En torno a una reseña y un prólogo: Menéndez Pelayo y Tirso de Molina

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MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO, HISTORIADOR Y CRÍTICO DE LA LITERATURA ESPAÑOLA SUMARIO Nota del Director RUBIO CREMADES, Enrique. Presentación MANDADO GUTIÉRREZ, Ramón Emilio. Menéndez Pelayo, cien años después MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO, VISTO POR RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL CID, Jesús Antonio. Menéndez Pelayo ante el Romancero (Introducción a unas páginas inéditas de Ramón Menéndez Pidal sobre la Antología de Poetas Líricos) – MENÉNDEZ PIDAL, Ramón – Menéndez Pelayo y el Romancero MENÉNDEZ PELAYO Y LA HISTORIA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA PARRILLA, Carmen. Trabajos celestinescos de Don Marcelino en la memoria perenne de su epistolario SNOW, Joseph T. El estudio de La Celestina de Menéndez Pelayo (1910) comentado después de un siglo de vida RODRÍGUEZ GUTIÉRREZ, Borja. De Los grandes polígrafos españoles a los Orígenes de la Novela – BAQUERO ESCUDERO, Ana L. Cervantes visto por Menéndez Pelayo FLORIT DURÁN, Francisco. En torno a una reseña y a un prólogo: Menéndez Pelayo y Tirso de Molina – DÍEZ DE REVENGA, Francisco Javier. Menéndez Pelayo y la lírica del Siglo de Oro ROMERO TOBAR, Leonardo. Menéndez Pelayo ante el Romanticismo RUBIO CREMADES, Enrique. Marcelino Menéndez Pelayo y la novela española de la segunda mitad del siglo XIX GUTIÉRREZ SEBASTIÁN, Raquel. “Honrando a los poetas y gozando de su genio”: Menéndez Pelayo frente a Núñez de Arce y la poesía de su tiempo GARCÍA CASTAÑEDA, Salvador. Menéndez Pelayo y los escritores montañeses ROVIRA, José Carlos. Menéndez Pelayo y la cuestión de lo prehispánico en la literatura hispanoamericana. RELACIONES SOTELO VÁZQUEZ, Marisa. El Epistolario entre Menéndez Pelayo y los escritores catalanes (1868-1884) AYALA ARACIL, María Ángeles. Menéndez Pelayo y las mujeres: Joaquina Viluma FERRI COLL, José María. La “alegre colmena” (Menéndez Pelayo y las “cosas de España” en el hispanismo europeo finisecular) RIBAO PEREIRA, Montserrat. Menéndez Pelayo y Manzoni - ÁLVAREZ BARRIENTOS, Joaquín. La “ortografía racional”, Julio Cejador y una carta apócrifa de Menéndez Pelayo en las polémicas contra la Real Academia Española RECEPCIÓN SOTELO, Adolfo. El pensamiento y la obra de Menéndez Pelayo: acción y dique en la dictadura de Franco (1939-1952) GUTIÉRREZ SEBASTIÁN, Raquel y RODRÍGUEZ GUTIÉRREZ, Borja. Menéndez Pelayo en los estudios literarios actuales (1975-2011) BIOGRAFÍA CID, Jesús Antonio. Un escrito biográfico de José Ramón de Luanco sobre Menéndez Pelayo (c. 1898) - DE LUANCO, José Ramón. Tres episodios de la vida de Marcelino Menéndez y Pelayo Año LXXXVIII, Nº 1 SANTANDER Enero-Junio 2012 B OLETÍN DE LA B IBLIOTECA DE M ENÉNDEZ P ELAYO

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MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO, HISTORIADOR Y CRÍTICO DE LA LITERATURA ESPAÑOLA

SUMARIONota del Director

RUBIO CREMADES, Enrique. PresentaciónMANDADO GUTIÉRREZ, Ramón Emilio. Menéndez Pelayo, cien años después

MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO, VISTO POR RAMÓN MENÉNDEZ PIDALCID, Jesús Antonio. Menéndez Pelayo ante el Romancero (Introducción a unas páginas inéditas de Ramón Menéndez Pidal sobre la Antología de Poetas Líricos) – MENÉNDEZ PIDAL, Ramón – Menéndez Pelayo y el Romancero

MENÉNDEZ PELAYO Y LA HISTORIA DE LA LITERATURA ESPAÑOLAPARRILLA, Carmen. Trabajos celestinescos de Don Marcelino en la memoria perenne de su epistolario – SNOW, Joseph T. El estudio de La Celestina de Menéndez Pelayo (1910) comentado después de un siglo de vida –RODRÍGUEZ GUTIÉRREZ, Borja. De Los grandes polígrafos españoles a los Orígenes de la Novela – BAQUERO ESCUDERO, Ana L. Cervantes visto por Menéndez Pelayo – FLORIT DURÁN, Francisco. En torno a una reseña y a un prólogo: Menéndez Pelayo y Tirso de Molina – DÍEZ DE REVENGA, Francisco Javier. Menéndez Pelayo y la lírica del Siglo de Oro – ROMERO TOBAR, Leonardo. Menéndez Pelayo ante el Romanticismo – RUBIO CREMADES, Enrique. Marcelino Menéndez Pelayo y la novela española de la segunda mitad del siglo XIX – GUTIÉRREZ SEBASTIÁN, Raquel. “Honrando a los poetas y gozando de su genio”: Menéndez Pelayo frente a Núñez de Arce y la poesía de su tiempo – GARCÍA CASTAÑEDA, Salvador. Menéndez Pelayo y los escritores montañeses – ROVIRA, José Carlos. Menéndez Pelayo y la cuestión de lo prehispánico en la literatura hispanoamericana.

