Unedited trip into Vatican's secrets

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vaticano secreto 3 A la derecha, la Sala del Meridiano, en la Torre de los Vientos, utilizada en otro tiempo para observaciones astronómicas y destinada hoy a funciones de representación del Archivo Secreto. Arriba, la bula de plomo de una carta del papa Martín V, de 1418. Desde hace 400 años, el Archivo Secreto Vaticano custodia los documentos más importantes de la historia de la Iglesia. Algunos de ellos salen hoy a la luz. Las salas de la memoria

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A la derecha, la Sala del Meridiano, en la Torre de los Vientos, utilizada en otro tiempo para observaciones astronómicas y destinada hoy a funciones de representación del Archivo Secreto.

Arriba, la bula de plomo de una carta del papa Martín V, de 1418.

Desde hace 400 años, el Archivo Secreto Vaticano custodia los documentos más importantes de la historia de la Iglesia.

Algunos de ellos salen hoy a la luz.

Las salas de la memoria

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Un laberinto de 85 kilómetros lineales de estanterías recorre el Archivo. El «búnker» se encuentra en el corazón del Estado Pontificio, debajo del Patio de la Piña, transitado por millones de turistas que visitan los Museos Vaticanos.

Archivum secretum significa privado, de pertenencia exclusiva del Pontífice. Fue fundado por Paulo V en 1612.

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Los documentos más antiguos que se conservan en el Archivo Secreto Vaticano datan de los siglos VIII-IX.

Pocos pueden admirar la cúpula de San Pedro desde lo alto de la Torre de los Vientos, parte del Archivo Secreto y hoy de acceso restringido. La torre fue erigida por orden de Gregorio XIII como observatorio astronómico.

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Si en lugar de paseos y parterres de césped tuviese un pavimento transparente, el Patio de la Piña de los Museos Vaticanos se convertiría en el lugar más fotografiado de Italia y del planeta entero. En vez de recorrerlo a buen

paso en dirección a la Capilla Sixtina, los visitantes se detendrían a contemplar el enrevesado laberinto de pasillos que se despliega bajo sus pies: el corazón del Archivo Secreto Vaticano.

por Marco Merola fotografías de Marco Ansaloni

Inicial miniada con el emblema de Rodrigo Borja (1431-1503), el futuro papa Alejandro VI. La página pertenece a la Collectanea del cardenal Nicolás Rossell de Aragón,

una colección de documentos que datan del siglo XIV.

El «búnker», como lo llaman quienes trabajan en él, es un cubo de hormigón armado desti nado a proteger tesoros de incalculable valor. Carta­pacios, libros de familias nobles romanas, regis­tros papales, actas de tribunales eclesiásticos, correspondencia diplomática. Millones de datos y fechas, nombres, hechos. Historias de papas y de ejércitos, de descubrimientos geográficos que cambiaron el rumbo de la historia, vívidos tes­timonios de católicos devotos y de peligrosos herejes. Un compendio de al menos mil años de historia del mundo.

«En su interior hay 85 kilómetros lineales de estanterías», explica Antonio del Brocco, joven colaborador del Archivo a quien el prefecto, monseñor Sergio Pagano, ha encomendado la misión de guiarnos. Antonio viste un impecable traje azul. Saluda con efusión a todo el mundo

que se encuentra por el camino, entre ellos un joven de su edad con bata y escoba: «Hoy le toca a él, pero hace unos días la limpieza la hice yo». Los chicos empiezan desde abajo, trabajan duro y en un ambiente de camaradería. Y aprenden a hacer de todo. «A menudo trabajo también de ayudante en la sala de consultas, el puesto con el que sueño», prosigue Antonio. Sus colegas y él, todos titulados en archivística por la Escuela Vaticana perteneciente al propio Archivo, tienen la misión de atender las solicitudes de documen­tos de los estudiosos. Anotan la signatura en un formulario y se adentran en el búnker o en los demás espacios del edificio donde se conservan los documentos originales. Reaparecen una vez han encontrado lo que buscaban.

