El maridaje de la escritura gastronómica y las naturalezas muertas
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UNAM – Maestría en Letras (Literatura Comparada)
Seminario de estudios literarios: Ecfrasis, naturalezas muertas,
mapas, jardines
El maridaje de la escritura gastronómica y las
naturalezas muertas
Julieta Flores Jurado
“Women are used to worrying over trifles”, comenta un personaje
de la obra de teatro Trifles, de Susan Glaspell, cuando escucha a
su esposa, Mrs. Hale, y a la esposa del sheriff, Mrs. Peters,
hablando sobre cómo una tercera mujer, arrestada al ser acusada
de asesinato y en cuya casa se desarrolla la obra, se preocupaba
porque los frascos de fruta en almíbar que conservaba en su
alacena se romperían si hacía demasiado frío y la fruta se
congelaba (Glaspell 955). Irónicamente, estos “trifles”, estas
pistas aparentemente insignificantes—la cocina descuidada, las
puntadas irregulares en una colcha, las cacerolas desordenadas—
son las señales que permitirán a las dos mujeres, Mrs. Hale y
1
Mrs. Peters, leer la escena del crimen y resolver el misterio.
Aquello que el sheriff desdeñó como “nothing here but kitchen
things” (955) es, para los personajes femeninos, una clave
interpretativa que les permite conectarse de maneras inesperadas
y llegar a sus propias conclusiones al margen de un sistema
jurídico adverso.
Mr. Hale, el fiscal, ignora el largo trabajo que implica la
preservación de las frutas para los meses fríos, y la decepción
de la cocinera al saber que todo ese trabajo se había
desperdiciado. Aunque los objetos cuentan la historia de su
propietaria, el sheriff y el fiscal pasan por alto estas pistas
por tratarse de “kitchen things”. Estos objetos que Glaspell
dispone sobre la mesa de una cocina, que hablan de “small-scale,
trivial, forgettable acts of bodily survival and self-
maintenance” (Bryson 14), y a la vez de “cultural concerns in
other domains (for example those of ideology, sexuality,
economics, class)” (Bryson 14), quizá funcionan de manera análoga
a los objetos representados en las naturalezas muertas. Tanto en
Trifles como en los ensayos sobre naturalezas muertas de Norman
Bryson, Looking at the Overlooked, prestar atención a estos objetos
2
ignorados o desatendidos puede ser la solución a varios
misterios.
Para Bryson, la naturaleza muerta se ha ubicado en el lugar
más bajo en la jerarquía de los géneros pictóricos (8). En el
momento en que escribe Bryson, en 1990, se había teorizado muy
poco sobre este género aparentemente menor, un género que
precisamente se ocupa de la representación de “trifles”, de la
domesticidad, de los objetos más cotidianos dispuestos sobre una
mesa. Pero al mismo tiempo, “no-one can escape the conditions of
creaturality, of eating and drinking and domestic life, with
which still life is concerned” (Bryson 13-14). Esta última
afirmación ha sido uno de los preceptos básicos de la
configuración de la escritura gastronómica como género: la comida
es tan inescapable, que “there is perhaps no better way to
understand a culture, its values, preoccupations and fears, than
by examining its attitudes toward food” (Heine 8).
He explorado algunos aspectos de los objetos cotidianos en
Trifles a manera de introducción, pero me propongo explorar con
mayor detenimiento algunos fragmentos de los textos gastronómicos
de dos escritoras también estadounidenses: M. F. K. Fisher y
3
Elizabeth Robins Pennell. The Art of Eating y The Feasts of Autolycus son
textos clave en la historia del ensayo gastronómico que, si bien
adoptan una perspectiva propia del discurso gastronómico muy
diferente a la del teatro, coinciden en muchos momentos con las
preocupaciones de Glaspell sobre feminidad, comida y espacios
domésticos. En este ensayo partiré de la división entre
ropografía y megalografía propuesta por Bryson en Looking at the
Overlooked para señalar algunas conexiones con la escritura
gastronómica, una familia de textos generalmente considerados
ropográficos que constantemente negocia la oposición entre alto y
bajo a través de la consideración de la cocina como un arte. Al
igual que en las naturalezas muertas, la oposición entre
ropografía y megalografía en la escritura gastronómica está
marcada por dinámicas de género.
