Cataluña: federalismo y derecho a decidir (coauthor Alain G. Gagnon)
ESPAÑA DESDE CATALUÑA. CEPAS DE UNA APRECIACIÓN DE LARGO ALCANCE.
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ESPAÑA DESDE CATALUÑA. CEPAS DE UNA APRECIACIÓN DE LARGO
ALCANCE.
Ángel Duarte. Universitat de Girona.
Percepciones catalanas
La percepción que de España, como Nación, se ha tenido desde
Cataluña a lo largo de la contemporaneidad no puede
entenderse sin atender a la reputación que los catalanes han
desplegado de, y para consumo prioritario de, sí mismos. Ni
que decir tiene que dichas apreciaciones -en rigor, un
completo mundo de imágenes que incluye a los convecinos-
han ido de la mano de proyectos culturales, sociales y
políticos perfilados a partir de aquella reputación. Ésta,
en cualquier caso, los precede.
Glosar a los catalanes en este contexto es hacerlo,
necesariamente aunque de manera poco precisa, de unos
pocos: los que han tenido la oportunidad y el interés por
expresar dichas consideraciones idiosincrásicas. A
principios del siglo XIX, y como en todas partes, no fueron
muchos los que dieron cuenta de sus apreciaciones en el
ágora de la sociedad liberal en construcción. Utilizaron
para ello el artículo periodístico y la charla en el
ateneo, el poema recitado en unos juegos florales y la
pieza oratoria en el Congreso de los Diputados o ante el
Monarca, en audiencia. Hecha la salvedad, y en este orden
de cosas, es bien conocido que existe un momento de cambio,
un punto de inflexión nítido; dilatado en el tiempo aunque
preciso: la eclosión del catalanismo entendido, ya, como
nacionalismo. El éxito de la empresa hizo que lo que
pudiera ser una sentimentalidad asociada a las minorías
selectas ampliase su eco inicial -el cuánto de esta
generalización sigue siendo impreciso- y modificase su
esencia.
Por lo demás, cuando escribo percepción me refiero a lo
que podríamos definir como representación canónica de
España como otredad: una imagen de la misma que
compartirían, en sus rasgos básicos, los individuos y los
grupos sociales, ideológicos y geográficos más diversos de
Cataluña. Hay, establecida la anterior prudencia, también
en este orden de cosas un antes y un después del decenio
final del siglo XIX y del primero del XX. Aunque, hay que
tenerlo presente, no sean pocos los historiadores que,
interesados por retrotraer el arranque de la novedad
nacionalista, se empeñen en remontar ese giro a 1868 y, en
general, a los tiempos del Sexenio Democrático.
En cualquier caso, de lo que estamos hablando es de un
proceso que presenta los rasgos de una lenta decantación.
Aquélla que, según el decir del catalanismo, llevaría a los
catalanes de la imperfecta cualidad provincial a la plena
condición nacional. Ésta se alcanza, sólo, cuando se
adquiere la certeza de que la patria, la nación de los
catalanes es -ha sido siempre, incluso en los momentos en
los que no hayan sido conscientes de ello- una: Cataluña.
España pasa, en ese estadio, a ser, a lo sumo, la
denominación de un Estado. Cataluña ya no es España -o lo
es de una manera tan singular como para que pueda, hasta
día de hoy, serlo sin serlo. Aunque, de eso sí que no haya
ninguna duda, esté en España: siquiera por el imperativo
geográfico. A principios de siglo XXI, en muchas ocasiones,
ni eso: está en el Estado español; supuesto sintagma
aséptico que sustituye a la connotada locución España.
Si nos atenemos a la pauta interpretativa aludida, el
esquema contiene un listado de argumentos recurrentes en lo
que atañe a las expresiones formales de reconocimiento de
los catalanes -de sus minorías publicadas- en el seno de
España. En primer lugar, la voluntad, no reconocida ni
aceptada, de participación catalana en la (re)construcción
de la comunidad política hispánica. Los historiadores,
imprescindibles en la puesta en circulación de estos
relatos, han puesto el énfasis en tal consideración. Si a
Jaume Vicens Vives se le atribuye que llegase a escribir
que durante el siglo XIX Cataluña agotó hasta un par de
generaciones en el objetivo de hacer de España una cosa
distinta de lo que era, Borja de Riquer no se quedará, en
2011, atrás. Para abrir un balance de 31 años de
autogobierno, Riquer recoge el testimonio de Vicens y lo
amplía. Durante el siglo XX cuatro generaciones de
catalanes han persistido en la misma tarea y han fracasado,
han dilapidado sus generosas energías por falta de fuerza
propia, por débil capacidad de convencimiento y por no
haber encontrado aliados como para cambiar sustancialmente
sus relaciones con España.1 Los dos planos son presentados
como uno solo: cambiar España y modificar las relaciones de
Cataluña con España son la misma empresa.
La suma de factores que han bloqueado la tarea
benemérita y centenaria sería larga. Contaría, en primer
lugar, con el sumando de la prevención entre partes -
1 RIQUER, B., “Lliçons de 31 anys d'autogovern”, Ara, abril de2011.
expresada como distanciamiento mutuo, cuando no franca
hostilidad, entre sociedad catalana y Estado. También con
el de las incomprensiones culturales -en particular, aunque
no sólo, las lingüística- entre las respectivas sociedades
y opiniones públicas. Los restantes factores presentes en
la ecuación serían los diferenciales antropológicos y
sociológicos que se remontarían a la noche de los tiempos y
que se habrían agudizado en el Ochocientos por el desigual,
por focalizado, crecimiento industrial y urbano peninsular;
así como porque en el resto de España, y Portugal, se está
en la inopia respecto de lo catalán en sus rasgos
esenciales. Éste último es el recurso habitual cuando los
intérpretes del acontecer hispánico desde Barcelona quieren
hallar un lenitivo y/o moderar, o postergar, las
reivindicaciones: si hacemos pedagogía, apuntan, acabarán
por saber cómo somos.
La hispanofobia, expresión culminante del prejuicio,
no es un rasgo accidental en el desarrollo del catalanismo
político. Como no lo será, en absoluto, su reverso: la
catalanofobia. Ambas expresiones de hostilidad tienen una
solera secular. A pesar de las apariencias nunca se
circunscribieron al ámbito de lo prepolítico -al
aborrecimiento entre convecinos- y, aunque fueran
presentadas como respuesta a agresiones e incomprensiones
previas por parte del sedicente otro, se presentaban, y se
presentan, con evidente simultaneidad.2 En el siglo XIX, el
sujeto colectivo asociado a la hostilidad genérica para con
2 DUARTE, Á., “Son los catalanes aborto monstruoso de lapolítica”, en NÚÑEZ SEIXAS, X. M. y SEVILLANO F. (eds.), Los enemigos deEspaña. Imagen del otro, conflictos bélicos y disputas nacionales (siglos XVI-XX), Centro deEstudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2010, pp. 341-360.
lo catalán será Castilla y, aún más a menudo, Madrid.3 En
septiembre de 1873, el periódico catalanista La Renaixensa
incluía una colaboración en la que se reflexionaba sobre
“Espanya y Catalunya”. El artículo se abría como sigue:
“Verdadera manía es lo que s'ha apoderat de'ls periódichs
de Madrit d'un cuan temps á aquesta part en contra de
Catalunya, puig no passa dia qu'al tractar directa ó
indirectament de nostra terra no's desfassin en improperis
y fins podríam dir en insults”. Los improperios, en esos
años, se entienden como excitaciones de la rivalidad entre
diversas “encontradas qu'avuy forman la nacionalitat
espanyola”.4 Lamentables, pues, no en tanto que alimenten
el choque entre dos naciones, dice el articulista, sino
entre dos partes de una misma nación. Evocan, sin embargo,
los detalles de esa embestida algo muy de actualidad. Es
Madrid quien afirma que los catalanes son ingratos,
pretenciosos y de carácter dominante; que han condicionado,
con sus exigencias de protección arancelaria, las
posibilidades de desarrollo del conjunto a las
conveniencias de una economía más industrializada. Desde
Barcelona se responde que lo que son los catalanes es más
patriotas que nadie y, por lo demás, más trabajadores y
emprendedores que cualquiera de sus connacionales. Es este
un argumento tenaz, una certeza secular. A principios de
siglo XXI, un prestigioso historiador, doblado para la
ocasión de ensayista, el profesor José Enrique Ruiz-
Domènec, aseveraba que la catalana era, y es, una3 UCELAY-DA CAL, E., “El Catalanismo ante Castilla, o elantagonista ignorado”, en Catalunya en la configuració política d'Espanya, Reus,Centre de Lectura, 2005, pp. 69-120.4 Cf. La Jove Catalunya. Antologia. A cura de TOMÀS M., Edicions LaMagrana/Diputació de Barcelona, Barcelona, 1992, pp. 119-121.
civilización de trabajo. La percepción se habría
consolidado hacia 1860: “En el trabajo diario, la
satisfacción se alcanza al hacerlo bien; un gesto que costó
entender en España, donde en esos años el trabajo se
sometía al placer de la lentitud, lo que los clásicos
llaman vida ociosa”. El por qué de tal partición llevaba al
medievalista mucho más atrás. Estas cosas arrancaban del
siglo X, cuando los catalanes convirtieron “la palabra
escrita en fundamento de la realidad”.5
Junto al de la laboriosidad, conviene retener, por lo
que tienen de repetidos, un par de argumentos. Primero: es
la prensa -de Madrid- la que envenena las relaciones entre
los distintos integrantes de la nacionalidad española.
Segundo: lo que desencadena las hostilidades y abre el
ciclo no ya de los reproches sino de las injurias es la
combinación de tres factores coincidentes. A saber, la
consternación que produce en los españoles castellanos el
cultivo de las letras propias, singulares, privativas por
parte de los catalanes; la inquietud inherente a una
coyuntura de cambio en la estructura administrativa y
política del Estado; y, last but not least, el reclamo de
protección para un ámbito socioeconómico que se entiende
más moderno y progresivo.
