"Malacostumbrismo" (selección)

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La gran familia puertorriqueña Una lengua de cuero silbaba por los aires. Sus chasquidos sobre mi espalda escribían “furia” repetidas veces. Traducían lo que el puño de mi padre no sabía decir. Para esa primera vez, yo tenía cinco años. Mi papá descansaba en la butaca al poco rato, conmigo a sus pies. Los niños aprenden a actuar como los perros. Mi mamá era clarividente; él, espiritista. Un día de las madres, pai le tomó la cabeza entre las manos y restralló contra la pared aquella bola de cristal. Vidrios tintos chorreando por el muro, gotereando en un piso pulido de colores. Me desboqué a gritos por un camino donde nadie aparecía. De regreso a casa, la lengua encuerada bur- lándose de mí, trabada por piernas y brazos. Con el tiempo, mami siguió fuma-que-te-fuma, fumando, esfumándose…, ahogando en humo sus visio- nes, para nada prometedoras. Inhalando/exhalando, se hizo menos persona. Una cajetilla de cigarrillos le agua- ba de alegría los ojos. No hacían falta facultades espiri- tistas para conocer las consecuencias del vicio. Debía ser más honroso morir por mano propia. Una cicatriz en la muñeca me recuerda que debo sumar el suicidio a mi lista de fracasos. Herir una mu- ñeca parece a golpear a una mujer. Me asemeja a mi papá. Espulgar formas pasivas de erradicarme, camu- fla pensamientos de muerte tras una cortina de humo. Idéntico a mi madre. Soy fruto de la re-producción. Ésa era mi familia, institución básica, semilla del país. 9

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La gran familia puertorriqueña

Una lengua de cuero silbaba por los aires. Sus chasquidos sobre mi espalda escribían “furia” repetidas veces. Traducían lo que el puño de mi padre no sabía decir. Para esa primera vez, yo tenía cinco años. Mi papá descansaba en la butaca al poco rato, conmigo a sus pies. Los niños aprenden a actuar como los perros. Mi mamá era clarividente; él, espiritista. Un día de las madres, pai le tomó la cabeza entre las manos y restralló contra la pared aquella bola de cristal. Vidrios tintos chorreando por el muro, gotereando en un piso pulido de colores. Me desboqué a gritos por un camino donde nadie aparecía. De regreso a casa, la lengua encuerada bur-lándose de mí, trabada por piernas y brazos. Con el tiempo, mami siguió fuma-que-te-fuma, fumando, esfumándose…, ahogando en humo sus visio-nes, para nada prometedoras. Inhalando/exhalando, se hizo menos persona. Una cajetilla de cigarrillos le agua-ba de alegría los ojos. No hacían falta facultades espiri-tistas para conocer las consecuencias del vicio. Debía ser más honroso morir por mano propia. Una cicatriz en la muñeca me recuerda que debo sumar el suicidio a mi lista de fracasos. Herir una mu-ñeca parece a golpear a una mujer. Me asemeja a mi papá. Espulgar formas pasivas de erradicarme, camu-fla pensamientos de muerte tras una cortina de humo. Idéntico a mi madre. Soy fruto de la re-producción. Ésaera mi familia, institución básica, semilla del país.

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De aquel calor hogareño, fuimos tres los expul-sados al mundo: trinidad de hermanos probando suerte por tanteo y error.

La madre

Las mujeres corrían el chisme cuando a sus hijas o a las ajenas les llegaba la regla. En los sitios alcanza-dos por la voz, otras voces amplificaban la importancia de la menstruación. Los hombres, hasta entonces encue-vados, olfateaban la atmósfera, salían en jaurías —pa-dres y adolescentes, en bares o a orilla de carreteras— a acechar a la nueva caperucita roja. Las esposas se percataban tarde de la falla: ha-berles contado a sus maridos. Exacerbaban los celos, re-doblaban vigilancia, lo cual escasamente resultaba. En mis oídos timbraban ecos de manos entre dientes, platos cayendo, puños azotando, llantos de peleas conocidas. Un sábado al anochecer nos visitaron siete u ocho individuos cuyas caras jamás habían asomado por el balcón. Mis hermanas y yo dedujimos el parentesco por cálculos aleatorios que nuestros padres tiraban en frases como: “Fulano, hijo de Sutano”, “Mengano, nieto de Perencejo, el hermano de Sutano”, hasta desembocar en el ancestro común que los enlazara al refrán “todo queda entre familia”. En el fondo, de ellos se sabía lo que sabían ellos: respondían al olor a feromona de señorita ovulando. Los reinvento salivantes. Los hombres actúan como los perros. Ninguno de ellos obtuvo el favor de mi papá. Uno lo obtuvo de mi mamá. Progenitora, supervisora de la hija, consejera de la muchacha, orientadora de la des-orientada, trabajadora social. Se detuvo en la frontera del amor. Jamás quedó claro si por su nena o por el hom-bre que se la llevaría, pero se entregó sin descanso a la faena de que se enamorara, de que lo tratara, de que lo trasteara, hasta que la chica quedó preñada de aquel

