El paisaje en Ovidio Murguía

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EL PAISAJE EN OVIDIO MURGUIA José Manuel B. López Vázquez (USC) Ovidio Murguía, si no mítico, sí es un pintor de leyenda todavía hoy en Galicia. Una leyenda trenzada en hechos profundamente arraigados en el sentimiento gallego como es el culto a la madre y a la muerte. En este sentido, Ovidio, cumple todos los requisitos. El es el hijo de la madre gallega por excelencia, Rosalía, y muere en plena juventud a causa del mal del siglo. Por esto, no es extraño, que su personalidad fuese decisiva en la definición de la Generación Doliente que concretó el pintor ferrolano Bello Piñeiro. El parco conocimiento de su obra hizo el resto para crear la leyenda. De Murguía se conocían muy pocos cuadros y se intuía que estos eran tan solo la punta de un iceberg, que todavía ocultaba sumergidas las mejores obras salidas de sus pinceles, por lo que, constantemente, se le ha presentado como el gran paisajista de la mencionada generación, la cual debía asumir como tarea primordial la creación de una pintura gallega que tendría por finalidad, siguiendo las poéticas del momento, captar “la luz, el color, la esencia de este país, que no ha tenido intérpretes, hasta la fecha, en la pintura o que es peor, h vos podamos aquilatar su verdadero lugar e nte de la importancia de los éxitos y de los fracasos de juventud, en la fama del artista. 1 . Todo ello ha contribuido a que, no sólo se haya sobrevalorado su valía artística, sino a que, sobre todo en los últimos años, se hayan disparado los precios, y, l ayan empezado a aparecer con demasiada frecuencia las falsificaciones. Una vez más, la excelente labor de documentación y catalogación realizada por el equipo del Museo de Pontevedra dirigido por José Carlos Valle Pérez, que ha fraguado en la Exposición celebrada en A Coruña y Pontevedra y en este catálogo razonado, permite un profundo conocimiento de la personalidad y obra de Ovidio Murguía, y que, por primera vez, con datos objeti n el conjunto de la historia del arte gallega. Ahora sabemos que Ovidio Murguía era un autodidacta, un tanto soberbio y un muchacho vago, al que su autoritario padre, trataba de encauzar, adquiriendo para él revistas francesas e inglesas, corrigiendo sus defectos personales y artísticos, y preocupándose por su proyección pública, plenamente conscie 1 Emilia Pardo Bazán, La Quimera, Obras Completas, Madrid 1905, p. 200.

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EL PAISAJE EN OVIDIO MURGUIA José Manuel B. López Vázquez (USC)

Ovidio Murguía, si no mítico, sí es un pintor de leyenda todavía hoy en Galicia.

Una leyenda trenzada en hechos profundamente arraigados en el sentimiento gallego

como es el culto a la madre y a la muerte. En este sentido, Ovidio, cumple todos los

requisitos. El es el hijo de la madre gallega por excelencia, Rosalía, y muere en plena

juventud a causa del mal del siglo. Por esto, no es extraño, que su personalidad fuese

decisiva en la definición de la Generación Doliente que concretó el pintor ferrolano

Bello Piñeiro.

El parco conocimiento de su obra hizo el resto para crear la leyenda. De Murguía

se conocían muy pocos cuadros y se intuía que estos eran tan solo la punta de un

iceberg, que todavía ocultaba sumergidas las mejores obras salidas de sus pinceles, por

lo que, constantemente, se le ha presentado como el gran paisajista de la mencionada

generación, la cual debía asumir como tarea primordial la creación de una pintura

gallega que tendría por finalidad, siguiendo las poéticas del momento, captar “la luz, el

color, la esencia de este país, que no ha tenido intérpretes, hasta la fecha, en la

pintura

o que es

peor, h

vos podamos aquilatar su verdadero

lugar e

nte de la importancia de

los éxitos y de los fracasos de juventud, en la fama del artista.

”1.

Todo ello ha contribuido a que, no sólo se haya sobrevalorado su valía artística,

sino a que, sobre todo en los últimos años, se hayan disparado los precios, y, l

ayan empezado a aparecer con demasiada frecuencia las falsificaciones.

Una vez más, la excelente labor de documentación y catalogación realizada por

el equipo del Museo de Pontevedra dirigido por José Carlos Valle Pérez, que ha

fraguado en la Exposición celebrada en A Coruña y Pontevedra y en este catálogo

razonado, permite un profundo conocimiento de la personalidad y obra de Ovidio

Murguía, y que, por primera vez, con datos objeti

n el conjunto de la historia del arte gallega.