Para concluir con estas consideraciones preliminares,
habrá que tener presente que no es un rasgo accidental de
este tipo de razonamientos catalanistas, el que las
expresiones de regionalismo y los “agravios comparativos”
que puedan darse en otras partes de España, no sean más que
5 RUIZ-DOMÈNEC, J. E., Catalunya, España. Encuentros y desencuentros,Barcelona, La Vanguardia, 2010, p. 37.
manifestaciones arteras estimuladas por un centralismo
temeroso del protagonismo catalán y deseoso, en
consecuencia, de anular el potencial transformador, e
impar, del catalanismo. Así puede establecerse, sin matices
y omitiendo las evidencias en sentido contrario, que “el
1977 proclamar-se autonomista va ser un subterfugi molt
útil per a molts nacionalistes espanyols”.6 Esa suerte de
juicios -entendidos como evidencias- permean las
subculturas políticas, y los razonamientos sociales
hegemónicos en la Cataluña de nuestros días. No siempre ha
sido así.
La patria en un cuadro
Ilustremos la tesis del giro en las percepciones con un
ejemplo. En 1863 el pintor Ramon Martí Alsina trabajaba
abocetando lo que, según sus previsiones, debería acabar
siendo un gran lienzo. La obra tenía que llevar el título
de El gran día de Gerona y evocaba los sucesos ocurridos el 19
de septiembre de 1809. Ese día, según constaba en los
anales, los habitantes de la ciudad, convertidos en
muchedumbre abigarrada, cayeron en masa al tratar de
impedir la entrada del invasor extranjero, del francés ateo
y revolucionario.7 El proyecto de Martí Alsina era ambicioso
-los 5,4 metros de altura y casi 12 de longitud convertían
a lo que entonces era sólo un apunte en una representación
monumental- y el tema y la metodología respondían a la6 RIQUER, art.cit.7 Ramon Martí Alsina. El gran dia de Girona. Anatomia d'un quadre, Catálogo dela exposición celebrada en el Museu d'Art de Girona del 23 de octubrede 2010 al 29 de mayo del 2011. Girona-Barcelona, MAG-MNAC, 2010.BARNOSELL, G., “Los sitios de Girona durante la Guerra de laIndependencia (1808-1809): más allá del mito”, en Historia Social, enprensa.
perfección al canon entonces vigente de la pintura
histórica. Nuestro artista, nacido en la Barcelona de 1826,
se había iniciado en la pintura de historia con la obra El
último día de Numancia. Presentada a la Exposición Nacional de
1858, la evocación del martirio numantino no consiguió
ninguna medalla pero, en compensación nada desdeñable, fue
adquirida por el Gobierno de la nación por 3.000 pesetas y
depositada en los fondos del Museo del Prado.8 Era, el
Estado, un buen cliente en épocas de nacionalización. El
gran día de Gerona, pensada para ser exhibida en una próxima
edición del certamen indicado, no se dio, sin embargo, por
concluida, y más por consunción o por agotamiento que por
estricto convencimiento del artista, hasta veintidós años
más tarde, en plena época de la Restauración.
El empuje del artista flaqueó. O quizás las
circunstancias -la revolución de septiembre de 1868, de la
que Martí Alsina fue partícipe- hicieron que el trabajo
quedase aparcado. Nuestro acuarelista era, en política, un
progresista que admiraba a Juan Prim aunque no tenía
problemas en hacer ostentación de simpatías para con la
utopía republicana federal. La razón parece encontrarse,
por un lado, en la amistad mantenida con Narcís Monturiol,
por entonces socialista utópico y republicano. También
debió estar conectada, la radicalización del artista, con
el desengaño con el que la ciudadanía recibió a fines de
verano de 1868 a un Prim que desembarcaba en Barcelona con
los entorchados monárquicos en el uniforme.9 8 FAXEDA, M. Ll., “El gran dia de Girona de Ramon Martí Alsina.Gènesi d'un quadre”, en ibid., p. 19.9 Ibid., pp. 23 y ss. ROURE, C., Memòries de (...). Recuerdos de mi larga vidaToms I, II i III (1925-1927), Josep Pich i Mitjana (ed.), Eumo/IUHJaume Vicens Vives, Vic/Barcelona, 2010, pp. 489 y 582.
Desde un punto de vista artístico e intelectual la
labor de Martí Alsina tiene, en suma, que enmarcarse en la
de la generación de Víctor Balaguer, progresista y, cuando
se exaltaba con mayor o menor vehemencia, demócrata;
cantora de las glorias catalanas; capaz de relacionar, en
plena movilización democrática o a raíz de la demolición de
la Ciudadela de la ciudad condal, las fechas de 1714 -la
derrota de los partidarios del archiduque Carlos en la
Guerra de Sucesión- y 1868 -el triunfo de la democracia
frente al absolutismo borbónico-, y, al mismo tiempo, de un
patriotismo español que definía la nación, toda ella,
mediante un apasionado, y concurrente, historicismo.10 Era
la generación, a fin de cuentas, que, en Cataluña y con la
instauración de los juegos florales procedió, en
colaboración con elementos de significación decididamente
moderada y conservadora, desde los Antoni de Bofarull a
Manuel Durán i Bas, de Manel Milá i Fontanals a Joaquim
Rubió i Ors, y bajo el lema de Patria, Fe y Amor a
restaurar, entre otras cosas y en nombre del patriotismo
provincial, la lengua catalana.
El destino de la obra pictórica aludida sería un tanto
azaroso. Aunque expuesta en 1898 con motivo de la
celebración de los noventa años del evento, su éxito fue
escaso. De hecho, al concluir la guerra civil, en 1939, el
lienzo se enrollaría y se depositaría en las reservas del
Museo de Arte de Cataluña y así permaneció hasta principios
de los años 1990 cuando fue examinado por última vez. A
10 FRADERA, J. M., “La política liberal y el descubrimiento de unaidentidad distintiva de Cataluña (1835-1865)”, en Hispania v. 60, núm.205, 2000, pp. 673-702 y Cultura nacional en una sociedad dividida. Cataluña, 1838-1868, Marcial Pons, Madrid, 2003.
mediados de septiembre de 2009 la obra, inacabada, salía de
los almacenes del entonces ya denominado Museu Nacional
d'Art de Catalunya para ser restaurada. En otoño de 2010 El
gran dia de Girona se trasladaba a la ciudad que le da nombre
para presidir los salones del recientemente inaugurado
edificio de la delegación de la Generalitat en las comarcas
gerundenses. Los avatares de la pieza, así como la
modificación del sentido que le otorgaron el autor y las
sucesivas hornadas de espectadores y expositores de la
misma, da cuenta de la agitada y de lo intensa que ha sido,
en su modificación, la percepción que desde Cataluña -desde
sus élites rectoras, desde sus cuadros culturales y
artísticos, desde su creadores de opinión- se ha tenido de
España. Si para una liberal, tanto español como catalán de
mediados de la antepasada centuria, los acontecimientos
fundacionales de la nación de ciudadanos eran el
levantamiento popular de Madrid y los sitios de Zaragoza o
Gerona, así como la posterior reunión de los diputados
constituyentes en Cádiz, a comienzos de siglo XXI las
percepciones eran otras. En 1863 Martí Alsina cantaba el
sacrificio de una generación de gerundenses por su ciudad y
su rey, por su religión y por España, por Cataluña y sus
glorias renovadas, en la inmolación desprendida de sus
hombres, mujeres y niños, de sus artesanos y comerciantes,
de sus clérigos y de sus militares. España era la patria
grande; Cataluña estaba inscrita en ella; Gerona y sus
sitios eran el epítome -uno de los posibles- de ambas.
Mediante el gesto de convertir sus cuerpos en un remedo de
las murallas derruidas, los gerundenses hacían de la ciudad
el baluarte de una y otra, la expresión carnal de su doble
patriotismo. España eran ellos: los catalanes, los
gerundenses.
A la altura de 2010 las cosas se veían, no cabe duda,
de otra manera. Localismo, por una parte, y nacionalismo
catalán, por la otra, prevalecían sobre el nacionalismo
liberal español primigenio, lo relegaban cuando no lo
anulaban, en las lecturas que los visitantes -mucho más que
los propios responsables de la exposición- hacían del
cuadro expuesto. Quizá -estarían dispuestos a admitir un
gran número de gerundenses de principios de siglo XXI- los
resistentes de 1809 fueron patriotas españoles; pero, si lo
fueron, se debió básicamente a su fe religiosa, a su
condición de católicos dispuestos a combatir al emperador
impío y, en cualquier caso, porque no podían saber de qué
manera el catalán -en sus intereses, sus costumbres y sus
rasgos de identidad- sería tratado en las dos centurias
siguientes por ese Estado madrastra. El anacronismo,
gracias a tres décadas de usos historiográficos
estrechamente relacionados con la construcción de la nación
catalana, usos aplicados sobre un sustrato de memoria, se
completaba.
Catalanes provinciales
Explicar el salto que se registra entre el tiempo de Martí
Alsina y el de los catalanes del siglo XXI, en materia de
percepciones de la propia identidad y, por extensión, en
las valoraciones de España, exige volver al cambio acaecido
en los años a caballo entre el XIX y el XX. Son los años en
los que, según el relato catalanista, se produce el
tránsito, en el catalán, de la condición provincial a la
nacional: una genuina metamorfosis. Uno de los
múltiples políticos doblados de escritores compulsivos y
analistas preceptivos de la realidad catalana del primer
tercio del siglo XX, Pere Coromines i Montanya, en su
Interpretació del Vuitcents català (1932) sostenía que la brutal,
porfiada y uniformista persecución que siguió a la derrota
en la guerra dinástica, en 1714, redujo a los catalanes a
un estado gregario. El ensayo, publicado en tiempos de la
Segunda República, no es muy distinto, en su hilo
argumental, del esquema interpretativo que propalarán, con
diversa ambición académica así como de éxito entre los
lectores, desde Antoni Rovira i Virgili a Ferran Soldevila.
En el tramo final del Setecientos la opresión centralista
aflojó, por innecesaria. La labor de desnacionalización
habría culminado xon éxito. Relajado, Carlos III erró,
dichosamente para Coromines, al remover los obstáculos que
se oponían al libre comercio de los catalanes con las
Indias y de ahí, colige nuestro autor, que se produjese un
renacimiento económico.11 Éste, a su vez, preparó el
advenimiento de un nuevo tipo de catalán.
No es, sin embargo, el catalán renacido el mismo de
antes de la Nueva Planta; es, el que ahora aparece, un
catalán provincial. Se halla español, pero descubre que es
diferente. España, incluso como mercado, no es siempre
amable; en ocasiones resulta hostil, reticente frente al
representante de lo catalán, de sus telas tanto como de sus
propuestas políticas. La historia y la lengua harán el
resto: darán solidez, con el cultivo y el paso del tiempo,
11 COROMINES, P, Interpretació del Vuitcents català, en Obres completes, pròlegde Domènec Guansé; recopilació i notes de Joan Coromines, Selecta,Barcelona, 1972, p. 1116-1117.
a la politización de la diferencia. Por el momento, como
decíamos, es provincial. En materia de identidades se
revela folclórico, busca testimonios de una civilización
extinguida y se interesa por la heráldica. En materia de
proyectos, por el contrario, se muestra más ambicioso y
aspira a la hegemonía. La ambición más atrevida de ese
catalán provincial no es otra que la de luchar por España.
