ESPAÑA DESDE CATALUÑA. CEPAS DE UNA APRECIACIÓN DE LARGO ALCANCE.

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ESPAÑA DESDE CATALUÑA. CEPAS DE UNA APRECIACIÓN DE LARGO ALCANCE. Ángel Duarte. Universitat de Girona. Percepciones catalanas La percepción que de España, como Nación, se ha tenido desde Cataluña a lo largo de la contemporaneidad no puede entenderse sin atender a la reputación que los catalanes han desplegado de, y para consumo prioritario de, sí mismos. Ni que decir tiene que dichas apreciaciones -en rigor, un completo mundo de imágenes que incluye a los convecinos- han ido de la mano de proyectos culturales, sociales y políticos perfilados a partir de aquella reputación. Ésta, en cualquier caso, los precede. Glosar a los catalanes en este contexto es hacerlo, necesariamente aunque de manera poco precisa, de unos pocos: los que han tenido la oportunidad y el interés por expresar dichas consideraciones idiosincrásicas. A principios del siglo XIX, y como en todas partes, no fueron muchos los que dieron cuenta de sus apreciaciones en el ágora de la sociedad liberal en construcción. Utilizaron para ello el artículo periodístico y la charla en el ateneo, el poema recitado en unos juegos florales y la pieza oratoria en el Congreso de los Diputados o ante el Monarca, en audiencia. Hecha la salvedad, y en este orden de cosas, es bien conocido que existe un momento de cambio, un punto de inflexión nítido; dilatado en el tiempo aunque preciso: la eclosión del catalanismo entendido, ya, como nacionalismo. El éxito de la empresa hizo que lo que pudiera ser una sentimentalidad asociada a las minorías

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ESPAÑA DESDE CATALUÑA. CEPAS DE UNA APRECIACIÓN DE LARGO

ALCANCE.

Ángel Duarte. Universitat de Girona.

Percepciones catalanas

La percepción que de España, como Nación, se ha tenido desde

Cataluña a lo largo de la contemporaneidad no puede

entenderse sin atender a la reputación que los catalanes han

desplegado de, y para consumo prioritario de, sí mismos. Ni

que decir tiene que dichas apreciaciones -en rigor, un

completo mundo de imágenes que incluye a los convecinos-

han ido de la mano de proyectos culturales, sociales y

políticos perfilados a partir de aquella reputación. Ésta,

en cualquier caso, los precede.

Glosar a los catalanes en este contexto es hacerlo,

necesariamente aunque de manera poco precisa, de unos

pocos: los que han tenido la oportunidad y el interés por

expresar dichas consideraciones idiosincrásicas. A

principios del siglo XIX, y como en todas partes, no fueron

muchos los que dieron cuenta de sus apreciaciones en el

ágora de la sociedad liberal en construcción. Utilizaron

para ello el artículo periodístico y la charla en el

ateneo, el poema recitado en unos juegos florales y la

pieza oratoria en el Congreso de los Diputados o ante el

Monarca, en audiencia. Hecha la salvedad, y en este orden

de cosas, es bien conocido que existe un momento de cambio,

un punto de inflexión nítido; dilatado en el tiempo aunque

preciso: la eclosión del catalanismo entendido, ya, como

nacionalismo. El éxito de la empresa hizo que lo que

pudiera ser una sentimentalidad asociada a las minorías

selectas ampliase su eco inicial -el cuánto de esta

generalización sigue siendo impreciso- y modificase su

esencia.

Por lo demás, cuando escribo percepción me refiero a lo

que podríamos definir como representación canónica de

España como otredad: una imagen de la misma que

compartirían, en sus rasgos básicos, los individuos y los

grupos sociales, ideológicos y geográficos más diversos de

Cataluña. Hay, establecida la anterior prudencia, también

en este orden de cosas un antes y un después del decenio

final del siglo XIX y del primero del XX. Aunque, hay que

tenerlo presente, no sean pocos los historiadores que,

interesados por retrotraer el arranque de la novedad

nacionalista, se empeñen en remontar ese giro a 1868 y, en

general, a los tiempos del Sexenio Democrático.

En cualquier caso, de lo que estamos hablando es de un

proceso que presenta los rasgos de una lenta decantación.

Aquélla que, según el decir del catalanismo, llevaría a los

catalanes de la imperfecta cualidad provincial a la plena

condición nacional. Ésta se alcanza, sólo, cuando se

adquiere la certeza de que la patria, la nación de los

catalanes es -ha sido siempre, incluso en los momentos en

los que no hayan sido conscientes de ello- una: Cataluña.

España pasa, en ese estadio, a ser, a lo sumo, la

denominación de un Estado. Cataluña ya no es España -o lo

es de una manera tan singular como para que pueda, hasta

día de hoy, serlo sin serlo. Aunque, de eso sí que no haya

ninguna duda, esté en España: siquiera por el imperativo

geográfico. A principios de siglo XXI, en muchas ocasiones,

ni eso: está en el Estado español; supuesto sintagma

aséptico que sustituye a la connotada locución España.

Si nos atenemos a la pauta interpretativa aludida, el

esquema contiene un listado de argumentos recurrentes en lo

que atañe a las expresiones formales de reconocimiento de

los catalanes -de sus minorías publicadas- en el seno de

España. En primer lugar, la voluntad, no reconocida ni

aceptada, de participación catalana en la (re)construcción

de la comunidad política hispánica. Los historiadores,

imprescindibles en la puesta en circulación de estos

relatos, han puesto el énfasis en tal consideración. Si a

Jaume Vicens Vives se le atribuye que llegase a escribir

que durante el siglo XIX Cataluña agotó hasta un par de

generaciones en el objetivo de hacer de España una cosa

distinta de lo que era, Borja de Riquer no se quedará, en

2011, atrás. Para abrir un balance de 31 años de

autogobierno, Riquer recoge el testimonio de Vicens y lo

amplía. Durante el siglo XX cuatro generaciones de

catalanes han persistido en la misma tarea y han fracasado,

han dilapidado sus generosas energías por falta de fuerza

propia, por débil capacidad de convencimiento y por no

haber encontrado aliados como para cambiar sustancialmente

sus relaciones con España.1 Los dos planos son presentados

como uno solo: cambiar España y modificar las relaciones de

Cataluña con España son la misma empresa.

La suma de factores que han bloqueado la tarea

benemérita y centenaria sería larga. Contaría, en primer

lugar, con el sumando de la prevención entre partes -

1 RIQUER, B., “Lliçons de 31 anys d'autogovern”, Ara, abril de2011.

expresada como distanciamiento mutuo, cuando no franca

hostilidad, entre sociedad catalana y Estado. También con

el de las incomprensiones culturales -en particular, aunque

no sólo, las lingüística- entre las respectivas sociedades

y opiniones públicas. Los restantes factores presentes en

la ecuación serían los diferenciales antropológicos y

sociológicos que se remontarían a la noche de los tiempos y

que se habrían agudizado en el Ochocientos por el desigual,

por focalizado, crecimiento industrial y urbano peninsular;

así como porque en el resto de España, y Portugal, se está

en la inopia respecto de lo catalán en sus rasgos

esenciales. Éste último es el recurso habitual cuando los

intérpretes del acontecer hispánico desde Barcelona quieren

hallar un lenitivo y/o moderar, o postergar, las

reivindicaciones: si hacemos pedagogía, apuntan, acabarán

por saber cómo somos.

La hispanofobia, expresión culminante del prejuicio,

no es un rasgo accidental en el desarrollo del catalanismo

político. Como no lo será, en absoluto, su reverso: la

catalanofobia. Ambas expresiones de hostilidad tienen una

solera secular. A pesar de las apariencias nunca se

circunscribieron al ámbito de lo prepolítico -al

aborrecimiento entre convecinos- y, aunque fueran

presentadas como respuesta a agresiones e incomprensiones

previas por parte del sedicente otro, se presentaban, y se

presentan, con evidente simultaneidad.2 En el siglo XIX, el

sujeto colectivo asociado a la hostilidad genérica para con

2 DUARTE, Á., “Son los catalanes aborto monstruoso de lapolítica”, en NÚÑEZ SEIXAS, X. M. y SEVILLANO F. (eds.), Los enemigos deEspaña. Imagen del otro, conflictos bélicos y disputas nacionales (siglos XVI-XX), Centro deEstudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2010, pp. 341-360.

lo catalán será Castilla y, aún más a menudo, Madrid.3 En

septiembre de 1873, el periódico catalanista La Renaixensa

incluía una colaboración en la que se reflexionaba sobre

“Espanya y Catalunya”. El artículo se abría como sigue:

“Verdadera manía es lo que s'ha apoderat de'ls periódichs

de Madrit d'un cuan temps á aquesta part en contra de

Catalunya, puig no passa dia qu'al tractar directa ó

indirectament de nostra terra no's desfassin en improperis

y fins podríam dir en insults”. Los improperios, en esos

años, se entienden como excitaciones de la rivalidad entre

diversas “encontradas qu'avuy forman la nacionalitat

espanyola”.4 Lamentables, pues, no en tanto que alimenten

el choque entre dos naciones, dice el articulista, sino

entre dos partes de una misma nación. Evocan, sin embargo,

los detalles de esa embestida algo muy de actualidad. Es

Madrid quien afirma que los catalanes son ingratos,

pretenciosos y de carácter dominante; que han condicionado,

con sus exigencias de protección arancelaria, las

posibilidades de desarrollo del conjunto a las

conveniencias de una economía más industrializada. Desde

Barcelona se responde que lo que son los catalanes es más

patriotas que nadie y, por lo demás, más trabajadores y

emprendedores que cualquiera de sus connacionales. Es este

un argumento tenaz, una certeza secular. A principios de

siglo XXI, un prestigioso historiador, doblado para la

ocasión de ensayista, el profesor José Enrique Ruiz-

Domènec, aseveraba que la catalana era, y es, una3 UCELAY-DA CAL, E., “El Catalanismo ante Castilla, o elantagonista ignorado”, en Catalunya en la configuració política d'Espanya, Reus,Centre de Lectura, 2005, pp. 69-120.4 Cf. La Jove Catalunya. Antologia. A cura de TOMÀS M., Edicions LaMagrana/Diputació de Barcelona, Barcelona, 1992, pp. 119-121.

civilización de trabajo. La percepción se habría

consolidado hacia 1860: “En el trabajo diario, la

satisfacción se alcanza al hacerlo bien; un gesto que costó

entender en España, donde en esos años el trabajo se

sometía al placer de la lentitud, lo que los clásicos

llaman vida ociosa”. El por qué de tal partición llevaba al

medievalista mucho más atrás. Estas cosas arrancaban del

siglo X, cuando los catalanes convirtieron “la palabra

escrita en fundamento de la realidad”.5

Junto al de la laboriosidad, conviene retener, por lo

que tienen de repetidos, un par de argumentos. Primero: es

la prensa -de Madrid- la que envenena las relaciones entre

los distintos integrantes de la nacionalidad española.