RELACIONESSOTELO VÁZQUEZ, Marisa. El Epistolario entre Menéndez Pelayo y los escritores catalanes (1868-1884) – AYALA ARACIL, María Ángeles. Menéndez Pelayo y las mujeres: Joaquina Viluma – FERRI COLL, José María. La “alegre colmena” (Menéndez Pelayo y las “cosas de España” en el hispanismo europeo finisecular) – RIBAO PEREIRA, Montserrat. Menéndez Pelayo y Manzoni - ÁLVAREZ BARRIENTOS, Joaquín. La “ortografía racional”, Julio Cejador y una carta apócrifa de Menéndez Pelayo en las polémicas contra la Real Academia Española

RECEPCIÓNSOTELO, Adolfo. El pensamiento y la obra de Menéndez Pelayo: acción y dique en la dictadura de Franco (1939-1952) – GUTIÉRREZ SEBASTIÁN, Raquel y RODRÍGUEZ GUTIÉRREZ, Borja. Menéndez Pelayo en los estudios literarios actuales (1975-2011)

BIOGRAFÍACID, Jesús Antonio. Un escrito biográfico de José Ramón de Luanco sobre Menéndez Pelayo (c. 1898) - DE LUANCO, José Ramón. Tres episodios de la vida de Marcelino Menéndez y Pelayo

Año LXXXVIII, Nº 1

SANTANDER

Enero-Junio 2012

BOLETÍNDE LA BIBLIOTECA

DE

MENÉNDEZ PELAYO

BOLETÍN DE LA BIBLIOTECA DE MENÉNDEZ PELAYO (BBMP)Revista anual fundada en 1918 por Miguel Artigas Ferrando.Han dirigido esta revista:Miguel Artigas Ferrando (1919-1929)José María de Cossío y Martínez-Fortún (1930-1931)Enrique Sánchez-Reyes (1932-1956)Ignacio Aguilera y Santiago (1957-1976)Manuel Revuelta Sañudo (1977-1994)Xavier Ajenjo Bullón (1995-2000)Lourdes Royano Gutiérrez (2001-2004)

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ÁLVAREZ BARRIENTOS, Joaquín. La Ortografía racional, Julio Cejador y una carta apócrifa de Menéndez Pelayo en las polémicas contra la Real Academia Española. 425-444AYALA ARACIL, María Ángeles. Menéndez Pelayo y las mujeres: Joaquina Viluma. 357-380BAQUERO ESCUDERO, Ana L. Cervantes visto por Menéndez Pelayo. 163-184CID, Jesús Antonio. Menéndez Pelayo ante el Romancero (Introducción a unas páginas inéditas de Ramón Menéndez Pidal sobre la Antología de Poetas Líricos). 35-48CID, Jesús Antonio. Un escrito biográfico de José Ramón Luanco sobre Menéndez Pelayo (c. 1898). 509-516DÍEZ DE REVENGA, Francisco Javier. Menéndez Pelayo y la lírica del Siglo de Oro. 201-216FERRI COLL, José María. La “alegre colmena” (Menéndez Pelayo y las “co-sas de España” en el hispanismo europeo finisecular). 381-404FLORIT DURÁN, Francisco. En torno a una reseña y a un prólogo: Menén-dez Pelayo y Tirso de Molina. 185-200GARCÍA CASTAÑEDA, Salvador. Menéndez Pelayo y los escritores monta-ñeses. 283-308GUTIÉRREZ SEBASTIÁN, Raquel y RODRÍGUEZ GUTIÉRREZ, Borja. Me-néndez Pelayo en los estudios literarios actuales (1975-2011). 469-508GUTIÉRREZ SEBASTIÁN, Raquel. “Honrando a los poetas y gozando de su genio”: Menéndez Pelayo frente a Núñez de Arce y la poesía de su tiempo. 269-282LUANCO, José Ramón. Tres episodios de la vida de Marcelino Menéndez y Pelayo. 517-522MANDADO GUTIÉRREZ, Ramón Emilio. Menéndez Pelayo, cien años después. 23-24MENÉNDEZ PIDAL, Ramón, Menéndez Pelayo y el Romancero. 49-70PARRILLA, Carmen. Trabajos celestinescos de Don Marcelino en la memoria perenne de su epistolario. 73-88RIBAO PEREIRA, Montserrat. Menéndez Pelayo y Manzoni. 405-424RODRÍGUEZ GUTIÉRREZ, Borja. De Los grandes polígrafos españoles a los Orígenes de la Novela. 125-162ROMERO TOBAR, Leonardo. Menéndez Pelayo ante el Romanticismo. 217-230

ÍNDICE

ROVIRA, José Carlos. Menéndez Pelayo y la cuestión de lo prehispánico en la literatura hispanoamericana. 309-328RUBIO CREMADES, Enrique. Marcelino Menéndez Pelayo y la novela espa-ñola de la segunda mitad del siglo XIX. 231-268RUBIO CREMADES, Enrique. Presentación. 13-22SNOW, Joseph T. El estudio de La Celestina de Menéndez Pelayo (1910) comentado después de un siglo de vida. 89-124SOTELO VÁZQUEZ, Adolfo. El pensamiento y la obra de Menéndez Pelayo: acción y dique en la dictadura de Franco (1939-1952). 447-468SOTELO VÁZQUEZ, Marisa. El Epistolario entre Menéndez Pelayo y los es-critores catalanes (1868-1884). 331-356

EN TORNO A UNA RESEÑA Y A UN PRÓLOGO: MENÉNDEZ PELAYO Y TIRSO DE MOLINA

El 6 de julio de 1894 Menéndez Pelayo le escribe a su fiel correspon-sal Arturo Farinelli dándole la enhorabuena por la publicación de su libro Grillparzer und Lope de Vega. En un momento de la carta, el

erudito cántabro señala lo siguiente: «Siempre he creído y sostenido que Lope de Vega es el mayor poeta español, y me alegro de ver que esta opi-nión va abriéndose paso aun en Alemania, a pesar de la idolatría caldero-niana que sólo ha podido durar tanto tiempo por lo poquísimo que se ha leído a Lope y a Tirso. Éstos son los grandes, los verdaderamente gran-des». (Epistolario, Vol. 13, carta 32). Lo curioso es que, no obstante esta afirmación, los dos dramaturgos áureos a los que el crítico santanderino dedicó más atención fueron Lope de Vega y Calderón de la Barca (Can-talapiedra, 2010; y Pedraza, 2012). Como es conocido, al Fénix dedicó la monumental edición en quince tomos de su obra dramática, empresa que abarcó desde 1890 hasta 1913 –es decir, terminó al año siguiente de la muerte de Don Marcelino–, así como sus tantas veces citados Estudios sobre el teatro de Lope de Vega (Menéndez Pelayo, 1892-1913) que, como bien se sabe, son los prólogos de la edición académica de las Obras.

