LA HIPÓTESIS DE LA REINA ROJA

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La hipótesis de la Reina Roja 1 Juan Antonio Rivera Diversas formas de sentarse en una sala de conferencias En Micromotives and macrobehavior, un extraordinario libro, cuenta Thomas Schelling una curiosa experiencia que tuvo como conferenciante. Había aquella noche unas 800 personas en la sala de conferencias, pero lo peculiar era cómo estaban distribuidas: las primeras doce filas estaban vacías, y el público se abarrotaba desde la fila decimotercera hasta la lejana pared de fondo de la sala. Sintiéndose "como si se estuviera dirigiendo a una multitud agolpada en la orilla opuesta de un río", Schelling dictó la charla y luego preguntó a los organizadores qué les había llevado a situar a la concurrencia de ese modo. Los anfitriones le contestaron que los asistentes se habían acomodado según su gusto y conveniencia y que ellos no habían tenido nada que ver con esa singular distribución. Schelling especula luego con las posibles motivaciones individuales que llevaron a las personas a elegir asiento como lo hicieron y a provocar inintencionadamente el resultado agregado que finalmente se verificó: 12 primeras filas desocupadas y 24 filas ocupadas detrás. 1ª posibilidad: Todos desean sentarse en el lugar del fondo más alejado posible. Los primeros en llegar ocupan la última fila y obligan a los que vienen a continuación a sentarse en las filas inmediatamente precedentes. 2ª posibilidad: Todos desean sentarse detrás de aquéllos que ya están sentados, quizá porque quieran salir antes al acabar la sesión. 3ª posibilidad: Todos desean sentarse cerca de donde hay ya gente, bien por sociabilidad o bien por evitar quedarse señaladamente a solas. 1 Publicado en Claves de razón práctica, 78 (Diciembre de 1997), pp. 12-22.

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La hipótesis de la Reina Roja1

Juan Antonio Rivera Diversas formas de sentarse en una sala de conferencias En Micromotives and macrobehavior, un extraordinario libro, cuenta Thomas Schelling una curiosa experiencia que tuvo como conferenciante. Había aquella noche unas 800 personas en la sala de conferencias, pero lo peculiar era cómo estaban distribuidas: las primeras doce filas estaban vacías, y el público se abarrotaba desde la fila decimotercera hasta la lejana pared de fondo de la sala. Sintiéndose "como si se estuviera dirigiendo a una multitud agolpada en la orilla opuesta de un río", Schelling dictó la charla y luego preguntó a los organizadores qué les había llevado a situar a la concurrencia de ese modo. Los anfitriones le contestaron que los asistentes se habían acomodado según su gusto y conveniencia y que ellos no habían tenido nada que ver con esa singular distribución. Schelling especula luego con las posibles motivaciones individuales que llevaron a las personas a elegir asiento como lo hicieron y a provocar inintencionadamente el resultado agregado que finalmente se verificó: 12 primeras filas desocupadas y 24 filas ocupadas detrás. 1ª posibilidad: Todos desean sentarse en el lugar del fondo más alejado posible. Los primeros en llegar ocupan la última fila y obligan a los que vienen a continuación a sentarse en las filas inmediatamente precedentes. 2ª posibilidad: Todos desean sentarse detrás de aquéllos que ya están sentados, quizá porque quieran salir antes al acabar la sesión. 3ª posibilidad: Todos desean sentarse cerca de donde hay ya gente, bien por sociabilidad o bien por evitar quedarse señaladamente a solas. 1 Publicado en Claves de razón práctica, 78 (Diciembre de 1997), pp. 12-22.

4ª posibilidad: Todo el mundo quiere observar la llegada de los demás (como en las bodas), y averiguar, sin tener que mirar ostensiblemente hacia atrás, dónde se acomodan. La manera más obvia de conseguirlo es sentarse hacia el fondo, lo más atrás posible. 5ª posibilidad: La mayor parte de los miembros del público han conformado sus hábitos de sentarse en ocasiones parecidas ocurridas en el pasado, y han descubierto (por la razón que sea) que no conviene sentarse en el frente. Puede ocurrir, p. ej., que en su infancia y adolescencia les haya marcado la evidencia de que los profesores suelen hacer más preguntas a los alumnos que se sientan delante y, aunque sea obvio que el auditorio no es un aula ni el conferenciante les va a interrogar, la similitud entre una situación y la otra les ha empujado a sentarse atrás. 6ª posibilidad: A nadie le importa dónde sentarse pero, si ello es posible, prefieren no hacerlo en la primera fila de asientos ya ocupada, sino en alguna fila posterior. 7ª posibilidad: A la gente le da lo mismo estar sentada en la primera fila ocupada en cada momento (la decimotercera al final) a condición de que no quede desierta la fila situada detrás de la suya. Todas estas preferencias o micromotivos del público podrían haber hecho que se desemboque en el mismo resultado agregado que se percibe. Por supuesto, no hay por qué pensar que los gustos de todos los asistentes coinciden con una de estas posibilidades. Es desde luego más verosímil suponer que existe una cierta dispersión de gustos entre el público, y que las posibilidades descritas (y otras, quizá) reflejan esa dispersión. Claro está que si hubiéramos asistido al proceso por el cual se ha ido llenando la sala (sus 24 últimas filas) estaríamos en condiciones de descartar algunas de las hipótesis antedichas. P. ej., si observamos que los primeros en llegar se sientan hacia la mitad de la platea, y muy juntos entre sí, esto permitiría hacer caso omiso de las posibilidades 1, 4 y 6. Si la configuración final es compatible con cualquiera de las siete hipótesis, el proceso observado hacia esa configuración lo será con unas cuantas menos. Aplicaciones al análisis institucional

