SOCIOLOGÍA POPULAR

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1 SOCIOLOGÍA POPULAR JOSÉ MARÍA CARO RODRÍGUEZ

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SOCIOLOGÍA POPULAR

JOSÉ MARÍA CARO RODRÍGUEZ

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Tapa de la edición original de Editorial Difusión, Buenos Aires.

Colección “Federico Grote” Nº 15

Edición digital de Stat Veritas, febrero del 2014.

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MONS. JOSÉ MARÍA CARO CARDENAL DE LA IGLESIA ROMANA ARZOBISPO DE SANTIAGO DE CHILE El 23 de julio de 1866 nacía en la provincia de Colchagua. República de Chile, quien andando el tiempo ha-bía de ser el primer cardenal de su patria. Resuelto a orientar su vida hacia el apostolado de les almas, in-gresó en el seminario de Santiago a los quince años de edad. Evidenciando dotes excepcionales pira los es-tudios humanísticos y filosóficos, sus superiores le enviaron al colegio Pío Latino Americano de Roma a donde partió en 1887. La ciudad eterna fue testigo de sus triunfos estudiantiles que culminaron con el doc-torado en teología, y de su ordenación sacerdotal que recibió en las navidades de 1890. De regreso a su país tuvo ocasión de demostrar la vastedad de los conocimientos adquiridos durante dos lustros de prolijas in-vestigaciones desde las cátedras de teología, griego y hebreo. Pero agotadas sus fuerzas, hubo de interrum-pir por un año sus tareas docentes, dedicándose a la cura de almas en un humilde pueblecito de benigno clima cordillerano. Restituido a la cátedra, que ejerció durante once años, hubo de abandonarla por disposi-ción de la Sede Apostólica que en 1912 lo elevaba a la dignidad episcopal. En 1926 fue trasladado a la dióce-sis de la Serena y trece años más tarde designado primer arzobispo de la misma. En 1939 tomó posesión de la arquidiócesis de Santiago, a la que gobernó hasta su exaltación al cardenalato, el 23 de diciembre de 1945, digna coronación de una vida sacerdotal consagrada por entero al cuidado pastoral de las almas.

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PRIMERA PARTE

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INTRODUCCIÓN

1. — Importancia de las Doctrinas Sociales

Es cosa que está a la vista el grandísimo interés que despiertan en toda clase de lectores las doctri-

nas so~ cíales. El mundo actual se parece a un mar en tempestad, cuyas aguas agitadas por corrientes y golpes de vientos variados y contrarios hacen penosísima la navegación. ¡Dichosos los navegantes sí cuen-tan con un capitán que conozca las regiones del mar apacible y guíe por ellas su navio!

2. — Hay que ir a los fundamentos de esas doctrinas.

Así como los vientos y los tumbos que azotan un barco no se forman solamente en su alrededor o cercanías, sino que vienen de lejos, así también las agitaciones sociales, las corrientes de opiniones distintas y contrarías que señalan los caminos para dirigir la sociedad humana y los remedios más eficaces para sus males actuales, tienen su origen más allá de la cuestión social misma. Esta no es más que la región en que la humanidad que marcha a sus destinos en pos de sus ideales, las siente con más fuerza y es sacudida por esas corrientes de opiniones con mayores molestias y peligros para su bienestar.

Esto quiere decir que al estudiar las cuestiones so-ciales no debemos fijarnos únicamente en las úl-timas manifestaciones y consecuencias de las opiniones encontradas que agitan nuestra vida social, sino que hemos de estudiar también el fundamento racional, el origen de esas opiniones y el encadenamiento que tienen con todas aquellas doctrinas que influyen en la marcha de nuestra vida terrenal. Si obráramos de otro modo nos pareceríamos a los agrónomos que quisieran sanar los cogollos de los árboles sin atender a mejorar las condiciones de sus raíces y del suelo que los sustenta.

3. — La Cuestión Social no es sólo cuestión económica. Es un error manifiesto el pensar y es un engaño el decir que la cuestión social es puramente econó-

mica, como quien dice, de estómago y de bolsillo. Ella afecta al hombre, y el hombre no es sólo estómago, sino también cabeza y corazón; no sólo es cuerpo y materia, sino también es alma espiritual, con anhelos e ideales que los placeres y bienes del cuerpo no pueden alcanzar. El limitar los remedios a las dificultades económicas de la sociedad actual, y particularmente de los pobres y de los obreros, es mirar solamente un síntoma del mal, sin aplicarle el remedio a sus raíces. Eso suelen hacer los malos médicos, y por eso no cu-ran nunca bien las enfermedades.

La razón es porque el hombre es social no sólo en el campo económico sino también en el religioso, doméstico y político.

Todo esto se irá viendo cada vez más claro al través de la exposición de las doctrinas sociales que me propongo presentar en la forma más breve y clara que me sea posible y, sobre todo, más al alcance de nues-tros obreros, a quienes especialmente dedico este trabajo.

4. —Lo que pido a los obreros No es la primera obrita que en mi interés y amor por ellos les ofrezco en medio de mis múltiples

atenciones y viajes. Tampoco es la primera vez que les pido con instancia, como un retorno y corresponden-cia, que lean, que estudien y mediten lo que lean; que piensen por sí mismos: en esto se distinguirán de las masas inconscientes que se dejan seducir por adulaciones engañosas, que se dejan arrastrar a toda tentativa peligrosa y a veces a todo crimen, porque no piensan por sí mismas, sino que dejan a otros, a veces a hom-bres sin conciencia ninguna, la responsabilidad de sus propios actos, de los cuales serán los que los ejecuten quienes darán cuenta a las autoridades más bien que los que los inspiran u ordenan, que casi siempre que-dan impunes.

Pensar por sí mismo: He ahí lo que pido al que quiera leer este librito. Si no estás dispuesto a hacer-lo, lector amado, déjalo: no es para ti; es para otro que valdrá más que tú, porque ejercitará y aprovechará el don de pensar que tiene,

5. — ¿Para quiénes escribo? Para aquellos que más interesaron a N. S. Jesucristo, el Maestro Divino, es decir, para los que for-

man la multitud, para los que trabajan y sufren, para los pobres y humildes, para los que necesitan de con-suelos y de ayuda material y moral; para todos aquellos que tienen hambre y sed de verdad y de justicia, ya

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sea para su propia satisfacción, ya sea también para ayudar a sus semejantes, haciéndoles ver que la Divina Providencia no lós ha abandonado en sus miserias y que para todas ellas hay óptimos remedios.

Escribo para el pueblo de mi país, al cual pertenezco, y para los pueblos de toda América. Y como es-cribo principalmente para Católicos, voy a ponerles a la vista las Doctrinas Sociales de la Iglesia Católica y sus fundamentos solidísimos y necesarios, sin los cuales no se dará jamás a esas doctrinas todo el valor que tienen.

6. — ¿Por dónde comenzar? Preguntad a un albañil por dónde comienza un edificio, y os responderá que por los cimientos. El

árbol comienza por las raíces; la educación comienza por la consideración del sujeto que hay que educar, de la capacidad que tiene y de las aspiraciones que lo alientan al estudio. El hacerlo de otro modo es comenzar mal. Nuestra educación social es también un edificio que se ha de asentar sobre una base; es un árbol que ha de tener raíces para crecer; es una formación no tan sencilla, como a primera vista pudiera creerse, sino que necesita ideas claras y sólidas sobre el hombre y sobre sus relaciones sociales. Si esas ideas son falsas, como suelen serlo, la educación será mala, el edificio será ruinoso.

He ahí por qué, al estudiar las doctrinas sociales católicas, hemos de comenzar por aquellos conoci-mientos que les sirven de cimiento y de raíz, sin los cuales no lograríamos tener una educación social sólida y provechosa.

La necesidad de esas doctrinas fundamentales para un conocimiento social sólido, aunque elemen-tal, se irá viendo en cada página de este trabajo y se confirmará con más claridad, cuando se consideren las opiniones sociales que prescinden o contradicen esas enseñanzas fundamentales.

7. — ¿Y vale la pena estudiar esas cosas? Sí; vale la pena; porque las doctrinas dirigen los actos y la vida del hombre, y la vida humana, sea del

rico o del pobre, sea del sabio o del ignorante, del hombre maduro o del niño; ya se les considere como ais-lados o como miembros de una familia o de otra sociedad, es cosa digna de toda nuestra consideración, y merece que estudiemos el modo de hacerla menos dura y más feliz.

8. — ¿Qué se entiende por doctrina católica y quiénes son los católicos? Llamamos doctrina católica, en primer lugar, la doctrina solemnemente declarada por la Iglesia

como revelada por Dios; en segundo lugar, la doctrina enseñada auténticamente por los Sumos Pontífices, y en tercer lugar, la doctrina corriente entre doctores o sabios católicos, con aprobación o consentimiento dé la Suprema Autoridad de la Iglesia.

Católico es el cristiano bautizado que profesa íntegramente la fe de la Iglesia Católica y presta obe-diencia de mente y de corazón a las autoridades de la Iglesia, especialmente el Papa, su Jefe Supremo, en las cosas que son de fe, de moral y de disciplina.

La sinceridad y perfección del catolicismo de una persona se mide por la sinceridad y perfección de esa fe y de esa obediencia. Y si una u otra cosa llegan a faltar, en lo que el Papa, con su autoridad de Jefe de la Iglesia declara o manda acerca de las costumbres o disciplina, se deja de ser católico para ser hereje o cismático.

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PRIMERA PARTE DOCTRINAS SOCIALES CATÓLICAS

CAPÍTULO PRIMERO

DOCTRINAS FUNDAMENTALES ACERCA DE LA RELIGIÓN

9. —El porqué de este capítulo. Su división Quizás no faltará quien diga: “¿Qué tiene que ver la Religión con las cuestiones o doctrinas sociales?

¿Por qué se le dedica el primer capítulo de un opúsculo destinado a estas doctrinas?” La respuesta es muy sencilla. Voy a tratar, por una parte, de aquello que más puede contribuir al

bienestar social, a la paz y felicidad de los hombres en este mundo, y, por otra parte, de los medios de que hay que echar mano para alcanzar esa felicidad. Pues bien, hay una diferencia radical de métodos y medios para buscar el bienestar humano y social, según la diferencia de ideas que se tengan acerca de la religión, del origen del hombre y de los bienes de este mundo, del destino final del hombre y del camino y medios proporcionados para conseguirlo. Todo esto es, precisamente, lo que enseña la ciencia de la Religión. Si no lo estudiáramos al comienzo, nos pareceríamos a los que quisieran edificar comenzando por los techos o las paredes, sin poner los cimientos.

Por otra parte, el hombre está destinado, en primer lugar, a vivir en sociedad religiosa con Dios y con sus semejantes, como luego se verá, y si en estas relaciones: sociales no anda bien, es imposible que consiga su perfección y bienestar, ni en esta vida ni en la otra.

10. —En consecuencia, daremos brevemente la enseñanza católica acerca de la Religión, contenida en los; siguientes puntos: I. Dios, la Creación y la Providencia; II. El hombre, su naturaleza, sus facultades, su destino último; III. Los deberes del hombre para con Dios, el culto que debe darle; y IV. Religión Revela-da; Jesucristo Salvador y la Iglesia Católica, fundada por El.

ARTÍCULO I DIOS; LA CREACIÓN Y LA PROVIDENCIA

DIOS. — Hay un Ser Supremo, a Quien llamamos: Dios. Hay un solo Dios verdadero y vivo, Creador

y Dueño del cíelo y de la tierra, todopoderoso, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en entendimiento, en voluntad y en toda perfección; el cual, por ser una sustancia espiritual, del todo simple e inmutable, es en su esencia y realidad distinto del mundo, felicísimo en Sí mismo, inefablemente excelso sobre todo lo que es o puede pensarse fuera de Él.

11. — Algunas pruebas de su existencia Nada hay más absurdo, irracional y anticientífico que la negación de Dios. Las pruebas de la existen-

cia de Dios pueden verse expuestas en forma exuberante en la obra “Dios” del Pbro. D. Julio Restat; pueden verse también en las obras de Apologética o Fundamentos de la Fe, y en forma más breve y popular, en el opúsculo “¿Por qué creo?” Aquí daré sólo un resumen:

Hay orden en el mundo: en el cielo los cuerpos celestes se mueven con leyes tan precisas, que el as-trónomo puede anunciar con exactitud el día, hora y minuto, y también el año y el siglo, en que habrá un eclipse, por ejemplo.

En la tierra, el agricultor siembra su trigo sin temor de que el trigo le produzca papas; siembra su semilla de eucaliptus con la seguridad de que le dará plantas de ese árbol y no bledos o mostazas, a pesar de que la semillas del primero no se diferencia mucho por el tamaño de la de los otros productos.

Aplíquese esto mismo a una infinidad de productos naturales; aplíquese también a todo aquello que el hombre hace confiado en la existencia y seguridad de las leyes naturales, v. gr. en las de la mecánica, de la electricidad, del calor, etc.

Todo esto está diciendo que sobre esta materia, capaz de todas las formas, hay una legislación, hay un orden que dirige nuestra inteligencia para conocer y para aprovecharse de esas leyes y de ese orden. Ahora bien: una ley no se comprende sin un legislador; un orden, por ínfimo que sea, no existe sino donde

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haya una mano inteligente que lo haya dispuesto; un reloj, por ejemplo, no se hace ni camina bien si no hay un buen relojero que lo haya hecho; un automóvil no existe ni camina sí no hay un mecánico inteligente que lo haya fabricado, etc.

El sentido común nos dice que un dibujo cualquiera, la imagen de una hierva, de una flor o planta, de un animal o ave, de un hombre, no se hace sola ni se hace tampoco si una mano y una inteligencia prepa-rada no concurren a hacerla. Y si esas sombras, si esas imágenes exteriores, superficiales, sin vida, sin poder para reproducirse, son y no pueden ser sino obra de una inteligencia, y aun no de cualquiera inteligencia, el mismo sentido común y nuestra razón tienen como una insensatez el pensar que puedan existir los orga-nismos vivos, con toda su complicación de órganos y funciones y con la facultad de reproducirse sin que eso sea la obra de una inteligencia poderosísima, de universal eficiencia, que haya dado sus leyes al cielo y a la tierra. El sentido común, es decir, nuestra razón, puesta al alcance de todos los que no se ciegan volunta-riamente, ven las pruebas de la existencia de Dios en todo lo que está a la vista y al alcance de nuestra ob-servación, en lo grande y en lo pequeño, en lo que está fuera de nosotros y en lo que somos nosotros mis-mos.

12. —Hay en el mundo seres que antes no existían y que comienzan a existir. Eso está a nuestra vista. Todos ios vivientes vegetales, animales, nosotros mismos, hace algún tiem-

po no existíamos y hemos comenzado a existir. También es cosa que está a nuestra vista que todo ser que comienza a existir debe su existencia a la acción de otro ser y eso por una razón muy sencilla y de claro sen-tido común, porque nadie ni nada da lo que no tiene. Nadie ni nada puede obrar antes de existir. Esto nos lleva necesariamente a pensar y a decir que ha habido un Primer Ser que nunca ha comenzado a existir, sino que, por sí mismo tiene la existencia sin haberla recibido de otro ser, y que es la fuente de todo ser y de toda vida que comienza, y sin el cual nada de lo que comienza a existir habría jamás existido. Es claro que si no hubiera habido un primer hombre no habría podido haber un segundo hombre ni un tercero etc. y lo mismo dígase del animal, de la planta, etc. Pero el primer hombre, el primer animal, la primera planta comenzaron a existir, la primera inteligencia que hubo en el mundo, con el hombre, comenzó a existir, y por lo mismo, todos tuvieron que recibir la existencia de un ser que existía y que podía dar la vida y la inteligencia a los seres que la tienen. Y como nadie da lo que no tiene, ni la tierra ni el cielo en sus elementos materiales tie-nen vida ni inteligencia —un día la tierra fué como es ahora el sol, bola de fuego donde no puede haber vida orgánica— ese ser que ha dado la vida y que ha dado la inteligencia, es un ser que está sobre los cielos y la tierra y que no es cuerpo ni materia. Lo llamamos DIOS.

Decir que la vida brotó espontáneamente, sin agente alguno viviente de la tierra, es un absurdo más grande y ridículo que decir que un reloj ha brotado de la tierra sin relojero o que se ha levantado un palacio sin arquitecto ni obrero que lo fabricara.

13.— Hay movimiento en el mundo Lo estamos viendo: hay variadísimo movimiento. Sin embargo, la materia de que está hecho el

mundo está sujeta a la ley de inercia por la cual un cuerpo no puede moverse por sí mismo si no es movido por otro ni modificar el movimiento recibido si no interviene fuerza extraña que lo haga. En esta ley se fun-da la mecánica: ¡Ay del día en que fallara y comenzaran a moverse solos los trenes y los autos o a pararse solas las máquinas! ¿Qué industria, qué cálculo podría quedar en pie?

Por lo tanto, el movimiento en los cuerpos del cielo y de la tierra, por no hablar de otra clase de mo-vimiento que no es simplemente local, como el crecer, el pasar de un acto a otro, del no hacer al hacer algo, etc., el movimiento, digo, existe, porque ha habido un ser que no es cuerpo que ha dado impulso a lo que se mueve, y necesariamente hay que ir a parar a ese ser como Primer Motor inmóvil de todo lo que se mueve, que da el movimiento sin que El lo reciba de otro: DIOS.

No olvidemos nunca esta gran verdad: Nadie da lo que no tiene; nadie puede dar a otro lo que no tiene en alguna forma en que lo pueda dar.

El Presidente de una República no tiene cargo de juez o de intendente, pero tiene una autoridad eminente, en la cual está comprendida la de dar esos cargos.

14.— El consentimiento universal reconoce al Ser Supremo El género humano, salvo raras excepciones, ha reconocido en todo tiempo y en todo lugar la existen-

cia de un ser superior al hombre y le ha rendido adoración. Esa creencia, combatida por los que tienen inte-rés en que no haya Dios para no tener que temer por sus desórdenes morales, se hace más clara y robusta para los que no tienen otro interés que el del bien y de la verdad con los progresos de las ciencias y con el estudio de las razones con que se pretende debilitarla. La historia de la virtud y de la santidad en el mundo es la historia de los que creen en Dios y lo aman y adoran. La historia de los grandes bienhechores, de los

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que padecen y de los que sufren en el mundo, es la historia de los que creen en Dios, y por amor a Él se han consagrado a servir al prójimo necesitado.

Igualmente, aunque no en el mismo grado, la historia de los grandes sabios en el mundo es la de los que creen en Dios. El que quiera convencerse de eso, lea la obra de Eymieu: “La parte de los creyentes en los progresos de las ciencias”.

15. —El testimonio de la conciencia es un reconocimiento de Dios La voz de la conciencia, al reprobar lo malo y aprobar lo bueno, obedece a una ley que el hombre no

se ha dado y que tampoco puede quitarse de encima, ley universal que se deja sentir en todo hombre dotado de suficiente uso de razón, de cualquier tiempo y de cualquier raza que sea. Y esa ley nos confirma en la convicción de que hay un Legislador de toda la creación y en especial del hombre, Ser Supremo: Dios.

16. —Una palabra sobre la Creación Según todos los datos de las ciencias, el mundo actual no ha sido eterno; ha comenzado a existir; de

lo que era ha pasado a ser lo que ahora es, como sucede a los demás seres que existimos en él, a diferencia del Ser necesario, que siempre fué lo que es, y que no está ni puede estar limitado por este mundo que es su obra. La doctrina católica enseña que el mundo fué hecho por Dios sin materia que existiese antes, o sea que Dios hizo todo lo que hay en él, no sólo la forma de las cosas, sino también ese fondo común que llamamos materia. Esto es lo que se quiere significar cuando decirnos que Dios creó el mundo de la nada, que creó el cielo y la tierra. Nosotros, seres creados y limitados en nuestro ser y en nuestro poder, sólo hacemos las formas de las cosas, haciendo todo lo que hacemos de otra cosa que ya existe. Se hace pan de harina, agua, etc.; se hacen muebles de madera, etc. El Evangelio nos pone a la vista un hecho realizado por N. S. Jesu-cristo delante de una gran muchedumbre, que nos hace pensar en la creación. Helo aquí: Con cinco panes hizo saciarse a cinco mil personas ya hambrientas, y sobraron doce canastos de pedazos de pan, es decir, que sobró mucho más pan de lo que había en los cinco panes que partió pata el reparto. ¿De dónde salió tanto pan? No se hizo de harina y agua, lo hizo simplemente con sólo su poder, sin los materiales del pan. Eso es lo que llamamos hacer de nada o crear.

Como los espíritus, por ejemplo el alma del hombre, no tienen materia, no pueden ser hechos de co-sa alguna, sino que son creados de la nada por Dios.

La ciencia atea no tiene nada sólido que oponer a la enseñanza cristiana de la creación del mundo de la nada por el infinito poder de Dios.

17. —La Providencia de Dios y su gobierno en el mundo. Es cosa manifiesta que en la formación y desarrollo de los seres del mundo hay un plan, un diseño,

la intención de conseguir un fin y de que cada ser consiga su fin particular, para lo cual está dotado de me-dios proporcionados. De todo ese conjunto de seres y de fines particulares subordinados entre sí, resulta el orden del universo, y de este orden la manifestación del poder, de la sabiduría y de la bondad del Creador y su gloria, que es el fin universal y supremo de toda la creación.

Dios gobierna a los seres dotados de libertad de modo que obren con conocimiento de lo que hacen y con libertad para hacerlo o no hacerlo, sujetándose libremente a sus leyes; y a los seres que no tienen liber-tad los mueve con leyes y fuerzas que determinan sus actos: el hombre hace sus habitaciones en la forma que elige; la abeja hace sus panales siguiendo siempre el mismo plan; las aves hacen sus nidos sin progreso alguno, etc., etc.; pero todos los seres encuentran en el mundo y en sus fuerzas y leyes lo que necesitan para sus fines propios y para el fin general del mundo.

Dios no ha creado ningún ser sin darle un fin o sin darle los medios para alcanzarlo. Lo que no quie-re decir que nosotros seamos siempre capaces de saber el porqué de todo lo que pasa en el mundo o los mo-tivos que tiene Dios para permitir los males o los fracasos de los seres que no consiguen su fin particular. ¡Cuántos siglos han pasado sin que el hombre ni los sabios se hayan dado cuenta del fin o de la función que tienen ciertos órganos en el cuerpo viviente! Si no sabemos lo que piensa o quiere el hombre que vemos y que es igual a nosotros, ni la razón o motivo por qué obra de un modo y no de otro, es ridículo pretender saber todos los pensamientos y motivos que ha tenido el Ser infinito e invisible, del cual por nuestra peque-ñez intelectual, estamos a inmensa distancia.

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ARTÍCULO II EL HOMBRE; SU ORIGEN, SU NATURALEZA Y DESTINO

18. —La doctrina católica enseña que el hombre ha sido formado por Dios. El cuerpo del primer

hombre formado de la tierra, por Dios, recibió el alma, creada de la nada con su omnipotencia y quedó for-mado el HOMBRE compuesto de cuerpo y de alma racional, a diferencia de los animales brutos, que sólo tienen alma irracional. El hombre, en su alma, espiritual, inteligente, libre e inmortal, lleva la imagen de su Creador, que es el Espíritu, la Inteligencia y la Voluntad libre, infinita y eterna.

Del cuerpo del primer hombre, de su costado, formó Dios el cuerpo de la primera mujer; le dio un al-ma creada de la nada y estableció el matrimonio.

19. —El destino o fin para el cual fué creado el hombre, no es sólo temporal ni material, pues su al-

ma, la parte más noble y principal de su ser, es espiritual y no puede satisfacerse ni perfeccionarse con los bienes materiales, y, por lo mismo que es inmortal, tampoco puede satisfacerle lo que es temporal y acaba con la muerte. Su alma, creada para la verdad y para el bien, no puede tener otro bien supremo y fin último que Dios mismo Verdad y Bien infinito y eterno.

ARTÍCULO III LA RELIGIÓN. EL CULTO DEBIDO A DIOS

20. —Por lo mismo que hay un Ser Supremo, Creador del hombre y de todas las cosas, el hombre

debe reconocerlo como Ser Supremo, Creador y Dueño absoluto de todo su ser y de todo lo que hay en el mundo. Por lo mismo que Dios es Padre del hombre, creado a su imagen y semejanza, el hombre debe amarlo como hijo. Y como Dios es el Supremo Bienhechor del hombre, éste debe darle gracias par sus bene-ficios, y, si le ha ofendido, quebrantado sus leyes, es justo y necesario que el hombre le pida perdón de sus pecados, como es necesario también que, reconociendo en Dios la fuente de todo bien, le pida humildemen-te lo que ve que necesita para cumplir su destino en la tierra y alcanzar su fin último y eterno.

21.—Este conjunto de deberes para con Dios es la Religión. El hombre, por tanto, debe tener reli-

gión, si no quiere desconocer a su Creador. El hombre debe honrar a Dios no sólo en privado, sino también en público; no sólo como particular, sino como miembro de la sociedad doméstica y civil, porque de todos esos modos depende de Dios, necesita a Dios, puede ofender a Dios y recibe beneficios de Dios. Él es quien lo ha creado no como puro espíritu, ni para que viva aislado, sino para que viva en familia y en sociedad, multiplicando sus beneficios bajo todos esos aspectos.

Ese honor por el cual el hombre manifiesta exteriormente sus afectos a su Creador, es lo que se lla-ma culto, el cual debe ser, como se ha dicho, humano, externo y social o público.

