Participación en Libro: Lo imaginario social. El entrejuego paradójico de la creación y de la...

23
1 Lo imaginario social. El entrejuego paradójico de la creación y de la institución social Angel Enrique Carretero Pasín Las ensoñaciones, las locas ensoñaciones, conducen a la vida. Gaston Bachelard La especie humana no puede soportar mucha realidad. T. S. Elliot Introducción El desvelamiento de las posibilidades filosóficas, sociológicas y antropológicas albergadas en los imaginarios sociales debiera reclamar el reconocimiento de una doble faceta complementaria e inherente a lo imaginario: por una parte, aquella orientada a instaurar horizontes de posibilidad que permitan redefinir y trascender la realidad socialmente aceptada, y, por otra parte, la de estructurar e institucionalizar un mundo de significados sociales cristalizados e incuestionados. Esta doble vertiente de lo imaginario bien puede ser considerada en términos de lo imaginario instituyente

Transcript of Participación en Libro: Lo imaginario social. El entrejuego paradójico de la creación y de la...

1

Lo imaginario social. El entrejuego paradójico de la

creación y de la institución social

Angel Enrique Carretero Pasín

Las ensoñaciones, las locas

ensoñaciones, conducen a la

vida.

Gaston Bachelard

La especie humana no puede

soportar mucha realidad.

T. S. Elliot

Introducción

El desvelamiento de las posibilidades filosóficas, sociológicas y

antropológicas albergadas en los imaginarios sociales debiera reclamar el

reconocimiento de una doble faceta complementaria e inherente a lo

imaginario: por una parte, aquella orientada a instaurar horizontes de

posibilidad que permitan redefinir y trascender la realidad socialmente

aceptada, y, por otra parte, la de estructurar e institucionalizar un mundo de

significados sociales cristalizados e incuestionados. Esta doble vertiente de lo

imaginario bien puede ser considerada en términos de lo imaginario instituyente

2

(en singular) y los imaginarios instituidos (en plural). La distinción no tiene nada

de novedoso, puesto que ha sido ya perfilada en su momento por Cornelius

Castoriadis; si bien en la actualidad convendría una mayor profundización en la

formulación teórica de estas dos anudadas dimensiones en donde se vislumbra

lo imaginario, así como, al mismo tiempo, en el esclarecimiento de sus

peculiares implicaciones en los diferentes órdenes de la vida cotidiana. Lo

imaginario instituyente (en singular) aludiría a la fecundidad socio-antropológica

atesorada en la imaginación colectiva para inventar, crear, anticipar,

constantemente, formas culturales innovadoras mediante las cuales se

superaría la realidad dada, se sobrepasaría la significación del mundo

socialmente solidificada. Los imaginarios instituidos (en plural) apelarían a

aquellas matrices imaginarias e instituidas irradiadoras de unas

aproblematizadas significaciones a los diferentes ámbitos en los que se

desenvuelve la experiencia social. Por utilizar una metáfora proveniente del

campo de la química, lo imaginario instituyente es líquido, mientras lo

imaginario instituido sería sólido. Ambas dimensiones de lo imaginario, por otra

parte, se encuentran perfectamente entrejidas. Lo imaginario instituyente

espolearía la creación de nuevas formas culturales (estéticas, míticas,

religiosas) encaminadas a revivificar, a reimaginar, los petrificados imaginarios

sociales instituidos, para luego convertirse, en el decurso de su tendencia

natural, finalmente en formas culturales coaguladas, instituidas. La dialéctica

establecida entre lo instituyente y lo instituido conduciría, de este modo, a una

reconsideración de la vida social sujeta a una permanente e irresoluble tensión,

pero, también, especialmente marcada por una siempre inconclusa

retroalimentación autoorganizativa. La embriaguez de lo instituyente que

envuelve a la imaginación creadora no logra resistir a los dictados del tiempo,

no puede llegar a prolongarse indefinidamente a riesgo de poner en peligro la

pervivencia del cuerpo social; de ahí que su destino final sea su cristalización a

través de una expresión institucionalizada, su fijación a un imaginario instituido.

A su vez, en un proceso siempre inacabado, el imaginario instituido

demandaría e impulsaría una posterior reinoculación de un nuevo imaginario

instituyente que lo ansíe sobrepasar. Ocurre algo así en las sociedades

industriales que, gobernadas por un imaginario instituido en donde prima una

pseudoracionalidad guiada por criterios de funcionalidad, eficacia y utilidad,

3

alentarán, como contrapeso, aquello que precisamente extralimita este

imaginario, es decir, el elemento pasional que, para Jean Duvignaud, apuntaría

a «una aspiración hacia no-dado, lo no todavía vivido, el campo de lo posible»1;

o, en una línea similar, según Edgar Morin, «estimularán como contraefecto las

resistencias poéticas en la sociedad civil»2. La sociedad no puede, en modo

alguno, instalarse en un estado prolongado de creación pura, como tampoco en

un estado de absoluta inhibición o represión de ella. El telos potencial al que se

ve abocado el imaginario instituyente, pues, es su transformación en imaginario

instituido; mientras que el de este último es fomentar la gestación de un nuevo

imaginario instituyente. Hay, pues, una génesis recíproca, una reversibilidad,

alimentada por una paradójica tensión y oposición entre ambos. La perspectiva

teórica de trayecto antropológico, auspiciada por Gilbert Durand, al que en

buena medida se le debiera adjudicar la paternidad de lo que se conoce como

sociología de lo imaginario, apuntaría en esta dirección; de modo que, a su

juicio, habría «un incesante intercambio existente al nivel de lo imaginario entre

las pulsiones subjetivas y asimiladoras con las intimaciones objetivas

emanadas del medio cósmico y social»3.

I. Lo imaginario instituyente. Ese oscuro objeto del deseo

repudiado por la ciencia social

Es bien sabido que las ciencias sociales son herederas de una

modernidad ensalzadora de la razón científico-técnica. Más en concreto, la

génesis de la sociología estuvo íntimamente ligada con el despliegue de una

sociedad industrial cuyo móvil consistía en fraguar una completa organización y

planificación racional y técnica de la vida social. En líneas generales, la

consagración de la razón moderna esta guiada por un manifiesto propósito:

constreñir la ambivalencia propia de la experiencia social de acuerdo a los

cánones de un modelo de racionalidad que habría adoptado unos patrones

1 Jean Duvignaud, La genèse des passions dans la vie sociale, París, PUF,

1990, p. 210. 2 Edgar Morin, El Método V. La humanidad de la humanidad, Madrid, Cátedra, 2003, p. 157. 3 Gilbert Durand, Les structures anthropologiques de l’imaginaire, París, Dunod, 1984, p. 38.

4

importados desde el dominio de las ciencias naturales. Este espíritu se

proyectará sobre el ámbito de las ciencias de lo social, animadas éstas por una

tentativa en encorsetar el dispar y polisémico crisol que conforma la naturaleza

de la vida social a los unidimensionales parámetros de lo racional, ocultando o

excluyendo lo no-racional como algo irreductible a la hegemónica lógica

racional, o, en ocasiones, llegando a catalogar, con los efectos políticos

magnificamente retratados por Michel Foucault, a sus dispares traducciones

cotidianas, incluso, de anomalías psicosociales4. El tipo de ciencia social que

se desprenderá de esta concepción de lo social será incapaz de asumir la

existencia de una zona sombría, de «un afuera», de un componente dionisíaco,

que, no obstante, desempeñará un papel esencial en todo dinamismo social.

