Historias de Obaba

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Historias de Obaba recopila tresnarraciones que en su momento sepublicaron en euskera de formaindependiente. En la primera, DosLetters, un anciano vasco que lleva50 años en Idaho recibe dos cartasen muy poco tiempo. En Cuandouna serpiente… junto al diálogoentre hombres y animales, apareceel motivo de la mirada de la muerte,motivo que, posteriormente,reaparecerá en el cuento «Dayoub,el criado del rico mercader»integrado en Obabakoak (1988).Dos hermanos cuenta la vida que

los hermanos Paulo y Daniel llevanen el entorno despiadado de Obaba.Una voz primigenia, «una voz quesurge del interior de nosotrosmismos» pide a diferentes animales(un pájaro, unas ardillas y unaserpiente) que narren la historia deestos hermanos. Ambos quedanhuérfanos de padre y madre, y elrelato se inicia cuando el padre, ensu lecho de muerte, pide a Pauloque cuide de su hermano deficienteDaniel.

Bernardo Atxaga

Historias deObaba

ePub r1.0

Titivillus 08.01.15

Título original: Bi letter jaso nituen osodenbora gutxian. Sugeak txoriaribegiratzen dionean. Bi anai.Bernardo Atxaga, 1996Traducción: Arantxa Sabán para Bi letterjaso nituen oso denbora gutxian ySugeak txoriari begiratzen dionean &Bernardo Atxaga para Bi anai

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

Recibí dos letters en muy pocotiempo: la primera un viernes y lasegunda cinco días más tarde, unmiércoles de mucho sol. Las dosllegaron sin ningún problema a la casaque me hice construir en esta ciudadamericana llamada Boise, y fue mi nietoJimmy el que las puso en mis manos.Cuando me trajo la última, la segundaletter, quiero decir, yo estaba de buenhumor, canturreando en el garden yobservando los nuevos brotes de lamimosa que crece allí. Tan animadoestaba que hasta le di un dólar por suservicio; un dólar de los buenos, quiero

decir, no de esos que reparten en elsuper-market y que luego no sirven nipara el cuarto de baño.

—Pero no te lo gastes enseguida —le dije—. Guárdalo en esa hucha estiloMickey Mouse que te regalé el añopasado.

Yo creía que Jimmy cogería el dólarpara salir corriendo inmediatamentehacia el bombon-shop de nuestra calle,porque los niños de hoy no tienensentido del ahorro y no saben apreciarlas huchas que los mayores lesregalamos con nuestra mejor intención.Pero no fue eso lo que hizo, noexactamente. Cogió el dólar, desdeluego, pero con toda tranquilidad, con la

parsimonia de quien piensa quedarsetoda la tarde en el garden. En su mirada,en esa mirada suya que es very nice yque tanto nos gusta a todos, había unasombra de preocupación.

—¿Qué pasa, Jimmy? —le dije—.¿También quieres el sello?

—No es eso, abuelo —me respondióJimmy. Pero, de todas maneras, lorecorté y se lo di. Era un bonito sello decolor azul.

—Cuéntame, my boy, ¿qué es lo quete preocupa? —le dije entonces.

—¿Por qué tantas letters de Europa,abuelo?

La pregunta era sin duda muy buena,de las que indican mucha perception y

mucha notion, y aún me pareció mejor enboca de Jimmy, porque Jimmy aprendeun english muy elegante en ese colegiotan caro adonde va. La pena fue que yono pude estar a su altura, que no puderesponderle como se merecía, porque,claro, yo solo soy un viejo pastor, unpastor tonto que no tiene ni educación ninada que se le parezca, y la triste verdades que mi english es muy malo,malísimo, cada vez peor. How is yourenglish going on?, me preguntan. Y yocontesto: no, no going on, todo locontrario. Así que esa fue la pena, que,al no estar a su altura, no tuve otroremedio que responder a Jimmy con lascuatro cosas que le digo siempre: que no

soy americano y que todavía me quedamucha familia en Europa; que esa era larazón por la que recibía tantas lettersdesde tan lejos.

Realmente es una pena lo delenglish, porque, al fin y al cabo, yo soyigual que todos los abuelos, y megustaría mucho que mi nieto conocieralo que ha sido mi vida, la vida de esteMartín Aguirre que aquí todos llamanOld Martin. Claro que no soy yo el quetiene la culpa. La culpa la tiene mioficio de pastor y también tienen laculpa las salvajes mountains de Idahodonde he pasado cuarenta años de mivida, cuarenta o cincuenta, ni meacuerdo ya del tiempo que he pasado

allí arriba, en las cumbres, y siempresolo, siempre cuidando ovejasamericanas, miles de ovejas americanas.Y la triste verdad es que lo de noaprender el english nos sucede a todoslos pastores, que nadie crea que yo hesido más tonto que los demás. Recuerdoque, una vez al año, todos los pastoresnos reuníamos para una fiesta, y quellegaba el gobernador del estado deIdaho y nos preguntaba:

—How are you? Are you well?—Very well, mister, le decíamos.

Pero solo porque no sabíamos decir otracosa, no porque estuviéramos contentosde andar todo el día con ovejas.

Todos los pastores éramos unos

ignorantes, esa es la verdad. Entender,lo que se dice entender, la mayoríaentendíamos algo; gracias a la radio,más que nada. Porque, como digo, haymucha soledad en las mountains deIdaho, y no hay pastor que puedasobrevivir allí sin la radio. Y pasa eltiempo, cambian los programas, siguepasando el tiempo, vuelven a cambiarlos programas, y de pronto uno se dacuenta de que es viejo y de que esincapaz de dar una explicación a nadie,ni siquiera al propio nieto.

Además, y siguiendo con lo delenglish, yo no pensaba quedarme enAmérica. Mi idea era volver a mipueblo natal, volver al Basque Country

para allí morir en paz; porque la verdades que la tierra donde uno ha nacido essiempre especial y que tiene su graciaeso de apagarse justo en el mismo sitiodonde nos despertaron. Pero, claro, noestaba únicamente yo: estaban tambiénmis hijos, y ellos crecían aquí, enAmérica; aquí hacían amigos, aquíbuscaban novias —de origen irlandés,generalmente— y se casaban. En esascircunstancias, volver hubiera sido unatontería y una barbaridad. Así que mequedé, me quedé en América parasiempre. Y, después de todo, no me pesanada la decisión que tomé, no, señor, no,mister. Pues, ¿qué tenía yo mientrasvivía en mi country? Nothing at all, para

decirlo en pocas palabras. De comer,patatas cocidas y habas. De vestir, unospingos que no se pondría ni el mendicantmás zarrapastroso de aquí. Y en lospies, unas alpargatas viejas. Y dinero, loque se dice dinero, nunca. Nadie medaba un dólar a cambio de una letter. Laverdad es que en mi country no había niletters. En cambio aquí, en esta ciudadamericana llamada Boise, soy OldMartin, un abuelo muy respetable quetiene una casa con garden, un gardenlleno de mimosas y rosales, y con unciprés a la entrada, justo delante delporche. Y así es como vivo ahora,cuidando mi garden y dando paseos, sinningún temor al futuro. Quizá no sea

mucho, pero Old Martin se conforma, sí,señor, yes, mister, ya lo creo que seconforma.

El caso es que decidí quedarme parasiempre en América, y dejar en manosde la post office la añoranza que en esoscasos se siente por el country perdido. Yla verdad es que al principio recibíamuchas cartas, de mi hermano o de mihermana, y que nunca faltaban lasnoticias. Pero, en fin, todo se acaba enesta vida, y aquello de la post office seacabó también, porque, claro, mihermana y mi hermano fueronenvejeciendo, y envejecieron tanto queal final se murieron. Yo también soy muyviejo, que pronto haré los ochenta, pero

la verdad es que me encuentro very fine.Además, estoy muy contento de mímismo, y eso también ayuda a vivir; almenos eso es lo que me dicen en elmedical center: que el estar contento deuno mismo es basic para llegartranquilamente a centenary.

—¿Y por qué estás tan contento de timismo, abuelo? —me preguntaríaJimmy, si yo fuera capaz de explicarletodo lo que vengo explicando.

—Entre otras cosas, por las dosletters que tú me has traído esta semana,Jimmy —le respondería.

—I can’t understand —diríaentonces él, porque esa es su frasefavorita.

A Jimmy le encanta decir que noentiende las cosas, y hace bien, porqueesa es la única manera de aprender enesta vida; preguntando se llega a Roma.De todas maneras, no creo que Jimmyhubiese podido entender la respuestaque yo le habría dado, porque todavía esun niño, y hay ciertas cosas que solo seaprenden con el tiempo.

—Tengo el orgullo delsuperviviente, Jimmy. Primero semarchó mi hermana, luego mi hermano.Y ahora, si las dos letters que me hastraído dicen la verdad, se han marchadolos dos únicos amigos que me quedabanallí, el Flaco y el Negro. Así que, ya tedigo, soy el único que queda, y eso me

llena de orgullo.—Pero I can’t understand, abuelo.

¿Qué es lo que traían esas cartas? —insistiría Jimmy, porque él es bastanteterco. En eso ha salido a su madre, quese llama Kathleen y es irlandesa,irlandesa y terca.

—Recordatorios, Jimmy, traíanrecordatorios.

—¿Recordatorios?—Es una costumbre que tenemos en

la tierra donde yo he nacido, Jimmy.Cuando se muere alguien, la familiareparte una estampa con la foto y elnombre del pariente que ha muerto.

—¿Y en Irlanda también repartenrecordatorios?

—Eso pregúntaselo a la terca de tumadre, Jimmy.

Pero, en fin, para qué seguir con loque yo le habría dicho o le habríadejado de decir. La verdad es que yonunca tengo conversaciones tan largascon Jimmy, por lo de mi ignorancia delenglish, y no me quedó otro remedio queleer las dos letters yo solo, sin máscompañía que la mimosa del garden. AlFlaco parece que se lo llevó un malcatarro, eso me dice su viuda. Puesto apensar, ¡menudo atraso!, aquí enAmérica un catarro no mata a nadie. Miotro amigo, en cambio, el Negro, acabósus días al caerse escaleras abajo; asíme lo dice su hija en la letter que me ha

enviado. Mala suerte. Eso a cualquierale puede pasar; aquí también pasancosas de esas. Su misma hija lo dice,que no se puede torcer la voluntad deDios. Por cierto que esta hija del Negrodebe de ser una charlatana punto yaparte. Me pone una barbaridad decosas en su letter, y es de agradecer; asítiene entretenimiento un viejo como yo yno se aburre tanto.

Lo peor de llegar a los ochenta añoses lo que acabo de decir: que uno seaburre mucho, que siempre tiene unotiempo de sobra. A mí, por lo menos, eslo que me pasa. Paseo por el garden,estoy sentado en casa, riño con la tercairlandesa que Dios ha querido darme

por nuera, voy a la school a buscar aJimmy y, después de hacer todo eso, aúnme quedan un montón de horas hastairme a dormir. Entonces, me dedico apensar, a ver qué remedio, qué voy ahacer, no voy a ponerme a ver latelevisión. En la televisión solo veo elfootball y los cartoon esos que tanto legustan a Jimmy, pero la verdad es que noentiendo la mitad y que sigoaburriéndome. Así que me pongo apensar, en parte porque no me quedaotro remedio y en parte también porquesoy un viejo pastor, y los pastores desdesiempre han sido muy pensadores, o muypensativos, o como se diga.

Así pues, empecé a pensar en las

dos letters que acababa de recibir. Y loprimero que pensé fue que aquellasserían las últimas, que ya no habría másletters desde el Basque Country.

«Old Martin —me dije—, ya hallegado la hora de que te despidas de tupueblo; allí ya no queda quien puedaacordarse de ti. Si hubieras hecho lo queotros emigrantes, si hubieras regaladoalgunos dólares a la iglesia o alayuntamiento de tu pueblo, entonces síque se acordarían de ti, seguro queentonces recibirías alguna postal paraChristmas Day. Pero como nunca les hasenviado nada, ni siquiera un penny,ahora toca a fastidiarse, Old Martin. Noes que seas un potentate como

Rockefeller, pero tampoco eres pobre,Old Martin, tampoco te hubiera afectadotanto enviarles un par de los grandes atus pobres paisanos. Con lo que allídeben de valer los dólares, además.Pero tú siempre has sido muy miradocon el dinero, Old Martin, siempre hassido un tacaño y un avaricioso, y esnormal que nadie quiera darle unasatisfacción a una persona como tú.»

También es curioso esto, digo,ponerse uno a hablar consigo mismo ytener que oírse un montón de reproches.Pero, claro, no queda otro remedio, nohay nadie a quien cargarle las culpas.Hay que encajar lo mejor posible lo quela conciencia nos echa en cara, y todavía

más cuando tiene razón. Y conmigo tienetoda la razón; siempre me ha gustadomucho el dinero, para qué voy a negarlo.Claro que yo nunca he robado, y eso mesalva, ya lo creo que me salva, no creoque vaya a tener problemas el día delJuicio Final.

Pero siguiendo con lo de antes, pueseso, que pensé mucho sobre aquellascartas y que anduve mucho tiempo conellas en el bolsillo. Cada vez que estabaaburrido las cogía y las leía, sobre todola de la hija del Negro, porque ya hedicho que esa tenía más sustancia, y ahíme estaba, venga leer, a ver sirefrescaba un poco esta memory míallena de pájaros. Porque esa es otra, que

tengo la memory un poco ida, que no meacuerdo ni de la mitad de las cosas queme han pasado en esta vida.

Desde luego que es un misterio, lode la memory, digo, esto de que uno seponga a recordar y que no lo consiga; escomo si dentro de la cabeza uno tuvierauna pantalla de televisión sin colores nifiguras. Claro que Kathleen, mi nuera, laterca irlandesa, se niega a creerme. Elladice que no es cuestión de capacity, sinouna cuestión de ganas. Que en realidadno quiero contar nada de mi vida, comolos criminales. Que ella se sabe dememoria y con pelos y señales todos losrincones de Irlanda, y eso que salió deallí siendo niña.

—Para conocer las stories de mipueblo me basta con lo que my father mecontaba —dice ella siempre quehablamos de este tema.

—¿Y si tu padre te mentía?Entonces, ¿qué? —le respondo yo.Porque, claro, si a mí me dicen,pongamos, que en Irlanda los zorros sonde color verde, pues no me queda otroremedio que creérmelo; no voy a ir hastaaquella isla perdida a comprobar lo quehay de cierto en ello.

—There are books, Old Martin!There are books! —me grita ellaentonces, enfadada porque nunca digoIrlanda, sino que digo isla perdida. Yluego sigue gritando y tratándome de

ignorante. Pero Old Martin no es de losque se callan, no mister.

—¿Y si los libros mienten?Entonces, ¿qué?

Pero la verdad es que más mevaldría callarme, porque ya me conozcolas consecuencias que acarrea unadiscusión con Kathleen. Primero diceque conmigo no se puede discutir, y queno respeto nada, y que Irlanda no es unaisla perdida. Luego, de allí a una mediahora, justo cuando llega el momento decomerse el postre de la comida o de lacena, en ese justo momento, digo, va lamuy terca y me recuerda lo mal que mesientan los dulces.

—No olvide lo que le dijeron en el

medical center, Old Martin. Tenga encuenta que está un poco enfermo.

Y nada más decir eso, ¡zas!, me quitade delante el pudding de chocolate y medeja con la cucharilla en la mano. Es unavenganza, no es justicia ni preocupaciónpor mi salud. Porque Kathleen, cuandole conviene, no se acuerda de mi saludpara nada. Cuando se va al cine con mihijo y no tiene más remedio que dejar aJimmy conmigo, pudding para el abuelo.Cuando me meto con su santa isla o consu padre, no hay pudding para el abuelo.Así es como son las cosas. Y además, esmentira lo de que estoy enfermo. Loúnico que me pasa es que no meconviene el dulce. Mala suerte, desde

luego, una pena que los del medicalcenter me hayan quitado el dulce.Porque la verdad es que a mí me chiflael pudding de chocolate.

Pero dejemos a un lado los líosdomésticos y volvamos a lo de mi malamemory. Como digo, llevaba siemprelas dos letters en el bolsillo de lachaqueta, a ver si me encarrilaban losrecuerdos en torno a mis antiguosfriends, el Flaco y el Negro. Siempre lasllevaba en el bolsillo de la chaqueta.¿Que iba al drugstore? Pues me sentabaen una de esas sillas de plástico naranjay las releía. ¿Que iba a buscar a Jimmy?Pues yo con mis cartas. Y, naturalmente,Kathleen aprovechaba esta circumstance

para burlarse de mí. Qué menuda manerade comportarse, que qué pensaría lagente.

—¿Sabe lo que me han preguntadohoy en el gymnasium, Old Martin? Quesi se ha echado usted novia. Quesiempre se le ve leyendo letters.

—Que digan lo que quieran.Además, podrían no equivocarse.Todavía estoy muy fuerte, no me costaríamucho echarme una girlfriend —lerespondo a la irlandesa muy orgulloso.

Entonces Kathleen se desternilla derisa.

—Sí, tú ríete —le digo yo—. ¿Porqué no traes a casa a esa hermana tuya, ala solterona, y la metes en mi cuarto?

¡Ya verás entonces la que se arma!—¿Qué se arma? —mete baza el

pobre Jimmy. Como no tiene más queocho años, no sabe nada del asunto.

—El abuelo dice que quiere traer unniño con la tía. ¿Qué te parece, Jimmy?

—¡Estupendo, ma! —dice el pobreJimmy. Porque, claro, ya lo digo yosiempre, este niño está demasiado soloen casa, y necesitaría algún hermano.

—Pero ¿tú crees que eso es posible,Jimmy? —le pregunta entonces su madresonriendo con mucha malicia—. Porque,si quieres saber mi opinión, a mí meparece imposible. Yo no creo que elabuelo sea capaz de hacer tacatá.

—¿Tacatá? ¿Y qué es hacer tacatá?

—Coge las tijeras grandes, Jimmy.Tenemos que arreglar las ramas de lamimosa —les interrumpo yo entoncespara que la cosa no vaya más lejos. Yale digo a Kathleen, que no le cuente aesa criatura esas verdulerías que lecuenta, pero en balde. Estos irlandesesno solo son tercos, también son unosdescarados. Pero que muy descarados,además. A la hora de bañarse, forinstance, se bañan todos juntos, el padre,la madre y Jimmy, y los tres desnudos. Yes lo que querían que hiciera yo, que mebañara desnudo con el niño.

—¿Yo bañarme desnudo con Jimmy?—les dije en aquella ocasión—. ¡Nipensarlo! ¡Como volváis a pedírmelo os

sacudo con el bastón a todos! ¡Sivosotros no tenéis vergüenza, yo sí!

Y menos mal que me puse duro; delo contrario, a saber lo que me acabaríapidiendo la irlandesa.

Pero ya me he desviado otra vez.Que andaba a vueltas con las dos letters,estaba en eso. Y andaba a vueltas conellas porque tenía una impression, comocuando alguien te está mirando desdeuna ventana, y tú no te das cuenta perotienes una impression rara, y entonceslevantas la vista y te das cuenta de queefectivamente te están mirando y que poreso tenías la impression. Pues bien, yotenía una impression así. De que enaquellas dos letters había algo que se me

escapaba, de que había un mystery. Yvaya si lo había, ya lo creo que lo había.Al final, a fuerza de leer, caí en lacuenta. O, por decirlo con otraspalabras, Old Martin comprendió. Yluego su memory empezó a funcionar yse acordó de muchas cosas.

Había algo raro en la carta que meescribía esa charlatana de la hija delNegro. Ya he dicho antes que mecontaba todos los chismes del pueblo.Pero ¿qué pasaba? Pues que no me locontaba todo, que se guardaba una cosa.Precisamente la única cosa que yo sabíaque había pasado en el pueblo. No, nome lo contaba todo; la hija del Negro nomencionaba para nada la muerte del

Flaco.—¿Cómo no me cuenta ese asunto —

me pregunté—, si el Flaco debió demorir unos días antes que su padre?¿Acaso no he recibido los dosrecordatorios seguidos?

Seguía pensando en ese mysterycuando, de pronto, un día que estabasentado frente a la school de Jimmy,comprendí la razón.

—Eso solo puede significar unacosa, Old Martin —me dije—. Que lasdos familias no se trataban, que vivíanen conflict.

Y, a la vez que pensaba aquello, mimala memory despertó y empecé aacordarme de todo. Fue como cuando la

corriente eléctrica vuelve de nuevodespués de una avería, y en unahabitación es una bombilla que seenciende, y en otra es el aparato de laradio que comienza a emitir música, y enla cocina el icebox ronronea, y por todoel barrio van apareciendo losrectángulos de luz de las ventanas quealegran la noche. Así es como me paso amí. Tuve una iluminación y todo mipasado en el pueblo se me vino de golpea la cabeza. A lo que me dije para misadentros:

«Old Martin, mejor será que dejesbien apuntado en el papel todo lo querecuerdas ahora, porque es posible quela iluminación sea pasajera. Apréndete

bien lo que pasó entre el Flaco y elNegro, y luego lúcete delante de todoscontándolo. Además, así podrás tomartela revancha con Kathleen. Esa tercairlandesa ya no podrá decirte lo de quepareces un criminal que no quiere contarnada de su pasado.»

Y eso fue justamente lo que hice.Comencé a apuntar en el papel lahistoria del Flaco y del Negro, y conmucho primor, además, poniendo lascosas por orden: lo del principio alprincipio y lo del final al final.

El Flaco, el Negro y yo éramos muyamigos. Trabajábamos en el monte, deleñadores, todo el día de aquí para allá,de un bosque a otro, y sin acordarnos

para nada del cansancio, jóvenes yfuertes los tres, y siempre comiendohabas, habas para el desayuno, habas amediodía, habas para cenar: habas entodas las comidas del día. Lo que nosdecía el capataz: que las habas eranbuenas para la salud y que hacíamosbien en alimentarnos de aquella manera;que él, por ejemplo, comía huevos contocino y cordero asado de vez en cuandoy también tartas, pero que casi todo lesentaba mal y por eso estaba tan gordo ytan torpe. Y decía eso y luego se reía;entonces el Negro le soltaba aquello deque quien ríe el último ríe mejor ytambién aquello de que el cementerioestá lleno de gordos, y allí se acababan

las risas del capataz.Cuando llegaba el domingo, los tres

solíamos ir a la taberna, a beber un pocode licor, claro, a ver si se nos quitaba dela boca el gusto a haba, y allí solíamospermanecer hasta la noche, a vecescantando, otras veces montando bronca ygastando bromas a todo el mundo.Cuando oscurecía, dábamos quincepasos, justo los quince pasos que ibandesde el mostrador de la taberna hastalos soportales del ayuntamiento, y nosmetíamos en el baile. Cualquiera queviera a Old Martin ahora a lo mejordiría:

—¿Que este viejo gordinflón ha sidobailarín? ¡Quita de ahí, hombre! ¡Eso no

hay quien se lo crea!Es más que posible que hablara de

esa manera, pero no se confundiríapoco. Porque yo he sido bailarín, unbailarín fuera de lo corriente, de los deprimera categoría. Por cierto queKathleen era de las que no me queríancreer; pero mira por dónde que llega lafiesta del Independence Day y que mihijo trae un disco mejicano a casa. Yresultó que la música de aquel disco separecía mucho a los fandangos que yoconocía, a los fandangos del BasqueCountry, y entonces fui yo, me levanté dela mesa y me puse a bailar como unloco. Luego Jimmy tuvo que coger unarevista y darme aire, porque me

ahogaba, claro, pero el asunto del bailequedó zanjado para siempre. Jimmy meaplaudía, mi hijo me aplaudía, y hasta lamismísima irlandesa, Kathleen, aplaudíay exclamaba: wonderful!, wonderful! Yes que, en realidad, yo no tenía quehaber sido pastor, tenía que haber sidobailarín.

Qué bailarín sería que me pasabados o tres horas sin parar de bailar unsolo instante, porque, claro, a todas laschicas les gustaba moverse al ritmo queyo les marcaba, y yo las llevaba OK, yluego las traía igual de OK, y les hacíadar vueltas, y todas felices, todas veryhappy de andar conmigo. El Flaco y elNegro, en cambio, eran completamente

distintos. No bailaban casi nunca. Sequedaban en un rincón de los soportales,mirando a todo mirar; a las chicas,claro, no iban a estar mirando lasparedes.

El más guapo de los tres era elNegro, porque, como su apodo indica,era muy moreno y tenía además el pelorizado y los ojos oscuros y profundos.También era, todo hay que decirlo, elmás cochino de todos y le gustaba unabarbaridad acompañar a las chicas,acompañarlas a sus lejanas casas, enmedio de la noche, por los caminossolitarios.

—Si quieres un buen guía para elcamino, yo soy el más indicado. Me sé

de memoria todas las revueltas que hayhasta tu casa —le decía el Negro a lachica elegida.

Pero su elección nada tenía que vercon el love, porque el Negro no eracomo esos artistas de Hollywood que sedejan bigotito y se pasan el día diciendotonterías a una rubia. No, al Negro solole importaban dos cosas: el sex y ladistance. Es decir que, a la hora deelegir, él solo tenía en cuenta dos cosas:si la chica era cachonda y lo lejos queestaba la casa de esa chica. Así es comoactuaba el Negro. Y había una en elpueblo, una chica, digo, que ya en laprimera revuelta se dejaba tocar lastetitas y que desde el baile hasta casa

tenía un camino de dos horas a través detodo el monte. Naturalmente, a esa era ala que el Negro acompañaba casisiempre.

—Si ya en la primera revuelta letoca las tetitas, ¿qué le tocará en laúltima? —se preguntaban muchos delpueblo. Pero nunca consiguieron pillarlein fraganti, por más que alguna noche lefueron siguiendo por detrás. Era astuto,el Negro, y sabía esconderse de loscuriosos.

Yo era muy parado en lo deacompañar a las chicas, pero no porcharacter, sino por prudencia. Porque,claro, en aquellos tiempos había queandarse con mucho tiento; en cuanto

acompasabas a una chica diez o doceveces, y en cuanto había unostocamientos, te ponías en riesgo decasarte, en riesgo grave. Naturalmente,este asunto no les preocupaba a loscochinos como el Negro. A él leimportaba un bledo el cuento de casarse.Le importaba el cachondeo, y punto.¿Que luego la chica se quedabaembarazada y quería pasar por lavicaría? Pues nada, anda y que te zurzan.Pero para actuar así también hay quevaler.

Como valía el Negro.La verdad es que yo no quería

casarme, porque para entonces, y pormuy young man que fuera, ya tenía

decidido marchar a América. Por allíandaba en el baile, venga dar pasitos yvenga saltar, pero no estaba paraquedarme. Estaba en lo de meterme a unbarco, y me pasaba las horas dándolevueltas al asunto, a lo del barco y lo deldinero que necesitaba para pagarme elpasaje. Como no tenía una buenaocasión para hacer dinero, pues me lopasaba trabajando en el bosque ybailando.

El Flaco era diferente de nosotros,estaba hecho de otra pasta. Era untantillo tristón, leal, buen trabajador y noservía para andar con chicas. Ni bailabacon ellas, ni las acompañaba a casa; eracomo si las chicas le dieran miedo, el

love mucho miedo y el sex muchísimomás miedo. Cuando llegaba el lunes y elNegro, allá en medio del bosque ymientras trabajábamos con las hachas,se ponía a contar las hazañas de lanoche anterior, él se negaba a escucharley se apartaba de nosotros, se iba con elhacha a otra parte. Pero el Negro eramuy malicioso y burlón y, cuanto más seapartaba el Flaco, más voces daba él:

—Entonces, metí la mano debajo desu falda y… —gritaba el Negro a todogritar, riéndose al mismo tiempo,mientras el Flaco se enfurecía y seguíaalejándose por el bosque—. Vuelve,Flaco, que ya he acabado de contar —ledecía el Negro cuando ya se había

hartado de reír.El Negro era, como digo, burlón y

malicioso, pero también muy arrogante.Con él había pocas bromas. Le gustabareírse de los demás, pero se enfurecíacada vez que alguien intentaba hacer lomismo con él. Yo creo que hasta elmismo cura del pueblo le tenía miedo.Podía ocurrir que lo viera, al cura, digo,paseando por uno de los caminos queatravesaban el bosque, y que le gritara:

—¡Eh! ¿Adónde vas, gordo? ¡Seguroque vas a alguna casa a comer a sucuenta! ¡Gorrón! ¡Gordo gorrón!

Y las voces del Negro se las llevabael viento y el viento chocaba con laladera del monte más cercano y la

ladera devolvía las palabras de miamigo como un altavoz y era un eco, uneco tremendo que decía:

—¡¡… orrón!! ¡¡… ordo orrón!!Así es que daba la impresión de que

era el mismo Dios quien le insultaba alcura y este pasaba mucha vergüenza,claro, porque aquellos insultos se oíanpor lo menos en tres pueblos. Y, pese atodo, el cura, callado, sin decir ni mu.Pensaría:

«Si digo algo, este chalado es capazde pegarme.»

Y a saber; ¡cualquiera sabe de lo queera capaz el Negro!

Les tenía mucha rabia a los curas,mucha. Desde niño. Porque, de niños, el

cura nos castigaba mucho. Hacíamoscualquier cosa, la mayor nadería, robarunas cuantas manzanas en una huerta oromper un cristal de una casaabandonada, y nos ponía a todos losniños del pueblo de rodillas en la plaza,todos los niños en fila, y después de unahora allí estábamos todos los niñosllorando y con las rodillas sangrando acausa de la grava. Aquello no teníaperdón de Dios. Yo tampoco le heperdonado jamás a aquel cura lossufrimientos que me hizo pasar de niño,y eso que soy de mejor character que elNegro.

Luego Kathleen se extraña porque norezo mis prayers y se enfada mucho;

porque, eso sí, estos irlandeses sonpeores que nosotros con el cuento de lareligión, ellos tienen la religión másmetida que nosotros. Cuando aún vivíaen el Basque Country, en el pueblo, yocreía que solo en lugares tan atrasadoscomo aquel existía gente religiosa, peromira a Kathleen, casi toda su vida enAmérica y riñéndome a mí porque norezo mis prayers. Pero ahora que me havuelto la memory, ya le contaré, ya lecontaré cómo era aquel cura de mipueblo, aquel gordo gorrón que se comíalo mejorcito de cada casa.

De todas formas, al Negro no leimportaba lo del gorroneo del cura; loque le molestaba era que interviniera en

el asunto de las chicas. Porque habíaveces en que acompañaba a casa a unachica de las cachondas y no conseguíanada, porque la chica tenía miedo de loque luego le diría el cura en laconfesión. Y el cura era, también, elresponsable de que en invierno nohubiera baile, porque decía que el bailese hacía al aire libre o no se hacía. Y,claro, no se hacía, porque el invierno esmuy duro en aquellos parajes, en losmontes de mi Basque Country, y hacetanto frío que a los acordeonistas queintentan tocar al aire libre se les hielanlos dedos y se les agarrotan. Así es quelos domingos de invierno nos metíamosen la taberna y no salíamos. Y al día

siguiente, al bosque, a trabajar con elhacha.

En invierno la montaña es muy triste,igual allí que aquí, en todos los sitios estriste. Miras para un lado, y los árbolessin hojas, con todo el aspecto deskeletons, con las ramas saliéndoles deltronco como huesos torcidos; miras parael otro, y los caminos vacíos, sin gente,sin animales, sin nada. Y un silencioespantoso por todas partes. Lo másbonito en invierno, por lo menos allí, ennuestro pueblo, solía ser el río, porquedel agua se levantaba un vaho muy fino,como si el agua estuviese hirviendo, yentonces mirabas desde un alto y el ríoparecía un camino blanco.

Muchas veces era tan grande el fríoque no salíamos ni a trabajar y nosquedábamos todos en casa, comiendocastañas y mirando al fuego bajo. Hastaque empecé a pensar en lo de mi marchaa América, se me hacía aburrido estarsentado delante del fuego y solía estardeseando que llegara la primavera. Perouna vez tomada la decisión de emigrar,le cogí gusto, me encantaba quedarmetoda la tarde mirando el movimiento delas llamas. Porque esa es una de lascualidades del fuego, que no se paraquieto y que ayuda a pensar. Y la verdades que a mí me ayudó mucho y que siahora estoy en esta city americana, espor todo lo que pensé en aquellas tardes

de invierno.Cuando decidí bajar de los montes

de Idaho y poner casa en Boise, esa fuemi primera preocupación: poner unfuego bajo en la sala. Y lo puse, claro,puse uno que es Alaska style, un fuegomuy bonito. De todos modos, yo prefieroaquel que teníamos en mi casa delpueblo, en el Basque Country, porque yoentonces miraba adelante y tenía sueños,y ahora en cambio no puedo sino miraratrás; y como generalmente tengo muypoca memory, pues eso tampoco se meda muy bien.

Pero, ¡qué diablos!, un hombre notiene que ponerse triste, y Old Martintampoco se quiere poner a llorar por los

viejos tiempos, Old Martin no quiereque nadie le señale con el dedo y le digaque es un viejo chocho. A mí nadie medice que soy un viejo chocho, y, si me lodice, peor para él, porque le parto lacara. Además, de aquí en adelante, voy aestar muy a gusto delante del Alaskastyle. Por cierto que en esta cuestión, enlo del fuego, Kathleen y yo estamoscompletamente de acuerdo. Mi hijo, encambio, es más aficionado a latelevisión. Y Jimmy, a medias.

Pero ya estoy cansado de hablar delfuego y del invierno, y voy a pasar alverano.

El verano sí que solía ser alegre enel Basque Country, muy alegre, y todavía

más alegre hacia julio, porque entoncessolían ser las fiestas del pueblo. OldMartin es torpe y no puede explicarcómo eran de alegres las fiestas, peroeso es lo que yo le deseo a Jimmy, quede vez en cuando tenga la ilusión quenosotros solíamos tener para las fiestas.Cualquiera podría decir:

—Old Martin, vosotros entonceserais unos pobres leñadores que nohabían visto nada y os entusiasmabaiscon cualquier cosa. Veíais explotar unoscohetes en el cielo y aquello os parecíael mayor show del mundo. Pero, a fin decuentas, aquello no era nada.

Y Old Martin le daría la razón aquien dijera eso, naturalmente:

—Pues sí, señor, tiene usted toda larazón, y estimo su opinión en lo quevale. Eran tan contadas las veces queveíamos cohetes subiendo hacia el cielo,con el silbido que hacían al salir y consu rastro de humo, que nos parecían losmás hermosos fireworks del mundo.Yes, my lord.

Y todavía habría otro que me diría:—Pero, por favor, Old Martin,

¿cómo te ufanas tanto de las fiestas de tupueblo? ¿Porque en esos días tomabascafé y pasteles? Aquí los tomamos cadadía y no nos ufanamos de ello.

Y Old Martin también le responderíamuy gustoso a este segundo:

—Sí, señor, también usted tiene toda

la razón y estimo su opinión en lo quevale. Es verdad que no tomábamos caféy pasteles más que por fiestas. Yes, mylord.