ARTÍCULO IV RELIGIÓN REVELADA. LA FE

22. —La doctrina católica enseña que, además del conocimiento que con toda certeza puede el hom-

bre tener de Dios y de sus divinos atributos y obras, por la razón natural, mediante las cosas creadas, como se ha indicado antes (n. 11 y sigs.), Dios ha querido en su bondad y sabiduría, que también lo conozcamos a Él y los decretos de su voluntad por medio de una revelación sobrenatural, es decir, por una manifestación hecha al hombre, distinta de la que se contiene en las obras de la creación y que podemos conocer con nues-tra razón natural. Gracias a esa revelación, podemos, en primer lugar, conocer las cosas que están al alcance de nuestra razón, sin mezcla de errores, y de un modo más fácil y más seguro que el que tenemos usando solamente las luces de nuestra razón natural.

Pero no por esta causa puede decirse que la revelación sobrenatural es absolutamente necesaria, sino porque Dios, en su inmensa bondad, destinó al hombre a un fin sobrenatural, a participar, como hijo adoptivo suyo,» de los mismos bienes divinos, que están del todo fuera del alcance de nuestra razón y fuer-zas naturales, y a los cuales, por lo mismo, no podíamos aspirar como simples criaturas. Y como en todo caso los medios han de ser proporcionados al fin, Dios estableció también medios sobrenaturales para que pudiéramos alcanzar el fin sobrenatural al cual nos destinó. Ese fin y esos medios forman el orden sobrena-tural, del cual no podemos aprovecharnos sin la fe.

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23. —La Fe. Siendo Dios verdad infinita y Dueño absoluto del hombre, debemos a su revelación, a su palabra, el obsequio pleno de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad, creyendo lo que El se ha digna-do revelarnos, y obedeciendo a su voluntad en cualquiera forma, natural o sobrenatural en que la manifies-te. Ese obsequio es la fe. Esta fe, principio de la salvación humana, porque sin ella no podríamos llegar al destino para el cual fuimos creados, es, por consiguiente, una virtud sobrenatural, por la cual, movidos y ayudados de la gracia de Dios, creemos que son verdaderas las cosas reveladas por El, fiados plenamente en la autoridad del mismo Dios que las revela, o sea, por ser Dios quien las dice o enseña.

ARTÍCULO V JESUCRISTO, HIJO DE DIOS

24. —La revelación divina realizada por Dios desde los comienzos del género humano medíante

nuestros primeros padres y muchos de los patriarcas y profetas, tuvo su centro y complemento en JESU-CRISTO, verdadero y único Hijo de Dios, hecho hombre para redimirnos a los hombres del pecado, librar-nos de la condenación eterna merecida por nuestras faltas graves y merecernos la gloria eterna para la cual Dios nos destinó.

25. — Signos de la Revelación Divina. Dios en todo tiempo rodeó su revelación de señales exteriores ciertísimas de su intervención en ella,

de su poder y sabiduría infinita. Estas señales son principalmente los milagros y las profecías, que no pue-den tener, por autor, cuando son verdaderas, sino a Dios. Con ellos nuestra fe es un obsequio razonable y estamos seguros de la verdad de su revelación; ya que siendo Dios infinitamente bueno, sabio y veraz por esencia, no puede engañarse ni engañarnos.

Jesucristo, con esas señales, selladas por su propia resurrección y multiplicadas sin medida, públi-cas, sobre los espíritus y sobre los hombres, hasta resucitar muertos, y sobre la misma naturaleza inanima-da, como el milagro de la multiplicación de los panes y el calmar instantáneamente el viento y el mar albo-rotados, probó abundantísímamente la verdad de su palabra y la divinidad de su persona.

Y esos milagros no ha cesado de hacerlos hasta el día de hoy por medio de sus Santos, con su pre-sencia en el Santísimo Sacramento del Altar y en los Santuarios de la Sma. Virgen, como sucede en Lourdes y en otras partes.

ARTÍCULO VI LA IGLESIA CATÓLICA

26. —Su Fundador fue Jesucristo. El estableció una sociedad perfectamente organizada, con el fin

de continuar en la tierra su misión de salvar a los hombres, es decir, de conducirlos al fin sobrenatural al cual los destinó la bondad divina. Esa sociedad es la Iglesia Católica.

27. —Su Autoridad. Como en toda sociedad bien organizada debe haber Autoridad, la Iglesia tiene la

Autoridad establecida en ella por su Divino Fundador. Jesucristo eligió a los que lo habían de representar en la tierra, en el Gobierno de la Iglesia, y los llamó Apóstoles, a cuya cabeza, como Jefe Supremo de su Iglesia, puso a Pedro. A ellos les dio una triple potestad, independiente de toda potestad humana, y por tan-to, suprema, en lo que toca a la salvación de los hombres, fin último y supremo de su existencia. 1º — la Potestad de enseñar a todos los hombres, con el mandato de ejercerla y la promesa de su asistencia diaria hasta el fin del mundo, junto con la amenaza de condenación para los que no crean esa enseñanza: lo que significa la infalibilidad, la imposibilidad de errar en esa enseñanza asistida por el mismo Jesucristo y por el Espíritu de Verdad. 2º — la potestad de ministerio, para santificar a los hombres con la práctica del culto divino, especialmente con el Santo Sacrificio de la Misa y con los Sacramentos: con el bautismo les dejó el medio de entrar en el orden sobrenatural, haciéndose hijos de Dios por adopción, y de lavarse de sus peca-dos anteriores; con la confesión o penitencia, les dejó el medio de conseguir el perdón de sus pecados come-tidos después del bautismo, y con la Eucaristía les dejó un alimento de la vida sobrenatural, y en los demás sacramentos, fuerzas y auxilios para ayudarles en sus debilidades y necesidades espirituales.

Los Apóstoles y sus sucesores e inmediatos cooperadores, los sacerdotes, quedaron encargados de administrar estos medios de santificación y salvación. 3° —la potestad de régimen o de gobierno, para dis-poner en la Iglesia todo lo necesario o conveniente para que sus hombres consigan su fin. Esa potestad la

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dio Jesucristo a sus Apóstoles con la declaración de que “todo lo que ellos, sus representantes, atasen o desatasen en la tierra sería atado o desatado, es decir, sería ratificado, en el cielo”.

28. —Perpetuidad de la Iglesia. Y para que entendiéramos que su institución era permanente e in-

destructible, para todos los hombres de todos los tiempos, y que los poderes que dejaba a sus Apóstoles eran perpetuos y debían pasar a sus legítimos sucesores, que son el ,Papa y los Obispos, no sólo dijo que los poderes del infierno no prevalecerían contra su Iglesia, sino que al dar a sus Apóstoles el mandato de en-señar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura, les agregó que estaría con ellos hasta el fin del mundo, todos los días, y les prometió que también estaría con ellos eternamente el Espíritu de Ver-dad, para enseñarles y recordarles todo lo que El les había enseñado.

Con esas promesas nos dejó garantida la infalibilidad de nuestros maestros de la fe cristiana. Jesu-cristo y el Espíritu de verdad enseñan con ellos.

29. — La Iglesia Católica es en sí misma un signo de la revelación. En efecto, ella ostenta en sí misma, en su conservación y propagación, a pesar de las violentísimas y

constantes persecuciones que sufre; en su unidad admirable; en su eximia santidad, llevada en muchos de sus miembros hasta el heroísmo; en su fecundidad inagotable en toda suerte de bienes, y en su firme estabi-lidad, en todo eso, digo, ostenta la señal de que no es obra de los hombres, sino de Dios, señal patente a to-do el que no se ciegue voluntariamente para no verla.

30. — Consecuencias importantes. 1º — El hombre es un ser dependiente de Dios, su Creador, tanto en el orden natural como en el or-

den sobrenatural. No sólo de Él ha recibido la existencia, sino que es Dios quien le ha determinado su fin supremo y los medios de alcanzarlo. No podemos dejar a un lado esta consecuencia sin exponernos a errar el camino de nuestra felicidad y perfección última y ser eternamente desgraciados: "¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si al fin pierde su alma?"

2° — El hombre es un ser dotado de alma inmortal, y, por tanto, su existencia no se limita a su vida terrena, ni sus preocupaciones han de tener en cuenta única o principalmente el bienestar terreno, que cuando llega a conseguirse es de tan corta duración.

Proceder de otro modo es olvidar el punto principal de la cuestión social, la condición del hombre. 3º — El Católico, es decir, el que ha abrazado la doctrina de Cristo y se ha sujetado a su voluntad, no

debe olvidar que en la Iglesia está la Autoridad encargada por El para enseñarlo, prepararlo y conducirlo a su definitivo bienestar, y jamás puede creer que los intereses del tiempo estén en oposición con los de la eternidad, ni el verdadero bienestar del cuerpo, con el de su alma.

En ningún campo de acción o de vida deja el hombre de ser la criatura de Dios, el ser dotado de alma inmortal y el cristiano, miembro de la Iglesia de Jesucristo.

31 — ¿Queda o no justificado este primer capítulo? Exponer doctrinas sociales, y exponerlas a los Católicos, dejando a un lado las relaciones primeras

del hombre, que lo hacen entrar en sociedad con Dios mismo y pertenecer a la sociedad fundada por el Hijo de Dios hecho hombre, la Iglesia Católica, que es la sociedad más necesaria, la sociedad universal, perpetua e indestructible, habría sido comenzar con un vacío en lugar de un fundamento sólido.

Tratar de los medios que han de dar bienestar social al hombre, sin dar a conocer los que le han de llevar a su verdadera y eterna felicidad, habría sido una traición y un engaño.

Hablar del hombre y de sus derechos y deberes sociales, en medio de la confusión y desvaríos de opiniones que lo desorientan y extravían, sin indicarle el Magisterio seguro e infalible que Dios puso en el mundo para enseñarle esos derechos y deberes, sería hacer el papel de los que enseñando sus propias opi-niones, lejos de dar la luz y direcciones salvadoras que prometen, no hacen más que aumentar la confusión y las incertidumbres angustiosas que desalientan y arrastran por senderos malsanos y perversos.

He ahí la razón de este primer capítulo.

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CAPÍTULO SEGUNDO LA FAMILIA, EL MATRIMONIO, LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS

32. — La Asociación, medio indispensable para la vida del hombre: El hombre ha sido creado para

vivir en sociedad con sus semejantes; sin el concurso de los demás, ni puede llegar a la vida ni puede desa-rrollar convenientemente su cuerpo y sus facultades ni conseguir bien alguno de importancia. Su propia inclinación, su propia debilidad, su facultad de hablar, con su riqueza de ideas que comunicar a los demás, todo está indicando que el hombre es naturalmente sociable; y esto es tan claro que nadie lo contradice.

Pero, ¿cuáles son las asociaciones más necesarias a la vida humana? Fuera de la Iglesia, sociedad so-brenatural por su origen, por su fin y sus medios, de la cual ya se ha tratado, se presentan como sociedades naturales y necesarias para la humanidad que vive en la tierra la Familia y la Sociedad Civil.

La primera en tiempo y en orden natural es la Familia. Por ella, de nuestros primeros padres, crea-dos por Dios, se conservó y se propagó la vida de los hombres.

ARTÍCULO I LA FAMILIA Y EL MATRIMONIO

33. — ¿Es necesaria la Familia o Sociedad Doméstica? Es necesaria; porque aunque el hombre pueda nacer de padres que no estén unidos por el Matrimo-

nio en sociedad estable, ése no es un modo conveniente ni conforme a las necesidades del hombre. El niño nace como el ser más desvalido de toda la creación y necesita del concurso de su madre en los primeros años de su existencia y sigue durante años formándose para la vida mediante las ternuras y cuidados de la madre y la autoridad y desvelos del padre. La separación de los padres en este tiempo significa o la ruina o una gran falla en su educación y preparación para vivir. Por otra parte, tanto el mutuo amor de padres e hijos, que, por inclinación natural, dura toda la vida, proporcionando a unos y a otros los más nobles y pu-ros goces, como el mutuo amor de los esposos entre sí, que los hace tanto más felices cuanto es más fiel y generoso: todo está in-dicando el designio de Dios, Autor de la naturaleza, que no quiere la unión pasajera entre los progenitores del hombre, sino sociedad estable, fundada en legítimo Matrimonio.

34. — Origen divino del Matrimonio. Habla el Papa Pío XI. “Quede asentado como fundamento firme e inviolable que el Matrimonio no fué instituido ni restau-

rado por obra de los hombres, sino por obra divina; que no fué protegido, confirmado ni elevado con leyes humanas, sino con leyes del mismo Dios, Autor de la naturaleza, y de su Restaurador, Cristo Señor Nuestro; y que, por lo tanto, sus leyes no pueden quedar sujetas al arbitrio de ningún hombre, ni siquiera al acuerdo contrario de los cónyuges. Esta es la doctrina de la Sagrada Escritura, ésta es la constante tradición de la Iglesia universal, ésta la definición solemne del Concilio de Trento, el cual, con las mismas palabras del tex-to sagrado expone y confirma que el perpetuo e indisoluble vínculo del matrimonio, su unidad y estabilidad tienen por autor a Dios”. (Encíclica “Casti Connubii”, 31 Diciembre 1930).

35. — La voluntad humana tiene en el Matrimonio su parte nobilísima: 1º, escoge el estado de matri-

monio; 29, elige la persona con quien ha de casarse; y 3º, con el mutuo consentimiento, prestado en las condiciones exigidas para su validez por la autoridad competente, hace el matrimonio, que, como todo con-trato, se realiza por voluntad de ambos contrayentes.

Pero, una vez contraído, queda el matrimonio sujeto, no a la voluntad de los que se han casado, sino a las leyes y propiedades esenciales que Dios le ha dado, y en las cuales sólo puede intervenir la voluntad de Dios, o la de los que en esta materia lo representan.

36. — El Matrimonio Sacramento. N. S. Jesucristo elevó el contrato natural del matrimonio a la

dignidad de Sacramento, es decir, hizo de él un símbolo sagrado y eficaz de la gracia que está destinado a producir en las almas debidamente dispuestas. Significa la unión de Cristo con la Iglesia y significa y produ-ce la gracia mediante la cual los casados que no le ponen obstáculo participan de esa unión como miembros vivos de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.

El sacramento no es, pues, la ceremonia o bendición nupcial, sino el mismo contrato matrimonial, expresado por personas hábiles y con las condiciones de validez exigidas por la legítima autoridad.

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37. — La Autoridad legítima en el Matrimonio. Esa Autoridad para legislar y juzgar sobre el Matri-

monio de los Cristianos es la de la Santa Iglesia, a la cual confió N. S. Jesucristo todo lo relativo a los Sa-cramentos y a la moral.

Por tanto, “entre cristianos cualquiera otra unión de hombre con mujer, fuera del sacramento, efec-tuada aun en virtud de cualquiera ley civil, no es sino torpe concubinato, condenado grandemente por la Iglesia” (Pío IX, Aloc. 27 de Septiembre 1852).

Por lo mismo, entre cristianos no hay matrimonio sin sacramento ni sacramento sin matrimonio le-gítimo.

38. — Incumbencia de la Autoridad Civil. A la Autoridad Civil le corresponde legislar sobre los efec-

tos civiles y secundarios del matrimonio. El cristiano está gravemente obligado, en consecuencia, a inscribir su matrimonio en el Registro Civil —dentro de los ocho días siguientes a su celebración, según el artículo 43 de la ley 4808— y no puede casarse con una persona por la Iglesia y con otra por el Civil.

39. — Bienes y Propiedades del Matrimonio. Tres son los bienes del Matrimonio: la Prole, la Fidelidad y el Sacramento. 1º — El Matrimonio tiene

por fin principal procrear hijos y educarlos: ése es su primer bien; 2º — los esposos deben guardarse mutua e inviolable fidelidad, dentro de la unidad del Matrimonio, que es una de sus propiedades, pues no puede haber matrimonio a la vez sino de un solo hombre con una sola mujer; 3º — la razón de Sacramento o signo sagrado, como ya se ha dicho (Nº 35), en el matrimonio de los bautizados, que, cuando se ha hecho uso de sus propios derechos, lo hace tan indisoluble como es indisoluble la unión mística de Cristo con la Iglesia, que representa.

La indisolubilidad es, por tanto, la segunda propiedad del matrimonio, la cual en el caso que se aca-ba de decir es absoluta.

40. — Las profanaciones del Matrimonio. Según lo que se acaba de decir, es pecado contra la santi-

dad del matrimonio todo lo que se haga contra esos tres bienes, los hijos o la prole, la fidelidad y el sacra-mento. N. S. Jesucristo condenó expresamente el divorcio, declarando que el que repudia a su mujer y se junta con otra comete adulterio, y lo mismo dice de la mujer repudiada (Marc. X, 11-12).

41. — Dios Autor de la Familia o Sociedad Doméstica: Siendo Dios Autor del Matrimonio, que es la

fuente humana de la Familia, El es también el Creador de la misma; pues ha dado todos sus elementos y leyes esenciales. El crió al hombre y a la mujer con aptitudes para tener hijos; El los bendijo, dándoles el mandato de crecer y multiplicarse y de llenar la tierra (Génesis, I, y II); El ha impreso en el corazón de los padres el cariño y la solicitud por los hijos y la ley de educarlos y corregirlos, y de dirigirlos al fin último del hombre, que es el mismo Dios (Nº 19); El ha impreso también en los hijos la ley de honrar a sus padres, correspondiéndoles con amor, respeto, obediencia y gratitud.

ARTÍCULO II LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS Y LA IGLESIA

42. — ¿A quiénes pertenece la Educación? Responde el Papa Pío XI: “La educación, que abarca todo

el hombre, individual y socialmente, en el orden de la naturaleza y en el de la gracia, pertenece a estas tres sociedades necesarias (Familia, Estado, Iglesia), en proporción correspondiente, según el presente orden de Providencia establecido por Dios, a la coordinación de los respectivos fines” (Encíclica “Divini Illius Magis-tri”, Diciembre 31 de 1929).

43. — El deber y el derecho de la Iglesia en la educación: Prosigue el Papa Pío XI, en la misma Encí-

clica: “A la Iglesia pertenece la educación de un modo supereminente, por dos títulos de orden sobrenatu-ral, conferidos exclusivamente a ella por el mismo Dios y, por tanto, absolutamente superiores a cualquier otro título de orden natural”. Estos títulos son: 1º el mandato expreso y la autoridad suprema recibidos de Jesucristo para enseñar a todas las gentes hasta el fin del mundo (Nº 27), y el segundo es “la maternidad sobrenatural con que la Iglesia, Esposa Inmaculada de Cristo, engendra, nutre y educa las almas en la vida divina de la gracia, con sus sacramentos y su enseñanza” (Encícl. cit.).

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44. —La Autoridad de la Iglesia para enseñar es infalible y suprema. En el objeto propio de su misión educativa, a saber, “en la fe y en la enseñanza moral, Dios mismo ha

hecho a la Iglesia partícipe del Divino Magisterio y, por beneficio divino, inmune de error; de modo que es maestra suprema y segurísima de los hombres y le es connatural el inviolable derecho de libertad de magis-terio” (Enc. Libertas, León XIII).

“Y por consecuencia necesaria, la Iglesia es independiente de cualquiera potestad terrena, así en el origen como también en el ejercicio de su misión educativa, no sólo respecto a su objeto propio, sino tam-bién a los medios necesarios para cumplirla” (Pío XI, Enc. “Divini lllius Magistri”).

45. — Alcance de los derechos educativos de la Iglesia. La Iglesia tiene el derecho de enseñar por sí

misma todas las verdades religiosas y morales, así como las materias filosóficas, históricas, sociales, rela-cionadas con el dogma y la moral.

“Respecto a todo otro repudio y enseñanza humana, que en sí considerada es patrimonio de todos, individuos y sociedades, la Iglesia tiene derecho independiente de usar y principalmente de juzgar acerca de si puede ser auxiliar o contraria a la educación cristiana. Y esto, sea porque la Iglesia, como sociedad perfec-ta, tiene derecho a los medios que le llevan a su fin, sea porque toda enseñanza, lo mismo que toda acción humana, tiene necesaria razón de dependencia del último fin del hombre y por lo tanto, no puede sustraerse a la norma de la ley divina, de la que la Iglesia es custodio, intérprete y maestra infalible.

“Por lo tanto, la Iglesia no sólo puede fundar y tener escuelas, colegios y Universidades propias, co-mo lo ha hecho en todos los siglos hasta el presente, sino que puede vigilar sobre toda la educación de sus hijos, los fieles, en cualquiera institución pública y privada, no solamente respecto a la enseñanza religiosa allí dada, sino que respecto a toda otra ciencia o disposición, en cuanto tengan relación con la religión y la moral” (Pío XI, Encícl. Cit.).

Usando de ese derecho, la Iglesia condena la educación sexual en la forma perniciosa en que suelen darla pedagogos modernistas; condena también en las jóvenes ejercicios físicos que no respetan el pudor y la modestia cristiana; condena el envío de niños católicos a escuelas neutras o hereticales, etc.

ARTÍCULO III

DEBERES Y DERECHOS DE LA FAMILIA EN LA EDUCACIÓN 46. — Habla el Papa Pío XI: “La Familia tiene directamente dada por el Creador la misión y, por

consiguiente, el derecho de educar a la prole; derecho inalienable, porque está inseparablemente unido con la estricta obligación, derecho anterior a cualquier otro derecho de -la sociedad civil y del Estado, y, por lo tanto, inviolable de parte de toda potestad terrena” (Enc. “Divini Illius Magistri”).

“Los padres están gravemente obligados a cuidar con todas sus fuerzas la educación religiosa, moral, física y civil de la prole y a mirar asimismo por el bien temporal de la misma prole” (Canon 1113 del Cód. de Derecho Canónico, cit. por Pío XI).

47. — Relación de la Escuela con los padres. “La Escuela tiene por fin completar esta obra educado-

ra de los padres y suplirlos en la enseñanza, en cuanto sea necesario. El maestro es, pues, por su función propia, delegado de los padres, y no puede invocar en materia de educación pretendidos derechos que se hallen en oposición con los derechos de los padres”. (Código Social de Malinas).

Los derechos de los padres no son absolutos. Se armonizan con los derechos de la Iglesia y del Esta-do (Cód. Cit.).

ARTÍCULO IV DEBERES Y DERECHOS DEL ESTADO EN LA EDUCACIÓN

48. — Aunque la educación no pertenece a la sociedad civil del mismo modo que a la Iglesia y a la fa-

milia, por razón de paternidad, sin embargo, por razón del bien común, que el Estado debe procurar, le co-rresponde en la educación:

1º El derecho y el deber de proteger los derechos de los padres y de la Iglesia, no absorberlos o ami-norarlos.

2º Proteger el derecho de la prole, cuando por cualquier causa, fallase la obra de los padres. 3º Suplir y completar lo que la familia, por ser sociedad imperfecta, no puede proporcionar; y

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4º En general, no sólo proteger, según las normas de la recta razón y de la Fe la educación moral y religiosa de la juventud, quitando las causas contrarias a ella, sino promover de muchos modos la educación e instrucción de la juventud con toda clase de cultura, física, intelectual y moral, y preparar especialmente para diversos servicios necesarios o convenientes al bien común, como militares, marinos, pedagogos, mé-dicos, ingenieros, abogados, etc.

Los derechos y deberes de la Iglesia, de la familia y del Estado pueden y deben armonizarse para que den el mejor resultado para la educación misma y para el orden social: “Cuanto más el gobierno temporal se coordina al espiritual y más lo favorece y lo promueve, tanto más concurre a la conservación de la Repúbli-ca. A su vez, mientras el superior eclesiástico procura formar un buen cristiano con la autoridad y medios espirituales, según su fin, procura al mismo tiempo, por consecuencia necesaria, hacer un buen ciudadano, como debe ser bajo el gobierno político”. (Card. Silvio Antoniano cit. por Pío XI, Encícl. citad.).

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CAPÍTULO TERCERO LA SOCIEDAD CIVIL Y SU AUTORIDAD

ARTÍCULO I ORIGEN DE LA SOCIEDAD CIVIL Y DE SU AUTORIDAD. SUS ATRIBUCIONES

49. — Origen de la Sociedad Civil. La Sociedad Civil, como el hombre y como la Familia, tiene su

origen en Dios. El Creador es quien ha dado al hombre sus aptitudes tan diversas que sólo pueden aplicarse convenientemente en la sociedad: El le ha puesto también en su naturaleza la propensión a buscar en los demás y a prestarles a su vez el intercambio de servicios y la diversidad de funciones capaces de procurar la felicidad y perfección posibles en esta vida terrenal, bien común anhelado por todos, y bien imposible de alcanzar por cada hombre, si en alguna medida no es también conseguido por los demás. Sin la cooperación social, el hombre habría quedado siempre al nivel de los simples salvajes.

50. — Autoridad. Para que la cooperación humana sea verdaderamente eficaz y se mantenga dentro

del orden y de la paz, bases de todo bienestar, es preciso que haya autoridad, que la dirija, que mueva a los hombres al fin común y conserve el orden.

Así como el asociarse es una necesidad impuesta a los hombres por la naturaleza, del mismo modo la autoridad necesaria para que la sociedad consiga su fin es de origen natural.

Su existencia y alcance depende del Creador, que por lo mismo que creó al hombre para vivir en so-ciedad, dispuso también el elemento esencial de ella, sin la cual ésta sería inútil o perjudicial.

51. — La medida de las atribuciones de la Autoridad no depende del arbitrio de los que la ejercen, ni

tampoco de los hombres asociados, sino de su origen y de su fin. Por lo mismo que viene de Dios, no puede haber autoridad para mandar legítimamente algo contra las leyes divinas, naturales o reveladas, ni contra las leyes de la Iglesia Católica, que recibió de su Divino Fundador la misión de procurar a los hombres el fin supremo de su eterna felicidad, fin muy superior al de la sociedad civil, que es sólo el bienestar temporal de los mismos.