Segundo: lo que desencadena las hostilidades y abre el

ciclo no ya de los reproches sino de las injurias es la

combinación de tres factores coincidentes. A saber, la

consternación que produce en los españoles castellanos el

cultivo de las letras propias, singulares, privativas por

parte de los catalanes; la inquietud inherente a una

coyuntura de cambio en la estructura administrativa y

política del Estado; y, last but not least, el reclamo de

protección para un ámbito socioeconómico que se entiende

más moderno y progresivo.

Para concluir con estas consideraciones preliminares,

habrá que tener presente que no es un rasgo accidental de

este tipo de razonamientos catalanistas, el que las

expresiones de regionalismo y los “agravios comparativos”

que puedan darse en otras partes de España, no sean más que

5 RUIZ-DOMÈNEC, J. E., Catalunya, España. Encuentros y desencuentros,Barcelona, La Vanguardia, 2010, p. 37.

manifestaciones arteras estimuladas por un centralismo

temeroso del protagonismo catalán y deseoso, en

consecuencia, de anular el potencial transformador, e

impar, del catalanismo. Así puede establecerse, sin matices

y omitiendo las evidencias en sentido contrario, que “el

1977 proclamar-se autonomista va ser un subterfugi molt

útil per a molts nacionalistes espanyols”.6 Esa suerte de

juicios -entendidos como evidencias- permean las

subculturas políticas, y los razonamientos sociales

hegemónicos en la Cataluña de nuestros días. No siempre ha

sido así.

La patria en un cuadro

Ilustremos la tesis del giro en las percepciones con un

ejemplo. En 1863 el pintor Ramon Martí Alsina trabajaba

abocetando lo que, según sus previsiones, debería acabar

siendo un gran lienzo. La obra tenía que llevar el título

de El gran día de Gerona y evocaba los sucesos ocurridos el 19

de septiembre de 1809. Ese día, según constaba en los

anales, los habitantes de la ciudad, convertidos en

muchedumbre abigarrada, cayeron en masa al tratar de

impedir la entrada del invasor extranjero, del francés ateo

y revolucionario.7 El proyecto de Martí Alsina era ambicioso

-los 5,4 metros de altura y casi 12 de longitud convertían

a lo que entonces era sólo un apunte en una representación

monumental- y el tema y la metodología respondían a la6 RIQUER, art.cit.7 Ramon Martí Alsina. El gran dia de Girona. Anatomia d'un quadre, Catálogo dela exposición celebrada en el Museu d'Art de Girona del 23 de octubrede 2010 al 29 de mayo del 2011. Girona-Barcelona, MAG-MNAC, 2010.BARNOSELL, G., “Los sitios de Girona durante la Guerra de laIndependencia (1808-1809): más allá del mito”, en Historia Social, enprensa.

perfección al canon entonces vigente de la pintura

histórica. Nuestro artista, nacido en la Barcelona de 1826,

se había iniciado en la pintura de historia con la obra El

último día de Numancia. Presentada a la Exposición Nacional de

1858, la evocación del martirio numantino no consiguió

ninguna medalla pero, en compensación nada desdeñable, fue

adquirida por el Gobierno de la nación por 3.000 pesetas y

depositada en los fondos del Museo del Prado.8 Era, el

Estado, un buen cliente en épocas de nacionalización. El

gran día de Gerona, pensada para ser exhibida en una próxima

edición del certamen indicado, no se dio, sin embargo, por

concluida, y más por consunción o por agotamiento que por

estricto convencimiento del artista, hasta veintidós años

más tarde, en plena época de la Restauración.

El empuje del artista flaqueó. O quizás las

circunstancias -la revolución de septiembre de 1868, de la

que Martí Alsina fue partícipe- hicieron que el trabajo

quedase aparcado. Nuestro acuarelista era, en política, un

progresista que admiraba a Juan Prim aunque no tenía

problemas en hacer ostentación de simpatías para con la

utopía republicana federal. La razón parece encontrarse,

por un lado, en la amistad mantenida con Narcís Monturiol,

por entonces socialista utópico y republicano. También

debió estar conectada, la radicalización del artista, con

el desengaño con el que la ciudadanía recibió a fines de

verano de 1868 a un Prim que desembarcaba en Barcelona con

los entorchados monárquicos en el uniforme.9 8 FAXEDA, M. Ll., “El gran dia de Girona de Ramon Martí Alsina.Gènesi d'un quadre”, en ibid., p. 19.9 Ibid., pp. 23 y ss. ROURE, C., Memòries de (...). Recuerdos de mi larga vidaToms I, II i III (1925-1927), Josep Pich i Mitjana (ed.), Eumo/IUHJaume Vicens Vives, Vic/Barcelona, 2010, pp. 489 y 582.

Desde un punto de vista artístico e intelectual la

labor de Martí Alsina tiene, en suma, que enmarcarse en la

de la generación de Víctor Balaguer, progresista y, cuando

se exaltaba con mayor o menor vehemencia, demócrata;

cantora de las glorias catalanas; capaz de relacionar, en

plena movilización democrática o a raíz de la demolición de

la Ciudadela de la ciudad condal, las fechas de 1714 -la

derrota de los partidarios del archiduque Carlos en la

Guerra de Sucesión- y 1868 -el triunfo de la democracia

frente al absolutismo borbónico-, y, al mismo tiempo, de un

patriotismo español que definía la nación, toda ella,

mediante un apasionado, y concurrente, historicismo.10 Era

la generación, a fin de cuentas, que, en Cataluña y con la

instauración de los juegos florales procedió, en

colaboración con elementos de significación decididamente

moderada y conservadora, desde los Antoni de Bofarull a

Manuel Durán i Bas, de Manel Milá i Fontanals a Joaquim

Rubió i Ors, y bajo el lema de Patria, Fe y Amor a

restaurar, entre otras cosas y en nombre del patriotismo

provincial, la lengua catalana.

El destino de la obra pictórica aludida sería un tanto

azaroso. Aunque expuesta en 1898 con motivo de la

celebración de los noventa años del evento, su éxito fue

escaso. De hecho, al concluir la guerra civil, en 1939, el

lienzo se enrollaría y se depositaría en las reservas del

Museo de Arte de Cataluña y así permaneció hasta principios

de los años 1990 cuando fue examinado por última vez. A

10 FRADERA, J. M., “La política liberal y el descubrimiento de unaidentidad distintiva de Cataluña (1835-1865)”, en Hispania v. 60, núm.205, 2000, pp. 673-702 y Cultura nacional en una sociedad dividida. Cataluña, 1838-1868, Marcial Pons, Madrid, 2003.

mediados de septiembre de 2009 la obra, inacabada, salía de

los almacenes del entonces ya denominado Museu Nacional

d'Art de Catalunya para ser restaurada. En otoño de 2010 El

gran dia de Girona se trasladaba a la ciudad que le da nombre

para presidir los salones del recientemente inaugurado

edificio de la delegación de la Generalitat en las comarcas

gerundenses. Los avatares de la pieza, así como la

modificación del sentido que le otorgaron el autor y las

sucesivas hornadas de espectadores y expositores de la

misma, da cuenta de la agitada y de lo intensa que ha sido,

en su modificación, la percepción que desde Cataluña -desde

sus élites rectoras, desde sus cuadros culturales y

artísticos, desde su creadores de opinión- se ha tenido de

España. Si para una liberal, tanto español como catalán de

mediados de la antepasada centuria, los acontecimientos

fundacionales de la nación de ciudadanos eran el

levantamiento popular de Madrid y los sitios de Zaragoza o

Gerona, así como la posterior reunión de los diputados

constituyentes en Cádiz, a comienzos de siglo XXI las

percepciones eran otras. En 1863 Martí Alsina cantaba el

sacrificio de una generación de gerundenses por su ciudad y

su rey, por su religión y por España, por Cataluña y sus

glorias renovadas, en la inmolación desprendida de sus

hombres, mujeres y niños, de sus artesanos y comerciantes,

de sus clérigos y de sus militares. España era la patria

grande; Cataluña estaba inscrita en ella; Gerona y sus

sitios eran el epítome -uno de los posibles- de ambas.

Mediante el gesto de convertir sus cuerpos en un remedo de

las murallas derruidas, los gerundenses hacían de la ciudad

el baluarte de una y otra, la expresión carnal de su doble

patriotismo. España eran ellos: los catalanes, los

gerundenses.

A la altura de 2010 las cosas se veían, no cabe duda,

de otra manera. Localismo, por una parte, y nacionalismo

catalán, por la otra, prevalecían sobre el nacionalismo

liberal español primigenio, lo relegaban cuando no lo

anulaban, en las lecturas que los visitantes -mucho más que

los propios responsables de la exposición- hacían del

cuadro expuesto. Quizá -estarían dispuestos a admitir un

gran número de gerundenses de principios de siglo XXI- los

resistentes de 1809 fueron patriotas españoles; pero, si lo

fueron, se debió básicamente a su fe religiosa, a su

condición de católicos dispuestos a combatir al emperador

impío y, en cualquier caso, porque no podían saber de qué

manera el catalán -en sus intereses, sus costumbres y sus

rasgos de identidad- sería tratado en las dos centurias

siguientes por ese Estado madrastra. El anacronismo,

gracias a tres décadas de usos historiográficos

estrechamente relacionados con la construcción de la nación

catalana, usos aplicados sobre un sustrato de memoria, se

completaba.

Catalanes provinciales

Explicar el salto que se registra entre el tiempo de Martí

Alsina y el de los catalanes del siglo XXI, en materia de

percepciones de la propia identidad y, por extensión, en

las valoraciones de España, exige volver al cambio acaecido

en los años a caballo entre el XIX y el XX. Son los años en

los que, según el relato catalanista, se produce el

tránsito, en el catalán, de la condición provincial a la

nacional: una genuina metamorfosis. Uno de los

múltiples políticos doblados de escritores compulsivos y

analistas preceptivos de la realidad catalana del primer

tercio del siglo XX, Pere Coromines i Montanya, en su

Interpretació del Vuitcents català (1932) sostenía que la brutal,

porfiada y uniformista persecución que siguió a la derrota

en la guerra dinástica, en 1714, redujo a los catalanes a

un estado gregario. El ensayo, publicado en tiempos de la

Segunda República, no es muy distinto, en su hilo

argumental, del esquema interpretativo que propalarán, con

diversa ambición académica así como de éxito entre los

lectores, desde Antoni Rovira i Virgili a Ferran Soldevila.