El sencillo "modelo" de Schelling (Schelling, 1978: 11-17) nos permite empezar a extraer por nuestra cuenta algunas enseñanzas sobre la naturaleza de las instituciones. 1. Igual que la configuración final del público en la sala, la mayor parte de las instituciones son macroestructuras que emergen inintencionadamente a partir de los micromotivos que guían las interacciones de los individuos. Las instituciones (lenguaje, ordenamiento jurídico, derechos de propiedad, mercados, normas morales, estructuras de parentesco, etc.) son subproductos colectivos de las acciones individuales, que están orientadas por propósitos conscientes del todo ajenos a la formación o mantenimiento de un cierto orden institucional (North, 1990b: 365). De la misma forma que los que toman asiento en la sala de conferencias no lo hacen para conseguir una pauta agregada como la que en último término se produjo, los que emplean el lenguaje lo hacen para pedir la sal, para expresar sus emociones o para exponer sus ideas, pero desde luego no con el fin puesto en alterar las normas sintácticas o ampliar el acervo léxico global; y los que compran y venden en los mercados no actúan así para mantener y fomentar la economía capitalista, por más que ésta sea la consecuencia impremeditada del conjunto de sus acciones. 2. Una parte del carácter involuntario e inconsciente de la relación de los individuos con las instituciones que conforman su entorno cultural obedece al carácter multitudinario y descentralizado de su contribución al estado de cosas institucional, y a que la aportación de cada individuo a ese estado de cosas sea insignificante, casi desdeñable. Considerado lo reducido de ese impacto, nada tiene de particular que ninguna de las personas inconscientemente involucradas en el sostenimiento de una institución se reconozca en el aspecto que ésta toma, y piense, por el contrario, que su formación y evolución dinámica, es un proceso ajeno a a él e independiente de su voluntad y de sus designios: un proceso "cuasi-natural". Este "vacío de autor" (no reconocimiento en los resultados e impotencia individual ante los mismos) recibe el nombre de alienación. No es extraño -dada nuestra inveterada resistencia intelectual a aceptar lo inintencionado- que la autoría de una institución y de sus vicisitudes se atribuya a una entidad ficticia y ad hoc: Dios, la Razón, las clases dominantes, el espíritu del pueblo, las "leyes inexorables de la historia", etc.

3. Podríamos decir que, dada la participación multitudinaria en la formación y mantenimiento de una institución, ésta se constituye en un entorno consolidado para cada individuo en particular, y que su impotencia para alterar ese orden institucional que emerge de las interacciones individuales está justificada y no es sino la otra cara de la despreciable repercusión que lo que cada persona hace tiene en la generación y recreación continuada de dicho orden. La institucionalización, o formación inintencionada de subproductos colectivos que luego constriñen y limitan las acciones individuales que los engendran, tiende inexorablemente a aumentar en respuesta al crecimiento de la dimensión "espacial" de la interacción colectiva (la cantidad de personas que interactúan) y la consiguiente contracción de su dimensión "temporal" (la reducción de la frecuencia de sus contactos), si bien no está en absoluto ausente tampoco en las pequeñas comunidades. 4. La consolidación del entorno institucional, su cristalización, crece adicionalmente por la asincronía de los que participan en su configuración. Para cada persona que entra en la sala de conferencias, la forma en que ya se han sentado los que han entrado antes que él es un dato inamovible, y él ejercerá sus preferencias sobre la forma de sentarse dentro de las limitaciones impuestas por los que le precedieron. Para el recién llegado una de las formas en que se puede presentar el azar histórico (y, por tanto, la dependencia de la senda) es el resultado de esta asincronía en que los actores participan en la conformación de la macroestructura. Claro está que la persona que finalmente toma asiento condiciona a su vez la elección de los que vengan a continuación. También en la dinámica institucional cada nueva generación que entra en escena hereda un cierto capital social de la generación anterior (Coleman, 1990), y éste es un dato sobre el que no puede ejercer control. En el ámbito de la empresa -en que, de nuevo, ocurre que un mismo recurso o conjunto de recursos es gestionado por diversos equipos directivos a lo largo del tiempo-se presenta igualmente el fenómeno de la dependencia de la senda bajo la forma de asincronía en la participación. La perfecta convertibilidad de los activos que una empresa posee de un proceso de producción a otro, en respuesta a cambios en los precios relativos de los factores o de los productos, es un mito de la teoría de la empresa complacientemente reproducido por los manuales de economía neoclásica. Oliver Williamson ya introdujo la noción de "activos de transacción específica", que son aquéllos que tienen usos idiosincráticos y que

no pueden ser redesplegados versátilmente en otros procesos de producción sin pérdida sustancial de valor. Pero la teoría de la dependencia de la senda va aún más lejos, y a su abrigo se puede afirmar que las inversiones que la empresa ha efectuado en el pasado y las rutinas aprendidas (es decir, "su historia") constriñen su conducta futura, e impiden que ésta se despliegue en cualquier dirección conceptualmente posible; lo que eventualmente podrá desembocar en que la empresa, en un cierto momento dado, no pueda ajustarse a circunstancias nuevas e imprevistas (Dosi, 1994: 233). La asincronía genera una forma endógena de azar histórico: la administración de los recursos sociales que lleva a cabo un equipo directivo se convierte en un hecho irrefragable para el equipo directivo que le sustituye con el tiempo. El azar exógeno, en cambio, es el que incide sobre un orden social por causas ajenas a su propia actividad. 5. En el ejemplo de la sala de conferencias se echa de ver que una misma configuración macroestructural es compatible con distintos motivos o preferencias por parte de los que impremeditadamente dan vida a esa configuración. Pero también es cierto que, bajo ciertas preferencias individuales, el producto final será muy sensible a las condiciones iniciales. Supongamos, p. ej., que los gustos del publico quedan mayoritariamente recogidos por la hipótesis 3ª, y que es el instinto de sociabilidad lo que explica la pauta global observada. Si esto fuera así y el primero en llegar se hubiera sentado en las filas delanteras de la sala (y no en las de atrás), el aspecto que ésta habría tomado habría sido notablemente distinto, con el frente de la platea cubierto y la parte trasera desierta. Esta sensibilidad a las condiciones iniciales se conoce entre los físicos como efecto mariposa, y revela, entre otras cosas, que el orden observado sólo era uno de entre los posibles. Pudieron verificarse otros equilibrios (otras formas de sentarse el público en la misma sala) pero, una vez dado uno de ellos, resulta muy difícil cambiarlo o alterarlo, por mucho que haya otras configuraciones accesibles y superiores, desde el punto de vista de los gustos del público. Piénsese en la siguiente posibilidad que el mismo Schelling considera (Schelling, 1978: 19): cada uno de los asistentes ha hecho bien su elección de asiento, teniendo en cuenta el panorama de plazas ya ocupadas que se encontró al llegar, y no obstante todos están descontentos con la configuración final. Si la hipótesis motivacional acertada es la 2ª, la 3ª, la 4ª, la 6ª o la 7ª, entonces es cuando menos plausible la sospecha de que todos (o tal vez la mayoría) pueden estar deseando que todos se hubieran