Debido precisamente a esta «monovalencia de lo racional», la sociología se ve

atrapada por lo que Castoriadis llamaba una lógica identitaria, es decir, por una

consideración de su objeto como algo potencialmente reductible a la

determinación en sus distintas variantes cosa, idea o concepto5; lo que revertirá

en una impotencia para introducir el tiempo en su aparato categorial y, al

mismo tiempo, para dar cuenta del devenir de lo social.

El reconocimiento de lo imaginario instituyente presente en toda vida

social permite, sin embargo, reelaborar los cimientos sobre los que

tradicionalmente se habían sostenido las ciencias sociales. La intención que

guía este reconocimiento es que en éstas puedan llegar a tener cabida las

variadas modulaciones por donde se transita el componente no-racional

inequívocamente impreso en toda experiencia social, posibilitándonos, de esta

manera, una comprensión de la naturaleza de lo social en la que se llegue a

captar su intrínseco dinamismo interno. Lo imaginario instituyente, sepultado

por la mayor parte de las formulaciones sociológicas en donde prevalece una

pre-supuesta ontología en donde el ser es contemplado como algo estático,

haría referencia a un fondo de creatividad de carácter cuasitrascendental

atesorada en todo cuerpo social y del cual emanarían las inagotables formas

culturales institucionalizadas que luego estructurarán y otorgarán un asidero

firme a una sociedad. En lo más profundo de la existencia social, pulsa un

4 Michel Foucault, Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta, 1991, pp. 103-110. 5 Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, Tusquéts, Vol. II, 1989, pp. 95-104.

5

aliento creador instituyente que, a modo de substrato antropológico, estaría

ligado a «la invención», a la «creación inmanente», a la «alteridad radical» y

que permitiría dar cuenta de lo nuevo en la historia, de la pura posibilidad de

que algo que no es llegue a ser6. Habría que considerar, pues, lo imaginario

instituyente como un genuino registro fundante de creaciones simbólico-

culturales nuevas. Henri Bergson, desde una vertiente filosófica, habría ya

recalcado esta fecundidad creadora producto de la imaginación colectiva, al

destacar cómo ésta es la que sirve de asiento a lo que él llama una función

fabuladora destinada a «fabricar espíritus y dioses»7. En un plano más

sociológico, Castoriadis insistió en cómo la creación social, engendradora de la

emergencia de nuevas expresiones culturales, es una «constitución activa»,

inmanente a lo social y derivada de lo imaginario instituyente8. Lo imaginario

instituyente sería, así, el fondo común y transhistórico (único) del que brotarían

las (plurales) edificaciones simbólicas que conformarían la especificidad de

cada vida colectiva concreta.

Pensar lo imaginario instituyente significa encarar el esclarecimiento de

la insondable esencia que anima la creación humana. La metafísica de la vida

elaborada por Georg Simmel es, en este sentido, un retrato inigualable de

cómo la fuerza de lo imaginario instituyente tiende a ir más allá de las fronteras

establecidas por la realidad social instituida, de cómo busca trascender las

expresiones culturales objetivadas. En sus términos, un flujo de trascendencia

inherente a vida estimularía un constante impulso creador de «más-vida»

encaminado a renovar las formas culturales fosilizadas. La verdadera

sustancialidad de esta trascendencia de la vida habría que entreverla,

paradójicamente, en la propia existencia de una realidad histórica estancada,

6 Como decía Jesús Ibáñez, apoyándose en el modelo cibernético autoorganizacional propuesto por Maturana y Varela, «Sólo una función compleja de realidad o realidad que incluya lo imaginario (lo que no está en el espacio sino en el tiempo, en los pasados abolidos y/o en los futuros reprimidos) permite las construcciones alopoïéticas», es decir, aquellas que no se limitan «a reproducirse como reflexividad cerrada», tal como ocurre por ejemplo en el sistema nervioso nervioso o en el genético, sino que «producen algo diferente a sí mismo», propiciando la génesis de una «sociedad abierta», Jesús Ibáñez, Del algoritmo al sujeto. Perspectivas de la investigación social, Madrid, Siglo XXI, 1985, p. 155. 7 Henri Bergson, Las dos fuentes de la moral y de la religión, Madrid, Tecnos, 1996, p. 250. 8 Cornelis Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, Tusquéts, 1983, Vol. I, p. 231.

6

institucionalizada, que le servirá a aquella como límite y como referente de

oposición y superación: «la esencia -afimará Simmel- más íntima de la vida es

su capacidad de ir más allá de sí misma, de establecer sus límites para

sobrepasarlos, es decir, de rebasarse a sí misma»9. Así, el auténtico e

irresoluble conflicto inevitablemente impreso en el seno de toda cultura, según

Simmel, sería el establecido entre vida y forma, entre creación y objetivización,

entre imaginación instituyente y realidades instituidas. En unos términos

sociológicos semejantes, Michel Maffesoli ha propuesto la oposición entre

potencia y poder para descifrar la dialéctica entre lo imaginario instituyente y lo

instituido como ley esencial regidora de toda estructuración social. La potencia

(pusissance) aludiría a una energía vital (intrínseca), a un «querer vivir», propio

de una imaginación creadora que ansía la amplificación de los límites de la

existencia y la autoafirmación de la vida, instaurando un dinamismo del que

nacen incipientes formas culturales regeneradoras del cuerpo social. El poder

(pouvoir) sería, por su parte, una constricción externa (extrínseca), una

coerción, impuesta al despliegue natural de la potencia. La potencia

revivificaría, así, las petrificadas estructuras sociales institucionalizadas,

irrigando de una renovada vitalidad al cuerpo colectivo10. Esta dialectica

mentada, por otra parte, se trasluce, especialmente, en el incognito dominio de

lo religioso. Así, por una parte, existiría un sagrado instituido, domesticado,

coagulado y que adopta como figura las expresiones de las diferentes

instituciones eclesiásticas oficiales, institucionalizadas, pero precisamente por

ello entumecidas; pero, paralelamente y en permanente conflicto con aquel,

existe lo que Roger Bastide ha llamado un sagrado salvaje, un territorio

indómito de donde fluyen espontaneamente y con un fervor inusitado

tendencias in statu nascendi de lo imaginario instituyente, en tanto «creación

pura», no repetitiva, que pugnan por violentar las manifestaciones religiosas

institucionalizadas11.

No obstante, la sociología ha focalizado tradicionalmente su atención en

la sociedad ya hecha, instituida, oficializada, omitiendo, así, la incesante

9 Georg Simmel, «La trascendencia de la vida», Revista Española de Investigaciones Sociológicas, Madrid, 2000, nº 89, p. 306. 10 Michel Maffesoli, El tiempo de las tribus, Barcelona, Icaria, 1990, pags. 72-73; La transfiguration du politique, París, La Table Ronde, 2002, pp. 221 y 245. 11 Roger Bastide, Le sacré sauvage, París, Stock, 1997, pp. 209-229.

