de

Sicilia tan pobre que no se podía ser otra cosa que pescador, carretero o albañil.

Gracias a la intervención del príncipe, el ragioniere tenía sus entradas en el círculo.

Una vez le pregunté por qué no había ninguna mujer entrando o saliendo del círculo, y

si esa ausencia obedecía a algún artículo de los estatutos, o si las murmuraciones

desaconsejaban su presencia, o si sus maridos se lo impedían, o si ellas no manifestaban

el deseo de venir. Respondió a todas las preguntas con un seco y perentorio:

- Mai donne.

Mujeres, nunca; pero ¿por qué? ¿Porque de seis a ocho tienen que meterse en la

cocina para preparar la cena? Era el motivo más probable. De haber estado mejor

enterado de los hábitos sicilianos, yo habría podido detectar otro motivo. Ellos no

excluían a “la mujer” en general sino a “sus mujeres”, las únicas que tenían a mano, sus

esposas ya entradas en carnes. No tenían ganas de estar viendo todas las tardes en ese

Círculo la imagen de su decepción y el símbolo de su fracaso. El destino se había

burlado de ellos convirtiendo, al cabo de varios años de vida conyugal, las esbeltas y

graciosas jóvenes a las que habían cortejado en corpulentas matronas.

“¡Se les saluda, caballeros!” El que así entraba de vez en cuando, cuál ráfaga de

viento, con una exuberancia y un desparpajo que contrariaba las costumbres del Círculo,

era un hombre de mucha prestancia, en la plenitud de la vida, con buen cuerpo, un

rostro abierto no obstante un desgaste precoz que le ponía arrugas alrededor de los ojos

y le apagaba algo de la alegría de vivir en su mirada. La expresión “desengañado de la

vida” no resultaría inapropiada en él, aunque se aplicara a un hombre joven aún. Hijo de

un propietario de viñedos, Antonio Guarini había estudiado pintura en Siracusa. Por fin

tenía yo alguien con quien conversar. Al no estar sujeto a ninguna profesión, él

cultivaba lo que denominaba, con un sentido del humor desilusionado, “la quimera del

arte”. Era una actividad que consistía en amarrar sus diversos enseres en el

portaequipaje de su Ducati roja de 250 cm3 para irse por la costa en busca de un paisaje

sugestivo donde colocaría su caballete. Como no era ningún tonto, Antonio empezaba a

aburrirse de pintarrajear puestas de sol y paisajes marinos que exponía en las salas de

fiestas, con los gastos costeados por su padre. Ventas: cero. Ni los vestigios

melancólicos de una fábrica de aceite abandonada, ni los acantilados engalanados de

espuma, ni las caravanas de burros por el camino del contrabando, ningún cuadro

conseguía comprador. A sus treinta años, quizás más, seguía viviendo en casa de sus

padres. Aunque provisto por ellos de una renta sustancial que le habría permitido

instalarse por su cuenta, no tenía ninguna intención de mudarse.

- ¿Qué hijo –me dijo el ragioniere, muy serio– sería tan ingrato y cruel para romperle

el corazón a su madre con una separación tan precoz?

Y otra vez, tocando de nuevo el tema, completó mi instrucción:

- El Norte nos acusa de ser como conejos. De que las familias demasiado grandes

hacen imposible el desarrollo económico. Es el más falso de todos los estereotipos

acerca del Mezzogiorno, uno de los que más nos perjudican. ¿Sabe usted que en Rosalba

muchas parejas no quieren tener hijos para ahorrarse el dolor de ver cómo se alejarán

algún día? Mi hermano y mi cuñada no sufrirán ese dolor: Teresa no tiene el corazón lo

suficientemente sólido como para soportar semejante prueba.

Así pues, Antonio vivía en la casa donde había nacido. Sus cuadros se acumulaban

en el sótano, entre los toneles de vino y las filas de botellas, “lo cual demuestra –me

decía él, con fingido énfasis– la indiferencia de los ciudadanos de Rosalba ante los

prodigios de los que un pincel puede ser capaz.”

Nunca iba al Círculo sin llevar con él los bocetos de sus grandes proyectos, buscando

la aprobación de los galantuomi presentes. Aunque hasta entonces sólo había recibido

rechazos, esta vez Antonio creyó que le había llegado la hora cuando sorprendió al más

asiduo de los conterturlios, el conde Giuseppe Saronno di Grinzani, Beppe para los

íntimos, absorto en el estudio de un catálogo de ropa balnearia. Tenía abierto el álbum

publicitario de La Standa en la página de los trajes de baño femeninos y miraba, con la

boca abierta, las seductoras modelos en bikini. Beppe era uno de los que tenía mayor

influencia en el Círculo. Y siempre insistía para que se renovara el decorado.

Antonio abrió su portafolio y sacó unos dibujos muy bonitos que le mostró. En uno

de éstos se veía unas náyades tomadas de las manos, completamente desnudas, con una

simple guirnalda de flores en la cintura, formando una ronda alrededor de una charca

donde flotaban flores de loto. Para otra pared, Antonio había pensado en la leyenda, tan

cara a los habitantes de Siracusa y sus alrededores, de la ninfa Aretusa perseguida por el

río Alfeo. Y por último, para completar el programa, el rapto de Proserpina capturada

por Plutón en el centro de Sicilia y arrastrada a las profundidades de los Infiernos, en el

lugar ocupado actualmente por la pequeña ciudad de Enna.

- Sería un ciclo de pinturas sicilianísimas y auténticamente mitológicas, sin la

hipocresía del velo –afirmó Antonio–. Habrá caracoleos de náyades, galopes de

cazadores en traje de Afrodita, ramilletes de vírgenes coronadas de flores, ondulaciones

de brazos y piernas en armonía con las molduras del techo. Ya verán cómo las curvas de

sus cuerpos juveniles se corresponden con las hojas de acanto grabadas en los marcos de

los espejos.

- La inversión será costosa. Y no sé si los honorables socios estarán de acuerdo para

duplicar o triplicar su cotización.

- Pintaré la primera pared gratuitamente, y las demás me las pagarán sólo si les

gustan y al precio que ustedes mismos fijen.

El conde evaluó cuán agradable sería, para él mismo y para los miembros del

Círculo, la contemplación de esos conjuntos de bellas mujeres en las paredes mientras

estaban echados en el desgastado acolchado de los sofás. Lánguidas oceánides, sílfides

empapadas saliendo del agua, relucientes, sacudiéndose tras el baño de eterna juventud:

las odaliscas del Cairo y las huríes19 de los cuentos orientales no podían tener más

atractivos. Antonio puso a circular sus dibujos. Despertándose de su sopor, de pronto

animados, los galantuomi no ocultaron su entusiasmo, pero cuando el pintor volvió a

exponerles el proyecto de convertir esos bocetos en frescos murales, se les acabó el

entusiasmo y negaron con la cabeza. El propio Beppe, con un último suspiro, rechazó el

ofrecimiento de Antonio.

- ¿Pero porqué? –le pregunté–.

- Es que nosotros aquí no cambiamos lo que ya está.

- ¿Incluso cuando las mejoras son deseadas y, además, fáciles de realizar y no tan

caras?

19 Vírgenes. (NdlT)

- Usted no conoce Sicilia. Lo que ya está debe permanecer inmutable. Así como

hemos vivido, asimismo seguiremos viviendo. Hay que hacer lo que siempre se ha

hecho. Una tía mía en Catania se toma su helado en el balcón, en plena canícula, bajo

cuarenta grados, y el helado se derrite antes de llevárselo a la boca. El interior de su

apartamento es fresco pero en Catania uno “se toma el helado en el balcón”. Por más

que le diga que semejante costumbre es absurda, ella me replica que su madre, su abuela

y todas sus bisabuelas y tatarabuelas desde los tiempos más remotos siempre se tomaron

su helado en el balcón.

Antonio y yo salimos del Círculo, deseosos de escapar del aire encerrado para

respirar la pureza de la noche. Las tiendas iban cerrando una por una. Unos pocos

adultos regresaban de prisa a sus hogares mientras que la juventud invadía la plaza. El

loco del pueblo, con su gorra de cascabeles en la cabeza, comía pistachos sentado en un

banco. El estrépito de los centenares de pájaros instalados en las encinas era

ensordecedor. Antonio amarró con bandas elásticas en su Ducati el portafolio que

contenía sus bocetos.

El helado que llegaba derretido a la boca de su tía no me parecía suficientemente

explicativo de por qué le habían rechazado su oferta de embellecer el Círculo.

- ¿Será que temen una pelea conyugal?

- Sus esposas nunca entran aquí.

- Y entonces ¿por qué se privan de algo que les gustaría?

- La vista de estas damiselas en su estado natural les remitiría a la miseria de sus

vidas fallidas. Me equivoqué ofreciéndoles la tentación de un paraíso que les resultaría

inaccesible.

Y se despidió con una conclusión desengañada.

- La invitación a lo local ha sido un fiasco.

- ¿Por qué no expone en Catania, en Palermo? ¿O en el continente?

Hizo un gesto de indiferencia.

- Podría intentar suerte en un medio más abierto.

Su reacción me dejó estupefacto.

- No, gracias… ¡No quiero ser juzgado por desconocidos!

Una cosa lleva a la otra y, apoyado en la barra del Splendido, me confesó lo duro qué

es ser joven en Rosalba, sin novia, sin amante. Me despedí de él y regresé a la casina

donde María, inepta para cocinar la pasta de la cena o negada a cenar todas las noches

ese plato que me encantaba, me esperaba delante de la casa, silbando una canción. Cada

vez que le hablaba de Antonio, su reacción era cortante: “¡Un bueno para nada! ¡Uno

más! Pierdes tu tiempo con tipos de esa calaña. ¡Es que los coleccionas! No veo qué le

encuentras de interesante…” Logró hacerme sentir culpable de interesarme por la única

persona en Rosalba que podía convertirse en amigo mío.

- Me dejas esperando por estar con una nulidad. Es un indolente que no quiere

exponer porque es incapaz de soportar la competencia.

- Te aseguro que no le falta talento. A mí me gustaría tener su habilidad.

- ¡Ya que estás, encárgale una vista del acantilado con tu casa colgada por encima del

mar! –insistió ella, cada vez más molesta y recalcando el tu con una patadita en el

suelo–. Ése que se ufana con sus náyades, metiéndoselas por los ojos a tus momias,

apuesto que nunca ha tenido una aventura…

“Ni novia ni amante”, me había dicho él. Yo quise saber más, y al salir del Círculo

me quedaba un rato con él, tomándonos una última copa. Yo le observaba con atención:

este hombre joven, de buena pinta, dotado de un ingreso confortable, hecho para ser

afortunado en el amor –“un buen esqueleto” decía el farmacéutico, acostumbrado a

atender espaldas adoloridas, “un don Juan” según nuestros estereotipos–, ¿cómo era

posible que no tuviera un amorío? Ciertamente, no disponer de una vivienda

independiente, vivir bajo el escrutinio de sus padres, sin un espacio propio, impide toda

vida privada. Nessuna donna. Los hoteles sólo aceptaban parejas casadas. Pero él tenía

recursos para alquilar un pequeño apartamento. Era entonces que el figlio di mamma

dentro de él resultaba más fuerte que el hombre. Lo que decía el ragioniere quedaba

confirmado: una devoción filial exagerada no permite emanciparse.

Sin embargo, esa explicación no me satisfacía. Por supuesto, yo no excluía la

primera que me había venido a la mente, y el lector ya la habrá pensado, pero ésa

tampoco me satisfacía: no sólo Cristo se detuvo en Éboli, tampoco Platón se llevó a sus

discípulos más al Sur. ¿Pero por qué sospechar que Antonio echaba de menos los usos

de la antigua Grecia? Sólo pintaba mujeres, y todos los sábados se iba en su moto hasta

la discoteca Blue Sky, instalada en Villa Landolina en un sótano que se comunicaba con

las latomías de los capuchinos.

María había adivinado la verdad mucho antes que yo.

- Él no quiere ser libre, ¿entiendes? No quiere. Se queda con sus padres para tener un

pretexto. A ese pusilánime le asustan las mujeres. Prefiere quedarse empantanado en la

frustración. Las busca pero se detiene justo a tiempo. Sin casa propia, tiene un

argumento insoslayable para nunca “llegar a nada” con alguna chica más moderna a la

que pueda conocer en Siracusa.

La discoteca instalada en el sótano incitaba a las turistas alemanas y holandesas a

prolongar una estancia cuyo motivo principal no era echarse crema y broncearse. María

afirmaba que entre las mujeres a las que Antonio invitaba a bailar, más de una,

formadas en el Norte, seducidas por ese “buen mozo” (que esas “estúpidas” equiparaban

con un Apolo), estarían dispuestas a llevar más lejos la aventura.

- Pero es que a los sicilianos les aterra acostarse con una mujer porque ven alzarse

por encima de la cama el fantasma fatal del matrimonio.

Por fin admití que Antonio era de los que se paralizan con el espantajo de una

esposa. Trayendo una pareja de regreso a la barra después de haber bailado, le diría:

“Me gustaría, pero por desgracia la mala suerte hace que no tenga ″casa propia″…” Y al

salir de la discoteca, delante de la que saliera con él hasta la entrada del hotel porque no

había perdido toda esperanza, Antonio, tratando de no quedar tan mal y de redorar su

figura gravemente deslucida por su escapatoria, se montaba en su moto roja y hacía

rugir el motor al máximo antes de arrancar bruscamente. En su maquina estruendosa,

entre una nube de grava y los grititos que daba la chica, desaparecía en una nube de

polvo, como un dios en la bruma.

13

EN UNA PLAYA DE CALABRIA

Se puede ser celoso por naturaleza, celoso gratuitamente, y María padecía de esos

celos sin motivo. Cada vez que ella se ausentaba de París para ir a ver a sus padres en

Italia, yo tenía que prometerle que me limitaría a un afiche gráfico o a un cartel

publicitario y que no trabajaría con una modelo. Estaba convencida de que ninguna

bella mujer me dejaba indiferente, lo cual es algo natural en un pintor, decía ella con

tono desenfadado para ocultar su ansiedad.

Ya habíamos tenido una pelea en el Museo Arqueológico de Siracusa delante de la

Afrodita Anadiomena, llamada por los italianos Venere callipiggia según el texto púdico

e incomprensible de la plaquita colocada en la base. Los griegos no eran tan timoratos.

“Venus calipigia” significa “Venus nalguda” y así llamaban, sin empacho, ante los

niños y la familia, a esa diosa que se levanta el peplo para mirarse el culo.

- ¡Qué fea es! –dije yo, con la mayor buena fe del mundo–.

Pero los celosos sospechan inmediatamente que algo es mentira. María abrió su

Guide Bleu20 y me recitó parte del ditirambo que esa gorda provocó en Maupassant: No

tiene cabeza, le falta un brazo, pero nunca la forma humana me ha parecido más

admirable y más perturbadora. Es la mujer tal cual es, tal como la amamos, tal como la

deseamos, tal como queremos abrazarla. Es una Venus carnal, soñamos con verla

acostada cuando la vemos de pie.

- Para mí –exclamé, en tono tal vez innecesariamente enérgico–, ¡ese paquete de

carne es horrendo!

- ¡Ah, te has delatado! –me dijo, riéndose–. Tu excesiva reacción me demuestra que

esa Venus te parece hermosa pero temes confesarlo. Si no te sintieras tan atraído, no la

20 Libritos muy populares en Francia desde 1916, que forman toda una colección de guías turísticas con informaciones sobre circuitos viales y hoteleros, sobre arte, arquitectura, etc. para visitar cualquier país. (NdlT)

rechazarías tan groseramente. No hace falta consultar al doctor Sigmund para validar

este diagnóstico.

- Maupassant no tenía ninguna noción de lo que es el arte, ninguna aptitud para

discernir lo bello de lo feo. Basta con que recomiende alguna obra para saber que ésta es

horrible. Tengo veinte libros que demuestran su falta de tino. A ese hedonista vulgar le

gustaban las mujeres gordas, de carne y hueso, de mármol o en pintura, en su cama, en

una barquita por el Sena o en un museo. Tenía lo que se dice un gusto de tambor-mayor.

Más de una vez he visto alterarse el rostro expresivo de María, pero nunca se le

crispó tan bruscamente, mientras su mano estrujaba con gesto convulsivo el ala de su

sombrero de paja.

- Maupassant tenía todos los defectos pero no el de la hipocresía (ella ya no se reía).

Esa estatua puede gustar a unos más que a otros. Pero declarar que es fea es ser un

tartufo. “Cúbrase ese seno que yo no quiero ver…”

Pero enseguida agregó:

- ¡Ay, perdóname! Freud nos fastidia con su manía de sacar de cualquier afirmación

una conclusión exactamente contraria. “¿Dices que lamentas haber olvidado que tenías

esa cita? Pues entérate de que, en secreto, no tenía ganas de ir.” En secreto, en secreto,

en las profundidades de tu inconsciente… (Puso una voz grave para que estas palabras

sonaran más ridículas) Olvida lo que te acabo de decir. ¡A mí también esa estatua me

parece muy-muy fea!

En la tarde volvió a disculparse.

- Querido, tu María fue verdaderamente estúpida con esa reacción intempestiva…

Para que se quedara tranquila, le conté el percance que tuvo Maupassant en Palermo.

Durante una recepción en su honor en el Hotel de las Palmas, acosó tanto a una condesa,

le rogó con tanta insistencia que le fijara un día y una hora para estar con ella a solas,

que ella fingió aceptar. Pero en vez de escribirle su nombre y su dirección en la hojita de

papel que él le dio, se limitó a una palabra insultante: “¡Cochino!”

A María le hizo gracia la anécdota. “¡Qué tonta y ridícula he sido!”, repitió.

Decidimos que en el futuro evitaríamos mirar las estatuas.

En los últimos días de junio nos fuimos en auto de París hasta la casina. Era una

semana de viaje de la que nunca nos cansábamos.

Escoger como primera etapa Bourg-en-Bresse para impregnarnos de mediocridad

francesa y saciarnos con la bajeza del ideal francés encarnado por el Museo de la

Gallina. Pasar revista a esos platos decorados de gallinas, esos saca-corchos cuya

empuñadura de porcelana es un gallo; ver el retrato de un alcalde de otra época,

escogido porque tenía la boca “como culo de gallina”; leer en las vitrinas unas odas a

las gallináceas o las rimas en alejandrinos de unos poetas locales glorificando a Enrique

IV por su poule au pot21 dominical; oír la voz gutural de Aimé Barelli cantando “Viens

poupoule, viens poupoule, viens…” (Ven pollita, ven pollita, ven) ¡Ufff, rápido, dejar

atrás ese gallinero y los sueños que representa! ¡Rápido, pasar al otro lado de los Alpes

y dirigirnos hacia la belleza!

Detenernos en Génova, cuyas callejuelas tortuosas caen directo al puerto –“una

Venecia desnivelada”, decía María–; pasear por Pisa, vestigio austero y melancólico de

la Edad-Media encastrado en los graciosos meandros del Arno; dormir en Nápoles,

donde el Sur nos agarra por el cogote, populoso, colorido, ruidoso, pródigo de lo que no

posee, fastuosamente mísero (María habría preferido detenerse en Roma); pasar por

Calabria, tierra adentro detrás de las montañas, donde los olivos gruesos como robles

cubren con su follaje opulento los campos de limones y naranjas que, a su vez, dan

sombra a los huertos, según el sistema de tres niveles de cultivos practicado en los oasis

africanos; esperar en Villa San Giovanni el ferry que huele a cabras y a gasoil; cruzar,

apoyados en la borda, despeinados y casi ebrios de viento y olores fuertes, el estrecho

de Mesina recorrido por cargueros provenientes de Salónica, Túnez, Estambul; hacer

escala en Mesina, desorientados por la lengua en la que se interpelan los estibadores del

21 Olla de gallina, plato tradicional francés. En el siglo XVII, el rey de Francia, Enrique IV declaró su voluntad de que hasta los más pobres campesinos pudieran comerse su olla de gallina todos los domingos. (NdlT)

puerto; bordear la costa de la parte oriental de Sicilia, olorosa a azahar, llamado zagara

en recuerdo de los árabes que introdujeron los naranjos en la isla; pasar cerca de los

bloques de lava vomitados por el cráter del Etna y que han rodado cuesta abajo hasta la

carretera; llegar a Siracusa y degustar en el bar Minerva, a la sombra de la catedral,

nuestra primera leche de almendra. Con la puntualidad de un rito, año tras año hacíamos

el mismo trayecto por zonas relativamente prósperas que no resultaban demasiado

incómodas de recorrer como turistas.

Me habría gustado mucho pasar alguna vez por la otra costa, la costa adriática,

descubrir Bari, Lecce, Trani, Altamura, visitar las catedrales románicas, el castillo de

Federico envuelto en tanto misterio, recogerme en Taranto ante la presunta tumba de

Choderlos de Laclos22, pero el nombre que los franceses dan a la provincia de Puglia –

m “Pouilles”23–, molestaba a María. Por más que le expliqué que era una mala

traducción del nombre latino “Apulia”, que lo correcto en francés sería decir: “Apulie”,

ella se empeñó en que los franceses la llaman así porque consideran que es una región

pobre, atrasada, sucia, desprovista de todo interés.

Por la prolongada cuesta mediterránea de Calabria, tan pronto como Salerno queda

atrás, abundan las calas con arena fina. Protegidas del viento del Este por las montañas

que dominan la costa, ofrecen deliciosos refugios. Por donde uno mire, la vista es

admirable. Se puede pensar que acaso fue en este litoral, hoy en día agreste, donde nació

la civilización occidental, si es que las naves troyanas hicieron escala rumbo a la futura

Roma….

En la playa de Maratea, donde solíamos tomarnos un par de horas de descanso,

María, recostada junto a mí, me sacó de mi ensoñación.

- ¿No te sientes frustrado al ver que las italianas bellas, tan numerosas en las playas

de Toscana, van desapareciendo a medida que bajamos hacia el Sur? A partir de

22 Escritor francés del siglo XVIII, autor de Las relaciones peligrosas, novela considerada en su época como escandalosa. (NdlT) 23 En francés, “pouilleux” significa “piojoso”. (NdlT)

Calabria, por no decir a partir de tu Sicilia, no se ve ninguna mujer en traje de baño.

Mira: aquí sólo hay muchachos.

Diez o doce adolescentes, flacos, morenos, desgarbados, casi desnudos con un trapo

atado mal que bien en la cintura con una cuerdita, se disponían a jugar con un balón.

Sólo uno tendría más de quince años, estaba cubierto más decentemente, con un

calzoncillo de lana tejida pero demasiado estrecho para su joven virilidad en plena

exuberancia. Los demás le acosaban, todos querían tenerle en su equipo. “¡Andrea,

Andrea!”, gritaban mientras brincaban a su alrededor. “¡Andrea!”, y le halaban por los

brazos, se aferraban a sus piernas, terminaban rodando todos por las arena.

- Tienes razón, María, no hay ni una muchacha en la playa. Pobres chicos, ¡estarán

más frustrados que yo! –exclamé, besándola en el cuello, pues no le gustaba que la

besara en la boca delante de la gente–.

Los muchachos se sacudían como potros, correteaban tras el balón, se perseguían por

la orilla de la playa, salpicándose. El balón se les escapaba, se iba a la deriva, la

corriente se lo llevaba hacia alta mar, y el único que sabía nadar se lanzaba a rescatarlo,

batiendo el agua con grandes gestos torpes. Mientras tantos, sus compañeros se

abrazaban por la cintura o por los muslos, se dejaban caer hacia atrás. El llamado

Andrea derribó a un chico de trece años, le mantuvo en el suelo con la presión de sus

rodillas, agarrándole las muñecas, sujetándoselas firmemente. El pequeño, aplastado,

estaba sofocándose por la presión.

- ¡Suéltame! –gemía–.

El otro no aflojaba su apretujón.

- Es curioso ver cómo juegan, Lucien. Parece que se divierten más luchando entre

ellos que jugando con el balón.

- Es la edad –dije yo, y enseguida, no sé por qué, me sonrojé–.

Para que ella no me viera sonrojado, di unos pasos hacia ellos. Me hicieron señas

para que me acercara. Llegué hasta el borde del agua y me rodearon, de repente

calmados y silenciosos.

- ¿Qué haces? –me gritó María–.

- Me gustaría jugar con ellos.

- Pero ya es tarde, “amigo mío”. Hay que llegar a tiempo al barco.

No insistí con los muchachos. Y para disimular frente a ellos, que seguían agrupados

a mi alrededor, esperando que el “viejo” formara dos equipos y organizara un partido

más serio, fingí haber ido hasta la orilla sólo para lanzar algunas piedras, haciéndolas

rebotar bajo los aplausos de los chicos, después de lo cual regresé junto a María. Tan

pronto como estuvimos secos, doblamos las toallas y nos fuimos hacia el auto.

- Ciao –gritó uno de los muchachos, coreado por los demás–.

- Les habría encantado jugar un partido contigo –comentó María–.

Lo dijo con un tono extraño en el que sólo percibí una compasión simpática hacia mi

parte infantil. Ya me había llamado “amigo mío”, como cada vez que quería recalcar mi

falta de madurez.

El mayor de los muchachos, ese Andrea de unos dieciséis o diecisiete años de edad,

ya musculoso y robusto, corrió hacia nosotros, trepó el talud y nos alcanzó al borde de

la carretera. ¿Qué quería? Primero se quedó callado; luego, sobreponiéndose a su

timidez, nos pidió con su acento calabrés, entrecortado y ronco pero con mucha cortesía,

que le lleváramos hasta el pueblo. El agua chorreaba por su cuerpo delgado. Noté la piel

más clara donde termina la espalda y se forman las nalgas, mientras el chico trataba de

subirse el calzón de baño. María siguió mi mirada.

- No hay problema –le dije al muchacho–.

- Ni se te ocurra –dijo María, en un brusco ataque de ira–. Está todo mojado.

Recuerdo perfectamente esas palabras, desprovistas de toda lógica. Con una

temperatura de treinta y cinco grados, tal vez cincuenta dentro del auto, ¿qué

inconveniente había? Por otra parte, ella no era una mujer que se preocupara por unas

manchas de humedad en la tapicería. Podría haber objetado, más coherente con sus

prejuicios: “No te confíes… No sabemos quién es… No hay que confiar en el primero

que pase… Se sabe que Calabria está considerada como una región insegura…” Pero

no, su único argumento fue: “Imposible, está todo mojado.”

Incómodo ante el muchacho, hice un gesto a manera de disculpa, sonriendo y con

una mirada significativa hacia María. Él la miró aviesamente, mascullando en su

dialecto un “Li mortacci tuoi!” (¡Los muertos tuyos!) desprovisto de amabilidad.

Un kilómetro más allá, cambiando de opinión una vez más, María dijo:

- Pero qué tonta… Debimos haberle llevado. Calabria es la región menos conocida

de Italia y él nos habría instruido al respecto. ¿Por qué no has insistido? De haber sido

una mujer, ¡no habrías renunciado tan rápido! ¿O es que no te parecía simpático? A

menos que…

De nuevo puso esa cara extraña al mirarme. Pero hasta ahí llegó esa conversación y

no supe qué se podía conjeturar de su misterio reserva.

14

NUEVA DISCREPANCIA

Siguiendo por Calabria, después de Maratea –y la relación entre el incidente de la

playa y lo que voy a narrar se hará obvia sólo más adelante–, escogimos Tropea como

etapa, uno de los pueblos más espectaculares de la costa, construido sobre un acantilado

a pique sobre el mar. Desde ese gran balcón que domina el mar, el panorama es

imponente. A lo lejos se perfilan varios islotes rocosos; sobre uno de esos pitones que

surgen del mar se alza un santuario, al parecer de los benedictinos. Pero lo curioso es

que las ventanas de las casas de ese pueblo no dan a esa vista tan magnífica sino a las

callejuelas, oscuras y húmedas incluso en verano.

- Es por las tormentas repentinas –nos dijo el camarero del restaurante–. Son

verdaderos tornados que arrastran torbellinos de arena africana, barren todo a su paso,

se meten en tromba dentro de las casas.

Su conocimiento de las leyendas mitológicas nos dejó asombrados:

- El monstruo Esquila vigila más abajo en la costa. Él y su compadre el monstruo

Caribdis acechan el paso de los barcos para levantar olas y desatar un huracán. Caribdis

tiene seis cabezas para poder devorar mayor cantidad de marinos.

Bajó la voz para confiarnos, santiguándose, que el año pasado su hermano, grumete

en La Bella Desconocida, se había ahogado durante un naufragio tan brusco como

imprevisible. La noticia salió incluso en la tele.

En la fachada y por encima de las puertas de la mayoría de las casas colgaban ramos

o guirnaldas de cebollas rojas, especialidad local. Nos mostraron dos bombas sin

explotar, instaladas a cada lado del portal de la catedral, enarcadas y pintadas de negro,

que habían caído en un jardín el 4 de agosto de 1943. Vimos las otras atracciones que

forman parte de la fama de Tropea: dinteles y marcos esculpidos de la época de los

angevinos24, y pequeñas joyerías especializadas en el coral.

