Mística y representación en Venus en el Pudridero
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MÍSTICA Y REPRESENTACIÓN EN VENUS EN EL PUDRIDERO Jimena Castro Godoy
Universidad de Santiago de Chile
Abstract La evidente unión mística entre los amados que modula Venus en el pudridero muestra la materialización de un camino espiritual que termina siendo recorrido de manera corporal. Ojos, hombros, cabezas y bocas se sitúan en un “huerto de espinas corporales” como escenario para establecer la unión. Aquí me propongo revisar las representaciones que Eduardo Anguita selecciona para narrar esta experiencia con el fin de compararlas con la potente tradición mística amorosa que surge de manos de monjas visionarias del siglo XII, hasta la poesía espiritual del Siglo de Oro español, especialmente por medio de San Juan de la Cruz. Anguita toma estos temas y formas, apropiándoselos gracias a una carga simbólica particular de su propia escritura.
Hace unos 480 años atrás, en España, un monje carmelita llamado Juan de la
Cruz vivió una experiencia sobrenatural. En realidad, la experimentó varias veces.
Tanto así, que llegó a esbozar un extenso camino en el que se dedica a explicar los
síntomas, pensamientos y deseos que produce este tipo de vivencias1. El principal de
ellos es un constante anhelo por volver a vivirla, volver a percibir cada regalo espiritual
que Dios le ha entregado al alma, y también al cuerpo. De hecho, san Juan de la Cruz
muchas veces anheló morir para alcanzar esa unión eterna y trascendental con lo divino.
“Muriendo porque no muero”2 dirá en una de sus coplas. Y la forma de materializar este
deseo, esta relación amorosa entre el alma y Dios es justamente mediante el diálogo
entre dos personajes: la amada y el Amado, siendo la amada el alma y el Amado, Dios.
Así, el lenguaje que utiliza es fundamentalmente amoroso y erótico, a pesar de estar
refiriéndose a las cosas del espíritu. Los amantes se fusionan en la llamada experiencia
mística con violentas imágenes y metáforas. “La música callada/ la soledad sonora”3 es
una de las formas que el místico carmelita utilizó para sintetizar esta experiencia tan
compleja. También Eduardo Anguita en Venus en el Pudridero relata una experiencia
similar. Lo hace contándonos del encuentro de dos amantes a través de impactantes
sentencias lingüísticas:
Rodeaba mi cintura para ser ella copa y yo agua. Quería aprisionarme, y no sólo por fuera,
pues podría escaparme hacia adentro (Venus en el Pudridero, 16).
Y así es como la disolución del uno en el otro es realmente la finalidad de estas
prácticas, la meta tan esperada. San Juan de la Cruz dirá: “Amada en el amado
transformada”4. Sin embargo, largo es el camino para lograr esa unión. San Juan, por
ejemplo, propone tres vías para alcanzarla (las famosas purgativa, iluminativa y
unitiva). Pero larga es también la tradición que relata este camino que ha sido recorrido
por muchos otros autores.
Teresa de Ávila (1515-1582), Ángela de Foligno (1248-1309), Rosa de Lima
(1586-1617) y Angelus Silesius (1624-1677) son algunas de las víctimas de
experiencias místicas, o que al menos eso llegaron a testimoniar. Y no sólo las vivieron,
1 Lo hace en sus dos obras principales, el Cántico espiritual y la Subida al Monte Carmelo 2 Juan de la Cruz, 2009 ,p. 1313 3 Juan de la Cruz, 1991, p. 33 4 Juan de la Cruz, 2009 , p. 759
también se dedicaron a relatarlas a través de textos e imágenes. Algo sucedió con ellos
que no sólo se conformaron con recibir estos beneficios espirituales, sino que también
necesitaron revelarlos. Para Chantall Maillard imprescindible es investigar en torno al
discurso del místico, a su lenguaje que se inscribe en una tradición, más que la
trascendencia de su contenido textual. Dice Maillard: “Hablar del lenguaje, en
definitiva. Mostrar cómo lo que puede decirse de la experiencia mística se fragua en los
sistemas metafísicos que acompañan a las tradiciones religiosas, y cómo todos los
sistemas metafísicos, sin excepción, se reducen a un juego lingüístico”5.