El primero entre todos. Estamos ante un ciclo, que coincide
con el de la construcción del Estado liberal, en el que el
catalán, sin prescindir de su singularidad, vive con ardor
la “identificación con el proyecto nacional español”.12
Para Coromines, esa aspiración de hegemonía, puesta de
manifiesto en las bullangas de 1835 y 1843, en la guerra de
los Matiners o en la Revolución de Setiembre es una fase
transitoria, necesaria para el crecimiento; algo así como
la infancia del catalán adulto de la contemporaneidad. Dos
rasgos más le definen: su pasión por las artes que canaliza
los vetos puestos a su participación política y la
centralidad, tanto en el florecimiento económico como en el
cultural, de las clases medias, de la menestralía, de la
gente de oficio, del pequeño comerciante convertido en
industrial. El orgullo de lo catalán se especifica por
oposición, implícita cuando no explícita, a lo español; por
que ni la miseria, ni la aristocracia, ni las grandes
fortunas, definen al país que cobija al catalán y que es,
al tiempo, fruto de sus esfuerzos -la antinomia
esencias/voluntad nunca ha jugado, en realidad, un papel
12 FRADERA, J.M., Cultura nacional en una sociedad dividida: Cataluña, 1838-1868;prólogo de José Álvarez Junco, Marcial Pons, Madrid, 2003. CASASSAS,J., Entre Escil·la i Caribdis: el catalanisme i la Catalunya conservadora de la segona meitat delsegle XIX, Barcelona : La Magrana, 1990.
determinante; mejor dicho, nunca ha sido tal antinomia ni
en la práctica ni en la teoría del catalanismo. Nuestro
pintor, Martí Alsina, aparece, en el listado de Coromines,
entre las eminencias salidas de humildes hogares: “tenia el
seu pare que feia de porter a ca la Ciutat”.13
Un ejercicio de codificación de tal naturaleza precisa
amputar algún extremo de lo acaecido. En el caso que nos
ocupa las manifestaciones ochocentistas que “no són prou
marcades per a ésser ben característiques” son,
respectivamente, la actividad científica, por pobre, y el
movimiento obrero, por escasamente idiosincrásico.14 Lo
que, teorizando desde Barcelona y por parte de un hombre de
izquierdas, no deja de ser revelador del efecto que tiene
el nativismo. En rigor, a lo que está procediendo Coromines
es a establecer un nexo entre las modalidades de acción
política de principios de siglo XX, en Cataluña y de los
catalanes en España, y la labor de aquellos hombres que en
la década de 1830 fijaron, mediante el recurso a materiales
propios de la combinatoria de la memoria del ambiente
romántico, una sentimentalidad moderna específicamente
catalana. Coromines, modernista él, siente como propia a
una generación literaria, la renaixentista, que se sabe, a su
vez, heredera directa de la plétora de catalanes, y
españoles, que forjaron las perspectivas de la nación
moderna apelando a la historia, a la tradición, a la tierra
y a la lengua; que combinaron -para volver rápidamente
sobre sus pasos al constatar los riesgos políticos y
sociales de la democracia y la industria- un horizonte de
13 COROMINES, P., Interpretació del Vuitcents català, p. 1119.14 COROMINES, P., Interpretació del Vuitcents català, p. 1132-1133.
emancipación -la nación de ciudadanos- con las nociones de
vínculos milenarios y de matrices sociales seculares.
El catalán provincial se emociona con la “Oda a la
pàtria”, de Buenaventura Carlos Aribau. Dada a conocer en
1833, y considerada el punto de arranque de la Renaixença,
en sus versos aparece con claridad meridiana la melancolía
generada por el recuerdo de un pasado de grandezas, por un
ayer en el que los catalanes alcanzaron, dentro de la
España milenaria, su grandeza colectiva. En 1839 es Joaquín
Rubió y Ors quien le pregunta en el Diario de Barcelona a su
alter ego, Lo gaiter del Llobregat, si por ser rey “deixaries (…)
les balades,/ les muntanyes regalades/ i ton joiós
Llobregat?” La respuesta viene contenida en la pregunta. El
catalán es retenido por las leyendas y los paisajes, la
historia y la geografía. Del campanario se llegará a la
nación pero falta, no obstante, medio siglo. De momento,
estamos en la Renaixença. Es entonces cuando el catalanismo
literario aprende a combinar dos verbos: amar y odiar, o,
alternativamente, defender y vengar. La primera parte del
binomio se aplica a lo propio y a aquello de lo ajeno que
ha sido fruto de lo propio. La segunda se conjuga al hablar
de las causas que han conllevado la pérdida de peso en la
fijación del destino peninsular. Y, con él, el riesgo de
disolución de unos derechos intemporales. Escasamente
definidos a estas alturas, la reflexión suele hacerse,
cuando se hace, en relación a las libertades viejas, a los
fueros. Junto a los derechos amenazados o mutilados surgen
siempre los agravios sufridos. El agraviado, el catalán, es
un sujeto pasivo. El agente, el que ha dado lugar a la
herida es otro: ¿quién? En ciertas tradiciones políticas
que operan con especial fuerza en la Cataluña del siglo
XIX, el republicanismo, por ejemplo, lo serán las
monarquías extranjeras. Pero de republicanos, aun
habiéndolos en un número importante, no lo son todos los
catalanes. Muy a menudo, por tanto, quien infringe la
humillación es, lisa y llanamente, Castilla. No exactamente
España, pero sí quien ha ostentado, desde las guerras
civiles catalanas del siglo XV, la hegemonía en la
península.
La competencia en el interior del Estado adquiere, en
los tiempos provinciales de mediados del siglo XIX, una
inequívoca textura urbana. Barcelona entra en competencia
abierta con el centro administrativo, insaciable devorador
de las energías hispanas, que es Madrid. Madrid es ciudad
administrativa y política. Barcelona, por contraste, es
industrial y comercial. También rebelde. Barcelona es la
ciudad de las barricadas, del periodismo de combate, de la
Milicia Nacional y de las juntas que se resisten a su
disolución.15 Es la capital de una región que, en tiempo de
los moderados o incluso en épocas de predominio
progresista, es bombardeada cuando no vigilada desde la
sombra ominosa del castillo de Montjuïc por las fuerzas del
Estado. Lo es por su condición de ciudad insumisa al
control de los procesos políticos, presididos por la
radicalidad de los objetivos democratizadores y/o por el
protagonismo popular. Más tarde se leerán, dichos
episodios, como muestras de la malquerencia centralista por
lo catalán idiosincrásico. El pulso se expresa, también y
15 FUSTER SOBREPERE, J., Barcelona i l'Estat centralista. Indústria i política a ladècada moderada, Vic, Eumo, 2005.
en un orden más civilizado, en materia de planes de
desarrollo y ordenación urbanística: en la contraposición
de Argüelles y Salamanca frente al Ensanche de Ildefonso
Cerdá. La competencia se presenta, desde Cataluña, como
desleal: cunde la idea, cierta o no, de que uno de los
proyectos -el madrileño- viene avalado por el Estado y el
otro no; era, por el contrario, fruto del esfuerzo aislado
y aún contracorriente de los barceloneses y los catalanes,
de su sociedad civil. El argumento llega con fuerza hasta
nuestros días. En el ensayo de Ruiz-Domènec, antes citado,
se alude a la inauguración del Gran Teatro del Liceo, el
recinto operístico de la capital catalana, y recuerda que
la construcción fue posible adoptando la fórmula de una
sociedad mercantil y mediante aportaciones individuales.
“No hubo ayuda oficial. Por ese motivo nunca se hizo nada
parecido a un palco real como en el Teatro Real de Ópera de
Madrid. Una vez más se mostraban las diferencias de trato a
una iniciativa procedente de Catalunya”.16 La queja por la
desatención incluye la ausencia de una política monumental.
La momunentalización y musealización del espacio urbano no
es, en Barcelona, labor asumida en el siglo XIX por las
autoridades.17 La excepción a la regla -el despliegue de un
callejero historicista en el Ensanche- es, una vez más, la
oportunidad para constatar el carácter personal de las
empresas colectivas: ahora se remarcará el rol magistral de
Víctor Balaguer en la combinación de la memoria histórica
de las glorias catalanas con la del liberalismo español.
16 RUIZ-DOMÈNEC, J.E., Catalunya, España, p. 39.17 MICHONNEAU, S., Barcelona: memòria i identitat. Monuments, commemoracions imites, Vic, Eumo,
A pesar de la hostilidad, el catalán provincial,
precisamente porque lo es, tiene en Madrid un horizonte, un
espacio abierto para la carrera política o para la
actividad en la abogacía. Es una de las paradojas
definidoras de lo provinciano. Madrid es, junto a motivo de
odio, un terreno de promoción, una tentación. Por ejemplo
para dramaturgos como José Feliu y Codina. Dice en sus
memorias Conrado Roure: “En los alrededores de 1872,
“Pepet” Feliu se retrajo un tanto del Teatro Catalán -la
iniciativa propiciada por Federico Soler (Serafí Pitarra) de
despliegue de un teatro popular, humorístico y resuelto,
desde un punto de vista lingüístico, en “el català que ara
es parla”-, pues al mismo tiempo que produjera para la
escena catalana, estudiaba a fondo el habla castellana, y
en cuanto hubo efectuado su práctica teatral en Barcelona,
ayudado siempre por uno u otro colaborador, ambicionando
más ancho campo donde desplegar su gran talento artístico,
trasladóse a Madrid, en donde muy pronto se impuso”. En
otras palabras, gente con ambiciones como Feliu y Codina se
preparaba -incluso idiomáticamente- para dar el salto.
Parece que Bertoldino y El testamento del brujo fueron sus dos
mayores éxitos en Madrid; lo que quería decir, ni más ni
menos, que en una España todavía presente a ambos lados del
Atlántico.
A finales de la década de 1870 Feliu retornó a
Barcelona y, por supuesto, al teatro catalán. Se registra
en este caso, como en muchos otros, un movimiento pendular.