A las siete de la mañana el Archivo está en plena actividad. Se devuelven a los depósitos

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decenas de tomos prestados para su consulta el día anterior y se reordenan; todos los encargados van de punta en blanco, e incluso el prefecto y el viceprefecto, el padre Marcel Chappin, un jesuita holandés, están ya en sus despachos. Dentro de una hora los estudiosos entrarán por la puerta de Santa Ana y procederán a ocupar sus puestos en los bancos para aprovechar al máximo la mañana. De hecho, solo a algunos se les concede el privilegio de regresar por la tarde. Problemas de plantilla. «Piense que otros gran­des archivos del Estado italiano cuentan con el doble de personal que nosotros.»

Cada 30 o 35 años las nunciaturas apostólicas, es decir, las representaciones diplomáticas de la Santa Sede repartidas por el mundo, remiten a Roma todos los documentos acumulados. A ellos se suman los aportados por la Curia romana, congregaciones, tribunales y negociados. Una mole impresionante de papeles que se añaden a lo custodiado. En cambio, ya no puede llegar nada de familias particulares. En su día los Bor­ghese, los Rospigliosi, los Boncompagni­Ludo­visi eran libres de donar sus archivos al Vaticano, pero desde la Segunda Guerra Mundial el Esta­do italiano se arroga el deber de tutelar su pro­pio patrimonio documental haciendo valer la posesión iure soli, esto es, por derecho territorial.

La historia oficial del Archivo Secreto Vatica­no comienza en 1612, año de su fundación por parte del papa Paulo V Borghese. (Con ocasión del cuarto centenario de la fundación del Archi­vo, una muestra significativa de los documentos más preciosos se exhibe estos días y durante los próximos meses en la exposición Lux in arcana, organizada por Roma Capitale y Zètema y habi­litada en los Museos Capitolinos.) La historia oficiosa, empero, comienza antes.

El prefecto tiene ante sí numerosos folios, amarillentos por el paso del tiempo, que lo con­firman. Son peticiones de personas que escribían al Papa ya en el siglo xvi (Archivum Secretum significa privado, de exclusiva pertenencia del Pontífice) para solicitar documentos o informa­ción, o con las exigencias más variopintas. «Mire esto, es la petición de un miembro de la familia Cenci que, hallándose procesado, necesitaba

una escritura notarial que lo exculpase. Se le respondió que el documento en cuestión no se localizaba. El Archivo remitía copias de todo siempre que podía. Jamás fue una entidad muer­ta, sino una institución plenamente viva.»

La Iglesia siempre ha considerado imprescin­dible conservar su propia memoria, desde el mis­mo momento en que las persecuciones pusieron en riesgo su existencia. Así, después del edicto de Constantino en el año 313 d.C. y la conse­cuente salida de la clandestinidad de la religión cristiana, empezaron a recogerse códices litúr­gicos y documentos de registro en unas oficinas ad ministrativas llamadas sacra scrinia. De aquel período no ha sobrevivido nada. Conquistas,

incendios y expolios han borrado para siempre la memoria de épocas históricas enteras.

Los documentos más antiguos conservados en el Archivo Secreto datan de los siglos viii­ix. El Liber diurnus Romanorum Pontificum es el formulario eclesiástico más antiguo, seguido de un pergamino del año 809 que sanciona una donación a la iglesia de San Pietro in Castello en la ciudad de Verona. El acta forma parte del Fondo Véneto, que de por sí conserva cerca de 17.000 pergaminos. Una gota en un océano de documentos pendientes de estudio.

«Tenemos más de 650 fondos y no cesan de llegar otros nuevos –explica el secretario general Luca Carboni–. El archivo de la Secretaría de

Estado de Juan Pablo II, por ejemplo, nos ha transferido 15.000 “sobres” (el término técnico para definir los cartapacios). Si calculamos una media de 500 folios por sobre, estamos hablando de 15 millones de páginas. Ya está todo abierto, sellado, paginado y descrito minuciosamente, pero todavía tenemos que reordenar algunos fondos medievales…»

El archivero Giuseppe Lo Bianco ante algunos volúmenes del archivo de Francia de los siglos XVII y XVIII. Los armarios datan del XVII, cuando Alejandro VII amplió el Archivo Secreto abriendo las Salas Chigi.

