Lenguaje y violencia

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Lenguaje y violencia La razón política, otra vez, se impone, por más que aún tenga sentido la propuesta que en su momento Platón hiciera: el mejor de cualquier Gobierno y Administración de la cosa pública sería una gestión en manos de filósofos, poetas y otros ciudadanos de difí- cil sumisión y disciplina. Pero el mejor de cualquier Gobierno por suerte todavía no se ha dado, por muy ilus- trados que algunos en ciertas épocas de nuestra historia nos hayan parecido. Y, de ser posible, ojalá tarde en instaurarse. Mien- tras tanto, seguirá quedando un espacio libre para la imaginación y la creatividad, com- portamiento contestatario tan genuinamente humano. Estimo por ello y en consecuencia, que no es una temeridad afirmar que el uso de la palabra pertenece al reino de la utopía, en tanto que su ab-uso a¡ de la realidad. NOTAS [1]. Es decir, condiciones forzadas, construi- das; sujetos diluidos, inexistentes por ilocali- zables. ROMÁN REYES LENGUAJE Y VIOLENCIA (2009) -¿Por qué no acuden ya al agora, como so- lían, nuestros ilustres oradores para pronun- ciarnos sus bellos discursos y expresarse hermosamente? -Porque hoy llegarán los bárbaros, ellos, los que detestan la elocuencia y las elegantes arengas. (C. P. Cavafis, Esperando a los bárbaros) 0. INTROITO ET NARRATIO [ 1 ] El digno propósito filosófico de reducir la violencia mediante la sustitución de acciones no verbales por acciones eminentemente verbales cuenta ya con cierta raigambre. Una antigua y venerable tradición occidental ha venido valorando el lenguaje como una esfe- ra en que los arrebatos y embates de la prác- tica no lingüística siempre podrían serenarse, por cuanto en él se despojaría de todo ins- trumento bélico a los contendientes y se les dejaría frente a frente con la sola arma de las palabras -mucho más benigna, de por sí, que tantos otros artefactos de lucha: como dijera ya el presidente Azaña (1980: 102), «ha- blando el ejército a cañonazos, ¿quién podría oponérsele?»-. De ahí descendió también la idea, rastreable desde el ciceroniano De in- ventione, [2] de que el diálogo razonado en- tre interlocutores constituye ya de por sí un triunfo de la argumentación (y por ende, de la racionalidad) sobre la fuerza física (Toffa- nin, 1933), una victoria de la fuerza de las razones por encima de la razón de la fuerza (Nicol, 1970); y de que, consiguientemente, el diálogo intersubjetivo puede ya alzarse por solo como valor ético y político que cabe invocar desde toda perspectiva intelec- tual que aspire, corno es razonable, a la re- ducción de la violencia. Si, como expresara bellamente Bar-Hillel (Jacques, 1990, 153), «en el discurso, la paz es más profunda que la guerra», parece que resultaría en principio atractivo para una ciencia social que se quie- ra critica asumir como propio un proyecto ético-político que se sumase al plan que Vattimo (1987: 93) ha descrito filosófica- mente como aquel de «proseguir el movi- miento de "disolución" ecularizador en que el ser [...] se libera de sus connotaciones violentas -de principio se convierte en pala- bra, discurso, interpretación-»; más prosai- camente, Dupréel (1947: 76) supo caracterizar esa misma recomendación como aquella que aboga a favor del «acto moderadoro que «toda justificación [lingüística] es ya de por sí». En esto consiste probablemente el verda- dero progreso moral: en ir cada vez más ha- cia las palabras, hacia el discurso, y cada vez menos al uso de la fuerza. Quien habla no dispara, o, al menos, no debería disparar (Vattimo, 1990b, 93). Uno puede, en efecto, tratar de obtener un mismo resultado sea recurriendo a la violen- cia, sea mediante el discurso que se dirige hacia la adhesión de los espíritus. Es en fun- ción de esta alternativa que se concibe más netamente la oposición entre libertad espiri- tual y coacción. El uso de la argumentación implica que uno renuncia a recurrir única- mente a la fuerza, que uno atribuye cierto valor a la adhesión del interlocutor, obtenida con ayuda de una persuasión razonada; que uno no le trata como un objeto, sino que apela a su libertad de juicio. El recurso a la argumentación supone el establecimiento de una comunidad de espíritus que, mientras dura, excluye el empleo de la violencia (Pe- relman y Olbrechts-Tyteca, 1958: § 13; la cursiva es nuestra). [1843]

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Lenguaje y violencia

La razón política, otra vez, se impone, pormás que aún tenga sentido la propuesta queen su momento Platón hiciera: el mejor decualquier Gobierno y Administración de lacosa pública sería una gestión en manos defilósofos, poetas y otros ciudadanos de difí-cil sumisión y disciplina.

Pero el mejor de cualquier Gobierno porsuerte todavía no se ha dado, por muy ilus-trados que algunos en ciertas épocas denuestra historia nos hayan parecido. Y, deser posible, ojalá tarde en instaurarse. Mien-tras tanto, seguirá quedando un espacio librepara la imaginación y la creatividad, com-portamiento contestatario tan genuinamentehumano.

Estimo por ello y en consecuencia, que noes una temeridad afirmar que el uso de lapalabra pertenece al reino de la utopía, entanto que su ab-uso a¡ de la realidad.

NOTAS

[1]. Es decir, condiciones forzadas, construi-das; sujetos diluidos, inexistentes por ilocali-zables.

ROMÁN REYES

LENGUAJE Y VIOLENCIA (2009)

-¿Por qué no acuden ya al agora, como so-lían, nuestros ilustres oradores para pronun-ciarnos sus bellos discursos y expresarsehermosamente?

-Porque hoy llegarán los bárbaros, ellos,los que detestan la elocuencia y las elegantesarengas.

(C. P. Cavafis, Esperando a los bárbaros)

0. INTROITO ET NARRATIO [ 1 ]

El digno propósito filosófico de reducir laviolencia mediante la sustitución de accionesno verbales por acciones eminentementeverbales cuenta ya con cierta raigambre. Unaantigua y venerable tradición occidental havenido valorando el lenguaje como una esfe-ra en que los arrebatos y embates de la prác-tica no lingüística siempre podrían serenarse,por cuanto en él se despojaría de todo ins-trumento bélico a los contendientes y se lesdejaría frente a frente con la sola arma de laspalabras -mucho más benigna, de por sí, quetantos otros artefactos de lucha: como dijera

ya el presidente Azaña (1980: 102), «ha-blando el ejército a cañonazos, ¿quién podríaoponérsele?»-. De ahí descendió también laidea, rastreable desde el ciceroniano De in-ventione, [2] de que el diálogo razonado en-tre interlocutores constituye ya de por sí untriunfo de la argumentación (y por ende, dela racionalidad) sobre la fuerza física (Toffa-nin, 1933), una victoria de la fuerza de lasrazones por encima de la razón de la fuerza(Nicol, 1970); y de que, consiguientemente,el diálogo intersubjetivo puede ya alzarsepor sí solo como valor ético y político quecabe invocar desde toda perspectiva intelec-tual que aspire, corno es razonable, a la re-ducción de la violencia. Si, como expresarabellamente Bar-Hillel (Jacques, 1990, 153),«en el discurso, la paz es más profunda quela guerra», parece que resultaría en principioatractivo para una ciencia social que se quie-ra critica asumir como propio un proyectoético-político que se sumase al plan queVattimo (1987: 93) ha descrito filosófica-mente como aquel de «proseguir el movi-miento de "disolución" ecularizador en queel ser [...] se libera de sus connotacionesviolentas -de principio se convierte en pala-bra, discurso, interpretación-»; más prosai-camente, Dupréel (1947: 76) supo caracterizaresa misma recomendación como aquella queaboga a favor del «acto moderadoro que «todajustificación [lingüística] es ya de por sí».