7

creatividad social que presiona por sobresalir y, por tanto, por minar la

ordenación y reglamentación institucional dominante. Por tanto, cometeríamos

un grave error, si se quiere ontológico, si identificaramos exclusivamente la

sociedad real con la sociedad instituida. Existe una vida social que discurre de

un modo paralelo, alternativo, extraoficial, y con frecuencia en oposición, a la

vida social instituida. Ésta estaría integrada por creaciones culturales cotidianas

de índole práctico, «manières de faire» de tipo táctico para Michel de Certeau,

que operarían de manera sorda, subterránea, clandestina, con respecto al

marco social instituido y que son consustancialmente reácias a ser plegadas o

sometidas a éste, formando parte constitutiva de lo imaginario instituyente de

una sociedad12. El modelo de sociología hegemónico, pues, no ha llegado a

afrontar el reconocimiento y la inclusión en su cuerpo teórico de lo imaginario

instituyente. Así, mientras la sociedad institucionalizada se ha identificado

tradicionalmente con el orden, lo imaginario instituyente se ha vinculado, por el

contrario, a las amenazantes fuerzas ciegas del desorden siempre inherentes a

la desbordante imaginación creadora; lo que, de algún modo, permite descifrar

el alegato de Walter Benjamin en aras de ganar las fuerzas de ebriedad para la

revolución, sólo realizable «cuando cuerpo e imagen se interpenetran tan

hondamente, que toda tensión revolucionaria se hace excitación corporal y

colectiva y todas las excitaciones corporales de lo colectivo se hacen descarga

revolucionaria»13. La transgresión, la subversión, del orden social instituido

pasa, pues, por una efervescencia de lo imaginario instituyente. De hecho, las

grandes insurrecciones revolucionarias de la época contemporánea se

encontraron siempre acompañadas y firmemente impulsadas por un delirio

colectivo, por lo que Jean Duvignaud ha llamado «una alucinación simbólica»,

característica de la fiesta; ámbito espacio-temporal en el que por excelencia se

produce una desenfrenada liberación de lo imaginario instituyente14. No hay,

12 Véase, Michel de Certeau, L’invention du quotidien 1. Arts de faire, París, Gallimard, 1990, pp. 31-68. 13 Walter Benjamin, Iluminaciones I. Imaginación y sociedad, Madrid, Taurus, 1998, pp. 61-62 14 Jean Duvignaud, Fêtes et civilisations, París, Weber, 1973, pp. 58-89. Una buena muestra histórica de esta efervescencia de lo imaginario instituyente puede verse reflejada en los graffitis que, marcados por una impronta situacionista, surgen en las calles parisienses durante las revueltas de Mayo del 68. Véase René Viénet, Enrages: Y situacionistas en el movimiento de las ocupaciones, Madrid, Castellote, 1978.

8

pues, revolución sin fiesta, como tampoco hay fiesta sin una efervescencia de

lo imaginario instituyente. Por tanto, la explosión de lo imaginario desencadena

un brote repentino de la carga de sueño colectivo adormecida socialmente y

anestesiada por una civilización, como es la occidental desde la modernidad,

en donde ha primado un excluyente principio de racionalidad que ha servido de

respaldo a la implantación de la lógica productivista15. No faltan los testimonios

históricos en donde esta anamnesis de lo imaginario ha salido a relucir,

entrando en una sinergia con movimientos sociales que han aspirado a una

completa dislocación del orden social vigente, como es el caso de los

anabaptistas en pleno siglo XVI,- correligionarios de Thomas Münzer-,

posteriormente de los luditas en el contexto del industrialismo triunfante en el

siglo XIX, o de Mayo del 68 –«una muchedumbre transformada en poética» al

decir de Michel de Certeau16- un siglo más tarde17. La creatividad socio-política

de lo imaginario radicaría, entonces, siguiendo a Michel Maffesoli, en «la

irrupción sin control en el ordenamiento mortífero de lo repetitivo»18; o como,

apuntando a lo mismo, dirá Henri Lefebvre: «Lo cotidiano se reduciría a su

reversible continuidad si esta unidimensionalidad no se interrumpiera

perpetuamente para dejar lugar a las ilusiones, a los sueños, a los fantasmas, a

todo lo que se denomina «lo imaginario», pero especialmente a las «escenas»

15 De hecho, Roger Bastide ha puesto de relieve la urdimbre entre lo imaginario y lo real existente en las sociedades premodernas, y cómo ésta se fractura como resultado de la secularización y de la consagración de la productividad resultantes de la modernidad; arrinconando a lo imaginario a espacios secundarios de la escena social. Véase Roger Bastide, El sueño, el trance y la locura, Buenos Aires, Amorrortu, 1972, pp. 48-62. De ahí que, por ejemplo, en la Edad Media, la representación de las cosas se halle todavía contaminada por un simbolismo que, en palabras de Johan Huizinga, «jamás deja que se extinga el fuego del sentido místico de la vida», indisociándose lo real y lo simbólico. Véase, Johan Huizinga, El otoño de la Edad media, Madrid, Alianza, 2001, pp. 287-282. 16 Michel de Certeau, La prise de parole et autres écrits politiques, París, Seuil, 1994, p. 42. 17 Por otra parte, durante buena parte de la Edad Media europea, la Iglesia combatirá permanentemente una prolija imaginería pagana, reprimirá un extendido onirismo colectivo, que, luego, en el siglo XVII, adquirirá incluso un carácter de epidemia. Los sueños, al escapar al control del soñante, escaparían, también, al control oficial que de las almas disponen las autoridades eclesiásticas, amenazando por constituirse en un «contrasistema cultural» herético. Véase, Jacques Le Goff, L’Imaginaire medieval, París, Gallimard, 1985. Véase, también, a este respecto, Marc Augé, La guerra de los sueños, Barcelona, Gedisa, 1998, pp. 79-109. 18 Michel Maffesoli, Lógica de la dominación, Barcelona, Península, 1977, p. 82.

9

que lo purgan mediante una catarsis elemental; al modo como las crisis

clásicas purgaban la economía de los elementos excedentes»19.

No obstante, la «imaginación creadora», esencia de lo imaginario, reñida

y no logrando encontrar un fácil acomodo en el racionalizado y desencantado

mundo que gobierna la civilización moderna20, se ha recluido, entonces, en

localizaciones tales como las telenovelas, la música, el juego o los dibujos

animados; en definitiva, en lo que Jean Duvignaud denominó como nichos

imaginarios21. Se trata de reservorios en donde lo imaginario todavía puede

pervivir y servir de compensación los deficitis generados por un tipo de

civilización consagrada a un hipertrófico racionalismo. Desde estas

coordenadas, un fenómeno sociológico de tanta actualidad como es la

juvenilización de la vida social, el joven eterno, bien podría ser interpretado,

como afirma Margarita Rivière, a la luz de la persistencia de un «reducto

imaginario de la sociedad»22. Hay, pues, un soterrado depósito imaginario,

siempre en estado de latencia, que encuentra ubicaciones puntuales para su

supervivencia, hiatos intersticiales para su canalización o que, también,

implosiona en determinadas circunstáncias históricas en las que se dan las

condiciones propícias para ello.

Los pilares fundacionales de la sociología se arraigan, en la mayoría de

los casos, en una recurrente preocupación histórica por legitimar el orden y la

integración social, sin llegar a calibrar el desorden como un elemento

genuinamente constitutivo de la existencia social, sin percatarse del entrejuego

entre orden y desorden que inspira toda vida social. Las sociedades

19 Henri Lefebvre, Critique de la vie quotidienne, París, L’Arche, Vol. III, 1981, p. 73. 20 La imaginación -afirma Luis Martín Santos- sobre la que reposa lo imaginario, no es una facultad con unos contornos delimitados y parcelados, por el contrario, su rasgo distintivo es ser «un campo de libertad en la conciencia que, como el electromagnetismo, es un todo abierto que no tiene límites», Luis Martín Santos, Diez lecciones de Sociología, Madrid, Akal, 1991, p. 20. 21 Jean Duvignaud, El juego del juego, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 12. Por eso, Michel de Certeau, interpretando el hechizo actual provocado por la imagen, por la ficción, tanto cinematográfica como publicitaria, concluye: «en la medida en que los objetos que amueblan el imaginario establecen la topografía de lo que no hacemos, podemos preguntarnos si, recíprocamente, lo que más vemos no define hoy en día lo que que más nos falta», Michel de Certeau, La culture au pluriel, París, Seuil, 1993, p. 35. 22 Margarita Rivière, «Moda de los jóvenes. Un lenguaje adulterado» en Felix Rodriguez (edit.), Comunicación y cultura juvenil, Barcelona, Ariel, 2002, p. 88.