Por lo que se refiere a Calderón de la Barca, Don Marcelino editó parte del teatro del madrileño1, publicó la monografía Calderón y su tea-tro (1881), en donde se recogen las ocho conferencias que dictó con mo-

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En torno a una reseña y a un prólogo: Menéndez Pelayo y Tirso de MolinaBoletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo. LXXXVIII, Nº 1, 2012, 185-200

1 Pedro Calderón de la Barca, Teatro selecto de Calderón de la Barca, ed. de Marcelino Menéndez Pelayo, Madrid, Luis Navarro, 1881-1887, 4 vols. En estos volúmenes, es-tructurados por géneros, se editan no pocas de las más famosas piezas calderonianas: La vida es sueño, El príncipe constante, El mágico prodigioso, El médico de su honra, El alcalde de Zalamea, La dama duende, etc.

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tivo de la conmemoración del segundo centenario de la muerte del autor de La vida es sueño en el Círculo de Acción Católica de Madrid, y pronun-ció el 30 de mayo de 1881 el polémico discurso, conocido como «Brindis del Retiro»2. Sirvan de ejemplo del tono exaltado de un Menéndez Pelayo que todavía no había cumplido los 25 años las siguientes palabras: «Brin-do por lo que nadie ha brindado hasta ahora: por las grandes ideas que fueron alma e inspiración de los poemas calderonianos. En primer lugar, por la fe católica, apostólica, romana, que en siete siglos de lucha nos hizo reconquistar el patrio suelo, y que en los albores del Renacimiento abrió a los castellanos las vírgenes selvas de América, y a los portugueses los fabulosos santuarios de la India. Por la fe católica, que es el substra-tum, la esencia y lo más grande y lo más hermoso de nuestra teología, de nuestra filosofía, de nuestra literatura y de nuestro arte. […] En suma, brindo por todas las ideas, por todos los sentimientos que Calderón ha traído al arte; sentimientos e ideas que son los nuestros, que aceptamos por propios, con los cuales nos enorgullecemos y vanagloriamos noso-tros, los que sentimos y pensamos como él, los únicos que con razón, y justicia, y derecho, podemos enaltecer su memoria, la memoria del poeta español y católico por excelencia; el poeta de todas las intolerancias e intransigencias católicas; el poeta teólogo; el poeta inquisitorial, a quien nosotros aplaudimos, y festejamos, y bendecimos, y a quien de ninguna suerte pueden contar por suyo los partidos más o menos liberales, que en nombre de la unidad centralista, a la francesa, han ahogado y destruído la antigua libertad municipal y foral de la Península, asesinada primero por la casa Borbón y luego por los Gobiernos revolucionarios de este siglo». (Menéndez Pelayo: 1941: 385-386).

Pues bien, frente a la sostenida atención que el polígrafo montañés consagró a Lope y a Calderón, en el caso de Tirso de Molina las páginas escritas por Don Marcelino fueron significativamente menos, aunque su examen nos va a servir para poner de relieve el decidido empeño de Menéndez Pelayo por rehabilitar ante la crítica y el mundo académico la figura y obra de fray Gabriel Téllez.

Con todo, creo que, en primer lugar ha de resaltarse un hecho: los dos trabajos más enjundiosos, por no decir los únicos3, de Menéndez Pe-

2 Menéndez Pelayo lo pronuncia después del banquete que clausuraba el congreso cal-deroniano organizado con motivo del segundo centenario de la muerte del dramaturgo madrileño. Los comensales fueron catedráticos y personalidades extranjeras.

3 Además de los dos trabajos de los que voy a dar cuenta, Don Marcelino publicó en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos un fragmento, el único disponible, de la

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layo sobre la vida y obra de Tirso de Molina, los dos textos donde cabe encontrar el juicio y la idea que el polígrafo santanderino tenía del escri-tor mercedario, su modo de ver a Tirso, y explicarlo y justificarlo, son dos piezas que se pueden calificar de circunstanciales, ya que la primera en el tiempo es una reseña y la segunda es un prólogo. Por cierto, las dos contribuciones menendezpelayescas están ligadas, como ahora mismo veremos, a los dos tirsistas más importantes de la época de Don Marceli-no: Emilio Cotarelo y Blanca de los Ríos.