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El 5 de agosto el papa Inocencio III publica una nueva cruzada, invocando la intervención de todos los príncipes cristianos y movilizando a todos los predicadores de Europa para recuperar los Santos Lugares. Jerusalén sigue, desde la anterior cruzada, bajo dominio musulmán. La respuesta de los

1198 Llamamiento a la cuarta cruzada

soberanos europeos, algunos enfrascados en guerras y conflictos territoriales, es fría. Pero la tenacidad del Pontífice dará sus frutos: a su llamada responderán los señores feudales franceses y otros nobles europeos. A fines de 1202 un ejército de 35.000 soldados cruzados reunidos en Venecia

está listo para partir. Ante la falta de dinero, los hombres exigen la plaza de Zara (hoy Zadar), ciudad de la costa dálmata cuyo control codicia la república de Venecia. Tras el saqueo y la matanza de civiles, el Papa excomulga a los cruzados y a los venecianos, a estos últimos por haberse unido al ataque.

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Tras haber explorado el búnker y las salas climatizadas que contienen los pergaminos más valiosos, es hora de hurgar en la historia, a la búsqueda de testimonios directos sobre hechos y personajes que no siempre han hallado un espacio en los libros de texto. «¿Alguna prefe­rencia? –pregunta Carboni–. Lo importante es que la solicitud se haga con bastante antelación, porque tenemos que localizar los documentos.» La elección se circunscribe a dos períodos: los siglos xii­xiv y xvi­xvii. Después de una aten­ta selección de los temas, parte la orden.

Bastan unas pocas horas para llevar a cabo la operación. Un carrito cargado de rollos y volú­menes aguarda en la penumbra a que unas ma ­nos expertas se pongan a la obra. Uno por uno, el prefecto abre los documentos, los coloca en un atril y comienza a leer en voz alta, avanzando con habilidad a través de unas grafías incom­prensibles para cualquier otro lector: «El marqués de la Santa Cruz me dijo ayer que desde Inglate-rra le ha llegado noticia de que la Reina está armando 50 buques con más de cinco mil solda-dos, y que en esa armada hay un Corsario Inglés llamado Drach […]». Era el año 1585: el nuncio de Lisboa escribía al Papa que el corsario inglés Francis Drake suponía un peligro para las naves que viajaban por la ruta portuguesa.

Del mismo período, unos años antes, y del Fondo Borghese: «Relación de la jornada de las Equínadas entre la Armada Turca y la Cristiana el 7 de octubre de 1571 referida por el Comenda-dor Romagasso». Se trata de un informe de cam­paña sobre la batalla de Lepanto librada en aguas griegas por las naves cristianas y otomanas.

Avanzamos por orden no cronológico: mon­señor Pagano despliega ante sí dos pergaminos valiosísimos. El primero, inventariado como «Inocencio III convoca la Cruzada» es de 1198; el otro es la bula por la cual, el 2 de mayo de 1312, Clemente V transfería los bienes de la Orden de los Templarios a los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, la actual Orden de Malta. Avanza un poco en el tiempo para localizar noti­cias de la muerte del pintor Caravaggio en una carta que el obispo de Caserta envió el 29 de julio de 1610 al cardenal Scipione Borghese.

En el archivo todo es secreto, nada es desconocido. Como sucede con todos los archivos de Estado, los documentos no

adquieren estatus de consultables hasta que ha transcurrido el período de rigor desde que se producen los hechos. En el Vaticano se trabaja por pontificados: actualmente pueden consul­tarse las cartas del de Pío XI, fallecido en febre­ro de 1939. Sigue vedado el polémico período de Pío XII: los años de la Segunda Guerra Mun­dial, el Holocausto, los albores de la Guerra Fría. «Estamos estudiando esos documentos; en estos momentos vamos por 1948­1949. Harán falta por lo menos tres años para terminar el trabajo. Hay que tener paciencia», insiste el prefecto. Algunos documentos, útiles por ejemplo para localizar personas dispersas o refugiadas en el seno de la Iglesia, ya se han desclasificado. Más recientemente, Pablo VI quiso que todas las actas del Concilio Vaticano II (1962­1965) se publica­sen de inmediato.