10

tradicionales disponían de unos arraigados recursos simbólicos orientados a

conjurar la irrupción de un temido desorden. Sin embargo, la modernidad, con

sus cololarios asociados, el capitalismo y la industrialización, introducirá un

aspecto novedoso en la lucha contra el desorden: delegará la tarea de omisión

y erradicación de éste en dispositivos de poder separados de la comunidad y

regidos por una lógica racionalizadora y normalizadora23. La sociología, hija de

la modernidad, contribuirá en gran medida a esta tarea, sirviendo como

cobertura legitimadora en el proyecto de depuración del desorden respaldado

ahora por este nuevo espíritu racionalizador y normalizador. Bajo el influjo del

legado funcionalista incubado en la obra de Emile Durkheim y afianzado más

tarde en la de Robert K. Merton, el desorden ha sido, entonces, identificable, en

líneas generales, con la desorganización social, con una perniciosa anomia que

era necesario exorcizar. Los periodos de una pronunciada ruptura histórica, de

una acentuada crisis, han servido para revelar, sin embargo, el desorden sobre

la escena social. Al mismo tiempo, han puesto de relieve que la anomia no es

solamente, como pensaba Durkheim, una patología social derivada de una

zozobra de los procesos de identificación en un ideal social propiciador de la

integridad colectiva, sino, más bien, una fuente de innovación y dinamismo

societal24. La anomía, el desorden por ella alimentado, es la fuente que, en

realidad, estimula la modificación de la realidad social establecida, es, pues, o

puede llegar a ser, subversiva. Dichos periodos vendrían siempre

caracterizados, en mayor o menor medida, por una liberación de lo imaginario,

puesto que, como señala Duvignaud, éste «se adelanta desde el presente

vivido hacia otro aún no vivido, una experiencia todavía sin decubrir»25. En este

sentido, lo imaginario instituyente encierra una posibilidad sin parangón, «dar a

los hombres la posibilidad de buscar algo distinto a lo dado o a lo ya vivido»26,

sirviendo de canalización al «deseo infinito» que suscita o incita a la

23 Georges Balandier, El desorden, Barcelona, Gedisa, 1996, pp. 145-146. 24 Lo que ha incitado a José Angel Bergua a elaborar una billante sociología «no clásica», es decir, aquella en la que se reconoce el desorden, siempre intrínsecamente ligado a lo instituyente, como un elemento genuinamente constitutivo de la misma esencia de lo social. Véase, José Angel Bergua, Lo social instituyente. Materiales para una sociología no clásica, Zaragoza, Prensas Universitarias, 2007b. 25 Jean Duvignaud, Herejía y subversión, Barcelona, Icaria, 1986, p. 35. 26 Ibid., p. 35.

11

transgresión de la relación protectora de los modelos culturales transitados y a

la apertura a experiencias de la realidad desconocidas.

La fecundidad creadora de lo imaginario instituyente se vislumbra, por

otra parte, en el trasfondo de la génesis de las mayúsculas edificaciones

culturales, de las formas simbólicas que retratara Ernst Cassirer, sedimentadas

en el acerbo colectivo de toda comunidad; como son las leyendas, la memoria,

los mitos o la religión. Asimismo, en un registro más proxémico, en un orden

expresivo, por así decirlo, más minúsculo, se encontraría presente en las

diferentes manifestaciones en donde, como ya el romanticismo y el surrealismo

desvelaron, se produce un retorno de la magia y de la fantasía que desataría

una re-imaginación, un re-encantamiento, una re-estetización, de la vida

cotidiana, desdibujándose, de esta manera, las fronteras que separan lo real y

lo irreal. El anhelo por ampliar el horizonte de experiencia de lo real, por

inventar posibilidades de realidad que trasciendan la facticidad del universo

cotidiano, tiene su anclaje en lo imaginario instituyente y se nos vuelve

transparente en fenómenos o localizaciones sociales en donde la creación

ocupará un lugar descollante. Así, a través de una exteriorización de lo

imaginario instituyente, algunos grupos sociales, como ha subrayado una

reciente antropología de lo urbano, lograrían dar libre curso a un inagotable e

inmanente pozo de creatividad, a una indómita expresividad estética,

proyectada sobre una variada gama de nacientes códigos culturales27. En

paralelismo con lo anterior, el magnetismo, la fascinación, que atrapa y

envuelve al espectador cinematográfico28, al devoto de la música, de la

literatura, de la moda o del deporte, nos estaría delatando la existencia de unos

auténticos cauces de irrupción de la demanda imaginaria latente en toda vida

social29.

27 Como, con suma lucidez, ha retratado recientemente, en el caso de la moda en los jóvenes, el trabajo conjunto dirigido por Jose Angel Bergua, Coolhunting. Diseñadores y multitudes creativas en Aragón, Zaragoza, Departamento de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón, 2007a. 28 Véase, en esta dirección, el excelente trabajo de Edgar Morin, El cine o el hombre imaginario, Barcelona, Paidós, 2001. 29 Esta re-estetización de la experiencia cotidiana adquiere un especial relieve en la subcultura juvenil, como ha revelado Amparo Lasén, A contratiempo. Un estudio de las temporalidades juveniles, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 2000.

12

II. Lo imaginario instituido. La nuevas máscaras de lo

sagrado

Con razón las indagaciones más penetrantes en torno a la relevacia

sociológica de lo imaginario instituido han surgido, especialmente en la

tradición francesa, de una inquietud acerca del siempre controvertido papel

desempeñado por la religión en el entramado social. Esto no sólo es

manifiestamente notorio en la obra tardía de Durkheim, -a quien en buena

medida se puede considerar un excelente precursor en el diagnostico de la

eficacia social de lo imaginario instituido-, sino, en general, en todo análisis

sociológico que haya intentado poner de relieve la eficacia de lo ideal en la

trama social. De alguna manera, existe una íntima ligazón, una estrecha

afinidad, entre el campo del saber tradicionalmente calificado como sociología

de la religión y lo que se conocera luego, a partir de la década de los setenta

del ya pasado siglo, como la floreciente sociología del Imaginario social.