Siguiendo a Charles Sterling, Bryson define megalografía como
“the depiction of those things in the world which are great—the
legends of the gods, the battles of heroes, the crises of
history”. La ropografía, en cambio, “is the depiction of those
things which lack importance, the unassuming material base of4
life that ‘importance’ constantly overlooks” (61). Estos dos
conceptos no son opuestos, sino complementarios e
interrelacionados: para decidir lo que es importante, es
necesario excluir lo que es trivial o insignificante. La
megalografía deja “restos” que la naturaleza muerta recoge y
coloca en primer plano. En este primer plano, la comida es el
gran protagonista: “Still life is unimpressed by the categories
of achievement, grandeur or the unique. […] All men must eat,
even the great; there is a levelling of humanity, a humbling of
aspiration before an irreducible fact of life, hunger” (Bryson
61).
¿Podemos observar una interacción similar entre lo “alto” y lo
“bajo” en la crítica literaria, y específicamente en el estudio
de los discursos gastronómicos? E. M. Forster, en Aspects of the
Novel, afirmó famosamente que los personajes ficcionales “want
little food” (50), “they seldom require it physiologically,
seldom enjoy it” (48). Los personajes ficcionales se olvidan de
la comida para concentrarse en asuntos mayores: el amor, el
nacimiento y la muerte (Forster 42-50). Forster ubicaría la
comida en el terreno de la ropografía. A partir de las
5
observaciones de Forster, Brad Kessler ha propuesto como
contraste a los escritores “gastrorrealistas”, aquellos que se
preocupan de que sus personajes coman, y coman bien (Rabelais,
Dumas, Flaubert, Cervantes y Joyce, por ejemplo—sus contrarios
son los “gastrominimalistas”). Es claro que la comida condensa
complejos niveles de significado: la relación de los personajes
con la memoria, por ejemplo. Pero, al mismo tiempo, estos
significados se acercan frecuentemente a temas como “carnality,
appetite, desire—all the usual subjects. The perishability and
baseness of the body. And, of course, sex. […] [Food] raises
uncomfortable issues of body image, craving, sexuality; so it's
not surprising that some authors are uncomfortable with the
whole affair of eating (Kessler 157-8).
A lo largo de su historia, la escritura gastronómica ha
adoptado convenciones y modos de circulación propios del campo
literario. ¿Cómo se ha logrado esto ante el obstáculo que
significa escribir en un género cuyo tema central se encuentra
necesariamente ligado al cuerpo, a lo perecedero y lo
indomesticado? Para la tradición gastronómica moderna, que inició
en Francia a principios del siglo XIX, una preocupación central
6
era aproximar la cocina al campo artístico, y demostrar que lo
ropográfico podía ser, en el fondo, megalográfico.
Jean-Anthelme Brillat Savarin, el padre del ensayo
gastronómico, definió su disciplina como “the knowledge and
understanding of all that relates to man as he eats. Its purpose
is to ensure the conservation of men, using the best food
possible” (107). No podemos pasar por alto el hecho de que
Brillat Savarin se enfoca en “man as he eats” (hommes, en el
original).1 La experiencia de una mujer gastrónoma queda
completamente fuera de su exploración. Por muchos siglos, la
escritura gastronómica de mujeres estuvo encaminada casi siempre
al ámbito doméstico, y los libros de cocina representaban la
labor de las lectoras de preparar los alimentos para su familia
como un deber, y no como un placer. El campo gastronómico
professional se encontraba predeterminado por “ideological
constructs that align[ed] a women’s appetite for food, for public
voice, and for economic, political, or social power with greed
1 “La gastronomie est la connaissance raisonnée de tout ce qui a
rapport à l'homme, en tant qu'il se nourrit. Son but est de veiller à
la conservation des hommes, au moyen de la meilleure nourriture
possible.” 7
and moral corruption” (McLean, “The Intersection of Gender and
Food Studies” 251). Por otra parte, el placer de la comida se
asocia a la sexualidad, y ésta fue una clara razón para limitar
su expresión. Pero poco a poco, las escritoras comenzaron a
adoptar y adaptar algunos elementos del campo gastronómico, y a
transformar este discurso de acuerdo a su propia agenda. Las
gastrónomas buscaron desafiar las fronteras entre la cocina
doméstica y la alta cocina; su escritura “expel[s] the notion of
women’s daily cookery as drudgery by unyoking home cooking from
family duty and linking it instead with the traditionally male
pursuits of pleasure, self-knowledge, and intellectual
stimulation” (McLean, Aesthetic Pleasure 119).
