Retomar la genealogía

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Retomar la genealogía Estudio monográfico de la genealogía nietzscheana y su recepción francesa. Aitor Erkizia Aranburu 5/IX/2011 Director Prof. Antoni Vicens Trabajo de investigación. Filosofía Contemporánea: Tendencias y Debates Máster Oficial del Departamento de Filosofía de la UAB Curso 2010/2011

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Retomar la genealogía Estudio monográfico de la genealogía nietzscheana

y su recepción francesa.

Aitor Erkizia Aranburu

5/IX/2011

Director Prof. Antoni Vicens

Trabajo de investigación. Filosofía Contemporánea: Tendencias y Debates Máster Oficial del Departamento de Filosofía de la UAB Curso 2010/2011

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Índice

Introducción………………………………………………………………………… 3

La genealogía de Nietzsche ………………………………………………………… 7

1. Emergencia del valor

i. Especie y comedia ………………………………………………… 9

ii. Pathos de la distancia …………………………………………..... 14

iii. Entstehung……………………………………………………..... 21

2. Procedencia de los sentimientos morales

i. El animal………………………………………………………….. 23

ii. El excéntrico caminar de la causalidad………………………….. 29

iii. Herkunft; el río del acontecer…………………………………… 33

La recepción de Nietzsche en Francia………………………………………………. 36

1. La voluntad……………………………………………………………….37

2. La causalidad…………………………………………………………….. 44

3. La tragedia……………………………………………………………….. 50

Bibliografía…………………………………………………………………………... 56

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Introducción

Embalsamado, bajo un húmedo tablón a escasos centímetros de sus pobladas cejas, llenas de

resina, alambre de espino que lo perfora tardo, con la mirada erguida hasta la desesperación, oscuro,

muy oscuro, con tal de olvidar para siempre qué fue aquella brizna de sol meridiano, la voracidad

de su ternura, -tuvo que ser una alucinación. No se volvió loco. Lo encerraron. No tenía motivos

para enloquecer. Lo petrificaron. Como siempre ocurre con estas personas, supo demasiado. Él solo

fue demasiado malo, irresponsable e irreverente, y sucumbió por que amó ante todo su inocencia.

Quiso ser inocente porque él ya lo era en cierta medida. Ahora yace inclinado, forzado a esperar, y

nada hubo que más pudiera odiar, si es que hubo algo que pudiera llegar a hacerle odiar. Obligado a

tener esperanza bajo miles de kilos de arena, a convivir con sus difamadas víctimas, absorto y

atrapado bajo un desierto que no paró de ridiculizar con el más agudo de los ingenios. La

inspiración más álgida condenada ahora a un siglo en la penumbra. Su castigo recuerda un delatador

“socavad a quien socava”. Algo así solo les sucede a estas rapaces alimañas; en las escrituras del

resto de las criaturas, en cambio, podemos confiar.

En un tono menos profético, o mejor, en el tono justo que su profetismo requiere, aunque

también a mil metros bajo tierra, resopla aun con vida su comedia. Y esto es todo lo que fue y es

justo que digamos de él; comedia. Todavía consigue articular sus largos dedos, en carne viva cavan

sin aliento, ya casi sin la convicción que les ofrecía hasta hace un tiempo su esbelta fortaleza.

Aunque ellos siempre soportarán algo más de lo que habrán tenido que soportar; y al final siempre

consiguen perseverar hasta la llegada del medio día, e incluso, porque no, hasta el día en que el

mundo entero los corona bajo su nuevo sol.

Mi labor será sencilla y, como se verá, no muy original; intentar comprender que no se

conoce a Nietzsche, o que se le conoce como se quiere. Que de las prendas de ese enajenado de

mirada perdida todavía hay mucho polvo que sacudir y mucha mugre por rasgar, que su bigote

esconde una mueca mucho más perversa que la sonrisa bobalicona de un brahmán. Concretamente,

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mi trabajo consistirá en afirmar la exclusividad de Nietzsche ante los dos fantasmas con quienes se

ha querido creer que dialogaba desde su cautiverio subterráneo; dos implacables prejuicios de dos

hombres muy viejos, dos auténticos zorros, el uno que decía que la voluntad de poder era

metafísica, y el otro que hacía decir a quienes lo adoraban que la genealogía tendría que ser crítica.

He de confesar que realmente no he trabajado mucho en el origen de estos dos prejuicios. Más bien,

me he centrado en hacer una lectura lo más esclarecedora posible de la genealogía de Nietzsche, y

el resto me ha venido como un alud, ladera abajo, gélido y arrollador para mis propias concepciones.

Tal y como lo presentan sus intérpretes con frecuencia, el límite de la genealogía reside en

una aporía, algo así como una sombra que lo acecha en todo momento y del cual es completamente

discutible si es o no capaz de zafarse por su propia constitución. Es un fantasma que ya fue en su

momento un quebradero de cabeza para los filósofos de la conocida recepción francesa, hasta tal

punto que, según algunas opiniones, incluso ellos hubieron de heredarla en sus elaboradas

formulaciones. Se trata de la conflictiva relación que mantienen el poder y la historia en el estudio

genealógico. La historicidad pretende mostrar la naturaleza contingente de los valores y, por otro

lado, sacar a la luz las relaciones de dominación que las ha configurado. “Los autores que pretenden

demostrar que todo tiene una historia van a afirmar, al mismo tiempo, que la voluntad de poder es la

esencia inalterable de la historia”1. De este modo, la genealogía concebida como proyecto de

historización radical de los valores se tambalea al erigirse sobre un sustrato no historizable, una

concepción histórico-trascendental del poder.

Como he dicho, hay que ser muy astuto para buscarle este límite a la genealogía, y algo

receloso también quizás. No en vano escribió Nietzsche todo un tratado contra la esencia, como

para dejar escapar este “pequeño” detalle quimérico en el núcleo mismo de su voluntad de poder. Si

lo llega a saber, apuesto que tampoco estaríamos ahora mismo discutiendo sobre su genealogía. Aún

así, señalar esta aporía indica ya, aunque no se quiera, una preocupación latente y casi obsesiva por

el desarme de la metafísica, que es como sabemos una inquietud genuinamente nietzscheana. Y en

esta carrera tan siniestra como presuntuosa donde se compite por apropiarse de la primera filosofía

anti-metafísica, creo que el mismo Nietzsche ya se situó, incluso antes de formular su candidatura,

como árbitro de salida, sabiendo que ningún corredor encontraría su calle, que de hecho no había

calles, y que podría mofarse sagazmente de sus glorias olímpicas al verlos dirigirse los unos contra

los otros revoloteando como gallinas decapitadas. En definitiva, nadie dijo que iba a ser tan fácil.

1Moro Abadía, Óscar (2009). “Aporías genealógicas”. Thémata, Revista de Filosofía. Nº 41. (p. 249).

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También he visto volar muy bajo una genealogía positivista y parecía muy despistada, no

terminaba de tomar bien las corrientes de aire y algo le hacía retroceder sobre el bravo oleaje. Ese

temido mar era otra vez la aporía que nos amenazaba antes; “para todos nosotros que no podemos

aceptar las perspectivas y las formas de evaluar de Nietzsche, posiblemente nos será suficiente con

tomar su genealogía con la independencia de su carácter analítico, por ser esta última una

recomposición de la historia más plausible y de mejor soporte que cualquier otra alternativa”2. Otra

vez, se descubre una metafísica en el sentido genealógico, y se prefiere creer en la utilidad de su

esqueleto, antes que picotear sus carnosas entrañas y quedar untado en sus fétidos jugos.

Permítaseme este tono un tanto visceral, bestial, etc. Tampoco creo yo que sea muy apropiado. Sin

embargo, es importante acostumbrar el gusto a sabores cada vez más intensos; de no ser así, se

corre el riesgo de no tener el estómago preparado para ahondar en la “bilis -voluntad; vis inertiae-

del poder”, y se cae en refinamientos que retoman de nuevo la docilidad de los viejos cauces de

aguas cristalinas.

Mi intención será rebatir finalmente que dicha aporía pueda ser constitutiva de lo que

considero que es la genealogía, después de someter la lectura que haré de la misma al exigente filtro

de los filósofos franceses nietzscheanos. Lo haré señalando que, ciertamente, existe en todo

momento la posibilidad de recaer en el error metafísico si volvemos a dotar de causalidad a la

ingente multiplicidad de fuerzas que constituyen el proceder de las formas, cosa que es mucho más

irresistible de lo que uno podría creer a priori y que atajarlo requiere realmente un grado de

complejidad reflexiva y narrativa enormes. Y también anunciando que esa complejidad narrativa y

reflexiva ya estaba donde mejor podían estar, en su forma primitiva, en la misma genealogía de

Nietzsche.

Hay también una segunda cuestión que, personalmente, no termina por convencerme,

aunque haya tenido un éxito rotundo y nadie parezca hoy día dispuesto a restarle algo de relevancia

con respecto a la que debiera haber tenido, según el modo en que fue concebido genuinamente. Un

fantasma recorre Europa.... -gritando por los cuatro costados que la genealogía es crítica. “Todo el

mundo está convencido de la función operativa de la genealogía por su metodología crítica, pero

ninguna de las reconstrucciones sugeridas parece convencer lo suficiente como para suprimir

interpretaciones alternativas”3. Este tema es por sí mismo tan extenso como para ocupar una tesina.

En mi caso, me he topado con este problema en plena labor y lo he abordado desde el aspecto más

2Geuss, Raymond (1994). “Nietzsche and Genealogy”. European Journal of Philosophy, Vol.2, Issue 3 (p. 288)-

3Saar, Martin (2002). “Genealogy and Subjectivity”. European Journal of Philosophy, Vol.10, Issue 2 (p. 231).

.

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técnico de la genealogía; soy consciente de las implicaciones y los hilos que conlleva esta cuestión,

desde la Teoría Crítica hasta Kant, pasando por Marx y la tradición estructuralista. Sabemos que la

crítica junto con el proyecto de emancipación ilustrada son un gran pilar de la cultura occidental.

No obstante, para la pequeña intromisión de Nietzsche en la cuestión crítica, no merece levantar

tantas piedras; de hecho se trata de no acumular peso encima para poder salir cuanto antes de dicha

intromisión. En este sentido, será suficiente con tratar de hacer ver que más que una versión radical

y depurada del proyecto crítico-ilustrado, la genealogía es un despropósito emancipatorio, una labor

fundamentalmente irresponsable que no tiene nada que ver con la abnegación crítica.

Quisiera acentuar esa irresponsabilidad, frente a quienes han querido relegarla a un segundo

plano, como si fuera una simple cuestión estilística, la hosquedad de un viejo gruñón en sus últimos

brotes de escepticismo; porque, en el fondo -dicen-, él era crítico, aunque grosero y provocador, él

siempre terminó por creer en la humanidad. Mil veces erróneo. Ni siquiera contempló la humanidad,

ni para creer en ella, ni para entristecerse por que estuviera perdida definitivamente. No hay ni un

gramo de esto en la genealogía. Solo trata de retorcidos abusos, de macabras elucubraciones, de

sofisticados engranajes, con la seguridad de quien sabe que nada de lo que fuerza va a desaparecer

jamás, que todo lo que desprecia y difama recobrará su plasticidad, con la euforia de quien se

ensaña contra algo sabiendo que siempre lo tendrá ahí para él, sin preocupaciones ni agonías por la

irrecuperable pérdida de la posibilidad del crimen.

Volvemos así al terreno de la comedia irreverente, despreocupados de todo los rigores

ideológicos y ávidos de nuevas agresiones. Aguarda y confía en su momento, aunque estas no sean

sus virtudes más destacadas; recordemos que lo han condenado a esperar, cuando el condenó el

esperar, con la disciplina del ejemplo y el cobro mimético del dolor infligido por el dolor recibido.

Todavía cree en que el sol pueda secar los poros y los surcos de las miles de toneladas de empapada

tierra que tiene encima con la posibilidad de facilitar la labor de algún sepulturero arrepentido. No

hay prisa, aunque desista en moverse y venza el peso de sus cejas sobre su borrosa mirada, siempre

nos aguardará ahí. Ni que tuviera necesidades mortales nutritivas, ni una existencia biológica. No

aguarda preocupado, sino ansioso, como un perro enjaulado al que le ha llegado la hora de paseo,

tampoco deberíamos preocuparnos nosotros de su aguardar. Nadie dijo esto fuera inmediato.

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La genealogía de Nietzsche.

De entre todas las brillantes aportaciones de Foucault, la distinción de Herkunft y

Entstehung ha sido una de las más aclamadas, y no con poca razón. Ya supone un gran mérito el

disociar entre todos los usos que Nietzsche hacía de las palabras y sus raíces que indicaban un

origen, dos palabras que matizaban un aspecto decisivo de la genealogía. A partir de la minuiciosa

distinción que propuso Foucault, ya no puede uno eludir el tener que comenzar por la misma, sea

cual sea la genealogía que se disponga a analizar.

La primera de ellas, la procedencia (herkunft), es la estirpe, la familia, la filiación, el

nacimiento, el linaje, etc. Le compete retroceder en la larga travesía que han recorrido las marcas

estamentales y la enorme cantidad de formas que llegan a sintetizar cuerpos, instituciones, usos,

normas o, en general, todas las cosas que llegan a componer la plasticidad de nuestras sociedades.

En definitiva, en cada uso de herkunft se habla de una pertenencia específica, de la participación y

la sujeción a las formas ancestrales que conforman la voluntad de un grupo humano.

La emergencia (Entstehung), en cambio, es la formación, el génesis, la germinación, la

gestación, etc. Se encarga de señalar cuando se requiere un punto preciso de fuga y rodea con un

pequeño círculo la ranura de donde emanan todas las fuerzas que constituyen el principio y la ley

singular de una aparición. Al distinguir entre ambos términos, se matiza la duplicidad de la

genealogía, que es a la vez el retroceso sobre las formas estamentales de pertenencia a un grupo

social y también la especificación del valor con que emergieron desde su punto de partida.

El carácter de la genealogía se dobla en cierta manera por la irreconciliable distancia entre la

accidentalidad y sus principios, que es la dificultad más exigente al que se enfrenta una filosofía

anti-metafísica, como ya veíamos en la introducción. Sobre esta fisura se ensayarán múltiples

arreglos, todos ellos destinados a localizar la emergencia en un mismo suelo junto con todas las

cosas que proceden y participan del devenir de las formas. Sin embargo, observamos que es la

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emergencia, aunque le sea un aspecto vital para su efectividad, quien más compromete en todo

momento la labor anti-metafísica que se propone cualquier genealogía desde su propia constitución.

“Es aquí donde Foucault hace su principal aporte, pues atribuye a una tarea histórica, la

necesidad de buscar la irrupción de los acontecimientos en el escenario histórico. No con el objeto

de subsumirlos bajo un gran patrón explicativo (origen o teleología), sino, por el contrario, con tal

de captar su singular constitución y diagnosticar la medida en que permite sostener una lucha entre

fuerzas”4. Según una opinión generalizada, la genealogía es sobre todo la explicación y el

ordenamiento de los puntos de emergencia de nuestros valores y el análisis de las fuerzas que han

llegado a sintetizarlas. Así seremos capaces de criticar dichos valores, de culpar a las mismas

fuerzas que los han constituido elementalmente, por el hecho de su infame irrupción. La

procedencia nos puede ayudar a esclarecer ciertos aspectos de las condiciones ambientales de

emergencia, pero lo fundamental es comprender y deducir toda esa multiplicidad de fuerzas y

voluntades singulares que conforman el valor del cortex de nuestras sociedades.

A lo largo de mi trabajo mostraré que no puedo estar más en desacuerdo con este modo de

presentar la genealogía. Sucede al contrario que la procedencia es el elemento de la genealogía, y

que la emergencia no es más que un pretexto estilístico y efectista que acompaña y dota a la primera

de una cualidad aún más penetrante y desgarradora. Trataré de revestir a la procedencia de la

centralidad que le corresponde a mi juicio y la emergencia lo satinara ensañándose frenético

mediante sus fragmentos de rebosante humor. La emergencia impone el estilo, la comedia, y la

procedencia articula la plasticidad del devenir.

4 Montenegro Vargas Gonzalo. “Foucault, poder y acontecimiento”. En la red. (p.2)

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1. Emergencia del valor.

Especie y comedia

Debemos aclarar, antes que nada, un concepto central en la genealogía de Nietzsche, tarea

que creo de vital importancia, y que podría ser que no hubiera recibido hasta hoy la suficiente

atención o la fidelidad que requería. Si se pretende afirmar finalmente que no hay emergencia del

valor más que en la especie, en la pertenencia específica, es preciso que comencemos por el propio

concepto “especie”.

En el completísimo primer aforismo de la Gaya Ciencia encontraremos toda una declaración

de intenciones, un acta donde sintetiza magistralmente toda su futura labor y desafía con dureza a

quienes espera derrocar algún día; pues bien, la “especie” es, en este primer aforismo, el punto de

partida. Encuentro siempre a los hombres -escribe Nietzsche-, los mire como los mire, con su única

tarea, a todos en conjunto y a cada uno en particular, ocupados en contribuir al mantenimiento de la

especie humana; porque este instinto es precisamente la esencia de nuestra condición de rebaño5.

No cabe duda de que en este fragmento se somete a un uso irónico el discurso biológico de la época.

La “especie” cómo finalidad, como única razón móvil de los instintos, como esencia, de todos y de

cada ser humano “particular”; todo ello tan solo remite, en última instancia, al origen propiamente

específico de la condición de rebaño. La “especie” cómo esencia y finalidad no es más que una

condición puramente específica del hombre de rebaño.