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con quien la madre hubiera querido fugarse. “Horror de horrores”, se diría en el barrio. “Deshonra”. Un atardecer, mai recibió al pariente en el balcón con mi hermana agarrada por un brazo, con un bolso de ropa en la otra mano. Los vio alejarse anegada en llanto. Aún se desconoce si lloraba porque la hija se iba o por-que ella se quedaba. Meses después, se recogió a la preñada. Dio a luz —o a tinieblas— a una niña. Joven de quince años ju-gando con muñeca encarnada. Cuando la cría cumplió siete años, la madre nos la dejó por ir en pos de un hombre menor que ella, la-drón y adicto, quien le sembró otro embrión de hembra bajo las costillas. Él dejó de ver a su beba cuando ella recién abría los ojos. Sería visto por ella dieciséis años más tarde, cuando él ya no abría más los suyos. La madre pródiga retornó a nuestro paraíso para reunir a las frutas de sus entrañas.

El hijo “¿A mí? A mí eso no me va a pasar”, y me tiré del corral dizque a estudiar en una universidad. Fue mi turno de experimentar avenidas nocturnas sondeando males para escoger los mejores. Tropecé ante un turista europeo con pinta de adinerado y pistola atascada en la correa. Recordé la lengua de cuero que me hablaba furiosa cuando niño: “Este tipo tiene poder. Nada me fal-tará”, pensé y me alié a su fuerza. Los perros se huelen el culo. Seguí al pastor ale-mán hasta los Estados Unidos. Él lavaba ropa cada tres días, planchaba los cal-zoncillos, les sacaba filo a los mahones, ubicaba los gan-chos en el armario con dos dedos de separación entre sí y me mordía el cuello con la garra izquierda cada vez que se nos daba el sexo. Él fregaba los trastes en cuanto aca-baba de comer, restregaba las divisiones entre las losas

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con un cepillo de dientes, colocaba los discos compactos en orden alfabético por apellido de cantante y coleccio-naba navajas de distintos tamaños en el tope del ropero. Él dormía con cuatro armas cercanas a la cama, tenía tarjetas de identidad de países a los que nunca fue y guardaba un álbum con fotos en las que abrazaba cadá-veres acribillados a balazos. Compré un boleto de avión, tomé identificacio-nes, me revolqué con un vecino nicaragüense que reco-gía muñecas de la basura y las lavaba para enviárselas a su niña centroamericana, y abandoné el país de las oportunidades rumbo a la perrera boricua. Regresé al cercao. Me interceptó un perro de ver-dad por la vereda, agitando el rabo, jadeando como feliz de verme. Le espeté un puntapié desbordado de odio por su buenaventura y caminé hacia casa maldiciendo la vida. Mi cama en medio del pasillo separaba dos ha-bitaciones. No podía dormir sin soñar y, como aprendí de nene, empecé a amanecerme sólo para negarme los sueños. A la semana, una navaja de afeitar trazó otra línea cobarde y paralela en la misma muñeca que había visto la primera: nuevo intento fallido de aniquilar el único cuerpo que conozco desde que nací. De cuando en vez, me asomaba por la ventana. Muy por lo bajo, temía que, en algún momento, nudillos germánicos tocaran a la puerta, cámara en mano y pistola en cintura, pidien-do un sofá donde fotografiarnos. Familia, institución básica. Mi madre, nublándo-se de humo. Me esperancé en que el reloj girara maneci-llas para que mi padre envejeciera o vulnerara. Atesti-güé el hogar superpoblado por otro retoño de la hermana mayor, que siempre adoleció superávit de libido y déficit marital. Era la oportunidad para que la menor, en quien se anegaban todas las ganas de largarse al infierno, fi-nalmente despegara.