Ahora sabemos que Ovidio Murguía era un autodidacta, un tanto soberbio y un

muchacho vago, al que su autoritario padre, trataba de encauzar, adquiriendo para él

revistas francesas e inglesas, corrigiendo sus defectos personales y artísticos, y

preocupándose por su proyección pública, plenamente conscie

1 Emilia Pardo Bazán, La Quimera, Obras Completas, Madrid 1905, p. 200.

En cuanto al análisis, el primer óleo de Ovidio Murguía del que tenemos

constancia, es el Paisaje de Monterrey de la colección Caixanova (fig. 1). Este, firmado

Fig. 1: Ovidio Murguía, Paisaje de Monterrey, 1891

y datado en 1891, es un pequeño apunte sobre papel que nos habla del conocimiento

que Ovidio tenía de esquemas barbizonianos como son el camino incurvado en el

primer término y el cielo plomizo, omnipresentes en el paisajismo realista europeo y, a

estas alturas de siglo, ya un tanto obsoletos. Por lo demás, el hecho de tratarse de un

boceto y las pequeñas dimensiones de la obra nos impiden aquilatar con exactitud el

mérito del artista. Realmente la síntesis de la percepción, que encontramos en el apunte,

es, en principio, afortunada para un neófito, pues consigue plasmar las principales metas

propuestas para un paisaje en este momento como son las de la captación de la verdad

natural y de la luz, pero cabe preguntarse, si no todo ello no es fruto de la casualidad y

del propio género 'apunte' empleado.

Por una parte, el cielo plomizo permite una luz cenital y uniforme que no crea

dificultad alguna de traslación al artista y, por otra, dicho género puede disimular la

impericia en la concreción de los detalles (como por ejemplo el de las rocas del primer

término) e, incluso, en el dominio del color. Y al hablar de dominio del color no me

refiero sólo a que este no se ajuste a la realidad, sino a que su aplicación sobre la tela,

no sea la adecuada. Y analizado el apunte con detenimiento me inclinaría claramente a

afirmar que el boceto se evidencia más la impericia que el oficio.

Esta impericia resulta totalmente obvia en el cuadro Tarde de invierno en el

Sarela, fechable hacia 1894 (fig 2).

Fig. 2: Ovidio Murguía, Tarde de invierno en el Sarela, ca. 1894

Se trata ya de una obra de empeño, de ahí también sus dimensiones 93 x 72 cm.

y el pretendido acabado de su técnica. Y sin embargo el cuadro es un autentico fiasco.

No hace falta ser un espectador muy experto, para apreciar que Murguía falla en las

metas propuestas que, recordemos, no son otras que la captación de la esencia de un

paisaje real de Galicia, a través de la plasmación de su luz y de su color. Pues, en primer

lugar, el paisaje, más que real, es un rompecabezas, en el que insertan múltiples piezas

que no son otras que las de los esquemas y los motivos que a fines del siglo XIX se

consideraban más pintorescos o, si se quiere, más apropiados para construir un paisaje.

Así, por lo que respecta a los esquemas, se elije el juego de diagonales generados por

los motivos y la disposición de una línea serpenteante que atraviesa los distintos planos,

a lo que se añade la gradación cromática y la concreción de la luz, es decir los efectos

de valor y de tono, con una finalidad primordialmente espacial o compositiva. En

cuanto a los motivos se seleccionan, árboles, aguas, piedras y figuras. En este sentido,

debemos señalar que, años después, el propio Murguía padre, dándose cuenta de la

importancia que tenía el esquema en la pintura de su tiempo, le solicitaba a su hijo que

le enviara un “croquis detallado para que yo te diga lo que me parece”2 y además le

recomendaba, cuando el joven pintor estaba intentando iniciar su carrera madrileña

presentándose a la exposición nacional, que se fijase en estos mismos motivos para sus

cuadros3.

Pero, en este caso, todavía sin recomendación paterna, Ovidio pudo haber

tomado la sugestión, si no la inspiración directa, para su obra en el Paisaje de la ciudad

de Toledo (óleo sobre lienzo, 81 x 52 cm) (fig. 3) de Ricardo Arredondo Calmache

(1850-1911).

2 Carta de Manuel Murguía a Ovidio Murguía, A Coruña 18 –diciembre- 1897. J. Naya Pérez, Testimonio de una orientación artística. Cartas cruzadas entre Ovidio Murguía y su padre. Discurso leído ante la Real Academia de Bellas Artes de Nuestra Señora del Rosario, A Coruña, 1968, , 1968, p. 10-11). 3 “Atente al natural. Alejandro te podrá proporcionar papeletas para la Casa de Campo, la Moncloa y demás; sitios todos donde hay muy buen paisaje. Si puedes hazlo con figuras, porque lo general es que los paisajistas no se atrevan a la figura, y si puedes, no dejes de poner aguas, que ya sabes que bien hacen” (Carta de Manuel Murguía a Ovidio Murguía, A Coruña, 4-0ctubre-1897. Trascripción tomada de J. Naya Pérez, op. cit., 7-8) y “Creo que lo mejor que debes hacer, es aprovechar los días de marzo, en que empezarán los árboles a echar hoja y hacer un bues estudio de árboles, cielos y aguas de esa, que tienen tan hermoso color” (Carta de Manuel Murguía a Ovidio Murguía, A Coruña ¿? –febrero- 1898) Ídem, p. 13-14) o “Limítate por ahora a los paisajes con árboles que son los que la gente entiende y deja las figuras para cuando hayas adelantado más” (Carta de Manuel Murguía a Ovidio Murguía, A Coruña 18 –diciembre- 1897),Ídem, pp. 10-11).