En esto consiste probablemente el verda-dero progreso moral: en ir cada vez más ha-cia las palabras, hacia el discurso, y cada vezmenos al uso de la fuerza. Quien habla nodispara, o, al menos, no debería disparar(Vattimo, 1990b, 93).

Uno puede, en efecto, tratar de obtener unmismo resultado sea recurriendo a la violen-cia, sea mediante el discurso que se dirigehacia la adhesión de los espíritus. Es en fun-ción de esta alternativa que se concibe másnetamente la oposición entre libertad espiri-tual y coacción. El uso de la argumentaciónimplica que uno renuncia a recurrir única-mente a la fuerza, que uno atribuye ciertovalor a la adhesión del interlocutor, obtenidacon ayuda de una persuasión razonada; queuno no le trata como un objeto, sino queapela a su libertad de juicio. El recurso a laargumentación supone el establecimiento deuna comunidad de espíritus que, mientrasdura, excluye el empleo de la violencia (Pe-relman y Olbrechts-Tyteca, 1958: § 13; lacursiva es nuestra).

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Lenguaje y violencia

El poder «disolvente» sobre la violenciapor parte del lenguaje sería tal, según estaperspectiva, que incluso logra en cierta me-dida impregnar a los agentes que no conside-ran reprobable la violencia... pero que seocupan de defender tal cosa ya dentro de lazona de desarme que es el discurso. Giorello(1988), comentando el pasaje de la Repúbli-ca platónica (338c-339a) en que Trasímacodiscute con Sócrates, constata cómo cuando

[:..] Trasímaco dice que la justicia es lo útil al• más fuerte y Sócrates comienza a interrogarlosobre ello, Trasímaco debería comenzar agolpearle. Cuando acepta introducirse en unaactividad (la discusión) que presume quepueda haber criterios de lo correcto y de lojusto diferentes a la fuerza [...] está ya conce-diendo demasiado.

O, al menos, lo concede durante el tiempoen que discute: ya que, como mínimo, mien-tras ejecuta esa acción ha amortiguado yasus afanes violentos al verse inserto en unaacción (dialógica) en la que puntualmente noejerce sobre su adversario dialéctico la vio-lencia física y contundente -esa misma en laque dice creer- con el fin de arrastrarle haciasu posición. Esta función del diálogo comomecanismo que diluye incluso la violenciadel enfrentamiento más despiadado, al sus-pender de momento cualquier otro tipo deacciones agresoras que excedan las meraspalabras, ha inclinado a autores como GuidoCalogero (1949; 1950 y 1953) o Karl-OttoApel -quien ilustra plásticamente este poderdisolvente de la palabra con la imagen deque, en el fondo, «hay dinamita, por así de-cirlo» (Apel, 1979: 341) en la práctica dialó-gica- a considerar la actitud del diálogo co-mo prototipo al cual se puede reconducircualquier otro principio moral valioso. Elúltimo de los autores citados llega incluso aconsiderar como un a priori trascendental elhecho de postular la posibilidad de una co-municación simétrica en el mismo momentoen que entramos en diálogo con un congéne-re (es decir, llega a considerar que el diálogoes algo tan importante... que queda fuera delmismo diálogo decidir su importancia: laúnica fuente ligrima de normatividad ha deser el diálogo, pero esta misma afirmaciónsobre la normatividad es un principio que nodepende de lo que quiera que hagan losagentes sociales al respecto -adoptaría así unperfil perceptiblemente metafísico, si deci-

dimos calificar con este adjetivo aquellasinstancias normativas que quedan más alláde las prácticas y voluntades humanas-). Pe-ro, sin necesidad de llegar tan lejos en elamor por el diálogo como para transformarloen la enésima figura de las instancias metafí-sicas; y con menor necesidad aún de arribara creer que en la práctica dialógica se puedanproducir las «constricciones no constricti-vas» (Apel, 1991: 59; Habermas, 1984: 144y 161) que no sin cierto oxímoron ese mismoenfoque le trata de endosar, lo cierto es quetal fuerza constrictiva de las constriccionesdialógicas -aunque sea una tautología (pare-ce que) necesaria el recordar que sí queexiste- resulta con todo mucho menos inten-sa y violenta que otras muchas fuerzas cons-trictivas que se pueden sin duda fácilmenteimaginar. Y tal podría ser el porqué (Acker-man, 1989) del diálogo como propuesta mo-ral para la reducción de la violencia.

Ahora bien, el provecho del diálogo lin-güístico como práctica que puede sustituir aotras que vierten más violencia en lo queWittgenstein llamaría el río (Flu¡) - Z: 173)[3] histórico de vida y pensamientos huma-nos posee, con todo, dos tipos de detractores.Existe, en primer lugar, un ala, que podría-mos calificar de moderada, y que se preguntasi, al fin y al cabo, puesto que en el lenguajetambién es dable la violencia (y puesto que,de hecho, es imposible eliminar en él todovestigio de cierta violenta, no dialógica, inte-rrupción del mismo diálogo, pues si no estese haría infinito y, consiguientemente, ina-ne), [4] no será un proyecto ético y políticopoco estimulante el de pretender reducir laviolencia por la vía de reconducir otras ac-ciones hacia estas prácticas dialógicas, prác-ticas que serían en el fondo igual de violen-tas en potencia, pues. Junto con este escepti-cismo hacia los frutos del diálogo se procla-ma en ocasiones (y tal es la segunda ala, quepodríamos denominar «radical», de los fusti-gadores del diálogo como principio moralestimable) una posición mucho más drástica,según la cual el lenguaje no sólo no aminorala violencia, sino que es él mismo un meca-nismo especialmente dañino para el ejerciciode ésta. De modo especialmente altisonanteexpresaría tal postura Roland Barthes (1975:120) cuando afirmó que «desde que es pro-ferida, así fuere en la más profunda intimi-dad del sujeto, la lengua ingresa al serviciode un poder [...]. Pero la lengua, como eje-cución de todo lenguaje, no es ni reacciona-

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aquellasmás allá

¡os en el^formarloas metafí-üe arribarjse puedantonstricti-1984: 144fese mismo'{lo es que¡triccionesfgia (pare-iie sí quenos inten-rzas cons-fecilmenteLe (Acker-buesta mo-a.¡álogo lin-sustituir aen lo que-Z: 173)

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t al servicio., como eje-ki reacciona-

ria ni progresista: es simplemente fascista,ya que el fascismo no consiste en impedirdecir, sino en obligar a decir». [5]

El extremismo de esta pensamiento del«lenguaje como violencia» (Mitchell: 1972)-y violencia de la peor especie, violencia«fascista»— constituye, empero, su principaltalón de Aquiles: por lo que nos detendre-mos en primer lugar a sopesar esta versiónexaltada del recelo ante el discurso como re-ductor de la violencia.