Siguiendo a Maillard, quiero proponer que Venus en el pudridero de Eduardo
Anguita adscribe al conjunto de esos antiguos y fascinantes relatos místicos que Javier
Álvarez definió tan bien como “la capacidad que poseen algunas personas para
desarrollar en su interior una vida oculta y secreta que no se hallaría al alcance del
conjunto de la población”6. Lo que Venus en el Pudridero nos presenta es ciertamente
una experiencia, pero ¿de qué tipo?, ¿qué nos dice de ella su lenguaje?, ¿hasta qué punto
podemos alcanzar su mensaje?
Venus en el Pudridero es un poema extenso que Eduardo Anguita publicó en
1967 por Editorial del Pacífico, con 100 ejemplares. El título del poema es impactante:
Venus, la diosa romana de la belleza y la fertilidad es despojada de su vínculos con la
abundancia para ser confinada justamente al pudridero, “cámara en que se depositan los
cadáveres de los reyes, en el Escorial, antes de ser trasladados a su sepultura última”7.
Sin lugar a dudas, Anguita nos está anticipando con el título de su libro la idea de que el
tiempo se escapa, insinuando también la ambigüedad de la experiencia amorosa como
vivificadora y pasajera al mismo tiempo. Es una preocupación que también acosó a
místicos que deseaban trascender el cuerpo para vincularse con la divinidad verdadera.
Es el cuerpo lo que varios llamaron “la cárcel del alma”, a pesar de que fuera esa misma
cárcel la receptora de todos esos éxtasis, carismas e iluminaciones.
Pero antes de ocuparme de estos problemas, creo que es necesario que
observemos la materialidad misma de algunos discursos místicos. Cierto es que, como
toda experiencia, cada uno expresa una evidente particularidad, pero es inevitable
encontrar ciertos modelos lingüísticos que se repiten. El más común de ellos es el de la
inefabilidad, la imposibilidad de reproducir con palabras la experiencia acontecida.
5 Maillard, 2009 ,p. 157 6 Álvarez, 2000 ,pp.51-2 7 Anguita, 2011, p. 51
Es frecuente observar en los textos místicos una constante queja en contra del
lenguaje, un descontento que indica que jamás va a existir un modo suficiente para
exteriorizar aquella experiencia interior. Y sin embargo, igualmente lo hacen,
igualmente hablan, se expresan, exteriorizan. Por alguna razón han perseverado estas
mujeres y estos hombres, escribiendo, ilustrando. “Sufro. Sufro por no poder decirlo”8
se lamentaba Ángela de Foligno. Y en ese sufrimiento se concentra la escritura, pues el
silencio pareciera aumentar aún más el dolor. Así, se gesta la paradoja del místico:
hablar y al mismo tiempo despreciar el habla.
Para Steven Katz, teólogo preocupado especialmente de la mística judía, el
problema de lo indecible no tendría que ser, en términos estéticos, un problema en sí
mismo. El interés mayor que acarrea esta cortedad sería la potencia transformadora que
adquiere el lenguaje. Los místicos crean lenguajes, buscan nuevas palabras o al menos
las estiran y extreman. Por eso es que pienso que Anguita en este libro se acerca no sólo
temáticamente, sino que también en niveles formales a los textos de esta tradición.
Venus en el Pudridero es un poema que podría haber sido escrito perfectamente
en el siglo XVI. La fugacidad del tiempo, la mortalidad de la carne y lo vano de la
belleza son fuerzas que paradójicamente lo van levantando. De hecho, en el comienzo
del poema nos encontramos con un personaje que va a arrastrarse durante toda la
lectura. Me refiero al gusano:
¿Escucháis madurar los duraznos a la hora del estío
a la venida del sol, mientras un príncipe danza en víspera de su coronación?
Yo pienso en el gusano. (Venus en el Pudridero, 9).