En abril de 1894 publica Menéndez Pelayo en la revista La España moderna un artículo-reseña titulado «Nota bibliográfica al libro de Emilio Cotarelo y Mori, Tirso de Molina. Investigaciones bio-bibliográficas». El libro del erudito asturiano había aparecido un año antes en Madrid en la Imprenta de Enrique Rubiños. Se trata de una obra en la que su autor, por una parte, ofrece al lector el resultado de sus pesquisas en torno a la vida de Tirso y, por otro lado, entra en aspectos bibliográficos e incluso ofrece un ensayo de un catálogo cronológico de las obras dramáticas de Tirso de Molina y un utilísimo resumen general alfabético del teatro del

obra en prosa de fray Gabriel Téllez Vida de Santa María de Socós. Bajo el epígrafe de «Una obra inédita de Tirso de Molina», y antes de la trascripción del texto, dice lo que sigue: «Lo es sin duda, aunque no enteramente desconocida, la que hoy empieza a publicar la Revista de Archivos. Existe el original, procedente del Convento de la Mer-ced de Barcelona, en el Archivo de la Delegación de Hacienda de aquella provincia, y debemos al celoso archivero de aquella dependencia, don Carlos Palomares, la copia que nos sirve para la impresión. Hállase mencionado este libro en la dedicatoria que don Francisco de Cervellón, deudo de Santa María del Socós, escribió al frente de la Genealogía de la nobilísima familia de Cervellón, publicada en 1733, Barcelona, por el cronista de la Orden de la Merced Fray Manuel Mariano de Ribera. Dirigiéndose el de Cervellón a su venerable parienta, estampa estas palabras: «La qual santa doctrina aplicó a Vos Santa bendita, el P. M. Fr. Gabriel Téllez, Cronista General de vuestra Religión, en los períodos de un breve Epítome, quel año de 1639 escribió de vuestras admirables costumbres.» Este pasaje, olvidado por los biógrafos de Tirso, no se ocultó a la suma perspicacia de la excelente y cultísima escritora doña Blanca de los Ríos, que ha convertido en principal estudio suyo la vida y las obras del insigne dramaturgo Mercenario. En un discreto artículo publicado en los Lunes de El Imparcial, 28 de oc-tubre de 1907, hace la señora de los Ríos oportuna referencia a este texto, y anuncia el hallazgo del manuscrito, descarriado desde 1835 entre los documentos de origen monacal que fueron acumulándose en las oficinas de Hacienda, mina que todavía nos reserva importantes sorpresas históricas y literarias. Sin comentario alguno entregamos esta obrilla inédita a los devotos del Maestro Fray Gabriel Téllez, que sabrán estimarla y ponerla en su punto ni más ni menos de lo razonable. Y después de ella inserta-remos algún otro documento recientemente allegado, que puede dar nueva luz a la biografía del gran poeta dramático» (Menéndez Pelayo, 1908: 1).

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mercedario. Dicho en palabras del propio Cotarelo: «Tirso necesita, en el estado actual, mucha crítica histórica y bibliográfica antes que simple crítica literaria» (Cotarelo: 1893: 16). De ahí que la reseña de Menéndez Pelayo se centre, precisamente, en cuestiones biográficas y bibliográficas.

Como bien señala Valbuena Prat (1956-1957: 521), la reseña de Don Marcelino «rebosa entusiasmo, vitalidad, pasión», aunque eso –añado por mi cuenta– no supone en modo alguno que el crítico cántabro no tome distancia, no se separe del reseñado y en no pocas ocasiones le lleve la contraria, haga interesantes objeciones e, incluso, elogie abiertamente a la tirsista Blanca de los Ríos. Cosa, se puede asegurar sin empacho, que a Cotarelo no le debió sentar nada bien.

El caso es que la contribución de Menéndez Pelayo que nos ocupa tiene, entre otros, un propósito muy claro: dar cuenta del proceso de revalorización que en los últimos años, en sus últimos años, se ha produ-cido de la obra de Tirso de Molina. Nótese cómo arranca la reseña: «Uno de los ejemplos más insignes de nuestra desidia literaria y del olvido en que tenemos la investigación y depuración de nuestros más altos títulos de gloria nacional, es sin duda la ignorancia que todavía universalmente reina sobre los puntos capitales de la biografía del Maestro Tirso de Mo-lina; contrastando este descuido con la grandeza cada día creciente de la figura poética del egregio Mercenario [sic], a quien (pasada ya, aun en Alemania, la fiebre calderoniana), pocos niegan el segundo lugar entre los maestros de nuestra escena, y aun son muchos los que resueltamente le otorgan el primero y el más próximo a Shakespeare; como sin duda lo merece, ya que no por el poder de la invención, en que nadie aventajó a Lope (que es por sí solo una literatura), a lo menos por la intensidad de vida poética, por la fuerza creadora de caracteres, y por el primor insu-perable de los detalles» (Menéndez Pelayo: 1941: 47)4.

Para Don Marcelino la rehabilitación de Tirso que se produjo a finales del siglo XVIII y principios del XIX comenzó en los escenarios antes que en el mundo académico: «no comenzó en los libros de crítica, sino en el teatro; fue popular antes de ser erudita; fue labrando día por

4 Cito por la reimpresión que figura en los Estudios y discursos de crítica histórica y literaria. III, Madrid, Consejo, Superior de Investigaciones Científicas, 1941, pp. 47-81. Obsérvese, por cierto, cómo estas palabras de don Marcelino guardan estrecha rela-ción con las que se han citado al principio de este trabajo, las que dejó escritas en la carta del seis de julio de 1894, el mismo año de esta reseña –aparecida en el mes de abril–, a Farinelli en las que se pone en la cima del parnaso dramático aurisecular a Lope y a Tirso.

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día en la conciencia del vulgo espectador antes de penetrar en el ánimo de los doctos; no vino impuesta, como la apoteosis de Calderón, por el romanticismo extranjero triunfante, sino que tuvo todos los caracteres de una restauración indígena. [...] De este modo, el público de Madrid, desde el rey hasta el último fraile y el último chispero, reían y se solazaban con las diabólicas transformaciones de Don Gil de las Calzas Verdes, con la profunda e insinuante malicia de El Vergonzoso en Palacio y de Marta la Piadosa, cuando en el resto de Europa era completamente ignorada la existencia de tal poeta, hasta el punto de que Guillermo Schlegel sólo llegó a saber la mitad de su pseudónimo, y eso para citarle revuelto con Matos Fragoso y otros tales en aquella famosa lección postrera de su Curso de Literatura Dramática (1808 ), en que todos nuestros grandes poetas fueron sacrificados, sin ser leídos, al ídolo, en gran parte fantásti-co, que con nombre de Calderón levantaba Schlegel sobre el ara, como cifra y símbolo del más perfecto romanticismo». (Menéndez Pelayo: 1941: 48-49).