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La santa espírita

La más joven, la nívea, la casta. “Parece una vir-gencita”, dijeron un domingo en la iglesia. “Vino a traba-jar la obra”, aseguraron en el centro espiritista después de la misa aquel mismo domingo. La idolatraban. Reci-bía todos los regalos para todas las festividades en todos los almanaques. Mami visualizó un espejo. En vez de reflejarse, halló a mi hermana mayor. Forjó una imagen de papi creyendo que me encontraría, pero vio mi mal futuro en la astilla de una bola de cristal reventada ha-cía años, aún fugitiva entre las cerdas de la escoba. Para la menor, no fabricó visiones. La hizo repetir, mañana y noche, que se haría monja. La mayor y yo reverenciábamos su belleza: tanta hermosura tenía que doler. ¿Cómo el útero pudo escupir-la chapada en oro? Hasta se juraba que papi era blanco. “A la tercera, va la vencida”, nos pasó por la mente cuan-do se fugó con un tipo que le doblaba la edad, aunque nadie nada dijo. “Las paredes oyen”; “el polvo del piso amontona susurro de caminos”; “callar, si no salva de la muerte, la retrasa”… Confirmé que el silencio era peca-do mortal. Mi hermanita fue bendecida con un contador gua-po y canoso, asistente del Secretario de Salud; con dos autos, tres casas y cuatro hijos. Cuenta bancaria, nevera abastecida, colegios privados, vacaciones veraniegas en casa-club… cosas nunca antes vistas (al menos, por no-sotros). Bonanzas le dio la vida, esa que da sorpresas. Junto al marido se escurrió una suegra casi muda en silla de ruedas, con dos pasatiempos: hacer ruidos por la traqueotomía y secuestrar la televisión para ver novelas. Salpicaba las horas insultando al esposo, ca-gándose encima para que él la limpiara, recriminándole a la nuera, con resoplidos y gestos, por haber seducido a su hijo para vampirearle los dígitos acumulados en el banco.

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El suegro y su gran corazón padecieron un in-farto. La cama que lo acogió en el hospital se negó a de-volverlo. La vieja quedó atravesando habitaciones en su trono de ruedas, ya sin voz ni ganas de telenovelas con Lucero. Cuando comenzó a recibir dinero del gobierno gracias a su adorado difunto, el más joven de sus hi-jos descubrió súbitamente el gran amor que le tenía y la refugió en su apartamento. Antes de abandonar a la familia, agitó los brazos y disparó seis anatemas por la traqueotomía para condenar al cincuentón por someter-se a las zarpas ambiciosas de mi hermanita. Mi cuñado enfermó de una pierna. El Departa-mento de Salud no respondió por él. Por una célula, se desplomaron dos autos, tres casas y la educación privada de cuatro hijos. Por ese desplome, cientos de fantasmas le alucinaron la cabeza. Por las alucinaciones, contem-pló la horca, el accidente automovilístico, el set de cuchi-llos en un estuche de madera al lado del fregadero y los cuerpos de sus hijos y de su esposa repartiendo estelas de sangre por la sala. Por sus contemplaciones, mi her-manita, flaquísima y aborrecida, desfiló camino a casa. Apareció como un árbol, con cuatro criaturas —frutas o tumores— brotando del tronco y de las ramas. El cuñado quedó solo en casucha miserable con todas las variables a su favor para probar si el pulso de veras era tan fuerte como el supuesto deseo de traspasarse las vísceras. Un día mi madre empezó a regañar a dos niños imaginarios que se sentaban de noche a los pies de su cama. La pellizcaban, le halaban las piernas para lle-vársela. Sus alaridos viajaban lejos. Cierta madrugada, mi padre se hartó. Una canasta de cerámica voló del co-medor al cuarto y agrietó por última vez la bola de cris-tal de la cabeza materna. Sin mami en casa, mi hermana mayor asumió responsabilidades. Papi, consciente de que “las paredes oyen”, ensordeció de vejez o envejeció de sordera, por si acaso algún día se atrevían a hablarle. La menor desapa-reció con los hijos; compartió apartamento con su mejor

amiga. Yo lié los bártulos, marché calle abajo rogándoles a Dios y a los santos que me pusieran frente a un mejor amigo que se ocupara de mí como aquella mejor amiga atendía a mi hermanita. Así era mi familia, semilla de Puerto Rico. La gente se retorcía buscando escapatoria, pero allende montañas y horizontes siempre se impuso el mar. Nunca hubo más alternativa que volver al nido de alambres de púas, sedientos de futuro, con el rabo entre las patas.