52. — Como el hombre busca en la sociedad su perfección, la protección de sus derechos y la ayuda

para cumplir sus deberes, tampoco puede haber autoridad legítima que le desconozca o atropelle sus dere-chos naturales, que le estorbe o prohíba el cumplimiento de sus deberes o le haga daño en sus justas aspira-ciones de perfección.

Todo ello sería abuso de la fuerza, no uso de la autoridad. 53. — Tampoco sería suficiente una autoridad diminuta, que no pudiera dar leyes convenientes al

bien común, que no pudiera promoverlo o no tuviera cómo mantener el orden. Sería un medio despropor-cionado a su fin, y siendo establecido por Dios, no está en mano del hombre el hacerlo ineficaz, como tam-poco está en su mano el ponerlo en contradicción con la voluntad divina o ley natural, de donde emana la autoridad, o el hacerlo perjudicial para el fin para el cual Dios lo ha destinado.

La voluntad divina ha dejado a la voluntad de los hombres la elección de la. forma de autoridad que más les convenga, según los tiempos y circunstancias, para la sociedad civil. Todas ellas, siendo justas y manteniéndose dentro de la órbita de sus atribuciones, en la forma en que se acaba de indicar, son legítimas y los miembros de la sociedad deben obedecer a esas autoridades, porque existen y tienen derecho a man-dar por disposición divina.

“El que resiste a las legítimas autoridades, resiste a lo ordenado por Dios”, dice San Pablo (Romanos XIII, 2).

Los gobernantes pueden ser elegidos por el pueblo; pero la autoridad que ejercen no la reciben de sus electores, sino de Dios.

ARTÍCULO II RELACIONES DE LA IGLESIA Y EL ESTADO

54. — La Iglesia y el Estado son dos Sociedades perfectas e independientes, cada una en orden a su

fin.

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La Iglesia procura al hombre la vida sobrenatural de la gracia en la tierra y de la gloria del cielo, de la cual la primera no es más que medio y preparación.

El Estado procura a los hombres la paz y el progreso temporales. Ambas potestades disponen de los medios para conseguir cada cual su fin. Por tanto, el Estado no puede ejercer su potestad para legislar o juzgar sobre religión, culto, moral, o

régimen eclesiástico, ni puede impedir a la Iglesia el ejercicio de su magisterio, que por mandato divino, se extiende a todas las gentes, y especialmente a los niños y jóvenes católicos.

Tampoco la Iglesia debe intervenir en cosas mera-mente políticas o de puro interés temporal. 55. — En las materias mixtas, es decir, de interés religioso y eterno a la vez que temporal, como en el

matrimonio, en la educación, etc., lo razonable es que ambas potestades procedan de acuerdo respetándose recíprocamente sus derechos, pues, en ningún caso es razonable el producir conflictos en la conciencia del individuo y obligarlo a desobedecer en aquello que reconoce deber obediencia.

La Iglesia ha hecho esos acuerdos, o concordatos, con todo gobierno de buena voluntad no sólo en países católicos, sino también en países no católicos.

En los países católicos, el régimen más razonable y más benéfico, tanto a los súbditos comunes de ambas potestades, como a las potestades mismas, es el de la unión de la Iglesia y del Estado.

56. — La separación se justifica sólo por la necesidad de evitar males mayores, cuando son verdade-

ros y no ficticios. La razón es esta: Es justo y razonable que la Potestad Civil reconozca a Dios como fuente de toda autoridad, de todo bien y especialmente del bien social que ella tiene a su cargo.

Es justo y razonable que en un país católico, el Estado como tal reconozca la autoridad de Jesucristo y de su Iglesia y rinda el homenaje que debe a Dios en conformidad a la Religión Católica y en unión con la Iglesia que tiene a cargo el culto religioso.

57. — Siendo la Religión Católica el más fuerte sostén del orden social, de la moralidad privada y pú-

blica y por lo mismo del más sólido bienestar y paz, es justo y razonable que la sociedad y el Gobierno se empeñen en defenderla, propagarla y fomentar su práctica, con el ejemplo y con las leyes, y evitar todo lo que pueda serle contrarío, como lo es el conceder en un país católico iguales derechos a otros cultos; lo que siempre es semilla de desunión, de indiferentismo y de consiguiente inmoralidad.

La Iglesia, destinada a vivir y a ejercer su misión entre los hombres y en este mundo, en virtud de la potestad suprema, recibida de su Divino Fundador para cumplir esa misión, tiene derecho propio y pleno a poseer los bienes temporales, propiedades, instituciones, servicios, etc. que ella estima necesarios o conve-nientes para su fin.

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CAPÍTULO CUARTO

LA CUESTIÓN SOCIAL

ARTÍCULO I ¿QUIÉNES DEBEN INTERVENIR EN LA CUESTIÓN SOCIAL?

58. — ¿Qué se entiende por Cuestión Social? De muchos modos suelen definirla; pero me contentaré

con dar una definición que comprende las demás: “Es el conjunto de males que sufre la clase trabajadora en el orden religioso, moral, económico y político, y la búsqueda de los remedios que se les han de aplicar”. Es claro que al hablar de la clase trabajadora no se pretende limitar la cuestión social solamente a los obreros, aunque ellos sean los más afectados e interesados en ella, sino que se comprende a todos los que con su tra-bajo se ganan su sustento, como los empleados, y aun a los que sin serlo se ven en la miseria o angustia a causa del malestar o del desorden común de la economía.

59. — En la Cuestión Social interviene en primer lugar la Iglesia; porque en la Cuestión Social tiene

el primer lugar el aspecto religioso y moral, que ella tiene a su cargo por mandato divino. No hay actividad o relación humana alguna que no esté sujeta a la ley moral y que no deba subordinarse al fin último del hom-bre.

Fuera de eso, las gravísimas perturbaciones producidas en el campo económico-social deben su ori-gen principalmente a la falta de observancia de las leyes fundamentales para la pacífica convivencia de los hombres, la justicia y la caridad.

Y la Iglesia interviene especialmente mediante sus enseñanzas, declarando cuáles son los deberes y cuáles los derechos de los distintos agentes que intervienen en las relaciones de unos con otros. Lo hace también con obras encaminadas a remediar los males y aun trabajando sin cesar por la reforma de las cos-tumbres, cuyo desorden es causa grandísima de todo malestar social.

60. — En segundo lugar debe intervenir el Estado, a quien toca promover el bien común y de un

modo especial atender a los más necesitados y desvalidos, que son los pobres y las clases trabajadoras, las cuales, por su parte, son las que con su trabajo labran principalmente la riqueza y prosperidad de las nacio-nes.

Ese mismo bien común exige que el Estado no tome sobre sí aquellas actividades o empresas que pueden hacer los individuos o grupos de individuos. También le exige no observar la actitud de dejar hacer y de dejar pasar, esperando que las cosas se remedien solas como resultado de la lucha de intereses y de clases.

61. — La intervención del Estado se hará por medio de leyes, por el apoyo prestado a las empresas

particulares, por la creación de agrupaciones sociales y, en general, evitando todo lo que perturbe la buena armonía o dañe los derechos de unos a causa de la astucia, fraude o preponderancia de los otros. El bien común le indicará las medidas que deba tomar según las circunstancias, que son muy variables.

Señalando detalles, al Estado le toca legislar sobre el trabajo de mujeres y menores, apartando lo que pueda dañar al obrero y especialmente a mujeres y niños en su salud física y en su bienestar moral.

Al Estado le toca, cuando lo pide el bien común, procurar que se cultive la tierra y se siembre lo sufi-ciente para que no falte al pueblo cómo vivir. A él le tocará dividir las grandes propiedades, mediante justa indemnización a sus dueños, cuando eso sea necesario para el bien general, etc.

Al Estado le toca el cuidar y promover la moralidad y la religión, bases necesarias del orden social. 62. — En tercer lugar, en la cuestión social deben intervenir las partes interesadas, con la concien-

cia de sus responsabilidades y con sincero anhelo de justicia y sentimiento vivo de amor fraternal hacia sus semejantes; sin dejarse llevar por la codicia o el egoísmo, que los inclina a exigir para sí más de lo que les corresponde en la producción o utilidades de las empresas.

Para obrar con mayor acierto y justicia, es conveniente la asociación, tanto de los trabajadores como de los patrones, y la constitución de Consejos mixtos, que resuelvan las dificultades, eviten los conflictos y mantengan la buena armonía, que es fuente de prosperidad en las empresas o trabajos.

La justicia y la caridad cristianas deben ser siempre el alma inspiradora de las partes interesadas en la Cuestión Social.

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ARTÍCULO II LA PROPIEDAD PRIVADA Y SU USO

63. — Legitimidad de la Propiedad Privada. “Los bienes materiales de este mundo están destinados

por la Divina Providencia, en primer lugar, a la satisfacción de las necesidades esenciales de todos”. “La apropiación de la tierra y de los instrumentos de producción es legítima, porque es conforme a la

naturaleza humana, y porque, en general, este régimen asegura mejor que cualquier otro la utilización uni-versal de los bienes materiales”. (Cód. Soc. de Malinas).

En consecuencia, el hombre tiene derecho a usar de los bienes de este mundo como dueño de ellos, no sólo de un modo transitorio en el momento de consumirlos, aquellos que sirven para su sustento, sino como propietario, con derecho personal y exclusivo respecto de los demás hombres, y con propiedad estable de la tierra y de otros bienes muebles o inmuebles.

Este derecho se actúa o ejercita, originariamente, o por vez primera, mediante la ocupación de lo que a nadie pertenece, y se consolida con el trabajo o especificación; lo que se aplica tanto a la tierra como a otros objetos, v. gr. animales, minerales, piedras preciosas, maderas, etc.

64. — Así como, ocupando lo que a nadie pertenece, el hombre no hace injuria a nadie; así quitán-

dole lo que en esa forma ha hecho suyo y en lo cual ha puesto parte de su personalidad, ejercitando su acti-vidad, se le infiere una injuria. Es, pues, injusto privarlo de lo que mediante su actividad ha hecho suyo.

Además, los bienes de la tierra son para satisfacer las necesidades del hombre; pero las necesidades del hombre, ser racional y libre, no son como las de los animales, pues, con su previsión, el hombre abarca las necesidades futuras, no sólo las corporales, no sólo las personales, sino también las intelectuales y las de su familia. Para eso cuenta con su trabajo y con los bienes materiales; sino los pudiera hacer suyos median-te una propiedad estable, no podría proveer, en conformidad a su condición de ser previsor, a sus necesida-des y a las de su familia. Su misma naturaleza le indica el medio de proveer a ellas y lo faculta para ello.

65. — Sin la propiedad estable y el derecho de testar y heredar, se quita el principal estímulo para el

trabajo; y por consiguiente, se deja a un lado un medio ordenado por la Providencia para que la tierra pro-duzca lo suficiente para que todos vivan.

Nadie quiere trabajar para otros; nadie ve con agrado que vengan otros a llevarse el fruto de su tra-bajo y, precisamente, alegando esto mismo, los Socialistas y Comunistas quieren reformar a su modo el mundo, a fin de que nadie explote a otro enriqueciéndose con el trabajo ajeno.

Por último, quitando al hombre el derecho de propiedad privada, se le quitan no sólo las iniciativas para el trabajo y estímulos para cooperar al progreso y bienestar general, sino que se le priva de su libertad para ejercitar su actividad, y todos quedan reducidos a la condición de esclavos de un gran amo sin entra-ñas, peor que cuantos amos han tenido jamás las peores esclavitudes.

Esto por lo que toca al Socialismo y Comunismo que aspiran a suprimir la propiedad privada. 66. — Derecho inviolable. Este derecho de propiedad, siendo natural, es inviolable. No puede ser

suprimí-do por el Estado ni directa ni indirectamente, por medio de impuestos excesivos, como lo preten-den el Comunismo y el Socialismo o Colectivismo.

67. — El derecho de dejar bienes a los herederos. Consecuencia de ese derecho de tener propiedad

privada, es el de Herencia, o sea la facultad de disponer, por testamento, de los bienes propios, y la de here-dar ab intestato la familia del propietario que no testó. “El estado, sin atentar gravemente contra el interés social y sin quebrantar los derechos inviolables de la familia, no puede suprimir directa o indirectamente la herencia” (Cód. Social de Malinas).

68. — Al Estado toca legislar sobre el uso de la Propiedad. A la autoridad pública, guiada siempre

por la ley natural y divina e inspirándose en las verdaderas necesidades del bien común, le toca determinar lo que es lícito o ilícito a los poseedores en el uso de sus bienes.

Es evidente, con todo, que el Estado no tiene derecho para disponer arbitrariamente de esa función. Siempre ha de quedar intacto e inviolable el derecho de poseer privadamente y de trasmitir los bienes por medio de la herencia es derecho que la autoridad pública no puede abolir, porque “el hombre es anterior al Estado”, y también “la sociedad doméstica tiene sobre la sociedad civil prioridad lógica y real”.

69. — En cuanto al uso de la propiedad privada, la doctrina Católica enseña, en primer lugar, que

“el derecho de propiedad se distingue de su uso”, de modo que el derecho de propiedad no se pierde por el

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mal uso o abuso que se haga de ella; y que es mandato de la justicia el respetar el derecho ajeno, mientras que es mandato de la caridad o de otras virtudes el hacer buen uso de la propiedad.

70. — La propiedad privada no es una simple función social, pero sí tiene una doble función o ca-

rácter, individual y social; porque debe servir, según las miras de la Providencia divina, para satisfacer las necesidades personales y de familia del propietario; y al mismo tiempo debe servir al bien general y esencial para el cual han sido destinados los bienes de este mundo; es decir, debe servir también para ayudar a satis-facer las necesidades de los demás.

Esta función social se cumple, en primer lugar, ejercitando la caridad para con los necesitados, de lo que sobra, satisfechas las necesidades y el decoro del Estado: gravísima obligación que pesa sobre los ricos y de la cual se les tomará rigurosa cuenta el día del juicio; en segundo lugar, se cumple la función social con-tribuyendo al bien común: con el pago de los impuestos o contribuciones decretadas por el Estado, que tie-ne a su cargo el bien común; en tercer lugar, se cumple la función social llevando a cabo o contribuyendo a ejecutar obras de cultura y progreso, beneficencia, v. gr. hospitales, colegios, etc., obras en las cuales se pro-porcione trabajo a los que lo necesitan. Esa función social se cumple también en la Iglesia contribuyendo con limosnas, con el pago de derechos y contribuciones impuestos por ella con el nombre de “diezmo”, o “dinero del culto”, primicias etc., al bien general de la Sociedad Católica.

71. — La Propiedad Privada es convenientísima para el bienestar particular y social: cuanto más

se multiplique, mejor. Es consecuencia de lo que se acaba de decir: 1º El hombre ordinariamente cuida más de las cosas propias que de las comunes. 2º El hombre siente más estímulo para trabajar y hacer adelantos en lo propio que en lo común o ajeno y tanto más cuanto más seguro está de que ha de gozar los frutos de su propio trabajo y de poder transmitirlos a sus hijos. 3º El propietario tiene su libertad más garantida y más firme su bienestar para hacer frente a los períodos de crisis que suelen desconcertar y dejar sin hogar y sin trabajo al que no tiene propiedad. 4º Es natural que en tales condiciones, siendo propietario, viva más tran-quilo y alejado de movimientos subversivos que lo dañarían a él y a la sociedad en que vive.

72. — La Renta Libre. “Por otra parte, tampoco las rentas del patrimonio quedan en absoluto a

merced del libre arbitrio del hombre; es decir, las que no le son necesarias para la sustentación decorosa y conveniente de la vida. Al contrario, la Sagrada Escritura y los Santos Padres, constantemente declaran, con clarísimas palabras, que los ricos están gravísimamente obligados por el precepto de ejercitar la limosna, la beneficencia y la magnificencia.

El que emplea grandes cantidades en obras que proporcionan mayor oportunidad de trabajo, con tal que se trate de obras verdaderamente útiles, practica de una manera magnífica y muy acomodada a las ne-cesidades de nuestros tiempos la virtud de la magnificencia, como se colige sacando las consecuencias de los principios puestos por el Doctor Angélico”. (“Quadragesimo Anno” Pío XI).

ARTÍCULO III EL CAPITAL

72 bis. — ¿Qué es el Capital? Por este nombre se entiende todo bien económico aplicable a la pro-

ducción. Así abarca todo lo que sirve para producir nuevos bienes o riquezas, como las provisiones y demás cosas necesarias para mantener al trabajador durante la producción; las materias primas, de que se hacen los productos; las fuerzas naturales o industriales; las máquinas e instrumentos; las riquezas naturales, minas, fuentes, etc.; las tierras de cultivo, construcciones industriales; el dinero y derecho a servidumbres, etc. (Llovera).

73. — Legitimidad del capital. Lo que se ha dicho antes acerca de la legitimidad de la propiedad pri-

vada, sea ésta destinada solamente a su uso y goce, sea destinada a nueva producción y forme lo que se lla-ma capital, justifica el capital privado, pues no es más que una forma de la propiedad privada. Para com-prenderlo mejor se pondrán a continuación algunos ejemplos:

74. — ¿Puede uno formarse capital privado sin explotación de otros hombres? Es evidente que

puede. Un pirquinero afortunado dio con una veta en la mina, que antes trabajaba por sí mismo y con algún hijo o asalariado casi sin resultados, y comenzó a sacar veinte, treinta mil pesos diarios (histórico). Natu-ralmente se formó capital sin explotar a nadie.

Entre los trabajadores de las Oficinas Salitreras ha habido también algunos que, midiendo sus gas-tos durante algunos años, han podido venirse a la zona agrícola con algunos miles de pesos y han comprado

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un pedazo de terreno que han cultivado y agrandado con trabajo tesonero y a fuerza de economías en sus gastos, llegando también a formarse un capital, fruto de esas economías y de ese trabajo. Los compañeros, en lugar de hacer otro tanto, gastaron su dinero en licor, diversiones y juegos. Ese capital no es fruto de la explotación.

Una mujer tomó un número de la lotería nacional, autorizada por las leyes, y le tocó el gordo, que fué también para ella un capital.

Un agricultor, al cabo de años de perseverante trabajo y de vida económica y modesta, ayudado de sus hijos, tuvo buena cosecha un año y otro año, en que los precios eran buenos, y quedó con dinero sobran-te que le sirve en adelante de capital para ampliar sus trabajos, como un modesto capitalista. Tampoco ha explotado a nadie.

Un empleado que vive con modestia, sin vicios, evitando gastos innecesarios, con sus ahorros se compra una casa, una propiedad, que le ayuda, después de algún tiempo, a comprarse otra y después otra, que paga con los intereses de las primeras, y llega a formarse también algún capital.

Un explorador, después de vagar con inmensos sacrificios por los desiertos del norte, encuentra una rica mina de oro u otros metales, que hace suya en conformidad a las leyes, y la explota o vende, sacando de ella un capital.

Un estudioso descubre una ley, un aparato de gran utilidad, y lo patenta, y naturalmente se enrique-ce y forma capital, que emplea en nuevos inventos o mejoras.

¿Quién dirá que el capital o riqueza es fruto de la explotación ajena en esos y otros mil casos pareci-dos?

75. — El capital suele ser trabajo economizado y atesorado. Los ejemplos anteriores muestran que

el capital, fuera de aquellos casos en que es debido a una feliz casualidad y de los que mencionaremos en el número siguiente, es el fruto del trabajo, economizado, bien empleado y administrado; y que la desigualdad que se ha producido entre el que tiene capital y el que no lo tiene, ha provenido, en innumerables casos, de que el uno ha ahorrado y cuidado el fruto de su trabajo, y los demás lo han gastado miserablemente y a ve-ces criminalmente, dejando "explotar" sus vicios.

76. — Hay capital, fruto de la explotación y es inmenso. Es cosa bien sabida, y los Sumos Pontífices

lo han declarado valientemente, que se han acumulado inmensas riquezas en manos de unos pocos, que-dando en la miseria enormes muchedumbres. ¿Cómo se han formado esas riquezas y capitales? Muchas veces, muchísimas, por medio de la explotación del trabajador o empleado, no dándoles la parte que en jus-ticia les correspondía en la producción de las empresas; y otras muchísimas veces también, por medio de la explotación de los vicios del pueblo y de su falta de reflexión. Ahí están a la vista de todos las riquezas levan-tadas a costa de la embriaguez, del juego o de los vicios deshonestos de los empleados y trabajadores.

En el primer caso ha habido no sólo injusticia y falta de caridad de los explotadores, sino también imprevisión social de los gobernantes y de los mismos explotados.

De lo dicho se sigue que no es justo condenar en forma absoluta al capitalista como explotador, co-mo tampoco es lícito defender en la misma forma a todos los capitalistas. Hay buenos y malos, justos e in-justos, honrados y explotadores en la formación dé su capital.

77. — Factores de producción: naturaleza, trabajo y capital. El trabajo es la actividad humana aplicada a la producción, sea como fuerza dirigente, sea como

fuerza ejecutadora. EL trabajo y la naturaleza son los dos agentes primarios y principales de la producción. El tercer agente es el capital, constituido en parte, con lo que proporciona la naturaleza y en parte, con lo que ha producido el trabajo anterior, etc. (Núm. 73).

Se puede decir que la naturaleza es el elemento que pone Dios, agente y causa universal de todo bien; el capital es el elemento que pone el patrón o el rico que tiene capital, y el trabajo es el elemento o fac-tor que pone el obrero, el que no tiene capital.

Los tres elementos son necesarios para la producción de riquezas o de bienes considerables. Sin los medios que proporciona la naturaleza, el hombre no podría vivir siquiera; sin el trabajo o actividad que aproveche o transforme los elementos naturales, nada nuevo se producirá tampoco; y si no hay capital con que se pueda mantener el obrero mientras trabaja, mientras concluye sus producciones y las reduce a bie-nes que le sirvan para sus necesidades, tampoco habría quien trabajara; mucho menos podría haber gran producción sin maquinarias, sin grandes instalaciones, sin medios de transporte, etc. y todo eso representa grandes capitales. El agricultor siembra y tiene que esperar largos meses cuidando, regando, cosechando, transportando y negociando sus productos para gozar de ellos. Si no tuviera capital para mantenerse él y

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sus trabajadores en todo ese tiempo, no podrían ni vivir ni trabajar. Y si no tuviera alguna reserva para sal-var los desastres de un año malo, tampoco podrían ni él ni sus trabajadores continuar en esos trabajos.

78. — A la Sociedad conviene la formación y la multiplicación de capitales. Si el capital es necesario

para que el trabajador subsista y tenga trabajo, es evidente que mientras más capitales haya, habrá también más seguridad y abundancia de trabajo; lo que redunda en beneficio general de la sociedad. Cuando en Chi-le ha habido abundancia de trabajo en las Salitreras y en las minas, ha habido también abundancia de tra-bajo para los agricultores e industriales del resto del país.

Además, habiendo abundancia de capitales, las empresas podrán sostenerse, aun con algunas pérdi-das, en tiempos de crisis y mantener a sus trabajadores; lo que no podría suceder si no dispusieran de algu-na reserva de capital. Dígase esto especialmente de la agricultura, que está más expuesta a frecuentes crisis por los años malos.

Es, por tanto, un error grave, evidente y dañoso a la sociedad y, en especial, a la clase trabajadora, el impedir la formación y el aumento del capital.

79. — Capital y Capitalismo. Régimen del Capital y Régimen Capitalista. Ya sabemos lo que es ca-

pital y conocemos su eficiencia y su necesidad para la producción, para los trabajadores y para la Sociedad. Suele darse el nombre de Capitalismo al abuso del capital, o sea al régimen de producción en que los due-ños o administradores del capital, abusando de la debilidad o necesidad del obrero o empleado, no les dan la participación que en justicia les corresponde en los frutos de las empresas.

Es bueno advertir que tanto capital como capitalismo son términos equívocos que tienen un sentido aceptable y otro sentido condenable: pueden significar el capital y el sistema de producción en que se em-plea legítimamente el capital —capitalismo—, que no pertenece, al menos del todo, al mismo trabajador y que, como se ha visto, es necesario y puede ser legítimamente adquirido y administrado; o bien puede to-marse por el régimen abusivo del capital, de que se ha hablado.

Por lo tanto, para defender el sentido bueno y legítimo o para atacar el sentido malo y abusivo, hay que distinguir bien el sentido en que se le quiere juzgar. De otro modo, defendiendo el capital, puede creer-se que se defiende su abuso, y al revés, atacando el capital o régimen capitalista, puede pensarse que se ata-ca su uso legítimo y necesario.