En el tramo final del Setecientos la opresión centralista

aflojó, por innecesaria. La labor de desnacionalización

habría culminado xon éxito. Relajado, Carlos III erró,

dichosamente para Coromines, al remover los obstáculos que

se oponían al libre comercio de los catalanes con las

Indias y de ahí, colige nuestro autor, que se produjese un

renacimiento económico.11 Éste, a su vez, preparó el

advenimiento de un nuevo tipo de catalán.

No es, sin embargo, el catalán renacido el mismo de

antes de la Nueva Planta; es, el que ahora aparece, un

catalán provincial. Se halla español, pero descubre que es

diferente. España, incluso como mercado, no es siempre

amable; en ocasiones resulta hostil, reticente frente al

representante de lo catalán, de sus telas tanto como de sus

propuestas políticas. La historia y la lengua harán el

resto: darán solidez, con el cultivo y el paso del tiempo,

11 COROMINES, P, Interpretació del Vuitcents català, en Obres completes, pròlegde Domènec Guansé; recopilació i notes de Joan Coromines, Selecta,Barcelona, 1972, p. 1116-1117.

a la politización de la diferencia. Por el momento, como

decíamos, es provincial. En materia de identidades se

revela folclórico, busca testimonios de una civilización

extinguida y se interesa por la heráldica. En materia de

proyectos, por el contrario, se muestra más ambicioso y

aspira a la hegemonía. La ambición más atrevida de ese

catalán provincial no es otra que la de luchar por España.

El primero entre todos. Estamos ante un ciclo, que coincide

con el de la construcción del Estado liberal, en el que el

catalán, sin prescindir de su singularidad, vive con ardor

la “identificación con el proyecto nacional español”.12

Para Coromines, esa aspiración de hegemonía, puesta de

manifiesto en las bullangas de 1835 y 1843, en la guerra de

los Matiners o en la Revolución de Setiembre es una fase

transitoria, necesaria para el crecimiento; algo así como

la infancia del catalán adulto de la contemporaneidad. Dos

rasgos más le definen: su pasión por las artes que canaliza

los vetos puestos a su participación política y la

centralidad, tanto en el florecimiento económico como en el

cultural, de las clases medias, de la menestralía, de la

gente de oficio, del pequeño comerciante convertido en

industrial. El orgullo de lo catalán se especifica por

oposición, implícita cuando no explícita, a lo español; por

que ni la miseria, ni la aristocracia, ni las grandes

fortunas, definen al país que cobija al catalán y que es,

al tiempo, fruto de sus esfuerzos -la antinomia

esencias/voluntad nunca ha jugado, en realidad, un papel

12 FRADERA, J.M., Cultura nacional en una sociedad dividida: Cataluña, 1838-1868;prólogo de José Álvarez Junco, Marcial Pons, Madrid, 2003. CASASSAS,J., Entre Escil·la i Caribdis: el catalanisme i la Catalunya conservadora de la segona meitat delsegle XIX, Barcelona : La Magrana, 1990.

determinante; mejor dicho, nunca ha sido tal antinomia ni

en la práctica ni en la teoría del catalanismo. Nuestro

pintor, Martí Alsina, aparece, en el listado de Coromines,

entre las eminencias salidas de humildes hogares: “tenia el

seu pare que feia de porter a ca la Ciutat”.13

Un ejercicio de codificación de tal naturaleza precisa

amputar algún extremo de lo acaecido. En el caso que nos

ocupa las manifestaciones ochocentistas que “no són prou

marcades per a ésser ben característiques” son,

respectivamente, la actividad científica, por pobre, y el

movimiento obrero, por escasamente idiosincrásico.14 Lo

que, teorizando desde Barcelona y por parte de un hombre de

izquierdas, no deja de ser revelador del efecto que tiene

el nativismo. En rigor, a lo que está procediendo Coromines

es a establecer un nexo entre las modalidades de acción

política de principios de siglo XX, en Cataluña y de los

catalanes en España, y la labor de aquellos hombres que en

la década de 1830 fijaron, mediante el recurso a materiales

propios de la combinatoria de la memoria del ambiente

romántico, una sentimentalidad moderna específicamente

catalana. Coromines, modernista él, siente como propia a

una generación literaria, la renaixentista, que se sabe, a su

vez, heredera directa de la plétora de catalanes, y

españoles, que forjaron las perspectivas de la nación

moderna apelando a la historia, a la tradición, a la tierra

y a la lengua; que combinaron -para volver rápidamente

sobre sus pasos al constatar los riesgos políticos y

sociales de la democracia y la industria- un horizonte de

13 COROMINES, P., Interpretació del Vuitcents català, p. 1119.14 COROMINES, P., Interpretació del Vuitcents català, p. 1132-1133.

emancipación -la nación de ciudadanos- con las nociones de

vínculos milenarios y de matrices sociales seculares.

El catalán provincial se emociona con la “Oda a la

pàtria”, de Buenaventura Carlos Aribau. Dada a conocer en

1833, y considerada el punto de arranque de la Renaixença,

en sus versos aparece con claridad meridiana la melancolía

generada por el recuerdo de un pasado de grandezas, por un

ayer en el que los catalanes alcanzaron, dentro de la

España milenaria, su grandeza colectiva. En 1839 es Joaquín

Rubió y Ors quien le pregunta en el Diario de Barcelona a su

alter ego, Lo gaiter del Llobregat, si por ser rey “deixaries (…)

les balades,/ les muntanyes regalades/ i ton joiós

Llobregat?” La respuesta viene contenida en la pregunta. El

catalán es retenido por las leyendas y los paisajes, la

historia y la geografía. Del campanario se llegará a la

nación pero falta, no obstante, medio siglo. De momento,

estamos en la Renaixença. Es entonces cuando el catalanismo

literario aprende a combinar dos verbos: amar y odiar, o,

alternativamente, defender y vengar. La primera parte del

binomio se aplica a lo propio y a aquello de lo ajeno que

ha sido fruto de lo propio. La segunda se conjuga al hablar

de las causas que han conllevado la pérdida de peso en la

fijación del destino peninsular. Y, con él, el riesgo de

disolución de unos derechos intemporales. Escasamente

definidos a estas alturas, la reflexión suele hacerse,

cuando se hace, en relación a las libertades viejas, a los

fueros. Junto a los derechos amenazados o mutilados surgen

siempre los agravios sufridos. El agraviado, el catalán, es

un sujeto pasivo. El agente, el que ha dado lugar a la

herida es otro: ¿quién? En ciertas tradiciones políticas

que operan con especial fuerza en la Cataluña del siglo

XIX, el republicanismo, por ejemplo, lo serán las

monarquías extranjeras. Pero de republicanos, aun

habiéndolos en un número importante, no lo son todos los

catalanes. Muy a menudo, por tanto, quien infringe la

humillación es, lisa y llanamente, Castilla. No exactamente

España, pero sí quien ha ostentado, desde las guerras

civiles catalanas del siglo XV, la hegemonía en la

península.

La competencia en el interior del Estado adquiere, en

los tiempos provinciales de mediados del siglo XIX, una

inequívoca textura urbana. Barcelona entra en competencia

abierta con el centro administrativo, insaciable devorador

de las energías hispanas, que es Madrid. Madrid es ciudad

administrativa y política. Barcelona, por contraste, es

industrial y comercial. También rebelde. Barcelona es la

ciudad de las barricadas, del periodismo de combate, de la

Milicia Nacional y de las juntas que se resisten a su

disolución.15 Es la capital de una región que, en tiempo de

los moderados o incluso en épocas de predominio

progresista, es bombardeada cuando no vigilada desde la

sombra ominosa del castillo de Montjuïc por las fuerzas del

Estado. Lo es por su condición de ciudad insumisa al

control de los procesos políticos, presididos por la

radicalidad de los objetivos democratizadores y/o por el

protagonismo popular. Más tarde se leerán, dichos

episodios, como muestras de la malquerencia centralista por

lo catalán idiosincrásico. El pulso se expresa, también y

15 FUSTER SOBREPERE, J., Barcelona i l'Estat centralista. Indústria i política a ladècada moderada, Vic, Eumo, 2005.

en un orden más civilizado, en materia de planes de

desarrollo y ordenación urbanística: en la contraposición

de Argüelles y Salamanca frente al Ensanche de Ildefonso

Cerdá. La competencia se presenta, desde Cataluña, como

desleal: cunde la idea, cierta o no, de que uno de los

proyectos -el madrileño- viene avalado por el Estado y el

otro no; era, por el contrario, fruto del esfuerzo aislado

y aún contracorriente de los barceloneses y los catalanes,

de su sociedad civil. El argumento llega con fuerza hasta

nuestros días. En el ensayo de Ruiz-Domènec, antes citado,

se alude a la inauguración del Gran Teatro del Liceo, el

recinto operístico de la capital catalana, y recuerda que

la construcción fue posible adoptando la fórmula de una

sociedad mercantil y mediante aportaciones individuales.

“No hubo ayuda oficial. Por ese motivo nunca se hizo nada

parecido a un palco real como en el Teatro Real de Ópera de

Madrid. Una vez más se mostraban las diferencias de trato a

una iniciativa procedente de Catalunya”.16 La queja por la

desatención incluye la ausencia de una política monumental.

La momunentalización y musealización del espacio urbano no

es, en Barcelona, labor asumida en el siglo XIX por las

autoridades.17 La excepción a la regla -el despliegue de un

callejero historicista en el Ensanche- es, una vez más, la

oportunidad para constatar el carácter personal de las

empresas colectivas: ahora se remarcará el rol magistral de

Víctor Balaguer en la combinación de la memoria histórica

de las glorias catalanas con la del liberalismo español.

16 RUIZ-DOMÈNEC, J.E., Catalunya, España, p. 39.17 MICHONNEAU, S., Barcelona: memòria i identitat. Monuments, commemoracions imites, Vic, Eumo,

A pesar de la hostilidad, el catalán provincial,

precisamente porque lo es, tiene en Madrid un horizonte, un

espacio abierto para la carrera política o para la

actividad en la abogacía. Es una de las paradojas

definidoras de lo provinciano. Madrid es, junto a motivo de

odio, un terreno de promoción, una tentación. Por ejemplo

para dramaturgos como José Feliu y Codina. Dice en sus

memorias Conrado Roure: “En los alrededores de 1872,

“Pepet” Feliu se retrajo un tanto del Teatro Catalán -la

iniciativa propiciada por Federico Soler (Serafí Pitarra) de

despliegue de un teatro popular, humorístico y resuelto,

desde un punto de vista lingüístico, en “el català que ara

es parla”-, pues al mismo tiempo que produjera para la

escena catalana, estudiaba a fondo el habla castellana, y

en cuanto hubo efectuado su práctica teatral en Barcelona,

ayudado siempre por uno u otro colaborador, ambicionando

más ancho campo donde desplegar su gran talento artístico,

trasladóse a Madrid, en donde muy pronto se impuso”. En

otras palabras, gente con ambiciones como Feliu y Codina se

preparaba -incluso idiomáticamente- para dar el salto.