No obstante, este abuso de las ciencias naturales merece ser aclarado detenidamente. El

concepto “especie” tiene un tiempo, una procedencia. Está estratificado en una superficie

antiquísima y lo preceden milenios de confrontación entre imperios, pueblos, formas... Es de

suponer, en este caso, que la pertenencia a una “especie” suponga, ante todo, la pertenencia

conjunta a todas esas formas que la constituyen. Decir que se es un ser humano particular supone

pertenecer a esta ilimitada telaraña de formas, implica la pertenencia a una atropellada síntesis de

formas y de pueblos. No se es un humano particular de ese fondo que es la “especie humana”; se

5Nietzsche, Friedrich. El gay saber. Austral; Madrid, 2000. [af.1]

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pertenece específicamente a ese magma de pueblo donde cada uno nace, y también la “especie

humana” procede de este magma “originario”. Este es el uso ilimitado, superficial, y agolpado del

concepto “especie” que Nietzsche reivindica abusando de la “especie” finita, estática y esencial de

las ciencias naturales; y es este colapso discursivo lo que depara un uso irónico de tales tópicos. En

definitiva, si es cierto que la “finalidad”, la “esencia”, la “especie humana” son conceptos reales, lo

es en tanto que nacen, se desarrollan y mueren perteneciendo específicamente a una síntesis formal,

inestable y cambiante de pueblos enfrentados.

“Entiéndase lo pobre que resulta hablar de instintos esenciales y universales de especie en el

sentido naturalista de la época” -nos dice Nietzsche. Incluso el tipo de “conservación” que puede

plantear este concepto condicionado perece extenuado; la subsistencia. El concepto de

“conservación” que Nietzsche propone irónicamente, es decir, sin refutar de forma crítica el

concepto de conservación, es capaz de sacrificar a la humanidad entera -que agoniza impotente

tratando de subsistir- por el nacimiento de un sólo hombre. ¿Y qué más da la veracidad de este uso

discursivo? Lo terrible es que la “subsistencia” queda ridiculizada y burlada hasta su colapso, sin

ser jamás contradicha, sin ser en ningún momento deslegitimada, vengada. Este tipo de

“conservación”, sólo imaginable en la pertenencia específica a un tipo aristocrático de hombre, no

tiene ninguna intención crítica sobre la “subsistencia” que las ciencias naturales de la época

pregonan cómo ley general de la naturaleza; no se discute la veracidad de un tipo de conservación

aristocrática, esto tan sólo sería el resultado escandaloso de un trato profundamente frívolo dado al

propio discurso científico, sería la auténtica subversión del discurso.

No es casual que la especie y la comedia bailen con tanta elegancia en este aforismo. “Vivir

en contra de la especie, de modo “irracional” y “malo”, si es que uno puede ya procurarse tal vida”;

¿Cómo vivir contra nosotros, contra mi? Una vida subversiva, “mala”, no contradice la especie. La

colapsa y la ridiculiza visualmente, cómo cualquier delincuente, que aun siendo un apologista del

capitalismo y un buen consumidor, resulta una amenaza terrible en sus actos criminales. Y en la

misma medida, un violento anarquista es una necesidad capital en cualquier sistema democrático,

ayuda a su digestión política. El crimen nunca ha sido crítica, y en cambio es la amenaza per se para

toda especie que se atraganta, la demostración empírica de su sinrazón, una sinceridad que ningún

“bien” específico puede permitirse en sí.

¿Y porqué sonríen en última instancia nuestros delincuentes? No nos acobardemos ahora

que podemos admitir, por fin, lo más terrible; Nietzsche, antes que crítico, es un criminal de las

formas o de la “especie”. Y su modus operandi es la ironía, el humor, la comedia. Su filosofía, su

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ciencia, es una comedia de ambos discursos. Él es, por esto y por nada más, el tipo genuino de

subversión. Poco podemos esperar de este corruptor. Y en cambio, -¡qué admiración despierta! Pero

¿Qué importa Zarathustra! ¿Qué importa el súper hombre! Sólo son una irresponsable parodia del

“¡importa!”. Una parodia, -¿se entiende? -¡No, ni se pretende! Este histrión ha bromeado con

nosotros durante más de un siglo, lleva ciento veintiún años señalándonos con el dedo y retorciendo

su cuerpo a carcajada limpia... ¿nos damos cuenta ahora de la magnitud de este niño, de la fortaleza

de sus espasmos? Este era su genio y su pequeña diablura.

Volvamos al baile: “¡Tal vez exista un futuro también para la risa! Cuando la expresión “la

especie lo es todo y uno no es ninguno” se ha incorporado a la humanidad y se abre en todo

momento a cada uno el paso a esta última liberación e irresponsabilidad”6. Una verdad, una especie,

un bien, un fin... no hace falta establecer aquí diferencias entre estos conceptos. Todos ellos son un

“todo” formal bastante torpe. Además, semejante generalización a nivel conceptual no tiene porque

ser repudiable; es un ejercicio que conviene a la subversión y que, por tanto, favorece la

complejidad de lo múltiple. Y subversión es un verdadero reírse plenamente de ese “todo”, porque

ya se sabe que, en fin, no es más que un “todo”, bastante precario y definitivamente prematuro. Y se

es subversivo porque uno no se encuentra ya en ese “todo” y así lo rebasa ligeramente, porque entre

todas las cosas que uno podría identificar en él, nada lo satisface, nada realza su imagen ante el

espejo. Este irresponsable acto de indiferencia sin consecuencias, sin dramas, ni soluciones trágicas,

esta respuesta enteramente cómica al hecho de advertir ahí una comicidad irremediable, ridícula; ¿y

qué tiene que ver esto con denunciar infamias? ¿Qué necesidad había ya de crítica?

Más, no vayamos a precipitarnos aquí. ¿Qué significa la siempre nueva aparición de

aquellos fundadores de morales y religiones? Ellos y toda su corte de poetas trágicos trabajan en

favor de una especie, de una generalidad. Promueven un tipo de existencia tal que haga olvidar lo

irrisorio de la vieja existencia, la dotan de finalidad cuando acontecía por sí misma y sin finalidad

alguna, y obligan a amarla; nada más entrar ellos en escena, la risa quedaba conmocionada

profundamente en toda la cantidad de individuos sometidos. Junto con la aparición de estos

fundadores algo dejará absolutamente de ser cómico y entre los medios de conservación de la

especie encontrarán entonces, también, lo trágico “con toda su excelsa irracionalidad”. Aunque, al

fin, la breve tragedia se convirtió siempre en último término repetidamente en la eterna comedia de

la existencia7.

6Nietzsche. Ibid., [af.1]

7Ibid.

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He aquí la “nueva ley” del flujo y del reflujo. Reflujo es flujo-flujo. De vez en cuando el

flujo, que es el acontecimiento que se sucede por sí mismo y sin finalidad, se re-siente y duplica

otro flujo. Este flujo general queda establecido cómo el fin que debe perseguir aquel otro flujo, de

modo que el flujo arcaico queda supeditado al cumplimiento y a la obstinación de aquel otro flujo

nuevo. Se entiende que el flujo que ya había queda al fin reducido a una razón latente del flujo

general que todos aman y persiguen; así el flujo primitivo termina por ser invisible, inalcanzable,

esencial, y a este fondo o principio se agarra consecuentemente, y luego causalmente, el flujo recién

establecido. La comedia es el flujo, la sabiduría jocosa y la superficie; no hay peso, importancia,

gravedad en el flujo, no hay ni incumplimientos, ni amargura, ni traiciones. El reflujo es la tragedia,

es la entrega del flujo a ideales, a causas y a compromisos. Es la seriedad que depara el verse

envuelto en la obligada consecución de otro flujo final, general, la sombra que cierne sobre

cualquier carácter frívolo que se atreva a desestimar las penosas consecuencias de una vida

indiferente a la especie, que demuestra con su actividad las vulgaridades de la especie. En cada

nueva dominación hay un tiempo de tragedia, hay una época donde el flujo queda duplicado y la

existencia queda envuelta en algún tipo de amargura. Sin embargo, resulta que la eternidad de estos

retornos trágicos es la inagotable y correctora comedia de la existencia.

La naturaleza superior tiene una medida singular para valorar, y la mayoría de las veces no

cree tener una medida singular para valorar, propia de la idiosincrasia de su gusto (individual), sino

que considera sus valores y falsos valores como los valores y falsos valores válidos para todos8. Si

lo específico son los valores y falsos valores que una naturaleza superior (superior políticamente,

victoriosa) ha conseguido establecer, su complemento, es decir, quien valora, no es el individuo,

sino lo singular. Maticemos este concepto de lo singular. Al hablar de “especie” Nietzsche insiste

en evitar oponerlo a un individuo. El establecimiento de valores no es un ejercicio de supremacía

individual; no hablamos de la victoria del gusto individual, ni de la consagración específica de la

voluntad libre individual de unos cuantos. La individualidad es siempre la substancia con que se

topa formalmente la especie, es lo que la especie encuentra que tiene que especificar violentamente.

En cambio, cualquier establecimiento de valores es un acontecimiento singular. En un

establecimiento de valores hay una múltiple interpretación singular, que no remite de hecho a

ningún individuo ni a una asociación de individuos. Es la singularidad de tales o cuales valores

interpretados y establecidos de tal modo y por tal o por cual, lo que antecede a la generalidad final

de la especie, no los principios y los deseos individuales de personas poderosas. Que la medida

singular de valorar sea ciega, es decir, que no se sepa ella misma una medida singular de valorar, es

8Nietzsche. Ibid., [af. 3]

13

lo que lo despoja de su individualidad. Así, el individuo y la individualidad son conceptos

específicos; en todo caso, el único concepto complementario y parejo a la “especie” es lo “singular”,

aunque también se trate de un concepto.

Ni individualismo ni colectivismo, tan sólo nos queda algo tan extraño como un

singularismo. Se es un corrector de la especie, un furibundo enemigo de la generalidad y, para ello,

un detractor del individuo; uno se sacude de encima el “individuo” y se lo arroja a los leones, y

quien diga que así, más que desaparecer, se huye, no sabe lo que dice. Con esta vehemente pero

poco compasiva violencia que uno vierte sobre sí, y no por placer obviamente, gracias a esta

desconsideración de sí tan alejada del amable cuidado y de la cálida intimidad, se avanza perspicaz

hacia la retaguardia de las formas flotantes. Divina ceguera esta de lo singular, dirían los nuevos

místicos; aunque, en fin, nada más terrenal que esta mesurada disposición y búsqueda de

subterfugios. Despiadada ceguera esta de lo singular, se diría quizás mejor, y tampoco sería decir

gran cosa. Poco más que prescindibles conceptos, no nos alarmemos; habría que preguntarse sobre

si no es más bien esto un motivo de felicitación, un factor de corrección, de elasticidad, de un sinfín

de posibilidades.

La proliferación de individuos es un signo de las culturas tardías. Así son justamente los

tiempos de relajación, cuando la tragedia camina entre casas y calles, cuando han nacido el gran

amor y el gran odio, y la llama del conocimiento se eleva ardiendo hasta el cielo9. El individuo es el

fruto de los frutos, a razón del cual existía este árbol del pueblo. “Pueblo” tiene que ser “pertenencia

a la especie” si se quiere que el individuo florezca en él como su necesario y más tardío fruto. De

este modo, el individuo es también, y de forma ineludible, la madurez de la pertenencia a la especie,

nunca una voluntad particular autónoma al margen de la soberanía de la especie, jamás una

amenaza para esta última. Otra vez la ironía causando estragos; la especie no encuentra otro fin, otra

razón de ser, que la proliferación del individuo, donde alcanza su propia madurez formal, y le llama

“libertad”, le llama, paradójicamente, una liberación contra la verdad revelada específicamente,

contra la especie. Ante esto, insistamos en la convencidísima adhesión del individuo a su

especificidad, frivolicemos su anti-dogmatismo, rompamos a carcajadas cuando dice contradecir,

desde su certeza subjetiva, a todas las verdades de la especie; más bien, “quienes son verdaderos en-

si y para-sí”, estos cuidan mejor el instante y “se tienen a sí mismos por algo tan inaprehensibles

como el futuro”. He aquí, una vez más, el irónico bloqueo que impone Nietzsche a una

discursividad moderna junto con toda la singularidad que desprenden ya el uso en este sentido de

9Nietzsche. Ibid., [af.23]

14

palabras como “liberación” y “madurez”.

Y si esta ironía, muy a pesar de la trágica autonomía y de la seriedad de las certezas

subjetivas, es la voz y el tempo de una multiplicidad de “singularidades”, si es el pavoroso chirrido

de una locomotora que frena bruscamente cuando saltan por los aires todos sus engranajes, un guiño

burlón incrustado en la eternidad de todas las amargas proezas que van y vuelven, unas tras otras,

sin dejar nunca rastro de conmoción alguna, -si es así, ¿que tendrán que ver la comedia y el

individuo? ¿y cómo reiremos si todos los indicios de la enorme retahíla de tragedias puntuales se

disipa en una última mueca de acritud? Sin embargo, el gran júbilo no entiende de individuos, y por

ello desafía a la especie; y todo lo hace de un golpe singular e irreverente, con la fatalidad del rayo.

Pathos de la distancia

Previa introducción al concepto que da título a este apartado, quisiera explicar qué sentido

tendrá en adelante la “satisfacción de sí”. Dice Nietzsche; la pasión que afecta al noble es una cosa

extraña, sin que él tenga noción de tal extrañeza, el uso de una medida rara y singular, casi una

locura. Y luego; una satisfacción de sí mismo que posee con abundancia y la comunica a hombres y

cosas10

. Observamos inicialmente que no se habla en primera persona, que no se menciona ningún

“mi mismo”. La singularidad concierne siempre, vagamente, a terceros, y esto es suficiente para

sacudirse de encima al individuo. No hay, por tanto, ni egoísmo, ni hedonismo, ni tampoco angustia

como tal en estas extrañas medidas, dado que, además de la ausencia del “mi mismo”, ni siquiera

podemos hablar de una noción clara de “sí misma” en semejante medida, de una “conciencia de sí”

en ella misma. En términos generales, la “satisfacción de sí” no remite ni a la voz de un individuo,

ni a la de una comunidad; es la constatación de una medida rara y amenazadora de valorar, ahí en

medio de la especie. La singularidad es esta descorazonada amenaza, esta voz cortante sin

propiedad. Diría incluso que la “satisfacción de sí” no es más que la forma que da la especie a toda

la serie de singularidades que detecta en ella, y aún dándole esta forma dice mucho de su

singularidad; la especie misma añora de alguna manera la rareza y le otorga cierto gozo.

El problema que se nos presenta de inmediato es la asociación entre nobleza y singularidad.

No queda nada claro que la “nobleza” deba, en definitiva, designar idénticamente la mencionada

10

Nietzsche. Ibid., [af.55]

15

“satisfacción de sí”. No es tan sencillo como aupar al “gran valor” a toda la serie de singularidades

y rarezas detectadas; puede serlo en la Gaya Ciencia, que no hay todavía una amplia historiografía

de las especies, pero es difícil sostener esta reducción en la Genealogía de la Moral o incluso en el

Más allá del bien y del mal, a partir del capítulo “Pueblos y patrias”. En todo caso, se podría decir

que lo que conserva a una especie “noble”, siendo el tipo de conservación superficial lo que lo

describe accidentalmente cómo noble, es la despiadada e irreverente función que en ella

desempeñan las rarezas y las singularidades, cuando ahora la norma es la regla de conservación de

nuestra especie; la “nobleza” busca aquí en gran medida una ofensa irónica con respecto a la

conservación adaptativa. Al fin, “noble” terminará también designando una especie, junto con su

procedencia y su localización histórica, y la singular “satisfacción de sí” se verá envuelta con el

concepto más álgido que desarrollará Nietzsche en estas obras, a saber, la permanentemente

retomada serie de interpretaciones.

La emergencia del valor, como hemos observado hasta ahora, no puede ignorar de ninguna

manera ni la superficialidad específica, ni el agotamiento del individuo. Será en este ámbito teórico

donde Nietzsche comenzará el estudio del “pathos de la distancia”, del primer indicio de la

supremacía de ciertos valores.

“Los buenos”, “los nobles”, se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como

buenos, como algo de primer rango frente a todo lo vulgar, y partiendo de este pathos de la

distancia, es como se arrogaron el derecho de crear valores, de acuñar nombres de valores11

. Los

buenos, la especie dominante de “los nobles” vista para sí, se atribuyen valor y lo siembran en todo

aquello que es digno de su nombre. Cierta expansión de un tipo concreto de “satisfacción de sí”

llega a conformar por contagio una especie capaz de enseñorear su espada y su palabra sobre lo

miserable, sobre aquello que se opone incomprensiblemente a las bondades de esta “satisfacción de

sí”. Dada la perplejidad ante algo que desprecia con insistencia el “valor”, ante una hosquedad

animal que no cede a las bondades de tal “satisfacción de sí”, este valorar se ensaña con furia en

toda su extensión.

El “duradero y dominante sentimiento global y radical de una especie superior dominadora

en su relación con una especie inferior, con un abajo” tiene en principio dos posibles descripciones;

por un lado, hay una interpretación irónica en términos de necesidad fisiológica que igualaría y

correspondería mutuamente a individuos con una salud semejante, con la cual se buscaría

11

Nietzsche, Friedrich. La genealogía de la moral. Alianza; Madrid, 2005. [Cap. I, af. 2]

16

precisamente subrayar que hablar de salud en términos fisiológicos resulta pueril; por otro lado,

habría una segunda interpretación genealógica, acentuando una coincidencia espontánea y azarosa

en la comunicación entre “los buenos”, entre las “satisfacciones de sí” que han llegado a constituir,

por una no necesaria simpatía, una “especie” de vencedores. En esta segunda interpretación del

pathos de la distancia, el valor es una proyección tiránica de la “satisfacción de sí” coincidente en

unos cuantos miembros de lo que llega a ser constituido como especie, volcada sobre aquella

hosquedad tan huidiza.

El reconocimiento cómico de un tipo concreto de “satisfacción de sí” entre una serie

creciente de individuos honorables puede llegar a desatar una euforia capaz de convicción y de

mando. De este modo, el grupo se autoproclama “pueblo” -no es que funde uno-, manda siendo una

unidad y habla de pertenencia a una única virtud. Quien acepte este valor, quien se someta sin

reservas, será provisto de las necesidades y seguridades de esta bondad; esta es la gran seducción, y

no aquella de la paz contractual. En este sentido, “necesidad” no es más que una lógica interna del

discurso de mando que ofrece un valor; es decir, si perteneces a nosotros, serás como nosotros.