1. CONFUTA rfo AD PRÍAÍUM

Cierto es que todo lenguaje, en cuanto nuncapuede apurar hasta el final su propia justifi-cación, implica cierta violencia y silencia-miento: ahora bien, ¿tiene sentido considerarcomo «fascista» -id est, extrema- tal violen-cia de los discursos? Imaginemos que transi-gimos con tal calificativo: en ese caso, aúnnos veríamos en la necesidad de encontrarun título alternativo para caracterizar los po-deres que ejercen una potencia silenciadoramuy superior a la del lenguaje. Si accedemosa llamar «fascista» a la violencia del len-guaje (de todo lenguaje) simplemente porquenunca agota hasta el final la vía posible decuestionamientos que se pueden hacer acualquier emisión normativa (y, por lo tanto,acaba siempre por «obligar a decir», como leatribula a Barthes), entonces ¿cómo denomi-naremos a esas otras violencias que acallande raíz cualquier divergencia, inmolando abinitio a los posibles discrepantes; las violen-cias que no silencian la crítica al cabo de untiempo, sino que condenan al crítico al silen-cio eterno y lo más tempranamente posible?¿Qué nombre adjudicar a quien me amenazacon un arma antes de que yo empiece a ha-blar, para distinguirlo de quien me amenazacon su desinterés después de que yo lleve yavarias horas hablando? ¿Cómo diferenciar laconstricción que me impone mi contexto fi-nito, y que ha hecho de mí un hablante consólo una lengua nativa, de las constriccionesque se le impondrían a un hablante al que secastiga duramente cuando emplea precisa-mente su lengua materna (Consolo, 2000)?

Lo cierto es que, por debajo de reflexionescomo la recién reportada de Barthes, no pue-de sino traslucirse cierta nostalgia de unaidílica ausencia total de violencia, que seequipara a un discurso infinito (Oñate,1991), jamás interrumpido, eterno: algo asícomo un Dios-lenguaje. Es este anhelo insa-

tisfecho, tan tenazmente transparentado entresus líneas, de «un ser [todopoderoso, funda-mental] que debería estar [...] y no está»(Vattimo, 1998: 287) el que le conduce a de-sestimar después las diferencias entre ungrado u otro de violencia: se dijera que com-parte con lo que se ha denominado «pensa-miento trágico» el dramático dilema de «otodo o nada» («o bien hay alguna manera desuprimir toda violencia silenciadora -que pa-rece que no la hay-, o bien es que no se pue-de, en el fondo, aminorar ninguna -y, porello, todo es fascismo-»). Mas tal dilema noes sino un tenaz vestigio del pensamientometafísico, aquel que nos obligaba a contarcon fundamentos firmes e indubitables por-que, de otro modo, todo valdría lo mismo yse perdería toda capacidad racional de dis-cernimiento entre lo más aceptable y lo me-nos. [6] Sólo porque se ansia y consideraría,en el fondo, imaginable una eliminación to-tal de la violencia (es decir, la llegada a unpunto que no necesite ya justificarse lingüís-ticamente porque él mismo es el fundamentode toda justificación), es que se hace inso-portable el habituarse a la convicción de quesiempre conviviremos con constriccionesprocedentes de los demás (las constriccionesdel lenguaje, que sustituyen a esa otra cons-tricción llegada de un más allá exento deviolencia); y se prorrumpe así en un «lutojamás consumado» (ibid.: 286) acerca deestas constricciones «humanas, demasiadohumanas», luto que las equipara a todas porigual como «fascistas». En el momento enque se sanara de esta frustración, empero, re-sultaría mucho más sensato (y más útil siqueremos construir una praxis cabal) el po-nerse a discernir entre unas violencias yotras, aunque sólo sea con la finalidad depoder luego optar por las menores; será ental momento, sin duda, cuando no podremosseguir considerando á la Barthes el diálogocomo uno de los campos donde más violen-cia se ejerce, y podremos apostar entoncespor un proyecto social, ético y político, quelo promueva y justiprecie.

Ya el filósofo Ludwig Wittgenstein nosproporcionó en su momento un mecanismode desactivación de estos trágicos apetitosmetafísicos por el «todo» que, una vez quedesesperan de poder alcanzarlo, se precipitanpor la pendiente del «Gran Rechazo» breto-niano (es decir, en el fondo, surrealista) [7]hacia cualquier matización de lo que, a lapostre, les ha quedado. En efecto, Wittgens-

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tein considera que un artilugio fiable paraconocer cuándo nos las tenemos que ver conel uso metafísico (inhumano, pues) de untérmino es sencillamente el de comprobar siese uso admitiría un contrario semántico(B1B: 46). Imaginemos, por ejemplo, que alconocer la estructura atómica del suelo, o decualquier otro objeto que llamamos común-mente «sólido», descubriésemos perplejosque hemos estado llamando toda la vida«sólido» a un ente que, en realidad, constaen su nivel subatómico de «unas partículasque llenan el espacio de un modo tan disper-so entre sí que casi se le podría llamar va-cío» (ibid:. 45). En ese caso, posiblementenos seduciría la idea de que, al fin y al cabo,ni el suelo ni ninguna otra materia son ver-daderamente sólidos; al haber averiguadoque protones, neutrones y electrones sonpartículas que ocupan mucho menor volu-men que el espacio libre que queda entreellas, habría zozobrado en nosotros cualquierfe previa acerca de que las masas que siem-pre habíamos llamado «sólidas» sean peda-zos de materia ciertamente consistentes.Ahora bien, si en efecto nos embargase taltentación y nos lanzásemos a pronunciar fra-ses como «nada es, en realidad, sólido» (o sucorolario: «todo es un fascismo de inconsis-tencia»), estaríamos incurriendo, segúnWittgenstein, en una utilización metafísicadel sustantivo «inconsistencia». La razón essimple: este lexema, «inconsistencia» sóloposee significado como término opuesto a«solidez» (del mismo modo que «vaguedadse opone a claridad, flujo a estabilidad, im-precisión a precisión, y problema a solu-ción», ibid.: 46); de modo que cuando anu-lamos la posibilidad de oponer a «sólido» sucontrario «inconsistente» (debido a que cre-emos haber «descubierto» que todo sólidoes, en realidad, inconsistente), lo que hace-mos es que colapse la oposición misma quele daba sentido a ese par de términos, con loque colapsa simultáneamente también elsentido que cada uno de ellos únicamente re-cibía de esa concreta oposición. No podría-mos siquiera, pues, empezar a utilizar consentido la palabra «inconsistente» paraconstruir la proposición «todo es inconsis-tente» -la utilización de «inconsistente» ca-recería de significado por no desempeñar yala función que para la que estaba diseñada ennuestras prácticas: marcar la oposición frentea su contrario, «sólido»-. Si a pesar de ellola seguimos usando, entonces es que le es-

tamos dando un significado de otro tipo, in-dependiente de nuestras prácticas humanas:Wittgenstein lo llama «metafísico» porcuanto su única utilidad puede ser la de quecreamos estar atrapando con él una ciertaesencia metafísica del mundo (en este caso,la «universal inconsistencia de lo que solía-mos llamar «solidez»). En otras palabras: lostérminos sin contrario ni gradación, talescomo la ubicua inconsistencia de los cuerposo la ubicua violencia en los discursos, sontérminos que, como ya sirven para desig-narlo todo (es decir, no sirven para distinguirnada), no pueden sernos útiles en nuestro trá-fico de comunicaciones cotidianas; son loque el Tractatus logico-philosophicus llama-ría tautologías, que siempre son verdad peroque precisamente por ello nunca transmitennada; si las seguimos empleando no puedeser, entonces, por su utilidad inmanente eintersubjetiva, sino sólo por que pensamoshaber atrapado con ellas algo más allá denuestras contingentes necesidades comuni-cativas: y tal creencia equivale a la fe (pocoracional) en una instancia metafísica. (Quetenemos tal fe militante al emplear esos tér-minos se corrobora ulteriormente cuandoconstatamos que siquiera permitimos -es de-cir, acallamos metafísica, fimdamentalista-mente- la posibilidad conceptual de unopuesto que cuestione discursivamente elatributo -la inconsistencia, o la violencia-que hemos decidido aplicar al todo). [8]

El pensador que cree «haber descubierto»,pues, que la violencia invade por igual todoacto y lenguaje humano, sin admitir gradua-ciones entre mayor y menor violencia (nidistinciones entre un proyecto social de re-ducción de la violencia y otro de exaltación,verbigracia, de la misma), en el fondo hace,si seguimos este argumento wittgensteinia-no, un uso metafísico de la voz «violencia».Si todo es fascismo, entonces todo da igualen el fuero de lo humano: si no podemospensar un lenguaje menos violento o menosfascista, entonces el usar estas palabras sólosirve para expresar cierta angustia metafísicapersonal ante la imposibilidad de escapar atoda constricción y poder; pero ese uso ex-presivo se aisla, ciertamente, de cualquierefecto en el ámbito intersubjetivo, dondesólo quiere expresar la propia sentimentali-dad: y lo que se enclaustra más allá de todolo intersubjetivo es simple metafísica, simplefe en fundamentos que persisten más allá delforo social de la intersubjetividad humana;

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por lo cual podemos recusarlo perfectamentesi nuestra vista, por el contrario, está fijadamás en atender las opresiones y daños infli-gidas a los humanos en la sociedad humanareal, que en diseñar teoréticamente un ám-bito cristalino de sólido esencialismo.