El presupuesto de partida es el mismo en ambos casos: los Dioses,

aparentemente desalojados del decorado social a raíz de la modernidad, no

parecen haberse evaporado, sino que, más bien, parecen haber adoptado

nuevas figuraciones históricas en un mundo aparentemente secularizado. De

igual modo a cómo la religión se había constituido en Occidente en la matriz

esencial, en el universo simbólico en el lenguaje acuñado por Peter Berger y

Thomas Luckmann, sobre el que gravitaba el significado último de la totalidad

de la vida social, lo imaginario instituido es el presupuesto ontológico que hace

inteligible y significativa la realidad social en su conjunto para aquellos que en

éste coparticiparían. No en vano Castoriadis, -quien a nuestro juicio ha logrado

desarrollar la formulación más sólida hasta el momento de lo imaginario

instituido-, al resaltar la trascendencia sociológica del Imaginario social,

recurrirá reiteradamente a paralelismos o concomitancias con el ámbito de lo

religioso. De hecho, insistirá en que toda sociedad, con independencia de que

hubiese sido o no afectada por un proceso secularizador, existe como tal

sociedad, adquiere una identidad, en la medida en que aquellos que la integran

compartan una unánime, homogénea y aproblematizada significación nuclear,

una «articulación última», un Imaginario central, irradiado por los diferentes

13

plexos en donde se desenvuelve lo social y estructurando la totalidad de la

experiencia de éste30. Por tanto, la sociología del Imaginario social nos abre la

posibilidad de vislumbrar una subyacente invisibilidad social que, pasando

desapercibida al positivismo, determinaría el sentido holístico y nuclear de

aquello considerado como realidad. Lo imaginario instituido, sin ser

propiamente objeto de percepción, prefiguraría, a modo de pre-juicio del que no

nos es factible desligarnos, aquello concebido como lo real; de un modo

análogo a cómo Michel Foucault aclarara que una episteme, un incuestionado

apriori histórico, predefiniría siempre lo que en una ciencia se puede y se debe

pensar o saber31. La persistente presencia de lo imaginario instituido, pues, nos

indicaría que siempre nos vemos inmersos, englobados, en algo inviolable,

sagrado, que nos trasciende e impregna de inteligibilidad a todo lo que nos

rodea. Por tanto, el Imaginario central de una sociedad sería, en este sentido,

el arquetipo fundante sobre el que se apoya la centralidad de una cultura,

desvelándonos, así, el oculto rostro de los Dioses en una cultura, como es la

occidental, supuestamente descreída de ellos. No en vano, el Imaginario

central de una sociedad delimitaría el incuestionado umbral a partir del cual

perfilamos los límites de aquello que puede ser pensado, sentido y hecho en

esta sociedad. La Racionalidad, El Progreso, La Productividad, son

ilustraciones que, en su amalgama, conformarían el Imaginario central, en

última instancia el «mito fundante», característico de las sociedades

occidentales32. Esto, por otra parte, no debiera resultar novedoso, puesto que

ya Jenófanes incidiera en que los Dioses no son, en realidad, otra cosa que

una imagen proyectada de los hombres de una época. Véamos, entonces,

como lo explicita Castoriadis: «Toda sociedad hasta ahora ha intentado dar

respuesta a cuestiones fundamentales: ¿Quiénes somos como colectividad?,

30 Dios – afirma Castoriadis- no es ni el nombre de Dios, ni las imágenes que un pueblo puede darse, ni nada similar. Llevado, indicado por todos estos símbolos, es, en cada religión, los que los convierte en símbolos religiosos- una significación central, organización en sistema de significantes y significados, lo que sostiene la unidad cruzada de unos y otros, lo que permite también su extensión, su multiplicación, su modificación. Y esta significación, ni de algo percibido (real), ni de algo pensado (racional), es una significación imaginaria», Cornelius, Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, Tusquéts, Vol. I, 1983, pp. 243-244. 31 Michel Foucault, Las palabras y las cosas, Madrid, Siglo XXI, 1997, p. 7. 32 Bien retratado por los integrantes de la primera generación de la Escuela de Frankfurt, Martin Heidegger y Castoriadis.

14

¿qué somos los unos para los otros?, ¿dónde y en qué estamos?, ¿qué

queremos, qué deseamos, qué nos hace falta?. La sociedad debe definir su

«identidad», su articulación, el mundo, sus relaciones con él y con los objetos

que contiene, sus necesidades y sus deseos. Sin la «respuesta» a estas

«preguntas», sin estas «definiciones», no hay mundo humano, ni sociedad, ni

cultura –pues todo se quedaría en caos indiferenciado. El papel de las

significaciones imaginarias es proporcionar a estas preguntas una respuesta,

respuesta que, con toda evidencia, ni la «realidad» ni la «racionalidad» pueden

proporcionar»33.

Ahora bien, cabe decir que el examen de los imaginarios centrales de

una cultura, sin dejar de poseer un acentuado interés para las ciencias

sociales, correspondería, especialmente, al dominio más propio de la

antropología filosófica. Desde una perspectiva distinta, la que persigue

desentrañar la operatividad o funcionalidad sociológica de los imaginarios

sociales, sería más provechoso centrar nuestro objetivo en la actuación de los

imaginarios, por así decirlo, más proxémicos, sería de una mayor utilidad

focalizar nuestra atención en la vida de los imaginarios segundos y/o

específicos presentes en toda sociedad. Castoriadis ha dado buen testimonio

de la existencia de imaginarios de este tipo, concretándolos en localizaciones

tales como son la familia, la polis o incluso la empresa capitalista34. Serían

éstos, imaginarios instituidos que, si bien perfectamente articulados con los

Imaginarios centrales, no poseerían la dimensión arquetípica y fundante de los

Imaginarios centrales. Su vida sería más perentoria, voluble, naciendo y luego

difuminándose para dar paso a nuevos imaginarios. De este modo, se podría

contemplar la existencia de un abanico múltiple de imaginarios tales como la

Nación, el Individuo, la Democracia, la Juventud, la misma Familia o el Ocio,

diseminados por el tejido de la vida cotidiana y conformando la significación de

aquello asumido como realidad. Dichos imaginarios instituidos serían, en última

instancia, construcciones socio-históricas y contribuirían, asimismo, a la

construcción social de la realidad, prefigurando lo que los individuos asumen de

un modo connaturalizado, como una evidencia incuestionable, como su

33 Ibid., 1983, p. 254. 34 Cornelius Castoriadis, Figuras de lo pensable, Madrid, Cátedra, Universitat de València, 1999, pp. 113- 123.

15

realidad, institucionalizando un sólido y siempre determinado modo de ser de lo

real. De esta guisa, no son algo, en sí mismo, natural, ni por supuesto objetivo,

sino preñado, en términos de Castoriadis, de una particular significación

imaginaria35. Por eso, la entidad de estos imaginarios no es, en sí misma, real,

sino, más bien, propiamente imaginaria, pero en donde lo imaginario se

ensambla y finalmente se confunde con lo real. Sin embargo, al mismo tiempo,

puede decirse que los imaginarios son reales, puesto que, -lo que es

fundamental-, son finalmente interiorizados como tales por los individuos que a

ellos se adhieren. Así, los imaginarios sociales se adscribirían al reino de lo

que, siguiendo a Morin, llamaríamos una noosfera moderna; una realidad

imaginaria constitutiva de nuestras sociedades y compuesta por entidades

hechas de sustancia espiritual y dotadas de cierta existencia, dando lugar a

una realidad objetiva con una relativa autonomía36. La sociología del Imaginario

social ha desembocado, así, en una peculiar sociología de lo cotidiano

orientada a desvelar la carga imaginaria que operaría en una multiplicidad de

órdenes en donde se entreteje la cotidianidad, los entresijos de su construcción

socio-histórica y sus explícitos efectos sobre la praxis individual y colectiva37.

Conviene interrogarse, no obstante, acerca del decurso de los

mecanismos de elaboración de los imaginarios sociales, preguntarse sobre las

instancias a través de las cuales se han construido a lo largo del tiempo, y se

construyen en la actualidad, los imaginarios sociales instituidos. A este

respecto, distinguimos tres fases históricas diferenciadas con sus correlatos

discursivos correspondientes: premodernidad (religión/supra-consciente),

modernidad (política/consciente), postmodernidad (mass-media/in-

consciente)38.