Hemos dicho que hay dos modos descriptivos de interpretar simultáneamente tipos de

juicios aristocráticos. Sobre el modo genealógico queda dicho por ahora lo arriba mencionado, y lo

retomaré en el apartado sobre la procedencia. Ahora plantearé el modo irónico-médico. Es sólo en

este modo descriptivo de los juicios aristocráticos dónde se subraya un carácter cualitativo de

semejanza y un único “manantial” de emergencia, y es frecuente en los fragmentos donde se habla

sobre su propio declinar. El mismo concepto del declinar es tomado aquí por su centralidad y

significación en el discurso médico y biológico de la época, pero, -¿con qué intención? El declinar,

la enfermedad, es el punto de partida y condición de posibilidad para la fisiología moderna. Si la

enfermedad, la corrupción de algo saludable, es justo el único indicio de una salud en sí,

constatamos que la fisiología se concibe negativamente. Se pretende hacer escarnio sobre el

disparate que constituye una fisiología de la voluntad, un trato enfermizo de la enfermedad.

Nietzsche nos habla irónicamente de una salud noble que envilece, de una voluntad noble

que declina; es más, aplica el discurso fisiológico al tipo aristocrático tan sólo cuando tiene que

diagnosticar en él una enfermedad. “Noble”, “aristocrático” en el sentido estamental, es el concepto

básico a partir del cual se desarrolla luego “bueno” en el sentido de “anímicamente noble”12

. No se

presupone desde el inicio la existencia de una voluntad aristocrática compartida esencialmente entre

12

Nietzsche. Ibid., [Cap. I, af. 4]

17

sus ostentadores. Los miembros de este estamento se reconocen unos a otros porque sienten una

procedencia común. Primero está la jerarquía, el rango o la posición aristocrática, el concepto

estamental específico, y después estos mismos se dan un valor o un contenido anímico. No obstante,

en ningún momento se va más allá del concepto ni se surca una profundidad en la superficie

específica. Las profundidades son la última ilusión, las formas más sofisticadas de estos conceptos

estamentales. Es por esto por lo que no podemos hablar ni de voluntad, ni de necesidad, ni de

esencia en el tipo aristocrático, a no ser que se quiera mostrar de forma fisiológica (irónicamente)

un esperpento tal que horrorice y ridiculice a toda una fisiología de la voluntad; algo tan

insoportable como una voluntad aristocrática, cuando enferma.

La regla es la siguiente: el concepto de preeminencia política se diluye siempre en un

concepto de preeminencia anímica13

. La especie vence y se perpetua políticamente, de forma

estamental, y más tarde, en su crecimiento, busca un reconocimiento y una adhesión sin reservas de

todo lo que se le presenta delante; en este sentido casi publicitario, las formas se llenan de contenido

anímico, de sensualidad, y se procura una pertenencia a sus “bondades”, una plenitud. El recorrido

del tipo aristocrático es desde las formas políticas de dominación estamental (proto-institucional),

hasta la reconfiguración anímica de todas esas formas específicas. El animismo, el germen de la

voluntad, tiene una procedencia enteramente formal, pertenece originalmente a la superficialidad de

la especie.

Sólo se interpreta en términos de “voluntad” y “necesidad” cuando se quiere tratar una

condición última que enferma, cuando se habla del declinar. No hay propiamente una voluntad

saludable; más aún, un estado saludable y ascendente, si fuera en absoluto posible un “estado” no

anímico, nunca podrá interpretarse como una voluntad. En este sentido, Nietzsche se apropia del

discurso fisiológico para diagnosticar una enfermedad terminal precisamente a la misma época en

que la fisiología es hegemónica. Esta actitud paradójica lo lleva, primero desde una posición irónica,

tanto a frivolizar la trágica solemnidad que pueda haber alcanzado una fisiología de las

profundidades como a detonar -no deslegitimar, criticar- su hegemonía de la veracidad, y después

desde una posición genealógica, a señalar la procedencia discursiva de las verdades y

profundidades fisiológicas, a destronarlas de su fija trascendencia para arrojarlas al devenir

histórico de las formas.

Nietzsche no opone su fisiología a la fisiología de la época; se apropia irónicamete de ella,

13

Nietzsche. Ibid., [Cap. I, af. 6]

18

de aquello que ella únicamente puede ser, y la estampa en su propia fachada, con sus propios

términos y sus medidas; esto es hacer filosofía con el martillo, filosofía atlética a base de practicar

lanzamiento de martillo. Hay que tener una dosis tremendamente aguda de irreverencia para

maltratar de esta forma a tu época; hay que tener en muy poca estima al entorno y al “mi mismo”

para zarandearlo tan desconsideradamente. Y qué lejana resulta, con respecto a este humor

existencial tan ardoroso y tan negro, la responsabilidad crítica que se desvive por restituir infamias,

por aclarar la época. Qué incompatibles parecen la despiadada despreocupación por los cómicos

efectos del uno y la grave entrega a causas redentoras de la otra.

En este sentido irónico, nunca con una intención médica sincera, dibuja toda una fisiología

del pueblo sacerdotal judío. Aquí sólo cabe una interpretación compleja a modo de burla; no se le

puede aplicar con claridad el modo genealógico, aunque, como ya he mencionado, ambas están

entrelazadas en una simultaneidad difícil de discernir. Veamos: a causa de esa impotencia

(presupuesto de los pueblos sacerdotales) el odio crece en ellos hasta convertirse en algo

monstruoso y siniestro, en lo más espiritual y más venenoso14

. Se dice que son esencialmente

impotentes y que odian necesariamente a causa de su impotencia. La impotencia política termina

siendo una impotencia anímica, una profunda causalidad que engendra odio, una necesidad esencial

del que brota al fin un espíritu reactivo. Dado que la reacción siempre es necesaria, que no puede

ser comprensible de forma accidental, no podemos más que describirla en un sentido esencial. De

este modo, volvemos a observar que, paradójicamente, la única manera de estudio de una casta

sacerdotal reactiva es la fisiología de la voluntad, que es a su vez una interpretación esencialmente

reactiva.

“El odio máximo de la historia universal” es una metáfora sarcástica de la voluntad, e

incluso lo rodea, eso sí con cierta petulancia, de palabras que remiten a un discurso patológico cómo

“monstruoso”, “venenoso”... Por ello dice que el espíritu de la venganza sacerdotal es el único

espíritu interesante, como si quisiera resaltar el instinto de ensimismamiento que la medicina

demuestra genuinamente con su predilección por los escándalos y las aberraciones corporales, como

si quisiera reproducir un interés perverso con respecto a la anormalidad fisiológica de los pueblos

sacerdotales, justo para mostrar el suelo tenebroso en que el ojo médico está enraizado.

La verdadera rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo

se vuelve creador y engendra valores15

. Lo único que puede hacer emerger valor desde una esencia

14

Nietzsche. Ibid., [Cap.I, af.7] 15

Nietzsche. Ibid., [Cap.I, af.10]

19

y una causalidad es, necesariamente, la enfermedad, el resentimiento en sí mismo en cuanto que

voluntad, y no cómo una voluntad que declina, sino en cuanto que la voluntad como el propio

declinar. Y como ya hemos comprendido, sólo podemos caricaturizar esta voluntad como una

última perversión sofisticada del devenir de las formas superficiales y de los pueblos, de modo que

localizarlo en un origen previo y subterráneo sería caer de nuevo, más hondo que nunca, en ese

incisivo error que ha mostrado ser la causalidad. Si es verdad que hay que tener mucho estómago

para adentrarse en semejante fango, lo es desde la única postura posible, desde la mera

superficialidad, desde la interpretación de un rol “como que se está teniendo estómago” para jugar

con que lo que se afronta es bilis; cuanto más intensa sea la cómica interpretación de dicho rol, más

bilis será la “bilis”, pero, ante todo, que no se nos olvide que jamás hubo ahí bilis alguna.

La voluntad corresponde siempre a un “no” que se vuelve activo cuando este carácter

esencialmente reactivo fermenta y se constituye como una substancia generadora de valor. Sólo

puede haber fundamentos y principios cuando la rebelión reactiva se constituye en una actividad

creadora, cuando hay una venganza contra “otro” y ese unísono golpe que es el hacer fortuito se

dobla en una armonía de dos voces, en el necesario hacer de un hacedor que venga los duraderos

perjuicios a los que ese “otro” le ha sometido.

Además de la emergencia del valor sacerdotal desde una profunda causalidad “original”,

cabe otra descripción del “origen” de estos ideales del resentimiento: “y cuando los corderitos dicen

entre sí <<estas aves de rapiña son malvadas; y quien es lo menos posible un ave de rapiña, sino

más bien su antítesis, un corderito, -¿no debería ser bueno?>>, nada hay que objetar a este modo de

establecer un ideal”16

. La procedencia del valor está comprendida aquí genealógicamente como

respuesta a un impacto violento exterior, nunca desde una emergencia en sí. Se pretende hacer ver

que cuando interpretamos genealógicamente el establecimiento de ciertos ideales “a razón de” un

impacto recibido desde el exterior, esta interpretación no puede refutar ni objetar nada a dichos

ideales. Es más, este “a razón de” que escribía entre comillas no implicaría en este sentido

genealógico ningún tipo de necesidad; precisamente, sería una respuesta fortuita a un contratiempo

histórico, a una fatalidad. Se trataría de un ensayo que busca aterrado una solución inmediata, y este

terror, lejos de ser patológico, no respondería más que a un estado coyuntural de sometimiento,

dominado por una agonía demencial, inexplicable.

16

Nietzsche. Ibid., [Cap.I, af.13]

20

Y hay más; cuando se mencionan así, genealógicamente, tales dominios con sus querer-

dominar, sus querer-enseñorearse, no se habla ya de “fuerza” o de emergencia de fuerzas en una

explicación sintomática o patológica, sino que se los describe en términos de fortaleza, como

expresiones, signos o indicios de fortaleza. La fortaleza es efecto del signo que se enseñorea, no su

causa. He aquí el fragmento de la discordia; “un quantum de fuerza es justo un tal quantum de

pulsión, de voluntad, de actividad -más aún, no es nada más que ese mismo pulsionar, ese mismo

querer, ese mismo actuar, y, si puede parecer otra cosa, ellos se debe tan sólo a la seducción del

lenguaje, el cual entiende y mal entiende que todo hacer está condicionado por un agente, por un

<<sujeto>>”. ¿Porqué no interpretar estas palabras causalmente? Tenemos una fuerza, que

corresponde a una voluntad, y a una actividad, y algo como un pulsionar múltiple que parece hacer

emerger una ingente gama de valores; aquí está el espejismo. Hay que saber que con palabras como

“quantum”, “fuerza”, “pulsión”, “actividad”, hablamos sólo del y en el signo. La seducción del

lenguaje hace ver que el signo, indicio de las singulares violaciones de los signos, era precisamente

lo engañoso, que la fuerza, la acción, la verdad de todo acto emergía libremente, es decir, o lo hacía

o no lo hacía, desde un fondo previo e indiferente al signo. Esta inocente seducción, producto de

una gran seguridad en la errónea causalidad, resitúa al principio lo conmemorativo del signo, lo que

finalmente se celebró de la fortaleza de su irrupción, y así se cree que el signo se hace, que lo

“hecho” es hecho por lo que algún día fue admirado en su sorprendente hacer.

Sin embargo, ahí sigue el signo, como no podría ser y nunca pudo ser de otra manera, en el

“sólo hacer es todo”. La voluntad, la causalidad eran la seducción inocente; quien siempre estuvo

ahí fue el signo. Porque por mucho que se insista, cuando la voluntad ha sido sorprendida en lo que

tiene de erróneo y de temporal, en que es el signo lo que irrumpe causalmente, como si con esto

subvirtiéramos definitivamente la voluntad, -justo aquí, donde se vuelve a incidir de nuevo, ahora

con el signo, en aquella vieja equivocación, me parece urgente señalar que el corazón de dicho error,

más que la voluntad, era la causalidad, y el signo nunca pudo ser algo más que ese único golpe que

es el hacer; que lo que pervierte al signo es una comprensión causal del mismo. La voluntad es sólo

la máscara más funcional de ese gran corazón palpitante que fue la causalidad, el último disfraz de

la duplicación del hacer y, dada la situación, el signo, un “sólo hacer es todo”, podría ser la

vanguardia de una terrible ofensa sin precedentes, de un violento empujón de desprecio a aquello

que impide vivir entonado al gusto de cada cual. Es un despropósito creer que la forma en que

redimimos al signo es despojando a la voluntad de su causalidad y poniendo a esta entre los

principios fantasmales del signo. El pilar central del error es la causalidad, y el signo se redime, si

esto es algo que finalmente podría encontrarse entre las cosas que se quieren, obstruyendo en él

todo indicio de aquella; fiat comedia.

21

Entstehung

Por fin llegamos a poder aclarar en cierto sentido uno de los dos conceptos que Nietzsche

articula en la genealogía, con tal intimidad, con tales sudores, que incluso a veces se llega a sentir

uno como presa de un hazmerreír con muy pocos escrúpulos; y me pregunto si no podría ser esto

una especie de confirmación, un guiño indicando que se va por el buen camino. Ambos conceptos,

“Entstehung” y “Herkunft” son puestos en juego simultáneamente, uno tras otro, incluso en

palabras con las que comparten raíz, de modo que, a través de todas estas combinaciones

intermitentes, se logra un baile endemoniado, un allegro assai al menos, entre ironía y filosofía. Es

tal la vertiginosidad que adquiere por momentos que resulta indiscernible en qué se está, a qué tono

corresponde cada fragmento, -y uno se pregunta al punto si no será esta fugaz corrosión, que se

busca y se requiere, lo que se pretende con el signo.

No quisiera limitar las virtudes de cada uno de estos dos conceptos, su alcance y su fortaleza,

aunque, estoy demasiado tentado por reducirlos en parte al asignar un sentido eminentemente

irónico a “entstehung” y uno eminentemente genealógico a “herkunft”, siendo evidente que la

genealogía no termina con la “herkunft”. Es más, parece probable que en cada uno de los usos y de

los abusos de estos dos conceptos haya una ironía y una genealogía, pero no creo que por intentar

describirlas parcialmente se las oscurezca en lo imprescindible.

Detrás de todas las fachadas morales y políticas -el movimiento democrático de Europa- a

que con tales fórmulas se hace referencia está realizándose un ingente proceso fisiológico (…) del

europeo que está deviniendo17

. Una creciente desvinculación del carácter estamental, del pathos de

la distancia, y la lenta aparición de una especie esencialmente supranacional y nómada de ser

humano; estos son los síntomas necesarios que hace emerger el fondo fisiológico que vela la

fórmula democrática. Hasta aquí el “entstehung”, el jocoso apuntar enfermedades y denunciar

pérfidas intenciones, -atención- nada más que ávido de comedia. Y en seguida también la gran

ironía, una terrible paradoja: “las mismas condiciones nuevas bajo las cuales surgirán

(herausbilden), hablando en términos generales, una nivelación y una mediocrización del hombre,

son idóneas para dar origen (Ürsprung) a hombres-excepción de una cualidad peligrosísima y muy

atrayente”.

En un sólo fragmento hay dos formas radicalmente distintas de irrupción; por un lado la

17

Nietzsche, Friedrich. Más allá del bien y del mal. Alianza; Madrid, 1997. [af. 242]

22

mediocridad “surge”, emerge, y por otro lado, se “da origen”, procedencia, a estos hombres-

excepción. Lo paradójico, lo irrisorio, la mofa, pone a ambos en un mismo suelo y, claro, el único

afectado es quien llevaba siglos aferrado a su precaria solidez, este individuo moderno que parece

hundirse ahora en las arenas movedizas que creyó un día cruzar siendo un espectro. Y, ahí al lado, el

hombre-excepción, el caso singular, por llamar de alguna manera a una escusa, a un innecesario

pretexto para poder ensañarse con la actualidad de forma irresponsable, aunque, también de alguna

forma este tipo que se ensaña; él procede al igual de esta actualidad. En suma, un sinsentido médico;

un mismo fondo de iguales condiciones para dos signos, para un tipo enfermizo y otro tipo capaz de

idear las más vigorosas subversiones. Con este aterrador gusto por evidenciar monstruos se imita

irónicamente el “señalar monstruosidades” de la medicina, y no por el hecho de querer denunciar

una conciencia perversa en esta ciencia, ni por diagnosticar una razón en algo que no deja de ser un

error, sino, quién sabe, quizás por el “filos” a la “sophía” -¿no nos es suficiente con la satisfacción

del gusto por subvertir la actualidad, por violentar la actualidad de nuestros signos?¿debemos

también denunciarlos?¿denunciar errores? Será que no se sabe subvertir, cuando se quiere todavía

algo más.

La mediocre emergencia se desvanece, queda como un diezmado capítulo de la historia. Se

vuelve innecesaria, es decir, ni resulta fecunda haciendo aparecer significantes, ni nos es necesaria

ya conceptualmente. Esta seducción del lenguaje tiene su tiempo, su obertura y su olvido; así como

todo lo grande tiene un origen torpe, muy poco atinado y nada quirúrgico, del mismo modo termina

saliendo por la puerta trasera, abucheada, no muy atentamente hacia el final, por el gran desprecio,

y se pierde en aquella cosa tan insignificante que fue algún día, antes de su época. Así

comprendemos en cada desaparición que lo que prevalece es tan sólo el signo indiferente, y que no

hay por qué dejar de contar en cualquier época, por muy encaminada que esté, con la procedencia

de una extraña singularidad en el signo, con la fatal irrupción de un inesperado rayo. E inesperado

quiere decir que no se le deja en la mesa ningún plato por si acaso. Más bien, te sorprenderá cuando,

aburrido de esperar en casa, agrio por su falta de puntualidad, salgas furioso al monte y te parta en

dos de un chispazo. A saber, un mismo valle para un hombre y un rayo.

23

2. Procedencia de los sentimientos morales.

El animal

Comienzo con el comienzo; “criar un animal al que le sea lícito hacer promesas”18

. Y me

detengo ante la palabra “animal”, antes que “criar”, al cual todo el mundo acude sin aliento y parece

cegar la visión lateral. Sabemos que animal designa en occidente lo irreductible, lo impensable...