Pero, ¿cómo trabaja un archivero? Giuseppe Lo Bianco, por poner un ejemplo, está ordenan­do los despachos enviados por la nunciatura de

Conquistas, incendios y expolios han borrado para siempre la memoria de épocas históricas enteras.

Una de las joyas guardadas en el Archivo es el sello de oro macizo de Felipe II (derecha, arriba), fechado en 1555, de 11,1 centímetros de diámetro y 800 gramos de peso.

Abajo, página inicial de la «Relación de la jornada de las Equínadas entre la Armada Turca y la Cristiana el 7 de octubre de 1571», un informe del comendador Romagasso relativo a la batalla de Lepanto que libran las flotas otomana y cristiana, esta última compuesta por la Santa Liga, una coalición de fuerzas procedentes de España, las repúblicas de Venecia y Génova, los Estados Pontificios, el ducado de Saboya y la Orden de Malta.

1571 Felipe II, batalla de Lepanto

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Varsovia entre los años 1921 y 1939. Su gabinete, situado en la segunda planta «noble» del Archi­vo, uno de los más antiguos del edificio, consta de un sencillo escritorio rodeado de armarios de madera del siglo xvii, cada uno rotulado con su etiqueta identificativa: «España», «Portugal», «Malta», «Lucerna», «Polonia»… Contienen la co ­rrespondencia entre la Santa Sede y sus nuncios.

En los legajos que hay sobre la mesa, una pala­bra se repite con insistencia: «Rusia». «Se refiere a la época inmediatamente posterior a la revo­lución bolchevique, a las persecuciones contra obispos y religiosos –explica Lo Bianco–. He en ­contrado muchos expedientes relativos a ecle­siásticos encarcelados y condenados a muerte.»

Cuando concluya la investigación, todos esos documentos podrán prestarse para su consulta.

Descender a los pisos inferiores del Archivo es casi un viaje a través del tiempo que acaba de ­teniéndose una vez más en los tristemente céle­bres templarios. Aquí no falta información sobre los caballeros más misteriosos de la historia.

Alessandro Rubechini y Maurizio Vinelli son dos expertos restauradores. Uno manipula con delicadeza el extremo de un enorme rollo de pergamino mientras el otro acerca una lámpara de luz ultravioleta que hace resaltar la tinta des­vaída por el tiempo y perdida tras mohos secu­lares. Se trata de una pieza única en el mundo: las actas del proceso contra los caballeros de la

Orden del Temple, celebrado entre 1308 y 1310 bajo el papado de Clemente V. Una sucesión de 80 pergaminos cosidos entre sí para formar un cuerpo único de 56 metros de longitud.

El objetivo principal de los restauradores era poner coto a las bacterias que estaban creando una pátina violácea en la superficie de los perga­minos. Pero los técnicos también aprovecharon

la ocasión para verificar el estado de los parches aplicados en los puntos donde había agujeros. «Hace 50 años nuestros predecesores usaron un tipo de pergamino incompatible con el original por tipología y grosor, lo que ha creado tensio­nes en el documento que podrían traducirse en roturas», explica Vinelli. El rollo, por lo tanto, está sometido a una vigilancia especial.

Detrás de una puerta se abre el gran laboratorio de Luca Becchetti, especia­lista en sigilografía, la ciencia de los

sellos. Trabaja en completa soledad, sin colegas ni colaboradores. Heredó esta pasión de su padre, también experto en la materia. Sobre dos mesas el erudito ha extendido decenas de sellos de cera, de plomo y de papel para estudiarlos y compa­rarlos. Al terminar introducirá los detalles en la base de datos de su ordenador, que contiene ya cerca de 10.000 registros. Meticuloso, retira minúsculas impurezas de los yelmos, gualdrapas y caballos grabados en los sellos.