2. CONFUTATIOADSECUNDUM

La segunda de las desavenencias que había-mos considerado posibles hacia nuestroaprecio por el discurso como reductor de laviolencia era menos radical que esta última ysus juicios sobre el discurso como apogeo delo violento. De acuerdo a esa segunda postu-ra, aunque no se llega a empañar el lenguajecon las mismas trabas que la más «fascista»de las acciones violentas, sí que existe ciertoescepticismo hacia la idea de que merezca lapena el reconducir los actos normativos hu-manos hasta el discurso con el fin de mermarallí su perentoriedad. Sin deleitarse en losexcesos de quien reputaba el discurso comocumbre de la violencia que obliga (a decir ycallar), esta reticencia hacia una praxis enque aumenten los espacios de diálogo sóloconstata que, al fin y al cabo, en el diálogotampoco se exorcizará del todo la violenciade la que huíamos cuando trajimos la acciónhasta el discurso; e incluso puede, tal vez,producirse esporádicamente en el diálogo unacallamiento aún más silenciador del que seproduce en otras prácticas (esto no siempreha de ser así, como quería la arriba mentadacita de Barthes sobre el fascismo lingüístico;pero, en ocasiones, es innegable que un diá-logo puede ser el campo donde se silencie auno de los interlocutores incluso antes de loque en otra práctica común se hubiese tarda-do en excluir a ese mismo agente si nuncahubiese osado pasar a la discusión lingüísti-ca)- [9] ¿Vale la pena y el esfuerzo, en talcaso, emprender el trabajo en pro del fo-mento de prácticas en que prospere la pala-bra dialógica?

El filósofo Gianni Vattimo está entre quie-nes se han hecho esta misma pregunta, y surespuesta es afirmativa. Tomando a modo deejemplo la práctica de la jurisprudencia, enque la autoridad se ejerce a través de nume-rosos procedimientos discursivos, constataque las diferentes reelaboraciones interpre-tativas que estos entrañan implican un cierto«avance» -dentro del camino «asintótico»(Vattimo, 1998: 286) de su proyecto nihilis-ta- que marcha en la dirección del amorti-

guamiento de la violencia «originaria» (ladecisión no infinitamente argumentable)que, en todo caso, nunca podrá extirparse deltodo de la administración de justicia en sudeterminación última sobre qué sea lo justoy qué no:

Se puede hablar de progreso porque es através de la acumulación de las interpreta-ciones y del hecho de que estas se remitanunas a otras para corroborar cada vez mejorla solución de los casos particulares (me-diante el acopio de precedentes, confirma-ciones, aplicaciones que amplían y clarifi-can, etcétera) como la violencia originaria seva consumando efectivamente. Nos vienen alas mientes ejemplos y especificaciones elo-cuentes e innumerables: la comparecenciadel juez, del abogado, del estudioso del De-recho que recoge, enumera, clasifica los pre-cedentes, es ciertamente un modo de reduc-ción de la violencia de la relación directaentre el imputado y la auctoritas que facitlegem, [10] que la aplica al caso específicocon una decisión soberana y eventualmenteinapelable. Es cierto que también cuandoestá escrita en los códigos, puesta en manode jueces profesionales e independientes delos demás poderes, confiada a los estudiosos,discutida por los abogados, la ley mantienesu origen violento; pero ¿de verdad todosestos episodios no cambian nada? [...]

La experiencia del Derecho, de la formali-zación de las leyes y de los sistemas institu-cionales que las aplican y administran lajusticia, es sobre todo la experiencia de con-sumación (extinción) del origen [violento];no de la rememoración de sus rasgos vio-lentos, ni del enmascaramiento de estos demanera que se los haga tolerables al olvi-darlos. La justicia que la interpretación con-fiere al Derecho no tiene que ver ni con laverdad metafísica que desvela su falta defundamento [infondatezza}, ni con la mentirapiadosa de la fabulación. [La interpretación]hace justicia [del Derecho] en cuanto lo con-suma (extingue) en su pretensión de resultarperentorio y definitivo, desmiente su másca-ra sagrada (ibid.: 287-288).

El Derecho es un digno ejemplo, en estesentido, de práctica en que se recurre a lasinterpretaciones discursivas en mucha mayormedida que si una auctoritas quae facit le-gem dictase directamente la decisión aadoptar en cada caso particular; y, al mismotiempo, es un buen prototipo en que atisbarcómo esta presencia de lo discursivo favore-

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ce cierto progreso en la merma de la violen-cia de las decisiones. Podemos justificada-mente sospechar que la mayoría de los pe-nalmente encausados estaría más inclinadohacia la opción de ser juzgado por un tribu-nal convencional, sujeto a todos los regla-mentos procedimentales de la jurisprudencia,que por una autoridad cualquiera, arbitraria-mente elegida e inapelable, que escapasecompletamente a su control: y ello es así auncuando tanto una como otra instancia tomen,a la postre, decisiones humanas, no infinita-mente recurribles, que se autoimponen concierta violencia última por lo tanto (QuintanaPaz, 2004a). No es posible, como quiere elque desespera ante la ubicuidad de la violen-cia en el Derecho, [11] mantenerse a ciegasen la idea de que «todos esos episodios dis-cursivos no cambian nada», sólo por el he-cho de que sepamos que tampoco la autori-dad final del sistema de justicia está exentode violencia silenciadora (en algún momentodeben suspenderse los cuestionamientos yapelaciones, y forzar la ejecución de lo sen-tenciado): pues esa violencia, con todo, eneste sistema de justicia comienza a «consu-marse», a «extinguirse», a amortiguarse, envirtud de los trámites discursivos que se leimponen.

La enseñanza que de aquí acaso quepa ex-traer para la generalidad de nuestros tráfagosnormativos en sociedad (no sólo los jurídi-cos) quizás pueda expresarse así: para desin-flar la violencia de nuestra praxis no es pre-ciso ni dotarnos de una nueva verdad metafí-sica incuestionable (la verdad de la absoluta«falta de fundamento último» de todas nues-tras prácticas sociales), ni atolondrarnos re-bajando todo a mera fábula y ficción («men-tira piadosa») para que se nos hagan más lle-vaderas las violencias que nos rodean. [12]Mejor sendero para tal mengua de la violen-cia es simplemente «desmentir la máscarasagrada» de toda práctica, al reducirla a algotan inmanente y secular como nuestros diá-logos y discursos, nuestros procedimientosamortiguadores, así de falibles como ellos nopueden dejar de ser. Aunque sepamos que elorigen de cualquier norma no ha de reposarsino en cierta violencia, lo cierto es que «elprogresivo conocimiento del origen aumentala insignificancia del origen» (Nietzsche,Morgenróthe: § 44): es decir, facilita que sele domeñe; especialmente, si obligamos a laasí reconocida violencia a atravesar entoncestrámites, procedimientos, diálogos con dife-

rentes interlocutores, posibilidades de apela-ción... en suma, si la vamos lijando y con-sumando a través de discursos que la poten-cia de una violencia absoluta, sagrada, meta-física y fundamental nunca hubiese consen-tido para sí.