Y vendría un tercero:—Erais gente muy atrasada, Old

Martin, una gente medio salvaje quesolo comía habas; así que no es deextrañar que ante un pequeño cambio depanorama os pusierais como locos.

—Para nada es de extrañarse, mylord —le contestaría Old Martin—. Erauna vida muy dura la nuestra, y cuandooíamos voltear la campana grande de laiglesia, cuando la oíamos voltear yllamar a fiestas, con el elegante toqueque tenía aquella campana, además, pues

nos cogía un escalofrío de la cabeza alos pies y se nos ponía la carne degallina. Y ¡ojo!, ¡ojo, my lord!, que OldMartin no tiene un pelo de sentimental,no es un simple de esos a quienes se leshacen los ojos agua con cualquier cosa,no es como esos stupids que van a losgames de la televisión y se ponen a darsaltos porque les ha tocado un viaje aHaití… Pero llegaban las fiestas y a OldMartin se le ponía la carne de gallina.Como suena, my lord.

Y así las cosas, Old Martin cogeríapor banda a esos tres lords y les haríauna pregunta:

—Si no es indiscreción, señoreslords, ¿qué es Fort Knox?

—¿Fort Knox? Pues el lugar dondese guarda todo el oro de la nación —dirían ellos.

—Y dígame ahora, ¿qué es lo quemás le gusta a Old Martin? Si es que losaben, claro.

—Sí, por supuesto. Lo que más legusta a usted es el dinero. Toda laciudad lo sabe —volverían a responder.

—Pues oigan esto. ¡Old Martin nocambiaría la ilusión de aquellas fiestasni por todo el oro de Fort Knox! ¡Niloco!

Estoy seguro de que una vez oída miconfesión los tres lords comprenderíanperfectly lo que yo y mis amigossentíamos en cuanto veíamos el primer

cohete subir derecho hacia el cielo azul.Se lo tengo que decir a Kathleen: queJimmy tendrá mil fiestas más que yo, queverá más fireworks, pero que quizá nollegará a tener la ilusión que yo tuve, yque por ese lado es por donde tiene queesforzarse como mummy en darle muchailusión a su hijo.

Ya lo decía también mi mujer, lapobre María. Ella era igual de terca queKathleen y siempre me repetía lomismo:

—Martín, aquí en la montaña vivosin ilusión y la ilusión es media vida.¿Por qué no nos vamos a la ciudad?

Claro, ella quería bajarse a Boise,porque en la montaña no había nada, ni

un shop, ni un drugstore, ni un sitio dehairdressing, y esa desolation le hacíasufrir mucho.

—Pero, María —le decía yo—. ¿Note hace ilusión ver que aquí ahorramosmucho?

—No, ninguna —me respondía laterca de ella.

Pero yo no le hacía caso, porque,como ya he dicho antes, soy unavaricioso y un tacaño, y lo que ellaproponía iba contra mis planes deahorro. Al final, bajamos, y lo que máspena me da ahora es que para la pobreMaría fue efectivamente el final, porqueno llevábamos ni dos años viviendo enBoise cuando la atropello un Chevrolet.

Fue una pena, desde luego, aunque laverdad es que disfrutó mucho duranteaquellos dos años, recorriendo shops yhairdressings. Cuando me pongo triste,siempre me obligo a pensar en esaépoca, y veo a María con un buenpeinado y haciendo compras en el super-market, y eso me consuela mucho.

«Old Martin —me digo a mí mismo—, peor hubiera sido que se hubieramuerto al día siguiente de llegar aBoise. Hay gente que muere a los cienaños sin haber vivido dos con ilusión.»

Pero me he alargado mucho con lode la ilusión, y voy a volver a nuestravida de entonces, allá en el BasqueCountry. Y enseguida vendrá la historia

del enfado entre mis dos amigos, elFlaco y el Negro.

Así que, como venía diciendo, lasfiestas eran algo fuera de lo corriente ytodos nos portábamos de forma diferentea la de otros días. Yo fumaba, el Flaco yel Negro bailaban, y todos los demáspor el estilo. Beber, también bebíamosmucho, drinking por aquí y drinking porallá, y después de entonarnos un pocoempezábamos a buscar pelea.

Generalmente peleábamos con losde fuera. Si resultaba que caía por elpueblo algún forastero, allí le salía elNegro o cualquier otro diciendo:

—¡Eh, tú, sinvergüenza! ¿A quévienes a este pueblo? ¿A quitarnos las

chicas?A veces los de fuera se acoquinaban

y se marchaban del bar, pero otras vecesno. Entonces la costumbre solía ser la depelear por turnos. Por ejemplo, el Negroinauguraba el asunto y, si el forastero lerendía —cosa que no pasaba casi nunca—, entonces se metía otro, y así hastaque llegaba la victoria. Y una vezconseguida, se cogía al forastero y se letiraba a la fuente y, durante todo eserato, mientras nosotros estábamosocupados en la tarea de la fuente, eldueño del bar arreglaba su local,limpiaba dentro de lo posible laporquería que después de una de esaspeleas quedaba en el suelo. El suelo, a

veces —cuando en vez de un forasteroeran cuatro o cinco—, quedaba todolleno de cristales, no porqueanduviéramos tirando vasos y así,porque aquellas eran peleas limpias, yno como con esos negros de aquí, queenseguida te sacan la navaja; no, allíéramos limpios, pero, ya se sabe, losvasos al caer se hacen añicos, y eso eslo que pasaba allí, que los vasos secaían casi sin tocarlos. En cambio, otrasveces, si la bronca empezaba cuando lagente estaba fumando puros, entonces elsuelo quedaba marrón de la hoja deltabaco. Pero, como digo, mientrasnosotros estábamos en la fuente, eldueño del bar lo limpiaba todo y luego

daba gusto entrar en la taberna.Para el atardecer empezaba la

música en la plaza, y a veces hasta veníauna orquestina, y tocaban música devals. Y también venían chicas de fuera,bastante guapas todas; al principiosolían bailar entre ellas, chica conchica, girl with girl, y parecían tan agusto, como si no necesitaran denosotros para divertirse, pero luegoibas, les pedías baile y, ¡zas!, aún nohabías acabado de pedir cuando ya lastenías delante y muy pegaditas. Pero,claro, había que disimular, el cuento desiempre.

El año en que se enfadaron el Flacoy el Negro, la orquestina tardó mucho en

llegar, y encima no apareció casi ningúnforastero. El día de fiesta transcurría,pues, sin bronca y con tranquility, condemasiada tranquility. Estábamos enesas cuando apareció un anciano con uncarro tirado por un caballo y se corrióuna voz:

—Parece que trae una piedra decompetition —decía la gente.

—¿Una piedra o un plomo?—Una piedra.Las competitions que de vez en

cuando se hacían allí, en el BasqueCountry, se parecían a esos concursos dehalterofilia del programa de NickCarter, solo que allí no se levantabanpesas, sino piedras o plomos de cien

kilogrammes, y que todo tenía muchamás passion y mucha más emotion;porque, claro, en nuestras competitionsse hacían apuestas, se jugaba muchodinero, y quien perdía lo perdía todo yquien ganaba también lo ganaba todo.

Toda la gente se fue hacia dondeestaba el anciano con su carro, a ver lapiedra, y nosotros, el Flaco, el Negro yyo, también fuimos. Era una piedra muybonita, una piedra en forma de cylindery con dos huecos en la parte de abajopara meter las manos y así poderimpulsarla hacia arriba. Y, claro, comola gente aquel día estaba una pizcaaburrida, le pidieron al anciano —era unanciano que siempre andaba metido en

competitions y apuestas— que pusiera lapiedra en el suelo, que algunos jóvenesquerían hacer una prueba delevantamiento. Naturalmente, mi amigoel Negro andaba a la cabeza de todos.

—¡A que la levanto cuatro veces enun minuto! —dijo desafiante.

La gente le hizo corro, y el Negro,como era muy arrogante, se tomó latarea muy en serio; se quitó la camisa,respiró profundamente y agarró elcylinder. Y todo eso lo hizo sin perderde vista a las chicas que estaban allímirando, porque esa era su intención,dejar a las chicas con la boca abierta,demostrarles lo fuerte que era.

El Negro consiguió lo que se

proponía: levantó cuatro veces la piedrahasta el hombro, y en el minutoprometido. Luego volvió al corro con lasonrisa del que ha hecho una cosagrande. Y en eso que va el Flaco y dice:

—Yo también quiero hacer laprueba.

El Flaco no era de los que lesgustaba fanfarronear y todos nosextrañamos de que quisiera vérselas conla piedra. No había hecho más quequitarse la camisa, cuando el Negro,como quien no cabe en sí de asombro,comenzó a burlarse de él:

—Pero, Flaco, ¿adónde vas?—¿Adónde quieres que vaya? —le

respondió el Flaco sin quitarle ojo a la

piedra.—¿Tú, levantar la piedra? ¡Pero,

bueno, chico, si no eres más que piel yhuesos!

—Enseguida vamos a ver si soy o nocapaz —le dijo el Flaco con bastanteserenidad, pero con cara de pocosamigos.

—¡Pero que no, hombre, Flaco, noempieces! —El Negro le agarraba delbrazo, riéndose, como si no le quisieradejar acercarse a la piedra. Lo hacía porlas chicas, claro, para conseguir que serieran—. ¡No empieces a jugar con lapiedra, Flaco! —insistió—. ¡Mira que tevas a hacer daño! ¡Te vas a partir por lamitad!

Yo miraba aquella escena y no mereía, me parecía que ya estaba bien debromas, que el Negro estaba abusando.Y no había más que mirar la cara delFlaco para saber que así era. El enfadose nota en los ojos. Si empiezan amoverse de aquí para allá, si andancomo sin poder encontrar dóndeposarse, entonces ¡cuidado…! Y así escomo andaban los ojos del Flaco.

—¡Déjame en paz! —dijo de pronto,al tiempo que le daba un empujón alNegro. Aquello cambió el humor delNegro, y también sus ojos comenzaron amoverse de aquí para allá; sin razón,claro, porque toda la culpa era suya.Pero ya he dicho antes que el Negro era

de genio vivo. Yo me dije a mí mismo:«Martín, no seas tonto, no metas

baza en este asunto. Aquí se va aarmar.»

Y ya lo creo que se armó. El Flacohizo únicamente tres alzadas con elcylinder, y esa circunstancia laaprovechó el Negro para empezar otravez con sus bromas, con humor pero sinninguna gracia. No se le olvidaba lo delempujón.

—¡Ahora te pondrás enfermo, Flaco!—le gritó delante de todos—. ¡Hashecho tal esfuerzo para levantarla lamierda de tres veces, que hasta se te haido el color! ¡Estás más blanco que unapared!

—Te crees muy listo, ¿no? ¡Pues yono creo que seas más que yo! —dijo elFlaco.

El Negro puso cara de burla ydirigió su mirada hacia las chicas queformaban parte del corro, que por ciertoeran bastante tontas y no hacían otracosa que soltar risitas.

—Parece que el Flaco se nos ponefanfarrón, ¿eh?

Puf, pensé, uf, lo que nos faltaba,aquí hay un buen pastel. Pero en aquelmomento no pensaba que fuera a venir loque vino después. Era evident que misdos amigos se iban a enfadar, pero noera como para pensar que terminarían enla plaza, en una competition que daría

mucho que hablar. Y todo por culpa deaquella piedra que el anciano habíatraído en su carro.

Ayudé al Flaco a ponerse su camisae intenté quitarle hierro al asunto. Ledije que los dos se habían portado comocríos, que parecía mentira. Pero lascarcajadas del Negro y su cuadrilla dechicas llegaban hasta donde estábamos,y mis consejos cayeron en saco roto.

—¡El Negro es un bocazas y me daasco! —me respondió el Flaco.

Estaba dolido de verdad. De pronto,cuando aún no habíamos acabadonuestra conversación, el anciano quehabía traído la piedra se acercó hastanosotros y nos pidió permiso para

hablar.—Si se pueden decir un par de

palabras… —comenzó. Parecía unviejecito muy humilde.

Los dos hicimos que sí con lacabeza, que sí, que hablara.

—En esta ocasión —dijo, señalandohacia donde estaba el Negro— elbocazas te ha dejado en ridículo. Pero,si tú quieres, será él quien quede enridículo, y no aquí, sino en una plazagrande y delante de miles de personas.

Puf, pensé, ya se está armando el lío.Las palabras del anciano sonaban acompetition y a apuestas.

—Hable claro —le dijo el Flaco.—Que tú eres superior; esa es la

cuestión. Hoy has hecho una alzadamenos que él, pero se trataba de unminuto, de un único y miserable minuto.Si hubieras hecho una sesión de mediahora, las cosas habrían salido de otramanera. Tú eres magro, todo fibra, ytienes buen pecho. Ese gordo no esenemigo para ti.

Puf, dije para mis adentros, puf, esteno se anda con bromas. Mirabas alNegro y no te parecía que estuviesegordo. Era una buena pieza, sí, pero degordo, nada. Pero el anciano iba a losuyo. Quería llevar al Flaco a unacompetition. Y así sucedió.

—¿Está hablando de un desafío? —La seriedad del Flaco era tremenda.

—Efectivamente. Mira, yo formoparte de una sociedad de apuestas, unasociedad muy buena, y estaríamosdispuestos a financiarte. Nosotros teprepararíamos, tú no tendrías quepreocuparte por nada. Solo de salir a laplaza y de ganar el desafío. Que loganarás, de eso no me cabe ningunaduda.

El anciano hablaba muycalmosamente. Creí que ya habíallegado la hora de intervenir.

—Pero, señor —dije—, ¿es que nosabe que los dos son amigos? ¿Cómoquiere que apuesten entre ellos?

—Y si gano, ¿qué pasa con eldinero? —preguntó entonces el Flaco.

—La mitad de la recaudación seríapara ti. Y además dejarías en ridículo aese gordo.

Puf, pensé, estos dos ya han llegadoa un acuerdo, ya han formado sociedad,y, si me quedo aquí, todo el mundopensará que estoy a favor del Flaco y encontra del Negro. Y a mí no me gustabaesta situación, no me gusta tomarpartido. Cuando, por ejemplo, Kathleeny mi hijo se enfadan y empiezan a armarjaleo, yo siempre me quedo fuera, no mepongo a favor de nadie. Así es mi modode ser. Habrá quien diga que esa no esforma de actuar, pero a mí me da igual;el que dice eso es que no tiene ni ideade lo que es la vida.

—De acuerdo, mi respuesta es sí —dijo el Flaco. El abuelo sonrió porprimera vez desde su llegada y le chocóla mano. Cuando me la quiso dar a mí,se la negué.

—Oiga, señor —le expliqué—, elFlaco es amigo mío, pero el Negrotambién es amigo mío. Prefiero quedaraparte.

—Entonces tú eres un flojo —mecontestó el anciano. Parecía humilde ymanso, pero en realidad tenía una lenguade serpiente—. Ya que eres amigo delgordo, dile que venga —me ordenóluego. Yo le obedecí, pero no por ser denatural obediente, que es un natural quenunca he tenido, sino porque me

convenía. Si iba a llevarle el recado alNegro, eso significaba que yo no estabaen el lío.

—Acércate un momento —le dije alNegro desde un lado de la fuente. Élestaba al otro lado, riéndose y charlandocon las chicas.

—¡Acércate tú! ¡Qué pasa! ¿Que tútambién quieres fastidiarme? —me gritóél.

Puf, pensé, el Negro también estáenvalentonado. Fui hacia el corro y leexpliqué todo el asunto.

—¡Esta sí que es buena! —exclamóhaciendo gestos y simulando que aquellole divertía mucho. Y luego, dirigiéndosea las chicas—: ¡Ahora resulta que el

Flaco quiere competir conmigo! Puesmuy bien, enseguida cerraremos el trato.Oportunidades de ganar dinero fácil nose encuentran todos los días.

En ese punto yo estabacompletamente de acuerdo con él: lasoportunidades de ganar dinero suelenser escasas. Sin ir más lejos, allí estabayo, deseando ir a América y sin poderlohacer por falta de dinero para el barco.Los ahorros que conseguía comoleñador no me daban ni para mediopasaje.

Nos reunimos todos, mis dosamigos, el anciano y yo mismo, bajo unviejo árbol que se levantaba en el centrode la plaza. Las chicas también vinieron,

porque olían novedades, claro, pero elanciano se giró hacia ellas y les dijo queallí no pintaban nada, que se apartaran.

—Ya sabes como están las cosas…—empezó después, cuando yaestábamos los cuatro solos. El Flacomiraba hacia arriba, hacia las ramas delos árboles, como quien está buscadopájaros. En cambio el Negro seencaraba al anciano; tenían las narices amedio palmo.

—Habla ya, viejo. ¿Cuánto vamos ajugarnos?

—Veinte duros de plata.A mí me dieron sudores. En aquellos

tiempos, veinte duros de plata eranmuchos duros, como unos mil dólares de

los de ahora. Hice un cálculo al vuelo:aquel dinero equivalía a unos diezpasajes para América. Entonces meurgió hablar:

—Tente un poco, Negro. Y tambiénhablo para ti, Flaco, así que haz el favorde bajar los ojos del árbol.

Así mismo empecé, y, como siemprehe sido un hablador cabal, estaba listopara echar un discourse de ahí tequedas. Pensaba hablarles de nuestravieja amistad y de las malasconsecuencias que trae el orgullo y deotras cosas por el estilo. Pero el ancianome cortó la andanada de raíz.

—Yo también me quedo. Quiero oírqué mariconerías os suelta este.

Todos se rieron. Hasta el Flaco serio algo, con lo serio que era. Me quedécortado.

—¡Que dos amigos se apuesten tantodinero no está bien! ¡No son formas! —exclamé.

—Y burlarse de los amigos, ¿eso síson formas? Entonces, ¿qué? ¿Tendréque humillarme delante de este chulo?—gritó el Flaco.

Y, claro, también el Negro gritó. Noera de los que saben estar callados.

—Si yo soy un chulo, ¿tú qué eres,eh? ¡Qué eres! Una basura, eso es lo quetú eres, ¡pura basura!

Y, diciendo esto, le agarró al Flacopor el cuello. Entonces, aquel anciano

que parecía tan humilde y tan manso sepuso fuera de sí y comenzó a dar voces,que cuidado con llegar a las manos, queel Flaco se había asociado con él y quecuidado, que se anduviera con ojo, queen su sociedad no se andaban conbromas. Que nadie le iba a tocar un peloa un pupilo suyo. Y luego:

—¡No es aquí donde le tienes queganar! ¡En la plaza! ¡En la plaza esdonde le tienes que ganar! Ya veremos sieres capaz de ello.

—¡Claro que seré capaz, viejo demierda! ¡Y no me vengas con amenazasde tu dichosa sociedad, porque, si no,aquí va a haber hoy sangre!

El Negro era muy valiente, un

atrevido tremendo; a aquel no habíaquien le echara atrás. Era de la raza deesos fox-terrier que tanto le gustan aJimmy, que cuanto más les intentasasustar más te atacan.

—De acuerdo, muy bien —dijo elanciano apartándose un poco—. Puesbúscate una sociedad que te apoye y yanos veremos en la plaza.

—Claro que nos veremos.Así fue como se decidió el desafío,

y el Negro se marchó hacia la plazaresoplando, con dos chicas cogidas delhombro, como si hubiera recibido lamayor satisfacción de su vida. Por suparte, el anciano y el Flaco semarcharon hacia el bar. Yo me quedé

junto al árbol, mirando al caballo quehabía traído el carro con la piedra: allíestaba, serio, tranquilo, comiéndoseunas hierbas que crecían junto a lafuente.

«Martín —me dije para mí—, ahítienes al único ser que en estosmomentos tiene la cabeza en su sitio.Más te vale seguir su ejemplo.»

Enseguida se corrió la noticia deldesafío entre mis dos amigos y, enmenos tiempo que canta un gallo, seformaron dos bandos. Los que le teníanal Negro por mejor, o los que le teníanuna pizca de simpathy, se juntaron entorno de él, y lo mismo hicieron lospartidarios del Flaco. Y de aquella

manera, cada rebaño con su pastor,anduvieron toda la tarde, calle arriba ycalle abajo, y, cuando se cruzaban —porfuerza tenían que cruzarse, porque a lasazón no había en el pueblo más de unacalle—, ni siquiera se saludaban, comosi estuvieran todos enfadados, o como sino se conocieran. Y luego llegó la nochey las cosas empezaron a ponerse feas,por los tragos, claro, porque todos ledieron al trago a base de bien; y cómo sepondrían de feas que el dueño de lataberna tuvo que sacar a relucir laamenaza de llamar a unos policemen quellamaban miqueletes. Según él, jamás enla vida había visto una pelea de aquellamonta. Y mira que había visto muchas,

el infeliz.No me apunté a ninguno de los dos

grupos.«Martín —me decía a mí mismo—,

no metas baza, no te mezcles con estagentuza.»

Así es como pensaba entonces de lagente que se metía en apuestas y así estambién como pienso ahora; y una vezque fuimos toda la family a Reno bienque se lo expliqué a Kathleen:

—Kathleen —le dije—, este cuentode los casinos es cosa de gentuza. Si noestuvieras chiflada, no echarías tantoscentavos en esas machines.

Y va entonces la irlandesa y medice:

—Y de no ser usted tan avaricious,cuánta más calm tendríamos en casa,Old Martin.

—No empecéis con vuestrasdichosas discussions; aquí hemos venidoa divertirnos —terció mi hijo. Tambiénél es muy gastador; en eso ha salido a sumadre. Porque ese era el único defectoque tenía mi pobre María.

—¿Tú le llamas divertirse a tirar loscentavos sin ton ni son? —le dije yo, ydespués me enfadé mucho.

Que no podía seguir en aquel antro,que de seguir allí me iba a dar el ahogo,eso mismo les dije ya fuera de lascasillas. Entonces Kathleen me llevó auna pastry, y me dijo que me quedara

allí, que me quedara allí hasta que ellavolviera otra vez y que me comieratodos los puddings de chocolate quequisiese y que tuviéramos la fiesta enpaz. Así me dejó, como al perro en lachabola. Me comí cinco puddings, derabia, porque estaba rabioso del todo, yluego, ya se sabe, luego me dio lapirrilera, y tuve que guardar cama cincodías.

—Your fault, Kathleen, your fault —le dije entonces—, como me muera vasa ir derechita al infierno. Y seguro queel infierno es peor que tu isla perdida.

Pero aquello también pasó. Mejorolvidarlo y seguir con la historia deldesafío entre el Flaco y el Negro.

No deja de ser curioso lo sucedidoaquel día. Hasta que apareció el ancianocon la piedra de competition, todos losdel pueblo andábamos en santa paz,como amigos, venga a saludarnos,diciéndonos hola, qué tal, cómo os vanlas fiestas; sin embargo, un rato después,daba la impression de que medio puebloera enemigo encarnizado del otro medio.Así pasa en pueblos como aquel, queparece como si la gente tuviera en lasentrañas un odre lleno de vinagre, y enuna de esas el odre revienta y arramblacon todo, con el respeto, con la amistad,con el sentido del ahorro, con todo.

Como ya he dicho, todo aquello a míno me gustaba nada, y anduve toda la

tarde y toda la noche solo, en el bailemás que nada, y además tuve unaaceptación enorme entre las chicas,porque la mayor parte de los chicosandaban medio locos con la historia dela competition y ni se acordaban delbaile. Anduve feliz mostrando mishabilidades, y lo único que me apenabaun poco era lo que le pasaba al Flaco,porque ya desde el principio la cuadrilladel Negro fue más numerosa. La mayoríade la gente le daba por ganador alNegro, porque era más fuerte y tambiénmás arrojado. Si me hubiera juntado conel Flaco, seguro que él me lo hubieraagradecido, pero yo no estaba por lalabor, y cuando Old Martin no está, es

que no está.El Negro empezó a prepararse en su

propia casa, y allá se fue a vivir elhombre que él y su sociedad habíanelegido como entrenador. El Flaco, encambio, pasó a vivir en casa del ancianocizañero, en el pueblo vecino. Tanto eluno como el otro dejaron el trabajo delbosque y hacían sesiones de muchashoras con la piedra.

Yo los veía a turnos, y solía estarhablando con ellos en los espacios dedescanso que se tomaban. Con lo de lacompetition, ambos habían adquiridouna seriedad tremenda; como si sehubieran hecho mayores de golpe. Sobretodo el Negro. Estaba desconocido: ni

una palabra de más, ni una fanfarronada,ni un desplante. Ni me preguntaba por elFlaco. Y el Flaco se comportaba de lamisma manera. Además, los dos sufríanbastante porque, al ser primerizos y altener la piel del hombro muy tierna, lapiedra les lastimaba mucho. A veces,hasta se hacían sangre.

En un principio lo pasé muy bien.Tanto el Flaco como el Negro medejaban ver los entrenamientos, y esome gustaba, me resultaba muyentretenido. Primero trabajaba en elmonte, luego comía un bocado y, haciala noche, con buen tiempo porque eraverano, solía ir a verles. Y siemprevolvía a casa con algo que contar. Por

decir una, que el Flaco saltaba a lacomba durante una hora seguida, pero nocon una cuerda como las que usan laschavalitas, sino con un palo recto, y queni una sola vez lo rozaba con lasrodillas.

—No me digas —se asombraba mimadre—. ¡Pues no tiene mala cintura!

—El Negro, por su parte —seguíayo—, se cuelga de una rama y le da cienbesos al leño.

Y entonces mi madre me contabahistorias de mi padre, de cómo tambiénél había sido muy fuerte.

Como digo, yo andabaestupendamente, a buenas con uno y abuenas con el otro, y enterado de todos

los secretos; porque de eso se trataba,de secretos. Muy poca gente podía hacerlo que yo, acercarse a losentrenamientos y mirar, muy poca gentesabía cómo iban las cosas. Y,naturalmente, en el pueblo no había másque rumores; que si el Flaco levantabala piedra tantas veces por minuto, que siel Negro se estaba preparando mejor, ycosas por el estilo. Y, si digo la verdad,muchas veces era yo mismo quien poníaen marcha el rumor.

Pero aquel privilegio mío acabópronto, tan pronto como los entrenadoresdieron por finalizada la primera parte dela preparación. Los jefes de cadasociedad me prohibieron seguir con las

visitas. Primero me habló el ancianocizañero.

—Dime, majo —me dijo el abuelocon su sonrisa de serpiente—. ¿Qué talte lo pasas aquí? ¿Bien?

—No se puede decir que lo pase mal—respondí yo poniendo cara deinocencia.

—Muy bien, muy bien, me alegromucho. ¿Y ese camino…? ¿Ves esecamino? —dijo el anciano después,señalándome el camino que, corriendomonte abajo, iba desde la casa hasta elpueblo. Para entonces, comienzos delotoño, el helecho iba poniéndose rojo.

—¿A qué camino se refiere? ¿Al queatraviesa el bosque? —le pregunté yo,

más cándido que nunca.—El mismo, sí. Bonito camino, ¿no?—No se puede decir que sea feo.A Old Martin le cuesta entender lo

que no le conviene, y si, por poner uncaso, Kathleen dice:

—¡Hay que ver qué cantidad demice andan últimamente por la casa!¿No os habéis dado cuenta?

Pues si dice eso, por ejemplodurante el desayuno, yo me quedomirando por la ventana, como si hubieravisto algún pájaro bonito allí en mimimosa. Y si Kathleen insiste:

—Pero lo que a mí me extraña deestos ratones es que sean capaces deabrir el icebox. Es muy extraño, la

verdad.Ante la insistencia, yo me quedo

imperturvante, o imperturbable, o comose diga. Sigo mirando a la mimosa comopensando: qué pájaro tan bonito ese queestá en la rama.

—Pues Mickey Mouse es capaz deeso y de mucho más. A él no le cuestanada abrir la puerta del icebox —observa el pobre Jimmy.

—Es verdad, Jimmy, pero es queeste mouse que anda por la casa tieneunos gustos bastante raros. Por muchosquesos que haya en el icebox, él siemprecoge alguna otra cosa. A veces es untrozo de pastel de ciruela, otras, un pocode pudding de chocolate, o un pedazo de

cake…Llegado ese momento, yo aparto los

ojos de la mimosa y confieso. Pero contoda tranquilidad, como si la cosa notuviera mayor importancia.

—No han sido los ratones, Kathleen,he sido yo.

—¡Ah!, ¿sí? ¡Pues menos mal! —exclama Kathleen haciéndose lasorprendida—. ¡Estaba empezando aasustarme! ¡Creía que los animaleshabían decidido rebelarse!

—Y así es —nos informa entoncesJimmy, la pobre criatura—. Losanimales se han rebelado.

Una madre es siempre una madre. YKathleen es madre. La de Jimmy.

—¿Por qué dices eso, Jimmy?—Es que ayer, en la school, había un

bicho con antenas que…Y la criatura empieza a contar una de

sus historias, muy raras historiassiempre, que yo no sé qué friends tiene yqué teachers. Pero esa es otra cuestión.Lo que quería decir es que yo siempreprocuro retrasar las noticiasdesagradables, porque dando tiempo altiempo siempre surge una ocasión. Y sicada vez que Kathleen me quiere reñiracaba preocupada por el niño, puesllegará el día en que no le apetezca nadameterse conmigo.

Y de joven era igual: me hacía eltonto a la espera de que surgiera una

ocasión. Aquel anciano cizañero mequería despachar de los entrenamientos,porque no quería que supiera las marcasque iba consiguiendo el Flaco, perocomo no hablaba limpio, como no me lodecía directamente, pues yo ni memovía, me dedicaba a mirar a losbonitos helechos de color rojo que habíapor allí.

«Ya podía el Flaco salir de casa ydarme permiso para seguir viendo susentrenamientos. Ojalá lo haga y esteanciano cizañero quede fastidiado»,pensaba para mí.

Pero en aquella ocasión mi tácticano dio resultado. El Flaco no salió de lacasa y el anciano acabó por perder la

paciencia.—Pues si el camino te parece

bonito, cógelo y vete a tu casa. Noquiero volver a verte por aquí.

Y pasaron unos cuantos días y lomismo me ordenó el entrenador delNegro, aunque, eso sí, con mejoresmaneras.

—No puedes seguir con tus visitas.De ahora en adelante las marcas tienenque ser secretas. Compréndelo, es porlas apuestas.

—O sea, que se me acabó la fiesta.—Eso parece.Pero yo estaba acostumbrado a

entretenerme con la historia del desafío,y se me hacía duro prescindir de las

visitas. Entonces pensé que si meescondía cerca de los lugares deentrenamiento y aguzaba bien las orejas,no me sería difícil seguir el curso de lasmarcas. Porque los levantadores depiedra primero la levantan hasta elhombro, claro, pero luego la dejan caersobre una plataforma, y la piedra al caerhace un sonido sordo —¡dup!—, y siuno cuenta los ¡dup! que se producen enun minuto, pues ya sabe cómo va lacosa.

Así pues, comencé a hacerclandestinely lo que antes hacía a ojosvistas. Un día vigilaba al Flaco y elsiguiente al Negro. Pero antes de esotuve que ir donde el médico, porque en

aquella época yo no tenía watch ynecesitaba un instrumento de medida.

—Querría saber cuántos golpes porminuto da mi corazón, señor.

El hombre se extrañó un poco, peroera discreto y no se atrevió a preguntarnada. Midió las pulsations y me dijo:

—Cincuenta y cinco.Ese era el dato que yo necesitaba, y

salí de allí muy agradecido.Las casas donde entrenaban mis

amigos eran casas solitarias, casasperdidas en el monte y rodeadas debosque, y me resultaba bastante fácilesconderme entre los helechos yponerme a escuchar. Al principio oíatodos los ruidos que guarda el bosque,

porque esa es otra, que uno entra en elbosque y parece que allí todo essilencio, pero luego te pones a escuchary resulta que por una parte suena el aguade un arroyo, y por otra un pájaro, y másallá cruje un árbol, y todavía más lejosgruñe un jabalí o ladra un perro; sinembargo, pasaba ese primer momento ytodos esos ruidos desaparecían paradejar paso al ¡dup! de la piedra, y ya nooía nada más, solamente el ¡dup!, lapiedra que iba del suelo al hombro delFlaco o del Negro y enseguida delhombro al suelo, ¡dup!, y la piedravolvía a subir y volvía a bajar, ¡dup!, yotra vez la piedra arriba, a duras penas,trabajosamente, poco a poco, hasta el

hombro y… ¡dup!Entonces me ponía una mano en la

muñeca de la otra y empezaba a contar.Me costó un poco acostumbrarme aseguir los dos sonidos, el ¡dup! delcorazón y el ¡dup! de la piedra, pero, encuanto lo conseguí, los cálculosempezaron a hablarme de la verdad. Yla verdad era que el Flaco levantaba lapiedra unas diecinueve o veinte veces encinco minutos; el Negro, en cambio,veinticuatro veces o más.

Y sabiendo esta verdad, allítumbado, mirando hacia el último cielodel atardecer o hacia las estrellas, sentíapena por el Flaco. Pensaba para misadentros que la gente tenía razón desde

el principio, cuando en las fiestas seformó un grupo más numeroso en tornoal Negro, que el Negro le iba a ganar. Yque también tenían razón losapostadores, pues todas las apuestasiban en aquella dirección. Cuántasalzadas de ventaja le sacaría el Negro,esa era la única cuestión dudosa. Elganador parecía asegurado. Y, comodigo, me daba pena el Flaco, porque denada le iban a servir todos susesfuerzos, y porque iba a quedar enridículo.

Faltando unos veinte días para laapuesta, el anciano cizañero comenzó asospechar lo de mis visitas. Puede queme oyera rondando la casa, o que

encontrara señales de mi paso entre elhelecho o en el camino. A ciencia cierta,no sé lo que pasó, pero el caso es que sedio cuenta. Entonces, mandó llamar auno de los jóvenes de su sociedad y leordenó que diera golpes falsos.

—¿Qué son los golpes falsos,grandfather? —me preguntará Jimmycuando yo le cuente a la family todo loque ahora estoy contando y llegue a estepunto de la narración.

Y lo mismo querrán saber mi hijo yKathleen.

—Pasadme una pizca de pudding,please —les diré yo entonces, porque,claro, querrán saber cómo sigue mibonita historia y no serán capaces de

negármelo. Así que me comeré elpudding y luego seguiré con lo del golpefalso.

Pues se trata de que en losentrenamientos interviene un segundolevantador, el levantador falso, el que dalos golpes falsos. El verdaderolevantador, en este caso el Flaco, vahaciendo ¡dup! al lanzar la piedra, peroel falso también hace ¡dup!, y el que estáescuchando desde fuera ya no escuchaun ¡dup! regular y fácil de medir, sinoque escucha una serie de ¡dup! continuosy se queda sin saber de quién es cadagolpe, cuál es bueno y cuál es falso. Yjustamente eso me pasó a mí cuando elanciano cizañero trajo al joven de su

sociedad. No podía distinguir sus golpesde los del Flaco. Y no teniendo ese dato,el de las alzadas del Flaco, era inútilque me esforzara en contar las delNegro. Aún teniéndolas, no las podíacomparar con las de su contrario.