sentado más adelante, pues todos habrían mejorado (dadas sus preferencias) y nadie habría empeorado con ello. En términos algo más técnicos, se puede decir que existe una o quizá muchas configuraciones Pareto-superiores a la finalmente producida, no obstante lo cual ésta constituye un equilibrio: nadie tiene incentivo para cambiar de asiento si los demás no lo hacen y, puesto que no es verosímil que todos, de consuno, se desplacen 12 filas más adelante, la configuración presente resulta ser sobremanera estable, a pesar de su calidad menos que óptima. Se conoce como hiperselección a esta forma de dependencia de la senda capaz de confinar a un colectivo en un equilibrio subóptimo. Grados de intervencionismo político 6. La participación multitudinaria, la asincronía de esa participación, y la hiperselección a que todo eso puede dar lugar, incrementan sin tregua los costes de transacción que habrían de sobrellevar los implicados en un equilibrio institucional si quisieran modificarlo y conformarlo más a sus deseos. El que haya un orden espontáneo (el orden institucional lo es en su mayor parte, y también lo es el orden en que se sentaron los asistentes en la sala de conferencias de Schelling), no prejuzga nada acerca de su eficiencia o capacidad de generar bienestar para los mismos que lo promueven y mantienen. Una forma de prevenir los efectos seguramente suboptimizadores que introducen la asincronía, la participación multitudinaria descentralizada y otros mecanismos de autorrefuerzo es tratar de convertir el orden espontáneo en un orden deliberada y conscientemente construido. En la sala de conferencias podrían, p. ej., intervenir acomodadores contratados por los anfitriones para guiar a los miembros del público a sus asientos preasignados. De este modo, el orden final coincidiría con el plan previo de los anfitriones sobre cómo debería sentarse el público. Eso seguramente evitaría que los asistentes se sentaran de maneras que globalmente parecen algo absurdas (como la que contempló Schelling), pero desde luego limitaría la libertad del público para elegir según sus gustos personales. Por razones evidentes, y que no necesito explicar, podríamos llamar "comunista" a esta forma extrema de intervencionismo. Los pensadores e ideólogos comunistas (con Marx a la

cabeza) toman nota de algo que efectivamente ocurre: que el diseño institucional que exhibe una sociedad dista enormemente de la perfección con que soñaría un ingeniero, y que ese diseño acusa (quizá más allá de lo deseable), los avatares históricos fortuitos que en él hicieron mella. El comunismo es un intento hercúleo de contrarrestar los efectos de la historia sobre la sociedad. Desde luego, lo último que se le puede negar es ambición y grandeza de concepción: si para los que defienden la noción de dependencia de la senda "la historia cuenta", el propósito de un pensador marxista es que cuente lo menos posible. Que los problemas de alienación derivados de la participación multitudinaria descentralizada en la conformación institucional desaparezcan acabando con la lucha de clases y la discrepancia de intereses que propicia, y devolviendo a cada ciudadano la "consciencia de su misión histórica". Que los problemas de la asincronía sean atajados a través de un magno plan intergeneracional para la gestión de los recursos sociales, que desembocaría, tras una transición socialista, en el comunismo. Y que los problemas de bloqueo en equilibrios ineficientes producidos por la hiperselección pudieran ser prevenidos mediante la presencia (al menos en la fase de transición socialista) de un Estado plenipotenciario, capaz de sacar a las instituciones sociales de sus atolladeros y encaminarlas por la senda deseada. La historia dejaría, con todo esto, de ser el escenario y el caldo de cultivo de la improvisación, y hasta de la chapuza, y se convertiría en un proceso continuo de ingeniería social conscientemente dirigido. Es cierto, por lo demás, que la producción deliberada de un diseño institucional global puede tener otro signo político. Un ejemplo histórico de "revolución capitalista" efectuada desde arriba y coronada con el éxito lo suministra el modelo Meiji de desarrollo, que entre 1868 y 1912 sacó al Japón del feudalismo y lo convirtió en un país capitalista moderno (Berger 1986/1989: 174-8). Lo más interesante de este proceso fue su índole aparentemente deliberada. Algunos miembros de la muy inteligente élite Meiji recorrieron diversos países europeos y los Estados Unidos con el propósito premeditado de estudiar y emular sus órdenes institucionales en lo que tuvieran de aprovechables para el Japón. La revolución Meiji tuvo un muy amplio alcance: se despojó a los aristócratas de sus feudos y de otros privilegios, pero se les compensó suficientemente en efectivo y bonos, que podían invertir en la incipiente industria nacional (gestionada en gran parte por expertos foráneos). La no dependencia del capital extranjero (aconsejada

por el mismísimo Bismarck a los burócratas Meiji), y el consiguiente recurso casi exclusivo a las fuentes internas de financiación quizá "retrasase algo el `despegue', pero consiguió que, cuando se produjo, fuese mucho más seguro" (Berger, 1986/1989: 177). Por lo demás, la industria de titularidad pública no dio pie a un "socialismo Meiji" (quizá más conforme con las tradiciones culturales japonesas), sino que acabó siendo vendida por el gobierno a empresarios particulares a precios muy bajos. La clase empresarial se reclutó entre agricultores y artesanos, pero también entre nobles samurais de orden inferior. Esto debió influir en el nuevo ethos comercial, derivado del código samurai tradicional y fundado en un ideal de dedicación y disciplina, que fue trasladado del ambiente feudal-militar al capitalista-empresarial. Por otra parte, la abolición del feudalismo generó casi instantáneamente, como en Europa, una nutrida oferta de mano de obra procedente de las más diversas clases. 7. Otra posibilidad de intervencionismo menos drástica sería la "socialdemócrata". En la sala de conferencias se podrían colocar mamparas en las últimas filas para, de este modo, forzar a la gente a sentarse delante, pero dejando, por lo demás, que dieran rienda suelta a sus gustos personales a la hora de hacerlo. La injerencia "política" en el orden espontáneo (autoorganizado) no está aquí orientada a producir ciertos resultados prefijados (metas deseables o utópicas), sino más bien a evitar algunos resultados tenidos por indeseables, o a escapar de ellos, si es que ya se han producido. Que un orden espontáneo no impide de forma garantizada -por ser tal orden espontáneo- la emergencia de consecuencias ineficientes, es algo que ya hemos discutido y apreciado con anterioridad, y esto presta una parte de legitimidad a las intervenciones políticas conscientemente dirigidas a desbloquear situaciones localmente subóptimas, y a considerar deseable la presencia de un Estado-cirujano con suficiente poder para llevarlas a cabo (Hodgson 1993/1995: 294). La parte de legitimidad restante la consiguen los poderes públicos si logran mostrar que su intervención quirúrgica en el tejido institucional no agrava los problemas que trataba de subsanar. La revolución Meiji que antes mencionaba, y que condujo al Japón de un tipo de orden institucional a otro muy distinto, no es evidentemente de corte socialdemócrata y, desde el punto de vista de las ambiciones, se sitúa a mitad de camino entre la ingeniería total (y totalitaria) comunista y la ingeniería parcial socialdemócrata. El pensamiento político socialdemócrata