A estas alturas quizá resulte de provechoreparar en la conexión entre cuanto venimosdiciendo y las reflexiones sobre la violenciade Rene Girard (1972 y 1975). Si bien auto-res como el propio Vattimo ha aplicado estas-como, por lo demás, hace también prepon-derantemente el propio Girard- [13] a la pre-sencia de la «violencia de lo sagrado» en lareligión, [14] no resulta inverosímil recon-ducir tales meditaciones hacia la esfera dellenguaje. De hecho, esto es lo que ha ocupa-do durante los últimos años a uno de los másconspicuos discípulos de Girard, Eric Gans(1980). Según el marco teórico de éste, re-sulta inevitable reconocer que ciertamente laviolencia se halla presente en el origen delque surgió el lenguaje entre los agentes hu-manos; pero ese origen tiene igualmente quever con un diferirse [15] de tal violencia, nocon su apogeo. La función que el «chivo ex-piatorio» desempeñaba para Girard comoobjeto que desvía, al atraerlos hacia sí, losconflictos que surgen entre los humanos envirtud del impulso mimético de estos (rolque convertía, a la postre, al «chivo expiato-rio» en mecanismo preventivo de un desen-cadenamiento violento irrestricto de lucha detodos contra todos), adopta para Gans laforma del signo lingüístico; ya que un modoigualmente viable de diferir el combate parala consecución del objeto del deseo miméti-camente anhelado por parte de múltiplesagentes rivales consiste en representar eseobjeto con otra cosa que no sea tan limitadacomo el objeto: como, verbigracia, con unsigno lingüístico que, él sí, puede ser adop-tado y compartido por todos por igual. [16]Cuando la crisis mimética (Gans, 1995: 2),en la cual varios agentes ansian el logro deun mismo (y limitado) objeto, está a puntode desembocar en un enfrentamiento vio-lento entre ellos, entonces el «signo lingüis-tico» como «género abortado de apropia-ción» (ibid.: 3), permite hacer de ese objetoun objeto de representación (ahora sí) dispo-nible para todos, lo cual desvía o aplaza (di-fiere) la violencia que estaba a punto de es-tallar. La acción de todos hacia el finito ob-jeto se convierte en potencialmente infinitodiscurso sobre el objeto, lo que, mientras du-

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Lenguaje y violencia

re, diferirá la violenta lucha de todos contratodos para atrapar tal bien. Según Gans, esemomento de aparición del lenguaje, en quese produce este «diferimiento de la violenciaa través de la representación» (deferral ofviolence throngh representation), es tan re-levante para la posibilidad de convivenciaentre los seres humanos, que llega a hablarde él como del Little Bang (Gans, 1999) queabre la marcha de lo propiamente humanosobre la faz de la Tierra. Lo cual no es sinootro modo de aseverar que «el diferimientode la violencia es la función crucial de lacultura humana» (Gans, 2001), de la lingüis-ticidad [17] humana.

Las tesis de Gans no están exentas de con-trariedades, [18] y pueden resultar especial-mente controvertidas si se evalúan como hi-pótesis históricas en torno a un nuevo «mitodel origen» sobre el lenguaje. [19] Sin em-bargo, pueden sernos aquí de utilidad si lastomamos sólo en su sentido conceptual, a lamanera de un reconocimiento de la funciónque ejerce el lenguaje en nuestras prácticascomo maniobra que difiere la violencia quese podría desatar (en el caso de que no exis-tiese la posibilidad de la actividad discursi-va), por medios y actos mucho más violen-tos. En este sentido, si el lenguaje funge almenos como aplazamiento que difiere laviolencia, sí que habría que concederle ciertoaprecio como ámbito reductor de la misma.Algo en lo que convendría incluso un pensa-dor tan poco conciliador como Nietzsche,cuando en su Verdad y mentira en sentidoextramural acuñaba la imagen del lenguajecomo invento de los humanos para prevenirel belhtm omnium contra omnes. El ejemplode Nietzsche, sobre quien es muy dudosoque se pueda arrojar la acusación de excesi-va benignidad, acaso se pueda esgrimir co-mo pauta que apunta hacia el hecho de queuna reivindicación del discurso como re-ductor de la violencia no tiene por qué repo-sar siempre en un ingenuo «idealismo deldiálogo», [20] que nos encomiende a éstecomo universal remedio contra toda coer-ción. Lejos de todo irenismo bienpensante, lapropuesta ética y política que propone eldiálogo como atenuación de la violenciasimplemente localiza la función que defactodesempeñan a menudo las prácticas discur-sivas como aplacadoras (o aplazadoras) delestallido violento. A diferencia de «la meta-física, que trata de expeler la violencia dellenguaje» (Gans, 1997), y de los abusos de

cierto pensamiento postmodemo (recuérdese aBarthes) «que confunde el lenguaje con laviolencia» (ibid), esta concepción nos permiti-ría reconocer entonces el papel ineludible quela violencia ejerce dentro del lenguaje (y de suorigen mismo): pero, siendo asimismo cons-cientes de que el discurso a menudo sirve parahacer saltar por los aires el (violento) silen-ciamiento metafíisico, apostaría entonces sinambages por tal práctica lingüística como partede su proyecto de reducción de la violencia.

Y tal vez habría que buscar en este impe-rativo dialógico de atenuación de lo violentoel mensaje ético-politico fundamental pro-nunciado por una filosofía, como el pensa-miento hermenéutico, [21] que trata de sor-tear con parejo denuedo tanto las nocionesmetafísicas, como el hálito trágico; tanto laingenuidad (instrumentalista o bienpensante)frente al lenguaje como su condena global ysumaria; y todo ello porque no renuncia aheredar, como buena hermenéutica, esa tra-dición venerable cuyo propósito basilar (lohemos visto al principio de este artículo) erael de convertir las armas en armas dialécticasy las guerras en batallas discursivas.

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NOTAS

[1]. El presente estudio se ha podido realizargracias a una beca postdoctoral concedi-da por el Gobierno Vasco/Eusko Jaurla-ritza para la estancia e investigación enla Universitá degli Studi di Turín en elperiodo 2002-2004, bajo la dirección delprofesor Gianni Vattimo. Agradezco aeste último aquí sus múltiples estímulosy ayudas a este respecto.