Pero si el pueblo aplaudía las obras tirsianas en los tablados, funda-mentalmente a través de las adaptaciones de Dionisio Solís, los eruditos, remacha Don Marcelino, se despachaban a gusto en contra del comedió-grafo mercedario: «Pena da hoy, en parte, y en parte también risa, leer, por ejemplo, los primeros juicios de Martínez de la Rosa y de Don Alberto Lista sobre las obras de este soberano poeta. Para, uno y otro, Tirso era poco más que un juglar chocarrero, un fraile lascivo y desvergonzado, a quien dirigen los más extravagantes reparos de moral y de gusto. Tales ejemplos de miopía intelectual en hombres por otra parte respetables y beneméritos, deben hacernos muy cautos a los que nos ocupamos en este arduo ejercicio de la crítica, aunque al propio tiempo nos persuadan de las inmensas conquistas que en tal orden de ideas ha realizado nuestro siglo» (Menéndez Pelayo: 1941: 50). Frente a la miopía de Martínez de la Rosa y de Lista, el polígrafo santanderino elogia la labor editora llevada a cabo por Agustín Durán y, sobre todo, por Juan Eugenio Hartzenbusch5.

Antes de entrar de lleno en cuestiones biográficas y bibliográficas, Menéndez Pelayo sintetiza, creo que con acierto, las cualidades del teatro de Tirso. Cualidades que, casi ciento veinte años después, los estudiosos

5 Recuérdese que Agustín Durán incluye piezas de Tirso en su volumen Talía españo-la (1834) y que Juan Eugenio Hartzenbusch fue el responsable de dos importantes colecciones de comedias tirsianas; Teatro escogido de Fr. Gabriel Téllez (1839-1842) y Comedias escogidas de Tirso (1848).

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de Gabriel Téllez siguen aceptando como válidas. Estas son en palabras de Don Marcelino tales cualidades: «Su alejamiento relativo de aquel ideal caballeresco, en gran parte falso y convencional; su poderoso sentido de la realidad, su alegría franca y sincera, su buena salud intelectual, aquella intuición suya tan cómica y al mismo tiempo tan poética del mundo, la graciosa frescura de su musa villanesca, su picante ingenuidad, su inago-table malicia tan candorosa y optimista en el fondo, nos enamoran hoy y tienen la virtud de un bálsamo añejo y confortante, ahuyentador de toda pesadumbre y tedio» (Menéndez Pelayo: 1941: 51-52).

Lo fundamental, por otra parte, para el autor de la reseña es que estos rasgos que en 1894 comienzan a ser tenidos en cuenta y valorados por la nueva crítica, que se apoya en los hallazgos documentales atañe-deros a la biografía del dramaturgo madrileño, casaban mal con quienes se empecinaban, llevados por una suerte de mojigatería, en decir que «Tirso había entrado en religión siendo ya de edad madura (de más de cincuenta años) y después de haber compuesto la mayor parte de sus comedias. […] [Y] con entero desconocimiento de las ideas y costumbres del siglo XVII, mostraban escandalizarse de la libertad de lenguaje de Tirso, ni mayor ni menor que la que era corriente en su tiempo; ya por la psicología superficial de otros, que no llegaban a comprender que el poeta hubiese acertado a representar tan a lo vivo escenas amorosas y lances picarescos de que no hubiese sido testigo y acaso protagonista. A todo trance se quería que Tirso la hubiese corrido (como vulgarmente se dice), y aun algunos se arrojaban a decir que había sido casado, y no sa-bemos si marido ultrajado y paciente, como el bueno de Molière. Era un gozo ver a los críticos arquear las cejas y preguntar con mucho énfasis: “¿Qué especie de sociedad frecuentaba este hombre? ¿Qué mujeres había conocido? Su vida debió de ser en extremo relajada”» (Menéndez Pelayo: 1941: 53).

Lo verdaderamente sorprendente y admirable de todas las palabras del erudito santanderino que hasta el momento hemos reproducido guar-da relación con la propia historia de la crítica en torno a la vida y obra de Tirso. Los puntos controvertidos que en esta reseña de 1894 –época, no se olvide, en la que todavía se sabían muy pocas cosas seguras sobre la trayectoria biográfica del mercedario– Don Marcelino despacha y aclara con verdadera lucidez frente a la ignorancia y miopía de otros, han for-mado parte durante casi todo el siglo XX de no pocas controversias en torno al autor de Don Gil de las calzas verdes. Dicho de otro modo: lo que en 1894 Don Marcelino ya había advertido con notable perspicacia

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y había enderezado ha continuado oscuro y torcido para muchos estu-diosos de Tirso durante la pasada centuria. Y ha sido así por una razón bien sencilla: esos críticos no habían leído a Menéndez Pelayo por un estúpido prejuicio que ha costado muchos años desterrar y aún no lo ha sido del todo.

Sea como fuere, lo que importa ahora es señalar que al hilo de la recensión que el erudito cántabro hace de los resultados de la investiga-ción de Cotarelo acerca de la vida de Gabriel Téllez, le llevan a aquel a aportar una serie de observaciones propias de inestimable valor, algunas de las cuales siguen teniendo plena vigencia. Por no hacerme fastidio-so pondré solamente un par ejemplos. Como se sabe, Tirso es elegido cronista de la Orden de la Merced en un Capítulo General de 1632 al haber fallecido Alonso Remón. Lo que propone Menéndez Pelayo, y es una investigación que todavía no se ha hecho a estas alturas, consiste en «registrar atentamente las obras en prosa de Fr. Alonso Remón, que son muchas y muy heterogéneas, porque es posible que en alguna de ellas se contengan alusiones o referencias a su compañero de hábito, a la vez que de profesión dramática. Me limito a indicar esta veta a los futuros investi-gadores, advirtiendo de paso que Tirso no parece haber tenido gran idea del criterio histórico de Fr. Alonso Remón, puesto que se creyó obligado a volver a escribir de nuevo toda la Crónica de la Merced» (Menéndez Pelayo: 1941: 62).