es, considerado "ideológicamente", un pensamiento mucho más "débil" que, pongamos por caso, el marxista, con menos pretensiones de transformación social dirigida. Un gobernante socialdemócrata se mueve siempre dentro de un orden institucional capitalista dado, sin propósito alguno de alterarlo en sus fundamentos decisivos, y se limita a fijar constricciones dentro de ese orden que, combinadas con las preferencias del público (adaptadas a esas constricciones, pero por lo demás libremente expresadas), aparten la evolución social de algunos estados de cosas tenidos por "manifiestamente mejorables". 8. Menos intervencionista aún es la postura liberal. En los términos de la "sala de conferencias", unos anfitriones "liberales" considerarían que sus funciones no van más allá del mantenimiento del orden en la sala, y de proporcionar asientos, buena iluminación y buena acústica a los congregados. Se desentenderían de posibles equilibrios sociales ineficientes, o lo considerarían un mito socialdemócrata. Con diferencias de grado y matiz, pensarían que lo mejor que le puede ocurrir a un cierto orden colectivo es que sea efectivamente, y en todos los estadios de su formación, un orden espontáneo, y que la única tarea legítima de un poder político es permitir que la sociedad civil se exprese sin trabas a sí misma a través de la conformación de tales órdenes espontáneos. En los antípodas del pensamiento marxista, los liberales coinciden no obstante con ellos en no tomarse suficientemente en serio el fenómeno de la dependencia de la senda. Si el hipervoluntarismo marxista cree posible corregir todas las imperfecciones de diseño institucional introducidas por el azar histórico mediante una acción colectiva concertada y políticamente consciente, el "más vale no meneallo" liberal niega simplemente que tales imperfecciones existan y, en consecuencia, que haya justificación para que el Estado asuma competencias en la "reparación" de los recursos institucionales de la colectividad. 9. En el espectro político que va de mayor a menor intervencionismo público, la posición contractualista no está definida: un contractualista puede ser marxista, liberal o socialdemócrata. El contractualismo tiene más que ver con la legitimidad (o no legitimidad) del orden institucional existente que con la legitimidad (o no legitimidad) de las intervenciones que podrían modificarlo. Incluso si un contractualista entiende que el diseño institucional observado es mejorable, tal declaración no le compromete necesariamente con posturas marxistas o socialdemócratas; podría ser todavía un contractualista de orientación liberal y mantener que las imperfecciones observadas son

fundamentalmente debidas a interferencias gubernamentales en la dinámica institucional espontánea, y que de lo que se trata es de restituir esa dinámica espontánea para corregirlas. Si volvemos a nuestro "modelo" de la sala de conferencias de Schelling, la posición "contractualista" consistiría en, a la vista de una cierta configuración del público en el auditorio, indagar si esa configuración (histórica e inintencionadamente producida) sería la racionalmente escogida por las mismas personas del público caso de haber tenido ocasión de acordar entre ellos su colocación respectiva antes de entrar en la sala. Como el contractualismo se funda en un experimento mental contrafáctico, la "anterioridad" del pacto social de que aquí se habla es una anterioridad lógica, más que temporal o histórica. Si la colocación efectiva del público en la sala se puede reconstruir racionalmente como si hubiera emanado de un pacto explícito, entonces el contractualista confiere marchamo de legitimidad a dicha colocación, y no lo hace en caso contrario. Si, además, el contractualista es de obediencia rawlsiana, exigirá que en ese experimento mental, en que se imagina a los miembros del público conviniendo mancomunadamente su posición dentro del auditorio, quede garantizada la imparcialidad de los que deciden. La garantía procederá de imponer a los decisores una ignorancia selectiva: no sabrán de sí mismos cosas tales como si van a disponer de buena vista, de buen oído, de una capacidad de atención volátil, etc. Este velo de ignorancia obstaculizará que pacten una colocación en la sala que sepan de antemano que les beneficia. En cualquier caso, lo importante es señalar que el relato contractualista -sea legitimador o deslegitimador del orden existente- es un relato reconstructivo, diferenciable del relato histórico-evolutivo en que se presenta ese orden como el resultado emergente e inintencionado de interacciones individuales. La confusión entre ambos relatos -que deben mantenerse separados- ha llevado a muchos pensadores, ya desde la época de los sofistas, a defender un convencionalismo normativo, según el cual las instituciones humanas, ya que no son naturales, han de proceder de contratos o acuerdos "artificiales" entre seres humanos. Esta dicotomía naturaleza/convención no es exhaustiva, y si bien las instituciones humanas pueden reconstruirse racionalmente como resultados de convenciones explícitas, desde el punto de vista histórico-evolutivo pertenecen a una tercera categoría: no son naturales ni convencionales (al menos, no la mayor ni la más importante porción de

ellas), sino subproductos colectivos, consecuencias inintencionadas y emergentes de lo que han estado haciendo (sin clara consciencia de ello) muchos individuos, descoordinados entre sí y sin responder a ningún plan director, en diferentes épocas de la historia y en diferentes culturas. El efecto de la Reina Roja El "modelo" de Schelling nos ha servido para estudiar aspectos relevantes de la dinámica institucional, pero para tratar algunos de los restantes hemos de salir definitivamente de la sala de conferencias para darnos un largo paseo por el bosque. En la naturaleza son frecuentes los casos de coevolución entre el depredador y su presa, o entre el parásito y su hospedador (Curtis y Barnes, 1995/1995: 346; Dawkins, 1986/1989: 129-148). Cada especie ejerce presiones selectivas sobre la otra, es decir, replica a las adaptaciones de la otra parte con contraadaptaciones propias, en una suerte de "carrera de armamentos". Las especies que coevolucionan corren en esta carrera de armamentos no tanto para mejorar su éxito adaptativo, sino más bien para conservarlo y no perderlo. A esto lo llamó Leigh van Valen "la hipótesis de la Reina Roja" (Van Valen, 1973). Para comprender por qué, hay que recordar un fragmento del estupendo diálogo que Alicia mantiene con la Reina Roja en Alicia a través del espejo. Después de una frenética carrera a la que Alicia se ve arrastrada por la Reina, la niña descubre estupefacta que no se han movido del sitio del que partieron: "-Bueno, lo que es en mi país -aclaró Alicia, jadeando aún bastante- cuando se corre tan rápido como lo hemos estado haciendo y durante algún tiempo, se suele llegar a alguna otra parte... -¡Un país bastante lento! -replicó la Reina-. Lo que es aquí, como ves, hace falta correr todo cuanto una pueda para permanecer en el mismo sitio. Si se quiere llegar a otra parte hay que correr por lo menos dos veces más rápido". Las carreras coevolutivas que practican las especies en la naturaleza son un poco como las de Alicia y la Reina Roja. El medio ambiente de los organismos está constituido por factores abióticos (sus componentes físico-químicos) y por factores bióticos (otros organismos), y ese entorno no es estático sino que se comporta como un "blanco móvil", al que los organismos