Pese a todo, no abandoné lavigilancia, seguí con las visitas, pero yasolo iba por costumbre, por el gusto dehacerlo, y no por enterarme de cómo sepresentaba la competition. Estabaacostumbrado a pasarme media nocheentre los helechos, bajo las estrellas,oliendo el aroma que el bosque dejaescapar tras la caída del sol, yacostumbrado también a soñardespierto, a soñar con América y con el

barco que algún día iba a coger.Además, era bonito estarse allí,tranquilo, solo, oyendo los ¡dup! de laspiedras y oyendo el ¡dup! de mi corazón,y sintiendo que todos los golpes sehacían uno, un único ¡dup! que parecíael ¡dup! del corazón del bosque.

Mientras tanto, el día de lacompetition se acercaba y en el pueblose notaba un movimiento tremendo, noparecía ni que fuera el mismo puebloaislado de siempre. Aparecían hastaforasteros de la ciudad, al olor de lasapuestas, claro, al olor del money. Ycuando ya faltaba menos de una semana,aquel movimiento creció y se hizobullicioso, y el pueblo parecía un

carnaval completo, con gentediscutiendo en todas las esquinas y conborrachos de todas las clases.

Las apuestas se pusieron diez a unoa favor del Negro, es decir, que quienapostaba, pongamos, mil dólares a favorde él podía perder esos mil o ganar cien;en tanto quien apostaba cien a favor delFlaco podía perder esos cien o ganarmil. La diferencia era grande, pero esque tenía que serlo a la fuerza; de locontrario nadie hubiera apostado por elque casi todos daban como perdedor,por el Flaco. Pero, en realidad, nadiesabía lo que podía pasar, ni yo mismo.La treta del anciano cizañero me habíaimpedido contar los ¡dups! y sacar

cuentas.Fue entonces, en medio de todo

aquel remolino de apuestas, cuando yoempecé a comprender lo que pasaba. Laverdad es que debí de haber caído antes,porque estaba claro como el agua, peroa veces uno se despista, o tiene lacabeza caliente, o está demasiadopreocupado con lo del ahorro, y nopiensa las cosas como se debe. Estoyseguro de que Kathleen, cuando cuentetoda esta historia, se hará la lista yempezará a gastarme bromas y aponerme de ejemplo a su padre.

—¡Pero, Old Martin! ¿Cómo pudisteestar tan ciego? Si mi padre hubieraestado allí, habría adivinado todo desde

el principio.—Mira, Kathleen —le responderé

yo—, tu dichoso padre no se hubieradado cuenta de nada ni en cien años. ¡Dehaber metido baza en aquella apuestahabría perdido hasta el pito!

—Please! —exclamará ella entonces—. Please! It’s offensive!

Y se levantará de la mesa y se irá asu room, que ya suele ir por menos.Luego me dejará sin pudding durante unasemana, pero es que estoy harto de suisla y de su padre; de verdad, tengo a losirlandeses entre ceja y ceja.

Pues la historia es que la apuestaestaba vendida desde el mismoprincipio. Si hubiera pensado más en su

forma de actuar, si hubiera reparado másen sus ojos de serpiente, entonces seguroque me habría dado cuenta enseguida.Pero yo solo pensaba en mis amigos y enel lío en que se habían metido poraquella piedra que había traído elcaballo.

Sí, el anciano lo tenía todo pensadodesde el principio. Cuando, aquel día defiesta, vio al Flaco y al Negroenzarzados y discutiendo, él hizo suscálculos rápidamente y la idea deldesafío prendió en su cerebro.

«He aquí a dos jóvenesatontolinados —se dijo—. Los dosparecen bastante ingenuos y bastantefuertes. Además, ese Flaco está muy

dolido. Un perro viejo como yo nopuede desaprovechar una ocasión comoesta.»

Él estaba en lo de las competitionsdesde hacía tiempo, conocía a todos lospreparadores del lugar… No, no le iba acostar mucho manejar todo el asunto a sumanera y según sus conveniencias.

Yo me enteré de toda la historia porun golpe de suerte. Estaba una noche —cuando ya solo faltaban tres días para lacompetition— tumbado entre loshelechos que rodeaban la casa delNegro, soñando con mis cosas, claro,soñando con América y con el barco ycon el dinero, cuando de pronto sentí aalguien en el camino, como unos

resoplidos, como el resuello de quiensube la cuesta a duras penas. La luna noestaba llena del todo, pero sí bastantecompleta, y gracias a su luz pudereconocer al caminante. Era el ancianocizañero.

—Pero ¿qué es esto? —me asombré—. ¿Cómo es que el preparador delFlaco viene a casa del Negro?

El anciano se acercó muy despaciohasta la puerta de la casa y se estuvo allíun ratillo, recobrando el aliento, y luegodio tres golpecitos en la puerta. Elpreparador del Negro, que debía deestar esperándole, abrió enseguida. Sesaludaron con un gesto y, sin mediarpalabra, los dos penetraron unos cuantos

metros en el bosque. Yo estaba tumbadomuy cerca.

—¿Cómo va el Negro? —preguntóel anciano. Su tono de voz indicaba queél era quien mandaba.

—Hace sesenta y cinco alzadas entres tandas. Veinticinco en la primera,luego en la siguiente veintidós, y en laúltima dieciocho. En la última bajamucho, se queda completamenteagotado.

—En cambio, el Flaco es muyregular. Levanta casi lo mismo en lastres tandas, alrededor de veintidós.

—Casi lo mismo que el Negro,entonces.

—No creía que las cosas nos fueran

a venir tan rodadas. Bien, muy bien,haremos un gran negocio.

Y el abuelo soltó una risita, unarisita asquerosa. Por supuesto que lascosas les venían rodadas. Ellos, la gentede las dos sociedades, jugarían a favordel Flaco, porque el dinero, un montónenorme de dinero, estaba a favor delNegro. Por cada cien que apostaran,sacarían mil. Así las cosas, el que elNegro al principio levantara muy bien yque al final, en la segunda y terceratandas, se fuera abajo, pues eso lesvenía de maravilla. En la primera tandael Negro sacaría ventaja al Flaco,haciendo que la gente jugara todavíamás dinero a su favor. Y ellos, o mejor

dicho sus gentes, aceptarían todas lasapuestas.

«Pero ¿si el Negro aguanta? ¿Quépasará si el Negro se anima con laventaja de la primera tanda y acabaganando?», me preguntaba yo. Claro, enaquella época era más ingenuo queahora. El anciano cizañero lo tenía todocalculado.

—¿Ya has hablado con esa chica? —le preguntó al preparador. Luegomencionó el nombre de aquella chicacachonda a la que el Negro solíaacompañar a casa.

—Ahora mismo está en la cama conella —respondió el preparadorseñalando hacia una de las ventanas de

la casa.—Pues que siga. Que se deje aquí

las fuerzas que necesita para la plaza.El anciano soltó otra risita, tan

asquerosa como la anterior. Luego sacóa colación la cena de la víspera de lacompetition, y le aconsejó al otro que lediera comida pesada de digerir. Al final,antes de despedirse, le habló de la faja;la faja que en ese tipo de pruebas suelenponerse los levantadores de piedra.

—En la primera tanda —explicó elanciano— le atas la faja muy fuerte yalgo más arriba de lo debido. Basta conque se la ates cinco centímetros másarriba. Luego le revientas, le obligas aque levante veintiséis o veintisiete

veces. Si le pones la faja como digo,acabará sin respiración y cansadísimo.En las demás tandas no hará nada.

—De acuerdo. Haré como usteddice.

Y con esas palabras, sin darse lamano siquiera, se despidieron. Ya cuestaabajo, el anciano comenzó a silbar unacanción. Estaba muy contento.

Por mi parte, estaba espantado. Meentraban unas ganas tremendas delevantarme y empezar a armar jaleo,mucho jaleo, y hacerle salir a la ventanaal Negro, y decir: ¡Negro, Negro, te hanvendido, la apuesta está arreglada yademás tú vas a resultar perdedor,retírate y vuelve a ser amigo del Flaco!

—¿Es verdad lo que estás diciendo?—me hubiera preguntado él un pocopálido por la noticia.

—¡Estoy seguro, Negro!—Entonces me cargo a los dos,

primero a mi preparador y luego al viejoese de mierda. ¡Les voy a partir lacabeza con el hacha!

A buen seguro habría tenido unareaction así. Si se lo hubiera dicho,claro. Pero no se lo dije.

Old Martin, ya lo he dicho alprincipio, Old Martin siempre ha tenidola costumbre de pensar, nunca ha hechonada sin pensar. ¿Que otros prefierenhacer las cosas sin pararse a pensar…?Pues muy bien, allá ellos, son muy libres

de hacer lo que quieran. Y eso mismo ledigo a Kathleen: Eres muy libre; si estáOK for you, ¡adelante!, ¡come inKathleen…! Que viene a pedir uno deesos negros mendicants y que le quieresdar un dólar, pues dáselo, dáselotranquilamente, pero si luego va esenegro y utiliza ese dólar en agarrarseuna borrachera, y una vez borracho se vaa su chabola y le da una paliza tremendaa su mujer, entonces, entonces haztecuenta, Kathleen, de que es your fault…

Pues bien, de joven era lo mismo.No dejaba pasar nada sin sopesarlo deantemano, no quería causar perjuicioscreyendo hacer el bien. Y así fue comoactué con lo de la competition.

«Martín, conténte —me dije a mímismo volviéndome a tumbar sobre loshelechos—; ¿qué va a pasar si túdenuncias la trampa y el Negro coge elhacha? Pues resultará algo grave, habráalgún muerto, y entonces llevarán alNegro a la cárcel y hasta es posible quelo ahorquen. Y si eso sucediera, bonitofavor el que le quieres hacer a tu amigo.Y aunque no mate a nadie, menudo lío.Porque, claro, el anciano y el otro lonegarían todo.»

—No sabemos de qué estáishablando, todo eso es mentira —dirían—. Lo que pasa es que al Negro le haentrado el miedo y se quiere echar atrás.Pues por nosotros no va a quedar. Que

se retire ahora mismo. Que pague losgastos que ha ocasionado a su sociedaddurante estos tres meses y que se retire.

Una situación muy engorrosa paratodos, y sobre todo para mí, porque lagente diría:

—¿Sabéis de quién es la culpa deque no haya desafío? Pues de Martín. Élfue quien salió con el cuento de que ibaa haber trampa.

—Pero ¿de qué Martín hablas? —preguntaría alguien.

—Pues de ese que siempre anda conlo de marcharse a América —leresponderían.

—Conque sí, ¿eh? —exclamaríantodos a coro—. Pues habrá que dejarle

un recuerdo de su pueblo antes de que sevaya a América. El domingo que vienelo sacamos del baile y le damos unabuena paliza.

«Pasaría tal cual, Martín —me dije amí mismo—, y a ver en qué quedaentonces tu buena voluntad. Y es lo quepasa, Martín, que tú eres demasiadobueno, un pedazo de pan, y te da muchapena ver así a tus amigos, pero la cosaha ido demasiado lejos y ya no hayvuelta de hoja. Además, ¿acaso tusamigos siguieron tus consejos? No, nolos siguieron, no te hicieron ningún casocuando les dijiste que lo del desafío erauna barbaridad. Así que márchate a casay olvídate de lo que sabes.»

Así mismo puse final a mi largameditación y, a lo dicho, hecho. Me fui ami casa y me acosté. Mi concienciaestaba tranquila.

Más de una vez he dicho cómoaquella temporada andaba de suerte, yesa es la mayor verdad que he puesto eneste papel. Y digo esto porque sucediólo siguiente. Que aquella noche soñé conmi historia de América y también con eldinero que iba a hacer en América, y mesentí muy contento, very happy de soñarcon aquellas cosas. En cambio, cuandome desperté por la mañana, me pusetriste, very sad.

«Ay, Martín —me dije—, los sueñosson bonitos, pero es en balde soñar.

Nunca sacarás dinero para el barco. Elpasaje es muy caro.»

Y no había acabado de pensarlo,cuando me acordé de lo de lacompetition.

«Pero bueno, Martín, ¡cómo no hascaído antes en la cuenta! ¡La competitiones tu única esperanza! ¡Junta todos losdineros de la casa y apuesta a favor delFlaco!»

Salté de la cama en un abrir y cerrarde ojos. Veinticuatro horas más tarde yahabía cerrado un montón de apuestas,con vecinos, con forasteros, con todos.Para contrarios, elegí a los más ricos. Sijuegas con un pobre, puede que luego note pague.

Llegó por fin el día de lacompetition y el pueblo se llenó degente, nunca se había visto tanta gente enel pueblo. La plaza estaba rodeada congrandes toldos, completamente cerrada,y allí entramos todos después de pagarla entrada. Éramos más de tres milpersonas. Yo me quedé un pocoapartado, en una de las últimas filas. Noquería ver al Flaco y al Negro cara acara. La verdad es que me habría dadodemasiada pena.

Pese a todo, les vi entrar en la plaza,blancos como la cera los dos, y muyserios. Cada uno con su toalla, cada unocon su faja y su chaleco. Y al ancianotambién le vi y hasta le saludé y él se

quedó sorprendido de ver la sonrisa queyo llevaba en los labios. Me pareció quequería preguntarme algo, pero tenía quepasar entre mucha gente para llegarhasta mí, y no se movió. Tengo para míque aquel anciano era muy listo y que sepercató muy bien de lo que yo queríadecirle con aquella sonrisa:

—¡Ay, viejo! ¡A todos estos brutosque están en la plaza les engañarás, peroa mí no me engañas!

En la primera tanda el Negro hizoveintisiete alzadas, y el Flaco soloveintitrés. Pero en la segunda —ymientras el Flaco hacía las mismas queen la primera tanda— el Negro bajó adiecisiete. En la plaza se hizo un gran

silencio. Vi que la frente de casi todoslos que me rondaban se mojaba desudor. Iban perdiendo.

El público intentó ayudar al Negrodurante toda la tercera tanda. Lejaleaban y, cuando él cogía la piedra yse inclinaba hacia atrás para alzarla,toda la plaza imitaba su movimiento.Pero solo hizo quince alzadas y elFlaco, veinte.

Cuando acabó el desafío, el Negro—con lo duro que era el Negro— seechó a llorar, allí mismo, delante detodo el público. Había algunos de entreel público que también lloraban. Y yomismo, no me da vergüenza decirlo,también lloré, un poco por la pena que

me daba mi amigo y otro poco por lofeliz que me sentía. Había ganado todaslas apuestas ya tenía dinero para cogerel barco de América, y de sobra,además.

De allí a unos tres meses, meembarqué hacia América. Pero antes medespedí de mis dos amigos.

—Solo tengo una pena —les dije—:que me voy de aquí y que vosotrosseguís reñidos.

—Eso no tiene remedio —me dijo elFlaco.

—No pienso hablarle nunca —medijo el Negro.

Estaban resignados a la idea deseguir enfadados. Y, tal como lo he

sabido por las letters, así fue comosucedió. Si yo les hubiera escritoexplicando todo lo que pasó, quizásentonces se habrían amigado, pero,claro, yo tenía la intención de volver, yno me pareció conveniente. Puesto apensar, ese es el único asunto que OldMartin ha calculado mal en toda su vida:no haber previsto que tendría quequedarse aquí. De haberlo decididodesde el principio, habría escrito esaletter y habría hecho muchas otras cosas,como aprender english y otras así.

Si supiera english como deberíasaberlo, contaría a Jimmy toda estahistoria que he escrito sobre el papel,pero tal como están las cosas, sabiendo

tan poco, no sé, puede que no le cuentenada. Y quizá sea mejor así, porqueseguro que a Kathleen no le gustaría laforma en que actué, seguro que mellamaría egoísta. Y es que Kathleen notiene ni idea de lo que es la vida y no mecomprende.

Cuando una serpiente le mirafijamente, el pájaro levanta un poco lacabeza y luego se queda ciego, ciego porcompleto; tan ciego que ya no puede verlos tejados de las casas cercanas, ni losárboles que rodean su propio árbol, nilos caminos que, subiendo y bajando lasmontañas, atraviesan los campos dehierba verde y acaban perdiéndose en lalejanía. Al igual que ocurre con lospañuelos del mago de barraca, en uninstante todo está presente, todo es real:los colores, el movimiento, la luz. En elsiguiente, en cambio, ya no hay nada, laoscuridad más completa se ha adueñado

del escenario.El pájaro se pone entonces a pensar,

y piensa que se le ha hecho de noche yque allí arriba, en lo más negro delcielo, hay una estrella que le deslumbracomo ninguna antes lo había hecho. Norepara en la serpiente, ni en la hipnosisde la que es víctima; no repara en laverdadera causa de la ceguera.

Poco después, aún ciego, aúndeslumbrado por el brillo de lo que éltoma por una estrella, el pájaro sientedeseos de bailar y abre sus alas,retuerce el cuello, da saltos sobre elinestable tablado hecho de ramillas y dehojas. Pero no hay armonía en susmovimientos, y cada paso que da lo deja

más cerca de la estrella, más cerca de laboca de la serpiente. Su baile no es sinoel torpe baile de la muerte.

La escena es cruel y, sin embargo, nohay ninguna maldad en ella. Ni siquierala serpiente tiene culpa alguna de lo quesucede. Se trata, simplemente, de la ley,de una ley que, siendo más antigua quelos ríos y las montañas, debe serobedecida por todos los que viven bajola capa del cielo.

—Debes comer —le dice la ley a laserpiente—, debes dar caza a losjilgueros, petirrojos y demás seres de suespecie. De lo contrario, morirás.

—Debes comer —le dice la ley alpájaro—. Debes dar caza a los gusanos,

hormigas y demás seres de su especie.De lo contrario, morirás.

Así las cosas, cuando la serpientemira al pájaro nada extraordinariosucede. La hipnosis y todo lo que lesigue —la ceguera, el baile, la muerte—son únicamente particularidades de lacaza, detalles nimios de un episodioigualmente nimio de la lucha por lasupervivencia. Los campesinos o lospaseantes solitarios que acostumbran aandar por los caminos ven esa clase deescenas a menudo y no se sorprenden.Se detienen ante ellas, las contemplan unrato y luego, indiferentes, continúanadelante.

Pero el caso de Sebastián era

diferente. No pertenecía al mundocampesino y tampoco tenía, a sus treceaños, costumbre alguna de pasear solopor los caminos. Había pasado toda suvida en la ciudad y no llevaba sino tresdías de vacaciones en los montes delpueblo de Obaba. Cuando reparó en elmanzano, y cuando se dio cuenta delpájaro que andaba aturdido entre losfrutos del árbol, se le encogió elcorazón. Se quedó perplejo.

—¿Qué le pasa a ese pájaro, abueloMartín?

El abuelo era muy viejo, demasiadoviejo al menos como para andar con lamenguada fuerza de sus piernas, y lerespondió desde las alturas de Fangio,

el burro que le transportaba de un sitio aotro.

—¡Corre! ¡Tírale una piedra!Sebastián no cumplió al momento la

orden del abuelo. Sentía hacia el pájaroese afecto natural que todos los jóvenestienen para con los animales y se quedócon la piedra en la mano, sin decidirse atirarla. Además, no se fiaba mucho deaquel abuelo Martín al que habíaconocido tres días antes, al llegar aObaba. Según su padre, no andaba biende la cabeza.

—La sangre no le riega bien elcerebro —decía su padre cada vez quela sobremesa se deslizaba hacia losvaivenes de la familia materna de

Obaba.Y cuando la madre salía en defensa

del abuelo Martín, él aducía siempre elmismo argumento:

—¡Es la verdad, mujer! Tu padre noanda bien de la cabeza. Si no, cómoexplicas tú esa manía suya de ir aTerranova.

—Todos tenemos nuestros sueños —suspiraba la madre.

—¡Pero no unos sueños tan locos!—se enfadaba el padre—. ¡Ir aTerranova, y con los años que tiene!

De esta clase era la información queel joven Sebastián tenía sobre el abueloMartín, y por eso vacilaba ante su ordende emprenderla a pedradas con el

pájaro. Además, empezaba a sentirsecansado: desde su llegada al pueblo nohabía hecho más que andar de un ladopara otro, siempre detrás de la monturadel abuelo. Añoraba ya el modo de vidaque había dejado en la ciudad. En laciudad se pasaba las vacacionesdurmiendo; allí nadie le obligaba —talcomo lo hacía su tía de Obaba— alevantarse a las nueve de la mañana.

Observando el sol, calculó quetenían que ser las seis de la tarde. Dehaberse quedado en la ciudad, habríaestado en el cine o medio tumbado en elsofá de su casa.

—¡Que tires la piedra!El abuelo era muy flaco, y un cuello

todavía más flaco le unía la cabeza y eltronco. El cuello estaba ahora entensión, y las venas se hinchaban bajolos pelos blancos de la barba malafeitada.

Sebastián dio un par de pasosadelante y el abuelo se irguió porencima de las orejas de Fangio. Cuandola piedra, tras describir una parábola,dio en una hoja cercana al pájaro, elabuelo empezó a aplaudir.

—¡Fuera, pájaro! ¡Fuera de ahíenseguida!

—No le he dado —dijo Sebastián.—¿Darle? ¡Y qué falta hacía darle!

¡Mira el pájaro!Era un petirrojo y ya no estaba entre

las ramas del manzano, sino en la altacopa de un nogal. Lanzaba desde allí unalarga mirada al mundo y veía de nuevotodo lo que instantes antes, cuando lanoche repentina, había desaparecido.Allí estaban los tejados, allí estaban lahierba verde y los caminos; allí,también, Sebastián, el abuelo Martín y elburro Fangio. La brillante estrella que lecegaba parecía haberse apagado parasiempre.

—¡La serpiente le tenía hechizado!—¿La serpiente? ¿Qué serpiente? —

se asombró Sebastián.—Una que debe de vivir en el

manzanal. De no habernos dado prisa,habría cazado al pájaro.

Sebastián iba a preguntar acerca delo sucedido con su pedrada, pero elabuelo se adelantó:

—Tu piedra ha chocado con lashojas del árbol, y eso ha bastado paraque la serpiente, que es un animal que sedespista con cualquier ruido, apartara lavista del petirrojo. ¡Por eso se hasalvado!

Pese a las explicaciones, Sebastiánno entendía bien lo que había pasado. ¿Ysi le hubiera dado al pájaro? ¿Quéhabría sucedido entonces? ¿Cómo sabíael abuelo que no iba a acertar con lapiedra? Pero el abuelo no podíaadivinar sus pensamientos. Se habíadesentendido de él. Tenía la mirada

puesta en el nogal y daba silbidos.—Aquí viene el petirrojo —dijo.El pájaro voló primero hacia el

cielo y luego, cambiando repentinamentede dirección, bajó como una exhalaciónhasta posarse en el hombro derecho delabuelo Martín. A continuación, y durantevarios minutos, los dos mantuvieron loque Sebastián, bastante asombrado,tomó por una conversación.

—¿Qué estáis haciendo? —acertó adecir. Pero ni el abuelo ni el petirrojo lecontestaron. Siguieron con sus silbidos ysus bisbiseos, charlando como dosviejos amigos.

—¡Quita de ahí, más que cuentista!¡Menudo diplomático estás hecho! —

dijo el abuelo riéndose, con el tono dequien se defiende de una alabanza. Pocodespués, los dos se despedían, y elpájaro saltaba hasta la cabeza de Fangioy de allí al aire.

La escena que tenía a Sebastián conla boca abierta había concluido.

—Y tú, ¿qué haces aquí? —lepreguntó de pronto el abuelo frunciendola frente. Le miraba como a un extraño.

—¿Yo?—Sí, tú.Sebastián se asustó un poco. Cada

vez se sentía más perdido.—La tía me ha pedido que te

acompañe, y por eso estoy aquí —razonó al fin.

—Ah, ¿sí? Pues, ¿quién eres tú?Desde las alturas de Fangio, el

abuelo le examinaba con gesto muyserio.

—Soy tu nieto, el de la ciudad —explicó.

El abuelo se quedó inmerso enprofundas reflexiones y Sebastián volvióa acordarse de la opinión de su padre.Quizá fuera verdad aquello de que lasangre no le regaba bien el cerebro.

—¡Ah, sí! —rio de pronto el abuelo—. Tú eres el nieto que ha venido apasar las vacaciones.

—¡Eso es!—¡Bien! ¡Bien! Perdona, Sebastián,

a veces se me olvidan las cosas.

—No te preocupes, abuelo Martín.¿Qué haremos ahora?

—Tienes ganas de ir a casa,¿verdad? —Pues no sé, abuelo.

La verdad era que ya se le habíanpasado todo el cansancio y elaburrimiento anteriores, y que lo únicoque sentía era curiosidad. Queríaenterarse de lo que había ocurrido conel pájaro.

—¿Qué hacías con el petirrojo? Amí me ha parecido que los dos estabaishablando —preguntó.

—¿El petirrojo? ¿Qué petirrojo…?¡Ah, sí, el petirrojo!

El abuelo miró hacia el árbol dondeel pájaro había andado bailando, y el

gesto de quien se acuerda de algo quehabía olvidado se dibujó en su cara.

—Enseguida iremos a casa, nieto,pero antes tengo que hacer una cosa.Espérame aquí.

Arreó el burro y se adentró en elmanzanal. De allí a poco rato, gritaba deun modo que le palpitaban todas lasvenas del cuello. A Sebastián solo lellegaban frases sueltas.

—¡Lo tuyo es glotonería!¡Glotonería y no hambre!

El abuelo parecía francamenteenfadado y sacudía amenazador el paloque normalmente usaba para dirigir lamarcha de Fangio. Pero ¿a quién ibandirigidas sus palabras? ¿A quién reñía?

Sebastián recorría con la vista elmanzanal y no veía a nadie en especial.

«Quizá le esté gritando a laserpiente», pensó al tiempo que seacercaba hacia donde se encontraba elabuelo. Estaba a unos cinco pasoscuando de pronto la vio. Efectivamente,se trataba de la serpiente. Allí estaba,erguida sobre la hierba y con la cabezagacha. Parecía un bastón verdosoplantado en la tierra.

—¡Y ahora me dices que sientesmucha pena! —oyó decir al abuelo.

Las preguntas se le ibanamontonando en la cabeza. ¿Acaso eraverdad lo que estaba viendo? ¿Cómo eraposible que la serpiente se humillara

ante el abuelo? ¿Qué clase de tratomantenía el abuelo con los animales?Estaba así pensando cuando de pronto, ypor segunda vez en aquella tarde, seencontró con la mirada aguda delabuelo.

—Y tú, ¿qué haces aquí? —lepreguntó.

Sebastián improvisó una teoríaacerca de lo que sucedía: cada vez queel abuelo Martín hablaba con losanimales, olvidaba por completo a laspersonas. Y cuando hablaba con laspersonas, en cambio, eran los animaleslos que se le iban de la cabeza.

—¿Otra vez te lo tengo que decir?Yo soy Sebastián, el nieto que ha venido

a pasar las vacaciones.—¡No me digas! —El abuelo estaba

verdaderamente asombrado.—¡Pues claro que sí!Poco a poco, la luz se iba haciendo

en la memoria del abuelo.—El de la ciudad, ¿no? —¡Sí,

abuelo, sí!—¡Bien! ¡Bien! Y me dices que

sientes mucha pena, ¿no?Sebastián tuvo ganas de responder

que no, que era la serpiente la que sentíamucha pena, no él; pero le pareció másprudente callarse. Aquella conversaciónle resultaba un tanto extravagante.

—¡Vamos al pueblo! —se animó elabuelo—. Cuando se siente mucha pena

el mejor remedio es el bar.Eran las siete de la tarde cuando los

dos se pusieron de camino. Las sombrasya habían comenzado la conquista quede allí a unas pocas horas, con lallegada de la noche, sería total. El ríoera una cinta oscura, y la silueta de losmontes parecía dibujada con tinta chinay a plumilla, detalle a detalle, sinolvidar el árbol o la roca que de vez encuando sobresalían de la línea delhorizonte. Y el azul del cielo que seguíaa aquella silueta tampoco tenía laclaridad que Sebastián había observadoal salir de paseo.

Era una hora apacible y silenciosa,solo perturbada por el chillido de las

golondrinas o el ladrido de los perros.Montado sobre Fangio, el abuelo Martínparecía contento de haber vivido losuficiente como para disfrutar de aqueldía, y canturreaba una de esasmonótonas canciones que sirven paraentretener a los viajeros: Lily MarlenMarlen, Lily Lily Marlen.

El único preocupado era Sebastián.Caminaba por las orillas del camino,como buscando fresas, y aparentaba noestarlo; pero no podía quitarse de lacabeza las conversaciones que el abueloMartín había sostenido primero con elpájaro y luego con la serpiente. Además,había advertido un nuevo detalle queconfirmaba sus sospechas: al pasar por

delante de las casas, los perros que lascuidaban, y que solían estarencadenados, dejaban de ladrar y —como siempre que reconocen a alguien— comenzaban a sacudir el rabo.

«Todos los perros le quieren»,pensaba Sebastián.

Llegaron a la plaza del pueblo mediahora más tarde, cuando ya todas lasluces del bar estaban encendidas.Mientras ayudaba al abuelo a bajarsedel burro, Sebastián tuvo unpensamiento sombrío: ¿Cómo podíaestar vivo un hombre que pesaba tanpoco? Aquel cuerpo viejo y enjuto dabala impresión de ser de papel. Sinembargo, el abuelo reía tranquilo y su

aprensión no tardó en desaparecer.—¡Vamos, nieto! ¡Vamos a quitar las

penas! —le dijo dándole una palmada enla espalda.

En el mostrador de la taberna habíadiez hombres en fila y otros cuatro másjugaban a cartas en una de las mesas demármol. Cuando él y su abuelo cruzaronla puerta, todos se les quedaronmirando.

—¿Quién es este forastero? —preguntaban aquellas miradas.

Ante aquel inesperado interés,Sebastián se sintió importante y pensóque toda aquella gente le admiraba porser de ciudad y por haber visto cosasque ellos solo conocían de oídas, cosas

como el cine, el zoológico y losautobuses numerados. Levantó, pues, lacabeza y llegó hasta el otro extremo delmostrador caminando con lentitud ymoviéndose de una manera que a él lepareció muy elegante. Además, noquería que nadie notara que aquella era,justamente, la primera vez que entrabaen un bar.

—¡Sácale vino! —dijo el abuelo.—¿Vino? —le preguntó la mujer de

atrás del mostrador.—¡Para quitar las penas, señora,

para quitar las penas! —explicó elabuelo.

—¿Las penas? ¡Y qué penas va atener un chico tan joven! —se asombró

la mujer.—Saque el vino —cortó Sebastián.Sebastián se sentía misterioso o, al

menos, quería serlo. O, para decirlo enotras palabras, sentía la tentación decualquiera que va a parar a un lugardesconocido, la de estrenar unapersonalidad completamente nueva.Bebió el primer vaso de vino de un solotrago.

—Muy bien, nieto, muy bien —ledijo el abuelo palmeándole la espalda—. Señora, deje aquí la botella —añadió dirigiéndose a la mujer delmostrador.

—¿La botella entera?Sebastián le cogió rabia a aquella

mujer que no sabía más que repetir loque decía el abuelo. Se sentía cada vezmás importante. Las miradas de todoslos hombres del bar estaban clavadas enél. Cogió la botella y llenó su vaso hastaarriba.

—¡Bien, Sebastián! ¡A quitar laspenas!

Después de beber por tercera vez,Sebastián giró la cabeza y miró de frentea sus compañeros de mostrador. Notósimpatía en sus caras. Para entonces sesentía como un hombre más: ya no teníatrece años, sino una edad indefinidaentre los veinte y los treinta. Empezó abeber el cuarto vaso.

—Entonces, ¿este es tu nieto de la

ciudad? —dijo la mujer.—Así es —respondió el abuelo.La mirada de Sebastián fue hasta el

lugar de donde llegaba aquella voz. Lamujer lavaba los vasos bajo el grifo.Cada vez que enjuagaba uno de ellos losmúsculos de los brazos se lecolumpiaban blandamente.

—Está hecho todo un hombre elnieto, abuelo Martín —dijo la mujer, ysus labios se movieron como si fueranmariposas.

Sebastián le sonrió. Advertía en ellauna cara nueva, no exenta de belleza. Sí,aquella mujer había sido una chicabonita; en un tiempo, antes de pasar añosy años en el mostrador del bar.

Sebastián sentía en la boca el saboráspero del vino, pero esa acidez no leafectaba. Al contrario, cada vez sesentía más feliz. A su lado, el abuelocantaba alegremente —Lily MarlenMarlen, Lily Lily Marlen—; los demásclientes del bar le hablaban con todaconfianza; la mujer —aquella chicabonita en otro tiempo— se movía conligereza detrás del mostrador ymultiplicaba su sonrisa siempre quepasaba por delante de él.

—El abuelo Martín sabe hablar conlos animales.

Lo dijo de golpe, sin que viniera acuento. Le pareció que aquellas palabrashabían subido a su boca como un hipo y

que luego habían estallado ahí comoburbujas.

Se arrepintió en el momento mismode hablar. Los hombres del mostrador lemiraban ahora como a un traidor, como aun visitante que ha dicho unainconveniencia. El abuelo había dejadode cantar. La mujer seguía sonriéndole,pero la sonrisa de ahora expresaba algocomo compasión o pena. Un gordinflónque estaba jugando a las cartas rompióel silencio con una risotada:

—Con los animales como yo, sí…¡Conmigo habla muy bien!

Toda la taberna reía a carcajadas.También la mujer se reía, mostrando atodos una muela de oro. Sebastián ya no

se sentía mayor. Al contrario, se veía así mismo como un niño de seis años.

—Es la verdad, el abuelo…Sebastián quería expresarlo todo de

una vez: la conversación que el abuelohabía tenido con el petirrojo, lareprimenda que luego le había dado a laserpiente, el respeto y el cariño que lehabían mostrado los perros del camino.Quería expresar eso y mil cosas más.Pero la explicación le parecía muycomplicada. Y además, tenía la lenguatrabada, casi no la podía mover.

—Llévalo a casa, Martín —dijo lamujer.

Sin pararse a esperar la contestacióndel abuelo, uno de los hombres del

mostrador acudió donde ellos y lesayudó a bajar de sus asientos. Pocodespués, montados los dos en Fangio,salían hacia la casa de la tía.

La tía de Sebastián tenía, denacimiento, una pierna más corta que laotra, y esa era la causa de que se leapreciara una leve cojera; sobre todo,cuando caminaba de prisa. Sin embargo—así lo decía el padre de Sebastián—,lo de menos era la cojera, lo peor era laobsesión que aquella mujer tenía con lacojera. Sebastián se acordó de ellocuando vio a la tía bajar corriendo porlas escaleras.

—¡Tía! ¡No tiene que importarte lacojera!

Pero la tía no hizo el menor caso deaquellas palabras de consuelo. Fuederecha adonde el abuelo.

—¿Se puede saber en qué anda? ¡Haemborrachado al niño!

El abuelo agachó tanto la cabeza quesu mentón quedó como pegado al pecho.Y allí seguía cuando el tío retomó,aumentándolos, los reproches de la tía.Sentado en una de las sillas de lacocina, completamente mudo, parecía unandrajo abandonado allí de cualquiermanera.