35 Se ha creído necesario afirmar –dice Castoriadis- que los hechos sociales no son cosas. Lo que hay que decir, evidentemente, es que las cosas sociales no son «cosas», que no son cosas sociales y precisamente esas cosas sino en la medida en que «encarnan» –o mejor, figuran y presentifican- significaciones sociales. Las cosas sociales son lo que son gracias a las significaciones que figuran, inmediata o mediatamente, directa o indirectamente», Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, Tusquéts, Vol. II, 1989, pp. 306-307. 36 Edgar Morin, El Método IV. Las ideas, Madrid, Catedra, 1998, pp. 116-131. 37 La propuesta teórica de Maffesoli apuntaría en esta dirección. Véase Michel Maffesoli, El conocimiento ordinario. Compendio de sociología, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, pp. 79-96. 38 Seguimos, de algún modo, el hilo discursivo sugerido por Jesús Ibáñez en lo que atañe a las tres fases delimitadas de actuación histórica del poder, a lo que éste

16

En las sociedades premodernas, la metanarrativa de índole religiosa era

la instancia nuclear legitimadora de la vida social. De esta manera, la

significación del mundo socialmente institucionalizada, los imaginarios

instituidos, se encontraban amparados por un nomos sagrado sobre el que se

sostenían y articulaban las diferentes esferas de actividad profana. El

fundamento de la vida social descansaba en algo, pues, extra-social,

supramundano, que no admitía asomo de problematización. La justificación

global del actuar y pensar cotidiano, de la actividad del conjunto de las

instituciones, de las creencias compartidas, descansaba en el orden de lo

transcendente. Lo sagrado, en suma, alimentaba a lo profano; y solía hacerlo

recurriendo a un tiempo pasado desde el cual cobraba sentido el tiempo

presente. La religión dictaminaba, entonces, aquello que debía ser considerado

como lo real, forjaba la significación del mundo circundante, establecía el

espectro de inteligibilidad de la realidad social. No solamente se constituía

como el inquebrantable Imaginario central sobre el que gravitaba la totalidad de

la vida social, sino, además, como el vértice sobre el que pivotaban la

pluralidad de imaginarios segundos albergados en este modelo de sociedad.

La profanadora secularización promovida a raíz de la modernidad

trastocará por completo la legitimación del mundo propia de las sociedades

premodernas. Al poner bajo sospecha la existencia de un mundo

transcendente, la época moderna erosiona los cimientos sobre los que

tradicionalmente se había forjado el significado global de la realidad social. La

legitimación del mundo no puede apelar ya ahora a algo extra-social,

necesitará transcribirse en un plano intrahistórico, transformándose en una

metanarrativa intra-social. Lo sagrado supramundano ya no puede, en

definitiva, fundar lo profano. No obstante, la dimensión sagrada, antaño

transcendente, se metamorfoseará, se transfigurará, para adoptar un nuevo

rostro: el de lo político. La modernidad es, pues, la época por antonomasia de

consagración de lo político, de conversión de éste en una nueva forma de

deidad, ahora profana, legitimadora del orden social y sobre la que se

vertebrará el conjunto de la vida colectiva. Indudablemente, la entronización del

llamaba las tres “Palabras de Dios” (religiosa, político-jurídica y mediática); si bien no llegamos a reincorporar a nuestro cuerpo teórico el universo lacaniano latente en su concepción de lo imaginario. Véase Jesús Ibáñez, «Publicidad. La tercera palabra de Dios» en Por una sociología de la vida cotidiana, Madrid, Siglo XXI, 1994, pp. 165-186.

17

incipiente Estado-Nación desempeñará un papel preponderante a este

respecto. El Imaginario central moderno tendrá, pues, carácter político, y por

ende, en lenguaje foucaultiano, biopolítico39. Todo es, se dice, por vez primera

en la historia, político; todo debe remitir a lo político. En esta tesitura histórica,

cobrará un acentuado auge la religión civil; una forma de sacralización política

que pretendía garantizar la integridad colectiva de una sociedad, tratando de

subsanar, así, la laguna provocada por el desalojo de la religión de la ubicación

nuclear de lo social. No solamente es la época de surgimiento de una

constelación de imaginarios indisociablemente ligados a lo político, como son

los casos de la Nación, el Pueblo, la Historia, el Individuo, la Ciudadanía o los

Derechos humanos, sino que la totalidad de ámbitos en los que se entreteje lo

cotidiano pasan a estar estrechamente imbricados y subordinados al orden de

aquel. Pero, además, la consagración de lo político llevada a cabo en la

modernidad trasladará el orden de la legitimación del mundo desde el tiempo

pasado –como era el caso de la época premoderna- hacia el tiempo futuro. Un

futuro ideal a alcanzar será ahora el móvil último que, a través de un proyecto

programático de carácter ideológico, vectorializa y otorga una significación

holística a la vida social. Las ideologías socio-políticas, más allá de sus

antagonismos o discrepancias doctrinales, tendrán, a modo de denominador

común, la misión de lograr realizar en un tiempo futuro el paraíso, antaño

transcendente, en la historia. Dicho de otro modo, perseguirán alcanzar la

materialización de una sociedad perfecta, compitiendo entre ellas en torno a

cual debiera ser el cuerpo doctrinal más verosimil para lograr este anhelado

proyecto. Dicho proyecto programático, capilarizado por los intersticios de lo

social, intentará erigirse en fuente nuclear de significación e inteligibilidad no

sólo del papel asignado a las instituciones, sino, incluso, de las

representaciones de la experiencia social en las distintas concreciones

cotidianas en donde ésta se desenvuelve, trabajo, familia, socialización,

muerte, etc..

39 Haciendo referencia con ello a la relación entre sujeto y poder, a cómo las diferentes dimensiones del individuo se encuentran inscritas en una absoluta «politización de la vida» derivada de la actuación de unas «tecnologías del yo» disciplinadoras de la subjetividad. Véase Michel Foucault, Tecnologías del yo, Barcelona, Paidós, 1995.