Ante un ambiente festivo, abundante y rico aparece en el pensamiento el símbolo del
gusano, antítesis de la vitalidad, representante de la muerte, eterno sometido,
Tiempo furioso, memoria feroz (…)
A un muerto, a un muerto se debe este mundo. (Venus en el Pudridero, 12)
dirá Anguita un par de páginas más adelante.
8 Foligno, 1991, p. 56
Pero en medio de este fúnebre contexto aparece una escena que muestra una
llamativa energía: la escena de la unión erótica de dos amantes. A pesar de que se va a
mostrar como un símbolo más de lo caduco, de lo vaporoso que puede llegar a ser el
cuerpo, la descripción es totalmente vivaz y gozosa. El suceso forma parte de un relato
de 115 versos que comienza así:
Os contaré, amantes, qué hacéis cuando estáis juntos; lo que yo hice y sentí
en aquel huerto de espigas corporales (Venus en el Pudridero, 15)
Una voz le habla probablemente a los jóvenes entusiastas del amor que no han asumido
todavía la brevedad de sus cuerpos. Una voz que experimentó una curiosa forma de
unión amorosa, forma que postulo es similar a algunos textos espirituales previos.
Todo comienza en este “huerto de espigas corporales”, donde nos encontramos
con dos símbolos bastante potentes: el gallo erguido y la luna. Siendo uno el atributo
masculino y el otro el femenino, ambos se encuentran simbólicamente situados en la
verticalidad, postura que permite sólo dos opciones: la subida o el descenso.
Evidentemente una figura en este poema es receptora (la luna) de la otra (el gallo
erguido), aludiendo a los órganos genitales:
El gallo a mitad del día, erguido para el amor y la luna que espera al ave de fuego,
mojada, abierta y silenciosa (Venus en el Pudridero, 15)
Tras esta disposición el amante se apodera de la amada de una manera
completamente visual:
La tomé por la mirada, rebanando con mi vista su entrecejo,
y desde ahí, humedecí con su vista mis manos y con mi vista su cuerpo,
(Venus en el Pudridero, 15)
Luego de este intercambio de miradas es que se comenzará a gestar la unión de los
amantes, perdiendo cada uno su propia identidad:
Ella tomó mi boca con su boca, llenar un hueco con otro hueco,
para partir unidamente exhaustos. Mis labios son yo que salgo; los suyos son yo que entro.
Y nos reconocimos íntimos y temblorosamente obvios.
Comencé a ser mi semejante (Venus en el Pudridero, 16).
Y antes de que se elabore esta semejanza nos encontramos con unos decisivos versos
que harán de este encuentro amoroso un encuentro también extraño:
Su cabeza era una blanda caverna donde se escondía el torrente, el que me llevaría hacia abajo, a las zarzas de sigiloso esplendor
(Venus en el Pudridero, 15)
Entre bocas, labios, cinturas, manos y miradas, ¿qué hace ahí una cabeza; cual es
su función?, ¿cuál es ese torrente situado en la cabeza de la amada y de qué caída se
trata?, ¿qué son las zarzas de sigiloso esplendor?
Cabeza, agua y caída se presentan como tres figuras de fuerte simbolismo. Aquí
las relaciono de manera respectiva con el conocimiento, el lenguaje y la muerte. Cuando
el amante está accediendo a una experiencia superior a través de la cabeza de la amada,
es que está llegando a adquirir un conocimiento fluyente. Siendo la cabeza tradicional
símbolo de conocimiento del mundo, es también el lugar más próximo a la divinidad. Y
es una parte del cuerpo que además en el poema contiene un torrente escondido, es
decir, una fluidez que se había mantenido oculta. Gaston Bachelard en El agua y los
sueños concluye que “el agua es señora del lenguaje fluido, del lenguaje sin choques,
del lenguaje continuo, continuado, el lenguaje que aligera el ritmo, que da una materia
uniforme a ritmos diferentes”9. Me parece la de Bachelard una posible explicación de
los recursos formales de este fragmento: fluido, continuo, de ritmo ligero.