Fig. 3: Ricardo Arredondo Calmache, Paisaje de la ciudad de Toledo

Uno de los cuadros depositados en la Sociedad económica de Amigos del País de

Santiago por la Real Orden de 19 de julio de 1886 y que conformaban el Museo que

dicha entidad tenía abierto al público y que, Murguía, como alumno de ella,

indudablemente conocía4. De este cuadro, sin darse cuenta todavía de las posibilidades

estéticas que ofrecían los reflejos en las aguas, Murguía pudo tomar la idea de hacer una

obra de formato vertical con unas personas a la orilla de un río, sentadas bajo unos

árboles, cuyos troncos, largos y retorcidos, se entrecruzaban permitiendo repetir otra

típica receta del paisajismo realista para fingir la profundidad. Con esta finalidad, la de

la consecución de la profundidad −a diferencia del esquema clásico de la tradición

Lorena-Corot plasmado por Arredondo− de llevar el motivo principal del cuadro −en su

caso la ciudad de Toledo− a un segundo término, Murguía se decantó por otros

esquemas compositivos decimonónicos como el del río serpenteante el cual, como el

camino utilizado en el anterior Paisaje de Monterrey, tiene una clara difusión en el

paisaje europeo a partir de Barbizón. Y luego, también intentó estructurar su cuadro, a

través de los esquemas cromáticos tradicionales que repetía constantemente todo el

paisajismo occidental hasta el impresionismo, esto es: la superposición de planos que se

aclaran en profundidad hasta alcanzar el azul en las montañas del horizonte −aunque,

eso sí, Murguía jugase ya con el ajuste de gama introducido por Constable de cambiar la

entonación terrosa de los primeros términos de Claudio de Lorena y sus seguidores por 4 Este Museo jugó, como veremos, un papel esencial en la formación de Ovidio Murguía, el cual no necesitó trasladarse a Madrid para conocer obras punteras del paisaje realista español y particularmente de Haes y su Escuela, pues en la citada Real Orden, se depositan en dicha institución, además del citado, los siguientes paisajes: Paisaje de las cercanías de Madrid ( óleo sobre lienzo, 220 x 170 cm.) de Carlos de Haes (1829-1898), El Anochecer (óleo sobre lienzo, 82 x 137 cm.) de Jaime Morera y Galicia (1855-1927), La ribera de Cudillero (óleo sobre lienzo, 80 x 56cm) de Tomás Campuzano y Aguirre (1857-1934), Las huertas de Toledo (óleo sobre lienzo, 40 x 80 cm) de Aureliano de Beruete (1845-1912) y Pinos de la Casa de Campo (óleo sobre lienzo, 75 x 150 cm) de Juan Espina y Capo (1848-1933) (véase Mercedes Orihuela, “El Prado disperso”. Cuadros depositados en las provincias de La Coruña, Lugo, Orense y Pontevedra, Boletín del Museo del Prado, IX, 1988, pp. 127-132). Es también posible que Murguía conociera el cuadro Marina (El Tajo en Lisboa) (óleo sobre lienzo, 160 x 290 cm) de Tomás Campuzano y Aguirre (1857-1934), depositado en el Instituto General y Técnico de Santiago por Real Orden de 10 de junio de 1885 (Mercedes Orihuela, art. cit., pp. 126-127).

la de los verdes− y el lumínico de dirigir la luz desde la parte posterior del cuadro, un

esquema que, también a partir de Constable, repitieron constantemente los

barbizonianos y sus derivados.

Por otra parte, si el paisaje de Murguía Tarde de invierno en el Sarela era, como

hemos dicho, producto más de la tradición que del natural, también su color y su luz,

son fruto más del taller que de la naturaleza, con lo que Murguía erraba totalmente en la

meta propuesta por los realistas de conseguir plasmar la esencia, la luz y el color del

paisaje gallego. En realidad, la consecuencia última que podemos extraer de nuestro

análisis, es que más que una obra realista, este cuadro de Ovidio responde todavía al

gusto por la subjetividad y el sentimentalismo claramente romántico, y, también la

asociación romántica de la transmisión de estados anímicos con las estaciones del año y

las horas del día.

Muy parecida en cuanto a la concepción es el pequeño óleo datado en 1895

Paisaje con pinos mansos.