Pero, -¿qué se quiere evitar aquí, en este segundo capítulo de la Genealogía de la moral, hablando

del “animal”? Con “animal” situamos el problema de la cría o del dominio antes de la procedencia

del concepto “hombre”, lo localizamos en épocas en que no se había hecho todavía ni un triste

borrador de lo que sería la pertenencia a la especie “hombre”. El problema aquí no es un problema

específico, sino algo que acontece a la inabarcable singularidad que el dominador advierte en una

masa “semianimal”, al tener que someterla. Cabe advertir de que no nos encontramos en la

dimensión de la salud y de la enfermedad, que aquí las jocosas interpretaciones médicas no son

aplicables; hablamos del gobierno de lo múltiple. Aquí no hay un “valor” problemático, sino sólo

mando y sometimiento sordos.

Subrayamos dos momentos muy extraños el uno para el otro; el “animal” y “el hombre”, el

animal olvidadizo y el hombre que responde de sí. El “animal” apunta a una masa sorda,

históricamente primigenia, cuya forma psíquica general es la capacidad positiva del olvido, una

capacidad distintiva, un “mecanismo”, que le atribuye Nietzsche con un genial sentido del humor.

Al postular este mecanismo positivo, es evidente que no se busca una ciencia del “semianimal” que

precede al “hombre”, más bien, lo que se quiere es interpretar el torpe apaño conceptual que

hubieron tenido que dar estos primeros gobernantes en la fatalidad que suponía tener que mandar

sobre esta sordidez irreverente y, de alguna forma, tener que describirla. Más tarde, “hombre” es ya

el animal que se ha vuelto calculable, necesario, etc. Y entonces esa imagen de hombre es relanzada

por cada uno de los pertenecientes a dicha especie, poco a poco desde sí mismos, desde su propia

responsabilidad y, al final, individualmente. Con “hombre” estamos ya en el dominio de la especie,

aunque lo encaramos desde el “animal”, no desde el valor.

18

Nietzsche, Friedrich. La genealogía de la moral. Alianza; Madrid, 2005. [Cap. II, af. 1]

24

Es esta cabalmente la larga historia de la procedencia (herkunft) de la “responsabilidad”;

aquella tarea de criar a un animal (…) incluye en sí como condición y preparación la tarea más

concreta de hacer antes al hombre19

. El puente entre el “animal” y el “hombre” es el “hacer

promesas”, una eticidad tan posible, tan rudimentaria, que obtiene resultados inmediatos en la

hosquedad del animal y demuestra una terrible efectividad en todas su transformaciones. “El hacer

promesas” permite una transmisión brutal y unidimensional de poder entre el “animal” y los signos

específicos, sin tener que recurrir a la materialidad del valor. Todo este unidimensional trabajo

prehistórico del hombre sobre sí mismo, todas las pequeñas invenciones volcadas al único sentido

“hombre”, se justifican en la mencionada cría del “animal”.

Se dirá en seguida que se termina dando una explicación finalista e intencional de la “cría”,

y tampoco será tan disparatado el haber caído en esta trampa. Lo que propiamente se quiere

conseguir hablando de la justificación o del sentido de la cría es, muy a pesar de cualquier ilusión

teleológica, un efecto cómico de finalidad para así recorrer hacia atrás toda la sucesión de

interpretaciones singulares y fortuitas que han llegado a englobar atropelladamente una difusa

unidad formal, una norma. La procedencia es este abuso cómico de la finalidad, la subversión de

toda explicación finalista. Sin embargo, en la sordidez de esta medida transmisora de poder

específico que es el “hacer promesas”, no alcanzamos a oír ni un mísero eco de intencionalidad. El

gobierno tiene un único sentido, la eufórica fatalidad que supone tener que gobernar, verse en la

situación de tener que calcular una masa informe de singularidades. El denunciar en semejante

gobierno una intención infame, el no querer ser gobernado por tal o cual tipo de gobierno, todo esto

parece estar muy en disonancia con respecto a la procedencia en su sentido más pertinente.

El hecho del gobierno requiere continuamente -visto desde la generalidad de la procedencia

y en un efecto irónico de totalidad histórica, genealógicamente efectiva- una precipitada

interpretación de modos para poder paliar la fatalidad que supone el tener que gobernar. Y así, en

ese último cisma que es el individuo soberano, se acerca a la plenitud del cese del gobierno en favor

del autogobierno subjetivo. El individuo es un enorme alivio final de la fatalidad del gobierno, el

final de toda sujeción al animal, el traspaso de las exigencias del gobierno a la “responsabilidad de

sí” del “hombre”. El individuo, el no querer ser gobernado de tal o cual manera, la denuncia de

todas las infames intenciones del gobierno, no es más que la disolución de las exigencias de ese

mismo gobierno. Así mismo, no se subvierte la crítica diciendo que ya no se la pone en práctica

desde el individuo, diciendo que lo que critica, más que el individuo, es una singular y

19

Nietzsche. Ibid., [Cap. II, af.2]

25

deslocalizada convicción por no ser gobernado de tal o de cual manera. Se la subvierte patetizando

la posibilidad misma de la denuncia, repitiendo una y otra vez lo poco que tiene que ver aquí la

subversión de toda finalidad con la denuncia de intenciones infames.

¿Cómo hacerle una memoria a esa masa de semianimalidad? -mediante el dolor, que es el

acceso al animal-hombre, pudiendo así imprimir algo en ese imposible entendimiento del instante,

en esa mecánica del olvido. Cabría interrogar a este animal-hombre y a los indicios de poder que

constatamos cuando se trata de forzarlo, sobre si suponen ambos un indicio de materialidad, si es

que podríamos confirmar ahí, en este hombre arcaico, la manipulación de una substancia

preconceptual. Es más, diría que la centralidad de la cuestión del “animal” se debe precisamente a la

firme convicción en burlar cualquier tipo de dualidad metafísica a través del paradójico “muy

material concepto”20

de tener deudas y valiéndose irónicamente de una totalización histórica que lo

desafíe mediante el juego entre el animal y lo arcaico. Trataré de describir esta compleja ecuación

entre la materialidad de los conceptos arcaicos, la cuestión misma de lo arcaico y el concepto

“animal”.

¿Qué se pretende con indicar que el concepto moral de “culpa” procede del muy material

concepto “tener deudas”, que revela en un primer momento algo así como una psicología arcaica

del hombre-animal? No es que perforemos en un suelo soberano un mecanismo psíquico material y

previo al concepto, ni tampoco procedemos al acceso mediante un poder mecánico o una fuerza

física, algo así como la fuerza del escultor que moldea, curva y forma un en sí inerte. Ante todo, no

perdamos de vista que toda aproximación a lo arcaico es desde y en la historia, y no porque la

historia sea el material que perforamos, sino porque nos permite retroceder por los mil senderos de

las pugnas conceptuales, porque ella misma es, y no es más que, la superficie que queda tejida

atropelladamente por todas las interpretaciones victoriosas.

El “muy material concepto” quiere decir, históricamente, una proto-conceptualidad, pre-

ideal, pre-moral, si se quiere, pero una conceptualidad. ¿Cómo podría haber algo “muy material”?

La materialidad o es absoluta, o alguien quiere mofarse de ella. Tampoco puede haber cosa en sí en

el concepto, ni viceversa; estas ambigüedades indican que se está llevando a cabo una serie de

desgarradores abusos en la discursividad dual. De este modo, las relaciones de poder arcaicas no

son materiales, como siendo previas a las ideales y morales de la época del hombre responsable; se

quiere decir que el gobierno del “animal” establece relaciones de poder proto-”humanas”, proto-

20

Nietzsche. Ibid., [Cap II, af.4]

26

morales. Y lo “proto-(...)” es ese mar inmenso de conceptos que ensordecen las arenas de nuestra

actualidad moral; no se lo vaya a confundir con una fase preformativa, subespecífica, con el feto

que promete un bebe, ni con un “otro”, ni con nada que exija una jerarquización ideal. Son sólo los

conceptos de donde proceden nuestros conceptos morales, y a nuestro ojo, como no podía ser de

otra manera, son los conceptos prototípicos.

Tampoco es el dolor un principio material de estas relaciones de poder arcaicas, un cruel

manantial de leyes. El dolor es su condición de posibilidad sólo en tanto que efecto de la forma

jurídica del acreedor-deudor. Es decir, en el cobro de una deuda de dolor, que es el ser-jurídico de

dichas relaciones de poder arcaicas, el dolor es el efecto que invita a la repetición de ese ser, cuyo

éxito lo llega a consagrar formalmente. Entonces, más que principios materiales, lo que constatamos

en esta época del “animal” son el rotundo éxito de la práctica de ciertas relaciones jurídicas de

dolorosos y crueles efectos, cuya relativa temperatura, alta o baja, difícilmente puede valorarse

desde nuestros días, a no ser que quiera acudirse, por ejemplo, a las mujeres, a quienes fueron

nuestras mujeres, que invocaban y bailaban con equivalente pasión tanto en los recovecos del

Pirineo como en las llamas de la inquisición.

Hubieron conceptos arcaicos, pero no se corresponden con una utilidad material,

absolutamente no-ideal. La idea no emerge de una materialidad jurídica o utilitaria; procede de

conceptos arcaicos de intensidad moral casi nula. Es más, el interés en el cobro no es utilitario; el

dolor se permite como recompensa reglada a un perjuicio inmaterial (humillación del honor),

mediante un castigo inmaterial. No es que hubiera un sentido utilitario inconsciente en las

relaciones primigenias entre humanos, sino que las relaciones ya eran jurídicas para todas las

humillaciones y los desafíos a la soberanía del gobernante o de cualquier “señor”, como nunca han

podido ser de otra forma, aunque para nosotros quizás proto-jurídicas, arcaicas, poco ideales y

morales. Allá donde hay leyes constatamos ideas y conceptos con su proceder y sus procedencias,

con sus éxitos y sus calamidades, y poco tienen que ver con ello la naturaleza, la utilidad y las cosas

pre-ideales.

Hacer-sufrir produce bienestar en sumo grado, mediante el cual el perjudicado cobra el daño

que le han hecho con un extraordinario contra-goce21

. ¿Qué tipo de “materialidad” psicológica

podría haber en esta desproporcionada relación de placer-displacer? Si la hay, es irónica hasta forzar

un reventón de tímpanos; se trata de frivolizar, a través de esta imagen bestial del semi-humano

21

Nietzche. Ibid., [Cap II. Af 6]

27

arcaico, la pretensión psicológica de la época que establece en el inicio una justicia del placer, un

cobro equitativo, equilibrado y mesurado de la emergencia de los instintos naturales, que enseña un

hombre primitivo bueno y prudente. Se viola y abusa de esta pretensión psicológica del buen placer;

se establece un mecanismo psíquico “fundamentalmente” perverso, algo que es un monstruo

discursivo, porque resulta irrisorio establecer un fundamento que para ese mismo discurso es un

objeto anormal, una anomalía, la condición misma del discurso desde un permanente estado de

declinaciones que prometen curas.

Por lo tanto, toda la realidad que podría haber en lo arcaico se limita a esta enorme serie de

proto-conceptos, y no es nada más que estos conceptos, que estas relaciones de poder formales,

descritas y puestas en juego desde algún aparato jurídico proto-moral -lugar de procedencia de los

conceptos morales-. Un orden de derecho pensado como algo soberano y general, pensado no como

medio en la lucha de complejos de poder, sino como medio contra toda lucha en general (...)22

.

Observamos una lectura “real” de la voluntad de poder, y no ya en tanto que indicios específicos de

nobleza o de salud. La voluntad de poder se fragua en la lucha política que “busca” unidades

mayores de poder. La voluntad de poder es el indico de una victoria o un gobierno exitoso en el

manejo interpretativo de técnicas de poder, de los medios al alcance en la reducción de los

sentimientos reactivos que encuentra en su crecimiento. Instrumentos tan reales como la guerra, la

ley, son los medios propios de un gobierno que no es nada más que una constante lucha por su

supremacía, por la perpetuación y expansión de su singular bienestar, que debería ser el bienestar de

todos, resultando insensato que alguien se resienta contra él. No se comprende este rechazo,

categorizado superficialmente como “sentimiento reactivo”, y lo incluye a la fuerza; reduce todas

esas infracciones y arbitrariedades, que interpreta como vengativas, a delitos contra la ley. Y de la

ley procede más tarde “lo justo” y “lo injusto”.

El en sí del discurso biológico es que la política constituye un “estado de excepción”, una

contra-naturaleza que congela el pleno desarrollo de la “fuerza” vital, de la energía, y que procura la

limitación de un flujo de poder, su canalización formal. Sin embargo, la auténtica y plena expresión

de “voluntad de poder” o, mejor dicho, cómo más genuinamente se expresa la voluntad de poder, su

entera naturaleza, procede de esta lucha política y de todas sus técnicas, es en la realidad del poder,

en todas las relaciones de gobierno que la componen, donde la naturaleza se pone en juego. No se

trata ni de una salud, ni de una enfermedad, ni de una fisiología mutilada por el bien común o por la

paz: precisamente estas últimas son la máxima expresión de la “voluntad de poder” y es el propio

22

Nietzche. Ibid., [Cap II. Af 11]

28

discurso de la fisiología quien las legitima prestando sus capacidades en cuanto “complejo de

poder”, su indicio más álgido, aquel que, siendo expresión de la “voluntad de poder”, esconde,

niega y refuta a la propia voluntad de poder entendida en su simple “naturaleza” política. En

realidad, no existen “situaciones de excepción”, ellas son todo lo que hay, todo lo que acontece y

podría acontecer, toda la superficialidad y naturalidad que nos debemos permitir.

Herkunft de lo lógico; -¿de dónde surge la lógica en la cabeza humana? Ciertamente, de lo

ilógico, cuyo imperio originariamente tiene que haber sido inmenso23

. Las formas de la lógica

proceden de las formas de lo ilógico, y su “surgimiento” es la ilusión del efecto que procura esta

procedencia. Ese vasto imperio de las formas ilógicas, teatralizado cómicamente en un inmenso mar

de emergencia lógica, es lo “arcaico”. Para que surgiera (entstehe) el concepto de “sustancia”,

imprescindible a la lógica si bien en la realidad no corresponde a nada, tuvo que dejar de verse

durante mucho tiempo lo cambiante en las cosas24

. Este “realidad” no corresponde a una

materialidad gramática irracional que antecede a la lógica; es la realidad conceptual de las formas

proto-lógicas. Es desgarrador observar con qué habilidad consigue desprender de la pareja

substancia-realidad toda la intimidad que los enrocaba. El concepto “substancia” no es más que el

innecesario y último indicio de la fortuita supremacía que ha llegado a conquistar una realidad

jurídica, en este caso, una formalidad “lógica”, nuestra, que no es más que una forma igualmente

ilógica desde la óptica de las realidades jurídicas. “Realidad” y “substancia” se excluyen en una

definitiva jugarreta del discurso, en un abuso irónico del concepto “realidad” se entierra para

siempre el sueño de la promesa material, de la materialidad inteligente, y se sume al mundo en una

densa y fortuita superficialidad enmarañada de (no por) errores encontrados.

Contra lo que se atenta cada vez que se confunde a las últimas cosas por las primeras, es

contra la realidad, contra la psicología y contra la prehistoria del hombre. Primero, la inversión

causal tiene mucho que ver con la fortuita cronología de los conceptos o, sencillamente, con la

historia. La inversión de los acontecimientos procura una “causalidad” esencial que atenta contra el

rigor conceptual del devenir de lo arcaico, contra lo que fue su realidad histórica, “atentado” que,

por otro lado, no es tan grave ya que los propios conceptos “realidad”, “psicología”, y “prehistoria”

se mantienen intactas desde su abuso irónico frente a cualquier “contra” o crítica que las acuse.

Segundo, parece que estos tres conceptos guardan una correlación con los de “animal”, “proto-(...)”

y “arcaico”, y también que estos seis conceptos en total juegan íntimamente con la supremacía de la

causalidad y sus tentáculos conceptuales.

23

Nietzsche, Friedrich. El gay saber. Austral; Madrid, 2000. [af.111] 24

Nietzsche. Ibid.

29

¿Está tratando Nietzsche de establecer una realidad a partir de la claridad de la herkunft,

mediante las cualidades interpretativas del proto-tipo histórico-conceptual que es la genealogía? Al

decir que lo que establece la realidad es la claridad de la procedencia, la historia y la realidad se

corresponden totalmente, en el rayo, de forma que la naturaleza de esa procedencia será la forma

unidimensional en que deviene esa realidad histórica, o esa historia real. Lo que deviene es herkunft,

y deviene proto-causalmente, de forma procedencial. Pasemos ahora al estudio de la causalidad.

El excéntrico caminar de la causalidad

La herkunft, con su propio movimiento, pone en jaque a la milenaria dinastía de la

causalidad; un movimiento que no tendría dificultades en ser adscrito al Ministerio de los Andares

Raros de los Monty Python25

y que, sin embargo, desprende tanta o más severidad y robustez como

toda la sucesión de movimientos que ha pregonado la historia hasta hoy. ¿Cómo configura

Nietzsche este excéntrico cojeo? ¿Por qué y en qué sentido desafía a la causalidad?

Dice así en el célebre aforismo del segundo tratado de la Genealogía de la Moral; la causa

de la génesis de una cosa y la utilidad final de ésta, su efectiva utilización e inserción en un sistema

de finalidades, son hechos toto coelo separados entre sí”26

. Parece haber la causa de algo que llega

primero, de forma arcaica con respecto a su posterior inserción en un sistema de finalidades, a

realizarse o a existir. Y una vez tenemos ya esta forma en un momento arcaico, es decir, sin ningún

rastro de lo que serán sus posteriores asignaciones, se interpreta en algún sentido y termina

perteneciendo a algún indicio de finalidad.

No hay causas emergentes liberadas de fines, algo así, sencillamente, ni es causa, ni emerge.