Agudizado, en la querencia por el retorno, desde el momento
en que, mediante el recurso a la lengua catalana, se
construye un espacio cultural propio, suficientemente
potente -en esos años- en cuanto al problema de los
potenciales consumidores, y, además, relativamente
impermeable. Para explicar el movimiento de retorna del
centro a la periferia, y junto a este despliegue de un
mercado diferenciado operaba la añoranza. No son pocos los
testimonios que ponen el acento, entre esos años y los
primeros del siglo XX, en la sensación de extrañeza
originada por la comprobación de lo diversa de la vida
social. La antropología y la sociología de Madrid, epítome
de las Españas, les resulta extraña a algunos de esos
catalanes que se resuelven a volver.18
Mientras esto ocurre, en la Cataluña provincial
incluso los actos de afirmación de la identidad más
emblemáticos no sólo no entraban en colisión sino que se
hacían al amparo de la identidad española. Al evocar los
encuentros que, en respuesta a una previa visita a
Barcelona, tuvieron una expedición de poetas y dramaturgos
catalanes a la Provenza francesa, entre los felibres de
Frédéric Mistral, Roure recuerda que las aclamaciones que
allí, en las recepciones, se oyeron, “hallarán eco en París
y en Francia entera y las aguas del Mediterráneo llevarán
hasta las costas de España estos clamores fraternales:
¡Viva España! ¡Viva Francia! ¡Viva Cataluña! ¡Viva
Provenza!”. Previamente, a los asistentes al encuentro se
les dieron unas banderitas para el ojal de las americanas:
“con las cintas de los colores franceses a los catalanes y
otras con los colores españoles a los provenzales”. Era
ésta la credencial que les permitía entrar en los cafés y
18 ROURE, C., Memòries de (...). Recuerdos de mi larga vida , pp. 296-297.
consumir sin tener que pagar.19 Esta imagen, la de
embajadores de España, de la España no castellana, en el
país vecino, contrastaba con la incomprensión con que esos
mismos esfuerzos eran acogidos en Madrid: “En Barcelona,
con todo y ser Víctor Balaguer quien había invitado a los
poetas castellanos en ocasión de las fiestas de los Juegos
Florales, de Madrid únicamente vino Ventura Ruiz de
Aguilera, pues Zorrilla y Núñez de Arce residían entonces
en Barcelona. Mientras que a Saint-Remy, en cambio, a
aquellas fiestas literarias acudió de París un número de
literatos, poetas, académicos, críticos y periodistas que
no bajaría de sesenta. ¡Qué diferencia!...”.20 Desde los
años 1860 la sensación de desatención iría, a pesar de
complicidades intelectuales del tipo de Manuel Milà i
Fontanals y Marcelino Menéndez Pelayo y otras, cuajando.
En cualquier caso, los catalanes provinciales querían
ser españoles desde su identidad primera. En 1869, a raíz
de la insurrección registrada en Cuba, la Diputación de
Barcelona quiso reeditar la experiencia vivida con motivo
de la guerra de Marruecos. En aquel entonces habían sido
progresistas como Prim o Balaguer los que había conseguido
movilizar a los sectores ideológicos y a las bases sociales
que les eran próximos. El episodio de los voluntarios
catalanes en la Guerra de África era un caso evidente de
patriotismo pulsado para fijar clientelas políticas. Aunque
lo relevante aquí es que existía, que era amplio y que
tenía un notable eco popular. Ahora, tras la caída de
19 ROURE, C., Ibid., pp. 446 y 443 respectivamente. RAFANELL I VALL-LLOSERA, A., La Il·lusió occitana. La llengua dels catalans, entre Espanya i França,Quaderns Crema, Barcelona, 2006, 2 v.20 ROURE, C., Ibid., p. 447.
Isabel II se trataba de crear un cuerpo de patriotas que
fuese a combatir en defensa de un pabellón nacional
desvinculado de la odiada dinastía. La lista de
voluntariado se abrió el 19 de febrero de 1869. Las
dificultades fueron mayores de las previstas. Entre otras
razones porque a esas alturas ya era posible que a la
denominada entonces Plaza de la Constitución junto a los
voluntarios afluyesen “algunos ciudadanos que emitían ideas
pacifistas y sustentaban que debía dejarse en libertad a
los insurgentes de Cuba para que llevaran adelante sus
propósitos”. Las discusiones eran encendidas y, en
ocasiones, violentas. Sin duda, la situación de crisis
económica, el despliegue de la influencia
internacionalista, así como el hecho de que por esas mismas
fechas se estuviese combatiendo contra los sistemas de
reclutamiento en vigor, hacía que las circunstancias fuesen
bien distintas. Lo relevante del caso es que al pasar los
días y no completarse el batallón comprometido el Gobierno
intentó modificar la condición de que los formantes de la
unidad tenían que ser catalanes y abrió el enganche a los
naturales de otras regiones... “pero entonces los catalanes
enganchados se sublevaron mostrándose resueltos a no
embarcarse”.21 Finalmente, los voluntarios embarcaron el 27
de marzo en el vapor España. Lo hicieron entre los gritos
entusiastas de los deudos y amigos que les había ido a
despedir mientras ellos “ondeaban al aire las encarnadas
barretinas”.
Por detrás de este tipo de anécdotas, abundantes, lo
que late son dos cosas. La primera, que el catalán
21 ROURE, C., Ibid. pp. 565 y 566.
provincial se siente español de una manera específica, no
asimilable a otras maneras de serlo y tan legítima como -
cuando no superior a- otras modalidades. Que de esa
especificidad antropológica es consciente y, sin que sea
particularmente cultivada por ellos mismos, está lo
bastante viva como para ser activada cuando las élites
políticas lo precisan. Finalmente, es evidente que, con
excepciones, el catalán provincial rechaza la
centralización. No quiere romper la unidad nacional -
entendida por española-; por el contrario, suelen decir los
publicistas avanzados de la época, aspira a la unidad
universal. Ahora bien, en su reivindicación de una voz
propia, diferenciada, late un impulso, apenas esbozado de
contestación al modelo de organización política de la que
se ha dotado la España liberal: “Mes no volem de cap
manera, perque no volem l'absurdo, una unitat fingida com
es la que s'enmantella ab la vesta de la centralisació; no
volem l'armonía de la quietut, la conformitat de la mort,
lo consentiment de l'esclavitut; aixó no té cap
habilitat”.22
El tránsito
Convencionalmente se acepta que la ideología nacionalista
catalana se formuló en el periodo comprendido entre la
publicación de Lo Catalanisme (1886), obra de Valentí
Almiral, y la de La Nacionalitat Catalana (1906), el libro
cumbre de Enric Prat de la Riba. En realidad se trata de
dos textos que enmarcan un proceso con multiplicidad de
22 PALOMERAS, A. de, “La centralisació”, en La Gramalla, 2-28 demayo y 11 de junio de 1870; recogido en La Jove Catalunya, pp. 15-16.
voces y de experiencias organizativas y periodísticas, que
permitió la transformación de un crédito minoritario en una
protesta generalizada. Dicho proceso comportó, en la medida
que resultó exitoso, una reconsideración de España desde
Cataluña.
Sin duda un personaje clave en la forja de la mirada
que desde Cataluña se ha tenido de España en los tiempos
contemporáneos ha sido Almirall. Republicano implicado en
los trabajos del Sexenio, inspirador de los pactos
federales de 1869 con los que se querían sentar las bases
de una nueva España, demócrata e historicista al mismo
tiempo, Almirall vive el fracaso de 1873 como una suerte de
caída del caballo. Como tantos otros. Ni siquiera su
filiación positivista de los años a venir revela
singularidad. El ejercicio sistemático, teórico y práctico,
que Almirall emprende tiene, no obstante, una gran
trascendencia. Lo tiene porque se ejerce en un doble plano.
En primer lugar procede, como tantas otras miradas
regeneracionistas, o simplemente atrapadas por el peso del
pesimismo y la fascinación por el excepcionalismo español, a
elaborar un diagnóstico de los males de España. Empieza
haciéndolo en catalán desde las páginas del Diari Català
(1879) y en las sesiones del Primer Congreso Catalanista,
en 1880. Sin embargo, esa primera labor alcanza el punto
culminante en 1887 al publicar, en París, L'Espagne telle qu'elle
est.23 Los vicios, enraizados en las costumbres y sostenidos
por hábitos ancestrales, consumen las energías nacionales.
No todas las partes del país, ni todas las clases del
mismo, tienen igual responsabilidad en las carencias. La
23 ALMIRALL, V., L'Espagne telle qu'elle est, Paris, Albert Savine, 1887.
hegemonía, en España, es castellana. La otra gran pieza
elaborada por Almirall, Lo catalanisme, data de 1886. Un año
antes. El subtítulo es clarificador: Motius que el legitimen,
fonaments científics i solucions pràctiques. La legitimación radica en
el estado de atonía a la que el centralismo, y la
supremacía castellana, condenan al país. Los fundamentos
científicos apuntan a un ejercicio caracterológico que
parte de la existencia de volkgeist perfectamente definidos
y, por lo demás, y como avalarían las modernas ciencias
lingüísticas y antropológicas, opuestos. Para Almirall, si
el castellano era generalizador, el catalán sería
analizador; lo que el primero tenía de imaginativo, lo
tenía el segundo de reflexivo; el formalismo castellano
tenía su contraste en el positivismo del catalán; el
idealismo de los pueblos de la meseta difería del
materialismo de aquellos otros que moraban en el noreste
peninsular; si el castellano era autoritario el catalán se
orientaba, por principio, a la libertad; al centralismo de
primero oponía el último su particularismo. El esquema es
simple y omnipresente en Almirall; sazonado, a veces, con
el argumento étnico del carácter semítico de los
castellanos y no-semítico (ario) de los catalanes.
La tesis Almirall tendrá éxito en la mirada catalana
acerca de España porque posee, además, un corolario
práctico atrayente para las minorías selectas de la región:
cada época histórica concede a los pueblos el protagonismo
que les corresponde por sus rasgos de carácter colectivo. A
los castellanos correspondió la hegemonía imperial en los
tiempos modernos; a los catalanes se acomodan los tiempos
de la industria y el comercio, los de la hegemonía de los
preceptos liberales. La utilidad de la proposición es
doble. Por un lado, les confiere una importancia futura en
el diseño de España que sólo les puede ser negada por la
malevolencia del anacrónico uniformismo castellano. Por el
otro, les facilita el elemento aglutinante, en el seno de
la sociedad catalana, que la industrialización, el
despliegue urbano, la confrontación laboral y contractual
moderna -en las ciudades y en el campo- parecía negarles:
como pueblo, todos los catalanes tenían una labor colectiva
que llevar a cabo. La analogía de Cataluña como el Piamonte
de una nueva España, articulada sobre bases inéditas y
redimida de su pasado, garantizaba una empresa
supraregional y operaba como cláusula de resolución de
conflictos en el interior de la comunidad histórica.