Véase otro caso. En 1639 Tirso contribuyó con dos décimas al volu-men Lágrimas panegíricas a la temprana muerte del gran poeta Juan Pé-rez de Montalbán (Madrid, Imprenta del Reino, 1639), en cambio cuatro años antes no aparece en la nómina de escritores que, a petición de Juan Pérez de Montalbán, habían participado en la Fama póstuma a la vida y muerte del doctor frey Lope Félix de Vega Carpio y elogios panegíricos a la inmortalidad de su nombre (Madrid, Imprenta del Reino, 1636). Como bien apunta Don Marcelino, «esta omisión da mucho en qué pensar» (Me-néndez Pelayo: 1941: 64). Cierto. Puesto que buena parte de los poetas que en la Fama póstuma se echan en falta son normalmente adversarios de Lope: Alarcón, Quevedo, Jáuregui. Aunque también debe advertirse que no están otros –como Francisco de Rioja– que en público elogiaban a Lope, pero en privado le criticaban. El caso es que esta circunstancia le lleva al crítico santanderino a decir, casi de pasada, algo que considero un observación muy valiosa y que ha de ser tenida en cuenta por cual-quier investigador de la literatura del Siglo de Oro: «La vida interior de la república literaria ha de buscarse en otra parte que en los testimonios

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oficiales de aprecio mutuo, en que ciertamente no eran parcos aquellos grandes ingenios» (Menéndez Pelayo: 1941: 64).

En fin, los comentarios y observaciones a la biografía de Tirso esbo-zada por Cotarelo los cierra Menéndez Pelayo con unas palabras que si-guen hoy en día plenamente vigentes, aunque con algún pequeño matiz: «Vida, como se ve, modesta y ejemplar, sencilla y sin peripecias, contra-dice la de Tirso todos los sueños y cavilaciones que de un conocimiento superficial y mal digerido de sus obras venían deduciéndose. Fue un gran poeta y un excelente religioso: a estas dos líneas puede reducirse su epi-tafio. […] Hay que resignarse a admitir que lo que Tirso supo o adivinó de la vida, lo supo o lo adivinó siendo fraile. Su maravillosa intuición poética pudo suplir lo que de experiencia mundana le faltaba, y, por otra parte, el siglo y el claustro estaban en aquella centuria estrechamente unidos, y no formaban, como ahora, dos mundos aparte. El contraste aparente entre el género de las obras y la condición del autor no existía para sus contemporáneos. Nadie se escandalizaba de que un fraile tuviese buen humor y escribiese obras de regocijo y pasatiempo, empleando en ello las admirables dotes poéticas que Dios le había concedido»6 (Menéndez Pelayo: 1941: 67-68).

La segunda parte del estudio de Emilio Cotarelo se titula «Crítica bibliográfica». Es bien sabido que la bibliografía primaria de Tirso ofrece algunos aspectos un tanto embrollados. Lo estaban en 1894 y lo siguen estando en el 2012. Hago merced de detenerme en ellos por lo complejo de la cuestión –pienso, por ejemplo, en el rompecabezas bibliográfico de la Segunda parte7–, aunque sí que creo conveniente dedicar unas líneas a lo que Menéndez Pelayo pensaba sobre los problemas textuales de El Burlador de Sevilla, teniendo muy presente que en ningún momento discute la autoría de la pieza, si bien es verdad que para el polígrafo san-tanderino casa mal la calidad literaria de la obra, tal y como nos ha llega-

6 Nótese que Menéndez Pelayo ignora todo el episodio del dictamen de la Junta de Reformación del 6 de marzo de 1625 por el que se le recomienda al rey Felipe IV que «le eche de aquí a uno de los monasterios más remotos de su religión y le imponga excomunión maior latae sententiae para que no haga comedias ni otro ningún género de versos profanos» (Florit, 1997).

7 De las doce comedias que figuran en esta Segunda parte Tirso solo reconoce como suyas cuatro. Son seguras Por el sótano y el torno, Amor y celos hacen discretos y Esto sí que es negociar. El embrollo está en que en la parte adocenada se incluye El conde-nado por desconfiado. Menéndez Pelayo defiende con argumentos sólidos, aunque no documentales, la autoría tirsiana.

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do, con la grandeza artística de Tirso. De ahí que elogie el que Cotarelo reprodujera en uno de los apéndices de su monografía «las variantes del más antiguo y más ignorado y menos imperfecto texto que hasta ahora conocemos de El Burlador de Sevilla, el de la edición de Barcelona de 1630, volumen de estupenda rareza que lleva el título de Doce Comedias nuevas de Lope de Vega Carpio y otros autores» (Menéndez Pelayo: 1941: 76). Si bien es cierto que, en opinión de Don Marcelino, este impreso no es por desgracia el primitivo de Tirso, no es menos verdad que «lleva inmensa ventaja al horrible y disparatado texto de las ediciones sueltas, único que Hartzenbusch consiguió ver, y aun al titulado Tan largo me lo fiáis» (Menéndez Pelayo: 1941: 76). Con todo, hace hincapié en lo es-tragado y deturpado que está la edición barcelonesa dando la siguiente explicación: «Y como el P. Téllez, con la incuria habitual de los grandes poetas de su siglo, no se cuidó de fijar el texto imprimiéndole por sí propio, todo el mundo, impresores piratas, copleros famélicos, histriones de la legua, pusieron sus manos pecadoras en aquel drama y le dejaron tan mal parado, que cuesta hoy grande esfuerzo adivinar o reconstruir su primitiva grandeza, la cual ha de buscarse en la fuerza inicial del per-sonaje, en el desarrollo amplio y caudaloso de la acción, en el solemne prestigio de la parte fantástica, en la cruda energía de algunas expresio-nes intensamente dramáticas, que de vez en cuando centellean como relámpagos en un cielo opaco y anubarrado. Salvo estas excepciones, el estilo es pedestre y descolorido, la versificación seca y desmañada, y to-do ello indigno de su maravilloso autor y de tan maravilloso argumento» (Menéndez Pelayo: 1941: 77)8.