«Los más delicados son los sellos de cera vir­gen, porque tienden a deshidratarse y desme­nuzarse –explica–. Los de plomo, conservados durante años en estuches de madera o en carto­nes, sufren otro proceso de degradación llamado carbonatación, que conduce a su lenta desinte­gración. Mi misión es diagnosticar el problema y resolverlo, sin intervenir en la iconografía.»

Entre los «descubrimientos» más recientes de Bechetti, una orden de pago cursada por el papa Paulo III Farnesio en favor de Benvenuto Celli­ni, el orfebre más importante del siglo xvi, por confeccionar el molde de su sello pontificio («pro manifactura plumbi apostolici»). Una pequeña anécdota histórica que confirma que ni siquiera los grandes maestros hacían ascos a aventurar­se en el arte de los sellos.

Uno de los lugares más protegidos del Archi­vo es la cámara acorazada subterránea que cus­todia los sellos de oro remitidos al Vaticano por soberanos de toda Europa. «Son unos ejempla­res únicos, todos ellos repujados», prosigue el restaurador, mientras extrae de un estuche un pergamino del 1 de octubre de 1555 del que pende el emblema del rey de España Felipe II.

El restaurador Maurizio Vinelli trabaja en un mapa del Tíber del siglo XVIII donde aparecen representados los niveles de crecida del río en las secciones de cada uno de los puentes de la Ciudad Eterna.

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El nuncio en Lisboa, preocupado ante las contrariedades a las que se enfrentan las naves portuguesas (y españolas), comunica que el verdadero peligro lo representan los navíos ingleses, y de forma especial, «Francesco Drach» (sir Francis Drake). Desde 1580 Felipe II reina en España y Portugal. La Santa Sede seguirá de cerca las incursiones del corsario inglés y también su viaje de circunnavegación. Drake, considerado un pirata en España y un héroe y caballero en la Inglaterra de Isabel I, dirigirá una serie de expediciones navales destinadas a debilitar la supremacía de la Corona española.

El 29 de julio, el obispo de Caserta comunica al cardenal Scipione Borghese que el pintor Caravaggio no ha fallecido en Procida (un pueblo cercano a Nápoles), sino en Porto Ercole (en la Toscana). La carta narra la muerte, sucedida en extrañas circunstancias y envuelta en el misterio. También informa al cardenal, gran coleccionista de arte y mecenas de Caravaggio y Bernini, de que tan pronto ha tenido noticia del fallecimiento ha intentado averiguar si se han salvado los cuadros, y escribe que solo se han localizado tres en casa de la marquesa de Caravaggio en Chiaia, entre ellos el San Juan y la Magdalena.

1585-1586 Las amenazas del pirata Francis Drake

1610 Acerca de la muerte de Caravaggio

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En un muro de la Sala del Meridiano puede leerse la cita bíblica Ab aquilone pandetur omne malum («De los vientos del Norte proceden todos los males»). La frase parece ser una alusión a los peligros que suponía para el catolicismo la reforma protestante que en pleno siglo XVI prosperaba en los países

1655 La Reina Cristina de Suecia

del norte de Europa. Creada para la observación astronómica hacia 1580, la Sala del Meridiano fue cedida por el papa Alejandro VII a la reina Cristina de Suecia durante su estancia en la Ciudad Eterna, a la que llegó en 1655. Un año antes había abdicado del trono sueco y se había

convertido a la religión católica. Cristina era hija del rey Gustavo II Adolfo, uno de los paladines del protestantismo. Culta, intelectual y protectora de las artes, la reina Cristina mantuvo correspondencia con figuras muy destacadas de la intelectualidad europea de su época.

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Los restauradores Alessandro Rubechini (en la parte inferior de la foto) y Maurizio Vinelli estudian el rollo de 56 metros de longitud que contiene las actas del proceso a los templarios (1309-1311).