Sebastián no comprendía lo quesucedía a su alrededor, pero percibíacon toda claridad la violencia de lasituación. La tía hablaba jadeante, el tío

hacía muecas. Le pareció que el abuelonecesitaba de su defensa.

—¡El abuelo sabe hablar con losanimales! —gritó.

—¡Ay, infeliz! —lloró la tía.—¡Martín, no es usted capaz ni de

cuidar a los niños! —chillaba el tío—.¡Ya ve la que tenemos armada ahora!

—¡Señor! ¡Señor! —suspiraba la tía—. ¡Si se entera mi hermana!

—Pero si es verdad —se esforzóSebastián—. El abuelo sabe hablar conlos animales.

Sentía la voz lejos, como si no fuerasuya. —Hay que llevar a este niño a lacama —decidió el tío.

El abuelo levantó al fin la cabeza y

dirigió los ojos hacia la gitana delcalendario que colgaba en la cocina.Pero la mirada no llegó hasta la pintura;se perdió antes, en un punto indefinidode la pared.

—¡Estad tranquilos! ¡Pronto me iré aTerranova y os dejaré en paz!

—¡Padre! ¡No empiece otra vez conesa historia de Terranova!

—¡Me iré pronto, sí!—¿Sabe usted adónde va a ir? ¡Pues,

a la cama!Cuando Sebastián le echó una última

mirada, los labios del abuelo se movíancomo si rezara. Solo captó una palabra:Terranova.

Aquel día se acabaron los paseos

que daban los dos juntos. De allí enadelante Sebastián tuvo que salir solo ala plaza de Obaba.

El sol arrogante de agosto dominabatodo el cielo, y la gente, huyendo delcalor y buscando la penumbra, serefugiaba en las habitaciones interioresde las casas. Nadie se atrevía aasomarse a las ventanas ni a salir a lacalle, y Obaba parecía un desierto; omejor dicho, habría parecido un desiertode no ser por los dos tipos de seresvivientes capaces de resistir fuera decasa: los gatos y los jóvenes. Losprimeros aprovechaban casi hasta elmilímetro los retazos de sombra y se

pasaban las horas durmiendo; lossegundos, más caprichosos, mitigabanlos rigores meteorológicos bebiendoshandys —limonada fría mezclada concerveza—, bajo el toldo blanquiazul dela terraza del bar de la plaza.

También a Sebastián le resultóinevitable llegar a aquel refugio de laterraza: los pretiles de la plazaabrasaban y los plátanos que rodeabanla plaza resultaban, a pesar de susanchas hojas, impotentes para frenar elsol. Solo se podía estar bajo el toldoblanquiazul.

«Tendré que mezclarme con ellos»,pensó Sebastián un día, mirando a loschicos y chicas de la terraza. Le daba un

poco de vergüenza sentarse entredesconocidos, pero no había otroremedio. O aquello, o quedarse en casade los tíos. Así que se acercó alnumeroso grupo reunido allí y pidió debeber. Un shandy, naturalmente.

Al llegar el atardecer, cuando bajabala temperatura, aquellos chicos y chicassalían a la plaza e iniciaban un juegoque llamaban ble. Se formaban dosequipos, y cada uno de ellos ocupaba unpretil de la plaza. El juego duraba hastaque todos los de un pretil conseguíanpasar al del contrario; empresa nadafácil, por cierto, ya que quien dejaba sucampo e intentaba pasar al otro lado searriesgaba a que un contrario, a la voz

de ¡ble!, lo tocara con los dedos y lotomara preso.

Nunca invitaban a Sebastián a jugar,y se pasaba las tardes solo, sin máscompañía que aquellos shandys hechosde limonada y cerveza. Pese a ello, nose movía de su mesa, no abandonaba lasombra de aquel toldo blanquiazul parairse de paseo o a charlar con el abueloMartín. En realidad, ya no se acordabadel anciano que, según le habíaparecido, sabía hablar con los animales.Centraba toda su atención en lasevoluciones de los chicos y chicas quejugaban en la plaza, y todo lo demás leresultaba secundario.

Mas para comprender este

comportamiento de Sebastián, es precisoadelantar unas palabras acerca del másfuerte e influyente de los sentimientos: elamor.

Cuando un hombre o una mujercumple los catorce años, o quizás unpoco antes, o un poco más tarde,sorprende en sí mismo un cambioextraordinario. Hasta entonces apenas sise ha dado cuenta de que tiene unnombre —que se llama Juan Garmendia,o Alfredo Britz, o Ainhoa López—; obien sí ha caído en ello, pero sinadvertir la diferencia que, con respectoa todos los demás, señala ese nombresuyo. En realidad, prefiere vivir de unmodo indistinto, prefiere confundirse lo

más posible con todos los de su entorno,y sufre mucho si sus compañeros de laescuela lo dejan solo o si no encuentraun sitio en una de las pandillas delpueblo o del barrio.

Pero llega un momento en que losdeseos de esa persona de catorce añosdan un giro de ciento ochenta grados. Depronto toma conciencia de su nombre, deque es particular y diferente a todos, einmediatamente comienza a buscar unaforma especial de escribirlo. Buscar lafirma —la marca propia, podríamosdecir— se convierte en el quehacerprincipal de su vida. La firma puedetener cualquier forma, siempre que noguarde ningún parecido con las demás

firmas del mundo. Ha de ser tan únicacomo la persona que la realiza.

Una vez hallada la firma, el hombreo la mujer de catorce años se sientecomo Robinson Crusoe y, cuando seinterroga acerca del mundo, no tieneotro remedio que responderse diciendoque se trata de una isla desierta. Sí, elmundo es una isla desierta, y él —ella—debe organizado todo: lo fácil y lodifícil, lo que le afecta directamente y loque no le afecta tanto. Y esto por la puragracia de sus fuerzas, sin ayuda denadie. Empujada —empujado— por esaclase de consideraciones, comienza ahacer proyectos y a escribir en un diariosus planes para el futuro.

Pero a pesar de todo, el mundo no esuna isla desierta, y los deseos deapartarse de los demás son solo unailusión, una temblorosa ilusión que notarda en apagarse. Al fin y al cabo, nohemos nacido para la soledad; al fin y alcabo, todos nos parecemos bastante. Esaes la razón por la que, algunos mesesdespués de encontrada la firma, elhombre o la mujer de catorce años seaburre de ser Robinson Crusoe y seenamora.

Un buen día, conoce a una chica o aun chico y comienza a sentir lo que lamayoría de las madres llaman cosasraras. Siente, por ejemplo, que unabotella de vino se ha roto en su interior

y que la calidez de ese vino recorre todosu cuerpo, de arriba abajo y de abajoarriba. O siente que su percepción delos olores ha cambiado, que ahora huelea hierbas y flores que jamás ha visto. Yque lo mismo pasa con los colores, quetampoco los colores son los que veíaantes; ahora ve más naranjas, másazules, más oros y platas.

El hombre o la mujer de catorceaños comprende entonces, aunque no selo diga nadie, que se ha enamorado; quepor fin se ha apoderado de él ese primoamore del que tanto hablan lascanciones napolitanas.

Sebastián sentía una mezcla de todasesas sensaciones desde el día en que le

miró una chica larguirucha que solíajugar en la plaza. De pronto tuvo otrocuerpo, otros ojos, otra nariz. Otra nariz,sobre todo. Una nariz que eraespecialmente sensible al olor amargode las hojas del tomate. Sentía aquelolor a todas horas, tanto debajo deltoldo blanquiazul como cuando —a lahora de acostarse— se tumbaba en lacama.

Sebastián pasaba la tarde entera consu shandy en la mano y sin levantarse desu silla de mimbre, sin otra actividadque la de contar las miradas que ledirigía aquella chica. Las miradasquedaban luego registradas en sucuaderno de notas.

9 de agosto: Hoy me ha mirado treceveces.

13 de agosto: Hoy solo cuatro veces.Creo que sus ojos son una mezcla degris y verde.

20 de agosto: ¡Veinte veces!22 de agosto: No he podido

contarlas. Ha venido peinada de otramanera.

24 de agosto: No he podidocontarlas. Se llama Marta. Tiene unasrodillas muy bonitas. Todo Obaba huelea hojas de tomate.

Sebastián tenía planeados en sucuaderno todos los días de vacacionesque le quedaban. Por la mañana, salir ala calle a ver si veía a Marta. Por la

tarde, mirar a Marta y recoger susmiradas. Por la noche, pensar en Marta yen sus bonitas rodillas. Era un plan devida bastante monótono, pero a él no selo parecía.

Al abuelo Martín solamente le veíaal mediodía, pero apenas podía hablarcon él, porque el tío y la tía siempreestaban enfadados: abuelo, por quécome tanto; abuelo, por qué come tanpoco. El abuelo inclinaba la cabeza ymurmuraba su amenaza de costumbre:

—¡Estad tranquilos! ¡Pronto me iré aTerranova!

—¡Padre! ¡No empiece con esahistoria!

A Sebastián le dolía aquella

situación del abuelo. Le parecía que eramucho más niño que él mismo y de vezen cuando trataba de decirle algocariñoso.

—¡Pero, abuelo! ¿Por qué quieres ira Terranova? ¡Si allí no hay más quehielo y frío!

—¿Y aquí? ¿Acaso aquí no hay hieloy frío? —contestaba el abuelo, yentonces él se quedaba mudo y la tía seechaba a llorar. El tío, como para susadentros, se quejaba de la mala suerteque tenían y miraba fijamente aSebastián. Aquella mirada decía: ¿Porqué le hemos de tener nosotros al viejoabuelo? ¿Por qué no vosotros, losparientes de la ciudad? ¿Acaso no es el

padre de tu madre?Sebastián decidió callarse y también

a la hora de comer se ponía a pensar enMarta. Poco después de comerencontraría en la terraza del bar aaquella chica larguirucha que inspirabatodas las notas de su cuaderno. Y coneso tenía suficiente.

Cuando llevaba un mes en Obaba, elúltimo día de agosto, Marta se acercó ala mesa donde él estaba bebiendo suinevitable shandy.

—¿Quieres jugar al ble? Nos faltauno en el equipo.

Aquel suceso, de capital importanciapara Sebastián, quedó fielmentetranscrito en el cuaderno:

31 de agosto: Ha venido Marta y meha invitado a jugar. Todo muy bien.Hemos ganado nosotros. Creo que estoyenamorado de Marta. Creo que ellatambién siente lo mismo, pero no estoyseguro.

La anotación siguiente, la del 3 deseptiembre, manifestaba una novedad:

3 de septiembre: Hoy no nos hemosquedado en la terraza, hemos ido a laplazoleta de la fuente. Marta huele ahojas de tomate. He escrito a casadiciendo que me quedaré aquí otro mesmás.

La del 5 de septiembre era muylacónica, pero importante:

5 de septiembre: Marta me ha dado

un beso. Marta, te quiero.La segunda semana de septiembre

comenzó a cumplir con Marta lasobligaciones de todo enamorado:empezó a contarle secretos. Pero se diodemasiada prisa; habló tanto que sequedó sin saber qué contar para elséptimo día. Entonces se angustió y unsudor abundante empezó a surgir de losporos de sus dos manos. Tenía miedo deque Marta se aburriera con su compañía.Y la verdad era que eso era lo queparecía: ante su mutismo, ella miraba alsuelo y sus piernas —enfundadas enlargos calcetines de color azul— hacíangiros en el suelo alrededor de un centroimaginario. Así estaban las cosas

cuando, buscando secretos en lamemoria, dio con el abuelo Martín.

—Mi abuelo sabe hablar con losanimales —dijo.

Marta le miró con una pizca dedesconfianza. No empezó a reírse, comoaquellos hombres del bar, pero tampocodemostró curiosidad.

—¿Es que no me crees?—Sí, pero…Sebastián argumentó su opinión

fervorosamente. Le explicó a Marta todolo que había observado el día del pájaroy de la serpiente.

—Pero ¿tu abuelo está bien?—¿Por qué lo dices?—En el pueblo dicen que está loco,

que quiere irse a Terranova.Sebastián ya no era un niño, había

atravesado ya esa línea invisible quesepara al niño del hombre, y aquellaopinión de la gente de Obaba le pareciómezquina e intolerable. Enfadado,decidió apostar a favor del abuelo:

—¡Pues si dice que irá, será que vaa ir!

—A lo mejor, sí —le dijo Marta,poniéndose seria—. La verdad es que lagente es muy tonta. Se ríe de las cosasque no comprende. ¡Si la mayoría de lagente de Obaba no sabe ni dónde estáTerranova!

Oyendo aquellas palabras que ledaban la razón, Sebastián notó más

profundamente que nunca el olor a hojasde tomate. Decidió que haría un poema aMarta. Solo un poema podría expresartodo lo que él sentía en aquel momento.

Se puso a la labor aquella mismanoche. En el poema quería meter muchascosas; quería meter los ojos entre verdey gris de Marta, y las rodillas de Marta,y los calcetines azules de Marta, y suvoz, y el olor a rosas y claveles —traicionando a las hojas de tomate, claro—; y también el sonido de la fuente, elverano, el juego del ble y otras milcosas que, en su opinión, tenían que vermucho con el amor.

De todos modos, el poema tenía queser breve, lo suficientemente breve

como para que cupiera en una postal, ysu confección le resultó ardua. Estuvoocupado en su trabajo hasta las dos de lamañana. Entonces, con la satisfaccióndel deber cumplido, salió de suhabitación y fue a limpiarse los dientes.

—¿Y tú qué haces aquí? —escuchónada más salir del cuarto de baño. Elabuelo Martín le miraba muy seriodesde el otro lado del pasillo.

—Abuelo, ¿de dónde vienes?—¿Quién eres tú? —insistió el

anciano.—¿Yo?—¡Tú, sí!Sebastián comprendió de pronto que

el abuelo venía de hablar con los

animales. Igual que a los tres días dehaber llegado a Obaba, su nieto leparecía un desconocido.

—Te acompañaré a la cama, abueloMartín —le dijo Sebastián cogiéndolodel brazo.

Aquella noche no pudo conciliar elsueño. Las antiguas preguntas volvían allenar su cabeza. Tenía que consultarlocon Marta.

—Es muy extraño, Sebastián —ledijo Marta—. Hasta me da un poco demiedo.

—Esta noche me quedaré despiertoy, si el abuelo sale de casa, le seguiré.

—Pero ten cuidado, Sebastián.—Lo tendré, Marta.

Ocurrió tal como él lo habíasospechado. Hacia las doce de aquellanoche, el abuelo montó sobre Fangio yenfiló por un camino del monte. Habíaluna llena y su luz, mezclándose con lassombras, daba a las casas de Obaba unaapariencia fantasmal: a una parecíafaltarle una parte del tejado, a otra laparte baja de la fachada. Algunasventanas iluminadas flotaban en laoscuridad.

Sebastián salió detrás del abuelo,hacia el monte. La noche, que en suhabitación resultaba silenciosa, fuellenándose de sonidos a medida que élascendía por el camino. Oía chasquidos,susurros, pequeños gritos que parecían

surgir desde las mismas ramas de losárboles. Sebastián se alegraba cuandooía ladrar a algún perro: al menosaquello le resultaba conocido.

Llevaban los dos media hora decamino —habían ganado mucha altura ylas luces del pueblo se habían vueltodiminutas—, cuando el abuelo Martín sebajó del burro y se adentró en unbosque. El momento que esperabaSebastián había llegado.

El bosque tenía un promontorio deroca en la parte donde acababa elcamino, y allí fue donde se quedóSebastián. Desde aquella alturadominaba bien el claro donde el abuelo,canturreando la canción de Lily Marlen,

se había puesto a encender pequeñosfuegos.

Lo que Sebastián vio luego loresumió así en su cuaderno:

17 de septiembre: Esta noche he idotras el abuelo a un monte. El abuelo hahecho unos fuegos al llegar allá, y de ahía poco ha aparecido un jabalí, y luegohan aparecido otros dos, luego otroscuatro o cinco, y así hasta que todo elbosque ha estado lleno de jabalíes.Todos los jabalíes acudían adonde elabuelo, pero no parecía que fueranjabalíes, sino perros. Se comportabancomo los perros, moviendo el rabo ylamiendo la mano del abuelo. El abueloles ha echado un sermón y después los

jabalíes han empezado a bramar, yparecía un trueno, y yo no sé cómo en elpueblo no lo han oído. A mí, al escucharel trueno, me han entrado unas ganas dellorar tremendas. Me ha parecido que loque estaba oyendo era el canto de losjabalíes, un canto como los de la iglesia.Como no podía quedarme allí, he venidocorriendo y, cuando he ido a lavarme losdientes, me he dado cuenta de que teníala cara muy blanca. Pero no porqueestuviera asustado: no era miedo, eraotra cosa.

—¿Y los jabalíes le lamían la mano?—le preguntó Marta al día siguiente.

—Así es, Marta.—Pero ¿por qué te has puesto tan

triste después de ver lo del bosque? Amí me parece que estás muy triste,Sebastián.

—No sé, se me ha puesto una cosaaquí. —Sebastián se señalaba entre elpecho y el estómago.

Marta se inclinó hacia él y le dio unbeso.

En las noches siguientes, el abueloMartín siguió hablando con losanimales: habló primero con las truchasdel río y luego con los gatos y los perrosdel pueblo. Y Sebastián vio brincar a lastruchas, vio sollozar a los perros, violamentarse a los gatos. No podía saberlo que les decía el abuelo, pero intuíaque se trataba de algo muy triste.

El 20 de septiembre fue un díaespecial para Obaba. Nevó en lascumbres y las golondrinas, a cientos, seposaron en los alambres de la luz. A loque parecía, el invierno estaba muycerca, venía adelantado. Aquella noche,Sebastián oyó unos golpes en la puertade su cuarto.

—¿Eres tú, abuelo?—Una visita, una pequeña visita. —

Sí, abuelo.Sebastián se sintió un poco

intimidado. Su corazón estaba partido endos: por un lado deseaba hablar con elabuelo, por otro tenía miedo de lo quepodría oír. Y también sentía ganas dellorar.

Pero el comportamiento del abueloera normal; parecía preocupado por lascosas de su nieto.

—Y con Marta, ¿todo bien?—Sí, muy bien.Sebastián hizo un esfuerzo y le hizo

algunas confidencias acerca de aquellachica, su primer amor.

—Abuelo, ¿no vas a contarme lo delos animales? —le dijo luego.

El anciano le miró de frente.—¿No lo has visto ya?—Sí —admitió Sebastián bajando

los ojos.—Entonces… no hay nada que

contar, ¿verdad?—No.

Ya no pudo aguantar más y empezó allorar. Acababa de comprender que elabuelo Martín se estaba despidiendo.Despidiéndose de él igual que antes sehabía despedido de los jabalíes, lastruchas, los perros y los gatos. Pero elabuelo estaba contento. Hasta le hizouna broma antes de salir de lahabitación.

—¿Y tú qué haces aquí? —dijoenarcando las cejas. Luego le dio unapalmada a Sebastián—. Vamos,Sebastián, nada de penas. Y que te vayabien.

—Adiós, abuelo.Al día siguiente lloviznó desde por

la mañana. Obaba y sus alrededores

estaban completamente silenciosos: losgrillos bajo la tierra y sin cantar, lasgolondrinas en los alambres y sin silbar,los perros atados en los zaguanes de lascasas y sin ladrar. Serían las cinco de latarde cuando, desde la plazoleta de lafuente, Marta le señaló el cielo aSebastián:

—Mira, ocas salvajes —dijo.Aquellas ocas ya habían olido el

invierno y, reunidas en bandadas,emprendían su largo viaje hacia el sur.Al volar, cada una de las bandadasformaba una letra del abecedario.

—Ha hecho una A —dijo Martacuando pasó la primera bandada.

—Una D —dijo Sebastián cuando

pasó la segunda.Las que pasaron a las cinco y cuarto

formaron una I, una O y una S.Sebastián y Marta no pudieron dejar

de observar que, entre las cincobandadas, las ocas habían completadouna palabra de despedida: ADIÓS.

—Las siguientes harán una M —dijoSebastián. Pero pasaron tres bandadas yformaron la sílaba MAR. Un pocodespués, pasó volando una T. Hacia lassiete, las últimas dijeron IN.

—Las ocas han escrito Adiós,Martín. El abuelo ya debe de estar enTerranova —comentó Sebastián conmucha tristeza. Luego acompañó a Martay se encaminó hacia la casa de sus tíos.

Frente a la casa había mucha genteapiñada y su tío mostraba a todos unpapel. Sebastián se acercó y lo leyó.

«Me he ido a Terranova», decía elpapel. Debajo venía la firma del abuelo.

El que Sebastián estuviera enteradode lo que iba a pasar no impidió que seapenara. Se apartó de todos y se encerróen su habitación.

De allí a poco tiempo, unos hombrestrajeron a Fangio diciendo que el abueloMartín no aparecía por ninguna parte.

—El cuarto canto—

Es un hombre o una piedra o unárbol

quien va a comenzar el cuartocanto.

Los cantos de Maldoror,LAUTRÉAMONT

RELATO DEL PÁJAROSobre la voz interior. Muerte y

promesa.Paulo y Daniel

Existe una voz que surge del interior denosotros mismos, y esa voz me dio unaorden justo a principios del verano,siendo yo entonces un pájaro sinexperiencia y que nunca se había alejadodel árbol donde vivía. Antes de oír lavoz, conocía pocas cosas: conocía elárbol mismo y el torrente que pasabajunto a él, pero casi ninguna cosa más.Los demás pájaros de mi grupo hablaban

de casas y caminos, así como de un ríoenorme al que van a parar las aguas denuestro torrente y las de otros muchostorrentes más, pero yo nunca habíavolado hasta esos lugares, y no losconocía. Sin embargo, creía lo que medecían, porque las descripciones deunos y otros coincidían, y los tejadossiempre eran rojos, y las paredesblancas, y el enorme río siempre era elmar.

Existe una voz que surge del interiorde nosotros mismos, decían luego losotros pájaros. Se trata de una vozdiferente a cualquier otra, y tiene podersobre nosotros.

—¿Cuánto poder? —pregunté un día.

—Debemos obedecer a la voz —merespondieron los pájaros que en aquelmomento descansaban en las ramas delárbol.

Pero no sabían nada concreto, nisiquiera los pájaros de más edad habíanoído nunca las palabras de esa voz tanpoderosa. Conocían su existencia por loque habían contado pájaros de otrotiempo, y no por propia experiencia.Pero de todas maneras creían en ello, ytan firmemente como en la existencia delas casas, los caminos y el mar. Por miparte, lo aceptaba como un cuento más,sin darle importancia, sin pensar que lavoz pudiera nunca hablarme a mí.Después, aquel día de principios del

verano, todo cambió.Me sentí de pronto muy nervioso,

como los pájaros que están hambrientoso enfermos, y anduve toda la mañanamoviéndome por el interior del árbol sinningún sentido. Se unía a estenerviosismo la desagradable sensaciónde que mis oídos habían enloquecido ypercibían los sonidos de formadesordenada: las aguas del torrenteestallaban contra las piedras; lospájaros que tenía cerca parecían chillar;el viento, apenas una brisa, me aturdíacomo el de una tormenta.

Hacia el mediodía, comencé a tenerdificultades para respirar, y me quedésolo. Los otros pájaros salieron del

árbol y volaron hacia otra parte.—¿Por qué huís de mí? —le

pregunté a uno de los últimos enmarchar.

—Porque te estás muriendo —respondió.

Convencido de la verdad de aquellarespuesta, quise repasar mi vida. Peromi vida era entonces muy poca cosa, y elrepaso duró un instante. Miré entonceshacia el cielo, y su color azul mepareció más remoto que nunca. Miréluego hacia el torrente, y la prisa quellevaba el agua por bajar me asustó.Miré por fin hacia el suelo, hacia laszarzas y ortigas que lo cubrían, y mevino a la memoria una historia que me

habían contado acerca de una chica quese había puesto enferma. Por lo visto,llegó el médico hasta la cama dondeyacía ella y dijo:

—Una falda rota se puede remendar,pero no la salud de esta chica. Ya notiene remedio.

Ocultándole la verdad, susfamiliares decidieron llevarla donde uncurandero. Después de examinarla, elcurandero dijo:

—No puedo hacer nada. Tiene laspiernas hinchadas y la respiración débil.Dentro de un par de meses, morirá.

Tampoco aquella vez le dijeron nadaa la chica, porque no querían quesufriera inútilmente. La montaron en un

caballo y la llevaron de vuelta a casa.Pero pasó el tiempo y ella acabó pordarse cuenta de que estaba desahuciada.Una tarde, su hermano la encontró en lahuerta llorando. —¿Qué te pasa,hermana? —le dijo. Y ella: —No mepasa nada. Estaba pensando que solotengo diecinueve años y que prontoestaré bajo tierra.

Esta era la historia que tenía en lamemoria mientras esperaba el empujónque me echaría de la rama al suelo. Sinembargo, no me llegó la muerte. Lo queocurrió fue que escuché la voz. Primerosentí que los sonidos estridentes cedíanpor completo, y que un gran silencio —como el que sobreviene cuando la nieve

tapa los campos— se adueñaba delárbol y sus alrededores.

—Toma el camino de Obaba y vuelahacia la casa de Paulo —escuchédespués. Era una voz que parecía surgirdel centro de aquel silencio y tambiéndel centro de mí mismo, de amboslugares a la vez.

—No sé dónde está Obaba, ytampoco conozco a Paulo —pensé, yjusto en ese momento vi un pueblo deunas cien casas, Obaba, y cerca de esepueblo un aserradero, y sobre eseaserradero, en una pequeña colina, unacasa con muchas ventanas. Supeenseguida —porque la voz me daba esafacultad, la de ver y conocer las cosas

con el puro pensamiento— que aquellacasa era la de Paulo.

Emprendí el vuelo dispuesto acumplir la orden que había recibido dela voz, y volé valle abajo hasta que eltorrente adquirió la anchura yprofundidad de un río, y luego seguívolando por encima de los alisos que, enlugares como Obaba, siempreacompañan la marcha del agua hacia elmar. Después de un tiempo, observé queel río se remansaba y que la fila dealisos se interrumpía para dejar sitio auna construcción rodeada de troncos demadera y castillos hechos de tablas, ysupe que aquello era un aserradero y quemi primer viaje estaba a punto de

concluir. Era ya el atardecer, y el cieloera amarillo y azul, amarillo intenso enla parte donde se estaba poniendo el soly azul pálido en el resto.

Después de ganar altura, miré haciaabajo y vi los dos barrios de Obaba, suscuatro o cinco calles, su plaza, y luego,otra vez, el aserradero, la colina y lacasa con muchas ventanas. El tejado dela casa era rojo; sus paredes, blancas.Pero, más que los colores, lo que mellamó la atención fue la bulla queestaban armando todos los perros de lazona. Aullaban o ladraban sin cesar.

—¿De qué se lamentan esos perros?—pensé.

Supe entonces que la razón de toda

aquella bulla era la actitud del perro queestaba al cuidado de la casa de lasventanas, la casa de Paulo; sí, aquel erael perro que aullaba y ladraba conmayor ahínco provocando la respuestade todos los demás. Por alguna razón,quizá porque la voz que oía en miinterior así me lo sugería, asocié laintranquilidad de los perros de Obabacon la respuesta que la chica enfermadaba a su hermano: —No me pasa nada.Estaba pensando que solo tengodiecinueve años y que pronto estaré bajotierra.

No necesité de más recuerdos.Comprendí que los aullidos de losperros anunciaban una muerte.

—¿La muerte de Paulo? —pensé. Nopodía ignorar que era allí, en la puertade su casa, donde se originaba aquelalboroto. Era su perro quien más aullabay ladraba.

El cielo enrojecía por el lado en quese acababa de poner el sol. El díaterminaba. Y la vida de alguien quevivía en la casa de las ventanas tambiénterminaba. Mientras pensaba en elloseguí con la mirada el río, y vi cómosorteaba las montañas para, al final,después de atravesar los camposplantados de maíz, entregar sus aguas almar. En el mar —los vi perfectamente—había peces de color negro.

Sin embargo, a pesar de aquella

facultad que me permitía ver enimágenes lo que estaba lejos, o lo queestaba pensando, o lo que me sugería lavoz, no conseguía traspasar las paredesde la casa de Paulo para saber cuál erael miembro de la familia que estabaenfermo.

—Quizá sea Paulo el que se estémuriendo. Quizá por eso estoy yo aquí—pensé con cierta aprensión.

Estaba luchando contra aquella ideacuando el sonido de una campanilladespertó mi interés. En el camino queunía el barrio alto de Obaba con elbarrio, más populoso, que se extendía aambas orillas del río, un muchachovestido de blanco y rojo hacía sonar una

campanilla, y todos los hombres que aúncontinuaban trabajando en las huertas oen los campos se arrodillaban a su paso.Detrás del muchacho venían un hombrevestido de negro y que portaba una cruz,y un grupo bastante numeroso de niños.

—Es una de las señales de muerte—pensé mirando a la comitiva. Daba laimpresión de que bajaba al aserradero,hacia los obreros que, vestidos con susbuzos de trabajo, esperaban allíformando un grupo y hablando en vozbaja. Muy pronto, la campana de la torreque, desde el barrio alto, dominaba todoel pueblo, comenzó a sonar, y su lúgubresonido se extendió por todo el valle ehizo que el aullido de los perros se

volviera general y más crispado. Decidíbajar a la casa de Paulo.

Nada más acercarme, reparé en ungrupo de ardillas que se movía de unlado para otro en el tejado de la casa, yenseguida sospeché la verdad, es decir,que también aquellas ardillas habíanrecibido la orden de la voz y que poreso estaban allí. Al principio, supresencia me molestó: ¿Acaso nobastaba conmigo? ¿Acaso necesitabaPaulo más compañía?

La respuesta me llegó al instante.Supe que Paulo tenía un hermano mayor,Daniel, y que esa era la razón de quehubiesen venido las ardillas.

Lo primero que sentí al entrar en la

casa fue el olor de la cera que dababrillo a las maderas del suelo. Luego,atravesando un pasillo, llegué hasta lahabitación en que un hombre yacía sobrela cama respirando con dificultad. Supeque era el padre de Paulo, y que elmuchacho que estaba junto a él erajustamente Paulo.

—Cuida siempre de Daniel. Te lopido de verdad, Paulo. No lo abandones.

El hombre tenía los ojos cerrados yse revolvía en la cama. Las sábanasdebían de estar ardiendo de calor.

—¿Por qué llueve tanto? —preguntósúbitamente aquel hombre—. ¿Noestamos en julio?

Estábamos en julio, pero el cielo

que yo acababa de dejar en nada separecía al de un día de lluvia. Alcontrario, había sido una jornada de sol,y la luz que se filtraba por las rendijasde la persiana aún era capaz de arrancaralgún brillo en el espejo del armario dela habitación.

Una anciana en la que no habíareparado hasta entonces salió del rincóndonde estaba sentada y se acercó a lacama. Supe que era la mujer encargadade las labores de la casa.

—Los perros —susurró—. Son losperros los que le confunden.

En ese momento, el perro que estabaal cuidado de la casa ladrabadesaforadamente, y sus iguales le

respondían desde todos los zaguanes deObaba. Debido a la fiebre, el padre dePaulo confundía los ladridos con elsonido que las gotas de agua solíanhacer en la claraboya del tejado.

—Cuida siempre de Daniel —continuó el padre sin abrir los ojos—.Cuida de tu hermano en todo momento,tanto si llueve como si luce el sol, tantoen julio como en cualquier otra épocadel año. Solo tienes dieciséis años y meda mucha tristeza dejar sobre tushombros una carga tan pesada, pero nopuedo hacer otra cosa, hijo. Yo voy amorir muy pronto, y tú eres el único quepuede cargar con esa tarea. Habrá quiencuide de la casa, habrá quien cuide del

aserradero, pero si Daniel no te tiene ati no tendrá a nadie. No ha sido culpatuya, Sara, te lo he repetido muchasveces, y además Daniel no es malapersona.

Parecía que de un instante a otro seiba a quedar sin aliento.

—Sara no está aquí —dijo laanciana levantando ligeramente la voz—. No le está hablando a su mujer, leestá hablando a su hijo.

—Pronto me reuniré con Sara —dijoel hombre. Paulo tenía la mirada fija enel espejo y estaba muy pálido.

Hubo un silencio, y el olor a sudorprocedente de la cama del enfermopareció intensificarse y anular el de la

cera que, también allí, abrillantaba elsuelo. Paulo movió la pierna que hastaentonces había aguantado el peso de sucuerpo y luego se la frotó para aliviar elhormigueo que sentía.

—No ha sido culpa tuya, Sara —volvió a decir el hombre.

—Háblele a Paulo —dijo la ancianacon autoridad obligando al hombre a queabriera los ojos. Paulo tragó saliva ycorrespondió a la mirada de aquellosojos. Con la enfermedad se habíanvuelto enormes, casi redondos.

—Hazte cargo de Daniel, Paulo —dijo el hombre de forma casi inaudible—. No lo abandones como si fuera untrapo viejo. No es una persona normal,

pero tampoco es un trapo viejo. Es tuhermano, el único que tienes.

El hombre se incorporó en la cama yalzó sus puños hasta la frente. Emitió unquejido.

—¿Me lo prometes, Paulo?Paulo no fue capaz de responder de

palabra, pero asintió con firmeza.—Le dice que sí —intervino la

anciana—. ¿Lo está viendo? Le dice quesí con la cabeza. No tema, Paulo cuidarámuy bien de su hermano, y todos leayudaremos.

Paulo salió de la habitación dondeagonizaba su padre y recorrió toda lacasa en busca de su hermano Daniel. Loencontró al fin en la cocina, acurrucado

bajo la mesa y mirando hacia la paredcon una expresión que parecía decir:«Esta pared es lo único que me importaen el mundo.»

Cuando Daniel notó que alguienabría la puerta, se arrastró de rodillashasta que su cuerpo, que era enorme,quedó pegado a la pared. Aunque suintención no era otra que la deesconderse mejor, lo único queconsiguió fue levantar la mesa con laespalda y dejarla sobre tres patas. Pauloaceptó el comportamiento de su hermanocon naturalidad.

—¿Qué haces ahí metido, Daniel?—dijo. Sobre una de las baldosas de lacocina había un charco de líquido

amarillento.Daniel abandonó la contemplación

de la pared y volvió la cabeza. Apenastenía pestañas, y en sus ojos, muyabiertos en aquel momento, aparecíaclaramente el brillo del miedo. Estabaasustado por los perros que no dejabande aullar y ladrar, y porque le habíandejado solo.

—Dime, Daniel, ¿qué haces ahí? —repitió Paulo. El charco se ibaoscureciendo sobre la baldosa y el olora orina comenzaba a extenderse por elaire de la cocina. De pronto, Paulohabló como si también él fuera unpájaro, es decir, repitió su preguntasilbando, un silbido largo para las

palabras largas y otro corto para lascortas, y logró de esa manera que suhermano reaccionara riéndose. Se reíacon toda la boca abierta, dejando aldescubierto unos dientes grandes ytorcidos.