La escena incluye también un descenso, una caída, que es un gesto que de
acuerdo a Gilbert Durand se origina en el mismo nacimiento humano, cuando el recién
nacido debe pasar de lo alto del útero a lo bajo de la tierra. Es por eso una experiencia
común a todos, todos hemos caído en el nacimiento, una caída que es recordada también
en el proceso de cuando el niño aprende a caminar, luchando contra la gravedad. Son las
caídas las que dan cuenta de nuestra propia humanidad, de la imposibilidad de ascender
y por ello es que Durand señala que “el vértigo es una llamada brutal de nuestra
humanidad y presenta condición terrestre”10. Y esta condición terrestre está siempre
9 Bachelard, 2003 ,pp.27-8 10 Durand, 1982 ,p. 106
ligada a lo seguro e inevitable que resulta ser la muerte, que es el “resultado directo de
la caída”11.
Anguita selecciona imágenes y figuras que dan cuenta de la exploración de un
mundo oculto, que es finalmente el mundo interior. Es una exploración que, en este
caso, requiere de otro/a para ser ejecutada y que termina llevando a una cierta
aniquilación, a una muerte. Sin embargo, creo que la muerte presentada en estos versos
poco tiene que ver con la que vertebra todo el poema. Cierto es que ambas visiones se
vinculan con la eliminación del cuerpo, pero una habla de la caducidad y la otra, de la
compenetración, de la superación del mismo cuerpo:
No sé cuál de los dos compartimientos recibía y cuál donaba. Aunque desnudos, fue preciso esta inversión de los cuerpos para vaciar toda la arena, hasta quedar realmente innatos:
ella y yo, pasado y futuro, uno consumado, el otro consumido.
(Venus en el Pudridero, 19).
La necesidad de trascender el mundo físico, el cuerpo, se hace evidente en un
desesperado momento:
¡Oh cuerpo nunca completamente poseído!
¡Los cuerpos no osen tocar el misterio del cuerpo! (Venus en el Pudridero, 19)
¿Cómo no pensar en las exclamaciones similares de san Juan de la Cruz en Llama de
amor viva? “¡Oh llama de amor viva/ que tiernamente hieres/ de mi alma en el más
profundo centro!/ Pues ya no eres esquiva/ acaba ya si quieres,/ ¡rompe la tela de este
dulce encuentro!”12. Esa tela, ese cuerpo, son imágenes que advierten la confusión entre
espiritualidad y carnalidad que se genera a través de la herida:
Me insertaré tan hondamente que quedaremos confundidos
más que un hecho con el tiempo que ocupa (Venus en el Pudridero, 20).
El poema continúa su delirio amoroso entre constantes entradas y salidas del
cuerpo de la amada. El amante entra y escapa hasta instalarse en un espacio muy
11 Durand,1982 ,p.107 12 Juan de la Cruz, 2009, p. 805
particular, el entrecejo. Desde ahí, desde ese lugar que se sitúa muy sutilmente por
sobre la mirada, se consuma el cortejo que da fin a este fragmento de Venus en el
Pudridero:
Un paso infinito y que nunca llega a realizarse es la mirada de la mujer que recibe al hombre;
sobre su nariz, el entrecejo es el puente atravesado sobre el goce y el río,
para que yo mida mi alcance, mi agonía y mi consumación
(Venus en el Pudridero, 20-1).
Desde el entrecejo también es que surgen dos potentes elementos que creo
fundamentales en el poema de Anguita y que ahora explicaré. Ellos dan soporte al
vínculo con la mística que propongo, y son la caída, ya levemente esbozado, y la herida.
Ambas figuras trabajadas en Venus en el Pudridero están vinculadas con la fusión de
los amantes, una fusión que a través de estos dos símbolos dan pie a la disolución de
identidades particulares para vincularse en una extática equivalencia.
Si nos situamos en el París medieval, nos encontraremos con una llamativa
mujer: Margarita Porete. Una beguina13 que fue quemada junto a su libro en la Place de
Grève un 1 de junio de 1310. Margarita escribió El espejo de las almas simples. Fue
sentenciada por promover en ese libro una herejía llamada “del libre espíritu”, que
postula una pureza de alma tan potente, que ya no requiere pedir nada; ni virtudes, ni
beneficios, ni si quiera el mismo Dios. La finalidad es el vacío. El destino es la nada.