18

Por último, en la época actual, para unos postmoderna y para otros

tardomoderna, la construcción de los imaginarios instituidos vendría dada por

los mass-media. El ámbito de los mass-media es el espacio encargado ahora

de producir realidades, imaginarios secundarios instituidos, dispersos por

diferentes localizaciones de la cotidianidad y asumidos luego de modo

aproblematizado por los individuos. De esta forma, se diseñan y transmiten

imágenes y/o discursos mediáticos que producen realidades imaginarias; de un

modo similar a como Foucault, a colación de las ciencias humanas, subrayara

que todo discurso creaba su propio objeto40. No obstante, estos imaginarios

instituidos no están ya respaldados, como en otro tiempo, por una instancia

religiosa de carácter transcendente, fundante, como tampoco por una instancia

ideológico-política41. No encuentran un amparo justificador en un tiempo

originario, como tampoco en un tiempo futuro; por el contrario, son el fruto de

una mediatización de la cultura en donde prevalece una hegemónica

temporalidad gobernada, sin más, por los imperativos de un tiempo presente

caracterizado por un acúmulo de fugaces e inconexas instantáneas. Una vez

descompuestos los grandes metarrelatos, según el conocido dictamen

postmoderno de Jean-François Lyotard42, los nuevos imaginarios instituidos no

son ya metanarrativas, sino, más bien, micronarrativas de carácter más

proxémico, fluctuante, fragmentario y efímero. Aquello significativamente

asumido finalmente como realidad obedece, entonces, a un régimen, por

utilizar el neologismo acuñado por Gerard Imbert, de imaginería que produciría

una iconización del discurso social y cuya génesis nos remite al poder

atesorado en la sociedad actual por el universo mediático43. Los imaginarios

40 Michel Foucault, Arqueología del saber, México, Siglo XXI, 1977, pp. 78-79. 41 Juan Luis Pintos ha planteado el reemplazamiento de las ideologías por los Imaginarios sociales en términos de sustitución funcional. Véase, Juan Luis Pintos, «Más allá de la ideología. La construcción de la plausibilidad a través de los Imaginarios sociales» en A educación en perspectiva, Universidad de Santiago de Compostela, Homenaje a santos Rego, M. A. (ed.), 2000. 42 Jean-François Lyotard, La condición postmoderna, Madrid, Tecnos, 1994. 43 Gerard Imbert, Los escenarios de la violencia, Barcelona, Icaria, 1992, p. 19. La fuerza de la imagen para avivar emociones colectivas es bien conocida. No en vano, la cultura occidental, desde sus inicios en el Antiguo Testamento, está presidida por un exacerbado espíritu iconoclasta que llegó a reprimir de tal modo el culto popular a las imágenes que éste alcanzó el grado de herejía. Los grandes procesos revolucionarios, como la Revolución francesa o la rusa, no obstante, atestiguan la vitalidad portada en la imagen para desatar las adormecidas energías colectivas de un

19

instituidos, de este modo, encorsetan, constriñen, la multidimensionalidad, la

polisemia, la complejidad, inherente a lo real bajo los cánones de una reductora

tipificación, estereotipación y estigmatización; lo cual implica una inevitable

homogeneización en donde se soslayarán las singularidades, las diferencias,

propias de los distintos fenómenos constitutivos de la realidad social. Así pues,

imaginarios instituidos de ámbitos sociales como la Familia, el Ocio, el Trabajo,

la Amistad, o incluso de nociones como Opinión pública o Libertad, son el

resultado de una construcción mediática en donde son utilizadas ciertas

significaciones imaginarias que luego quedarán solidificadas socialmente con

un rango de naturalidad.

Una buena ilustración actual de lo anterior es el caso, por ejemplo, de la

violencia. Ésta, en sí misma, no es algo nunca propiamente real, no es una

condición natural de las cosas, sino un atributo sobreañadido por una instancia

mediática interesada en definir de un modo específico lo real. Como señala

Manuel Delgado, la violencia es, en última instancia, lo que de ella se dice. Y lo

que de ella se dice lleva implícito, en la mayoría de los casos, significaciones

sociales mediáticas ligadas a preocupación, desasosiego o ansiedad; las

cuales, no obstante, albergan la capacidad para generar debate social e incitar

la promulgación de leyes al respecto44. Es comprensible, entonces, que la

violencia, del mismo modo que otras problemáticas como el caso del

desempleo, sea principalmente un problema para aquellos que de ella hablan,

para las instancias fomentadoras de una determinada imagen o discurso

acerca de ella. Algo análogo ocurriría con la satanización de la droga, a la que

siempre se asoció a la anomia; primero, sobreañadiéndole la significación

imaginaria de anatema, pecado o mancha – y a la rehabilitación de ella la de

redención- (propias aún de un imaginario instituido todavía con resabios

cuerpo social. Véase, David Freedberg, El poder de las imágenes, Madrid, Cátedra, 1992, pp. 423 y ss.; como también esta fuerza de la imagen se muestra, asimismo, cuando la imagen, en donde se condensa lo sagrado social del modelo social derrocado, es violada o destruida en un gesto de acentuada carga ritual y simbólica. Véase, Manuel Delgado, Luces iconoclastas. Anticlericalismo, blasfemia y martirio de imágenes, Barcelona, Ariel, 2002, pp. 93-126. La guerra entre imágenes traduce, en realidad, una guerra de más hondo calado; la establecida entre imaginarios instituidos que pugnan por adueñarse del control del espacio sagrado de lo social. 44 Manuel Delgado, «Estética e infamia. De la distinción al estigma en los marcajes culturales de los jóvenes urbanos» en Movimientos juveniles en la península ibérica en Carles Feixa, Carmen Costa, Joan Pallares (eds.), Barcelona, Ariel, 2002, p. 129.

20

religiosos), para posteriormente añadírsele otras significaciones imaginarias

ligadas a la enfermedad, a lo patológico. Otro relevante imaginario instituido

sería el que impregnaría la autopercepción y aceptación del trabajo, cargado

éste de connotaciones en donde se entremezclarían significaciones de

sacrificio y de redención; como también el de la mujer, en términos, por

ejemplo, de bondad/pureza y maldad/impureza; o el de la salud como utilidad y

mecanicismo. De hecho, uno de los grandes retos intelectuales a los que se

debiera enfrentar la sociología del Imaginario social sería el de explicitar la

perenne y perseverante huella religiosa (y mítica) aún implicita, aunque oculta,

en ciertos imaginarios actuales, o, en su caso, la transfiguración de ésta en

clave de significaciones tecno-científicas45. Este pudiera ser el auténtico punto

de confluencia, o, si se quiere, de reacomodación, entre la sociología de la

religión y la sociología del Imaginario social. De este modo, esta absoluta

metaforización del campo social46 llega a afectar y a extenderse a una amplia

constelación de imaginarios sociales, a representaciones sociales tales como

las del propio cuerpo, el dinero, la juventud, etc.. En éstas subyace y logrará

permeabilizarse una verdadera visión del mundo, una metafísica de la vida

cotidiana47; la cual históricamente había sido el terreno específicamente

abonado para el examen teológico, filosófico o mitológico y que, al mismo

tiempo, poseerá, como ocurre con la religión, una inigualable eficacia tanto

para engendrar como para movilizar prácticas sociales.

45 Lo que nos remite a la presencia de recurrentes y transhistóricas imágenes arquetípicas fuertemente enquistadas en el inconsciente colectivo de una cultura. Para una clarificación de estas imágenes véase, especialmente, Gilbert Durand, Las estructuras antropológicas de lo imaginario, París, Dunod, 1984. Una buena prueba de la presencia actual de éstas en el campo de la publicidad puede encontrarse en Anne Sauvageot, Figures de la publicité, figures du monde, PUF, París, 1987. 46 «La metáfora, afirma Emmánuel Lizcano, es así al imaginario colectivo lo que el lapsus o el síntoma es al incosciente o al imaginario de cada cual. Mediante ella sale a la luz lo no dicho del decir, lo no sabido del saber: su anclaje imaginario». Emmánuel Lizcano, Metáforas que nos piensan. Sobre ciencia, democracia y otras poderosas ficciones, Madrid, Bajo Cero, 2006, p. 67. En relación al implícito contenido metáforico que impregna las representaciones cotidianas, véase George Lakoff y Mark Johnson, Metáforas de la vida cotidiana, Madrid, Cátedra, 1998, pp. 50-70. 47 El memorable análisis de los componentes épicos subyacentes en la Vuelta a Francia, llevado a cabo en su momento por Roland Barthes, es una buena ilustración de lo anterior; así como un excelente precursor en la elucidación de la relevancia sociológica concedida a los imaginarios sociales. Véase, Roland Barthes, Mitologías, Madrid, Siglo XXI, 1999, pp. 112-122.