80. — Nacionalización del capital. ¿Es conveniente a la Sociedad? Esta pregunta equivale a preguntar si es conveniente a la sociedad la supresión del capital privado, y

ya se ha dicho que éste no es más que una forma de la propiedad privada, cuya legitimidad se ha manifesta-do. Nacionalizar el capital es ponerlo todo en manos del Estado, de modo que no haya más que un solo gran productor, un solo gran patrón, tal como se pretendió hacer en Rusia, con inmenso fracaso, con grandes mortandades de gente y con execrable esclavitud de la nación entera bajo el yugo de unos pocos dirigentes. La supresión del capital privado trae consigo: 1.— Muchas injusticias por la privación de lo que a cada cual pertenece, aunque lo haya hecho suyo con un trabajo honrado y con una vida económica; 2. —Esclavitud general sin posibilidad de emanciparse de ella, por la dependencia que establece de los funcionarios del Estado para procurarse lo necesario para la vida; 3. — Se quita todo estímulo para el trabajo y la produc-ción, cual es la esperanza de la propiedad y con ella el aumento de fortuna y bienestar, con la expectativa de mejorar la condición de los hijos y de dejarles, al morir, una herencia, etc. ¿Por qué había de trabajar más rudamente el obrero activo que el holgazán, el inteligente que el torpe, si el resultado para ellos había de ser más o menos igual y su condición más o menos la misma, siempre proletarios y siempre esclavos de volun-tad ajena? 4. — Se quita también todo estímulo para iniciativas felices que pueden ser de gran provecho a la sociedad y al mundo, si se suprime el interés y la esperanza de alcanzar el pleno goce del fruto de la inven-ción y del trabajo. ¿Se dirá que la fraternidad o solidaridad universal suplirá el interés particular? Esa es una pura ilusión fundada en la base falsa de suponer que el hombre que vive en la tierra es un hombre ideal, sin pasiones, sin egoísmos, sin intereses y aficiones personales. El hombre que vive en la tierra no es de esa condición: hay que considerarlo como es y no como se desea que fuera. La condición producida por la na-cionalización de la propiedad o del capital sólo puede practicarse en pequeña escala en comunidades reli-giosas, en las cuales, con los votos de pobreza, obediencia y castidad, se trabaja por alcanzar la perfección de todas las virtudes, y en especial de la caridad.

Sin embargo, la prepotencia económica de algunos potentados de la fortuna ha hecho ver la conve-niencia de que el Estado posea y administre aquellos servicios públicos, que en manos de particulares les darían tanto poder, que serían una amenaza para los mismos gobiernos y para la justa libertad y derechos de los ciudadanos. La consideración del bien común o social es siempre la norma dirigente y manifestación de la ley divina en las relaciones sociales y de política económica.

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ARTÍCULO IV EL TRABAJO

81. — El trabajo, su dignidad y propiedades. “El trabajo es parte del hombre en la obra de la pro-

ducción: es el esfuerzo intelectual y manual que realiza para disponer, según las necesidades de su naturale-za y el desenvolvimiento de su vida, de los recursos que Dios le ofrece”. (Código Social de Malinas).

El hombre capaz de trabajar, debe trabajar y tiene derecho a trabajar. Lo que quiere decir, en primer lugar, que nadie puede impedirle trabajar sin justa causa, y además, que si por sí mismo no encuentra tra-bajo, toca a la Sociedad o al Gobierno que la representa el procurárselo o el suplir su falta, en caso que tam-poco pueda proporcionarlo.

El trabajo del hombre no es una mercancía o fuerza instrumental, como otra cualquiera, sino que, siendo ejercicio de la actividad de su ser, es algo humano, propio, personal, necesario para su subsistencia y debe ser tratado como tal y no como una simple mercancía o instrumento.

El trabajo, como la propiedad, tiene un doble carácter, individual y social, ya que no podría producir sus frutos, a no ser en medida muy reducida, si no hay un cuerpo social organizado en que el trabajo tenga su defensa jurídica y física, en que unas profesiones se concierten con otras, y si no se asocian y unen para un mismo fin, capital y trabajo.

82. — Es conveniencia y necesidad social la multiplicación y el cuidado del trabajador. Si el traba-

jo es tan necesario como el factor naturaleza para la producción, es evidente que conviene a las empresas, a la sociedad y a los estados tener abundancia de trabajadores y fomentar para ello los nacimientos, con pro-videncias que alivien la carga de los hijos a los pobres. Igualmente es necesario el cuidar la salud de los tra-bajadores, no sólo cuando prestan su trabajo, sino desde la infancia y hasta la muerte, de modo que el obre-ro se sienta animado a ser útil a la sociedad y nunca se arrepienta de haberlo sido, sintiéndose, por el trato y cuidados que recibe, que es miembro de una gran familia, donde hay cariño y se procura bienestar para to-dos sus miembros.

83. — Las Huelgas. Sus condiciones de licitud. Se ha dicho en núm. 79 que el trabajo es cosa propia

y personal del hombre. Siendo un ser libre, puede disponer libremente de su trabajo para satisfacer sus necesidades o cumplir sus deberes, trabajar en una cosa o en otra, suspender su trabajo, etc. El derecho a dejar el trabajo es tan propio y personal como el trabajo mismo.

Pero, ¿podrá el hombre usar arbitrariamente de ese derecho? Es claro que no; el derecho nace del deber y está limitado por él. Si el hombre está obligado por un contrato justo a trabajar, deberá hacerlo mientras duren las condiciones del contrato; del mismo modo, sí hay leyes que rijan los contratos deberá respetarlas, y si sus necesidades personales o de familia son tales, que no las pueda satisfacer sin trabajar, deberá hacerlo, aunque no sea precisamente con un trabajo determinado. Cuando la cesación del trabajo acarree perjuicios a su patrón sin utilidad para el trabajador, no sería caritativo ni racional causarlos sin razones graves. El hombre debe obrar racionalmente, porque es ser racional, y caritativamente, sobre todo si es cristiano.

Por lo mismo que el trabajo es tan propio y personal de un ser libre, es irracional e injusto el impe-dirlo, por medio de la violencia, al que quiere y necesita trabajar; y es irracional e inmoral también el que un obrero se comprometa a trabajar o a no trabajar, según se lo dicten jefes de gremios o federaciones que de-jan a un lado todos los principios morales o las enseñanzas de la Iglesia o cuando no se ha provisto suficien-temente al cumplimiento de las obligaciones que le exigen trabajar.

En general, la Huelga o cesación colectiva del trabajo no debe ser injusta, es decir, contra lo pacta-do, o motivada por exigencias injustas, ni deben emplearse en ella medios ilícitos; deben tener probabilida-des de éxito que compensen los males que acarrea al trabajador, a la familia y a la sociedad en general y especialmente a la empresa que proporciona el trabajo. Debe ser también el último recurso, después de ago-tados los otros medios inofensivos. Debe ajustarse a las leyes o reglamentos de la autoridad.

Difícilmente pueden justificarse ante la razón las huelgas por simpatía, compañerismo o solidari-dad, que, por dificultades a veces mínimas entre un obrero y un patrón o entre un gremio y los empresarios, paralizan otras empresas o servicios públicos, con infinitas molestias para una ciudad o para una nación entera, que ninguna culpa o intervención han tenido en el motivo de la discordia.

Para el que hace caso de su conciencia y de. su fe, para el que cree que todas las acciones serán juz-gadas por Dios, no da lo mismo que una huelga sea justa o injusta, lícita o ilícita. De ahí el peligro que tiene el católico en pertenecer a asociaciones dirigidas por hombres sin conciencia y sin fe, como suelen ser los socialistas y comunistas. Es tan difícil contradecir en medio de una multitud animada de propósitos torci-dos, que el católico callará en ella muchas veces y se verá obligado a obrar en contra de su conciencia.

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84. — Necesidad de armonía entre el capitalista y el trabajador. Ya se ha dicho que el trabajo y el capital, con la naturaleza, son los factores de la producción y de las riquezas. La armonía entre el capital y el trabajo es, por tanto, de todo punto necesaria para el buen resultado de las empresas, y todo lo que perturbe esa armonía perjudicará igualmente el fruto del capital y del trabajo.

Pero esa armonía no quiere decir esclavitud del uno bajo el otro. ¿Cómo podrá ella obtenerse? Cuando patrones y obreros están animados del espíritu de justicia y caridad cristianas, fácilmente se puede obtener, aun sin intervención de extraños; pero cuando no lo están, es muy difícil, por no decir imposible, conseguirla sin la intervención del Estado, con sus leyes, instituciones de arbitraje, etc.

85. — Trabajo útil a la Sociedad que ella debe remunerar. El hombre, para su conservación y bienestar, necesita apropiarse unos bienes naturales, como los

frutos, animales, etc., transformar otros, como el barro, las piedras preciosas, maderas con que fabrica ca-sas, los metales con que hace instrumentos; necesita poner a su alcance los productos de lejanas tierras, etc. La actividad que ejerce con ese fin general es trabajo productivo, útil a la sociedad. Los socialistas y comu-nistas, para halagar a los obreros con el engaño, pretenden reducir el trabajo productivo casi al esfuerzo intelectual y muscular que precede inmediatamente a la producción, influyente en ella.

Para que el lector vea lo falso de esa pretensión y tenga una idea de todo el trabajo que suele influir más o menos directamente en la producción, en poner lo producido al alcance de la sociedad y a disposición de sus miembros, o sea, para que aprecie el trabajo útil a la Sociedad y que, por tanto, merece de ella re-muneración, voy a presentárselo en resumen, tomándolo del célebre orador Vázquez Mella:

Hay trabajo material, técnico y científico: En las minas, fábricas y aun en la agricultura, hay, en primer lugar, el esfuerzo muscular y mecánico del obrero que lo ejecuta; sobre ese trabajo está el del técnico que lo dirige; éste supone el científico de aplicación, del director o ingeniero; éste, a su vez, supone el traba-jo docente del que enseña los fundamentos de la ciencia, y, por fin, éste supone también el del inventor, que suele figurar a la cabeza de toda industria. Todo ese trabajo ha influido e influye en la producción y, en con-secuencia, es trabajo productivo.

Hay trabajo de protección. Llámase así aquella cooperación necesaria para la conservación de la vi-da, de la propiedad y de los derechos, sin la cual de poco o de nada serviría la producción de los bienes ne-cesarios. Esa cooperación comprende, no sólo el servicio médico y todos los que se refieren a la higiene y a la salud, desde el que hace las recetas hasta el que barre y riega las calles; sino también el servicio de justi-cia, con todas sus dependencias, y el de la fuerza, sea de policía o del ejército, para la guarda del orden o ejecución de la justicia. ¿Qué sacaríamos con tener frutos u otros bienes aprovechables mediante nuestro trabajo, si estuvieran expuestos a ser arrebatados por los ladrones o por las invasiones de los enemigos? ¿y cómo podría el productor trabajar tranquilamente si por falta de guardianes del orden y de seguridad, estu-viera expuesto al saqueo, al sobresalto, a la ruina de las industrias, como ha pasado en todo país en revolu-ción?

Hay trabajo de perfeccionamiento y recreación. Es trabajo de perfeccionamiento el que - se ejercita en las ciencias, en el estudio de la historia, en las artes, literatura, pintura, escultura, etc. A primera vista parece que sus productos fueran de puro lujo y sin gran relación con las necesidades sociales; pero desde luego, es evidente que contribuyen al bienestar del hombre, aún del mismo obrero productor, a cuya educa-ción cooperan, elevándole su espíritu, recreándole para conservarle el ánimo y las fuerzas, con las distrac-ciones que le proporcionan de sus faenas ordinarias.

Hay trabajo de perfeccionamiento moral que está sobre el anterior, del arte y de las ciencias, traba-jo ejercido especialmente por la Iglesia con todos los medios que tiene en su mano, para enseñar la virtud y apartar de los vicios y crímenes, y de las luchas de unos contra otros; lo que contribuye en gran manera al bienestar del individuo, de las familias y de la sociedad, como cualquiera puede verlo; pues donde se obser-van mejor los preceptos del cristianismo, allí hay también mayor bienestar, más orden y alegría, y al revés, donde no se observan, hay más crímenes, mayor desorden y más descontentos.

Y, hay que notarlo bien: De los frutos de este trabajo gozan aún aquellos que reniegan de la Religión, porque viven en una atmósfera de moral cristiana que obliga a respetarlos en sus personas y derechos, que reprime el deseo de venganza, que obliga aun a amarlos y a socorrerlos en sus indigencias, y esta atmósfera ha sido formada por esa misma Iglesia a la cual hacen tan implacable guerra.

El trabajo productivo, útil a la Sociedad y que, por tanto, merece su remuneración, no es, pues, sólo el muscular o mecánico, o el que ve con sus ojos y toca con sus manos el productor de la fábrica o industria. A producirlo, a conservado y hacerlo aprovechable, contribuyen eficazmente las otras clases de trabajo o actividad que tienden a dar al obrero la seguridad en su salud y en sus derechos y a darle la perfección pro-pia de un ser racional.

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ARTÍCULO V EL SALARIO

86. — El Salario es la parte que toca al obrero o trabajador en la producción, o el precio convenido

entre el patrón o empresario y el empleado o trabajador, como retribución o pago que se le hace. El régimen del salariado o contrato de salario en sí mismo no es injusto; pero puede ser injusto el sa-

lario convenido. 87. — ¿Cómo determinar la justicia del salario? Para determinar el salario justo han de tenerse en

cuenta tres cosas: 1º las necesidades del trabajador y de su familia; 2º la situación de la empresa y 39 las exigencias del bien común.

Por el primer título se estima como salario vital, indispensable y mínimo en justicia, el salario sufi-ciente para la subsistencia del trabajador y de su familia, ayudando ésta cuando está en condiciones de ha-cerlo, y para atender al seguro contra los riesgos de accidente, enfermedad, vejez y paro. La razón es porque el trabajo es el medio que Dios ha dado al hombre para que provea a sus necesidades, en las cuales entra todo eso, y por tanto, un salario justo no puede prescindir de esas necesidades u obligaciones del trabaja-dor, aun cuando él mismo consienta en salario menor, acosado por la necesidad, pues sobre esa voluntad de los contratantes está, como dice León XIII, la ley natural que da al obrero derecho a un salario suficiente y le impone deberes que con él debe cumplir.

Por el segundo título, la situación de la empresa, es justo, o al menos equitativo, que una producción más económica y abundante que la normal y una prosperidad mayor del negocio o empresa industrial, así como da más para el capital, que es uno de los factores, así también dé más para el trabajador, que es otro de los factores, con un aumento de salario o en forma de gratificación o de acciones de la misma empresa, etc. Eso es, al menos de justicia social.

Puede suceder también que, como en las grandes crisis, la decadencia del negocio o empresa haga imposible el pago del salario normal, y en este caso habrá que consultar el menor mal: o el paro absoluto de la empresa, o la disminución de trabajo y de salario.

Por el tercer título, las exigencias del bien común, hay que tener en cuenta que, a veces el subir mu-cho los salarios, como el bajarlos mucho, suele ocasionar grandes trastornos y falta de trabajo para muchos, con grave daño social. Supongamos, por ejemplo, que se estableciera para los trabajadores del campo un salario mínimo muy subido, que el propietario no pueda pagar sin arruinarse ¿cuál sería el resultado? No se trabajaría porque no se podría pagar ese salario y quedarían cesantes los pobres trabajadores.

El inconveniente de un salario muy bajo lo comprenden todos. Una justa distribución de la riqueza producida, tomará en cuenta que a cada agente o instrumento

de producción corresponda su parte proporcionada: “No puede producir el capital sin el trabajo ni el trabajo sin el capital”. Tampoco pueden producir ni hacer aprovechables los productos sin los demás colaborado-res sociales de que se ha hablado en el número 85. Por tanto, no sería justo que o el capital o el trabajo pre-tendieran para sí toda o casi toda la riqueza producida, ni tampoco el que prescindieran uno y otro de los demás cooperadores sociales.

88. — La razón de ser de las contribuciones del Estado, Como la Sociedad con sus múltiples institu-

ciones de enseñanza, de resguardo del orden, de administración de justicia, con sus tratados de comercio, con las facilidades de transporte, etc., ayuda eficazmente a la producción, es justo que el estado tenga su parte para el bien común, en la riqueza producida, mediante las contribuciones o impuestos.

Además, si la autoridad con todo su mecanismo administrativo es necesaria para la existencia de la sociedad, es evidente que a ésta le toca darle los medios para que exista y desempeñe sus funciones.

Ambas consideraciones, con la debida proporción, deben aplicarse también a los derechos que tiene la Iglesia para participar en los bienes de sus miembros y aun de la sociedad en general, por la cooperación que presta, según lo dicho en el número 85. Eso, sin tomar en cuenta los derechos que le otorga el mandato divino que determina su misión y por lo mismo le da derecho a los medios para cumplirla.

La Iglesia y los pobres representan los derechos de Dios en la producción, debidos al factor natura-leza que es Suyo.

89. — El mejor medio de asegurar el justo salario es procurarlo por medio de sindicatos o consejos

de obreros y de patrones, o mixtos, animados del espíritu de justicia y de caridad cristianas, teniendo muy presente la Regla de oro: “Al prójimo como a ti mismo”; la que, en el caso, equivale a esta otra: Da al obre-ro o empleado lo que tú mismo exigirías razonablemente si estuvieras en su lugar, y pide al patrón lo que tú razonablemente darías, sí estuvieras en su lugar.

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90. — Es oportuno un nuevo modo de arreglo entre empresarios o patrones y obreros o emplea-dos: “Atendidas las condiciones modernas de la asociación humana, sería más oportuno que el contrato de trabajo se suavizara en cuanto fuera posible, por medio del contrató de sociedad, como ya se ha comenzado a hacer en distintas formas, con provecho no escaso de los mismos obreros y aun de los patrones.

De esta suerte los obreros y empleados participan en cierta manera ya en el dominio, ya en la direc-ción del trabajo, ya en las ganancias obtenidas”. (Pío XI, Encícl. Quadragesimo Anno).

ARTÍCULO VI REMEDIOS DEL MALESTAR SOCIAL

91. — Remedio general. Como el profundo malestar social que aflige al mundo proviene precisamen-

te de que los pueblos cristianos, que son los dirigentes de la política y de la economía mundial, han echado en olvido la doctrina y los preceptos cristianos; el remedio no puede ser otro que volver a la observancia de la vida cristiana en toda su integridad y modelar según las doctrinas cristianas todas las relaciones econó-micas, sociales e internacionales de los hombres.

92. — Detalles y elementos de reconstrucción social. Son los siguientes: 1º Procurar que sea propietario el mayor número posible de individuos, y, en consecuencia, facili-

tar a los obreros por medio de las leyes y mediante justos salarios, la adquisición de la propiedad. 2º El justo salario. El obrero no puede mejorar de condición sino mediante su salario. Una justa dis-

tribución de la riqueza producida mediante su trabajo se lo ha de procurar. El obrero prudente y sin vicios sabrá aprovecharlo para mejorar su condición y proveer a una vejez holgada y sin inquietudes.

3º La reforma de las costumbres. Es evidente que con el criterio actual, criterio verdaderamente pa-

gano, dominante entre ricos y pobres, especialmente entre los obreros de las ciudades y de las grandes em-presas, no habrá nunca bienestar y paz social. Si unos y otros han de seguir dando rienda suelta a todos los desórdenes morales, al lujo, al juego, a la embriaguez, a las diversiones inmoderadas, a las deshonestidades, etc., es evidente, decimos, que jamás habrá con qué satisfacer semejantes necesidades artificiales y pasiones desordenadas. La ley de Cristo: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura”, tan atrozmente despreciada por el mundo moderno, no puede quedar burlada impunemente como lo estamos viendo y sintiendo.

4º La vigencia de la justicia y de la caridad sociales. Las profundas perturbaciones que agitan y

mantienen en crisis el mundo provienen de la falta de esas dos grandes virtudes cristianas, sin las cuales jamás podrá conseguirse paz y bienestar entre los hombres.

En lugar de ellas, han reinado en las relaciones económicas, sociales e internacionales, el egoísmo, las ambiciones desmedidas, el olvido de la fraternidad humana, el espíritu de lucro, sin reparar en los me-dios, y como fatal consecuencia de las injusticias y de los malos ejemplos de los grandes y ricos, la envidia y el odio de los pobres y pequeños.

Es preciso, es indispensable que la justicia y la caridad cristiana ocupen el sitio de honor y sean el al-ma vivificadora de la vida social e internacional.

5º Se debe alejar la lucha de clases. La lucha de clases es fruto de la envidia y del odio, que es lo más

anticristiano que hay y lo que menos puede remediar los males actuales. La cooperación más amplia y uni-versal posible, animada del espíritu de justicia y caridad, hará revivir la paz y asegurará el mejor provecho de las empresas. La lucha, de suyo, es destructora y perturbadora, a la vez que inutiliza muchas fuerzas que en la armonía de la cooperación serían fecundas para el bien general.

6º El estado debe mantenerse en su actividad dentro de las exigencias del bien general y no tomar

a su cargo lo que pueden hacer con ventaja los individuos o empresas particulares. Obrar de otro modo es anular muchas iniciativas útiles, multiplicar los empleados con grave peso para los contribuyentes y sin ventajas para el bien general, ya que el interés particular es mucho más poderoso para procurar la economía y el éxito en las empresas.

Pero conviene que estén bajo la dirección del Estado aquellas empresas o servicios que llevan consi-go una hegemonía o prepotencia económica tan grande que no es posible cederla a los particulares sin daño del Estado.

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Este debe velar por el bien común y tomar en cuenta muy principalmente las necesidades de los más pobres y desvalidos, que son los más necesitados, necesidades que no son sólo de orden económico, sino ante todo da orden moral y religioso.

7º La reconstrucción orgánica del orden social, “mediante la formación de órdenes o profesiones en

que se unan los hombres, no según el cargo que tienen en el mercado del trabajo, sino según las diversas funciones sociales, que cada uno ejercita” (Pío XI Quadragesimo Anno). Así es cómo se llenará el vacío que hay entre los particulares y el Estado y como éste podrá descargar en las agrupaciones profesionales o sin-dicalistas muchas de las atenciones que ahora tiene y que le impiden gran, demente “cumplir con mayor libertad, firmeza y eficacia lo que a la sola autoridad del Estado corresponde, a saber, dirigir, vigilar, urgir, castigar, según los casos y la necesidad lo exijan”. (Pío XI Quadragesimo Anno). Así es también cómo se procurará con mayor eficacia la unión y la armónica cooperación de todos al bien común. “Queda en la filo-sofía social fijo y permanente aquel principio, que no puede ser suprimido ni alterado: como es ilícito quitar a los particulares lo que con su propia iniciativa y propia industria pueden realizar, para encomendarlo a una comunidad; así también es injusto y al mismo tiempo de grave perjuicio y perturbación del recto orden social, avocar, a una sociedad mayor y más elevada, lo que pueden hacer y procurar comunidades menores e inferiores. Todo influjo social debe por su naturaleza prestar auxilio a los miembros del cuerpo social, nun-ca absorverlos o destruirlos”. (Pío XI Quadragesimo Anno).

9º. — El Catolicismo integral es necesario. No basta un Catolicismo a medias. En primer lugar, no

hay verdadera fe católica, cuando se admiten algunas verdades enseñadas por la Iglesia y se rechazan otras. Debemos oír y creer a la Iglesia como al mismo Jesucristo, según sus propias palabras.

Tampoco basta el creer todas las verdades enseñadas por la Iglesia, sí no se aceptan y practican to-dos los preceptos morales que enseña o impone con la autoridad recibida del mismo Jesucristo.

Ni es suficiente una práctica a medias de la Religión Cristiana. Así como la fe cristiana ha de ser ínte-gra, igualmente lo ha de ser su práctica: La vida del cristiano ha de ser en todo conforme a las enseñanzas de Jesucristo y de su Iglesia en todas sus relaciones, domésticas, sociales, políticas, comerciales, etc. No valdría ser cristiano en nuestra conducta personal si no lo somos igualmente en las relaciones con los de-más; si les damos malos ejemplos, si no les guardamos las consideraciones que nos exige la caridad cristia-na; si no respetamos el derecho de los demás; si no es tan sagrada para nosotros la vida, la dignidad y el derecho del obrero a su salario, como lo es nuestra propia vida, dignidad y derecho; si no es tan respetable para nosotros la persona y los intereses del empresario o patrón, como estimamos nuestra propia persona e intereses.

Pero esta sinceridad e integridad de justicia y caridad, no se consigue de un modo estable y robusto, sino aprovechándonos de todos los elementos y medios que tenemos en la Religión Cristiana: doctrina, pre-ceptos, ejemplos y de un modo especial la oración y la recepción frecuente de la Sta. Comunión que nos co-munica la vida y las fuerzas de Jesucristo. Así llegaremos a pensar y a obrar como El, es decir, con un grado de perfección, de caridad y de justicia capaz de dar a la humanidad que viaja en la tierra una vida fraternal, llena de paz y de mutua benevolencia y cooperación, o sea, para usar las palabras de Su Santidad Pío XI, mediante la reforma de las costumbres y renovación de la vida cristiana, llegaremos a tener la “paz de Cristo en el reino de Cristo”.

SINDICALISMO Otro de los puntos importantes que sostiene la doctrina social cristiana es la organización profesio-

nal. O sea la organización desde el punto de vista del trabajo: organización de obreros y organización de

patrones, para llegar a constituir lo que se llama la corporación. Sostenemos que los hombres no han de quedar aislados. La sociedad no se compone de una aglome-

ración de puros individuos, sino que resulta del conjunto de los hombres organizados. Las personas que desempeñan un mismo trabajo tienen generalmente las mismas necesidades y as-

piraciones, quieren lo mismo y sienten lo mismo. Por otra parte, cada uno, por sí solo, no es capaz de atender debidamente a esas necesidades. De

aquí que tienda a unir sus fuerzas con las de sus compañeros y procurarse así entre todos, lo que no era ca-paz de alcanzar solo.

Esto es algo que está puesto en el fondo del ser de todo hombre, porque la naturaleza y Dios lo hicie-ron así. Por eso decimos que el deseo y el derecho que el hombre tiene a unirse con los demás es algo natu-ral y que por lo tanto nadie se lo puede negar. Este derecho se llama de asociación.

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En virtud, pues, de este derecho que Dios le ha dado, el hombre puede organizarse en sociedades pa-ra atender a su bienestar en todos los aspectos de su vida. Aquellas sociedades que persiguen principalmen-te procurar el mejoramiento dentro de su profesión, de su trabajo, se llaman sindicatos. El sindicato enton-ces tiene por objeto el bienestar cultural, profesional y económico de sus miembros.