Parece que Bertoldino y El testamento del brujo fueron sus dos

mayores éxitos en Madrid; lo que quería decir, ni más ni

menos, que en una España todavía presente a ambos lados del

Atlántico.

A finales de la década de 1870 Feliu retornó a

Barcelona y, por supuesto, al teatro catalán. Se registra

en este caso, como en muchos otros, un movimiento pendular.

Agudizado, en la querencia por el retorno, desde el momento

en que, mediante el recurso a la lengua catalana, se

construye un espacio cultural propio, suficientemente

potente -en esos años- en cuanto al problema de los

potenciales consumidores, y, además, relativamente

impermeable. Para explicar el movimiento de retorna del

centro a la periferia, y junto a este despliegue de un

mercado diferenciado operaba la añoranza. No son pocos los

testimonios que ponen el acento, entre esos años y los

primeros del siglo XX, en la sensación de extrañeza

originada por la comprobación de lo diversa de la vida

social. La antropología y la sociología de Madrid, epítome

de las Españas, les resulta extraña a algunos de esos

catalanes que se resuelven a volver.18

Mientras esto ocurre, en la Cataluña provincial

incluso los actos de afirmación de la identidad más

emblemáticos no sólo no entraban en colisión sino que se

hacían al amparo de la identidad española. Al evocar los

encuentros que, en respuesta a una previa visita a

Barcelona, tuvieron una expedición de poetas y dramaturgos

catalanes a la Provenza francesa, entre los felibres de

Frédéric Mistral, Roure recuerda que las aclamaciones que

allí, en las recepciones, se oyeron, “hallarán eco en París

y en Francia entera y las aguas del Mediterráneo llevarán

hasta las costas de España estos clamores fraternales:

¡Viva España! ¡Viva Francia! ¡Viva Cataluña! ¡Viva

Provenza!”. Previamente, a los asistentes al encuentro se

les dieron unas banderitas para el ojal de las americanas:

“con las cintas de los colores franceses a los catalanes y

otras con los colores españoles a los provenzales”. Era

ésta la credencial que les permitía entrar en los cafés y

18 ROURE, C., Memòries de (...). Recuerdos de mi larga vida , pp. 296-297.

consumir sin tener que pagar.19 Esta imagen, la de

embajadores de España, de la España no castellana, en el

país vecino, contrastaba con la incomprensión con que esos

mismos esfuerzos eran acogidos en Madrid: “En Barcelona,

con todo y ser Víctor Balaguer quien había invitado a los

poetas castellanos en ocasión de las fiestas de los Juegos

Florales, de Madrid únicamente vino Ventura Ruiz de

Aguilera, pues Zorrilla y Núñez de Arce residían entonces

en Barcelona. Mientras que a Saint-Remy, en cambio, a

aquellas fiestas literarias acudió de París un número de

literatos, poetas, académicos, críticos y periodistas que

no bajaría de sesenta. ¡Qué diferencia!...”.20 Desde los

años 1860 la sensación de desatención iría, a pesar de

complicidades intelectuales del tipo de Manuel Milà i

Fontanals y Marcelino Menéndez Pelayo y otras, cuajando.

En cualquier caso, los catalanes provinciales querían

ser españoles desde su identidad primera. En 1869, a raíz

de la insurrección registrada en Cuba, la Diputación de

Barcelona quiso reeditar la experiencia vivida con motivo

de la guerra de Marruecos. En aquel entonces habían sido

progresistas como Prim o Balaguer los que había conseguido

movilizar a los sectores ideológicos y a las bases sociales

que les eran próximos. El episodio de los voluntarios

catalanes en la Guerra de África era un caso evidente de

patriotismo pulsado para fijar clientelas políticas. Aunque

lo relevante aquí es que existía, que era amplio y que

tenía un notable eco popular. Ahora, tras la caída de

19 ROURE, C., Ibid., pp. 446 y 443 respectivamente. RAFANELL I VALL-LLOSERA, A., La Il·lusió occitana. La llengua dels catalans, entre Espanya i França,Quaderns Crema, Barcelona, 2006, 2 v.20 ROURE, C., Ibid., p. 447.

Isabel II se trataba de crear un cuerpo de patriotas que

fuese a combatir en defensa de un pabellón nacional

desvinculado de la odiada dinastía. La lista de

voluntariado se abrió el 19 de febrero de 1869. Las

dificultades fueron mayores de las previstas. Entre otras

razones porque a esas alturas ya era posible que a la

denominada entonces Plaza de la Constitución junto a los

voluntarios afluyesen “algunos ciudadanos que emitían ideas

pacifistas y sustentaban que debía dejarse en libertad a

los insurgentes de Cuba para que llevaran adelante sus

propósitos”. Las discusiones eran encendidas y, en

ocasiones, violentas. Sin duda, la situación de crisis

económica, el despliegue de la influencia

internacionalista, así como el hecho de que por esas mismas

fechas se estuviese combatiendo contra los sistemas de

reclutamiento en vigor, hacía que las circunstancias fuesen

bien distintas. Lo relevante del caso es que al pasar los

días y no completarse el batallón comprometido el Gobierno

intentó modificar la condición de que los formantes de la

unidad tenían que ser catalanes y abrió el enganche a los

naturales de otras regiones... “pero entonces los catalanes

enganchados se sublevaron mostrándose resueltos a no

embarcarse”.21 Finalmente, los voluntarios embarcaron el 27

de marzo en el vapor España. Lo hicieron entre los gritos

entusiastas de los deudos y amigos que les había ido a

despedir mientras ellos “ondeaban al aire las encarnadas

barretinas”.

Por detrás de este tipo de anécdotas, abundantes, lo

que late son dos cosas. La primera, que el catalán

21 ROURE, C., Ibid. pp. 565 y 566.

provincial se siente español de una manera específica, no

asimilable a otras maneras de serlo y tan legítima como -

cuando no superior a- otras modalidades. Que de esa

especificidad antropológica es consciente y, sin que sea

particularmente cultivada por ellos mismos, está lo

bastante viva como para ser activada cuando las élites

políticas lo precisan. Finalmente, es evidente que, con

excepciones, el catalán provincial rechaza la

centralización. No quiere romper la unidad nacional -

entendida por española-; por el contrario, suelen decir los

publicistas avanzados de la época, aspira a la unidad

universal. Ahora bien, en su reivindicación de una voz

propia, diferenciada, late un impulso, apenas esbozado de

contestación al modelo de organización política de la que

se ha dotado la España liberal: “Mes no volem de cap

manera, perque no volem l'absurdo, una unitat fingida com

es la que s'enmantella ab la vesta de la centralisació; no

volem l'armonía de la quietut, la conformitat de la mort,

lo consentiment de l'esclavitut; aixó no té cap

habilitat”.22

El tránsito

Convencionalmente se acepta que la ideología nacionalista

catalana se formuló en el periodo comprendido entre la

publicación de Lo Catalanisme (1886), obra de Valentí

Almiral, y la de La Nacionalitat Catalana (1906), el libro

cumbre de Enric Prat de la Riba. En realidad se trata de

dos textos que enmarcan un proceso con multiplicidad de

22 PALOMERAS, A. de, “La centralisació”, en La Gramalla, 2-28 demayo y 11 de junio de 1870; recogido en La Jove Catalunya, pp. 15-16.

voces y de experiencias organizativas y periodísticas, que

permitió la transformación de un crédito minoritario en una

protesta generalizada. Dicho proceso comportó, en la medida

que resultó exitoso, una reconsideración de España desde

Cataluña.

Sin duda un personaje clave en la forja de la mirada

que desde Cataluña se ha tenido de España en los tiempos

contemporáneos ha sido Almirall. Republicano implicado en

los trabajos del Sexenio, inspirador de los pactos

federales de 1869 con los que se querían sentar las bases

de una nueva España, demócrata e historicista al mismo

tiempo, Almirall vive el fracaso de 1873 como una suerte de

caída del caballo. Como tantos otros. Ni siquiera su

filiación positivista de los años a venir revela

singularidad. El ejercicio sistemático, teórico y práctico,

que Almirall emprende tiene, no obstante, una gran

trascendencia. Lo tiene porque se ejerce en un doble plano.

En primer lugar procede, como tantas otras miradas

regeneracionistas, o simplemente atrapadas por el peso del

pesimismo y la fascinación por el excepcionalismo español, a

elaborar un diagnóstico de los males de España. Empieza

haciéndolo en catalán desde las páginas del Diari Català

(1879) y en las sesiones del Primer Congreso Catalanista,

en 1880. Sin embargo, esa primera labor alcanza el punto

culminante en 1887 al publicar, en París, L'Espagne telle qu'elle

est.23 Los vicios, enraizados en las costumbres y sostenidos

por hábitos ancestrales, consumen las energías nacionales.

No todas las partes del país, ni todas las clases del

mismo, tienen igual responsabilidad en las carencias. La

23 ALMIRALL, V., L'Espagne telle qu'elle est, Paris, Albert Savine, 1887.

hegemonía, en España, es castellana. La otra gran pieza

elaborada por Almirall, Lo catalanisme, data de 1886. Un año

antes. El subtítulo es clarificador: Motius que el legitimen,

fonaments científics i solucions pràctiques. La legitimación radica en

el estado de atonía a la que el centralismo, y la

supremacía castellana, condenan al país. Los fundamentos

científicos apuntan a un ejercicio caracterológico que

parte de la existencia de volkgeist perfectamente definidos

y, por lo demás, y como avalarían las modernas ciencias

lingüísticas y antropológicas, opuestos. Para Almirall, si

el castellano era generalizador, el catalán sería

analizador; lo que el primero tenía de imaginativo, lo

tenía el segundo de reflexivo; el formalismo castellano

tenía su contraste en el positivismo del catalán; el

idealismo de los pueblos de la meseta difería del

materialismo de aquellos otros que moraban en el noreste

peninsular; si el castellano era autoritario el catalán se

orientaba, por principio, a la libertad; al centralismo de

primero oponía el último su particularismo. El esquema es

simple y omnipresente en Almirall; sazonado, a veces, con

el argumento étnico del carácter semítico de los

castellanos y no-semítico (ario) de los catalanes.