Fig. 4: Ovidio Murguía Paisaje con pinos mansos, 1895

También en este caso estamos ante un rompecabezas cuyas piezas, más que del

natural, proceden nuevamente de la tradición, e, incluso, del museo. De la sugestión del

cuadro de Arredondo citado anteriormente, además del agua en la que ahora si ya se

plasman los reflejos, queda el motivo de las plantas acuíferas del primer término, una

especie de juncos. Sin embargo, el esquema general del cuadro está tomado,

invirtiéndolo, del plasmado por Haes en el Paisaje de las cercanías de Madrid (fig. 5).

Es decir una composición que privilegia el plano central, en el cual se coloca un gran

talud coronado por árboles que alternan los troncos descarnados con los frondosos, y

que permite una apertura lateral que sirve de enlace con los planos del fondo dominados

por una cadena montañosa. Además, Murguía sustituye las encinas de Haes, por pinos

mansos, similares a los que Juan Espina y Cano plasma en Pinos de la Casa de Campo

(fig. 6). La paleta bastarda está también más próxima a Espina y Cano que a Haes o

Arredondo, mientras que la luz vuelve a ser la de atardecer5 y procede del fondo del

cuadro, mientras que el cielo plomizo y dorado rojizo remite, una vez más, a formulas

barbizonianas.

Fig. 5: Carlos de Haes, Paisaje de las cercanías de Madrid

Fig.6: Juan Espina y Cano, Pinos de la Casa de Campo

Este tipo de luz lo volvemos a encontrar en Asando Patatas o Borralleiras, un

cuadrito datado en 1895 (fig. 7) en el cual el interés por la fenomenología conduce a

que, ahora, además de por las luces de ocaso, el artista se preocupe también por la

captación de los efectos de los humos producidos por la quema de rastrojos.

5 El anochecer, era precisamente el título del cuadro de Jaime Morera y Galicia del Museo de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, del que, por cierto, Murguía tomaría la idea de la barca para realizar su Marineros en una barca (Oleo/lienzo 53 x 75 cm, ca. 1896), pero en este caso, más que la referencia a un cuadro concreto, el interés de Murguía por las nubes y las luces de ocaso, se inserta en el gusto decimonónico europeo por los fenómenos meteorológicos y que, en el caso de la pintura, contaba además con el soporte teórico de Ruskin cuya influencia alcanza incluso hasta Unamuno, quien en “Puesta de Sol” nos ofrece una traslación literaria del tema: “Fingía una de ellas inmenso dorso de mitológica bestia, lanuda de piel de vellones de abrasado oro, dominados por espesa y sedosa melena. Corríanse otras por el cielo...vistiéndose de abrasado rosa, algunas con tornasoladas tintas de profundo violeta en el cuerpo y en los contornos de ascua de oro. Tocaban a la tierra cuajadas y compactas masas, que parecían abruptas sierras purificadas, cuyas cimas coronada ardiente lava de oro” (Miguel de Unanumo, Puesta de Sol (recuerdo del 16 de diciembre de 1897, Revista Nueva, I, (1899), 616-620, cit. Lily LITVAK, El tiempo de los trenes. El Paisaje español entre el arte y la literatura del realismo (1849-1918), Barcelona: Ediciones del Serbal, 1991, pp. 45-46.

Fig. 7: Ovidio Murguía, Asando Patatas o Borralleiras (1895)

Por primera vez, viendo este cuadro, tenemos la sensación de que Murguía si

está trabajando sobre el natural y que también se ha decidido totalmente por una óptica

realista, lo que le lleva (al tener que introducir figura en el paisaje) al tema de las

labores agrícolas6, plasmadas más con un contenido más costumbrista y moral7 que de

denuncia social.

Aunque esté trabajando del natural, Murguía lo está haciendo a partir de

esquemas aprendidos en Santiago. Es más, es muy posible que el motivo de humos, que

Ovidio plasma en este cuadro (y en el anterior, hoy en paradero desconocido de Asando

Cangrejos) sea producto de la sugestión que le pudo haber causado obras como Las

Murreas de su maestro en la Sociedad de Amigos del País, José María Fenollera (fig.

8).

Fig. 8: José María Fenollera, Las Murreas

6 O también a representar a lavanderas en pleno trabajo en el caso de los paisajes que son un pretexto para plasmar aguas, como, por ejemplo, en la obra de Murguía Lavanderas en el Sar o Amanecer en el Sarela fechado ya en 1896. 7 Ya Litvak señalo que “la imagen del campesino en su trabajo no era neutral para el realismo español. En ella encarnaba una demanda moral consciente presente desde La Gaviota. Allí se propone una imagen actualizada de la vida rural española por medio de la representación de ciertas ocupaciones y labores cotidianas. Estas son detalladas meticulosamente, pero hay que contar con que Fernán Caballero une a ellas un ideal moral al describirnos una población siempre laboriosa, honesta y simple” (Lily Litvak, op. cit., p. 55). Esta imagen todavía sería más acentuada por el costumbrismo noventayochista y los diversos nacionalismos centralistas o periféricos que reflejarían al campesino como la encarnación de la identidad nacional no degradada.