[2]. «Sólo un discurso a la vez poderoso yencantador pudo inducir a quienes teníangran fuerza física a someterse sin violen-cia a la justicia», de modo que, desdeentonces «muchas ciudades se han fun-dado, [...] las llamas de multitud de gue-rras se han extinguido y [...] las másfuertes alianzas y las más sagradasamistades se han establecido, no sólo porel uso de la razón, sino también y másfrecuentemente por el uso de la palabraelocuente» (De inventione, I, 1; véasetambién su Bmtus, II, 7-8). Dos siglosmás tarde porfía Arístides en el mismoempeño: «El discurso entró en escenacomo un amuleto de justicia y vínculo deconservación de la vida de la comunidad,a fin de que los asuntos no tuviesen yaque decidirse por parte de nadie me-diante la fuerza, las armas, la sorpresa, elnúmero, las dimensiones o cualquier otromotivo de desigualdad, sino que fuese larazón la que determinase pacíficamentela justicia. Este es el origen y naturalezade la oratoria: el deseo de salvar a todoslos hombres y de rechazar la fuerza conla persuasión» (Ad Platonem, 209-211;los elogios de Arístides beben clara-mente del remoto precursor de todo retó-rico irenista, que es Isócrates, Antídosis,254). El poder de la palabra como re-ductora de la violencia no sólo se repu-taba circunscrita a la sustitución de actostan cruentos como las ciceronianas «lla-mas de la guerra»: también ese mismo

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diálogo en que se intercambian argu-mentativamente razones en público seconsideró desde muy pronto (Kennedy,1963: 29) como un eficaz mecanismoque coadyuvaba a la atenuación de cual-quier autoritarismo silenciador en gene-ral: tal vez por ello, la élite senatorialromana viese con malos ojos la intro-ducción desde Grecia del arte de la retó-rica, temerosa de las alteraciones en suautoridad que ello pudiese suponer(véanse, en este sentido, los relatos deJenofonte, Memorabilia, I, 2, 31; Sueto-nio, De rhetoribus, I); y, por el mismomotivo, es posible explicar que el rol dela retórica «decaiga en Roma a medidaque aumenta el poder de los generalesindividuales» (Kennedy, 1972: 74-75).La historia occidental del laus eloquen-tiae registra infinidad de nuevos ejem-plos en que se reitera una y otra vez lavirtud de la acción discursiva como al-ternativa a la violencia, al «forjar losánimos [...] y establecer leyes de vida»(Quintiliano, Institutio oratoria I, Pr.14): véase Melanchton (Breen, 1968: 56)y Lawson (1972: 27) para una muestrade la pervivencia de esta especie, desdelos citados ejemplos clásicos, hasta el si-glo xvni, pasando por el Renacimiento yla Reforma. (Para el Medioevo, quizá elinicio de la Historia calamitatum de Pe-dro Abelardo, en que pondera las armasde Minerva por encima de las de Marte,sea un digno ejemplo de lo ininterrumpi-do de esta tradición.) Acaso como res-coldo que recuerda tal función sustitutivade la palabra frente a la guerra hayantriunfado metáforas que se resienten decierto belicismo a la hora de ponernos adescribir los diálogos: tales son aquellasque contemplan a los interlocutores cual«contendientes en un campo, provistoscon todas las armas», y que caracterizansu participación en la discusión corno un«combatir en batalla» (Tácito, De orato-ribus, §§ 30 y 34; en § 39 se hace explí-cita la continua alegoría respecto a lascampañas militares). El brío de estasanalogías ha sobrevivido hasta inundar elvocabulario con que seguimos contandoen los siglos xx y xxi a la hora de des-cribir una discusión (Lakoff y Johnson,1980), algo de lo que se han percatadoespecialmente numerosas teóricas femi-nistas (Moulton, 1980 y 1983; Ayim,

1988). -En todo caso, como recuerda elmismo Lakoff (1991), no habría queexagerar las similitudes, y no vendríamal que rememorásemos que siempre esmejor usar la guerra como metáfora, quelas metáforas para hacer prender la gue-rra-. Quizá proceda del mismo impulsobatallador la preponderancia que, entrelas académicas «partes del discurso»,adquirieron pronto las beligerantes con-firmatio y la confutatio (Pseudo Cicerón,Rhetorica ad Herennium, I, 10, 18)frente a los demás momentos, menospolémicos, de tal discurso (exordium,narratio, partitio, conclusio). Y ello se-guramente ha permitido que, en ocasiones(Aristóteles, Retórica, 1355a-1355b), sehaya aprovechado el vínculo entre la lu-cha física y la dialéctica para animar haciael uso de la segunda apelando al mismogénero de virtudes, como la valentía y lavirilidad, que habían fungido de estímulode las pasiones para lanzar a los comba-tientes hacia la primera.

[3]. Las obras de Ludwig Wittgenstein secitarán en este artículo abreviadas me-diante las siguientes siglas: B1B: «TheBlue Book», en Preliminary Studies forthe «Philosophical Investigations», Ge-nerally Known as the Blue and BrownBooks, Oxford, Blackwell, 1958, 1-74;PU: Philosophische Untersiichimgen /Philosophical Investigations (segundaedición de G. E. M. Anscombe y R.Rhees), Oxford, Blackwell; Z: Zettel,Blackwell, Oxford, 1967 (estas dos últi-mas se citarán por el parágrafo corres-pondiente).

[4]. Véanse las acertadas reflexiones a esterespecto de Herrera (2000: 76).

[5]. El lingüístico «complejo de Edipo» queidentifica George Steiner (1992) en la«prepotente figura del habla» que ame-naza con devorar, violenta, nuestro per-sonalísimo «idiolecto» particular cons-tituye una reformulación más psicolo-gista (pero de similar temple) que lospoliticistas calificativos barthesianos(«fascista», «reaccionaria», etcétera).

[6]. Resulta prototípico de este estilo de pen-samiento trágico la sentencia que F.Dostoievski hace pronunciar a su perso-naje Iván Karamázov: «O Dios existe, otodo está permitido». Puede ampliarse lacaracterización de tal «pensamiento trá-gico» en Givone (1988). Al equipararlo,

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empero, con el «pensamiento débil» deG. Vattimo, yerra completamente (comoespero que se vaya demostrando a lo lar-go de las presentes reflexiones) un autortal que Baamonde (1996).

[7]. No sólo en el Manifiesto del Surrealismode André Bretón aparece esta expresiónque entrecomillamos, empero; sabido esque, entre los filósofos, Marcuse (1989:163) ha hecho en repetidas ocasiones unuso de él menos irónico que el que aquímanejamos. Por supuesto, el origen delsintagma está en el noto pasaje del cantoIII, 60, de la Divina comedia en queDante Alighieri dice de un personajemisterioso (¿tal vez Celestino V, el únicopapa de la historia que renunció al soliopontificio?) que fece per viltade U granrifiuto.

[8]. Es importante distinguir esta denunciawittgensteiniana del uso metafísico de untérmino cuando a éste se le veta a priorila posibilidad de contar con un términopragmáticamente opuesto (denuncia queforma parte de la terapia wittgensteinia-na de «reconducir las palabras desde suempleo metafísico hasta su empleo coti-diano» -PU: 116-), frente a la disoluciónde rígidas dicotomías filosóficas de con-trarios que también Wittgenstein practicaen diversas ocasiones (véase, por ejem-plo, PU: 88; 99-101). Pues lo queWittgenstein deplora como metafísico esla eliminación de uno de los dos pares dela dicotomía para elevar al otro comoinstancia metafísica ineludible; mientrasque, a diferencia de esta eliminación deun extremo para poder hacer del otro acontinuación un absoluto, lo que pará-grafos como PU: 88, 99-101 acometen esla disolución de la dicotomía misma en-tre los extremos: mediante el procedi-miento, no de considerar (metafísica-mente) como absoluto uno de los dosflancos que ella creaba, sino el de resal-tar que entre una y otra de tales orillas,lejos de existir el abismo infranqueableque la metafísica les adosaba, existía uncontinuo de casos intermedios enlazadosentre sí por parecidos de familia que lasprácticas sociales podrían reevaluar se-gún las circunstancias. En otras palabras:mientras que Wittgenstein ataca comometafísico el procedimiento de la anula-ción de un par de opuestos que consisteen dejar sin significado uno de los dos

miembros del par, lo que sin embargo sírealiza a menudo es una ataque contrala anulación del continuo de casos quediscurren entre el par de opuestos(anulación que en el fondo también tie-ne mucho de metafísica, por cuantosustrae a las contingentes prácticas hu-manas la posibilidad de montar unpuente entre las ya «dadas» orillas «depor sí» contrarias, «incontrovertibles»en su recíproca separación); y esto quehace Wittgenstein no tiene, pues, nadaque ver con diagnósticos (metafísicos)como el de «todo es apariencia», «todoson valoraciones», «toda materia es in-consistente»... o el barthesiano «todo esviolencia fascista».