Prestémosle ahora atención al segundo texto del que quiero ocu-parme: el prólogo que Menéndez Pelayo escribió al libro de Blanca de los Ríos titulado Del Siglo de Oro (Estudios literarios), publicado en Ma-drid, en la imprenta de Bernardo Rodríguez en 1910. Tal vez sea intere-sante dar una pequeña noticia acerca de esta escritora y estudiosa de la vida y obra de Tirso de Molina ajustándome siempre a su relación con el polígrafo santanderino por quien la sevillana sintió siempre una devoción muy cercana a la idolatría, hasta el punto de dejar escrito, sirviéndose de una prosa un tanto campanuda, en un artículo, redactado al cumplirse

8 Este argumento lo había ya señalado unas páginas más arriba don Marcelino cuando dice a propósito de El Burlador que «la obra culminante entre las de Tirso, si no por el mérito de la ejecución (de que apenas puede juzgarse en el estragado texto que poseemos), a lo menos por el de la concepción» (Menéndez Pelayo: 1941: 60).

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los veinte años de la muerte del maestro, que: «nada hubo tan opuesto al concepto de sabio hirsuto y egoístamente abismado en el goce del saber por el saber, como aquel hombre extraordinario, que se dio todo a todos, que quemó su vida como incienso ante el altar de la Patria, que hizo más por la Patria que todos los ejércitos y que todas las bibliotecas juntas; más que todos los ejércitos, porque él solo, sin otras armas que su saber y su recia voluntad, rehabilitó a la Patria de las calumnias que dos siglos de envidia y de ignorancia habían amontonado sobre ella; más que todas las bibliotecas, porque en las bibliotecas estábanse las ricas venas del saber cómo los yacimientos de oro en las minas, entre polvo, moho, polilla y fárrago tenebroso, desafiando la pereza española, y él fue el titánico minero que hurtando sus horas a las solicitaciones de la vida consagró sus años mozos a romper la dura entraña que ocultaba avara el tesoro de nuestro ayer…». (De los Ríos: 1932: 561)9.

La verdad es que la tirsista dedicó varios artículos y conferencias a la obra de Menéndez Pelayo, tal y como puede comprobarse en el Ca-tálogo de las obras de Blanca de los Ríos de Lampérez y algunos juicios de la crítica acerca de ellas (Catálogo: 1927: 17)10. Todos ellos ofrecen el mismo tenor de inquebrantable adhesión al erudito santanderino.

Con todo, lo curioso es que no estamos ante una mujer que tuvie-ra estudios universitarios ni una formación reglada académicamente en materia de historia y crítica literaria. Su figura se corresponde más bien a la de una persona que con una voluntad y disciplina admirables se entre-gó apasionadamente a la tarea de escribir en los periódicos, de impartir conferencias, de estudiar y editar la obra de los clásicos auriseculares, y,

9 Semejante latría también puede encontrarse en el epistolario. Véase, a modo de ejem-plo –luego vendrán más–, el comienzo de una carta de doña Blanca a don Marcelino, datada el 3 de febrero de 1910: «Insigne y admirado maestro: ¡Qué carta la de Vd. publicada en el ABC de hoy! Al ver que con la misma mano con que ha resucitado Vd. toda la historia de la mentalidad española y con que ha rehabilitado el genio de la estirpe, levanta Vd. tan valerosa y excelsamente la enseña de la fe, principio de toda sabiduría, no puedo menos de expresarle mi entusiasmo fervoroso, sentido hasta las lágrimas» (Epistolario, Vol. 20, carta 662).

10 No se recoge en el Catálogo, por ser posterior, el folleto titulado Lope de Vega y Me-néndez Pelayo (De los Ríos: 1935). Se trata de una conferencia, pronunciada el 12 de mayo de 1935, perteneciente al ciclo organizado por el Cabildo Catedral de Madrid para conmemorar el tricentenario de la muerte de Lope de Vega. La propia Blanca de los Ríos había incluido en su libro Del Siglo de Oro un trabajo que lleva, precisamente, el mismo título «Lope de Vega y Menéndez Pelayo» (De los Ríos: 1910: 215-225). La conferencia de 1935 guarda estrecha relación con el artículo de 1910.

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en fin, dejar escritas varias novelas, poemas y piezas dramáticas (Sánchez Dueñas: 2000 y 2007; Gónzalez López, 2001). Y, aunque hoy en día se le recuerde como estudiosa y editora de Tirso de Molina11, de ella se llegó a decir, por ejemplo, en 1930 que era una «polígrafa de privilegiada men-talidad y vasta erudición, cuya labor intelectual florece en el libro y el periódico, en la revista y la cátedra libre, [y] es la figura de mayor relieve de las escritoras españolas contemporáneas» (Solano: 1930: 389).

Mayor interés, por venir de una de sus más fieles amigas, tienen las palabras de Emilia Pardo Bazán, quien en 1910 dijo de nuestra escritora que: «Blanca de los Ríos tiene en la masa de la sangre esa devoción a las musas. Procede de una familia en que cuentan artistas y eruditos tan insignes como Amador de los Ríos, el historiador de las letras españolas. Criada entre bienestar y cariño, rodeada de estimación y respeto, no ha luchado sino con la natural inveterada indiferencia del público y algo con el recelo y malevolencia que suscitan las escritoras. No hay nada más diferente de la bohemia de una Jorge Sand que el tipo de esta literata, señora y adamada hasta la punta de las uñas, seria y «honorable» como dicen los ingleses, en grado sumo, persona del mejor tono y de excelente educación» (Catálogo: 1927: 40).