Formado por seres humanos, dotados de alma racional y que tienen que alcanzar un destino en la vida eterna, al sindicato le corresponde hacer a los hombres' más cultos, más buenos, más capaces de lograr ese destino.

Le corresponde hacer de los socios, trabajadores competentes y de conciencia profesional, y preocu-parse especialmente de las condiciones de mantener su vida.

El sindicato no ha de ser un instrumento de lucha de clase. Sirve, eso sí, para el mejoramiento de las condiciones de vida y la defensa de los legítimos intereses de sus miembros.

Su acción, por eso, siempre ha de inspirarse en principios de justicia y caridad. No ha de atender tan sólo a sus intereses particulares, sino ha de mirar también por el bien general.

El sindicato no es entonces una agrupación política. Caben dentro de él personas de distintas ideas y no puede aceptarse que se quiera imponer a todos una misma ideología o aplicarlas a determinados parti-dos. Cuando se introduce la política en el sindicato, éste se desnaturaliza, es decir, ya no actúa ni trabaja en lo que le corresponde, llega a ser simple instrumento de agentes electorales y se perjudica con eso a los obreros que cifraban en el sindicato sus mejores esperanzas.

Existen sindicatos de obreros, mixtos y de patrones. Los sindicatos de obreros son profesionales o industriales. El profesional asocia a los individuos de

una misma profesión u oficio. El sindicato industrial es la asociación de los que trabajan en una misma industria, fábrica o faena. Los sindicatos mixtos son los formados por obreros y empleados. También los patrones pueden unirse y formar sindicatos. La unión de los sindicatos de obreros con el sindicato de patrones da origen a lo que se llama corpo-

ración. En la época de cristianismo más integral en Europa, siglos XII y XIII, por fuerza de estas ideas, na-

cieron espontáneamente las asociaciones gremiales y profesionales, así como las corporaciones, cuya exis-tencia mantuvo la paz social, el bienestar económico de los trabajadores, la unión de las clases y la moral profesional, hasta el siglo XVIII, en que empezaron a ser combatidas. El liberalismo de la Revolución Fran-cesa las destruyó completamente. Esta destrucción es señalada por el Papa León XIII en la Rerum Nova-rum, como una de las primeras causas de la grave crisis social que azota al mundo desde hace ya más de 50 años.

En efecto, el individualismo trae consigo el egoísmo, pospone los intereses y bienes de la colectivi-dad a los intereses y bienes individuales, deja desarmado y solo al débil frente al fuerte. Son las tres causas principales de la cuestión social.

Las asociaciones de los elementos del trabajo, patrones, obreros y profesionales, son indispensables, según la Doctrina Social Cristiana, para darle a la sociedad civil, o nación, la estructura orgánica, que es garantía de paz social, de respeto a todos los derechos y de una economía organizada, en función del con-sumo y al servicio de la colectividad, en vez de la economía liberal desenfrenada, en vista únicamente de la producción y de la ganancia.

La estructura orgánica de la sociedad, que propicia el cristianismo social, no acepta la división de clases sociales hecha sobre la base de la diferencia económica de los individuos: ricos y pobres, patrones y obreros, capital y trabajo; división artificial y antojadiza, porque no responde a la realidad completa, ya que una porción inmensa de gente no cabe precisamente en ninguno de esos dos casilleros, y porque separa elementos que en la vida económica no son antagónicos, sino afines. En efecto, ¿no hay acaso muchos lazos de unión entre el patrón, los empleados y los obreros de una fábrica de calzado, por ejemplo? ¿No es benefi-cioso para todos ellos, que esa fábrica se prestigie, que su producción mejore y sus ganancias aumenten? Así como para producir el calzado están todos unidos por la técnica del procedimiento, lo están por el interés, y, deberían estarlo también por el afecto y la solidaridad.

Es el liberalismo individualista el que los separó, al establecer entre el patrón y el trabajador la ley de la oferta y de la demanda para fijar el salario. Y el marxismo no ha hecho más que recoger esta herencia al convertirlos en enemigos por la lucha de clases.

El orden social cristiano quiere que haya en la sociedad jerarquía y órdenes diversos, fundados pre-cisamente en las funciones sociales respectivas. Para nosotros la clase social está formada por los individuos que tienen una misma función social, cualquiera que sea la posición económica de cada uno de ellos. Así, continuando nuestro ejemplo, todos los individuos que tienen parte en la producción del calzado, desde el capitalista hasta el aprendiz, tienen una misma función social y forman una misma clase social. Las diversas clases sociales afines forman las órdenes y la estructuración de las órdenes forman la sociedad organizada.

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Esta doctrina que hemos expuesto se halla claramente manifesta en las Encíclicas Pontificias. S. S. León XIII, en la Encíclica Rerum novarum afirma que entre los medios que tanto patrones co-

mo obreros debían emplear para solucionar sus dificultades, ocupaban un papel muy importante las asocia-ciones, tanto de obreros como de patrones.

El mismo Pontífice enseña el derecho que el hombre tiene a formarlas: “La experiencia de la poque-dad de las propias fuerzas —dice— mueve al hombre y le impele a juntar a las propias las ajenas. Las Sagra-das Escrituras dicen: “Mejor es que estén dos juntos que uno solo, porque tiene ventaja su compañía”. “Si uno cayere, le sostendrá el otro”. “¡Ay del solo, que cuando cayere no tiene quien le levante!” Y también: “El hermano ayudado del hermano es como una ciudad fuerte”.

Esta propensión natural es lo que mueve al hombre a juntarse con otros y formar la sociedad civil, y lo que del mismo modo le hace desear formar con algunos de sus conciudadanos otras sociedades.

Refiriéndose a lo enseñado por S. S. León XIII, dice S. S. Pío XI lo siguiente: “30.—Estas enseñanzas vieron la luz en el momento más oportuno; pues, en aquella época los gober-

nantes de ciertas naciones, entregados completamente al liberalismo, favorecían poco a las asociaciones de obreros, por no decir que abiertamente las contradecían; reconocían y acogían con favor y privilegio asocia-ciones semejantes para las demás clases; y sólo se negaba con gravísima injusticia el derecho innato de aso-ciación a los que más estaban necesitados de ella para defenderse de los atropellos de los poderosos; y aun en algunos ambientes católicos había quienes miraban con malos ojos los intentos de los obreros de formar tales asociaciones, como si tuvieran cierto resabio socialista o revolucionario.

“31.—Las normas de León XIII, selladas con toda su autoridad, consiguieron romper esas oposicio-

nes y deshacer esos prejuicios, y merecen, por tanto, el mayor encomio; pero su mayor importancia está en que amonestaron a los obreros cristianos para que formasen las asociaciones profesionales y les enseñaron el modo de hacerlas, y con ello grandemente confirmaron en el camino del deber a no pocos, que se sentían atraídos con vehemencia por las asociaciones socialistas, las cuales se hacían pasar como el único refugio y defensa de los humildes y oprimidos.

“32. — Por lo que toca a la creación de esas asociaciones, la Encíclica Rerum Novarum observa muy

oportunamente “que deben organizarse y gobernarse las corporaciones de suerte que proporcionen a cada uno de sus miembros los medios más apropiados y expeditos para alcanzar el fin propuesto. Ese fin consiste en que cada uno de los asociados obtenga el mayor aumento posible de los bienes del cuerpo, del espíritu y de la fortuna”. Sin embargo, es evidente “que ante todo debe atenderse al objeto principal, que es la perfec-ción moral y religiosa, porque este fin por encima de los otros debe regular la economía de esas sociedades". En efecto, "constituida la religión como fundamento de todas las leyes sociales, no es difícil determinar las relaciones mutuas que deben establecerse entre los miembros para alcanzar la paz y prosperidad de la so-ciedad".

“33. — A fundar estas instituciones se dedicaron con prontitud digna de alabanza el clero y muchos

seglares deseando únicamente realizar el propósito íntegro de León XIII. Y así, las citadas asociaciones, bajo el manto protector de la religión e impregnadas de su espíritu, formaron obreros verdaderamente cris-tianos, los cuales hicieron compatible la diligencia en el ejercicio profesional con los preceptos saludables de la religión, defendieron sus propios intereses temporales y sus derechos con eficacia y fortaleza, contribu-yendo con su sumisión obligada a la justicia y el deseo sincero de colaborar con las demás clases de la socie-dad, a la restauración cristiana de toda la vida social.

“34. — Los consejos de León XIII se llevaron a la práctica de diversas maneras, según las circunstan-

cias de los distintos lugares. En algunas regiones una misma asociación tomaba a su cargo realizar todos los fines señalados por el Pontífice; en otras, porque las circunstancias lo aconsejaban o exigían, se recurrió a una especie “de división del trabajo, y se instituyeron distintas asociaciones, exclusivamente encargadas, unas de la defensa de los derechos y utilidades legítimas de los asociados en los mercados del trabajo, otras de la ayuda mutua en los asuntos económicos, otras finalmente, del fomento de los deberes religiosos y mo-rales y demás obligaciones de este orden.

“36. — Gracias, pues, a la Encíclica de León XIII, las asociaciones obreras están florecientes en todas

partes, y hoy cuentan con una gran cantidad de afiliados, por más que todavía, desgraciadamente, les su-peren en número las agrupaciones socialistas y comunistas; a ellas se debe que, dentro de los confines de cada nación y aun en los congresos más generales, se puedan defender con eficacia los derechos y peticiones legítimas de los obreros cristianos y, por lo tanto, urgir los principios salvadores de la sociedad cristiana”.

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Y en el número 82, añade: “La política social tiene, pues, que dedicarse a reconstruir las profesio-nes”.

LA CARTA DEL SINDICALISMO CRISTIANO Citábamos más arriba algunos párrafos de la Encíclica Quadragesimo Anno, referentes a la organi-

zación de los obreros en sociedades, sindicatos y corporaciones. Podríamos añadir citas semejantes, tomadas de la Encíclica de Pío XI sobre el comunismo. Podría-

mos agregar otras expresiones tomadas de cartas dirigidas por la Santa Sede a los Obispos de diversos paí-ses, como Francia, Méjico, Colombia, etc.

Pero ahorraremos al lector tanta cita, que viene a decir más o menos lo mismo, para limitarnos a mostrar un importantísimo documento, emanado de la Santa Sede y considerado como la carta del sindica-lismo cristiano.

Es un resumen de la doctrina de la Iglesia sobre el asunto. El 5 de junio de 1929, la Sagrada Congregación del Concilio, conociendo de un conflicto surgido en el

Norte de Francia entre patrones y sindicatos cristianos, publicó una extensa carta, en la cual hacía preceder sus decisiones de una exposición doctrinal de la más excepcional importancia, puesto que en ella se contie-ne el pensamiento de la Iglesia sobre esta materia. He aquí la exposición doctrinal de la Sagrada Congrega-ción:

“I. — Las controversias en materia social, no deben resolverse al margen de la autoridad de la Igle-

sia. II. — Los patrones y los obreros tienen el derecho a constituir asociaciones, sindicatos, ya separados,

ya mixtos. III. — La Iglesia exhorta a la constitución de tales asociaciones, puesto que ve en ellas un medio efi-

caz para la solución de la cuestión social; y aún más: la Iglesia en el estado actual de cosas estima moral-mente necesaria la constitución de tales asociaciones sindicales.

IV. — La Iglesia quiere que las asociaciones sindicales sean establecidas y regidas según los princi-pios de la fe y de la moral cristianas,

V. — Queriendo la Iglesia que las asociaciones sindicales sean instrumentos de concordia y de paz, sugiere la institución de comisiones mixtas como un medio de unión entre aquéllas.

VI. — Allí donde necesidades particulares no obliguen a obrar de modo diferente, la Iglesia quiere que las asociaciones sindícales suscitadas por católicos para católicos, se constituyan entre católicos.

VIL — La Iglesia no prohíbe en casos particulares, a título excepcional y mediante las precauciones debidas, cartels intersindicales, entre sindicatos cristianos y sindicatos neutros o aun socialistas, para la defensa de intereses legítimos.

VIII. — La Iglesia recomienda la educación sindical cristiana. IX. — Recomienda la unión de todos los católicos para un trabajo común, ligados por la caridad cris-

tiana”. Solamente queremos subrayar estas palabras del número 3: “La Iglesia estima que los sindicatos

cristianos son hoy día moralmente necesarios”. Dada la enorme influencia que tienen los sindicatos en la vida obrera de hoy, es de mayor importan-

cia el que existan numerosas organizaciones sindicales de espíritu cristiano. Para esto es menester que los obreros sean ellos personalmente cristianos, que practiquen la Reli-

gión, que conozcan la doctrina social de la Iglesia y que estén instruidos en las leyes sociales del país. Así tendremos obreros cristianos preparados para dirigir a los demás y dirigir la marcha de un sindi-

cato. Es, pues, urgente instruirse en estas materias para llegar a tener obreros capacitados, verdaderos di-

rigentes sindicales cristianos. Porque sólo contando con dirigentes cristianos podremos llegar a tener sindi-catos cristianos.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

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SEGUNDA PARTE

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DOCTRINAS NO CATÓLICAS

94. — Razón de esta segunda parte.

Al católico sincero y sólidamente fundado en su fe, la cual, según la expresión de S. Pablo, debe ser, con todo el culto que ella inspira, un obsequio razonable, le basta conocer las enseñanzas sociales de la Igle-sia para atenerse a ellas y estar seguro de su verdad y de su bondad, Pero, como, desgraciadamente, no to-dos los católicos están en esa condición, y no todos pueden dar razón de su fe al que se la pida, como lo desea S. Pedro (1 Petr. III, 15), se hace necesario dar a conocer también las opiniones o doctrinas sociales no católicas, y eso por tres motivos: 1º porque con ese estudio los católicos no estarán expuestos a recibir sor-presas cuando oigan exponer o defender las doctrinas u opiniones contrarias a las de la Iglesia; 2º porque, con esta preparación, los católicos, al oír esas doctrinas, discernirán fácilmente lo que hay en ellas de doc-trina católica y, por tanto, lo bueno y aceptable que contienen, y lo que hay de falso, malo e inaceptable, y 3º porque, de la comparación de las doctrinas contrarias con la Católica aparecerá más claramente la verdad y solidez de las enseñanzas de la Iglesia en contraste con las demás, y formándose ideas más precisas y claras de la propia doctrina, podrán enseñarla y propagarla con más éxito y seguridad.

95. — No hay necesidad de entrar en detalles de sistemas o procedimientos. Mi propósito no ha sido hacer una obra profunda y completa de Sociología. Ello no está al alcance de

mis fuerzas ni de mi tiempo, ni tampoco al alcance de la generalidad de los obreros y gente ocupada, que no disponen de tiempo ni de dinero para tanto. No es necesario tampoco. La verdad, como la luz del sol, no necesita mucho aparato para brillar y alumbrar. Si el edificio tiene malos cimientos, es imposible que él resulte bueno y sólido. Si los principios en que se funda un sistema de doctrinas son claramente falsos, las aplicaciones y consecuencias, que son como las ramas que de ellos nacen, tienen que adolecer del mismo defecto. El que desea adquirir una casa no pierde su tiempo en ver cada pieza o cada parte de ella si sabe que tiene cimientos ruinosos. Ni yo, pues, ni mis lectores, necesitamos, para el objeto del presente opúsculo, examinar detalles de cada sistema de doctrina social, como, con el favor de Dios se irá viendo prácticamen-te.

96. — Doctrinas Sociales no Católicas que hay que tomar en cuenta: Pueden reducirse a tres: la li-

beral o individualista, con todas sus ramas; la Colectivista, con sus diversos matices de socialista, comunis-ta, etc. y la Anarquista, que más bien es la negación de toda sociedad, puesto que no admite ninguna auto-ridad, o ningún sistema social en que haya autoridad, sea unipersonal o colectiva, monárquica o republica-na, absoluta o constitucional, en conformidad al significado del nombre anarquía, que significa “sin go-bierno”.

A este último sistema de doctrinas sociales dedicaré al final de esta parte la suficiente atención. Por ahora tomaré en cuenta solamente los otros dos sistemas sociales.

97. — ¿Por qué se consideran estas doctrinas no católicas no sólo en el campo estrictamente eco-

nómico, sino también en el religioso, moral y político? Por una razón muy sencilla y clara: Porque el hom-bre no es sólo un ser económico, sino también un ser religioso, moral y político. No es un ser destinado a entrar con los demás en relaciones o asociaciones puramente económicas, sino también en relaciones o so-ciedades de otra naturaleza, como son las domésticas, religiosas y políticas, etc. De modo que su carácter social se extiende por horizontes más vastos que el simplemente económico.

Además, está el económico tan relacionado con los demás aspectos de la vida humana que es impo-sible prescindir en éste de las influencias que se derivan de los otros. Las doctrinas económicas, como ya se insinuó desde el principio, no son más que ramas y consecuencias de otras doctrinas más fundamentales, que les sirven de principios (N. 2 y 6).

98. — ¿Qué se llama, en general, liberalismo o doctrina liberal y cuáles son sus ramas o matices?

Llámase Liberalismo el sistema o conjunto de enseñanzas que “exageran los derechos de la libertad más allá de la justa medida señalada por la recta filosofía y por la revelación” (Llovera); libertad que aplican al pen-samiento, a la religión, a la conciencia, a la palabra, hablada y escrita, a la política, a la economía, etc., con el consiguiente rechazo o desconocimiento del derecho o autoridad divina y revelada y de los derechos y auto-ridad del Estado, por parte de los individuos.

El Liberalismo tiene diversas ramas o matices y diversos nombres, según que esos elementos —el positivo de la libertad exagerada y el negativo del desconocimiento de Dios y del Estado— se aplican con

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mayor o menor rigor de lógica en la vida individual, doméstica, social y política. Entre nosotros1 ha habido liberales radicales, doctrinarios, demócratas, democráticos, nacionales, moderados.

Los radicales se han fraccionado en varias tendencias: colectivistas o socialistas y en simples radica-les, de modo que hay radicales liberales o individualistas y radicales colectivistas o socialistas. Se puede decir que todos tienen los mismos principios del liberalismo. Lo que varía es el grado o rigor de lógica con que esos principios se aplican.

Hay también católicos liberales o liberales católicos, que tratan de conciliar las enseñanzas católicas con los principios liberales, en las relaciones de la Iglesia y del Estado. En la imposibilidad de dar idea de cada uno de los matices que se encierran bajo la denominación de liberalismo, me contentaré con transcri-bir aquí el juicio de Herm. Gruber, en The Catholic Encyclopaedia: “Desde que los llamados principios libe-rales de 1789 se fundan en una falsa noción de la libertad, y son y tienen que ser siempre contradictorios e indefinidos en sí mismos, es imposible el llevarlos a la práctica con mucha lógica. Consiguientemente, las más variadas formas y sombras de liberalismo se han desarrollado, quedando todos en el hecho más con-servadores de lo que podría prometer una lógica aplicación de los principios”. Convendría leer sobre el libe-ralismo la Encíclica Libertas, de S. S. León XIII.

99. — ¿Qué se llama Socialismo y Comunismo? más aún que en el liberalismo hay diversidad de sis-

temas o grupos de doctrina y de hombres que se llaman socialistas. La base común, de los principios libera-les, llevados con una lógica más radical, es el materialismo con todas sus negaciones de alma espiritual, de vida futura, de la existencia de un Ser Supremo Creador, etc. Y en el orden económico es el reemplazo más o menos absoluto de la vida individual y de la propiedad privada, al menos la del capital productivo, por la vida y propiedad colectiva. Según estos sistemas, “el Estado, o poder central, preside y administra directa-mente todas las grandes empresas financieras o industriales del país, dirige todas las instituciones sociales, custodia todos los recursos de la nación y provee, en cambio, él mismo a todas las necesidades morales o materiales de los ciudadanos, haciéndose el cajero y el banquero universal, el agente general de transportes y de comercio, el distribuidor exclusivo del trabajo, de la riqueza, de la instrucción, de los empleos, de los socorros, en una palabra, el motor y regulador de toda la actividad nacional”. (De Mun. Cit. por Llovera).

La diferencia entre socialismo y comunismo más bien es de procedimiento que de fondo: El Comu-nismo quiere realizar su ideal mediante la revolución social, para lo cual predica el odio y la lucha de clases y emplea, cuando lo cree oportuno, el terror, la sedición armada, etc.

El Socialismo, y el Colectivismo en general, procura alcanzar su fin por medios legales, multiplican-do impuestos y trabas a los propietarios, etc.

100. — Confusión y engaño. Muchos llaman socialismo cualquier tendencia a mejorar la suerte de

los pobres y de los obreros, en general, y la condenación de los abusos del actual sistema económico implan-tado por el liberalismo, que dominó la economía y las empresas durante el siglo pasado. Todo esto es simple cristianismo, tan antiguo como la Iglesia Católica, sí bien las necesidades modernas, nacidas del rápido desarrollo de las grandes empresas, de los grandes trastornos políticos y sociales habidos en el mundo, sea a consecuencia de las grandes guerras, sea por la propaganda de doctrinas subversivas o anti - sociales, hagan indispensable una nueva forma de aplicación de las doctrinas cristianas, como lo han estado urgiendo los Papas desde León XIII. Esa confusión es altamente perjudicial, como todo engaño que puede tener grandes consecuencias: atribuir al Socialismo lo que es propio del Cristianismo es ayudar y fomentar un sistema social falso en sus principios, pernicioso a la sociedad, a las familias e individuos en sus aplicaciones y con-secuencias prácticas, y, sobre todo, es poner en peligro la eterna felicidad de gran número de hombres, a causa de la despreocupación que el Socialismo predica de todo lo que no sea bienestar material, como si el hombre fuera sólo cuerpo o no tuviera más vida que esta terrena y mortal.

1 Al analizar los casos concretos en que las doctrinas opuestas a los principios católicos, ven su aplicación en partidos políticos o agrupaciones de carácter social, el autor se refiere particularmente a su país, la República de Chile.

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DOCTRINAS NO CATÓLICAS ACERCA DE LA RELIGIÓN

ARTÍCULO I

DIOS, LA CREACIÓN Y LA PROVIDENCIA 101. — Lo que de ello piensa el Liberalismo. Ya el lector conoce sus ideas fundamentales (Número 98). Directamente, la gran masa de opinión no

niega esas verdades; pero, en buena consecuencia, si no las niega, las desconoce y se encamina a negarlas; porque, si la voluntad humana no debe reconocer más ley que la que ella misma se da, y si el respeto a la sociedad y a la autoridad social se funda en que ella representa la mayoría de las voluntades humanas, de los asociados, en las cuales está también la propia voluntad de cada ciudadano, se desconoce prácticamente a Dios, se desconoce su autoridad y la dependencia que de Él tiene el hombre, como su criatura que es, al menos en su carácter social: se niega su Providencia en la conservación y gobierno del mundo y se hacen otras negaciones que después se irán viendo.

He dicho “en buena consecuencia”, porque, como ya se advirtió (Nº 98) es imposible llevar a la prác-tica con mucha lógica los principios liberales, y de hecho vemos que, por una feliz inconsecuencia, no todos los que hacen profesión de liberalismo la hacen también de ateísmo o de anticristianismo. Hay, sin embar-go, muchos que no se quedan a medio camino de la lógica y niegan francamente a. Dios, su creación y pro-videncia, como lo hacen muchos liberales radicales. El radicalismo representa la facción más avanzada del liberalismo, en contraposición al liberalismo moderado o católico, como suelen llamarlo, cuando se trata de religión, o el conservadurismo liberal, como dicen cuando se trata de política.

No olvidemos que el principio fundamental del liberalismo es la siguiente proposición: “Es contrario al derecho natural, innato e inalienable a la libertad y a la dignidad del hombre el someterse a una autori-dad cuya raíz, medida y sanción no esté en el mismo hombre”.

102. — Lo que piensan el Socialismo y el Comunismo sobre el mismo punto. El Socialismo y el Comunismo, nacidos del mismo tronco del liberalismo, niegan abiertamente la

existencia de Dios, su Creación y, por consiguiente, su autoridad y dominio sobre el hombre y sobre el mundo, su Providencia y gobierno del mundo. Para ellos no hay más bienes que los materiales, ni más vida que la presente, ni más autoridad que la de la fuerza, la del número, cuando la violencia no sabe sobrepo-nerse al número.

103. — Juicio acerca de estas doctrinas. En los números 10 y siguientes traté de hacer ver, con la brevedad exigida por el plan de esta obrita,

lo absurda y anticientífica que es la negación de Dios y de su acción en el mundo. No necesito repetirlo aquí. La existencia del Ser Supremo, Creador, Dueño y Legislador del hombre, trae consigo en forma clara

e inevitable la necesidad de sujetarse a sus leyes, ya las haya impreso en el orden natural, ya sean de un orden sobrenatural, por su fondo o por la forma como las ha manifestado (Nº 22). El desconocerle esa au-toridad, como lo hace el liberalismo, especialmente el radical, es simplemente desconocerlo a El mismo, ya que esa autoridad y derecho sobre lo creado son tan propios de Dios e inalienables, como el poder y la ac-ción creadora de las cuales emanan.

Lo mismo y con mayor razón hay que decir de las negaciones socialistas y comunistas: El tratar de explicar el mundo, y la vida, y la inteligencia humana, y las leyes y el orden que hay en él, sin una Inteligen-cia Creadora y Ordenadora, por simple evolución de la materia, o por casualidad, que da lo mismo, como lo pretenden esas doctrinas ateísticas y materialísticas del socialismo y del comunismo, es poner efectos sin causa, es como querer cosechar sin sembrar, hacer planos y dirigir su construcción sin tener vista; es pre-tender que la materia dé lo que ella misma no tiene; es, en una palabra, el cúmulo de absurdos más incon-cebible, que al hombre se le pudiera ocurrir.