La causalidad necesariamente conlleva una finalidad, puesta en movimiento a cada instante en un

mismo grado, con una regularidad absoluta. O dicho de otro modo, no hay sensación de causalidad

sin la plena adhesión a un sistema de finalidades, aunque, en todo caso, sea esta adhesión la que

procura un indicio de necesidad entre sus participes. La superficie no es, frente a la regularidad y la

univocidad del destino, una multiplicidad loca de causas disparatadas, un mar de diminutas

finalidades relanzadas una y otra vez en fulgurantes batallas. La superficie es herkunft, el proceder

estrictamente no causal, el proceder de los sucesivos establecimientos de sistemas de finalidades, y

25

Monty Python. Ministry of silly walks. http://www.youtube.com/watch?v=IqhlQfXUk7w 26

Nietzsche, Friedrich. La genealogía de la moral. Alianza; Madrid, 2005. [Cap. II, af. 12]

30

nunca las causalidades que exhalan estas últimas cuando comienzan a estancarse.

En cambio, nos vemos ciertamente obligados a rebuscar en la historia nada más que

determinando causas, incluso en el proceder. Esto se debe a que no hubo nunca nada más que una

sucesión de establecimientos de distintas especies de causalidades, y así la historia “entera”, en una

última panorámica de su total proceder, tiene que ser descrita también por causas e indicios de

emergencia. La cuestión es que esto último no explica ahí una causalidad, sino, más bien, que

incluso el proceder tiene un límite causal, por mucho que le sea irreverente, por mucho que señale

ferozmente al pie del que cojea, está sujeta al hedor causal que expulsa el amontonamiento de

finalidades. No obstante, no nos importa este límite causal, un mero vicio discursivo, y notamos que

aún así la cosa adquiere otro matiz muy diferente, que aunque se hable de causas arcaicas, no se las

quiere como tal, sino como forzadas a un uso que no abarcan, hasta evidenciarlas en el cómico

proceder de las formas.

Al hilo de la separación absoluta entre la génesis de algo y de su finalidad posteriormente

adquirida, debemos considerar “dos especies de causalidad”27

. Una forma de obrar que es un

quantum de energía en espera de ser consumida, y otra que es un obrar en tal-o-cual sentido.

Aclaremos para empezar que no son más que especies de causalidades y, si nos ceñimos a lo

anteriormente mencionado, ni en el primer caso habría una voluntad ciega que causa un obrar desde

sí, ni en el segundo podríamos asignar una causalidad sujeta al fin que persigue dicho obrar;

recordemos que la causalidad se denota siempre de forma específica sobre el hacer que es previo,

entendido aquí por “obrar”, y que si igualamos a este primer “obrar” sin fines a una causalidad, no

es más que desde una perspectiva específica. A partir de aquí, hay dos especies de causalidades, una

fundamental, que ya no es un obrar desde sí causal, sino un estallido de energía retenida por

combustión externa, y otra especie de causalidad secundaria, casi anecdótica, el obrar-en-este-

sentido, que no es más que la sucesión de las cuantiosísimas y diversísimas finalidades, siempre

dispuestas a incendiar de mil maneras todo ese inmenso cúmulo de energía que es el hacer.

Con la culpa sucede que todo obrar ha de tener una finalidad. Una causa es culpable porque

ha sido impulsada por la finalidad que lo fundamenta y, viceversa, no podemos comprender un

hacer en términos de causalidad, como hacer de un hacedor, si la culpa no teje entre ambas una

telaraña tan densa como para confundirla con el propio ser. En cambio, este obrar previo que se

quiere ver libre de toda culpa, esta pulsión que antecede -en esa compleja cronología que conforman

27

Nietzsche, Friedrich. El gay saber. Austral; Madrid, 2000. [af.360]

31

lo arcaico y el animal- a todo indicio de causalidad, no comprende sus directrices más que como un

motivo muy pálido y completamente fortuito de descarga, ya que dicho quantum no obedece a

ninguna movilidad íntima ni a ningún motor interior; es la tensión total en reposo que cada pequeña

finalidad detona exteriormente cada vez. Es decir, en el fondo no hay una soberanía causal, sino una

multiplicidad de sentidos que procura cada vez la combustión “formal”, es decir, en la bruma

superficial de las formas ya existentes, de algo así como una inmensa burbuja de tensión en reposo.

No hay un motor profundo causando continuamente alteraciones en una dimensión fenoménica,

sino una cantidad de formas que de alguna manera han llegado a existir e interpretaciones de las

mismas que consumen una y otra vez la dinamita que contienen. Más que causalidad, más que un

zumbido incesante, regular y localizado con la densidad de un Big-Bang, más que esto, hay mechas,

dinamita e inesperadas explosiones que se pierden en el vasto devenir de las imágenes.

Por tanto, no explicamos en las formas una subterránea causalidad que las antecede. Más

bien, lo que únicamente se ha hecho hasta ahora y se seguirá haciendo son unas más o menos

depuradas, más o menos arcaicas o sofisticadas descripciones del devenir. Donde el hombre

ingenuo y el investigador de culturas más antiguas –es decir, la cultura moderna, con una ironía

devastadora– veía sólo, en dos especies distintas, causa y efecto, aquí hemos descrito ahora una

múltiple sucesión; hemos perfeccionado la imagen del devenir, y no hemos ido aún así más allá de

la misma28

. A la brusquedad del acontecimiento le suponemos la imagen de un hacer y un hacedor,

una causa y un efecto, un acto y un sujeto responsable. Esta descripción moderna imposibilita una

descripción más rica, múltiple y extensa del mismo flujo y de la entera continuidad del devenir. No

es que oculte o falsee un devenir múltiple de fondo; simplemente, agota el mismo devenir, evita la

posibilidad de una mirada más pródiga. La mirada, las sucesiones de imágenes descriptivas del

devenir, el propio devenir, son una y la misma cosa, de un golpe, y todo lo que hay; ni fondos, ni

superficies, ni fantasmas que engañan con respecto a un “estado de cosas”.

En este punto de la ruta, nos asalta el gran temor; si son descripciones, si son imágenes que

se superponen forzosamente, -¿porqué es más pobre, infame, la mirada causal que la mirada

procedencial? Sin embargo, no se ha querido criticar a la causalidad en ningún momento, no se la

ha querido refutar jamás. Sólo abusar de ella un rato mediante la ironía, agredirla con la sonrisa de

un bandido, aunque con toda la petulancia y el refinamiento de la filosofía, valiéndose de las figuras

más exquisitas que podría moldear. La mirada procedencial, esta imagen múltiple del devenir, a la

vez grotesca y terriblemente sofisticada, ese inmenso caudal de especies discordantes en el único

28

Nietzsche. Ibid., [af.112]

32

hacer, en el acontecimiento, es la mirada criminal, la imagen del crimen, en y de la filosofía. Abusar

de forma criminal de la causalidad nos sitúa frente a la colosal fachada de esta catedral de formas

inconcebibles que es la procedencia. Por cierto, esta filosofía disparatada sí, esta sí que es inmoral

per se y estéticamente irreproducible.

La imagen del devenir es la precipitada descripción de la sucesión múltiple de formas que

dominan y son después dominadas, y vuelven a primer plano, y son otra vez sometidas... y sucede

así gracias al enorme flujo de sentidos dispares que recibe cada una en todo momento. Para la

causalidad mecanicista el sentido, la finalidad y la forma eran fijas, genuinas, eternas, una

emergencia azarosa de absurdos acontecimientos naturales; ahora, “la forma es fluida, y el sentido

todavía lo es más”. Así el mecanicismo y la metafísica se nos revelan como uno más entre todos

esos insignificantes sentidos, uno de esos errores cuya soberbia contrasta con la desdeñosa brevedad

de sus intervenciones en el devenir de las formas. Cuidado, no nos despistemos con la necesidad

que se siente en que algo suceda, no confundamos la espectacularidad de su irrupción con una

necesidad intrínseca; precisamente, como veníamos diciendo y aplicamos ahora a la causalidad, el

esplendor de un acontecimiento, el ardor que se interpreta como una necesidad, no es más que esto,

un mero efecto, y la metafísica se caracteriza por describir los efectos como causas, y las “causas”

formales como efectos; este rasgo es su pequeña singularidad, su peculiar sentido y su diablura.

Porque la metafísica es también, en definitiva, un sentido, una broma pesada.

Entonces la causalidad es un indicio del efecto de lo originado formalmente, estando así

doblemente alejado y apartado del núcleo del acontecimiento. Ha sido desplazada fuera de la

singularidad de cada una de las múltiples interpretaciones que zarandean las formas para aquí y para

allá, y ha quedado resituada en una inmediata proximidad histórica, entre las cosas más recientes e

inmaduras del devenir, cuando parecía y se nos prometía que el desvelar la íntima verdad del

acontecimiento garantizaría nuestra madurez intelectual. Es más, la singularidad de cada

interpretación formal no tiene nada que ver con lo que era aquella intimidad de la causa. Así, se

confunde el ardor de esta singularidad a-causal, múltiple e ilimitada, con que esto, su consecución,

le sea una necesidad, toda esa pasión turba la mirada y nos despeña contra el equívoco de que ahí

hay algo que interpreta necesariamente de tal o de cual manera.

33

Herkunft; el río del acontecer.

Si tuviéramos que formular una afirmación contundente y arriesgada, que satisfaga los

matices de todos los atajos recorridos hasta ahora en la inmensa labor genealógica de Nietzsche y

que los englobe de alguna manera a un único concepto general, diríamos posiblemente algo así; la

voluntad de poder procede, no emerge.

El concepto de voluntad de poder denota la serie de interpretaciones singulares que se

suceden y enfrentan entre ellas con superioridad sobre las formas que de alguna manera han llegado

ya a existir. Es el indicio de todas estas detonaciones que centellean en la bruma de las formas. La

voluntad de poder indica que una interpretación singular ha tomado poder sobre otra menos

poderosa, y que ha impreso en ella el sentido de una función, desintegrando el sentido anterior.

Nietzsche introduce este pequeño matiz; que la interpretación singular toma poder “partiendo desde

sí misma”. En cambio, en cuanto que nos es imposible el encerrar en un sujeto la singularidad de la

interpretación, sea uno o varios individuos con cierta complicidad y poder estamental, un soberano

o sus consejeros, una casta influyente dentro de una sociedad supersticiosa, un “desde sí mismo”

resulta terriblemente complejo e indefinido. Podría conformarse o no una única especie de voluntad

en torno a un grupo influyente y sus deseos “interpretativos”, aunque, en todo caso, incluso en la

elaboración de esta conformidad ya habría todo un tejido formal. Por tanto, a falta de poder

asignarles a dichas singularidades un sujeto único e irreductible, el “desde sí mismo” que propone

Nietzsche se perderá en la entropía de todos sus minúsculos componentes.

La singularidad no remite a un núcleo bien arraigado, y Nietzsche alerta de que, aún así,

acontece. El matiz “desde sí misma” ayuda a verificar el acontecimiento, a destacar que ahí ha

tenido lugar una interpretación sobre otra; sin embargo, las partes de dicha singularidad son

absolutamente imprecisas y responden a un tejido innecesario en toda su extensión formal. La

singularidad, si se le mira como un planeta desde la lejanía del espacio, es un tejido inmoral de

formas dispares. Aunque pudiéramos esperar una bio-unidad emergente de este planeta, cuando

hayamos aterrizado en su superficie, comprobaremos la álgida inmoralidad que desprende el brutal

amontonamiento de todos sus elementos.

Con todo, deberíamos zanjar de una vez por todas que la singularidad, más que un elemento

único e idéntico a sí mismo dentro de una multiplicidad esencial, más que un núcleo emergente que

causa multiplicidad, en definitiva y en detrimento de quien necesite todavía causas para denotar

34

multiplicidades, más que un... -¡individuo! Diría que la singularidad es un inabarcable pozo de

comprimidos elementos que diluye sus aguas entre los surcos y las hendiduras de todas las formas

que han devenido. Nos hemos equivocado, una vez más, al situar la multiplicidad en una especie de

combate de singularidades que la anteceden cada una desde sí misma; la multiplicidad es lo que

queda amontonado en la singularidad que detectamos, por una de nuestras discapacidades

perceptivas, de forma unitaria. Es así como evitamos de una vez por todas una explicación causal de

la multiplicidad.

No obstante, también, o quizás si aumentamos la escala, el proceder en las formas de todas

las sucesivas interpretaciones singulares es múltiple. Quiero decir múltiple no como el

enfrentamiento actual de una multiplicidad fisiológica de micro-núcleos singulares, sino como el

tipo de flujo histórico en el proceder singular de las formas, dado que entre ambas descripciones se

juega la posibilidad de una renuncia definitiva o, de nuevo con el implacable rigor del ajo, la

reverencia a la causalidad. El tipo de flujo formal que es la procedencia, el tipo de movimiento que

refiere, destaca un devenir múltiple, -¿Qué tipo es?

Cómo bien dice Foucault precisamente en su pequeño fragmento sobre la procedencia, “la

genealogía, como análisis de la procedencia, está, pues, en la articulación del cuerpo y de la

historia”29

. Hablamos de la articulación que describe la procedencia, que pervierte (no contradice)

otras articulaciones de gusto vulgar como la dialéctica o la eterna y siempre idéntica Voluntad. Es

en esta articulación formal, nada más que en su peculiar movimiento, donde remarcamos la

multiplicidad que lo caracteriza, sin hacer uso de un fondo conflictivo de intereses singulares e

irreductibles que levantara una polvareda fantasmal en cada lapso de tiempo. La densidad de la

procedencia no remite más que a la acumulación formal de las sucesivas interpretaciones singulares,

le es suficiente con una única dimensión; el complejo devenir de las formas existentes, radiante,

límpido, un aire raso, en cuya articulación no hay ni rastro de causalidad.

Al describir un acontecimiento, destacamos la procedencia de sus aspectos, porque es así

como el mismo acontecimiento ha sido articulado; ha devenido procediendo, el único movimiento

posible en cada instante, el tempo del disparate. Una cosa comprende amontonadamente la larga

serie de interpretaciones abusivas y defensivas que se han llevado a cabo formalmente sobre ella. La

estudiamos genealógicamente si removemos la procedencia de sus interpretaciones; al mismo

tiempo, su movimiento de desarrollo no es del tipo progresivo, donde la forma imperfecta devendría

29

Foucault, Michel (1971). Nietzsche, la genealogía, la historia. Pre-textos; Valencia, 2004. [p.32]

35

poco a poco más perfecta gracias a la conducción teleológica de su origen divino, sino que de un

tipo procedencial, donde la forma siempre es un error perfecto tal y como ya es en la plenitud de

cada momento, y no requiere de un segundo elemento para su movimiento, como sucedería en el

tipo progresivo con la emergencia de cualquier causalidad interna -por muy múltiple que fuera-,

para la soberanía de su devenir. El tempo procedencial es la articulación propia de un devenir

meramente formal, o de la mera formalidad que deviene solitaria, inocente, fatal, siendo siempre

todo lo que puede ser, y sin querer ser nunca algo más de lo que ya es.

Por lo tanto, el devenir es múltiple en múltiples escalas de la realidad formal. Lo es una

interpretación singular, porque destaca un tejido impreciso, inabarcable y difuminado de múltiples

micro-interpretaciones y micro-sentidos que se agolpan casualmente en el uso de las formas

cotidianas. Lo es, así mismo, el desigual tempo que adquieren las formas con la sucesión de

dominios de interpretación singulares. Sin embargo, en ningún caso se trasciende la forma, ya que

al ser la procedencia su movimiento distintivo y como vemos que todo lo que existe está

impregnado de este último, debemos concluir que todo lo que deviene múltiplemente es forma, y

que no hay nada que no participe de este tipo de devenir.

La “voluntad” es un indicio de “poder”, y no al revés. Últimamente se ha tratado de

esclarecer con ahínco que la voluntad de poder no era una voluntad que quisiera “poder”. Ya es un

gran paso que se haya insistido en esto. Aunque todavía se ha creído que la manifestación del poder

contenía una “voluntad de poder” jerarquizadora y selectiva, el valor distintivo de cada fuente

singular de fuerza. Habiendo desterrado la voluntad, todavía nos falta el último paso, el más

decisivo, catapultar definitivamente a la causalidad, ahí donde florece y germina sus peligrosas

dormideras. De esto depende la inocencia, con ello encerraremos la culpa para siempre en uno de

esos búnkeres que guardan las amenazas más inexplicables que un día asaltaron la felicidad humana.

Cuando hay causas, por indiferentes e irresponsables que sean, siempre hay culpa, siempre hay

crítica, siempre hay responsabilidad. Cuando la voluntad de poder y el mismo poder no son más que

indicios de incendiarios abusos formales, llenos de menores abusos y así sucesivamente, cuando

todo poder remite a una dinámica escalar múltiple que no requiere fondos ni superficies para

desprender fragancias brutales y victoriosas, sino el solitario proceder de la fatal entropía de

sentidos formales... -entonces... - entonces y para siempre, lo mismo.

36

La recepción de Nietzsche en Francia.

No seré yo quien cuestione la honestidad intelectual, la pasión, la entrega y la fidelidad que

profesaron por Nietzsche quienes pudieron dignificarlo en una labor casi única en la historia, al

menos en filosofía, de revisión y reconocimiento. Ofrecieron casi sus enteras vidas, ellos que

podrían haber resucitado el ánimo de cualquier imperio asolado por tempestades y hambrunas, a la

comprensión y a la expansión de un Nietzsche que ha sido siempre fatalmente castigado por los

intereses nacionales a lo largo de toda Europa. El interés nacional católico, esa lacra que cuando

uno cree haber sacudido de encima con contundencia, lo sorprende todavía con su último disfraz,

donde menos se le cabría esperar. A pesar de sus esfuerzos, a pesar de haber combatido con

sinceridad y valentía en las primeras filas del pulso contra el fascismo y la democracia, habiendo

catapultado lejos hasta la última mota de polvo de estos ídolos que habitan nuestra piel, aún así,

todavía quedó mucha tragedia por socavar dentro del criticismo con que embalsamaron el

mugriento y mullido cadáver de Nietzsche, tras el glorioso paseo que le dio Aquiles atado a su carro.