Como lo pintoresco nos cansaba rápidamente, nos refugiamos en un café. En el

fondo de la sala, unos jóvenes sacudían inútilmente una rocola que había dejado de

funcionar. Un ejemplar del Corriere della Sera estaba encima de una mesa. Este diario

editado en Milán había aumentado su circulación en los centros balnearios desde que se

publicaba por entregas el viaje del escritor y cineasta Pier Paolo Pasolini por las costas

italianas. El enfant terrible italiano se había comprometido a dar la vuelta completa de

la península en un Fiat 1100. Salió de Trieste y ya iba por la mitad de su reportaje

intitulado La larga ruta de la arena. Sicilia, y más precisamente la punta meridional de

la Sicilia oriental, era el tema de su entrega más reciente. María me leyó lo que decía de

“nuestra pequeña ciudad”, de “nuestras” playas. No podía haber una descripción más

enojosa para ser leída por ella.

24 En 1266 el conde Charles d’Anjou, hijo el rey de Francia Luis VIII, con la anuencia del papa Clemente, impuso su dominio en Sicilia IV hasta 1282, cuando la sublevación conocida como las Vísperas Sicilianas acabó con dicha dominación para luego ofrecer la corona siciliana a Pedro III de Aragón. (NdlT)

15

ROSALBA EN JULIO

“Es imposible estar más al Sur. Dejo atrás Nota y Avola. Llego a Rosalba, pequeña

ciudad con mucha animación, llena de gente estupenda, pero no me detengo, sigo más al

Sur hasta Capo Passero: una lengua de tierra amarilla con un faro blanco, cercada por un

bosque de higueras y, más allá, unas tapias que se deterioran. Y todavía no me detengo,

sigo bajando hasta Marzapalo, pequeña aldea pobre, oculta al otro lado de esa lengua de

tierra, con varias filas de casas rojas y aguas negras corriendo por canaletas

perpendicularmente a las calles. La gente se queda fuera de sus casas, son los seres más

hermosos de Italia, una raza muy pura, elegante, fuerte y suave a la vez. Pero todavía no

me detengo, llego hasta el pequeño puerto y la carretera termina al pie de una tapia que

bordea el mar. A la izquierda, bajo un techo amarillo, hay unas diez lanchas en estado

calamitoso; a la derecha, una playa cercada de higueras monumentales. Y no me

detengo: allá adelante hay una pequeña isla de arena e higueras con una antigua torre.

Pregunto a uno de los jóvenes que suelen sentarse en la tapia:

- ¿Cómo se llama esa isla? ¿Puedes llevarme hasta allá?

- Es la isla de Marzapalo –contesta, desconcertado porque probablemente para él esa

isla no tenga nombre.

“Tomamos su barca y, remando lentamente, cruzamos ese brazo de mar que, con los

últimos destellos de luz, se ha puesto turquesa y rosa. Desembarcamos en la isla, del

lado opuesto al pueblo, más abajo de la torre. Y en la semi-oscuridad de la noche tan

suave, tan perfumada, me baño en la más pobre y remota playa de Italia.”

- Bueno… ¿Por qué crees que a Pasolini no le ha gustado Marzapalo? –me pregunta

María–.

- ¿Qué no le ha gustado? No sé... Lo que él hace es constatar, simplemente. A ti

también, al principio, te chocó la pobreza y el aislamiento de ese pueblo. Pasolini es un

hombre del Norte, de la región de Friul, la parte más septentrional de Italia que limita

con Austria y Yugoslavia. Cuando escribe: “Es imposible estar más al Sur”, se percibe

un primer juicio moral. “Pequeña aldea pobre” y su consecuencia lógica: “muros

deteriorados”, “lanchas en estado calamitoso”, vegetación que se reduce a las áridas

“higueras” y, por supuesto, sin cloacas, o sea que en este rincón apartado de todo, la

gente es sucia por naturaleza. Por muy inteligente que uno sea, uno conserva los

prejuicios de su medio original.

- Bueno, ya veo que no quieres contestarme –me dice–.

La mirada de María es fría, se ha quitado los lentes de sol para escudriñarme.

- Entonces voy a formular mi pregunta de otra manera. En tu opinión, ¿por qué se

dirige a ese joven?

- Porque quería ir hasta la isla. Le hacía falta una lancha y alguien que la manejara.

- Precisamente, ¿no te parece curioso que haya expresado semejante deseo? Esa isla,

¿nosotros hemos querido visitarla alguna vez? Es un pobre pedacito de islote, carente de

todo interés, de eso te das cuenta sin tener que hacer el esfuerzo de ir hasta allá. A

nosotros a lo mejor podría atraernos el fortín rosa. Pero todo el mundo sabe que para

ese iconoclasta las “torres antiguas” no tienen ningún atractivo.

- ¡Pero es que él quería llegar lo más al Sur posible!

- Ése era su motivo oficial.

- No veo adónde quieres llegar.

- ¡Estás ciego! ¿Acaso el apetito geográfico, el deseo de incluir en su inventario unos

cactus adicionales, justificaban su curiosidad?

De nuevo, clavó en mí su mirada inquisitiva. Le quité el periódico de las manos y le

señalé las últimas líneas del reportaje.

- Se bañó en el mar admirando el color del agua “con los últimos destellos de luz”.

Te cito sus propias palabras. Él quería bañarse lo más al Sur posible, experimentar lo

que se siente cuando ya no hay nada más allá. Ese hombre siempre está ávido de

experiencias, de llegar al límite. Tú estás buscando cinco patas al gato. Aquí no hay

ningún misterio.

- Sí sí… Pero eso no explica el tono amargo y decepcionado de su relato. Yo no te

creía tan temeroso de abordar ciertos temas. Pareces una verdadera mosquita muerta

negándote a leer entre líneas. ¿Quieres que te ponga los puntos sobre las ies? Pasolini

descendió hasta ese caserío perdido pensando encontrar ahí chicos más “disponibles”

(recalcó la palabra), más dóciles, más complacientes que los de Roma. Roma donde, al

cabo de varios siglos de inmovilismo, de repente las costumbres han evolucionado por

influencia del laxismo que vino de Norteamérica. Y se han hecho tan laxas y flexibles,

tan acomodaticias, que ahora los chicos pueden acostarse con las chicas, lo cual estaba

prohibido. Esos chicos, obligados a contenerse hasta el matrimonio, Pasolini los

conseguía a cambio de poca cosa. Bastaba un billete de cien liras. A veces ni siquiera

hacía falta dinero: un sandwich ¡y listo! Aquellos chicos frustrados, bien contentos que

estaban de conseguir otra solución. ¿O acaso él no lo ha escrito más de una vez, que la

permisividad sexual es una catástrofe? Claro: porque acaba con su vivero. Cualquier

muchacha bonita con la que ya no es obligatorio casarse resulta mil veces más atractiva

que un tipo de cuarenta y cinco años. Cuando tienes veinte años y puedes escoger, no lo

puedes dudar. Yo pensé primero, ingenuamente, que Pasolini criticaba la facilidad de

las relaciones, la desmonetización del amor, que denunciaba el amor fácil al alcance de

todos, sin seriedad ni compromiso. ¡Una especie de Savonarola, pues! Vituperador de

otra época, cuando mientras más costaba conquistar a alguien, más se valorizaba. Dante

y Beatrice, Petrarca y Laura, aquellos eran los modelos que Italia ofrecía al mundo…

Fue mi padre quien me abrió los ojos: “Ese hombre al que consideras como un idealista

–me dijo– sólo es un deshonesto, un pérfido que sólo busca su propio interés. No

entiendo por qué se le permite escribir en la prensa.”

- María, un banquero tiene que odiar necesariamente a Pasolini. Alguien que todos

los días, en el periódico más importante de Italia, acusa al gobierno, pone la derecha en

la picota, vilipendia la democracia-cristiana, arrastra por el fango a los poderosos de las

finanzas, no puede sino exasperar a tu padre.

- Lucien, en el asunto que nos ocupa no se trata de política. ¿Por qué esos ataques tan

furiosos contra la permisividad sexual por parte de un hombre conocido por ser el

paladín de las libertades? A Pasolini no le importa la calidad del amor, es un maniático

del sexo. El sentimiento le importa un pepino. Sus diatribas son las de un egoísta que

sólo piensa en su utilidad personal, un obseso que evalúa sus posibilidades de éxito y se

percata de que van disminuyendo drásticamente.

“La educación católica –prosiguió María– había impuesto un tabú a las chicas. Pero

desde que los jóvenes pueden tener una sexualidad normal, ya no pierden tiempo por los

caminos verdes, que según los curas son ″las vías vergonzosas del pecado″. Ahora la

mercancía va a escasear, se va a encarecer y, además, se volverá peligrosa. Habrá que

pagarla bien, por cuenta y riesgo de cada cual. Aquello que era natural, ″puro″,

inmediato, casi gratuito, se ha convertido en un comercio lucrativo.

“Pero queda el Sur, afortunadamente, el Sur y su atraso de cincuenta años con

respecto a los hábitos, o de dos mil años con respecto a la inocencia. El Sur que sigue

siendo pagano y sin principios, sin prohibiciones, sin tabúes. ¡La ″pureza″, pues! ″Yo

todavía no me detengo″: lo suyo es una carrera frenética hacia el placer. ¿Y por qué

sigue cayendo cada vez más bajo? Porque mientras más se distancia de la Italia moderna

″servilmente″ alineada con Estados Unidos, más se convence de que nada de los viejos

tiempos ha cambiado. ¡Es imposible que en la punta más extrema de la bota italiana, en

las riberas del mar Iónico, enfrente del Peloponesio, no quede nada de la esencia griega!

Su primera impresión no puede ser más favorable: se ha topado con los jóvenes ″más

hermosos de Italia″. Es tanto su entusiasmo que Pasolini llega hasta considerar esa raza

de rústicos mal educados como ″elegante″ y ″suave″. Gente ″estupenda″. ¡Reconoce

que son los últimos epítetos que a ti y a mí se nos ocurrirían!

“Y he aquí el repentino desencanto. En esa playa desierta, solicita al joven de la

barca un servicio que espera obtener sin dificultad, pues confía en la perpetuación de las

antiguas costumbres. Pasolini ve en los jóvenes de Marzapalo a los descendientes de los

pastores de Virgilio y Teócrito, y les atribuye un candor ″arcadiano″. Una serie de

circunstancias favorables alienta su proyecto: el aislamiento del lugar, la arena caliente

aún por el día de sol, la ″semi-oscuridad″ providencial tan ″suave″, el ″perfume″ de la

noche tan propicio. Confía en que ni la Iglesia ni el Estado se van a oponer a la

Naturaleza en ese extremo del mundo adonde nunca ha llegado la historia. Como Cristo

se detuvo en Éboli, quinientos kilómetros más al Norte, los efectos de la civilización

judeo-cristiana no habrán alcanzado Marzapalo, ni siquiera un leve eco de los anatemas

de Moisés o de las fulminaciones de san Pablo. Es posible, piensa él, que el muchacho

tome la iniciativa.

“Y no, no ha vacilado en aceptar el paseo en barca. Sin embargo, mira tú, el tipo se

niega a obedecerle. Yo estoy segura de que Pasolini escogió ese lugar fuera de la vista

de todos –″del lado opuesto al pueblo, más abajo de la torre″ – para bañarse desnudo en

el mar con el muchacho y luego… Nadie va a denunciar nada. No habrá que cuidarse

demasiado. Pero nada de eso bastó para engatusar al jovenzuelo. ¡La cosa falló! Es que

en el Sur la gente tiene su orgullo –concluye María, cada vez más animada–, ¡y

entonces despachado el pajarraco! ¡No se van a dejar enredar por un marico! Y el

marico se venga de ese fracaso denigrando ″la lengua de tierra amarilla y la pequeña

aldea pobre″ que no le han suministrado el esperado botín.”

Lo incongruente de tales deducciones no me impresionó tanto como la jovialidad de

María y la irónica franqueza de su lenguaje: “marico”, ¿cuándo había utilizado ella esta

palabra? Y “engatusar al jovenzuelo” era una expresión graciosa aunque inapropiada

para uno de esos rudos (aunque “elegantes”) hijos de marino sentados en la tapia del

puerto.

Pero eso no era lo más asombroso. Yo me preguntaba por qué María me reprochaba

no haber adivinado lo que era evidente para ella. Ciertamente, no coincidíamos con

respecto al artículo de Pasolini. Yo no había visto lo que saltaba a la vista. ¿Era eso un

motivo para mostrarse tan agresiva conmigo? Si yo la entendía bien, me acusaba no sólo

de estar ciego sino de “no querer” ver. Según ella, me daba miedo abordar el tema. ¿Qué

extravagancia se le había metido en la cabeza?

16

ACUERDO PERFECTO

Esos fueron los únicos incidentes del viaje, pronto olvidados gracias al esplendor del

paisaje que nos acompañó hasta el embarcadero de Villa San Giovanni. Ioppolo,

Nicotera, Gioia Tauro, Palmi, blancas aldeas encaramadas en las laderas de la costa, tan

encantadoras eran sus escarpaduras como melodiosa la música de sus nombres, y con

qué frescura nos arrullaban en la penumbra de sus callejuelas…

María disfrutaba en esos pueblos, compraba tarjetas postales, se sentaba en algún

murito para escribirlas, buscaba la oficina de correos, preguntaba por los mejores

helados, cogía flores malvas en los macizos de buganvillas y se las colocaba en el

sombrero. Prolongaba deliciosamente las paradas sin estar recordándome, como en

Maratea, la necesidad de abreviarlas para llegar a tiempo al barco.

Ya nada perturbaba nuestra armonía. La providencia que vela por los amantes felices

apartó de nosotros los motivos de contrariedad. Llegamos a Villa San Giovanni sin

toparnos con nadie más. La travesía del estrecho de Mesina ahuyentó las últimas

sombras. El cielo puro, el agua turquesa, el olor a algas y óxido, el continente

alejándose, la sensación de cruzar una frontera y abordar en la verdadera vida tras un

desgaste de energía en el prolongado invierno citadino, todo contribuía a maravillarnos.

En la cubierta del ferry, apoyado en la baranda junto a María, la abracé por los hombros

y ella se apretó contra mí. Para iniciar un nuevo verano que iba a marcar una existencia

nueva, no era posible guardar el menor resentimiento. Aquel instante estaba iluminado

por las ganas de vivir en perfecta armonía, la certeza de lograrlo, la idea del hermoso

sueño que íbamos a compartir. Y aún faltaba la suprema felicidad de cada año, el gran

impacto: el encantamiento que empezaba cuando dejábamos atrás la pequeña ciudad de

Rosalba, pasando por delante del faro de Marzapalo y las fracturas de la costa que

señalan esa extremidad de Europa.

¿Por qué nos sentíamos tan conmovidos? Una campiña de tierras bajas, una aldea sin

carácter, casas comunes y corrientes, campesinos taciturnos y su incomprensible

dialecto: ciertamente, ya no se trataba de esa Italia brillante y cálida que amábamos

apasionadamente. Un verano en la casina se asemejaba a una temporada de exilio.

Ambos, solos el mundo, recobrábamos fuerzas con el contacto de ese suelo hostil, con

la desnudez de los elementos primarios, mar, sol, viento, polvo, en medio de esa

naturaleza acogedora. Marzapalo, detenido en una época arcaica, nos obligaba a

despojarnos de nuestra parte social. En el desierto afloraba otro yo, nacido de la

denegación de nuestras costumbres urbanas.

Devueltos a lo esencial, nuevos, puros, en el encantamiento de una renovación

absoluta, ya no éramos los citadinos de París o Turín, éramos los contemporáneos de la

primera aurora en la tierra. Tan pronto como abrí los contravientos de la casina del lado

que da al mar y respiré a pleno pulmón el aire vivificante del mar, experimenté el

éxtasis de una resurrección.

Ambos adorábamos la música; uno de los primeros artefactos traídos a la casina fue

un tocadiscos que compramos en París, en la tienda de discos de un amigo en la calle

Jacob. Metí en el auto unos veinte discos, El clave bien temperado, los tres Cuartetos

Razumovski de Beethoven, Don Giovanni, la sonata de César Franck, La creación del

mundo, El viaje de invierno, compañeros de siempre, presencias familiares y

apaciguadoras, indispensables para nuestra felicidad, creía yo. Pues bien: pianos y

violines nos parecieron incongruentes en este sitio; demasiado civilizado el saxofón de

Darius Milhaud; la voz humana fuera de lugar; la ópera aún más desubicada. Oír los

trinos de una soprano o los rugidos de un tenor en estas llanuras pedregosas

desentonaba tanto como un pato prensado en el plato de un vegetariano. El fragor del

acantilado como el eco sordo de los abismos, la pulsión rítmica de las olas contra los

escollos, la letanía de la resaca: ¿cómo podían las obras “compuestas”, aún las más

cargadas de emoción, no parecer ruidos superfluos si se comparaban con los rumores

que ascendían desde la noche de los tiempos? Aquí la belleza creada por los hombres, la

belleza sabia, resultaba desafinada. Nos llevamos de vuelta a París el aparato y los

discos sin arrepentirnos, al verano siguiente, de sólo disponer de la música del viento en

los tallos secos, las olas tomando por asalto los rompe-olas, los chillidos de las gaviotas

a la zaga de los barcos.

Tomaba a María de la mano y me la llevaba de compras, un término desabrido para

designa una expedición nada prosaica. El llamado a la pizza difundido por el

altoparlante de Nunzio vibraba por la landa, tan solemne y desgarrador como el llamado

a la oración que baja a horas fijas desde lo alto de los minaretes. A cada lado de la calle

bautizada –de modo tan malhadado, según el príncipe– Giuseppe Garibaldi, las mujeres

sacaban sus asientos ante las puertas de las casas pero sentándose de espaldas a la calle

y con los pies hacia la casa: ingenuo y conmovedor compromiso entre la antigua

prohibición de salir de la casa y la nueva aspiración a la libertad. Por fin se había

construido la cloaca, y la cantidad de mosca se redujo a la mitad. Los niños ya no

echaban a correr cuando pasábamos: sólo nos observaban serios y distantes, sin una

sonrisa.

Yo esperaba que siempre guardaran ese fondo de primitivismo. De uno a otro año

notábamos tres cosas: el mejoramiento del nivel económico, la persistencia de los

prejuicios populares, el progreso del mal gusto. Un balcón dorado con herrería

serpentina, una puerta con un vitral recargado, una virgen de yeso colocada frente a la

iglesia, hacían que lamentara la intrusión de las bellas artes en la pequeña ciudad.

Para replicar a la estatua mariana, la municipalidad de Rosalba, ahora socialista,

proveyó farolas cuyo poste estaba terminado como un pico de pez espada, por encima

del globo que tenía forma de barca. Los bares se habían dotado de violentas luces de

neón, además de rocolas que vomitaban a todo volumen las canciones ya pasadas de

moda de Domenico Modugno (Nel blu dipinto di blu) y el éxito del joven Gianni

Morandi (Credo nell’amore), agradables gorgoritos si se escuchaban un par de veces,

pero que había que soportar todo el día, sin fin. Las mulas iban desapareciendo, el olor a

gasolina sustituía el del estiércol, unas ruidosas máquinas de tres ruedas remplazaban

las carretas pintadas. Con el tubo de escape eliminado, esos triciclos producían

explosiones estrepitosas que eran la delicia de la gente. Y en sus costados se veían,

pintarrajeadas en rojo, azul y amarillo, como antaño en las tablas de madera de las

carretas, unas figuras ingenuas inspiradas en el teatro de marionetas. Héroes, santos y

bandidos glorificados sin discernimiento, Calogero, Carlomagno, Orlando, Garibaldi,

Lucky Luciano, Salvatores Giuliano, Padre Pío, John Kennedy, todos, bienhechores o

bandidos, fraternizaban en una épica promiscuidad.

Además de los dos bares y del bazar de Nunzio, la única tienda que había era un

antro sin luz donde dos espantajos vestidas de negro, sentadas en la penumbra, la

signora y la signorina Del Monaco, vendían de mala gana estampillas, sobres,

bolígrafos, cuadernos cuadriculados, cigarrillos, tabaco al detal, material de costura,

regaderas para la ducha, así como un mezcolanza de borradores, elásticos, cintas,

horquillas, jarabes para la tos, pomadas contra los calambres, utensilios domésticos

apilados a la buena de Dios y bajo el polvo, tal cual Pompeya bajo las cenizas. Digo que

vendían de mala gana porque cuando se les pedía algún artículo, ellas empezaban

diciendo que no lo tenían, aunque estuviera dentro de alguna caja o debajo de un

montón de cosas y no podían seguir negándose. Creo que el esfuerzo de explorar

aquella montaña de objetos como se excava un enclave arqueológico, y exhumar el

estuche o el frasco solicitado, no les costaba tanto como el dolor de separarse de su

mercancía. Vivían fuera del mundo, ignorantes de las necesidades comerciales, sin

ninguna idea de qué es lo tuyo y qué es lo mío, guardianas de verdades primigenias,

Parcas inmersas en una totalidad sepulcral de la que no querían soltar nada, tan ausentes

de lo que las rodeaban, tan ajenas al tiempo, a la historia, que era imposible saber quién

de esas dos creaturas sin forma ni edad era la madre o la hija. Quedaban conservadas en

el fondo de su subterráneo, cobijadas bajo el amontonamiento de objetos, como dos

momias ya embalsamadas para el sueño eterno.

Temprano en la mañana, cuando el sol apenas estaba iniciando su curva ascendente,

yo instalaba mi caballete en la terraza. De tanto recorrer las galerías parisinas para

presentarles mis cuadros, logré conseguir una en la calle Mazarine. Además los Fasullo

di Montefiore, con sus relaciones, me habían procurado otras dos en Italia, una en Roma

y otra en Turín. “Las puertas del éxito se abren ante él”, escribió el padre de María,

confesando con esa pomposa ironía el poco caso que hacía de mi talento. Yo me tomaba

a pecho aceptar el desafío y cumplir con mis contratos. Pero en materia de puertas y de

esperanzas de éxito, ante mí sólo se abrían el mar, el fortín español rosa en su islote, la

línea de demarcación más clara entre las dos cuencas del Mediterráneo, algunas lanchas

de pescadores al pie del acantilado; a veces, a lo lejos, petroleros negros, lentos,

llegando cargados desde Libia o saliendo vacíos de Augusta, con su línea de flotación

señalada por una raya naranja; el barco-correo de Malta, todo blanco, un día sí, un día

no; a mi izquierda, la casita que yo no había logrado comprar, que se desagregaba año

tras año y que pronto, bajo la acción combinada del clima y de los ladronzuelos, sólo

sería una ruina; y a mi derecha, la landa que se perdía de vista hacia el puerto.

¿Qué podía yo pintar de todo eso? Tratando de plasmar en mi tela los bordes

recortados del acantilado, la escasa floración de las inmortales, la masa compacta del

oleaje, comprendí por qué no ha habido pintores en Sicilia –Antonello de Mesina, el

único que se hizo un nombre, se había ido muy pronto a Venecia–. Pintar exige que un

pintor tenga ante sí algo “pintoresco”. La extensión llana, vacía, inmóvil, uniforme,

desplegada ante mis ojos cambiaba de color mientras el sol iba ascendiendo. Durante el

día, el exceso de luz mata los colores, destruye los matices, aplasta las superficies, pone

en todas las cosas una capa homogénea de gris. Incluso a la hora en que yo me ponía a

pintar, los rayos ya más oblicuos no lograban reavivar un lugar sin relieve ni variedad

de tonos. ¿Cómo no va a ser un impedimento semejante ausencia de motivos?

Para reconfortarme, yo apelaba a Nicolas de Staël, quien pintó algunos de sus

cuadros más hermosos en Sicilia, creo que cerca de Agrigente; entonces, igual que él

pero según mis modestos recursos, trataba de plasmar con anchas pinceladas la

desnudez, la soledad, la “barbarie” del paisaje. Cuando la reverberación se hacía más

intensa, yo tenía que mantener los ojos bien abiertos para hacer las cosas bien. “Los ojos

bien abiertos para devorar el objeto”: este verso de un poeta italiano me parecía el único

credo posible para un pintor confrontado con la estructura desnuda del universo. Yo

mantenía ese ejercicio de contemplación hasta ver todo turbio. Y llegaba el instante, tan

mágico como cruel e imposible de seguir aguantando, en el que una mancha única y

luminosa absorbía el universo cuyos contornos se desvanecían al descomponerse los

volúmenes. Era como una rueda gigantesca, un disco de fuego cuyos rayos actuaban en

el vacío en un espacio ilimitado. Se me perdían los puntos de apoyo y de referencia. Un

globo incandescente me quemaba los párpados. Yo no podía proseguir, soltaba los

pinceles.

Otro obstáculo me impedía trabajar: la convicción de que no había comprado esta

casa para venir a pintar sino para olvidar el mundo adulterado de las galerías, para

olvidar lo arbitrario de los círculos, evitar la avidez obsequiosa de los marchands,

resguardarme del esnobismo idiota de los compradores, escapar a la ignorancia

pretenciosa de los críticos de arte, huir del horrendo cortejo de sonrisas hipócritas,

golpes bajos asesinos, falsas promesas, adulaciones irresponsables, que acompaña

inevitablemente este oficio. Más aún, sentía el deseo de dejar por un tiempo toda

pintura, la verdadera y la falsa, la pura y la venal; de dejar atrás esa masa de

convenciones, prejuicios, compromisos que se meten en nuestra vida interior,

oprimiéndola con el pretexto de la cultura. Quería limpiarme el espíritu de los aportes

acumulados durante el invierno, deslastrarlo de esos recuerdos, borrar las impresiones

buenas o malas dejadas por decenas de exposiciones visitadas, inauguraciones

padecidas, espectáculos y conciertos a menudo más cronófagos, dispersivos y ociosos

que sustanciales: la sencillez metafísica de este lugar de retiro se armonizaba con mi

exigencia de verdad. Yo quería regresar a al estado de pobreza espiritual que permite

meterse dentro de uno mismo para sacar, de lo que hay de único en cada uno de

nosotros, fuerzas para construir la obra propia en vez de reflejar las de los demás.

17

PASEOS POR EL PUERTO

Obviamente, yo evitaba compartir esas reflexiones con María. Ella había accedido de

mala gana a comprar la casina y sólo lo hizo por creer que el aislamiento resultaría

favorable para mi trabajo. Ahora parecía que ella empezaba a cogerle gusto al lugar,

continuando en la planta baja, más fresca, sus investigaciones acerca de los aborígenes.

“Va bene?”, me lanzaba a veces desde abajo, con voz clara y jovial. “¿Vas avanzando

según tu deseo?” Y yo le contestaba según la fórmula convenida entre ambos, y como

una cantilena: “Va bene, va benone, va benissimo” aún cuando el último de mis deseos

fuera “ir avanzando”.

Ella me daba clases de inglés. En esa época, no era una lengua tan necesaria como lo

es actualmente. Yo la aprendía no porque pretendía utilizarla sino por el simple placer

de estudiarla con María, en el sofá de mimbre que habíamos conseguido en la tienda de

“Mobiliario Romantico” de Siracusa. Aquellos momentos que pasamos leyendo juntos a

Patrick Brydone, Norman Douglas, George Gissing, viendo el mismo mar que había

inspirado sus relatos, forman parte de mis más felices recuerdos de la casina. Yo

sostenía el libro extendiendo los brazos, ella pasaba las páginas, nuestras rodillas

rozándose, me dolían los brazos, se acababa la lección, teníamos demasiadas ganas de

besarnos.

Cuando queríamos instalar las sillas plegables delante de la casa y aprovechar el

frescor matinal, una bandada de niños imberbes y de adolescentes ya provistos de una

vigorosa vellosidad salían corriendo de entre las rocas hacia la aldea, mientras que los

más atrevidos se quedaban ocultándose. Habían estado aguardando el momento en el

que María se pondría a tomar sol en traje de baño. Esa obsesión de los muchachos era

exasperante para ella; se quejaba de que el deseo rondaba continuamente a su alrededor;

sentía que en cada parte de su cuerpo se posaban, como ventosas que se le adherían a la

piel, esas miradas, esos alientos, esas bocas, esas manos, así que prefería quedarse

dentro de la casa. “La culpa es tuya –me provocaba decirle–, no debiste teñirte de

rubia.”

Recorriendo la costa occidental a lo largo de varios kilómetros, habíamos ubicado

una playa inmensa y casi siempre desierta, impropiamente bautizada “Isla de las

Corrientes” pues no era una isla pero ahí una antigua casamata de la Marina nacional,

ahora en ruinas, instalada en un peñasco que se conectaba con tierra firma mediante una

delgada diga de concreto. Cuando no íbamos a esa playa en auto, bajábamos hasta el pie

del acantilado hacia las once de la mañana, para bañarnos en el mar.

Nos habían acondicionado en forma de escalera la pared escalada por el perro, pero

dejándola suficientemente estrecha, irregular, incómoda y peligrosa a fin de disuadir a

las familias de querer utilizarla para el picnic dominical. Dos rocas planas que parecían

lozas, casi a ras del agua, nos servían de pontón, de trampolín y de solarium. María se

tendía boca abajo para que no se le marcara el sostén, pues no habría sido prudente

quitárselo. Yo me abstuve de comentarle algo que vi más de una vez: cinco o seis pares

de ojos clavados, desde lo alto del acantilado, en su espalda y sus muslos. “Miradas que

queman”, para decirlo al estilo de las publicaciones populares con las que la signora

Filomena Tulipano se enteraba de la vida de las actrices de Hollywood.