"siguen". Pero al "seguir" con sus adaptaciones al entorno local, los propios organismos lo van modificando, aun si cada organismo tiene una incidencia despreciable con su conducta en la alteración del medio; alteración que es un subproducto global de las actividades de todos los seres vivos que lo ocupan (y también de los agentes físicos que sobre él actúan). El medio va cambiando a impulsos (entre otras cosas) de los "esfuerzos" adaptativos que despliegan los individuos que en él se mueven, lo que les obliga a "revisar" continuamente tales esfuerzos. La hipótesis de la Reina Roja de Van Valen sugiere que las especies degradan el nivel adaptativo alcanzado por otras que coevolucionan con ellas, de modo que -si una especie dispone de suficiente variabilidad heredable- sus contrarréplicas adaptativas quizá se limiten a mantener el nivel adaptativo previo, no a mejorarlo. Pero eventualmente, y dado que los recursos genéticos de una especie son limitados, la capacidad de respuesta a cambios bruscos del entorno también lo es, y la especie puede verse conducida a la extinción (Lewontin, 1978/1979: 143-4). Una de las causas de extinción podría ser, según esta hipótesis, la pérdida de la carrera coevolutiva por parte de una especie, debido a una insuficiente variabilidad genética. Encontramos el análogo cultural del efecto de la Reina Roja entre sociedades que, por razones de proximidad geográfica o por otras razones, se encuentran envueltas en carreras coevolutivas culturales. Un ejemplo lo suministra la formación de Estados secundarios. Los Estados secundarios emergen en zonas donde sociedades vecinas se encuentran ya estatalizadas. La estatalización proporciona obvias ventajas militares, y fuerza a las sociedades sin Estado a emular la estructura de poder que encuentran ante sí, si no quieren verse absorbidas militarmente o reducidas a ocupar hábitats ecológicamente marginales. En estructuras de mercado competitivas se observa también a menudo a las empresas corriendo para no retroceder. La actividad de una firma innovadora que lanza con éxito un nuevo producto deteriorará la cuota de mercado de las demás, que reaccionarán tratando de imitar o mejorar el artículo para no perder clientela (Hodgson, 1994: 211). La coevolución es otra de las maneras en que puede tomar cuerpo la dependencia de la senda. El azar histórico (en este caso exógeno) dispone para una sociedad unos vecinos culturales cuya trayectoria evolutiva institucional condiciona la suya propia de modo decisivo.

Las pechinas de la catedral de San Marcos Cuando un arquitecto decide colocar (como en la catedral de San Marcos de Venecia) una cúpula circular sobre cuatro arcos de medio punto, quedará un hueco en forma de triángulo curvilíneo entre cada dos arcos (cuatro en total, por tanto). Estos huecos, que son subproductos de la decisión principal de situar una cúpula sobre arcos, son las pechinas o enjutas. Bajo la cúpula principal de San Marcos, estos espacios forzados por la estructura arquitectónica han sido aprovechados para desarrollar una iconografía con los cuatro evangelistas, debajo de cada uno de los cuales fluye uno de los cuatro ríos bíblicos (Tigris, Éufrates, Nilo e Indo), personificado cada uno por un hombre que vierte agua sobre una flor. Tan ingenioso aprovechamiento de las enjutas podría hacer pensar a un funcionalista panglossiano (o a su versión biológica, un adaptacionista) que las enjutas son estructuras ajustadas o diseñadas para el desarrollo de esa particular iconografía; que cumplen esa función y que, por cumplirla, están ahí. El orden correcto es, desde luego, el inverso: las pechinas son productos secundarios y colaterales de una disposición arquitectónica, a los que posteriormente se asigna una función útil. Y esa función útil no explica, claro está, las causas de su origen. El célebre paleontólogo de Harvard, Stephen Jay Gould, a quien debemos este luminoso ejemplo (Gould y Lewontin, 1978/1984: 252-4, Gould, 1995/1996: 51-2), diría que las pechinas de San Marcos constituyen una exaptación, no una adaptación. Si la selección natural ha aumentado la eficacia biológica de los individuos que manifestaban un carácter, y ese carácter ha desempeñado siempre la función que ahora se observa, un carácter o rasgo así es una adaptación. Se llama "adaptación" tanto al proceso guiado por la selección natural como a la estructura que emerge como resultado de ese proceso. Pero hay estructuras que emergen de un proceso adaptativo con una determinada función y que posteriormente adquieren una función distinta. Y también puede ocurrir que una determinada estructura no sea resultado de ningún proceso evolutivo (sino subproducto inevitable del desarrollo de otras estructuras adaptativas), pero que adquiera posteriormente, y de forma fortuita, una utilidad sobrevenida (como sucede con las pechinas de San Marcos). La noción de exaptación, que propone Gould (Gould y Vrba, 1982:

6, 12) cubre ambos supuestos: el de la preadaptación clásica y el último, no identificado hasta entonces en la teoría darwiniana. La teoría de las exaptaciones es consistente con lo hasta aquí expuesto sobre dinámica institucional. Si, en relación con un individuo, organización o tecnología, el resto del entorno cultural e institucional no es un "país lento" (por decirlo en la impagable terminología de la Reina Roja), o al menos no definitivamente lento, sino que se desplaza con una dinámica propia y con gran autonomía respecto a los individuos e instituciones tomados de uno en uno, pueden entonces originarse dos fenómenos derivados de desajustes en el tempo adaptativo. Puede suceder en primer lugar que una adaptación cultural sea dinámicamente ineficiente; tal cosa sucede, por ejemplo, con el teclado QWERTY, que tenía sentido en el momento en que adquirió la hegemonía pero que se ha convertido en una pequeña rémora cultural en las condiciones actuales (Gould, 1991/1993: 54-69). El entorno cultural ha evolucionado y ha dejado obsoleta, pero superviviente, una solución tecnológica. También puede suceder lo contrario: que un resultado cultural secundario y derivado adquiera (en un ambiente posterior e inopinadamente) un valor funcional que confiera ventajas a su poseedor. Mancur Olson ha sostenido que la derrota militar de Alemania y Japón en la Segunda Guerra Mundial tuvo la consecuencia forzosa de destruir buena parte de su entramado de grupos de intereses específicos, y eso inesperadamente les dejó en mejor posición durante el período post-bélico para disfrutar de un crecimiento económico no embarazado por el lastre corporativista que, por su parte, siguió atenazando a los triunfadores en la contienda. Los derrotados militarmente fueron luego los triunfadores económicos. La eversión manu militari de las coaliciones distributivas sirvió a Japón y Alemania de exaptación en la que cimentar una parte de su éxito económico. Para los vencedores, en cambio, como Gran Bretaña, el azar histórico favorable dispuso que no pudieran sacudirse de encima las organizaciones corporativas que siguen obstruyendo su crecimiento (Olson, 1982/1986: 106-111). La ley de las partes usadas