La tesis Almirall tendrá éxito en la mirada catalana

acerca de España porque posee, además, un corolario

práctico atrayente para las minorías selectas de la región:

cada época histórica concede a los pueblos el protagonismo

que les corresponde por sus rasgos de carácter colectivo. A

los castellanos correspondió la hegemonía imperial en los

tiempos modernos; a los catalanes se acomodan los tiempos

de la industria y el comercio, los de la hegemonía de los

preceptos liberales. La utilidad de la proposición es

doble. Por un lado, les confiere una importancia futura en

el diseño de España que sólo les puede ser negada por la

malevolencia del anacrónico uniformismo castellano. Por el

otro, les facilita el elemento aglutinante, en el seno de

la sociedad catalana, que la industrialización, el

despliegue urbano, la confrontación laboral y contractual

moderna -en las ciudades y en el campo- parecía negarles:

como pueblo, todos los catalanes tenían una labor colectiva

que llevar a cabo. La analogía de Cataluña como el Piamonte

de una nueva España, articulada sobre bases inéditas y

redimida de su pasado, garantizaba una empresa

supraregional y operaba como cláusula de resolución de

conflictos en el interior de la comunidad histórica.

Almirall pudo constatar el múltiple rendimiento que podía

sacarse de pulsar la tecla identitaria en las campañas por

la protección arancelaria. En dichas movilizaciones,

particularmente intensas desde principios de la década de

1880 y exitosas en la medida que acaban dando paso a

aranceles prohibicionistas, se articulaban sólidas

complicidades internas: en los mítines y manifestaciones

compartían entusiasmos las entidades patronales, las

sociedad corales, las juventudes católicas, los ateneos de

la clase obrera, los institutos agrícolas. La inclusión de

sectores nada desdeñables del mundo del trabajo cualificado

era especialmente bien recibida. En esas jornadas también

se coadyuvaba al crecimiento de los sentimientos de

singularidad en relación al resto de España y, en lo que se

refiere a sus posibles efectos negativos, eran compensados,

en esos años y con creces, gracias a la presencia de

delegados proteccionistas de las Castillas o del resto de

la nación que no dejaban pasar la ocasión de saludar, a

ciudades como Vic no sólo como la patria de Balmes y

Verdaguer sino en tanto que “pacífica Covadonga de nuestro

renacimiento científico y literario” y remataban sus piezas

oratorias con llamados a los catalanes para que asumiesen

esa labor de dirección de las políticas nacionales. Eran

tiempos en los que, todavía, si algún orador se expresaba

en catalán para hablar de economía o cuestiones sociales

procedía previamente a pedir permiso a la sala.

Autorización que, de manera sistemática, le era acordada

con entusiasmo. En cualquier caso, el castellano servía, y

no sólo debido a la presencia de las autoridades

gubernativas, como vehículo de debate en materias que iban

más allá de la mera diversión y del efluvio sentimental.

Mientras las instituciones económicas y sociales impulsaban

el proteccionismo industrial, otros ámbitos de la vida

catalana desplegaban su tarea para reforzar la doble

identidad. De los diagnósticos volkgeist de Almirall se pasa

en el Pompeyo Gener de Herejías a la argumentación racial

dura. España está abocada a la disolución debido a lo

impuro de la raza castellana, mestiza de semita y pre-

semita. La noción de trabajo no tiene sentido para quienes

rigen, desde la meseta, alta, falta de vegetación y pobre

en oxígeno, los destinos peninsulares. España constituye un

lastre para la Cataluña aria.24

24 GENER, P., Herejías. Estudios de crítica inductiva sobre asuntos españoles,Barcelona, F. Fé, 1887. Amigos y maestros: contribución al estudio del espírituhumano a fines del siglo XIX, Barcelona, J. Llordachs, 1897. VARELA, J., Lanovela de España. Los intelectuales y el problema español, Madrid, Taurus, 1999, pp.112-113. Manifestación proteccionista del partido de Vich : celebrada el día 25 de julio de1881, en el teatro Ausonense y en el salón de Santo Domingo de esta ciudad, Vic,Imprenta de Ramon Anglada y Pujals, 1881.

Más allá de Almirall o de Gener, si alguna figura

permite encarnar la transición del catalán provincial al

nacional ésta sea la de Joan Maragall. Él es el hombre que

como intelectual, en el sentido moderno del término, da voz

al tránsito. Un tránsito no exento de dudas y vacilaciones,

de contradicciones surgidas en el mismo momento en que se

adquiere conciencia del proceso que se está dando y de sus

implicaciones. Lo es, la encarnación del tránsito, en la

medida que, combinando sin aspavientos su condición de

católico y modernista, de catalán y de español, se erige,

en la crítica coyuntura del último decenio del siglo XIX,

en la conciencia moral, primero de una clase y, más

adelante, de todo un pueblo. Lo es, en cuanto, dio alas a

lo que Vicente Cacho Viu caracterizó como el ejercicio de

independencia cultural de lo catalán en España. Desde el

Diario de Barcelona, el periódico que dirigía Joan Mañé i

Flaquer, pasará a La Veu de Catalunya. Con el mismo empeño de

alzar la palabra, y no únicamente para marcar el contraste

con España sino las tensiones catalanas endógenas, sus

artículos a propósito sobre la Semana Trágica acabarán

viendo la luz en el federal y nacionalista El Poble Català. El

primer Maragall asume como exacta una idea que proviene de

Almirall y de Gener. Joan-Lluís Marfany la glosó mediante

una serie de referencias maragallianas de sus tiempos de

articulista en el Brusi: el español es “un pueblo que pasa

sin transición de las sobreexcitaciones histéricas a los

amodorramientos de la anemia”; “España está más metida

Batuecas adentro ahora que sesenta años atrás” y “Madrid no

es más que la capital de las Batuecas”; “el andalucismo es

el que nos gobierna y España entera no es más que un Estado

andaluz”. Ideas-fuerza, tópicos, sobre el material humano,

el proceso histórico, el peso de lo meridional que tendrán

larga vida y que, como anota Marfany, no se resolvían, aún,

en un nacionalismo catalán sino en un autonomismo

modernista.25

Maragall ahondará, con las guerras coloniales por

medio, en la noción de una España envejecida, vacía,

momificada. Una España dominada por el caduco espíritu

centralista que le viene de lo castellano. Un espíritu,

éste, que amenaza con corroer, por contagio, a los

catalanes: a menudo, buena parte de ellos parecen quedar

atrapados en el chulismo y el flamenquismo, inherentes a la

raza decrépita que controla España. El teatro y la prensa

de Madrid, los toros y el género chico: esa es la España de

la que hay que independizarse. Es esa la España que si ya

aparecía insinuada en las asambleas de la Unió Catalanista

en la última década del siglo XIX o en los mítines de la

Lliga Regionalista, a renglón seguido, adquirirá toda su

funcionalidad, con el 98 de por medio, en la Cataluña del

primer tercio del siglo XX. Inscrito, claro está, en un

clima intelectual muy de época. Núñez Florencio escribirá,

a propósito de Maragall, que una constante en los análisis

del poeta catalán era la insistencia en la postración

hispana. Siguiendo la estela abierta por el premier

británico Lord Salisbury al incorporar España a la

condición de dying nations, Maragall aludiría sistemáticamente

a rasgos como desorganización, pobreza, ausencia de grandes

25 MARFANY, Joan-Lluís, Pròleg a Joan MARAGALL, Articles polítics,Barcelona, La Magrana/Diputació de Barcelona, 1988, p. XI. CACHO VIU,V., El nacionalismo catalán como factor de modernización, Barcelona, QuadernsCrema/Publicaciones Residencia de Estudiantes, 1998.

hombres, corrupción, para referirse a España. Anota Núñez

Florencio que a pesar de que en ocasiones el poeta aluda a

España como una nación enferma en realidad está

refiriéndose a una agonía. Todo ello es muy cierto; como lo

es el hecho que Maragall no estaba solo. Es la figura

intelectual más notable de una generación, la que Vicens

Vives designará como la de 1901, que está pensando España,

siempre, en esos términos. Es más, Maragall no es más que

la expresión catalana del “'particularismo egoísta' en el

que cada zona, llámese Castilla, Aragón, Cataluña, etc.,

'va a lo suyo'.26 Maragall ensayó el llamado y la práctica

del diálogo entre lo particular y el conjunto, y en

ocasiones se dejó ganar por el desánimo despidiéndose del

proyecto compartido. Una aspiración que finalmente, en lo

que constituye una de las fantasías recurrentes en el

nacionalismo catalán, se resuelve en la exaltación de una

Iberia acabada, completa, a la que se le puede dedicar un

himno que pone el acento en la complementariedad última de

los paisajes de una tierra situada en un rincón de Europa,

una tierra marcada por la omnipresencia creativa del mar.

Un mar del que, como se aclara en el Himne Ibèric, sólo está

privada, una vez más, Castilla:

“Sola, sola enmig dels camps, terra endins, ampla és Castella. I està trista, que sols ella no pot veure els mars llunyans. Parleu-li del mar, germans!”

El catalán nacional y España

26 NÚÑEZ FLORENCIO, R., El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto, MarcialPons, Madrid, 2010, pp. 58-59 y 64-65.

Una de las primeras tareas que asume el catalán nacional es

la de poner en cuestión la historia de España. A menudo,

como en el caso de Antoni Rovira i Virgili, lo hará

acudiendo a la auctoritas de Francisco Pi y Margall. Éste, en

algún momento, dejó escrito que la historia de España está

aún por escribir; que lo que pasa por ser tal no son más

que “una serie de leyendas”. Las glorias y grandezas de

España no serían más que una larga recua de fanatismos y

calamidades, de inmoralidades y corrupciones, de

sometimiento de otros pueblos y de abandono del suelo

patrio. Deslustrar la historia de España -de las leyendas

que encubren tan tortuoso pasado- sirve para empezar a

dotar de un sentido nacional -y no meramente provincial- a

un ayer, el propio, que surge del corazón de los catalanes

y que se envanece de “les glòries de la pau, del treball,

de la ciència, de la llibertat i de la justícia social”.27

La erosión del nacionalismo español no pasa por una labor

crítica del mismo, de su carácter legendario; más bien se

concreta en la erección de otro cuerpo de fantasías. Éstas

son más necesarias en la medida que las fracturas sociales

corroen la unidad interna de la nación alternativa: el

artículo al que aludimos está escrito a las pocas semanas

de que Barcelona, y por extensión Cataluña, se haya

tambaleado con la Semana Trágica. Incluso en las crisis,

la incapacidad de renovación que, desde la perspectiva del

catalanismo en su conjunto, se atribuye a la España

posterior a 1898 certificaría el aserto. El primer

regeneracionismo pronto se olvida. El Programa del Tívoli,

27 ROVIRA I VIRGILI, A., “Les velles glòries”, en La Campana deGràcia, 7.VIII.1909.

manifiesto electoral de la Solidaridad Catalana para las

elecciones generales de abril de 1907, exhibido como una

propuesta de escapatoria para España consistente en

reformar juntos la estructura del Estado, no tiene mayor

recorrido que el de la coalición a la que se ha sumado el

ex-presidente de la Primera República Nicolás Salmerón.