Pues más allá del tema de humos, los dos cuadros coinciden en el grupo central

con una figura de pie y otra inclinada y, sobre todo, en el mismo esquema compositivo,

que no es otro que el utilizado frecuentemente en la pintura finisecular española, y de

modo muy común por los artistas de estancia romana como es caso de Fenollera, de

abrirse, a partir de un núcleo central, hacia todas las direcciones espaciales por medio

del juego de diagonales generadas por las figuras, motivos anecdóticos y elementos

accesorios del paisaje8.

En Borralleiras el núcleo central estaría compuesto, como hemos dicho, por la

figura inclinada sobre la hoguera y la en pie frente a ella sosteniendo un saco. De aquí

parten dos líneas principales que se cruzan en aspa: una que se hunde en profundidad

tras la figura de pie y que está compuesta por el palo inhiesto y retorcido y otra figura

inclinada algo más alejada. Y otra que parte de la figura agachada del primer término,

en el ángulo inferior derecho de la composición, y, se prolonga a través del saco de

patatas hasta la figura inclinada sobre la hoguera del núcleo central. La dirección de los

muros que cercan el campo y de las lombas y montañas del paisaje terminan por

conformar la profundidad, en el que la consabida gradación de tamaño y de color hace

el resto.

La misma impresión de veracidad natural nos la da el Paisaje (óleo/lienzo, 56 x

92 cm) datado en 1895 y que perteneció a la colección de D. Manuel Boedo Yánez (fig.

10).

Fig. 10: Ovidio Murguía, Paisaje, (1895).

Y sin embargo es muy posible que estemos ante una obra no pintada

directamente del natural, sino materialmente inventada por Murguía. Posiblemente sea 8 Los dos cuadros parten además de una paleta similar y, sobre todo, de una misma concepción pictórica que parte de un esquema basado en el combate de la luz con la sombra y que se traduce en la superposición de tonos más o menos vivos o claros sobre un entramado general de negros y en una factura nerviosa primando el toque y el non finito.

esta la mejor obra del periodo coruñés, a pesar que compositivamente deja bastante que

desear, al no establecerse líneas de fuerza ni diferenciarse en ella nidiamente los

distintos planos e, incluso, haber claros balbuceos en la dirección de la luz, pues las

sombras existentes sólo se justificarían por la presencia de varios focos, lo que es

imposible en un paisaje a pleno sol.

En el totum revolutum de motivos: piedras, espadañas y árboles, éstos últimos

son los verdaderos protagonistas y, no sólo porque, como decía Murguía padre “los

paisajes con árboles que son los que la gente entiende”9, sino porque los árboles

jugaban para el paisaje realista, el mismo papel que la figura humana en los cuadros de

composición. En este sentido, debemos tener en cuenta que el carácter positivista, que

alimentaba el realismo, llevó a los pintores a observar los árboles con el mismo rigor

científico que un botánico, mientras que el simbolismo que se imponía en las últimas

décadas del siglo permitía también ver a los árboles como un medio de ascensión hacia

el cielo o como una imagen de muerte y resurrección a través de las ramas que se

desnudan o cubren de hojas10, cuando no, como los veía Murguía padre, el pintor

concebía a los árboles como un mero motivo estético de gran belleza y por consiguiente

digno de ser pintado por sí mismo.

Realmente en este paisaje de Ovidio encontramos variados ejemplos de árboles:

los de tronco retorcido, descarnado o no, que buscan el cielo, y los frondosos que son

todo un canto a la vanidad de la vida; pero, lo que verdaderamente parece primar en

Murguía es un afán estético dictado todavía por la poética de los pintoresco que imponía

como norma primera en la selección de los motivos de un paisaje, la de la variedad. Es

más, creo que Murguía lo que está haciendo nuevamente es inspirarse en el Paisaje de

la ciudad de Toledo de Ricardo Arredondo. En él encontramos los mismo tipos de

árboles que pinta Ovidio e, incluso, también las plantas acuíferas que Murguía introduce

en su cuadro un tanto forzadamente. Pero lo más importante es que ahora Ovidio no se

ha limitado a dejarse sugestionar por la obra de Arredondo tomando tal o cual motivo,

sino que está imitando conscientemente su estilo. Destaquemos en este sentido: la

minuciosidad en la plasmación de la naturaleza basada, frente a la aparente libertad

pictórica superficial, en una fuerte estructura dibujística; la parquedad de materia

pictórica; la diafanidad del cielo y consecuentemente de la luz; y, a pesar del

9 Carta de Manuel Murguía a Ovidio Murguía, A Coruña 18 –diciembre- 1897. J. Naya Pérez, op. cit., pp. 10-11. 10 Véase Lily Litvak, op. cit., p. 86

mantenimiento de la estructura de contraposición luz/sombra, la notable aclaración de

la paleta que lleva a Murguía no sólo a satisfacer el consejo que constantemente le

repetía su padre11, sino, incluso, a un ajuste de la gama de verdes más apropiada a la

realidad gallega.