En el prefacio a la autobiografía de M. F. K. Fisher The
Gastronomical Me, incluida en The Art of Eating, podemos observar cómo
esta tensión entre temas altos y bajos y entre apetito y
represión se refleja en la escritura gastronómica femenina:
People ask me: Why do you write about food, and eating, and
drinking? Why don’t you write about the struggle for power
and security, and about love, the way others do?
8
They ask it accusingly, as if I were somehow gross,
unfaithful to the honor of my craft.
The easiest answer is to say that, like most other humans, I
am hungry. But there is more than that. It seems to me that
our three basic needs, for food and security and love, are
so mixed and mingled and intertwined that we cannot
straightly think of one without the others. So it happens
that when I write of hunger, I am really writing about love
and the hunger for it, and warmth and the love of it and the
hunger for it… and then the warmth and richness and fine
reality of hunger satisfied… and it is all one. (Fisher
352)
Al citar las acusaciones de sus detractores, “gross”,
“unfaithful to the honor of my craft”, Fisher alude a la idea de
que la excesiva presencia de lo sensorial, así como de lo
excesivamente mundano o cotidiano, disminuye el valor literario
de sus libros. La cita también plantea una división entre mente y
cuerpo, entre cultura y naturaleza, y por asociación, entre lo
masculino y lo femenino. ¿Cuál era el problema que estos críticos
veían en la forma en la que Fisher definía su proyecto como
9
autora gastronómica? Si la noción de autor que heredamos del
romanticismo—que es, por convención, un autor hombre—exalta la
razón, la autonomía, la continuidad de una tradición y la
inmortalidad de su obra, esta noción alinea a las mujeres autoras
con todo lo opuesto: la naturaleza, el cuerpo, lo “inconstante” y
no eterno, la comida. Siguiendo a la antropóloga Sherrie Ortner,
Sandra Gilbert y Susan Gubar escriben: “[The woman writer] is not
only excluded from culture […] but she also becomes herself an
embodiment of just those extremes of mysterious and intransigent
Otherness which culture confronts with worship or fear, love or
loathing” (19). Hoy resulta muy claro que, al escribir o pintar
comida, se están representando también relaciones de poder. En el
ensayo Food and Cultural Studies, Fabio Parasecoli afirma que la comida
es “a relevant marker of power, cultural capital, class, gender,
ethnicity and religion. […] Food studies and cultural studies
share a keen interest in the fraught and complex relations
between lived bodies, imagined realities, and structures of power
built around food” (274).
Creo que, a la luz de todo esto, es posible proponer dos
caminos para reflexionar sobre la escritura gastronómica
10
femenina. Tal vez se trata de una escritura doblemente
subversiva, porque las mujeres gastrónomas no sólo idearon un
proyecto autorial, sino que lo hicieron precisamente a través del
cuerpo, construyendo una tradición basada en aquella
“criaturalidad” de la que habla Bryson, el hambre de la que nadie
puede escapar. O bien, podemos pensar que algunas escritoras
eligieron camuflarse detrás del tema “trivial” de la cocina, un
tema “apropiado” para una mujer, para intervenir en el campo
cultural desde esta postura. Como en Trifles, lo verdaderamente
importante (“love”, “the struggle for power and security”) puede
esconderse en una simple cocina.
El proyecto de autoras gastronómicas del siglo XIX como
Elizabeth Robins Pennell buscaba repensar la comida, efímera y
dependiente de lo inconstante del gusto y los sentidos, como una
forma de arte. Esta propuesta surgía en un momento
particularmente difícil para la expresión del apetito femenino:
como ha señalado Alice McLean, “middle- and upper-class Victorian
women were encouraged to suppress and to regulate their own
hungers –for food, for sex, and for public acclaim” (Aesthetic
Pleasure 14-15). La cocina buscaba deliberadamente no producir
11
placer sensorial, y el modelo impuesto a estas mujeres era el de
una belleza frágil, enfermiza, sin apetito.
Elizabeth Robins Pennell (1855-1936) fue periodista, crítica
de arte, ensayista, coleccionista de libros de cocina, y la
primera biógrafa de Mary Wollstonecraft. Nació en Philadelphia,
pero su carrera como escritora se desarrolló principalmente en
Inglaterra. Su libro The Feasts of Autolycus, publicado en 1896, es una
colección de ensayos sobre comida y cocina que lleva como
subtítulo “The Diary of a Greedy Woman”.2 Para los lectores
victorianos, esta presentación debió haber resultado escandalosa.