Un Nietzsche antifascista, antidemócrata, este fue su sueño dorado, su primavera. Su error,

que no es otra cosa que la persistencia de un mismo error, fue revestir esta subversión auténtica, el

crimen original que redime del pecado original, con la seriedad y el rigor de la crítica, un pequeño

fanatismo nacional que al final logró expandirse a través de cada mínimo resquicio del inmenso

corpus que formaron estos cándidos restauradores de monumentos. Una vez más, el error fue

retomar a Nietzsche de una manera demasiado trágica, ya sea por el impacto que causaba el ver

yacer su cuerpo desgarrado en los bancos de arena de la costa normanda, o por la prisa que

caracteriza a la revolución cuando ve que sus credenciales se agotan fugazmente. Como no iba a ser

normal el retomar a Nietzsche trágicamente cuando se era ciudadano de un país castigado por quien

un día también quiso ser verdugo del primero. Al final, también fue una cuestión nacional el

recuperar a quien un día fue difamado por el fascismo para cubrir su escalada imperial.

37

1. La voluntad.

El primer problema proviene del intento de dejar a un lado el concepto de una voluntad

esencial y universal. En palabras de Foucault queda perfectamente sintetizado este ataque común

contra la noción que recoge y engloba el “infame” ascetismo de la moral cristiana; “la historia es el

cuerpo mismo del devenir, hay que ser metafísico para buscarle un alma en la idealidad lejana del

origen”30

. No obstante, detrás de esta compartida ambición, cada uno de los autores que trataré

difiere en matices que son, en mi opinión, más decisivos de lo que se ha creído hasta el momento.

No es lo mismo, por ejemplo, oponer una voluntad esencialmente múltiple a una voluntad universal,

que apartar una voluntad por su esencialidad, sea múltiple o sea universal, y situarlo en su plenitud

junto con todo lo que deviene formal e históricamente. En todo caso, está en juego el poder hacer

una filosofía o una ontología de la multiplicidad, del devenir y de la historia, una vez que la

voluntad y la metafísica han sucumbido, para algunos, a la crítica, o para otros, simplemente han

resultado ser parte de la inagotable secuencia de errores humanos.

Ocupémonos para empezar del valor históricamente intrínseco de cualquier concepto

moral o teórico. Deleuze constata que los valores son dados como principios, es decir, que son

valoraciones que implican cierto valor históricamente enraizado como punto de partida y que, a su

vez, indican que ahí se ha llevado a cabo en algún momento y por alguien un tipo de valoración o

establecimiento de valor intrínseco31

. Distinguimos así dos ámbitos de cualquier valor en el instante

de su creación; de un lado la procedencia de cualquier cosa desde los valores ya establecidos y, de

otro lado, la emergencia de aquellos valores desde algo que sea cualitativamente decisivo en su

origen. Así lo exige una interpretación genealógica.

Lo que evalúa en este primer acontecimiento, de donde deriva el valor de los propios valores,

es el hecho diferencial, que domina sobre y a través de cada valor establecido. Por un lado alguien

y en algún momento evalúa algo, se diferencia de algo, y por el otro, aquello que fuerza en una

evaluación diferencial es ya previamente un valor, y es desde este doble origen de donde ha

resultado todo valor que es ahora objeto de estudio de la genealogía. El hecho diferencial es

necesariamente creación de valores sobre valores, y no negación de valores por valores. Se

diferencia uno inmediatamente cuando afirma estar satisfecho de sí, y no cuando no cree pertenecer

a una satisfacción ajena que lo oprime. 30

Foucault, Michel (1971). Nietzsche, la genealogía, la historia. Pre-Textos; Valencia, 2004. [p. 41] 31

Deleuze, Gilles (1967). Nietzsche y la filosofía. “I. Lo trágico”. Anagrama; Barcelona, 2008. [p.8]

38

El hecho diferencial de Deleuze es una interpretación del pathos de la distancia de

Nietzsche. Fueron los buenos mismos, los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y

elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o

sea, como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo. Es desde este pathos de la

distancia desde donde se arrogaron el derecho de crear valores32

. La distancia abierta es una

consecuencia inmediata de una satisfacción de sí afirmativa, y el valor es su expresión. Crear

valores es sólo expresar abstracciones comunicables que puedan dejar constancia de dicha

satisfacción. La creación de valores no es más que este acto ceremonial en el que uno o unos

comunicaran y, quizás, llegarán a confiar ampliamente su satisfacción. Además, dependiendo de la

hegemonía que alcance este pathos entre aquellos que simpaticen a través de sus satisfacciones de sí

y lo capacitada de mando que esté en su peculiaridad este fervor compartido ante una masa

insignificante -pero, en alguna medida que poco importa a un pathos que se sabe suficiente, también

peculiar- de individuos, dicho pathos ejercerá un dominio más o menos exitoso. Lo que se quiere

subrayar es que el pathos de la distancia no delibera sobre aquello de lo que toma distancia; lo otro,

incluso el valor que lo precede, queda obviado en el tomar distancia.

Hay entre ambos autores, si lo analizamos detenidamente, un punto de ruptura decisivo. En

Deleuze hay una pulsión existencial e individual, el hecho diferencial evaluador, del que deriva

cualitativamente, contra un valor preestablecido, cierto valor emisor de juicios. Nietzsche, en

cambio, habla del valor como de una abstracción específica. Hay valor cuando individuos que

simpatizan por una coincidencia anímica de sí relativa tratan de extender generosamente su

bienestar. No hay nobleza sin dicha coincidencia, y la nobleza es una abstracción específica

resultante. Lo que quiero indicar es que no hay ninguna derivación ni ninguna necesidad causal en

una abstracción de este tipo; el valor es el último resultado de una secuencia contingente de

simpatías, que puede o no llegar a dominar, y en este sentido no hay estrictamente nada que apunte

a una voluntad específica en “los nobles”. La especie queda perpetuada a posteriori, y la pertenencia

coyuntural de sus simpatizantes termina produciendo un efecto de voluntad específica.

Deleuze no comprende el uso que Nietzsche hace de la especie; lo alto y lo bajo, lo noble y

lo vil, no son valores, sino representación del elemento diferencial del que deriva el valor de los

propios valores33

. “Los nobles” no es “lo noble”, por muy fenoménico que sea este último. El

primero responde a un uso irónico de “especie”; Nietzsche intenta ridiculizar una voluntad

32

Nietzsche, Friedrich. La genealogía de la moral. Alianza; Madrid, 2005. [Cap. I, af.2] 33

Deleuze, Gilles (1967). Nietzsche y la filosofía. “I. Lo trágico”. Anagrama; Barcelona, 2008. [p.8]

39

específica que implique una necesidad fisiológica. “Los nobles” no engloba una honda pulsión

general, sino un punto abstracto de encuentro afectivo, establecido con el tiempo y enteramente

azaroso. Lo que hay por debajo de “los nobles”, es toda esa individualidad tan generosa y tan

exultante, pero de la que poco o nada podemos decir específicamente. La pulsión individual y

existencial que representa Deleuze como “lo noble”, por otro lado, es un residuo de la necesidad

fisiológica que Nietzsche ya había ridiculizado. El hecho diferencial de Deleuze, así comprendido,

es un intento peligroso de comprensión causal de la individualidad.

Debemos respetar la radicalidad que Nietzsche exige cuando sacude cualquier voluntad, por

muy particular que sea. No hay pulsión más allá de la voluntad reconocida en una abstracción

específica a posteriori, más allá de un valor determinado históricamente. Dicho en dos palabras, el

valor no es la representación de una pulsión; más bien, una pulsión es la representación de un valor

abstracto y específico. Por mucho empeño que se ponga en multiplicar y diversificar una voluntad,

por muy histórica y particular que sea la fisiología que hagamos, no dejaremos de interpretar

precariamente lo que supone burlar toda necesidad o derivación causal.

Lo que asegura un convencimiento diferencial entre un grupo de individuos es la simpatía

que derrocha la abstracción específica que han llegado a compartir, la pertenencia a una pulsión

históricamente localizada, no una múltiple voluntad individual que choca con algo que le es

esencialmente abyecto; ¿qué importa lo abyecto cuando se pertenece a tal convicción? Mientras que

el sentido de la diferencia es desgarrar semejanzas con algo que le es abyecto, el sentido de la

distancia es, más bien, la expansión automática de la satisfacción de si sobre un suelo que no tiene

jamás en cuenta. Decir que hay un hecho diferencial en cada modo de existencia del que deriva una

valoración crítica, una forma de ser crítica con algo “bajo”, decir que hay un pulsionar

esencialmente individual con una función doble, que critica un origen abyecto a aquello de lo que

quiere diferenciarse y que en el valorar afirma desde sí un valor representativo nuevo, - así

planteado, nada más que el hecho diferencial parece serle tan extraño y nublado a la diáfana

radicalidad de Nietzsche.

Suponiendo una doble función crítica al pathos de la distancia sacrificamos, creo yo, toda la

claridad que lo caracteriza. Ciertamente, es difícil apuntar con tanta transparencia cómo lo hizo

Nietzsche a algo que se establece afirmativamente y desde sí; hay algo que llega a ser en muchos

pertenencia a un valor específico, y que aquellos no ven más allá de dicha pertenencia, y que

expanden su orgullo ciegamente, y que encuentran en cuanto crecen que algo es tan ingrato de no

querer su “salud”, y lo violentan patéticamente por su atrevimiento... y todo ello, sin rastro de

40

aversión, sin gravedad, es la eterna comedia del poder.

Ahora que hemos detallado en qué consiste una voluntad específica, sigamos con la

explicación que da Deleuze sobre el concepto de voluntad de poder. “La voluntad de poder es el

elemento del que se desprenden a un tiempo la diferencia de cantidad de las fuerzas en relación, y la

cualidad que, en esta relación, corresponde a cada fuerza; es el principio de la síntesis de las

fuerzas”34

. Estoy dispuesto a admitir que la voluntad de poder no es una simple voluntad particular

localizada en la pertenencia a un grupo concreto, a una especie en particular. Entiendo que es algo

más general, nada más y nada menos que lo más general; es el signo del devenir.

Esto requiere más claridad. ¿Dónde sitúa Deleuze la voluntad de poder? Entre las fuerzas,

como su principio regulador y jerarquizador. Si se dice que es un atributo de la fuerza victoriosa, no

es porque a esta última le sea algo interno, sino que simplemente es el indicio más general de toda

la serie de confrontaciones entre la ingente cantidad de abstracciones que pujan por impregnar su

propio sentido a las formas existentes. Por poner un ejemplo, puede que el éxito de una abstracción

estribe en las cualidades narrativas del mismo, antes que en la superioridad militar o física de sus

promotores, con que la supremacía no sería ya consecuencia de una disposición interna y objetiva,

sino de la potencialidad de su carácter literario, algo que sucedería íntegramente en el concepto.

Lo que se pretende es, justamente, sacar de un zarpazo a la voluntad de poder del fango de

las fuerzas, y elevarlo a la superficie donde se posa el hedor que desprende; esta bruma matinal es

en realidad el “fondo” de la cuestión, porque al estar “encima” ya estamos en el fondo del fango,

porque algo ha invertido este sucio pozo. Arrojemos lo siguiente a la brutalidad de un principio

interno para la cualificación y regulación de una multiplicidad de fuerzas en conflicto; arrojémosle

la soberanía de las abstracciones, su carácter criminal, su maestría en abusar de formas y finalidades

que le son contemporáneas, su enorme capacidad para desarticular las últimas e imponerles nuevos

sentidos. Las fuerzas son las humaredas que indican la incendiaria inmersión de estas narrativas en

la densidad de las formas existentes. La voluntad de poder es el estruendo cósmico del mutuo

golpeo de todas las dispares abstracciones a lo largo del devenir. Localizamos así un fragmento de

este disparatado movimiento, y en él retumbará también el eco de una pequeña resolución melódica,

su voluntad de poder.

Depuremos todavía más la cronología de los acontecimientos. Tenemos abstracciones que

34

Deleuze, Gilles (1967). Nietzsche y la filosofía. “II. Activo y Reactivo”. Anagrama; Barcelona, 2008. [p.74]

41

arraigan con éxito relativo y temporal, ya sea por la influencia estamental de sus promotores, ya sea

por la propia potencialidad narrativa de las mismas abstracciones, o quién sabe por cuantas razones

más. Dicho éxito moldea una “voluntad” donde poco a poco quedarán integrados todos los súbditos;

terrenos y propiedades, animales de compañía, esclavos, monumentos, mujeres, ancianos, soldados...

O puede que dicha “voluntad” se reserve exclusivamente a la gloria de un poderoso estamento. Así,

la voluntad, el querer, será siempre querer pertenecer a tal-o-cual “voluntad”. La “voluntad de

poder” no es el poder de que los promotores de estas abstracciones primarias quieran algo; no es

que su querer implique el imponer un sentido en una forma puntual. Su convicción de sí inserta

sentidos en las formas, y después moldean algo así como su propio “querer”, como la marca que los

distingue. No encontraremos a la voluntad de poder entre las convicciones primarias de estos

privilegiados; más bien, es el último signo de la injerencia de todas estas “voluntades” específicas

en las formas que las rodean. La voluntad de poder es el sentido más general de la suma de todas las

“voluntades” singulares que han asaltado alguna vez el espesor de dichas formas.

Hay un momento confuso dentro del carnaval de fuerzas y equilibrios que Deleuze despliega

sobre el concepto que tratamos; contra la milenaria concepción del querer “poder”, donde el

“poder” es el objeto representado y cualquier representación es objeto del poder, concepción de

esclavos que necesitan representar la superioridad bajo cualquier forma, él opone la creación de

nuevos valores35

. Salir del querer “poder” ya es todo un logro, se lo debemos a la interpretación

deleuziana, supone todo un acierto el aclarar al menos que es un contrasentido concebir el poder en

dos tiempos, como una “voluntad”. Por el contrario, un único golpe de creatividad, la propuesta de

Deleuze, donde la satisfacción de lo creado ciega en su expansión a su creador, quien no tiene en

cuenta nada ni a nadie más que a su satisfacción de sí, un poco al modo de un Carpintero que sin

querer ha obrado algo que no pertenece a su producción serial, y que en ese instante de

convencimiento, lo tallaría en cada una de las formas que rodean su vida, entregándose a ellas por

una repentina y salvaje admiración.

Decía que esta última visión creativa de la voluntad de poder es confusa en palabras de

Deleuze, casi como si hubiera sido formulada sin querer. Resulta de negar la representación del

“poder”, representada por el poder. Ante todo se trata de negar la representación, el fenómeno, y

quedarnos con la materialidad del principio regulador de las fuerzas, de indicar una voluntad de

poder, una materialidad múltiple. Sin entrar a valorar que esta materialidad podría ser perfectamente

ella misma una representación -me parece completamente reduccionista e irrespetuoso hacia la

35

Deleuze, Gilles (1967). Nietzsche y la filosofía. “III. La crítica.”. Anagrama; Barcelona, 2008. [p.113]

42

labor de Deleuze-, diría que es más cercano a la genealogía el tratar de redimir el único carácter

formal de esta creatividad, que el petrificarla en la exclusividad de una substancia múltiple.

Si no hay representaciones tales como la “vida”, el “poder”, el “dinero”, por las que luchan

unas “voluntades”, no es porque la voluntad de poder sea una substancia soberana que se afirma

desde y únicamente en su multiplicidad, que se impulsa con reafirmarse a sí misma, sin la necesidad

de un objetivo o la representación de un objeto deseado, como emergiendo simplemente por la

cualidad del valor que es; es, más bien, porque alguien o algunos se sorprenden a sí mismos creando

abstracciones que consideran magníficas, y caen ensimismados ante la voracidad que demuestran

frente a las formas que los rodean. Es la narratividad de los conceptos que a unos los sorprende

saliendo desde su cotidianidad lo que confecciona el poder de las abstracciones específicas, su

carisma.

Querer superar la dualidad de la representación no nos tiene que precipitar en cualquier tipo

de regresión substancial, por muy cualitativa y contraria que sea a la indiferencia del nihilismo; hay

tiempo de sobra, no tengamos prisa. Merece la pena invertir más tiempo en articular la complejidad

de las formas existentes y su devenir, afirmar su total soberanía, reconocerles su actualidad, antes

que tacharlas de infames rápidamente por el parecido que hayan tenido alguna vez con la

representación; no se puede condenar las formas y su entero devenir, simplemente por compartir

con la representación un carácter gaseoso, y menos aún sabiendo que dicho carácter es en la

representación un prejuicio, un error adolescente, de esa levedad más antigua y soberana que

corresponde a las formas.

Observemos ahora cómo resuenan estos conceptos en Foucault. La procedencia de un valor

es la vieja pertenencia a un grupo36

. Estamos en el dominio de la especie, y aquí detectamos toda

una red de diferencias o marcas subindividuales -siendo aquí el individuo un Yo-, que quedan

sintetizadas en un efecto de carácter más o menos semejante, en la cual situamos toda una tabla de

valores culturales. Hasta aquí hay una interpretación extremadamente aguda de Nietzsche. La serie

de diferencias que componen “el valor” son, genealógicamente, el correlato de la secuencia de

luchas y dominios que han acontecido durante el devenir de una tradición específica imposible de

delimitar.

Queda claro que Foucault no es partidario de ningún tipo de hecho diferencial en cuanto

36

Foucault, Michel (1971). Nietzsche, la genealogía, la historia. Pre-Textos; Valencia, 2004. [p.25]

43

resistencias o pulsiones, algo así como vitales, existenciales... En lo que se refiere a la procedencia,

no hay fuerzas individuales, sino una constatación formal de un “entramado de diferencias”,

indicador de que ahí algo múltiple ha tratado, presumiblemente, de sobreponerse en cada época a

errores que lo preceden y cometiendo nuevos errores sobre aquellos. En Foucault, la forma del

devenir es el dominio crítico sobre los errores a los que uno se ve sometido, aunque sepa que esto

no dice absolutamente nada de lo múltiple, sino que, más bien, lo dice absolutamente todo de una

época, de nuestra época. Sólo en el nivel de la procedencia y del valor específico, apuntamos a una

forma de movimiento crítico-creativo, discontinuo, des-localizado, que es ascendente y afirmativo

desde sí. Este tipo de crítica no-reactiva, tan aguda como paradójica, es sólo susceptible de ser

formulada específicamente, y por ello la resitúa Foucault, teniendo en cuenta que en Deleuze era la

forma existencial en que alguien domina en algún lado, como interpretación del devenir específico

de las culturas. En resumen, lo que leemos en Foucault entre líneas es lo siguiente; “actualizamos el

devenir crítico de las culturas, cuando el devenir de lo múltiple nos es inefable”- y esta violenta

confesión sí es nietzscheana.