[9]. El ejemplo clásico, en las cuestionespráxicas a las que aquí nos dedicamos,es el del miembro de una organizaciónpolítica que, sólo después de hacer cier-tas declaraciones o de discutir pública-mente ciertas directrices de su partido, seve apartado (silenciado) de la prácticahabitual del partido; práctica en la cual,sin embargo, podría de seguro habercontinuado aportando sus fuerzas sin unaoposición tan violenta en el caso de queno hubiese manifestado su oposicióndiscursivamente. Al crítico del valorhermenéutico del diálogo como reductorde la violencia se le ocurren, natural-mente, una infinidad de otros casos queparecen apuntar a moralejas parejas a lade este.

[10]. Vattimo alude al viejo adagio hobbe-siano Non veritas, sed auctoritas facitlegem; aunque comparte con él la idea deque ninguna verdad trascendente puedefungir de fundamento de la ley (y, porconsiguiente, ésta es siempre decisiónhumana y bien humana), intenta puntua-lizar que ello no aboca a cualquier prác-tica legal al mismo grado de autoritaris-mo: en la medida en que se reconozcamayormente la capacidad de apelación ycuestionamiento discursivo de esa ley, laviolencia (decisionista) de su autoridadvendrá siendo consumada y reducida.Véase un clásico ejemplo de otro filóso-fo italiano nihilista que, en direcciónopuesta a la vattimiana, se baña en la de-sesperación por este origen autoritario delo legal, en Rensi (1920).

[11]. En la línea de las Refléxions sur la violen-ce de Georges Sorel, o el pensamiento de

[1854]

Lenguaje y violencia

Benjamín (1991, 40): «Fundación de Dere-cho equivale a fundación de poder y es, porende, un acto de manifestación inmediatade la violencia». Resulta curioso compararestas posiciones de Benjamín con las delfiscal (y luego ministro de Justicia) soviéti-co N. V. Krylenko, que leninistamentegustaba acusar de «hipócrita» a todo Dere-cho que no fuese consciente de este su ori-gen (Amis, 2004: 250).

[12]. Vattimo se refiere en concreto al ensa-yo de Monateri (1998), presente en elmismo volumen del que hemos extraídolas últimas citas; pero su análisis es váli-do para cualquier pensamiento que, trashaberse creído alejar de la metafísica, serefocila en el carácter ficticio de toda larealidad... sin apercibirse de que al seguirpensando en términos de neta oposición«realidad/ficción», permanece preso deuna dicotomía metafísica. Véase Zizek(2000; 2003) para un sugestivo análisisde tan ingenuas tentativas de abandonode la metafísica realista convencional(tomando como pie cierta saga de pro-ducciones cinematográficas recientesque rozan este mismo tópico). Del mis-mo modo, el recientemente abordadoprocedimiento wittgensteiniano de de-tección de «usos metafísicos» de un tér-mino al suprimir la posibilidad de opo-nerle otro que le sea contrario (B1B: 46)es, de nuevo, plenamente aplicable aquí:si «todo es ficción»... entonces hemosconvertido la ficción en mero/Zato vo-cis, que no posee un contrario («lo re-al»), y que, coartando de este modocualquier posibilidad de oponérsele, re-sulta un término metafísico: su uso yasólo tiene sentido porque creemos, para-dójicamente, estar atrapando la esenciade «lo que es en realidad la realidad»mediante un juicio taxativo como «todoes, en el fondo, mera ficción»; y éste esun error metafísico que incluso alguiencon tanta querencia por lo ficticio comoNietzsche ya denunciara -véase su Got-zendammerung, «Wie die 'wahre Welt'endlich zur Fabel wurde»; y véase asi-mismo Derrida (198Ib: 52-54).

[13]. Véase su justificación de esta preferen-cia, precisamente en diálogo con la al-ternativa de Gans que a continuacióndiscutiremos, en Girard y Müller (1996).

[14]. Y a la secularización que el cristianis-mo introduciría en tal violencia, al sub-

vertir el papel del objeto de la violencia,el «chivo expiatorio», hasta el punto deidentificarlo con la misma divinidad queantes era «violenta»: véase Vattimo(1990a: 70-73; 1994: 63-64; 1996: 27-33; 2001).

[15]. El término alude, no casualmente, a ladifférance derrideana (Derrida, 1968); noseguiremos, empero, a la traductora encastellano de este texto (González Marín:1989), que opta por «**diferancia» comovoquible con que verterla al castellano.El motivo para nuestra divergencia repo-sa en que, según el uso que Gans hace deeste concepto, él no duda en utilizar untérmino totalmente anglosajón (de/erra!)que haga hincapié más en la acción deldiferir, del aplazar, que en el parecidofonológico con la «diferencia», que es locon lo que Derrida juega en francés me-diante su famoso neologismo. De modoque, con el fin de adecuarnos a las prefe-rencias de Gans, emplearemos en caste-llano la sustantivación «diferimiento»: lacual, aunque sólo tenuemente recuerda eltriple significado del verbo «diferir» co-mo «aplazar», «distinguirse» y «disen-tir», sí que recoge mejor el sentido de ladeferral como aplazamiento (en este ca-so, aplazamiento de la violencia), que esel que Gans privilegia entre los tres.

[16]. Acaso sea perceptible cierto parecidode familia entre la labor que cobra elsigno lingüístico en Gans y la que adoptael mito en Blumenberg (1979): pues enambos casos se trata de despotenciar loque tiene la realidad de perentorio, y dehacerlo tras la mimesis mediante un ins-trumento cultural.

[17]. Con este término tratamos de aludir te-nuemente hacia la noción gadamerianade Sprachlichkeit (plenamente pertinen-te, a nuestro juicio, aquí); si bien, por lasrazones que aduce Ortiz-Osés (2003: 25-28), tal vez no resultase inadecuado ver-terla en nuestros pagos como «lingüici-dad».

[18]. Entre las cuales no es la menor (Brotto,2002) la curiosa paradoja de que consi-dere la mimesis como un impulso ca-racterísticamente humano; pero, al mis-mo tiempo, repute la posterior emergen-cia del lenguaje (que sólo se da comomecanismo derivado de esa mimesis, pa-ra esquivar las posibles consecuenciasviolentas que esta acarrea) como el mo-

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mentó inicial de lo propiamente humano,lo cultural. Véanse algunos tentativos derespuesta a esta aporía en Gans (1995: 2-3).

[19]. La pretensión cientifícista (alguno ma-tizaría: «pseudo-cientificista») no estánunca del todo ausente ni en Girard ni enGans, al menos cuando presentan sus te-sis como antropología; véase, sin embar-go, Gans (1995: 2) para una matizaciónde las pretensiones descriptivas de suteoría.

[20]. Véase Ricoeur (1981) en torno a estaacusación cuando se lanza, como ocurrea menudo, contra la filosofía hermenéu-tica y su rehabilitación del diálogo en lapraxis humana. Derrida (1981a) ofreceun señalado ejemplo de este tipo: imputaa la hermenéutica la fe en una «buenavoluntad» a favor del diálogo, y la acusade que hace descansar tal fe en una«metafísica de la voluntad» (ibid., 341) yuna bien poco nietzscheana negligenciahacía la posibilidad de ruptura entrecontextos (ibid., 342) y de la «suspen-sión de cualquier mediación» (ibid.). Pa-ra una respuesta a esta difidencia conrespecto al valor del diálogo, puede aña-dirse a lo dicho en el cuerpo del texto lacontestación gadameriana a este filósofogalo (Gadamer, 1981). Derrida y el restode críticos que creen que la filosofíahermenéutica descansa sobre una exa-gerada fe irenista en los bienes del diá-logo tal vez yerran en el objetivo de susdardos, que no andarían tan desencami-nados si se dirigiesen preferentementecontra el optimismo de pensadores, co-mo Walter Benjamín, que en ocasionessí que conceden al acuerdo dialógico laposibilidad de superar toda violencia:«Dondequiera que la cultura del cora-zón haya hecho accesibles medios lim-pios de acuerdo, se registra la confor-midad inviolenta [sic]» (Benjamín,1991: 34).