Sin embargo a lo largo de 1896 y 1897 Murguía no seguirá por este camino.

Entonces le sigue interesando más la plasmación fenomenológica como Tormenta en el

mar (fig. 11) o los paisajes yermos de cielos plomizos, todavía muy en la estética de

Barbizón (como Braña y Paisaje del Museo de Bellas Artes de A Coruña, resueltos, eso

si, con una progresiva libertad de pincelada y grosor de materia).

Fig. 11: Ovidio Murguía, Tormenta en el mar, (ca. 1897).

El cuadrito Paisaje: regato entre piedras (fig. 12), por su parte, replantea el

tema manido por el paisaje realista europeo del riachuelo que discurre serpentino entre

dos colinas a partir del nuevo énfasis que el motivo de las rocas había alcanzado en el

paisajismo español desde finales de la década de los setenta12

Fig. 12: Ovidio Murguía, Regato entre piedras.

11 “Por de pronto te repito lo de aquí, haz claro ya sabes que los tonos oscuros son fáciles pero no verdaderos. Atente al natural” (Carta de Manuel Murguía a Ovidio Murguía, A Coruña, 4-0ctubre-1897. Trascripción tomada de J. Naya Pérez, op. cit., pp. 7-8). 12 María del Carmen Pena, Pintura del paisaje e ideología. La generación del 98, Madrid, 1982.

y que había llevado a Haes y sus discípulos al descubrimiento, primero, del paisaje de

montaña y, luego, de particularizar este descubrimiento, en la Sierra del Guadarrama. Al

margen de temas transversales como el amor a la geología, parejo al de la botánica que

hemos señalado anteriormente para los árboles, el tema de la montaña respondía en

último extremo a la necesidad de los realistas del viaje como autodescubrimiento. La

soledad, el silencio, la luz que provoca coloraciones impensables y, en definitiva, el

hallarse ante una naturaleza inmaculada en la que puede percibirse directamente la

sublime huella primigenia de Dios, frente a la corrupción que supone la ciudad y todo lo

tocado por la civilización urbana13 (en claro paralelismo a la sublimación del campesino

a la que ya hemos aludido anteriormente), son los nuevos valores a vivir y que el pintor

pretende inmortalizar en sus lienzos testimonio.

No es extraño entonces que recién llegado a Madrid, Ovidio se vea inmerso de

lleno en la plasmación de la montaña madrileña, cuanto más, si los paisajistas que él

conocía a través del Museo de la Sociedad de Amigos del País de Santiago, eran,

también los abanderados de su representación pictórica. La Sierra del Guadarrama, un

cuadro firmado en 1898 y que sabemos que en 1912 era todavía propiedad de Manuel

Murguía (fig. 13), es un extraordinario ejemplo de ello.

Fig. 13: Ovidio Murguía, Sierra de Guadarrama

Fig. 14: Juan Espina y Capó, Paisaje

El formato y el punto de vista del cuadro es muy parecido a los utilizados por

Juan Espina y Capó en su Paisaje (fig. 14) perteneciente a la colección privada del

13 Lily Litvak (op. cit., pp. 29-34) , demuestra como estos mismos sentimientos aparecen arquetípicamente reflejados en la novela Peñas arriba de Pereda

Círculo de Bellas Artes de Madrid. Un óleo que sin duda Murguía conoció. Aunque

también hay que reconocer que en este caso el cuadro de Ovidio resulta mucho más

moderno. Primero porque Murguía nos acerca más al motivo14, haciéndonos percibir

mejor la monumentalidad y si se quiere la soledad y el silencio de la montaña. Segundo

porque le resta la anécdota fenomenológica de las nubes que ocultan la sierra en el

cuadro de Espina. Y tercero por que el cuadro de Murguía está plasmado con una mayor

valentía de empaste y color. Véase ya en el primer término de uno y otro, ambos con un

motivo muy similar, pero mucho más valiente por el dramatismo de luz y del color

empastado con tonalidades terroso rojizas en la resolución conseguida por el paisajista

gallego, y sobre todo, compruébese esto mismo en el segundo término en el fuerte

contraste de los violetas azulados de la montaña con el blanco luminoso de sus nieves.

Lógicamente, está intensidad del color no es un descubrimiento de Murguía. En

realidad a estas alturas de la década de los noventa del siglo XIX, el resaltar la tonalidad

violácea del paisaje de la sierra madrileña era un lugar común que tenía su origen en los

fondos paisajísticos pintados por Velázquez a sus retratos (unas obras que Murguía

conocía muy bien por sus días de estudio pasados en el Museo del Prado) y en la propia

experiencia personal que no sólo encontramos constantemente repetida en la pintura del

momento (véanse las obras de Juan Espina y Capo, Jaime Morera y Galicia, o Aureliano

de Beruete), sino también en las descripciones literarias15.