Asincronía, coevolución y exaptación son facetas parciales del fenómeno global de la dependencia de la senda: el poder de la contingencia histórica para engendrar regularidades y desviar en sentidos insospechados e impronosticables los rumbos evolutivos. Rumbos evolutivos que desembocan en estados de cosas que (deseables o no, eficientes o ineficientes) no son explicables desde supuestas leyes generales de movimiento histórico, sino indagando los procesos concretos mediante los cuales esos estados de cosas fueron producidos. En suma: la historia importa. Un sistema complejo adaptativo que hace su ruta evolutiva (una especie, p. ej., entendida como acervo génico cerrado), no puede dejar de acusar en su estructura las vicisitudes históricas por las que ha pasado, la secuencia de ambientes a los que se ha adaptado. El sistema sigue al medio, que a su vez se sigue a sí mismo por trayectorias en apariencia erráticas y caprichosas. Consecuentemente, las adaptaciones son acumulativas (Dawkins 1986/1989: 33-58; Strickberger, 1990/1993: 55-6, 123-4). La evolución construye sobre lo ya construido, añade modificaciones (dictadas por la oportunidad) a una estructura preexistente e indesechable. Se ha llamado a esta pauta la ley de las partes usadas (Curtis y Barnes, 1995/1995: 349). La imperfección de diseño resultante es la mejor prueba que podríamos desear de la realidad de la evolución. Quien más ha puesto el énfasis en esta característica acumulativa de la evolución ha sido Gould, cuyo ejemplo favorito para ilustrar la ley de las partes usadas es el "pulgar del panda". Cuando los ancestros de los actuales pandas herbívoros pasaron de una dieta carnívora a otra basada en la ingesta de bambú, necesitaron una mayor habilidad de manipulación en sus garras, que hubieran podido alcanzar de disponer de un pulgar oponible. Pero la selección natural no favoreció el rediseño de los pulgares del panda, sino más bien el desarrollo del hueso sesamoideo radial de la muñeca, que hace las veces de falso pulgar: una estructura anatómicamente tosca pero funcional. "El hueso sesamoideo radial -comenta Gould- no ganaría medallas en ningún concurso de ingeniería" (Gould, 1980/1983: 22), que acaba su artículo afirmando que "la naturaleza es... una magnífica chapucera, no un divino artífice". En la historia de los arreglos institucionales se advierte aquí y allá, y un poco por todos lados, la presencia de la chapuza y la improvisación. Y, unido a esto, la persistencia e indesechabilidad de estructuras que quizá resultaron

funcionales en entornos pretéritos, pero que se han acabado convirtiendo en rémoras para conseguir una buena adaptación a entornos posteriores y que, no obstante esto, se resisten al desguace y remodelación "desde el principio". La deuda pública es una ilustración oportuna de lo que estoy sugiriendo. La religión fiscal de los tiempos prekeynesianos establecía que cualquier política sobre el presupuesto público debería seguir el modelo sugerido por la gestión juiciosa de un presupuesto familiar: favorecer el superávit en épocas normales, y con esos superávits acumulados financiar los déficits de épocas más turbulentas (guerras y depresiones, ante todo). No se imponía que el presupuesto quedase exactamente equilibrado año tras año, pero sí que se observara una tendencia al equilibrio a largo plazo. Cuando no es posible financiar los déficits corrientes con los superávits de ejercicios fiscales precedentes, hay básicamente tres soluciones: elevar los impuestos, emitir deuda pública o crear dinero (Buchanan y Wagner, 1977: 15). Dentro de la teoría económica clásica, recurrir a la deuda pública suponía trasladar las cargas del gasto público del período presente (en que tal gasto se verifica) a períodos futuros, e incluso a períodos futuros en que el grupo que efectuó el gasto y disfrutó de él ha sido sustituido por una generación diferente (esto ocurriría si el plazo de amortización de la deuda es lo suficientemente prolongado). El endeudamiento era contemplado por Adam Smith y los demás forjadores de la teoría clásica como una falta de solidaridad con las generaciones futuras, sobre cuyos hombros trasladaba una generación dada las consecuencias de sus pecados de prodigalidad. En contraste con lo anterior, el enjugamiento del déficit a través de impuestos significaba aceptar que el gasto público y el pago del mismo debían verificarse con un escaso margen de dilación temporal y que, en consecuencia, la carga del gasto debía incidir sobre los que se beneficiaban del mismo. Nuestra herencia keynesiana

Keynes y los keynesianos pusieron patas arriba el credo fiscal de los clásicos e invirtieron sus acendradas predilecciones sobre la mejor forma de financiar los desequilibrios presupuestarios. Para empezar, presentaron como desaforadamente optimistas a sus antecesores: para los economistas clásicos y neoclásicos la economía está plagada de mecanismos de retroacción negativa que llevan en poco tiempo a la absorción de las sacudidas exógenas que sufre el sistema. Los impactos externos sobre el equilibrio ponen en marcha automáticamente reacciones reequilibradoras que devuelven al sistema a los valores deseables. El mensaje clásico y neoclásico era claro: las fuerzas del mercado saben cuidar de sí mismas y ha de reducirse al mínimo la intervención gubernamental. Keynes negó que existieran tales fuerzas de reequilibramiento económico automático (Rojo, 1984: 205-6), aunque pensaba -siguiendo a los institucionalistas americanos- que las rigideces e inercias del sistema económico obedecían, no tanto a que los autores clásicos hubieran sobrevalorado la capacidad de los precios para coordinar la actividad económica, sino a la tendencia de los agentes a organizarse en grupos de intereses específicos, e impedir con ello el correcto funcionamiento de los mercados (Rojo, 1984: 299-301). También negó que las situaciones de equilibrio y optimalidad tuvieran forzosamente que darse juntas. Pueden existir equilibrios ineficientes, como el equilibrio macroeconómico con desempleo masivo. La medicina Keynesiana contra la enfermedad económica del equilibrio con desempleo era el gasto público. El intervencionismo político en la economía quedaba, con esto, legitimado e incluso se presentaba como un imperativo moral. El déficit presupuestario se utilizaría como instrumento para estimular la economía hacia el pleno empleo; el superávit presupuestario (también prescrito) tendría, por contraste, el efecto de recortar la demanda agregada cuando ésta amenazase con provocar tensiones inflacionistas. La hacienda pública keynesiana trataba de ser una hacienda funcional, con el objetivo del pleno empleo como primer desideratum. La meta de sacar a la economía del estancamiento con políticas de estímulo de la demanda agregada volvía inconsistente el aumento de los impuestos como medio para financiar el gasto público. Una elevación de los impuestos reduciría la renta disponible de las familias y también causaría problemas a los programas de inversión de las empresas, es decir, deprimiría