Al final de la tarde salíamos a nuestro paseo cotidiano, pasando a la derecha de la

casa a lo largo del acantilado, hacia el puerto. El acantilado va descendiendo

paulatinamente; el sendero entre cañas y agaves casi alcanza el nivel del mar. El

ragioniere, para ponderar los méritos del negocio que hicimos por su mediación, nos

había afirmado que en ese sitio pronto se edificaría un “hotel de mil camas” cuya

proximidad aumentaría considerablemente el valor de la casina: era su manera muy

personal de enfatizar los artículos de La Sicilia, el diario de Catania, que había

publicado un reportaje rimbombante dedicado a Punta Calafarina, anunciando como

inminente el desarrollo del turismo balneario en esa región. “Fondos públicos y dineros

privados se disponen, en un magnánimo impulso de solidaridad, a unir sus esfuerzos

para valorizar un sector hasta ahora descuidado, y ello en vista de aliviar a Sicilia de sus

males seculares.” En realidad, esta parte de la costa no podía ser más estéril e ingrata, ni

este litoral pedregoso más impropio a la euforia vacacional. No había pre-playa (lo que

los italianos llaman de manera más ilustrativa y sugestiva bagnasciuga, la orilla que

está alternativamente mojada o seca), ni un centímetro cuadrado de arena, el borde del

mar estaba erizado de rocas puntiagudas, bañarse ahí resultaba impracticable, no había

ni un sólo árbol para protegerse, sólo una vegetación raquítica. Nada que resultara

conveniente para la industria del ocio.

A unos cien metros de la orilla del mar había una casucha, cuadrada, de una sola

habitación bajo un techo de tejas: cabaña o barraca, más parecida a un depósito de

herramientas que a una vivienda, la única edificación construida en ese terreno

inhóspito donde a nadie se le ocurriría construir algo. Servía de garita a un soldado

uniformado cuya presencia en ese sitio desértico resultaba tan incongruente que quise

verificar su condición de militar. Descalzo, sentado en una roca, con la viandera y el

fusil colocados junto a él, estaba chupándose un tallo de hinojo cuando le sorprendimos

en esa actitud de descuido. Se levantó de un sólo movimiento, quiso ponerse sus botas,

se dio cuenta de que no le daría tiempo, renunció a calzarse y recuperó la pose

reglamentaria. Volviéndose hacia el mar, se llevó la mano a la frente como una visera,

con el gesto de quien acecha si algún asaltante pudiera surgir en el horizonte. Yo entablé

la conversación. Un jeep del campo militar de Siracusa le traía hasta aquí todas las

mañanas y le recogía al atardecer. Llevaba a cabo su vigilancia durante doce horas,

centinela “asignado a la seguridad de Sicilia” –como nos lo afirmó, enderezándose en

una posición de firme de lo más cómica en ese pedregal abandonado–. Oriundo de la

región de Las Marcas, se le había encomendado “la defensa de la patria”. María

murmuró en francés: “¿Se dará cuenta de que nos dice algo tan absurdo?” Para alentarle

en esa guardia, ni siquiera tenía el recurso de pensar que su función era de utilidad.

Hacía tiempo que la guerra había terminado, ya no había que temer más guerras ni más

peligros, ahora el mar sólo traía a las costas veleros de recreo provenientes de Taormina

y, unas pocas veces, yates ingleses matriculados en Malta. Los emigrantes sólo afluirían

desde África cincuenta años después.

Tomamos la costumbre de dar un rodeo para intercambiar algunas palabras con él,

aunque no fuera muy locuaz. Excepto algunas expresiones tomadas de la jerga

administrativa, hablaba con dificultad el italiano enseñado en la escuela y ya en gran

parte olvidado. Su uniforme, descolorido por el sol, era un andrajo. Como alimento

tenía que conformarse con una ensalada fría de macarrones y una naranja. Una

cantimplora de agua tibia completaba su viático. Sin pedírnoslo expresamente, nos dio a

entender con un gesto tímido que le gustaría fumarse un cigarrillo. Nosotros no

fumábamos pero fue una ocasión para hacer que las dos viejas lechuzas pusieran su

antro patas arriba para vendernos unos paquetes de Nazionali. El soldado se metía el

paquete en el bolsillo sin agradecer ni demostrar de alguna manera lo grato que le

resultaba ese obsequio. Luego volvía a sentarse en su roca y se ponía a fumar,

silencioso, clavando los ojos en el suelo entre sus pies. Y de repente le asaltaba la idea

de “su deber”: ¿acaso la libertad que se tomaba podía incitar a los extranjeros a dudar de

su patriotismo? Enseguida se ponía de pie, dejaba caer su colilla y aplastándola con su

pie descalzo, se estiraba la casaca deshilachada. Luego volvía a sentarse para hablarnos

de su mamma que le enviaba desde Pesaro paquetes de turrones y caramelos. Tan pronto

como nos despedíamos de él para proseguir nuestro camino, fingía reanudar su

vigilancia clavando la mirada en el mar. Jamás, proclamaba con su posición marcial

recuperada, jamás se permitiría aflojar la disciplina, a no ser por el afán de mostrar, al

conversar con los visitantes de paso, que en el ejército se es educado.

Desde ahí, la costa se replegaba para cobijar el puerto de Marzapalo dentro de una

abertura que no habría podido ofrecer un fondeo seguro sin esa mole construida con

gruesos bloques de cemento, financiada por la Cassa del Mezzogiorno, débil

compensación por la falta de un dispensario, de una carretera asfaltada, una oficina de

correos, una escuela decente, un camión de bomberos, un servicio regular de autobús;

prueba indirecta del desprecio que el gobierno de Roma sentía hacia el antiguo reino de

Nápoles. En este punto, uno no podía sino estar de acuerdo con el príncipe.

Las lanchas, grandes barcazas con cubierta y cabina, equipadas con un radar y

tripuladas por seis hombres, chapoteaban unas al lado de otras en el agua aceitosa.

Llegábamos hasta el otro extremo del malecón, hecho de bloques sin tallar por el lado

que daba al mar, acondicionado como vía transitable para las camionetas de carga y

descarga. Unos pescadores limpiaban cajas, otros aceitaban los engranajes, o llenaban

las bodegas con bloques de hielo comprados en la cooperativa, con miras a la próxima

salida. Los grumetes estaban encargados de enrollar el cordaje en los cabrestantes,

fregar la borda, regar la cubierta.

Era un espectáculo con una animación común a todos los puertos de pescadores, sólo

que aquí una atracción picante se agregaba al caer la noche. Unos Fiat 500, liliputienses

alvéolos de metal, remontaban el malecón y se estacionaban en fila bajo el fanal y su

linterna roja giratoria que señalaba la entrada al puerto para los barcos. Así parpadeaban

las lamparillas delante de los prostíbulos italianos, antes de que fueran eliminados –doce

años después de haber sido eliminados en Francia–. Cada uno de esos autos servía de

vestuario, de cuarto y de paraíso para alguna pareja. Como no podían estar juntos en

otra parte, los novios impacientes, las parejas adúlteras o los jóvenes que querían

desvirgarse pidiendo ayuda a alguna viuda, recurrían a esas alcobas ambulantes.

Pegaban periódicos en los vidrios, prendían las luces de cruce, y se entregaban a

clandestinas voluptuosidades clandestinas que sacudían el pequeño habitáculo sobre sus

resortes maltratados.

Desde el extremo del malecón nos íbamos al mercado de pescado: un simple techo

colocado encima de cuatro postes. Era la única edificación del puerto, junto con la

cooperativa Tuttomare, los tanques de fuel-oil y las cisternas llenas de ese vino de

dieciocho grados que los franceses importan para mezclarlo con vino peleón de

Languedoc. Una venta de pescado frito, abierta por un boloñés que se había dejado

engañar por las promesas de “desarrollo turístico” exaltadas en La Sicilia, se vio

obligada a cerrar a los dos años, por falta de clientela. De la barraca desmontada sólo

quedaba el suelo de madera. Aquel boloñés, acostumbrado a los paseos campestres en

su provincia, la grassa Emilia, la fértil Emilia, ignoraban que a los sicilianos no les

gustas comer fuori casa, excepto en las grandes ocasiones, para algún bautizo, alguna

boda, un éxito escolar de los hijos. Pero entonces quieren un “verdadero restaurante”,

pues no consideran como suficientemente distinguido (signorile) sentarse debajo de un

cobertizo en torno a una mesa con mantel de papel para comer pescado frito.

En el mercado, la subasta empezaba muy temprano en la tarde. A mí me habría

gustado presenciarla pero María, detractora del comercio pesquero, se oponía a ir a

avalar, so pretexto de que era algo pintoresco, una organización del trabajo

particularmente vergonzosa, según decía ella. Es que de vez en cuando María Fasullo di

Montefiore quería recordarme que se puede ser hija de un banquero y a la vez

preocuparse por la justicia social. Tuve que reconocer que aquella explotación de la

mano de obra no podía ser más chocante. Las lanchas pertenecían a navieros de Catania,

los mayoristas se quedaban con todo el pescado, el pescado resultaba demasiado caro

para quienes lo capturaban. Los pescadores salían al mar a las tres de la mañana, en la

noche fría, fatal para los pulmones, y sólo regresaban a las dos o las tres de la tarde,

curtidos por la sal y el sol, pero todo lo que se traían en sus lanchas y en sus redes, tras

haber faenado doce horas seguidas, se iba en los camiones de las Pescherie Riunite di

Catania.

Ante los tenderetes regularmente salpicados con agua fresca, los niños que nunca

probarían ese pescado miraban, sin envidia, como si fueran maravillas de la naturaleza

que sería un sacrilegio tocar, los róbalos de aletas traslúcidas, los pargos fosforescentes,

los dorados de reflejos plateados, las langostas arrancadas a las rocas de Lampedusa.

Todo salía de Catania en avión, hacia Roma y Milán, para la mesa de los ricos.

En Marzapalo, centro pesquero, no había pescadería. La de Rosalba no vendía más

que sardinas y anchoas sin valor. Non mangia chi lo prende… (No lo come quien lo

pesca…). A María no le gustaba ese dicho local que desvalorizaba el trabajo, ratificaba

la división de clases, favorecía el someterse a la fatalidad. Una vez que se llevaban todo

lo que se había comprado, sólo quedaban unas canastas con las sobras despreciadas por

los pescaderos, que se vendían a un precio abordable. Dentro de un tobo de agua clara,

junto a una caja llena de salmonetes comunes, descubrí vivito y coleando un mújol

encorsetado con rayas doradas desde la cabeza hasta la cola. Al verlo, recordé algo que

leí en la Historia natural de Plinio, que muestra lo cruel que es el mundo de la pesca

también para los peces. Esa variedad muy lujosa de salmonetes era muy solicitada por

los antiguos romanos, no sólo por su carne sino por su piel, pues les gustaba observar en

la mesa sus coletazos y la progresiva decoloración durante la agonía.

18

EL PAÑUELO DE LUCKY LUCIANO

Año tras año, ninguna novedad venía a perturbar las costumbres de la aldea. La vida

seguía su curso, no diría que monótono, pues es un peyorativo incapaz de expresar lo

que la hacia tan atractiva para mí, pero sí igual, uniforme, sin cambios, en armonía con

lo azul del cielo, la encrespadura del oleaje, la serena belleza del firmamento nocturno.

Parecía imposible un imprevisto. Así pués, a inicios de aquel verano, cuando volví a la

tonnara de visita, cuál no fue mi asombro al enterarme de que no vería al príncipe en

todo la temporada. Se había “alejado”, llamado por “operaciones de gran envergadura”

que iban a durar “mucho tiempo”, me dijo el ragioniere con aires misteriosos. En

ausencia del príncipe, éste le había encomendado una “misión” de la mayor importancia

(y sacó el pecho): “transformar” la tonnara. Y el año que viene, o en dos o tres años a lo

sumo –agregó, siempre con tapujos y cada vez más imbuido de su función–, ya vería yo

los efectos “milagrosos” de esa metamorfosis. En vano quise averiguar algo más: se

mantuvo callado acerca del “gran proyecto” cuya ejecución empezaría “dentro de unos

meses”.

- ¿Y Vincenzo, ya no está?

- ¿Cómo no iba a seguir a su amo? Il padrone è il padrone.

Al regresar a París me esperaba otra sorpresa cuando abrí mi correo. Adornada con el

blasón dorado y en relieve de los Mazzarola delle Campane, una invitación nos

anunciaba la boda de “don Fabrizio” con una señorita Springfield, hija del dueño de

unas grandes fábricas de harina en Minnesota. El sobre había sido consignado en el

correo de Saint-Paul, capital de ese Estado norteamericano. Me pareció un

acontecimiento increíble: hasta entonces, el príncipe había tratado de ignorar la

decadencia de su clase y se consolaba de sus desengaños personales a través de la ironía

y el sarcasmo. Pero ahora empezaba a velar por sus intereses, sentaba cabeza, se

rebajaba de rango, se aburguesaba mediante una alianza ventajosa pero humillante.

Según María, esta vuelta de la vida no era tan sorprendente: los aristócratas sicilianos

arruinados pero incapaces de buscarse un trabajo (“¿Pero qué se creen ellos que son?”)

se casan gustosamente con ricas norteamericanas, “plebeyas con dinero”, tontas

encantadas de colocar una corona heráldica en sus logotipos comerciales. Era dando y

dando. Un poco de realpolitik en esas cabezas locas sicilianas. Pensé que el príncipe iba

a utilizar los beneficios de los molinos norteamericanos para restaurar la tonnara:

quedaba así aclarado el secreto de las famosas “transformaciones” anunciadas por el

ragioniere.

Pero un tiempo después, leí en La Stampa –uno de cuyos accionistas era el padre de

María, y nosotros estábamos abonados– que se había producido un escándalo en

Illinois: desvío de fondos, apuestas trucadas en las carreras hípicas, tráfico de autos

robados, contrabando de estupefacientes, chantajes. “Odore di maffia”, intitulaba el

diario. Y se mencionaba al príncipe. Sospechoso de haber participado en varias de esas

malversaciones investigadas por la justicia norteamericana, salió huyendo y pidió asilo

en Cuba. Así pues, esa simpatía por los comunistas que tan a menudo me había

confesado no era cosa inventada. ¡Ah, cómo me habría gustado estar en La Habana para

ver la acogida reservada por Fidel Castro a un bagazo de esa clase dirigente europea que

tanto despreciaba sin ocultarlo!

Luego, me puse a pensar en esta circunstancia más que extraña: ¿a consecuencia de

cuáles eventos o encuentros el dinero de los Springfield había financiado una red de

estafas en vez de ir a la tonnara? Las preguntas se me agolpaban en la mente. ¿Cómo es

que el príncipe terminaba envuelto en tales chanchullos? ¿Qué amistades trabó en

Estados Unidos? ¿Dónde conoció a esa gente? ¿Acaso la doncella desposada no era más

que una coartada? ¿El príncipe frecuentaba de verdad la malavita de Chicago? Toda la

prensa italiana se concentró en el caso y yo seguí con avidez su desarrollo.

Alejandro Dumas nunca habría imaginado nada más novelesco que esta seguidilla de

aventuras. Un tal Calogero Petrosini, oriundo de Rosalba (vaya, vaya…), estaba metido

de lleno en el caso. Había servido durante treinta años en casa del príncipe, cuando éste

en la flor de la edad y en la integridad de su fortuna podía tener varios domésticos. En

1939 Petrosini, personaje fuera de serie, había emigrado a Estados Unidos donde se

convirtió, por medios que aún estaban por dilucidar, nada más y nada menos que en uno

de los lugartenientes del famoso gangster siciliano Lucky Luciano, nacido en Lercara

Friddi, cerca de Palermo, emigrado a principios de siglo a Nueva York, uno de los jefes

de la mafia internacional, contemporáneo y amigo del napolitano Al Capone. Un fajo de

cartas incautado por la policía demostraba que ese Petrosini, fiel al príncipe, nunca dejó

de escribirse con su antiguo patrón. ¿Cómo explicar que éste hubiera estado en contacto,

aún veinte años después de la guerra, con un bandido notorio? El secreto de tan

improbable colusión constituía el nudo del caso. Para tratar de poner las cosas en claro,

los diarios publicaban cada día algún episodio poco conocido de la historia siciliana.

Para mí fue una revelación.

Por una coincidencia que me encantó, Marzapalo, mísero campamento africano,

había jugado un papel esencial en la liberación de Sicilia. El 2 de julio de 1943, una

semana antes de que los Aliados zarparan de sus bases en Túnez y desembarcaran en la

costa Sur, apareció en el cielo de Marzapalo un avión de caza norteamericano. Se vio el

aparato descender hacia la tonnara pasándole a ras del techo: en la carlinga pintada de

amarillo se destacaba una gran L negra. Del avión cayó un paquete sobre la terraza.

Contenía un pañuelo del mismo color amarillo y marcado con la misma L negra. Había

un papel con membrete del Waldorf Astoria y unas líneas garabateadas en dialecto

siciliano. Ese galimatías, firmado precisamente por el tal Calogero Petrosini, anunciaba

que los “toros” llegarían pronto con la mayoría de las “vacas”, las “carretas” y los

“arneses” y que, debido a esa afluencia de “hocicos” suplementarios, los “amigos”

debían preparar establos para los bovinos y pasto para alimentarlos.

Quiso la casualidad (¿pero era casualidad?) que Vincenzo –a quien también

conocemos y en aquella época ya era sirviente del príncipe– recogiera el papel. Fue el

primero en tener conocimiento del mensaje. ¿Acaso era él también miembro de la

“familia”? En el estado actual de la investigación, el asunto todavía no estaba resuelto

pero, según una de las hipótesis manejadas, si luego el príncipe se dejó atrapar en el

engranaje de la delincuencia fue porque estaba “supeditado” a su sirviente, pese a su

aspecto insignificante –le recordé renqueando por la terraza, endosando su librea

desgastada, agregando en nuestros vasos un poco de polvo efervescente al agua del

grifo–, con su silueta borrosa, su servilismo bonachón, según una de las estratagemas

más comunes utilizadas por la mafia.

Lo cierto era que el origen y el destino del mensaje caído del avión no dejaban lugar

a dudas. Lucky Luciano, condenado desde 1936 en Estados Unidos a treinta y ocho

años de cárcel, ponía en conocimiento a sus “amigos” de Sicilia, con quienes nunca

había perdido contacto, que debían disponerse a acoger al “toro” (el general aliado), los

“torillos” (los oficiales de su estado-mayor), sus tropas (las “vacas”), sus tanques (las

“carretas”) y sus pertrechos (los “arneses”), y que debían facilitarles el desembarco y la

conquista de la isla. Había otras recomendaciones más, transmitidas por Calogero

Petrosini, jefe de la red siciliana de resistencia y puesto en libertad (otro punto oscuro

del caso) en Estados Unidos: inutilizar los cañones instalados por las tropas italianas,

reventar los cauchos de sus vehículos, sabotear los convoyes militares de la Wehrmacht,

interferir sus telecomunicaciones, engañar a los oficiales con falsas informaciones

acerca del lugar de desembarco, incitar a los soldados italianos a que desertaran, etc. Y

así se hizo. Centenares de pañuelos amarillos idénticos fueron lanzados sobre la región:

el prestigio de Lucky Luciano seguía tan intacto que bastaba la simple L negra con

fondo amarillo caída del cielo para que la población se movilizara, pusiera en

desbandada el ejército de Mussolini y perturbara gravemente la estrategia al alto mando

alemán.

Los colores del avión y del pañuelo no habían sido escogidos al azar. “La

fanfarronería de la mafia se manifiesta así descaradamente”, recalcaba la prensa. El

color amarillo hacía alusión al oro ganado con la prostitución y la droga, el color negro

aludía a la pena capital que sancionaba a los delatores: encantadores símbolos que no

incomodaron al príncipe, tal como ironizaban la mayoría de los artículos al respecto.

Los Aliados desembarcaron a cada extremo del acantilado donde veinte años después

iba a construirse la casina. Me gustaba imaginar que unos grupos de soldados habían

salido de las barcazas en botes neumáticos, tocaron tierra en las dos rocas planas de

nuestro solarium y treparon por el acantilado clavando pitones en la pared. Rosalba fue

la primera ciudad europea liberada y, gracias al talismán amarillo y negro, en pocos días

el Sur de Sicilia fue conquistado y ocupado sin combate. La primera casa adonde llegó

el “toro” con su estado mayor fue precisamente la tonnara, y así la otra parte de la

prensa, más favorable al príncipe, dijo que no había por qué suponer que él tuviera

contacto con la mafia: el honor de haber recibido y hospedado al general Harold George

Alexander, que no era norteamericano sino –clamorosa prueba a favor del príncipe–

súbdito de Su Majestad británica, se debía a lo extenso de las relaciones del príncipe con

la alta sociedad internacional, y particularmente con la gentry londinense.

Este episodio y los relatos que generó suscitaron unas polémicas de nunca acabar.

Parecía inverosímil que Lucky Luciano, desde su celda, hubiera tenido el poder de

organizar aquella gigantesca operación militar y de garantizar su éxito. Sicilia es la cuna

de leyendas fantásticas: en el cráter del Etna se oye a Vulcano golpeando su yunque, a

Empédocles reclamando su sandalia caída dentro del volcán, a Démeter gritando en

busca de su hija Perséfona, junto a la cuna de los recién nacidos se coloca una tijera para

cortar el camino al mal de ojo. ¿Pero cómo admitir que con un simple pañuelo se gane

una guerra mundial? Los escépticos tuvieron que reconsiderar sus dudas cuando otros

dos hechos extraordinarios fueron señalados.

1º Durante la guerra y no obstante haber sido clasificado como el “primero” del gran

bandidaje y el enemigo number one de Estados Unidos, Lucky Luciano tuvo un régimen

carcelario más flexible. Sometido hasta entonces a una vigilancia especial, fue

transferido desde el muy duro penitenciario de Sing-Sing hasta la prisión más clemente

de Dannemora.

2º Después de finalizada la guerra, en 1946 los norteamericanos dejaron en libertad

al gangster aunque todavía debía cumplir veintiocho años de cárcel. ¿Y por qué tal

excepción, por qué tal indulto sin fundamento jurídico y contra el que la fiscalía de

Roma había protestado inútilmente, si no era para recompensarle por haber puesto la

mafia al servicio de los Aliados, aportando una decisiva contribución a la victoria?

Lucky Luciano, cuyo verdadero nombre era Salvatore Lucania, designado así desde

su nacimiento como “el salvador” del mundo civilizado, bien merecía su apodo de

“Lucky” (Suertudo). Apenas liberado, se fue a La Havana donde hizo masivas

inversiones en los casinos. Creo no haber sido el único en preguntarse si el príncipe,

obligado a huir de Estados Unidos, escogió Cuba para refugiarse porque sabía que, pese

a la caída de Batista, al cambio de régimen, a la eliminación de los casinos y al

advenimiento de una dictadura austera, podría contar con importantes sumas que fueron

ocultadas allá para él.

Un detalle llamaba poderosamente la atención: para soltar el paquete por encima de

la tonnara, el avión había escogido la hora –las dos de la tarde– en la que Palmiro

Cazzone ya se había ausentado para ir a comer la pasta doméstica en Rosalba, seguida

por la no menos sacrosanta siesta. Nadie sino Vincenzo –y no un hombre como

Cazzone, que profesaba su apego a Mussolini– podía recibir el pañuelo y la nota. Así

pues, si los Aliados conocían las costumbres del ragioniere y evitaron que el mensaje

cayera en manos de un fascista, es porque estaban bien informados. También tenían que

estar seguros de la complicidad de Vincenzo. Por último, había otro argumento que

sostenía la teoría de la connivencia entre la mafia siciliana y los servicios de

información norteamericanos: lo más lógico habría sido que los Aliados desembarcaran

en Cerdeña, donde la guarnición alemana era diez veces menos numerosa, y la

proximidad de esa isla con Toscana les habría ofrecido bases más cómodas para invadir

la península. Desde Olbia habrían podido llegar a Roma fácilmente. El mariscal

Badoglio, comandante en jefe de las fuerzas italianas, ha escrito que fue un error

estratégico de los Aliados escoger Sicilia, en la extremidad meridional de Italia. Pero

ignoraba el formidable apoyo con el que éstos contaban en esa isla, mientras que en

Cerdeña, tierra de cabras y corderos, no existía ninguna organización clandestina apta

para facilitarles la operación. ¡Rocambolesco príncipe!

Le imagino en la terraza, descifrando el mensaje con la ayuda de Vincenzo,

seguramente más ducho que él en el conocimiento del dialecto siciliano. Il toro en

italiano es lu tavaru en siciliano y esa palabra se extiende a todo lo que parece tener

mando. Ni por un instante pensé que el príncipe había actuado por fe patriótica, por odio

al fascismo o por simpatía hacia los norteamericanos. Para este misántropo, la alianza

entre el crimen organizado y el ejército de liberación era la prueba de que la historia no

es más que una serie de imposturas. Sí, qué gran bufonería fue aquella colusión entre

unas nobles intenciones y unos recursos crapulosos. En aquella farsa con aires de

cruzada se asociaron la utopía humanitaria de unos y los intereses criminales de otros.

La religión de los “derechos humanos” sólo triunfó gracias al apoyo de quienes los

desprecian y no valoran la vida humana. Altos principios y bajos fondos, aspiración a la

libertad y afán de lucro se alaron para obrar por el grandioso malentendido de “la

victoria de las fuerzas del Bien sobre las fuerzas del Mal”, según la consigna convertida

por los manuales de historia en una verdad y un acto de fe. ¡Y todo ello – pensaría el

príncipe– gracias a un pañuelo recogido por mi sirviente! Pero observé que,

aparentemente, don Fabrizio no había sacado ningún beneficio material de su

colaboración con los Aliados: éstos demostraron su reconocimiento sólo a Lucky

Luciano. Al príncipe le dejaron hastiarse en una tonnara que ya empezaba a

deteriorarse. Una subvención, aunque fuera mínima, otorgada como una “ayuda a la

reconstrucción” para no herir su amor propio, le habría permitido reparar la techumbre y

la chimenea de la fábrica, las lanchas y el material de pesca. Es posible que el príncipe,

gran señor, hubiera rechazado toda recompensa, pero lo más probable es que los

Aliados se hubieran olvidado de él. Varios de los oficiales a los que dio su hospitalidad

perdieron la vida en la contra-ofensiva alemana en las Ardenas. El general Alexander,

promovido a mariscal y nombrado secretario de Estado para la Defensa en su país, tenía

otras prioridades que atender antes que pensar en aquél que había sido su anfitrión

durante un par de días. Los veintiocho años de cárcel perdonados al gangster mientras

que nadie había tendido una mano al príncipe para frenar su decadencia no hicieron sino

acrecentar su pesimismo y su inclinación a la sátira.

Mi apego a la casina se había hecho mayor aún desde que me enteré del papel jugado

por Marzapalo en la derrota de los nazis. Pero María nada quiso escuchar de mis

razones. Se burló de mí cuando alabé el prestigio que adquiría una casa construida en el

sitio escogido por los Aliados para lanzarse a la conquista de Europa. Refutaba la teoría

del pañuelo, calificándola de “novela por entregas”. Según ella, la ayuda de la mafia

sólo había sido secundaria, por no decir nula. ¿O es que se me olvidaba el papel, mucho

más importante para la liberación de Italia, jugado por los grupos armados de la

Resistencia? Los primeros maquis se habían formado en Piamonte, en las estribaciones

de los Alpes, eso lo sabía ella de primera mano pues su tío había comandado un grupo.

Y el resto de la península no tardó en seguir el ejemplo. La lucha clandestina, que tuvo

sus héroes y sus muertos, agrupó a miles de combatientes. Sobre todo en el Norte, claro

está, pero el Mezzogiorno, por emulación, también se incorporó al movimiento.

¡Cómo hacer concordar ambas versiones? A mí me parecía que la Resistencia poco

se había manifestado en Nápoles y nada en Sicilia: ¿no era María quien estaba

fabulando al suponer una leva espontánea de combatientes en el Sur? Algunos de los

más serios y reputados historiadores del fascismo colocan la historia del pañuelo de

Lucky Luciano entre las ficciones tan poco creíbles como las del hombre-lobo que

enloquece en luna llena. Pero aun cuando afirman que los Aliados no necesitaron en

absoluto a la mafia para tomar Sicilia, también desmienten la existencia de algún

maquis. Afirman que el ejército italiano, mal equipado, mal alimentado, mal

comandado, se había entregado por sí mismo sin que nadie le incitara a capitular. Los

cañones encargados de defender la isla eran de madera. Sólo gracia al refuerzo de una

división alemana, Palermo pudo aguantar una semana más antes de ser tomada. No

obstante, la “fábula” del pañuelo, tan pintoresca y que refuerza buenamente la leyenda

de los bandidos generosos, cuenta con una cantidad de adeptos.

Nunca más volví a ver al príncipe. La heredera de las grandes fábricas de harina de

Minnesota había obtenido el divorcio puesto que la prensa anunció luego su boda con

un magnate el petróleo de Pennsylvania. ¿Qué fue de la vida de don Fabrizio? ¿Se

quedó en Cuba? ¿Al servicio activo del régimen? ¿Cómo consultor en materia

pesquera? ¿Le retienen como rehén? ¿El régimen le ha metido en la cárcel? ¿El príncipe

habrá pasado de su casa en ruinas a los muros inexpugnables de una cárcel de Estado?

No se puede descartar ninguna de estas hipótesis, por contradictorias que sean.

Conociendo al príncipe, pienso que él sería el primero en reírse de nuestro asombro y en

sostener que todas estas hipótesis tienen el mismo grado de probabilidad. Para un

hombre cuyo cinismo se acomoda con todas las paradojas, sería un inagotable motivo

de burla de sí mismo.

Cuando pregunté por él, el ragioniere se limitó a decir, clavando una severa mirada

en el indiscreto:

- Mai più. (Nunca más.)