—Daniel es repugnante —penséviendo aquella boca.

—¡Vamos, Daniel! ¿No te das cuentade que eres muy grande y de que, teescondas donde te escondas, siempredaré contigo?

Luego le hizo cosquillas por todo sucorpachón y consiguió sacarle de debajode la mesa. Daniel reía como un loco ysus carcajadas retumbaban en la cocina.Luego, callándose de golpe, se señaló

los pantalones.—Me he mojado, Paulo.No tendría ni veinte años, y su pecho

era ya como el de dos hombres. Pero, apesar de todo, su voz era muy débil,como si dentro de aquel gran pecho solohubiera un par de pulmones diminutos,incapaces de enviar más aire que el quese necesitaba para pronunciar aquellaspocas palabras.

—¡Vaya! ¿Qué es lo que ha hechonuestro Daniel? ¿Será que tiene por ahíalgún grifo? —preguntó Pauloexagerando sus gestos. Daniel leescuchaba a medio reír, oprimiendo conlos muslos el grifo al que se habíareferido Paulo.

—¡A cambiarse de ropa enseguida!—gritó Paulo ahuecando la voz yseñalando a su hermano con el dedoíndice. Luego le dio un pellizco y losdos salieron corriendo al pasillo. Danielvolvía a reír escandalosamente, y suscarcajadas parecían rebotar en todas lasparedes. No, sus pulmones no eran tandiminutos.

—¡Adelante, caballo! ¡Adelante! —gritó Paulo montándose sobre la espaldade su hermano, pero este, que ya nopodía más, que se ahogaba de tanto reír,se tiró al suelo y comenzó a pelear contorpeza. Allí por donde los doshermanos pasaban a rastras ypeleándose, la cera que cubría la

madera se mojaba y perdía su brillo. Alfin, los dos se quedaron quietos. Danieltenía la cara empapada de sudor yjadeaba. Fuera, el día terminaba deltodo. Filtrada por las cortinas delbalcón, la luz formaba manchas rosas enel suelo y en las paredes del pasillo.

La mirada de Paulo se quedó fija enuna de aquellas manchas. Eran lasmanchas del verano. Los días comoaquel su padre subía del aserradero encamiseta. Lo había visto subir así veintedías antes. Ahora se estaba muriendo, yél no lo vería más.

Paulo hubiera seguido con sucontemplación y sus pensamientos, perola anciana que hacía las labores de casa

le distrajo. Abrió la puerta de lahabitación de su padre, cerró la puerta,avanzó tres pasos hacia los doshermanos sin apenas tocar el suelo, ydijo:

—Callaros, por favor.La anciana se llevó un dedo a los

labios. Paulo asintió con la cabeza eindicó hacia otra de las puertas delpasillo. Que no se preocupara, que ya seiban. Luego ayudó a su hermano alevantarse, y ambos se metieron en unahabitación cercana, Paulo con la caraseria, Daniel riéndose. Una vez allí, setoparon con las ardillas.

Estaban sobre la colcha granate dela cama mordisqueando un trozo de pan.

Eran exactamente seis. Al verlas, Paulocreyó que se trataba de ratas, y se asustótanto, o le dieron tanto asco, que tropezóy pisó el pie de su hermano al dar elpaso atrás. A Daniel aquello no parecióimportarle, y siguió riéndose. Ademásde gordo, era muy alto. Le sacaba lacabeza a Paulo.

Las ardillas se apiñaron entre sí, y elconjunto tomó el aspecto de un extrañoanimal de muchos ojos y muchas colas.Luego miraron fijamente hacia las doscabezas que veían en el marco de lapuerta, a ver cuál de los doscorrespondía a Daniel, si la grande o lapequeña.

—¡Ardillas, Paulo! —chilló Daniel

acercándose a la cama. Estabaalborozado—. ¿Para mí, Paulo? —preguntó volviéndose hacia él.

—Si no se escapan, para ti —le dijoPaulo, dudando de que los animalillosquisieran permanecer bajo el techo de sucasa. Desconocía la existencia de lavoz, y no podía sospechar que la razónde su presencia era precisamente suhermano. En absoluto, las ardillas no semarcharían.

—¿Puedo jugar? —preguntó Danielcogiendo una de las ardillas entre susmanos, cogiéndola además, en contra delo que yo había supuesto, con grandelicadeza.

—Claro que puedes, Daniel, pero

antes tengo que cambiarte de ropa —dijo Paulo yendo hasta una habitacióncontigua y volviendo de allí con unapalangana de agua y una esponja.

Daniel se echó sobre la cama y lasseis ardillas se arrebujaron junto a él.Paulo le quitó los zapatos, lospantalones y la ropa interior, y trasmojar la esponja en agua, comenzó arestregarle los muslos. Los muslos deDaniel eran blancos como la leche, y demucha gordura.

Los ladridos del perro que cuidabala casa arreciaron y se hicieron másviolentos. El perro parecía decir:«Soltadme de esta cadena, y destrozarétodo lo que encuentre por delante.»

Inmediatamente, sonaron unos golpes enla puerta de la entrada. Paulo escondióla palangana y la esponja debajo de lacama y le subió los pantalones a suhermano. Quizá por imitación, lasardillas también se escondieron.

La anciana que hacía las labores decasa pasó frente a la habitación y volvióa indicarles silencio. Luego abrió lapuerta y el hombre vestido de negroatravesó el pasillo y llegó hasta lahabitación de los dos hermanos. Leseguía el muchacho de la campanilla.

—Ya estoy aquí. Vengo a confortar avuestro padre —dijo el hombre vestidode negro. Efectivamente, era el mismoque yo había visto antes en el camino.

Tenía el pelo gris, pero no era muyviejo.

—Sí, señor —respondió Paulo,avergonzado de que aquel hombre lerevolviera el pelo. Paulo era rubio.

—¿Y nuestro grandullón? ¿Qué talestá? —dijo luego animándose ylevantando la voz.

Pero Daniel estaba mirando debajode la cama, y ni siquiera le escuchó.

—Ahora tengo que ver a vuestropadre, pero enseguida volveré —dijo elhombre de negro al salir de lahabitación. El muchacho de lacampanilla asomó la cabeza y guiñó unojo a Paulo. Las ardillas volvieron asubirse a la cama.

—Van a darle la extremaunción,Daniel —dijo Paulo tumbándose junto asu hermano y pasándole el brazo pordebajo de la cabeza.

Daniel se puso a jugar con lasardillas, pero con más sosiego queantes.

—¿Te traigo la ropa interior limpia?—dijo Paulo.

—Sí —dijo Daniel.Pero estaban muy cansados, y antes

de que Paulo trajera aquella ropa losdos se quedaron dormidos.

SIGUE EL RELATO DELPÁJARO

Recuerdos y preocupacionesde un sacerdote

Paulo y Daniel estaban dormidos, y yomismo también me quedé adormilado.Después de un tiempo, cuando mássilenciosa estaba la casa, se cerró unapuerta y alguien cayó al suelo delpasillo en medio de un estrépito en elque no faltaba el sonido agudo de unacampanilla.

—El muchacho que ha venido con elhombre vestido de negro se ha resbalado

a causa de la cera y se ha caído —deduje.

El muchacho no debió de hacersedaño. Abrió la puerta principal de lacasa y se marchó corriendo colinaabajo, hacia el aserradero, hacia elpueblo. El perro le despidió con unosladridos que parecían decir: «Como tedescuides te destrozo el cuello. No tequiero ver por aquí, y menos de noche.»Pero pronto se cansó de ladrar, y la casavolvió a quedar en silencio.

Nunca antes me había parecido elsilencio tan agobiante: espesaba el aire,cerraba aún más las puertas y lasventanas, achicaba el espacio de lahabitación donde estábamos. ¿Iba a

ahogarnos aquel silencio? No, anosotros no, pero sí al padre de Paulo yDaniel. En realidad, ya lo había hecho.

—Se han dormido los dos —dijo laanciana apareciendo en el umbral de lahabitación—. Han estado jugando y sehan cansado. Ya conoce a Daniel, nuncapierde las ganas de jugar.

—Sí, es muy juguetón —dijo elhombre vestido de negro apareciendojunto a la anciana—. ¿Suelen dormirjuntos? —añadió.

—Generalmente no, señor —respondió la anciana negando tambiéncon la cabeza—. Cada uno tiene supropia habitación.

—Muy bien —dijo el hombre.

Estaba pensativo—. Me quedaré aquí unrato. Usted empiece a preparar elcadáver —añadió.

El hombre fue a sentarse junto a laventana de la habitación. También élparecía cansado y con necesidad dedormir. Pero en lugar de ello, inclinó lacabeza hacia el suelo y se puso a pensaren las cosas del presente y en las cosasdel pasado, yendo de adelante paraatrás, o al revés, de atrás para adelante,y sin detenerse mucho en ninguno de lospuntos de su recorrido. Pensó primeroen los padres de Paulo y Daniel,lamentándose de que los dos se hubieranmuerto antes de que su único hijo normaltuviera tiempo de hacerse mayor. A

continuación, su pensamiento derivóhacia las obras del cementerio, que ibana costar mucho, saltando luego hasta losárboles que había cerca del cementerio,unos ciruelos que daban su fruto hacia eldía de San Juan. Justo en ese momento,comencé a ver las imágenes que elhombre vestido de negro tenía en sucabeza.

Vi primero la torre del barrio alto deObaba, que él en sus pensamientosllamaba iglesia, e inmediatamentedespués, el interior de aquella torre.Allí dentro, junto a una pared llena deestatuas, un hombre de gafas y con elpelo muy corto tocaba el armonio altiempo que, moviendo de vez en cuando

una de sus manos, dirigía el canto deunos diez muchachos. Reparé en que unode los cantores se parecía mucho a él,deduciendo que se trataba efectivamentede él mismo, pero en la época en quesolo tenía trece o catorce años. Dedujetambién —por las palabras que élutilizaba para pensar— que ambos eransacerdotes. Sacerdote del pasado el quetocaba el armonio; sacerdote delpresente el que estaba sentado junto a laventana de la habitación.

En la iglesia apareció un campesino.Vi que hacía callar a los muchachos quecantaban en el coro y se dirigía alsacerdote.

—Perdone que les interrumpa, señor

párroco —dijo el campesino. Hablabamuy alto, como lo suelen hacer lossordos.

—¡Vaya! ¿Qué le trae por aquí? —lerespondió el sacerdote dejando de tocary tendiéndole la mano. Parecía unhombre de buen talante.

—Quería preguntarle una cosa —dijo el campesino besando la mano delsacerdote.

—Usted dirá.Todos los muchachos del coro

estaban tensos y seguían la escena conmucha atención.

—¿Son estos los muchachos quecantaron en la plaza la víspera de SanJuan?

—Así es —asintió el sacerdote conamabilidad. Por mi parte, distinguífugazmente la plaza de Obaba con ungran fuego en su centro. Los diezjóvenes del coro cantaban en aquellaplaza ante la gente que había acudido ala fiesta.

—Pues, como usted sabe, yo poseoun campo de ciruelos junto alcementerio. Y resulta que a ese campode ciruelos le sucede una cosa muyextraña, año tras año —explicó elcampesino en un tono en el que semezclaban el enfado y la burla—. Lomiro la víspera de San Juan, y estántodos los árboles cargados de ciruelas.Lo miro a la mañana siguiente y, ¿qué es

lo que veo? Pues que dos o tres árbolesestán completamente esquilmados.Parece cosa de magia. Por eso acudo austed, por si me pudiera aclarar lo quepasa.

—Ya entiendo —dijo el sacerdotelevantándose del asiento del armonio ylanzando una mirada severa a los diezmuchachos del coro—. Además, esemisterio me recuerda otro —añadió.

—Le escucho —le dijo elcampesino con seriedad.

—Pues resulta que después de SanJuan, la mayoría de los muchachos queusted ve aquí no acude al ensayo.Pregunto a sus padres y me dicen queestán enfermos del estómago. ¿Qué le

parece a usted? ¿Le parece a usted raro?—No me parece raro, porque

conozco los efectos de un atracón deciruelas. Sobre todo si no están del todomaduras.

—Estoy de acuerdo —dijo elsacerdote. Luego se dirigió al coro—. Yvosotros, ¿qué pensáis?

Los muchachos bajaron los ojos.Después de cantar delante del fuego, ycon la excusa de que tenían que subir ala iglesia para cambiarse de ropa,siempre se desviaban hacia el campo deciruelos de aquel campesino. Al estartoda la gente en la plaza, ellos podíandedicarse al saqueo de fruta a susanchas.

—Ya está bien, muchacho. Conllorar no se adelanta nada —dijo elsacerdote. Pero en esta ocasión sedirigía únicamente a él. Los demásmuchachos estaban serios, pero nolloraban—. No se volverá a repetir —añadió el sacerdote mirando alcampesino—. Puede usted irsetranquilo. Y si algún día de estosnecesita que alguien le ayude en eltrabajo, aquí tiene usted una buenacuadrilla.

—Lo tendré en cuenta —dijo elcampesino.

—Ya sé que vosotros no robáis deverdad —dijo el sacerdote una vez queel campesino se hubo marchado—.

Robáis porque alguno tuvo la idea yporque os sobran fuerzas para hacercualquier locura. Pero el perjuicio quele causáis a ese hombre sí es unverdadero perjuicio. Necesita la frutaque vosotros tiráis, porque,naturalmente, la mayoría no la coméis,la tiráis. Sin ir más lejos, iba el otro díapaseando por la orilla del río y vi depronto que la presa estaba llena de unasbolas amarillas. Me acerqué, y eranciruelas.

Tras recordar la frase, lospensamientos del sacerdote que estabajunto a la ventana se interrumpieron, yyo volví a contemplar el presente, lo queestaba sucediendo en la habitación de

Paulo y Daniel. Vi que el sacerdote serestregaba los ojos y la cara, como paraahuyentar el sueño, y que luego mirabahacia las luces de Obaba. Al poco rato,las campanas de la torre de la iglesiacomenzaron a sonar con gravedad.

—La campana avisa a la gente quevuestro padre ha muerto —dijo despuésde volver la cabeza hacia los doshermanos. Daniel se movió en la cama, yresopló.

EL sacerdote le miró con atención,como buscando una señal o un rastro enaquella cara gorda y grande, y luego suspensamientos comenzaron a moverse denuevo, hacia atrás, hacia el pasado, peromoviéndose ahora con gran lentitud,

como si la búsqueda de recuerdos leresultara penosa. Cuando alcanzó elpunto que le interesaba, vi el aserradero,o mejor dicho, vi a un grupo de hombrescargando tablones en unos carros. Elpadre de Paulo y Daniel estaba en aquelgrupo. Poco después, los carros estabancargados y el padre hablaba con él enuna de las dependencias del aserradero.

—Te lo he repetido muchas veces —decía él—. El Señor creó a tu hijomayor para que toda la vida sea un niño,y a poco más que se hubiera esforzadoahora tendríamos un ángel en Obaba. Telo pido como amigo y como sacerdote.No sufras tanto por él.

—Mi esposa solía decir que era un

castigo, y yo soy de la misma opinión.Para nosotros fue un golpe terrible, nonos merecíamos un monstruo comoDaniel. Menos mal que luego vinoPaulo. Paulo es un chico muy bueno.

—¿Cómo puedes hablar así deDaniel? ¿Cómo puedes decir que es unmonstruo? Debes echar fuera esas ideas.Debes convencerte de que es un niñogrande, un ser inocente que nunca pasaráde los tres años.

—Para algunas cosas tiene tres años.Para otras, no —dijo lacónicamente elpadre de Paulo y Daniel.

—No creas todo lo que te dicen —respondió él con rapidez. Luego se dejóllevar por el pensamiento que acababa

de llegar a su mente, y pensó en la famaque entre algunos vecinos de Obabatenía Daniel, pensó en la madre quehabía acudido donde él rogándole quealejara de su hija a aquel muchacho;pensó, por fin (con cierta turbación) enel hambre sexual que, según todos ellos,padecía el muchacho.

Sin embargo, el padre de los chicosno se refería a lo que él estabapensando, no exactamente.

—Ha empezado a masturbarse —escuchó.

—Es normal —respondió él casi sinpensar en lo que decía y sonrojándoseun poco. No esperaba una confidenciacomo aquella. Al final, apartó la vista y

se quedó mirando hacia los carros yacargados de madera.

—No en un niño de tres años. Sisolo fuera un niño grande, como usteddice, no se masturbaría. Y estoy muypreocupado. Casi no duermo pensandoen lo que podría pasar.

—No pasará nada —dijo él sinmucha fuerza. Ahora, también él estabapreocupado.

—No lo sabemos. No sabemos quépasará el día que Daniel se aficione alas mujeres.

El padre de los chicos hizo unsilencio. Dudaba entre contar o no loque en aquel momento tenía en mente.

—Siendo joven, mi mujer Sara

conoció a un muchacho como Daniel.Era hijo de unos campesinos que vivíanen su mismo pueblo. Cuando tuvo laedad que ahora tiene mi hijo, comenzó amerodear por las casas donde vivíanmujeres solas. Luego, un poco mástarde, le dio por pasearsecompletamente desnudo. Al final, atacóa una chica que volvía a su casa de unafiesta. Ese mismo año, apareció ahogadoen el río.

—¿Lo mataron? —dijo él sin poderevitar que se le quebrara la voz.

—Naturalmente —dijo el padre.—¿Y por qué no le encerraron en un

manicomio antes de que las cosasllegaran a aquel extremo? —exclamó él

reaccionando contra su propio miedo—.Pero, de todas formas, Daniel nuncaseguirá ese camino. Es posible queresponda a ciertos requerimientos de sucuerpo, porque así lo exige lanaturaleza. Pero jamás asociará esosrequerimientos con las mujeres que vepasar a su lado. A ese respecto, sí tienetres años, sí es un niño. Y como todoslos niños, solo puede ver dos cosas enuna mujer. O una madre, o unacompañera de juegos.

Sus palabras le sonaron falsas. Surazonamiento no era sino una forma derehuir el problema. No, el centro de lacuestión no estaba en el lugar que suspalabras señalaban. Sin embargo, se

sentía incapaz de ir más allá, porquetemía todo lo que tuviera que ver conaquel centro: temía las palabras comomasturbación, temía a los líquidos quesurgían de los orificios secretos delcuerpo, temía el cuerpo de la mujer y,sobre todo, la parte de ese cuerpo quelos profesores del seminario nombrabancon la expresión verenda mulieris.Además, la zona de su espíritu querecogía esos temores recogía muchosmás, todos los que un carácter débilcomo el suyo no podía cribar o detener,y esa zona estaba, por decirlo así, apunto de hundirse con el peso de aquellacarga infame. No, no podía remover lascosas, no podía llevar más cargas a la

zona. Tenía que cambiar deconversación. Cuando uno de losobreros se acercó a ellos para informarde que el cargamento de madera estabalisto, respiró aliviado. Era suoportunidad.

—¿Adónde lleváis la madera? —preguntó.

—A la estación del tren —respondióel padre de los dos hermanos.

—Es una suerte que hayan puesto laestación a cuatro kilómetros de Obaba.Eso os ayudará en el negocio.

—A mis hijos les gusta mucho eltren —siguió el hombre sin hacer casodel comentario que acababa de escuchar—. Cuando sepan que hemos ido allí

con la madera se enfadarán conmigo,sobre todo Daniel, porque de eso sí quese da cuenta. Basta que los obreros sepongan a cargar para que él bajecorriendo de casa a sentarse en uno delos carros. Tendría que verle usted en laestación. En cuanto ve aparecer lalocomotora, se pone a chillar de alegría.

—De todos modos, más vale queesté en la escuela con su hermano.Aunque no aprenda nada, se vaacostumbrando a vivir en sociedad. Y lomismo los demás niños. Se vanacostumbrando a él y lo van aceptando.

—Espero que así sea —dijo elpadre. Un instante después, tanto élcomo todo lo que le rodeaba (el

aserradero, los troncos, los castillos detablas), ya había desaparecido de lamente del hombre vestido de negro, yocupaba su lugar la imagen de unacarretera que discurría entre colinas decolor verde. Vi de pronto a Paulo yDaniel, que iban cogidos de la mano, ytambién al hombre vestido de negro, quecaminaba en dirección contraria a la delos dos hermanos.

—¿Adónde vais? —les preguntó elhombre cuando se encontraron.

—A la estación del tren, señor —respondió Paulo.

—¿Y hacéis todo el caminoandando?

—No es mucho camino para

nosotros —dijo Paulo. Parecía algomolesto por el interrogatorio.

—Me gusta mucho el tren —dijoDaniel echándose a reír.

—Pero ¿por qué vais solos? ¿Porqué no vais con los demás chicos?

—Los demás se burlan de Daniel —dijo Paulo sin levantar los ojos pero confirmeza.

El pensamiento del hombre vestidode negro era cada vez más lento, yparecía, por esa forma de moverse, unpez moribundo que lo mismo se dejallevar en una dirección que en otra, oque lo mismo da vueltas en un remolinoque se detiene y hunde en las aguas. Yovi así —después del diálogo de la

carretera— imágenes de ciruelas, deniños jugando, de niños sentados ante elpupitre, de chicas paseando por lascalles de Obaba o por la carretera, y dePaulo, y de Daniel, y de eyaculaciones.Sobre todo de chicas y deeyaculaciones.

Después de un tiempo, todasaquellas imágenes se quedaron quietas.

—Se ha dormido —pensé. Y eraverdad.

RELATO DE LASARDILLAS

Cómo reconocimos a Daniel.Las chicas de los pasteles

Nosotras las ardillas vivíamos junto alriachuelo, en un paraje lleno deavellanos, y no nos faltaba de nada, niagua, ni comida ni rincones dondedormir, y por esa razón pensábamosquedarnos allí para siempre. Pero aprincipios de verano oímos una voz ennuestro interior, y ella nos ordenó quefuéramos a otro lugar.

—¿Me oís? —dijo la voz.

—Yo al menos sin ningún problema—respondí.

—Yo también —dijo la ardilla queestaba a mi lado.

—Yo perfectamente —dijo latercera. —Nosotras también te oímos —dijeron las otras tres.

La voz de nuestro interior prosiguióentonces diciendo:

—Escuchad lo que os pido. Debéisir enseguida a donde el chico que tienela cabeza casi vacía. Buscadle pronto,una musiquilla os guiará.

—¿Qué musiquilla? —preguntamos.—De todas las cosas que se pueden

tener en la cabeza, lo único que tiene esechico es una musiquilla. Esa es la

musiquilla que oiréis.Así sucedió. Nada más desaparecer

la voz, nos llegaron las notas de unamelodía, do do mi mi mi mi fa sol fa misol sol fa mi re fa fa mi fa sol, y todasnos pusimos a caminar en busca dellugar de donde procedía. La melodía nose oía siempre igual, a veces bajabamucho en intensidad e incluso se perdíadel todo, pero al cabo siemprevolvíamos a encontrar aquel do do mimi mi con el que comenzaba, y eso nostranquilizaba mucho, nos gustaba que lamelodía fuera interminable.

Al principio nos dirigimos aguasarriba, hacia el manantial donde nace elriachuelo, pero cuanto más avanzábamos

en esa dirección más débil nos llegabala melodía. Me volví entonces hacia lasotras ardillas y les dije:

—El chico de la cabeza casi vacíano vive por este lado. Vive por el otro.

Nadie estuvo en desacuerdo, así quedimos la vuelta y nos fuimos hacia elvalle, hacia Obaba.

—¿Veis? —les dije a poco de partir—. La melodía nos llega ahora con másclaridad. Siguiendo por aquí notardaremos en llegar a casa de esechico.

Al fin llegamos a las cercanías de unaserradero, y allí sí, allí la melodía seoía francamente bien, pero a pesar deello había un problema, que el

aserradero tenía muchas casas cerca yresultaba muy complicado saber de cuálde ellas procedía, y así las cosas nospusimos a dudar, que si viene de esacasa, que si no viene, que si parece esto,que si parece lo otro, y como noconseguíamos salir de dudas decidimosir cada una en una dirección distinta,seis direcciones distintas en total.

—Luego nos reuniremos todas aquí—les dije.

—¿Y si nos perdemos? —dijo unade las ardillas.

—No nos perderemos —latranquilicé—. No creo que tengamos quealejarnos mucho para descubrir elorigen de la melodía.

Así pues, fuimos cada una pornuestro lado. Yo llegué hasta la plazadel pueblo, y allí permanecípreguntándome cosas ycontestándomelas, ¿vivirá este chico enuna de estas casas de piedra?, pues no,no debe de vivir por aquí, la melodía seoye peor que en el aserradero, voy atener que volver. Después de un rato,tomé el camino de regreso y me reunícon las otras ardillas.

—Por la zona de la plaza no es —les dije.

Cuatro ardillas más dijeron lomismo, que por la zona que ellas habíanexplorado no era. Sin embargo la últimaseñaló la colina que estaba justo sobre

el aserradero, y dijo que encima de lacolina había una casa con muchasventanas, y que la melodía sonaba allímuy fuerte.

—Entonces el chico vive ahí arriba—dije.

Nos pusimos todas en fila y subimospor el camino que llevaba delaserradero a la casa. Realmente, nohacía falta aguzar el oído para escucharaquella musiquilla, do do mi mi mi mi fasol fa mi sol sol fa mi re fa fa mi fa sol,al contrario, sonaba tan fuerte que nosimpedía la percepción de cualquierruido. Cuando llegamos a lasproximidades de la casa, nosencaramamos a las ramas de un manzano

y nos pusimos a discutir sobre lo queíbamos a hacer:

—Mirad —les dije—. Hay unaventana abierta. Lo mejor será queentremos en la casa.

Las otras ardillas estuvieron deacuerdo, y nos encontramos de pronto enuna habitación con una cama muygrande, y encima de la cama, sobre unacolcha granate, había un mendrugo depan. Entonces nos acordamos de que nohabíamos comido desde el momento enque comenzamos la búsqueda del chicode la cabeza casi vacía, y nos pusimos acomer. En aquella habitación, la melodíase oía maravillosamente, y nosemborrachaba un poco.

De repente, cuando menos loesperábamos, aparecieron en la puertade la habitación dos chicos, uno grandey gordo y otro más pequeño, yolvidándonos del pan nos pusimos alertapreguntándonos cuál de ellos sería el dela cabeza casi vacía, aquel que nosotrasteníamos que encontrar.

—Ardillas, Paulo —dijo entonces elgrande, y todas pensamos este es, este esel chico de la cabeza casi vacía, y nosalegramos mucho, y él también debió dealegrarse mucho porque vino hacia lacama riendo. Luego, cuando nos cogióen sus manos, nuestro placer fueinmenso. La melodía nos emborrachabadel todo. Tan bien nos sentíamos que ya

no echábamos en falta lo que habíamosdejado, el riachuelo, los avellanos ydemás.

—Claro que puedes jugar, Daniel —dijo el otro chico, y nosotras pensamos,así que se llama Daniel, pues muy bien,nos quedaremos con Daniel parasiempre, escucharemos su musiquilla díay noche.

—Hemos tenido muchísima suerte—dijo entonces una de las ardillas.

Naturalmente, todas las demásestuvimos de acuerdo, ninguna denosotras sospechó aquella noche lo queluego iba a ocurrir, y además alprincipio los hechos nos daban la razónporque nos pasábamos el tiempo en el

desván de la casa, nosotras seis por unaparte y Daniel por otra, y eramaravilloso oír una y otra vez aquellasnotas, do do mi mi mi mi fa sol fa mi solsol fa mi re fa fa mi fa sol Y tambiénDaniel parecía contento, no hacía sinoreírse a carcajadas, y nos traía nueces yavellanas, y se molestaba mucho cuandosu hermano le llamaba, Daniel, baja acenar enseguida, y él le respondía no,Paulo, no quiero bajar, pero era inútil,porque su hermano estaba siempredando órdenes y siempre acababallevándoselo, a veces a cenar, otras alaserradero o a la estación del tren. Enrealidad, su hermano no queríacomprender, no quería que Daniel y

nosotras estuviéramos juntos, y tampocoquería vernos fuera del desván, cuandosalíamos de allí y nos metíamos en unahabitación él nos amenazaba con un paloo le ordenaba a una anciana que nosdevolviera al desván. Con todo, no nossentíamos infelices, al menos no tantocomo ahora, sabíamos que en algúnmomento de la tarde o de la nocheDaniel volvería a reunirse con nosotras.

Pasaron muchos días, y el calor delverano se volvió más sofocante, muchomás en el desván donde vivíamos, ycomo siempre teníamos sed Daniel nosponía un balde lleno de agua todos losdías, y muy bien, pero en realidad no tanbien, porque con el calor comenzamos a

sentirnos desganadas y débiles. Encuanto a Daniel, siempre estabasudando, y también él iba perdiendo lasganas de jugar con nosotras, y había díasen que no subía a vernos.

Como aquello no podía seguir,aprovechamos un agujero en la reja deuno de los ventanucos del desván y nosfuimos a vivir en el manzano que habíajunto a la casa. Desde allí tambiénpodíamos escuchar la musiquilla deDaniel, y el calor no nos afectaba tanto.

Una noche, me desperté de golpe ysentí que sucedía algo extraño. No tardéen comprender la razón. La musiquillame llegaba con poca claridad, muydebilitada.

—No sé si a vosotras os pasa lomismo, pero yo casi no oigo a Daniel.Tengo la impresión de que no está encasa.

En cuanto se pusieron a escuchar,todas asintieron. A ellas les pasaba lomismo que a mí.

—Yo creo que se ha ido de casa. Sí,eso es, mientras nosotras dormíamosDaniel se ha ido de casa —dije.

—¿Con este calor? —dijo una de lasardillas.

—¿De noche y sin luz? —dijo otra.—¿Acaso no tenía que venir donde

nosotras? —dijeron las demás.—Efectivamente, tenía que haber

venido —dije yo—. Pero la cuestión es

que no lo ha hecho y que su musiquillase oye cada vez más lejos. Si no nosdamos prisa y le seguimos, quizá loperdamos para siempre. Será mejor quevayamos en su busca.

Sin embargo, nadie se movió de surama, porque todas nos sentíamosdesganadas, no tan desganadas comoahora, pero bastante.

—Vamos —dije al fin con muchoesfuerzo. Estaba convencida de queaquella era nuestra obligación—.Encontremos a Daniel lo másrápidamente posible.

Conseguí que las demás ardillas sepusieran en movimiento, y comenzamosa bajar la colina. Luego, dejando a un

lado el aserradero, nos pusimos acaminar por un sendero que seguía el ríoy cruzaba muchos campos de hierba, unahierba que con la oscuridad de la nocheparecía negra, y seguimos aquelladirección porque así nos lo indicaba lamusiquilla, porque cada vez sonabanmás fuerte las notas de la canción, do domi mi mi mi fa sol fa mi sol sol fa mi refa fa mi fa sol. Cuando ya llevábamos untiempo marchando, nuestro oído nosindicó que debíamos doblar hacia lacarretera que bajaba por el vallesiguiendo el río, igual que el senderopero por el otro lado. Muy pronto, lamusiquilla nos envolvió completamente,y sí, allí estaba en medio de la

oscuridad, allí delante estaba Danielsentado en un pretil de la carretera. Y noestaba solo. Con él había otros chicos, ytodos estaban silenciosos y atentos,todos miraban hacia una de las curvasde la carretera a la espera de lo queapareciese, y nosotras hicimos lomismo, nos acercamos al grupo y nospusimos a la espera de lo queapareciese.

Aparecieron siete chicas, cada unade ellas montada en una bicicleta.Primero vimos la luz de un farol, luegouna segunda luz, un poco más tarde tresluces juntas, y al final dos luces, y amedida que las bicicletas se ibanacercando los cuerpos de las chicas iban

tomando forma y el olor se hacía másintenso, porque eso era lo que másllamaba la atención, el buen olor quetraían aquellas chicas, y resultó quevenían cargadas de pasteles y tartas.

—¿Qué pasa aquí? —nospreguntamos a continuación, después dever que Daniel y los chicos del pretil selevantaban y empezaban a chillar dealegría. Supimos entonces, porque asínos lo hizo saber la voz, que todasaquellas chicas solían ir a aprenderrepostería al pueblo del tren, y quehacían pruebas, y que luego repartían lospasteles y las tartas de prueba entre losniños de Obaba que salían a suencuentro.

Cuando las chicas estuvieron cercacomenzaron a hacer sonar los timbres ya juguetear con las luces de lasbicicletas, encendiéndolas yapagándolas, y los chicos se pusieron achillar tan fuerte que los pájaros queestaban dormidos en los árbolescercanos se asustaron, y nosotrastambién nos asustamos un poco.

—¡Pastel! —chilló Danielacercándose a las dos chicas que veníanal final del grupo. Una de ellas tenía elpelo amarillo y largo; la otra, negro ylargo.

—Dale alguno de los tuyos, Carmen.A mí hoy no me han salido muy bien. Leshe echado demasiado azúcar —dijo la

chica del pelo amarillo. Mientras tanto,Daniel alargaba las manos y reíaabriendo mucho la boca.

—Qué más da, Teresa. Este gordo nonotará la diferencia —dijo la otra chicacon voz agria.

—¡Vaya forma de tratar a tu primo!—dijo Teresa. Su risa era agradable.

—Mala suerte, una verdadera malasuerte tener a alguien así en la familia—dijo Carmen con su voz agria—. Meda asco.

—No deberías hablar así. Si teoyera Paulo, no sé qué pasaría —dijoTeresa.

—¡Claro! ¡Ese es el que te gusta a ti,Paulo! —rio Carmen. Su risa también

era agria—. Pues, para que lo sepas,también yo prefiero a Paulo. Es un chicobastante guapo.

—¡Calla, Carmen! ¿No ves queDaniel te está oyendo?

—¡Y qué importa! Este gordo noentiende nada. ¿Verdad que no, Daniel?¿A que no entiendes lo que le pasa aTeresa?

Daniel se quedó con la boca abierta.Luego miró hacia la cesta que una gomasujetaba a la parrilla de la bicicleta deTeresa.

—¡Pastel, Teresa! —dijo.—De acuerdo, Daniel. Ahora te lo

doy. Pero ya sabes que tiene demasiadoazúcar —dijo Teresa quitando la goma

que sujetaba la cesta—. Pero no le digasa Paulo que te lo he dado yo —añadió.

—Eres una mentirosa, Teresa. Estásdeseando que Paulo se entere de laverdad —dijo Carmen con una risita.Luego empujó a Daniel—. ¡Vete! ¡Vete acasa y cuéntalo todo si puedes! ¿Podrás,Daniel? ¿Tú crees que podrás? Claroque no. Y lo más seguro es que tecomerás todos los pasteles antes dellegar a casa.

Lo sucedido aquella noche se repitióbastantes veces. Daniel bajaba a lacarretera a esperar a las dos chicas,Carmen y Teresa, y Carmen le hablabacon desprecio y Teresa le daba pasteles,y después de eso todos volvíamos a

casa. Pero, de pronto, cuando menos loesperábamos, cuando ya estábamoshabituadas a las salidas nocturnas, todocambió. Sucedió lo peor, sucedió que lamusiquilla desapareció de la cabeza deDaniel.