España, es cierto, deviene espacio de intervención para los

proyectos imperialistas – capaces de transformar a los

individuos y su sustrato espiritual- del catalanismo.28

Mientras endins, Cataluña se nacionaliza mediante los magros

instrumentos de la Diputación desde 1907 y con los

adquiridos en la Mancomunidad alcanzada, y dirigida, por

Prat de la Riba desde 1914, los intentos de Francesc Cambó,

en la segunda década del XX, por renovar la vida política

española se verían condenados al fracaso no tanto por falta

de densidad del activismo catalán -sustentado sobre el mito

de su vibrante sociedad civil- como, dirán, por el recelo,

la ausencia de recepción, la hostilidad de una Castilla que

monopoliza la idea de España.

Un régimen de contrastes bruscos se impone. En 1912,

Rovira i Virgili asegura que la realidad de España es

triste y desolada. Las esperanzas se desvanecen

prematuramente: “són com poncelles mústigues”.29 Imposible

concretar estrategias de regeneración española que

impliquen el reconocimiento del hecho catalán. La

modernidad del catalanismo no puede con las prácticas

28 UCELAY DA CAL, E., El imperialismo catalán: Prat de la Riba, Cambó, d’Ors y laconquista moral de España, Barcelona, Edhasa, 2003. CASASSAS, J. et al., ElsFets del Cu-cut!: taula rodona organitzada pel Centre d'Història Contemporània de Catalunya el24 de novembre de 2005, Barcelona, Centre d'Història Contemporània deCatalunya, 200629 La Campana de Gràcia, 23.XI.1912.

políticas españolas -asociadas al diagnóstico costiano. Sin

embargo, cuatro años más tarde, Eugeni d’Ors insiste en

preconizar las virtudes del diálogo. Un diálogo que, como

dirá tanto en conferencias en Madrid como en las glosas del

momento, se abre desde Cataluña. El diálogo es un método

regenerativo que Cataluña propone a España: “Desvetllar la

capacitat de diàleg, tornar a un monologador a la capacitat

de diàleg, és tornar-lo a la vida”. Éste es el favor que la

Cataluña imperialista está haciendo a España. En

consecuencia, y ésta es una deriva inequívocamente orsiana,

lo que hace Cataluña, o debería hacer, en relación a España

es reclamar la Autoridad: “Demanem per a ella

l’”autoritat”, no solamente la “llibertat”. Si l’Estat li

refusa obediència és que l’Estat es torna, vistes les coses

des del punt de mira de la justícia pura, un “rebel”, un

veritable revolucionari. Estat d’Espanya, aquest petit

Poble Productor et crida per primera vegada a l’ordre”.30 A

cada expectativa sigue una frustración; de cada frustración

se sale con una apuesta nueva, más exigente si cabe.

Una de las apreciaciones que han tenido mayor éxito en

la lectura que el nacionalismo catalán hace del Novecientos

es la que atribuye a la República la posibilidad de ser una

solución al problema del encaje en España. Algunos de los

motivos que dan solidez a dicha percepción es semántica:

República podía sustituir, o como mínimo neutralizar, a la

perfección el vocablo España. Otras tienen que ver con la

coyuntura populista vivida en 1931. En todo caso, las cosas

no empezaron así. El republicanismo catalán del tramo final

30 “El diàleg”, Glossari 1916, pp. 164-165 y “La política española”, G1916, pp. 197-198.

de la Dictadura de Primo de Rivera -presente en

conspiraciones y partícipe del Pacto de San Sebastián- se

componía tanto de elementos que percibían España como una

realidad nacional distinta, a la que había que recomponer

en una suerte de confederación que diera entrada a la

nación catalana –es, sin duda, el caso del Francesc Macià

del complot de Prats de Molló, del empréstito separatista,

de la Constitució de La Havana-31, como de republicanos

partícipes de una mayor o menor radicalidad autonomista. A

su vez, los medios intelectuales habían cultivado, en

tiempos del Directorio, una renovada solidaridad. La

empatía generada en respuesta a la represión cultural, y

lingüística, sólo se habría quebrado, y aún parcialmente,

por las opciones ante el cambio institucional: el

monarquismo de Cambó supuso su distanciamiento de un José

Ortega y Gasset que se ponía al servicio de la República.

La combinación de estos y otros planos hizo que el 14 de

abril fuera vivido, en Barcelona y en un primer momento,

como un episodio de solidaridad democrática española. Las

reconducciones se sucedieron con rapidez. Primero, la de

Macià enmendando la plana a Companys y proclamando la

república catalana. Tres días más tarde, la de los

ministros del gobierno provisional, Fernando de los Ríos,

Marcelino Domingo y Lluís Nicolau d’Olwer, retornando el

proceso a los cauces autonomistas enmarcados en la lógica

constituyente.

Los avatares institucionales, en esos años, dieron

lugar a una relación no menos problemática. Las tensiones,

31 Constitució provisional de la República Catalana aprovada per l'AssembleaConstituent del Separatisme Català reunida a l'Havana durant els dies 30 de setembre, 1 i 2d'octubre de 1928, La Havana, Serrano, 1928.

relacionadas con el proceso de elaboración del estatuto de

autonomía de 1932, convirtieron a Cataluña en un problema,

al mismo tiempo que en un baluarte, para la república. Los

golpes de fuerza, los equilibrios parlamentarios y los

episodios de fraternidad emocional se sucedieron con gran

rapidez dando lugar a resistencias de todo tipo, retóricas

y prácticas, tanto desde la Castilla preterida como desde

la Cataluña urgente de los elementos separatistas.

Probablemente, al equívoco, creciente y con notable reflejo

en las opiniones públicas respectivas en tiempos de intensa

movilización y politización, tuvo diversas razones. Desde

la misma composición heterogénea de la fuerza hegemónica en

la Cataluña populista –la Esquerra Republicana de Catalunya

fundada en la primavera de 1931- a la debilidad y ausencia

de criterios definidos al respecto –el de la autonomía, el

carácter plurinacional del Estado,…- en el sistema de

partidos que operaba en el conjunto de la España

republicana.32 Por lo demás, adquirió gran importancia una

idea presente, explícita o implícitamente, desde el mismo

14 de abril y desplegada con fuerza el 6 de octubre de

1934. El fracasado golpe de Estado de esa jornada

revolucionaria, al que no eran en absoluto ajenas las

tensiones intracatalanas (ley de Contrato de Cultivos), se

presentó, en última instancia, como la reanudación de lo

propuesto por Macià tres años y medio antes: la definición

política de España, toda, desde Cataluña a partir de un

hecho de fuerza, y marcadamente sentimental, que dejase

claro el carácter previo de la soberanía de los catalanes

32 UCELAY DA CAL, E., La Catalunya populista : imatge, cultura i política en l'etaparepublicana, 1931-1939 , Barcelona, La Magrana, 1982

en tanto que tales.33 Años más tarde, en plena guerra

civil, Rovira i Virgili lo formularía con nitidez. En

agosto de 1937 el entonces director de La Humanitat

escribía: “La República és, no ja de tots els ciutadans,

ans encara de tots els pobles que la formen”. Esta

conversión de los pueblos hispánicos en sujetos de

soberanía comportaba una visión inédita de España. Desde

esta perspectiva era claro el sentido que tenía la guerra

civil, y la misma evolución registrada en el interior de la

España leal a las instituciones republicanas. La dirección

política de los destinos de la república amenazaba con

pasar a manos de aquellos que ya en tiempos de los Austrias

y de los Borbones la monopolizaron; gentes que

representaban “històricament i ètnicament un esperit

distint del català”. El centralismo español -negrinismo a

esas alturas- no ha sido nunca sinónimo de organización,

disciplina, coordinación y responsabilidad.34

Siguiendo el anterior razonamiento, la derrota

republicana en la guerra civil española fue percibida desde

el catalanismo como una invasión. Poco importaba que en las

tropas nacionales que entraban en el país hubiera

contingentes de catalanes. No era la primera invasión,

aunque sí la más brutal: “Ens han envaït”, decía Rovira i

Virgili. “Aquesta és la invasió més densa i més amenaçadora

de totes les que s'han esdevingut en el curs de la història

catalana. És la furiosa invasió de l'odi. Odi a Catalunya,

a la Catalunya republicana, a la Catalunya liberal, a la33 HURTADO, A., Abans del sis d’octubre (un dietari), Barcelona, QuadernsCrema, 2008.34 La Humanitat, 18.VIII.1937. ROVIRA I VIRGILI, A., “La guerra que hanprovocat”. Selecció d'articles sobre la guerra civil espanyola, Barcelona, Abadia deMontserrat, 1998,, pp. 233-234.

Catalunya nacional”.35 La susodicha invasión, de la que

participaban los catalanes encuadrados en el Tercio de

Nuestra Señora de Montserrat, o en otras unidades, se

estabilizaría contando con numerosos coterráneos tanto en

los niveles superiores de la administración del Estado como

en los más cercanos al ciudadano de a pie. La invasión

aturdiría, según el razonamiento catalanista, al buen

catalán. Le obligaría al repliegue. El catalanismo vive, en

la diáspora, una deriva autodeterminista. El aludido

Coromines, cerraba el testamento político “per al fills”,

como sigue: “Mentre subsisteixi la República Espanyola jo

seré fidel a l'Espanya republicana, perquè sempre ho he

pensat així i perquè no tinc ni ganes ni possibilitat

espiritual de canviar. Però jo no tinc cap compromís, ni

històric ni sentimental ni polític, amb una Espanya

monàrquica i feixista”.

Más allá de ese deshacerse del compromiso histórico

con la democracia hispánica -muchos se referirán a la

caducidad del pacto entre iguales forjado el 14 de abril de

1931 y ahora anulado por la fuerza- las estrategias de

acomodación, y de relectura de España, en el interior,

fueron múltiples. Será particularmente aducida, para el

caso catalán, la llevada a cabo por el grupo de Destino.