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Un huevo hervido es el primer desayuno que re-cuerdo. Antes de que la luz llegara a mis ojos, la música entraba a los oídos. En casa, la radio servía para sinto-nizar sólo tres estaciones: la emisora católica durante la madrugada, a través de la cual la gente alababa por nosotros, rezaba por nosotros, rogaba por nosotros; la salsera durante el día, con la que realizábamos faenas a son de hombros, torso y cadera, y la de boleros domi-nicales, que recesaba de diez a una para transmitir en directo desde el hipódromo. El indicador rojo en la pan-talla radial oscilaba entre ellas según el momento, las demandas del alma y el jinete favorito. A las cinco de la mañana, nos espantaba el sueño un estribillo: Al ama-necer, Dios está conmigo; al amanecer, Él conmigo está, reciclado a lo loco por un coro para asegurar que la isla entera sacudiera su modorra. Aquella madrugada, algo me presionaba la cara. Quedé de ojos cerrados y oídos abiertos. Ningún cántico anunciaba la hora. La claridad no se filtraba por las pes-tañas para decir que el sol ya trabajaba. Tenía que ser de noche, y siendo como es la oscuridad, podía tratarse de demonios que intentaban poseerme. Por el barrio bu-llían historias de personas a quienes los fantasmas les halaban las patas para llevárselas. “Si te llaman y no conoces la voz, no contestes”, me instruyeron, “Puede ser el Diablo”.

Cómo se pela un huevo

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Tieso y tibio, familiar y violento. Lo acompañaba un enjambre de dedos enredados en mi pelo. Me agarra-ron la cabeza y me estrujaron, contra el báculo carnal, la boca sucia. Me sobaban el cuello, aplastaban las ore-jas, las soltaban. El silencio zumbaba el rumor de dos cosas: la noche y su abandono. Olor a tierra y vello en las narices. Sabor a hierro en la lengua. El llanto se em-pozaba en las comisuras de mis labios. Mi lomo flaco de once años se arqueó para disparar la flecha de su náu-sea, pero aquello se adelantó. De un halón, una garra me echó hacia atrás. Un chorro cálido de vetas amargas me abofeteó la frente, las cejas, la barbilla. Se mezcló con lágrima y saliva cuando inyectó mi garganta. Mis tímpanos captaron roces: tela sobre piel, bra-gueta/botón, cuero contra hebilla, metal contra metal, correa contra pasacinto. Un par de suelas enmudecía a la distancia. Una voz se acampanó dos veces con mi nombre. No contesté. Sabía que era el Diablo. Un clic se activó en la cocina. El grupo de canto-res religiosos trataba de convencerme de que, al amane-cer, Dios estaba conmigo. —Dios se puede largar al mismísimo infierno —mascullé; me embollé en la colcha para anestesiarme entre las pestes del rostro y el mal aliento, soñando con dormir quince minutos más.

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Como muestra de respeto a la orden divina de nombrar todas las cosas, a mi papá se le ocurrió bauti-zar a su auto “El Quemahuevo”: un Dodge Charger de 1979, color mostaza con capota negra, que compensaba con estruendo su falta de velocidad. Siempre creí que, a pie, yo hubiese barrido el piso contra el carro en cual-quier jalda. Era un vehículo de cuarta o quinta mano,