otros dos componentes de la demanda agregada: el consumo y la inversión privados. Sería lo mismo que arrebatar con una mano lo que se ha dado con la otra. Descartado el incremento de los impuestos, el déficit sólo podía ser subsanado de dos modos: mediante la emisión de deuda o aumentando deliberadamente la oferta monetaria (con el consiguiente riesgo de inflación). Los keynesianos se decantaron más bien por el endeudamiento. Y a la vez pusieron en entredicho la teoría clásica de la deuda. Negaron que conllevara una insolidaridad hacia las generaciones futuras: la carga financiera no se transfería a través del tiempo. Además, en la medida en que la deuda pública fuera interna (no externa), deudores y acreedores eran miembros de la misma comunidad y, según esto, la deuda "nos la debemos a nosotros mismos". La sociedad como un todo no puede ser deudora de modo comparable a como lo es un individuo, una familia o una empresa. Para los keynesianos se quiebra la analogía entre endeudamiento público y privado. En opinión de Buchanan y Wagner, la plena absorción del nuevo evangelio fiscal keynesiano por parte de la élite política estadounidense hay que fecharla en la reducción de impuestos de 1964 (Buchanan y Wagner, 1977: 48). Lo que nadie podía adivinar por aquel entonces eran las consecuencias explosivas que traería consigo la combinación de las recomendaciones keynesianas (por un lado) y el sistema democrático (por el otro); y menos que nadie el propio Keynes (muerto en 1946), cuyas inclinaciones políticas eran más bien elitistas y pensaba que sería un ilustrado comité de expertos, a resguardo de presiones electoralistas, el que finalmente pondría en marcha su programa de política económica. La ceguera sobre el trasfondo institucional en que se desarrolla la política económica ha conducido a algunos economistas keynesianos a tratar de esquivar su responsabilidad por el crecimiento canceroso de la deuda norteamericana después de 1965, aduciendo que los políticos atendieron sólo a la mitad de sus recomendaciones. Ellos proponían, sí, estimular la actividad económica empleando el presupuesto como instrumento, pero tambien aconsejaban presupuestos restrictivos, inductores de superávit, en fases de recuperación económica. Y los políticos ignoraron esta parte de sus enseñanzas. Y no fue así por casualidad. En un marco democrático, la competencia entre partidos políticos (una competencia que recuerda nuevamente a las carreras de la Reina Roja) es, en buena medida, una competencia por prometer

inflar el gasto público sin por ello aumentar los ingresos fiscales. Los políticos saben sobradamente que los compromisos de elevar el gasto para garantizar prestaciones de amplia repercusión social (sanidad, escuelas, pensiones, protección al desempleo, etc.) incrementan las expectativas de voto. Y que, en cambio, las amenazas de subir los impuestos enajenan simpatías. La consecuencia práctica de actuar guiado por estos incentivos es la propensión de los políticos en un sistema democrático a incurrir en déficits crónicos. Los conatos iniciales, por parte de un equipo gobernante, de desequilibrar el presupuesto en favor del gasto son recompensados por el electorado en las urnas, lo que a su vez recrudece la tendencia, etc. Se establece así un bucle de retroacción positiva: la proclividad al déficit y a cubrirlo con endeudamiento se vuelve autorreforzante. Esto aclara por qué fue imposible aplicar la otra mitad de la receta keynesiana (acompañar los auges económicos de superávits). El público dio rápidamente por sentado un cierto nivel de gasto social, y concibió firmes expectativas sobre su mantenimiento e incluso ampliación, y como tenían un medio eficaz de satisfacer esas expectativas (el voto), hicieron uso del mismo para lograr sus propósitos. El keynesianismo político (no el de los economistas) quedó fatalmente escorado del lado del déficit. La cruda realidad es que, en una democracia, los votantes tienden a apoyar a los políticos que observan una conducta irresponsable en materia fiscal. La alianza de la política económica keynesiana y el sistema democrático se ha constituido en un poderoso mecanismo de retroacción positiva del que se ha alimentado el Estado del bienestar, cuyo crecimiento hace tiempo que ha escapado al control de los políticos, que saben que cualquier intento, no ya de desmontar el Estado del bienestar (lo que, por otra parte, no sería deseable), sino simplemente de detener su expansión equivale a su suicidio para la vida pública. Del mismo modo que los pandas no pudieron remodelar ab initio sus garras para acomodarlas a la nueva dieta vegetariana, los políticos (socialdemócratas o de otro signo, esto es aquí prácticamente irrelevante) no parecen capaces de reestructurar el presupuesto de manera funcional cuando llegan épocas de bonanza económica. La deuda pública se ha convertido en algo así como el pulgar del panda de la política económica. Entre el azar y la necesidad

De este escrito y de otro anterior -"El efecto mariposa"- se desprenden algunas enseñanzas aprovechables sobre la naturaleza de la historia. Tal vez las más relevantes son estas tres: 1. La historia discurre entre el (puro) azar y la necesidad. Cada acontecimiento es el resultado de toda la secuencia de eventos antecedentes que en él desembocan; es el ápice y eflorescencia de todos ellos. Y cada uno de los eslabones de esa cadena, incluido el último, pudo ser diferente de como fue; y si, de hecho, hubiera sido diferente, toda la cadena posterior hubiera quizá divergido más y más de la que efectivamente tuvo lugar y fue el caso. Como afirma Gould, si pudiéramos rebobinar la historia para luego volver a pasar la cinta, nos encontraríamos con versiones abruptamente diferentes de la que conocemos (tanto más diferentes cuanto más allá hubiéramos ido en el rebobinado), simplemente porque el azar podría haber combinado de forma distinta acontecimientos fortuitos y mecanismos de retroacción positiva, dando relevancia a lo que en otros mundos posibles hubiera pasado sin pena ni gloria, y haciendo que el río de la historia discurriera por un cauce cada vez más alejado del que conocemos (como en el cuento de Bradbury). Y lo verdaderamente aleccionador es que para cada una de esas historias alternativas habríamos encontrado con toda seguridad una buena explicación y aclaración de su plausibilidad, una vez que los hechos hubieran acontecido precisamente de esa forma. Afirmar la dependencia de la senda de los hechos históricos no es lo mismo que decir que cualquier cosa pudo ocurrir, o que la historia es simplemente "una maldita cosa detrás de otra". Hay seguramente regularidades históricas enunciables mediante leyes generales, y que descartan como imposibles (o improbables en un grado arbitrariamente alto) determinados estados de cosas. Por ejemplo, ante un orden social extenso, o civilización, podemos predecir que estará soportado por una autoridad coactiva central, o Estado, y que las soluciones anarco-comunitaristas o no existirán o, a lo sumo, tendrán una vigencia parcial y local (Mulhall y Swift, 1992/1996: 144-5). También podremos predecir que habrá un dispositivo como el mercado para que los individuos intercambien bienes y servicios, y que la atención a las necesidades y apetencias de nuestros semejantes estará basado en ese dispositivo y no (o no principalmente) en sentimientos altruistas. Por último, se podrá anticipar que la disposición moral de los