19

APOTEOSIS DE PALMIRO CAZZONE

Antes de irse a Estados Unidos para casarse y vivir las aventuras que acabo de

relatar, al príncipe se le había ocurrido una especulación a la vez “honesta”, “lucrativa

para él” y “provechosa para el desarrollo económico de Sicilia”, según el ragioniere que

por fin compartió con nosotros lo que sabía.

El atún se hacía cada día más escaso, la tonnara estaba periclitando y los ingresos ya

no cubrían los gastos de mantenimiento, así que al príncipe se le había metido en la

cabeza que debía renovar las viejas edificaciones, cambiar su función y convertirlas en

un “complejo hotelero” provisto de todo el equipamiento necesario. Pura locura,

obviamente: ni los locales destartalados, ni el lugar rocoso, a orillas del mar pero sin

playa, ni la ausencia de un servicio adecuado de vías y obras o de un estacionamiento,

se prestaban para una explotación turística. Cuando me enteré, al verano siguiente, de lo

que el príncipe había imaginado, no pude dejar de pensar que su talante bromista había

concebido un último embrollo. Si decidió montar una empresa tan aleatoria, no fue tanto

con la seria intención de hacerla prosperar –pues ya había decidido bajarse del barco

que zozobraba– sino para hundir voluntariamente lo que quedaba de su fortuna siciliana.

Y para colmo de perversidad, convenció al ragioniere para que colocara todos sus

ahorros en el negocio. No había que ser demasiado malicioso para engañar a alguien tan

crédulo. Pero si el proyecto fracasaba, el intendente también quedaría en bancarrota.

Demasiado ingenuo para comprender tales sutilezas, con una sonrisa de orgullo en

los labios, Palmiro Cazzone nos recibió en el primer piso de la tonnara. Ahí había

instalado una oficina con el fin de proceder a la liquidación de los bienes muebles e

inmuebles del príncipe, cuyo regreso lucía cada días más improbable según nos dijo.

Precisó que el príncipe le había dejado un acta notariada que le convertiría en

propietario de tales bienes al cabo de dieciocho meses de ausencia sin que el expatriado

hubiera dado noticia suya, y ése era el caso.

El ragioniere podía haberse quedado en su casa para proceder a esas operaciones.

Sospecho que si se instaló donde vivió el príncipe, fue sólo para sentirse príncipe a su

vez y disfrutar de su ilusión. Contrató para su servicio a un viejo campesino y le endosó

el andrajo con galones dejado por Vincenzo; el campesino, igual que en la época del

príncipe, echaba en el vaso ese polvo que ponía efervescente el agua de grifo. Cazzone

decía que prefería ese brebaje antes que el agua mineral comercial, tan sospechosa para

él como los pollos alimentados con hormonas y tan peligrosa para la salud, pero el

verdadero motivo era ese deseo de mimetizarse. Se sentaba en la butaca de madera

dorada, “auténtica reliquia borbónica”, el único mueble que el príncipe había salvado de

una mansión que poseía cerca de Ragusa, deshabitada desde hacía mucho tiempo y

cayéndose a pedazos. Nunca en vida del príncipe su administrador se habría atrevido a

ocupar ese asiento donde el rey Ferdinando había posado su augusta persona durante su

exilio en Sicilia.

“Vengan”, nos dijo bajando con nosotros a la planta baja. Había desarrollado una

contextura, una seguridad impresionantes: ya no era el contador astuto que conocimos al

principio sino un jefe de empresa cuya larga experiencia había encontrado por fin su

coronación. Por orden suya, se vendieron las redes y los arpones ya inútiles desde la

desaparición del atún y el cierre de la almadraba. En el suelo de tierra apisonada, en

lugar de las herramientas de pesca se amontonaban –me costó creer lo que mis ojos

veían– unos treinta bidés y lavamanos. Sí, unos bidés y unos lavamanos en porcelana

blanca, de la marca Villoresi, el tipo más común de bidés y lavamanos, listos para

equipar los hipotéticos cuartos de baño del quimérico complejo hotelero. En la misma

planta baja, más allá, una colección no menos considerable de pocetas de w.c. con sus

pequeños tanques de agua ocupaba el espacio del atún. En cuanto a las lanchas, estaban

fuera del agua en la parte posterior del islote, en un cobertizo que no se veía desde la

casina. Sólo se podía acceder por la única playa de arena, la playa adonde quiso ir

Pasolini llevado por el muchacho del puerto.

El ragioniere se frotaba las manos, como un hombre cuyo deseo largamente

acariciado estaba cumpliéndose. La coronación de su carrera de intendente y

administrador se materializaba en la posesión de materiales hidro-sanitarios. ¡Qué

símbolo! Pero su amor propio no parecía sufrir por ello. Ya pensaría luego en el gasto

ocasionado por esa adquisición, restando importancia a los montos mucho más

importantes que debía pagar por los presupuestos del arquitecto, las facturas de los

contratistas y la paga de los albañiles. Las deudas dejadas por el príncipe le parecían una

prueba de la confianza que el ragioniere había lograr obtener por parte de su amo. En

resumen, los sinsabores que le aguardaban no estropearían nada de su satisfacción por

haberse adueñado de la tonnara, por muy cargada de deudas que ésta estuviera.

Esa empresa satisfacía a la vez su vanidad nobiliaria y su devoción a Mussolini. ¿O

es que el Duce no había proclamado en Roma, durante los juegos quinquenales del año

X, ante los doscientos cincuenta atletas reunidos en el estadio desprovisto de equipos

sanitarios: “¡Pueblo de la Loba25, Pueblo heredero de César y de Augusto, Pueblo cuyo

valor merece todas la atención de tu Jefe, Pueblo que ningún Rubicón26 podrá detener,

te prometo un cuarto de baño para cada familia, y en cada cuarto de baño una ducha

energética apropiada para la virilidad de los hombres y una bañera confortable para que

las madres se recuesten, se aseen, preparen para su tarea heroica a los futuros pioneros y

porta-estandartes de la Patria!” Palmiro Cazzone, radiante, nos confesó que había visto

al Hombre Verdadero en su sueño. Bajado de la gasolinera donde fue colgado por la

conjura27, había llegado a Marzapalo en helicóptero para decorarle, a él, Palmiro

25 Según la mitología, Roma fue fundada por los gemelos Rómulo y Remo, hijos del dios Marzo y una ninfa. Al nacer, Marzo, temiendo ser desplazado por ellos cuando crecieran, ordenó que fueran abandonados. Pero una loba los rescató y los amamantó. Algunos estudiosos señalan que quien los rescató fue una prostituta apodada “Lupa” (loba, en italiano). (NdlT) 26 Pequeño río que Julio César cruzó con su ejército, a sabiendas de que así provocaría una sangrienta guerra por el poder contra su rival Pompeyo. (NdlT) 27 En 1945, capturado por la Resistencia, Benito Mussolini fue ejecutado junto a su amante Clara Petacci y otros dirigentes fascistas. Los cadáveres iban a ser violentados por la muchedumbre, así que el Comité de Liberación Nacional ordenó que fueran llevados a Milán y colgados por los pies en la viga de una gasolinera, y se permitió que la gente escupiera e insultara los restos del dictador. En ese mismo lugar, un año antes habían sido ejecutados quince partigiani en represalia por un atentado de la Resistencia contra los ocupantes nazis. (NdlT)

Cazzone, en recompensa por su fidelidad indefectible. En presencia de todos los

habitantes reunidos, embobados y mudos de admiración, el Duce le había colocado en el

pecho la cruz del Mérito itálico en primera clase. La vanidad del ragioniere podía ser

motivo de risa pero lo cierto era que estando ya en posesión de los antiguos bienes del

príncipe, había ascendido varios grados en la consideración pública. Recorría las calles

sacando el pecho. Aunque nadie olvidaba lo duro que era en los negocios, todos se

quitaban el sombrero para saludarle en su paseo.

¡A qué precipicios habría sido arrojado por sus fantasías si la Providencia no se

hubiera apiadado de él! Para celebrar el inicio de las obras destinadas a transformar la

vieja tonnara fuera de uso en el Palazzo del Mare que iba a ser “lo mejor de la hotelería

siciliana”, según repetían los periódicos a cual más, un banquete al aire libre fue

organizado en la Plaza Mayor de Rosalba por la alcaldía, halagada en sus convicciones

democráticas y socialistas por esa metamorfosis de la mansión señorial en un

establecimiento abierto a todos. Comiendo un muslo de gallineta, al ragioniere se le

quedó atravesado un hueso en la garganta. En medio del alborozo despreocupado, nadie

se dio cuenta del percance sino cuando su raudal de elocuencia se agotó y el ragioniere

empezó a boquear, aferrándose al mantel y tumbando las botellas de Nero d’Avola,

hasta que se desplomó encima de la mesa, con el cuello amoratado. En vano se le

prodigaron los primeros auxilios. Unos le daban golpes en la espalda, otro le metió los

dedos en la garganta, otro trató de darle de beber un vaso de agua, otros invocaban la

Madona o pedían ayuda a san Calogero, a cuya cofradía Palmiro Cazzone aportaba

regularmente su óbolo. El farmacéutico probó con un revulsivo de harina de mostaza, la

mujer del farmacéutico con un emético. Una comadre, dotada de mayor sentido común

tuvo la idea que nadie tuvo de deshacerle la corbata y desabrocharle los primeros

botones de la camisa. No resultaron eficaces las plegarias ni tampoco los intentos de

remediar la situación. El ragioniere expiró en la trastienda de la farmacia. Dios le cerró

los ojos para siempre, sin permitirle asistir al desastre adonde sus quimeras le iban a

llevar.

La signora Filomena se había ausentado un momento para aguardar, en la entrada de

la aldea, la camioneta del bar Minerva que traía de Siracusa la gigantesca torta del

postre, rematada por un ángel en pasta de almendras y pistachos del Etna. Acudió justo

a tiempo para recibir el último suspiro de su padre. En cuanto a la signora Olinda, para

acompañar a su marido y participar en el festín, había tenido cuidado de pelar

previamente dos palanganas llenas de naranjas y mandarinas para su segunda hija que se

quedó en la casa. Y en esa ocasión puso de manifiesto su excepcional fortaleza de

ánimo: en vez de dar por terminado el ágape y suspender las demás festividades, ordenó

que todos siguieran comiendo y bebiendo. Y todos se quedaron en la mesa. La comilona

que se había iniciado alegremente bajo las encinas acabó no menos alegremente en

banquete fúnebre.

De aquel acontecimiento nos llegaron varias versiones que iban modificándose año

tras año, a medida que a los agravios contra la mano derecha del príncipe daban paso a

la admiración por el capitán de industria. El hueso de gallineta desapareció de la

leyenda, sustituido por piadosos eufemismos: “efecto previsible del exceso de trabajo”,

“inevitable consecuencia del afán puesto en sus tareas”. Pero una indisposición, aun

causada por el exceso de trabajo, no explica que alguien se asfixie. Entonces alguien

recordó el rugido de ira e indignación que había salido de su pecho cuando exponía a los

comensales los impuestos que él tendría que pagar para tener derecho a lucrarse con las

liberalidades del príncipe. Esos impuestos se iban a llevar una cuarta parte del capital

cuyo valor, por lo demás, había sido ampliamente sobrestimado por la rapacidad fiscal.

Exasperado por la avidez del gobierno, que sólo reconocía la donación a cambio de

pagos exorbitantes y sin dar ni un centavo de exoneración para un proyecto que iba a

generar un maná turístico, cayendo en “lluvia vivificante sobre nuestra tierra sedienta de

progreso”, el ragioniere sucumbió después de esa metáfora. Un justo furor pudo más

que su voluntad de progreso, y no el fémur de un trivial gallinácea. Para convencernos

de que murió como un héroe, nos contaron que el féretro había sido colocado en el

edículo octogonal de la Plaza Mayor, una especie de quiosco donde el orfeón municipal

se presenta el día de san Pedro y san Pablo. Toda la aldea desfiló ante sus restos

mortales.

- Sólo faltó que se quemara el féretro –dijo María, con un gesto de indiferencia–. Así

se quemaban a los semi-dioses en la Antigüedad durante las ceremonias de sacrificios

rituales.

No obstante, desdeñando las emociones humanas, sin un gesto de compasión hacia

aquellos corazones duramente afectados, la justicia siguió su curso inexorable. Los

fiscales acudidos desde Siracusa precintaron la tonnara con “los sellos de la

vergüenza”, así llamados unánimemente por la población. El material hidro-sanitario

fue subastado, junto con el mobiliario del príncipe que no produjo ni la mitad del monto

obtenido por los bidés y los tanques de agua. La butaca borbónica fue liquidada por el

equivalente de tres pocetas de w.c., pues el ebanista designado como experto certificó

que se trataba de una imitación, reservándosela para él. Y después de aquella brutal

liquidación, el primer piso de la vivienda, la terraza, el depósito de la planta baja, la

fábrica de conservas de atún cerrada desde hacía mucho tiempo pero que todavía

pudimos ver de pie, todo fue derrumbándose paulatinamente.

Iniciábamos nuestra estancia en Marzapalo con un peregrinaje por los lugares a

través de los cuales nos habíamos apegado a la aldea. Pero malezas y zarzas habían

invadido la carretera de acceso a la tonnara y la volvieron infrecuentable. Teníamos que

bajar a pie y abrirnos paso. La velocidad con la que se deterioran las cosas en Sicilia es

inimaginable. Sin duda, los habitantes del pueblo contribuyen a ello al robarse las

piedras, pero es como si éstas se desinteresaran de sí mismas, como si lamentaran haber

sido ensambladas, como si encontraran en su dislocación la alegría de la fatalidad

cumplida. Así, los sicanes28 habrán sentido la misma emoción vivificante al ser

suplantados por los griegos, los griegos cuando llegó el turno de los romanos, los

romanos cuando cedieron el paso a los árabes, los árabes a los normandos, los

28 Población autóctona de Sicilia desde la era megalítica. (NdlT)

normandos a los españoles. La energía al servicio de la destrucción propia: es el aspecto

más impactante de los sicilianos.

Yo caminaba al azar entre los desprendimientos de rocas y las ruinas. Sólo quedaba

en pie un pedazo de pared. Y junto a éste, por una suprema ironía, permanecía una muy

hermosa estatua de un joven desnudo: quizás un cazador, según el arco colocado

verticalmente contra su pierna y el perro agazapado a sus pies. Pero un cazador más

dispuesto a recibir golpes en su cuerpo desnudo y expuesto, que a asestarlos con su

arma inútil. Igual que san Sebastián, parecía aguardar las flechas que abatirían su joven

belleza y le harían rodar en el polvo de los escombros.

María se acercaba hasta la plataforma de cemento donde habíamos visto por primera

vez el atún recién pescado. Unos ferreteros ya se habían llevado los rieles, las vagonetas

y los garfios. Ella apartaba con el pie los trozos de ladrillos caídos de la chimenea ya

completamente desplomada. Era demasiado turinesa para ser sensible a la poesía del

fracaso, por ende este triple naufragio de un linaje, de una empresa, de una casa, esta

abdicación de la razón, esta fatalidad de la ruina iban socavando la confianza puesta por

ella inicialmente en nuestros veranos sicilianos.

Y así, dos o tres años después de la huída del príncipe, decidió que ya sólo vendría a

la casina durante un mes; si yo quería, me quedaría solo hasta finalizar las vacaciones;

ella, por su parte, ya no podía apartarse tanto tiempo de sus investigaciones. Tal fue su

pretexto, que ocultaba su desaliento y su irritación de no ver más que impotencia y

estropicio por todas partes en Sicilia.

20

GIGI EN LA GLORIA

Cuando finalizó el período de luto y la hija de Palmiro Cazzone recuperó así el

derecho de recibir, fuimos nuevamente invitados para el almuerzo anual. Esta vez, en la

casa que el ingegnere se había construido, según sus planos, en el centro de Rosalba, vía

Roma, a dos pasos de la Plaza Mayor, como tanto tiempo lo deseó. Eran dos pisos en

piedra de sillería y unos balcones con barrotes dorados en zig-zag sin los cuales,

definitivamente, en Sicilia uno no es nadie. Hasta ahí la semejanza con las casitas de

Marzapalo. Habiendo tocado el timbre, comprendimos que teníamos ante nosotros no la

casucha embellecida de un campesino sino un palazzo de ciudad, digno del galantuomo

en el que se había convertido Luigi Tulipano. La puerta se abrió sola, sin hacer ruido, y

entré detrás de María en un vestíbulo sin ventanas, iluminado por un proyector giratorio

que emitía rayos de cuatro colores diferentes. Grandes baldosas de mármol cubrían el

suelo. Una alfombra de cáñamo estrecha y alargada, para limpiarse la suela de los

zapatos según la invitación de un cartelito fijado en la pared, llevaba hasta la escalera.

Dotada de una barandilla dorada, la escalera se enrollaba en espiral en torno a una

columna de yeso imitando la porfirina. Desde lo alto, una voz cordial nos invitó a subir.

La visita por las habitaciones, bajo la dirección del ingegnere maniobrando decenas de

interruptores cual piloto de avión con sus palancas, se inició en unos cuartos dejados en

penumbra. En la semi-oscuridad relucían las baldosas de mármol, el mobiliario en roble

barnizado, las rechonchas cómodas laqueadas, los apliques en hierro de forja, las arañas

con colgantes de cerámica. Por cortesía, avanzábamos unos pocos pasos dentro de las

habitaciones mientras el ingegnere se quedaba en el umbral y accionaba alguno de los

interruptores de los que tan orgulloso se sentía: la persiana, con un leve sonido de

láminas metálicas, subía sola. Un relincho más prolongado recalcaba tal proeza, y

nosotros nos quedábamos con la boca abierta sin tener que fingir mucho: el mobiliario

nos parecía aún más cursi a la luz del sol.

El tablero de las mesas de centro, colocado sobre patas doradas, era de mármol; el

respaldo de las butacas tenía un apoya-cabeza, como en los vagones de ferrocarril en

primera clase, y la signora había adicionado unos tapetes de encaje. Por doquier

señoreaba, adornado con un crespón negro, el retrato del ragioniere Palmiro Cazzone en

sus atuendos más diversos: su traje de intendente, el sombrero de copa de su boda, la

braga de pescadero, su uniforme negro de los fascistas. Varios de esos cuartos,

desocupados por los momentos, se destinaban a los familiares. Las dos hijas, Giuliana y

Prisca, estaban de vacaciones en Noto, en casa de unos tíos. Aunque ahora ya tenían

veinte años, seguían compartiendo una habitación y seguirían condenadas a compartirla

mientras no se casaran. En cada una de las camas gemelas había un cubrecama rosa

salpicado de lentejuelas plateadas; en la pared, al lado de un crucifijo estaba una foto de

James Dean, y la gorra roja con borla negra del abuelo resplandecía, colocada como una

reliquia encima del tablero de mármol de la cómoda y bajo un globo de vidrio

esmerilado.

Después, el ingegnere nos invitó a pasar al cuarto conyugal. Con un guiño de ojo,

precisó que lo había concebido para el uso específico al que estaba destinado. No

obstante, costaba imaginar un mobiliario menos excitante para la libido. Una cama

monumental, negra, en una madera parecida al ébano, un armario negro ocupando toda

una pared, con puertas de vidrio y forrado en satén malva, y dos mesitas de noche no

menos masivas y fúnebres, equipaban ese cuarto donde se respiraba el ambiente pesado

de un mausoleo y no el gozo de una alcoba. Recordé una cena de boda a la que

habíamos asistido por casualidad en un hotel de San Leone que daba a una playa de

Agrigente. Los comensales no despegaban los labios, los recién casados comían sin

hablar: en Sicilia, el matrimonio es sinónimo de petrificación y de encierro. En la

habitación de los Tulipano todo era pesado, siniestro, caro, ostentoso, horriblemente

triste e irremediablemente feo.

Felicitamos al ingegnere pero nos anunció que aún faltaba por ver lo mejor. De

hecho, sólo habíamos visitado los cuartos. De la cocina en el segundo piso donde la

signora se agitaba, llegaban sonidos de ollas y vajilla. Nuestro anfitrión, en un alarde de

orgullo, abrió de repente una puerta de dos hojas y nos introdujo en una habitación de

dimensiones imponentes, sumida en la penumbra igual que las demás. Pulsó tres teclas,

solicitando nuestra atención ante este nuevo acto de magia: las persianas de las tres

ventanas se enrollaron al unísono, con un chisporroteo de fritura. Las sillas, las butacas,

el sofá, todo ello adosado a las paredes como espectros, desaparecían bajo unas

cubiertas grises. Aquí y allá asomaba algún pie torneado y dorado. Según la opulencia

de las formas que dilataban los sudarios, se adivinaba que eran esos muebles

considerados como “barrocos”, comprados por recomendación de los catálogos

especializados en “lo auténtico”.

Las cortinas de terciopelo colgando de varillas doradas, el embaldosado en

marquetería de mármol multicolor, las tres arañas con colgantes de cristal: en ese exceso

dispendioso, en ese despliegue de fasto costoso, se manifestaba una pretensión de

igualar a la desaparecida clase señorial. Luigi Tulipano, librado de su suegro, retomaba

por cuenta suya la quimera aristocrática ausente de su mente en los sótanos de

Venezuela y en las plantaciones de bananas de Camerún. “Tam-tam, tam-tan, tam-tam y

más tam-tam”, yo me acordé de su imitación, de su tono burlón. Hoy en día las cosa se

habían puesto serias y era conveniente mostrar cierto recogimiento. Así que

examinamos con solemnidad la galería de tesoros acumulados por la pareja.

El bargueño, demasiado voluminoso para ponerle una cubierta, con su tallado de

tahitianas en pareo y de cocoteros, se sostenía en unas patas de elefante. Jarrones de

alabastro estaban posados en unos trípodes de ébano. Biombos con paisajes chinos

ocultaban los radiadores. Unos hierros con cabeza de esfinges montaban la guardia

delante de una falsa chimenea. Colocados en los rincones, dos armarios con puertas de

vidrio contenían la vajilla para el café y para el postre, así como una docena de flautas

para el espumante. Las tazas de porcelana traslúcida con ribetes dorados, las cucharas

doradas con mango cincelado cual encaje, la paleta para las tartas también cincelada,

dorada y muy trabajada, el cristal biselado de los vasos, todo ello inspiraba un inmenso

respeto al ingegnere mientras nos lo mostraba a través de la vitrina. Se adivinaba que

nunca utilizaba esas tazas y esas flautas, como tampoco quitaba las cubiertas de las

butacas para buscar, en los espesores del terciopelo, alguna compensación a su vida

laboriosa.

La signora nos llamó desde arriba. ¿Dónde íbamos a almorzar? No habíamos visto

ningún comedor en el primer piso. La casona sólo tenía el primer piso habitable. La

planta baja servía de garaje para el Fiat giardinetta y de despensa para guardar el vino,

el aceite, las nueces, las almendras, las conservas de salsa de tomate. El segundo piso se

reducía a una terraza sobre la que el ingegnere había construido tres cuartos: una cocina,

una antecocina y un depósito para las frutas, las verduras, el bacalao seco. Construcción

abusiva, como él mismo confesó con cierto orgullo, emitiendo para convencerme su

relincho de caballo: un hombre como él colocándose por encima de la ley y por encima

de los poderes; o a lo mejor quería sugerir que se había vuelto lo bastante influyente

como para poder conseguir el permiso municipal.

La mesa estaba puesta en el centro de la cocina, entre el fregadero y la nevera.

Mantel y servilletas de papel. Vasos de plástico, de los que se regalan como cortesía

para los clientes de La Standa. Vajilla blanca que se vende rebajada en el Upim29. Yo

comprendía que anteriormente, en la vivienda provisional, ella hubiera simplificado el

servicio, pero aquí, en medio de ese lujo, que ella renunciara a todo decoro era algo que

me oprimía extrañamente el corazón.

Afuera, en la parte descubierta de la terraza, varios centenares de tomates se secaban

al sol. “Professore –me dijo la signora, que había seguido mi mirada–, la mitad de mi

vida está dedicada a los tomates, sacrificada por los tomates, perdida por culpa de los

tomates. Recoger los tomates en los invernaderos, machacar los tomates para la salsa,

rellenar los tomates, poner a secar los tomates, preparar las conservas de tomates para el

invierno, así paso mis tardes en vez de preparar mis clases para los alumnos”. El tono

29 Unico Prezzo Italiano Milano, UPIM, cadena de tiendas de ropa y enseres a bajo precio para el hogar, fue fundada a principios del siglo XX en Milán y se extendió luego a las principales ciudades de Italia. En los años 60 fue adquirida por el grupo Fiat. (NdlT)

dolido delataba un sentimiento de injusticia. Estaba acusando al destino por condenarla

a desperdiciar en tareas monótonas lo que le quedaba de juventud. Y el ingegnere, que

nos había precedido en la terraza, asentía moviendo la cabeza ante las veleidades de

emancipación de su mujer, con la seguridad de que ella nunca cedería a la tentación.

Nunca dejaría de acomodar los tomates y de meterlos en tarros de vidrio según las

recetas transmitidas por su madre y establecidas por la tradición. Nunca su marido se

vería en la situación de no reconocer a la mujer con la que se había casado. La rebelión

de Filomena, Cazzone de soltera, no iría más allá de una cantilena quejumbrosa donde

la palabra “tomate”, salmodiada como un “Ave María” en las letanías de la iglesia,

aplicaba en su espíritu un bálsamo consolador.

Y sin embargo, ella me parecía cada vez más diferente a las demás mujeres de

Rosalba. Aun cuando todavía ignoraba lo que los artificios agregan al atractivo natural,

cierta relajación en su peinado confirmaba el intento de emancipación que había

manifestado en su apartamento anterior. Seguía llevando el moño igual que su madre,

apretado en el tope del cráneo y sostenido por una cinta pero esa cinta, en vez de ser

negra, tenía la coquetería de convertirse en azul celeste, y un mechón rebelde le caía

sobre la mejilla. Había descubierto la pintura para uñas pero, imitando a su marido, sólo

se había puesto la laca bermeja en la uña del meñique.

Nos sentamos en torno a la mesa. La signora nos sirvió un entremés de tomates y

anchoas y luego pescado frito y ensalada de lechuga. Aunque nosotros nos habríamos

deseado una comida distinta ni más copiosa, ésta contravenía tan extremadamente a los

usos de la hospitalidad siciliana que a mí me pareció evidente la intención de polemizar.

A medida que el ingegnere se sumía en la utopía borbónica, la signora iba liberándose

del papel de ama de casa que su padre y su madre, y después su marido, le habían

asignado. Yo admiraba su valor, convencido de que si se permitía ofrecernos en su

cocina un menú tan austero era porque en ella estaba reforzándose la conciencia recién

adquirida de su dignidad.

Al llegar al postre –duraznos y albaricoques en un platón de agua fría–, ya que no

podía felicitarla por sus platos, le alabé su casa.

- Y sin embargo, professore…

Movió la cabeza pensativamente y dio un profundo suspiro.

- Y sin embargo, el apartamento es muy pequeño. Nos falta un cuarto de estar. Ahí es

donde me habría gustado recibirles.

- ¿El cuarto de estar? ¿No es ese magnífico salón…?

- ¡Oh no! Lo que ustedes han visto es el salotto. En cuanto al salotto, hemos

cumplido. Pero nos hace falta el soggiorno

- ¿Cuál es la diferencia?

Yo quería que ella me lo dijera.

- El salotto sólo debe utilizarse excepcionalmente. Hasta ahora lo hemos abierto una

sola vez, para recibir las condolencias al morir mi papá y sólo volveremos a abrirlo para

la boda de nuestras hijas, y luego para el bautizo de nuestros nietos.

- ¿Cómo? Esa gran sala llena de muebles imponentes…

- …no puede ser utilizada todos los días. Professore, el salotto es el alma entrañable

de la casa. Sería una profanación utilizarlo para la vida cotidiana. Debe reservarse sólo

para las ceremonias. Así que necesitaríamos un cuarto de estar, un soggiorno, para

comer, ver la televisión, leer las revistas, pasar veladas agradables… Pero nos falta

espacio.

- No tenemos sitio –masculló el ingegnere, escupiendo los huesos de la fruta en su

plato–.

Nuevo suspiro de la signora.

- No pensemos más en eso –dijo mientras apilaba en el fregadero los platos sucios,

según los tamaños.

De un armario en imitación de madera sacó unos vasos de cartón para el café, luego

llenó la cafetera napolitana y la puso en el fogón.

- En cambio –prosiguió–, queremos invertir en la decoración, ¿verdad Gigi? Me lo

prometiste. Saben, él me ha dado carta blanca pero yo necesito los consejos que usted

pueda darme. Usted es un artista, y seguramente habrá visto la Gioconda de verdad.

Cuento con usted para ayudarme. ¡Me da tanto miedo equivocarme! ¿Me ayudará?

¡Prométamelo! Yo no tengo ninguna experiencia. Por ejemplo, ¿qué le parecen esos tres

paisajes de Antonio Guarini que hemos comprado?

En el pasillo yo había alcanzado a ver una serie en fundido encadenado de unas

puestas de sol pintarrajeadas por ese descarado. Parecía mermelada de naranja untada en

papel secante.

- Nos costaron en total setenta mil liras. Yo no sabía que nuestro Antonio tenía tanto

talento.

El ingegnere intervino para precisar que en su casa no admitía ningún cuadro que

costara más de veinte mil liras.