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de los que mi padre se empecinaba en comprar, con más desperfectos que virtudes, útiles para practicar el talen-to natural que, para la mecánica, él decía tener: talento que nos legó un cementerio automotriz en el patio que nadie en el hogar quería como herencia. El Día de los Padres, papi agarró una toalla, se la echó al hombro y enfiló hacia el solar: allí donde El Que-mahuevo veía su estacionamiento y presentía su muer-te. Pensé: “¿Toalla y carro? Éste va pa la playa”, y se me trababan las piernas de contentura por alcanzarlo. —¡Felicidades, pai! —celebré con una euforia fin-gida que el agite de la carrera vendía como verdad—. ¿Pa onde vas? —A ti mismo te estaba buscando —indicó son-riente—. Móntate. Voy a pagarle a Nito unos chavos que le debo. No hizo más que terminar la oración, y yo estaba abrochándome el cinturón de seguridad. —¿Cuánto le debes, pai? —proseguí para buscar algún tema de conversación que lo distrajera de arre-pentirse. —Cincuenta pesos. —Ea, diablo. Qué mucho. ¿Por qué tanto? —No es tanto, mijo. Es que tenía que completar pa unas cosas de la casa. Lo que pasa es que, si no le pago, como es prestamista, aumentan los intereses. Para entonces, aunque oí con atención, no enten-día bien lo que aquello significaba, pero no necesitaba medio dedo de frente para interpretar que, de no pagar a tiempo, se fastidiaría. Por eso, lo dejé tranquilo. Conti-nué absorto en el camino que pasaba ante mí a cámara lenta mientras el auto despotricaba sus caballos de fuer-za. Una vez en casa de su amigo, papi salió del carro, cruzó por el frente para entrar por mi lado. “Qué mierda. Me quitó la ventanilla”, protesté entre sienes. Sin em-bargo, me controlé para no meter la pata y garantizar viajes posteriores.

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—Guía tú, Nito, pa que cuando lleguemos le en-señes al nene —desabroché el cinturón y me afinqué en el centro. El tipo se montó. Blanco con ojos achinados. Te-nía descuido en la barba. Apestaba a sudor, como cuando uno jugaba y sabía que hallaría en el cuello cuatro líneas de tierra en cuanto se viera al espejo. Alguien le había sembrado matojos en los sobacos. Afloraban sobre la ca-misilla gris con orgullo semejante al que una maleza de rizos le pronunciaba en el pecho. A Nito le colgaba una verruga de la oreja dere-cha. Quedé abstraído en sus detalles. Papi me espetó un codazo que me recordó un refrán que siempre le habita-ba la boca: “El hombre de verdad es callado y discreto. A los chotas los matan en la cárcel”. Desde que tengo uso de razón, ha sido deber y obligación para mí, como hom-bre que soy, ya que lo soy, serlo “de verdad”. Cuando arribamos a la cumbre solitaria de un monte en donde solo la calle estrecha testificaba a fa-vor del progreso, Nito se preparó para enseñarme a con-ducir. Estacionó el auto, se apoyó contra el espaldar, se levantó de pelvis, desabrochó la correa, se bajó el pan-talón. Enseñó una monstruosidad que, según advertían los cantazos del corazón, me iba a herir con fuerzas de caballo. Traté de escapar por el otro lado, pero ya papi había puesto una mano sobre el elástico ceñido a mi cin-tura, aprovechó mi reflejo y, de un halón, lo deslizó casi hasta las rodillas. Yo me llevé las manos a los ojos para no creer. Subí los hombros, abrí la boca… —Te callas que son cincuenta pesos —me dijo—. Los hombres no lloran, y tú eres bien machito, ¿verdad? —preguntó con tono que exigía respuesta. —Sí —contestó mi miedo ahorcado del galillo. —¡Duro, puñeta! —enfatizó. —Sí —respondió con igual intensidad una voz que me abandonaba.

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—Toma —me hundió la cara en la toalla, a la que me aferré con ambas manos y con todos los dientes—. Así se hace, mijo —añadió mientras me acariciaba. Yo me sentí raramente feliz porque papi casi nunca hacía saber que me quería.