Sin embargo el gran tour de force de Ovidio en este año de 1898 será la

decoración del Salón de Fumar del Palacio de Lourizán, que por encargo de Montero

Ríos pinta durante la primavera, y que estaba compuesto por siete lienzos. Dos

claramente de montaña Picos de Europa (El canal de Mancorbo)16 (fig. 15) y Paisaje

14 El acercamiento al motivo, quizá por influjo de los nuevos enfoques propiciados por la fotografía, era una tendencia que el paisajismo español ya había desarrollado a partir de los paisajes de montaña de Haes, y por lo tanto Murguía no estaba haciendo algo distinto a lo que ya era corriente en el paisajismo español del momento. 15 Baste citar el siguiente párrafo extraído del famoso artículo Paisaje de Giner de los Rios: “Jamás podré olvidar una puesta de sol que, allá en el otoño último, vi con mis compañeros y alumnos de la Institución Libre desde estos cerros de las Guarradamillas. Castilla la Nueva nos aparecía de color de rosa; el sol, de púrpura, detrás de Siete Picos, cuya masa fundida por igual con la de los cerros de Riofrío en el más puro tono violeta, bajo una delicada veladura blanquecina, dejaba en sombra el valle de Segovia, enteramente plano, obscuro, amoratado, como si todavía lo bañase el lago que lo cubriera en época lejana. No recuerdo haber sentido nunca una impresión de recogimiento más profunda, más grande, más solemne, más verdaderamente religiosa” (Francisco Giner de los Ríos, Paisaje (1886), Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, XL, 671, 18 de febrero de 1916, p. 59). 16 Que, en realidad, es una copia del famoso cuadro pintado por Haes en 1876 en la línea de los paisajes de Calame que tanto recomendaba el pintor hispano-belga a sus discípulos de San Fernando.

de montaña (fig. 16)17, cuatro de tema gallego, dos paisajes de ría: Ría de Vigo (fig.

17)18 y Ría de Pontevedra (fig. 18)19 y otros dos de interior: Paisaje de Pontevila. San

Xoan de Coba (fig. 19)20 y Riberas Verdes (fig. 20)21 y, finalmente, uno de tema

madrileño: Puente de los franceses (fig. 21)22.

17 Otra vista de la Sierra de Guadarrama, pero menos novedosa que la que acabamos de comentar del Museo de Belas Artes de A Coruña, porque además de la menor intensidad de color, presenta claras reminiscencias de esquemas barbizonianos con la arboleda en el centro del cuadro, al que se añadía el tema anecdótico de la casa, que, por cierto, era también muy frecuente en los paisajes montañeses pintados por los artistas españoles de la generación anterior a la de Murguía.

Fig. 16: Ovidio Murguía, Paisaje de montaña,

1898

Fig. 15: Ovidio Murguía,

Picos de Europa (El canal de Mancorbo), 1898.

Fig. 17: Ovidio Murguía, Ría de Vigo,

1898

18 En este cuadro Murguía se decanta por un esquema lumínico consistente en contrastar un primer término en sombra con el resto del cuadro bañado por la luz solar. En realidad es el mismo esquema que Haes ya había utilizado en Picos de Europa (El canal de Mancorbo) y que Murguía conocía ya desde su aprendizaje en la Sociedad de Amigos del País de Santiago, pues es el mismo esquema que presentaba La Ribera de Cudillero (Asturias) de Tomás Campuzano y Aguirre. Además como en la obra de Campuzano, para conseguir la profundidad, Murguía no sólo juega con el escorzo de la barca del primer término, sino que dispone gaviotas volando que le permiten ir marcando distintos puntos de profundidad insertados en juegos de diagonales e, incluso, utiliza también las nubes establecer diversas distancias en el cielo. 19 Quizá este paisaje presenta el enfoque más novedoso de todos los pintados por Murguía. Su acotación espacial y la ingenuidad de su aproximación directa a la naturaleza recuerda a lo que Darío de Regoyos había introducido en el paisaje español de la última década del siglo XIX. 20 Justificado plenamente al abrigo de la moda geológica que había llevado al paisajismo realista español a representar frecuentemente el tema de las gargantas o desfiladeros. 21 Frente a la novedad del espacio acotado de Ría de Pontevedra, este paisaje de Riberas Verdes presenta una escenografía artificiosamente compuesta todavía al modo de Barbizón: riachuelo serpenteante en el centro del cuadro y barrera de árboles dispuestos en el plano medio. Se mantiene, además, muy nítida la gradación cromática de los planos, partiendo del pardo violín y el gusto por los juegos de las nubes y las luces de atardecer. Lo más novedoso es la frescura de los verdes del último término y la aplicación del color sobre la tela. 22 Sin duda este es el paisaje de Murguía más dependiente de lo esquemas corotianos, en el que el motivo principal se lleva a segundo o a último término. Precisamente el que en el último término se destaque la cúpula de San Francisco el Grande y que, por una vez, Murguía se deje ganar por la representación de atmósfera y luz que empapa todo el ambiente, me lleva a ver en este paisaje un intento de situarse al abrigo de Goya (véase el Baile a orillas del Manzanares), pintor, al que en este momento se veía, como el primero que había sido capaz de plasmar la luz y el color verdaderos de Madrid, lo que, entonces, era tanto como decir, de España.

