Naturalezas muertas, Vanitas.
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Naturalezas Muertas, Vanitas
Sandra Accatino S. (Artes y Letras, Diario El Mercurio, 12 noviembre de 2000)
“¡Cuánta vanidad en la pintura que provoca admiración por su parecido con
cosas cuyos originales no admiramos!”, escribió Blaise Pascal a mediados del siglo
XVII, aludiendo a los cuadros de naturalezas muertas, cuando éstos ya se habían
consolidado en el mercado y en el gusto francés, a pesar del rechazo y de las críticas
que habían despertado al interior de la Académie de Sculpture et Peinture. En efecto,
André Félibien, algunos años antes de la publicación de los Pensamientos de Pascal,
había dicho frente a los miembros de esa institución que las “cosas muertas y sin
movimiento” contenidas en estas pinturas se oponían al objetivo del pintor académico,
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que debía aspirar, en cambio, a “representar grandes acciones, como los Historiadores,
o temas agradables, como los Poetas”.
El juicio despectivo de la Academia hacia las naturalezas muertas reproduce un
conocido pasaje del libro XXXV del Naturalis Historia (siglo I). En él, Plinio hace un
juego de palabras al decir que Pireco había sido un pintor de temas humildes,
pertenecientes a una categoría inferior (ropografía), que había alcanzado notoriedad y
fortuna a pesar de representar sólo objetos viles, disgustosos, según sus palabras,
“pintura sucia” (riparografía). Entre el motivo vulgar de la pintura y la fama y la riqueza
alcanzada por el pintor hay - parecen decirnos Plinio y, a su manera, Pascal y Félibien –
una contradicción: ¿cómo es posible que de la pintura de objetos despreciables pueda
obtener un pintor gloria y fortuna?. ¿Qué admiramos en estos objetos reproducidos
cuyos originales despreciamos?.
En el mismo libro, Plinio se refiere a una célebre competencia entre dos pintores
del siglo IV a.C., Zeusis y Parrasio: el primero – escribe Plinio – pintó un racimo de uvas
tan similar a las reales que los pájaros intentaron comer sus gajos. Creyéndose
vencedor, Zeusis pidió que se quitara la tela que cubría la pintura de su rival, para poder
contemplarla. Sin embargo, no existía nada que ocultara la pintura de Parrasio y Zeusis
debió admitir que, así como sus uvas habían engañado a los pájaros, él mismo había
sido burlado por su contendor, cuya pintura no era sino la representación de una tela –
con sus pliegues y dobleces, textura y color - puesta sobre el cuadro. Vanidad de la
pintura, entonces, porque funda su dominio sobre una ilusión, sobre un engaño y no
sobre la nobleza del objeto representado. Vanidad, porque las naturalezas muertas,
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como algunas composiciones de los sofistas, recurren a cosas sin mérito,
despreciables, sólo para demostrar la propia destreza, el propio oficio, el propio arte.
Una pintura descriptiva
Estas dos historias relatadas por Plinio - la de Pireco, que ponía su techne al
servicio de objetos insignificantes y la de una pintura que se revela como engaño e
ilusión, puro simulacro – proveyeron a los académicos de argumentos y frases manidas
con las que condenaron y alabaron a las naturalezas muertas, considerándolas
inferiores o bien sometiéndolas a forzadas analogías con esas otras pinturas célebres,
las de Parrasio y Zeusis, que no conocieron. Incluso una de las más acuciosas
descripciones de la pintura holandesa de esa época, el Diario de Flandes y Holanda
(1781) de Sir Joshua Reynolds, primer presidente de la Royal Academy of Art y
enardecido defensor del “gran estilo” de la pintura del Renacimiento italiano, no es más
que un “árido resumen” – las palabras son del mismo autor – de la pintura que en esa
región se había ido desarrollando. Fastidiado por la vulgaridad de los argumentos y la
repetición de los temas representados, el académico acabó por reconocer su propia
incapacidad para referir en forma adecuada estas pinturas, que permanecieron en
buena medida ajenas a las prescripciones y normas impuestas por las academias.
A diferencia de la pintura italiana, francesa o española, que concibió al cuadro
como un escenario en el que era posible representar idealizadamente las acciones y
pasiones de los hombres, los pintores nórdicos lo consideraron como una superficie
sobre la cual se podía describir e inscribir el mundo visible, tal como éste se presentaba
a la vista, sin jerarquizarlo ni imponerle un orden externo. Mientras Leonardo
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recomendaba en su Tratado de Pintura (1651) obviar, al momento de pintar flores y
animales, las irregularidades y las zonas estropeadas por el hombre o el viento; los
pintores del norte de Europa concentraban su atención en los accidentes, diferencias y
particularidades de los elementos representados, analizando a la naturaleza – tal como
lo hiciera en esos mismos años el científico y filósofo Francis Bacon – en cada una de
sus partes, sacrificando la elección de un modelo ejemplar y de un punto de vista único
y privilegiado, por la representación de la multiplicidad, la fractura, la disgregación, lo
particular.