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ARTÍCULO II EL HOMBRE: SU ORIGEN, SU NATURALEZA Y DESTINO

104. — Doctrina liberal-radical. En buena consecuencia o rigor de lógica, así como desconoce y prácticamente niega a Dios y su

creación, desconoce y niega también que el hombre traiga su. origen de Dios ni que tenga por fin último de su existencia a Dios (Nº 18 y 19). De la misma manera, en rigor de lógica, la negación de Dios incluye la ne-gación del alma espiritual e inmortal del hombre y su diferencia esencial de los brutos, y hay que admitir que esa diferencia se reduce sólo a una organización corporal más perfecta en los hombres.

De hecho, sin embargo, y por feliz inconsecuencia, la mayor parte de los liberales no llegan a tanto, si bien muchos de los radicales profesan esas negaciones tan poco conformes a la razón y a la doctrina cris-tiana.

105. — El pensamientos social-comunista sobre lo mismo. Más firmes aún que los liberales radicales en su lógica, socialistas y comunistas suelen profesar ideas

del todo materialistas, como ya se ha dicho, y niegan, por lo tanto, que Dios sea Creador del hombre, niegan la espiritualidad de nuestra alma y su destino eterno; niegan la diferencia esencial entre el hombre y los demás animales, etc.

106. — Mucho esfuerzo han gastado los enemigos de la fe cristiana para hacer ver que el hombre ha

descendido del mono o de otro animal semejante, para borrar la diferencia esencial que hay entre el hombre y los brutos, entre el alma del hombre y la de los brutos. Todo ha sido en vano ante aquellos que aman ante todo la verdad, sin temor a los sacrificios que ella pueda imponernos. Bastará sobre esto una palabra o dos.

En primer lugar, la generación espontánea, que tan a menudo se invoca, es decir, la formación de vivientes de los elementos de la tierra, sin semilla de la misma especie, es una falsedad ante las ciencias, como lo mostró Pasteur hasta la evidencia ante la Academia de Ciencias de París. Es también una gran fal-sedad ante el sentido común, que nos dice que “nadie ni nada da lo que no tiene” y que, por tanto, la tierra, que no tenía vida por haber pasado por un estado incandescente, de fuego, en que era imposible toda vida orgánica, no podía dar la vida que ahora hay sobre ella. Es una falsedad demostrada también por la paleon-tología, ciencia que nos muestra la historia de los organismos vivientes sobre la tierra y que presenta al hombre, nunca medio hombre y medio animal solamente, como habría tenido que suceder durante larguí-simos siglos, si se hubiera formado de animal inferior, como suele enseñarse por los ignorantes o por los que a toda costa quieren sacar el cuerpo a la verdad, para no tener que rendirse a sus consecuencias en la vida moral. Se confirma, por tanto, la verdad del principio enseñado por la razón o sentido común de los hombres: “nadie da lo que no tiene”: el animal sin inteligencia no ha podido ser origen del hombre con in-teligencia.

107. — Dirá alguno tal vez: ¿Pero no hay animales inteligentes? Así suele hablarse ordinariamente,

llamando inteligencia a lo que no es sino simple memoria, sentido o instinto orgánico. Ese es un abuso de lenguaje o una simple metáfora, un modo de decir solamente, para ponderar la habilidad de instinto o me-moria de un animal: el animal no discurre, como lo hace el hombre; no conoce las cosas sino por los senti-dos; no puede formarse ideas abstractas y universales, como lo hace el hombre; por eso no forma lenguaje articulado, no tiene religiosidad; no inventa, no cambia, sino en el estrecho límite que le permiten los senti-dos, su modo de proceder. Si un perro se calienta al fuego, como los hombres, no se le ocurre, sin embargo, echar un palo de leña al fuego para que no se apague, como lo hacen ellos. No se fabrican abrigos. Las aves no cambian su modo de hacer sus nidos, etc. porque no ven la idea universal de nido ni los distintos modos como ella se puede realizar. En cambio, el hombre varía hasta lo infinito el modo de hacerse sus habitacio-nes, porque tiene inteligencia.

ARTÍCULO III RELIGIÓN Y CULTO

108. — Doctrina liberal-radical. Negando la dependencia que el hombre tiene de Dios, es claro que el liberalismo, niega también la

religión y el culto que se debe a Dios. Según la norma masónica, inspiradora del liberalismo, el hombre debe

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ser para sí mismo su Rey y su Dios. Pero como ya va dicho, no todos los que profesan ser liberales llegan hasta las últimas consecuencias de esa doctrina y muchos son los que admiten no sólo el culto personal o aun doméstico, que para muchos liberales es el único que merece Dios, sino también el culto social y públi-co, limitando su liberalismo a las cortapisas que se ponen a la Iglesia en el ejercicio de su misión divina y de sus derechos, como se irá viendo.

109. — Lo que piensan los Socialistas y Comunistas sobre la Religión y el Culto. Para ellos mucho menos aún tienen razón de ser religión y culto, desde que profesan más abierta-

mente el materialismo y consiguientemente el ateísmo. Más aún, están empeñados en combatir de frente la Religión, por todos los medios aun los más injustos y violentos, como lo han hecho en Rusia, en Alemania y en México y comenzaron a hacerlo en España. Partiendo de principios y negaciones absurdas, llevan la lógi-ca hasta los últimos extremos. Si no hay más vida que la presente, ni más bienes que los de la tierra, no hay por qué pensar en otra cosa; sería perder tiempo y restar atenciones a los únicos bienes de que hay que go-zar. Es la lógica inflexible del que no cree en Dios, ni en el alma inmortal, ni en otra vida, ni en cielo, ni en infierno.

110. — ¿Qué hemos de pensar sobre esas doctrinas o negaciones? Hemos de decir que, como ellas se fundan en la negación de Dios y en la negación de nuestra alma

espiritual e inmortal y consiguiente igualdad del hombre y de los brutos en naturaleza; siendo falsos y ab-surdos los fundamentos o principios, son también falsas las consecuencias, y no sólo falsas, sino también de lo más perjudiciales al hombre, puesto que lo extravían en sus intereses supremos, cuales son los del alma y de su feliz eternidad. (Véase lo dicho en los números 11 y sigs., 18 y sigs. y 20 y sigs.). La independencia del hombre respecto de su Creador es un desvarío inconcebible del orgullo humano. Para que el hombre no estuviera obligado a rendir a Dios el homenaje de su adoración y gratitud, de su amor y obediencia, sería menester dar por cierta alguna de estas aberraciones: o la negación de Dios, o la creencia en un Dios ajeno al mundo, que no lo ha creado ni lo gobierna, o que no tiene cuidado de sus criaturas; o bien un Dios al cual su criatura no le deba plena obediencia de entendimiento, de voluntad y de acción ; cosas todas que nuestra razón no puede admitir.

ARTÍCULO IV RELIGIÓN REVELADA: FE; JESUCRISTO, HIJO DE DIOS

111. — Doctrina liberal-radical. En este punto es dónde el liberalismo más ha acentuado su doctrina de la independencia del hom-

bre, proclamando su absoluta libertad de pensamiento, de religión, de conciencia, de palabra, de prensa, de política. Sus principios son los de la “Declaración de los derechos del hombre”, en 1789, o sea, los de la Revolución Francesa: son su Carta Magna. “Hay ya muchos imitadores de Lucifer, dice León XIII en su En-cíclica “Libertas”, cuyo es aquel nefando grito: ¡no serviré! que con nombre de libertad, defienden una li-cencia absoluta. Tales son los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, que tomando nombre de la libertad, quieren ser llamados liberales. En realidad lo que en filosofía pretenden los naturalistas o ra-cionalistas, eso mismo pretenden en la moral y en la política los fautores del liberalismo, los cuales no ha-cen sino aplicar a las costumbres y acciones de la vida los principios sentados por el naturalismo. Ahora bien, lo principal de todo en el naturalismo es la soberanía de la razón humana, que, negando a la divina y eterna la obediencia debida y declarándose a sí misma sai juris (independiente), se hace a sí propio princi-pio sumo y fuente y juez de la verdad. Así también ¡los sectarios del liberalismo, de quienes hablamos, pre-tenden que en el ejercicio de la vida, ninguna potestad divina hay a la cual obedecer, sino que cada uno es ley para sí mismo; de donde nace esa moral que llaman independiente, que, apartando la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los preceptos divinos, suele conceder al hombre licencia sin lími-tes”.

Es cierto que muchos liberales, aterrados por las consecuencias lógicas de tales doctrinas y con per-petua inconsecuencia, aceptan la ley natural, pero no la ley sobrenatural de Dios; no aceptan la doctrina de Jesucristo, o si la aceptan es sólo para los individuos, no para la sociedad, no para que el Estado la tome en cuenta en su proceder y en sus leyes, y, por tanto, siempre sostienen la separación de la Iglesia y del Estado.

Los liberales más moderados, que suelen llamarse católicos, aceptan aun la religión revelada o so-brenatural y la ley de Jesucristo y de su Iglesia para los particulares y aun para el Estado; pero quieren que

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la Iglesia se acomode a las ideas del siglo, contrarias a sus derechos y a su misión y ven con desagrado toda proclamación que ella hace de sus derechos divinos y toda exigencia de la libertad necesaria para desempe-ñar su misión de enseñar y de salvar a los hombres. Quieren que disimule ante lo falso y ante lo injusto, por ejemplo en el contrato de trabajo, en el trato de los obreros, en la libertad absoluta de pensar, escribir o de culto, etc.

Muchos liberales, finalmente, niegan a la Iglesia los derechos de sociedad perfecta, con su fin su-premo e independiente de todo querer humano, como impuesto por el mismo Dios, y consiguiente derecho a los medios para realizarlo, y pretenden que la Iglesia no puede dar leyes, ni juzgar ni castigar, sino sólo exhortar y persuadir, y aun regir a los que voluntariamente se le sujetan, como si la Iglesia fuera una asocia-ción voluntaria, como otra cualquiera.

112. — Doctrina Socialista-Comunista sobre los mismos puntos. Con los mismos principios liberales y con lógica más rigurosa que ellos, los Socialistas y Comunistas,

negando a Dios, niegan toda revelación, niegan la divinidad de Jesucristo y la autoridad de su Iglesia. Todo el orden sobrenatural es estorbo para ellos, y por eso lo combaten con tanta inhumanidad e injusticia, y dirigen especialmente sus fuegos contra la Iglesia Católica, porque en ella ven el más firme baluarte de toda religión y en especial de la fe cristiana. De ahí los incendios, las destrucciones y confiscaciones de templos, las matanzas, encarcelamientos y destierros de sacerdotes, la prohibición de todo culto, que han efectuado ante el mundo civilizado en pleno siglo XX, en Rusia, en México y en España.

113. — Juicio acerca de esas doctrinas. Respecto de los que niegan a Dios, nada hay que agregar a lo dicho acerca del absurdo que hay en

esa negación: (Nº 11 y siguientes). Respecto de los que creen en Dios, bastará observar que la pretensión de querer imponer leyes a sus disposiciones y límites a su poder para comunicar al hombre sus voluntades, sea por medio de la revelación natural o por medio de la sobrenatural (Nº 22), es simplemente ridícula e inju-riosa a Dios, a quien no se le concede lo que El mismo ha dado al hombre, de comunicarse con los demás en mil maneras y de no estar sujeto a un molde determinado en su querer y en su proceder.

Para los que creen en Jesucristo, sus negaciones respecto de la Iglesia, las limitaciones que se quie-ren poner a sus derechos o a su autoridad y. misión, son una pobre y clara inconsecuencia e injuria hecha al mismo Jesucristo en quien profesan creer; pues toda su misión, etc., se funda en la enseñanza clara y repe-tida del mismo Dios (Nº 26 y siguientes).

El pensar del católico sincero es muy lógico: Dios, infinito en poder y sabiduría, como en toda per-fección, no puede estar sujeto a un solo medio de comunicarse con el hombre. Tampoco hay razón alguna para creerle en algunas cosas y en otras no, para obedecerle en unas y desobedecerle en otras. Si estableció en la tierra su Iglesia y a ella le dio poderes propios, supremos, para salvar a los hombres, independientes de toda autoridad terrena, como lo exige el fin supremo que tiene, al cual han de subordinarse los demás fines y actividades humanas, ninguna criatura, ninguna potestad humana puede desconocer a la Iglesia esa autoridad ni estorbarle su misión con leyes o procedimientos, sin hacer injuria al mismo Dios.

No hay razón alguna para que el Estado prescinda de Dios, de su revelación y de la Iglesia estableci-da por El, como si hubiera algo humano, autoridad humana o social alguna que no tenga su origen en Dios, o que pueda emplearse lícitamente en contra de sus leyes y de su voluntad. El verdadero católico va, pues, muy tranquilo y muy seguro en la Iglesia de Cristo, sin hacer distingos, sin reserva ninguna en su obedien-cia o en su fe.

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CAPÍTULO SEXTO EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA

ARTÍCULO I

NATURALEZA Y ORIGEN DEL MATRIMONIO. DIVORCIO

114. — Doctrina liberal-radical. El liberalismo, que desconoce toda autoridad que no nazca del hombre mismo, no reconoce, por lo

mismo, autoridad o ley divina en el matrimonio; menos aún la de Cristo y de su Iglesia. Hablo de los libera-les que sostienen sus principios con rigor de lógica, como suelen hacerlo los radicales y muchos liberales doctrinarios.

El matrimonio es para ellos un contrato que depende de la voluntad de los contrayentes, sin otra su-jeción que a las leyes del Estado, por lo que el matrimonio importa para el bien común, cuya guarda le ha confiado la voluntad de los ciudadanos.

De ahí el empeño del liberalismo para establecer el llamado matrimonio civil y declararlo el único válido, desconociendo en absoluto el matrimonio cristiano, aun en países católicos. Eso sí que, por una de tantas inconsecuencias propias del error y del espíritu de hostilidad a la Iglesia, en algunas partes se le toma en cuenta para castigar a los sacerdotes que lo autoricen y bendigan antes del matrimonio civil, siendo así que no se preocupan del simple concubinato y en muchos casos ni aun del adulterio, para castigarlos.

115. — La consecuencia: el divorcio. Consecuente con estos principios, el Liberalismo ha establecido en diversos países el divorcio, des-

conociendo la indisolubilidad sacramental del matrimonio cristiano y despreciando la declaración expresa de Cristo, que condena el divorcio para presentar el matrimonio como un contrato puramente civil regla-mentado por el estado.

La sociedad doméstica queda así reducida a una sociedad de origen puramente humano, con dere-chos otorgados mutuamente por los esposos y garantidos por el estado, y con obligaciones nacidas de la voluntad mudable de los contrayentes, o de las leyes, también mudables, del estado que no reconocen auto-ridad superior.

116. — Doctrina Social-Comunista sobre el mismo punto. Los Socialistas y Comunistas no sólo reducen el matrimonio a un simple contrato humano, disoluble

por la ley civil, sino que aun predican el amor libre, libre de todo contrato, libre de todo deber de familia, hasta echar sobre el Estado la carga de los hijos, si los hay, y reclamar igual honor para la madre del hijo ilegítimo que para la del legítimo.

117. — Juicio acerca de esas doctrinas. Prescindiendo de la falta de lógica que suelen cometer los liberales y demás, cuando, negando por un

lado todo valor al matrimonio cristiano, sin embargo, lo toman en cuenta para prohibirlo y para castigar a los sacerdotes que lo autorizan, cuando no va precedido del matrimonio civil, como se ha decretado por las leyes en otros países, y salvo también la feliz inconsecuencia con las doctrinas liberales de los que se quedan a medio camino, sin llegar a las últimas consecuencias anticristianas de su desconocimiento de la autoridad de Dios y de su Iglesia, las doctrinas expuestas no son más que aplicaciones lógicas de los principios libera-les, que siguen también con más lógica los socialistas y comunistas, Y al mismo tiempo son como frutos que dan a conocer el árbol que los produce y manifiestan el valor de esos principios ante la fe, ante la razón, y ante la historia.

El propósito y dimensiones de este trabajo no permite reproducir aquí las hermosas páginas de León XIII en su Encíclica “Arcanum” sobre el Matrimonio Cristiano.

Que el Matrimonio haya sido establecido por el Creador, como lo enseña la Fe Cristiana, sólo podrá negarlo el que niegue al mismo Creador y, por tanto, juzgue que las cosas de este mundo se hacen y han hecho por una evolución ciega, sin causa y sin dirección inteligente, evolución a la cual le resultan las cosas bien hechas y ordenadas a fines particulares y generales, gracias a infinitas casualidades que se repiten a cada momento y en cada ser. No hay que repetir que esta suposición es tan absurda, que es difícil pensar un insulto mayor a la razón y al sentido común de los hombres.

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Respecto de la autoridad con que la Iglesia procede en ésta y en las demás materias relacionadas con la vida espiritual y moral de los hombres, bastará recordar lo que se dijo en el Nº 26 y sigs. Sólo podrá po-nerla en duda quien niegue la divinidad de Jesucristo o desconozca los plenos poderes que dio a sus Apósto-les para enseñar su doctrina y hacer cumplir sus leyes.

118. — Por lo que toca a los poderes que se arroga el estado sobre la validez misma del matrimonio,

baste observar que la familia ha existido antes que el estado y que han pasado muchos siglos antes que los estados legislaran sobre el matrimonio.

Es evidente también que no depende de la voluntad humana, sino de la voluntad del Creador, el fin del matrimonio y los medios para alcanzarlo: no depende del estado ni de la voluntad del hombre la aptitud para procrear, ni ley alguna humana puede determinar el número de hijos, ni su sexo ni sus cualidades o aptitudes. Tampoco hay ley de hombre que pueda hacer lícito en el matrimonio lo que antes de toda ley y sobre toda ley, la razón humana encuentra ilícito, por ser disconforme a la prescripción natural, que es ex-presión clara de la voluntad del Creador de la naturaleza humana.

119. — Por sus frutos se conoce el árbol. El católico, sí no ha renegado de su fe cristiana, no sólo admite las enseñanzas de la Iglesia sobre el

matrimonio, sino que ve en ellas la única arca de salvación moral para el mundo, encenagado en horrenda corrupción de costumbres, precisamente por el desprecio que se ha hecho de las leyes de Dios y de su Igle-sia, sobre todo en lo tocante al matrimonio.

Y, para dar una prueba histórica y práctica, los chilenos sabemos qué perturbación y licencia trajo consigo el establecimiento del matrimonio civil entre nosotros; tan grande que los mismos partidarios de la ley no podían menos de sentirse alarmados con los resultados de la dualidad de matrimonios, que habían ocasionado con esa ley a esta población católica, pero en gran parte ignorante, y buscaron remedio, que, al fin, el Presidente, Sr. Ibáñez, con buena voluntad y lógica cordura, supo encontrar en la ley Nº 4808, del 31 de Enero de 1930.

120. — Testimonio de León XIII sobre los resultados del divorcio. Y saliendo de Chile, para apreciar los efectos del divorcio, tan acariciado por las doctrinas no católi-

cas, aun por los protestantes, por más que la Biblia lo condene expresamente, oigamos algo de lo que dice León XIII en su Encíclica “Arcanum”: “Apenas ofrecieron las leyes camino seguro para los divorcios, se vio cuánto aumentaron las disensiones matrimoniales, los odios y las separaciones, llegando a tal punto la in-moralidad, que los mismos defensores del divorcio se hubieron de arrepentir y se convirtieron en defenso-res de la indisolubilidad; pues, si con leyes contrarias no se hubiera puesto remedio a tan graves males, hu-biera debido temerse que la sociedad llegase a su completa ruina. Dicen que los antiguos romanos se horro-rizaron cuando ocurrieron los primeros casos de divorcio; pero al poco tiempo languideció en ellos el sen-timiento de la honestidad y extinguióse por completo el pudor moderador de las concupiscencias, y comen-zóse a violar la fe conyugal con tal desenfrenada licencia, que llegó el caso que leemos en no pocos autores, de que muchas mujeres contasen sus años de vida no por los cónsules, sino por los maridos que habían te-nido.

“Del mismo modo, entre los protestantes se dictaron ciertamente al principio leyes que señalaban algunas causas por las cuales podía efectuarse el divorcio; éstas, sin embargo, por las semejanzas que exis-ten entre ciertas cosas, vinieron a crecer tanto entre los alemanes, americanos y otros, que todos los que no eran grandemente necios creyeron que debían llorar por la depravación de costumbres... Y lo mismo suce-dió en ciudades católicas en que, por haberse dado lugar al divorcio, fueron tantos los males que se siguie-ron, que su espantoso número superó excesivamente la opinión de los legisladores; pues la maldad de mu-chos llegó al punto, que se entregaron a todo género de crueldades, injurias y adulterios, que luego servían de pretexto para disolver impunemente el vínculo matrimonial que había llegado a serles del todo insopor-table. Y todo esto con tanto detrimento de la moral pública, que todos juzgaron ser necesario establecer cuanto antes leyes que remediasen tantos daños”.

No se violan impunemente las leyes divinas y de la Santa Iglesia: En Estados Unidos ha llegado a tanto el desorden introducido por el divorcio, que en algunos estados han llegado a contarse uno por cada seis o cinco matrimonios y aún más.

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ARTÍCULO II LOS DERECHOS DE LA IGLESIA EN LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS

121. — Doctrinas anticatólicas. Todos los sistemas de doctrinas anticatólicas, de que se viene tratando, en conformidad con los prin-

cipios que profesan acerca del origen de los derechos humanos, con la negación de la autoridad divina, y especialmente de la Revelación y de la Divinidad de Jesucristo y consiguiente autoridad de la Iglesia, niegan a ésta todo derecho propio en la enseñanza y educación de la juventud; y, llevando a la práctica sus doctri-nas, donde han podido hacerlo, han prohibido a la Iglesia la enseñanza, como lo han hecho en Francia, en Rusia, en Méjico, en España, etc.: y, obedeciendo al plan de la masonería de descristianizar el mundo, tra-bajan por hacer otro tanto en todas partes y de un modo especial lo están procurando realizar en Chile.

122. — Juicio acerca de esas doctrinas relativas al derecho de la Iglesia en la educa-ción.

Como ellas no son más que la consecuencia lógica de los principios del liberalismo y de las negacio-

nes de los materialistas, para apreciar su valor, hay que volver la vista a esos principios. Así como las ense-ñanzas católicas respecto a la existencia de Dios, la Divinidad de Jesucristo y la Autoridad de la Iglesia, son inconmovibles, por la misma razón lo son sus consecuencias lógícas y aplicaciones en lo que toca a la ense-ñanza y educación (Nº 42 y sigs.). Del mismo modo, como son insostenibles y absurdas las pretensiones y negaciones de las escuelas anticatólicas, las liberales en sus varios matices y las socialistas-comunistas, también son absurdas, insostenibles y perniciosas en sus consecuencias y aplicaciones.

Además, el árbol se conoce por sus frutos: Para juzgar de la verdad y bondad de las diversas doctri-nas relativas a la educación no hay más que mirar alrededor nuestro, dentro y fuera del país, los resultados de una sólida educación cristiana en conformidad a las enseñanzas de la Iglesia y los resultados de la educa-ción no católica, en que se ha prescindido de esas enseñanzas. Y desde luego, no es indicio dudoso el que los mismos que profesan en teoría doctrinas anticatólicas, buscan muchas veces de preferencia para educar a sus hijos los colegios católicos, pediendo en ellos, felizmente, más el amor a los hijos que la lógica de sus ideas. Desgraciadamente, no siempre tienen libertad para hacer tal elección: los que se han sometido al yu-go de la masonería saben la presión que ella les hace a este respecto.

En Estados Unidos, los católicos y muchos protestantes no sólo lamentan públicamente los estragos de la enseñanza sin religión, sino que hacen grandes sacrificios para dar a sus hijos y a todos los niños de su profesión religiosa enseñanza conforme a sus creencias.

Entre nosotros el fanatismo sectario de los dirigentes de la Instrucción Primaria ha llegado en mu-chos casos hasta hacer sacar de las aulas escolares la imagen de N. S. Jesucristo, al mismo tiempo que en ellas se deja con honor el retrato de cualquier personaje de relativa importancia, o quizás de ninguna, para la buena educación y enseñanza; como sí N. S. Jesucristo no hubiera tenido y no tuviera aún importancia capital en la historia y en la civilización que tenemos.

ARTÍCULO III DERECHOS Y DEBERES DE LA FAMILIA Y DEL ESTADO EN LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS

123. — Doctrinas no católicas al respecto. Los que no reconocen la autoridad del Creador sobre la familia tampoco pueden reconocer obliga-

ciones que El haya impuesto a la familia o derechos que le haya dado; cosa que los sostenedores de esos sistemas suelen pretender especialmente en lo que toca a la educación, cuyos deberes y derechos todos quieren transferir al estado, sobre todo cuando tienen el poder en sus manos; que si no lo tienen, entonces claman por la libertad de enseñar para los maestros, por más que esa enseñanza sea contraria al bien co-mún y a la existencia misma de la familia y de la sociedad.

Para corroborar ese absolutismo del estado en la enseñanza, los extremistas de esos sistemas no tre-pidan en afirmar que los hijos pertenecen al estado antes que a la familia, y se ha llegado a veces hasta qui-tarlos a la familia, aún pequeñuelos, para confiarlos a los cuidados del estado.

Ese poder absorbente e ilimitado del estado en lo tocante a la enseñanza y educación, no es más que la consecuencia lógica del desconocimiento de toda ley superior, de todo derecho y de todo deber natural, emanados de Dios, Autor de la naturaleza.