Intelectuales, arquitectos, periodistas de la talla de Juan

Bassegoda, Josep Pla, Carlos Sentís, Ignacio Agustí,

Sebastián Juan Arbó,…con la colaboración de andaluces como

José María Pemán, castellanos, gallegos,… procederán a una

lectura de los paisajes y las costumbres, de los recuerdos

35 ROVIRA I VIRGILI, “La guerra que han provocat”. Selecció d'articles sobre la guerra civil espanyola, Barcelona, Publicacions del'Abadia de Montserrat, 1998, p. 67. Artículo recogido en pp. 325-326.

y los proyectos peninsulares con la intención de garantizar

una mínima comodidad afectiva, e incluso un cierto

consenso, entre sectores de las élites del regionalismo

conservador y la España de Franco. Paisajes asociados a la

tradición clásica y a la imperial (Ampurdán o Tarragona),

de sabor italianizante o alpino, de tono marítimo (Costa

Brava), de connotaciones católicas y martiriológicas

(Montserrat, Poblet)… o incluso espacios urbanos como

Barcelona, asociados a un imaginario alternativo al

propiamente español, serán repensados y representados como

piezas de un rompecabezas patrio que no se entiende sin

todas y cada una de sus piezas.

El éxito de la empresa será importante pero tendrá

fecha de caducidad. La labor nacionalizadora autoritaria

desplegada por el franquismo en la escuela y en los medios

de comunicación de masas, a través del servicio militar

obligatorio o de la propaganda y el encuadramiento

asociativo resultará ser epidérmica y aún contraproducente

en la medida que se produjo entre los emergentes sectores

de oposición -a partir de mediados de la década de 1960-

una creciente identificación entre España y dictadura, de

España con una concepción liquidadora de lo culturalmente

diverso que radicaba en su seno. A la altura de 2010, puede

decirse que la lectura que goza de mayor aceptación en los

medios publicados catalanes sería la siguiente: tras el

primer aturdimiento de 1939, lógico tras la ocupación

española, la sociedad se desperezaría, sería capaz de

reponerse y de ponerse manos a la obra. La década de los

cincuenta se iniciaría en Cataluña con la huelga de

tranvías de Barcelona de marzo de 1951 tanto como con el

fichaje, unos meses antes, de Kubala por el Barça. Ambas

serían manifestaciones de la vitalidad de un país dispuesto

a sacar a España de su postración. Por ello, se dirá

obviando las colaboraciones administrativas del régimen,

construyeron el Camp Nou, lugar en el que volcó la

inmigración; por eso decidieron colaborar intelectualmente,

claro está, desde dentro. El párrafo debido a Ruiz-Domènec,

autor al que me he referido, es transparente: “Como ocurre

hoy en día, los catalanes se vieron en la obligación moral

de salvar a su país, aunque despreciaran el régimen del 18

de julio. Lo hicieron según su tarannà, sin llamar demasiado

la atención, prudentemente, es decir, haciendo uso del seny

ya que la rauxa sólo conducía, en su opinión, a un nuevo

conflicto. Diseñaron un plan para sacar a España de la

ruina a la que había conducido una economía autárquica sin

prestar atención a los que hablaban de colaboracionismo,

simplemente ignorando a los que aconsejaban no intervenir

en lo que tuviera que ver con el régimen”.

Ese plan pasaría por los contactos con el círculo de

Arbor y con el Opus Dei, con los tecnócratas dispuestos a

modernizar España en su conjunto. Puestos a hacer, los

catalanes así entendidos no sólo elevaron ese templo de la

integración que sería el Camp Nou, sino que, por boca del

editor Vergés, y a sugerencia de Josep Pla, animaron a

Jaume Vicens Vives a escribir sobre Cataluña y España. De

ahí saldría Notícia de Catalunya.36

Dándose a conocer en tiempos de armonización autonómica

36 RUIZ-DOMÈNEC, J. E., Catalunya, España.

En realidad, las circunstancias fueron algo más complejas,

tanto en el tardofranquismo como en la Transición. La

oposición antifranquista contó, en Cataluña, con una doble

raíz que aparecía, ya en los primeros setenta y en el seno

de plataformas como la Asamblea de Cataluña, notablemente

articulada. La contestación social, vecinal, obrera y

popular, canalizada por una nueva y vieja izquierda

política y sindical. Junto a ella el rechazo a las

constricciones y ataques a la identidad catalana.

Autodeterminismo y, en particular, autonomismo formaron

parte integral de la agenda de la oposición. La

singularidad de la cuestión catalana en el marco del

proceso transicional, en la que no entraremos en estas

líneas, resulta relevante en la medida que abre las puertas

a una solución político administrativa, el Estado de las

Autonomías, que deja irresuelta la problemática

nacionalista en la medida que limita las posibilidades de

bilateralidad insinuadas desde la operación Josep

Tarradellas. La Cataluña antifranquista, que se creía

modélica para el conjunto de los pueblos y ciudadanos en el

momento de la reforma política, observa con creciente

estupefacción como, en otras partes, la rebelión ciudadana,

iniciada en Andalucía en diciembre de 1977 y culminada el

28 de febrero de 1980 con el referéndum estatutario en la

región, lleva a una equiparación en las vías de acceso a

ámbitos competenciales y, por tanto, a la erosión de las

asimetrías. Poco importa que entre 1978 y 1979, con la

Constitución y el Estatut, se alcance una capacidad de

gestión política sin precedentes en la contemporaneidad -

incluso en relación al Estatut de 1932, lo relevante pasa a

ser que no hay excepcionalidad. O que ésta -y no tanto las

competencias- es modesta.

A principios de la década de 1980 tuvieron lugar una

serie de acontecimientos que iban a modificar no ya la

naturaleza del nacionalismo -o el peso de las distintas

proyecciones de futuro y visiones de España en el seno del

mismo- sino que, por extensión, ocasionaron una alteración

en las percepciones hispánicas de un número significativo

de catalanes. La suma de factores, endógenos y exógenos a

la sociedad catalana, fue realmente notable. El despliegue

del sistema autonómico, abierto y más intuitivo que

planificado, llevó a un intento de reconducción y

racionalización del mismo. Los nacionalismos vasco y

catalán insistieron en presentar la Ley Orgánica de

Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), aprobada por

las Cortes a mediados de 1982, como un corolario del

intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. En

realidad, tal y como recordó Leopoldo Calvo-Sotelo, la

iniciativa formaba parte de su discurso de investidura como

presidente del Gobierno, leído días antes de la intentona

militar.37 En todo caso, la ley tuvo un recorrido corto.

Una vez aprobada, los gobiernos del País Vasco y de

Cataluña, apelaron al Tribunal Constitucional, que acabó,

en agosto de 1983, dándoles buena parte de razón. La

pretensión de fijar un techo competencial para todas las

comunidades autónomas y de negar, en consecuencia, el

carácter singular de las nacionalidades con respecto a las

regiones y, por tanto, las regalías aparejadas a la

37 CALVO-SOTELO, L., Memoria viva de la Transición, Barcelona, Plaza yJanés, 1990.

singularidad, fue rechazada por el tribunal en la medida en

que entraba en contradicción con el Título VIII de la

Constitución.38

El listado de incidentes que venían a alterar el juego

de percepciones y miradas cruzadas no estaría completo si

no se incluye el hecho que algunos intelectuales de cultura

castellana, aunque de tiempo residentes en Barcelona,

partícipes del activismo político en los primeros setenta,

pusieron en duda, abiertamente, la naturaleza del proceso

nacionalizador, en particular en materia lingüística, que

se estaba llevando a cabo por las autoridades autonómicas.

El manifiesto de los 2.300 ponía en cuestión lo que

constituía el punto básico en la construcción de la nación:

una escuela en la que la lengua vehicular fuera el catalán.

El manifiesto relacionaba esta apuesta con una pérdida de

perspectiva solidaria con el resto de España. En respuesta

al citado manifiesto, y articulando un independentismo que

se había visto neutralizado en los procesos electorales por

la pujanza del nacionalismo moderado y conservador, al que

consideraban meramente regionalista, tuvo lugar la creación

de la Crida a la Solidaritat. Al auge, más social que electoral,

y a su impacto entre los segmentos más jóvenes y

desengañados para con la transición, del nacionalismo

radical no fue ajeno la necesidad de gestionar el choque,

antes comentado, con el Estado. El 14 de marzo de 1982, la

Crida, y el conjunto de las fuerzas nacionalistas,

convocaron a un manifestación en Barcelona en contra de la

LOAPA, al combate contra el quintacolumnista se sumaba la

38 PERICAY, X., “Más allá del 'llamado problema catalán'”, enCuadernos de Pensamiento Político, enero/marzo de 2011, Madrid, FAES, pp.129-142.

noción de una agresión exterior. El pulso entre dos

concepciones, catalanistas, se puso de manifiesto en la

existencia de dos lemas contrapuestos. A la exigencia de

autodeterminación que planteaban desde la Crida, el

pujolismo propuso el No a la Loapa, som una nació. Por el camino

el vago concepto nacionalidad había sido sustituido por el

que siempre había sostenido el catalanismo, la condición

nacional, que no “nacionalitaria” de Cataluña, quedaba

clara. También se había procedido a la articulación de un

polo independentista que, primero a través de ERC y después

mediante otras plataformas e iniciativas, ha acabado dando

lugar a una corriente estable sostenida que basa su

proyecto en la percepción de España como un negocio

improductivo para los catalanes, como una fuente de gastos

y exenciones sin compensaciones, como una fuente de

opresiones. Dicho argumentario pondría el acento en el

carácter fallido de la Transición, en la frustración de las

aspiraciones nacionales seculares de Cataluña por razón de

la perfidia de los elementos centralistas, conservadores o

no. En realidad, periódicos clave en la conformación de la

opinión española en esos años no dudaron en editorializar

desmarcándose agresivamente de la labor de las mayorías

parlamentarias y de la tarea del ministro de Administración

Territorial, Tomás de la Quadra, presentando la citada

LOAPA como el instrumento para “desnaturalizar los

Estatutos de Sau y de Guernica” en nombre de un uniformismo

rebozado de retórica jacobina.39

En los primeros momentos de la década de 1980, junto a

la movilización nacionalista, y al inicio de un proceso de

39 El País, 16 de agosto de 1983.

construcción nacional desde los espacios institucionales

recientemente adquiridos, se prodigó el ejercicio que se

presentaba a sí mismo como pedagógico. El martes 24 de mayo

de 1983 Felipe González, presidente del Gobierno de la

Nación, y Jordi Pujol, presidente de la Generalitat de

Catalunya, inauguraban, en el Centro Cultural de la Villa

de Madrid, una exposición que llevaba por título Catalunya en

la España moderna (1714-1983). El título remitía a una de las

aproximaciones básicas para la comprensión de la

trayectoria secular de Cataluña: la tesis doctoral del

historiador francés Pierre Vilar. Una obra que habría

determinado, junto a los trabajos -contradictorios tanto

como hipotéticamente complementarios- de Soldevila y Vicens

Vives, la percepción que las minorías selectas del país

tenían de Cataluña y de su peculiar relación con España.