A la interpretación específica pertenecen el estudio simultáneo de la procedencia de un “yo”

y de un “cuerpo”. Sobre el cuerpo encontramos el estigma de acontecimientos pasados, y de él

nacen y entran en lucha también los deseos, las debilidades y los errores37

. La cuestión es si la

procedencia atañe sólo a la exterioridad del acontecimiento, distinguiendo dentro de sí otro aspecto

emergente, o si acapara una posible plenitud del acontecimiento, desde su exterioridad hasta su

emergencia. En Foucault, tanto el “origen del valor” cómo el “valor del origen” están integrados en

el “cuerpo” específico; no hay una pulsión previa de donde deriva el valor, sino que el valor es el

cuerpo y viceversa, y en él detectamos específicamente tanto su procedencia como el juego de

acontecimientos emergentes que lo sacuden. Es decir, la genealogía nunca va más allá de la

exterioridad específica del acontecimiento, ni al interpretar su procedencia ni al hacer lo propio con

su emergencia.

En Nietzsche el valor es una última síntesis específica que podría pulsionar al fin y

particularmente a todo individuo que tenga algún parentesco con dicha síntesis. No hay ningún tipo

de derivación causal ni necesidad en que un valor específico llegue a sintetizarse, y la necesidad que

conlleva toda pulsión en cada uno de sus partícipes es históricamente posterior al establecimiento

de tal valor. Al contrario, en Deleuze una multiplicidad de pulsiones existenciales e individuales

derivan esencialmente uno o varios valores representativos cuando chocan de forma crítica contra

37

Foucault. Ibid., [p.32]

44

valores ya tradicionalmente establecidos. Foucault en cambio, subsumiendo al “cuerpo” específico

tanto la procedencia como la emergencia de todo acontecimiento, salva el feroz ataque que hace

Nietzsche de cualquier tipo de derivación causal o esencial; es del “cuerpo” específico de donde

emergen los acontecimientos y quien es marcado a su vez por los acontecimientos.

2. La causalidad.

Hay un segundo problema que guarda una intimidad lógica con la cuestión de la voluntad, y

así lo han querido situar los autores que nos conciernen. Se trata de la causalidad, de la necesidad,

de la derivación o, para referir el problema con su propia terminología, la cuestión de las fuerzas

emergentes. ¿Cómo queda el devenir cuando la voluntad ha quedado ninguneada? ¿Cómo hablamos

de una historia convulsa si no la antecede un ser violentamente contradictorio, si ya nada la hace

aparecer? Aún sin poder sacudirnos de encima el prejuicio fenoménico de los acontecimientos

históricos, debemos evitar toda explicación causal, natural o mecanicista de los mismos; la

superficialidad de las interpretaciones humanas es lo que deviene de un golpe, cómo un único hacer,

y nunca cómo un hacer que hace. La causalidad y la necesidad, en la voluntad universal que las

rehace continuamente, son la última y más sofisticada artimaña de esa ancestral forma jurídica de

castigo llamada culpa.

También o, incluso, sobre todo, encontramos ciertas diferencias de peso a la hora de abordar

el problema de la emergencia. Se cree, por un lado, que una causalidad múltiple, una emergencia de

fuerzas esenciales, cuestiona profundamente la concepción metafísica de una única fuerza o ley

universal. La elección estaría entre un fundamento unitario y un fundamento múltiple. Una opción

todavía más radical supone detonar, dentro de la voluntad, algo que le es más definitivo aún que su

unidad. Se dice que en la historia, ciertamente, constatamos una multiplicidad, que debemos ahora

desarticularla de su formulación causal. Y lo que hay en juego aquí es la posibilidad de toda una

filosofía del poder desde y en su exclusiva superficialidad, al margen de cualquier explicación

mecánica. Lo que se discute en todas las posibles alternativas a la voluntad universal es la

congruencia de una ontología del presente.

¿Qué da sentido a un fenómeno humano, biológico o físico? Según la interpretación

que Deleuze hace de la voluntad de poder de Nietzche, el sentido lo da una fuerza que se apropia de

45

la cosa, que la explota, que se apodera de ella o se expresa en ella38

. Hay fenómenos y, también,

fuerzas que las emplean de una u otra manera con un fin dominante. Por tanto, en cada instante hay

una dimensión fenoménica en una multiplicidad esencial de fuerzas actuales, y las transformaciones

fenoménicas dependen de la violencia que estas fuerzas ejercen entre sí; distinguiremos

apropiaciones conflictivas de fenómenos que producen alteraciones en forma de valores nuevos.

Dichas alteraciones son una sintomatología de la lucha que los precede esencialmente. El fenómeno

es en este caso la forma, y las fuerzas interfieren desde un fondo múltiple. Ciertamente, es

necesario que tal violencia conlleve tal variación fenoménica, aunque tal violencia sea algo

completamente fortuito, sin que responda a ninguna ley de continuidad histórica. En definitiva, hay

una múltiple causalidad de lo individual que ejerce cualitativamente variaciones representativas en

una dimensión fenoménica.

Más detalladamente, dice que la noción de esencia adquiere con la interpretación

genealógica una nueva significación. Los sentidos de una cosa equivalen a las fuerzas que han sido

capaces de apoderarse de ella, encontrándose aquella, no ya en una estancia neutra, sino a cada

instante en afinidad con la fuerza que la posee. Precisamente, entre todos los sentidos de una cosa,

será su esencia aquel que le de la fuerza que presenta con ella mayor afinidad39

. Hay un azaroso

suelo a pripori de diferentes fuerzas que ejercen esencialmente un poder diferenciador entre sí; pues

bien, siempre hay una fuerza victoriosa entre todas ellas que obliga a la cosa a su sentido, a su

cualidad. El propio objeto es fuerza, expresión de una fuerza40

. Una fuerza, un hecho diferencial,

una distancia relacional, una voluntad; una dentro de la inabarcable multiplicidad. Según Deleuze,

esto conlleva una nueva filosofía de la voluntad. La voluntad no corre mágicamente por venas,

nervios o por cualesquiera tejidos corporales, no da vida a una extensión material inerte; una

voluntad es violentada por o violenta ella misma otra voluntad. El cuerpo es la expresión, la síntesis

fenoménica de los efectos de toda esa secuencia relacional de violencias y de dominios previos.

Veamos qué dice Nietzsche al respecto. Para empezar, la causa de la emergencia (entstehung)

de algo y su utilidad final, su efectiva utilización e inserción en un sistema de finalidades, son

hechos totalmente separados entre sí41

. El poder es la expresión de un sentido nuevo que arroya

aquello que pudo llegar a realizarse previamente; es la superposición de una nueva finalidad por

encima de todo un sistema de finalidades ya establecido. No obstante, una cosa son el sentido y las

finalidades, y otra bien distinta las causas de lo que ya ha llegado a realizarse. Algo llega a ser de un

38

Deleuze, Gilles (1967). Nietzsche y la filosofía. “I. Lo trágico”. Anagrama; Barcelona, 2008. [p.10] 39

Deleuze, Ibid., [12] 40

Deleuze, Ibid., [14] 41

Nietzsche, Friedrich. La genealogía de la moral. Alianza; Madrid, 2005. [Capítulo II, af.12]

46

modo inocente, y más tarde es violentado con cierta finalidad, dejando una marca de poder. Lo que

queda claro es que toda continuidad causal entre una multiplicidad de fuerzas y sus sentidos-finales

es problemática; la posibilidad del sentido no es la fuerza que lo violenta, sino su previa realización

específica.

El valor interpretativo no deriva de un suelo previo de fuerzas encontradas; es un

acontecimiento específico, y el poder que constata la victoria de dicha interpretación es accidental,

no esencial. El poder es signo de que ahí alguien ha conseguido interpretar violenta y

victoriosamente algo que era ya familiar. No obstante, no cabe hacer un análisis emergentista

cuando se habla de los mil dominios que se ejercen sobre lo que ya ha llegado a ser familiar; en lo

familiar quienes enseñorean sus interpretaciones son “algunos individuos”, no las fuerzas

emergentes. Las fuerzas son una realidad específica posterior, mientras que el poder si que es un

signo discontinuo de lo múltiple, de la montonera de “los individuos”. Del poder no deducimos

inversamente ni fuerzas, ni emergencias, ni causalidades, ni necesidades; sólo constatamos la

superioridad específica o política de algunos de “los individuos”. El suelo del poder son ellos,

cuando las fuerzas no son nada más que un canto conmemorativo a la impactante diversidad con

que dicho poder es expresado específicamente. Los sentidos, las finalidades, comienzan y se

extinguen en la especie, en el discurso, y sólo nos quedará constatar una causalidad múltiple del

poder en las fatales y azarosas simpatías inter-individuales. “Todas las finalidades, todas las

utilidades son sólo indicios de que una voluntad de poder se ha enseñoreado de algo menos

poderoso, y ha impreso en ello, partiendo de sí misma, el sentido de una función”. Diría que aquí,

una “voluntad de poder” no implica más que una simpatía generalizada inter-individual que ha

llegado a vencer en cuanto convicción de sí específica. Si notamos todavía una supremacía de

principios en dicha “voluntad”, sólo se corresponde con la forma en que la misma voluntad celebra

a posteriori su propia realización.

¿Qué papel juegan las fuerzas de Deleuze en su voluntad de poder? Insiste ante todo en que

las fuerzas son a la voluntad de poder lo que la voluntad de poder es a las fuerzas. Son una sola cosa,

de la misma cualidad y cantidad, que participan de una única relación de plasticidad. “La fuerzas es

quien puede, la voluntad de poder es quien quiere”42

. Si las separáramos, si no les concediéramos

un mismo pathos, correríamos el riesgo de caer en una “abstracción metafísica”. Esta es una

advertencia meritoria; dejemos de explicar las fuerzas como representaciones mecánicas de un

objeto inerte, de un querer universal y soberano, que no deja de ser al fin nada más que otra

42

Deleuze, Gilles (1967). Nietzsche y la filosofía. “III. Activo y Reactivo.”. Anagrama; Barcelona, 2008. [p.75.]

47

representación, una “abstracción metafísica”. A la contra, imbriquemos a la voluntad de poder y a

las fuerzas en una misma emergencia correlativa, y a partir de aquí nos sería posible distinguir la

cantidad y la cualidad de las funciones propias de una substancia múltiple.

Sí, emergencia. ¿Qué es lo metafísico, la separación entre la “voluntad” y las fuerzas

representativas, o la emergencia? Hay fuerzas con criterio que dan desde su cualidad y su

diferencialidad íntimas tal-o-cual sentido a los conceptos que encierran las cosas. La voluntad de

poder es el principio vulnerable que rige las correlaciones de fuerzas, desde donde estas últimas

adquirirán su cualidad y su diferencial. El objeto es la correlación de vulnerabilidad entre las

fuerzas y la voluntad de poder, y es el responsable de la sintomatología conceptual que encierra

cada cosa. Por muy múltiple que sea este objeto, por toda la serie de distinciones cualitativas y

desproporciones cuantitativas que contenga, no deja de ser una emergencia, la duplicidad de un

hacedor culpable de lo que ha llegado a hacerse. El síntoma no nos evade ni de la representación ni

de la culpa.

Según Deleuze, lo que prueba la existencia de fuerzas es su carácter “victorioso”, su carácter

dominador sobre otra fuerza dominada. Sin embargo, para que una fuerza pueda prevalecer sobre

otra, es necesario introducir un complemento de desigualdad; un querer interno, de quien dependerá

la doble genética de las fuerzas que determina su cualidad y su diferencia. Es así como cuando una

fuerza se apodera de otra, esto ocurre siempre por la voluntad de poder. Supongo que el punto de

partida, la evidencia de un carácter “victorioso”, es idóneo para remarcar que no podemos ignorar la

desigualdad del devenir, el disparate que la voluntad de poder denota finalmente. De todos modos,

no creo que hubiera necesidad para desplegar todo un fondo meteórico de fuerzas y dominios detrás

del concepto victorioso.

Lo victorioso de un concepto no constata un dominio, una reciprocidad entre el dominador y

el dominado. Más bien, toda la extensión dominada por el implacable avance de una nueva

abstracción específica está obviada en su carácter victorioso, la ciega euforia de sus promotores

arrasa con todo lo que encuentra, creyendo que todo quiere pertenecer a su mismo querer. No existe

el dominado, y por tanto no puede haber un dominio, ni una fuerza dominadora. La propia

narratividad de las nuevas abstracciones específicas, junto con el poder estamental de sus

promotores unido a su ciega y generalizadora convicción de sí, esto procura sentidos victoriosos; y

lo importante es que quien los procura no es una fuerza genética que acontece en los promotores, un

querer que ejerce una fuerza cualitativa bestial contra fuerzas más débiles, sino el asombroso

impacto que produce la resolución formal de una nueva abstracción específica, por cuanto los

48

satisface que semejante narratividad haya podido darse entre ellos. Su expansión es puramente

conmemorativa, festiva, sin la trágica exigencia del destino.

No necesitamos fuerzas para hablar de desigualdad ni para señalar los complejos mosaicos

que marca el devenir entero; estas marcas formales son la voluntad de poder, las disparatadas

figuras que posan en el friso de un devenir que festeja sucesivamente cada error. Diría que en vez de

la voluntad de poder como elemento genealógico que determina la múltiple correlación de fuerzas,

es más comprometido sugerir que la voluntad de poder es el esplendor que denota el desigual y

múltiple elemento genealógico del devenir, la procedencia.

También tiene Foucault mucho que decir en este punto. La emergencia (entstehung),

es el principio y la ley singular de una aparición43

. No ya una causa, una pulsión, una fuerza

singular, sino un principio, una ley, una norma... no ya términos que indican algo así cómo una

emulsión natural, sino expresiones que pertenecen a una discursividad, que indican un re-

ordenamiento discontinuo en y del propio discurso específico. Y, por fin, nos sorprende con esta

sobrecogedora cita; “la genealogía restablece los diversos sistemas de sometimiento, no la potencia

anticipadora de un sentido, sino el juego azaroso de las dominaciones”. La genealogía no alcanza a

deducir desde un sentido, inversamente, su causa o fuerza anticipadora. Tan sólo se ocupa de

denotar sistemas de sometimiento en un discurso específico, de señalar cicatrices o indicios de

dominaciones, ahí, en lo que ya había surgido y lo que ha sido apropiado. La emergencia es un

fenómeno íntegramente específico, y es así como lo debe comprender la genealogía; de hecho, sólo

la genealogía es capaz de comprender esto y de subscribir desde sí una filosofía a-voluntaria.

Sin embargo, Foucault no se detiene aquí. “La emergencia se produce siempre en un cierto

estado de las fuerzas”. Al parecer, la ambigüedad de “un cierto estado de fuerzas” nos podría situar

otra vez frente a una multiplicidad de “potencias anticipadoras”, si no fuera porque inmediatamente

los localiza en el teatro de los acontecimientos específicos. Y, para quien no cree en la importancia

de centrar el debate de la “voluntad” dentro de la problemática especie/individuo, Foucault

interviene con una breve historia nietzscheana de la emergencia en tres tiempos. Primer tempo, “la

especie tiene necesidad de la especie, en tanto que especie”; un tipo nace, se afirma y queda

perpetuado en el curso de una larga lucha contra condiciones desfavorables más o menos

constantes44

. Al principio está la necesidad específica, y la especie no es un contrato de subsistencia

entre lobos aterrados, sino un deseo generalizado entre aquellos que simpatizan en querer perpetuar

43

Foucault, Michel (1971). Nietzsche, la genealogía, la historia. Pre-Textos; Valencia, 2004. [p.33] 44

Nietzsche, Friedrich. Más allá del bien y del mal. Alianza; Madrid, 1997. [af. 262]

49

su satisfacción dondequiera que la extiendan. Más que necesidad específica, es un tempo eufórico

en unos cuantos que queda establecida al fin como una “necesidad de pertenencia”.

Después, en la especie, se da ya con otro tempo, con otro estado de fuerzas, una “emergencia

de las variaciones individuales”; en cuanto se presenta una situación favorable se rompen de un

sólo golpe el lazo y la severidad de la antigua disciplina, y el individuo se ve obligado a promulgar

sus propias leyes45

. Así, el individuo es un fenómeno específico, surgido en un enfrentamiento entre

egoísmos, cuyo efecto final es una lucha de voluntades encontradas. Ni el tempo equivale a la lucha

de intereses individuales dentro de la especie, ni el “estado de fuerzas en lucha” denota los

mencionados enfrentamientos. Más bien, hay una cantidad incierta de abstracciones específicas que

son susceptibles de ser dominadas y de valerse de ellas para dominar una serie fortuita de elementos

o acontecimientos, que más que inefables, son cada vez dichos mediante la convicción que han

adoptado para enseñorearse sobre los mismos. De un golpe, el tempo es el suelo en donde y, a la vez,

de quien algunos procuran una interpretación y un dominio. La fuerza o las fuerzas emergentes

pertenecen a la especie y a sus individuos, a la lucha por la supremacía territorial o a los

enfrentamientos de intereses en una población, pero el “estado de fuerzas” denota el tempo de lo

múltiple en cada momento del desarrollo específico de dichas poblaciones.

Lo múltiple es lo que se dice de sí específicamente, y la especie es lo dicho por lo múltiple

en cada “estado de fuerzas”; un indicio específico de poder constata un enfrentamiento, una

multiplicidad en lucha, y esto es todo lo que podríamos decir de la multiplicidad, que no es ni un

único hilo de fuerza ni una diversidad de hilos contradictorios, sino sólo el constatar-ahí una lucha.