Aplicación práctica de esos errores son: la opresión a toda enseñanza privada o de la Iglesia; el anhe-lo por implantar la escuela única, laica y obligatoria, para que nadie pueda sustraerse al magisterio de la

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facción o secta que, por buenas o malas artes, ha logrado adueñarse del poder y con él de la dirección su-prema de la enseñanza del estado.

124. — Juicio acerca de esas doctrinas. Cualquiera que píense o reflexione un poco, encontrará solidísima la doctrina católica, como débil y

perniciosa la no católica que se acaba de exponer. (Véanse los números 45 - 47). En la doctrina católica se reconoce al estado sus deberes y derechos en la educación, en conformidad con las exigencias del bien co-mún, única norma a que deben ajustarse, y se sostienen esos derechos y deberes sin perjuicio de otros dere-chos y deberes naturales o sobrenaturales, anteriores o superiores a los del estado, y que contribuyen gran-de y eficacísimamente al bien común, como son los derechos y deberes de la Iglesia y de la familia.

En la Doctrina católica se establece como fundamento de toda autoridad la ley divina, y como fuente de toda verdad, la Verdad eterna, revelada a los hombres o en el orden natural o por medio de la revelación sobrenatural. Hay, por tanto, principios sólidos y estables de verdades y de normas de conducta para guiar al hombre en la vida, sin incertidumbres ni zozobras.

En cambio, nada sólido, seguro o estable hay o puede haber en aquellos sistemas o doctrinas en que todo se hace depender o de la razón humana, tan sujeta a -todo error y a todo contraste de pareceres, o de la voluntad de los que mandan, que hoy opinan de un modo y mañana de un modo diverso o del todo contra-rio.

¿Qué respeto a la autoridad docente o a la del Estado mismo puede haber en los que se educan, cuando ven fundada la enseñanza y educación en la pobre razón humana, y comprueban muchas veces que la del maestro es más débil que la del alumno y que la voluntad del gobernante o la del maestro es tan capri-chosa, frágil o torcida como la del educando o quizás más aún?

¿No es lo más natural y lógico que el que es educado en nombre de la fuerza que domina en el Esta-do, con determinadas ideologías, impuestas por esa fuerza, se rebele contra ellas si no le agradan, y trate de adueñarse de esa misma fuerza para imponer a su vez su propio modo de pensar?

Y si no reconoce ley superior que obligue su conciencia ¿qué puede impedirle que lo realice sino la fuerza, que también con fuerza o astucia se puede vencer y dominar? Así es como el Estado prepara sus propios enemigos, sus propias luchas y su propio malestar y ruina, privándose a la vez de sus más podero-sos auxiliares, por desconocer la autoridad fundamental de Dios y los derechos de su Iglesia y de la familia.

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CAPÍTULO SÉPTIMO SOCIEDAD CIVIL — AUTORIDAD

ARTÍCULO I SU ORIGEN

125. — Doctrinas no católicas acerca del origen de la Sociedad Civil y de la Autori-

dad. Según las doctrinas liberales, la sociedad tiene origen únicamente en el convenio de los hombres, y

ese mismo convenio es el origen de la autoridad, la cual no es más que la acumulación de parte de los dere-chos individuales cedidos para formarla.

Ese mismo convenio da la medida de las atribuciones de la autoridad. Se desconoce a Dios como fuente de la autoridad y como árbitro de la medida de las atribuciones de la misma.

Los socialistas y comunistas, partiendo de los mismos principios o negaciones que los liberales, sólo se distinguen de éstos en ser más consecuentes en las aplicaciones y, por lo mismo, en ofender y contrariar más los derechos naturales y las leyes de Dios y de la Iglesia, como se ha visto o se ve aún en Rusia, España, Méjico y Alemania; donde se han castigado como delito los actos más inocentes, como llevar una insignia religiosa, exponer la imagen de un santo o héroe de virtudes cristianas, y donde se ha despojado a grupos de ciudadanos de los bienes más legítimamente adquiridos y más benéficamente empleados; donde a los cató-licos y aun a los de otras creencias se les desconocen y niegan los derechos más elementales e inviolables, como el de enseñar, el de poseer un lugar destinado a practicar su religión o a enseñarla, y hasta el mismo derecho de quejarse de la persecución que padecen etc.; al mismo tiempo que se ha dado toda licencia al que los ofende y atrepella en lo que ellos más aprecian. Todo ello no es más que consecuencia de la doctrina acerca del origen de la autoridad, que no reconoce más norma que la voluntad del gobernante ni más límite que los de la fuerza de que dispone.

126. — Juicio sobre esas doctrinas relativas a la sociedad civil y su autoridad. Así como admitida la existencia de Dios, su autoridad sobre el gobierno de los hombres, y su revela-

ción, especialmente por Jesucristo, es de consecuencia la doctrina católica sobre el origen, fin y atribuciones de la autoridad; así también, negada la existencia de Dios o su intervención en el mundo, desconocida su revelación, negada la persona divina de Jesucristo y la autoridad de su Iglesia, no queda más fundamento de la sociedad civil y de su autoridad que la voluntad de los hombres; desaparece toda obligación superior al hombre, que obligue en conciencia a las autoridades a mandar con justicia y equidad y sólo teniendo en vista el bien común y no sus propias miras o intereses, y que obligue también a los súbditos a obedecer con fidelidad y respeto; quedan sólo el interés, el temor de la fuerza y castigo, o el aliciente, bien débil y mez-quino del honor, como fuerza que mueva a gobernantes y a súbditos a cumplir los respectivos deberes; se acaba la distinción entre el bien y el mal y se establece el fundamento de las tiranías más monstruosas, constituyendo en norma de lo bueno y de lo justo, como de lo malo y criminal, a cualquier audaz afortuna-do, que, con el halago y engaño de las masas populares, primero, se adueñe del poder, y, después, con el terror, imponga su voluntad, por perversa y criminal que sea.

Los ejemplos citados de Méjico y Rusia, para no recordar sino lo más reciente, son prueba demasia-do y tristemente elocuente de los extremos de injusticia y tiranía a que conduce la consecuencia con las doc-trinas anticatólicas.

En nuestro mismo país no nos faltarían ejemplos de arbitrariedades cometidas por gobernantes y generalmente condenadas por los ciudadanos, inspiradas en esos principios, que quitan al gobernante toda responsabilidad ante la divina autoridad.

ARTÍCULO II RELACIONES DE LA IGLESIA Y EL ESTADO

127. — Doctrinas no católicas. La doctrina liberal no reconoce a la Iglesia como institución o sociedad de origen superior a la volun-

tad o ley de los hombres. Por tanto, debe estar sujeta al estado en todo y no debe tener más acción o inter-

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vención en las cosas de este mundo que la que el estado, fuente, para esa doctrina, de todo derecho, le con-ceda o permita, y en esto se mirará siempre, no al fin de la Iglesia, que se desconoce, sino a la conveniencia política del gobernante o al interés del estado.

De ahí nace la diversidad de aplicaciones de la doctrina liberal de un país a otro, según varían las po-sibilidades del momento, las conveniencias e intereses. De ahí, en algunas naciones, la prohibición de ejer-cer el culto público, la prohibición de enseñar, de formar clero, misioneros, maestros, etc.

De ahí la separación de la Iglesia y el estado, la confiscación de los bienes de la Iglesia, y, en una pa-labra, el tratamiento dado a la Iglesia no sólo como si fuera una sociedad privada cualquiera, sino aun como sociedad hostil y perniciosa.

Como regla general se puede decir que donde la Masonería, alma dirigente del Liberalismo en todas sus tendencias anticristianas, se adueña firmemente del poder, la Iglesia Católica tendrá ese tratamiento de persecución, como lo ha tenido en Francia, Italia, Portugal, España, etc., en tiempos pasados y lo tiene aho-ra en Rusia y Méjico, y, en menor escala, en otros países americanos.

128. — Con mayor empeño aún el Socialismo y el Comunismo procuran acabar con toda religión, es-

pecialmente con la Iglesia Católica, que persiguen hasta el exterminio. Para esos sistemas, la Iglesia no sólo no tiene razón de ser, sino que ni siquiera admiten que la religión pueda ser buena para el pueblo, como suelen decir los liberales, y la suelen llamar el "opio del pueblo", estimándola como el mayor estorbo para realizar sus planes.

De ahí provienen la destrucción e incendios de iglesias, el asesinato de sacerdotes, y no sólo el des-conocimiento de la Iglesia, sino la negación de todos sus derechos, la prohibición de todos sus actos públi-cos, la guerra a muerte a todas sus instituciones, etc., cosas que si los que las miran desde el punto de vista humano y social solamente pueden juzgarlas criminales o' actos de salvajismo, son, en cambio, aplaudidas y acordadas por los dirigentes de los sectarios de tales doctrinas.

129. — Juicio acerca de esas doctrinas. Las doctrinas expuestas y sus aplicaciones históricas no son más que las consecuencias de las ideas

que se profesan sobre las bases más fundamentales del pensar y del obrar humano, como son la existencia del Ser Supremo, Creador del mundo y del hombre, existencia en el hombre de un alma espiritual e inmor-tal y consiguiente destino eterno del hombre y sanción eterna también para los buenos y los malos, depen-dencia que el hombre tiene de su Creador, la Providencia y la revelación divina, divinidad de Jesucristo, Fundador de la Iglesia y autoridad que a ésta le dio, etc.

Así como la Iglesia Católica es muy lógica dentro del alcance racional y aun expresamente revelado de esas verdades; así también las doctrinas liberales y la socialista y comunista, que son derivaciones o con-secuencias de las mismas, lógicamente nacen de sus principios y negaciones, ya tantas veces indicados.

Si no hay Dios a quien obedecer y temer; si no hay más vida ni más bienes que los de la tierra; si no hay ley superior al hombre, que establezca distinción entre lo bueno y lo malo, es claro que no hay nada que pueda llamarse o ser en sí mismo criminal y malo; es claro que estorba quien enseña lo contrario y que se hace bien en eliminarlo. En tal caso, predicar el bien y hablar de virtud es un engaño contrario al desen-freno de las pasiones, las cuales, en estos sistemas, no tienen por qué ser refrenadas, pues no son más que un impulso natural, cuya satisfacción desordenada, las doctrinas anticatólicas no tienen por qué condenar, sino a lo más curar como enfermedades del organismo.

No sólo lo absurdo y falso de sus principios, sino también las consecuencias de desórdenes, crímenes e inmoralidades de toda clase, y el mismo aterrador e inmenso malestar del mundo actual, frutos todos de la aplicación, aunque a medias todavía, de esas doctrinas anticristianas, nos manifiestan a las claras la fal-sedad y lo pernicioso de las mismas: “El árbol se conoce por sus frutos”.

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CAPÍTULO OCTAVO LA CUESTIÓN SOCIAL

ARTÍCULO I ¿QUIÉNES DEBEN INTERVENIR EN ELLA?

130. — La intervención de la Iglesia. Doctrinas liberales. Según esas doctrinas, la Iglesia no tiene derecho a intervenir en la Cuestión Social, que es asunto pu-

ramente económico, independiente del orden moral, y sujeto a las leyes económicas, que son tan naturales como las leyes físicas, no sujetas a la autoridad que la Iglesia ejerce en el orden de la fe y las costumbres. Eso, sin embargo, no quita que los partidarios de las doctrinas económicas liberales reconozcan en la Iglesia un poderoso agente de pacificación social y que le agradezcan sus servicios, que ellos suelen estimar y califi-car como buenos para el pueblo, con tal, por supuesto, que la Iglesia no se meta también a defender los de-rechos de los obreros y del pueblo y a recordar a los patrones y ricos sus deberes; pues, en tal caso, el espíri-tu y la doctrina liberal se subleva, y cerrando sus puertas a los agentes de la Iglesia, le niegan todo derecho a mezclarse en las relaciones entre patrones y obreros.

131. — Respuesta socialista y comunista a la misma cuestión. Desde luego, la Iglesia no tiene por qué mezclarse en la Cuestión Social, por lo mismo que no tiene

por qué existir siquiera ni religión ni Iglesia para el Socialismo y Comunismo. La intervención de la Iglesia, según ellos, más bien sería dañosa al bien social, ya que en esos siste-

mas ese bien no se puede alcanzar sino haciendo del Estado el único dueño del capital productivo, el único empresario, el único patrón, y suprimiendo, en consecuencia, toda propiedad privada, capitalista al menos, y quitando todo motivo de desigualdad entre los hombres, y suprimiendo también la religión, opio con que se adormece al pueblo y se le impide alcanzar el ideal de igualdad y felicidad terrenal, único que existe para el socialista y comunista.

Para ellos el Estado es todo y, por tanto, a él sólo le toca arreglar la cuestión social, y para ello tiene un poder sin límites, ya que no hay derechos ni deberes naturales que él deba tomar en cuenta.

132. — Juicio de estas doctrinas sociales anticatólicas. Sí el hombre fuera simple máquina de trabajo; si en su trabajo dejara de ser un ser racional y libre,

sujeto a la ley moral y destinado a una vida eterna; si no tuviera deberes que cumplir ni derechos que hacer valer, anteriores a toda voluntad, convenio o ley humana, entonces tendría razón el liberalismo: en tal supo-sición no quedaría lugar para la intervención de la Iglesia; pero el hombre no es así, como se lo puede forjar el que no cree sino en la materia.

Igualmente, sí el hombre no fuera más que un simple bruto, sin otro destino que trabajar y gozar lo que en la tierra se puede gozar; si no tuviera libertad y sus derechos naturales inviolables; si no tuviera una responsabilidad personal por sus actos ante el Creador; entonces tendría razón el Socialismo y el Comunis-mo en prescindir en el hombre de toda otra consideración, que no sea la de la mejor producción para el ma-yor goce con el menor trabajo.

Pero el hombre no es sólo máquina productora de bienes materiales: es un ser dotado de alma in-mortal, que debe trabajar también y principalmente, por otros bienes; es un ser sujeto a leyes morales y responsable de su cumplimiento ante su Creador; es un ser cuyo bienestar y felicidad no pueden limitarse a los bienes y goces del cuerpo, como si fuera un simple bruto. En todas sus acciones está sujeto a las leyes divinas; en el ejercicio de su actividad libre tiene derechos que hacer respetar y deberes que él mismo ha de respetar y cumplir, y todo lo ha de encaminar al fin último de su vida, que es también su felicidad y perfec-ción suprema.

Y todo eso está sujeto por la ley divina a la enseñanza, guía y gobierno de la Iglesia de Jesucristo, de cuya misión y autoridad se trató en la Primera Parte. (Núm. 26 y sigs.). Las aplicaciones hechas por las doc-trinas no cristianas de sus principios a la Cuestión Social, no pueden valer más en verdad y en bondad que lo que valen esos principios y esas negaciones, de las cuales ya se ha juzgado tantas veces.

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ARTÍCULO II LA PROPIEDAD PRIVADA Y SU USO

133. — Doctrina liberal-radical sobre este punto. Esta doctrina, llamada también individualista, se ha distinguido por conceder un derecho de pro-

piedad tan absoluto, que se ha negado el carácter o función social, que también tiene la propiedad, o sólo se la ha concebido y admitido en términos muy limitados.

“Negado o atenuado el carácter social y público del derecho de propiedad, dice el Papa Pío XI, se cae en el llamado individualismo, o al menos se acerca uno a él”. (Enc. Quadragesimo Anno). El individualismo es la característica del liberalismo económico-social.

No estará de más, para que los lectores tengan ideas bien claras del significado de las palabras que oirán no pocas veces cuando se trata de la propiedad, hacer ver cuál es la diferencia que hay entre estos dos modos de decir: “la propiedad tiene una función social” y “la propiedad es una función social”. La primera frase encierra la doctrina católica (ver el Núm. 70) y quiere decir que el propietario particular tiene verda-dero derecho de propiedad exclusiva sobre lo suyo, que no es simple funcionario del Estado o de la colecti-vidad en la administración de lo suyo; pero que, al mismo tiempo, debe servir con su propiedad al bien común, en las formas indicadas en el Número 70.

La segunda frase pertenece a la doctrina socialista o colectivista, y encierra la negación del derecho de propiedad. El propietario, con ese modo de hablar, no es dueño de lo suyo, sino simple funcionario del estado o de la colectividad, en su administración. Por eso se dice que la propiedad es una función social, al modo de que es, por ejemplo, función social, la del maestro, del jefe de correo, etc., que desempeñan una función en nombre y en beneficio de la sociedad. Son dos cosas muy distintas, la una verdadera y la otra falsa.

134. — Doctrina socialista y comunista sobre la propiedad y su uso. El ideal de estas doctrinas es la supresión más o menos completa de la Propiedad Privada. Unos la

quieren suprimida del todo, de modo que no haya más que un solo propietario, la colectividad (de donde viene el nombre de Colectivismo que dan a ese sistema) o el estado. Otros, al menos quieren que sea común y no privada la propiedad de la tierra y de los capitales o medios de producción: “Rechazado o disminuido el carácter privado e individual de ese derecho (de propiedad) se precipita uno hacia el “Colectivismo” o por lo menos se tocan sus postulados”, dice su Santidad Pío XI, en su Encíclica Quadragesimo Anno.

Por tanto, en estos sistemas de doctrinas se niega el derecho natural a la propiedad privada, por ser causante de injusticias y desigualdades entre los hombres, y se niega, por lo mismo, el derecho a testar o a heredar, consecuencias lógicas del derecho de propiedad.

135. — Juicios acerca de las doctrinas no católicas sobre la propiedad. Convendrá recordar lo que sobre la Propiedad Privada se dijo en el núm. 62 y siguientes, para que se

vea el contraste entre la doctrina católica y estas otras. Por lo que toca al liberalismo, su gran pecado es el individualismo, es decir, el egoísmo, el creer que el hombre no tiene por qué preocuparse de la suerte de su prójimo; es el olvidarse de que Dios ha hecho y ha dado para todos los hombres los bienes del mundo, y de que hay leyes superiores a las de la economía, que nos mandan atender a las necesidades sociales y de nues-tros prójimos.

Consecuencias funestísimas de las doctrinas liberales han sido el enriquecimiento excesivo de unos pocos y la miseria de inmensas muchedumbres, y, en gran parte también el estado de inmensa y dolorosí-sima crisis que atormenta el mundo. Es el individualismo económico de las naciones unas con otras el que ha producido este inmenso trastorno, llevando al campo internacional, lo que se había hecho en el seno de cada nación.

136. — En cuanto al Colectivismo, o sea al Socialismo y Comunismo, lo dicho en el número 64 acer-

ca de la legitimidad de la propiedad privada basta para probar la sinrazón de las doctrinas colectivistas, con cualquier nombre con que se llamen.

Por otra parte, la aplicación de esas doctrinas, tal como se hace en Rusia, o más bien como se ha he-cho, ya que poco a poco se ha ido volviendo atrás, y los amargos frutos de desolación, de horrenda esclavi-tud y muerte que ha sembrado en aquella nación, son cosas que no han podido ocultarse, que ya son cono-cidas en todo el mundo y que han desengañado a muchos admiradores y envidiadores de la felicidad del régimen allí implantado.

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En Chile mismo también experimentamos penosamente los resultados de aplicaciones exageradas de principios buenos y equitativos, hechas con tendencia socialista: Una burocracia, o sea una creación de empleados, multiplicada hasta lo increíble, si se toman en cuenta nuestros escasos recursos, con sueldos relativamente buenos o exagerados, que siempre resultan insuficientes, mientras que la inmensa mayoría de la población, del pueblo, está en la miseria, agobiada por la escasez de trabajo, por la carestía de la vida y oprimida por los impuestos. ¡Y eso no ha sido más que una sombra, un comienzo de la implantación del régimen socialista!

137. — Entre esos dos extremos, tan contrarios a la condición del hombre y tan dolorosos en sus

aplicaciones prácticas brilla la doctrina de la Iglesia Católica con esplendores de verdad y de bien. Contra las exageraciones de la libertad del liberalismo, contra sus egoísmos altaneros e individualistas, causantes de la miseria de las multitudes en provecho de los más fuertes, de los más astutos y sin conciencia, enseña las leyes superiores de justicia y de caridad, que jamás se pueden transgredir sin culpa y sin lamentables consecuencias.

Contra la esclavitud universal ante el dios-estado del Comunismo o del Socialismo, defiende la ver-dadera libertad, fundada en deberes y en derechos naturales e inviolables.

Defiende el capital privado, como derecho natural, como fuente de estímulo para el trabajo, como fuente de trabajo y de producción que favorece al bien común, contra el Socialismo y el Comunismo, y con-dena el abuso del capital que comete el liberalismo. Defiende la propiedad privada como derecho natural y como estímulo necesario para alcanzar suficiencia de bienes para todos, contra el Socialismo y Comunismo; y condena el mal uso de esa misma propiedad, autorizado por el liberalismo. Condena la lucha despiadada de intereses, nacida del liberalismo y condena también la lucha de clases, predicada por el Comunismo y Socialismo, como revancha y remedio de los males causados por el sistema de la economía liberal.

En cambio, la Iglesia predica a los individuos, a los pueblos y naciones todas el amor fraternal, la mutua cooperación, inspirada en ese amor, y en la justicia social. ¡Qué distinto sería el mundo el día en que se llevaran a la práctica las doctrinas católicas!

ARTÍCULO III LA PRODUCCIÓN: RELACIONES ENTRE EL CAPITAL Y EL TRABAJO: EL SALARIO

138. — Se ha dicho (número 77, etc.), que en la producción de la riqueza entran ordinariamente co-

mo factores la naturaleza, el trabajo y el capital; se ha hecho ver también, como consecuencia de lo mismo, la necesidad de la armonía entre el capitalista y el trabajador (número 84) en bien de la misma producción; se ha visto igualmente cuál es la doctrina católica acerca del reparto de los frutos de la producción, sobre todo al hablar del Salario (núm. 86 y sigs.). Resta exponer brevemente las doctrinas no católicas, del libera-lismo y del socialismo y comunismo sobre el mismo asunto.

La doctrina liberal, como ya se ha dicho, prescinde de la moral y de leyes superiores a las puramente económicas en la producción y distribución de la riqueza. La ley de la oferta y de la demanda es la que re-gula las relaciones del patrón con el obrero. Los hombres se guían por el interés personal; ésa es su, base moral. El estado no debe intervenir: ésa es su base política. La libertad del trabajo debe ser absoluta: ésa es su base económica. Por consiguiente, según esa doctrina, el salario justo, que representa la participación del trabajador en los frutos de la producción, es el que contratan las partes, el patrón y el obrero, no importa que éste se vea obligado por la necesidad a aceptar un salario insuficiente para sus necesidades, y al mismo tiempo el patrón o empresario esté obteniendo fabulosas ganancias.

La doctrina Comunista o Socialista, según se ha dicho, tiene como ideal que el trabajador trabaje para el Estado, y por tanto, que no haya otro patrón o empresario que el Estado. Conseguido ese ideal, no debería haber salario, sino que de los frutos de la producción se daría al trabajador según sus necesidades y se atendería también a todo el rodaje de funcionarios y a todos los que pueden trabajar. No entraré en dar detalles acerca del modo de la distribución: para mi objeto eso no es necesario ni útil para el lector.

En esa forma, dicen los partidarios del colectivismo, el obrero se verá libre de la explotación capita-lista, aprovechando mejor todo el fruto de su trabajo.

Para el Socialismo, el trabajo es la única fuente de producción, de modo que la ganancia del patrón o empresario, deducido el valor del trabajo, es simplemente una explotación o robo hecho al trabajador.

139. — Juicio sobre las doctrinas expuestas. El liberalismo considera al hombre solamente como

una máquina o instrumento de trabajo y de producción; abandona al débil a la explotación del rico o del más fuerte, bajo el pretexto de respetar la libertad del uno y del otro; para él no hay leyes de caridad o de justicia, superiores a las voluntades humanas, que haya que tomar en cuenta; tampoco se preocupa del ca-

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rácter espiritual, o moral y religioso del hombre trabajador, ni de sus deberes o necesidades de su familia. Lo que considera en él es sólo su fuerza productora. De ahí nace el desenfreno de la producción, de la com-petencia, de la ganancia; de ahí el enriquecimiento desmedido del capitalista, a costa del trabajo, y a veces de la salud, de la moralidad y hasta de la vida del trabajador, que no siempre ha recibido ni siquiera el sala-rio mínimo. Con razón se carga a cuenta de ese liberalismo económico, sin conciencia y sin entrañas, la par-te principal de la miseria y crisis actual del mundo.

No hay para qué decir que, siendo falsos los fundamentos del liberalismo económico, sus consecuen-cias tienen que ser también falsas y sus aplicaciones perniciosas y malas.

Téngase presente que lo que se condena en él es lo que hay de falso, de injusto y de malo: no se con-dena el régimen del capital privado, ni un interés moderado o ganancia justa que sirva de estímulo al traba-jo y a la producción y a las iniciativas benéficas para la sociedad: todo eso contribuye al bien social y en sí mismo es bueno, justo y conforme al orden de la recta razón, conforme a la naturaleza del hombre, inteli-gente, libre y previdente de sus necesidades.

Se condena, sí, el abuso de la necesidad del trabajador para arrancarle un contrato de trabajo, cuyo salario no es suficiente; se condena el recargo de trabajo aún a mujeres y a niños, impuesto por la codicia de mayor ganancia; se condena el que no se tomen en cuenta los deberes y necesidades de familia del trabaja-dor; se condena la prescindencía de sus deberes religiosos y morales, por no tomarse en cuenta en el libera-lismo sino el modo y los medios de producir más y más barato.