[21]. La lectura de Gadamer (1967; 1976;1977; 1980; 1989) puede servir paracomprobar que «la ética gadameriana estoda ella una afirmación del valor deldiálogo» (Vattimo, 1994: 48). Llama laatención, por ello, que a menudo se hayaprestado mucha más atención, a la horade analizar la «filosofía moral herme-néutica», a los contenidos del pensa-miento gadameriano que lo aproximan a

las teorías morales de bienes -así ocurre,verbigracia, en las obras de Cortina(1990: 143-147), Irrgang (1998) y Herre-ra (2000: 61-85)-, en lugar de dirigir lamirada hacia esta su reivindicación delproceso del diálogo por encima de cual-quier otro bien concreto: reivindicaciónque incluso sobrepuja, en cierta medida,a la de los procedimentalistas éticos másdevotos (dado que, si bien en éstos elvalor del diálogo depende de un fin, co-mo el consenso racional, que lo justificacomo principio regulativo, en el caso deGadamer, en cambio, el diálogo ya valepor sí mismo y con independencia deuna finalidad concreta -Álvarez, 1990-).Y así, en suma, deberá entenderse la fi-losofía hermenéutica con el fin de que nodesemboque en un simple aristotelismoexaltador de los bienes de la comunidady que, por causa de ello, corra con losriesgos metafísicos (al reverenciar la ab-solutidad de los bienes comunitarios)cuya denuncia Vattimo (1989a y 1989b)reitera. Pues en verdad puede resultardesorientador el ceñir los análisis de lahermenéutica a lo que ésta tiene de co-munitario, sin complementarlo en primerlugar con sus apelaciones, más que pro-cedimentalístas, al diálogo; y, en segun-do lugar, con reflexiones nihilistas queadelgacen la potencia compulsiva de los«bienes locales». Véase Ricoeur (1978:178) para corroborar esto, ya que ofrecela perspectiva de otro autor hermenéuti-co que igualmente basa en el diálogo conuna «segunda persona» cualquier (se-cundario) recurso posterior «neoaristoté-lico» a bienes particulares. Al fin y alcabo, como se percata Volpi (1990), lasreferencias de Gadamer hacia una moralde bienes en Verdad y Método son rela-tivamente menores si se comparan consus prolíficas meditaciones acerca deldiálogo como sustento de toda interpre-tación para salvaguardarnos de la metafí-sica. Alejemos a Gadamer pues de loscomunitaristas y acerquémoslo... ¿a losdialogistas? Véase en este sentido Quin-tana Paz y Vergés (2002: 209-221);Quintana Paz (2002a: 87-100; 2004b:167; 2005a: 652-666); en Quintana Paz(2002b: 347-353; 2005b: 97-102) se po-drá comprobar, además, lo muy retiradaque queda esta ética del diálogo con res-pecto a éticas de bienes como la que po-

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Leyes (Conflicto de)

co antes se confronta en ese mismo es-crito, la de Martha Nussbaum (2000).

MIGUEL Á. QUINTANA PAZ

LEY (1991)

Por lo general, se identifica a la ley con laexactitud, con el orden, con la justicia y conla necesidad. Pretendo suspender por unmomento esa certidumbre y mostrar que enrealidad la ley es necesariamente inexacta,desordenada, injusta y arbitraria.

Ley viene de Lex (de legere, «leer»).¿Quién puede leer la ley? ¿Y quién puedeescribirla? Quien tiene poder para ello. LaLey es siempre inexacta porque la exactitudsólo se podría obtener al precio de una ne-guentropía infinita, costaría una cantidad deinformación y de tiempo infinitos, comodemuestra el teorema de Brillouin. [1] LaLey se impone por encima de este hecho ydeja, por tanto, sin pagar una deuda, la queva de su inexactitud real a la exactitud impo-sible. Por eso la ley es violenta, necesitaocultar lo que debe.

Un sistema de partículas (físico) o de su-jetos (social) se mueve en nube, aleatoria-mente. Ordenar esos sistemas perfectamentees, del mismo modo, irrealizable: los códigoslingüísticos que organizan el orden socialpor medio de dictados (proscribiendo y pres-cribiendo) fracasan también al límite. [2]

La realidad es concreta, desordenada, laley es abstracta e intenta presentarse comoordenante: por ello es injusta, porque no seajusta a la realidad. Lo real es sin ley. O nohay ley o ésta es arbitraria; simplementeobedece al interés de quien puede imponerla(el vencedor, el poderoso, que también deci-de los valores). [3] El efecto es de clausura:oculta la génesis de los procesos y niega elfinal posible de los mismos.

Este desajuste está en el fondo de la vio-lencia: no se trata de un debate sobre los su-jetos, sino sobre los objetos, llámense reali-dad material (físicos), histórica (historiado-res), social (sociólogos), legal (juristas), etc.La violación que supone toda instauración dela ley deriva de que el objeto sobre el que seaplica, en sí mismo, no obedece ni puedeobedecer a su imperativo. Por ello reaccionaa su vez violentamente.

Los miles de folios que ilustran los pro-cesos judiciales son un ejemplo práctico de

la imposibilidad real de obtener la exacti-tud, la reconstrucción objetiva de los he-chos: ni todo el tiempo transcurrido en elpasado, ni toda la información disponible,ni toda la energía disipada en el universoserían suficientes para ajustarse con perfec-ción, para obtener la justicia, el orden, laexactitud.

Tampoco era necesario intentar demos-trarlo: está a la vista. La justicia, con razón,aparece ciega en las estatuas.

NOTAS

[1]. SERRES, Michel: La distribution, París,Minuit, 1977, pp. 33 y ss.

[2]. DELEUZE G. Y GUATTARI, F.: Capitalis-me et schizophrénie: Mille Plateaux, Pa-rís, Minuit, 1980.

[3]. NlETZSCHE, F.: La genealogía de la mo-ral, Madrid, Alianza, 1979.

JAVIER SÁEZ

LEYES (CONFLICTO DE) (1991)

DIMENSIÓN INTERNACIONAL

Por lo general, se utiliza la expresión con-flicto de leyes para referirse a la problemáti-ca general del derecho aplicable en las rela-ciones privadas internacionales. Ello se hadebido a que tal término, pese a todas lasimprecisiones que encierra, ha adquirido unacierta carta de naturaleza en la doctrina, lalegislación, y la jurisprudencia. Baste recor-dar, a título de ejemplo, que la Constituciónespañola lo recoge en su art. 149, 1.° 8.a.Ahora bien, desde el punto de vista histórico,la expresión «conflicto de leyes» o «con-flictos de estatutos» posee unos presupuestosracionales que son anteriores a su acuñaciónen el siglo xvn. Un elemento importante deestos orígenes es la vinculación que realizarála Glosa Magna de Accursio entre el subditoy el poder, que posteriormente se convertiríaen relación entre el subdito y el precepto,que se concreta dentro de unos límites espa-ciales de las leyes: el territorio de una comu-nidad política. Pero, sin duda, los antece-dentes inmediatos hay que buscarlos en laobra de Ch. Rodenburg, De lure Conjuguen,aparecida en 1643, por incluir ésta una partetitulada «De Jure quod oritur ex Statutorumvel Consuetudinum discrepatium conflic-

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