Desde la noche de los tiempos los catalanes habrían

procurado hacer triunfar, como proyecto a compartir, su

particular sentido de la modernidad. Al verse rechazados, y

sólo al verse obstaculizados en esa primitiva empresa, las

élites rectoras del Principado, y con ellas el grueso de

las clases y grupos sociales en presencia -desde el honrado

menestral al eficiente industrial, pasando por el

inevitable poeta-, se habrían orientado hacia el

particularismo, hacia un proyecto de afirmación nacional,

diferenciada aunque procurada en el seno del Estado.40

40 La Catalogne dans l'Espagne moderne: recherches sur les fondements économiquesdes structures nationales, Paris : S.E.V.P.E.N., 1962, 3 vols. Lainvestigación sería inmediatamente traducida al catalán y publicada,con prólogo de Agustí Duran i Sanpere y traducción de Eulàlia Duran deCahner, en Barcelona, por Edicions 62 entre 1965 y 1968. Jordi Pujolsiempre la citará como una de las obras de referencia en su formaciónintelectual y patriótica.

Con la muestra abierta esa primavera de 1983 se quería

dar a conocer, una vez más, Cataluña a los madrileños y,

por extensión, a los españoles. No sólo el arte catalán. De

éste último -del románico pirenaico a Miró, pasando por

Gaudí- el consumidor español ya estaba enterado. Lo que

había que hacer era pedagogía de la política catalana,

entendida como política nacional. Lo que se proponía era

dar el tono de un esfuerzo propagandístico de cara enfora.

Corría de nuevo el rumor de que los malentendidos -desde

los relacionados con la LOAPA, hasta los rifirrafes

protocolarios habidos semanas en la inauguración de la

Exposición Antológica de Salvador Dalí, en el Museo de Arte

Contemporáneo de Madrid- no tenían otra causa que el

desconocimiento. Que para dicha exposición se eligiese como

punto de partida 1714 no era circunstancial. En el relato

catalanista la derrota de la opción austriacista constituye

el punto de arranque de la negación no ya de la

singularidad catalana sino de la misma posibilidad de una

España contrafactual; la que andando el tiempo será

definida como la nación de naciones41 o la España plural42.

El comisario, Josep Maria Ainaud de Lasarte, erudito

conectado con el catalanismo pujolista, lo justificaba en

estos términos: “Es un momento al que damos especial

atención por que fue un hachazo equiparable al de julio de

41 GARCÍA, Anna Maria (ed.), “España, ¿nación de naciones? 1Jornades Jaume Vicens Vives”, monográfico de Ayer 35*1999, Madrid,Marcial Pons, AHC.42 Quizás los historiadores que de manera más insiste plantean laexistencia de un austriacismo entendido como proyecto político defuturo alternativo a la centralización borbónica hayan sido losmodernistas Joaquim Albareda y Ernest Lluch. Véase, a modo de ejemplo,Albareda i Salvadó, J., “L'austriacisme i l'alternativacatalanoaragonesa, segons Ernest Lluch”, en Butlletí de la Societat Catalanad'Estudis Històrics 12, 2001 , Barcelona, IEC, pp. 9-26.

1936” -no al del frío invierno de 1939. Efectivamente,

aquello que se quería dar a conocer era que hacía

trescientos años se dio la posibilidad, al parecer, de que

los destinos de España fuesen otros.

A rebufo de la exposición, de hecho pocos meses más

tarde aunque ya en 1984, el historiador Antoni Jutglar

incorporaba un prólogo “para no catalanes” a la edición en

castellano de su versión revisada de Els burgesos catalans. La

obra, original de 1966, había quedado oculta en el tiempo

por la centralidad que pasaron a tener, primero, los

debates entre Jordi Solé Tura y Josep Benet acerca de la

naturaleza burguesa o popular, reaccionaria o progresista

del moderno catalanismo, y, posteriormente, por el canon

elaborado por Josep Termes a propósito de las raíces

populares, y las expresiones democráticas, del nacionalismo

catalán. Sin embargo, en su momento, el trabajo de Jutglar

ponía de relieve, tanto en 1966 como en 1984, algunas de

las preocupaciones con las que la intelectualidad catalana,

y catalanista, abordaría el problema de la mirada de España

desde Cataluña, y, correlativamente, de la percepción que

de ésta se tenía “en el resto del Estado español”. La

edición de los años ochenta se justificaba no sólo por la

vocación de rescatar del olvido una lectura quizá omitida

de la obra de Jutglar. También como un ejercicio para hacer

frente al “desconocimiento de todo lo catalán (…)”. En otro

plano igualmente retórico, Jordi Pujol era, a principios de

1985, considerado el español del año 1984. No obstante,

España empezaba a pagar, como señalábamos anteriormente,

las facturas de las primeras miradas críticas para con los

logros de la transición, tanto en materia democrática y

social, como territorial. España y aquellos catalanes -que

los había, según Jutglar- ciegos a su propia realidad,

incapaces de entender en qué consiste ser catalán,

bloqueaban las potencialidades definidoras de lo común a

partir de lo singular.43

Los esfuerzos por darse a conocer -en ocasiones en

coincidencia con los de dar a conocer los propios proyectos

para España, lo que no es exactamente lo mismo- llegan

hasta nuestros días para irritación de buena parte de la

opinión pública española y desesperación, residual, de

quienes se definen soberanistas o independentistas.

Coda

El rasgo definidor del nacionalismo contemporáneo,

mecanismo definidor de los consensos básicos en la Cataluña

contemporánea, radica en el establecimiento de dos

instancias perfectamente diferenciadas en su ser: Cataluña

y España. De la negociación -bilateral- entre esos dos

sujetos colectivos dependen la feliz resolución de un

contencioso que se arrastraría, como mínimo, desde hace

trescientos años. En este sentido, el salto registrado en

relación a la propuesta almiralliana resulta trascendental:

hasta Almirall, y en adelante entre aquellos que pasarán a

ser tildados de meros regionalistas o provincialistas, las

instancias en juego eran Cataluña y Castilla. Cierto, había

otros pueblos, e incluso, junto a Portugal, una perspectiva

ibérica. Sin embargo, la dialéctica se establecía entre

las dos colectividades que podían asumir el liderazgo

43 JUTGLAR, A., Historia crítica de la burguesía en Cataluña, Barcelona,Anthropos, 1984, “Prólogo para no catalanes”, en pp. 9-44.

peninsular. Tras Prat de la Riba los términos se modifican

y se difunde, de manera creciente, la antinomia Cataluña-

España.

Si en tiempos de las campañas proteccionistas los

sentimientos jugaban un papel menor -apenas encubrían los

intereses-, a partir de la llegada del nuevo siglo

adquieren una mayor relevancia. Para Josep Calvet, más

conocido como Gaziel, no era éste, el espiritual, el terreno

donde había que dirimir el conflicto. Los sentimientos,

dirá, mejor dejarlos a buen recaudo. De lo contrario,

cualquier diálogo, y cualquier posibilidad de acuerdo, se

vuelve imposible. “El sentimiento puro, y cuanto más hondo

peor -escribía en los albores de la dictablanda -, es lo que

con mayor fuerza separa a los hombres. El sentimiento es

siempre una fuerza impolítica. Por esto la gran política ha

sido siempre el cálculo de utilizar los sentimientos

colectivos, no para encerrarse en ellos, sino para

superarlos”. La tarea no es fácil dado que, a esa España

invertebrada, se refería Gaziel como los “Balcanes de

Occidente”.44

El empeño nacionalizador del franquismo provocó que la

transición política no sólo estuviera marcada, en gran

medida, por la necesidad de dar solución al problema

catalán, sino también por la voluntad de reparar, en lo

posible, el daño causado en este terreno por la guerra y la

dictadura. Como asegura Pericay, “no sólo influyó en ella,

entre otros propósitos, el de encajar de una vez por todas

a Cataluña en España, sino también el de hacerlo con una

44 “Castilla y Cataluña. Los precursores”, La Vanguardia,21.III.1930. Citado en PERICAY, X., “Más allá del ‘llamado problemacatalán’”.

generosidad que excedía lo estrictamente necesario”.45

La hegemonía política, en Cataluña, había ido a parar

a manos de Convergència i Unió, plataforma liderada por

Pujol que sostenía un nacionalismo pragmático, aunque

exclusivo -pasa a regular la legitimidad última de las

identidades en presencia- e irredento -aspira a una

construcción nacional que, con independencia de los

conflictos con el modelo autonómico general, pretende la

ampliación constante de los ámbitos de decisión: las

reivindicaciones no tienen límite. El relevo al frente de

la dirección política del país, tras un cuarto de siglo de

pujolismo, con la llegada al poder del exitoso alcalde de

la Barcelona olímpica, Pasqual Maragall, coincidió con un

momento en el que todas las fuerzas políticas catalanas,

con excepción del PP, pasaron a competir en soberanismo. En

realidad, y en materia de percepciones de España, Maragall

tuvo que asumir, con todos sus flecos la percepción de su

anterior y constante rival político. La comodidad, incluso

la satisfacción con la que Maragall concebía el papel de

Cataluña en España y la transformación que, entre todos, se

había hecho de la misma, alcanza el paroxismo en los

primeros años de la década de 1990. Con posterioridad

vendrá el reflujo. En la medida que pasa a verse como el

hipotético relevo de Pujol al frente del país precisa

adoptar algunos de los rasgos discursivos del mismo. Un

ejemplo lo ilustra. Sólo a principios del nuevo siglo se

permitirá Maragall aducir que los catalanes tienen derecho,

ocasional y discrecional, al resentimiento para con una

España que, al fin y al cabo, es responsable última del

45 PERICAY, X., art.cit.

asesinato del último presidente democrático del país: Lluís

Companys. En el olvido queda que Julián Zugazagoitia

formaba parte del mismo lote de transferidos por la Gestapo

a la España de Franco. Desde 2003 la insatisfacción para

con España, cuando no el soberanismo, se convierten,

inexorablemente, en la perspectiva recurrente de la

política catalana. Por el camino se abandonan por obsoletos

o injustos los criterios de la Transición. Es, visto es

perspectiva, el corolario inevitable, el resultado de esta

larga trayectoria que, por resumir, hemos simplificado con

la imagen del tránsito de la condición provincial a la

nacional. Ahora, incluso las voces que desde Cataluña

aspiran a un diálogo franco y fecundo lo hacen desde la

presunción de que Cataluña constituye un todo equiparable,

como entidad colectiva, a España.