Pero antes de llegar a ese estado de absoluto desprendimiento, Margarita
construye un complejo camino en este su único libro. Está dividido en dos partes, la
primera consiste en diálogos entre variados personajes: Doncella de la Paz, Dama
Amor, Alma que escribió este libro, entre otros. Luego, en la segunda parte, la autora
adquiere una voz en primera persona que la hace parecer lo más posible a una
autobiografía. Pero la estructura se torna más compleja cuando la autora propone los
siete estados por los que se debe pasar para llegar a la vía deseada. Estos siete estados
incluyen, además, la presencia de una escalera que es acompañada de un segundo
sistema que es totalmente descendente: ahí es donde se debe emprender tres muertes (al
pecado, a la naturaleza y al espíritu) y tres caídas (caída de las virtudes en Amor, caída
13 Las beguinas eran seglares que se dedicaban a vivir una vida mendicante similar a la de las monjas, pero sin reglas ni comunidades específicas.
del Amor en la Nada y caída de Nada en Claridad Divina). El resultado es que el alma
logra compenetrarse con la Divinidad: “Amor ha transformado al Alma en él mismo”14 .
Y cayendo es también como Eduardo Anguita logra fabricar la unión indisoluble
entre los amados:
Estrechamos la condena y caímos veloz
por la corriente que arrastra juntos al pájaro y al vuelo (Venus en el Pudridero, 17)
Algunos versos antes de que comience el episodio amoroso al que me estoy
refiriendo, el autor modula toda una reflexión en torno al amor ligada a la muerte y la
caducidad de los cuerpos, concluyéndola de la siguiente manera:
No lamentes la ausencia de la semilla,
ama grandemente el fruto dado. La semilla debe morir
(Venus en el Pudridero, 13)
Como Porete, Anguita está insinuando una significación de la muerte que la
establece como momento de vital nacimiento espiritual. Por eso es que el episodio
amoroso se produce “en las zarzas de sigiloso esplendor” (15) que se localiza bajo una
superficie. En lo bajo, se ubica lo alto, tal y como advirtió J.C. Cooper al indicar la
relación que guarda la caída con lo humano. En una exquisita composición entre
paganismo y divinidad, Eduardo Anguita consigue dar carne a esa paradoja que señala
que cuanto más se desciende, mayor lugar hay para el ascenso. El esquema vertical que
el autor organizó ya comenzado el fragmento, anula esa misma verticalidad gracias al
descenso. Pero ese descenso no se exime del dolor, tiene consecuencias en el cuerpo que
se marcan indisolublemente. Esas marcas son las llagas, las heridas, las mutilaciones
que deja la experiencia espiritual.
Una imagen del salterio de Bonne de Luxemburgo es la portada del libro La
mirada interior preparado por Victoria Cirlot y Blanca Garí. En ese texto, las autoras
dan a conocer la vida y obra de una serie de mujeres medievales que se dedicaron a
relatar sus experiencias espirituales. La imagen es anónima y retrata una de las llagas de
Cristo. Su forma es la de la tradicional mandorla (italianización de almendra), figura
que representó desde los siglos XI al XV lo celestial. Usualmente, dentro de la
14 Porete, ,2005, 28, 9-11
mandorla se ubicaba la misma figura de Cristo,
encerrado en este signo que enmarca su divinidad. Por
eso la mandorla es el sistema utilizado para identificar
el espacio propio de lo sobrenatural, la figura que indica
que lo que sucede dentro de ella no es de este mundo,
no es cuadrado, no es esférico. Es un óvalo cuya fisura
vertical expresa la necesidad de atravesarlo, de buscar lo
escondido que hay dentro de esa herida abierta.