Almirall pudo constatar el múltiple rendimiento que podía
sacarse de pulsar la tecla identitaria en las campañas por
la protección arancelaria. En dichas movilizaciones,
particularmente intensas desde principios de la década de
1880 y exitosas en la medida que acaban dando paso a
aranceles prohibicionistas, se articulaban sólidas
complicidades internas: en los mítines y manifestaciones
compartían entusiasmos las entidades patronales, las
sociedad corales, las juventudes católicas, los ateneos de
la clase obrera, los institutos agrícolas. La inclusión de
sectores nada desdeñables del mundo del trabajo cualificado
era especialmente bien recibida. En esas jornadas también
se coadyuvaba al crecimiento de los sentimientos de
singularidad en relación al resto de España y, en lo que se
refiere a sus posibles efectos negativos, eran compensados,
en esos años y con creces, gracias a la presencia de
delegados proteccionistas de las Castillas o del resto de
la nación que no dejaban pasar la ocasión de saludar, a
ciudades como Vic no sólo como la patria de Balmes y
Verdaguer sino en tanto que “pacífica Covadonga de nuestro
renacimiento científico y literario” y remataban sus piezas
oratorias con llamados a los catalanes para que asumiesen
esa labor de dirección de las políticas nacionales. Eran
tiempos en los que, todavía, si algún orador se expresaba
en catalán para hablar de economía o cuestiones sociales
procedía previamente a pedir permiso a la sala.
Autorización que, de manera sistemática, le era acordada
con entusiasmo. En cualquier caso, el castellano servía, y
no sólo debido a la presencia de las autoridades
gubernativas, como vehículo de debate en materias que iban
más allá de la mera diversión y del efluvio sentimental.
Mientras las instituciones económicas y sociales impulsaban
el proteccionismo industrial, otros ámbitos de la vida
catalana desplegaban su tarea para reforzar la doble
identidad. De los diagnósticos volkgeist de Almirall se pasa
en el Pompeyo Gener de Herejías a la argumentación racial
dura. España está abocada a la disolución debido a lo
impuro de la raza castellana, mestiza de semita y pre-
semita. La noción de trabajo no tiene sentido para quienes
rigen, desde la meseta, alta, falta de vegetación y pobre
en oxígeno, los destinos peninsulares. España constituye un
lastre para la Cataluña aria.24
24 GENER, P., Herejías. Estudios de crítica inductiva sobre asuntos españoles,Barcelona, F. Fé, 1887. Amigos y maestros: contribución al estudio del espírituhumano a fines del siglo XIX, Barcelona, J. Llordachs, 1897. VARELA, J., Lanovela de España. Los intelectuales y el problema español, Madrid, Taurus, 1999, pp.112-113. Manifestación proteccionista del partido de Vich : celebrada el día 25 de julio de1881, en el teatro Ausonense y en el salón de Santo Domingo de esta ciudad, Vic,Imprenta de Ramon Anglada y Pujals, 1881.
Más allá de Almirall o de Gener, si alguna figura
permite encarnar la transición del catalán provincial al
nacional ésta sea la de Joan Maragall. Él es el hombre que
como intelectual, en el sentido moderno del término, da voz
al tránsito. Un tránsito no exento de dudas y vacilaciones,
de contradicciones surgidas en el mismo momento en que se
adquiere conciencia del proceso que se está dando y de sus
implicaciones. Lo es, la encarnación del tránsito, en la
medida que, combinando sin aspavientos su condición de
católico y modernista, de catalán y de español, se erige,
en la crítica coyuntura del último decenio del siglo XIX,
en la conciencia moral, primero de una clase y, más
adelante, de todo un pueblo. Lo es, en cuanto, dio alas a
lo que Vicente Cacho Viu caracterizó como el ejercicio de
independencia cultural de lo catalán en España. Desde el
Diario de Barcelona, el periódico que dirigía Joan Mañé i
Flaquer, pasará a La Veu de Catalunya. Con el mismo empeño de
alzar la palabra, y no únicamente para marcar el contraste
con España sino las tensiones catalanas endógenas, sus
artículos a propósito sobre la Semana Trágica acabarán
viendo la luz en el federal y nacionalista El Poble Català. El
primer Maragall asume como exacta una idea que proviene de
Almirall y de Gener. Joan-Lluís Marfany la glosó mediante
una serie de referencias maragallianas de sus tiempos de
articulista en el Brusi: el español es “un pueblo que pasa
sin transición de las sobreexcitaciones histéricas a los
amodorramientos de la anemia”; “España está más metida
Batuecas adentro ahora que sesenta años atrás” y “Madrid no
es más que la capital de las Batuecas”; “el andalucismo es
el que nos gobierna y España entera no es más que un Estado
andaluz”. Ideas-fuerza, tópicos, sobre el material humano,
el proceso histórico, el peso de lo meridional que tendrán
larga vida y que, como anota Marfany, no se resolvían, aún,
en un nacionalismo catalán sino en un autonomismo
modernista.25
Maragall ahondará, con las guerras coloniales por
medio, en la noción de una España envejecida, vacía,
momificada. Una España dominada por el caduco espíritu
centralista que le viene de lo castellano. Un espíritu,
éste, que amenaza con corroer, por contagio, a los
catalanes: a menudo, buena parte de ellos parecen quedar
atrapados en el chulismo y el flamenquismo, inherentes a la
raza decrépita que controla España. El teatro y la prensa
de Madrid, los toros y el género chico: esa es la España de
la que hay que independizarse. Es esa la España que si ya
aparecía insinuada en las asambleas de la Unió Catalanista
en la última década del siglo XIX o en los mítines de la
Lliga Regionalista, a renglón seguido, adquirirá toda su
funcionalidad, con el 98 de por medio, en la Cataluña del
primer tercio del siglo XX. Inscrito, claro está, en un
clima intelectual muy de época. Núñez Florencio escribirá,
a propósito de Maragall, que una constante en los análisis
del poeta catalán era la insistencia en la postración
hispana. Siguiendo la estela abierta por el premier
británico Lord Salisbury al incorporar España a la
condición de dying nations, Maragall aludiría sistemáticamente
a rasgos como desorganización, pobreza, ausencia de grandes
25 MARFANY, Joan-Lluís, Pròleg a Joan MARAGALL, Articles polítics,Barcelona, La Magrana/Diputació de Barcelona, 1988, p. XI. CACHO VIU,V., El nacionalismo catalán como factor de modernización, Barcelona, QuadernsCrema/Publicaciones Residencia de Estudiantes, 1998.
hombres, corrupción, para referirse a España. Anota Núñez
Florencio que a pesar de que en ocasiones el poeta aluda a
España como una nación enferma en realidad está
refiriéndose a una agonía. Todo ello es muy cierto; como lo
es el hecho que Maragall no estaba solo. Es la figura
intelectual más notable de una generación, la que Vicens
Vives designará como la de 1901, que está pensando España,
siempre, en esos términos. Es más, Maragall no es más que
la expresión catalana del “'particularismo egoísta' en el
que cada zona, llámese Castilla, Aragón, Cataluña, etc.,
'va a lo suyo'.26 Maragall ensayó el llamado y la práctica
del diálogo entre lo particular y el conjunto, y en
ocasiones se dejó ganar por el desánimo despidiéndose del
proyecto compartido. Una aspiración que finalmente, en lo
que constituye una de las fantasías recurrentes en el
nacionalismo catalán, se resuelve en la exaltación de una
Iberia acabada, completa, a la que se le puede dedicar un
himno que pone el acento en la complementariedad última de
los paisajes de una tierra situada en un rincón de Europa,
una tierra marcada por la omnipresencia creativa del mar.
Un mar del que, como se aclara en el Himne Ibèric, sólo está
privada, una vez más, Castilla:
“Sola, sola enmig dels camps, terra endins, ampla és Castella. I està trista, que sols ella no pot veure els mars llunyans. Parleu-li del mar, germans!”
El catalán nacional y España
26 NÚÑEZ FLORENCIO, R., El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto, MarcialPons, Madrid, 2010, pp. 58-59 y 64-65.
Una de las primeras tareas que asume el catalán nacional es
la de poner en cuestión la historia de España. A menudo,
como en el caso de Antoni Rovira i Virgili, lo hará
acudiendo a la auctoritas de Francisco Pi y Margall. Éste, en
algún momento, dejó escrito que la historia de España está
aún por escribir; que lo que pasa por ser tal no son más
que “una serie de leyendas”. Las glorias y grandezas de
España no serían más que una larga recua de fanatismos y
calamidades, de inmoralidades y corrupciones, de
sometimiento de otros pueblos y de abandono del suelo
patrio. Deslustrar la historia de España -de las leyendas
que encubren tan tortuoso pasado- sirve para empezar a
dotar de un sentido nacional -y no meramente provincial- a
un ayer, el propio, que surge del corazón de los catalanes
y que se envanece de “les glòries de la pau, del treball,
de la ciència, de la llibertat i de la justícia social”.27
La erosión del nacionalismo español no pasa por una labor
crítica del mismo, de su carácter legendario; más bien se
concreta en la erección de otro cuerpo de fantasías. Éstas
son más necesarias en la medida que las fracturas sociales
corroen la unidad interna de la nación alternativa: el
artículo al que aludimos está escrito a las pocas semanas
de que Barcelona, y por extensión Cataluña, se haya
tambaleado con la Semana Trágica. Incluso en las crisis,
la incapacidad de renovación que, desde la perspectiva del
catalanismo en su conjunto, se atribuye a la España
posterior a 1898 certificaría el aserto. El primer
regeneracionismo pronto se olvida. El Programa del Tívoli,
27 ROVIRA I VIRGILI, A., “Les velles glòries”, en La Campana deGràcia, 7.VIII.1909.
manifiesto electoral de la Solidaridad Catalana para las
elecciones generales de abril de 1907, exhibido como una
propuesta de escapatoria para España consistente en
reformar juntos la estructura del Estado, no tiene mayor
recorrido que el de la coalición a la que se ha sumado el
ex-presidente de la Primera República Nicolás Salmerón.