- ¿A usted también le gustan, professore? Yo tenía tanto miedo de equivocarme… Es

que en Rosalba no tenemos muchos puntos de referencia. Usted me habría disculpado si

yo no hubiera escogido como es debido, ¿verdad? Afortunadamente, Antonio es un

valor seguro, eso se lo escuché a alguien en Siracusa. ¿Pero no resulta demasiado

moderno? A mí me gusta que haya figuras, como en las fotonovelas. Sin una figura, el

cuadro resulta pobre.

- El professore es enemigo de las figuras –dijo el ingegnere, pues me había visto en

la casina yuxtaponer en mis telas una variedad de manchas y formas geométricas de

colores lisos–.

- Lo sé, Gigi, ya me lo has dicho. Pero sabe usted, professore, nosotros todavía no

tenemos grandes pretensiones. Nos conformaríamos con una hermosa escena de pesca.

Mi marido preferiría una escultura. Dice que una escultura se parece más al modelo.

- Fifi, ve a buscar el catálogo.

La signora bajó al otro piso, oímos cerrarse la tapa de un cofre. Regresó con un

grueso catálogo del Castello dei viostri sogni, empresa especializada en las listas de

boda por correspondencia. Además de los artículos de uso corriente tales como

casilleros para guardar los cubiertos, manteles individuales, conjuntos de sábanas,

robots para moler el café o pelar los tomates, el catálogo proponía una selección de

reproducciones en tamaño real de las estatuas más célebres “desde la Antigüedad hasta

nuestros días”. Junto a esas obras maestras también figuraban fuentes adornadas con

palomas, una oveja dando de mamar a su cachorro, un cupido lanzando su flecha, una

ballena que escupía agua cada cinco minutos. Un Garibaldi clavando la bandera italiana

en la torre Eiffel era lo que quedaba en materia de propaganda fascista: la nota

explicativa precisaba que este artículo, habiéndose vendido en miles de ejemplares, ya

estaba amortizado y se vendía a buen precio.

La signora, ruborizándose por su propia audacia, se inclinaba por el David de

Miguelangel. El catálogo, “por respeto a las familias”, lo proponía con una hoja de parra

plateada o dorada, al gusto del cliente. “¿Gigi, no quieres?” Pero Gigi, seducido por las

formas carnosas de la Venus de Milo –reconstituida con ambos brazos–, decidió otra

cosa.

Al año siguiente, tras la puerta de entrada con abertura eléctrica, junto a la escalera

de caracol, la Venus nos mostró su cuerpo semi-desnudo. Como el modelo en alabastro

chocaba la sensibilidad de la signora por un excesivo realismo que resaltaba los

pezones, los Tulipano acordaron comprar la versión delgada en resina sintética.

21

LA AGRESIÓN

Un día me llegó mi apartado de correos en Rosalba una carta de Paul y Marcel, dos

conocidos míos de la Escuela de Bellas Artes. Como se disponían a venir a Sicilia,

tenían en mente pasar unos días en mi casa, “por ende” y sin siquiera preguntarme si me

agradaría la visita y si María estaría dispuesta a recibirles, querían saber cómo se llega a

la casina. Eran pintores como yo y vivían en pareja. Yo había evitado que María los

conociera, seguro de que a ella no le gustaría el estilo “bohemio elegante” que ellos

exhibían y que a mí mismo me irritaba a veces, pese a la camaradería que nos unía por

nuestro trabajo. Igual que mucha gente que presume de ser elegante, ocultaban mal un

fondo de grosería.

- Sabes, yo comprenderé que te niegues. Puedo inventar cualquier pretexto. ¡Llegar

así sin ser invitados, qué abuso! Pero no me extraña: son dos homosexuales.

Ella me replicó con vivacidad, como si yo la hubiera ofendido.

- ¿Qué te crees tú? ¿Qué tienes tú contra los homosexuales? ¿Qué prejuicios hay en

ti? Algunos de mis mejores amigos lo son. ¿Crees que me molestaría recibirles en mi

casa?

- Pero lo que dijiste de Pasolini el otro día…

- Me importa un pepino si Pasolini es homosexual. Lo que me disgusta es la

utilización política que hace de la homosexualidad. Explota sexualmente a jóvenes de

clase pobre so pretexto de liberarlos de la opresión capitalista… Les dice: sodomizar y

dejarse sodomizar (sobre todo, dejarse sodomizar, pensará él) es desafiar a la Iglesia, y

desafiar a la Iglesia, mofarse de la ley, retar a la opinión pública, es hacer un acto

revolucionario… El cazzo tomando el poder por asalto… ¡A otro perro con ese hueso!

Ésa es la María a la que amo, pensé yo: vivaz, inteligente, desenmascarando a los

hipócritas, no dejándose engatusar, franca en su lenguaje para expresar lo que la

molesta.

- Sácate de la cabeza –prosiguió– la idea de que yo tengo algo contra los

homosexuales. El director del laboratorio antropológico de Turín es homosexual. El

decano de la facultad quiso destituirlo cuando se enteró, y fui yo quien lanzó la petición

exigiendo su mantenimiento en el cargo. Un investigador de primer nivel. Un tipo

estupendo en todos los aspectos… ¿Y por qué nunca me has presentado a esa pareja que

quiere venir?

- Es que son muy pegajosos, sabes. La prueba es este atrevimiento.

Le di la carta para que la leyera.

- Está bien. Efectivamente, mejor les dices que no. Aparentemente yo soy un cero a

la izquierda para ellos. No vamos a permitir que unas gentes que no tienen ningún

respeto por la privacidad, ningún escrúpulo en molestar, vengan a perturbar nuestra

tranquilidad.

El incidente quedó resuelto con un beso. Pero al poco tiempo, dos incidentes

ensancharon la brecha entre nosotros.

La brecha se había abierto con la adquisición de la casina. Recordemos que María no

había aceptado de buena gana instalarse en el fin del mundo. Pese a los momentos de

perfecta armonía y las semanas de tranquila felicidad, después de aquella primera cuña

encajada en nuestra unión, la brecha seguía abriéndose. María no sólo se mantenía ajena

a Sicilia, siempre predispuesta contra esas costumbres que no tenía interés en estudiar,

sino que nunca reconocía esas afinidades que ataban el espíritu y el corazón de su

compañero de vida a esta comarca.

Por mi parte, yo carecía de lógica y eso no ayudaba a que ella me entendiera: “Eres

un hombre de izquierda pero te dejas impresionar por la vieja Sicilia aristocrática y

feudal.” Yo quería pintar y dar a conocer mi pintura, pero admiraba la desidia que en

Sicilia lleva todas las cosas a la ruina. Poco a poco se me quitaban las ganas de pintar,

pasaba varios días sin tomar los pinceles. “La pintura, qué vanidad…” Ésa era la

consigna de un fracasado, según ella, la excusa para no mover un dedo. Yo quería lograr

mi relación amorosa con María pero pasaba horas contemplando la línea entre dos

mares, como si una masa compacta que se fisuraba tuviera una atracción fascinante.

El primero de los dos episodios demostró hasta qué punto yo podía ser incoherente.

Siendo adepto del nudismo en las playas de Rosellón30, no se me había ocurrido ni por

un segundo que en un país sujeto a la moral vaticana siempre hay que ser cauteloso.

Para broncearnos en condiciones más agradables, debíamos ir en auto hasta la isla de

las Corrientes, más bien una especie de islote que surge al final de una playa siempre

azotada por el viento y las olas, de quinientos metros de largo y desierta las más de las

veces. El islote no presenta ningún interés. No es más que una gran roca abrupta donde

la Marina militar construyó antaño una pequeña fortificación, ahora abandonada desde

hacía tiempo: cada año se cae al mar algún pedazo de pared, una plancha de zinc, una

barra de hierro oxidado. El oleaje se ha tragado el estrecho malecón de concreto por el

que se une a tierra firme. A nadie se le ocurriría ir allí.

A la playa sólo se puede acceder por el extremo donde termina la carretera

transitable. Ahí basta entonces dejar el auto en una plazoleta de tierra apisonada y seguir

a pie hasta el islote para estar solos y casi totalmente seguros de no ser molestados.

Durante la semana, la playa está desierta en toda su extensión. El domingo, las pocas

familias que van a hacer picnic en la arena –los adultos sin bañarse en el mar, sólo se

bañan los niños y sin ir más allá de donde todavía hay pie–, se quedan cerca del área de

estacionamiento, tanto para vigilar los autos como por temor a las lagartijas y por pereza

de caminar. Dejábamos atrás a toda esa gente para dirigirnos hacia el otro extremo de la

playa, extender nuestras toallas e iniciar una prolongada tarde de farniente, fuera de

alcance de sus voces y sus miradas.

Aunque no hubiera sido tan grande la distancia, igual quedábamos ocultos por un

grueso cactus y un frondoso tamarisco a cuya sombra colocábamos nuestras cosas. El

cactus se hallaba a cincuenta metros de nosotros, el tamarisco a diez metros, y no me

30 Región del Sur de Francia en la costa Oeste del Mediterráneo, que presenta una gran oferta de turismo naturista. (NdlT)

parecía una imprudencia broncearnos integralmente a diez metros de nuestra ropa,

detrás de la doble muralla del cactus y del tamarisco, a quinientos metros de las

familias.

El agua era pura, fresca, constantemente agitada. Sólo los buenos nadadores pueden

resistir a esas corrientes que dan su nombre al islote. Entre los mejores momentos de

aquellos veranos están esas largas sesiones nadando juntos, las carreras contra el viento,

el empeño en encarar las olas, la alegría de golpear rítmicamente el agua y comprobar la

energía de nuestros brazos y piernas, los esfuerzos para volver a tocar fondo luchando

contra el oleaje. Luego nos recostábamos en la arena, con los brazos extendido,

extenuados, felices de disfrutar del aislamiento en una playa donde las únicas huellas

eran las de nuestros pasos. Quería llevar a María hasta las dunas para hacer el amor bajo

el sol pero ella me decía que debíamos cuidarnos: “Tú sabes que siempre hay algún

chico acechando, incluso cuando creemos estar solos.” La verdad es que para ella el

amor era algo que se hace en la oscuridad y en secreto.

En cambio, sí la convencí de quitarnos los trajes de baño, dejarlos junto a nuestra

ropa bajo el tamarisco, bañarnos desnudos y luego secarnos. Teníamos un desafío:

quién aguantaría más tiempo al sol sin echarse crema.

Un día –era el 15 de agosto–, desde el extremo de la playa donde unas treinta

personas se habían reunido para celebrar el día de la Asunción, vi que tres o cuatro

muchachos se apartaban del grupo; a esa distancia, no parecían tener más de diecisiete o

dieciocho años. María dormitaba boca abajo, con la cabeza entre sus brazos. Me pareció

inútil despertarla por tan poca cosa. Los muchachos se detuvieron lejos, a unos cien

metros del cactus, y dieron media vuelta. Me quedé dormido yo también. María me

despertó bruscamente. Ahora eran siete u ocho y de todas las edades: un mocoso de

ocho años que no dejaba de resoplar por la nariz, unos pilluelos de doce años, unos

adolescentes riéndose, unos hombres hechos y derechos, malencarados, el mayor de los

cuales, peludo como un mono, nos señalaba. Detenidos al otro lado del cactus, parecían

concertarse acerca de lo que debían hacer. Luego dieron media vuelta.

La escena se repitió varias veces: regresaban de a tres, de a cinco, de a ocho, a veces

los mismos, a veces otros distintos, pero siempre en grupo. Avanzaban hasta el punto

donde podían observar a su antojo la desnudez de María pero de soslayo, haciendo

como si no miraban y fingiendo examinar las pencas del grueso cactus. Por fin pensé

que ya iban a dejarnos en paz, cuando una nueva banda, más numerosa, se puso en

movimiento: por la cantidad, eran todos los hombres de los distintos picnics, tal vez

quince o más. Caminaban más rápido. Los niños se entretenían pateando el agua pero

los adultos avanzaban con paso decidido. Me asusté: los andares fuertes, las mandíbulas

crispadas, las caras obtusas… Nuestra situación era tanto más embarazosa porque, como

he dicho, el tamarisco bajo el cual estaban nuestras cosas se hallaba a unos diez metros

del sitio que habíamos escogido para recostarnos bajo el sol. Nuestras cosas, o sea, la

botella de agua, las sandalias, la fruta, las máscaras, las camisas, mi bermuda y el short

de María, pero también nuestros trajes de baño.

Me tapé con la toalla y le dije a María que se tapara lo mejor posible. La tropa ya

había pasado el cactus y se detuvo detrás del tamarisco. Dos o tres asomaron las cabezas

y nos miraron descaradamente. Sin más preámbulo, el mono nos interpeló: no había

mayor ofensa contra “sus madres, sus hijas, sus hermanas” que desnudarse “en

público”, nuestro comportamiento era un ultraje hasta “para sus primas”, éramos unos

desvergonzados molestando a unas “inocentes”, haciendo caso omiso de su pudor.

¿Acaso no teníamos moral? Peor aún, ¿acaso éramos turcos o mahometanos para atentar

de manera tan blasfema contra la virginidad de la Inmacolata, precisamente el día en el

que se conmemoraba su milagrosa ascensión al cielo, llevada por los ángeles? Las

“mujeres de mala vida” –terminó diciendo– no tenían cabida en esta playa. Sus palabras

no fueron formuladas con la claridad con que las resumo, fueron dichas torpemente,

masculladas, farfulladas, mugidas, mientras que los demás, plantados firmes y con los

brazos en jarra, aprobaban con gruñidos.

- Está bien, está bien –dije –, ya vamos a vestirnos.

Exhorté a María a ir agachados hasta nuestras ropas y ponernos los trajes de baño. A

quinientos metros de ahí, las madres, las hijas, las hermanas, las primas, no podían ni

siquiera sospechar que atentábamos contra su pudor mientras ellas masticaban las pizzas

frías. Los hombres habían inventado el pretexto de defender la virtud familiar y vengar

el honor mariano para poder mirar furtivamente a María. Pero éramos dos contra quince

o veinte, ¿de qué servía protestar, ni siquiera discutir? Habría sido una imprudencia.

- Está bien –repetí, mientras avanzaba agachado–, no sabíamos, disculpen…

Ya estaban dando media vuelta sin insistir. Antes de irse, el mono escupió hacia el

matorral, amenazándonos con tomar represalias si tuviéramos la audacia de reincidir.

- Prometido, prometido… –balbuceé, pendiente de no lucir tan ridículo mientras me

contorsionaba para vestirme.

Los adolescentes se reían, toqueteándose. Un moreno con bigotes recogió unas

piedras y nos las arrojó con todas sus fuerzas. María evitó por muy poco una piedra. Sin

esa última agresión, la escena me habría parecido cómica. ¡Pobres tipos! Con esa

bufonada revelaban la miseria de su vida sexual. El mecanismo psicológico era muy

fácil de desmontar: 1º Acudir para regodearse del espectáculo. 2º Avergonzarse de

haber acudido para regodearse por el espectáculo, pues así confesaban la opresión y la

frustración a las que estaban condenados. 3º Restablecer el sentimiento de la virilidad

propia mediante un acto autoritario. 4º Lograr convertir la codicia impotente en una

expedición punitiva y retirarse vanagloriándose de una victoria.

Desafortunadamente, María se tomó las cosas en un sentido primario. Me di cuenta

de que estaba a punto de echarse a llorar. Había sido un agravio contra su dignidad de

mujer, la habían insultado. Estaba temblando, envuelta en su toalla.

- Vámonos –dijo, descompuesta–. Es horrible… horrible.

Irse. Era más fácil decirlo que hacerlo puesto que nuestro auto se hallaba en la

plazoleta, al otro extremo de la playa, y había que pasar junto a unas cuarenta personas

que nos mirarían descaradamente comentando el percance. María, con su camisa Pucci

de lunares ampliamente escotada y sus shorts demasiado cortos habría suscitado una

nueva andanada de risas socarronas e insultos.

- Será mejor esperar a que se vayan –dije–.

Tuvimos que aguantar una larga espera hasta el atardecer, untándonos varias capas

de crema en la piel quemada por el sol. En vano traté de que María se calmara. Aquella

larga tarde endureció en ella la aversión contra una comarca donde la aparición de una

mujer en la playa levanta un revuelo de mirones que la acusan de ser una

desvergonzada. Y mientras más razonaba yo, exponiendo los motivos históricos que

explican y excusan lo que es una apariencia de pudor en la Italia meridional sometida a

la influencia de los curas, más me reprochaba ella mi indiferencia ante la gravedad de la

humillación a la que había sido sometida.

22

LA MEDUSA

Para que María se iniciara a la belleza literaria y poética del Sur, yo le había dado a

leer L’isola di Arturo, la mejor novela italiana del siglo XX. Su autora, Elsa Morante,

era de padre siciliano y su libro tiene como marco una pequeña isla meridional, tal vez

la isla Procida, cerca de Nápoles, pero a lo mejor es Favignana, una de las islas eólicas

junto a las islas Lipari o Stromboli. Arturo es un adolescente de catorce años cuyos

sentidos se abren ante el esplendor de un paisaje paradisíaco. Nunca se ha evocado

mejor lo maravilloso que es descubrir los aromas, los sonidos, las variaciones del clima

en medio de una naturaleza virgen aún. Estaciones, murmullo del oleaje, bajamar en las

playas, resaca contra las rocas, aleteos, piar de pájaros, sopor del mediodía, frescor del

atardecer, palmeras, agaves, sombras movedizas, destellos de luz: al crecer alejado de la

sociedad de los humanos, Arturo adquiere una completa y armoniosa percepción del

universo, que le mantiene en un permanente estado de encantamiento.

A María le gustó el libro y me lo devolvió disculpándose por haber doblado la

esquina de unas páginas y haber subrayado unas palabras. Nunca lo había leído, como

tantos italianos, incluyendo a los más interesados por la novela contemporánea. Pero la

novela, publicada pocos años después de la guerra, en plena boga del verismo y el

neorrealismo, maltratada por la crítica, se había impuesto poco a poco. Ese exaltado

himno a la creación, que aparta a los lectores de la actualidad social para purificarle al

contacto de los elementos naturales, no pudo llegar en peor momento en un país que

aclamaba a Rossellini, Anna Magnani, El ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica y La

terra trema de Visconti.

María formuló una sola duda, aparentemente anodina pero de la cual yo me iba a

acordar posteriormente.

- En este libro que tanto te gusta, ¿qué papel juegan las mujeres? Las mujeres no

tienen importancia. Definitivamente, tu Sur es una región de hombres.

Después de lo cual tuvimos una pequeña pelea sin gravedad acerca de un asunto de

vocabulario. Yo había calificado a Elsa Morante de grand écrivain31.

- ¡Pero es una mujer, una escritora!

- María, en Francia lo que tomamos en consideración es la función, no el sexo.

- Precisamente. Porque para ustedes, alguien que escribe no puede ser sino un

hombre. Sobre todo si ese alguien tiene talento. Ustedes no admiten que pueda ser una

mujer.

- ¿Y no es lo mismo en Italia?

- Ustedes los franceses tildan de machistas a los italianos, y eso suele ser verdad,

pero en Italia tenemos desde hace tiempo la palabra scrittrice, que es el femenino de

scrittore. También tenemos pittrice para el pittore, mientras que en Francia utilizan una

expresión idiota: “mujer que pinta”. Y ahora dicen auteure como femenino de auteur, y

es peor aún, ¡un verdadero barbarismo! Hay que decir autrice, siguiendo el modelo de

acteur / actrice.

Yo no insistí, encantado de verla tomar su revancha de la humillación en la playa.

Pequeña victoria del feminismo, bienvenida para ella pero que no le bastó para recobrar

la serenidad. En el estado de malestar en el que ahora vivía, su irritación permanente

aprovechaba el más mínimo pretexto para mostrase más fría conmigo. El esfuerzo que

hacía para no mostrarse más agresiva eran tan visible que yo sentía acercarse el

momento en el que María ya no se aguantaría más.

Cuando el mar estaba en calma, bajábamos por el acantilado para ir a bañarnos. “La

subidita del perro”, como yo la denominaba (y no era la mejor manera de que María

olvidara aquel horrible rasgo de crueldad), nos llevaba hasta la orilla del mar, con aguas

muy profundas en ese sitio. Me costaba comprender que en italiano la palabra “mar”

fuera masculina32, de tan femenino que me parecía el movimiento de las olas y tan

31 En francés, Grand écrivain es masculino, no tiene femenino (en español “gran escritora”). Hasta años recientes, el francés no tenía femenino para ciertas palabras. Por fuerza de género, se han propuesto algunas soluciones tales como lo que aquí expresan los personajes. (NdlT) 32 “Mer”, en francés, es femenino. (NdlT)

materno el balanceo de la marejada. Si los sicilianos sintieran lo mismo que yo, no

dirían “il mare è nemico”. Pero en Sicilia el mar es masculino, objeto de lucha, de

competencia, de desafío. Así se lo comenté a María, curioso de ver qué deducciones

sacaría. Me dejó sorprendido.

- ¡Deberías alegrarte! –me dijo–. ¡Si en Marzapalo hubiera una de esas playas donde

se puede instalar parasoles y sillas de extensión, la aldea se habría convertido en

estación balnearia, los precios habrían subido, y el dinero que te legó tu bienhechor no

habría bastado para comprarte la casa!

Era obvio. Pero me pareció que ella y yo no hablábamos de lo mismo cada vez que la

conversación giraba en torno a Sicilia.

María prosiguió, como si las palabras que se le acababan de escapar sólo fueran el

inicio de algo que tenía ganas de decirme desde hacía tiempo acerca de un tema que

nunca habíamos abordado, pues el legado se había producido antes de conocernos.

- ¡Bien que te consintió, ese señor Vergnole! Era una pequeña fortuna, en verdad…

Habrá tenido un motivo muy poderoso para hacer de ti su heredero. ¡Qué mecenas! A

menos que… Ya sabemos que en ese medio ocurren tantas cosas…

¿Por qué ese tono irónico, y con esa pizca de celos? ¿Por qué esas fórmulas

despreciativas: “ese señor”, “qué mecenas” (eufemismo que sobreentiende una

motivación sospechosa), “en ese medio”? ¿Por qué ese resentimiento contra alguien

que, sin haber sido familia mía, tuvo la generosidad de legarme aquella suma? ¿Y

además, cómo es que se le había quedado el nombre del señor Vergnole, pronunciado

por mí en escasas oportunidades? Ahora irritado, yo estuve a punto de contestarle:

“Bien que te aprovechas de esa herencia, no parece que te incomode…”, pero habría

sido mezquino de mi parte, y también habría sido confesar que como pareja nos

rebajábamos a una pelea de borrachos. ¿Qué quiso decir?, me pregunté. ¿A qué vienen

esas alusiones? El señor Vergnole, especialista de Morandi, Carrá, Casorati, De Pisis,

De Chirico33, era asesor artístico en el hotel Drouot34 en materia de pintura italiana.

¿Acaso Marías sugería que yo influí en él para que certificara como auténtico un cuadro

dudoso, con el fin de que se metiera en el bolsillo comisión más importante? ¿O, al

contrario, sería que quizás yo había comprado en subasta, para él y a buen precio, un

cuadro falsificado a sabiendas de que era auténtico?

Pero yo estaba muy lejos de poder adivinar las segundas intenciones de María.

La insinuación ácida se aclaró para mí sólo mucho después, ya demasiado tarde para

impedir que las sospecha se hubiera enraizado en su mente exasperada. Hasta entonces

yo sólo me había fijado en lo que me ofendía. ¡Era tan fácil ironizar acerca de la

excesiva confianza con la que me honró el señor Vergnole! Me distinguió entre sus

estudiantes, y su error fue sobrestimar mi capacidad. El sarcasmo de María me hería en

carne viva. Era como recalcar que mi trabajo no estaba a la altura de las expectativas.

Que yo había engañado a mi viejo profesor en cuanto a mi talento. Y que pese al apoyo

de dos o tres galerías, sólo los amigos complacientes o los ministerios compraban mis

cuadros. El estacionamiento público de la calle Saint-Honoré me había encargado una

“instalación”, unos metales cromados con forma de tubos de escape, que fue mi contrato

más importante. El famoso diez por ciento… Yo estaba tardando en abrirme camino.

Ella me amaba lo suficiente como para no señalármelo pero, de vez en cuando y aquel

día en particular, se impuso su talante impetuoso. Le habría gustado verme más

combativo; soñar frente al mar era “perder mi tiempo”; cuando me veía arrugar los ojos

bajo el sol para llenarme de sensaciones en vez de tomar mis pinceles para expresarlas,

María ya no disimulaba su irritación.

Para evitar nuevas discusiones, me zambullí en el agua transparente, tan clara y

límpida que se podían distinguir, entre las plantas acuáticas que tapizan la base de las

rocas, los centenares de minúsculas concreciones que aprovechan el más mínimo

intersticio para incrustarse en él. Una infinita variedad de animalitos marinos, con o sin

33 Importantes pintores italianos de la primera mitad del siglo XX. (Ndl) 34 Renombrada casa de subastas de obras de arte y piezas antiguas ubicada en París, y una de las más importantes de Europa. La empresa pertenece al banco francés Paribas. (NdlT)

concha, holoturias con papilas retractables, cangrejo con caparazón lanoso, veneras

operculadas, se aferran a ese caos pedregoso erizado de algas flotantes. Por esas

honduras pasan las especies más curiosas de peces. Las anémonas de mar –a las cuales

el profesor Aronnax del Instituto Oceanográfico de Nápoles, en cuyos libros yo

aprendía todos estos términos, decora con el bonito nombre de actinias– despliegan,

como los pétalos de una flor misteriosa, filamentos que van del rosa anaranjado al lila.

Había que tener cuidado con los erizos de mar escondidos en las cavidades, con los

cangrejos aplanados disimulados en los agujeros, así como con las medusas que a veces

van solitarias y a veces nadan en grupo: unas se asemejan a sombrillas hemisféricas

rayadas con líneas casi imperceptibles, otras a campanas con los colores del arco-iris en

sus bordes, y otras tienen forma de canasta volcada de la que cuelgan pálidos ramilletes.

Poco visibles bajo su cúpula traslúcida, se desplazan agitando sus tentáculos.

Estuve a punto de avisar a María del peligro. La medusa es para los italianos un

particular objeto de horror. El pavor que les causa se remonta a la Antigüedad, cuando

la deificaban con el nombre de Medusa: era de las tres hermanas Gorgonas la más

peligrosa y pérfida, sus ojos dilatados tenían el poder de petrificar al imprudente que la

mirara. Por mi parte, en la medusa yo sólo veía un intento de la naturaleza por crear un

ser intermedio entre lo sólido y el agua o, para decirlo como el profesor Aronnax, la

primera etapa entre el mundo de los orígenes, completamente líquido, y su

condensación en cuerpos individualizados y distinguibles. Yo estaba admirando el

gracioso ballet de esos delicados zoófitos, preguntándome cómo capturar uno de ellos

sin que se deshiciera como una gelatina o se evaporara fuera de su medio natural,

cuando María que, con máscara y arpón, iba tras un mero, de repente emergió del agua

gritando y arrancándose la máscara: acababa de toparse con un cuerpo gelatinoso y

sentía una quemadura que le “devoraba” el vientre. La ayudé a salir del agua pero ella

no dejaba de gritarme e insultarme: “¡Desgraciado! ¿Por qué no me avisaste?” Se

precipitó hacia la roca que nos servía de solarium y ahí se quedó tendida boca arriba,

con los brazos extendidos, como aplastada por una sensación de espanto.

- Pero no tienes nada –le dije–. Sólo la piel un poco enrojecida, eso es todo. En una

hora se te habrá olvidado. Cálmate. Stai buona. No hay que hacer tanto escándalo por

un incidente benigno, sin ninguna consecuencia y de corta duración.

Debí quedarme callado… María cuzó los brazos en su pecho y se encogió sobre sí

misma, como si yo la hubiera ultrajado. Era evidente, ahora me doy cuenta, que esa

urticación aunque benigna físicamente reactivaba en ella el conflicto generado por la

compra de la casina. Mal que bien, María había superado su descontento, pero éste

seguía latente, presto a resurgir. La desproporción entre lo blando y viscoso de la

medusa y la sensación de quemadura (que ella sentía de verdad) me revelaba su estado

anímico. Con aquel elemento fortuito, el malestar vago, indefinido, que renacía en ella

durante nuestras vacaciones en Sicilia se convirtió en violenta repulsión. Las estrías

rojas que le marcaban la piel clamaban por ella la fobia que no se atrevía a confesarme.

Detestaba esta comarca donde el mar, que justificaba nuestro exilio, rebullía de

ventosas, tentáculos, pinzas, pinchos, trompas. Y estaba resentida conmigo por tomarme

a la ligera un disgusto pasajero que era la señal de una aversión generalizada.

Hasta la noche, se encerró en un sentimiento hostil. Más para quedarse sola que por

confiar en la eficacia de un remedio, me envió adonde las Del Monaco madre e hija con

el fin de buscar en los recovecos de su torre de Babel alguna loción calmante, y ella

misma se la aplicó en el abdomen, rechazando mi ayuda.

- A ti que tanto te gusta L’isola di Arturo –me dijo por fin–, abre ese libro en la

página que he marcado… Ahí… ¡Qué bello, ese paraíso que te parece idílico!

El padre de Arturo acaba de ser picado por una medusa. Su hijo presencia la escena.