Por tanto, nada de emergencia, nada de derivaciones, nada de causalidad en lo múltiple; tan sólo

una lucha recomenzada sobre sí incesantemente y advertida de forma específica, cada vez con un

tempo, con una salud. “Fuerzas” ya no nos es ni familiar ni necesario, mejor, detengámonos en

“situación de lucha” o algo por el estilo.

Aunque, para ser sinceros, es delirante tratar de discernir entre fuerzas específicas de

intereses individuales y la “situación de lucha” que caracteriza su tempo. Y lo es porque se trata de

esto y de aquello, donde todo está dado simultáneamente, donde todo no pertenece más que a “esto”

y a “aquello”, y porque cualquier categorización podría ser poco alentadora para la ascendente

complejidad que debe requerir un cosmos múltiple, que es en sí una demencial sátira sobre toda

simplicidad, sobre cualquier reducción normativa. De este modo, la emergencia del concepto de

45

Ibid.

50

bueno no es ni la energía de los fuertes ni la reacción de los débiles, sino la escena donde unos se

distribuyen sobre otros46

. La energía es el efecto teatral de la irrupción de fuerzas encontradas que

sucede como y en esa interpretación que es la especie; y, también -esto es lo complejo-, aunque no

correlativamente, esta escena de dominaciones constata una “situación de lucha” múltiple.

Designamos simultáneamente un lugar de enfrentamiento; por un lado un choque de intereses

individuales o de fuerzas sub-corporales, y por el otro, la constatación-ahi de una múltiplicidad

conflictiva e inagotable en situación de lucha. Concluimos inmediatamente que la completa

arbitrariedad de la interpretación teatral anula cualquier tipo de causalidad entre ambas. Son dos

aspectos irreconciliables de un único acontecimiento; cómo dice Nietzsche, un hacer, no ya un

hacer-hacer.

Ahora bien, siempre en términos específicos, Foucault perfila genialmente una nueva

“distancia” para todo indicio de poder. De hecho, abre en las relaciones de poder el tipo de

escenario que exige un cosmos múltiple, frente a cualquier simplificación dialéctica. Justamente, lo

que no hay son “relaciones” de dominio entre voluntades (por ejemplo, clases sociales)

contradictorias; hay un despliegue de poder comprendido en una fecunda y fortuita lucha de fuerzas

sub-corporales, que sintetizan rituales, conceptos, obligaciones, derechos, métodos... - es decir, que

reconfiguran violentamente, una y otra vez, un “cuerpo” específico. Además, hay un incesante y

múltiple recomienzo interpretativo –¿hablamos sobre las continuas interpretaciones en términos

específicos o, también, hablamos propiamente de lo múltiple?-, una cantidad enorme de

apropiaciones de “sistemas de reglas” que, más que contradecirse las unas con las otras, luchan por

su hegemonía, por el dominio de un mismo espacio de poder. Entonces, el devenir de la humanidad

consiste en una serie de interpretaciones47

. Y el devenir es aquí, de forma harto compleja, tanto el

devenir de la “humanidad” como el devenir de lo múltiple.

3. La tragedia.

A partir de los dos enormes problemas anteriormente citados, surgen otras dos dificultades

decisivas entrelazadas en una intimidad que quisiera aclarar en este apartado. La primera de ellas la

resumo en una pregunta; en caso de haber una voluntad múltiple o de no haber ninguna, -¿qué es

afirmar? ¿Qué afirma? El problema está en aclarar la emergencia de algo que afirma desde sí, en la

ausencia de una voluntad universal que niega esencialmente por su pertenencia a la moral del

resentimiento -que es lo que es por negar lo que lo somete- cuando la explicación causal del poder y

46

Foucault, Michel (1971). Nietzsche, la genealogía, la historia. Pre-Textos; Valencia, 2004. [p. 37] 47

Foucault, Ibid., [p. 42]

51

de las fuerzas ha evidenciado ser el cuerpo de esta última concepción. El devenir histórico, al

contrario, se nos revela cómo poco más que una secuencia de interpretaciones o valoraciones

vencedoras; ahora bien, ¿qué interpreta o valora de forma victoriosa? Aquí hay dos variantes: la

primera, una voluntad esencialmente crítica y múltiple que afirma desde sí, desde su autonomía, un

valor que resulta después detonante para la infame tradición cultural que lo precede; la segunda, que

tanto la afirmación cómo la negación no son más que el efecto formal de un indicio de poder, y no

ningún tipo de fuerzas cualitativas emergentes. No obstante, siempre prevalece el imperioso

convencimiento de superación de la dialéctica y de la voluntad universal, es decir, de la filosofía

metafísica del resentimiento, de la negación en cuanto esencia.

La segunda queda planteada como una formulación más estética del problema de la voluntad;

se trata de la posibilidad de retomar un carácter trágico al margen de la moral del resentimiento.

Cuando se ha dicho que el pesimismo cristiano está profundamente enemistado con el carácter

trágico de las culturas greco-romanas, cuando se ha querido establecer una nueva concepción de

una tragedia ascendente y desde sí afirmativa, que redima al hombre de un estado fisiológico

exánime, todo esto se ha intentado, seguramente entre muchas otras maneras, en dos sentidos; o

proponiendo un carácter trágico relativamente nuevo, como forma estética de la alegría, impelido

por un suelo múltiple y esencialmente crítico, o también, haciendo un uso cómico del carácter

trágico existente en todo discurso moral o religioso.

Comienzo por una de esas preguntas inquietantes que relanzan la filosofía cuando parecía

haber llegado al instante de su disolución; -¿hay tragedia en Nietzsche? Según Deleuze, afirmar

todo lo que aparece, incluso el más áspero sufrimiento, y aparecer en todo lo que se afirma es un

indicio esencial de tragedia. Dyonisos frente al crucificado, la tragedia frente al resentimiento; esto

es la esencia -o el “sentido”- de lo trágico, una afirmación múltiple o pluralista, enemistada en lo

más hondo con la dialéctica cristiana48

. Hacer de cualquier cosa un objeto de afirmación es una

labor ardua, un esfuerzo agónico, un derroche desproporcionado de “alegría”; voluptuosidad que

nada tiene que ver con el débil cálculo del cristiano resentido. Trágico designa la forma estética de

la “alegría”, no una receta médica, ni una solución moral del dolor49

.

Hay un gasto o un coste en afirmar cualquier cosa que, por enorme que sea, no molesta, sino,

más bien, resulta alegre o embriagador. Cualquier cosa comprende una pluralidad esencial que uno

puede apropiar desde sí y afirmativamente, gracias al derroche de su genio trágico, por “gracia” de

48

Deleuze, Gilles (1967). Nietzsche y la filosofía. “I. Lo trágico”. Anagrama; Barcelona, 2008. [p.28] 49

Deleuze, Ibid., [p. 29]

52

su agonía trágica. No obstante el dolor, el sufrimiento, el coste, la seriedad, permanecen; todos ellos

son asimilados con una profunda alegría, en un profundo ensimismamiento -ya que decir

“ascetismo” sonaría algo arriesgado- con la necesidad de los acontecimientos, diría yo que

demasiado profunda para ser afirmativa. Afirmar no es reelaborar afirmativamente cada cosa o

rescatar desde la pluralidad de cualquier cosa su rasgo afirmativo; ¿cómo podría el afirmar desde sí

ser un esfuerzo, un sufrido gasto de sí, la alegría de una labor que producía tedio evaluada ahora de

forma reconfortante? Insisto, a quien afirma poco o nada le importa el objeto que afirma. El objeto

terminará siendo la afirmación que él expresa; sus sentidos ignoran absolutamente cualquier

sufrimiento, cualquier esfuerzo. Finalmente, no puede haber ningún elemento trágico en quien

afirma. La afirmación no es esencialmente lo múltiple, ni lo múltiple afirma esencialmente; es tan

sólo un efecto de poder, el efecto de un efecto.

Se pregunta Nietzsche: Yo que he escrito con mi puño y letra esta tragedia de las

tragedias;¿Dónde descubrir ahora la solución trágica? ¿Tengo que empezar a pensar en una

solución cómica?50

. Tragedia de las tragedias es, ironía, comedia, ligereza, superficialidad,

invulnerabilidad física, desaparición potencial de la enfermedad, de la salud, del dolor, del

sufrimiento de fuerzas opresivas... Quien no es golpeado por fuerzas externas no constata de sí

fuerza alguna; sólo se sabe un indicio de poder, se sabe inmortal y por ello admira el perecer, cómo

un premio, cómo un misterio fantástico, cómo el eterno desconocido. Cuando la muerte no es la

cumbre de una vida profundamente dolorosa, cuando es, más bien, un instante de intenso dolor

prometido durante toda una vida de cómica indiferencia; entonces, uno no puede nada más que

afirmar, que contestar con una sonrisa que diga siempre “Oh, mi verdugo, larga vida y hasta que en

la muerte el dolor nos iguale”. Afirmar no es algo que se haga sobre alguna otra cosa, sino algo que

uno no puede dejar de hacer desde sí. Uno no quiere afirmar nada, no se empeña en afirmar; no

lucha contra algo que lo anula. Su afirmar es él, es su estancia visible, es su expresión combativa, el

tener que ocupar un lugar es su lucha inocente, su fatalidad, y la magnitud del enfrentamiento es

directamente proporcional a su envergadura.

Reírse de sí mismo como uno debiera reírse, siendo una risa totalmente verdadera; ¡tal vez

exista un futuro también para la risa! Todavía no se “ha hecho consciente” a sí misma la comedia de

la existencia. Persiste todavía el tiempo de la tragedia, el tiempo de las morales y religiones51

.

50

Nietzsche, Friedrich. El gay saber. Austral; Madrid, 2000. [af. 153]

51 Nietzsche, Friedrich. El gay saber. Austral; Madrid, 2000. [af. 1]

53

Todavía hay quien asegura ver en Nietzsche un tipo nuevo de heroísmo crítico, una nueva

tragedia en forma de libertad afirmativa, de redención sí, aunque por alguna extraña combinación,

también resistente. Y en qué pérfido error se vuelve a caer, y con qué penosa insistencia, al

asegurarlo. Justo aquí es donde exige al lector una atención sin reservas, para entender que todo

trágico, que absolutamente toda tragedia, trabaja en pro de la especie y amplifica la seriedad con

que uno debe entender su pertenencia. Es más, el elemento fundamentalmente trágico de la “fe en la

vida” es la forma en que ellos promueven la vida de la especie. La especificación conlleva o

necesita siempre una conmoción profunda, tal gravedad que conmemore la llegada de un héroe y

garantice la fe en sus invenciones morales. Por tanto, toda solución trágica es la forma en que la

especie se vale de sus elementos “creativos” (artistas, ayudantes de cámara) para perpetuar su

superficie. Y ahora sí, “a la larga” la risa termina siempre por enseñorear sobre estos “maestros de la

finalidad”, con que, al fin, la breve tragedia termina por convertirse siempre, una y otra vez, en la

eterna comedia de la existencia52

. La comedia detona repetidamente cada tiempo trágico -

recuérdese aquello de “yo no soy un hombre, soy dinamita”-, a base de una apropiación irónica de

todo discurso específico, forzándolo a un uso atropellado o a una expresión pervertida, mostrándola

como un esperpento, pero haciendo ver que es él mismo quien ahí habla.

Llegamos con lo arriba mencionado a una disyuntiva que a lo largo de todas estas páginas

ansiaba con salir de su condición insinuante y volverse por fin un planteamiento redactado y

sólidamente explicitado en un marco correlativo de tres términos; comedia, forma y subversión.

¿Porqué se buscan, porqué se silban el uno al otro desde cualquier punto de toda la redacción,

porqué exigen que se les siente en una misma mesa? El gran mérito de la metafísica ha sido

mantener a estas tres fieras bien alejadas, en tres celdas colocadas estratégicamente donde pudieran

notarse y añorarse, saberse vivos, pero les fuera imposible la comunicación. Tan sólo así ha podido

detener la modernidad el potencial destructivo de toda la gama de posibles asociaciones entre estos

tres polos magnéticos, con la prisión, con el aislamiento preventivo, y mucha crueldad, con el cóctel

torturador de dejar notar sus potencialidades, la posibilidad de sus asociaciones, e insistir a la vez en

la imposibilidad de su encadenamiento. Para semejante bloqueo se inventan una tragedia, un objeto

y una moral; ellas forman la estructura que impide el contacto sensible entre las tres furias, cortando

el flujo de sus inmortales aromas y catalizando su imperecedera sensualidad.

Foucault retoma como nadie este teatro filosófico. (…) Ayudando a la falsedad de la falsa

apariencia, la apariencia misma del simulacro; pervertir el platonismo bajando con la gravitación

52

Nietzsche, Ibid.

54

propia del humor hasta este cabello, esta mugre de debajo de la uña, que no merecen el honor de

una idea; desplazarse hacia la maldad de los sofistas53

. La dualidad entre la representación y el

objeto no se pervierte dignificando el carácter ilusorio de la primera, sin cortar la complicidad que

mantiene con la verdad; se subvierte reteniendo la forma de la apariencia y conmemorando su

soberanía genealógica. A su vez, la genealogía es la narratividad cómica que posibilita el descenso a

la procedencia primitiva de las formas, donde se reconcilian con su soledad y exclusividad cósmicas.

Y este descenso, esta subversión, se ejecuta como un crimen, como la definitiva irreverencia -hasta

una nueva época trágica quiero decir-, que redime del pecado original. He aquí una pequeña escena

simbólica de un posible coqueteo entre estos tres démones, -¿qué se podrá llegar a decir de las

enigmáticas leyes de sus danzas?

Llegados a este punto, quisiera ensayar una distinción entre “soberanía formal” y “forma

soberana”. Sin tener que entrar tampoco a aclarar el concepto de soberanía, diría que ambos

planteamientos son dos descripciones de la genealogía que quizás estén más alejadas de lo que

pueda parecer. La procedencia, tempo genealógico, no es el elemento soberano que fuerza el sentido

desde la sombra de las formas, es la forma misma la que expresa un movimiento en su soberana

soledad. Se basta consigo misma, pero no es ningún tipo de autonomía; no se tiene más que a sí

misma, y aún así no requiere auto-impulsarse. El sucesivo resultado de las abstracciones fortuitas

que terminan por marcar a fuego sentidos en las formas procura algo así como una sensación real de

movimiento que indica la monumentalidad de un devenir soberano, aunque bajo estas

combinaciones fortuitas no haya nada más que su propia fatalidad. La clave está en revestir con una

soledad soberana a la forma, sin creer que ella es un movimiento soberano.

Por supuesto, de ello depende la desvinculación del “simulacro” de una voluntad y de la

comprensión causal de una singularidad múltiple. No puede haber una genética del error, o una

genética errónea; que un error brote es una paradoja. Es justamente por esta imposibilidad por lo

que se escoge el concepto “error” para recorrer la procedencia, porque remite a la falta de origen de

las abstracciones específicas o, lo que es lo mismo, a la fatalidad de su formulación, a las

combinaciones fortuitas que se dieron entre las formas que se tenían a mano. Un error es una

combinación fortuita de formas que asombra a quien la formula y que ensaya estupefacto en toda la

extensión que le es posible abarcar. Ahí no hay ni movimiento, ni autonomía, ni génesis; la

soberanía es la expresión del flujo total de todos los errores acontecidos, no su impulso. Y no nos

queda otra alternativa más que esta inocencia fundamental cuando nos hemos propuesto conjugar la

53

Foucault, Michel (1970). “Theatrum Philosophicum”, en Theatrum Philosophicump seguido de Repetición y

Diferencia. Anagrama; Barcelona, 1995. (p.10)

55

soledad del devenir de las formas.

Es aquí donde quisiera situar a Foucault y a lo que él entiende por interpretación en cuanto

“violenta apropiación de reglas”. Las reglas, vacías en sí mismas, carentes de finalidad y de amo

alguno, permiten que se haga violencia a la violencia, que quien se apodere de ellas venza en el gran

juego de la historia54

. El modo en que alguien desajusta la forma en que unas reglas están

establecidas es disfrazándose de ellas para forzarlas en un uso pervertido, para volverlas contra ellas

mismas, para que los dominadores se vean dominados por sus propias reglas. El conjunto de reglas,

el discurso, se tiene que demostrar infecundo de alguna manera cómica. Tiene que presentarse ya

como algo estéril, ridículo o decadente.

En este sentido, el indicador de decadencia no es la fisiología de la moral del resentimiento

como tal, sino el trato irónico que Nietzsche ejerce sobre el discurso de la fisiología; el

resentimiento es una función irónica del discurso fisiológico, no una fisiología de algo

esencialmente “bajo”. Constatando una moral del resentimiento no se demuestra que hay cierta

decadencia fisiológica, sino que el discurso de la fisiología es “decadente”. Hacer toda una historia

para una fisiología dual, ascendente y descendente, con el simple propósito de reventar el mismo

discurso de la fisiología; dedicar y arriesgar toda una vida en construir una ironía tal que fuerce en

un ínfimo instante de demencia un pequeño surco en el inmenso dique del discurso; esto si que

confirma un histrión terriblemente voluptuoso; esto sí que afirma.

Y quien quiera forzar de este modo cualquier discurso, romper a carcajadas cualquier verdad;

¿qué le importa a él este discurso con todos sus tentáculos y sus presas? ¿Qué le importa a este

histrión el énfasis que el discurso ejerce a su alrededor e, incluso, el discurso mismo? El discurso,

para él, sólo es una masa susceptible de ser ironizada, y es así, en esta ingrávida indiferencia, como

la quiere forzar, como la solicita. No hay ensañamiento, no hay ningún cobro calculado de una

deuda de dolor; en quien afirma sólo constatamos la irresponsabilidad inocente de un bufón y una

inteligencia a su medida.

Aunque, ¡qué terrible fatalidad esta del histrión! Sabemos ahora cómo desmerecen a su lado

la voluptuosidad, la agonía, la angustia, la nostalgia o cualquier carácter de los trágicos de ayer y de

hoy. Porque por mucha nostalgia y respeto que sintamos por su estilo, algún día tendremos que

afrontar la incuestionable fatalidad que supone la aparición de un histrión entre nosotros.

54

Foucault, Michel (1971). Nietzsche, la genealogía, la historia. Pre-Textos; Valencia, 2004. [p. 41]

56

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