Por eso la mandorla es también una llaga. Una llaga
abierta. Esa herida que el incrédulo apóstol Tomás tuvo
que traspasar con su mano para poder identificar la
presencia carnal de Cristo. La herida de la que habría
brotado sangre y agua tras la Pasión de Cristo y que
posteriormente se convirtió en una marca de espiritualidad para muchos místicos. San
Juan de la Cruz, por ejemplo, comienza el Cántico espiritual preguntando: “¿Adónde te
escondiste, / amado y me dejaste con gemido?/ Como el ciervo huiste,/ habiéndome
herido;/ salí tras ti clamando y eras ido”15. En las representaciones de los éxtasis de
santa Teresa de Ávila nos encontraremos siempre con la imagen de un ángel a punto de
clavarle una estaca en el corazón a la santa, pues así relató ella su experiencia. También
la tradición indica que, una vez martirizado, a san Ignacio de Antioquía le habrían
sacado el corazón encontrando los verdugos en él una marca similar a la de la mandorla
junto con la sigla IHS. El santo había declarado en el juicio que lo llevó a su muerte que
él llevaba a Cristo en el corazón. Y lo llevó literalmente en forma de herida.
Lorenzo Lotto, La Virgen y el Niño con san Ignacio de Antioquía, 1508, Galería Borghese, Roma // Detalle
15 Juan de la Cruz, 1991, p. 17
La herida de Cristo/Arma Christi (anónimo francés), del Salterio de Bonne de Luxemburgo (1345), fol. 331r, The Metropolitan Museum of Art, New York, The Cloisters Collection, 1969 (69.86).
Amador Vega en su texto “Experiencia mística y experiencia estética en la
modernidad” explica que “la herida de Cristo en el costado señala el final de la vida
corporal y el comienzo de la vida sobrenatural; para el creyente, además de ser una
imagen devocional de la pasión y muerte de Jesucristo, es también un símbolo de la fe
en la resurrección: la llaga abierta es la puerta de entrada para quien inicia la vía de la
imitatio Christi: una entrada al desierto y a la noche (…) travesía a un nuevo modo de
ser”16. Ese amoroso daño al cuerpo parece un camino seguro para acceder a un
conocimiento espiritual superior, para acceder a lo que Anguita se refirió como “el
huerto de espigas corporales” (15). En ese lugar demuestra cómo por la herida se
atraviesa hacia lo desconocido, hacia esa vida nueva, que termina muchas veces nutrida
por el éxtasis: “tiemble tu herida previa” (20). Una herida que también se renueva,
convirtiéndose en nuevas marcas que permiten la fusión: “tus nuevas llagas me recorren
como una madre al fuego” (20). La nueva vida otorgada por el traspaso de la herida ha
sido elaborada sólo gracias al cuerpo. Ahí, en el cuerpo, se instalan las llagas, sólo el
cuerpo guarda la potencia del traspaso. Gracias a una cabeza, a una mirada, es que se ha
podido dar paso a esta nueva composición del ser, que es ahora, en palabras de
Margarita Porete, un ser simple.
Bibliografía
- Anguita, Eduardo. Venus en el Pudridero, Santiago, Editorial Universitaria, 2011.
- Álvarez, Javier. Éxtasis sin fe, Madrid, Trotta, 2000.
- Bachelard, Gaston. El agua y los sueños, México, FCE, 2003.
- Durand, Gilbert. Las estructuras antropológicas de lo imaginario. Introducción a la
arquetipología general, Madrid, Taurus, 1982.
- Foligno, Ángela. Libro de la vida. Vivencia de Cristo, Salamanca, Ediciones Sígueme,
1991.
- Maillard, Chantal. Contra el arte y otras imposturas, Valencia, Pre-textos, 2009.
- Porete, Margarita. El espejo de las almas simples, Madrid, Siruela, 2005.
- San Juan de la Cruz. Cántico espiritual, Burgos, Monte Carmelo, 1991.
---. Obras Completas, Burgos, BAC, 2009.
- Vega, Amador. “Experiencia mística y experiencia estética en la modernidad” en La
experiencia mística, Ávila, Trotta, 2004.
16 Vega, 2004, p. 261