Para complacerla, leí el fragmento en voz alta. Al verse el torso estriado con rayas

inflamada, mi padre fue invadido por un terror que le dejó pálido hasta los labios. Salió

huyendo lejos de la orilla y se dejó caer al suelo boca arriba, con los brazos

extendidos, como un herido ya presa de la náusea de la agonía. Me senté a su lado. Yo

mismo había sido víctima más de una vez de los erizos de mar, las medusas y otras

creaturas marinas, sin nunca dar importancia a sus agresiones. Pero ahora que mi

padre era la víctima, un sentimiento trágico y solemne se apoderó de mí. Por la playa y

por toda la superficie del mar pesó un gran silencio, y el grito de una gaviota

rompiendo ese silencio me pareció el quejido de una mujer, el lamento de una Furia.

- Magnífico –dije yo– pero esto es literatura. ¡Invocar una tragedia de la Antigüedad,

invocar a las Furias, por un simple prurito…!

María me lanzó una mirada de odio. Para ella, la verdadera tragedia –pero lo

comprendí demasiado tarde– era que yo llevaba más de diez años subestimando el

esfuerzo que ella hacía para venir aquí conmigo cada verano y considerar que era una

estancia agradable. Invitarla a la “calma”, exhortarla a stare buona como se le diría a

una niña caprichosa, minimizar la importancia del incidente, darle el nombre

desacertadamente jocoso de “prurito” a ese mal que la carcomía, era negar el sacrificio

que hacía para nuestras vacaciones.

23

EL TERRENO DE FÚTBOL

De vez en cuando el ingegnere venía a visitarnos en su vieja giardinetta traqueteante

(un pequeño Fiat convertido en vehículo utilitario). Yo le ofrecía una cerveza de

cincuenta centilitros en una jarra comprada expresamente para él en La Standa de

Siracusa. El escudo pintado en el vidrio representaba una sirena con el pecho desnudo.

El ingegnere vaciaba el medio litro de un sólo trago. María se retiraba al primer piso, él

sacaba un cigarrillo del bolsillo y me pedía fuego, yo le entregaba la caja de fósforos

(¿adónde había ido a parar mi encendedor…?)

Gigi me daba noticias de Rosalba, y la mayoría del tiempo éstas se reducían a una

necrología. Había mucha gente muy vieja en Rosalba y entre tantos centenarios la

muerte tenía para escoger. Gigi había ido a Palermo para desposar a su hija menor,

Giuliana, con el propietario de una empresa de mudanzas y de recolección de

deshechos. No le había gustado esa ciudad. Mientras él se iba a la cama, Fifi iba a la

ópera y se quedó entusiasmada con las trompetas de Aída, compró para el salotto un

elefante de yeso de cincuenta centímetros de alto.

La zona moderna de Palermo era muy hermosa con sus avenidas rectilíneas y sus

filas de palmeras, pero el tráfico vehicular se hacía imposible debido a la gran cantidad

de autos.

- Roba dell’altro mondo. (Cosas de otro mundo.)

En cuanto al viejo puerto, todavía no habían retirado los escombros de la guerra

- Incapaci!

A nosotros también nos había llamado la atención, más de treinta años después de las

hostilidades, tantos muros calcinados alrededor de la cala que abriga las lanchas

pesqueras.

- Bombardamento.

¿Y quién había bombardeado?

- Americani.

Gigi fingía condenar la inercia de los poderes públicos que no habían removido los

escombros ni reconstruido la zona pero, según un comentario que se le escapó,

comprendí que los felicitaba por conservar así el testimonio de la barbarie aliada.

- Tre mila morti.

Poco a poco, veía resurgir aquellas mismas opiniones del suegro que Gigi parecía

haber obviado mientras vivía. El edificio del correo en Palermo, muestra de esa

arquitectura cubo-futurista en boga durante el fascismo, le impresionó mucho más que

los palacios borbónicos, y reprochaba a sus propietarios la desidia con la que dejaban

que sus bienes se deterioraran.

- Fanulloni. (Holgazanes)

Convalidé su opinión confesándole que me había sentido tan decepcionado al

constatar que, excepto el palacio Gangi recientemente restaurado para que Visconti

filmara ahí El gatopardo, la nobleza palermitana había renunciado a mantener sus

mansiones.

- Deficienti.

Él no entró a ninguna iglesia, pero la signora se quedó deslumbrada ante las paredes

completamente revestidas de mármol.

Era la primera vez que el ingegnere viajaba desde que regresó de Camerún, y estaba

bien decidido a no moverse nunca más de Rosalba. Pensé en los sicilianos que

emigraron masivamente a principios del siglo XX: no había nada más lógico que su

aspiración, hoy en día, a una vida sedentaria.

- ¿Cuántos hombres de Rosalba se fueron antaño a América, ingegnere?

Sacó su libreta, desenroscó el capuchón mordisqueado de una vieja pluma fuente,

garabateó algo, se humectó el dedo para arrancar la hoja y me la tendió, acechando mi

reacción:

- Tutti.

Después de los comentarios, dábamos una vuelta por la propiedad. Gigi insistía para

que me deshiciera de algunas piedras de la vieja tapia que aún permanecía en pie, así

como de algunas higueras. ¿Qué estaba esperando, me decía él, para cerrar mi terreno

con una cerca cubierta de un producto anti-óxido? Resultaría mucho más signorile

(digno, respetable, según la mitología siciliana que aplica el término no tanto al señor

como a la señoría), más bonito y seguro que ese montón de piedras desprendidas. Por

supuesto, ya me parecía demasiado triste que la hermosa tapia antigua estuviera

demolida en sus tres cuartas partes, y yo no tenía la más mínima intención de

remplazarla por una de esas horrendas barreras de cercas pintadas de verde espinaca que

tanto gustan en la región.

Por puro placer de escucharle repetir su broma, le pregunté:

- ¿Y qué haremos con esas piedras y esas higueras cuando las hayamos removido?

- Museo.

Un guiño y un relincho rituales acompañaban la broma, repetida cuatro o cinco

veces.

- ¡Museo, ji ji ji… Museo!

Apenas si entre los dos lográbamos levantar mediante un anillo de hierro la placa que

tapaba la cisterna. Con un palo marcado por varios tajos, él verificaba el nivel del agua;

un indicador de nivel tan precario que nos faltaba el agua una vez sí y una vez no. La

bañera, que no utilizábamos –preferíamos la ducha–, nos servía de cisterna.

Gigi inspeccionaba cada cuarto, terminando por la cocina, dándome siempre el

mismo consejo: yo debía “llevar al museo” lo que había servido desde hacía ya

demasiado tiempo, los utensilios fuori moda traídos de Francia en los primeros tiempos

de nuestra instalación, una silla de extensión cuya tela estaba desgastada por el sol, un

sartén que se pegaba, una tostadora de los años cincuenta.

- Antichitá! (Antiguallas)

Aquella mañana, me propuso llevarme a Rosalba donde un asunto sin mayor

importancia requería mi presencia. Percibí cierta incomodidad en el tono de su voz.

Según él, no era nada. Davvero niente, verdaderamente nada. Un simple formalismo.

No sería tan “nada” si tanto insistía para decirme que no era nada. Me informó que el

municipio de Rosalba (al cual Marzapalo está adscrito) había decidido acceder a un

deseo formulado por la aldea desde hacía tiempo.

- ¿De qué se trata?

Por trocitos le fui arrancando el secreto. Estaban considerando construir un estadio

de fútbol reclamado por las familias. Los padres estaban preocupados por la ociosidad

de los jóvenes y todas sus consecuencias. Una banda de menores se había introducido

en la iglesia para apoderarse de dos candelabros de plata, más por ocio que por otra

cosa. San Calógero no pudo impedir el sacrilegio. Una devota afirmó que vio lágrimas

deslizándose por las mejillas de la Virgen de yeso instalada delante de la iglesia. Unos

escolares habían arrojado piedras contra las farolas en forma de pez-espada, quebrando

una decena de globos con sus bombillos, ahí también por falta de actividades deportivas

organizadas para ellos. La Sicilia relató los hechos, que se repetían en forma alarmante,

la gente empezaba a asustarse. De Siracusa salió un vehículo con carabineros.

Indagación, vigilancia, controles de identidad, perquisiciones.

- ¿En qué me concierne eso?

- Cadastro.

Por recomendación de los especialistas en calcio y con la aprobación del Concejo

Municipal, tras haber consultado una “amplia muestra” de sus administrados y

diligenciado una “investigación en profundidad”, el alcalde puso su mirada en las dos

hectáreas que yo había comprado al campesino. Sólo faltaba redactar y firmar el decreto

de expropiación.

- ¿Estoy obligado a aceptar?

- Investimento prioritario. (Inversión prioritaria)

- ¿Y si me niego?

- Articolo duecento ottant’otto del Codice rurale. (Artículo doscientos ochenta y

ocho del Código rural).

Yo sería indemnizado, obviamente. De todos modos se trataría de algo ventajoso

para mí, puesto que esas dos hectáreas no me producían ni un tomate ni una arveja.

- Niente di niente, professore. Non è vero? (Nada de nada, profesor. ¿No es cierto?)

En camino hacia Rosalba repitió varias veces ese niente di niente para ayudarme a

tragar la píldora. La oferta, según entendí, sólo podía ser módica. Gigi deploró una vez

más que yo hubiera dejado sin cultivar un terreno “tan fértil” con el que pude haber

pagado mis gastos de mantenimiento.

Una singularidad en su forma de manejar me distrajo de su parloteo. Al iniciarse la

pendiente hacia la salina, abordamos las curvas que tanto atemorizaron a su difunto

suegro. Definitivamente, esos ciento cincuenta metros de carretera merecerían una

estrella en la guía de curiosidades sicilianas. El ingegnere puso el motor en neutro y lo

apagó. Se había enriquecido, su casa era la más hermosa de Rosalba, una de sus hijas

tenía un noviazgo con el hijo del notario de Siracusa, la otra se había ido a Palermo para

casarse con un empresario dueño de seis camiones de mudanza y diez camiones de

volteo para recoger los deshechos. No por ello a Gigi se le olvidaba que su fortuna la

había adquirido lira a lira y seguía siendo el campesino pobre, laborioso y tesonero de

antaño; para él, no bajar una pendiente en rueda libre significaba un despilfarro de

gasolina.

La suma que me propuso el alcalde resultó más irrisoria que módica.

“La necessità… I nostri ragazzi, questi benedetti di Dio…” (La necesidad…

Nuestros muchachos benditos de Dios…), soltó el alcalde mientras que abría ante mí el

libro del catastro y su asistente desplegaba los planos donde la ubicación de mi terreno

estaba señalada con un círculo rojo. “Il dovere civico per noi tutti… Rimediare alla

delinquenza…” (El deber cívico de todos nosotros… Poner remedio a la

delincuencia…) No dudaba de mi acuerdo. “Il calcio redentore… Veda il Brasile con

Pelé… La Francia, patria dei diritti dell’uomo e del cittadino…” (El fútbol redentor…

Mire Brasil con Pelé…Francia, patria de los derechos humanos y del ciudadano…)

Me daban una semana para responder a las “legítimas esperanza de la población”. El

ingegnere, afligido, movía la cabeza.

María se puso furiosa.

- Escogieron tus dos hectáreas porque pertenecen a un extranjero sin recursos para

defenderse. Te dejas expoliar por quienes creías que eran tus amigos. Hace cuántos años

que estás aquí, que les pagas tu agua, que les compras tu mortadela y tu fruta, ¡y mira

cómo te tratan!

Estaba indignada por tanta ingratitud –cuando yo nunca había dejado de ponderar el

carácter generoso de los sicilianos, su desinterés, su hospitalidad– y a la vez tan molesta

conmigo que el agua, la mortadela, la fruta que compartíamos entre ambos se había

convertido en “mi” agua, “mi” mortadela, “mi” fruta. Lo que significaba: “Yo nunca me

he dejado engañar por los precios abusivos que Nunzio te aplica y por los beneficios

que hace a costa tuya.” ¡Nunzio, el más honesto de los comerciantes! Sus tomates eran

más baratos que en el mercado de Rosalba, yo lo había verificado.

En este asunto del estadio, para María el resentimiento contra el extranjero y el deseo

mezquino de venganza parecían evidentes. Había que castigar a quien se negaba a

desbrozar la landa para cultivar verduras. Crimen de lesa-majestad, esta negativa de la

siembra. Yo había ofendido la tierra madre.

- Reconoce que para construir un estadio no se puede escoger un lugar peor.

Lo reconocí. En leve pendiente, erizado de excrecencias rocosas, con sólo un vistazo

era obvio que el terreno resultaba impropio para el fútbol. Otro inconveniente, no menos

grave que los de la pendiente y las aristas cortantes: ahí el viento soplaba

permanentemente. Pero ya sea por tontería e impericia, ya sea efectivamente con la

intención de perjudicarme y de realizar, además, una fructífera operación electoral a

expensas mías, las autoridades municipales me obligaron a firmar.

Los trabajos se iniciaron inmediatamente. Un bulldozer manejado por un bombero de

Rosalba trató de aplanar el suelo pero éste permaneció desnivelado, abollado, escabroso.

Se le colocó alrededor del terreno una cerca metálica de cuatro metros de altura que

costó una fortuna. Gasto tan inútil como faraónico puesto que no podía frenar el viento

del Este o la tramontana, según los días. Y en cuanto a parar el balón, ya las cañas, los

agaves, los madroños, los cactus que bordeaban el terreno oponían suficiente obstáculo.

- ¡Idiota, es a ti a quien tienen en la mira al erigir esa muralla simbólica que te

excluye de la aldea, y así te dan a entender que por más que te inclines ante ellos, nunca

te aceptarán!

A unos veinte metros de la casina, afortunadamente del lado desprovisto de

ventanas, esa cerca era muy fea, semejante a una cerca de colegio en una ZEP35, y

desfiguraba el paisaje. El estropicio se completó con la construcción de una especie de

bunker de concreto, rechoncho, aplastado, de un gris sucio, horrendo, destinado al

vestuario y las duchas (era el colmo, pues no había ni tuberías, ni agua corriente, ni

cisterna). El alcalde socialista de Rosalba, rodeado de autoridades civiles y religiosas,

del capitán de bomberos y del presidente de la liga de fútbol para la provincia de

Siracusa, vino a inaugurar el estadio en presencia de toda la población reunida. La

arenga acerca de las virtudes del deporte fue seguida por exhortaciones para que la

juventud se dedicara a actividades sanas. La jornada culminó en medio del alborozo con

un lanzamiento de balones y fuegos artificiales.

No había pasado una semana cuando unos pillos cortaron la cerca con cizallas, se

metieron por la brecha y se robaron no sólo las puertas y las ventanas del bunker sino

también todo el material hidro-sanitario: regaderas, grifos, lavamanos, pocetas de w.c.,

tanques de agua (sin agua). Se habrían llevado hasta las tejas si el techo no hubiera sido

una losa de concreto. Recién construida, la casamata se convirtió en una ruina:

impresionante aceleración del movimiento histórico natural.

La cerca, demasiado alta y frágil, no resistió mucho más tiempo. Cuando volvimos el

verano después de su instalación, la mitad yacía en el suelo. Habían desaparecido

tramos completos, arrancados por los vientos o robados; otros, caídos al suelo, ya se

35 Zona de Educación Prioritaria. Escuelas establecidas en los años 80 por el gobierno francés en zonas socialmente desfavorecidas y dotándolas de recursos suplementarios para reducir las tradicionales desigualdades escolares, con el lema: “Dar más a quienes más necesitan”. (NdlT)

estaban oxidando. Varios de los postes que sostenían la cerca se habían desplomado y

ya estaban parcialmente recubiertos por las hierbas. Contigua a ese montón de chatarra,

la casina se asemejaba cada día más a un carromato de gitanos plantado en un solar.

María no parecía estar descontenta, esperando que ante esta otra afrenta yo me

decidiría a vender la casa.

24

SOSPECHAS

Sin desalentarse ante las condiciones desastrosas del terreno ni desanimarse con la

falta de vestuario y duchas para los niños o la falta de graderío y quiosco de bebidas

para los adultos en un estadio no obstante presentado como “lo más moderno, el último

alarido”, los habitantes de Rosalba y de lugares circunvecinos aplaudieron la iniciativa:

la juventud por fin tendría la posibilidad de farsi onore (honrarse). Aldeas, pueblos o

pequeñas ciudades –Calafarina, Maucini, Ispica, Noto, Portapalo, Burgio, Macari,

Marzamemi, Pozallo–, cada comuna se apresuró a fichar su equipo y uniformarlo.

Los domingos hacia las seis de la tarde, por el camino polvoriento que hasta entonces

sólo utilizábamos nosotros dos, llegaban los autos al estadio, estacionándose detrás de la

casina. Toda la familia venía a ver el partido disputado por unos muchachos de quince

años, o a lo sumo de diecisiete o dieciocho años. Bañados, restregados, peinados por sus

madres, lucían un uniforme llamativo. Marzapalo no jugaba todos los domingos, pero

cuando le tocaba, los autos acudían más numerosos y se estacionaban casi junto a la

casa. Ese abuso desató (o redobló) la animadversión de María pero nunca se atrevió a

protestar.

Los chicos de la aldea llevaban pantalón corto amarillo con un atún rojo vivo en

escudo, una camiseta amarilla a rayas rojas en zigzag, una bandana amarilla y roja,

medias combinadas y, al igual que los demás equipos, zapatos de tacos. El Ministerio de

los deportes financiaba este último elemento, demasiado costoso para los padres. Las

comunas se habían asociado para contratar como asesor el entrenador del CSC de

Catania. Inspeccionaba los equipos por turno, y venía en su Alfa-Romeo roja

descapotable acompañado por una mujer joven y rubia, cuya blusa estampada con

espigas de trigo era una publicidad para la pasta Barilla.

A través de lo que quedaba de la cerca veíamos correr a los jugadores en sus bellos

uniformes recién planchados. Pero en el calor aún tan fuerte, pronto se quitaban las

camisetas, las lanzaban a sus madres que las doblaban cuidadosamente, se quedaban con

el torso desnudo y se arremangaban los bermudas hasta bien arriba de los muslos. Lo

más divertido era seguir sus vanos esfuerzos para recuperar el balón. No es que fueran

torpes, es que ni los más experimentados podían contra el viento. Aquí el juego no

consistía en dominar el balón con el pie, dirigiéndolo según la voluntad del jugador;

consistía en correr a toda velocidad detrás del balón que rodaba por sí solo y más rápido

que el más rápido de los chicos. Y solía largarse más allá de los límites del terreno, por

encima de las cañas y los agaves. A veces hasta muy lejos. Para recuperarlo había que

abrirse paso entre los cactus, evitar las asperidades y aristas del terreno, brincar en el

pedregal cuidando de no lesionarse las rodillas o los pies. Más de uno regresaba de la

peligrosa expedición frotándose los tobillos o renqueando.

Por un gol protestado, el partido se detenía, llovían los insultos, los dos equipos se

iban a las manos. En un instante, el resurgir de primitivas impulsiones barría con la

disciplina que prometían tener. La calma sólo quedaba restablecida con la expulsión de

los más belicosos, uno por cada campo, o dos, siempre en igual cantidad para evitar que

las madres se desataran, también ellas, y que la fiesta deportiva degenerara en un

pugilato.

El espectáculo me parecía tan divertido –a la vez que tan benéfico para la

comunidad, puesto que la energía gastada galopando en todas las direcciones no se

utilizaría para romper vidrios y desmontar canalones en las casas desocupadas– que

tomé la costumbre de asistir al partido todos los domingos.

Instalaba mi silla de plegable, mi caballete y mi caja de creyones junto a la pared de

la casina. Aquellas batallas contra el viento, aquellas carreras heroicas condenadas al

fracaso, aquel enloquecido desgaste muscular tan inútil como espectacular, todo me

encantaba. Ahí veía reunido lo que más me gustaba de Sicilia: el desafío a los poderes

públicos, simbolizado por el saqueo del equipamiento hidro-sanitario; la justificada

desconfianza hacia las alcaldías, hacia el Estado, que prescribían la higiene sin proveer

la aducción del agua; el papel sustitutivo asumido por las madres que venían con tobos

llenos de agua para echársela a su niños; la confianza en la vitalidad individual, culto

jactancioso, desordenado, anárquico, sin ilusión alguna acerca del resultado; el sentido

de la belleza personal, con sus relucientes uniformes nuevos, ese rey del mar bordado

como efigie, esos arneses de gala; el deseo de respetabilidad: un árbitro con uniforme

color sangre de res, inflexible con el reglamento; deseo contrarrestado por la pasión del

fraude: zancadillas solapadas, puñetazos ilícitos, lesiones fingidas; la atracción por las

ceremonias: una trompeta municipal para señalar los goles, petardos comprados donde

las Parcas para saludar a los ganadores; y ni hablar del sentido del humor, voluntario o

involuntario, resultante del contraste entre lo minucioso del apresto y la absurda

elección del lugar.

Yo esperaba que María se divirtiera tanto como yo por lo cómico que resultaba poner

los equipos a jugar en traje de gala sobre un terreno inadaptado. En Turín igual que en

Francia, hay subvenciones, seguros contra accidentes, instalaciones deportivas

adecuadas, hay garantías, seguridad, bienestar, pero se ha perdido la energía. Aquí, yo

admiraba lo contrario: la virtù en estado puro que dista mucho de desalentarse ante las

condiciones ingratas y más bien tiende así a florecer. La victoria, la voluntad de meter

goles, recompensa del esfuerzo, no contaban tanto para esos chicos como la necesidad

de bregar y lograr proezas innecesarias. Todo por el lucimiento, nada por la eficacia. Y

las familias, para quienes esos partidos eran una novedad, aplaudían cada vez que el

balón saltaba por encima de los límites y se perdía en la maleza.

María se acercaba hasta el borde de la terraza, se asomaba por encima de la baranda,

me miraba dibujar, yo le hacía una alegre señal con la mano, sin ninguna respuesta por

su parte: se quedaba inmóvil; yo le sonreía, ella no movía ni un músculo de la cara; yo

insistía, ella daba media vuelta y se metía en la casa; cenábamos en silencio.

Cuando decidió hablar, resultó peor.

- ¡Parece que ellos también te miran a ti! –me dijo una noche–. ¿Por qué no vas junto

a ellos cuando termina el partido? Si tanto te gustan, anda a discutir con ellos mientras

se visten. ¿Quién te lo impide? ¿Por qué te aguantas las ganas?

Como yo no le contestaba, ella siguió:

- A mí también me parecen bellos. Éstos se ven mejor que los de la isla de las

Corrientes. Comprendo que te sientas atraído. Con ese uniforme tan lindo, esos

gamberros se convierten en querubines.

Y así todos los domingos. Cantidad de zancadillas, pullas e indirectas de toda clase,

que lograban irritarme. Ella detestaba a esos chicos, detestaba a todos los jóvenes de

Sicilia porque, siendo tan impúdicamente curiosos, le impedían un bronceado integral.

Eso, yo podía comprenderlo pero no era motivo para negar lo divertido del espectáculo,

y menos aún para tratar de prohibirme que yo lo disfrutara. Al año siguiente ella

multiplicó sus sarcasmos. Yo no podía mirar un partido sin que luego ella me acosara

durante la cena.

- Es extraño cómo has cambiado últimamente.

- ¿Yo he cambiado?

- Ya no eres el mismo, “amigo mío”.

- ¿Y por qué habré cambiado?

- A lo mejor es mera fantasía de mi parte…

- ¿Hay algo que quieras reprocharme?

- Déjalo así…

- Si tienes algo contra mí…

- ¡Tonterías!

- Pero, bueno, explícate.

- ¡Eres tú quien debería explicarse!

- ¡María, estoy harto de tus indirectas!

- ¡Vamos, ten un poquito de valor, examínate!

- No hay nada que examinar.

- ¡Vaya! No te has preguntado, por ejemplo, por qué te interesa más el fútbol que la

pintura…

En vano, le puse como ejemplo al que yo consideraba como mi maestro, Nicolas de

Staël. Tras un periodo de depresión, él retomó su pintura precisamente porque quedó

impresionado por unos futbolistas a los que vio correr en París, durante un partido

nocturno en el Parque de los Príncipes, con el busto tenso, los brazos buscando

equilibrio, las piernas estiradas por el esfuerzo. Los cuadros inspirados por aquel partido

resultaron desconcertantes para el público, y como el pintor de unos bloques de color

sin formas retornaba así a lo figurativo, los críticos hablaron de traición. En las manchas

azules y rojas se distinguían perfectamente las siluetas de los jugadores, la grama del

terreno, las tribunas del estadio.

- Fue una intuición genial, una cuchufleta contra el conformismo general. Esos

críticos, ¡todos unos borregos! Si es que no están pagados por las galerías… Nicolas de

Staël había comprendido que el arte abstracto estaba topándose contra una pared.

María hizo un gesto de indiferencia. Su constante nerviosismo me estropeaba las

vacaciones. Yo aguardaba con impaciencia los partidos del domingo en la noche.

Alusiones, pullas, sarcasmos, silencios en las comidas, malhumor en la cama, todo se

valía.

Pasó un año más. Y una noche, después de un partido que me pareció de lo más

regocijante, ella perdió el control:

- ¡Tan lindos que son! ¡Te enternecen sus piruetas! No les quitas el ojo de encima…

Si te vieras cómo los miras… ¡Haz algo por ellos si tanto los amas!

¡Vaya! Ahí era donde María quería llegar. Yo conocía su hostilidad contra Sicilia

pero nunca pensé que se dejara cegar con semejante sospecha…

- Pero María, es que el deporte practicado de esa manera se convierte en algo

verdaderamente divertido.

- Pues claro… Entonces diviértete… Diviértete hasta el final…

- ¿Y ahora qué tratas de insinuar?

- Que no deberías pararte a mitad de camino.

- ¿A mitad de camino? ¿De qué camino?

- Sí… ¿Qué estás esperando?

- ¿Qué quieres que yo espere?

- Por ejemplo, podrías traerte uno a casa.

- ¿Un qué?

- ¡No te hagas el inocente! Uno bien cubierto de polvo y de sudor…

- No te entiendo…

- ¡Hipócrita!

- ¿Por qué me dices eso?

- Yo creía que eras un hombre libre…

- María…

- … sin prejuicios ni tabús.

- ¡Basta!

Se puso a hacerme preguntas, a molestarme, ni siquiera me daba tiempo a

preguntarme si en sus preguntas había alguna verdad que justificara su loca

imaginación. Ella decidió que yo era culpable y cualquier cosa que yo dijera para

defenderme la exacerbaría aún más.

- El guardameta con su nariz respingona, ¿te gusta, verdad?

Hice un gesto de indiferencia.

- No dejas de dibujarlo, de frente, de perfil… Te levantas de la silla y llegas hasta el

borde del terreno para captarlo en todos los ángulos.

- Porque él no tiene que correr todo el tiempo como los demás.

- ¿En serio?

- Pocas veces tiene la posibilidad de intervenir… El balón se las ingenia para pasar

lejos de la meta, o al lado, o por encima. Él es el único que se queda inmóvil casi todo el

tiempo, el único al que logro captar para dibujarlo.

- Un poco larga y farragosa tu explicación, ¿non è vero?

- Consigo en ese chico un modelo que me libera del arte abstracto y me regresa a lo

figurativo.

- ¡Lo figurativo, qué buen pretexto!

Cometí la imprudencia de agregar:

- Me gustaría pintarlo porque tiene unas pecas y un cabello rubio rojizo que no puedo

plasmar con creyones.

- ¡Mira tú! Tiene pecas… ¡Una rareza que no puedes dejar escapar! Tráetelo, a ese

niño… En casa será más fácil pintarlo…

- Ya me ocupé suficientemente de él.

- Pero el arte no es la única manera de ocuparte de él…

Yo detestaba esa manera de hablar con alusiones veladas.

- ¿Y a qué equipo pertenece?

- Al equipo de Ravanello.

- ¿Cómo lo sabes si se quitan sus camisetas? ¿Fuiste a hablar con él?

- Ya gritan bastante el nombre de los equipos desde las gradas…

En vez de reconocer su derrota, ella retomaba la ofensiva.

- ¿Cuándo te vas a decidir?

- ¿A qué tengo que decidirme?

- Obviamente, sería arriesgado, ¿pero no resultaría más excitante?

- ¿De qué riesgos estás hablando?

- La manera en qué le miras…

Le puse la mano en la boca:

- ¡María! ¿Te has vuelto completamente loca o qué?

Ella se zafó con un gesto de horror.

- ¡No me toques!

La sentí al borde de la histeria.

Sin embargo, había momentos de calma entre nosotros. Pero María no dejaba de

tenderme trampas.

- Está bien, admitamos que tu interés por esa primitiva forma de jugar fútbol esté

dictada por una curiosidad etnológica. Es algo que puedo aceptar, sabes.

- Etnológica, eso es…

- ¡Qué rápido te agarras de esa palabra! Ya estás tranquilo… ¡Ah! Cómo una simple

palabra puede tranquilizar la conciencia… Has conseguido una coartada científica para

tener derecho a huronear unos chicos medio desnudos.

Nerviosismo, puertas batiendo, silencios prolongados… Yo no sabía que actitud

adoptar: ¿debía tratar de tranquilizarla o, al contrario, ignorar ese chantaje y hacer caso

omiso? A veces yo aprovechaba el domingo para llevarme a María a cenar en Siracusa.

Nos deteníamos en Noto, pequeña ciudad totalmente barroca, olvidada durante siglos,

resucitada por Antonioni en su película L’avventura, cuyo éxito internacional reveló y

popularizó un decorado de palacios e iglesias único en el mundo por su homogeneidad.