individuos en un orden civilizado no podrá estar hecha exclusivamente a base de las emociones cálidas que son habituales entre parientes o amigos íntimos (cosa que sí puede ocurrir en comunidades de radio reducido) y que una cultura moral fría del respeto y la defensa de la privacidad tiene oportunidades de abrirse paso. Si se admite la incidencia de estas constricciones de escala, excluiremos que pueda existir un orden social extenso sin Estado, sin mercado y abrigado en cálidos sentimientos morales comunitarios. Es decir, concluiremos que el socialismo utópico o el comunismo marxiano son imposibilidades históricas, por más que halaguen y cosquilleen hondamente nuestra sensibilidad moral. Pero estas regularidades que prohíben la existencia de determinados escenarios son, como fácilmente se adivina, demasiado laxas para alcanzar al grano menudo de la historia: los detalles son dependientes de la senda. Podemos conocer por anticipado que un orden social extenso tendrá Estado y mercado, pero no si ese Estado es democrático o no, o si en sus estructuras de mercado prevalece en general la competencia o más bien el oligopolio. "Una explicación histórica -dice Gould (1989/1991: 288)- no descansa sobre deducciones históricas de las leyes de la naturaleza, sino sobre una secuencia impredecible de estados antecedentes, en la que cualquier cambio importante en cualquier paso de la secuencia habría alterado el resultado final. Por lo tanto, este estado final depende, o es contingente, de todo lo que ocurrió antes: la imborrable y determinante rúbrica de la historia". Leyes en segundo término y contingencia en los detalles es el lema que propone Gould para enfrentarse a lo que hay de peculiar en los acontecimientos históricos (sean de la historia natural o de la social). Las leyes sirven no sólo para excluir que la historia es puro azar y que en ella cualquier cosa puede acaecer; también sirven para que nos percatemos de que otras muchas secuencias históricas pudieron tener lugar, todas ellas compatibles con las laxas restricciones impuestas por las leyes de la evolución histórica, y para cada una de las cuales hubiéramos encontrado explicaciones persuasivas y atendibles. La historia discurre por el cauce que media entre el puro azar y la pura inevitabilidad: el ancho cauce de la contingencia (Gould, 1989/1991: 290; Lewin, 1992/1995: 92), en que lo que ocurre efectivamente depende de la senda (tal vez la única senda de entre las innumerables posibles) que ha permitido que ocurra. No habremos de echar en olvido, por lo demás, que la contingencia histórica es capaz también de generar regularidades de amplio alcance bajo la

forma de accidentes congelados. Lo que ha sucedido hasta el presente restringe el conjunto de posibles historias futuras. Pero cuál de ellas se realizará depende de un cúmulo de minúsculas e imprevisibles contingencias, algunas de las cuales -los accidentes congelados- revelan luego, a su vez, un enérgico e insospechado poder de demarcación sobre los futuros posibles. 2. La concepción progresista de la historia es falsa. El ámbito social (y también el entorno natural) están trufados de mecanismos de retroacción positiva que pueden amplificar insospechadamente acontecimientos contingentes y anómalos, aunque perjudiquen gravemente a los que contribuyen indeliberadamente a esa misma amplificación. En la historia social e institucional estos mecanismos de autorrefuerzo pueden, en los peores casos, provocar indefensión colectiva, es decir, convertir en víctimas de ciertos subproductos sociales a aquéllos que racionalmente no pueden hacer otra cosa que mantenerlos o extenderlos. Esta eventualidad habla elocuentemente en favor de la necesidad de disponer de una institución social, el Estado, con poder suficiente para realizar operaciones de cirugía local sobre el resto del capital institucional de una sociedad, y extirpar o restaurar zonas dañadas de ese tejido institucional. Claro está que esta labor de vigilancia racional de la salud institucional de una colectividad plantea el problema sobrevenido de controlar ese poder del Estado para evitar que acarree efectos perversos (recuérdese lo dicho sobre el keynesianismo político). El relato progresista, y el funcionalismo panglossiano que suele acompañarle, serían más creíbles si la evolución histórica estuviera exclusivamente gobernada por el azar y por mecanismos de retroacción negativa (selección natural, selección cultural, mercados competitivos), que filtrarían las variaciones aleatorias desventajosas y dejarían sobrevivir sólo lo que ha probado su aptitud. Pero el diseño de un sistema dinámico no está gobernado sólo por fuerzas de retroacción negativa sino también por mecanismos de autorrefuerzo (retroacción positiva). La creencia progresista en que la retroacción negativa es el único poder configurador de diseño en la historia, y que eso garantiza una marcha ascendente en la perfección, no está justificada. 3. La perfección de diseño es antihistórica. Lo es en dos sentidos. En primer lugar ya se ha argumentado que la imperfección es el sello indeleble que dejan las vicisitudes históricas en cualquier sistema complejo adaptativo: la secuencia de ambientes por las que transcurre el sistema no está planificada

para lograr un acercamiento progresivo, paso por paso, a perfección de ningún tipo. De modo que el famoso argumento que derivaba la existencia de Dios del acabado diseño de los seres vivos tiene -en algunos casos, al menos- una premisa mayor considerablemente endeble. Pero, en segundo lugar, y no menos interesante, la perfección de diseño es también enemiga de la historia futura, no sólo de la historia pasada. Si un sistema estuviera adecuado hasta la perfección para realizar una función o desenvolverse en un entorno específico, los cambios aleatorios en ese entorno podrían serle letales. A la inversa: si los sistemas vivos se pueden adaptar a entornos cambiantes es porque no están minuciosa e intrincadamente adaptados a ninguno en particular. La ordenación perfecta a un fin arruina la flexibilidad adaptativa y funcional; el completo desorden impide igualmente, pero por motivos opuestos, la adecuación funcional. Los sistemas versátiles se mueven en la frontera entre el orden y el desorden. En palabras de Gould, "la evolución conquista su necesaria flexibilidad gracias al desorden, la redundancia y la carencia de adecuación perfecta" (Gould, 1993/1994: 112). Tenemos entonces motivos para extraer un elogio de la imperfección: la imperfección, me reitero en ello, no sólo es el estigma que deja la historia pasada, sino también la condición para que sea posible la historia futura. La fijación -hoy un tanto venida a menos, todo hay que decirlo- de muchos intelectuales de izquierdas por la utopía social (un orden colectivo perfecto, ingenierilmente diseñado desde mentes privilegiadas) revela su falta de sentido histórico. La utopía social, de conseguirse, provocaría indefensión completa ante los impredecibles cambios históricos. Como bien sabía Platón, la utopía sólo se compadece con el inmovilismo absoluto. Orden en las normas comunes, desorden en los fines privados: ésta es, por el contrario, la combinación con que una sociedad liberal puede afrontar el impronosticable futuro.

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