Se explica así el desorden que gravita sobre las mesas, la variedad de elementos
que dejan ver no sólo su apariencia, sino también su composición externa y la
presencia, al interior de las naturalezas muertas, de espejos y superficies reflectantes,
que entregan al espectador una visión simultánea de distintas perspectivas de un
mismo objeto. Ante esta aparente confusión, el frágil juego de los reflejos de la luz nos
permite conocer y distinguir el vidrio del metal bruñido; la textura de un tejido de la de un
trozo de pan; la piel irregular de la cáscara de un limón, de la consistencia viscosa de
las ostras; la suave y fría porcelana, de las páginas ásperas y sucias de un libro abierto.
Como Pascal, podemos experimentar un creciente malestar frente a estas
pinturas de superficies lisas, en las que no asoma emoción alguna: porque el pintor
traza con igual destreza una migaja de pan seco, el dibujo de un retrato en un papel y
un collar de perlas blancas, nos parece, de pronto, que no sólo en la pintura, sino en la
realidad, pan añejo, retrato y perlas pueden ser iguales, exactamente iguales, que no
existe, a priori, diferencia alguna entre las cosas.
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Emblemas
Se ha dicho que en las naturalezas muertas confluye, además, una antigua
tradición, la de los emblemas. Compuestos por un lema, una ilustración y un comentario
que explicaba la relación entre los dos primeros, los emblemas cargaron a cada objeto
de múltiples significados, que acompañaron implícitamente a sus representaciones. A
diferencia del resto de Europa, en los países del norte la fuente principal de los
emblemas residió en la sabiduría popular contenida en ciertos pasajes de la Biblia,
proverbios y refranes. Por esta razón no existió un significado “oculto” tras la apariencia
de las cosas, sino que éste se encontraba, como los objetos mismos, en la superficie
del cuadro. Cuando se deseaba aludir, por ejemplo, a la dilapidación del capital en
empresas vanas, ésta se señalaba a través de la presencia de especies exóticas de
tulipanes, que habían alcanzado hacia 1630 altísimos precios debido a las
especulaciones en la bolsa. Hacia 1637 el precio de los tulipanes cayó abruptamente y
al vaso que Ambrosius Bosschaert había pintado con cerca de treinta especies distintas
de flores de bulbos sobre una ventana, a los campos de tulipanes pintados sobre
madera por Jacob Gerritsz Cuyp y a todos los cuadros al mismo tiempo admonitivos y
celebrativos, les sucedieron una casi infinita serie de cuadros en los que se
representaron tulipanes y flores exóticas rodeadas de insectos, bulbos que, como el
semper augustus rojo y blanco, habían llegado a costar 13.000 florines, el equivalente al
sueldo anual de ochenta obreros no calificados en Ámsterdam.
Al igual que los tulipanes, las conchas marinas, ciertas flores ornamentales y los
frutos de cedro encarnaron, en las naturalezas muertas, la vanidad de los bienes, la
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vacuidad y la inestabilidad que perdura tras la frágil carcasa de las cosas. Por esta
razón se ha considerado que es en las naturalezas muertas, con su exacerbado juego
de brillos y reflejos, donde ha quedado mejor retratada la afección calvinista hacia los
objetos y los placeres de la propiedad, al mismo tiempo deseados y temidos,
celebrados y condenados. En ellas queda encarnada también la voz del Eclesiastés, un
“predicador” solitario que después de gozar cada cosa, supo que el goce no valía la
pena: su letanía – todo es miseria, lo que ha sido, será, todo el esfuerzo humano va al
polvo – es citada constantemente, al interior de estas pinturas, en diminutos papeles
plegados, en la página abierta de una Biblia o señaladas apenas en el borde gastado de
una cornisa, de un espejo o de la mesa.
“Memento mori” y “Vanitas”
“Volviéndome a ver todo lo que había hecho con mis manos cansadas, mis
afanes ya cumplidos, he aquí que todo era humo, vanidad, apacentarse de viento, que
nada vale bajo el sol”, dice el Eclesiastés, agitado, como estas pinturas, por la
tribulación y la opulencia, por el recuento orgulloso de los bienes acumulados y de los
placeres obtenidos y por la constatación de su caducidad. Y si el Eclesiastés se abre y
se cierra en una meditación sobre la desintegración infinita de la realidad mundana,
sobre el desorden, la descomposición y la inutilidad absoluta del esfuerzo, del
pensamiento y de las obras del hombre, en las naturalezas muertas ocurre otro tanto,
pues su aparición en la pintura europea está asociada a la difusión de retratos en cuyo
reverso se pintaron objetos de carácter simbólico, con el fin era darle una dimensión
más profunda a la pintura del anverso. El elemento que se solía representar, hacia
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finales del siglo XV, era la calavera, proyección inversa del retrato, su negativo exacto:
si el retrato pretendía perpetuar, a través de su imagen, la memoria y la fama de un
hombre, el reverso borraba toda señal identificatoria y lo convertía en “memento mori”,
recuerdo de la muerte. Con el tiempo, estas composiciones alegóricas se
independizaron de los retratos y constituyeron un tipo de naturaleza muerta específica,
designadas bajo el nombre de “vanitas”.