Un sello de ochocientos gramos de peso, más de once centímetros de diámetro y siete de grosor. «Se manufacturó con el oro robado a los incas por Francisco Pizarro.»

Bechetti es capaz de identificar los sellos con una facilidad pasmosa y de distinguir si los documentos son auténticos o falsos. Su especia­lidad tiene escasos seguidores: «En Italia, úni­camente se enseña en tres o cuatro universidades». Al margen, claro está, del Vaticano. «Fue el papa León XIII quien abrió el Archivo Secreto a los investigadores en 1881 –cuenta Carboni–, y tres años después fundó la Escuela Vaticana de Paleografía, Diplomática y Archivística. En un principio atraía predominantemente personal eclesiástico, pero en la actualidad los estudiantes son en su gran mayoría seglares.»

En la asignatura anual de iniciación a la archivística se matriculan todos los años 72 alumnos divididos en dos clases.

Casi todos son mujeres. Para acceder se exige una licenciatura en cualquier disciplina y una carta de presentación de un docente universita­rio o de un prelado. El aula en la que se imparten las clases cuenta con puestos informáticos en los cuales los alumnos comienzan a familiari­zarse con los documentos antiguos. «Al principio se asustan –comenta Carboni–. En la primera clase se les pone delante un texto en lengua vul­gar. Con el tiempo comprenden que aquí tienen la oportunidad de practicar con documentos que no encontrarán en ningún otro archivo del mundo. Créame, de aquí salen todos sabiendo leer perfectamente…»

Todos los años se propone a los 15 mejores alumnos del curso para unas prácticas en el Archivo Secreto. Contratar personal nuevo en estos momentos es imposible a causa de la crisis económica mundial, que, según afirman los res­ponsables del Archivo, también se percibe en el Vaticano. «No podríamos pagar a nuevos em ­pleados –sostiene el prefecto–. Nuestros ingre­sos son mínimos: solo un poco de merchandising y algún que otro souvenir que se vende a los turistas.» Tres salas del Archivo, situadas en la primera planta noble, están abiertas al público:

se accede a ellas desde el Salón Sixtino de los Museos Vaticanos. «Ingresamos algo de dinero por las tareas de digitalización o fotocopiado de los documentos que solicitan los estudiosos, pero aparte de eso el servicio que ofrecemos es totalmente gratuito.»

Además de asistir a los eruditos que viajan a Roma, el Archivo cursa todos los días decenas de correos y cartas con solicitudes de todo tipo.

«La novela Ángeles y demonios de Dan Brown y la película basada en ella nos han dado mucho trabajo –bromea Marco Grilli, secretario del pre­fecto–. Hemos recibido cientos de peticiones de visita; la gente cree que va a descubrir aquí vaya usted a saber qué secreto.» Por delante de todo, a años luz de distancia, lo que más se solicita si ­gue siendo lo relacionado con el Santo Grial y los Templarios, con algunas variaciones interesantes.

«Mire, un correo electrónico de hoy mismo –continúa Grilli–. Piden información sobre las cartas de Poncio Pilatos relativas al juicio de Jesús. También hay quien escribe solicitando una cita con el Papa, y otros que lo hacen insultando por el escándalo de los curas pedófilos. Nos tie­nen por destinatarios de toda la corresponden­cia de la Santa Sede.»

También llegan solicitudes concretas, por ejemplo, a propósito de la concesión de títulos y condecoraciones a algún abuelo. Son muchos los que van en pos de credenciales que les fran­queen el acceso a alguna orden caballeresca.

«Una persona envió la foto de un familiar –relata Grilli–. Por lo que escribía, ese pariente debía de tener una relación estrecha con el papa León XIII; quizá fuese un cargo importante de la administración pontificia.» Pero hechas las comprobaciones necesarias se descubrió que el señor en cuestión era «mozo de cámara y limpia-dor privado»: en la práctica, un criado del Papa. Otro pequeño secreto entre los muchos que quizá sigan ocultos en el corazón del Archivo. j

El sigilógrafo trabaja en completa soledad, sin colegas ni colaboradores.