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De viernes a domingo, él desaparecía. Pertenecía a una agrupación de electricistas, plomeros y conserjes que pellizcaban guitarras, despeinaban güiros, despo-jaban maracas, en bares polvorientos repartidos por la isla: sitios malolientes, malhadados, maléficos, cuya au-diencia consistía de un fracatán de borrachos para quie-nes un peo y la Misa en si menor eran sinónimos. Mi padre se impuso en casa un jueves. Decidió que quince años me capacitaban para ir de juerga. Él me mantendría cercano a la tarima. De tanto en tanto, yo sorprendería al público con una pieza. Con mi juventud y la ayuda de Dios, algún cazatalentos los liberaría de la pobreza con el contrato millonario que sus amigos y él esperaban desde 1955. En la memoria, he bautizado este recuerdo como la noche de los quinientos años. Sábado. Luna nueva. En vano intenté localizar luces en el cielo. —Al parecer, hoy todas las estrellas… eran fuga-ces —comenté. A mi edad, en aquel lugar, a aquella hora, pade-cía la mayor catástrofe: el aburrimiento. Cabeceaba al son de pésimas imitaciones del Cuarteto Marcano, de la Sonora Matancera. Aberraciones similares amplificadas por el cucarachero vibrante de dos bocinas. Un maracazo me aterrizó en el casco y quedé como si fueran las dos de la tarde. —Vete a la guagua y duerme —ordenó mi papá—. Todavía nos falta un set.

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Receso. El conjunto se reunía junto con varias doñas maltrechas de rostros garabateados. Las tasé. Me fijé en él: canas de mala vida, tambaleo cervecero, la cin-tura del mahón. Aquella “cintura” estaba marcada por una correa que cifraba esperanzas en el primer orificio. La “correa” era un anillo que rodeaba, desde el norte trasero hasta el sur delantero, el saturno de su barriga. Papi: un viejo más implorando, al ritmo de Mayarí, que su cabellera no estuviera blanca. Lo vi internado en su asilo de ancianas/pasiones. Me retiré al autobús de los músicos a soñar con los angelitos. La portezuela se deslizó con timidez. Me desper-tó el anuncio de una pisada. Sentí tacto persistente y me moví un poco. El pianista comenzó a tocar. —Bebé —se trepó, delatado por su peso y la bar-ba alfilereándome la nuca. —Ujum —soltó mi cara soñolienta contra el si-llón. Sacudido en mí, me lo sacudí de encima. Salida. Entrada. El guitarrista y su instrumento. —Baby —expresó la nicotina en el esmalte de sus dientes. —Ujum —exhalé aguantando la respiración. El vehículo se mecía. Se estremecía. En interva-los, cada cual tocaba un bolero a su Bebé en la furgoneta abierta. Bebían, fumaban, olían y meaban. Se reían de como el otro hacía lo que hacía por donde lo hacía. Nueve voces susurraron la misma melodía detrás de mi cere-bro. Mi papá llevaba la voz cantante. Ebriedad y humo hasta en el pelo. Baba, sangre, polvo, mierda entre las nalgas. Papi me tomó del brazo con mucha gentileza. Me apeó de la guagua. Me lavó con agua de un galón. Me entregó una toalla lo más bonita con diseños playeros. Me condujo de nuevo al asiento. La portezuela se deslizó callada, discreta, como los hombres de verdad. La guagua tenía que ser masculina. Calculé la edad de aquel conjunto para dormir-me. Me cayeron cinco siglos encima.

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Regresamos a casa domingo por la tarde. A la mesa, dinero y arroz con revoltillo. Yo comía; él contaba. La exaltación le columpiaba los labios. Comentó radian-te que la semana siguiente daría un concierto en gran-de. La situación mejoró. Una máquina de videojue-gos se parasitó al televisor. Con el tiempo, sustituyó a Radio Oro, la emisora divina, y demás estaciones inúti-les. La bicicleta de moda correteó por el solar: allí donde El Quemahuevo yacía junto a sus ancestros con un árbol brotando a un lado del motor. Hubo clases de solfeo y canto con las que, a costillas mías, la cofradía de patriar-cas planificaba la fama. Sus arcas financieras se alimen-taron con actividades privadas. El Club de Leones, los Caballeros de Colón y la Logia Masónica, cantaban a viva voz Si hubieras visto a Bebé / con la música por den-tro, pero mi padre y sus compinches fueron electricistas, plomeros y conserjes, hasta la muerte. El grupo se encogió: a quinteto, a cuarteto, a trío, a dúo, hasta que Nito probó suerte en las lechoneras como “el hombre orquesta”, pendiente de que el cazata-lentos lo acorralara en el estacionamiento de El Rancho de los Trovadores. Falleció hace dos años, a los setenta y siete, amparado por la limosna estatal. Yo los abandoné cuando papi pasó a mejor vida. Aquel día memorable, me arrimé al féretro, le besé los pies y lo bendije. Me dio lo mejor que pudo.