Ocurrió precisamente en una de lassalidas. Teresa llevaba aquel día unablusa blanca muy fina que le marcabalos pechos, y en el momento en que iba adarle el pastel a Daniel tuvo un descuidoy le rozó el brazo con uno de los pechos.Entonces, Daniel sintió un temblor, untemblor que le recorrió toda la espalda yque le hizo agarrarse a Teresa y luegolevantarle un poco la falda, y en esemomento Teresa gritó un poco y Carmen

le golpeó en la cabeza con la bomba dela bicicleta gritando como Teresa peromás fuerte.

—¡Asqueroso! ¡Gordo asqueroso!—gritó Carmen. Daniel se echó a llorar,y su musiquilla desapareció de golpe.

—No le grites tanto, Carmen. Nosabe lo que hace —dijo Teresa un pocoasustada de la furia de su amiga.

—¡Claro que lo sabe! ¡No es laprimera vez que intenta abusar de unachica! —gritó Carmen con la voz másagria que nunca. Odiaba a Daniel—.¡Tendrían que encerrarle!

Daniel lloriqueaba. Y la musiquillade su cabeza no volvía.

—No me ha hecho nada. Déjale en

paz —dijo Teresa.—¿Ah, no? Entonces, ¿tú qué

querías? ¡¿Que te quitara las bragas?!—¡Déjame en paz! —dijo Teresa.—¡Ya te entiendo! ¡Tú lo haces por

Paulo! ¡Por eso le tratas con tantosremilgos! ¡Pues muy bien! ¡Ahí tequedas!

Carmen se montó en su bicicleta ydesapareció. Había estrellas en el cielo,pero todo estaba muy oscuro y resultabadifícil ver a las dos únicas personas quepermanecían en aquella zona de lacarretera, Teresa y Daniel.

—Calla, por favor. No puedespasarte la noche así —dijo Teresa al verque Daniel seguía lloriqueando. Como

toda respuesta, el muchacho alargó lamano hacia los pechos de ella.

—Si te callas dejaré que me toques—dijo entonces la chica saliendo de lacarretera y yendo detrás de un árbol.

Daniel se calló de golpe. Quizásahora vuelva la musiquilla a su cabeza,pensé yo. Pero no volvió.

—¡Solo hoy! ¿Oyes? ¡Solo hoy! —dijo Teresa desabrochándose la blusa ydejando sus pechos al descubierto. Eranredondos y muy blancos. El temblorvolvió a la espalda de Daniel. Luego sepuso a jadear y a reír.

Desde aquella noche han pasadobastantes días, y cada vez estamos peor.Daniel se marcha de casa a cualquier

hora, lo mismo durante la noche quedurante el día, y las ardillas mepreguntan pero dónde está el grandullón,cuándo volverá, y yo no tengo másremedio que responderles, pues no lo sé,ya no es el mismo de antes, la musiquillaha desaparecido de su cabeza y novolveremos a escuchar aquellas notas,do do mi mi mi mi fa sol fa mi sol sol fami re fa fa mi fa sol, y realmente estoymuy inquieta, y la gente de la casatambién está muy inquieta, su hermanoPaulo al menos sí que lo está, y por otrolado, ya nadie se acuerda en esta casa delas ardillas, ya nadie nos trae avellanaso nueces al desván, y tampoco agua, yasí nos va, muy mal nos va, sobre todo

con el calor que hace, y por eso le pidoa la voz, se lo pido todos los días, quenos libre de nuestro compromiso deacompañar a Daniel y nos permitavolver donde el avellano que está juntoal riachuelo, que allí no nos faltará agua,ni tampoco comida.

EL PÁJARO REANUDA SURELATO

Vida de Paulo. Conversacióncon Carmen.

El amor de Teresa

Después del entierro de su padre, Paulovolvió a lo que era su forma de vidahabitual desde el día en que habíadejado la escuela para entrar en elaserradero. Se levantaba muy temprano,antes de las siete de la mañana, ytrabajaba en la sierra mecánica hastaque, a eso de las once, los obreros lellamaban para que les acompañase al

hostal de la plaza, donde todosalmorzaban. Terminado el descanso,volvía al trabajo, hasta las dos, hora enla que subía hasta su casa para comercon Daniel. Pero a las cuatro ya estabade nuevo en el aserradero, y allí sequedaba hasta que las campanas de laiglesia sonaban tristemente indicandoque las sombras de la noche ya estabanallí, en el cielo de Obaba.

Con todo, a pesar de que seguíahaciendo lo mismo que en los mesesanteriores, algo había cambiado en lavida de Paulo. Ahora se despertabasolo, sin que nadie llamara en la puertade su habitación para avisarle de queera hora de levantarse, y un rato

después, cuando bajaba por el caminode la colina o se ponía junto a la sierramecánica, creía ver un vacío, unaespecie de hombre hecho de humo o deaire que se movía igual que se habíamovido siempre su padre. Sin embargo,aquellos cambios, aquellas presenciasextrañas, no le alteraban. Lograbavencer su miedo y mostrarse como elmismo de siempre, un chico serio, depocas palabras, tranquilo.

En cuanto a mí, solía permanecer enlos alrededores del aserradero,moviéndome por los alisos de la orilladel río o acercándome hasta la casetadonde los obreros se cambiaban deropa. A pesar de mis deseos, no lograba

ir más allá. El polvillo de la madera measfixiaba, impidiéndome acercarme aPaulo. Solo durante la noche lograbaestar junto a él, mientras cenaba odescansaba en su habitación.Descansaba, digo, porque lo que se dicedormir, dormía poquísimo, de cuatro aseis y media de la mañana, más o menos.

Después de unas semanas, aquellanormalidad, aquel silencio de Paulo,aquella calma que, en general, serespiraba en todo Obaba, comenzó apreocuparme. A pesar de que estábamosen la parte más calurosa del verano,había momentos en que sentía frío.

—Algo malo va a ocurrir —pensabaentonces. Sin embargo, procuraba

escapar de aquella impresiónconcentrándome en otras cosas, mirandopor ejemplo a las manzanas que, comotodos los veranos, llevaba el agua delrío. Veía cómo se bamboleaban al caerpor las pequeñas cascadas, cómo sehundían y reaparecían entre laespumilla, cómo giraban luego en losremolinos, cómo seguían por fin ríoabajo y, pasando por debajo de unpuente, se dirigían hacia el mar. Aquelmovimiento de agua y manzanas meentretenía mucho. Pero ¿alejaban de mílos pensamientos sombríos? Nosiempre. Casi sin darme cuenta, laimagen de Paulo volvía a mi mente. Loveía caminando como un hombre,

trabajando como un hombre, hablándolea su monstruoso hermano como unhombre, pero sufriéndolo todo con uncorazón que todavía no era de hombre yque casi no podía con la carga que lehabía sobrevenido a la muerte de supadre. Entonces, volvía a sentir frío.

Las manzanas que traía el río eran alprincipio verdes, manzanas pequeñasque, nada más surgir entre las hojas,habían sido arrancadas y lanzadas alagua. Más tarde aparecieron otras,amarillas o rojizas, que se magullaban algolpearse contra las piedras y queacababan deshaciéndose en el agua. Sí,el tiempo pasaba, el verano llegaba a sumadurez. Alrededor del río, los campos

de maíz levantaban muros de un verdemás intenso que el de la hierba. Junto alas casas de Obaba, en las huertas, lostomates se habían vuelto grandes yrojos.

A paulo le gustaban aquellos tomatesgrandes y rojos y los comía diariamente,mientras bromeaba con Daniel ocomentaba con la anciana que seencargaba de las labores de la casa lasnovedades de Obaba o alguna anécdotadel aserradero. Todo parecía entoncesnormal, como si en aquella casa la vidadiscurriera por un camino tan segurocomo el que seguía el tren que tanto lesgustaba ver a los dos hermanos. Pauloparecía cada vez más repuesto de la

pérdida de su padre; Daniel era felizjugando con sus ardillas. Sin embargo,yo sabía que aquella tranquilidad erafalsa. Paulo seguía sin poder conciliar elsueño. Además, a medida que pasaba eltiempo la situación empeoraba y susnoches se llenaban de pensamientosdesagradables en los que, casi siempre,aparecía Sara, la mujer que había sidosu madre. Ella le hablaba de cosas queyo no conocía, y luego se echaba a llorardiciendo que tuviera cuidado, cuidadocon Daniel y cuidado con el hermano desu padre, el tío Antonio.

—Hazle caso a tu madre, Paulo —decía su madre apareciendo en supensamiento. Era una mujer de pelo

blanco, casi tan mayor como la ancianaque se encargaba de la casa, pero máselegante—. Debes tener cuidado con eltío Antonio. Él quiere quedarse con elaserradero. Pero el aserradero es tuyo.Primero fue mío, y luego de tu padre ymío, porque tu padre trabajó mucho enél, pero en el futuro tiene que ser solotuyo. ¿Me oyes, Paulo?

—Sí, madre —decía Paulo con vozde niño.

—Por eso no quiero que vayas acasa del tío Antonio. No tienes por quéhacer amistad con tu prima Carmen. Tenlos amigos y las amigas que quieras. Siquieres mi opinión, preferiría que tecasaras con la chica más pobre de

Obaba antes que con Carmen.—Sí, madre —repetía Paulo con

aquella voz de niño—. Si el tío Antonioviene al aserradero, no le dejaré entrar.

Cuando el que aparecía en suspensamientos era su padre, Paulo volvíaa escuchar los consejos que le habíadado en la hora de su muerte, cuida deDaniel, no es un trapo, tienes quepreocuparte de él, y entonces Paulo selevantaba de la cama e iba hasta lahabitación de su hermano para ver quétal estaba. Generalmente, Daniel solíaestar bien, completamente dormido, peroa pesar de todo no había noche en que élno le hiciera un par de visitas.

No sé durante cuántas noches se

repitió aquella situación. Durantemuchas, desde luego. Paulo estaba cadavez más cansado, más débil, másojeroso.

—¿Qué puedo hacer por él? —pensaba yo.

Un día, casi sin querer, encontré lamanera de ayudarle. Ocurrió que meacerqué más que nunca a su cama, y quePaulo se fijó en mí. Pues bien: leextrañó tanto aquello de que un pájaroestuviera en su habitación que se olvidóde pensar, se olvidó de escuchar lasvoces de su padre o su madre. Pocodespués —yo no dejé de movermedurante todo ese rato—, estaba dormido.A partir de entonces hice lo mismo cada

noche. Y Paulo volvió a recuperar lasalud. Descansaba bien, y solo selevantaba cuando se acordaba deDaniel. Entonces iba a la otra habitacióny se sentaba en la cama.

—¿Qué pasa, Paulo? —le decíaDaniel cuando lo veía junto a él.

—¿Estás bien? —le preguntabaPaulo.

—Sí, estoy muy bien.Ahí se acababa la conversación,

porque Daniel volvía a quedarsedormido. En realidad, aquel monstruovivía mejor que Paulo. Se pasaba el díajugando con los niños en la plaza, ohaciendo castillos o figuras en losmontones de serrín del aserradero, o

divirtiéndose con las ardillas deldesván. Además, no era Paulo el únicoque se preocupaba de su suerte, tambiénla anciana que se encargaba de la casaprocuraba tenerle contento. Le dejabacaramelos en uno o varios rincones de lacasa. Daniel no se daba cuenta de nada.

—Son de las ardillas, Paulo —ledecía a su hermano.

—¡Qué suerte tienes! ¡Caramelostodos los días! ¡Ahora sí que te vas aponer gordo de verdad!

A Daniel le bastaba oír estaspalabras de su hermano para echarse areír como un loco.

—Es un monstruo —pensé—. Peroun monstruo inocente.

Estaba equivocado. Muy pronto,Daniel cambió. Adquirió nuevascostumbres, entre ellas la de salir decasa al atardecer y a escondidas, y la deprolongar esas salidas hasta muy entradala noche.

—¿Adónde irá? —me preguntaba.Me sentía inquieto.

Algo después, una noche de lunallena, Paulo cayó en la cuenta de lo queestaba pasando, y se inquietó aún másque yo. Repasó mentalmente los sitiosdonde podría estar su hermano —elaserradero, la plaza de Obaba, el río—y luego se marchó colina abajocorriendo. La mayor parte del tiempo sela pasó rastreando las orillas del río.

Llegó a pensar que Daniel se habíaahogado.

Pero no se había ahogado, ni muchomenos. Daniel volvió tranquilamente acasa y, con una malicia que hastaentonces no se le conocía, entró en suhabitación procurando no hacer ruido.

—¿De dónde vienes? —le preguntóPaulo saliendo al pasillo ysorprendiéndole.

Daniel le miró frunciendo la boca ycomo diciendo: «Vete, déjame en paz, túya no eres mi guardián.» Luego dio unportazo y se metió en su habitación.Paulo se quedó en el pasillo, sinatreverse a entrar tras él. Estabadesconcertado. Ya no tenía autoridad

sobre Daniel. O todavía peor, laconfianza que siempre había existidoentre ambos había desaparecido degolpe, con aquel portazo.

La actitud de Daniel se volvió cadavez más rara. No quería saber nada delas ardillas o de los niños que solíanjugar con él en la plaza, y tampocoquería saber nada de Paulo. Solo queríasalir de casa y estar cerca de la chicaque le daba pasteles, Teresa. Por esoacudía todas las noches a la carretera o,cuando aún era de día, al taller decostura donde la chica aprendía a coser.

—¿Me dejas que vaya contigo? —ledijo Paulo una vez.

—No, tú no —respondió su hermano

moviendo la cabeza como un buey.Las voces que Paulo oía por las

noches, las voces de su madre y de supadre, se volvieron chillonas,apremiantes, incansables.

—Escucha, Paulo, escucha —ledecía Sara, su madre—. Vigila a tuhermano, vigílale de cerca, porque tuhermano es como un animal. ¿No te hasdado cuenta de que le gusta andardesnudo? ¿Y su mano? ¿No te has fijadoen dónde suele tener la mano? Siemprela tiene entre los muslos, Paulo, siemprese está tocando. Porque no tiene alma,Paulo, porque es como un monstruo.

—Cuídale, Paulo, cuídale —le decíasu padre—. No hagas caso de lo que te

dice Sara. Ella está enferma, le fallanlos nervios desde que vosotros eraispequeños, y muchas veces dice cosasque no debería decir. Dice que Daniel esun animal y que habría que encerrarle,pero eso no es verdad. El chico no esmalo. Y tu obligación es cuidarle.Cuídale, Paulo, cuídale.

—Tu padre es un hombre bueno,pero no se atreve a encarar la realidad.Si no vigilas bien a Daniel, tearrepentirás. Y lo mismo te digo del tíoAntonio, aunque por otras razones.

Paulo se revolvía en la cama,asustado de lo que oía, más asustado aúncuando relacionaba aquellas palabrascon el cambio de actitud de su hermano.

Una noche, escuchó ruidos en lahabitación de al lado, y decidiólevantarse y acudir a donde él. En elfondo, deseaba recuperar la confianzaque hasta hacía poco había habido entreellos. Pero, al otro lado de la puerta, leesperaba una sorpresa desagradable.Daniel estaba desnudo sobre la cama, yun líquido pegajoso cubría el vellorubio de su vientre y su pubis.

Sin saber bien lo que hacía, Paulodio unos pasos hacia el armario quehabía a la derecha de la puerta.

—¡Es mía! —gritó entonces Daniel,levantándose de la cama y dando unempujón a Paulo.

—¡Qué me has hecho! —gritó Paulo.

El empujón lo había tirado al suelo.—¡Mía! —volvió a gritar Daniel

abriendo el armario y sacando de él unatarta. Era una tarta de chocolate.

—¡Por qué me has empujado tanfuerte! ¡Me has hecho daño! —gritóPaulo furioso sin reparar en la tarta. Sellevó una mano al hombro.

—¡Es mía! ¡Es mía! ¡Es mía! —insistió Daniel. En aquellos momentos,desnudo como estaba y dando aquelloschillidos, parecía efectivamente uncerdo.

De pronto, me sentí mal, y decidíescapar de aquella casa. Busqué laventana de la habitación y me alejé en lanoche.

No sé cuánto tiempo pasé fuera decasa. Solo sé que en mi huida vi bosquesy montañas que nunca antes había visto,y que al final, cuando ya estaba muycansado, volví al árbol del torrente.Esperaba encontrar allí a los otrospájaros de mi grupo, pero el árbolestaba vacío. Vacío y silencioso.

—Vuelve —escuché entonces. Denuevo, era la voz. Y como siempre,parecía surgir del silencio y del interiorde mí mismo.

Igual que la primera vez, volé valleabajo hasta que el torrente adquirió laanchura y la profundidad de un río, yluego seguí volando por encima de losalisos y llegué al aserradero. Como

Paulo no aparecía por allí —la sierramecánica estaba parada—, subí hasta lacasa.

El ambiente me pareció raro. Lasardillas estaban apiñadas en el desváncon aspecto enfermizo, y el perro de laentrada, tumbado dentro de su caseta,parecía ajeno a todo lo que sucedíaalrededor. En cuanto a la anciana que seencargaba de las labores de la casa,estaba sentada en la cocina, sin hacernada.

—¿Por dónde andará Paulo? —pensé.

Me acordé entonces de la tarta quehabía aparecido en el armario de lahabitación de Daniel, y de la carretera

que unía Obaba con el pueblo del tren, yde las chicas que traían dulces en susbicicletas.

—Paulo ha ido tras Daniel —pensé.Anochecía cuando emprendí el vuelo

en su busca. Había unas cuantas estrellasen el cielo, y el calor de la tierra —elcalor que después de un día de soldesprendía la tierra, mejor dicho—llenaba el aire de bruma. A pesar deello, no era difícil distinguir en lacarretera la luz de los faros de unadecena de bicicletas.

—Ahí vienen las chicas —me dije.Encontré a Paulo enseguida. Estaba

apoyado en un mojón de la carreteravigilando con la mirada a su hermano,

que estaba un poco más abajo, junto auna curva y rodeado de niños. De allí apoco, las chicas de las bicicletashicieron sonar sus timbres, y todos losniños se pusieron a chillar de alegría.

—Es un cerdo —pensé al ver queDaniel se abría paso a empujones. Elolor de las tartas y pasteles llenaba elaire—. Ya está otra vez ese ruido en lacabeza de Paulo —me dije acontinuación. El ruido no era otro que elde las chillonas, apremiantes,incansables voces de su madre y de supadre. Los dos le gritaban al muchachodesde el interior de la cabeza.

—¡Mía! —gritó Daniel.—¿Cuál será la chica que le regala

tartas a Daniel? —pensé.El faro de una de las bicicletas se

volvió a encender. Alguien pedaleabahacia Paulo.

—¿Te apetece? —dijo la chicadeteniéndose junto a él y ofreciéndole unpastel. Tenía la voz un poco agria.

El pensamiento de Paulo retrocedióhasta los días anteriores a la muerte desu madre, y vio una casa, no la suya,sino otra más pequeña situada junto a unpuente, y se vio también a sí mismocuando tenía unos siete años,acompañado de una niña y haciendo unapresa de piedras en uno de los remansosdel río. Antes de que la imagendesapareciera de su cabeza, un hombre

con sombrero hacía una fotografía a lapresa, con él y la niña sentados en lamisma piedra. Supe que el hombre delsombrero era el tío Antonio, y que laniña, su hija, era Carmen, la misma queahora estaba parada junto a él.

—¿Eres tú? —le dijo Paulo a lachica sin ni siquiera fijarse en el pastelque le ofrecía.

—¿Quién querías que fuera? —dijola chica dejando el pastel en el bolsoque colgaba del manillar de la bicicleta.Su voz seguía siendo un poco agria, peroahora tenía un deje de burla.

Paulo no quería entretenerse. Soloquería saber el nombre de la chica quele regalaba tartas a su hermano, y luego

irse a casa.—¿A qué viene todo este lío? —

preguntó. Estaba muy serio.—No es un lío. Es una fiesta —le

corrigió la chica—. Hacemos felices alos niños sin pedir nada a cambio. Por sino lo sabías, nos estamos convirtiendoen excelentes reposteras —añadió conafectación, como imitando a alguien.

—A mí me estáis causandoproblemas —dijo Paulo.

—¿Problemas? ¿A ti? ¿Por qué teestamos causando problemas a ti? —serio la chica. —Lo sabes de sobra. —Pues no. No lo sé.

Paulo estaba cada vez más nervioso.Miró por un instante hacia la curva —

los niños habían dejado de chillar—, yresopló ligeramente.

—¿Quién le da las tartas a Daniel?¿Se las das tú, Carmen?

—¿Yo? ¿A ese gordo? ¡Tú estásloco! —volvió a reírse la chica.

—Entonces sigue tu camino. Notengo ganas de hablar contigo —le dijoPaulo apretando los labios. El corazónle golpeaba en el pecho.

—Eres un desgraciado, Paulo ¡Quémala suerte has tenido! —dijo la chica.Parecía que se compadecía de él. O quese burlaba.

Antes de que él tuviera tiempo deresponder, las otras chicas pasaron juntoa ellos haciendo sonar sus timbres y

saludando alegremente. Y después de laschicas, pasaron los niños, la mayoría deellos comiendo un pastel o un trozo detarta.

—Pobre primo mío —insistióCarmen poniendo un pie sobre el pedalde la bicicleta. Parecía envalentonadapor el mutismo de Paulo—. No deberíadecirte nada, porque no te lo mereces,pero aun así voy a hacerlo. La gente nohabla bien de ti, Paulo. No entiende muybien esa manía tuya de no salir de casa yno querer tratos con nadie. O mejordicho, lo entiende muy bien, demasiadobien diría yo, porque se considera queeso es soberbia, y no amor por tu pobrehermano. Así que escucha el consejo de

una persona de tu misma familia, Paulo.Tienes que cambiar. Tienes que dejarque todos nos encarguemos de Daniel,repartir entre todos esa carga. Si no lohaces, todos pensarán que has salido ala tía Sara, que se tenía por unamarquesa y despreciaba a todo elmundo.

Paulo seguía callado y sin moverse.A pesar de las estrellas, la noche estabaoscura.

—Esta chica es una serpiente —pensé. Había cambiado el tono de suvoz, haciéndola más persuasiva.

—Ahora te voy a decir otra cosa —prosiguió Carmen bajando la voz ysopesando cada palabra—. Todavía

queda gente en el pueblo que te mira conbuenos ojos, pero si tú sigues comohasta ahora, incluso ellos te dejarán delado. No querrás que se pasen la vidaesperando. Supongo que también tútendrás que poner algo de tu parte.

—¿Has dicho ya todo lo que teníasque decir?

Paulo estaba serio, pero tambiénnervioso. Acababa de cruzar por sumente el recuerdo de la pregunta que lehabía hecho a su padre nada más morirsu madre.

—Carmen me ha dicho que, comonos hemos quedado sin madre, ella y sufamilia vendrán a vivir con nosotros, yque nos cuidarán muy bien. ¿Es verdad,

padre? —En aquel recuerdo, Paulo notendría ni diez años.

—No, pequeño. Carmen no vendrá anuestra casa, y los tíos tampoco —lerespondía su padre, que a la sazón vestíacamisa blanca y jersey negro de pico—.Se lo prometí a Sara. Ella pensaba que aellos solo les interesa nuestro dinero, notu bienestar o el de Daniel. De todosmodos, no te preocupes. Llamaremos auna mujer para que nos haga los trabajosde casa, y saldremos adelante.

Carmen movió los pedales haciaatrás haciendo sonar la cadena de labicicleta.

—¿Y tú? ¿Has dicho ya todo lo quetenías que decir? —dijo elevando la

voz.—Ella sí que es arrogante —pensé.—Que te alejes de mi vista.Paulo se expresaba con seguridad,

pero en su interior las cosas no estabantan claras. Carmen le daba un poco demiedo.

—Alejarme de ti no me costará nada—dijo ella. Luego se dirigió hacia elpueblo muy despacio, pedaleando condesgana.

Antes de coger el camino de vuelta acasa, Paulo miró hacia la curva en buscade su hermano. A pesar de la oscuridadcreyó ver a alguien. ¿Sería Daniel? No,no era Daniel, sino una de las chicas delos pasteles. Al parecer se había

quedado rezagada. De pronto, la luz delfarol de su bicicleta se iluminó, ycomenzó a acercarse.

—Buenas noches, Paulo —dijo alpasar por su lado.

Creí que iba a detenerse, pero no lohizo.

—Adiós, Teresa —respondió Paulo.—Quiero saber quién es esa chica

—pensé.Algo en el tono de su voz me había

llamado la atención. Supe entonces queella era la que le regalaba los pasteles ylas tartas a Daniel, y que le hacíaaquellos regalos a causa de Paulo,porque estaba enamorada de él.

—Claro, los dos son adolescentes

—pensé.Inmediatamente, como llevado por

un impulso, eché a volar tras ella. Aquelenamoramiento me parecía conveniente,algo que Paulo necesitaba para olvidar asus padres y todo lo que estos le habíandicho antes de morir.

Cuando la alcancé, tuve una sorpresaagradable. Podía escuchar elpensamiento de Teresa tan bien como elde Paulo. Supe así que llevaba más deun año sin poder quitarse de la cabeza laimagen del chico. A veces hacíaesfuerzos por olvidarle, pero era inútil,porque bastaba que ella tomara esadecisión para que se lo encontrara entodas partes, delante del taller de

costura por ejemplo, o entrando en laiglesia, o caminando con Daniel hacia laestación del tren. Sin embargo, y pordecirlo así, lo peor venía luego, porquele entraban unas ganas irresistibles dehablar de aquel chico, actitud que leatraía muchas burlas, sobre todo las deCarmen.

—¿Sabes lo que oí el otro día en laradio? —le decía su amiga—. Pues quea las personas que siempre andan con lamisma idea, en Grecia les llamabanidiotas. Así que ten cuidado. Te veobastante idiota últimamente.

—Pero ¿qué dices? —protestabaella.

—Te lo digo en broma, mujer. Pero

más vale que te des cuenta. Últimamentesolo hablas de Paulo. Estás enamorada.

—Pues no lo estoy.Pero al final, al menos ante sí

misma, acababa aceptándolo. Le gustabaaquel chico, y aquel sentimientoexplicaba muchas cosas, entre ellas latristeza que a menudo la invadía. Elproblema era que Paulo llevaba unavida muy retirada y que, como le decíansus amigas, estar enamorada de él veníaa ser lo mismo que estarlo de uno deaquellos chicos que dejaban Obaba y semarchaban a trabajar a California oIdaho. Claro, eso era una exageración,porque verle sí le veía, muchas veces,aquí y allá, pero siempre un momento,

siempre de paso, nunca por ejemplo enel baile de los domingos o en las fiestasde Obaba. Cuando, con la ayuda deCarmen, llevaba a todas sus amigas apasear por los alrededores de la casa deaquel chico, lo único que conseguía eraque él se asomara a la ventana y lasaludara. Su deseo era que él lasinvitara a entrar, y pasarse la tardecharlando con él, pero entre la familiade Carmen y la de Paulo había habidoalgo, un enfado entre parientes, ytambién esa clase de encuentro eraimposible. Durante los paseos, ella solíarecoger un poco de musgo o alguna frutacaída por allí, y luego solía guardarla ensu mesilla de noche, como recuerdo,

pero recuerdo de casi nada, de unos ojosazules que le dirigían una mirada rápiday unos labios finos que la saludaban conaquello de «Hola, Teresa».

Esos eran los pensamientos deTeresa cuando llegó a la plaza. Nadamás llegar se fijó en Carmen, que estabasentada en un banco de piedra, y sedirigió hacia ella.

—Es hora de volver —pensé. Pasépor encima de sus cabezas y volé haciala casa de Paulo. En el cielo, el númerode estrellas había aumentado mucho.Ahora eran miles y miles.

—Mañana hará calor —pensé antesde introducirme en la casa.

RELATO DE LAESTRELLA

Charla informal entre dosamigas

La noche invitaba a quedarse charlandoen el banco de piedra, sobre todo pornosotras las estrellas, que cubríamos elcielo de Obaba casi completamente;pero a las dos chicas les quedabatodavía un buen trecho para llegar hastasus casas, y echaron a andar con lasbicicletas al costado.

—¿Qué te ha dicho? —preguntóTeresa con cierta ansiedad.

—¿Decirme? ¿Decirme ese a mí?¡Yo sí que le he dicho cuatro verdades!—respondió Carmen. Parecía enfadada.

Teresa se sentía intranquila por lastartas y los pasteles que le regalaba aDaniel. Ignoraba si aquel muchachoretrasado seguía las instrucciones queella le daba, no le cuentes nada a Paulo,mira que si se lo dices no te vuelvo aregalar nada, y se temía lo peor: queademás de lo de los pasteles —cuestiónque, al cabo, no dejaba de ser unatontería—, también le hubiera contadolo ocurrido el día en que él no dejaba dellorar y ella le había ofrecido lospechos. ¿Había hecho mal? Ella creíaque no, puesto que su intención no había

sido otra que la de acabar con elsufrimiento de una persona, cosa que lehabían recomendado siempre, tanto en laescuela como en la iglesia; pero detodos modos no estaba segura, porque elcontacto de sus pechos con las manazasdel retrasado le había producido unescalofrío de placer, una sensación queella ahora revivía casi todas las nochesen su cama cambiando los actores,imaginando que era Paulo y no Daniel elque la tocaba y acariciaba. La duda sehabía movido por su interior durantevarias semanas, y lo único que ahora —mientras iba hacia su casa en compañíade Carmen— quedaba de ella era sunúcleo, lo único que desde el principio

le había importado: ¿qué opinaría Paulosi llegaba a enterarse? Que el sacerdoteo la maestra de Obaba intentaranavergonzarla no le importaba, comotampoco le importaba demasiado laopinión de sus amigas; pero laposibilidad de que Paulo la rechazara acausa de aquello le infundía terror.¿Cómo seguir adelante después de eserechazo? ¿Cómo seguir viviendo?Porque, mientras se mantuviera la duda—la duda de si ella le gustaba a él—, lavida seguía siendo soportable. Ellapodía imaginar que sí, que algún día setumbarían desnudos en la misma cama, yaliviar con esa esperanza el peso de lospeores días, los del invierno de Obaba,

días sin sol y sin estrellas.—No me estás escuchando, Teresa.

¿En qué piensas? —le dijo Carmendespués de que ella hubiera acabado decontarle su conversación con Paulo.

—He escuchado casi todo lo que hasdicho. Lo siento. Estoy bastantepreocupada —dijo Teresa. Habíandejado atrás las calles de Obaba, ymarchaban por un camino que bordeabael río.

—¿Qué es lo que te preocupa?—Daniel. Me preocupa Daniel. No

me deja en paz. Antes solo buscaba mispasteles. Ahora me busca a mí, y a todashoras. Ya ves lo que pasa cuandoestamos en el taller de costura.

El taller tenía una ventana que dabaa la calle. Daniel se apoyaba en sualféizar y se quedaba casi toda la tardemirando a las chicas que iban allí aaprender a coser. Mirándola sobre todoa ella.

—Pues no te preocupes demasiado ypiensa en la manera de sacar provecho atu relación con Daniel —dijo Carmencon una sonrisa maliciosa.

—A la relación que él tieneconmigo, querrás decir.

—De acuerdo, Teresa, pero no seastan puntillosa. Entiende lo que te quierodecir. Daniel puede ser un puente parallegar hasta Paulo. Imagina por ejemploque lo metemos en el taller de costura,

que lo metemos dentro. ¿Qué pasaráentonces? Pues no sé muy bien lo quepasará, pero lo más probable es que esegordo no quiera salir de allí nunca más,porque será tonto, sí, pero las chicas legustan más que a cualquier hombre deObaba. Y claro, cuando ocurra eso,alguien tendrá que ir donde Paulo aavisarle de lo que pasa, y a él no le va aquedar otro remedio que venir al taller abuscarle. Una oportunidad excelentepara ti, Teresa. Podrás hablar con él.

—Ya te entiendo. No me parece mal—dijo Teresa pensativa y mirando hacianosotras las estrellas.

—Ten en cuenta que pronto será lafiesta del pueblo. Si para entonces has

hablado un par de veces con él, la cosaserá más fácil. Con un poco de tacto,podrás sacarle a bailar. Ya sabes, Pauloes de los que necesitan un empujoncito.

Carmen se rio al acabar la frase.Había una cierta desarmonía entre larisa y sus palabras.

—No creo que consiga bailar con él—suspiró Teresa—. En la fiesta del añopasado ni se acercó al baile. Así queeste año, con lo de la muerte de supadre, todavía será peor. Eso es lo queno me gusta de él. Que sea tan cobarde.

—No es culpa suya, Teresa —dijoCarmen con gravedad.

Sabía que el reproche de su amigano iba de veras, pero no podía

desaprovechar la ocasión de crear unclima de mayor confianza entre las dos.La gente no hablaba de sus cosas íntimasa cambio de nada, exigía secretos acambio de secretos, y ella estabadispuesta a iniciar el intercambio. Unintercambio que a la larga lefavoreciera, naturalmente.

—Paulo es huidizo o, como dices tú,cobarde —continuó Carmen bajandomucho la voz—. Pero toda la culpa esde su madre. Tú quizá no estés enterada,pero la tía Sara, no sé cómo decírtelo,estaba un poco enferma, estaba siemprealterada y hablaba mal de todo elmundo, hablaba mal incluso de la gentede su familia, decía por ejemplo que mi

padre quería robarle el aserradero,como si mi padre fuera un ladrón. Claroque, pensándolo bien, tampoco ella tuvotoda la culpa. Si no hubiera tenido unhijo como Daniel, a lo mejor habría sidouna mujer normal. Solo que lo tuvo y nolo fue. Fue una mujer bastante retorcida.Ya te puedes imaginar cómo educó aPaulo.

—Me lo imagino —dijo Teresa.Estaba ensimismada.

—Por eso muestra Paulo esa actitud.Se cree responsable de todo lo que lepase a su hermano, y piensa que tieneque vivir para él. Pero eso es absurdo.Ya no es un niño para creer en todo loque le contaban sus padres. Tiene que

salir del cascarón de una maldita vez.—Tienes razón. Alguna vez hay que

empezar a desobedecer a los padres —dijo Teresa con convicción.

—Te voy a decir una cosa. Muy enserio, además —le dijo Carmendeteniéndose y poniendo una mano en elhombro de ella—. Tú puedes hacerlemucho bien. De verdad. Tú puedescambiar a Paulo y hacer que sea feliz.Porque ahora no lo es, en absoluto.Basta ver el aspecto que tiene paradarse cuenta de ello.

—¿A qué te refieres? —le dijoTeresa alarmada.

—A su cara. Tiene la cara de los queno duermen. Seguro que tiene pesadillas.

—Es una desgracia —suspiróTeresa.

—Por eso te necesita. Te necesitamucho —insistió Carmen.