España, es cierto, deviene espacio de intervención para los
proyectos imperialistas – capaces de transformar a los
individuos y su sustrato espiritual- del catalanismo.28
Mientras endins, Cataluña se nacionaliza mediante los magros
instrumentos de la Diputación desde 1907 y con los
adquiridos en la Mancomunidad alcanzada, y dirigida, por
Prat de la Riba desde 1914, los intentos de Francesc Cambó,
en la segunda década del XX, por renovar la vida política
española se verían condenados al fracaso no tanto por falta
de densidad del activismo catalán -sustentado sobre el mito
de su vibrante sociedad civil- como, dirán, por el recelo,
la ausencia de recepción, la hostilidad de una Castilla que
monopoliza la idea de España.
Un régimen de contrastes bruscos se impone. En 1912,
Rovira i Virgili asegura que la realidad de España es
triste y desolada. Las esperanzas se desvanecen
prematuramente: “són com poncelles mústigues”.29 Imposible
concretar estrategias de regeneración española que
impliquen el reconocimiento del hecho catalán. La
modernidad del catalanismo no puede con las prácticas
28 UCELAY DA CAL, E., El imperialismo catalán: Prat de la Riba, Cambó, d’Ors y laconquista moral de España, Barcelona, Edhasa, 2003. CASASSAS, J. et al., ElsFets del Cu-cut!: taula rodona organitzada pel Centre d'Història Contemporània de Catalunya el24 de novembre de 2005, Barcelona, Centre d'Història Contemporània deCatalunya, 200629 La Campana de Gràcia, 23.XI.1912.
políticas españolas -asociadas al diagnóstico costiano. Sin
embargo, cuatro años más tarde, Eugeni d’Ors insiste en
preconizar las virtudes del diálogo. Un diálogo que, como
dirá tanto en conferencias en Madrid como en las glosas del
momento, se abre desde Cataluña. El diálogo es un método
regenerativo que Cataluña propone a España: “Desvetllar la
capacitat de diàleg, tornar a un monologador a la capacitat
de diàleg, és tornar-lo a la vida”. Éste es el favor que la
Cataluña imperialista está haciendo a España. En
consecuencia, y ésta es una deriva inequívocamente orsiana,
lo que hace Cataluña, o debería hacer, en relación a España
es reclamar la Autoridad: “Demanem per a ella
l’”autoritat”, no solamente la “llibertat”. Si l’Estat li
refusa obediència és que l’Estat es torna, vistes les coses
des del punt de mira de la justícia pura, un “rebel”, un
veritable revolucionari. Estat d’Espanya, aquest petit
Poble Productor et crida per primera vegada a l’ordre”.30 A
cada expectativa sigue una frustración; de cada frustración
se sale con una apuesta nueva, más exigente si cabe.
Una de las apreciaciones que han tenido mayor éxito en
la lectura que el nacionalismo catalán hace del Novecientos
es la que atribuye a la República la posibilidad de ser una
solución al problema del encaje en España. Algunos de los
motivos que dan solidez a dicha percepción es semántica:
República podía sustituir, o como mínimo neutralizar, a la
perfección el vocablo España. Otras tienen que ver con la
coyuntura populista vivida en 1931. En todo caso, las cosas
no empezaron así. El republicanismo catalán del tramo final
30 “El diàleg”, Glossari 1916, pp. 164-165 y “La política española”, G1916, pp. 197-198.
de la Dictadura de Primo de Rivera -presente en
conspiraciones y partícipe del Pacto de San Sebastián- se
componía tanto de elementos que percibían España como una
realidad nacional distinta, a la que había que recomponer
en una suerte de confederación que diera entrada a la
nación catalana –es, sin duda, el caso del Francesc Macià
del complot de Prats de Molló, del empréstito separatista,
de la Constitució de La Havana-31, como de republicanos
partícipes de una mayor o menor radicalidad autonomista. A
su vez, los medios intelectuales habían cultivado, en
tiempos del Directorio, una renovada solidaridad. La
empatía generada en respuesta a la represión cultural, y
lingüística, sólo se habría quebrado, y aún parcialmente,
por las opciones ante el cambio institucional: el
monarquismo de Cambó supuso su distanciamiento de un José
Ortega y Gasset que se ponía al servicio de la República.
La combinación de estos y otros planos hizo que el 14 de
abril fuera vivido, en Barcelona y en un primer momento,
como un episodio de solidaridad democrática española. Las
reconducciones se sucedieron con rapidez. Primero, la de
Macià enmendando la plana a Companys y proclamando la
república catalana. Tres días más tarde, la de los
ministros del gobierno provisional, Fernando de los Ríos,
Marcelino Domingo y Lluís Nicolau d’Olwer, retornando el
proceso a los cauces autonomistas enmarcados en la lógica
constituyente.
Los avatares institucionales, en esos años, dieron
lugar a una relación no menos problemática. Las tensiones,
31 Constitució provisional de la República Catalana aprovada per l'AssembleaConstituent del Separatisme Català reunida a l'Havana durant els dies 30 de setembre, 1 i 2d'octubre de 1928, La Havana, Serrano, 1928.
relacionadas con el proceso de elaboración del estatuto de
autonomía de 1932, convirtieron a Cataluña en un problema,
al mismo tiempo que en un baluarte, para la república. Los
golpes de fuerza, los equilibrios parlamentarios y los
episodios de fraternidad emocional se sucedieron con gran
rapidez dando lugar a resistencias de todo tipo, retóricas
y prácticas, tanto desde la Castilla preterida como desde
la Cataluña urgente de los elementos separatistas.
Probablemente, al equívoco, creciente y con notable reflejo
en las opiniones públicas respectivas en tiempos de intensa
movilización y politización, tuvo diversas razones. Desde
la misma composición heterogénea de la fuerza hegemónica en
la Cataluña populista –la Esquerra Republicana de Catalunya
fundada en la primavera de 1931- a la debilidad y ausencia
de criterios definidos al respecto –el de la autonomía, el
carácter plurinacional del Estado,…- en el sistema de
partidos que operaba en el conjunto de la España
republicana.32 Por lo demás, adquirió gran importancia una
idea presente, explícita o implícitamente, desde el mismo
14 de abril y desplegada con fuerza el 6 de octubre de
1934. El fracasado golpe de Estado de esa jornada
revolucionaria, al que no eran en absoluto ajenas las
tensiones intracatalanas (ley de Contrato de Cultivos), se
presentó, en última instancia, como la reanudación de lo
propuesto por Macià tres años y medio antes: la definición
política de España, toda, desde Cataluña a partir de un
hecho de fuerza, y marcadamente sentimental, que dejase
claro el carácter previo de la soberanía de los catalanes
32 UCELAY DA CAL, E., La Catalunya populista : imatge, cultura i política en l'etaparepublicana, 1931-1939 , Barcelona, La Magrana, 1982
en tanto que tales.33 Años más tarde, en plena guerra
civil, Rovira i Virgili lo formularía con nitidez. En
agosto de 1937 el entonces director de La Humanitat
escribía: “La República és, no ja de tots els ciutadans,
ans encara de tots els pobles que la formen”. Esta
conversión de los pueblos hispánicos en sujetos de
soberanía comportaba una visión inédita de España. Desde
esta perspectiva era claro el sentido que tenía la guerra
civil, y la misma evolución registrada en el interior de la
España leal a las instituciones republicanas. La dirección
política de los destinos de la república amenazaba con
pasar a manos de aquellos que ya en tiempos de los Austrias
y de los Borbones la monopolizaron; gentes que
representaban “històricament i ètnicament un esperit
distint del català”. El centralismo español -negrinismo a
esas alturas- no ha sido nunca sinónimo de organización,
disciplina, coordinación y responsabilidad.34
Siguiendo el anterior razonamiento, la derrota
republicana en la guerra civil española fue percibida desde
el catalanismo como una invasión. Poco importaba que en las
tropas nacionales que entraban en el país hubiera
contingentes de catalanes. No era la primera invasión,
aunque sí la más brutal: “Ens han envaït”, decía Rovira i
Virgili. “Aquesta és la invasió més densa i més amenaçadora
de totes les que s'han esdevingut en el curs de la història
catalana. És la furiosa invasió de l'odi. Odi a Catalunya,
a la Catalunya republicana, a la Catalunya liberal, a la33 HURTADO, A., Abans del sis d’octubre (un dietari), Barcelona, QuadernsCrema, 2008.34 La Humanitat, 18.VIII.1937. ROVIRA I VIRGILI, A., “La guerra que hanprovocat”. Selecció d'articles sobre la guerra civil espanyola, Barcelona, Abadia deMontserrat, 1998,, pp. 233-234.
Catalunya nacional”.35 La susodicha invasión, de la que
participaban los catalanes encuadrados en el Tercio de
Nuestra Señora de Montserrat, o en otras unidades, se
estabilizaría contando con numerosos coterráneos tanto en
los niveles superiores de la administración del Estado como
en los más cercanos al ciudadano de a pie. La invasión
aturdiría, según el razonamiento catalanista, al buen
catalán. Le obligaría al repliegue. El catalanismo vive, en
la diáspora, una deriva autodeterminista. El aludido
Coromines, cerraba el testamento político “per al fills”,
como sigue: “Mentre subsisteixi la República Espanyola jo
seré fidel a l'Espanya republicana, perquè sempre ho he
pensat així i perquè no tinc ni ganes ni possibilitat
espiritual de canviar. Però jo no tinc cap compromís, ni
històric ni sentimental ni polític, amb una Espanya
monàrquica i feixista”.
Más allá de ese deshacerse del compromiso histórico
con la democracia hispánica -muchos se referirán a la
caducidad del pacto entre iguales forjado el 14 de abril de
1931 y ahora anulado por la fuerza- las estrategias de
acomodación, y de relectura de España, en el interior,
fueron múltiples. Será particularmente aducida, para el
caso catalán, la llevada a cabo por el grupo de Destino.
Intelectuales, arquitectos, periodistas de la talla de Juan
Bassegoda, Josep Pla, Carlos Sentís, Ignacio Agustí,
Sebastián Juan Arbó,…con la colaboración de andaluces como
José María Pemán, castellanos, gallegos,… procederán a una
lectura de los paisajes y las costumbres, de los recuerdos
35 ROVIRA I VIRGILI, “La guerra que han provocat”. Selecció d'articles sobre la guerra civil espanyola, Barcelona, Publicacions del'Abadia de Montserrat, 1998, p. 67. Artículo recogido en pp. 325-326.
y los proyectos peninsulares con la intención de garantizar
una mínima comodidad afectiva, e incluso un cierto
consenso, entre sectores de las élites del regionalismo
conservador y la España de Franco. Paisajes asociados a la
tradición clásica y a la imperial (Ampurdán o Tarragona),
de sabor italianizante o alpino, de tono marítimo (Costa
Brava), de connotaciones católicas y martiriológicas
(Montserrat, Poblet)… o incluso espacios urbanos como
Barcelona, asociados a un imaginario alternativo al
propiamente español, serán repensados y representados como
piezas de un rompecabezas patrio que no se entiende sin
todas y cada una de sus piezas.