La “vanitas” más antigua que se conoce es también una de las primeras
naturalezas muertas autónomas: fue realizada en 1603 por Jacques de Gheyn el Joven,
un pintor nacido en Amberes, célebre por sus meticulosos dibujos vinculados a la
emblemática. En su “Vanitas”, de Gheyn retoma el tema del “homo bulla”, una alegoría
que se encontraba en los libros de heráldica y que consignaba a la vida del hombre la
fragilidad y fugacidad de una pompa de jabón, de una sombra. En el cuadro de de
Gheyn, la pompa de jabón está suspendida sobre una calavera que nos fija con sus
cuencas vacías, en un nicho similar a los que se solían pintar en los “memento mori”.
En la burbuja se reflejan los símbolos de las actividades y poderes que allí concurren:
una corona, un cetro, una rueda de tortura, trofeos de guerra, copas y dados. El espacio
que antecede al nicho contiene un vaso con un tulipán que se contrapone, al igual que
las medallas y monedas ahí presentes, al vaso de incienso de la derecha, porque la
belleza, la gloria y la riqueza del hombre no demoran en enfrentarse a su propia
fatuidad, a su desvanecerse. En la parte central del arco, con letras derruidas, se puede
leer el lema que le da sentido a toda la pintura: “Humana Vana”, mientras que a los
lados del mismo, han sido representados Demócrito y Heráclito, pues los únicos
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comentarios posibles frente a tanta fragilidad son, quizás, nuestras actitudes más
desmedidas, extremas: la risa (Demócrito), el llanto (Heráclito).
Espejos
Mientras en la “Vanitas” de de Gheyn la burbuja de jabón reflejaba las “cosas del
mundo”, los espejos convexos, las esferas de cristal y otras superficies reflectantes
similares aparecen luego como una prolongación del cuadro hacia el espacio de
producción: en ellas encontramos, deformada, la habitación del pintor con sus ventanas,
puertas y vigas, el atril que deja ver el reverso de la tela que se está pintando y que
nosotros vemos ya terminada y, en algunos casos, diminuto y absorto en su trabajo, el
retrato del pintor, la cabeza volteada hacia su modelo y los ojos clavados en los
nuestros, escrutándonos.
A mediados del siglo XVII, la presencia velada del pintor en su reflejo conoce un
gran éxito en la pintura de los Países Bajos, talvez porque en ella reside la paradoja a la
que toda naturaleza muerta alude: el pintor incluye, como una demostración de
virtuosismo, su propio retrato “haciendo” el cuadro que nosotros vemos, pero es ese
mismo virtuosismo, esa exacerbación de la techne que referíamos al principio, lo que
hace que el cuadro, a pesar de simular perfectamente la realidad, se nos aparezca
como engaño, revele su condición de pintura por una incoherencia fundamental: ahí
donde debiera verse nuestro propio reflejo, aparece en cambio la ventana, la puerta
deformada, el pintor, el atril y el reverso del cuadro que nosotros vemos, en ese mismo
momento, por el anverso.
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En la “Naturaleza muerta de Vanitas” que Pieter Claesz pintó cerca de 1630,
describió con maestría y precisión una gran esfera de superficie lisa que refleja una
habitación algo estrecha en la que trabaja el pintor, el caballete, el reverso de la pintura
que nosotros vemos ya terminada y la parte posterior de algunos objetos que le sirven
de modelo y que aluden al paso del tiempo (un reloj roto, un cirio consumido), a la
fragilidad de la vida (una nuez partida, un vaso de cristal dado vuelta), del arte y del
pensamiento (el violín, la pluma, el libro carcomido). Una calavera agrietada cierra, a la
derecha, la composición. El candelabro vacío, el reloj quebrado, la nuez seca, la pluma,
el violín, el libro, las hojas, la calavera y la esfera que encierra en su reflejo el trabajo del
artista, todo lo que se ha dispuesto sobre la mesa, es – lo sabemos - vanidad. Pero si
Pascal consideraba vana a la pintura de naturalezas muertas por los objetos que
representaba – basura, decíamos, cosas sin valor -, las naturalezas muertas, en
cambio, nos demuestran que el mundo del arte, como la esfera de cristal frágil y vacía
en la que se refleja, es efímero, fútil, vano y que, como una pompa de jabón, se
desvanece apenas se descubre el engaño de la representación, que la vanidad no
reside, como hubieran podido pensar los artistas de las academias, en aquello que se
pinta, sino en la pintura misma.