Pero fue justamente en Noto, en la explanada frente a la catedral, donde a uno de los

personajes de la película, el arquitecto, se le cayó el tintero al tomar repentinamente

conciencia de su incapacidad para rivalizar con una belleza tan perfecta. Ese gran

charco de tinta desparramándose por los escalones simbolizaba su fracaso. A María no

le gustó la película precisamente por esa escena pues me alentaba, ya derrotado por el

espectáculo insuperable del mar, según ella, a dejar mis pinceles. “Tu eterno: para

qué…” Y nuestras peleas, desplazándose a otro terreno, se reanudaban con más fuerza.

La aversión de María hacia Noto se reforzó, obligándonos a acortar la visita.

Negado a sentirme culpabilizado, a veces yo colocaba ostensiblemente mis

accesorios de trabajo junto a la casina, frente a los futbolistas. De vez en cuando venía

Antonio Guarini pero aunque él estaba deseoso de renovar sus temas, estimaba que éste

no era adecuado para la clientela compradora. Él se iba al cabo de un rato, pero yo me

quedaba hasta el final. Sólo cambió de opinión una vez, cuando vio el descapotable rojo

del asesor estacionado bajo el tamarisco de la esquina, y adentro la rubia arreglándose

las uñas en sostén y minifalda, había dejado su blusa estampada con espigas de trigo en

el respaldo del asiento. Antonio aguardó hasta el final del partido y le pidió permiso

para pintarla. Desdeñosa, ella ni siquiera le contestó. Antonio no volvió más.

Cuando me metía en la casa, el recibimiento de María era glacial. Sentada en la

galería, sin siquiera haberse molestado en arreglarse un poco, ella que solía ser tan

coqueta, pelaba compulsivamente unas verduras, cosa que abominaba. Yo trataba de

hablarle, ella se iba a la cocina. Yo la seguía, ella removía ruidosamente cacerolas y

utensilios para no tener que contestar. A veces ni siquiera bajaba del piso. Recorría la

terraza de un lado a otro, pisando las tablas de madera que habíamos dejado pese a los

consejos del ragioniere. Yo oía su paso duro, insistente. Preparaba yo solo la cena,

ponía yo solo la mesa, traía yo solo los platos a la mesa. Con voz apagada, la llamaba

para cenar. Comíamos sin intercambiar más de dos palabras. Ella ya sólo bebía agua.

Tras un último bocado, se iba a la cama. Tomaba somníferos sin disimulo. Vuelta hacia

la pared, enseguida se quedaba dormida, o fingía que se quedaba dormida.

Todavía hacíamos el amor (siempre por la tarde, cuando el cuerpo tiene todo su

vigor) pero nada hay nada como los preliminares para revelar el abismo que se abre

entre dos personas que ya no se aman. En la luz cruda de la tarde, ella se quitaba la ropa

y se dejaba caer en la cama, tiesa. Cualquier lámina anatómica era más expresiva. Se

quedaba con los ojos muy abiertos, frunciendo los labios, apretando la mandíbula, y

volvía la cabeza cuando yo buscaba sus labios. Todo en ella resultaba duro, hostil,

helado. Era como estar con un pedazo de madera. Con los brazos pegados al cuerpo, me

miraba sin que sus ojos reflejaran alguna emoción. Creo que ella ya no sentía nada; peor

aún: que ya no quería sentir nada. María me dejaba ir y venir dentro de ella por un resto

de compasión. Tan pronto como yo me dejaba caer a su lado, agotado y sudoroso, ella

se levantaba para ocuparse de sus cosas, lisa, indiferente, desenfadada, con un suspiro

de alivio. La amargura de un goce breve estropeado por su negación a participar me

sacaba a mí también de la cama.

Un domingo, al final del partido que había acabado más tarde que lo acostumbrado y

con la victoria del equipo local lograda después de una prolongación, María me dijo que

le dolía la cabeza y que se iba a acostar sin cenar.

- No tienes más que calentarte un trozo de pizza.

En vez de irse a nuestro cuarto de la planta baja, se encerró en el piso de arriba, en el

pequeño cuarto donde guardábamos las maletas. Ahí había un catre sin sábanas ni

almohadas pues encima dejábamos los accesorios de pesca submarina. Oí que arrojaba

al suelo las máscaras y las chapaletas, arrastraba una silla, acomodaba el catre. Luego

apagó la luz, justo en el instante en que empezaban los fuegos artificiales en el cielo de

Marzapalo.

25

DONDE LAS AGUAS SE DIVIDEN

No tengo muchas ganas de contar lo que siguió: la casina puesta en venta por común

acuerdo –último acuerdo concluido sin pelea–, la inspección desconsolada de todos los

cuartos de la casa, la revisión de cofres y armarios, el examen de lo que contenían,

nuestros veranos, nuestra felicidad, nuestras esperanzas expuestas encima del linóleo.

Pero no todo fue tan penoso. Recuerdo, por ejemplo, los ataques de risa en Siracusa,

en el despacho de don Rosario, la batalla emprendida por él contra las decenas de

zancudos y parásitos alados que campeaban impunemente en sus archivos, volaban de

un montón a otro, se pegaban del techo para burlarse del notario. “Othopteri et

dictiopteri nefandi et excecrandi…” (Ortópteros y dictiópteros nefastos y execrables),

profería en latín para dar más dignidad a sus gesticulaciones. Las moscas, chiripas y

otros insectos voladores evitaban hábilmente su palmeta que levantaba una espesa nube

de polvo. Mientras escalaba por los muebles, nos anunció con circunloquios de notario

lo que ya sabíamos pues las formalidades para la venta de bienes inmuebles son

idénticas en un país y otro. Nos dijo que “la obligación de respetar las disposiciones

inscritas en el artículo 372, parágrafo 23, etc.” le obligaba a hacer una pregunta

indiscreta al signore professore a quien, en otras circunstancias, jamás se habría

atrevido a solicitar “la más mínima atestación” pero, en la ocurrencia, “las leyes siendo

lo que son” y “en vista de que el acta no sería válida si…”

- Al grano… al grano –masculló María, asfixiada por el polvo–.

- Lo que él quiere saber es si la casa tiene una hipoteca.

- Una hipoteca –prosiguió don Rosario– no es propiamente un motivo de vergüenza

aunque, considerando que cada cual tiene su amor propio, a veces podría… Es que mi

futura nuera me cuenta en términos entusiastas las magníficas mejoras aportadas por el

professore y la signora a la casa del difunto señor marqués, pax animæ suæ, y resultaría

inadecuado insistir en un punto tan insignificante… Y, ciertamente, si sólo dependiera

de mí… Sin embargo… lex universa est par omnibus et æquabilis… (La ley es igual y

uniforme para todos)

- No está hipotecada –dije yo, tajante–.

- Es también lo que me dijo mi futura nuera… No obstante… Melius abundare quam

deficere… (Es mejor que abunden y no que falten)

Lo que siguió fue más expedito. Después de un corto preámbulo en el que don

Rosario me aseguró que “un procedimiento reglamentario” sería por demás ofensivo

para un personaje “tan eminente como il signor professore”, me propuso de buenas a

primeras venderme un falso certificado de no-hipoteca que me evitaría trámites

prolongados en Palermo, hasta de varios meses, así como fastidiosas demoras en el

Archivio statale desbordado por la “plétora” de solicitudes. Pese al precio exorbitante y

corriendo el riesgo de que María me tratara de bobo, acepté lo que él me presentó como

una “oferta” excepcional, dictada por la “profunda amistad” que unía a nuestros dos

pueblos, pues en 1870 Garibaldi había luchado por Francia y por las “ideas inmortales”,

etc. Verificó el monto y se metió los billetes en el bolsillo con sorprendente destreza, y

me entregó el documento ya listo.

En el auto, durante el trayecto de regreso, se nos apagó la alegría a medida que

íbamos acercándonos a la casina. La última operación sería la más penosa. Había que

seleccionar, separar lo tuyo de lo mío, trazar la frontera, romper. Decidimos empacar

pocas cosas personales y llevar el resto al vertedero público a la entrada del puerto.

Tuvimos que hacer varios viajes. Arrojamos todo en bloque, incluso el material de

buceo, y todavía veo el destello de la máscara en medio de los deshechos y el tubo

alzándose como el mástil de un buque naufragado.

El sacrificio de la casina no me habría afligido y lastimado tanto si hubiera logrado

salvar nuestro amor; pero ya antes de los preparativos para nuestra partida y pese a una

relativa tregua, yo sabía que sería imposible regresar atrás. Nuestra historia de amor y

nuestro destino como pareja estaban unidos a esa casa por un lazo demasiado simbólico

para esperar un reacomodo.

Aunque aparentemente María se había olvidado de sus reproches, sin embargo yo

percibía en algunas alusiones que se le escapaban que el “asunto” se mantenía en

primera línea dentro de sus preocupaciones. Para no parecer tan insistente, ella desviaba

la conversación hacia temas anodinos. No obstante, más de una vez sentí que me

apuntaba. Nuevas revelaciones acerca de Lucky Luciano, cuyo papel en la victoria de

los Aliados nos había parecido tan intrigante y divertido, le dieron el pretexto para un

comentario ad hominem particularmente irritante, aun cuando no parecía haber ninguna

relación entre las aventuras de aquel gangster y los sinsabores de nuestra pareja.

Después de haber regresado a Italia, Lucky Luciano fue asesinado en 1962 en

Nápoles al bajarse del avión. En el estuche de medicinas que tomaba para su

cardiopatía, una mano invisible había introducido una píldora envenenada. ¿Ajuste de

cuentas entre mafiosos, o voluntad del FBI de preservar la imagen de una guerra

“limpia”, ganada sólo por la fuerza militar? Todavía se discutía sin fin los pro y los

contra de cada una de ambas hipótesis cuando la publicación de las memorias de Lucky

Luciano aportó un desmentido clamoroso a la piadosa ficción según la cual el éxito del

desembarco en Sicilia se debió a la acción de “las fuerzas democráticas”. En febrero de

1942 Lucky Luciano dio orden a sus lugartenientes de incendiar y hundir en el puerto de

Nueva York el paquebote francés Normandie, que los norteamericanos iban a utilizar

para transportar tropas. Habiendo demostrado así su poder, el gangster negoció su

puesta en libertad, prometiendo colaborar con los servicios de información

norteamericanos. “Y con la eficacia que se le conocía”, comenté. No habíamos olvidado

el cuento del pañuelo amarillo marcado con la L negra. María aprovechó la ocasión para

alabar el valor y la abnegación de los partigiani italianos en el amonte. Ellos sí que no

necesitaron apoyarse en bandidos. Muy mal equipados, carentes de armas y de

entrenamiento para manejarlas, acorralados en las montañas en medio de un frío glacial

de hasta diez grados bajo cero, habían resistido a los nazis, inmovilizando con valentía

una de esas divisiones alemanas. Apresados, prefirieron morir bajo la tortura antes que

denunciar a sus compañeros.

¿A qué venía tan largo discurso? Tras una breve pausa, María siguió diciendo:

- Entre aquellos héroes, no hubo sino un sólo traidor. ¿Sabes por qué? Porque la vida

privada de aquel hombre, según me contó mi tío, daba pie al chantaje. Con la promesa

de que la Gestapo no divulgaría su secreto, el jefe de la red Onore e Patria confesó los

nombres de los demás miembros. Siguiendo sus indicaciones, la Gestapo arrestó y

fusiló a unos veinte partigiani. Mi tío logró escapar a esa redada. Aquel hombre, Mateo

della Volpe, era director de un banco. Un buen tipo, por lo demás, muy estimable, que

hasta tenía su ideal político. Pero tenía también un talón de Aquiles que nunca se

perdona, sobre todo en el mundo de los negocios. Para resguardar su vida privada y

salvar su reputación en las esferas financieras, fatalmente acabó como Judas. Cuando la

vida de los hombres está en juego, es un error confiar en un hombre que no tiene la

conciencia tranquila y vive obnubilado por el temor a un escándalo.

- En Francia también –le contesté, irritado por sus sempiternas amalgamas– el

vínculo entre traición y vida privada (la palabra más cruda no fue pronunciada) ha dado

de qué hablar. Quien se crea obligado a esconderse, siempre estará dispuesto a todo para

que no le descubran nada. Siempre se citan los mismos ejemplos: Bonnard, Brasillach,

Jouhandeau, sus hábitos y la necesidad de ocultarlos, para explicar esa conducta cobarde

durante la Ocupación alemana. Al parecer, la costumbre y la vergüenza de tener que

mentir crean “fatalmente” una disposición a traicionar. Hasta el presidente de Gaulle

pensaba así cuando quiso “moralizar” a los franceses mediante una nueva ley. Pues

bien, ya va siendo hora de acabar con ese estereotipo. Ahí están los ejemplos en ambos

lados, y tan probatorios en un lado como en el otro: Jean Desbordes, antiguo protegido

de Jean Cocteau, se incorporó al maquis, fue capturado por los alemanes y murió bajo la

tortura sin haber hablado. Daniel Cordier, segundo jefe del Consejo Nacional de la

Resistencia, quien tenía entre sus manos la vida de miles de resistentes…

- ¡No me digas que también él era…!

- Pues sí. Y eso no le impidió comportarse con heroísmo. Más de una vez arriesgó su

vida en misiones peligrosas. ¡Piensa en las responsabilidades que tenía! Jean Moulin36

conocía su secreto y no por ello dejó de confiar en él.

Nuestra pequeña pelea no tuvo consecuencias. Podríamos haber prolongado nuestra

vida conyugal si la desconfianza y la sospecha de María que pesaban contra mí no

hubieran estropeado y alterado cada uno de nuestros días. De vez en cuando dejaba ver

su resentimiento. En París, cuando el calor se volvía asfixiante, íbamos a nadar a la

piscina Deligny, instalada debajo del puente de la Concordia. Un día, acabando de salir

de la piscina, se puso a pelear conmigo en la calle reprochándome haberme “interesado”

por los chicos. En su vocabulario, yo los “miraba con disimulo” mientras que ella

simplemente los “miraba”. En realidad, yo estuve todo el tiempo dormido. Fue ella

quien los observó mientras nadaban o se acostaban encima de sus toallas, la vi cuando

me desperté. ¿Pero para qué defenderme y por qué buscar pelea yo también? Habría

sido una actitud miserable de mi parte. Cruzamos el puente, tan impulsados por el

nerviosismo que caminamos más de la cuenta y sólo fue en la estación de la Ópera

cuando tomamos el metro. El regreso lúgubre echó a perder el beneficio de la natación.

Hicimos varios viajes. Después de Madrid y Toledo –donde La mujer barbuda de

Ribera, crudamente realista, nos agradó más que las figuras sublimadas de El Greco–,

llegamos de noche al parador de Granada, agotados por ocho horas de carretera. María,

en vez de encerrarse enseguida en el cuarto de baño, se quedó junto a mí en la entrada

de la habitación, contando las monedas con las que yo estaba pagando al joven que

había cargado con nuestras maletas por los interminables pasillos de lo que era un

antiguo convento. Luego, en tono agrio, me preguntó si mi intención era dar semejante

propina a todos los jóvenes domésticos del parador.

36 Habiendo logrado unificar todos los movimientos que luchaban contra la ocupación de los nazis en Francia, Jean Moulin fue designado jefe del Consejo Nacional de la Resistencia. Dos años antes de finalizar la guerra, fue capturado por la Gestapo y torturado hasta caer en coma y morir. Está considerado como uno de los grandes héroes de la Resistencia francesa. (NdlT)

Al día siguiente la llevé a Fuente Vaqueros para visitar la casa natal de Federico

García Lorca, y luego a Viznar, donde fue fusilado y echado a una fosa común junto con

un centenar de mártires de la barbarie franquista. María aprovechó para declarar que era

“vergonzoso” lo que alegaba un biógrafo inglés, a saber, que el poeta español, “figura

pura” de la resistencia, no habría sido fusilado sólo por sus convicciones políticas. El

inglés, empeñado en “mancillar” la gloria de García Lorca, osaba calificar de “venganza

privada” aquel noble y ejemplar sacrificio por el ideal republicano. “Drama de los celos,

frecuente en semejante medio”, según ese propalador de chismes.

- Espero que no te hayas creído esa calumnia –me dijo ella, en tono venenoso–.

A menudo, pasábamos la velada leyéndonos recíprocamente tal o cual pasaje de un

libro cuando nos gustaba un libro. Billy Budd, y luego Ilusiones perdidas, y Tonio

Kröger37 nos quitaron las ganas de seguir haciéndolo. La incomodidad alternaba con el

placer. Cuando leíamos alguna novela, ¿qué garantía teníamos de no conseguir

alusiones demasiado evidentes para ignorarlas? Sería más vergonzoso eludir esas

páginas y nuestra subsiguiente incomodidad. Ni mi paciencia, ni los reproches que le

hacían nuestros amigos, nada lograba desmontar las sospechas de María. Por supuesto,

como siempre en tales circunstancias, entre esos amigos no faltó alguien para echar leña

al fuego. Siempre hay alguna de esas hienas merodeando alrededor de una pareja para

acabar con ella. Nunca más quise volver a ver a Albert después de haberse dado el

gusto, a fin de que María siguiera con esas ideas, de citarle las celebridades que no

consideraban las ventajas del clima, la belleza y el encanto de los paisajes como la única

atracción de Nápoles y Sicilia. A raíz de esos chismorreos, sin darse cuenta de la

perfidia, ella se puso a pensar en los motivos que pudieron llevarme a escoger esa tierra

de nadie llena de piedras y maleza.

- ¡Confiesa que en ese desierto árido lo que te sedujo no fue el encanto de un

veraneo! Yo no soy una idiota a quien le pueden meter gato por liebre…

37 Novelas de Herman Melville, Honoré de Balzac y Thomas Mann, respectivamente. (NdlT)

Su conclusión fue que, necesariamente, siguiendo el ejemplo de esos artistas,

escritores y fotógrafos mencionados por el amigo, yo también había visto en ese rincón

perdido una cualidad “inconfesable”. La duda quedó sembrada de nuevo en la mente de

María. Ya no dejó de espiarme, y yo sentía que era el objeto de una vigilancia

permanente. Todos los lugares a los cuales, por algún tiempo aún, nos llevó nuestra vida

vagabunda quedaron envenenados por esas sospechas, hasta que me pareció necesario

acabar con una unión que se había convertido en algo no sólo penoso sino degradante.

26

DEMASIADO TARDE

El ingegnere se ofreció para conseguir un comprador por el precio que habíamos

acordado. Al cabo de un año, me escribió que nadie quería la casina porque estaba

demasiado cerca del mar, demasiado expuesta a los vientos, en mal estado, sin cerca,

etc., y que ese precio era demasiado alto. Deseoso de hacerme un favor, propuso

comprarla él mismo con la condición de poner un precio “razonable”. Finalmente la

adquirió a precio de ganga. Yo estaba entre sus manos, habría sido inútil seguir

discutiendo, además tenía prisa por deshacerme de lo que se me había convertido en una

carga y un remordimiento.

No tuve que presenciar la venta, que se hizo por poder.

Al verano siguiente tomé, yo solo, el avión a Catania. Quería recuperar en la casa

algunos libros y una cerámica de Caltagirone. El ingegnere me lo tenía apartado: “lo

que pertenece al professore es sagrado”, tuvo el descaro de decirme después de haberme

desplumado. María había regresado a Florencia, a casa de su madre, antes de irse a

Australia donde iba a quedarse varios meses. Después “ya veríamos”, según la fórmula

hipócrita que escamotea lo brutal de una decisión.

Prisca, la mayor de las hijas Tulipano, casada desde hacía dos años con el hijo del

notario de Siracusa, fue a buscarme al aeropuerto en un Fiat 1100. Era la primera mujer

de Rosalba en manejar un auto. De su padre tenía el físico macizo e ingrato; de su

madre, la aspiración al arte tal como lo demostraba la Gioconda bordada en color

escarlata en su camiseta amarillo mostaza. El salto generacional le había soltado la

melena, abierto el escote, remplazado la falda por un pantalón, calzado los pies con

sandalias. Pero su tez, que seguía siendo tan blanca como un yogur, demostraba la

persistencia del antiguo orgullo de distinguirse de la plebe rural por el color de la piel.

Atravesamos Rosalba sin detenernos en la Plaza Mayor ni entrar en el “Splendido”

donde antaño saboreé mi primera leche de almendras. Por la estrecha carretera de

Marzapalo, que ella abordó sin frenar y cuyas curvas sorteaba con esa intrépida

petulancia de las feministas empeñadas en demostrar sus capacidades (ahora era yo

quien recomendaba prudencia, aferrándome a mi asiento con ambas manos), me daba

noticias de Marzapalo con una jovialidad donde yo percibía cierta condescendencia ante

unas costumbres y unas tradiciones que consideraba como periclitadas, pero también

con una confianza conmovedora en los procedimientos “modernos” que iban a permitir

a ese paesaccio (pueblucho) acceder al confort “europeo”. A diferencia de su padre,

incapaz de articular bien, Prisca pronunciaba cada sílaba con la precisión enseñada en la

escuela.

Yo iba a ver las innovaciones aportadas a la casina. “¡No la va a reconocer!” Pero a

pesar del embellecimiento, reprochaba a su padre que obligara a su madre a pasar ahí las

vacaciones. Nadie en la familia sabía nadar, ni ella tampoco sabía, me confesó. No la

tentaba en absoluto bañarse en el mar. “Aquí eso no se hace”.

Nunzio se había retirado, dejando la tienda a su hijo, y éste instaló un mostrador de

níquel, un molino eléctrico de café, una sorbetera “también eléctrica”, contenedores

“selectivos” para las diversas variedades de tomates. El llamado a la pizza seguía

marcando el ritmo de la vida monótona de Marzapalo pero ahora venía de un disco que

se disparaba automáticamente cada dos horas.

Berto, el propietario del bar donde hasta entonces los consumos se hacían de pie,

había colocado en la acera unos sillones de resina plastificada color verde botella. En su

establecimiento renovado se servían licores importados, de marca inglesa y francesa,

cuando antes sólo se podía escoger entre una grappa que “raspa el gaznate” y el

“insípido amaretto” (me encantaba por su sabor a goma que me recordaba mi infancia,

cuando me chupaba los pinceles clavados en el centro de los potes de pintura).

La signora Del Monaco había muerto a los noventa y nueve años, dejando a su hija

la tienda, el desorden y el disgusto de no haber podido enterrar a una centenaria.

La gran novedad era la apertura de una carnicería en la esquina de la calle Garibaldi

con la calle Cavour, y de una pescadería al final del corso que va hacia el puerto.

- ¿Y el hotel? ¿El que iban a instalar en los locales de la tonnara? ¿Lo abrieron?

¿Recibe a muchos clientes?

- ¡Usted siempre bromeando, professore! En Sicilia, una vez que se precinta un local,

todo queda bloqueado durante veinte años. Mi suegro podría contarle muchas cosas

acerca de los enredos que retrasan todo procedimiento y demoran el caso más ínfimo.

De la cerca alrededor del estadio y del propio estadio, nada quedaba. Un cuadrado de

tierra apisonada, en medio de la maleza que había vuelto a adueñarse del terreno, era la

única señal de que ahí unos chicos forcejearon con más coraje que eficacia. En cuanto a

mi antigua “propiedad”, estaba cerrada por una cerca metálica pintada con el famoso

producto anti-óxido. Nada más feo en sí mismo e incongruente en ese paisaje desértico

y árido como esa cerca rojiza aguardando una segunda mano de pintura que la pondría

de un color verde espinaca. El ingegnere había cumplido su sueño instalando un portal

electrónico cuyos barrotes de hierro dibujaban un paquidermo, el famoso elefante de

Aída.

- Las puertas se abren a control remoto. Ya verá, professore –me dijo Prisca-. Se

abren por sí solas, desde adentro.

Se bajó del auto, pulsó un botón en el poste, gritó su nombre en el intercomunicador,

oí la voz de la signora entre un sonido de fritura, y las dos puertas se abrieron con una

lentitud absurdamente solemne en ese desierto pedregoso.

Prisca me hizo entrar por la parte de atrás de la casa, directamente a la cocina. La

signora, atareada, se disculpó por acogerme alla buona. “Cuando el professore vea a mi

marido, comprenderá a qué situación particular me estoy enfrentando.” Estaba ocupada

untando en unos crackers suecos una capa de mermelada dietética. Unas verduras se

cocinaban a fuego lento en una olla, y ella las removía de vez en cuando con una

cuchara de madera: estaba preparando una decocción de no sé cuántas hierbas y plantas

medicinales, previamente puestas a macerar o a hervir en ollas separadas, según grados

distintos de temperatura y diferentes tiempos de ebullición. Tres meses antes, a su

marido le había dado un mareo. Según el galeno de Rosalba que le ordenó esa dieta, el

ingegnere padecía de una sobrecarga ponderal peligrosa para el corazón.

Posteriormente, una lumbrera médica, proveniente de Siracusa y pagada el doble por

haber tenido que desplazarse, trató a su colega de burro y diagnosticó un sofoco causado

por el exceso de trabajo pero recetó el mismo medicamento: tisanas de hierbas

recogidas bajo el claro de luna o impregnadas aún del rocío matinal, y reposo. Pechuga

de pollo sin sal. Nada de carnes rojas que recalientan la sangre, ni de atún que obstruye

las arterias.

Mientras me lo relataba, la signora no dejaba de persignarse y gemir por su desgracia

mientras medía en un recipiente graduado la dosis del brebaje recetado. “Povero Gigi

mio!” Y encomendaba de nuevo a Dios la buona anima de su marido, quien se negaba a

recibir al cura pues no tenía pecados que confesar. Es que don Artemisio, ¡un santo

varón!, quiso acudir desde el principio.

La enfermedad de su marido, verdadera o imaginaria, había producido en la signora

un cambio que me dejó consternado. Yo ya no reconocía a la ávida lectora de revistas

de moda, ni a la docente de la escuela valdense. Filomena Tulipano se había sumido en

el conformismo doméstico de donde, por un tiempo, la habían sacado sus lecturas y sus

veleidades de emancipación social. La resignación cristiana, la sumisión conyugal y la

devoción de la cocinera le habían chupado la cara, apagado la mirada, enrojecido los

párpados, encorvado los hombros, escamoteado las formas aún jóvenes de su cuerpo

debajo de unas batas de algodón desgastado que no parecían ropa sino harapos. En el

Sur de Italia, un marido enfermo acaba con la poesía de las mujeres, amarrándolas a la

servidumbre hogareña.

Mientras la signora se lamentaba, yo tomaba nota de los cambios aportados en la

cocina. María, indiferente a los detalles materiales de la vida, la equipó someramente.

Mi antigua nevera abollada había sido remplazada por una Zanussi de doscientos litros,

la cocina de bombona por una placa eléctrica, el viejo pipote sin tapa para la basura por

un recipiente con apertura automática. Las paredes antaño simplemente encaladas

estaban cubiertas de baldosas cuyos motivos representaban alternativamente peces y

pájaros. Toda una batería de ollas y sartenes, compradas en una rebaja de Upim y

ordenadas por orden decreciente de tamaño, relucía por encima de un magnífico

aparador de madera tallada que los Tulipano se cogieron de la difunta tonnara. En el

escurreplatos, ofrecido en prima, había unos vasos y un plato. Por encima del fregadero,

un corazón de cerámica roja atravesado por una flecha negra llevaba grabado en letras

góticas este proverbio:

Amore, amore

Eterno tradittore

Una breve discusión entre la hija que quiso quitar el corazón y la madre que trató de

impedírselo me informó que la signora no estaba conforme con el matrimonio de su hija

menor, Giuliana. La discusión giraba en torno a dos puntos:

1º Se había casado con un palermitano, contraviniendo otro proverbio que prohíbe

casarse fuera de su parroquia:

Dove sei nata

Sposo ti trova

(Donde hayas nacido

Esposo encontrarás)

2º Se había casado por amor, sin consultar a sus padres, falta mucho más grave, de lo

cual me percaté con la discusión siguiente:

- No insistas, hija mía. Mejor recemos a santa Lucía para que perdone a los

culpables.

- ¡Pero Giuliana y Liborio se aman! ¡Se aman desde el inicio! ¡Fue amor a primera

vista!

- ¿Y qué? ¿Quién te metió en la cabeza que una debe casarse porque se ha

enamorado?

- Mamá…

- El amor es algo individual, pasajero, sin fundamento, sin valor, un capricho que no

dura… Uno deja de amar tan rápido como empezó a amar… Devuélveme ese corazón

que dice la verdad. (Volvió a colocarlo por encima del fregadero). El matrimonio es

para toda la vida –concluyó con un tono amargo en el que creí percibir un profundo

resentimiento–.

- Antes, quizás… –replicó la hija–.

- ¿Antes? ¿O sea que de repente podrías dejar de criar a tus hijos, de comparar los

precios de la comida en el mercado, de velar por el bienestar de tu marido, de

administrar tu hogar…?

- Pero dime: ¿tu amabas a papá?

- ¡Obviamente!

- ¿Estabas enamorada de él?

La signora hizo un gesto de indiferencia.

- Mis padres me dijeron: él será tu esposo.

- Mamá, en nuestra generación nuestra felicidad la escogemos personalmente.

- La felicidad no es el objetivo del matrimonio.

- Nosotros colocamos la felicidad por encima del deber.

- El matrimonio es una consagración imposible deshacer.

- Hoy en día no, mamá

- Porque se cometió el error de introducir el divorcio –dijo la signora en tono agrio–.

Mussolini nunca lo habría permitido.

Prisca me acompañó al piso de arriba hasta la terraza, donde el ingegnere estaba

sentado de espalda al mar. Con dos de sus nietos jugando a sus pies, contemplaba la

fachada recién pintada de la casina, que ahora era su casa, roba sua (pertenencia suya).