21

Los mass-media nos nos muestran, pues, lo real, sino, como afirma

Jesús Ibáñez en relación a la publicidad, «una simulación imaginaria del mundo

real»48. En la medida en que su dimensión real se contrae, tiende a

difuminarse, su dimensión imaginaria, en sentido inverso, se dilata. Lo real y lo

imaginario guardan, pues, una relación de inversa proporcionalidad. Una

relevancia mayor de lo real, supone una disminución de la presencia de lo

imaginario; de igual modo que una inflacción de lo imaginario entraña una

volatilización de lo real. Lo real da paso, así, a un simulacro de éste, a, en

palabras de Jean Baudrillard, una hiperrealidad, a una «alucinación «estética»

de la realidad», en la que lo real quedaría solapado y sus trazos definitivamente

desdibujados49. La sentencia de Baudrillard es clara: La realidad ha sido

expulsada de la realidad. «La indiferenciación afortunada de lo verdadero y lo

falso, de lo real y lo irreal, cede ante ael simulacro, que, en cambio, consagra la

indiferenciación desafortunada de lo verdadero y lo falso, de lo real y sus

signos, el destino desafortunado, necesariamente desafortunado, del sentido

en nuestra cultura»50. Esta carga imaginaria se hace especialmente palpable,

por ejemplo, en la abusiva proliferación mediática de estilos de vida que

llegarán a conformar incluso la propia identidad del yo51. Todo apunta, en

suma, a un escenario mediático en donde prima una sesgada e intencionada

visualización significativa de lo real. Como diría Georges Balandier, «la

comunicación y sus medios de masas, poderosamente equipados con juegos

de palabras y de imágenes, se perfilan en la actualidad como los artesanos

principales, dominantes, de la presentación de lo real»52.

48 Jesús Ibáñez, «Publicidad. La tercera palabra de Dios» en Por una sociología de la vida cotidiana, Madrid, Siglo XXI, 1994, p. 172. Ibáñez sería, en este sentido, un más que digno continuador de una línea de pensamiento sociológico que, originada en H. Lefebvre y proseguida luego en la primera parte del itinerario intelectual de Jean Baudrillard, buscará explicar la reproducción del orden social a través del desvelamiento del intencionado uso que, por parte de la sociedad de consumo, se hace de las representaciones sociales en los distintos contextos cotidianos. 49 Jean Baudrillard, L’ échange symbolique et la mort, París, Gallimard, 1976, p. 114. 50 Jean Baudrillard, El crimen perfecto, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 31. 51 Anthony Giddens, Modernidad e identidad del yo, Barcelona, Península, 1997, pp. 105-114. 52 Georges Balandier, El poder en escenas, Barcelona, Paidós, 1994, p. 160.

22

Bibliografía

Augé, M. (1998): La guerra de los sueños, Barcelona, Gedisa. Bachelard, G. (1997): Poética de la ensoñación, México, Fondo de Cultura Económica. Balandier, G. (1994): El poder en escenas, Barcelona, Paidós. -- (1996): El desorden, Barcelona, Gedisa. Bastide, R. (1972): El sueño, el trance y la locura, Buenos Aires, Amorrortu. -- (1997), Le sacré sauvage, París, Stock. Baudrillard, J. (1976): L’ échange symbolique et la mort, París, Gallimard. -- (1996): El crimen perfecto, Barcelona, Anagrama. Barthes, R. (1999): Mitologías, Madrid, Siglo XXI. Benjamin, W. (1998): Iluminaciones I. Imaginación y sociedad, Madrid, Taurus. Bergson, H. (1996): Las dos fuentes de la moral y de la religión, Madrid, Tecnos. Bergua, J. A. (dir.), (2007a): Coolhunting. Diseñadores y multitudes creativas en Aragón, Zaragoza, Departamento de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón. -- (2007b): Lo social instituyente. Materiales para una sociología no clásica, Zaragoza, Prensas Universitarias. Castoriadis, C. (1983-1989): La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, Tusquéts, Vols. I y II. -- (1999): Figuras de lo pensable, Madrid, Cátedra, Universitat de València. De Certeau, M. (1990): L’invention du quotidien 1. Arts de faire, París, Gallimard. -- (1993) : La culture au pluriel, París, Seuil. -- (1994): La prise de parole et autres écrits politiques, París, Seuil. Delgado, M. (2002): «Estética e infamia. De la distinción al estigma en los marcajes culturales de los jóvenes urbanos» en Movimientos juveniles en la península ibérica en Carles Feixa, Carmen Costa, Joan Pallares (eds.), Barcelona, Ariel, pp. 115-143. -- (2002): Luces iconoclastas. Anticlericalismo, blasfemia y martirio de imágenes, Barcelona, Ariel. Durand, G. (1984): Les structures anthropologiques de l’ imaginaire, París, Dunod. Duvignaud, J. (1973): Fêtes et civilisations, París, Weber. -- (1982): El juego del juego, México, Fondo de Cultura Económica. -- (1986): Herejía y subversión, Barcelona, Icaria. -- (1990) : La genèse des passions dans la vie sociale, París, PUF. Freedberg, D. (1992): El poder de las imágenes, Madrid, Cátedra. Foucault, M. (1997): Las palabras y las cosas, Madrid, Siglo XXI. -- (1977): Arqueología del saber, México, Siglo XXI. -- (1991): Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta. -- (1995): Tecnologías del yo, Barcelona, Paidós. Giddens, A. (1997): Modernidad e identidad del yo, Barcelona, Península. Huizinga, J. (2001): El otoño de la Edad Media, Madrid, Alianza. Ibáñez, J. (1985): Del algoritmo al sujeto. Perspectivas de la investigación social, Madrid, Siglo XXI. -- (1994): «Publicidad. La tercera palabra de Dios» en Por una sociología de la vida cotidiana, Madrid, Siglo XXI. Imbert, G. (1992): Los escenarios de la violencia, Barcelona, Icaria. Lakoff. G. y Johnson, M. (1998): Metáforas de la vida cotidiana, Madrid, Cátedra. Lasén, A. (2000): A contratiempo. Un estudio de las temporalidades juveniles, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas. Le Goff, J. (1985): L’Imaginaire medieval, París, Gallimard. Lefebvre, H. (1981): Critique de la vie quotidienne, París, L’Arche, Vol. III.

23

Lizcano, E. (2006): Metáforas que nos piensan. Sobre ciencia, democracia y otras poderosas ficciones, Madrid, Bajo Cero. Lyotard, J. F. (1994): La condición postmoderna, Madrid, Tecnos. Maffesoli, M. (1977): Lógica de la dominación, Barcelona, Península. -- (1990): El tiempo de las tribus, Barcelona, Icaria. -- (1993): El conocimiento ordinario. Compendio de sociología, Fondo de Cultura Económica, México. -- (2002): La transfiguration du politique, París, La Table Ronde. Martín Santos, L. (1991): Diez lecciones de Sociología, Madrid, Akal. Morin, Edgar (2001): El cine o el hombre imaginario, Barcelona, Paidós. -- (1998): El Método IV. Las ideas, Madrid, Catedra. -- (2003): El Método V. La humanidad de la humanidad, Madrid, Cátedra. Pintos, J. L. (2000): «Más allá de la ideología. La construcción de la plausibilidad a través de los Imaginarios sociales» en A educación en perspectiva, Universidad de Santiago de Compostela, Homenaje a Santos Rego, M. A. (ed.). Rivière, M. (2002): «Moda de los jóvenes. Un lenguaje adulterado» en Felix Rodriguez (edit.), Comunicación y cultura juvenil, Barcelona, Ariel, pp. 87-93. Sauvageot, A. (1987): Figures de la publicité, figures du monde, París, PUF. Simmel, G. (2000): «La trascendencia de la vida», Revista Española de Investigaciones Sociológicas, Madrid, nº 89, pp. 297-313. Vienet, R. (1978): Enrages: Y situacionistas en el movimiento de las ocupaciones, Madrid, Castellote.