El éxito de la empresa será importante pero tendrá
fecha de caducidad. La labor nacionalizadora autoritaria
desplegada por el franquismo en la escuela y en los medios
de comunicación de masas, a través del servicio militar
obligatorio o de la propaganda y el encuadramiento
asociativo resultará ser epidérmica y aún contraproducente
en la medida que se produjo entre los emergentes sectores
de oposición -a partir de mediados de la década de 1960-
una creciente identificación entre España y dictadura, de
España con una concepción liquidadora de lo culturalmente
diverso que radicaba en su seno. A la altura de 2010, puede
decirse que la lectura que goza de mayor aceptación en los
medios publicados catalanes sería la siguiente: tras el
primer aturdimiento de 1939, lógico tras la ocupación
española, la sociedad se desperezaría, sería capaz de
reponerse y de ponerse manos a la obra. La década de los
cincuenta se iniciaría en Cataluña con la huelga de
tranvías de Barcelona de marzo de 1951 tanto como con el
fichaje, unos meses antes, de Kubala por el Barça. Ambas
serían manifestaciones de la vitalidad de un país dispuesto
a sacar a España de su postración. Por ello, se dirá
obviando las colaboraciones administrativas del régimen,
construyeron el Camp Nou, lugar en el que volcó la
inmigración; por eso decidieron colaborar intelectualmente,
claro está, desde dentro. El párrafo debido a Ruiz-Domènec,
autor al que me he referido, es transparente: “Como ocurre
hoy en día, los catalanes se vieron en la obligación moral
de salvar a su país, aunque despreciaran el régimen del 18
de julio. Lo hicieron según su tarannà, sin llamar demasiado
la atención, prudentemente, es decir, haciendo uso del seny
ya que la rauxa sólo conducía, en su opinión, a un nuevo
conflicto. Diseñaron un plan para sacar a España de la
ruina a la que había conducido una economía autárquica sin
prestar atención a los que hablaban de colaboracionismo,
simplemente ignorando a los que aconsejaban no intervenir
en lo que tuviera que ver con el régimen”.
Ese plan pasaría por los contactos con el círculo de
Arbor y con el Opus Dei, con los tecnócratas dispuestos a
modernizar España en su conjunto. Puestos a hacer, los
catalanes así entendidos no sólo elevaron ese templo de la
integración que sería el Camp Nou, sino que, por boca del
editor Vergés, y a sugerencia de Josep Pla, animaron a
Jaume Vicens Vives a escribir sobre Cataluña y España. De
ahí saldría Notícia de Catalunya.36
Dándose a conocer en tiempos de armonización autonómica
36 RUIZ-DOMÈNEC, J. E., Catalunya, España.
En realidad, las circunstancias fueron algo más complejas,
tanto en el tardofranquismo como en la Transición. La
oposición antifranquista contó, en Cataluña, con una doble
raíz que aparecía, ya en los primeros setenta y en el seno
de plataformas como la Asamblea de Cataluña, notablemente
articulada. La contestación social, vecinal, obrera y
popular, canalizada por una nueva y vieja izquierda
política y sindical. Junto a ella el rechazo a las
constricciones y ataques a la identidad catalana.
Autodeterminismo y, en particular, autonomismo formaron
parte integral de la agenda de la oposición. La
singularidad de la cuestión catalana en el marco del
proceso transicional, en la que no entraremos en estas
líneas, resulta relevante en la medida que abre las puertas
a una solución político administrativa, el Estado de las
Autonomías, que deja irresuelta la problemática
nacionalista en la medida que limita las posibilidades de
bilateralidad insinuadas desde la operación Josep
Tarradellas. La Cataluña antifranquista, que se creía
modélica para el conjunto de los pueblos y ciudadanos en el
momento de la reforma política, observa con creciente
estupefacción como, en otras partes, la rebelión ciudadana,
iniciada en Andalucía en diciembre de 1977 y culminada el
28 de febrero de 1980 con el referéndum estatutario en la
región, lleva a una equiparación en las vías de acceso a
ámbitos competenciales y, por tanto, a la erosión de las
asimetrías. Poco importa que entre 1978 y 1979, con la
Constitución y el Estatut, se alcance una capacidad de
gestión política sin precedentes en la contemporaneidad -
incluso en relación al Estatut de 1932, lo relevante pasa a
ser que no hay excepcionalidad. O que ésta -y no tanto las
competencias- es modesta.
A principios de la década de 1980 tuvieron lugar una
serie de acontecimientos que iban a modificar no ya la
naturaleza del nacionalismo -o el peso de las distintas
proyecciones de futuro y visiones de España en el seno del
mismo- sino que, por extensión, ocasionaron una alteración
en las percepciones hispánicas de un número significativo
de catalanes. La suma de factores, endógenos y exógenos a
la sociedad catalana, fue realmente notable. El despliegue
del sistema autonómico, abierto y más intuitivo que
planificado, llevó a un intento de reconducción y
racionalización del mismo. Los nacionalismos vasco y
catalán insistieron en presentar la Ley Orgánica de
Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), aprobada por
las Cortes a mediados de 1982, como un corolario del
intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. En
realidad, tal y como recordó Leopoldo Calvo-Sotelo, la
iniciativa formaba parte de su discurso de investidura como
presidente del Gobierno, leído días antes de la intentona
militar.37 En todo caso, la ley tuvo un recorrido corto.
Una vez aprobada, los gobiernos del País Vasco y de
Cataluña, apelaron al Tribunal Constitucional, que acabó,
en agosto de 1983, dándoles buena parte de razón. La
pretensión de fijar un techo competencial para todas las
comunidades autónomas y de negar, en consecuencia, el
carácter singular de las nacionalidades con respecto a las
regiones y, por tanto, las regalías aparejadas a la
37 CALVO-SOTELO, L., Memoria viva de la Transición, Barcelona, Plaza yJanés, 1990.
singularidad, fue rechazada por el tribunal en la medida en
que entraba en contradicción con el Título VIII de la
Constitución.38
El listado de incidentes que venían a alterar el juego
de percepciones y miradas cruzadas no estaría completo si
no se incluye el hecho que algunos intelectuales de cultura
castellana, aunque de tiempo residentes en Barcelona,
partícipes del activismo político en los primeros setenta,
pusieron en duda, abiertamente, la naturaleza del proceso
nacionalizador, en particular en materia lingüística, que
se estaba llevando a cabo por las autoridades autonómicas.
El manifiesto de los 2.300 ponía en cuestión lo que
constituía el punto básico en la construcción de la nación:
una escuela en la que la lengua vehicular fuera el catalán.
El manifiesto relacionaba esta apuesta con una pérdida de
perspectiva solidaria con el resto de España. En respuesta
al citado manifiesto, y articulando un independentismo que
se había visto neutralizado en los procesos electorales por
la pujanza del nacionalismo moderado y conservador, al que
consideraban meramente regionalista, tuvo lugar la creación
de la Crida a la Solidaritat. Al auge, más social que electoral,
y a su impacto entre los segmentos más jóvenes y
desengañados para con la transición, del nacionalismo
radical no fue ajeno la necesidad de gestionar el choque,
antes comentado, con el Estado. El 14 de marzo de 1982, la
Crida, y el conjunto de las fuerzas nacionalistas,
convocaron a un manifestación en Barcelona en contra de la
LOAPA, al combate contra el quintacolumnista se sumaba la
38 PERICAY, X., “Más allá del 'llamado problema catalán'”, enCuadernos de Pensamiento Político, enero/marzo de 2011, Madrid, FAES, pp.129-142.
noción de una agresión exterior. El pulso entre dos
concepciones, catalanistas, se puso de manifiesto en la
existencia de dos lemas contrapuestos. A la exigencia de
autodeterminación que planteaban desde la Crida, el
pujolismo propuso el No a la Loapa, som una nació. Por el camino
el vago concepto nacionalidad había sido sustituido por el
que siempre había sostenido el catalanismo, la condición
nacional, que no “nacionalitaria” de Cataluña, quedaba
clara. También se había procedido a la articulación de un
polo independentista que, primero a través de ERC y después
mediante otras plataformas e iniciativas, ha acabado dando
lugar a una corriente estable sostenida que basa su
proyecto en la percepción de España como un negocio
improductivo para los catalanes, como una fuente de gastos
y exenciones sin compensaciones, como una fuente de
opresiones. Dicho argumentario pondría el acento en el
carácter fallido de la Transición, en la frustración de las
aspiraciones nacionales seculares de Cataluña por razón de
la perfidia de los elementos centralistas, conservadores o
no. En realidad, periódicos clave en la conformación de la
opinión española en esos años no dudaron en editorializar
desmarcándose agresivamente de la labor de las mayorías
parlamentarias y de la tarea del ministro de Administración
Territorial, Tomás de la Quadra, presentando la citada
LOAPA como el instrumento para “desnaturalizar los
Estatutos de Sau y de Guernica” en nombre de un uniformismo
rebozado de retórica jacobina.39
En los primeros momentos de la década de 1980, junto a
la movilización nacionalista, y al inicio de un proceso de
39 El País, 16 de agosto de 1983.
construcción nacional desde los espacios institucionales
recientemente adquiridos, se prodigó el ejercicio que se
presentaba a sí mismo como pedagógico. El martes 24 de mayo
de 1983 Felipe González, presidente del Gobierno de la
Nación, y Jordi Pujol, presidente de la Generalitat de
Catalunya, inauguraban, en el Centro Cultural de la Villa
de Madrid, una exposición que llevaba por título Catalunya en
la España moderna (1714-1983). El título remitía a una de las
aproximaciones básicas para la comprensión de la
trayectoria secular de Cataluña: la tesis doctoral del
historiador francés Pierre Vilar. Una obra que habría
determinado, junto a los trabajos -contradictorios tanto
como hipotéticamente complementarios- de Soldevila y Vicens
Vives, la percepción que las minorías selectas del país
tenían de Cataluña y de su peculiar relación con España.