Había perdido mucho peso. En su cráneo, anteriormente redondo como una pelota y

barnizado como una berenjena, se le veían las venas brotadas. Sin levantarse, me dio un

apretón de manos, las suyas estaban deformadas por la artrosis. Primero me quedé

impresionado ante su deterioro tan rápido como ostensible pero enseguida me esforcé

por mostrarme jovial. Nos pusimos a conversar acerca de temas mil veces machacados

entre nosotros. Él seguía siendo indiferente al mar y detestando el lucro cesante que

representaba pero estaba orgulloso de haberse comprado la casa al mare. Su ascenso en

la sociedad de Rosalba había alcanzado su cúspide. Con la posesión de una villeta, el

campesino que venía de la clase más pobre ascendía hasta el rango de las antiguas

señorías destronadas. No era de su parte una vanidad nobiliaria sino el orgullo de haber

logrado que se reconociera la primacía del trabajo sobre el nacimiento.

Por los suspiros y gemidos de su mujer, yo pensé que iba a encontrar a un hombre

quejumbroso, lloriqueando y recriminando constantemente. Pero el ingegnere me dejó

sorprendido: mientras que su mujer regresaba al modelo siciliano, él se desmarcaba de

ese modelo por su gallardía ante la idea de la muerte. Lúcido en cuanto al deterioro de

su salud, enfrentaba con serenidad lo que la Providencia le había reservado al final de

una existencia bien llevada. Sostenido por un sentido estoico de la fatalidad, podía irse

en paz, rodeado de su familia a la que había asegurado un buen porvenir.

Su humor campesino no había perdido nada de su mordiente. A mi deseo de pronta

recuperación contestó con una broma donde el tradicional recelo ante el Estado se

combinaba con un resto de credulidad popular. Primero me dijo que ningún remedio

podía protegerle contra el desgaste de los órganos y los huesos. Y que él había colgado

una cabeza de ajos por encima de su cama y su mujer había colocado encima de la

mesita de noche una tijera abierta para ahuyentar el mal de ojo, pero ya no creía tanto en

esos cuentos. Y menos aún confiaba (aquí, un relincho) en el tratamiento aplicado por el

médico de Rosalba que venía a visitarle cada dos días. No era más que un zoquete,

como todos los de su profesión, un intrigante que atendía gratuitamente al asesor de la

oficina de asuntos sanitarios, el mismo que le vendió el diploma, un tipo capaz de

cauterizar una pata de palo.

- ¡No hables así, papá –protestó Prisca, escandalizada–.

La ingenua fe de su hija en los progresos de la medicina, las atenciones de su mujer,

los cirios que ésta encendía en la iglesia, las misas que encargaba, las limosnas que don

Artemisio le sonsacaba, los novenarios que le imponía para castigarla por haber

enseñado en esa escuela valdense de herejes, la cocina dietética, la recogida nocturna de

las plantas medicinales y la preparación meticulosa de tisanas, la eliminación del pan y

de la cerveza, su robusta constitución, no pudieron impedir que el ingegnere falleciera

dos años después.

La esquela que me lo informó enumeraba en dos páginas con orla negra sus

excepcionales méritos. Al final de una larga lista de trabajos realizados, campos

catastrados, casas construidas, servicios suministrados durante una vida laboriosa

ininterrumpida (lo cual era cierto), su viuda y sus hijos insistían en sus virtudes

cristianas y la ejemplar piedad del difunto.

27

ÚLTIMA VISITA

Los océanos no eran lo único que me separaba de María. Yo contestaba sus cartas de

Australia sólo con noticias insignificantes: la salud, las entrevistas en las galerías, los

probables éxitos, las esperanzas para mi carrera. Ella, después de la invariable

invocación: “Amigo mío”, fríamente escrita al inicio de la carta como para avisarme que

ni sus sentimientos ni su disposición hacia mí iban a cambiar, me daba a conocer las

investigaciones “de campo” que llevaba a cabo valiéndose de nuestra “experiencia” en

Sicilia y que le permitían, gracias a lo que pasó entre nosotros dos, renovar por

completo su “temática”. Me agradecía haberle “abierto los ojos” acerca de un tema que

“también” estaba presente en las sociedades “primitivas”.

Yo me preguntaba adónde quería llegar ella.

La sexta carta fue un poco más explícita. No obstante, igual que antes, no se atrevía a

abordar el tema frontalmente. “Te hablo como etnóloga”, me decía. Y hablaba de las

reacciones “saludables”, “valientes” y “constructivas” de los cazadores aborígenes que

luchan contra ciertos hábitos de convivencia dentro de la tribu. Las costumbres que

adoptan “en ciertas ocasiones” (durante las expediciones de caza o de pesca acampando

bajo carpas o durmiendo al aire libre) son “meramente circunstanciales”, precisaba. No

ceden a ello por propia voluntad, al contrario: apenas regresan al hogar, “combaten”

dichos hábitos “virilmente” para garantizar la “perpetuación de la especie”.

Desalentado por esa fraseología, irritado por lo que sobreentendía, a mí ya no me

interesaba prolongar esa discusión.

Si bien nuestra correspondencia se espació, me costaba poner un punto final a tantos

años de complicidad, de intercambio, de felicidad. Y entonces una idea vino a

inquietarme. ¿Será que María, aunque nunca me lo hubiera dicho, esperando de mí un

mismo anhelo, deseó tener un hijo y yo no comprendí lo que ella esperaba de mí?

Viniendo de un doble linaje prolífico (cinco tíos y tías del lado paterno, tres del

materno) y ella misma con tres hermanos (uno casado, dos comprometidos, y una

hermana casada y ya embarazada), tal vez estaba convencida de que en todo hombre

hay en lo más hondo de él un deseo biológico y moral de “perpetuar la especie”, y que

si yo nunca expresé un deseo de ser padre sólo se debía a ese “talón de Aquiles” al que

tanto le gustaba aludir. La vocación de la naturaleza no es la esterilidad, la pareja debe

renovarse como la naturaleza en primavera, y así fue montando esa acusación en su

mente afiebrada. Pero ya era demasiado tarde para disipar el malentendido, y entre

nosotros había tantos otros más…

El primero tenía que ver sin duda con la idea de Sicilia que cada uno de los dos se

hacía. Para ella, era un agregado, un fardo con el que la península cargaba, “una bala de

cañón histórica”, no era Italia. Para mí, era la quintaesencia de Italia. Un día (ya lejano)

en que salimos de Roma y luego tomamos la antigua carretera hacia Nápoles que

alcanza la costa en Terracina, le mostré un arco monumental ornado con una dedicatoria

al rey Ferdinando que señalaba, en el siglo XVIII, la entrada al reino de las Dos Sicilias:

“Aquí comienza la verdadera Italia”. Creyendo que se trataba de una broma, ella no

reaccionó. Sin embargo esa puerta monumental sí indicaba una frontera, pero entre esos

dos mundos separados María no dudaba de cuál era el suyo.

Dejando atrás una tierra fecunda, árboles umbrosos, gente de habla toscana y con las

mismas costumbres que en Roma o en Turín, con todas las características de la

“civilización”, se abría ante nosotros una naturaleza árida, una vegetación raquítica,

cactus, mujeres vestidas de negro, pesadas, sentadas a orillas de la carretera detrás de

unos montones de sandías, hablando un dialecto ronco. Ahí empezaba África. Yo

mismo ni siquiera sabía por qué veía tanto encanto en ese Sur ingrato que me atraía tan

irresistiblemente. Mientras más avanzábamos, más feliz me sentía. Después de

Campania venía Calabria; después de Calabria, Sicilia. Y a medida que yo me

esponjaba, María se encogía. Quizás ella tenía razón y sus críticas contra las “taras” del

Mezzogiorno eran fundadas: si la verdadera Italia empezaba ahí, tal como yo lo

afirmaba, es que desde Giotto y Dante los esfuerzos para hacer de Italia un gran país

moderno habían resultado inútiles. La florentina no podía sino rebelarse ante semejante

opinión.

Ella no había contestado a mi afirmación frente al arco de triunfo de Terracina pues

qué se le puede contestar a un bromista cuando afirma que un lisiado corre más rápido

que un hombre con sus dos piernas. Después de su última carta, yo quise ir por última

vez al lugar donde se había originado el malentendido que estuvo latente entre nosotros

durante años y que, con un pretexto que nada tenía que ver con la verdad de fondo,

explotó de repente, pulverizando nuestro amor. Me llevé para leer en el avión uno de los

últimos regalos que me hizo María: Le père Goriot de Balzac, después de comentarle

que nunca lo había leído ¿Se prevalió ella del título, sin más, sin siquiera haber vuelto a

leer el libro, sólo para que enfocarme en una idea a la que yo parecía reacio? ¿Quiso

ella, con esa última deferencia, en un supremo gesto de afecto, que yo me justificara por

nunca haber querido ser padre? Efectivamente, según la imagen tan calamitosa de la

paternidad que se desprende de esa novela, daba grima criar hijos… Pero un detalle

histórico sí me había interesado: durante los años de la Revolución francesa Goriot,

fabricante de fideos y negociante de granos, todavía lograba procurarse, trigo y cereales

en Sicilia, hoy en día reducida a montañas peladas y sabanas sin cultivos. Hasta en la

llanura bajando hacia Catania, donde las propiedades están parceladas en huertos, los

cultivos se ven amarillentos y secos. En esa tierra infecunda sólo pueden crecer

naranjales y limoneros, gracias a su origen africano. Y a mí ya me corría prisa respirar

el aroma de la zagara.

No avisé ni a la signora ni a su hija, y alquilé un auto en el aeropuerto para estar solo

con mis recuerdos. Ése iba a ser probablemente mi último viaje a Sicilia. Volví a ver el

castillo que habíamos observado en nuestro primer viaje, en un espolón a la salida de

Catania: en el mismo estado embrionario de antaño, alzaba por encima del mar su masa

octogonal y seguía siendo ni más ni menos que un gran armatoste de cemento. Habían

labrado la madera del portón, colocado herrerías en los balcones, almenas en la torre,

atalayas en el camino de ronda, y dado unos toques finales a los dinteles, pero el interior

seguía estando vacío. Faltó el dinero necesario para hacerlo habitable. A no ser que una

inconsciente voluntad de no sufrir la desilusión producida por toda obra acabada

hubiera interrumpido las obras. No era sino una estructura abierta, una idea que no fue

más allá de los planos, una quimera. Sin pisos, sin escaleras, sin puertas, sin ventanas,

ciega carcasa de una ambición abortada. Cada vez que pasábamos frente a esa masa

abandonada, nos burlábamos del propietario. Pero ahora comprendí que si yo no me

hubiera dejado influenciar por María –siempre dispuesta a hacer mofa de cualquier cosa

que le pareciera un reto al sentido común–, habría reconocido, en esa manera de

privilegiar los ornamentos inútiles en detrimento de lo esencial, la quintaesencia del

concepto siciliano de la vida. Una hija de banquero no puede concebir que la gloria de

lo superfluo resulte tan gozosa.

Tomé la carretera a Siracusa. Con un crédito de la Cassa del Mezzogiorno, tal como

indicaban unos grandes carteles que exhibían los detalles de la subvención, se estaba

construyendo una autopista para comunicar Catania con Agrigente, bordeando casi todo

el tiempo la costa. Ocho kilómetros después de Siracusa, esa autopista quedaba

bruscamente interrumpida, y todo hacía pensar que no se trataba de una suspensión

temporal. La maquinaria, ya atacada por el óxido, yacía en medio del terreno. Un bloque

de concreto colgaba del cable de una grúa. Más allá, todo seguía igual: la antigua

carretera no apta para el tráfico vehicular, el alquitrán ondeado bajo el efecto del sol, los

huecos en la calzada, la ausencia de asfalto a lo largo de varios kilómetros, los tramos

de vía única que obligaban a subirse por el talud, las hileras de cactus resecos bajo una

capa de polvo. Pasé por Rosalba sin detenerme.

Como tampoco tenía ganas de que alguien me reconociera en Marzapalo, doblé hacia

la casina sin pasar por la calle Garibaldi. Nada de lo que yo sabía de la familia Tulipano

me había preparado para el espectáculo que me esperaba una vez pasado el recodo del

camino.

La cerca ya oxidada pese a la pintura verde espinaca y cortada por cizallas en casi

toda su extensión, el portal desbaratado, el friso de la planta baja cayéndose por placas

enteras, los canalones rotos colgando en el vacío, los contravientos oscilando en sus

bisagras y batiendo contra las paredes, los globos eléctricos exteriores destrozados, las

rejas que protegían las ventanas de la planta baja arrancadas o retorcidas, todo revelaba

el abandono. Era obvio que la signora y su hija ya no venían más, ni siquiera los

domingos. Así quedaba sellado el destino de lo que se había iniciado con una

extravagancia del marqués Francesco. ¿Quién compraría tal ruina a la viuda del

ingegnere? Una vez robado todo lo que aún pudiera servir, de la bien llamada casa

abusiva sólo quedaría un montón de escoria. Avancé una última vez hacia el borde del

acantilado para contemplar la línea que dividía las aguas, escuchar el golpeo de la

resaca contra las rocas entre los dos mares, y dar la despedida más melancólica al fortín

rosa encaramado en el tope del islote como la Jerusalén celeste de los cuadros

renacentistas. Por la línea del horizonte se deslizaba un paquebote de crucero, llevando

de Catania a La Valette a unos turistas que “conocerían” el Mediterráneo sin saber que,

comparadas con las curiosidades de Malta, las tierras agrestes del cabo Passero son

superiores en interés, belleza y fuerza poética. La escalera del perro, desgastada por la

continua erosión de la roca caliza y por el embate del oleaje invernal, había vuelto al

estado de escombros. Las florecitas malvas seguían creciendo en los huecos de las

rocas, encogidas, secas, indestructibles, armadas para resistir al tiempo. Con razón eran

llamadas inmortales, pues todo lo demás naufragaba. Me torcí el tobillo por querer

recoger un ramillete.

¿Y si yo hubiera comprado un estudio en Trouville con el dinero del señor Vignole?

Pregunta estúpida que me llevó a pensar en lo insípido que resultaría un verano sin el

Mediterráneo.

¿Qué era lo que me gustaba en esos paisajes? ¿Qué me aportaban de indispensable?

¿Un estímulo para pintar? No, puesto que yo me limité a pintar formas geométricas que

podría haber pintado en cualquier otra parte, y yo había estado más de una vez a punto

de renunciar a seguir pintando. Pasé en revista todas las hipótesis. ¿Los “colores”

tradicionalmente asociados a estas costas? Tampoco, puesto que la costa que yo había

escogido para instalarme era particularmente incolora. ¿El cielo? ¿La luz? No tienen la

variedad, la variabilidad, lo pintoresco, lo delicioso de la luz y del cielo de Normandía.

¿La gentileza de los habitantes? Son tan taciturnos, distantes e insondables que yo no

dejaba ni un momento de sentirme como un extraño entre ellos. ¿Las remembranzas de

la Antigüedad para un amante de Virgilio y Homero como yo? Menos aún, puesto que

las civilizaciones latina y griega han dejado sus huellas por toda Sicilia excepto por esa

comarca.

Tratando de definir lo que representa la palabra “Mediterráneo” para mí, sólo se me

ocurrían estereotipos: un arte de vivir sin los accesorios de la felicidad, una plenitud sin

motivo, voces, sonidos, alientos, olores, el aire tibio sobre la piel, la noche tan templada

como el día, la sensualidad por doquier, pero todo contrarrestado por una moral severa,

una dulzura que flota, impalpable, imposible de asir, una corriente difusa que no se deja

atrapar pero fecunda la imaginación, la pintura de Henri Matisse, la música de Darius

Milhaud… ¡Ah, qué sé yo!, pensé finalmente pero con la confusa sensación de no haber

reconocido otros motivos.

Con mi ramillete de inmortales en la mano, cuyos pétalos resecos confirmaban que

yo no había demostrado mucho sentido común al instalarme en un lugar donde sólo

crecen flores encogidas, incoloras, inodoras, en vez de los ricos arrietes que pude haber

tenido en Normandía, me volteé una vez más hacia el mar: ¡Cuánto vacío, al fin y al

cabo, en esa extensión inmóvil! ¡Qué aburrida profusión de nada, qué falta de

estimulante, qué negación de todo lo que aporta alegría de vivir! Ya me lo había dicho

María:

- Si lo que querías era destruirte y destruir nuestra relación, no pudiste haber

escogido un mejor lugar…

Y, con más perfidia aún, una vez que ella me descubrió contemplando en el cielo

oscuro la titilante aparición de las estrellas:

- Es la actitud de un hombre que, sintiéndose incapaz de realizar su ambición, busca

la manera de volverla irrisoria.

28

DESPEDIDA

Mientras regresaba, pensativo, hacia la casa, vi a un muchacho en bermuda que

bajaba desde la terraza deslizándose por un tramo de canalón desprendido. Llevaba bajo

el brazo el precioso toallero de cerámica comprado por María en la mejor fábrica de

Caltagirone e instalado por Nunzio en el cuarto de baño. Originalmente azul y blanco,

adornado de estrellas y soles en relieve gracia al procedimiento de litofanía importado

de Alemania para graduar los espesores de la pasta, con el transcurrir del tiempo, la

humedad de los inviernos y la falta de mantenimiento, ya estaba tan raspado,

resquebrajado, desvaído, que nos había parecido inútil llevárnoslo.

El tramo del canalón cedió bajo el peso, el muchacho perdió el equilibrio, se raspó

con el borde de la ventana y se quejó:

- Maledetta casa! Por un trasto que ni siquiera podré vender bien…

Arremangándose hasta la ingle el bermuda demasiado ancho, desteñido y sostenido

por un cordón, se examinó la parte superior del muslo donde se veía un poquito de

sangre. Delgado, demasiado para su edad, posiblemente no comía lo suficiente. Sin

prestarme atención, se presionaba la herida con los dedos. Me acerqué para señalarle mi

presencia. Estaba agachado y no dejaba de quejarse.

- ¿Estás herido?

- Maledetta, maledetta casa! Primero la muñeca y ahora el muslo.

Se frotó la muñeca, inflamada y adolorida.

- ¿Hace tiempo que está deshabitada?

- ¡Eh… qué sé yo! Lo seguro es que aquí ya no vive ningún cristiano.

- ¿Pero por qué?

- ¡Llena de lagartijas y arañas como está!

- ¿Te asustan las lagartijas y las arañas?

Se santiguó.

- Mamma mia! Sólo de mencionarlo se me pone la carne de gallina… Son negras, se

arrastran, pululan, se escurren entre los dedos, se meten en los cabellos… ¡Jesús! Las he

visto pelearse y devorarse en un frasco de vidrio olvidado en el fregadero. ¡Qué susto! Y

todo por un cachivache que nadie querrá comprar. ¿Conoce a alguien a quien le pudiera

interesar?

La idea de desplumar a un tonto le ponía un destello en los ojos.

- ¿Tal vez a usted?

Lo dudé un instante. No me quedaba ningún recuerdo de la casina. Había vendido

los muebles con la casa, incluyendo una marioneta de tamaño natural comprada en el

Teatro dei Pupi en Siracusa. Dejaba atrás todos esos años tan llenos de emociones y de

imágenes con las manos vacía. No obstante, sería demasiado deprimente conservar un

accesorio de cuarto de baño como reliquia de nuestro amor…

- No.

- ¿De verdad que no lo quiere?

- ¿Cómo te llamas?

- Concetto.

- Concetto, ¿qué voy a hacer yo con semejante trasto?

- Realmente es un trasto.

Movió la cabeza y ya no insistió.

- ¿Has oído hablar de una pareja de forasteros que vivieron varios años en esta casa?

- ¡Sí, gente más bien rara!

- ¿Un pintor con una rubia?

- ¡Exacto! Il signor pittore y su mujer. El viejo Nunzio todavía se acuerda de ellos,

les surtía las bombonas de gas. Realmente dos personas que no eran como los demás…

Vivían cómodos. ¡A ésos no les faltaba el queso en la pasta! No tenían hijos. ¿Le parece

normal que unos cristianos no tengan hijos? Vivían apartados, no se sabía qué hacían

por aquí… El signore iba él mismo de compras, cargaba con las botellas y todo lo

demás mientras que la muñeca se bronceaba las nalgas al sol, nunca se había visto algo

así… Mi hermano me contaba unas bien buenas, en esa época yo era un niñito… Seguro

que la casa ya no tiene arreglo, cuando se fue la gente, las arañas tomaron el lugar.

¿Tiene un pañuelo? ¡Mire, estoy sangrando! ¡Accidenti al que me obligó a arrancar ese

pedazo de cosa de la pared! Se me medio dislocó la muñeca…

Tenía un aspecto tan derrotado, con su toallero inútil, que sentí una especie de

ternura. ¿Qué vida podía llevar en Marzapalo un joven de dieciséis o diecisiete años?

Ya no había estadio, no había cine, los proyectos del hotel quedaron en el abandono, el

turismo en punto muerto, no había nada que esperar de la escuela, ninguna formación

profesional, ningún dinero que ganar, un porvenir de desempleo, ningún contrapeso a la

pobreza, a la falta de trabajo, al aburrimiento. Le di un kleenex. Lo agarró sin dar las

gracias y se lo pasó por la herida.

Sentí una especie de vergüenza por dejar que se llevara sólo un utensilio estropeado.

¿Acaso era yo como esos ricos que pretenden alimentar a los desfavorecidos del

Mezzogiorno con sólo unas migajas caídas de la mesa? ¿Qué otra cosa podía pensar el

muchacho? Para él, sólo fuimos unos vacacionistas egoístas que se aprovecharon de la

pobreza de la aldea para vivir en la abundancia sin gastar mucho. Se desnudan para

ponerse al sol y luego se van, indiferentes a lo que les rodea. Me sentí tan culpable que,

sin pensarlo, me le acerqué y me agaché junto a él para ayudarle a curarse. Y cuando iba

a ponerle la mano en el muslo, el muchacho gritó:

- ¿Qué quiere de mí?

Con sorprendente agilidad, se puso de pie, se acomodó el bermuda y se apoyó contra

la pared. Apretando los muslos, se cruzó los brazos en el pecho.

- Nada –le dije, y yo también me puse de pie–. Yo era el propietario de la casa.

¡Tienes razón, qué lugar para quedarse a vivir! Hay que saber apreciar estos paisajes…

Yo también me lesioné varias veces, tropezando en las rocas. Mira –agregué,

mostrándole una cicatriz en mi brazo–.

- ¿El pintor era usted? Últimamente vemos a muchos forasteros merodeando por

aquí… De verdad que algunos tienen un aspecto especial… Por ejemplo, los tres tipos

que quisieron llevarnos a mi hermano y a mí en su 4x4 con vidrios ahumados. Un

carrazo, y no se veía nada por dentro. Oyeron hablar de la isla de las Corrientes pero no

sabían dónde queda.

- ¿Y se montaron con ellos?

- Mi hermano aceptó. Y a la noche, cuando regresó, tenía una cara rara, yo que se lo

digo…

- ¿Te contó lo que hicieron?

- No. Sólo me dijo: “Nunca más lo volveré a hacer.” Ay… me duele la muñeca…

Busqué la manera de dejarle una mejor impresión de la casina.

- El toallero estaba nuevo cuando lo compré, era bonito.

- ¿Pero para qué sirve?

Le di un billete de cinco mil liras.

- Toma, es lo que me costó. En ese estado, nadie te lo comprará. Espero que así no

tengas un recuerdo tan malo de esta casa.

Agarró el billete pero sin dejar su expresión terca y desconfiada.

- ¿Y por cierto, por qué me preguntó cómo me llamo? ¿Qué le importa?

Me miraba con ojos de sospecha, como si fuera imposible que un desconocido le

regalara semejante suma sin esperar algo a cambio. Nos miramos unos instantes en

silencio. Era un rubio de ojos azules, de esa raza de normandos de tez pálida que se

puede conseguir en Sicilia. De repente, dejando ahí el toallero y olvidándose de su

herida, tomó impulso y echó a correr. Le vi saltar por encima de un poste caído del

antiguo estadio y huir por la landa hacia el seto de cañas.

Desconcertado y contrariado no pude dejar de seguir con la mirada los brincos

increíblemente ágiles y llenos de gracia de aquel cachorro de ciervo. “¿Y si María no

estaba equivocado en su intuición? –pensé entonces– ¿Si adivinó, si acertó?” Recordé

las últimas veces que habíamos hecho el amor, su actitud helada. ¿Frialdad calculada,

acaso? ¿Había comprendido antes que yo, por unos indicios delatores aquí y allá, lo que

me trabajaba por dentro sin saberlo yo? ¿Había tratado de darme un pretexto para

facilitar la ruptura, demasiado generosa para convertirse en un obstáculo si tal era mi

destino? Me dijo una vez: “El emblema de Sicilia es esa Gorgona que vimos en el

museo de Siracusa, una cara haciendo muecas, unas serpientes como cabellera, una

mirada mortal. A ti también, amigo mío, te atrapó. Soy impotente contra sus

maleficios.” Yo no contesté, no quise saber si tras esas misteriosas palabras había algún

sentido.

¡La Gorgona! ¿Pero cómo se le ocurrió a María pensar que la Gorgona me había

embrujado? “No había ningún sentido en sus palabras –pensé de repente–. Fue la

obsesión de una mujer celosa.” Yo no me separaba de una foto que llevaba en el

bolsillo. Mi amigo Kevin la había tomado recientemente. La saqué de la cartera para

mirar el hermoso rostro de Patricia y ahuyentar mis dudas. Estábamos instalados en la

terraza de La Closerie des Lilas. Ella me sonreía, yo le sonreía. Ese día le dije: “Vamos

a la joyería Cartier a buscar la sortija de tres anillos que encargué para ti.” Era loo más

que yo podía hacer, en espera de que María se decidiera a devolverme mi libertad. Ya se

esbozaba un nuevo porvenir para mí. Sí, con Patricia, un porvenir que se basaba en

nuestro amor recíproco. A ella, yo no lo dejaría ir. En vez de viajar, tendríamos hijos.

¿Acaso esa decisión de tener una familia no era una prueba que desmentía las

insinuaciones de María?

¿Una “prueba”? Nuevo cambio en mi mente. No, para María no sería ninguna

prueba, tuve que reconocerlo. Ella me citaría diez casos de amigos de su familia que se

habían casado porque en el mundo de los negocios el matrimonio a partir de los

veinticinco años es una necesidad.

- ¡Pero yo no vivo en el mundo de los negocios, María!

- E va là… ¡Todos necesitan tranquilizar su conciencia!

Tales eran mis pensamientos, me sentía en la más extrema confusión, y en eso el

muchacho, que había regresado a escondidas y se había trepado al techo del bunker de

las duchas, silbó para llamar mi atención. Se contoneaba y daba brincos, me enseñaba el

puño y de repente se quitó la franela y la lanzó a sus espaldas. Hinchando el pecho y

estirándose, me hizo una señal obscena a la siciliana.

Cada vez más confundido, fui a dejar el ramillete dentro del auto y me fui caminando

hasta la aldea, como antaño. Las variadas innovaciones superficiales no habían

modificado la fisonomía de Marzapalo, que seguía siendo la aldea subdesarrollada de

siempre. Me convencí de que iba a dejar atrás un fragmento intacto de la antigua Sicilia,

desheredada y magnífica. Las casas inacabadas eran tan numerosas como la primera vez

que vine. Los marcos de las puertas en metal dorado seguían adornando las fachadas sin

frisar. Delante de la iglesia, las orejas y la nariz de la estatua en yeso de la Virgen, que

los niños destrozaron con sus hondas, no habían sido reparadas. De pie en la entrada de

la iglesia, don Artemisio aguardaba, con los brazos cruzados debajo de su sotana. Se

quitó el solideo y entró detrás de dos devotas que iban a confesarse. Las mujeres que se

sentaban delante de sus casas seguían dando la espalda a la calle. Los ancianos,

apoyados en sus bastones, los adolescentes deambulando, los niños de cuclillas en el

polvo, nada había cambiado.

No sabía qué hacer. ¿Recorrer por última vez la calle Garibaldi, espiado por un

centenar de miradas que se apartaban a mi paso? ¿Entrar en la tienda de Nunzio

modernizada por su hijo pero que seguía siendo el bazar donde seguramente las latas de

conservas vencidas se acumulaban en los anaqueles como antes? ¿Ir a instalarme al bar,

frente a Berto, incapaz de preparar correctamente una leche de almendras? Los whiskies

que servía, demasiado comunes para el gusto lujoso del marqués, sólo podían haber

gustado a su inglesa tonta. Me hacía falta una cinta para atar mi ramillete de inmortales.

La que sobrevivía de las dos Parcas hurgó en su cueva, echando pestes contra el

inoportuno.

SUMARIO

1. Rosalba

2. En casa del príncipe

3. La casina

4. Siracusa

5. Crimen de honor y regadío en el desierto

6. El marqués

7. El acantilado y el perro

8. Palmiro y Olinda

9. “Gigi”

10. Filomena

11. El periódico satírico del príncipe

12. El Círculo de contertulios

13. En una playa de Calabria

14. Nueva discrepancia

15. Rosalba en julio

16. Acuerdo perfecto

17. Paseos por el puerto

18. El pañuelo de Lucky Luciano

19. Apoteosis de Palmiro Cazzone

20. Gigi en la gloria

21. La agresión

22. La medusa

23. El terreno de fútbol

24. Sospechas

25. Donde las aguas se dividen

26. Demasiado tarde

27. Última visita

28. Despedida