Teresa se quedó callada, pensandoen Paulo, en su pelo rubio, en sus ojosazules, en su cara de chico serio, en suexpresión huidiza, y el silencio que enaquel momento rodeaba a las dos chicascomenzó a llenarse con los sonidos de lanoche. Ladró un perro; silbaron lossapos en la zona del río; más cerca,junto al camino, un grillo abrió y cerrósus alas produciendo un ruidito que, enpequeño, recordaba al del timbre de unabicicleta.

—Entonces meteremos a Daniel en

el taller de costura —dijo al fin Teresa.—Lo meteré yo misma. Déjalo de mi

cuenta —dijo Carmen—. Pero primerotendré que conseguir una silla losuficientemente grande para él. Sugordísimo culo no cabe en las queutilizamos nosotras —añadió con vozagria.

—Espero que todo salga bien.—Claro que saldrá bien. Además,

de alguna manera tienes que relacionartecon él.

—Podría escribirle una carta —dijoTeresa con un deje de duda. Era algoque había pensado muchas veces,escribirle a Paulo y decirle me gustaríamucho salir contigo, pienso en ti día y

noche, esperaré tu respuesta durante diezdías, si después de esos días no sé nadaprocuraré olvidarte y empezaré a mirarhacia otra parte. Pero no se atrevía a sertan sincera. Eran los chicos los quedebían tomar la iniciativa.

—No te rebajes escribiendo unacarta y descubriéndote. En el mejor delos casos, te considerará una chica fácil.Sinceramente, creo que es mejor de laotra manera.

—De acuerdo. Lo haremos como túdices.

—Mira, Teresa. No tengas miedo. Silas cosas salieran mal, si por ejemplo aPaulo le diera por enfadarse, yo seré laculpable. Me odiará a mí, y no a ti.

Estaban llegando a la caseta dondeguardaban las bicicletas. De allí enadelante, cada una debía seguir supropio camino, Carmen hacia su casajunto al río, Teresa hacia la suya en unade las colinas de Obaba. Realizaronaquella operación sin decirse nada. Lasbicicletas quedaron colgadas de unabarra metálica que había dentro de lacaseta.

—Lo que más me gusta de Paulo essu forma de silbar —dijo Teresa sindecidirse a emprender el camino haciasu casa. No era verdad, o al menosnunca lo había pensado hasta aquelmomento, pero el silencio que se habíahecho entre ambas la ponía nerviosa. En

realidad, el plan de su amiga no acababade convencerla del todo.

—Ahora dirás que es un artista —serio Carmen.

—Don Ignacio dijo una vez quehabía muy poca gente con el oído dePaulo, y que podría ser músico.

Don Ignacio era el sacerdote deObaba. Una vez había sorprendido aPaulo silbando el Magnificat dePalestrina a su hermano Daniel, y sehabía quedado impresionado.Desgraciadamente, la madre del chicono había dado permiso para que formaraparte del coro de la iglesia.

—¡Don Ignacio! ¡Otro que se pasade listo! —exclamó Carmen con rencor.

—¿Por qué dices eso? —le preguntóTeresa un poco sobresaltada por eltimbre que había adquirido la voz de suamiga.

—No me hagas caso. Son cosasmías.

Carmen no se trataba con elsacerdote, y algo se encendía en suinterior cada vez que oía citar sunombre. Era un hombre inteligente, másinteligente aún que ella misma, ydescubría rápidamente lo que ocurría enel interior de las personas.

—Carmen, quisiera preguntarte algo—le había dicho una vez, después deabordarla a la salida del taller decostura—. Me gustaría saber por qué

tienes dos rostros.—Hábleme con más claridad, por

favor —había dicho ella.—No te enfades conmigo, Carmen.

Lo único que te quiero decir es que eresmuy distinta según estés sola o congente. Cuando estás con alguien, o enmedio de un grupo, siempre te veoorgullosa, siempre a punto de reírte dealguien. Pero en cuanto te quedas sola,aparece otro rostro. El de una personaabatida que casi no tiene fuerzas paralevantar los ojos del suelo. En miopinión, no puedes seguir así. Nopuedes seguir con tus dos rostros. Y sipara ello necesitas ayuda, la tendrás.

—Así que tengo dos rostros —había

comenzado ella. Luego había endurecidola voz—. Entonces, dígame una cosa,don Ignacio, ¿en cuál de los dos tengo lamancha?

Carmen le señaló el enorme lunarque tenía de nacimiento y que le cubríabuena parte de la mejilla izquierda.

—Eso no tiene que ver con lo que teestaba diciendo —había protestado elsacerdote.

—¡Pues claro que tiene que ver! ¡Sitengo que dejar uno de mis rostros, meinteresa dejar el que tiene la mancha! —se había reído ella.

—Para Dios no existen esasmanchas, Carmen. Para Dios eres unachica bonita. Y para mí también.

—¡Qué pena que los demás noopinen lo mismo!

Carmen no había podido soportarlomás. Se había echado a reír como unaloca para luego, de repente, ponerse allorar con igual escándalo. Instantesdespués, enojada consigo misma por nohaber sabido contener su emoción, habíahuido corriendo. Desde aquel díaevitaba a aquel hombre.

—¿En qué estás pensando, Carmen?—le preguntó Teresa.

—No estaba pensando en nada.Miraba las estrellas, simplemente —mintió Carmen.

—Hay muchísimas, desde luego —dijo Teresa mirándonos.

—Me tengo que ir a casa, Teresa. Yanos veremos mañana.

—De acuerdo, Carmen. ¿Cuándo teencargarás de lo de Daniel?

—Ya lo pensaré, Teresa. No tepreocupes. Hasta mañana.

Carmen se alejó caminando sinprisa. Cuando llegó a la altura de sucasa, dudó un poco y siguió adelantehacia la zona del río donde se bañaba deniña y donde tenía su silla de piedra,una roca cuadrada situada en el centrodel remanso. Era su lugar preferido, elsitio que más le gustaba, el centro delmundo. Iba allí cada vez que deseabaestar sola y pensar en sus cosas sintestigos.

RELATO DE LASERPIENTE

Las palabras que traía elagua

Entré en el río despacio y con elegancia,siguiendo a la perfección las reglas quesobre la marcha seguimos las serpientes,y me dirigí sigilosamente, pues el sigilotambién forma parte de nuestro código,hacia una trucha que dormía en el fondode un hoyo. Entonces, cuando iba acogerla, cuando no había apenas unpalmo entre mi boca y su cola, algofalló. Me dominó un temblor, y agité sin

querer el agua. La presa escapó, y yocomencé a maldecir.

—¡Calla! ¡Escúchame! —me dijoentonces una voz que nacía en miinterior. Inmediatamente, me tranquilicé.Allí estaba la causa de mi torpeza. Nohabía fallado yo, ella me había hechofallar. La voz interior.

—De acuerdo —dije—. Pero esperoque algún día me compenses por lo quehoy me has hecho perder. No hay nadaque me cause más placer que agarrar auna trucha por la cola y dejarme llevarpor ella de un lado a otro del río. Y lomáximo de lo máximo es cuando a latrucha ya no le quedan fuerzas para saliry yo la arrastro fuera del agua para que

se asfixie. Así que la próxima vez…—¡Cállate! —gritó la voz

interrumpiéndome, y yo cerré la bocadispuesta a recibir sus órdenes. Supeentonces que debía dejar la parteprofunda del río y alcanzar la superficie.

—¿Con qué motivo? —pregunté.Aún seguía molesta con la voz. Odioperder una presa que prácticamente yahe cazado.

—Estate atenta a los sonidos quetrae el río. Hay sonidos que nosinteresan. Las palabras de una chica, sinir más lejos —dijo la voz.

—Si no hay otro remedio, estaréatenta.

Dije la frase por decir, porque con

la voz nunca hay otro remedio, ycomencé a nadar hacia la zona mássuperficial del río, que es la que mássonidos suele recoger. Una vez allí, miréalrededor y vi lo que no deseaba ver enaquellas circunstancias, es decir, vicaza, mucha caza, vi pájaros, vi ratones,vi un castor que estaba haciendo unapresa, vi una veintena de sapos con suridículo pecho abombado y silbandoestúpidamente, y vi también, aquello fuelo peor, la trucha que se me acababa deescapar. Desgraciadamente, volví amaldecir.

—¡Cállate y mira hacia la chica! —me gritó entonces la voz, y justo en esemomento sentí un golpe dolorosísimo en

la cabeza, como si me hubieran dadocon un martillo.

Medio mareada por el golpe, corregíla mirada y examiné lo que había másallá de los deliciosos sapos y de lastodavía más deliciosas truchas. Entoncesvi a la chica. Estaba sentada en la rocaque quedaba en medio del remanso. Conuna de las manos sostenía sus zapatos;con la otra, se acariciaba la mejilla y elmentón. En la mejilla tenía una manchanegra.

—Vamos a ver en qué está pensandoesta chica tan fea —pensé.

La corriente del río traía cientos depalabras, pero la mayoría de ellas seconfundía con el ruido que hacía el agua

al golpear contra las piedras. Además,la chica pensaba sin ningún orden,pasando de una cosa del pasado a otradel presente o del futuro sin transición.Al final, cuando ya me había aburridodel jueguecito de separar sonidos, mellegó una frase completa.

—¿Cuántas razones tiene mi niñapara estar contenta?

Esa era la frase que, recordandoalguna escena de su infancia, acababa depensar la chica de la mancha. Eraridicula, desde luego, pero no me atrevía desentenderme de ella y de lasituación. No quería irritar a la voz.

La chica de la mancha hizo unaconsideración acerca de aquella

pregunta. Pensó que en aquella época —en la época de su infancia—, ella podíaencontrar multitud de razones parasentirse contenta, siendo la primera ymás importante el cariño de su madre;siendo la segunda y también muyimportante el cariño de su padre; siendola tercera y también muy importante elcariño que le tenía su primo Paulo. Sinembargo —seguía considerando la chicade la mancha— todo aquello pertenecíaa un pasado muy lejano. Ella habíacrecido, comprendiendo con horror loque suponía tener una mancha en la cara,y a partir de aquel momento todo habíaacabado para ella. Máxime cuando suprimo Paulo le había fallado.

Por un instante, volví a mirar haciala trucha que se me había escapado. Allíseguía, junto a las raíces de un árbol, tandormida como la última vez que la habíavisto. Si la chica de la mancha me hacíael favor de ser breve, la noche podríaacabar bien.

—Ahora puedes desquitarte. Puedesdevolver a Paulo el mal que te hizo —sedijo la chica a sí misma, y el agua trajosus palabras como si fueran corchos.

—La venganza es maravillosa —pensé.

—Todo está saliendo muy bien —dijo la chica. A continuación habló deuna amiga suya, Teresa, y de unas tartasque regalaban al hermano de Paulo, un

tal Daniel. Por lo visto, lo de los regalosdeprimía mucho a Paulo.

—Quién se iba a imaginar que unanimal como Daniel fuera capaz deencapricharse con una chica —dijo la dela mancha acompañando sus palabrascon una risa alegre—. Pero ha ocurrido.Ese gordo se pasa las horas en laventana del taller de costura y mirando aTeresa. Eso me facilita mucho las cosas.

No estaban del todo mal aquellospensamientos, pero empezaba aaburrirme. En realidad, me aburre todolo que huele a espera, a dilación. Segúnmi parecer, cuando alguien quiere tomarvenganza debe olvidar las teorías másfamosas —que defienden la lentitud— y

atacar con rapidez, espasmódicamente,aprovechando la enorme energía que dala ira. Se lo hubiera sugerido a la chica,pero la voz me había colocado allí paraescuchar y me era imposiblecomunicarme con ella.

—Pronto se morirá la tía, Carmen. Ycuando se muera, ya lo verás, todos nosiremos a vivir a su casa. A partir de esedía Paulo y tú seréis como hermanos.

Al principio no entendí lo que oía,porque seguía con mis cavilacionessobre la mejor manera de vengarse. Peroenseguida me di cuenta de que la chica—Carmen parecía ser su nombre—estaba recordando algo que habíaocurrido algunos años antes, en su época

de niña.—¿Seguro que se morirá? ¿Seguro

que nos iremos a vivir a casa de Paulo?—Seguro, Carmen.Tras el diálogo del recuerdo, el agua

se llenó de quejas. La chica se dirigía aPaulo pidiéndole explicaciones. ¿Porqué no había querido tenerla comohermana? ¿Por qué no había querido quevivieran juntos? ¿Acaso aquel cerdo deDaniel era mejor que ella?

—¿No te dabas cuenta de la ilusiónque me hacía irme a vivir con vosotros?—dijo la chica. Desde luego, el tono eralamentable, el clásico tono de losdébiles—. Me veías dibujando el planode tu casa e imaginando en qué

habitación iba a dormir cada uno, meveías haciendo proyectos, y tú medejabas hacer aun a sabiendas de queaquella ilusión mía no se iba a cumplir.No te lo perdonaré nunca, Paulo.

—Eso último está mejor —pensé.La chica volvió a sus recuerdos. La

conversación que a la muerte de la tíahabía tenido con su madre seguíaresultándole muy desagradable.

—No iremos a vivir a casa de tusprimos, Carmen.

—¿Por qué, madre?—Por culpa de la tía Sara.—Pero la tía ya se ha muerto, madre.—Todavía no entiendes de estas

cosas, Carmen, pero, para que lo

entiendas, la tía obligó al tío a hacerleuna promesa. Ella no quería que nosfuéramos a vivir todos juntos. Y noiremos. No hasta que el tío se muera, almenos.

—¿El tío se morirá pronto?—No lo sé, Carmen. Pero algún día

se morirá.Hubo un instante de silencio, hasta

que la chica se puso a reír de una formabastante rara. A continuación las aguastrajeron la primera confesión interesantede la noche.

—Parecía que no se iba a morirnunca. Menos mal que al final le ayudéun poquito —dijo. Luego bajó la voz yse enredó en una de sus reflexiones. Por

lo que entendí, ella no había pensado enmatar a su tío. Lo había deseado durantemucho tiempo, porque asociaba ladesaparición de aquel hombre con suhermanamiento con Paulo, pero lo habíadeseado sin más, como se desean lascosas inalcanzables. Pero a principiosde aquel verano, se había encontradodelante del aserradero con una botellade aguarrás en el bolso, por puracasualidad, porque deseaba limpiar unmueble del taller de costura, y habíatenido la suerte o la desgracia de verdos cosas a un tiempo, por una parte elbalde de agua con un trozo de hielo yuna botella de sidra medio vacía, y porotra la figura de su tío empapado de

sudor junto a la sierra mecánica.De repente, algo le había impulsado

a vaciar casi toda la botella de aguarrásen la de la sidra. Luego habíaintervenido el azar. Antes de darsecuenta de nada, el tío había bebido losuficiente como para perforarse elesófago y varias vísceras más. Luego, alcabo de unas semanas, había muerto. Porfortuna, los policías encargados del casohabían hecho las indagaciones condesgana, y ella había salido airosa delos interrogatorios, más airosa que lamayoría de los habitantes de Obaba.

La chica hizo un silencio, y el aguase llenó de los sonidos de la noche. Elviento movía las hojas de los alisos. Los

sapos seguían silbando. A lo lejosladraba un perro.

—Yo no quería hacerte daño, Paulo—continuó la chica volviendo a su tonode queja, tan lamentable—. Pero ahorano me queda más remedio que seguirhaciéndotelo. Estoy perdida parasiempre, en este mundo y en el otro. Loúnico que me queda es vengarme.

Instantes después, el agua volvió atraer el nombre de la otra chica, Teresa.Al parecer, era bastante ingenua, y ellala engañaba con facilidad llevándolapor donde más le convenía para susplanes.

—No sé cómo puedo ser unapersona tan falsa —rio.

—Lo importante es seguir adelantecon los planes. Cuando hay que matar, semata —pensé.

—No voy a matarle. Solo le harésufrir. Le haré sufrir a través de Daniel—dijo ella. Dio la impresión de quehabía oído mi comentario. Quizá fueraasí, quizás ambos estuviéramosconectados por la voz.

—Ya se marcha —pensé al ver quese levantaba de la piedra y caminabahasta la orilla del río con sus zapatos enla mano. Giré rápidamente hacia la zonadonde había visto la trucha. Para misuerte, seguía allí. Libre por fin de misobligaciones, comencé a nadar haciaella al estilo nuestro, con elegancia y

sigilo.

EL PÁJARO REANUDA SURELATO

Una conversación seria.Discusión en el taller de

costura

Aquel verano el calor aumentó hastahacerse asfixiante, y las ardillas quetantas veces habían jugado con Danielacabaron por morirse de sed. La ancianaque se encargaba de las labores de lacasa recogió sus cuerpecitos con laescoba, y luego los arrojó a un agujerocavado junto a un árbol, como si fueranbasura. Así acabó su historia, de la peor

manera posible.Durante todo ese tiempo, es decir,

durante todo el tiempo que duró laagonía de las ardillas, Daniel noapareció por casa. Cada vez que meponía a pensar en él, lo veía en lacarretera que va a la estación del trenesperando a las chicas de los pasteles, osi no en la ventana del taller de costura,o en los caminos del monte, o en losalrededores del río: siempre fuera ysiempre, esta era la mayor novedad,siguiendo de cerca a la amiga deCarmen, la chica llamada Teresa. Erauna visión que no me gustaba. Cada vezque me preguntaba sobre cómoterminaría aquello me acordaba de los

peces negros que un día, nada másescuchar la voz y llegar a Obaba, habíavisto moverse en el mar. ¿Había sido unmal augurio? No lo podía saber, perohabía veces en que aquella imagen mellenaba de aprensión, sobre todo cuandoreflexionaba sobre el comportamientode Paulo. Porque a Paulo le veía cadadía peor. Comía poco, cenaba todavíamenos, y cuando se metía en lahabitación permanecía sin acostarsedurante horas, sin hacer otra cosa queesperar a su hermano.

En esa situación, los recuerdos leatacaban con violencia.

—Cuida siempre de Daniel, Paulo—le volvía a decir su padre—. Cuida

de tu hermano en todo momento, tanto sillueve como si hace sol, tanto en juliocomo en cualquier época del año. Yovoy a morir pronto y tú eres el único quepuede cargar con esa tarea. Habrá quiencuide del aserradero, habrá quien cuidede la casa, pero si Daniel no te tiene a tino tendrá a nadie.

—No me obedece, padre —susurraba Paulo.

—No puedes quedarte en casa.Debes tomar medidas y controlar a tuhermano —pensaba yo.

En aquel momento, no parecía quelas cosas fueran a cambiar, o al menosesa era mi impresión, que Paulo no iba areaccionar. Sin embargo, no le quedó

otro remedio. Le obligó a ello donIgnacio, que así es como se llamaba elhombre vestido de negro, el sacerdotede Obaba. Un día que Paulo volvía delaserradero se encontró a aquel hombresentado junto a la puerta de su casa. Noparecía que la furia del perro ni susladridos le incomodasen.

—¡A la caseta! —gritó Paulo. Elperro se calló al instante y obedeció suorden.

—Siéntate aquí, por favor —le dijodon Ignacio a Paulo señalándole elpretil de la casa—. ¿Qué tal andáis detrabajo? Estáis llevando mucha maderaa la estación, ¿no? —añadió luego,mientras Paulo se sentaba a su lado.

—Así es. Enviamos la madera aValencia.

—Estuve una vez en Valencia.También allí hace mucho calor —dijodon Ignacio levantando sus ojos hacia elsol.

—Eso decía la enciclopedia de laescuela —dijo Paulo. Estaba tenso, a laespera de lo que aquel hombre le fuera adecir. Afortunadamente, las palabras queél esperaba no tardaron en llegar.

—Paulo, me gustaría decirte un parde cosas. Una en general y otra enparticular. Y como supongo que despuésde trabajar toda la mañana estaráscansado y hambriento, voy a hacerloenseguida. ¿Te parece bien?

—Me parece bien.—Pues mira, Paulo, creo que a

nuestra alma le sucede lo que a nuestrosojos, es decir, que se acostumbra a laoscuridad. Después de un tiempo, seolvida de lo luminoso y cree que fuerade las sombras no hay nada. Incluso enel caso de que le llegara un poco de luz,como en un primer instante esta luz leresultaría cegadora, se negaría a creerlo.¿Me sigues?

—Le entiendo muy bien —dijoPaulo con determinación.

Extrañado quizá por la respuesta,don Ignacio titubeó un poco.

—Pues bien, Paulo. Yo creo que,hablando en general, a ti te pasa eso.

Que has vivido mucho tiempo rodeadode desgracias, y que te hasacostumbrado a ellas. Tanto te hasacostumbrado que ya no esperas otracosa. Sin embargo, no es cierto. Porfortuna, eres muy joven, y los jóvenestenéis el tiempo a vuestro favor. Si no teempeñas en dar la espalda a la vida,todavía serás muy feliz.

—Lo tendré en cuenta —dijo Pauloen voz baja. Se sentía cohibido por laconversación. Le resultaba demasiadoíntima.

—Bien, pasemos ahora a loparticular —dijo don Ignaciolevantándose y dando la espalda aPaulo. Desde aquella colina se

dominaba todo el valle—. Y si antes tehe hablado como le hablaría a cualquierjoven de tu edad, ahora no me quedaotro remedio que dirigirme a ti de otramanera.

Lo que ahora tengo en cuenta es quetú eres el cabeza de familia. Elresponsable de tu hermano.

El sacerdote se dio la vuelta y lemiró. Paulo bajó los ojos.

—Como usted quiera —dijo.—Sabes cómo anda Daniel, ¿no? —

preguntó el sacerdote mirando de nuevoal valle—. Yo te lo diré —añadióenseguida, antes de que Paulo tuvieratiempo de responder—. Anda sincontrol, persiguiendo a las chicas y

dándoles unos sustos de muerte. Sin irmás lejos, ayer vino a verme la madrede Teresa. Por lo visto, Daniel se haencaprichado con ella, y se pasa toda lanoche merodeando por su casa como unanimal en celo.

—No lo sabía. De todas maneras, nocreo que tenga malas intenciones. Escomo un niño —dijo Paulo saliendo desu acobardamiento.

—Por favor, Paulo, escúchame —dijo el sacerdote con suavidad. Seguíamirando hacia el valle—. Hay que mirara las cosas de frente. Es duro, pero hayque hacerlo. Es una de las obligacionesque tiene todo hombre. Es la obligaciónque tienes tú ahora.

—Está bien. De acuerdo —dijoPaulo.

—Al principio, yo era de tu opinión—dijo el sacerdote yendo hacia lacaseta del perro y volviendo luego sobresus pasos—. Pensaba que Daniel notenía maldad, y que las cosas que mecontaban de él eran habladurías. Perodespués de la conversación que tuve conla madre de Teresa he estado indagandopor ahí, y las opiniones coinciden.Algunos lo expresan con más suavidadque otros, pero todos hablan del apetitosexual de tu hermano. ¿Comprendes,Paulo?

—La gente de Obaba siempre hahablado mal de nosotros —dijo Paulo.

—No deberías decir eso, porque noes verdad. No es verdad en absoluto.¿Ves cómo siempre miras el lado malode las cosas? ¿Ves cómo miras hacia lassombras? —dijo el sacerdotedeteniéndose en su ir y venir y elevandola voz. Pero enseguida volvió a su tonoconciliatorio—. Las cosas todavíatienen arreglo, Paulo. Si cuidas de tuhermano, si no le dejas solo, las cosasse arreglarán.

—Últimamente no me obedece —dijo Paulo.

—Pues haz que te obedezca. De locontrario no sé qué va a pasar. ¿Sabes loque me han dicho algunos? Pues quedebería estar encerrado en alguna

institución.—¿Encerrado? ¿Fuera de Obaba? —

dijo Paulo levantándose. Tenía los ojosmuy abiertos.

—Más vale que esté encerrado quehaciendo marranadas por ahí —dijo elsacerdote con sequedad. Pero, comosiempre, cambió de tono enseguida—.De todos modos, todavía no estamos enesa situación. Si consigues que tuhermano se comporte normalmente, noocurrirá nada.

—De acuerdo. Lo intentaré —dijoPaulo. Parecía cansado.

—Tú eres el único que lo puedeconseguir. Si tuviera algo deentendimiento, yo me ocuparía de él.

Pero no lo tiene, y solo podemos llegarhasta él con el sentimiento.

—Lo intentaré —repitió Paulo—.¿Quiere beber algo antes de marcharse?—preguntó a continuación, viendo queel sacerdote quería despedirse.

—Gracias, Paulo, pero tengo quevolver a la iglesia. Por cierto, ¿sabesdónde está ahora mismo tu hermano?Pues está donde estuvo durante todo eldía de ayer, en el taller de costura. Alparecer, no hay forma de sacarlo de allí.

—No creo que se quede muchotiempo. Enseguida se aburre de estarquieto.

—Ayer no se aburrió, pero, en fin,esperemos que todo salga bien —

suspiró el sacerdote.Luego agitó la mano en señal de

despedida y desapareció colina abajo.Caminaba ligero, como si laconversación le hubiera quitado un pesode encima.

Después de comer, Paulo bajó alaserradero y permaneció allí, trabajandoen la sierra mecánica, hasta media tarde.Entonces, paró la máquina e hizo ungesto a los obreros que trabajaban conél, que se marchaba, que tenía cosas quehacer. La decisión no me extrañó. Laconversación que al mediodía habíatenido con el sacerdote no había dejadode dar vueltas por su cabeza. Sí,buscaría a Daniel, lo traería a casa,

haría que le obedeciese.Cuando se sacudió los pantalones

con el pañuelo que había llevado en lacabeza, las motas de polvo de serrín sele metieron en la boca y le hicierontoser.

—Tranquilo, Paulo —le dijo uno delos obreros sonriendo.

Enfadado consigo mismo por latorpeza, se cambió de ropa a toda prisay salió corriendo. En todos losalrededores —en la plaza de Obaba, enlas calles, en las ventanas de las casas— no se percibía ningún movimiento.Incluso el río parecía haberse detenidoy, más que de agua, parecía lleno degrillos, porque el cri-cri de los insectos

parecía concentrarse allí y extenderseluego, ladera a ladera, hasta las colinasy las montañas. Más arriba, el aireestaba vacío de pájaros. Más arriba aún,el cielo era una mezcla de blanco y azul,y el sol una mancha de aceite.

El taller de costura estaba en la callemayor, no muy lejos de la plaza y de lafuente principal del pueblo. Acudían allíunas diez chicas, las mismas que mástarde, al anochecer, solían ir en bicicletaa aprender repostería y luego volvíancon pasteles o tartas. A la llegada dePaulo, las chicas estaban preparandodocenas de cintas de adorno, anchascomo una mano y de colores muychillones, muy rojas, o muy azules, o

muy amarillas. Por lo visto, eran para eldía de la gran fiesta de Obaba, a finalesdel verano.

—No debe tener miedo. Estácumpliendo con su obligación —pensé,mirando a Paulo. Estaba parado en laacera, indeciso.

—Buenas tardes —dijo al fin,apoyándose en el alféizar de la ventana,que estaba abierta. En el suelo del taller,la corriente de aire removía lospedacitos de cinta que había por elsuelo.

Cuando las chicas que estabancosiendo o bordando se dieron cuenta dela presencia de Paulo, pusieron cara desorpresa y ocultaron las cintas.

—¿Por qué hacen eso? —pensé.Supe entonces que aquellas cintas eransecretas. Hasta el día de la fiesta, nadiedebía saber de cuál de ellas era cadacinta. Yo me fijé en la que estababordando Teresa. Era roja y conestrellitas doradas.

—No perdáis la calma, por favor —dijo una de ellas con un deje de burla.Era Carmen, la de la voz agria—. Nocreo que Paulo tenga intención departicipar en la carrera de cintas. Asíque ya estáis sacándolas otra vez.

—Tienes razón. No piensoparticipar —dijo Paulo desde laventana.

—Se ve que no has salido a tu

padre, Paulo —intervino la maestra decostura. Era una mujer de unos cincuentaaños, de tez blanquísima, y hablaba convoz muy clara—. Tu padre participabatodos los años.

—Preparaba la fiesta, pero noparticipaba en ella —le corrigió Paulo,y un recuerdo de su niñez le ocupó lamente. Su padre acababa de terminar ungran arco de madera, e iba enrollandolas cintas alrededor de un cilindro.

—¿Ves, Paulo? Enrollamos aquí lascintas dejando que la punta que lleva elaro cuelgue un poco.

—Ya lo veo —decía él.—Muy bien. Pues lo que tenemos

que hacer ahora es colocar este

armatoste en lo alto del arco, y taparloluego con una tabla. Lo importante eseso, que lo único que quede a la vistasea el aro.

El recuerdo de Paulo fue perdiendofuerza, pero pude entender, más omenos, la naturaleza de aquella carrerade cintas que su padre le estabaexplicando. Se trataba de un juego en elque los chicos de Obaba se subían a unabicicleta armados de una lanza demadera e intentaban acertar con el aro ysacar una de aquellas cintas. Los que loconseguían, obtenían un doble premio:la propia cinta y la invitación a cenar oa bailar que, junto con el nombre de lachica, cada una de aquellas cintas solía

llevar dentro de un saquito.—¿Te vas a quedar en la ventana,

Paulo? Tu hermano no es tan tímido —dijo la chica de la voz agria señalandoel ángulo del taller que quedaba fuera denuestra vista.

—Vengo a por él —dijo Paulo.Luego fue hacia el portal de la casa yentró en el taller. Yo volé hasta lamáquina de coser que estaba cerca de laventana.

—No sé si lograrás moverle de esasilla. Yo solo he podido conseguirlo conla ayuda de Teresa —le dijo la maestrade costura a Pablo, y la chica a la quehabía nombrado sonrió con nerviosismo.Entretanto, Daniel les observaba con

desconfianza. Una tiza de las de marcarel paño asomaba entre sus dedos. Era decolor rojo.

—Daniel, ven conmigo a casa —ledijo Paulo tratando de calcular los díasque llevaba sin lavarse. Desde luego,eran bastantes. El ramo de rosas que lamaestra de costura tenía en un jarrón nolograba tapar el olor a sudor quedespedía su hermano.

Todas las chicas del taller quedarona la espera. Daniel no hizo ademán demoverse.

—¡A casa, Daniel! —le gritó Pauloyendo hacia él y agarrándole por unbrazo. Fue inútil. De todo su cuerpo, loúnico que se movió un poco fue la

cabeza. Parecía un buey intentandoespantar a las moscas.

—Estamos muy a gusto contigo —dijo la maestra de costura con unasonrisa en los labios—. Pero ya es horade que vayas a casa. Además, vamos acerrar enseguida. Tus amigas tienen queir a lo de los pasteles.

Paulo estaba cada vez más nervioso.No podía soportar las miradas de laschicas. El olor a sudor de su hermano lellegaba al centro de la cabeza.

—¡He dicho que a casa, Daniel! —gritó volviéndole a coger del brazo.

—¡No! —gritó Daniel arrojando latiza roja al suelo.

—¡Daniel! ¡Obedece a tu hermano!

—gritó la maestra de costura cogiéndoledel otro brazo.

—Perdónele. Últimamente está unpoco raro —le susurró Paulo a lamaestra de costura.

—¡Fuera! ¡Mierda asquerosa! —chilló Daniel haciendo fuerza con losbrazos y desembarazándose de los quele agarraban. La maestra de costurasalió despedida hacia atrás, y hubieracaído al suelo de no haber sido por lachica de la voz agria, que la sujetó.

—No sabéis tratar al pobremuchacho. Y tú el que menos, Paulo —dijo entonces la chica—. Dime una cosa,Daniel —continuó—. ¿Quieres venir apasear con Teresa y conmigo?

—Con Teresa, sí —dijo Daniel.Tenía los labios manchados de saliva.

La maestra de costura ordenósilencio y las risitas de las chicasdesaparecieron.

—Lo siento —dijo Paulo sindirigirse a nadie en especial—. Ahoramismo nos vamos.

Teresa se levantó de su silla y abrióla puerta del taller.

—No te preocupes, Paulo —dijo.Luego salieron todos a la calle, Danielriéndose y los demás muy serios.

Dejé la máquina de coser desde laque había estado vigilando y volé hastala fuente. Mi intención era la depermanecer allí, bebiendo agua y

refrescándome, hasta que el grupo dePaulo y los demás pasaran por allí. Peronada más posarme en uno de losbarrotes de hierro de la fuente, algobrillante me cegó. El agua, el caño, elrostro esculpido en piedra desde cuyaboca salía el caño, el musgo adherido ala piedra, todo lo que en un momentotenía delante de mí, desapareció degolpe. Quise librarme de aquel brilloechando de nuevo a volar, pero las alasno me respondían.

—¿Qué me pasa? —pensé asustado.Entonces recordé una de las historiasque había oído a otros pájaros en elpasado:

—Si alguna vez os deslumbra un

brillo y quedáis paralizados, resignarosa morir. Ese brillo es la señal de laserpiente.

—Así que la serpiente va a matarme—pensé. Poco después sentí un dolormuy fuerte en la cabeza, y ya no hubomás.

LA SERPIENTE REANUDASU RELATO

Preparativos para la fiesta

La fuente era redonda, con una columnacuadrada en medio, y yo estaba entre loshierbajos que cubrían la columna con elsol dándome de lleno, y era tal el placerque sentía en aquellos momentos que,por decirlo así, de forma algometafórica, ni las mismísimas órdenesde la voz interior habrían sido capacesde moverme de allí. Porque, además, noera solo el calor, o, mejor dicho, elfuego que atravesaba mi piel y llegaba

hasta mi sangre llenándome de fuerza,sino que también era el sonido del aguay su frescor. De vez en cuando, algúnperro se acercaba hasta la fuente abeber, y entonces yo deseaba serdescubierta y pelear con ellos, tanta erami seguridad.

Después de un tiempo, sentí hambre,y mis reflexiones giraron en torno a unaduda, es decir, acerca de si merecía lapena moverme en busca de comidaperdiendo aquella deliciosa posición.No había resuelto aún la duda cuandollegó un pájaro y se puso a beber en unode los caños. Me dije a mí misma que noera posible, que no iba a tener tantasuerte, que una cosa era atrapar una

trucha y otra muy distinta lograr lomismo con algo que tiene alas y puedeescaparse volando. Pero —aquel era midía de gracia—, el pájaro parecía tenermucha sed, y estaba tan absorto en laoperación de beber que no reparó ennada. Antes de que se diera cuenta ya lotenía hipnotizado. Cuando dejó deagitarse, estiré el cuerpo y le partí lacabeza. Fue lo máximo de lo máximo.

Al poco de haber engullido elpájaro, algo llamó mi atención. Un grupode gente bajaba por la calle. Delantevenían un tipo grande con una cabezatodavía más grande y una chica quegesticulaba mucho al hablar; detrás deellos, Carmen caminaba en compañía de

un chico rubio y ojeroso.—¡Sígueles! —escuché entonces.—¿Ahora? ¿Después de comer? —

dije. Sin embargo, me apresuré aobedecer la orden. Seguí como pude algrupo y me dispuse a escuchar.

—¿Qué te sucede, Paulo? —preguntó Carmen al ojeroso—. Ya ves loque está pasando, ¿no? —añadió acontinuación, al ver que el ojeroso norespondía.

—Tú sabrás a qué te refieres —dijoal fin el chico.