En estos ensayos, Pennell desarrolló un ethos inspirado en la
figura del dandy, pero su voz es indudablemente la voz de una
mujer gastrónoma. Esta gastrónoma habla en aforismos como un
personaje de Oscar Wilde [Coffee is indispensable . . . have it
of the best or else not at all (23)], y por medio de las
comparaciones frecuentes entre comida, pintura y música, hace de
la reflexión sobre la comida cotidiana una reflexión artística.
Pienso que podemos plantear una relación intermedial entre la
representación de la comida en The Feasts of Autolycus y la naturaleza
2 Los ensayos de The Feasts of Autolycus también se han publicado bajo el título The Delights of Delicate Eating.
12
muerta como género. Es posible que la formación de Pennell como
crítica de arte influyera en su escritura gastronómica: sus menús
hechos de palabras se disponen sobre la página en un estilo que
frecuentemente recuerda la disposición de los objetos en una
naturaleza muerta.
Pennell aclara desde las primeras páginas que su intención no
es escribir un libro de recetas: “The collection, evidently, does
not pretend to be a “Cook’s Manual” or a “Housewife’s Companion”:
already the diligent, in numbers, have catalogued recipes. […] It
is rather a guide to the Beauty, the Poetry, that exists in the
perfect dish, even as in the masterpiece of a Titian or a
Swinburne” (6). The Feasts of Autolycus se distancia de las
connotaciones domésticas del libro de cocina y salta al terreno
de la gastronomía. La estrategia liberadora de Pennell es
transformar la cocina en el estudio de una artista: “Why should
not the woman of genius spend hers in designing exquisite
dinners, inventing original breakfasts, and be respected for the
nobility of her self-appointed task? For in the planning of the
perfect meal there is art, and after all, is not art the one
real, the one important thing in life?” (Pennell 12) Considero
13
que podemos leer las descripciones de Pennell como un modelo muy
libre de ecfrasis genérica, es decir, una representación verbal
no de una obra plástica específica, sino de un género o estilo;
en este caso, la naturaleza muerta. Por ejemplo, el ensayo sobre
fresas, titulado “A Study in Red and Green”:
You may search from end to end of the vast Louvre; you may
wander from room to room in England’s National Gallery; you
may travel to the Pitti, to the Ryks Museum, to the Prado;
and no richer, more stirring arrangement of colour will you
find than in the corner of your kitchen garden where June’s
strawberries grow ripe. From under the green of broad leaves
the red fruit looks out and up to the sun in splendour
unsurpassed by paint upon canvas. (231)
Encontramos otro ejemplo de la cercanía con las naturalezas
muertas en el tercer ensayo de la colección, “Two Breakfasts”.
Pennell describe dos menús para un almuerzo de primavera: en el
primero predomina el color amarillo, y en el segundo, el rojo.
It must be light, however: light as the sunshine that falls
so softly on spotless white linen and flawless silver; gay
and gracious as the golden daffodils in their tall glass.
14
[…] See, only, that they are fresh, just plucked from the
cool green woodland, the morning dew still wet and shining
on their golden petals […] Sweeter smiles fall from the
daffodils, if now they prove motive to a fine symphony of
gold; as they will if omelette aux rognons be chosen as second
course. Do not trust the omelet to a heavy-handed cook, who
thinks it means a compromise between piecrust and pancake.
It must be frothy, and strong in the quality of lightness
which gives the keynote to the composition as a whole.
Enclosed within its melted gold, at its very heart, as it
were, lie the kidneys elegantly minced and seasoned with
delicate care. (26-7)
La descripción presta especial atención a la luz sobre los
objetos, y se refiere a la planeación de la comida con palabras
como “symphony” o “composition”. A la omelette sigue un pilaf de
arroz teñido y perfumado con curry y, como único contraste, “gold
fades into green” con una ensalada de lechuga y chícharos.
El segundo menú comienza:
From your own garden gather a bunch of late tulips, scarlet
and glowing, but cool in their shelter of long tapering
15
leaves. Fill a bowl with them: it may be a rare bronze from
Japan, or a fine piece of old Delft, or anything else,
provided it be somewhat sumptuous as becomes the blossoms it
holds. Open with that triumph of colour which would have
enchanted a Titian or a Monticelli: the roseate salmon of
the Rhine, smoked to a turn, and cut in thin slices, all but
transparent. It kindles desire and lends new zest to appetite. Next, a
salad is not out of place. Make it of tomatoes, scarlet and
stirring, like some strange tropical blossoms decking the
shine of the sun. (29-30, las cursivas son mías.)