Fig. 18: Ovidio Murguía Paisaje de Pontevila. San

Xoan de Coba, 1898

Fig. 18: Ovidio Murguía, Ría de

Pontevedra, 1898

Fig. 21: Ovidio Murguía, El puente de

los franceses, 1898 Fig. 20: Ovidio

Murguía, Riberas Verdes, 1898

La interrelación de temas madrileños y gallegos pudiera responder, sin más, a la

dualidad vital del cliente, Montero Ríos, que en esto coincidía con la del propio artista,

gallego como el político y entonces también afincado en Madrid. Sin embargo, también

es posible que al contraponer montaña a ría, Castilla a Galicia, Ovidio Murguía

estuviese jugando con la idea encarnar la esencia de España a través de la dualidad

masculina/femenina del paisaje hispano, que tanto éxito tuvo entre los intelectuales del

momento a partir del famoso artículo Paisaje de Giner de los Ríos23, hasta el punto de

ser ampliamente difundida y discutida por los hombres del 98.

23 “En ambos (tanto el paisaje de montaña como el del llano de Castilla) se revela una fuerza interior tan robusta, una grandeza tan severa, aún en los sitios más pintorescos y risueños, una nobleza, una dignidad, un señorío, como los que se advierten en el Greco o Velázquez, los dos pintores que mejor representan este carácter y modo de ser poético de la que pudiera llamarse espina dorsal de España. Nada alcanza a dar idea de él como su comparación con las formas que más frecuentes son en nuestras comarcas del Norte y el Noroeste, y en especial de Galicia. En las riberas del Saja o del Nalón, pero más aún en las encantadoras orillas del Miño o en las rías bajas de Pontevedra, todo es gracia, armonía, proporción, encanto: los calles son cerrados y pequeños, los cerros, bajos; pálido el azul del celaje; el verdor de los árboles, transparente; fresco y brillante el de los prados: la Naturaleza entera sonríe en una media tinta que lo envuelve todo y hace imposible la ruda acentuación de contrastes enérgicos. Es la belleza femenina, expresión de una actividad desplegada sin lucha en un ritmo tranquilo. Aquí, por el contrario, asoma por doquiera el esfuerzo indomable que intenta abrirse paso a través de obstáculos sin

Después de esta serie, poco más nos dejó Ovidio Murguía. Lo mejor de lo que

tenemos constancia es el Paisaje de la colección Caixanova, firmado y fechado en 1899,

el cual parece indicar que el pintor se había decidido a ahondar en la investigación de

las gamas cromáticas de los azules amoratados, insertándose así en una de las

tendencia del paisajismo español del momento, que terminaría por desembocar en la

explosión del color característica del paisaje modernista español. A ella parece que

quiere apuntar este cuadro de Murguía, ya no sólo por el color, sino por su afán

escenográfico y lírico. Sin embargo, debemos de reconocer que la tradición del paisaje

realista, incluso la pervivencia de los esquemas barbizonianos, sigue predominando

tanto en esta obra que termina por desmerecerla y nos hace dudar de que Ovidio

Murguía, cercano ya a los treinta años y por consiguiente a la madurez, fuera capaz de

liberarse algún día de los anacronismos propiciados por su formación. Aunque es

posible que esta obra sea una de tantas falsificaciones aparecidas en las últimas décadas

del siglo XX en el mercado y que realmente Ovidio pudiera abrir su pintura a las

novedades que auguraba paisajes como el citado de la Ría de Pontevedra.

Fig. 22: Ovidio Murguía, Paisaje, 1899

cuento; y así como el mismo día y lugar se suceden con rapidez vertiginosa el hielo y el ardor de los trópicos, así también el sol deslumbra con un fulgor casi agrio en el fondo de un cielo, de puro azul, casi negro. Es la nota varonil, masculina, que pudiera llamarse. ‘Los valles del Guadarrama –me decía ha poco uno de mis compañeros de excursiones- se sonríen también, pero a su modo: no como los niños de Murillo, sino como los de Miguel Ángel’. Precisamente por esto, la grave y austera poesía de un paisaje cuyo nervio llegaría hasta la fiereza, si no la templasen la dignidad y el reposo que por todas partes ofrece, es menos accesible al sentimiento del vulgo” (Francisco Giner de los Ríos, art. cit., p. 61).