En fin, su apasionada e ingente labor es reconocida oficialmente en 1924 cuando el rey de España le concedió la Gran Cruz de Alfonso XII, en un homenaje presidido por la Reina Victoria Eugenia. Una condeco-ración creada para premiar a los que sobresalen en tareas intelectuales y un «honor que hasta entonces no se había otorgado a ninguna mujer» (Solano, 1930: 392).

Así las cosas, parece claro que Menéndez Pelayo, dos años antes de su muerte, se vio en la obligación –o quiso de buen grado– redactar un prólogo al libro de una de sus más fieles e incondicionales seguidoras. Debe destacarse, en primer lugar, que el erudito no se dejó llevar por la parcialidad. Las palabras que dedica a doña Blanca son, ciertamente, muy elogiosas, pero no tiene empacho en señalar algún que otro defecto de su laboreo investigador. Acaso el más importante sea este: «Su viva y poética fantasía puede llevarla quizás a exagerar la importancia de algún dato o a establecer alguna combinación arbitraria» (Menéndez Pelayo: 1941: 5). Lo cierto y verdad es que Don Marcelino caló bien a la tirsista porque, efectivamente, una de las características de la trayectoria investi-gadora de doña Blanca radica en su frecuente entusiasmo y ardor que le

11 Véase la semblanza que hace de ella Luis Vázquez (1998: 11-14).

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lleva a lanzarse a hipótesis arriesgadas, cuando no disparatadas. Vuelve a insistir en este punto cuando dice: «No siempre convence, ni pueden tomarse como sentencias inapelables algunos de sus fallos» (Menéndez Pelayo: 1941: 6). Y tampoco se le oculta al redactor del prólogo que la autora del estudio en más de una ocasión da muestras de identificarse con el objeto de su investigación, «le considera como cosa propia, hace oficios de abogado defensor si su cliente los necesita, y da a la narración un tinte apologético aun sin proponérselo. No negaré que algo de esto pueda encontrarse en las bellas páginas que nuestra autora ha dedicado a Tirso de Molina» (Menéndez Pelayo: 1941: 11).

En cualquier caso, el tenor general de las primeras líneas del prólo-go es de sincero encomio hacia la autora del libro, alabando tanto su te-són investigador como la forma viva y apasionada que da a sus escritos. A partir de ahí, Menéndez Pelayo se detiene en una extensa visión de con-junto del teatro español del Siglo de Oro. En cualquier caso, lo que me importa ahora es examinar las páginas consagradas a Tirso, cuyo número, por cierto, sólo ocupa un tercio del prólogo escrito por el santanderino.

Buena parte de ellas ya han sido comentadas a propósito de la reseña del libro de Cotarelo. Y es que don Marcelino repite buena parte de los argumentos que ya conocemos. De nuevo el afán principal de Menéndez Pelayo se cifra en la vindicación de Tirso, en situar al merce-dario al lado de los «dos luminares del teatro castellano [Lope de Vega y Calderón]» (Menéndez Pelayo: 1941: 17), para añadir más adelante que «Tirso no me parece de distinta casta que los demás dramáticos nuestros, aunque generalmente les aventaja por el picante desenfado de su len-guaje, por la franca objetividad, por el nervio dramático, por el vigor de la pintura de caracteres» (Menéndez Pelayo: 1941: 21-22); e incluso llega a afirmar que para los españoles es el autor predilecto en la lectura y «lo sería en la representación si no fuesen tan bárbaras y absurdas las refun-diciones que suelen hacerse de sus comedias» (Menéndez Pelayo: 1941: 17). Asimismo, destaca una serie de características del la obra dramática de Tirso que en no poca medida siguen teniendo vigencia: maestro con-sumado de la lengua y el ritmo, originalísimo artífice de la dicción, poeta satírico de intensa malicia, hacedor de insólitas asociaciones de palabras y la admiración que producen el primor y la gracia de sus diálogos.

No podían faltar en este prólogo unas líneas consagradas a la figu-ra de Don Juan. Menéndez Pelayo afirma con contundencia, y creo que lleva razón, que «Tirso no es responsable de más Don Juan que el suyo» (Menéndez Pelayo: 1941: 21), puesto que los que han trabajado sobre la

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leyenda de Don Juan desconocían hasta el nombre del autor primitivo.En fin, poco más se puede añadir. El prólogo a libro de Blanca de

los Ríos, por lo que a Tirso de Molina se refiere, apenas aporta nada nue-vo. Sin embargo, el tono es distinto al que hemos visto en la reseña del estudio de Emilio Cotarelo. El erudito santanderino se muestra más galan-te, cortés y laudatorio con Blanca de los Ríos, si bien es verdad que no cae en el elogio fácil, llegando a apuntar algunas objeciones. Otro rasgo que se puede traer a colación es el hecho de que la vindicación de Tirso está aquí menos sustanciada. Don Marcelino apenas entra en detalles filológicos, eruditos y bibliográficos. Pero lo importante, a nuestro modo de ver, es que la idea que de Tirso tenía Menéndez Pelayo en 1894, fecha de la reseña del libro de Cotarelo, sigue siendo la misma en 1910. Es más, esa idea, en lo sustancial, es plenamente válida hoy en día. El polígrafo cántabro destaca por encima de cualquiera otra la defensa de Tirso como genial constructor de universos cómicos. Así que, a diferencia de lo que ocurrió en otras ocasiones –por ejemplo, con Calderón de la Barca– en el caso de Tirso Menéndez Pelayo no tuvo que entonar palinodia alguna12.

FRANCISCO FLORIT DURÁN

UNIVERSIDAD DE MURCIA

12 Véase a este respecto el interesante libro de Dámaso Alonso (1956).

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