Desde la noche de los tiempos los catalanes habrían
procurado hacer triunfar, como proyecto a compartir, su
particular sentido de la modernidad. Al verse rechazados, y
sólo al verse obstaculizados en esa primitiva empresa, las
élites rectoras del Principado, y con ellas el grueso de
las clases y grupos sociales en presencia -desde el honrado
menestral al eficiente industrial, pasando por el
inevitable poeta-, se habrían orientado hacia el
particularismo, hacia un proyecto de afirmación nacional,
diferenciada aunque procurada en el seno del Estado.40
40 La Catalogne dans l'Espagne moderne: recherches sur les fondements économiquesdes structures nationales, Paris : S.E.V.P.E.N., 1962, 3 vols. Lainvestigación sería inmediatamente traducida al catalán y publicada,con prólogo de Agustí Duran i Sanpere y traducción de Eulàlia Duran deCahner, en Barcelona, por Edicions 62 entre 1965 y 1968. Jordi Pujolsiempre la citará como una de las obras de referencia en su formaciónintelectual y patriótica.
Con la muestra abierta esa primavera de 1983 se quería
dar a conocer, una vez más, Cataluña a los madrileños y,
por extensión, a los españoles. No sólo el arte catalán. De
éste último -del románico pirenaico a Miró, pasando por
Gaudí- el consumidor español ya estaba enterado. Lo que
había que hacer era pedagogía de la política catalana,
entendida como política nacional. Lo que se proponía era
dar el tono de un esfuerzo propagandístico de cara enfora.
Corría de nuevo el rumor de que los malentendidos -desde
los relacionados con la LOAPA, hasta los rifirrafes
protocolarios habidos semanas en la inauguración de la
Exposición Antológica de Salvador Dalí, en el Museo de Arte
Contemporáneo de Madrid- no tenían otra causa que el
desconocimiento. Que para dicha exposición se eligiese como
punto de partida 1714 no era circunstancial. En el relato
catalanista la derrota de la opción austriacista constituye
el punto de arranque de la negación no ya de la
singularidad catalana sino de la misma posibilidad de una
España contrafactual; la que andando el tiempo será
definida como la nación de naciones41 o la España plural42.
El comisario, Josep Maria Ainaud de Lasarte, erudito
conectado con el catalanismo pujolista, lo justificaba en
estos términos: “Es un momento al que damos especial
atención por que fue un hachazo equiparable al de julio de
41 GARCÍA, Anna Maria (ed.), “España, ¿nación de naciones? 1Jornades Jaume Vicens Vives”, monográfico de Ayer 35*1999, Madrid,Marcial Pons, AHC.42 Quizás los historiadores que de manera más insiste plantean laexistencia de un austriacismo entendido como proyecto político defuturo alternativo a la centralización borbónica hayan sido losmodernistas Joaquim Albareda y Ernest Lluch. Véase, a modo de ejemplo,Albareda i Salvadó, J., “L'austriacisme i l'alternativacatalanoaragonesa, segons Ernest Lluch”, en Butlletí de la Societat Catalanad'Estudis Històrics 12, 2001 , Barcelona, IEC, pp. 9-26.
1936” -no al del frío invierno de 1939. Efectivamente,
aquello que se quería dar a conocer era que hacía
trescientos años se dio la posibilidad, al parecer, de que
los destinos de España fuesen otros.
A rebufo de la exposición, de hecho pocos meses más
tarde aunque ya en 1984, el historiador Antoni Jutglar
incorporaba un prólogo “para no catalanes” a la edición en
castellano de su versión revisada de Els burgesos catalans. La
obra, original de 1966, había quedado oculta en el tiempo
por la centralidad que pasaron a tener, primero, los
debates entre Jordi Solé Tura y Josep Benet acerca de la
naturaleza burguesa o popular, reaccionaria o progresista
del moderno catalanismo, y, posteriormente, por el canon
elaborado por Josep Termes a propósito de las raíces
populares, y las expresiones democráticas, del nacionalismo
catalán. Sin embargo, en su momento, el trabajo de Jutglar
ponía de relieve, tanto en 1966 como en 1984, algunas de
las preocupaciones con las que la intelectualidad catalana,
y catalanista, abordaría el problema de la mirada de España
desde Cataluña, y, correlativamente, de la percepción que
de ésta se tenía “en el resto del Estado español”. La
edición de los años ochenta se justificaba no sólo por la
vocación de rescatar del olvido una lectura quizá omitida
de la obra de Jutglar. También como un ejercicio para hacer
frente al “desconocimiento de todo lo catalán (…)”. En otro
plano igualmente retórico, Jordi Pujol era, a principios de
1985, considerado el español del año 1984. No obstante,
España empezaba a pagar, como señalábamos anteriormente,
las facturas de las primeras miradas críticas para con los
logros de la transición, tanto en materia democrática y
social, como territorial. España y aquellos catalanes -que
los había, según Jutglar- ciegos a su propia realidad,
incapaces de entender en qué consiste ser catalán,
bloqueaban las potencialidades definidoras de lo común a
partir de lo singular.43
Los esfuerzos por darse a conocer -en ocasiones en
coincidencia con los de dar a conocer los propios proyectos
para España, lo que no es exactamente lo mismo- llegan
hasta nuestros días para irritación de buena parte de la
opinión pública española y desesperación, residual, de
quienes se definen soberanistas o independentistas.
Coda
El rasgo definidor del nacionalismo contemporáneo,
mecanismo definidor de los consensos básicos en la Cataluña
contemporánea, radica en el establecimiento de dos
instancias perfectamente diferenciadas en su ser: Cataluña
y España. De la negociación -bilateral- entre esos dos
sujetos colectivos dependen la feliz resolución de un
contencioso que se arrastraría, como mínimo, desde hace
trescientos años. En este sentido, el salto registrado en
relación a la propuesta almiralliana resulta trascendental:
hasta Almirall, y en adelante entre aquellos que pasarán a
ser tildados de meros regionalistas o provincialistas, las
instancias en juego eran Cataluña y Castilla. Cierto, había
otros pueblos, e incluso, junto a Portugal, una perspectiva
ibérica. Sin embargo, la dialéctica se establecía entre
las dos colectividades que podían asumir el liderazgo
43 JUTGLAR, A., Historia crítica de la burguesía en Cataluña, Barcelona,Anthropos, 1984, “Prólogo para no catalanes”, en pp. 9-44.
peninsular. Tras Prat de la Riba los términos se modifican
y se difunde, de manera creciente, la antinomia Cataluña-
España.
Si en tiempos de las campañas proteccionistas los
sentimientos jugaban un papel menor -apenas encubrían los
intereses-, a partir de la llegada del nuevo siglo
adquieren una mayor relevancia. Para Josep Calvet, más
conocido como Gaziel, no era éste, el espiritual, el terreno
donde había que dirimir el conflicto. Los sentimientos,
dirá, mejor dejarlos a buen recaudo. De lo contrario,
cualquier diálogo, y cualquier posibilidad de acuerdo, se
vuelve imposible. “El sentimiento puro, y cuanto más hondo
peor -escribía en los albores de la dictablanda -, es lo que
con mayor fuerza separa a los hombres. El sentimiento es
siempre una fuerza impolítica. Por esto la gran política ha
sido siempre el cálculo de utilizar los sentimientos
colectivos, no para encerrarse en ellos, sino para
superarlos”. La tarea no es fácil dado que, a esa España
invertebrada, se refería Gaziel como los “Balcanes de
Occidente”.44
El empeño nacionalizador del franquismo provocó que la
transición política no sólo estuviera marcada, en gran
medida, por la necesidad de dar solución al problema
catalán, sino también por la voluntad de reparar, en lo
posible, el daño causado en este terreno por la guerra y la
dictadura. Como asegura Pericay, “no sólo influyó en ella,
entre otros propósitos, el de encajar de una vez por todas
a Cataluña en España, sino también el de hacerlo con una
44 “Castilla y Cataluña. Los precursores”, La Vanguardia,21.III.1930. Citado en PERICAY, X., “Más allá del ‘llamado problemacatalán’”.
generosidad que excedía lo estrictamente necesario”.45
La hegemonía política, en Cataluña, había ido a parar
a manos de Convergència i Unió, plataforma liderada por
Pujol que sostenía un nacionalismo pragmático, aunque
exclusivo -pasa a regular la legitimidad última de las
identidades en presencia- e irredento -aspira a una
construcción nacional que, con independencia de los
conflictos con el modelo autonómico general, pretende la
ampliación constante de los ámbitos de decisión: las
reivindicaciones no tienen límite. El relevo al frente de
la dirección política del país, tras un cuarto de siglo de
pujolismo, con la llegada al poder del exitoso alcalde de
la Barcelona olímpica, Pasqual Maragall, coincidió con un
momento en el que todas las fuerzas políticas catalanas,
con excepción del PP, pasaron a competir en soberanismo. En
realidad, y en materia de percepciones de España, Maragall
tuvo que asumir, con todos sus flecos la percepción de su
anterior y constante rival político. La comodidad, incluso
la satisfacción con la que Maragall concebía el papel de
Cataluña en España y la transformación que, entre todos, se
había hecho de la misma, alcanza el paroxismo en los
primeros años de la década de 1990. Con posterioridad
vendrá el reflujo. En la medida que pasa a verse como el
hipotético relevo de Pujol al frente del país precisa
adoptar algunos de los rasgos discursivos del mismo. Un
ejemplo lo ilustra. Sólo a principios del nuevo siglo se
permitirá Maragall aducir que los catalanes tienen derecho,
ocasional y discrecional, al resentimiento para con una
España que, al fin y al cabo, es responsable última del
45 PERICAY, X., art.cit.
asesinato del último presidente democrático del país: Lluís
Companys. En el olvido queda que Julián Zugazagoitia
formaba parte del mismo lote de transferidos por la Gestapo
a la España de Franco. Desde 2003 la insatisfacción para
con España, cuando no el soberanismo, se convierten,
inexorablemente, en la perspectiva recurrente de la
política catalana. Por el camino se abandonan por obsoletos
o injustos los criterios de la Transición. Es, visto es
perspectiva, el corolario inevitable, el resultado de esta
larga trayectoria que, por resumir, hemos simplificado con
la imagen del tránsito de la condición provincial a la
nacional. Ahora, incluso las voces que desde Cataluña
aspiran a un diálogo franco y fecundo lo hacen desde la
presunción de que Cataluña constituye un todo equiparable,
como entidad colectiva, a España.