En estas representaciones de la abundancia hay mucho más que
flores y cristalería lujosas. Hay también una clara erotización
de la comida. Bryson ha señalado que “[i]n all countries, flower
pictures in particular are a category in which women painters may
excel” (174). Pero, ¿qué pasa cuando las flores se convierten en
“sumptuous blossoms”? Junto al salmón ahumado que “kindles
desire”, estos objetos sobre la mesa son poderosas
representaciones de la sensualidad y del apetito femenino.
Pennell no sólo escribe sobre comida lujosa: el siguiente
ensayo se titula “The subtle sandwich”. “In the everyday of stern
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work and doleful dissipation the sandwich is an ally of
infallible trustworthiness and infinite resources. In the hour of
need it is never found wanting. […] And lyrical indeed is the
savory sandwich” (36). El discurso elevado no sólo es un medio
para “gastronomizar” la comida cotidiana, es una consecuencia del
hechizo ejercido por ésta. En un ensayo sobre la sopa, Pennell
escribe: “Over Julienne or bisque, frowns are smoothed away, and
guests who sat down to the table in monosyllabic gloom will
plunge boldly into epigrammatic or anecdotic gaiety ere ever the
fish be served” (76).
Incluso el vegetal más ordinario, la cebolla, es descrito por
esta ensayista dandiesca en el tono elevado del esteticismo:
“Without it, there would be no gastronomic art. Banish it from
the kitchen, and all the pleasure of eating flies with it” (155).
Bryson comenta que, en la Canasta de frutas de Caravaggio, las frutas
no son en absoluto perfectas, pero “the imperfection of the fruit
makes it clear that it is the painter who confers their beauty
and raises them up to the heights of art” (164). Esto es similar
a lo que sucede con la escritura gastronómica, y a través del
ethos autoparódico que Pennell adopta en sus ensayos, puede ser
17
incluso divertido. La meditación sobre la cebolla continúa: “The
violet may not work a sweeter spell, nor the carnation yield a
more intoxicating perfume” (Pennell 157). La cebolla “the rose
among roots” (Pennell 155), es un motivo clásico para transformar
lo ropográfico en megalográfico, para hablar, como pretendía M.
F. K. Fisher, del amor, la vida y la muerte a través de los
objetos más triviales. Más de cien años después de la publicación
de The Feasts of Autolycus, Carol Ann Duffy continuó la metáfora de la
cebolla como rosa, al sustituir el regalo tradicional de Día de
San Valentín por una cebolla en su poema “Valentine”:
I give you an onion.
Its fierce kiss will stay on your lips,
possessive and faithful
as we are,
for as long as we are.
Take it.
Its platinum loops shrink to a wedding-ring,
if you like. (13-20)
18
Finalmente, quiero conectar un último fragmento de The Feasts of
Autolycus con una observación de Rosemary Lloyd sobre la naturaleza
muerta:
…the signs of decomposition […] are an essential part of
still life, which, even when it does not have as its central
focus items from the vanitas motif, it is always both a
memento mori and a carpe diem. It is a response to the world and
our mortal condition that both urges us to think of our end
and encourages us to seize our pleasures while we can.
(Lloyd 4)
Si seguimos el famoso aforismo de Brillat Savarin, “Tell me
what you eat, and I shall tell you what you are” (56), el hecho
de que los humanos nos alimentamos de los elementos de las
naturalezas muertas apunta hacia nuestra propia mortalidad.
Pennell cierra el almuerzo amarillo con este pasaje: “…does it
[the last course] not ever stare at you cruelly, with mocking
reminder that eating, like love, hath an end? Graves is the wine
to drink with daffodil crowned feast—golden Graves, light as the
breakfast, gay as the sunshine” (29). A pesar de su carácter19
luminoso, el nombre del vino, Graves, evoca la palabra en inglés
para tumba.
Brad Kessler, al analizar las escenas de comida en Washington
Square, de Henry James, escribe: “These scenes—the plate of
mutton chops, the glass of sherry, the oyster stew—remain as
vivid as a still life by Chardin” (149). Los festines de
Autolycus y la fruta en la canasta de Caravaggio pueden haberse
consumido y decaído siglos atrás, pero en las palabras y en las
imágenes, pueden conservarse intactos. A diferencia del dandy más
famoso de la literatura victoriana, la “mujer glotona” reflexiona
sobre el amor, la vida y la muerte por medio de retratos de
modelos inmóviles cuya longevidad y belleza se miden en una
escala diferente.
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