—Que Daniel está loco por Teresa,eso es lo que pasa —dijo Carmenriéndose con alegría.

—Eso es un cuento. Es una mentira.

—¿Que es una mentira? ¡Que tecrees tú eso! —exclamó Carmen convehemencia. Luego señaló con la mano ala pareja que iba delante, al cabezón y ala que gesticulaba mucho. Ellos yahabían atravesado la plaza y estaban apunto de torcer hacia una callejuela.

—Queréis joder a Daniel —dijo elojeroso en un tono del que no le hubieracreído capaz.

—¿Quiénes queremos joderle? —dijo Carmen deteniéndose en el cantónde la callejuela y enfrentándose a él.

—La madre de Teresa ha estadohablando con don Ignacio. Según ella aDaniel hay que tenerle encerrado en unainstitución. Y eso es lo que pretendéis

todos. Volverle loco para que luego seamás fácil encerrarle —dijo el chicoojeroso. Estaba crispado.

—No me confundas, Daniel. Porfavor, no me confundas —le dijoCarmen frunciendo el ceño. Pero estabafeliz—. Una cosa es lo que quiera hacerel bueno de don Ignacio, y otra cosa eslo que pienso yo. Son cosas muydiferentes.

La forma en que la chica de lamancha, es decir Carmen, pronunció lode el bueno de don Ignacio fue perfecta.Un treinta por ciento de burla, otrotreinta de desprecio, y luego un cuarentade superioridad. El chico estabaindeciso, sin saber qué decir. Y no era

de extrañar.Caminaron en silencio por la

callejuela, uno de los pocos lugares deObaba que a aquella hora tenía sombra.

—¿Daniel sabe andar en bicicleta?—preguntó Carmen al fin.

—Es demasiado patoso para eso —dijo el chico.

—Ya sé que es muy patoso, no haymás que verle —dijo Carmen señalandohacia el cabezón, que en aquel momentocruzaba un puente con los andares de unsapo—. Pero yo creo que estaría muybien que aprendiera. Sabes en qué estoypensando, ¿verdad?

—¿Por qué quieres que participe enla carrera de cintas? —dijo el chico con

brusquedad. El chico no eracompletamente tonto.

—Te lo explicaré, Paulo —dijoCarmen bajando la voz y haciéndolagrave. Era una verdadera actriz—.Daniel es un niño. A pesar de que casitiene veinte años, es un niño. Y comotal, necesita una satisfacción. Necesitapor ejemplo ganar un premio y sentirseel mejor del mundo, andarfanfarroneando por ahí durante un par dedías. Ya verás qué pronto se olvidará delas chicas. Y también don Ignacio seolvidará de lo de encerrarle.

—¿Qué quieres? ¿Que Paulo saqueuna cinta el día de la fiesta?

—Eso mismo. Sería una gran

satisfacción para él. Sacar una bonitacinta delante de toda la gente del pueblo.

—Eso es imposible —dijo Paulodándose la vuelta y mirando hacia el río.Ya habían llegado al puente que estabadespués de la callejuela.

—No es imposible —dijo Carmencon vehemencia.

—No veo cómo una persona que nisiquiera sabe andar en bicicleta puedesacar una cinta del arco. Daniel esdemasiado torpe.

—Sigamos andando, Paulo —dijoCarmen avanzando unos pasos por elsendero que llegaba hasta el aserraderoy luego subía por la colina—. Estoysegura de que si actuamos con

inteligencia, lograremos nuestroobjetivo.

Yo estaba derrengada de tanto reptar,y decidí quedarme en el puente. Estabaclaro que la chica de la mancha, es decirCarmen, conseguiría llevar adelante susplanes. Era de la clase de personas quesiempre llevan adelante sus planes.Mentalmente, pedí a la voz queaccediera a mis deseos de descansar.Pero la voz no solo hizo eso, hizo más.Me dio la orden que en aquel momentomás estaba deseando.

—Métete en el río —me dijo.El contacto con el agua me produjo

escalofríos de placer. Inmediatamente,me deslicé hacia la parte más profunda y

me escondí debajo de una piedra. Unavez acomodada, me olvidé de todo, delsol reconfortante, de mis afanes decazador, de los manejos de Carmen, yme quedé dormida.

Un murmullo de voces me despertó.Para entonces, las aguas estabanoscuras.

—Son Carmen y la otra chica.Regresan del aserradero —pensé.

—Vuelve a subir al puente y escucha—me dijo la voz. Obedecí de inmediato.Después del descanso, me sentía ligera yfeliz.

—Él también está de acuerdo —decía Carmen con su voz persuasiva—.Ha quedado en que le enseñará a montar

en bicicleta para cuando llegue el día dela fiesta, y en que lo entrenará para lacarrera de cintas. ¡Está saliendo todobien, Teresa! ¡No pongas esa cara tanseria!

La chica que gesticulaba muchosuspiró en señal de aburrimiento.Además, estaba enfadada.

—¡Qué es lo que está saliendo bien!¡Estoy harta de Daniel! Cuando habla medeja toda salpicada de saliva y, por sieso fuera poco, intenta meterme manocada dos por tres. Ya te digo, ¡estoyharta!

—No seas tonta, Teresa, y tenpaciencia. Espera a que Daniel saque lacinta y todo se arreglará.

—Paulo ni siquiera me ha dirigidola palabra —dijo la chica dejando caerlos brazos.

—Porque es tímido. Pero si supieraslo que me ha dicho, no hablarías así. —¿Te ha dicho algo de mí? —Me ha dichoque estás muy guapa. —No me lo creo.

—No ha dicho exactamente así, perolo ha dicho. —Ya.

—Además, no es verdad que no tehaya dirigido la palabra. Al final habéisestado hablando un poco.

—Y tan poco.La chica hizo una mueca y se quedó

en silencio. Por mi parte, volvía a sentirhambre, y mi pensamiento se iba hacialos sapos que ya habían empezado a

silbar en los alrededores del río. Enrealidad, la conversación de las doschicas me aburría.

—¿De qué color será el aro de micinta? —dijo la chica con un suspiro.Parecía incapaz de hablar consobriedad. Cuando no era un gesto o unamueca, eran aquellos suspiros.

—No entiendo esa pregunta —pensé. Supe entonces que algunas chicasno les ponían a sus cintas los habitualesaros plateados, sino otros más grandes yde colores. Ese era el modo en que ellasmanifestaban su compromiso a losparticipantes, es decir, que estabancomprometidas con algún chico y quesolo a ese chico correspondía la cinta.

—Tú elige un color. Luego yahablaremos con Paulo.

—¿Vendrá él a cenar conmigo?Porque, claro, si Daniel saca la cintacon la invitación, y luego Paulo noaparece…

—¿Cómo no va a venir, Teresa? —leinterrumpió Carmen riendo con alegría—. Entonces, ¿para qué nos estamostomando tanto trabajo? ¿Para pasar lavelada con el gordo? De ningunamanera. Ya me encargaré yo de que losdos os quedéis solos.

—Desde luego, no voy a dejar pasaresta oportunidad. En cuanto acabemosde cenar, me declaro. Y si a la gente leparece mal que yo tome la iniciativa,

que se vaya a la mierda —dijo la chicacortando el aire con una mano.

—Que se vaya a la mierda —repetí.—La gente no tiene por qué

enterarse de nada —le dijo Carmensonriendo. Su serenidad contrastaba conel nerviosismo de la otra chica—. Lagente no va a estar sentada a tu mesa.Ahora bien, si después de cenar queréisiros a algún rincón oscuro, procurad serdiscretos. En estos pueblos se sabe todo.

—Se hará lo que se pueda —dijo lachica sonriendo a Carmen.

Como en aquel momento pasábamospor delante de la fuente, y como laconversación de las dos chicas ya meaburría del todo, decidí apartarme de

ellas y subirme otra vez a la columna,esta vez para pasar la noche. ¿Me lopermitiría la voz, o el dueño de la voz?Me pareció que sí, y pronto estuve en loalto.

Seguí con la vista a las dos chicas.Entraron al taller de costura y, despuésde un rato, volvieron a salir de allí consus bicicletas.

—Creo que llegaremos tarde —dijola chica que gesticulaba mucho al pasarpor mi lado. Pedaleaba con fuerza.

—Vete despacio, Teresa. Aunquelleguemos después que las demás, alfinal las mejores tartas serán lasnuestras —le respondió Carmen.

Las dos chicas desaparecieron en la

carretera que va a la estación del tren.Cerré los ojos y me puse a dormir.

PROSIGUE EL RELATO DELA SERPIENTE

La carrera de cintas

La chica de la mancha, es decir Carmen,anduvo algo agitada los días anteriores ala fiesta, porque codiciaba la cinta quesu amiga había bordado para el cabezóny temía alguna dificultad.

—Yo no me preocuparía mucho —pensé, un tanto aburrida ya de seguir aaquella chica de un lado para otro. Alfin y al cabo, su amiga Teresa era unapersona ingenua, facilísima de manejar.

Sucedió tal como yo lo había

previsto. La víspera de la fiesta Carmenmintió a su amiga diciéndole que Paulole había dicho que deseaba ver con suspropios ojos la cinta que ella habíabordado para que Daniel, el cabezón,participara en la carrera y lograra lomáximo, y naturalmente, la ingenuaasintió. Dejó que Carmen se llevara sucinta roja con estrellitas doradas.

—Si no te importa, después de quePaulo la vea llevaré la cinta a casa dedon Hipólito.

—¿Quién es don Hipólito? —pensé.Supe entonces que era el juez de lacarrera, el hombre encargado de colocarlas cintas en el cilindro del arco.

La ingenua estuvo de acuerdo, y

Carmen aprovechó la oportunidad paracambiar el aro grande de la cinta por unaro pequeño, y en esas condiciones se laentregó al juez. Más tarde, fue hasta elaserradero y se puso a charlar con elchico de las ojeras.

—Creía que la víspera de la fiestano trabajaríais —le dijo después de irhasta la sierra mecánica. El sitio erarepugnante, lleno de polvo y de serrín.

—Aquí se trabaja hasta que suene lacampana grande de la iglesia. Siempreha sido así —dijo el ojeroso sin mirarla.Estaba afilando la hoja de la sierra conuna lima, diente a diente.

—No tardará mucho —dijo Carmensentándose en un tronco de roble. Me

pareció una buena idea y también yo medeslicé hacia allí. Acabé colocándomedetrás de ella, en medio de una manchade musgo que había en la corteza.

—Yo ya he cumplido mi parte —dijo el ojeroso—. Daniel ya sabe montaren bicicleta. No como nosotros, pero sedefiende.

—Pues entonces no te preocupes,Paulo. La cinta será para Daniel. Es unacinta roja con un aro negro.

—¿Con un aro negro?—A nadie se le ocurre usar ese

color, Paulo. Por eso lo hemos elegido.Si le hubiéramos puesto un aro de colorazul, por ejemplo, alguien podríaconfundirse y sacarla. Todos los azules

se parecen un poco. ¿Qué pasa? ¿Que note gusta el negro? ¿Te trae malosrecuerdos?

Carmen hablaba ahora igual que suamiga Teresa. Era una verdadera actriz.

—El color me da igual —dijo Paulo.Seguía afilando la sierra, y solo de vezen cuando miraba hacia nosotras.

—A mí también —pensé. Teníaganas de que aquello acabara de unavez.

—Entonces de acuerdo —dijoCarmen animándose—. Lo importante esque Daniel tenga su gran día y se olvidede todo lo demás. ¿Cómo se comportaúltimamente?

—Mucho mejor —dijo el ojeroso de

manera casi inaudible.—¿Lo ves? Le hemos dado una

ilusión y todo ha cambiado. Don Ignaciotendrá que tragarse sus palabras. Nadieencerrará a Daniel.

—Pues sí que a ti te importa mucho—dijo el ojeroso levantando la cabeza ymirándonos con el ceño fruncido. Por unmomento, temí incluso por mi vida,porque tuve la impresión de que iba avenir donde nosotras con aquella limaque tenía entre las manos.

—Quizá me estoy arriesgandomucho —pensé dejando que mi cuerporesbalara por la corteza del tronco. Talcomo está escrito, entre los defectos delas serpientes no figura la imprudencia.

—Me duele que digas eso. ¿Por quétenemos que comportarnos comonuestros padres? Tú y yo no deberíamosestar enfadados. Deberíamos ayudarnoscomo hacíamos antes de que nuestrasfamilias se enfadaran.

—Vaya, esta vez no es teatro. Ella haacusado el golpe —pensé.

—¿Quién ha bordado la cinta? —preguntó él sin hacer caso delcomentario de ella—. ¿La has bordadotú?

—Todo el mundo sabe que yo nohago cintas —se rio Carmen. Peroseguía tocada. Su risa, amarga, era la delos débiles—. ¿Sabes lo que dicen? Queno las hago por miedo. Porque podría

ocurrir que alguien la sacara y al saberque es mía despreciara la invitación asalir conmigo. Nadie quiere irse a cenaro a bailar con la chica de la caramanchada.

Carmen volvió a reír. Luego dio unrespingo y se levantó del tronco.

—Hay mucha gente estúpida enObaba —dijo el chico.

—Eso es verdad —prosiguióCarmen dando unos pasos hacia elcamino—. De todas formas, en este casono hablan por hablar. Me ocurrió hacedos años. Un chico sacó una cinta mía,pero luego no vino a la cita que yo leproponía en ella. Estuve una hora enteraesperándole.

—¿Y tú qué pensaste? —preguntó elchico dejando de limar. De repente,parecía ingenuo.

—Que tenía mala suerte —gritó elladesde el borde del camino.

—¡Vete del aserradero! ¡Vete pronto!—pensé. Temía que Carmen se pusiera allorar y diera un espectáculo lamentable.

Me disponía a seguirla cuando todomi cuerpo se estremeció.

—¿Qué es ese ruido? —exclamé.Tenía la impresión de que la cabeza meiba a estallar.

Eran campanas, o mejor dicho, unaúnica campana sonando en la torre de laiglesia. Debía de ser enorme, porque susvibraciones recorrían el aire con

violencia.—Y ahora vendrán todos los ruidos

de la fiesta —pensé con aprensión.Entonces decidí quedarme allí, o paradecirlo más concretamente, en la zonadel río que va desde el aserradero hastael puente de la callejuela, y allí pasé lanoche y buena parte del día siguiente.No cacé mucho, porque el estrépito quese apoderó del pueblo, sobre todo loscohetes y los bombos de las charangas,ahuyentaba a las truchas y a los pájaros,pero en compensación estuve tranquila.El agua amortiguaba los ruidos.

—¡Vete a la plaza! —escuchédespués de un tiempo. Supe entoncesque la carrera de cintas iba a empezar y,

saliendo del río por la parte del puente(eso me pareció lo más seguro), medeslicé hacia la plaza. Fue un ratomalísimo. Los hombres y mujeres delpueblo andaban en grupos, hablando atodo hablar o gritando, y los niñosparecían muy excitados. Por otro lado,el día estaba nublado, es decir, que nopodía contar con la fuerza y el ánimoque siempre me da el sol. Al fin, yendosiempre muy pegada a las paredes de lascasas, alcancé uno de los árboles de laplaza y me subí a él.

El ojeroso y uno de los obreros delaserradero estaban ultimando lospreparativos de la carrera, y losmalditos niños no dejaban de armar

bulla a su alrededor.—¿Por dónde andará el cabezón? —

pensé.Enseguida lo descubrí. Montado en

una bicicleta, daba vueltas y más vueltasa la fuente. Pedaleaba de forma ridículay, ¡cómo no!, cuatro o cinco niños leseguían por detrás agarrándose al sillíny molestándole. Realmente, era increíblela cantidad de niños que había enaquella fiesta.

En un momento dado, el cabezón seacercó a la zona de la plaza dondeestaba su hermano.

—¿Empezamos, Paulo? —lepreguntó echando un pie a tierra.

—No te impacientes, Daniel. Ya te

avisaré —le contestó el ojeroso—. ¿Yate has fijado dónde está el aro negro?Está aquí en el centro, ¿lo ves?

—Sí, Paulo.—Lo que pasa es que es bastante

pequeño —dijo Paulo con mal humor—.Vas a hacer una cosa, Daniel. Si no loconsigues sacar con el palo, lo sacascon la mano.

—Hay que sacarlo con la lanza,Paulo —dijo el cabezón.

—Ya lo sé, Daniel, y me parece bienque primero lo intentes con la lanza. Loque digo es que si no puedes, mejor quelo saques con la mano. También tiene sumérito sacarlo con la mano. La gente teaplaudirá igual.

—Me aplaudirá mucho —rio elcabezón antes de ponerse a pedalear denuevo.

Faltaba muy poco para queempezase la carrera. Los participantes,cada uno con su bicicleta, estabanagrupados en un extremo de la plaza, yel ruido que llenaba el aire de Obabaarreciaba por momentos. Los niñoschillaban más fuerte; los cohetesexplotaban en el cielo; el bombo de lascharangas retumbaba en las calles; lascampanas —el colmo de los colmos—convertían aquel fragor en algoespantoso.

—¡Que esta mierda acabe cuantoantes! —exclamé con la esperanza de

que la voz me oyera y quisieracomplacerme. Estaba a punto devolverme loca. Aquello era lo máximode lo máximo de lo peor.

De pronto, se hizo el silencio, ocasi. La gente se concentró a lo largo delos pretiles de la plaza haciendo unpasillo a los participantes, y un hombrevestido con chistera, el juez de lacarrera, se colocó junto al arco con unsilbato.

—Más ruido todavía —pensé,aunque en aquel momento todo el mundocallaba. A excepción quizá de algúnbebé, incluso los malditos niñoscallaban.

Por suerte, el sonido del silbato no

era muy estridente. Suspiré con alivio:la carrera de cintas ya había comenzado,el primer participante avanzaba con sulanza y su bicicleta hacia el arco. Unpoco más de tiempo, y todo habríaacabado. La estúpida fiesta. Mi estúpidamisión. Entonces podría volver al río enbusca de mis queridas truchas.

El séptimo participante fue elprimero en sacar una cinta. Era muyhábil con la bicicleta, perfectamentecapaz de dirigirla sin apoyar las manosen el manillar, y logró que la punta de sulanza entrara limpiamente en el aro. Elcilindro giró y él se hizo con una cintaamarilla; no muy bonita, a mi entender.La muchedumbre aplaudió, y los

malditos niños chillaron como si elpremio les hubiera correspondido aellos.

—¿Dónde están Carmen y la ingenuaque gesticula mucho? —pensé. Las viinmediatamente. Estaban en primera fila,al otro lado de donde estaba yo.

—Me tiemblan las piernas —dijo laingenua haciendo como que se frotabalas manos.

—Más vale que estés tranquila. Elnerviosismo se contagia —le dijoCarmen sonriendo.

—Voy a saludar a Paulo —dijo laingenua agitando su mano derecha. PeroPaulo, que seguía junto al arco, mirabahacia el tropel de participantes.

—Es el turno de Daniel —dijoCarmen—. Veamos qué tal lo hace.

No hizo absolutamente nada, si pornada se entiende hacer el ridículo ylevantar risas entre la gente. Está escritoque una bicicleta no debe ir ni muyrápido ni muy lento, porque si va muyrápido se estrella contra alguna pared ysi va muy lento se cae al suelo; pero,como es natural, el cabezón ignorabaesta teoría. Cuando llegó al arco, frenótanto su marcha que se cayó al suelocomo si le hubieran tirado del costadocon una soga. Bicicleta y lanza se fueroncada una por su lado.

—¡Arriba ese culo! —gritó el quetocaba el bombo en la charanga

invitando al cabezón a que se levantara.Todo el mundo reía. La verdad, erabastante divertido.

—¡Paulo! —llamó Carmen cuandolas risas amainaron un poco. Perotampoco esta vez contestó el ojeroso. Elchico parecía preocupado.

—En una de las vueltas la sacará.Estoy segura —dijo Carmen.

Naturalmente, mentía. Pensaba loque yo, que el cabezón no sería capaz demeter la punta de la lanza donde debía.Y, efectivamente, así sucedió. Pasó eltiempo, se sucedieron las llamadas desilbato del juez, aparecieron cintas ymás cintas, y mientras tanto el cabezónfallaba siempre. Al final, del arco solo

colgaba un aro, el aro negro que leestaba destinado.

La mayoría de los corredoresdescendió de sus bicicletas y se unió alpúblico en su afán de seguir lasevoluciones del cabezón. Eran realmentedivertidas, porque, naturalmente, no eranlo que normalmente se entiende porevoluciones, no eran movimientosordenados o armónicos, sino que la cosaconsistía en una serie inacabable decaídas, tropezones, puñetazos almanillar, lanzazos al aire y otrasmonerías.

—Una verdadera fiesta —comentóuno de los hombres que contemplabaaquel circo desde debajo de mi árbol.

Tenía razón. Aparte del protagonista, losúnicos que no se estaban divirtiendoeran el ojeroso y la ingenua.

Cuando aquello ya empezaba a durardemasiado, uno de los niños queandaban por la plaza cogió la bicicletade un participante, cogió la lanza,avanzó hacia el arco con decisión y,antes de que el ojeroso y el juezpudieran impedirlo, acertó con el aronegro. La única cinta que seguía en elcilindro, roja con estrellitas doradas,ondeó en el aire. La muchedumbrerompió en aplausos.

—¡Mía! —gritó entonces el cabezónbajándose de su bicicleta y apretandolos dientes como un perro.

—¡Quieto, Daniel! —gritó elojeroso.

Demasiado tarde. El cabezónlevantó su lanza y golpeó con toda sufuerza al niño que le había arrebatado lacinta. Y no una vez, sino varias, inclusocuando estaba en el suelo quiso seguircon el castigo. Costó mucho reducirle.Gritaba como un cerdo y se revolvíacontra los tres o cuatro hombres que leagarraban. Aun sabiendo que no eraverdad, la gente gritaba que lo habíamatado. Ya se sabe, la sangreimpresiona mucho, aunque solo se tratede una nariz rota o de un labio partido.

—Lo que no se entiende es que lehayan dejado participar. Es como un

animal. Tendrían que llevarle a la cárcel—dijo el hombre que estaba apoyado enmi árbol.

—A la cárcel no sé. Pero almanicomio o al hospital, desde luegoque sí —añadió una mujer.

—¡Por fin podré volver al río! —pensé con alegría.

RELATO DE LA OCASALVAJE

El viaje final

Eramos ciento once ocas, y llevábamosmuchos días volando por el cielo yalejándonos del norte. Siempre volando,volando siempre, sin cansarnos nunca devolar, solo nos deteníamos en laslagunas o en los ríos, para beber ycomer al amparo de los juncos y de loscarrizos, y aun entonces por muy pocotiempo, dispuestas a alzar el vuelo antela menor señal de peligro, fuera esaseñal un disparo, o el ladrido de un

perro, o una conversación entre doshombres.

Al ser yo la guía de todo el grupo,vigilaba constantemente las señales delcielo, la luminosidad del sol durante eldía y la disposición de la luna y lasestrellas durante la noche, y de esamanera, por la ruta más directa,conducía a las otras ocas hacia el sur.No me engañaban las nubes, ni loscambios de clima, ni los diferentespaisajes que veíamos al pasar. Seguíami camino sin vacilación, volandosiempre, siempre volando, sin cansarmenunca de volar.

Cuando llegamos a la altura de lasprimeras montañas, empezó a llover, y

llegamos a la tierra de Obaba con lasalas empapadas de agua. Fue entoncescuando oí la voz de mi interior.

—Ve enseguida a matar a laserpiente —me dijo.

Batí las alas con fuerza y me elevéen el aire hasta quedar apartada de laformación. Comprendiendo lo quepasaba, la oca que venía en segundolugar tomó mi puesto, y todas las demásle siguieron.

Eran ciento diez ocas batiendo susalas a la vez, estirando su cuello haciaadelante para así mejor sesgar la lluvia,volando con la mente puesta en el sur.Luego, muy pronto, desaparecieron entrelas nubes, y yo comencé a descender.

—¡Ahí está! ¡Mátala! —me dijo lavoz, y justo en ese instante vi a laserpiente. Era negra, y estaba oculta enuno de los hoyos del río, junto a unpuente.

Sé moverme por el aire, y por el airevolé hasta posarme en un sendero; sémoverme por la tierra, y andando fuihasta la orilla del río; sé moverme porel agua, y enseguida me sumergí en elhoyo donde se encontraba la serpiente.

Ella levantó la cabeza, y yo se laquebré. Después de las convulsiones, lacorriente del río la arrastró.

Cuando salí del agua y volví a alzarel vuelo, escuché el llanto de una mujer.Procedía del aserradero que había junto

al río.—Andaba mal —dijo uno de los

hombres del aserradero. Estabanreunidos en torno a la mujer que lloraba,una anciana—. Yo le veía trabajar ahí enla sierra, y me asustaba, porque, ya digo,andaba mal, con muy poco ánimo, y aldarme cuenta de que no bajaba atrabajar, pues todavía me he asustadomás, y por eso he subido a su casa a verqué le pasaba. Y al decirme esta mujerque había salido temprano llevándose aDaniel, pues ya entonces me he dadocuenta de que algo malo iba a ocurrir.

—Ahí empezó todo —dijo otro delos hombres—. Cuando empezaron conel cuento de encerrar a Daniel.

—Toda la culpa es de don Ignacio. Aél se le ocurrió lo de encerrarle.Además, le prohibió a Paulo que ledejara salir de casa —dijo un tercero.

—Eso de que la culpa es de donIgnacio, eso habría que verlo —dijo elque había hablado el primeroencendiendo un cigarrillo—. Después dela fiesta, en el pueblo no se oía otracosa. Que había que encerrarle, eso eslo que decían todos.

—¿Adónde han ido los doshermanos? —pensé. Pero no obtuverespuesta.

Como los hombres que hablaban enel aserradero repetían una y otra vez lasmismas cosas, y no me servían de ayuda,

di un leve giro y sobrevolé la plaza delpueblo. Vi allí a un hombre vestido denegro dirigiéndose a gritos a unamultitud. Iba sin paraguas, la lluvia noparecía importarle.

—Vamos a tener que hacer grupos yrastrear todas las montañas hasta que losencontremos —decía, y la gran manchanegra formada por los paraguas de lagente cobraba vida y se movía.

—Nadie conoce su paradero —pensé con cierta melancolía.

—Busca —me dijo la voz.Obedecí, y busqué por todas partes

volando por encima de cada bosque ycada montaña, de cada barranco y cadasima, y volé por bajo, y volé por alto,

volé lento y volé tres veces más rápidoque cualquier pájaro, pero no vi nirastro de los dos hermanos. No estabanen aquellos alrededores.

Los grupos que habían salido en subusca jamás los encontrarían.

Desalentada, volví a planear sobreel pueblo. Estaba desierto, salvo que enuna de las calles, cerca de la fuente,había dos chicas. Una de ellas llevabaun paraguas rojo; la otra, un paraguasblanco con motas azules.

—Es inútil. No les encontrarán —dijo la del paraguas moteado—. Estoysegura de que se ha ido a la estación. Omejor dicho, a la vía del tren.

—¿Y por qué no lo has dicho antes,

Teresa?—Porque da lo mismo. Aunque los

encontraran, la historia volvería arepetirse.

—No sé por qué eres tan pesimista.Das por hecho que Paulo va a hacer unabarbaridad.

—Pues claro que la va a hacer —insistió la del paraguas moteado.Parecía completamente sincera.

—De todas formas, se lo voy a decira los hombres que se han quedado en elhostal. ¿Vienes, Teresa? —dijo la delparaguas rojo. Parecía algo perversa.

—No, no voy —dijo la del paraguasmoteado. Sí, era sincera. Podía estar enlo cierto. Era posible que los dos

hermanos estuvieran en los alrededoresde la estación del tren.

Volé con energía y a media altura,siguiendo siempre la ruta que memostraba la carretera, y enseguidadivisé un grupo de casas de color gris.Supuse que aquello era la estación, yredoblé mis esfuerzos. Sí, allí estaba.Las vías del tren surgían de un túnelexcavado en la montaña, y se perdíanluego valle abajo. Mojados por lalluvia, los raíles brillaban.

Los dos hermanos estaban entreaquellos raíles, cogidos de la mano y deespaldas a la montaña.

Comprendiendo lo que sucedía,quise llegar hasta ellos, pero no tuve

suerte. El tren que acababa de salir deltúnel se me adelantó.

No estaba acostumbrada alestruendo de una máquina como aquella,y durante un rato permanecí aturdida,volando por encima de la estación y sinlograr orientarme.

Cuando finalmente localicé la vía,observé que allí había dos ocas. Una deellas era enorme la otra no tanto.Alargaban sus cuellos hacia mí pidiendoque les guiara.

—Seguidme —les dije—. Conozcobien los caminos del cielo.

Partimos enseguida. Volandosiempre, siempre volando, sin cansarnosnunca de volar, no tardaríamos en llegar

al sur.Antes de alejarnos para siempre, vi

el tren parado en la vía, y varioshombres corriendo hacia el lugar dondehabían estado los dos hermanos.

EPÍLOGO DE 1995

Han pasado once años desde queescribí este relato, y casi otros tantosdesde que fue publicado en lengua vascacon el título de Bi anai. Tal como lo veoahora, y hablando en términos dehistoria personal, el libro fue unaespecie de segundo punto de partida enun recorrido literario que había iniciadobastante antes, concretamente en el año1972: por una parte, condensó todo loque había ido barruntando hastaentonces —la conveniencia de usar

geografías imaginarias como Obaba, porejemplo— y, por otra, me obligó ainventar algunos de los recursosformales que, como la Voz Interior, sehan hecho habituales en mis escritos deficción.

Sin embargo, socialmente hablando,el libro no tuvo gran resonancia. Fuebastante leído en el País Vasco, y huboincluso un intento de publicarlo encastellano —gracias al primer traductordel texto, Joseba Urteaga—, pero todoquedó en casi nada. Otros libros míos—Dos letters, Obabakoak—oscurecieron la marcha de Bi anai en elPaís Vasco, en tanto que fuera de él, alotro lado de la muralla, el silencio

siguió total.La suerte, pues, parecía echada,

sobre todo después de que, años mástarde, yo mismo me volviera reacio a sudifusión. Había publicado Obabakoak, ylas puertas para publicar otros textosparecían abiertas, pero temía elencasillamiento y los inevitables lugarescomunes sobre mi afición a la ruralidady a la literatura fantástica. Y los añospasaban, y el proyecto siempre sequedaba en el cajón.

Al fin, el momento de recuperar elrelato llegó. Bastaron un par de consejosy la invitación a publicarlo para que mepusiera a escribirlo de nuevo,afrontando así, una vez más, la realidad

del escritor bilingüe: una clase deescritor que —con cierta ingenuidad alprincipio, con algo de amargura después— suele querer escribir lo mismo dosveces. Pero lograr dicha ingenuidad esimposible, sobre todo cuando entre esasdos veces han pasado once años y lalengua de la segunda vez no se parecemucho a la de la primera: imposiblevolver a ser lo que fuimos antes,imposible escribir como entonces,imposible encontrar la palabra exactasin traicionar el original. De ahí que, apesar del parecido, este Dos hermanosno sea aquel Bi anai. En términosvagamente aritméticos, yo diría que Doshermanos es igual a Bi anai más-menos

once años de la vida de su autor.

BERNARDO ATXAGA

BERNARDO ATXAGA (Seudónimo deJoseba Irazu Garmendia; Asteasu,1951). Escritor español cuya obra se hadesarrollado en euskera y castellano. Hacultivado el cuento, la novela y lapoesía, y es autor de más de veintetítulos de literatura infantil.

Se licenció en ciencias económicas en laUniversidad de Bilbao, donde hizoamistad con Koldo Izaguirre, con quienpublicó la revista Panpina Ustela, a laque siguieron Mermelada Ustela yZorion Ustela. Su vida profesional sedesarrolló como economista, profesorde lengua vasca, librero, empleado deimprenta y guionista de radio, hasta queen 1980 decidió dedicarse por completoa la creación literaria. Colaboró en larevista Pott hasta su desaparición(1981). Entre 1981 y 1984 estudiófilosofía en la Universidad deBarcelona.

El poeta Gabriel Aresti le animó a

publicar su primer texto en 1972. En1976 publicó su primera novela corta,De la ciudad (Ziutateaz, 1976) y, en1978, Etiopía, su primera obra poética,que le dio gran popularidad. Estas dosobras fueron Premio de la Crítica en elámbito vasco. Los relatos cortosCuando la serpiente mira al pájaro(Segeak txoriari begiratzen dionean,1983) —dirigido al público infantil—,Dos letters (Bi letters jaso nituen osodenbora gutxian, 1984) y Doshermanos (Bi anai, 1985) se publicaronconjuntamente en 1999 con el títuloHistorias de Obaba.

En 1988 publicó Obabakoak, que

obtuvo los premios Nacional deLiteratura, de la Crítica, Euskadi yMillepages de París. El hombre solo(Gizona bere bakardadean, 1993),sobre el activismo político-militarcontra el Estado en los inicios de lademocracia española, fue Premio de laCrítica y finalista del Premio Nacionalde Literatura. Nueva Etiopía, editado en1996, recoge textos poéticos y cancionesen formato de libro y de CD. PoemasHíbridos (1990) es una edición revisadade los textos de Etiopía, ampliada contextos originales.

Esos Cielos (Zeru Horiek, 1995), obrapoética, fue también finalista del Premio

Nacional de Literatura. Sus libros parael público juvenil e infantil sonnumerosos: Memorias de una vaca(Behi euskaldun baten memoriak,1991), Premio SM Fundación SantaMaría en 1999; Chuck Aranberri en eldentista (Chuck Aranberri dentistabaten etxean); Nicolasa, aventuras ylocuras (Nikolasaren abenturak);Ramuntxo detective (Ramuntxodetektibe); Cuentos y cantos de Siberia(Siberiako ipuin eta kantak), editado en1999 para el aprendizaje de la lectura enLatinoamérica; Los burros en lacarretera (Flamery eta bereAstokiloak), relatos con cancioneseditadas en un disco con música de Juan

Carlos Pérez; Shola y los leones (Xolabadu lehoien berri); Shola y los jabalíes(Xola eta basurdeak), finalista delPremio Nacional de Literatura en lamodalidad infantil, y las historias delperro Bambulo, personaje que se paseapor la historia y da su visión personal dela misma.

Muchos de sus textos poéticos figuran endiscos de cantantes como RuperOrdorika, Itoiz, Mikel Laboa, XabierMuguruza, Loquillo o la OrquestaMondragón. Asimismo, algunos de sustextos se han adaptado para el teatro.Para Atxaga, el lenguaje literario ha deestar desprovisto de toda afectación, de

efectos que produzcan extrañeza orechazo en el lector. El relato según suparticular estética ha de construirseobservando una relación simétrica,paralela, con la lengua que lo expresa.En consonancia, pues, con estosprincipios, el suyo es un estilo quebusca claridad y precisión, y acerca allector a la transparencia de la palabraque lo engendra. Las obras de BernardoAtxaga han sido traducidas a más deveinte idiomas y, habitualmente, élmismo las traduce al castellano.