En una palabra, el liberalismo económico es inmoral e inhumano. Los obreros y los observadores lo han experimentado demasiado en Chile, para que sea menester traer ejemplos tristísimos de otras partes. Y es injusto pretendiendo dejar al obrero lo indispensable para que pueda trabajar, sin considerar en él otra cosa que la utilidad de su trabajo y ésta estimada sólo por una parte interesada, y por consentimiento forza-do tal vez por la necesidad presente, y de ninguna manera conforme a los dictados de la ley natural, que ha dispuesto que el trabajo sea para el hombre el medio de satisfacer a todas sus necesidades y obligaciones de familia y de proveer a los cargos de enfermedad, de vejez y de paros que no dependen de él.

140. — También el Socialismo y el Comunismo parten de una base falsa: no consideran al hombre

como es en realidad, una persona sujeta a la ley moral, con un destino superior a los bienes de este mundo; libre y con imperfecciones naturales que no permiten esperar de él que trabaje sin más interés de gozar del fruto de su trabajo que el que le permiten el Socialismo y el Comunismo; que aspira a mejorar su condición y la de los suyos, etc.

Son falsos también los fundamentos económicos de esos sistemas: Niegan la eficacia del capital en la producción, como si resultara lo mismo trabajar con capital o sin él. Suponen que todo el valor del producto lo da el trabajo, siendo así que también lo dan, además de las fuerzas y eficiencias aportadas por el capital, la naturaleza, la materia sobre que se trabaja; v. gr. no da lo mismo el trabajo hecho en oro o hecho en otros metales; lo dan las circunstancias de escasez o de utilidad o necesidad del producto; lo da aun el aprecio subjetivo del comprador o del vendedor, para quienes puede tener un valor especial el objeto que se vende o se compra, valor no originado por el trabajo puesto en él.

Otra falsedad muy corriente en boca de los socialistas y comunistas es la de suponer que no hay más trabajo remunerable, que influya en la producción o distribución y aprovechamiento de los bienes produci-dos, que el que concurre próximamente a la fabricación del producto. Para ellos el sacerdote, que enseña al hombre sus deberes para con el prójimo, y entre ellos el de respetar lo ajeno y cumplir bien sus contratos, que enseña y ayuda a refrenar los vicios y a emplear mejor su dinero, que lo dirige en el camino de la virtud, que es el de la paz y bienestar, para que consiga su destino inmortal, etc., es simplemente un ocioso; lo que, por cierto, no dicen de los que entre ellos se ocupan únicamente de la propaganda y de la dirección de los movimientos subversivos o sociales. Con la misma lógica deberían también tener por ociosos al guardián del orden, al juez, al maestro, etc. Véase lo que acerca de esto se dijo en el núm. 85.

141. — Las verdaderas y perniciosas explotaciones. Socialistas y Comunistas declaman furiosamente contra la esclavitud del obrero, a quien incitan a la

revuelta para romper las cadenas con que lo tiene sujeto el patrón para explotarlo. ¿Hay sinceridad en esa declamación? El trabajador bajo el régimen colectivista, sujeto al patrón, estado o a la colectividad, ¿estará más libre y en mejores condiciones? Es evidente que no. Si el régimen capitalista explota al obrero muchas veces (no siempre), ese régimen, sin embargo, ha permitido a muchos trabajadores, sobre todo a los que son económicos y no dados a los vicios, ahorrar, mejorar su condición, llegar a ser propietarios y aun em-presarios. En cambio, el régimen colectivista del Socialismo y Comunismo no quiere sino la esclavitud uni-versal, la esclavitud perpetua, la explotación de todos los que trabajan, para mantener una gran multitud de burócratas dirigentes, como pasa en Rusia y Méjico, dirigentes que, por supuesto, no viven en la condición

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de los demás. Calles, el jefe del comunismo en Méjico, era uno de los hombres más ricos del mundo, y de buena fuente se asegura que es el tercer gran accionista del Banco de Inglaterra, y ha amontonado millones predicando el comunismo.

Si bien se mira, no hay explotación más fraudulenta ni negocio más seguro y enriquecedor que el de la propaganda comunista. Con ella se escalan luego los puestos mejor rentados o se va con más facilidad a las Cámaras, cuando no al Gobierno; se consiguen cuantiosas erogaciones o sueldos de las agrupaciones obreras, como lo hemos podido ver en Chile mismo.

Tampoco hay explotación más inmoral, más cruel e inhumana. Se explotan, para apartar de la reli-gión y extinguir todo temor de Dios, los más bajos instintos del hombre; se explota el odio y la envidia de los pobres contra los ricos; se explota la miseria de los que sufren y se procuran hacer más agudos y sensibles los padecimientos humanos, para llevar con más facilidad las masas obreras a la desesperación, a la revuel-ta y al crimen, al saqueo, al incendio, al asesinato.

“En cuanto a la inmoralidad práctica del Socialismo, dice Veillot, se revela desde luego en su explo-tación voluntaria y calculada de las miserias del pueblo, que se guarda bien de aliviar; al contrario, tiene, en efecto, interés en ver crecer sin medida esa miseria para servirse de ella en contra del orden establecido. Ese cálculo es la causa de la hostilidad encarnizada de los socialistas contra todo lo que procura alivio y bienes-tar al pueblo.

“Han puesto obstáculos a todas las instituciones de beneficencia creadas para mejorar la clase obre-ra: a las mutualidades, a las cooperativas y aún a los sindicatos. Han contribuido más que otros a la perse-cución religiosa, que ha disuelto las Congregaciones hospitalarias y reducido a nada todo un mundo de es-tablecimientos de beneficencia.

“Severina, mujer periodista de fama, ha contado hace poco en el “Echo de París” que ella recibía re-gularmente reproches airados de parte de los socialistas de su vecindad —de Julio Guesde y otros— en el tiempo en que era redactor del “Crí du Peuple”, cada vez que cometía el error de socorrer cualquier miseria. Era en realidad dañar los negocios del partido, disminuyendo el número de desgraciados, cuya exaspera-ción explota y descuenta”. (Man. de Soc. Cath. p. 322).

ARTÍCULO IV REMEDIOS DEL MALESTAR SOCIAL

142. — Doctrina liberal sobre este punto. En esta doctrina el principal, si no el único remedio, es el de permitir el libre juego de los intereses y

actividades particulares, el "dejar hacer, el dejar pasar". Las cosas se compondrán mediante el vigor de las leyes económicas, con tal que no se les pongan trabas.

Los males del mundo se han agravado porque se les ha querido aplicar remedios artificiales, me-díante leyes que coartan la libertad y las iniciativas: salarios mínimos, determinación de horas de trabajo, precios máximos, cierre de aduanas, derechos prohibitivos, etc. Con todo eso se espantan los capitales, se restringe la producción, se entorpece la distribución y venta de los productos y se produce la cesantía, la paralización y la miseria.

143. — Remedios del Socialismo y Comunismo. Ellos son: lº Abolir la propiedad privada, al menos el capital privado, que sirve para enriquecerse a

costa del trabajador que trabaja por cuenta ajena y cuyos abusos son la causa de la horrible miseria actual. 2° Abolir toda distinción de clases sociales, ya que la naturaleza nos da a todos derechos iguales. 3º Establecer, en consecuencia, la mayor igualdad, de modo que todos gocen por parejo de los bie-

nes que la naturaleza ha hecho para todos, y que deben producirse y acrecentarse con el trabajo común bajo la dirección del estado.

4º Finalmente, como medio para llegar a ese resultado, los socialistas imponen a la riqueza privada toda suerte de gravámenes, para que con el tiempo desaparezca. Los comunistas, por su parte, para llegar más pronto a ese ideal, procuran el trastorno violento del orden social, mediante huelgas, revueltas, lucha de clases y toda suerte de violencias, la perturbación de las empresas capitalistas, etc. Por eso ellos están siempre aprovechando toda ocasión de descontento, toda suerte de miseria, para agriar más los ánimos y predisponerlos más a la revuelta y a la revolución.

A ellos no les importa nada las consecuencias inmediatas que puedan tener para sus partidarios esos conatos de revolución, esos crímenes, si fracasan; tampoco les importa que los males que señalan para en-conar los ánimos sean capaces de pronto remedio o no lo sean, a pesar de toda la buena voluntad que haya para remediarlos; lo único que pretenden es irritar al pueblo, explotar a la gente que no piensa por sí misma ni se da cuenta de las dificultades con que muchas veces tropiezan las mejores voluntades. Su consigna es la

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de ponerse siempre al lado del descontento y fomentarlo, irritar las heridas, agrandar los abusos y las des-atenciones; señalar remedios imposibles, etc., para llevar el pueblo a la desesperación. No es que busquen el alivio de los males, sino el aprovecharlos para llegar a la revolución. Ya se sabe que lo ordinario es que los dirigentes en tales casos saben bien escapar y salvar la piel cuando exponen la de los que les siguen.

144. — Juicio acerca de esos remedios. La libertad, proclamada como norma suprema por el liberalismo, lejos de ser remedio, es la causa

del mal: esa libertad sin freno, sin más ley que la del interés de la riqueza, sin conciencia, es la que ha pro-ducido el inmenso desequilibrio y trastorno económico, y por eso es que aun los gobernantes formados en los principios de la escuela económica liberal han prescindido en gran parte de ellos en las actuales circuns-tancias.

Si el hombre no tuviera en su vida más aspecto que el económico, quizás bastarían las leyes econó-micas para remediar sus males; pero el hombre es ante todo un ser moral, creado no para adquirir riquezas terrenas, sino para una felicidad superior. Es imposible que tenga perfección y bienestar olvidando su fin y su dignidad humana u obrando en contra del uno y de la otra, como lo ha hecho bajo la dirección del libera-lismo.

Para que el lector se forme una idea de conjunto acerca del liberalismo, copio aquí lo siguiente, pro-nunciado por el Conde de Mun en la Cámara Francesa el 30 de abril de 1894:

“El Liberalismo es un régimen funesto considerado bajo el aspecto religioso, porque está fundado en las máximas de la Enciclopedia y reprobado por la conciencia cristiana. Es un régimen condenado, porque, lo mismo que el Socialismo, descansa sobre el menosprecio de la ley divina, y no reconoce otro móvil de la humana actividad que el afán de alcanzar riquezas y la satisfacción de los intereses materiales. Es un régi-men funesto considerado bajo el aspecto moral, porque, con el afán de riqueza y de lucha de intereses, ha abierto franca entrada a todas las sugestiones del egoísmo y de la violencia, lo mismo arriba que abajo, sin otro freno contra ellas que la fuerza. Es un régimen funesto considerado bajo el aspecto social, porque no deja subsistir más que el interés general, es decir, los individuos y el estado, preparando así la concentra-ción administrativa de todas las fuerzas de la nación, y la intromisión cada vez más gravosa del estado sobre toda la vida pública, que constituye una de las formas del socialismo y como el primer acto de su reinado. Es un régimen funesto considerado bajo el aspecto económico, porque entraña, por las necesidades de la libre concurrencia entre los intereses, todos los abusos, todos los sufrimientos que el mundo industrial ha visto desarrollarse en su seno; todos los excesos de una especulación, que no se reduce ya a ser el estímulo nece-sario del comercio, sino que se convierte en el único objetivo de las transacciones y en el medio de llegar rápidamente a la riqueza”. (Cit. por Llovera, p. 337).

145. — Los remedios del Socialismo y del Comunismo, partiendo del mismo concepto falso y depri-

mente del hombre, concepto materialista, no pueden tener mejor resultado. La lucha y el odio no son cami-nos para llegar a la paz. La igualdad que se anhela es un imposible. La misma igualdad en nuestros derechos naturales, alegada en favor de esa igualdad social, es la que produce la desigualdad, apenas se ponen en ejercicio esos derechos iguales. Todos tenemos derecho a trabajar y a gozar del fruto de nuestro trabajo; todos tenemos derecho a estudiar; pero no todos tenemos la misma salud, la misma capacidad o inteligen-cia ni la misma fuerza de voluntad para el trabajo o para el estudio: apenas nos aplicamos al trabajo o al estudio se producen o manifiestan las desigualdades.

Los agentes naturales, los eventos que llamamos fortuitos no favorecen ni dañan en la misma forma a todos: lo estamos viendo a cada instante. La igualdad anhelada por el Socialismo o Comunismo es, pues, una simple ilusión, y querer implantarla por la fuerza, como se hizo en Rusia, es despojar, con injusticia, de sus bienes materiales legítimamente adquiridos a muchos propietarios; es quitar a los miembros de la so-ciedad la libertad, derecho natural más apreciado que las mismas riquezas; es también causar enorme daño a la civilización y al progreso, privando al hombre de los mejores estímulos para enriquecerlos y acrecentar-los; es engañar cruelmente a los infelices trabajadores para sujetarlos más fácilmente a una oligarquía bu-rocrática, sin conciencia y sin compasión. Mientras los pobres obreros rusos perecen de frío y de hambre bajo el yugo de los dirigentes soviéticos, éstos llevan una vida de príncipes, como tal vez no la tuvieron los de la monarquía destronada. Igual cosa pasa entre nosotros, en Méjico y en todas partes.

Esa es la igualdad comunista. La razón que suelen dar del abuso del capital, de la propiedad privada, de la libertad, como justificativo para suprimir todo ello es tan falsa y ridicula como sería la de suprimir la comida y bebida porque se abusa de ella, como suprimir la lengua, los ojos, las manos, la vida misma, por-que de todo ello se abusa. A cualquiera que tenga mediano juicio se le ocurre que si hay un bien del cual se abusa, el remedio está en suprimir el abuso y no en quitar el bien. De otro modo habría que suprimir el hombre mismo, porque de todo lo que tiene y de todo lo que es, puede y suele abusar.

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146. — Queda en pie el único remedio posible, el indicado en la doctrina católica (Nº 91-92). Es el

único que considera al hombre como es: con su dignidad espiritual y moral; con su carácter personal y con su carácter social; con su libertad y responsabilidad ante Dios y ante la sociedad. Es el único camino verda-dero para llegar a la paz de los hombres y al mayor bienestar posible; el único que concilia los intereses del bienestar temporal, individual y social, con los del bienestar eterno para el cual ha sido creado el hombre.

147. — Observación importante que el lector habrá hecho y que debe mantener siem-

pre clara y viva. Por todo lo que se ha dicho en este librito, el lector habrá visto que la doctrina católica presenta al

hombre en dos aspectos que le son esenciales, distintos, pero inseparables: el de persona humana, inteli-gente, libre, responsable de sus actos ante el Creador, con fin propio individual, con anhelos innatos de per-fección y de felicidad, pero lleno de imperfecciones y de dolores, luchando entre sentimientos que lo elevan y sentimientos que lo envilecen. El otro aspecto es el de persona social, destinada a vivir en relaciones so-ciales con Dios, por medio de Jesucristo y de su Iglesia; con los miembros de su familia, en la sociedad do-méstica, y de su nación, en la sociedad civil y con los colaboradores de su bienestar y riqueza, en su vida económica.

El lector habrá observado también que la doctrina de la Iglesia Católica tiene por ideal el estrechar todas estas relaciones sociales, procurando la más íntima unión del hombre con Dios y con la Iglesia que lo representa visiblemente en la tierra; la más estrecha y perdurable unión de los miembros de la familia, es-pecialmente de los esposos, que la originan; las más cordiales relaciones y unión entre la sociedad civil y la Iglesia y entre los gobernantes y los súbditos, como también la desea y procura entre patrones y obreros y entre todas las naciones de la tierra, entre los hombres todos, que, según sus enseñanzas deben mirarse, amarse y ayudarse como hermanos; socorrerse en sus necesidades y aun perdonarse sus mutuas ofensas.

Si la unión hace la fuerza, y el hombre por su condición es débil; si la desunión y la lucha es fuente de destrucción y no de construcción; si el amor consuela y la separación o el odio aumentan las tristezas de la vida; cualquiera comprende que, si hay alguna esperanza de mejores días para el hombre aquí en la tie-rra, como ciertamente la hay, esa esperanza puede venir únicamente de allí de donde pueden venir esas fuentes de fuerza y de consuelos.

Al revés, el lector habrá notado también que las doctrinas no católicas tienden irremisiblemente a la disociación, separación y destrucción. Separan al hombre de Dios, fuente de todo bien, de toda fuerza y de toda vida; lo separan de la Iglesia, que en la tierra desempeña la misión de amor y de salvación, de Jesucris-to, el Hijo de Dios; trabajan por disociar y destruir la familia con sus doctrinas acerca del matrimonio; sepa-ran la Iglesia del Estado; hacen luchar a los obreros contra los patrones y viceversa por los intereses econó-micos, y establecen entre gobernantes y súbditos la tirantez del que impone su voluntad, arbitraria muchas veces y demasiado exigente en favor del grupo de los dirigentes y empleados, con gravoso peso para el resto de los ciudadanos, y mantienen a la humanidad entera en continuo sobresalto, en recelos y enemistades, por desgracia, más que reales y justificadas, consumiendo inmensas riquezas, con que los ciudadanos po-drían llevar vida más holgada y pacífica, en armarse y prepararse para guerras cada vez más desastrosas. He ahí el resultado de esas doctrinas disociadoras; he ahí los frutos del desprecio por las doctrinas de amor, de concordia y de unión de la Iglesia, las únicas verdaderamente sociales en toda la amplitud de la palabra, en toda la riqueza de sentido que puede tener la sociedad comenzada en el tiempo y continuada en la eternidad en la más estrecha y feliz unión de los hombres, constituidos en una sola familia con su mismo amantísimo Creador y Padre y participando de su misma inefable felicidad y gloría.

La doctrina católica es, por tanto, esencialmente social, constructora, fuente de unión, de paz y de bienestar. La doctrina no católica, sea del liberalismo, sea del Socialismo, Colectivismo o Comunismo, es esencialmente antisocial, desorganizadora y destructora, y por lo mismo, incapaz de dar unión, paz y bie-nestar.

148. — Una palabra sobre el Anarquismo. Por lo que se acaba de decir y por todo lo que se ha dicho en esta obrita, el lector ya puede juzgar del

Anarquismo, que, desde luego, lleva hasta los últimos extremos las ideas destructoras de la sociedad, pre-tendiendo establecer entre los hombres una vida social sin autoridad ni gobierno que dirija y aúne los es-fuerzos de los asociados hacia el bien común; y, además, contiene todas las negaciones del liberalismo y de los sistemas colectivistas, que, como se acaba de ver, de suyo tienden a la disolución y destrucción de la vida social y de la paz y felicidad humanas.

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El pensar que los hombres se entenderán fácilmente sin autoridad y que se repartirán los bienes que produzcan pacíficamente entre sí, sin intervención superior, es desconocer lo que está patente a los ojos de todos, que el hombre que vive en la tierra, no es un ser perfecto, despojado de pasiones y de egoísmos, lleno de santa indiferencia por lo que puede darle bienestar o regalo y que trabaja con igual empeño para los de-más que para sí mismo. Es una ilusión sin el menor fundamento real. Eso está bueno para el cielo, donde reina la caridad en toda su perfección, no para la tierra, donde cada cual se mueve por sus intereses particu-lares.

Por otra parte, el móvil que semejante sistema se propone, cual es el de alcanzar la igualdad entre los hombres, ya se ha dicho también que es imposible de alcanzar: primero, porque no todos los hombres nacemos con las mismas fuerzas de talento, de voluntad o de cuerpo, con la misma buena salud, etc. Segun-do, porque, aunque los derechos naturales sean los mismos para todos, esas mismas desigualdades natura-les en dotes de salud, de talento, de carácter y esa misma libertad igual para todos, puestos en ejercicio, causan al momento la desigualdad; de modo que no hay como escapar de estos extremos: o se le priva al hombre de su libertad para ejercitar las actividades de que es capaz y lo haréis con eso esclavo de voluntad ajena e infeliz en sumo grado, y reduciréis la humanidad al plano más bajo posible para que todos nos igua-lemos a lo menos capaces y a los más infelices; o bien dejaréis la libertad y tendréis al momento la desigual-dad causada por la desigualdad de fuerzas de los hombres: el flojo, el débil, el de poco carácter se quedará atrasado en todo, mientras que el de más talento, de más fuerza de voluntad, producirá más, y tendrá más; el vicioso consumirá pronto y malgastará lo que ha producido sin aumentar sus bienes y su bienestar, y el sobrio y virtuoso conservará y aumentará su riqueza y bienestar. Tendréis, pues, o libertad sin igualdad, o igualdad sin libertad, y en ninguno de los dos casos, alcanzaréis la felicidad sólo con hacernos iguales o con hacernos libres.

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CONCLUSIÓN 149. — He llegado, con el favor de Dios, al fin que me propuse en este sencillo estudio de los proble-

mas de mayor trascendencia y de su solución que tenemos en nuestra doctrina Católica, ante la cual toda otra solución no sólo queda falsa, débil e insuficiente, sino, más que eso, antisocial y dañosa para el mismo fin que se propone.

La doctrina social católica, lo hemos visto, no solamente es conforme a la revelación cristiana, cosa de suma importancia y satisfacción para un creyente, sino también con las exigencias de la recta razón y de nuestra naturaleza humana, tal como existe en la tierra, por una parte llena de imperfecciones y de mise-rias, y por otra, excelsa en su dignidad y en el destino de perfección y de felicidad sin fin, hacía el cual cami-na, guiada por la bondadosa providencia del Creador y haciendo uso de su propia libertad y de sus propios esfuerzos. Las experiencias sociales del presente y del pasado son también una confirmación de la misma doctrina. Lo que actualmente pasa en el mundo basta y sobra para probarlo.

Los que somos capaces de sentir nuestras responsabilidades ante Dios y ante los hombres, ¿podre-mos seguir tranquilamente el camino que mejor nos parezca, la solución de los graves problemas de la vida social de la humanidad que más nos agrade, sin hacer caso de que ella sea o no conforme a nuestra razón, a los designios del Creador y a sus expresas enseñanzas propuestas por su Iglesia? Es evidente que no. El cie-go, que a pesar de sus precauciones, cae en el camino y se daña a sí mismo o a los demás es excusable de ello por su ceguera. El niño, incapaz aún de darse cuenta de las consecuencias de sus travesuras, también es excusable, si con ellas causa algún daño. Pero el que ve lo que hace y puede prever las consecuencias de sus actos es responsable ante los hombres, y con mayor razón ante Dios, de los desprecios, de su razón y de su conciencia y del daño que se haga a sí mismo y a los demás con su proceder.

Es cosa clarísima que a la diversidad fundamental de las doctrinas expuestas corresponde también una divergencia, una contradicción inmensa en sus aplicaciones prácticas; las cuales están muy lejos de ofrecer igualmente al hombre paz y bienestar sin desconocer su dignidad personal, su libertad y demás de-rechos naturales, y sus deberes, que son el fundamento de sus derechos.

Las miserias de la inmensa muchedumbre en Rusia, las persecuciones y violencias increíbles que hay o ha habido en pueblos civilizados y en pleno siglo XX, como en Méjico, además de Rusia, para no mencio-nar sino países en que recientemente se ha llegado a los peores excesos; los millones de cesantes de todo el mundo; la espantosa miseria y angustia de gran parte del género humano, nos muestran con toda claridad hasta dónde llevan, por un lado las doctrinas liberales, que han creado la pavorosa “cuestión social”, y por el otro extremo, la reacción de los socialistas y comunistas contra los males del liberalismo.

Hay, por tanto, evidencia de responsabilidad en seguir y practicar la una o la otra doctrina. Y esa responsabilidad es mucho más grave y será mucho más rigurosamente tomada en cuenta por Dios, cuando es un cristiano, un católico, el que la contrae, porque él ha tenido más luces que los demás, porque ha teni-do en la Iglesia, de la cual es miembro, un magisterio y guía infalible en la persona de aquellos a quienes dijo Nuestro Señor Jesucristo: “El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia”. A la cabeza de ese magisterio, como Pastor Supremo e infalible, está el Papa, encargado de regir a pastores y fieles y de confirmar en la fe a los demás miembros de la Iglesia Católica. Y el Papa ha hablado, y ha hablado bien claro, en la cuestión social, para hacernos conocer las enseñanzas de la Iglesia: Ahí están las Encíclicas Rerum Novarum, de León XIII, y Quadragesimo Anno, del anterior Pontífice Pío XI, de feliz memoria. A los católicos todos nos toca aceptar esas enseñanzas, obedecer a sus directivas con todo rendi-miento y sinceridad, condenando lo que el Papa condena, y obrar en todo conforme a sus instrucciones. Obrar de otro modo sería despreciar en él al mismo Jesucristo y en cierto modo renegar de El por seguir doctrinas de hombres que hoy están en boga y mañana serán relegados al olvido; es dejar el camino de la verdad, de la paz y de la salvación de la humanidad, por seguir el camino del error, de la perturbación y desorden, el camino del dolor e infelicidad.

¡Ojalá que este modesto esfuerzo contribuya a abrir los ojos de muchos que aman la verdad más que su propio gusto o parecer y más que la satisfacción de una pasión o interés del momento, que tal vez hasta ahora no han reflexionado o estudiado bastante sobre las soluciones expuestas de la “cuestión social” y se encuentran aún vacilantes respecto del camino que deben seguir y que buscan animosos! ¡Ojalá se despier-ten muchas buenas voluntades para desplegar mayores esfuerzos con el fin de dar a conocer y hacer aplicar las doctrinas sociales de la Iglesia Católica y, con ello, traer a los hombres esa felicidad y esa paz que en vano buscan echando en olvido o despreciando esas doctrinas, y que sólo el reinado social de Cristo Nuestro Señor podrá darles!

¡Alabado sea Jesucristo, por siempre!

F I N